Selección Lectura Crónicas

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EL HELADERO / Joaquín Edwards Bello / Memorial de

Breviarios del Valparaíso Regional / UV


Los almacenes de Valparaíso tienen un olor especial a café. Achicoria, chancaca y frutas
secas. Nací en estos olores, ruidos y colores. Las librerías tienen un carácter especial. Y los
letreros el suyo. En un bar dice con tiza cold beer, cerveza helada en inglés. Hay un hotelito
Old Boy. Hay partes gringas, partes alemanas, partes españolas e italianas. La más
pintoresca es la inglesa o gringa. En la parte de la Cajilla las mujeres nocturnas llamaban a
los marineros diciendo Luquiá, Comalón, esto es, look here, come along. Lo mismo pasa en
Hong Kong donde existe una calle Cumalón. Hay un bar Scala de Milán, con diez
escalones para bajar, la entrada. Muy pintoresco, pero no es esto lo que me propuse
recordar ahora. El ruido más familiar de Valparaíso es el de la campana del tren, cuando
asoma por Bellavista.
Escribí de esto. Escribo otr mi a vez y cada vez que llego a Valparaíso. Cuando
hojeo mi archivo polvoriento en Santiago y leo lo que escribo hace diez y quince, y treinta
años, me digo con pena y compasión por mí mismo: ¿Hasta cuándo? Yo sigo igual. Todo
esto no me cunde. Todo esto no me lleva a ninguna parte. Lo único cierto es que voy
acercándome al final, sin gloria ni provecho. Sigo con Valparaíso. ¿Volveré a leer lo que
escribo ahora, después de algunos años? Cada vez hay menos probabilidades.
Pasaba un heladero por la calle Clave, muy concurrida. Una oleada de recuerdos de
la temporada más feliz de mi niñez me hizo cosquillas en la cabeza. Yo he jugado en el
Casino. ¿Qué son cien pesos para un jugador?
Fui derecho al heladero y le puse un billete en la mano. Me miró como un hombre
frente a un fenómeno. Le dije:
—No se extrañe. No quiero helados ahora. Le doy eso por el cuerno que canta los
helados. No. No soy un chiflado. El cuerno me ha dado una alegría de la niñez. No lo tocan
en otras tierras.

DOS PLAZAS / Carlos León / Obras completas/ Alfaguara


En la Plaza de la Victoria la gente pasea; en la Plaza Echaurren, espera.
La primera es amplia, burguesa, festiva; la otra es proletaria y funcional como una
estación ferroviaria.
Los domingos de la Plaza de la Victoria son encantadores y pueriles. Pasea por sus
costados una muchedumbre limpia, satisfecha, bien vestida, al compás de la música
correcta y tranquilizadora de un orfeón militar. Más al centro, los niños, al cuidado de
madres y niñeras, alborotan y alegran el ambiente.
La Plaza Echaurren no tiene domingo; su semana concluye el sábado. Ese día
amanece de fiesta, y sus mercados y emporios, estos últimos los más bellos de la ciudad, se
ven invadidos por gentes animadas y alegres, recién pagadas, que se alejan portando
mercaderías, frutas, flores. La romería comienza temprano, declina un poco a mediodía y
adquiere nuevo rigor por las tardes. A la hora del crepúsculo sobreviene una calma tensa,
ligeramente inquietante. Por las noches nuestra plaza tornándose ruidosa, agresiva, y sus
gentes entran y salen de bares y tabernas en grupos bulliciosos, no siempre pacíficos. Como
es natural, al día siguiente amanece mohína, cansada, triste, en estado de componer el
cuerpo.
La Plaza de la Victoria tiene el encanto limpio y tranquilo de las oleografías; la
Plaza Echaurren, la vivacidad y bohemia de los vagones de tercera.
Ambas son bellas y compendian cada uno a su modo, la atmósfera marítima, liviana
y seductora de la ciudad.

EL HOMBRE QUE SE HIZO 82 TATUAJES DE JULIA


ROBERTS YA NO LA AMA / Cinthia Matus / La Estrella de
Valparaíso
Hace un año Miljenko Parcerisas, estaba enamorado la actriz, pero todo
cambió. Esta es la dura historia de un chileno que dejó de querer a Julia
Roberts. "Esa mujer no es linda", dice ahora.
Miljenko Parcerisas, el hombre que en marzo de 2011 se hizo conocido por amar a Julia
Roberts y por tatuarse todo el cuerpo con su cara, nunca supo que el diario británico “The
Sun” lo tuvo un día entero en su portal, que todo Chile lo estuvo mirando en los kioskos,
que en televisión los faranduleros hablaban de él y que en Twitter, la red social de los 140
caracteres, fue Trending Topic por dos días.
Miljenko, que ahora hablará con el suplemento El Rayo, de La Estrella de Valparaíso,
nunca cachó nada y lo que es peor, nunca se dio cuenta que conocer a la actriz
norteamericana que hizo el papel de “Mujer Bonita”, era sólo un sueño húmedo, de esos
que duran poco, pero que se recuerdan todo el día.
Mientras tomo un café, lo veo venir desde la clásica plaza Sotomayor de Valparaíso. Tiene
la mollera mojada por una ligera llovizna que empapa las calles y pienso que bajo su
vestón, su jersey azul y su camisa de abuelo, hay unas 82 escenas de Erin Brockovich.
Tomo un sorbo y sigo con el pensamiento: Bajo el pantalón, a unos 80 centímetros de su
sexo tiritón, hay una Roberts media rojiza, la última que se hizo y que le mostró a unas
dueñas de casa en la plaza Victoria. Me río y digo en voz alta: nunca los conté, pero
siempre le creí a Miljenko. Son 83 Roberts y ya está.
Caminemos
Es la séptima vez que me lo topo –nos conocimos de casualidad y no tiene celular– y me
pregunta cómo estoy. Le digo que bien y se mete las manos a los bolsillos para empezar a
caminar. Su perfume es una mezcla de colonia inglesa con povidona.
¿Para dónde ibas, Miljenko?, le consulto mientras pasamos por fuera de una tienda de
productos made in China. “Para el hospital de allá”, me responde como apuntando al Van
Buren, que está muy lejos desde donde estamos.
Silencio. Quiero preguntarle por la Roberts, pero no me atrevo. Mientras tanto, pienso que
su aspecto ha cambiado desde la última vez que hablamos: está afeitado, su chaqueta está
impeque y los bototos ya no tienen las manchas de cemento, sólo unas de color cobre.
¿Todavía siguen los ataques epilépticos?, le pregunto preocupada. “Sí y ahora voy a buscar
unos remedios”, me comenta con su voz ronca.
Desde que era niño, Miljenko sufre de epilepsia, una maldita enfermedad que en una
ocasión le hizo tirarse al suelo, botar espuma por la boca y dejar un montón de periódicos
tirados cerca del Ripley. Heavy. “Por eso quiero ir a Estados Unidos”, me confiesa con una
sonrisa.
–¿Por la epilepsia? - pregunto.
–Sí, porque los gringos me sanarían.
–Pero, ¿no querías viajar allá para conocer a la Julia Roberts? –le recuerdo sin aguantar
más.
El hombre de padres yugoslavos se para en seco y me mira enojado frente a un kiosko de la
calle Condell. Me da miedo porque nunca se enoja y en tono firme me deja en jaque: “Julia
Roberts, Julia Roberts... esa mujer no es linda”.
Miljenko está como poseído, raro. Es como si otro estuviera dentro de él hablándome. Se
supone que los 83 tatuajes que tiene en el cuerpo, con la cara y silueta de la actriz que trató
de instaurar el lema “comer, rezar y amar”, son porque estaba enamorado de ella.
–Me tengo que sanar y para eso necesito una visa para poder viajar a Estados Unidos. ¿Tú
tienes? y esa mujer... no sé –dice diabólico.
–¿Ya no te gusta?
–Yo quiero sanarme y tener una visa para ir a Estados Unidos. Yo voy al hospital.
¿Un plan?
No entiendo nada. Las seis veces que he hablado con Miljenko, me había dicho una y otra
vez que amaba a Julia Roberts como a ninguna y ahora, da la impresión de que todo se ha
tratado de un plan conspirativo para decirle chao a la epilepsia.
–Miljenkos, el mundo te conoció como el eterno enamorado de Julia Roberts, como su
admirador number one... ¿me estás insinuando que sólo te la tatuaste para obtener una
operación? -le digo tratando de hacerlo recapacitar.
–Los tatuajes tienen que ser sólo de la película “Erin Brockovich”, porque esa película la
hizo mi familia, los Parcerisas. Julia Roberts sale ahí hermosa.
–Pero cómo, hace un rato me dijiste que no es linda.
–Tú no, Julia. La otra Julia, la de Estados Unidos.
Una señora que está cerca del kiosko, me mira y se ríe. Me hace un gesto de que a Miljenko
le faltan palitos pa’l puente y se nos acerca. “Pero cómo, caballero, si usted le dijo a todos
que estaba enamorado de esa actriz y se tatuó entero y ahora sale con que no”, le enrostró
apuntándole el pecho.
Miljenko no le dice nada y sigue caminando. Lo sigo.
–Pensé que tus gustos seguían igual, Miljenko.
–Está muy flaca.
–¿Quién? ¿la Roberts?
–Mmm...
–¿Cómo te gustan las mujeres, entonces?
–Así –me señala un póster de una película erótica del cine Central.
–¿Pechugonas?
–Como la Julia.
Contradicción total.
–A ver, Miljenko, recapitulemos. ¿Tú amas a Julia Roberts o... te has hecho los tatuajes
sólo para captar su atención y así poder ir a Estados Unidos a operarte?
–Tanta basura aquí. Allá está la Julia.
–Miljenko, la señora que barre más bien se parece a la señora que inspiró a Chico Trujillo.
Dime la verdad...
–Me haría otro tatuaje, pero no tengo plata.
–¿Y qué hay de eso que me dijiste una vez que si tuvieras una hija le pondrías Julia?
–No tengo hijos, eso se hace viendo eso - me responde haciendo alusión al póster porno que
ha quedado atrás.
–Miljenko, has cambiado, antes eras...
–Me dijeron que iba a conocer a esa mujer, pero me dieron mil pesos. ¿Para dónde vas?
–A ningún lado.
–Yo voy al hospital.
Seguimos caminando hasta llegar a la plaza Victoria y Miljenko estira el brazo apuntando
una banca. Los artesanos que venden pipas me miran y me saludan. Buena onda. Nos
sentamos.
–Nunca pensé que ibas a decir estas cosas... tú siempre tan embobado con la gringa y ahora
haciéndole asco. Yo sé que un tal Cacho Améndola te prometió conocerla y que al final
nunca fue. Que te gustaba ir a ver...
–Cacho, cachita, jajajaja
–Miljenko, estás cachondo. Esta faceta no te la conocía.
Silencio. De repente, el viejo se para y se empieza a sacar la chaqueta.
–Miljenko, ¿qué onda?, no, no te saques la ropa, está helado, está lloviznando...
Los artesanos me levantan el dedo pulgar y gritan algo como “¡ejalé!”
–Ya poh’, Miljenko, te vai’ a resfriar... me tengo que ir. Yo me arranqué para verte un ratito
no más, salí así no más, sin plata, tengo que devolverme a pie.
Ya va en el jersey, pero tirita y se vuelve a poner el vestón. Ahora se sube las mangas.
–Julia –señala apuntando a la señora del carrito. Luego dirige el dedo a un tatuaje. Mira, si
es linda la mujer, lindos hijos...
–¿Ah?
–Ésta es la que más me gusta.
–Miljenko, es la más deformada... parece como si tuviera setenta años...
–¿Y tú? ¿para dónde vas?, yo voy al hospital.
–… ...

NOCHE PÚRPURA EN LA DIVINE / Pedro Lemebel /The


Clinic
A diez años del incendio en la discoteque gay de Valparaíso, cuándo aún la justicia no se ha
hecho cargo de esa brutal agresión, para quién quiera leerlo, reitero este chamuscado
homenaje. Como cualquier sábado que pica la calle por darse un reviente, un pequeño
placer de baile, música y alcohol. Por si aparece un garzón fugitivo reflejado en los espejos
de la disco gay. Cuando todavía es temprano para una noche porteña, pero el loquerío está
que arde en la Divine, batiendo las caderas al son fatal de la Grace Jones. Esa africana de
lengua ardiente que nos lleva por “la vida en rosa” de la costa francesa, en un auto sport
tapizado de armiño. En la fantasía coliza de soñarse jet set en Marbella o Cannes, bailando
la misma música, salpicadas por las mismas luces, juntando las monedas para otra piscola y
no deprimirse viendo el sucio puerto y sus latas mohosas. Otra piscola para el cola recién
bañado en su nube Old Piece. Otra vez la Grace por favor, para lucir en la pista el jeans
Calvin Klein de la ropa americana, que bien planchado parece nuevo. Sobre todo en la
oscuridad estrellada por los focos. Que la música y las luces nunca se apaguen, que no
lleguen los pacos pidiendo documentos, que nada ocurra esta noche mágica que parece año
nuevo. Que siga el dancing y las piscolas locas corriéndose mano en el rincón. Por eso
nadie se da cuenta del olor a humo que sube la escalera, que hace toser a una loca con
asma, que dicen que tiene asma de loca. “Que se quema el arroz”, grita alguna. Y las
ensaladas también niña, pero la música y las luces nadie las apague; ni siquiera la bomba
incendiaria que un fascista arrojó recién en la entrada. Ese resplandor amarillo que trepa los
peldaños como un reguero de pólvora, que alcanza las plumas lacias de los travestis
inflamando la silicona en chispazos púrpura y todos aplauden como si fuera parte del show.
Total la música y las luces no se apagan y sigue cantando la Grace Jones por eso nadie lo
toma en serio. Como darse cuenta que la escalera de entradas se derrumba en un estruendo
de cenizas, si el sonido es tan fuerte y todos sudan en el baile. Que más da un poco de calor
si las locas están calientes y atracando y al grito de: fuego, fuego, no falta la que :¿Dónde?
Aquí en mi corazón. Pero en un momento el chiste se transforma en infierno. Como si la
música y las luces acompañaran la escena dantesca que arde a puerta cerrada. Con
demasiado calor para seguir bailando, demasiado terror para rescatar la chaqueta Levis en
el guardarropía. Atrapados en el choclón de locas gritando, empujando, pisando a la
asfixiada que prefiere morir de espanto. Buscando la puerta de escape que está cerrada y la
llave nadie sabe. Entonces a los baños dice alguien que lo vio en una película. Atravesando
la pista encendida entre las brasas de locas que danzan con la Grace y la música que sigue
girando. Pisar las vigas y espejos al rojo vivo que multiplican la Roma disco de Nerón
Jones, atizando la fogata desde los parlantes. Sin mirar atrás las pgoarejas gays calcinadas
en los carbones de Pompeya. Encontrar los baños para refugiarse en el frío falso de los
azulejos plásticos. Como si en último momento se eligiera el lugar del placer, recordando
chupeteos y escenas de fragor, reviviendo en la emergencia la humedad sexual de los baños
del Cinelandia. Más bien abrir todas las llaves de los lavamanos, pero la gota mezquina que
sale está hirviendo y el humo ahorca la garganta en un asma de loca que no quiere morir.
Un asma de loca rasguñando las baldosas que estallan en lenguas ardientes. Y esa asma de
loca quiebra los espejos para apagar al menos el reflejo del fuego. Encontrar una salida a
una boca de oxígeno para su asma de loca sofocada que ama tanto la vida, que sabe que irá
al infierno y quiere vivir como sea, quemándose las manos, encaramándose en los
andamios del humo hasta encontrar una ventana en el tercer piso, tan alta, tan arriba, con
tanto público abajo esperando morboso que la loca se tire al vacío. Sobre esa multitud de
curiosos que miran indiferentes los incendios. Decidirse a dar el salto, porque es posible
que su asma de loca flote en el aire dorado que la quema. Atreverse ahora que la cola está
ardiendo y el mar tan lejos es un vértigo de olas que la aplaude. Apenas un paso, sólo un
paso en la pasarela de vidrio y el espectáculo de locas en llamas, volando sobre el muelle de
Valparaíso, será recordado como un brillo fatídico en el escote aputado del puerto. Porque
aún así; aunque la policía asegura que todo fue por un cortocircuito eléctrico, la música y
las luces nunca se apagaron.
Yergue el Ande / María Moreno / Suplemento Verano,
Página/12
Mi segundo viaje a Chile lo hice sin Mario. Lo habíamos planeado juntos pero nos
habíamos peleado. No sé si él fue. No lo busqué, no lo encontré, no lo extrañé. Plantada en
mis borceguíes, sentía que caminaba más erguida, que me había vuelto más alta, dispuesta a
viajar a la buena de Dios y hasta que tiraran lo escudos, maravillada por mi fuga a dos
puntas: de mi madre y de mi novio.
Volví a Chile en tren, a la segunda clase y a las largas horas de traqueteo, esa vez entraría
por las Cuevas, con la mochila liviana y una soledad curiosa que mi madre decidió romper
con su indiscreción: en la estación, a través de la ventanilla en la que yo me apoyaba,
entrevió a unos muchachos que juzgó de buen corazón ya que sus madres también estaban
allí –eran dos matronas que intentaron hasta último momento imponer viandas que los hijos
rechazaban– y les gritó ¡Cuídenla, es un poco babieca, cree que puede lo que no puede! Las
madres me miraron antes que los hijos. Alguna dijo no sé qué sobre que las chicas son bu
}enas para impedir macanas mientras la mía intentaba una familiaridad que justificara el
intercambio de teléfonos. Detrás de ellas había escenas de masas lentísimas a lo Fabio: las
juventudes de izquierda se desplazaban ordenadamente y hacían su nido en asientos duros
como una tabla de planchar. “Resista, resista la nalga socialista”, gritó un grupito de
mochileros. El Chicho había llegado al poder.
A la hora de la partida, mis apalabrados chaperones me dieron la espalda. Pensé que me los
había sacado de encima, pero no. Volví a verlos en Valpo, durante el peregrinaje en busca
de una pieza, en una ciudad donde no cabía un alfiler. Por la Quebrada del Toro quedaba
una cama grande y un sofá instalados en medio de un comedor en el que ninguna familia se
reunía a la hora de comer. ¿Nos venía bien a los tres? Doña Isabel decía que vivía con su
“cuñado”. Por la noche podía dejar una comida frugal sobre la mesa siempre que no se le
hicieran melindres al arroz y las papas repetidos y los mariscos preparados “a la sencilla”.
El “cuñado” trabajaba de noche, “tiene una casa de chicas”, dijo imperturbable Doña
Ramona: salía al atardecer de punta en blanco, panamá un poco usado, uñas manicuradas,
boquilla.
Los muchachos, Pichi y Carlos, tenían un taller mecánico en Banfield. Empezaban a
interesarse en la política. Los habían reclutado en el fútbol referentes barriales como ellos,
amigos de toda la vida, pero tiraban para lados distintos. No fueron más explícitos. Lo
importante era que eran socios en el taller e hinchas del Taladro.
Yo amaba los hoteluchos atendidos por algún despojo amable donde el inodoro no carga
bien, las pilas del control remoto de la tele están gastadas y el sereno es sordo al timbrazo
de madrugada pero ¡pero!: con un morro salpicado de casitas blancas, un mar limpísimo
asomando sobre antiguas almenas o un jardín cerrado con olor a podredumbre natural.
Nada de eso ofrecía el comedor de Doña Ramona. Pichi y Carlos se dormían después de mí,
nerviosos por tenerme cerca. La cama grande primero los preocupó, luego el fantasma
homosexual se sublimó en una veintena de chistes. Si me sabían despierta hacían ruido de
jadeos o de besitos. No creo que los sobresaltara ningún clima erótico sino ese dormir
juntos sin respetar la separación de los sexos que solo se conoce en la infancia y en la
pareja.
Pichi era trotskista, buen orador, ávido de correr a un sacrificio meritorio –el Che acababa
de morir– con un ardor fanático que sublimaba armando inventos que tal vez hoy habrían
sido considerados obras arte, como la rosa de cobre de Roberto Arlt. Sólo que su invención
no estaba en la química del material sino en el reciclado de los desechos de cocina y de
cuartito para los cachivaches. Podía transformar el pico de una pava cachada en chimenea o
caño de escape –solía contar su amigo, porque él era tímido o modesto–, la carcasa de un
lavarropas le había servido para darle la sorpresa al sobrino perezoso a la hora de caminar
con un andador de doble uso: en el interior había instalado cajoneras y manijas para
transportar las compras de la madre. Su orgullo era un reloj Volta que funcionaba con el
ácido cítrico de las frutas o con papas, vinagre y agua con sal.
Carlos era peronista y cultivaba una picaresca de payador que explotaba en versos fáciles
en donde a mí, letrada reciente, pero sensible, siempre me sorprendía alguna metáfora
alocada. Me llamaba “Pibesa” con un tono libidinoso menos verdadero que elegido para
provocar a Pichi, que estaba un poco enamorado de mí pero lo disimulaba seguramente
debido a todo tipo de impedimentos morales que solía derramar en relatos edificantes
donde la expresión “pequeñoburgués” sonaba como un chicotazo. Carlos era conservador y
su sueño menos laborioso: el ejercicio de la mecánica ordinaria del automotor en un barrio
que se desarrollaba día a día le aseguraría la plata para un Fórmula 1. Su obtención era más
una cadena de contactos –el heredero de un museo de automotores en el Gran Buenos
Aires, el conocido de un sobrino de Floreal González que especulaba en un cuarto trasero
con la chatarra de los vuelcos fatales–. Cuando leí a Juan Emar pensé que el “Pibesa” lo
habría robado leyendo de pie en alguna librería de viejo durante un paseo que nos había
separado o bien la asociación libre del humor popular puede coincidir con la de los poetas,
quizá llegar más lejos, libre de testigos calificados, siempre molestos para la gratuidad
inventora.
En los viajes entre Valparaíso y Viña, en alguno más largo a Santiago, nos volvíamos
expansivos. Era uno de esos momentos históricos que disuelven la intimidad y cada uno
cuenta con que el desconocido que se cruza es un compañero al que se puede resumir la
propia vida. El ritmo de la liebre nos masajeaba los riñones en el último asiento que
elegíamos para apiñarnos con los demás. Hablábamos con obreros y estudiantes, esa
consigna que, fuera de la movilización o la asamblea, es mero goce de contacto –nosotros
no éramos ni una cosa ni la otra, pero sumábamos entusiasmo–, rara vez intercambiábamos
declaraciones, siquiera un comentario político, sólo el “¿de dónde eres?” devuelto con un
“¿de dónde sos?”, el “¿cómo te llamas?” con un “¿y vos?” más “¿ con quién de los dos
pololeas?”. Recuerdo las plazas llenas y las banderas rojas, el sobresalto por la voz de Fidel
saliendo de un altoparlante –del otro lado de la cordillera la serie de facto estaba a la altura
del general Roberto Marcelo Levingston–. Compartimos el ritual de beber del pico aunque
no tuviéramos sed. Era nuestra comunión con la masa contenta. Leíamos carteles que no
nos incluían, pero capaces de arrastrarnos a una euforia común, una simpatía bonachona y
primeriza. En un acto, yo espié al Chicho con mis anteojos de teatro. Pichi y Carlo
fingieron no conocerme. Mis anteojos tenían adornos de nácar. Por la noche, al regresar en
la liebre, me dormía sobre el hombro de Pichi, sobre el hombro de Carlos que, a su turno, se
ponían rígidos.
En la cama grande de Doña Isabel la asamblea solía ser de a dos. Los oradores hablaban
con morosidad y cierto tono condescendiente, después de todo, habían sido como hermanos
desde el potrero pero después iban levantando la voz y a la primera chicana se agarraban y
no paraban sino por agotamiento: de un lado, Perón evita la patria socialista; del otro, que a
Trotsky se le había ofrecido la Jefatura de policía. Lo que ahora recuerdo como lugares
comunes no me lo parecían entonces: el peronismo era bonapartismo, si no cuasifascismo;
el 17 de octubre había sido hecho por una burguesía que creía luchar contra la burguesía, la
izquierda nunca había entendido la cuestión del ser nacional y el “hecho maldito” le había
quemado los libros, a mí se me mezclaba todo. Pero a la finura política de esos debates, que
seguro la había, aunque estuviera en las vísperas y careciera de la retórica de las asambleas
estudiantiles y viniera, en cambio, de volantes recién aprendidos, yo no la entendía pero
podía percibir en qué puntos ahora olvidados Pichi y Carlos tocaban alguna verdad
importante que descubrían juntos aun enfrentados, como si hubieran ido armando a
ponchazos una fraternidad en la que cada uno se formaba al ir saltando las vallas que el otro
le ponía en el camino.
Yo podía bostezarles en la cara, pero algo tenía para decirles en nombre de Emma
Goldman: “Si no puedo bailar, no me gusta tu revolución”. Ellos me convencían de que en
la de ellos, aunque fuera distinta, sí se bailaba; que la alegría era prioridad y el yo no me río
de la muerte de Javier Heraud, sólo un verso más; que Fidel se tiraba pedos en Sierra
Maestra y les ponía nombre y se reía como loco; que una vez en la selva, cuando ya se
habían bebido hasta los orines, los combatientes se habían comido el algodón con sangre de
Tania. “Mirá cómo los gringos de la revolución sexual son unos atrasados. Ni habían
imaginado el canibalismo revolucionario que encima no mata sino que aprovecha el exceso
de la producción natural o chatarra biológica. Era como lo que va a fundición y sirve al
último modelo”, decían el uno o el otro, o el uno más el otro, hermanados por las metáfora
que tenían más a mano. Me hacían llorar de bronca para consolarme y manosearme un
poquito, nunca por debajo de las clavículas ni de la cintura, me tocaban mucho las mejillas,
pasaje obligado de la lujuria sublimada en ternura. A mí no me gustaban ni un poquito:
entonces sólo me gustaban los capaces de hacerme daño. No el líder, esa zoncera para
muchas, ni el mártir, a quien mi costado psi me hacía considerar un neurótico, sí el
Erdosain estudiante con estrategias a largo plazo para vengar su infancia humillada en toda
una generación de mujeres, el logorreico de un dolor indecible y sin fondo, algo más
meritorio a la hora de salvar.
Una noche en que Pichi y Carlos se fueron al cine, me junté con un grupo de argentinos
para ir al Topsy. Eran amigos de los bares de la calle Corrientes, progresistas sin partido
que querían conocer el boliche que empalidecía a Mau Mau. Cuatro pisos frente al mar, una
vuelta al mundo que no se detenía, tobogán gigante, capitalismo a gogó que hacía cruzar la
cordillera desde Mendoza sin pensar si arriba, en el poder, estaba El Chicho o más bien
había que tolerarlo. Mientras yo me maquillaba para salir, Pichi, celoso, me dijo que un día
la Unidad Popular tomaría el Topsy para instalar una guardería o sacaría al aire libre el
tobogán y la vuelta al mundo para ponerlos al alcance de todos en un parque público. Me
preparé a ser cautiva de la revolución con ademanes psicodélicos: bailé provocativa sobre
la cama de Doña Isabel. Me había vestido totalmente de blanco para impactar bajo la luz
ultravioleta: luego me enteré de que eso era el colmo del mal gusto; no había que exagerar
sino concurrir con sólo un detalle para acentuar el efecto fantasma: la blusa, una chalina, la
malla de un reloj.
En el Topsy mis amigos argentinos se fascinaron con unas chilenas de chuzas largas, muy
de chorus line pop. Ellas estaban acompañadas. Todos, bastante borrachos. Mis amigos
hablaron con los locales y se pusieron de acuerdo para intercambiarse las mujeres, aun las
que no tenían, como yo. Fingí ponerme a disposición de un rubio bronceado que me
describieron como empresario. Era lindo y me sacó a bailar con una soltura afectada.
Pronto me empezó a frotar su erección, pasándomela de un muslo al otro. ¿Me excitaba?
No lo recuerdo. El rubio decía a los gritos para sus amigos y los míos que “concretaríamos”
a mi vuelta, que esa tarde había hecho el amor una y otra vez, solicitado por una niña de
Reñaca, que había tomado mucha “merca”. Pasiva y curiosa como era entonces para el sexo
no elegido, sabía al menos que el rubio sería incapaz de seguir adelante con sus embates no
sólo porque lo había anunciado sino por la rigidez que le sentía en el cuerpo y por el ruido
de esa nariz desmoronada con que él inflaba de vez en cuando un globo blanco (se limpiaba
en el brazo, soltándome la mano).
Me le escabullí. Sentada en un barril de la vuelta al mundo, bajaba de vez en cuando a
llenar mi copa. Después me puse a bailar sola. Hice el paso del reloj, el de antón pirulero, el
del robot. Seguí bebiendo. La luz blanca ayudaba al mareo. Unos pasos buscando el baño y
me caí en la fuente, me caí en donde otros se tiraban. Al salir, cada bocamanga del pantalón
parecía pesar una tonelada. Perdido por perdido, fui a tirarme del tobogán dejando una
estela húmeda. Todo era divertido pero agotador. Salí a la playa. Al rato llegaron Pichi y
Carlos. Hice una escena a lo Norah de Ibsen, ellos explicaron que se habrían escondido de
verme acompañada.
Además se iban al día siguiente. Habían comprado pisco. Doña Isabel era sorda o discreta.
Bebimos y dijimos una estupidez tras otra hasta que amaneció y el “cuñado” atravesó el
comedor para ir para el fondo, sin darse por convidado, luego de pedir un simple permiso.
Cuando Pichi y Carlos volvieron a la Argentina, me quedé igual en lo de Doña Isabel. Del
comedor desapareció la cama matrimonial, se reacomodaron muebles, pero yo seguí
ocupando el sofá. Una noche me desperté y vi que “el cuñado” me estaba observando.
Instintivamente le miré las manos. Las tenía ocupadas por un cigarrillo. A lo mejor, por
miedo, no hice escándalo. Fingí no haberlo visto y volverme a dormir. La escena se repitió
cada noche, solo que yo ya estaba alerta y no me dormía hasta que él no se iba.
Simplemente me miraba, creyéndome dormida o, a lo mejor, sabiéndome despierta.
Primero entraba de puntillas, luego prendía un cigarrillo y se detenía a los pies del sofá. Y
ahí se quedaba. Entreabriendo los ojos, yo lo veía mirarme muy serio, un poco perdido. Fue
la experiencia más extraña que tuve en un viaje, la compañía más misteriosa y puntual.
Cuando ya había hecho las valijas (¡valijas, sí, no mochila!) para volverme a Buenos Aires,
salí del comedor y busqué a Doña Isabel y el “cuñado” en el fondo de la casa. Ella estaba
limpiando un pescado, él limándose las uñas. Ella fue correcta como siempre, él se tanteó
un rato el fondo del saco. Luego extendió la mano. Mostraba una boquilla adornada con
brillantitos. La acepté pero casi salí corriendo. Pensé que se la habría robado o exigido a
una de sus pupilas o peor, quitado después de habérsela regalado.
Poco a poco me fui olvidando de Pichi y Carlos, aunque intercambiábamos saludos de fin
de año.
Una vez nos encontramos por azar en la Avenida Corrientes, iban con sus novias, que me
miraban con tirria, y a una se le escapó “¿Cómo? ¿No habían dicho que era gorda?”.
Habían contado la verdad a medias sobre una situación totalmente inocente.
Conversamos un rato. Por algo que dijeron, deduje que los dos se estaban acercando a las
FAR y que seguían peleando como perro y gato. Cuando salió en La Prensa la primera lista
de desaparecidos, la leí imaginando que mi mirada pasaba por sus nombres y lo ignoraba –
nunca supe sus nombres completos: mi Aleph era módico: una boquilla negra de dos piezas
unidas por una rosca cuya línea disimulaban brillantitos de bojouterie y que no
pronosticaba el futuro–.
También pensé que, a la larga, los dos habrían ingresado en la carrera de la plata dulce, de
las mejoras en el taller pagadas en cuotas amortizables, o bien uno sí y el otro no. Y ahora
mismo no pongo los nombres con los que los conocí por si ya no se reconocen en ese
pedazo de pasado que compartimos o por si el retrato pertenece a un pasado que los
avergüenza o, por el contrario, lo que les avergüenza es la compañía en aquel viaje en que
no eran militantes exilados, universitarios tardíos a cargo del Acnur como los imagino, o el
uno sí y el otro no. No sé si sólo yo sobrevivo y si pensar todas estas posibilidades es una
tontería enorme, porque a lo mejor a uno o al otro simplemente lo mató el cáncer o lo
esquilmó la inflación y hace seguridad en Banfield o... –sírvanse llenar los puntos con
cualquier otra posibilidad populista– viven los dos y están gordos y son más o menos
desdichados como cualquier hijo del vecino. Qué extraño este diurno de Chile que escribo a
la hora del cierre del libro, esta memoria anterior a la tragedia que sacó turno en uno y otro
lado de la cordillera y traficó cuerpos bajo el alias del cóndor, o a lo mejor no es tan extraño
cuando sé que las grandes epopeyas tienen un factor panceta que no lava la sangre pero
hace sonreír a los sobrevivientes.
ARDIÓ LA POBREZA / Álvaro Bisama / Revista Anfibia
El incendio de Valparaíso mató a 15 personas, devoró 2.900
viviendas, y dejó en la calle a 12.500 porteños. Detrás de estas
cifras, lo que el fuego desnudó es el rostro de un país desigual
que emerge ante cada catástrofe. Patrimonio de la Humanidad,
joya del Pacífico, la ciudad se convirtió en un gran
campamento para alojar a los pobres de los cerros. Álvaro
Bisama, escritor y cronista chileno, nacido en Valparaíso,
volvió a la ciudad de su infancia para trazar una cartografía de
la tragedia.
Dos pájaros.
La primera versión, la de Carabineros de Chile, dice eso.
A las 16:15 horas de la tarde del sábado 12 de abril dos aves se posaron en un cable del
tendido eléctrico que cruzaba el fundo El Peral, en las afueras de Valparaíso. El viento, que
estaba fuertísimo, sacudió esos cables. Los electrocutaron. Las chispas saltaron al suelo,
volaron por los pastizales. Desde una torre de observación de la CONAF, un funcionario
vio una columna de humo y la reportó. El incendio se había iniciado. El viento sur hizo que
tomara fuerza. El fuego avanzó desde atrás y cruzó el camino La Pólvora, que sirve de
bypass para los camiones que entran y salen del puerto. Luego empezó a rodear la ciudad y
comenzó a devorar los cerros. Desde abajo, desde el plan, se veían llamas gigantescas que
funcionaban como una corona anaranjada. La televisión capturó en directo esas imágenes.
Al otro lado, desde la carretera se podía ver un hongo atómico elevarse. El humo negro y
las cenizas cayeron sobre la bahía. El fuego se volvió incontrolable. Las compañías de
bomberos locales dejaron de dar abasto, en las partes altas no había grifos y la velocidad
del viento impidió que los aviones cisternas pudieran volar para controlar las llamas desde
el cielo. Se sumaron compañías provenientes de Santiago, de Rancagua, del resto de la
región. El fuego bajó por las quebradas, que estaban llenas de desperdicios y basura, de
hojas secas, que no habían sido limpiadas en años.
Llegó la noche.
Los cerros ardieron.
El fuego arrasó los cerros Mariposa, La Cruz, El Litre, Las Cañas, El Pajonal, Ramaditas.
La ciudad se volvió un infierno. La Armada tomó el control de la ciudad, decretó ley seca y
cerró los locales nocturnos. El domingo, la presidenta Michelle Bachelet y su Ministro del
Interior viajaron a Valparaíso.
El domingo, durante el día, el fuego empezó a calmarse pero dejó a la vista las imágenes de
destrucción. La ciudad había sido bombardeada.
El fuego mató a 15 personas, devoró 2.900 viviendas, y dejó en la calle a 12.500 porteños.
Una parte importante de las víctimas fatales fueron ancianos que quedaron calcinados al no
alcanzar a salir de sus hogares.
El domingo en la tarde, Mónica Pérez, periodista de TVN le preguntó a una pobladora por
qué vivían ahí, en el cerro. “Los pobres no elegimos donde vivir” respondió la pobladora.
En Ramaditas, la misma Mónica Pérez describió la tragedia de la siguiente forma: “El
incendio de Valparaíso es como un gran asado”
Esa noche el fuego se reactivó, como si no quisiera irse, como si estuviera vivo de alguna
forma y fue imposible no recordar que los changos, los aborígenes que habitaban la bahía
cuando llegaron los españoles en 1536, llamaban al lugar “Alimapu”.
En lengua mapuche, “Alimapu” significa “tierra quemada”.
***

La historia de Chile podría contarse por medio de sus catástrofes, antes que de sus
revoluciones. La relación de Chile con el desastre es cercana e íntima, empapa la vida
cotidiana como si fuera una sombra o una amenaza constante. El país, cada cierto tiempo,
debe reconstruirse de nuevo. La mayoría de los chilenos ha vivido uno o dos terremotos, ha
visto todo lo que lo rodea en el suelo, ha escuchado relatos familiares que se hilvanan así,
como si cualquier catástrofe fuera algo cotidiano. Esa condición es endémica y condiciona
al desastre como algo inminente o posible. Y cuando aquello se ha olvidado, estos vuelven
con fuerza, como pasó el 2010 cuando un terremoto grado 9 arrasó la mitad del país.
Ahora mismo, en el plazo de dos semanas, se cuentan dos terremotos y un megaincendio.
Hay que agregar que la inesperada sincronía de los últimos (el 2010 se celebraba el
Bicentenario; este mes Michelle Bachelet comenzaba su segundo período presidencial) con
eventos del orden público solo aumenta la feroz perplejidad que puede provocar el asunto.
Porque parece inverosímil y exagerado, trágico y triste, pero es así. La supuesta estabilidad
política del país está cruzada por las fuerzas de la naturaleza impredecibles. Cada chileno es
un sismólogo aficionado, un experto improvisado en la rutina de la emergencia. Todo lo
que conoce puede desaparecer, gracias a los terremotos, la erupción de volcanes, los
maremotos y, ahora, el ataque del fuego.
Por lo mismo, si se atiende a la explicación de los peritos, por más que suene inverosímil, el
incendio del sábado 12 de abril fue puro azar. Un cortocircuito y un desastre
inconmensurable alimentado por la mala planificación urbana, el viento y la mala suerte.
Los afectados fueron fundamentalmente lugares que están más allá del sector turístico de la
ciudad. Barrios donde viven los verdaderos porteños. Zonas donde los discursos del turismo
y el patrimonio sólo llegan como ecos lejanos de algo que se vive abajo, en el plan.
El incendio devoró algo que está más allá de la cámara del turista, algo que es sólo un
punto lejano en la postal que tenemos de la ciudad. Qué se trataba de un desastre
anunciado, sí, es verdad. Que todos sabían que podía pasar, sí, también es verdad. Había
varios informes de diverso cuño (de arquitectos, de funcionarios de la municipalidad)
avisando que podía ocurrir pero aquello no permite minimizar que en cerros como
Ramaditas, El Litre, Mariposas o la Cruz, todo lo que era cotidiano se convirtió en una zona
de guerra. El fuego no solo acabó con las poblaciones construidas de modo precario sobre
tomas de terreno sino también con los barrios residenciales de una clase media que la
ciudad nunca ha visto de frente, preocupada como está de funcionar como una especie de
museo a cielo abierto.
El incendio desnudó el verdadero rostro de Valparaíso, ese que solo aparece cuando la
máscara del patrimonio se cae al no alcanzar a resolver la narración de un espacio
colectivo. Así, el incendio triunfó ahí donde los narradores y los poetas y los arquitectos y
los nostálgicos de la ciudad han fracasado: describir Valparaíso. El incendio sacó a
Valparaíso del peso de la historia. Lo devolvió al presente. Expuso con precisión lo que ha
pasado los últimos 10 años, lo que ha sucedido en la ciudad desde que la declararon
patrimonio del humanidad.
Por supuesto, se trata de un relato accidentado, lleno de aristas. En el año 2003, la
UNESCO declaró “Patrimonio de la humanidad” a los barrios históricos del barrio puerto
de Valparaíso, cosa que se celebró con una gran fiesta en la plaza 21 de Mayo. En términos
precisos, la declaración la Unesco significaba una inyección de más de 73 millones de
dólares a la ciudad, por medio de préstamos del BID. ji
Aquel dinero nunca se vio en la ciudad realmente. Mientras el turismo patrimonial se
convirtió en el foco de atracción que cambió los comportamientos inmobiliarios en los
Cerros Alegre y Concepción (subieron los precios de las propiedades y el lugar se llenó de
hostales, hoteles boutiques y restoranes) el resto de la ciudad quedó abandonado a su suerte.
Ahí, la instalación de una multitienda y un hipermercado en las faldas del cerro Barón
destruyeron el barrio comercial de la calle Quillota y las zapaterías que estaban en la
avenida Argentina. Un incendio arrasó con una casona al lado de la antigua Iglesia de la
Matriz. La casona fue demolida y se instaló un supermercado. El déficit municipal creció
de modo exponencial: si el 2003 era de 7.3 millones de dólares, diez años después había
subido a 63 millones de dólares. Mientras, escándalos de diverso tipo afectaron al
municipio y al gobierno regional. El más importante era el que involucraba a Hernán Pinto
(alcalde y principal cacique político de aquellos años) en el caso Spiniak, donde se lo
vinculó con proxenetas que suministraban menores para fiestas privadas.
Mientras, la ciudad se quemaba, como si anunciara un desastre. Durante el año 2006, varios
incendios afectaron a la ex cárcel de la ciudad, ahora convertida en un parque
autogestionado. El año 2007, en el mismo casco histórico protegido, un cortocircuito y una
fuga de gas volaron una cuadra completa de la calle Serrano. A comienzos del 2008, un
incendio en el sector de Laguna Verde hizo que por días llovieran cenizas sobre la bahía.
En septiembre del año 2010, la Iglesia de San Francisco (que era uno de los símbolos de la
ciudad) se quemó. Ya se había quemado antes en 1983. En abril del año pasado, un
incendio arrasó con 35 casas y 40 hectáreas entre el cerro La Cruz y el Cerro Mariposas. En
agosto, la Iglesia de San Francisco se quemó de nuevo, por tercera vez consecutiva. En
enero de este año un edificio de la calle Condell, en pleno centro, se incendió llevándose,
entre otras cosas, una inmensa videoteca de películas documentales.
En noviembre del 2013, a diez años de la declaración patrimonial, un observador de
ICOMOS llegó a Valparaíso a elaborar un informe sobre el estado de la ciudad y fue
asaltado por tres sujetos armados con golletes de botellas quebradas en el sector de Plaza
Echaurren, en el centro exacto del casco histórico.
***

En la mañana del martes 15 de abril, dos días después del incendio, la avenida Argentina,
en el plan de Valparaíso, está llena de voluntarios que suben caminando hasta los cerros a
ayudar a la remoción de los escombros. En su mayoría, se trata de escolares armados con
palas y carretillas. Las clases están suspendidas en la ciudad. Por el bandejón central de la
avenida, donde los sábados y domingos se instala la clásica feria de la ciudad, se pasean
militares vestidos de comando que miran tranquilos a los grupos de adolescentes caminar.
El tráfico sigue normal. Las escuelas del sector se han convertido en albergues para los
damnificados. Hace frío y huele a humo. Cerca de calle Colón, Virginia Reginatto,
alcaldesa de Viña del Mar conversa con algunos funcionarios: tiene estacionada una
caravana completa de camiones aljibes, de retroexcavadoras, de camionetas. En algunas
está pegado un cartel que dice “Viña del Mar ayuda a Valparaíso”.
Más allá está el Congreso de la República. En las fotos del sábado 12, en las panorámicas
que circularon el domingo, aparece tal y como aparecido siempre: como una isla de la
pesadumbre arquitectónica que dejó el gobierno de Pinochet como legado. Una mole blanca
que se supuso que iba a ayudar a la ciudad, descentralizando al país y que en parte podía ser
leído como el legado kistch que el mismo Pinochet le dejaba a la ciudad donde había
nacido. El Congreso estaba ahí, edificado sobre los que fueron los terrenos del viejo
Hospital Deformes, como un modo de levantar la ciudad, de darle un nuevo aire.
No pasó.
El barrio El Almendral, el mismo sobre el que cronista Joaquín Edwards Bello escribió,
siguió siendo lo que había sido siempre, un lugar de casonas antiguas que alternaban con
talleres mecánicos, panaderías y locales de respuestas de autos; con el Mercado Cardonal al
norte, el cerro El Litre al sur y con las calle Uruguay y Colón como otros ejes de
circulación comercial y de tránsito. Ahí, en El Almendral, pareciese que la modernidad y la
urgencia del proyecto de levantamiento urbano que la ciudad abrazó desde el 2003 no llegó.
Mientras el cerro Alegre y Concepción se transformaron en el eje del turismo; y el barrio
puerto y la plaza Echaurren se convirtió en el centro del interés patrimonial por parte de la
UNESCO acá todo siguió idéntico a sí mismo, funcionando a la sombra de un Congreso
que no influyó en lo más mínimo y determinado por el movimiento comercial que las ferias
libres (la de la frutas y verduras Avenida Argentina, la de antigüedades de la Plaza
O’Higgins, la de la calle Uruguay, mucho más informal) han tenido desde hace décadas. De
hecho, ahora mismo, en la Plaza O’Higgins los dos tiempos de la ciudad (el tiempo del
incendio y el tiempo de la vida cotidiana de la ciudad) parecen resumirse. Si en un sector
siguen las mesas de los jugadores ancianos de brisca que pasan sus tardes ahí, esperando
que lleguen los miembros del club, al otro lado, más cerca del vértigo de calle Uruguay se
instaló un pequeño campamento de cien personas que perdieron todo con el incendio.
El campamento está a espaldas de una escultura de metal de Bernardo O’Higgins donde
antaño se ponían los fotógrafos de la plaza y al lado de la estructura vacía que sirve los
fines de semana para que los anticuarios se instalen en la mañana del sábado y el domingo.
Más allá está una pequeña feria de toldos que está cerrada y que sirve de centro de acopio.
Al lado de cada carpa hay bolsas con ropa donada, botellas de ropa y víveres. La gente que
se instaló acá llegó porque los albergues estaban llenos. Lo perdieron todo: las casas, las
cosas. Sus mascotas quedaron calcinadas o se perdieron. Algunos están acompañados de
amigos o parientes que vinieron a acompañarlos.
Ahora mismo, por el campamento se pasean autoridades de la ONEMI, de la Armada y la
municipalidad. La prensa está expectante. Las cámaras filman los detalles del improvisado
campamento mientras voluntarios ofrecen comida, hacen curaciones y ingresan a los
pobladores en las fichas. Anoche, el cantante Luis Jara se paseó con las cámaras de un
canal de televisión. Desde el domingo que los quieren sacar. Se volvieron molestos,
indeseables. Ahora mismo las autoridades negocian trasladarlos a un estadio que está en el
cerro O’Higgins. No se quieren ir. Se preguntan por qué el Congreso no les dio una mano,
no los dejó quedarse ahí. No funcionó. El Congreso sigue al lado, silencioso, sin
pronunciarse. La senadora Isabel Allende, del Partido Socialista, dijo que no correspondía
abrir las puertas del edificio para que funcionara de albergue.
-Ahora llegaron, para puro salir en la tele – dice Gustavo C.
Gustavo mira las cámaras. Llegó el sábado. Venía descalzo, con el hermano y la madre. El
hermano ahora está en una carpa. Trabaja en el Mercado Cardonal. Antes estuvo preso.
Tiene la pierna rota. Se pegó en una vena mientras escapaba.
-No ha llegado nadie acá – continúa- Ni un concejal, ni un diputado, menos el alcalde.
Nadie. Por eso la gente está brava. El gobierno tiene plata. En vez de preocuparse, de
tenernos un albergue. Nada. Acá son los universitarios, la gente de los colegios, ellos son
los que más se han preocupado de nosotros. Mi compañero de allá perdió la casa. Yo lo
perdí todo. Se quemó todo. Yo vengo del cerro La Cruz. Los eucaliptos se secaron. Las
lenguas de fuego atacaron todo. Nosotros nos vamos al O’Higgins. Esta mañana trabajé,
para darle plata a mi mamá, que perdió todo. Yo estuve en la cárcel pero llevo diez años sin
meterme en nada. Me quedan dos meses para terminar de firmar y me voy a Europa, a ver a
mi hijo.
***

El incendio sigue en alguna parte.


El incendio va a seguir siempre.
Valparaíso sigue quemándose en la memoria de la gente. Sigue en las pequeñas chispas que
reptan y suben a las casas por las quebradas y de pronto las queman, como sucede esta
mañana de martes en el Cerro Mariposa, donde una casa ardió de modo inesperado. Siguen
en las cenizas que están el aire. Siguen en la sospecha de que la niebla matinal puede ser en
realidad humo. Siguen en los avistamientos de fuego a lo lejos, que pueden ser falsas
alarmas: un hombre que coge los cables destruidos del tendido eléctrico y los quema, para
despellejar el plástico y sacar el cobre, para luego venderlo.
Las historias se superponen. El relato del incendio no es individual, sino colectivo. Cada
lugar arrasado es la historia de una vida que debe aprender a narrarse de nuevo. Algunas
han salido en la prensa, como la de la pareja de ancianos que decidieron quedarse en su
casa y se despidieron de su vecino, antes de ser devorados por el fuego. La inmensa
mayoría no. Anoto algunas acá:
La del organillero que lo perdió todo y al que llegaron a ayudarlo otros organilleros de
Santiago.
La de la familia que creía que no le iba a pasar nada a su casa y les prestó el garaje a los
vecinos para que guardaran sus televisores. El fuego se llevó los televisores y la casa
completa. Vino de todos lados, como una ola insoportable.
La del hombre que descubrió que una pieza de su casa estaba incólume, que el fuego había
destruido todo, menos esa habitación donde se conservaba los muebles intactos, como si no
hubiese pasado nada.
La del muchacho que se volvió loco porque se le quemó su casa pero también la de sus tres
hermanos.
La de los futbolistas de Santiago Wanders que perdieron la casa y que jugaron el domingo
un partido con Colo Colo en Santiago. Perdieron 1-0. Colo Colo salió campeón.
La del hombre que vino de Paine a ver a su suegro, que lo desprecia. Su suegro perdió todo
pero no le habla, ni lo mira.
La del hombre que trató de no perder a sus animales por el fuego: logró salvar a un caballo
pero los chivos que tenía quedaron calcinados, con las cornamentas en el piso al lado de los
escombros.
La de todos los que pasaron en vela la noche del sábado, viendo como las llamas avanzaban
a su alrededor, devorando el paisaje que conocían, mientras esperaban que no llegara a sus
casas, que no los envolviera a ellos. La electricidad se había cortado. El aire estaba
irrespirable; los cerros ardían uno tras otro, el fuego descendía hacia el plan, el sonido del
bombardeo cuya la percusión de los balones de gas que estallaban casa tras casa.
Hace dos semanas, cuando un terremoto destruyó Iquique y el Norte Grande, el aviso de
tsunami que desalojó las costas de Chile habló de olas de cuatro metros de altura.
Dicen que las lenguas de fuego del incendio del sábado tenían doce.
Ahora mismo, en el cerro La Cruz, la calle El Vergel parece haber sufrido una guerra. Se
trata de un sector residencial, con gente que vive en el lugar desde hace mucho tiempo. Las
casas que se quemaron eran de material sólido. La población correspondía a la clase media
de la ciudad aunque el cerro La Cruz, ubicado detrás de la Avenida Francia, no está en
ninguna de las rutas patrimoniales. Acá no pasean turistas en busca de los secretos de la
arquitectura porteña, ni hay europeos tratando de atrapar ninguna clase de satori del
exotismo y la precariedad. El cerro La Cruz queda a la vez cerca y lejos. En su sector
superior había tomas de terreno que también se quemaron. Si se sube más allá se llega al
camino La Pólvora. Ver las casas significa ver también los modos del fuego, su violencia y
ferocidad, comprobando la imposibilidad de que fuera controlado.
Ahora mismo, los voluntarios sacan los escombros y en ambos lados de la vereda hay pilas
de planchas de zinc y esqueletos de colchones quemados. Hay jaulas de pájaros. El suelo
está lleno de gotas secas de aluminio derretido, como si hubiese caído una lluvia cromada
desde algún cielo. Pero no hay milagros. Sí, hay libros escolares, álbumes de laminitas de
Dragon Ball y revistas viejas quemadas. El color de los libros y las revistas destaca por
sobre el hollín de los fierros. El color es importante. Significa algo que ya no está. La
ciudad aparece ahora en blanco y negro: es la tonalidad de la tierra arrasada.
La misma tierra quemada que es un polvo seco que se posa sobre las pilas con escombros
con pedazos de loza trizada, sobre los tazones quebrados que son los souvenirs de algún
viaje, el recuerdo que alguien trajo de alguna parte. Unas niñas se pasean y tratan de
encontrar animales perdidos o enfermos. Una baja con un gato en los brazos. El gato va
silencioso. Mira todo con los ojos abiertos. Gran parte de los voluntarios llevan mascarillas
y han subido el cerro caminando. El uso de mascarillas es casi obligatorio. Entre los
insumos médicos que se solicitan aparecen como una necesidad de primer orden, junto con
el salbutamol, un medicamento que sirve para descongestionar el pecho. En la noche, por
orden de la Armada, que se hizo cargo de la ciudad, no pueden circular vehículos. En los
pies de cada cerro hay controles estrictos de carabineros o militares.
-Hace seis meses hubo otro incendio. Y otro antes –dice Ana F. sentada en la puerta de lo
que antes fue casa.
Se quemó su casa y la de su hermana, que está más abajo. Está rodeada de bolsas blancas
con ropa donada. Esa esa es otra imagen recurrente, la de las bolsas con ropa, el closet de la
emergencia. Una niña pequeña, a su lado, juega a sacar y probarse prendas.
-Salí a ver a alguien y no volví. Ya no había casa. Recién vine ayer. Mis hijos no querían
que viniera, que viera esto. Uno es miembro de la Armada y vino el domingo. Vio como
había la casa y trató escondérmelo. Yo estoy durmiendo en la casa del otro, en Miraflores.
Hace 30 años que Ana F. vive ahí. Es viuda. Trabaja cuidando a una señora viejita. Ahora
no va a la casa de la viejita.
-De día tengo estar acá, cuidando que no entre nadie. Yo no estaba cuando vino el incendio.
Un vecino me llamó por teléfono. Ahora, tengo que estar atenta. Hago guardia.
La hermana vive al lado y también perdió todo. Ana hace guardia por las dos casas. Hago
guardia.
-No se puede dejar solas las casas. Qué se le va a hacer. Se la pueden venir a tomar. Todos
los vecinos estamos en lo mismo.
En la casa de enfrente hay una carpa montada. Y en la casa de más allá. A diferencia de la
casa Ana F., gran parte de las viviendas tienen carpas montadas donde duermen sus dueños.
Los vecinos no se quieren ir, han vuelto a sus hogares. Sus papeles están quemados. De sus
casas no queda nada. El fuego se lo llevó todo. Ellos no estaban acá. Los habían sacado
antes cuando el fuego vino de todos lados, impulsado por el viento: por arriba, desde las
puntas del cerro y desde abajo, desde la quebrada, alimentado por los árboles y por los
desechos acumulados que eran hojas, ramas, basura, escombros.
En la calle, entre los escombros, hay potes de agua y comida para los animales. En las
casas, al lado de las carpas, están las bolsas donde los vecinos tienen comida, ropa y útiles
de aseo. En una esquina, un grifo solitario parece una animita, tras una pila de planchas de
zinc y pedazos de metal quemado. Muchos de los vehículos que suben tienen pegadas
banderas chilenas en el capó. El tránsito es lento. Hay solo una vía. Los escombros
disminuyen todo espacio de circulación. Los militares se pasean. Algunos llevan lentes,
fusiles y chalecos antibalas. En una esquina se apilan balones de gas quemados. Cada balón
de gas tiene el nombre de su dueño, pegado en un papel con cinta adhesiva. El sábado, esos
balones explotaron y cada detonación correspondió a una bomba estallando en cada casa.
La empresa de gas se comprometió a reponérselos a los vecinos. De muchas casas solo
queda el piso y alguna muralla, si hay suerte. El fuego devoró el concreto, los ladrillos, el
adobe; derritió las estructuras metálicas que están combadas, como el esqueleto fósil de
algún animal sin nombre. Algunos empleados municipales se pasean, entrevistando a los
dueños de las casas, tomando notas, haciendo fichas. Hay una cuadrilla de carabineros
sacando escombros. Más arriba, cuando termina la calle, hay un conjunto de edificios
recién construidos donde no pasó nada: el fuego no los tocó pero los vidrios de los
departamentos estallaron por el calor. Muchos de los departamentos están vacíos,
esperando ser entregados a sus nuevos dueños. En la puerta del edificio hay un militar
armado custodiando. La imagen es extraña y casi surreal: el blanco impoluto de la
construcción se opone al paisaje de catástrofe que existe a escasos metros más abajo.
En el cerro, los vecinos se acomodan en sus casas, trazan planes, esperan la ayuda.
Comienzan a irse. El sábado y el domingo hizo calor. El martes la ciudad amaneció, como
es costumbre, nublada. Los vecinos saben lo que viene. En las noticias anunciaron un
invierno helado. También saben que en algún momento, los voluntarios dejarán de venir,
volverán a sus colegios y universidades.
***

En la esquina de calle Uruguay con Victoria, un puesto ofrece comida y café a los
voluntarios que bajan del cerro. Casi no hay rastros de los refugiados, como si los hubieran
sacado de ahí para evitar verlos. A las seis de las tarde del martes, un jardinero municipal
riega y limpia la plaza O’Higgins en el lugar exacto donde estaban, hace algunas horas, el
centenar de damnificados del incendio del sábado. El pasto y la tierra están mojados. Es
como si nada hubiese pasado, como si nadie hubiera estado en el lugar. Ya no están las
carpas, quedan apenas un par de personas, un par de mujeres que revisan las bolsas con
ropa. Alguien que duerme tapado sobre dos colchones viejos.
El campamento desapareció. Se llevaron a los damnificados al Estadio O’Higgins, en el
cerro del mismo nombre.
Al lado del Congreso, los jubilados juegan a las cartas como si no existiera nada más de su
mundo hecho de mesas y barajas. La luz empieza a declinar. En la plaza, en un escenario
improvisado, suena un reggeaton. El Congreso sigue ahí, silente y helado. Más tarde, en el
fin de semana, la ciudad colapsará por la cantidad de camiones con ayuda que deben subir a
los cerros. Ordenarán restricción vehicular y descubrirán que gran parte de la ropa donada
está en mal estado, que habrá que botarla. En el mundo de las redes sociales, la muerte de
García Márquez desalojará el incendio de Valparaíso, así como éste desalojó de la pauta al
terremoto del norte. Por ahora, todo es reciente, está vivo. No alcanza a cicatrizar.
No va a cicatrizar jamás.
Por ahora, en un cartel escrito a mano los miembros del club de jubilados avisan que el
baile que tenían programado para el sábado 19 de abril se suspendió.
El cartel lo dice todo. Valparaíso es una fiesta suspendida. Arriba, los vecinos volverán a
estar solos en su calle. Tendrán que reconstruirla. Antes de eso, durante eso, todos tendrán
que volver a sus trabajos, a simular reconstruir una rutina nueva en sus vidas. El fuego los
desalojó de su propia historia, los lanzó a la fuerza hacia delante, hacia un futuro donde
tendrán que aprender a habitar sus propias casas de nuevo. Los voluntarios ya se habrán
ido. La atención de la prensa habrá desaparecido. En ese momento, van a estar solos. Solos
en el cerro, en el barrio, en sus vidas.
Esperan que las lluvias de abril no lleguen tan pronto.

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