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Cuentos Cortos

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Esta es la historia de dos ranitas.

Ambas vivían muy felices en Japón, pero en diferentes ciudades; una vivía en Kioto y la otra en
Osaka.
Una mañana, las dos ranitas se despertaron muy aburridas y decidieron que era hora de explorar otros lugares:
—Hoy partiré hacia Osaka —se dijo la ranita de Kioto.
—Hoy viajaré a Kioto —se dijo la ranita de Osaka.
Sin saberlo, las ranitas empacaron sus cosas al mismo tiempo y salieron saltando hasta el camino de la montaña que unía las dos
ciudades.
El viaje resultó ser más largo de lo planeado y por esas cosas del destino; las dos ranitas, muy agotadas, se detuvieron en la cima de la
montaña.
Al encontrarse, las dos ranitas se observaron con emoción. Luego, se saludaron y entablaron conversación. Fue así como supieron
hacia donde se dirigían.
—¡Voy a Osaka! — dijo la ranita de Kioto—. Escuché que es una ciudad esplendorosa.
—¡Y yo voy a Kioto! — respondió la ranita de Osaka—. Todos dicen que es una ciudad espléndida.
—Es una pena que no seamos más altas— dijo la ranita de Kioto—. Si lo fuéramos, podríamos ver desde lo alto de esta montaña la
ciudad que queremos visitar.
—¡Tengo una idea! — exclamó la ranita de Osaka—. Parémonos de puntitas con nuestras patas traseras y apoyémonos una a la otra.
Así podemos echarle un vistazo a la ciudad a donde vamos.
Entonces, las dos ranitas se pararon de puntitas y se tomaron de las patas delanteras para no caerse.
La rana de Kioto alzó la cabeza y miró hacia Osaka. La rana de Osaka también alzó la cabeza y miró hacia Kioto
—¡Qué decepción! — dijo la ranita de Kioto—. Osaka es igual a Kioto.
—¡Qué desilusión! — dijo la ranita de Osaka—. Kioto es igual a Osaka.
En ese momento, la ranita de Kioto dijo:
—Me alegra que hayamos descubierto esto, ahora podemos ahorrarnos el largo viaje y regresar a casa.
Las dos se despidieron y comenzaron a saltar muy felices de vuelta a sus ciudades.
Sin embargo, las dos ranitas olvidaron que todas las ranitas del mundo tienen los ojos en la parte de arriba de la cabeza. En realidad,
veían lo que estaba atrás y no adelante. ¡La ranita de Kioto estaba mirando hacia Kioto y la de Osaka estaba mirando hacia Osaka!
Érase una vez una ratita que era muy presumida. Un día estaba barriendo su casita, cuando de repente encontró en el suelo algo que
brillaba: era una moneda de oro. La ratita la recogió del suelo y dichosa se puso a pensar qué se compraría con la moneda.
“Ya sé, me compraré caramelos. ¡Oh no!, se me caerán los dientes. Pues me compraré pasteles. ¡Oh no! me dolerá la barriguita. Ya sé,
me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”
La ratita guardó la moneda en su bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta
roja. La compró y volvió a su casita.
Al día siguiente, la ratita se puso el lacito en la colita y salió al balcón de su casa para que todos pudieran admirarla. En eso que
aparece un gallo y le dice:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo cacareo así: quiquiriquí —respondió el gallo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con un tono muy indiferente.
Se fue el gallo y apareció el perro:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo ladro así: guau, guau — respondió el perro.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita sin ni siquiera mirarlo.
Se fue el perro y apareció el cerdo.
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo gruño así: oinc, oinc— respondió el cerdo.
—¡Ay, no!, contigo no me casaré, me asusto, me asusto —replicó la ratita con mucho desagrado.
El cerdo desaparece por donde vino, llega un gato blanco y le dice a la ratita:
— Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?
Y la ratita le dijo:
—No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?
—Yo maúllo así: miau, miau— respondió el gato con un maullido muy dulce.
—¡Ay, sí!, contigo me casaré, tienes un maullido muy dulce.
La ratita muy emocionada, se acercó al gato para darle un abrazo y él sin perder la oportunidad de hacerse a buen bocado, se abalanzó
sobre ella y casi la atrapa de un solo zarpazo.
La ratita pegó un brinco y corrió lo más rápido que pudo. De no ser porque la ratita no solo era presumida sino también muy suertuda,
esta hubiera sido una muy triste historia.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Había una vez un hermoso jardín en el que crecían toda clase de frutas. A todos los animales que habitaban en el jardín les
era permitido comer las frutas que quisieran, siempre y cuando observaran una regla: debían hacer una amable solicitud al
árbol llamándolo por su nombre. Era de suma importancia decir “por favor” y no ser codiciosos.
Cada vez que un animal comía del árbol, debía asegurarse de dejar suficiente fruta para que otros animales pudieran
alimentarse de él. Igualmente, las frutas que quedaban permitían a los árboles producir semillas y propagarse.
Si un animal deseaba comer higos, su solicitud debía sonar como esta: “Oh, higuera, oh, higuera, por favor dame un poco
de tu fruta“; o si deseaban comer naranjas, tenían que decir: “Oh, naranjo, oh, naranjo, por favor dame un poco de tu
fruta“.
En un rincón del jardín crecía el árbol más espléndido de todos. Era alto y hermoso, y la fruta rosada sobre sus frondosas
ramas lucía maravillosamente tentadora. Ningún animal había probado esa fruta, porque ninguno podía recordar su
nombre.
En una pequeña casa al final del jardín, habitaba una viejecita que conocía los nombres de todos los árboles frutales que
crecían en el jardín. Los animales a menudo se acercaban a ella y le preguntaban el nombre del maravilloso árbol frutal,
pero el árbol estaba tan lejos de la casa de la viejecita que ningún animal lograba recordar el largo y difícil nombre cuando
llegaban hasta él
Sin embargo, el mono era muy ingenioso y pensó en un truco. Quizás no lo sepas, pero el mono de esta leyenda sabe
cómo tocar la guitarra. Con su instrumento debajo del brazo fue a la pequeña casa de la viejecita. Cuando la viejecita le
dijo el nombre del maravilloso árbol frutal, él inventó una pequeña melodía y la cantó una y otra vez desde la pequeña
casa de la anciana hasta el lugar del jardín donde crecía el árbol.
En el camino, los animales le preguntaron qué canción nueva entonaba, pero el mono no respondió ni una palabra. Siguió
marchando de frente, tocando su melodía una y otra vez con su guitarra y cantando suavemente el largo y difícil nombre
del árbol.
Por fin, el mono llegó al rincón del jardín donde crecía el maravilloso árbol frutal. Nunca lo había visto tan hermoso. Su
fruta rosada brillaba a la luz del sol. El mono hizo su amable solicitud, diciendo su largo y difícil nombre dos veces sin
olvidar el importante “por favor“.
¡Qué hermoso color y qué delicioso olor tenía su fruta! El mono nunca en toda su vida había estado tan cerca de algo que
oliera tan delicioso. Entonces, tomó un gran bocado. ¡Qué cara hizo! Esa hermosa fruta de olor dulce era amarga y agria, y
tenía un sabor repugnante. El mono la tiró tan lejos como pudo.
El mono nunca olvidó el nombre del árbol y la pequeña melodía que había inventado. Tampoco olvidó cómo sabía la
fruta. Tanto fue su desagrado que nunca volvió a comerla. Pero después de esta experiencia, su broma favorita era invitar
a los otros animales a probar la fruta del árbol maravilloso, solo para ver las caras que hacían con el primer mordisco.
¡Y fue así como el mono se volvió bromista!

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