La Paradoja Estudiantil Otr

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Chapter Title: La paradoja estudiantil


Chapter Author(s): Diego Giller

Book Title: Universidad y democracia


Published by: CLACSO. (2020)
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/j.ctv1gm03d0.8

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democracia

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Capítulo 4
La paradoja estudiantil

Diego Giller

El mismo año en que se precipitaron en Francia los sucesos que recor-


damos en el capítulo anterior, dedicado a pensar algunas cuestiones
sobre las relaciones entre igualdad y educación, entre el supuesto de
la igualdad y el derecho a la educación, también se precipitaron, en di-
ferentes latitudes del planeta, otros acontecimientos similares, cuyo
protagonista fue en todos los casos el mismo: el movimiento estudian-
til. Más allá de las particularidades propias de cada situación nacional,
en cada uno de esos eventos los estudiantes intentaron repensar, entre
muchísimas otras cuestiones, el problema de la educación en general
y el problema de la educación superior en particular. Para continuar
indagando sobre estos problemas, nos gustaría rememorar aquí, en
este cuarto capítulo, un acontecimiento que pasó a la historia más por
su costado trágico que por las razones que lo llevaron a encontrar ese
final tremendo, más por su desdichada culminación que por el modo
en que, a lo largo de su desarrollo, se intentaron y se pudieron pensar
las relaciones entre democracia, libertad y educación.
Por una razón tan macabra como la de su lóbrego final, después
de ocurrido el acontecimiento del que vamos a hablar en estas pági-
nas, todas las imaginaciones que se supieron desplegar en los días
previos a los de ese desenlace, días de agitación y lucha en los que se
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quiso cambiar todo un estado de cosas existente, fueron ocultadas,


silenciadas, denegadas. Se trata de un acontecimiento que se gestó
en las calles de la ciudad de México apenas unos meses después de
aquel otro que había tenido epicentro en París: la tristemente céle-
bre Masacre de Tlatelolco. Ese es, en efecto, el nombre con el que lo
conocemos, aunque en rigor, y esto es lo que intentaremos recuperar
en este capítulo para tratar de ayudarnos a seguir pensando los pro-
blemas de la educación superior en América Latina, lo que ocurrió
en esos días en México excede, y en mucho, a ese trágico momento
del final que tuvo lugar en la Plaza de las Tres Culturas en el lluvioso
atardecer de un 2 de octubre de 1968. ¿Por qué al 68 francés lo recor-
damos por su candidez y sus originalísimos grafittis y al 68 mexicano
lo asociamos solo con la lóbrega y siniestra masacre que le puso fin?
Primera cuestión, entonces, que tendremos que subrayar: no todo
fue mayo ni fue todo francés en ese convulso y revolucionario 1968,
ni tampoco fue París la ciudad que dio comienzo a esas historias de
rebeliones estudiantiles. En efecto, a lo largo de aquel año podemos
ver cómo los estudiantes ganan las calles de las grandes capitales eu-
ropeas, abismándose, tanto o más que los estudiantes franceses, en
la aventura de “tomar la palabra”, esto es, de asumir y reclamar ser
considerados sujetos capaces de discutir y decidir ya no solo en los
intramuros de la vida universitaria, como sucedió en la Reforma cor-
dobesa del 18, sino también en los de la sociedad toda. Justicia poéti-
ca: la toma de la palabra en las calles y en las aulas, en las plazas y en
las universidades comenzó en una primavera. Praga fue el decorado
de la primera gran movilización estudiantil. Por cierto, las circuns-
tancias en las que pensamos y escribimos este libro –y sobre las que
ya tendremos ocasión de volver en el epílogo– nos tientan a decir que
la rebelión estudiantil de ese año se propagó como un virus. De Praga
a Berlín, de París a Madrid, de Chicago a Belgrado, los movimientos
estudiantiles se fueron reproduciendo en, pero también por, las ca-
lles de los países desarrollados.
Pero hay un segundo asunto que merece ser señalado, y que acaso
corrija al anterior: en aquel 1968 que aquí estamos recordando no
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todo sucedió en los países desarrollados, ni mucho menos en Europa.


Estaríamos concediendo demasiado, quizá todavía más de lo que he-
mos concedido hasta ahora, si seguimos, todavía hoy, defendiendo
o narrando la historia del 68 como una historia protagonizada solo
por estudiantes europeos. Aunque la ideología eurocéntrica, esto es,
la autoimagen de Europa como centro geográfico, cultural, histórico,
filosófico y político del mundo siga siendo poderosa, eso no significa
que las ideologías no se cansen, que no tengan fisuras, grietas o cier-
tos resquicios que se abren entre los muros de unas estructuras que
se creen construidas de una vez y para siempre para que las cosas
puedan ser miradas y pensadas de otro modo. Y es esa vocación por
mirar y pensar las cosas de un modo diferente la que nos exhorta a
repensar al 68 estudiantil desde América Latina. Que no es otra cosa
que empezar a pensarlo en y para América Latina. ¿Cómo podríamos
hacerlo? Quizá un modo eficaz sea volver nuestra mirada sobre el
acontecimiento el acontecimiento que conocemos con el nombre, ya
lo dijimos, de Masacre de Tlatelolco.
Aunque también dijimos ya que el 68 mexicano no fue solo la
Masacre de Tlatelolco. La masacre fue, en todo caso, su trágico final,
su culminación desdichada, el apelativo que la historia le volvía a
asignar a esa plaza que atesora una larga memoria de amargas re-
sistencias. En efecto, en ese sitio popularmente conocido como
Tlatelolco, pero cuyo nombre oficial es Plaza de las Tres Culturas –
porque allí convergen la cultura prehispánica, la cultura de la con-
quista y de la colonia y la cultura del México moderno, un cruce
plasmado, respectivamente, en las ruinas tlatelolcas, el convento y
la iglesia de Santiago y un gran conjunto habitacional que descansa
junto a la Torre de Tlatelolco (hoy devenida en el Memorial del 68)–,
en ese sitio, decíamos, pero cuatrocientos cincuenta años antes, el
pueblo tlatelolco resultaba derrotado por las tropas conquistadoras
de Hernán Cortés. Esa derrota, último episodio de la historia del im-
perio azteca, fue al mismo tiempo el acto fundacional de la historia
colonial de México y el de la violencia política que signa hasta hoy
mismo la historia de ese país.
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Pero entonces: ¿qué es lo que culminó en ese atardecer del 2 de


octubre de 1968 en la plaza de Tlatelolco? (“Culminar” es una manera
de decir: las cosas nunca “culminan” en la historia, porque los rela-
tos que nos hacemos de ellas perviven como restos, como fantasmas,
como espectros.) Lo que llegó a su fin aquella tarde fueron unas lar-
gas jornadas de huelga estudiantil y de toma de universidades, una
práctica social intensa en la que los estudiantes mexicanos –ellos
también– “tomaron la palabra” para desplegarla en las calles, en las
fábricas, en los mercados populares, en los pueblos y en las aulas. Y
para hacer uso de ella, sobre todo, en el centro del poder político de
México: en el llamado Zócalo, la plaza pública más grande del país y
tal vez del continente. Este hecho tiene la mayor importancia. Desde
la Revolución mexicana (más exactamente, desde que Francisco
Villa y Emiliano Zapata ingresaron al Palacio Nacional el 6 de di-
ciembre de 1914), el Zócalo había quedado reservado como espacio
festivo, de celebración popular-institucional (de la Revolución, de la
Independencia o del Día de los Muertos), pero nunca como un esce-
nario de reclamo para los sectores opositores al partido de gobierno.
Por eso, el hecho de que los estudiantes mexicanos hayan llevado sus
reclamos al Zócalo, al que entraron no una, sino tres veces durante
los sesenta y ocho días que duró la movilización en ese año sesenta y
ocho, tiene el más alto interés, porque pone en relación el problema
de la educación con el de la democracia y a este con el de la libertad.
Y porque revela el valor político de aquella palabra que los estudian-
tes se atrevieron a tomar.
¿Y qué era eso por lo que tanto reclamaron, pidieron y lucharon
los estudiantes mexicanos? ¿Qué tan importante y radical fue lo que
se exigía en esa movilización como para que ella haya terminado del
modo sangriento en que terminó? La respuesta a esta pregunta nos
conduce a lo que nos gustaría llamar aquí la “paradoja estudiantil
mexicana”. En efecto, durante los días que duró la movilización, los
estudiantes redactaron un pliego petitorio cuyo contenido no pa-
saba de seis demandas básicas: (1) libertad de todos los presos po-
líticos; (2) destitución de los principales generales de la policía y el
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ejército; (3) extinción del Cuerpo de Granaderos; (4) derogación de


los artículos de delito de disolución social del Código Penal Federal;
(5) indemnización a las familias de los muertos y heridos por las
fuerzas policiales; y (6) deslindamiento de responsabilidades de los
actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades a tra-
vés de policía, granaderos y ejército. No hay que hacer demasiado
esfuerzo para advertir lo advertible: el pliego petitorio no enuncia, ni
tampoco parece anunciar, ningún reclamo propiamente estudiantil
y/o universitario.
En efecto, no encontraremos allí demandas por la gratuidad de
la enseñanza universitaria, ni por la excelencia académica, ni por
becas y boleto estudiantil, ni por mejoras edilicias ni por mejores
condiciones de cursada de las materias. Tampoco descubriremos
allí un programa como el que medio siglo antes había animado a
los estudiantes reformistas cordobeses y les había servido de guía
para la conquista del cogobierno, del régimen de concursos, de la
libertad de cátedra y de la autonomía intelectual respecto de otros
poderes de la sociedad y del Estado. Y mucho menos hallaremos la
todavía más radical proclama de la educación como derecho huma-
no y universal, que recién sería consagrada cuarenta años después
de estos hechos que aquí rememoramos, en la Declaración Final
de la CRES de 2008. No: a diferencia del movimiento de la Reforma
del 18 y su Manifiesto Liminar, el movimiento popular-estudiantil
mexicano nunca elaboró un documento de esas características. Ni
siquiera elaboró alguno que tuviera un carácter más o menos pro-
gramático y de conjunto. Existieron, sí, infinidad de desplegados de
prensa en los que distintos sectores de la sociedad se pronunciaron
al calor de la coyuntura de la huelga y de la movilización. Pero un
documento colectivo que fuese más allá de esos seis puntos jamás
fue redactado.
Dicho esto, ya podemos enunciar cuál es y en qué consiste la
aludida “paradoja estudiantil” mexicana que da título a este capí-
tulo y alrededor de la cual venimos dando vueltas: el movimien-
to estudiantil mexicano de 1968 es un movimiento sin reclamos
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estudiantiles. El movimiento estudiantil mexicano de 1968 se cons-


tituye sin formular, aparentemente, ninguna demanda universita-
ria, ninguna exigencia en el plano educativo. ¿Es esto posible? Y
sobre todo: si esto es así, ¿por qué debería interesarnos a nosotros (a
nosotros, acá, en este libro) estudiar ese extraño movimiento? ¿No
estábamos dedicando acaso toda nuestra atención a un evento que,
esperábamos, nos ayudaría a seguir pensando el problema de la
educación y que, además, nos convidaría con otros modos posibles
de reflexionar sobre la historia, el presente y el futuro de nuestras
universidades? Efectivamente. Y he aquí la potencia de ese carác-
ter paradojal del movimiento estudiantil mexicano del 68: es justo
porque el pliego petitorio que redactaron y presentaron no conte-
nía demandas estudiantiles que sus reclamos pudieron rebasar al
mundo universitario y formular una crítica profunda de la socie-
dad mexicana. Y es justo por eso, porque el movimiento estudian-
til tuvo esa capacidad para rebasar con sus reclamos los límites de
su propio mundo universitario y dirigirse a la sociedad, que lo que
hizo ese movimiento constituyó una crítica a los propios modos en
los que la Universidad a la que ese movimiento pertenecía, de la
que ese movimiento surgía, se venía pensando a sí misma desde ha-
cía mucho tiempo.
En efecto, el movimiento estudiantil mexicano del 68 es, “de
ida”, un movimiento estudiantil sin reclamos estudiantiles (primera
inflexión de nuestra “paradoja”), pero en eso precisamente radica-
ba, “de vuelta”, su forma de discutir y su capacidad para impugnar
(segunda inflexión de la misma paradoja) un modo de pensarse la
Universidad cerrada sobre sus propios límites (un modo de enten-
derse la autonomía universitaria como encierro de la Universidad
sobre sí misma, como huida del mundo y no como posibilidad de en-
cuentro creativo con sus problemas, un modo –en fin– de heredar
el 18 cordobés: volveremos sobre esto) que es exactamente lo que
ese movimiento estudiantil estaba, en el fondo, cuestionando. Así,
en la aparente contradicción que representa la “paradoja estudian-
til” que estamos considerando se cifra la radical trascendencia del
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68 mexicano a la hora de repensar, a lo largo de toda la historia de


América Latina y hasta hoy mismo, los problemas de la educación en
general y de la Universidad en particular.
Los reclamos estudiantiles contenidos en el pliego petitorio ha-
bían nacido para atravesar, y acaso romper, los rígidos y gélidos
muros universitarios. Pero esas demandas no eran vividas como un
mero abandono de la especificidad universitaria, sino como la con-
dición de posibilidad para replantear la Universidad, para discutir su
estatuto tanto como el modo en el que hasta entonces había sido
concebida. La salida de la Universidad era necesaria para retornar
a ella. Porque solo la crítica radical de esa sociedad mexicana que
se había constituido sobre las ruinas de la larga Revolución de la
década del diez podía permitir, de una buena vez, ejercer la crítica
de la Universidad que esa Revolución había dejado como herencia.
La huida de las aulas y de los campus, o mejor, de los muros que se
habían levantado sobre esas aulas y esos campus, era condición de
posibilidad para trazar el camino de retorno a la Universidad. Pero
no a esa Universidad que se tenía antes de partir a las calles y a las
plazas y a los mercados y a las fábricas para gritarle a la sociedad
aquello que merecía ser gritado, sino a otra universidad, una que
fuera pensada sobre otras bases.
¿Y cuál era esa Universidad de la que los estudiantes mexica-
nos del 68 se exhibían deseosos de atravesar para abandonar, o de
abandonar para destruir, o de destruir para edificar? ¿Contra qué
tipo de Universidad, entonces, estaban luchando? Pues contra esa
Universidad que venía siendo promovida desde los últimos años
del porfiriato por el Antiguo Ateneo de la Juventud. Desde allí, in-
telectuales como José Vasconcelos, Antonio Caso, Pedro Henríquez
Ureña y Alfonso Reyes habían imaginado a la Universidad de un
modo similar al de los estudiantes reformistas cordobeses del 18,
esto es, la Universidad como el hogar del espíritu, como un espacio
bello e intocado, reservado para el cultivo del saber y del intelecto,
como una casa en la que la política no tiene lugar. La irradiación
de la Reforma a escala continental había permitido que ese modo
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espiritualista de concebir la Universidad quedase finalmente fijado


en el lema de la institución de educación superior más importante
del país, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM): “Por
mi raza hablará el espíritu”.
Como era de esperar, una concepción de la Universidad de esas
características terminaría redundando en la construcción de una
universidad elitista, siempre pensada a distancia de la sociedad y del
Estado y ajena a los problemas del afuera. Y redundará, también, en
una concepción de la autonomía universitaria entendida apenas como
la no injerencia del Estado en los asuntos universitarios. Esa apropia-
ción de la idea de autonomía universitaria tendrá poderosísimos efec-
tos, muchos de los cuales se prolongan y se hacen oír hasta nuestros
días. Hasta hoy mismo, en efecto, la defensa del espiritualismo es, en
México, la defensa de la autonomía universitaria, de la que la larga tra-
dición universitaria mexicana ha hecho un sinónimo. El argumento
podría ser enunciado más o menos así: si para conquistar la autono-
mía y para que el “afuera” no ingrese a nuestro “adentro”, si para evitar
que la política se inmiscuya en nuestras decisiones y en nuestras elec-
ciones tenemos que clausurar nuestro vínculo con el mundo exterior,
pues bien, hagámoslo. Si es eso lo que se nos exige, adelante.
Pues bien: precisamente contra esa universidad elitista, contra
esa universidad que edificaba unos muros bien altos para separar
el adentro del afuera, contra esa universidad que pensaba la au-
tonomía como sinónimo de espiritualismo, es que se alzaron los
estudiantes mexicanos en 1968. No viene mal recordar que hasta
ese año la UNAM era una de las pocas instituciones de educación
superior de México en haber conquistado su autonomía. Lo había
logrado en 1929, once años después del dieciocho cordobés. A partir
de entonces, pero con particular fuerza en la década del cuarenta,
el Estado decide beneficiar a la UNAM y colocarla en la cima de la
política educativa nacional, relegando así a otras instituciones de
educación superior como el Instituto Politécnico Nacional (IPN). Y
es que, a diferencia de la UNAM, que agrupaba estudiantes de cla-
se media, futuros profesionistas y administradores de la función
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pública, el IPN congregaba estudiantes de clase media y clase


media-baja a los que se apoyaba con becas de estudio, pero también
con alimentación y vivienda. Bajo una filosofía abiertamente nacio-
nalista y antiimperialista, bien alejada del arielismo de la UNAM, el
IPN había sido creado durante la presidencia de Lázaro Cárdenas
(1934-1940) con el objetivo de hacer más inclusivo el acceso a la
Universidad. Alguna vez Gilberto Guevara Niebla lo definió como
un verdadero proyecto de educación popular destinado a formar a
los hijos del pueblo. Sobre esta idea del “pueblo” y su relación con la
Universidad volveremos en nuestro próximo capítulo.
En los meses previos a las grandes jornadas de movilización es-
tudiantil, tanto para el IPN como para el resto de las instituciones
de educación superior, la puesta en práctica de esa o de cualquier
otra idea de autonomía universitaria todavía parecía un sueño le-
jano. La vertiginosidad de los hechos y la brutalidad de las fuerzas
del orden para imponer el orden por la fuerza logran transformar el
panorama. El ingreso de los granaderos en las vocacionales del IPN,
a finales de julio, provoca un enérgico rechazo de la comunidad uni-
versitaria, y hasta el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, decide
convocar a una asamblea en la explanada de la Torre de Rectoría
para luego ponerse al frente de la primera gran movilización estu-
diantil. Esto no impedirá que en agosto y septiembre la autonomía
vuelva ser violada en varias ocasiones: la ocupación de la UNAM
por el ejército, a finales de septiembre y por un lapso de diez días,
fue la más dramática. Lo que hasta entonces había sido una batalla
solitaria de cada institución de educación superior, se convierte en
bandera de todos los estudiantes, de muchos maestros y de algunos
rectores. Ese es el decorado que permite que todos los sectores en
lucha reclamen, por primera vez de manera conjunta, la autonomía
universitaria para todas las instituciones de educación superior.
Esto inicia un lento proceso de expansión del sistema educativo,
tendiente, aunque más no sea de un modo gradual y extremada-
mente lento, a combatir el elitismo histórico, que en México, ade-
más, se conjuga con fuertes dosis de racismo.
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¿Cuál era, entonces, la autonomía por la que luchaban los estu-


diantes, pero también los maestros y los rectores en ese 1968 que
aquí estamos rememorando? No era, ciertamente, la autonomía
espiritualista heredada de la Reforma, sino otra cosa. Lo que ex-
presaba el grito de “viva la autonomía”, vociferado con fuerza en
cada movilización, era que los estudiantes mexicanos estaban en-
tendiendo demasiado bien que la autonomía no podía ser reducida
solamente a una concepción de una universidad extraterritorial y
espiritual en tanto que garantía de la producción del pensamien-
to, o a la no-injerencia del Estado en los asuntos internos de la
Universidad, o a un mero concepto administrativo, o a la libertad
de enseñar, investigar y difundir la cultura. La autonomía tiene que
ser todo eso, pero también mucho más. Y ese plus, eso que excede a
esas otras ideas de autonomía, es la posibilidad de percibirla como
la capacidad de animar la facultad creadora de formas críticas de
la sociedad, como una fuerza capaz de quebrar el divorcio entre el
adentro y el afuera, entre el aula y la calle, entre la Universidad y
los trabajadores, entre el conocimiento y la política. La autonomía,
como la piensan los estudiantes mexicanos de 1968, no es refugio
frente a los problemas del afuera, sino condición de posibilidad
para intervenir en los grandes problemas nacionales. Como algu-
na vez señaló Diego Tatián, la autonomía es lo que le devuelve la
Universidad al mundo y el mundo a la Universidad. He allí, nue-
vamente, la paradoja estudiantil: eso que no parece demanda estu-
diantil es lo que termina siendo la más profunda de esas demandas:
pensar a la Universidad en el mundo y no fuera del mundo, pensar a
la Universidad en la misma trama de los grandes problemas nacio-
nales y no fuera de ellos.
Acaso el gran tema político del México que emerge de la
Revolución, el gran problema irresuelto que logra atravesar a toda
la nación mexicana, sea el de la democracia. Cuando surge el mo-
vimiento estudiantil del 68, hacía mucho tiempo ya que la reali-
dad del país estaba signada por la violencia y el autoritarismo de
un Estado que venía siendo gobernado desde 1929 por el mismo
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partido político, el Partido Revolucionario Institucional (PRI), por


la falta de un verdadero sistema electoral que permitiese partici-
par a todos los partidos de oposición en las distintas elecciones –
de hecho, el Partido Comunista estaba proscripto desde la década
del 40–, por la represión de la protesta social, por la persecución
política y por la manipulación de los medios de comunicación y
el tutelaje de los sindicatos por parte del PRI. En suma, México
estaba envuelto en un clima social caracterizado por la falta de
libertad y la permanente violación de las garantías individuales
y de la propia Constitución. En ese decorado, pero también contra
ese decorado, se levanta el movimiento popular-estudiantil, de-
finiéndose como el gran protagonista de la lucha por la libertad
democrática. Para ellos, la toma de las calles y de la plaza pública
significaba ingresar por primera vez en la órbita de una realidad y
de una historia de la que hasta entonces se habían sentido extran-
jeros. Por primera vez se internaban en el México profundo para
transformarlo.
Democracia y libertad, entonces. Dos grandes palabras que se
juntaban en una sola cada vez que el movimiento estudiantil ga-
naba el espacio público. Democracia y libertad, como grito de gue-
rra. Pero el significado que los estudiantes mexicanos les dieron a
esas palabras no era el mismo que el que les habían otorgado los
estudiantes cordobeses: en las calles de la ciudad de México ni la
libertad aludía a la libertad de cátedra ni la democracia refería a la
democratización de la vida interna universitaria. Porque para los
mexicanos el escenario de disputa no era la propia Universidad, o
no era solo la propia Universidad, sino la sociedad en su conjunto.
Más bien, se trataba de una lucha por la libertad en general y por
la puesta en práctica de una democracia en serio, de una democra-
cia que pudiese ser algo más que eso tan limitado que estaba sien-
do: de una democracia que defendiera la Constitución, la Ley, las
garantías individuales, la libertad de partido y de asociación. Por
eso, antes que una lucha contra el Estado era una lucha contra el
modo en el que el PRI se había apropiado de ese Estado. Lo que los
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estudiantes exigían no era otra cosa que la libertad, el derecho a


participar, a protestar, a movilizarse, a dialogar. Y a ser tomados
como uno más de los grandes actores de la vida nacional.
Retornemos sobre el pliego petitorio, a la postre, el gran docu-
mento del 68 mexicano. Una mirada rápida sobre sus seis puntos
podría hacernos ver, de manera razonable, que allí no hay más que
demandas meramente coyunturales. Y podría decirnos, también,
que la palabra democracia, de la que se dice que los estudiantes
volvieron a poner en valor, está ausente, brilla por su ausencia.
Y que la palabra libertad apenas aparece una vez, y simplemente
para reclamar por la liberación de los presos políticos. Esa mirada
insistiría en convencernos que no hay demasiado allí para atender
o indagar o profundizar. Pero si miramos bien al pliego petitorio,
si hacemos un esfuerzo por ir más allá de eso que esos seis puntos
parecen decir, acaso podremos leerlo como un conjunto de deman-
das muy concretas que no hacen sino exponer las características de
una sociedad muy poco democrática. Digámoslo al revés de cómo se
dijo en otra parte de este libro, pensando en otros países y en otros
momentos de nuestra historia regional: la mexicana era una demo-
cracia cada vez menos democrática, y cada vez menos democrática
quiere decir con cada vez menos libertades y con cada vez menos
derechos.
Nos gustaría entonces detenernos unos instantes sobre una de
las palabras que aparece en el pliego petitorio y sobre la que veni-
mos dando vueltas hace un rato, aunque lo hayamos hecho de un
modo por demás subrepticio. Puesta como está puesta en ese pliego
de demandas, para una mirada poco atenta esta palabra no mere-
cería ni la menor de las atenciones. Porque además, y tal como de-
cíamos unas líneas más arriba, esa palabra aparece apenas una vez.
Y su aparición parece estar puesta solo en función de un reclamo
coyuntural: la liberación de los presos políticos. ¿Pero si esa pala-
bra, en ese documento y en ese contexto, nos está diciendo mucho
más de lo que parece querer decirnos? En efecto, postularemos que
entre todas las palabras que allí fueron escritas, y que, en definitiva,
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Capítulo 4. La paradoja estudiantil

tampoco son tantas, ella sobresale, se impone, e incluso más: las or-
ganiza. El pliego petitorio, y acaso toda la lucha del movimiento del
68, está estructurado en torno a esta palabra. Nos referimos, por
supuesto, a la palabra “libertad”.
Para pensar qué implica esta palabra en el 68 mexicano, qui-
zá sea útil retornar sobre un asunto que mencionamos en la
Introducción a este libro. Allí se dijo que la noción de libertad puede
ser pensada al menos de tres maneras distintas. La primera de ellas
es la idea de libertad propuesta por la tradición liberal más clásica:
la libertad negativa, la “libertad de”, esto es, la libertad de los ciu-
dadanos frente a los poderes externos que siempre amenazan con
asfixiarla. La segunda es la idea democrática de libertad, la libertad
positiva, la “libertad para”, es decir, la libertad de los ciudadanos
para intervenir en los asuntos públicos y en los problemas que le
conciernen. Y la tercera, finalmente, es la libertad republicana, la li-
bertad no como atributo individual sino como cosa pública, porque
en el fondo solo puede haber libertad como cosa individual cuando
hay libertad como cosa pública, como res pública. Se dijo, además,
que a diferencia de las libertades liberal y democrática, la libertad
republicana no es una libertad que haya que pensar contra el Estado,
sino, por el contrario, una libertad que solo puede realizarse y garan-
tizarse desde el Estado. Y que estas tres formas de pensar la libertad
no son necesariamente excluyentes, que pueden ser combinables
y que muchas veces hasta resulta saludable que así sea. Pues bien:
es eso lo que ocurrió con la palabra “libertad” en la imaginación es-
tudiantil del 68. Esas tres formas de pensar la libertad aparecieron
alojadas en esa desatendida palabra de ese pequeño texto.
¿Bajo qué forma? ¿De qué modo? La primera de todas es acaso
la más evidente: tal como aparece escrita, “libertad para todos los
presos políticos”, la palabra libertad no pasa de ser una herencia de
la idea liberal de libertad. Se trataría de un reclamo que solo busca
desnudar la ausencia de libertades individuales. Como es notorio,
no hay en esa demanda una labrada disquisición filosófica sobre la
libertad, sino un reclamo bien concreto. Pero si afinamos la mirada
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y subrayamos la palabra “todos”, podremos ver, ahora sí, que eso


que nos están queriendo decir los estudiantes mexicanos es que si
la sociedad, toda, no es libre, nadie puede serlo. Y menos que menos
la Universidad. Porque si la prisión política es una amenaza per-
manente tanto como una posibilidad cierta, tampoco puede existir
ninguna universidad que pueda aspirar a la libertad de pensamien-
to. Pero además, y justo porque no hay aquí un reclamo contra el
Estado, sino un reclamo para que el Estado garantice lo que tiene
que garantizar, que es la libertad del pueblo, es que podemos pen-
sar a este reclamo como un reclamo de tradición republicana. No
hace falta ir muy lejos para advertirlo: tan solo volver a leer los
otros cinco puntos del pliego y observar el enorme respeto que de-
muestra tener el movimiento estudiantil por la Constitución y por
la institución estatal.
En cambio, la tercera idea de libertad, la libertad democrática,
aparece enredada más en la práctica misma del movimiento que
en el pliego petitorio. Desde las acciones de las brigadas estudian-
tiles hasta los “mítines relámpago”, pasando por la experiencia de
Topilejo y las diferentes tomas del Zócalo, los estudiantes no vaci-
laron en ensayar diferentes variantes de democracia participativa,
de toma de la palabra pública y de la palabra política. Cuando sa-
caron la palabra de la Universidad para llevarla a la plaza pública,
a las calles, a los mercados y a las fábricas, los estudiantes vivieron
una de las más bellas formas de democracia participativa: la de in-
tervenir en los asuntos públicos del pueblo. Y lo hicieron de una
manera tan intensa que hasta llegaron a proponer que la única sa-
lida para resolver el conflicto que mantenía en vilo al país a pocos
días de que comenzaran los Juegos Olímpicos que lo tenían como
sede era un diálogo público con el presidente. Ni un diálogo a puer-
tas cerradas ni un diálogo con algún ministro o con el secretario
de gobernación, sino un diálogo con el mismísimo presidente. Esa
exigencia no debe leerse solo como el producto de una labrada des-
confianza en el manejo institucional del PRI, sino también como el
proyecto de ejercer la “libertad para” por parte de unos estudiantes
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Capítulo 4. La paradoja estudiantil

que por primera vez en su historia asumían la necesidad de inter-


venir como sujeto colectivo en los debates sobre los grandes proble-
mas nacionales.
Una breve digresión antes de finalizar: no deja de resultar paradó-
jico que el reclamo democrático haya surgido en México y que haya
surgido, además, diez o quince años antes de lo que lo hiciera en el
resto de los países de la región. Es paradójico, precisamente, porque
durante todo el convulsionado siglo XX México no había vivido,
como sí lo habían vivido o lo habrían de vivir muchos de los otros
países latinoamericanos, ningún golpe de Estado ni ninguna inte-
rrupción institucional de la democracia. Lo cual, como ya fue dicho,
no significa que no haya habido falta de libertad, ausencia de demo-
cracia sindical, monopolización de la prensa por el partido de gobier-
no o subordinación de las organizaciones obreras y campesinas a las
estructuras corporativas del Estado. Pero además, no deja de resultar
llamativo que en un contexto en el que las izquierdas latinoameri-
canas se mostraban profundamente desconfiadas de la democracia
por considerarla una máscara de la dominación burguesa y en el
que, por lo mismo, muchas de esas izquierdas escogían la estrategia
de la lucha armada como modo de acceso al poder, en México el re-
clamo democrático haya resultado tan explosivo. Lo que no deja de
asombrar, entonces, es que aquello que en ningún otro lado podía
ser considerado siquiera “una reforma medianamente radical”, allí
se haya transformado en una verdadera rebelión que amenazó, y
muy seriamente, con poner todo patas para arriba.
El 68 mexicano es la historia de unos estudiantes luchando por
construir una universidad partícipe de la sociedad y de sus proble-
mas. Una universidad que saliera a la calle y se anudara con otros
lenguajes y con otras experiencias y que no fuera, como decía José
Revueltas, un mero apéndice académico de la sociedad ni mucho me-
nos una universidad del silencio. Imaginaron una universidad capaz
de pensar al conocimiento de manera crítica y de enseñar que cono-
cer es impugnar, contradecir, refutar y poner la realidad en crisis, y
no solamente acumular saberes. Una universidad capaz de asumir
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que conocer es transformar. En uno de esos largos días del sesenta y


ocho mexicano, Revueltas sintetizó la fórmula de lucha: la democra-
cia cognoscitiva. Esto es, la democracia entendida como un perma-
nente ejercicio colectivo de confrontación de ideas. La democracia
como una forma de libertad y la libertad como una forma de edu-
cación. Acaso eso, y no la imagen de una masacre, es lo más impor-
tante que nos deja como herencia el movimiento popular-estudiantil
mexicano de 1968.

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