LA OTRA MITAD Rafael Chirbes

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 3

LA OTRA MITAD, Rafael Chirbes

A Manolo Vázquez Montalbán


Se había acostumbrado a vivir así. Se movía sigiloso entre la multitud que aguardaba su turno en la cola del
banco para sacar dinero con la tarjeta American Express, compraba con algunos youanes al recepcionista para
que le consiguiera la confirmación del billete de avión, una entrada para algún espectáculo, o los servicios de
una muchacha de rostro de porcelana, conseguía conversar en idiomas imposibles con los b[á]rmanes de
hoteles y de locales nocturnos durante horas, para no sentir la soledad. A veces hasta se fumaba un cigarrillo
con el último taxista de la noche o le pedía que le acompañase a descubrir algún lugar que él no conocía, y
cuando llegaba a la habitación, caía derrumbado por el cansancio y por el alcohol. Luego, durante el día, el
trabajo lo mantenía ocupado. De buena mañana ya lo esperaba el intérprete en el hall del hotel y también, con
frecuencia, alguno de los ejecutivos de empresa con los que estaba citado de antemano, para negociar aquellos
pedidos –seda y calzado– en cuya gestión se había especializado. Desde su remota ciudad, le llegaban fax con
la descripción minuciosa de lo que necesitaban los grandes almacenes, y él se encargaba de poner en marcha
la maquinaria productiva y de [f. 3r] que la fabricación fuera idéntica en hechura y calidades a la solicitada y
que también los precios se ajustaran a los que sus clientes exigían. Los días discurrían amables, sin sobresaltos,
en miserables talleres que olían a tinta, en t[e]nerías que apestaban a animales muertos, a podredumbre.
Despachos destartalados, siempre amueblados con sillas desparejadas, tazas de té que al principio empezó a
consumir por cortesía y que ahora paladeaba con placer y comparaba en su mente con las que había tomado
en otro taller el día anterior, o en el restaurante, y banquetes que cada vez le parecían más apetitosos, porque
ya no sabía distinguir demasiado bien cuando expresaba sus sentimientos de cuando se limitaba a dar muestras
de gratitud. Además, había empezado a manejar con habilidad los palillos, o a gesticular de un modo semejante
al de sus anfitriones y a decir algunas palabras entre sonrisas, y esos pequeños detalles le hacían gozar con
mayor intensidad de todo. [«]Sasha[»], decía, y la camarera del restaurante se escapaba sonriendo, y con un
leve sonrojo en el rostro que se le adivinada bajo los polvos de arroz. Sasha, como explicaba él cuando cada
tres o cuatro meses volvía a su país con el pedido puesto en puerto, quería decir en chino «gracias»[.] También
decía en casa, ante su mujer, sus hijos o sus amigos, «me gusta mucho oriente», y esa palabra, «oriente», le
traía, desde la distancia, el hedor de los canales de Yakarta, el rumor de la lluvia del monzón cayendo sobre
las arboledas de Ghouanzhou, la agitación y el olor de gasolina mal quemada y el estruendo de los timbres de
los put put en Bangkok y el brillo [f. 5r] dorado de los tejadillos de los templos al atardecer. La verdad es que
oriente, visto desde su ciudad, se le aparecía como un deslumbrante folleto turístico en el que hasta lo fétido
mostraba el encuentro de lo exótico. Cerraba un instante los ojos, mientras les describía cosas así a los otros
comensales y chupaba la punta de su cigarrillo y creía percibir un aroma de clavo mezclado con el del tabaco,
y hasta le parecía escuchar, muy lejos dentro de sí, el lamento interminable y armónico de una canción china
que lo estremeció cierta tarde y lo puso al borde de las lágrimas mientras visitaba los sórdidos talleres de una
fábrica de seda de Souzou. Disonaba la radio que la transmitía, que además estaba puesta a todo volumen, y
sin embargo, había sentido una desolación inmensa entre aquellos hombres delgados y sudorosos que se
inclinaban sobre las piezas en estampación y las adolescentes acurrucadas sobre las máquinas de coser que le
mostraban la fragilidad de sus nucas. Lo había pensado a veces. Su melancolía allí, en la lejana China, la que
lo asaltaba entre los montones de coles y los peces que exhalaban su último suspiro encima de los mostradores
instalados en plena calle, o mientras escuchaba aquellas músicas en las que uno no sabía distinguir muy bien
hasta dónde llegaba la tristeza del lamento humano y cuándo lo que sonaba era únicamente el gemido de un
violín, le parecía el haz intenso de la que sentía, como un descolorido revés, en su ciudad, mientras miraba a
su hija pequeña llevarse la cuchara a la boca y hablarle en una voz que siempre le extrañaba al principio, como
si también la niña tuviera que haber hablado con él en uno de aquellos idiomas imposibles en los que él se
dirigía a los camareros de los hoteles [f. 7r] solitarios cuando, a espaldas del encargado, le invitaban a una
última copa, ya tarde en la madrugada, y le pedían que no dejara de hablarles de aquel país lejano de dónde
venía. A veces tenía la impresión de que alguien había cortado a los hombres por la mitad y había enviado
cada mitad al otro extremo del mundo y que, por eso, no eran felices, porque para ser felices necesitarían
encontrar a la otra mitad que los buscaba. A su mujer nunca le había contado nada acerca de la tristeza que lo
invadía por las noches en oriente. Su peregrinaje por las desoladas barras de hoteles que parecían abandonados,
ni tampoco cómo la buscaba en el fondo del vaso de whisky una y otra noche, como si ella se hubiera perdido
entre las rocas de hielo, y aún pudiera encontrarla antes de subir a la habitación del hotel. No, nunca le había
contado cuántas noches la buscaba dentro de los ojos de aquellas muchachas de porcelana que se presentaban
sigilosas en la habitación si uno llamaba por teléfono al recepcionista y pronunciaba algunas palabras
ininteligibles, y un rato antes, como sin querer, había dejado caer unos youanes al pasar junto al mostrador de
mármol. Durante sus primeros viajes, mientras comía con sus socios en algún restaurante, veía a las mujeres
chinas, pequeñas y delicadas como una estatua de porcelana, con sus caras empolvadas, y luego las imaginaba
devorando perros, gatos, ratas, alacranes y serpientes, y se apoderaba de él una indefinible n[á]usea, cuando
pensaba que tenía que acercar su boca a las de ellas para besarlas. En la primera ocasión en que estuvo con
una de aquellas seductoras y bellas muchachas, creyó adivinar el olor de la comida en su [f. 9r] sudor. Fue una
tortura. Pero de eso nunca había hablado con su mujer y ni siquiera con los amigos, que le preguntaban
groseros acerca de las peculiaridades de los cuerpos y de las costumbres de las muchachas chinas. «¿Son tan
delicadas como dicen?». «¿Es verdad que no tienen vello y que su vagina apenas sí admite un órgano normal,
de tan pequeña como es?» No. El les hablaba de la primera vez que comió un plato de «lucha de fénix contra
dragón y tigre», el guiso que, según la tradición cantonesa, oculta bajo un nombre extremadamente poético,
algo tan simple como un estofado de gallina, gato y serpiente. Los amigos lo miraban aprensivos cuando les
describía la minuciosa ingestión del plato, y adornaba la descripción con rebuscados adjetivos, como si él
mismo hubiera empezado a serles un poco ajeno, porque oriente –siempre decía «oriente»– hubiese empezado
a infectarlo. No es que ocultase nada especial, no, porque tampoco se le hubiera ocurrido contarle a su mujer
la vez que lloró en la estación de Ko[w]loon, el barrio peninsular de Hong Kong, cuando descubrió que el
andén era subterráneo y no había mozos que pudieran ayudarle a llevar todas aquellas maletas con las que
viajaba, y que tampoco había escaleras mecánicas, por lo que se vería obligado a transportarlas a mano en
sucesivos e incomodísimos paseos, con la consiguiente angustia de que alguien pudiera robarle. Todos
aquellos miles y miles de chinos se empujaban a su alrededor y le empujaban también a él buscando un puesto
en la gigantesca cola ante la aduana. Esa vez, le había fallado su capacidad para moverse, le habían fallado
sus reflejos, o había [f. 11r] sentido miedo de sacar un billete de diez youanes y mostrárselo a alguien para
que le ayudara, y que aquella multitud de seres, a quienes la cercanía de la frontera había vuelto ansiosos, se
abalanzara sobre él para robarle y despedazarle. No. No se lo había contado, ni tampoco que, ahora, cuando
volvía a casa, no se acostumbraba al olor del ambientador de la habitación que compartía con ella, y que se
asfixiaba por las noches en el adosado que, gracias a sus viajes orientales, estaban a punto de terminar de pagar
en aquella urbanización que les había parecido al principio por encima de sus posibilidades y en la que, ahora,
los vecinos, en las cada vez más espaciadas estancias de él, los invitaban a cenar y le pedían que les contara
anécdotas de sus interminables recorridos: las piezas de seda, la nuca de las muchachas inclinadas sobre la
máquina de coser, los exóticos menús, los mercados entrevistos al paso. Era curioso, pero se había
acostumbrado a vivir así, de un sitio para otro, como si vigilara los pedazos dispersos de sí mismo. Y cuando
estaba con su mujer, echaba de menos la tristeza con que la buscaba cada noche en el fondo de los vasos. La
ansiedad con que creía que iba a encontrarla debajo de la camisa de seda que una delicada muchacha de
porcelana empezaba a desabrocharse en la habitación del Hotel de los Cisnes de Pekín. La melancolía con que
aguardaba su llegada después de que telefoneaba a la recepción, en cuyo mostrador había dejado unas monedas
pocos minutos antes. Abría la puerta ilusionado, y la buscaba a ella entre aquellos labios que le parecía que
aún exhalaban el desvaído perfume de los alacranes azucarados. Y la añoraba en las solitarias barras, y ella
estaba [f. 13r] más presente en aquellas palabras pronunciadas en inglés, que el camarero apenas entendía, que
en la alcoba del adosado, cuyas cortinas corría cada noche con un gesto de tristeza, o de ansiedad. A veces lo
pensaba, ella corría las cortinas de la alcoba con la ansiedad de alguien que compitiese con su verdadera mujer.
Se desnudaba, y no era exactamente ella, se metía en el baño para ducharse, y él oía caer el agua de la ducha
y sabía que, cuando volviera a abrirse la puerta, no saldría ella. Y eso lo hacía sufrir. Cuando se abrazaban a
oscuras y se ensamblaban el uno en el otro, lo apresaba un insoportable sentimiento de traición, como si, en
esas ocasiones, le estuviera siendo infiel a ella, que tan dulcemente lo había mirado desde el fondo de un vaso.
Ella le hablaba de la ropa que había que comprarles a los niños, le mostraba el mueble nuevo del televisor, o
la obra que había tenido que hacer en la cocina durante su ausencia y de la que la constructora se negaba a
hacerse cargo. Y los niños se peleaban durante el desayuno y no paraban de hacer ruido cuando él se encerraba
en el despacho para leer el periódico, y todo se estrechaba en torno suyo como una camisa que apenas le
abarcase el cuerpo. Todo le parecía menos real que cuando, desde muy lejos, escuchaba sus voces por teléfono;
cuando ella, por teléfono, le decía te quiero, una vez que ya le habían saludado los niños y se quedaban en una
intimidad que el zumbido del aparato envolvía. «Te quiero», le decía ella. Y él, a continuación, se afeitaba, se
vestía como para una fiesta, y bajaba al bar del hotel y pedía una copa y se perdía dentro de ella en la soledad
de la barra. [f. 15r] Tenía hasta sus teorías establecidas, y a veces le daba por pensar que en los espacios
interminables de oriente vagaba la mitad buena de sí mismo, porque en su propia casa, ante el televisor, jamás
sentía esa dosis de tristeza que lo invadía en las salas de espera de los aeropuertos, o cuando escuchaba el
lamento de los violines chinos y el sonido de los timbres de las bicicletas como el rumor de una bandada de
pájaros que cruzara el bosque al amanecer. Por amor a su mujer y a sus hijos había aceptado compromisos
cada vez más rigurosos, estancias fuera de casa cada vez más prolongadas, y con los besos que daba en los
labios de aquellas frágiles muchachas chinas que parecían a punto de romperse bajo el impulso de su pesado
cuerno occidental, sentía que preservaba la felicidad de lejos, aquella que lo asaltaba una vez a la semana por
teléfono, cuando los niños le decían papá, y daban un beso al lejano auricular, y luego ella le decía, ya a solas,
con aquel zumbido de fondo que era como una bóveda de cristal de diez mil kilómetros de ancha, «te quiero».
Luego, mientras se afeitaba desnudo, la imaginaba a ella quitándose despacio las medias y ofreciéndose al
agua de la ducha, y en aquel instante, inmediatamente después de interrumpida la conversación, sentía una
fatiga suave, como la que se siente una vez concluida la ceremonia del amor, y era como si las dos mitades
del mundo se encontraran durante algunos momentos en una evanescente ceremonia, y a continuación fuera
de nuevo necesario salir a buscarla. Miraba la hora de despegue del avión de Bangkok en el billete, doblaba
cuidadosamente las camisas antes de meterlas [f. 17r] en la maleta, pensaba en todo lo que le quedaba aún por
hacer a la mañana siguiente antes de llegar al aeropuerto, tomaba algunas notas en la agenda, y se vestía para
cenar, como si fuera a asistir a una fiesta. Ya desde la puerta del ascensor, escuchaba la melancólica música
de violines que sonaba en el bar.
Valverde de Burguillos, octubre de 1994.

Relato en: Anuario de Estudios Filológicos, vol. XLIV, 2021, 123-144, “EL ESTUDIO Y EDICIÓN DE LA
OTRA MITAD, EL RELATO DE RAFAEL CHIRBES SOBRE LA RUINA ÉTICA Y MORAL DE LA
SOCIEDAD CAPITALISTA”
JACOBO LLAMAS MARTÍNEZ

También podría gustarte