La Revolución Psicobiótica La Nueva Ciencia de La Conexión Entre El Intestino y El Cerebro 1st Edition John F. Cryan Full Chapter Download PDF

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La revolución psicobiótica La nueva

ciencia de la conexión entre el intestino


y el cerebro 1st Edition John F. Cryan
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SCOTT C. ANDERSON
John F. Cryan y Ted Dinan

LA REVOLUCIÓN
PSICOBIÓTICA
La nueva ciencia de la conexión
entre el intestino y el cerebro

Traducción de
JOANDOMÈNEC ROS
Título original inglés: The Psychobiotic Revolution.
Autores: Scott C. Anderson, John F. Cryan, Ted Dinan.

Copyright © 2017 Scott Charles Anderson.

© de la edición española: National Geographic Partners, LLC, 2020.


Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta
obra sin permiso escrito de la editorial está estrictamente prohibida.

Desde 1888, la National Geographic Society ha financiado más de


13.000 proyectos de investigación, exploración y conservación en todo
el mundo. La Sociedad recibe fondos de National Geographic Partners,
LLC, financiada parcialmente mediante este libro. Parte de los ingresos
procedentes de la venta de esta obra contribuyen a ese trabajo
esencial.

NATIONAL GEOGRAPHIC y Yellow Border Design son marcas comerciales de


National Geographic Society, utilizadas bajo licencia.

Ilustraciones
Scott C. Anderson.
Scott C. Anderson y Kiran Sandhu: Comunicación entre el tubo digestivo
y el cerebro y Un intestino sano mantiene la homeostasis.

Fotografías (por orden de aparición)


Martin Oeggerli, apoyado por la Facultad de Ciencias de la Vida FHNW;
BSIP SA/Alamy Stock Photo; SCIMAT/Science Source; Omikron/Getty
Images; dominio público; Haisam Hussein/National Geographic
Creative.

© de la traducción: Joandomènec Ros, 2020.

Esta edición ha sido publicada por: RBA Libros, S.A., 2020.


Avda. Diagonal, 189 - 08019 Barcelona.
rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2020.

REF.: ODBO806
ISBN: 9788482981451

GRAFIME • COMPOSICIÓN DIGITAL

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor


cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones
establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de
Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91
702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
CONTENIDO

Nota a los lectores


Prefacio

1. Conozcamos nuestros microbios


2. Humanidad, microbios y estado de ánimo
3. Nuestra microbiota, desde el nacimiento a la muerte
4. Un viaje a través de nuestro canal alimentario
5. El eje tubo digestivo-cerebro
6. Descubriendo los psicobióticos
7. Nuestro viaje psicobiótico personal
8. Los psicobióticos y las principales enfermedades de hoy en
día
9. El futuro de los psicobióticos

Agradecimientos
Apéndice
Notas
Glosario
Acrónimos
Bibliografía
A mis maravillosos hijos, que me inspiran constantemente, y a su asombrosa
madre (y mi esposa fantásticamente paciente), Candyce, que ha estado siempre a
mi lado.
SCOTT

A mi amada Colleen por haber elegido vivir conmigo en este mundo microbiano, y
a nuestros increíbles hijos, Oisin y Alannah.

JOHN

A mis padres, que me dieron la oportunidad de estudiar Medicina; a mi


esposa/amante, Lucinda; y a mis tres hijos.
TED
NOTA A LOS LECTORES

Este libro se basa en investigaciones y en la experiencia profesional


de los autores. Se ofrece al público en el bien entendido de que no
se pretende que sea un consultorio médico o de otro tipo para el
lector individual. Este no ha de usar la información que la obra
contiene como sustituto del consejo de un profesional médico
autorizado. El lector debe consultar con su profesional médico
autorizado antes de usar los probióticos que se describen en este
libro.
Hasta donde sabemos, la información que se proporciona es
exacta en el momento de la publicación de la obra.
Autores y editor renuncian a cualquier tipo de responsabilidad en
relación con cualquier pérdida, lesión o daño producido directa o
indirectamente por el uso de este libro.
La mención de productos, compañías u organizaciones específicos
no implica que los autores y el editor de esta obra avalen dichos
productos, compañías u organizaciones.
PREFACIO

¿Controlan las bacterias nuestro cerebro? ¡Parece absurdo! Las


bacterias son tan ridículamente diminutas que mil de ellas cabrían
dentro de una única célula humana. Y, sin embargo, parece como si
tuvieran superpoderes. Las bacterias carnívoras pueden eliminar a
un ser humano en cuestión de pocos días. La peste negra acabó con
civilizaciones enteras. ¿Acaso estos seres primitivos podrían tomar
las riendas de nuestra mente, tan exquisitamente evolucionada? La
respuesta es sí. De la misma manera que los científicos averiguan
cada día más cosas acerca de los billones de microbios que viven en
nuestro interior, también están descubriendo que, en realidad,
algunos de estos microbios pueden tomar posesión de nuestra
mente, controlar nuestros gustos y alterar nuestro estado de ánimo.
En 2004 monté un laboratorio para una compañía en Ohio y
empecé a diseñar y analizar experimentos animales sobre problemas
gastrointestinales (GI) como la colitis. Leí muchísima literatura
científica acerca de las relaciones entre la salud y las enfermedades
del tubo digestivo. En dichos estudios siempre se mencionaba una
asociación entre la salud intestinal y la salud mental. Cuando me
centré en los artículos sobre bacterias intestinales que tenían una
perspectiva psicológica, supe del trabajo de Ted Dinan y John Cryan,
dos de los principales investigadores en este campo. De hecho,
fueron ellos los que acuñaron el nuevo término para dar nombre a
los microbios que pueden mejorar nuestro estado de ánimo:
psicobióticos. Estos microbios son actores principales en el eje
tubo digestivo-cerebro: la comunicación entre nuestros intestinos
y nuestra mente.
Descubrí pronto lo increíblemente productivos que son Cryan y
Dinan: solo en esta década, han escrito conjuntamente más de
cuatrocientos artículos revisados por iguales. John Cryan es
catedrático de Anatomía y Neurociencia, y Ted Dinan es director del
departamento de Psiquiatría, ambos en la Escuela Universitaria de
Cork (UCC), Irlanda. Los dos son investigadores principales en el
APC Microbiome Institute, de la UCC, donde gestionan un equipo de
investigadores jóvenes y brillantes que han acudido de todo el
mundo para unirse a ellos en esta investigación puntera.
Cryan y Dinan encabezan una revolución que cambia por completo
antiguas doctrinas de casi todas las ramas de la biología, y que
puede tener efectos sustanciales sobre las decisiones que tomemos
para permanecer sanos y para tratar las enfermedades. Cuando
decidí escribir un libro sobre los psicobióticos, sabía quiénes serían
mis guías. Me puse en contacto con los doctores mediante Skype, e
iniciamos un diálogo que en último término condujo a una deliciosa
cena a base de pescado y champán en Cork…, y a la obra que ahora
está leyendo.
En este libro, yo seré el narrador primario. Mientras guío al lector
a través de la biología básica, John Cryan y Ted Dinan le introducirán
a sus laboratorios. Cuando sean ellos los que queden a cargo de la
narración, esta tendrá el siguiente aspecto:

En neurociencia y medicina, estamos condicionados a pensar únicamente en lo


que ocurre por encima del cuello en términos de la regulación de nuestras
emociones, pero esto está cambiando. La investigación, incluida la que llevamos
a cabo nosotros en el APC Microbiome Institute de la UCC, está volviendo
literalmente del revés este concepto. Estamos empezando a darnos cuenta
cabal de la importancia que la función digestiva y los alimentos que comemos
tienen sobre nuestro bienestar mental.

Son Cryan y Dinan los que hablan. El lector oirá sus voces
continuamente, cuando le den vida a su investigación. En algunos
casos, citarán directamente sus investigaciones publicadas; en otros,
comentarán trabajos prometedores en este campo. Sus teorías
psicobióticas impregnan el libro, como lo hacen las teorías de
docenas de otros investigadores que han estado encontrando una
conexión similar entre los microbios del tubo digestivo y el cerebro.
Cryan y Dinan han revisado pacientemente todo el libro; ha sido una
colaboración maravillosa que todos esperamos que les proporcione a
nuestros lectores el mejor estado de ánimo posible.

SCOTT C. ANDERSON
1

CONOZCAMOS NUESTROS MICROBIOS

Si los microbios controlan el cerebro, entonces los microbios lo


controlan todo.

JOHN F. CRYAN

Los microbios nos rodean y nos bañan. Estamos en una grave


desventaja numérica frente a ellos. Una única bacteria, si tuviera
suficiente alimento, podría multiplicarse hasta que sus hermanas
alcanzaran la masa de la Tierra al cabo de solo dos días. Esta es una
buena prueba de sus superpoderes: son excelentes a la hora de
reproducirse. También son unas libertinas cuando deben cruzarse
entre ellas y no se detienen cuando se trata de intercambiar genes
con quienquiera que se encuentre cerca. Son tan promiscuas que los
biólogos ni siquiera pueden identificar positivamente a muchas de
ellas. Su ADN está acribillado con genes que se han tomado
prestados de otras especies, incluso de otros reinos de la vida. Si se
les aplica antibióticos, quizá solo dependan de un virus que pase por
allí para apropiarse de un útil gen de resistencia a estos. Pueden
mutar cada veinte minutos, mientras que los humanos intentan
contraatacar con puestas al día evolutivas y genéticas que se
producen cada diez mil años, aproximadamente. Son dinamos
genéticas que no paran de dar vueltas a nuestro alrededor.
Por suerte, la vida tiende a inclinarse hacia la cooperación y a
formar alianzas gustosamente para promover una causa común.
Presumiblemente, esta es la razón por la que nuestro planeta está
revestido de materia viva. Y este es el motivo por el que, hace
algunos millones de años, bacterias y animales sellaron un trato. A
cambio de un lecho húmedo y un bufete cálido, bacterias
beneficiosas se encargaron de la tarea de defendernos de los
patógenos del mundo, que proliferaban alocadamente. Se necesita
un germen para luchar contra un germen.
De manera que, en la actualidad, en nuestro tubo digestivo se
hospedan billones de bacterias. Están en línea las veinticuatro horas,
los siete días de la semana. Se las tienen con los microbios malignos
e incluso nos ayudan desde el punto de vista nutricional al producir
vitaminas y extraer las últimas calorías de cada mota de fibra.
Cuando todo funciona perfectamente, no prestamos atención a
nuestro tubo digestivo. Al igual que nuestro corazón y nuestro
hígado, es mejor si estas cosas funcionan con piloto automático.
Nuestra mente consciente está demasiado atareada intentando
encontrar las llaves de casa (que siempre perdemos) como para
confiar en que haga funcionar estos órganos fundamentales. La
naturaleza nos ha construido un aparato gastrointestinal (GI) que
puede operar con completa independencia de nuestro distraído
cerebro. En realidad, nuestro tubo digestivo tiene un cerebro propio,
para eximirnos de estos detalles gastronómicos domésticos…, al
menos hasta que las cosas se tuercen.
NUESTRA MICROBIOTA

La comunidad de microbios que viven en nuestro tubo digestivo (lo


que se conoce como microbiota) es como otro órgano de nuestro
cuerpo. Es un alienígena inquieto que vive en nuestro interior, que
fermenta nuestra comida y que nos protege celosamente contra los
intrusos. Es un órgano completamente insólito se mire como se
mire, pero lo es todavía más porque su composición cambia con
cada comida.
Y no está hecha solo de bacterias. Nuestra microbiota es también
el hogar de viejos seres vivos relacionados con los seres de intensos
colores que tiñen los manantiales termales, los llamados arqueas.
Incluye los reyes de la fermentación, las levaduras. Alberga
protozoos, unicelulares y nadadores, siempre a la caza. También
comprende un número incluso más descabellado de virus: unos
diminutos parientes de las bacterias, como estas lo son de las
células humanas. Nuestra microbiota intestinal es espectacularmente
cosmopolita, por lo que su estudio es una tarea muy compleja.
Nuestra microbiota se comunica directamente con nuestro
segundo cerebro. Es un concepto con el que Michael Gershon, ya en
1998, se refería a la red de nervios que rodean nuestro tubo
digestivo. Un buen conjunto de microbios anima a este segundo
cerebro a que el festín continúe. Para la buena salud, incluida la
mental, la comida que ingerimos ha de ser buena para nosotros y
para nuestra microbiota.
Nuestro tubo digestivo alberga una sorprendente variedad de seres vivos, entre
los que hay protozoos, hongos, bacterias y virus (que aquí se muestran con un
fragmento de fibra).

Este libro nos ayudará a elegir más adecuadamente, porque


aprenderemos qué alimentos son mejores para nuestra microbiota,
incluidos lo que ahora llamamos psicobióticos.

En 2013, definimos un psicobiótico como un organismo vivo que, cuando se


ingiere en cantidades adecuadas, produce un beneficio para la salud en
pacientes que padecen una enfermedad psiquiátrica. Como una clase de
probióticos, dichas bacterias son capaces de producir y emitir sustancias
neuroactivas tales como ácido gamma-aminobutírico y serotonina, que actúan
sobre el eje cerebro-tubo digestivo. La evaluación preclínica en roedores sugiere
que determinados psicobióticos poseen actividad antidepresiva o reductora de
la ansiedad. Los efectos pueden ser mediados a través del nervio vago, la
médula espinal o sistemas neuroendocrinos.1
Recientemente, hemos sugerido la ampliación del concepto de psicobiótico
para incluir los prebióticos: la fibra que actúa como alimento para los
psicobióticos.2

Nuestra microbiota no es una gran habladora, pero se hace oír.


Puede hacer que nos sintamos mejor si la alimentamos con lo que
quiere, y puede hacer que nos sintamos fatal si no lo hacemos. Una
manera es mediante los antojos. Podemos notar que tenemos
simplemente una predilección personal por determinados dulces,
pero quizá no sea una cosa nuestra en absoluto. Puede ser
simplemente un canto de sirena procedente de un órgano ajeno que
vive en nuestro intestino. Una parte de nuestra microbiota pide
turrón, y otra demanda chocolate. Ambas nos guían (utilizando
técnicas que comentaremos en este libro) hasta una barrita de
chocolate. Poco después de comerla, nuestra microbiota libera
azúcares y ácidos grasos, lo que levanta considerablemente nuestro
ánimo. Por lo que parece, nuestros antojos podrían pertenecer más
al segundo cerebro (el de nuestro tubo digestivo) que al que hay en
nuestra cabeza. ¿Quién dirige realmente el cotarro?
Asimismo, nuestra microbiota puede afectar a nuestro humor.
Tomemos un caso evidente como una intoxicación alimentaria.
Nuestra microbiota reconoce los intrusos patógenos y empieza a
atacarlos. Procura que pasen hambre o bien intenta envenenarlos, y
(muy importante) alerta a nuestro sistema inmune o inmunitario. A
todo tren, ese segundo cerebro se prepara para purgar nuestro
sistema. Nos envía una repentina advertencia para que encontremos
un lavabo cuanto antes. Llegados a este punto, nuestro estado de
ánimo es de una ansiedad aguda. Imagine ahora el lector que esto
sucede un día tras otro. Es lo que ocurre cuando tenemos una
inflamación crónica, causada a menudo por una brecha en nuestras
defensas microbióticas. La ansiedad y la depresión pueden
convertirse en un compañero constante.
La naturaleza nos ha programado para sentirnos decaídos cuando
tenemos una infección. Se conoce como comportamiento de
enfermedad. Ya conocemos la sensación: «Déjame tranquilo, pero
tápame y tráeme un caldo». Tiene sentido, porque conserva nuestra
energía para luchar contra el bicho. Sin embargo, desde un punto de
vista evolutivo, también funciona para nuestros compañeros de piso,
que se beneficiarán cuando nos retiremos a nuestro espacio propio y
tranquilo, y dejemos de extender el contagio.
Si se soporta durante un periodo largo, el comportamiento de
enfermedad se conoce como depresión. En función de los niveles de
inflamación, podemos padecer periodos alternos de depresión y
ansiedad. Podemos pensar que estas enfermedades son
estrictamente un problema cerebral. Pero, en realidad, hay dos
cerebros implicados, así como una o dos glándulas.
La enfermedad es una de las maneras nada sutiles en que nuestra
microbiota es capaz de influir sobre nuestro estado de ánimo. Puede
resultar un duro golpe para el ego, pero no estamos solos en
nuestro cuerpo. Ahora mismo, nuestra microbiota está haciendo
planes en relación con nuestro futuro. Mediante la manipulación de
nuestros antojos y nuestro humor, controla nuestro comportamiento.
Este libro explora la sorprendente conexión tubo digestivo-cerebro
y nos muestra cómo obtener ventajas de ella. Ahora mismo nuestro
tubo digestivo puede estar al mando, pero nunca es demasiado
tarde para reacondicionarlo. Recuerde el lector que nuestra
microbiota se renueva cada hora, aproximadamente. La tasa de
renovación es enorme, y podemos desviarla con algunos trucos
asombrosamente sencillos.
Hemos dejado que nuestro tubo digestivo haga funcionar nuestra
vida durante demasiado tiempo. Ya es hora de que intervengamos.
Mostraremos al lector cómo volver al asiento del conductor.
¿ACASO ESTE LIBRO SERÁ DEPRIMENTE?

¡No, exactamente lo contrario! Aquí encontraremos cómo los


psicobióticos pueden ayudarnos a llevar una vida más feliz y más
sana. Aunque el lector no sufra depresión ni ansiedad, esta
alucinante investigación demuestra que un tubo digestivo mejor
equilibrado puede mejorar el estado de ánimo de cualquiera. Incluso
puede mejorar nuestra manera de pensar y aumentar nuestra
memoria. Lejos de ser deprimente, este es un relato inspirador que
puede ayudar a millones de personas afectadas por la depresión o la
ansiedad.
Desde luego, hay más de una manera de sentirse deprimido: la
pérdida de un ser querido u otros traumas psíquicos nos pueden
deprimir. A primera vista, acontecimientos externos de este tipo no
parecen relacionados con nuestra microbiota intestinal, e
inicialmente no suelen estarlo. Pero la conexión tubo digestivo-
cerebro es una calle de dos direcciones. La desesperación, la
ansiedad y la depresión pueden provocar cambios negativos en
nuestra microbiota, denominados disbiosis. Dicha disrupción puede
generar ansiedad y depresión. Crea lo que la mayor parte de la vida
intenta evitar a toda costa: un circuito recurrente positivo, también
conocido como círculo vicioso.
Hoy en día, sufrimos una epidemia de depresión sin una causa
externa evidente. Padecemos también una epidemia de problemas
digestivos. Ambas se encuentran estrechamente asociadas: un
fenómeno llamado comorbilidad. Las investigaciones continúan
revelando conexiones entre la salud gastrointestinal y otras
enfermedades, tanto mentales como físicas. La depresión acompaña
muchas de estas enfermedades, entre ellas el párkinson, el
alzhéimer, el síndrome del intestino irritable (SII), la enfermedad
inflamatoria intestinal (EII), la obesidad, la psoriasis, la artritis, la
esclerosis múltiple (EM), el autismo y muchas más. Dichas
enfermedades empiezan a veces con depresión o ansiedad…, y a
veces terminan con ellas.

Nuestras investigaciones han demostrado que es como Downton Abbey:*


tenemos dos comunidades que viven juntas en una única casa. Se necesitan
mutuamente para sobrevivir, pero van por ahí ignorándose más o menos. Solo
cuando las cosas van mal en la planta baja, tiene lugar el drama real en el piso
de arriba.

Las investigaciones siguen revelando conexiones entre


enfermedades digestivas y cerebrales aparentemente no
relacionadas. ¿Qué tienen que ver enfermedades cutáneas como la
psoriasis y el eccema con problemas cerebrales como la esclerosis
múltiple (EM)? La sorprendente conexión es la microbiota intestinal.
Incluso condiciones en apariencia intratables, como el autismo,
pueden mejorar con psicobióticos. Los vínculos sociales normales
pueden depender de un tubo digestivo sano.
Resulta interesante que se pueda inducir depresión con una
minúscula cantidad de la pared celular de un patógeno. Esa guerra
bacteriana hace tanto tiempo que tiene lugar que nuestros
antepasados evolucionaron genes para habérselas directamente con
ella. Nuestro sistema inmune puede detectar estas moléculas
bacterianas a niveles muy bajos. Esto forma parte de nuestro
sistema inmune innato, y no necesita ningún tipo de adiestramiento.
Solo reacciona, y lo hace con celeridad.
Sin embargo, poseemos otro sistema inmune que es más sutil y
que necesita adiestramiento: nuestro sistema inmune adaptativo es
muy complejo. Este sistema adaptativo (que trabaja estrechamente
con nuestra microbiota) puede protegernos frente a patógenos que
nunca ha visto. Es una hazaña realmente notable. Pero no es
perfecto, y puede infligir algún daño colateral grave. En este libro, el
lector aprenderá a ajustar su sistema adaptativo para poder
enfrentarse con los fuegos de la inflamación.
Nuestros genes contienen el programa de todas las proteínas que
constituyen nuestro cuerpo. Algunas enfermedades genéticas, como
la anemia falciforme o la enfermedad de Huntington, son
inevitablemente progresivas y difíciles o imposibles de tratar. Sin
embargo, otras muchas enfermedades con un componente genético,
como el cáncer, el autismo o la esquizofrenia, se puede modificar. El
tratamiento se inicia con nuestros genes microbianos, que
sobrepasan en número a nuestros genes humanos en una
sorprendente relación de cien a uno. Resulta un poco humillante,
pero, para un observador externo, somos un organismo híbrido que,
desde el punto de vista genético, solo es humano en un 1 %.
Esta abundancia genética responde a la rica diversidad de
microbios en nuestro tubo digestivo, constituida por miles de
especies, cada una de ellas con un acervo único de genes. Debido a
que estas poblaciones microbianas pueden cambiar de una comida a
la siguiente (y porque poseemos control sobre dichas comidas), la
madre naturaleza nos ha proporcionado la forma de ajustar nuestro
acervo génico. Este libro mostrará al lector cómo hacer que la
naturaleza esté de nuestra parte, de manera sencilla y segura.
MARAVILLAS MICROBIÓTICAS

La ciencia de la conexión tubo digestivo-cerebro suele ser contraria


al sentido común y está llena de sorpresas. El lector descubrirá
docenas de conexiones tubo digestivo-cerebro completamente
inesperadas. Por ejemplo:

Los bebés necesitan las bacterias del tubo digestivo para


desarrollarse adecuadamente. Estudios en los que se cría a
ratoncillos en un ambiente libre de gérmenes han demostrado
que son más ansiosos y presentan determinados déficits
cognitivos. Para desarrollar las conexiones adecuadas, el
cerebro necesita microbios intestinales para estar sano y
equilibrado, y esto ha de establecerse en fecha temprana. Si se
proporcionan demasiado tarde, los microbios no pueden invertir
el efecto.
Nuestro tubo digestivo puede actuar como una fábrica de
cerveza y dejarnos borrachos. Durante mucho tiempo, pareció
algo increíble. De hecho, se sospechaba que las víctimas bebían
alcohol a escondidas. Finalmente, los científicos encontraron
levaduras que podían crecer en el intestino delgado y producir
suficiente alcohol para dejar piripis a los pacientes. Esta fue una
conexión tubo digestivo-cerebro inesperada que se curó con
antifúngicos y que puso fin a una resaca continua.
Hay bacterias que viven dentro de los tejidos de nuestras
hortalizas. Lavarlas solo deja limpia la superficie. Por fortuna, en
su mayoría, estos microbios parecen benignos o incluso
beneficiosos, pero esto solo plantea una pregunta para el
movimiento que aboga por la ingesta de los alimentos crudos:
¿cómo afectan estos microbios a nuestra mente?
Hay microbios increíbles que hacen que los animales hagan
cosas que son peligrosas o incluso letales. Un microbio del
género Toxoplasma puede hacer que los ratones se sientan
excitados por la orina de gato. Es una estrategia vital tremenda
para el ratón, que funciona bien para los microbios: con este
repugnante truco mental, conseguirán encontrar, de manera
inevitable, su camino hasta el interior de un gato. Una vez allí,
el toxoplasma puede completar su perverso ciclo biológico.
Solo el 1 % de nuestros genes son humanos, y son
relativamente estables. Sin embargo, nuestros genes
microbianos (el otro 99 %) se hallan en un flujo constante. Si se
mide en función de nuestros genes, somos un organismo
diferente cada mañana.
¿Acaso nuestra civilización está construida en realidad para
beneficio de los microbios? La gente feliz tiende a ser más
social, y cuanto más sociales seamos, más probabilidades tienen
nuestros microbios de intercambiarse y propagarse.

¿Cómo es posible que unos simples microbios realicen tan


impresionantes hazañas? Puede tener algo que ver con el hecho
sorprendente de que estos modestos organismos hablan el mismo
lenguaje que nuestras células cerebrales, enormemente
evolucionadas.

En nuestros estudios, hemos averiguado que muchas bacterias son capaces de


producir algunos de los neurotransmisores más importantes del cerebro
humano, como serotonina, dopamina y AGAB.* No pensamos que estos
neurotransmisores bacterianos vayan directamente al cerebro humano, pero sí
que creemos que dichas bacterias son capaces de producir sustancias que
impactan sobre nuestra función cerebral a través del nervio vago, que conecta
directamente con el cerebro.
LA BUENA SALUD DEPENDE DE BIOFILMS SALUDABLES

Cuando subestimamos a estos diminutos organismos, corremos un


riesgo. De hecho, las denominadas bacterias unicelulares pueden
formar grandes complejos parecidos a ciudades compuestos por
varias especies diferentes que viven armoniosamente en un biofilm.
Parece exótico, pero pisamos biofilms cada vez que caminamos
sobre una roca cubierta de líquenes. Los biofilms que hay en y sobre
nuestro cuerpo están emparentados con los líquenes, y comparten
sus características de resiliencia y solidaridad.
Los biofilms son maravillosamente complejos. Poseen poros para
bombear nutrientes, que actúan como un sistema circulatorio básico.
Mantienen un revestimiento protector (una piel primitiva) que
conserva el agua en su interior. Las diversas especies se comunican
entre sí, empleando moléculas que emiten señales, entre ellas
neurotransmisores. Concentran enzimas digestivos, creando así
un sistema alimentario rudimentario. En este punto, los microbios ya
no son en realidad unicelulares; esencialmente se han convertido en
un organismo multicelular y resistente.
Estos biofilms se encuentran en todas partes, desde nuestra boca
a nuestro ano. En la boca los conocemos como placa. En nuestro
intestino, un biofilm patógeno podría hallarse detrás de la
enfermedad de Crohn. Estos biofilms son inevitables. Por suerte,
podemos hacer que trabajen para nosotros. Podemos extender un
biofilm por el tubo digestivo que sea un defensor nuestro de lo más
fiel, un firme adversario de los patógenos. Adecuadamente
establecido, un biofilm compatible puede llevar a toda una vida de
felicidad gastronómica, aligerada de la inflamación y de sus
compañeros frecuentes, la depresión y la ansiedad.
La microbiota desequilibrada y que provoca una respuesta inmune
se denomina disbiótica. Puede provocar inflamación, que contribuye
de manera significativa a la depresión y la ansiedad. Todavía peor:
es un predictor importante del deterioro mental, lo que hace que la
disbiosis sea fundamental para todos, con independencia del estado
de ánimo. La depresión se asocia con la atrofia cerebral. De modo
que nuestra depresión no solo nos complica la vida hoy, sino que
puede tener efectos peores a largo plazo. Mostraremos al lector
cómo reducir la inflamación basada en el tubo digestivo: una manera
de recuperar la salud, tanto física como mental.
¿Cómo sabemos que los microbios pueden controlar el estado de
ánimo? Buena parte de este conocimiento procede de estudios con
animales (es el tipo de prueba que se presentará mayoritariamente
en este libro). Se trata de investigación médica de vanguardia. Sin
embargo, a medida que empiezan a realizarse estudios en humanos,
muchos de los hallazgos en animales se confirman.

En nuestro laboratorio, fuimos capaces de demostrar que podíamos transferir


«la melancolía» con microbios intestinales. Transferimos materia fecal
procedente de pacientes humanos con fuerte depresión a ratas y constatamos
que estas, a diferencia de las ratas de control, también se deprimían. El estado
de ánimo no solo era transferible mediante microbios fecales, sino desde
humanos a ratas, lo que demostraba que los efectos psicobióticos son, en cierta
medida, independientes de las especies.
Esto sugiere que una determinada microbiota puede afectar a los estados de
ánimo. De modo que, si el lector ha de recibir un trasplante fecal, además de
hacer que diagnostiquen al donante por si tiene alguna enfermedad infecciosa,
podría querer obtener un buen perfil psicológico de este, por si acaso.3
En otro estudio con hombres adultos sanos, los resultados tuvieron
algunos efectos inesperados en relación con la mente.

Administramos a sujetos macho algunas bacterias psicobióticas, y se volvieron


menos ansiosos. El efecto fue lo bastante grande para que percibieran menos
estrés. A estos hombres sanos se les sometió también a un test de
inteligencia. Encontramos una mejora significativa desde el punto de vista
estadístico en la función cognitiva, en particular en la memoria. Se trataba de
un estudio en el que conseguimos encontrar en los humanos exactamente lo
mismo que habíamos encontrado en animales.

Esto establece un puente maravilloso entre ratones y hombres, pero


nadie espera que todos los estudios en roedores se apliquen
directamente a los humanos. Hay muchas diferencias, aunque a
todos nos guste el queso. Algunas bacterias comunes en los ratones
rara vez se ven en los humanos (y viceversa). Sin embargo, al
menos como prueba de principio, la conexión es prometedora.
Dichos estudios demostraron algo más: los psicobióticos pueden
mejorar la cognición incluso en adultos sanos.
Este libro puede dar esperanza no solo para personas con
depresión o ansiedad, sino también a gente que padece diversas
enfermedades debilitantes. De hecho, a todo aquel que desee
mejorar su salud mental y su bienestar. El relato de cómo los
microbios interactúan con nuestra mente es, simple y llanamente,
asombroso.

Cuando suministramos psicobióticos a ratones, estos se volvieron mucho más


tranquilos. Se comportaban como si hubieran tomado Valium o Prozac.
Observamos su cerebro y había cambios generalizados. La pregunta es: ¿cómo?
¿Cómo pueden comunicarse con nuestro cerebro las bacterias de nuestro tubo
digestivo?
Las respuestas no son evidentes; no se puede dar probióticos y
esperar magia, así, sin más. En la actualidad hay muchos productos
en el mercado que prometen ayudarnos a conseguir un tubo
digestivo sano, pero la investigación no ha demostrado que todos
ellos sean efectivos. Este libro ayudará al lector a escoger entre los
muchos productos que hacen promesas. Resulta que podemos
volver a tener el control de nuestro cuerpo con una dieta simple,
totalmente natural, y con alimentos y suplementos microbianos.
Resulta sorprendente que para muchas personas estos cambios
puedan ser tan poderosos como los que se consigue con medicación.
2

HUMANIDAD, MICROBIOS Y ESTADO DE ÁNIMO

Ningún hombre es una isla entera por sí mismo.

JOHN DONNE

Algunos de nuestros sentimientos más profundos, desde nuestras


mayores alegrías a nuestra angustia más sombría, están
relacionados con las bacterias de nuestro intestino. Esta proposición
inaudita implica que podemos alterar nuestro estado de ánimo
ajustando nuestras propias bacterias. Por qué es así y cómo
podemos ajustar estas bacterias es el núcleo de este libro.
Las primeras teorías acerca de la conexión entre tubo digestivo y
cerebro se remontan al anatomista francés Marie François Xavier
Bichat, allá por el siglo XVIII. Bichat descubrió que el tubo digestivo
tiene su propio sistema nervioso, independiente del sistema nervioso
central. No está organizado en un abultamiento, como el cerebro,
sino más bien como un encaje intrincado y de doble capa que rodea
nuestro tubo digestivo como una media. Asimismo, muy adelantado
a su época, Bichat observó la conexión entre las emociones y el tubo
digestivo, y situó las pasiones en el «centro epigástrico», como lo
denominó.1 A finales del siglo XX, Michael Gershon desempolvó el
concepto y lo definió mejor, cuando calificó el sistema nervioso
intestinal de «segundo cerebro», en un libro con el mismo título.2
Al igual que Bichat, Gershon se dio cuenta de que el tubo
digestivo está estrechamente relacionado con el estado de ánimo.
Cuando nuestro tubo digestivo funciona sin problemas, nuestro
cerebro está calmado. Pero cuando hay patógenos (microbios que
son peligrosos) que amenazan nuestra salud, a nuestro cerebro
llegan picos de ansiedad. Este aspecto de los patógenos añade un
tercer actor al escenario del tubo digestivo y el cerebro: la
microbiota.
Como contrapeso, tenemos nuestros propios microbios de cosecha
propia que son amistosos. Se trata de nuestros comensales,
término que procede del latín y que significa «juntos en la mesa». Si
estos microbios aliados también mantienen nuestro estado de ánimo
equilibrado, se los denomina psicobióticos. Tomados en su conjunto,
estos microbios domesticados constituyen nuestra microbiota, que
está ahí para protegernos contra los patógenos salvajes del mundo.
Son como perros domésticos a los que alimentamos y de los que
cuidamos para que nos defiendan de sus despiadados primos, los
lobos.
A pesar de su autonomía, nuestro segundo cerebro mantiene una
comunicación bastante constante con nuestro primer cerebro. Una
gran parte de dicha conversación se refiere a nuestra microbiota. Por
sorprendente que parezca, nuestros microbios pueden hablar con
ambos cerebros empleando sustancias químicas similares a los
neurotransmisores (las moléculas de comunicación de nuestro
cerebro) y otras moléculas como hormonas, ácidos grasos,
metabolitos y citoquinas. (De todos ellos se hablará más adelante).
Los patógenos también secretan sustancias químicas como estas,
algunas de las cuales pueden provocar que nuestro sistema inmune
pulse el botón del pánico. Estas señales de alerta se disparan
principalmente en el tubo digestivo, que es el componente mayor de
nuestro sistema inmune. Ello se debe a que el tubo digestivo es un
tejido muy especializado cuya exigente tarea consiste en extraer
nutrición del alimento sin incorporar también patógenos.
La mayor parte de la acción de la inmunidad del tubo digestivo es
local: los componentes inmunes, llamados células asesinas
naturales, concentran su fuego sobre los patógenos en su vecindad
inmediata. Sin embargo, si los patógenos se escapan a través del
revestimiento y salen de nuestro intestino, nuestras células inmunes
los seguirán hasta nuestro sistema sanguíneo y provocarán una
inflamación sistémica, una condición que se suele denominar
intestino permeable. No siempre lo interpretamos como tal, pero la
inflamación le advierte a nuestro primer cerebro que algo está mal y
puede hacer que busquemos un lugar tranquilo con mantas calientes
para recuperarnos. Esto es el comportamiento de enfermedad, y
tiene mucho en común con la depresión. Al igual que esta, no es
algo que podamos elegir: nuestro cerebro provocará la situación, a
menos que algo lo impida.
La condición denominada intestino permeable tiene lugar cuando el estrés, las
toxinas, los patógenos o las drogas dañan el recubrimiento intestinal y permiten
que los patógenos difundan hasta nuestro sistema circulatorio.
Ambos cerebros son capaces de recibir mensajes de nuestra
microbiota. En su mayor parte se trata de comunicados acerca del
estado de los patógenos en nuestro tubo digestivo, pero también
hay señales sobre el movimiento inadecuado de la comida y en
relación con otras anomalías. Si todo funciona bien, ambos cerebros
están contentos y el primer cerebro rara vez se inmiscuye en los
asuntos del segundo. Esto deja al segundo cerebro en piloto
automático a lo largo de la mayor parte del sistema digestivo. A
nosotros (es decir, a nuestro primer cerebro) se nos permite cierta
actividad consciente en ambos extremos. Podemos mover la lengua
y tragar en el extremo próximo, y somos capaces de controlar
nuestro esfínter en el extremo alejado. Todo lo que hay en medio
queda, en gran medida, fuera de nuestro control. Esta es una cosa
menos de la que tenemos que preocuparnos, lo que siempre es de
agradecer, pero elimina buena parte de información interna
importante. Sin tener pistas definitivas procedentes de nuestro tubo
digestivo, a menudo hemos de adivinar qué es lo que no funciona
bien en nosotros. Si solo sentimos un malestar general, quizá no
situemos el origen de nuestra preocupación donde suele estar: en
nuestro tubo digestivo.
Es un problema importante. Afecciones digestivas como el SII y la
EII están muy relacionadas con la depresión y la ansiedad, pero se
suele pasar por alto la conexión. Curar el problema gastrointestinal
subyacente suele resolver las afecciones mentales. No obstante, sin
una señal clara procedente del tubo digestivo, no siempre se da a las
personas el tratamiento apropiado. Si vamos al psiquiatra porque
tenemos ansiedad o depresión, el médico raramente nos preguntará
sobre la condición de nuestro tubo digestivo; pero es probable que
esto cambie a medida que se conozca mejor la conexión entre el
tubo digestivo y el cerebro. Tratar los problemas gastrointestinales
quizá no cure todos los casos de depresión o ansiedad, pero puede
aliviar sus síntomas.
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ajouterait un nouveau cercle à l’enfer, celui de la vanité insatiable et
jamais rassasiée.
Les vaniteux et les jaloux répandent du poison autour d’eux ; ils
détruisent ou ternissent ce qui fleurit de meilleur dans le cœur
humain : sympathie, amitié, estime ! Qui n’a fait l’expérience des
refroidissements inexplicables que rien ne justifie. Les poignées de
mains deviennent moins cordiales, le ton moins affectueux, les
paroles moins confiantes. C’est comme une défiance soudaine, une
ombre qui s’interpose, un je ne sais quoi de changé qui n’y était pas
la veille. Inutile de chercher bien loin la cause du malentendu, il n’y
en a pas, la plupart du temps. Il a suffi de l’influence d’un être
vaniteux et jaloux, pour répandre dans les esprits, par le
dénigrement ou la calomnie, le germe destructeur des sentiments
d’affection et de respect.
En pareil cas, impossible de parer le coup ; on ne se défend pas
contre des ombres ! L’expérience de la vie, une bonne dose de
philosophie, un certain stoïcisme d’âme aident à supporter ces
pénibles surprises, sans que l’on perde son équilibre. Mais les
caractères moins bien dressés, plus enthousiastes, plus impulsifs,
en souffrent cruellement. Ils en souffrent à cause des amitiés qui se
voilent et qu’ils craignent de perdre ; ils en souffrent, parce qu’ils
avaient confiance dans l’ami qui les a desservis, et que la preuve de
sa trahison les anéantit.
Parfois le dommage n’est que passager, car la vérité est plus
puissante que le mensonge ; elle triomphe des médisances et des
soupçons : elle a des rayonnements soudains qui dissipent les
nuages. Mais il n’en est pas toujours ainsi. Certains caractères, une
fois que le doute les a pénétrés, ne parviennent jamais à s’en
délivrer, même devant l’évidence ; le travail de la médisance et de
l’insinuation calomnieuse a chez eux un retentissement éternel.
Le charme des rapports qui unissaient les êtres est rompu ; c’est
une douceur enlevée à la vie, un lien brisé que rien ne renoue.
Souvent les conséquences de cette rupture sont infinies et
imprévues dans l’ordre moral. Dans l’ordre matériel, les effets
peuvent être également pernicieux : il y a des carrières perdues ou
enrayées par la petite vanité d’un cœur jaloux ; il y a des gens qui
perdent leur pain quotidien, parce qu’ils ont eu le malheur d’obtenir
une notoriété qui a agacé les amours-propres de leur entourage.
Ces exemples pourraient se multiplier à l’infini.
C’est surtout dans l’art de refroidir les amitiés et de glacer
l’admiration que les femmes jalouses et vaniteuses excellent. La
jalousie et l’envie des hommes s’attaquent à des biens plus
concrets. C’est en vue d’une place, d’une situation, d’un gain
quelconque qu’ils s’attaquent et se trahissent les uns les autres.
Lorsque le poison a pénétré leur cœur, ils n’ont pas plus de
scrupules que les femmes. Et, bien entendu, je ne parle que des
gens qui prétendent à l’honnêteté. Pour les autres, ces façons de
nuire auxquelles l’intérêt les pousse, sont naturelles et logiques. Se
sentir des faiseurs de peines excite même leur orgueil, ils se figurent
ainsi acquérir des forces ou affirmer leurs puissances.
La plupart des vaniteux jaloux, hommes ou femmes, ne se
doutent pas du mal qu’ils font. Si on formulait contre eux des
accusations, ils répondraient, fort étonnés : « Mais comment donc !
Un tel ou une telle ? Mais je suis son ami, je voudrais même lui être
utile. J’ai dit du mal sur son compte ? Quelle idée ! Évidemment
chacun a sa façon de penser. Faut-il abjurer toute indépendance de
jugement ? Ainsi par exemple… » Et de nouveau la charge
commence, le dénigrement s’exerce…
Je suis persuadée que, si la plupart des pauvres êtres, que ces
vulgaires passions agitent, analysaient la bassesse de leurs motifs,
ils en seraient honteux et surpris. Au lieu de les haïr pour les
chagrins qu’ils causent, il faut surtout les plaindre. Ils renoncent aux
joies les plus parfaites, et vivent dans un malaise continuel. Ces
visages ridés prématurément, ces bouches tordues en un pli amer,
ces teints grisâtres que le mécontentement, et non la maladie, ternit,
tout cela indique un état de trouble pénible. Il y a des jaloux au teint
clair, c’est évident, mais cependant, pour l’observateur perspicace,
aucune sérénité harmonieuse ne rayonne sur ces visages, reflets
d’une âme médiocre, qui ne sait pas se réjouir des joies des autres.
Tous les cœurs, dira-t-on, renferment en germe ces deux
passions sœurs ; tous nous sommes vaniteux et tous nous sommes
jaloux. C’est à la fois vrai et faux. D’abord, il serait injuste de
confondre la vanité avec l’amour-propre ; ils sont d’essence diverse
et ne se ressemblent qu’apparemment. Ensuite, il y a réellement des
natures qui ne sentent presque pas les atteintes de ces deux
ennemies. En tout cas, elles en étouffent avec énergie les moindres
manifestations et les traitent en rivales vaincues. Il faut appartenir à
cette catégorie de vaillants, pour songer à devenir des faiseurs de
joies. Tant qu’on reste une âme vaniteuse, on ne peut répandre le
bonheur autour de soi.

L’envie est tellement liée à la jalousie et à la vanité qu’on ne sait


comment les séparer, et pourtant de nombreuses nuances les
distinguent. Quand on est envieux, on est généralement vaniteux et
jaloux, et pourtant on peut être l’un sans l’autre ! L’envie est
quelquefois uniquement dirigée vers les biens matériels, sans désir
de prestige. On veut l’argent pour l’argent, le bien-être pour le bien-
être, le plaisir pour le plaisir ; aucune préoccupation d’amour-propre
ne se mélange à cette volonté d’accaparement. Les natures que les
jouissances matérielles absorbent et qui les envient désespérément
lorsqu’elles leur manquent, sont souvent dépourvues de vanité. Elles
se moquent des apparences et des approbations ; ce sont choses
vaines. Le tangible seul a du prix à leurs yeux.
C’est plutôt le cas des hommes ; chez les femmes, un peu de
vanité se mêle presque toujours à l’envie qui se porte sur les
avantages dans lesquels le désir de plaire, de surpasser, de briller,
trouve son compte. Les caractères droits, simples et dignes ne
connaissent pas ces tares. Ils sont ce qu’ils sont, tout uniment, et la
somme de peines qu’ils causent est par conséquent bien moindre.
Les envieux, dans un but d’accaparement souvent illusoire,
essayent de détruire et de diminuer les avantages d’autrui, ils
laissent tomber les mots perfides qui ternissent les réputations,
endommagent les célébrités et répandent autour d’eux une
atmosphère lourde, déprimante, empoisonnée de malveillance et de
dénigrement. Jamais la nouvelle d’un bonheur ne les réjouit, et, s’ils
sont assez bien élevés pour témoigner une satisfaction factice, on
sent, sous leur sourire, une âcreté envieuse, et un froid se répand
qui glace les cœurs. La plupart des gens n’analysent pas, ils sentent
le malaise sans en percevoir la cause.
Ces trois sœurs perfides, unies ou séparées, sont les vraies
destructrices du bonheur, de la paix, de la bonne direction des vies.
Certaines personnes, apparemment respectables, auront à ce sujet
de terribles comptes à rendre. Elles ont empêché et gâté tant de
joies, tari tant de bonnes volontés, jeté le doute desséchant sur tant
d’affections, dénigré tant de talents, qu’elles auraient fait moins de
mal en tordant simplement le cou à une ou deux personnes. Cela
aurait limité les ravages à quelques morts violentes.
Malheureusement, réformer le code n’est pas chose facile ; il se
bornera toujours à punir les homicides et les vols visibles et positifs.
L’opinion publique, elle aussi, quoique plus libre, ne pourra jamais
suffisamment atteindre les coupables. Il n’en reste pas moins vrai
que les pires ennemis des hommes ne sont pas toujours ceux qui
vident les caisses et jouent du couteau.

Ce qui est gai et brillant, ce qui représente la fortune et le succès


exerce un irrésistible prestige, et tous se précipitent d’instinct vers ce
qui répand chaleur et lumière. De la part des envieux, le mouvement
est automatique et non volontaire, car ils trouvent plus facile de
pleurer avec ceux qui pleurent que de se réjouir avec les cœurs
contents. Il y a cependant des nuances. Certaines personnes
jalousent le monde entier, d’autres se limitent à envier leurs proches,
ceux qui occupent une position à peu près analogue à la leur, qui
poursuivent les mêmes buts et ont les mêmes spécialités.
L’élévation des objectifs n’empêche pas toujours ces venimeuses
efflorescences : les œuvres philanthropiques, sociales et éducatrices
servent souvent de champ clos à ces luttes perfides. Le besoin de
se mettre en avant, de paraître, de faire prévaloir son opinion, gâte
les meilleures initiatives. Que de personnes, ne pouvant y jouer le
premier rôle, se désintéressent des plus utiles recherches. Et quelle
rancune contre celles qui, faisant le bien pour le bien, acquièrent une
juste prépondérance. On s’étonne parfois de voir une œuvre
s’anémier et périr. Sans qu’on s’en doute, elle meurt des sentiments
médiocres qui s’y sont glissés.
Toute pensée d’envie, de rancune ou de perfidie crée des forces
perverses et destructrices qui s’exercent ensuite, indépendamment
de la volonté qui les a mises en mouvement. Les pensées sont
autrement efficaces dans leurs résultats que les actes et les paroles.
Une mauvaise pensée non formulée cause plus de ravages que des
mots acerbes. Dans l’intimité surtout, elle suffit à tarir les sources de
la joie et de la paix.
Il y a des familles où la défense des intérêts communs est si
fortement sentie que les membres se tiennent serrés les uns aux
autres, comme les soldats d’une compagnie prête à s’élancer sur
l’ennemi. D’autres ressemblent à des sociétés d’admiration mutuelle.
Dans d’autres encore, l’amour est si profond qu’il enseigne toutes
les choses bonnes et douces, et salutaires. Mais il en est que l’envie
et la jalousie dévorent ; c’est une conspiration qui s’ourdit contre l’un
des membres de la communauté. Tous se mettent d’accord pour le
critiquer, blâmer ses actes et sa façon de vivre. On le jalouse en
toutes choses ; on ne voit que ses avantages, on nie ses malheurs,
aucune pitié ne va jamais à lui ! S’il a quelque élévation de caractère
ou d’intelligence, quelque indépendance d’esprit, c’est pire encore,
les mauvaises volontés s’accentuent…
Il y a, au fond de tout être vaniteux et jaloux, un tyran impatient
de ce qui le dépasse. Que de personnes réservent leur indulgence
aux êtres bas, déséquilibrés, en qui ils sentent des inférieurs. Ils
éprouvent en leur présence une délicieuse impression de
supériorité. Ce sentiment assure le succès des gens médiocres et
rend la vie difficile à tous ceux qui s’élèvent un peu au-dessus de la
masse par leurs talents ou leurs aspirations.
Ne les plaignons pas trop cependant : puisque le parfait bonheur
est dans la communion avec le divin, s’en approcher, même de loin,
doit être une joie.
Les souffrances volontaires causées à autrui sont le plus sûr
moyen d’interrompre nos communications avec l’hôte mystérieux qui
vient nous visiter parfois, et je me demande si un grand péché, qui
ne cause peine ou dommage à personne, n’est pas moins
repoussant que le petit péché dont le but est la peine du prochain ?
Évidemment, il n’y a pas de péché sans conséquence, mais je crois
fermement que, dans la balance divine, l’importance du péché en lui-
même pèsera moins que le mal dont il aura été la cause.
CHAPITRE V
LES GRIEFS

Reprends ton ami, peut-être n’a-t-il rien fait,


et, s’il l’a fait, ce sera pour qu’il ne continue pas.

Ben Sirach.

Parmi les peines inutiles, dont l’existence est « embroussaillée »


et obscurcie, il faut compter les griefs. Le mot semble insignifiant,
mais il représente une telle série de sentiments mesquins et de
pensées nuisibles, qu’il devient formidable dans ses conséquences.
Semblables à ces petits rongeurs qui finissent par détruire des
maisons entières, les griefs portent le trouble dans tous les cœurs
où ils naissent, passent et vivent. Dès qu’ils y apparaissent et s’y
accumulent, la paix et la joie en sont bannies. Dans tous les rapports
sociaux, ils distillent du poison. Leur présence, au début, se fait à
peine sentir, et l’on ne s’en aperçoit que lorsque, maîtres de la place,
ils en ont chassé tous les sentiments doux : confiance, gratitude,
tendresse ! Leur dent malfaisante tranche les fleurs des prairies, et
le sol où ils ont passé reste aride et sec.
Il n’y a pas d’affection qu’ils n’assombrissent ; on dirait ces
essaims d’insectes qui, en certaines saisons et en certains climats,
obscurcissent tout à coup l’atmosphère. La pluie de sauterelles que
l’Éternel envoya aux Égyptiens représente au figuré une pluie de
griefs. En effet, ceux-ci s’abattent sur l’âme comme les sauterelles
sur la terre. Il faut une rare élévation d’esprit pour leur fermer
toujours l’entrée de soi-même ; lorsqu’on s’y attend le moins, ils
fondent sur les cœurs. Aucune plante au monde n’a une croissance
aussi rapide : nains le matin, ils sont géants le soir ! Ils détruisent les
meilleures intentions et les meilleurs sentiments. On se sentait prêt à
une action généreuse, les griefs surviennent, et les bonnes volontés
tarissent !
Le plus souvent, le grief ne repose sur rien ; c’est ce qui fait sa
force et son danger. Le cri angoissant de Macbeth, qui se plaint de
n’avoir à combattre que des fantômes, se rapporte très bien à la
calomnie, mais s’applique tout aussi bien aux griefs. Ils sont d’étoffe
si mince que, par amour-propre, nul ne les avoue jamais. Capables
de produire, en s’accumulant, des haines meurtrières, ils échappent
obstinément à l’explication sincère qui pourrait les dissiper, et
demeurent incrustés et dissimulés dans le fond intime de l’être. Le
mot de Marie Tudor, disant qu’à sa mort, si on lui ouvrait le cœur, on
y trouverait gravé le nom de Calais, peut se répéter pour certains
griefs. Il y a des âmes qui les portent en elles-mêmes jusqu’au
tombeau. La plupart du temps, si l’on remontait à leur origine, la
honte serait grande d’avoir nourri tant d’amertume pour de si
maigres torts.
Les personnes qui ne sont pas sujettes à se faire de griefs sont
celles qui en donnent le plus aux autres, car elles ne se figurent
jamais qu’on puisse leur en vouloir de tel ou tel oubli, de tel ou tel
acte insignifiant, de tel ou tel mot dit sans intention. La prévoyance,
la prudence, la bonté ne les sauvent pas. Elles devraient rapetisser
leur âme pour se figurer certaines mesquines rancunes.
Il y a, par contre, des catégories d’individus qui semblent prendre
plaisir à défier les hostilités ; ils n’ouvrent la bouche que pour
prononcer des paroles dénigrantes, lancer des calomnies, des
médisances, et n’ont jamais pour personne un mot bienveillant ou
une attention. Leur but semble être de provoquer les antipathies et
les vengeances… Irritables, nerveux, colériques, ils aiment à
froisser, à blesser, à humilier, se figurant sans doute affirmer ainsi
une supériorité qu’ils sont seuls à reconnaître. Ces faiseurs de
peines ne méritent pas qu’on s’occupe d’eux ni qu’on essaye de les
prémunir contre les griefs qu’ils excitent volontairement et justement.
Mais on voudrait en préserver les doux, les paisibles et les
justes. Comment les mettre à l’abri des rancunes que leurs qualités
elles-mêmes suscitent ? L’unique moyen est qu’ils gardent leur âme
libre de toute pensée amère. Et alors, peut-être par ces
communications mystérieuses d’esprit à esprit, dont on sent parfois
les effets, sans en connaître la cause, ils arriveront à déblayer le
cœur de leur prochain des griefs qui le rongent.
Le traitement à entreprendre est donc uniquement subjectif, car
seul un travail intérieur parvient à délivrer l’âme des parasites qui en
absorbent le suc vital. Il ne faudrait accorder aux autres hommes le
droit de nous faire souffrir que par la pitié ou l’amour qu’ils nous
inspirent. N’y a-t-il pas du ridicule à être la victime du regard froid
des indifférents, d’une parole acerbe, d’une négligence, d’une
impolitesse de la part de gens dont notre vie sentimentale ne
dépend point ?
Et même, quand ces blessures nous sont portées par des amis,
des proches, des êtres qui nous donnent le bonheur ou le malheur,
n’est-il pas maladroit de leur accorder de l’importance ? Si ces
froissements sont légers, ne vaut-il pas mieux les étouffer ? S’ils sont
de nature à affliger sérieusement, le plus sage n’est-il pas de les
pardonner en silence ? S’ils sont trop graves pour être pardonnés en
silence, on gagnerait à les exprimer par des mots.
Impossible ! dira-t-on. Tous ceux qui, sentant des ombres
s’interposer entre eux et leurs amis, ont recherché naïvement une
explication, se sont trouvés en face d’un mur de glace. — Quelque
chose contre vous ? Mais comment donc ? — Il n’y a rien,
absolument rien ! — Vous avez une imagination étonnante ! — Et un
sourire de raillerie souligne les paroles fausses. Il semble dire, ce
sourire : « Vous vous figurez m’avoir blessé ! Quel sot amour-propre
est donc le vôtre ! »
L’amour-propre, voilà le grand obstacle à ces expositions
sincères de nos blessures morales. Il est, en général, compris de
façon singulière. Les hommes ne se soucient guère de la réalité des
choses [6] , mais bien plutôt du rôle qu’ils jouent, en tant que
marionnettes sociales (oh ! pas tous, bien entendu, mais le plus
grand nombre). Le cabotinage a tellement envahi les mœurs et les
esprits que tout se fait pour et sur la scène, y compris la
bienfaisance. Jadis, les auteurs dramatiques et les acteurs se
préoccupaient à peu près seuls des applaudissements des foules ;
aujourd’hui les conférences, les congrès et les expositions multiples
sont autant de théâtres où presque toutes les catégories de citoyens
ont leur rôle à jouer.
[6] Voir Ames dormantes, le chapitre : « Le faux amour
de soi ».

A certains points de vue, le cabotinage est utile ; il sert


d’émulation, il apprend à se mieux tenir, délivre de la timidité.
L’habitude de se présenter au public donne, dès l’enfance, un
aplomb étonnant ; on voit des petites filles jouer la comédie avec une
désinvolture amusante ; elles récitent des compliments aux
souverains ou présentent une adresse au Saint Père avec un
aplomb et une absence d’émotion que leur envierait une actrice
vieillie sur les planches. Pas un battement de cils ! Elles ne
rougissent même pas. La rougeur n’est plus que l’indice de l’amour-
propre blessé : les causes qui la provoquaient autrefois, pudeur et
honte, sont à peu près éliminées de la vie moderne.
Ce développement du cabotinage a donné une impulsion
insensée aux vanités et a, par conséquent, augmenté de beaucoup
le nombre des griefs secrets. Tous aspirant à un succès personnel
sur une scène quelconque, il serait maladroit d’admettre le succès
d’autrui. En ce monde, bientôt, il n’y aura plus que des
compétiteurs !
Le plaisir de la médisance a peut-être diminué, parce qu’on a
moins de temps à y consacrer, mais l’éloge spontané et sincère a
disparu des habitudes morales du XXe siècle, et elles sont rares, les
gloires qu’on n’essaye pas de démolir ! Pour échapper au
dénigrement, il faut avoir de singuliers mérites, ou travailler dans des
branches à concurrence limitée. En tout cas, il est indispensable que
le grand homme vive solitaire, loin des foules, de façon à ne pas
irriter le prochain par le bruit des applaudissements qu’il recueille.
Les contacts trop fréquents sont de sûrs provocateurs de griefs.
La grande loi des causes et des effets est mise en doute, à
cause des démentis que l’expérience lui donne. Mais sont-ce des
démentis ? Si l’on tient compte des causes ignorées, on ne saurait
prétendre qu’il y ait jamais un effet sans cause. On ne peut dire non
plus qu’il y ait des causes sans effets, les résultats directs d’une
cause étant parfois détruits ou paralysés par d’autres causes plus
fortes que nous ne percevons pas, et qui provoquent des effets
différents de ceux que la cause visible semblait indiquer comme
certains. Toutes les inconnues qui entourent la vie de l’homme, et
dont on constate l’existence à chaque pas, permettent à cette loi, qui
satisfait le besoin de logique et l’instinct de justice que nous portons
en nous-mêmes, de conserver sa valeur. Valeur d’hypothèse si l’on
veut, mais tout n’est-il pas à peu près hypothèse, dans ce monde de
l’incertitude où nous naissons, vivons et mourons ?
On peut donc affirmer que l’exacerbation de l’amour-propre,
résultat du cabotinage moderne et de la doctrine égalitaire, a pour
conséquence immédiate le grief, car celui-ci trouve dans la vanité
une source intarissable où s’abreuver et se renouveler. L’homme
vain a désespérément besoin des autres, parce qu’il en attend les
approbations et les flatteries dont il est assoiffé. Mais s’il exige des
joies, il n’en donne pas et est presque toujours lui-même un faiseur
de peines, non par méchanceté ou férocité instinctives, mais
simplement parce que l’éloge n’atteint jamais à la hauteur de ses
désirs, et que, si on le lui refuse, il regimbe et devient la proie de
rancunes qui le transforment en être nuisible. Le petit grief prend
facilement chez lui des allures de haine.

Les effets nuisibles des griefs se retrouvent dans tous les


rapports sociaux. Entre deux personnes, des relations cordiales
s’établissent ; elles ressemblent à un commencement d’amitié. Tout
à coup les poignées de mains deviennent plus fraîches, les regards
plus distraits, les paroles moins aimables : un pouvoir dissolvant a
désagrégé les éléments bons. Ce changement est parfois l’œuvre
de la médisance ou de la calomnie, mais souvent il a pour cause un
simple grief vaniteux ou sentimental, causé par un léger oubli de
l’amour-propre du prochain, ou par un succès qui le heurte, ou une
apparence de froideur qui le blesse. A la privation d’une joie
possible, qui aurait été l’amitié entrevue, se joignent bientôt les
procédés désagréables, car tout grief qui ne s’avoue pas
ouvertement recourt, pour se manifester, à des manœuvres secrètes
et pernicieuses.
Le caractère des griefs est de créer une atmosphère hostile à
ceux qui les ont involontairement causés : demi-mots significatifs,
insinuations perfides, soupçons vagues répandus avec art. Le
malheureux qui se débat dans cet écheveau habilement embrouillé
rencontre des mauvaises volontés partout et ne sait à quoi les
attribuer. Devant lui, on se dérobe, les mains se retirent, les offres de
service se renient… Évidemment la vérité possède une force en soi,
elle triomphe en général de la calomnie, et toute existence pure et
droite finit par s’imposer à l’estime. Quand on vit dans une maison
de cristal, on ne peut prétendre, à la longue, que votre vie s’écoule
dans d’obscures cavernes ; mais le doute propagé avec ruse a suffi
à paralyser vos efforts, à retarder votre carrière, à remplir votre cœur
d’une amertume dont la saveur âcre ne disparaît entièrement que
chez les natures assez fortes pour s’en délivrer par un acte
d’énergie.
Les griefs entre gens qu’unissent des liens de parenté n’ont pas
autant de répercussion extérieure ; ils nuisent moins à l’existence
sociale, mais empoisonnent la vie intime. Il faut les diviser en deux
catégories : vanités et sentiments blessés. Les effets sont les
mêmes : yeux froids, visages maussades, sourires sarcastiques,
paroles piquantes, sous-entendus gros de rancunes… En voyant les
membres d’une même famille réunis, on pourrait supposer parfois,
d’après leurs attitudes, qu’ils ont de graves méfaits à se reprocher
les uns aux autres, et, au fond, ils s’aiment tendrement et sont prêts
à se dévouer les uns pour les autres. L’ombre provient d’embryons
de torts, non de torts réels, mais ces embryons, grossis par
l’imagination, dénaturés par l’amour-propre ou un par faux
sentimentalisme, développent et maintiennent les griefs.
Les natures susceptibles s’en forgent sans cesse de nouveaux,
pour se torturer elles-mêmes et torturer les autres ; les caractères
boudeurs, grognons, pervers, excitables, en ont besoin comme d’un
aliment indispensable, pour conserver l’attitude mécontente qui fait
le tourment de leur entourage et le leur propre. L’affection, le
dévouement, les égards dont on les entoure ne parviennent jamais à
tarir cette source d’amertume continuellement jaillissante dans leur
cœur. Le don de soi-même ne les touche pas, mais, si vous oubliez
de leur faire un message ou si vous ne consentez pas à bouleverser
votre journée pour satisfaire leur caprice, ils vous considèrent
comme un ennemi. La crise passe, mais pour recommencer deux
jours plus tard.
L’art de se tourmenter réciproquement est fréquent entre
personnes qui s’aiment. Des gens équitables dans la vie publique et
sociale cessent de l’être avec leurs proches et ils ont une audace
dans l’injustice qui frise le cynisme. Ils pèsent de tout le poids de leur
humeur chagrine sur ceux qui les entourent, et ne pouvant réagir
contre les véritables auteurs des désagréments dont ils souffrent, ils
inventent des griefs contre leur famille pour se venger sur elle des
torts d’autrui. Il y a des maisons d’où la gaîté est bannie, non par les
malheurs, mais par les griefs.
Quand ils revêtent la forme sentimentale, ils sont plus
exaspérants encore. On rentre un peu en retard, le visage joyeux,
apportant une bonne nouvelle ; on trouve des visages sombres qui
semblent vous accuser de tous les méfaits.
Une seule personne susceptible suffit à gâter la vie d’une famille
entière. On craint toujours de la froisser, on tremble à l’idée de son
mécontentement. Semblable à une divinité malfaisante, elle
demande sans cesse, pour être apaisée, de nouveaux sacrifices à la
bonté ou à la lâcheté d’autrui.
Il est facile de se faire des griefs, car le cœur humain y est enclin
et la pente est glissante. S’y laisser aller est la faute la plus grave
que l’on puisse commettre contre sa propre âme. Tout homme libre,
maître de lui-même, devrait, au premier indice, écraser ces plantes
venimeuses sous son talon. Les grandes douleurs ne nous guettent
pas toujours, et pourtant, que d’existences tristes et mornes ! En
éliminant les griefs, on verrait les sourires refleurir sur des lèvres qui
en avaient perdu l’habitude.
Se fâcher contre ceux qu’on aime est absurde ; les tourmenter
est criminel. Quand on réfléchit à ce qu’a de tragique la destinée
humaine, les souffrances naissant de nos susceptibilités paraissent
misérables et folles. Devenir son propre bourreau est de la démence
inintelligente. Et c’est ce que tous les hommes font, à peu près, du
plus au moins. On dirait que les hauteurs sereines les effrayent ; ils
préfèrent les luttes infécondes où, sans rien conquérir, le sang des
cœurs coule inutilement et douloureusement.
Mais, dira-t-on, il est impossible de ne pas être sensible aux torts,
et que cette sensation ne se change pas en grief. Les âcretés que
l’on garde en soi fermentent inévitablement. En famille, il y aurait,
pour éviter ces fermentations malsaines, un moyen pratique à
employer. Puisque l’aveu direct du froissement éprouvé coûte trop à
l’orgueil, on devrait déposer dans un meuble, dont chacun aurait la
clef, un registre sur lequel, tour à tour, chacun des membres de la
communauté énumérerait les procédés dont il se croit victime.
Quand il s’agirait de choses graves et délicates, un pli cacheté, avec
une adresse, serait glissé entre les feuillets.
Dénoncer les culpabilités, sans avoir besoin de recourir aux
paroles, serait pour tant de pauvres cœurs étouffés par
l’accumulation de leurs griefs un soulagement intense. Ce système
pourrait, en outre, provoquer chez les âmes scrupuleuses un besoin
de réparation, et ainsi, plusieurs plaies morales, involontairement
causées, seraient pansées et cicatrisées.
La méthode que je suggère ne sera évidemment pas suivie : les
rancunes continueront à être nourries dans les cœurs ; sous le toit
familial les mêmes visages renfrognés s’aligneront. Les hommes et
les femmes qui, après les combats de l’existence journalière,
rentreront au foyer avec le désir de s’y reposer et de s’y réchauffer, y
trouveront assis le grief, ennemi de toute paix et de toute chaleur. Ils
entendront les voix s’abaisser à leur approche, et ils seront forcés de
comprendre que les paroles échangées formulaient des plaintes
dont ils étaient l’objet.
Dans la vie publique, les carrières et les professions où les
hommes se font concurrence les uns aux autres, il serait utile aussi
de pouvoir ouvrir un livre des griefs. La chute d’un Cabinet, qui a
parfois pour le pays des conséquences redoutables, est due souvent
à des séries de petits griefs dont celui qui les a suscités n’a pas le
moindre soupçon. Que d’hommes de valeur éloignés du pouvoir,
simplement par les hostilités qu’ils ont inconsciemment provoquées !
Que de votes de méfiance causés par les mêmes motifs ! Que de
carrières retardées ou entravées par les rancunes bureaucratiques !
Le médecin, l’avocat, le banquier sont également victimes des
griefs : ils voient leur clientèle diminuer et n’en comprennent pas la
raison. Des obstacles sans cesse renaissants s’amoncellent sur leur
route ; la conspiration des griefs en est cause : deux ou trois bonnes
rancunes se sont coalisées et ont réussi à provoquer contre les
malheureux un mouvement d’opinion défavorable. Et il en est de
même dans toutes les professions et dans tous les métiers. Les
ennemis invisibles sont bien plus redoutables que les adversaires
connus et tangibles, pour féroces qu’ils soient.

S’il y a des individus dont le trait caractéristique est de susciter


les hostilités, par leurs façons brutales et leurs paroles âcres, il en
est d’autres dont les âmes ressemblent à des ruches, dans
lesquelles, au lieu d’abeilles, se presse l’essaim bourdonnant des
griefs : griefs personnels, griefs impersonnels, recueillis pour fortifier
les leurs propres. Lorsqu’ils parlent, on sent qu’il ne parviendront
jamais à exprimer toutes les rancunes qui bouillonnent dans leur
cœur, et c’est à peine s’ils paraissent soulagés, quand ils en ont
formulé amèrement quelques-unes. Jamais on ne pourra assez
plaindre ces tristes individualités, leur pain quotidien est arrosé de
fiel ; mais en même temps, il faut les dénoncer à l’opinion comme les
pires faiseurs de peines que la société ait produits. Ce ne sont pas
de grands malfaiteurs occasionnels ; leurs délits sont journaliers et,
par conséquent, infiniment plus nuisibles.
Dans toutes les classes sociales on retrouve ces misérables
natures dont les griefs forment la substance psychique ; ils en
mangent, ils en boivent, ils en meurent. Sans arriver à ce degré
d’irritabilité morbide, combien de très honnêtes gens n’ont aucun
scrupule de nourrir en eux-mêmes de bons petits griefs, nuancés de
haine, contre leurs proches ou leurs amis ?
Les privilégiés du destin, ceux dont l’existence s’écoule dans une
large aisance tranquille, ne devraient pas connaître les griefs. Et
pourtant, ils y sont sujets tout comme les lutteurs à outrance ou les
vaincus de la vie. Le récit biblique de l’unique brebis, possédée par
le pauvre, et dont le riche s’empare, se renouvelle constamment, car
les favorisés du sort font volontiers un grief aux malheureux du
moindre avantage qu’ils possèdent. On est parfois surpris de
constater certaines rancunes inexplicables. Aucun tort n’a été
commis vis-à-vis de ceux qui les nourrissent. Personne n’a marché
sur leurs brisées. Pourquoi alors ? Comment expliquer leurs regards
hostiles, leurs paroles soudain malveillantes ? Nul ne suppose que la
vue d’une unique petite brebis a pu offusquer les possesseurs de
grands troupeaux. Si le prophète Nathan leur montrait ce qu’ils ont
dans le cœur, comme il fit pour le roi David, peut-être se mettraient-
ils à jeûner, honteux de la petitesse de leur âme. Mais si les
prophètes se présentaient à la porte de nos contemporains, ils
seraient chassés probablement comme d’importuns solliciteurs dont
on n’a nulle envie d’entendre le message.
Les griefs que l’attitude hostile révèle ne sont pas les pires. Les
griefs cachés sous une apparence cordiale sont les plus dangereux.
C’est souvent le cas en amitié, et surtout en amour. Par fierté, par
grandeur d’âme, par peur de ce qu’on pourrait découvrir, par crainte
d’explications pénibles ou pour d’autres causes plus basses, on
cache ses griefs. Tant que la passion dure, ses manifestations
ardentes dissimulent les rancunes secrètes. Le jour où l’amour
diminue ou s’éteint, elles dressent la tête, et celui qui découvre qu’il
en est l’objet, recule épouvanté devant les sentiments hostiles dont
le soupçon ne l’avait même pas effleuré.
Il y a encore la catégorie des griefs qu’on se crée volontairement
contre les autres, pour expliquer les torts graves qu’on a vis-à-vis
d’eux : ce phénomène se produit dans tous les genres
d’attachements, mais spécialement dans l’amour. Celui qui cesse
d’aimer le premier, cherche des raisons à son inconstance ; celui qui
rompt le premier, par légèreté, par opportunisme ou par peur, essaye
de se forger des rancunes qui l’excusent. Une femme que son
meilleur ami avait quittée subitement, sans une querelle, sans une
scène, sans une raison apparente de rupture, après de longues
années d’une union étroite, et à laquelle je disais : « S’il pense à
vous, il doit avoir des remords », répondit : « Des remords ? Quelle
idée ! Il se figure aujourd’hui que tous les torts sont de mon côté.
Rétrospectivement il s’est créé des griefs imaginaires. » Je me
récriai, indignée, prête à la plaindre davantage. Elle sourit et, posant
ses doigts sur ma bouche pour me faire taire : « Ne me plaignez pas,
dit-elle, je pourrais avoir des griefs et n’en ai pas ; c’est donc moi,
malgré tout, qui ai la bonne part ! »
Elle avait raison. Les griefs sont pareils à une épée à double
pointe dont l’une blesse le cœur qu’elle vise et l’autre le cœur d’où
elle sort ; mais le plus malheureux des deux cœurs est encore celui
qui tient l’épée, car la pointe qui le transperce s’enfonce plus
fortement, et il est presque impossible de l’arracher de la blessure.
Tout le monde, en substance, est victime des griefs : ceux qui les
nourrissent, comme ceux qui les inspirent, parce que tous se
refusent aux explications franches. Et ce qu’il y a de plus triste, c’est
que, produisant tant de mal, ils ont souvent une cause si mince,
semblables en cela aux duels de ce Napolitain, qui s’était battu dix-
sept fois à propos des mérites respectifs du Tasse et de l’Arioste,
dont il n’avait jamais lu les œuvres !
CHAPITRE VI
PEINES SENTIMENTALES

Un mot, un regard peuvent effacer des


années d’affection.

Balzac.

Parmi les peines que les hommes se causent les uns aux autres,
les chagrins intimes occupent une place importante, quoique la vie
sentimentale ait diminué de vivacité sous toutes les latitudes et dans
toutes les classes. Ce cuirassement contre la sensibilité s’appelle
progrès. En effet, dans les pays les plus avancés comme civilisation,
l’individualisme outré, les habitudes mouvementées, l’extériorisation
générale des existences empêchent le cœur de vivre avec intensité
et d’avoir conscience de ses battements. Chez les peuples qui ont
couru avec moins de rapidité sur la voie de l’indifférentisme pratique
et de la froideur élégante, les affections ont gardé plus de force, et
les passions plus de violence : la tendresse familiale attendrit
toujours les cœurs, et les désespoirs d’amour sont féconds en
catastrophes.
Dans le midi de l’Europe, le dévouement aux parents, aux
enfants, au mari produit des miracles d’abnégation, et les femmes
sont capables de s’oublier elles-mêmes complètement pour l’homme
qu’elles aiment. Un spirituel écrivain français me disait un jour :
« Vos compatriotes sont les seules femmes qui savent encore aimer.
Regardez une Française dans la rue : elle est toujours élégante,
tirée à quatre épingles ; le mari, au contraire, est souvent négligé
dans ses vêtements, tandis qu’en Italie l’homme est plus soigné que
la femme ; celle-ci s’efface… On comprend que les ressources de la

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