Cuadernillo 1ero. 1er Cuatri. 2023

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PAPA NOEL DUERME EN CASA

Samanta Schweblin

La navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la última vez que estuvimos

todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que

Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás

porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un buen

árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas. Venía en una caja de

cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo encajar las tres partes y abrir las

ramas de forma que se viera natural. Armado era más alto que papá, era inmenso, y yo creo

que por eso ese año Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a

control remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos

tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control remoto se

dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así que había escrito mi carta

y papá me había llevado hasta el correo para enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:

–Se la enviamos a Papá Noel –y le pasó el sobre.

El tipo de la ventanilla ni saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba

cansado de tanto trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró

y dijo:

–Falta el código postal.

–Pero es para Papá Noel –dijo papá, y le sonrió, y le guiñó un ojo, se ve que para

hacerse amigo, y el tipo dijo:

–Sin código postal no sale.

–Usted sabe que la dirección de Papá Noel no tiene código postal -dijo papá.

–Sin código postal no sale -dijo el tipo, y llamó al siguiente.


Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa, y la carta

salió.

Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o no

a Papá Noel. Además no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses, y eso

también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá, y las cosas salían

bien entonces. Hasta que dejó de preocuparse, así nomás, de un día para el otro. La vieron

algunos médicos, papá siempre la acompañaba y yo me quedaba en la casa de Marcela, que es

nuestra vecina. Pero mamá no mejoró. Dejó de haber ropa limpia, leche y cereales a la

mañana, papá llegaba tarde a los lugares a los que debía llevarme, y después llegaba otra vez

tarde para pasarme a buscar. Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba

enferma ni tenía cáncer ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era

un hombre de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer

en las cosas, que eso era estar “deprimido”, y te quitaba las ganas de todo, y tardaba en irse.

Mamá no iba más a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba por teléfono con la abuela. Se

sentaba con su bata frente al televisor, y hacía zapping toda la mañana, toda la tarde y toda la

noche. Yo era el encargado de darle de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con

las porciones marcadas. Había que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de

papas y después toda la tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la alcanzaba

en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:

–Gracias mi amor, no tomes frío –lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo que

sucedía en el televisor.

A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era

hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá, pero después, cuando empezó a

venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que esperaba solo debajo del

árbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme, siempre llegaban tarde.


Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella en

la casa de al lado, jugando al póquer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin él en la casa.

Nos cruzábamos en el baño y entonces mamá decía:

–Cuidado mi amor, no tomes frío –y volvía frente al televisor.

Muchas tardes Marcela estaba en casa, eran las tardes en que cocinaba para nosotros y

ordenaba un poco. No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era

su amiga se sentía en la obligación, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un

par de veces le apagó el televisor a mamá, se sentó frente a ella y le dijo:

–Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así…

Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningún lado, que ella

ya no podía seguir ocupándose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una decisión o

terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al final Marcela terminaba

yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza porque no había nada para cenar, y a mí

la pizza me encanta.

Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de “creer en las cosas”, y que

entonces estaba “deprimida”, y él quiso venir a ver cómo era. Hicimos algo muy feo que a

veces me avergüenza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas nos esquivaba con la

cabeza; después le hicimos un sombrero con papel de diario, se lo probamos de distintas

maneras y se lo dejamos puesto toda la tarde, pero ella ni se movió. Le quité el sombrero

antes de que llegue papá. Estaba seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía

mal de todos modos.

Después llegó navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles pero

como era una noche especial me preparó además papas fritas. Papá le pidió a mamá que

dejara el sillón y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta la mesa -Marcela la

había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos que usamos para las visitas-, la
sentó en una de las cabeceras y se alejó unos pasos hacia atrás, sin dejar de mirarla, supongo

que pensó que podía funcionar, pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se

levantó y volvió a su sillón. Así que mudamos las cosas a la mesa ratonera del living y

comimos ahí con ella. La tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota

sobre un sitio de gente pobre que había recibido un montón de regalos y comida de gente de

más plata, y entonces ahora estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el

tiempo el árbol de navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá

señaló el televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele

Papá Noel estaba sentado en el living de una casa, con una mano abrazaba a un chico sentado

sobre sus piernas, y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto, y entonces la

mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:

–…y cuando vuelvo del trabajo sólo quiero estar con mi familia -y un logo de café

aparecía en la pantalla.

Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al cuarto,

pero yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que le habla a

mamá, pero nada iba a alejarme esa noche del árbol. Papá quiso apagar el televisor pero

mamá empezó a luchar con él como una nena. Sonó el timbre y yo dije:

–Es Papá Noel –y Marcela me dio una cachetada y entonces papá empezó a pelear con

Marcela y mamá encendió otra vez el televisor pero Papá Noel ya no estaba en ningún canal.

El timbre volvió a sonar y papa dijo:

–¿Quién mierda es?

Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque volverían a pelear porque papá ya

estaba de mal humor.

El timbre sonó otra vez muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó, fue hasta la

puerta y cuando la abrió vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisión y se lo
veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado de la puerta,

otro momento del otro.

–¿Qué quiere? -dijo papá.

–Soy Papá Noel –dijo Papá Noel.

–Y yo soy Blanca Nieves –dijo papá y le cerró la puerta.

Entonces mamá se levantó, corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía estaba

ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó. A papá le agarró un ataque:

–¿Éste es el tipo Irene? –le gritó a mamá, y empezó a decir malas palabras y a tratar de

separarlos. Y mamá le dijo a Papá Noel:

–Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.

Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para atrás y

quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba triste por lo que le

estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba lo del auto, aunque por otro lado me

alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.

Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan feliz

con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me pareció lógica.

Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse en el piso, y le dio una

mano para levantarse. Y entonces papá otra vez empezó a decirle de todo y mamá a gritar.

Marcela decía cálmense, entremos, por favor, pero nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la

mano a la nuca y vio que le sangraba. Escupió a papá y papá le dijo:

–Maricón de mierda.

Y mamá le dijo a papá:

–Maricón serás vos hijo de puta – y también lo escupió. Le dio a Papá Noel la mano,

lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se encerró.

Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta que yo todavía
seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Sabía que no estaba en condiciones de discutir; me

fui al cuarto sin navidad y sin regalo. Esperé acostado a que todo quedara en silencio, mirando

nadar en las paredes el reflejo de los peces de plástico de mi velador. No tendría mi auto a

control remoto, eso era clarísimo, pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso me

aseguraba un año mejor.


LA FIESTA AJENA
Por Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le
hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un
cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen.
Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta
cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve
años y era una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi
amiga. Y se acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa.
—Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos
ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga!
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes
mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban
secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente
también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a
venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las
caderas.
—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las
pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las
personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica,
¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer
tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el
mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la
fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde,
después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que
le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido
blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la
fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara
de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un
secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando
en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada
tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso
para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son
muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni
siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al
comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés
le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba
a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la
cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
—¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y
conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y
hacemos los deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
—¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a
impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija
de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha
honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si
no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era
Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de
embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en
equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su
equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la
torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se
divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a
mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de
vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de
vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del
moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de
verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban
cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy
raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía.
“No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en
brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer.
—¿Al chico? —gritaron todos.
—¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El
mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con
la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había
espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el
corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a
ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al
mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura.
Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus
brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su
asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo
primero que le contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba
enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no
era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy
sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos
vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado
de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque
había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora
Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le
gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz
que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su
madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única
distinta. En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y
una rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el
gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que
había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre.
Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después
miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el
yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el
movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa.
Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo,
querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de
su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de
su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a
retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
“Conejo” de Abelardo Castillo, en Las otras puertas

Y cualquiera que escandalizare a uno de estos pequeños


que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase al cuello
una piedra de molino de asno, y se le anegase
en el profundo de la mar. Mateo, XVIII: 6

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo


dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las
cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o
como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines,
que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero
vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las
muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que
tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque


estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y
puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los
tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere.
Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años
y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima
siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito
jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo.
Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué
tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo
que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras
veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene,
aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco,
más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos,
porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré
en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los
bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas
es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si
son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo
con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté
estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por
qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí,
mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre.

Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado
un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que
la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y
esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene
conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A
papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero
porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la
culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete
como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero
después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella
contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final
vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio
digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al
arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una
vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos
me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron
a propósito a vos, por los dientes.

Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan
que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y
todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio
no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que
venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre
y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá
está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme,
que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y
sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si
llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar
como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son
mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente,
pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito.
Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero
no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no
está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a
lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos
menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó
nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría
no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera
a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se
da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a
papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de
contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me
vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos
que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas
orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.
Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.

Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te


quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver.
Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no,
y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste
para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas,
y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de
llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy
llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el
aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los
patines y...
Amigos por el viento
Cuento de Liliana Bodoc

A veces, la vida se comporta como un viento: desordena y arrasa. Algo susurra,


pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta lo que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que
vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con
una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo
peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresara la calma.
Así ocurrió el día que se papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento
casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus
valijas. También puedo recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá
cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio.
– Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?
– Me parece bien – mentí.
Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:
– No me lo estás diciendo muy convencida…
– Yo no tengo que estar convencida.
– ¿Y eso que significa? – preguntó la mujer que más preguntas me hizo en mi vida.
Me vi obligada a levantar los ojos del libro:
– Significa que es tu cumpleaños, y no el mío – respondí.
La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo
era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había
viento en el horizonte.
– Se van a entender bien – dijo mamá -. Juanjo tiene tu edad.
La gata, único ser que entendía mi desolación, salto sobre mis rodillas. Gracias,
gatita buena.
Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya
estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con
nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en
los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de
pedacitos de cristal. «Se me acaba de romper una copa», inventaba mamá, que,
con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos


con ganas y a pasear juntas en bicicleta, apareció un tal Ricardo y todo volvía a
peligrar.
Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo.
Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola
mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que
volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir.
– Me voy a arreglar un poco – dijo mamá mirándose las manos. – Lo único que falta
es que lleguen y me encuentren hecha un desastre.
– ¿Qué te vas a poner? – le pregunté en un supremo esfuerzo de amor.
– El vestido azul.
Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para
imaginar lo que me esperaba.
Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de
merengue quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que
iba a dejar sucio el jabón cuando se lavará las manos. Iba a hablar de su perro con
tal de desmerecer a mi gata.
Pude verlo por mi casa transitando con los cordones de las zapatillas desatados,
tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, aún más que
ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en
vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de
bomberos, ametralladoras y explosiones.
– ¡Mamá! – grité pegada a la puerta del baño.
– ¿Qué pasa? – me respondió desde la ducha.
– ¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía
y yo esperaba.
– ¿Palabras que parecen ruidos? – repitió.
– Sí. – Y aclaré -: Plum, Plaf, Ugg…
¡Ring!

– Por favor – dijo mamá -, están llamando.


No tuve más remedio que abrir la puerta.
– ¡Hola! – dijeron las rosas que traía Ricardo.
– ¡Hola! – dijo Ricardo asomado detrás de las rosas.

Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera
ridícula y un pantalón que le quedaba corto.
Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así
le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas.
– Podrían ir a escuchar música a tu habitación – sugirió la mujer que cumplía años,
desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar
por asfixia a los invitados.
Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama.
Él se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto
sería de su propiedad. Y yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí.
No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una
espina y la puse entre signos de preguntas:
– ¿Cuánto hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.
– Cuatro años – contestó.
Pero mi rabia no se conformó con eso:
– ¿Y cómo fue? – volví a preguntar.
Esta vez, entrecerró los ojos.
Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
– Fue… fue como un viento – dijo.
Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando
del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
– ¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? – pregunté.
– Sí, es ese.
– ¿Y también susurra…?
– Mi viento susurraba – dijo Juanjo -. Pero no entendí lo que decía.
– Yo tampoco entendí. – Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un silencio.
– Un viento tan fuerte que movió los edificios – dijo él -. Y eso que los edificios tienen
raíces…
Pasó una respiración.
– A mí se me ensuciaron los ojos – dije.
Pasaron dos.

– A mí también.
– ¿Tu papá cerró las ventanas? – pregunté.
– Sí.
– Mi mamá también.
– ¿Por qué lo habrán hecho? – Juanjo parecía asustado.
– Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio.
A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero
no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
– Si querés vamos a comer cocadas – le dije.
Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir
las ventanas.

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