Waller Robert James - Los Puentes de Madison County

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Robert James Waller

os puentes de
Madison County
Robert James Waller
Nació en Rockford, estado de Iowa,
en 1939. Profesor de Economía en la
Universidad de Iowa del Norte desde
1968, ha trabajado como asesor de
importantes empresas y organismos
internacionales. Hasta 1986
compaginó la docencia con su
dedicación a la música, como
guitarrista en night clubs. A partir de
esa fecha abandonó las actuaciones
para concentrarse en escribir y en
cultivar una de sus aficiones: la
fotografía. Waller es autor de
numerosas canciones y de una
colección de artículos y ensayos. Los
puentes de Madison County (1992) fue
su primera novela publicada. El gran
éxito que obtuvo —ha superado las
treinta ediciones en Estados Unidos,
vendiendo varios millones de
ejemplares, y en ella se basó el guión
de la película homónima
protagonizada por Meryl Streep y
Clint Eastwood- le permitió
consolidar su vocación literaria con
una segunda obra, Vals lento en Cedar
Bend (1993). Ha publicado, además,
dos libros que recopilan otros textos:
Just beyond the fireligbt y One good
road is enough.
Robert James Waller

Los puentes
de Madison County
Traducción de
Alicia Sreimberg
A los peregrinos
PROLOGO DEL AUTOR

Algunas canciones llegan de las praderas de flores


azules, libres del polvo de mil caminos. Ésta es
una de ellas. A última hora de una tarde de otoño
de 1989 estoy sentado ante mi escritorio, mirando
el titular del cursor en la pantalla del ordenador,
cuando suena el teléfono.
Me llama un tal Michael Johnson, que antes vi-
vía en Iowa y ahora vive en Florida. Un amigo de
Iowa le ha enviado uno de mis libros. Michael
Johnson lo ha leído, también su hermana Carolyn,
y tienen una historia que podría interesarme. Mi-
chael es parco en palabras, rehusa decir nada sobre
la historia; sólo repite que Carolyn y él están dis-
puestos a viajar a Iowa para hablarme de ello.
Me intriga que estén dispuestos a hacer ese esfuer-
zo a pesar de mi escepticismo sobre estos ofrecimien-
tos. De manera que acepto encontrarme con ellos en
Des Moines la semana siguiente. Nos vemos por pri-
mera vez en un hotel de la cadena Holiday Inn cerca
del aeropuerto, disminuye gradualmente la tensión,
y ahí están los dos, sentados frente a mí, mientras
fuera cae la tarde y nieva suavemente.

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Me arrancan una promesa: si decido no escribir
la historia, debo dar mi palabra de que nunca re-
velaré lo que tuvo lugar en Madison County, Io-
wa, en 1965, ni otros acontecimientos relacio-
nados que ocurrieron durante los siguientes
venticuatro años. Muy bien, es razonable. Al fin y
al cabo la historia es suya, no mía.
De manera que me limito a escuchar. Escu-
cho muy atentamente, y hago preguntas difíciles.
Y ellos hablan. Hablan y hablan y hablan. En
ciertos momentos, Carolyn llora abiertamente y
Michael se esfuerza por no hacerlo. Me muestran
documentos y recortes de revistas, y una serie de
cuadernos escritos por su madre, Francesca.
El camarero va y viene. Pedimos más café. Mien-
tras hablan, comienzo a ver imágenes. Primero
hay que formarse imágenes, luego vienen las pala-
bras. Y comienzo a oír las palabras, a verlas escri-
tas en el papel. Poco después de medianoche acep-
to escribir la historia. O al menos intentarlo.
Les costó tomar la decisión de hacer pública la
historia. Las circunstancias son delicadas, involu-
cran a su madre y, más tangencialmente, a su pa-
dre. Michael y Carolyn admitían que divulgar estos
hechos podía desatar habladurías groseras y man-
char la memoria de Richard y Francesca Johnson.
Sin embargo, en un mundo en que el compro-
miso personal en todas sus formas parece desmo-
ronarse y el amor se ha convertido en un asunto
de conveniencia, los dos sentían que valía la pena
contar esta notable historia. En ese momento pen-
sé que tenían razón, y sigo pensándolo con mucha
convicción ahora.
Durante mi investigación y mientras escribía el
texto, solicité tres reuniones más con Michael y
Carolyn. En cada ocasión, y sin ninguna protesta,
viajaron a Iowa. Deseaban fervientemente que se
narrara la historia con toda exactitud. Unas veces
simplemente hablábamos; otras recorríamos len-
tamente los caminos de Madison County, mien-
tras ellos me señalaban los lugares que habían te-
nido un papel significativo.
Además de utilizar la ayuda que me proporcio-
naron Michael y Carolyn, este relato está basado
en la información encontrada en los cuadernos de
Francesca Johnson; en la investigación realizada
en el noroeste de Estados Unidos, particularmente
en Seattle y Bellingham, en el estado de Washing-
ton; en la indagación efectuada, sin que trascen-
diera, en Madison County, estado de Iowa. Tam-
bién me he inspirado en los ensayos fotográfi-
cos de Robert Kincaid; y en los detalles comple-
mentarios que me dieron los editores de las revistas
y los fabricantes de películas y equipo fotográfico.
Por fin, mantuve largas y enriquecedoras conver-
saciones con varios ancianos encantadores en la
residencia del condado de Barnesville, en el estado
de Ohio, que recordaban a Kincaid desde su in-
fancia.
A pesar del esfuerzo en la investigación, quedan
incógnitas. En esos casos he agregado algo de mi
propia imaginación, pero sólo cuando podía de-
ducirlo de mi íntimo conocimiento de Francesca y
Robert Kinkaid, a los que había ido descubriendo
poco a poco. Confío en haber llegado muy cerca
de lo que realmente sucedió.
Pero desconozco, por ejemplo, los pormenores
de un viaje que hizo Robert Kincaid por el nor-
te de Estados Unidos. Sabemos que lo realizó por
una serie de fotografías que luego se publicaron,
notas manuscritas que dejó al editor de una revis-
ta y una breve mención que aparece en los cuader-
nos de Francesca Johnson. Usando estas fuente
como guía, creo haber adivinado el camino que
tomó desde Beliingham hasta Madison County en
agosto de 1965. Cuando volvía en coche a Madi-
son County, al final de mis viajes, sentía que de al-
guna manera me había transformado en Robert
Kincaid.
Sin embargo, tratar de capturar la esencia de
Kincaid fue la parte más exigente de mi investiga-
ción y de la escritura del texto. Es una figura es-
quiva. A veces parece común y corriente, otras
etéreo y hasta espectral. En su trabajo era un pro-
fesional consumado. Sin embargo, se veía a sí mis-
mo como una especie de animal salvaje que se es-
taba quedando anticuado en un mundo cada vez
más ordenado. Una vez habló del «implacable la-
mento» del tiempo dentro de su cabeza, y Fran-
cesca Johnson lo describía como «un ser que vive

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en lugares extraños, embrujados, muy anteriores a
la lógica de Darwin».
Quedan dos apasionantes preguntas sin res-
puesta. En primer lugar, no hemos podido aclarar
qué ocurrió con los archivos fotográficos de Kin-
caid. Dada la naturaleza de su trabajo, hubo pro-
bablemente centenares, millares de fotografías.
No se han recuperado. La hipótesis más creíble, y
que sería coherente con la forma en que se veía a
sí mismo y a su lugar en el mundo, es que las des-
truyera antes de su muerte.
El segundo interrogante se refiere a su vida en-
tre 1975 Y 1982. Hay muy poca información al
respecto. Sabemos que vivió modestamente unos
años haciendo retratos en Seattle y que siguió fo-
tografiando la zona de Puget Sound. Aparte de
eso no tenemos nada. Un detalle interesante es
que todas las cartas que le envió la Social Security
Administration y la Veterans Administration lle-
vaban la inscripción «Devolver al remitente», es-
crita de su puño y letra, y efectivamente fueron
devueltas.
La preparación y la redacción de este libro han
modificado mi visión del mundo, han transforma-
do mi manera de pensar y, sobre todo, han redu-
cido mi nivel de cinismo respecto a lo que es posi-
ble en el campo de las relaciones humanas. Al lle-
gar a conocer a Francesca Johnson y a Robert
Kincaid como lo hice, a través de mi investiga-
ción, descubro que los límites de esas relaciones

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pueden extenderse mucho más allá de lo que yo
pensaba. Tal vez ustedes experimenten lo mismo
al leer esta historia.
No será fácil. En un mundo cada vez más in-
sensible, todos hemos desarrollado caparazones
contra la sensiblería. No sé bien dónde termina la
gran pasión y empieza el sentimentalismo. Pero
nuestra tendencia a mofarnos de la gran pasión,
y a tildar de sensibleros los sentimientos genui-
nos y profundos, dificulta la entrada al reino de la
delicadeza, tan necesaria para comprender la his-
toria de Francesca Johnson y Robert Kincaid. Sé
que tuve que vencer esa tendencia inicial antes de
poder empezar a escribir.
Sin embargo, si ustedes se acercan a este tex-
to renunciando momentáneamente a su increduli-
dad, confío en que experimentarán lo que yo he
experimentado. En los espacios imparciales de sus
corazones, pueden incluso encontrar, como Fran-
cesca Johnson, un lugar para bailar otra vez.

ROBERT J. WALLER
Cedar Falls, Iowa
Verano de 1990

IX
ROBERT KINCAID

En la mañana del 8 de agosto de 1965, Robert


Kincaid cerró con llave la puerta de su apartamen-
to de dos habitaciones en el tercer piso de un edifi-
cio destartalado de Bellingham, en el estado de
Washington. Bajó por la escalera de madera con
una mochila cargada con el equipo fotográfico
y una maleta, y siguió por un corredor hasta la
puerta del fondo. Su vieja camioneta Chevrolet es-
taba estacionada en el espacio reservado a los resi-
dentes del edificio.
Otra mochila, una nevera portátil, dos trípo-
des, cartones de cigarrillos Camel, un termo y
una bolsa de fruta se encontraban ya en el inte-
rior del coche. Kincaid colocó las mochilas en el
asiento y dejó la nevera y los trípodes en el suelo.
Subió a la cabina y guardó el estuche de la guita-
rra y la maleta en un rincón, sujetándolos con la
rueda de repuesto que había a un lado y atándo-
los a la rueda con una cuerda. Puso un hule negro
bajo la rueda.
Se sentó al volante, encendió un Camel y repasó
mentalmente la lista: doscientos rollos de películas
de diversas clases, la mayor parte Kodachrome de
velocidad lenta, trípodes, nevera, tres cámaras y
cinco lentes, vaqueros y pantalones caqui, cami-
sas, y chaqueta de fotógrafo. Bien. Si se había ol-
vidado de algo, podía comprarlo por el camino.
Kincaid llevaba vaqueros desteñidos, botas de
campo Red Wing bastante usadas y tirantes de co-
lor naranja. Del ancho cinturón, guardado en su
vaina, colgaba un cuchillo del ejército suizo.
Miró su reloj. Las ocho y diecisiete. La camione-
ta arrancó en el segundo intento y retrocedió, cam-
bió de velocidad y avanzó lentamente por la calle-
juela bajo un sol brumoso. Recorrió las calles de
Bellingham, tomó la carretera n hacia el sur, si-
guió durante varios kilómetros la línea de la costa
de Puget Sound y luego fue por la autopista, hacia
el este, hasta un poco antes de la carretera zo.
Giró y, de cara al sol, Kincaid eligió el largo ca-
mino que serpenteaba en dirección a las cascadas.
Le gustaba la región, y no tenía prisa; se detenía
de vez en cuando a hacer anotaciones sobre posi-
bilidades interesantes para futuros viajes o a sacar
lo que él llamaba «instantáneas de la memoria».
El propósito de esas rápidas fotos era recordarle
lugares que podía volver a visitar y conocer con
más detalle. Al final de la tarde dobló hacia el
norte en Spokane y tomó la carretera 2, que lo lle-
varía por el norte de Estados Unidos a Duluth, en
el estado de Minnesota.
Por milésima vez en su vida deseó tener un pe-
rro, quizás un perdiguero dorado, para viajes
como éste y para que le hiciera compañía en casa.
Pero viajaba a menudo al extranjero, casi siempre
del otro lado del océano, y no sería justo para el
animal. Sin embargo, no abandonaba la idea. En
unos años sería demasiado viejo para el duro tra-
bajo de reportero. «Entonces tendré un perro», le
dijo al verde pinar que veía pasar por la ventanilla
de la camioneta.
En estos viajes siempre le daba por hacer un in-
ventario. El perro era parte de ese inventario. Ro-
bert Kincaid estaba lo más solo que se puede estar.
Era hijo único, sus padres habían muerto; sólo le
quedaban unos parientes lejanos que lo habían
perdido de vista, como él a ellos. Conocía el nom-
bre del propietario del mercado de la esquina, en
Bellingham, y el del dueño del negocio de fotogra-
fía donde compraba sus materiales. También man-
tenía relaciones profesionales con algunos editores
de revistas. Fuera de ellos, no conocía bien a casi
nadie. A los gitanos les cuesta hacerse amigos de
la gente común, y él era un poco gitano.
Pensó en Marian, que lo había dejado nueve
años atrás, después de cinco de matrimonio. Aho-
ra Kincaid tenía cincuenta y dos, lo cual significa-
ba que ella estaba llegando a los cuarenta. Marian
soñaba con dedicarse a la música, y ser cantante
folk. Sabía todas las canciones de los Weavers y
las cantaba muy bien en los cafés de Seattle. En
aquellos tiempos, cuando Robert llegaba a casa, la
llevaba en coche a reuniones de músicos de jazz y
se sentaba entre el público a oírla cantar.
Sus largas ausencias, a veces de dos o tres meses,
eran perjudiciales para el matrimonio. Él lo sabía.
Marian estaba enterada de lo que él hacía cuando
se casaron, y pensaron que de algún modo podrían
asumirlo. No pudieron. Cuando Robert volvió tras
realizar un reportaje en Islandia ella no estaba. Ha-
bía dejado una nota: «Robert, no ha funcionado.
Te dejo la guitarra Harmony. Llámame».
No lo hizo. Ella tampoco. Firmó los papeles del
divorcio cuando llegaron un año después y, al día
siguiente, tomó un avión para Australia. Ella no
pedía nada; sólo su libertad.
Se detuvo para pasar la noche en Kalispell, en
Montana. Ya era tarde. El Cozy Inn parecía bara-
to y lo era. Llevó sus cosas a una habitación que
tenía dos lámparas de mesa, una de ellas con la
bombilla fundida. Ya en la cama, mientras leía
Las verdes colinas de África bebiendo una cerve-
za, sentía el olor de las fábricas de papel de Kalis-
pell. Por la mañana salió a correr cuarenta minu-
tos; después, hizo cincuenta flexiones y usó las
cámaras como pequeñas pesas para completar el
ejercicio rutinario.
Cruzó la parte alta de Montana, entró en Da-
kota del Norte, y la zona despojada, llana, le pare-
ció tan fascinante como las montañas o el mar. El
lugar emanaba una especie de austera belleza, y se
detuvo varias veces, colocó un trípode y tomó va-

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rias fotos en blanco y negro de las viejas construc-
ciones de las granjas. Ese paisaje respondía a sus
inclinaciones minimalistas. Las reservas indias eran
deprimentes, por las razones que todo el mundo
conoce e ignora. Ese tipo de población no era me-
jor en el noroeste de Washington ni en ninguna
otra parte que él hubiese visto.
En la mañana del día 14, dos horas después de
salir de Duluth, dobló hacia el nordeste y siguió
por un camino secundario hacia Hibbing y las mi-
nas de hierro. El polvo rojo flotaba en el aire, y
había grandes máquinas y trenes especialmente di-
señados para llevar el mineral hasta los cargue-
ros de Two Harbors, en el Lago Superior. Pasó la
tarde visitando Hibbings y no lo encontró a su
gusto, a pesar de que Bob Zimmerman-Dylan fue-
se originario de allí.
La única canción de Dylan que realmente le ha-
bía gustado era Muchacha del norte. La cantaba
para sí mismo mientras dejaba atrás esa región y
sus gigantescos agujeros rojos en la tierra. «Si via-
jas por la feria del norte, donde golpea el viento
en la frontera...»
Cantaba esa canción acompañándose con la
guitarra. Marian le había enseñado algunos acor-
des y arpegios. «Me dejó más ella a mí que yo a
ella», le dijo una vez a un lanchero borracho en
una taberna llamada McElroy's Bar, en algún lu-
gar de la cuenca del Amazonas. Y así era.
El Bosque Nacional Superior era hermoso, real-
mente hermoso. Era la patria de los transportistas
de las empresas peleteras. Cuando era joven, de-
seaba que los días de aquellos transportistas no
hubiesen terminado para poder ser uno de ellos.
Cruzó praderas, vio tres alces, un zorro rojo y mu-
chos ciervos. Se detuvo junto a un estanque y fo-
tografió algunos reflejos de una rama de árbol
deformada en el agua. Cuando terminó, se sentó
en el estribo de la camioneta a beber café, a fumar
un Camel y a escuchar el viento en los abedules.
Sería bueno tener a alguien, a una mujer, pensó,
mirando flotar el humo del cigarrillo sobre el agua.
Cuando uno envejece se pone así. Pero sus largas
estancias lejos de Bellingham serían difíciles de so-
portar para ella. Ya lo había aprendido.
Cuando estaba en su casa, en Bellingham, veía de
vez en cuando a la directora creativa de una agencia
de publicidad de Seattle. La había conocido mien-
tras hacían un trabajo juntos. Ella tenía cuarenta y
dos años, era una persona inteligente y agradable;
pero él no la amaba, no la amaría nunca.
Sin embargo, alguna noche los dos se sentían
un poco solos y salían juntos. Iban al cine, toma-
ban unas cervezas, y más tarde se acostaban y
todo salía bastante bien. Ella había tenido su
vida; había trabajado de camarera en varios bares
cuando iba a la universidad y se había casado dos
veces.
Después de hacer el amor, mientras estaban acos-
tados juntos, ella invariablemente le decía: «Eres

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el mejor, Robert, no tienes competencia, no hay
quien se te acerque siquiera».
Él suponía que a un hombre debía gustarle que
le dijeran eso, pero no era tan experimentado y de
todos modos no tenía forma de saber si ella le de-
cía la verdad. Una vez, ella dijo algo que no pudo
olvidar. «Robert, hay un ser dentro de ti que yo
no llego a sacar a la superficie, que no tengo fuer-
zas suficientes para alcanzar. A veces siento que
hace mucho tiempo que estás aquí, más que una
vida, y que has estado en lugares con los que nin-
guno de nosotros ha soñado jamás. Me asustas, a
pesar de que eres muy delicado conmigo. Si no lu-
chara por controlarme cuando estoy contigo, sen-
tiría que puedo perderme a mí misma y no volver
a encontrarme.»
Él comprendía, ambiguamente, de qué hablaba
ella. Pero no podía apresarlo. Tenía esos pensa-
mientos errantes, un melancólico sentido de lo
trágico combinado con una intensa potencia física
e intelectual, desde que era niño en un pueblecito
de Ohio. Mientras otros chicos aprendían Row,
Row Your Boat, él aprendía la melodía y la letra
en inglés de una canción de cabaret francesa.
Le gustaban las palabras y las imágenes. Una de
sus palabras favoritas era «azul». Le gustaba la
sensación en los labios y en la lengua mientras la de-
cía. «Las palabras provocan sensaciones físicas,
no solamente trasmiten significados», recordaba
haber pensado cuando era joven. Le atraían otras

zi
palabras por el sonido: distante, humo, camino,
antiguo, pasaje, viajero, India. Disfrutaba del so-
nido y del sabor, y de lo que evocaban en su men-
te. En las paredes de su cuarto, había listas de pa-
labras que le gustaban.
Luego combinaba las palabras en frases y tam-
bién las ponía a la vista:

Demasiado cerca del fuego.


Vine del este con un pequeño grupo de
viajeros.
Los constantes murmullos de los que me
salvarían y los que iban a venderme.
Talismán, talismán, muéstrame
tus secretos.
Timonel, timonel, llévame de vuelta a
casa.
Desnudo en el lugar donde nadan las
ballenas azules.
Ella le deseó trenes con chimeneas
humeantes que partieran de las estaciones
en invierno.
Antes de ser hombre fui flecha;
hace mucho tiempo.

También le encantaban los nombres de algunos


lugares: la corriente somalí, las Grandes Monta-
ñas Hatchet, el estrecho de Malaca y muchos
otros. A veces, las listas de palabras y frases cu-
brían totalmente su cuarto.

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Hasta su madre notaba que en él había algo di-
ferente. Robert no habló hasta los tres años, y lue-
go empezó a hacerlo con oraciones completas; a
los cinco años sabía leer. En la escuela era un estu-
diante indiferente que frustraba a sus profesores.
Miraban sus coeficientes de inteligencia y le ha-
blaban de lograr cosas, de hacer lo que era capaz
de hacer; le decían que podía llegar a ser lo que
quisiese. Uno de sus profesores de la secundaria
escribió lo siguiente en una evaluación: «Robert
piensa que las pruebas de inteligencia son una for-
ma muy deficiente de juzgar la capacidad de la
gente porque no pueden explicar lo mágico, que
tiene su propia importancia, no sólo en sí mismo
sino como complemento de la lógica. Sugiero con-
versar con sus padres».
La madre habló con varios profesores. Cuando
los profesores le hablaban de la conducta algo re-
calcitrante de Robert dadas sus posibilidades, de-
cía: «Robert vive en un mundo propio, inventado
por él. Sé que es mi hijo, pero a veces tengo la sen-
sación de que no ha venido de mi marido y de mí,
sino de otro lugar al que está intentando volver.
Aprecio el interés que ustedes se toman, y trataré
una vez más de estimularlo a que trabaje más en
la escuela».
Pero él se contentaba con leer todos los libros
de aventuras y de viajes que encontraba en la bi-
blioteca de la escuela, y el resto del tiempo andaba
solo. Pasaba los días junto al río que corría por las

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afueras de la ciudad, y pasaba por alto fiestas,
partidos de fútbol y las cosas así, que lo aburrían.
Pescaba, nadaba, caminaba y se acostaba sobre la
hierba, escuchando voces lejanas, y se imaginaba
que era el único en oírlas. Hay brujos por aquí, se
decía. Si uno calla y no se cierra, los oye, están
ahí. Y le hubiera gustado tener un perro para
compartir esos momentos.
No había dinero para la universidad. Tampoco
deseaba ir. Su padre trabajaba mucho y era bueno
con su madre y con él, pero el trabajo en una fá-
brica de válvulas no dejaba mucho para otras co-
sas, ni para alimentar a un perro. Robert tenía
dieciocho años cuando murió su padre, de manera
que se alistó en el ejército para poder mantenerse
a sí mismo y a su madre en la época más dura de
la Gran Depresión. Estuvo en el ejército cuatro
años, pero esos cuatro años cambiaron su vida.
Por el misterioso funcionamiento de la mente
militar, le asignaron la tarea de ayudante de fotó-
grafo, aunque ni siquiera sabía poner un rollo en
una cámara. Pero ese trabajo le reveló su voca-
ción. Los detalles técnicos no le plantearon difi-
cultades. En un mes, no sólo hacía el revelado
para dos fotógrafos del equipo, sino que también
le permitían realizar solo los proyectos sencillos.
Uno de los fotógrafos, Jim Peterson, le tenía
simpatía, y dedicó horas extra a enseñarle las suti-
lezas fotográficas. Robert Kincaid tomó prestados
libros de fotografías y de arte de la biblioteca de

24
Fort Monmouth y los estudió. Desde el principio
le gustaron particularmente los impresionistas fran-
ceses y el uso de la luz en Rembrandt.
Con el tiempo, comenzó a darse cuenta de que
era esa luz lo que fotografiaba, no los objetos. Los
objetos eran meros vehículos para reflejar la luz.
Si la luz era buena, siempre se podía encontrar
algo que fotografiar. Entonces empezaban a ven-
derse las cámaras de treinta y cinco milímetros;
Robert compró una Leica usada en una tienda lo-
cal. La llevó a Cape May, en New Jersey, y se pasó
una semana de su permiso fotografiando la vida
en la playa.
Otra vez fue en autobús a Maine e hizo autoes-
top por la costa. Desde Stonington, la lancha co-
rreo le llevó de madrugada hasta la isla Au Haut,
donde acampó. Luego, cruzó en ferry la Bahía de
Fundy hasta Nueva Escocia. Empezó a tomar notas
sobre sus composiciones fotográficas y sobre los
lugares que quería volver a visitar. Cuando salió
del ejército, a los veintidós años, era bastante buen
fotógrafo y encontró trabajo en Nueva York como
ayudante de un conocido fotógrafo de modas.
Las modelos eran hermosas; salió con unas
cuantas y se enamoró un poco de una, hasta que
ella se mudó a París y se separaron. Ella le dijo:
«Robert, no estoy segura de quién eres o qué eres
pero, por favor, ven a verme a París». Él le dijo
que iría, y lo dijo en serio, pero nunca fue. Años
más tarde, cuando hacía un reportaje sobre las

2-5
playas de Normandía, encontró el nombre de esa
muchacha en la guía de teléfonos de París, la
llamó y tomaron un café en un bar al aire libre.
Ella estaba casada con un director de cine y tenía
tres hijos.
A Robert, no le atraía demasiado la idea de la
moda. La gente tiraba ropa perfectamente buena
o la reformaba apresuradamente siguiendo los
dictados de la moda europea. Le parecía muy es-
túpido, y se sentía minusvalorado por tener que
hacer fotografías de modas. «Uno es lo que pro-
duce», dijo al dejar ese trabajo.
Su madre murió durante el segundo año que él
estuvo en Nueva York. Volvió a Ohio, la enterró,
y luego un abogado le leyó el testamento. No ha-
bía quedado mucho. Él no esperaba nada. Pero le
sorprendió enterarse de que sus padres habían
ahorrado algo después de pagar la hipoteca de la
casita de Franklin Street donde habían pasado
toda su vida de casados. Robert vendió la casa y
compró equipo fotográfico de primera clase con el
dinero. Mientras le pagaba la cámara al vendedor,
pensó en los años que su padre había trabajado
para ganar esos dólares y en la vida sencilla que
habían llevado.
Algunos de sus trabajos comenzaron a salir en
revistas. Después, lo llamaron del National Geo-
graphic. Habían visto en un calendario una foto to-
mada por él en Cape May. Habló con ellos, le die-
ron un trabajo de poca importancia, que realizó de

26
forma muy profesional, y con eso se abrió camino.
El ejército volvió a llamarlo en 1943. Fue con
los marines a arrastrarse por la playas del Pacífico
sur, con las cámaras colgadas de los hombros, ten-
dido de espaldas, fotografiando a los hombres que
salían de los vehículos anfibios. Vio el terror en
sus rostros, lo sintió él mismo. Los vio partidos
en dos por el fuego de las ametralladoras, los vio
pedir ayuda a Dios y a sus madres. Lo captó todo,
sobrevivió y nunca se sintió fascinado por la su-
puesta gloria y aventura del reportaje de guerra.
Al ser desmovilizado en 1945, llamó al Natio-
nal Geographic. Lo estaban esperando. Se compró
una motocicleta en San Francisco, fue con ella a
Big Sur, hizo el amor en la playa con una violonce-
lista de Carmel, y volvió al norte para explorar el
estado de Washington. Le gustó el lugar y lo eligió
como base de operaciones.
Ahora, a los cincuenta y dos años, seguía estu-
diando la luz. Había estado en la mayor parte de
los lugares cuyos nombres fijaba en las paredes
de su cuarto cuando niño, y se maravillaba de es-
tar allí cuando los visitaba, de sentarse en el Raf-
fles Bar, de remontar el Amazonas en una ruidosa
lancha fluvial o de balancearse sobre un camello
por el desierto de Rajastani.
La costa del Lago Superior era tan bonita como
le habían explicado. Tomó algunas fotos para po-
der recordar, y siguió bordeando el Misisipí hacia
Iowa. Nunca había estado en Iowa, pero lo sedu-

2-7
jeron las colinas al nordeste del gran río. Se detu-
vo en la pequeña ciudad de Clayton, donde alqui-
ló una habitación en un motel de pescadores y
pasó dos mañanas fotografiando los remolcado-
res, y una tarde en uno de ellos invitado por un pi-
loto al que había conocido en un bar local.
Pasó la carretera 65, cruzó Des Moines a pri-
mera hora de la mañana de un lunes, el 16 de
agosto de 1965, giró al oeste por la carretera
de Iowa 92, y se dirigió a Madison County y a los
puentes cubiertos que debía haber allí, según el
National Geographic. Efectivamente, ahí estaban;
el empleado de la estación de servicio Texaco se lo
aseguró y le indicó vagamente cómo llegar a los
siete puentes.
Encontró fácilmente los seis primeros, y fue
anotando en el mapa la estrategia que adoptaría
para fotografiarlos. Pero no lograba localizar el
séptimo, llamado Roseman Bridge. Hacía calor;
Robert tenía calor, Harry -su furgoneta- estaba
ardiendo, y recorría caminos de grava que no pa-
recían llevar a ninguna parte excepto al siguiente
camino de grava.
Cuando se hallaba en un sitio desconocido, la
regla de oro de Robert era «preguntar tres veces».
Había descubierto que tres respuestas, aunque es-
tuviesen las tres equivocadas, lo conducían a uno
gradualmente adonde quería ir. Tal vez ahí basta-
ría con dos preguntas.
Se acercaba a un buzón que se avistaba al final

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de un sendero de menos de cien metros. El nom-
bre del buzón decía «Richard Johnson, RR 2».
Disminuyó la velocidad y entró en el sendero en
busca de un guía.
Al llegar a la casa vio a una mujer sentada en el
porche. Ese lugar parecía fresco, y la mujer tenía
en la mano un vaso con una bebida de aspecto
aún más fresco. Se levantó y fue hacia él. Robert
bajó del camión y la miró, la miró más atentamen-
te, y luego más atentamente aún. Era hermosa, o
lo había sido, o podía volver a serlo. Y de inme-
diato Robert empezó a sentir esa vieja torpeza que
siempre lo acometía ante las mujeres que lo atraían,
aunque sólo fuera un poco.

2.9
FRANCESCA

A mediados de otoño era el cumpleaños de Fran-


cesca, y la lluvia fría golpeaba contra su casa de
madera en el campo, en el sur de Iowa. Miraba la
lluvia y, a través de ella, veía las colinas que bor-
dean Middle River, pensando en Richard. Richard
había muerto un día así, ocho años atrás, de una
enfermedad que Francesca prefería no recordar.
Pero pensaba en él y en su tosca ternura, en sus
actitudes firmes, y en la vida apacible que habían
llevado.
Habían llamado los chicos. Tampoco este año
podían venir para su cumpleaños, aunque Fran-
cesca cumplía sesenta y siete años. Ella lo com-
prendía, como siempre lo había comprendido y
siempre lo comprendería. Los dos estaban muy
atareados, en un momento importante de su vida
profesional, dirigiendo un hospital, dando clases.
Michael iniciaba su segundo matrimonio, Carolyn
luchaba por el primero. En secreto Francesca se
alegraba de que nunca la visitaran para su cum-
pleaños; reservaba sus propias ceremonias para
ese día.
Por la mañana, habían venido sus amigos desde
Winterset con una tarta de cumpleaños. Francesca
había hecho café, mientras hablaban de los nietos
y de la ciudad, del día de Acción de Gracias y de
los regalos de Navidad. La tranquila alegría y las
voces de la conversación eran familiares y recon-
fortantes, y le recordaron la razón por la que se
había quedado ahí después de la muerte de Ri-
chard.
Michael se había instalado en Florida, Carolyn
en Nueva Inglaterra. Pero Francesca se había que-
dado en el sur de Iowa, que era su tierra, conser-
vando su antiguo domicilio por una razón espe-
cial, y ahora se alegraba de haberlo hecho.
Sus invitados se fueron a mediodía. Se alejaron
por el sendero con sus Buick y sus Ford, cogie-
ron la carretera asfaltada del distrito y se diri-
gieron hacia Winterset; los limpiaparabrisas iban
y venían sobre los cristales. Eran buenos amigos,
aunque nunca comprenderían lo que había dentro
de Francesca. Ni lo comprenderían aunque ella se
lo explicase.
Su marido dijo que encontraría buenos amigos,
cuando la trajo de Ñapóles a Madison County
después de la guerra. Le dijo: «La gente de Iowa
tiene sus defectos, pero al menos se preocupan por
los demás». Y era cierto, es cierto.
Cuando se conocieron, ella tenía veinticinco
años. Había regresado de la universidad tres años
antes, y había sido profesora en un colegio de ni-

32-
ñas, sin saber muy bien qué hacer con su vida. La
mayor parte de los italianos jóvenes estaban muer-
tos o heridos, en campos de prisioneros o deshe-
chos por la guerra.
Un año atrás había terminado su relación con
Niccolo, un profesor de arte de la universidad que
pintaba todo el día y la llevaba a hacer paseos
temerarios de noche por los barrios bajos de Ná-
poles. La incesante desaprobación de los padres
conservadores de Francesca había conseguido se-
pararles.
Ella se adornaba con cintas el cabello negro y
seguía fiel a sus sueños. Pero no habían apuestos
maridos que desembarcaran en su busca, ni voces
que llegaran hasta su ventana desde la calle. La
dura realidad la obligó a reconocer que no tenía
mucho para elegir. Richard le ofrecía una alterna-
tiva razonable: un buen trato y la dulce promesa
de Norteamérica.
Francesca observó a Richard con su uniforme de
soldado, sentados los dos en un café al sol del Me-
diterráneo. Vio que él la miraba seriamente, al esti-
lo del medioeste, y se fue con él a Iowa. Fue a tener
hijos, a mirar jugar al fútbol a Michael en las frías
noches de octubre, a llevar a Carolyn a Des Moines
a comprarse vestidos para las fiestas de gradua-
ción. Se escribía con su hermana de Ñapóles varias
veces por año, y volvió allí en dos ocasiones, al mo-
rir sus padres. Pero ahora Madison County era su
tierra y no deseaba regresar a Italia.

33
La lluvia cesó a media tarde y recomenzó al
caer la noche. Al oscurecer, Francesca se sirvió
una copita de coñac y abrió el escritorio de tapa
corrediza. Era un mueble de nogal que había per-
tenecido a tres generaciones de la familia de Ri-
chard. Sacó un sobre de papel manila y lo acarició
lentamente, como hacía cada año en esa fecha.
El matasellos del correo decía: «Seattle, WA,
Sept 12/65». Siempre empezaba mirando el mata-
sellos. Era parte del ritual. Luego leía el nombre y
domicilio escritos sin abreviaturas: «Francesca
Johnson, RR 2, Winterset, Iowa» y, por fin, el re-
mitente, descuidadamente garabateado en el án-
gulo superior izquierdo: «Apdo. 642, Bellingham,
Washington». Se sentó en un sillón junto a la ven-
tana, miró las direcciones y se concentró, porque
en ellas estaba el movimiento de esas manos como
había sido veintidós años antes.
Cuando llegó a sentir que sus manos la tocaban,
abrió el sobre, sacó cuidadosamente tres cartas, un
breve manuscrito, dos fotografías y un número
completo del National Geographic, junto con re-
cortes de otros números de la revista. Allí, a la luz
grisácea que quedaba, bebió el coñac a sorbitos,
mirando por encima del marco de las gafas la nota
manuscrita sujeta con una grapa a las páginas dac-
tilografiadas. La carta estaba escrita en unas hojas
con su membrete, que decía simplemente: «Robert
Kincaid, Autor-Fotógrafo», en letra discreta.

34
i o de septiembre de 1965

Querida Francesca:
Te envío dos fotografías. Una es la que te hice en
el campo a mediodía. Espero que te guste tanto
como a mí. La otra es de Roseman Bridge antes de
que yo retirara la nota que habías clavado allí con
una tachuela.
Estoy sentado aquí, recorriendo las zonas grises
de mi mente en busca de cada detalle, de cada mo-
mento que pasamos juntos. Me pregunto una y otra
vez, «¿Qué pasó en Madison County?» y trato de
juntarlo todo. Por eso escribí el breve texto «Al caer
de la dimensión Z» que te envío, en un intento de
aclarar mi confusión.
Miro a través de un objetivo, y estás tú en el otro
extremo. Empiezo a escribir un artículo, y estoy es-
cribiendo sobre ti. Ni siquiera sé bien cómo volví
aquí desde Iowa. De alguna manera, el viejo camión
me trajo a casa, pero apenas recuerdo los kilóme-
tros que recorrí.
Hace unas semanas me sentía equilibrado, razo-
nablemente satisfecho. Tal vez no profundamente
feliz, tal vez un poco solo, pero al menos contento.
Ahora todo ha cambiado.
Ahora sé que estuve yendo hacia ti, y tú hacia mí
desde hace largo tiempo. Aunque ninguno de los
dos percibía al otro antes de que nos conociéramos,
había una especie de inconsciente certeza que canta-
ba alegremente bajo nuestra ignorancia, asegurando

35
que nos reuniríamos. Como dos pájaros solitarios
que vuelan por las grandes praderas por designio de
Dios, en todos estos años y estas vidas hemos estado
yendo el uno hacia el otro.
El camino es un lugar extraño. Por él andaba yo
arrastrando los pies, y ahí estabas tú, caminando
por la hierba hacia mi camión, un día de agosto.
Viéndolo retrospectivamente, parece inevitable (no
pudo haber sido de ninguna otra manera): es un
caso de lo que yo llamo la alta probabilidad de lo
improbable. De manera que ahora estoy viviendo
con otra persona dentro de mí. Aunque creo que lo
expresé mejor el día que nos separamos, cuando di-
je que hemos creado una tercera persona a partir de
nosotros dos. Y ahora me acecha ese otro ser.
De alguna manera tenemos que volver a vernos.
En cualquier parte, en cualquier momento. Puedo
ocuparme de los pasajes de avión, si eso es un pro-
blema. Me voy al sudeste de la India la semana que
viene, pero estaré de vuelta a fines de octubre.
Te amo.
Robert.

P.D.: El proyecto de fotografía en Madison County


salió muy bien. Búscalo en el National Geographic el
año que viene. O dime si quieres que te mande un
ejemplar del número cuando se publique.

Francesca Johnson dejó la copa de coñac en el


ancho alféizar de roble de la ventana y miró la fo-
tografía de ocho por diez en blanco y negro que le
había sacado Robert. A veces le resultaba difícil
recordar qué aspecto tenía ella entonces, veintidós
años atrás. Se apoyaba en un poste del cerco, lle-
vaba téjanos ajustados y descoloridos, sandalias y
una camiseta blanca; su cabello ondeaba al viento.
Desde su lugar junto a la ventana veía, en
medio de la lluvia, el poste del viejo cerco que
todavía circunscribía los pastos. Al alquilar la tie-
rra, después de la muerte de Richard, había deter-
minado que la pastura se mantuviese intacta y
quedase así, aunque ahora estaba despoblada y se
había convertido en un pastizal.
La fotografía descubría en su rostro las prime-
ras arrugas evidentes. La cámara de Robert las ha-
bía encontrado. Sin embargo, le complacía lo que
veía. El cabello negro, el cuerpo lleno y cálido, bien
dibujado por los téjanos. Pero era su rostro lo que
miraba con fijeza. Era el rostro de una mujer de-
sesperadamente enamorada del hombre que le es-
taba sacando la foto.
Ahora lo veía con claridad en el fluir de su me-
moria. Cada año repasaba mentalmente todas las
imágenes, con meticulosidad, recordando todo,
sin olvidar nada, grabándolo todo, para siempre,
como los miembros de una tribu que transmiten
oralmente una historia de generación en genera-
ción. Él era alto, delgado, duro, y se movía como
la hierba, sin esfuerzo, con gracia. Sus cabellos
plateados colgaban más abajo de las orejas y casi

37
siempre estaban despeinados, como si acabara de
llegar de un largo viaje por mar con fuerte viento
y hubiera tratado de arreglárselos con las manos.
Su rostro delgado, de pómulos salientes, y el ca-
bello que le caía sobre la frente hacían resaltar los
ojos azules que nunca parecían dejar de buscar la
próxima foto. Él sonrió, le dijo que se la veía muy
bien y muy cálida con la luz de la mañana, le pidió
que se apoyara en el poste, y luego caminó alrede-
dor de ella describiendo un gran arco. La fotogra-
fió primero arrodillándose, luego de pie, luego ten-
dido de espaldas con la cámara vuelta hacia ella.
Ella se sentía abrumada por la cantidad de pelí-
cula que invertía, pero contenta por la atención
que le prestaba. Esperaba que ningún vecino hu-
biera salido temprano con el tractor. Aunque esa
mañana en particular, no le importaban mucho
los vecinos ni lo que pudieran pensar.
Él fotografió, cambió el rollo, cambió las len-
tes, cambió de cámara y fotografió un poco más,
hablando tranquilamente con ella mientras traba-
jaba, repitiéndole qué bien la veía y cuánto la ama-
ba. «Francesca, eres increíblemente hermosa.»
A veces se detenía y la miraba, miraba a través de
ella, alrededor de ella, dentro de ella.
Los pezones se marcaban con nitidez en su ca-
miseta. Curiosamente, no le había importado no
llevar nada debajo. Es más: se alegraba de ello y la
excitaba saber que él veía sus pechos a través del
objetivo. Nunca se hubiera vestido así para estar
con Richard. Él no lo habría aprobado. En reali-
dad, antes de conocer a Robert Kincaid, no se hu-
biera vestido así en ningún momento.
Robert le había pedido que arqueara un poco la
espalda, y entonces susurró: «Eso es, eso es, qué-
date así». Fue en el momento en que tomó la foto
que ella miraba ahora. La luz era perfecta, eso ha-
bía dicho él (nebulosa-brillante, la llamó), y se
oyó muchas veces seguidas el chasquido del obtu-
rador mientras él se movía alrededor de ella.
Robert era flexible; ésa era la palabra que pensa-
ba Francesca mientras lo miraba. A los cincuenta y
dos años, su cuerpo era puro músculo, sin grasa,
músculo que se movía con la clase de intensidad y
potencia que sólo poseen los hombres que trabajan
mucho y se cuidan. Robert le contó que había sido
reportero de guerra en el Pacífico, y Francesca lo
imaginó en las playas saturadas de humo con los
marines, con las cámaras colgando de los hombros,
una ante su ojo, y el obturador recalentado por la
velocidad con que fotografiaba.
Volvió a mirar la foto. La estudió. Sí, realmente
estaba guapa, pensó, sonriendo ante esa ligera ad-
miración que sentía por sí misma. Nunca lo he es-
tado tanto, ni antes ni después. Fue por él. Y bebió
otro sorbito de coñac mientras la lluvia cabalgaba
furiosamente sobre el viento de noviembre.
Robert Kincaid era un verdadero mago, que vi-
vía dentro de sí mismo en lugares extraños, casi
amenazadores. Francesca lo había percibido inme-

39
diatamente, aquel lunes caluroso y seco del mes de
agosto de 1965, cuando él bajó de la furgoneta,
enfrente de su casa. Richard y los chicos estaban
en la feria del estado de Illinois, exhibiendo el no-
villo campeón que recibía más atenciones que ella.
Esa semana era suya.
Estaba sentada en el columpio del porche de la
entrada, bebiendo té helado, mirando distraída-
mente la espiral de polvo que levantaba una ca-
mioneta en la carretera del condado.
El coche se movía con lentitud, como si el que lo
conducía buscara algo; se detuvo justo al llegar al
sendero de Francesca y giró por él en dirección a la
casa. Dios mío, pensó Francesca, ¿quién es éste?
Estaba descalza, y llevaba téjanos y una camisa
desteñida y arremangada por encima del pantalón.
Los largos cabellos negros estaban sujetos con la
peineta de carey que su padre le había regalado
cuando ella se marchó de su país natal. La camio-
neta recorrió el sendero y se detuvo cerca de la
puerta del cerco de alambre que rodeaba la casa.
Francesca bajó los escalones del porche y cami-
nó sin prisa por la hierba hacia la entrada. Y de la
camioneta bajó Robert Kincaid, como una visión
surgida de un libro jamás escrito: Historia ilustra-
da de los chamanes.
La camisa marrón de estilo militar se le pegaba
a la espalda por la traspiración; tenía grandes cír-
culos oscuros debajo de los brazos. Los tres boto-
nes de arriba estaban desabrochados, y ella veía

40
los tensos músculos del pecho bajo la simple cade-
nita de plata que llevaba al cuello. Sobre los hom-
bros lucía unos anchos tirantes de color naranja,
del tipo que siempre usa la gente que pasa mucho
tiempo en lugares agrestes.
Robert sonrió.
-Perdone la molestia, pero estoy buscando un
puente cubierto que hay por aquí y no lo encuen-
tro. Creo que me he perdido.
Se enjugó la frente con un pañuelo azul y volvió
a sonreír.
Tenía una mirada directa, y algo dio un salto
dentro de ella. Los ojos, la voz, la cara, el cabello
plateado, la flexibilidad con que se movía su cuer-
po, todo eso despertaba sensaciones familiares en
Francesca, sensaciones perturbadoras e irresistibles.
Todo en él evocaba una de esas imágenes que ha-
blan en susurros cuando uno está a punto de dor-
mirse, cuando han caído todas las barreras. Una de
esas imágenes que reorganizan el espacio molecu-
lar entre macho y hembra, independientemente de
la especie.
Las generaciones pasan, pero esas emociones que
Robert provocaba en Francesca sólo murmuran
acerca de una exigencia única, nada más. Son ina-
movibles, y sus metas, claras. Y son simples; no-
sotros somos quienes las hemos vuelto complica-
das. Francesca percibía todo esto sin saber que lo
percibía; lo experimentaba físicamente. Y allí em-
pezó aquello que habría de cambiarla para siempre.
Un coche pasó por el camino, levantando pol-
vo, y se oyó la bocina. Francesca saludó con la
mano al brazo marrón de Floyd Clark que salía
del Chevy, y se volvió hacia el desconocido.
-Ya casi ha llegado. El puente está a sólo tres
kilómetros de aquí.
Y entonces, después de veinte años de vivir una
vida estrecha, una vida de conducta rígida y senti-
mientos ocultos, impuesta por las tradiciones rura-
les, Francesca Johnson se sorprendió a sí misma di-
ciendo:
-Se lo mostraré con mucho gusto, si quiere.
Nunca supo muy bien por qué lo hizo. Eran los
sentimientos de una muchacha joven que apare-
cían como una burbuja en el agua y estallaban, tal
vez, después de todos esos años. No era tímida,
pero tampoco muy directa. Lo único que podía
pensar era que Robert Kincaid la había atraído in-
tensamente, después de sólo unos segundos de mi-
rarlo.
Era obvio que él se había sorprendido un po-
co con el ofrecimiento. Pero se recuperó pronto, y
con expresión seria le dijo que se lo agradecería.
Francesca cogió de los escalones de atrás las botas
de vaquero que usaba para trabajar en la granja,
fue hasta el camión y se detuvo junto al asiento
del acompañante.
-Espera, te haré sitio; hay un montón de mate-
rial y otras cosas ahí. -Hablaba mientras iba orde-
nando, principalmente para sí, y ella advertía que

42-
estaba un poco confundido y un poco azorado
por esa situación.
Trasladó bolsos de lona y trípodes, un termo, y
bolsas de papel a la parte trasera de la camioneta,
donde una vieja maleta Samsonite marrón y un es-
tuche de guitarra polvoriento y deteriorado per-
manecían atados a una rueda de repuesto con una
cuerda de tender ropa.
La puerta de la furgoneta se cerró, golpeándolo
por detrás, mientras él murmuraba, juntaba y metía
vasitos de plástico para café y cascaras de plátano en
una bolsa de papel. Arrojó la bolsa a la caja de los
residuos. Finalmente quitó del asiento delantero la
nevera y la puso también detrás. En la puerta verde
del camión, unas letras rojas descoloridas rezaban:
«Kincaid, Fotografía, Bellingham, Washington».
-Bien, creo que ahora puedes meterte ahí.
Sostuvo la puerta, la cerró tras ella, luego fue al
asiento del conductor y con una peculiar gracia
animal se sentó frente al volante. Le echó una sola
mirada rápida a Francesca, sonrió apenas y dijo:
-¿Hacia dónde voy?
-Hacia la derecha. -Le indicó con la mano. Él
giró la llave, y se oyeron los gruñidos desafinados
del motor. Recorrieron el sendero hacia el camino
dando brincos. Las largas piernas de Robert se
movían automáticamente al cambiar de velocida-
des; los viejos Levi's cubrían las botas de cuero
con cordones que habían visto pasar muchos kiló-
metros a pie.

43
Se inclinó y buscó en la guantera, rozando acci-
dentalmente con el antebrazo la parte inferior del
muslo de Francesca. Con un ojo en el camino y
otro en la guantera, sacó una tarjeta de visita y se la
entregó. «RobertKincaid, Autor-Fotógrafo.» Lue-
go venían su dirección y su número de teléfono.
-Me envía aquí el National Geographic -dijo-.
¿Conoces la revista?
-Sí -respondió Francesca, y pensó: ¿Acaso no
la conoce todo el mundo?
-Están haciendo un reportaje sobre puentes cu-
biertos, y parece que Madison County tiene algu-
nos interesantes. He localizado seis, pero creo que
hay por lo menos uno más, y tiene que estar en es-
ta dirección.
-Se llama Roseman Bridge -informó Francesca
en medio del ruido del viento, de los neumáticos y
del motor.
Su voz sonaba rara, como si perteneciera a otra
persona, a una adolescente asomada a una venta-
na, en Ñapóles, viendo a lo lejos calles de ciu-
dades, trenes y puertos, mientras soñaba con sus
lejanos y futuros amantes. Mientras hablaba mi-
raba los músculos de su antebrazo, que se movían
cuando él cambiaba de velocidad.
Junto a Francesca había dos mochilas. Una es-
taba cerrada, pero la solapa de la otra, doblada
hacia atrás, dejaba ver la parte superior plateada y
la posterior negra de una cámara. En la parte pos-
terior, tenía la etiqueta de un carrete, que decía

44
«Kodachrome II 25. 36 fotos». Detrás de los bul-
tos había una chaqueta de color tostado, con mu-
chos bolsillos. De un bolsillo colgaba una delgada
cuerda con un émbolo en el extremo.
Francesca tenía dos trípodes entre los pies. Es-
taban muy rayados, pero en uno se podía leer la
gastada etiqueta: «Gitzo». Cuando Robert abrió
la guantera, Francesca vio que estaba abarrotada
de cuadernos, mapas, lápices, cajas de película va-
cías, monedas y cigarrillos Camel.
-Dobla a la derecha en la próxima curva -dijo.
Eso le dio una excusa para mirar el perfil de Ro-
bert Kincaid. La piel tostada y suave brillaba con
la traspiración. Sus labios eran bonitos; por algu-
na razón, Francesca lo había notado de inmedia-
to. Y la nariz era como la de los indios que ha-
bía visto en unas vacaciones que se había tomado
la familia en el oeste, cuando los hijos eran pe-
queños.
Robert no era apuesto en el sentido convencio-
nal. Ni tampoco feo. Esas palabras no se aplicaban
a él. Pero había algo en ese hombre. Algo muy anti-
guo, algo ligeramente deteriorado por los años; no
en su apariencia, sino en sus ojos.
En la muñeca izquierda llevaba un reloj de as-
pecto complicado, con una correa de cuero ma-
rrón manchada por el sudor. En la derecha te-
nía una pulsera de plata con arabescos. Le vendría
bien una limpieza con limpiametales, pensó Fran-
cesca, y enseguida se condenó por haber caído en

45
la trivialidad de la vida pueblerina, contra la que
se rebelaba en silencio desde hacía años.
Robert Kincaid sacó un paquete de Camel del
bolsillo de la camisa y le ofreció uno. Francesca
aceptó el cigarrillo y, por segunda vez en cinco mi-
nutos, se sorprendió a sí misma. ¿Qué estoy ha-
ciendo?, pensó. Hacía años que había dejado de
fumar, debido a la presión constante de la crítica
de Richard. Robert se puso el cigarrillo entre los
labios y encendió el de Francesca con un Zippo de
oro, sin dejar de mirar la carretera.
Ella ahuecó las manos a ambos lados de la lla-
ma para protegerse del viento, y tocó la mano de
Robert para que no la sacudieran los saltos de la
camioneta. Sólo le llevó un instante encender el ci-
garrillo, pero fue suficiente para sentir el calor de
la mano de él y su ligero vello en el dorso. Volvió
a apoyarse en el respaldo y Robert acercó el en-
cendedor a su propio cigarrillo defendiéndolo del
viento con mano experta y retirando sólo un se-
gundo las manos del volante.
Francesca Johnson, esposa de granjero, apoya-
da en el asiento polvoriento de la camioneta, fu-
mando un cigarrillo, señaló:
-Es allí, al doblar la curva.
El viejo puente rojo, descascarillado, ligeramen-
te inclinado por los años, cruzaba un arroyo.
Entonces Robert Kincaid sonrió. La miró rápi-
damente ydijo:
-Fantástico. Una foto del crepúsculo.

46
Se detuvo a cien metros del puente y bajó, lle-
vándose la mochila abierta.
-Voy a hacer un pequeño reconocimiento, ¿no
te molesta?
Ella le devolvió la sonrisa.
Lo observó mientras él caminaba por el sendero
de campo, mientras sacaba la cámara de la mochi-
la y luego se echaba el bolso sobre el hombro iz-
quierdo. Ese movimiento exacto lo había hecho mi-
les de veces. Francesca se dio cuenta por la fluidez
con que lo hizo. Mientras caminaba, su cabeza no
dejaba de moverse, mirando de un lado a otro, el
puente, y los árboles detrás del puente. Se volvió
una vez y fijó la vista en ella, con el rostro serio.
En contraste con la gente del lugar, que se ali-
mentaba de salsas, patatas y carnes rojas, Robert
daba la impresión de no comer otra cosa que fruta,
nueces y vegetales. Duro, pensó Francesca. Parece
físicamente duro. Reparó en lo pequeño que era su
trasero dentro de los téjanos ajustados; veía el con-
torno de la billetera en el bolsillo izquierdo y el del
pañuelo en el derecho. Robert parecía andar por el
terreno sin un solo movimiento innecesario.
No había ruidos. Un mirlo de alas rojas posado
en una alambrada la miró. Una alondra gritó des-
de el pasto, junto al camino. Nada más se movía
bajo el sol blanco de agosto.
Robert se detuvo justo antes de llegar al puente.
Se quedó un momento allí, luego se puso en cucli-
llas y escudriñó a través de la cámara. Fue hasta el

47
otro lado del camino e hizo lo mismo. Luego se
paró en el puente y estudió las vigas y las planchas
del suelo, y contempló la corriente por un agujero
que había en un lado.
Francesca apagó el cigarrillo en el cenicero,
abrió la puerta y apoyó las botas en la grava.
Echó una mirada alrededor para asegurarse de
que no venía el coche de un vecino, y caminó has-
ta el puente. El sol era como un martillazo al final
de la tarde, y el interior del puente parecía estar
más fresco. Veía recortarse la silueta de Robert en
el otro extremo, hasta que desapareció en la pen-
diente de la orilla.
Francesca oía el suave arrullo de las palomas en
sus nidos, debajo del tejado del puente. Pasó la ma-
no por la barandilla; la madera estaba caliente. En
algunas planchas había pintadas: «Jimbo-Detu-
son, Iow». «Sherry + Dubby.» «¡Arriba, Hawks!»
Las palomas seguían arrullándose suavemente.
Francesca espió por una grieta de las dos plan-
chas laterales hacia el arroyo adonde había ido
Robert Kincaid. Estaba de pie sobre una roca en
medio del riachuelo, mirando hacia el puente, y
ella se sobresaltó al ver que él la saludaba con la
mano. Robert saltó otra vez a la orilla, moviéndo-
se con soltura por el terreno inclinado. Francesca
siguió mirando el agua hasta que sintió las botas
de él en el suelo del puente.
-Se está muy bien aquí, es muy agradable -dijo
Robert, y su voz resonó dentro del puente cubierto.

48
Francesca asintió.
-Sí. A estos puentes nosotros no les prestamos
ninguna atención, no pensamos que sean gran cosa.
Él fue hacia ella con un ramillete de flores sil-
vestres.
-Gracias por hacer de guía —le dijo, sonriendo
con dulzura-. Uno de estos días vendré al amane-
cer a hacer fotos.
Una vez más, ella sintió algo por dentro. Flores.
Nadie le regalaba flores, ni siquiera en ocasiones
especiales.
-No conozco tu nombre -dijo Robert.
Entonces ella se dio cuenta de que no se lo ha-
bía dicho, y se sintió como una tonta. Cuando se
lo dijo, él hizo un gesto afirmativo y respondió:
-Me había parecido notar un levísimo acento.
¿Italiana?
-Sí. Vine hace mucho tiempo.
Volvieron a subirse a la camioneta verde y vol-
vieron a recorrer los caminos de grava mientras
bajaba el sol. Se cruzaron con dos coches, pero no
era nadie que Francesca conociera. En los cuatro
minutos que tardaron en llegar a la granja dejó
vagar los pensamientos, sientiéndose liberada y ex-
traña. Quería más de Robert Kincaid, autor y fo-
tógrafo. Quería saber más y apretaba el ramillete
que llevaba en la falda, con las flores hacia arriba,
como una colegiala que vuelve de un paseo.
Estaba ruborizada. Lo sentía. No había hecho
ni dicho nada, pero sentía como si algo hubiera

49
sucedido. La radio de la furgoneta, casi inaudible
en medio del rugido del camino y del viento, trans-
mitió el sonido de una guitarra eléctrica y después
las noticias de las cinco.
La furgoneta entró en el sendero.
-¿Richard es tu marido? -Había visto el nom-
bre en el buzón.
-Sí-respondió Francesca, ligeramente agitada. Una
vez que pronunció esa palabra, pudo seguir hablan-
do-. Hace mucho calor. ¿Te apetece un té helado?
Él la miró.
-Si no es molestia, ya lo creo que sí.
-No es molestia -dijo ella.
Le indicó sin revelar ansiedad, o al menos eso
esperaba, que estacionara la camioneta detrás de
la casa. No deseaba que al volver Richard, uno
de los vecinos le dijera: «Ah, Dick, ¿estáis en
obras? La semana pasada vi una furgoneta verde
en tu casa. Sabía que Frannie estaba allí, de mane-
ra que no me preocupé por controlar».
Subieron por los escalones rotos hasta la puerta
del porche trasero. Robert sostuvo la puerta para
que ella pasara; llevaba consigo las bolsas con las
cámaras.
-Hace demasiado calor para dejar el equipo en
el coche -había dicho al retirarlos.
En la cocina se estaba un poco más fresco, pero
de todos modos hacía mucho calor. El collie hus-
meó las botas de Kincaid, luego salió al porche y
se echó pesadamente, mientras Francesca sacaba
cubos de hielo y vertía el té en una enorme jarra.
Robert se había sentado a la mesa de la cocina, y
se alisaba el pelo con las dos manos; y ella sabía
que él la observaba.
-¿Limón?
-Sí, por favor.
-¿Azúcar?
-No, gracias.
El jugo de limón goteó lentamente por la pared
del vaso, y él notó eso también. Robert Kincaid no
se perdía ningún detalle.
Francesca colocó un vaso frente a él y el otro al
otro lado de la mesa de fórmica. Puso las flores en
agua, en un viejo frasco de jalea con dibujos del
pato Donald. Apoyada en la repisa, levantó una
pierna y se quitó la bota. Luego se apoyó en el pie
descalzo y se sacó la otra.
Robert bebió un sorbito de té y la miró. Ella me-
día menos de un metro setenta, andaba por los cua-
renta o poco más, tenía una linda cara y un cuerpo
hermoso, cálido. Pero dondequiera que fuera en-
contraba mujeres bonitas. El aspecto físico podía
tener cierta importancia, pero, para Robert, lo que
realmente contaba era la inteligencia y la pasión de
vivir, la capacidad de conmover y de conmoverse
con sutilezas de la mente y del espíritu. Por eso,
siendo indiferente a una belleza exterior, no encon-
traba atractivas a la mayoría de las mujeres jóve-
nes. No habían vivido ni sufrido lo suficiente para
poseer esas cualidades que le interesaban.
Pero había algo en Francesca Johnson que real-
mente le atraía. Había inteligencia; Roben lo sen-
tía. Y había pasión, aunque no sabía hacia qué
iba dirigida esa pasión, si es que iba dirigida a
algo.
Más tarde él le dijo que, de alguna manera in-
definible, verla quitarse las botas esa tarde había
sido uno de los momentos más sensuales que re-
cordaba. No importaba por qué. Él no se acerca-
ba a la vida con porqués.
«El análisis destruye los conjuntos. Algunas co-
sas, las cosas mágicas, han sido hechas para per-
manecer enteras. Si uno las observa por partes,
desaparecen.» Eso había dicho.
Ella estaba sentada a la mesa con una pierna
doblada bajo su cuerpo, y apartaba los mechones
de cabello negro que le caían sobre la cara suje-
tándolos nuevamente con la peineta de carey. Lue-
go recordó algo, se levantó y se acercó al apara-
dor; cogió un cenicero y lo puso en la mesa al
alcance de la mano de Robert.
Con ese permiso tácito, él sacó un paquete de
Camel y se lo ofreció. Francesca cogió un cigarri-
llo y advirtió que estaba levemente húmedo por la
intensa traspiración de él. Repitieron los mismos
movimientos que en el coche. Él encendió el Zip-
po, ella le tocó la mano para que no la moviera,
sintió su piel con las yemas de los dedos y se apo-
yó en el respaldo de la silla. El sabor del cigarrillo
era maravilloso. Francesca sonrió.
-¿Qué haces, exactamente? Me refiero a la fo-
tografía.
Robert observó su cigarrillo y contestó con calma:
-Bueno, trabajo para... soy un fotógrafo del
National Geographic. Esto ocupa parte de mi
tiempo. Vendo ideas a la revista y tomo las fotos.
O ellos me llaman cuando quieren hacer algo. No
hay mucho espacio para la expresión artística; es
una publicación muy conservadora. No es ex-
traordinaria, pero sí decente y segura. El resto del
tiempo, escribo y fotografío por mi cuenta y man-
do material a otras revistas. Si las cosas se ponen
duras, hago trabajo de equipo, pero eso me limita
mucho. A veces, escribo poesía para mí mismo.
De vez en cuando trato de escribir un poco de fic-
ción, pero parece que no tengo talento para ello.
Vivo al norte de Senorte y trabajo bastante en esa
zona. Me gusta sacar fotografías de barcos pes-
queros, poblaciones indias y paisajes. El trabajo
para el Geographic a veces me retiene en el mismo
lugar un par de meses, especialmente cuando es
algo de envergadura, por ejemplo una parte del
Amazonas o el desierto de África del Norte. Suelo
viajar en avión para esos trabajos y alquilar des-
pués un coche. Pero tenía ganas de visitar en co-
che algunos lugares y explorarlos para reportajes
futuros. Vine bordeando el Lago Superior; volveré
por Black Kills. ¿Y tú?
Francesca no esperaba que se lo preguntara.
Tartamudeó unos instantes.

53
-Ah, por Dios, nada parecido a lo tuyo. Me
gradué en literatura comparada. Cuando llegué a
Winterset en 1946, había problemas para encon-
trar profesores, y como estaba casada con un vete-
rano, me cogieron. De manera que obtuve un cer-
tificado de enseñanza y enseñé literatura inglesa
unos años en la escuela secundaria. Pero a Ri-
chard no le gustaba que yo trabajase. Decía que él
podía mantenernos, que no era necesario, sobre
todo cuando nuestros hijos eran pequeños, así que
lo dejé y dediqué mi jornada completa a ser espo-
sa de granjero. Eso es todo.
Advirtió que Robert había terminado el té hela-
do y le sirvió más de la jarra.
-Gracias. ¿Te gusta vivir en Iowa?
La situación le permitía ser sincera. Francesca
lo sintió. La respuesta estereotipada era: «Mucho.
Es muy tranquilo. La gente es muy buena».
No contestó de inmediato.
-¿Me das otro cigarrillo?
Otra vez el paquete de Camel, otra vez el en-
cendedor, otra vez el ligero contacto de las manos.
El sol entraba en el porche de atrás y caía sobre
el perro, que se levantó y desapareció. Francesca,
por primera vez, miró a los ojos a Robert Kincaid.
-Tengo que responder: «Me gusta. Es muy
tranquilo. La gente es muy buena». En general,
todo eso es cierto. Es tranquilo. La gente es buena,
en cierto sentido. Todos nos ayudamos. Si alguien
se lastima o enferma, los vecinos cosechan su maíz

54
o su avena o hacen lo que sea necesario. En la ciu-
dad se puede dejar el coche abierto y permitir a
los chicos que corran de acá para allá sin peligro.
La gente de aquí tiene un montón de buenas cuali-
dades, y yo la respeto por eso. Pero -vaciló, echó
una calada, miró a Robert Kincaid sentado frente
a ella-, no es lo que yo soñaba de jovencita.
La confesión, por fin. Hacía años que las pala-
bras estaban ahí, y nunca las había pronunciado.
Ahora se las había dicho a un hombre que venía
de Bellingham, del estado de Washington, en una
camioneta verde.
Durante unos momentos, él guardó silencio.
Luego, dijo:
-El otro día anoté algo en mi cuaderno para
usarlo algún día; se me ocurrió mientras viajaba.
Es algo que sucede a menudo. Dice así: «Los viejos
sueños eran sueños buenos; no se realizaron, pero
me alegro de haberlos tenido». No estoy seguro de
lo que significa, pero lo usaré en alguna parte. De
manera que creo que entiendo lo que sientes.
Francesca le sonrió entonces, por primera vez,
con una sonrisa cálida y profunda. Y el instinto
del jugador se impuso en ella.
-¿Quieres quedarte a cenar? Mi familia está
fuera, de modo que no tengo mucho en casa, pero
algo inventaré.
-Desde luego, estoy cansado de los supermerca-
dos y de los restaurantes. Así que si no es mucha
molestia, me encantaría.

55
-¿Te gustan las chuletas de cerdo? Puedo servir-
las con verduras de la huerta.
-Prefiero las verduras solas. No como carne.
Hace años que ya no la como. No es por ninguna
razón en especial, simplemente me siento mejor
así.
Francesca volvió a sonreír.
-Aquí tu punto de vista no sería muy popular.
Richard y sus amigos dirían que estás tratando de
destruir su medio de subsistencia. Yo misma no
como mucha carne; no sé muy bien por qué, senci-
llamente no me gusta. Pero cada vez que intento
hacer una cena sin carne para mi familia hay gri-
tos de rebelión, de manera que he abandonado el
intento. Será agradable pensar en algo diferente
para variar.
-Bueno, pero no te tomes muchas molestias por
mí. Escucha, tengo película en la nevera. Necesito
tirar el agua del hielo derretido y ordenar un poco
las cosas. Me llevará un rato. -Se levantó y bebió
lo que quedaba del té.
Ella lo vio salir por la puerta de la cocina, cru-
zar el porche y salir al patio. No dejó golpear la
puerta de alambre tejido como hacían todos, sino
que la cerró suavemente. Justo antes de salir se
agachó para palmear al collie, que le agradeció la
atención con varias buenas lamidas en los brazos.
Francesca fue a las habitaciones de arriba, se
dio un rápido baño y, mientras se secaba, miró
por encima de la cortina que cubría la mitad infe-
rior de la ventana. La maleta de Robert estaba
abierta, y él se estaba lavando con la vieja bomba
de mano. Francesca pensó que debería haberle di-
cho que podía ducharse en la casa si lo deseaba.
Lo había pensado antes, pero la había retenido la
familiaridad que eso implicaba, y luego, flotando
en su propia confusión, se había olvidado y no ha-
bía dicho nada.
Pero Robert Kincaid se había lavado en peores
condiciones. Con baldes de agua estancada en la
patria de los tigres, con el agua de su cantimplora
en el desierto. En la granja de Francesca, se había
desnudado hasta la cintura y usaba la camisa su-
cia como una combinación de esponja y toalla.
Una toalla, se reprochó Francesca; al menos po-
dría haberle dado una toalla.
La navaja de afeitar reflejaba el sol; ella lo vio
enjabonarse la cara y afeitarse. Era -otra vez esa
palabra, pensó Francesca-, era duro. No era cor-
pulento, medía un poco más de uno ochenta y era
más bien delgado. Pero tenía la musculatura de
los hombros grande, y el abdomen liso como la
hoja de un cuchillo. No representaba la edad que
tenía y no se parecía a los hombres del lugar,
que comían demasiados dulces en el desayuno.
La última vez que había ido a Des Moines, Fran-
cesca se había comprado un perfume nuevo: Wind-
song, y ahora lo usó con moderación. ¿Qué se
pondría? No le pareció bien arreglarse demasiado,
puesto que él seguía con su ropa de trabajo. Cami-

57
sa blanca de manga larga, unos téjanos limpios,
sandalias. Los aretes que, según Richard, le daban
aspecto de gitana y una pulsera de oro. El cabello
recogido con una hebilla en la nuca, caído sobre
la espalda. Así estaría bien.
Cuando volvió a la cocina, Robert estaba senta-
do ahí con sus mochilas y su nevera; se había
puesto una camisa caqui limpia con los mismos ti-
rantes naranja de antes. En la mesa había tres cá-
maras, dos lentes cortos, dos medianos y uno lar-
go, y un nuevo paquete de Camel. Las cámaras y
los lentes eran de la marca Nikon. El equipo esta-
ba rayado, en algunas partes abollado. Pero Ro-
bert lo manejaba cuidadosamente, aunque sin ob-
sesionarse. Pulía, cepillaba, soplaba.
Volvió a mirarla; ella estaba seria otra vez, tímida.
-Tengo cerveza en la nevera. ¿Quieres una?
-No estaría mal. -Sacó dos botellas de Budwel-
ser. Cuando levantó la tapa de la nevera, Frances-
ca vio cajas de plástico transparente con película
apiladas en el interior. Quedaban otras cuatro bo-
tellas de cerveza.
Francesca abrió un cajón para coger un abridor,
pero él dijo: «Yo tengo». Sacó de su vaina el cor-
taplumas múltiple que llevaba en el cinturón, ex-
tendió una de sus hojas y la usó con pericia.
Le entregó una botella a Francesca y alzó la
suya en una especie de brindis:
-A los puentes cubiertos en el atardecer, o, me-
jor aún, en las mañanas cálidas, rojas. -Sonrió.
Francesca no dijo nada, pero sonrió con suavi-
dad y levantó un poco su botella con gesto vacilan-
te, incómodo. Un extraño desconocido, las flores,
el perfume, la cerveza y un brindis un caluroso
lunes del final del verano. Era más de lo que podía
resistir.
-Alguna vez alguien tuvo sed una tarde de agos-
to. Quienquiera que fuese, se paró a estudiar su
sed, improvisó alguna bebida e inventó la cerveza.
De allí proviene, y se resolvió el problema de la
sed. -Estaba ocupado con una cámara, y parecía
que le hablaba a ella mientras ajustaba un tornillo
en la parte superior, con un destornillador de joye-
ro.
-Voy un minuto al jardín. Ahora vuelvo.
Robert levantó los ojos.
-¿Necesitas ayuda?
Ella hizo un gesto negativo y pasó junto él, sin-
tiendo su mirada en las caderas, preguntándose si
la seguiría mirando mientras cruzaba el porche,
adivinando que sí lo haría.
No se equivocaba. Él la observaba. Movió la
cabeza y volvió a mirarla. Observó su cuerpo,
pensó en la inteligencia que él sabía que poseía, se
preguntó qué otras cosas percibía de ella. Se sentía
atraído y luchaba contra esa atracción.
Ahora el jardín estaba en sombra. Francesca
llevaba una cascada cazuela de esmalte blanco.
Recogió zanahorias y perejil, nabos, cebollas.
Cuando volvió a la cocina, Robert Kincaid es-

59
taba colocando nuevamente el equipo en las bol-
sas. Con cuidado y precisión, observó Francesca.
Evidentemente, había un lugar para cada cosa y
cada cosa estaba en su lugar. Robert había termi-
nado su cerveza y había abierto dos más, aunque
Francesca aún no había terminado la suya. Enton-
ces, ella echó la cabeza hacia atrás, vació la bote-
lla y se la entregó.
-¿Puedo hacer algo? -preguntó él.
-Puedes traer el melón del porche y unas pata-
tas de ese balde que está allí.
Él se movió con tanta agilidad que a Francesca
le asombró el poquísimo tiempo que tardó en ir al
porche y volver, con el melón bajo el brazo y cua-
tro patatas en las manos.
-¿Bastarán?
Asintió, pensando que él tenía algo fantasmal.
Dejó las patatas y el melón junto al fregadero don-
de ella limpiaba las verduras y volvió a su silla,
encendiendo un Camel mientras se sentaba.
-¿Cuánto tiempo estarás por aquí? -preguntó
Francesca, mirando las verduras que limpiaba.
-No estoy seguro. No tengo mucha prisa, no
debo entregar las fotos de los puentes hasta den-
tro de tres semanas. Me quedaré hasta que acabe
el trabajo, supongo. Probablemente será una se-
mana.
-¿Dónde te alojas? ¿En la ciudad?
-Sí, en un pequeño lugar con cabanas. Motor
Court no sé qué más. He llegado esta mañana.

6o
Ni siquiera he sacado todavía mis cosas del coche.
-Es el único hotel que hay, excepto el de la se-
ñora Carlson, que aloja pensionistas. Los restau-
rantes no te gustarán, especialmente por tu forma
de comer.
-Lo sé. Es una vieja historia. Pero he aprendido
a arreglármelas. En esta época del año no es tan
difícil; encuentro productos frescos en tiendas y en
puestos por el camino. Pan y otras cosas, y más o
menos me arreglo. Pero es bueno que a uno lo in-
viten como tú lo haces ahora. Yo lo agradezco
mucho.
Francesca extendió la mano sobre la repisa y en-
cendió una pequeña radio con sólo dos diales y con
unos altavoces cubiertos por una tela beige.
«Siéntate a mi lado, tan cerca como el aire»,
cantó una voz, acompañada del rasgueo de las gui-
tarras. Francesca dejó la radio a bajo volumen.
-Soy bastante bueno para picar verduras -ofre-
ció él.
-Bueno, ahí está la tabla de madera; debajo, en
el cajón, hay un cuchillo. Voy a hacer un guiso, de
manera que tienes que cortarlas en cubos.
Él estaba a medio metro de ella, mirando hacia
abajo, cortando las zanahorias y los nabos, el apio
y las cebollas. Francesca pelaba patatas en el fre-
gadero, consciente de estar muy cerca de un hom-
bre extraño. Nunca se le había ocurrido que pelar
patatas podía provocar esas pequeñas sensaciones
extrañas.

61
-¿Tocas la guitarra? He visto el estuche en tu
camión.
-Un poquito. Me hace compañía, no es más
que eso. Mi esposa fue una cantante folk de la pri-
mera época, mucho antes de que esa música se hi-
ciera popular, y me enseñó algo.
Francesca se había puesto un poco rígida al oír
la palabra «esposa», no sabía bien por qué. Tenía
derecho a estar casado, pero de alguna manera
eso no encajaba con él. Ella no quería que estuvie-
se casado.
-Mi esposa no soportaba mis viajes, ni que yo
pasara meses fuera. No la critico. Me dejó hace
nueve años. No tuvimos hijos, así que no fue com-
plicado. Se llevó una guitarra y me dejó otra a mí.
-¿La has vuelto a ver?
-No, nunca. -Eso fue todo lo que dijo. Frances-
ca no insistió. Pero se sintió mejor, egoístamente,
y otra vez se preguntó por qué le importaba el
asunto, ya fuese de una u otra manera.
-He estado dos veces en Italia -dijo Robert-.
¿Dónde naciste tú?
-En Ñapóles.
-No he ido nunca a Ñapóles. Estuve una vez en
el norte, fotografiando el río Po. Y, otra vez, para
otro trabajo, en Sicilia.
Francesca pelaba patatas pensando en Italia y
sintiendo la presencia de Robert Kincaid.
Las nubes se habían acumulado en el oeste divi-
diendo el sol en rayos que se extendían en varias

éz
direcciones. Robert miró por la ventana que esta-
ba encima del fregadero y dijo:
-La luz de Dios. A las fábricas de calendarios
les encanta. Y a las revistas religiosas.
-Tu trabajo parece interesante -dijo Francesca.
Sentía la necesidad de mantener la conversación
en un terreno neutro.
-Lo es. Me gusta muchísimo. Me gusta el cami-
no y me gusta hacer fotos.
Ella advirtió que decía «hacer» fotos.
-¿Tú «haces» fotos, no las tomas?
-Así es. Al menos así es como me gusta pensarlo.
Ésa es la diferencia entre los que sacan instantáneas
los domingos y los fotógrafos profesionales. Cuan-
do haya terminado con el puente que vimos hoy, no
tendrá el aspecto que tú piensas. Lo habré converti-
do en algo mío, por la elección de la lente, o el án-
gulo de la cámara, o la composición general, o pro-
bablemente por la combinación de todo eso. Yo no
me limito a tomar las cosas como se presentan; tra-
to de convertirlas en algo que refleje mi conciencia
personal, mi espíritu. Trato de encontrar la poesía
en la imagen. La revista tiene su propio estilo y sus
exigencias, y yo no siempre estoy de acuerdo con el
gusto del editor; en realidad, casi nunca lo estoy.
Y eso les molesta, aunque ellos deciden lo que
guardan y lo que suprimen. Supongo que conocen
a sus lectores, pero a mí me gustaría que, de vez en
cuando, se arriesgaran un poco. Se lo digo y les mo-
lesta. Ése es el problema de ganarse la vida con el
arte. Siempre se trabaja con mercados, y los merca-
dos, los mercados masivos, están diseñados para
satisfacer un gusto intermedio. Ahí están los núme-
ros. Supongo que es la realidad. Pero, como te dije,
puede limitar mucho. Me permiten conservar las
fotos que no publican, de manera que al menos ten-
go mis propios archivos privados con el material
que me gusta. Y, de tanto en tanto, otra revista
compra alguna de esas fotos, o puedo escribir un
artículo sobre un lugar donde he estado e ilustrarlo
con un poco más de audacia de lo que le gusta al
National Geographic.
»Un día, escribiré un ensayo titulado Las virtu-
des del amateurismo, para todos aquellos que de-
sean ganarse la vida con el arte. El mercado mata
más pasión artística que cualquier otra cosa. Para la
mayoría de la gente representa la seguridad. Quie-
ren seguridad; las revistas y los fabricantes les dan
seguridad, les dan homogeneidad, les dan lo cono-
cido y lo cómodo, no los desafían. Las ganancias y
las suscripciones y todo eso domina el arte. Todos
estamos atados a la gran rueda de la uniformidad.
»Los responsables de márketing siempre hablan
de los "consumidores". Cuando oigo esta palabra,
me imagino a un hombrecito gordo en bermudas,
con camisa hawaiana y un sombrero de paja del
que cuelgan abridores para latas de cerveza, y con
montones de dólares en sus puños cerrados.
Francesca se rió suavemente, pensando en la se-
guridad y en la comodidad.

64
-Pero me quejo demasiado. Como te dije, viajar
es agradable, y a mí me gusta jugar con las cáma-
ras y estar al aire libre. La realidad no es exacta-
mente lo que prometía la canción, pero la canción
no es mala.
Francesca suponía que, para Robert Kincaid,
eso era una charla sobre temas cotidianos. Para
ella era un tema literario. La gente de Madison
County no hablaba así, ni de esas cosas. Ellos ha-
blaban del tiempo y de los precios de los produc-
tos de la granja, de los recién nacidos y de los fu-
nerales, de los programas del gobierno y de los
equipos de deporte. No del arte y los sueños. No
de las realidades que hacían cesar la música y en-
cerraban los ideales en una caja.
Robert terminó de cortar las verduras.
-¿Algo más que pueda hacer?
Ella dijo que no con la cabeza.
-No. Está todo bajo control.
Él volvió a sentarse a la mesa. Fumaba y toma-
ba un trago de cerveza de vez en cuando. Ella co-
cinaba y bebía entre una tarea y otra. Sentía los
efectos del alcohol a pesar de que no había bebido
casi nada. La víspera de año nuevo, en la Legión
Hall, ella y Richard bebían unas copas. Pero no
solía beber, y casi nunca había bebidas alcohólicas
en casa. Sin embargo, hacía algún tiempo, Fran-
cesca había comprado una botella de coñac con la
esperanza de resucitar el amor en sus vidas cam-
pesinas. La botella todavía estaba sin abrir.
Aceite vegetal, una taza y media de verduras.
Cocinar hasta que estén doradas. Agregar harina
y mezclar bien. Agregar un cuarto de litro de
agua. Agregar las verduras que quedan y los con-
dimentos. Cocinar a fuego lento unos cuarenta
minutos.
Mientras las verduras se cocían Francesca vol-
vió a sentarse frente a él. En la cocina se respiraba
una cierta intimidad, que de alguna manera se
producía por estar guisando. Preparar la cena
para un desconocido, que había estado cortando
nabos junto a ella, borraba en parte el sentimiento
de extrañeza. Y, al no estar cohibidos, había un
espacio para la intimidad. Robert le acercó los
Camel con el encendedor sobre el paquete. Ella
sacó uno, manipuló el encendedor, se sintió torpe.
No lograba encenderlo. Él sonrió un poco, cogió
cuidadosamente el encendedor de la mano de ella
y movió dos veces la ruedecita hasta que surgió la
llama. Lo sostuvo para que ella encendiera el ciga-
rrillo. Cuando estaba con hombres, Francesca se
sentía agraciada en comparación con ellos. Pero
con Robert Kincaid no.
El sol blanco se había puesto rojo sobre los cam-
pos de maíz. Por la ventana de la cocina se
veía un halcón volando en las primeras ráfagas del
anochecer. Por la radio daban las noticias de las sie-
te y un resumen de la bolsa. Y Francesca miraba,
por encima de la fórmica amarilla, a Robert Kin-
caid, que había llegado desde tan lejos a su cocina.

66
Un largo camino que no se contaba sólo en kiló-
metros.
-Ya huele bien -dijo Robert, señalando la olla-.
Es un olor tranquilo. -La miró.
-¿Tranquilo? ¿Existe un olor tranquilo?
Pensaba en la frase, intentaba contestarse. Él te-
nía razón. Después de las chuletas de cerdo y los
asados que cocinaba para su familia, eso era un
guiso tranquilo. No había violencia en ningún pun-
to de la cadena alimenticia, excepto en el hecho de
arrancar los vegetales. El guiso se preparaba lenta-
mente y olía a tranquilidad. Se estaba tranquilo
ahí, en la cocina.
-Si no te molesta habíame un poco de tu vida
en Italia.
Estaba estirado en la silla, con la pierna derecha
cruzada sobre la izquierda a la altura de los tobi-
llos.
A Francesca le inquietaba el silencio cuando es-
taba con él, de manera que habló. Le habló de
cuando era niña, de la escuela primaria, de las
monjas, de su padre, que era gerente de un banco,
de su madre, que era ama de casa. Le contó que
cuando era adolescente iba al malecón a ver los
barcos de todo el mundo. Le habló de los solda-
dos norteamericanos que llegaron después. De
cómo conoció a Richard, en un café donde estaba
con unas amigas. La guerra había destrozado sus
vidas, no sabían si algún día se casarían. No men-
cionó a Niccolo.
Él escuchaba en silencio, indicando de vez en
cuando con un gesto de la cabeza que entendía,
que comprendía. Cuando por fin ella hizo una
pausa, dijo:
-¿Y me dices que tienes hijos?
-Sí. Michael, de diecisiete, y Carolyn de dieci-
séis. Los dos van al colegio en Winterset. Están en
el instituto de formación profesional agraria; pero
se han ido a la feria estatal de Illinois a exhibir el
novillo de Richard. Nunca he podido llegar a en-
tender, a adaptarme a la forma en que prodigan
amor y cuidados a los animales que luego venden
para sacrificar. Pero no me atrevo a decir nada.
Richard y sus amigos caerían sobre mí como ra-
yos. Creo que es contradictorio, que hay algo frío
e insensible en ello.
Se sintió culpable al mencionar el nombre de
Richard. No había hecho nada, nada en absoluto.
Sin embargo se sentía culpable por la lejana posi-
bilidad de que ocurriera algo. Y se preguntó cómo
lo llevaría el resto de la noche y si no se habría
metido en algo que no podría controlar. Tal vez
Robert Kincaid se iría. Parecía muy tranquilo,
bastante simpático, hasta un poco tímido.
Mientras hablaban el anochecer tomó un tono
azul, con una ligera niebla sobre la hierba de la
pradera. Robert abrió otras dos cervezas mientras
el guiso de Francesca se cocinaba lentamente.
Francesca se levantó, dejó caer las bolas de masa
en agua hirviendo, se volvió y se apoyó en el fre-

68
gadero, sintiéndose conmovida por Robert Kin-
caid, de Bellingham. Esperaba que no se fuera de-
masiado temprano.
Él se sirvió dos veces, con buenos modales, y le
dijo dos veces que estaba excelente. La sandía esta-
ba perfecta; la cerveza muy fría. La noche azul.
Francesca Johnson tenía cuarenta y cinco años, y en
la radio de su cocina, Hank Snow cantaba una can-
ción por la emisora KMA de Shenandoah, Iowa.

69
ANTIGUAS NOCHES,
MÚSICA LEJANA

¿Y ahora?, pensó Francesca. Habían terminado de


cenar, y estaban ahí sentados.
Él hizo una sugerencia.
-¿Vamos a caminar por la pradera? Se está un
poco más fresco. -Cuando ella dijo que sí, sacó
una cámara de una de las bolsas y se echó la co-
rrea al hombro.
Kincaid abrió la puerta del porche de atrás y la
sujetó para que ella pasara, la siguió afuera y ce-
rró la puerta con suavidad. Caminaron por el sen-
dero agrietado, por el patio de grava, y siguieron
por los pastos al este del cobertizo de las máqui-
nas. El cobertizo olía a grasa tibia.
Cuando llegaron al cerco, Francesca sostuvo el
alambre de púa con una mano y pasó por encima,
sintiendo el rocío en los pies, alrededor de las es-
trechas tiras de las sandalias. Robert ejecutó la
misma maniobra, pasando fácilmente las botas so-
bre el alambre.
-¿A esto lo llamas pradera o pastizal?
-Pradera, creo. El ganado mantiene corto el pas-
to. Cuidado con el estiércol.
Por el este ascendía una luna casi llena, que se
había vuelto azulada ahora que acababa de ocul-
tarse el sol. Un coche pasó por el camino como una
exhalación, y se oyó el ruido sordo de la bocina. El
chico de los Clark. Cuarto trasero en el equipo de
Winterset. De novio con Judy Leverenson.
Hacía mucho tiempo que Francesca no daba un
paseo así. Después de la cena, que era siempre a
las cinco, venían las noticias por televisión, luego
los programas de la noche, que miraban Richard y
sus hijos después de hacer los deberes. En general
Francesca leía libros de la biblioteca de Winterset
y del círculo de lectores al que pertenecía -histo-
ria, poesía y ficción- en la cocina o en el porche
delantero, cuando hacía buen tiempo. La televi-
sión la aburría.
Cuando Richard la llamaba: «¡Frannie, tienes
que ver esto!», iba y se sentaba un momento con
él. Elvis siempre suscitaba esas llamadas. También
los Beatles, cuando aparecieron por primera vez
en El show de Ed Sullivan. Richard les miraba el
pelo y sacudía la cabeza con aire de desaproba-
ción.
Durante un momento, surgieron estrías rojas en
una parte del cielo.
-A eso yo lo llamo «el salto» -dijo Robert-.
Casi toda la gente guarda la cámara demasiado
temprano. Después de la puesta de sol, siempre
hay unos minutos en los que la luz es magnífica y
el cielo tiene un hermoso color, justo cuando el sol

72
acaba de esconderse en el horizonte y sigue difun-
diendo su luz.
Francesca no respondió, intrigada por ese hom-
bre que daba importancia a la diferencia entre un
pastizal y una pradera, que se entusiasmaba por el
color del cielo, que escribía un poco de poesía
pero no mucha ficción. Que tocaba la guitarra, se
ganaba la vida con las imágenes y llevaba su equi-
po de trabajo en mochilas. Que era como el vien-
to. Y se movía como el viento. Que venía del vien-
to, tal vez.
Robert miró hacia arriba, con las manos en los
bolsillos de los Levi's, la cámara colgando contra
la cadera izquierda.
-«... las manzanas de plata de la luna, las man-
zanas de oro del sol.» -Su voz de barítono dijo las
palabras como un actor profesional.
Ella lo miró.
-W. B. Yeats, Canción de Aengus vagabundo.
-Exacto. Buen material, el de Yeats. Realismo,
economía, sensualidad, belleza, magia. Cuadra con
mi herencia irlandesa.
Lo había dicho todo con cinco palabras. Fran-
cesca se había esforzado por explicar Yeats a los
alumnos de Winterset, pero no lograba conectar
con la mayoría de ellos. Había citado a Yeats en
parte por lo que acababa de decir Kincaid, pen-
sando que esas cualidades atraerían a esos adoles-
centes, físicamente adultos, tanto como la banda
marcial del colegio en los descansos. Pero ni si-

73
quiera Yeats podía superar sus prejuicios contra la
poesía, que consideraban poco viril.
Recordaba a Matthew Clark, mirando al chico
que estaba a su lado, ahuecando las manos como
para oprimir los pechos de una mujer, mientras
ella leía: «... las manzanas de oro del sol». Solta-
ron risitas, y las chicas detrás suyo se ruborizaron.
Conservarían esas actitudes toda la vida. Eso la
desalentó, saberlo y sentirse comprometida y sola
a pesar de la simpatía aparente de la comunidad.
Allí los poetas no eran bien recibidos. A la gente
de Madison County le gustaba decir, para com-
pensar el sentido de inferioridad cultural que se
atribuían a sí mismos: «Éste es un buen lugar pa-
ra criar niños». Y Francesca siempre tenía ganas
de responder: «Pero ¿es un buen lugar para criar
adultos?».
Sin darse cuenta habían caminado lentamente
por la pradera un largo trecho; entonces, volvie-
ron sobre sus pasos hacia la casa. Ya estaba oscu-
ro cuando pasaron por el cerco, que esta vez él
sostuvo para que pasara ella.
Francesca recordó el coñac.
-Tengo coñac. ¿O quieres café?
-¿Hay alguna posibilidad de que sean las dos co-
sas? -Sus palabras llegaban en la oscuridad. Ella
sabía que él estaba sonriendo.
Cuando llegaron al círculo de luz que el farol
del patio proyectaba en la hierba y en la grava,
ella respondió:

74
-Por supuesto -y percibió en su propia voz un
sonido que la perturbó. Era el sonido de las risas
espontáneas en los cafés de Ñapóles.
Le costó encontrar dos tazas que no tuviesen
rajas. Aunque sabía que las tazas con bordes rotos
eran parte de la vida de Robert, esa vez quería ta-
zas perfectas. Habían dos copas de coñac, vueltas
hacia abajo, en el fondo del armario; nunca se ha-
bían usado, ni tampoco la botella de coñac. Tuvo
que ponerse de puntillas para alcanzarlas y se dio
cuenta de que tenía las sandalias mojadas y los té-
janos muy ajustados al trasero.
El estaba sentado en el mismo sillón de antes, y
la observaba. Las cosas de siempre. Las cosas de
siempre que volvían a él. Se preguntó cómo sería su
cabello al tacto, cómo apoyaría la mano en la curva
de su espalda, qué sentiría al tenerla debajo de él.
Los viejos hábitos que trataban de imponerse a
todo lo que había aprendido, a la «buena conduc-
ta» impuesta por siglos de cultura, a las duras re-
glas del hombre civilizado. Trató de pensar en
otra cosa, en la fotografía, o en el camino o en los
puentes cubiertos. En cualquier cosa menos en el
aspecto de Francesca, en ese momento.
Pero fracasó, y volvió a pensar en cómo sería
tocar su piel, apoyar su vientre contra el de ella.
Las eternas preguntas, siempre las mismas. Los
malditos viejos hábitos que luchaban por subir a
la superficie. Los rechazó, los empujó hacia abajo,
encendió un Camel y respiró hondo.

75
Ella sentía constantemente la mirada de él, aun-
que su forma de mirar era circunspecta, nunca di-
recta, nunca invasora. Intuía que él sabía que nun-
ca se había servido coñac en esos vasos. Y con el
sentido irlandés de lo trágico que él tenía, Fran-
cesca no ignoraba tampoco que Robert sentía algo
acerca de ese vacío. No era lástima. No se trataba
de eso. Tristeza, tal vez. Casi oía la mente de él
que formaba las palabras:

la botella sin abrir,


las copas vacías,
ella se estiró para alcanzarlas
en un lugar al norte de Middle River
en Iowa.
La miré con ojos
que habían visto el Amazonas del jíbaro
y el camino de seda
con el polvo de la caravana
alzándose a mis espaldas,
hasta los espacios vírgenes
del cielo de Asia.

Mientras quitaba el sello de Iowa de la botella


de coñac, Francesca miró sus uñas y se lamentó de
que no estuvieran más largas y cuidadas. La vida
en la granja no permitía uñas largas. Hasta enton-
ces no le había importado.
La botella de coñac y dos vasos sobre la mesa.
Mientras preparaba el café, Robert abiió la bote-
lia y sirvió la cantidad justa en los dos vasos. No
era la primera vez que Robert Kincaid servía co-
ñac después de la cena.
Francesca se preguntó en cuántas cocinas, en
cuántos buenos restaurantes, en cuántas habitacio-
nes con luces tenues había realizado ese pequeño
gesto. Cuántas manos con uñas largas -apoyadas
en los pies de las copas, delicadamente dirigidas
hacia él- había mirado, cuántos pares de ojos azu-
les o de oblicuos ojos castaños lo habrían mirado
en noches extranjeras, mientras veleros anclados se
balanceaban cerca de una costa y el agua golpeaba
contra los muelles de antiguos puertos.
La luz en el techo de la cocina era demasiado
fuerte para el café y el coñac. Francesca Johnson, la
esposa de Richard Johnson, la dejaría encendida;
Francesca Johnson, una mujer que caminaba por la
pastura después de la cena y evocaba sus sueños de
muchacha, la apagaría. Lo mejor sería encender una
vela, pero eso sería demasiado. Robert podría inter-
pretarlo mal. Francesca encendió una pequeña luz
encima del fregadero y apagó la del techo. No era la
solución perfecta, pero así estaba un poco mejor.
Él levantó la copa para un brindis y la acercó a
ella.
-Por las noches antiguas y la música lejana.
Por alguna razón, esas palabras le aceleraron la
respiración. Pero Robert chocó su copa con la su-
ya, y aunque ella quería decir: «Por las noches an-
tiguas y la música lejana», se limitó a sonreír.
Los dos fumaron en silencio y bebieron el café
y el coñac. Se oyó el grito de un faisán a lo lejos,
en el campo. Jack, el collie, ladró dos veces en el
patio. Los mosquitos golpeaban la red metálica de
la ventana que había cerca de la mesa, y una sola
mariposa nocturna, con vuelo tortuoso pero ins-
tinto seguro, fue atraída por las posibilidades de
luz de la bombilla del fregadero.
Todavía hacía calor, no había brisa, y estaba un
poco más húmedo. Robert Kincaid sudaba ligera-
mente; los dos primeros botones de su camisa es-
taban desabrochados. No miraba directamente a
Francesca, pero ella sentía que estaba dentro de su
campo de visión, aunque parecía mirar por la ven-
tana. Desde su sitio, Francesca alcanzaba a verle
el pecho y las gotitas de sudor en la piel.
Francesca sentía cosas agradables, viejas sensa-
ciones unidas a la música y a la poesía. Pero pensó
que era hora de que él se fuese. El reloj sobre la ne-
vera indicaba las nueve y cincuenta y dos. Por la ra-
dio se oía la voz de Faron Young. Una melodía de
años atrás, El santuario de Santa Cecilia. Una már-
tir romana del siglo m después de Cristo, recordó
Francesca. Patrona de la música y de los ciegos.
La copa de Robert estaba vacía. Cuando él dejó
de mirar por la ventana, Francesca cogió la bote-
lla de coñac y la acercó a la copa. Él hizo un gesto
negativo.
-Roseman Bridge a la madrugada. Será mejor
que me vaya.
Ella se sintió aliviada. Pero también sufrió una
decepción. Se sentía perpleja. Sí, por favor vete.
Toma un poco más de coñac. Quédate. Vete.
A Faron Young no le importaba lo que sentía
Francesca. Ni a la polilla que giraba alrededor de
la lamparita del fregadero. Francesca no sabía
muy bien qué pensaba Robert Kincaid.
Él se levantó, se echó una de las bolsas sobre el
hombro izquierdo y puso la otra sobre la nevera.
Ella se acercó a él. Él le dio la mano, y ella la co-
gió.
-Gracias por esta noche, por la cena, por el pa-
seo. Todo ha sido muy agradable. Eres una buena
persona, Francesca. Deja el coñac en la parte de-
lantera del armario. Con el tiempo tal vez dé re-
sultado.
Como había pensado Francesca, él comprendía.
Pero no se ofendió con sus palabras. Él hablaba
de amor, y de la mejor manera posible. Ella lo per-
cibía por la suavidad del lenguaje, la forma en que
decía las palabras. Lo que no sabía era que él que-
ría gritarles a las paredes de la cocina, estampan-
do las palabras como un bajorrelieve en el yeso:
«Por Dios, Richard Johnson, ¿de veras eres tan es-
túpido como pienso que eres?».
Francesca lo siguió hasta la camioneta y se que-
dó ahí de pie mientras él guardaba el equipo. El
collie cruzó el patio y se puso a olisquear alrede-
dor de la camioneta.
-Jack, ven aquí -murmuró de inmediato Fran-

79
cesca, y el perro se echó junto a ella, jadeando.
-Adiós. Cuídate -dijo Robert, deteniéndose un
momento junto a la puerta de la furgoneta para
mirarla a los ojos.
Luego, con un solo movimiento, se sentó al vo-
lante y cerró la puerta. Puso en marcha el motor,
pisó el acelerador y arrancó con muchos ruidos.
Se asomó por la ventanilla.
-Creo que no le vendría mal una revisión -co-
mentó con una sonrisa.
Cogió el volante, retrocedió, cambió de veloci-
dad y avanzó por la zona iluminada del patio. Jus-
to antes de llegar a la parte oscura, sacó la mano
izquierda por la ventanilla para saludar a Frances-
ca. Ella también lo saludó, aunque sabía que él no
podía verla.
Mientras la camioneta se alejaba por el sende-
ro, Francesca caminó hasta la zona oscura, miran-
do las luces rojas que subían y bajaban en los ba-
ches. Robert Kincaid dobló a la izquierda y tomó
el camino principal hacia Winterset, mientras re-
lámpagos de una tormenta de verano cruzaban el
cielo y Jack iba cansadamente hacia el porche de
atrás.
Momentos después, Francesca se contemplaba
en el espejo de la cómoda, desnuda. Las caderas
apenas ensanchadas por la maternidad, los pechos
todavía bellos y firmes, no demasiado grandes, el
vientre apenas redondeado. No se veía las piernas
en el espejo, pero sabía que se conservaban bien.

8o
Pensó que debería depilarse más a menudo, pero
no le encontraba mucho sentido.
A Richard le interesaba el sexo sólo de vez en
cuando, más o menos cada dos meses; pero todo
terminaba muy rápido, y era rudimentario y nada
excitante, y a él no parecían importarle mucho los
perfumes o la depilación o cosas parecidas. Era fá-
cil caer en cierta dejadez.
Francesca era más que nada una socia comer-
cial de Richard. Una parte de ella valoraba esa re-
lación. Pero, dentro de Francesca, bullía otra per-
sona que quería bañarse y perfumarse, y quería
que una fuerza que sentía, pero que no podía
nombrar ni aun confusamente, la apresara, la lle-
vara a otra parte, le arrancara la vieja piel.
Se vistió y se sentó a la mesa de la cocina, y es-
cribió algo en media hoja de papel corriente. Jack
la siguió hasta la camioneta Ford y saltó junto a
ella cuando abrió la puerta. Se sentó en el asiento
delantero y sacó la cabeza por la ventanilla mien-
tras Francesca retrocedía para salir del cobertizo.
El perro la miró; luego volvió a mirar por la ven-
tanilla, mientras ella doblaba a la derecha para
coger la carretera.
Roseman Bridge estaba a oscuras. Pero Jack co-
rrió adelante, controlándolo todo, mientras Fran-
cesca bajaba de la camioneta con una linterna.
Fijó la nota a la izquierda de la entrada del puente
y volvió a su casa.

81
LOS PUENTES DEL MARTES

Robert Kincaid pasó junto al buzón de Richard


Johnson una hora antes del amanecer; comía una
manzana acompañada de una tableta de chocolate
blanco, y sostenía un vasito de café entre las rodi-
llas para que no se volcara. Miró la casa blanca a
la tenue luz de la luna y sacudió la cabeza pensan-
do en la estupidez de los hombres, de algunos
hombres, de la mayoría de los hombres. Al menos
podrían beber coñac y no golpear la puerta de
alambre al salir.
Francesca oyó el motor desafinado. Estaba en
la cama; había dormido desnuda después de mu-
chísimo tiempo de no hacerlo. Imaginaba los ca-
bellos de Kincaid al viento que entraba por la ven-
tanilla, y a él con una mano en el volante y en la
otra un Camel.
Oyó esfumarse el ruido de los neumáticos en di-
rección a Roseman Bridge. Y las palabras del poe-
ma de Yeats comenzaron a fluir en su mente: «Fui
al bosque de avellanos, porque tenía un incendio
en la cabeza...». El tono era un poco el de una
profesora y un poco el de una mujer que implora.

83
Robert dejó la camioneta lejos del puente para
que no interfiriera en sus composiciones. Del pe-
queño espacio detrás del asiento sacó un par de
botas de goma; se sentó en el estribo a quitarse
las de cuero para ponerse las otras. Con una de las
mochilas en la espalda, el trípode colgado del
hombro izquierdo por la correa de cuero, el otro
en la mano derecha, inició el descenso por la em-
pinada pendiente de la orilla.
Quería poner el puente en un ángulo para dar
tensión a la composición, sacar al mismo tiempo
una parte del arroyo y que no aparecieran las pin-
tadas de las paredes cerca de la entrada. Los ca-
bles de teléfono en el fondo también constituían
un problema, pero podía resolverse con un cuida-
doso encuadre.
Sacó la Nikon y la colocó en el pesado trípode.
Ahora se veía una luz gris por el este, y Robert co-
menzó a preparar la composición. Movió el trípo-
de, reajustó las patas.
Ascendía un color rojizo, el cielo se iluminaba.
El cuarenta por ciento del sol estaba sobre el hori-
zonte, la vieja pintura del puente adquiría una to-
nalidad roja, cálida, precisamente lo que quería
Robert.
Una segunda exposición. En el momento en que
soltó el obturador, algo le sorprendió. Volvió a
mirar por el visor. ¿Qué diablos hay en la entrada
del puente?, se preguntó. Un pedazo de papel. No
estaba allí el día anterior.

84
Se aseguró de que el trípode estuviera firme y
echó a correr por la orilla mientras a sus espaldas
salía el sol con rapidez. El papel estaba cuidadosa-
mente fijado en el puente. Lo arrancó y metió el
papel y la tachuela en el bolsillo del chaleco. Vol-
vió a la orilla, bajó y se colocó detrás de la cáma-
ra. El sesenta por ciento del sol había salido.
Robert jadeaba después de la carrera. Sacó otra
foto. No había viento, la hierba estaba inmóvil.
Repitió todo el proceso. Llevó el trípode y la cá-
mara en medio del arroyo, los acomodó, sacó una
fotografía y se acercó al puente, remontando el
riachuelo.
Regresó a la orilla, cruzó el puente corriendo
con el equipo a cuestas, echándole una carrera al
sol. Ahora la foto más difícil: coger la segunda cá-
mara con la película más rápida, colgarse las dos
cámaras del cuello, trepar al árbol detrás del
puente. Se raspó el brazo con la corteza, «¡Ca-
ray!», masculló. Estaba bastante alto y, más aba-
jo, veía el puente; desde ese ángulo el sol daba en
el agua. Tomó nueve fotos. Cambió de cámara y
de película. Hizo doce fotos más.
Bajó del árbol. Bajó hasta la orilla. Sacó una
tercera cámara de la mochila. Después de veinte
minutos de trabajo intenso como sólo lo conocen
los soldados, los cirujanos y los fotógrafos, Ro-
bert Kincaid metió las mochilas en la camioneta y
volvió por la misma carretera que lo había traído.
Si se daba prisa, en quince minutos podía llegar al
puente Hogbach, al noroeste de la ciudad, y to-
mar algunas fotos más.
Levantaba el polvo; encendió un Camel. La fur-
goneta corría velozmente, pasó frente a la casa de
madera blanca, el buzón de Richard Johnson. No
había señales de Francesca. ¿Qué esperabas? Está
casada, se porta bien. Tú te portas bien. Quién ne-
cesita ese tipo de complicaciones. Una noche estu-
penda, buena cena, bonita mujer. Dejémoslo así.
Dios mío, es hermosa y tiene un no sé qué. Algo.
Me cuesta dejar de mirarla.
Francesca estaba atareada en el granero cuando
él pasó como una tromba delante de la casa. Los
ruidos del ganado ahogaban cualquier sonido
procedente de la carretera. Y Robert Kincaid iba
hacia Hogback Bridge, persiguiendo la luz, com-
pitiendo con el tiempo.
Todo salió bien en el segundo puente, que esta-
ba en un valle, todavía rodeado de niebla cuando
llegó Robert.
La lente de trescientos milímetros le daba un sol
grande en la parte superior izquierda del encua-
dre, y la foto incluía el sinuoso camino entre las
rocas y el puente mismo.
Luego vio a un granjero en un carro tirado por
dos percherones de color castaño claro en el cami-
no blanco. Uno de los últimos muchachos de ese
estilo, pensó Kincaid con una sonrisa. Sabía reco-
nocer cuándo las fotos iban a ser buenas, y mien-
tras trabajaba veía ya cual sería el producto final.

86
En las tomas verticales dejó un poco de luz para el
título.
Cuando plegó el trípode a las ocho y treinta y
cinco se sentía contento. Del trabajo de esa maña-
na podría guardar muchas fotos. Era un material
bucólico, conservador, pero hermoso y sólido. Las
fotos del granjero y de los caballos podían servir
hasta para una portada; por eso había dejado un
espacio en la parte superior para las letras y el lo-
gotipo. A los editores les gustaba ese tipo de arte-
sanía cuidadosa. Por eso Robert Kincaid siempre
tenía trabajo.
Había usado los siete rollos de película o parte
de ellos, descargado las tres cámaras, y metió la
mano en el bolsillo inferior izquierdo del chaleco
para sacar los cuatro carretes que quedaban.
«¡Mierda!» Se había pinchado el dedo índice con
la tachuela. Había olvidado que la había guarda-
do en su bolsillo después de retirar el papel de Ro-
seman Bridge. De hecho, hasta había olvidado el
papel. Lo sacó, lo abrió y lo leyó:
«Si quieres cenar otra vez cuando las mariposas
nocturnas estén en vuelo, ven esta noche al termi-
nar. A la hora que desees.»
No pudo evitar sonreír un poco, imaginando a
Francesca Johnson con la nota y la tachuela, con-
duciendo la camioneta en la oscuridad hasta el
puente. En cinco minutos estuvo de vuelta al pue-
blo. Mientras el empleado de Texaco llenaba el
depósito y controlaba el aceite, Kincaid habló por

87
el teléfono público de la estación de servicio. La
delgada guía telefónica estaba manchada por las
manos grasientas de los mecánicos. Había dos
Johnson R., pero uno vivía en la ciudad.
Marcó el número rural y esperó. Francesca es-
taba dándole de comer al perro en el porche de
atrás cuando sonó el teléfono en la cocina. Dejó
que sonara dos veces y luego atendió:
-Familia Johnson.
-Hola, habla Robert Kincaid. -Francesca sintió
que algo daba un salto dentro de su pecho y le
caía en el estómago-. Tengo tu nota. Acepto la in-
vitación, pero es posible que llegue tarde. El tiem-
po es bastante bueno, así que pienso fotografiar
el... veamos, ¿cómo se llama?... el Cedar Bridge...
esta noche. Puede que termine después de las nue-
ve. Y entonces habrá que hacer un poco de limpie-
za. De manera que no llegaría antes de las nueve y
media o diez. ¿No importa?
Sí, importa. Ella no quería esperar tanto tiem-
po, pero se limitó a decir:
-Ah, perfecto. Lo que importa es que hagas tu
trabajo. Prepararé algo que se pueda calentar fá-
cilmente cuando llegues.
Él enseguida añadió:
-Si quieres estar aquí mientras trabajo, ven. Puedo
pasar a buscarte a las cinco y media.
La mente de Francesca estudió el problema.
Quería ir con él. Pero ¿y si la veía alguien? ¿Qué
podía decirle a Richard si se enteraba?

88
Cedar Bridge estaba a unos cincuenta metros
río arriba, paralelo al nuevo camino y su puente
de hormigón. No era fácil que la vieran. ¿O sí? Se
decidió en menos de dos segundos.
-Sí, me gustaría. Pero iré en la camioneta y me
encontraré contigo allí. ¿A qué hora?
-A eso de las seis. Hasta entonces, ¿de acuerdo?
Hasta luego.
Robert pasó el resto del día en las oficinas del
diario local, revisando viejas ediciones. Era una
bonita ciudad, con una bonita plaza frente a los
Tribunales. Se sentó allí y almorzó fruta y pan, y
una coca-cola que había comprado en el café de
enfrente.
Había entrado a buscar la bebida poco después
del mediodía. Como sucede en los salones del Le-
jano Oeste al aparecer el pistolero, cesaron todas
las conversaciones por un momento y todos lo mi-
raron. Le molestó, se sintió azorado; pero era el
procedimiento habitual en los pueblos pequeños.
¡Alguien nuevo!, ¡distinto! ¿Quién es? ¿Qué hace
aquí?
Parecen ardillas, pensó.
-Dicen que es fotógrafo. Lo vieron en Hogback
Bridge esta mañana con toda clase de cámaras.
-En su camioneta pone que es del estado de
Washington, del oeste.
-Estuvo toda la mañana en el diario. Jim dice
que está buscando información sobre puentes cu-
biertos.

89
-Sí, el joven Fisher de Texaco dijo que estuvo
ayer y pidió indicaciones para ir a todos los puen-
tes cubiertos.
-¿Pero para qué quiere saber algo sobre esos
puentes?
-¿Y por qué a alguien le puede interesar sacar-
les fotos? Se están cayendo a pedazos.
-Ése sí que lleva el pelo largo. Parece uno de
esos Beatles, o los otros, no me acuerdo cómo se
llaman... hippies, ¿no? -esto provocó risas en el
compartimiento del fondo y en la mesa de al lado.
Kincaid compró la coca-cola y se fue. Tal vez
había cometido un error al invitar a Francesca, un
error por ella, no por él. Si la veía alguien en Ce-
dar Bridge, el rumor llegaría al café a la mañana
siguiente, a la hora del desayuno, transmitido por
el joven Fisher de la Texaco después de recibir
información de los transeúntes. Tal vez incluso
antes.
Robert había aprendido a no subestimar nunca
la rápida transmisión de las noticias triviales en
los pueblecitos. Dos millones de niños podían es-
tar muriéndose de hambre en Sudán, y eso no re-
volvía la conciencia de nadie. Pero ver a la esposa
de Richard Johnson con un desconocido de pelo
largo... ¡qué noticia! Una noticia para pasar, para
masticar, una noticia que despierta una vaga sen-
sación física en la mente de quienes la oyen, la pri-
mera y la última de ese año. Robert terminó de
comer y fue hasta el teléfono público del aparca-

90
miento del juzgado. Marcó el número de Frances-
ca. Ella respondió, algo agitada, a la tercera lla-
mada.
-Hola, habla otra vez Robert Kincaid.
Francesca sintió de inmediato un nudo en el es-
tómago, al pensar que él le diría que no podía ir.
-Mira, francamente, si para ti es un problema
venir conmigo esta tarde, considerando la curiosi-
dad de la gente de un pueblo pequeño, no te sien-
tas obligada. En realidad a mí me importa menos
lo que piensen de mí, y me las arreglaré para ir
más tarde. Lo que quiero decirte es que tal vez co-
metí un error al invitarte, de manera que no te
sientas obligada a venir. Aunque me encantaría
que estuvieras conmigo.
Ella había estado pensando más o menos lo
mismo desde la conversación anterior. Pero estaba
decidida.
-No, quiero verte hacer tu trabajo. No me preo-
cupa lo que digan. -Le preocupaba, pero algo se
imponía dentro de ella, algo relacionado con el
riesgo. Iría a Cedar Bridge a cualquier precio.
-Magnífico. Sólo quería saberlo. Hasta luego.
-Muy bien.
Era sensible, cosa que ella ya sabía.
A las cuatro, Robert pasó por el hotel y lavó un
poco de ropa en el lavabo, se puso una camisa
limpia y metió otra en la furgoneta, junto con
unos pantalones caqui y sandalias marrones que
había comprado en la India en 1962, mientras ha-
cía un reportaje sobre el pequeño ferrocarril de
Darjaleen. Compró dos cajas de cerveza Budweiser
en una taberna. Puso ocho botellas, todo lo que
cabía, alrededor de la película en la nevera.
Volvía a hacer mucho calor. Los últimos rayos
de sol calentaban todavía un poco más el cemen-
to, los ladrillos y la tierra. El calor era intenso en
todas las zonas orientadas al oeste.
La taberna estaba oscura y pasablemente fres-
ca: la puerta de entrada permanecía abierta, había
grandes ventiladores en el techo y hasta uno en el
suelo, que giraba velozmente junto a la puerta.
Pero el ruido que producían los ventiladores, el
olor de la cerveza rancia, el humo, el estruendo
del tocadiscos y los rostros medio hostiles que lo
contemplaban a lo largo de la barra la hacían pa-
recer más calurosa de lo que realmente era.
Fuera, en el camino, el sol casi lastimaba, y Ro-
bert pensó en las cascadas y en los abetos del estre-
cho de San Juan de Fuca, cerca de Kydaka Point.
Sin embargo, Francesca Johnson no parecía te-
ner calor. Estaba apoyada contra el parachoques
de su furgoneta Ford, detrás de unos árboles, cer-
ca del puente. Tenía puestos los mismos pantalo-
nes que le quedaban tan bien, sandalias y una ca-
miseta blanca muy apropiada. Robert la saludó
con la mano cuando paró su coche junto a la ca-
mioneta de ella.
-Hola. Me alegro de verte. Hace mucho calor
-comentó él.

92-
Charla inocua, conversación periférica. Otra
vez esa vieja inquietud, que se debía a la presencia
de una mujer por la que sentía algo. Nunca sabía
muy bien qué decir, a menos que la conversación
fuera seria. Aunque su sentido del humor estaba
muy desarrollado, si bien era un poco extraño,
fundamentalmente tenía una mente seria y se to-
maba las cosas en serio. Su madre siempre había
dicho que a los cuatro años Robert ya era un
adulto. Eso le sirvió en su profesión, pero un in-
conveniente cuando estaba junto a una mujer
como Francesca Johnson.
-Quería verte hacer fotos.
-Bien, ahora lo verás, y te parecerá bastante
aburrido. Al menos, eso le parece a otra gente. No
es como escuchar a alguien que practica piano,
que te permite ser parte de lo que sucede. En la fo-
tografía la producción y la realización están sepa-
radas por un largo período de tiempo. Hoy, yo
hago la producción. La realización sólo llega
cuando las fotos se publican. Lo que verás es una
serie de movimientos. Pero me encanta que estés
conmigo. En realidad, me alegro mucho de que
hayas venido.
Ella se aferró a esas últimas palabras. No era
necesario decirlas. Podía haber parado en «me en-
canta que estés aquí», pero no lo hizo. Se alegraba
auténticamente de verla, eso estaba claro. Fran-
cesca esperaba que el hecho de que estuviera allí
implicara algo parecido para él.

93
-¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó, mientras
Robert se ponía las botas de goma.
-Pues, puedes llevar esa bolsa azul. Yo llevaré
la marrón y el trípode.
Y Francesca se transformó en ayudante de fotó-
grafo. Robert se había equivocado: había mucho
que ver. En cierto modo, ella estaba presenciando
una gran actuación, aunque él no lo percibiera.
Era lo que había notado el día anterior, y parte de
lo que la atraía en él. Su gracia, sus ojos rápidos,
el trabajo de los músculos de sus antebrazos y, so-
bre todo, la forma en que movía el cuerpo. Los
hombres que conocía parecían pesados en compa-
ración con él.
No es que se apresurara. En realidad, no se
apresuraba en absoluto. Tenía la agilidad de una
gacela, aunque Francesca advertía que era tan
fuerte como flexible. Tal vez se pareciera más a un
leopardo que a una gacela. Sí. Un leopardo, eso
era. No era una presa. Todo lo contrario, sintió
Francesca.
-Francesca, dame la cámara con la correa azul,
por favor.
Ella abrió la mochila, procediendo de manera
más que cuidadosa con el costoso equipo que él
manejaba distraídamente, y sacó la cámara. Decía
«Nikon» en la chapa plateada del visor; había una
F a la izquierda y encima del nombre.
Robert estaba arrodillado en la parte nordeste
del puente, con el trípode bajo. Extendió la mano

94
sin apartar el ojo del objetivo y ella le dio la cáma-
ra, mirando cómo se cerraba su mano alrededor
de la lente cuando sintió que estaba a su alcance.
Robert tomó dos fotos.
Reemplazó la cámara que estaba en el trípode
por otra. Mientras lo hacía volvió la cabeza hacia
Francesca y sonrió:
-¡Gracias, eres una ayudante de primera!
Ella se sonrojó un poco. Por Dios, ¿qué había
en ese hombre? Era como un ser de otro mundo
que hubiera llegado en la cola de un cometa y hu-
biera caído en la entrada de su casa. ¿Por qué
no puedo decirle simplemente «De nada»?, pensó
Francesca. Me siento un poco lenta cuando estoy
con él, aunque no es por lo que él hace. Soy yo, no
él. Simplemente no estoy acostumbrada a estar
con gente cuya mente trabaja tan rápido.
Él cruzó el agua del arroyo y subió por la otra
orilla. Ella atravesó el puente con la mochila azul
y se quedó detrás de él, feliz, extrañamente feliz.
En la forma en que él trabajaba había energía, po-
tencia. No se limitaba a esperar a la naturaleza; la
abordaba con delicadeza, conformándola con su
visión, adaptándola a lo que veía en su mente.
Imponía su voluntad al escenario, enfrentando
los cambios en la luz con distintas lentes, distintas
películas, un filtro de vez en cuando. No sólo lu-
chaba con las cosas, las dominaba usando su ha-
bilidad y su inteligencia. Los granjeros también
dominaban la tierra con productos químicos y

95
aplanadoras, pero la forma de cambiar la natura-
leza de Robert Kincaid era elástica y, al terminar,
siempre dejaba las cosas en su estado original.
Francesca vio como se ceñían los téjanos a los
muslos de Robert cuando él se arrodilló. La cami-
sa de dril desteñido pegada a la espalda, el cabello
gris cubriendo el cuello. Lo miró apoyar las nalgas
en el suelo para sentarse mientra ajustaba una
parte del equipo y, por primera vez en tanto tiem-
po, notó humedad entre las piernas con sólo mirar
a alguien. Al sentir esa humedad, miró el cielo del
atardecer y respiró profundamente, oyéndolo mal-
decir en voz baja a un filtro atascado que no po-
día desatornillar de la lente.
Robert volvió a cruzar el arroyo hacia los co-
ches, chapoteando con las botas de goma. Fran-
cesca entró en el puente cubierto y, cuando llegó
al otro extremo, lo encontró agachado y con la cá-
mara vuelta hacia ella. Soltó el obturador y, ense-
guida, tomó una segunda y una tercera foto mien-
tras ella avanzaba hacia él. Ella se sintió sonreír
apenas, un poco avergonzada.
-No te preocupes -bromeó él-. No las usaré en
ninguna parte sin tu permiso. Aquí ya he termina-
do. Creo que pasaré por el motel a lavarme un
poco antes de salir.
-Bueno, como quieras, pero yo puedo prestarte
una toalla y te das una ducha, o usas la bomba o
lo que quieras -dijo Francesca en voz baja, con
ansiedad.

96
-Bien, de acuerdo. Ve para allí. Cargo el equipo
en Harry, así se llama mi camioneta, y voy para tu
casa.
Francesca retrocedió con la nueva Ford de Ri-
chard, salió de entre los árboles, cogió el camino
principal a la derecha y se dirigió a Winterset,
donde cortó por el sudoeste hacia su casa. La
nube de polvo que levantaba era demasiado densa
como para ver si él la seguía, aunque, después de
doblar una curva, creyó ver las luces de Robert
más de un kilómetro atrás, saltando en la furgone-
ta que llamaba Harry.
Sin duda era él, porque oyó su motor por el
sendero cuando llegó. Al principio Jack ladró,
pero enseguida se mostró tranquilo, murmuró al-
go para sí; seguramente se dijo: El mismo tío que
anoche, supongo que no hay problema. Kincaid se
detuvo un momento a hablarle al perro.
Francesca salió por la puerta del porche de
atrás.
-¿Quieres darte una ducha?
-Sería estupendo. ¿Dónde está?
Lo llevó al baño de arriba. Había logrado que
Richard lo construyera cuando los chicos estaban
creciendo. Fue una de las pocas exigencias en las
que se mantuvo firme. Le gustaban los baños ca-
lientes y prolongados por la noche, y no quería
que los adolescentes irrumpieran en sus espacios
privados. Richard usaba el otro baño. Había di-
cho que se sentía incómodo con todas las cosas fe-

97
meninas que Francesca había puesto en el suyo.
«Demasiada complicación»; ésas fueron sus pala-
bras.
Sólo se podía pasar a ese baño desde el dormi-
torio. Francesca abrió la puerta del baño y sacó
un juego de toallas y una esponja del armario de-
bajo del lavabo.
-Usa lo que quieras -dijo, mordiéndose un
poco el labio inferior.
-Te pediría un poco de champú. El mío está en
el motel.
-Cómo no. Elige. -Puso tres frascos a medio
usar en el estante.
-Gracias.
Robert colocó su ropa limpia sobre la cama.
Francesca miró los pantalones caqui, la camisa
blanca y las sandalias. Ninguno de los hombres
del lugar calzaba sandalias. Algunos de la ciudad
empezaban a usar bermudas en el campo de golf,
pero los granjeros no. Y sandalias... nunca.
Francesca bajó las escaleras y oyó el ruido de la
ducha. Ahora está desnudo, pensó, y sintió algo
en el vientre.
Después de la llamada de Robert, había hecho
los sesenta y cinco kilómetros a Des Moines para
ir a la tienda de bebidas alcohólicas. No tenía ex-
periencia en este terreno, de modo que le pidió al
empleado que le recomendara un buen vino. Él no
sabía más que ella; es decir, no sabía nada. De ma-
nera que Francesca recorrió las hileras de botellas
hasta dar con una etiqueta que decía: VALPOLI-
CELLA. Recordaba esa marca de mucho tiempo
atrás. Un tinto italiano, seco. Compró dos botellas
de ese vino y una de coñac, sintiéndose sensual y
mundana.
Luego buscó un nuevo vestido de verano en un
comercio del centro. Encontró uno de color rosa
pálido con tirantes estrechos. Tenía un gran escote
en la espalda y también en la parte delantera, de
manera que dejaba ver el nacimiento de los senos,
y se ceñía en la cintura con un fino lazo. Se com-
pró también sandalias blancas, caras, sin tacón,
con delicados motivos en las correas.
Por la tarde preparó pimientos rellenos con una
mezcla de salsa de tomates, arroz integral, queso y
perejil picado. Luego, una simple ensalada de es-
pinacas, pan de maíz y de postre suflé de manza-
nas. Todo, excepto el suflé, fue a la nevera.
Se dio prisa para tener tiempo de acortar el ves-
tido hasta la rodilla. El Des Moines Register había
publicado un artículo ese mismo verano que decía
que así se llevaban aquella temporada. Francesca
siempre había pensado que la moda, y todo lo que
ésta implica, era algo bastante extraño. La gente
obedecía, sumisa, los mandatos de los diseñadores
europeos. Pero las faldas más cortas le sentaban
bien, de manera que subió el dobladillo.
El vino era un problema. La gente del lugar
lo guardaba en la nevera, aunque en Italia nadie lo
enfriaba. Pero hacía demasiado calor para dejarlo

99
simplemente sobre la repisa. Entonces se acordó
del sótano. Allí hacía quince grados en verano, de
modo que puso la botella junto a la pared.
La ducha se cerró arriba en el mismo momento
en que sonó el teléfono. Era Richard, que llamaba
desde Illinois.
-¿Todo bien?
-Sí.
-El novillo de Carolyn será juzgado el miérco-
les. Queremos ver algunas cosas el jueves. Estare-
mos en casa el viernes, tarde.
-Bueno. Que os divirtáis, y conduce con cui-
dado.
-Frannie, ¿seguro que estás bien? Tu voz suena
un poco rara.
-No, estoy bien. Hace mucho calor. Estaré me-
jor después de un baño.
-Bien. Dale saludos ajack.
-Se los daré. -Francesca echó una mirada a
Jack, tendido en el cemento del porche trasero.
Robert Kincaid bajó la escalera y entró en la
cocina. Camisa blanca de cuello abierto, mangas
arremangadas por encima del codo, pantalones li-
geros color caqui, sandalias marrones, pulsera de
plata. El pelo todavía estaba mojado y cuidadosa-
mente peinado con raya al medio. Francesca ad-
miró sus sandalias.
-Voy a llevar todos los trastos al coche y a traer
el equipo para limpiarlo un poco.
-Adelante, voy a darme un baño.

TOO
-¿Quieres una cerveza para llevarte al baño?
-Si te sobra una.
Robert trajo primero la nevera, sacó una cerve-
za para Francesca y la abrió, mientras ella busca-
ba dos vasos altos que hicieran las veces de jarras.
Cuando él volvió a la furgoneta para buscar las
cámaras, ella subió con la cerveza. Se dio cuenta
de que él había aseado la bañera, y tomó un gran
baño caliente. Colocó el vaso en el suelo mientras
se enjabonaba y se depilaba. Robert había estado
ahí unos minutos antes; Francesca estaba en el lu-
gar donde había corrido agua sobre el cuerpo de
él, y le pareció muy erótico. Casi todo lo relacio-
nado con Robert Kincaid empezaba a parecerle
erótico.
Algo tan simple como un vaso de cerveza fría a
la hora del baño quedaba tan elegante. ¿Por qué
ella y Richard no vivían de esa manera? Parte del
problema, pensó, se debía a la inercia de una con-
vivencia prolongada. Todos los matrimonios, to-
das las relaciones corrían el mismo riesgo. La cos-
tumbre trae lo predecible, y lo predecible conlleva
sus propias ventajas; eso también lo entendía.
Y estaba la granja, que reclamaba una atención
constante, como una inválida exigente. Aunque
las máquinas reemplazaban cada vez más el traba-
jo humano, que resultaba mucho menos agotador
que en el pasado.
Pero aquí pasaba algo más. Lo predecible es
una cosa, el temor al cambio es otra. Y Richard

IOI
tenía miedo al cambio, a cualquier tipo de cambio
en su matrimonio. En general, no quería hablar de
eso y, en particular, no quería hablar del sexo. En
cierto modo, el erotismo era un asunto peligroso,
que no se adecuaba a su manera de pensar. Pero
no era el único así y, en realidad, no tenía la culpa.
¿Cuál era esa barrera contra la libertad que se ha-
bía erigido allí? No sólo en la granja, sino en la
vida rural. Y tal vez también en la vida urbana.
¿Por qué habían paredes y cercos que impedían
las relaciones naturales entre los hombres y las
mujeres? ¿Por qué esa falta de intimidad, esa au-
sencia de erotismo?
Las revistas de mujeres hablaban de esos temas.
Y las mujeres empezaban a concebir esperanzas
acerca del lugar que ocupaban en la organización
general del mundo, así como acerca de lo que ocu-
rría en los dormitorios y en sus vidas. Los hom-
bres como Richard -la mayoría de los hombres,
suponía Francesca- estaban amenazados por esas
esperanzas. De alguna manera, las mujeres les pe-
dían a los hombres que fueran poetas y, a la vez,
amantes impulsivos y apasionados.
Las mujeres no veían en eso ninguna contradic-
ción. Los hombres sí. Los vestuarios, las reuniones
de hombres solos, las salas de billar y todas las
reuniones que excluían a las mujeres, definían una
serie de características masculinas que no dejaban
sitio para la poesía ni para cualquier tipo de suti-
leza. Por lo tanto, si el erotismo era cuestión de

102
sutileza, una forma de arte per se, como Francesca
sabía que era, tampoco tenía ningún lugar. De
modo que continuaban con esas maniobras de di-
versión -hábilmente oportunas- que los mante-
nían alejados, mientras las mujeres suspiraban y
se volvían de cara a la pared en las noches de Ma-
dison County.
En la mente de Robert Kincaid, había algo que
comprendía implícitamente todo esto; Francesca
estaba segura.
Mientras iba al dormitorio secándose con la
toalla, se dio cuenta de que eran más de las diez.
Todavía tenía calor, pero el baño la había refresca-
do. Sacó el vestido nuevo del armario. Cepilló sus
largos cabellos negros hacia atrás y los sujetó con
una hebilla de plata. Grandes aretes de plata y una
pulsera de plata, de eslabones, que había compra-
do en Des Moines por la mañana.
Otra vez el perfume Windsong. Un poco de ba-
rra de labios en el rostro latino, de pómulos sa-
lientes, de un tono rosado más claro que el del
vestido. Estaba morena por el trabajo al aire libre
en pantalones cortos y top, y el bronceado hacía
resaltar todo el conjunto. Sus piernas aparecían
esbeltas y bonitas debajo del vestido.
Se miró en el espejo de la cómoda, moviéndose
primero hacia un lado, luego hacia otro. Es lo me-
jor que puedo lograr, pensó. Luego, satisfecha, di-
jo casi en voz alta: «No está mal».
Robert Kincaid iba por la segunda cerveza y es-

103
taba guardando las cámaras cuando Francesca en-
tró en la cocina. Levantó la mirada hacia ella.
-Dios mío -dijo con suavidad. Todos los senti-
mientos, todas las búsquedas y las reflexiones,
toda una vida de sentir, buscar y reflexionar se le
juntaron en ese momento. Y se enamoró de Fran-
cesca Johnson, la esposa de un granjero, de Madi-
son County, que había venido mucho tiempo atrás
de Ñapóles-. Bueno... -le temblaba un poquito la
voz, le salía un poco ronca-. Perdona la audacia,
pero estás guapísima. Guapísima como para que
los hombres salgan corriendo, gritando por la de-
sesperación de no poseerte. Lo digo en serio. Estás
elegante como para las grandes ocasiones, Fran-
cesca.
Ella sentía que su admiración era sincera. La
disfrutaba, se dejaba invadir y rodear por ella, le
entraba por todos los poros como un aceite suave,
de manos de alguna divinidad que la había aban-
donado años atrás y ahora había vuelto.
Y, en ese mismo momento se enamoró de Ro-
bert Kincaid, autor y fotógrafo, de Bellingham,
que conducía una vieja camioneta llamada Harry.

104
OTRA VEZ HAY LUGAR PARA BAILAR

Ese martes de agosto de 1965, por la noche,


Robert Kincaid miró detenidamente a Francesca
Johnson. Ella lo miró de la misma manera. Esta-
ban a tres metros de distancia, pero quedaron uni-
dos de una forma sólida, íntima, inseparable.
Sonó el teléfono. Francesca no dejó de mirar a
Robert, ni se movió durante las dos primeras se-
ñales. En el largo silencio después de la segunda, y
antes de la tercera, Robert respiró hondo y miró
las bolsas de las cámaras. Eso le permitió a Fran-
cesca cruzar la cocina para acercarse al teléfono,
que estaba en la pared detrás de la silla de Robert.
-Familia Johnson... Hola, Marge... Sí, muy
bien. ¿El jueves por la noche? -Francesca calculó:
Robert dijo que se quedaría una semana, llegó
ayer, hoy es martes. No le costó tomar la decisión
de mentir.
Francesca estaba junto a la puerta del porche
con el teléfono en la mano izquierda. Él estaba
muy cerca, de espaldas a ella. Francesca extendió
la mano derecha y la apoyó en su hombro, un ges-
to habitual de algunas mujeres con los hombres

105
que quieren. En sólo veinticuatro horas, había lle-
gado a querer a Robert Kincaid.
-Ay, Marge, voy a estar ocupada. Debo ir de
compras a Des Moines. Quiero aprovechar para
hacer un montón de cosas que vengo postergando,
ahora que Richard y los chicos no están.
Su mano se apoyaba tranquilamente en Robert.
Sentía el músculo que iba desde el cuello hasta el
hombro, detrás de la clavícula. Miraba sus cabe-
llos grises con raya en medio, que caían sobre el
cuello de la camisa. Marge seguía parloteando.
-Sí, Richard llamó hace un rato... No, el pre-
mio se da el miércoles, mañana. Richard dijo que
estarían de regreso el viernes a última hora. Quie-
ren ver algo el jueves. Es un viaje largo, sobre to-
do en el camión del ganado... No, el entrenamien-
to de fútbol sólo comienza dentro de una sema-
na. Sí, sí, una semana. Al menos eso dijo Michael.
Francesca sentía el calor del cuerpo de Robert
debajo de la camisa. El calor se trasmitía a su
mano, ascendía por el brazo y, desde ahí, se irradia-
ba por todo su cuerpo, sin esfuerzo, en realidad sin
control por parte de ella. Robert estaba inmóvil; no
quería hacer ningún ruido que despertara la curio-
sidad de Marge. Francesca lo comprendía.
-Ah, sí, un hombre que pedía indicaciones.
-Como suponía, Floyd Clark había ido a su casa e
inmediatamente, le había contado a su esposa lo
de la camioneta verde que había visto al pasar por
la casa de los Johnson.

106
-¿Un fotógrafo? Por Dios, no lo sé. No presté
mucha atención. Es posible. -Cada vez era más fá-
cil mentir-. Buscaba Roseman Bridge... ¿En serio?
¿Estuvo tomando fotos de los viejos puentes? Bue-
no, parece inofensivo. ¿Un hippie! -Francesca se
rió y vio que Kincaid sacudía la cabeza-. Bueno,
no sé muy bien cómo es un bippie. Este hombre
era muy educado. Sólo estuvo uno o dos minutos,
y se fue... No sé si hay hippies en Italia, Marge.
Hace ocho años que no voy por allá. Además,
como te he dicho, no sé si reconocería a un bippie
en caso de encontrarme con uno.
Marge habló del amor libre y las comunas y las
drogas; acababa de leer algo sobre eso.
-Marge, estaba a punto de meterme en la bañe-
ra cuando has llamado, será mejor que vaya antes
de que se enfríe el agua... Bien, te llamaré. Adiós.
No deseaba retirar la mano del hombro de Ro-
bert, pero no tenía ninguna buena excusa para de-
jarla ahí. De manera que fue hasta el fregadero y
encendió la radio. Más música country. Movió el
dial hasta que se oyó una orquesta y lo dejó ahí.
-Mandarina -dijo Robert.
-¿Qué?
-La canción. Se llama Mandarina. Es sobre una
mujer argentina.
Hablar otra vez de la periferia de las cosas. De-
cir cualquier cosa, cualquier cosa. Luchar con el
momento y el sentido de todo esto, oyendo en las
profundidades de su mente el golpe de una puerta

107
que se cierra detrás de dos personas, en una coci-
na de Iowa.
Francesca sonrió a Robert.
-¿Tienes hambre? La comida está lista para
cuando quieras.
-Ha sido un día largo, y bueno. Preferiría to-
mar otra cerveza antes de comer. ¿Me acompa-
ñas?
Ir dando vueltas, buscando el centro, perdién-
dolo minuto a minuto.
Ella dijo que sí. Robert abrió dos cervezas y le
acercó una.
A Francesca le gustaba su aspecto, y cómo se
sentía. Se encontraba femenina. Liviana, y cálida,
y femenina. Se sentó en la silla de la cocina, cruzó
las piernas y el dobladillo de la falda quedó bas-
tante por encima de la rodilla derecha. Kincaid es-
taba apoyado en la nevera, con los brazos cruza-
dos sobre el pecho, la botella de Budweiser en la
mano derecha. A ella le complacía que se fijara en
sus piernas, y él lo hizo.
Se fijó en ella de pies a cabeza. Podría haberse
retirado antes; todavía podía retirarse. La razón le
gritaba: «Abandona, Kincaid, vuelve al camino.
Fotografía los puentes y márchate a la India. Haz
un alto en Bangkok y busca a la hija del comer-
ciante en sedas que conoce todos los secretos del
éxtasis de la antigüedad. Nada desnudo con ella,
al amanecer, en las lagunas de la jungla y óyela
gritar mientras la posees en el crepúsculo». Y la

108
voz añadió, ahora en un susurro: «Abandona eso,
te supera».
Pero el lento tango callejero había comenzado.
Se oía desde alguna parte; Robert lo oía, era un
viejo acordeón. Venía desde muy atrás, o de muy
adelante; no estaba seguro. Pero se acercaba fir-
memente a él. Y ese sonido oscurecía su razona-
miento y reducía sus esperanzas de armonía, ine-
xorablemente, hasta que no le quedaba adonde ir
si no hacia Francesca Johnson.
-Si quieres podemos bailar con esta música -di-
jo Robert en ese tono tímido y serio característico
de él. Y enseguida advirtió-: No soy buen baila-
rín, pero si quieres, creo que puedo arreglármelas
en una cocina.
Jack arañaba la puerta del porche; quería en-
trar. Que se quedara fuera.
Francesca se sonrojó un poquito.
-Bueno. Yo no bailo mucho... ahora. Bailaba
cuando era jovencita, en Italia, pero ahora casi ex-
clusivamente en la víspera de Año Nuevo, y sólo
un poco.
Él sonrió y dejó la cerveza en la repisa. Ella se
levantó y se acercaron el uno al otro.
«Éste es el baile de los martes por la noche, por
la W.G.N., de Chicago», dijo una untuosa voz de
barítono. «Volveremos después de algunos mensa-
jes.»
Los dos se rieron. Llamadas telefónicas y anun-
cios publicitarios. Había algo que seguía interpo-

109
niendo la realidad entre ellos. Lo sabían sin nece-
sidad de decirlo.
Pero de todos modos, él había extendido el bra-
zo izquierdo para cogerle la mano derecha, y se
apoyó cómodamente en la repisa, con las piernas
cruzadas a la altura de los tobillos, la pierna dere-
cha sobre la otra. Francesca estaba a su lado, con-
tra el fregadero, y miraba por la ventana, sintien-
do los dedos finos de Robert que rodeaban su
mano. No había brisa, y el maíz crecía.
-Ah, espera un minuto.
Retiró con desgana su mano de la de él y abrió
el último cajón de la derecha en la alacena. Sacó
dos velas que había comprado en Des Moines esa
mañana, junto con un pequeño candelabro de
bronce para cada una, y las puso sobre la mesa.
Robert se acercó y encendió las dos velas mien-
tras ella apagaba la luz del techo. Ahora estaban
casi a oscuras. Las llamas de las velas apuntaban
hacia arriba, agitándose apenas en la noche sin
viento. La sencilla cocina nunca había estado tan
bonita.
Recomenzó la música. Afortunadamente para
los dos era una versión de Las hojas muertas.
Ella se sentía extraña. Él también. Pero le cogió
la mano, le rodeó la cintura con un brazo, ella se
aproximó a él, y la sensación de extrañeza se des-
vaneció. De alguna manera, dio paso a un cierto
bienestar. Él movió el brazo en la cintura de Fran-
cesca y la atrajo más hacia él.

no
Ella sentía el olor de Robert, olor a limpio, a ja-
bón; un olor cálido. El buen olor fundamental de
un hombre civilizado, que parecía innato en él.
-Qué buen perfume -dijo Robert, apoyando las
manos de los dos sobre su pecho, cerca del hom-
bro.
—Gracias.
Bailaron. Lentamente. Sin desplazarse mucho
en ninguna dirección. Ella sentía las piernas de
Robert contra las suyas, y, a veces el vientre de él
contra su vientre.
Terminó la canción, pero él seguía abrazándola,
tarareando la melodía que acababa de terminar, y
así se quedaron hasta que comenzó la siguiente
canción. Él comenzó a bailar automáticamente y
el baile continuó mientras las langostas protesta-
ban por la llegada de septiembre.
Francesca sentía los músculos del hombro de
Robert a través de la delgada camisa de algodón.
Era real, más real que cualquier cosa que hubiera
conocido. Él se inclinó ligeramente para apoyar la
mejilla en la de ella.
Durante el tiempo que pasaron juntos, más de
una vez Robert se describió a sí mismo como a
uno de los últimos cowboys. Estaban sentados
sobre la hierba, junto a la bomba, detrás de la
casa. Francesca no entendía y le pidió que se lo
explicara.
-Cierta clase de seres humanos están anticua-
dos -dijo Robert-. O casi. El mundo se está orga-

III
nizando demasiado para mí y para otros. Un lugar
para cada cosa y cada cosa en su lugar. Bueno,
mi equipo fotográfico está bastante ordenado, es
cierto, pero hablo de algo más que eso. Hablo de
las reglas y de las leyes y de las convenciones so-
ciales. La jerarquía del poder, las zonas de control,
los planes a largo plazo y los presupuestos. El po-
der corporativo. Un mundo de trajes arrugados y
tarjetas de identificación en la solapa. No todos
los hombres son iguales. A algunos les irá muy
bien en el mundo del futuro. A otros, tal vez a
unos pocos, no. Eso se ve en los ordenadores y en
los robots y en lo que representan. En el mundo
de antes, habían cosas que podíamos hacer, que
estábamos destinados a hacer, que ninguna per-
sona ni ninguna máquina salvo nosotros podía
hacer. Corríamos velozmente, éramos fuertes y rá-
pidos, agresivos y duros. Nos habían dado valor.
Arrojábamos lanzas a gran distancia y luchába-
mos en peleas cuerpo a cuerpo.
»Algún día, los ordenadores y los robots dirigi-
rán el mundo. Los seres humanos harán funcionar
las máquinas, pero para eso no se requiere coraje
ni fuerza ni otras características así. En realidad,
los hombres están dejando de ser útiles. Sólo se
necesitan bancos de esperma para que la especie
se perpetúe, y ya los hay. La mayoría de los hom-
bres son pésimos amantes, según dicen las muje-
res, de manera que no se pierde mucho al reem-
plazar el sexo por la ciencia.

112
«Estamos renunciando a los tiempos y a las dis-
tancias sin límites, organizándonos, censurando
nuestras emociones. Eficiencia y eficacia y todos
esos otros elementos del artificio intelectual. Y,
con la pérdida de esa libertad, el cowboy desapa-
rece junto con el león de la montaña y el lobo gris.
No queda mucho sitio para los viajeros.
»Yo soy uno de los últimos cowboys. Mi traba-
jo me concede algo de esa libertad; todo lo que es
posible encontrar hoy. Eso no es lo que me entris-
tece. Tal vez siento nostalgia. Pero tiene que su-
ceder; será la única forma de evitar nuestra pro-
pia destrucción. Lo que creo es que las hormonas
masculinas son la verdadera causa de los proble-
mas de este planeta. Una cosa era dominar a una
tribu o a otro guerrero. Pero es muy distinto tener
misiles. También es muy distinto tener el poder de
destruir el medio ambiente como lo estamos
haciendo. Rachel Carson tiene razón. Y también
John Muir y Aldo Leopold.
»La maldición de los tiempos modernos es la
preponderancia de las hormonas masculinas allí
donde pueden causar estragos a largo plazo. Aun-
que no hablemos de guerra entre naciones o de
agresiones contra la naturaleza, sigue existiendo
la agresividad lo que nos mantiene apartados a los
unos de los otros, y apartados de los problemas en
los que necesitamos trabajar. De alguna manera
tenemos que sublimar esas hormonas masculinas,
o al menos, controlarlas.
»Probablemente es hora de guardar las cosas de
la infancia y crecer. Qué diablos, lo reconozco. Lo
admito. Sólo trato de tomar algunas buenas fotos
y dejar la vida antes de estar demasiado anticuado
o de hacer algún daño importante.
Mucho tiempo después, Francesca había pensa-
do en estas palabras de Robert. En cierto modo, le
parecían bien, pero sólo superficialmente. Las ac-
titudes de Robert contradecían sus palabras. Tenía
cierta agresividad impulsiva, pero parecía poder
controlarla, encenderla y apagarla cuando quisie-
ra. Y eso era lo que a la vez confundía y atraía a
Francesca... esa increíble fuerza, controlada, me-
dida, esa fuerza tensa como un arco, que se mez-
claba con la ternura, sin rastro de maldad.
Ese martes por la noche, gradualmente y sin pro-
ponérselo, se acercaron cada vez más, bailando en
la cocina. Él la estrechaba en sus brazos, y Frances-
ca se preguntaba si sentiría sus pechos a través del
vestido y de la camisa, estaba segura de que sí.
Le gustaba tanto sentirlo cerca. Quería que eso
durara eternamente. Más viejas canciones, más
baile, y más veces su cuerpo contra el de él. Volvía
a ser mujer. Otra vez había un lugar para bailar.
Lentamente pero sin vacilaciones, Francesca vol-
vía a casa, en donde nunca había estado.
Hacía calor. La humedad era alta, y la tormenta
sonaba a lo lejos. Las mariposas nocturnas se pe-
gaban contra las celosías, atraídas por las velas en
pos del fuego.

114
Ahora él la invadía. Y ella a él. Apartó la meji-
lla de la de él, lo miró con sus ojos oscuros y él la
besó, y ella le devolvió el beso, un beso suave y
largo, cantidades de besos.
Dejaron de fingir que bailaban y ella le rodeó el
cuello con los brazos. La mano izquierda de Ro-
bert se apoyaba en la cintura de Francesca, por
detrás la otra le acariciaba el cuello, la mejilla y
los cabellos. Thomas Wolfe hablaba del «fantas-
ma del antiguo deseo». El fantasma se había des-
pertado en Francesca Johnson. En los dos.
Sentada junto a la ventana el día en que cum-
plía sesenta y siete años, Francesca miraba la llu-
via y recordaba. Llevó el coñac a la cocina y se de-
tuvo un momento, observando el punto exacto en
que habían estado de pie los dos. Las sensaciones
en su interior eran avasalladoras, como siempre.
Tan fuertes que, a través de los años, sólo se había
atrevido a evocarlas detalladamente una vez por
año porque, de otro modo, se habría desmorona-
do con esa tremenda fuerza emocional.
Para sobrevivir había tenido que abstenerse de
recordar. Aunque, en los últimos tiempos, los de-
talles la asaltaban cada vez con mayor frecuencia.
Ya no trataba de impedir que Robert volviera a
ella. Las imágenes eran claras y reales y estaban
ahí. Después de tanto tiempo. Veintidós años.
Pero lentamente volvían a ser su realidad, la única
en la que le importaba vivir.
Sabía que cumplía sesenta y siete años y lo
aceptaba, pero no podía imaginar que Robert
Kincaid tuviera cerca de setenta y cinco. No podía
pensarlo, no podía concebirlo, ni siquiera conce-
bir que pudiera concebirlo. Él estaba con ella, ahí,
en la cocina, con la camisa blanca, los largos cabe-
llos grises, los pantalones caqui, las sandalias ma-
rrones, la pulsera y la cadena de plata alrededor
del cuello. Él estaba ahí abrazándola.
Finalmente, ella se apartó y lo cogió de la mano,
lo llevó arriba, pasaron por el cuarto de Carolyn,
por el de Michael, y entraron en la habitación de
Francesca. Sólo encendió un pequeño velador en
la mesita de noche.
Ahora, tantos años después, Francesca subió
lentamente la escalera con la botella de coñac ex-
tendiendo el brazo derecho hacia atrás como si
Robert todavía la siguiera, como para evocar el
recuerdo de él cuando iba detrás suyo, por el pasi-
llo, hasta el dormitorio.
Las imágenes físicas grabadas en la mente de
Francesca eran tan claras que podían ser una de las
precisas fotografías de Robert. Recordaba a Robert
sosteniéndose encima de ella, avanzando lentamen-
te el pecho contra su vientre y sobre sus senos. Lo
había hecho una y otra vez, como cumpliendo con
un ritual de cortejo animal sacado de un viejo libro
de zoología. Se movía sobre su cuerpo, besando al-
ternativamente sus labios, sus orejas, pasándole la
lengua por el cuello, lamiéndola como un imponen-
te leopardo en la hierba alta de una sabana.

116
Era un animal. Un animal soberbio, duro, ma-
cho, que no hacía nada manifiesto por dominarla,
pero que la dominaba completamente, en la forma
exacta en la que ella deseaba que sucediera en ese
momento.
Pero había algo que iba más allá de lo físico, a
pesar de que el hecho de que él pudiera hacer el
amor durante tanto tiempo sin cansarse tenía su
importancia. Amarlo -ahora, después de pensar
tanto en ello, durante todos esos años, casi le pa-
recía algo normal y corriente- era un asunto espi-
ritual. Espiritual, pero no corriente.
Mientras hacían el amor ella se lo había susu-
rrado, captándolo en una sola frase: «Robert, eres
tan fuerte que me da miedo». Él era físicamente
poderoso, pero usaba su fuerza con cuidado. Sin
embargo, era algo más que eso.
El sexo era una cosa. Desde que se habían co-
nocido, ella preveía o, al menos, percibía la posi-
bilidad de algo placentero, una ruptura de la mo-
notonía de la rutina. No había contado con la
extraordinaria fuerza de Robert.
Era casi como si hubiera tomado posesión de
ella en todas sus dimensiones. Eso era lo que le
daba miedo. Al principio, no dudaba de que una
parte de ella podía permanecer libre de cualquier
cosa que hiciera con Robert; era la parte que per-
tenecía a su familia y a su vida allí, en Madison
County. Pero él, simplemente, se apropió de todo.
Francesca debería haberlo sabido en el mismo mo-

ii'
mentó en que él había bajado de su furgoneta
para pedirle información. Entonces le había pare-
cido un chamán, y ese juicio original se había con-
firmado.
Hacían el amor durante una hora, a veces más,
luego él se apartaba lentamente y la miraba, y en-
cendía un cigarrillo para él y otro para ella. O
bien simplemente se quedaba tendido a su lado,
siempre con una mano moviéndose sobre su cuer-
po. Después volvía a penetrarla, susurrándole
suavemente al oído mientras la amaba, besándola
entre una y otra frase, entre una y otra palabra,
rodeándole la cintura con el brazo, atrayéndola
hacia él, entrando en ella.
Y ella a perder la conciencia, a respirar más
fuerte, a dejarlo que la llevara adonde él vivía y vi-
vía en lugares extraños, embrujados, muy anterio-
res a la lógica de Darwin.
Con la cara hundida en el cuello de Robert y la
piel contra la de él, Francesca olía ríos y humo de
leña, oía trenes de vapor que salían de estaciones
invernales en noches de un pasado remoto, veía
viajeros vestidos de negro que avanzaban sin cesar
por ríos helados y praderas estivales, marchando
hacia el fin de las cosas. El leopardo saltaba sobre
ella, una y otra vez, y otra, y otra, como el venda-
val en las llanuras, y, deslizándose sobre él, ella
cabalgaba en ese viento como una sacerdotisa ha-
cia los dulces fuegos obedientes que marcaban la
suave curva del olvido.

118
Ella murmuraba suavemente, sin aliento:
-Ay, Robert... Robert... me pierdo.
Ella, que desde hacía años no tenía orgasmos,
los tenía ahora en largas secuencias con ese ser
que era mitad hombre y mitad otra criatura. Fran-
cesca se preguntaba cómo él resistía tanto, y Ro-
bert le dijo que podía llegar a los orgasmos de la
mente lo mismo que a los físicos, y que los orgas-
mos de la mente tenían un carácter especial.
Francesca no tenía idea de lo que quería decir.
Sólo sabía que, en cierto modo, él los había atado
a los dos y había apretado tanto la cuerda alrede-
dor de ambos que ella se habría sofocado a no ser
por la liberación de sí misma que sentía.
La noche avanzaba, y la gran danza en espiral
continuaba. Robert Kincaid rechazaba la idea de
lo lineal y se refugiaba en una parte de sí mismo
que sólo tenía que ver con la forma, el sonido y la
sombra. Recorría los caminos de los viejos hábi-
tos, encontrando su dirección a la luz de los refle-
jos del sol, que se dispersaba sobre la hierba del
verano y las hojas rojas del otoño.
Y Robert oía las palabras que él mismo le susu-
rraba a Francesca como si otra voz que no era la
suya estuviera diciéndolas. Fragmentos de un poe-
ma de Rilke: «... alrededor de la antigua torre...
giré durante mil años». La letra de un cántico al
sol de los indios navajos. Le habló en susurros de
las visiones que ella le traía... de la arena que vola-
ba, los vientos de color fucsia y los pelícanos ma-

119
rrones que cabalgaban en el lomo de los delfines
hacia el norte, por la costa de África.
Sonidos, pequeños sonidos ininteligibles salían
de la boca de Francesca cuando se arqueaba hacia
él. Pero era un lenguaje que él comprendía a la
perfección, y en esa mujer que estaba debajo de él,
el vientre contra el suyo, a la que penetraba pro-
fundamente, terminaba la larga búsqueda de Ro-
bert Kincaid.
Ahora, por fin, descubría el significado de to-
das las pequeñas huellas en todas las playas de-
siertas por las que había caminado, y el de todas
las cargas secretas que llevaban los barcos en que
nunca había navegado, y el de todos los rostros
velados que había visto pasar por calles sinuosas
de ciudades crepusculares. Y, como le sucedería a
un gran cazador de la Antigüedad que hubiera
viajado a tierras lejanas y ahora viera el resplan-
dor de las hogueras de su país natal, su soledad
desapareció. Por fin. Por fin. Venía desde tan le-
jos... desde tan lejos. Y estaba tendido sobre ella,
perfectamente realizado e inalterablemente com-
pleto en su amor por ella. Por fin.
Hacia el amanecer se incorporó ligeramente, y
dijo, mirándola a los ojos:
-Para esto estoy aquí, en este planeta, en este
momento, Francesca. No para viajar ni para to-
mar fotos, sino para amarte. Ahora lo sé. He esta-
do cayendo desde el borde de un sitio muy grande,
muy alto, en algún lugar del pasado, durante más

izo
años que los que he vivido en esta vida. Durante
todos esos años, he estado cayendo hacia ti.
Cuando bajaron, la radio todavía estaba encen-
dida. Ya había amanecido, pero el sol se ocultaba
tras una delgada capa de nubes.
-Francesca, quiero pedirte un favor. -Robert le
sonrió mientras ella preparaba el café.
-¿Sí? -Lo miró. Dios mío, cómo lo amo, pensó,
sintiéndose trémula, deseándolo todavía más, sin
descanso.
-Ponte los téjanos y la camiseta que llevabas
anoche, y unas sandalias. Nada más. Quiero hacer
una foto tuya tal como estabas esta mañana. Una
foto sólo para nosotros dos.
Francesca fue arriba, con las piernas flojas de
haber rodeado el cuerpo de Robert toda la noche.
Se vistió y salió con él a la pradera. Allí había he-
cho la foto que ella miraba todos los años.

121
EL CAMINO Y EL PEREGRINO

Robert Kincaid abandonó la fotografía los días


siguientes. Y, excepto las tareas domésticas, que
cumplía mínimamente, Francesca abandonó el
trabajo de la granja. Los dos pasaron todo el tiem-
po juntos, charlando o haciendo el amor. Dos ve-
ces, cuando Francesca se lo pidió, Robert tocó la
guitarra y cantó para ella, con una voz entre co-
rrecta y buena, un poco cohibida, advirtiéndole
que era su primera oyente. Cuando él decía eso,
ella sonreía y le besaba, replegándose después so-
bre sus sentimientos y escuchando sus canciones
de balleneros y vientos desérticos.
Francesca fue con Robert, en Harry, al aeropuer-
to de Des Moines cuando él mandó sus carretes a
Nueva York. Cuando podía, mandaba siempre los
primeros carretes, de manera que los editores vie-
ran lo que estaba haciendo y los técnicos controla-
ran que los obturadores de sus cámaras funciona-
ban bien.
Después la llevó a un restaurante elegante a al-
morzar y se cogieron de las manos sobre la mesa,
mirándose con intensidad. El camarero sonreía al

12-
mirarlos, y deseaba sentir algún día lo que ellos
sentían entonces.
Francesca se maravillaba de cómo percibía Ro-
bert que las cosas llegaban a su fin, y la facilidad
con que lo aceptaba. Veía la próxima muerte de
los cowboys y de los que se les parecían, como él
mismo. Y empezó a entender lo que quería decir
con eso de que estaba en el extremo de una rama
de la evolución y que ese extremo era un punto fi-
nal. Una vez, hablando de lo que él llamaba «las
últimas cosas», susurró: «"Nunca más", gritó el
dueño del Alto Desierto. "Nunca, nunca, nunca
más"». Más allá de él, no veía nada en la rama. Su
especie se extinguía.
El jueves por la tarde hablaron, después de ha-
cer el amor. Los dos sabían que esa conversación
debía tener lugar. Los dos habían tratado de evi-
tarla.
-¿Qué vamos a hacer? -preguntó Robert.
Ella guardó silencio, un silencio desgarrado.
Luego dijo con suavidad:
-No lo sé.
-Mira, si tú quieres me quedaré aquí o en la
ciudad o donde sea. Cuando tu familia vuelva a
casa, simplemente hablaré con tu esposo y le ex-
plicaré lo que ocurre. No será fácil, pero lo haré.
Ella dijo que no con la cabeza.
-Richard jamás lo entendería; no piensa en estos
términos. No entiende la magia ni la pasión ni to-
das esas cosas de las que nosotros hablamos y que

124
experimentamos, y nunca lo entenderá. No por eso
es un ser inferior. Son cosas que están demasiado
lejos de todo lo que él ha sentido o pensado en su
vida. No puede saber cómo tratarlas.
-¿Entonces vamos a dejar que todo esto se pier-
da? -Robert estaba serio, no sonreía.
-No lo sé. Robert, en cierta forma extraña tú
me posees. Yo no deseaba que me poseyeran, no
lo necesitaba, y sé que tú no te lo propusiste, pero
eso es lo que ha sucedido. Ya no estoy sentada a
tu lado, aquí, sobre la hierba. Me tienes dentro de
ti, como una prisionera voluntaria.
Él replicó:
-No estoy seguro de que estés dentro de mí, o
de que yo esté dentro de ti, o de que te posea. Al
menos no deseo poseerte. Creo que los dos esta-
mos dentro de otro ser que hemos creado y que se
llama «nosotros».
-En realidad no estamos dentro de otro ser. So-
mos ese ser. Los dos nos hemos perdido a nosotros
mismos y hemos creado otra cosa, algo que sólo
existe como la unión de nosotros dos. Dios mío,
estamos enamorados. De la manera más profunda
que es posible enamorarse.
-Ven a viajar conmigo, Francesca. No es nin-
gún problema. Haremos el amor en las arenas del
desierto y beberemos coñac en los balcones de
Mombasa, mirando izar las velas. Te enseñaré el
país de los leones y una vieja ciudad francesa en la
bahía de Bengala, donde hay un hermoso restau-

125
rante en una terraza, y trenes que trepan por los
pasos de las montañas y pequeñas hosterías vas-
cas en lo alto de los Pirineos. En una reserva de ti-
gres en el sur de la India, en una isla en medio de
un enorme lago, hay un lugar muy especial. Si no
te gusta viajar, abriré una tienda en cualquier par-
te y haré fotos del lugar o retratos o lo que sea pa-
ra mantenernos.
-Robert, anoche, cuando hacíamos el amor, di-
jiste algo que todavía recuerdo. Yo murmuraba al-
go sobre tu fuerza... y, por Dios, esa fuerza la tie-
nes. Dijiste: «Soy el camino y un peregrino y todas
las velas que fueron al mar». Tenías razón. Eso es
lo que sientes; sientes el camino dentro de ti. Más
aún: de una manera que no logro explicar, tú eres
el camino. Donde la ilusión se encuentra con la
realidad, allí estás tú, allá en el camino, y tú eres el
camino. Tú eres las viejas mochilas y una furgone-
ta llamada Harry, y los aviones que van a Asia. Y
eso es lo que quiero que seas. Si estás en el extre-
mo de una rama de la evolución, y si este extremo
es el punto final, entonces quiero que llegues a ese
final a toda velocidad. No creo que puedas hacer-
lo conmigo. ¿No ves que te amo tanto que no po-
dría refrenarte un solo momento? Hacerlo signifi-
caría matar al magnífico animal salvaje que hay
en ti, y la fuerza moriría con él.
Él empezó a hablar, pero Francesca lo detuvo.
-Robert, no he terminado todavía. Si me levan-
taras en tus brazos y me llevaras a tu furgoneta y

126
me obligaras a ir contigo no emitiría una queja.
Eres demasiado sensible, percibes demasiado bien
mis sentimientos como para hacerlo. Y yo tengo
sentimientos de responsabilidad aquí. Sí, en cierto
modo es aburrido. Me refiero a mi vida. Le falta
amor, erotismo, bailar en la cocina a la luz de las
velas, y la maravillosa sensación de un hombre
que sabe cómo amar a una mujer. Más que nada
le faltas tú. Pero está este maldito sentido de la
responsabilidad que tengo. Hacia Richard, hacia
mis hijos. El solo hecho de que me fuera, de que
faltara mi presencia física sería extremadamente
duro para Richard. Eso solo podría destruirlo.
«Además de eso, y tal vez sería lo peor, tendría
que vivir el resto de su vida con las murmuracio-
nes de la gente de aquí. "Allá va Richard Johnson.
Su mujer, esa italianita calentona, se escapó con
un fotógrafo de pelo largo hace unos años." Ri-
chard tendría que sufrir eso, y los chicos oirían las
burlas de Winterset mientras siguieran viviendo
aquí. También ellos sufrirían. Y me odiarían por
ello.
»Por más que te desee y quiera estar contigo y
ser parte tuya no puedo arrancarme a la realidad
de mis responsabilidades. Si me obligas, física o
mentalmente a irme contigo, como te dije antes,
no podré luchar. No tendré fuerzas, si pienso en
mis sentimientos por ti. A pesar de mis razones
para no lanzarme contigo al camino, me maldeci-
ría, porque mi deseo es egoísta.

127
»Así que, por favor, no me hagas ir. No me ha-
gas abandonar esto, mis responsabilidades. No
puedo hacerlo y vivir pensando en ello. Si me mar-
cho ahora, ese pensamiento me convertirá en una
mujer diferente de la que has llegado a amar.
Robert Kincaid guardó silencio. Entendía lo
que Francesca decía sobre el camino y las respon-
sabilidades y cómo la transformaría la culpa. Sa-
bía que, en cierto modo, tenía razón. Miraba por
la ventana luchando consigo mismo, luchando por
comprender los sentimientos de Francesca. Ella se
echó a llorar.
Finalmente se abrazaron durante largo tiempo.
Y él le susurró:
-Sólo tengo una cosa que decir, una sola; nunca
volveré a decírsela a nadie, y te pido que la recuer-
des: en un universo de ambigüedades, esta certeza
viene una sola vez, y nunca más, no importa cuán-
tas vidas le toque a uno vivir.
Esa noche volvieron a hacer el amor. Era jueves.
Estuvieron juntos hasta el amanecer, tocándose
y susurrando. Luego Francesca durmió un poco, y
cuando se despertó el sol estaba alto y ya calenta-
ba mucho. Oyó chirriar la puerta de Harry y se
puso apresuradamente algo de ropa.
Robert había hecho café y estaba sentado a la
mesa de la cocina, fumando, cuando entró Fran-
cesca. Le sonrió. Ella fue hacia él y hundió la cara
en su cuello, las manos en sus cabellos, mientras él
le rodeaba la cintura con los brazos. Robert la

iz8
hizo sentarse en sus rodillas y la acarició suave-
mente.
Por fin, se levantó. Tenía puestos sus viejos téja-
nos, los tirantes naranjas sobre una camisa caqui
limpia, las botas Red Wing bien atadas, el corta-
plumas múltiple del ejército suizo en el cinturón.
Sobre el respaldo de la silla estaba su chaleco de
fotógrafo; el cable del disparador sobresalía de un
bolsillo. El cowboy estaba listo.
-Será mejor que vaya saliendo.
Ella asintió con un movimiento de cabeza, y co-
menzó a llorar. Vio las lágrimas en los ojos de Ro-
bert, pero él no dejó de sonreír.
-¿Puedo escribirte de vez en cuando? Al menos
quiero mandarte un par de fotos.
-Está bien -dijo Francesca, enjugándose los
ojos con la toalla colgada en la puerta de la alace-
na-. Encontraré alguna excusa por recibir corres-
pondencia de un fotógrafo hippie siempre que no
sea mucha.
-Tienes mi dirección y número de teléfono en
Washington, ¿verdad? -Ella asintió con la cabe-
za-. Si no estoy allí, llama a las oficinas del Natio-
nal Geographic. Te anotaré el número. -Lo escri-
bió en el bloc junto al teléfono, arrancó la hoja y
se la dio-. También encontrarás el número en la
revista. Pide que te comuniquen con las oficinas
de la editorial. En general saben dónde estoy.
Si quieres verme, o sólo hablarme, no vaciles.
Llámame a cobro revertido a cualquier lugar del

129
mundo; así las comunicaciones no aparecerán en
tu factura de teléfono. Yo estaré por aquí unos
días más. Piensa en lo que te he dicho. Puedo que-
darme aquí y arreglar el asunto en poco tiempo.
Luego partiríamos juntos hacia el noroeste.
Francesca no respondió. Sabía que era verdad
que él podía arreglar el asunto en poco tiempo.
Richard tenía cinco años menos que Robert, pero
ni se le podía comparar, ni intelectual ni física-
mente.
Se puso el chaleco. Francesca tenía la cabeza
vacía, se sentía mareada.
-No te vayas, Robert Kincaid -se oyó gritar
desde las entrañas.
Él la cogió de la mano y salieron por la puerta
del fondo hacia la camioneta. Robert abrió la
puerta, apoyó el pie en el estribo, luego volvió a
apoyarlo en el suelo y abrazó otra vez a Francesca
durante varios minutos, sin que ninguno de los
dos dijera una palabra. Simplemente se quedaron
allí, dándose y recibiéndose, imprimiéndose de
modo indeleble el uno en el otro. Reafirmando la
existencia de ese ser especial del que habían ha-
blado.
Finalmente él la soltó, subió a la camioneta y se
sentó al volante, dejando la puerta abierta. Le co-
rrían las lágrimas por las mejillas. También a
Francesca. Lentamente Robert cerró la puerta.
Las bisagras chirriaban. Como de costumbre, a
Harry le costó arrancar, pero Francesca oyó la

130
bota de Robcrt que pisaba el acelerador, y el viejo
motor cedió.
Robert puso la marcha atrás y se quedó ahí,
con la mano en la palanca de cambios. Primero
serio, después con una leve sonrisa. Señaló el sen-
dero:
-Ya sabes el camino. El mes que viene estaré en
el sudeste de la India. ¿Quieres que te mande una
postal?
Ella no podía hablar, pero hizo un gesto negati-
vo con la cabeza. Para Richard, sería demasiado
encontrar eso en el buzón. Sabía que Robert com-
prendería. Él asintió.
El camión retrocedió sobre la grava hasta el pa-
tio; las gallinas se dispersaron. Jack persiguió a
una hasta el cobertizo de las máquinas, ladrando.
Robert Kincaid saludó a Francesca sacando el
brazo por la ventanilla de la derecha. Ella vio bri-
llar el sol en su pulsera de plata. Los dos primeros
botones de su camisa estaban desabrochados.
Robert se fue por el sendero. Francesca se enju-
gaba los ojos, intentaba ver, el sol creaba prismas
extraños en sus lágrimas. Como había hecho la
noche de su primer encuentro, corrió hasta la en-
trada del sendero y miró cómo se alejaba la vieja
camioneta. Al final del sendero ésta se detuvo, se
abrió la puerta y Robert apareció, de pie sobre el
estribo. La veía, cien metros más allá, pequeña a
causa de la distancia.
Se quedó allí, junto a Harry que protestaba por

T3I
el calor, y la miró. Ninguno de los dos se movía;
ya se habían despedido. Sólo se miraban, la espo-
sa del granjero de Iowa y el ser del extremo de una
rama de la evolución, uno de los últimos cowboys.
Él se quedó allí treinta segundos, sin perderse na-
da con sus ojos de fotógrafo, construyendo una
imagen de los dos que jamás perdería.
Cerró la puerta, movió la palanca de cambios y
lloró otra vez cuando dobló a la izquierda y cogió
la carretera de Winterset. Miró hacia atrás justo
antes de que una arboleda al noroeste de la granja
se lo impidiera, y la vio sentada en el suelo, en la
entrada del sendero, con las piernas cruzadas y
la cabeza entre las manos.

Richard y los chicos llegaron a primera hora de la


noche con anécdotas de la feria y una cinta que ha-
bía ganado el novillo, antes de ser vendido y sacrifi-
cado. Carolyn fue enseguida a hablar por teléfono.
Era viernes; Michael llevó la camioneta a la ciudad,
para esas cosas que hacen los chicos de diecisiete
años los viernes por la noche. La mayoría pasean
por la plaza y les hablan o les gritan a las chicas que
pasan en los coches. Richard encendió la televisión y
le dijo a Francesca que era muy bueno el pan de maíz
que estaba comiendo con manteca y jarabe de arce.
Francesca se sentó en el columpio del porche
delantero. Richard salió a las diez, cuando termi-
nó el programa de la televisión. Se estiró y dijo:

132
-Es bueno estar en casa otra vez. -Y luego, mi-
rándola-: ¿Tú estás bien, Frannie? Pareces un
poco cansada o distraída o no sé qué,.,
-Sí, estoy bien, Richard. Me alegro de que estés
de vuelta, y bien.
-Bueno, me voy a la cama. Ha sido una semana
larga, y estoy agotado. ¿Vienes, Frannie?
-Dentro de un rato. Se está bien aquí fuera, así
que me quedo un poco más. -Estaba cansada,
pero temía que a Richard se le ocurriese tener una
relación sexual. No estaba en condiciones de so-
portarlo esa noche.
Lo oyó caminar dentro del dormitorio, encima
del columpio en el que se estaba meciendo, con los
pies descalzos, apoyados en el suelo. Oía la radio
de Carolyn, al otro lado de la casa.
Evitó ir a la ciudad los días siguientes, porque
sabía que Robert Kincaid estaba sólo a unos kiló-
metros de distancia. Realmente no estaba segura
de poder contenerse si lo veía. Podía correr hacia
él gritando: «¡Ahora! ¡Vamonos ahora!». Había
corrido el riesgo de verlo en Cedar Bridge; ahora
era demasiado peligroso.
El martes siguiente, la alacena se estaba que-
dando vacía y Richard necesitaba un repuesto
para la cosechadora de granos que estaba repa-
rando. Había nubes bajas, llovía constantemente
en medio de una ligera niebla, y hacía frío para un
mes de agosto.
Richard compró el repuesto y tomó un café en

133
el bar con otros hombres, mientras Francesca iba
al supermercado. Sabía cuánto tardaría ella y esta-
ba esperándola frente al Super Valué cuando ter-
minó. Bajó de un salto. Llevaba una gorra Allis
Chalmers y la ayudó a cargar los paquetes en la
camioneta Ford, en el asiento y en el suelo. Ella
pensaba en trípodes y mochilas.
-Tengo que volver un momento a la tienda de
herramientas. He olvidado una pieza que puedo
necesitar.
Fueron hacia el norte por la carretera 169, que
era la calle principal de Winterset. Cien metros
después de la gasolinera Texaco vio a Robert, que
salía de la gasolinera con los limpiaparabrisas ba-
rriendo el cristal y se alejaba por el camino.
Les tocó colocarse precisamente detrás de la
vieja camioneta. Desde su asiento alto en la Ford,
Francesca vio un bulto envuelto en tela plástica
que revelaba los contornos de una maleta y un es-
tuche de guitarra, junto a la rueda de repuesto. El
cristal de atrás estaba mojado por la lluvia, pero
se veía parte de la cabeza de Robert. Él se inclinó
como para buscar algo en la guantera; ocho días
antes, al hacer ese mismo movimiento, le había
rozado la pierna con el brazo. Una semana antes,
ella estaba en Des Moines comprando un vestido
rosa.
-Ese camión viene de lejos -comentó Richard-.
Del estado de Washington. Parece que lo conduce
una mujer; al menos tiene el pelo muy largo. Pero,
ahora que lo pienso, debe de ser ese fotógrafo del
que hablaban en el bar.
Siguieron a Robert Kincaid unos cientos de me-
tros hacia el norte, donde la carretera 169 cruza la
92, orientada de este a oeste. Era un cruce de cua-
tro vías, con mucho tránsito en todas las direccio-
nes, y la lluvia lo complicaba aún más y ahora la
niebla era más espesa.
Estuvieron detenidos unos veinte segundos. Ro-
bert estaba delante de Francesca, a menos de diez
metros. Todavía podía hacerlo: saltar de la Ford y
correr hacia la puerta derecha de la camioneta de
Robert, trepar sobre las mochilas, la nevera y los
trípodes.
Desde que Robert se había marchado el viernes
anterior, Francesca se había dado cuenta de que, a
pesar de todo lo que él le importaba entonces, ha-
bía subestimado mucho sus propios sentimientos.
No parecía posible pero era así. Comenzaba a en-
tender lo que él ya había comprendido. Pero allí se
quedaba, paralizada por sus responsabilidades,
mirando la luna trasera de la camioneta con más
intensidad con la que había mirado ninguna otra
cosa en su vida. Se encendió la luz trasera izquier-
da de Harry. Un momento más y Harry habría de-
saparecido, llevándose a Robert. Richard sintoni-
zaba la radio de la Ford.
Por alguna travesura de la mente, Francesca
empezó a ver las cosas como en cámara lenta.
A Robert le llegó el turno y muy, muy lentamente,

135
Harry se acercó a la intersección. Francesca entre-
veía las largas piernas de Robert moviéndose al
conducir, la flexión de los músculos del antebrazo
derecho al cambiar de velocidad. Ahora la camio-
neta entraba en la carretera 9Z en dirección a
Council Bluffs, los bosques de Black Hills y el no-
roeste... lentamente... lentamente... la vieja camio-
neta muy lentamente pasó el cruce y giró al oeste.
A través de las lágrimas, la lluvia y la niebla,
Francesca apenas veía la inscripción descolorida
pintada de rojo en la puerta: «Kincaid, Fotogra-
fía-Bellingham, Washington».
Él había bajado la ventanilla para tener mejor
visibilidad al doblar. Dio la vuelta a la esquina y
Francesca vio sus cabellos al viento cuando acele-
ró por la carretera 92 hacia el oeste, mientras su-
bía el cristal.
¡Ay, Dios mío, ay Dios querido... no! Las pala-
bras resonaban dentro de ella. Me equivoqué, Ro-
bert, me equivoqué al quedarme... pero no puedo
irme... quiero decírtelo otra vez... decirte por qué
no puedo irme... dime tú otra vez por qué debo
irme.
Y oyó la voz de él que regresaba por la ruta:
«En un universo de ambigüedades, este tipo de
certidumbre llega una sola vez, y nunca más, no
importa cuántas vidas le toque a uno vivir».
Richard pasó el cruce hacia el norte. Por un ins-
tante Francesca vio las luces traseras rojas de
Harry que se alejaban en la niebla y la lluvia. La

136
vieja camioneta Chevy parecía pequeña junto a un
gigantesco camión con remolque que avanzaba
rugiendo hacia Winterset, bañando en una ola de
agua al último cowboy.
-Adiós, Robert Kincaid -susurró Francesca, y
se echó a llorar sin disimulo.
Richard la miró.
-¿Qué pasa, Frannie? Por favor, dime qué te
pasa.
-Richard, necesito un poco de tiempo. Estaré
bien en unos minutos. -Richard sintonizó la bolsa
del ganado de las doce, miró a Francesca y sacu-
dió la cabeza.

137
CENIZAS

Ya era de noche en Madison County en 1987,


el día que Francesca cumplía sesenta y siete años.
Hacía dos horas que se había acostado. Veía, to-
caba, olía y oía todo lo sucedido veintidós años
atrás.
Había recordado y había vuelto a recordar. La
imagen de esas luces rojas que avanzaban hacia el
oeste por la carretera 92 la perseguía desde hacía
dos décadas. Se tocó los senos y sintió deslizarse
sobre ellos los músculos del pecho de Robert.
Dios, cómo lo había amado. Lo había amado en-
tonces más de lo que le parecía posible, y ahora lo
amaba todavía más. Habría hecho cualquier cosa
por él menos destruir a su familia, y destruirlo tal
vez a él también.
Bajó la escalera y se sentó en la cocina, ante la
vieja mesa de fórmica amarilla. Richard había in-
sistido en comprar una nueva, pero Francesca pi-
dió a su vez que conservaran la vieja en un cober-
tizo, y la envolvió cuidadosamente en plástico
antes de guardarla.
«Francamente, no sé por qué le tienes tanto

139
apego a esta vieja mesa», protestó él mientras la
ayudaba a transportarla. Cuando Richard murió,
Michael volvió a llevarla a la casa a petición de su
madre, y nunca le preguntó por qué la quería en
lugar de la nueva. Sólo la miró con aire inquisiti-
vo, pero Francesca no dijo nada.
Ahora estaba sentada ante esa mesa. Luego fue
hasta el armario y sacó dos velas blancas con pe-
queños candelabros de bronce. Las encendió y
puso la radio, moviendo lentamente el dial hasta
encontrar música suave.
Se quedó mucho tiempo de pie junto al fregade-
ro, con la cabeza ligeramente erguida, mirándolo
a la cara; y susurró: «Te recuerdo, Robert Kin-
caid. Tal vez el Gran Amo del Desierto tuviera ra-
zón. Tal vez fuiste el último. Tal vez todos los
cowboys están ahora cerca de su extinción».
Antes de la muerte de Richard, nunca se había
atrevido a llamar a Kincaid, ni siquiera a escribir-
le, aunque durante años había estado a punto de
hacerlo. Si le hablaba una sola vez más, se iría con
él. Si le escribía, sabía que él vendría a buscarla.
Porque estaban muy cerca. A lo largo de esos
años, Robert nunca había vuelto a llamar ni a es-
cribir, después de enviarle un único paquete con
las fotos y el manuscrito. Francesca sabía que él
entendía sus sentimientos y las complicaciones
que podía provocar en su vida.
Se suscribió al National Geographic en sep-
tiembre de 1965. El artículo sobre los puentes cu-

140
biertos apareció el año siguiente: allí estaba Rose-
man Bridge en la primera luz cálida de la mañana,
cuando Robert había encontrado su nota. La por-
tada era la foto que Robert había sacado a un ti-
ro de caballos que arrastraban una carreta hacia
Hogback Bridge. También él había escrito el ar-
tículo.
En la contraportada se mencionaban a los auto-
res de los reportajes y a los fotógrafos, y de vez en
cuando aparecían fotos. A veces estaba Robert.
Los mismos cabellos largos plateados, la pulsera,
los téjanos o los pantalones caqui, las cámaras
colgando de los hombros, las venas marcadas en
los brazos. En el Kalahan, en los muros de Jaipur
de la India, en una canoa en Guatemala, en el nor-
te de Canadá. El camino y el cowboy.
Francesca las recortaba y las guardaba en el so-
bre marrón junto con el artículo sobre los puentes
cubiertos, el manuscrito, las dos fotografías y la
carta. Guardaba el sobre debajo de la ropa inte-
rior en un cajón de la cómoda, donde a Richard
nunca se le ocurriría buscar algo. Y, como una ob-
servadora lejana, siguiéndolo a través de los años,
veía envejecer a Robert Kincaid.
La sonrisa seguía allí, también el cuerpo delga-
do y musculoso. Pero Francesca veía el paso de los
años en la líneas alrededor de los ojos, en los fuer-
tes hombros ligeramente encorvados, en los con-
tornos de la cara más blandos. Lo veía. Había
estudiado ese cuerpo con más detenimiento que

141
cualquier otra cosa en su vida, más que el suyo
propio. Y las señales de la edad hacían que lo de-
seara aún más, si era posible. Sospechaba, o más
bien sabía, que él estaba solo. Y así era.
Sentada a la mesa, estudió los recortes a la luz
de las velas. Él la miraba desde lugares lejanos.
Encontró una foto especial en un número de 1967.
Robert estaba junto a un río en el este de África,
frente a la cámara y cerca de ella, en cuclillas, pre-
parándose para tomar una foto.
Cuando, años antes, Francesca miró por prime-
ra vez ese recorte, vio que, de la cadena de plata
que llevaba al cuello, colgaba ahora una medalla.
Michael estaba lejos, en la universidad; cuando
Richard y Carolyn se acostaron Francesca fue a
buscar la poderosa lupa que Michael usaba cuan-
do era pequeño para su colección de sellos, y la
acercó a la foto.
-Dios mío -dijo casi sin aliento.
La medalla decía «Francesca». Una única y pe-
queña indiscreción, que ella le perdonó sonriendo.
En todas las fotos posteriores aparecía la medalla
en la cadena de plata.
Después de 1975, nunca volvió a verlo en la re-
vista. Tampoco volvió a aparecer su firma. Buscó
en todos los números, pero no encontró nada. Ese
año Robert cumplía sesenta y dos años.
Cuando murió Richard en 1979, después del
funeral -cuando sus hijos ya habían regresado a
sus hogares respectivos- Francesca pensó en lla-

142
mar a Robert Kincaid. Él tendría sesenta y seis
años; ella cincuenta y nueve. Todavía había tiem-
po, a pesar de la pérdida de catorce años. Lo pen-
só mucho durante una semana, y finalmente bus-
có el número en su agenda y lo llamó.
Sintió que se le paraba la respiración cuando
empezó a sonar el teléfono. Oyó que levantaban el
receptor y estuvo a punto de colgar. Una voz de
mujer dijo: «Seguros McGregor». Francesca se so-
bresaltó, pero se recuperó lo suficiente como para
preguntar a la secretaria si había marcado el nú-
mero correcto. Le respondieron que sí. Francesca
agradeció y colgó.
Después probó en la información telefónica de
Bellingham. Nada en la guía telefónica. Probó en
Seattle. Nada. Luego en las oficinas de la Cámara
de Comercio de Bellingham y en Seattle. Pidió que
buscaran en las guías telefónicas de cada ciudad.
Lo hicieron, y no figuraba Robert Kincaid. Puede
estar en cualquier parte, pensó Francesca.
Recordó la revista; él le había dicho que lo lla-
mara allí. La recepcionista fue cortés, pero era
nueva y tuvo que buscar a alguien que la ayudara.
La llamada de Francesca fue transferida tres veces
hasta que la comunicaron con un editor asociado
que estaba en la revista desde hacía veinte años.
Francesca le preguntó sobre Robert Kincaid. Por
supuesto, el editor lo recordaba.
-Está tratando de localizarlo, ¿eh? Era un es-
tupendo fotógrafo. Un poco quisquilloso, aunque

143
no en el mal sentido: era tenaz. Le importaba el
arte por el arte mismo, y eso no funciona muy
bien con nuestros lectores. Nuestros lectores quie-
ren buenas fotos, fotos bien hechas, pero nada de-
masiado audaz. Siempre decíamos que Kincaid
era un poco extraño; ninguno de nosotros lo co-
nocía fuera del trabajo. Pero era muy positivo. Po-
díamos mandarlo a cualquier parte y él hacía el
trabajo, aunque casi siempre disintiera de nuestras
decisiones editoriales. En cuanto a dónde puede
estar ahora, he estado revisando los ficheros mien-
tras hablábamos. Dejó la revista en 1975. La di-
rección y el número de teléfono que tengo aquí...
-leyó los mismos datos que tenía Francesca.
Después de eso, Francesca renunció a sus inves-
tigaciones, un poco por miedo de lo que podría
descubrir.
Siguió sin rumbo fijo, permitiéndose pensar
cada vez más en Robert Kincaid. Todavía condu-
cía bien y, varias veces por año, iba a Des Moines
a almorzar en el restaurante, donde él la había lle-
vado. En uno de esos viajes compró un cuaderno
con cubiertas de piel. Y, en esas páginas, comenzó
a escribir en letra clara los detalles de sus amores
con él y sus pensamientos acerca de él. Tuvo que
llenar tres de esos cuadernos antes de considerar
terminada la tarea.
Winterset mejoraba. Había una activa asocia-
ción artística compuesta en su mayor parte por
mujeres, y desde hacía algunos años se hablaba de

144
restaurar los viejos puentes. Gente joven e intere-
sante construía casas en las colinas. Los principios
ya no eran tan rígidos, nadie se quedaba mirando
a los que llevaban el pelo largo, aunque todavía
pocos hombres usaban sandalias y no había mu-
chos poetas.
Sin embargo, Francesca se apartó de la comuni-
dad; sólo veía aún a algunas amigas. La gente lo
comentaba, y también que se la veía muy a menu-
do de pie junto a Roseman Bridge, y a veces junto
a Cedar Bridge. Las personas de edad a veces se
vuelven raras, decían, y se contentaban con esa
explicación.
El 2 de febrero de 1982 un camión del United
Parcel Service entró en su sendero. Ella no había
encargado nada, y se sorprendió. Firmó al recibir
el paquete y miró la dirección. «Francesca John-
son, RR2, Winterset, Iowa 50273.» El remitente
era un bufete de abogados de Seattle.
El paquete estaba cuidadosamente cerrado, y
llevaba un seguro suplementario. Francesca lo
puso en la mesa de la cocina y lo abrió cuidadosa-
mente. Contenía tres cajas, bien envueltas en un
plástico grueso. Sobre una de ellas había un pe-
queño sobre acolchado. Sobre otra, un sobre co-
mercial para ella, con remitente del bufete de abo-
gados.
Retiró la cinta adhesiva del sobre y lo abrió,
temblando.

145
2.5 de enero de 198Z

Sra. Francesca Johnson


RR2
Winterset IA 50273

Estimada señora Johnson:


Representamos el patrimonio de Robert L. Kin-
caid, recientemente fallecido...

Francesca dejó la carta en la mesa. Fuera, la nieve


volaba sobre los campos invernales. Francesca la vio
azotar los rastrojos, arrancar espigas, amontonarlas
en una esquina de la alambrada. Leyó una vez más
las palabras: «Representamos el patrimonio de Ro-
bert L. Kincaid, recientemente fallecido...».
-Ay, Robert, Robert, no -dijo suavemente Fran-
cesca, y bajó la cabeza.
Una hora después pudo seguir leyendo. El lengua-
je llano de la ley, la precisión de sus palabras la enfu-
recían. «Representamos...» Simplemente un aboga-
do que llevaba a cabo sus obligaciones con un cliente.
Pero la fuerza, el leopardo que cabalgaba en la
cola de un cometa, el chamán que buscaba Rose-
man Bridge en un caluroso día de agosto; el hom-
bre de pie en el estribo de una furgoneta llamada
Harry que se volvía para verla morir en el polvo
de un sendero campestre en Iowa... ¿dónde estaba
él en esas palabras?
La carta debería haber sido de mil páginas. De-

146
bería haber hablado de las ramas muertas de la
evolución y de la desaparición de los grandes es-
pacios, de los cowboys que luchaban por pasar
por encima de las alambradas, como los rastrojos
en invierno.

El único testamento que dejó data del ocho de julio


de 1967, donde da instrucciones para que se le envíen
a usted los objetos adjuntos. Si no pudiéramos encon-
trarla, deberíamos incinerar los objetos.
Dentro de la caja señalada con la palabra «carta»
hay un mensaje que él dejó para usted en 1978. Se-
lló el sobre, que no ha sido abierto.
Los restos del señor Kincaid fueron incinerados. A
petición suya no hay indicación alguna del lugar
donde se encuentran. También a petición suya, sus
cenizas fueron esparcidas cerca de su casa, señora,
por un socio nuestro. Creo que la localidad se llama
Roseman Bridge.
Si podemos ayudarle en algo, por favor no dude
en ponerse en contacto con nosotros.

La saluda atentamente

Alien B. Quippen, abogado.

Francesca ahogó un gemido, volvió a secarse


los ojos y comenzó a examinar el resto del conte-
nido de la caja.
Sabía lo que había en el pequeño sobre acolcha-

147
do. Lo sabía con la seguridad con que sabía que
después del invierno volvería a llegar la primave-
ra. Lo abrió cuidadosamente y buscó dentro. Sacó
la cadena de plata. La medalla estaba rayada, y
decía «Francesca». En la parte posterior, grabado
en letras minúsculas, se podía leer: «Quien lo en-
cuentre, por favor, envíelo a Francesca Johnson,
RR.2, Winterset, Iowa, USA».
La pulsera de plata de Robert estaba en el fon-
do del sobre, envuelta en un papel de seda. Junto
con la pulsera había una hoja de papel. Decía: «Si
quieres cenar otra vez cuando las mariposas noc-
turnas estén en vuelo, vuelve esta noche al termi-
nar». La nota de Roseman Bridge. Hasta eso ha-
bía guardado entre sus recuerdos.
Entonces pensó que esa nota era lo único que él
tenía de ella, la única evidencia de que ella existía,
aparte de las huidizas imágenes fotográficas en
lento deterioro. La breve nota de Roseman Bridge
estaba manchada y ajada, como si la hubiera lle-
vado largo tiempo en la billetera.
Francesca se preguntó cuántas veces la habría
leído a lo largo de esos años, lejos de las colinas
que bordeaban Middle River. Imaginaba a Robert
leyendo la nota a la escasa luz de una lámpara de
un avión, volando a quién sabe adonde, o bien
sentado en el suelo en una cabana de bambú en el
país de los tigres; lo imaginaba leyéndola a la luz
de la linterna, doblándola y guardándola en una
lluviosa noche de Bellingh y mirando después las

148
fotografías de una mujer apoyada en un cerco una
mañana de verano, o bajando de un puente cu-
bierto al atardecer.
Las tres cajas contenían una cámara con una
lente. Estaban rayadas, deterioradas. Al dar la
vuelta a una de ellas, leyó «Nikon» en el visor y,
justo en la parte superior izquierda de la etiqueta,
la letra «F». Era la cámara que ella le había entre-
gado en Cedar Rridge.
Finalmente Francesca abrió la carta de Robert.
Estaba escrita a mano en un papel con su mem-
brete, y llevaba fecha del 16 de agosto de 1978.

Querida Francesca:
Espero que te encuentres bien. No sé cuándo re-
cibirás esta carta. Algún tiempo depués de mi parti-
da. Tengo sesenta y cinco años, y hoy hace trece que
nos conocimos, cuando entré en tu sendero para pe-
dirte una dirección.
Espero que este paquete no perturbe tu vida en
modo alguno. No podría soportar pensar que las
cámaras queden en estuches de segunda mano, en
alguna tienda de fotografía, o en poder de un desco-
nocido. Estarán bastante estropeadas cuando lle-
guen. Pero tengo a quien dejárselas, y te ruego que
me perdones por ponerte en peligro enviándotelas.
Entre 1965 y 1975 estuve casi todo el tiempo via-
jando. Para alejar la tentación de llamarte o ir a ver-
te, una tentación que tengo prácticamente en todos
mis momentos de vigilia. Acepté todas las misiones

149
que pude fuera del país. A veces, muchas veces, me
dije: «Al diablo, me voy a Winterset, y me llevo a
Francesca conmigo a cualquier precio».
Pero recuerdo tus palabras, y respeto tus senti-
mientos. Tal vez tengas razón; no lo sé. Lo que sé es
que salir de tu sendero aquel viernes, en aquella ca-
lurosa mañana, fue lo más duro que me tocó hacer
en la vida. En realidad dudo de que muchos hom-
bres hayan hecho algo tan difícil.
Dejé el National Geographic en 1975, y dedico el
resto de mis años de fotógrafo a cosas que yo elijo.
Hago algún trabajo donde lo encuentro, sobre te-
mas locales o regionales que sólo me obligan a estar
fuera unos días cada vez. Desde el punto de vista fi-
nanciero es duro, pero me las arreglo. Siempre me
las he arreglado.
Gran parte de mi trabajo gira alrededor de Puget
Sound, y eso me gusta. Parece que cuando los hom-
bres envejecen se acercan al agua.
Ahora tengo un perro, un perdiguero dorado. Lo
llamo Camino, y viaja conmigo casi todo el tiempo
sacando la cabeza por la ventanilla, buscando pre-
sas.
En el setenta y dos, me caí de un acantilado en
Maine, en el parque nacional de Acadia, y me frac-
turé un tobillo. Con la caída se rompieron la cadena
y la medalla. Afortunadamente cayeron cerca. Los
encontré y mandé reparar la cadena a un joyero.
Vivo con el corazón lleno de polvo. Ésa es la me-
jor manera en que puedo expresarlo. Hubo mujeres

150
antes de ti, algunas, pero después de ti ninguna. No
hice ningún voto de celibato; sencillamente no me
interesan.
Una vez, en Canadá, vi a un ganso salvaje cuya
pareja había muerto a manos de unos cazadores.
Sabes que se aparean para toda la vida. El ganso es-
tuvo dando vueltas alrededor del estanque durante
muchos días después de lo sucedido. Cuando lo vi
por última vez, nadaba solo en medio del arroz sil-
vestre, y seguía buscando a su compañera. Supongo
que la analogía es demasiado obvia para el gusto li-
terario, pero así es como me siento.
En mi imaginación, en mañanas neblinosas o en
tardes en que el sol se pone sobre las aguas al noroes-
te, trato de pensar qué puede ser de tu vida y qué es-
tarás haciendo mientras pienso en ti. Nada complica-
do... salir al jardín, sentarse en el columpio del
porche, estar de pie ante el fregadero de la cocina.
Cosas así.
Lo recuerdo todo. Tu olor, tu sabor a verano. La
sensación de tu piel contra la mía, tus susurros
cuando te amaba.
Una vez Robert Penn Warren dijo esta frase:
«... un mundo que parece abandonado de Dios...».
No está mal, se parece bastante a lo que siento a ve-
ces. Pero no puedo vivir siempre así. Cuando estos
sentimientos se hacen demasiado intensos, cargo las
cosas en Harry y me voy de viaje unos días con Ca-
mino.
No me gusta tenerme lástima. No soy de esa cla-
se de hombres. Y la mayor parte del tiempo no me
siento así. Por el contrario, me siento agradecido
por haberte encontrado. Podríamos haber pasado
uno junto al otro, como dos partículas de polvo cós-
mico.
Dios o el universo, o lo que uno elija para nom-
brar los grandes sistemas de equilibrio y orden, no
reconoce el tiempo terrestre. Para el universo, cua-
tro días no es distinto de cuatro mil millones de
años luz. Trato de tenerlo siempre presente.
Pero, al fin y al cabo, no soy más que un hombre.
Y todas las elucubraciones filosóficas que puedo
conjurar no me salvan de desearte, todos los días, a
cada momento, ni del despiadado lamento del tiem-
po, el tiempo que nunca puedo pasar contigo, den-
tro de mi cabeza.
Te amo profundamente, totalmente. Y así será
siempre.

El último cowboy,
Robert

P.D.: El verano pasado le puse un motor nuevo a


Harry. Va muy bien.

El paquete había llegado cinco años antes. Y mi-


rar el contenido se había convertido en uno de los
rituales de cumpleaños de Francesca. Tenía las cá-
maras, la pulsera y la cadena con la medalla en un
compartimiento especial del armario. Un carpinte-

152
ro local había construido una caja según el diseño
de Francesca, de madera de nogal, con protección
para el polvo y partes acolchonadas en el interior.
«Muy bonita la caja», dijo el carpintero. Frances-
ca se limitó a sonreír.
La última parte del ritual era el manuscrito.
Siempre lo leía a la luz de las velas, al final del día.
Lo llevaba del salón a la cocina y lo colocaba cui-
dadosamente sobre la fórmica amarilla, cerca de
una de las velas, encendía su único cigarrillo del
año, un Camel, bebía un sorbo de coñac y empe-
zaba a leer.

T53
LA CAÍDA DESDE LA DIMENSIÓN Z

Robert Kincaid

Hay antiguos vientos que todavía no comprendo,


aunque ahora me parece que siempre he cabalga-
do en su lomo. Me muevo en la Dimensión Z; el
mundo pasa por otro lugar, en otro plano de las
cosas, paralelo a mí. Como si, con las manos en
los bolsillos e inclinándome un poco hacia adelan-
te, lo viera en el interior del escaparate de una
gran tienda.
En la Dimensión Z hay momentos extraños.
Después de una curva larga y lluviosa en Nuevo
México, al oeste de Magdalena, la carretera lleva
a un camino y el camino a un sendero de anima-
les. Un movimiento del limpiaparabrisas y el sen-
dero se transforma en un bosque en el que nadie
ha entrado nunca. Otra vuelta del limpiaparabri-
sas, y otra vez algo, más atrás. Esta vez es una
vasta zona helada. Avanzo a través de los pastos
cortos vestido con pieles, con el cabello enmara-
ñado y una lanza, delgado y duro como el hielo
mismo, todo músculo e impecable astucia. Más
allá del hielo, siempre mucho más atrás en la me-
dida de las cosas, están las profundas aguas sala-

T55
das en las que nado, cubierto de agallas y esca-
mas. No veo nada más, sólo que más allá del
plancton está el dígito cero.
Euclides no siempre tenía razón. Pensaba que
las paralelas seguían paralelas hasta el infinito,
pero también es posible un modo de vida no eucli-
diano en el que las paralelas se tocan, allá, muy le-
jos. Un punto en el que todo desaparece. La ilu-
sión de la convergencia.
Pero sé que es más que una ilusión. A veces es
posible la unión, la fusión de una realidad con
otra. Una especie de suave enlazado. Sin intersec-
ciones nítidas en un mundo de precisión, sin el
murmullo de la lanzadera. Sólo... sólo la respira-
ción. Sí, así suena, y así se siente también. La res-
piración.
Y me muevo lentamente por encima de esta
otra realidad, y junto a ella, y debajo y alrededor
de ella, siempre con fuerza, siempre con potencia,
y sin embargo siempre entregándome a ella. Y el
otro ser lo percibe, se acerca con su propia poten-
cia, y a su vez se entrega a mí.
En algún lugar, dentro de la respiración, suena
la música, y entonces empieza la curiosa danza en
espiral, con un ritmo propio que derrite al hombre
de hielo con la lanza y el cabello desordenado. Y
lentamente, girando y rodando en adagio, siempre
en adagio, el hombre de hielo cae... desde la Di-
mensión Z... y dentro de ella.

156
Al fin del día en que cumplía sesenta y siete años,
cuando dejó de llover, Francesca puso el sobre
marrón en el cajón de abajo del escritorio con
tapa corrediza. Después de la muerte de Richard
había decidido guardarlo en la caja fuerte del ban-
co, pero todos los años en esta época lo llevaba
unos días a su casa. La tapa de la caja de nogal se
cerró sobre las cámaras, y Francesca colocó la ca-
ja en un estante del armario de su dormitorio.
Después del mediodía había visitado Roseman
Bridge. Salió al porche, secó el columpio con una
toalla y se sentó. Hacía frío, pero se quedaría allí
unos minutos, como siempre. Después fue hasta la
puerta del patio y ahí se detuvo. Luego llegó hasta
la entrada del sendero. Veintidós años después
aún lo veía bajar del camión al atardecer, buscan-
do su camino; veía a Harry dando saltos hacia la
carretera principal, luego deteniéndose, y a Ro-
bert Kincaid de pie en el estribo, mirando por el
sendero.
UNA CARTA DE FRANCESCA

Francesca Johnson murió en 1989. Tenía sesenta y


nueve años. Ese año Robert Kincaid habría cum-
plido setenta y seis. La causa de la muerte figura-
ba como «natural». «Simplemente se murió», les
dijo el médico a Michael y a Carolyn. «Realmen-
te, estamos un poco perplejos. No encontramos
una causa específica de su muerte. Un vecino la
encontró con la cabeza apoyada sobre la mesa de
la cocina.»
En una carta a su abogado con fecha de 1982
Francesca había pedido que sus restos fueran inci-
nerados y sus cenizas esparcidas en Roseman
Bridge. La incineración era una práctica poco fre-
cuente en Madison County -en cierto modo se la
consideraba demasiado radical- y la voluntad de
Francesca provocó muchas discusiones en el café,
en la estación Texaco y en la tienda de herramien-
tas. No se comunicó la decisión de esparcir sus ce-
nizas.
Después del funeral, Michael y Carolyn fueron
lentamente hasta Roseman Bridge y cumplieron
con las instrucciones de Francesca. Aunque estaba

159
cerca de la casa, la familia Johnson nunca se había
interesado mucho en ese puente, y Michael y Ca-
rolyn se preguntaron una y otra vez por qué su
madre, una persona bastante sensata, se compor-
taba de un modo tan enigmático, y por qué no
había pedido que la enterraran junto a su marido,
como era costumbre.
Después Michael y Carolyn procedieron dete-
nidamente a examinar y clasificar los objetos que
quedaban en la casa. Sacaron la caja fuerte del
banco y, después de abrirla y revisar el contenido
para la sucesión, el abogado se la entregó.
Cogieron cada uno una parte del contenido de
la caja, y comenzaron a examinarlo. El sobre ma-
rrón estaba en la pila de Carolyn, debajo de otros
objetos. Carolyn quedó atónita al ver el conteni-
do. Leyó la carta que Robert había escrito a Fran-
cesca en 1965. Después leyó la carta de Robert
de 1978, y por último la de 1982, del abogado de
Seattle. Finalmente estudió los recortes de las re-
vistas.
-Michael.
Michael captó la mezcla de sorpresa y pena en
la voz de su hermana, e inmediatamente alzó la
mirada
-¿Sí?
Carolyn tenía los ojos llenos de lágrimas, la voz
temblorosa.
-Mamá estuvo enamorada de un hombre lla-
mado Robert Kincaid. Era fotógrafo. ¿Te acuer-

160
das cuando todos vimos el número del National
Geographic con el artículo sobre los puentes? Él
fue quien hizo las fotos de los puentes de aquí. ¿Y
te acuerdas de que todos los chicos hablaban en
esa época del tío raro de las cámaras fotográficas?
Era él.
Michael estaba sentado frente a Carolyn, con la
corbata desatada y el cuello de la camisa abierto.
-A ver, dímelo otra vez. No puedo creer lo que
he oído.
Después de leer las cartas, Michael buscó en el
armario de la planta baja. Luego subió al dormi-
torio de Francesca. Nunca había visto la caja de
nogal, ni conocía su contenido. La llevó a la mesa
de la cocina.
-Carolyn, aquí están las cámaras.
En un ángulo de la caja había un sobre sellado
con la inscripción «Carolyn y Michael», del puño
y letra de Erancesca, y entre las cámaras, tres cua-
dernos con cubierta de piel.
- N o estoy seguro de poder leer lo que hay en
ese sobre -dijo Michael-. Léemelo en voz alta, si
te sientes capaz.
Carolyn abrió el sobre y leyó:

7 de enero de 1987

Queridos Carolyn y Michael:


Aunque me siento muy bien, creo que es tiempo
de poner mis cosas en orden (como suele decirse).

161
Hay algo, algo muy importante, que debéis saber
Por eso, os escribo esta carta.
Después de abrir la caja fuerte y encontrar el so-
bre marrón que va dirigido a mí, con matasellos de
1965, con seguridad llegaréis a esta carta. Si es posi-
ble, por favor sentaos a leerla a la mesa de la cocina.
Pronto entenderéis por qué os lo pido.
Me resulta difícil escribir esto a mis propios hi-
jos, pero debo hacerlo. Es algo demasiado fuerte,
demasiado hermoso como para que muera conmi-
go. Y si queréis saber quién ha sido vuestra madre,
con todo lo bueno y todo lo malo, debéis saber lo
que voy a contaros. Ánimo.
Como ya habéis descubierto, se llama Robert
Kincaid. No sé a qué corresponde la inicial L que
había después de Robert. Era fotógrafo, y estuvo
aquí en el año 1965, fotografiando los puentes cu-
biertos.
¿Recordáis cómo se entusiasmó la gente de aquí
cuando las fotos aparecieron en el National Geo-
graphic} También recordaréis que, por esa época,
yo empecé a recibir la revista. Ahora comprenderéis
mi repentino interés por ella. A propósito, yo estaba
con él, le llevaba una de las mochilas de las cáma-
ras, cuando hizo la foto en Cedar Bridge.
Quiero que sepáis que yo quise a vuestro padre
con un amor tranquilo. Lo sabía entonces y lo sé
ahora. Él ha sido bueno conmigo y me ha dado dos
hijos, vosotros, a quienes adoro. No lo olvidéis.
Pero Robert Kincaid era alguien diferente; no se

162
parecía a nadie a quien yo hubiera visto o de quien
hubiera oído hablar o sobre quien hubiera leído
algo en toda mi vida. Es imposible que lleguéis a en-
tenderlo totalmente. En primer lugar vosotros no
sois yo. En segundo lugar hubierais tenido que estar
cerca de él, mirarlo moverse, oírlo explicar que esta-
ba en una rama muerta de la evolución. Tal vez os
ayuden los cuadernos y los recortes de las revistas,
pero tampoco eso será suficiente.
Además, él no era de este mundo. Es lo más cla-
ro que puedo decir sobre Robert. Siempre me pare-
ció que era un ser parecido a un leopardo que había
llegado en la cola de un cometa. Así se movía, y así
era su cuerpo. De algún modo, era, al mismo tiem-
po, fuerte, afectuoso y bueno, poseído por cierto
sentido trágico. Sentía que se estaba tornando anti-
cuado en un mundo de ordenadores y robots y de
organización generalizada. Se veía como a uno de
los últimos cowboys, según decía; y también decía
que tenía los colmillos viejos.
La primera vez que lo vi fue cuando se detuvo a
preguntar cómo podía llegar a Roseman Bridge. Vo-
sotros tres estabais en la Feria de Illinois. Creedme,
yo no andaba buscando ninguna aventura. Nada
más lejos de mi mente. Pero lo miré unos segundos
y enseguida supe que lo deseaba, aunque no tanto
como llegué a desearlo después.
Y por favor no penséis que él era un Casanova
que corría detrás de las campesinas para aprove-
charse de ellas. No era así en absoluto. En realidad,

163
era un poco tímido, y yo tuve tanto que ver con lo
que pasó como él. Seguramente más. La nota que
está guardada junto a su pulsera la dejé yo en Rose-
man Bridge para que él la viera, la mañana después
que nos conocimos. Aparte de esa foto mía, esa no-
ta es la única evidencia de mi existencia que le que-
dó a través de los años, de que no era un sueño que
había tenido.
Sé que los hijos tienden a pensar que sus padres
son un poco asexuales, de manera que espero no
perturbaros, y, por cierto, espero que esto no des-
truya el recuerdo que tenéis de mí.
Robert y yo pasamos horas juntos en la vieja co-
cina. Hablábamos y bailábamos a la luz de las velas.
Y sí, hicimos el amor ahí y en el dormitorio y en la
pradera y en cualquier lugar que se nos ocurría.
Eran amores increíbles, poderosos, trascendentes, y
continuaron casi sin cesar durante días. Al pensar
en él, muchas veces me viene a la mente la palabra
«poderoso». Porque eso era él cuando nos conoci-
mos.
Era como una flecha en su intensidad. Yo me sen-
tía desvalida cuando él me hacía el amor. No débil,
no es así como me sentía. Sólo invadida por su viva
fuerza emocional y física. Una vez, cuando se lo su-
surré, dijo con sencillez: «Soy el camino y soy un
peregrino y soy todas las velas que salieron al mar».
Después miré el diccionario. Lo primero en que
pensé cuando oí la palabra «peregrino» fue en «hal-
cón». Pero la palabra tiene otros significados, y él

164
seguramente lo sabía. Uno es «extranjero, extraño».
Otro es «vagabundo, andariego, migratorio». El la-
tín peregrinus, una de las raíces de la palabra, signi-
fica desconocido. El era todo eso... un desconocido,
un extranjero, un vagabundo y, ahora que lo pienso,
también era como un halcón.
Entended, hijos míos, que estoy tratando de ex-
presar algo que no se puede decir con palabras. Sólo
deseo que un día vosotros podáis vivir lo que yo he
experimentado; de todos modos, empiezo a pensar
que no es probable. Aunque supongo que no se esti-
la decir estas cosas en nuestros tiempos más ilustra-
dos, no creo que sea posible que una mujer posea el
tipo particular de fuerza que tenía Robert Kincaid.
De manera, Michael, que con eso quedas fuera. En
cuanto a Carolyn, la mala noticia es que creo que
sólo hubo un Robert Kincaid, y nada más.
Si no hubiera sido por vosotros y por vuestro pa-
dre yo me habría ido con él, de inmediato. Me pi-
dió, me rogó que me fuera con él. Pero yo no quise,
y fue lo bastante sensible y atento como para no in-
terferir en nuestras vidas después de eso.
La paradoja es que si no hubiera sido por Robert
Kincaid no sé si hubiera podido quedarme en la
granja todos estos años. En esos cuatro días me dio
una vida, un universo. Nunca dejé de pensar en él,
ni por un momento. Aun cuando no pensaba en
él conscientemente, lo sentía en alguna parte, siem-
pre estaba ahí.
Eso no modificó nunca mis sentimientos por vo-

165
sotros dos y por papá. Si pienso un momento sola-
mente en mí, creo que no tomé una buena decisión.
Pero teniendo en cuenta a mi familia, creo que sí.
Aunque debo ser honesta y admitirlo, Robert
Kincaid comprendió desde el principio, mejor que
yo, lo que formábamos entre ambos. Creo que sólo
con el tiempo comencé, gradualmente, a darme cuen-
ta. Si realmente lo hubiera comprendido, cuando me
pidió cara a cara que me fuera con él, probablemente
lo habría hecho.
Robert pensaba que el mundo se había vuelto de-
masiado racional, que había dejado de confiar en la
magia como debería. A menudo me he preguntado
si yo no había sido demasiado racional al tomar mi
decisión.
Estoy segura de que mi voluntad sobre mi entie-
rro debe de haberos parecido incomprensible; tal
vez pensasteis que era el producto de la confusión
mental de una vieja. Después de leer la carta del
abogado de Seattle de 1982 y mis cuadernos, com-
prenderéis por qué lo quise así. Le di mi vida a mi
familia; a Robert lo que quedaba de mí.
Creo que Richard sabía que había algo en mí a lo
que él no tenía acceso, y a veces me pregunto si encon-
tró el sobre marrón que yo guardaba en casa, en el es-
critorio. Poco antes de su muerte, estaba sentada junto
a él en el hospital de Des Moines y me dijo: «Frances-
ca, sé que tú también tuviste tus propios sueños. La-
mento no haber podido dártelos yo». Fue el momento
más conmovedor de nuestra vida en común.

166
No quiero que os sintáis culpables ni tristes por
estas cosas. No es lo que pretendo. Sólo quiero que
sepáis cuánto he amado a Robert Kincaid. Lo he te-
nido en mis pensamientos todos los días, todos es-
tos años, lo mismo que él a mí.
Aunque nunca volvimos a hablarnos, seguimos
indisolublemente unidos; tanto como pueden estar-
lo dos personas. No encuentro las palabras para
expresar esto adecuadamente. Él lo expresó mejor
cuando dijo que ya no éramos dos seres distintos, y
que nos habíamos convertido en una tercera perso-
na, formada por los dos. Ninguno de los dos existía
en forma independiente de esc ser. Y ese ser andaba
a la deriva.
Carolyn, recordarás la terrible pelea que tuvimos
una vez sobre un vestido color rosa que yo guarda-
ba en mi armario. Tú lo habías visto y querías po-
nértelo. Decías que no recordabas habérmelo visto
puesto nunca; entonces, ¿por qué no podía arreglar-
lo para que te sirviera a ti? Ése fue el vestido que me
puse la noche que Robert y yo hicimos el amor por
primera vez. Nunca en mi vida estuve tan bonita
como esa noche. El vestido era un pequeño recuer-
do tonto de aquella época. Por eso nunca volví a
ponérmelo y me negué a permitirte usarlo.
Después que Robert se fue de aquí en 1965, me
di cuenta de lo poco que sabía de él en cuanto a la
historia de su familia. Aunque creo que me enteré
de casi todo lo que le concernía, de todo lo que real-
mente importaba, en esos breves días. Era hijo úni-

167
co, sus padres habían muerto, y él había nacido en
un pueblecito de Ohio.
Ni siquiera estoy segura de si fue a la universidad,
o a la escuela secundaria, pero tenía una inteligencia
brillante a su manera, pura, primitiva, casi mística.
Ah, sí, fue fotógrafo de guerra con los Marines en el
Pacífico Sur durante la Segunda Guerra Mundial.
Estuvo casado una vez y se divorció, mucho an-
tes de conocerme. No tuvo hijos. Su mujer tenía
algo que ver con la música, creo recordar que era
cantante folk y las largas ausencias de Robert para
realizar sus reportajes fotográficos eran difíciles de
soportar. Él asumía la culpa por la separación.
Aparte de eso, que yo sepa, Robert no tenía fami-
lia. Os pido que lo consideréis parte de la nuestra,
por muy duro que os parezca al principio. Al menos
yo tenía una familia, una vida con otros. Robert es-
taba solo. No era justo, y yo lo sabía.
Prefiero, o al menos eso creo, por la memoria de
Richard y por la forma en que habla la gente, que
de alguna manera todo esto quede en el seno de la
familia Johnson. Pero lo dejo a vuestro juicio.
De todas maneras no me avergüenzo de lo que
ocurrió entre Robert Kincaid y yo. Al contrario. To-
dos estos años lo he amado desesperadamente, aun-
que por razones personales traté una sola vez de po-
nerme en contacto con él. Fue después de la muerte
de vuestro padre. Mi intento fracasó, y temí que le
hubiese sucedido algo, y por ese miedo nunca volví
a intentarlo. Simplemente no podía enfrentarme con

168
la realidad. De manera que imaginaréis lo que sentí
cuando llegó, en 1982, el paquete con la carta del
abogado.
Como os he dicho, espero que comprendáis que
no pienso mal de mí misma. Si me queréis, debéis
comprender lo que hice.
Robert Kincaid me enseñó lo que es ser mujer de
una forma que pocas mujeres, tal vez ninguna, experi-
mentará jamás. Era un hombre agradable y cariñoso,
y, por cierto, merece vuestro respeto y quizá vuestro
amor. Espero que podáis brindarle las dos cosas. A su
manera, a través de mí, ha sido bueno con vosotros.

Que Dios os acompañe, hijos míos.


Mamá.

Silencio en la vieja cocina. Michael respiró pro-


fundamente y miró por la ventana. Carolyn miró
en torno suyo, el fregadero, el suelo la mesa y
todo lo demás.
Cuando habló, su voz era casi un suspiro.
-Ay, Michael, Michael, piensa en ellos, todos
estos años, deseándose tan desesperadamente. Ella
renunció a él por nosotros y por papá. Y Robert
Kincaid se mantuvo aparte por respeto a ios senti-
mientos de mamá. Michael, me duele tanto pen-
sarlo. Hemos tratado con tanta indiferencia nues-
tros matrimonios, después de que ese increíble
amor terminara como terminó por nuestra causa.
Estuvieron cuatro días juntos, sólo cuatro. En

169
toda una vida. Cuando nosotros fuimos a esa ridi-
cula feria en Illinois. Mira la foto de mamá. Nun-
ca la había visto así. Tan increíblemente hermosa,
y no es la fotografía. Es lo que él le hizo. Mírala, tan
salvaje y libre. Con los cabellos al viento, el rostro
lleno de vida. Está maravillosa.
-Dios mío -fue todo lo que pudo decir Michael,
enjugándose la cara con un trapo de cocina, y
también los ojos cuando Carolyn no lo miraba.
Carolyn volvió a hablar.
-Aparentemente, él nunca ha intentado comu-
nicarse con ella en esos años. Y debe de haber
muerto solo; por eso le hizo enviar las cámaras.
Recuerdo la pelea que tuvimos mamá y yo por el
vestido rosa. Duró días y días. Ella se limitaba a
decir: «No, Carolyn, ése no».
Y Michael recordó esa vieja mesa a la que esta-
ban sentados. Ahora comprendía por qué Fran-
cesca le había pedido que volviera a traerla a la
cocina después de la muerte de su padre.
Carolyn abrió el pequeño sobre acolchado.
-Aquí está su pulsera, y su cadena con la meda-
lla de plata. Y la nota que menciona mamá en su
carta, la que ella le dejó en Roseman Bridge. Por
eso él le envió esta foto del puente: aquí se ve el
papel clavado en la madera.
-Michael, ¿qué vamos a hacer? Piénsalo; ahora
mismo vuelvo.
Carolyn subió corriendo la escalera y volvió
unos minutos después con el vestido rosa cuida-

170
dosamente doblado en una funda de plástico. Lo
desplegó para mostrárselo a Michael.
-Imagínala con este vestido y bailando con él
aquí, en la cocina. Piensa en todo el tiempo que
hemos pasado aquí y en las imágenes que ella
debe de haber recordado mientras cocinaba y
cuando estábamos todos aquí con ella, hablando
de nuestros problemas, pensando a qué universi-
dad ir, comentando lo difícil que es tener éxito en
el matrimonio. Dios mío, qué inocentes e inmadu-
ros somos comparados con ella.
Michael asintió con un gesto y se volvió hacia
la alacena que había encima del fregadero.
-¿No tendría mamá alguna bebida por aquí?
Por Dios, qué bien me vendría. Para contestar a tu
pregunta, te diré que no sé lo que vamos a hacer.
Buscando en la alacena encontró una botella de
coñac casi vacía.
-Alcanza para dos copas, Carolyn. ¿Quieres?
-Sí.
Michael sacó las únicas dos copas de coñac que
había en la alacena y las colocó en la mesa de fór-
mica amarilla. Vertió lo que quedaba del conteni-
do de la botella, mientras Carolyn comenzaba a
leer en silencio el primer volumen de las memorias
de su madre.
«Robert Kincaid llegó a mi vida un lunes, el 16
de agosto de 1965. Estaba buscando Roseman
Bridge. Era casi de noche, hacía calor, y él venía
en una camioneta a la que llamaba Harry...»

171
POSTDATA
ENTREVISTA CON «NIGHTHAWK;
CUMMINGS

Mientras escribía la historia de Robert Kincaid y


Francesca Johnson, me sentía cada vez más intri-
gado por Kincaid y lo poco que sabíamos de él y
de su vida. Unas pocas semanas antes de la impre-
sión del libro fui a Seattle, e intenté nuevamente
obtener más información sobre él.
Se me había ocurrido que, como le gustaba la
música y era él mismo un artista, podría haber al-
guien en el mundo artístico y musical de Puget
Sound que lo conociera. El jefe de la redacción ar-
tística de Seattle Times se mostró dispuesto a cola-
borar. Como no conocía a Kincaid, me permitió
consultar las secciones de espectáculos y arte que
se habían publicado desde 1975 hasta fines de
1982, el período que me interesaba.
Mientras revisaba las ediciones de 1980, me en-
contré con una foto de un músico de jazz negro,
un saxofonista tenor llamado John «Nighthawk»
Cummings. Y, junto a la foto, estaba la firma de
Robert Kincaid. El sindicato de músicos local me
facilitó el domicilio de Cummings, y me dijo que
hacía años que ya no trabajaba. La dirección indi-

173
caba una calle secundaria cerca de un barrio in-
dustrial de Tacoma, al que se llegaba, desde Seat-
tle, por la carretera 5.
Fui varias veces a su casa antes de encontrarlo.
Al principio se mostró receloso ante mis pregun-
tas. Pero lo convencí de que mi interés por Kin-
caid era serio y bienintencionado, y entonces se
volvió cordial y abierto. A continuación, transcri-
bo una versión apenas modificada de mi entre-
vista con Cummings, que tenía entonces setenta
años. Simplemente conecté mi magnetófono y lo
dejé hablar sobre Robert Kincaid. Agradezco a mi
editor que haya aceptado añadir esas informacio-
nes en una postdata cuando el resto del libro ya
estaba listo para la impresión, y habrían sido pre-
cisos cambios importantes para integrarlo en el
texto ya existente.
ENTREVISTA CON «NIGHTHAWK =
CUMMINGS

Estaba dando unos conciertos en Shorty's, en


Seattle, donde vivía entonces, y necesitaba una bue-
na foto mía en blanco y negro para la publicidad. El
contrabajista me dijo que conocía a un tío que vivía
en una de las islas y que trabajaba bien. No tenía te-
léfono, de manera que le mandé una nota.
Vino a verme; era un individuo un poco estrafa-
lario que llevaba téjanos, botas y tirantes de color
naranja. El tío sacó unas cámaras viejas y estro-
peadas; no parecía posible que funcionaran; yo
pensé: ¡Ay, Dios mío! Me colocó contra una pared
de color claro con el saxofón y me dijo que simple-
mente tocara sin parar. Así que toqué. Los prime-
ros tres minutos, se quedó ahí de pie, mirándome
muy atentamente, con los ojos azules más serenos
que he visto.
Después empezó a hacer fotos. Y me pidió que
tocara Las hojas muertas. Toqué. Toqué por lo
menos diez minutos mientras él fotografiaba sin
cesar, una foto tras otra. Después dijo: «Bueno, ya
está. Mañana se las entrego».
Al día siguiente me las trajo y me quedé pasma-

175
do. A mí me han sacado muchas fotos, pero ésas
eran las mejores, de lejos. Me cobró cincuenta dó-
lares, lo que me pareció muy barato. Me dio las
gracias, y al salir me preguntó dónde estaba to-
cando. En Shorty's, le dije.
Una noche, algún tiempo después, miro al pú-
blico y lo veo sentado en una mesa, en un rincón,
escuchando con verdadera atención. Empezó a ve-
nir una vez por semana, siempre los martes; siem-
pre bebía cerveza, aunque no mucho.
A veces, en los entreactos, yo iba a charlar unos
minutos con él. Era un hombre reservado, no ha-
blaba mucho, pero era muy agradable, y siempre
me preguntaba cortésmente si no quería tocar Las
hojas muertas.
Después de un tiempo llegamos a conocernos
un poco. A mí me gustaba ir al puerto a ver el
agua y los barcos; a él también. De modo que lle-
gamos a sentarnos en un mismo banco y a charlar
tardes enteras. Eramos un par de viejos que em-
piezan a marchitarse, a sentirse poco importantes,
algo anticuados.
Él solía llevar a su perro. Un bonito perro. Lo
llamaba Camino.
Comprendía la magia. Los músicos de jazz tam-
bién la conocen. Tal vez por eso nos llevábamos
bien. Uno toca una melodía que ya ha tocado mi-
les de veces, y de pronto surge un montón de ideas
nuevas del saxo sin que las hayamos pensado
conscientemente. Él decía que la fotografía y la

176
vida eran así. Y añadió: «Como hacer el amor a la
mujer que amas».
Él estaba trabajando en algo, intentaba conver-
tir la música en imágenes. Me dijo: «John, ¿te
acuerdas de ese adorno que casi siempre haces en
el cuarto compás de Dama sofisticada} Pues creo
que hace un par de días logré fotografiarlo. La luz
se reflejaba en el agua justo como quería, y una
garza azul dio unas vueltas frente al visor al mis-
mo tiempo. Se puede decir que vi ese adorno y lo
oí en el instante en que sacaba la foto».
Dedicaba todo su tiempo a ese asunto de poner
la música en imágenes. Estaba obsesionado. No sé
de qué vivía.
Hablaba poco de su propia vida. Yo sabía que
había viajado mucho haciendo reportajes fotográ-
ficos, pero no sabía nada más. Hasta un día en
que le hice preguntas sobre el objeto de plata que
llevaba colgado al cuello con una cadena. Al acer-
carme, había visto el nombre «Francesca» graba-
do en la medalla. Entonces le pregunté: «¿Eso tie-
ne una historia?».
No respondió de inmediato; se quedó mirando
el agua. Luego dijo: «¿Cuánto tiempo tienes?».
Bien, era lunes, mi noche libre, de manera que le
dije que tenía todo el tiempo que fuera necesario.
Empezó a hablar. Era como haber abierto un
grifo. Habló toda la tarde y buena parte de la no-
che. Yo sentía que era algo que él guardaba para sí
desde hacía mucho tiempo.
Nunca mencionó el apellido de la mujer, nunca
dijo dónde había sucedido todo eso. Pero puede
creerme, Robert Kincaid era un poeta cuando ha-
blaba de ella. Debe de haber sido una mujer espe-
cial, una señora increíble. Kincaid citó una parte
de algo que había escrito para ella, algo sobre la
Dimensión Z, según recuerdo. Mientras lo escu-
chaba, pensé que se parecía a una de las improvi-
saciones de Ornette Coleman.
Y, mire, él lloraba mientras me lo contaba. Llo-
raba con grandes lágrimas, como lloran los viejos;
como las lágrimas que se arrancan con un saxo-
fón. Después entendí por qué siempre pedía Las
hojas muertas. Y, bueno, empecé a querer a ese
hombre. Cualquiera que puede tener esos senti-
mientos por una mujer es digno de que lo quieran
a él.
Así que me puse a pensar en eso, en la fuerza de
eso que había entre la mujer y él. En lo que él lla-
maba «los viejos hábitos». Y me dije: «Tengo que
tocar en el saxo esa fuerza, ese amor, hacer que los
viejos hábitos salgan de mi instrumento». Había
algo muy lírico en todo eso.
Y entonces escribí este tema. Me llevó tres me-
ses. Yo quería que fuera algo simple, elegante. Es
fácil hacer cosas complicadas. El verdadero desa-
fío es la simplicidad. Trabajé todos los días hasta
que conseguí lo que quería. Lo trabajé un poco
más y escribí el acompañamiento para el piano y
el contrabajo. Por fin, una noche lo toqué.

178
Él estaba allí, entre el público. Un martes por la
noche, como de costumbre. Suele ser una noche
floja, unas veinte personas en el bar, y nadie le
presta mucha atención al grupo.
Él estaba sentado allí, en silencio, escuchando
con gran atención, como siempre, y yo digo por el
micrófono: «Voy a tocar un tema que he escrito
para un amigo mío. Se llama Francesca».
Lo miraba mientras hablaba. Él miraba la bo-
tella de cerveza, pero cuando dije Francesca, le-
vantó lentamente los ojos hacia mí, se echó hacia
atrás con las dos manos los cabellos grises, encen-
dió un Camel, y sus ojos azules ya no se aparta-
ron de mí.
Hice sonar como nunca al instrumento, lo hice
llorar por todos los kilómetros y los años que se-
paraban a esos dos seres. En la primera parte ha-
bía una pequeña figura melódica que, de alguna
manera, pronunciaba el nombre: Fran-ces-ca.
Cuando terminé, él se levantó, muy erguido,
sonrió y saludó con la cabeza, pagó la cuenta y se
fue. Desde entonces, siempre tocaba el tema cuan-
do él venía. Él le puso marco a una fotografía de
un viejo puente cubierto y me la regaló para dar-
me las gracias por la canción. Está colgada ahí.
Nunca me dijo dónde la había sacado, pero dice
«Roseman Bridge» debajo de su firma.
Un martes por la noche, hace siete años, tal vez
ocho, no apareció. No vino tampoco a la semana
siguiente. Pensé que estaría enfermo o que algo le

179
pasaba. Empecé a preocuparme, fui al puerto, pre-
gunté por ahí. Nadie sabía nada de él. Finalmente
cogí un barco hasta la isla donde vivía. Su casa era
una vieja cabana, más bien una chabola junto a la
orilla del mar.
Un vecino me vio vagando por allí y me pre-
guntó qué hacía.
Se lo dije. El vecino me dijo que había muerto
unos diez días atrás. Dios, cómo me dolió. Toda-
vía me duele. Me gustaba mucho ese hombre. Te-
nía algo, no sé qué. Me daba la sensación de que
sabía cosas que nosotros no sabemos.
Le pregunté al vecino por el perro. No sabía.
Dijo que tampoco conocía a Kincaid. Llamé a la
perrera municipal y allí estaba Camino. Fui a bus-
carlo y se lo regalé a mi sobrino. La última vez
que los vi, el chico y el perro vivían un idilio. Eso
me hizo sentir bien.
Bueno ésa es la historia. Poco después de ente-
rarme de lo que le había ocurrido a Kincaid empe-
zó a fallarme el brazo izquierdo. Se me entumece
cuando toco más de veinte minutos. Es por un
problema de columna. De manera que ya no tra-
bajo.
Pero le aseguro que nunca he olvidado la histo-
ria que me contó sobre él y esa mujer. Y todos los
martes, saco el saxo y toco la melodía que escribí
para él. La toco aquí, para mí solo.
Y, por alguna razón, siempre miro la foto que
me dio mientras la estoy tocando. No sé qué pasa,

180
pero no puedo apartar los ojos de la foto mientras
toco la melodía.
Ahí estoy yo, cada atardecer, haciendo llorar al
viejo instrumento, tocando esa melodía para un
hombre llamado Robert Kincaid y una mujer a la
que llamaba Francesca.

181
ÍNDICE

Prólogo del autor 7

Robert Kincaid 15
Francesca 31
Antiguas noches, música lejana 71
Los puentes del martes 83
Otra vez hay lugar para bailar . 105
El camino y el peregrino 123
Cenizas 139
La caída desde la dimensión Z T55
Una carta de Francesca 159
Postdata. Entrevista con «Nighthawk» Cummings . . . . 173
Entrevista con «Nighthawk» Cummings 175

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