Infierno
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Hubieron adherentes individuales a esta opinión en todos los siglos ej. Scotus
Eriugena; en particular, muchos Protestantes racionalistas de los últimos
siglos han defendido esta creencia. Ej. En inglaterra, Farrar, “Esperanza
Eterna” (cinco sermones predicados en Westminster Abbey, Londres y Nueva
York, 1878). Entre los Católicos, Hirscher y Schell recientemente han
expresado la opinión que aquellos que no mueren en estado de gracia aún
pueden convertirse después de la muerte si no son demasiado malvados e
impenitentes. La Sagrada Biblia es bastante explícita en la enseñanza de la
eternidad de las penas del infierno. Los tormentos de los condenados durarán
para siempre (Apoc., xiv,11; xix,3; xx,10). Hay justos por siempre como hay
gozos en el cielo (Mat. Xxv, 46). Cristo dijo de Judas: “hubiera sido mejor
para él, si este hombre no hubiera nacido” (Mateo, xxvi, 24). Pero esto no
hubiese sido verdadero si Judas no hubiese sido liberado del infierno y
admitido a la felicidad eterna. Nuevamente Dios dice de los condenados: “Su
gusano no muere y su fuego no se apaga” (Is., lxvi, 24; Mark ix, 43, 45, 47).
El fuego del infierno es llamado repetidamente eterno e inextinguible. Los
condenados padecen la cólera de Dios (Juan iii, 36); son naves de la Divina
cólera (Rom. Ix, 22); ellos no poseerán el Reino de Dios ( I Cor., vi,10; Gal.
V, 21) etc. Las objeciones aducidas desde la Escrituras contra esta doctrina,
son tan insignificantes que no valen la pena discutirlas en detalle. La
enseñanza de los Padres no es menos clara y decisiva (cito Patavius, “De
Angelis”, III, viii). Nosotros simplemente traemos a colación el testimonio de
los mártires que a menudo declararon que estaban contentos con sufrir dolor
de breve duración con tal de escapar de los eternos tormentos; e.g.
“Martyrium Polycarpi”, c. ii (cf. Atzberger, “Geschichte”, II, 612 sqq.). Es
verdad que Orígenes cayó en el error en este punto y precisamente por este
error fué condenado por la Iglesia (Canones adv. Origenem ex Justiniani libro
adv. Origen., can. ix; Hardouin, III, 279 E; Denz., n. 211). En vanos fueron los
intentos hechos para socavar la autoridad de estos cánones (cf. Dickamp, “Die
origenistischen Streitigkeiten”, Münster, 1899, 137). Por lo demás, incluso en
Orígenes encontramos las enseñanzas ortodoxas sobre la eternidad de las
penas del infierno; puesto que en sus palabras, la fe Cristiana ha sido una y
otra vez victoriosa sobre el filósofo dubitativo. Gregorio de Nisa pareciera
haber favorecido los errores de Orígenes; muchos, sin embargo, creen que sus
declaraciones pueden ser mostradas como en armonía con la doctrina
Católica. Pero las sospechas que han sido imputadas sobre ciertos pasajes de
Gregorio de Nazianzo y Jerome decididamente no tienen justificación (cf.
Pesch, “Theologische Zeitfragen”, 2nd series, 190 sqq.). La Iglesia profesa su
fe en la eternidad de los dolores del infierno en términos claros en el Credo
Atanasio (Denz., nn. 40) en decisiones doctrinales auténticas (Denz, nn. 211,
410, 429, 807, 835, 915), y en incontables pasajes de su liturgia; ella nunca
ora por los condenados. Por lo tanto, más allá de la posibilidad de duda, la
Iglesia expresamente enseña la eternidad de las penas del infierno como una
verdad de fe que nadie puede negar o cuestionar sin caer en manifiesta herejía.
Pero ¿cuál es la actitud de mera razón hacia esta doctrina? Así como Dios
debe designar algún término fijo para el tiempo del juicio, luego del cual el
justo entrará en segura posesión de una felicidad que nunca jamás perderá en
toda la eternidad, así también es apropiado que luego de la expiración de ese
término, al malvado le será cortada toda esperanza de conversión y felicidad.
En cuanto a la malicia de los hombres no puede forzar a Dios a prolongar el
tiempo destinado de prueba y darles una y otra vez, sin fin, el poder de decidir
sus suertes por la eternidad. Cualquier obligación de actuar de esta manera,
sería indigno de Dios, porque lo haría dependiente del capricho de la malicia
humana, quitaría gran parte de eficiencia a sus amenazas y ofrecería a la
presunción humana la más amplia visión y el mas fuerte incentivo. Dios
actualmente ha destinado el fin de esta vida presente, o el momento de la
muerte, como el término de la prueba del hombre. Porque en ese momento, se
produce en nuestra vida, un cambio esencial y momentáneo; del estado de
unión con el cuerpo, el alma pasa a otra vida. Ningún instante de nuestra vida
es tan agudamente definido por su importancia. Por lo tanto, podemos
concluir que la muerte es el fin de nuestra prueba; porque es convenido que
nuestro juicio deberá terminar en un momento de nuestra existencia tan
prominente y significante de manera de ser fácilmente percibido por todo
hombre. Consecuentemente, es la creencia de toda la gente que la retribución
eterna se dispensa inmediatamente después de la muerte. Esta convicción de la
humanidad es una prueba adicional de nuestra tesis. Finalmente, la
preservación del orden moral y social no estaría suficientemente procurado si
los hombres supieran que el momento del juicio continuará después de la
muerte.
5. Poena Damni
La poena damni, o dolor de pérdida, consiste en la pérdida de visión beatífica
y por ello, en una separación total de todos los poderes del alma de Dios, no
pudiendo encontrar siquiera la menor paz o descanso. Es acompañado por la
pérdida de todo don sobrenatural; pérdida de fe. Los caracteres impresos por
los sacramentos solo permanecen para mayor confusión de quien los lleva. El
dolor de pérdida no es la mera ausencia de bienaventuranza superior, sino que
también es el dolor positivo más intenso. El vacío total del alma hecha para el
disfrute de la verdad infinita y bondad infinitas, causa en el reprobado una
angustia inconmensurable. Su conciencia que Dios, sobre Quien depende
completamente, es su enemigo, es abrumadora. Su conciencia de haber
perdido por su propio desatino, por incumplimiento las más altas bendiciones
por placeres transitorios e ilusorios, los humilla y deprime más allá de toda
medida. El deseo de felicidad, inherente en su misma naturaleza,
completamente insatisfecho y ya sin la capacidad de encontrar ninguna
compensación por la pérdida de Dios por el placer ilusorio, los deja
completamente miserables. Más aún, están plenamente concientes que Dios es
infinitamente feliz y por lo tanto su odio y deseo impotente de injuriarlo los
llena de extrema amargura. Y lo mismo es cierto en relación con todos los
amigos de Dios que disfrutan la gloria del cielo. El dolor de pérdida es la
misma esencia del castigo eterno. Si los condenados contemplaran cara a cara
a Dios, el infierno mismo, empero su fuego, sería una especie de cielo. De
tener ellos alguna unión con Dios, aunque no sea precisamente unión de
visión beatífica, el infierno ya no sería infierno, sino una especie de
purgatorio. Y, sin embargo, el dolor de pérdida no es sino la consecuencia
natural de aquella aversión a Dios que yace en la naturaleza de todo pecado
mortal.
6. Poena Sensus
El poena sensus, o dolor de sentido, consiste en el tormento del fuego, tan
frecuentemente mencionado en la Sagrada Biblia. De acuerdo a la gran
mayoría de los teólogos, el término fuego, denota un fuego material, y por lo
tanto, fuego real. Sostenemos estas enseñanzas como absolutamente
verdaderas y correctas. Sin embargo, no debemos olvidar dos cosas: De
Catarinus (m. 1553) hasta nuestros tiempos no han habido teólogos deficientes
que interpreten el término fuego de las Escrituras en forma metafórica, como
denotando un fuego incorpóreo; y en segundo lugar, hasta ahora la Iglesia no
ha censurado su opinión. Algunos de los Padres también pensaron en una
explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y
otra vez del fuego del infierno, y no hay suficientes razones para considerar el
término como una mera metáfora. Se argumenta: ¿Cómo puede un fuego
material atormentar demonios o almas humanas antes de la resurrección del
cuerpo? Pero, si nuestra alma está así unida al cuerpo como para ser
profundamente sensible al dolor del fuego, ¿porqué el Dios omnipotente es
incapaz de enlazar incluso los espíritus puros a alguna sustancia material de
tal manera que sufran un tormento mas o menos similar al dolor del fuego el
cual el alma puede sentir en la tierra? La respuesta indica, en la medida de lo
posible, cómo debemos formarnos una idea del dolor del fuego el cual sufren
los demonios. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre este tema, las
cuales, sin embargo, no deseamos detallar aquí (el actual estudio de Franz
Schmid “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1891, q. iii;
también Guthberlet, “Die poena sensus” en “Katholik”, II, 1901, 305 sqq., 385
sqq.). Es bastante superfluo agregar que la naturaleza del fuego infernal es
diferente de aquel de nuestra vida ordinaria; por ejemplo, continua quemando
sin la necesidad de renovar constantemente la provisión de combustible.
Queda bastante indeterminado ¿cómo podemos formarnos un concepto en
detalle?; nosotros sabemos meramente que es corpóreo. Los demonios sufren
el tormento del fuego incluso cuando, por permiso Divino abandonan los
confines del infierno y rondan sobre la tierra. ¿Cómo sucede esto?, es incierto.
Podemos asumir que se mantienen encadenados inseparablemente a una
porción de ese fuego. El dolor de sentido es la consecuencia natural de aquel
desordenado recodo en las creaturas las cuales están involucradas en todo
pecado mortal. Conviene decir que quien busca placer prohibido debe
encontrar dolor como recompensa.. (Cf. Heuse, “Das Feuer der Hölle” en
“Katholik”, II, 1878, 225 sqq., 337 sqq., 486 sqq., 581 sqq.; “Etudes
religieuses”, L, 1890, II, 309, report of an answer of the Poenitentiaria, 30
April, 1890; Knabenbauer, “In Matth., xxv, 41”.)
Así como los benditos en el cielo están libres de todo dolor, así también, por
otro lado, los condenados nunca experimentan ni siquiera el menor placer real.
En el infierno, la separación de la influencia bienaventurada del amor Divino
ha llegado a su consumación. Los reprobados deben vivir en el seno de los
condenados; y su estallido de odio o de reproche en que gozan de sus
sufrimientos, y sus deformes presencias, son una siempre fresca fuente de
tormento. La reunión del alma y el cuerpo luego de la Resurrección será un
castigo especial para los reprobados, aunque no habrá ningún cambio esencial
en el dolor de sentido que ya están sufriendo.
En cuanto a los castigos de los condenados por sus pecados veniales, ver
Suarez, “De peccatis”, disp. vii, s. 4.
Sin embargo, no están excluidos, los cambios accidentales en las penas del
infierno. Así puede ser que los reprobados sean a veces más y a veces menos
atormentados por sus alrededores. Especialmente luego del último juicio habrá
un aumento accidental en el castigo; porque nunca jamás se les permitirá a los
demonios abandonar los confines del infierno sino que serán finalmente
prisioneros por toda la eternidad y las almas de los hombres reprobados serán
atormentadas en unión con sus cuerpos deformes.