El Gato Que Encontro A Dios N.E

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ROBERT FISHER BETH KELLY

El gato
que encontró
a Dios

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Colección Nueva Consciencia


El gato que encontró a dios
Robert Fisher y Beth Kelly

1.ª edición: septiembre de 2003


10.ª edición: marzo de 2024

Título original: The Cat who Found God

Traducción: Lidia Bayona Mons


Diseño de cubierta: Carol Briceño
sobre una ilustración de Ricard Magrané
Maquetación: Carol Briceño

© Herederos de Robert Fisher y Beth Kelly


(Reservados todos los derechos)
© 2003, 2024 Ediciones Obelisco, S. L.
(Reservados todos los derechos para la presente edición)

Edita: Ediciones Obelisco, S. L.


Collita, 23-25. Pol. Ind. Molí de la Bastida
08191 Rubí - Barcelona - España
Tel. 93 309 85 25
E-mail: [email protected]

ISBN.: 978-48-1172-094-6
DL B 2196-2024

Impreso en los talleres gráficos de Romanyà/Valls S. A.


Verdaguer, 1 - 08786 Capellades - Barcelona

Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación,


incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, transmitida
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www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Índice

El camino espiritual................................................  9
La primavera traerá espinacas y judías..................... 13
Lo que cuenta un hombre....................................... 19
Prisioneros del tiempo............................................ 23
Colas rojas al atardecer............................................ 29
La sombra alargada de un compañero piso.............. 35
Mi hogar está donde hay comida............................ 41
A la caza salvaje de Dios.......................................... 45
¿Se puede encontrar a Dios en un Mercedes?.......... 51
La vidente, el loro, el mono y el asno...................... 55
A lomos de un yac.................................................. 59
El gato sabio........................................................... 63
Arrebatados de los lomos de un yac......................... 69
Quién dice que no podéis volver a casa................... 75
Harry el sucio......................................................... 83
«Yo que tú me lo creería»........................................ 89
Amad al prójimo como amáis a vuestro gato........... 95
Epílogo ..................................................................103

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A Curdie, que encontró a Dios

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El
camino
espiritual

Marmalade estaba tumbado durmiendo bajo el Sol del


mediodía. De vez en cuando su cola a rayas naranjas iba
de un lado para otro con fuerza, lo que indicaba que tenía
una pesadilla.
La dulce voz de Ellen le despertó:
—Marmalade, a comer –lo tomó en sus brazos y aca­
rició su sedoso pelo anaranjado–. Hoy es un día muy
especial. Estamos a punto de hacer algo que cambiará
nuestras vidas por completo: vamos a emprender el ca­
mino espiritual –anunció.
Marmalade no estaba seguro de qué era aquello del
camino espiritual, pero le parecía bien siempre y cuando
le condujera a algún rinconcito acogedor o a una comida
memorable.
—Tienes razón, acabo de llenar tu plato de comida.
A Ellen se le daba muy bien leer el pensamiento de
Marmalade.
—Hoy tienes un interesante cambio de menú –dijo
Ellen con entusiasmo.

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Marmalade siempre encontraba sugerente la hora de
la comida. Se preguntó qué tendría hoy: una lata de buey
con sabor a hígado, una de hígado con sabor a buey, una
de buey con sabor a pollo… ¡o pescado!, su plato favorito.
Marmalade se llamaba a sí mismo con orgullo «el gato
pez». Ellen le echaba una generosa porción de la lata que
siempre sabía a carne, pescado o pollo y le añadía una
abundante cantidad de Kitty Krunch. No es que le entu­
siasmaran esas croquetas, pero Ellen decía que necesitaba
fibra para ir como un reloj. No sabía exactamente qué era
la fibra, pero sospechaba que era algo que llevaba grandes
cantidades de serrín. Ellen dejó a Marmalade delante de
su plato de comida y éste lo miró horrorizado.
¡Estaba repleto de verdura! De repente recordó la pe­
sadilla que le había hecho mover la cola con agitación:
una gigantesca judía verde le perseguía hasta que al final
era engullido por un calabacín enorme. Miró a Ellen y
maulló indignado.
—Ya sé que la verdura te horroriza, pero forma parte
de ser espiritual. Formamos un todo con el universo y
no querrás comerte algo de lo que formas parte, ¿verdad?
–preguntó Ellen.
El primer pensamiento de Marmalade fue que real­
mente no le importaría comérselo. Mostró su descontento
sobre el contenido del plato maullando con pena e in­
tentando cubrir esa pesadilla vegetariana con el papel de
periódico de debajo del plato.
—A partir de ahora no vamos a comer nada que tenga
cara –repuso Ellen en tono compasivo.

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Marmalade no asociaba ninguna cara con las latas que
decían contener pollo con sabor a buey, buey con sabor a
pollo o pescado con sabor a hígado.
—El camino espiritual bien merece un poco de sacrifi­
cio –continuó Ellen–. Nos conducirá hasta la abundancia
de Dios.
Marmalade desconocía la abundancia de Dios, pero
estaba seguro de que a lo que le conduciría sería a la in­
anición. Se dio cuenta de que tendría que volver a cazar
ratones. Se arrepintió de ese pensamiento porque sabía
que Ellen ya lo habría leído.
Y, en efecto, ésta dijo:
—Y tienes que prometerme que no cazarás ratones.
Marmalade maulló una promesa de mala gana.
—Vale –prosiguió Ellen–. Y ya sé que no cazarás pája­
ros porque les tienes miedo.
Marmalade deseó que Ellen no lo hubiera dicho, pues­
to que no era bueno para su orgullo masculino. Cuando
era un cachorro, llevado por la curiosidad, trepó por un
árbol hasta el nido de un arrendajo. La madre arrendajo le
administró con el pico un inolvidable tratamiento de acu­
puntura en la cocorota. Fue una experiencia humillante
y espantosa. La única esperanza que le quedaba era que
Ellen abandonara el camino espiritual, al igual que había
hecho con otros caminos antes.
Recordó una vez, no hacía mucho tiempo, cuando su
dueña les puso a los dos a dieta, afirmando que ella per­
dería cinco kilos en dos semanas. La dieta fue a base de
ensaladas y unas sopas de lo más aburridas. Al cabo de dos
semanas, Ellen había engordado cinco kilos y Marmalade

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había perdido dos. Eso no fue nada agradable para Mar­
malade si se tiene en cuenta que sólo pesaba cuatro kilos.
Se preguntó cómo había conseguido ella engordar cinco
kilos hasta que un día, al llegar de la compra, Marmalade
se dio cuenta de que su aliento olía a pastelillo de cho­
colate.
También se acordaba de aquel día en que Ellen anun­
ció que iban a convertirse al budismo. Marmalade se lo
pasó bien durante un tiempo con esa experiencia. Ellen
construyó un pequeño altar en una esquina del salón y
colocó velas alrededor y por todas partes. Se sentaba de­
lante de la estatua de Buda con Marmalade y cantaba sus
oraciones. Marmalade se unía armoniosamente a ella con
sus maullidos. El maullido más grande de todos tuvo lu­
gar el día en que, sin darse cuenta, golpeó una de las velas
con su cola y ésta se incendió. Mientras corría como un
loco por la habitación prendió fuego a todas las cortinas.
Por suerte, los bomberos llegaron a tiempo de evitar que
él y Ellen se convirtieran en ofrendas ardientes al dios de
Oriente.
Mientras tanto, Marmalade intentaba imaginarse
cómo sobreviviría a esa pasión de Ellen por la verdura.
Salió de la casa antes de que Ellen pudiera leer su próximo
pensamiento para ir a gorrear algo de comer a su vecina
Fluffy.

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La primavera
traerá
espinacas
y judías
Marmalade corrió entre las dos casas, saltó la verja y se
coló por la pequeña puerta de su gata vecina.
Se lanzó como una flecha al plato de comida, sobresal­
tando a Fluffy, una enorme y preciosa gata blanca que era
la reina del lugar.
—En el plato pone «Fluffy» –dijo, irónicamente.
Marmalade fingió que no había oído nada y se zampó
todo lo que quedaba de su cena.
Marmalade y la mofeta que se colaba a medianoche
eran los únicos intrusos que preocupaban a Fluffy. Éstos
habían contribuido, y de qué manera, a su ya establecida
neurosis con la comida. Fluffy era la pequeña que nunca
conseguía lo suficiente para comer de entre los restos de
basura. Habría muerto de hambre de no ser por su dueña,
Hannah, que la tuvo que alimentar con un cuentagotas.
Desde entonces, Fluffy siempre pensaba que cada comida
podía ser la última.
Miró a Marmalade de forma aprensiva.

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—Ya sabes lo que me pasa con la comida. Vas a provo­
carme un ataque de ansiedad si te presentas cada día a la
hora de comer.
Los bigotes de Marmalade estaban llenos de pequeños
restos de la comida para gatos de su vecina.
—Fluffy, esto es una emergencia.
—¡Qué raro! –exclamó Fluffy.
Para Marmalade todo era una emergencia.
—No, de verdad, esta vez va en serio.
—¿Cómo sabes exactamente cuándo estoy comiendo?
–le interrumpió Fluffy con ánimo de no ser educada con
su maleducado amigo–. Primero necesitabas comida extra
para recuperarte del incendio; luego tenías que ganar los
kilos que perdiste con la dieta de adelgazamiento; ahora
es otra cosa. Entre tú y esa mofeta me estáis arruinando
la vida.
—Verdura –le interrumpió Marmalade–. Ahora sólo
comemos verdura. Ellen ha emprendido el camino espi­
ritual.
A Fluffy le dio un vuelco el corazón.
—Mi predicción es que ese camino espiritual no va a
durar más de dos semanas –dictaminó Marmalade.
Pero Marmalade se equivocaba, no se había dado
cuenta de lo decidida que estaba Ellen a convertirse en un
ser espiritual.

***

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Una mañana, unos cuantos días después, Marmalade salió
al jardín y, para su sorpresa, vio a Ellen dando vueltas y re­
volviendo, arriba y abajo, los surcos que había en el suelo.
Al final, la mujer se echó sobre la tierra revuelta.
—Deberías probarlo, Marmalade, te llevará directo al
cielo.
Marmalade había dado vueltas de esa forma cuando
era un cachorro y creía que podía llegar a alcanzar su cola.
Se preguntó qué intentaba agarrar Ellen.
Ellen se sentó con los ojos todavía vidriosos.
—Dar vueltas de esta forma evita que piense… Mar­
malade, me estoy volviendo loca.
Marmalade no entendía de qué se extrañaba: siempre
había pensado que Ellen no estaba en sus cabales. Deseaba
que dejara de dar vueltas y tirarse por los surcos porque
así descubriría su decepción. Cada día, Marmalade sacaba
la verdura de su plato y la enterraba entre las judías y el
maíz plantados en el jardín. Si Ellen continuaba haciendo
eso descubriría sus grandes cantidades secretas de abono.
Marmalade no se sentía culpable de hacer eso porque
Ellen había dicho que «el plan universal está basado en
el reciclaje», y él creía que si cada día enterraba su plato
de verdura para que se convirtiera en fertilizante estaba
contribuyendo a la obra de Dios. Por otro lado, si Ellen
descubría sus triquiñuelas, podría tomar el nombre de
Dios en vano, y acusarle a él, Marmalade, de culpable.
Vio cómo Ellen se ponía en pie tambaleándose.
—Marmalade –dijo–, estamos a punto de dar otro
paso importante en el camino… –Marmalade esperaba
que eso no significara que quería dar las vueltas con él en

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brazos. Si lo hacía, seguro que vomitaba y Ellen descubri­
ría que no había comido verdura. Lo llevó hacia la cocina
mientras explicaba:
—Este nuevo paso que vamos a dar es muy importante
porque va a separarnos de nuestro ego.
Luego, lo puso delante de un nuevo plato de verdura.
—Tienes que separarte a ti mismo, de quien crees que
eres y convertirte en alguien nuevo para ti.
Marmalade miró el nuevo batiburrillo de verdura, que
Ellen llamó ratatouille de forma un poco aprensiva. Se
preguntaba si le forzaría a convertirse en un vegetal.
—Ya sé que estás un poco confundido, Marmalade,
porque tu cola está dentro de la ratatouille.
Marmalade pareció realmente preocupado por haber
hecho eso, porque ahora tendría que lamérsela, y hasta ese
momento había hecho todo lo posible por tener el menor
contacto con la verdura.
—De lo que quisiera deshacerme es de que soy críti­
ca, gordita… un poco gordita, y también un poco celosa,
mandona y, a veces, dominante –dijo Ellen–. Ahora me
he convertido en Ambika… que significa Madre Divina
–prosiguió en tono rimbombante–. Como Ambika, voy
a pensar en mí misma como cariñosa, amable, maternal,
leal y paciente.
Marmalade parpadeó. En esa última descripción, Mar­
malade veía deslizarse con sigilo la arrogancia. A él, Ellen
le gustaba más cuando era crítica, gordita y egoísta. Luego
se preguntó si podría meter la cola bajo la ducha y desha­
cerse de la ratatouille.

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Se acordó de su cola ardiendo y pensó que ésta había
pasado por pruebas muy duras en toda esta búsqueda es­
piritual.
—Marmalade –intervino Ellen–, ya sé que no entien­
des mucho todo esto, pero los gatos no os identificáis con
vuestros egos como lo hacen los humanos. Marmalade
pensó que quizá podría lavarse la cola en la piscina de Flu­
ffy, con el cloro ya habría suficiente para que desapareciera
cualquier rastro de verdura.
—Ah, sé lo que estás pensando… Tú también quieres
un nombre –dijo Ellen, que había observado la animada
mirada de Marmalade.

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