362-Texto Del Artículo-1094-1-10-20180829

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El arte del ruido /

el futuro del sonido


Esteban Aubanel

Un tópico muy difundido (sobre todo entre aquéllos que invirtieron la vida
dominando un instrumento) considera que la música sólo existe como pretexto
para que el instrumentista manifieste su virtuosismo. Este sofisma amplifica su
error cuando se confunde la maestría de un intérprete con su velocidad (lo cual
implicaría reducir el oficio del Arte a mero récord Guiness). Si se aplicara la
definición de cierto novelista irlandés que considera al arte como «la disposición
voluntaria de la materia sensible con un fin estético»,1 se deduciría que ni las
notas musicales, ni los dedos del violinista, ni las cuerdas vocales del cantante,
constituyen la «materia sensible» de la música, la cual está conformada, en un
sentido más amplio, por todas las posibilidades del sonido (entendido como una
sumatoria de la frecuencia, la intensidad, la duración y el timbre) cuando se somete
a una estructura temporal (rítmica, melódica y armónica) elegida por el artista para
producir un resultado estético, e inducir en el escucha una determinada emoción,
una cierta parálisis.
Durante siglos, a partir de las indagaciones pitagóricas, Occidente había
confundido el arte musical con la teoría casi matemática de la tonalidad, ese
sistema de notas, escalas, corcheas y semicorcheas que se pretendía universal.
Como se sabe, este reduccionismo entró en crisis con los hallazgos tonales de
Debussy (sus escalas de seis tonos) con el atonalismo de Schönberg (sus escalas de
doce semitonos) o el microtonalismo de Julián Carrillo (y su sonido trece). Aunado
a esto, el redescubrimiento de las músicas no occidentales (en especial la árabe, la
africana y la oriental) impulsó a los músicos a discernir, por un lado, alternativas a
la tonalidad occidental y, por el otro, a buscar nuevos timbres, pues la tradicional
orquesta sinfónica, con sólo tres categorías de instrumentos (cuerdas, vientos y
percusiones), cada vez resultaba más limitada.
Por ello escribió el futurista Luigi Russolo su manifiesto L’arte dei rummori,
publicado en 1913: «Al principio, el arte musical buscaba la suave y límpida
pureza del sonido. Amalgamaban diferentes sonoridades para interesar el oído
con suaves armonías. Ahora, el arte apunta a las más penetrantes, extrañas y
disonantes amalgamas de sonidos. Nos aproximamos al ruido».2 De acuerdo
a Russolo, el hombre tenía acceso a un menor número de ruidos en el pasado y casi
todos tenían origen natural. Como buen futurista, suponía que el desarrollo de la
música, si quería reflejar la vida, debería ser paralelo al incremento de la
maquinaria en el ámbito humano, pues nuestro oído (anestesiado por la cacofonía
del mundo moderno) requería de mayores estímulos que los otorgados por la
música tradicional:

por esto obtenemos mayor placer imaginando combinaciones de sonidos de


tranvías, autos y otros vehículos, y ruidosas multitudes, que escuchar una vez más,
por ejemplo, las sinfonías heroicas y pastorales (...) ¿hay algo más ridículo en el
mundo que veinte hombres esclavizados para multiplicar el lastimero maullido de
los violines?3

Para manipular el ruido con un fin estético, Russolo proponía regular


armónica y rítmicamente los más variados sonidos, destruyendo sus
irregularidades vibratorias y manipulando su tonalidad mediante el uso de las leyes
físicas del sonido. Este visionario sueño pronto sería posible gracias al desarrollo
de nuevas tecnologías. En ese sentido, el físico ruso Lev Sergeivitch Termen, como
inventor del primer instrumento electrónico, es considerado el pionero de la
música electrónica. Su theremin era un dispositivo tan sutil y tan sencillo que el
intérprete ni siquiera debería tocarlo para extraerle su peculiar sonido: tenía que
«esculpir el aire» alrededor de sus antenas. En 1927, Termen cambió su nombre
por el de LeonTheremin, emigró a Estados Unidos y en compañía de la
virtuosa thereminista Clara Rockmore efectuó exitosos recitales por todo el país. A
pesar del éxito, no pudo popularizar su instrumento: antes de que firmara un
contrato para fabricarlo en serie, unos agentes soviéticos lo secuestraron y se lo
llevaron a la Unión Soviética donde trabajó el resto de su vida «limpiando» las
cintas magnetofónicas obtenidas por los espías de la KGB. Aunque
Clara Rockmore grabó con él algunos discos de música clásica, y los Beach Boys lo
utilizaron para su canción «Good vibrations», el sonido del theremin se asocia,
sobre todo, con las películas de ciencia ficción de los años cincuenta.
Poco después, Philip Moog le integró al theremin un teclado y diversos
módulos para modificar la forma, amplitud y frecuencia de onda: desarrolló así el
primer sintetizador, instrumento que inaugura la electrónica musical. Esta historia
nos demuestra que las ideas musicales están tan esclavizadas de los instrumentos
como la ciencia de sus dispositivos experimentales: ¿cómo imaginar a Mozart sin la
invención del piano? ¿Cómo explicar a Paganini sin ese prodigio tecnológico
llamado violín Stradivarius? ¿Cómo imaginar un arte del ruido sin la invención del
magnetófono y del sintetizador? Así lo explica el francés Pierre Schaefer, pionero
de la música concreta:
En efecto, dos modos insólitos de producción sonora, conocidos bajo los nombres
de música concreta y música electrónica, nacieron casi en el mismo momento,
1945 y 1950, respectivamente, y a ellos se vino a unir en seguida un poderoso
auxiliar: el ordenador [...] La música concreta pretendía componer obras con
sonidos de cualquier origen (especialmente los que se llaman ruidos) juiciosamente
escogidos, y reunidos después mediante técnicas electroacústicas de montaje y
mezcla de las grabaciones. [...] Inversamente, la música electrónica pretendía
efectuar la síntesis de cualquier sonido, sin pasar por la fase acústica, combinando,
gracias a la electrónica, sus componentes analíticos que, según los físicos, se
reducen a frecuencias puras dosificadas en intensidad que evolucionan en función
del tiempo.4

De acuerdo a Schaeffer, el magnetófono no sólo permite fijar cualquier sonido


concreto para escuchar con toda atención sus características, sino también la
manipulación de su frecuencia, su intensidad, su duración, su timbre y su ritmo
(para lograrlo, los músicos utilizaban varios discos de surco cerrado, que permitían
repetir los ruidos una y otra vez, a la velocidad deseada, mientras los mezclaban
con otros: algo similar a lo que hacen los disc-jockeys de la actualidad con sus
tornamesas). Pero lo más importante es que el magnetófono permite emprender
una «lingüística estructural» de la música, en tanto revela que se trata de un
discurso estructurado de objetos sonoros. Asimismo, el sintetizador no sólo nos
posibilita para crear y recrear cualquier instrumento real o virtual, sino que nos
ayuda a desprendernos de ese tabú que nos empuja a asociar el sonido puro con la
imagen visual del instrumento que lo produce, y nos revela las raíces físicas de la
música.
Luciano Berio sintetizó ambas posibilidades en 1958 con su
pieza Thema(omaggio a Joyce). Utilizando como fuente una voz femenina que leía
el capítulo once del Ulysses, el autor comienza a distorsionar, interferir y
sobreponer sílabas, palabras, sonidos electrónicos, aprovechando que el texto,
consagrado por Joyce a la música, abundaba en juegos fonéticos, políglotas,
semánticos y rítmicos. Mediante este experimento, Berio pretendía tender puentes
entre la poesía y la prosa, la música y el ruido, pues «a veces descubrimos, de
hecho, más poesía en la prosa que en los poemas mismos, y más ―música‖ en la
pronunciación fonética y en los ruidos que en los sonidos musicales agrupados
armónicamente».5
A pesar de sus logros, pronto la música concreta y la electrónica, en manos
de los compositores de conservatorio, revelaron sus defectos. Según el
propio Schaeffer,

la reflexión de ambas músicas giraba alrededor de un error común: la fe que se


tenía en el triángulo y en la descomposición del sonido, para unos en series de
Fourier, y para otros en “ladrillos de sensación”. Entonces unos trabajábamos en
construir robots y otros en disecar cadáveres. La música viva estaba en otra parte y
sólo sería para aquéllos que sabían evadirse de estos modelos simplistas.6

Resultado de este fracaso, por exceso o defecto de timbre, de registro o de juego,


estos movimientos no lograrían revolucionar el sacrosanto ámbito de la música
culta. Más importantes resultaron la rebelión polirrítmica de Igor Stravinski y los
experimentos de Edgar Varèse,7 John Cage y de Eric Satié. Pero tal vez la
revolución más fértil y exitosa surgió desde abajo, desde la música popular, desde
el jazz, el blues y, mucho después, desde el rock —quien revitalizaría los hallazgos
de la música concreta y electrónica, al aderezarlos con mucho ritmo y mucho
sentido del humor.

Sería laberíntico rastrear la influencia de la electrónica y la música concreta en el


amplio y tortuoso camino del rock. Para variar, fueron los Beatles los primeros en
utilizar los samples y loops8 en el estudio, cuando grabaron
«Tomorrow neverknows», la canción final del álbum Revólver. Asimismo,
los Doors se convirtieron en pioneros al utilizar el sintetizador en «Strange days»
(la canción inicial del álbum homónimo), Jimi Hendrix hizo maravillas electrónicas
con su guitarra y voz en «1983 (a merman I shoud turn to be» (del
álbum Electric ladyland), y para 1972 Brian Eno comenzaba sus experimentos al
lado de Roxy Music. Sin embargo, quien integró de manera masiva y definitiva el
magnetófono y la electrónica al rock, fue Pink Floyd. Así lo demuestra, desde sus
inicios, la canción «Several species of smallfurry animals gathered together in a
cave and grooving with a pict», anticipo radical y extremo de una búsqueda que
culminaría con The dark side of the moon—obra maestra, a gran escala, de su
singular fusión.
Al paralelo de Pink Floyd y del rock progresivo (que en su gran mayoría
utilizaba el sinte como si fuera un órgano extravagante), en Europa se gestó un
movimiento que cimentaba su sonido en la síntesis analógica, los vocoders,
los arpegiadores, las cajas de ritmo y las cintas magnéticas. Comandados por el
francés Jean Michel Jarré (cuyo primer álbum, Oxygene, es para muchos el mejor
disco electrónico en la historia del rock) y por el grupo alemán Tangerine Dream,
un gran número de músicos se esforzaron por convertir al rock en vanguardia
musical, mediante la tecnológica elaboración de largas y minuciosas piezas que se
eslabonaban para formar álbumes conceptuales, unitarios.
Tras esta generación de Can, Tuxedomoon,
Klaus Schulze, Vangelis, Synergy y Peter Hamill —que dominara los años setenta—,
pronto advino, con canciones más breves, rítmicas y directas, la generación
del techno pop, afín a los movimientos punk y new wave:
Gary Numan, Devo, Ultravox, John Foxx, Joy Division,
New Order, Depeche Mode y, sobre todo, Kraftwerk. Aquellos que calificaban de
fría e intelectualoide a la música electrónica tuvieron que retractarse cuando este
grupo germano arribó con su disco Autobahn a las listas de popularidad. Caso
insólito, la música afroamericana (acostumbrada a influir, no a ser influida) jamás
desde entonces volvería a ser la misma: el rap y el hip hop se calentaron cuando los
disc-jockeys negros pusieron en sus tornamesas los acetatos de Kraftwerk.
Es en este momento cuando se reúnen cinco músicos con la consigna de
hacer un grupo a contracorriente del pop y al margen de la moda, un grupo sin
cantante líder, con integrantes que jamás mostraran el rostro, con música que
fuera «el eslabón perdido entre los Monkees y Talking Heads, entre Abba
y Kraftwerk, entre Frank Zappa y los Archies».9 No sólo tomaron su nombre del
texto de Luigi Russolo, The Art of Noise, sino también su objetivo general y algunos
de sus principios específicos: el tema que inaugura su primer mini
LP, Into battle (1983), representa la «orquesta de una gran batalla» descrita
por Russolo en su manifiesto. El disco es muy versátil, y mantiene un equilibrio
dinámico entre el ruido (maquinarias, autos y voces) y la música (generada con
sintetizadores), entre las atmosféricas melodías meditativas (como
«Moments in love», el tema que Madonna eligió para su boda) y los arquetípicos
ritmos detonantes (como «Beat box» o «Fleshin armour»). Por ello, a esta
pequeña colección de ruidos y rompecabezas musicales, se le considera la raíz que
alimentaría —al menos— dos de las corrientes más importantes en la actualidad:
el ambient y el drum’n’bass.
Su primer álbum de larga duración, Who’s afraid of the Art of Noise? (1984),
los consolidó como una banda proyectada hacia el futuro: aunque no rompieron
récords de ventas, su música no pasó desapercibida para las nuevas generaciones.
Doce años después, por ejemplo, Prodigy alcanzaría las listas de popularidad con la
incendiaria «Firestarter» (incluida en The fat of the land), que no es sino una
nueva versión de «Close (to the edit)». Por otro lado, The Art of Noise no sólo
influyó con su música, sino también con su actitud: desde un principio decidieron
que no aparecerían en sus videos y que en las fotografías serían representados por
llaves inglesas, por rosas y por Sigmund Freud. Para el ambiente de la música pop
—dominado por el culto a la imagen del cantante y el músico, por los conciertos
masivos con pantallas gigantes— esta decisión no podría ser más provocadora. Pero
gracias a ella podemos explicar la existencia de artistas
como Daft Punk, ChemicalBrothers, Mantronix, Moby o The Future Sound of
London, semiescondidos detrás de su música, de sus computadoras, teclados
y samplers, para demostrarnos que su música es más importante que su peinado
rojo o sus ojos azules.
Por ello, a mediados de los ochenta, cuando The Art of Noise decidió
convertirse en un grupo más visible, Paul Morley y Trevor Horn (exintegrante de
Yes y The Buggles), abandonaron provisionalmente el proyecto, mientras que los
otros tres, Anne Duddley, Gary Langan y JJ Jeczalic firmaban contrato con China
Records para grabar sus siguientes producciones en 1986 In visible silence y, en
1987, In no sense? Nonsense!, otra obra maestra con temas como «Opus for 4»,
«Crusoe» y «Ode to don José» que los consolidaron como clásicos e innovadores de
la música ambiental. En 1989, después de producir Below the taste y el
sencillo The art of love, decidieron empacar sus instrumentos y tomarse un
descanso —que Anne Duddleyaprovechó para componer el score de la
película The Full Monty, y embolsarse el respectivo Oscar de la Academia.
Este silencio se prolongó durante todos los años noventa, hasta
que AnneDuddley, Trevor Horn y Paul Morley decidieron hacer un álbum sobre
Charles Debussy, considerando que esa sería «la manera más intrigante de hacer
un álbum que celebrara y resumiera la música del siglo XX, pues Debussy fue la
influencia primordial del siglo, desde Duke Ellington a Miles Davis, desde Bill
Evans hasta Gil Evans, desde los Carpenters a los Cocteau Twins, desde
Brian Eno hasta Bernard Herrman».10 La idea sonó tan extraña que invitaron
a Lol Crème (ex esposa de Horn) para resucitar The Art of Noise y meterse al
estudio. El resultado de su entusiasmo se titula The seduction of Claude Debussy, y
ellos lo describen como

un álbum inspirado por el romance, la sorpresa, la inteligencia, el radicalismo, el


alma, la modernista lujuria y la diáfana musicalidad de Debussy, de la misma
manera que él a su vez fue inspirado por los artistas que lo rodeaban, como
Baudelaire, Cézzane, Rimbaud, Verlaine y Picasso [...] El nuevo álbum está
conducido por el mismo perfeccionismo retorcido, la misma concentración
intoxicada, la misma necesidad de experimentar y la misma fe en el misterioso
poder de la melodía y el ritmo. Es […] el soundtrack de una película que no existe y
nunca se hará sobre la vida de Claude Debussy, un soundtrack sobre la sensación
de transferencia entre un siglo y otro, un soundtrack sobre la idea de que el futuro
será diferente […] Un hecho concreto, fantasía pura, trece canciones de diversa
duración, grabadas en technicolor, el eslabón perdido entre The Art of Noise de
1983 y The Art of Noise de 2034, y el sonido de un grupo que usa el estudio como
una máquina del tiempo.11

Sí, The Art of Noise habita en el futuro como si fuera su casa y desde ahí componen
música para el presente, pero con la esperanza de anclar en el pasado: por algo
eligieron una pintura de Ucello como portada para su primer disco. La carga
intelectual que nutre sus conceptos se compensa —y se refuerza— con su ingenio,
su frescura, su fe en el ritmo y la melodía. Lejos del humorismo involuntario que
emanaban los futuristas italianos o de la seriedad que petrificaba a los
experimentalistas electrónicos y concretos, The Art of Noise ha cumplido con
creces sus objetivos. Al margen de la moda y los medios masivos, por un lado creó
una obra de subterránea y profunda influencia y, por el otro, impuso en la práctica
un venerable principio del arte moderno: la impersonalidad de la obra, la
desaparición del artista detrás de su creación.

En muchos aspectos de la música pop, durante los noventa tuvo lugar una reacción
contra el conformismo que (con sus honrosas excepciones) dominó durante la
década anterior. Acaso como síntoma del pesimismo nihilista que caracteriza a la
generación X (reflejado en películas como The doom generation y Trainspoting,
cuya banda sonora es todo un documento musical noventero), en Estados Unidos
surgió el grungey en Europa se propagó un nuevo movimiento de música electrónica
—con un pie en las discotecas, otro en el rock y el otro (como buen mutante) en la
vanguardia. AphexTwin, Prodigy, Robert
Miles, Propellerheads, Tricky, Goldie, Massive Attack, Portishead, Underworld, Che
mical Brothers y Leftfield son sólo algunos de los nombres que empezaron a
divulgarse por la radio, MTV y la prensa especializada, al parejo de palabras
como dance, house, ambient, techno industrial, acid, drum’n’bass,
trance, trip hop o jungle, con las cuales se pretendía definir la insólita variedad de
géneros que ha surgido del sintetizador, el sampler y la caja de ritmos, y alrededor de
la cual ha comenzado a girar el fenómeno rave.12
Entre esta barahúnda habría que destacar, por su radicalismo, originalidad y
consistencia, la propuesta musical de The Future Sound of London (FSOL), el dueto
conformado por Gary Cobain y Brian Dougans —quienes, no conformes con su casi
anonimato, se han enmascarado también bajo múltiples
nombres: AmorphousAndrogynous, Art Science Technology, Candese, The Far-
out Son of Lung, Humanoid, Indo Tribe, Intelligent Comunication, Mental
Cube, Metropolis, SemiReal, Semtex, Smart Systems, Yage o Yunie. Mezcla singular
de arte y ciencia, Cobaintiene licenciatura en electrónica, y Brian se graduó como
ingeniero de sonido. Tras algunos experimentos más o menos exitosos, alcanzaron
el reconocimiento con el single «Papua Nueva Guinea», que apareció en
el soundtrack del film Cool World(híbrido de animación al estilo Roger Rabbit,
estelarizado por Brad Pitt y Kim Basinger), y que les permitió un jugoso contrato
con la empresa Virgin Records.
A partir de entonces han demostrado una constante
metamorfosis. Accelerator (1992), incluye «Papua Nueva Guinea» y tiene un estilo
bailable, dance, herencia de los primeros intentos solistas de Brian Dougans. En
cambio, su disco doble Lifeforms (1994), que de inmediato alcanzó el status de
clásico, contiene música que altera la mente con ambientes orgánicos, densos
sonidos electrónicos, samples de la película Alien y del Canon en D menor de
Pachelbel.13 Después, bajo la influencia de Joy Division y Dead Can Dance,
con Dead Cities (1996) se encaminaron a terrenos más oscuros, en los cuales
extrajeron otra joya, retorcida como perla barroca: todo un himno cyberpunk, con
síncopas desquiciadas, guitarras belicosas, coros de arcángeles caídos, ciudades
fantasmas y juguetes milenarios.
Mención aparte merecen los sencillos de FSOL,14 en los cuales —como
maestros del remix— nos presentan versiones extendidas y totalmente diferentes
de las canciones incluidas en los álbumes, como si quisieran demostrar que la
electrónica no se caracteriza por la monotonía, y que la buena música no agota en
cinco minutos sus posibilidades, sobre todo para un grupo que considera a sus
discos como el punto de partida para ambicioso proyecto que incluye la utilización
de las artes plásticas,15 videos, multimedia y realidad virtual para redondear un
concepto donde lo único ausente es el narcisismo de sus creadores.
De hecho, ellos no se consideran músicos, sino artistas del collage: sus obras
se edifican a partir de ruidos callejeros, tambores tribales, programas de radio y
televisión, cantos étnicos, samples de otros músicos (debidamente acreditados),
con el fin de construir una música realista —por lo cual sus temas no resultan
vivaces y despreocupados, sino severos y escépticos: su extravagante atonalidad no
proviene de la gélida teoría sino de una candente praxis. Además, no ofrecen
conciertos en directo, pues los consideran una concesión redundante, típica del
estilo de vida de la música pop. A cambio, desde su estudio ofrecen conciertos en
vivo, «giras virtuales» vía satélite, por radio y televisión, a veces acompañando su
música con imágenes de video y animaciones generadas por computadora.16 Sin
embargo, ellos insisten que el centro gravitacional de toda su propuesta reside en
su música o, más aún, en las posibilidades que te brinda la tecnología electrónica.

La música electrónica es la música más genuina que puedes hacer porque


tienes que incursionar en el infierno y traer de regreso algo lo suficientemente
bueno (...) Entre lo que he escuchado, pienso que la electrónica es la música que
más cambia tu vida. Con la nueva tecnología se puede hacer música que antes
resultaba imposible. Sólo falta que pongamos emociones en la electrónica y eso es
lo que nosotros necesitamos: profundidad en la música.17

Al parecer de Gary Cobain y Brian Dougans, incursionar en el infierno significa


registrar la callejera cacofonía de la vida moderna, capturar emociones con un
micrófono, encerrarse durante días y años en el estudio tratando de someter esos
archivos digitales a un orden sonoro, una escultura de tiempo, sonido y silencio.
Entonces, por obra de la intuición, de la disciplina, del raciocinio o de la magia, el
amorfo sonoro se convertirá en una forma estética, en una obra de arte. Quizás
algunos puristas los rechacen y sostengan que el verdadero músico debe
permanecer ajeno a la vida, absorto en el perfeccionamiento de su técnica
instrumental o en las cabalísticas permutaciones permitidas por la armonía clásica
o la moderna. Aunque algunos les darán la razón, no podrán por ello imponer
dogmas al arte, comprometido tan sólo con la constante búsqueda de un equilibrio
estético entre naturaleza y cultura, vida y espíritu, idea y realidad. Un equilibrio
que, si bien no soluciona ningún problema práctico, satisface nuestro innato,
inagotable, proteico apetito de belleza.
Con la aparición del disco The isness (2002), FSOL ha demostrado que puede
demoler incluso sus propios dogmas. Grabado en su gran mayoría con
instrumentos convencionales, sabiamente mezclados con una densa atmósfera de
sonidos y voces, The isness implica un retorno a la psicodelia de los años
setenta: Pink Floyd y Greateful Dead, The Incredible String Band y
Jefferson Airplane. Este retorno a una actitud que se suponía superada, fue visto
con reserva por un buen número de admiradores del grupo. Otros, hemos visto en
ese retorno una profecía de carácter retroactivo: el futuro de la música está en el
pasado, en San Francisco, en esa música lisérgica que pretendía mostrar el misterio
del mundo a través de las más extravagantes o exquisitas sutilezas del sonido. Por
encima de las diferencias estructurales con sus anteriores discos, FSOL establece
con The isness un cambio de dirección, inteligente y paradójico, hacia una
concepción mística de lo musical… y por eso no resulta extraño que la portada haga
un velado homenaje a Marcel Duchamp.
Gracias al ejemplo de The Art of Noise o The Future Sound of London, se
demuestra que la electrónica, con raíces más añejas que la mayoría del pop,
obedece a un cambio paulatino inevitable de nuestra sensibilidad auditiva: la
cultura moderna, al imponernos una agobiante sobreinformación, exige ser
decodificada, sometida a una forma que nos permita, por cualquier medio,
asimilarla de manera crítica. Proporcionar esa forma —mediante la palabra, la
imagen o el sonido— es una función permanente del arte.

NOTAS

1. JOYCE, James, Retrato del artista adolescente, Lumen, Barcelona, 1998, p. 246.
2. RUSSOLO, Luigi, «The art of noises», Monographs in musicology # 6, Pendragon Press,
Nueva York, 1986. Aunque esta revista se encuentra agotada, existen versiones del artículo
en internet, por ejemplo, en: http://www.ccapitalia.net/macchina/arte-de-los-ruidos.htm.
3. Ibídem.
4. SCHAEFFER, Pierre, Tratado de los objetos musicales, Alianza Música, Alianza Editorial,
Madrid, 1988, p. 20.
5. BERIO, Luciano, «Poesia e Musica —un’esperienza», en Incontre Musicali III,
Editorial Suvini Zerboni, Milan, 1958.
6. Ibídem, p. 43.
7. Quien, por cierto, fue el único compositor francés que se entusiasmó con el concierto que
ofreció Luigi Russolo en 1920, armado con su máquina de ruidos, denominada
«Intonarumori» o «Rumorarmonio», de la cual sólo se conservan algunas fotografías.
8. Sample: sonido pregrabado (analógica o digitalmente) que después se modifica y mezcla
con otros sonidos. Loop: sample que, al ser repetido una y otra vez, no pierde continuidad:
los más frecuentes son los loops de percusiones que contienen un número entero de
compases.
9. Morley, Paul, Art of noise – a biography,
en http://www.ztt.com/archive/dialogue/art_of_noise_a_biography_by_paul_morley.ht
ml.
10. Ibídem.
11. Ibídem.
12. El rave es una fiesta que dura toda la noche, abierta a todo público, donde predomina
la música techno. El número de asistentes varía entre 50 y 25 000. En un rave, el disc-
jockey se erige en chamán: un sacerdote que canaliza la energía y controla los viajes
psíquicos de los ravers danzantes por medio de la música adecuada, a la cual manipulan
mediante un set de beats (ritmos) y samples. Los ravers comparan sus fiestas con las
ceremonias religiosas de los indios americanos, de las sociedades esquimales, siberianas e
hindúes, donde la música se vuelve una llave que conduce a un estado psicológico donde se
experimentan arrebatos y visiones.
13. Con lo cual se vuelve a demostrar que, para viajar al futuro, hay que transitar primero
por el pasado. O, en otras palabras, que sin tradición no hay vanguardia.
14. Entre otros: Papua Nueva Guinea, Cascade, Far-out son of lung and the ramblings of
a madman, We have explosives y My kingdom.
15. Destaca la participación del artista gráfico Buggy G. Riphead en las portadas y en las
pródigas ilustraciones que adornan sus discos.
16. Estos conciertos virtuales fueron reunidos en ISDN (Integrated Services Digital
Network, 1994-1995) y en el sencillo Far-out son of lung and the ramblings of a madman.
17. Entrevista para la revista Mixmag, octubre
1993: http://www.secondthought.co.uk/fsol/mix93.htm.

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