1° Lectura Obligatoria - Los Inicios Del Oratorio
1° Lectura Obligatoria - Los Inicios Del Oratorio
1° Lectura Obligatoria - Los Inicios Del Oratorio
Se puso a llamarlo:
-¡Oye, pillo!
Y corriendo tras él y asegurándole mejor trato, lo condujo de nuevo. Llegó
temblando y llorando el pobre chico por los golpes recibidos.
-¿Ya has oído misa?, le dije con la mayor amabilidad que pude.
-No, respondió.
-Ven y la oirás; después querría hablarte de un negocio que te va a gustar.
Accedió sin mayor dificultad. Era mi deseo quitarle la mala impresión recibida del
sacristán. Celebrada la santa misa y terminada la acción de gracias, llevé al muchacho al
coro. Asegurándole que no tenía por qué temer más palos, con la cara sonriente empecé a
preguntarle como sigue:
1
San Juan Bosco; Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales
El fruto de un Avemaría
Aquel oratorio se organizaba del siguiente modo: todos los días festivos se daban
facilidades para acercarse a los sacramentos de la confesión y comunión. Pero además se
determinaba un sábado y un domingo al mes para atender de un modo particular a la
práctica de estos sacramentos. Por la tarde, a una hora determinada, se cantaba una copla
y se daba catecismo, después se explicaba un ejemplo y se distribuía cualquier cosilla,
bien a todos, o bien por suerte.
Entre los muchachos que frecuentaban el primer Oratorio hay que señalar a José
Buzzetti, que fue constante en la asistencia de un modo ejemplar (posteriormente se hizo
salesiano). De tal manera se aficionó a don Bosco y a aquellas reuniones dominicales,
que rehusó volver a su casa con la familia (en Caronno Ghiringhello, hoy Caronno
Varesino), como hacían sus otros hermanos y amigos. Se distinguían también sus
hermanos Carlos, Ángel y Josué, Juan Gariboldi y su hermano, peones entonces y hoy
maestros de obras.
En general, el Oratorio se componía de picapedreros, albañiles, estucadores,
adoquinadores, enyesadores y otros que venían de pueblos lejanos. Como no conocían las
iglesias ni a nadie que les acompañara, estaban expuestos a todos los peligros de
perversión, especialmente en los días festivos.
El buen teólogo Guala y don José Cafasso se mostraban contentos de que existiesen
aquellas reuniones de muchachos y me facilitaban de buena gana estampas, folletos,
medallas y crucifijos para regalos. Alguna vez me dieron también con qué vestir a algunos
de los más necesitados y con qué alimentar a otros durante varias semanas hasta que
conseguían ganarse el sustento. Más aún, como creció bastante el número, me
concedieron poder reunir alguna vez mi pequeño ejército en el patio contiguo para jugar.
De haberlo permitido el espacio, hubiésemos llegado en seguida a varios centenares, pero
nos tuvimos que conformar con unos ochenta.
Cuando se acercaban a los santos sacramentos, el mismo teólogo Guala o don José
Cafasso solían venir a hacernos una visita y contarnos algún episodio edificante.
El teólogo Guala proyectaba que se hiciese una buena fiesta en honor de Santa Ana,
patrona de los albañiles, y, después de la función religiosa de la mañana, les invitó a todos
a desayunar con él.
Se reunieron casi un centenar en la gran sala de conferencias. Allí sirvieron a todos
a discreción café, leche, chocolate, panecillos, pastas y otros dulces que tanto gustan a los
chicos. ¡Es de imaginar el buen recuerdo que dejó aquella fiesta, y que hubiesen venido
muchos más de haberlo permitido el local!
En derredor de un confesionario
Al acabar los tres cursos de moral, debía decidirme por un ministerio determinado.
El anciano, y ya sin fuerzas, tío de Luis Comollo, don José Comollo, cura párroco
de Cinzano, me rogaba, de acuerdo con el obispo, que le ayudase como ecónomo de su
parroquia, ya que no podía regirla por su edad y sus achaques. Pero el teólogo Guala me
dictó la carta de agradecimiento al arzobispo Fransoni, mientras me buscaba otro sitio.
Un día me llamó don José Cafasso y me dijo:
-Ya ha acabado usted sus estudios; ahora, a trabajar. En los tiempos que corremos,
la mies es abundante. ¿A qué se siente más inclinado?
-A lo que usted me indique.
-Hay tres empleos para usted: vicario en Buttigliera de Asti, repetidor de moral aquí
en el colegio y director del pequeño hospital, vecino al Refugio. ¿Que elige?
-Lo que usted juzgue conveniente.
-¿No se inclina más a una cosa que a otra?
-Mi inclinación es hacia la juventud. Usted haga de mí lo que quiera. Veré la
voluntad del Señor en su consejo.
-¿Qué es lo que llena en este momento su corazón, qué se agita en su mente?
-En este momento me parece encontrarme en medio de una multitud de muchachos
que me piden ayuda.
-Pues entonces marche usted de vacaciones una semanita. A la vuelta ya le diré su
designio.
Después de las vacaciones, don José Cafasso dejó pasar como una semana sin
decirme nada. Tampoco yo le pregunté nada.
-¿Por qué no me pregunta por su destino?, me dijo un día.
-Porque quiero ver la voluntad de Dios en su deliberación. No quiero poner nada de
mi parte.
-Vaya con el teólogo Borel. Será usted el director del pequeño hospital de Santa
Filomena. Trabajará también en la obra del Refugio. Mientras tanto, Dios le hará ver lo
que deba hacer en pro de la juventud.
Parecía a primera vista que tal consejo se oponía a mis inclinaciones, pues la
dirección de un hospital y predicar y confesar en una institución de más de cuatrocientas
jovencitas no me habían de dejar tiempo para otras ocupaciones. Sin embargo, éste era el
designio del cielo, como pronto advertí.
Desde el primer momento en que conocí al teólogo Borel vi en él a un sacerdote
santo, modelo digno de admiración y de imitación. Cuando podía entretenerme con él,
recibía lecciones de celo sacerdotal, buenos consejos y estímulo al bien.
Durante los tres años que pasé en la Residencia Sacerdotal me había invitado
muchas veces a que le ayudase en las funciones sagradas, a confesar y predicar junto a él,
de modo que mi nuevo campo de trabajo me era conocido y en cierto modo familiar.
Hablamos mucho diversas veces sobre el horario que teníamos que seguir para
podernos ayudar mutuamente en las visitas a las cárceles, en el cumplimiento del cargo
que se nos había confiado y, al mismo tiempo, poder atender a los jóvenes, cuya
moralidad y abandono reclamaban cada vez con más insistencia el cuidado del sacerdote.
Pero ¿cómo hacerlo? ¿dónde reunir a aquellos muchachos?
-La habitación, dijo el teólogo Borel, a usted destinada, podrá servir durante algún
tiempo para reunir a los chicos que hoy van a San Francisco de Asís. Cuando tengamos
que irnos al edificio preparado para los sacerdotes, junto al pequeño hospital, entonces
encontraremos otro sitio mejor.