1° Lectura Obligatoria - Los Inicios Del Oratorio

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Casa Salesiana Don Bosco Mendoza

Colegio Don Bosco

Volver a Don Bosco, volver a los jóvenes”


Curso de introducción a la vida de Don Bosco.
Mendoza 2024

La Inmaculada Concepción: principio del oratorio festivo 1

El muchacho escapó a todo correr

Apenas entré en la Residencia Sacerdotal de San Francisco, me encontré con una


bandada de muchachos que me acompañaban por calles y plazas hasta la misma sacristía
de la iglesia de la Residencia. Pero no podía ocuparme de ellos directamente por falta de
local.
Un feliz encuentro me ofreció la ocasión para intentar llevar a la práctica el proyecto
en favor de los muchachos errantes por las calles de la ciudad, especialmente de los
salidos de las cárceles.
El día solemne de la Inmaculada Concepción de María, el 8 de diciembre de 1841,
estaba, a la hora establecida, revistiéndome de los ornamentos sagrados para celebrar la
santa misa. El sacristán José Comotti, al ver un jovencito en un rincón, le invitó a que me
ayudara la misa.
-No sé hacerlo, respondió él, muy avergonzado.
-Ven, dijo el otro, tienes que ayudar.
-No sé, contestó el jovencito; no lo he hecho nunca.
-Eres un animal, le dijo el sacristán muy furioso. Si no sabes ayudar, ¿entonces a
qué vienes aquí?
Y diciendo esto, agarró el mango del plumero y la emprendió a golpes contra las
espaldas y la cabeza del pobre chico. Entonces yo grité en alta voz:
-Pero ¿qué haces? ¿Por qué le pegas de ese modo? ¿Qué te ha hecho?
-¿A qué viene a la sacristía si no sabe ayudar a misa?
-Haces mal.
-¿Y a usted qué le importa?
-Me importa mucho; se trata de un amigo mío; llámalo en seguida que voy a hablar
con él.

«Mi madre murió»

Se puso a llamarlo:
-¡Oye, pillo!
Y corriendo tras él y asegurándole mejor trato, lo condujo de nuevo. Llegó
temblando y llorando el pobre chico por los golpes recibidos.
-¿Ya has oído misa?, le dije con la mayor amabilidad que pude.
-No, respondió.
-Ven y la oirás; después querría hablarte de un negocio que te va a gustar.
Accedió sin mayor dificultad. Era mi deseo quitarle la mala impresión recibida del
sacristán. Celebrada la santa misa y terminada la acción de gracias, llevé al muchacho al
coro. Asegurándole que no tenía por qué temer más palos, con la cara sonriente empecé a
preguntarle como sigue:

1
San Juan Bosco; Memorias del Oratorio de San Francisco de Sales

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-Amigo, ¿cómo te llamas?


-Bartolomé Garelli.
-¿De qué pueblo eres?
-De Asti.
-¿Vive tu padre?
-No, murió ya.
-¿Y tu madre?
-También murió.
-¿Cuántos años tienes?
-Dieciséis.
-¿Sabes leer y escribir?
-No sé.
-¿Has hecho ya la primera comunión?
-Todavía no.
-¿Te has confesado?
-Sí, cuando era pequeño.
-Y ahora, ¿vas al catecismo?
-No me atrevo.
-¿Por qué?
-Porque los compañeros pequeños saben el catecismo y yo; tan mayor; no sé nada.
Por eso tengo vergüenza de ir a la catequesis.
-Y si yo te diera catecismo aparte; ¿vendrías?
-Vendría con mucho gusto.
-¿Te gustaría que fuese aquí mismo?
-Vendría con gusto; siempre que no me peguen.
-Estate tranquilo; nadie te tocará: serás amigo mío y tendrás que vértelas sólo
conmigo. ¿Cuándo quieres que comencemos nuestro catecismo?
-Cuando le plazca.
-¿Esta tarde?
-Sí.
-¿Quieres ahora mismo?
-Pues sí; ahora mismo; con mucho gusto.

El fruto de un Avemaría

Me levanté e hice la señal de la cruz para empezar; pero mi alumno no lo hacía


porque no sabía hacerla. En aquella primera lección me entretuve en enseñarle a hacer la
señal de la cruz y en darle a conocer a nuestro Señor Creador y el fin para que nos creó.
Aunque de flaca memoria, en pocos domingos, dada su asiduidad y atención, logró
aprender las cosas necesarias para hacer una buena confesión y poco después haría su
primera comunión.
A este primer alumno se unieron otros. Durante aquel invierno me dediqué a
algunos mayorcitos que necesitaban una catequesis especial y, sobre todo, a los que
salían de las cárceles. Entonces palpé por mí mismo que, si los jóvenes sa1idos de un
lugar de castigo encontraran una mano bienhechora, que se ocupara de ellos, les asistiera
los días festivos, les buscara colocación con buenos patronos y les visitara durante la
semana, estos jóvenes se daban a una vida honrada, olvidaban el pasado y resultaban, al
fin, buenos cristianos y dignos ciudadanos.
Este es el origen de nuestro Oratorio, que con la bendición del Señor, tomó tal

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incremento como yo nunca hubiera podido imaginar.

Año 1842: El primer Oratorio

Y después del catecismo, un bonito ejemplo

Durante aquel invierno me preocupé de consolidar el incipiente Oratorio. Aunque


mi finalidad era recoger solamente a los chicos en mayor peligro, y con preferencia los
salidos de las cárceles, sin embargo, para poner cimientos donde apoyar la disciplina y la
moralidad, invité a otros de buena conducta y ya instruidos.
Ellos me ayudaban a guardar el orden, y a leer, y a cantar cantos religiosos. Por
esto, desde entonces me di cuenta de que las reuniones dominicales sin cierta cantidad de
libros de canto y de lectura amena eran un cuerpo sin alma.
Por la fiesta de la Purificación (2 de febrero de 1842), que entonces era fiesta de
precepto, tenía ya una veintena de niños, con los que pudimos cantar por vez primera el
“Load a María”.
Para la fiesta de la Anunciación éramos ya treinta. Aquel día se hizo una fiestecilla.
Por la mañana, los alumnos recibieron los santos sacramentos; por la tarde se cantó una
letrilla, y después del catecismo se explicó un ejemplo a modo de sermón. Como el coro
en que hasta entonces nos habíamos reunido resultaba estrecho, nos cambiamos a la
capilla próxima a la sacristía.

José Buzzetti, un muchacho constante

Aquel oratorio se organizaba del siguiente modo: todos los días festivos se daban
facilidades para acercarse a los sacramentos de la confesión y comunión. Pero además se
determinaba un sábado y un domingo al mes para atender de un modo particular a la
práctica de estos sacramentos. Por la tarde, a una hora determinada, se cantaba una copla
y se daba catecismo, después se explicaba un ejemplo y se distribuía cualquier cosilla,
bien a todos, o bien por suerte.
Entre los muchachos que frecuentaban el primer Oratorio hay que señalar a José
Buzzetti, que fue constante en la asistencia de un modo ejemplar (posteriormente se hizo
salesiano). De tal manera se aficionó a don Bosco y a aquellas reuniones dominicales,
que rehusó volver a su casa con la familia (en Caronno Ghiringhello, hoy Caronno
Varesino), como hacían sus otros hermanos y amigos. Se distinguían también sus
hermanos Carlos, Ángel y Josué, Juan Gariboldi y su hermano, peones entonces y hoy
maestros de obras.
En general, el Oratorio se componía de picapedreros, albañiles, estucadores,
adoquinadores, enyesadores y otros que venían de pueblos lejanos. Como no conocían las
iglesias ni a nadie que les acompañara, estaban expuestos a todos los peligros de
perversión, especialmente en los días festivos.
El buen teólogo Guala y don José Cafasso se mostraban contentos de que existiesen
aquellas reuniones de muchachos y me facilitaban de buena gana estampas, folletos,
medallas y crucifijos para regalos. Alguna vez me dieron también con qué vestir a algunos
de los más necesitados y con qué alimentar a otros durante varias semanas hasta que
conseguían ganarse el sustento. Más aún, como creció bastante el número, me
concedieron poder reunir alguna vez mi pequeño ejército en el patio contiguo para jugar.
De haberlo permitido el espacio, hubiésemos llegado en seguida a varios centenares, pero
nos tuvimos que conformar con unos ochenta.

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La Patrona de los albañiles

Cuando se acercaban a los santos sacramentos, el mismo teólogo Guala o don José
Cafasso solían venir a hacernos una visita y contarnos algún episodio edificante.
El teólogo Guala proyectaba que se hiciese una buena fiesta en honor de Santa Ana,
patrona de los albañiles, y, después de la función religiosa de la mañana, les invitó a todos
a desayunar con él.
Se reunieron casi un centenar en la gran sala de conferencias. Allí sirvieron a todos
a discreción café, leche, chocolate, panecillos, pastas y otros dulces que tanto gustan a los
chicos. ¡Es de imaginar el buen recuerdo que dejó aquella fiesta, y que hubiesen venido
muchos más de haberlo permitido el local!

También los muchachos de la cárcel

Dedicaba todo el domingo a asistir a los muchachos.


Durante la semana iba a visitarles en pleno trabajo, en talleres y fábricas; esto les
entusiasmaba a los chicos, al ver que había un amigo que se preocupaba de ellos, y lo
veían muy bien los patronos, los cuales se complacían en tener bajo su disciplina a
muchachos que estaban atendidos durante la semana, y sobre todo los días de fiesta, que
son los más peligrosos.
Los sábados iba a las cárceles con los bolsillos llenos de tabaco, de frutas o de
panecillos, con el objeto de conquistar a aquellos chicos, que tenían la desgracia de ser
encarcelados, y asistirlos así de alguna manera, hacerlos amigos, y lograr que vinieran al
Oratorio cuando salieran de aquel lugar de castigo.

El dedo de Dios señala Valdocco

En derredor de un confesionario

Por aquel tiempo comencé a predicar en público en algunas iglesias de Turín, en el


hospital de la Caridad, en el asilo de las Virtudes (institución que albergaba un centenar
de niños pobres), en las cárceles, en el colegio de San Francisco de Paula. Dirigía triduos,
novenas, ejercicios espirituales.
Terminados los dos años de moral sufrí examen de confesión (lO de junio de 1843),
y así pude cuidarme con mayor provecho de la disciplina, la moralidad y el bien de las
almas de mis muchachos en las cárceles, en el Oratorio y donde fuese menester.
Me resultaba consolador ver durante la semana, y principalmente en los días
festivos, mi confesionario rodeado de cuarenta o cincuenta muchachos que aguardaban
horas y horas a la espera de poder confesarse.
Esta fue la vida normal en el Oratorio durante casi tres años, es decir, hasta octubre
de 1844.
Mientras tanto, la Providencia nos iba preparando novedades, cambios y también
tribulaciones.

«Veo una multitud de muchachos que me piden ayuda»

Al acabar los tres cursos de moral, debía decidirme por un ministerio determinado.

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El anciano, y ya sin fuerzas, tío de Luis Comollo, don José Comollo, cura párroco
de Cinzano, me rogaba, de acuerdo con el obispo, que le ayudase como ecónomo de su
parroquia, ya que no podía regirla por su edad y sus achaques. Pero el teólogo Guala me
dictó la carta de agradecimiento al arzobispo Fransoni, mientras me buscaba otro sitio.
Un día me llamó don José Cafasso y me dijo:
-Ya ha acabado usted sus estudios; ahora, a trabajar. En los tiempos que corremos,
la mies es abundante. ¿A qué se siente más inclinado?
-A lo que usted me indique.
-Hay tres empleos para usted: vicario en Buttigliera de Asti, repetidor de moral aquí
en el colegio y director del pequeño hospital, vecino al Refugio. ¿Que elige?
-Lo que usted juzgue conveniente.
-¿No se inclina más a una cosa que a otra?
-Mi inclinación es hacia la juventud. Usted haga de mí lo que quiera. Veré la
voluntad del Señor en su consejo.
-¿Qué es lo que llena en este momento su corazón, qué se agita en su mente?
-En este momento me parece encontrarme en medio de una multitud de muchachos
que me piden ayuda.
-Pues entonces marche usted de vacaciones una semanita. A la vuelta ya le diré su
designio.
Después de las vacaciones, don José Cafasso dejó pasar como una semana sin
decirme nada. Tampoco yo le pregunté nada.
-¿Por qué no me pregunta por su destino?, me dijo un día.
-Porque quiero ver la voluntad de Dios en su deliberación. No quiero poner nada de
mi parte.
-Vaya con el teólogo Borel. Será usted el director del pequeño hospital de Santa
Filomena. Trabajará también en la obra del Refugio. Mientras tanto, Dios le hará ver lo
que deba hacer en pro de la juventud.

«¿Dónde reunir a mis muchachos? »

Parecía a primera vista que tal consejo se oponía a mis inclinaciones, pues la
dirección de un hospital y predicar y confesar en una institución de más de cuatrocientas
jovencitas no me habían de dejar tiempo para otras ocupaciones. Sin embargo, éste era el
designio del cielo, como pronto advertí.
Desde el primer momento en que conocí al teólogo Borel vi en él a un sacerdote
santo, modelo digno de admiración y de imitación. Cuando podía entretenerme con él,
recibía lecciones de celo sacerdotal, buenos consejos y estímulo al bien.
Durante los tres años que pasé en la Residencia Sacerdotal me había invitado
muchas veces a que le ayudase en las funciones sagradas, a confesar y predicar junto a él,
de modo que mi nuevo campo de trabajo me era conocido y en cierto modo familiar.
Hablamos mucho diversas veces sobre el horario que teníamos que seguir para
podernos ayudar mutuamente en las visitas a las cárceles, en el cumplimiento del cargo
que se nos había confiado y, al mismo tiempo, poder atender a los jóvenes, cuya
moralidad y abandono reclamaban cada vez con más insistencia el cuidado del sacerdote.
Pero ¿cómo hacerlo? ¿dónde reunir a aquellos muchachos?
-La habitación, dijo el teólogo Borel, a usted destinada, podrá servir durante algún
tiempo para reunir a los chicos que hoy van a San Francisco de Asís. Cuando tengamos
que irnos al edificio preparado para los sacerdotes, junto al pequeño hospital, entonces
encontraremos otro sitio mejor.

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