Para Morir, El Mundo - Yan Lespoux

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YAN

LESPOUX
Para morir,
el mundo
Traducido del francés por Juan Arranz
Nascer pequeno e morrer grande é chegar a ser homem;
por isso deu Deus tão pouca terra para o nascimento
e tantas para a sepultura.
Para nascer, pouca terra; para morrer, toda a Terra.
Para nascer, Portugal; para morrer, o Mundo.

Nacer pequeño y morir grande es la culminación del hombre;


por eso Dios le dio tan poca tierra para su nacimiento
y tanta para su sepultura.
Para nacer, una parcela; para morir, la Tierra entera.
Portugal para nacer; para morir, el mundo.

António Vieira (1608-1697)


(Citado en Luís Felipe Thomaz,
L’expansion portugaise dans le monde, Chandeigne, 2018.
Trad. al francés de Émile Viteau y Xavier de Castro)
1
Costa de Médoc, enero de 1627

La corriente lo absorbe bajo la espuma. Se sujeta como puede al fardo de


algodón que agarró tras saltar del navío encallado, cuyos enormes costados
gemían con los golpes de la tormenta. Ahora crujen y se resquebrajan
detrás, a lo lejos. Las olas se suceden. Se enredan en sus piernas, lo
arrastran hacia el fondo y tiran de él hacia mar abierto. Al estallar, cada
nueva onda se aplasta en su espalda y vuelve a sumergirle la cabeza en el
agua fría. Después lo escupe hacia delante. Tiene la impresión de que su
cuerpo no es más que una polvareda sin consistencia, pero acto seguido la
resaca le obliga a soportar otra vez su propio volumen y el de su ropa, un
estorbo helado e inútil. En esos instantes se siente como un peso muerto,
mantenido a flote solo gracias a una bala de algodón medio deshecha justo
por el tiempo necesario para aspirar unas pocas bocanadas de aire.
Los cordeles del fardo le estrujan los dedos hasta dejarlos entumecidos.
Sus piernas baten el agua cada vez con menos energía. A duras penas logra
aguantar con la barbilla por encima de la superficie. Hace ya muchos años
que decidió no encomendar su alma a ese Dios que siempre le ha parecido
demasiado distante de los hombres. Sin embargo, ahora mismo está
dispuesto a cambiar de idea. Nunca se sabe.
El rugido del océano no cesa, pero se atenúa por unos pocos segundos.
En lugar de estrellarse detrás de él, una ola mayor y más poderosa que las
otras lo levanta lentamente. Su cresta se inclina hacia delante y lo empuja
cuesta abajo. Ya no tiene miedo. En ese momento, lo único que importa es
la velocidad incontrolable de la caída. Sonríe al cielo triste y sucio de esta
mañana de enero, aprieta con más fuerza su flotador improvisado y, cuando
la ola termina de romper, un remolino lo atrapa desde el fondo. Abre las
manos para soltar el fardo y patalea hasta dar con los pies en el suelo de
arena. Empujado por la fuerza de la ola, se deja llevar hasta la orilla y se
pone en pie. Aunque las gotas del rocío marino se mezclan con la arena
traída por el viento, consigue distinguir la franja de tierra donde va a morir
la espuma. Con el agua por las rodillas, nota cómo la resaca lo atrapa, barre
la arena bajo sus pies y trata de llevárselo otra vez mar adentro. No debe
caer. Debe aguantar. Seguir avanzando. Un paso tras otro. Se gira para
mirar atrás y no tarda en ver una nueva ola que estalla a pocos metros.
Ruge, embiste y lo golpea. Lo aplasta contra el suelo, antes de arrastrar su
cuerpo rodando hacia la orilla. Desorientado, agita la mano en el aire justo
donde pensaba que estaría el suelo y el miedo se apodera de él una vez más.
Cuando vuelve a emerger, el agua corre a sus costados, de vuelta al mar.
Se yergue, intenta recuperar el aliento y percibe con satisfacción el peso
de la bolsa que todavía cuelga por dentro de sus calzas. Camina
tambaleándose unos metros y acaba por derrumbarse, con el rostro azotado
por la arena que se lleva el viento.
En la pálida luz de esta mañana de invierno, el paisaje que tiene ante sí
está compuesto por dunas y por las pocas plantas raquíticas que se aferran a
ellas. Aunque sabe que se halla en la costa francesa, a juzgar por lo que ve
bien podría estar en la del Sáhara o la de Arabia. El incesante estruendo de
las olas a su espalda le anima a alejarse del océano todavía un poco más.
Envuelto en una nube de polvo y brisa salada, avanza por la arena con
dificultad, antes de tropezar otra vez y quedarse sentado, muerto de frío. El
viento se le mete en los oídos helados y se le clava hasta el cerebro como un
hierro al rojo vivo. Cubriéndose las orejas con las manos para aliviar el
dolor, se atreve por fin a contemplar el océano.
Mar adentro, la imponente silueta de la carraca São Bartolomeu, varada
en un banco de arena, recibe los golpes de las olas enormes y tumultuosas.
Chorros de espuma salen despedidos por encima del perfil del barco y se
funden después en el blanco lechoso del cielo. Escorado hacia la banda de
tierra, el gigantesco navío no conserva el palo mayor y, desde la distancia,
solo se aprecia un muñón en lugar del trinquete. Más cerca de la orilla,
entre la carraca y los últimos bancos de arena, asomando por entre el
burbujear de la espuma y las olas que crecen y estallan, se arremolinan los
despojos. Hay tablas, aparejos y barriles por todas partes. También hay
cadáveres, masas blandas y lentas que la fuerza del agua arrastra, zarandea
y deja varadas en la arena.
Tiene que haber más supervivientes. Eran quinientos pasajeros, no
pueden haber perecido todos. Algunos murieron muy rápido, él mismo los
vio. De hecho, hubo uno al que ayudó a reunirse con el Creador. Se levanta
despacio y comienza a andar por la orilla, dando en lo posible la espalda al
viento. No es su primer naufragio. Ya sabe lo que significa pisar una tierra
desconocida y hostil. La diferencia es que la primera vez fue el sol quien lo
atormentó, no el frío penetrante de una tempestad invernal. De cualquier
manera, solo hay una cosa que hacer: caminar. Para entrar en calor y quizá
para buscar auxilio.
El vendaval que lo empuja desde atrás ha impedido que oyera los gritos.
Cuando llegan hasta él, ya solo está a veinte o treinta pasos de las figuras
que se mueven en la playa. Cree distinguir seis. Se acerca un poco más y
divisa una silueta oscura, medio desnuda, seguramente uno de los esclavos
indios que compartían las bodegas con el resto de las mercancías.
Acurrucada en el suelo hay otra persona inerte, y algo que parece una
enorme criatura velluda la registra sin miramientos. Le arranca un collar y
después intenta quitarle algo de una mano, que termina por dejar en el suelo
para coger un hacha y cortarla de un golpe. El hombre —porque se trata de
un hombre, vestido de pieles de cordero con la lana vuelta al exterior—
levanta su captura por encima de la cabeza. La luz difusa que penetra
fugitivamente entre dos nubes se agarra por un momento al brillo de una
sortija engarzada en un dedo roto. Las demás figuras avanzan por la duna y
gritan mirando a las tierras del interior.
El viento arenoso ha impedido que se vuelvan en su dirección.
Aprovecha para agacharse todo lo posible y alcanzar un repliegue entre dos
dunas, que descienden en suave pendiente hacia el océano. El esclavo es
ahora el centro de atención. No se atreve a moverse, o no puede hacerlo.
Los cuatro hombres que lo rodean parecen discutir de forma airada. Uno de
ellos pone un fin brutal a la disputa, al descargar un garrotazo en la cara del
prisionero. Este cae de rodillas; entonces, el que sujeta el hacha le parte el
cráneo con total indiferencia. El cuerpo aún sigue agitándose, pero sus
verdugos ya no le prestan atención y comienzan a recorrer la playa en busca
de lo que el mar haya podido traer hasta allí. Llegan varios hombres más,
bajan las dunas a toda prisa y se abalanzan sobre los fardos, que rescatan
del oleaje para después romperlos a hachazos y pelear por su contenido:
tejidos varios y especias, que el agua marina se encarga de malograr y el
viento se lleva volando. Las olas moribundas van tiñéndose de negro. Sobre
la arena mojada, cada vez que el mar se retira, quedan arcos dibujados con
granos de pimienta.
Echa un vistazo del otro lado. Por un instante, se plantea dar media
vuelta y remontar la cuesta de cara al viento, pero también por allí divisa
más figuras camino de la playa. Al esclavo lo han ejecutado porque no valía
nada. Él tampoco vale mucho más. La bolsa que lleva atada al cinto, en
cambio, vale demasiado como para que cualquiera que vea su contenido le
deje ir con vida. Intentar negociar con estos salvajes está descartado.
También lo está caer en sus manos. Y su escondite no es nada seguro.
Cuando vengan hasta aquí, acabarán por verlo. Tiene que salir de la playa y
meterse entre las dunas, con la esperanza de cruzarlas y encontrar un sitio
algo más civilizado que estas costas en poder de los saqueadores de pecios.
Se arrastra lentamente por la arena, hasta alcanzar una cresta donde las
dos dunas se reúnen. En lo alto el viento sopla con violencia. La arena
fustiga sus mejillas, se le cuela en los ojos, la nariz y la boca. Sigue
avanzando encorvado, hacia un horizonte oculto por el vendaval, en este
desierto que parece no tener fin. Sus pies se hunden en el inestable suelo,
así que progresa a cuatro patas, antes de levantarse otra vez. Busca con la
mirada más figuras, confunde los aullidos del viento con voces, pierde la
noción del tiempo. No sabe si ha logrado avanzar mucho, cuando una nueva
nube de granos de arena le obliga a cerrar los ojos por un segundo.
Tropieza, se precipita hacia delante y rueda con todo su peso por una
hondonada entre dos dunas. La caída se interrumpe a media cuesta.
Parcialmente al abrigo del viento, abre los ojos y observa el lugar donde ha
quedado tendido. Una hierba corta y verde crece a corros en varios sitios. Al
fondo, el terreno da la impresión de moverse por sí solo. Tarda un largo
momento en darse cuenta de que hay una fina capa de arena que cubre el
agua estancada en la depresión y que el viento la hace temblar.
Aprovechando este refugio improvisado en el que la mordedura del frío
duele menos, se relaja. Tiene sed y el movimiento del agua en la hondonada
aviva esa necesidad. Termina de bajar, se pone en cuclillas al borde de la
charca y empieza a rozar la superficie para apartar la capa de arena, pero
entonces descubre a algunos metros el cadáver hinchado y medio sumergido
de una vaca de color pardo. Tan grande es su decepción que se deja caer en
la orilla del agua corrupta por la carroña, cuyo olor solo ahora le llega.
Un cambio casi imperceptible en el ruido del viento, una vaga sombra en
el límite de su campo de visión, le hacen levantar la mirada. Por encima de
él, a su derecha, hay una mujer joven, observándolo. Lleva un vestido negro
de lana basta y una especie de gorro. Va descalza. En las manos sostiene un
abrigo negro. Vuelve la cabeza, como para asegurarse de que está sola, da
unos pasos hacia abajo y le hace un gesto, invitándolo a seguirla.
Al principio, duda, pero después escala hacia ella. No puede parar de
temblar, no sabe si de frío o de miedo. Cuando llega a su lado, la chica le
tiende el abrigo. Un largo abrigo de terciopelo negro que tal vez perteneció
a un fidalgo, cuyo cadáver las olas estarán ahora mismo zarandeando en la
playa. Incluso empapado, parece caliente. Así pues, se lo echa por los
hombros y junta por delante las solapas, sin dejar de tiritar. Fernando
Teixeira, soldado de Indias, renegado y ladrón, se pregunta cómo, tras
escapar al segundo gran naufragio de su corta existencia, ha podido acabar
así, muerto de frío, sediento, exhausto. Quizá también rico, y a punto de
poner su suerte en manos de una muchacha harapienta, miembro de una
tribu de salvajes vestidos con pieles de animales. Envuelto en el abrigo de
un difunto, siente que el futuro se le resbala entre los dedos.
2
Canal de Mozambique, agosto de 1616

Viento en popa, el buque se movía despacio en aguas del océano Índico.


Sobre el mastelero de gavia, encima de las velas blancas y perezosamente
hinchadas que exhibían las enormes cruces rojas de la Orden de Cristo, los
grumetes recorrían con la mirada el gran vacío que los rodeaba. Entornaban
los ojos en el aire diáfano, intentando distinguir las olas de los cielos. De
repente, vieron recortarse en el horizonte algunas nubes, trabadas en la
masa oscura de una isla. Esa imagen, en la que podían detener la mirada,
hizo que uno de los vigías se pusiera nervioso; al momento sintió con más
fuerza en la boca del estómago el vaivén de la plataforma en que se hallaba.
Procurando no vomitar lo poco que había ingerido antes de escalar hasta su
puesto, y sobre todo no hacerlo encima de los marineros atareados en la
cubierta, que sin duda le esperarían para darle un escarmiento, el muchacho
apartó los ojos de la isla. Intentaba volver a sumirse en la contemplación del
azul inmenso e inmóvil cuando creyó divisar una mancha algo más clara en
aquel lienzo inmaculado. La mancha desapareció un instante para aparecer
otra vez, recordándole el continuo balanceo del mástil. El diafragma se le
contrajo por un segundo; luego abrió la boca en un espasmo y dejó escapar
una hebra de bilis que, para su consuelo, el viento se llevó. Acto seguido,
dio la voz de barco a la vista.
Abajo, la tripulación llevaba varias horas meciéndose al ritmo indolente
con el que avanzaba el São Julião. Las maniobras en cubierta se efectuaban
en un silencio relativo, solo interrumpido por algunas órdenes concisas, los
chirridos de tablas y maderos, las vibraciones del tenso cordaje y el
chapoteo del agua contra el casco, tan descomunal que no se conformaba
con deslizarse, sino que insistía en atacar con torpeza el oleaje. Mirando
con atención, se podía apreciar que las velas ya no eran tan blancas, que las
cruces rojas mostraban las cicatrices de sucesivos remiendos, que muchos
de los cabos estaban desgastados y que los hombres a bordo no presentaban
un aspecto mejor. Tras cuatro meses de navegación, durante los cuales
tuvieron que enfrentarse a las tormentas del Atlántico, a la interminable
calma chicha del ecuador, a las aguas turbulentas del cabo de Buena
Esperanza y a los bajíos de las Bassas da Índia, en los que no fue nada fácil
evitar encallar, la voz del muchacho que gritaba desde la cofa en mitad del
suave letargo matinal recordó a la tripulación que a aquella travesía no
habían venido a descansar, ni siquiera por un momento. Habían venido a
sufrir.
Más abajo todavía, bajo la cubierta, el sitio donde se acuartelaban los
soldados que habían cumplido con su guardia de noche era un hervidero.
Un enjambre de pulgas y piojos, gusanos, insectos que nadie habría podido
identificar con certeza. También de ratas. Y de hombres. Tumbados en sus
putrefactos catres, algunos buscaban un sueño sudoroso que los agotaría
tanto como un cuarto de guardia. Los había que deliraban, sofocados por el
calor que la fiebre multiplicaba y que las escasas corrientes de aire que
entraban por las escotillas no podían atenuar. Se empujaban unos a otros,
tratando de encontrar una posición menos incómoda, y nunca perdían de
vista su ración de galletas y de agua dulce, podrida desde hacía tiempo en el
interior de los toneles embarcados en Lisboa.
A pesar de las reprimendas de los jesuitas y dominicos alojados con
ellos, siempre había algunos jugando en un rincón. Desde el comienzo del
viaje, los frailes no cejaban en su empeño de llevar un poco de religión a
aquella comunidad compuesta por una mezcla de verdaderos hombres de
armas, campesinos alistados a la fuerza y criminales que habían decidido
embarcar con destino a las Indias para evitar las prisiones portuguesas o el
cadalso. Lo cierto es que allí, en la penumbra del entrepuente, había que
aceptar las cosas tal y como eran: ni siquiera el ojo del mismo Dios sería
capaz de perforar una atmósfera tan espesa, un aire tan viciado que uno
tenía la impresión de respirar a través de una estopa húmeda. En cualquier
caso, así lo creía Simão Couto, quien, al echar a rodar los dados, se
preguntaba si aquella manera de escapar a la estrecha vigilancia del Creador
era algo bueno o malo. Cuando los tres cubos de hueso dejaron de rodar, se
hizo el silencio por unos instantes, el tiempo necesario para que cada
jugador entrecerrase los ojos y acercase la cabeza, intentando descifrar el
resultado en medio de la semioscuridad. Y Gonçalo Peres estalló en una
carcajada, mientras los hombros de Simão se hundían. Sentado al margen
del grupo, Fernando Teixeira captó la mirada de su amigo y se encogió de
hombros, como para comunicarle su impotencia ante la derrota. Acababan
de perder una gallina. El ave, de color gris y plumaje apolillado, cacareaba
débilmente desde la jaula en la que Peres, con su sonrisa desdentada y las
encías inflamadas por el escorbuto, apoyaba ya la mano. Al mirar a Peres,
ese soldado alistado en el umbral de una cárcel, ese ladrón sin otras
cualidades que una mayor propensión a la violencia que el común de los
mortales, Fernando pensó que era demasiado estúpido para morir. En los
últimos cuatro meses había tenido ocasión de presenciar varios
fallecimientos, accidentales o debidos a la enfermedad. El escorbuto se
había llevado a docenas de hombres, y muchos murieron estando en
mejores condiciones que Gonçalo Peres. Tenía los ojos vidriosos, su boca
era un pozo maloliente y sus piernas estaban hinchadas y salpicadas de
úlceras que, con la luz del día, ofrecían a la vista una fascinante paleta de
colores en todos los tonos, desde el rojo más claro al negro más oscuro,
pasando por azules nauseabundos y verdes que recordaban los excrementos
de los patos en un corral. Cualquier ser humano consciente de su naturaleza
mortal se habría tendido en su camastro de una vez por todas, a esperar la
muerte. No así Gonçalo Peres, muerto por dentro, pero aún muy vivo
cuando se trataba de desplumar a sus camaradas en el juego o de intentar
sodomizar a algún grumete en un rincón del entrepuente. Y todo porque le
resultaba imposible aceptar que ya no era más que un cuerpo carcomido por
la enfermedad. Si se mantenía en pie, no era gracias a un impulso vital, ni al
instinto de lucha, sino a la mera costumbre.
Así que Peres se alejó de Simão llevando en las manos la jaula, en cuyo
interior la gallina trataba de batir las alas y perdía el escaso plumón que
todavía le quedaba. Durante semanas, Fernando había ahorrado con Simão
parte del rancho para alimentarla, y ahora la veía marchar con mirada de
marido cornudo. Le había tomado cariño, a la gallina esa, y a menudo se
había preguntado si sería capaz de comérsela. Ahora, al verla partir en
brazos de Peres, de repente le entró el hambre. En todo caso, más de lo
habitual. Simão llegó junto a él y fueron a acostarse en sus catres, instalados
uno al lado del otro desde el comienzo de aquel interminable viaje.

Fernando Teixeira no tenía suerte. Ni a los dados —por eso se mostraba tan
reacio a jugar— ni, como él mismo decía, en ninguna otra cosa. Siempre
estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado, desde el día en
que nació. Su padre, Elisio Teixeira, era jornalero. En invierno trabajaba
cortando árboles para alimentar la insaciable industria naval de un reino
minúsculo que soñaba con ser un imperio marítimo. En verano se dedicaba
a las tareas agrícolas. No tenía ni el más mínimo instinto maternal y su
amor de padre se había visto considerablemente mermado por la muerte de
su esposa, poco después de un parto interminable y demasiado extenuante
para aquella mujer de constitución tan débil. Durante su corta vida,
Fernando siempre había llevado a la espalda el peso de esa desgracia. La
suya tenía que ser una existencia sin otro horizonte que los ralos bosques
del Alentejo, los caminos que iban de un aserradero a otro y las bofetadas
recibidas en los momentos más inesperados. A Elisio Teixeira no se le podía
reprochar que tuviese un carácter inestable. Siempre del mismo mal humor,
caminaba arrastrando una rabia permanente, que volcaba con frecuencia en
aquel hijo inoportuno que Dios le había impuesto, sin duda como castigo
por algún pecado, o por el conjunto de todos ellos, y a la vez como recuerdo
de una mujer a quien no amó, pero que le servía de ayuda y compañía.
Fernando había recibido tal cantidad de golpes que el menor movimiento
del aire le incitaba a esconder la cabeza entre los hombros, como a la espera
del escozor de una mano callosa que lo alcanzara en la oreja o en la nuca.
Por estar en el sitio equivocado. Por estar allí.
Cinco meses antes, aquel niño de quince años, a quien el trabajo en el
bosque estaba convirtiendo en un hombre, se encontró otra vez en el sitio
equivocado. Acababa de decidir que había llegado el momento de echarse al
camino por su cuenta. De no seguir temiendo el golpe inesperado. De vivir
otra vida. Le daba igual que fuese mejor o peor, siempre que fuese distinta.
Una noche de comienzos de primavera, a la luz de la luna creciente, tomó la
senda clara que salía del aserradero en dirección a Évora. Al despuntar el
día, Fernando se cruzó con una tropa heterogénea formada por algunos
soldados, unos cuantos niños de no más de diez años, varios hombres
cubiertos de cicatrices que parecían recién salidos de prisión —y de hecho
lo estaban— e incluso de un tullido con una sola pierna.
El ejército de Portugal padecía de una carencia crónica de hombres para
los refuerzos de las guarniciones de Goa y las demás factorías de la costa
occidental de la India. Los necesitaba para completar la flota de tres naves
que debía zarpar ese mismo año. Y los soldados empezaban a ser tan
escasos como los robles y los pinos con que se fabricaban los barcos que
tenían que transportarlos de un océano a otro. La perspectiva de no poder
regresar nunca, una vez terminado el servicio, por la dificultad para hacerse
con una plaza en los navíos de vuelta, que además nadie sabía si lograrían
completar el trayecto sin irse a pique, resultaba demasiado desalentadora
para los hombres honrados. De ahí que fuesen escasos en aquella columna,
que marchaba camino de Lisboa y a la que Fernando acabó por unirse en
contra de su voluntad.
El tullido ralentizaba el avance, así que lo abandonaron antes de cruzar
el Tajo. Entre tanto, el efectivo de la tropa no había dejado de aumentar con
nuevas incorporaciones: hombres enrolados de manera más o menos
voluntaria, según tuviesen algo de lo que escapar o no escapasen lo bastante
rápido a la mirada de los reclutadores.
Cuando Fernando Teixeira, en adelante soldado, quedó inscrito en el
registro del escribano de la Casa da Índia, los moratones producidos por
aquel encuentro fortuito todavía le dolían. Cobró su primera paga, compró
un remedo de indumentaria militar —calzón, camisa, zapatos, chaqueta— y
trabó amistad con Simão Couto. El chico había crecido en el barrio del
puerto de Lisboa, soñando con la India. Hijo de un tratante de especias, lo
habían acunado con los relatos de los naufragios de la carreira da Índia,
que allí se leían con una mezcla de pavor y deleite. Las historias de
náufragos expuestos a la cobardía y la traición de sus semejantes, al
salvajismo de los negros de tierras africanas y a la severidad de Dios no
habían logrado desalentarlo. Todo lo contrario. En la tienda de su padre
tuvo ocasión de observar a los marineros de regreso, cargados de las
especias con que se enriquecían, y de escuchar sus andanzas llenas de
piratas malabares, tigres y minas de diamantes. Terminó por fugarse de casa
y, dada la escasez de hombres, no hubo nadie que le impidiese alistarse.

El 5 de abril, al son de los tambores y trompetas, las tres naves de la India


pasaban por delante de la torre de Belém para encarar la barra del Tajo y
llegar a mar abierto. Simão estaba exultante y Fernando empezó a vomitar.
Aún vomitaba cuando les tocó capear, frente a las costas guineanas, el
temporal que los dejó solos en mitad del océano. Una primera nave, con una
ancha vía de agua abierta, había dado media vuelta muy pronto, todavía
frente a las costas de Portugal. Y acababan de perder la segunda, a solo unos
días de doblar el cabo de Buena Esperanza. Fernando apreció entonces en
su justa medida la solidez de la construcción de aquel inmenso navío, la
fuerza del armazón de troncos de roble, talados tal vez por su propio padre,
la resistencia de los mástiles y vergas, así como la eficacia del calafateo,
que impedía que entrara más agua de la que la bomba pudiese achicar.
Durante los interminables días de calma que siguieron al paso del
ecuador no le quedaba ya nada que vomitar. El calor húmedo y sofocante
empezaba a corromper los víveres, el agua dulce e incluso la ropa. Si no
lograban secarlas del todo tras los aguaceros tropicales, las camisas
comenzaban a llenarse de gusanos, igual que les ocurría a los jergones. Por
eso, a pesar del frío y del mal tiempo, el paso de los cabos de Buena
Esperanza y de las Agujas no resultó al final una experiencia tan terrible.
«Si quieres aprender a rezar, hazte a la mar», le había dicho, sentencioso, el
escribano de la Casa da Índia, quizá suponiendo que Fernando estaba
demasiado tierno y a la vez no era lo bastante devoto para el largo viaje que
le esperaba. Los jesuitas y los dominicos se esforzaron por enseñarle a
rezar, sin resultado; en cambio, los imprevistos de la navegación sí fueron
capaces de convencerle de que invocara al Señor de vez en cuando.

Aquel día, mientras Fernando y Simão trataban de no pensar más en la


gallina y de ganarle algunas horas de mal sueño a la fétida atmósfera del
entrepuente, el São Julião navegaba en soledad.
Una mano apoyada en su muslo sacó a Simão del letargo. Cuando abrió
los ojos, vio la cicatriz inflamada que iba de la sien a la nariz de Gonçalo
Peres y su barba rojiza, entre la que se afanaban algunos piojos. Recibió las
palabras del soldado, que acaba de cortarse en las encías y enjuagarse la
boca con un vaso de vinagre, al mismo tiempo que su aliento ácido.
«Podemos ponernos de acuerdo. Para la gallina, me refiero».
Algo se movió en el catre de al lado. Un puñal se posó en la entrepierna
de Peres. «Quédate con la gallina», dijo Fernando. Peres se echó mano al
bolsillo y la hoja del muchacho se hundió un poco más en el tejido del
calzón. La mano se quedó inmóvil. Peres respiró hondo y miró al muchacho
a los ojos. En los del soldado, Fernando solamente vio un vacío. En los del
chico, Peres vio determinación. Sin embargo, ese no fue el motivo para no
sacar su puñal, sino la ligera chispa de excitación que tan bien conocía y
que a menudo alimentaba sus propios excesos de violencia. Gonçalo Peres
podía ser un idiota, pero sabía que el chaval no dudaría en cortarle los
huevos si le daba una razón para hacerlo. Sonrió y escupió un hilo de sangre
negra en el pecho de Simão, antes de retroceder lentamente y de guiñarle un
ojo a Fernando. «Lo quieres todo para ti. Te entiendo». Se giró dándoles la
espalda, regresó a su rincón, puso la mano sobre la jaula y se sentó. «Me
alegro de no estar en la piel de esa gallina», dijo Simão. Fernando rio y
volvió a acostarse. Con la mano cerca del puñal. Siempre.

El ruido de un cañonazo en la lejanía los arrancó de la duermevela. Unos


pocos segundos después, fue un disparo salido del São Julião el que terminó
de despertarlos, mientras dom Afonso de Sá, que estaba al mando de su
escuadrón, les gritaba que subiesen a cubierta. Los soldados obedecieron de
inmediato, menos por sentido del deber que para aprovechar la oportunidad
que se les ofrecía de salir del horno en que se asaban desde hacía horas.
Tras pasar por la escotilla, Simão y Fernando procuraron separarse del resto
y acercarse a la borda para aspirar un poco del aire fresco del océano, aún
mezclado con el amargo olor a humo de cañón que la leve brisa no había
terminado de llevarse.
El navío con el que el São Julião acababa de intercambiar la salva de
saludo habitual enarbolaba el pabellón inglés. Visto desde el puente de la
carraca, parecía pequeño, pero se acercaba a los portugueses a gran
velocidad. Detrás, en la lejanía, se divisaban otros tres buques de mayor
tamaño.
En la nao de Indias crecía la agitación. Desde las bodegas se trajeron los
mosquetes y las municiones, que se distribuyeron entre los soldados.
Fernando y Simão estaban impacientes por recibir sus armas. Hasta
entonces solo habían disparado durante las maniobras de adiestramiento,
organizadas, cuando el tiempo lo permitía, más bien para mantener a los
soldados ocupados que para hacer de ellos tiradores competentes.
Empezaron a cargar los mosquetes. Sobre las cofas los grumetes preparaban
los pedreros, y algunos soldados ágiles trepaban por las jarcias para ver
desde arriba la cubierta del navío inglés, que seguía acercándose. Los
artilleros estaban listos para disparar. Los pasajeros rezaban: los curas, por
la salvación de las almas que había a bordo, y los comerciantes, por la de
las mercancías almacenadas en las bodegas y el sollado.
Pero había un hombre que no se movió ni un ápice. En la toldilla del
alcázar, tres puentes por encima de la cubierta, envuelto en el abrigo de
terciopelo negro que siempre llevaba puesto, dom Manuel de Meneses
observaba la aproximación del barco inglés. Aunque no daba muestras de
ello, estaba enojado. Por la lentitud del São Julião, naturalmente. Pero nada
podía hacer, ni siquiera echarle la culpa al piloto, Sebastião Prestes, por lo
demás un hombre capaz. Las naves de Indias padecían de gigantismo.
Llevaba varios años viéndolas engordar de manera desmesurada. El São
Julião alcanzaba las mil quinientas toneladas de arqueo, para sus tres
cubiertas y diecisiete rumos de quilla. Con setecientas personas a bordo,
más las mercancías, el simple hecho de que pudiese moverse seguía
sorprendiendo a Meneses. Por no hablar de la capacidad de Prestes para
hacerlo maniobrar. No, lo que enfurecía al capitán-mor era que había
zarpado de Lisboa con una armada de tres naves, que no sabía lo que había
sido de las otras dos y que los ingleses, es decir, unos herejes, se disponían
a interceptar su navío en aguas que él aún consideraba como un dominio
privado portugués, o al menos ibérico, ahora que los reinos de España y
Portugal se hallaban reunidos bajo una misma corona. Ya siete años antes,
en tiempos de su anterior mando —una armada de cinco naves—, la simple
necesidad de vigilar la posible presencia de navíos ingleses u holandeses,
que empezaban a aventurarse en una ruta de las Indias orientales mantenida
en secreto durante décadas por los reyes de Portugal, le resultó un trago
amargo. La idea de que esos protestantes, venidos de los pretenciosos reinos
del norte de Europa, surcasen los mismos mares y tratasen de apoderarse de
las riquezas que sus predecesores habían ido a buscar tan lejos, en muchos
casos a costa de su vida, ofendía al portugués, tan leal a su reino. Que hoy
se atreviesen a tratarlo como a un vulgar mercader, obligándolo a justificar
su itinerario, hería su amor propio. Era una falta de respeto. Y, aunque
delante de sus oficiales y su tripulación solo mostraba la máscara de
impasibilidad que mantenía en cualquier circunstancia desde hacía años,
dom Manuel de Meneses sentía el ardor de la ira y la bilis subiéndole al
esófago desde las tripas. Tenía ganas de gritar. Sin embargo, transmitió sus
órdenes con voz serena, mientras veía acercarse el navío inglés y al oficial
que iba subido en su toldilla.

En la cubierta del São Julião, los cañones, pedreros y mosquetes estaban


listos para disparar si era necesario. Fernando y Simão, apostados entre el
palo mayor y el alcázar de popa, se encontraban en primera fila al iniciarse
el diálogo entre los dos navíos. El oficial inglés, a algunas brazas de
distancia y por debajo del inmenso barco portugués, gritó varias preguntas
en su lengua, en dirección de la silueta negra de dom Manuel de Meneses.
Este se dirigió al escribano de a bordo, António Pinto, que se hallaba a su
lado. También a gritos y en portugués, Pinto respondió al inglés que no
entendía sus preguntas. El oficial inglés volvió a responderle en su propia
lengua. Fernando supuso que estaba diciendo lo mismo, o sea, que tampoco
él entendía nada. Pinto le contestó entonces en español. El inglés replicó en
un nuevo idioma.
—Ese sí lo he oído antes —dijo Simão a Fernando—, habla en francés.
Entonces Pinto respondió en el mismo idioma y se volvió hacia
Meneses. Desde la cubierta, los muchachos le oyeron decir:
—Está hablando en italiano y nos pregunta de dónde venimos y adónde
vamos.
El capitán-mor contestó:
—Ya lo he entendido, Pinto, no hace falta que me traduzcas.
Simão y Fernando, al igual que los demás soldados y marineros,
lamentaron verse privados de aquel diálogo. Sobre todo Simão, que no
podía concebir que alguien navegara por todos los océanos del mundo sin
comprender la lengua de quienes los habían conquistado. Hasta entonces no
había oído demasiadas cosas buenas de los ingleses y aquello sirvió para
que perdiera el poco respeto que les tenía.
En realidad, no era necesario entender el italiano para captar el sentido
general de la conversación. Bastaba con observar los rostros de los
interlocutores. Estaban rojos. De ira, en el caso de Meneses. De frustración,
en el del inglés. De vergüenza en el de Pinto, a quien Meneses obligaba a
decir cosas sin sentido.
Sobre el puente del São Julião, los jefes de escuadrón, el condestable al
mando de los artilleros, el maestre y el contramaestre sí comprendían lo que
estaba ocurriendo y ya habían comenzado a pasar la voz: todos listos para
abrir fuego.
De repente, dom Manuel de Meneses pegó un tirón del hombro a Pinto y
chilló hacia el capitán inglés unas palabras que Fernando, para su sorpresa,
pudo entender. Porque daba igual que las dijesen en italiano o en portugués:
«ladrones», «herejes» y «demonios» no eran palabras difíciles de descifrar.
Además, aun sin entenderlas, el tono de Meneses dejaba muy poco espacio
a la interpretación. Al muchacho no le dio tiempo de alegrarse con el
descubrimiento de que poseía un cierto don para las lenguas, porque ya se
oía resonar el silbato del condestable, seguido al momento por la
ensordecedora andanada de los seis cañones de bronce, cuyos proyectiles
impactaron en la cubierta y la borda del navío inglés. La espesa humareda
blanca aún no se había disipado y los soldados en la cubierta del São Julião
no habían comenzado a toser, cuando les llegaron los primeros gritos de los
heridos ingleses. En mitad de aquella niebla asfixiante, Fernando y Simão
vieron al buque adversario marear las velas y alejarse, renunciando al
contraataque. Los dos muchachos no sabían si sentir alivio por haber
escapado a un combate del que los dos primeros cañonazos, disparados por
su propio bando, habían bastado para desorientarlos, o decepción por no
haber participado en lo que, a juzgar por los gritos de júbilo que se elevaban
de la cubierta y el aparejo de la nao, tenía todo el aspecto de ser una
victoria. En cualquier caso, aquello era solo el principio. Y, si les quedaba
alguna duda, Fernando y Simão no tenían más que mirar los rostros
desconcertados de los mercaderes a bordo del São Julião para confirmarlo.
Algunos de ellos se acercaron al capitán-mor y trataron de hablarle, pero
Meneses, ocupado en dar instrucciones al piloto y a los oficiales, no les
prestó atención.
El resto de la flotilla inglesa tardó algo menos de tres horas en ponerse a
tiro del São Julião. Tiempo suficiente para que la carraca se acercara a la
costa de la isla avistada por la mañana, y para que los artificieros y los
soldados se preparasen para una batalla que parecía desigual e inevitable.
¿Cómo iba a poder aquella nao, por enorme que fuera, plantar cara a navíos
diseñados para el combate? El único que daba la impresión de no hacerse
esa pregunta era dom Manuel de Meneses. En la cubierta, mirando desde
abajo al capitán-mor, Simão le susurró a Fernando: «Es una auténtica
serpiente». A pesar del grosor de su eterno abrigo, no parecía que Meneses
transpirase. Inmóvil como siempre, bajo el sol que abrasaba los puentes, no
mostraba ni rastro de preocupación al ver acercarse a un navío más grande y
mejor armado que aquel sobre el que ordenara abrir fuego un rato antes.
Casi podría decirse que estaba acechando a su presa. Fernando asintió sin
responder, inmerso por completo en el espectáculo que, tal y como daba a
entender la música que les llegaba desde el barco inglés, estaba a punto de
desarrollarse ante sus ojos.
El Charles, con el nombre escrito en la popa, maniobró hasta situarse al
alcance del São Julião. Comenzaron las negociaciones entre dom Manuel de
Meneses y un inglés que se presentó como el comandante Benjamin Joseph,
entrecortadas por algunos malentendidos y por la dificultad para mantener
la misma velocidad en ambos navíos. Esta vez también los ingleses estaban
listos para la batalla. Fernando veía a sus artilleros preparando las piezas de
la cubierta alta y, más abajo, las bocas de los cañones que asomaban por las
portas. También los mosqueteros se hallaban en posición.
La discusión entre los dos oficiales, casi incomprensible para Simão y
Fernando, parecía acalorada, aunque mantenían las formas. Cuando
finalizó, el capitán-mor llamó al contramaestre del São Julião.
—Tomad dos marineros. Los ingleses van a enviar una lancha. Tres de
ellos subirán a bordo y vos iréis a su barco. Su comandante desea
mostrarnos que tienen artillería suficiente para enviarnos al fondo del mar.
Id a ver lo que hay y tratad de regresar con informaciones concretas.
El contramaestre, Gustavo Fereira, era un hombre experimentado y
respetado por los marineros. Llamó a dos de ellos y esperaron la llegada de
la lancha inglesa junto a la borda. El intercambio tuvo lugar pocos minutos
más tarde. Los tres ingleses subieron a la São Julião y fueron escoltados
hasta el palo mayor, de donde no se movieron en todo el tiempo que duró la
inspección. Meneses no se dignó mirarlos ni una sola vez. En el Charles,
Benjamin Joseph dio la bienvenida a los portugueses y les pidió que bajaran
con él por una escotilla.
Los ingleses de la carraca no disimularon su alivio cuando, algo menos
de una hora después, la lancha regresó con el contramaestre del São Julião y
sus hombres. Tampoco se hicieron de rogar para deslizarse por la soga que
los devolvía a su embarcación. Fereira tenía el mismo rostro sombrío de
costumbre; en cambio, los dos marineros estaban muy pálidos y nerviosos,
o eso le pareció a Fernando, que los observaba desde su puesto. En los
puentes del alcázar, los mercaderes y los fidalgos veían a Fereira subir al
encuentro de Meneses y se morían por preguntarle qué se había encontrado
a bordo del navío inglés. Algunos lo hicieron, pero el contramaestre, cada
vez más cabizbajo, no se entretuvo y continuó su camino en silencio. Lo
que tuviese que decir, se lo guardaba para el capitán-mor.
Como todos los que estaban en la parte de atrás de la carraca, Fernando
y Simão contemplaron con curiosidad el conciliábulo que se celebraba en la
popa. Fereira había entregado una carta a Meneses. Este la leyó y la arrugó,
haciendo una bola. Se volvió hacia el Charles, cuyo comandante estaba
mirándolo, y la tiró al mar. Después despachó al contramaestre con la orden
de ocupar su puesto en el puente que tenía a su cargo.
De inmediato, desde el alcázar de popa al castillo de proa, pasando por
los puentes inferiores y subiendo hasta las gavias, se extendió el rumor. Los
ingleses exigían al São Julião que comunicase en qué consistía su carga y
adónde se dirigía. Fereira había quedado muy impresionado por el
armamento del Charles y así se lo hizo saber a Meneses, quien tachó sus
apreciaciones de derrotistas. En consecuencia, había que prepararse para un
combate desigual; y también, pensó Fernando, rezar para encontrar un trozo
de madera al que agarrarse, si es que el barco acababa por irse a pique. Tal
petición tenía más posibilidades de ser atendida que la de aprender a nadar
súbitamente. Porque, si bien los curas enseñaban a orar e incluso
organizaban torneos de la especialidad para matar el aburrimiento y alejar a
los hombres del juego, y aunque los oficiales enseñaban el manejo del
mosquete por las mismas razones, y a pesar de que los soldados como
Gonçalo Peres enseñaban, tal vez en contra de su propia voluntad, a
mantenerse alerta en todo momento, a nadie se le ocurría enseñar a nadar a
esos hombres que embarcaban para un viaje de seis meses por océanos
embravecidos. La opinión de Simão, a quien Fernando había transmitido
sus dudas al respecto ya desde que zarparon de Lisboa, se reducía a unas
pocas palabras: al menos así la muerte tardará poco en llegar. El estómago
de Fernando se encogió al pensarlo, pero la excitación ante el combate
inminente, o quizá solo la curiosidad por averiguar cómo se desarrollaría la
contienda, se impuso.
—¡Vaya! ¿Así que queréis que hagamos la guerra, aunque nuestros
soberanos están en paz? Os doy permiso para no complicar más las cosas.
Seguid vuestro camino, que nosotros seguiremos el nuestro —gritó dom
Manuel de Meneses mirando al navío inglés.
En el São Julião, algunos marineros y soldados aclamaron las palabras
del capitán. Los mercaderes y el contramaestre callaban consternados.
Fernando, con algo de retraso, dio un silbido de aprobación. El capitán-mor
repitió en italiano lo que acababa de decir, para asegurarse de que se hacía
entender a bordo del Charles.
El comandante inglés no se molestó en responder. Dio algunas órdenes a
sus hombres y el barco viró hacia la São Julião cortándole la trayectoria, tal
vez para situarse en posición de un tiro a proa. Meneses no esperaba otra
cosa. Mandó marear las velas, el piloto hizo virar la carraca y dispararon
una andanada al enemigo. Demasiado pronto. La mayoría de los proyectiles
se hundieron en el agua, detrás del Charles. Solo uno impactó en el casco.
Desde su posición, Fernando vio cómo otro cruzaba por encima de la
cubierta rival sin tocar nada, entre los hombres y los tensos cordajes, para
continuar su ruta hacia el horizonte. Una vez más, sintió en el cuerpo la
vibración de los cañones. Se le taponaron por un instante los oídos. Los ojos
le picaban, mientras una nube de humo lo envolvía. Estornudó. Tras un
ruido húmedo y un leve chasquido en los tímpanos, recuperó la audición
para escuchar las órdenes del condestable a sus artificieros. A su lado, con
una mano agarrada a un cable y la otra sujetando el pesado mosquete,
Simão parecía tan desorientado como él. Fernando notó de repente el peso
del arma, cuya existencia había olvidado, al extremo de su brazo. La miró y
se preguntó para qué podía servirle en el combate que estaba por venir,
justo cuando el Charles disparaba su andanada y el São Julião se le ponía
borda con borda. Le rechinaron los dientes. El aire a su alrededor vibraba.
Vinieron después los crujidos de la madera, estallando al contacto de las
balas y rompiéndose en pedazos. Fernando vio desplomarse a un soldado,
con la pierna atravesada por un trozo de batayola y la sangre escapando a
amplios borbotones, como si llevase demasiado tiempo retenida en aquel
cuerpo y aprovechase la ocasión para escapar lo antes posible. En mitad del
estruendo, oía los gritos y las órdenes del condestable a los artilleros, que se
afanaban en torno a las piezas. Una racha de viento fuerte se llevó la
humareda y cuando el São Julião, aprovechando el balanceo para apuntar al
aparejo enemigo, disparó una segunda vez, Fernando pudo ver al
comandante inglés, que había descendido de su puesto para dirigir en
persona a sus artilleros. Antes de que la humareda subiese de nuevo desde
las portas del entrepuente y desde la cubierta, vio también volar la bala de
cañón portuguesa que se llevó el corazón de Benjamin Joseph, tras
alcanzarle en mitad del pecho. En la blancura acre que lo envolvía, mientras
algunas balas de mosquete inglesas hacían temblar suavemente un aire que
se había vuelto demasiado denso, siguió viendo la escena, como una imagen
residual. Se llevó la mano a la cara de manera instintiva, para asegurarse de
que aún estaba allí, sintió un líquido tibio mojándole el párpado y se dio
cuenta de que había soltado el mosquete. Sangraba de la mano, en el punto
donde un proyectil o una astilla le había tocado sin que se diese cuenta.
Junto a él, Simão disparó en dirección del Charles una bala que se perdió
entre el humo. Los minutos se alargaban. Absortos en aquel mundo
nebuloso que a veces el sol perforaba si el viento lo permitía, ensordecidos
por los cañonazos y los gritos revueltos de marineros, oficiales y heridos,
los dos muchachos aguardaban. Una última andanada inglesa se fue
demasiado alta. Algunas balas de cañón pasaron entre las jarcias de proa del
São Julião sin causar apenas daños. El navío inglés maniobró para alejarse.
Justo cuando los últimos jirones de humo todavía enroscados a la nave
portuguesa terminaban de disolverse en el aire, el Charles se reunía con su
flotilla. En el São Julião se esforzaban ya por reparar las averías producidas
durante el combate y por atender a los heridos.
Dom Manuel de Meneses no pudo seguir negándose a hablar con los
mercaderes y fidalgos que iban a bordo de su navío. Se reunieron con él en
la toldilla para discutir sobre el futuro inmediato, que se anunciaba muy
poco halagüeño. No obstante, Meneses seguía fiel a sus planteamientos
iniciales: el São Julião era un lugar inviolable, y tenían la obligación de
mostrar a las naciones extranjeras que también lo eran todos los océanos
sobre los que Portugal y España hubiesen establecido su dominio. Los
ingleses no se hallaban en territorio propio ni tenían derecho a averiguar las
intenciones de la nao, la ruta que la había llevado hasta allí o la que
pretendiese seguir después. Era una cuestión de honor, y precisamente el
honor era lo que otorgaba a Portugal la superioridad sobre aquellas naciones
de herejes y piratas. No negaba que los mercaderes hubiesen visto cómo sus
intereses se ponían en peligro con aquella escaramuza y sus posteriores
consecuencias, pero el rey respondería ante ellos si era necesario. Debía
quedar claro que el capitán-mor no estaba obligado a atender los
requerimientos de sus pasajeros. No solo se consideraba capacitado para
dirigir la nave, dado que un puesto como aquel no era una recompensa que
el rey le ofreciese a cualquiera, sino que además él mismo era un fidalgo y
no aceptaba inclinarse ante nadie, salvo ante Dios y su soberano. De modo
que seguiría actuando como mejor le pareciese, con la única intención de
preservar el honor del reino y con la seguridad, según dijo, de que para
lograrlo contaba con el apoyo de todos los pasajeros.

Hacía ya mucho tiempo que los fogones instalados en cubierta, junto al palo
mayor, no servían más que para cocer unas galletas repulsivas, aderezadas a
veces con gorgojos y gusanos de la harina. Sin embargo, el olor que
desprendían los hornos nunca antes le había parecido tan apetitoso a Simão;
ni siquiera cuando, al comienzo del viaje, algunos pasajeros todavía asaban
la carne de los pocos animales embarcados vivos en Lisboa. Mientras
cumplían con el cuarto de guardia correspondiente a su escuadrón, Simão
eructaba para expulsar de su estómago el aire, único elemento siempre
presente en su interior, y no dejaba de pensar en la gallina y en Gonçalo
Peres. A su lado, Fernando miraba la isla hacia la que el buque se dirigía. El
sol estaba a punto de desaparecer tras ella y los últimos resplandores, al
reflejarse en el agua y en las nubes, creaban el efecto de que flotaba en
mitad de las brasas. De pronto, tuvo calor, se apartó de la cocina de cubierta
y echó un vistazo hacia la popa. La flotilla inglesa seguía acercándose. Se
estremeció y decidió achacarlo a la brisa, que acababa de levantarse
hinchando las velas bajo las que bregaban los marineros. La noche tardó en
caer sobre ellos menos tiempo del que Meneses necesitaba para dar la orden
de abrir fuego sobre un navío inglés. Fernando aún no se había
acostumbrado a la rapidez con que el día dejaba su lugar a la oscuridad en
estas latitudes y se preguntó si lo haría alguna vez. Confiaba en que sí. Y
también se acostumbraría a la guerra. Pensó de nuevo en la sensación de
impotencia que lo había invadido durante la batalla. Era muy similar a la
que lo dejó paralizado la primera vez que se enfrentaron a una tormenta en
el océano Atlántico, pocos días después de zarpar de Lisboa. Siempre esa
misma impresión de no estar en su sitio, de hallarse en el lugar equivocado.
Lo cierto es que más le valía acostumbrarse, si pretendía sobrevivir. O,
mejor dicho, si sobrevivía: a los ingleses, al viaje e incluso a Peres, que
seguramente no había apreciado la caricia del filo de un puñal en la
entrepierna. Al menos, en ese instante sí se había sentido en el lugar y el
momento adecuados, pensó Fernando. Habría podido aprovechar del todo la
oportunidad y quitarse de en medio a aquel cabrón para siempre. El temor a
acabar encadenado al pie de la bomba o colgado de una verga le había
convencido de lo contrario. ¿Tal vez debería dejar de pensar tanto? Al fin y
al cabo, por cosas así los Peres seguían con vida.
El despensero acababa de ordenar que apagasen los fogones de las
cocinas cuando una luz apareció en la popa del São Julião. Una nube había
tapado la delgada luna creciente, sumiéndolos en una negrura como boca de
lobo, y, de repente, veían flotar a cierta altura un resplandor amarillo. Se
hizo el silencio entre los hombres que se hallaban en cubierta.
Contemplaban aquel fulgor en el aire, detrás del alcázar de popa,
meciéndose al ritmo de los balanceos de la nave. El murmullo crecía.
«¿Qué es eso?», preguntó Simão. No pudo ver que, por toda respuesta,
Fernando movía la cabeza. La voz de dom Afonso de Sá sonó a su lado. El
jefe de escuadrón estaba atónito.
—Han encendido un fanal en la popa.
—¿Por qué? —preguntó Simão.
—Para que los ingleses no nos pierdan de vista. Para dejarles claro que
no estamos huyendo de ellos, supongo. Que no nos dan ningún miedo.
A la derecha, un hombre gemía. Otro, sin duda un jesuita o un fraile
dominico, inició una oración, seguida por varios soldados y marineros.
Fernando se sorprendió a sí mismo murmurando algunos versos, antes de
parar. La carrera entre la nao y los ingleses continuó durante todo el día
siguiente, a pesar de los ruegos del escribano de a bordo, enviado por los
pasajeros para suplicar al capitán-mor que abandonase aquel juego, del que
solo podían salir derrotados. Meneses se negaba obstinadamente a escapar o
a rendirse. Estaba buscando el sitio ideal para trabar combate.

En la mañana del tercer día los ingleses se hallaban mucho más cerca.
También lo estaba una nueva isla. En lo alto, las nubes blancas se
deshilachaban en torno a las laderas de un volcán. La masa verde de la selva
bajaba hasta la playa y allí chocaba con los roquedales negros, sobre los que
el azul claro del mar se deshacía en chorros de espuma. El color del agua
tenía preocupados al piloto y al capitán-mor. El índigo del mar abierto cedía
poco a poco su sitio a tonos más claros, o se iba tiñendo de verde. El
marinero que operaba la sonda de proa anunciaba sus mediciones de tanto
en tanto, pero Fernando apenas comprendía nada, salvo que cada vez eran
menores y que la pesada y tripuda nave no llegaría mucho más lejos a ese
ritmo.
En la cubierta los marineros maniobraban el aparejo según las órdenes y
el São Julião viró lentamente; después, dom Manuel de Meneses mandó
ponerlo al pairo. La carraca se deslizó un poco más, arrastrada por su propio
peso. Durante unos instantes, incluso pudieron notar cómo se iba frenando,
debido al rozamiento que retumbaba con desagradable ruido y la
ralentizaba, justo antes de tomar un último impulso, menos brusco, y
pararse del todo. Quedó situada en paralelo a un tramo de costa, con la proa
mirando a una punta erizada de arrecifes, en los que rompían las olas, y
dando culadas en un bajío situado a su popa.
Sin perder tiempo, todos los hombres a bordo, tanto marineros como
soldados, recibieron las órdenes correspondientes. Había que desplazar el
conjunto de la artillería a la banda de babor y quitar de allí el lastre y las
mercancías, moviendo una parte a estribor. El navío iba cargado hasta los
topes y la tarea resultó muy engorrosa. Todo el mundo tuvo que colaborar.
Al final, el barco ofrecía por la banda de afuera, en dirección al enemigo,
una muralla de madera armada de todas sus bocas de fuego.
Fernando y Simão subieron de nuevo a la cubierta alta, desde donde
pudieron contemplar la flotilla inglesa en formación lineal. El Charles se
adelantó, largando velas hacia el São Julião. Afonso de Sá les ordenó
situarse en el segundo puente del alcázar, con los mosquetes listos. Por
encima de ellos, envuelto en su abrigo negro, estaba dom Manuel de
Meneses, observando el acercamiento de la embarcación enemiga. Por
debajo, en el primer puente del alcázar, había otro grupo de soldados, entre
los que no tardaron en identificar a Gonçalo Peres porque llevaba consigo la
jaula de la gallina. A medida que el Charles acortaba terreno, les iba
llegando la cadencia de los pífanos y tambores ingleses. También los
músicos del São Julião comenzaron a tocar, pero al menos uno de sus
tambores sonaba desacompasado. «Va a ser un día muy largo», dijo Simão.

Las horas siguientes no fueron otra cosa que humaredas, estruendos y


alaridos. Los cuatro navíos ingleses se turnaban para pasar frente a la
carraca portuguesa y bombardearla, manteniéndose casi siempre fuera del
alcance de los mosquetes. Para Fernando eso fue lo más duro, esa impresión
de ser solo un peón inútil, el testigo pasivo de un espectáculo organizado
para acabar con él. De todas formas, siguió disparando hasta agotar su
munición. El sargento que se ocupaba de subir los proyectiles, la pólvora y
las mechas desde las bodegas había sido limpiamente degollado por una
astilla proveniente de la madera de la borda. Con el cuerpo doblado por la
mitad en la boca de una escotilla, todavía no había terminado de morir
cuando una verga del palo mayor puso fin a sus padecimientos al
desplomarse sobre él y los hombres que lo rodeaban. La verga se llevó
consigo también obenques y escotas, arrojando al mar a quienes se
agarraban a ellos. Fernando tuvo entonces que dar la razón a Simão: lo
mejor era no saber nadar.
Al principio, los ingleses disparaban sobre el costado, para dejar en
silencio los cañones puestos tras la amurada. Consiguieron abrir varias
brechas en el grueso casco y algunos tiros afortunados pasaron por las
portas, tocando directamente la artillería portuguesa. A pesar del fragor de
las andanadas, desde abajo les llegaban los gritos de los heridos, y Fernando
no pudo evitar imaginarse el infierno en que se habrían convertido los
puentes inferiores. A continuación, el enemigo apuntó a la cubierta y el
aparejo. Pretendía desarbolar la carraca y mermar las filas de marineros y
soldados a bordo. Las balas de cañón y la metralla perforaban las velas,
hacían saltar en astillas las tablas y mutilaban a los hombres. Eso es lo que
le ocurrió a Gonçalo Peres. Igual que muchos otros, empezando por
Fernando y Simão, había logrado superar las primeras horas de combate sin
ser herido. Las municiones se agotaban en ambos bandos. El São Julião ya
había disparado casi cuatrocientos cañonazos y Fernando, inmerso en la
niebla de guerra, estaba a punto de renunciar a la idea de volver a ver el sol,
cuando el Charles apareció justo al frente de la carraca, empujado por una
ráfaga que acabó por despejar el mar y un rincón de cielo. La metralla
también escaseaba a bordo del navío inglés, así que algunos de sus cañones
se cargaban con clavos de la carpintería de a bordo y cualquier otro objeto
de metal que se encontrase. Un disparo impactó en la parte baja del alcázar
del São Julião; Fernando y Simão se echaron al suelo, mientras a su
alrededor los fragmentos de metal se clavaban en las tablas. Al levantarse,
miraron hacia abajo, por donde llegaban los lamentos de los heridos.
Gonçalo Peres yacía de costado, sacudiendo las piernas. Una masa de
astillas óseas mezclada con una pasta rosa y gris se escapaba por debajo de
la chapa de una plancha que, tras atravesar el espacio que separaba el navío
inglés de la nao, había ido a clavársele en la sien. «Mierda», dijo Simão,
cuya mirada ya había abandonado a Peres para detenerse a su espalda. Unas
cuantas plumas grises revoloteaban en el aire, por encima de lo que antes
había sido una jaula de madera. Simão derramó una lágrima.
Por su parte Peres, fiel a su costumbre, seguía a pesar de todo con vida.
No paraba de agitar los pies y de su mandíbula rota salían palabras mal
articuladas. Fernando dejó en el suelo el mosquete inservible, que no había
soltado en toda la lucha, y sacó su puñal. Bajó al puente inferior y pasó una
pierna por encima de Gonçalo Peres. Después se arrodilló, colocó el
cuchillo por debajo del cuello del soldado, igual que había visto hacer en su
infancia durante la matanza del cerdo, y tiró hacia sí con todas sus fuerzas,
seccionando venas y arterias. La sangre le salpicó y Peres, tras emitir sus
últimos balbuceos, calló por fin. Fernando se puso en pie, se miró las manos
rojas y levantó los ojos al cielo. Vio recortarse en él la oscura silueta de
dom Manuel de Meneses, que lo observaba desde la toldilla del alcázar.
Fernando bajó la mirada, dividido entre el placer de haberse librado al fin
de Peres y la decepción porque su primer acto de auténtico soldado hubiese
consistido en matar a un compatriota. Simão, que había presenciado la
escena, lo agarró del brazo y tiró de él hasta su puesto. Cuando Fernando
buscó de nuevo a Meneses, el humo de una andanada que el São Julião
acababa de descargar los envolvió y no le dejó distinguir en la cubierta otra
cosa que sombras.

Los navíos ingleses cesaron por fin de darse relevos para bombardear la
carraca. En la última hora, la tripulación de la nao se había visto obligada a
derribar el palo mayor y el trinquete. El palo de mesana estaba partido. Los
grumetes accionaban sin parar la bomba de achique, los calafates y
carpinteros se esforzaban por reducir las vías de agua y el barbero iba de un
herido a otro, indicando a los curas quién debía recibir los santos óleos.
Fernando y Simão colaboraban con los demás soldados para extraer los
cuerpos atrapados bajo los escombros de madera, hierro y velamen que
abarrotaban el puente. Utilizando una viga, hicieron palanca para levantar
un cañón. Los cables destinados a evitar su retroceso habían cedido y la
pieza de artillería había aplastado las piernas de un artificiero uno o dos
años mayor que ellos. Cuando lo liberaron del peso que lo inmovilizaba, el
chico, que hasta entonces no había dejado de chillar, profirió un sollozo,
suspiró una última vez y murió.
Mientras tanto, una lancha inglesa se les había acercado para exigir la
rendición a dom Manuel de Meneses. Era evidente que la nao ya no iría a
ninguna parte y que quienes estaban a bordo morirían si sus vencedores no
los rescataban. Los ingleses se ofrecieron a llevar a todos los portugueses
supervivientes hasta Surat, desde donde no les sería difícil llegar a Goa.
Meneses rechazó la propuesta. Era una cuestión de honor, dijo. Los barcos
de su majestad no se rinden. Y si los ingleses enviaban a otro emisario,
abrirían fuego contra él. Por muy dañado que estuviese el São Julião,
todavía disponía de soldados con sus mosquetes y de una parte de la
artillería. Se dio orden a los marineros de largar la cebadera del bauprés,
última vela de la carraca. Meneses le pidió al piloto, Sebastião Prestes, que
hiciera todo lo que pudiese con los restos del timón para dirigir el navío en
dirección a Ngazidja, aquella isla rodeada de rompientes en los que las olas
estallaban sin cesar.
El São Julião emprendió su último viaje. El inmenso navío, tirado con
gran esfuerzo por una vela ridículamente pequeña, tomó algo de velocidad
siguiendo un rumbo errático. Tocó fondo dos veces. Al pasar por encima de
un primer escollo, los gemidos de la madera y de los hombres arrojados al
suelo se mezclaron, antes de que la proa quedase enganchada entre otros
dos arrecifes más cercanos a la costa. Atrapada de tal modo, la nave
conservaba milagrosamente cierta estabilidad. ¿Por cuánto tiempo podría
soportar su propio peso y la embestida de las olas, para las que se había
convertido en un nuevo rompiente? Se ordenó a casi todos los hombres
válidos que subieran las mercancías desde las bodegas. Mientras, un grupo
dirigido por el carpintero y el piloto se ocupaba de la construcción de una
balsa. Una vez amontonados en la cubierta alta los paños de lana, los
toneles de aceite y el resto de los productos pertenecientes a los mercaderes
que iban a bordo, así como las últimas municiones, los pocos víveres
restantes y el oro real destinado al virrey de Goa para pagar los salarios de
sus hombres; una vez concluidas las atropelladas oraciones y echados al
agua los cuerpos de los muertos en aquella jornada; y una vez la marea
hubo bajado lo suficiente para que la punta rocosa que unía los arrecifes en
los que había encallado el São Julião a la tierra firme quedase al
descubierto, solo entonces pudieron por fin intentar llegar hasta la isla.
Durante el desembarco no hubo más que un par de ahogados. Al primero
se lo llevó una ola mayor que las demás en un paso difícil. Zarandeado por
la violenta resaca, su cuerpo chocó una y otra vez contra las rocas, hasta
quedar deshecho. El segundo, un mercader temeroso ante la idea de pisar
una tierra inhóspita y desconocida, se empeñó en subir a la balsa ocupada
por los veinte hombres que, al mando de Sebastião Prestes, tenían la misión
de llegar a puerto en la costa oeste de la isla. La embarcación de
emergencia, que llevaba como mástil un trozo de verga y como vela los
restos de la cebadera, se hallaba sobrecargada. Por eso, cuando el mercader
la alcanzó nadando a contracorriente y se agarró para tratar de subir, los que
estaban a bordo le rompieron los dedos para impedírselo. Fatigado o
decepcionado, el hombre acabó por hundirse unos minutos más tarde.
Exhaustos por el viaje, por la batalla y por el esfuerzo de las últimas
horas, los náufragos se reunieron en la playa mientras las llamas empezaban
a elevarse del pecio del São Julião. Tras vaciarlo de todo lo que pudiese
resultarles útil, los calafates le habían prendido fuego por orden de dom
Manuel de Meneses. Mar adentro, la flotilla inglesa presenció la descarga
del barco y después se alejó de la costa.
Con los pies clavados en una arena negra y ardiente a causa del sol,
Fernando recibió su parte de las últimas municiones rescatadas de las
bodegas. Algunas balas, un poco de pólvora y de mecha…, apenas nada.
El sol descendía tan lentamente que las horas posteriores se les hicieron
eternas. Los curas rezaban o daban la extremaunción a algunos de los
heridos traídos a tierra, los soldados terminaban de apilar las mercancías.
Cuando la luz del día fue sustituida por el resplandor amarillo del inmenso
pecio, que seguía consumiéndose a pesar de los embates de las olas,
encendieron varias fogatas. Sobre un peñasco situado entre la carraca
incendiada y la playa se recortaba la silueta oscura de dom Manuel de
Meneses, como si el capitán-mor estuviese aún dominando a sus hombres y
a sus pasajeros desde la toldilla de popa.
Organizaron los cuartos de guardia para la noche. Según los marineros
que ya habían visitado aquellas latitudes, los habitantes de la isla estaban a
punto de llegar. Quedaba por saber el ánimo que traerían. Sin decirlo en voz
alta, Fernando confiaba en que no fuesen caníbales. Simão estaba muy
excitado con la idea del encuentro: «Al parecer van totalmente desnudos.
¡También las mujeres!».
Llegaron por la mañana. Cuando salieron de la selva, iban vestidos con
taparrabos y no había mujeres entre ellos. Algunos llevaban lanzas, pero la
mayoría no tenían más que piedras en las manos. El primer soldado en
divisarlos disparó con su mosquete. La detonación detuvo el avance de las
pocas docenas de negros que había en la playa, pero también hizo salir a los
demás de la espesura.
Dom Manuel de Meneses ordenó que bajaran los mosquetes. Caminó
hacia uno, algo adelantado con respecto al resto, que parecía el jefe de la
tribu. Junto a Meneses iba Alvares de Torres. Mercader y además casado de
Goa, descendiente de aquellos compañeros de Albuquerque que tomaron
por esposas a mujeres indias, Torres conocía el idioma y las costumbres de
esos mahometanos. También conocía el idioma universal del comercio. Por
tal razón, al avanzar con dom Manuel de Meneses llevaba consigo algunas
piezas de tejido procedentes de su propio género.
Sin embargo, la negociación duró poco. Por lo que pudieron comprender
Fernando y Simão, el capitán-mor se mostró inflexible una vez más,
despertando la indignación de sus interlocutores. Una frase captada al
vuelo, mientras Meneses volvía con Alvares de Torres al grupo de los
portugueses, se lo confirmó:
—Si hemos plantado cara a los ingleses, no es para bajar ahora la cabeza
ante unos negros medio desnudos y armados con piedras.
La primera de esas piedras le alcanzó a un joven marinero en toda la
cabeza. Se había apartado en busca de un sitio discreto donde hacer sus
necesidades. Caminaba en sentido contrario al lugar de la entrevista y
pensando que también se alejaba de los negros, pero sin darse cuenta de que
había muchos más a lo largo del límite de la selva, entre las sombras de los
árboles. Aturdido por el primer proyectil, no tuvo tiempo de reaccionar.
Varias docenas más cayeron sobre él. Los portugueses dispararon los
mosquetes. Entre sus adversarios se elevaron gritos de miedo y, querían
creer, de dolor. Los negros se replegaron al abrigo de la vegetación. No
hubo nadie que se atreviese a recoger el cuerpo lapidado del marinero.
A Fernando el día se le hizo interminable. Quieto en aquella playa
azotada por la luz del sol, le asaltaba sin cesar la tentación de internarse en
la selva y perderse entre las sombras, que imaginaba muy frescas,
adornadas por su fantasía de arroyos con sabor a hierro y tierra, tan fríos
que al beber se haría daño en los dientes. De vez en cuando lo sacaban de su
ensimismamiento las incursiones periódicas de los indios en la playa,
seguidas de algunos tiros de mosquete que provocaban un nuevo repliegue.
Meneses se reunió con los mercaderes, los fidalgos, el escribano de a bordo
y Alvares de Torres. La discusión fue airada. Terminó antes de que lo
hiciese el día, con la decisión de entregar las mercancías y el oro del reino a
los mahometanos. Alvares de Torres fue el encargado de comunicarles que
los portugueses se rendían. Regresó con una nueva condición, impuesta por
aquel que se presentaba como el rey de esas tierras: los portugueses debían
dejar allí también sus armas.
Por la noche, el capitán-mor accedió a romper las espadas y mosquetes y
arrojarlos al mar. Al fin y al cabo, no les quedaban esperanzas de aguantar
mucho más tiempo. Los negros eran demasiado numerosos, las municiones
se agotaban y, si querían sobrevivir, estaban obligados a salir de aquella
playa, convertida en la tumba de un buen puñado de hombres. Al menos, los
heridos más graves en la batalla con los ingleses ya habían muerto. No
tendrían que pasar por el calvario que se les venía encima a sus camaradas,
dijo Meneses a los náufragos reunidos a su alrededor en el único momento
solemne de aquella jornada. Y, como era un hombre pragmático, añadió que
tampoco les resultarían un estorbo.
Cuando por fin amaneció, los negros encontraron a los portugueses
desarmados y listos para marchar.
—¿Y ahora qué les impide matarnos? —preguntó Simão a Fernando.
—Nada, creo yo. Si tiene que ocurrir, espero que sea rápido. Estoy harto
de esperar.
—Ya ves que habríamos tardado menos ahogándonos, te lo dije.
—Mira, si hay algo que todo esto me ha enseñado es que prefiero morir
deprisa y de forma violenta, antes que quedarme esperando a la muerte en
un entrepuente o una playa.
—También puede ser que llegues a viejo. Nunca se sabe.
—¿No lo dirás en serio?

Pero aquel todavía no era el final. Para comprender los gestos inequívocos
de los vencedores no hizo falta traductor. Los náufragos recibieron la orden
de desnudarse. Algunos fingieron no entenderlo; los golpearon y los
desvistieron a la fuerza. Los soldados como Simão y Fernando no se
hicieron de rogar para quitarse sus harapos. Resultó más complicado en el
caso de los hombres de mayor rango. De un modo u otro, aunque fuese a
regañadientes, casi todos obedecieron, en cuanto vieron que las amenazas
físicas se concretaban. El último en seguir vestido fue dom Manuel de
Meneses. Tal vez porque aún pensaba que su condición de jefe le evitaría
aquella humillación. El capitán contempló a los portugueses que había
conducido hasta allí. Fernando, que se hallaba a pocos pasos de él, vio en su
mirada algo que no supo interpretar. ¿Desprecio por esos hombres
desnudos? ¿Cólera contra quienes los habían obligado a terminar así?
Desde luego, no era compasión, un rasgo ausente del carácter del capitán-
mor. El tortazo propinado por un negro devolvió a Meneses a la realidad.
Instintivamente, echó mano a una espada que ya no tenía. Sus dedos
atraparon el vacío y a la vez recibió un empujón que lo derribó. Apenas
había podido levantar su rostro congestionado por el golpe y la ira, cuando
ya lo sujetaban para arrancarle el abrigo y después la camisa, el calzón y los
zapatos. Su cuerpo flaco, menos altivo de lo que parecía cuando estaba
envuelto en el eterno abrigo negro, quedó expuesto al castigo del sol, a las
miradas desdeñosas de los negros y a las de los subordinados, que en
circunstancias normales trataban por todos los medios de evitar cruzarlas
con la suya.
No tardaron en obligarlos a ponerse en marcha, con la prohibición de
internarse en la selva. Un calafate que trató de ir en busca de agua fue
atravesado por una lanza antes de alcanzar los primeros árboles. Su
esfuerzo no sirvió para apagar la sed de los demás, pero sí para que en
adelante la soportaran mejor. Al menos por unas horas.
Con su pálida piel ya enrojecida, dom Manuel de Meneses se puso a la
cabeza de aquella patética procesión de hombres desnudos. Dio algunos
pasos y se derrumbó. La visión del cuerpo blanco del capitán-mor, tendido
en la arena como un pez varado, sin su abrigo negro ni la elegancia que este
le confería, sobrecogió a los demás. Pasaron unos segundos hasta que
alguien se atrevió a aproximarse a Meneses. Era Fernando.
Inclinado sobre el cuerpo, lo primero que sintió fue alivio al ver que la
espalda se movía al ritmo de la agitada respiración. El capitán-mor seguía
vivo. Los cabellos rubios se le pegaban al rostro empapado en sudor, babas
y flemas. Tras vacilar un instante, Fernando trató de girarlo. Cuando puso la
mano en el brazo de Meneses, este pareció despertar. Sus pupilas negras y
dilatadas ocultaban el azul del iris. La sangre había abandonado sus labios.
Balbuceó algunas palabras incomprensibles. Entre hipidos, dejó escapar un
sollozo desde el fondo de la garganta. Sorbió por la nariz para aspirar los
mocos. Luego escupió. Las pupilas y el iris volvieron a su lugar y una
mirada fría se posó en el hombre que, con la intención de ayudarlo, se le
había acercado demasiado, tanto como para llegar a ver al niño asustado
que se escondía tras la máscara impasible. Dom Manuel de Meneses lo
apartó. Su mano se apoyó en una piedra. La agarró y golpeó a Fernando en
la cara. Después se puso a cuatro patas para levantarse, trató de mantener un
precario equilibrio y se volvió a sus hombres, que estaban mirándolo.
«¡Venga! No os quedéis ahí parados. ¡Adelante!». Con paso dubitativo, hizo
ademán de reemprender la marcha, pero no se movió. Se secó el rostro con
la palma de la mano y se giró hacia Fernando. En el suelo, todavía aturdido,
el muchacho no lograba ponerse en pie. De su pómulo reventado manaba la
sangre y su ojo comenzaba a hincharse. «Tú, vuelve con los soldados. Aquí
no pintas nada».
Fernando dio un paso atrás. Otra vez en el sitio equivocado. Se reunió
con Simão, que trató de apaciguarlo sin poner mala cara ante la visión de la
herida abierta.
Caminaron así durante tres días, dejando a su espalda los cadáveres de
los más débiles. Enterrados en la arena, cuando era posible, y otras veces
abandonados, incluso entre las piedras volcánicas que les quemaban y
cortaban los pies. Las noches eran peores que los días. Los cuerpos
desnudos quedaban envueltos en un frío húmedo que se les metía hasta los
huesos, pero no calmaba la piel quemada por el sol de las espaldas cubiertas
de ampollas ni aliviaba las gargantas resecas. Fernando pasó la primera
noche con fiebre y delirando. Simão temía que la herida se infectase. El ojo
seguía inflamado y la llaga empezaba a supurar.
La salvación llegó el tercer día, cuando se les unió otro grupo de negros.
Venían a su encuentro enviados por el rey de esa parte de la isla, donde se
encontraba el puerto al que había llegado la balsa al mando de Sebastião
Prestes. Allí, un mercader moro llamado Chande Mataca, de vuelta de la
isla de San Lorenzo y a punto de partir hacia Mombasa, había visto en la
noticia del naufragio una oportunidad de agradar a los portugueses y, sobre
todo, de obtener una recompensa por su rescate.
Después de darles de comer y beber a la sombra por fin accesible de los
árboles, llevaron a los hombres hasta el puerto. El rey ordenó que los
curasen. Los ungüentos y las hierbas que aplicaron en el rostro de Fernando
surtieron efecto. Al chico le quedarían de recuerdo una especie de mancha
lisa y clara a modo de cicatriz en su mejilla morena, un ojo con el párpado
desprendido y una mezcla de miedo y rencor hacia la persona de dom
Manuel de Meneses.
Chande Mataca proporcionó víveres y ropa a los portugueses y después
los embarcó en sus dos grandes dhows, con destino a la costa africana. Los
barcos iban sobrecargados, pero Fernando y Simão disfrutaban, al igual que
los demás náufragos, del sencillo placer de estar vivos. De los setecientos
hombres que había a bordo del São Julião en Lisboa, menos de la mitad
podían seguir soñando con ver un día Goa.
Apenas tuvieron tiempo de ver Mombasa, porque muy pronto
encontraron un nuevo navío, un galeón fletado por el capitán de esa plaza,
Simão de Mello Pereira. No había pasado más de un mes desde el día en
que la carraca comandada por dom Manuel de Meneses se topara con la
flotilla inglesa, y el viaje hacia la India se reanudaba otra vez.
Habían acumulado mucho retraso, así que iban a verse obligados a
echarle una carrera al monzón. El São Julião debería haber terminado su
periplo en julio o agosto. Con más de un mes perdido, tendrían que
enfrentarse a los vientos contrarios. Pero dom Manuel de Meneses no
contemplaba la posibilidad de pasar el invierno en África. Razón de más era
que la fama de su enfrentamiento con los ingleses le precedía, llevada en
primer lugar por sus propios enemigos, que habían quedado impresionados
por su valor cercano a la locura. Mello Pereira le felicitó calurosamente. El
capitán-mor no dudaba de que el virrey de Goa haría lo mismo. Estaba
impaciente por llegar. También lo estaban Fernando y Simão, para los que
la vida en aquella fortaleza africana, hecha de estricta disciplina y hondo
aburrimiento, no era mucho mejor que la vida a bordo de un barco, salvo
por las raciones, pobres pero un poco más abundantes.
Un mes después llegaban a la India. Fernando pudo oler Goa mucho
antes de verla. Estaba en la cubierta, durante su cuarto de guardia. Las velas
blancas y tensas se confundían con el cielo, aclarado por las nubes que
pasaban delante de la luna. Era una de esas noches grises en que el viento
trae la promesa de una lluvia que se hace esperar y el oleaje se encrespa sin
llegar a ser violento. Al salir por la escotilla, Fernando inspiró con fuerza
para llenarse del aire salado. Sin embargo, lo que le invadió fue un olor en
el que se mezclaban la tierra caliente, empapada por el aguacero, y el
humus. La sal estaba ahí, pero revuelta con un aroma a vegetación. Tras el
calor de Ngazidja y la sequía de Mombasa, la exuberancia de ese aire lo
abrumó. Por el tiempo que duró la inspiración, le pareció que podía
masticarlo y nutrirse de él.
Por la mañana, una franja de nubes negras avanzaba hacia el galeón y el
mar se embravecía cada vez más. Detrás de una cortina de lluvia, la masa
oscura de la tierra apareció por fin, traspasada en su mitad por un río de
aguas rojas que venían a mezclarse con el gris del mar en torno del barco,
cercano ya a la costa. Cuando el chaparrón amainó y pudieron alcanzar la
barra de Goa, Fernando y Simão, apoyados con los demás en la batayola,
vieron dibujarse sobre las tierras rojas de Bardez el contorno del fuerte de
Aguada, que una salva de los cañones saludó protocolariamente. El galeón
se abrió paso entre los otros navíos allí fondeados y penetró, tras varias
audaces maniobras de los gavieros, en la desembocadura del Mandovi. Los
muchachos no podían controlar la excitación de sus sentidos al saborear el
espectáculo que se presentaba ante ellos. Las órdenes voceadas por los
marineros, los gritos de los indios guiando al navío entre los bancos de
arena desde sus pequeñas embarcaciones, los troncos y los cadáveres de
animales que el río vomitaba entre sus aguas llenas de fango, los cocoteros
que se inclinaban al viento, aquel aire que devoraban y que les llegaba tan
pleno que casi podían agarrarlo con las manos… y el olor. Siempre aquel
olor intenso a barro y a vegetación, y por detrás, casi oculto, el de la
podredumbre que parecía avanzar insidiosamente, aguardando la hora de
envolverlo todo.
Fernando se dio la vuelta para mirar una vez más, como venía haciendo
en los últimos meses, el alcázar de popa. La silueta de dom Manuel de
Meneses, de nuevo oscura, seguía allí, y por un instante el muchacho creyó
que le estaba observando. Al girarse, le dijo a Simão:
—Con la de Mombasa, esta es la segunda vez que logramos atracar en
algún sitio sin naufragar.
—¡Esperemos que dure!
—Yo lo que espero es que nunca volvamos a subir a un barco de estos.
—Algún día, tarde o temprano, habrá que volver a Portugal.
—¿Para qué?
3
Médoc, marzo de 1623

Desde el umbral de la iglesia Marie contemplaba el lago. A lo lejos, del otro


lado, divisaba las dunas. En ciertos tramos, la masa verde de los pinos daba
un poco de consistencia a aquella inestable blancura que se zambullía en las
aguas oscuras y se diluía en las nubes. A veces, la negra humareda del
campamento de resineros hendía el cielo, antes de que las rachas de viento
la dispersaran. Y estas, al alcanzar la orilla, levantaban pequeñas olas que
corrían a estallar a los pies de la muchacha. Cuando la sombra fugitiva de
las nubes dejó por fin paso a los rayos del sol de la mañana, la landa
inundada centelleó al ritmo del vaivén de las hierbas amarillas, tumbadas
por el viento. En aquel entorno de desolación, la iglesia se erguía como algo
irracional, imponente y toda de piedra blanca, rodeada por un cementerio de
pobres cruces que se inclinaban sobre la arena socavada por las aguas. Las
pocas casas de adobe, algunas ya amenazando ruina, se alzaban entre los
robles y los abedules, desnudos tras las últimas tormentas. También ellas
parecían anomalías en aquel paisaje.
—No puedes quedarte aquí —le dijo su padre, situado a su espalda y
apoyando la mano en su hombro.
—Nadie puede quedarse aquí —respondió ella—. Mira, hay agua por
todas partes. Nos estamos hundiendo.
—No puedes quedarte con nosotros. Te encontrarían. Debes pasar al otro
lado. Allá podrás esconderte y esperar a que se olviden de ti.
La primera vez que se marchó no había llorado. Tenía solo quince años y
ya entonces el agua lamía en los inviernos las paredes de los edificios más
cercanos al lago. La iglesia empezaba a vaciarse. El cura había dejado de
venir: durante el invierno, las lluvias que volvían los caminos casi
impracticables se lo impedían, y en verano lo hacía el calor, demasiado
agobiante como para recorrer sobre un mulo las dos leguas que separaban
su parroquia de aquel lugar aislado. Se lo impedía también, sobre todo, la
asiduidad de sus visitas a la taberna.
El vendedor ambulante, en cambio, sí era capaz de llegar hasta allí. La
comunidad no era muy grande ni muy rica, pero tenía necesidades que él
podía satisfacer. Cuando era niña, Marie iba a su encuentro junto a su madre
para comprarle hilo y agujas, a veces algunos paños y otros objetos que
faltaran en el hogar. Iba también, como todo el mundo, para escuchar al
vendedor, que vendía sus mercancías y además regalaba sus historias. Había
muchas noticias que solamente llegaban hasta allí gracias a él. Se
aprovisionaba en Burdeos y tenía mil cosas que contar sobre la ciudad y su
puerto, y acerca del mundo entero. Las pocas veces al año que se detenía
allí eran interludios bienvenidos. En ocasiones pasaba la noche en casa de
unos u otros, antes de seguir su camino al día siguiente. Marie conservaba
una imagen vívida del vendedor ambulante, yéndose por un barrizal sobre
el que flotaba un manto de niebla. Aún lo veía alejarse, en una de aquellas
mañanas de final del verano. El frescor húmedo de la bruma, que
depositaba gotitas redondas sobre el fino vello de sus antebrazos, volvió a
hacerla estremecer. Y decidió que se iría.
Todo la ataba a aquel lugar, empezando por sus padres y sus dos
hermanos. La amaban y ella los amaba. Su madre solía decirle que la vida
era a veces dura, pero que allí era posible encontrar cierta paz. En aquella
aldea enterrada en la húmeda landa, aislada al levante por un bosque de
robles y pinos, mezclados con abedules, y al poniente por el lago, las
desdichas del mundo quedaban muy lejos. La guerra jamás había llegado
hasta allí, o quizá la memoria del lugar hacía tiempo que la olvidó; tampoco
llegaron los bandoleros y ni siquiera se habían visto lobos desde que aquella
vez en que algunos corderos aparecieron degollados, cuando su padre era
aún niño.
Aquella mañana, sin embargo, el deseo de ver otras cosas, de liberarse
del peso de esa ciénaga, se había vuelto urgente. O puede que la idea de
pasar otro lluvioso invierno más entre las paredes negras de hollín de una
casa demasiado pequeña, la idea de ver otra vez subir las aguas y casi
hundirse la aldea, se le hiciera de repente insoportable. Más insoportable
aún con aquel sol sobre los árboles, calentándole los brazos con sus rayos.
¿Qué había allí para ella? ¿El hijo de un vecino? ¿Uno de aquellos
campesinos que cultivaban mijo y pescaban en la laguna, igual que su
padre? ¿Que doblaban el espinazo y no se atrevían a cazar un solo conejo
por miedo al señor o a sus guardias, aunque estos nunca vinieran a meter
sus botas en aquel lodazal? Pensó que valía mucho más que todo aquello. Y
empezó a caminar tras los pasos del vendedor ambulante, sin volverse ni
una sola vez.
Necesitó dos días para llegar a Burdeos. La ciudad la decepcionó. Tras
rebasar la puerta de Saint-Germain y perder de vista las murallas y torres
del castillo de Trompette, las casas le parecieron más pequeñas de lo que
había imaginado; las calles, más estrechas; los olores, demasiado intensos.
Solo la calmaba el fuerte aroma a légamo del río Garonne, que durante la
marea baja enseñaba su lecho de fango. Le recordaba al aroma de aquella
laguna que había decidido dejar atrás. El resto de las cosas no le parecían
sino porquería y escoria. Sin embargo, no se arrepentía de estar allí.
Empezó por dejarse embriagar con el bullicio del puerto de la Luna. En las
orillas cenagosas del río, pasó varias horas mirando a los hombres descargar
las gabarras y chalanas, que trasladaban las mercancías desde los navíos
anclados en las aguas amarillas, y los bueyes y caballos que acarreaban
cajas y barricas hacia lo alto de la ribera. Los pescadores que arrimaban las
falúas al margen para desembarcar sus capturas le trajeron el recuerdo de
las salidas a pescar en la laguna acompañando a su padre. Por fin, se dirigió
adonde estaban las mujeres que, con sus grandes cestos, iban a recoger la
pesca para llevarla hasta el mercado. Hablaban a gritos, eran enormes,
daban un poco de miedo y le inspiraban confianza. ¿Habría quizás entre
ellas alguna conocida? ¿Una chica que hubiese emprendido antes el mismo
camino? Marie no había sido la primera en marcharse a Burdeos en busca
de una nueva vida; seguramente, tampoco sería la última. Quería creer que
iba a ser una de esas que encontraban allí un trabajo honrado. De esas que
no regresaban con la fama de haberse visto obligadas a entregarse para
sobrevivir o, aún peor, de haberse dejado explotar por un hombre que las
abandonaba con un niño concebido en pecado. De esas que simplemente
nunca regresaron y cuya existencia las gentes de la aldea terminaban
olvidando, tras un tiempo de habladurías sobre su destino: las imaginaban
convertidas en mujeres de mala vida, mientras la familia prefería creerlas
felizmente casadas con el hijo de algún comerciante e instaladas en islas
lejanas. Marie iba a tener la ocasión de descubrir que la verdad solía
situarse entre los dos extremos. Llevar allí una vida casi honesta era algo
posible, a condición de doblegarse de vez en cuando ante las órdenes de un
amo o un ama y ante el deseo de los hombres que tuviesen el dinero
suficiente, o que al menos diesen la impresión de tenerlo.
Las pescaderas no tenían nada que ofrecerle, pero se pusieron de acuerdo
para enviarla a ver a la mujer de un sastre que regentaba una taberna en el
barrio del puerto, adosada a las murallas. Le dijeron que venía de Médoc, o
al menos de un lugar con muchas ovejas, más agua todavía y poco o nada
de civilización. Resultó que también era landesa.
La taberna en cuestión era un edificio tan estrecho que, al ver entrar a
dos gordos burgueses, Marie se preguntó cómo podían meter sus culos por
la puerta. Más que una taberna, era un tugurio oscuro de esos destinados al
juego, un antro en el que a duras penas cabían dos mesas, una de ellas
medio desvencijada. La gente iba hasta allí para beber un vino blanco y
malo y para jugar a los dados; la patrona cocinaba poco y, a juzgar por el
olor, no parecía que sus platos fuesen mejores que el vino. Los hombres se
apiñaban, levantaban la voz, apostaban mucho dinero y bebían más de la
cuenta. A Marie le resultaba insólito ver a hombres bien vestidos
emborrachándose y perdiendo tales cantidades en un lugar así de mugriento.
Es cierto que Antoine era el patrón, pero en realidad era Quiterie quien
llevaba el negocio. Antoine se pasaba los días en su taller, a algunas calles
de allí, y una parte de las noches la dedicaba a beberse las ganancias de su
mujer. Marie llegaba en buen momento, le dijeron. La muchacha que
ayudaba a Quiterie en la taberna había encontrado una colocación mejor, al
servicio de un mercader que frecuentaba el establecimiento. Según ellos, no
iba a tardar en quedarse embarazada y regresar suplicando que la
readmitieran, pero entonces ya sería demasiado tarde.
Marie tenía que servir las mesas, o lo que es lo mismo, ir hasta la
bodega, rellenar los jarros de vino en las tres barricas, que reposaban en el
suelo de casquijo húmedo, y volver a la sala. Se ocuparía también de la
limpieza de la taberna y las habitaciones, dos plantas más arriba. La suya
estaba en lo alto, bajo el tejado. Se alojaría en ella sin pagar, pero tendría
que dejar una comisión cuando la acompañase algún cliente del
establecimiento, le explicó Quiterie. Marie asintió sin saber del todo a qué
se refería la patrona, pero pronto tuvo la ocasión de entenderlo. El hombre
que, dos noches más tarde, le propuso subir con ella pudo a su vez
comprender que la chica, a pesar de sus quince años y su frágil aspecto, era
capaz de equipararse a muchos varones cuando se trataba de golpear con
fuerza y precisión. Antoine, que estaba delante, tuvo que invitar al cliente a
un trago para calmarlo y tenderle un pañuelo con el que limpiarse la sangre
que le goteaba de la nariz. El cliente nunca más regresó. Fue Quiterie quien
se encargó de regañar a la nueva empleada: aunque no se lo aconsejaban,
estaba en su derecho de rechazar esas proposiciones, pero no le permitirían
que volviese a humillar a la clientela.
El incidente sirvió para asentar la reputación de Marie. La mayoría de
los clientes eran habituales y no tardó en correrse la voz. Con ella más valía
evitar las proposiciones deshonestas. La historia, que los sucesivos rumores
habían ido adornando, le aseguró unos meses de relativo descanso.
Al pensar en todo esto, con la mirada puesta en la laguna cuyas aguas se
infiltraban en el remedo de aldea, se preguntó qué era lo que había esperado
encontrar en Burdeos. Una habitación exigua y una taberna oscura habían
sustituido a una casa demasiado pequeña, en la que la luz apenas entraba.
Una ciudad húmeda, cuyas aguas subterráneas remontaban hasta las
bodegas y calaban los muros, había reemplazado a la landa inundada. Quizá
sí eran diferentes sus habitantes, sin duda porque eran más numerosos y
también porque se creían mejores. En el fondo, veía Burdeos como una
primera etapa hacia otros lugares, que ni siquiera había tenido tiempo de
imaginar antes de irse de casa en un arrebato. Casi dos años después, estaba
de nuevo en casa, y de nuevo debía irse. En esta ocasión sí sabía adónde. Y
no tenía ninguna gana de llegar.

Terminó por acostumbrarse a la taberna, a sus jefes y sus clientes, a las


manos demasiado curiosas de los hombres y a los ataques de ira de
Quiterie. No le gustaba su trabajo, pero había conseguido acomodarse, a la
espera de encontrar algo mejor. Durante el poco tiempo libre que le
quedaba, se perdía en la ciudad y sobre todo en los alrededores del puerto.
El alboroto reinante la fascinaba: marineros codeándose con burgueses que
vigilaban el cargamento de sus mercancías, pescaderas que se cruzaban con
armadores… Una vez, incluso, vio a un hombre de piel tan oscura que
decían que venía de una estirpe de bastardos, descendientes de negros
africanos destinados a la esclavitud. Los habían desembarcado allí por
orden del Parlamento y algunos de ellos se integraron en el servicio de las
familias más adineradas, para las que estaba claro que no ejercieron
solamente de lacayos. Tarde o temprano, ella también tendría derecho a su
oportunidad. Lo importante era estar en el sitio adecuado y en el momento
adecuado. Y desearlo. Si había una sola cosa de la que estuviese por
completo segura, era esa: lo deseaba.
Las cosas habían empezado a torcerse cuando el hijo de un armador
comenzó a frecuentar la taberna y encontró a Marie de su agrado. Jules
Teste estaba sobre aviso de que más valía mostrarse caballeroso con aquella
camarera de tortazo fácil y se comportaba con cortesía. Por lo menos, al
principio. No ahorraba en cumplidos hacia la muchacha y le dejaba algo de
propina al pagar. Se interesaba por ella, eso era todo. Quiterie no veía el
asunto con buenos ojos. Temía perder, al mismo tiempo, a una buena
empleada y a un buen cliente, así que no intentó convencer a Marie de que
llevara al joven a su habitación. Por su parte, Marie se sentía halagada.
Todavía entonces, ya de vuelta en casa, la muchacha no podía evitar
preguntarse si había obrado mal. ¿Dio tal vez a entender que estaba
dispuesta a responder a sus avances? ¿Hizo algún gesto equívoco? ¿Acaso
no había visto en el joven, quizá fugazmente, un camino hacia la vida que
anhelaba? Sea como fuere, la tarde en cuestión Teste llegó con una idea
metida ya en la cabeza. Sin duda, sabía que a esa hora Quiterie estaba,
como cada tarde, en el taller de Antoine, y que habría muy pocos o ningún
cliente. Marie se hallaba sola en la taberna. Dado que, hasta entonces, él
siempre había sido educado, se limitó a apartarle la mano cuando, al pedir
un vino, Teste la agarró por la cadera. Mientras bajaba a la bodega y llenaba
el jarro en una barrica oyó pasos en la escalera, que quedaba a su espalda,
pero no hizo mucho caso. Pensó que Quiterie habría regresado. Soltó el
jarro al sentir que unas manos la atrapaban por la cintura y que la nariz y la
boca de Teste se apoyaban en su nuca. En el frescor de la bodega, percibió
el espeso aliento y, de inmediato, las calzas tensas del hombre contra sus
nalgas, mientras una mano empujaba sus hombros para obligarla a
inclinarse sobre el tonel. Apenas había podido decir «no», con voz que
habría deseado más firme, cuando la mano se cerró sobre su cuello y Teste,
apretándose más contra ella, le susurró al oído: «Oh, sí…». Trató de
liberarse, perdió el equilibrio y se derrumbó sobre la grava húmeda. Teste
intentó entonces levantarla, tirándole del pelo. Una vez en pie, ella se giró y
golpeó con el jarro en la cabeza del hombre que pretendía forzarla. Para su
sorpresa, el jarro rebotó sin llegar a quebrarse. Las piernas de Teste, en
cambio, parecieron reblandecerse al momento, igual que seguramente su
polla, pensó por un segundo. El hombre se desplomó y los ojos se le
quedaron en blanco. Un hilo de sangre le brotó de la oreja y fluyó sobre la
grava, tenuemente iluminada por el reverbero de una candela. Marie lo
observó un instante, tumbado en el suelo, con las piernas separadas y
sacudido por los espasmos, y se le ocurrió propinarle una patada en los
huevos; él no se movió. En adelante, no hubo lugar en su mente para
ninguna idea más: tenía que marcharse. La taberna estaba vacía. No se
molestó en subir a recoger sus exiguas pertenencias. Salió a la calle y se
encaminó a la puerta de Saint-Germain. Era hora de volver a casa. Tenía
todo el camino para pensar en lo que acababa de ocurrir y para decidir lo
que haría a partir de entonces.

El camino se le hizo más largo que en el viaje de ida. Los senderos


embarrados que tomaba para evitar la ruta principal la retrasaban. Llegó
incluso a perderse dos o tres veces y no se atrevió a pedir ayuda a las
escasas siluetas de los pastores, encaramados en sus zancos, que divisaba de
tanto en tanto. Cuando por fin estuvo cerca de casa, consideró más prudente
esperar a la noche en un bosquecillo, junto a cuya linde corría una acequia
en dirección a la laguna. Bebió y el sabor metálico del agua con reflejos de
bronce la apaciguó. Era el sabor de la infancia, del lugar donde ahora
pretendía encontrar refugio, tras haberlo abandonado casi sin pensar. Aquel
regreso precipitado tenía algo de ambiguo: era al mismo tiempo un fracaso,
una decepción, y un acto profundamente tranquilizador. Por muy fuerte que
creyese ser, no podría arreglárselas sola. Iba a necesitar ayuda.
Después de ponerse el sol caminó hasta la casa. La tierra estaba mojada
y a veces se hundía bajo sus pies. La construcción de adobe y pino se
inclinaba ligeramente, como atraída también por el terreno. Un resplandor
amarillo brillaba en la ventana y el humo de la chimenea enturbiaba la
blancura de una nube iluminada por la luna. Se dio cuenta de que tenía
mucho frío. Delante del umbral, dudó antes de llamar a la puerta. No le hizo
falta hacerlo. Su padre abrió y la dejó pasar.
A un lado de la chimenea estaban su madre y Guilhem, su hermano
pequeño. Buscó con la mirada a Léonce, el mayor, pero no lo vio.
—Murió al comenzar el verano —dijo su padre—. Una de esas fiebres…
No duró demasiado.
Su madre y después su hermano la abrazaron con fuerza. Nadie parecía
sorprendido de verla.
—Lagarde, el pastor, te vio a lo lejos y nos avisó —continuó su padre,
sentado en una banqueta junto a la chimenea—. Reconoció tus andares. Ese
aire de estar siempre enfadada, dijo. Así que nos lo imaginábamos… Y
Guilhem cree que vio a alguien escondido en la arboleda, junto a la acequia.
Hemos guardado un poco de caldo para ti. Primero, come, y después nos
cuentas.
Marie se tomó la sopa clara con sabor a ajo, comió un poco de pan negro
y lo contó todo. Por lo menos, no hubo reproches. Los tres parecían
contentos de verla. Sus gestos lo evidenciaban. Una mano en la espalda, una
caricia, una mirada tierna. Sin embargo, a medida que su relato avanzaba,
los rostros se ensombrecieron. Su madre lloró un poco.
—No vas a poder quedarte —dijo al final su padre.
Era algo evidente, Marie lo sabía. La manera en que Lagarde la había
descubierto era un presagio de lo que estaba por venir. Los rumores de su
regreso ya estarían circulando y, aunque raras veces visitaban aquellas
landas y pantanos que consideraban un territorio perdido, tarde o temprano
llegarían a oídos de los empleados de la administración del gobernador.
Además, Quiterie y Antoine tenían cierta idea acerca del lugar de donde
provenía y supondrían que había regresado. ¿A qué otro sitio podría haber
ido? Tarde o temprano, alguien se animaría a cruzar los cenagales
encharcados en invierno o los enjambres de moscas y mosquitos del verano
y vendría hasta aquí en su busca. Para esa gente, daba igual que Teste
estuviese muerto o, peor aún, vivo; sin duda merecería el esfuerzo.
—Mañana mismo te llevaré del otro lado. Allí nadie irá a buscarte —le
dijo su padre.
Solo entonces Marie se echó a llorar.

Por la mañana, tras estrechar a su madre en sus brazos y rezar en la ermita


asediada por las aguas, y tras un tímido intento de convencer a su padre
para que le permitiera quedarse, se preparó para la partida. La aldea iba
despoblándose poco a poco y los escasos vecinos no aparecieron, así que no
se divisaba figura alguna en la landa. Guilhem empujó la embarcación hasta
el agua. Una vez más, había llegado el momento de marcharse.
Las ráfagas que soplaban del oeste y las olas que sacudían la barca de
fondo plano complicaron la travesía. La rudimentaria vela apenas lograba
aprovechar el viento para hacerlos avanzar. Cuando por fin llegaron al otro
lado de la laguna, estaban empapados y transidos de frío. El agua tenía más
profundidad en esa orilla, y Guilhem esperó hasta casi tocar tierra para
saltar de la barca y tirar de ella hacia la cala de arena blanca en la que
desembarcaron. En cada extremo de aquella media luna desnuda, las
empinadas dunas, sujetas por algunos pinos agarrados a ellas, se sumergían
en el agua. En la mitad de la bahía, un sendero se adentraba entre los
matorrales de madroños y encinas. Tras ese primer telón de arbustos
asomaban viejos pinos y algunos grandes robles, vestigios del bosque
antiguo.
Marie, Guilhem y su padre siguieron el camino que los llevó hasta lo
alto, donde se reunían las dos dunas que cerraban la ensenada. Mirando
hacia el este, por encima de la laguna, Marie divisó la iglesia blanca y las
columnas de humo de las pocas casas que la rodeaban. Al frente, hacia el
norte, por donde bajaba la duna, se veían algunos pinos medio enterrados
sobresaliendo de la arena. El polvo levantado por el viento formaba una
neblina opaca, tras la cual las copas de los árboles casi desaparecían. Si en
el lugar de donde venían el agua cumplía con la misión de tragarse el
mundo, aquí era la arena la que se encargaba de ello.
Tomaron un camino de herradura en dirección sur, siguiendo la cresta de
las dunas. La laguna terminó por desaparecer y alcanzaron el borde de una
rambla. En el fondo de aquel valle encajonado entre dos dunas, una
alfombra de musgo y hierba albergaba unos cuantos caballitos landeses y
algunas vacas, que pastaban sin vigilancia entre los árboles. En las ramas
colgaban cortinas formadas por las agujas caídas de los pinos. Se quedaron
en lo alto y continuaron su camino. El viento les traía el rugido constante
del océano y el aroma de la resina. Antes de que la senda desembocase en
un lugar más o menos llano, llegaron hasta ellos algunas voces. Por delante,
el bosque había sido desbrozado. Se veían pinos altos, robles de tronco
imponente e incluso un inmenso platanero. Y, entre medias, varias cabañas
hechas de tablones, algunas equipadas con chimenea de ladrillo y tejas de
barro cocido. En mitad de un pequeño claro algo apartado se levantaba una
cabaña un poco más grande; también se podían ver un huerto y un pozo.
Varias mujeres vestidas con prendas de lana negra charlaban a la puerta de
las viviendas, mientras algunos niños descalzos se refugiaban en sus faldas.
Callaron y se quedaron mirando a los tres intrusos que avanzaban hacia el
edificio más grande de todos. Marie subió los dos escalones que conducían
hasta una especie de soportal y entró siguiendo a su padre y a su hermano.
En el interior, el fuego de la chimenea sacudía las sombras y proyectaba
destellos anaranjados y movedizos. Los rayos de luz que las desiguales
tablas de las paredes dejaban pasar dividían la estancia en porciones. Una
vez acostumbrada a aquella penumbra irregular, le pareció que había
demasiados colores para tan pocas cosas: algunas sillas y mesas, un
mostrador, una alacena y, sentado en una banqueta junto al fuego, un
hombre que observaba su llegada sin un ápice de curiosidad y todavía
menos de asombro. Marie estaba segura de que en sitios como ese tendría la
oportunidad de ver cosas aún más singulares.
—Padrino… —dijo adelantándose a su padre y a su hermano.
El hombre se puso de pie. Era enorme. Nada que ver con los demás
individuos de por allí: resineros pequeños e impacientes que recorrían los
bosques picando y sangrando los árboles, para vaciarlos lentamente de
miera sin llegar a quitarles la vida. Se acercó a ellos, sonrió y preguntó:
—Entonces, Bernat, ¿a qué debo esta visita inesperada, tan lejos de la
civilización?
Marie notó que el cuerpo de su padre se ponía rígido. Las pocas veces
que había visto a su tío y padrino, era él quien había cruzado el lago. Las
visitas siempre habían sido breves y llenas de tensión. El padre de Marie
reprochaba a su hermano pequeño su falta de fe y su forma tan poco
cristiana de ganarse la vida. El tío se reía, pero su risa no podía esconder un
evidente rencor. Por lo que ella sabía, todo aquello estaba relacionado con
la moral, pero sobre todo con ciertas cuestiones de herencia.
—No vine hasta aquí por ti, Louis —respondió el padre—. Es tu ahijada
quien te necesita.
—Bueno, pues aquí estoy, y vosotros también. Así que pedid y veremos
si puedo hacer algo.
—Creo que he matado a un hombre —dijo Marie—. En Burdeos.
Intentaba…
—¿En Burdeos? ¿No tienes bastante con los que hay aquí?
Marie balbuceó algunas justificaciones poco sinceras, que su tío
interrumpió con una carcajada.
—Tienes razón. Tu padre es el único que se conforma con lo que le da la
tierra. Disfruta enfermando de fiebres y muriéndose de hambre. ¿Eh,
Bernat?
Por toda respuesta, el padre de Marie se limitó a lanzar una nueva
pregunta.
—¿Puedes quedártela aquí o no?
Louis miró a su sobrina y asintió.
—A ver, ya sabes que la familia es sagrada. Y además me gusta la idea
de que haya matado a un bordelés.
Volvió a mirar a Marie y le preguntó:
—¿Lo disfrutaste?
La muchacha se sonrojó y levantó la mano para impedir que su padre
tomase la palabra.
—No sé si lo disfruté…, pero me quedé satisfecha, sí.
Louis volvió a reír.
—Te pareces un poco a mí. Me gusta.
—Hizo lo que hizo, pero eso no la convierte en alguien parecido a ti.
Dios no lo quiera —intervino Bernat.
—Dios… Habría que buscar despacio para dar con un rastro de él por
estos lares; este no es el tipo de lugar por donde suele pasearse. De hecho,
por eso mismo estáis vosotros aquí.
Por el rabillo del ojo, Marie vio a Guilhem santiguarse, como para
conjurar aquella blasfemia, y a su padre negar con la cabeza. Louis le daba
un poco de miedo, pero con él se sentía segura por primera vez desde hacía
muchos días.
—Cuida de ella por el tiempo que tardemos en averiguar si la están
buscando —dijo su padre—. Si fuese el caso, quédatela hasta que todo se
calme. Vendré a recogerla cuando sea el momento.
Louis escupió en la chimenea una flema que chisporroteó sobre las
brasas, sonrió dejando ver su negra dentadura y abrió los brazos…
—¡Bienvenida!
4
Goa, mayo de 1623

Al contacto de la primera gota en su frente, Fernando Teixeira levantó la


cabeza. Parpadeó y aspiró por la nariz. Vio cómo la luna desaparecía tras
una ola de nubes y percibió el regusto metálico que tiene el aire justo antes
del chaparrón. O quizá se trataba solamente de la sangre llenando sus fosas
nasales. Apoyó un pulgar en la aleta de la nariz y expulsó un chorro rojo
sobre los adoquines. Como un odre que hubiesen llenado de más, el cielo
que durante el día había estado cargado de nubes negras se vació de un solo
golpe. La mezcla de mucosidades y sangre fue a reunirse con el resto de las
inmundicias arrastradas por el torrente en que se había convertido la calle.
Solo seguían en su sitio los cuerpos maltrechos de dos portugueses, que
gemían y se retorcían en el suelo. Las manos de uno de ellos intentaban
agarrarse al aire para tratar de respirar, a pesar de las costillas rotas; las del
otro palpaban a tientas en busca de una faltriquera que por entonces ya se
encontraba atada al cinturón de Simão Couto. Con el cabello pegado a la
frente, Fernando miraba a su amigo y sonreía. Le gustaba el trabajo bien
hecho y confiaba en haber encontrado un nuevo empleo.
Los dos jóvenes dejaron las varas de bambú en el suelo y siguieron su
camino por las calles desiertas de Goa. El gorgoteo del agua que corría
hasta perderse en el río Mandovi y el chapoteo de la lluvia sobre los tejados
y las hojas de las palmeras ahogaban el ruido de sus pasos. Se detuvieron
ante una fachada blanca que no se diferenciaba en nada del resto, salvo por
el resplandor más vivo que se percibía tras los vidrios de nácar de las
ventanas. Entraron.
El esclavo indio apostado en el vestíbulo les indicó dónde dejar las
espadas. Desde detrás de una cortina granate llegaba una melodía que por
un momento hizo dudar a Fernando. Todavía empapados, apartaron la tela y
pasaron a la siguiente estancia. Alrededor de algunas mesas había
portugueses jugando a las cartas y a los dados. En otra, dos hombres
contemplaban absortos un tablero de ajedrez. Monedas de oro pasaban de
mano en mano, cambiaban de lugar sobre las mesas. Los ganadores lo
celebraban, los perdedores trataban de mantener la compostura. Sobre un
diván, una mujer india pulsaba las cuerdas de una guitarra, mientras otra
cantaba. Como a la entrada, varios esclavos indios vigilaban el buen
desarrollo de las partidas. Llovía solo desde hacía unos minutos, pero un
vago hedor a moho, que el perfume del incienso no lograba enmascarar,
empezaba ya a impregnar el ambiente. Simão y Fernando no eran los únicos
espectadores; había allí otros soldados, apoyados como ellos en las paredes.
Algunos animaban a los jugadores, con la esperanza de que un ganador o un
buen perdedor les regalase una moneda, que les permitiría ir tirando por
unos días más, quizás un par de semanas.
La temporada de las cacerías de piratas malabares había terminado. El
rey había dejado de pagar la soldada, y en adelante, hasta el final de los
monzones, solo contaban con la generosidad de los capitanes y los nobles
ociosos, reconocibles por sus caras hinchadas debido al abuso del agua
azucarada y las confituras, más que por su vestimenta. Eran blandos,
estaban orgullosos de su superioridad y se morían de miedo. Miedo a que
las decenas de millares de indios que los rodeaban se dieran cuenta de que
ellos no eran más que algunos centenares. Miedo a disgustar a alguien más
poderoso. Miedo a que el Imperio que los cebaba se derrumbase bajo los
golpes de los reyes mahometanos vecinos o, peor aún, de los ingleses y los
holandeses.
Precisamente con uno de ellos fue con quien dom Afonso de Sá entró
desde una sala contigua. El antiguo jefe de escuadrón había progresado.
Ahora estaba al mando de una flota encargada de perseguir a los piratas
malabares. Siete años después del naufragio, los supervivientes del São
Julião no eran numerosos. El clima de Goa, las batallas en verano, las
peleas callejeras en invierno y las enfermedades venéreas habían hecho su
trabajo. Para Fernando y Simão, el teniente había sido como un padre. En
aquel momento, ya convertido en capitán, era más bien un padrino
generoso. Y venía en su busca con la persona que tal vez podría abrirles las
puertas de una vida mejor.
Dom Rui Álvares era un casado bien establecido y cercano a dom
Francisco de Gama, el virrey. Sá les hizo una seña a Fernando y Simão para
que los siguiesen. Subieron por una escalera y llegaron a un cuarto provisto
de cama, escritorio, sillones tallados en madera lacada, biombo chino y
cortinajes, que servía tanto de salón de reuniones como de habitación de
paso.
—¿Y bien? ¿Habéis dado una lección de modales a esos amigos míos?
—preguntó Álvares.
Fernando percibió cierto recelo en la voz del casado y se palpó la nariz.
Una costra de sangre coagulada cayó al suelo. Respiraba mejor.
—No creo que vayan a olvidarla —respondió.
—Es difícil estar seguro con esta lluvia, pero creo que había uno, el alto
de barba negra, que estaba llorando —añadió Simão—. Una muestra de
arrepentimiento, sin lugar a duda.
Satisfecho, Álvares asentía con la cabeza.
—Gracias, señores. Algunos de nuestros compatriotas están tardando en
comprender que el equilibrio de fuerzas ha cambiado desde el regreso de
Francisco de Gama. Esos dos todavía se pensaban que podían mirarme por
encima del hombro. La lección recibida no les hará ningún mal.
—Veinte años de ausencia son muchos años —añadió Afonso de Sá—, y
dan tiempo para adoptar malas costumbres, difíciles de erradicar después.
Pero vayamos al grano, ¿os parece?
—Sí…
Álvares se irguió y sacó pecho. Igual que un gallo, pensó Fernando, que
ya empezaba a odiarlo.
—Durante su primer mandato como virrey, dom Francisco de Gama vio
cómo una facción de casados de Goa se levantaba en su contra. Digamos
que pretendían proteger sus prerrogativas y evitar que dom Francisco se
aprovechase de sus redes comerciales. Como no pudo llegar a un acuerdo
con ellos, se asoció con otros, entre los que me encontraba yo. No exagero
al decir que tras su partida me encontré en la posición más delicada y que
no he podido prosperar tanto como me habría gustado. Pero los tiempos
cambian, y hoy, gracias a la ayuda del virrey, tengo la posibilidad de
establecer un lucrativo comercio con Bijapur. Las relaciones entre dom
Francisco y el adil shah nos permiten acceder a las piedras más hermosas, y
sobre todo a los diamantes de Balaghat, sin necesidad de intermediarios.
—Con el debido respeto, dom Rui, ¿acaso nos incumbe todo esto a
nosotros? —preguntó Fernando—. Ya os habréis dado cuenta de que no
somos comerciantes, y mucho menos diplomáticos.
—Yo sí soy un poco diplomático —dijo Simão con una sonrisa—. Todo
el mundo me quiere.
Dom Afonso dirigió su mirada al techo, resopló y pidió a Simão que se
callase. Dom Rui continuó:
—Lo que quiero son vuestras espadas. Necesito hombres de confianza.
Dom Afonso de Sá afirma que responde por vosotros. Quiero que me sirváis
de escolta.
Fernando y Simão se miraron. El primero frunció los labios; el segundo
seguía sonriendo. Una ocasión más para la aventura. Simão solía decir que
cuando fuese un anciano pondría sus aventuras por escrito. Quizás había
llegado el momento de empezar. Cada vez que veía desembarcar a los
nuevos soldados de la flota anual de Portugal, sentía que estaba
envejeciendo. Fernando, por su parte, cumplía puntualmente con sus
obligaciones animado por dos propósitos: sobrevivir y cambiar de
condición. Simão ponía el mismo empeño que su amigo en no morir, pero
no sentía la necesidad de enriquecerse ni de convertirse en algo que no era.
Lo que deseaba era la gloria, aunque para ello tuviese que ornamentar un
poco sus historias.
—Entonces, ¿cuál es vuestra respuesta? —preguntó dom Afonso de Sá
—. Tenéis la oportunidad de ganaros la vida un poco más fácilmente. Sabéis
combatir y, sobre todo, habéis aprendido a evitar las complicaciones
siempre que resulta posible.
—El tiempo de nuestro servicio ha terminado y ya no tenemos la
obligación de ejercer como soldados —respondió Fernando—. Podemos
hacer valer nuestros certificados para recibir los beneficios y las pensiones
que nos corresponden.
—Es cierto que tenéis una buena hoja de servicios, pero no debéis
olvidar que no sois más que eso, dos soldados. Nunca se os otorgará cargo
alguno en las Indias. Y para cobrar una pensión deberíais regresar a Lisboa.
¿Tienes ganas de emprender otra vez esa travesía? ¿Cuentas con los medios
para hacerlo?
—Dom Afonso de Sá lleva razón —añadió Álvares—. Además, dom
Francisco de Gama está recibiendo grandes presiones para enviar una flota
de apoyo a Rui Freira y reconquistar Ormuz. Tarde o temprano tendrá que
ceder y habrá una leva multitudinaria. Todos los soldados deberán alistarse,
con el servicio cumplido o sin él. ¿Tenéis ganas de morir por una ciudadela
que jamás volveremos a quitarles a los ingleses o los holandeses?
—A mí podría apetecerme —respondió Simão—, pero imagino que la
paga será mayor con vos…
—Sin duda.
Fernando y Simão se mostraron de acuerdo. La negociación se cerró
antes incluso de haber comenzado. Los dos soldados eran conscientes de
que no tenían elección. Se decidió que la partida tendría lugar la semana
siguiente. Mientras tanto, Álvares debía reunir el dinero de sus inversores
para la compra de los diamantes y preparar el viaje, que en esta época del
año duraría varias semanas. Había prisa por ultimar el trato. Se estrecharon
las manos; las de Álvares eran un poco resbaladizas e intentaban apretar
demasiado. Simão se lo permitió. Fernando no pudo evitar responder al
casado apretando a su vez; ambos hombres se miraron fijamente a los ojos
por unos segundos. Después, Álvares apartó la vista y soltó la mano de
Fernando.

Tras salir del establecimiento a la calle, transformada en un río que


comenzaba a socavar los muros encalados de algunas casas, Simão
reprochó a su amigo que hubiese desafiado a Álvares.
—No había ninguna necesidad. ¿Qué pretendías? ¿Demostrar que eres el
más fuerte? Todos nos dimos cuenta.
—No lo soporto —respondió Fernando, encogiéndose de hombros—.
Estoy dispuesto a trabajar a sus órdenes y aceptar su dinero, pero no me
apetece doblegarme ante él.
—A esos dos de antes tampoco les apetecía y por eso hemos tenido que
romperles los huesos. ¿Qué impedirá a Álvares buscar a otros dos que
hagan lo mismo con nosotros?
—El miedo. Todos estos casados y estos fidalgos no son nada sin los
soldados como nosotros. Y nosotros dos somos mejores que los demás. Así
que esa altivez suya se la va a tragar y la va a dejar guardada junto a su
miedo. Pero tienes razón, habrá que tener cuidado con él cuando volvamos.

Siete años después de su llegada, la India todavía era un misterio para


Fernando. Había surcado las aguas del océano, de factoría portuguesa en
factoría portuguesa, combatiendo a los piratas malabares. Incluso había
soportado un breve cautiverio en uno de sus barcos, antes de que la flota de
Afonso de Sá recuperase la ventaja, y la experiencia no le resultó agradable.
El pirata que ejercía el mando alardeaba de ser sobrino de Kunjali, a quien
los portugueses habían decapitado en Goa, con cuarenta de sus hombres,
para después transportar su cabeza a Cananor y exhibirla allí. El sobrino, en
consecuencia, había desarrollado cierto rencor. Fernando no lo pasó nada
bien con la demora de su puesta en libertad ni, en general, con lo incómodo
de su situación.
También había remontado el curso de ríos de aguas rojas hasta las tierras
del interior. Había visto tigres y cocodrilos. Con ambas bestias era
conveniente adoptar una misma desconfianza, aunque menor, en cualquier
caso, que la necesaria con los hombres que encontró en aquellas tierras.
Había conocido y observado a los idólatras, esos indios a los que decían
«gentiles», sin llegar a penetrar en el misterio de su religión. La de los
mahometanos era un poco más sencilla de entender. En su opinión, con un
solo dios había más que de sobra: resultaba posible escapar a su vigilancia
de tanto en tanto, incluso si sus servidores en este mundo estaban muy
atentos, como ocurría en Goa. Lo que sí había comprendido perfectamente
fue que el Portugal de allí, aquella copia tropical y desvergonzada de
Lisboa, era diferente de su Portugal originario. Para quien tuviese los
medios, todo estaba permitido. Y quien no los tenía también se permitía
todo, confiando en que no llegaran a atraparlo. Por una vez, tenía la
impresión de estar en el sitio adecuado.
En aquel preciso instante, tumbado en un jergón, en la casa que Simão y
él compartían con otros cinco soldados, mientras el lejano rugir del océano
se confundía con los ronquidos de sus camaradas, Fernando no pensaba
tanto en Dios como en sí mismo. Tal vez la misión que Álvares les había
encomendado sería la oportunidad para escapar por fin a su destino, escrito
de antemano de no haber aceptado escoltar al casado: nuevas campañas a
las que unirse cada verano, a falta de una tarea mejor; inviernos encerrados
en una húmeda casa y alimentados por la caridad interesada de nobles y
oficiales; y, al final del camino, la muerte en alguna mediocre escaramuza o
en un mísero campo de batalla, defendiendo o atacando alguna fortaleza
inservible, como les había recordado Álvares. O quizás una de esas
enfermedades que proliferaban en aquellas tierras, y cuyos exóticos
nombres apenas podían ocultar que no eran otra cosa que manifestaciones
de la descomposición de los cuerpos, compañera siempre de la de las almas.
Sus almas, de hecho, ¿qué había sido de ellas? Simão no había cambiado,
seguía siendo el mismo que un día Fernando conociera en Lisboa,
entregado por completo a la aventura. Siempre que pudiese vivir cada día
como una fuente de descubrimiento y asombro, el bien y el mal no le
preocupaban. Tenía sed de mundo porque, según él, el mundo constituía un
manantial inagotable de sorpresas. Buenas o malas, tanto daba, el caso era
encontrarlas. Fernando deducía de todo esto que Simão tenía un alma
sencilla que, sin impedirle ver el mundo tal y como era, le permitía
abstraerse de lo malo que contenía. Daba igual lo que el mundo estuviera
guardando para él, siempre habría una nueva historia que contar, un futuro
relato que sabría iluminar con su entusiasmo adolescente, con aquel fuego
que nunca lo abandonaba, ni siquiera en las peores pruebas, desde el
naufragio del São Julião a las luchas de los últimos años. A veces, Fernando
le envidiaba. Se decía a sí mismo que él ni siquiera había tenido la ocasión
de vender su propia alma, porque se la habían quitado al embarcarlo en la
carraca de dom Manuel de Meneses. O tal vez se la sustrajeron algo más
tarde, en una playa de las Comoras, cuando el capitán-mor lo había mirado
mientras se recuperaba de un desvanecimiento y le había estampado una
piedra en el rostro. Sea como fuere, tras haber visto cómo vivía la
humanidad, desde los almacenes de madera del Alentejo hasta los mercados
de Goa, pasando por todas las vejaciones con las que había que transigir en
alta mar, estaba seguro de que ya no tenía por qué seguir cargando con ella.
Quizás algún día pensaría en recuperarla; de momento, mientras los medios
para sustentarla no le alcanzasen, de poco podía servirle. Porque, dijeran lo
que dijesen, no iban a ser los representantes de Dios en la Tierra quienes
llevaran a hombros aquella cruz por un pobre soldado perdido en la
muchedumbre de las Indias portuguesas. Era a él a quien correspondía
ingeniárselas para adquirir la condición que le permitiera hacerlo por sí solo
y sentir finalmente, algún día, que sí había encontrado su sitio. La
expedición de Álvares era una oportunidad de obtener los medios para
satisfacer ese anhelo.
Así que emprenderían el viaje unos días más tarde. Una mañana, mucho
antes de que el sol lograse perforar el cielo gris del monzón, atravesarían
vergeles y palmerales para llegar hasta la puerta del Paso Seco. Álvares
pagaría al capitán y el escribano, a cargo del control de paso, y cruzarían el
río para alcanzar la tierra firme, las colinas y, después, las montañas. El
camino hasta Bijapur sería largo. Tendrían que franquear puertos de
montaña desde los que contemplarían, cada vez más abajo, los mismos
mares de nubes, empotradas entre las espesas selvas de los valles donde
después ellos se hundirían. Iba a ser un viaje muy húmedo, pensaba
Fernando, así que deberían prestar mucha atención al cuidado de sus pies y
de sus espadas, que ya empezaban a oxidarse. También tendrían que cargar
con los mosquetes, pesados, incómodos y de azaroso funcionamiento en
aquellas humedades, pero que darían a su pequeña tropa un remedo de
prestancia militar. Se encontrarían con tigres y quizá con algunos bandidos;
él confiaba en evitar a unos y otros, mientras que Simão los esperaba con
impaciencia. Las consecuencias del viaje serían unos cuantos caballos
muertos, unos pies lacerados y seguramente varias heridas infectadas,
causadas por garras, colmillos o arma blanca. Y, al final del camino, los
talleres de los diamantistas de Bijapur. Álvares trataría de negociar, y la
presencia de Simão y Fernando sería tal vez de ayuda para convencer a los
vendedores, si no de bajar el precio, sí al menos de no elevarlo hasta niveles
insultantes. Álvares decía que el embajador de Gama iba a presentarlos al
adil shah. Fernando deseaba creerle. Pero sabía también que no eran más
que dos soldados, y que el casado no tenía ninguna razón para introducirlos
en la corte de Bijapur. Tumbado en el cuarto, con los ojos abiertos,
ignorando el ruido de la lluvia y las pesadas respiraciones de los hombres
borrachos de vino de palma, Fernando se preguntaba qué era lo que Álvares
esperaba en realidad de ellos y que podrían sacar Simão y él de aquel
empleo, además de una paga generosa.

El viaje transcurrió tal y como Fernando había previsto. O casi. Es cierto


que se cruzaron con un tigre, pero solo murió un caballo. Y su jinete. El
jinete era dom Rui Álvares. El tigre había surgido del telón verde de la
selva que bordeaba un río en crecida. Se disponían a atravesarlo, tras haber
ordenado a un esclavo que verificara si el vadeo era posible. Fernando
estaba contemplando el río cuando, por el rabillo del ojo, vio un
movimiento confuso, blanco y naranja. Al girarse, el caballo ya estaba en
tierra con la bestia encima y un relincho lastimero le revolvió las entrañas.
Simão había agarrado un mosquete y empezaba a cargarlo. Bajo el flanco
de su montura, la pierna de dom Rui Álvares se agitaba, como tratando en
vano de espolear al animal, que lo estaba aplastando. El tigre parecía
escarbar en el cuello del caballo, o quizás en el cuerpo de Álvares.
Fernando se abalanzó y golpeó con la espada en el espinazo de la fiera, que
se revolvió, azotando con sus zarpas el aire a pocos centímetros del rostro
de su atacante. Simão disparó. La pólvora estalló en la cazoleta del arma. El
mosquete soltó una larga llamarada. El tigre rugió. Fernando, con el brazo
en alto y dispuesto a golpear de nuevo con la espada, lo miró; entonces, el
animal dio la vuelta, se apartó de él y, tan rápido como había aparecido,
saltó otra vez, perdiéndose en la espesura. La sangre del caballo brotaba a
ritmo constante de su carótida perforada. La pierna de dom Rui Álvares ya
no se agitaba tan rápido y pronto dejó de hacerlo. Al acercarse, Fernando
vio el cráneo hundido del jinete, que en su caída se había topado con una
piedra.
—Vamos a tener que buscarnos otro empleo —dijo Simão detrás de él.
5
São Salvador da Bahia, mayo de 1624

Al sur, el resplandor de los incendios que arrasaban la ciudad se reflejaba en


el cielo. De vez en cuando, el estruendo de los cañones llegaba hasta ellos.
Cada vez que el viento traía el estampido de un disparo de mosquete, de
repente demasiado próximo, aceleraban el paso; si era un grito de dolor o de
miedo lo que hacía vibrar el aire, cerraban los ojos por un segundo, como si
de ese modo pudieran dejar de oírlo. En mitad de aquella comitiva que
avanzaba por un camino mal indicado, entre plantaciones de caña de azúcar
y vestigios de selva, Diogo Silva caminaba intentado no pensar en nada.
Pero cada ruido lo arrastraba hacia atrás, hacia São Salvador y sus padres.
Dos días antes, siguiendo a su padre, el muchacho había salido de la casa
de la Ciudad Baja en dirección al puerto. Cuando su madre lo estrechó, con
ese amor asfixiante que se siente por el hijo único y largamente deseado,
Diogo le devolvió un beso rápido y se zafó del abrazo. Alcanzó a su padre y
caminó con él hasta los muelles. Tenían que recoger, entre otras cosas, un
cargamento de palo brasil que pronto estaría camino de Portugal. También
habían fondeado seis barcos de transporte de africanos. Los preparativos
para el desembarque y embarque de todas aquellas mercancías estaban en
pleno apogeo. Aunque daban una impresión de caos y desorden, a ojos de
Diogo eran una verdadera danza. Porteadores, carretas, marineros,
mercaderes, esclavos y soldados se cruzaban, atravesaban estrechas
pasarelas, se arrimaban al borde de los muelles, evitaban chocar; las
conversaciones se mezclaban, y sin embargo las órdenes, arrojadas a la
muchedumbre, llegaban a su destino… Una maquinaria fascinante que de
vez en cuando se atascaba: una caja desobediente, el paso en falso de un
marinero borracho acercándose demasiado a la orilla, un buey de carga
desbocado al descubrir de pronto la noción del libre albedrío. Brillaba el
sol, pero el aire era húmedo. Los esclavos que ayudaban a transportar la
madera sudaban y lanzaban miradas inexpresivas a los barcos en los que sus
hermanos negros, hacinados en las bodegas, sucios, exhaustos y sedientos,
esperaban ser devueltos a la luz. Diogo cerró los ojos y, a pesar del calor, se
estremeció al sentir la brisa marina que le hinchaba la camisa y le enfriaba
el sudor; un fugaz momento de felicidad interrumpido por la mano de su
padre golpeándole en la nuca: «¡Aquí no se duerme!», exclamó Carlos
Silva, mientras seguía andando y contando las mercancías descargadas por
los esclavos.
El muchacho se espabiló. Apenas tuvo tiempo de frotarse la cabeza, allí
donde ardía el dolor, antes de que empezaran a oírse los truenos. Levantó la
mirada, pero el cielo seguía siendo azul. Su padre y los demás hicieron lo
mismo, para después girarse hacia la entrada de la bahía, aunque la barra
del arrecife no era visible desde el muelle. «Viene del fuerte de Santo
António», dijo Carlos. Resonaron entonces gritos en la Ciudad Alta, cuyos
edificios tenían una vista más despejada. En torno a Diogo, los hombres
dejaron su faena y se quedaron quietos. Las miradas se dirigieron a las
alturas, antes de recorrer otra vez la línea del mar. Al principio no había
nada, pero después varias velas cruzaron el horizonte. Veintiséis navíos
holandeses acababan de penetrar, cuando ya nadie los esperaba, en la bahía
de Todos los Santos.
Cuatro meses atrás la ciudad se hallaba en estado de sitio. El gobernador
general, advertido desde Madrid de la inminencia de un intento de invasión
por parte de una flota holandesa, había alistado tantos hombres como le fue
posible. Se equipó a los voluntarios con arcabuces y se los entrenó. Mil
hombres armados, blancos, negros y mulatos, estaban listos para la batalla,
o al menos eso creían. Los indios patrullaban con sus arcos en el exterior de
las fortificaciones. Las defensas de los fuertes de la ciudad se habían
reforzado a pesar de las protestas del obispo, que se negó a bendecir el
fuerte del Mar y las piezas de artillería que protegían el puerto,
argumentando que haría mejor en condenarlos porque su construcción se
había llevado a cabo en detrimento de las obras de la catedral.
Sin embargo, aquel 8 de mayo hacía ya varias semanas que existía el
convencimiento de que los holandeses al final no aparecerían: los había
desviado una tempestad, los habían enviado a otro lugar con una misión
distinta o, a juicio de los más optimistas, habían desaparecido sin más, en
cuerpo y alma… Los civiles habían terminado por devolver las armas a las
guarniciones, y las guarniciones por relajar la atención. Todo el mundo se
sentía aliviado por no tener que enfrentarse a los soldados bátavos ni, sobre
todo, a los mercenarios de la Compañía Neerlandesa de las Indias
Occidentales: una tropa de forajidos que los mandos trataban como perros
de presa, a golpe de raciones miserables y un diluvio de castigos, antes de
dejarlos sueltos, enrabietados y deseando vengarse en quien se pusiera por
delante.
La aparición de la flota en la bahía sobrecogió a la población. En el
puerto, Diogo vio cómo el pánico arrebataba a la multitud. El silencio no
duró mucho, sustituido por los lamentos y el ruido de pasos de los hombres
que corrían a reunirse con sus familias, recoger algunos enseres y huir de la
armada, que se acercaba y no tardaría en bombardear la ciudad.
Para Carlos Silva las cosas no eran tan sencillas y su hijo no tardó en
comprenderlo. Huir como los demás significaba abandonar no solo su
negocio, sino también una comunidad de la que toda su vida había luchado
por formar parte. Como cristiano nuevo, acarreaba el peso de la duda, la
sospecha sobre su renuncia al judaísmo. Llevarse ahora a su familia, sin
participar en la defensa de Salvador, ¿no era añadir más peso todavía a esas
sospechas? Pero, si se quedaban, ¿acaso serviría para despejarlas? Además,
la debilidad defensiva de la ciudad no permitía albergar esperanzas sobre su
destino. Cuando cayese, habría que convivir con los nuevos amos y
convertirse en un traidor. Carlos Silva estaba lejos de ser un aventurero. A
su llegada al Brasil con su propio padre, siendo todavía un niño, le había
costado mucho adaptarse al clima. No podía imaginarse huyendo hacia los
pueblos del interior y hacia la selva, compartiendo su vida con los indígenas
bajo la vigilancia de los jesuitas, que no harían diferencias entre aquellos
paganos y un cristiano nuevo. De este modo, su indecisión se convirtió en
una ausencia de decisión. No escogió ni marchar ni quedarse. Siguió
concienzudamente con su inventario, a la espera de ver lo que ocurriría. No
tuvo que aguardar demasiado.
Al día siguiente, la flota holandesa bombardeó las defensas de São
Salvador, y estas respondieron. A lo largo de toda la jornada retumbaron los
cañones. Una parte de la población de la Ciudad Baja trataba de escapar,
pero los Silva seguían en su casa, maniatados por las dudas del padre de
familia. La noticia de la caída del fuerte de Santo António, cuya guarnición
había huido ante el asalto de mil quinientos hombres armados de
mosquetes, picas y la aparente determinación de destruirlo todo a su paso,
fue un duro golpe. El siguiente, más duro aún, fue el anuncio de que la
infantería holandesa subía ya para asaltar el fuerte de São Bento, en la parte
oeste de la Ciudad Alta.
Al llegar la noche, el fuerte del Mar caía a su vez y sus piezas de
artillería giraban para apuntar a la ciudad. Desde allí llegó la bala de cañón
al rojo vivo que atravesó la fachada de la casa de los Silva. Frenada en parte
por el primer muro, penetró en el cuarto de los padres de Diogo, arrancando
las sábanas antes de partir el cabecero de la cama y detenerse, humeante,
encima de las planchas de madera. No había nadie en la habitación para
verla. La familia estaba una planta más abajo, recogiendo algunos enseres.
La madre de Diogo había convencido por fin a su marido para abandonar la
Ciudad Baja, expuesta directamente al invasor. El bombardeo era entonces
tan intenso que no podían sospechar que su vivienda había sido alcanzada.
Solo se dieron cuenta, si es que les quedó tiempo para enterarse de algo,
cuando el pesado lecho en llamas atravesó el piso superior y cayó sobre
ellos como una lluvia de chispas y polvo. Diogo asistió impotente a la
escena desde la puerta principal. La madera vieja de las vigas y de lo que
había sido el suelo del dormitorio empezaba ya a arder. Bajo la masa
incandescente, las borrosas siluetas de sus padres, sin duda aturdidos por el
golpe, no se movían. El muchacho se acercó a las llamas y apartó
mecánicamente escombros, maderos y tablones, hasta que el calor se volvió
insoportable. De aquella escena, conservaría para siempre la imagen de la
espesa cabellera de su madre prendiéndose de golpe y el rostro amado
derritiéndose tras las ondas del aire ardiente. Y también el olor.
Huyó de allí. Con el pecho descubierto tras rasgarse la camisa para
vendarse las manos llenas de ampollas, cruzó la ciudad bajo un bombardeo
constante que la sepultaba en el ruido y el humo. Guiado por las casas en
llamas que iluminaban la oscuridad, ascendió hacia la Ciudad Alta sin
resuello, con la nariz y la boca llenas de hollín y del olor a la carne
quemada de sus padres. En el Terreiro de Jesus, la gran explanada urbana,
encontró a una muchedumbre desorientada, todavía no del todo poseída por
el pánico, pero que ya se dividía entre los que estaban decididos a quedarse,
menos numerosos, y los que pretendían escapar. Decían que el gobernador
general intentaba organizar la defensa de São Salvador. Algunos hombres
levantaban barricadas improvisadas en las calles al oeste de la plaza. No
eran muchos y ponían la misma energía que si les hubiesen ordenado
excavar su propia sepultura. Diogo pensó que la defensa no marchaba como
debía. Lo confirmó cuando los soldados de la guarnición se unieron al
obispo, que huía con parte de sus feligreses hacia el pueblo de Espírito
Santo. Dejando atrás una ciudad abandonada al enemigo, defendida
solamente por unos cuantos milicianos animados quizá por ideas suicidas,
Diogo siguió a los fugitivos y se hundió en la noche.

Espírito Santo era una aldeia, uno de aquellos pueblos bajo la autoridad de
la Compañía de Jesús en que los religiosos trabajaban para la conversión y
la educación de los indios tupinambás. Cuando los bahianos emergieron de
la selva, justo al amanecer, no se oía ya el ruido de los combates; si acaso,
el eco lejano de algún cañonazo. Encontraron una plaza amplia y alargada,
de tierra batida. En un extremo, los primeros rayos del sol teñían de rosa los
muros blancos de una iglesia. El grupo con el que caminaba Diogo se
detuvo a rezar. El muchacho no sabía si sus compañeros invocaban a Dios
para agradecerle aquel recibimiento cálido y espectacular, o bien para
pedirle protección ante los indios, que salían poco a poco de las cabañas
que rodeaban la plaza. El propio Diogo confiaba en que los tupinambás
hubieran dejado de comer carne humana. No había olvidado los relatos de
descuartizamientos, cocción e ingesta de los enemigos que había escuchado
durante su infancia y que tanto ayudaron a quitarle las ganas de salir de la
ciudad. Sin embargo, en lugar de caníbales desnudos y hostiles, lo que veía
era hombres con peinados sin duda extraños, mezcla de tonsura y pelo
largo, pero con las partes íntimas púdicamente disimuladas bajo largas
camisas. Al verlos caminar cubiertos por aquellas prendas de blancos,
Diogo tuvo la impresión de que asistía a un desfile de prisioneros o, peor
aún, de animales salvajes, con los colmillos limados y las uñas cortadas. Y,
como el chaval de catorce años que era, cuando se fijó en las pocas
muchachas que había, con sus blusas finas que dejaban adivinar los pechos,
lamentó aquellas grotescas indumentarias por razones menos honestas que
su consideración y respeto hacia el modo de vida de los tupinambás. Un
trecho más allá, el obispo discutía con los jesuitas sobre el modo de
organizarse.
Una vez superados los nervios de la llegada y las dudas del grupo de
refugiados, se dieron las instrucciones pertinentes, los centinelas quedaron a
cargo de vigilar una eventual incursión holandesa y se trajo de comer para
todo el mundo. Diogo, como los demás, recibió una ración de pan de
mandioca. Bajo los vendajes improvisados, sus manos quemadas le
recordaban, al ritmo de los latidos, lo doloroso de su pérdida. Se abandonó
a un sopor febril y después a un sueño poblado de imágenes de sus padres.
Cuando despertó, no sabía qué día era. Envuelto en una hamaca de
algodón, percibió el calor de un hogar y vio, al resplandor de las llamas, a
una mujer de piel morena y cabellera negra y brillante. La india le aplicó
una cataplasma en las manos y le dio agua para beber. Volvió a quedarse
dormido, hasta que unos rayos de luz blanca atravesaron el techo de hojas
de palma y se clavaron a su alrededor. Se encontraba en el interior de una
de aquellas grandes casas que viera a su llegada. Había más hamacas vacías
colgando de las vigas. La amplia sala estaba en silencio. Se levantó,
extrañado de no sentir más que un ligero malestar en las manos cuando las
apoyó en los bordes de su lecho para abandonarlo. Sorprendido por el
vaivén de la hamaca, tropezó al levantarse y se tambaleó junto a las brasas
moribundas, antes de recuperar el equilibrio. Fuera crecía la agitación. Salió
a la amplia plaza y se mezcló con la muchedumbre: acababan de recibir la
noticia de la rendición de António de Mendonça y sus oficiales. También
llegaban noticias del saqueo de la ciudad. Según decían, la mitad de las
casas habían ardido y se habían producido algunas ejecuciones. Los
mercenarios de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales habían
hecho honor a su reputación violando, mutilando, destruyendo y robando,
hasta que sus amos los llamaron al orden y ahorcaron a unos cuantos como
prueba de buena voluntad. Les convenía ganarse el favor de los habitantes
que no se habían marchado.
Desde el mar llegaba una brisa que a Diogo le provocó escalofríos.
Nunca se había sentido tan solo como entre aquella multitud. Caminaba al
azar, en medio de la gente, cuando de repente el murmullo aumentó de
volumen y el obispo apareció. Aquel hombre, que había tomado la decisión
de huir, llamaba ahora a la resistencia. Los refuerzos estaban en camino,
pronto llegarían desde Pernambuco y después desde el Reino, así que había
que impedir que los holandeses se marcharan. No debían salir de la ciudad
si no era con el miedo agarrado a las tripas, y para conseguirlo se
necesitaban todos los hombres válidos, portugueses, indios y africanos. Sus
palabras levantaron la moral de los refugiados. En adelante, por lo menos,
tenían un objetivo.
Mientras el resto de la gente se dispersaba, un hermano jesuita se acercó
a Diogo y lo condujo a la iglesia. En aquel edificio oscuro y desprovisto de
adornos, el religioso comprobó con agrado que el huérfano sabía rezar; su
padre, cristiano nuevo, y por tanto más cristiano que los demás, le había
obligado a aprender las oraciones de memoria. El hombre le explicó que, a
falta de algo mejor, tendría que compartir con otros una casa comunal
tupinambá.

Espírito Santo estaba separado de Salvador por varias horas de camino y


por un millar de años. Para Diogo, que había salido de la ciudad muy pocas
veces, el lugar donde se encontraba en ese momento bien podía estar en
mundo diferente. Porque lo era. Había llegado hasta allí igual que
emprendió el camino, sin equipaje y con las manos vacías, movido más
bien por el instinto de supervivencia que por una decisión voluntaria. Se
daba cuenta de lo minúsculo que había sido hasta entonces su mundo y de
cuánto lo habían sido también las vidas de sus padres, barridas en apenas
unos segundos por un conflicto mayor que ellas, aniquiladas por una
estúpida bala salida de un horno y disparada por un cañón que seguramente
no apuntaba a nada en concreto. A pesar de todo, estaba obligado a aceptar
aquella fatalidad. Porque lo cierto era que no tenía elección.
El jesuita, con quien Diogo se había sincerado en la iglesia, intentó dar
una explicación a la muerte de sus padres. Estaba claro que se trataba de la
voluntad divina. Seguramente porque su padre, cuyos orígenes eran bien
conocidos, no había aceptado a Dios en su corazón con la sinceridad
necesaria.
Diogo se alegró de reunirse otra vez con los indios. Aunque parecían
sumisos con los jesuitas, quienes se empeñaban, desde hacía décadas y con
discutible éxito, en hacer de ellos buenos cristianos, a ojos del muchacho
seguían siendo un enigma sin fondo. Sus reacciones eran inesperadas, a
veces impregnadas de una aparente fe cristiana y otras veces motivadas por
creencias o formas de actuar mucho más antiguas. Eran acogedores y
estaban dispuestos a ayudarle a sobrevivir, ya fuera enseñándole a
alimentarse, a evitar las trampas de la selva o a fingir que escuchaba a los
religiosos cristianos. Uno de ellos, el hijo de la mujer que lo había curado,
lo tomó bajo su protección. El chico, bautizado como Ignacio por los
jesuitas, tan escasos de imaginación, no tenía edad. Al menos, para Diogo
resultaba imposible otorgarle una. Reconocía, a lo sumo, que el indio era
algo mayor que él. Más grande, más fuerte y más hábil. Podía enseñarle
muchas cosas que, con el momento de unirse al variopinto ejército del
obispo cada vez más cerca, sin duda iba a necesitar.
6
Costa de Médoc, junio de 1624

La corriente se arremolinaba el interior de la balsa y el agua fría envolvía


los tobillos de Marie. Un banco de lanzones capturó la luz y el reflejo en los
peces la deslumbró. Cerró los ojos para saborear el instante, con la sal
mezclándose en sus labios con el sudor ya seco que tiraba de la piel morena
de su cara. Hinchó los pulmones, suspiró de alivio, volvió a abrir los ojos y
por un momento se dejó cegar por la luz blanca de aquel día de verano. Se
agachó, sumergió los brazos y se mojó la nuca. Podía quedarse así, pensó,
con los pies metidos en el mar y el rostro inundado de sol, hasta fundirse y
diluirse en la corriente. Se dejaría arrastrar mar adentro, y después ya vería
lo que hacer. Siempre iba a ser mejor que Burdeos, que las landas
pantanosas o que el campamento de resineros en el que llevaba sepultada un
año. Y también sería más limpio. Qué importaba que en el fondo de las
aguas reposaran, como suponía, muchas cosas que no tenía ganas de ver:
cascos de barcos hundidos, los cadáveres de sus tripulaciones, seguramente
algún monstruo marino que le costaba imaginar, pero que, a juzgar por el
aspecto de los peces que conocía, tendría una estampa muy poco agradable.
En otra de las balsas de agua marina resollaban varios animales. Vacas y
caballos de pequeño tamaño, de esos que vagabundeaban por las dunas y
llegaban a la playa y al agua para escapar de las moscas y los tábanos. En el
banco de arena las gaviotas, alborotadas, brincaban entre el guano dando
graznidos. No eran las únicas. Más lejos todavía, Pèir, uno de los vagants
que frecuentaban la casa del tío Louis, la llamaba agitando los brazos.
Marie lo había seguido hasta allí para huir del campamento, del calor
espeso y húmedo acumulado bajo los pinos, de las miradas de los resineros,
que la deseaban, y de sus esposas, que veían en su presencia una
provocación. Con gusto la habrían lapidado bajo una tromba de piñones
rojos, prietos y macizos, a la puta esa. Para que a una muchacha así la
enviaran a perderse en aquel lugar, sin duda tenía que habérselo buscado.
Otra más de esas mujerzuelas que se creían superiores solo porque su culo
era más redondo y su pecho más generoso y no les faltaban dientes en la
boca. Todo esto lo leía Marie en sus miradas, aunque las mujeres evitaban
decirlo en voz alta y se lo guardaban para sus chismorreos, lejos de los
oídos de Louis y de Marie. No había ninguna que le hubiese dirigido la
palabra en todo el año. Los maridos no eran tan esquivos, sobre todo
después de algunos tragos en casa de Louis, pero se volvían mudos en
cuanto regresaban con sus cónyuges. Los costejaires y los vagants, hombres
sin techo que deambulaban por la costa en busca de ámbar, mercancías
varadas, náufragos o peregrinos a Santiago perdidos a los que desplumar,
vacas, toros o caballos asilvestrados que apresar para venderlos después y
corderos que robar a los pastores que pasaran por allí, eran menos severos.
No la juzgaban. Quizá reconocían en Marie a una hermana que también
caminaba al margen de la ley, aunque solo fuese porque se trataba de la
protegida de Louis.
Atravesó lentamente la balsa para alcanzar el banco de arena y a su paso
espantó a las gaviotas, que fueron a posarse un poco más lejos. Tras rodear
la siguiente balsa, distinguió a los pies de Pèir una forma oscura que
sobresalía de la arena. Al verla venir, el costejaire arrancó el objeto del
suelo y lo levantó con el brazo extendido, riendo. Era un cántaro de tamaño
considerable y, a juzgar por el esfuerzo hecho por Pèir para sostenerlo, sin
duda estaba lleno. Lo volvió a apoyar cuando Marie llegó hasta su altura.
—Aún está bien cerrado. No creo que tenga dentro agua del mar…, lo
que tiene es aguardiente. Al menos, eso espero. Quizá le interese a tu tío.
—Pero no te la bebas antes de llegar.
—Hace demasiado calor para eso. A ver si encontramos alguna cosa
más. Seguro que viene del barco español que encalló a esta altura hace un
par de meses. La marea sigue trayendo restos de su carga. El otro día
encontré dos zapatos, pero eran de pares distintos. Lo único que pude sacar
de ellos fue una hebilla de cobre.
—¿Para qué te va a servir?
—¿Y yo qué sé? Pero no pensarás que iba a tirarla, ¿no?
Marie se echó a reír y de repente le entraron ganas de darle un beso.
Caminaron por la playa todavía unos minutos más, pero lo único
interesante que encontraron fue una medusa grande, cuyos flácidos
tentáculos iban y venían con la marea, y unos cuantos huesos de sepia.
Marie recogió algunos para dárselos de comer a las gallinas. El sol ya
estaba en lo alto y decidieron regresar. Pèir fue por el cántaro y se
detuvieron un momento al pie de la duna. En una maraña de juncos, por
entre los que asomaban algunos sedimentos de color ocre, había un
manantial de agua dulce que resbalaba sobre el alio antes de perderse en la
arena. Juntando las manos en forma de cuenco, bebieron de aquella agua
pura en la que flotaban algunos granos de arena, que crujían entre sus
muelas y les daban escalofríos. Emprendieron después el camino entre el
laberinto de dunas, en dirección al campamento de resineros. Pasado un
primer cordón tras el que la brisa del mar ya no soplaba, los tábanos,
aficionados a la sangre de los caballos y las vacas, comenzaron a acosarlos.
Pèir cargaba con su cántaro y soportaba las picaduras con estoicismo. Con
un gesto mecánico, Marie los atrapaba en su cuello o sus antebrazos y los
cortaba por la mitad con las uñas. Cuando por fin llegaron al campamento,
tras dos horas de penosa marcha, los dedos de Marie estaban manchados de
la sangre ingerida antes por los insectos. Los brazos y las piernas de Pèir
estaban salpicados de granos, sobre los que las gotas de sangre seca
formaban una película parduzca.
Marie fue a echar los huesos de sepia al gallinero y después se reunió
con Pèir en la sala grande de la casa de Louis. Se puso a barrer y a preparar
la sala para la noche. Su tío acababa de abrir el cántaro y de oler su
contenido. Trajo de la alacena dos vasos de estaño y los llenó. Era
aguardiente, no cabía duda, y del bueno, según la opinión de Pèir, cuyos
ojos lagrimeaban. Louis replicó que no era tan bueno, que seguramente era
parte de la ración de los marineros. Propuso un precio que le pareció
ridículo incluso a Marie, aunque ella no dijo nada. Pèir dijo que, si esa era
la tarifa, mejor haría en guardarlo para bebérselo. Envalentonado tal vez por
aquel trago que todavía le quemaba el estómago y el corazón, añadió que él
mismo podría venderlo por vasos, en su choza, a los que pasaran por allí.
Louis le preguntó si no encontraba ya bastante complicada su vida de
huérfano que sobrevive en las dunas rodeado de animales. Y si no le parecía
que ya había bastante gente de la que desconfiar, como para además
lanzarse a un negocio que duraría lo que tardase en vaciar el cántaro, pero
que le haría ganarse un enemigo por mucho tiempo. Pèir, con gesto
arrogante, se sirvió otro vaso mirando a Louis a los ojos y se lo bebió de un
trago. El líquido se le fue por el lado equivocado y el joven comenzó a
toser, mientras un chorro de aguardiente le salía por la nariz. Louis se echó
a reír, sacó su faltriquera y dejó algunas monedas sobre la mesa. Era un
poco más de lo que había propuesto en un principio, una cantidad
ligeramente menos ridícula. Pèir arrambló con el dinero, se levantó y salió
de la casa, todavía sacudido por el ataque de tos. Cuando abrió la puerta,
Marie vio una polvareda en suspensión atravesada por la luz del día. Quizá
también flotaban allí las gotitas escupidas un instante antes, atrapadas en
aquel aire cálido y espeso en que se mezclaban el olor dulzón del alcohol, el
más denso de la resina que rezumaba de las tablas y el olor, casi pegado a su
cuerpo, del aceite frío y rancio que había en un caldero colgado junto a la
chimenea apagada.
—Me cae bien —dijo Louis—. No es muy espabilado, pero tiene
agallas.
—A mí también me cae bien —dijo Marie.
—Bueno, no te encariñes demasiado. Me cae bien, pero…, si comienza a
hacerse el duro delante de los demás, tendré que ponerle en su sitio. Y ya
sabes cómo es eso… A veces se deja uno llevar.
Marie terminó de limpiar en silencio. Conocía lo suficiente a su tío como
para saber que no serviría de nada llevarle la contraria. Si defendía a Pèir,
solo conseguiría enfadarlo. Nadie en aquel lugar se atrevía a poner en duda
sus opiniones o sus decisiones. La arena no solo sepultaba la vegetación y
algunas cabañas; ocultaba también a cierto número de individuos que
habían tenido algún desencuentro con Louis.
Los días aún eran largos y el sol todavía no se había puesto cuando
empezaron a llegar los primeros clientes. Se sentaron bajo el soportal que
recorría la fachada y que proporcionaba una vista despejada del ejido, las
cabañas de los resineros y el camino por donde Marie había llegado con su
padre y su hermano un año antes. Les sirvió vino y, mientras charlaban,
Louis les trajo una baraja de naipes. Al caer el sol todavía estaban allí, y
había algunos más en el interior. El calor era insoportable. El olor de los
hombres sudorosos llegaba casi a ocultar el del pestilente aceite con el que
Marie freía las miques, esas toscas bolas de harina condimentada con un
poco de ajo que servirían de cena a la reunión de resineros, pastores,
costejaires y vagants venidos de los alrededores. Antes de instalarse de ese
lado de la laguna, no podía imaginar que esas tierras estuviesen tan
pobladas, aunque fuese por hombres en ocasiones medio salvajes, flacos, de
tez amarillenta, barba ensortijada, ojos hundidos, cabello sucio y rudas
maneras. Lo único que había allí eran pantanos, algunos trechos de bosque,
pinares plantados hacía tiempo y la arena que poco a poco se los iba
tragando; en verano, los insectos, que devoraban todo lo que tuviese sangre
caliente, y en invierno el viento, la lluvia, la niebla y el rugir incesante del
océano. Y, sin embargo, allí seguían todos, igual que ella. No tenían edad.
Louis solía decir que la única edad que importa es la de los dientes, y Marie
pensaba entonces que incluso los que parecían más jóvenes, como Pèir, eran
más viejos de la cuenta. Conocía a la mayoría; entre los desconocidos
estaban los vagants y los pastores de paso, y sin duda habría también
hombres que, como ella, iban huyendo de algo.
Estuvo sirviendo miques y vino tibio y amargo durante toda la velada, y
al final Louis sacó el cántaro del aguardiente. Quienes habían ganado a las
cartas invitaron a una ronda y los perdedores pudieron también permitirse
un trago, pagado con los objetos más dispares, que acabarían en la pila de
trastos que Louis acumulaba en el almacén del fondo de la sala, tras un
remedo de mostrador. Un costejaire entregó un manojo de cuerdas
encontrado en la ribera; otro, unas cuantas botellas vacías. Un pastor dejó
como fianza un cuchillo, prometiendo a Louis que iría hasta el campamento
donde dormía con sus camaradas para buscar con qué pagarle. Era evidente
que el hombre tenía mal vino.
Se hizo tarde y ya solo quedaban dos clientes. El pastor, que había
perdido a las cartas, quiso probar suerte con los dados y terminó por perder
un cordero que ni siquiera era suyo. El rebaño que tenía a su cargo
pertenecía a Minvielle. Y Minvielle era rico: poseía gran cantidad de
cabezas de ganado —ovejas, vacas y caballos—, así como tierras y bosques
unas leguas más al sur, y tenía un agudo sentido de la propiedad. En un
instante de lucidez, al pastor se le ocurrió que le resultaría complicado ir a
buscar el cordero y traerlo sin que sus compañeros de campamento se
diesen cuenta y se lo contaran a Minvielle. Decidió entonces pedir un
préstamo al costejaire con quien jugaba a los dados, un hombre que Marie
solo conocía por su apodo, la Raya. Este, al parecer, había intentado en
cierta ocasión aplastar instintivamente un pez que se escurría entre sus pies:
se trataba de un pez raya y las espinas de su cola cumplieron con su
cometido transmitiéndole el veneno. Tan grande y tan gordo como era, no
tardó en derrumbarse, derrotado por el pequeño pez y por el enorme dolor,
que intentó atenuar orinando sobre la herida. Y no fue cosa fácil, porque
para lograrlo había tenido que apuntar a la planta de su propio pie, mientras
trataba de mantener el equilibro sobre una pierna. El espectáculo se
convirtió en una leyenda que solía contarse junto al fuego, a menudo
acompañada de los gestos propios de la escena, que servían para reforzar su
comicidad, siempre que el principal protagonista no estuviese presente. La
Raya respondió al pastor que para reemplazar el cordero que, le gustase o
no, iba a tener que entregarle, bastaba con limitarse a hacer como el resto de
los hombres de su raza y dejar preñada a una oveja. Además, añadió, tenía
la impresión de haberse cruzado más de una vez con un borrego cuyo morro
se parecía sospechosamente al del pastor mismo.
Tras el mostrador, Louis había echado mano de una hachuela que tenía
allí escondida. Por si acaso. Cuando el pastor quiso apoderarse del cuchillo
que había depositado un rato antes en las tablas, la hachuela se abatió sobre
su muñeca. La Raya también se había abalanzado sobre su adversario y le
clavó su propio cuchillo en la espalda, entre las costillas. El pastor se quedó
mirando cómo sus dedos, demasiado alejados del brazo, se cerraban sobre
el mango de madera gastada de su arma, tosió escupiendo algunas gotas de
sangre en el rostro impasible de Louis y se desplomó.
La Raya lo miró retorcerse en el suelo y le dijo a Louis: «Lo lamento».
Louis se encogió de hombros: «Qué le vamos a hacer…, fue un acto reflejo,
es lo que hay». Rodeó el mostrador, se arrodilló junto al pastor, que pedía
ayuda y llamaba a su madre, le alzó el torso y le pasó el brazo alrededor del
cuello, encajó la cabeza en su propio hombro, como si fuese a acunarlo, y
apoyó la otra mano sobre la nariz y la boca del hombre tendido. A Marie se
le hizo demasiado largo, pero al final el hombre dejó de agitarse y de
voltear los ojos en todas direcciones.
«Venga, cerremos», dijo Louis, y Marie salió a apagar las antorchas del
soportal y atrancar la puerta delantera. Cuando volvió a la sala, la Raya se
había echado al hombro el cuerpo del pastor y Louis había recogido la
mano y el cuchillo. «Limpia todo esto mientras nos deshacemos de él. En
cuanto vuelva, tenemos que hablar», le dijo el tío, saliendo a continuación
por la puerta de atrás.
A su regreso, la taberna entera estaba limpia desde hacía rato y Marie,
sentada en un escalón de la parte trasera del edificio, se había quedado
traspuesta. La cara del tío estaba empapada en sudor y tenía placas de arena
adheridas. Empezó a hablar, iluminado por el tenue resplandor de un candil
de aceite apoyado en el suelo, y la máscara de arena se resquebrajó.
—Lo hemos enterrado, pero tampoco creo que sirva de mucho. Sus
compañeros saben dónde estuvo esta noche. La Raya pretendía que
diésemos con ellos y los matásemos mientras dormían. Pero tienen perros…
Y no sabemos cuántos son… Lo estarán buscando. Aquí nadie dirá nada y
tampoco lo encontrarán, pero eso no va a impedir que averigüen lo que ha
ocurrido. Se lo acabarán contando al patrón. Y eso sí que es un problema.
Minvielle conoce a las autoridades, y las autoridades todavía te buscan.
Aunque suelen evitar pasar por aquí, esta vez los hombres del gobernador sí
que vendrán. Se meterán conmigo, tal vez confisquen un par de cosas de mi
almacén… No creo que se atrevan a más. Pero no deben encontrarte.
Recoge tus cosas; mañana te llevaré a otro lugar y te quedarás allí por unas
semanas.
Marie asintió.
—¿Adónde?
—A casa de la Bruja.
La Bruja no tenía nombre, o quizá la gente hacía mucho que lo había
olvidado. En cualquier caso, raras eran las personas que la visitaban. Salvo
los hombres. Porque ella comerciaba con lo único que Louis no tenía
disponible en su taberna. A Marie la idea de refugiarse allí le daba un poco
de miedo, pero su tío le aseguró que no tenía nada que temer, por dos
razones: la primera, que sabía defenderse, como ya había demostrado en
Burdeos; la segunda, que era su sobrina y nadie tenía ganas de convertirlo
en su enemigo. De las dos razones, la segunda le parecía más convincente,
aunque el recuerdo de la primera seguía haciéndole sentir una oleada de
orgullo.
Tras unas pocas horas de sueño sustraídas a la agitación de la noche, con
el sol empezando a teñir de rojo las nubes, Louis y Marie tomaron un
camino de herradura que atravesaba el bosque en dirección norte. A medida
que avanzaban y que el sol elevaba la temperatura del aire, el olor de la
resina goteando de las grapas clavadas en los troncos de los pinos por los
resineros se hacía más denso. Se mezclaba con el del rocío matutino y
dejaba un sabor ligeramente agrio en el fondo de la garganta. Por aquella
parte, el bosque no era muy ancho, pero se extendía a lo largo de toda la
orilla de la laguna. En lo hondo de algunas ramblas había vacas durmiendo
sobre el musgo húmedo. Desde la cresta de una duna, varios caballos los
miraban pasar. Cantaban los pájaros. Por fin, oyeron ladrar a los perros. Por
entre las encinas y los madroños vieron elevarse una columna de humo. Era
allí donde paraba la gavilla de pastores. Un bastón clavado en el suelo
indicaba el lugar; a su lado, dentro de un hoyo excavado en la arena, había
una pequeña fogata, alrededor de la que estaban reunidos varios hombres,
con sus zamarras de piel de cordero, sus calzones negros y sus pies
descalzos. Al verlos acercarse, les preguntaron si por casualidad no se
habían fijado en un pastor que la noche pasada había estado en la taberna.
Louis les dijo que sí, que de hecho pensaba encontrarlo allí mismo. Que se
había marchado borracho, con la promesa de regresar para pagar lo que
había bebido y lo que había perdido en el juego. Además, había dejado el
cuchillo en prenda, dijo sacándolo del bolsillo. Los pastores confirmaron
que se trataba del cuchillo del compañero, pero dijeron que no había vuelto
al campamento. Louis se sorprendió, lo había visto caminar en aquella
dirección. Confiaba en que no se hubiera extraviado y hubiera terminado
por partirse el cuello, al resbalar en alguna pendiente, o por hundirse en
algún arenal, una de esas pozas de arenas movedizas que a veces se
esconden entre dos dunas.
—Mientras aparece, guardaré su cuchillo. Cuando lo veáis, decidle que
más le vale venir a pagarme, si quiere recuperarlo y si quiere volver a
disfrutar de todo lo que hay disponible en mi establecimiento.
Los pastores dijeron que así lo harían, y tío y sobrina siguieron su
camino. El sol, que en la mañana los había ayudado a entrar en calor, ahora
los quemaba. El bosque comenzaba a estrecharse. Tanto, que llegó un
momento en que los árboles formaban una punta de flecha verde clavada en
la inmensidad de la arena, solo interrumpida por las copas de algunos pinos
muertos asomando aquí y allá. La casa de la Bruja se encontraba casi al
final de esa punta, con la puerta de entrada orientada hacia el remedo de
bosque. Tras ella, del lado que daba al océano, se amontonaba la arena. Una
nueva duna estaba naciendo, moldeada por el viento del oeste. Un grueso
pino, cuyo tronco se dividía en dos formando una horquilla, parecía como
hincado en ella, con sus dos ramas imitando los brazos levantados de un
hombre que hubieran arrojado al agua y pidiera auxilio. Decían que la Bruja
se escondía a veces en el hueco de la horquilla para hechizar a quienes se
aproximasen a la casa sin haber sido invitados; que desde allí tomaba
impulso para reunirse con sus semejantes en las noches de aquelarre y
fornicar con un macho cabrío. Aquel día lo único que hacía era llenar un
cubo de agua en el pozo que había delante del edificio. Cuando terminó, se
quedó mirando cómo se acercaban. Louis rompió el silencio. Con un gesto
de la barbilla señaló el pino de dos brazos.
—Con tanta arena como se le acumula alrededor, ¡pronto no necesitarás
volar hasta arriba con tu escoba!
La vieja rio e imitó con sus dedos dos cuernos, símbolo del diablo.
—El caso es que ya no tengo edad de pasearme subida a un palo. Solo
con utilizarlo para limpiar la casa, ya me duele la espalda. ¿Qué os trae a los
dos por aquí?
La Bruja estaba al corriente de las razones que habían llevado a Marie
hasta ese lado de la laguna. Quince meses eran tiempo más que suficiente
para que la noticia se propagase por la pequeña comunidad. Los resineros
solían cruzar el lago en busca de provisiones, para ir a misa con sus
mujeres, si las tenían, o para pasar el domingo en una taberna algo menos
espartana que la de Louis. La familia Teste —cuyo hijo no había muerto,
pero sí había conservado de su encuentro con el jarro de Marie un
hundimiento del hueso temporal, crisis epilépticas recurrentes y un miedo a
las mujeres casi incapacitante— estaba relacionada con el gobernador,
duque de Épernon. El duque decidió intervenir para satisfacer sus demandas
de justicia. Los oficiales actuaban por sorpresa, interrogaban a los
habitantes e incluso registraron en varias ocasiones la casa de los padres de
Marie. En la otra orilla los rumores se multiplicaban, pero había muy poca
gente que supiese dónde se encontraba la muchacha. Y de este lado, aunque
nadie entre los costejaires y los resineros del campamento se dejaba
engañar cuando Louis la presentaba como una huerfanita, prima suya
lejana, el mero hecho de que estuviese bajo su protección convencía a todos
para mantener una prudente reserva.
Sin entrar en unos detalles que la Bruja tampoco le pidió, Louis explicó
que no era imposible que los oficiales llegaran hasta su taberna en las
siguientes semanas. Aunque contaba con enterarse mucho antes de que se
presentaran allí, prefería evitar sorpresas y confiarle a Marie.
—Se lo pensarán dos veces antes de venir a preguntarte. Te temen más a
ti que a mí. De todos modos, cuando estén en mi casa tendré tiempo de
enviar a alguien para avisarte, y Marie podrá escapar y esconderse en las
dunas.
Quiso dejarle a la vieja algo de dinero, pero ella lo rechazó:
—Un poco de compañía no me hará ningún mal. Será un cambio
respecto a los pastores, que vienen a acostarse conmigo sin siquiera quitarse
sus malolientes abrigos. Nunca sé si evitan mirarme porque les doy miedo o
porque soy demasiado fea.
En su mayor parte, la casa estaba construida con tableros abarquillados
que los costejaires traían de otros lugares como pago. Las vigas principales
eran de pino y revelaban que también los resineros pagaban a veces en
especie. El conjunto resultaba espacioso y Marie tenía un rincón para ella,
detrás de una sábana, en la sala principal. Por su parte, la Bruja dormía en
un cuarto estrecho que en origen debió de ser la despensa. Allí, más aún que
en el campamento de resineros, la arena se entremetía por todos lados, y las
dos mujeres pasaban gran parte del tiempo barriendo.
Trascurrieron varios días antes de que los oficiales de Épernon visitaran
por fin el campamento. Fue Pèir quien vino a avisar a Marie y a llevársela a
las dunas, por si se daba el caso de que a los hombres del gobernador les
quedase todavía ánimo, tras haber estado bebiendo en casa de Louis, de
hundirse aún más profundamente en el bosque y en la arena. El joven
costejaire la tomó de la mano y ambos echaron a correr en dirección al
océano. Al ver sus dedos entrelazados, la Bruja movió la cabeza en señal de
desaprobación. Iba a tener que hablar con Marie.
Aquella estancia forzosa fuera del campamento fue como una liberación.
Alejada de las miradas de los resineros, de sus mujeres y de los clientes,
lejos de su tío, Marie se sintió más liviana. La Bruja era una buena
compañía. Le reveló su verdadero nombre, Hélène, y empezó a contarle su
vida. Había enviudado muy joven, de un resinero muerto de las fiebres, y
había estado a punto de casarse por segunda vez con otro obrero, muerto
también antes de tiempo: un colega le propinó un hachazo durante una
discusión sobre la presencia o ausencia del cuerpo de Cristo en la hostia y,
sobre todo, de su sangre en el vino. En lugar de echar la culpa de su muerte
a la fe dudosa del hombre, fue a Hélène a quien se la echaron, aunque no
directamente. Dos hombres muertos en tan poco tiempo con solo un punto
en común: ella, una mujer algo más hermosa que el resto y consciente de
que lo era. No podía ser casualidad. Además, ¿no era ella quien había
introducido la duda en el alma de su futuro segundo esposo? De este modo
se convirtió en la Bruja. La suerte —por una vez de su parte— quiso que el
campamento de resineros se fuera desplazando poco a poco, gracias a lo
cual pudo quedarse en la cabaña que había compartido por breve tiempo
con su marido, en el lugar mismo donde se levantaba su casa actual. Sola,
en un mundo dominado por hombres de instintos bestiales, había
sobrevivido comerciando esporádicamente con su cuerpo y, sobre todo,
alimentando su reputación de bruja. Aquellos que cometían más maldades
eran muchas veces quienes más temían someterse a alguna fuerza
misteriosa. Aunque le gustaba dar a entender que poseía gran cantidad de
recetas y fórmulas, sus filtros y pociones siempre estaban preparados a base
de resina y servían para curar por igual las indigestiones y las toses, pero
nada más. Le convenía que la gente fuese tan crédula, porque le servía de
protección. No sabía muy bien en qué categoría ubicar a Louis, le explicó a
Marie. No era uno de los supersticiosos, eso estaba claro. Pero no sabría
decir si era bueno o malo. Estaba dispuesto a todo para proteger y expandir
sus intereses y no parecía temer ni a Dios ni al diablo. No obstante, también
era capaz de sentir aprecio por los demás y, en tal caso, de mostrarse casi
amable. Ella misma era la prueba. Algunas veces se había topado con malos
pagadores o había caído enferma, y entonces Louis la había ayudado sin
pedirle nada a cambio. Pero aquella forma de afecto, añadía, sin duda
desaparecería en el momento en que resultase contraria a sus intereses.
Hélène reconocía sin reparos que la actitud de Louis hacia Marie era
diferente, pero dudaba de que él, que tanto deseaba tenerlo todo bajo
control, permitiese a Marie hacer su voluntad. Le aconsejó que mantuviera
la discreción, sobre todo si su relación con Pèir avanzaba en el sentido que
creía adivinar.
A Marie la soledad se le hacía pesada. En el campamento, separada de
sus escasas amigas y de su familia, su situación era aún peor que antes de
fugarse a Burdeos. Louis nunca le había levantado la voz y las tareas que le
encargaba en esa suerte de almacén y taberna no eran penosas, pero vivía
con la sensación de estar constantemente bajo la amenaza de sus repentinos
cambios de humor. El cariño que el tío le tenía se debía a que ambos eran de
la misma sangre, pero sobre todo a que se veía reflejado en ella. Se lo
recordaba a menudo. Estaba convencido de que la muchacha guardaba en
su interior una gran violencia y que, como él, disfrutaba ejerciéndola. Para
Louis, el acontecimiento que la había llevado hasta allí representaba la
expresión de una tendencia natural, que ella había rehuido durante mucho
tiempo, pero que tarde o temprano volvería a manifestarse.
Otro incidente, ocurrido poco después de la llegada de Marie, había
ayudado a cimentar tal convicción. Las mujeres del campamento evitaban
en lo posible el establecimiento de Louis. Eran unas mojigatas y veían en
aquel negocio un lugar de perdición, donde sus maridos malgastaban los
escasos salarios. A veces, el almacén que también había allí les era
indispensable, así que no podían evitar visitarlo, pero siempre encontraban
el modo de mostrar su desdén hacia ese hombre que las desangraba con sus
precios prohibitivos, empujaba a sus maridos al juego y la bebida y
alardeaba de su desprecio por la religión. Louis no se molestaba.
Encontraba incluso un cierto placer en incomodarlas, en alentar sus
reprobaciones hasta hacerlas recular por miedo a rebasar la línea invisible
tras la que él recurriría a la violencia. En cambio, tratándose de Marie, las
mujeres no se andaban con tantos miramientos. Al principio, la ignoraban,
no respondían a sus saludos y se la quedaban mirando fijamente, con todo
el desprecio del que eran capaces. Marie sabía lo que pensaban de ella y
también las despreciaba. Al menos, ella había intentado encontrar algo
mejor que lo que allí había, y podía volver a intentarlo. No arrastraba tras
de sí una patulea de niños mugrientos ni un marido consumido por un
trabajo de esclavo. A pesar de todo, nunca olvidaba su propio fracaso.
¿Acaso no era también una esclava de aquel lugar y de quienes lo
habitaban? Durante días, sintió cómo su cólera iba en aumento. Un gesto
bastaría para que explotase.
Se dirigía al pozo con el cubo en la mano, en busca de agua, y encontró
allí a dos mujeres. Murmuraban mientas la observaban acercarse. Hasta
entonces, siempre había esperado a que las otras se marchasen para ocupar
su lugar. Pero esta vez no lo hizo. Avanzó manteniéndoles la mirada. No
habría sabido decir qué iba buscando. ¿Palabras, quizás insultos, que
reconocieran su existencia? ¿Un gesto amistoso? Seguramente, no. Cuando
estuvo lo bastante cerca de las dos mujeres, una de ellas frunció la nariz,
resopló, carraspeó y escupió a los pies de Marie. Como si no hubiese
aprendido nada de su pasado, la muchacha sujetó con fuerza la soga que
servía de asa al cubo y golpeó con él en la cara a la mujer. Esta levantó un
brazo, que recibió el impacto. Marie se abalanzó sobre ella, la empujó y,
una vez la tuvo en tierra, se sentó sobre su pecho y trató de estrangularla. La
otra mujer, en lugar de intentar que la fiera que estaba matando a su amiga
la soltase, corrió en busca de Louis. Cuando este llegó, las uñas de su
sobrina estaban clavadas en el cuello de su víctima. Ella misma tenía
algunos arañazos en el rostro, pero su oponente ya no luchaba, porque
bastante tenía con esforzase en hacer pasar una hebra de aire por su tráquea
aplastada. Louis agarró a Marie por debajo de los hombros y la elevó para
liberar a la otra, que se quedó en el suelo, aspirando a bocanadas el aire que
por fin volvía a llegarle. Nadie dijo ni una sola palabra y Marie no recibió la
más mínima regañina por parte de su tío, que se conformó con llevarla hasta
la casa, obligarla a sentarse, servirle un vaso de vino y observarla con una
sonrisa. Estaba orgulloso. Y ella también.
7
Bijapur, agosto de 1624

La túnica de algodón se le pegaba a la piel. No había ni una brizna de


viento, solamente las nubes, tan grises como la espuma de uno de aquellos
caldos de pescado no muy fresco que los vendedores servían en el cruce de
ciertas calles, y un ambiente tan pesado y agobiante como su olor. Fernando
sufría con aquel bochorno y se preguntaba, justo entonces, si su cerebro no
empezaría a hervir bajo el turbante. Llamó a un aguador, le dio una moneda
y recibió a cambio un vaso de un líquido tibio con sabor a moho. Sintió que
se le revolvían las tripas, como avisando de que él sería el único culpable si
se pasaba la noche vaciándolas. Reprimió una náusea y reanudó su camino
por las calles atestadas de Bijapur, en dirección al palacio del adil shah.
Igual que en Goa, la muchedumbre parecía allí un muro infranqueable, una
masa compacta, abigarrada y ruidosa. Quizá fuera el ruido, más que la
cantidad, lo que provocaba aquella sensación de enfrentarse a una muralla.
O tal vez eran los olores procedentes de las bandejas de los vendedores
ambulantes, fugaces como los de los puestos de especias, o más ácidos si
emanaban de los excrementos de animales, caballos e incluso elefantes. Sin
embargo, al detenerse a observar la multitud que se apelotonaba bajo los
inmensos quitasoles de colores llevados por los esclavos, no tardó en
comprender que no había nada más ordenado que aquello, salvo quizás un
hormiguero. Parecía que una corriente guiara los palanquines de los
aristócratas y a sus séquitos, los caballos de los soldados y de los nobles, el
paso de los esclavos enviados al mercado por sus amos… Cuando aquella
mecánica perfectamente ajustada se atascaba, cuando alguien daba un
empujón a otro, había que tantearse la ropa para confirmar que el monedero
seguía en su sitio. Fernando se deslizó en aquel flujo como una hoja llevada
por la corriente.
Delante del palacio se reunió con Simão, quien también vestía con
túnica, calzas bombachas, zapatos abiertos terminados en punta y turbante.
Un auténtico indio, que en ese momento acariciaba su montura: uno de los
purasangres árabes que habían llegado hasta Goa como parte de la dotación
del ejército del adil shah, al que los dos soldados portugueses se habían
unido.
El problema de la muerte de dom Rui Álvares había terminado por
convertirse en una bendición. La llegada a Bijapur de Fernando y Simão,
sin la compañía del hombre que los contratara, había despertado cierta
desconfianza en quienes se suponía que iban a beneficiarse del negocio. El
primero en sospechar fue el embajador de dom Francisco de Gama ante el
adil shah. Todo el mundo sabía que los tigres eran una amenaza para los
viajeros. Sin embargo, ¿acaso no resultaba demasiado fácil como
explicación de la desaparición de Álvares? Fernando y Simão habían
llevado consigo todos los efectos de su desdichado patrón, incluido el
dinero destinado a la compra de los diamantes, pero la ocasión era muy
tentadora para los inversores portugueses, que les reclamaron sumas más
elevadas de las que habían entregado en realidad. Los jesuitas,
omnipresentes incluso en aquel reino musulmán que Fernando empezaba a
percibir como demasiado tolerante, también tenían algo que decir.
Defendieron la necesidad de un juicio en tiempo y forma, recordando de
paso que, desde su llegada a Bijapur, ninguno de los dos escoltas de Álvares
se había dignado asistir a un oficio religioso, y mucho menos confesarse. Se
los acusó de ladrones y de asesinos; los hermanos de la Compañía de Jesús
les añadieron el calificativo de impíos, que en otras circunstancias Fernando
sin duda habría tomado como un cumplido. Simão y él se veían ya de vuelta
en Goa, disfrutando de la magnanimidad de la Inquisición y de la
comodidad de las celdas del palacio del Santo Oficio. La perspectiva no les
parecía apetecible. Por eso, antes de que las cosas siguieran complicándose,
decidieron tomar la iniciativa. Su experiencia militar y su dominio de las
armas de fuego les abrieron las puertas del ejército del adil shah. Fernando
y Simão eran víctimas de las luchas intestinas que enfrentaban a quienes
trataban de rebañar los últimos restos de carne pegados a los huesos del
Imperio, que solo conservaba una ilusión de vida por la agitación de las
moscas y los gusanos que lo cubrían. Si se conformaban con seguir del lado
del mundo que los había enviado hasta allí, no podían ir sino a peor.
Necesitaron disfrazar su conversión con algo de fingida sinceridad y aceptar
que la elección forzosa de un nuevo dios —que en realidad era el mismo—
les impediría en adelante el regreso. Su única convicción, en cualquier caso,
era que su porvenir ya no iba a dilucidarse en Goa. A Fernando, que ya no
conservaba ningún lazo con su tierra natal, la decisión le resultó más
sencilla que a Simão, que seguía aferrándose a sus sueños de gloria. Estos
solo tenían valor en caso de regresar para contar sus aventuras o, mejor
todavía, para mandarlas imprimir, al modo de los relatos que tanto había
leído. A esto se reducía toda su fe: solamente se muere de verdad cuando no
queda nadie que pronuncia tu nombre. Y él deseaba vivir todavía mucho
tiempo.
Renegados y a sueldo de un rey musulmán, los dos soldados forjaron su
reputación en los primeros meses de servicio. Eran hábiles, capaces de
cargar un mosquete con rapidez, y destacaron en las emboscadas llevadas a
cabo al sur del reino contra las tropas del sultán de Golkonda. Aunque ni
sus orígenes ni su carrera en el ejército portugués los prepararon para la
equitación, habían aprendido a montar y eran jinetes aceptables, lo que en
Bijapur tenía su importancia. Para colmo, y a diferencia del resto de los
portugueses que servían allí, Fernando y Simão apenas bebían, una virtud
quizás esencial a ojos de sus nuevos jefes. Tal cúmulo de circunstancias les
permitió ascender deprisa en el escalafón. Hacía poco que los habían
destinado a la guardia del palacio del adil shah Ibrahim II. El salario digno
y la paz relativa que reinaba en aquel sultanato, cuyo monarca era
aficionado a la música y a la pintura por encima de todo, les
proporcionaban una posición acomodada. El mayor peligro para ellos se
hallaba, a fin de cuentas, entre los demás portugueses. Fernando nunca
bajaba la guardia, mientras que Simão solo pensaba en nuevos planes para
regresar a la acción, que ya empezaba a echar de menos.
Era evidente que la acción no formaría parte de la misión que aquel día
les encomendaron. Acababa de llegar a palacio un portugués. Fernando
siguió a Simão al interior del edificio. Allí se reunieron con Yusuf Khan, el
oficial a cargo de la guardia, quien les presentó a Luís Gomes. Este les dijo
que era fundidor de cañones. Se trataba de un hombre importante, así que
había que ocuparse bien de él. Para Fernando, el mensaje estaba claro: Luís
Gomes era un traidor que había encontrado en el adil shah a un nuevo
patrón, dispuesto a pagarle mejor que el virrey. Debían asegurarse de que
trabajaba en buenas condiciones, pero también vigilarlo por si se decidía a
traicionar de nuevo. Gomes, más que importante, era valioso. Aunque el
adil shah tenía fama de interesarse solamente por el sitar, en realidad nunca
dejaba desatendida la defensa de su reino. La paz que había alcanzado con
los portugueses seguía siendo frágil y las relaciones con el Gran Mogol eran
complejas. En cuanto a las que mantenía con los demás sultanatos del
Decán, Fernando y Simão habían acumulado suficientes cicatrices en las
fronteras del Estado como para saber que no siempre eran cordiales. Según
el adil shah, la música ayudaba a suavizar las costumbres; unos buenos
cañones, en cambio, le ayudarían a mejorar la actitud de sus vecinos. En
Bijapur abundaba el mineral de calidad, pero la escasez de artesanos
capaces de producir armas de fuego sólidas y eficaces era notoria. La
llegada de Luís Gomes, por poco que el fundidor fuese tan hábil como
decía, era una ocasión que no se podía dejar pasar.
Gomes lo sabía y tendía a exagerar su propia valía. Lejos de la imagen
que Fernando y Simão se hacían de alguien dedicado a trabajar el metal, era
un hombre pequeño, casi enclenque. No obstante, se comportaba como el
típico portugués de la India. Los miraba por encima del hombro, a pesar de
su propia estatura, y los trataba con desprecio, como si él mismo no hubiera
también decidido cambiar de bando. Movía mucho los brazos, hablaba a
gritos y juraba sin parar.
«Más le vale trabajar bien», le dijo Simão a Fernando, mientras
observaba a Gomes sacudiendo la mandíbula en el vacío delante de Yusuf
Khan y explicándole lo que iba a necesitar, o más bien ordenándole que
pusiera ciertas cosas —esclavos y material— a su disposición. «Porque si
no lo hace, va a terminar mal». Fernando asintió. Si el fundidor resultaba
ser menos capaz de lo que afirmaba, Yusuf Khan se daría el gusto de
librarse de él, con la misma mueca en el rostro que tenía en ese momento
mientras escuchaba las indicaciones de Gomes. A juzgar por el modo en que
la sonrisa del jefe de la guardia no cesaba de ensancharse, el proceso
seguramente sería largo y doloroso.
Cuando Gomes, para alivio de todos, terminó por fin de dar sus
instrucciones, Yusuf Khan lo dejó al cuidado de Fernando y Simão, que
tomaron a algunos hombres y acompañaron al portugués hasta el arsenal.
Iban a caballo, escoltando el palanquín puesto al servicio de Gomes. El
hombrecillo no dejaba de perorar y maldecir cada vez que los porteadores
desequilibraban un poco la litera. Simão iba abriendo camino y Fernando,
detrás del cortejo, oía al fundidor de cañones y esperaba que un elefante
enfurecido penetrase en la multitud y pusiera fin a aquel soliloquio,
aplastándolo de una vez por todas.
La llegada al arsenal fue una liberación. Entraron en un vasto patio
rodeado de cobertizos. Docenas de obreros, herreros, cordeleros,
carpinteros y esclavos dedicados a tareas subalternas y de mantenimiento se
afanaban alrededor de los andamios, los hornos, los fosos y las piletas. Los
fogones hacían que el calor fuese aún más insoportable y las acres
humaredas, llevadas a veces del viento que giraba en remolinos por el patio,
quemaban la garganta, picaban en la nariz y hacían llorar los ojos. Sin
embargo, Gomes parecía a gusto. Seguido de un traductor, repasaba el
inventario del material solicitado y ladraba órdenes en dirección de los
obreros. Menos de una hora después de su llegada, el fundidor trabajaba ya
en la preparación del patrón según el cual se fabricaría el molde. Gomes
había mandado traer un modelo en madera, fabricado bajo su supervisión,
que reproducía la forma del futuro cañón. Rápidamente, montaron un
esqueleto de madera, apoyado sobre un caballete con varias manivelas
accionadas por esclavos en sus extremos. El largo muñón estaba ceñido por
tableros de diferentes tamaños, alrededor de los cuales se enrolló después
una soga de cáñamo. Bajo uno de los cobertizos, varios indios preparaban la
arcilla que serviría para recubrir el conjunto. Fernando y Simão se sentaron
junto a ellos, en busca de sombra.
—Creo que va para largo —dijo Simão cuando empezaba a oscurecer—.
¿No tiene pensado parar?
No, no lo tenía pensado. Los días siguientes se hicieron interminables.
Gomes parecía siempre animoso y se negaba a descansar. Estaba decidido a
sacar adelante en una semana una tarea que, en circunstancias normales,
requeriría de tres o cuatro. El adil shah había sido claro: todo el mundo
debía ponerse a disposición de aquel fundidor que decía ser tan hábil.
Consciente de lo que había en juego, Gomes no tenía ninguna confianza en
los obreros. No le bastaba con aullarles las órdenes. Las acompañaba de
golpes. Un trozo de cuerda, en cuyo cabo había hecho un grueso nudo, le
servía de látigo. Con los primeros golpes, los indios se rieron, tratando de
esquivar los ataques del pequeño y malencarado portugués. Fernando y
Simão ya habían tenido ocasión de padecer la ira de otros jefes por el estilo
y no dudaron de que pronto las cosas se complicarían. Aunque Simão había
tardado muy poco en entender que su misión como soldado era estar atento
a lo que pudiese pasar, la pregunta hecha unos días antes no solo se había
referido a su propia comodidad. También expresó su preocupación,
compartida por Fernando. Los esclavos estaban acostumbrados a los malos
tratos, de acuerdo, pero Fernando no tenía claro que el fundidor pudiera
distinguirlos de los artesanos al servicio del adil shah. Si el portugués la
tomaba con la persona equivocada, correría el riesgo de saborear a su vez el
dolor. A la luz del sol o a la de las antorchas, en mitad de la noche o en
pleno día, en todas las etapas de la fabricación del cañón Luís Gomes
escupía su ira y su miedo a un fracaso que sería fatal para él. No podía
permitirse perder el tiempo ni cometer errores. Si el trabajo no avanzaba lo
bastante deprisa, si el molde tardaba demasiado en secar, si los flejes de
acero no se colocaban en el lugar exacto, si el horno no calentaba el bronce
lo suficiente o si la aleación todavía daba la impresión de contener
impurezas, la cuerda volvía a abatirse. Los esclavos encajaban el golpe. Los
obreros ya no reían.
Cuando por fin llegó el momento de vaciar el foso donde estaba
enterrado el contramolde para verter el bronce y dejarlo enfriar, Luís Gomes
parecía dispuesto a matar a todo el mundo y todo el mundo quería matarlo a
él. Unas horas antes, un soldado indio de la guardia había sugerido enterrar
al fundidor en el foso antes de echar la aleación licuada. «Qué muerte tan
bonita para él», dijo en defensa de la propuesta, que Fernando tuvo que
rechazar muy a su pesar.
Sobre el foso se había levantado una estructura de andamios. Varios
esclavos terminaban de vaciarlo de tierra, para después, una vez liberados
del caparazón de arcilla, extraer el cañón y la culata. Era una operación
delicada. Los obreros afirmaban que pocos elefantes eran más pesados que
aquellas piezas que había que sacar del agujero. Y no contaban con ningún
elefante para elevar el cañón desde el foso, solo con hombres exhaustos tras
varios días trabajando sin descanso entre el humo y el calor del arsenal.
También el adil shah estaba allí, acompañado por Yusuf Khan y otros
miembros de la guardia. El soberano ansiaba presenciar el nacimiento de
aquella boca de fuego, la primera tal vez de muchas, que le permitiría hacer
frente a las amenazas de sus enemigos y reafirmar su poder.
En aquel instante, la pieza de bronce estaba suspendida en el aire y los
esclavos, con los pies hincados en el suelo y los brazos rodeados por las
cuerdas, se apoyaban en la cureña sobre la que debía posarse el cañón. La
pieza descendía lentamente, guiada por algunos obreros y por Gomes,
quien, ajeno a la solemnidad que el momento revestía para su patrón, seguía
dando órdenes a gritos…, aunque no lo bastante fuerte como para tapar el
crujido de una polea, retorcida por la presión. Por espacio de un segundo se
hizo el silencio y después una de las cuerdas se soltó, arrastrando consigo a
una fila de esclavos que cayeron al suelo. El cañón se precipitó de medio
lado contra la cureña, haciéndola trizas, para después girarse y aplastar la
pierna de uno de los obreros. El grito de dolor del hombre quedó ahogado
bajo el grito de cólera de Gomes. El fundidor hizo restallar su cuerda en los
cuerpos de los esclavos, todavía amontonados en la tierra ocre del patio. El
nudo de cáñamo fustigaba los miembros rotos, se clavaba en la carne.
Fernando vio cómo azotaba un ojo, que estalló por el golpe. El soldado no
pudo contenerse. Mientras Simão y los demás se apresuraban para liberar al
obrero, atrapado bajo el cañón y ya inerte, Fernando corrió hasta Gomes,
quien apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza antes de que un puñetazo le
alcanzara en la barbilla. Se desplomó y, por fin, se quedó callado. Resultó
un alivio para todos. Sobre una silla de andas apoyada en el suelo, a la
sombra de las telas que lo protegían del sol, el adil shah asintió con la
cabeza mirando al portugués tendido y pidió a uno de los músicos de su
cortejo que tocara una melodía con el sitar.
Fue al son de la música como levantaron el cañón, para apoyarlo
después sobre un remolque improvisado, y como Luís Gomes recuperó el
sentido tras recibir un cubo de agua tibia en la cara. Por primera vez desde
su llegada, el fundidor fue lo bastante inteligente para guardar silencio. Se
conformó con frotarse el maltrecho mentón, escupir un poco de sangre y
contarse los dientes con los sucios dedos. Le faltaba uno, justo delante.

Una semana después, en un terreno despejado a las afueras de Bijapur,


pusieron a prueba el cañón. Luís Gomes había podido permitirse descansar
y otra vez se pasaba la mayor parte del tiempo berreando sus órdenes. Pero
la ausencia del incisivo provocaba un ceceo, a veces intercalado con un
silbido extraño, casi musical, que según Simão tenía encantado al adil shah.
El sultán, instalado bajo una sombrilla en la ladera de una colina, observaba
la maniobra.
Por su parte, Fernando confiaba en que el cañón se resquebrajaría,
librando al reino para siempre de aquel hombre irritante. Sentado junto a
Yusuf Khan, algo más abajo que el adil shah, se mantenía a la espera.
Esa mañana, el cañón disparó diez veces. Diez descargas que hicieron
estremecerse el suelo. Precisas. De largo alcance. El estado del cañón se
verificó. Había aguantado. Luís Gomes acababa de demostrar que su
reputación no era infundada. Fernando supo que se había ganado un
enemigo, alguien que justo entonces se volvía poderoso. En el sitio y el
momento equivocados, otra vez. Ir contra el propio destino era imposible.
8
Lisboa-Cabo Verde, junio de 1624-enero de 1625

A sus casi sesenta años, apenas había cambiado. Rubio, pálido, flaco y
envuelto en su abrigo negro, el general de la flota portuguesa volvía de una
campaña costera, a la caza de piratas ingleses y holandeses. La caza había
sido buena. Las caras de los soldados y marineros, que en aquel momento
embarcaban en las lanchas para regresar a tierra, mostraban la alegría de
quienes se disponen a arrasar tabernas y burdeles esa misma tarde. También
el desahogo por alejarse del comandante, de su rostro de piedra, cuya
impasibilidad solo se resquebrajaba para lanzar órdenes secas que siempre
parecían acarrear una carga de amenazas implícitas. Aunque daba la
impresión opuesta, dom Manuel de Meneses volvía de aquellas tres
semanas en el mar con la satisfacción de haber limpiado las aguas del reino
de unos cuantos herejes, así como de haberle demostrado al soberano
español el valor de la flota portuguesa.
Desde la toldilla de su galeón veía acercarse una carabela que, tras entrar
en las aguas del Tajo, pasaba entonces frente a la torre de Belém. Aquella
era una llegada imprevista. Dom Manuel de Meneses ordenó que la llevaran
a puerto.
La carabela venía del Brasil. Matias de Albuquerque, gobernador de la
capitanía de Pernambuco, anunciaba la toma de Salvador da Bahia por los
holandeses el mes anterior y remitía copia de varias cartas del obispo. En
ellas, el religioso explicaba que el gobernador de Salvador se había visto
obligado a rendirse. A partir de entonces, el hombre de Iglesia dirigía en las
tierras del interior la resistencia, formada por los más de mil hombres que
pudo reunir tras la evacuación de la ciudad y por algunos cientos de indios.
Pedía ayuda. Albuquerque había enviado una compañía en auxilio del
obispo, pero no podía desamparar sus propias defensas, ante el riesgo de
que los holandeses decidieran atacar también Recife u Olinda.
La noticia causó un gran revuelo. Cuando llegó hasta Madrid, el rey
Felipe IV declaró que deseaba ir personalmente a Bahia para poner fin a
aquella ofensa por parte de los holandeses. Nadie se preocupó más de la
cuenta por la vida del soberano, quien, en lugar de embarcarse hacia las
Indias occidentales, mandó armar dos flotas. Una, la más importante, en
Cádiz; la otra, en Lisboa.
Dom Manuel de Meneses estaba indignado. Había vivido la anexión de
su reino por parte de España y le resultaba insoportable imaginar en aquel
momento la pérdida, a manos de piratas cismáticos, de un territorio
conquistado a muy alto precio. Veía en las órdenes de Felipe IV un intento
de reafirmar la superioridad de España sobre Portugal. Era humillante. La
recuperación de Bahia debía ser portuguesa. En consecuencia, ofreció su
apoyo a la creación, en solo unos pocos días, de la Compañía General del
Comercio, cuya venta en acciones a la nobleza lusitana permitiría financiar
la operación de reconquista de Salvador da Bahia.
Todavía no había llegado el mes de julio y el rey ya había ordenado
aparejar varios barcos con los que reforzar las guarniciones de Pernambuco
y Rio; rumbo a Salvador, Felipe IV envió tres navíos al mando de dom
Francisco de Moura, a quien pretendía encomendar el nuevo Gobierno de
Bahia. Al menos había tenido la prudencia de elegir a un portugués.
En agosto, dom Manuel de Meneses recibió por fin una carta del rey
nombrándolo comandante de la flota portuguesa. Aquel día sonrió. Aunque
no por mucho tiempo. El rey determinaba que, una vez estuviese lista, la
flota de Meneses debía desplazarse hasta Cabo Verde, donde se uniría a la
flota española dirigida por don Fadrique de Toledo, quien quedaba al mando
de la armada.
Todo Portugal se volcó en la reconquista de Salvador da Bahia. No solo
fueron docenas los fidalgos que se unieron a la expedición, sino que esos
mismos y otros muchos la financiaban. Se llegaron a reunir más de
doscientos mil cruzados; la mitad de esa suma era una donación de la
ciudad de Lisboa. Los obispos y arzobispos de Portugal también ayudaron,
al igual que los mercaderes de todas las naciones que allí se reunían. No fue
necesario que la Corona española aportara ni un solo real: Portugal se bastó
para financiar el flete de los barcos, una parte de la soldada de las
compañías de infantería, las armas y municiones, el material de asedio, los
víveres… Lo que se pretendía no era ayudar a Felipe IV a recuperar Bahia,
sino que fuese Portugal quien tuviese el honor de hacerlo. Era una cuestión
de honor, y dom Manuel de Meneses lo sabía mejor que nadie. La Corona
de España no podía seguir considerando a la nobleza portuguesa como
simples vasallos. Tenía el deber de respetar su autonomía. Él se encargaría
de demostrarles, a don Fadrique, al orondo conde-duque de Olivares,
canciller de las Indias, y al propio Felipe IV, hasta qué punto en Portugal
sabían defender sus intereses.
Durante los tres meses siguientes, Lisboa fue un hervidero. Había que
fletar los barcos —veintiséis serían de la partida—, asignarles tripulación y
capitanía, avituallarlos, armarlos, convocar a los soldados acantonados en
diversas guarniciones y reclutar muchos más… Dom Manuel de Meneses se
sumergió en la tarea junto a dom Francisco de Almeida, almirante de la
flota y maestre de campo del Tercio de Portugal. Lo hizo como siempre,
con meticulosidad y frialdad. También con brusquedad, sobre todo si tenía
que tratar con los fidalgos. Fuera cual fuese el puesto que ocupaban, desde
el capitán de navío o de infantería hasta el simple combatiente voluntario
sin otra atribución que su título de nobleza, todos estaban dotados de una
amplia incompetencia, todos deseaban siempre y a cualquier precio dar su
opinión o, peor aún, su consejo. Entre ellos, António Moniz Barreto
destacaba por una excepcional propensión a escucharse a sí mismo. Tenía
muchas ideas, casi nunca interesantes, y le encantaba desarrollarlas por
extenso. No prestaba atención a nada de lo que se le dijese, disfrutaba
adulando a los poderosos —salvo a Meneses, destinatario ostensible de su
desdén— y se esforzaba por lograr el aprecio de los subordinados, en lugar
de la obediencia. A dom Manuel le habría gustado conformarse con
ignorarlo, pero no podía evitar experimentar hacia él un sentimiento
cercano al odio, el mismo que en circunstancias normales reservaba para los
enemigos del reino. No estaba orgulloso. Y Moniz, que percibía
instintivamente el malestar en el comandante de la flota, parecía disfrutar
con ello. Solía llevarle la contraria delante de todos y gozaba de manera
evidente con los escasos momentos en que Meneses perdía su noble frialdad
habitual, para dejar paso a una rigidez tal que se habría dicho que le
acababan de clavar un atizador al rojo vivo en el trasero. A pesar de su
carácter, Moniz contaba con sus propios apoyos, e incluso se le reconocían
ciertas capacidades. Su posición en la flota era crucial: además de ejercer
como capitán del galeón Conceição, era el maestre de campo del segundo
tercio portugués. Así que no quedaba más remedio que entenderse con él y
tratar de mantenerlo a distancia.

El 22 de noviembre, con el viento de nordeste soplando a favor, la flota


portuguesa se hizo a la mar tras una oración colectiva. Desde la toldilla del
alcázar, dom Manuel de Meneses admiraba el espectáculo de las velas
hinchadas y señaladas con la cruz roja de la Orden de Cristo. Galeones,
carabelas y urcas se alineaban en la desembocadura del Tajo, antes de poner
rumbo a mar abierto y a las islas de Cabo Verde. Más de cuatro mil hombres
y trescientos diez cañones, miles de proyectiles, docenas de quintales de
pólvora, tres mil mosquetes y arcabuces y otras tantas picas y medias picas
se disponían a atravesar el Atlántico para hacer morder el polvo a los
ladrones de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales. Meneses
recordó por un momento a Cecilia de Roma, cuya festividad se celebraba
aquel día, una santa casada por la fuerza que había logrado convertir a su
marido y conservar la virginidad. No estaba convencido de que Portugal
pudiese hacer otro tanto. El capitán del galeón lo sacó de sus ensoñaciones
al indicarle cómo el Conceição de Moniz, la nave mejor armada de todas, se
alejaba de la flota. Las órdenes habían sido claras antes de zarpar y los
capitanes se habían mostrado de acuerdo con mantener sus navíos tan juntos
como fuera posible. Pero, una vez más, António Moniz Barreto hacía lo que
le venía en gana.
Lo pagó un mes más tarde, en las inmediaciones de Cabo Verde. El mar
estaba picado, la niebla era espesa y, tal y como era ya costumbre, Moniz
venía navegando apartado de la flota. La perdió de vista a la altura de la isla
de Maio, adonde el viento y las corrientes habían arrastrado el pesado
galeón. El destino se le presentó delante en forma de un arrecife lo bastante
profundo como para no ser visible, pero demasiado cercano a la superficie
para un navío tan grande como el Conceição, al que destrozó parcialmente
la quilla. Después, el fuerte oleaje se encargó de terminar poco a poco el
trabajo, mientras a bordo el pánico dominaba a los hombres.
Cuando la noticia del naufragio llegó a oídos de dom Manuel de
Meneses, este se felicitó por mantener los pies secos en un barco que
flotaba sin problemas, una costumbre que había adoptado tras el desastre de
las Comoras. A continuación, trató de aproximarse al Conceição, mientras
una carabela se dirigía a la isla de Maio para advertir a su señor y pedirle
socorro. Aquella noche la armada de Portugal perdió un galeón, pero
también más de ciento cincuenta hombres que, en la desesperación del
instante, se habían arrojado a las olas invocando el nombre de Dios. Los
supervivientes más devotos cuestionaron la sinceridad de la fe de sus
llorados camaradas. Uno de ellos, que se había agarrado a dos maderos
atados en cruz, había sobrevivido: esa era la prueba de que el Señor los
acompañaba. Si había decidido no salvar a todo el mundo, sin duda tendría
sus razones. Tampoco a dom Manuel de Meneses le habría importado no
rescatar a António Moniz Barreto, pero los hombres del señor de Cabo
Verde ya se habían encargado de hacerlo cuando él llegó al lugar del
naufragio, así que tuvo que conformarse con supervisar las operaciones de
descarga del Conceição. Gracias a los esclavos del señor de Maio, que
trabajaban con ahínco en las peores circunstancias, se pudo recuperar la
mayor parte de la carga, en particular los cañones y las municiones.
Después se prendió fuego al casco, que estuvo ardiendo hasta la mañana.
Tras el naufragio Moniz se comportaba con mayor discreción. En el
transcurso de la catástrofe, el capitán de infantería que había a bordo
convenció a una parte de los hombres para, a pesar de lo desesperado de la
situación, organizarse y construir balsas de emergencia, en lugar de
abandonarse a una muerte segura. Todos le estaban agradecidos; la estrella
de Moniz, en cambio, se había apagado, no solo debido al naufragio, sino
también por su actitud pasiva mientras el barco se iba a pique.

Las treinta naves de la armada de don Fadrique de Toledo no zarparon de


Cádiz hasta enero. Además de transportar el doble de hombres y cañones
que la armada de dom Manuel de Meneses, desde el principio llevaban un
retraso indudable. Alcanzaron Cabo Verde solamente a comienzos del mes
de febrero; su llegada fue un alivio para los portugueses, que empezaban a
impacientarse y a padecer las consecuencias del malsano clima propio del
lugar en que se hallaban acantonados.
Una vez reunidas las fuerzas de ambas flotas, portugueses y españoles
zarparon sin perder tiempo rumbo a las Américas. Desde su sitio
acostumbrado, con el cuello del abrigo levantado para protegerse del relente
que llegaba del mar embravecido, dom Manuel de Meneses no podía hacer
otra cosa que admirar el espectáculo de aquellas docenas de navíos, en
camino para imponer de nuevo el orden ibérico en una parte del mundo tan
disputada. Olvidando el rencor hacia el amo español y el doloroso recuerdo
de la Armada Invencible, la idea de ser uno de los líderes del contingente
naval quizá más poderoso del mundo le llenó por momentos de orgullo.
Hizo un esfuerzo para no sonreír y giró la cabeza, buscando con la mirada
la línea del horizonte.
9
Recôncavo de Salvador da Bahia, enero de 1625

Lo bueno de los holandeses era que se dejaban matar con facilidad. En


cuanto quedaban sin la protección de un muro o sin opciones de utilizar sus
mosquetes, se podía hacer con ellos lo que se quisiera. Habían estado tan
ocupados con la invasión y el saqueo de la ciudad que dieron tiempo al
obispo para reagrupar sus tropas y organizar la defensa del bastión de Rio
Vermelho. El cuartel general se instaló sobre una colina que tenía los
accesos protegidos por trincheras, equipadas con parte de la artillería que se
pudo sacar de São Salvador antes de la rendición. Los cañones, falconetes y
pedreros aseguraban la solidez defensiva.
De momento seguía lloviendo. Diogo Silva trataba de confundirse con la
vegetación, ayudado por la espesa cortina de lluvia. Tal y como Ignacio le
había enseñado, se esforzaba por mantenerse atento a todo. A los ruidos,
demasiado numerosos como para distinguirlos, esa tarde más que nunca: los
del torrente, que corría por el camino que tenían delante, y los de las hojas
sacudidas por el viento y golpeadas por las gotas, lo cubrían todo. También
a los olores; estaban, por supuesto, los de la vegetación húmeda y la tierra
devolviendo al aire el calor almacenado tras el sol de la mañana, pero
también los de los pollos asándose bajo el techado del molino de azúcar,
tras el que se escondían los indios tupinambás, los soldados portugueses y
el propio Diogo. Tenía hambre y le costaba concentrarse en cualquier otra
cosa. A su lado, Ignacio era como si no estuviese. Totalmente inmóvil, ni
siquiera se oía el sonido de su respiración. Tampoco parecía desprender
ningún olor. Cuando el aguacero arreciaba, casi desaparecía de la vista de
Diogo. Los demás tupinambás, emboscados algo más allá, eran también
invisibles. Por suerte, siempre había detrás algún portugués que tosía o
hacía tintinear la espada o la pica, aliviando un poco su soledad.
La lluvia era su aliada. Impediría a los holandeses utilizar los mosquetes.
El obispo habría agradecido aquella ayuda divina, si no hubiese muerto
unos meses antes, víctima de las fiebres. Desde el instante inmediatamente
posterior a la toma de São Salvador por los holandeses, había puesto en
marcha una estrategia de gran eficacia, reforzada por la llegada de los
hombres y las provisiones que habían enviado desde Pernambuco. La
estrategia era sencilla: fortificar la mayor parte de los molinos de azúcar y
las granjas que se encontraban en el Recôncavo, fuera de las murallas de
São Salvador, y defenderlos instalando hombres y armamento. Las islas de
la bahía de Todos los Santos también estaban bajo el control de los rebeldes
portugueses. Los holandeses se verían obligados a enviar tropas para
intentar ganar terreno; salir de São Salvador significaba exponerse al riesgo
de caer en emboscadas. Lo pudieron comprobar amargamente en las
primeras semanas, cuando su líder, el general Van Dort, murió en combate
con Francisco Padilha y los indios bajo el mando de Afonso Rodrigues de
Cachoeira le cortaron las manos y la cabeza. Diogo había oído contar la
hazaña en más de una ocasión y confiaba en poder participar algún día en
algo parecido. El caso era que los holandeses salían cada vez menos a
menudo. Durante algún tiempo habían intentado enviar a esclavos negros
hasta las granjas y los molinos, en busca de víveres. Y los esclavos habían
corrido la misma suerte. Algunos incluso fueron devueltos con vida, pero
con las manos cortadas y un cartelito colgado del cuello que explicaba a lo
que se exponía quien se atreviese a transitar sin cuidado por el Recôncavo.
Dadas las circunstancias, ¿para qué les servía tener bajo control una ciudad
como São Salvador, si no podían sacar provecho de los recursos de las
tierras del interior? ¿Si ni siquiera tenían acceso a las granjas y campos de
cultivo, para abastecerse de alimentos, o a los molinos de azúcar y las
riquezas que estos proporcionaban? Tarde o temprano, los holandeses
tendrían que intentar alguna incursión. Seguramente no se alejarían mucho
de las murallas urbanas y siempre llevarían una gran escolta armada. Se
conformarían con alcanzar aquellos molinos y granjas que no estuviesen
fortificados y cuyos propietarios tuvieran fama de preferir el comercio a la
guerra.
Ese era el caso del dueño del molino tras el que Diogo esperaba
agazapado. Los portugueses le animaron generosamente a que comerciara
con el enemigo. Los holandeses llevaban varios meses visitándolo para
abastecerse de azúcar, fruta y aves de corral. Aquel día se disponían a
recoger una carga de panes de azúcar y comerían allí mismo. Venían
haciendo mucho ruido. El carromato que debía transportar el azúcar
chirriaba desde el camino inundado por la lluvia. Las voces se oían cada
vez más cerca. Los mosqueteros inspeccionaron el lugar y se asomaron
brevemente al lindero de la selva, para después girarse hacia los pollos que
un esclavo del molino cocinaba ensartados en un espetón, dándoles vueltas
sobre la hoguera. Tras lograr separarse de tan hipnótico espectáculo, se
pusieron manos a la obra. Durante unos minutos se pudo oír a los hombres
cargando el carromato. Cuando terminaron, el propietario apareció junto a
un oficial holandés. De uno en uno, los otros soldados, que habían estado
vigilando la carga del carromato delante del molino, se les unieron.
Hablaban y reían. El oficial pagó al propietario. Retiraron el espetón con los
pollos atravesados. Diogo había contado un total de veinticinco hombres: el
oficial, veinte mosqueteros y alabarderos, el conductor del carromato y tres
esclavos negros que le servían de asistentes. Cuando Ignacio elevó
lentamente el arco, Diogo hizo lo mismo. Seleccionó a un alabardero
entrado en carnes, pensando que sería más fácil de acertar. Tras seis meses
junto a los tupinambás, aún no tenía la misma destreza que ellos, pero
progresaba a buen ritmo. Ignacio disparó su arco en primer lugar. La flecha
atravesó de parte a parte el cuello del oficial, para clavarse después en el
pollo que, a su espalda, sostenía en la mano el propietario del molino. Los
demás indios dispararon al instante siguiente, lo mismo que Diego, que
alcanzó a su objetivo en la pierna. Otros tres soldados se desplomaron con
aquella primera salva. Los que todavía seguían en pie no habían tenido
tiempo de comprender qué estaba ocurriendo, cuando vieron salir de la
espesura una marea de tupinambás equipados de mazas y seguidos por
portugueses armados. Los más sensatos huyeron. Los que se quedaron no
eran más valientes, simplemente no se daban cuenta de lo que pasaba, o
quizás estaban heridos. El ataque no duró demasiado. Aquellas emboscadas
se llevaban a cabo como en trance o en sueños; cuando uno empezaba a ser
consciente de lo que estaba haciendo, ya todo había terminado.
Los holandeses que no pudieron escapar tenían dos posibilidades:
defenderse o rendirse. Los portugueses hicieron dos prisioneros y dejaron a
los heridos donde los encontraron. Los tupinambás cortaron las manos y las
cabezas de los cinco cadáveres. Contaban con tiempo suficiente, así que
también los despellejaron. El espectáculo disgustaba a los portugueses, pero
tenía la ventaja de servir para aterrorizar al adversario. Si venían a
rescatarlos, los heridos contarían lo que habían visto. Diogo empezaba a
acostumbrarse. Ahora, gracias a Ignacio, era parte de aquel grupo de
guerreros, pero sus orígenes le prohibían ensañarse con el cuerpo de los
enemigos, y él lo prefería así. Cuando todo terminó, se comieron los pollos.
10
Bijapur, marzo de 1625

—Míralo. Qué orgulloso está. Parece un pavo real… Incluso tiene la misma
voz.
Simão observaba a Luís Gomes. El fundidor acababa de regalar al adil
shah un cañón en miniatura hecho por él mismo que, según decía,
funcionaba. Aunque no aconsejaba utilizarlo bajo techo.
—¡Vaya lameculos! Al menos podría mostrar un poco de recato…
Fernando y Simão no se fiaban. Desde que lograra fabricar un cañón de
gran calidad en un plazo que parecía imposible de cumplir, Gomes formaba
parte de la corte. Tenía a su cargo un taller que producía piezas de artillería
con rapidez y regularidad, y el adil shah le estaba muy agradecido. Por tal
razón, le pagaba bien, cerraba los ojos a sus arrebatos de violencia con los
obreros y le escuchaba cada día más. Ahí estaba el problema. El fundidor,
con su lengua apoyada en el hueco del incisivo ausente, hablaba en aquel
preciso instante al soberano, emitiendo un pitido que era un continuo
recordatorio del conflicto que lo enfrentaba a Fernando. Fernando y Simão
sabían por el propio Yusuf Khan que Gomes hacía todo lo posible para
desacreditarlos. El jefe de la guardia seguía de su parte, pero ¿cuánto
tiempo más podría plantar cara al hombre que estaba convirtiendo la
artillería del ejército de Bijapur en una de las mejor equipadas del Decán?
Caer en desgracia después de haber renegado de la fe cristiana obligaría a
Fernando y Simão a renunciar a lo que, tras adaptarse a las circunstancias,
estaban construyendo. Habían alcanzado una posición envidiable en Bijapur
y se verían obligados a abandonarla, ofrecer sus servicios a otros soberanos
y empezar una vez más desde cero. Siempre, claro está, que les permitieran
irse.
Simão llevaba varias semanas insistiendo en que debían escapar lo antes
posible, mientras el veneno de Gomes aún no hubiera contaminado al adil
shah y todavía dispusiesen de cierta libertad de movimientos. El plan no
parecía disgustarle. Fernando, por su parte, seguía empeñado en creer que
aún tenían opciones de conservar sus puestos, gracias al apoyo de Yusuf
Khan. Sin embargo, según pasaban los días, cada vez lo veía menos claro.
Por fin, Gomes se marchó. El adil shah se había retirado a sus aposentos,
desde donde llegaban los acordes de una melodía. Tras el cambio de
guardia, Fernando y Simão salieron de palacio.

Se encontraban ya a pocas calles de donde vivían cuando un hombre se


les acercó por entre la multitud y les pidió en portugués que lo siguieran
disimuladamente. Los dos soldados comprobaron que llevaban al cinto sus
dagas y se miraron. Fernando asintió. Simão se encogió de hombros.
Dejaron que el hombre se adelantara un poco y se pusieron en marcha.
Avanzaron por vías principales y después por callejuelas, en las que les
resultaba más sencillo percatarse de tener alguien detrás. El recorrido los
llevó finalmente ante un discreto portal. El hombre los invitó a pasar.
Entraron en un cuarto pequeño y sin decoración. Los vigilantes que allí
había les ordenaron desarmarse. Fernando echó mano a la daga, sin ninguna
intención de soltarla. Simão dudó. El hombre les dijo que no tenían nada
que temer y que la presencia de dos soldados armados del adil shah en el
palacio del embajador del virrey era de todo punto imposible. En el
momento de marcharse recuperarían lo que dejaran a la entrada. No hizo
alusión alguna a su condición de renegados, algo que Fernando no supo
cómo interpretar. ¿Intentaban hacerles creer que carecía de importancia?
¿Querían engañarlos? No pensó que se tratase de una trampa. Los habrían
matado antes y en cualquier otro lugar. Dejaron las armas en manos de los
vigilantes y el hombre los guio por los pasillos del palacio, hasta un salón
que se abría a un patio. En el centro, al descubierto, el agua manaba de una
fuente. Su gorgoteo y el rumor de las hojas de palma sacudidas por la brisa
tenían un efecto tranquilizador, tras el bullicio constante de las calles.
Reconocieron al embajador porque lo habían visto ya en el palacio del adil
shah. Sentado junto a un mirador que daba al jardín, bebía de una copa de
agua azucarada. Hizo un gesto a Fernando y Simão, invitándolos a
acercarse.
—Tengo un problema y vosotros también —dijo—. El mío es más
grave. El vuestro, más inmediato y peligroso. Nuestros dos problemas
llevan el mismo nombre: Luís Gomes.
—Nosotros tenemos otro problema distinto con vos, ¿no? —preguntó
Fernando.
—Ah…, entonces queréis hablar de eso. Vale. Cierto, habéis mostrado
una actitud decepcionante hacia nuestro reino, y más todavía hacia nuestra
religión. Es algo difícil de perdonar. Dom Afonso de Sá está más disgustado
que nadie. Sobre todo, porque él respondía por vosotros y le habéis
provocado bastantes complicaciones. Sin embargo, ha utilizado la poca
influencia que todavía tiene para convencer al virrey de que podríais
ayudarnos con nuestro problema. ¿Qué opináis?
—No somos más que dos pobres soldados descarriados —respondió
Simão, con aquella entonación que solía adoptar para hacerse pasar por más
tonto de lo que era, y que muchas veces, por culpa de un resquicio de
sonrisa que no lograba borrar de la comisura de los labios, parecía
solamente insolencia—. ¿Qué podemos hacer por vos?
El embajador lanzó a Simão una mirada siniestra y se giró hacia
Fernando.
—Libradme de nuestro problema común y me plantearé vuestro regreso
a Goa.
—No —dijo el soldado.
—¿No? ¿Cómo que no? —preguntó el embajador, molesto por el tono
cortante de Fernando.
Simão seguía sonriendo. Fernando miró con fijeza al embajador.
—No. Sencillamente, no. Vos no estáis en condiciones de permitirnos
regresar sin nada que temer. No tenéis ninguna autoridad sobre el tribunal
del Santo Oficio. Y, en realidad, de allí vendrían nuestros problemas cuando
volviéramos a Goa. Todo lo que pueda ocurrirnos aquí, si Gomes consigue
convencer al adil shah de que no somos personas de confianza, será
infinitamente menos grave y doloroso que lo que podrían hacernos los
inquisidores.
—La Inquisición no será un obstáculo. Mis intereses y los suyos
convergen. Tampoco ellos desean ver cómo Bijapur se vuelve capaz de
presentar su artillería ante las murallas de Goa.
—Estáis dando por seguro que deseamos regresar a Goa. Pero no es así.
No en estas condiciones. ¿Acaso salimos ganando en algo?
—Hablad claro de una vez, ¿qué es lo que queréis?
Fernando miró a Simão antes de responder.
—Portugal. Con una pensión por los servicios prestados. Y dos pasajes
con derecho a cargamento en la próxima travesía mercantil que zarpe hacia
Lisboa.
El embajador sonrió.
—Viniendo de dos soldados salidos de la nada, son unas exigencias
considerables.
—Son unas exigencias sencillas, viniendo de dos hombres que nunca
pidieron nada; que cumplieron con su deber y tuvieron que marchar solo
porque ciertos asuntos comerciales, en los que el virrey deseaba participar,
no se organizaron como era debido.
—Veré lo que puedo hacer. Pero tened en cuenta que el trabajo debe
llevarse a cabo con rapidez.
—Así se hará. Pero antes necesitamos que se nos entreguen garantías por
escrito de nuestra seguridad una vez en Goa y de nuestro retorno a Portugal,
según lo convenido.
El embajador daba vueltas al agua con azúcar en la copa, mientras
miraba con aire pensativo a aquel renegado medio tuerto que había tenido
los redaños de exigir tanto y que demostraba tener en tan poca estima el
honor del virrey y el valor de la palabra dada por él mismo. Se mantuvo en
silencio por un momento. Fernando no se puso nervioso y siguió mirándolo
fijamente. En cuanto a Simão, su atención se centraba en la jarra de agua
azucarada. El embajador tomó un sorbo, se pasó la lengua por los labios y
suspiró:
—De acuerdo. En breve mandaré a buscaros.
Hizo un gesto con la cabeza y el hombre que había acompañado a
Fernando y Simão los guio de vuelta a las callejuelas. Cuando los dos
soldados se hallaban lejos de la embajada, Simão se dirigió a Fernando.
—Me estaba muriendo de sed. ¿Te piensas que nos iba a ofrecer un
vasito de agua con azúcar? De eso, nada. ¿De veras podemos confiar en
alguien que nos trata de este modo?
—No tengo ni idea. Pero lleva razón, Gomes es un problema. Tenemos
que deshacernos de él de todos modos, así que tanto mejor si nos
proporciona algún beneficio. Pero deberemos andarnos con cuidado. Es
evidente que no somos más que peones, pero no me gusta un pelo que me lo
recuerden con tanto desprecio. No tienen ninguna necesidad de concedernos
lo que pedimos. Aunque no nos queda otro remedio que esforzarnos por
creer que sí… De momento no tenemos mucho más.

Igual que cuando servían en Goa, en Bijapur también vivían de alquiler. Al


principio compartían el alojamiento con otros soldados, incluido un
mercenario portugués. Su ascenso en las filas de la guardia del adil shah les
permitió pagar la renta a medias. Ya no tenían que establecer horarios de
ocupación de las camas, según las guardias o compromisos de cada cual, ni
compartir armas o vestimenta. Y, más importante, podían custodiar sus
pertenencias con algo menos de temor. En el jardín, enterrada al pie de una
palmera, había una pequeña bolsa de cuero, esperándolos. Contenía los
diamantes pacientemente acumulados tras cada servicio prestado, cada
botín repartido, cada recompensa cobrada o cada estipendio obtenido. No
era una fortuna. Las piedras no eran gran cosa, muchas ni siquiera estaban
talladas. Sin embargo, seguían siendo ganancias mucho mayores que las
que habrían podido imaginar, de haberse conformado con las vidas que les
habían correspondido y no haber embarcado un día en la carraca São Julião.
Los diamantes eran fáciles de disimular y permitían evitar los impuestos
que se pagaban por las mercancías de exportación. Lo difícil era encontrar
un pasaje para viajar a Portugal. Las plazas eran escasas y caras. Se suponía
que los soldados no regresaban. La oportunidad de hacerlo no se presentaría
dos veces. Había que aprovecharla. Además, la tarea de asesinar a Gomes
no tenía nada de suplicio. Lo complicado, después, sería lograr salir de
Bijapur.

De pie, a la sombra de un soportal, Simão se chupaba los dedos. Estaba


sudando y no sabía si atribuirlo al calor, o bien al picante en el estofado de
pollo y arroz que acababa de devorar. A lo lejos sonó una detonación.
Gomes estaba poniendo a prueba un nuevo cañón salido de su taller. A un
lado del puesto en el que habían comprado la comida, Fernando recibía
unos documentos de manos del hombre del embajador, que inmediatamente
después desapareció entre la multitud. Fernando volvió junto a Simão y le
tendió los papeles para que los leyese. Este los ojeó.
—Hay una carta del virrey en la que se nos autoriza a volver a Goa. El
segundo papel es una nota en la que se nos informa de que, para la pensión
y el regreso a Portugal, deberemos acudir al palacio del virrey, una vez que
hayamos prestado el servicio que se nos solicita. De la Inquisición no dice
nada…
Fernando suspiró.
—¿Qué hacemos ahora? Si resulta que tenemos derecho a volver a Goa,
se supone que es porque han llegado a un acuerdo con las autoridades
religiosas, ¿o no?
—¿Acaso tenemos elección? —preguntó Simão.
—Me encantaría, pero me temo que no.
—Hagámoslo. Al menos tendremos una historia que contar.

Gomes no se fiaba. Pero también era vanidoso. Había acabado por aceptar
la invitación de Simão. Más sociable y simpático que Fernando, fue él
quien se encargó de visitar al fundidor de cañones para proponerle una
reunión en casa de los dos soldados. De nada servía, le dijo, seguir
buscándose las cosquillas entre portugueses. Habían empezado con mal pie
porque Fernando no sabía controlar su irascible carácter. Y lo conveniente
era llevarse bien. Además, afirmó Simão, el ascenso de Gomes los había
impresionado. Tenían ciertos negocios en ciernes y pensaban que incluir a
alguien tan importante como él solo podía beneficiarlos. No era imposible
ponerse de acuerdo, estaban dispuestos a negociar la participación de
Gomes por un precio razonable.
Simão no estaba orgulloso, pero tampoco sentía vergüenza: tras una
campaña en la costa de Malabar, mientras permanecían acantonados en Goa
durante el invierno, había estado acostándose con la esposa de un casado de
la ciudad. El joven comentaba con la adúltera la preocupación que le
producía la idea de mantener relaciones con la mujer de un hombre de
rango superior. Ella, en cambio, no se preocupaba lo más mínimo. Se
limitaba a hacer lo mismo que las demás. Cuando deseaba escapar de su
marido, le preparaba una tisana aderezada con frutos de estramonio. El
marido se quedaba dormido como un bebé y no recordaba nada al día
siguiente. Bastaba con prestar atención para no pasarse con la dosis, porque
ya había ocurrido que algún cornudo olvidara por completo despertar.
Simão no se anduvo con tantos miramientos. Había dejado reposar el
estramonio en agua por un buen rato, antes de echarlo en el vino de palma
que luego le sirvió a Gomes generosamente. El fundidor bebía con visible
placer, mientras Fernando y Simão le hablaban del comercio de diamantes.
El negocio parecía provocarle un gran interés. Gomes empezó a notar
sequedad en la garganta y la boca y se sirvió más vino. Las alucinaciones
comenzaron un poco más tarde. La noche había caído y los murciélagos
revoloteaban alrededor. Tenía la impresión de que eran realmente grandes.
Simão le dijo que, como él era tan pequeñito, quizá por eso se lo parecían.
Gomes se puso en pie y bajó la cabeza para mirarse. Por el intersticio vacío
de la dentadura se le escapó un silbido. Al momento, se puso a llorar
porque, decía, sí que era minúsculo. Levantó la mirada hacia el cielo, en
busca de Simão y Fernando, pero eran demasiado altos y demasiado
grandes y no lograba siquiera divisar sus ojos. Por último, se desplomó. Su
cuerpo se agitó unos instantes y luego se quedó quieto. Fernando y Simão
lo observaron sin atreverse a acercarse. Al cabo de unos segundos,
Fernando se decidió. Daga en mano, se arrodilló junto al cuerpo del
fundidor de cañones. Arrimó la oreja al pecho de Gomes, en busca del
latido del corazón. No oyó nada. Estaba ya irguiéndose cuando, de repente,
el cuerpo inerte recuperó el vigor y se incorporó de golpe. Fernando se
asustó y clavó la daga en el pecho de Gomes, que volvió a desplomarse,
emitiendo aquel irritante silbido por última vez.
Fernando se quedó mirando el cadáver antes de volverse hacia Simão:
«¿En qué nos hemos convertido?». Simão no se molestó en responder.
Ambos lo sabían. Poner palabras a aquello solo serviría para hacer aún más
evidente que habían matado a un hombre en su propio beneficio. No por
causa de la guerra, que tenía sus normas, ni en defensa propia. Esa era la
verdad. Siempre podrían decirse que, de no actuar ellos antes, tarde o
temprano Gomes los habría quitado de en medio, pero no se engañaban.
Pudieron elegir entre varias maneras de protegerse, empezando por la
huida. Pero se decidieron por la solución más fácil y, sobre todo, la más
rentable. Simão se preguntó si algún día se atrevería a ponerlo por escrito.
Después tocó cavar. Una vez desenterrada la bolsa de cuero, los dos
hombres siguieron hundiendo en la tierra sus dagas durante toda la noche,
en silencio, hasta haber excavado una tumba poco profunda para el fundidor
de cañones. Al morir, a Gomes se le habían vaciado las tripas. Sin embargo,
era el olor del suelo, esos efluvios de la materia en descomposición que la
tierra exhala cuando se aparta su capa superior, lo que se le pegaba a
Fernando en las fosas nasales. De poco le servía sonarse la nariz o aclararse
la cara con agua, el olor seguía allí. Se preguntó si algún día conseguiría
vivir en un lugar distinto a la podredumbre. El sol se elevaba y el leve rocío
brillaba sobre la vegetación del jardín, incluidas las hojas secas que
Fernando y Simão extendieron sobre la tumba reciente para disimularla un
poco. El sutil hedor a enmohecido seguía flotando a su alrededor. Fernando
se olió las manos sucias, se las frotó en la camisa, se agachó y vomitó. Se
limpió la boca con el dorso de la mano, aspiró por la nariz y, con los ojos
brillantes, hizo una seña a Simão para que lo siguiese.
Entraron en la casa, se vistieron de uniforme y reunieron sus
pertenencias. Apenas nada. Dos vidas que cabían en el fondo de un saco
apoyado en un rincón. Se repartieron los diamantes y los escondieron en el
forro de sus chaquetas. No tenían idea de si Gomes había hablado a alguien
de su cita de la víspera. Decidieron arriesgarse y acudir a palacio, al cambio
de guardia que les correspondía.
Todo salió a pedir de boca. A media mañana, Yusuf Khan les mandó ir en
busca de Gomes, que no se había presentado en el taller. El jefe de la
guardia no se hacía ilusiones. El fundidor reaparecería cuando se hubiese
repuesto, tras pasar la noche bebiendo vino de palma en algún burdel. Era
algo habitual. Fernando y Simão mantuvieron la compostura. Fueron
adonde vivía Gomes y visitaron algunas casas que proporcionaban alcohol
y mujeres. Regresaron de vacío y Yusuf Khan no pareció sorprenderse.
Claro que aquella ausencia lo molestaba. Tampoco él soportaba a Gomes,
pero el adil shah lo quería a su lado. Se lo perdonaría otra vez.
Cuando los relevaron, Fernando y Simão fueron al establo y pidieron
que les preparasen dos caballos. El mozo de cuadra sabía que tenían la
confianza de Yusuf Khan y no hizo preguntas. Salieron de palacio y pararon
en su casa para recoger el saco y las cartas del virrey.
Se decía que en Bijapur había más de un millar de mezquitas. Salieron
de la ciudad al anochecer, mientras los almuédanos llamaban a la última
oración. Marchaban discretamente, dos caballeros perdidos en la
ensordecedora algarabía. El cielo estaba despejado y la luna parecía una
gran moneda de plata pegada encima. Tenían toda la noche para avanzar.
No los echarían en falta hasta la mañana, y quizá tardaran aún más tiempo
en descubrir el cadáver de Gomes. Cada minuto de ventaja los pondría un
poco más a salvo. Cabalgaron en silencio hasta que los almuédanos
terminaron su salmodia, y entonces Simão empezó a hablar.
—No teníamos elección. Lo sabes.
—Nos hemos vendido al mejor postor, es lo que hay. ¿Que no teníamos
elección? Desde que dejamos el servicio, siempre la hemos tenido. Lo único
que se nos negaba era el regreso a Portugal.
—Ahora nos lo permiten.
—Es posible que ahora nos lo permitan. Lo sabremos al llegar a Goa. Si
resulta ser cierto, todavía habrá que ver si la nave en que embarquemos
llega hasta Lisboa…
—¡Bueno! ¡Esos azares son la sal de la vida!
—De la tuya, quizá. A mí lo que me gustaría es tener la mía un poco bajo
control de una vez. No tener que ponerla en manos de un Gomes, de un adil
shah, de un Francisco de Gama, de un Afonso de Sá o de un Meneses.
—¡Meneses! Hace mucho que no me acordaba de él…
—Pues a mí no me resulta tan fácil olvidarlo —dijo Fernando, con la
punta de los dedos apoyada en la cicatriz de su pómulo.
11
São Salvador da Bahia, marzo de 1625

El Recôncavo les pertenecía. A partir de la emboscada del molino en el mes


de enero, no dejaron de castigar a los holandeses y causarles grandes
pérdidas. Pocos días después mataron a su líder, Albert Schouten, mientras
dirigía un destacamento frente a las murallas de São Salvador. Cayó de un
solo golpe, abatido por una bala de mosquete. Una vez más, la escaramuza
no duró mucho. Los mosqueteros holandeses eran numerosos; los
portugueses no tardaron en replegarse. Habían logrado lo que pretendían.
Desde entonces, los holandeses se mantenían a cubierto. Según los espías
que pululaban por São Salvador, estaban esperando una flota de refuerzo,
que no tardaría mucho en llegar.
Así que Diogo salió de caza sin miedo. Avanzaba lentamente, sobre el
suelo todavía húmedo tras el chaparrón que las nubes negras llegadas del
mar habían descargado durante la tarde. Al llegar al lindero de la selva, se
agachó, después se arrodilló y tiró un poco de su camisa de algodón, que se
le pegaba al cuerpo. Tras los arbustos, los rayos inclinados del sol
atravesaban la bruma que despedía el suelo aún caliente de un cañaveral
abandonado. Un prisma de colores flotaba algunos centímetros por encima
de la tierra. Al otro extremo del terreno, las ruinas calcinadas de un molino
de azúcar, incendiado en los primeros días de la invasión para evitar que
cayese en manos de los holandeses, teñían de pesadumbre el ambiente.
Alrededor, ni un solo ruido. La selva parecía recogerse, en silencio, en torno
a aquel lugar de muerte. Por entre la vegetación baja que se extendía detrás
del molino asomaron ocho pecaríes. Se metieron en el erial y se pusieron a
rebuscar en el suelo. Desde su escondite, Diogo los observaba. Se volvió
hacia Ignacio, quien le indicó por señas que era el momento. Tratando de
hacer el menor ruido posible, agarró el gran arco que había dejado en tierra
al llegar. Con mucho cuidado, lo armó con una flecha de caña, que prendió
en la cuerda de fibra de corteza de palma. Sujetando el arco en diagonal,
apuntó a uno de los pecaríes, que levantaba el hocico para olfatear el aire
emitiendo un gruñido. Diogo se quedó quieto, seguro de que el animal
había percibido su olor. Mantuvo el arco tenso, sin atreverse a aflojarlo.
Cuando el cerdo salvaje volvió a bajar el morro, el muchacho disparó sin
tomarse realmente el tiempo de apuntar. La flecha voló por encima de la
parcela y fue a clavarse en la pata trasera del animal, que soltó un chillido y
se alejó cojeando, tras el resto de la asustada piara. El muchacho cruzó
corriendo el cañaveral y se hundió en la espesura, en pos de su presa, con
Ignacio siempre a su espalda. Las ramas le golpeaban el rostro. Diogo
intentaba no dejarse distanciar demasiado. A pesar de la herida, el animal
iba aumentando su ventaja; cuando Diogo emergió por fin del túnel vegetal,
lo había perdido de vista. Se detuvo para recuperar el aliento y trató de dar
con algún rastro de sangre que le indicara la dirección que había tomado el
pecarí. Ignacio fingía no saber hacia dónde había escapado el cerdo. Era su
manera de enseñarle a Diogo las cosas, forzándolo a que se las arreglara
solo y aprendiera de sus errores. Oyeron gritos. La persecución los había
llevado hasta la ladera de la Vigia. La colina ofrecía una vista panorámica
sobre el océano y la entrada de la bahía. En la cima, los soldados de guardia
hablaban nerviosos entre sí y señalaban en dirección al mar. Desde donde
ellos se hallaban, Diogo e Ignacio no tenían una perspectiva despejada, así
que siguieron ascendiendo a buen ritmo. Cuando por fin divisaron el mar
abierto, el espectáculo que se encontraron los sobrecogió. Docenas de
veleros navegaban hacia la bahía.
«¡Los refuerzos holandeses!», gritó uno de los soldados, tan alterado que
no prestó atención al muchacho y al tupinambá desnudo y de cráneo
afeitado que lo acompañaba. Los demás seguían callados y movían la
cabeza, afligidos. Permanecieron allí, mirando cómo la inmensa armada se
acercaba lentamente, durante algunos minutos. Un barco más pequeño, sin
duda una carabela, se había adelantado y avanzaba más rápido que el resto
hacia la costa. La luz descendía a medida que el sol se iba escondiendo tras
la Vigia, pero antes de que oscureciese tuvieron tiempo de distinguir en la
vela la cruz de la Orden de Cristo. La flota no era holandesa. Se trataba de
refuerzos, eso sí. Sus refuerzos. El soldado que había gritado emitió un
sonido que hizo pensar a Diogo en el chillido del pecarí herido y se echó a
llorar de la emoción. Diogo e Ignacio corrían ya ladera abajo. Había que
avisar al ejército de Rio Vermelho.

Desde su partida de Cabo Verde, la armada solamente había perdido un


barco más. La nao Caridade había encallado en los arrecifes frente a la
costa de Paraíba. Pudieron recuperar la mercancía que transportaba y solo
murieron dos marineros, debido a las prisas que les entraron por lanzarse al
mar en los minutos posteriores al naufragio. Como la noche caía rápido y la
escena no debía repetirse, echaron el ancla delante de la barra de la bahía de
Todos los Santos. Dom Manuel de Meneses se encontraba en su camarote,
escribiendo en el diario de a bordo. Al lado había depositado un libro de
poemas. Tras una vida consagrada a la navegación y a la cosmografía,
según iba envejeciendo apreciaba cada vez más el ejercicio de perderse en
las palabras y sus sonoridades, incluso con su mala costumbre de
empeñarse en analizar demasiado lo que leía. Dom Manuel de Meneses se
molestaba si los sentimientos se apoderaban de él. Al día siguiente era la
Pascua: los holandeses se llevarían una buena sorpresa cuando asistieran a
la resurrección de Portugal. Sonrió y al momento contempló
instintivamente el camarote, vacío a la luz de la lámpara de aceite, como
para asegurarse de que nadie había presenciado aquella breve muestra de
humanidad.

En la tarde del día anterior, los rebeldes intentaron un asalto que fue
rechazado con facilidad. Los refuerzos seguían sin llegar. Algunos
documentos incautados en una carabela portuguesa apresada semanas atrás
indicaban que una armada de apoyo estaba en camino desde España y
Portugal. Willem Schouten, que había reemplazado a su hermano al mando
de São Salvador, había retomado los trabajos de fortificación, tanto por la
parte de la bahía como por la del interior. No avanzaban lo bastante rápido.
El ataque vespertino, que había puesto a prueba las defensas de la ciudad, lo
tenía preocupado. Al salir del culto de Pascua no dejaba de dar vueltas a
todo aquello, cuando le comunicaron que una flota había cruzado la barra
de la bahía de Todos los Santos y se hallaba anclada frente a la ciudad.
La mente humana es una cosa extraña. A veces se ofusca en la negación.
Lo primero que pensó Schouten fue que sus propios refuerzos por fin
habían llegado. Dio orden de izar el estandarte de las Siete Provincias
Unidas sobre el campanario de la iglesia más alta de São Salvador, para que
las naves de mar adentro supieran que la ciudad seguía bajo su control. Se
le acercó un edecán. Desde el puerto habían identificado los navíos, ahora
dispuestos en semicírculo ante ellos, del fuerte Santo António a Tapuípe.
Eran españoles y portugueses. Se esforzó por mantener la mente despejada,
pero había una idea a la que daba vueltas sin cesar: nunca había tenido
madera de líder. Aquella responsabilidad, que ahora era suya, lo ahogaba.
Se levantó el cuello del abrigo de un tirón y sintió el sudor que se le
acumulaba en las mejillas y las aletas de la nariz. Se puso a dar órdenes
agitando los brazos para disimular el temblor de sus manos. Cincuenta
navíos enemigos, tirando por lo bajo, obstruían la bahía. Schouten disponía
en el puerto de apenas veinte embarcaciones de guerra. Estaban atrapados.
Ordenó situar algunos barcos mercantes entre el puerto y los asaltantes y
hundirlos, para impedir a los adversarios acercarse y evitar que
bombardeasen la ciudad. También había que evacuar el fuerte de São
Felipe, al final de la punta de Tapuípe, a una legua escasa de allí. Los
sesenta hombres de su guarnición no aguantarían mucho y resultaban más
útiles en el interior de las murallas. Estaba dando estas instrucciones cuando
oyó las primeras detonaciones provenientes de São António. Necesitó
sentarse un momento.

La noche duró un siglo. Cuando dom Francisco de Moura, llegado unos


meses antes para ocupar el puesto del obispo, recibió el aviso de la
presencia de refuerzos, ordenó atacar a los holandeses de inmediato.
Arcabuceros, mosqueteros, artilleros con falconetes y pedreros e indios se
pusieron rápidamente en marcha, en dirección al monasterio de São Bento.
Lanzaron el asalto desde allí. Los holandeses todavía no estaban al corriente
de que la armada se acercaba y no habían desguarnecido las defensas del
interior. Respondieron a los primeros disparos y algunos soldados
portugueses cayeron al momento. La gran ofensiva duró solo veinte o
treinta de minutos, lo suficiente para que Diogo experimentase en qué
consistía una batalla. El estruendo de la artillería, el silbido de las balas, los
gritos que nunca paraban: órdenes arrojadas al viento, lamentos expulsados
al vacío y balbuceos incomprensibles aullados para darse ánimos. El
temblor del suelo, el olor de la pólvora y también el de la sangre, más
denso. Las emboscadas en que había participado hasta entonces, incluso las
más largas, no eran más que una pequeña muestra. Tras la retirada, su
cuerpo todavía vibraba y le zumbaban los oídos. Ignacio también parecía
desconcertado. Apenas había tenido ocasiones de disparar sus flechas, y la
maza de piedra tampoco le había servido de gran cosa.
Refugiados en retaguardia, a cubierto bajo los árboles, no pudieron pegar
ojo en toda la noche. Seguían despiertos cuando los primeros rayos de sol
procedentes del océano atravesaban el techo vegetal, imprimiendo un tono
más púrpura a la sangre de los heridos y matices más cálidos a la lividez de
los agotados rostros. La espera terminó con unos cañonazos, llegados del
mismo lado que el sol, que estremecieron el aire.

A dom Manuel de Meneses no le había gustado que el consejo se celebrara


en el buque insignia de la flota española, pero nadie pareció darse cuenta.
Al fin y al cabo, el comandante en jefe de la flota portuguesa siempre
exhibía la misma expresión de altiva frialdad, reconocible en cualquier
circunstancia. La discusión se centró en el número de tropas que era
necesario desembarcar para el asedio de São Salvador. Don Fadrique de
Toledo, que había reconocido el terreno, propuso dejar en tierra solamente a
tres mil hombres, de los más de nueve mil embarcados, alegando que los
refuerzos holandeses podían llegar en cualquier momento. En cambio, la
mayor parte de los oficiales estimaron que no sería suficiente para vencer la
resistencia de los sitiados, ni siquiera contando con la ayuda de los mil
cuatrocientos hombres y los cuatrocientos indios de Francisco de Moura.
Meneses opinaba que había que empezar por echar a pique la flota
holandesa del puerto. Pensaba, sobre todo, que había que dejarse de
palabras y pasar de inmediato a la acción.
Don Fadrique cedió ante la opinión mayoritaria. Cuatro mil hombres
desembarcaron sin encontrar oposición. Dos tercios, uno portugués y otro
español, dirigidos por Moniz Barreto y João de Orelhana, acamparon al
norte, entre la ciudad y el convento del Carmo, abandonado por los
holandeses igual que el de São Bento. Emplazaron también varias piezas de
artillería en el monte de As Palmas, desde cuya altura se dominaba una
parte frágil de las defensas de Salvador. Un tercio napolitano comandado
por el marqués de Cropani, otro portugués bajo el mando de dom Francisco
de Almeida y un tercero, español y dirigido por don Pedro Osorio, ocuparon
las cercanías de São Bento, donde los zapadores empezaron a cavar
trincheras. Las tropas de Francisco de Moura seguían posicionadas con su
propia artillería algo más al norte, a tiro de arcabuz de las fortificaciones
enemigas. Por su parte, dom Manuel de Meneses ordenó instalar dos
plataformas de artillería al sur del puerto. Salvo milagro, São Salvador iba a
caer. Dom Manuel de Meneses sabía que Dios y la justicia estaban del lado
de Portugal y que los herejes, atrincherados en esos lugares que habían
profanado, no podrían contar con milagro alguno.

Se disponían a recibir un diluvio de fuego y metal y su única esperanza era


que la flota de rescate llegase cuanto antes, pero de momento no sabían qué
hacer. Willem Schouten estaba paralizado y sus oficiales tomaron la
iniciativa. Por el lado de São Bento, la situación era delicada. Los asaltantes
habían concentrado allí gran parte de sus fuerzas y parecían decididos a
abrir una brecha en las defensas de la ciudad. Habían establecido el cuartel
general en el interior mismo del monasterio de São Bento y sus hombres
estaban excavando una trinchera, fortificada con una fajina, en la que
emplazarían la artillería para bombardear la ciudad. Aunque avanzaban
rápido, a medida que se acercaban quedaban cada vez más expuestos a los
disparos de los defensores. Era un trabajo ingrato, peligroso y agotador. En
algún momento tendrían que parar y descansar. Al menos eso pensaba el
capitán Hans Ernst Kijf, que no planeaba darles ningún respiro. Su artillería
cargada de metralla los hostigaba desde hacía horas. La noche se llenó de
deflagraciones y gritos. Y, cuando se hacía de nuevo el silencio, volvía a
retumbar el sonido de las palas y las azadas clavándose en la tierra. Poco a
poco, al aproximarse el amanecer, el golpeteo de las herramientas se fue
espaciando, hasta dejar de oírse. Aquel era el momento. Kijf reunió a
seiscientos mosqueteros junto a la puerta de Santa Luzia. Trescientos
saldrían con él. Los demás quedaron apostados alrededor de la puerta, para
evitar que el enemigo accediese por allí a la ciudad.
Antes de que el sol despidiera sus primeros destellos, trescientos
hombres armados y separados en tres grupos tomaban una trocha medio
escondida en dirección a las líneas enemigas.

Habían designado a Diogo como correo entre las posiciones al sur de São
Salvador, que carecían de coordinación. Las piezas de artillería de Moura
debían proteger los trabajos de asedio de los tercios de Cropani. Antes del
amanecer se encontraba ya en São Bento, siempre con su inseparable
Ignacio y dispuesto a marchar hacia el norte llevando las órdenes, cuando
oyó los gritos.
Arrancados de su duermevela, los centinelas más adelantados acababan
de presenciar cómo un pelotón de holandeses se abalanzaba sobre ellos.
Sorprendidos en el interior de la trinchera, los hombres de don Pedro Osorio
huían desordenadamente. Algunos caían al suelo. Los holandeses se
paraban a ejecutarlos, antes de continuar con su avance. Con los primeros
disparos, Diogo vio a Osorio abandonar la protección del monasterio espada
en mano y dirigirse, acompañado de otros oficiales, al encuentro del
enemigo. Ignacio y él los siguieron, con sus arcos al hombro. Pero no
llegaron muy lejos: al acercarse a la trinchera infestada de mosqueteros
holandeses, don Pedro Osorio se detuvo, dio tres pasos más, con la camisa
blanca oscureciéndosele en el pecho, y cayó de bruces al suelo. No emitió
ni siquiera un quejido. Por detrás se oían de nuevo los disparos, mientras
otra columna holandesa avanzaba hacia el monasterio. Una vez más, Diogo
siguió el movimiento de los hombres, que se precipitaban para ponerse a
cubierto en los edificios, antes de que el enemigo los alcanzara. El sol
estaba un poco más alto y con él subía una ligera neblina, que el humo en
suspensión de los disparos iba ensombreciendo. Diogo se acercaba a la
puerta de una casa, cuando sintió que lo retenían desde atrás por la camisa.
Un soldado holandés lo había agarrado con una mano, mientras con la otra
levantaba la espada. El gesto quedó interrumpido, congelado en la luz
matinal. Tenía el cráneo partido. Ignacio necesitó apoyarse con el pie en la
espalda del hombre para mover a los lados su maza de piedra, aún clavada
en la cabeza. La maza se liberó con un agradable sonido de succión. Diogo
y su amigo entraron en la casa, seguidos de varios soldados españoles.
Subieron a la primera planta para tener una mejor vista de la calle, mientras
algunos quedaban al cuidado de la puerta. El tiroteo no cesaba. En ambos
bandos, los mosquetes y arcabuces se recargaban tan rápido como era
posible. Las balas silbaban y reventaban la carne, el hueso o el ladrillo,
como aquella que explotó por encima de la cabeza de Diogo, levantando
una polvareda naranja que cayó sobre su pelo y su cara. Les quedaban
pocas flechas y las aprovecharon lo mejor posible. Dos mosqueteros
cayeron, abatidos por Diogo, antes de que los napolitanos del marqués de
Cropani llegaran al rescate y obligasen a los holandeses a batirse en
retirada. Cuando salieron otra vez a la calle, todavía les llegaban ruidos de
disparos y gritos desde la trinchera. La artillería holandesa cubría la retirada
de los soldados y diezmaba a los hombres que se habían adelantado
demasiado en su persecución. Después, los estallidos se apagaron poco a
poco. El día llegaba y ponía al descubierto un horrendo espectáculo: heridos
cubiertos de sangre, cuyas lágrimas y sudor dejaban un rastro brillante en la
pólvora y el polvo pegados a sus rostros; hombres que se retorcían de dolor,
o bien ya habían dejado de hacerlo y dirigían en silencio su mirada hacia
lugares y personas que solo ellos podían ver. Los holandeses habían
arrastrado el cadáver de un capitán español hasta el terraplén, junto la
muralla de Salvador, dejándolo allí expuesto. Habría que esperar a la noche
para intentar recuperarlo. De momento, recogían a los muertos,
abandonados en el campo de batalla. En un paso estrecho de la trinchera
encontraron el cuerpo de dom Francisco de Faro. En su cara se dibujaba una
última sonrisa, congelada por la muerte; en sus brazos agonizaba un
holandés con una daga hundida en el vientre. Diogo se quedó mirando a los
dos hombres enlazados. ¿La sonrisa de Faro quería decir que había ganado?
¿El sufrimiento y la debilidad de su adversario, incapaz de liberarse del
abrazo, que había perdido? ¿Humillar al adversario incluso tras la muerte
proporcionaba una gloria aún mayor? ¿Se consolaría el conde de Faro, tras
la pérdida de su hijo, al saber que se había llevado con él a un enemigo?
Ignacio se planteaba una pregunta más sencilla: ¿por qué no cortaban las
manos y las cabezas de los cadáveres rivales? Los blancos eran criaturas
complicadas.

Antes de replegarse, don Fadrique de Toledo tuvo la idea de lanzar una


ofensiva general, para vengar las muertes de su bando, pero al final ordenó
terminar los trabajos de la trinchera de São Bento e instalar allí las baterías,
que servirían para descomponer la artillería y las defensas holandesas.
Llegada la noche, los holandeses realizaron un último esfuerzo por el
lado del mar. Convirtieron en brulotes dos navíos mercantes, cargando la
proa con barriles de pólvora, azufre, brea, alquitrán y sebo. Por encima y en
la cubierta apilaron gavillas de leña seca. Empaparon las jarcias con una
mezcla inflamable, para que el fuego alcanzase el velamen. En la oscuridad
de la noche, con las nubes ocultando el brillo de la luna y el viento que
venía de tierra firme a su favor, lanzaron los dos barcos en dirección de las
dos naves capitanas, ubicadas en mitad del cordón de la flota hispano-lusa.
A medio camino del objetivo, les prendieron fuego. Las tripulaciones
todavía siguieron a bordo un poco más, antes de bloquear el timón y saltar a
los botes para regresar al muelle. Las lanchas de vigilancia españolas y
portuguesas tardaron demasiado en comprender lo que estaba ocurriendo,
aunque después avisaron a la flota tan rápido como les fue posible. La nao
capitana portuguesa tuvo el tiempo justo de maniobrar y dejar pasar el
brulote que le estaba destinado, cuyo puente se iluminó durante unos
minutos, mientras seguía su camino y acababa por consumirse mar adentro.
La capitana española no lo tuvo tan fácil para apartarse de la trayectoria del
brulote enviado contra ella. El calor de las llamas alcanzó a varios hombres
en la cubierta y también al aparejo; el calafateado se derritió en algunos
lugares, pero la catástrofe pudo evitarse. Tras la estela de los dos navíos
transformados en antorchas quedaron un olor pegajoso a grasa quemada, los
gritos de los hombres en cubierta de las capitanas y la noche iluminada por
el incendio que se elevaba hacia el cielo. Cuando los brulotes se perdían ya
en la lejanía, la explosión de los cañones rellenos de metralla, perdigones y
pólvora acabó de reventar los cascos y arrojó por los aires una lluvia de
astillas y hierros al rojo vivo. Después, la altura de las llamas se redujo, a
medida que los barcos se hundían. Al final no quedaban más que algunas
manchas y residuos incandescentes, ardiendo en la superficie del agua.
Luego regresó la oscuridad. Y el silencio.
Para satisfacción de dom Manuel de Meneses, por la mañana se tomó la
decisión de bombardear la flota enemiga, con el fin de evitar otra intentona
parecida. La machacaron. Los barcos holandeses trataron de ponerse bajo el
cobijo de los fuertes al sur de la bahía, evitando así quedar atrapados. Pero
allí se hallaban expuestos a las plataformas artilleras de Meneses. Al
comandante portugués le encantaba hundir navíos enemigos. Era una
venganza por su propio naufragio y nunca tenía suficiente. Cada acierto de
uno de sus cañones era una bendición para él. Deseaba que no quedase nada
de los barcos rivales. Pretendía convertir la bahía en cementerio marino, sin
importarle el riesgo de complicar las maniobras de su propia flota. Erguido
sobre las rocas, por encima de su artillería, contemplaba los destrozos
infligidos a los navíos holandeses, igual que si se encontrase en el alcázar
de su galeón.

«Seguro que lo ves. Mira». El soldado portugués señaló una silueta negra
plantada sobre las rocas, dominando las baterías que apuntaban al puerto. El
viento sacudía hacia atrás el cabello rubio del hombre allí apostado. Diogo e
Ignacio trataron de escalar hasta él. Debían entregar a dom Manuel de
Meneses un mensaje que le enviaba Francisco de Moura. No estaban ya
más que a algunos pasos, cuando por detrás aparecieron varios mercenarios
de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales; habían
aprovechado la confusión del bombardeo para echar al agua un bote y
rodear las posiciones de la artillería portuguesa. Se oyó un primer disparo
de mosquete y Meneses sintió el calor de la bala, que le rozó el cuero
cabelludo. Alzando la maza, Ignacio se abalanzó sobre el tirador, quien
abandonó la idea de recargar y prefirió sacar una daga. Sus dedos rodeaban
con firmeza la empuñadura justo cuando notó un peso enorme que se abatía
sobre su cráneo. Sonó un segundo disparo y Meneses se deslizó al suelo,
girándose para hacer frente a sus atacantes. Vio la cabeza destrozada del
primer tirador; al segundo aún no le había dado tiempo a soltar su mosquete
y ya tenía una flecha clavada en el pecho. Los soldados portugueses
respondieron a la agresión y ahuyentaron a los demás mercenarios. Ante
dom Manuel se tendía una mano: levantó la mirada y vio a un muchacho
moreno que con la otra sujetaba un arco como el de los indios.
—Me llamo Diogo Silva, señor, y traigo un mensaje para usted de parte
de dom Francisco de Moura. —Tras el muchacho había un tupinambá
medio desnudo, con la cabeza afeitada, un arco al hombro y una maza en la
mano—. Este es Ignacio. Me acompaña y me instruye.
Manuel de Meneses aceptó la mano tendida y el chico le ayudó a
levantarse. Se sacudió el polvo del abrigo, tomó el mensaje de Moura,
rompió el sello para abrirlo y lo leyó. Una vez que hubo terminado, miró a
Diogo Silva y al indio.
—Buscaremos otro mensajero para llevar la respuesta. Vosotros os
quedáis conmigo. Pero que le den una camisa, por Dios —añadió señalando
a Ignacio.
12
Lisboa, 6 de abril de 1625

Dom Vicente de Brito se veía viejo. No, tenía que admitir lo evidente: era
viejo. A sus más de setenta años, hacerse una vez más a la mar para guiar un
par de carracas en la ruta de las Indias no era algo demasiado razonable. En
cualquier caso, le halagaba que se lo hubieran propuesto. Sospechaba que
no había sido el primero de la lista, pero la mayoría de los fidalgos capaces
de asumir aquel encargo se encontraban entonces del otro lado del
Atlántico, recuperando Bahia, o al menos allí deberían estar. Así que, a
pesar de las rodillas que crujían, de la espalda encorvada y de los ojos a
medio cubrir por un velo que casi no le permitía ver a lo lejos, había
aceptado la misión. Rezó en una capilla cercana a su residencia, encendió
un cirio y contempló durante un largo rato al Cristo en la cruz.
Cuando salió a la calle en compañía de su asistente, el anciano
comprobó que sus articulaciones una vez más tenían razón. Se había puesto
a llover. Era una lluvia fina y fría que las ráfagas irregulares del viento
mantenían un instante en suspensión, cual volutas de humo. Se subió el
cuello del abrigo y se puso el sombrero mientras alcanzaba en pocos pasos
la puerta del coche que lo estaba esperando. Ya habían cargado su baúl. Se
sentó y se pasó un pañuelo por la cara, para secarse el agua que notaba
correr por las mejillas y los surcos de las arrugas. Odiaba la humedad.
Desde el muelle, dom Vicente de Brito asistió a las últimas operaciones
de carga de la carraca São Bartolomeu. En el Santa Elena, anclado un poco
más allá, también estaban terminando con los preparativos. Ambos barcos
eran enormes. Nunca antes los astilleros de la Ribeira das Naus habían
engendrado unos monstruos como aquellos. Brito llegó a preguntarse cómo
iban a hacer para salir del Tajo sin tocar fondo. No era el único en
plantearse tal pregunta: dom João Enriques Ayala, capitán del Santa Elena,
también estaba preocupado. Manuel dos Anjos, el primer piloto del São
Bartolomeu, no ocultaba su temor, pero creía que el viento del noreste, que
empezaba a soplar con mayor regularidad, les permitiría pasar la barra del
Tajo sin correr demasiados riesgos. En todo caso, deberían extremar las
precauciones. Ya había pilotado aquella carraca otras veces y sabía lo
complicada de manejar que resultaba. No había tiempo que perder.
Convenía aprovechar la pleamar para intentar encontrar el paso con el agua
lo más alta posible, así que decidieron que el Santa Elena esperaría hasta el
día siguiente para hacerse a la mar.
Tras un incómodo trayecto en lancha, dom Vicente de Brito llegó hasta
la carraca. Lo ayudaron a subir a bordo. Todavía no habían zarpado y ya
tenía prisa por regresar de la India y retirarse de una vez por todas. Había
servido a seis reyes, había dirigido varias expediciones en la ruta de las
Indias, había combatido en Portugal y en ultramar. A lo largo de mucho
tiempo, llevó una vida desenfrenada que cuadraba bien con su condición de
fidalgo y de soldado. Tal vez —o sin duda— en varias ocasiones había
ofendido a Dios. Ahora que notaba en cada uno de sus huesos y tendones
cómo se acercaba la muerte, empezaba a preocuparse cada vez más por su
salvación. Durante todas sus campañas y todos sus viajes, nunca había
tenido miedo de fallecer. En aquellos tiempos era invencible. Ahora, en
cambio, reconocía en su fuero interno que no era sino un simple mortal
como los demás. Un hombre que había elegido siempre los placeres, en
lugar del servicio a Dios. Y temía lo que le quedaba por delante. La primera
vez que viajó a Goa, en una época tan lejana que era incapaz de situarla,
todavía no conocía ni el inmenso océano ni la remota India. Sin embargo,
no tenía ningún miedo. La muerte era solo un continente desconocido más.
Pero ahora ese continente, hoy mucho más que ayer, lo aterrorizaba. Aquel
sí sería un viaje sin retorno. Enderezó el crucifijo clavado en la pared de su
camarote. Se sentó ante el escritorio, apoyó la mano en el misal que allí
había y rezó una vez más. Cuando dio por finalizadas sus oraciones, subió a
la toldilla de la carraca para observar cómo terminaban de cargarla.
El barco iba hasta los topes, por supuesto. Desde su posición, dom
Vicente de Brito veía una masa hormigueante de marineros y grumetes
preparándose para aparejar, soldados que ni siquiera habían puesto aún el
pie fuera de tierra firme y ya estaban mareados, comerciantes y fidalgos en
busca del mejor lugar para colocar sus raciones de viaje y sus mercancías;
también animales, numerosas gallinas, cerdos e incluso una vaca que no
sabía dónde meterse, empujaba a los pasajeros y mugía aterrada. Cerca del
palo mayor, la cocina estaba ya en funcionamiento. Un olor a galletas recién
horneadas remontó hasta él, y entonces dom Vicente tuvo la pasajera
tentación de verse a sí mismo como Dios contemplando su obra. Reprimió
tan impío pensamiento.
Levaron anclas, izaron las velas y, lentamente, el São Bartolomeu se
puso en marcha. Dom Vicente de Brito se mantenía a la escucha. Estaba la
música de trompetas y tambores que acompañaba desde siempre las
partidas anuales, y también los regresos cuando se daba alguno. Estaban las
órdenes a voz en grito, los adioses dirigidos por los pasajeros a sus
familiares, que habían venido hasta el muelle para despedirlos, así como los
bramidos del ganado. Estaban por fin los crujidos de aquella carraca, que
sonaban en sus oídos igual que lamentos descomunales. ¿Cómo aquel barco
tan grande y pesado iba a ser capaz de completar un viaje así, sin romperse
ni hundirse por su propio peso? La cuestión lo mortificó durante algunos
minutos. Le recordaba que él mismo no viviría eternamente y que la hora de
rendir cuentas estaba por llegarle. Concluir aquella misión con dignidad
sería una forma de ir saldándolas. La blancura de la torre de Belém, a
estribor, le ayudó a calmarse. Del lado de babor no quiso mirar el fuerte de
São Sebastião da Caparica, cuya masa oscura y austera parecía en la
distancia más bien una advertencia que una invitación al viaje.
Una vez superada la barra del Tajo y con el São Bartolomeu navegando
ya en mar abierto, decidieron no esperar al Santa Elena. El viaje era largo y
el tiempo para realizarlo en buenas condiciones no era ilimitado. Al mirar a
los hombres ociosos en cubierta, se preguntó cuántos de ellos habrían
sentido la misma necesidad de lavar sus pecados que él sentía. Seguramente
no muchos, y menos aún si miraba a los soldados que ocupaban los
entrepuentes. No obstante, una cosa era segura, porque así estaba escrito en
la historia de la ruta de las Indias: decenas, quizá centenares de aquellos
hombres nunca verían Goa. Y entre los que tuviesen previsto regresar, los
tripulantes y pocos más, la proporción de las pérdidas sería todavía mayor.
Así que iba a rezar también por ellos, se dijo. La idea de aquella nueva
carga lo abrumó aún más que la propia misión que tenía encomendada.
13
Costa de Médoc, mayo de 1625

Igual que ocurría siempre en esos casos, el rumor se propagó con gran
rapidez. En realidad, no era un rumor sino un grito, «Avarec !», emitido al
amanecer por un costejaire apostado sobre una duna. Desde allí dominaba
la playa, batida por unas olas tan poderosas que el viento del oeste no
lograba aplastarlas y se limitaba a transportar el grito por encima de la
arena. Repetido por quienes estuvieran al alcance de la voz, viajó de esta
manera y se convirtió, de tanta gente como iba encontrando, en un clamor,
hasta alcanzar el campamento de resineros. Los hombres lo obedecieron y
emprendieron el camino hacia el océano.
Parecía que el invierno se empeñaba en no acabar. Las tormentas se
sucedían, roían la playa, obligaban a la arena a seguir devorando más y más
bosque, arrastraban los barcos hacia la costa. Igual que siempre, quienes
aquel día caminaban hacia el navío recién encallado iban descalzos.
Llevaban gorros de lana basta, zamarras de piel de cordero, hachas y
hachuelas que utilizarían para extirparle las mercancías al pecio, abrir los
fardos o partirles la cabeza a los náufragos poco colaboradores. Se les
unieron algunos resineros, con sus capellinas negras. También algunas
mujeres caminaban en dirección a la playa. Marie era una de ellas.
Tenía las mejillas rojas, azotadas por los granos de arena. Escupió unos
cuantos y, entrecerrando los ojos por culpa del viento, buscó a Pèir entre los
hombres que avanzaban hacia el barco varado, que la marea abandonaba al
retirarse. Era uno de los que iban delante. Habían cruzado una balsa, aún
sacudida por la corriente, para alcanzar el banco de arena sobre el que yacía
acostado el navío, con el puente y los aparejos, rotos contra las rocas, a la
vista. Se subieron a él y empezaron a formar una cadena humana para ir
sacando todo lo que pudieran. En su mayoría, se trataba de barricas de
aceite de oliva y fardos de tejidos. Mientras el cargamento llegaba hasta la
playa, otros hombres despojaban el barco de sus aparejos, arrancando
aquellas piezas de madera o metal que pudieran volver a utilizarse. Era
como una colmena bien organizada que se esforzaba en desbaratar,
desmantelar y vaciar el barco, antes de que las autoridades recibieran aviso
del naufragio y vinieran a reclamar sus derechos sobre el pecio. Se parecía
también a una colonia de cangrejos descuartizando un despojo de carroña,
pensó Marie. En mitad de ellos, Louis era un buey de mar, como los que
había visto en el mercado de Burdeos. Más gordo, más alto, menos
impaciente, a veces echaba una mano para transportar un objeto, pero sobre
todo examinaba cada cosa que salía y evaluaba los beneficios que podría
sacar de ella. No quedaba ni rastro de la tripulación. Con el paso de los días,
acabarían por encontrarse algunos cadáveres a la deriva. Otros nunca
volverían a aparecer. Marie pensó en ellos. Habían deseado ver mundo.
Ojalá que al menos el viaje les hubiese resultado por momentos hermoso.
Se encontraba ya lo bastante cerca y por fin divisó a Pèir, que salía del
pecio con un barril pequeño bajo el brazo, agarrándose donde podía para
saltar torpemente a la arena. Marie volvió a verlo un año antes, levantando
en alto su cántaro de aguardiente. Sonrió, pero la sonrisa se le borró al
observar a Louis yendo hacia el muchacho.
El tiempo que había pasado por precaución en casa de Hélène, a la
espera del otoño y del momento en que las lluvias sustituyeran al sol y los
caminos se volviesen casi impracticables, había servido a Marie para
distanciarse un poco de su tío y tomar confianza con Pèir. El joven vagant
no tenía nada que ofrecerle, como no fuese su constante buen humor y sus
historias de naufragios, mercancías extraviadas y jornadas de pesca,
siempre las mismas. Sueños, no tenía. «¿Irse? ¿Para qué? Aquí no hay gran
cosa, pero nada te asegura que estarás mejor en otro sitio». Lo cierto es que
allí estaba, y eso era suficiente para ella. Cuando regresó a la casa de su tío,
Pèir todavía iba a visitarla y a menudo caminaban juntos hasta la playa.
Aunque Louis no decía nada, tampoco ocultaba que aquella complicidad no
era de su agrado. Trataba a Pèir con brusquedad, y el chico, tal vez por
orgullo o para hacerse valer delante de Marie, le hacía frente. Regateaba
más de lo necesario los objetos que le llevaba, hasta el punto de tener que
echarse atrás cuando el tabernero se mostraba abiertamente amenazador.
Con su hallazgo bajo el brazo, Pèir se irguió y miró a Louis, que tendió
la mano hacia el barril. El muchacho negó con la cabeza y habló. Estaba
regateando otra vez. No obstante, la actitud de Louis dejaba claro que aquel
no era el momento. A su lado, la Raya parecía nervioso. Consciente de la
tensión, zapateaba como si de nuevo hubiese pisado algo desagradable. Pèir,
que había visto venir a Marie, levantó la barbilla, inclinó hacia atrás los
hombros, dijo algunas palabras a Louis y rio. La manaza de Louis se apoyó
en su nuca y lo atrajo hacia sí. El chico, que todavía sujetaba su barrilillo,
trató de liberarse. Louis le habló al oído. Cuando lo soltó, Pèir estaba rojo
de vergüenza, de miedo y de la rabia suficiente para arrojar el barril contra
un madero que acababan de sacar del pecio. Una de las duelas se partió,
dejando escapar un líquido granate sobre la arena húmeda. El puño de Louis
se estrelló en la mejilla de Pèir, que se desplomó. Aún estaba en el suelo, y
Marie todavía no había tenido tiempo de gritar, cuando Louis ya recogía el
barril perforado para estamparlo una y otra vez contra la cabeza del chico,
hasta hacerlo astillas.
Una ola que vino a morir en el banco de arena diluyó la mezcla del vino
y la sangre. La Raya seguía de pie, con los brazos a los costados, en
silencio. Pèir pareció inspirar profundamente. Su pecho se ensanchó por
última vez. Vuelto hacia el barco, a la espera de que los hombres todavía a
bordo descendiesen con su carga, Louis ya no le prestaba atención. Una
ráfaga de viento hizo chirriar los restos del aparejo. Al cruzar la balsa,
Marie sintió la fuerza de la corriente tirando de sus piernas y el frío del agua
entumeciéndolas. Se acercó a Louis por detrás. Ella tampoco miraba a Pèir,
que no era ya otra cosa que un cuerpo más a la deriva. No quería verlo.
Porque, si lo veía, sabía que ya nunca podría marcharse de aquella playa.
Pensó en dar media vuelta y escapar una vez más. Pero ante ella tenía la
espalda de Louis y no era capaz de ver otra cosa. Golpeó con todas sus
fuerzas. Percibió con satisfacción cómo su puño se hundía en la carne y oyó
con aún más regocijo a su tío soltando un ridículo soplido al cortársele la
respiración. Le lloraban los ojos cuando se volvió hacia ella, tambaleándose
por un instante, mientras la espuma se llevaba la arena bajo sus pies. Tenía
la mano levantada, pero no la abofeteó. Apoyó la palma lentamente en su
hombro, como para calmarla o atraerla hacia sí. Ella se zafó de aquel abrazo
torpe y obsceno, giró sobre sus talones y echó a correr.
La Raya arrastró el cuerpo de Pèir hacia la embocadura de la balsa, triste
por el muchacho, pero no del todo molesto ante la idea de que la corriente
de la bajamar ejerciese de sepulturera. Louis le dejó hacer. Se dio por
satisfecho una vez que el cadáver había desaparecido y él ya no veía a su
sobrina, oculta tras la duna. Solo entonces tuvo la impresión de recuperar el
control. Sintió la frescura del agua en sus pies y el sabor salado del viento.
Oyó que alguien gritaba: «¡Sombreros!». En efecto, algo más al sur
acababan de aparecer varias siluetas con las cabezas cubiertas. Eran los
borrachos que servían como guardacostas para el duque de Épernon. Ya
estaban allí. Los saqueadores del pecio se dispersaron, dejando tras de sí las
piezas más pesadas y engorrosas, que no habían tenido tiempo de retirar.
Los siguió sin apresurarse.

Tenía que marcharse. Dos años allí eran demasiado. Dos años sin ver a
su madre. Dos años siempre al acecho. Su padre y su hermano la visitaron
durante el invierno. El agua seguía subiendo y el remedo de aldea que
todavía era visible estaba a punto de vaciarse del todo. La mayoría escapaba
de las aguas y se instalaba un poco más al este con el consentimiento de
Épernon, señor de esas tierras. Se decía que pronto iba a donar una parcela
algo más elevada, donde fundar una nueva parroquia.
Mientras, la vida allí se complicaba por momentos. Los naufragios como
el de ese día escaseaban y el monopolio de Louis sobre las mercancías
resultaba una carga para la gente, que dependía de él para sobrevivir.
Además, el gobernador insistía en hacer valer sus derechos sobre los pecios,
así que la presión recibida por los costejaires era enorme. La comunidad se
iba replegando sobre sí misma. Los resineros ya no cruzaban la laguna tan a
menudo. Louis, que se dedicaba también al transporte de la resina,
aprovechó para mejorar sus relaciones con los hombres de Épernon, que por
su parte se ahorraban algunos desplazamientos difíciles y peligrosos. El
comerciante seguía afianzando su dominio del lugar y de quienes lo
habitaban.
Tras alejarse de la playa, Marie caminó mucho rato para llegar a la
laguna. Le habría gustado subirse a una de las barcas de fondo plano de los
resineros, alcanzar la orilla opuesta y reunirse con los suyos, aunque solo
fuese por unas horas. Pero hacía muy mal tiempo y el viento soplaba a
ráfagas, demasiado fuertes como para estar segura de lograrlo sin haber
navegado nunca antes sola. Se sentó sobre una duna, un buen trecho por
encima del agua, y buscó la aldea a lo lejos con la mirada. Allí estaba la
ermita. Detrás, un bosquecillo oscuro servía para resaltar sus piedras
blancas, como pintadas encima. Era imposible saber hasta dónde llegaba el
agua. Un poco a la derecha se elevaba una humareda, solo una. Marie no
dudó de que era la casa de sus padres. Pronto no quedaría nadie más
viviendo allí, solo ellos, hundidos en aquellas tierras de arena y fango. Y
algún día también se irían, consumidos por la vida en aquel lugar malsano y
por los constantes registros. Por culpa suya, de Teste y de quienes lo
poseían todo. Por culpa también de ellos mismos, que doblaban el espinazo
con tanta facilidad. Louis, en cambio, llevaba siempre la cabeza alta. Había
sustituido el servilismo por el desprecio de toda autoridad. De todo aquello
que invadiese lo que él consideraba como su propiedad, de todo lo que
opusiera un obstáculo a su voluntad. No era mejor que Teste, Épernon o
Minvielle, pero al menos carecía de doblez. De las serpientes como él no se
podía esperar otra cosa que una mordedura. Marie lo supo desde el
principio y ahora se culpaba por no haber querido verlo. Por haber creído
que tal vez su tío sería diferente con ella. Había sido demasiado vanidosa.
Louis tenía razón, se parecía demasiado a él. Y quería verlo muerto.
14
São Salvador da Bahia, mayo de 1625

De pie, bajo la luz del sol que el reflejo en las paredes blancas hacía aún
más cegadora, los soldados portugueses, españoles e italianos se
arracimaban en el Terreiro de Jesus. Los sacerdotes y los oficiales se
encontraban en el interior de la iglesia, que por fin volvía al seno de la
religión verdadera. Desde la plaza, Diogo e Ignacio oían retazos de la misa
que se estaba celebrando, y también de los discursos que alababan la
misericordia divina y el santo ardor de los gloriosos ejércitos de las Coronas
de Castilla y Portugal. Los fastos de la ceremonia, las ricas vestiduras de
nobles y religiosos y los uniformes casi limpios de las tropas allí reunidas
contrastaban con lo que Diogo se había encontrado al regresar a su ciudad
unos días antes, tras la rendición definitiva de los holandeses.
Por supuesto que no había olvidado las casas derruidas e incendiadas
que dejara atrás el año anterior. Los ocupantes habían reconstruido algunas
de ellas. Pero un mes de asedio y bombardeos volvió a añadir ruinas sobre
las ruinas. No había otro modo de conquistar una ciudad. Había que
destruirla, para quebrantar la voluntad de los que se resistieran. Y funcionó
mejor aún la segunda vez, porque los holandeses no habían construido nada.
Sus vidas estaban en otra parte, para ellos Bahia no era más que una plaza
comercial. La habían ocupado con asalariados en lugar de colonos, con
gentes que sabían que al cabo de pocos meses o años estarían en algún sitio
distinto. Ellos, los mercenarios franceses, ingleses o alemanes de la
Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, habían sido la razón de
su fuerza y también de su debilidad. No morían ni por Dios ni por un país.
Servían a un patrón que pagaba bastante bien, pero que castigaba con
violencia ciega. Y tal género de empleados, cuando el empleador da señales
de flaqueza, suele mostrarse poco dispuesto a seguirlo. Tras varias semanas
de lucha, no pensaban ya en salir de Bahia como hombres ricos, sino como
hombres con vida. Schouten había sido depuesto. Kijf, envuelto en su aura
y gracias a su simbólica victoria de los primeros días, había tomado su
lugar. Un lugar incómodo en una posición indefendible.
A lo largo de todo un mes, cada día sufrieron nuevas bajas. En cualquier
lugar, a cualquier hora. El mismo Dios pareció que los abandonaba. Un
domingo por la mañana, una bala de cañón disparada desde la batería de
São Bento perforó el muro de la capilla de São Jose, convertida entonces en
iglesia protestante. Pasó por debajo de un banco, dejando sin palabras al
pastor y sin piernas a cuatro de sus feligreses. Por el lado del Carmo, la
batería de Moniz Barreto había despachado a dos cirujanos en un edificio
que funcionaba como hospital de campaña. No pasaba un solo día sin su
cuota de hierro, de fuego y de sangre. Diogo pudo ver también cómo, tras el
fracaso de los brulotes holandeses, la artillería de dom Manuel de Meneses
destruía metódicamente una parte de la flota, que intentaba sin éxito escapar
del alcance de la armada portuguesa y española. Había algo muy
satisfactorio en el espectáculo de los holandeses ardiendo en sus navíos.
Diogo conocía demasiado bien la obra del fuego. Daba igual lo lejos que
estuvieran aquellos hombres en llamas, él podía percibir el olor a carne y
cabello calcinados. Desde hacía un año, era un olor que lo acompañaba.
Estaba aprendiendo a amarlo.

Las negociaciones entre don Fadrique de Toledo y Kijf se prolongaron


durante tres días. Fueron necesarios cuatro más para que los vencidos
recogieran todo el material que se les permitió llevar consigo y embarcasen
en los pocos navíos en buenas condiciones que se les cedieron para regresar
a sus lugares de origen. Apenas se oían disparos y podría pensarse que, tras
un mes de combates, los soldados se tomaban por fin un respiro. No era el
caso. En las filas portuguesas aguardaban con inquietud el momento en que
los holandeses se retirasen de la plaza. En su condición de maestre de
campo, António Moniz Barreto había participado en las negociaciones, y se
contaba con que obtendría de don Fadrique el privilegio para los
portugueses de entrar en primer lugar en la ciudad reconquistada. Por su
parte, los soldados españoles e italianos eran más numerosos y suponían
que serían los primeros en entrar y en hacerse con el botín que sin duda iban
encontrar. Para los soldados portugueses, aquello sería como dejar São
Salvador por segunda vez en manos de los invasores. Diogo pensaba igual
que ellos. En cualquier caso, incluso sin el honor de entrar en cabeza, todos
participarían en el saqueo. La ciudad quedó de nuevo abandonada a la
violencia de los regimientos, ya viniesen de Nápoles, de Madrid o de
Lisboa, que se abatieron sobre São Salvador y sus habitantes. Diogo, en
compañía de Ignacio, se había quedado con dom Manuel de Meneses y
asistió como espectador a la avalancha. Se sentía aliviado al saber que la
casa de su madre y su padre ya no existía y que ellos no tendrían que
soportar todo aquello. Al mismo tiempo, la violencia desenfrenada que se
desató le resultaba fascinante. Veía cómo los hombres con que había
convivido en las últimas semanas, soldados disciplinados y a veces buenos
compañeros, se convertían en animales. Rompían, robaban, golpeaban,
violaban, y nadie se preocupaba de detenerlos.
—Así tiene que ser —decía dom Manuel—. Hay que aflojar las correas
y dejar que salgan la hiel y la mala sangre acumuladas. No es algo muy
noble, pero estos hombres no son nobles. Quizá tampoco sea algo cristiano;
ellos sí lo son, pero saben que el Señor los perdonará. Los curas que nos
acompañan están aquí para asegurarles el perdón, no vinieron porque sí.
Ignacio, arrebujado en una camisa, observaba todo aquello con
curiosidad. Conocía los excesos de violencia de los portugueses por
haberlos padecido en carne propia. Podía también entender que se
apoderasen de lo que habían conquistado. Pero se preguntaba por qué
dejaban tantos enemigos con vida. Casi se tranquilizó cuando vio que, tras
las primeras horas dedicadas al pillaje, se llevaron a cabo algunas
ejecuciones.
Los holandeses habían destruido las listas que recogían los nombres de
los habitantes que colaboraron con ellos. Así que hubo que buscar algunos
culpables a los que castigar. Diogo no se sorprendió al ver que las primeras
víctimas de aquella justicia sumaria eran los esclavos negros. Empezaba a
preguntarse si Dios no los había creado con el único fin de convertirlos en
chivos expiatorios. Se hizo la misma pregunta cuando llegó el turno de los
mercaderes cristianos nuevos. Y volvió a pensar en su padre, en su deseo de
borrar el recuerdo de su antigua religión. No le habría servido de nada. Los
jesuitas tenían razón, sin duda: Dios mismo no se habría molestado en
protegerlo. Y Diogo, hijo de judíos y con un indio pagano por único amigo,
no tenía idea de cuál era ahora su propia posición ante Dios. Ante los
hombres y ante dom Manuel de Meneses era antes que nada un soldado.
Mientras se dedicara a matar enemigos, nadie cuestionaría su religión. Todo
aquello le resultaba repugnante, hasta el punto de no saber quiénes eran en
realidad sus enemigos, si los holandeses, que habían matado a sus padres, o
los portugueses, que aquel día ejecutaban a algunos de los que habían
venido a liberar. En cualquier caso, sentía respeto y admiración por dom
Manuel. También un poco de gratitud. Y temor. A su manera brutal y
distante, el capitán-mor lo había tomado bajo su protección, así que debía
serle fiel. Igual que debía ser fiel a Ignacio, que tanto le había ayudado y
enseñado. Se había convertido en su alter ego, e incluso Meneses parecía
verlos a ambos como un todo indivisible.
Tras el final de la eucaristía, dom Manuel de Meneses salió de la iglesia
e indicó a Diogo que lo siguiera. «Vuelvo a la capitana. Te vienes
conmigo». Diogo se puso en marcha, pero al momento se paró y se giró
hacia Ignacio, que iba detrás. Meneses los miró y asintió: «Él también
viene». Según descendían hacia el puerto, la blancura de los muros todavía
en pie de São Salvador dejaba paso al deslumbramiento del sol reflejándose
en las aguas de la bahía. Desde el muelle, el marinero que esperaba al
comandante en jefe de la flota portuguesa vio llegar una curiosa compañía:
dom Manuel de Meneses, caminando hacia él con su fría mirada azul y el
abrigo negro descompuesto por la leve brisa marina; a su espalda, un
muchacho moreno, con un arco más grande que él mismo al hombro, y al
lado un indio envuelto en una absurda camisa blanca, descalzo, con una
maza en la mano y también un arco al hombro. Subieron a bordo de la barca
y el marinero los condujo hasta el São João.
Dom Manuel de Meneses guio a Diogo e Ignacio a su propio camarote,
debajo del cual había un dormitorio ocupado por los pajes y algunos
artilleros. Se quedarían allí hasta la salida para Lisboa. No les dejó elección.
Diogo estaba contento con la idea de marcharse. Lejos de Bahia no se vería
obligado a cargar con un pasado que lo destinaba a una posición que él no
había escogido. Podría convertirse en un hombre nuevo. Ignacio, en
cambio, parecía desconcertado: por aquel barco que le había parecido tan
enorme al acercarse y en el que, una vez dentro, todo le resultaba tan
estrecho, y por la idea de atravesar la inmensidad del océano. Pero la
curiosidad pudo más. También él, quizá, se convertiría en un hombre nuevo,
aunque seguramente fuese mucho más difícil en su caso. Le habría gustado
poder despedirse de su madre. Guardaba como un tesoro su maza de piedra
adornada con plumas de ibis escarlata. En principio estaba destinada a los
sacrificios, pero él la había convertido en un arma de combate eficaz. Ahora
que se disponía a vivir para siempre con aquellos extraños portugueses, le
serviría para mantenerse ligado a su cultura y a los suyos.
Sin embargo, no zarparían de inmediato. Aún esperaban a la armada
holandesa que venía de refuerzo. No iban a permitir que Bahia cayese una
vez más. Tal y como había dicho dom Manuel de Meneses, ya que no era
posible extirpar la herejía de Europa, al menos debían impedir que anidase
también a este lado del océano.
15
Goa, junio de 1625

El guardián de la puerta del Paso de Santiago era un viejo soldado que


había perdido la pierna diez años antes en un abordaje, luchando contra los
piratas malabares. O eso decía. En realidad, no tuvo tiempo de abordar nada
de nada: durante la escaramuza en cuestión estaba borracho en un rincón,
durmiendo en el suelo de un entrepuente, cuando un tonel de agua volcó y
le aplastó la rodilla. El agua lo espabiló y el dolor terminó de despertarlo.
Se arrastró hasta la cubierta mientras la batalla llegaba a su fin. Lo
encontraron desvanecido sobre un montón de sogas. A fin de cuentas, se
consideraba afortunado. Para empezar, porque no conocía a muchos
hombres que hubiesen sobrevivido a una amputación en aquellas latitudes.
Además, no había tenido que jugarse el pellejo a lo largo y ancho de ese
húmedo continente ni de ese océano traicionero, combatiendo contra los
mahometanos o, peor aún, los holandeses y sus mercenarios de la Compañía
Neerlandesa de las Indias Orientales…, unos perturbados que amaban tanto
el dinero como la violencia, y solo Dios sabía lo ricos que pretendían
hacerse. Se le otorgó aquel puesto de portero como agradecimiento por su
sacrificio, aunque tuvo que esperar los cinco años que tardó en morir su
predecesor para tomar posesión y recibir la pensión asociada. Solo entonces
pudo buscar esposa —una esclava india que compró en el mercado a tal
efecto— y llevar una vida más tranquila.
Su año de servicio como soldado, y sobre todo los cinco siguientes
sobreviviendo en Goa a la espera de que el cargo de portero quedase
disponible, le habían permitido presenciar unas cuantas cosas ciertamente
insólitas. No obstante, los dos hombres que se presentaron en la puerta
aquella mañana le resultaron desconcertantes. Al ver aparecer sus siluetas al
pie de la colina, del otro lado del vado, en un principio creyó que eran
indios, quizás infieles de baja casta, o eso pensó. Eran flacos, morenos,
llevaban el pelo ensortijado e iban descalzos. Comprendió que eran blancos
cuando se dirigieron a él en portugués. Pretendían entrar. Hasta ahí, nada
extraordinario. Entonces el más alto de los dos, un hombre de ojos oscuros,
con uno medio cerrado por culpa del pómulo desfigurado, añadió que
querían hablar con el virrey.
—Nos está esperando —dijo.
Su compañero sonrió y comentó:
—Ojalá haya encontrado algún pasatiempo mientras aguardaba.
Llevamos casi seis meses de retraso.
El portero no supo qué responder y se echó a reír. Luego les preguntó
por sus nombres, ya que necesitaban estar inscritos en el registro para poder
entrar otra vez.
—Ah, bueno —dijo el que sonreía—, no vais a encontrarnos ahí, fue el
propio virrey quien nos dio el permiso de salida.
El portero asentó su pata de palo en el suelo húmedo, se inclinó un poco
hacia la derecha, negó con la cabeza y les explicó que necesitaba pruebas,
no palabras.
—Hemos perdido las cartas del virrey —dijo el más alto—, pero os
aseguro que vamos a entrar.
El portero no estaba ya de humor para discutir con dos desharrapados.
Eran mercenarios, sin duda, quizás incluso renegados. Llamó a los soldados
de guardia, que se acercaron a la puerta.
—No vais a entrar. Nadie va a hablar de nada con el virrey. Así que
tenéis dos opciones: marcharos por donde vinisteis o disfrutar de una
temporada en la prisión del Tronco. Allí no estaréis lejos del virrey, quién
sabe si se dignará visitaros.
Los dos hombres se miraron. El más alto se encogió de hombros. El otro
seguía sonriendo. El alto propinó un puñetazo en la mandíbula al portero,
que dio una vuelta sobre su pata de palo antes de caerse de culo. El otro se
rio moviendo la cabeza y estiró una mano con la palma abierta en dirección
de los soldados, que acababan de alzar sus alabardas. Con la otra mano,
sacó del bolsillo un pequeño diamante sin tallar y lo arrojó sobre el portero.
—Consideradlo una indemnización. Si no nos dejáis entrar, enviad a
decir a dom Afonso de Sá que Simão Couto y Fernando Teixeira han
regresado. Y que tienen verdadera necesidad de hablar con él.
El portero no sabía qué hacer. Le dieron ganas de ordenar que los
registrasen, para ver si tenían más diamantes. De ser así, podían
desvalijarlos y abandonar sus cadáveres en el río, por qué no. Pero quizás
aquellos dos estaban diciendo la verdad. O una parte de la verdad, al menos.
No quería perder su puesto, que tanto tardara en conseguir. Le convenía
comprobar lo que decían y, tal vez, atraerse la benevolencia de un hombre
importante como Afonso de Sá, o la del propio virrey. Encargó a un soldado
ir en busca de Sá y transmitirle el mensaje.
La mañana transcurrió con lentitud. El portero bebía vino de palma para
aliviar el dolor, los soldados no perdían de vista a los dos hombres y estos
esperaban sin decir nada, de pie y con las manos a la espalda, como si
fuesen ellos, dos mugrientos espantajos, quienes montaban la guardia. Dom
Afonso de Sá llegó por fin a caballo, acompañado de un soldado que tiraba
de otras dos monturas. Fue a hablar con el portero y le entregó una carta del
virrey. Fernando nunca habría imaginado que se pudiesen hacer tantas
piruetas sobre una pata de palo. Dom Afonso de Sá se dirigió entonces
hacia ellos.
—Esperábamos que llegaseis antes. Os dábamos ya por muertos.
—¿Y eso era un problema? —preguntó Fernando.
—Digamos que era… una pena, desde mi punto de vista. Pero no estoy
seguro de que todo el mundo lo comparta. Seguidme. Vais a asearos y
después vais a contarme lo que ha ocurrido. A continuación, visitaremos a
dom Francisco de Gama.
Saltaron sobre los caballos. Al emprender la marcha, Simão guiñó un ojo
al portero, que respondió con una reverencia antes de palparse el moratón
de la mejilla.

Los esclavos de dom Afonso de Sá se ocuparon con esmero de ellos.


Fernando y Simão se dieron un largo baño, recibieron ropa limpia y algo de
comer. Un barbero los afeitó, curó sus heridas y añadió unas cuantas más,
alegando que era necesario efectuar algunas sangrías para que se
recuperaran lo antes posible.
A continuación, los dos renegados relataron las peripecias de su huida.
Salir de Bijapur no resultó tan difícil, pero su partida precipitada se
descubrió sin tardanza. Además, habían subestimado la velocidad con que
circulaban las noticias en el interior del sultanato. Los identificaron ya en la
primera parada, en un pueblo a pocas leguas de Bijapur. Lograron escapar
al arresto solo gracias a la buena condición de sus cabalgaduras. Después,
decidieron no seguir el camino más recto hacia Goa y así difuminar sus
huellas. La idea los llevó cerca de Bidar, en la dirección opuesta, antes de
torcer hacia el norte y dirigirse al sultanato de Ahmednagar, desde donde
podrían bordear una gran porción de las tierras del adil shah. Para hacerlo
debieron atravesar montañas y selvas, así como poblaciones en las que dos
portugueses necesariamente llamaban la atención. Escaparon a dos
emboscadas y nunca llegaron a saber si eran obra de los hombres de Yusuf
Khan o de simples salteadores de caminos. Pasaron cinco meses vagando de
aquel modo. Los caballos se les murieron de agotamiento, y ellos mismos
debían su salvación a la suerte y a la hospitalidad ocasional de los
campesinos y los sacerdotes idólatras. Perdieron las cartas del virrey al
atravesar un río huyendo de un grupo de hombres, furiosos precisamente
porque, en un momento de auténtica desesperación, les intentaron robar un
elefante para vadear el cauce sin empaparse. A partir de entonces, según
explicó Fernando, confiaban en la benevolencia y la grandeza del virrey,
quien sin duda cumpliría sus promesas.
—Dom Francisco de Gama esperaba teneros de regreso en Goa mucho
antes. Había dispuesto que embarcaseis en una de las naves al mando de
Nuno Álvarez Botelho, llegadas el septiembre anterior y que han vuelto a
zarpar el mes pasado —dijo dom Afonso de Sá.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó Fernando—. Embarcaremos en
las siguientes.
—El problema es que el adil shah quiere vuestras cabezas. El asunto ha
provocado un incidente diplomático lamentable. El virrey niega estar
involucrado, por supuesto, y ha prometido que si volvéis se encargará de
hacer justicia.
—¿Y qué? —intervino Simão—. Basta con no avisar de nuestro regreso.
—El adil shah tiene aquí un embajador y sus espías están por todas
partes. Los portugueses no somos tantos como para que las caras nuevas
pasen desapercibidas. Quizá todavía no sea del todo imposible, pero lo será
al final del monzón, cuando los soldados se hagan a la mar para la campaña
de caza de piratas. Alguien acabará por fijarse en vosotros. Para seros
sincero, el virrey consideraba que lo mejor es encerraros en el Tronco y
olvidar vuestra existencia. Dentro hay suficientes prisioneros del Decán, sin
duda alguno de ellos se encargaría de ejecutaros. El plan le iría bien a todo
el mundo. Pero yo me mantuve firme e invoqué su benevolencia, igual que
has hecho tú. La situación es aún más frágil, porque se espera también otra
llegada: la de los diamantes de Balaghat, con los que el adil shah desea
obsequiar a nuestra reina en señal de amistad entre ambos soberanos. En
este momento vosotros sois dos chinas en el zapato de dom Francisco de
Gama, y no creo que quiera andar muy lejos en tales condiciones.
Simão, preocupado y confuso, se rascaba la mejilla. A Fernando le
resultaba difícil ocultar su enojo. Aunque sabía desde el principio que se
adentraban en una ciénaga, como dos monos demasiado confiados que
deciden cruzar el agua estancada saltando en el lomo de los cocodrilos, no
podía aceptar la idea de que pudiesen sacrificarlos de aquel modo. Sin
embargo, las cosas estaban claras ya desde el principio. Desde el día en que
su padre le dio la primera bofetada. Había nacido para sufrir y para doblar
el espinazo. Llevaba muchos años empeñado en imponerse al destino, en
rendirlo a su voluntad hasta cambiar por fin de condición. Por un instante,
tuvo la tentación de rendirse. De nuevo había apostado y de nuevo perdía.
Otra vez se encontraba en el sitio y el momento equivocados. En esta
ocasión, con un mes de retraso. Pero no le quedaba nada que perder y aún
quería ver a dom Francisco de Gama. Mantener la ilusión de su propia
existencia. Mirar cara a cara, a los ojos, a quienes debía servir, los mismos
que se servían de él y que no deseaban verle.
—¿Cuándo vamos a ver al virrey?
—Desapareced —respondió dom Afonso de Sá—. Allí no os queda nada
que ganar. Puedo ayudaros a salir de Goa por donde entrasteis.
—La muerte aquí o la muerte allí…, tanto da, ya lo sabéis. Prefiero que
probemos suerte en Goa.
Simão asintió y sonrió. Esa sonrisa le llegaba hasta los labios desde las
tripas para expresar su júbilo ante la idea de una nueva aventura. Pero en
sus ojos, llegada desde el corazón, brillaba la tristeza de saberse, tal vez, al
final del camino.

Al caer la noche se dirigieron al palacio del virrey, tan discretamente como


les fue posible en una ciudad del tamaño de Goa. A caballo, cubiertos con
turbantes que apenas podían disimular sus rostros, siguieron a cierta
distancia a dom Afonso de Sá por las calles todavía atestadas de gente. Los
introdujeron en palacio por una puerta trasera. Desde allí se podía llegar
tanto a la residencia del virrey como a la prisión del Tronco, que se
encontraba también entre sus muros. Al pasar junto a una abertura, olieron
las emanaciones de los prisioneros, la acidez del miedo y la suciedad
acumulados. Las corrientes de aire que la atravesaban no servían para
ventilar, sino para revolver aún más aquellas sórdidas vaharadas. Una serie
de pasillos enlazados los condujo hasta una gran sala, donde les indicaron
que esperaran. En las paredes había imágenes pintadas de todas las flotas,
galeones y demás naves que habían llegado hasta la India. O que lo habían
intentado, porque Simão encontró entre ellas el São Julião y el nombre de
dom Manuel de Meneses. Se los mostró a dom Afonso de Sá y a Fernando:
«¡Resulta que, de algún modo, ya estábamos en palacio!».
Finalmente, los centinelas les abrieron la puerta de la sala del Consejo,
también decorada con cuadros. Todos los virreyes de la India tenían allí su
retrato. Al mismo tiempo, dom Francisco de Gama estaba colgado de una
pared y sentado tras una mesa. A Fernando, el virrey de la pared le pareció
más impresionante, y el de la mesa más viejo. El viejo Gama se puso en pie
y los invitó a seguirlo por una galería que se extendía de lado a lado del
edificio, con vistas al muelle virreinal y a las fangosas aguas del río
Mandovi. Alcanzaron después una escalera y subieron a un primer piso que
albergaba las habitaciones de dom Francisco de Gama.
Llegaron a un salón en el que había dos niños jugando y una mujer
joven. Esta, al ver entrar al virrey y a los hombres que lo acompañaban, los
llamó: «Venid, vámonos a jugar a otro sitio». Gama y Sá no le prestaron
atención. Una de tantas sombras que servían en palacio. Simão le dirigió
una breve mirada. Fernando se fijó en sus manos, muy pequeñas, en sus
ojos castaños, en su cabellera escarlata, algo descompuesta, y en la sonrisa
que se le dibujaba en los labios. Ella también se lo quedó mirando. Titubeó
un instante. Se serenó. Luego, volvió a llamar a los niños y salió.
Dom Francisco de Gama había empezado a hablar.
—No negaré que vuestra presencia en Goa me incomoda. Me ponéis en
una situación delicada ante el adil shah.
En su voz no había ni una brizna de cólera, y aún menos de compasión.
Se limitaba a constatar un hecho. Fernando y Simão no habrían sabido decir
si aquellas palabras les estaban destinadas, o si el virrey estaba hablando
consigo mismo. Continuó:
—Ya sabéis que tengo a dom Afonso de Sá en gran estima. Es un valioso
aliado, y no cuento con muchos. Esa es la razón de que haya aceptado
veros, aun sospechando que el adil shah tiene ojos y oídos incluso aquí, en
palacio.
—Os agradecemos que nos hayáis recibido, majestad. Es un gran honor
para nosotros —dijo Simão.
Fernando temió por un momento que se atreviese también a hacer una
reverencia, o bien que esbozara aquella sonrisa suya tan molesta. Decidió
quitarle la palabra.
—Majestad, hicimos lo que teníamos que hacer, y aquí nos tenéis, al fin.
No deseamos otra cosa que aquello que nos corresponde, tal y como quedó
acordado. Una pensión y un pasaje en algún navío que viaje de regreso a
Portugal.
—Aunque no apruebo el tono con el que la presentáis ante mí,
comprendo vuestra petición. Pero las cosas son más complejas. Os había
asignado dos plazas en un navío de regreso, que vosotros no ocupasteis. Y
no me es posible inscribiros en el registro para que se os pague una pensión.
Pensadlo bien: ¿dos renegados que cobran una pensión del rey? ¿Qué iba a
decir el Santo Oficio? La solución más sencilla en este momento sería
dejaros vagar por las calles de Goa, hasta que un hombre del adil shah os
identifique o la Inquisición dé con vosotros. Si no lo hago es porque soy
hombre de palabra, pero las ganas no me faltan, creedme.
—¿La Inquisición? ¿No es un tema resuelto? Nos dijeron que no sería un
obstáculo —inquirió Simão.
—Os dijeron…, o, tal vez, oísteis lo que queríais oír. Todo es cuestión de
poder, y en este momento el mío se encuentra en entredicho. El Santo
Oficio no tiene reparos en entrometerse. Otra razón más por la que sois un
estorbo.
—¿Qué nos ofrecéis? —preguntó Fernando.
Francisco de Gama estaba perdiendo la paciencia.
—¿Qué os ofrezco? ¿Me tomáis por uno de esos vendedores de la rúa
Derecha? Yo no os ofrezco nada. Os doy lo que el honor me ordena que os
dé: la seguridad que os habían prometido y el regreso a Portugal.
—¿Cuándo?
—Me ocuparé de ello en los próximos días. Mientras tanto, no llaméis la
atención. Dom Afonso de Sá buscará una casa para vosotros. Os quedaréis
allí durante el tiempo que yo tarde en encontrar una solución conveniente
para todos. Ahora os acompañarán a las cocinas, para que comáis un poco
antes de iros, es lo menos que puedo hacer. Retiraos.

Una vez fuera de la sala, dom Afonso de Sá se separó de ellos tras


indicarles una dirección donde podrían pasar la noche.
—Es una casa de juego. El encargado está al corriente y os dará una
alcoba. Tratad de pasar desapercibidos. Mañana os llevaré a una casa más
escondida, en la que os alojaréis y prepararéis vuestro viaje. Ahora no os
demoréis mucho por aquí.
Los centinelas los acompañaron hasta las cocinas. La zona reservada
para preparar los platos del virrey y su corte estaba en calma. La hora de
comer había terminado. En la zona donde se preparaba la comida del
personal y los soldados reinaba el bullicio. Flotaba una humareda espesa y,
cuando Fernando y Simão percibieron el olor a guindilla, carne cocida, pan
caliente y salsa agridulce, se dieron cuenta de lo hambrientos que estaban.
Los sentaron en un rincón y les sirvieron raciones generosas y una gran
jarra de agua fresca. Por fin, con el vientre agradablemente pesado y
empujados por esa extraña forma de embriaguez que produce una comida
abundante tras una larga dieta, salieron de palacio por la misma puerta que
habían utilizado para entrar. En el Terreiro do Paço, aquella gran plaza
gemela de la que en Lisboa llevaba el mismo nombre, la gente tomaba el
aire tras un largo chaparrón. Las nubes corrían amontonadas por el cielo y
solo de vez en cuando dejaban ver las estrellas y una luna casi redonda. Los
adoquines estaban mojados y el agua discurría por las calles altas que
desembocaban en la plaza, dejando tras de sí un rastro de lodo. Había
algunos guardias, y también funcionarios de palacio, nobles de la corte y, a
un lado, vestida con un traje de algodón blanco e iluminada por la antorcha
de una fachada, estaba la jovencita que vieron un rato antes en las
habitaciones del virrey. «Vete, luego te alcanzo», dijo Fernando. Simão
miró a la muchacha y sonrió. «No olvides lo que nos dijo dom Afonso de
Sá, hay que pasar desapercibidos».
Fernando caminó hacia ella. Con una media sonrisa en la boca y los ojos
entrecerrados, la muchacha lo observaba acercarse. El joven se olvidó al
instante de la comida, su estómago era ahora un pozo sin fondo. Le
devolvió la sonrisa y la interpeló: «¿Me permitís que os pregunte quién
sois?».
Sandra estaba al servicio de Beatriz da Fonseca, la institutriz de los
sobrinos del virrey. Había llegado con ellos en una carraca dos años antes.
Debía volver a Portugal en el próximo navío de regreso. La muerte la
perseguía. Huérfana de una familia cercana a los Fonseca y casi viuda de un
hombre que sacrificó su vida por el reino antes incluso de casarse con ella
—un pobre chico que había partido a la cabeza de un escuadrón de soldados
para luchar contra campesinos en tierra extraña y nunca había vuelto—,
escondía tras sus brillantes ojos la convicción de que a ella también le iba a
llegar su turno y que no alcanzaría a envejecer. No le contó nada de esto a
Fernando, solo que añoraba Lisboa, pero le costaba imaginar qué iba a
hacer allí cuando fuese la hora de regresar. Últimamente, muchos le
aconsejaban que entrase en un convento, donde decían que podría encontrar
la paz acercándose a Dios. Tenía la impresión de que, más que acercarla al
Creador, lo que pretendían era alejarla de las miradas ajenas. Tan joven y
hermosa, y sin embargo sola, su presencia resultaba una molestia.
Por su parte, Fernando estaba nervioso ante la idea de que lo
descubrieran. Los discursos de dom Afonso de Sá y de dom Francisco de
Gama lo tenían preocupado. Bastaba un solo descuido para dar al traste con
todo. No obstante, en aquel preciso momento deseaba quedarse junto a
Sandra, con una fuerza que no podía controlar. Y era evidente que ella
también lo deseaba. Lo tomó de la mano y lo invitó a seguirla. Rodearon el
palacio y continuaron por el pasaje que llevaba hasta el Arco de los Virreyes
y, del otro lado, al Mandovi. En la penumbra del callejón, Sandra lo citó
para el día siguiente. Se reuniría con él por la noche, en la casa que dom
Afonso de Sá les iba a proporcionar. Seguro que sabría encontrarla, porque
en palacio se enteraba de casi todo. Apoyó por un instante sus labios en la
comisura de los de Fernando, le soltó la mano y lo dejó allí, insatisfecho por
esa primera noche, pero lleno de alegría ante la perspectiva de la siguiente.
Sin embargo, por la mañana sus pensamientos estaban en otra parte. La
noche había sido larga. Simão y él hablaron durante mucho rato. Las
próximas carracas no llegarían antes del mes de diciembre, si es que
llegaban. Volverían a zarpar tres o cuatro meses después, lo cual significaba
casi un año dedicándose a esperar y a pasar desapercibidos. Era algo
imposible. Si al menos hubiesen matado a un hombre allí, en Goa, tendrían
derecho a solicitar refugio en una iglesia y aguardar dentro, a salvo de la
justicia, como hacían tantos otros. En cambio, ellos deberían evitar a los
hombres del adil shah, no atraerse a la Inquisición y asegurarse de que el
propio dom Francisco de Gama no ordenara su arresto. Además, tendrían
que preparar el regreso. Adquirir las mercancías que llevarían consigo para
revenderlas en Portugal. La canela era una especia muy codiciada y cara.
Debían averiguar dónde adquirirla y pagarla con los diamantes que todavía
conservaban. Hasta el día de la partida, tendrían también que cubrir sus
necesidades cotidianas y comprar las provisiones para el viaje. Se hacían
pocas ilusiones al respecto: no iba a ser el virrey quien les diese de comer.
Dom Afonso de Sá mandó que los llevaran a una casa cercana al gran
bazar. Era un barrio populoso, habitado por una multitud de esclavos, indios
conversos, soldados e incluso algún fidalgo. Por si resultaba necesario
abandonar Goa de improviso, el Paso Seco no quedaba muy lejos. El
Tronco estaba a la vuelta de la esquina y la Inquisición un poco más allá,
observó Simão, que empezaba a prestar atención a aquel tipo de detalles. El
mobiliario era espartano, pero disponían de dos camas y dos cuartos, lo cual
era un lujo para hombres de su condición. Había incluso una mesa con dos
sillas, y también un par de esclavos, un anciano indio y una joven negra de
Mozambique, que dormían en un cobertizo construido en el jardín. Cuando
el hombre enviado por dom Afonso de Sá se hubo marchado, se sentaron a
la mesa con una baraja de naipes que los inquilinos anteriores habían
olvidado allí. Faltaban cartas. «Se nos va a hacer largo», dijo Simão. «¿El
día?», preguntó Fernando. Su amigo estalló en una carcajada.
Efectivamente, el día se les hizo largo. Si los siguientes se parecían a aquel,
aguantar los diez meses iba a ser imposible.
Llegó ya bien entrada la noche. Simão dormía, pero Fernando era del
todo incapaz. La esperaba. Permanecía sentado junto a la puerta cuando ella
llamó con suavidad. Estuvo a punto de no oírla. Fuera, el monzón golpeaba
el suelo de tierra roja y adoquines. Cuando abrió y la vio, envuelta en un
vestido oscuro y con los cabellos rojizos pegados a las morenas mejillas, ni
siquiera se le ocurrió apartarse para dejarla entrar. Sandra se deslizó entre el
marco de la puerta y Fernando. Sus cuerpos se rozaron; él se ruborizó y en
los ojos castaños de ella vio el reflejo de las velas que iluminaban el cuarto,
junto a otra chispa que solo podía proceder del interior. Se sentaron y
hablaron en voz baja. Por mucho rato. Se contaron muchas cosas que nunca
le habían dicho a nadie. Ambos lo tenían claro. De diferentes modos, los
dos aspiraban a escapar de aquello que su posición, o cualquier otro nombre
que se le quisiera dar a Dios, al destino o a la fatalidad, les tenía reservado.
Al menos había permitido que se encontrasen. Así que se irían juntos. El día
anterior aún no se conocían, pero al cabo de unas pocas horas adoptaron
decisiones para toda la vida. Al actuar de ese modo, sin tomarse el tiempo
necesario para meditarlo bien, Fernando se sintió liberado. Con los muchos
obstáculos que sin duda se les presentarían, ya verían qué hacer más
adelante. No era el momento de pensar en ello. Finalmente, hicieron el
amor en la cama y, a la luz gris que precede al alba, Sandra se escabulló una
vez más hasta la calle. La vio desvanecerse tras la esquina de una pared
blanca, en la que se apreciaban algunas manchas más oscuras, allí donde la
lluvia empezaba ya a desconcharla. Se dijo a sí mismo que siempre había
sabido acomodarse a las circunstancias. Incluso cuando optaron por
quedarse en Bijapur, Simão y él no habían hecho sino aceptar lo que la
situación les ofrecía. Por primera vez experimentó la sensación de estar a
los mandos de su destino. Las cosas se volvían sencillas. Sin embargo,
nunca se había sentido tan desorientado. Tal vez porque, por primera vez,
tenía una ilusión por algo y, con ella, un miedo incontrolable de perderlo.

Interminablemente grises, los días siguientes se alargaban más y más. El


mar enviaba su inagotable tropel de nubes. Empujadas por el monzón,
llegaban para vaciarse sobre Goa, transformando las calles en torrentes y
difuminando el sol durante horas y horas. Tras los finos vidrios de conchas
de ostras, las temblorosas llamas de las velas y los faroles siempre estaban
encendidas. La humedad de la calle se infiltraba en las casas, y después en
sus ocupantes. Fernando y Simão tenían la impresión de que pronto se
pudrirían sin remedio. Sin embargo, la incomodidad permanente, incluso
entre las sábanas húmedas al contacto del aire, desaparecía las noches en
que Sandra estaba allí y hacía el amor con Fernando. Juntos imaginaban un
futuro sereno, placentero, templado por los rayos del sol. Seco.
Por su parte, Simão había conocido a un tratante de Cochín que podría
proporcionarles canela de Malabar a buen precio. Quedaba por saber de
cuánto espacio iban a disponer en el navío que los trasladaría a Portugal.
Llevó a la casa una muestra y, a veces, el olor cálido de la especia lograba
tapar el de la humedad, que enmohecía los tejidos y se infiltraba en la cal de
las paredes, abombándolas.
Se encontraban a la mesa, delante de un caldo de pescado y una escudilla
de arroz. Si el sol se hubiese dejado ver, les habría servido para averiguar si
todavía era por la mañana, o bien ya comenzaba la tarde, cuando se abrió la
puerta. Por ella entraron como una ráfaga algunas gotas de la lluvia
torrencial y seis hombres armados. El Santo Oficio había recibido una
denuncia de apostasía contra ellos, dijeron. Quedaban detenidos. Simão
preguntó si podían terminar de comer y obtuvo como respuesta un empujón
que lo desplazó de la silla y lo tiró al suelo. Fernando echó un vistazo
rápido a su daga, que estaba sobre la cama, demasiado lejos, acabó de tragar
un bocado de arroz y se puso de pie con las manos en alto. Pensó en Sandra,
que esa noche iba a encontrar vacía la casa, si es que no se enteraba antes
del arresto. Pensó también en dom Francisco de Gama, y no tuvo dudas de
que se hallaban en esa situación gracias a él.
Fuera, bajo la lluvia, cerró los ojos y puso toda su atención en el agua
que le empapaba el pelo y la cara, en el fuerte olor a tierra húmeda y en el
más ligero, casi imperceptible, de la brisa marina mezclándose con las
rachas tormentosas. No estaba seguro de volver a sentirlos de nuevo.
16
Salvador da Bahia-Lisboa, agosto-octubre de 1625

Izaron velas y abandonaron la bahía de Todos los Santos, São Salvador y


Bahia. Agarrados a la batayola, Diogo e Ignacio pensaban en lo que dejaban
atrás. El primero, dos muertos sin sepultura; el segundo, una madre
inconsolable. El país donde habían crecido, por el que habían combatido sin
proponérselo y al que solo ahora, al verlo alejarse, se daban cuenta de lo
unidos que estaban. Algún día regresarían. Tal vez.
La armada que zarpaba de Bahia estaba mal organizada. Los meses
pasados desde la reconquista no se pudieron aprovechar para la preparación
del viaje. Finalmente, la flota holandesa de rescate había llegado a finales
de mayo. Treinta y cuatro veleros, quince de ellos bien armados, se
presentaron tras la barra de la bahía, sin sospechar que São Salvador ya
había caído. El marqués de Cropani sugirió que podían seguir engañando al
enemigo. Bastaba con arriar la enseña española que ondeaba sobre la
ciudad, sustituirla por la de las Provincias Unidas y ordenar a las baterías de
São Salvador que disparasen en la dirección de la flota castellana y
portuguesa, la cual respondería con algunas andanadas. Los holandeses
seguirían avanzando, y en ese momento sería posible atacarlos por sorpresa.
El plan recibió el apoyo de muchos capitanes. Don Fadrique de Toledo citó
entonces a Alejandro Magno, quien afirmara que vencer mediante un ardid
era vencer sin honor. Prefirió enviar varios galeones al encuentro de la flota
holandesa por cada lado de la entrada de la bahía, con el fin de atraparla
entre dos fuegos. Tratándose de una cuestión de honor, dom Manuel de
Meneses podía entenderlo. Don Fadrique se elevó un tanto en su estima.
Pero se hundió en ella unas horas más tarde al negarse a perseguir a los
holandeses, que habían dado media vuelta con los primeros cañonazos, sin
duda porque sus tripulaciones no estaban listas para el combate. Dejar
marchar de aquel modo al enemigo era ofrecerle la ocasión de recomponer
sus fuerzas y de volver al ataque.
No obstante, dos meses más tarde parecía que los holandeses habían
abandonado la idea de reconquistar Bahia. No obstante, las armadas
portuguesa y española seguían estando mal preparadas. Los barcos
holandeses todavía navegaban entre el Caribe y el Brasil, atacando los
navíos mercantes y de transporte con regularidad, así que las provisiones
llegadas de Pernambuco no sirvieron para avituallar suficientemente a la
flota. Tales escaramuzas no ponían en peligro la dominación portuguesa del
Brasil, pero su precio era de todos modos alto.
En aquel comienzo del mes de agosto, la opinión de dom Manuel de
Meneses era que los galeones y carabelas que zarpaban de Bahia hacia
Pernambuco todavía no estaban listos. La improvisación era constante y
aquella excursión al norte, antes de atravesar el océano camino de Lisboa y
Cádiz, le parecía inútil y tal vez peligrosa. El objetivo era ir en busca de los
navíos azucareros destinados a Portugal, para protegerlos. Más importante
aún, había que llevar hasta Pernambuco a Duarte de Albuquerque, el
hermano del gobernador, que había combatido en la liberación de Bahia y
ahora pretendía reunirse con su capitanía y con Matias de Albuquerque.
Además, don Fadrique tenía noticias de cuatro urcas llegadas de Cádiz con
víveres destinados a la flota castellana, que se encontraban fondeadas en
Pernambuco.

Tras pasar la barra de la bahía de Todos los Santos, se encontraron con un


mar encrespado y una marejada cambiante. Hasta entonces, Diogo e Ignacio
solo habían navegado en aguas tranquilas, entre el puerto y São João, así
que incluso caminar en cubierta les costaba. Trataban de mantener el
equilibrio, tropezando y chocando con los marineros. Tal era su torpeza que
dom Manuel de Meneses terminó por enviarlos al dormitorio. Fue peor. Sin
un horizonte como referencia, el movimiento del navío se les agarraba en la
boca del estómago. Palidecían, se quedaban sin aliento, contenían
difícilmente el vómito. Acabaron por volver a cubierta, en busca de un poco
de aire fresco. Allí descubrieron que la tripulación se hallaba muy atareada.
En la arboladura, desplazándose por los aires entre los obenques y las
vergas, los gavieros arriaban las velas. Diogo no se atrevía a mirarlos.
Verlos allí, con los mástiles balanceándose, le daba náuseas. La mano de
Ignacio se aferró a su brazo. Se volvió para mirar a su amigo, que
observaba fijamente el horizonte con la boca abierta. El São João navegaba
por aguas de un azul tan profundo que parecían casi sólidas. A lo lejos,
coronadas de espuma, se volvían de color turquesa, mientras por encima
avanzaban unas nubes grises empujadas por otras negras, bajo las cuales un
manto de lluvia oscurecía el horizonte. Luego el viento arreció y barrió la
cubierta. Los gavieros se agarraban a las jarcias como podían. Alrededor del
barco, el mar se hundía y se alzaba por momentos, golpeando su casco una
y otra vez. No era aún mediodía y ya parecía plena noche, de no ser por
algún que otro rayo de luz que atravesaba aquí y allá las nubes y arrojaba un
estridente resplandor sobre el galeón. En tales instantes, las escenas
parecían congelarse: los hombres enganchados a los obenques como arañas
en una tela; un grumete resbalando por el castillo de proa, inundado de agua
al caer el São João entre dos olas; un marinero arqueándose para amarrar
varios toneles a punto de volcar; un soldado, calado hasta los huesos,
tratando de escapar por una escotilla; Manuel de Meneses, con los ojos
entrecerrados por el viento, el rubio cabello revuelto, el cuello negro
levantado y las manos a la espalda, firmemente plantado sobre sus piernas,
inmóvil y con la boca abierta para gritar alguna orden.
Diogo no habría podido decir cuánto duró todo aquello, solo que a los
días sin luz los siguió varias veces la noche, aún más aterradora. Cuando
por fin volvió la calma, la flota se había dispersado. En torno al São João no
quedaban más que unos pocos navíos castellanos y portugueses. La mayor
parte habían sufrido diversos desperfectos: vías de agua, mástiles partidos,
velas desgarradas. También habían perdido algunos hombres. La tempestad
los había alejado de la costa. Cuando dom Manuel de Meneses tomó la
altura, llegó a la conclusión de que se hallaban tan al norte que lo mejor era
poner rumbo a Lisboa sin perder más tiempo.

Los grumetes bombearon sin parar y los calafates redujeron las vías de
agua, pero no se pudo evitar que una parte de las provisiones se estropease
por culpa del agua salada. Hacia finales de septiembre, los barcos divisaron
por fin las Azores, donde podrían completar el avituallamiento antes de
encaminarse hacia Lisboa y Cádiz. Se acercaban a la isla de São Miguel,
con el sol resbalando lentamente tras la línea del horizonte, cuando uno de
los vigías avistó dos velas que no tardaron en identificar como naves
holandesas. Al caer la noche, dom Manuel de Meneses mandó prender los
fanales del São João. La tripulación no lo entendía: el galeón se hallaba en
malas condiciones, los hombres estaban agotados, parte de la pólvora
seguía húmeda. Habría resultado más prudente aprovechar la noche para
ponerse fuera de la vista de los navíos enemigos. «¿Huir? —preguntó
Meneses—. ¿Ante esos herejes? ¿Esos ladrones? Tenemos un honor que
defender. Que vengan, nos ocuparemos de ellos».
Vinieron por la mañana y el São João los estaba esperando. Eran dos
galeones, uno de ellos con la insignia de almirante. Dom Manuel de
Meneses ordenó acercárseles y, una vez a tiro de la almirante, disparar una
primera andanada, a la que los holandeses respondieron. Diogo e Ignacio
asistían por vez primera a un combate semejante y la experiencia les
pareció asombrosa. Las vibraciones eran más intensas, las sentían más
adentro que en los combates terrestres, y además tenían muy pocos sitios
donde resguardarse. Había que tener menos cuidado con las balas de cañón
adversarias que con lo que destruían a bordo: el casco, los aparejos, la
arboladura y todo lo que abarrotaba la cubierta. Saltaban en pedazos, para
caer después desde el cielo hechos astillas afiladas que se clavaban y
mataban. El barco quedó envuelto en una niebla que irritaba los ojos, la
nariz y la garganta, y que terminó por desorientarlos, mientras los oídos
todavía les zumbaban por el estruendo. Cuando las detonaciones eran
demasiado cercanas, los dos muchachos no podían hacer mucho más que
seguir aferrándose a las regalas y agachar la cabeza.
Los proyectiles y la metralla del São João habían dañado el trinquete de
la almirante enemiga, convirtiendo parte de su velamen en hilachas. Los
gritos de los heridos llegaban hasta los oídos de Diogo e Ignacio. El otro
navío holandés había emprendido la huida. Dom Manuel de Meneses se
reunió brevemente con el piloto y el capitán: había que perseguir el barco
fugitivo. La almirante no estaba en condiciones de partir inmediatamente.
Además, el Santa Ana, un galeón castellano comandado por don Juan de
Orellana, venía de camino y se encargaría de abordarla e incautar su
mercancía. «No servirá de nada que se resistan», dijo Meneses. Diogo se
preguntó hasta qué punto aquel hombre creía en lo que decía. Porque una
cosa era cierta: en las mismas condiciones, dom Manuel de Meneses se
habría resistido hasta las últimas consecuencias, sin pararse a pensar si
serviría de algo. No obstante, tenía razón. Cuando el São João ya se alejaba,
Diogo vio a don Juan de Orellana izar la bandera blanca y enviar varios
hombres a la almirante holandesa para negociar su rendición.
El piloto del São João no tenía claro si iban a poder dar caza al galeón
holandés en fuga. El barco portugués aún mostraba las cicatrices de las
tempestades anteriores, y las pocas andanadas disparadas por el adversario
en el breve combate que los había enfrentado también habían causado
daños. Pero nada de esto impidió que Dom Manuel de Meneses insistiera,
seguro de sí mismo y convencido de que se trataba de una cuestión de
honor. Solamente aceptó renunciar a la persecución cuando el
contramaestre le señaló el Santa Ana: una humareda subía desde la
almirante, que se encontraba a su costado, casi en contacto. El tiempo que
tardaron en virar de rumbo y dirigirse hacia el galeón de Orellana bastó para
que los reflejos anaranjados se apoderasen del puente de mando del navío
holandés, envuelto ya en humo negro. El Santa Ana trataba de alejarse, pero
ya empezaba a ser también pasto de las llamas.
La almirante holandesa explotó en primer lugar. Diogo e Ignacio habían
alcanzado el castillo de proa del São João; desde allí vieron cómo la tela
oscura tejida por el humo se iluminaba y, por encima, las brasas de madera
hacían piruetas en el cielo azul. Aunque seguían estando lejos, pudieron
percibir el aire desplazándose y el viento cortante quemando sus rostros
durante un largo segundo. El Santa Ana no se había distanciado lo
suficiente como para escapar a la deflagración. El fuego, que había
comenzado a devorarlo, subía ya por las jarcias. La popa era una hoguera.
Los hombres se arrojaban al agua. Se veían sus sombras desaparecer bajo
pequeños haces de espuma; se oía el rumor de sus gritos, que las olas se
apresuraban a ahogar. Hubo varias explosiones, no tan fuertes como la que
destruyera el navío holandés, y el galeón español empezó a hundirse.
Incluso allí, en mitad del océano, el fuego perseguía a Diogo. Fascinado, el
muchacho veía sobresalir del agua nada más que la toldilla del alcázar del
Santa Ana, y arder encima la llama incandescente de un hombre que, presa
del pánico y del dolor, era incapaz de dar con el camino al agua. Varios más
estaban ya en el agua, y Diogo imaginó su terror mientras la muerte los
arrastraba hacia las profundidades pobladas de monstruosas criaturas.
Algunos se aferraban a los restos flotantes y pedían socorro. El São João se
aproximaba por fin. Desde la cubierta, los marineros que no participaban en
la maniobra trataban de ayudar a los náufragos. Les tiraban tablones,
barriles y cabos de cuerda. Había también algunos curas, rezando.
Don Juan de Orellana pereció con otros cerca de ciento cincuenta
hombres. Los demás se apretujaron en el São João, que reemprendió la ruta
hacia Lisboa. Diogo e Ignacio habían dejado de ser objeto de curiosidad
para la tripulación y los soldados del galeón, pero volvieron a serlo para los
supervivientes del Santa Ana. Sobre todo Ignacio, por supuesto. Algunos
comentaban que su lugar estaba en la bodega, con las mercancías, aunque
pocos se atrevían a decirlo en voz alta, tras comprobar que asistía a las
eucaristías celebradas por los jesuitas en la cubierta y que era una de las
escasas personas a las que se dirigía dom Manuel de Meneses. Diogo y él
seguían sirviendo al capitán-mor y transmitiendo sus órdenes cuando era
necesario. Meneses no tenía hacia ellos la misma actitud que hacia los
demás, incluidos los fidalgos que iban a bordo. No es que los tratase con
una amabilidad de la que en general carecía, ni con un respeto del cual solo
consideraba merecedores a los hombres de rango superior al suyo, pero sí se
mostraba con ellos menos brusco, un poco más cordial, a veces incluso
dispuesto a dar algún consejo y no solo órdenes. De no ser Meneses alguien
tan poco supersticioso, sin duda habría podido pensarse que los veía como
un amuleto. Al principio, Diogo tuvo la idea de que tal vez dom Manuel se
sintiera en deuda porque le habían salvado la vida. Después se dio cuenta de
que no era así. Meneses no veía nada especial en ello. Por el contrario,
había descubierto en Ignacio y él una valiosa disposición para el combate y
una ausencia de ambición que los convertían en asistentes fieles. Los dos
muchachos no tenían nada. Diogo no tenía padres e Ignacio tampoco tenía
mucho más: se había criado con su madre, cierto, pero sobre todo con una
cohorte de jesuitas que no destacaban precisamente por lo afectuoso. Al
salvar y luego servir a dom Manuel de Meneses, ambos encontraron un
lugar en ese mundo brutal que se desmoronaba. Su gratitud hacia él no
escondía segundas intenciones. Para dom Manuel de Meneses,
acostumbrado a moverse en una sociedad repleta de intrigas, falsedad y
codicia, esa lealtad era un bien tan escaso como valioso.

Una mañana de octubre se hallaban con él en la cubierta del São João


cuando vieron aparecer la costa portuguesa tras el manto de la niebla
matutina. Aunque nunca antes se la había imaginado, al tenerla delante
Diogo se emocionó. Después de tres meses de tormentas y combates, por
fin había conseguido atravesar el ancho océano y regresar a la tierra de
donde su padre fuera un día expulsado. Llegaba hasta allí con el corazón
henchido de orgullo por haber devuelto Bahia a aquel reino, que tanto había
maltratado a los suyos. Pensó también en Ignacio, siempre a su lado,
hombro con hombro: había recorrido el mismo camino que él, sin
importarle la sumisión que su pueblo padecía. A su vez, el tupinambá estaba
pensando en los suyos y en Bahia. Los echaba de menos, pero no olvidaba
que, desde que los jesuitas los forzaran a quedarse en Espírito Santo,
aquella tierra había dejado de ser su hogar. Llevaba muchos años viviendo
en un mundo en gran medida ajeno y cuyas costumbres todavía le costaba
trabajo comprender. Al fin y al cabo, allí o en cualquier otra parte, la mayor
diferencia seguía siendo el clima. Hacía frío.
Dom Manuel de Meneses estaba satisfecho. Regresaba victorioso. Había
recuperado Bahia, había derrotado a los holandeses en el mar, había llevado
con honor los colores de Portugal y había servido lealmente, por difícil que
a veces le resultara, al rey Felipe. Iban a recompensarlo, sin duda. Pero
tenía sentimientos encontrados. El regreso de la armada portuguesa al
completo habría sido un hermoso símbolo, así que todavía confiaba en que
otros barcos se les uniesen, si es que no había llegado ya alguno. Aunque si
quien no regresaba era António Moniz Barreto, crecido por los combates
victoriosos de su tercio, tampoco iba a importarle. La niebla se había
disipado lentamente y la costa, partida en la mitad por la barra del Tajo,
aparecía en todo su esplendor. Detrás quedaba Lisboa, y aún más lejos, tal
vez, Madrid. Por fin le había llegado la hora de acceder a cargos de
verdadera importancia. Se preguntó por lo que haría con el muchacho y el
indio.
17
Goa, diciembre de 1625

Esperaban en aquel lugar desde que los sacaron de sus celdas en mitad de la
noche. Eran decenas. Seguramente, más de cien. De pie, en una galería tan
mal iluminada que cualquier resplandor de una lámpara o una vela parecía
incluso reforzar la oscuridad reinante, guardaban silencio. Dentro de los
muros de la prisión del Santo Oficio no se hablaba, ni siquiera para rezar.
En esa penumbra silenciosa, los vigilantes habían entregado a cada uno su
atuendo del día. Camisa, calzón de rayas blancas y negras y un escapulario
para pasarlo por encima. Los escapularios de casi todos los prisioneros
estaban hechos de tela amarilla, con una cruz de san Andrés roja pintada
encima. Los de Fernando y Simão eran grises y tenían dibujos de llamas
con las puntas mirando al suelo. Les dieron también una vela de cera
amarilla. Y les distribuyeron como almuerzo un trozo de pan y un plátano.
El pan estaba algo duro, y los plátanos, demasiado maduros, desprendían un
olor nauseabundo que invadió la galería. Fernando los engulló a toda prisa.
No tenía hambre, pero temía que la espera hasta la próxima comida se
prolongase. En Goa los autos de fe podían durar mucho tiempo. No se
escuchaban ya más que los ruidos de las bocas masticando, algunos eructos
incontrolados y de vez en cuando un sollozo. Fernando no perdía de vista a
Simão. En contra de sus hábitos, este se mantenía impasible. Las semanas
pasadas en las celdas de la Inquisición solían tener aquel efecto. Las
sombras difuminaban los rasgos faciales y le era difícil estar seguro, pero a
Fernando le parecía que su amigo esbozaba de tanto en tanto una de sus
sonrisas burlonas. Ojalá fuera así, era una buena señal. Pensaba también en
Sandra, en su cuerpo, en sus carcajadas escasas y preciosas, y se preguntaba
si tendría la ocasión de volver a verla; ojalá fuera así, también. Y de volver
con ella a Portugal. Sin embargo, después de pasar tres meses en las
mazmorras de la congregación del Santo Oficio, debía rendirse a la
evidencia: por el momento, sus planes no eran otra cosa que quimeras.
Aunque, al menos, le permitían conservar algo a lo que aferrarse.
En la catedral tañían las campanas. Sacaron a los prisioneros de uno en
uno y los condujeron a una gran sala. Allí se encontraron con los habitantes
de Goa. Cada uno iba a ser padrino de un prisionero, respondiendo por él y
guiándolo por el camino recto durante la jornada. Se trataba de un gran
honor, según el Santo Oficio. Los gestos sombríos de los padrinos daban a
entender una realidad diferente. Más bien era una condena. Nadie podía
negarle nada a la Inquisición, a su aplastante autoridad y a su justicia
arbitraria. Por esa razón estaban allí, para agradar a los inquisidores, pero
temiendo al mismo tiempo la cercanía de los condenados que debían
acompañar. El padrino de Fernando, un comerciante de paños, hacía todo lo
posible por evitar su mirada. No le dirigió ni una palabra. Cuando el preso
se giraba hacia él, levantaba los ojos al cielo, con tanta insistencia que ya
antes de salir del edificio había tropezado un par de veces en el irregular
piso.
La puerta se abrió a una mañana anaranjada y húmeda. Con una
humedad de esas que se pegan a la piel, igual que la sal traída del océano
por la cálida brisa; de esas que también el miedo puede producir. Todos los
presentes, hombres y mujeres, habían sido denunciados en un momento u
otro y, tras varias audiencias, seguían a la espera de saber la suerte que les
estaba reservada. Cuando seis meses antes los llevaron hasta aquel lugar,
Fernando y Simão estaban tranquilos, porque creían que ya habían pasado
por peores situaciones. Ahora, descalzos y descubiertos en las calles de
Goa, avanzando en procesión por entre la multitud de lugareños que se
reunía para cada auto de fe, lo estaban mucho menos. Caminaron con un
cirio en la mano tras los dominicos durante más de una hora, destrozándose
los pies. A la cabeza del cortejo ondeaba el estandarte bordado con el retrato
de santo Domingo, espada y rama de olivo en mano, y por encima la
inscripción Misericordia et Justitia. Llegaron por fin ante la iglesia de San
Francisco. Los hicieron pasar y los sentaron en los bancos de una galería
lateral, según la gravedad de los crímenes que se les imputaban. Los
hombres y las mujeres que habían recibido el escapulario con la cruz roja
estaban delante. Aquellos que, como Fernando y Diogo, llevaban el de las
llamas hacia abajo se sentaban justo detrás: habían confesado sus crímenes,
ganándose el derecho al perdón, o eso esperaban. No podía decirse lo
mismo de los que estaban al final, junto a un retrato de sí mismos, rodeados
de demonios y hogueras, que incluía una inscripción con sus crímenes. Los
iban a quemar, no cabía duda. Sentados entre ellos, algunos hombres
sostenían efigies ajenas en lo alto de un mango de madera y cajas también
decoradas con llamas y demonios. Dentro se hallaban las osamentas de los
condenados que la Inquisición había procesado post mortem. También los
cofres arderían. Fernando estaba impresionado por la manera que el Santo
Oficio tenía de afirmar su poder sobre los vivos, mostrándoles que podía
castigarlos más allá incluso de la muerte. En su caso, habría preferido que el
Inquisidor hubiese esperado hasta entonces para interesarse por él. Pero allí
estaba, en aquella catedral donde no podían encontrarse ni la dicha ni el
perdón, sino solo el estruendo condenatorio de la muchedumbre y las
maldiciones dispensadas por los hombres, en nombre de un Dios en el que
ya no creía. Confiaba en que todo aquello terminase cuanto antes. Se hizo el
silencio cuando el inquisidor y sus consejeros, así como el virrey y su corte,
tomaron asiento a ambos lados del altar mayor, cubierto de negro y
adornado con seis candelabros de plata. El provincial de los agustinos subió
al púlpito para pronunciar un sermón, que a Fernando se le hizo
interminable. Dejó vagar el pensamiento hasta Portugal, los diamantes y
Sandra, molesto solamente por los olores —el del sudor agrio de los
prisioneros y el de la orina de algunos, dominados por un pavor irrefrenable
—, que el incienso no era capaz de encubrir. Cuando por fin el orador
terminó, dos lectores se turnaron para entonar laboriosamente la larga
letanía del proceso de cada prisionero y la declaración de las sentencias. De
uno en uno y siempre con el cirio en las manos, llevaban a los condenados
hasta la mitad de la galería. Los obligaban a arrodillarse delante de un misal
y a hacer una confesión de fe. Cuando le llegó el turno, Fernando escuchó
la lectura del proceso y esperó a que se le anunciase la sentencia, mientras
miraba fijamente a dom Francisco de Gama. El virrey le devolvía la mirada.
Convicto de apostasía, pero vuelto a la fe cristiana, Fernando fue condenado
al azote y al destierro: debía abandonar Goa en la siguiente nave que
partiese en dirección de Portugal. Gama sonrió. Había mantenido su
palabra. Fernando y Simão tendrían pasaje en una carraca. Por un breve
instante, Fernando se preguntó si contaba con tiempo suficiente para
levantarse, correr hasta el virrey y clavarle el cirio en la garganta. A su
pesar, renunció a la idea. Los habían engañado. Simão y él debieron
suponerlo desde el principio. Unos simples soldados no podían pretender
jugar en igualdad de condiciones con los amos del Imperio. Había que
aceptarlo. Al menos, sabían que iban a regresar a Portugal. Y también que
ningún escrúpulo les impediría hacer trampas en la siguiente partida.
Lo guiaron hasta el banco, al lado de su padrino, quien aún insistía en
ignorarlo. A continuación fue el turno de Simão, que recibió una sentencia
idéntica a la suya. De nuevo, Gama sonrió. Y Simão le devolvió la sonrisa.
La mirada de Gama se endureció.
El día estaba llegando a su fin cuando se dieron por terminadas las
lecturas y a los condenados se les levantó la excomunión. Después vino el
penoso momento de la lectura de los procesos de los condenados a muerte.
Eran diez, todos judíos.
Los llevaron a la orilla del Mandovi, donde las piras ya estaban
montadas. Alrededor, la multitud esperaba ese momento con impaciencia; a
medida que los condenados avanzaban, el murmullo se hacía más y más
intenso. La población de Goa coreaba con una sola voz: «Judíos…,
judíos…, judíos». Fernando sintió cómo el vientre se le encogía y un
escalofrío le subía por el espinazo. Ya estaba a salvo, pero fue en aquel
instante cuando sintió el miedo. Los vigilantes y los jueces seglares
acompañaron a los condenados, tanto a los vivos como a los cofres de
huesos, hacia las piras. Preguntaron a los vivos en qué religión deseaban
morir. Los que elegían la religión cristiana eran estrangulados con la ayuda
de un garrote. Fue un espectáculo lento y desagradable. Al único que quiso
mantenerse en el judaísmo lo ataron en lo alto de una pira. Cuando los diez
montones de leña empezaron a arder, iluminando la noche que justo
entonces caía por completo, se vio a la sombra del hombre revolverse por
un momento, antes de quedarse por fin quieta. No había dado un solo grito.
La multitud estaba un poco decepcionada. Fernando se sintió aliviado al
enterarse de que no lo azotarían hasta el día siguiente. Temía que aquella
parte de las sentencias se ejecutase esa misma noche y que los latigazos
fueran más severos con el fin de satisfacer al público. La espalda le
quemaba de solo pensarlo.
«Demostradles quiénes sois. Llevad la cabeza bien alta», les dijo el
carcelero, que había desarrollado por ellos algo parecido a la admiración, o
tal vez al afecto, mientras acompañaba a los condenados hasta la sala donde
iban a flagelarlos. Su condición de renegados los convertía en hombres
débiles en su fe, pero la forma en que habían sabido adaptarse a un nuevo
sistema y labrarse un camino en él le inspiraba respeto. Fernando nunca
había sentido la necesidad de ser ese tipo de héroe que desafía al dolor y al
verdugo. Tales actitudes no podían tener otra consecuencia que la de animar
a quien manejaba el látigo a hacer más daño. Así que no se resistió y perdió
la conciencia tras el tercer latigazo. Simão aguantó un poco más, aunque
tampoco era para estar orgulloso. El carcelero pensó que el comportamiento
de ambos no había sido precisamente honorable.

Unos días más tarde, tras recibir del inquisidor la lista de penitencias que
estaban obligados a cumplir durante los tres años siguientes, se llevaron una
sorpresa al ver que los escoltaban hasta el exterior de la prisión. En
circunstancias normales, deberían haber seguido en los calabozos hasta la
partida de las naves hacia Portugal. Aunque sus espaldas habían recibido los
cuidados de los dominicos, aún les dolían y los obligaban a caminar muy
tiesos. Al salir de los edificios del Santo Oficio se encontraron con dom
Afonso de Sá, que estaba esperándolos. El oficial no se había olvidado de
ellos. Se sentía culpable por haberlos arrastrado a la aventura que los llevó a
renegar de Portugal y unirse a Bijapur. Lo siguieron en dirección al
mercado de la rúa Derecha. El día acababa de nacer, pero el calor era ya
asfixiante. Al menos, la cárcel les había servido para mantenerse secos
durante la temporada del monzón. Aquel día el sol brillaba, e incluso la
sombra, proporcionada por quitasoles sujetos por esclavos y atravesada por
destellos de colores, era calurosa. Tras el silencio de las mazmorras de la
Inquisición, el ruido resultaba casi ensordecedor. Pasaron por delante de los
comercios de orfebres, mercaderes de paños, tapiceros, vendedores de
especias y tallistas, hasta llegar a la plaza de la Picota Vieja. Allí los
asaltaron los aromas de la comida. Vieron los puestos de fruta, los asadores
de aves de corral, cabras y pescado, las mujeres cocinando platos diversos.
Dom Afonso de Sá les pagó un estofado de pichón con arroz y un par de
mangos. No querían más plátanos: base de su alimentación durante los
últimos meses, muchas veces los habían esperado con impaciencia y un
hambre a menudo insoportable. Ahora que estaban fuera, el simple olor de
esa fruta bastaba para revolverles el estómago. Dom Afonso de Sá los
condujo hasta el jardín de una casa cercana. Detrás de los muros que
alejaban los ruidos de la calle, a la sombra ondulante de las palmeras
mecidas por una leve brisa que venía del mar y arrancaba a veces un
quejido de sus troncos, comieron en silencio y bebieron el agua fresca de
una jarra traída por un esclavo. Una vez terminada la comida, dom Afonso
de Sá tomó por fin la palabra:
—Podéis alojaros en esta casa. Tiene todo lo necesario. Suelen ocuparla
otros soldados, pero ahora están todos embarcados en la costa de Malabar
por unos meses. En cuanto a lo demás…, bueno, hice lo que pude. Pero el
virrey creía que le habíais arrancado una recompensa demasiado elevada.
No estaba dispuesto a quedar en evidencia. Al haceros pasar por los
calabozos del Santo Oficio y por una condena, pero sin incumplir con su
parte del trato, os deja claro que sigue siendo él quien está al mando y
además logra rebajar las tensiones con la Inquisición. Por suerte he podido
negociar vuestra salida de prisión, dando garantías de que sin duda partiréis
a Portugal en el próximo navío. Aquí todo se compra y vosotros empezáis a
costarme caros, tanto en oro como en reputación. Confío en que
embarcaréis, y también en que cumpliréis con vuestras penitencias. Por el
tiempo que sigáis aquí, la Inquisición no os va a perder de vista.
—Supongo que no podremos embarcar una carga de canela en la nave de
regreso, ¿verdad? —preguntó Simão.
—Que podáis embarcar vosotros ya es una suerte. No la tentéis más. En
adelante, no podré hacer nada más por vosotros.
—¿Y nuestros diamantes? —preguntó Fernando.
—Conseguí recuperarlos antes de que la Inquisición confiscara vuestras
pertenencias…, lo que había en vuestra casa, vaya. No les pareció gran
cosa. Creo que vendieron las dos sillas, las dos camas, la mesa y vuestras
armas en el mercado, al mejor postor. Las arcas del Santo Oficio no han
debido de engordar demasiado.
Se echó mano al cinturón, abrió el monedero y sacó una bolsita más
pequeña, que tendió a Fernando.
—Aquí los tienes, todos. De algo os servirán cuando lleguéis a Portugal.
No es una fortuna, pero hay lo suficiente para volver a empezar, sean cuales
sean vuestros planes.
Sacó también del monedero algunas monedas de oro y se las dio a
Simão.
—Esto es para que salgáis adelante mientras llega el día de vuestra
partida. Y para preparar las raciones del viaje. Podéis estar seguros de que
el sustento de a bordo no lo proporcionan ni la Corona ni la Iglesia.
Fernando asintió con la cabeza.
—Gracias.
—¡Ah! Fernando, la institutriz de los sobrinos del virrey me ha pedido
que te transmita un mensaje de su sirvienta. Una carabela trajo ayer aviso
de la llegada de las naves portuguesas. Estarán aquí mañana mismo,
descargando. La chica se marchará después con los sobrinos de dom
Francisco de Gama al palacio de Daugim, pero mañana al mediodía estará
delante del hospital. No deberías ir. Si el virrey se entera de que os veis,
volverás a buscarte problemas con él y sus malas pulgas.
—Quienes acabamos de salir de la cárcel somos nosotros —dijo Simão
—. Si se trata de tener pulgas, seguro que no nos gana.
Se echó a reír, pero de inmediato se retorció al sentir los tirones en las
heridas de su espalda.
Dom Afonso de Sá levantó la mirada al cielo y negó con la cabeza. El
dorso de las camisas de Fernando y Simão estaba manchado con la sangre
de las cicatrices, que seguían supurando, y con los ungüentos aplicados por
encima.
—Voy a enviaros un barbero, para que lave y limpie esas heridas. Y
mandaré que os traigan camisas nuevas. Después, espero que no nos
volvamos a ver más. Creo que mi deuda con vosotros quedará saldada.
—Gracias. Habéis hecho mucho más de lo necesario —dijo Fernando.
Dom Afonso de Sá se puso en pie.
—Adiós.
El barbero, un canarés sin edad cuyos temblores delataban su pasión por
el vino de palma, estaba terminando de vendar la espalda de Fernando, tras
haberse ocupado de la de Simão, cuando oyeron los cañones que
anunciaban la llegada de las naves desde Portugal. Al poco rato, las
campanas de todos los edificios religiosos se pusieron a repicar para
saludarlas. Fernando tomó la bolsa de los diamantes y la escondió en su
cinturón, se pusieron las camisas nuevas y los zapatos y salieron a la calle.
Se apostaron a la sombra de los muros del jardín del palacio arzobispal,
frente al Hospital Real. Desde el otro lado de la construcción les llegaba el
ruido del desembarco de los primeros hombres llegados de Portugal. Se
vieron a sí mismos otra vez en aquel lugar, casi diez años antes, y no les
costó imaginar el estado de los que ahora ponían pie a tierra, tras meses
pudriéndose literalmente bajo el acoso combinado de los parásitos, la
humedad, el bochorno tropical, el frío austral, el hambre y el contacto
permanente con gentes a quienes ni el mismo diablo habría aceptado en su
casa. Por un instante se acordaron de Gonçalo Peres.
Entonces, ante la fachada blanca del hospital, apareció ella. Una silueta
minúscula con un vestido blanco que, de no ser por su piel morena y su
cabello rojizo, casi se habría confundido con la pared. Venía buscando a
Fernando. Fruncía los ojos por culpa de la luz del sol y, cuando por fin lo
divisó, una sonrisa se dibujó en sus finos labios. Era exactamente así como
él la había imaginado durante meses, igual que en el recuerdo de la última
noche que pasaron juntos: con los párpados apretados y la boca
entreabierta, a medio camino entre el abandono al sueño y las ganas de
aferrarse todavía un poco más a aquel momento de serenidad que, ambos
eran conscientes, pronto se disolvería en el aire. En su celda había
mantenido en suspenso aquel instante, lo había conservado cuidadosamente
en su memoria y lo había observado a diario, temiendo que acabara por
desvanecerse. Había muchas cosas que deseaba olvidar, pero aquel
momento era demasiado valioso como para permitir que se le escapase.
Sandra cruzó la plaza, saludó a Simão y puso sus manos entre las de
Fernando. Se sonrieron y Simão hizo ademán de mirar para otro lado,
avergonzado por la escena íntima y por los gestos de ternura que no estaba
acostumbrado a ver en su amigo.
—Yo estaba allí. En el auto de fe —dijo ella—. Nada ha cambiado.
Volveremos a Portugal juntos.
—Han cambiado muchas cosas. No tenemos permiso para embarcar las
mercancías con las que pretendíamos comenzar nuestro negocio.
—Pero yo tengo algo mejor. Los diamantes del adil shah. Los trajeron la
semana pasada. El embajador del príncipe llegó con ellos y los tuvieron
expuestos por unas horas en palacio, durante la ceremonia. La mayoría está
sin tallar, pero son de una gran calidad. Algunos que ya están tallados son
magníficos.
Simão se había puesto a sonreír. La idea le gustaba. Fernando
permanecía en silencio. Sandra soltó sus manos y lo agarró por el codo.
—Es nuestra oportunidad. Hay que aprovecharla.
—Tiene razón —dijo Simão.
—Demasiado peligroso —respondió Fernando—. Los pondrán bajo
vigilancia, los guardarán bajo llave, estaremos todos metidos en un barco.
—Todavía vamos a tardar en irnos tres meses o más. Y navegaremos
otros seis, si Dios quiere. Tiempo de sobra para decidirnos. En palacio
conseguiré más información y a bordo me alojaré cerca del camarote del
capitán-mor. Piénsalo.
—Bueno, ya veremos —dijo Fernando.
Desde el Mandovi les llegaba el son de una música. Y disparos de
arcabuces. La lancha del capitán-mor descendía por el río para atracar en el
muelle, frente al palacio del virrey.
—Me marcho —dijo Sandra—. Debería estar allí, con doña Beatriz y los
niños.
Dio una ojeada a su alrededor, se puso de puntillas, depositó un beso en
los labios de Fernando y se apresuró hacia el palacio.
—Es lista —dijo Simão—. Y peligrosa.
Fernando sonrió y se encogió de hombros. Los dos soldados echaron a
andar por las calles de Goa. Aún tenían que dejar pasar tres meses y,
mientras tanto, necesitaban sobrevivir.
Dom Vicente de Brito estaba contento. La tarde anterior había visto con
satisfacción cómo se dibujaba en la lejanía el perfil de las islas Queimadas.
Esa mañana, al salir el sol, era la barra de Goa lo que tenía delante. Y con
ella las montañas verdes, la tierra roja y los edificios blancos de tejado
anaranjado que el sol, aún bajo, y la fina, casi imperceptible, bruma de la
seca mañana coloreaban apenas, como en un cuadro cuyos pigmentos
hubieran empezado a desteñir…, a menos que fuese culpa del velo que
cubría sus propios ojos. El viaje había sido largo y penoso, pero al menos
esa parte llegaba a su fin. Era hora de poner pie a tierra y de permanecer en
seco por algún tiempo. De momento, esta sencilla perspectiva bastaba para
borrar las contrariedades del trayecto, los ocho meses en alta mar, las
tormentas y las interminables semanas sin viento, a la altura del ecuador,
que habían contribuido a diezmar la población de a bordo en un mes o poco
más de travesía. Los soldados habían sufrido más que el resto. Vicente de
Brito los veía bajar con dificultad a los botes y lanchas que venían al
encuentro del São Bartolomeu. Algunos estaban temblando, a pesar del
calor. Tenían las encías hinchadas e infectadas. Y sus piernas estaban
cubiertas de abscesos, en diversas fases de putrefacción. La mayoría de
aquellos hombres jóvenes daban la impresión de ser más viejos que él
mismo. Sintió piedad por ellos y se prometió que les dedicaría una oración.
Tras dejar arreglados los detalles de la descarga con el contramaestre y el
escribano de a bordo, dom Vicente de Brito se retiró a su camarote. Se
vistió con una camisa limpia y su atuendo más elegante, tocó con la punta
de los dedos el crucifijo colgado en la pared, se santiguó y volvió a salir.
Pidió que lo llevaran al muelle del palacio del virrey, donde estarían
esperándolo. Hacía mucho tiempo que no veía la ciudad de Goa; a pesar de
los recelos que le había despertado la travesía hasta allí, se dejó maravillar
una vez más por la visión de las palmeras plantadas en la arena blanca, con
los troncos oscilando lentamente al vaivén de la brisa marina. El aroma de
la marea y de las aguas salobres del estuario, la danza de las embarcaciones
de tamaños tan variados que allí se cruzaban, todo formaba parte del
espectáculo que ofrecía la ciudad aquella mañana.
El virrey estaba esperándolo en el muelle, con parte de la corte y de su
familia. Dom Francisco de Gama lo felicitó por haber guiado las dos naves
hasta allí y se interesó amablemente por su salud. El capitán-mor se sintió
halagado; más aún cuando dom Francisco le propuso embarcar sin demora
con ellos y acompañarlos a su residencia de Daugim, río Mandovi arriba, a
algunos cables de distancia. Un bergantín tripulado por remeros negros de
Mozambique los llevaría hasta allí. Dom Vicente de Brito se fijó en la
institutriz de los sobrinos del virrey. Beatriz da Fonseca era una joven de
aspecto triste y altivo. La muchacha que la acompañaba, en cambio, poseía
una belleza turbadora. Tras los mechones escarlatas de su cabello, sus ojos
dejaban transparentar a la vez la inocencia, la viveza y una manera de mirar
en el interior de los demás que le puso nervioso. Durante todo el tiempo que
la embarcación empleó en avanzar con suavidad sobre el río, le costó
trabajo dejar de observarla. Solo la aparición, entre la frondosa espesura, de
la fachada inmaculada del palacio de Daugim logró distraer su atención. En
el súbito silencio, los negros alzaron los remos y dejaron que el bergantín se
deslizase poco a poco hasta el pontón. Dom Francisco de Gama pidió a
Brito que lo siguiese al interior y le diera cuenta del viaje, la carga y el
número de soldados que traían las naves. Al entrar en el palacio, echó un
último vistazo a Sandra y decidió que iría a confesarse al día siguiente.

La noche había caído y las calles se vaciaron. Caminar entonces, sin la


necesidad de esquivar los cuerpos amontonados y las cuadrillas de fidalgos
a caballo o de nobles en palanquín llevados por esclavos, resultaba más
sencillo. Ni siquiera se cruzaban con los sargentos a cargo de la seguridad.
Una vida distinta, menos abundante, menos honesta y sin duda más
peligrosa, animaba la ciudad. Fernando y Simão se sentían como en casa.
En la plaza de la Picota Vieja, los puestos de comida habían dejado su lugar
a un tipo muy diferente de mercado. Los productos en venta se extendían
por el suelo, y los vendedores tenían esa mirada un poco sospechosa de
quien debe ocuparse de su comercio y al mismo tiempo vigilar la llegada
repentina de las autoridades. Apenas se regateaba, porque lo que había a la
venta casi nunca era caro. En la mayoría de los casos se trataba de
mercancías procedentes del robo y los vendedores trataban de darles salida
lo más rápidamente posible. Los escasos y débiles faroles que iluminaban el
lugar con tenue luz no disimulaban la mala calidad de lo que allí podía
encontrarse. A pesar de todo, Fernando y Simão consiguieron hacerse con
un par de espadas decentes, que les otorgarían algo de credibilidad cuando
ofreciesen sus servicios de protección a algún fidalgo o casado. Todavía
iban a tener que sobrevivir unos meses más en Goa. Estaban intentando
examinar en la penumbra varios pares de botas, que tanto necesitaban,
cuando un murmullo se elevó de lado a lado de la calle, acompañado del
sonido extrañamente coordinado de las mantas cerrándose sobre los objetos
para convertirse en fardos. El calzado que un segundo antes estaban
mirando desapareció de su vista en medio del crujir de las telas, y el
vendedor con el que charlaban se esfumó con sus existencias. Desde ambos
lados de la plaza, los sargentos del virrey irrumpieron a voz en grito.
Arrestaban por igual a los vendedores y clientes que estuviesen a su
alcance. Fernando y Simão se apresuraron a escapar por la calle más
cercana, siguiendo a otros hombres. Habían dado solo unos cuantos pasos
cuando un sargento apareció por un callejón perpendicular y agarró a Simão
por el hombro. Fernando se dio la vuelta, espada en mano, y apoyó la punta
del arma en el cuello del agente, que soltó a su presa poco a poco. En la
oscuridad, Fernando distinguió el blanco de los ojos, muy abiertos, del
sargento. Sus miradas se encontraron. Una gota de sudor resbaló por la
frente de Fernando y se le metió en el ojo. Trató de no cerrarlo, a pesar de la
quemazón que le provocaba. El sargento levantó entonces ambas manos en
señal de rendición. La espada en su garganta le quitaba las ganas de pedir
clemencia. Simão sujetó a su amigo por el brazo y lo apartó hacia atrás.
«No lo hagas. Vámonos». Fernando pareció recobrar la lucidez. Retrocedió
dos pasos más sin perder de vista al sargento, quien también se alejaba
despacio, aún con las manos en alto. Luego se giró con brusquedad y echó a
correr. La espada todavía temblaba en su mano. Los meses siguientes iban a
ser muy largos. Sobrevivir allí, intentando no llamar la atención de las
autoridades y del Santo Oficio y escapando de los hombres del adil shah,
que sin duda ya estarían buscándolos, no iba a ser tarea fácil. Necesitarían
tener siempre los ojos bien abiertos. Y buenas armas.
18
Costa de Médoc, marzo de 1626

Aún era de noche. En la chimenea, bajo una gruesa capa de cenizas que, al
enfriarse, dejaban en el ambiente un olor dulzón y espeso que se pegaba a la
piel, algunas brasas seguían al rojo vivo. No se oía ningún crujido. A pesar
de aquella ausencia de viento, un murmullo constante llegaba desde el
océano. Escuchándolo no era difícil imaginarse la arena de la playa,
arrebatada y arrastrada hacia mar abierto por la espuma. Marie atizó las
cenizas y las brasas, colocó encima una piña y un puñado de teas y sopló.
Las virutas impregnadas en resina prendieron de golpe y al momento la
piña empezó a crepitar. Añadió dos trocitos de tronco de pino. Cuando se
calentaron, la resina fluyó en espesas burbujas marrones por los extremos y
los nudos de la leña. En el hueco de la chimenea se elevaron algunas
chispas. Otras seguían brillando sobre la capa de hollín que recubría los
ladrillos. Una corriente de aire las levantó y aquella constelación de
estrellas sin nombre se le echó encima. Marie dio un paso atrás, sin dejar de
mirar y escuchar el fuego. A medida que se templaba, el ambiente de la casa
se fue aligerando. El olor de la resina limpiaba el aire.
Hélène ya estaba levantada. Volvió del bosque con una raíz de brezo
gruesa y nudosa, que echó a la chimenea con la intención de que se
consumiese lentamente. Puso aceite a calentar en un pequeño caldero
colgado de las llares y empezó a amasar las bolas de harina mezclada con
leche. El aroma del aceite pudo con el de la resina y el ambiente volvió a
espesarse. Comenzaba un nuevo día.
En el sucio amanecer de aquel final de invierno, las ramas del pino
ahorquillado emergían de la duna y se proyectaban sobre un cielo azul
grisáceo, que recordaba a un trozo de carne que llevara mucho tiempo
podrida. La noche había sido húmeda y durante las últimas horas se
extendió una helada. Marie sintió cómo la fina costra se quebraba bajo sus
pies descalzos, antes de que los dedos se hundiesen en la arena seca, justo
debajo. Esa misma arena que no dejaba de acumularse en la parte trasera de
la casa. El lugar pronto se parecería más a una madriguera que al escondite
de una bruja, pensó. Iba a tener que irse de allí. Suspiró, miró la nube de su
aliento diluyéndose en el aire y se puso en camino. En breve bajaría la
marea, así que debía llegar cuanto antes a la playa.
Desde el naufragio del mayo anterior, la situación con los oficiales del
duque de Épernon se había complicado. El gobernador estaba celoso de sus
prerrogativas sobre los pecios y las mercancías arrojadas por el mar a la
costa. Según decían, el cadáver de una ballena varada unas leguas más al
sur había desencadenado una disputa entre los habitantes de la parroquia de
aquella orilla y los hombres del duque. Los oficiales habían proferido
amenazas y recibieron una respuesta en forma de bastonazos y puñetazos.
Lograron escapar por poco a la ira de los costejaires y solo se tomaron la
venganza en otoño, tras el naufragio de un galeón en las mismas orillas. El
fiscal de oficio de Épernon ordenó a los carabineros el registro de las casas
de la parroquia, e incluso de la iglesia. Arrestaron a dos saqueadores, los
llevaron a Burdeos y los ahorcaron como escarmiento. Al parecer, el suceso
había servido para animar un poco el día a día de la ciudad en aquellos
tiempos sombríos. La irrupción de la ley en la rutina de los que vagaban por
la costa estéril y desolada tuvo un efecto curioso. Espoleó su recelo hacia
las autoridades y, llevados de un característico espíritu de contradicción, los
animó a no querer dejar nada mínimamente útil abandonado en la playa. Lo
recogían todo con mucho cuidado, lo reutilizaban, lo intercambiaban o lo
vendían. La competencia era feroz y se hacía necesario llegar muy pronto
para recorrer la marisma en busca de lo que la marea hubiese podido
depositar. El invierno había sido otra vez lluvioso y los marjales estaban
inundados, los caminos anegados… De momento, Marie no tenía que
preocuparse por las autoridades. Era demasiado pronto para que se
atrevieran a ir hasta allí. Solo debía prestar atención a los demás costejaires
y a su tío. Al otro lado de la laguna, hacía ya algunos meses que no salía
humo por la chimenea. Los últimos habitantes habían huido ante la subida
de las aguas. Sus padres se habían trasladado algo más lejos, a la nueva
parcela cedida a la comunidad. Lo supo gracias a los resineros, que
cruzaban la laguna cada vez menos a menudo. Cuando el agua llegaba a
todos los sitios de aquel modo, las noticias escaseaban. Tenía la esperanza
de que sus padres y su hermano estuviesen bien. Que llevaran una vida
mejor. Aunque dudaba de que fuera así. En cuanto a ella, cada vez le era
más difícil imaginarse emprendiendo el camino de regreso. No se decidía a
marchar y dejar atrás a Hélène. Y tenía miedo de llegar al otro lado y
cruzarse con cualquiera capaz de entregarla a los hombres del gobernador, a
cambio de algunas monedas o simplemente por quedar bien ante él.
Además, todavía tenía que ocuparse de Louis.
Anduvo durante un largo rato por la orilla del mar. Los matices morados
del amanecer iban poco a poco dejando paso al día, transparente y frío,
mientras un sol sin calor resbalaba por encima de las dunas. El viento de
levante picaba las olas, formando rodillos lisos y perfectos que rompían en
la costa con una cadencia hipnótica. Marie caminaba al borde del agua.
Buscaba en las corrientes que escapaban de las balsas y en los bancos de
arena, donde en ocasiones iba a morir una ola que cubría sus pies descalzos.
Al aislarlos por un instante del viento helado, el agua dejaba en ellos una
sensación de calidez. Al final encontró un objeto que el mar había
destapado parcialmente en un banco de arena. Era una polea, arrancada del
aparejo de un barco. No quedaba nada enganchado a ella y la corriente
había pulido la madera durante mucho tiempo. Al tacto era suave y fría.
Más grande y más pesada de lo que le pareció al verla. No se le ocurrió para
qué podía servirle y por un momento dudó si abandonarla o no. Pero pensó
en Pèir y se dijo que él no la habría dejado allí, que habría hecho lo posible
por sacar algo a cambio, como siempre hacía con cualquier resto de pecio
que exhumaba de la arena o del océano. Y, como cada vez que convocaba el
recuerdo del muchacho, pensó en su tío. Louis sería capaz de darle uso…, y
si no, sin duda se las arreglaría para venderla de algún modo. Marie apretó
los dientes, levantó la polea, se la puso bajo el brazo y afrontó la travesía
por el entramado de dunas, en dirección al campamento de resineros.

Se había marchado del campamento tras el asesinato de Pèir. Aunque le


resultaba inconcebible volver a cruzar la laguna, tampoco podía seguir
viviendo con su tío. El solo hecho de saberse en aquella miserable taberna
respirando el mismo aire viciado que él, pisando la arena de los mismos
senderos y mirando el mismo cielo, la repugnaba. Al mismo tiempo, era
consciente de no estar a la altura de su odio. No se engañaba: le faltaba la
fuerza física para consumar una venganza expeditiva y no contaba con la
capacidad para dañarlo de ningún otro modo. Louis disfrutaba de un poder
menos real que el que le atribuían y no buscaba sino esa dominación,
fundada sobre un terror difuso, que tan bien sabía sembrar mediante su
imprevisible comportamiento. ¿Había algo que ella pudiera quitarle para
hacerle sufrir? Comenzó por su propia persona, yéndose a vivir con Hélène.
Y, aunque era cierto que Louis insistía en que volviese a su lado, no parecía
muy afligido por su ausencia. Lo siguiente que Marie se planteó fue
privarlo de lo que él más amaba: su poder. Pero necesitaba averiguar cómo
hacerlo. Y debía seguir alimentando la ira que aún sentía. Había
comprendido que el tiempo, incansable, nunca abandona su tarea: igual que
el mar socavaba poco a poco la duna, y que la duna sepultaba el bosque, y
que las aguas sumergían el pueblo donde ella nació, el tiempo iba
erosionando el resentimiento, desgastando el odio. Para conservar aquella
ira, Marie debía resignarse a seguir visitando a Louis. Por eso, más que por
las migajas que obtenía de él, nunca dejó de ir hasta el campamento ni de
vender allí a cambio de una miseria las cosas que encontraba.

Cuando entró en aquel despojo de aldea que era el campamento de cabañas


desvencijadas para dirigirse a la casa de Louis, las pocas mujeres que había
callaron y se quedaron mirándola. Tras la larga caminata en la arena, la
polea pesaba cada vez más. Pero Marie se irguió y, con la frente alta,
atravesó por la mitad la asamblea de silenciosas arpías, igual que venía
haciendo en los últimos meses. Una de ellas se llevó instintivamente la
yema de los dedos sucios y agrietados al cuello. Marie la miró y la mujer
bajó los ojos; tras pasar de largo, la conversación no se reanudó a sus
espaldas. Las mujeres del campamento tenían entonces tanto cuidado con lo
que hablaban delante de ella como con lo que decían cuando no estaba. El
viento podía ser traicionero: del mismo modo que llevaba hasta allí el
sonido del mar, también era capaz de atrapar las palabras, para depositarlas
precisamente en los oídos que no las debían escuchar.
Como cada vez que entraba en la taberna de Louis, a Marie le asaltaron a
un tiempo las ganas de escapar y algo parecido al sosiego. Sus piernas le
rogaban que diese media vuelta. Las tripas le decían que aquel era su sitio.
En cuanto al corazón, como siempre desde que Pèir cayó fulminado en la
playa, se le congeló al ver a su tío. Dejó la polea en la primera mesa que
tenía delante. El vaso de estaño lleno de vino picado del costejaire que la
ocupaba se volcó. El hombre dio un grito y estuvo a punto de levantarse,
pero las miradas de Louis y Marie lo convencieron de seguir sentado y en
silencio.
Louis ni siquiera se molestó en examinar el objeto, antes de preguntar:
—¿Qué quieres que haga con eso?
Marie se encogió de hombros.
—Me da lo mismo. Si te lo propones, conseguirás venderle cualquier
cosa a cualquiera. Y si no, siempre lo puedes utilizar para romperle la
cabeza a alguien.
Señaló con la barbilla hacia el costejaire que tenía sentado delante.
—Esa de ahí, mira. ¿Por qué no?
El hombre abrió la boca, pero cambió de idea antes de que saliese
ningún ruido. Echó un vistazo a la puerta, que debió de parecerle demasiado
lejana, y agachó la cabeza. El tío de Marie se rio, salió de detrás del
mostrador, añadió leña a la chimenea, se sentó en una banqueta junto a la
lumbre y tamborileó con los dedos en la de al lado, invitando a Marie a
acompañarle. La muchacha no tenía ningún deseo de hacerlo, pero al ver
cómo la llama se reavivaba recordó que tenía los pies helados. Tomó
asiento junto a Louis. A sus espaldas, el costejaire se levantó, dejó una
moneda en la mesa y se marchó.
—Coge la harina y la leche que necesites —dijo Louis—. No he traído
nada más que pueda seros útil.
Marie se giró y observó la taberna. En efecto, las estanterías estaban a
medio vaciar: quedaban algunos sacos de harina, aceite, tarros de leche y
los habituales objetos traídos por los costejaires, en su mayoría piezas de
metal y trozos de cuerda.
—¿Problemas con los proveedores?
—Con Minvielle y con el fiscal de Épernon. Tras la desaparición del
pastor y los conflictos por los pecios, están tratando cortarme los
suministros. Y luego estás tú. Todo el mundo sospecha que estás aquí. Si no
vienen a buscarte, es porque resulta difícil y peligroso, pero no dejarán
pasar la ocasión de solucionarlo todo de un plumazo. Por eso estoy obligado
a buscar nuevas vías para traer la mercancía sin pagar impuestos, y sobre
todo para sacar lo que quiero vender fuera de aquí. El gobernador está cada
vez más desesperado por hacerse con su parte de los pecios, y Minvielle se
aprovecha de la situación. En muchas leguas a la redonda, yo soy el único
que le impide ser el amo, detrás de Épernon.
—Das miedo, pero no lo suficiente. Estás perdiendo facultades, tío —
dijo Marie sonriéndole a las llamas.
—Te diviertes, ¿verdad? Saben que pueden destruirme, pero también que
el precio sería demasiado caro. Puedo sublevar a suficiente gente de estas
tierras como para complicarles la vida. De ahí que quieran derrotarme por
desgaste. El gobernador tal vez me lo haga pasar mal, pero Minvielle
perdería los animales que pastan por aquí y los hombres que los
acompañan, así que no puede hacer mucho más que chivarle al fiscal mis
rutas de contrabando. Lamento mucho decepcionarte, pero todavía falta
bastante para mi caída. Quizá no llegue nunca. Pueden pasar muchas cosas
mientras tanto, ya lo sabes.
—Sí, eso espero, que pasen muchas cosas —dijo Marie mirando a su tío.
—¡Vaya! Sé lo que estás esperando. Pero si yo caigo, tu protección
desaparece. Crees que eres mi prisionera, pero nunca serás tan libre como
aquí. Métetelo en la cabeza —respondió el tío, poniendo la mano en la nuca
de su sobrina.
Marie se apartó de ese contacto y se puso en pie. Una vez fuera, antes de
emprender el camino a casa de Hélène con la harina y la leche, se volvió
para mirar la taberna. Su tío estaba en el marco de la puerta, inmenso,
observándola y sonriendo. Ella escupió en el suelo y le dio la espalda.
Todavía podía sentir la aspereza de los dedos de Louis en su piel: una
comezón como la picadura de una garrapata.
19
Goa, marzo de 1626

De Simão no quedaba nada más que una carcasa esquelética, en la que ya ni


siquiera se encendía la chispa de su mirada. La víspera aún se había reído
débilmente, al recordar la gallina que perdieron en su trayecto a la India.
Las fiebres parecían llevarlo siempre hasta los tiempos del São Julião: no lo
bastante lejos como para llegar a Lisboa, pero demasiado lejos como para
volver a Goa y mirar hacia el futuro. Había comenzado a vaciarse cuatro
días antes. Esperaba que se le pasara, pero no fue así. El barbero que vino a
visitarlo intentó darle a beber diferentes remedios, utilizó varios ungüentos
y, como último recurso, aplicó un hierro al rojo vivo en los talones de sus
fríos pies. La enfermedad estaba tan avanzada que la operación no sacó de
la boca reseca de Simão sino algunos gemidos casi inaudibles, mientras un
olor a carne quemada inundaba la habitación. Los calambres todavía
recorrían y agarrotaban su cuerpo, pero la respiración se hacía cada vez más
débil y los ojos vidriosos, hundidos en sus cuencas, ya no miraban nada en
concreto. El mordexim estaba terminando de devorarlo por dentro.
Fernando no podía hacer otra cosa que sujetar su mano helada y seguir
hablándole, con la esperanza de que sus palabras no resonasen en el vacío.
Después de todo lo que habían vivido juntos, de las tormentas, los
naufragios, las batallas, los ataques de animales tan salvajes como los
tigres, las serpientes, los cocodrilos y los portugueses de la India, habían
olvidado que era posible morir de una manera así de estúpida: bebiendo
agua contaminada, capaz de acabar con una vida igual de deprisa y más
dolorosamente que una estocada en pleno corazón.
La noche acababa de caer, con la misma brusquedad de siempre en
aquella tierra, cuando Simão dejó de respirar. El resplandor de una vela
daba a su rostro un tono ceroso. Fernando lo miró con atención y le costó
ver en él a aquel que había sido su amigo. Pensó en todas las cosas que
Simão deseaba escribir y en lo que le contaba sobre la inmortalidad que
ambos alcanzarían con ellas. Se preguntó quién iba a escribir ahora sobre
Simão. Él mismo, que apenas sabía leer su propio nombre, desde luego que
no. ¿Qué iba a quedar de ese muchacho que cruzó los océanos, luchó contra
los ingleses, los piratas malabares, los soldados de los sultanatos de
Decán…?, ¿que asesinó a sangre fría a un hombre, que rio muchas veces y
lloró algunas, que pasó tanto tiempo corriendo en pos de quimeras y
aventuras casi siempre decepcionantes? Solamente un nombre en el registro
de la Casa da Índia y en el del Santo Oficio. El de un muchacho más entre
tantos, muerto lejos de su casa y rápidamente olvidado. Nada ni nadie
hablaría de la grandeza de sus sueños y la fuerza de su amistad. Fernando
acarició la fría frente de su amigo y su cabello, mojado con el sudor
postrero, agachó la cabeza y lloró como no recordaba haber llorado nunca.
Por la mañana se llevaron el cuerpo. Dom Afonso de Sá había recibido la
noticia y se desplazó sin llamar la atención. Se ocupó de que Simão, parte
otra vez del seno de la Iglesia, fuese enterrado en un cementerio cristiano.
Nadie más asistiría al sepelio, solo un sacerdote y los esclavos indios que
ejercían de sepultureros. Simão no era la única víctima del mordexim:
cadáveres como el suyo salían a diario del Hospital Real. Habría podido
terminar en una fosa anónima.
Ironías del destino, dom Afonso de Sá tenía para ellos la noticia que
tanto esperaban. Las naves habían sido reparadas. Los calafates les habían
devuelto la estanqueidad y las piezas de madera rotas o podridas se habían
reemplazado, al igual que los cordajes y las velas. Zarparían pronto. El viaje
de regreso era inminente.

Los tres últimos meses se les habían hecho interminables. Conscientes de la


vigilancia a la que el Santo Oficio los tenía sometidos, Simão y Fernando se
recluyeron casi por completo en su casa. Solo salían para ir a misa,
confesarse y rezar, de manera ostensible, las oraciones exigidas como
penitencia. Con el fin de sortear el problema de la ausencia de espacio para
su mercancía en la carraca que iban a tomar, aprovecharon el tiempo y
buscaron un pasajero que estuviese dispuesto a embarcar sus fardos de
canela a cambio de un porcentaje de la venta tras la llegada. Aceptó el trato
un casado de Goa que comerciaba en telas. Dinis Gouveia tenía contactos y
conocía al escribano de a bordo. Consiguió un poco más de espacio sobre la
cubierta de la nao São Bartolomeu mediante el soborno. Fernando y Simão
vieron cómo nuevamente se les escapaban varios diamantes y sus ahorros
seguían menguando. No obstante, lo que más les preocupaba era el propio
Gouveia, en quien no estaban seguros de poder confiar. Al dejarlo a cargo
de la canela que habían comprado, ponían el futuro de los dos en sus
manos. Le bastaba con marcharse nada más llegar, llevándose la mercancía,
para dejarlos arruinados otra vez. «¿Te imaginas que nos viésemos
obligados a zarpar en dirección contraria, alistados de nuevo como
soldados?», preguntó Simão entre risas. Fernando pudo leer en sus ojos que
la perspectiva no lo disgustaba. Para convencer al casado de no
traicionarlos, una noche Fernando se arriesgó a ir con él a una casa de
juego. Al salir del lugar, ya de madrugada, puso como pretexto una mala
mirada de dos soldados borrachos que se cruzaron en la calle para
derribarlos a puñetazos. Dejó a aquellos dos odres de vino chorreando
sangre en mitad de la calle. Le dolían los nudillos, despellejados e
hinchados, pero se había liberado de parte de la rabia que lo habitaba desde
hacía meses, y además había mostrado a Dinis Gouveia que no le convenía
jugar con él. Confió en que resultara suficiente, aunque no lo tenía nada
claro.
También seguía viéndose con Sandra. En sus brazos llegaba a olvidarse
de todo y dejarse llevar. A veces incluso se planteaba un futuro con ella,
aunque no se lo decía. Era una idea emocionante que, unos minutos
después, le provocaba una gran tristeza. No podía imaginar cómo llevarla a
cabo. Sin embargo, durante los momentos compartidos con ella sentía que
por fin estaba en su sitio. Tal vez debía dejar de pensar en el futuro, se decía
entonces. Pero tras el regazo de Sandra venían el gris de la mañana, el
sentimiento de soledad incluso en compañía de Simão y la necesidad de
marcharse para no seguir varado en aquel lugar. Sandra, en cambio, apenas
vivía el instante presente. Lo que la interesaba era el futuro. Un futuro en el
que quizás iba a estar Fernando. Y los diamantes del adil shah. Simão
también pensaba en ellos. En su caso, se trataba de otra ocasión para
lanzarse a la aventura.
—Somos un pueblo de conquistadores —decía—. Hemos tomado las
Indias occidentales y las orientales, islas remotas, tierras africanas… ¿Y qué
otra cosa hemos hecho, sino robar a quienes estaban allí cuando llegábamos
nosotros? ¡Incluso a ti te robaron, al enrolarte por la fuerza! Lo único que
haremos es continuar con una antigua tradición.
Ahora que Simão ya no estaba con él, Fernando se dijo que, al fin y al
cabo, no tenía nada que perder.

Dom Vicente de Brito disfrutaba observando las naves, listas para recibir a
tiempo el cargamento. No tenía ninguna gana de demorarse allí más de lo
necesario. Deseaba regresar a Portugal por encima de todo, a la comodidad
de su residencia e incluso a su mujer. Pensaba mucho en ella, desde que se
había cruzado con la sirvienta de Beatriz da Fonseca. Con su sola presencia,
Sandra le recordó que había contraído matrimonio ante Dios con una mujer
y que debía serle fiel. También contribuyó a aumentar de manera
considerable la cantidad de sus oraciones diarias. No es que la muchacha se
hubiese mostrado indecente de algún modo. Sabía mantenerse en su lugar.
Cuando él la abordaba, escuchaba educadamente la charla, y solo a veces
Brito habría jurado que sus miradas eran un poco más intensas, o que le
rozaba la mano sin que él estuviese seguro de la intención. No podía evitar
hablar delante de ella para recalcar su importancia y compensar así los
defectos de su aspecto; de todas maneras, se sabía lo bastante robusto como
para soportar el trayecto de ida y vuelta entre Lisboa y Goa, y un viaje
como ese no estaba al alcance de muchos hombres de su edad. Después de
tales conversaciones, sentía una suerte de ligereza en el corazón, aunque iba
acompañada del peso de la culpa. Le habría gustado poder confesarse, pero
en Goa no se atrevía a hacerlo.
Aquel era un lugar extraño, donde los portugueses, ya fueran los nacidos
en Portugal o los casados de Goa descendientes de los hombres de Afonso
de Albuquerque, se abandonaban a todo tipo de libertinajes. Las cicatrices
de la sífilis se exhibían como si fuesen trofeos. Los hombres engañaban a
sus esposas con las esclavas, las mujeres drogaban a sus maridos y después
los engañaban con soldados o esclavos, hombres y mujeres sacudían a
aquellos mismos esclavos como a una estera. En las noches no se podía
dormir, tanto por las campanas de las mil y una iglesias como por los gritos
de los indios, los chinos o los negros de Mozambique recibiendo paliza tras
paliza de sus amos. Los cadáveres aparecían algunas veces abandonados en
plena calle. A pesar de todo, en aquel gigantesco lupanar, aquella copia
obscena de Lisboa, Dios vigilaba a través de los ojos y oídos del Santo
Oficio. Bastaba con una palabra indebida, una blasfemia o una denuncia
para caer. La importancia de cada cual podía servir de protección o, al
contrario, según los complejos juegos políticos que gobernaban la ciudad,
ayudar a convertirlo en un objetivo. Dom Vicente de Brito no quería ofrecer
ni el más mínimo resquicio a las dudas sobre su piedad y su moral, por muy
difícil que le resultara evitarlo cuando Sandra le sonreía frunciendo la nariz
o se reía de alguna de sus anécdotas.
Al hablarle a la muchacha de los diamantes del adil shah y de cómo iban
a ser transportados hasta Lisboa, le causó una gran impresión. Sandra los
había visto cuando el embajador, rodeado de su séquito de soldados,
funcionarios y esclavos, se los entregó al virrey. El embajador transmitió las
palabras de su soberano acerca de la amistad que unía a ambos reinos, y
dom Francisco de Gama dio las gracias al adil shah en nombre del rey y de
la reina, recordando la importancia que también para ellos tenían los sólidos
lazos que había entre los dos estados. Las piedras se expusieron durante un
momento ante una concurrencia selecta, para luego ser retiradas y puestas a
buen recaudo; después se celebró una comida, en la que el virrey y el
embajador pudieron abordar asuntos más espinosos acerca de las relaciones
entre las Españas y Bijapur. Hablaron de comercio, del intercambio de
servicios y de las pequeñas tensiones diplomáticas vinculadas a ciertos
renegados portugueses que habrían traicionado al sultán atentando contra la
vida de uno de sus mejores artífices. Dom Francisco de Gama prometió que
se aseguraría en persona de que aquellos hombres fuesen arrestados, si es
que volvían dejarse ver en Goa. Por desgracia, dijo, era poco probable que
se arriesgaran a regresar. Seguramente ya habrían ofrecido sus servicios en
otro sultanato, o incluso en el Gran Mogol, que había puesto los ojos en los
sultanatos del Decán. O tal vez a los piratas malabares, cuyas costumbres
conocían bien por haberlos combatido; uno de los dos incluso había sido su
prisionero. En cualquier caso, confiaba en que el artífice no resultase difícil
de sustituir. Tanto el área de conocimientos de la víctima como su
nacionalidad quedaron púdicamente al margen de la conversación.
Dom Vicente de Brito contó a Sandra que, nada más llegar, el virrey en
persona lo había conducido a su palacio de Gaujim. ¿No se acordaba de él?
Compartieron el mismo bergantín, remontando el Mandovi. Claro que se
acordaba, por supuesto, respondió ella, ¿cómo iba a olvidarlo? Le había
parecido que, para un hombre que acababa de finalizar tan largo viaje,
conservaba aún una gran prestancia. Brito no pudo evitar sacar pecho y
emitió un gruñidito de satisfacción, algo a medio camino entre un eructo
disimulado y el canto de la tórtola, que de inmediato provocó su vergüenza.
Siguió hablando: dom Francisco de Gama le había confiado entonces la
responsabilidad de custodiar los diamantes durante el trayecto de regreso.
Cuando embarcase en la carraca São Bartolomeu, justo antes de la partida,
lo haría acompañado de los soldados de la guardia del virrey. Los diamantes
quedarían protegidos en el interior de un cofre de madera de Indias labrado
para la ocasión, taraceado de nácar y oro y rodeado por tres bandas de
hierro, cada una de ellas sellada mediante una cerradura. Dom Vicente
tendría una de las llaves. Las otras dos estarían en poder del primer piloto y
del contramaestre. El cofre se guardaría en el camarote de dom Vicente,
quien sería el encargado de vigilarlo. Aquella tarea, como todas las que se le
encomendaban, era para él un gran orgullo. Se daba cuenta de estar casi
sucumbiendo al pecado de soberbia, pero no podía evitar hablarle a Sandra
de su propia importancia. Acabó de explicarle todo esto mientras ambos
tomaban el aire en la galería del palacio del virrey, y entonces ella lo tomó
de la mano y le dijo:
—No me sorprende que depositen en vos semejante responsabilidad. Los
hombres capaces de asumir tales misiones no abundan. El reino es
afortunado por tener fidalgos tan leales y competentes como vos a su
servicio. Espero que seáis recompensado como merecéis.
Él tartamudeó algunas palabras llenas de modestia, que sirvieron para
destacar aún más su propio valor, y notó cómo se iba ruborizando justo
cuando ella le soltaba la mano.
—Ahora debo irme. Es tarde y doña Beatriz aguarda mi regreso. Confío
en que nos veamos de nuevo, aquí o a bordo.
En la penumbra de la galería, dom Vicente se quedó con la mano abierta.
En la palma y alrededor de los dedos aun percibía con deleite el calor de la
mano de la muchacha. Una sombra apareció en la esquina de la terraza. Era
un guardia, que lo miró de refilón. Dom Vicente de Brito levantó la cabeza,
se frotó la mano en la manga y se encaminó a su aposento para rezar.

La hora de la partida había llegado. Fernando recogió sus pertenencias junto


con las de Simão y cosió los pocos diamantes que le quedaban en el
dobladillo de la camisa. Dinis Gouveia, con quien se había reunido por la
tarde en su tienda de la rúa Derecha, le había asegurado que embarcarían la
canela antes del fin de semana. La carga de las carracas comenzaba al día
siguiente. Primero la pimienta, traída en barco de las costas de Malabar, de
Cochín, Calicut, Cananor o Basrur. Era el cargamento más importante: el
monopolio real, la especia que llenaba las arcas de la Corona y financiaba
las obras, la construcción de navíos y las guerras. Después irían las
provisiones para el largo viaje, el agua, los alimentos, las municiones…
Solamente al final llegaría el turno de las mercancías de los negociantes
privados.
Tras los preparativos, Fernando se detuvo en una iglesia. Se arrodilló
para balbucear algunas palabras ininteligibles, mientras pensaba en lo que
tenía que hacer antes de la partida. Reunir los víveres. Presentarse al
escribano de a bordo y conseguir que lo incluyesen en el registro, que los
dominicos sin duda verificarían para asegurarse de su marcha. Tratar de
seguir con vida. Volver a ver a Sandra.
Ya hacía mucho rato que había oscurecido cuando ella entró a hurtadillas
en la casa. Fernando seguía despierto. Sentado en la oscuridad, escuchaba el
silencio que Simão había dejado tras de sí. Le resultaba mucho más
angustioso que la idea de navegar durante seis meses en un barco lleno a
reventar de mercancías y de hombres. Habría estado dispuesto a navegar
seis meses más, incluso habría aceptado con alegría un naufragio, a cambio
de que le devolviesen a su amigo. La diáfana silueta de Sandra, cuyo
vestido de algodón fino parecía atravesado por el rayo de luna que pasaba
por el hueco de la puerta, sirvió para calmarlo. Sabía lo que él estaba
pensando y no dijo nada. Se colocó detrás de Fernando, apoyó las
minúsculas manos sobre sus hombros y se inclinó para besarlo en la frente.
Él puso la cabeza en el pecho de su amante y se dejó llevar, suspiró, retuvo
un sollozo que casi lo cogió por sorpresa. Siguieron así por un momento,
sin decir nada, antes de ir a la cama.
Más tarde, tumbados una junto al otro, hablaron un poco del pasado y de
Simão, y algo más del futuro y de los diamantes. Había que tener mucho
cuidado y, sobre todo, paciencia. De nada serviría intentar apoderarse de
ellos antes de llegar a Lisboa. ¿Las cerraduras y las tres llaves? No serían
un problema. Bastaba con llevarse el cofre, para forzarlo después. Lo más
importante era encontrar el momento adecuado. Iban a tener meses para
pensar en ello. Cada uno por su cuenta. Sin duda, se cruzarían en el navío,
pero verse de verdad iba a resultar muy complicado. En naves como
aquellas no había ningún rincón donde tener un poco de intimidad. Sandra
sí la tendría en su camarote, cercano al del capitán-mor, pero Fernando no
podría acceder hasta allí. Esa era la última ocasión que tenían de hablarse y
de tocarse de esa manera. La aprovecharon hasta que la tenue luz que
precede al alba comenzó a iluminar los cristales de las ventanas. Entonces,
Sandra se vistió, depositó un beso en los labios de Fernando y se marchó.

En las bodegas y los entrepuentes, un valioso producto sustituía a otro. Los


soldados que los ocuparan en la ida habían dejado su lugar a la pimienta, las
especias y el resto de las riquezas que las Indias podían ofrecer a Portugal.
Instalado en el alcázar, dom Vicente de Brito revisaba los registros de a
bordo con el escribano. Había en el São Bartolomeu ocho mil quintales de
pimienta, cuatro mil de salitre y cinco mil de cauris, aquellas pequeñas
conchas que servían para comprar esclavos, todo ello bajo monopolio real.
Además, había que añadir lo que embarcaban los negociantes particulares.
Treinta mil balas de algodón, dos mil de seda, dos mil pequeñas cubas de
incienso, otras dos mil de laca, mil de alcanfor, cuatro mil quintales de
ébano, mil fardos de clavo, otros mil de canela y cinco mil quintales de
benjuí, cuyo resinoso aroma perfumaba de tal manera el aire que daba la
impresión de embadurnarlo todo. Había además muebles lacados o
taraceados con ricas incrustaciones, que irían a parar a las residencias de las
familias portuguesas acaudaladas, así como diversos manjares exóticos.
Todo aquello se amontonaba en las entrañas del barco y también sobre la
cubierta. Las pilas de barricas y de fardos, mejor o peor amarrados unos a
otros, formaban una pirámide en torno al palo mayor, alcanzando un cuarto
de su altura. La cubierta estaba abarrotada de improvisadas tiendas de piel
de buey curtida, que servían para proteger las mercancías que no hallaron
acomodo en las bodegas y a los hombres que emprendían el viaje de
regreso. Los marineros se veían obligados a correr entre los bultos y los
torpes e inseguros comerciantes. Desde la arboladura, los gavieros
observaban el conjunto y eran sin duda los únicos que no se sentían
agobiados. La última línea del registro consignaba como mercancía a
trescientos esclavos, machos y hembras, con sus diferentes especialidades:
músicos, cocineros, bordadores, sastres, confiteros… Se encontraban en
algún lugar por debajo, seguramente incluso bajo la línea de flotación de
una carraca que, de tan cargada como iba, se hundía más de la cuenta en las
aguas azules y rojizas de la barra que reunía el río y el océano. Y luego
estaban los diamantes. Los del adil shah, que se habían depositado en el
camarote del capitán-mor, y los otros, menos hermosos, que los mercaderes
guardaban consigo. Algunos habían sido declarados, y por ellos se pagaría
un arancel; no era el caso de la mayoría, que iban cosidos en la ropa de los
propios mercaderes y también en las de marineros y soldados. Todo el
mundo lo sabía, empezando por dom Vicente de Brito, pero se miraba para
otro lado. Lo importante era la prosperidad del Imperio y, para conseguirla,
a veces hacía falta tener manga ancha con quienes ayudaban a mantenerlo a
flote.
Por fin embarcaron los últimos pasajeros: algunos soldados, varios curas
y un grupo de hombres a los que la Inquisición había condenado al
destierro. Dom Vicente miraba a estos últimos con la severidad propia de su
rango y el mismo rigor con que practicaba la religión, pero sin olvidar lo
sencillo que resultaba caer. Casi sin darse cuenta, buscó con la mirada en
los puentes inferiores del alcázar la pequeña figura de Sandra. No estaba
allí. Suspiró, se santiguó rápidamente y se alegró con la idea de que aquel
iba a ser su último viaje.
Dom Afonso de Sá lo había acompañado hasta el muelle para despedirlo y
desearle buena suerte, y también porque había respondido por él y deseaba
asegurarse de que embarcaba. Fernando le expresó su gratitud. La lancha
que lo transportaba al barco, junto a dos dominicos y otros cuatro
condenados al destierro, descendió lentamente el Mandovi llevada por la
corriente y llegó hasta la barra, justo bajo las fortificaciones del fuerte de
los Reyes Magos: murallas negras, tierra roja, construcciones blancas con
techos de tejas anaranjadas, y el conjunto ahogado por el verde de los
árboles y mecido por las indolentes palmeras. Si tenía que quedarse con una
sola imagen de Goa, decidió que era aquella. Allí estaban los colores
propios del paisaje y también la tranquilidad, que tan pocas veces se podía
encontrar. Pasaron entonces por entre toda una flota de embarcaciones,
botes, bergantines, galeotas y carabelas que estaban allí para acompañar la
partida de las carracas. Sonaba la música de tambores y pífanos y se
disparaban los cañones. Los dos inmensos navíos estaban clavados en el
agua, tan repletos de todo lo que allí podía recogerse que algunas portas
rozaban la línea de flotación. Cierta noche, mientras contemplaban una
partida de naipes en uno de aquellos ostentosos salones de paredes
decrépitas y llenas de humedades que la pintura no lograba disimular, un
viejo marinero les había contado a Simão y a él la historia de una gallina.
La sola mención del animal captó su atención. Se sonrieron y esperaron,
atentos a los labios de aquel hombre con la cara cruzada de cicatrices, como
una camisa vieja y mal remendada, y cuyo tartamudeo, tras demasiado vino
de palma, recordaba precisamente al cacareo de una gallina. Diez años
antes, o quizá fueran quince, la gallina en cuestión iba embarcada en una
carraca con destino a Portugal. La flota del año anterior nunca llegó a
Lisboa y el reino había perdido una temporada entera de ingresos derivados
de la pimienta, lo cual afectó gravemente al presupuesto. Se pretendió
entonces compensar las pérdidas cargando las carracas de aquel año todo lo
posible. Hasta tal punto, dijo el marinero, por supuesto testigo de todo, que
el agua tocaba las mesas de guarnición y se hizo necesario clavetear las
portas para evitar que penetrase en los puentes inferiores. Una vez
terminado el embarque, cuando ya se habían levado anclas y se estaban
largando las velas, una jaula de gallinas cayó desde lo alto de una de las
pilas de mercancías que había en la cubierta alta y se quebró. Las aves,
asustadas, comenzaron a revolotear sobre el puente, dejando a su paso una
nube de plumas que flotaban en el aire. Un primer pasajero reclamó la
propiedad de las gallinas. «Eran suyas», gritó. Otro le interrumpió: «¡De
eso nada! ¡Las he traído yo!». Un tercer intervino: el propietario legítimo de
las gallinas era él y podría demostrarlo a su debido tiempo. Hasta tal punto
llegó la discusión que los hombres empezaron a empujarse y a perseguir a
los pobres animales, los cuales terminaron por refugiarse junto al
empalletado de babor. Una muchedumbre de pasajeros se precipitó entonces
para atrapar a las aves. Al hacerlo, el barco se escoró lo suficiente como
para que el agua pasase por encima de la borda. Solo hicieron falta unos
pocos minutos para ver hundirse la nave frente a Goa. Los dos jóvenes se
echaron a reír con el marinero. Le invitaron a una botella de vino de palma
a cambio de más historias, que Simão escuchaba con atención. Fernando
volvió a ver a su amigo, sonriente, encantado con las anécdotas del
borracho y diciéndose que sin duda podría tomar prestadas un par de ellas
para sus propias memorias.
Seguía pensando en las gallinas cuando la lancha llegó por fin hasta el
costado de la nave. Subieron a bordo y volvió la cabeza hacia el alcázar de
popa, con la esperanza de ver allí a Sandra. No la encontró. En cambio, vio
en lo alto de la toldilla al escribano de a bordo y al capitán-mor. En manos
de aquel viejo estaban los destinos de las dos carracas y de los diamantes. A
juzgar por la blancura de su cabello y por su postura, tenía por lo menos
cien años. Se agarraba a la batayola y se mantenía encorvado, como si le
dolieran todas y cada una de las articulaciones. Y sin duda era así. Fernando
pensó que ojalá aquel anciano fuese lo bastante competente, o que al menos
supiese delegar en quienes lo fueran, como para llevarlos a todos a buen
puerto. Se acordó de la nao São Julião y de las Comoras. Confiaba en que
aquel sería su último viaje.
20
Cascais, septiembre de 1626

En pocos meses habían visto más cosas que en toda su vida anterior. Lisboa
los dejó maravillados. A su lado, São Salvador era un lugar minúsculo.
Diogo había supuesto que Ignacio resultaría sorprendente para los
habitantes de la ciudad. Su peinado, su costumbre de desplazarse siempre
con el arco y la maza, su piel cobriza y sus ojos rasgados eran
extraordinarios. Sin embargo, apenas le prestaron atención. Diogo tardó
muy poco en darse cuenta de que allí se encontraban todas las razas de
hombres y mujeres. Negros de África, chinos, indios, moros, alemanes y
flamencos, italianos… El tupinambá era solamente un espécimen de
humanidad más entre tantos. De acuerdo, no se mezclaba con la multitud, y
tampoco lo consideraban un humano en sentido estricto. Pero su presencia
parecía del todo natural. El hecho de que acompañara a dom Manuel de
Meneses sin duda había influido en aquella especie de indiferencia que los
lisboetas mostraban hacia él.
Con dom Manuel descubrieron la ciudad del Tajo, y también Oporto y el
Alentejo. Además, atravesaron España para llegar hasta Madrid. Era allí
donde se tomaban todas las decisiones. Dom Manuel de Meneses pretendía
presentar varias solicitudes a las Cortes de Castilla. La expedición de Bahia
le había dejado un regusto amargo. El mando general confiado a don
Fadrique de Toledo y la entrada triunfal de los tercios españoles en São
Salvador fueron episodios humillantes. El retorno de António Moniz
Barreto como un héroe, gracias a sus hazañas durante el asedio, lo
contrarió, aunque supo ver que la jubilación del maestre de campo era un
recurso para apartarlo. Por encima de todo, consideraba que la armada
portuguesa había desempeñado un papel fundamental y que su propia labor
al mando había estado a la altura. Por tal razón, el almirante dom Francisco
de Almeida y él deseaban solicitar sus nombramientos oficiales como
comandantes de la flota y de la infantería portuguesas.
Dom Manuel de Meneses gozaba de la confianza del soberano y del
conde-duque de Olivares, su ministro plenipotenciario, aficionado como él
a la poesía. Años atrás, había participado en ciertas negociaciones entre
Francia y España. De algún modo, el rey le debía en parte su matrimonio
con la reina Isabel. Confiaba en que todos aquellos años de lealtad al
monarca, sin por ello haber renegado nunca de Portugal, se vieran al fin
recompensados. En su propio beneficio, pero también en el de ambas
Coronas.
Aunque no tuvieron la suerte de penetrar en el corazón de los círculos de
poder, Diogo e Ignacio sí pudieron descubrir la efervescencia de las calles
de Madrid, el bullicio incesante producido por más de cien mil personas, los
olores y el movimiento perpetuo. Era vertiginosa. Emocionante y
agotadora. Ignacio atraía más la atención allí que en Lisboa; solo gracias a
la ayuda de Diogo y, sobre todo, a la protección de dom Manuel de
Meneses, pudo evitar en varias ocasiones que algún borracho lo agrediera o
que los agentes del orden, recelosos ante el salvaje que, a pesar del ropaje
europeo con el que lo habían cubierto y casi disfrazado, sin duda tenían
delante, lo arrestaran. Diogo encontraba a su amigo un tanto ridículo con
ese atuendo estrafalario y se avergonzaba al pensarlo. Ignacio también se
veía grotesco. Lo único que quería era arrancarse esas vestimentas. En tales
momentos, la nostalgia de su tierra lo asaltaba. Y, de haber tenido a mano su
maza de piedra, más de una vez se habría sentido tentado de utilizarla. Pero
dom Manuel de Meneses había exigido que la maza y el arco se quedasen
con las demás pertenencias en el cuarto del albergue donde se alojaban.
Diogo no sabía por qué dom Manuel los paseaba con él por todos lados de
ese modo. Se preguntaba si el propio general tendría la más mínima idea.
Imaginaba que Ignacio y él mismo eran algo así como un talismán,
engorrosos amuletos de los que Meneses no se atrevía a prescindir.
Pero lo que allí importaba no era la suerte, sino los contactos. La
navegación entre las Cortes de Castilla, el Consejo de Portugal instalado en
Madrid y los gabinetes de los ministros influyentes era al menos tan
peligrosa y necesitaba de tanta capacidad para ver venir las borrascas o para
coger las corrientes idóneas y los buenos vientos como una travesía por el
Atlántico. Había que acercarse a las personas adecuadas, llamar a las
puertas correctas y, a veces, dejar pasar el tiempo oportuno.
Resultó que el conde de Portalegre, gobernador de Portugal, enviaba al
mismo tiempo sus propios informes, avisos y peticiones a Madrid. El estado
de la flota portuguesa le parecía preocupante. Desde la partida de las
armadas de Castilla y Portugal hacia Bahia en 1624, la defensa de las costas
estaba desguarnecida. Los ingleses, y en menor medida los holandeses, se
aprovecharon de tal debilidad. Sus navíos regulares o corsarios invadían las
aguas, y en Lisboa no se podía contar más que con una flota desordenada y
exhausta. De ella formaban parte la capitana Santo António e São Diogo de
dom Manuel de Meneses, tras volver de Bahia, otro galeón en mal estado y
una urca incautada a los holandeses, que don Fadrique de Toledo había
dejado a la Corona de Portugal debido a su escaso valor. Por lo demás, el
efectivo contaba con un galeón llegado de la India el año anterior y
solamente dos galeones nuevos. El Santo António era un navío tan mal
concebido y tan poco manejable que nadie sabía si resultaba más peligroso
encontrarse a bordo o en el barco que se cruzara con él. El conjunto estaba
armado con escasez, ya que la mayor parte de la artillería portuguesa se
había quedado en São Salvador para asegurar la defensa de la ciudad en
caso de un nuevo ataque holandés.
Los esfuerzos del gobernador, de dom Manuel de Meneses y de dom
Francisco de Almeida terminaron por dar frutos, y sus solicitudes por ser
atendidas, justo cuando las noticias se precipitaban. Unas carabelas trajeron
el aviso de que las naves de la India habían rebasado la isla Ascensión y se
dirigían ya hacia Cabo Verde. Al parecer, seguían sin mayor complicación
la ruta habitual de regreso, que las llevaría a poner después rumbo hacia las
Azores, para a continuación llegar a Lisboa. En el último tramo del viaje,
sin embargo, corrían el riesgo de encontrarse con los corsarios ingleses, que
navegaban por aquellas aguas como si fueran suyas. Las dos naves estaban
bien armadas, cada una con veintiséis cañones, pero su tamaño y el peso del
cargamento complicaban mucho las maniobras. Por enormes que fueran,
para los barcos corsarios seguían siendo presa fácil.
Entonces todo se aceleró. Anunciaron a dom Francisco de Almeida que
se le nombraba gobernador de Mazagán, en la costa norte de África, y a
dom Manuel de Meneses lo confirmaron definitivamente en el cargo de
capitán-mor de la flota de Portugal. Le pidieron que regresara lo antes
posible a Lisboa para tomar posesión del cargo y organizar la armada,
cuyos capitanes y mandos ya habían sido designados por el Consejo de
Portugal. Pocos segundos más tarde, el capitán se ponía colorado al leer los
documentos que le acababan de entregar. Arrugó las cartas entre sus manos
y los dedos perdieron el color. Levantó la cabeza, miró a Diogo e Ignacio,
que estaban sentados frente a él en el coche que los llevaba a Lisboa, y dijo
apretando los dientes: «Moniz…». El taimado Moniz, el pretencioso Moniz,
siempre desafiando su autoridad… Aunque acababan de enviarlo a la
jubilación, poco habían tardado en recuperarlo para sustituir a dom
Francisco de Almeida como almirante y maestre de campo de la infantería
portuguesa. Su segundo en el mando. Que António Moniz Barreto recibiese
como destino el São João resultaba un consuelo escaso. El galeón de las
Indias era, tras el Santo António, el peor navío de la flota. Las tripulaciones
consideraban un castigo el ser destinadas a él. Dom Manuel de Meneses
dijo de repente a Diogo: «Ordena al cochero que se apresure, no hay tiempo
que perder».
El muchacho bajó del coche al ver una carroza detenida unos pasos más
allá y rodeada de varios jinetes armados. Un hombre se apeó del vehículo.
El conde-duque de Olivares, valido del rey, venía hacia él. Envuelto en
terciopelo negro, caminaba con paso decidido, a pesar de su corpulencia.
Sus ojos, dos cuentas negras hundidas bajo espesas cejas, miraban a Diogo
sin verlo o, más bien, lo atravesaban para clavarse en el coche de dom
Manuel. Diogo se apartó y Olivares alcanzó la puerta abierta, se asomó al
interior y dijo:
—Dom Manuel, tengo que hablar con vos.
—Excelencia —replicó Meneses—, ¿qué puedo hacer por vos?
—Bajaos del coche, para empezar. No tengo ninguna gana de
apretujarme en uno de esos estrechos asientos. Y menos aún al lado de ese
salvaje que os acompaña. Decidme, ¿de veras es necesario que viaje con
una maza?
—Según parece, lo tranquiliza, y yo no veo inconveniente alguno. Lleva
también un arco, lo han colocado en la baca.
—No conocía esta pasión vuestra por los indios y los jovencitos —
añadió el valido mirando por fin a Diogo, quien bajó la cabeza.
Dom Manuel de Meneses descendió del carruaje y se plantó ante el
conde-duque. Dos hombres vestidos de arriba abajo de negro. Uno, moreno,
ancho como un toro; el otro, rubio y esbelto como un gato famélico.
—El chico y el indio me prestan buen servicio como asistentes.
—Podéis contarme lo que queráis… Se diría que viajáis con vuestras
mascotas. Os creía alguien más serio.
—No niego que el aspecto de Ignacio es insólito y que Diego parece
muy joven, pero ninguno de los dos es torpe en combate y ambos me son
leales.
Olivares se volvió hacia sus guardias.
—Los míos también saben combatir. Pero ellos lo hacen según las reglas
del arte.
—Porque vuestra protección es mucho más importante que la mía,
excelencia. Yo no soy más que un soldado, marino y portugués.
—Es tal y como decís, sí. Y podéis creer que, al margen de vuestras
extravagancias —insistió Olivares, señalando con la barbilla en dirección
de Ignacio—, si hubiese dependido de mí, hace mucho tiempo que vuestro
Consejo de Portugal y demás órganos de gobierno habrían desaparecido,
para integrarse en la Corona de Castilla. Pero no he venido hasta aquí para
hablar con vos del estado del reino. No es algo que os incumba.
Los pómulos de dom Manuel de Meneses se tiñeron ligeramente de rojo
con la ofensa, pero el capitán-mor se mantuvo quieto y pacífico, a la espera
de lo que el valido real tuviese que decirle.
—Las naves de la India que están de camino son muy importantes. Traen
la pimienta, que tanto beneficiará a las arcas de la Corona, y también los
diamantes que el adil shah de Bijapur envía para la reina. El rey los
considera valiosos. Por tal razón, me manda personalmente a deciros cuán
necesario es que esos barcos atraquen en Lisboa con su cargamento al
completo.
—Es un gran honor que os hayáis molestado en venir a conminarme para
que cumpla mi misión. Sabéis que la llevaré a cabo sin falta.
—Sí, lo sé. No obstante, prefiero decir de viva voz este tipo de cosas,
dom Manuel. Es todo. Os dejo, tengo trabajo. No os demoréis.
Olivares dio media vuelta y regresó a su carroza. Dom Manuel de
Meneses se metió en el coche, con Diogo a su espalda, y tomó asiento con
gesto adusto. Olivares le producía el mismo efecto que Moniz Barreto.
Seguía apretando los dientes cuando el cochero lanzó al galope a los
caballos y, durante los días que tardaron en llegar a Lisboa, no se dirigió a
Diogo e Ignacio más que para darles breves órdenes o para reprenderlos si
no las ejecutaban lo bastante rápido.
En Lisboa no perdieron el tiempo. Dom Manuel de Meneses debía
supervisar los preparativos de la flota, con la intención de unirse lo antes
posible a las naves de la India. Necesitaban contar con barcos en
condiciones de hacerse a la mar, y las últimas reparaciones todavía no
habían acabado. Prepararon también las provisiones para varias semanas,
que el capitán-mor revisó en persona, consciente de los peligros que podían
acompañar a una misión como aquella. Por último, había que dotarla de
tripulantes y de soldados. Los primeros no escaseaban. Lisboa estaba llena
de ellos, desde el puerto hasta las tabernas. A veces, encontrar a los
segundos resultaba complicado. Hacerlo era responsabilidad de António
Moniz Barreto y le estaba costando trabajo. La expedición de Bahia había
diezmado de manera sensible los regimientos de infantería, no tanto por los
disparos de los cañones y mosquetes holandeses como por los naufragios en
los trayectos de ida y vuelta. Impaciente y presionado por Afonso Furtado
de Mendonça, que acababan de nombrar tercer gobernador y estaba deseoso
de ejercer su autoridad, dom Manuel de Meneses no se privaba a su vez de
apurar a su almirante. Le repetía a Moniz:
—¡Allá donde haya portugueses, hay soldados! Fuisteis bien capaz de
encontrar un arrecife en mitad del Atlántico para encallar en él un barco, así
que no debería resultaros tan difícil encontrar soldados en Portugal.
Los encontró. Las tabernas y las prisiones eran un recurso muy práctico
para dar con ellos. Los hospitales no lo eran tanto, pero a veces servían para
hallar hombres casi válidos. Además, estaban las levas forzosas. En
Cascais, donde las milicias se hallaban acuarteladas, Diogo e Ignacio
descubrieron regimientos en los que los soldados veteranos se mezclaban
con ladrones, mendigos, niños y asesinos. Aquellas tropas variopintas se
parecían a los barcos que regresaban de Bahia, con sus velas remendadas
mil veces, sus calafateos de emergencia y sus vigas y tableros torcidos,
astillados y a veces sustituidos por cualquier trozo de madera que encajara
en el hueco: daban la impresión de que no llegarían muy lejos, pero que, de
todos modos, resultarían peligrosas, y no solamente para sí mismas. A
Ignacio era a quien más le gustaba ver aquellas formaciones de infantería
tan disparejas. Al menos servían para que no se fijasen en él. En medio de
tantos parias reunidos, nadie se preocupaba del silencioso tupinambá ni de
sus extrañas armas.

Al final, todo el mundo pudo embarcar, lo que alegró mucho a Afonso


Furtado de Mendonça. Seis navíos. Cerca de dos mil hombres. No habría
estado mal que el conjunto resultase más imponente, más nuevo y más
limpio, menos tosco y menos dispuesto a resquebrajarse por todos lados.
Pero allí estaba dom Manuel de Meneses, a bordo del Santo António e São
Diogo. Envuelto en su abrigo negro, el rubio capitán-mor se mantenía
siempre erguido. Él solo bastaba para dar a su flota la prestancia de la que
esta carecía. El 24 de septiembre de 1626, tras dos intentos fallidos por
culpa del viento en contra, se hicieron a la mar. A la altura de Cascais,
Diogo e Ignacio vieron una vez más desaparecer el perfil de la costa.
Cuando por fin se atrevió a orientar la vista hacia alta mar, Diogo se
sorprendió al cuestionarse algo obvio: ¿cómo iba a ser posible encontrar las
dos naves en aquella inmensidad? ¿Adónde se dirigían? Había visto caer a
muchos hombres, guardaba en su interior el olor de la carne quemada, se
había enfrentado a la tempestad durante el viaje desde Bahia. Pero fue en
aquel instante, sobre la cubierta de un galeón en apariencia estable, al verse
incapaz de detener la mirada en un solo objeto que no fuese la cresta
espumosa de una ola, cuando por primera vez se planteó la posibilidad de
su propia muerte.
21
Atlántico norte, septiembre de 1626

A bordo de una carraca no existe la intimidad. Se vive y se muere a la vista


de todos. La muerte es un espectáculo casi diario. Hasta entonces, el viaje
se había desarrollado sin contratiempos de importancia. Ocurrieron los
accidentes habituales, por supuesto. Fernando presenció la caída de un
gaviero un día en que el mar estaba particularmente en calma. Un segundo
de descuido y el hombre resbaló de una verga. Al caer, el pie se le enredó en
una soga y por un momento creyeron en el milagro. Resultaba curioso ver a
aquel muchacho —no tendría ni veinte años— colgado cabeza abajo y
agitando los brazos en medio del cordaje, igual que una mosca batiendo las
alas en una tela de araña. Un movimiento del barco, el aparejo sacudido por
el viento que se empezaba a levantar, tal vez el peso del cuerpo al
zarandearse… y vieron al gaviero caer de nuevo. Golpeó con la cabeza en
la batayola y el cuerpo se precipitó al agua. Quienes estaban presentes
contaron que se había hundido igual que una piedra. La enfermedad
también se cobró su parte de hombres y mujeres. En cambio, las tormentas
que se les cruzaron en el camino no fueron tan violentas. Por lo demás, las
dos carracas se mantuvieron casi siempre juntas. Se separaron durante unos
días nada más, entre las brumas que había al doblar el cabo de las Agujas,
pero volvieron a encontrarse en el Atlántico sur.
El viaje estaba resultando mucho mejor que el que hiciera en sentido
inverso. No más confortable, ni más entretenido, y sin duda más agobiante
por la supervisión de los dominicos, pero en general discurrió sin que
apenas se mojaran y sin riesgo de naufragio. Lo que Fernando más echaba
en falta era la intimidad. No porque debiera vigilar todo el rato sus
pertenencias. Ni siquiera porque le fuese imposible defecar sin público.
Sino porque deseaba ardientemente ver a Sandra.
En un navío tan lleno de hombres, las escasas mujeres a bordo se
quedaban en los camarotes del castillo de proa. Nunca salían, salvo a los
balcones dispuestos en la parte trasera, una medida prudente, excepto en los
días de mar gruesa. Las historias de muchachas que caían por la borda no
eran infrecuentes. Aunque cada vez que ocurría era una tragedia, sin duda lo
era más cuando se trataba de una mujer noble, y no una de esas huérfanas
enviadas a Goa para casarse con los portugueses de allá.
En cambio, Sandra sí aparecía de vez en cuando en cubierta. Casi
siempre en compañía de dom Vicente de Brito. El viejo daba la impresión
de rejuvenecer a su lado. Trataba de caminar erguido y de ocultar hasta qué
punto la edad y aquella última travesía lo estaban desgastando. Y, cada vez,
Fernando veía que ella lo buscaba con la mirada entre los grupos de
hombres de la cubierta alta. Daba igual la distancia que los separase:
adivinaba su sonrisa cuando por fin daba con él, así como el discreto gesto
que le hacía entonces con la mano. Pero la realidad no tardaba en
imponerse. Quedaba poco para que el viaje llegara a su fin. Portugal ya no
estaba lejos y Fernando aún no sabía cómo se las iban a arreglar para
apoderarse de los diamantes.

Dom Vicente de Brito estaba muy contento. Hacía varios días que habían
dejado atrás las Azores y habían puesto rumbo a Lisboa. El regreso de las
dos carracas con sus cargamentos intactos era inminente y su misión por fin
estaba a punto de terminar. Sus plegarias no habían sido en vano. La
víspera, mientras Beatriz da Fonseca y los sobrinos del virrey dormían,
Sandra lo había seguido hasta su camarote. La muchacha necesitaba
conversación y pensaba que los nobles alojados en aquella parte del navío
no tenían demasiada. También desconfiaba de sus bajos instintos. En cuanto
a las escasas mujeres que había a bordo, veían en ella solo a una niña al
servicio de Beatriz da Fonseca, alguien que no merecía su atención. Con él,
decía, se sentía más segura, porque era todo un caballero. Curiosamente, al
capitán-mor esto le pareció un halago y al mismo tiempo una ofensa. Era un
caballero, cierto, pero ¿no estaría insinuando que lo consideraba
incapacitado para cortejarla? Por el contrario, en un momento en que ella se
levantó para admirar las incrustaciones del cofre de los diamantes, había
estado tentado de hacerla caer en el lecho, justo a su lado. Dos cosas se lo
impidieron: Dios y aquella insistente sensación de que su cuerpo tal vez no
iba a soportar el esfuerzo. Se conformó con rozarle la mano, como por
casualidad. Ella no se movió, absorta en la contemplación de las
ornamentadas cerraduras. Cuando Sandra salió del camarote, insistiendo en
lo sola que se sentía y dándole las gracias por el rato de charla que habían
compartido, él acarició el cofre de los diamantes en el punto exacto donde
ella había puesto sus delicadas manos. Después, enderezó el crucifijo
colgado del tabique detrás de su escritorio, que el vaivén descolocaba una y
otra vez, y se puso a rezar.
22
Atlántico norte, octubre de 1626

Hacía varios días que la armada portuguesa daba vueltas en torno a una
minúscula porción de océano. Las órdenes no podían ser más claras. Debían
navegar a cincuenta leguas de la costa, en los 38°40’ de latitud, a la espera
de las naves de la India. Se enviaron unas carabelas al encuentro de estas,
para indicarles el punto de reunión con los galeones encargados de
escoltarlas. Sin embargo, más de una semana después de hacerse a la mar,
los barcos de dom Manuel de Meneses solo habían visto venir una escuadra
española. Dieciséis navíos enarbolando el pabellón de Castilla, que el rey
había enviado para asistir a la flota portuguesa. Quedaba claro lo importante
que era para Felipe IV asegurarse de la llegada a buen puerto de los
diamantes.
Dom Manuel de Meneses se lo tomó como una ofensa. ¿Acaso no era él
capaz de acompañar las dos carracas hasta Lisboa con sus propios barcos?
Al menos, el rey había tenido la delicadeza de recordarle al general
Francisco de Rivera, que estaba al mando de la flota española, la necesidad
de respetar los acuerdos recientes entre Castilla y Portugal. En esta ocasión,
dichos acuerdos otorgaban la preeminencia a la capitana portuguesa.
Francisco de Rivera no disfrutaba con la idea de secundar a los portugueses,
pero no tuvo más remedio que tragarse su orgullo. Diogo e Ignacio se
divirtieron durante esos días. El sentido de todas las pantomimas que
presenciaron se les escapaba, pero encontraron un placer infantil en ver los
navíos castellanos saludando al Santo António e São Diogo con salvas de
cañonazos, y a este respondiendo con su artillería y sus clarines. Sabían
también que, a pesar de no dar muestras de ello, dom Manuel de Meneses
se sentía exultante. El capitán-mor nunca estaba tan contento como cuando
podía mostrar su superioridad, en particular sobre aquellos que despreciaba.
Durante quince días, las dos armadas singlaron en paralelo a lo largo de la
línea imaginaria sobre la que, según les explicara dom Manuel, se
encontraban. Diogo no lograba distinguir esa línea, por mucho que se
esforzara en buscarla. Terminó por asumir que era tan fina que resultaba
imposible verla. Ignacio le replicaba que no podía ser tan fina, porque
entonces los barcos no cabrían encima de ella. En tal caso, quizá fuera tan
ancha que no la veían porque no eran capaces de divisar sus límites al norte
y al sur. Varias veces, durante sus interminables discusiones sobre el asunto,
vieron a dom Manuel levantar los ojos al cielo y suspirar, así que evitaron
comunicarle sus conclusiones. No querían estropear el evidente placer que
el capitán general portugués experimentaba al ver a los castellanos yendo de
día tras su pabellón y de noche tras su fanal, como anadones que intentan no
perder a su madre en mitad de un estanque.
El viento arreciaba cada vez más, anunciando la inminencia de la
temporada de tormentas. Sin duda, ya se habrían producido algunas en mar
abierto. Las naves seguían sin aparecer. Obedeciendo las órdenes recibidas,
Francisco de Rivera y su armada abandonaron finalmente a los portugueses
y pusieron rumbo al cabo San Vicente, para aguardar allí a la flota que traía
la plata del Nuevo Mundo y escoltarla hasta Cádiz. Dom Manuel de
Meneses insistió en que la partida se hiciese según todas las costumbres
protocolarias. Humillado, Francisco de Rivera se tragó una vez más su
orgullo y se prestó al mismo ceremonial que ya celebraran dos semanas
atrás, antes de navegar en libertad hacia la costa.
La armada portuguesa se quedó allí, todavía a la espera de la llegada de
las carracas, aunque cada vez parecía menos probable que fuesen a
aparecer. Para romper la monotonía de esos días interminables, los curas
organizaban el culto, los oficiales ponían a disparar con sus mosquetes a los
soldados e Ignacio comenzó a hacer demostraciones de su destreza con el
arco. El tupinambá era un tirador formidable, incluso usando las flechas que
había fabricado en Portugal con materiales distintos de los acostumbrados.
Le pedían que apuntase a tal trozo de madera, a tal otra soga, a aquella
gaviota que sobrevolaba el navío en ese momento. La abatió con una sola
flecha. El ave cayó muerta en la cubierta alta, atravesada de parte a parte.
Cuando Ignacio extrajo la flecha del cuerpo caliente del animal, un
marinero se lo quitó y lo arrojó por la borda. Ignacio agarró al individuo por
el hombro, puño en alto. No estaba bien tocar la presa ajena y tampoco
malgastar la carne fresca. Diogo, que iba tras él, sujetó a su amigo del brazo
para retenerlo, mientras el marinero retrocedía hacia sus camaradas, algunos
ya con el cuchillo en la mano. Dom Manuel de Meneses prohibió a Ignacio
utilizar el arco en adelante. El incidente había colmado su paciencia. Era el
primero en que el tupinambá se veía envuelto, pero ya se habían producido
varias peleas fruto de desavenencias entre soldados y marineros por las
apuestas hechas durante las actuaciones de Ignacio. La tensión había
aflorado incluso entre los curas, que intentaban desesperadamente luchar
contra el juego.
La armada había remontado hasta más allá de los 40º de latitud. Dom
Manuel de Meneses estaba harto de trazar círculos en el agua. Confiaba en
que la suerte se pusiese de su parte y le ayudase a dar por fin con las naves,
en el caso de que hubiesen pasado de largo el cabo Espichel. La llegada de
fuertes vientos del noroeste contribuyó a calmar a los hombres, que dejaron
de estar ociosos; también obligó a poner rumbo al sur, de vuelta a Lisboa.
Tenían ya la costa a la vista cuando divisaron dos velas. Un par de
carabelas, que habían salido del Tajo por la mañana, se acercaban. Venían a
su encuentro con una feliz noticia. Las naves de la India habían aparecido.
23
La Coruña, octubre de 1626

Aquella mañana, cuando subió a cubierta, el sol naciente trataba en vano de


perforar el amasijo de nubes negras que cubría el horizonte. Dom Vicente
de Brito levantó el cuello de su abrigo y se estremeció por adelantado, ante
la idea del diluvio que no tardaría en abatirse sobre ellos. Por la popa, hacia
el sureste, la nao Santa Helena ya estaba dentro del temporal. Se podía ver
su redondeada silueta, zarandeándose como una peonza a punto de caer tras
un último giro milagroso y desapareciendo poco a poco detrás de la cortina
de lluvia y viento, cercana ya al São Bartolomeu.
Durante los dos días siguientes, el trabajo del primer piloto, Manuel dos
Anjos, consistió en mantener la carraca en alta mar. Los vientos empujaban
sin cesar a aquel barco enormemente pesado hacia la costa. Parecía que lo
hubiesen construido para avanzar como un cangrejo. Pero el piloto,
ayudado por los hombres a cargo del timón y por los gavieros, que
asumieron todos los riesgos imaginables, consiguió que la nave tomase
aquellos vientos furiosos e irregulares de la mejor manera posible.
Cuando el mar y el cielo se calmaron, Manuel dos Anjos calculó que se
encontraban entre los 42º y los 43º de latitud. Se habían desviado por
mucho de Lisboa. El viento aún soplaba con fuerza del suroeste, así que
resultaba impensable tratar de virar hacia el sur en tales condiciones. La
única bahía lo bastante profunda para acoger las carracas en aquellas aguas
se hallaba en la ría de La Coruña, que estaba un poco más al norte, si las
estimaciones del primer piloto eran correctas. Por entonces el cielo estaba
ya despejado y la visibilidad era suficiente, así que decidieron navegar
hacia la costa. Debían acercarse lo bastante como para divisar la torre de
Hércules, que indicaba la entrada al puerto.
Sobre el promontorio, la alargada silueta del viejo faro romano apuntaba
hacia un cielo uniformemente gris, atravesado de tanto en tanto por algún
rayo de sol. En tales instantes, la punta Robaleira, bajo la que Hércules dejó
enterrada una de las cabezas del gigante Gerión en tiempos inmemoriales,
se ponía a brillar: vívido verde del pasto que crecía en aquel cabo azotado
por los vientos, púrpura de la alfombra de brezales en flor que descendía
hasta el mar.
Las carracas ya habían sido avistadas desde tierra y un barco ligero
navegaba hacia el São Bartolomeu. A bordo se encontraba un mensajero
enviado por don Juan Fajardo, capitán general y gobernador de Galicia. Con
él iba un práctico experimentado, que ayudaría a Manuel dos Anjos a
penetrar en la bahía y a evitar lo que la gente del lugar llamaba las
Yacentes: varios bancos rocosos, del todo invisibles con marea alta, que
constituían un peligro mortal para las embarcaciones de tan gran calado.
A pesar de las violentas ráfagas y de una llovizna opaca que había
comenzado a caer y disminuía la visibilidad, la maniobra se llevó a cabo sin
mayores complicaciones. El Santa Helena siguió el mismo camino unas
horas más tarde. La pimienta de la India y los diamantes de Bijapur estaban
a buen recaudo, a la espera de poder viajar hacia Lisboa en cuanto el viento
y el mar lo permitiesen. Dom Vicente de Brito, molesto por el contratiempo,
confiaba en que lo hiciera pronto. No solo eran días perdidos de su anhelada
jubilación, que ojalá fuese definitiva, sino también un tiempo añadido
durante el cual debería seguir resistiéndose a los pensamientos —
inconfesables salvo ante Dios y siempre vergonzantes— que le asaltaban
cuando veía a Sandra.

Fernando comenzaba a impacientarse. Se sentía impotente. Con la ropa


empapada, intentaba resguardarse bajo una de aquellas pieles de vaca mal
curtidas que, incluso tras los meses en alta mar, seguían exhalando un leve
olor a carroña y que servían de techo para las tiendas de la cubierta alta.
Albergaba la esperanza de ver por fin a Sandra y de hablar con ella, para
encontrar juntos la manera de hacerse con el cofre de los diamantes, que a
esas alturas consideraba una justa recompensa por sus años de servicio.
También por los de Simão, que de algún modo lo habían llevado a aquella
muerte patética sin permitirle ni siquiera rozar sus sueños de gloria y de
eternidad.
Pero el São Bartolomeu penetraba en la bahía de La Coruña y Sandra no
había aparecido. La landa sobre la que se erigía la torre de Hércules, visible
tras la ciudad alta al entrar en la rada, descendía en suave cuesta hasta la
parte baja de la ciudad. Esta última estaba a su vez precedida del lado del
mar por el castillo de San Antón. Desde su islita, la fortaleza protegía con
sus baterías el puerto. Poco importaba que fuese la hora de la pleamar o que
hiciese bastante frío, el aroma de la marea subía hasta los puentes de la
nave, y con él una sensación de desahogo ante la perspectiva de estar
pronto, por fin, en tierra firme. En breve tendrían espacios más amplios
donde moverse, aunque fueran los de una ciudad amurallada y de casas
hacinadas. También tendrían comida. Y bebida. Fernando percibía ya, bajo
el olor a cieno y yodo, el aroma de los platos cocinados en las fondas.
Aunque sin duda debían de ser imaginaciones, por una vez resultaban
agradables, así que decidió disfrutarlas, olvidándose por un rato de Sandra,
de Simão e incluso de los diamantes. Cerró los ojos, respiró tan hondo
como pudo y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió ligero. Ni el
relente que le helaba las orejas, ni los goterones de lluvia que estallaban
sobre su frente anunciando el chaparrón cercano, ni siquiera el irritante
chirrido de una soga deshecha restregándose en una polea mal engrasada,
consiguieron robarle aquel momento de placer.

Largaron anclas y una lancha transportó a tierra a dom Vicente de Brito,


quien debía parlamentar con don Juan Fajardo. Se les planteaba entonces la
cuestión de la descarga: ¿era conveniente bajar allí las mercancías a tierra o
lo más adecuado era esperar a hacerlo en Lisboa?
Desde el estrecho balcón que recorría la popa, a la altura del camarote de
Beatriz da Fonseca, Sandra había contemplado la encorvada silueta del
viejo capitán-mor fundiéndose en la llovizna, a medida que su embarcación
se alejaba de la nao São Bartolomeu. Si se tomaba la decisión de descargar
allí las mercancías de las carracas, apenas les quedaría tiempo para
encontrar la manera de sustraer los diamantes. Pensó en Fernando, que
estaría esperando una señal por su parte. Pensó en Vicente de Brito, cuya
confianza se disponía a traicionar. Y pensó en sí misma. En adelante, nadie
le podría decir lo que tenía que hacer. Al robar las joyas, confirmaría su
ruptura con un mundo que despreciaba tanto como ese mundo la desdeñaba
a ella. Todos los que desde hace años la habían convertido en una elegante
pero insignificante muñeca, al servicio de gentes que habrían sido sus
iguales si el destino no se hubiese interpuesto en su camino, se enterarían
por fin de que ella era alguien distinto. Y que ese alguien distinto era más
peligroso de lo que imaginaban, mucho más libre que ellos mismos, piezas
de ajedrez con movimientos limitados por reglas inmutables, arbitrarias y
estúpidas. La habían degradado. La habían convertido en un peón. Pero, en
realidad, ella era una reina. Iría donde se le antojase. Incluso más allá de las
casillas del tablero. Y no pensaba esperar que llegara su turno para mover.
24
La Coruña, noviembre de 1626

La primera ancla se hundió en las aguas negras. Al ruido del chapoteo lo


siguió de inmediato el sonido apagado de un objeto macizo chocando con
una piedra. Bajo el brillo fantasmagórico de las linternas, sumergidas en la
bruma del crepúsculo que aún flotaba sobre el mar, los hombres en cubierta
pusieron mala cara y se miraron unos a otros. Después miraron hacia arriba,
al alcázar de popa, a la sombra negra, envuelta en un pálido halo, y al rostro
demacrado y rodeado por el cabello rubio. Sin verla, adivinaron la mueca
del comandante de la armada portuguesa.
«¿Qué diantres ocurre?», preguntó el piloto. Hacía poco que habían
echado la sonda. Resultó que había profundidad suficiente, y que al izarla
de nuevo traía arena. En cuanto al mar, aunque había oleaje, no estaba
agitado y permitía vislumbrar, incluso de noche, las irregularidades que
hubiese en el fondo, sobre las que debería tropezar la marejada y levantarse
la espuma. No habían visto ni oído nada de esto.
Dom Manuel de Meneses ordenó disparar varios cañonazos, para avisar
a los de tierra que una parte de la armada quedaba fondeada en ese lugar.
Los fanales del São José y el Santiago se mecían al ritmo de las olas, a
algunos cables de distancia de la capitana. El São Filipe y la urca Santa
Isabel seguían en mar abierto. En cuanto a la nao almirante de Moniz
Barreto, desde la última tormenta, que provocó la deriva de la flota, no
tenían noticias suyas. El São João, tan difícil de maniobrar, había sido
arrastrado por el viento. Pasaron varios días hasta que una carabela alcanzó
la capitana para informar de que el almirante Moniz Barreto se había
refugiado en Vigo, a la espera de vientos más favorables que lo devolviesen
al grueso de la flota. Como jefe de la armada portuguesa, desde un punto de
vista práctico dom Manuel de Meneses deseaba que el São João se les
uniese lo antes posible. Como hombre, no podía evitar lamentar que Moniz
no hubiese desaparecido sin más. Seguía absorto en aquellos pensamientos
cuando Diogo, a su lado, le avisó de la llegada de varias embarcaciones
ligeras desde la bahía de La Coruña. Los botes y las lanchas se acercaban a
remo.
A bordo venían varios pilotos expertos, enviados por don Juan Fajardo
para repartirse por los diferentes navíos fondeados a la entrada de la bahía.
El que subió a la cubierta del Santo António e São Diogo se llamaba
Antonio de Castro. Había navegado en aquellas aguas toda su vida y
conocía el mar de Galicia lo bastante bien como para ahorrarse el empleo de
los circunloquios con que se solía cumplimentar excesivamente a capitanes,
comandantes o almirantes. Por lo general, estos apenas sabían un par de
cosas sobre el océano: que era grande y que estaba mojado. A veces, los
más entendidos eran más o menos conscientes de que había vientos y
corrientes, pero rara vez sabían qué hacer con tales informaciones. Así que
se dirigió a dom Manuel de Meneses como lo habría hecho con un grumete
ignorante.
—¿No os han enseñado a mirar una carta de marear? Por supuesto que
no. Si lo hubiesen hecho, sabríais que tenéis bajo la quilla, casi tocándola,
toda una isla compuesta por rocas descuartizadas. Cuando baje la marea, y
va a ocurrir pronto, vuestros navíos quedarán apoyados en ella. ¿Sabéis lo
que le pasa a un barco grande de madera que se apoya sobre rocas
puntiagudas? Pues que se rompe. Y luego, cuando vuelve a subir la marea,
se hunde. Así que os aconsejo cortar las amarras cuanto antes y abandonar
las anclas, mientras aún sea posible marcharse de aquí.
Tras las palabras del piloto gallego, se hizo el silencio. Un silencio
atónito entre la tripulación; un silencio indignado en Meneses. De ambos
tipos a la vez en Diogo e Ignacio. Este último, como por instinto, echó
mano a la maza. Preso de la ira y preocupado por la gravedad de la
situación, dom Manuel no lograba apartar la mirada de Antonio de Castro,
quien terminó por añadir:
—Mañana será demasiado tarde. Decidme ahora si debo subir otra vez a
mi lancha.
—Quedaos y haced lo que consideréis necesario, pero hacedlo bien —
respondió Meneses—. Porque, si surge el más mínimo problema, me daré el
gusto de veros pasar por la quilla.
Diogo pensó en Michele Belano, que en ese momento estaría subido en
alguna parte de la arboladura. El gaviero italiano era una leyenda a bordo,
precisamente porque había pasado por la quilla y había sobrevivido. Era
una fuerza de la naturaleza, un hombre imponente que, según decían, había
tenido una vida llena de aventuras. Los camaradas que lo habían visto
desnudo lo llamaban Gran Verga. Contaban que había desertado de la
Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales en las Antillas y que
después vivió una gran historia de amor con una mujer pirata. Se casó con
Carlotta en un islote cercano a La Española, bajo los auspicios de un pirata
manco y alcohólico que presumía de haber sido educado en un seminario
jesuita y casi ordenado sacerdote. Tiempo después, Michele acabó en
Lisboa, tras haber recorrido el océano Atlántico durante meses en busca de
Carlotta, quien había caído prisionera de los ingleses en un abordaje fallido.
No perdía la esperanza de encontrarla y juraba que sería de los primeros en
saltar a la cubierta enemiga cuando, sin duda muy pronto, la armada se
cruzase con los ingleses. Todo aquello, ¿era cierto? ¿O era fruto de la
imaginación de Michele y de las exageraciones de la tripulación? ¿Sería
Carlotta tan hermosa y tan valiente? ¿Existiría de verdad? De lo que no
cabía duda es de que la espalda del gaviero conservaba las huellas de su
paso por la quilla. Varias cicatrices congestionadas que años más tarde
seguían amoratadas; algunas incluso se abrían cuando Michele forcejeaba
con los pesados cordajes y velas. Así castigaban los holandeses a los
marineros y soldados que infringían el reglamento. ¿Qué había hecho
Michele Belano? Nadie lo sabía. Le habían encadenado y le habían
amarrado a un cabo que daba la vuelta al barco, de un lado a otro, pasando
por debajo del casco. Luego le habían arrojado al agua desde la verga
mayor, mientras sus camaradas tiraban de la soga para hacerlo pasar bajo la
quilla y emerger al otro lado del navío. Escasamente lastrado por aquella
cadena demasiado ligera, se restregó con las conchas y moluscos agarrados
a la madera del barco. No se ahogó, pero luego estuvo a punto de morir por
la infección de las sucias heridas.
Aunque Antonio de Castro no conocía la historia de Michele Belano, sí
sabía lo que era pasar bajo la quilla. Para averiguar si dom Manuel de
Meneses estaba de veras dispuesto a poner en práctica su amenaza, bastaba
con mirarle a los ojos. Así que el gallego tomó la prudente decisión de
guardar silencio. Asintió, se dirigió hacia el puesto del piloto y empezó a
dar órdenes.
Cortaron las amarras y abandonaron las anclas sobre las Yacentes, con la
esperanza de que don Juan Fajardo se encargase de recuperarlas en cuanto
fuera posible. Había caído la noche. Un viento del sureste se levantó y
ahuyentó las últimas capas de niebla del crepúsculo. La capitana Santo
António e São Diogo se deslizó con elegante suavidad fuera del peligro que
la amenazaba. Los fanales de los demás galeones revelaban que también
estos se alejaban de aquel escollo invisible, a la espera de su turno para que
los guiaran al puerto.
Aunque Diogo e Ignacio habían capeado ya varios espantosos
temporales desde su partida de Bahia, les pareció que nunca habían estado
tan cerca del naufragio como esta vez. Se alegraron de dejar atrás, al mismo
tiempo, el lugar donde había quedado abandonada el ancla y la posibilidad
de vivir aquella experiencia, que todos los marineros coincidían en describir
como muy desagradable.
Sin embargo, unos minutos más tarde el viento empezó a arreciar. Las
estrellas que habían aparecido fueron quedando poco a poco tapadas por un
río de nubes procedentes del sur, que venían acompañadas de lluvia,
vendavales y fuerte marejada. La tormenta se abatió con violencia sobre la
armada, impidiéndole el acceso a la bahía. En el navío creció la tensión.
Algunos marineros rezaban y juraban, recordando de pronto que habían
doblado el cabo Finisterre el 2 de noviembre, Día de Difuntos, y que nadie
había sido capaz de verlo como un mal presagio. Diogo lo tenía claro: lo
normal de los presagios es reconocerlos como tales demasiado tarde. Pero
no por ello estaba menos impresionado. Los soldados que se atrevían a
subir a la cubierta tardaban muy poco en ser enviados de vuelta por los
golpes de mar, que al menos servían para llevarse los vómitos esparcidos
por el piso.
Antonio de Castro, en cambio, conservaba la calma. Dictaba sus órdenes
con autoridad, dirigiendo a los gavieros para tratar de que el galeón
avanzase dando bordadas en mitad de la galerna. Dom Manuel de Meneses
se mantenía a su lado. El cuello levantado del abrigo negro y el sombrero
no dejaban ver más que el óvalo blanco de su cara. Aunque las nubes, en su
carrera, permitían filtrarse a algún rayo de luna, y aunque los fanales
arrojaban al balancearse su resplandor sobre él, sus ojos permanecían en la
sombra. En tales momentos, a Ignacio le entraban ganas de tirarle del
abrigo, para comprobar que no estaba al servicio de un esqueleto de órbitas
vacías que absorbían la luz. Sin atender a las dudas de los marineros, que no
comprendían la errática trayectoria que el piloto gallego imponía al galeón,
el capitán-mor dejaba que Castro dirigiese el navío. Impulsados por las
rachas de viento que ahora llegaban del suroeste, terminaron por
encontrarse frente a una costa montañosa, contra la que veían estallar las
olas en inmensas cascadas de espuma. A pocos pasos de dom Manuel de
Meneses, Diogo miraba aquella masa echándoseles encima y se aferraba a
la baranda del puente en que se encontraban Ignacio y él. Cuando
estuvieron lo bastante cerca del litoral, divisaron un tramo en el que las olas
no rompían. Cortando la sombra negra de las montañas, una línea gris
indicaba un punto de paso. Demasiado estrecho para aquel navío, pensó
Diogo. Intentó convencerse de que Antonio de Castro sabía lo que hacía y
tranquilizarse contemplando a los marineros. También ellos parecían
aterrorizados. Luego se volvió hacia dom Manuel, que no mostraba temor
alguno. Pero sí observaba con atención a Antonio de Castro, y Diogo
adivinó lo que estaba pensando. Se imaginaba al piloto gallego en el
extremo de una verga y con una cadena apretándole la cintura.
Aquello no tenía nada que ver con las tormentas en mar abierto. A
medida que el Santo António e São Diogo penetraba en el desfiladero, el
eco del oleaje estrellándose contra las paredes de roca fue llenando el
ambiente. En medio de aquel ruido ensordecedor, Castro aullaba las
órdenes, que se multiplicaban en los gritos y silbidos del maestre y el
contramaestre. Tardaban un tiempo en llegar a sus destinatarios y, en un
pasaje tan estrecho, resultaba esencial maniobrar con rapidez. El estruendo
de las olas, el ulular del viento, el crujido de los mástiles y las jarcias, el
golpeteo del material mal amarrado que se deslizaba sobre la cubierta, el
chasquido de las velas y los gritos de los hombres hicieron que aquella
entrada en la ría de Ferrol pareciese durar tanto como las horas precedentes,
pasadas en el interior de la tempestad. Cuando por fin el cielo se abrió,
indicando que el camino se ensanchaba, Diogo sintió flaquearle las
temblorosas piernas. Con el cuerpo en tensión, Ignacio seguía agarrado a la
batayola, murmurando palabras ininteligibles que solo él podía decir si eran
sortilegios o plegarias aprendidas de los jesuitas. Quien mirase de cerca a
Antonio de Castro, tal vez distinguiese su sonrisa; a distancia resultaba un
poco más difícil hacerlo, porque la blancura de sus dientes se confundía con
la palidez del rostro. Sabía que había escapado por muy poco a un chapuzón
en profundidad.
El día que comenzaba era de un color gris sucio que los escasos rayos
del sol naciente coloreaban con tintes violáceos. El cielo era como un viejo
mantel pardo salpicado de manchas de vino. El viento seguía subiendo por
la embocadura de la ría, haciendo llorar los ojos y congelando las orejas. A
la luz del día, la visión de las fortificaciones del castillo de San Felipe, que
avanzaba en el agua del otro lado de la bocana, y de las colinas que se
sumergían en la ría resultaba aún más aterradora. No quedaba más paso que
un canal por el que solo sería posible meter dos carabelas una junto a otra.
Tratar de atravesarlo de noche era una auténtica locura. Antonio de Castro
había logrado una proeza. Sin embargo, dom Manuel de Meneses ni
siquiera se planteó agradecérsela, antes de enviarlo de vuelta a La Coruña
para informar a don Juan Fajardo de su llegada a puerto. Confiaba en que la
espera allí no se alargase y que las naves saliesen rápidamente de la ría de
La Coruña con destino a Ferrol. Mientras tanto, Meneses se había quedado
solo en aquel puerto, separado de las naves que debía escoltar y de su
armada por el golfo de las Tres Rías. Moniz era parte de esa armada, y la
idea bastaba para impedirle concentrarse, durante los largos momentos de
espera, en la lectura de los poemas de Lope de Vega que se había traído de
Madrid.
25
La Coruña, finales de noviembre de 1626

Dom Vicente de Brito no podía creerlo. Habían saltado. Oyó el ruido de los
cuerpos entrando en el agua. Un agua fría en un mar agitado y atravesado
por violentas corrientes, también allí, en la ría. Tres hombres más acababan
de desertar en esa noche de otoño, negra como la tinta, y el viejo capitán ni
siquiera podía ordenar que les disparasen con los mosquetes. Seguramente
sus cadáveres aparecerían unos días más tarde, abandonados por la marea
en las rocas o sobre un banco de arena, hinchados y asediados por los
cangrejos.
Lo cierto es que la situación era preocupante. Las últimas cartas del rey
habían sembrado el desconcierto. Se ordenaba a los barcos quedarse en La
Coruña por tiempo indeterminado. Se había avistado una flota inglesa en las
cercanías y Felipe IV no quería correr el riesgo de ver las naves de la India
en manos enemigas. Solicitó a la flota española de Francisco de Rivera que
se desplazase a La Coruña en cuanto hubiese terminado su misión junto al
convoy de la plata. El soberano deseaba aquellos diamantes. Los del
cargamento en primer lugar, una parte de los cuales confiscaría para
fabricar joyas. También los del adil shah, que la reina ansiaba poseer. Por
tanto, sugería que, en lugar de perder el tiempo esperando vientos
favorables que las llevaran a Lisboa y exponerlas a un ataque inglés o a otra
tormenta, las carracas se descargasen en La Coruña. El día anterior, don
Juan Fajardo había aprovechado la ausencia de dom Manuel de Meneses,
atrapado en Ferrol, para convocar una reunión. Dom Vicente de Brito se lo
veía venir. El gobernador de Galicia no quería perder la oportunidad de
quedarse con una parte de las mercancías, de ahí que insistiese en que el
viaje acabara lo antes posible y en su propio territorio. El viejo capitán-mor
no encontraba inconveniente alguno. Estaba agotado y deseaba terminar de
una vez. Descargar allí y regresar a Lisboa por tierra. Sentado y abrigado.
Disfrutar del merecido descanso. Alejarse de la tentación. Dejar atrás a
Sandra. ¿O tal vez proponer a Beatriz da Fonseca que regresase con él,
acompañada de los niños a su cargo y de su sirvienta? Sería una propuesta
honrada. Un gesto de mínima cortesía, de parte de un fidalgo y dirigido a
una joven de buena familia… António Moniz Barreto decidió por él. El
almirante, que dom Vicente de Brito siempre consideró un hombre voluble
y poco apegado a los convencionalismos, había llegado por fin desde Vigo,
a tiempo de participar en la reunión convocada por don Juan Fajardo. Se
opuso con todas sus fuerzas a la descarga de las naves en La Coruña. No era
así como las cosas debían hacerse, dijo. Porque aquel trayecto era
prerrogativa de Portugal. Porque los propietarios de las mercancías, y de los
diamantes en particular, esos mismos que habían encargado traerlos desde
la India, los esperaban en Lisboa y no era cuestión de que cualquier otra
persona, ni siquiera el rey, retirara una parte antes de que las piedras se
hubiesen tasado en su justo valor por personas competentes. No logró
engañar a nadie. Lo que pretendía Moniz, por encima de cualquier
consideración, era quedarse con la gloria de haber llevado las carracas hasta
Lisboa. Pero su postura fue suficiente para obstaculizar los planes de
Fajardo.
Así que se quedaron donde estaban. Desaparejaron las naves como para
una larga temporada en el puerto, algo que las tripulaciones no se
esperaban. A partir de entonces, las deserciones se sucedieron. Los hombres
enviados a tierra en busca de provisiones o de los productos necesarios para
el mantenimiento de los barcos aprovechaban para no regresar. Otros se
marchaban de noche, en bote. Y, al parecer, ahora algunos preferían incluso
lanzarse a las frías y peligrosas aguas de la ría, en lugar de pasar algún
tiempo más a bordo. Dom Vicente de Brito movió a los lados la cabeza y
volvió a su camarote.

Desde los primeros días había corrido ya el rumor de que las carracas
descargarían en La Coruña. Fernando estaba a punto de plantearse apostarlo
todo a una sola carta. Abrirse camino durante la noche hasta los camarotes
de los nobles y el capitán-mor. Dejar a este último fuera de combate,
destrozar el cofre de los diamantes y escapar con Sandra.
Después vendría el momento más delicado. Habría que abandonar el
barco sin llamar la atención. Descender por una soga hasta uno de los botes
arrimados a la nave. Fernando no sabía si Sandra sería capaz. Luego
remarían hasta el otro lado de la bahía. Deberían aprovechar la marea
ascendente y, una vez en tierra, distanciarse lo más posible, esconderse de
día y desplazarse de noche. ¿Adónde irían? No tenía idea. Ya lo pensarían
más tarde.
Era un plan sencillo. Tan malo como podía serlo cualquier otro. Lo único
de lo que estaba seguro era que esta vez no se cruzaría con ningún tigre.
Pero resultó que Beatriz da Fonseca había bajado a tierra. Al enterarse de
los lazos que la unían con la familia del virrey, don Juan Fajardo insistió en
que se alojase en su casa mientras aguardaba a que las naves volviesen a
zarpar. La institutriz aceptó. Se mudó a la ciudad con los niños y, por
supuesto, con Sandra. Fernando casi no tuvo ocasión de hablar con ella,
apenas unos minutos en la cubierta abarrotada, antes de que la muchacha
desembarcara. Fernando pensó entonces en llevar a cabo su plan en
solitario, para después encontrarse con Sandra en La Coruña y escapar
juntos. La idea le gustaba. No obstante, tenía más de ensueño que de
realidad. Si el primer proyecto era arriesgado, al añadirle el paso por La
Coruña se parecía cada vez más a la metódica organización de un aparatoso
suicidio. Durante el breve rato que pasaron escondidos tras un montón de
cordajes, Sandra le pidió que no intentase nada sin ella. En La Coruña
podría informarse de lo que estaba ocurriendo realmente. En cuanto tuviese
confirmación de la descarga, encontraría la manera de hacérselo saber. Y si
no era el caso, regresaría a la nave para la última etapa del viaje. Aquel sería
el momento de ocuparse de los diamantes. Por vez primera desde la partida
de Goa, pudieron besarse. Allí, entre sogas ajadas, fardos de tela
amontonados contra el parapeto y ratas que corrían por medio de los bultos,
las dudas que tenían precedieron al silencio. No querían hacerse las
promesas que en ese instante les ardían a ambos en los labios, porque los
dos se sabían incapaces de cumplirlas. Fernando estrechó las pequeñas
manos de Sandra, acarició su melena escarlata y hundió la mirada en sus
ojos de almendra. Después, la muchacha dio un paso atrás. Antes de
desaparecer tras una pila de cajas le envió un largo beso, que tenía el sabor
de un hasta siempre.
26
Monte Ventoso, Ferrol, finales de diciembre de 1626

Ignacio lloraba y Diogo se reía al verlo. Acababan de escalar a lo alto del


monte Ventoso. Brezos, tojos, helechos, siemprevivas cuyas flores secas
desprendían un rastro de olor cálido y denso incluso en el frío de diciembre,
algunos pinos torcidos por el vendaval o casi tumbados sobre la ladera,
matorrales espesos y muchas piedras: tras una hora de ascensión, todo esto
les ofrecía aquella colina, golpeada sin parar por un viento cortante que,
aunque ese día soplaba del sur, dejaba pasmado de frío al indio tupinambá,
quieto sobre una losa desnuda. Diogo llevaba puestos una chaqueta y un
gorro. Ignacio se sentía ya muy incómodo dentro de las ropas que le
obligaban a llevar, así que se negaba a cubrir sus extremidades con más
prendas. Ni zapatos, ni gorro o sombrero. Y tenía mucho frío. Su orgullo le
impedía reconocerlo, pero le costaba disimular los temblores repentinos y
fracasaba completamente a la hora de retener las lágrimas que el viento le
arrancaba de los ojos. Diogo se reía del orgullo maltrecho de su amigo, y
también porque estaba contento, sin más. Contento por vivir aquella vida
tan insólita que el destino le tenía reservada. Contento sobre todo ese día,
por vivirla en tierra firme y no en el desorden del galeón, entre el caos de
sus puentes anegados por el inmenso desbarajuste, por el ruido constante —
gritos, silbidos, choques y chirridos que el viento amplificaba—, por las
pútridas vaharadas que salían de las escotillas, el hedor a carroña de las
ratas muertas y atrapadas en recovecos inaccesibles, el de los excrementos
humanos y las secreciones de los enfermos, mezclados al del cieno de la
bajamar. Sobre el cerro, con la nariz al viento, no oía sino el soplo que hacía
susurrar a la vegetación, no olía sino la tierra húmeda, las plantas y, a veces,
el aroma a yodo del océano. Además, el tiempo que tardaron en alcanzar
aquel mirador le bastó para liberarse de la impresión, tras varias semanas en
el mar, de que el suelo se movía bajo sus pies. La imagen de Ignacio
tambaleándose por momentos como un borracho al pisar tierra firme
también le había hecho reír y, al darse cuenta de que a él le pasaba lo
mismo, se había reído aún más.
El viento, aquel viento primordial e inmutable, comenzaba a ahuyentar
las nubes, y bajo el claro cielo la costa se desplegaba hasta un horizonte que
Diogo e Ignacio nunca antes habían visto tan distante, ni siquiera en el
corazón del Atlántico. Al norte, el litoral recortado a sus pies daba paso a
una larga playa blanca, bordeada por aguas de un azul glacial y ribeteadas
de espuma; más allá, los peñascos y las colinas se apoderaban del espacio
hasta el cabo Prior. La carrera de las nubes hacia el norte daba a aquellas
orillas, iluminadas de manera intermitente por el sol del invierno, un
aspecto cambiante y una belleza que se renovaba sin cesar, siempre
sorprendente. El panorama era tan arrebatador que los dos muchachos se
sentían tentados de mirar solo en aquella dirección. Ignacio aprovechaba
además para dar la espalda al viento.
No obstante, debían mirar también del otro lado. Al sur se abría el golfo
de las Tres Rías, en el que se mezclaban las aguas de la ría de Ferrol, la de
Betanzos y la de La Coruña. La torre de Hércules ejercía de cerrojo
meridional. Aún más allá se veía la línea continua de una costa baja y
cubierta de landa, que terminaba por disolverse en el aire nebuloso
empujado desde el océano. Pero no hacía falta llevar la mirada hasta tan
lejos. Lo que Diogo e Ignacio debían vigilar era la flota portuguesa,
fondeada en las aguas del golfo, entre La Coruña y Ferrol, a la espera de
alcanzar, si el viento no cambiaba a norte y si el mar no se encrespaba, el
abrigo de Ferrol.

Algunos días antes, tras recibir una carta del rey con órdenes de acudir a La
Coruña para reunirse con don Juan Fajardo, António Moniz Barreto, dom
Vicente de Brito y los pilotos, dom Manuel de Meneses había salido de
Ferrol en una pequeña embarcación. Ignacio y Diogo marcharon con él.
Como de costumbre, el indio tupinambá despertó una gran curiosidad,
tanto en las estrechas calles de La Coruña como sobre el agua, mientras la
lancha se deslizaba entre los barcos anclados en la bahía. Pero fue otra cosa,
apenas un instante fugitivo, lo que llamó la atención de Diogo. Justo cuando
rodeaban el enorme São Bartolomeu a bordo de su minúscula barca, dom
Manuel de Meneses había levantado bruscamente la cabeza en dirección a
la nave. Fue como si una avispa hubiese clavado el aguijón en su nuca. El
capitán-mor escrutó los puentes de la carraca y sus ojos se detuvieron en un
hombre, que contemplaba la lancha y su sorprendente tripulación apoyado
en la batayola. Una larga cabellera morena le cubría el rostro. Cuando la
retiró hacia la espalda, quedaron a la vista un pómulo hundido, cubierto por
una cicatriz de piel lisa, y un ojo sobre el que el párpado a medio cerrar se
tendía como una persiana. No estaba mirando a Ignacio, su asombroso
peinado, su arco o su maza con plumas escarlatas colgando del mango, y
tampoco miraba a Diogo. Quien atraía toda su atención, mientras sus dedos
se posaban en la cicatriz de la cara, era el hombre que estaba de pie en la
popa, envuelto en un abrigo negro. Por primera vez desde que lo
acompañaba, Diogo vio cómo la mirada de dom Manuel rehuía la mirada de
otro hombre. Meneses volvió la cabeza en dirección al puerto y tiró de la
solapa del abrigo. Su mano siguió agarrada al paño hasta que atracaron, y
Diogo habría jurado que temblaba. Cuando el chico se giró por última vez
hacia el São Bartolomeu, todavía pudo ver la silueta del hombre que tanto
había alterado al capitán-mor. Estaba ya demasiado lejos como para
distinguir sus rasgos, pero Diogo tuvo la certeza de que aún miraba hacia
ellos.

La reunión fue muy fructífera. Se decidió que no esperarían a la escolta


española. Hacía varias semanas que se sabía que la flota inglesa, maltratada
por las tormentas y las averías, había regresado a Plymouth. El problema
era el viento, que seguía soplando del sur. Todo el mundo estuvo de acuerdo
en que lo mejor sería que los navíos fondeados en la bahía de La Coruña
aprovechasen aquellos vientos para salir a mar abierto, atravesar el golfo de
las Tres Rías y llegar hasta Ferrol, donde estarían a salvo de temporales y de
posibles enemigos. Después, bastaría con aguardar a que el viento virase a
norte para abandonar Ferrol y navegar hacia Lisboa. El día anterior, la nao
Santa Helena, primera en salir de la ría de La Coruña con viento sur, había
remontado el golfo hasta las cercanías de la embocadura de la ría de Ferrol.
Cuando la nao São Bartolomeu zarpó de la bahía, el viento giró a sureste.
Los galeones se reunieron con ella y todos juntos ciñeron hacia la costa,
hasta fondear al pie de la torre de Hércules. Echaron el ancla y cargaron las
velas.
Dom Manuel de Meneses seguía desconfiando de Moniz y mandó a
Diogo e Ignacio hacer la guardia desde el monte Ventoso. La noche anterior
había recibido el aviso de la maniobra de los galeones y la nao São
Bartolomeu, así que ordenó a los dos muchachos que subiesen al puesto de
vigía de la colina antes del amanecer. Tenían que observar las maniobras de
las pequeñas embarcaciones encargadas de proceder al abastecimiento de
los navíos, en previsión de una hipotética entrada en la ría de Ferrol o de
una igualmente hipotética salida hacia Lisboa: antorchas y velas para los
fanales y las linternas, agua, vino, arroz, tal vez algunas municiones… Sin
embargo, lo que vieron fue a los navíos largando sus velas, como dispuestos
a zarpar. Diogo supuso que pretendían llegar a Ferrol. En efecto, el viento
se había levantado, soplaba por momentos del sureste y algunas ráfagas
azotaban ladera abajo la landa y el océano, que empezaba a picarse.
Propuso a Ignacio que bajase para avisar a dom Manuel de la maniobra que
al parecer se estaba preparando. Su amigo no lo dudó. Era una oportunidad
para abandonar aquella incómoda tarea de vigía y entrar en calor. Se lanzó a
la carrera por el sendero mal indicado entre los tojos. Diogo lo miró
precipitarse por las pronunciadas cuestas y los tramos pedregosos que
complicarían el paso de cualquiera, salvo de aquel tupinambá descalzo que
parecía flotar por encima de ellos.
Cuando, casi dos horas después, Ignacio regresó acompañado de varios
miembros de la tripulación del Santo António e São Diogo, estaba claro que
la intención de los navíos no era entrar en Ferrol. La pequeña comitiva
reunida en la cima del monte Ventoso vio una nube de humo blanco
elevándose desde la nao São Bartolomeu y, unos segundos después, oyó el
ruido de la detonación. El Santa Helena disparó también un cañonazo. Los
navíos de la armada ponían rumbo a mar abierto. Después le llegó el turno a
la carraca São Bartolomeu, y por fin al São João de Moniz Barreto y el
Santa Helena, de bordear hacia el oeste. Dom Francisco Manuel de Melo,
un joven fidalgo que se había enrolado en la flota cuando dom Manuel de
Meneses pasó por Cascais, fue uno de los primeros en descender del monte
Ventoso para advertir al capitán-mor de que los navíos que debía proteger y
su propia armada atravesaban el golfo de las Tres Rías, en dirección de alta
mar. Los demás, que por nada del mundo se querían perder la reacción del
comandante al recibir la noticia, lo siguieron sin perder tiempo.
Diogo e Ignacio permanecieron en su puesto para vigilar las maniobras
de los navíos, que se alejaban lentamente, empujados por una leve brisa del
este-sureste. Algunas rachas más fuertes los ayudaban a ganar a veces un
poco de velocidad, aunque siguiendo un rumbo errático. Con las velas
hinchadas, el São João de Moniz parecía un cuerpo tenso hasta el
estremecimiento, y Diogo se preguntó cómo se las arreglaría para soportar
vientos más furiosos o una tormenta. En cambio, las carracas parecían
siempre igual de pesadas y torpes. Quién sabe cómo lograban flotar y hacer
algo más aparte de ir donde el viento y las corrientes las llevaran. Al timón
de semejantes monstruos, los pilotos sin duda necesitarían antes que nada
tener suerte, y solo después, quizá, habilidad. Por la noche, una vez el
viento del sureste se hubo asentado, las últimas velas traspusieron el
horizonte. Algunos hombres habían vuelto a ascender la colina para ver con
sus propios ojos aquella partida inesperada que no se querían creer. Quietos
en la landa, maldecían a Moniz, un ambicioso que solo pensaba en sí mismo
y pretendía quedarse con toda la gloria de aquella expedición. No se habían
alistado en la armada para servir de trampolín al almirante. En cuanto a
dom Vicente de Brito, todos, tanto los más indignados como los más
indulgentes, achacaban su actitud a la edad y la senilidad. Por el contrario,
nadie era capaz de entender cómo dom João Enriques Ayala, el capitán del
Santa Helena, muy apreciado por todos, había podido dejarse arrastrar a
aquella partida, que en el mejor de los casos era una incompetencia, y en el
peor, una traición.
No quedaba ya mucho que ver, como no fuese el océano azul oscuro
veteado de blanco allí donde las corrientes y el viento levantaban la espuma
de la superficie del agua. La comitiva emprendió el descenso entre insultos
a Moniz, Brito, Ayala y a los cantos que rodaban bajo sus pies por la
empinada pendiente que los llevaba a Ferrol. Dom António de Lima
recorrió parte de la cuesta con el culo a rastras y las espinas de los tojos
clavadas en manos y nalgas, increpando a aquella colina contrahecha y al
indio que brincaba delante de él como si tal cosa. Pero el mal humor de
aquellos hombres no era nada en comparación con el de dom Manuel de
Meneses cuando se reunieron con él en Ferrol. El capitán-mor acababa de
requisar veintidós barcas en los puertos de la ría, con la idea de remolcar el
Santo António e São Diogo hasta la entrada del canal y partir de allí lo antes
posible en pos del resto de la flota. El jefe de la armada estaba aún más
huraño porque todas las informaciones traídas por los vigías del monte
Ventoso parecían indicar la inminencia de una tempestad. Perseguir a
quienes habían tomado la decisión, por su cuenta y sin respetar lo acordado,
de dejar atrás la seguridad de Ferrol era precipitarse a la catástrofe y, no
cabía duda, a la muerte. Pero había algo peor que la muerte: el honor en
peligro, que debía salvaguardarse a toda costa. Tal era la razón de que dom
Manuel de Meneses estuviera a punto de echarse a la mar como un fidalgo
cualquiera, ignorante y carente de las más mínimas nociones de
cosmografía, a quien se le confía por primera vez un navío…, o sea, como
Moniz Barreto.
27
La Coruña-Golfo de las Tres Rías, diciembre 1626

La noche anterior, Jacques de Coutre, un mercader flamenco amigo de don


Juan Fajardo que había cenado varias veces con ellas desde que Beatriz da
Fonseca se alojara en la casa, les propuso que lo acompañasen por carretera
hasta Lisboa. La flota llevaba tanto tiempo fondeada en La Coruña, y su
partida parecía tan incierta, que el trayecto terrestre sin duda iba a ser más
rápido. Beatriz da Fonseca pidió que la dejaran pensarlo. La propuesta era
tentadora, pero no estaba segura de que un viaje así con hombres fuese algo
correcto para una mujer sola acompañada nada más que por unos niños y
una sirvienta. En el barco al menos disponía de un camarote propio. Cuando
Sandra se enteró de la propuesta, defendió ante su ama la necesidad de
respetar el decoro. ¿Cómo iba a ser decente viajar con hombres, y además
mercaderes? Beatriz da Fonseca se tomó la noche para pensarlo, y Sandra
no pudo pegar ojo.
Por la mañana, Sebastião Carvalho y Lourenço Peneda, escribano de a
bordo y contramaestre de la nao São Bartolomeu, acababan de llegar.
Debían organizar el aprovisionamiento con don Juan Fajardo. Si a Beatriz
da Fonseca todavía le quedaba alguna duda, se disipó al instante. La partida
parecía inminente, así que no era necesario echarse a la carretera. Pidió a
Sandra que preparase a los niños y recogiese sus pertenencias, para
mandarlas llevar a la carraca. Las cosas volvían a la normalidad. Durante la
travesía previa los sobrinos del virrey habían pasado algún mal rato por
culpa del encierro, pero su imaginación desmedida, la compañía a bordo de
los fidalgos que les contaban mil peripecias, la visión de los gavieros
corriendo por la arboladura, los cañonazos y los disparos de mosquete
cuando los soldados se entrenaban terminaron por convertir aquel penoso
periplo en toda una aventura. Así que esta vez protestaron un poco, pero al
final subieron alegres a la lancha que los llevaría hasta la nave. La pequeña
embarcación iba a rebosar y no era fácil encontrar un hueco. El marinero
que la guiaba parecía tener prisa. Maniobrar con aquella carga no iba a
resultarle sencillo, y quería aprovechar la marea alta para alcanzar la
carraca con un menor esfuerzo. Beatriz da Fonseca abrió su baúl y rebuscó
en su interior, preocupada. Cuando por fin levantó la cabeza, se llevó la
mano al cuello y dijo: «Mi collar. Me lo he dejado en casa de don Juan». En
efecto, la víspera llevaba puesto un collar de oro, herencia de su madre,
durante la cena con el gobernador y los mercaderes flamencos. Los
hombres a bordo se quedaron callados, pero sus miradas hablaban por sí
solas: no faltaba nada más que aquello. Ojalá que al menos no estallara en
una crisis histérica. El piloto de la lancha no estaba por la labor de atender a
los caprichos femeninos. «Demasiado tarde, no hay tiempo. Nos vamos
ya». Beatriz da Fonseca le lanzó una mirada de odio y todos vieron sus ojos
inundados en lágrimas. Sebastião Carvalho trató de calmarla:
—Lo recuperaremos. Su sirvienta puede ocuparse, mientras nosotros
llegamos hasta la nave. Mañana por la mañana volveremos a tierra para
terminar el aprovisionamiento. Ella embarcará entonces con nosotros y os
devolverá el collar. Esta noche puede quedarse en casa de don Juan Fajardo.
Sandra asintió y puso una mano en el hombro de Beatriz da Fonseca
para tranquilizarla. La dama suspiró. De alivio, sin duda, pero quizá
también al darse cuenta de que iba a tener que ocuparse ella sola de los
niños hasta el día siguiente. A pesar de todo, aceptó. Desde el muelle,
Sandra contempló alejarse la lancha. Los niños agitaban las manos en su
dirección y les respondió con una sonrisa. El corazón se le encogió en el
pecho.

No le cabía duda: por la mañana había visto a Beatriz da Fonseca volver a


bordo con el escribano y el contramaestre. El capitán-mor salió a recibirla.
Iba acompañada de los sobrinos del virrey, pero no de Sandra. Así que tenía
que seguir esperando. Durante todo el tiempo que los gavieros y los
hombres de cubierta tardaron en preparar el navío para la travesía, no dejó
de escrutar el mar en busca de una cabellera rojiza sobre alguna
embarcación procedente del castillo de San Antón. En vano. Cuando
levaron anclas, el viento hinchó las velas haciendo rechinar la arboladura y
la carraca empezó a moverse entre el crujido de todas sus tablas, a Fernando
le vino la idea de arrojarse al agua, igual que habían hecho otros. Pero ¿de
qué le iba a servir? Aunque lograse vencer a las corrientes y alcanzar la
orilla a nado, estarían aguardándolo y habría acabado otra vez en un
calabozo. No tenía más remedio que aguantarse el enojo y seguir a la
espera, confiando en que ella regresase a bordo tarde o temprano. Los
rumores de cubierta decían que la flota fondearía fuera de la bahía para
después unirse a la capitana de la armada, que estaba en Ferrol. A partir de
allí, cuando el viento virase a norte, sería más sencillo poner rumbo a
Lisboa. Fernando se alejaba de Sandra para acercarse a Meneses. Nunca se
le habría ocurrido seguir tal itinerario. Desde el día anterior, el rostro del
capitán-mor, que no había cambiado en diez años, lo obsesionaba. El miedo
y la ira se unían para impedirle dormir. Si dom Manuel de Meneses estaba
al mando de aquella flota, tenía una razón más para poner en marcha su
plan.
La carraca São Bartolomeu siguió la línea de costa detrás de los galeones
hasta echar el ancla cerca de la torre de Hércules, mientras el Santa Helena
navegaba hacia el norte, hasta la embocadura de la ría de Ferrol. Una vez
terminada la maniobra, todavía quedaban pendientes las operaciones de
avituallamiento. Tal vez Sandra llegaría en uno de aquellos barcos. Al
menos, eso era lo que Fernando esperaba.

Después todo fue muy rápido. Tan rápido como podían ir las cosas en
barcos como aquellos. Las velas cargadas el día anterior se izaron mientras
aún se esperaban las provisiones. Dom Vicente de Brito parecía abrumado.
Desde la cubierta alta, donde trataba de pasar desapercibido y no estorbar
las maniobras de los marineros, Fernando lo veía discutir acaloradamente
con el piloto. Basándose en su experiencia, Manuel dos Anjos no tenía
dudas sobre lo imprudente de aquella partida tan precipitada y así lo hacía
saber. Los retazos que le llegaban de la exaltada discusión hablaban de
vientos y corrientes contrarias, del almirante Moniz Barreto, que había dado
la orden de zarpar, y de Meneses, que seguía en Ferrol y nadie podía
asegurar que supiese lo que ocurría. También de peligros y hundimientos,
de tempestades y de plegarias. No en vano, había un cura llamando a misa
en la proa, y Fernando se vio obligado a dejar su puesto para unirse a la
pequeña comitiva que marchaba hacia la parte delantera de la nave. Durante
la ceremonia, no era a Dios a quien tenía en el corazón, sino a Sandra, que
aún no había llegado, mientras los preparativos del viaje seguían su curso.
Nada más concluir la eucaristía, dom Vicente de Brito ordenó disparar un
cañonazo, que fue respondido desde el Santa Helena. Se empezaron a levar
las siete anclas y desde La Coruña no llegaba nadie. Las últimas esperanzas
de ver aparecer a la muchacha de piel morena y cabello rojizo se
desvanecían. La nao São Bartolomeu se hacía a la mar y, una vez más,
Fernando se dio cuenta de que estaba en el sitio equivocado. ¿Acaso había
un lugar adecuado para él? Estaba solo, sobre la abarrotada cubierta de un
navío gigantesco, tras haber recorrido buena parte de los caminos del ancho
mundo. Llevaba consigo algunos fardos de canela, varios diamantes de
pésima calidad cosidos en la cintura del calzón, un puñal en el bolsillo, una
condena de la Inquisición sobre los hombros, deseos de venganza y el plan
de un robo que la ausencia de Sandra volvía aún más inverosímil de lo que
ya era antes. Estaba cansado, estaba triste, no le quedaba ilusión por
cambiar su existencia, y sin embargo seguía queriendo intentarlo. La muerte
era una posibilidad, un riesgo que debía correr. No deseaba morir, pero
hacía ya bastante tiempo que le daba menos miedo que vivir. Así que seguía
decidido a poner la mano sobre aquel cofre de diamantes.

Allí estaba el collar, en la casa del gobernador, encima del tocador que
había en el dormitorio donde se había alojado Beatriz da Fonseca. Don Juan
Fajardo se encargó de guardarlo dentro de una caja fuerte, en su despacho.
Aquel era un lugar seguro; se lo daría a Sandra al día siguiente. Sin su ama
ni los sobrinos del virrey presentes, Fajardo se comportó de manera menos
solícita. Envió a Sandra con sus criadas, que le harían sitio para pasar la
noche en el ala de la casa que ocupaban.
Llevaba despierta desde antes del amanecer y ya empezaba a temer que
la hubiesen olvidado, cuando vinieron a buscarla y la acompañaron al
despacho del gobernador. Este le entregó el collar en una bolsita de
terciopelo negro y le propuso tomar asiento a su lado en un coche que los
llevaría al puerto. Don Juan Fajardo estaba preocupado. Al llegar no
encontraron a ningún miembro de la tripulación de la nao São Bartolomeu,
ni tampoco del resto de la flota. Sandra se quedó de piedra. Si alguien se
hubiese molestado en dirigirle la palabra, apenas habría logrado balbucear
como respuesta algunas fórmulas de cortesía, de las que era capaz de
utilizar sin necesidad de pensar.
Acababan de poner un pie en el muelle cuando oyeron cañonazos en la
distancia. «¡Ah! ¡Algo se están contando!», dijo Fajardo, que tampoco sabía
más sobre lo que ocurría ni estaba más tranquilo tras oír las detonaciones.
Se quedaron allí mismo, mientras el personal del puerto cargaba las cajas y
los barriles del aprovisionamiento en las lanchas, a la espera de que alguien
se acercase para informar al gobernador de lo que pasaba en la tierra y las
aguas supuestamente administradas por él. La noticia tardó en llegarles casi
una hora. La armada portuguesa se había hecho a la mar. El cielo estaba
despejado y el viento del sureste soplaba con suavidad. Las condiciones
para alcanzar mar abierto eran propicias, no cabía duda, pero había que ser
muy optimista para suponer que el viento viraría a norte tarde o temprano.
Con la mirada fija en la torre de Hércules, imaginándose los navíos que
bogaban del otro lado, Sandra sintió un gran vacío. En uno de los barcos
iban Fernando y el cofre de los diamantes. Fajardo se volvió hacia ella y
dijo:
—Al final no os va a quedar más remedio que aceptar la oferta de
Jacques de Coutre.
La muchacha logró contener las lágrimas.
28
Ferrol, 25 de diciembre de 1626

La noche siguiente a la partida de la flota fue un infierno. Se levantó un


manto de niebla espesa y oscilante, que el viento ponía a danzar con
suavidad sin llegar a dispersarlo. Ese mismo viento, en cambio, bastó para
que el Santo António e São Diogo tirase del cabo de remolque que lo
sujetaba a la entrada del canal hasta hacerlo ceder. António de Castro se
puso a los mandos. Dom Manuel de Meneses, que no aceptaba a nadie más
como piloto en aquellas aguas, le había mandado venir el día anterior para
ayudar en la salida del navío. Los dos hombres se saludaron con frialdad.
António de Castro había decidido renunciar a cualquier tipo de familiaridad
con el capitán-mor de la armada. Meneses, por su parte, no había decidido
nada. Se comportaba como siempre. Impulsado por el viento, el galeón
derivó hacia las rocas que bordeaban el canal, hasta que, a una orden de
Castro, echaron el ancla. Cuando el cable se tensó debido al peso del Santo
António e São Diogo, el navío todavía arrastró durante unos segundos el
ancla, antes de pararse lo bastante cerca de las rocas como para que Diogo,
agarrado a la batayola, las viese emerger entre la niebla. Dom Manuel de
Meneses no se había movido.
Por la mañana, un viento frío del suroeste remontó por el canal, enfrente
del galeón, y barrió las cubiertas. En la tarde, otros barcos vinieron a
refugiarse en Ferrol huyendo de los chubascos. Desde uno de ellos, un
navío de Bayonne, les comunicaron que habían divisado el Santa Helena a
unas cinco leguas al norte de las islas Sisargas, lo que lo situaba más o
menos en la latitud del cabo Prior. También ese barco francés había tenido
que capear varios chubascos con mar gruesa. António de Castro se mostró
tajante: «Si doblan el cabo Prior, están perdidos. Nunca podrán volver». A
lo largo de toda la noche, el viento siguió soplando. Sacudía las poleas que
golpeaban el maderamen, se colaba por todos lados y silbaba de tal modo al
pasar entre las tablas que, en su duermevela, Diogo maldecía en voz alta a
los calafates, incapaces de hacer de veras estanco el navío. Por la mañana
amainó, y dom Manuel de Meneses propuso zarpar al instante, pero António
de Castro no estaba de acuerdo. El capitán-mor se vio obligado a pedir su
parecer incluso a los marineros del puerto y los fidalgos del barco, quienes
coincidieron en que lo mejor era aguardar a que el tiempo fuese más
tranquilo. Temían que se estuviese gestando un temporal que empujaría al
Santo António e São Diogo a su perdición. Argumentaban también que el
aprovisionamiento no se había completado. Dom Manuel de Meneses los
escuchó, o al menos los dejó hablar. Lo cierto es que muchos de los
hombres a bordo creían que era hora de partir. La tripulación se aburría en
el puerto. Michele Belano confiaba en cruzarse con una flota inglesa nada
más salir. Algunos caballeros arrogantes decían que, si el galeón no zarpaba
ese mismo día para unirse a las demás naves y llevarlas a Lisboa, entonces
todos habrían fracasado y perdido el honor. En cualquier caso, dom Manuel
de Meneses ya había tomado una decisión. Tenía una única misión y estaba
obligado a cumplirla, sin importar las consecuencias. El momento de la
partida había llegado. De nada serviría retrasar esa circunstancia inexorable,
ni siquiera para evitar el riesgo de una catástrofe que la aparición de un
fantasma del pasado sobre la cubierta del São Bartolomeu hacía aún más
evidente. Después de varios días obsesionado con aquel rostro, su nombre
le vino por fin a la cabeza. Fernando Teixeira. Era él quien había
contemplado su pánico en la tierra firme de aquella playa ardiente, en las
Comoras. Aquel segundo de debilidad que aún lo perseguía, aquel gesto de
ira que todavía lamentaba, sin saber la razón: tal vez porque era la prueba
de que podía perder el control, o quizá porque no fue suficiente para matar
al chiquillo, que había visto más de la cuenta.
Se colocaron cuatro barcas a la proa del Santo António e São Diogo para
guiarlo, se arriaron las velas y, al favor de la marea descendente, la carraca
bajó por el canal de Ferrol hasta el mar. António de Castro abandonó allí el
navío, no sin antes dirigir unas palabras de ánimo al capitán-mor y a la
tripulación: «Encenderé velas por vosotros y encomendaré vuestras almas a
Dios».
Lo cierto era que el tiempo parecía haberse calmado. El viento era suave
y el mar estaba tranquilo. Justo cuando el sol se escondía por completo, un
banco de niebla procedente de mar abierto se elevó lentamente hasta el
cielo y después se deshizo en largas nubes rosas que, ya en plena noche,
terminaron por diluirse en la atmósfera.
Aprovechando la calma pasajera, la capitana alcanzó esa misma noche el
mar abierto. A medida que se alejaba de tierra, los golpes de viento se
hacían más frecuentes y en el cielo las estrellas iban poco a poco
desapareciendo detrás de las nubes.
Por la mañana, el viento volvió a arreciar y el galeón se topó con una
fuerte marejada. No se divisaba la tierra y, desde el puente, Diogo e Ignacio
contemplaban las maniobras de los gavieros, tan peligrosas en mitad de
aquel temporal de invierno. Diogo pensaba en las últimas palabras de
António de Castro al dejar el navío. Los marineros a su alrededor insistían
en que aquel era un mar habitual en esta época del año, pero la rigidez de
dom Manuel de Meneses, mucho más pronunciada de lo acostumbrado, le
preocupaba. Y aún más lo hacía la carta dirigida al rey el día anterior por
dom Manuel, en la que le anunciaba su partida de Ferrol para cumplir con la
misión de escolta. Dom Francisco Manuel de Melo, que se encontraba con
ellos en el camarote, atisbó algunas frases antes de que el capitán la doblase
y se las transmitió a Diogo. El muchacho solo pudo retener nueve palabras,
que desde entonces no dejaban de dar vueltas en su cabeza. Ignacio estaba
ya bastante nervioso con el mal tiempo, así que no se atrevió a comentarlas
con él. Habían pasado muchos meses desde su partida del Brasil, pero el
indio, todavía acostumbrado al mundo cerrado de la selva, seguía
asustándose ante la vacía inmensidad del océano.
Dom Manuel había escrito: «… por seguir a esos ciegos, me perderé con
ellos…».
29
Golfo de Vizcaya, 29 de diciembre
de 1626-14 de enero de 1627

Era conveniente llegar temprano para aprovechar la marea baja. Aún no


había amanecido. Cuando se dejaba ver tras las nubes, la luna hacía brillar
la espuma de la orilla, en la franja adonde iban a morir las olas. Al retirarse
el agua, algunos puntos verdes centelleaban unos instantes en la arena
mojada, antes de desaparecer. La primera gran tormenta del invierno ya
estaba en marcha y los costejaires recorrían la playa en busca de objetos
varados. Los más optimistas soñaban tal vez con hallar un pedazo de ámbar,
o quizá descubrir un barco naufragado. Los más realistas, como Marie, se
contentaban con cualquier cosa. Por el momento no había encontrado nada.
Aunque sus ojos estaban acostumbrados a la oscuridad y lograban distinguir
sobre la arena las siluetas imprevistas, aguardaba con impaciencia la llegada
del día, que le facilitaría la tarea. En varias ocasiones caminó hacia masas
oscuras, que resultaron ser un simple trozo de madera a la deriva, el cuerpo
sin vida de un gran pez, que no pudo identificar en la oscuridad y que
llevaba muerto demasiado tiempo para ser aprovechable, y un bloque de
alio que la marea había dejado al descubierto. Estiró el gorro sobre sus
orejas para protegerlas del viento del oeste, que hacía estallar las grandes
olas y las empujaba muy lejos en la playa. Se había llevado un susto poco
antes, al acercarse a un madero que la resaca hacía rodar sobre la arena.
Mientras trataba de ver lo que era, una ola mayor que las demás rompió mar
adentro. Cuando la ola terminó su carrera por la orilla, Marie vio de repente
levantarse el leño entre la espuma, a muy pocos pasos y demasiado alto y
rápido como para escapar a su caída. Esquivó el madero, pero el agua la
golpeó en las corvas y la hizo caer de espaldas. Se puso en pie tan rápido
como pudo, antes de que la resaca la arrastrase mar adentro. Consiguió
resistir a la corriente caminando recto hacia la arena. Estaba empapada y
calada de frío. Ni siquiera tenía la esperanza de ver salir el sol. Llegaría
solamente un día gris y sin un solo rayo que la ayudase a entrar en calor.
Las primeras luces eran tenues, casi imperceptibles. No se veía sino la
arena, menos brillante que bajo los rayos de la luna y apagándose poco a
poco a sus pies. También era el momento en que, sin saber por qué, los
sonidos empezaban a distinguirse unos de otros con menor nitidez que
durante la noche. No obstante, le pareció oír voces y divisó en la distancia
unas siluetas recortándose en la playa. Eran cuatro personas, y no lograba
apreciar si se alejaban o si caminaban en su dirección. Se giró. Del otro
lado, percibió un movimiento sobre la duna y vio aparecer a un hombre, y
después a dos más, que bajaban hacia la playa. No eran buenas noticias. La
protección de Louis se había debilitado. Su tío tenía tan poca estima por la
ley que no se rebajaría a incitar a nadie a denunciarla, pero Marie sabía que
ya no contaba con su amparo. Desde que vivía con Hélène, no había dejado
de provocarlo. Plantarle cara de ese modo era ir demasiado lejos.
Marie se había propuesto minar su autoridad. Los sentimientos no eran
importantes, por fin lo había entendido. Y las riquezas solo importaban si
permitían asentar el poder, que a su vez permitía acumular más riquezas.
Así que empezó por tratar de arruinarle el negocio. La resina prendía fuego
con facilidad. En primavera, los hoyos al pie de los pinos donde se
almacenaba empezaron a arder. Una de las veces, el incendio incluso se
propagó lo suficiente como para que una franja calcinada dividiese en dos
el bosque, desde la laguna hasta las primeras dunas desnudas. El fuego
había trazado así una frontera entre el mundo de Louis, su pueblo y su
tugurio, y el de Marie, con Hélène y su casa. Una frontera entre la
civilización y la barbarie, pensó Marie por un momento, antes de abandonar
la idea. Porque ¿de qué lado se encontraba la civilización? No le resultaba
nada fácil decirlo.
Menos resina significaba menos dinero para los resineros. Menos dinero
para los resineros significaba menos consumiciones en la taberna de Louis y
más gente que le pedía comprar a cuenta. Si aceptaba, perdía dinero. Si se
negaba, perdía la confianza de la gente. Por un tiempo es posible reinar
mediante el terror. Pero el terror a veces provoca reacciones que van contra
el sentido común. Un resinero había intentado clavar su hacha en la espalda
de Louis, una mañana en que este se negó a prestarle un poco de leche. El
hombre era pequeño. Desde fuera del mostrador, no fue capaz de alcanzar a
Louis, del otro lado. Se estiró todo lo que pudo, pero la hoja solo dejó un
corte en el omóplato del tío de Marie. Los otros dos clientes que estaban
presentes no tardaron en irse y entonces Louis se giró, agarró al hombre por
el cuello y lo pasó por encima de la barra. No se le volvió a ver. Su mujer
decidió ir a pie hasta el pueblo más cercano para informar a las autoridades.
La gente decía que debió de confundirse de camino y tal vez caer en un
arenal, una de esas pozas cubiertas por una capa de arenas movedizas en las
que es posible hundirse si no se presta atención. El verano estaba siendo
muy seco y algunos se sorprendieron de que todavía en aquella época
pudiesen quedar arenales lo bastante profundos como para que una persona
desapareciese en su interior. Lo cierto es que nadie volvió a ver nunca a la
mujer del resinero, y ninguna autoridad llegó a interrogar a nadie sobre la
desaparición de su marido. Por lo demás, las relaciones entre Louis y la
comunidad de resineros que vivían en el pueblo de cabañas desvencijadas
se complicaban por momentos. Hélène cosió la herida de Louis con el hilo
y las agujas que solía utilizar para coser las zamarras de piel de cordero y la
vendó. Todo el tiempo que estuvo tumbado boca abajo, mientras la aguja se
clavaba en su carne, lo pasó mirando a Marie, sentada sobre una banqueta
en un rincón de la sala. La sobrina remendaba un vestido y tiraba con fuerza
del grueso hilo, y a la vez le sonreía.

A partir de entonces, los costejaires se mostraron hostiles con ella. La


habían aceptado cuando iba con Pèir, después la toleraron por ser la sobrina
de Louis. En adelante, cuando la veían por la playa en busca de objetos, la
echaban de allí. Todos esos hombres dependían de su tío y, si se tomaban
tales libertades, era porque él lo autorizaba de manera explícita. Louis no se
negaba a comprar lo que ella le llevaba, pero le proponía precios irrisorios,
justificándose con la bajada de ingresos sufrida en la taberna desde que a
los resineros les iba tan mal que habían dejado de visitarla a menudo. Ahora
llegaba el turno de los costejaires y los pastores. Tal vez no pudiese hacer
nada con los costejaires, pero se dijo que con los pastores sí sabría cómo
actuar.

***

António de Castro tenía razón. Tal y como había vaticinado el piloto


gallego, más allá del cabo Prior solo los esperaba el camino hacia la
perdición. Los vientos no podían llevarlos a ninguna parte y la navegación
hacia el sur resultaba imposible. En la inmensidad del golfo de Vizcaya,
azotados por un temporal tan violento que incluso los curas a bordo
acabaron por dudar de la misericordia de Dios, las tripulaciones y los
pasajeros de naves y galeones se disponían a vivir unas semanas
angustiosas. Paralizados por el frío, hambrientos, sus vidas pendían de unas
cuantas piezas de tela que el viento hacía jirones, de unos trozos de madera
demasiado maltratados, de unas bombas de agua accionadas por niños
exhaustos y de unos parches de estopa que los calafates colocaban entre los
tablones, destrozados por la furia del oleaje, cada vez con mayor dejadez.
Esperaban la muerte y, sin embargo, no estaban dispuestos a dejar que se
apagase la chispa de vida que todavía los animaba. En aquella flota
extraviada, sometida al capricho de los vientos que la zarandeaban en las
direcciones más extravagantes y las corrientes que se empeñaban en
dirigirla contra costas sin nombre para destrozarla, los pasajeros llegaron a
desear ser arrastrados hasta los enemigos ingleses, únicos poseedores de
puertos lo bastante profundos para acoger las dos carracas. Sea como fuere,
necesitaban saber dónde se encontraban. En mitad de aquel océano
empeñado en acabar con ellos, nadie era capaz de decirlo.
Los dos muchachos no querían salir al puente, pero tampoco podían
quedarse siempre en el dormitorio. El olor de los cuerpos sudorosos y
mugrientos se mezclaba con el de la bilis y el vómito. El Santo António e
São Diogo no parecía ya otra cosa que un pedazo de madera estremecido
por los vientos y las corrientes. Diogo había dejado de contar los días
transcurridos desde el comienzo de la tormenta que los estaba engullendo.
Todo lo que sabía era que duraba demasiado. Al principio pensó que sería
posible acostumbrarse a aquellas sacudidas imprevisibles del navío y a
aquellos ruidos aterradores que parecían surgir siempre por sorpresa, pero
después comprendió que no era así. Solo Ignacio lograba estarse quieto en
su hamaca. Diogo lo atribuía a un don misterioso del que estaban dotados
todos los tupinambás. En cambio, él se iba al suelo de vez en cuando. Uno
de los marineros destinados a la caña del timón, que compartía dormitorio
con ellos, se había caído dos días o dos noches antes. El golpe le partió la
clavícula y, desde entonces, gemía con cada movimiento de cabeceo o
balanceo de la embarcación. O sea, todo el rato. También ahora. Desde el
exterior, más sonoros que los crujidos de la estructura del barco y el
golpeteo de los objetos mal amarrados, llegaban los truenos, cada vez más
cercanos. Diogo no aguantó más. Se levantó, resbaló en un charco que
creyó conveniente no tratar de identificar y salió al corredor, seguido de
Ignacio. En el mismo instante, se abrió del otro lado la puerta del camarote
de dom Manuel de Meneses. La silueta oscura del capitán-mor apareció
ante ellos. Los miró y, con un gesto de la cabeza, los invitó a seguirle:
«Vamos a ver qué ocurre ahí fuera».
Justo cuando Diogo e Ignacio lo alcanzaban, en el momento de pasar a la
galería, una luz deslumbrante irrumpió desde el exterior, seguida de un
ruido ensordecedor. Los tres se quedaron como paralizados. La sombra
inmóvil de dom Manuel, recortada en el marco de la puerta sobre una luz
blanca atravesada de llamas naranjas, se grabó en los ojos de Diogo y
despertó el recuerdo de otros cuerpos calcinados. El olor que lo alcanzó
después, acre y azufrado, lo devolvió a la realidad. Parpadeó y sacudió la
cabeza. Recuperaba la vista al mismo tiempo que su oído recibía gritos
desde el exterior. Ignacio y él salieron tras el capitán-mor. Al instante
quedaron empapados, sin saber si aquello procedía del cielo o del mar.
Oyeron voces suplicando confesión. De otro corredor salió el limosnero
mayor, fray Paulo da Estrela. Se acercó al lugar donde estaba la caña.
Quienes la sujetaban unos minutos antes se hallaban aún en el suelo,
aturdidos. El encargado de alumbrarlos yacía tumbado, lloriqueando. El
agua aún no había apagado el aceite ardiente de la linterna, esparcido sobre
las tablas. A la luz de aquel charco de fuego podía distinguirse la porción
ennegrecida y humeante de su antebrazo. Fray Paulo da Estrela se arrodilló
a su lado para darle la extremaunción. Otros curas decían misa en la
cubierta alta, entre los marineros y los soldados tendidos en el suelo, que
recibían una y otra vez los golpes del mar. Se les oía rezar y lamentarse. El
primer piloto, que también había salido, se unió a dom Manuel de Meneses,
quien agarraba la caña para evitar que el Santo António e São Diogo se
pusiese de través al oleaje. Diogo e Ignacio los ayudaron a sujetarla, hasta
que unos marineros llegaron y los relevaron. «La noche solo acaba de
empezar», dijo dom Manuel. Diogo pensó que en realidad había empezado
en el momento de levantarse la tormenta, poco después de su salida de
Ferrol, y que su final estaba aún muy lejos.

***

Fernando no dejaba de tiritar. Hacía tal vez una semana que la nao São
Bartolomeu se bamboleaba entre el gris del océano y el del cielo, al
capricho de las olas y del viento. La piel de buey echada sobre el montón de
fardos, incluidos los que contenían su canela, no era suficiente para detener
la lluvia y el agua salada que salpicaba y se metía por todos lados. La ropa
se le pegaba al cuerpo y ya hacía mucho que había renunciado a cubrirse los
pies, por miedo a que se le pudriesen. El mar era tan violento que también
habían renunciado a encender fuego en el barco, por miedo a que ardiese.
Ni los fidalgos, ni dom Vicente de Brito, ni siquiera Beatriz da Fonseca y
los sobrinos del virrey tenían derecho a hacerlo. Las secuelas en pasajeros y
tripulantes eran evidentes: tenían la piel pálida, las mejillas hundidas, las
miradas ojerosas, el cabello pegado a la cara. Las pesadas ropas servían
menos para protegerlos del frío que para poner a salvo la decencia. Y se
morían. Los gavieros habían quedado diezmados. Según ellos mismos, solo
se salvaban los más ágiles. Fernando creía que era más cuestión de suerte, o
de un instinto de supervivencia que les apartaba de las maniobras
imposibles, esas que otros sí habían intentado y cuyos cadáveres los
camaradas recogían de la cubierta o veían hundirse en las aguas frías y
espumosas del Atlántico. Un casado de Goa que volvía a Lisboa con un
cargamento de telas se había precipitado al mar: estaba cagando por un
agujero realizado a tal efecto en la proa cuando la carraca pasó la cresta de
una ola y cayó con todo su peso del otro lado. Según los testigos, el hombre
había soltado el cabo que lo sujetaba y se quedó en suspensión, mientras la
proa descendía varias brazas de un solo golpe. Uno de los gavieros, que se
encontraba sobre la verga de trinquete, afirmaba que el casado le había
mirado fijamente a los ojos antes de desaparecer. Añadía, si alguien se
mostraba dispuesto a escucharle, que no estaba seguro de si el hombre había
caído al agua o si había sido succionado hacia arriba por una de aquellas
trombas que en ocasiones se formaban.
Por el momento, trataron de que el barco navegase con rumbo noroeste.
El primer piloto, Manuel dos Anjos, había encontrado un mapa de las costas
de Francia, Gran Bretaña e Irlanda. A falta de un puerto lo bastante
profundo para acoger un navío tan enorme en la costa francesa, debían
resignarse a buscar refugio en un puerto inglés y aceptar que perderían la
remesa de pimienta de aquel año. Y todavía les quedaba rebasar la punta de
Bretaña y la isla de Ouessant. Pero el São Bartolomeu, demasiado pesado,
demasiado ancho, demasiado gigantesco, no obedecía. Incluso navegando
de bolina, en busca del rumbo noroeste, el buque rehusaba. Cuando la proa
iba por fin en la dirección deseada, tardaba poco en derivar peligrosamente
hacia el este y la costa francesa. Daba igual que el maestre y el
contramaestre se esforzasen por gritar y silbar entre el rugido constante del
océano y de los vientos que lo atravesaban, o que los marineros se afanaran
hasta el límite de sus agotadas fuerzas. De nada servía. El barco había
dejado de obedecer. Por mucho que tesaban los obenques encargados de
sujetar el palo mayor, este seguía estremeciéndose. Desde la cubierta alta
hasta lo más profundo del casco, las tablas y cuadernas se retorcían con
cada impacto y comenzaban a ceder. Sin embargo, nadie llegó a plantearse
la idea de cortar el mástil. Porque nadie estaba lo bastante loco como para
emprenderla a hachazos con aquel madero inmenso sin saber antes adónde
caería. El momento de hacerlo llegaría tarde o temprano, Fernando estaba
seguro. En cualquier caso, él no estaba dispuesto a rendirse. Simão había
muerto. Sandra había desaparecido. Ya no tenía nada que perder, excepto
una vida que no le importaba a nadie más que a él mismo. O ni siquiera a él.
Así que prefería dedicar sus últimos instantes a algo distinto de la espera
resignada ante una muerte probable. Aquello no era más que el principio. El
miedo se había apoderado del corazón de los hombres y mujeres de a bordo.
Después vendría el pánico, previo a la catástrofe. ¿Quién podía preocuparse
de los diamantes del adil shah en tales momentos?

***

El resplandor del fuego quedaba como aplastado por una llovizna tan fina
que, al ser arrastrada en oleadas por el viento, adquiría la consistencia de la
niebla. Oculta en la sombra de unas matas de brezo, Marie se secó los ojos
y se llevó la mano a la boca. La lluvia tenía el sabor salado de un océano
cuyo rugido habitaba los bosques y casi ahogaba las voces de los pastores,
acurrucados bajo sus capas de grueso paño negro en torno de la hoguera. A
sus pies, los perros también buscaban el calor. Permanecían tumbados, con
las orejas gachas, el hocico sobre la arena caldeada por las llamas y los
sentidos embotados por la tempestad. A la derecha se oía de vez en cuando
mugir a una vaca. Hacia allí se encaminó Marie. Entre las sombras de los
árboles y la llovizna, se guiaba por la blancura de la arena, sobre la que se
recortaban los obstáculos. Al final pudo distinguir el ganado. Las vacas
estaban todas juntas cerca del agua estancada, en el fondo de la misma
rambla que ella. Al abrigo de aquel repliegue, entre dos dunas conectadas
algo más adelante, los animales parecían estar en lugar seguro. Los pastores
vigilaban el paso y suponían que el ganado no corría peligro. No contaban
con una pequeña depresión en la duna, al otro lado de aquel recinto natural.
Hacía mucho que no se producía un robo de ganado por allí. En sus
tiempos, Louis había sido un gran experto en la materia. En casa de Marie
nunca se hablaba de ello, porque todo lo relacionado con su padrino era un
tema prohibido. Así que fue Hélène quien le contó la llegada de Louis,
desde el otro lado de la laguna, con la idea de dedicarse a la resina. No
tardó en darse cuenta de que existían otros medios más divertidos de
ganarse la vida. Con otros resineros y algunos costejaires formó una
pequeña banda que se especializó en la apropiación de animales ajenos: los
caballos landeses, las vacas y a veces las ovejas, cuyos mayorales se
acercaban a la frontera entre la landa pantanosa y aquellas viejas dunas
cubiertas de árboles que llamaban la Montaña. Empezaron por requisar lo
que necesitaban para comer, pero no tardaron en robar grandes cantidades
de animales, que revendían en el norte a otros rabadanes. Todo aquello
provocó tensiones con el principal propietario. A Minvielle no le gustaba
que unos medio salvajes la tomasen con su ganado y, ya de paso, con los
mayorales a su servicio. Al principio buscó la ayuda de las autoridades.
Enviaron a los carabineros, que fueron recibidos con bastante frialdad.
Nadie había visto nada, nadie había oído nada. Y, en cualquier caso, nadie
estaba dispuesto a tratar con aquellos hombres que llevaban sombrero y
hablaban todo el rato la lengua de un rey lejano, en lugar de la lengua local.
Los siguientes registros fueron más violentos. Al final detuvieron a dos
miembros de la banda mientras dormían borrachos en una choza
improvisada, tras encontrarse en la playa un barrilillo de ron sin abrir. Los
llevaron a Burdeos y los colgaron, o al menos eso decían los rumores. No
estaba claro si el castigo fue tan severo debido a la desaparición de algunos
mayorales de rebaño, o bien de los rebaños mismos. La gente suponía que
era por los rebaños. Los mayorales tenían menos valor para Minvielle.
Después los robos siguieron aumentando. Más numerosos y más
violentos. Minvielle se vio obligado a contratar personal suplementario y
armarlo. Hubo más muertes en ambos bandos, pero sobre todo en el del
terrateniente, que tuvo que resignarse a negociar. Salió ganando en
tranquilidad, y Louis obtuvo aquella construcción que le servía de hogar, de
almacén y de taberna. Sus socios se sintieron estafados, y con razón.
Todavía hubo algunos heridos y muertos más. Louis impuso su autoridad a
base de hachazos, cuchilladas, puñetazos y, aunque con mucha más mesura,
dinero. Aquellos que no acabaron en una fosa anónima entre las ciénagas y
las dunas, aceptaron vender su silencio y prometieron lealtad a Louis. La
Raya era uno de ellos, como lo eran los viejos costejaires que se habían
empeñado en echar a Marie de la playa. Todos, de un modo u otro, eran
parte de las propiedades de Louis.
El asesinato del pastor en la taberna dos años antes —un tiempo tan
breve y toda una eternidad— había estado a punto de hacer tambalearse el
pacto entre el tío de Marie y Minvielle. En cualquier caso, sirvió para
reavivar las tensiones, y en un lugar como aquel la desconfianza y la ira
tardaban mucho en atenuarse. ¿Quién podía atreverse a tocar el ganado en
un territorio controlado por un solo hombre gracias a la violencia? Nadie,
salvo ese hombre en persona. Minvielle era consciente de las dificultades de
Louis con los resineros y, desde su punto de vista, esta era una razón más
que suficiente para volver a interesarse por el valor seguro que su ganado
representaba.
Marie se sonrió y empezó a golpear en el trasero a las vacas más
cercanas al camino que salía del fondo de la rambla. Los primeros animales
echaron a andar con lentitud y el resto los fue siguiendo. Del otro lado, por
donde las llamas reverberaban en la llovizna, los pastores y sus perros ya
habían cedido al sueño. Las vacas se marchaban, y Marie las acompañó tan
lejos como pudo. No se trataba de que desapareciese el rebaño al completo,
pero sí quería llevar algunas lo bastante lejos como para que se perdiesen
entre las dunas y continuasen su camino hacia el norte. La noche siguiente o
la posterior iría en busca de una nueva gavilla de rabadanes con otro
rebaño. Y repetiría la operación.

***

Fueron incapaces de averiguar su posición exacta. El cielo y los astros se


dejaban ver tan raramente que tomar la altura era un desafío. La ballestilla,
el astrolabio y el cuadrante eran las más de las veces inútiles. Dom Manuel
creía que habían remontado muy lejos en dirección norte. Tenía la intención
de rebasar Ouessant y refugiarse entre las costas de Gran Bretaña e Irlanda.
Pero había que rendirse a la evidencia: los vientos del suroeste eran
demasiado fuertes, las olas eran tan altas y poderosas que los empujaban sin
cesar hacia la costa, nunca conseguirían pasar.
Michele Belano, que se había hecho la ilusión de que el Santo António e
São Diogo llegaría a las costas inglesas y tenía la esperanza de encontrar
allí a su Carlotta, no ocultó su decepción. La vehemente frustración del
gaviero era un reflejo del cansancio de toda la tripulación. El cansancio fue
poco a poco dejando paso al desánimo, el desánimo a la apatía y la apatía a
la insubordinación. Sin comida caliente, y pronto sin comida de ningún
tipo, sin descanso y enfrentados cada día a la muerte que golpeaba al azar,
los marineros obedecían cada vez menos las órdenes. Incluso se había
llegado a ver al propio maestre subido a una verga en plena tempestad,
acompañado de algunos fidalgos jóvenes, para cerrar una vela de
sobremesana.
Los soldados tampoco iban mejor. Habían embarcado al final del verano
y por entonces no podían imaginar que seguirían a bordo cuatro meses más
tarde, en un barco a la deriva en pleno invierno. No llevaban ropa ni
calzado de abrigo, estaban empapados y, en los abarrotados puentes del
galeón, también ellos quedaban expuestos a la muerte. Se los llevaban las
olas, los golpeaban o aplastaban las cajas, los barriles o los cañones, los
sajaban los cabos demasiado tensos que se rompían de repente y azotaban la
cubierta, acabando con los hombres que encontraran a su paso. Los curas
confesaban a aquellos que tenían heridas mortales y rezaban por los
fallecidos antes de que se los arrojara por la borda. El médico y el cirujano
hacían lo que podían por los que veían en condiciones de sobrevivir. Diogo
e Ignacio ayudaban a despejar la cubierta de cadáveres y de los miembros
amputados que quedaban por medio. El mar se encargaba de limpiar la
sangre.
Había una sola bomba aún en funcionamiento, que no bastaba para
evacuar toda el agua que se colaba por las portas mal cerradas y las rendijas
de las tablas, que los calafates intentaban impermeabilizar como podían. El
palo mayor comenzaba a desencajarse y una ventolera más fuerte que las
otras arrancó el mastelero de gavia. Al romperse, cayó sobre la vela mayor,
que quedó desgarrada por la mitad y se desarmó por los golpes del viento.
Así era como Diogo veía el Santo António e São Diogo desde el alcázar
de popa: una cáscara que no terminaba de quebrarse y que navegaba bajo
jirones de lona ondeando al viento por un océano blanco y negro. Se volvió
hacia dom Manuel de Meneses. Para no perder el equilibrio, el capitán-mor
tenía una mano apoyada en la batayola. Lograba mantenerse erguido, tieso
dentro de su abrigo negro y brillante de humedad. Miró a Diogo y a
Ignacio. «¿No es impresionante?», gritó. Ignacio tenía la vista fija en un
punto lejano del violento océano, y Diogo supuso que su amigo estaba en
aquel preciso instante en Bahia. Respondió él solo a dom Manuel de
Meneses:
—Sí, pero ¿adónde vamos así?
—Donde nuestra misión nos lleve. Hacia las carracas, espero, aunque
seguramente sea hacia nuestra perdición. Ya lo veremos.
Diogo lo sabía. Asintió. Por alguna razón que desconocía, ya no sentía
ningún miedo.

***

Las nubes corrían entonces hacia el São Bartolomeu, llevando consigo olas
enormes que ocultaban el horizonte. En los puentes todo el mundo parecía
haber perdido la esperanza. Solo el primer piloto seguía dispuesto a luchar.
Gritaba las órdenes, que el maestre y el contramaestre intentaban hacer
llegar a base de silbidos hasta los gavieros y los marineros, menos
preocupados por la suerte de la nave que por la de sus propias almas. Los
curas rezaban y algunos empezaban a recibir las últimas confesiones de los
hombres de a bordo. Quienes no estaban en plena maniobra se movían con
lentitud y desgana. Ya nadie tenía idea alguna de en qué dirección estaban
Francia o España ni a qué distancia se hallaban de la costa. El navío crujía
por todas partes, los aparejos colgaban y se balanceaban con las rachas de
viento, las tablas se resquebrajaban. A veces, las olas barrían la cubierta
alta. Los fardos amontonados en torno a los mástiles hacía mucho que
desaparecieron, llevándose a veces con ellos a los hombres que encontraran
en su camino. Sin embargo, a bordo no quedaba ya ni rastro de temor, solo
resignación. Todo el mundo parecía haber aceptado su destino.
Pero no Fernando. Ni el frío ni el hambre le afectaban. No tenía miedo.
Por fin se sentía en su lugar. Iba a ser allí, aquel día. Se mantenía a la
espera. Y llegó el momento. La marejada acababa de levantar la nave y
desde el alcázar alguien gritó: «¡Tierra!». Una línea gris apareció entre el
mar y el cielo. Manuel dos Anjos había ordenado virar al oeste para volver
mar adentro, pero la apatía de los hombres y la escasa maniobrabilidad del
navío hicieron el resto. La carraca siguió avanzando hacia la costa. Apenas
comenzaba a torcer un poco el rumbo, cuando se topó con una ola mayor
que las demás. Al descenderla no se deslizó, sino que se desplomó. Cuando
la roda pegó contra la arena, el choque fue brutal. De entrada, tuvieron la
impresión de recibir un impacto que derribó a los pasajeros, proyectados
hacia delante. Después se oyó un ruido de madera quebrándose. Crujidos y
explosiones. Por fin, el agua de la ola barrió la cubierta alta y se llevó lo
que allí hubiese sin amarrar. Fernando salió despedido hacia el castillo de
proa y se aferró a un cabo. Un fardo lo golpeó en la espalda, pero no se
soltó. Notó que una mano atrapaba su pierna y luego se desasía. Vio a
hombres arrastrados por el oleaje y a otros que se estrellaban contra el
castillo. Por un breve instante emergió un grumete. Se sujetaba a la baranda
de la galería del castillo, con las piernas aún en el agua que inundaba el
puente. Un tonel se le vino encima. Luego la parte de atrás de la carraca se
hundió, mientras la proa del barco daba vueltas. Al final, el navío se quedó
quieto, de través a las olas que comenzaron a romper contra su costado.
Fernando trató de no pensar en lo que podía estar ocurriendo bajo la
cubierta, en los puentes inferiores. El agua tenía que estar entrando a
raudales, aplastando un poco más la nave contra el banco de arena en el que
acababa de encallar. En su interior habría cuerpos maltratados,
descoyuntados, destrozados por las cajas, los barriles, los cañones… Por las
escotillas asomaban figuras que se tambaleaban sobre la cubierta. Los
hombres caían al agua. Muchos se hundían cual piedras. Algunos eran
arrastrados hacia la orilla. Otros eran golpeados por trozos de madera, antes
de desaparecer. Trató de recomponerse y se dirigió hacia el alcázar trasero,
subió por una escala hasta la galería, se echó mano al cinto. Su puñal seguía
allí, en la vaina. Y en el dobladillo de la camisa notó los diamantes. Oyó un
grito a su espalda y se dio la vuelta. Más abajo, el condestable profería en
su dirección palabras incomprensibles entre el estruendo, pero sus gestos
eran claros: no tenía nada que hacer allí. ¿Quién podía preocuparse de tal
cosa a estas alturas? Le dio la espalda y entró en el corredor. Las puertas de
algunos camarotes se abrían y cerraban a golpes. Por ellas salían pasajeros
que no sabían adónde ir. En el suelo de la primera cabina vio varias velas,
algunas todavía encendidas. Agarró una, volvió a salir y caminó por el
pasillo. La habitación del capitán tenía que estar al fondo.
Lo estaba. La puerta yacía en el suelo, desencajada por el choque.
Fernando pasó por encima, se agachó para cruzar el umbral y entró en el
camarote. Dom Vicente de Brito estaba sentado en una silla, de cara a la
puerta. Tenía los ojos cerrados y sujetaba con las manos un crucifijo. A la
luz de la vela, su rostro estaba tan pálido como el de un cadáver. Fernando
miró alrededor. Las pertenencias del capitán se hallaban esparcidas por el
suelo y sobre la cama. El escritorio había resbalado hasta la pared y debajo
había un objeto que atrajo la luz de la vela. Era un cofre taraceado de oro.
Fernando encontró un candelabro y puso en él la vela. Se inclinó y cogió el
cofre. Era grande y, efectivamente, lo cerraban tres cerraduras. No se le
ocurrió forzarlas. Se conformó con levantar el objeto y golpearlo contra el
escritorio. Tras varios impactos, notó que la madera se rompía y las bisagras
se aflojaban. Siguió dando golpes hasta que se partieron. Entonces lo apoyó
en el suelo, introdujo la hoja de su puñal por la rendija que había detrás de
las bisagras rotas, separó un poco la tapa, metió los dedos y tiró con todas
sus fuerzas. Con un último crujido, la caja se abrió. Allí estaban los
diamantes, en una bolsita de tela escarlata. La abrió, la vació en el fondo del
cofre y tomó la vela para iluminarlos. Nunca había visto unos tan hermosos.
Algunos eran del tamaño de una nuez. Pensó en Sandra, y más aún en
Simão. Aquella habría sido una bonita historia de naufragios que contar.
Metió otra vez las piedras en la bolsa y se levantó. Al girarse se encontró
con dom Vicente de Brito, mirándolo. El anciano parpadeó, apretó su
crucifijo y se puso a rezar.
La nave vibraba y se desplazaba, a veces con mucha brusquedad, cada
vez que una ola de las grandes la golpeaba. Era ensordecedor. La estructura
del barco se descomponía poco a poco bajo los impactos. El océano rugía y
parecía enviar toda su furia hasta allí. El viento, al colarse por los
resquicios, silbaba en el corredor y a veces se elevaban aullidos, aunque sin
llegar a tapar el estruendo reinante. Fernando soltó la vela y salió. Ante él,
con un hacha en las manos, estaba plantado el condestable. Fernando dio un
paso atrás y la hoja se clavó en el marco de la puerta. Dom Vicente de Brito
ni siquiera se había movido. Con los ojos cerrados, recitaba sus oraciones.
El condestable estaba liberando el hacha de la madera cuando el puñal de
Fernando penetró entre sus costillas. Inspiró con fuerza y exhaló algunas
burbujas de sangre. Sus ojos parecían dirigirse hacia un lugar muy lejano.
Se desplomó. Fernando avanzó por el corredor. Se detuvo delante de un
camarote con la puerta abierta. La pequeña claraboya que daba al exterior
estaba rota y dejaba entrar el agua y la luz difusa de aquel día tan gris que
parecía ya muerto al nacer. En el suelo, Beatriz da Fonseca estrechaba en su
regazo a los sobrinos del virrey. Le dirigió una mirada suplicante. Fernando
ni siquiera estaba seguro de poder salvarse él mismo, pero no quiso
marcharse sin dar una respuesta. «No puedo hacer nada», dijo. La joven
asintió y abrazó más fuerte a los niños. Él caminó hacia el exterior. Al salir
a la galería, tiró del cordón de la bolsita de diamantes, lo anudó a su cinto
tan apretadamente como pudo y deslizó la bolsa dentro de su calzón. No era
cómodo, pero tampoco era peor que todo lo que había soportado hasta
entonces. Ni peor que lo que tenía por delante, pensó. En el puente había un
hombre observándolo. Era Martim Pacheco, el maestre de cubierta. Iba casi
desnudo, no vestía más que calzón corto y camisa y llevaba al hombro un
extraño artilugio, que Fernando reconoció como una especie de cinturón
grande hecho con cocos. Pacheco debía de haber recogido los frutos en las
despensas del entrepuente y confiaba en que lo ayudarían a flotar. Una
nueva ola se abatió sobre ellos. Agarrado a una soga, el maestre esperó a
que pasara y, justo cuando el agua borboteaba en torno del barco, se
zambulló.
En los puentes se seguía muriendo. Sin hacer apenas ruido, además. Allí
no se gritaba como en el campo de batalla, para darse ánimos o asustar al
adversario. El oleaje no se inmutaba y persistía incansablemente en su labor
de zapa, golpeando contra el casco, pasando por encima de las bordas,
arrancando los obenques, llevándose los cuerpos de vivos y muertos. El
agua alrededor de la carraca era una amalgama de despojos. El casco
perforado dejaba escapar la pimienta, que se mezclaba con las olas. Las
olas, Fernando las contaba. Cuando la última gran oleada barrió la cubierta
y, al pasar del otro lado, arrastró hacia la orilla los restos que flotaban hasta
entonces al costado del barco, miró el agua espumosa a sus pies. Un fardo
de algodón giraba entre las mareas, como en una suerte de remolino.
Apuntó hacia él y saltó. Se sorprendió al tocar tan rápidamente el fondo.
Aunque las piernas y la espalda absorbieron parte del impacto, una sacudida
recorrió su cuerpo hasta la coronilla. Empujó con los pies y de inmediato
volvió a la superficie. Le picaban los ojos por el agua salada y tardó en
recobrar la visión; para entonces, el fardo ya se había alejado. Agitó brazos
y piernas hasta alcanzarlo y agarrar los cordeles que lo rodeaban. Una ola
había atravesado la carraca y caía detrás de él con nuevos despojos. Un
trozo de madera lo golpeó en la cabeza, pero fue capaz de aguantar, buscar
un poco de aire y sacudir las piernas en la corriente para alejarse. Percibió
el peso de la bolsa de diamantes y por un momento se tranquilizó, antes de
recordar dónde estaba y que desde allí, perdido en mitad de las turbulentas
aguas, ya no podía ver la orilla. La nariz le quemaba, jadeaba como un
perro exhausto, los dedos se le quedaban rígidos por culpa del agua fría. No
sabía quién le daría el golpe de gracia, si el océano o los objetos que
flotaban entre las olas, pero al menos era libre. El Santo Oficio no lo
perseguiría hasta allí. Se echó a reír, tragó un poco de agua y al momento la
vomitó entre toses. Empezó otra vez a sacudir los pies.

***

No se les habría ocurrido que fuese posible. Sin embargo, el viento del
oeste arreciaba aún más y no les quedó otro remedio que amollar en popa
con lo que les quedaba de trapo. Los jirones de la vela mayor, reparados de
cualquier manera, empujaron el navío hacia el este y, según muchos de los
caballeros a bordo, hacia su perdición. Desde el alcázar, Diogo apenas
podía ver más allá del palo mayor, de tan espesa como era la niebla. No
obstante, oyó que los hombres apostados a proa gritaban: «¡Tierra!». Uno
de ellos fue hasta la popa del galeón para confirmar a dom Manuel de
Meneses que, al menos por unos instantes, habían divisado una línea de
costa y que se dirigían directamente hacia ella. De inmediato, el primer
piloto ordenó poner rumbo noreste y, por uno de eso milagros que a veces el
mar permite, el navío obedeció. Entonces todos pudieron ver a estribor la
masa negra de un litoral rocoso asomando entre la niebla. El Santo António
e São Diogo seguía deslizándose en la misma dirección, mientras los
fidalgos discutían sobre si el cabo con el que acababan de toparse era el de
Finisterre o el de Muxía. Varias horas después, en la blancura opaca del día
recién nacido, divisaron la sombra de una rada.
—¿Creéis que hemos vuelto a La Coruña? —preguntó Diogo a dom
Manuel de Meneses.
—Ayer mis mediciones dieron 44º. No deberíamos de estar lejos.
Aunque con este tiempo es difícil tomar la altura y no alcanzo a ver la torre
de Hércules.
—Es normal, hay mucha niebla. Y quizás estemos al norte de la bahía…
—respondió el primer piloto.
—Si fuese así, esta vez hay que evitar las Yacentes —añadió Meneses.
—Lo que tenemos que hacer es seguir en mar abierto y esperar a que la
niebla se levante —respondió el piloto—. Intentar la entrada en estas
condiciones es demasiado peligroso.
—¿Así que esa es vuestra solución? ¿Preferís que sigamos a la deriva en
medio del océano, hasta que el barco termine por desarmarse del todo?
Necesitamos llegar a puerto.
Los marineros tampoco estaban de acuerdo. Puestos a irse a pique, mejor
hacerlo buscando una playa que yendo a estrellarse contra los peñascos.
Dom Manuel de Meneses no los escuchaba. La costa estaba ya demasiado
cerca y los hombres se dieron cuenta de que acababan de pasar al norte de
una nueva punta rocosa. Ya no podían retroceder.
—¡Un barco! —gritó un hombre desde la proa.
Entre la bruma de la tempestad, la silueta de un patache acababa de
aparecer ante ellos, a algunos cables de distancia. La pequeña nave enfilaba
también hacia la costa.
—¡Seguidlo! —ordenó el capitán-mor.
El primer pilotó no estaba tan seguro.
—Señor, tal vez no sepan adónde se dirigen. Y, si lo saben, pasarán por
donde nuestro navío no puede pasar.
—He dicho que lo sigáis.
El piloto calló y el Santo António e São Diogo siguió al patache, a pesar
de las protestas de los marineros.
Ambos barcos iban rumbo a la costa. En el galeón habían arriado la vela
mayor, así que el buque avanzaba empujado solamente por una cebadera
aparejada en el trinquete. De repente, vieron que el patache encallaba en un
banco de arena. En la playa, mientras por fin la niebla se levantaba, se
reunió una muchedumbre que hacía señas al galeón indicándole que virase a
estribor. Así se hizo. El navío adelantó al patache, amenazado ya por el
oleaje y con la tripulación lanzándose agua sin apenas esperanzas de
sobrevivir. Los lugareños seguían haciendo señas, interpretadas en la nave
como una invitación a largar el ancla. Fondearon las dos anclas, pero era
demasiado tarde. El Santo António e São Diogo terminaba su periplo en
aguas poco profundas. La bajamar despejó cualquier duda.
Al comienzo de la tarde, Diogo, Ignacio, dom Manuel de Meneses, fray
Paulo da Estrela, Melo y algunos fidalgos más observaron desde el alcázar
de popa una procesión que avanzaba por la playa. En cabeza iban dos
monjes. Uno llevaba en alto el ostensorio del Santísimo Sacramento,
cubierto por un palio procesional que cuatro hombres sujetaban a duras
penas cada vez que las rachas de viento se colaban por debajo. En aquella
ceremonia, ofrecida por la población de un lugar que les era del todo
desconocido, había algo de sublime, de ridículo y de angustioso, pensó
Diogo. Si les dedicaban una procesión así, era porque su situación debía de
ser desesperada. Estaban lo bastante cerca de la playa como para discernir
lo que ocurría, pero demasiado lejos para alcanzarla o para que las lanchas
del puerto llegasen hasta ellos, por culpa de las enormes y turbulentas olas
que entraban en la rada y levantaban tremendas corrientes y remolinos. Y la
marea, en su retirada, hacía que su situación se volviese aún más crítica.
Siguieron mirando la ceremonia que se desarrollaba en la orilla, hasta que
una ola mayor que las demás levantó de repente el casco del Santo António
e São Diogo. Al marcharse la ola, el barco, lastrado por el agua que los
hombres turnándose en la bomba hasta la extenuación no lograban evacuar,
cayó con todo su peso y tocó fondo con tal violencia que el timón saltó y
los hombres en cubierta perdieron el equilibrio. «Un par de golpes más
como este y no tendremos que seguir preocupándonos por el futuro», dijo
dom Manuel de Meneses. Dio la orden de cortar los mástiles para aligerar el
galeón. Con aquel temporal, la tarea era peligrosa, pero la tripulación se
puso manos a la obra. Contemplar cómo decapitaban el barco fue un
espectáculo sobrecogedor. Los mástiles estaban sujetos por tantos cables y
obenques que quedaron colgando en el agua y chocaban con el casco, así
que se hizo necesario seguir cortando en la obra muerta del Santo António e
São Diogo para acabar de soltarlos y liberar el conjunto. La operación les
costó la vida a varios marineros. Diogo vio a un hombre descolgarse por la
borda y mantenerse agarrado con una mano, mientras con la otra cortaba los
obenques que retenían el trinquete usando un hacha. En el momento de
terminar su labor Diogo consiguió reconocerlo, justo cuando el mástil,
empujado por la resaca, se precipitó sobre él y lo aplastó contra el casco.
Michele Belano ya nunca se reuniría con Carlotta.
Por muy aligerado que estuviera, el galeón seguía llenándose de agua y
tocando fondo una y otra vez. Se hacía de noche y dom Manuel de
Meneses, antes de retirarse a su camarote, aconsejó a los fidalgos que
estaban con él que se vistiesen con sus mejores galas, para estar
presentables en la hora del Juicio Final. La cuestión del atuendo no se le
planteaba a Diogo e Ignacio, porque no tenían más ropa que la que llevaban
puesta desde Cascais, aparte de unos toscos abrigos que habían conseguido
en Ferrol.
Aquella noche los curas confesaron a gran cantidad de hombres. En
hojas de papel húmedas, con una tinta que chorreaba y una escritura a
menudo ilegible por culpa de los repentinos movimientos del galeón, se
escribieron testamentos, destinados en realidad a desintegrarse en el agua
salada solo unas horas más tarde.
El propio dom Manuel de Meneses comentó que quería cambiarse de
ropa. Cuando Diogo e Ignacio fueron a su camarote para ver si necesitaba
algo, vieron que, en efecto, se había puesto una camisa blanca y encima una
chaqueta negra. Su eterno abrigo negro colgaba de un gancho. Estaba
discutiendo con dom Francisco Manuel de Melo.
—Escuchadme bien, Melo —decía—. «Como en el mar undísono
derrama…». ¿Qué otra cosa puede ser, sino una perisología? ¡El mar, que
hace un ruido igual que el de las olas! ¡No será a vos a quien pueda
descubriros, y menos aún en estos momentos, que el mar hace un ruido de
olas!
Como para confirmar las palabras del capitán-mor, una ola se estrellaba
entonces en el galeón, con tanta furia que lo hizo temblar. Melo respondió:
—Creo que Lope ha querido emplear un pleonasmo, para insistir en la
peculiar índole de ese ruido.
Meneses lo miró y negó con la cabeza.
—Conozco bien a Lope de Vega. En mi último viaje a Madrid, él mismo
fue quien me entregó estas canciones en honor del cardenal Barberino. A
veces, tiene el defecto de pasarse de culto para impresionar al lector
destinatario de sus versos. Es una perisología, ¡os lo digo yo!
Dándose la vuelta hacia Diogo, dijo:
—Preguntemos a alguien que no tiene ninguna idea de poesía. Diogo,
¿qué te parece este verso? «Como en el mar undísono derrama».
—No sé, señor. Es la primera vez que oigo la palabra «undísono».
—Es una palabra que usan los poetas para referirse al ruido que hacen
las olas. Entonces, ¿qué te parece? ¿El mar es «undísono»?
—Oh, si lo dicen los poetas, pues sin duda es hermoso…
—Tienes razón, no sabes nada. Gracias, puedes irte. Lo único que
necesito es un poco de comprensión por parte de alguien que sepa lo que es
la poesía.
Diogo se retiró. Al cerrar la puerta, todavía oyó una vez más: «¡Es una
perisología, Melo!».
Cuando por fin se hizo de día, el viento había amainado y las olas se
habían apaciguado con la pleamar. Seguían siendo bravas y golpeaban con
insistencia el navío, pero eran más pequeñas y un poco menos salvajes. Una
barca llegó hasta ellos, y así pudieron averiguar que el Santo António e São
Diogo había encallado en Francia, en la rada de Saint-Jean-de-Luz. Los dos
hombres que iban en la barca pidieron que los recibiese el general cuyo
estandarte enarbolaba el galeón. Los llevaron en presencia de dom Manuel
de Meneses. Allí contaron que habían sido enviados por los magistrados
municipales y que varias lanchas estaban en camino desde Saint-Jean-de-
Luz y Ciboure, para ayudar a la tripulación en la evacuación del navío antes
de que este se descoyuntase. Dom Manuel de Meneses pidió que evacuaran
primero a los hombres en peor estado. En cambio, él sería el último en
abandonar el galeón. Se suscitó una viva controversia. Durante la
evacuación de los heridos, dom Manuel mantuvo su postura, mientras los
marineros vascos le explicaban que no pensaban embarcar a nadie más
antes que a él, solo a los heridos, porque tenían la orden de rescatarlo en
primer lugar. Los fidalgos sentían que de nuevo se trataba de una cuestión
de honor y también rechazaron subir a las lanchas. En el fondo, la mayoría
esperaba que el capitán-mor embarcase, para alejarse a su vez de aquella
catástrofe inminente. Habían llegado a un punto muerto y solo dom Manuel
de Meneses podía desbloquear la situación. Los vascos seguían insistiendo.
El cambio de marea estaba a punto de producirse, y con él vendrían el
vendaval y olas más violentas, así que el capitán-mor acabó por ceder. El
barco ya empezaba a dar culadas cuando una lancha llegó para recogerlo.
Junto a él embarcaron Melo, Diogo, Ignacio, fray Paulo da Estrela, el
cirujano y el médico de a bordo. Aunque los hombres que dirigían la lancha
eran expertos balleneros y estaban acostumbrados al mal tiempo, la tarea les
exigió un gran esfuerzo. Las olas empujaban la embarcación contra el Santo
António e São Diogo y, pocos segundos después, la resaca tiraba de ella y la
alejaba. Tuvieron que hacer varios intentos hasta embarcarlos a todos.
Cuando lo consiguieron, la lancha se alejó sin perder tiempo, en busca del
abrigo del puerto. Otras lanchas llegaban para socorrer a los demás
hombres. Entonces, una ola más poderosa golpeó el galeón con un
estruendo de cañonazo. Desde la lancha, Diogo vio los chorros de espuma
elevarse hacia el cielo y que el navío se escoraba de manera alarmante.
Varios hombres salieron despedidos y cayeron al mar. Antes de que la
lancha llegase al muelle, dos olas más terminaron el trabajo. La capitana de
la armada de Portugal acababa de hundirse, y con ella más de cuatrocientos
hombres.
30

Louis atiza las brasas en la chimenea de la taberna. El viento se cuela en la


barraca por los resquicios de las tablas. Una de las cuerdas amarradas tras el
mostrador oscila y se arrastra por el muro sin parar. El ruido del roce le
molesta más que el silbido del aire. Una ráfaga hace crujir el edificio y la
humareda espesa, saturada por la humedad y la resina de los troncos de
pino, se extiende por el cuarto. Louis tose, se aparta y va a abrir la puerta
para respirar un poco de aire puro. La fina lluvia azota su cara como granos
de arena y se le mete en los ojos. Cuando los vuelve a abrir, ve a la Raya
corriendo hacia él y gritando algo que se lleva el viento. Louis espera a que
llegue.
—¿Qué pasa?
—¡Un barco en la orilla! ¡Un galeón enorme! Está yendo todo el mundo.
—Ya voy. Alguien tendrá que poner orden.
Vuelve dentro, se acerca a la barra y se sirve un vaso de aguardiente del
grifo de un pequeño barril. Se pone una zamarra de piel de cordero y recoge
un morral y un hacha. Ya era hora de recibir una buena noticia. Minvielle ha
enviado a sus hombres para averiguar lo que está ocurriendo. Su ganado
desaparece y sospecha de Louis. Un problema más para el negocio. En
cuanto tenga ocasión, Minvielle le jugará una mala pasada o delatará a sus
contactos. Y Louis no tiene ninguna gana de ver a extraños invadiendo su
territorio. Le caben pocas dudas acerca de quién está detrás de todo, la muy
zorra. ¡Y pensar que él mismo la alimentaba y la protegía! Nadie como los
tuyos para traicionarte. No le va a quedar más remedio que ocuparse de ella.
Mientras tanto, tiene que ir a ver si ese barco es tan grande y a calmar el
entusiasmo de los costejaires, que en su ausencia pueden caer en la
tentación de quedarse con el botín.
La Raya y él emprenden la marcha siguiendo el camino de herradura que
atraviesa el bosque por encima de las crestas y las dunas. Cuando llegan a la
franja de pinos quemados, cuyos troncos renegridos trazan la linde entre sus
dominios y los de Hélène y Marie, Louis se detiene un instante. Busca una
sombra en movimiento. Quizá su ahijada esté muy cerca, observándolo. La
idea lo incomoda. Le pone nervioso. Desde allí no se ve la casa de Hélène y
el viento es tan fuerte que sin duda dispersa el humo de la chimenea. Confía
en que pronto quede enterrada bajo la arena. Las tormentas constantes se
están ocupando de ello. Estaría incluso dispuesto a dar gracias a Dios por
asumir la tarea, si lo creyese de alguna utilidad. Continúan a la izquierda,
por la tierra de suelo ennegrecido tras el incendio de la primavera anterior,
que la arena empieza a tapar dibujando manchas grises. Se encaminan al
mar a través de las sinuosas dunas, escogiendo con cuidado las crestas y
evitando bajar a las ramblas, donde a veces la hierba crece más espesa de lo
imaginable y aplasta las escasas y resecas siemprevivas que se aferran
desesperadamente a este mundo en constante movimiento. La lluvia huele a
mar. El viento trae arena y azota la piel desnuda de sus rostros. Se protegen
con los brazos, lo mejor que pueden. El rugido del océano había estado ahí
durante todo el camino, pero solo ahora, cuando no les quedan más que un
par de dunas por pasar para llegar a la orilla, reparan en su presencia. Tal
vez porque trae consigo numerosos gritos. Muchos «Avarec !». El botín
debe de ser jugoso. Aceleran el paso.

Marie regresa de las marismas inundadas al sur de la laguna, donde ha


logrado espantar unas ovejas que halló encerradas en un aprisco y
mandarlas hacia el bosque y el pueblo de los resineros. Sigue un momento
por la orilla del lago, al pie de las dunas que se hunden en él; después sube
hasta el camino por el que llegó con su hermano y su padre hace una
eternidad. En lo alto recibe el viento del oeste y el rugido del océano como
una bofetada. Oye voces, ruido de carreras, y baja a la primera rambla que
se encuentra. Pasan dos hombres por la ladera de la duna, justo encima de
ella. Van corriendo y uno de ellos sostiene algo que parece una espada. La
levanta y grita «Avarec !» mientras sigue su camino, en busca sin duda de
otros que los ayuden a saquear el pecio que han encontrado. Marie espera a
que desaparezcan y emprende el ascenso de la escarpada duna, agarrándose
a los troncos de los árboles, a los brezos, y clavando con fuerza los pies en
el suelo.
También ella echa a correr. Atraviesa el bosque hasta la arena desnuda de
las dunas blancas, sobre las que flotan los granos de arena que se le cuelan
en la boca, en la nariz e incluso en los ojos entrecerrados. Agacha la cabeza
y avanza encorvada, irguiéndose solo para comprobar que no hay nadie más
y que no se desvía demasiado de su trayectoria. Se da cuenta de que ya casi
está en la playa al oír voces cercanas. Se tira al suelo y se arrastra. Pegada a
la arena y rodeada del polvo que el viento levanta, apenas puede ver, pero sí
lo suficiente para reconocer a los costejaires que hay en el lugar. Están
abriendo a hachazos un fardo rebosante de algodón húmedo, y después se
alejan en busca de objetos más atractivos. Entonces ella se acerca al agua.
Las olas arrastran abundantes despojos y la ribera está cubierta en ciertos
tramos, justo donde van a morir las olas, de una sustancia oscura que no
consigue identificar. Frente a ella, un bulto fofo yace envuelto en espuma.
Tarda un momento en comprender que se trata de un cadáver. Ahora que ya
ha visto el primero, distingue unos cuantos más entre las olas que rompen o
tendidos en la playa. Con los pies descalzos y el bajo del vestido dentro de
la corriente, se acerca hasta el cuerpo. Cuando la espuma de una ola que
acaba de estallar lo levanta, Marie lo agarra por el brazo y aprovecha la
fuerza del agua para tirar de él hacia la orilla. Se detiene sin aliento y lo
mira con atención. Tiene los ojos cerrados y parece casi tranquilo. Después
de todo lo que debió de sufrir en la tormenta, sin duda la muerte lo ha
alcanzado como una liberación. Las prendas que lleva son costosas,
empezando por el amplio abrigo. Estaba doblemente listo para acudir ante
su Creador: lo bastante bien vestido para ser presentable, demasiado
arropado para escapar vivo del chapuzón. Gira el cadáver hasta ponerlo
boca abajo y le quita el abrigo. Está empapado y pesa mucho, pero cuando
se seque será cómodo. Más al norte, vislumbra entre la bruma a un grupo de
hombres que casi no se mueven. Regresa a las dunas y, agachándose, se
acerca todo lo posible sin ser vista. Parece que los costejaires se están
ocupando de alguien. Un superviviente, sin duda. Dos de ellos son más
altos que los demás. Es imposible confundirlos con otros. Son Louis y la
Raya.
Incluso él mismo se queda sorprendido. El barco, varado aguas adentro en
un banco de arena, es inmenso. Y todo lo que el mar sigue escupiendo, sin
siquiera haberlo digerido, es increíble. El naufragio se produjo durante la
noche y la playa está cubierta de tablas, de fardos diversos, de cadáveres e
incluso de náufragos que han sobrevivido, a juzgar por ese que se defiende
de dos costejaires, amenazándolo con sus bastones junto a un cuerpo sin
vida. Louis toca en el hombro a la Raya y le anima a ir tras él. Caminan
hacia el grupo. Al aproximarse, se da cuenta de que el superviviente tiene la
piel negra. Es un negro, pero no se parece a los que una vez vio en Burdeos.
Su tez tiene un tono distinto, sus rasgos son más finos. Se pregunta de
dónde habrá salido. Cuando ven que Louis se acerca, los costejaires se
apartan un poco. El negro empieza a hablar. Louis no entiende lo que dice.
Y le da igual. Acaba de ver que el cadáver tirado en el suelo lleva un collar
de anchos eslabones de oro y una hermosa medalla. Sus ropas indican que
se trata de un noble, sin duda un español o algo semejante. Louis se inclina,
le quita al muerto el collar y entonces distingue en su mano un sello. Deja a
un lado el hacha, se pone el collar, toma la fría mano del muerto, que el
borde de una ola acaba de rozar delicadamente, y trata de sacar la gruesa
sortija. No quiere salir. Rompe el dedo, igual que haría con una rama seca.
No hay manera. Apoya la mano del muerto en el suelo y coge el hacha.
Confía en que esté bien afilada, porque la muñeca se puede hundir en la
arena que hay debajo. Da un golpe seco. La mano queda seccionada. La
agarra, se pone de pie y la levanta hacia el cielo, atravesado aquí y allá por
algunos rayos de sol. El sello reluce. Guarda la mano en su morral. El negro
habla cada vez más alto y más rápido. Está poniéndolos a todos nerviosos y
no les sirve para nada. Uno de los costejaires no aguanta más y le da un
bastonazo. El negro cae de rodillas. Louis levanta el hacha y le parte el
cráneo en dos. Saca la hoja con un gesto brusco de la muñeca. Vuelve a
mirar a lo lejos, hacia la playa. «Venga, nos queda mucho que hacer».

Otros costejaires, que han visto a Louis ejecutar con su hacha al hombre
arrodillado, llegan desde las dunas. Pero también hay una sombra que va en
dirección contraria. Alguien intenta marcharse de la playa, un poco más
allá. Una silueta encorvada, que aparece y desaparece tras la cortina de
arena levantada por el viento. Los demás, preocupados por la tarea que
tienen ante sí y sin saber por dónde empezar, no prestan atención a lo que
ocurre de aquel lado. Marie decide seguir al fugitivo.
Se mantiene a distancia. Lo observa, esforzándose para avanzar por la
arena a pesar del vendaval. El hombre intenta mantener el rumbo, pero no
lo consigue. Se va desviando poco a poco. También Marie camina, detrás de
él. Despacio. Se desliza entre las dunas, buscando resguardarse un poco del
viento, y vuelve a subir de vez en cuando para asegurarse de no perderlo.
Lo ve a cuatro patas, poniéndose de pie. Tiene los calzones y la camisa
mojados, debe de estar muerto de frío. Alcanza la cima de una duna, da
unos pasos tambaleantes, se vuelca hacia delante y desaparece. Entonces
Marie se detiene y mira alrededor. ¿Se ha echado al suelo porque ha visto a
alguien? No hay nadie. El viento trae a veces algunos gritos, pero vienen de
lejos. Del mar, donde continúan recogiendo los restos del naufragio,
peleándose y matándose por ellos. Marie piensa que el hombre no la ha
visto, pero no se confía. Aunque el viento ya ha borrado todas las huellas,
cree reconocer la duna sobre la que lo divisó por última vez, gracias a un
extraño abultamiento de arena que hay en su cima. Lo confirma cuando
llega a lo alto. Del otro lado hay una amplia rambla y, al fondo, una
acequia. El hombre está arrodillado al borde del agua cubierta de arena,
contemplando el cadáver de una vaca. Marie no podría decir su edad. El
cabello húmedo, moreno y largo, le cuelga por delante de un rostro
demacrado, en el que la espesa barba se interrumpe en uno de los pómulos,
liso. Por fin levanta la cabeza y la ve. Tiene un ojo a medio cerrar. El otro
está hundido por la fatiga, pero brilla intensamente en su cuenca. Si solo
dependiese de esa mirada, Marie no le daría más de veinte años. La
muchacha escruta las dunas que la rodean. El viento sigue arrastrando la
arena. Algunas plantas raquíticas se curvan hasta tocar el suelo. No hay
nadie. Hace un gesto con la mano para indicar al hombre que se acerque. Él
duda por un breve instante, se levanta y cruza los brazos sobre el pecho, en
un intento desesperado por calentarse. Está tiritando. Sube con dificultad
por la pendiente de arena, que se escapa bajo sus pies. Cuando está lo
bastante cerca, ella le tiende el abrigo que le quitó al cadáver. Lleva placas
de arena pegadas al terciopelo negro y está empapado. El hombre asiente y
se lo pone, con la esperanza de que al menos le sirva para protegerse del
viento. Se envuelve con él y trata de recuperar el resuello. Cuando los
dientes dejan de castañetearle, dice algo en una lengua desconocida para
Marie, pero que tiene algunos sonidos similares a la suya. Lo interpreta
como un agradecimiento. Agarra al hombre por el brazo y lo obliga a
seguirla.

Mientras remonta la playa, Louis se da cuenta de la gravedad del problema.


¿Cómo va a hacer para recoger todo lo que hay y llevárselo? Y después,
¿cómo darle salida sin pagar un tributo demasiado grande a los que
reclamarán una parte? Minvielle querrá la suya. Además está el gobernador,
que tratará de quedarse con todo. Aunque su gente todavía va a tardar en
aparecer por aquí; antes tiene que llegarle la noticia del naufragio, y solo
entonces enviará a sus hombres. Y estos deberán atravesar las landas
inundadas y encontrar los pasos que dan acceso al sitio donde está del
pecio. ¿Una semana? ¿Dos? Tiempo suficiente para poner muchas cosas a
buen recaudo. Lo primero es asegurarse de que los costejaires no escondan
demasiadas piezas valiosas. Al cruzarse con algunos, que acaban de abrir a
hachazos un fardo de especias y dejar la pimienta esparcida flotando en el
agua salada, se le ocurre que no tiene por qué temerlos. Basta con tenerlos
bajo control.
«Mira, parece que hay más supervivientes», dice la Raya señalando a un
grupo que saca del agua a un hombre, un poco más allá. Cierto, este sí da la
impresión de seguir vivo, o casi. Tiene la piel azulada por culpa del frío. No
lleva nada encima, salvo una especie de collar hecho con nueces gigantes.
Otro más que tampoco les será útil. Los costejaires se apartan de él cuando
llega Louis. El hombre lo mira. No parece asustado, solo terriblemente
cansado. Louis piensa que romperle la cabeza sería un gesto de auténtica
caridad. Se asegura de agarrar bien el mango del hacha. Y el hombre
empieza a hablar. «¿Francia?», dice en un francés con acento español. Tiene
suerte. Louis es uno de los pocos de por aquí que entienden ese idioma y
pueden hablarlo un poco.
—Sí.
—Ayúdame —dice el español.
—¿Qué me das a cambio?
—Por Dios…
Louis vuelve la cabeza, mira al cielo, levanta las manos y sonríe.
—¿Dios? No es aquí, amigo.
Levanta el hacha.
—¡Diamantes!
Louis interrumpe su gesto. Baja el hacha.
—¿Dónde?
—Un hombre. Viste como yo, un poco. Tiene los diamantes. Conozco su
cara. Com cicatriz. ¡Hay que buscarlo!
—Vale, lo buscaremos. Raya, pásale tu zamarra.
—¿Por qué yo?
—Porque estás gordo y tienes más calor. Y porque yo lo digo.
La Raya se quita la zamarra de piel de cordero. Debajo lleva una camisa
tan vieja y desgastada que sería casi transparente, si no estuviera tiesa de
tanta mugre. Suspira de disgusto y tirita un poco al sentir el viento en su
piel.
El español retira de sus hombros el extraño artefacto y se quita la
camisa. Se pone la zamarra y hace como que no percibe su olor. Un instinto
de supervivencia que Louis sabe apreciar en su justa medida.
—Vamos, hay que ponerse a buscar su cadáver. O a él, si es que sigue
vivo. Nos quedamos con el español. Nunca se sabe, puede sernos útil.
Aunque solo sea para demostrar a quien pregunte que hemos ayudado a esta
gente.
31

Tras la arena desnuda vienen los raquíticos pinos, que el viento obliga a
crecer a ras de tierra, y después, por fin, las dunas boscosas. Al abrigo de
los árboles, en la ladera de las dunas, el viento es menos fuerte, menos
agresivo, pero Fernando no deja de tiritar y sus piernas ya no aguantan más.
La muchacha lo anima, lo ayuda a avanzar. Por un sendero apenas dibujado
entre los madroños y las encinas suben una última cuesta, y la escena con la
que se topan a continuación lo deja clavado en el sitio.
Los pinos crecen aquí más dispersos y detrás aparece una extraña casa.
Está hecha de tablones y toscas vigas, de piezas de barco, y el hastial del
lado oeste casi ha desaparecido bajo la arena que se acumula en su costado.
Se podría subir la duna caminando y después andar por el tejado hasta la
chimenea, que expulsa una humareda gris curvada por el viento. Por la
parte de atrás asoma la copa de un pino con forma de horquilla que emerge
de otra colina de arena, y más allá se ven varios troncos muertos. Algunas
copas de árboles más, con sus agujas marrones aún colgando, sobresalen del
suelo. Todo un mundo parece haber sido engullido y, al darse cuenta de que
el viento sigue acarreando más y más arena, Fernando piensa que aquello
no ha terminado.
Entra en la casa siguiendo a la muchacha. Lo primero que ve es un hogar
y unas llamas naranjas. Después huele el aroma del humo y otro más fuerte,
a aceite rancio frito. En otros tiempos no le habría resultado precisamente
agradable, pero ahora le deja una sensación de calidez y no le disgusta.
Distingue una figura sentada ante el fuego, en una banqueta. Sus ojos se
acostumbran a la penumbra. Es una mujer. Muy vieja. La muchacha le tira
del abrigo. Él deja que se lo quite. Ella le indica por señas que se desvista y
le señala la chimenea. Él no sabe qué hacer. Palpa sus diamantes en el
dobladillo de la camisa y los del adil shah en la bolsita que lleva dentro del
calzón. Ella insiste y la vieja se levanta, se acerca y también le pide que se
desvista y se arrime a la lumbre. Fernando se quita la camisa y la deja en
una silla. La vieja pasa detrás de una sábana que separa en dos la habitación
y vuelve con una manta raída. Se la echa sobre los hombros. Después trata
de hacerle entender que también debe quitarse lo de abajo. Él niega con la
cabeza. La vieja mira al techo y dice algo.

—No es la primera que veo. Son todas parecidas —dice Hélène—. Que se
deje de tonterías, o va a morirse de frío.
Marie sonríe y mira al hombre. «Venga», le dice, y le tira del cinturón.
Él le agarra la mano y la aprieta. Ella lleva a lo alto la otra mano y le mira a
los ojos. Ya no sonríe. Que no se atreva a ponerle un solo dedo encima. La
suelta y vuelve sus palmas hacia ella, en señal de paz. Finalmente, se decide
a quitarse el calzón empapado y lleno de arena, del cual extrae una bolsita
de terciopelo rojo que conserva en su poder.
—Así que era por eso. La podía haber sacado antes.
Hélène vuelve a mover la cabeza y le indica que se siente junto a la
chimenea. El hombre obedece, avergonzado. Las mira y se lleva la mano a
la garganta, como diciendo que tiene sed. Marie coge un jarro, sirve agua en
un vaso de estaño y se lo tiende. Él se lo bebe de un trago y pide más. Ella
le entrega el jarro, que tarda pocos minutos en quedar vacío. «Obrigado,
obrigado», dice el hombre asintiendo con la cabeza.
Ninguna de las dos conoce la lengua que están oyendo, pero adivinan sin
esfuerzo el significado de esa palabra. Marie cuelga de las llares una
marmita de aceite marrón, coge varias bolas de harina parda, espera a que el
aceite comience a hervir y entonces las echa, mientras el náufrago no deja
de observarla. Cuando considera que ya están bien fritas, las recoge con un
cucharón de madera toscamente tallada y las vuelca en un cuenco de barro
cocido, que tiende al hombre. Este se lo vuelve a agradecer, atrapa una
mique con los dedos, se quema y la suelta. Marie y Hélène ríen. Él sonríe
tímidamente y sopla en el cuenco para enfriar su contenido.
Sin dejar de reír, Hélène le dice a Marie:
—Volviste a casa trayéndote un problema bien grande.
Ha tardado un buen rato en organizarlos a todos, pero ya los tiene en
marcha. Los costejaires y los resineros recogen lo que pueden en la playa y
lo van llevando a diferentes escondites en el bosque: chozas de pastor
hechas de brezo, ramblas apartadas, huecos de árboles arrancados. Louis se
encargará de clasificar los objetos, repartirlos, pagarlos y llevarlos después
a su taberna. Hay mujeres y niños apostados en puntos estratégicos, para
vigilar la llegada de los representantes de la autoridad o de los hombres de
Minvielle.
Aparte del negro al que destrozó la cabeza, de otros dos que
sucumbieron al recibimiento de los costejaires y del español, no han
encontrado más supervivientes. Tampoco el hombre descrito por el español.
Tal vez ha muerto, y entonces su cuerpo puede o no aparecer, o quizá se les
haya escapado con vida. En el segundo caso, tal vez se ocultó entre las
dunas y estará muriéndose de frío y de cansancio en el fondo de alguna
rambla, o bien los centinelas darán con él. Queda la posibilidad de que haya
huido antes de que Louis organice a la gente. Y la de que alguien se haya
ocupado de desvalijarlo sin avisar al resto. Esta idea va ganando terreno en
la mente de Louis como una comezón. Pica y es muy desagradable. No le
deja pensar en nada más. ¿Quién podría ser tan estúpido? Es cierto que los
lugareños no destacan ni por su lealtad ni por su sentido común, pero
ninguno se atrevería a desafiar su autoridad. No tanto por una cuestión de
inteligencia, como por instinto de supervivencia. Y, sin embargo, no deja de
pensar que sí hay al menos una persona dotada de inteligencia suficiente y
con un instinto de supervivencia lo bastante escaso. Necesita averiguar
dónde está Marie.

El hombre ha entrado en calor. Permanece aún envuelto en la manta de


Hélène, de cara al fuego, y no ha soltado su bolsa roja. Las prendas están
colgadas cerca del hogar. Al colocarlas, Marie ha notado el peso de la
camisa. Los bajos tienen remiendos y esconden algo. Piensa en monedas o
piedras preciosas, pero no se ha atrevido a palparlos. Él no le quitaba los
ojos de encima. Intentan hablar. Mal que bien, consiguen entenderse
uniendo los gestos a las palabras. Se llama Fernando y es portugués. Acaba
de llegar de la India. Quiere marcharse lo antes posible. Volver a su país.
Pero va a ser difícil. A Marie le faltan las palabras para describir los
pantanos y las landas inundadas, y sobre todo a quienes trabajan rastreando
el botín para Louis. Antes de pensar en Portugal, hay que plantearse cómo
salir de aquí.

El calor del fuego lo ha reconfortado y esas bolas de harina cocinadas en


aceite, que saben tan mal como huelen, le han sentado bien. Intenta hablar
con Hélène y Marie. Debe marcharse. Al fin y al cabo, todo ha salido como
debía. Tiene los diamantes y no hay ningún testigo del robo. Para los
demás, las piedras se hundieron con el buque de la India. Piensa en Sandra,
que lo está esperando en algún lugar. La imagina en los muelles de Lisboa,
aguardando su regreso y enterándose del naufragio. Ella es la razón por la
que desea regresar. Y es libre de hacerlo. Libre, por primera vez. Aunque de
momento, acorralado en esa cabaña hundida en la arena, siente que su
nueva libertad se parece mucho a los años de servidumbre. Se concentra en
el crepitar de las llamas. El hollín de la chimenea se cubre de puntos rojos
que acaban por desvanecerse o por perderse en lo alto del conducto. Nota
cómo el cansancio se va apoderando de él. Los ojos se le cierran solos. Da
varias cabezadas y cada vez se despierta preguntándose dónde está y
apretando la bolsa. Desde lejos, Marie lo observa y sonríe. Quizá la
muchacha sea de fiar. Y está agotado. Se le cierran de nuevo los párpados y
no se resiste más.

La Raya no está del todo tranquilo. No le gusta venir por aquí, y menos aún
cuando se hace de noche. Pero Louis lo ha dejado claro. Hay que asegurarse
de que Marie no se quedó con mercancías del naufragio. Se siente como un
carabinero encargado de un registro por orden del gobierno. Y lo odia.
Sobre todo, porque tiene que hacerle una visita a la Bruja. Los dos resineros
que van con él tampoco dan la impresión de estar contentos. Hace un rato,
tras desplumar el cadáver de un noble, el más joven parecía muy orgulloso.
Sobre la zamarra de piel lleva una bandolera, de la que cuelga una espada
que le quitó al muerto y que Louis no le ordenó dejar junto al resto del
botín. Antes de salir jugaba con ella, daba mandobles en el aire, fingía
pinchar a su compañero en el culo. Ahora está callado y se diría que la
espada le resulta un incordio. Cuanto más se acercan a su destino, más van
arrastrando los pies. De repente, uno se para a orinar. Al otro también le
entran ganas, así que se alivia. La Raya se da cuenta de que tiene la vejiga
llena y se encoge de hombros. Busca un ancho tronco de pino que regar, se
baja los calzones, separa bien las piernas y, justo cuando las sombras de la
noche terminan de caer sobre el bosque, se fija en un rincón de cielo
despejado y en un rastro de humo que lo cruza. Entorna los ojos y distingue
la arena y la casa; el viento pone a revolotear algunos destellos naranjas por
encima de la chimenea. No pensaba que estuviesen tan cerca. Tampoco los
otros dos: «¡Vaya! ¿Has acabado? ¡Ojalá no tengamos que pasar la noche
donde la Bruja!». La Raya se estremece. Un chorro descontrolado se le
escapa y le calienta los pies descalzos. Se da la vuelta hacia el que acaba de
hablar: «¡Cállate! ¡Ya hemos llegado!». En la oscuridad, a pesar de la barba
y el cabello que le ocultan la cara, puede ver cómo el resinero palidece.

Cuando la mano de Hélène se apoya en su hombro, Fernando se sobresalta.


Empieza a hablar, pero ella lo interrumpe. Pone el índice sobre los labios,
ordenándole guardar silencio. Después se lleva una mano a la oreja y con la
otra señala hacia el exterior. Hay alguien fuera y la anciana no está
esperando a nadie. Él se levanta y Marie recoge el calzón, la camisa y el
abrigo. Fernando sigue envuelto en la manta y tiene agarrada la bolsa de los
diamantes. Marie le indica con un gesto que la siga tras la sábana que divide
la habitación en dos. De ahí pasan a un cuarto estrecho y sin luz. En la
penumbra, Fernando distingue una cama, que ocupa casi todo el espacio.
Deja caer la manta a sus pies y se viste a tientas. Llaman a la puerta. Se
queda quieto.

Hélène va a abrir. La Raya ocupa todo el marco de la puerta de tablas


torcidas. Detrás de él, la anciana vislumbra a dos hombres que no logra
reconocer. La Raya carraspea.
—¿Se puede?
—No.
—¿Qué hay de la hospitalidad?
Hélène levanta una ceja.
—¿La hospitalidad? Aquí es de pago, ¿no lo sabías? Estoy muy ocupada
con mis pócimas.
La Raya se queda callado. Parece estar reflexionando, aunque Hélène
duda de su capacidad para llevar a cabo tal esfuerzo. Lo cierto es que no
tiene ni idea de cómo continuar. Uno de los otros toma el relevo.
—¡Hola, Bruja! ¿Has visto a alguien por aquí? ¿Un hombre?
—Hace mucho que no veo a ninguno. Pero no pierdo la esperanza.
—Y Marie, la sobrina de Louis, ¿está aquí?
Marie aparece por detrás de Hélène.
—Sí. Y tampoco he visto a nadie.
—¿No bajaste a la playa? —pregunta la Raya.
—Sí. Pero había demasiada gente y me di la vuelta.
—No nos queda más remedio que entrar y comprobarlo —dice la Raya
con tono suplicante.
—He dicho que no —responde Hélène.
La punta de una espada pasa entre la Raya y la jamba de la puerta. Se
apoya en la garganta de Hélène, que se echa para atrás.
—Lo siento —dice la Raya, bajando la cabeza y entrando en la casa
seguido de los otros dos.
Son cinco en la estancia, iluminada por el resplandor amarillo de la
lumbre y por una lámpara de aceite colgada de una viga, y nadie se siente a
gusto. El hombre de la espada empuja a Hélène y arranca la sábana
colgante. Detrás no encuentra otra cosa que una cama deshecha. Marie da
un grito y lo agarra por el hombro. Él se da la vuelta y la golpea con el
dorso de la mano. Ella saca de su vestido un cuchillo. El resinero levanta la
espada.
La punta se clava en una viga. La del cuchillo resbala en una costilla
antes de hundirse en la axila. El hombre suelta la espada, que queda
suspendida, y da un empujón a la joven. Marie retira el cuchillo y lo sujeta
con fuerza. Sangra de la nariz por el golpe y escupe una saliva
sanguinolenta a la cara del hombre, antes de apartarse. El herido cae en los
brazos de la Raya. El otro resinero también ha sacado un cuchillo. Pero
Marie ya está a su lado y levanta una hachuela, así que suelta el arma.
La Raya no sabe lo que hacer. Sujeta a su compañero, cuyas piernas
flaquean y cuya zamarra de piel mugrienta se va tiñendo de granate en la
penumbra de la casa. Mira a Hélène.
—¿Puedes salvarlo?
La Bruja mueve la cabeza a los lados.
—Estará muerto antes de cruzar el umbral de la puerta. Sácalo de aquí y
entiérralo en otra parte.
La Raya arrastra el cuerpo mientras termina de escapársele la vida. El
otro resinero ya está fuera. Marie no se ha movido. Los contempla marchar.
En torno al mango del cuchillo, sus falanges se han quedado blancas. Apoya
un dedo de la mano libre en la aleta de la nariz, sopla con fuerza y expulsa
un coágulo de sangre. Antes de atravesar la puerta, la Raya le lanza una
mirada nerviosa. Ella responde levantando el mentón en señal de desafío. El
coloso parece triste y avergonzado.
—Vamos a tener que volver.
—Pues volved con Louis.
La Raya se echa el muerto al hombro. Una vieja costumbre. Da la
espalda a la casa y se aleja en la noche junto al otro superviviente de la
misión. El peso del cuerpo que acarrea y la arena que se hunde bajo sus
pasos hacen su andar aún más inseguro, y su retirada, más humillante.
Cuando las dos siluetas han terminado de desvanecerse entre las sombras
de los primeros árboles, Hélène vuelve a hablar:
—Le tenía cariño a esta casa, ¿sabes?

Lo primero que ve Fernando al salir del cuarto es una espada flotando en el


aire. Lo segundo es el rostro ensangrentado de Marie. La muchacha, de
perfil entre la chimenea y él, tiene una gota, rosada a la luz de las llamas,
colgándole de la punta de la nariz. Cuando la joven se vuelve hacia
Fernando, la gota cae al suelo y casi se la oye golpear el piso de madera de
pino, antes de que este la absorba en menos de un segundo. Sin pensarlo, él
estira la mano hacia la mejilla manchada de sangre, pero Marie la aparta. Le
gustaría pedir perdón. Por estar allí. Por haber tardado demasiado en
decidirse a intervenir. Por no hacerse entender. Se conforma con dar otra
vez las gracias.
Hélène empapa un trapo en un balde de agua y lo pasa delicadamente
por el rostro de Marie, que pone mala cara. Una vez que han terminado, las
dos se quedan mirándolo. No necesitan que entienda su lengua, porque no
le hablan. Pero sus ojos lo dicen todo. ¿Qué van a hacer ahora con él?

Ha sido un largo día. Cuando Louis regresa con el español, ya hace mucho
rato que es de noche. En su casa las luces están encendidas. Los rayos se
escapan al exterior por entre las tablas de las paredes. Sin embargo, no se
oye ninguna voz. Al abrir la puerta, hacha en mano, Louis descubre a
Minvielle sentado delante de la chimenea con dos de sus hombres. Uno de
ellos tiene en la mano una pistola de rueda. A Louis se le vienen a la cabeza
dos verdades fundamentales: Minvielle tiene miedo de él; Minvielle se lleva
lo bastante bien con Épernon, sus delegados y, en general, los ricos
burgueses de la región, como para poder equipar con esa clase de armas a
los piojosos que trabajan para él. Entonces se fija en la Raya, que ocupa una
mesa con uno de los hombres que debían acompañarlo a casa de Hélène
para interrogar a Marie. El otro resinero no está con ellos. Mala señal. A su
espalda, el español se desliza en el interior y se queda callado, pegado al
muro.
Louis levanta la cabeza y estira bien el cuerpo, intentando abarcar todo
el marco de la puerta para mostrar no solo que esa es su casa, sino que
además él es el más corpulento. Si Minvielle está intimidado, no lo deja ver.
—Estás en tu casa, Louis, ven a sentarte conmigo —dice empujando una
banqueta.
—Lo necesito, sí. El día ha sido largo.
Se sienta en la banqueta, levanta el hacha y la clava en el suelo, a su
lado. El gesto y el ruido sorprenden a los hombres de Minvielle. El primero
echa mano al cuchillo, el segundo apunta a Louis con la pistola. La Raya
apoya las zarpas en la mesa, como dispuesto a intervenir en ayuda de Louis.
El resinero se encoge en su silla. Minvielle no pestañea.
—¿A qué debo el placer de recibiros en mi humilde establecimiento,
señor Minvielle?
—Estoy preocupado, Louis. Para empezar, mi ganado desaparece
cuando viene a pastar por los alrededores. Esta misma mañana he vuelto a
perder varias ovejas. Además, me ha llegado el rumor de que hay un gran
navío varado, y nadie se tomó la molestia de avisarme. De hecho, por esto
último no estoy preocupado, Louis. Estoy triste. Y ahora veo que te
acompaña alguien que no conozco…
—Ah…, respecto al barco, supuse que entre los costejaires no faltaría
quien os avisase. Lo cierto es que vos mismo decís que la noticia llegó hasta
vos. Tendréis vuestra parte de lo que recojamos, por supuesto. Respecto al
ganado, estoy al corriente y ya he tomado cartas en el asunto. En cuanto
ponga la mano sobre los culpables, os los entregaré para que podáis
llevarlos ante la justicia y pedir una indemnización cabal. Y respecto a este
hombre, es el único desgraciado que ha sobrevivido al terrible naufragio. Lo
he acogido en nombre de la caridad.
—Lo que me molesta, Louis, es que pensaba que serías capaz de
mantener el control de este territorio y que podríamos convivir. Así que
encuéntralos rápido, sí, porque no quiero sospechar que andas metido en el
asunto. Y sobre ese superviviente tuyo, no es el único. Un caballero y dos
negros recorrían la playa hacia el sur y los costejaires me los trajeron a
casa. El barco es portugués. Ese caballero, que habla francés, me ha
contado que el barco transportaba grandes riquezas, incluidos unos
diamantes pertenecientes a un príncipe mahometano de la India. ¿Estás
seguro de no haber encontrado nada parecido?
—Señor Minvielle, sois consciente de todo el respeto que os tengo. En
efecto, hemos empezado a recoger diversos productos y objetos. Algunos
son quizá valiosos. Pero diamantes… no tuve la suerte de encontrar
ninguno. Si están en el barco, no va a resultar nada fácil llegar hasta él.
Quedó mar adentro y las olas ya están destrozándolo. Por mi parte, yo
también estoy triste al ver la poca confianza que tenéis en mí. Y la tristeza a
veces nos empuja a cometer locuras, ya sabéis.
Minvielle se echa a reír.
—Pero tú no estás loco, Louis. O no tanto. Sabes qué es lo que te
conviene. Nunca lo olvides. Me marcho, y tu náufrago se viene conmigo.
Así podrá reunirse con sus compañeros de desgracias. Los enviaré a
Burdeos para que allí reciban la ayuda del duque de Épernon, que también
quedará encantado al escuchar la noticia del naufragio que ha tenido lugar
en sus costas.
—Es muy amable de vuestra parte, señor Minvielle. Os lo cedo con
gusto. Ya sabéis cómo es esto…, la vida aquí es dura, y tengo la certeza de
que este pobre necesitado, que yo mismo recogí, estará mejor en vuestras
manos.
Minvielle y sus hombres se ponen de pie. Louis se dispone a hacer lo
mismo, pero el que lleva la pistola sigue apuntándole.
—No te molestes, Louis, puedes quedarte sentado —dice Minvielle.
El hombre de la pistola sonríe. Louis le devuelve la sonrisa. Minvielle
sale con el náufrago. Los problemas no dejan de crecer.
Con la puerta ya cerrada, Louis se dirige a la Raya y a su compañero.
—¿Dónde está el otro?
—Muerto —responde la Raya.
—¿Quién lo mató?
—Marie…
Louis se ríe. Está orgulloso. Y siente ese escalofrío en la nuca que
llevaba tanto tiempo sin sentir. Tiene miedo. Está furioso.
—¿Habéis registrado la casa?
—Decidimos marcharnos después de que Marie apuñalase al pobre
Arnaud… Nos dijeron que no tenían nada —responde la Raya.
—¿Te lo has creído?
La Raya baja la cabeza. A su lado, el resinero toma la palabra.
—Yo no. Estoy seguro de que escondían algo. Sobre todo, la Bruja. Lo
que pasa…
Louis levanta el hacha y la deja caer en la cabeza del hombre.
—Hoy ya van dos. Voy a acabar por aficionarme —dice Louis mirando a
la Raya, mientras extrae la hoja con un ruidito húmedo—. Y dos para ti
también… Llévatelo a enterrar por ahí. ¿Cómo se llama?
—Pues no lo sé. Es amigo del otro. Trabajaban en el bosque de
Barbarieu.
—Ni siquiera tienes tiempo de tomarles cariño, está bien. Ese es el
problema que tengo yo con mi sobrina. Pero no me va a quedar más
remedio que cortar por lo sano —dice Louis pasando el pulgar por el filo de
su hacha.
32

No han tenido más remedio que enterrar a los muertos que el océano les
devolvía. Participan todos los supervivientes capaces de cavar un agujero o
de mover los cuerpos, ya sean marineros, soldados o caballeros, y la
población también colabora. El propio dom Manuel de Meneses ayuda a dar
sepultura a sus hombres. Bajo la lluvia, cavan en la tierra negra, mezclada
con arena y saturada de tal olor a humus que casi logra disimular el de la
muerte.
Con el paso de los días, van llegando noticias de la flota. Horribles. Sin
sorpresas.
Diogo e Ignacio se alojan con dom Manuel de Meneses en la gran casa
de Joannis Haraneder, uno de los magistrados municipales. Allí, merced a
los mensajes destinados al capitán-mor, descubren la suerte de las diferentes
embarcaciones de la armada de Portugal y de las carracas que debían
proteger.
El Santiago es la única que ha escapado al naufragio, gracias a la ayuda
de los marineros y habitantes de Guetaria. Las demás se hundieron más al
norte y sus tripulaciones desaparecieron casi por completo, víctimas de la
furia del océano y la brutalidad de los habitantes de estas costas.
El São José perdió a casi todos sus hombres: unos ahogados, otros
destrozados entre las olas y los despojos del pecio, y los demás asesinados
en tierra por las escasas pertenencias que hubiesen conservado, o por lo
contrario, por no tener nada que ofrecer a quienes querían desvalijarlos.
De la urca Santa Isabel solo se han salvado algunos fidalgos.
Tal y como averiguan mucho más tarde, el São João de António Moniz
Barreto también tuvo un final trágico. La nao almirante de la flota, tan
difícil de maniobrar, fue el primer navío arrojado contra la costa. Según
cuentan los supervivientes, el almirante Moniz Barreto habría salido con
vida. Pero el destino tenía otros planes para él. Fue uno de los que subieron
a una robusta balsa, construida por el alférez con la ayuda de carpinteros y
calafates, y estuvo a punto de alcanzar la playa llevando en brazos a su hijo
pequeño, que viajaba por primera vez. Atrapada en un hueco entre dos olas
y ya muy cerca de la orilla, la embarcación había tomado velocidad y se
dirigía a la salvación, cuando el filo de la ola se abatió sobre ella. Un bao
lleno de clavos, arrancado del galeón por el oleaje, se hallaba sobre la balsa.
En él quedaron atravesados padre e hijo. Al momento de tocar la tierra
firme, ya estaban muertos. Mientras le comunican el suceso, dom Manuel
de Meneses guarda silencio. Diogo ve empañarse sus ojos grises. ¿Tristeza?
Más bien decepción, al saber que aquel que convirtió en su enemigo ha
muerto de manera tan prosaica, sin el lustre que habría merecido un
oponente a su altura.
La nao Santa Helena encalló a pocas leguas de Saint-Jean-de-Luz. Los
lugareños rescataron a un negro, un indio y tres portugueses. Los
portugueses ya han desaparecido. Se sospecha que se han llevado consigo
las riquezas que pudieron salvar del naufragio. Dom Manuel de Meneses ha
pedido al conde de Gramont, alcalde perpetuo de Bayonne y señor de estas
tierras, que ordene vigilar los caminos y carreteras, pero hay demasiados.
Encontrar a esos ladrones y traidores será una tarea casi imposible.
El São Filipe ha tenido más suerte, gracias al arrojo de algunos
marineros y fidalgos. Tras encallar a poca distancia de la playa, el galeón
perdió el timón, que saltó por los aires y fue arrastrado hasta la orilla. Dom
Félix Ferreira, un caballero de Madeira, y António de Araújo Mogemes, el
alférez de navío, eran buenos nadadores y lo alcanzaron a pesar de la
corriente. Clavaron en la arena húmeda lo que quedaba de la pieza
descompuesta y le ataron un cable, mediante el cual la mayoría de la
tripulación pudo poner pies en tierra firme. Después tuvieron que plantar
cara a los pobres desharrapados que se les acercaron armados de palos,
cuchillos y hachas; tras negociar con ellos y a cambio de cederles el pecio y
una parte de lo que habían rescatado, los portugueses consiguieron que los
guiaran, a través de las dunas y los pantanales, hasta un pueblo. Allí les
indicaron el camino de Burdeos, donde pudieron reunirse con otros cuatro
supervivientes de la nao São Bartolomeu. También se enteraron de algo
más. Un hombre se habría apoderado de los diamantes del adil shah y
habría sobrevivido. En Burdeos nadie lo ha visto. Lo buscan en el laberinto
de dunas, bosques y ciénagas. Tiene una cicatriz en el pómulo y un ojo que
parece muerto. Al oír esto, Diogo presta atención y observa a dom Manuel,
quien apenas frunce un poco el ceño. La gente del lugar ya está tras la pista
del náufrago y el duque de Épernon, gobernador de Guyenne y señor de
esas desoladas tierras, va a enviar a sus hombres. El ladrón de diamantes es
prisionero del desierto donde ha varado. Perseguido, arrinconado entre
pantanos con fama de intransitables en esta época del año si no se conocen
las escasas trochas todavía accesibles, acabarán por dar con él…
—Tenemos que hacerlo nosotros antes que Épernon, y sobre todo antes
que los salvajes que allí viven —dice dom Manuel de Meneses en lo alto de
la escalinata de la casa Haraneder, donde un mensajero acaba de entregarle
una carta del maestre de la nao São Bartolomeu.
El capitán-mor de la flota de Portugal parece preocupado. Mira
fijamente a Ignacio, que está fabricando algunas flechas de caña y enseña a
tirar con el arco al hijo del magistrado vasco. Dom Manuel se vuelve hacia
Diogo, que está a su lado.
—¿Y qué mejor que un salvaje para adelantarse a otros salvajes?
33

Hélène le cocina unas miques y las envuelve en un trapo gris. La anciana le


aconseja que huya. Que busque caminos, ella no sabe cuáles, por los que
rodear el lago y alejarse del territorio de Louis. El riesgo de perderse no es
nada comparado con el de caer en manos de su tío, que está acorralado.
—La desaparición del ganado servirá a Minvielle de pretexto para
debilitarlo, tal vez incluso para apoderarse de este territorio. Y luego están
los resineros. Lleva ya muchos meses reteniéndolos aquí, impidiéndoles
atravesar el lago con la excusa de que podrían hablar a las autoridades.
Hasta ahora, el miedo que le tienen ha bastado para que le obedezcan. Pero
se está volviendo tan imprevisible que va a acabar por darles más miedo de
la cuenta. Es algo difícil de regular, el miedo. En su justa medida, empuja a
la sumisión, pero si crece demasiado puede incitar a la rebelión. En cuanto
uno de ellos deje de obedecer y tenga el valor de marcharse, el resto irá
detrás. Y ahora está ese barco con todas sus riquezas. Es una oportunidad,
pero también un castigo. Todo el mundo quiere su parte. Louis tendrá que
mostrarse lo bastante justo con los costejaires y los resineros como para que
no se subleven, pero soltando a la vez el lastre suficiente a Minvielle y a los
hombres del gobernador para que le dejen las manos libres. Y además, pese
a todo, su auténtico problema sois Fernando y tú. Quiere aplastarte. No para
dar ejemplo…, o solo un poco, sino porque le diste miedo y porque según él
le has traicionado. Y quiere los diamantes, claro. Por encima de todo lo
demás.
—¿Qué quiere hacer con ellos? —pregunta Marie—. ¿Marcharse?
¿Comprar más tierras? ¿Convertirse en un nuevo Minvielle?
—No lo creo. Es la idea de tenerlos lo que le atrae, nada más. Solo es
cuestión de poder. Vive aquí desde hace mucho tiempo, demasiado. Reina
en esta comunidad desde hace demasiado. Solo pretende mostrar que es el
más fuerte y que aquí todo debe someterse a su voluntad. Y lo pretende
precisamente porque tú estás demostrando lo contrario. Así que debes irte.
Llévate al portugués y sus diamantes contigo. Salva tu vida y la suya.
—¿Y tú?
—Yo ya soy vieja. Estoy cansada y te aseguro que no diré nada. Así que
vete…
Hélène deposita un beso en su frente y, mientras desciende la duna para
reunirse con Fernando, Marie siente aún el calor de los labios de la anciana
en su piel. Tiene la impresión de que la despedida ha sido definitiva.

Le están buscando, tienen vigilados los caminos. Fernando no está seguro


en ningún sitio, y menos aún en esta casa. En cuanto a las dos mujeres que
lo acogieron, no sabe hasta qué punto también ellas corren peligro, aunque
es evidente que Marie sabe defenderse. Los tres se han relevado durante la
noche para hacer guardia. No ha venido nadie más. Tanto mejor. Si alguien
hubiese llegado en el turno de Fernando, seguramente los habría
sorprendido. Alternó momentos de somnolencia con otros en los que su
vigilancia no servía de nada, incapaz como es de distinguir un ruido
anormal entre los demás: el chasquido del tronco de los pinos, el susurro de
sus agujas, el rugido lejano del océano, el silbido del viento que se cuela
entre las tablas, el roce de la arena en las paredes de la casa, el grito de los
animales en mitad de la noche…, demasiados sonidos que no son los de un
barco, los únicos que conoció durante meses.
Marie se lo lleva afuera. El viento sigue soplando. Un poco menos
fuerte. Las nubes no se han ido y esconden la luna, las estrellas y el brillo
del nuevo día, que debe de estar ahí, en alguna parte. Tiene los diamantes
consigo. Excepto algunos de los que iban cosidos a su camisa. Sin decir
nada, los ha dejado dentro del vaso que utilizó por la noche. Hélène los
encontrará tarde o temprano. La anciana sigue ahí. Su sombra se enmarca
en la puerta de la casa. Barre la arena del exterior y los mira partir. Pronto
abandonan el viejo camino apenas visible, una fina línea blanca que a veces
desaparece bajo las agujas de los pinos y el musgo que tapa el suelo aquí y
allá. Al internarse en el bosque bajo, con sus encinas, sus madroños y sus
arbustos, Fernando va arrebujado en el gran abrigo negro y tiene la
reconfortante sensación de fundirse en la oscuridad, en el olor de la tierra en
descomposición y el perfume embriagador de los hongos, que todavía no
puede ver debido a la insistente oscuridad de esta mañana apagada. Marie
tarda poco en hacerle entender que la impresión de ser invisible es ilusoria.
En este extraño desierto hay ojos por todos lados.
La joven se detiene a menudo. En lo alto de las dunas o en la ladera, se
arrodilla junto a una mata de brezo o contra un tronco y escucha. Cuando el
andar de Fernando es demasiado firme, o si hace ruido al romper o apartar
bruscamente las ramas a su paso, le indica con un gesto que guarde silencio.
En una ocasión, al descender a una cuenca entre las dunas, Marie lo agarra
por el brazo y tira de él hacia el suelo. Tumbado boca abajo sobre el musgo
húmedo, las agujas y las hojas, oculto tras un tronco de pino caído y
carcomido en el que se afana una colonia de cochinillas, contempla el lugar
que los rodea. Con un movimiento de la barbilla, Marie le señala la cima de
la duna que tienen delante. Sobre la cresta, entre las sombras de los pinos,
los robles y los madroños, consigue distinguir un bulto. Entorna los ojos y
se concentra hasta vislumbrar dos siluetas casi humanas, gracias a las
zamarras de piel de cordero que tienen la lana mugrienta y deshilachada
vuelta al exterior. Los dos hombres se quedan quietos. Algo, un ruido, un
movimiento o solo su instinto animal, los ha puesto alerta. Observan con
atención el fondo de esa minúscula y frondosa vaguada, que desde su punto
de vista debe de quedar medio sumergida en las sombras. Uno de ellos hace
ademán de iniciar el descenso. El otro lo retiene. No hablan. El primero
sigue buscando y, aunque no puede verle los ojos, Fernando siente su
mirada en la nuca. Le gustaría dejarse tragar por el musgo, fundirse con la
tierra en la que hunde la cara. Una cochinilla se le mete por la fosa nasal.
Gira la cabeza y trata de soplar con la nariz para expulsar al intruso, que
continúa su camino. Se vuelve hacia Marie. Ella lo mira y le pide con un
gesto que no haga ningún ruido. En lo alto, los hombres siguen sin moverse.
El insecto ya no avanza, sin duda satisfecho con el escondite húmedo y
oscuro que ha encontrado. Fernando hace todo lo posible por contener el
estornudo. Le corre una lágrima por la mejilla. Arruga la nariz. El
movimiento molesta a la cochinilla, que decide salir. Fernando piensa que el
bicho tiene mil pies y que cada uno de ellos tiene por único fin hacerle
cosquillas. La mano de Marie se apoya en su cabeza y la aplasta contra la
alfombra de musgo, justo en el instante en que él estornuda. Aunque el
ruido queda atenuado, tiene la impresión de que se oye de todos modos,
como una nota en falso en mitad de la música del bosque mecido por el
viento. Se seca la barba, entre la que se agita la cochinilla cubierta de
mocos, y busca con la mirada a los dos hombres. Ya están bajando.

Los dos resineros hincan los pies en la arena; a veces, con la mano que no
sujeta el hacha, se agarran a las ramas o los troncos para frenar su carrera
cuesta abajo. Han localizado la zona de donde procedía el ruido. Marie
aprovecha que están concentrados en no perder el equilibrio para
esconderse un poco más atrás, a la sombra de un roble de ramas bajas. Se
arrodilla con el cuchillo en la mano. Fernando rueda de costado y se desliza
en el agujero donde un día estuvo el tocón arrancado del gran pino que los
ocultaba antes. Con los pies en el agua estancada del fondo, se encorva de
manera que solo sobresalga su torso, disimulado en parte por las raíces
mezcladas con arena y tierra que asoman por encima. Y aguarda, también
cuchillo en mano.
Los dos hombres llegan al lecho de la rambla y siguen adelante. Aunque
todavía no puede verlos, Marie los oye avanzar entre la vegetación.
Fernando casi ha desaparecido en su escondite, sombra dentro de una
sombra, y para ella sería invisible de no saber que está ahí. Confía en que
también sea su caso. Los dos resineros se acercan. Un matojo de acebo se
agita a su derecha, a pocos pasos del tocón de pino arrancado. A la
izquierda, por el lado de la copa podrida del árbol, los troncos plateados de
unos cuantos abedules jóvenes crujen, mientras zumban los juncos.
El primero en aparecer se detiene justo al borde del agujero en que se
esconde Fernando. Se queda mirando alrededor bajo la luz gris, que incluso
en la hondonada comienza a imponerse a la oscuridad. Es pequeño y flaco.
La barba gris le crece a trozos en la cara y el pelo largo y sucio le sobresale
del gorro. Va descalzo. Y da un grito. Fernando lo ha agarrado por la
pantorrilla y le ha cortado el tendón de Aquiles. El eco de su voz aún no se
ha apagado, cuando ya cae en el agujero y el soldado portugués lo degüella
sin preocuparse del ruido. Marie cree escuchar un leve silbido y después el
borboteo de la sangre escapándose del cuello del resinero. Hacha en alto, el
segundo hombre sale de la vegetación en busca de su amigo. Marie se pone
en pie detrás de él y lo apuñala por la espalda. Al quedarse parado, el
hombre no cae, tal y como Marie esperaba, sino que se gira con el hacha
levantada. Vuelve a pararse. Fernando acaba de clavarle el hacha de su
compañero entre los omóplatos. El hombre se desploma. Tiene los ojos en
blanco por el pánico. Intenta hablar, pero solo consigue emitir un gimoteo
lastimero. A Marie le gustaría acortar su sufrimiento. Al fin y al cabo, todo
es culpa de Louis, no de estas pobres gentes que se ven obligadas a
venderse a su tío para vivir algo mejor. Solo un poco mejor. Pero es incapaz
de llevar a cabo el gesto que aliviaría el sufrimiento del hombre. Entonces
Fernando toma las riendas. Tal y como acaba de hacer solo un minuto antes,
tal y como hizo más de diez años atrás, sobre el puente de un barco en
mitad de un lejano océano, hunde la hoja en el cuello y secciona todo lo que
encuentra. Después levanta su mirada triste hacia Marie. El abrigo negro
brilla por la cálida humedad de la sangre derramada, las manos de Fernando
están teñidas de rojo. Marie le dice: «Hemos hecho mucho ruido. Hay que
irse ya». Fernando arranca el hacha de la espalda del muerto y camina tras
ella.

No sabe adónde ir. ¿Al sur? Sería como echarse en brazos de Louis. ¿Al
norte? De ese lado encontrarán más dunas, más bosques, más pantanos, más
costejaires y resineros. Ninguno tan temible como su tío, pero sí un montón
de gente peligrosa. ¿Atravesar la laguna? Tendrían que robar un barco. No
hay duda de que las pocas embarcaciones en esta orilla estarán vigiladas, si
es que no las han echado a pique por orden de Louis. Y además se vería
obligada a enfrentarse a una realidad que se empeña en no ver. Un pueblo
abandonado, devorado por las aguas, y unos padres ausentes. Todavía sigue
viniendo a sentarse por aquí, en la cima de la duna que domina el lago,
aunque hace ya muchos meses que no ha vuelto a divisar el humo en la otra
orilla. Solo se ven los muros blancos de la ermita. Tan cercanos que tiene la
impresión de que basta estirar la mano para tocarlos. ¿A qué distancia
estarán? ¿Una legua escasa? Una legua. Cuatro años. Varias vidas y un
mundo desaparecidos, a los que ella ya no pertenece.
Mira a Fernando, que vigila los alrededores mientras la espera. No
parece que el lago le interese. Está claro que también él ha descartado la
travesía. Al menos de momento. Se concentra en el bosque. Es de allí de
donde viene el peligro. Ella le tira del brazo y lo lleva consigo. Pocos
minutos más tarde, bajan la ladera de una duna empinada que da la
impresión de sumergirse en las aguas de la laguna. Los madroños y las
matas de retama se aferran a la arena. También algunos pinos. Hay uno que
no ha logrado arraigarse en la pendiente. Sus raíces han quedado al
descubierto y se ha volcado. La copa reposa en el agua y un musgo blanco
como la espuma rodea sus ramas y agujas. Marie y Fernando se deslizan
cuesta abajo. A la derecha, un estrecho repliegue de la duna forma una cala
diminuta. Las apretadas cañas entran en el lago y, del lado de la tierra, el
brezal cede rápidamente el terreno a una maraña de árboles y arbustos, por
la que los dos se internan. En el medio ha crecido un gran madroño. Bajo
sus ramas, que tocan el flanco de la duna, el suelo está cubierto de hojas, de
musgo y de agujas de pino, y casi podría creerse que se hunde en la tierra de
tanto como le cuesta a la luz del día abrirse camino. Ahí dentro son
invisibles. Marie supone que los buscarán en otros lugares, en los caminos
que llevan hacia el resto del mundo. Nadie vendrá a buscarlos en aquel
agujero sin salida, al menos en un primer momento, o eso quiere creer. Van
a poder pensar con calma en lo que harán después. Marie quiere ayudar a
Fernando. Y desea humillar a su tío.
34

Han tardado dos días en llegar a Burdeos. Varios jinetes se turnaban para
llevar a la grupa a Diogo e Ignacio, que nunca antes habían subido a
caballo. Atravesaron extensiones cubiertas de agua estancada y de landa
baja, tan monótonas que Diogo pensaba a veces que iban navegando por un
nuevo océano. Los buques con que se cruzaban y sus vigías son en esta
tierra hombres morenos vestidos con pieles de cordero y subidos en zancos.
Por primera vez en mucho tiempo, Diogo piensa que Ignacio, con su cráneo
siempre afeitado por la mitad, su piel cobriza, su arco y su maza de piedra,
no es el más extraño de los seres humanos que se pasean por estas
comarcas.
El paisaje iba cambiando poco a poco, haciéndose más ondulado según
se acercaban al río; aun así, al ver asomar las torres y los campanarios de
Burdeos, Diogo siente el mismo alivio que al divisar tierra tras haber
cruzado el océano Atlántico. Una lluvia fina cae sin parar mientras
atraviesan los arrabales y, cuando por fin se presentan ante los hombres del
duque de Épernon, están empapados. Diogo muestra las cartas de dom
Manuel de Meneses, de Joannis Haraneder y del conde de Gramont, a cuyo
servicio se encuentra Izko, uno de los jinetes que los acompañan y que
ejerce también de traductor. Gracias a él se enteran de que el gobernador de
Guyenne ha intentado viajar en persona al sitio del naufragio, pero ha
tenido que dar media vuelta al encontrar inundadas todas las vías que llevan
a la costa. Al final ha enviado allí a sus hombres, con la misión de cruzar
aquellos parajes, apoderarse de las mercancías recuperables, almacenarlas y
vigilarlas. Los primeros registros, llevados a cabo en los pueblos más
cercanos a la orilla alcanzada por los supervivientes, han permitido requisar
cierto número de objetos —joyas, monedas de oro y prendas de ropa— que,
según los habitantes, eran regalos en agradecimiento por su ayuda.
El relato de los supervivientes no coincide del todo. Llevan a Diogo e
Ignacio hasta el albergue donde se aloja Martim Pacheco, el maestre de la
nao São Bartolomeu. No importa que el mundo entero parezca estar de
paseo por Burdeos, ni que ya otros tupinambás hayan pasado por aquí, igual
que lo han hecho negros, indios, árabes o chinos; Ignacio sigue despertando
la curiosidad y la desconfianza. Diogo cree que no se trata solo de una
cuestión de peinado o de color de piel. El largo arco y la maza de piedra
suscitan también algo de temor. Por eso, lo mejor es que su amigo suba
directamente a la habitación que compartirán esta noche.
Diogo se encarga de interrogar a Pacheco en relación con lo que no se
dice en los correos que ha mostrado a los hombres del duque de Épernon.
Aunque Ignacio y él han sido oficialmente enviados para inspeccionar el
lugar del naufragio y entregar un informe a dom Manuel de Meneses, quien
se lo transmitirá al rey, lo que en realidad van buscando son los diamantes.
Un secreto a voces. Todo el mundo los busca, pero nadie lo reconoce. Más
de una semana después del naufragio, el maestre de navío aún da la
impresión de estar aterrorizado. A la luz de la lámpara de aceite que arde
sobre la mesa, se aprecia la tensión en los rasgos de su demacrado y pálido
rostro, y Diogo teme que se eche a llorar en cualquier momento. Su relato
es largo, cargado de silencios. Pacheco cuenta sus miedos. En primer lugar,
miedo de ahogarse. Después, miedo de los hombres en cuyas manos cayó, y
que al final lo vendieron como una vulgar mercancía a otros, apenas menos
salvajes, que lo trajeron aquí. Cuando habla de ellos, tiene la misma mirada
que el borracho cabizbajo de la mesa de al lado, que no para de pedir más
vino y se enoja cada vez que la camarera se marcha con la jarra, mientras
aprieta con una mano el vaso de estaño para no ceder al pánico y con la otra
se toca maquinalmente la sien hundida.
Martim Pacheco sabe quién es el ladrón de los diamantes. Un renegado
que estuvo cautivo del Santo Oficio. El de la cicatriz y el ojo dormido.
Fernando Teixeira. Diogo le pregunta si puede acompañarlos hasta allí.
Irían él mismo, Ignacio y el hombre que los ayuda como traductor. El
maestre de la carraca se echa a reír.
—Antes volvería a vivir las dos últimas semanas en el mar, y no vería
nunca más la luz del sol, que poner otra vez un pie en casa de esa…, esa…
¿gente? No, gracias. El duque de Épernon está buscándonos un transporte
hacia España que salga cuanto antes. Es el camino que voy a tomar, y
vosotros haríais bien en hacer lo mismo. Apuesto a que ese de los
diamantes, si todavía lleva la cabeza sobre los hombros, a estas alturas tiene
ya un hacha clavada en ella.
35

Louis está furioso. Se siente humillado por Minvielle, desafiado por Marie,
traicionado por Hélène.
Esta mañana ha recorrido todas las chozas improvisadas en que los
costejaires y los resineros depositan el resultado de sus rastreos por la
playa. Maderos, cordajes, fardos de tejidos, especias que el agua salada
echó a perder, prendas de ropa arrancadas de los cadáveres varados e
incluso algunos tarros de confitura de las Indias. Descubre allí aromas
desconocidos, sabores que nunca había probado. Cada marea trae un
montón de productos insólitos que deberá disimular con inteligencia. Le
conviene enseñar una parte, para que Minvielle y los hombres del
gobernador, que no tardarán en llegar, tengan la impresión de recibir lo que
les corresponde. Organizarlo todo resulta extenuante. Ha pedido a la Raya
que se encargue de castigar a los hombres y mujeres que caigan en la
tentación de guardarse algo de lo que encuentren al rastrillar la playa. Y no
le falta el trabajo.
A su vez, la Raya tiene que delegar en otros una parte de su cometido.
En tres días, para dar ejemplo, ha cortado dos manos y ha partido un cráneo.
Y da igual una cosa que otra. Aquí nadie sabe curar los miembros
amputados. Los dos costejaires que perdieron la mano de este modo han
muerto unas horas después del castigo. En total, tres muertos. Hay otro que
no va a tardar mucho, tras apuñalarlo un camarada con el que había
descubierto una barrica de vino amargo. Se pusieron de acuerdo para
aligerarla y así transportarla mejor, y emprendieron de inmediato la tarea.
Dos horas más tarde, surgió una querella entre ambos relacionada con el
origen del vino en cuestión. El primero afirmaba que venía de España. El
segundo, algo inclinado a la religión, decía que se trataba de la sangre de
Cristo y que venía sin duda de Caná. Una hoja de acero clavada en su
vientre puso fin a la discusión.
Louis también debe asegurarse de que los caminos estén vigilados y
enviar hombres en busca de Marie y el portugués. Fue a ver a Hélène el día
siguiente al naufragio. La Bruja le repitió que Marie no había encontrado
nada, ni bienes ni hombres. Y le explicó la razón del apuñalamiento del
resinero, que se había comportado de manera agresiva. Louis tuvo la
impresión de que mentía, pero prefirió no insistir. Por si acaso, ha dejado
apostados a varios hombres en los alrededores, con órdenes de avisarle si su
sobrina regresa. Aún no la han visto. A cambio, han descubierto dos cuerpos
en el fondo de una rambla. Apuñalados y ejecutados. Desangrados como
cerdos. Marie puede ser cruel. Ese que la Raya tuvo que enterrar la otra
noche no dudaría en corroborarlo. Pero ¿dos hombres de una vez?
¿Ejecutados? No está sola. Hélène le mintió. Después de todo lo que ha
hecho por ella. La vieja va a tener que hablar.
Utiliza caminos indirectos para volver a la casa de la Bruja, a su hastial
tapado por la arena y sus tablas mal compuestas. El rodeo le permite
comprobar hasta qué punto sus centinelas son ineficaces. Solo dos lo han
visto pasar. Hay algunos que duermen, otros están pensando en sus cosas y
otros simplemente no están, porque sin duda andan ya hurgando entre la
arena de la playa, temerosos de ver desaparecer su parte del botín. Está
claro que no se puede confiar en nadie, aunque es algo que Louis sabe
desde hace mucho.
Se detiene en la linde de la arboleda y observa la casa. El humo de la
chimenea se eleva en el aire. El viento ha amainado. La tormenta se aleja,
por fin. Todo está en silencio. Incluso el océano parece haber callado.
Avanza por la arena. La lluvia la ha recubierto con una gruesa costra,
moteada de cráteres endurecidos formados por las gotas. Sus pies la rompen
y se clavan en la capa seca y fría que hay debajo. El único escalón de
madera cruje al pisarlo. Empuja la puerta.
Hélène o Marie han debido de encontrar la cuerda hace poco en la playa.
Con la corriente de aire, el cuerpo de la vieja se balancea. Tiene un nudo
corredizo alrededor del cuello. Debajo hay una banqueta volcada y un
charco de excrementos. Louis piensa que la Bruja no necesitó de su escoba
para su primer vuelo verdadero. La sujeta por una pierna, para que el cuerpo
deje de moverse. Nota que aún está caliente. Llega tarde, por poco. De una
patada envía la banqueta deslizándose hasta la chimenea, y luego da la
vuelta entera a la casa derribando el poco mobiliario que encuentra. En el
dormitorio, bajo la cama, halla una cajita taraceada. Dentro hay un anillo,
vestigio de la época en que la Bruja no lo era y tal vez soñaba con una vida,
si no agradable, al menos tolerable. Al lado del anillo, cuatro piedras
transparentes del tamaño de la uña de su meñique. Se las lleva afuera para
examinarlas a la luz del día. Dos tienen manchas negras en el interior. Son
piedras más bien toscas, pero tienen algunos ángulos poco frecuentes. No
necesita haber visto nunca uno para adivinar que se trata de diamantes,
aunque no son los que anda buscando. Por lo demás, no le cabe ya duda
ninguna de que el portugués está vivo y que pasó por aquí. No va a volver,
y Marie tampoco. Entonces agarra el caldero y vacía el aceite todavía
caliente en el hogar. En un suspiro, las llamas se elevan. Arranca la sábana
que separa la sala en dos, la extiende sobre el fuego y observa el tejido, que
se chamusca antes de prender. Apila a un lado el resto de la poca ropa que
ha podido encontrar y sale.
Desde fuera contempla las llamas que escapan por la chimenea e
invaden el tejado. Experimenta cierta satisfacción al ver cómo la casa se
convierte en humo. Cuando haya terminado de arder, cuando se haya
derrumbado, la arena se encargará de borrar de la faz de la Tierra las marcas
del paso de Hélène, esa zorra desagradecida. Respecto a Marie, no tiene ni
idea de lo que pretende hacer. ¿Escapar con el portugués? El lago es
demasiado ancho y no encontrarán ninguna embarcación. Al sur están sus
hombres. Aunque quizá podría pasar, ayudada por la desidia de los
centinelas. Al norte acabaría por extraviarse entre pantanos ignotos. En
realidad, la conoce muy bien. Si aún está escondida en las cercanías, verá la
casa quemada. Y tendrá una razón más para vengarse. Louis cuenta con el
odio de su sobrina: tarde o temprano, Marie deberá acudir a su encuentro. Y
él estará esperándolos. A ella y a ese portugués que transporta los diamantes
y que deja tras de sí cadáveres de hombres poco honestos, cierto, pero
leales.

***
Por la mañana, Fernando mira la otra orilla del lago. Bajo las nubes grises y
bajas aparece una línea anaranjada. Tiene la impresión de no haber visto el
sol desde hace meses, así que esos rayos tenues y lejanos son preciosos para
él. Según van abriéndose paso por el cielo de plomo, las aguas adquieren un
tinte cobrizo. Incluso sin tocarlo, esos rayos lo calientan, tras tantos días
húmedos y tantas noches frías. No aguantará mucho más en este lugar. Si
nadie los encuentra, Marie y él acabarán sin remedio por morir de frío.
Señala el norte a Marie. Por allí deben marcharse. Ella mira al sur. Por
allá es por donde quiere ir. Porque no quiere escapar. Lo que quiere es
enfrentarse a Louis. Él niega con la cabeza y echa a andar por la estrecha
banda de arena, entre la vegetación y el agua. Tiene que mojarse los pies
para rodear la punta de la duna que entra en el lago. Antes de pasar al otro
lado, se gira para mirar atrás. Marie no se ha movido. Lo observa con los
brazos quietos y los puños apretados. En la luz del alba, le parece hermosa.
Cuando entorna los ojos para expresar su enfado por verle marchar,
mientras a su espalda una bola roja aparece por fin sobre el horizonte,
Fernando piensa en Sandra. Marie suspira y camina hacia él.
36

En cuanto sale el sol, se ponen de nuevo marcha. Entre los tejados de las
casas, el cielo por fin es azul. Luego, con la ciudad y los arrabales ya muy
atrás, después de cruzar viñedos cuyas cepas desnudas y nudosas le
recuerdan a Diogo las almas suplicantes ante un dios impasible, se adentran
en la húmeda landa. Izko sigue con ellos. También van dos mosqueteros, a
las riendas de los caballos. Silentes, huraños. Diogo sospecha que echaron a
suerte a quién le tocaba ir de escolta y que estos dos perdieron.
La carretera principal está llena de roderas inundadas y no es mucho más
practicable que sus márgenes. Esos mismos paisajes ya los vieron, bajo la
lluvia, en el viaje desde Saint-Jean-de-Luz. Sin embargo hoy, al sol de la
mañana, son distintos. Bajo el suave calor de los rayos, una fina capa de
bruma se eleva sobre la vegetación baja. De vez en cuando, un bosquecillo
de robles, pinos o abedules interrumpe esa envoltura algodonosa. Cada
tanto ven rebaños de ovejas, pastando atareadas sobre imperceptibles
elevaciones del terreno. Y junto a ellas, siempre, esos hombres encaramados
en zancos, descalzos o con los pies envueltos en apretadas bandas de tela
sucia, arropados con abrigos negros o zamarras de piel de cordero, con el
gorro hundido en la cabeza y los ojos falsamente indiferentes al ver pasar
aquella extraña comitiva: tres hombres armados llevando a la grupa a un
casi niño y a un salvaje con un arco al hombro y, al costado, una maza
decorada con plumas escarlatas que añade una nota de color, casi molesta,
en el pardo paisaje.

Tras varias horas de un incómodo trayecto a caballo que ha puesto su culo a


prueba, aparece un campanario en el horizonte. Les falta una hora de
camino para llegar a aquella modesta población rodeada de landa. Desde la
distancia se divisan las granjas aisladas, con sus campos, negros en este
tiempo, y sus enclenques bosques. Hay muchas ovejas. En el pueblo, las
aspas de un molino de viento dan vueltas lentamente. Algunas casas son de
piedra rubia y ladrillo, aunque la mayoría están hechas de madera y tierra.
La comitiva se detiene delante de una taberna, casi vacía a esta hora. Sin
embargo, una pequeña multitud tarda poco en aparecer y rodearlos, sobre
todo a Ignacio. Un niño más atrevido que los demás se acerca, le toca el pie,
que cuelga al costado del caballo, y escapa riendo, sorprendido de su propio
valor. El tupinambá intenta mantenerse impertérrito, pero se le escapa una
sonrisa que hace reír aún más al niño. Izko se dirige al dueño de la taberna,
que se ha unido al resto en mitad de la calle. Después se vuelve a Diogo.
—Dice que quedan muy pocos caminos practicables para alcanzar la
costa. Demasiada agua. Y que si queremos llegar, y llegar vivos, tenemos
que hablarlo con un tal Minvielle, que posee muchas tierras y mucho
ganado, y es uno de los que mejor conocen los puntos de paso. Vive a una
legua de aquí.
El pequeño grupo arranca otra vez, en dirección oeste. Por aquel lado el
camino es todavía más fangoso. Cuando por fin llegan a su destino, Diogo
se queda asombrado. Al parecer, ese gran propietario del que les hablaron
vive en una casa de lo más modesta. Madera y adobe, techo bajo, ventanas
estrechas. Alrededor, robles desnudados por el invierno, entre los que se ven
varias cabañas de madera para el personal, un corral de ovejas y, al otro
lado del camino, un campo baldío donde el agua que mana del suelo brilla
bajo el sol. Desde allí se divisa a lo lejos la extensión de un inmenso lago.
El horizonte queda tapado por altas dunas. Varias están cubiertas de árboles
y forman una masa negra, otras parecen blancas cataratas arrojándose a las
aguas de la laguna. Al sur de esta, el paisaje es un archipiélago amarillo y
pardo de cañas y hierbas altas flotando en un pantano infinito. Basta con
quedarse mirando el conjunto y aspirar el aire cargado del olor a fango para
sentir por dentro la humedad.
Salen varios hombres. Algunos llevan hacha, otros, pistola, y al cinto
todos llevan cuchillo. Solo uno tiene las manos vacías. Viste una especie de
dalmática negra de tejido basto. No lleva sombrero. La cabellera de un
blanco apagado y las arrugas son indicios de su avanzada edad, que no le
impide moverse con aplomo. A diferencia de los demás, de tez casi
amarillenta, su piel parece bronceada por los rayos del sol, o por el reflejo
de estos en el agua. Salta a la vista que es el jefe y que, al igual que sus
hombres, pasa mucho tiempo a la intemperie, aunque es evidente que él está
mejor alimentado. También mejor vestido, sin duda. Dirige la palabra a los
dos mosqueteros, pero observa sobre todo a Ignacio y a Diogo, que acaban
de bajarse torpemente del caballo y se masajean las nalgas.
—Dime, ¿a qué debo esta visita?
—Señor Minvielle, nos envían el conde de Gramont, con el beneplácito
del duque de Épernon, y el capitán de la flota de Portugal, a la cual
pertenece la nave que ha encallado en estas costas —dice Izko—. Nos han
dicho que vos podríais guiarnos hasta el lugar del naufragio, para que
valoremos cuánto puede salvarse de él.
—Y esos de ahí… ¿Ese quién es? —pregunta Minvielle, señalando a
Diogo e Ignacio—. El otro, el del arco y los ojos rasgados y el peinado
extraño, ¿es un chino?
—Es un indio del Brasil.
—Ah…, según dicen, hay grandes riquezas por allá.
—Sí, eso dicen.
—En tal caso, ¿qué pinta aquí? ¿Es un prisionero? No lo parece.
—Es el acompañante del joven portugués que se encarga del informe
para el capitán general.
—¿Viene por voluntad propia? ¿Qué va a encontrar aquí de interesante?
¿La arena? ¿El barro? ¿Las ovejas?
—No tengo idea y tampoco me importa —responde Izko, molesto—.
Entonces, ¿podéis llevarnos?
Minvielle hace como que no oye la pregunta. Sigue mirando a Ignacio y
a Diogo.
—No vienen hasta aquí solo por eso. Andan buscando algo más. ¿Traía
muchas riquezas ese barco? ¿Tienen que recuperar alguna cosa en
particular? Si me lo cuentan, mandaré a mis hombres a rastrear para ellos.
Izko se vuelve a Diogo y traduce.
—Estamos aquí solamente para identificar aquello que pueda salvarse y
tal vez devolverse a sus dueños —responde Diogo, traducido de nuevo por
Izko.
Minvielle se ríe, y sus hombres ríen con él. No saben de qué, igual que
no lo saben Izko o Diogo, pero cada uno piensa que mejor reír si lo hace el
jefe.
—Vale, vale…, no buscan nada en especial. Me parece estupendo,
porque yo no tengo nada. En cambio, sí sé quién ha recogido muchas cosas.
Y puedo ir con vosotros a verlo, será un placer. Aunque tendréis que bajar
del caballo, para llegar hasta allí hay que ir a pie. Y ya se hace tarde.
Saldremos mañana.
—Muy bien —dice Izko, desmontando a la vez que los dos soldados de
la escolta—. Gracias por vuestra hospitalidad.
—¿Hospitalidad? Solo soy un pobre pastor cuyo ganado tiene tendencia
a desaparecer. Estaría encantado de ofreceros mi hospitalidad, pero no
tengo con qué. Lo que sí podéis hacer es compartir una cabaña con los
pastores y los hombres que trabajan aquí. Vais a ver que por la noche hace
frío, pero dentro estaréis a gusto.
Les da la espalda y entra en la casa. Uno de sus hombres señala con el
mentón a Ignacio.
—Y ese garrote, ¿para qué es?
Izko vuelve la cabeza hacia el tupinambá y sus armas.
—Es una maza de piedra. Sirve para partir cráneos.
El hombre sonríe y levanta su hacha.
—Algo parecido a esta, entonces.
—Para ellos, según tengo entendido, es un objeto sagrado.
—¡Oh! ¡Esta aquí también lo es! Y más todavía allí donde vamos
mañana. A ese indio tuyo le va a salir mucha competencia en lo de partir
cráneos… Mientras tanto, venid, vamos a buscaros un hueco y después a
comer algo.

En una de las cabañas de tablas y suelo de tierra batida, los hombres se


apretujan en torno al fuego. El que los ha acompañado les da un trozo de
pan negro y duro untado de ajo y un poco de tocino. Uno de los soldados de
Gramont, sin duda acostumbrado a mejores viandas, arruga la nariz.
—Disfruta del festín. A partir de mañana, vas a comer menos y no estará
así de sabroso, créeme —dice el hombre de Minvielle.
—¿Tan brutal es esa gente? —pregunta Izko.
—¡Pues claro! Los de aquí no somos unos angelitos. Pero esos de allí,
costejaires, vagants y resineros, son más salvajes que vuestro indio, podéis
estar seguros.
—Harán lo que les ordenemos, no te quepa duda —dice el soldado, y se
decide a morder el pan.
—Solamente obedecen a Louis Bacquey. Y él no obedece a nadie si no
hay un beneficio que sacar. Os aconsejo que no lo menospreciéis.
El soldado se encoge de hombros. Izko explica a Diogo e Ignacio de qué
trata la conversación. Diogo asiente con la cabeza. Ignacio sonríe ante la
idea de no ser el único al que los demás consideran un salvaje. Siente
curiosidad por conocer a esa gente. Acaricia las plumas escarlatas de su
maza.
37

Era una mala idea. No hay más remedio que aceptarlo. Cuando llegan a la
punta norte del lago, tras seis horas de trabajosa marcha, descubren que las
aguas se funden en un pantanal inmenso, inundado por completo en esta
época del año. Fernando esperaba encontrar al menos una barca o un bote
en la orilla. No hay nada. Las dunas son más bajas, pero más cambiantes.
Los árboles, más escasos. En ciertos sitios, hay algunos pinos casi
enterrados, muertos. El océano ruge a lo lejos y en el cielo las nubes corren
hacia el este, pasan por encima de ellos, sobrevuelan la otra orilla
inaccesible y siguen su camino.
Al menos, no han tenido ningún mal encuentro. Vieron solo algunas
sombras en la distancia, que procuraron evitar aprovechando los repliegues
del terreno. Un rato después de haber dado media vuelta, cuando ya el sol
empieza a descender, Marie se detiene sobre una punta de arena que entra
en el lago. Desde ahí, la perspectiva hacia el sur está despejada.
Contemplan el bosque que dejaron por la mañana. También una humareda
que les había pasado desapercibida hasta ahora. Inclinada por el viento,
parece que los pinos tiren de ella, antes de deshacerse lentamente en el aire
diáfano. Fernando se acerca a la muchacha, que trata de averiguar de dónde
proviene el humo. Ella le toma la mano y la aprieta. No es un fuego
encendido por los hombres para calentarse. Hay demasiado humo. Y, con la
humedad reinante, solo la leña seca puede prender. Por aquel lado del
bosque, en la frontera con la arena y las dunas desnudas, no hay nada más
que la casa de Hélène. Escalan a toda prisa por la arena seca, lo bastante
arriba para confirmar sus sospechas. Sin aliento, ven por fin la línea oscura
de los pinos que marcan el límite de ese desierto y, al final de la punta que
en él se clava, allí donde la blancura se impone a la sombra del bosque, una
espesa nube de humo oscuro en el que por momentos se vislumbran
resplandores anaranjados.
Marie echa a correr de nuevo. Recto. Se engancha en el blando suelo. Se
levanta. Fernando la atrapa y la retiene. Ella forcejea. Él la atrae hacia sí y
dice que no con la cabeza. Está seguro de que hay hombres apostados entre
las sombras de los árboles, dispuestos a recibirlos. Marie se deja caer al
suelo y llora. Fernando aguarda. Se agacha a su lado, confiando en que no
los hayan visto desde tan lejos. Marie no tarda mucho en desahogarse y
dominar su dolor. Ya sabe lo que hay. Demasiado bien. Igual que Fernando.
Vuelven sobre sus pasos con toda la discreción de que son capaces y se
ocultan al otro lado de la duna.
El día muere lentamente, iluminado por los últimos fulgores del sol que
se reflejan en las nubes venidas de mar adentro. Dan un amplio rodeo y se
arrastran por la arena. Por fin, divisan la duna formada contra el hastial. La
casa se ha hundido. La arena inunda las ruinas humeantes, en las que aún
brillan las brasas avivadas por el viento. Regueros de chispas revolotean
entre la estructura calcinada y a medio derrumbar. Frente a ellos, dos
hombres se calientan las manos encima de la pira. Marie empuña con fuerza
su cuchillo. Fernando sostiene en la mano su hacha. La noche cae y los
envuelve con sus sombras. Despacio, Marie y Fernando salen de su
escondite. Rodean las ruinas, agachados. La arena amortigua el ruido de sus
pasos. El viento disuelve su aliento. No están ya más que a algunas brazas
del flanco de la casa cubierto por la arena, cuando Fernando se detiene. Hay
un tercer hombre. No es posible saber por dónde ha venido. Ninguno de los
centinelas habla. Sin duda, estaba allí antes y no se habían fijado en él.
Vuelven a quedarse quietos, tumbados en la fría arena, esperando a
asegurarse de que no viene nadie más. Aunque los tres hombres no llegan a
romper del todo el silencio, al menos sí lo interrumpen con algún murmullo.
Fernando no puede distinguir sus armas. Supone que son hachas y
cuchillos. Tal vez incluso garrotes. Percibe el frescor y la humedad de la
tierra atravesando su abrigo. Tiembla. Tiene frío. Tiene hambre. Se le agota
la paciencia. Así que vuelve a arrastrarse y se acerca aún más. Marie lo
sigue. En la esquina de la casa a medio hundir, con la arena todavía subida a
lo que queda del hastial, han dejado de ver a los tres hombres. Pero aún los
oyen. Fernando se acuerda de la India. De la costa de Malabar. De los
abordajes a los barcos piratas. De Bijapur y los combates en tierra firme. Si
hay algo que aprendió allá, es que a veces la astucia funciona, pero que no
hay nada mejor que un ataque súbito y violento. Entonces se levanta y
camina recto hacia los tres hombres. Dice solo una palabra, «¡Eh!», alzando
la mano izquierda a modo de saludo. El más cercano levanta también la
suya, instintivamente. Todavía no la ha bajado cuando el hacha de Fernando
entra en diagonal bajo su axila. El soldado portugués da un paso más para
descargar su arma en el cráneo del siguiente. El hacha se queda ahí
plantada, como en un tocón de árbol, y Fernando agarra el puñal que lleva
al cinto. El cuerpo del segundo hombre aún no se ha desplomado, pero el
tercero ya siente la hoja entrándole bajo el esternón. Esta sale al momento,
sube, se interna por detrás de su barbilla y le clava la lengua al paladar.
Fernando la extrae y le corta la garganta. Un grito estrangulado, ahogado en
un borboteo, indica que Marie ha rematado al primer hombre. Vuelve a
hacerse el silencio. No se oye nada más que el viento, el océano distante, el
crepitar de las brasas y la respiración agitada de Fernando. Igual que hacían
los tres hombres antes de que la muerte los acogiera, se acerca a la casa
para calentarse. La viga maestra se ha desplomado. Yace de través, entre el
suelo y un hastial que tampoco tardará mucho en caer. En el suelo,
parcialmente tapada por los escombros, ve una silueta negra, retorcida
como un papel que se enrosca sobre sí mismo al prender. Tal y como está,
Hélène da la impresión de ser mucho más pequeña. Marie también la ha
visto. Esta vez no hay lágrimas. Ya las vertió todas. Desde el fondo de su
garganta, hasta sus dientes apretados, una sola palabra se abre camino:
—Louis.
38

La hierba cruje bajo sus pies y sus alientos se mezclan en una nube blanca
que brilla bajo la luna. Todavía no ha amanecido. Los hombres se preparan
en silencio. Llevan alforjas pequeñas, en las que han metido pan negro. Los
dos soldados van equipados con mosquete y daga. Renuncian a acarrear sus
molestas espadas, aunque no pueden evitar las burlas de los pastores de
Minvielle.
—Dejad también los mosquetes. ¿Qué vais a hacer con ellos cuando
hayáis disparado la primera vez? ¡Para cuando terminéis de recargarlos,
alguien habrá acabado con vosotros!
Diogo sabe que la razón principal para no dejar atrás las armas de fuego
es el miedo a no encontrarlas al regreso. Y cree que es lógico. La gente del
lugar no parece digna de confianza. Le cuesta trabajo imaginar que esos que
van a buscar hoy sean aún peores. Los hombres de Minvielle se cubren los
pies con trapos para protegerlos del frío cortante y observan con curiosidad
y un poco de admiración a Ignacio, que va descalzo. Una fina franja
anaranjada comienza a asomar por el oeste del horizonte, y entonces
Minvielle sale por fin de la casa. Va vestido como los demás, pero lleva un
tosco par de zapatos y una pistola al cinto. Se queda mirando a sus hombres
y a los que acompañan a Diogo e Ignacio.
—Trece —dice, y frunce los labios mientras señala a uno de los pastores
—. Baptiste, tú te quedas. Más nos vale tener la suerte de nuestro lado.
Los doce hombres se ponen en marcha.

Los caminos que toman están encharcados, pero la helada de la noche ha


endurecido el terreno y facilita un tanto su avance. Cruzan bosques de
abedules y robles, solitarias landas de tojos, brezales, arbustos y hierba
amarilla, y llegan por fin al borde de los marjales. Diogo comprende en ese
momento la dimensión del problema: allí no hay nada más que barro negro,
juncos y matorrales sumergidos. Uno de los mosqueteros de Gramont se
adelanta un poco. La fina capa de hielo formada encima de la orilla del
humedal se rompe con un suave crujido. Un pato echa a volar batiendo las
alas. El hombre profiere un juramento, justo cuando se oye un ruido mojado
y sordo. El pie derecho se le hunde en el agua, casi hasta la rodilla. Se
agarra a un puñado de juncos y trata de sacar la pierna. Su camarada lo
ayuda, tirándole de las axilas. Ambos terminan por caerse de culo al suelo.
Delante de ellos se ven varias burbujas, en el punto donde el agua ha
entrado en la bota, todavía plantada en el cieno. Un olor a descomposición y
huevos podridos se expande por el aire frío. Minvielle y sus hombres ríen a
carcajadas. A los soldados no les hace ninguna gracia. Diogo e Ignacio
sonríen. El que ha perdido la bota pretende recuperarla. Cuando intenta
acercarse, vuelve a hundirse otra vez y retrocede de golpe, con el pie
cubierto de un limo negro, maloliente y pegajoso. A regañadientes, se quita
la otra bota. Uno de los pastores le ofrece unos trapos para vendarse los
pies. Siguen la orilla por un tiempo, hasta encontrar una vereda apenas
visible. Solo unos pocos juncos separados, al pie de los cuales el suelo es
algo más firme. Avanzan durante un rato en mitad de la vegetación y con
los ojos puestos en el paso de quien los precede, para pisar precisamente en
los mismos sitios. Al final de la senda hay una charca un poco más
profunda, rodeada de más juncos y de matas de hierba algo más altas, que
utilizan para secarse los pies. El silencio solo se ve interrumpido por sus
respiraciones, el chapoteo de algún pez, el canto de los pájaros y el ruido de
sus pasos. Hace mucho que el sol está en lo alto, calentándoles la espalda,
cuando por fin emergen de ese laberinto de agua, plantas y barro. Llegan a
un terreno más firme, junto a unas colinas boscosas de vegetación casi
exuberante. Siguen todavía por el borde del agua hasta un lugar despejado,
una explanada en la que crece una hierba marrón sobre un suelo de tierra y
arena mezcladas. Algunas pequeñas vacas se quedan mirándolos, con
menos curiosidad de la que ellas mismas les suscitan. Los hombres de
Minvielle sacan el almuerzo de las alforjas. Con la ayuda de Izko, Diogo
pregunta si todavía están lejos del mar. Minvielle responde que no. A lo
sumo, dos horas de marcha. Pero antes tienen que pasar por casa de Louis
Bacquey. Él es quien manda en este lugar y en los que aquí viven…, o
sobreviven, más bien. Bacquey podrá decirles qué fue lo que trajo la marea,
quién ha recogido qué y lo que aún puede salvarse. Diogo pregunta si no
habrá más supervivientes, aparte de los que llegaron a Burdeos. Minvielle
ríe. Con esa risa áspera y desagradable que tanto molesta al joven brasileño.
«Aquí nada es imposible. El problema es que hay unas cosas más posibles
que otras, y la supervivencia en esta costa de un náufrago solitario no es de
las primeras», dice el viejo. De cualquier modo, le preguntarán a Bacquey.
Los hombres de Gramont protestan. Prefieren limitarse a localizar el sitio
donde se encuentra el pecio y sacar de él lo que sea posible, en particular
los cañones, que valen una fortuna por sí solos. No tienen ganas de perder
el tiempo en este país tan poco hospitalario, sobre todo el que perdió la
bota. Ignacio permanece impertérrito. Su mirada barre los contornos y se
para en los hombres. Su mano nunca se aleja del mango de la maza.
Tampoco a él le gusta Minvielle. Cuando vuelven a emprender la marcha,
siguiendo un camino que remonta el costado de una duna, el tupinambá
cierra la fila. Durante el corto ascenso, andan sobre una alfombra de hojas
caídas. Las agujas de los pinos, colgadas de las ramas de los jóvenes robles
con el tronco cubierto de musgo, forman a veces una cortina de un lado a
otro de la vereda. Los hombres de Minvielle las atraviesan con facilidad,
mientras que los hombres armados que van detrás no cesan de frotarse la
cara y el pelo para liberarse de las telarañas y demás restos pegados a ellas.
Encima de la duna la vegetación es menos espesa. Hay sobre todo pinos y a
sus pies encinas, madroños, tojos y brezos. La arena es más abundante. En
mitad de la alfombra de agujas, una línea clara indica el camino de
herradura que los lleva a su destino.
Los hombres que abren la marcha se detienen. En la cresta de una duna
más alta, entre los pinos, asoman varias figuras. «Hemos llegado», dice
Minvielle levantando el brazo. Después grita unas palabras incomprensibles
en dirección de esas sombras, cuyos cuerpos parecen relajarse. Algunos
minutos más tarde, desde lo alto de la loma, Diogo divisa el campamento de
resineros. Entre los árboles hay varias cabañas humildes con chimenea de
ladrillo escupiendo una densa humareda, un camino entre medias y al
fondo, frente a ellos, en la misma posición que la casa de Minvielle, un
espacio despejado y un edificio más grande. En el último escalón se yergue
un coloso, apoyado con desgana en uno de los postes que sostienen el alero.
Bajo el soportal hay otros hombres; uno es al menos tan alto como el
primero. Minvielle parece relajado, pero quienes lo acompañan están
tensos. También lo están los soldados de Gramont, que se contienen para no
echar mano al mosquete. Ignacio observa la escena con indiferencia, lo que
tranquiliza a Diogo.
Minvielle habla en primer lugar.
—Entonces, Louis, ¿qué hay de mi ganado?
—Buenos días, señor. Ya sabéis lo que pasa…, estamos en una mala
racha últimamente. Pero sigo buscándolo y creo que no tardaré en
encontrarlo. ¿Venís con los hombres de vuestro amigo el gobernador? ¿Y
ese que los acompaña, el del peinado raro, es un chino? No sabía que
aquella gente tirase con arco.
—Confío en ti, Louis. Estoy seguro de que haces todo lo posible. Más te
vale. Por el momento, los hombres del duque de Épernon no vendrán.
Esperan a que mejore el tiempo y bajen las aguas. A estos los envía el conde
de Gramont para acompañar a ese joven y al chino, que en realidad es un
indio del Brasil, ya ves. Los dos vienen de parte del capitán de la armada
que protegía la carraca del naufragio. Quieren ver lo que se puede salvar.
Louis abre los brazos en señal de impotencia.
—¡Oh! Muy poca cosa, me temo. Los despojos que llegan hasta la playa
son de poco valor. Es cierto que hay algunos fardos y toneles, pero están
empapados de agua salada y estropeados. Quizá, cuando vengan días
mejores y la pleamar suba aún más, se podrán recuperar los cañones y otros
objetos de a bordo, si es que para entonces el mar no ha destruido por
completo el barco… Mientras tanto, nos hemos ocupado de los muertos
varados en la arena dándoles cristiana sepultura. Bueno, salvo a los negros.
Esos no tenían mucha pinta de cristianos.
Izko traduce y Diogo le hace una pregunta, que transmite.
—¿Hay algún superviviente que podamos llevar con nosotros?
Louis vuelve a abrir los brazos.
—Solo pude rescatar a uno y se lo entregué al señor Minvielle. No he
visto más, por desgracia.
Minvielle asiente. Diogo mira al otro coloso, quien, cada vez que Louis
Bacquey habla, gira la cabeza como esperando ver aparecer a alguien.
Ignacio sonríe. Él también se ha dado cuenta. Les están mintiendo.
39

Esperan agazapados, al abrigo de los árboles, a que las brasas se enfríen un


poco. En mitad de la noche ha empezado a helar y se acurrucan muy juntos
para protegerse del frío. La idea de hacer como los tres hombres que han
matado y quedarse junto a las ruinas de la casa, a la vista de cualquiera, está
descartada. Poco antes del alba vuelven a acercarse. La fina capa de arena
helada cruje bajo sus pies. Las cenizas blancas de la hoguera extinta
revolotean con la leve brisa. Fernando se acuerda de una nevada lejana,
cuando era pequeño, y ese pensamiento lo reconforta y lo entristece. No
sabría decir por qué. Empieza a despejar el suelo, apartando los trozos de
madera todavía humeante bajo los que se halla el cuerpo atormentado de
Hélène. Cuando termina, lo saca con mucho cuidado y lo toma
delicadamente en brazos. El cadáver pesa poco, no le quedan más que los
huesos. Algunos dientes blancos brillan al captar la luz de una estrella o de
la luna. El olor denso y acre de la carne quemada le llena la nariz y
Fernando teme que nunca más la abandone.
A cada paso que le aleja de lo que fue la casa de Hélène, la arena se
enfría un poco más bajo sus pies. Marie está a cuatro patas, junto al pino
ahorquillado que la duna cubre parsimoniosamente. Es allí, y en ningún otro
sitio, donde debe descansar la Bruja. Por eso está cavando. Un último corte
de manga a todos los que nunca vieron en la anciana otra cosa que una puta
vendida a Belcebú. La sepultaría con su escoba al lado, si no hubiese ardido
con lo demás.
No tardan mucho tiempo en enterrar a Hélène. La arena que los
vendavales del invierno amontonan en el lugar pronto se encargará de
ocultar la presencia de esa tumba anónima. Cuando terminan, antes de que
los primeros rayos del sol se cuelen entre los pinos, Fernando saca el puñal
y corta el cordón que sujeta la bolsa roja a su cinturón. La abre y enseña a
Marie los diamantes. Ella asiente. Hacia el este, unos pasos más allá,
después de los primeros árboles, hay un madroño de tronco retorcido, como
si hubiese crecido alrededor de un rodrigón. Fernando retira con esmero el
musgo verde a sus pies, cava en la arena y entierra el botín. Volverá a
buscarlo más tarde. Se ha dado cuenta de que no le queda otro remedio que
plantar cara a quienes los persiguen. Y no permitirá que se apoderen de los
diamantes. Si no es él mismo quien regresa a recogerlos, nadie más que
Marie lo hará.

No necesitan hablar para ponerse de acuerdo sobre lo que hacer. Ninguno


de los dos tiene ganas de seguir escondiéndose, ni de encontrarse en otro
callejón sin salida al intentar escapar.
Para Fernando todo cobra sentido. Por un breve instante, creyó que tenía
su vida bajo control. No era así. Sigue estando en el sitio equivocado. Por
mucho que insista en recordar que se enfrentó a Gonçalo Peres cuando
todavía era casi un niño, que se ganó el odio de dom Manuel de Meneses al
ver lo que escondía tras su coraza, que sobrevivió a los piratas malabares, a
los tigres, a las tropas del Gran Mogol, a los mejores hombres del adil shah
e incluso al Santo Oficio, a dos travesías en la carreira da Índia y a la peor
tempestad de que los hombres tienen memoria…, sigue sin estar seguro de
poder escapar a los salvajes de estas tierras. Sonríe, porque sabe que, en su
lugar, Simão ya estaría dándole vueltas a la manera de contar todo esto.
En cambio, Marie nunca había tenido tanto control sobre su vida como
desde el momento en que logró liberarse de su tío. Ahora está segura de no
ser prisionera de nada ni de nadie. La vida nunca fue fácil en esta costa
desolada, pero no es ni más ni menos fácil que en cualquier otra parte, y
aquí no hay nadie que le diga lo que debe hacer. Louis sigue sin entenderlo,
y ella no tiene ninguna gana de explicárselo. Prefiere demostrarlo.
40

El espectáculo que los espera en la playa es impresionante. Aunque la


marejada continúa, el agua está tranquila y, a la luz del soleado día, la
catástrofe que se presenta ante sus ojos adopta una apariencia
desconcertante y casi paradójica. Calma y desorden. Drama antiguo y
tragedia reciente.
Con la marea baja, la playa parece interminable. El agua corre en
regueros excavados por las corrientes, se pierde en la orilla o en las pozas.
Sobre las olas vuelan dando vueltas los pajarillos, antes de zambullirse;
cuando vuelven a salir, el destello de los rayos de sol atrapados en las gotas
de agua dibuja una estela plateada. Mar adentro, enganchada a un banco de
arena que se vislumbra gracias a la blancura de la espuma, la carraca São
Bartolomeu no es ya sino una ruina. Pero una ruina inmensa, incluso vista
desde lo alto de la duna. El mar la ha destrozado. De la arboladura no queda
más que un lejano recuerdo, las amuradas se han partido, a su costado
cuelgan trozos de madera sujetos de cables. Se diría que está ahí desde
siempre, como una antigua reliquia descubierta por el océano. En la playa,
algunos despojos a medio enterrar refuerzan aún más la poderosa
impresión. Y, sin embargo, todavía quedan muchos objetos desperdigados
por el suelo, hasta donde alcanza la vista. Es evidente que ya se recogieron
los más útiles y valiosos, pero los pequeños grupos de hombres y mujeres
no han dejado de recorrer la extensión desnuda, de girar los pedazos de
madera, los barriles rotos, los fardos destripados que escupen telas de
colores o alimentos estropeados por el agua salada. Diogo ve también
cadáveres hinchados, que comienzan a ennegrecer. Algunos están desnudos,
mutilados. Es imposible decir si solo han padecido los estragos de una
tempestad de dimensiones bíblicas o si también han sido profanados por
quienes rastrean la playa. Lo que sí es seguro es que Louis Bacquey tiene
una forma muy particular de entender la sepultura cristiana… Diogo se lo
dice a Izko, que lo traduce. Louis se encoge de hombros: «Hacemos lo que
podemos, pero es que cada día llegan más…».
Si hay algo que le cuesta entender a Diogo, es cómo el hombre que robó
los diamantes ha podido salir de aquí. Incluso hoy, con la marea baja, nadar
hasta la orilla desde aquel banco de arena sobre el que hierve el mar sería
una hazaña. Y luego están estos salvajes. Louis y su compañero, al que
llaman la Raya, no son sino los especímenes más perfectamente
espeluznantes de esta raza de hombres. Los demás son algo más pequeños,
menos inteligentes y menos perversos que su jefe, pero son numerosos,
mucho más de lo que podría esperarse en un lugar tan desolado como este,
y no parecen conocer ni la piedad ni tampoco la cautela. Quizás hayan
matado al náufrago entre los demás, sin darse cuenta de que llevaba consigo
los diamantes. Quizá los perdió antes de llegar a la playa. Quizá lo han
matado y se han quedado con las preciosas piedras. De ser así, las tiene
Louis. Diogo no está dispuesto a regresar sin nada que ofrecerle a dom
Manuel de Meneses. En el mejor de los casos, los diamantes. En el peor,
una explicación. Aunque eso signifique reconocer que los deben dar por
perdidos, o que el conde de Gramont les ha puesto la mano encima gracias a
Minvielle. Lo más importante para él es no decepcionar al capitán-mor.
Demostrarle que merece su confianza.
El sol empieza a bajar. Louis anuncia que ya es hora de volver al
campamento. Pasarán allí la noche. Los mosqueteros de Gramont se quedan
blancos. Louis les sonríe.
—¡Pero bueno! ¿Nuestra hospitalidad no os agrada? No vamos a
comeros, no os preocupéis.
Los soldados intentar encajar con entereza sus palabras. El que perdió la
bota esboza una sonrisa forzada. Louis le guiña un ojo.
—¡Eso! Nos conformaremos con emborracharos y desplumaros, ¿vale?
Los hombres ríen a su alrededor enseñando los negros dientes. Les
brillan los ojos. Los del segundo soldado, el más joven, también brillan;
otro comentario más del mismo estilo y se echará a llorar, piensa Diogo.
Solamente Izko, envuelto en su dignidad de oficial, se mantiene impávido,
conformándose con traducir el contenido de la conversación a Diogo.
Ignacio escucha y sonríe. Encuentra divertido todo esto.
En el camino de regreso, atravesando de nuevo el laberinto de dunas, las
sucesivas crestas y hondonadas y los caminos invisibles seguidos por Louis
y los costejaires, Diogo se pregunta de qué modo podría un forastero
sobrevivir en este lugar, sin ayuda y en mitad de una tempestad invernal.
Ignacio, en cambio, no parece tan perdido. Por su manera de andar, por su
mirada que da la impresión de anticipar los cambios de dirección del grupo,
se diría que comprende el funcionamiento íntimo de este paisaje, tan
diferente de las tierras en que creció. El tupinambá es capaz de identificar
los más pequeños puntos de referencia, una franja de hierba perenne
agarrada a una cuesta al abrigo del viento, la ladera de una duna con una
curvatura particular, el alineamiento de dos árboles distantes… Gracias a su
presencia amistosa y serena, Diogo está más tranquilo. Cuando alcanzan
por fin el bosque y caminan por un sendero mejor señalado, Louis se queda
quieto. Los rayos del sol poniente pasan entre los árboles y la suave luz del
invierno parte en dos el rostro del coloso. Con la cabeza inclinada y la
mirada perdida en el vacío, escucha el silencio. Hay algo que no le gusta.
Olfatea el aire como un animal en busca de su presa. Escupe. Sus rasgos
están ahora por completo en la sombra. Dice: «Huele a quemado». En ese
mismo momento, un hombre a la carrera aparece en la duna, frente a ellos.
Necesita de unos segundos para darse cuenta de que tiene al grupo ante él.
Entonces, se detiene y grita:
—Tu sobrina y el portugués. ¡Están aquí!
41

Ahora que saben adónde van, todo es más sencillo. Fernando está exhausto.
Los últimos días han sido tan agotadores como los pasados dentro de la
tempestad. A pesar de todo, camina con paso casi ligero. Quizá porque ha
dejado atrás los diamantes. Piensa otra vez en Sandra. Sabe que nunca más
la volverá a ver. Y piensa también en Simão. Nadie llegará nunca a conocer
su historia. El pasado no existe. El futuro ya está escrito. Y él puede vivir,
por fin. Con un hacha en la mano, un puñal en la cintura y, a su lado, una
mujer descalza y armada de la suficiente determinación para echar a pique
cualquier navío que les obstruya el paso, Fernando avanza a través del
bosque. El sol de la mañana calienta el suelo escarchado, del que emana una
neblina húmeda y cargada con los aromas de la tierra. Huele a humus, a
resina y, sobre todo, a setas. Crecen en corros, sobre el musgo verde del
suelo, capuchas marrones con forma de trompeta y pies anaranjados
traslúcidos a contraluz. Fernando aspira el aire de este día que le hincha los
pulmones, igual que un soldado al escapar del entrepuente y llegar a
cubierta.
Se paran varias veces para ocultarse en la maleza y evitar a los resineros
y los costejaires. Ven pasar a los que encontraron los cadáveres de los tres
compañeros encargados de vigilar las ruinas de la casa de Hélène. Al fijarse
en el nerviosismo de esos hombres, Fernando se pregunta quién es la presa
y quién el cazador. Le basta con mirar a Marie a los ojos para averiguarlo.
Se alegra de no ser la persona que anda buscando. Tras varias paradas largas
y varios largos rodeos, con el día ya a punto de acabar, salen por fin de la
sombra de los árboles para entrar en el campamento de esos salvajes
andrajosos. Los mismos que intenta evitar desde que puso un pie en la
playa, hace ya tanto tiempo.

***
Camina con paso decidido entre las cabañas de los resineros. Las mujeres la
miran pasar. Una de ellas le llama puta por la espalda, a media voz. Marie
no hace caso. A su lado va Fernando, con el hacha en la mano y la sonrisa
en los labios, descubriendo por vez primera el campamento y las miradas de
los hombres que lo habitan. En sus ojos puede leer una mezcla de
sentimientos. Están desconcertados al ver entrar en su propia casa a esos
dos que llevan varios días buscando. Se sienten insultados por su presencia.
Burlados. Y tienen miedo. Les ordenaron traer a Marie y al portugués al
campamento, para entregárselos a Louis. Ahora que los tienen aquí, no
saben lo que hacer. Y menos aún al verlos dirigirse a la taberna. A medida
que Marie avanza, van abriéndole paso. Cuando sube los escalones, los dos
costejaires apostados bajo el soportal de la taberna se echan a un lado.
Antes de abrir la puerta se dirige a ellos: «¿Está mi tío?». Niegan con la
cabeza. «Pues id a decirle que lo esperamos». El costejaire más joven sale
corriendo. Marie entra con Fernando.
El tugurio de Louis está igual que el primer día que entró en él. El polvo
en suspensión brilla al trasluz de los rayos que se cuelan entre las tablas. En
la chimenea arden las brasas. No hay nadie detrás del mostrador, solo
algunas provisiones y objetos salvados del mar en las estanterías o colgados
de los ganchos. Marie atiza las brasas, va a recoger un tronco apoyado en la
pared y lo echa al hogar. Las finas láminas de la corteza de madroño
prenden rápido. Añade algunos palos para avivar el fuego, y después otro
tronco más. Esta vez es de pino, y también tarda muy poco en prender y en
resudar resina. Echa uno más. Fernando retrocede, pero Marie cada vez está
más animada, añadiendo leña a la chimenea y removiendo los tizones. Con
el rostro carente de expresión, sigue concentrada en su tarea. Las llamas se
escapan del hogar y se elevan por delante. Una repisa de madera sobre la
que hay un vaso de estaño empieza a ennegrecerse. Uno de los troncos se
rompe y derriba los que tiene apoyados encima. Ruedan por el suelo y
siguen ardiendo. Marie se acerca al mostrador. Desengancha la lámpara de
aceite que pende de una viga y la arroja a las llamas. Cuando el aceite
empieza a arder, tira una silla. El fuego se extiende. Y el humo. Marie tose.
Fernando se tapa la boca y la nariz con la solapa del abrigo. Le lloran los
ojos. Los de ella también lloran, pero sus lágrimas parecen venir de mucho
más lejos. Aunque está sonriéndole.
42

El grupo acelera el paso. Sin embargo, nadie corre. Con el rostro sombrío,
Louis estaría encantado de hacerlo, pero revelaría su preocupación y no
puede permitirse mostrar flaqueza alguna. Diogo e Ignacio se miran. Es el
momento de la verdad. Dom Manuel de Meneses les ha hablado muchas
veces de la importancia de las cuestiones de honor y de la necesaria
dignidad que deben mostrar el caballero y el soldado portugués. En
cualquier caso, no está muy claro que toda esta gente comparta tales
principios. Se van a juntar muchos hombres, muchas armas y unos
diamantes que todos y cada uno desean. Las cuestiones de honor irán por
detrás de los arreglos diplomáticos, que a su vez no tardarán en ceder su
lugar a la ley del más fuerte.
El olor que Louis sintió antes alcanza por fin a los demás cuando ven
entre los árboles una espesa humareda elevándose al frente. Desde la
entrada del campo de resineros, la casa en la que Louis los recibió el día
anterior es ahora una inmensa fogata crepitante, cuyo calor les abrasa la
cara incluso a distancia. Delante de las llamas que suben hacia el cielo hay
dos figuras. Una mujer con un vestido largo y oscuro y un hombre envuelto
en un abrigo negro. Por un instante, Diogo piensa en dom Manuel. La mujer
y el hombre se acercan. El muchacho reconoce al soldado que vio en La
Coruña y que tanto incomodó al capitán-mor.

***

Fernando siente la quemazón del incendio en la espalda, a través del abrigo.


Da unos pasos para alejarse. Los hombres, las mujeres y los pocos niños del
campamento retroceden. Marie los mira, desafiante. Esta vez nadie se
atreve a insultarla. Hay más hombres, que acaban de llegar. Salen del
bosque. Siguen a uno que se diría tallado en la roca. Una roca inmensa.
Solo uno de sus compañeros parece algo más alto. Se trata de una cuadrilla
al completo de costejaires y resineros, iguales a esos que le perseguían y
que se vio obligado a matar. Zamarras de piel de cordero, calzas negras,
capas, barbas espesas, cabello largo y sucio a veces recogido bajo un gorro
de lana, pies descalzos. Con ellos van también tres soldados de uniforme. Y,
por fin, se sorprende al descubrir al indio y al chico brasileño. Los
protegidos de Meneses. Así que el viejo capitán-mor sigue igual que
siempre. Empeñado en cumplir su misión hasta el final. ¿Qué se pensará
que le van a llevar de vuelta? ¿La pimienta que tiñe de negro la espuma de
las olas en la playa? O… los diamantes, cómo no. A veces, Fernando tiende
a olvidar la facilidad con la que viajan las noticias y los rumores, incluso en
el fin del mundo. De un modo u otro, se han reunido allí un montón de
hachas y cuchillos, muchos garrotes, algunos mosquetes y pistolas, e
incluso un arco y una extraña maza de piedra decorada con plumas rojas. El
conjunto no parece asustar a la muchacha, que sigue a su derecha, armada
nada más que de un cuchillo escondido en el vestido y de una ira tan fría
que le ayuda a no sentir el fuego que tienen a la espalda.

***

Louis hierve de rabia. Y no debe permitir que se vea. Pero es difícil. Eleva
la voz para hacerse oír de su sobrina y de todos los demás:
—La volveremos a construir, mejor hecha. Tenía demasiadas corrientes
de aire. Hablemos, arreglemos las cosas. Le prometí a tu padre que cuidaría
de ti. Gracias por traerme al portugués, precisamente lo estaba buscando.
Izko da un paso adelante.
—Está bajo la protección del duque de Épernon y del conde de Gramont.
Nosotros nos ocuparemos de él.
A su espalda, uno de los hombres de Minvielle levanta la pistola. La bala
entra en la nuca de Izko, que cae de frente. Los otros dos soldados sueltan
los mosquetes, pero no tienen tiempo de agarrar las dagas. Uno recibe un
balazo, y el otro, un hachazo en mitad del pecho. Un costejaire se abalanza
sobre Diogo, cuchillo en mano. La maza de piedra de Ignacio lo golpea de
medio lado y le rompe la mandíbula. Otro más levanta el hacha y Diogo
aprovecha para clavarle su daga en el vientre. El cuerpo se retuerce como
un trapo y las piernas ceden. El joven portugués comprende que Minvielle
ha decidido jugar la partida por su cuenta. Deshacerse de ellos y apoderarse
de los diamantes de Fernando Teixeira. Y siempre podrá echar la culpa de
todo a Louis Bacquey.
Un puñado de segundos han bastado para que cinco hombres rieguen la
arena con su sangre. Tiempo suficiente para que Louis se gire y vea a
Minvielle acercándose, armado él también de un cuchillo. Louis lo golpea
en el brazo con el filo de su hacha. El chuchillo cae, pero no la mano,
seccionada solo parcialmente y colgando del puño como una flor marchita.
Minvielle deja escapar un suspiro de decepción en el momento en que el
segundo golpe, dirigido a su garganta, lo calla para siempre. La Raya lo
agarra del pelo y le retuerce el cuello. Otros resineros y costejaires se
ocupan de los pastores de Minvielle. Mientras se limpia la sangre que le
corre por la mejilla, Louis sonríe a Diogo y dice:
—Está claro que no se puede confiar en nadie. Absolutamente en nadie.

***

Fernando ve a Marie sacar el cuchillo y acercarse a Louis por la espalda. La


agarra. Le retuerce el brazo. La muchacha se resiste por un momento.
Mediante señas, él le ordena que lo siga. Es ahora o nunca. Las ganas de
vivir se imponen. Y las de dejar a toda esta gente matarse unos a otros. Dan
media vuelta y escapan a la carrera.

***

Diogo empuña su daga, listo para la lucha. Oye el silbido de una flecha que
se desliza en el aire. Ignacio sostiene el arco. La cuerda sigue vibrando. Un
costejaire, que se abalanzaba sobre él con un hacha, tropieza y cae al suelo,
atravesado. Otro grita y señala la casa en llamas. La chica y el soldado
portugués han aprovechado la confusión del combate para desaparecer tras
la cortina de fuego. Louis y la Raya tratan de reunir a los hombres para ir en
pos de los fugitivos. En pocos minutos, Louis ha perdido su taberna y su
autoridad. Estas gentes se doblegan sin rechistar ante quien sea más fuerte
que ellos, a condición de no mostrar ni la más mínima señal de debilidad.
No ha logrado dominar a su sobrina. Ha matado a Minvielle, poniendo así
en peligro a toda la comunidad. Y además tienen delante los cadáveres de
los soldados de Gramont. Su desaparición les traerá algunas semanas
complicadas, cuando otros vengan en su busca. Ya no queda nadie dispuesto
a seguir a Louis. Los resineros vuelven a sus cabañas y los costejaires se
dispersan en el bosque. El resplandor de las llamas no deja de crecer. El sol
se está poniendo. Diogo e Ignacio aprovechan para perderse entre las
sombras de los árboles. Tienen una misión que cumplir.
43

Marie sabe que hay pasos que rodean el lago, pero desconoce dónde están.
Aunque no tienen ninguna gana de hacerlo, no les queda otro remedio que
tratar de cruzar el pantanal. Por el momento, lo más importante sigue siendo
distanciarse de Louis. Y también de esos dos extranjeros, el chico y el otro,
con sus extrañas armas y su peinado raro. Marie no se complica buscando
los senderos que atraviesan las dunas y los bosques. Se limita a correr en
línea recta, manteniendo el sol poniente a su espalda, un poco a la derecha.
Los demás no tardarán mucho en lanzarse a perseguirlos, a menos que
hayan decidido matarse entre ellos, una opción que resultaría más que
aceptable. Así que hay que aumentar la distancia. Según avanzan hacia el
sureste, dejando atrás las dunas más altas, van hundiéndose cada vez más en
las sombras. Continúan por una ladera boscosa raspándose con los arbustos,
tropezando con las raíces, recibiendo los latigazos de las ramas y, de
repente, una extensión vasta y llana aparece ante ellos. Ven los reflejos del
agua y adivinan los juncos jóvenes, los escasos abedules de corteza blanca
relumbrando a la pobre luz del ocaso. Por encima, en un inmenso cielo azul
oscuro, las estrellas verdes comienzan a brillar.
Marie busca un punto de paso. El agua está alta y es muy fácil hundirse
en el barro. Por fin, en la penumbra, encuentra un bosquecillo de sauces, en
el que penetra seguida de Fernando. El suelo es esponjoso y el cieno a veces
atrapa sus pies, pero siguen avanzando y llegan a una nueva extensión de
agua rodeada de juncos. Fernando toma la delantera. Se mete en el agua
fría. El fondo es blando y resbaladizo, pero practicable. El agua le llega
muy pronto por la cintura y a partir de ahí la profundidad ya no cambia.
Alcanzan el otro lado. El paso siguiente, entre las altas cañas, es más difícil.
Deben abrirse camino por medio de las plantas, tirar con fuerza de las
piernas atrapadas en el espeso barro. Además, con la noche cae sobre ellos
también el frío. Resoplan, sudan y la humedad los deja helados. Cuando por
fin suben a una suave loma de suelo más duro, un islote de hierba corta
perdido en este mar de cieno y juncos, se detienen y escuchan. En el
silencio oyen el eco de algunas voces lejanas. Aunque la cortina de
vegetación que los oculta también les impide ver, muy pronto distinguen en
el cielo un rastro de humo no muy distante. Marie cree que proviene del
bosque de sauces. Significa que Louis va tras ellos. Fernando piensa lo
mismo, y ese fuego en la noche le recuerda otras noches lejanas en el canal
de Mozambique, cuando Meneses pretendía que los ingleses no los
perdieran. Esta vez son los depredadores quienes encienden un fuego, no las
presas. Al final resulta que esta gente es más normal de lo que parecía.
Fernando tirita de frío, igual que Marie. Se sientan y se acurrucan juntos
para pasar la noche, cediendo a veces, por unos minutos, a un sueño ligero.
Unas horas antes de que salga el sol se forma bajo sus ropas húmedas
una escarcha blanca. Tienen hambre, tienen sed, tienen frío y están
agotados. Cuando la luz del amanecer les permite ver dónde ponen los pies,
reanudan la precipitada marcha por el pantanal. Tras avanzar durante un
rato, oyen un batir de alas a su espalda y ven varios pájaros alzando el
vuelo. Seguramente, Louis también acaba de ponerse en camino. El viento
se levanta y las nubes venidas del mar oscurecen el cielo. Pierden la noción
del tiempo. Desde atrás oyen de vez en cuando sonidos de voces y el aleteo
de los pájaros. Les parece que la ventaja disminuye, pero no pueden ir más
rápido. Algo más tarde, salen por fin del pantanal a un bosque de abedules,
sauces y robles, y de nuevo se encuentran delante la landa inundada. Del
otro lado, en la orilla que acaban de dejar, ven por encima del bosque
oscuro las humaredas del campo de resineros, dobladas a causa del viento.
Al norte, las dunas blancas descienden hasta la superficie del lago y se
pierden en él. De este lado, siempre hacia el norte, se ven tramos de bosque
y, como emergiendo de las aguas, un edificio de piedra blanca. Marie se
detiene y lo observa. Hace ya tanto tiempo. No está segura de qué le da más
miedo: volver a aquel lugar o el momento en que Louis los alcance. Aunque
en el pueblo no van a demorarse. Una vez allí, sabrá reconocer el camino
que lleva a Burdeos. Y cuando estén en la ciudad… ya verá lo que hacer,
igual que Fernando.
Louis y la Raya pasan la noche entera sin dormir, junto al fuego. Han
venido siguiendo las huellas de Marie y el portugués hasta el bosque de
sauces que da acceso al pantano. Louis sabe que su sobrina no está muy
lejos y que puede oírlos. Confía en que lo haga. Quiere que sienta cómo se
acerca, que tenga tiempo para imaginar lo que le ocurrirá cuando le ponga
la mano encima. Al portugués lo matarán en cuanto lo agarren. Solo les
interesan los diamantes, que seguramente lleva aún consigo. La idea de que
los haya podido esconder ya se le pasó a Louis por la cabeza. Pero entonces
tendría que regresar, y Louis confía en que no es algo que al portugués le
apetezca. Si fuese el caso, Louis disfrutará torturándolo hasta hacerle
escupir el lugar del escondite. Después empezará el trabajo de verdad.
Deberán volver al campamento y poner a todo el mundo manos a la obra.
Deshacerse de los cadáveres. Inventar una historia que contar cuando
lleguen los hombres del duque de Épernon.
Las huellas los llevan hasta una charca, que cruzan sin pensárselo
demasiado. Del otro lado, sobre una pequeña loma al sol tan seca como
pueda estarlo un calvero en invierno y en mitad de estos pantanos, ven
hierba aplastada en el sitio donde los fugitivos han pasado la noche. Cuando
salen del pantanal, divisan dos siluetas oscuras avanzando penosamente por
la landa, hacia el norte. Louis se para y lanza un aullido bestial. Las dos
sombras se vuelven hacia él. Louis levanta la mano y los saluda. Ríe.
Después, todos reemprenden la marcha, un poco más rápido.
De repente, un grito. Diogo se acuerda de las batallas de Salvador da
Bahia y los alaridos de los hombres al asalto. Ignacio echa mano a su arco.
Van siguiendo en silencio a Louis Bacquey y al otro desde el día anterior.
Lo bastante lejos como para no ser descubiertos, lo bastante cerca como
para no perderlos. Ni siquiera se ven obligados a tomar demasiadas
precauciones. Ellos dos no participan en la partida que se juega por delante.
Louis está concentrado en los dos fugitivos. Diogo cuenta con que las cosas
se arreglen por sí solas. Ignacio y él aguardarán para ver quién vence, y solo
después intervendrán para atrapar al ganador y recuperar los diamantes. O
eso espera.
Desde el límite del bosque pueden ver la landa desnuda, mar vegetal de
hierbas amarillas dobladas por el viento, pardos matorrales y agua brillante
por todas partes, y en medio cuatro sombras tratando de vadearla, en un
esfuerzo por alcanzar el bosque al otro lado y los edificios que se recortan
sobre la línea del horizonte. Diogo tiene frío y la idea de atravesar otra vez
una extensión inundada le resulta agobiante. Ignacio, en cambio, se
encuentra a gusto. Ha tardado mucho menos en adaptarse al clima de estas
latitudes y esta parte del mundo. El simple hecho de no ser ya prisionero de
un barco, de poder moverse libremente, le ha devuelto la vitalidad. Mejor
aún: parece que aquí está contento. Sonríe a Diogo y le dice:
—Vamos.
44

Casi nada ha cambiado. Todo está muerto. Hay agua por todas partes,
incluso dentro de la ermita. Los caminos han desaparecido, cubiertos por la
vegetación o sumergidos. Solo se oyen el silbido del viento y el chapoteo de
las olas. Marie se dirige a la casa de sus padres. La puerta ya no está. Las
paredes, socavadas por la humedad, se han movido y el techo se ha hundido
bajo su propio peso. En el interior no queda ningún rastro de la vida de
antes. Está vacía. En el suelo, al lado de un charco, brilla una aguja, nada
más. Marie trata de asociarla a algún recuerdo concreto. Su madre cosiendo
a la tenue luz de la chimenea, o remendando un vestido…, pero no hay
nada. Se queda mirando, inmóvil.
Fernando la espera unos pasos más atrás. Creía haber visto la desolación
total en el campamento de resineros, pero esta otra orilla no es mucho más
acogedora. No sabe adónde quería llevarlo Marie, pero le parece evidente
que es aquí donde todo termina. O comienza, ¿por qué no? Da media vuelta
para mirar a los hombres que se acercan. En pocos minutos estarán aquí.
Cree que cuenta con algunas opciones. Los dos son grandes y fuertes, pero
lentos. Está exhausto, pero ya vivió otros combates desiguales en el pasado.
Si consigue deshacerse de ellos, podrá pensar en el siguiente paso. Si no lo
consigue, tiene la tranquilidad de saber que nunca encontrarán los
diamantes. Aunque perdonasen a Marie la vida, ella jamás diría ni una
palabra. Mientras los espera, deja el hacha en el suelo. Lleva demasiado
tiempo aguantando ese peso al hombro. Luego se sienta en el borde de un
abrevadero. El agua está recubierta de una espuma marrón. Nota unas líneas
en las yemas de sus dedos. Se agacha para mirar. El abrevadero es un
sarcófago. Echa un vistazo en dirección de la ermita y el cementerio. Está
claro que la gente de estos lugares nunca deja de sorprenderle. Han
profanado una tumba para dar de beber a los animales, en un sitio que se
pasa encharcado la mayor parte del año. Seguramente haya una lección que
extraer, pero de momento no es capaz de verla, como no sea que una vez
muertos nada tiene ya importancia. Ojalá pudiese comunicarle esta
ocurrencia filosófica a Simão. Le haría reír. Y su amigo sin duda le
aconsejaría limitarse a hacer lo que sabe y seguir matando gente, en lugar
de preguntarse por el sentido de la vida y de la muerte. Siente un escalofrío
y se pone en pie. Se frota los brazos para entrar en calor. El tío de Marie
debe de estar cerca, no puede tardar. Pero hay algo en la distancia que atrae
su atención. Contempla la inmensa landa y en principio no aprecia nada,
aunque después distingue una minúscula mancha roja. Dos hombres. Se
acuerda de las plumas escarlatas de la maza del indio. Van detrás de Louis,
a cierta distancia. Los naipes se han mezclado otra vez y vuelven a
repartirse. Hace muy bien en no dar nada por seguro.
Marie aparece a su lado. El viento sopla a rachas y el pueblo muerto
gime con cada corriente de aire que se cuela por una grieta o que hace
chirriar un batiente de madera podrida. Amontonándose, las nubes negras
venidas del mar atraviesan el lago. Dan a la superficie del agua un tono de
obsidiana, surcado por las franjas blancas de las ondas. Marie tira de su
gorro. Fernando querría subirse el cuello del abrigo tan arriba que le
protegiese las orejas heladas. Los hombres que se acercan cubiertos de
sucias pieles de cordero no sienten el frío. La ira los mantiene calientes.
Dejan atrás la ermita levantando oleadas a cada paso y están ya al alcance
de la voz.
—Vamos a acabar con esto cuanto antes, estoy cansado —le grita Louis
a Marie.
—Eso espero.
—Empieza por decirle a tu portugués que nos dé los diamantes. Los
asuntos de familia los arreglamos después.
—No hablo su idioma. Tendrás que venir a decírselo tú mismo.
La Raya se adelanta. Lleva el hacha al hombro, como sin darse cuenta.
También él está cansado. Fernando se agacha y recoge la suya. Separa las
piernas y aguarda. Louis se pone también en marcha. Camina en diagonal,
para acercarse por el flanco. Marie saca el cuchillo. Louis la ve y mueve la
cabeza. Al final van a tener que arreglar los asuntos de familia de la misma
manera brusca y tajante que lo demás.
Después todo ocurre muy rápido. La Raya, más veloz de lo que sugiere
su aspecto torpe y apático, reduce a la carrera la distancia que lo separa de
Fernando. Da un grito y descarga el hacha sobre el soldado portugués.
Fernando intenta esquivarla, sin dejar de avanzar hacia su adversario. La
hoja de la Raya da un tajo en el hombro izquierdo de su abrigo, justo en el
momento en que él golpea con la mano derecha en la rodilla del gigante. La
pierna se retuerce y cede con un crujido que queda tapado por el grito del
hombre. Ambos se deslizan en el barro. La Raya ha soltado su arma y aúlla
de dolor al ver, con ojos desorbitados, las astillas de hueso que atraviesan la
piel. Fernando está sentado y apoya las manos en el suelo para levantarse,
pero su brazo herido no le obedece y sus talones resbalan. Louis aparta a
Marie de su camino con la palma de la mano, como se libraría de una
mosca molesta. Está ya encima de Fernando, pero se yergue y se estira
hacia atrás. Marie acaba de clavar el cuchillo en los riñones de su tío. Este
se gira hacia su sobrina. Marie hunde la mirada en la de él y vuelve a clavar
la hoja. Esta vez, en el vientre. Con una mueca de dolor, Louis levanta el
hacha. Una flecha le atraviesa el cuello. Se desploma. Tendido de costado,
con la cabeza en un charco, jadea en busca de aire. Marie se levanta un
poco las faldas, pasa una pierna por encima de su padrino, se sienta a
horcajadas en su espalda y, con las dos manos, le hunde la cabeza en el agua
cenagosa. Ya debería de estar muerto, piensa, y sin embargo sigue
forcejeando. Se retuerce, se agita. Marie recuerda aquella vez en la que Pèir
había atrapado uno de los caballitos landeses que retozaban en una rambla.
La obligó a montar en la grupa del animal, que se puso a dar brincos y
acabó por lanzarla sobre la alfombra de musgo húmedo. Pèir se acercó para
ayudarla a levantarse y se echaron a reír juntos. Hoy Marie ya no ríe, y el
recuerdo del chico a quien amó la obliga a agarrar con más fuerza el pelo de
su tío, cuyos movimientos pierden vigor. Recupera poco a poco la noción
de lo que le rodea, y es entonces cuando los gritos de la Raya dejan de
oírse. Fernando ha puesto fin a su sufrimiento y vuelve a estar de pie,
sosteniendo el hacha ensangrentada. El brazo izquierdo le cuelga, como
muerto. Observa la landa. El sonido del viento se mezcla con el de pasos en
el agua. Marie vuelve la cabeza en la misma dirección. Ambos ven al indio
acercarse trotando, con el arco al hombro y la maza en la mano, seguido
unos pasos más atrás por el muchacho.
45

Ignacio está satisfecho con su disparo. Aunque apuntaba al imponente


pecho del hombre, la flecha se le fue un poco más arriba. Pensándolo bien,
debería estremecerse ante la idea de que pudo darle a la mujer, pero la mala
costumbre se impone. Mejor. Y la mujer… ha sabido apañárselas. Ojalá se
atreviese a cortarle las manos y la cabeza a su enemigo, se lo ha ganado. El
tupinambá se queda a unos pasos de ella y del portugués del hacha,
esperando a Diogo. No sabe qué va a pasar ahora. No está nada seguro de
que el portugués acepte entregar los diamantes. La idea de matarlo no acaba
de convencerle. Tiene aspecto de haber viajado mucho por sitios a los que
no siempre quiso ir, igual que él mismo.
Con su inútil daga en la mano, Diogo contempla la escena. El cuerpo de
Louis yace inmóvil, con la cara hundida en un charco donde las espirales de
sangre se diluyen. El de su cómplice, con la pierna casi arrancada y la cara
abierta como un fruto demasiado maduro, está tendido un poco más allá. La
mujer los mira con sus ojos negros, todavía llenos de ira. El soldado
portugués, con un brazo colgante y el hacha en el otro, parece agotado.
También Diogo está harto y quiere terminar de una vez.
—Necesito que me des los diamantes. Tengo que devolverlos.
—No.
—Te dejaré ir. De todos modos, no veo cómo podría llevarte conmigo.
Salvo matándote, y no es algo que me apetezca.
Fernando sonríe.
—No es algo que seas capaz de hacer, querrás decir. Si pretendes
matarme, vas a tener que esforzarte. Antes que tú ya lo intentaron muchos,
y ninguno lo consiguió.
Diogo guarda silencio por unos segundos.
—Pero no estoy solo. Si no te mato yo, Ignacio lo hará.
Ignacio asiente.
—En tal caso, también yo os mataré a los dos —responde Fernando,
encogiendo el hombro derecho—. Me temo que no podemos hacer otra
cosa.
—Claro que podemos. Tú puedes darnos los diamantes y seguir con
vida.
—¿Cuántos años tienes? Yo tengo…, no lo sé muy bien, veinticinco o
veintiséis, aunque me siento como si tuviera mil. Hace diez o doce años que
mi oficio consiste en pelear…, pero no para mí. Peleo para gente más
poderosa, que me compra por unas monedas. Soy uno más de los miles de
guerreros anónimos que mantienen en pie unos imperios que no lo merecen.
Como tú, como él. Y ha llegado la hora de que me quede con mi parte o
muera en el intento. En adelante, nadie más obtendrá de mí nada que no
haya decidido entregar yo mismo.
—Yo no hago esto por un rey o un emperador. Lo hago por el hombre
que me dio la oportunidad de convertirme en alguien distinto.
Fernando se ríe.
—¿Meneses? ¿Y cuál es esa oportunidad que te dio? ¿La de naufragar?
También yo la tuve. Y pude verle como lo que es: un hombre como los
demás, que tiene miedo, que obedece a las órdenes del más fuerte y que se
cree mejor por ello. Durante un tiempo, yo también lo admiré. Pero tenemos
que ser realistas. No eres más que un peón a su servicio. Si hoy quieres los
diamantes, es solo por complacerle. Vuelve con las manos vacías y pasarás
a no ser nada…, o, más bien, a ser todavía un poco menos de lo que ya eres.
Santo cielo, ¡el mero hecho de estar aquí debería abrirte los ojos! ¿Qué
pintamos en un sitio como este? En mitad del barro, el frío, las dunas y las
mareas, y de estos salvajes que matan al azar y son solo un poco más libres
que nosotros.
Se queda mirando el cuerpo de Louis.
—Bueno, un poco más libres por ahora…, hasta que llegue otro
individuo más fuerte que el resto. O hasta que el rey o el gobernador o vete
a saber quién venga a poner orden. Y los diamantes no van a cambiar nada.
Ni para ti si los devuelves, ni para mí si me los quedo. Así que ven a
buscarlos y acabemos de una vez. No tengo todo el día. O muero hoy aquí,
o viviré por fin en otra parte.
Diogo no sabe qué hacer. Se da cuenta de que a Ignacio le ocurre lo
mismo. La mujer está nerviosa, tensa. Diogo duda. Ha atravesado el océano
siguiendo a dom Manuel. Y llevando consigo a Ignacio. De qué le habrá
servido, si termina por rendirse aquí, en este lugar desolado. Además,
¿adónde podría ir después? Nadie va a devolverle lo que ya ha perdido,
pero aún está a tiempo de forjarse una nueva vida. Ha llegado la hora de
escoger cómo será esa vida.
Marie no comprende lo que dicen, pero sabe que es un momento crucial
para ambos. Y también para ella. Avanza para interponerse entre Fernando y
el chico. Ignacio le pone la mano en el hombro y la joven se queda quieta.
Diogo aún sujeta la daga. Una ráfaga de viento le golpea en la cara,
enfriando las lágrimas que le corren por las mejillas. Da un paso adelante,
hacia Fernando.
46
Costa de Médoc, primavera de 1688

Seis hombres avanzan lentamente por la playa siguiendo el pie de la duna.


Los dos últimos llevan varios caballos de la brida. Por delante, otros dos
van estirando una cadena en línea recta, y un tercero, más joven, clava en la
arena palos atados con trapos blancos, a intervalos regulares. El cuarto,
compás y regla en mano, dirige la maniobra, se arrodilla y toma algunas
notas. Luego se vuelve hacia la duna y su mirada se detiene en una loma de
arena, un poco más alta y adelantada que el resto. Será un buen punto de
referencia desde el que empezar a triangular. El sol está en lo alto del cielo
y lo deslumbra mientras sube trabajosamente hacia la cima. Sus pies se
hunden, resbalan en el suelo, que parece querer escapar. Siente cómo el
sudor le inunda la frente, y la arena seca, traída por el viento que lo azota,
se le queda pegada a la piel húmeda.
Claude Masse está cansado de recorrer la arena durante semanas en
cumplimiento de la tarea que el rey le encomendó. Acumula sus apuntes
pacientemente. El invierno que viene dibujará los mapas de estas costas y
redactará la memoria que debe acompañarlos. El conjunto servirá al
Consejo Real para emprender los posibles proyectos que permitan la
defensa de la costa en caso de ataques ingleses. Lo cierto es que aquí no
será necesario hacer gran cosa. Las dunas son como fortificaciones y las
marismas que se extienden detrás son fosos de gran anchura. Es su primer
viaje a estas tierras y bien podría hallarse en el fin del mundo. La
inmensidad y la monotonía de esta costa plagada de pecios, la escasez de
puntos de referencia y la desconfianza de los pocos hombres con que se
cruza no lo desaniman, más bien al contrario. Aunque todavía no sabe que
esta misión lo tendrá ocupado casi de por vida, sí siente de un modo
inexplicable que se encuentra exactamente en el sitio donde debe estar.
Cuando llega a la cima de la duna, escupe la arena que se le ha colado en
la boca y que le deja un regusto terroso y salado. Entonces se sorprende al
ver a un hombre, sentado en un hueco entre dos montículos que lo protegen
del viento del norte. Estaba ahí todo el rato, observándolos. El hombre mira
a Masse sin abrir la boca y mueve la cabeza para saludarle. Tiene la piel
oscura, curtida por el sol, y los ojos entrecerrados por la cegadora luz que
reverbera en el agua y en la arena blanca. Desde que dejó las tierras del
interior, Masse se ha costumbrado a toparse solamente con esos que aquí
llaman vagants y costejaires, vagabundos costeros, ladrones ocasionales, a
veces «naufragistas»…, pero sobre todo saqueadores de aquello que el
océano tenga a bien rechazar. No se esperaba este encuentro. Los vagants
huyen de quienes llevan sombrero, símbolo de una autoridad que temen
tanto como odian, y Masse, a pesar de la ayuda de dos asistentes gascones
que hablan el idioma local, ha tenido muchas dificultades para informarse
sobre la región. Agarra el odre de piel que lleva al hombro y se enjuaga la
boca. Después se lo tiende al hombre, que lo rechaza con un gesto de la
mano. Claude Masse se gira y llama a uno de sus asistentes. Hay que
aprovechar que un habitante del lugar no sale corriendo al verlos para
sonsacarle toda la información posible.
El hombre se presenta como comerciante. Según dice, regenta una
especie de taberna y tienda de abastos en un campamento de resineros. Allí
suministra los productos necesarios para sobrevivir: leche, aceite, harina,
telas, herramientas varias, vino… Hace ya varias generaciones que el
negocio existe. En cuanto al sitio donde se encuentran ahora, la gente lo
llama el Truc de la Carraca. El asistente de Masse le explica que un truc en
el dialecto local es una duna. El hombre lleva al cartógrafo tras él, hasta lo
alto de la loma. Hay marea baja. Señala a Claude Masse un punto, hacia
mar abierto, donde las olas crecen antes de volver a descender y venir a
romper en la orilla. Allí, explica, durante las mareas vivas, cuando el mar
retrocede más y más, puede verse aparecer el esqueleto en ruinas de un
enorme barco.
A Masse ya no le asombran estos relatos. En las últimas semanas ha
visto un buen número de pecios. La mayoría le han proporcionado la
madera con que encender por la noche el fuego del vivac. El hombre le
cuenta que el naufragio ocurrió en tiempos de sus abuelos. Era una carraca
portuguesa que regresaba de la India. Formaba parte de una flota que quedó
varada al completo en estas costas; era, con diferencia, la nave más grande
de todas. Iba cargada de inmensas riquezas y llevaba al mando a un
príncipe. Masse pregunta si hubo supervivientes. Sí, responde el hombre.
Pero fueron masacrados por los lugareños. Masse se ruboriza, incómodo. El
hombre ríe: «Bueno, ya sabéis que hoy en día somos algo más
acogedores…». Guiña uno de sus ojos rasgados y añade: «Aunque… casi
mejor que sus hombres no se separen». Da la espalda a Claude Masse,
levanta la mano y empieza a alejarse. Se para, se vuelve hacia el cartógrafo:
—Si esta noche deseáis dormir al abrigo del viento, seguid la dirección
de esos árboles, por aquel lado, hasta el final. Cuando os crucéis con
alguien, pedidle que os indique la tienda del Chino. Aquí todos tenemos un
apodo. El mío no es muy original. A mi abuelo ya lo llamaban así cuando
mi abuela heredó el almacén de su tío.
Agradecimientos

Doy las gracias a dom Manuel de Meneses y a dom Francisco de Melo por
haber puesto por escrito, hace ya varios siglos, sus relatos sobre aquel
temporal que los arrojó una mañana de 1627 contra la costa vasca.
Agradezco a Jean-Yves Blot y Patrick Lizé que los hayan editado, explicado
y contextualizado en Le naufrage des Portugais sur les côtes de Saint-Jean-
de-Luz et d’Arcachon, publicado en el año 2000 por Éditions Chandeigne.
Gracias a la editorial Chandeigne por su ingente trabajo acerca del mundo
lusófono y, en particular, por haber reunido en la colección «Magellane»
todos esos relatos de viajeros y de náufragos. Esta novela tiene una gran
deuda con ellos. Aclarémoslo de una vez: aunque parta de hechos reales,
este libro es ficción. Me he tomado la libertad de alejarme con frecuencia
de la verdad histórica.
Por último, gracias a Mikael, quien, a pocos pasos de las calles de
Magalhaes y Elkano, hizo posible que este libro se escribiese; a Caroline
Thomas por su paciencia, a Sébastien Wespiser por haber creído en él desde
el principio y al equipo de Agullo Éditions por su confianza.
Título original: Pour mourir, le monde

Edición en formato digital: 2024

Pour mourir, le monde by Yan Lespoux. Copyright © Agullo Éditions, 2023.


Esta edición ha sido publicada mediante acuerdo con la agencia SO FAR SO GOOD Agency y
SalmaiaLit.
© de la traducción: Juan Arranz Muñoz, 2024
© Contraluz (GRUPO ANAYA, S. A.)
Calle Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.contraluzeditorial.es

ISBN ebook: 978-84-19822-15-4

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descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema
de repositorio y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico,
mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Índice

1Costa de Médoc, enero de 1627


2Canal de Mozambique, agosto de 1616
3Médoc, marzo de 1623
4Goa, mayo de 1623
5São Salvador da Bahia, mayo de 1624
6Costa de Médoc, junio de 1624
7Bijapur, agosto de 1624
8Lisboa-Cabo Verde, junio de 1624-enero de 1625
9Recôncavo de Salvador da Bahia, enero de 1625
10Bijapur, marzo de 1625
11São Salvador da Bahia, marzo de 1625
12Lisboa, 6 de abril de 1625
13Costa de Médoc, mayo de 1625
14São Salvador da Bahia, mayo de 1625
15Goa, junio de 1625
16Salvador da Bahia-Lisboa, agosto-octubre de 1625
17Goa, diciembre de 1625
18Costa de Médoc, marzo de 1626
19Goa, marzo de 1626
20Cascais, septiembre de 1626
21Atlántico norte, septiembre de 1626
22Atlántico norte, octubre de 1626
23La Coruña, octubre de 1626
24La Coruña, noviembre de 1626
25La Coruña, finales de noviembre de 1626
26Monte Ventoso, Ferrol, finales de diciembre de 1626
27La Coruña-Golfo de las Tres Rías, diciembre 1626
28Ferrol, 25 de diciembre de 1626
29Golfo de Vizcaya, 29 de diciembre de 1626-14 de enero de 1627
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46Costa de Médoc, primavera de 1688
Agradecimientos
Créditos

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