Para Morir, El Mundo - Yan Lespoux
Para Morir, El Mundo - Yan Lespoux
Para Morir, El Mundo - Yan Lespoux
LESPOUX
Para morir,
el mundo
Traducido del francés por Juan Arranz
Nascer pequeno e morrer grande é chegar a ser homem;
por isso deu Deus tão pouca terra para o nascimento
e tantas para a sepultura.
Para nascer, pouca terra; para morrer, toda a Terra.
Para nascer, Portugal; para morrer, o Mundo.
Fernando Teixeira no tenía suerte. Ni a los dados —por eso se mostraba tan
reacio a jugar— ni, como él mismo decía, en ninguna otra cosa. Siempre
estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado, desde el día en
que nació. Su padre, Elisio Teixeira, era jornalero. En invierno trabajaba
cortando árboles para alimentar la insaciable industria naval de un reino
minúsculo que soñaba con ser un imperio marítimo. En verano se dedicaba
a las tareas agrícolas. No tenía ni el más mínimo instinto maternal y su
amor de padre se había visto considerablemente mermado por la muerte de
su esposa, poco después de un parto interminable y demasiado extenuante
para aquella mujer de constitución tan débil. Durante su corta vida,
Fernando siempre había llevado a la espalda el peso de esa desgracia. La
suya tenía que ser una existencia sin otro horizonte que los ralos bosques
del Alentejo, los caminos que iban de un aserradero a otro y las bofetadas
recibidas en los momentos más inesperados. A Elisio Teixeira no se le podía
reprochar que tuviese un carácter inestable. Siempre del mismo mal humor,
caminaba arrastrando una rabia permanente, que volcaba con frecuencia en
aquel hijo inoportuno que Dios le había impuesto, sin duda como castigo
por algún pecado, o por el conjunto de todos ellos, y a la vez como recuerdo
de una mujer a quien no amó, pero que le servía de ayuda y compañía.
Fernando había recibido tal cantidad de golpes que el menor movimiento
del aire le incitaba a esconder la cabeza entre los hombros, como a la espera
del escozor de una mano callosa que lo alcanzara en la oreja o en la nuca.
Por estar en el sitio equivocado. Por estar allí.
Cinco meses antes, aquel niño de quince años, a quien el trabajo en el
bosque estaba convirtiendo en un hombre, se encontró otra vez en el sitio
equivocado. Acababa de decidir que había llegado el momento de echarse al
camino por su cuenta. De no seguir temiendo el golpe inesperado. De vivir
otra vida. Le daba igual que fuese mejor o peor, siempre que fuese distinta.
Una noche de comienzos de primavera, a la luz de la luna creciente, tomó la
senda clara que salía del aserradero en dirección a Évora. Al despuntar el
día, Fernando se cruzó con una tropa heterogénea formada por algunos
soldados, unos cuantos niños de no más de diez años, varios hombres
cubiertos de cicatrices que parecían recién salidos de prisión —y de hecho
lo estaban— e incluso de un tullido con una sola pierna.
El ejército de Portugal padecía de una carencia crónica de hombres para
los refuerzos de las guarniciones de Goa y las demás factorías de la costa
occidental de la India. Los necesitaba para completar la flota de tres naves
que debía zarpar ese mismo año. Y los soldados empezaban a ser tan
escasos como los robles y los pinos con que se fabricaban los barcos que
tenían que transportarlos de un océano a otro. La perspectiva de no poder
regresar nunca, una vez terminado el servicio, por la dificultad para hacerse
con una plaza en los navíos de vuelta, que además nadie sabía si lograrían
completar el trayecto sin irse a pique, resultaba demasiado desalentadora
para los hombres honrados. De ahí que fuesen escasos en aquella columna,
que marchaba camino de Lisboa y a la que Fernando acabó por unirse en
contra de su voluntad.
El tullido ralentizaba el avance, así que lo abandonaron antes de cruzar
el Tajo. Entre tanto, el efectivo de la tropa no había dejado de aumentar con
nuevas incorporaciones: hombres enrolados de manera más o menos
voluntaria, según tuviesen algo de lo que escapar o no escapasen lo bastante
rápido a la mirada de los reclutadores.
Cuando Fernando Teixeira, en adelante soldado, quedó inscrito en el
registro del escribano de la Casa da Índia, los moratones producidos por
aquel encuentro fortuito todavía le dolían. Cobró su primera paga, compró
un remedo de indumentaria militar —calzón, camisa, zapatos, chaqueta— y
trabó amistad con Simão Couto. El chico había crecido en el barrio del
puerto de Lisboa, soñando con la India. Hijo de un tratante de especias, lo
habían acunado con los relatos de los naufragios de la carreira da Índia,
que allí se leían con una mezcla de pavor y deleite. Las historias de
náufragos expuestos a la cobardía y la traición de sus semejantes, al
salvajismo de los negros de tierras africanas y a la severidad de Dios no
habían logrado desalentarlo. Todo lo contrario. En la tienda de su padre
tuvo ocasión de observar a los marineros de regreso, cargados de las
especias con que se enriquecían, y de escuchar sus andanzas llenas de
piratas malabares, tigres y minas de diamantes. Terminó por fugarse de casa
y, dada la escasez de hombres, no hubo nadie que le impidiese alistarse.
Hacía ya mucho tiempo que los fogones instalados en cubierta, junto al palo
mayor, no servían más que para cocer unas galletas repulsivas, aderezadas a
veces con gorgojos y gusanos de la harina. Sin embargo, el olor que
desprendían los hornos nunca antes le había parecido tan apetitoso a Simão;
ni siquiera cuando, al comienzo del viaje, algunos pasajeros todavía asaban
la carne de los pocos animales embarcados vivos en Lisboa. Mientras
cumplían con el cuarto de guardia correspondiente a su escuadrón, Simão
eructaba para expulsar de su estómago el aire, único elemento siempre
presente en su interior, y no dejaba de pensar en la gallina y en Gonçalo
Peres. A su lado, Fernando miraba la isla hacia la que el buque se dirigía. El
sol estaba a punto de desaparecer tras ella y los últimos resplandores, al
reflejarse en el agua y en las nubes, creaban el efecto de que flotaba en
mitad de las brasas. De pronto, tuvo calor, se apartó de la cocina de cubierta
y echó un vistazo hacia la popa. La flotilla inglesa seguía acercándose. Se
estremeció y decidió achacarlo a la brisa, que acababa de levantarse
hinchando las velas bajo las que bregaban los marineros. La noche tardó en
caer sobre ellos menos tiempo del que Meneses necesitaba para dar la orden
de abrir fuego sobre un navío inglés. Fernando aún no se había
acostumbrado a la rapidez con que el día dejaba su lugar a la oscuridad en
estas latitudes y se preguntó si lo haría alguna vez. Confiaba en que sí. Y
también se acostumbraría a la guerra. Pensó de nuevo en la sensación de
impotencia que lo había invadido durante la batalla. Era muy similar a la
que lo dejó paralizado la primera vez que se enfrentaron a una tormenta en
el océano Atlántico, pocos días después de zarpar de Lisboa. Siempre esa
misma impresión de no estar en su sitio, de hallarse en el lugar equivocado.
Lo cierto es que más le valía acostumbrarse, si pretendía sobrevivir. O,
mejor dicho, si sobrevivía: a los ingleses, al viaje e incluso a Peres, que
seguramente no había apreciado la caricia del filo de un puñal en la
entrepierna. Al menos, en ese instante sí se había sentido en el lugar y el
momento adecuados, pensó Fernando. Habría podido aprovechar del todo la
oportunidad y quitarse de en medio a aquel cabrón para siempre. El temor a
acabar encadenado al pie de la bomba o colgado de una verga le había
convencido de lo contrario. ¿Tal vez debería dejar de pensar tanto? Al fin y
al cabo, por cosas así los Peres seguían con vida.
El despensero acababa de ordenar que apagasen los fogones de las
cocinas cuando una luz apareció en la popa del São Julião. Una nube había
tapado la delgada luna creciente, sumiéndolos en una negrura como boca de
lobo, y, de repente, veían flotar a cierta altura un resplandor amarillo. Se
hizo el silencio entre los hombres que se hallaban en cubierta.
Contemplaban aquel fulgor en el aire, detrás del alcázar de popa,
meciéndose al ritmo de los balanceos de la nave. El murmullo crecía.
«¿Qué es eso?», preguntó Simão. No pudo ver que, por toda respuesta,
Fernando movía la cabeza. La voz de dom Afonso de Sá sonó a su lado. El
jefe de escuadrón estaba atónito.
—Han encendido un fanal en la popa.
—¿Por qué? —preguntó Simão.
—Para que los ingleses no nos pierdan de vista. Para dejarles claro que
no estamos huyendo de ellos, supongo. Que no nos dan ningún miedo.
A la derecha, un hombre gemía. Otro, sin duda un jesuita o un fraile
dominico, inició una oración, seguida por varios soldados y marineros.
Fernando se sorprendió a sí mismo murmurando algunos versos, antes de
parar. La carrera entre la nao y los ingleses continuó durante todo el día
siguiente, a pesar de los ruegos del escribano de a bordo, enviado por los
pasajeros para suplicar al capitán-mor que abandonase aquel juego, del que
solo podían salir derrotados. Meneses se negaba obstinadamente a escapar o
a rendirse. Estaba buscando el sitio ideal para trabar combate.
En la mañana del tercer día los ingleses se hallaban mucho más cerca.
También lo estaba una nueva isla. En lo alto, las nubes blancas se
deshilachaban en torno a las laderas de un volcán. La masa verde de la selva
bajaba hasta la playa y allí chocaba con los roquedales negros, sobre los que
el azul claro del mar se deshacía en chorros de espuma. El color del agua
tenía preocupados al piloto y al capitán-mor. El índigo del mar abierto cedía
poco a poco su sitio a tonos más claros, o se iba tiñendo de verde. El
marinero que operaba la sonda de proa anunciaba sus mediciones de tanto
en tanto, pero Fernando apenas comprendía nada, salvo que cada vez eran
menores y que la pesada y tripuda nave no llegaría mucho más lejos a ese
ritmo.
En la cubierta los marineros maniobraban el aparejo según las órdenes y
el São Julião viró lentamente; después, dom Manuel de Meneses mandó
ponerlo al pairo. La carraca se deslizó un poco más, arrastrada por su propio
peso. Durante unos instantes, incluso pudieron notar cómo se iba frenando,
debido al rozamiento que retumbaba con desagradable ruido y la
ralentizaba, justo antes de tomar un último impulso, menos brusco, y
pararse del todo. Quedó situada en paralelo a un tramo de costa, con la proa
mirando a una punta erizada de arrecifes, en los que rompían las olas, y
dando culadas en un bajío situado a su popa.
Sin perder tiempo, todos los hombres a bordo, tanto marineros como
soldados, recibieron las órdenes correspondientes. Había que desplazar el
conjunto de la artillería a la banda de babor y quitar de allí el lastre y las
mercancías, moviendo una parte a estribor. El navío iba cargado hasta los
topes y la tarea resultó muy engorrosa. Todo el mundo tuvo que colaborar.
Al final, el barco ofrecía por la banda de afuera, en dirección al enemigo,
una muralla de madera armada de todas sus bocas de fuego.
Fernando y Simão subieron de nuevo a la cubierta alta, desde donde
pudieron contemplar la flotilla inglesa en formación lineal. El Charles se
adelantó, largando velas hacia el São Julião. Afonso de Sá les ordenó
situarse en el segundo puente del alcázar, con los mosquetes listos. Por
encima de ellos, envuelto en su abrigo negro, estaba dom Manuel de
Meneses, observando el acercamiento de la embarcación enemiga. Por
debajo, en el primer puente del alcázar, había otro grupo de soldados, entre
los que no tardaron en identificar a Gonçalo Peres porque llevaba consigo la
jaula de la gallina. A medida que el Charles acortaba terreno, les iba
llegando la cadencia de los pífanos y tambores ingleses. También los
músicos del São Julião comenzaron a tocar, pero al menos uno de sus
tambores sonaba desacompasado. «Va a ser un día muy largo», dijo Simão.
Los navíos ingleses cesaron por fin de darse relevos para bombardear la
carraca. En la última hora, la tripulación de la nao se había visto obligada a
derribar el palo mayor y el trinquete. El palo de mesana estaba partido. Los
grumetes accionaban sin parar la bomba de achique, los calafates y
carpinteros se esforzaban por reducir las vías de agua y el barbero iba de un
herido a otro, indicando a los curas quién debía recibir los santos óleos.
Fernando y Simão colaboraban con los demás soldados para extraer los
cuerpos atrapados bajo los escombros de madera, hierro y velamen que
abarrotaban el puente. Utilizando una viga, hicieron palanca para levantar
un cañón. Los cables destinados a evitar su retroceso habían cedido y la
pieza de artillería había aplastado las piernas de un artificiero uno o dos
años mayor que ellos. Cuando lo liberaron del peso que lo inmovilizaba, el
chico, que hasta entonces no había dejado de chillar, profirió un sollozo,
suspiró una última vez y murió.
Mientras tanto, una lancha inglesa se les había acercado para exigir la
rendición a dom Manuel de Meneses. Era evidente que la nao ya no iría a
ninguna parte y que quienes estaban a bordo morirían si sus vencedores no
los rescataban. Los ingleses se ofrecieron a llevar a todos los portugueses
supervivientes hasta Surat, desde donde no les sería difícil llegar a Goa.
Meneses rechazó la propuesta. Era una cuestión de honor, dijo. Los barcos
de su majestad no se rinden. Y si los ingleses enviaban a otro emisario,
abrirían fuego contra él. Por muy dañado que estuviese el São Julião,
todavía disponía de soldados con sus mosquetes y de una parte de la
artillería. Se dio orden a los marineros de largar la cebadera del bauprés,
última vela de la carraca. Meneses le pidió al piloto, Sebastião Prestes, que
hiciera todo lo que pudiese con los restos del timón para dirigir el navío en
dirección a Ngazidja, aquella isla rodeada de rompientes en los que las olas
estallaban sin cesar.
El São Julião emprendió su último viaje. El inmenso navío, tirado con
gran esfuerzo por una vela ridículamente pequeña, tomó algo de velocidad
siguiendo un rumbo errático. Tocó fondo dos veces. Al pasar por encima de
un primer escollo, los gemidos de la madera y de los hombres arrojados al
suelo se mezclaron, antes de que la proa quedase enganchada entre otros
dos arrecifes más cercanos a la costa. Atrapada de tal modo, la nave
conservaba milagrosamente cierta estabilidad. ¿Por cuánto tiempo podría
soportar su propio peso y la embestida de las olas, para las que se había
convertido en un nuevo rompiente? Se ordenó a casi todos los hombres
válidos que subieran las mercancías desde las bodegas. Mientras, un grupo
dirigido por el carpintero y el piloto se ocupaba de la construcción de una
balsa. Una vez amontonados en la cubierta alta los paños de lana, los
toneles de aceite y el resto de los productos pertenecientes a los mercaderes
que iban a bordo, así como las últimas municiones, los pocos víveres
restantes y el oro real destinado al virrey de Goa para pagar los salarios de
sus hombres; una vez concluidas las atropelladas oraciones y echados al
agua los cuerpos de los muertos en aquella jornada; y una vez la marea
hubo bajado lo suficiente para que la punta rocosa que unía los arrecifes en
los que había encallado el São Julião a la tierra firme quedase al
descubierto, solo entonces pudieron por fin intentar llegar hasta la isla.
Durante el desembarco no hubo más que un par de ahogados. Al primero
se lo llevó una ola mayor que las demás en un paso difícil. Zarandeado por
la violenta resaca, su cuerpo chocó una y otra vez contra las rocas, hasta
quedar deshecho. El segundo, un mercader temeroso ante la idea de pisar
una tierra inhóspita y desconocida, se empeñó en subir a la balsa ocupada
por los veinte hombres que, al mando de Sebastião Prestes, tenían la misión
de llegar a puerto en la costa oeste de la isla. La embarcación de
emergencia, que llevaba como mástil un trozo de verga y como vela los
restos de la cebadera, se hallaba sobrecargada. Por eso, cuando el mercader
la alcanzó nadando a contracorriente y se agarró para tratar de subir, los que
estaban a bordo le rompieron los dedos para impedírselo. Fatigado o
decepcionado, el hombre acabó por hundirse unos minutos más tarde.
Exhaustos por el viaje, por la batalla y por el esfuerzo de las últimas
horas, los náufragos se reunieron en la playa mientras las llamas empezaban
a elevarse del pecio del São Julião. Tras vaciarlo de todo lo que pudiese
resultarles útil, los calafates le habían prendido fuego por orden de dom
Manuel de Meneses. Mar adentro, la flotilla inglesa presenció la descarga
del barco y después se alejó de la costa.
Con los pies clavados en una arena negra y ardiente a causa del sol,
Fernando recibió su parte de las últimas municiones rescatadas de las
bodegas. Algunas balas, un poco de pólvora y de mecha…, apenas nada.
El sol descendía tan lentamente que las horas posteriores se les hicieron
eternas. Los curas rezaban o daban la extremaunción a algunos de los
heridos traídos a tierra, los soldados terminaban de apilar las mercancías.
Cuando la luz del día fue sustituida por el resplandor amarillo del inmenso
pecio, que seguía consumiéndose a pesar de los embates de las olas,
encendieron varias fogatas. Sobre un peñasco situado entre la carraca
incendiada y la playa se recortaba la silueta oscura de dom Manuel de
Meneses, como si el capitán-mor estuviese aún dominando a sus hombres y
a sus pasajeros desde la toldilla de popa.
Organizaron los cuartos de guardia para la noche. Según los marineros
que ya habían visitado aquellas latitudes, los habitantes de la isla estaban a
punto de llegar. Quedaba por saber el ánimo que traerían. Sin decirlo en voz
alta, Fernando confiaba en que no fuesen caníbales. Simão estaba muy
excitado con la idea del encuentro: «Al parecer van totalmente desnudos.
¡También las mujeres!».
Llegaron por la mañana. Cuando salieron de la selva, iban vestidos con
taparrabos y no había mujeres entre ellos. Algunos llevaban lanzas, pero la
mayoría no tenían más que piedras en las manos. El primer soldado en
divisarlos disparó con su mosquete. La detonación detuvo el avance de las
pocas docenas de negros que había en la playa, pero también hizo salir a los
demás de la espesura.
Dom Manuel de Meneses ordenó que bajaran los mosquetes. Caminó
hacia uno, algo adelantado con respecto al resto, que parecía el jefe de la
tribu. Junto a Meneses iba Alvares de Torres. Mercader y además casado de
Goa, descendiente de aquellos compañeros de Albuquerque que tomaron
por esposas a mujeres indias, Torres conocía el idioma y las costumbres de
esos mahometanos. También conocía el idioma universal del comercio. Por
tal razón, al avanzar con dom Manuel de Meneses llevaba consigo algunas
piezas de tejido procedentes de su propio género.
Sin embargo, la negociación duró poco. Por lo que pudieron comprender
Fernando y Simão, el capitán-mor se mostró inflexible una vez más,
despertando la indignación de sus interlocutores. Una frase captada al
vuelo, mientras Meneses volvía con Alvares de Torres al grupo de los
portugueses, se lo confirmó:
—Si hemos plantado cara a los ingleses, no es para bajar ahora la cabeza
ante unos negros medio desnudos y armados con piedras.
La primera de esas piedras le alcanzó a un joven marinero en toda la
cabeza. Se había apartado en busca de un sitio discreto donde hacer sus
necesidades. Caminaba en sentido contrario al lugar de la entrevista y
pensando que también se alejaba de los negros, pero sin darse cuenta de que
había muchos más a lo largo del límite de la selva, entre las sombras de los
árboles. Aturdido por el primer proyectil, no tuvo tiempo de reaccionar.
Varias docenas más cayeron sobre él. Los portugueses dispararon los
mosquetes. Entre sus adversarios se elevaron gritos de miedo y, querían
creer, de dolor. Los negros se replegaron al abrigo de la vegetación. No
hubo nadie que se atreviese a recoger el cuerpo lapidado del marinero.
A Fernando el día se le hizo interminable. Quieto en aquella playa
azotada por la luz del sol, le asaltaba sin cesar la tentación de internarse en
la selva y perderse entre las sombras, que imaginaba muy frescas,
adornadas por su fantasía de arroyos con sabor a hierro y tierra, tan fríos
que al beber se haría daño en los dientes. De vez en cuando lo sacaban de su
ensimismamiento las incursiones periódicas de los indios en la playa,
seguidas de algunos tiros de mosquete que provocaban un nuevo repliegue.
Meneses se reunió con los mercaderes, los fidalgos, el escribano de a bordo
y Alvares de Torres. La discusión fue airada. Terminó antes de que lo
hiciese el día, con la decisión de entregar las mercancías y el oro del reino a
los mahometanos. Alvares de Torres fue el encargado de comunicarles que
los portugueses se rendían. Regresó con una nueva condición, impuesta por
aquel que se presentaba como el rey de esas tierras: los portugueses debían
dejar allí también sus armas.
Por la noche, el capitán-mor accedió a romper las espadas y mosquetes y
arrojarlos al mar. Al fin y al cabo, no les quedaban esperanzas de aguantar
mucho más tiempo. Los negros eran demasiado numerosos, las municiones
se agotaban y, si querían sobrevivir, estaban obligados a salir de aquella
playa, convertida en la tumba de un buen puñado de hombres. Al menos, los
heridos más graves en la batalla con los ingleses ya habían muerto. No
tendrían que pasar por el calvario que se les venía encima a sus camaradas,
dijo Meneses a los náufragos reunidos a su alrededor en el único momento
solemne de aquella jornada. Y, como era un hombre pragmático, añadió que
tampoco les resultarían un estorbo.
Cuando por fin amaneció, los negros encontraron a los portugueses
desarmados y listos para marchar.
—¿Y ahora qué les impide matarnos? —preguntó Simão a Fernando.
—Nada, creo yo. Si tiene que ocurrir, espero que sea rápido. Estoy harto
de esperar.
—Ya ves que habríamos tardado menos ahogándonos, te lo dije.
—Mira, si hay algo que todo esto me ha enseñado es que prefiero morir
deprisa y de forma violenta, antes que quedarme esperando a la muerte en
un entrepuente o una playa.
—También puede ser que llegues a viejo. Nunca se sabe.
—¿No lo dirás en serio?
Pero aquel todavía no era el final. Para comprender los gestos inequívocos
de los vencedores no hizo falta traductor. Los náufragos recibieron la orden
de desnudarse. Algunos fingieron no entenderlo; los golpearon y los
desvistieron a la fuerza. Los soldados como Simão y Fernando no se
hicieron de rogar para quitarse sus harapos. Resultó más complicado en el
caso de los hombres de mayor rango. De un modo u otro, aunque fuese a
regañadientes, casi todos obedecieron, en cuanto vieron que las amenazas
físicas se concretaban. El último en seguir vestido fue dom Manuel de
Meneses. Tal vez porque aún pensaba que su condición de jefe le evitaría
aquella humillación. El capitán contempló a los portugueses que había
conducido hasta allí. Fernando, que se hallaba a pocos pasos de él, vio en su
mirada algo que no supo interpretar. ¿Desprecio por esos hombres
desnudos? ¿Cólera contra quienes los habían obligado a terminar así?
Desde luego, no era compasión, un rasgo ausente del carácter del capitán-
mor. El tortazo propinado por un negro devolvió a Meneses a la realidad.
Instintivamente, echó mano a una espada que ya no tenía. Sus dedos
atraparon el vacío y a la vez recibió un empujón que lo derribó. Apenas
había podido levantar su rostro congestionado por el golpe y la ira, cuando
ya lo sujetaban para arrancarle el abrigo y después la camisa, el calzón y los
zapatos. Su cuerpo flaco, menos altivo de lo que parecía cuando estaba
envuelto en el eterno abrigo negro, quedó expuesto al castigo del sol, a las
miradas desdeñosas de los negros y a las de los subordinados, que en
circunstancias normales trataban por todos los medios de evitar cruzarlas
con la suya.
No tardaron en obligarlos a ponerse en marcha, con la prohibición de
internarse en la selva. Un calafate que trató de ir en busca de agua fue
atravesado por una lanza antes de alcanzar los primeros árboles. Su
esfuerzo no sirvió para apagar la sed de los demás, pero sí para que en
adelante la soportaran mejor. Al menos por unas horas.
Con su pálida piel ya enrojecida, dom Manuel de Meneses se puso a la
cabeza de aquella patética procesión de hombres desnudos. Dio algunos
pasos y se derrumbó. La visión del cuerpo blanco del capitán-mor, tendido
en la arena como un pez varado, sin su abrigo negro ni la elegancia que este
le confería, sobrecogió a los demás. Pasaron unos segundos hasta que
alguien se atrevió a aproximarse a Meneses. Era Fernando.
Inclinado sobre el cuerpo, lo primero que sintió fue alivio al ver que la
espalda se movía al ritmo de la agitada respiración. El capitán-mor seguía
vivo. Los cabellos rubios se le pegaban al rostro empapado en sudor, babas
y flemas. Tras vacilar un instante, Fernando trató de girarlo. Cuando puso la
mano en el brazo de Meneses, este pareció despertar. Sus pupilas negras y
dilatadas ocultaban el azul del iris. La sangre había abandonado sus labios.
Balbuceó algunas palabras incomprensibles. Entre hipidos, dejó escapar un
sollozo desde el fondo de la garganta. Sorbió por la nariz para aspirar los
mocos. Luego escupió. Las pupilas y el iris volvieron a su lugar y una
mirada fría se posó en el hombre que, con la intención de ayudarlo, se le
había acercado demasiado, tanto como para llegar a ver al niño asustado
que se escondía tras la máscara impasible. Dom Manuel de Meneses lo
apartó. Su mano se apoyó en una piedra. La agarró y golpeó a Fernando en
la cara. Después se puso a cuatro patas para levantarse, trató de mantener un
precario equilibrio y se volvió a sus hombres, que estaban mirándolo.
«¡Venga! No os quedéis ahí parados. ¡Adelante!». Con paso dubitativo, hizo
ademán de reemprender la marcha, pero no se movió. Se secó el rostro con
la palma de la mano y se giró hacia Fernando. En el suelo, todavía aturdido,
el muchacho no lograba ponerse en pie. De su pómulo reventado manaba la
sangre y su ojo comenzaba a hincharse. «Tú, vuelve con los soldados. Aquí
no pintas nada».
Fernando dio un paso atrás. Otra vez en el sitio equivocado. Se reunió
con Simão, que trató de apaciguarlo sin poner mala cara ante la visión de la
herida abierta.
Caminaron así durante tres días, dejando a su espalda los cadáveres de
los más débiles. Enterrados en la arena, cuando era posible, y otras veces
abandonados, incluso entre las piedras volcánicas que les quemaban y
cortaban los pies. Las noches eran peores que los días. Los cuerpos
desnudos quedaban envueltos en un frío húmedo que se les metía hasta los
huesos, pero no calmaba la piel quemada por el sol de las espaldas cubiertas
de ampollas ni aliviaba las gargantas resecas. Fernando pasó la primera
noche con fiebre y delirando. Simão temía que la herida se infectase. El ojo
seguía inflamado y la llaga empezaba a supurar.
La salvación llegó el tercer día, cuando se les unió otro grupo de negros.
Venían a su encuentro enviados por el rey de esa parte de la isla, donde se
encontraba el puerto al que había llegado la balsa al mando de Sebastião
Prestes. Allí, un mercader moro llamado Chande Mataca, de vuelta de la
isla de San Lorenzo y a punto de partir hacia Mombasa, había visto en la
noticia del naufragio una oportunidad de agradar a los portugueses y, sobre
todo, de obtener una recompensa por su rescate.
Después de darles de comer y beber a la sombra por fin accesible de los
árboles, llevaron a los hombres hasta el puerto. El rey ordenó que los
curasen. Los ungüentos y las hierbas que aplicaron en el rostro de Fernando
surtieron efecto. Al chico le quedarían de recuerdo una especie de mancha
lisa y clara a modo de cicatriz en su mejilla morena, un ojo con el párpado
desprendido y una mezcla de miedo y rencor hacia la persona de dom
Manuel de Meneses.
Chande Mataca proporcionó víveres y ropa a los portugueses y después
los embarcó en sus dos grandes dhows, con destino a la costa africana. Los
barcos iban sobrecargados, pero Fernando y Simão disfrutaban, al igual que
los demás náufragos, del sencillo placer de estar vivos. De los setecientos
hombres que había a bordo del São Julião en Lisboa, menos de la mitad
podían seguir soñando con ver un día Goa.
Apenas tuvieron tiempo de ver Mombasa, porque muy pronto
encontraron un nuevo navío, un galeón fletado por el capitán de esa plaza,
Simão de Mello Pereira. No había pasado más de un mes desde el día en
que la carraca comandada por dom Manuel de Meneses se topara con la
flotilla inglesa, y el viaje hacia la India se reanudaba otra vez.
Habían acumulado mucho retraso, así que iban a verse obligados a
echarle una carrera al monzón. El São Julião debería haber terminado su
periplo en julio o agosto. Con más de un mes perdido, tendrían que
enfrentarse a los vientos contrarios. Pero dom Manuel de Meneses no
contemplaba la posibilidad de pasar el invierno en África. Razón de más era
que la fama de su enfrentamiento con los ingleses le precedía, llevada en
primer lugar por sus propios enemigos, que habían quedado impresionados
por su valor cercano a la locura. Mello Pereira le felicitó calurosamente. El
capitán-mor no dudaba de que el virrey de Goa haría lo mismo. Estaba
impaciente por llegar. También lo estaban Fernando y Simão, para los que
la vida en aquella fortaleza africana, hecha de estricta disciplina y hondo
aburrimiento, no era mucho mejor que la vida a bordo de un barco, salvo
por las raciones, pobres pero un poco más abundantes.
Un mes después llegaban a la India. Fernando pudo oler Goa mucho
antes de verla. Estaba en la cubierta, durante su cuarto de guardia. Las velas
blancas y tensas se confundían con el cielo, aclarado por las nubes que
pasaban delante de la luna. Era una de esas noches grises en que el viento
trae la promesa de una lluvia que se hace esperar y el oleaje se encrespa sin
llegar a ser violento. Al salir por la escotilla, Fernando inspiró con fuerza
para llenarse del aire salado. Sin embargo, lo que le invadió fue un olor en
el que se mezclaban la tierra caliente, empapada por el aguacero, y el
humus. La sal estaba ahí, pero revuelta con un aroma a vegetación. Tras el
calor de Ngazidja y la sequía de Mombasa, la exuberancia de ese aire lo
abrumó. Por el tiempo que duró la inspiración, le pareció que podía
masticarlo y nutrirse de él.
Por la mañana, una franja de nubes negras avanzaba hacia el galeón y el
mar se embravecía cada vez más. Detrás de una cortina de lluvia, la masa
oscura de la tierra apareció por fin, traspasada en su mitad por un río de
aguas rojas que venían a mezclarse con el gris del mar en torno del barco,
cercano ya a la costa. Cuando el chaparrón amainó y pudieron alcanzar la
barra de Goa, Fernando y Simão, apoyados con los demás en la batayola,
vieron dibujarse sobre las tierras rojas de Bardez el contorno del fuerte de
Aguada, que una salva de los cañones saludó protocolariamente. El galeón
se abrió paso entre los otros navíos allí fondeados y penetró, tras varias
audaces maniobras de los gavieros, en la desembocadura del Mandovi. Los
muchachos no podían controlar la excitación de sus sentidos al saborear el
espectáculo que se presentaba ante ellos. Las órdenes voceadas por los
marineros, los gritos de los indios guiando al navío entre los bancos de
arena desde sus pequeñas embarcaciones, los troncos y los cadáveres de
animales que el río vomitaba entre sus aguas llenas de fango, los cocoteros
que se inclinaban al viento, aquel aire que devoraban y que les llegaba tan
pleno que casi podían agarrarlo con las manos… y el olor. Siempre aquel
olor intenso a barro y a vegetación, y por detrás, casi oculto, el de la
podredumbre que parecía avanzar insidiosamente, aguardando la hora de
envolverlo todo.
Fernando se dio la vuelta para mirar una vez más, como venía haciendo
en los últimos meses, el alcázar de popa. La silueta de dom Manuel de
Meneses, de nuevo oscura, seguía allí, y por un instante el muchacho creyó
que le estaba observando. Al girarse, le dijo a Simão:
—Con la de Mombasa, esta es la segunda vez que logramos atracar en
algún sitio sin naufragar.
—¡Esperemos que dure!
—Yo lo que espero es que nunca volvamos a subir a un barco de estos.
—Algún día, tarde o temprano, habrá que volver a Portugal.
—¿Para qué?
3
Médoc, marzo de 1623
Espírito Santo era una aldeia, uno de aquellos pueblos bajo la autoridad de
la Compañía de Jesús en que los religiosos trabajaban para la conversión y
la educación de los indios tupinambás. Cuando los bahianos emergieron de
la selva, justo al amanecer, no se oía ya el ruido de los combates; si acaso,
el eco lejano de algún cañonazo. Encontraron una plaza amplia y alargada,
de tierra batida. En un extremo, los primeros rayos del sol teñían de rosa los
muros blancos de una iglesia. El grupo con el que caminaba Diogo se
detuvo a rezar. El muchacho no sabía si sus compañeros invocaban a Dios
para agradecerle aquel recibimiento cálido y espectacular, o bien para
pedirle protección ante los indios, que salían poco a poco de las cabañas
que rodeaban la plaza. El propio Diogo confiaba en que los tupinambás
hubieran dejado de comer carne humana. No había olvidado los relatos de
descuartizamientos, cocción e ingesta de los enemigos que había escuchado
durante su infancia y que tanto ayudaron a quitarle las ganas de salir de la
ciudad. Sin embargo, en lugar de caníbales desnudos y hostiles, lo que veía
era hombres con peinados sin duda extraños, mezcla de tonsura y pelo
largo, pero con las partes íntimas púdicamente disimuladas bajo largas
camisas. Al verlos caminar cubiertos por aquellas prendas de blancos,
Diogo tuvo la impresión de que asistía a un desfile de prisioneros o, peor
aún, de animales salvajes, con los colmillos limados y las uñas cortadas. Y,
como el chaval de catorce años que era, cuando se fijó en las pocas
muchachas que había, con sus blusas finas que dejaban adivinar los pechos,
lamentó aquellas grotescas indumentarias por razones menos honestas que
su consideración y respeto hacia el modo de vida de los tupinambás. Un
trecho más allá, el obispo discutía con los jesuitas sobre el modo de
organizarse.
Una vez superados los nervios de la llegada y las dudas del grupo de
refugiados, se dieron las instrucciones pertinentes, los centinelas quedaron a
cargo de vigilar una eventual incursión holandesa y se trajo de comer para
todo el mundo. Diogo, como los demás, recibió una ración de pan de
mandioca. Bajo los vendajes improvisados, sus manos quemadas le
recordaban, al ritmo de los latidos, lo doloroso de su pérdida. Se abandonó
a un sopor febril y después a un sueño poblado de imágenes de sus padres.
Cuando despertó, no sabía qué día era. Envuelto en una hamaca de
algodón, percibió el calor de un hogar y vio, al resplandor de las llamas, a
una mujer de piel morena y cabellera negra y brillante. La india le aplicó
una cataplasma en las manos y le dio agua para beber. Volvió a quedarse
dormido, hasta que unos rayos de luz blanca atravesaron el techo de hojas
de palma y se clavaron a su alrededor. Se encontraba en el interior de una
de aquellas grandes casas que viera a su llegada. Había más hamacas vacías
colgando de las vigas. La amplia sala estaba en silencio. Se levantó,
extrañado de no sentir más que un ligero malestar en las manos cuando las
apoyó en los bordes de su lecho para abandonarlo. Sorprendido por el
vaivén de la hamaca, tropezó al levantarse y se tambaleó junto a las brasas
moribundas, antes de recuperar el equilibrio. Fuera crecía la agitación. Salió
a la amplia plaza y se mezcló con la muchedumbre: acababan de recibir la
noticia de la rendición de António de Mendonça y sus oficiales. También
llegaban noticias del saqueo de la ciudad. Según decían, la mitad de las
casas habían ardido y se habían producido algunas ejecuciones. Los
mercenarios de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales habían
hecho honor a su reputación violando, mutilando, destruyendo y robando,
hasta que sus amos los llamaron al orden y ahorcaron a unos cuantos como
prueba de buena voluntad. Les convenía ganarse el favor de los habitantes
que no se habían marchado.
Desde el mar llegaba una brisa que a Diogo le provocó escalofríos.
Nunca se había sentido tan solo como entre aquella multitud. Caminaba al
azar, en medio de la gente, cuando de repente el murmullo aumentó de
volumen y el obispo apareció. Aquel hombre, que había tomado la decisión
de huir, llamaba ahora a la resistencia. Los refuerzos estaban en camino,
pronto llegarían desde Pernambuco y después desde el Reino, así que había
que impedir que los holandeses se marcharan. No debían salir de la ciudad
si no era con el miedo agarrado a las tripas, y para conseguirlo se
necesitaban todos los hombres válidos, portugueses, indios y africanos. Sus
palabras levantaron la moral de los refugiados. En adelante, por lo menos,
tenían un objetivo.
Mientras el resto de la gente se dispersaba, un hermano jesuita se acercó
a Diogo y lo condujo a la iglesia. En aquel edificio oscuro y desprovisto de
adornos, el religioso comprobó con agrado que el huérfano sabía rezar; su
padre, cristiano nuevo, y por tanto más cristiano que los demás, le había
obligado a aprender las oraciones de memoria. El hombre le explicó que, a
falta de algo mejor, tendría que compartir con otros una casa comunal
tupinambá.
A sus casi sesenta años, apenas había cambiado. Rubio, pálido, flaco y
envuelto en su abrigo negro, el general de la flota portuguesa volvía de una
campaña costera, a la caza de piratas ingleses y holandeses. La caza había
sido buena. Las caras de los soldados y marineros, que en aquel momento
embarcaban en las lanchas para regresar a tierra, mostraban la alegría de
quienes se disponen a arrasar tabernas y burdeles esa misma tarde. También
el desahogo por alejarse del comandante, de su rostro de piedra, cuya
impasibilidad solo se resquebrajaba para lanzar órdenes secas que siempre
parecían acarrear una carga de amenazas implícitas. Aunque daba la
impresión opuesta, dom Manuel de Meneses volvía de aquellas tres
semanas en el mar con la satisfacción de haber limpiado las aguas del reino
de unos cuantos herejes, así como de haberle demostrado al soberano
español el valor de la flota portuguesa.
Desde la toldilla de su galeón veía acercarse una carabela que, tras entrar
en las aguas del Tajo, pasaba entonces frente a la torre de Belém. Aquella
era una llegada imprevista. Dom Manuel de Meneses ordenó que la llevaran
a puerto.
La carabela venía del Brasil. Matias de Albuquerque, gobernador de la
capitanía de Pernambuco, anunciaba la toma de Salvador da Bahia por los
holandeses el mes anterior y remitía copia de varias cartas del obispo. En
ellas, el religioso explicaba que el gobernador de Salvador se había visto
obligado a rendirse. A partir de entonces, el hombre de Iglesia dirigía en las
tierras del interior la resistencia, formada por los más de mil hombres que
pudo reunir tras la evacuación de la ciudad y por algunos cientos de indios.
Pedía ayuda. Albuquerque había enviado una compañía en auxilio del
obispo, pero no podía desamparar sus propias defensas, ante el riesgo de
que los holandeses decidieran atacar también Recife u Olinda.
La noticia causó un gran revuelo. Cuando llegó hasta Madrid, el rey
Felipe IV declaró que deseaba ir personalmente a Bahia para poner fin a
aquella ofensa por parte de los holandeses. Nadie se preocupó más de la
cuenta por la vida del soberano, quien, en lugar de embarcarse hacia las
Indias occidentales, mandó armar dos flotas. Una, la más importante, en
Cádiz; la otra, en Lisboa.
Dom Manuel de Meneses estaba indignado. Había vivido la anexión de
su reino por parte de España y le resultaba insoportable imaginar en aquel
momento la pérdida, a manos de piratas cismáticos, de un territorio
conquistado a muy alto precio. Veía en las órdenes de Felipe IV un intento
de reafirmar la superioridad de España sobre Portugal. Era humillante. La
recuperación de Bahia debía ser portuguesa. En consecuencia, ofreció su
apoyo a la creación, en solo unos pocos días, de la Compañía General del
Comercio, cuya venta en acciones a la nobleza lusitana permitiría financiar
la operación de reconquista de Salvador da Bahia.
Todavía no había llegado el mes de julio y el rey ya había ordenado
aparejar varios barcos con los que reforzar las guarniciones de Pernambuco
y Rio; rumbo a Salvador, Felipe IV envió tres navíos al mando de dom
Francisco de Moura, a quien pretendía encomendar el nuevo Gobierno de
Bahia. Al menos había tenido la prudencia de elegir a un portugués.
En agosto, dom Manuel de Meneses recibió por fin una carta del rey
nombrándolo comandante de la flota portuguesa. Aquel día sonrió. Aunque
no por mucho tiempo. El rey determinaba que, una vez estuviese lista, la
flota de Meneses debía desplazarse hasta Cabo Verde, donde se uniría a la
flota española dirigida por don Fadrique de Toledo, quien quedaba al mando
de la armada.
Todo Portugal se volcó en la reconquista de Salvador da Bahia. No solo
fueron docenas los fidalgos que se unieron a la expedición, sino que esos
mismos y otros muchos la financiaban. Se llegaron a reunir más de
doscientos mil cruzados; la mitad de esa suma era una donación de la
ciudad de Lisboa. Los obispos y arzobispos de Portugal también ayudaron,
al igual que los mercaderes de todas las naciones que allí se reunían. No fue
necesario que la Corona española aportara ni un solo real: Portugal se bastó
para financiar el flete de los barcos, una parte de la soldada de las
compañías de infantería, las armas y municiones, el material de asedio, los
víveres… Lo que se pretendía no era ayudar a Felipe IV a recuperar Bahia,
sino que fuese Portugal quien tuviese el honor de hacerlo. Era una cuestión
de honor, y dom Manuel de Meneses lo sabía mejor que nadie. La Corona
de España no podía seguir considerando a la nobleza portuguesa como
simples vasallos. Tenía el deber de respetar su autonomía. Él se encargaría
de demostrarles, a don Fadrique, al orondo conde-duque de Olivares,
canciller de las Indias, y al propio Felipe IV, hasta qué punto en Portugal
sabían defender sus intereses.
Durante los tres meses siguientes, Lisboa fue un hervidero. Había que
fletar los barcos —veintiséis serían de la partida—, asignarles tripulación y
capitanía, avituallarlos, armarlos, convocar a los soldados acantonados en
diversas guarniciones y reclutar muchos más… Dom Manuel de Meneses se
sumergió en la tarea junto a dom Francisco de Almeida, almirante de la
flota y maestre de campo del Tercio de Portugal. Lo hizo como siempre,
con meticulosidad y frialdad. También con brusquedad, sobre todo si tenía
que tratar con los fidalgos. Fuera cual fuese el puesto que ocupaban, desde
el capitán de navío o de infantería hasta el simple combatiente voluntario
sin otra atribución que su título de nobleza, todos estaban dotados de una
amplia incompetencia, todos deseaban siempre y a cualquier precio dar su
opinión o, peor aún, su consejo. Entre ellos, António Moniz Barreto
destacaba por una excepcional propensión a escucharse a sí mismo. Tenía
muchas ideas, casi nunca interesantes, y le encantaba desarrollarlas por
extenso. No prestaba atención a nada de lo que se le dijese, disfrutaba
adulando a los poderosos —salvo a Meneses, destinatario ostensible de su
desdén— y se esforzaba por lograr el aprecio de los subordinados, en lugar
de la obediencia. A dom Manuel le habría gustado conformarse con
ignorarlo, pero no podía evitar experimentar hacia él un sentimiento
cercano al odio, el mismo que en circunstancias normales reservaba para los
enemigos del reino. No estaba orgulloso. Y Moniz, que percibía
instintivamente el malestar en el comandante de la flota, parecía disfrutar
con ello. Solía llevarle la contraria delante de todos y gozaba de manera
evidente con los escasos momentos en que Meneses perdía su noble frialdad
habitual, para dejar paso a una rigidez tal que se habría dicho que le
acababan de clavar un atizador al rojo vivo en el trasero. A pesar de su
carácter, Moniz contaba con sus propios apoyos, e incluso se le reconocían
ciertas capacidades. Su posición en la flota era crucial: además de ejercer
como capitán del galeón Conceição, era el maestre de campo del segundo
tercio portugués. Así que no quedaba más remedio que entenderse con él y
tratar de mantenerlo a distancia.
—Míralo. Qué orgulloso está. Parece un pavo real… Incluso tiene la misma
voz.
Simão observaba a Luís Gomes. El fundidor acababa de regalar al adil
shah un cañón en miniatura hecho por él mismo que, según decía,
funcionaba. Aunque no aconsejaba utilizarlo bajo techo.
—¡Vaya lameculos! Al menos podría mostrar un poco de recato…
Fernando y Simão no se fiaban. Desde que lograra fabricar un cañón de
gran calidad en un plazo que parecía imposible de cumplir, Gomes formaba
parte de la corte. Tenía a su cargo un taller que producía piezas de artillería
con rapidez y regularidad, y el adil shah le estaba muy agradecido. Por tal
razón, le pagaba bien, cerraba los ojos a sus arrebatos de violencia con los
obreros y le escuchaba cada día más. Ahí estaba el problema. El fundidor,
con su lengua apoyada en el hueco del incisivo ausente, hablaba en aquel
preciso instante al soberano, emitiendo un pitido que era un continuo
recordatorio del conflicto que lo enfrentaba a Fernando. Fernando y Simão
sabían por el propio Yusuf Khan que Gomes hacía todo lo posible para
desacreditarlos. El jefe de la guardia seguía de su parte, pero ¿cuánto
tiempo más podría plantar cara al hombre que estaba convirtiendo la
artillería del ejército de Bijapur en una de las mejor equipadas del Decán?
Caer en desgracia después de haber renegado de la fe cristiana obligaría a
Fernando y Simão a renunciar a lo que, tras adaptarse a las circunstancias,
estaban construyendo. Habían alcanzado una posición envidiable en Bijapur
y se verían obligados a abandonarla, ofrecer sus servicios a otros soberanos
y empezar una vez más desde cero. Siempre, claro está, que les permitieran
irse.
Simão llevaba varias semanas insistiendo en que debían escapar lo antes
posible, mientras el veneno de Gomes aún no hubiera contaminado al adil
shah y todavía dispusiesen de cierta libertad de movimientos. El plan no
parecía disgustarle. Fernando, por su parte, seguía empeñado en creer que
aún tenían opciones de conservar sus puestos, gracias al apoyo de Yusuf
Khan. Sin embargo, según pasaban los días, cada vez lo veía menos claro.
Por fin, Gomes se marchó. El adil shah se había retirado a sus aposentos,
desde donde llegaban los acordes de una melodía. Tras el cambio de
guardia, Fernando y Simão salieron de palacio.
Gomes no se fiaba. Pero también era vanidoso. Había acabado por aceptar
la invitación de Simão. Más sociable y simpático que Fernando, fue él
quien se encargó de visitar al fundidor de cañones para proponerle una
reunión en casa de los dos soldados. De nada servía, le dijo, seguir
buscándose las cosquillas entre portugueses. Habían empezado con mal pie
porque Fernando no sabía controlar su irascible carácter. Y lo conveniente
era llevarse bien. Además, afirmó Simão, el ascenso de Gomes los había
impresionado. Tenían ciertos negocios en ciernes y pensaban que incluir a
alguien tan importante como él solo podía beneficiarlos. No era imposible
ponerse de acuerdo, estaban dispuestos a negociar la participación de
Gomes por un precio razonable.
Simão no estaba orgulloso, pero tampoco sentía vergüenza: tras una
campaña en la costa de Malabar, mientras permanecían acantonados en Goa
durante el invierno, había estado acostándose con la esposa de un casado de
la ciudad. El joven comentaba con la adúltera la preocupación que le
producía la idea de mantener relaciones con la mujer de un hombre de
rango superior. Ella, en cambio, no se preocupaba lo más mínimo. Se
limitaba a hacer lo mismo que las demás. Cuando deseaba escapar de su
marido, le preparaba una tisana aderezada con frutos de estramonio. El
marido se quedaba dormido como un bebé y no recordaba nada al día
siguiente. Bastaba con prestar atención para no pasarse con la dosis, porque
ya había ocurrido que algún cornudo olvidara por completo despertar.
Simão no se anduvo con tantos miramientos. Había dejado reposar el
estramonio en agua por un buen rato, antes de echarlo en el vino de palma
que luego le sirvió a Gomes generosamente. El fundidor bebía con visible
placer, mientras Fernando y Simão le hablaban del comercio de diamantes.
El negocio parecía provocarle un gran interés. Gomes empezó a notar
sequedad en la garganta y la boca y se sirvió más vino. Las alucinaciones
comenzaron un poco más tarde. La noche había caído y los murciélagos
revoloteaban alrededor. Tenía la impresión de que eran realmente grandes.
Simão le dijo que, como él era tan pequeñito, quizá por eso se lo parecían.
Gomes se puso en pie y bajó la cabeza para mirarse. Por el intersticio vacío
de la dentadura se le escapó un silbido. Al momento, se puso a llorar
porque, decía, sí que era minúsculo. Levantó la mirada hacia el cielo, en
busca de Simão y Fernando, pero eran demasiado altos y demasiado
grandes y no lograba siquiera divisar sus ojos. Por último, se desplomó. Su
cuerpo se agitó unos instantes y luego se quedó quieto. Fernando y Simão
lo observaron sin atreverse a acercarse. Al cabo de unos segundos,
Fernando se decidió. Daga en mano, se arrodilló junto al cuerpo del
fundidor de cañones. Arrimó la oreja al pecho de Gomes, en busca del
latido del corazón. No oyó nada. Estaba ya irguiéndose cuando, de repente,
el cuerpo inerte recuperó el vigor y se incorporó de golpe. Fernando se
asustó y clavó la daga en el pecho de Gomes, que volvió a desplomarse,
emitiendo aquel irritante silbido por última vez.
Fernando se quedó mirando el cadáver antes de volverse hacia Simão:
«¿En qué nos hemos convertido?». Simão no se molestó en responder.
Ambos lo sabían. Poner palabras a aquello solo serviría para hacer aún más
evidente que habían matado a un hombre en su propio beneficio. No por
causa de la guerra, que tenía sus normas, ni en defensa propia. Esa era la
verdad. Siempre podrían decirse que, de no actuar ellos antes, tarde o
temprano Gomes los habría quitado de en medio, pero no se engañaban.
Pudieron elegir entre varias maneras de protegerse, empezando por la
huida. Pero se decidieron por la solución más fácil y, sobre todo, la más
rentable. Simão se preguntó si algún día se atrevería a ponerlo por escrito.
Después tocó cavar. Una vez desenterrada la bolsa de cuero, los dos
hombres siguieron hundiendo en la tierra sus dagas durante toda la noche,
en silencio, hasta haber excavado una tumba poco profunda para el fundidor
de cañones. Al morir, a Gomes se le habían vaciado las tripas. Sin embargo,
era el olor del suelo, esos efluvios de la materia en descomposición que la
tierra exhala cuando se aparta su capa superior, lo que se le pegaba a
Fernando en las fosas nasales. De poco le servía sonarse la nariz o aclararse
la cara con agua, el olor seguía allí. Se preguntó si algún día conseguiría
vivir en un lugar distinto a la podredumbre. El sol se elevaba y el leve rocío
brillaba sobre la vegetación del jardín, incluidas las hojas secas que
Fernando y Simão extendieron sobre la tumba reciente para disimularla un
poco. El sutil hedor a enmohecido seguía flotando a su alrededor. Fernando
se olió las manos sucias, se las frotó en la camisa, se agachó y vomitó. Se
limpió la boca con el dorso de la mano, aspiró por la nariz y, con los ojos
brillantes, hizo una seña a Simão para que lo siguiese.
Entraron en la casa, se vistieron de uniforme y reunieron sus
pertenencias. Apenas nada. Dos vidas que cabían en el fondo de un saco
apoyado en un rincón. Se repartieron los diamantes y los escondieron en el
forro de sus chaquetas. No tenían idea de si Gomes había hablado a alguien
de su cita de la víspera. Decidieron arriesgarse y acudir a palacio, al cambio
de guardia que les correspondía.
Todo salió a pedir de boca. A media mañana, Yusuf Khan les mandó ir en
busca de Gomes, que no se había presentado en el taller. El jefe de la
guardia no se hacía ilusiones. El fundidor reaparecería cuando se hubiese
repuesto, tras pasar la noche bebiendo vino de palma en algún burdel. Era
algo habitual. Fernando y Simão mantuvieron la compostura. Fueron
adonde vivía Gomes y visitaron algunas casas que proporcionaban alcohol
y mujeres. Regresaron de vacío y Yusuf Khan no pareció sorprenderse.
Claro que aquella ausencia lo molestaba. Tampoco él soportaba a Gomes,
pero el adil shah lo quería a su lado. Se lo perdonaría otra vez.
Cuando los relevaron, Fernando y Simão fueron al establo y pidieron
que les preparasen dos caballos. El mozo de cuadra sabía que tenían la
confianza de Yusuf Khan y no hizo preguntas. Salieron de palacio y pararon
en su casa para recoger el saco y las cartas del virrey.
Se decía que en Bijapur había más de un millar de mezquitas. Salieron
de la ciudad al anochecer, mientras los almuédanos llamaban a la última
oración. Marchaban discretamente, dos caballeros perdidos en la
ensordecedora algarabía. El cielo estaba despejado y la luna parecía una
gran moneda de plata pegada encima. Tenían toda la noche para avanzar.
No los echarían en falta hasta la mañana, y quizá tardaran aún más tiempo
en descubrir el cadáver de Gomes. Cada minuto de ventaja los pondría un
poco más a salvo. Cabalgaron en silencio hasta que los almuédanos
terminaron su salmodia, y entonces Simão empezó a hablar.
—No teníamos elección. Lo sabes.
—Nos hemos vendido al mejor postor, es lo que hay. ¿Que no teníamos
elección? Desde que dejamos el servicio, siempre la hemos tenido. Lo único
que se nos negaba era el regreso a Portugal.
—Ahora nos lo permiten.
—Es posible que ahora nos lo permitan. Lo sabremos al llegar a Goa. Si
resulta ser cierto, todavía habrá que ver si la nave en que embarquemos
llega hasta Lisboa…
—¡Bueno! ¡Esos azares son la sal de la vida!
—De la tuya, quizá. A mí lo que me gustaría es tener la mía un poco bajo
control de una vez. No tener que ponerla en manos de un Gomes, de un adil
shah, de un Francisco de Gama, de un Afonso de Sá o de un Meneses.
—¡Meneses! Hace mucho que no me acordaba de él…
—Pues a mí no me resulta tan fácil olvidarlo —dijo Fernando, con la
punta de los dedos apoyada en la cicatriz de su pómulo.
11
São Salvador da Bahia, marzo de 1625
En la tarde del día anterior, los rebeldes intentaron un asalto que fue
rechazado con facilidad. Los refuerzos seguían sin llegar. Algunos
documentos incautados en una carabela portuguesa apresada semanas atrás
indicaban que una armada de apoyo estaba en camino desde España y
Portugal. Willem Schouten, que había reemplazado a su hermano al mando
de São Salvador, había retomado los trabajos de fortificación, tanto por la
parte de la bahía como por la del interior. No avanzaban lo bastante rápido.
El ataque vespertino, que había puesto a prueba las defensas de la ciudad, lo
tenía preocupado. Al salir del culto de Pascua no dejaba de dar vueltas a
todo aquello, cuando le comunicaron que una flota había cruzado la barra
de la bahía de Todos los Santos y se hallaba anclada frente a la ciudad.
La mente humana es una cosa extraña. A veces se ofusca en la negación.
Lo primero que pensó Schouten fue que sus propios refuerzos por fin
habían llegado. Dio orden de izar el estandarte de las Siete Provincias
Unidas sobre el campanario de la iglesia más alta de São Salvador, para que
las naves de mar adentro supieran que la ciudad seguía bajo su control. Se
le acercó un edecán. Desde el puerto habían identificado los navíos, ahora
dispuestos en semicírculo ante ellos, del fuerte Santo António a Tapuípe.
Eran españoles y portugueses. Se esforzó por mantener la mente despejada,
pero había una idea a la que daba vueltas sin cesar: nunca había tenido
madera de líder. Aquella responsabilidad, que ahora era suya, lo ahogaba.
Se levantó el cuello del abrigo de un tirón y sintió el sudor que se le
acumulaba en las mejillas y las aletas de la nariz. Se puso a dar órdenes
agitando los brazos para disimular el temblor de sus manos. Cincuenta
navíos enemigos, tirando por lo bajo, obstruían la bahía. Schouten disponía
en el puerto de apenas veinte embarcaciones de guerra. Estaban atrapados.
Ordenó situar algunos barcos mercantes entre el puerto y los asaltantes y
hundirlos, para impedir a los adversarios acercarse y evitar que
bombardeasen la ciudad. También había que evacuar el fuerte de São
Felipe, al final de la punta de Tapuípe, a una legua escasa de allí. Los
sesenta hombres de su guarnición no aguantarían mucho y resultaban más
útiles en el interior de las murallas. Estaba dando estas instrucciones cuando
oyó las primeras detonaciones provenientes de São António. Necesitó
sentarse un momento.
Habían designado a Diogo como correo entre las posiciones al sur de São
Salvador, que carecían de coordinación. Las piezas de artillería de Moura
debían proteger los trabajos de asedio de los tercios de Cropani. Antes del
amanecer se encontraba ya en São Bento, siempre con su inseparable
Ignacio y dispuesto a marchar hacia el norte llevando las órdenes, cuando
oyó los gritos.
Arrancados de su duermevela, los centinelas más adelantados acababan
de presenciar cómo un pelotón de holandeses se abalanzaba sobre ellos.
Sorprendidos en el interior de la trinchera, los hombres de don Pedro Osorio
huían desordenadamente. Algunos caían al suelo. Los holandeses se
paraban a ejecutarlos, antes de continuar con su avance. Con los primeros
disparos, Diogo vio a Osorio abandonar la protección del monasterio espada
en mano y dirigirse, acompañado de otros oficiales, al encuentro del
enemigo. Ignacio y él los siguieron, con sus arcos al hombro. Pero no
llegaron muy lejos: al acercarse a la trinchera infestada de mosqueteros
holandeses, don Pedro Osorio se detuvo, dio tres pasos más, con la camisa
blanca oscureciéndosele en el pecho, y cayó de bruces al suelo. No emitió
ni siquiera un quejido. Por detrás se oían de nuevo los disparos, mientras
otra columna holandesa avanzaba hacia el monasterio. Una vez más, Diogo
siguió el movimiento de los hombres, que se precipitaban para ponerse a
cubierto en los edificios, antes de que el enemigo los alcanzara. El sol
estaba un poco más alto y con él subía una ligera neblina, que el humo en
suspensión de los disparos iba ensombreciendo. Diogo se acercaba a la
puerta de una casa, cuando sintió que lo retenían desde atrás por la camisa.
Un soldado holandés lo había agarrado con una mano, mientras con la otra
levantaba la espada. El gesto quedó interrumpido, congelado en la luz
matinal. Tenía el cráneo partido. Ignacio necesitó apoyarse con el pie en la
espalda del hombre para mover a los lados su maza de piedra, aún clavada
en la cabeza. La maza se liberó con un agradable sonido de succión. Diogo
y su amigo entraron en la casa, seguidos de varios soldados españoles.
Subieron a la primera planta para tener una mejor vista de la calle, mientras
algunos quedaban al cuidado de la puerta. El tiroteo no cesaba. En ambos
bandos, los mosquetes y arcabuces se recargaban tan rápido como era
posible. Las balas silbaban y reventaban la carne, el hueso o el ladrillo,
como aquella que explotó por encima de la cabeza de Diogo, levantando
una polvareda naranja que cayó sobre su pelo y su cara. Les quedaban
pocas flechas y las aprovecharon lo mejor posible. Dos mosqueteros
cayeron, abatidos por Diogo, antes de que los napolitanos del marqués de
Cropani llegaran al rescate y obligasen a los holandeses a batirse en
retirada. Cuando salieron otra vez a la calle, todavía les llegaban ruidos de
disparos y gritos desde la trinchera. La artillería holandesa cubría la retirada
de los soldados y diezmaba a los hombres que se habían adelantado
demasiado en su persecución. Después, los estallidos se apagaron poco a
poco. El día llegaba y ponía al descubierto un horrendo espectáculo: heridos
cubiertos de sangre, cuyas lágrimas y sudor dejaban un rastro brillante en la
pólvora y el polvo pegados a sus rostros; hombres que se retorcían de dolor,
o bien ya habían dejado de hacerlo y dirigían en silencio su mirada hacia
lugares y personas que solo ellos podían ver. Los holandeses habían
arrastrado el cadáver de un capitán español hasta el terraplén, junto la
muralla de Salvador, dejándolo allí expuesto. Habría que esperar a la noche
para intentar recuperarlo. De momento, recogían a los muertos,
abandonados en el campo de batalla. En un paso estrecho de la trinchera
encontraron el cuerpo de dom Francisco de Faro. En su cara se dibujaba una
última sonrisa, congelada por la muerte; en sus brazos agonizaba un
holandés con una daga hundida en el vientre. Diogo se quedó mirando a los
dos hombres enlazados. ¿La sonrisa de Faro quería decir que había ganado?
¿El sufrimiento y la debilidad de su adversario, incapaz de liberarse del
abrazo, que había perdido? ¿Humillar al adversario incluso tras la muerte
proporcionaba una gloria aún mayor? ¿Se consolaría el conde de Faro, tras
la pérdida de su hijo, al saber que se había llevado con él a un enemigo?
Ignacio se planteaba una pregunta más sencilla: ¿por qué no cortaban las
manos y las cabezas de los cadáveres rivales? Los blancos eran criaturas
complicadas.
«Seguro que lo ves. Mira». El soldado portugués señaló una silueta negra
plantada sobre las rocas, dominando las baterías que apuntaban al puerto. El
viento sacudía hacia atrás el cabello rubio del hombre allí apostado. Diogo e
Ignacio trataron de escalar hasta él. Debían entregar a dom Manuel de
Meneses un mensaje que le enviaba Francisco de Moura. No estaban ya
más que a algunos pasos, cuando por detrás aparecieron varios mercenarios
de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales; habían
aprovechado la confusión del bombardeo para echar al agua un bote y
rodear las posiciones de la artillería portuguesa. Se oyó un primer disparo
de mosquete y Meneses sintió el calor de la bala, que le rozó el cuero
cabelludo. Alzando la maza, Ignacio se abalanzó sobre el tirador, quien
abandonó la idea de recargar y prefirió sacar una daga. Sus dedos rodeaban
con firmeza la empuñadura justo cuando notó un peso enorme que se abatía
sobre su cráneo. Sonó un segundo disparo y Meneses se deslizó al suelo,
girándose para hacer frente a sus atacantes. Vio la cabeza destrozada del
primer tirador; al segundo aún no le había dado tiempo a soltar su mosquete
y ya tenía una flecha clavada en el pecho. Los soldados portugueses
respondieron a la agresión y ahuyentaron a los demás mercenarios. Ante
dom Manuel se tendía una mano: levantó la mirada y vio a un muchacho
moreno que con la otra sujetaba un arco como el de los indios.
—Me llamo Diogo Silva, señor, y traigo un mensaje para usted de parte
de dom Francisco de Moura. —Tras el muchacho había un tupinambá
medio desnudo, con la cabeza afeitada, un arco al hombro y una maza en la
mano—. Este es Ignacio. Me acompaña y me instruye.
Manuel de Meneses aceptó la mano tendida y el chico le ayudó a
levantarse. Se sacudió el polvo del abrigo, tomó el mensaje de Moura,
rompió el sello para abrirlo y lo leyó. Una vez que hubo terminado, miró a
Diogo Silva y al indio.
—Buscaremos otro mensajero para llevar la respuesta. Vosotros os
quedáis conmigo. Pero que le den una camisa, por Dios —añadió señalando
a Ignacio.
12
Lisboa, 6 de abril de 1625
Dom Vicente de Brito se veía viejo. No, tenía que admitir lo evidente: era
viejo. A sus más de setenta años, hacerse una vez más a la mar para guiar un
par de carracas en la ruta de las Indias no era algo demasiado razonable. En
cualquier caso, le halagaba que se lo hubieran propuesto. Sospechaba que
no había sido el primero de la lista, pero la mayoría de los fidalgos capaces
de asumir aquel encargo se encontraban entonces del otro lado del
Atlántico, recuperando Bahia, o al menos allí deberían estar. Así que, a
pesar de las rodillas que crujían, de la espalda encorvada y de los ojos a
medio cubrir por un velo que casi no le permitía ver a lo lejos, había
aceptado la misión. Rezó en una capilla cercana a su residencia, encendió
un cirio y contempló durante un largo rato al Cristo en la cruz.
Cuando salió a la calle en compañía de su asistente, el anciano
comprobó que sus articulaciones una vez más tenían razón. Se había puesto
a llover. Era una lluvia fina y fría que las ráfagas irregulares del viento
mantenían un instante en suspensión, cual volutas de humo. Se subió el
cuello del abrigo y se puso el sombrero mientras alcanzaba en pocos pasos
la puerta del coche que lo estaba esperando. Ya habían cargado su baúl. Se
sentó y se pasó un pañuelo por la cara, para secarse el agua que notaba
correr por las mejillas y los surcos de las arrugas. Odiaba la humedad.
Desde el muelle, dom Vicente de Brito asistió a las últimas operaciones
de carga de la carraca São Bartolomeu. En el Santa Elena, anclado un poco
más allá, también estaban terminando con los preparativos. Ambos barcos
eran enormes. Nunca antes los astilleros de la Ribeira das Naus habían
engendrado unos monstruos como aquellos. Brito llegó a preguntarse cómo
iban a hacer para salir del Tajo sin tocar fondo. No era el único en
plantearse tal pregunta: dom João Enriques Ayala, capitán del Santa Elena,
también estaba preocupado. Manuel dos Anjos, el primer piloto del São
Bartolomeu, no ocultaba su temor, pero creía que el viento del noreste, que
empezaba a soplar con mayor regularidad, les permitiría pasar la barra del
Tajo sin correr demasiados riesgos. En todo caso, deberían extremar las
precauciones. Ya había pilotado aquella carraca otras veces y sabía lo
complicada de manejar que resultaba. No había tiempo que perder.
Convenía aprovechar la pleamar para intentar encontrar el paso con el agua
lo más alta posible, así que decidieron que el Santa Elena esperaría hasta el
día siguiente para hacerse a la mar.
Tras un incómodo trayecto en lancha, dom Vicente de Brito llegó hasta
la carraca. Lo ayudaron a subir a bordo. Todavía no habían zarpado y ya
tenía prisa por regresar de la India y retirarse de una vez por todas. Había
servido a seis reyes, había dirigido varias expediciones en la ruta de las
Indias, había combatido en Portugal y en ultramar. A lo largo de mucho
tiempo, llevó una vida desenfrenada que cuadraba bien con su condición de
fidalgo y de soldado. Tal vez —o sin duda— en varias ocasiones había
ofendido a Dios. Ahora que notaba en cada uno de sus huesos y tendones
cómo se acercaba la muerte, empezaba a preocuparse cada vez más por su
salvación. Durante todas sus campañas y todos sus viajes, nunca había
tenido miedo de fallecer. En aquellos tiempos era invencible. Ahora, en
cambio, reconocía en su fuero interno que no era sino un simple mortal
como los demás. Un hombre que había elegido siempre los placeres, en
lugar del servicio a Dios. Y temía lo que le quedaba por delante. La primera
vez que viajó a Goa, en una época tan lejana que era incapaz de situarla,
todavía no conocía ni el inmenso océano ni la remota India. Sin embargo,
no tenía ningún miedo. La muerte era solo un continente desconocido más.
Pero ahora ese continente, hoy mucho más que ayer, lo aterrorizaba. Aquel
sí sería un viaje sin retorno. Enderezó el crucifijo clavado en la pared de su
camarote. Se sentó ante el escritorio, apoyó la mano en el misal que allí
había y rezó una vez más. Cuando dio por finalizadas sus oraciones, subió a
la toldilla de la carraca para observar cómo terminaban de cargarla.
El barco iba hasta los topes, por supuesto. Desde su posición, dom
Vicente de Brito veía una masa hormigueante de marineros y grumetes
preparándose para aparejar, soldados que ni siquiera habían puesto aún el
pie fuera de tierra firme y ya estaban mareados, comerciantes y fidalgos en
busca del mejor lugar para colocar sus raciones de viaje y sus mercancías;
también animales, numerosas gallinas, cerdos e incluso una vaca que no
sabía dónde meterse, empujaba a los pasajeros y mugía aterrada. Cerca del
palo mayor, la cocina estaba ya en funcionamiento. Un olor a galletas recién
horneadas remontó hasta él, y entonces dom Vicente tuvo la pasajera
tentación de verse a sí mismo como Dios contemplando su obra. Reprimió
tan impío pensamiento.
Levaron anclas, izaron las velas y, lentamente, el São Bartolomeu se
puso en marcha. Dom Vicente de Brito se mantenía a la escucha. Estaba la
música de trompetas y tambores que acompañaba desde siempre las
partidas anuales, y también los regresos cuando se daba alguno. Estaban las
órdenes a voz en grito, los adioses dirigidos por los pasajeros a sus
familiares, que habían venido hasta el muelle para despedirlos, así como los
bramidos del ganado. Estaban por fin los crujidos de aquella carraca, que
sonaban en sus oídos igual que lamentos descomunales. ¿Cómo aquel barco
tan grande y pesado iba a ser capaz de completar un viaje así, sin romperse
ni hundirse por su propio peso? La cuestión lo mortificó durante algunos
minutos. Le recordaba que él mismo no viviría eternamente y que la hora de
rendir cuentas estaba por llegarle. Concluir aquella misión con dignidad
sería una forma de ir saldándolas. La blancura de la torre de Belém, a
estribor, le ayudó a calmarse. Del lado de babor no quiso mirar el fuerte de
São Sebastião da Caparica, cuya masa oscura y austera parecía en la
distancia más bien una advertencia que una invitación al viaje.
Una vez superada la barra del Tajo y con el São Bartolomeu navegando
ya en mar abierto, decidieron no esperar al Santa Elena. El viaje era largo y
el tiempo para realizarlo en buenas condiciones no era ilimitado. Al mirar a
los hombres ociosos en cubierta, se preguntó cuántos de ellos habrían
sentido la misma necesidad de lavar sus pecados que él sentía. Seguramente
no muchos, y menos aún si miraba a los soldados que ocupaban los
entrepuentes. No obstante, una cosa era segura, porque así estaba escrito en
la historia de la ruta de las Indias: decenas, quizá centenares de aquellos
hombres nunca verían Goa. Y entre los que tuviesen previsto regresar, los
tripulantes y pocos más, la proporción de las pérdidas sería todavía mayor.
Así que iba a rezar también por ellos, se dijo. La idea de aquella nueva
carga lo abrumó aún más que la propia misión que tenía encomendada.
13
Costa de Médoc, mayo de 1625
Igual que ocurría siempre en esos casos, el rumor se propagó con gran
rapidez. En realidad, no era un rumor sino un grito, «Avarec !», emitido al
amanecer por un costejaire apostado sobre una duna. Desde allí dominaba
la playa, batida por unas olas tan poderosas que el viento del oeste no
lograba aplastarlas y se limitaba a transportar el grito por encima de la
arena. Repetido por quienes estuvieran al alcance de la voz, viajó de esta
manera y se convirtió, de tanta gente como iba encontrando, en un clamor,
hasta alcanzar el campamento de resineros. Los hombres lo obedecieron y
emprendieron el camino hacia el océano.
Parecía que el invierno se empeñaba en no acabar. Las tormentas se
sucedían, roían la playa, obligaban a la arena a seguir devorando más y más
bosque, arrastraban los barcos hacia la costa. Igual que siempre, quienes
aquel día caminaban hacia el navío recién encallado iban descalzos.
Llevaban gorros de lana basta, zamarras de piel de cordero, hachas y
hachuelas que utilizarían para extirparle las mercancías al pecio, abrir los
fardos o partirles la cabeza a los náufragos poco colaboradores. Se les
unieron algunos resineros, con sus capellinas negras. También algunas
mujeres caminaban en dirección a la playa. Marie era una de ellas.
Tenía las mejillas rojas, azotadas por los granos de arena. Escupió unos
cuantos y, entrecerrando los ojos por culpa del viento, buscó a Pèir entre los
hombres que avanzaban hacia el barco varado, que la marea abandonaba al
retirarse. Era uno de los que iban delante. Habían cruzado una balsa, aún
sacudida por la corriente, para alcanzar el banco de arena sobre el que yacía
acostado el navío, con el puente y los aparejos, rotos contra las rocas, a la
vista. Se subieron a él y empezaron a formar una cadena humana para ir
sacando todo lo que pudieran. En su mayoría, se trataba de barricas de
aceite de oliva y fardos de tejidos. Mientras el cargamento llegaba hasta la
playa, otros hombres despojaban el barco de sus aparejos, arrancando
aquellas piezas de madera o metal que pudieran volver a utilizarse. Era
como una colmena bien organizada que se esforzaba en desbaratar,
desmantelar y vaciar el barco, antes de que las autoridades recibieran aviso
del naufragio y vinieran a reclamar sus derechos sobre el pecio. Se parecía
también a una colonia de cangrejos descuartizando un despojo de carroña,
pensó Marie. En mitad de ellos, Louis era un buey de mar, como los que
había visto en el mercado de Burdeos. Más gordo, más alto, menos
impaciente, a veces echaba una mano para transportar un objeto, pero sobre
todo examinaba cada cosa que salía y evaluaba los beneficios que podría
sacar de ella. No quedaba ni rastro de la tripulación. Con el paso de los días,
acabarían por encontrarse algunos cadáveres a la deriva. Otros nunca
volverían a aparecer. Marie pensó en ellos. Habían deseado ver mundo.
Ojalá que al menos el viaje les hubiese resultado por momentos hermoso.
Se encontraba ya lo bastante cerca y por fin divisó a Pèir, que salía del
pecio con un barril pequeño bajo el brazo, agarrándose donde podía para
saltar torpemente a la arena. Marie volvió a verlo un año antes, levantando
en alto su cántaro de aguardiente. Sonrió, pero la sonrisa se le borró al
observar a Louis yendo hacia el muchacho.
El tiempo que había pasado por precaución en casa de Hélène, a la
espera del otoño y del momento en que las lluvias sustituyeran al sol y los
caminos se volviesen casi impracticables, había servido a Marie para
distanciarse un poco de su tío y tomar confianza con Pèir. El joven vagant
no tenía nada que ofrecerle, como no fuese su constante buen humor y sus
historias de naufragios, mercancías extraviadas y jornadas de pesca,
siempre las mismas. Sueños, no tenía. «¿Irse? ¿Para qué? Aquí no hay gran
cosa, pero nada te asegura que estarás mejor en otro sitio». Lo cierto es que
allí estaba, y eso era suficiente para ella. Cuando regresó a la casa de su tío,
Pèir todavía iba a visitarla y a menudo caminaban juntos hasta la playa.
Aunque Louis no decía nada, tampoco ocultaba que aquella complicidad no
era de su agrado. Trataba a Pèir con brusquedad, y el chico, tal vez por
orgullo o para hacerse valer delante de Marie, le hacía frente. Regateaba
más de lo necesario los objetos que le llevaba, hasta el punto de tener que
echarse atrás cuando el tabernero se mostraba abiertamente amenazador.
Con su hallazgo bajo el brazo, Pèir se irguió y miró a Louis, que tendió
la mano hacia el barril. El muchacho negó con la cabeza y habló. Estaba
regateando otra vez. No obstante, la actitud de Louis dejaba claro que aquel
no era el momento. A su lado, la Raya parecía nervioso. Consciente de la
tensión, zapateaba como si de nuevo hubiese pisado algo desagradable. Pèir,
que había visto venir a Marie, levantó la barbilla, inclinó hacia atrás los
hombros, dijo algunas palabras a Louis y rio. La manaza de Louis se apoyó
en su nuca y lo atrajo hacia sí. El chico, que todavía sujetaba su barrilillo,
trató de liberarse. Louis le habló al oído. Cuando lo soltó, Pèir estaba rojo
de vergüenza, de miedo y de la rabia suficiente para arrojar el barril contra
un madero que acababan de sacar del pecio. Una de las duelas se partió,
dejando escapar un líquido granate sobre la arena húmeda. El puño de Louis
se estrelló en la mejilla de Pèir, que se desplomó. Aún estaba en el suelo, y
Marie todavía no había tenido tiempo de gritar, cuando Louis ya recogía el
barril perforado para estamparlo una y otra vez contra la cabeza del chico,
hasta hacerlo astillas.
Una ola que vino a morir en el banco de arena diluyó la mezcla del vino
y la sangre. La Raya seguía de pie, con los brazos a los costados, en
silencio. Pèir pareció inspirar profundamente. Su pecho se ensanchó por
última vez. Vuelto hacia el barco, a la espera de que los hombres todavía a
bordo descendiesen con su carga, Louis ya no le prestaba atención. Una
ráfaga de viento hizo chirriar los restos del aparejo. Al cruzar la balsa,
Marie sintió la fuerza de la corriente tirando de sus piernas y el frío del agua
entumeciéndolas. Se acercó a Louis por detrás. Ella tampoco miraba a Pèir,
que no era ya otra cosa que un cuerpo más a la deriva. No quería verlo.
Porque, si lo veía, sabía que ya nunca podría marcharse de aquella playa.
Pensó en dar media vuelta y escapar una vez más. Pero ante ella tenía la
espalda de Louis y no era capaz de ver otra cosa. Golpeó con todas sus
fuerzas. Percibió con satisfacción cómo su puño se hundía en la carne y oyó
con aún más regocijo a su tío soltando un ridículo soplido al cortársele la
respiración. Le lloraban los ojos cuando se volvió hacia ella, tambaleándose
por un instante, mientras la espuma se llevaba la arena bajo sus pies. Tenía
la mano levantada, pero no la abofeteó. Apoyó la palma lentamente en su
hombro, como para calmarla o atraerla hacia sí. Ella se zafó de aquel abrazo
torpe y obsceno, giró sobre sus talones y echó a correr.
La Raya arrastró el cuerpo de Pèir hacia la embocadura de la balsa, triste
por el muchacho, pero no del todo molesto ante la idea de que la corriente
de la bajamar ejerciese de sepulturera. Louis le dejó hacer. Se dio por
satisfecho una vez que el cadáver había desaparecido y él ya no veía a su
sobrina, oculta tras la duna. Solo entonces tuvo la impresión de recuperar el
control. Sintió la frescura del agua en sus pies y el sabor salado del viento.
Oyó que alguien gritaba: «¡Sombreros!». En efecto, algo más al sur
acababan de aparecer varias siluetas con las cabezas cubiertas. Eran los
borrachos que servían como guardacostas para el duque de Épernon. Ya
estaban allí. Los saqueadores del pecio se dispersaron, dejando tras de sí las
piezas más pesadas y engorrosas, que no habían tenido tiempo de retirar.
Los siguió sin apresurarse.
Tenía que marcharse. Dos años allí eran demasiado. Dos años sin ver a
su madre. Dos años siempre al acecho. Su padre y su hermano la visitaron
durante el invierno. El agua seguía subiendo y el remedo de aldea que
todavía era visible estaba a punto de vaciarse del todo. La mayoría escapaba
de las aguas y se instalaba un poco más al este con el consentimiento de
Épernon, señor de esas tierras. Se decía que pronto iba a donar una parcela
algo más elevada, donde fundar una nueva parroquia.
Mientras, la vida allí se complicaba por momentos. Los naufragios como
el de ese día escaseaban y el monopolio de Louis sobre las mercancías
resultaba una carga para la gente, que dependía de él para sobrevivir.
Además, el gobernador insistía en hacer valer sus derechos sobre los pecios,
así que la presión recibida por los costejaires era enorme. La comunidad se
iba replegando sobre sí misma. Los resineros ya no cruzaban la laguna tan a
menudo. Louis, que se dedicaba también al transporte de la resina,
aprovechó para mejorar sus relaciones con los hombres de Épernon, que por
su parte se ahorraban algunos desplazamientos difíciles y peligrosos. El
comerciante seguía afianzando su dominio del lugar y de quienes lo
habitaban.
Tras alejarse de la playa, Marie caminó mucho rato para llegar a la
laguna. Le habría gustado subirse a una de las barcas de fondo plano de los
resineros, alcanzar la orilla opuesta y reunirse con los suyos, aunque solo
fuese por unas horas. Pero hacía muy mal tiempo y el viento soplaba a
ráfagas, demasiado fuertes como para estar segura de lograrlo sin haber
navegado nunca antes sola. Se sentó sobre una duna, un buen trecho por
encima del agua, y buscó la aldea a lo lejos con la mirada. Allí estaba la
ermita. Detrás, un bosquecillo oscuro servía para resaltar sus piedras
blancas, como pintadas encima. Era imposible saber hasta dónde llegaba el
agua. Un poco a la derecha se elevaba una humareda, solo una. Marie no
dudó de que era la casa de sus padres. Pronto no quedaría nadie más
viviendo allí, solo ellos, hundidos en aquellas tierras de arena y fango. Y
algún día también se irían, consumidos por la vida en aquel lugar malsano y
por los constantes registros. Por culpa suya, de Teste y de quienes lo
poseían todo. Por culpa también de ellos mismos, que doblaban el espinazo
con tanta facilidad. Louis, en cambio, llevaba siempre la cabeza alta. Había
sustituido el servilismo por el desprecio de toda autoridad. De todo aquello
que invadiese lo que él consideraba como su propiedad, de todo lo que
opusiera un obstáculo a su voluntad. No era mejor que Teste, Épernon o
Minvielle, pero al menos carecía de doblez. De las serpientes como él no se
podía esperar otra cosa que una mordedura. Marie lo supo desde el
principio y ahora se culpaba por no haber querido verlo. Por haber creído
que tal vez su tío sería diferente con ella. Había sido demasiado vanidosa.
Louis tenía razón, se parecía demasiado a él. Y quería verlo muerto.
14
São Salvador da Bahia, mayo de 1625
De pie, bajo la luz del sol que el reflejo en las paredes blancas hacía aún
más cegadora, los soldados portugueses, españoles e italianos se
arracimaban en el Terreiro de Jesus. Los sacerdotes y los oficiales se
encontraban en el interior de la iglesia, que por fin volvía al seno de la
religión verdadera. Desde la plaza, Diogo e Ignacio oían retazos de la misa
que se estaba celebrando, y también de los discursos que alababan la
misericordia divina y el santo ardor de los gloriosos ejércitos de las Coronas
de Castilla y Portugal. Los fastos de la ceremonia, las ricas vestiduras de
nobles y religiosos y los uniformes casi limpios de las tropas allí reunidas
contrastaban con lo que Diogo se había encontrado al regresar a su ciudad
unos días antes, tras la rendición definitiva de los holandeses.
Por supuesto que no había olvidado las casas derruidas e incendiadas
que dejara atrás el año anterior. Los ocupantes habían reconstruido algunas
de ellas. Pero un mes de asedio y bombardeos volvió a añadir ruinas sobre
las ruinas. No había otro modo de conquistar una ciudad. Había que
destruirla, para quebrantar la voluntad de los que se resistieran. Y funcionó
mejor aún la segunda vez, porque los holandeses no habían construido nada.
Sus vidas estaban en otra parte, para ellos Bahia no era más que una plaza
comercial. La habían ocupado con asalariados en lugar de colonos, con
gentes que sabían que al cabo de pocos meses o años estarían en algún sitio
distinto. Ellos, los mercenarios franceses, ingleses o alemanes de la
Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales, habían sido la razón de
su fuerza y también de su debilidad. No morían ni por Dios ni por un país.
Servían a un patrón que pagaba bastante bien, pero que castigaba con
violencia ciega. Y tal género de empleados, cuando el empleador da señales
de flaqueza, suele mostrarse poco dispuesto a seguirlo. Tras varias semanas
de lucha, no pensaban ya en salir de Bahia como hombres ricos, sino como
hombres con vida. Schouten había sido depuesto. Kijf, envuelto en su aura
y gracias a su simbólica victoria de los primeros días, había tomado su
lugar. Un lugar incómodo en una posición indefendible.
A lo largo de todo un mes, cada día sufrieron nuevas bajas. En cualquier
lugar, a cualquier hora. El mismo Dios pareció que los abandonaba. Un
domingo por la mañana, una bala de cañón disparada desde la batería de
São Bento perforó el muro de la capilla de São Jose, convertida entonces en
iglesia protestante. Pasó por debajo de un banco, dejando sin palabras al
pastor y sin piernas a cuatro de sus feligreses. Por el lado del Carmo, la
batería de Moniz Barreto había despachado a dos cirujanos en un edificio
que funcionaba como hospital de campaña. No pasaba un solo día sin su
cuota de hierro, de fuego y de sangre. Diogo pudo ver también cómo, tras el
fracaso de los brulotes holandeses, la artillería de dom Manuel de Meneses
destruía metódicamente una parte de la flota, que intentaba sin éxito escapar
del alcance de la armada portuguesa y española. Había algo muy
satisfactorio en el espectáculo de los holandeses ardiendo en sus navíos.
Diogo conocía demasiado bien la obra del fuego. Daba igual lo lejos que
estuvieran aquellos hombres en llamas, él podía percibir el olor a carne y
cabello calcinados. Desde hacía un año, era un olor que lo acompañaba.
Estaba aprendiendo a amarlo.
Los grumetes bombearon sin parar y los calafates redujeron las vías de
agua, pero no se pudo evitar que una parte de las provisiones se estropease
por culpa del agua salada. Hacia finales de septiembre, los barcos divisaron
por fin las Azores, donde podrían completar el avituallamiento antes de
encaminarse hacia Lisboa y Cádiz. Se acercaban a la isla de São Miguel,
con el sol resbalando lentamente tras la línea del horizonte, cuando uno de
los vigías avistó dos velas que no tardaron en identificar como naves
holandesas. Al caer la noche, dom Manuel de Meneses mandó prender los
fanales del São João. La tripulación no lo entendía: el galeón se hallaba en
malas condiciones, los hombres estaban agotados, parte de la pólvora
seguía húmeda. Habría resultado más prudente aprovechar la noche para
ponerse fuera de la vista de los navíos enemigos. «¿Huir? —preguntó
Meneses—. ¿Ante esos herejes? ¿Esos ladrones? Tenemos un honor que
defender. Que vengan, nos ocuparemos de ellos».
Vinieron por la mañana y el São João los estaba esperando. Eran dos
galeones, uno de ellos con la insignia de almirante. Dom Manuel de
Meneses ordenó acercárseles y, una vez a tiro de la almirante, disparar una
primera andanada, a la que los holandeses respondieron. Diogo e Ignacio
asistían por vez primera a un combate semejante y la experiencia les
pareció asombrosa. Las vibraciones eran más intensas, las sentían más
adentro que en los combates terrestres, y además tenían muy pocos sitios
donde resguardarse. Había que tener menos cuidado con las balas de cañón
adversarias que con lo que destruían a bordo: el casco, los aparejos, la
arboladura y todo lo que abarrotaba la cubierta. Saltaban en pedazos, para
caer después desde el cielo hechos astillas afiladas que se clavaban y
mataban. El barco quedó envuelto en una niebla que irritaba los ojos, la
nariz y la garganta, y que terminó por desorientarlos, mientras los oídos
todavía les zumbaban por el estruendo. Cuando las detonaciones eran
demasiado cercanas, los dos muchachos no podían hacer mucho más que
seguir aferrándose a las regalas y agachar la cabeza.
Los proyectiles y la metralla del São João habían dañado el trinquete de
la almirante enemiga, convirtiendo parte de su velamen en hilachas. Los
gritos de los heridos llegaban hasta los oídos de Diogo e Ignacio. El otro
navío holandés había emprendido la huida. Dom Manuel de Meneses se
reunió brevemente con el piloto y el capitán: había que perseguir el barco
fugitivo. La almirante no estaba en condiciones de partir inmediatamente.
Además, el Santa Ana, un galeón castellano comandado por don Juan de
Orellana, venía de camino y se encargaría de abordarla e incautar su
mercancía. «No servirá de nada que se resistan», dijo Meneses. Diogo se
preguntó hasta qué punto aquel hombre creía en lo que decía. Porque una
cosa era cierta: en las mismas condiciones, dom Manuel de Meneses se
habría resistido hasta las últimas consecuencias, sin pararse a pensar si
serviría de algo. No obstante, tenía razón. Cuando el São João ya se alejaba,
Diogo vio a don Juan de Orellana izar la bandera blanca y enviar varios
hombres a la almirante holandesa para negociar su rendición.
El piloto del São João no tenía claro si iban a poder dar caza al galeón
holandés en fuga. El barco portugués aún mostraba las cicatrices de las
tempestades anteriores, y las pocas andanadas disparadas por el adversario
en el breve combate que los había enfrentado también habían causado
daños. Pero nada de esto impidió que Dom Manuel de Meneses insistiera,
seguro de sí mismo y convencido de que se trataba de una cuestión de
honor. Solamente aceptó renunciar a la persecución cuando el
contramaestre le señaló el Santa Ana: una humareda subía desde la
almirante, que se encontraba a su costado, casi en contacto. El tiempo que
tardaron en virar de rumbo y dirigirse hacia el galeón de Orellana bastó para
que los reflejos anaranjados se apoderasen del puente de mando del navío
holandés, envuelto ya en humo negro. El Santa Ana trataba de alejarse, pero
ya empezaba a ser también pasto de las llamas.
La almirante holandesa explotó en primer lugar. Diogo e Ignacio habían
alcanzado el castillo de proa del São João; desde allí vieron cómo la tela
oscura tejida por el humo se iluminaba y, por encima, las brasas de madera
hacían piruetas en el cielo azul. Aunque seguían estando lejos, pudieron
percibir el aire desplazándose y el viento cortante quemando sus rostros
durante un largo segundo. El Santa Ana no se había distanciado lo
suficiente como para escapar a la deflagración. El fuego, que había
comenzado a devorarlo, subía ya por las jarcias. La popa era una hoguera.
Los hombres se arrojaban al agua. Se veían sus sombras desaparecer bajo
pequeños haces de espuma; se oía el rumor de sus gritos, que las olas se
apresuraban a ahogar. Hubo varias explosiones, no tan fuertes como la que
destruyera el navío holandés, y el galeón español empezó a hundirse.
Incluso allí, en mitad del océano, el fuego perseguía a Diogo. Fascinado, el
muchacho veía sobresalir del agua nada más que la toldilla del alcázar del
Santa Ana, y arder encima la llama incandescente de un hombre que, presa
del pánico y del dolor, era incapaz de dar con el camino al agua. Varios más
estaban ya en el agua, y Diogo imaginó su terror mientras la muerte los
arrastraba hacia las profundidades pobladas de monstruosas criaturas.
Algunos se aferraban a los restos flotantes y pedían socorro. El São João se
aproximaba por fin. Desde la cubierta, los marineros que no participaban en
la maniobra trataban de ayudar a los náufragos. Les tiraban tablones,
barriles y cabos de cuerda. Había también algunos curas, rezando.
Don Juan de Orellana pereció con otros cerca de ciento cincuenta
hombres. Los demás se apretujaron en el São João, que reemprendió la ruta
hacia Lisboa. Diogo e Ignacio habían dejado de ser objeto de curiosidad
para la tripulación y los soldados del galeón, pero volvieron a serlo para los
supervivientes del Santa Ana. Sobre todo Ignacio, por supuesto. Algunos
comentaban que su lugar estaba en la bodega, con las mercancías, aunque
pocos se atrevían a decirlo en voz alta, tras comprobar que asistía a las
eucaristías celebradas por los jesuitas en la cubierta y que era una de las
escasas personas a las que se dirigía dom Manuel de Meneses. Diogo y él
seguían sirviendo al capitán-mor y transmitiendo sus órdenes cuando era
necesario. Meneses no tenía hacia ellos la misma actitud que hacia los
demás, incluidos los fidalgos que iban a bordo. No es que los tratase con
una amabilidad de la que en general carecía, ni con un respeto del cual solo
consideraba merecedores a los hombres de rango superior al suyo, pero sí se
mostraba con ellos menos brusco, un poco más cordial, a veces incluso
dispuesto a dar algún consejo y no solo órdenes. De no ser Meneses alguien
tan poco supersticioso, sin duda habría podido pensarse que los veía como
un amuleto. Al principio, Diogo tuvo la idea de que tal vez dom Manuel se
sintiera en deuda porque le habían salvado la vida. Después se dio cuenta de
que no era así. Meneses no veía nada especial en ello. Por el contrario,
había descubierto en Ignacio y él una valiosa disposición para el combate y
una ausencia de ambición que los convertían en asistentes fieles. Los dos
muchachos no tenían nada. Diogo no tenía padres e Ignacio tampoco tenía
mucho más: se había criado con su madre, cierto, pero sobre todo con una
cohorte de jesuitas que no destacaban precisamente por lo afectuoso. Al
salvar y luego servir a dom Manuel de Meneses, ambos encontraron un
lugar en ese mundo brutal que se desmoronaba. Su gratitud hacia él no
escondía segundas intenciones. Para dom Manuel de Meneses,
acostumbrado a moverse en una sociedad repleta de intrigas, falsedad y
codicia, esa lealtad era un bien tan escaso como valioso.
Esperaban en aquel lugar desde que los sacaron de sus celdas en mitad de la
noche. Eran decenas. Seguramente, más de cien. De pie, en una galería tan
mal iluminada que cualquier resplandor de una lámpara o una vela parecía
incluso reforzar la oscuridad reinante, guardaban silencio. Dentro de los
muros de la prisión del Santo Oficio no se hablaba, ni siquiera para rezar.
En esa penumbra silenciosa, los vigilantes habían entregado a cada uno su
atuendo del día. Camisa, calzón de rayas blancas y negras y un escapulario
para pasarlo por encima. Los escapularios de casi todos los prisioneros
estaban hechos de tela amarilla, con una cruz de san Andrés roja pintada
encima. Los de Fernando y Simão eran grises y tenían dibujos de llamas
con las puntas mirando al suelo. Les dieron también una vela de cera
amarilla. Y les distribuyeron como almuerzo un trozo de pan y un plátano.
El pan estaba algo duro, y los plátanos, demasiado maduros, desprendían un
olor nauseabundo que invadió la galería. Fernando los engulló a toda prisa.
No tenía hambre, pero temía que la espera hasta la próxima comida se
prolongase. En Goa los autos de fe podían durar mucho tiempo. No se
escuchaban ya más que los ruidos de las bocas masticando, algunos eructos
incontrolados y de vez en cuando un sollozo. Fernando no perdía de vista a
Simão. En contra de sus hábitos, este se mantenía impasible. Las semanas
pasadas en las celdas de la Inquisición solían tener aquel efecto. Las
sombras difuminaban los rasgos faciales y le era difícil estar seguro, pero a
Fernando le parecía que su amigo esbozaba de tanto en tanto una de sus
sonrisas burlonas. Ojalá fuera así, era una buena señal. Pensaba también en
Sandra, en su cuerpo, en sus carcajadas escasas y preciosas, y se preguntaba
si tendría la ocasión de volver a verla; ojalá fuera así, también. Y de volver
con ella a Portugal. Sin embargo, después de pasar tres meses en las
mazmorras de la congregación del Santo Oficio, debía rendirse a la
evidencia: por el momento, sus planes no eran otra cosa que quimeras.
Aunque, al menos, le permitían conservar algo a lo que aferrarse.
En la catedral tañían las campanas. Sacaron a los prisioneros de uno en
uno y los condujeron a una gran sala. Allí se encontraron con los habitantes
de Goa. Cada uno iba a ser padrino de un prisionero, respondiendo por él y
guiándolo por el camino recto durante la jornada. Se trataba de un gran
honor, según el Santo Oficio. Los gestos sombríos de los padrinos daban a
entender una realidad diferente. Más bien era una condena. Nadie podía
negarle nada a la Inquisición, a su aplastante autoridad y a su justicia
arbitraria. Por esa razón estaban allí, para agradar a los inquisidores, pero
temiendo al mismo tiempo la cercanía de los condenados que debían
acompañar. El padrino de Fernando, un comerciante de paños, hacía todo lo
posible por evitar su mirada. No le dirigió ni una palabra. Cuando el preso
se giraba hacia él, levantaba los ojos al cielo, con tanta insistencia que ya
antes de salir del edificio había tropezado un par de veces en el irregular
piso.
La puerta se abrió a una mañana anaranjada y húmeda. Con una
humedad de esas que se pegan a la piel, igual que la sal traída del océano
por la cálida brisa; de esas que también el miedo puede producir. Todos los
presentes, hombres y mujeres, habían sido denunciados en un momento u
otro y, tras varias audiencias, seguían a la espera de saber la suerte que les
estaba reservada. Cuando seis meses antes los llevaron hasta aquel lugar,
Fernando y Simão estaban tranquilos, porque creían que ya habían pasado
por peores situaciones. Ahora, descalzos y descubiertos en las calles de
Goa, avanzando en procesión por entre la multitud de lugareños que se
reunía para cada auto de fe, lo estaban mucho menos. Caminaron con un
cirio en la mano tras los dominicos durante más de una hora, destrozándose
los pies. A la cabeza del cortejo ondeaba el estandarte bordado con el retrato
de santo Domingo, espada y rama de olivo en mano, y por encima la
inscripción Misericordia et Justitia. Llegaron por fin ante la iglesia de San
Francisco. Los hicieron pasar y los sentaron en los bancos de una galería
lateral, según la gravedad de los crímenes que se les imputaban. Los
hombres y las mujeres que habían recibido el escapulario con la cruz roja
estaban delante. Aquellos que, como Fernando y Diogo, llevaban el de las
llamas hacia abajo se sentaban justo detrás: habían confesado sus crímenes,
ganándose el derecho al perdón, o eso esperaban. No podía decirse lo
mismo de los que estaban al final, junto a un retrato de sí mismos, rodeados
de demonios y hogueras, que incluía una inscripción con sus crímenes. Los
iban a quemar, no cabía duda. Sentados entre ellos, algunos hombres
sostenían efigies ajenas en lo alto de un mango de madera y cajas también
decoradas con llamas y demonios. Dentro se hallaban las osamentas de los
condenados que la Inquisición había procesado post mortem. También los
cofres arderían. Fernando estaba impresionado por la manera que el Santo
Oficio tenía de afirmar su poder sobre los vivos, mostrándoles que podía
castigarlos más allá incluso de la muerte. En su caso, habría preferido que el
Inquisidor hubiese esperado hasta entonces para interesarse por él. Pero allí
estaba, en aquella catedral donde no podían encontrarse ni la dicha ni el
perdón, sino solo el estruendo condenatorio de la muchedumbre y las
maldiciones dispensadas por los hombres, en nombre de un Dios en el que
ya no creía. Confiaba en que todo aquello terminase cuanto antes. Se hizo el
silencio cuando el inquisidor y sus consejeros, así como el virrey y su corte,
tomaron asiento a ambos lados del altar mayor, cubierto de negro y
adornado con seis candelabros de plata. El provincial de los agustinos subió
al púlpito para pronunciar un sermón, que a Fernando se le hizo
interminable. Dejó vagar el pensamiento hasta Portugal, los diamantes y
Sandra, molesto solamente por los olores —el del sudor agrio de los
prisioneros y el de la orina de algunos, dominados por un pavor irrefrenable
—, que el incienso no era capaz de encubrir. Cuando por fin el orador
terminó, dos lectores se turnaron para entonar laboriosamente la larga
letanía del proceso de cada prisionero y la declaración de las sentencias. De
uno en uno y siempre con el cirio en las manos, llevaban a los condenados
hasta la mitad de la galería. Los obligaban a arrodillarse delante de un misal
y a hacer una confesión de fe. Cuando le llegó el turno, Fernando escuchó
la lectura del proceso y esperó a que se le anunciase la sentencia, mientras
miraba fijamente a dom Francisco de Gama. El virrey le devolvía la mirada.
Convicto de apostasía, pero vuelto a la fe cristiana, Fernando fue condenado
al azote y al destierro: debía abandonar Goa en la siguiente nave que
partiese en dirección de Portugal. Gama sonrió. Había mantenido su
palabra. Fernando y Simão tendrían pasaje en una carraca. Por un breve
instante, Fernando se preguntó si contaba con tiempo suficiente para
levantarse, correr hasta el virrey y clavarle el cirio en la garganta. A su
pesar, renunció a la idea. Los habían engañado. Simão y él debieron
suponerlo desde el principio. Unos simples soldados no podían pretender
jugar en igualdad de condiciones con los amos del Imperio. Había que
aceptarlo. Al menos, sabían que iban a regresar a Portugal. Y también que
ningún escrúpulo les impediría hacer trampas en la siguiente partida.
Lo guiaron hasta el banco, al lado de su padrino, quien aún insistía en
ignorarlo. A continuación fue el turno de Simão, que recibió una sentencia
idéntica a la suya. De nuevo, Gama sonrió. Y Simão le devolvió la sonrisa.
La mirada de Gama se endureció.
El día estaba llegando a su fin cuando se dieron por terminadas las
lecturas y a los condenados se les levantó la excomunión. Después vino el
penoso momento de la lectura de los procesos de los condenados a muerte.
Eran diez, todos judíos.
Los llevaron a la orilla del Mandovi, donde las piras ya estaban
montadas. Alrededor, la multitud esperaba ese momento con impaciencia; a
medida que los condenados avanzaban, el murmullo se hacía más y más
intenso. La población de Goa coreaba con una sola voz: «Judíos…,
judíos…, judíos». Fernando sintió cómo el vientre se le encogía y un
escalofrío le subía por el espinazo. Ya estaba a salvo, pero fue en aquel
instante cuando sintió el miedo. Los vigilantes y los jueces seglares
acompañaron a los condenados, tanto a los vivos como a los cofres de
huesos, hacia las piras. Preguntaron a los vivos en qué religión deseaban
morir. Los que elegían la religión cristiana eran estrangulados con la ayuda
de un garrote. Fue un espectáculo lento y desagradable. Al único que quiso
mantenerse en el judaísmo lo ataron en lo alto de una pira. Cuando los diez
montones de leña empezaron a arder, iluminando la noche que justo
entonces caía por completo, se vio a la sombra del hombre revolverse por
un momento, antes de quedarse por fin quieta. No había dado un solo grito.
La multitud estaba un poco decepcionada. Fernando se sintió aliviado al
enterarse de que no lo azotarían hasta el día siguiente. Temía que aquella
parte de las sentencias se ejecutase esa misma noche y que los latigazos
fueran más severos con el fin de satisfacer al público. La espalda le
quemaba de solo pensarlo.
«Demostradles quiénes sois. Llevad la cabeza bien alta», les dijo el
carcelero, que había desarrollado por ellos algo parecido a la admiración, o
tal vez al afecto, mientras acompañaba a los condenados hasta la sala donde
iban a flagelarlos. Su condición de renegados los convertía en hombres
débiles en su fe, pero la forma en que habían sabido adaptarse a un nuevo
sistema y labrarse un camino en él le inspiraba respeto. Fernando nunca
había sentido la necesidad de ser ese tipo de héroe que desafía al dolor y al
verdugo. Tales actitudes no podían tener otra consecuencia que la de animar
a quien manejaba el látigo a hacer más daño. Así que no se resistió y perdió
la conciencia tras el tercer latigazo. Simão aguantó un poco más, aunque
tampoco era para estar orgulloso. El carcelero pensó que el comportamiento
de ambos no había sido precisamente honorable.
Unos días más tarde, tras recibir del inquisidor la lista de penitencias que
estaban obligados a cumplir durante los tres años siguientes, se llevaron una
sorpresa al ver que los escoltaban hasta el exterior de la prisión. En
circunstancias normales, deberían haber seguido en los calabozos hasta la
partida de las naves hacia Portugal. Aunque sus espaldas habían recibido los
cuidados de los dominicos, aún les dolían y los obligaban a caminar muy
tiesos. Al salir de los edificios del Santo Oficio se encontraron con dom
Afonso de Sá, que estaba esperándolos. El oficial no se había olvidado de
ellos. Se sentía culpable por haberlos arrastrado a la aventura que los llevó a
renegar de Portugal y unirse a Bijapur. Lo siguieron en dirección al
mercado de la rúa Derecha. El día acababa de nacer, pero el calor era ya
asfixiante. Al menos, la cárcel les había servido para mantenerse secos
durante la temporada del monzón. Aquel día el sol brillaba, e incluso la
sombra, proporcionada por quitasoles sujetos por esclavos y atravesada por
destellos de colores, era calurosa. Tras el silencio de las mazmorras de la
Inquisición, el ruido resultaba casi ensordecedor. Pasaron por delante de los
comercios de orfebres, mercaderes de paños, tapiceros, vendedores de
especias y tallistas, hasta llegar a la plaza de la Picota Vieja. Allí los
asaltaron los aromas de la comida. Vieron los puestos de fruta, los asadores
de aves de corral, cabras y pescado, las mujeres cocinando platos diversos.
Dom Afonso de Sá les pagó un estofado de pichón con arroz y un par de
mangos. No querían más plátanos: base de su alimentación durante los
últimos meses, muchas veces los habían esperado con impaciencia y un
hambre a menudo insoportable. Ahora que estaban fuera, el simple olor de
esa fruta bastaba para revolverles el estómago. Dom Afonso de Sá los
condujo hasta el jardín de una casa cercana. Detrás de los muros que
alejaban los ruidos de la calle, a la sombra ondulante de las palmeras
mecidas por una leve brisa que venía del mar y arrancaba a veces un
quejido de sus troncos, comieron en silencio y bebieron el agua fresca de
una jarra traída por un esclavo. Una vez terminada la comida, dom Afonso
de Sá tomó por fin la palabra:
—Podéis alojaros en esta casa. Tiene todo lo necesario. Suelen ocuparla
otros soldados, pero ahora están todos embarcados en la costa de Malabar
por unos meses. En cuanto a lo demás…, bueno, hice lo que pude. Pero el
virrey creía que le habíais arrancado una recompensa demasiado elevada.
No estaba dispuesto a quedar en evidencia. Al haceros pasar por los
calabozos del Santo Oficio y por una condena, pero sin incumplir con su
parte del trato, os deja claro que sigue siendo él quien está al mando y
además logra rebajar las tensiones con la Inquisición. Por suerte he podido
negociar vuestra salida de prisión, dando garantías de que sin duda partiréis
a Portugal en el próximo navío. Aquí todo se compra y vosotros empezáis a
costarme caros, tanto en oro como en reputación. Confío en que
embarcaréis, y también en que cumpliréis con vuestras penitencias. Por el
tiempo que sigáis aquí, la Inquisición no os va a perder de vista.
—Supongo que no podremos embarcar una carga de canela en la nave de
regreso, ¿verdad? —preguntó Simão.
—Que podáis embarcar vosotros ya es una suerte. No la tentéis más. En
adelante, no podré hacer nada más por vosotros.
—¿Y nuestros diamantes? —preguntó Fernando.
—Conseguí recuperarlos antes de que la Inquisición confiscara vuestras
pertenencias…, lo que había en vuestra casa, vaya. No les pareció gran
cosa. Creo que vendieron las dos sillas, las dos camas, la mesa y vuestras
armas en el mercado, al mejor postor. Las arcas del Santo Oficio no han
debido de engordar demasiado.
Se echó mano al cinturón, abrió el monedero y sacó una bolsita más
pequeña, que tendió a Fernando.
—Aquí los tienes, todos. De algo os servirán cuando lleguéis a Portugal.
No es una fortuna, pero hay lo suficiente para volver a empezar, sean cuales
sean vuestros planes.
Sacó también del monedero algunas monedas de oro y se las dio a
Simão.
—Esto es para que salgáis adelante mientras llega el día de vuestra
partida. Y para preparar las raciones del viaje. Podéis estar seguros de que
el sustento de a bordo no lo proporcionan ni la Corona ni la Iglesia.
Fernando asintió con la cabeza.
—Gracias.
—¡Ah! Fernando, la institutriz de los sobrinos del virrey me ha pedido
que te transmita un mensaje de su sirvienta. Una carabela trajo ayer aviso
de la llegada de las naves portuguesas. Estarán aquí mañana mismo,
descargando. La chica se marchará después con los sobrinos de dom
Francisco de Gama al palacio de Daugim, pero mañana al mediodía estará
delante del hospital. No deberías ir. Si el virrey se entera de que os veis,
volverás a buscarte problemas con él y sus malas pulgas.
—Quienes acabamos de salir de la cárcel somos nosotros —dijo Simão
—. Si se trata de tener pulgas, seguro que no nos gana.
Se echó a reír, pero de inmediato se retorció al sentir los tirones en las
heridas de su espalda.
Dom Afonso de Sá levantó la mirada al cielo y negó con la cabeza. El
dorso de las camisas de Fernando y Simão estaba manchado con la sangre
de las cicatrices, que seguían supurando, y con los ungüentos aplicados por
encima.
—Voy a enviaros un barbero, para que lave y limpie esas heridas. Y
mandaré que os traigan camisas nuevas. Después, espero que no nos
volvamos a ver más. Creo que mi deuda con vosotros quedará saldada.
—Gracias. Habéis hecho mucho más de lo necesario —dijo Fernando.
Dom Afonso de Sá se puso en pie.
—Adiós.
El barbero, un canarés sin edad cuyos temblores delataban su pasión por
el vino de palma, estaba terminando de vendar la espalda de Fernando, tras
haberse ocupado de la de Simão, cuando oyeron los cañones que
anunciaban la llegada de las naves desde Portugal. Al poco rato, las
campanas de todos los edificios religiosos se pusieron a repicar para
saludarlas. Fernando tomó la bolsa de los diamantes y la escondió en su
cinturón, se pusieron las camisas nuevas y los zapatos y salieron a la calle.
Se apostaron a la sombra de los muros del jardín del palacio arzobispal,
frente al Hospital Real. Desde el otro lado de la construcción les llegaba el
ruido del desembarco de los primeros hombres llegados de Portugal. Se
vieron a sí mismos otra vez en aquel lugar, casi diez años antes, y no les
costó imaginar el estado de los que ahora ponían pie a tierra, tras meses
pudriéndose literalmente bajo el acoso combinado de los parásitos, la
humedad, el bochorno tropical, el frío austral, el hambre y el contacto
permanente con gentes a quienes ni el mismo diablo habría aceptado en su
casa. Por un instante se acordaron de Gonçalo Peres.
Entonces, ante la fachada blanca del hospital, apareció ella. Una silueta
minúscula con un vestido blanco que, de no ser por su piel morena y su
cabello rojizo, casi se habría confundido con la pared. Venía buscando a
Fernando. Fruncía los ojos por culpa de la luz del sol y, cuando por fin lo
divisó, una sonrisa se dibujó en sus finos labios. Era exactamente así como
él la había imaginado durante meses, igual que en el recuerdo de la última
noche que pasaron juntos: con los párpados apretados y la boca
entreabierta, a medio camino entre el abandono al sueño y las ganas de
aferrarse todavía un poco más a aquel momento de serenidad que, ambos
eran conscientes, pronto se disolvería en el aire. En su celda había
mantenido en suspenso aquel instante, lo había conservado cuidadosamente
en su memoria y lo había observado a diario, temiendo que acabara por
desvanecerse. Había muchas cosas que deseaba olvidar, pero aquel
momento era demasiado valioso como para permitir que se le escapase.
Sandra cruzó la plaza, saludó a Simão y puso sus manos entre las de
Fernando. Se sonrieron y Simão hizo ademán de mirar para otro lado,
avergonzado por la escena íntima y por los gestos de ternura que no estaba
acostumbrado a ver en su amigo.
—Yo estaba allí. En el auto de fe —dijo ella—. Nada ha cambiado.
Volveremos a Portugal juntos.
—Han cambiado muchas cosas. No tenemos permiso para embarcar las
mercancías con las que pretendíamos comenzar nuestro negocio.
—Pero yo tengo algo mejor. Los diamantes del adil shah. Los trajeron la
semana pasada. El embajador del príncipe llegó con ellos y los tuvieron
expuestos por unas horas en palacio, durante la ceremonia. La mayoría está
sin tallar, pero son de una gran calidad. Algunos que ya están tallados son
magníficos.
Simão se había puesto a sonreír. La idea le gustaba. Fernando
permanecía en silencio. Sandra soltó sus manos y lo agarró por el codo.
—Es nuestra oportunidad. Hay que aprovecharla.
—Tiene razón —dijo Simão.
—Demasiado peligroso —respondió Fernando—. Los pondrán bajo
vigilancia, los guardarán bajo llave, estaremos todos metidos en un barco.
—Todavía vamos a tardar en irnos tres meses o más. Y navegaremos
otros seis, si Dios quiere. Tiempo de sobra para decidirnos. En palacio
conseguiré más información y a bordo me alojaré cerca del camarote del
capitán-mor. Piénsalo.
—Bueno, ya veremos —dijo Fernando.
Desde el Mandovi les llegaba el son de una música. Y disparos de
arcabuces. La lancha del capitán-mor descendía por el río para atracar en el
muelle, frente al palacio del virrey.
—Me marcho —dijo Sandra—. Debería estar allí, con doña Beatriz y los
niños.
Dio una ojeada a su alrededor, se puso de puntillas, depositó un beso en
los labios de Fernando y se apresuró hacia el palacio.
—Es lista —dijo Simão—. Y peligrosa.
Fernando sonrió y se encogió de hombros. Los dos soldados echaron a
andar por las calles de Goa. Aún tenían que dejar pasar tres meses y,
mientras tanto, necesitaban sobrevivir.
Dom Vicente de Brito estaba contento. La tarde anterior había visto con
satisfacción cómo se dibujaba en la lejanía el perfil de las islas Queimadas.
Esa mañana, al salir el sol, era la barra de Goa lo que tenía delante. Y con
ella las montañas verdes, la tierra roja y los edificios blancos de tejado
anaranjado que el sol, aún bajo, y la fina, casi imperceptible, bruma de la
seca mañana coloreaban apenas, como en un cuadro cuyos pigmentos
hubieran empezado a desteñir…, a menos que fuese culpa del velo que
cubría sus propios ojos. El viaje había sido largo y penoso, pero al menos
esa parte llegaba a su fin. Era hora de poner pie a tierra y de permanecer en
seco por algún tiempo. De momento, esta sencilla perspectiva bastaba para
borrar las contrariedades del trayecto, los ocho meses en alta mar, las
tormentas y las interminables semanas sin viento, a la altura del ecuador,
que habían contribuido a diezmar la población de a bordo en un mes o poco
más de travesía. Los soldados habían sufrido más que el resto. Vicente de
Brito los veía bajar con dificultad a los botes y lanchas que venían al
encuentro del São Bartolomeu. Algunos estaban temblando, a pesar del
calor. Tenían las encías hinchadas e infectadas. Y sus piernas estaban
cubiertas de abscesos, en diversas fases de putrefacción. La mayoría de
aquellos hombres jóvenes daban la impresión de ser más viejos que él
mismo. Sintió piedad por ellos y se prometió que les dedicaría una oración.
Tras dejar arreglados los detalles de la descarga con el contramaestre y el
escribano de a bordo, dom Vicente de Brito se retiró a su camarote. Se
vistió con una camisa limpia y su atuendo más elegante, tocó con la punta
de los dedos el crucifijo colgado en la pared, se santiguó y volvió a salir.
Pidió que lo llevaran al muelle del palacio del virrey, donde estarían
esperándolo. Hacía mucho tiempo que no veía la ciudad de Goa; a pesar de
los recelos que le había despertado la travesía hasta allí, se dejó maravillar
una vez más por la visión de las palmeras plantadas en la arena blanca, con
los troncos oscilando lentamente al vaivén de la brisa marina. El aroma de
la marea y de las aguas salobres del estuario, la danza de las embarcaciones
de tamaños tan variados que allí se cruzaban, todo formaba parte del
espectáculo que ofrecía la ciudad aquella mañana.
El virrey estaba esperándolo en el muelle, con parte de la corte y de su
familia. Dom Francisco de Gama lo felicitó por haber guiado las dos naves
hasta allí y se interesó amablemente por su salud. El capitán-mor se sintió
halagado; más aún cuando dom Francisco le propuso embarcar sin demora
con ellos y acompañarlos a su residencia de Daugim, río Mandovi arriba, a
algunos cables de distancia. Un bergantín tripulado por remeros negros de
Mozambique los llevaría hasta allí. Dom Vicente de Brito se fijó en la
institutriz de los sobrinos del virrey. Beatriz da Fonseca era una joven de
aspecto triste y altivo. La muchacha que la acompañaba, en cambio, poseía
una belleza turbadora. Tras los mechones escarlatas de su cabello, sus ojos
dejaban transparentar a la vez la inocencia, la viveza y una manera de mirar
en el interior de los demás que le puso nervioso. Durante todo el tiempo que
la embarcación empleó en avanzar con suavidad sobre el río, le costó
trabajo dejar de observarla. Solo la aparición, entre la frondosa espesura, de
la fachada inmaculada del palacio de Daugim logró distraer su atención. En
el súbito silencio, los negros alzaron los remos y dejaron que el bergantín se
deslizase poco a poco hasta el pontón. Dom Francisco de Gama pidió a
Brito que lo siguiese al interior y le diera cuenta del viaje, la carga y el
número de soldados que traían las naves. Al entrar en el palacio, echó un
último vistazo a Sandra y decidió que iría a confesarse al día siguiente.
Aún era de noche. En la chimenea, bajo una gruesa capa de cenizas que, al
enfriarse, dejaban en el ambiente un olor dulzón y espeso que se pegaba a la
piel, algunas brasas seguían al rojo vivo. No se oía ningún crujido. A pesar
de aquella ausencia de viento, un murmullo constante llegaba desde el
océano. Escuchándolo no era difícil imaginarse la arena de la playa,
arrebatada y arrastrada hacia mar abierto por la espuma. Marie atizó las
cenizas y las brasas, colocó encima una piña y un puñado de teas y sopló.
Las virutas impregnadas en resina prendieron de golpe y al momento la
piña empezó a crepitar. Añadió dos trocitos de tronco de pino. Cuando se
calentaron, la resina fluyó en espesas burbujas marrones por los extremos y
los nudos de la leña. En el hueco de la chimenea se elevaron algunas
chispas. Otras seguían brillando sobre la capa de hollín que recubría los
ladrillos. Una corriente de aire las levantó y aquella constelación de
estrellas sin nombre se le echó encima. Marie dio un paso atrás, sin dejar de
mirar y escuchar el fuego. A medida que se templaba, el ambiente de la casa
se fue aligerando. El olor de la resina limpiaba el aire.
Hélène ya estaba levantada. Volvió del bosque con una raíz de brezo
gruesa y nudosa, que echó a la chimenea con la intención de que se
consumiese lentamente. Puso aceite a calentar en un pequeño caldero
colgado de las llares y empezó a amasar las bolas de harina mezclada con
leche. El aroma del aceite pudo con el de la resina y el ambiente volvió a
espesarse. Comenzaba un nuevo día.
En el sucio amanecer de aquel final de invierno, las ramas del pino
ahorquillado emergían de la duna y se proyectaban sobre un cielo azul
grisáceo, que recordaba a un trozo de carne que llevara mucho tiempo
podrida. La noche había sido húmeda y durante las últimas horas se
extendió una helada. Marie sintió cómo la fina costra se quebraba bajo sus
pies descalzos, antes de que los dedos se hundiesen en la arena seca, justo
debajo. Esa misma arena que no dejaba de acumularse en la parte trasera de
la casa. El lugar pronto se parecería más a una madriguera que al escondite
de una bruja, pensó. Iba a tener que irse de allí. Suspiró, miró la nube de su
aliento diluyéndose en el aire y se puso en camino. En breve bajaría la
marea, así que debía llegar cuanto antes a la playa.
Desde el naufragio del mayo anterior, la situación con los oficiales del
duque de Épernon se había complicado. El gobernador estaba celoso de sus
prerrogativas sobre los pecios y las mercancías arrojadas por el mar a la
costa. Según decían, el cadáver de una ballena varada unas leguas más al
sur había desencadenado una disputa entre los habitantes de la parroquia de
aquella orilla y los hombres del duque. Los oficiales habían proferido
amenazas y recibieron una respuesta en forma de bastonazos y puñetazos.
Lograron escapar por poco a la ira de los costejaires y solo se tomaron la
venganza en otoño, tras el naufragio de un galeón en las mismas orillas. El
fiscal de oficio de Épernon ordenó a los carabineros el registro de las casas
de la parroquia, e incluso de la iglesia. Arrestaron a dos saqueadores, los
llevaron a Burdeos y los ahorcaron como escarmiento. Al parecer, el suceso
había servido para animar un poco el día a día de la ciudad en aquellos
tiempos sombríos. La irrupción de la ley en la rutina de los que vagaban por
la costa estéril y desolada tuvo un efecto curioso. Espoleó su recelo hacia
las autoridades y, llevados de un característico espíritu de contradicción, los
animó a no querer dejar nada mínimamente útil abandonado en la playa. Lo
recogían todo con mucho cuidado, lo reutilizaban, lo intercambiaban o lo
vendían. La competencia era feroz y se hacía necesario llegar muy pronto
para recorrer la marisma en busca de lo que la marea hubiese podido
depositar. El invierno había sido otra vez lluvioso y los marjales estaban
inundados, los caminos anegados… De momento, Marie no tenía que
preocuparse por las autoridades. Era demasiado pronto para que se
atrevieran a ir hasta allí. Solo debía prestar atención a los demás costejaires
y a su tío. Al otro lado de la laguna, hacía ya algunos meses que no salía
humo por la chimenea. Los últimos habitantes habían huido ante la subida
de las aguas. Sus padres se habían trasladado algo más lejos, a la nueva
parcela cedida a la comunidad. Lo supo gracias a los resineros, que
cruzaban la laguna cada vez menos a menudo. Cuando el agua llegaba a
todos los sitios de aquel modo, las noticias escaseaban. Tenía la esperanza
de que sus padres y su hermano estuviesen bien. Que llevaran una vida
mejor. Aunque dudaba de que fuera así. En cuanto a ella, cada vez le era
más difícil imaginarse emprendiendo el camino de regreso. No se decidía a
marchar y dejar atrás a Hélène. Y tenía miedo de llegar al otro lado y
cruzarse con cualquiera capaz de entregarla a los hombres del gobernador, a
cambio de algunas monedas o simplemente por quedar bien ante él.
Además, todavía tenía que ocuparse de Louis.
Anduvo durante un largo rato por la orilla del mar. Los matices morados
del amanecer iban poco a poco dejando paso al día, transparente y frío,
mientras un sol sin calor resbalaba por encima de las dunas. El viento de
levante picaba las olas, formando rodillos lisos y perfectos que rompían en
la costa con una cadencia hipnótica. Marie caminaba al borde del agua.
Buscaba en las corrientes que escapaban de las balsas y en los bancos de
arena, donde en ocasiones iba a morir una ola que cubría sus pies descalzos.
Al aislarlos por un instante del viento helado, el agua dejaba en ellos una
sensación de calidez. Al final encontró un objeto que el mar había
destapado parcialmente en un banco de arena. Era una polea, arrancada del
aparejo de un barco. No quedaba nada enganchado a ella y la corriente
había pulido la madera durante mucho tiempo. Al tacto era suave y fría.
Más grande y más pesada de lo que le pareció al verla. No se le ocurrió para
qué podía servirle y por un momento dudó si abandonarla o no. Pero pensó
en Pèir y se dijo que él no la habría dejado allí, que habría hecho lo posible
por sacar algo a cambio, como siempre hacía con cualquier resto de pecio
que exhumaba de la arena o del océano. Y, como cada vez que convocaba el
recuerdo del muchacho, pensó en su tío. Louis sería capaz de darle uso…, y
si no, sin duda se las arreglaría para venderla de algún modo. Marie apretó
los dientes, levantó la polea, se la puso bajo el brazo y afrontó la travesía
por el entramado de dunas, en dirección al campamento de resineros.
Dom Vicente de Brito disfrutaba observando las naves, listas para recibir a
tiempo el cargamento. No tenía ninguna gana de demorarse allí más de lo
necesario. Deseaba regresar a Portugal por encima de todo, a la comodidad
de su residencia e incluso a su mujer. Pensaba mucho en ella, desde que se
había cruzado con la sirvienta de Beatriz da Fonseca. Con su sola presencia,
Sandra le recordó que había contraído matrimonio ante Dios con una mujer
y que debía serle fiel. También contribuyó a aumentar de manera
considerable la cantidad de sus oraciones diarias. No es que la muchacha se
hubiese mostrado indecente de algún modo. Sabía mantenerse en su lugar.
Cuando él la abordaba, escuchaba educadamente la charla, y solo a veces
Brito habría jurado que sus miradas eran un poco más intensas, o que le
rozaba la mano sin que él estuviese seguro de la intención. No podía evitar
hablar delante de ella para recalcar su importancia y compensar así los
defectos de su aspecto; de todas maneras, se sabía lo bastante robusto como
para soportar el trayecto de ida y vuelta entre Lisboa y Goa, y un viaje
como ese no estaba al alcance de muchos hombres de su edad. Después de
tales conversaciones, sentía una suerte de ligereza en el corazón, aunque iba
acompañada del peso de la culpa. Le habría gustado poder confesarse, pero
en Goa no se atrevía a hacerlo.
Aquel era un lugar extraño, donde los portugueses, ya fueran los nacidos
en Portugal o los casados de Goa descendientes de los hombres de Afonso
de Albuquerque, se abandonaban a todo tipo de libertinajes. Las cicatrices
de la sífilis se exhibían como si fuesen trofeos. Los hombres engañaban a
sus esposas con las esclavas, las mujeres drogaban a sus maridos y después
los engañaban con soldados o esclavos, hombres y mujeres sacudían a
aquellos mismos esclavos como a una estera. En las noches no se podía
dormir, tanto por las campanas de las mil y una iglesias como por los gritos
de los indios, los chinos o los negros de Mozambique recibiendo paliza tras
paliza de sus amos. Los cadáveres aparecían algunas veces abandonados en
plena calle. A pesar de todo, en aquel gigantesco lupanar, aquella copia
obscena de Lisboa, Dios vigilaba a través de los ojos y oídos del Santo
Oficio. Bastaba con una palabra indebida, una blasfemia o una denuncia
para caer. La importancia de cada cual podía servir de protección o, al
contrario, según los complejos juegos políticos que gobernaban la ciudad,
ayudar a convertirlo en un objetivo. Dom Vicente de Brito no quería ofrecer
ni el más mínimo resquicio a las dudas sobre su piedad y su moral, por muy
difícil que le resultara evitarlo cuando Sandra le sonreía frunciendo la nariz
o se reía de alguna de sus anécdotas.
Al hablarle a la muchacha de los diamantes del adil shah y de cómo iban
a ser transportados hasta Lisboa, le causó una gran impresión. Sandra los
había visto cuando el embajador, rodeado de su séquito de soldados,
funcionarios y esclavos, se los entregó al virrey. El embajador transmitió las
palabras de su soberano acerca de la amistad que unía a ambos reinos, y
dom Francisco de Gama dio las gracias al adil shah en nombre del rey y de
la reina, recordando la importancia que también para ellos tenían los sólidos
lazos que había entre los dos estados. Las piedras se expusieron durante un
momento ante una concurrencia selecta, para luego ser retiradas y puestas a
buen recaudo; después se celebró una comida, en la que el virrey y el
embajador pudieron abordar asuntos más espinosos acerca de las relaciones
entre las Españas y Bijapur. Hablaron de comercio, del intercambio de
servicios y de las pequeñas tensiones diplomáticas vinculadas a ciertos
renegados portugueses que habrían traicionado al sultán atentando contra la
vida de uno de sus mejores artífices. Dom Francisco de Gama prometió que
se aseguraría en persona de que aquellos hombres fuesen arrestados, si es
que volvían dejarse ver en Goa. Por desgracia, dijo, era poco probable que
se arriesgaran a regresar. Seguramente ya habrían ofrecido sus servicios en
otro sultanato, o incluso en el Gran Mogol, que había puesto los ojos en los
sultanatos del Decán. O tal vez a los piratas malabares, cuyas costumbres
conocían bien por haberlos combatido; uno de los dos incluso había sido su
prisionero. En cualquier caso, confiaba en que el artífice no resultase difícil
de sustituir. Tanto el área de conocimientos de la víctima como su
nacionalidad quedaron púdicamente al margen de la conversación.
Dom Vicente de Brito contó a Sandra que, nada más llegar, el virrey en
persona lo había conducido a su palacio de Gaujim. ¿No se acordaba de él?
Compartieron el mismo bergantín, remontando el Mandovi. Claro que se
acordaba, por supuesto, respondió ella, ¿cómo iba a olvidarlo? Le había
parecido que, para un hombre que acababa de finalizar tan largo viaje,
conservaba aún una gran prestancia. Brito no pudo evitar sacar pecho y
emitió un gruñidito de satisfacción, algo a medio camino entre un eructo
disimulado y el canto de la tórtola, que de inmediato provocó su vergüenza.
Siguió hablando: dom Francisco de Gama le había confiado entonces la
responsabilidad de custodiar los diamantes durante el trayecto de regreso.
Cuando embarcase en la carraca São Bartolomeu, justo antes de la partida,
lo haría acompañado de los soldados de la guardia del virrey. Los diamantes
quedarían protegidos en el interior de un cofre de madera de Indias labrado
para la ocasión, taraceado de nácar y oro y rodeado por tres bandas de
hierro, cada una de ellas sellada mediante una cerradura. Dom Vicente
tendría una de las llaves. Las otras dos estarían en poder del primer piloto y
del contramaestre. El cofre se guardaría en el camarote de dom Vicente,
quien sería el encargado de vigilarlo. Aquella tarea, como todas las que se le
encomendaban, era para él un gran orgullo. Se daba cuenta de estar casi
sucumbiendo al pecado de soberbia, pero no podía evitar hablarle a Sandra
de su propia importancia. Acabó de explicarle todo esto mientras ambos
tomaban el aire en la galería del palacio del virrey, y entonces ella lo tomó
de la mano y le dijo:
—No me sorprende que depositen en vos semejante responsabilidad. Los
hombres capaces de asumir tales misiones no abundan. El reino es
afortunado por tener fidalgos tan leales y competentes como vos a su
servicio. Espero que seáis recompensado como merecéis.
Él tartamudeó algunas palabras llenas de modestia, que sirvieron para
destacar aún más su propio valor, y notó cómo se iba ruborizando justo
cuando ella le soltaba la mano.
—Ahora debo irme. Es tarde y doña Beatriz aguarda mi regreso. Confío
en que nos veamos de nuevo, aquí o a bordo.
En la penumbra de la galería, dom Vicente se quedó con la mano abierta.
En la palma y alrededor de los dedos aun percibía con deleite el calor de la
mano de la muchacha. Una sombra apareció en la esquina de la terraza. Era
un guardia, que lo miró de refilón. Dom Vicente de Brito levantó la cabeza,
se frotó la mano en la manga y se encaminó a su aposento para rezar.
En pocos meses habían visto más cosas que en toda su vida anterior. Lisboa
los dejó maravillados. A su lado, São Salvador era un lugar minúsculo.
Diogo había supuesto que Ignacio resultaría sorprendente para los
habitantes de la ciudad. Su peinado, su costumbre de desplazarse siempre
con el arco y la maza, su piel cobriza y sus ojos rasgados eran
extraordinarios. Sin embargo, apenas le prestaron atención. Diogo tardó
muy poco en darse cuenta de que allí se encontraban todas las razas de
hombres y mujeres. Negros de África, chinos, indios, moros, alemanes y
flamencos, italianos… El tupinambá era solamente un espécimen de
humanidad más entre tantos. De acuerdo, no se mezclaba con la multitud, y
tampoco lo consideraban un humano en sentido estricto. Pero su presencia
parecía del todo natural. El hecho de que acompañara a dom Manuel de
Meneses sin duda había influido en aquella especie de indiferencia que los
lisboetas mostraban hacia él.
Con dom Manuel descubrieron la ciudad del Tajo, y también Oporto y el
Alentejo. Además, atravesaron España para llegar hasta Madrid. Era allí
donde se tomaban todas las decisiones. Dom Manuel de Meneses pretendía
presentar varias solicitudes a las Cortes de Castilla. La expedición de Bahia
le había dejado un regusto amargo. El mando general confiado a don
Fadrique de Toledo y la entrada triunfal de los tercios españoles en São
Salvador fueron episodios humillantes. El retorno de António Moniz
Barreto como un héroe, gracias a sus hazañas durante el asedio, lo
contrarió, aunque supo ver que la jubilación del maestre de campo era un
recurso para apartarlo. Por encima de todo, consideraba que la armada
portuguesa había desempeñado un papel fundamental y que su propia labor
al mando había estado a la altura. Por tal razón, el almirante dom Francisco
de Almeida y él deseaban solicitar sus nombramientos oficiales como
comandantes de la flota y de la infantería portuguesas.
Dom Manuel de Meneses gozaba de la confianza del soberano y del
conde-duque de Olivares, su ministro plenipotenciario, aficionado como él
a la poesía. Años atrás, había participado en ciertas negociaciones entre
Francia y España. De algún modo, el rey le debía en parte su matrimonio
con la reina Isabel. Confiaba en que todos aquellos años de lealtad al
monarca, sin por ello haber renegado nunca de Portugal, se vieran al fin
recompensados. En su propio beneficio, pero también en el de ambas
Coronas.
Aunque no tuvieron la suerte de penetrar en el corazón de los círculos de
poder, Diogo e Ignacio sí pudieron descubrir la efervescencia de las calles
de Madrid, el bullicio incesante producido por más de cien mil personas, los
olores y el movimiento perpetuo. Era vertiginosa. Emocionante y
agotadora. Ignacio atraía más la atención allí que en Lisboa; solo gracias a
la ayuda de Diogo y, sobre todo, a la protección de dom Manuel de
Meneses, pudo evitar en varias ocasiones que algún borracho lo agrediera o
que los agentes del orden, recelosos ante el salvaje que, a pesar del ropaje
europeo con el que lo habían cubierto y casi disfrazado, sin duda tenían
delante, lo arrestaran. Diogo encontraba a su amigo un tanto ridículo con
ese atuendo estrafalario y se avergonzaba al pensarlo. Ignacio también se
veía grotesco. Lo único que quería era arrancarse esas vestimentas. En tales
momentos, la nostalgia de su tierra lo asaltaba. Y, de haber tenido a mano su
maza de piedra, más de una vez se habría sentido tentado de utilizarla. Pero
dom Manuel de Meneses había exigido que la maza y el arco se quedasen
con las demás pertenencias en el cuarto del albergue donde se alojaban.
Diogo no sabía por qué dom Manuel los paseaba con él por todos lados de
ese modo. Se preguntaba si el propio general tendría la más mínima idea.
Imaginaba que Ignacio y él mismo eran algo así como un talismán,
engorrosos amuletos de los que Meneses no se atrevía a prescindir.
Pero lo que allí importaba no era la suerte, sino los contactos. La
navegación entre las Cortes de Castilla, el Consejo de Portugal instalado en
Madrid y los gabinetes de los ministros influyentes era al menos tan
peligrosa y necesitaba de tanta capacidad para ver venir las borrascas o para
coger las corrientes idóneas y los buenos vientos como una travesía por el
Atlántico. Había que acercarse a las personas adecuadas, llamar a las
puertas correctas y, a veces, dejar pasar el tiempo oportuno.
Resultó que el conde de Portalegre, gobernador de Portugal, enviaba al
mismo tiempo sus propios informes, avisos y peticiones a Madrid. El estado
de la flota portuguesa le parecía preocupante. Desde la partida de las
armadas de Castilla y Portugal hacia Bahia en 1624, la defensa de las costas
estaba desguarnecida. Los ingleses, y en menor medida los holandeses, se
aprovecharon de tal debilidad. Sus navíos regulares o corsarios invadían las
aguas, y en Lisboa no se podía contar más que con una flota desordenada y
exhausta. De ella formaban parte la capitana Santo António e São Diogo de
dom Manuel de Meneses, tras volver de Bahia, otro galeón en mal estado y
una urca incautada a los holandeses, que don Fadrique de Toledo había
dejado a la Corona de Portugal debido a su escaso valor. Por lo demás, el
efectivo contaba con un galeón llegado de la India el año anterior y
solamente dos galeones nuevos. El Santo António era un navío tan mal
concebido y tan poco manejable que nadie sabía si resultaba más peligroso
encontrarse a bordo o en el barco que se cruzara con él. El conjunto estaba
armado con escasez, ya que la mayor parte de la artillería portuguesa se
había quedado en São Salvador para asegurar la defensa de la ciudad en
caso de un nuevo ataque holandés.
Los esfuerzos del gobernador, de dom Manuel de Meneses y de dom
Francisco de Almeida terminaron por dar frutos, y sus solicitudes por ser
atendidas, justo cuando las noticias se precipitaban. Unas carabelas trajeron
el aviso de que las naves de la India habían rebasado la isla Ascensión y se
dirigían ya hacia Cabo Verde. Al parecer, seguían sin mayor complicación
la ruta habitual de regreso, que las llevaría a poner después rumbo hacia las
Azores, para a continuación llegar a Lisboa. En el último tramo del viaje,
sin embargo, corrían el riesgo de encontrarse con los corsarios ingleses, que
navegaban por aquellas aguas como si fueran suyas. Las dos naves estaban
bien armadas, cada una con veintiséis cañones, pero su tamaño y el peso del
cargamento complicaban mucho las maniobras. Por enormes que fueran,
para los barcos corsarios seguían siendo presa fácil.
Entonces todo se aceleró. Anunciaron a dom Francisco de Almeida que
se le nombraba gobernador de Mazagán, en la costa norte de África, y a
dom Manuel de Meneses lo confirmaron definitivamente en el cargo de
capitán-mor de la flota de Portugal. Le pidieron que regresara lo antes
posible a Lisboa para tomar posesión del cargo y organizar la armada,
cuyos capitanes y mandos ya habían sido designados por el Consejo de
Portugal. Pocos segundos más tarde, el capitán se ponía colorado al leer los
documentos que le acababan de entregar. Arrugó las cartas entre sus manos
y los dedos perdieron el color. Levantó la cabeza, miró a Diogo e Ignacio,
que estaban sentados frente a él en el coche que los llevaba a Lisboa, y dijo
apretando los dientes: «Moniz…». El taimado Moniz, el pretencioso Moniz,
siempre desafiando su autoridad… Aunque acababan de enviarlo a la
jubilación, poco habían tardado en recuperarlo para sustituir a dom
Francisco de Almeida como almirante y maestre de campo de la infantería
portuguesa. Su segundo en el mando. Que António Moniz Barreto recibiese
como destino el São João resultaba un consuelo escaso. El galeón de las
Indias era, tras el Santo António, el peor navío de la flota. Las tripulaciones
consideraban un castigo el ser destinadas a él. Dom Manuel de Meneses
dijo de repente a Diogo: «Ordena al cochero que se apresure, no hay tiempo
que perder».
El muchacho bajó del coche al ver una carroza detenida unos pasos más
allá y rodeada de varios jinetes armados. Un hombre se apeó del vehículo.
El conde-duque de Olivares, valido del rey, venía hacia él. Envuelto en
terciopelo negro, caminaba con paso decidido, a pesar de su corpulencia.
Sus ojos, dos cuentas negras hundidas bajo espesas cejas, miraban a Diogo
sin verlo o, más bien, lo atravesaban para clavarse en el coche de dom
Manuel. Diogo se apartó y Olivares alcanzó la puerta abierta, se asomó al
interior y dijo:
—Dom Manuel, tengo que hablar con vos.
—Excelencia —replicó Meneses—, ¿qué puedo hacer por vos?
—Bajaos del coche, para empezar. No tengo ninguna gana de
apretujarme en uno de esos estrechos asientos. Y menos aún al lado de ese
salvaje que os acompaña. Decidme, ¿de veras es necesario que viaje con
una maza?
—Según parece, lo tranquiliza, y yo no veo inconveniente alguno. Lleva
también un arco, lo han colocado en la baca.
—No conocía esta pasión vuestra por los indios y los jovencitos —
añadió el valido mirando por fin a Diogo, quien bajó la cabeza.
Dom Manuel de Meneses descendió del carruaje y se plantó ante el
conde-duque. Dos hombres vestidos de arriba abajo de negro. Uno, moreno,
ancho como un toro; el otro, rubio y esbelto como un gato famélico.
—El chico y el indio me prestan buen servicio como asistentes.
—Podéis contarme lo que queráis… Se diría que viajáis con vuestras
mascotas. Os creía alguien más serio.
—No niego que el aspecto de Ignacio es insólito y que Diego parece
muy joven, pero ninguno de los dos es torpe en combate y ambos me son
leales.
Olivares se volvió hacia sus guardias.
—Los míos también saben combatir. Pero ellos lo hacen según las reglas
del arte.
—Porque vuestra protección es mucho más importante que la mía,
excelencia. Yo no soy más que un soldado, marino y portugués.
—Es tal y como decís, sí. Y podéis creer que, al margen de vuestras
extravagancias —insistió Olivares, señalando con la barbilla en dirección
de Ignacio—, si hubiese dependido de mí, hace mucho tiempo que vuestro
Consejo de Portugal y demás órganos de gobierno habrían desaparecido,
para integrarse en la Corona de Castilla. Pero no he venido hasta aquí para
hablar con vos del estado del reino. No es algo que os incumba.
Los pómulos de dom Manuel de Meneses se tiñeron ligeramente de rojo
con la ofensa, pero el capitán-mor se mantuvo quieto y pacífico, a la espera
de lo que el valido real tuviese que decirle.
—Las naves de la India que están de camino son muy importantes. Traen
la pimienta, que tanto beneficiará a las arcas de la Corona, y también los
diamantes que el adil shah de Bijapur envía para la reina. El rey los
considera valiosos. Por tal razón, me manda personalmente a deciros cuán
necesario es que esos barcos atraquen en Lisboa con su cargamento al
completo.
—Es un gran honor que os hayáis molestado en venir a conminarme para
que cumpla mi misión. Sabéis que la llevaré a cabo sin falta.
—Sí, lo sé. No obstante, prefiero decir de viva voz este tipo de cosas,
dom Manuel. Es todo. Os dejo, tengo trabajo. No os demoréis.
Olivares dio media vuelta y regresó a su carroza. Dom Manuel de
Meneses se metió en el coche, con Diogo a su espalda, y tomó asiento con
gesto adusto. Olivares le producía el mismo efecto que Moniz Barreto.
Seguía apretando los dientes cuando el cochero lanzó al galope a los
caballos y, durante los días que tardaron en llegar a Lisboa, no se dirigió a
Diogo e Ignacio más que para darles breves órdenes o para reprenderlos si
no las ejecutaban lo bastante rápido.
En Lisboa no perdieron el tiempo. Dom Manuel de Meneses debía
supervisar los preparativos de la flota, con la intención de unirse lo antes
posible a las naves de la India. Necesitaban contar con barcos en
condiciones de hacerse a la mar, y las últimas reparaciones todavía no
habían acabado. Prepararon también las provisiones para varias semanas,
que el capitán-mor revisó en persona, consciente de los peligros que podían
acompañar a una misión como aquella. Por último, había que dotarla de
tripulantes y de soldados. Los primeros no escaseaban. Lisboa estaba llena
de ellos, desde el puerto hasta las tabernas. A veces, encontrar a los
segundos resultaba complicado. Hacerlo era responsabilidad de António
Moniz Barreto y le estaba costando trabajo. La expedición de Bahia había
diezmado de manera sensible los regimientos de infantería, no tanto por los
disparos de los cañones y mosquetes holandeses como por los naufragios en
los trayectos de ida y vuelta. Impaciente y presionado por Afonso Furtado
de Mendonça, que acababan de nombrar tercer gobernador y estaba deseoso
de ejercer su autoridad, dom Manuel de Meneses no se privaba a su vez de
apurar a su almirante. Le repetía a Moniz:
—¡Allá donde haya portugueses, hay soldados! Fuisteis bien capaz de
encontrar un arrecife en mitad del Atlántico para encallar en él un barco, así
que no debería resultaros tan difícil encontrar soldados en Portugal.
Los encontró. Las tabernas y las prisiones eran un recurso muy práctico
para dar con ellos. Los hospitales no lo eran tanto, pero a veces servían para
hallar hombres casi válidos. Además, estaban las levas forzosas. En
Cascais, donde las milicias se hallaban acuarteladas, Diogo e Ignacio
descubrieron regimientos en los que los soldados veteranos se mezclaban
con ladrones, mendigos, niños y asesinos. Aquellas tropas variopintas se
parecían a los barcos que regresaban de Bahia, con sus velas remendadas
mil veces, sus calafateos de emergencia y sus vigas y tableros torcidos,
astillados y a veces sustituidos por cualquier trozo de madera que encajara
en el hueco: daban la impresión de que no llegarían muy lejos, pero que, de
todos modos, resultarían peligrosas, y no solamente para sí mismas. A
Ignacio era a quien más le gustaba ver aquellas formaciones de infantería
tan disparejas. Al menos servían para que no se fijasen en él. En medio de
tantos parias reunidos, nadie se preocupaba del silencioso tupinambá ni de
sus extrañas armas.
Dom Vicente de Brito estaba muy contento. Hacía varios días que habían
dejado atrás las Azores y habían puesto rumbo a Lisboa. El regreso de las
dos carracas con sus cargamentos intactos era inminente y su misión por fin
estaba a punto de terminar. Sus plegarias no habían sido en vano. La
víspera, mientras Beatriz da Fonseca y los sobrinos del virrey dormían,
Sandra lo había seguido hasta su camarote. La muchacha necesitaba
conversación y pensaba que los nobles alojados en aquella parte del navío
no tenían demasiada. También desconfiaba de sus bajos instintos. En cuanto
a las escasas mujeres que había a bordo, veían en ella solo a una niña al
servicio de Beatriz da Fonseca, alguien que no merecía su atención. Con él,
decía, se sentía más segura, porque era todo un caballero. Curiosamente, al
capitán-mor esto le pareció un halago y al mismo tiempo una ofensa. Era un
caballero, cierto, pero ¿no estaría insinuando que lo consideraba
incapacitado para cortejarla? Por el contrario, en un momento en que ella se
levantó para admirar las incrustaciones del cofre de los diamantes, había
estado tentado de hacerla caer en el lecho, justo a su lado. Dos cosas se lo
impidieron: Dios y aquella insistente sensación de que su cuerpo tal vez no
iba a soportar el esfuerzo. Se conformó con rozarle la mano, como por
casualidad. Ella no se movió, absorta en la contemplación de las
ornamentadas cerraduras. Cuando Sandra salió del camarote, insistiendo en
lo sola que se sentía y dándole las gracias por el rato de charla que habían
compartido, él acarició el cofre de los diamantes en el punto exacto donde
ella había puesto sus delicadas manos. Después, enderezó el crucifijo
colgado del tabique detrás de su escritorio, que el vaivén descolocaba una y
otra vez, y se puso a rezar.
22
Atlántico norte, octubre de 1626
Hacía varios días que la armada portuguesa daba vueltas en torno a una
minúscula porción de océano. Las órdenes no podían ser más claras. Debían
navegar a cincuenta leguas de la costa, en los 38°40’ de latitud, a la espera
de las naves de la India. Se enviaron unas carabelas al encuentro de estas,
para indicarles el punto de reunión con los galeones encargados de
escoltarlas. Sin embargo, más de una semana después de hacerse a la mar,
los barcos de dom Manuel de Meneses solo habían visto venir una escuadra
española. Dieciséis navíos enarbolando el pabellón de Castilla, que el rey
había enviado para asistir a la flota portuguesa. Quedaba claro lo importante
que era para Felipe IV asegurarse de la llegada a buen puerto de los
diamantes.
Dom Manuel de Meneses se lo tomó como una ofensa. ¿Acaso no era él
capaz de acompañar las dos carracas hasta Lisboa con sus propios barcos?
Al menos, el rey había tenido la delicadeza de recordarle al general
Francisco de Rivera, que estaba al mando de la flota española, la necesidad
de respetar los acuerdos recientes entre Castilla y Portugal. En esta ocasión,
dichos acuerdos otorgaban la preeminencia a la capitana portuguesa.
Francisco de Rivera no disfrutaba con la idea de secundar a los portugueses,
pero no tuvo más remedio que tragarse su orgullo. Diogo e Ignacio se
divirtieron durante esos días. El sentido de todas las pantomimas que
presenciaron se les escapaba, pero encontraron un placer infantil en ver los
navíos castellanos saludando al Santo António e São Diogo con salvas de
cañonazos, y a este respondiendo con su artillería y sus clarines. Sabían
también que, a pesar de no dar muestras de ello, dom Manuel de Meneses
se sentía exultante. El capitán-mor nunca estaba tan contento como cuando
podía mostrar su superioridad, en particular sobre aquellos que despreciaba.
Durante quince días, las dos armadas singlaron en paralelo a lo largo de la
línea imaginaria sobre la que, según les explicara dom Manuel, se
encontraban. Diogo no lograba distinguir esa línea, por mucho que se
esforzara en buscarla. Terminó por asumir que era tan fina que resultaba
imposible verla. Ignacio le replicaba que no podía ser tan fina, porque
entonces los barcos no cabrían encima de ella. En tal caso, quizá fuera tan
ancha que no la veían porque no eran capaces de divisar sus límites al norte
y al sur. Varias veces, durante sus interminables discusiones sobre el asunto,
vieron a dom Manuel levantar los ojos al cielo y suspirar, así que evitaron
comunicarle sus conclusiones. No querían estropear el evidente placer que
el capitán general portugués experimentaba al ver a los castellanos yendo de
día tras su pabellón y de noche tras su fanal, como anadones que intentan no
perder a su madre en mitad de un estanque.
El viento arreciaba cada vez más, anunciando la inminencia de la
temporada de tormentas. Sin duda, ya se habrían producido algunas en mar
abierto. Las naves seguían sin aparecer. Obedeciendo las órdenes recibidas,
Francisco de Rivera y su armada abandonaron finalmente a los portugueses
y pusieron rumbo al cabo San Vicente, para aguardar allí a la flota que traía
la plata del Nuevo Mundo y escoltarla hasta Cádiz. Dom Manuel de
Meneses insistió en que la partida se hiciese según todas las costumbres
protocolarias. Humillado, Francisco de Rivera se tragó una vez más su
orgullo y se prestó al mismo ceremonial que ya celebraran dos semanas
atrás, antes de navegar en libertad hacia la costa.
La armada portuguesa se quedó allí, todavía a la espera de la llegada de
las carracas, aunque cada vez parecía menos probable que fuesen a
aparecer. Para romper la monotonía de esos días interminables, los curas
organizaban el culto, los oficiales ponían a disparar con sus mosquetes a los
soldados e Ignacio comenzó a hacer demostraciones de su destreza con el
arco. El tupinambá era un tirador formidable, incluso usando las flechas que
había fabricado en Portugal con materiales distintos de los acostumbrados.
Le pedían que apuntase a tal trozo de madera, a tal otra soga, a aquella
gaviota que sobrevolaba el navío en ese momento. La abatió con una sola
flecha. El ave cayó muerta en la cubierta alta, atravesada de parte a parte.
Cuando Ignacio extrajo la flecha del cuerpo caliente del animal, un
marinero se lo quitó y lo arrojó por la borda. Ignacio agarró al individuo por
el hombro, puño en alto. No estaba bien tocar la presa ajena y tampoco
malgastar la carne fresca. Diogo, que iba tras él, sujetó a su amigo del brazo
para retenerlo, mientras el marinero retrocedía hacia sus camaradas, algunos
ya con el cuchillo en la mano. Dom Manuel de Meneses prohibió a Ignacio
utilizar el arco en adelante. El incidente había colmado su paciencia. Era el
primero en que el tupinambá se veía envuelto, pero ya se habían producido
varias peleas fruto de desavenencias entre soldados y marineros por las
apuestas hechas durante las actuaciones de Ignacio. La tensión había
aflorado incluso entre los curas, que intentaban desesperadamente luchar
contra el juego.
La armada había remontado hasta más allá de los 40º de latitud. Dom
Manuel de Meneses estaba harto de trazar círculos en el agua. Confiaba en
que la suerte se pusiese de su parte y le ayudase a dar por fin con las naves,
en el caso de que hubiesen pasado de largo el cabo Espichel. La llegada de
fuertes vientos del noroeste contribuyó a calmar a los hombres, que dejaron
de estar ociosos; también obligó a poner rumbo al sur, de vuelta a Lisboa.
Tenían ya la costa a la vista cuando divisaron dos velas. Un par de
carabelas, que habían salido del Tajo por la mañana, se acercaban. Venían a
su encuentro con una feliz noticia. Las naves de la India habían aparecido.
23
La Coruña, octubre de 1626
Dom Vicente de Brito no podía creerlo. Habían saltado. Oyó el ruido de los
cuerpos entrando en el agua. Un agua fría en un mar agitado y atravesado
por violentas corrientes, también allí, en la ría. Tres hombres más acababan
de desertar en esa noche de otoño, negra como la tinta, y el viejo capitán ni
siquiera podía ordenar que les disparasen con los mosquetes. Seguramente
sus cadáveres aparecerían unos días más tarde, abandonados por la marea
en las rocas o sobre un banco de arena, hinchados y asediados por los
cangrejos.
Lo cierto es que la situación era preocupante. Las últimas cartas del rey
habían sembrado el desconcierto. Se ordenaba a los barcos quedarse en La
Coruña por tiempo indeterminado. Se había avistado una flota inglesa en las
cercanías y Felipe IV no quería correr el riesgo de ver las naves de la India
en manos enemigas. Solicitó a la flota española de Francisco de Rivera que
se desplazase a La Coruña en cuanto hubiese terminado su misión junto al
convoy de la plata. El soberano deseaba aquellos diamantes. Los del
cargamento en primer lugar, una parte de los cuales confiscaría para
fabricar joyas. También los del adil shah, que la reina ansiaba poseer. Por
tanto, sugería que, en lugar de perder el tiempo esperando vientos
favorables que las llevaran a Lisboa y exponerlas a un ataque inglés o a otra
tormenta, las carracas se descargasen en La Coruña. El día anterior, don
Juan Fajardo había aprovechado la ausencia de dom Manuel de Meneses,
atrapado en Ferrol, para convocar una reunión. Dom Vicente de Brito se lo
veía venir. El gobernador de Galicia no quería perder la oportunidad de
quedarse con una parte de las mercancías, de ahí que insistiese en que el
viaje acabara lo antes posible y en su propio territorio. El viejo capitán-mor
no encontraba inconveniente alguno. Estaba agotado y deseaba terminar de
una vez. Descargar allí y regresar a Lisboa por tierra. Sentado y abrigado.
Disfrutar del merecido descanso. Alejarse de la tentación. Dejar atrás a
Sandra. ¿O tal vez proponer a Beatriz da Fonseca que regresase con él,
acompañada de los niños a su cargo y de su sirvienta? Sería una propuesta
honrada. Un gesto de mínima cortesía, de parte de un fidalgo y dirigido a
una joven de buena familia… António Moniz Barreto decidió por él. El
almirante, que dom Vicente de Brito siempre consideró un hombre voluble
y poco apegado a los convencionalismos, había llegado por fin desde Vigo,
a tiempo de participar en la reunión convocada por don Juan Fajardo. Se
opuso con todas sus fuerzas a la descarga de las naves en La Coruña. No era
así como las cosas debían hacerse, dijo. Porque aquel trayecto era
prerrogativa de Portugal. Porque los propietarios de las mercancías, y de los
diamantes en particular, esos mismos que habían encargado traerlos desde
la India, los esperaban en Lisboa y no era cuestión de que cualquier otra
persona, ni siquiera el rey, retirara una parte antes de que las piedras se
hubiesen tasado en su justo valor por personas competentes. No logró
engañar a nadie. Lo que pretendía Moniz, por encima de cualquier
consideración, era quedarse con la gloria de haber llevado las carracas hasta
Lisboa. Pero su postura fue suficiente para obstaculizar los planes de
Fajardo.
Así que se quedaron donde estaban. Desaparejaron las naves como para
una larga temporada en el puerto, algo que las tripulaciones no se
esperaban. A partir de entonces, las deserciones se sucedieron. Los hombres
enviados a tierra en busca de provisiones o de los productos necesarios para
el mantenimiento de los barcos aprovechaban para no regresar. Otros se
marchaban de noche, en bote. Y, al parecer, ahora algunos preferían incluso
lanzarse a las frías y peligrosas aguas de la ría, en lugar de pasar algún
tiempo más a bordo. Dom Vicente de Brito movió a los lados la cabeza y
volvió a su camarote.
Desde los primeros días había corrido ya el rumor de que las carracas
descargarían en La Coruña. Fernando estaba a punto de plantearse apostarlo
todo a una sola carta. Abrirse camino durante la noche hasta los camarotes
de los nobles y el capitán-mor. Dejar a este último fuera de combate,
destrozar el cofre de los diamantes y escapar con Sandra.
Después vendría el momento más delicado. Habría que abandonar el
barco sin llamar la atención. Descender por una soga hasta uno de los botes
arrimados a la nave. Fernando no sabía si Sandra sería capaz. Luego
remarían hasta el otro lado de la bahía. Deberían aprovechar la marea
ascendente y, una vez en tierra, distanciarse lo más posible, esconderse de
día y desplazarse de noche. ¿Adónde irían? No tenía idea. Ya lo pensarían
más tarde.
Era un plan sencillo. Tan malo como podía serlo cualquier otro. Lo único
de lo que estaba seguro era que esta vez no se cruzaría con ningún tigre.
Pero resultó que Beatriz da Fonseca había bajado a tierra. Al enterarse de
los lazos que la unían con la familia del virrey, don Juan Fajardo insistió en
que se alojase en su casa mientras aguardaba a que las naves volviesen a
zarpar. La institutriz aceptó. Se mudó a la ciudad con los niños y, por
supuesto, con Sandra. Fernando casi no tuvo ocasión de hablar con ella,
apenas unos minutos en la cubierta abarrotada, antes de que la muchacha
desembarcara. Fernando pensó entonces en llevar a cabo su plan en
solitario, para después encontrarse con Sandra en La Coruña y escapar
juntos. La idea le gustaba. No obstante, tenía más de ensueño que de
realidad. Si el primer proyecto era arriesgado, al añadirle el paso por La
Coruña se parecía cada vez más a la metódica organización de un aparatoso
suicidio. Durante el breve rato que pasaron escondidos tras un montón de
cordajes, Sandra le pidió que no intentase nada sin ella. En La Coruña
podría informarse de lo que estaba ocurriendo realmente. En cuanto tuviese
confirmación de la descarga, encontraría la manera de hacérselo saber. Y si
no era el caso, regresaría a la nave para la última etapa del viaje. Aquel sería
el momento de ocuparse de los diamantes. Por vez primera desde la partida
de Goa, pudieron besarse. Allí, entre sogas ajadas, fardos de tela
amontonados contra el parapeto y ratas que corrían por medio de los bultos,
las dudas que tenían precedieron al silencio. No querían hacerse las
promesas que en ese instante les ardían a ambos en los labios, porque los
dos se sabían incapaces de cumplirlas. Fernando estrechó las pequeñas
manos de Sandra, acarició su melena escarlata y hundió la mirada en sus
ojos de almendra. Después, la muchacha dio un paso atrás. Antes de
desaparecer tras una pila de cajas le envió un largo beso, que tenía el sabor
de un hasta siempre.
26
Monte Ventoso, Ferrol, finales de diciembre de 1626
Algunos días antes, tras recibir una carta del rey con órdenes de acudir a La
Coruña para reunirse con don Juan Fajardo, António Moniz Barreto, dom
Vicente de Brito y los pilotos, dom Manuel de Meneses había salido de
Ferrol en una pequeña embarcación. Ignacio y Diogo marcharon con él.
Como de costumbre, el indio tupinambá despertó una gran curiosidad,
tanto en las estrechas calles de La Coruña como sobre el agua, mientras la
lancha se deslizaba entre los barcos anclados en la bahía. Pero fue otra cosa,
apenas un instante fugitivo, lo que llamó la atención de Diogo. Justo cuando
rodeaban el enorme São Bartolomeu a bordo de su minúscula barca, dom
Manuel de Meneses había levantado bruscamente la cabeza en dirección a
la nave. Fue como si una avispa hubiese clavado el aguijón en su nuca. El
capitán-mor escrutó los puentes de la carraca y sus ojos se detuvieron en un
hombre, que contemplaba la lancha y su sorprendente tripulación apoyado
en la batayola. Una larga cabellera morena le cubría el rostro. Cuando la
retiró hacia la espalda, quedaron a la vista un pómulo hundido, cubierto por
una cicatriz de piel lisa, y un ojo sobre el que el párpado a medio cerrar se
tendía como una persiana. No estaba mirando a Ignacio, su asombroso
peinado, su arco o su maza con plumas escarlatas colgando del mango, y
tampoco miraba a Diogo. Quien atraía toda su atención, mientras sus dedos
se posaban en la cicatriz de la cara, era el hombre que estaba de pie en la
popa, envuelto en un abrigo negro. Por primera vez desde que lo
acompañaba, Diogo vio cómo la mirada de dom Manuel rehuía la mirada de
otro hombre. Meneses volvió la cabeza en dirección al puerto y tiró de la
solapa del abrigo. Su mano siguió agarrada al paño hasta que atracaron, y
Diogo habría jurado que temblaba. Cuando el chico se giró por última vez
hacia el São Bartolomeu, todavía pudo ver la silueta del hombre que tanto
había alterado al capitán-mor. Estaba ya demasiado lejos como para
distinguir sus rasgos, pero Diogo tuvo la certeza de que aún miraba hacia
ellos.
Después todo fue muy rápido. Tan rápido como podían ir las cosas en
barcos como aquellos. Las velas cargadas el día anterior se izaron mientras
aún se esperaban las provisiones. Dom Vicente de Brito parecía abrumado.
Desde la cubierta alta, donde trataba de pasar desapercibido y no estorbar
las maniobras de los marineros, Fernando lo veía discutir acaloradamente
con el piloto. Basándose en su experiencia, Manuel dos Anjos no tenía
dudas sobre lo imprudente de aquella partida tan precipitada y así lo hacía
saber. Los retazos que le llegaban de la exaltada discusión hablaban de
vientos y corrientes contrarias, del almirante Moniz Barreto, que había dado
la orden de zarpar, y de Meneses, que seguía en Ferrol y nadie podía
asegurar que supiese lo que ocurría. También de peligros y hundimientos,
de tempestades y de plegarias. No en vano, había un cura llamando a misa
en la proa, y Fernando se vio obligado a dejar su puesto para unirse a la
pequeña comitiva que marchaba hacia la parte delantera de la nave. Durante
la ceremonia, no era a Dios a quien tenía en el corazón, sino a Sandra, que
aún no había llegado, mientras los preparativos del viaje seguían su curso.
Nada más concluir la eucaristía, dom Vicente de Brito ordenó disparar un
cañonazo, que fue respondido desde el Santa Helena. Se empezaron a levar
las siete anclas y desde La Coruña no llegaba nadie. Las últimas esperanzas
de ver aparecer a la muchacha de piel morena y cabello rojizo se
desvanecían. La nao São Bartolomeu se hacía a la mar y, una vez más,
Fernando se dio cuenta de que estaba en el sitio equivocado. ¿Acaso había
un lugar adecuado para él? Estaba solo, sobre la abarrotada cubierta de un
navío gigantesco, tras haber recorrido buena parte de los caminos del ancho
mundo. Llevaba consigo algunos fardos de canela, varios diamantes de
pésima calidad cosidos en la cintura del calzón, un puñal en el bolsillo, una
condena de la Inquisición sobre los hombros, deseos de venganza y el plan
de un robo que la ausencia de Sandra volvía aún más inverosímil de lo que
ya era antes. Estaba cansado, estaba triste, no le quedaba ilusión por
cambiar su existencia, y sin embargo seguía queriendo intentarlo. La muerte
era una posibilidad, un riesgo que debía correr. No deseaba morir, pero
hacía ya bastante tiempo que le daba menos miedo que vivir. Así que seguía
decidido a poner la mano sobre aquel cofre de diamantes.
Allí estaba el collar, en la casa del gobernador, encima del tocador que
había en el dormitorio donde se había alojado Beatriz da Fonseca. Don Juan
Fajardo se encargó de guardarlo dentro de una caja fuerte, en su despacho.
Aquel era un lugar seguro; se lo daría a Sandra al día siguiente. Sin su ama
ni los sobrinos del virrey presentes, Fajardo se comportó de manera menos
solícita. Envió a Sandra con sus criadas, que le harían sitio para pasar la
noche en el ala de la casa que ocupaban.
Llevaba despierta desde antes del amanecer y ya empezaba a temer que
la hubiesen olvidado, cuando vinieron a buscarla y la acompañaron al
despacho del gobernador. Este le entregó el collar en una bolsita de
terciopelo negro y le propuso tomar asiento a su lado en un coche que los
llevaría al puerto. Don Juan Fajardo estaba preocupado. Al llegar no
encontraron a ningún miembro de la tripulación de la nao São Bartolomeu,
ni tampoco del resto de la flota. Sandra se quedó de piedra. Si alguien se
hubiese molestado en dirigirle la palabra, apenas habría logrado balbucear
como respuesta algunas fórmulas de cortesía, de las que era capaz de
utilizar sin necesidad de pensar.
Acababan de poner un pie en el muelle cuando oyeron cañonazos en la
distancia. «¡Ah! ¡Algo se están contando!», dijo Fajardo, que tampoco sabía
más sobre lo que ocurría ni estaba más tranquilo tras oír las detonaciones.
Se quedaron allí mismo, mientras el personal del puerto cargaba las cajas y
los barriles del aprovisionamiento en las lanchas, a la espera de que alguien
se acercase para informar al gobernador de lo que pasaba en la tierra y las
aguas supuestamente administradas por él. La noticia tardó en llegarles casi
una hora. La armada portuguesa se había hecho a la mar. El cielo estaba
despejado y el viento del sureste soplaba con suavidad. Las condiciones
para alcanzar mar abierto eran propicias, no cabía duda, pero había que ser
muy optimista para suponer que el viento viraría a norte tarde o temprano.
Con la mirada fija en la torre de Hércules, imaginándose los navíos que
bogaban del otro lado, Sandra sintió un gran vacío. En uno de los barcos
iban Fernando y el cofre de los diamantes. Fajardo se volvió hacia ella y
dijo:
—Al final no os va a quedar más remedio que aceptar la oferta de
Jacques de Coutre.
La muchacha logró contener las lágrimas.
28
Ferrol, 25 de diciembre de 1626
***
***
Fernando no dejaba de tiritar. Hacía tal vez una semana que la nao São
Bartolomeu se bamboleaba entre el gris del océano y el del cielo, al
capricho de las olas y del viento. La piel de buey echada sobre el montón de
fardos, incluidos los que contenían su canela, no era suficiente para detener
la lluvia y el agua salada que salpicaba y se metía por todos lados. La ropa
se le pegaba al cuerpo y ya hacía mucho que había renunciado a cubrirse los
pies, por miedo a que se le pudriesen. El mar era tan violento que también
habían renunciado a encender fuego en el barco, por miedo a que ardiese.
Ni los fidalgos, ni dom Vicente de Brito, ni siquiera Beatriz da Fonseca y
los sobrinos del virrey tenían derecho a hacerlo. Las secuelas en pasajeros y
tripulantes eran evidentes: tenían la piel pálida, las mejillas hundidas, las
miradas ojerosas, el cabello pegado a la cara. Las pesadas ropas servían
menos para protegerlos del frío que para poner a salvo la decencia. Y se
morían. Los gavieros habían quedado diezmados. Según ellos mismos, solo
se salvaban los más ágiles. Fernando creía que era más cuestión de suerte, o
de un instinto de supervivencia que les apartaba de las maniobras
imposibles, esas que otros sí habían intentado y cuyos cadáveres los
camaradas recogían de la cubierta o veían hundirse en las aguas frías y
espumosas del Atlántico. Un casado de Goa que volvía a Lisboa con un
cargamento de telas se había precipitado al mar: estaba cagando por un
agujero realizado a tal efecto en la proa cuando la carraca pasó la cresta de
una ola y cayó con todo su peso del otro lado. Según los testigos, el hombre
había soltado el cabo que lo sujetaba y se quedó en suspensión, mientras la
proa descendía varias brazas de un solo golpe. Uno de los gavieros, que se
encontraba sobre la verga de trinquete, afirmaba que el casado le había
mirado fijamente a los ojos antes de desaparecer. Añadía, si alguien se
mostraba dispuesto a escucharle, que no estaba seguro de si el hombre había
caído al agua o si había sido succionado hacia arriba por una de aquellas
trombas que en ocasiones se formaban.
Por el momento, trataron de que el barco navegase con rumbo noroeste.
El primer piloto, Manuel dos Anjos, había encontrado un mapa de las costas
de Francia, Gran Bretaña e Irlanda. A falta de un puerto lo bastante
profundo para acoger un navío tan enorme en la costa francesa, debían
resignarse a buscar refugio en un puerto inglés y aceptar que perderían la
remesa de pimienta de aquel año. Y todavía les quedaba rebasar la punta de
Bretaña y la isla de Ouessant. Pero el São Bartolomeu, demasiado pesado,
demasiado ancho, demasiado gigantesco, no obedecía. Incluso navegando
de bolina, en busca del rumbo noroeste, el buque rehusaba. Cuando la proa
iba por fin en la dirección deseada, tardaba poco en derivar peligrosamente
hacia el este y la costa francesa. Daba igual que el maestre y el
contramaestre se esforzasen por gritar y silbar entre el rugido constante del
océano y de los vientos que lo atravesaban, o que los marineros se afanaran
hasta el límite de sus agotadas fuerzas. De nada servía. El barco había
dejado de obedecer. Por mucho que tesaban los obenques encargados de
sujetar el palo mayor, este seguía estremeciéndose. Desde la cubierta alta
hasta lo más profundo del casco, las tablas y cuadernas se retorcían con
cada impacto y comenzaban a ceder. Sin embargo, nadie llegó a plantearse
la idea de cortar el mástil. Porque nadie estaba lo bastante loco como para
emprenderla a hachazos con aquel madero inmenso sin saber antes adónde
caería. El momento de hacerlo llegaría tarde o temprano, Fernando estaba
seguro. En cualquier caso, él no estaba dispuesto a rendirse. Simão había
muerto. Sandra había desaparecido. Ya no tenía nada que perder, excepto
una vida que no le importaba a nadie más que a él mismo. O ni siquiera a él.
Así que prefería dedicar sus últimos instantes a algo distinto de la espera
resignada ante una muerte probable. Aquello no era más que el principio. El
miedo se había apoderado del corazón de los hombres y mujeres de a bordo.
Después vendría el pánico, previo a la catástrofe. ¿Quién podía preocuparse
de los diamantes del adil shah en tales momentos?
***
El resplandor del fuego quedaba como aplastado por una llovizna tan fina
que, al ser arrastrada en oleadas por el viento, adquiría la consistencia de la
niebla. Oculta en la sombra de unas matas de brezo, Marie se secó los ojos
y se llevó la mano a la boca. La lluvia tenía el sabor salado de un océano
cuyo rugido habitaba los bosques y casi ahogaba las voces de los pastores,
acurrucados bajo sus capas de grueso paño negro en torno de la hoguera. A
sus pies, los perros también buscaban el calor. Permanecían tumbados, con
las orejas gachas, el hocico sobre la arena caldeada por las llamas y los
sentidos embotados por la tempestad. A la derecha se oía de vez en cuando
mugir a una vaca. Hacia allí se encaminó Marie. Entre las sombras de los
árboles y la llovizna, se guiaba por la blancura de la arena, sobre la que se
recortaban los obstáculos. Al final pudo distinguir el ganado. Las vacas
estaban todas juntas cerca del agua estancada, en el fondo de la misma
rambla que ella. Al abrigo de aquel repliegue, entre dos dunas conectadas
algo más adelante, los animales parecían estar en lugar seguro. Los pastores
vigilaban el paso y suponían que el ganado no corría peligro. No contaban
con una pequeña depresión en la duna, al otro lado de aquel recinto natural.
Hacía mucho que no se producía un robo de ganado por allí. En sus
tiempos, Louis había sido un gran experto en la materia. En casa de Marie
nunca se hablaba de ello, porque todo lo relacionado con su padrino era un
tema prohibido. Así que fue Hélène quien le contó la llegada de Louis,
desde el otro lado de la laguna, con la idea de dedicarse a la resina. No
tardó en darse cuenta de que existían otros medios más divertidos de
ganarse la vida. Con otros resineros y algunos costejaires formó una
pequeña banda que se especializó en la apropiación de animales ajenos: los
caballos landeses, las vacas y a veces las ovejas, cuyos mayorales se
acercaban a la frontera entre la landa pantanosa y aquellas viejas dunas
cubiertas de árboles que llamaban la Montaña. Empezaron por requisar lo
que necesitaban para comer, pero no tardaron en robar grandes cantidades
de animales, que revendían en el norte a otros rabadanes. Todo aquello
provocó tensiones con el principal propietario. A Minvielle no le gustaba
que unos medio salvajes la tomasen con su ganado y, ya de paso, con los
mayorales a su servicio. Al principio buscó la ayuda de las autoridades.
Enviaron a los carabineros, que fueron recibidos con bastante frialdad.
Nadie había visto nada, nadie había oído nada. Y, en cualquier caso, nadie
estaba dispuesto a tratar con aquellos hombres que llevaban sombrero y
hablaban todo el rato la lengua de un rey lejano, en lugar de la lengua local.
Los siguientes registros fueron más violentos. Al final detuvieron a dos
miembros de la banda mientras dormían borrachos en una choza
improvisada, tras encontrarse en la playa un barrilillo de ron sin abrir. Los
llevaron a Burdeos y los colgaron, o al menos eso decían los rumores. No
estaba claro si el castigo fue tan severo debido a la desaparición de algunos
mayorales de rebaño, o bien de los rebaños mismos. La gente suponía que
era por los rebaños. Los mayorales tenían menos valor para Minvielle.
Después los robos siguieron aumentando. Más numerosos y más
violentos. Minvielle se vio obligado a contratar personal suplementario y
armarlo. Hubo más muertes en ambos bandos, pero sobre todo en el del
terrateniente, que tuvo que resignarse a negociar. Salió ganando en
tranquilidad, y Louis obtuvo aquella construcción que le servía de hogar, de
almacén y de taberna. Sus socios se sintieron estafados, y con razón.
Todavía hubo algunos heridos y muertos más. Louis impuso su autoridad a
base de hachazos, cuchilladas, puñetazos y, aunque con mucha más mesura,
dinero. Aquellos que no acabaron en una fosa anónima entre las ciénagas y
las dunas, aceptaron vender su silencio y prometieron lealtad a Louis. La
Raya era uno de ellos, como lo eran los viejos costejaires que se habían
empeñado en echar a Marie de la playa. Todos, de un modo u otro, eran
parte de las propiedades de Louis.
El asesinato del pastor en la taberna dos años antes —un tiempo tan
breve y toda una eternidad— había estado a punto de hacer tambalearse el
pacto entre el tío de Marie y Minvielle. En cualquier caso, sirvió para
reavivar las tensiones, y en un lugar como aquel la desconfianza y la ira
tardaban mucho en atenuarse. ¿Quién podía atreverse a tocar el ganado en
un territorio controlado por un solo hombre gracias a la violencia? Nadie,
salvo ese hombre en persona. Minvielle era consciente de las dificultades de
Louis con los resineros y, desde su punto de vista, esta era una razón más
que suficiente para volver a interesarse por el valor seguro que su ganado
representaba.
Marie se sonrió y empezó a golpear en el trasero a las vacas más
cercanas al camino que salía del fondo de la rambla. Los primeros animales
echaron a andar con lentitud y el resto los fue siguiendo. Del otro lado, por
donde las llamas reverberaban en la llovizna, los pastores y sus perros ya
habían cedido al sueño. Las vacas se marchaban, y Marie las acompañó tan
lejos como pudo. No se trataba de que desapareciese el rebaño al completo,
pero sí quería llevar algunas lo bastante lejos como para que se perdiesen
entre las dunas y continuasen su camino hacia el norte. La noche siguiente o
la posterior iría en busca de una nueva gavilla de rabadanes con otro
rebaño. Y repetiría la operación.
***
***
Las nubes corrían entonces hacia el São Bartolomeu, llevando consigo olas
enormes que ocultaban el horizonte. En los puentes todo el mundo parecía
haber perdido la esperanza. Solo el primer piloto seguía dispuesto a luchar.
Gritaba las órdenes, que el maestre y el contramaestre intentaban hacer
llegar a base de silbidos hasta los gavieros y los marineros, menos
preocupados por la suerte de la nave que por la de sus propias almas. Los
curas rezaban y algunos empezaban a recibir las últimas confesiones de los
hombres de a bordo. Quienes no estaban en plena maniobra se movían con
lentitud y desgana. Ya nadie tenía idea alguna de en qué dirección estaban
Francia o España ni a qué distancia se hallaban de la costa. El navío crujía
por todas partes, los aparejos colgaban y se balanceaban con las rachas de
viento, las tablas se resquebrajaban. A veces, las olas barrían la cubierta
alta. Los fardos amontonados en torno a los mástiles hacía mucho que
desaparecieron, llevándose a veces con ellos a los hombres que encontraran
en su camino. Sin embargo, a bordo no quedaba ya ni rastro de temor, solo
resignación. Todo el mundo parecía haber aceptado su destino.
Pero no Fernando. Ni el frío ni el hambre le afectaban. No tenía miedo.
Por fin se sentía en su lugar. Iba a ser allí, aquel día. Se mantenía a la
espera. Y llegó el momento. La marejada acababa de levantar la nave y
desde el alcázar alguien gritó: «¡Tierra!». Una línea gris apareció entre el
mar y el cielo. Manuel dos Anjos había ordenado virar al oeste para volver
mar adentro, pero la apatía de los hombres y la escasa maniobrabilidad del
navío hicieron el resto. La carraca siguió avanzando hacia la costa. Apenas
comenzaba a torcer un poco el rumbo, cuando se topó con una ola mayor
que las demás. Al descenderla no se deslizó, sino que se desplomó. Cuando
la roda pegó contra la arena, el choque fue brutal. De entrada, tuvieron la
impresión de recibir un impacto que derribó a los pasajeros, proyectados
hacia delante. Después se oyó un ruido de madera quebrándose. Crujidos y
explosiones. Por fin, el agua de la ola barrió la cubierta alta y se llevó lo
que allí hubiese sin amarrar. Fernando salió despedido hacia el castillo de
proa y se aferró a un cabo. Un fardo lo golpeó en la espalda, pero no se
soltó. Notó que una mano atrapaba su pierna y luego se desasía. Vio a
hombres arrastrados por el oleaje y a otros que se estrellaban contra el
castillo. Por un breve instante emergió un grumete. Se sujetaba a la baranda
de la galería del castillo, con las piernas aún en el agua que inundaba el
puente. Un tonel se le vino encima. Luego la parte de atrás de la carraca se
hundió, mientras la proa del barco daba vueltas. Al final, el navío se quedó
quieto, de través a las olas que comenzaron a romper contra su costado.
Fernando trató de no pensar en lo que podía estar ocurriendo bajo la
cubierta, en los puentes inferiores. El agua tenía que estar entrando a
raudales, aplastando un poco más la nave contra el banco de arena en el que
acababa de encallar. En su interior habría cuerpos maltratados,
descoyuntados, destrozados por las cajas, los barriles, los cañones… Por las
escotillas asomaban figuras que se tambaleaban sobre la cubierta. Los
hombres caían al agua. Muchos se hundían cual piedras. Algunos eran
arrastrados hacia la orilla. Otros eran golpeados por trozos de madera, antes
de desaparecer. Trató de recomponerse y se dirigió hacia el alcázar trasero,
subió por una escala hasta la galería, se echó mano al cinto. Su puñal seguía
allí, en la vaina. Y en el dobladillo de la camisa notó los diamantes. Oyó un
grito a su espalda y se dio la vuelta. Más abajo, el condestable profería en
su dirección palabras incomprensibles entre el estruendo, pero sus gestos
eran claros: no tenía nada que hacer allí. ¿Quién podía preocuparse de tal
cosa a estas alturas? Le dio la espalda y entró en el corredor. Las puertas de
algunos camarotes se abrían y cerraban a golpes. Por ellas salían pasajeros
que no sabían adónde ir. En el suelo de la primera cabina vio varias velas,
algunas todavía encendidas. Agarró una, volvió a salir y caminó por el
pasillo. La habitación del capitán tenía que estar al fondo.
Lo estaba. La puerta yacía en el suelo, desencajada por el choque.
Fernando pasó por encima, se agachó para cruzar el umbral y entró en el
camarote. Dom Vicente de Brito estaba sentado en una silla, de cara a la
puerta. Tenía los ojos cerrados y sujetaba con las manos un crucifijo. A la
luz de la vela, su rostro estaba tan pálido como el de un cadáver. Fernando
miró alrededor. Las pertenencias del capitán se hallaban esparcidas por el
suelo y sobre la cama. El escritorio había resbalado hasta la pared y debajo
había un objeto que atrajo la luz de la vela. Era un cofre taraceado de oro.
Fernando encontró un candelabro y puso en él la vela. Se inclinó y cogió el
cofre. Era grande y, efectivamente, lo cerraban tres cerraduras. No se le
ocurrió forzarlas. Se conformó con levantar el objeto y golpearlo contra el
escritorio. Tras varios impactos, notó que la madera se rompía y las bisagras
se aflojaban. Siguió dando golpes hasta que se partieron. Entonces lo apoyó
en el suelo, introdujo la hoja de su puñal por la rendija que había detrás de
las bisagras rotas, separó un poco la tapa, metió los dedos y tiró con todas
sus fuerzas. Con un último crujido, la caja se abrió. Allí estaban los
diamantes, en una bolsita de tela escarlata. La abrió, la vació en el fondo del
cofre y tomó la vela para iluminarlos. Nunca había visto unos tan hermosos.
Algunos eran del tamaño de una nuez. Pensó en Sandra, y más aún en
Simão. Aquella habría sido una bonita historia de naufragios que contar.
Metió otra vez las piedras en la bolsa y se levantó. Al girarse se encontró
con dom Vicente de Brito, mirándolo. El anciano parpadeó, apretó su
crucifijo y se puso a rezar.
La nave vibraba y se desplazaba, a veces con mucha brusquedad, cada
vez que una ola de las grandes la golpeaba. Era ensordecedor. La estructura
del barco se descomponía poco a poco bajo los impactos. El océano rugía y
parecía enviar toda su furia hasta allí. El viento, al colarse por los
resquicios, silbaba en el corredor y a veces se elevaban aullidos, aunque sin
llegar a tapar el estruendo reinante. Fernando soltó la vela y salió. Ante él,
con un hacha en las manos, estaba plantado el condestable. Fernando dio un
paso atrás y la hoja se clavó en el marco de la puerta. Dom Vicente de Brito
ni siquiera se había movido. Con los ojos cerrados, recitaba sus oraciones.
El condestable estaba liberando el hacha de la madera cuando el puñal de
Fernando penetró entre sus costillas. Inspiró con fuerza y exhaló algunas
burbujas de sangre. Sus ojos parecían dirigirse hacia un lugar muy lejano.
Se desplomó. Fernando avanzó por el corredor. Se detuvo delante de un
camarote con la puerta abierta. La pequeña claraboya que daba al exterior
estaba rota y dejaba entrar el agua y la luz difusa de aquel día tan gris que
parecía ya muerto al nacer. En el suelo, Beatriz da Fonseca estrechaba en su
regazo a los sobrinos del virrey. Le dirigió una mirada suplicante. Fernando
ni siquiera estaba seguro de poder salvarse él mismo, pero no quiso
marcharse sin dar una respuesta. «No puedo hacer nada», dijo. La joven
asintió y abrazó más fuerte a los niños. Él caminó hacia el exterior. Al salir
a la galería, tiró del cordón de la bolsita de diamantes, lo anudó a su cinto
tan apretadamente como pudo y deslizó la bolsa dentro de su calzón. No era
cómodo, pero tampoco era peor que todo lo que había soportado hasta
entonces. Ni peor que lo que tenía por delante, pensó. En el puente había un
hombre observándolo. Era Martim Pacheco, el maestre de cubierta. Iba casi
desnudo, no vestía más que calzón corto y camisa y llevaba al hombro un
extraño artilugio, que Fernando reconoció como una especie de cinturón
grande hecho con cocos. Pacheco debía de haber recogido los frutos en las
despensas del entrepuente y confiaba en que lo ayudarían a flotar. Una
nueva ola se abatió sobre ellos. Agarrado a una soga, el maestre esperó a
que pasara y, justo cuando el agua borboteaba en torno del barco, se
zambulló.
En los puentes se seguía muriendo. Sin hacer apenas ruido, además. Allí
no se gritaba como en el campo de batalla, para darse ánimos o asustar al
adversario. El oleaje no se inmutaba y persistía incansablemente en su labor
de zapa, golpeando contra el casco, pasando por encima de las bordas,
arrancando los obenques, llevándose los cuerpos de vivos y muertos. El
agua alrededor de la carraca era una amalgama de despojos. El casco
perforado dejaba escapar la pimienta, que se mezclaba con las olas. Las
olas, Fernando las contaba. Cuando la última gran oleada barrió la cubierta
y, al pasar del otro lado, arrastró hacia la orilla los restos que flotaban hasta
entonces al costado del barco, miró el agua espumosa a sus pies. Un fardo
de algodón giraba entre las mareas, como en una suerte de remolino.
Apuntó hacia él y saltó. Se sorprendió al tocar tan rápidamente el fondo.
Aunque las piernas y la espalda absorbieron parte del impacto, una sacudida
recorrió su cuerpo hasta la coronilla. Empujó con los pies y de inmediato
volvió a la superficie. Le picaban los ojos por el agua salada y tardó en
recobrar la visión; para entonces, el fardo ya se había alejado. Agitó brazos
y piernas hasta alcanzarlo y agarrar los cordeles que lo rodeaban. Una ola
había atravesado la carraca y caía detrás de él con nuevos despojos. Un
trozo de madera lo golpeó en la cabeza, pero fue capaz de aguantar, buscar
un poco de aire y sacudir las piernas en la corriente para alejarse. Percibió
el peso de la bolsa de diamantes y por un momento se tranquilizó, antes de
recordar dónde estaba y que desde allí, perdido en mitad de las turbulentas
aguas, ya no podía ver la orilla. La nariz le quemaba, jadeaba como un
perro exhausto, los dedos se le quedaban rígidos por culpa del agua fría. No
sabía quién le daría el golpe de gracia, si el océano o los objetos que
flotaban entre las olas, pero al menos era libre. El Santo Oficio no lo
perseguiría hasta allí. Se echó a reír, tragó un poco de agua y al momento la
vomitó entre toses. Empezó otra vez a sacudir los pies.
***
No se les habría ocurrido que fuese posible. Sin embargo, el viento del
oeste arreciaba aún más y no les quedó otro remedio que amollar en popa
con lo que les quedaba de trapo. Los jirones de la vela mayor, reparados de
cualquier manera, empujaron el navío hacia el este y, según muchos de los
caballeros a bordo, hacia su perdición. Desde el alcázar, Diogo apenas
podía ver más allá del palo mayor, de tan espesa como era la niebla. No
obstante, oyó que los hombres apostados a proa gritaban: «¡Tierra!». Uno
de ellos fue hasta la popa del galeón para confirmar a dom Manuel de
Meneses que, al menos por unos instantes, habían divisado una línea de
costa y que se dirigían directamente hacia ella. De inmediato, el primer
piloto ordenó poner rumbo noreste y, por uno de eso milagros que a veces el
mar permite, el navío obedeció. Entonces todos pudieron ver a estribor la
masa negra de un litoral rocoso asomando entre la niebla. El Santo António
e São Diogo seguía deslizándose en la misma dirección, mientras los
fidalgos discutían sobre si el cabo con el que acababan de toparse era el de
Finisterre o el de Muxía. Varias horas después, en la blancura opaca del día
recién nacido, divisaron la sombra de una rada.
—¿Creéis que hemos vuelto a La Coruña? —preguntó Diogo a dom
Manuel de Meneses.
—Ayer mis mediciones dieron 44º. No deberíamos de estar lejos.
Aunque con este tiempo es difícil tomar la altura y no alcanzo a ver la torre
de Hércules.
—Es normal, hay mucha niebla. Y quizás estemos al norte de la bahía…
—respondió el primer piloto.
—Si fuese así, esta vez hay que evitar las Yacentes —añadió Meneses.
—Lo que tenemos que hacer es seguir en mar abierto y esperar a que la
niebla se levante —respondió el piloto—. Intentar la entrada en estas
condiciones es demasiado peligroso.
—¿Así que esa es vuestra solución? ¿Preferís que sigamos a la deriva en
medio del océano, hasta que el barco termine por desarmarse del todo?
Necesitamos llegar a puerto.
Los marineros tampoco estaban de acuerdo. Puestos a irse a pique, mejor
hacerlo buscando una playa que yendo a estrellarse contra los peñascos.
Dom Manuel de Meneses no los escuchaba. La costa estaba ya demasiado
cerca y los hombres se dieron cuenta de que acababan de pasar al norte de
una nueva punta rocosa. Ya no podían retroceder.
—¡Un barco! —gritó un hombre desde la proa.
Entre la bruma de la tempestad, la silueta de un patache acababa de
aparecer ante ellos, a algunos cables de distancia. La pequeña nave enfilaba
también hacia la costa.
—¡Seguidlo! —ordenó el capitán-mor.
El primer pilotó no estaba tan seguro.
—Señor, tal vez no sepan adónde se dirigen. Y, si lo saben, pasarán por
donde nuestro navío no puede pasar.
—He dicho que lo sigáis.
El piloto calló y el Santo António e São Diogo siguió al patache, a pesar
de las protestas de los marineros.
Ambos barcos iban rumbo a la costa. En el galeón habían arriado la vela
mayor, así que el buque avanzaba empujado solamente por una cebadera
aparejada en el trinquete. De repente, vieron que el patache encallaba en un
banco de arena. En la playa, mientras por fin la niebla se levantaba, se
reunió una muchedumbre que hacía señas al galeón indicándole que virase a
estribor. Así se hizo. El navío adelantó al patache, amenazado ya por el
oleaje y con la tripulación lanzándose agua sin apenas esperanzas de
sobrevivir. Los lugareños seguían haciendo señas, interpretadas en la nave
como una invitación a largar el ancla. Fondearon las dos anclas, pero era
demasiado tarde. El Santo António e São Diogo terminaba su periplo en
aguas poco profundas. La bajamar despejó cualquier duda.
Al comienzo de la tarde, Diogo, Ignacio, dom Manuel de Meneses, fray
Paulo da Estrela, Melo y algunos fidalgos más observaron desde el alcázar
de popa una procesión que avanzaba por la playa. En cabeza iban dos
monjes. Uno llevaba en alto el ostensorio del Santísimo Sacramento,
cubierto por un palio procesional que cuatro hombres sujetaban a duras
penas cada vez que las rachas de viento se colaban por debajo. En aquella
ceremonia, ofrecida por la población de un lugar que les era del todo
desconocido, había algo de sublime, de ridículo y de angustioso, pensó
Diogo. Si les dedicaban una procesión así, era porque su situación debía de
ser desesperada. Estaban lo bastante cerca de la playa como para discernir
lo que ocurría, pero demasiado lejos para alcanzarla o para que las lanchas
del puerto llegasen hasta ellos, por culpa de las enormes y turbulentas olas
que entraban en la rada y levantaban tremendas corrientes y remolinos. Y la
marea, en su retirada, hacía que su situación se volviese aún más crítica.
Siguieron mirando la ceremonia que se desarrollaba en la orilla, hasta que
una ola mayor que las demás levantó de repente el casco del Santo António
e São Diogo. Al marcharse la ola, el barco, lastrado por el agua que los
hombres turnándose en la bomba hasta la extenuación no lograban evacuar,
cayó con todo su peso y tocó fondo con tal violencia que el timón saltó y
los hombres en cubierta perdieron el equilibrio. «Un par de golpes más
como este y no tendremos que seguir preocupándonos por el futuro», dijo
dom Manuel de Meneses. Dio la orden de cortar los mástiles para aligerar el
galeón. Con aquel temporal, la tarea era peligrosa, pero la tripulación se
puso manos a la obra. Contemplar cómo decapitaban el barco fue un
espectáculo sobrecogedor. Los mástiles estaban sujetos por tantos cables y
obenques que quedaron colgando en el agua y chocaban con el casco, así
que se hizo necesario seguir cortando en la obra muerta del Santo António e
São Diogo para acabar de soltarlos y liberar el conjunto. La operación les
costó la vida a varios marineros. Diogo vio a un hombre descolgarse por la
borda y mantenerse agarrado con una mano, mientras con la otra cortaba los
obenques que retenían el trinquete usando un hacha. En el momento de
terminar su labor Diogo consiguió reconocerlo, justo cuando el mástil,
empujado por la resaca, se precipitó sobre él y lo aplastó contra el casco.
Michele Belano ya nunca se reuniría con Carlotta.
Por muy aligerado que estuviera, el galeón seguía llenándose de agua y
tocando fondo una y otra vez. Se hacía de noche y dom Manuel de
Meneses, antes de retirarse a su camarote, aconsejó a los fidalgos que
estaban con él que se vistiesen con sus mejores galas, para estar
presentables en la hora del Juicio Final. La cuestión del atuendo no se le
planteaba a Diogo e Ignacio, porque no tenían más ropa que la que llevaban
puesta desde Cascais, aparte de unos toscos abrigos que habían conseguido
en Ferrol.
Aquella noche los curas confesaron a gran cantidad de hombres. En
hojas de papel húmedas, con una tinta que chorreaba y una escritura a
menudo ilegible por culpa de los repentinos movimientos del galeón, se
escribieron testamentos, destinados en realidad a desintegrarse en el agua
salada solo unas horas más tarde.
El propio dom Manuel de Meneses comentó que quería cambiarse de
ropa. Cuando Diogo e Ignacio fueron a su camarote para ver si necesitaba
algo, vieron que, en efecto, se había puesto una camisa blanca y encima una
chaqueta negra. Su eterno abrigo negro colgaba de un gancho. Estaba
discutiendo con dom Francisco Manuel de Melo.
—Escuchadme bien, Melo —decía—. «Como en el mar undísono
derrama…». ¿Qué otra cosa puede ser, sino una perisología? ¡El mar, que
hace un ruido igual que el de las olas! ¡No será a vos a quien pueda
descubriros, y menos aún en estos momentos, que el mar hace un ruido de
olas!
Como para confirmar las palabras del capitán-mor, una ola se estrellaba
entonces en el galeón, con tanta furia que lo hizo temblar. Melo respondió:
—Creo que Lope ha querido emplear un pleonasmo, para insistir en la
peculiar índole de ese ruido.
Meneses lo miró y negó con la cabeza.
—Conozco bien a Lope de Vega. En mi último viaje a Madrid, él mismo
fue quien me entregó estas canciones en honor del cardenal Barberino. A
veces, tiene el defecto de pasarse de culto para impresionar al lector
destinatario de sus versos. Es una perisología, ¡os lo digo yo!
Dándose la vuelta hacia Diogo, dijo:
—Preguntemos a alguien que no tiene ninguna idea de poesía. Diogo,
¿qué te parece este verso? «Como en el mar undísono derrama».
—No sé, señor. Es la primera vez que oigo la palabra «undísono».
—Es una palabra que usan los poetas para referirse al ruido que hacen
las olas. Entonces, ¿qué te parece? ¿El mar es «undísono»?
—Oh, si lo dicen los poetas, pues sin duda es hermoso…
—Tienes razón, no sabes nada. Gracias, puedes irte. Lo único que
necesito es un poco de comprensión por parte de alguien que sepa lo que es
la poesía.
Diogo se retiró. Al cerrar la puerta, todavía oyó una vez más: «¡Es una
perisología, Melo!».
Cuando por fin se hizo de día, el viento había amainado y las olas se
habían apaciguado con la pleamar. Seguían siendo bravas y golpeaban con
insistencia el navío, pero eran más pequeñas y un poco menos salvajes. Una
barca llegó hasta ellos, y así pudieron averiguar que el Santo António e São
Diogo había encallado en Francia, en la rada de Saint-Jean-de-Luz. Los dos
hombres que iban en la barca pidieron que los recibiese el general cuyo
estandarte enarbolaba el galeón. Los llevaron en presencia de dom Manuel
de Meneses. Allí contaron que habían sido enviados por los magistrados
municipales y que varias lanchas estaban en camino desde Saint-Jean-de-
Luz y Ciboure, para ayudar a la tripulación en la evacuación del navío antes
de que este se descoyuntase. Dom Manuel de Meneses pidió que evacuaran
primero a los hombres en peor estado. En cambio, él sería el último en
abandonar el galeón. Se suscitó una viva controversia. Durante la
evacuación de los heridos, dom Manuel mantuvo su postura, mientras los
marineros vascos le explicaban que no pensaban embarcar a nadie más
antes que a él, solo a los heridos, porque tenían la orden de rescatarlo en
primer lugar. Los fidalgos sentían que de nuevo se trataba de una cuestión
de honor y también rechazaron subir a las lanchas. En el fondo, la mayoría
esperaba que el capitán-mor embarcase, para alejarse a su vez de aquella
catástrofe inminente. Habían llegado a un punto muerto y solo dom Manuel
de Meneses podía desbloquear la situación. Los vascos seguían insistiendo.
El cambio de marea estaba a punto de producirse, y con él vendrían el
vendaval y olas más violentas, así que el capitán-mor acabó por ceder. El
barco ya empezaba a dar culadas cuando una lancha llegó para recogerlo.
Junto a él embarcaron Melo, Diogo, Ignacio, fray Paulo da Estrela, el
cirujano y el médico de a bordo. Aunque los hombres que dirigían la lancha
eran expertos balleneros y estaban acostumbrados al mal tiempo, la tarea les
exigió un gran esfuerzo. Las olas empujaban la embarcación contra el Santo
António e São Diogo y, pocos segundos después, la resaca tiraba de ella y la
alejaba. Tuvieron que hacer varios intentos hasta embarcarlos a todos.
Cuando lo consiguieron, la lancha se alejó sin perder tiempo, en busca del
abrigo del puerto. Otras lanchas llegaban para socorrer a los demás
hombres. Entonces, una ola más poderosa golpeó el galeón con un
estruendo de cañonazo. Desde la lancha, Diogo vio los chorros de espuma
elevarse hacia el cielo y que el navío se escoraba de manera alarmante.
Varios hombres salieron despedidos y cayeron al mar. Antes de que la
lancha llegase al muelle, dos olas más terminaron el trabajo. La capitana de
la armada de Portugal acababa de hundirse, y con ella más de cuatrocientos
hombres.
30
Otros costejaires, que han visto a Louis ejecutar con su hacha al hombre
arrodillado, llegan desde las dunas. Pero también hay una sombra que va en
dirección contraria. Alguien intenta marcharse de la playa, un poco más
allá. Una silueta encorvada, que aparece y desaparece tras la cortina de
arena levantada por el viento. Los demás, preocupados por la tarea que
tienen ante sí y sin saber por dónde empezar, no prestan atención a lo que
ocurre de aquel lado. Marie decide seguir al fugitivo.
Se mantiene a distancia. Lo observa, esforzándose para avanzar por la
arena a pesar del vendaval. El hombre intenta mantener el rumbo, pero no
lo consigue. Se va desviando poco a poco. También Marie camina, detrás de
él. Despacio. Se desliza entre las dunas, buscando resguardarse un poco del
viento, y vuelve a subir de vez en cuando para asegurarse de no perderlo.
Lo ve a cuatro patas, poniéndose de pie. Tiene los calzones y la camisa
mojados, debe de estar muerto de frío. Alcanza la cima de una duna, da
unos pasos tambaleantes, se vuelca hacia delante y desaparece. Entonces
Marie se detiene y mira alrededor. ¿Se ha echado al suelo porque ha visto a
alguien? No hay nadie. El viento trae a veces algunos gritos, pero vienen de
lejos. Del mar, donde continúan recogiendo los restos del naufragio,
peleándose y matándose por ellos. Marie piensa que el hombre no la ha
visto, pero no se confía. Aunque el viento ya ha borrado todas las huellas,
cree reconocer la duna sobre la que lo divisó por última vez, gracias a un
extraño abultamiento de arena que hay en su cima. Lo confirma cuando
llega a lo alto. Del otro lado hay una amplia rambla y, al fondo, una
acequia. El hombre está arrodillado al borde del agua cubierta de arena,
contemplando el cadáver de una vaca. Marie no podría decir su edad. El
cabello húmedo, moreno y largo, le cuelga por delante de un rostro
demacrado, en el que la espesa barba se interrumpe en uno de los pómulos,
liso. Por fin levanta la cabeza y la ve. Tiene un ojo a medio cerrar. El otro
está hundido por la fatiga, pero brilla intensamente en su cuenca. Si solo
dependiese de esa mirada, Marie no le daría más de veinte años. La
muchacha escruta las dunas que la rodean. El viento sigue arrastrando la
arena. Algunas plantas raquíticas se curvan hasta tocar el suelo. No hay
nadie. Hace un gesto con la mano para indicar al hombre que se acerque. Él
duda por un breve instante, se levanta y cruza los brazos sobre el pecho, en
un intento desesperado por calentarse. Está tiritando. Sube con dificultad
por la pendiente de arena, que se escapa bajo sus pies. Cuando está lo
bastante cerca, ella le tiende el abrigo que le quitó al cadáver. Lleva placas
de arena pegadas al terciopelo negro y está empapado. El hombre asiente y
se lo pone, con la esperanza de que al menos le sirva para protegerse del
viento. Se envuelve con él y trata de recuperar el resuello. Cuando los
dientes dejan de castañetearle, dice algo en una lengua desconocida para
Marie, pero que tiene algunos sonidos similares a la suya. Lo interpreta
como un agradecimiento. Agarra al hombre por el brazo y lo obliga a
seguirla.
Tras la arena desnuda vienen los raquíticos pinos, que el viento obliga a
crecer a ras de tierra, y después, por fin, las dunas boscosas. Al abrigo de
los árboles, en la ladera de las dunas, el viento es menos fuerte, menos
agresivo, pero Fernando no deja de tiritar y sus piernas ya no aguantan más.
La muchacha lo anima, lo ayuda a avanzar. Por un sendero apenas dibujado
entre los madroños y las encinas suben una última cuesta, y la escena con la
que se topan a continuación lo deja clavado en el sitio.
Los pinos crecen aquí más dispersos y detrás aparece una extraña casa.
Está hecha de tablones y toscas vigas, de piezas de barco, y el hastial del
lado oeste casi ha desaparecido bajo la arena que se acumula en su costado.
Se podría subir la duna caminando y después andar por el tejado hasta la
chimenea, que expulsa una humareda gris curvada por el viento. Por la
parte de atrás asoma la copa de un pino con forma de horquilla que emerge
de otra colina de arena, y más allá se ven varios troncos muertos. Algunas
copas de árboles más, con sus agujas marrones aún colgando, sobresalen del
suelo. Todo un mundo parece haber sido engullido y, al darse cuenta de que
el viento sigue acarreando más y más arena, Fernando piensa que aquello
no ha terminado.
Entra en la casa siguiendo a la muchacha. Lo primero que ve es un hogar
y unas llamas naranjas. Después huele el aroma del humo y otro más fuerte,
a aceite rancio frito. En otros tiempos no le habría resultado precisamente
agradable, pero ahora le deja una sensación de calidez y no le disgusta.
Distingue una figura sentada ante el fuego, en una banqueta. Sus ojos se
acostumbran a la penumbra. Es una mujer. Muy vieja. La muchacha le tira
del abrigo. Él deja que se lo quite. Ella le indica por señas que se desvista y
le señala la chimenea. Él no sabe qué hacer. Palpa sus diamantes en el
dobladillo de la camisa y los del adil shah en la bolsita que lleva dentro del
calzón. Ella insiste y la vieja se levanta, se acerca y también le pide que se
desvista y se arrime a la lumbre. Fernando se quita la camisa y la deja en
una silla. La vieja pasa detrás de una sábana que separa en dos la habitación
y vuelve con una manta raída. Se la echa sobre los hombros. Después trata
de hacerle entender que también debe quitarse lo de abajo. Él niega con la
cabeza. La vieja mira al techo y dice algo.
—No es la primera que veo. Son todas parecidas —dice Hélène—. Que se
deje de tonterías, o va a morirse de frío.
Marie sonríe y mira al hombre. «Venga», le dice, y le tira del cinturón.
Él le agarra la mano y la aprieta. Ella lleva a lo alto la otra mano y le mira a
los ojos. Ya no sonríe. Que no se atreva a ponerle un solo dedo encima. La
suelta y vuelve sus palmas hacia ella, en señal de paz. Finalmente, se decide
a quitarse el calzón empapado y lleno de arena, del cual extrae una bolsita
de terciopelo rojo que conserva en su poder.
—Así que era por eso. La podía haber sacado antes.
Hélène vuelve a mover la cabeza y le indica que se siente junto a la
chimenea. El hombre obedece, avergonzado. Las mira y se lleva la mano a
la garganta, como diciendo que tiene sed. Marie coge un jarro, sirve agua en
un vaso de estaño y se lo tiende. Él se lo bebe de un trago y pide más. Ella
le entrega el jarro, que tarda pocos minutos en quedar vacío. «Obrigado,
obrigado», dice el hombre asintiendo con la cabeza.
Ninguna de las dos conoce la lengua que están oyendo, pero adivinan sin
esfuerzo el significado de esa palabra. Marie cuelga de las llares una
marmita de aceite marrón, coge varias bolas de harina parda, espera a que el
aceite comience a hervir y entonces las echa, mientras el náufrago no deja
de observarla. Cuando considera que ya están bien fritas, las recoge con un
cucharón de madera toscamente tallada y las vuelca en un cuenco de barro
cocido, que tiende al hombre. Este se lo vuelve a agradecer, atrapa una
mique con los dedos, se quema y la suelta. Marie y Hélène ríen. Él sonríe
tímidamente y sopla en el cuenco para enfriar su contenido.
Sin dejar de reír, Hélène le dice a Marie:
—Volviste a casa trayéndote un problema bien grande.
Ha tardado un buen rato en organizarlos a todos, pero ya los tiene en
marcha. Los costejaires y los resineros recogen lo que pueden en la playa y
lo van llevando a diferentes escondites en el bosque: chozas de pastor
hechas de brezo, ramblas apartadas, huecos de árboles arrancados. Louis se
encargará de clasificar los objetos, repartirlos, pagarlos y llevarlos después
a su taberna. Hay mujeres y niños apostados en puntos estratégicos, para
vigilar la llegada de los representantes de la autoridad o de los hombres de
Minvielle.
Aparte del negro al que destrozó la cabeza, de otros dos que
sucumbieron al recibimiento de los costejaires y del español, no han
encontrado más supervivientes. Tampoco el hombre descrito por el español.
Tal vez ha muerto, y entonces su cuerpo puede o no aparecer, o quizá se les
haya escapado con vida. En el segundo caso, tal vez se ocultó entre las
dunas y estará muriéndose de frío y de cansancio en el fondo de alguna
rambla, o bien los centinelas darán con él. Queda la posibilidad de que haya
huido antes de que Louis organice a la gente. Y la de que alguien se haya
ocupado de desvalijarlo sin avisar al resto. Esta idea va ganando terreno en
la mente de Louis como una comezón. Pica y es muy desagradable. No le
deja pensar en nada más. ¿Quién podría ser tan estúpido? Es cierto que los
lugareños no destacan ni por su lealtad ni por su sentido común, pero
ninguno se atrevería a desafiar su autoridad. No tanto por una cuestión de
inteligencia, como por instinto de supervivencia. Y, sin embargo, no deja de
pensar que sí hay al menos una persona dotada de inteligencia suficiente y
con un instinto de supervivencia lo bastante escaso. Necesita averiguar
dónde está Marie.
La Raya no está del todo tranquilo. No le gusta venir por aquí, y menos aún
cuando se hace de noche. Pero Louis lo ha dejado claro. Hay que asegurarse
de que Marie no se quedó con mercancías del naufragio. Se siente como un
carabinero encargado de un registro por orden del gobierno. Y lo odia.
Sobre todo, porque tiene que hacerle una visita a la Bruja. Los dos resineros
que van con él tampoco dan la impresión de estar contentos. Hace un rato,
tras desplumar el cadáver de un noble, el más joven parecía muy orgulloso.
Sobre la zamarra de piel lleva una bandolera, de la que cuelga una espada
que le quitó al muerto y que Louis no le ordenó dejar junto al resto del
botín. Antes de salir jugaba con ella, daba mandobles en el aire, fingía
pinchar a su compañero en el culo. Ahora está callado y se diría que la
espada le resulta un incordio. Cuanto más se acercan a su destino, más van
arrastrando los pies. De repente, uno se para a orinar. Al otro también le
entran ganas, así que se alivia. La Raya se da cuenta de que tiene la vejiga
llena y se encoge de hombros. Busca un ancho tronco de pino que regar, se
baja los calzones, separa bien las piernas y, justo cuando las sombras de la
noche terminan de caer sobre el bosque, se fija en un rincón de cielo
despejado y en un rastro de humo que lo cruza. Entorna los ojos y distingue
la arena y la casa; el viento pone a revolotear algunos destellos naranjas por
encima de la chimenea. No pensaba que estuviesen tan cerca. Tampoco los
otros dos: «¡Vaya! ¿Has acabado? ¡Ojalá no tengamos que pasar la noche
donde la Bruja!». La Raya se estremece. Un chorro descontrolado se le
escapa y le calienta los pies descalzos. Se da la vuelta hacia el que acaba de
hablar: «¡Cállate! ¡Ya hemos llegado!». En la oscuridad, a pesar de la barba
y el cabello que le ocultan la cara, puede ver cómo el resinero palidece.
Ha sido un largo día. Cuando Louis regresa con el español, ya hace mucho
rato que es de noche. En su casa las luces están encendidas. Los rayos se
escapan al exterior por entre las tablas de las paredes. Sin embargo, no se
oye ninguna voz. Al abrir la puerta, hacha en mano, Louis descubre a
Minvielle sentado delante de la chimenea con dos de sus hombres. Uno de
ellos tiene en la mano una pistola de rueda. A Louis se le vienen a la cabeza
dos verdades fundamentales: Minvielle tiene miedo de él; Minvielle se lleva
lo bastante bien con Épernon, sus delegados y, en general, los ricos
burgueses de la región, como para poder equipar con esa clase de armas a
los piojosos que trabajan para él. Entonces se fija en la Raya, que ocupa una
mesa con uno de los hombres que debían acompañarlo a casa de Hélène
para interrogar a Marie. El otro resinero no está con ellos. Mala señal. A su
espalda, el español se desliza en el interior y se queda callado, pegado al
muro.
Louis levanta la cabeza y estira bien el cuerpo, intentando abarcar todo
el marco de la puerta para mostrar no solo que esa es su casa, sino que
además él es el más corpulento. Si Minvielle está intimidado, no lo deja ver.
—Estás en tu casa, Louis, ven a sentarte conmigo —dice empujando una
banqueta.
—Lo necesito, sí. El día ha sido largo.
Se sienta en la banqueta, levanta el hacha y la clava en el suelo, a su
lado. El gesto y el ruido sorprenden a los hombres de Minvielle. El primero
echa mano al cuchillo, el segundo apunta a Louis con la pistola. La Raya
apoya las zarpas en la mesa, como dispuesto a intervenir en ayuda de Louis.
El resinero se encoge en su silla. Minvielle no pestañea.
—¿A qué debo el placer de recibiros en mi humilde establecimiento,
señor Minvielle?
—Estoy preocupado, Louis. Para empezar, mi ganado desaparece
cuando viene a pastar por los alrededores. Esta misma mañana he vuelto a
perder varias ovejas. Además, me ha llegado el rumor de que hay un gran
navío varado, y nadie se tomó la molestia de avisarme. De hecho, por esto
último no estoy preocupado, Louis. Estoy triste. Y ahora veo que te
acompaña alguien que no conozco…
—Ah…, respecto al barco, supuse que entre los costejaires no faltaría
quien os avisase. Lo cierto es que vos mismo decís que la noticia llegó hasta
vos. Tendréis vuestra parte de lo que recojamos, por supuesto. Respecto al
ganado, estoy al corriente y ya he tomado cartas en el asunto. En cuanto
ponga la mano sobre los culpables, os los entregaré para que podáis
llevarlos ante la justicia y pedir una indemnización cabal. Y respecto a este
hombre, es el único desgraciado que ha sobrevivido al terrible naufragio. Lo
he acogido en nombre de la caridad.
—Lo que me molesta, Louis, es que pensaba que serías capaz de
mantener el control de este territorio y que podríamos convivir. Así que
encuéntralos rápido, sí, porque no quiero sospechar que andas metido en el
asunto. Y sobre ese superviviente tuyo, no es el único. Un caballero y dos
negros recorrían la playa hacia el sur y los costejaires me los trajeron a
casa. El barco es portugués. Ese caballero, que habla francés, me ha
contado que el barco transportaba grandes riquezas, incluidos unos
diamantes pertenecientes a un príncipe mahometano de la India. ¿Estás
seguro de no haber encontrado nada parecido?
—Señor Minvielle, sois consciente de todo el respeto que os tengo. En
efecto, hemos empezado a recoger diversos productos y objetos. Algunos
son quizá valiosos. Pero diamantes… no tuve la suerte de encontrar
ninguno. Si están en el barco, no va a resultar nada fácil llegar hasta él.
Quedó mar adentro y las olas ya están destrozándolo. Por mi parte, yo
también estoy triste al ver la poca confianza que tenéis en mí. Y la tristeza a
veces nos empuja a cometer locuras, ya sabéis.
Minvielle se echa a reír.
—Pero tú no estás loco, Louis. O no tanto. Sabes qué es lo que te
conviene. Nunca lo olvides. Me marcho, y tu náufrago se viene conmigo.
Así podrá reunirse con sus compañeros de desgracias. Los enviaré a
Burdeos para que allí reciban la ayuda del duque de Épernon, que también
quedará encantado al escuchar la noticia del naufragio que ha tenido lugar
en sus costas.
—Es muy amable de vuestra parte, señor Minvielle. Os lo cedo con
gusto. Ya sabéis cómo es esto…, la vida aquí es dura, y tengo la certeza de
que este pobre necesitado, que yo mismo recogí, estará mejor en vuestras
manos.
Minvielle y sus hombres se ponen de pie. Louis se dispone a hacer lo
mismo, pero el que lleva la pistola sigue apuntándole.
—No te molestes, Louis, puedes quedarte sentado —dice Minvielle.
El hombre de la pistola sonríe. Louis le devuelve la sonrisa. Minvielle
sale con el náufrago. Los problemas no dejan de crecer.
Con la puerta ya cerrada, Louis se dirige a la Raya y a su compañero.
—¿Dónde está el otro?
—Muerto —responde la Raya.
—¿Quién lo mató?
—Marie…
Louis se ríe. Está orgulloso. Y siente ese escalofrío en la nuca que
llevaba tanto tiempo sin sentir. Tiene miedo. Está furioso.
—¿Habéis registrado la casa?
—Decidimos marcharnos después de que Marie apuñalase al pobre
Arnaud… Nos dijeron que no tenían nada —responde la Raya.
—¿Te lo has creído?
La Raya baja la cabeza. A su lado, el resinero toma la palabra.
—Yo no. Estoy seguro de que escondían algo. Sobre todo, la Bruja. Lo
que pasa…
Louis levanta el hacha y la deja caer en la cabeza del hombre.
—Hoy ya van dos. Voy a acabar por aficionarme —dice Louis mirando a
la Raya, mientras extrae la hoja con un ruidito húmedo—. Y dos para ti
también… Llévatelo a enterrar por ahí. ¿Cómo se llama?
—Pues no lo sé. Es amigo del otro. Trabajaban en el bosque de
Barbarieu.
—Ni siquiera tienes tiempo de tomarles cariño, está bien. Ese es el
problema que tengo yo con mi sobrina. Pero no me va a quedar más
remedio que cortar por lo sano —dice Louis pasando el pulgar por el filo de
su hacha.
32
No han tenido más remedio que enterrar a los muertos que el océano les
devolvía. Participan todos los supervivientes capaces de cavar un agujero o
de mover los cuerpos, ya sean marineros, soldados o caballeros, y la
población también colabora. El propio dom Manuel de Meneses ayuda a dar
sepultura a sus hombres. Bajo la lluvia, cavan en la tierra negra, mezclada
con arena y saturada de tal olor a humus que casi logra disimular el de la
muerte.
Con el paso de los días, van llegando noticias de la flota. Horribles. Sin
sorpresas.
Diogo e Ignacio se alojan con dom Manuel de Meneses en la gran casa
de Joannis Haraneder, uno de los magistrados municipales. Allí, merced a
los mensajes destinados al capitán-mor, descubren la suerte de las diferentes
embarcaciones de la armada de Portugal y de las carracas que debían
proteger.
El Santiago es la única que ha escapado al naufragio, gracias a la ayuda
de los marineros y habitantes de Guetaria. Las demás se hundieron más al
norte y sus tripulaciones desaparecieron casi por completo, víctimas de la
furia del océano y la brutalidad de los habitantes de estas costas.
El São José perdió a casi todos sus hombres: unos ahogados, otros
destrozados entre las olas y los despojos del pecio, y los demás asesinados
en tierra por las escasas pertenencias que hubiesen conservado, o por lo
contrario, por no tener nada que ofrecer a quienes querían desvalijarlos.
De la urca Santa Isabel solo se han salvado algunos fidalgos.
Tal y como averiguan mucho más tarde, el São João de António Moniz
Barreto también tuvo un final trágico. La nao almirante de la flota, tan
difícil de maniobrar, fue el primer navío arrojado contra la costa. Según
cuentan los supervivientes, el almirante Moniz Barreto habría salido con
vida. Pero el destino tenía otros planes para él. Fue uno de los que subieron
a una robusta balsa, construida por el alférez con la ayuda de carpinteros y
calafates, y estuvo a punto de alcanzar la playa llevando en brazos a su hijo
pequeño, que viajaba por primera vez. Atrapada en un hueco entre dos olas
y ya muy cerca de la orilla, la embarcación había tomado velocidad y se
dirigía a la salvación, cuando el filo de la ola se abatió sobre ella. Un bao
lleno de clavos, arrancado del galeón por el oleaje, se hallaba sobre la balsa.
En él quedaron atravesados padre e hijo. Al momento de tocar la tierra
firme, ya estaban muertos. Mientras le comunican el suceso, dom Manuel
de Meneses guarda silencio. Diogo ve empañarse sus ojos grises. ¿Tristeza?
Más bien decepción, al saber que aquel que convirtió en su enemigo ha
muerto de manera tan prosaica, sin el lustre que habría merecido un
oponente a su altura.
La nao Santa Helena encalló a pocas leguas de Saint-Jean-de-Luz. Los
lugareños rescataron a un negro, un indio y tres portugueses. Los
portugueses ya han desaparecido. Se sospecha que se han llevado consigo
las riquezas que pudieron salvar del naufragio. Dom Manuel de Meneses ha
pedido al conde de Gramont, alcalde perpetuo de Bayonne y señor de estas
tierras, que ordene vigilar los caminos y carreteras, pero hay demasiados.
Encontrar a esos ladrones y traidores será una tarea casi imposible.
El São Filipe ha tenido más suerte, gracias al arrojo de algunos
marineros y fidalgos. Tras encallar a poca distancia de la playa, el galeón
perdió el timón, que saltó por los aires y fue arrastrado hasta la orilla. Dom
Félix Ferreira, un caballero de Madeira, y António de Araújo Mogemes, el
alférez de navío, eran buenos nadadores y lo alcanzaron a pesar de la
corriente. Clavaron en la arena húmeda lo que quedaba de la pieza
descompuesta y le ataron un cable, mediante el cual la mayoría de la
tripulación pudo poner pies en tierra firme. Después tuvieron que plantar
cara a los pobres desharrapados que se les acercaron armados de palos,
cuchillos y hachas; tras negociar con ellos y a cambio de cederles el pecio y
una parte de lo que habían rescatado, los portugueses consiguieron que los
guiaran, a través de las dunas y los pantanales, hasta un pueblo. Allí les
indicaron el camino de Burdeos, donde pudieron reunirse con otros cuatro
supervivientes de la nao São Bartolomeu. También se enteraron de algo
más. Un hombre se habría apoderado de los diamantes del adil shah y
habría sobrevivido. En Burdeos nadie lo ha visto. Lo buscan en el laberinto
de dunas, bosques y ciénagas. Tiene una cicatriz en el pómulo y un ojo que
parece muerto. Al oír esto, Diogo presta atención y observa a dom Manuel,
quien apenas frunce un poco el ceño. La gente del lugar ya está tras la pista
del náufrago y el duque de Épernon, gobernador de Guyenne y señor de
esas desoladas tierras, va a enviar a sus hombres. El ladrón de diamantes es
prisionero del desierto donde ha varado. Perseguido, arrinconado entre
pantanos con fama de intransitables en esta época del año si no se conocen
las escasas trochas todavía accesibles, acabarán por dar con él…
—Tenemos que hacerlo nosotros antes que Épernon, y sobre todo antes
que los salvajes que allí viven —dice dom Manuel de Meneses en lo alto de
la escalinata de la casa Haraneder, donde un mensajero acaba de entregarle
una carta del maestre de la nao São Bartolomeu.
El capitán-mor de la flota de Portugal parece preocupado. Mira
fijamente a Ignacio, que está fabricando algunas flechas de caña y enseña a
tirar con el arco al hijo del magistrado vasco. Dom Manuel se vuelve hacia
Diogo, que está a su lado.
—¿Y qué mejor que un salvaje para adelantarse a otros salvajes?
33
Los dos resineros hincan los pies en la arena; a veces, con la mano que no
sujeta el hacha, se agarran a las ramas o los troncos para frenar su carrera
cuesta abajo. Han localizado la zona de donde procedía el ruido. Marie
aprovecha que están concentrados en no perder el equilibrio para
esconderse un poco más atrás, a la sombra de un roble de ramas bajas. Se
arrodilla con el cuchillo en la mano. Fernando rueda de costado y se desliza
en el agujero donde un día estuvo el tocón arrancado del gran pino que los
ocultaba antes. Con los pies en el agua estancada del fondo, se encorva de
manera que solo sobresalga su torso, disimulado en parte por las raíces
mezcladas con arena y tierra que asoman por encima. Y aguarda, también
cuchillo en mano.
Los dos hombres llegan al lecho de la rambla y siguen adelante. Aunque
todavía no puede verlos, Marie los oye avanzar entre la vegetación.
Fernando casi ha desaparecido en su escondite, sombra dentro de una
sombra, y para ella sería invisible de no saber que está ahí. Confía en que
también sea su caso. Los dos resineros se acercan. Un matojo de acebo se
agita a su derecha, a pocos pasos del tocón de pino arrancado. A la
izquierda, por el lado de la copa podrida del árbol, los troncos plateados de
unos cuantos abedules jóvenes crujen, mientras zumban los juncos.
El primero en aparecer se detiene justo al borde del agujero en que se
esconde Fernando. Se queda mirando alrededor bajo la luz gris, que incluso
en la hondonada comienza a imponerse a la oscuridad. Es pequeño y flaco.
La barba gris le crece a trozos en la cara y el pelo largo y sucio le sobresale
del gorro. Va descalzo. Y da un grito. Fernando lo ha agarrado por la
pantorrilla y le ha cortado el tendón de Aquiles. El eco de su voz aún no se
ha apagado, cuando ya cae en el agujero y el soldado portugués lo degüella
sin preocuparse del ruido. Marie cree escuchar un leve silbido y después el
borboteo de la sangre escapándose del cuello del resinero. Hacha en alto, el
segundo hombre sale de la vegetación en busca de su amigo. Marie se pone
en pie detrás de él y lo apuñala por la espalda. Al quedarse parado, el
hombre no cae, tal y como Marie esperaba, sino que se gira con el hacha
levantada. Vuelve a pararse. Fernando acaba de clavarle el hacha de su
compañero entre los omóplatos. El hombre se desploma. Tiene los ojos en
blanco por el pánico. Intenta hablar, pero solo consigue emitir un gimoteo
lastimero. A Marie le gustaría acortar su sufrimiento. Al fin y al cabo, todo
es culpa de Louis, no de estas pobres gentes que se ven obligadas a
venderse a su tío para vivir algo mejor. Solo un poco mejor. Pero es incapaz
de llevar a cabo el gesto que aliviaría el sufrimiento del hombre. Entonces
Fernando toma las riendas. Tal y como acaba de hacer solo un minuto antes,
tal y como hizo más de diez años atrás, sobre el puente de un barco en
mitad de un lejano océano, hunde la hoja en el cuello y secciona todo lo que
encuentra. Después levanta su mirada triste hacia Marie. El abrigo negro
brilla por la cálida humedad de la sangre derramada, las manos de Fernando
están teñidas de rojo. Marie le dice: «Hemos hecho mucho ruido. Hay que
irse ya». Fernando arranca el hacha de la espalda del muerto y camina tras
ella.
No sabe adónde ir. ¿Al sur? Sería como echarse en brazos de Louis. ¿Al
norte? De ese lado encontrarán más dunas, más bosques, más pantanos, más
costejaires y resineros. Ninguno tan temible como su tío, pero sí un montón
de gente peligrosa. ¿Atravesar la laguna? Tendrían que robar un barco. No
hay duda de que las pocas embarcaciones en esta orilla estarán vigiladas, si
es que no las han echado a pique por orden de Louis. Y además se vería
obligada a enfrentarse a una realidad que se empeña en no ver. Un pueblo
abandonado, devorado por las aguas, y unos padres ausentes. Todavía sigue
viniendo a sentarse por aquí, en la cima de la duna que domina el lago,
aunque hace ya muchos meses que no ha vuelto a divisar el humo en la otra
orilla. Solo se ven los muros blancos de la ermita. Tan cercanos que tiene la
impresión de que basta estirar la mano para tocarlos. ¿A qué distancia
estarán? ¿Una legua escasa? Una legua. Cuatro años. Varias vidas y un
mundo desaparecidos, a los que ella ya no pertenece.
Mira a Fernando, que vigila los alrededores mientras la espera. No
parece que el lago le interese. Está claro que también él ha descartado la
travesía. Al menos de momento. Se concentra en el bosque. Es de allí de
donde viene el peligro. Ella le tira del brazo y lo lleva consigo. Pocos
minutos más tarde, bajan la ladera de una duna empinada que da la
impresión de sumergirse en las aguas de la laguna. Los madroños y las
matas de retama se aferran a la arena. También algunos pinos. Hay uno que
no ha logrado arraigarse en la pendiente. Sus raíces han quedado al
descubierto y se ha volcado. La copa reposa en el agua y un musgo blanco
como la espuma rodea sus ramas y agujas. Marie y Fernando se deslizan
cuesta abajo. A la derecha, un estrecho repliegue de la duna forma una cala
diminuta. Las apretadas cañas entran en el lago y, del lado de la tierra, el
brezal cede rápidamente el terreno a una maraña de árboles y arbustos, por
la que los dos se internan. En el medio ha crecido un gran madroño. Bajo
sus ramas, que tocan el flanco de la duna, el suelo está cubierto de hojas, de
musgo y de agujas de pino, y casi podría creerse que se hunde en la tierra de
tanto como le cuesta a la luz del día abrirse camino. Ahí dentro son
invisibles. Marie supone que los buscarán en otros lugares, en los caminos
que llevan hacia el resto del mundo. Nadie vendrá a buscarlos en aquel
agujero sin salida, al menos en un primer momento, o eso quiere creer. Van
a poder pensar con calma en lo que harán después. Marie quiere ayudar a
Fernando. Y desea humillar a su tío.
34
Han tardado dos días en llegar a Burdeos. Varios jinetes se turnaban para
llevar a la grupa a Diogo e Ignacio, que nunca antes habían subido a
caballo. Atravesaron extensiones cubiertas de agua estancada y de landa
baja, tan monótonas que Diogo pensaba a veces que iban navegando por un
nuevo océano. Los buques con que se cruzaban y sus vigías son en esta
tierra hombres morenos vestidos con pieles de cordero y subidos en zancos.
Por primera vez en mucho tiempo, Diogo piensa que Ignacio, con su cráneo
siempre afeitado por la mitad, su piel cobriza, su arco y su maza de piedra,
no es el más extraño de los seres humanos que se pasean por estas
comarcas.
El paisaje iba cambiando poco a poco, haciéndose más ondulado según
se acercaban al río; aun así, al ver asomar las torres y los campanarios de
Burdeos, Diogo siente el mismo alivio que al divisar tierra tras haber
cruzado el océano Atlántico. Una lluvia fina cae sin parar mientras
atraviesan los arrabales y, cuando por fin se presentan ante los hombres del
duque de Épernon, están empapados. Diogo muestra las cartas de dom
Manuel de Meneses, de Joannis Haraneder y del conde de Gramont, a cuyo
servicio se encuentra Izko, uno de los jinetes que los acompañan y que
ejerce también de traductor. Gracias a él se enteran de que el gobernador de
Guyenne ha intentado viajar en persona al sitio del naufragio, pero ha
tenido que dar media vuelta al encontrar inundadas todas las vías que llevan
a la costa. Al final ha enviado allí a sus hombres, con la misión de cruzar
aquellos parajes, apoderarse de las mercancías recuperables, almacenarlas y
vigilarlas. Los primeros registros, llevados a cabo en los pueblos más
cercanos a la orilla alcanzada por los supervivientes, han permitido requisar
cierto número de objetos —joyas, monedas de oro y prendas de ropa— que,
según los habitantes, eran regalos en agradecimiento por su ayuda.
El relato de los supervivientes no coincide del todo. Llevan a Diogo e
Ignacio hasta el albergue donde se aloja Martim Pacheco, el maestre de la
nao São Bartolomeu. No importa que el mundo entero parezca estar de
paseo por Burdeos, ni que ya otros tupinambás hayan pasado por aquí, igual
que lo han hecho negros, indios, árabes o chinos; Ignacio sigue despertando
la curiosidad y la desconfianza. Diogo cree que no se trata solo de una
cuestión de peinado o de color de piel. El largo arco y la maza de piedra
suscitan también algo de temor. Por eso, lo mejor es que su amigo suba
directamente a la habitación que compartirán esta noche.
Diogo se encarga de interrogar a Pacheco en relación con lo que no se
dice en los correos que ha mostrado a los hombres del duque de Épernon.
Aunque Ignacio y él han sido oficialmente enviados para inspeccionar el
lugar del naufragio y entregar un informe a dom Manuel de Meneses, quien
se lo transmitirá al rey, lo que en realidad van buscando son los diamantes.
Un secreto a voces. Todo el mundo los busca, pero nadie lo reconoce. Más
de una semana después del naufragio, el maestre de navío aún da la
impresión de estar aterrorizado. A la luz de la lámpara de aceite que arde
sobre la mesa, se aprecia la tensión en los rasgos de su demacrado y pálido
rostro, y Diogo teme que se eche a llorar en cualquier momento. Su relato
es largo, cargado de silencios. Pacheco cuenta sus miedos. En primer lugar,
miedo de ahogarse. Después, miedo de los hombres en cuyas manos cayó, y
que al final lo vendieron como una vulgar mercancía a otros, apenas menos
salvajes, que lo trajeron aquí. Cuando habla de ellos, tiene la misma mirada
que el borracho cabizbajo de la mesa de al lado, que no para de pedir más
vino y se enoja cada vez que la camarera se marcha con la jarra, mientras
aprieta con una mano el vaso de estaño para no ceder al pánico y con la otra
se toca maquinalmente la sien hundida.
Martim Pacheco sabe quién es el ladrón de los diamantes. Un renegado
que estuvo cautivo del Santo Oficio. El de la cicatriz y el ojo dormido.
Fernando Teixeira. Diogo le pregunta si puede acompañarlos hasta allí.
Irían él mismo, Ignacio y el hombre que los ayuda como traductor. El
maestre de la carraca se echa a reír.
—Antes volvería a vivir las dos últimas semanas en el mar, y no vería
nunca más la luz del sol, que poner otra vez un pie en casa de esa…, esa…
¿gente? No, gracias. El duque de Épernon está buscándonos un transporte
hacia España que salga cuanto antes. Es el camino que voy a tomar, y
vosotros haríais bien en hacer lo mismo. Apuesto a que ese de los
diamantes, si todavía lleva la cabeza sobre los hombros, a estas alturas tiene
ya un hacha clavada en ella.
35
Louis está furioso. Se siente humillado por Minvielle, desafiado por Marie,
traicionado por Hélène.
Esta mañana ha recorrido todas las chozas improvisadas en que los
costejaires y los resineros depositan el resultado de sus rastreos por la
playa. Maderos, cordajes, fardos de tejidos, especias que el agua salada
echó a perder, prendas de ropa arrancadas de los cadáveres varados e
incluso algunos tarros de confitura de las Indias. Descubre allí aromas
desconocidos, sabores que nunca había probado. Cada marea trae un
montón de productos insólitos que deberá disimular con inteligencia. Le
conviene enseñar una parte, para que Minvielle y los hombres del
gobernador, que no tardarán en llegar, tengan la impresión de recibir lo que
les corresponde. Organizarlo todo resulta extenuante. Ha pedido a la Raya
que se encargue de castigar a los hombres y mujeres que caigan en la
tentación de guardarse algo de lo que encuentren al rastrillar la playa. Y no
le falta el trabajo.
A su vez, la Raya tiene que delegar en otros una parte de su cometido.
En tres días, para dar ejemplo, ha cortado dos manos y ha partido un cráneo.
Y da igual una cosa que otra. Aquí nadie sabe curar los miembros
amputados. Los dos costejaires que perdieron la mano de este modo han
muerto unas horas después del castigo. En total, tres muertos. Hay otro que
no va a tardar mucho, tras apuñalarlo un camarada con el que había
descubierto una barrica de vino amargo. Se pusieron de acuerdo para
aligerarla y así transportarla mejor, y emprendieron de inmediato la tarea.
Dos horas más tarde, surgió una querella entre ambos relacionada con el
origen del vino en cuestión. El primero afirmaba que venía de España. El
segundo, algo inclinado a la religión, decía que se trataba de la sangre de
Cristo y que venía sin duda de Caná. Una hoja de acero clavada en su
vientre puso fin a la discusión.
Louis también debe asegurarse de que los caminos estén vigilados y
enviar hombres en busca de Marie y el portugués. Fue a ver a Hélène el día
siguiente al naufragio. La Bruja le repitió que Marie no había encontrado
nada, ni bienes ni hombres. Y le explicó la razón del apuñalamiento del
resinero, que se había comportado de manera agresiva. Louis tuvo la
impresión de que mentía, pero prefirió no insistir. Por si acaso, ha dejado
apostados a varios hombres en los alrededores, con órdenes de avisarle si su
sobrina regresa. Aún no la han visto. A cambio, han descubierto dos cuerpos
en el fondo de una rambla. Apuñalados y ejecutados. Desangrados como
cerdos. Marie puede ser cruel. Ese que la Raya tuvo que enterrar la otra
noche no dudaría en corroborarlo. Pero ¿dos hombres de una vez?
¿Ejecutados? No está sola. Hélène le mintió. Después de todo lo que ha
hecho por ella. La vieja va a tener que hablar.
Utiliza caminos indirectos para volver a la casa de la Bruja, a su hastial
tapado por la arena y sus tablas mal compuestas. El rodeo le permite
comprobar hasta qué punto sus centinelas son ineficaces. Solo dos lo han
visto pasar. Hay algunos que duermen, otros están pensando en sus cosas y
otros simplemente no están, porque sin duda andan ya hurgando entre la
arena de la playa, temerosos de ver desaparecer su parte del botín. Está
claro que no se puede confiar en nadie, aunque es algo que Louis sabe
desde hace mucho.
Se detiene en la linde de la arboleda y observa la casa. El humo de la
chimenea se eleva en el aire. El viento ha amainado. La tormenta se aleja,
por fin. Todo está en silencio. Incluso el océano parece haber callado.
Avanza por la arena. La lluvia la ha recubierto con una gruesa costra,
moteada de cráteres endurecidos formados por las gotas. Sus pies la rompen
y se clavan en la capa seca y fría que hay debajo. El único escalón de
madera cruje al pisarlo. Empuja la puerta.
Hélène o Marie han debido de encontrar la cuerda hace poco en la playa.
Con la corriente de aire, el cuerpo de la vieja se balancea. Tiene un nudo
corredizo alrededor del cuello. Debajo hay una banqueta volcada y un
charco de excrementos. Louis piensa que la Bruja no necesitó de su escoba
para su primer vuelo verdadero. La sujeta por una pierna, para que el cuerpo
deje de moverse. Nota que aún está caliente. Llega tarde, por poco. De una
patada envía la banqueta deslizándose hasta la chimenea, y luego da la
vuelta entera a la casa derribando el poco mobiliario que encuentra. En el
dormitorio, bajo la cama, halla una cajita taraceada. Dentro hay un anillo,
vestigio de la época en que la Bruja no lo era y tal vez soñaba con una vida,
si no agradable, al menos tolerable. Al lado del anillo, cuatro piedras
transparentes del tamaño de la uña de su meñique. Se las lleva afuera para
examinarlas a la luz del día. Dos tienen manchas negras en el interior. Son
piedras más bien toscas, pero tienen algunos ángulos poco frecuentes. No
necesita haber visto nunca uno para adivinar que se trata de diamantes,
aunque no son los que anda buscando. Por lo demás, no le cabe ya duda
ninguna de que el portugués está vivo y que pasó por aquí. No va a volver,
y Marie tampoco. Entonces agarra el caldero y vacía el aceite todavía
caliente en el hogar. En un suspiro, las llamas se elevan. Arranca la sábana
que separa la sala en dos, la extiende sobre el fuego y observa el tejido, que
se chamusca antes de prender. Apila a un lado el resto de la poca ropa que
ha podido encontrar y sale.
Desde fuera contempla las llamas que escapan por la chimenea e
invaden el tejado. Experimenta cierta satisfacción al ver cómo la casa se
convierte en humo. Cuando haya terminado de arder, cuando se haya
derrumbado, la arena se encargará de borrar de la faz de la Tierra las marcas
del paso de Hélène, esa zorra desagradecida. Respecto a Marie, no tiene ni
idea de lo que pretende hacer. ¿Escapar con el portugués? El lago es
demasiado ancho y no encontrarán ninguna embarcación. Al sur están sus
hombres. Aunque quizá podría pasar, ayudada por la desidia de los
centinelas. Al norte acabaría por extraviarse entre pantanos ignotos. En
realidad, la conoce muy bien. Si aún está escondida en las cercanías, verá la
casa quemada. Y tendrá una razón más para vengarse. Louis cuenta con el
odio de su sobrina: tarde o temprano, Marie deberá acudir a su encuentro. Y
él estará esperándolos. A ella y a ese portugués que transporta los diamantes
y que deja tras de sí cadáveres de hombres poco honestos, cierto, pero
leales.
***
Por la mañana, Fernando mira la otra orilla del lago. Bajo las nubes grises y
bajas aparece una línea anaranjada. Tiene la impresión de no haber visto el
sol desde hace meses, así que esos rayos tenues y lejanos son preciosos para
él. Según van abriéndose paso por el cielo de plomo, las aguas adquieren un
tinte cobrizo. Incluso sin tocarlo, esos rayos lo calientan, tras tantos días
húmedos y tantas noches frías. No aguantará mucho más en este lugar. Si
nadie los encuentra, Marie y él acabarán sin remedio por morir de frío.
Señala el norte a Marie. Por allí deben marcharse. Ella mira al sur. Por
allá es por donde quiere ir. Porque no quiere escapar. Lo que quiere es
enfrentarse a Louis. Él niega con la cabeza y echa a andar por la estrecha
banda de arena, entre la vegetación y el agua. Tiene que mojarse los pies
para rodear la punta de la duna que entra en el lago. Antes de pasar al otro
lado, se gira para mirar atrás. Marie no se ha movido. Lo observa con los
brazos quietos y los puños apretados. En la luz del alba, le parece hermosa.
Cuando entorna los ojos para expresar su enfado por verle marchar,
mientras a su espalda una bola roja aparece por fin sobre el horizonte,
Fernando piensa en Sandra. Marie suspira y camina hacia él.
36
En cuanto sale el sol, se ponen de nuevo marcha. Entre los tejados de las
casas, el cielo por fin es azul. Luego, con la ciudad y los arrabales ya muy
atrás, después de cruzar viñedos cuyas cepas desnudas y nudosas le
recuerdan a Diogo las almas suplicantes ante un dios impasible, se adentran
en la húmeda landa. Izko sigue con ellos. También van dos mosqueteros, a
las riendas de los caballos. Silentes, huraños. Diogo sospecha que echaron a
suerte a quién le tocaba ir de escolta y que estos dos perdieron.
La carretera principal está llena de roderas inundadas y no es mucho más
practicable que sus márgenes. Esos mismos paisajes ya los vieron, bajo la
lluvia, en el viaje desde Saint-Jean-de-Luz. Sin embargo hoy, al sol de la
mañana, son distintos. Bajo el suave calor de los rayos, una fina capa de
bruma se eleva sobre la vegetación baja. De vez en cuando, un bosquecillo
de robles, pinos o abedules interrumpe esa envoltura algodonosa. Cada
tanto ven rebaños de ovejas, pastando atareadas sobre imperceptibles
elevaciones del terreno. Y junto a ellas, siempre, esos hombres encaramados
en zancos, descalzos o con los pies envueltos en apretadas bandas de tela
sucia, arropados con abrigos negros o zamarras de piel de cordero, con el
gorro hundido en la cabeza y los ojos falsamente indiferentes al ver pasar
aquella extraña comitiva: tres hombres armados llevando a la grupa a un
casi niño y a un salvaje con un arco al hombro y, al costado, una maza
decorada con plumas escarlatas que añade una nota de color, casi molesta,
en el pardo paisaje.
Era una mala idea. No hay más remedio que aceptarlo. Cuando llegan a la
punta norte del lago, tras seis horas de trabajosa marcha, descubren que las
aguas se funden en un pantanal inmenso, inundado por completo en esta
época del año. Fernando esperaba encontrar al menos una barca o un bote
en la orilla. No hay nada. Las dunas son más bajas, pero más cambiantes.
Los árboles, más escasos. En ciertos sitios, hay algunos pinos casi
enterrados, muertos. El océano ruge a lo lejos y en el cielo las nubes corren
hacia el este, pasan por encima de ellos, sobrevuelan la otra orilla
inaccesible y siguen su camino.
Al menos, no han tenido ningún mal encuentro. Vieron solo algunas
sombras en la distancia, que procuraron evitar aprovechando los repliegues
del terreno. Un rato después de haber dado media vuelta, cuando ya el sol
empieza a descender, Marie se detiene sobre una punta de arena que entra
en el lago. Desde ahí, la perspectiva hacia el sur está despejada.
Contemplan el bosque que dejaron por la mañana. También una humareda
que les había pasado desapercibida hasta ahora. Inclinada por el viento,
parece que los pinos tiren de ella, antes de deshacerse lentamente en el aire
diáfano. Fernando se acerca a la muchacha, que trata de averiguar de dónde
proviene el humo. Ella le toma la mano y la aprieta. No es un fuego
encendido por los hombres para calentarse. Hay demasiado humo. Y, con la
humedad reinante, solo la leña seca puede prender. Por aquel lado del
bosque, en la frontera con la arena y las dunas desnudas, no hay nada más
que la casa de Hélène. Escalan a toda prisa por la arena seca, lo bastante
arriba para confirmar sus sospechas. Sin aliento, ven por fin la línea oscura
de los pinos que marcan el límite de ese desierto y, al final de la punta que
en él se clava, allí donde la blancura se impone a la sombra del bosque, una
espesa nube de humo oscuro en el que por momentos se vislumbran
resplandores anaranjados.
Marie echa a correr de nuevo. Recto. Se engancha en el blando suelo. Se
levanta. Fernando la atrapa y la retiene. Ella forcejea. Él la atrae hacia sí y
dice que no con la cabeza. Está seguro de que hay hombres apostados entre
las sombras de los árboles, dispuestos a recibirlos. Marie se deja caer al
suelo y llora. Fernando aguarda. Se agacha a su lado, confiando en que no
los hayan visto desde tan lejos. Marie no tarda mucho en desahogarse y
dominar su dolor. Ya sabe lo que hay. Demasiado bien. Igual que Fernando.
Vuelven sobre sus pasos con toda la discreción de que son capaces y se
ocultan al otro lado de la duna.
El día muere lentamente, iluminado por los últimos fulgores del sol que
se reflejan en las nubes venidas de mar adentro. Dan un amplio rodeo y se
arrastran por la arena. Por fin, divisan la duna formada contra el hastial. La
casa se ha hundido. La arena inunda las ruinas humeantes, en las que aún
brillan las brasas avivadas por el viento. Regueros de chispas revolotean
entre la estructura calcinada y a medio derrumbar. Frente a ellos, dos
hombres se calientan las manos encima de la pira. Marie empuña con fuerza
su cuchillo. Fernando sostiene en la mano su hacha. La noche cae y los
envuelve con sus sombras. Despacio, Marie y Fernando salen de su
escondite. Rodean las ruinas, agachados. La arena amortigua el ruido de sus
pasos. El viento disuelve su aliento. No están ya más que a algunas brazas
del flanco de la casa cubierto por la arena, cuando Fernando se detiene. Hay
un tercer hombre. No es posible saber por dónde ha venido. Ninguno de los
centinelas habla. Sin duda, estaba allí antes y no se habían fijado en él.
Vuelven a quedarse quietos, tumbados en la fría arena, esperando a
asegurarse de que no viene nadie más. Aunque los tres hombres no llegan a
romper del todo el silencio, al menos sí lo interrumpen con algún murmullo.
Fernando no puede distinguir sus armas. Supone que son hachas y
cuchillos. Tal vez incluso garrotes. Percibe el frescor y la humedad de la
tierra atravesando su abrigo. Tiembla. Tiene frío. Tiene hambre. Se le agota
la paciencia. Así que vuelve a arrastrarse y se acerca aún más. Marie lo
sigue. En la esquina de la casa a medio hundir, con la arena todavía subida a
lo que queda del hastial, han dejado de ver a los tres hombres. Pero aún los
oyen. Fernando se acuerda de la India. De la costa de Malabar. De los
abordajes a los barcos piratas. De Bijapur y los combates en tierra firme. Si
hay algo que aprendió allá, es que a veces la astucia funciona, pero que no
hay nada mejor que un ataque súbito y violento. Entonces se levanta y
camina recto hacia los tres hombres. Dice solo una palabra, «¡Eh!», alzando
la mano izquierda a modo de saludo. El más cercano levanta también la
suya, instintivamente. Todavía no la ha bajado cuando el hacha de Fernando
entra en diagonal bajo su axila. El soldado portugués da un paso más para
descargar su arma en el cráneo del siguiente. El hacha se queda ahí
plantada, como en un tocón de árbol, y Fernando agarra el puñal que lleva
al cinto. El cuerpo del segundo hombre aún no se ha desplomado, pero el
tercero ya siente la hoja entrándole bajo el esternón. Esta sale al momento,
sube, se interna por detrás de su barbilla y le clava la lengua al paladar.
Fernando la extrae y le corta la garganta. Un grito estrangulado, ahogado en
un borboteo, indica que Marie ha rematado al primer hombre. Vuelve a
hacerse el silencio. No se oye nada más que el viento, el océano distante, el
crepitar de las brasas y la respiración agitada de Fernando. Igual que hacían
los tres hombres antes de que la muerte los acogiera, se acerca a la casa
para calentarse. La viga maestra se ha desplomado. Yace de través, entre el
suelo y un hastial que tampoco tardará mucho en caer. En el suelo,
parcialmente tapada por los escombros, ve una silueta negra, retorcida
como un papel que se enrosca sobre sí mismo al prender. Tal y como está,
Hélène da la impresión de ser mucho más pequeña. Marie también la ha
visto. Esta vez no hay lágrimas. Ya las vertió todas. Desde el fondo de su
garganta, hasta sus dientes apretados, una sola palabra se abre camino:
—Louis.
38
La hierba cruje bajo sus pies y sus alientos se mezclan en una nube blanca
que brilla bajo la luna. Todavía no ha amanecido. Los hombres se preparan
en silencio. Llevan alforjas pequeñas, en las que han metido pan negro. Los
dos soldados van equipados con mosquete y daga. Renuncian a acarrear sus
molestas espadas, aunque no pueden evitar las burlas de los pastores de
Minvielle.
—Dejad también los mosquetes. ¿Qué vais a hacer con ellos cuando
hayáis disparado la primera vez? ¡Para cuando terminéis de recargarlos,
alguien habrá acabado con vosotros!
Diogo sabe que la razón principal para no dejar atrás las armas de fuego
es el miedo a no encontrarlas al regreso. Y cree que es lógico. La gente del
lugar no parece digna de confianza. Le cuesta trabajo imaginar que esos que
van a buscar hoy sean aún peores. Los hombres de Minvielle se cubren los
pies con trapos para protegerlos del frío cortante y observan con curiosidad
y un poco de admiración a Ignacio, que va descalzo. Una fina franja
anaranjada comienza a asomar por el oeste del horizonte, y entonces
Minvielle sale por fin de la casa. Va vestido como los demás, pero lleva un
tosco par de zapatos y una pistola al cinto. Se queda mirando a sus hombres
y a los que acompañan a Diogo e Ignacio.
—Trece —dice, y frunce los labios mientras señala a uno de los pastores
—. Baptiste, tú te quedas. Más nos vale tener la suerte de nuestro lado.
Los doce hombres se ponen en marcha.
Ahora que saben adónde van, todo es más sencillo. Fernando está exhausto.
Los últimos días han sido tan agotadores como los pasados dentro de la
tempestad. A pesar de todo, camina con paso casi ligero. Quizá porque ha
dejado atrás los diamantes. Piensa otra vez en Sandra. Sabe que nunca más
la volverá a ver. Y piensa también en Simão. Nadie llegará nunca a conocer
su historia. El pasado no existe. El futuro ya está escrito. Y él puede vivir,
por fin. Con un hacha en la mano, un puñal en la cintura y, a su lado, una
mujer descalza y armada de la suficiente determinación para echar a pique
cualquier navío que les obstruya el paso, Fernando avanza a través del
bosque. El sol de la mañana calienta el suelo escarchado, del que emana una
neblina húmeda y cargada con los aromas de la tierra. Huele a humus, a
resina y, sobre todo, a setas. Crecen en corros, sobre el musgo verde del
suelo, capuchas marrones con forma de trompeta y pies anaranjados
traslúcidos a contraluz. Fernando aspira el aire de este día que le hincha los
pulmones, igual que un soldado al escapar del entrepuente y llegar a
cubierta.
Se paran varias veces para ocultarse en la maleza y evitar a los resineros
y los costejaires. Ven pasar a los que encontraron los cadáveres de los tres
compañeros encargados de vigilar las ruinas de la casa de Hélène. Al fijarse
en el nerviosismo de esos hombres, Fernando se pregunta quién es la presa
y quién el cazador. Le basta con mirar a Marie a los ojos para averiguarlo.
Se alegra de no ser la persona que anda buscando. Tras varias paradas largas
y varios largos rodeos, con el día ya a punto de acabar, salen por fin de la
sombra de los árboles para entrar en el campamento de esos salvajes
andrajosos. Los mismos que intenta evitar desde que puso un pie en la
playa, hace ya tanto tiempo.
***
Camina con paso decidido entre las cabañas de los resineros. Las mujeres la
miran pasar. Una de ellas le llama puta por la espalda, a media voz. Marie
no hace caso. A su lado va Fernando, con el hacha en la mano y la sonrisa
en los labios, descubriendo por vez primera el campamento y las miradas de
los hombres que lo habitan. En sus ojos puede leer una mezcla de
sentimientos. Están desconcertados al ver entrar en su propia casa a esos
dos que llevan varios días buscando. Se sienten insultados por su presencia.
Burlados. Y tienen miedo. Les ordenaron traer a Marie y al portugués al
campamento, para entregárselos a Louis. Ahora que los tienen aquí, no
saben lo que hacer. Y menos aún al verlos dirigirse a la taberna. A medida
que Marie avanza, van abriéndole paso. Cuando sube los escalones, los dos
costejaires apostados bajo el soportal de la taberna se echan a un lado.
Antes de abrir la puerta se dirige a ellos: «¿Está mi tío?». Niegan con la
cabeza. «Pues id a decirle que lo esperamos». El costejaire más joven sale
corriendo. Marie entra con Fernando.
El tugurio de Louis está igual que el primer día que entró en él. El polvo
en suspensión brilla al trasluz de los rayos que se cuelan entre las tablas. En
la chimenea arden las brasas. No hay nadie detrás del mostrador, solo
algunas provisiones y objetos salvados del mar en las estanterías o colgados
de los ganchos. Marie atiza las brasas, va a recoger un tronco apoyado en la
pared y lo echa al hogar. Las finas láminas de la corteza de madroño
prenden rápido. Añade algunos palos para avivar el fuego, y después otro
tronco más. Esta vez es de pino, y también tarda muy poco en prender y en
resudar resina. Echa uno más. Fernando retrocede, pero Marie cada vez está
más animada, añadiendo leña a la chimenea y removiendo los tizones. Con
el rostro carente de expresión, sigue concentrada en su tarea. Las llamas se
escapan del hogar y se elevan por delante. Una repisa de madera sobre la
que hay un vaso de estaño empieza a ennegrecerse. Uno de los troncos se
rompe y derriba los que tiene apoyados encima. Ruedan por el suelo y
siguen ardiendo. Marie se acerca al mostrador. Desengancha la lámpara de
aceite que pende de una viga y la arroja a las llamas. Cuando el aceite
empieza a arder, tira una silla. El fuego se extiende. Y el humo. Marie tose.
Fernando se tapa la boca y la nariz con la solapa del abrigo. Le lloran los
ojos. Los de ella también lloran, pero sus lágrimas parecen venir de mucho
más lejos. Aunque está sonriéndole.
42
El grupo acelera el paso. Sin embargo, nadie corre. Con el rostro sombrío,
Louis estaría encantado de hacerlo, pero revelaría su preocupación y no
puede permitirse mostrar flaqueza alguna. Diogo e Ignacio se miran. Es el
momento de la verdad. Dom Manuel de Meneses les ha hablado muchas
veces de la importancia de las cuestiones de honor y de la necesaria
dignidad que deben mostrar el caballero y el soldado portugués. En
cualquier caso, no está muy claro que toda esta gente comparta tales
principios. Se van a juntar muchos hombres, muchas armas y unos
diamantes que todos y cada uno desean. Las cuestiones de honor irán por
detrás de los arreglos diplomáticos, que a su vez no tardarán en ceder su
lugar a la ley del más fuerte.
El olor que Louis sintió antes alcanza por fin a los demás cuando ven
entre los árboles una espesa humareda elevándose al frente. Desde la
entrada del campo de resineros, la casa en la que Louis los recibió el día
anterior es ahora una inmensa fogata crepitante, cuyo calor les abrasa la
cara incluso a distancia. Delante de las llamas que suben hacia el cielo hay
dos figuras. Una mujer con un vestido largo y oscuro y un hombre envuelto
en un abrigo negro. Por un instante, Diogo piensa en dom Manuel. La mujer
y el hombre se acercan. El muchacho reconoce al soldado que vio en La
Coruña y que tanto incomodó al capitán-mor.
***
***
Louis hierve de rabia. Y no debe permitir que se vea. Pero es difícil. Eleva
la voz para hacerse oír de su sobrina y de todos los demás:
—La volveremos a construir, mejor hecha. Tenía demasiadas corrientes
de aire. Hablemos, arreglemos las cosas. Le prometí a tu padre que cuidaría
de ti. Gracias por traerme al portugués, precisamente lo estaba buscando.
Izko da un paso adelante.
—Está bajo la protección del duque de Épernon y del conde de Gramont.
Nosotros nos ocuparemos de él.
A su espalda, uno de los hombres de Minvielle levanta la pistola. La bala
entra en la nuca de Izko, que cae de frente. Los otros dos soldados sueltan
los mosquetes, pero no tienen tiempo de agarrar las dagas. Uno recibe un
balazo, y el otro, un hachazo en mitad del pecho. Un costejaire se abalanza
sobre Diogo, cuchillo en mano. La maza de piedra de Ignacio lo golpea de
medio lado y le rompe la mandíbula. Otro más levanta el hacha y Diogo
aprovecha para clavarle su daga en el vientre. El cuerpo se retuerce como
un trapo y las piernas ceden. El joven portugués comprende que Minvielle
ha decidido jugar la partida por su cuenta. Deshacerse de ellos y apoderarse
de los diamantes de Fernando Teixeira. Y siempre podrá echar la culpa de
todo a Louis Bacquey.
Un puñado de segundos han bastado para que cinco hombres rieguen la
arena con su sangre. Tiempo suficiente para que Louis se gire y vea a
Minvielle acercándose, armado él también de un cuchillo. Louis lo golpea
en el brazo con el filo de su hacha. El chuchillo cae, pero no la mano,
seccionada solo parcialmente y colgando del puño como una flor marchita.
Minvielle deja escapar un suspiro de decepción en el momento en que el
segundo golpe, dirigido a su garganta, lo calla para siempre. La Raya lo
agarra del pelo y le retuerce el cuello. Otros resineros y costejaires se
ocupan de los pastores de Minvielle. Mientras se limpia la sangre que le
corre por la mejilla, Louis sonríe a Diogo y dice:
—Está claro que no se puede confiar en nadie. Absolutamente en nadie.
***
***
Diogo empuña su daga, listo para la lucha. Oye el silbido de una flecha que
se desliza en el aire. Ignacio sostiene el arco. La cuerda sigue vibrando. Un
costejaire, que se abalanzaba sobre él con un hacha, tropieza y cae al suelo,
atravesado. Otro grita y señala la casa en llamas. La chica y el soldado
portugués han aprovechado la confusión del combate para desaparecer tras
la cortina de fuego. Louis y la Raya tratan de reunir a los hombres para ir en
pos de los fugitivos. En pocos minutos, Louis ha perdido su taberna y su
autoridad. Estas gentes se doblegan sin rechistar ante quien sea más fuerte
que ellos, a condición de no mostrar ni la más mínima señal de debilidad.
No ha logrado dominar a su sobrina. Ha matado a Minvielle, poniendo así
en peligro a toda la comunidad. Y además tienen delante los cadáveres de
los soldados de Gramont. Su desaparición les traerá algunas semanas
complicadas, cuando otros vengan en su busca. Ya no queda nadie dispuesto
a seguir a Louis. Los resineros vuelven a sus cabañas y los costejaires se
dispersan en el bosque. El resplandor de las llamas no deja de crecer. El sol
se está poniendo. Diogo e Ignacio aprovechan para perderse entre las
sombras de los árboles. Tienen una misión que cumplir.
43
Marie sabe que hay pasos que rodean el lago, pero desconoce dónde están.
Aunque no tienen ninguna gana de hacerlo, no les queda otro remedio que
tratar de cruzar el pantanal. Por el momento, lo más importante sigue siendo
distanciarse de Louis. Y también de esos dos extranjeros, el chico y el otro,
con sus extrañas armas y su peinado raro. Marie no se complica buscando
los senderos que atraviesan las dunas y los bosques. Se limita a correr en
línea recta, manteniendo el sol poniente a su espalda, un poco a la derecha.
Los demás no tardarán mucho en lanzarse a perseguirlos, a menos que
hayan decidido matarse entre ellos, una opción que resultaría más que
aceptable. Así que hay que aumentar la distancia. Según avanzan hacia el
sureste, dejando atrás las dunas más altas, van hundiéndose cada vez más en
las sombras. Continúan por una ladera boscosa raspándose con los arbustos,
tropezando con las raíces, recibiendo los latigazos de las ramas y, de
repente, una extensión vasta y llana aparece ante ellos. Ven los reflejos del
agua y adivinan los juncos jóvenes, los escasos abedules de corteza blanca
relumbrando a la pobre luz del ocaso. Por encima, en un inmenso cielo azul
oscuro, las estrellas verdes comienzan a brillar.
Marie busca un punto de paso. El agua está alta y es muy fácil hundirse
en el barro. Por fin, en la penumbra, encuentra un bosquecillo de sauces, en
el que penetra seguida de Fernando. El suelo es esponjoso y el cieno a veces
atrapa sus pies, pero siguen avanzando y llegan a una nueva extensión de
agua rodeada de juncos. Fernando toma la delantera. Se mete en el agua
fría. El fondo es blando y resbaladizo, pero practicable. El agua le llega
muy pronto por la cintura y a partir de ahí la profundidad ya no cambia.
Alcanzan el otro lado. El paso siguiente, entre las altas cañas, es más difícil.
Deben abrirse camino por medio de las plantas, tirar con fuerza de las
piernas atrapadas en el espeso barro. Además, con la noche cae sobre ellos
también el frío. Resoplan, sudan y la humedad los deja helados. Cuando por
fin suben a una suave loma de suelo más duro, un islote de hierba corta
perdido en este mar de cieno y juncos, se detienen y escuchan. En el
silencio oyen el eco de algunas voces lejanas. Aunque la cortina de
vegetación que los oculta también les impide ver, muy pronto distinguen en
el cielo un rastro de humo no muy distante. Marie cree que proviene del
bosque de sauces. Significa que Louis va tras ellos. Fernando piensa lo
mismo, y ese fuego en la noche le recuerda otras noches lejanas en el canal
de Mozambique, cuando Meneses pretendía que los ingleses no los
perdieran. Esta vez son los depredadores quienes encienden un fuego, no las
presas. Al final resulta que esta gente es más normal de lo que parecía.
Fernando tirita de frío, igual que Marie. Se sientan y se acurrucan juntos
para pasar la noche, cediendo a veces, por unos minutos, a un sueño ligero.
Unas horas antes de que salga el sol se forma bajo sus ropas húmedas
una escarcha blanca. Tienen hambre, tienen sed, tienen frío y están
agotados. Cuando la luz del amanecer les permite ver dónde ponen los pies,
reanudan la precipitada marcha por el pantanal. Tras avanzar durante un
rato, oyen un batir de alas a su espalda y ven varios pájaros alzando el
vuelo. Seguramente, Louis también acaba de ponerse en camino. El viento
se levanta y las nubes venidas del mar oscurecen el cielo. Pierden la noción
del tiempo. Desde atrás oyen de vez en cuando sonidos de voces y el aleteo
de los pájaros. Les parece que la ventaja disminuye, pero no pueden ir más
rápido. Algo más tarde, salen por fin del pantanal a un bosque de abedules,
sauces y robles, y de nuevo se encuentran delante la landa inundada. Del
otro lado, en la orilla que acaban de dejar, ven por encima del bosque
oscuro las humaredas del campo de resineros, dobladas a causa del viento.
Al norte, las dunas blancas descienden hasta la superficie del lago y se
pierden en él. De este lado, siempre hacia el norte, se ven tramos de bosque
y, como emergiendo de las aguas, un edificio de piedra blanca. Marie se
detiene y lo observa. Hace ya tanto tiempo. No está segura de qué le da más
miedo: volver a aquel lugar o el momento en que Louis los alcance. Aunque
en el pueblo no van a demorarse. Una vez allí, sabrá reconocer el camino
que lleva a Burdeos. Y cuando estén en la ciudad… ya verá lo que hacer,
igual que Fernando.
Louis y la Raya pasan la noche entera sin dormir, junto al fuego. Han
venido siguiendo las huellas de Marie y el portugués hasta el bosque de
sauces que da acceso al pantano. Louis sabe que su sobrina no está muy
lejos y que puede oírlos. Confía en que lo haga. Quiere que sienta cómo se
acerca, que tenga tiempo para imaginar lo que le ocurrirá cuando le ponga
la mano encima. Al portugués lo matarán en cuanto lo agarren. Solo les
interesan los diamantes, que seguramente lleva aún consigo. La idea de que
los haya podido esconder ya se le pasó a Louis por la cabeza. Pero entonces
tendría que regresar, y Louis confía en que no es algo que al portugués le
apetezca. Si fuese el caso, Louis disfrutará torturándolo hasta hacerle
escupir el lugar del escondite. Después empezará el trabajo de verdad.
Deberán volver al campamento y poner a todo el mundo manos a la obra.
Deshacerse de los cadáveres. Inventar una historia que contar cuando
lleguen los hombres del duque de Épernon.
Las huellas los llevan hasta una charca, que cruzan sin pensárselo
demasiado. Del otro lado, sobre una pequeña loma al sol tan seca como
pueda estarlo un calvero en invierno y en mitad de estos pantanos, ven
hierba aplastada en el sitio donde los fugitivos han pasado la noche. Cuando
salen del pantanal, divisan dos siluetas oscuras avanzando penosamente por
la landa, hacia el norte. Louis se para y lanza un aullido bestial. Las dos
sombras se vuelven hacia él. Louis levanta la mano y los saluda. Ríe.
Después, todos reemprenden la marcha, un poco más rápido.
De repente, un grito. Diogo se acuerda de las batallas de Salvador da
Bahia y los alaridos de los hombres al asalto. Ignacio echa mano a su arco.
Van siguiendo en silencio a Louis Bacquey y al otro desde el día anterior.
Lo bastante lejos como para no ser descubiertos, lo bastante cerca como
para no perderlos. Ni siquiera se ven obligados a tomar demasiadas
precauciones. Ellos dos no participan en la partida que se juega por delante.
Louis está concentrado en los dos fugitivos. Diogo cuenta con que las cosas
se arreglen por sí solas. Ignacio y él aguardarán para ver quién vence, y solo
después intervendrán para atrapar al ganador y recuperar los diamantes. O
eso espera.
Desde el límite del bosque pueden ver la landa desnuda, mar vegetal de
hierbas amarillas dobladas por el viento, pardos matorrales y agua brillante
por todas partes, y en medio cuatro sombras tratando de vadearla, en un
esfuerzo por alcanzar el bosque al otro lado y los edificios que se recortan
sobre la línea del horizonte. Diogo tiene frío y la idea de atravesar otra vez
una extensión inundada le resulta agobiante. Ignacio, en cambio, se
encuentra a gusto. Ha tardado mucho menos en adaptarse al clima de estas
latitudes y esta parte del mundo. El simple hecho de no ser ya prisionero de
un barco, de poder moverse libremente, le ha devuelto la vitalidad. Mejor
aún: parece que aquí está contento. Sonríe a Diogo y le dice:
—Vamos.
44
Casi nada ha cambiado. Todo está muerto. Hay agua por todas partes,
incluso dentro de la ermita. Los caminos han desaparecido, cubiertos por la
vegetación o sumergidos. Solo se oyen el silbido del viento y el chapoteo de
las olas. Marie se dirige a la casa de sus padres. La puerta ya no está. Las
paredes, socavadas por la humedad, se han movido y el techo se ha hundido
bajo su propio peso. En el interior no queda ningún rastro de la vida de
antes. Está vacía. En el suelo, al lado de un charco, brilla una aguja, nada
más. Marie trata de asociarla a algún recuerdo concreto. Su madre cosiendo
a la tenue luz de la chimenea, o remendando un vestido…, pero no hay
nada. Se queda mirando, inmóvil.
Fernando la espera unos pasos más atrás. Creía haber visto la desolación
total en el campamento de resineros, pero esta otra orilla no es mucho más
acogedora. No sabe adónde quería llevarlo Marie, pero le parece evidente
que es aquí donde todo termina. O comienza, ¿por qué no? Da media vuelta
para mirar a los hombres que se acercan. En pocos minutos estarán aquí.
Cree que cuenta con algunas opciones. Los dos son grandes y fuertes, pero
lentos. Está exhausto, pero ya vivió otros combates desiguales en el pasado.
Si consigue deshacerse de ellos, podrá pensar en el siguiente paso. Si no lo
consigue, tiene la tranquilidad de saber que nunca encontrarán los
diamantes. Aunque perdonasen a Marie la vida, ella jamás diría ni una
palabra. Mientras los espera, deja el hacha en el suelo. Lleva demasiado
tiempo aguantando ese peso al hombro. Luego se sienta en el borde de un
abrevadero. El agua está recubierta de una espuma marrón. Nota unas líneas
en las yemas de sus dedos. Se agacha para mirar. El abrevadero es un
sarcófago. Echa un vistazo en dirección de la ermita y el cementerio. Está
claro que la gente de estos lugares nunca deja de sorprenderle. Han
profanado una tumba para dar de beber a los animales, en un sitio que se
pasa encharcado la mayor parte del año. Seguramente haya una lección que
extraer, pero de momento no es capaz de verla, como no sea que una vez
muertos nada tiene ya importancia. Ojalá pudiese comunicarle esta
ocurrencia filosófica a Simão. Le haría reír. Y su amigo sin duda le
aconsejaría limitarse a hacer lo que sabe y seguir matando gente, en lugar
de preguntarse por el sentido de la vida y de la muerte. Siente un escalofrío
y se pone en pie. Se frota los brazos para entrar en calor. El tío de Marie
debe de estar cerca, no puede tardar. Pero hay algo en la distancia que atrae
su atención. Contempla la inmensa landa y en principio no aprecia nada,
aunque después distingue una minúscula mancha roja. Dos hombres. Se
acuerda de las plumas escarlatas de la maza del indio. Van detrás de Louis,
a cierta distancia. Los naipes se han mezclado otra vez y vuelven a
repartirse. Hace muy bien en no dar nada por seguro.
Marie aparece a su lado. El viento sopla a rachas y el pueblo muerto
gime con cada corriente de aire que se cuela por una grieta o que hace
chirriar un batiente de madera podrida. Amontonándose, las nubes negras
venidas del mar atraviesan el lago. Dan a la superficie del agua un tono de
obsidiana, surcado por las franjas blancas de las ondas. Marie tira de su
gorro. Fernando querría subirse el cuello del abrigo tan arriba que le
protegiese las orejas heladas. Los hombres que se acercan cubiertos de
sucias pieles de cordero no sienten el frío. La ira los mantiene calientes.
Dejan atrás la ermita levantando oleadas a cada paso y están ya al alcance
de la voz.
—Vamos a acabar con esto cuanto antes, estoy cansado —le grita Louis
a Marie.
—Eso espero.
—Empieza por decirle a tu portugués que nos dé los diamantes. Los
asuntos de familia los arreglamos después.
—No hablo su idioma. Tendrás que venir a decírselo tú mismo.
La Raya se adelanta. Lleva el hacha al hombro, como sin darse cuenta.
También él está cansado. Fernando se agacha y recoge la suya. Separa las
piernas y aguarda. Louis se pone también en marcha. Camina en diagonal,
para acercarse por el flanco. Marie saca el cuchillo. Louis la ve y mueve la
cabeza. Al final van a tener que arreglar los asuntos de familia de la misma
manera brusca y tajante que lo demás.
Después todo ocurre muy rápido. La Raya, más veloz de lo que sugiere
su aspecto torpe y apático, reduce a la carrera la distancia que lo separa de
Fernando. Da un grito y descarga el hacha sobre el soldado portugués.
Fernando intenta esquivarla, sin dejar de avanzar hacia su adversario. La
hoja de la Raya da un tajo en el hombro izquierdo de su abrigo, justo en el
momento en que él golpea con la mano derecha en la rodilla del gigante. La
pierna se retuerce y cede con un crujido que queda tapado por el grito del
hombre. Ambos se deslizan en el barro. La Raya ha soltado su arma y aúlla
de dolor al ver, con ojos desorbitados, las astillas de hueso que atraviesan la
piel. Fernando está sentado y apoya las manos en el suelo para levantarse,
pero su brazo herido no le obedece y sus talones resbalan. Louis aparta a
Marie de su camino con la palma de la mano, como se libraría de una
mosca molesta. Está ya encima de Fernando, pero se yergue y se estira
hacia atrás. Marie acaba de clavar el cuchillo en los riñones de su tío. Este
se gira hacia su sobrina. Marie hunde la mirada en la de él y vuelve a clavar
la hoja. Esta vez, en el vientre. Con una mueca de dolor, Louis levanta el
hacha. Una flecha le atraviesa el cuello. Se desploma. Tendido de costado,
con la cabeza en un charco, jadea en busca de aire. Marie se levanta un
poco las faldas, pasa una pierna por encima de su padrino, se sienta a
horcajadas en su espalda y, con las dos manos, le hunde la cabeza en el agua
cenagosa. Ya debería de estar muerto, piensa, y sin embargo sigue
forcejeando. Se retuerce, se agita. Marie recuerda aquella vez en la que Pèir
había atrapado uno de los caballitos landeses que retozaban en una rambla.
La obligó a montar en la grupa del animal, que se puso a dar brincos y
acabó por lanzarla sobre la alfombra de musgo húmedo. Pèir se acercó para
ayudarla a levantarse y se echaron a reír juntos. Hoy Marie ya no ríe, y el
recuerdo del chico a quien amó la obliga a agarrar con más fuerza el pelo de
su tío, cuyos movimientos pierden vigor. Recupera poco a poco la noción
de lo que le rodea, y es entonces cuando los gritos de la Raya dejan de
oírse. Fernando ha puesto fin a su sufrimiento y vuelve a estar de pie,
sosteniendo el hacha ensangrentada. El brazo izquierdo le cuelga, como
muerto. Observa la landa. El sonido del viento se mezcla con el de pasos en
el agua. Marie vuelve la cabeza en la misma dirección. Ambos ven al indio
acercarse trotando, con el arco al hombro y la maza en la mano, seguido
unos pasos más atrás por el muchacho.
45
Doy las gracias a dom Manuel de Meneses y a dom Francisco de Melo por
haber puesto por escrito, hace ya varios siglos, sus relatos sobre aquel
temporal que los arrojó una mañana de 1627 contra la costa vasca.
Agradezco a Jean-Yves Blot y Patrick Lizé que los hayan editado, explicado
y contextualizado en Le naufrage des Portugais sur les côtes de Saint-Jean-
de-Luz et d’Arcachon, publicado en el año 2000 por Éditions Chandeigne.
Gracias a la editorial Chandeigne por su ingente trabajo acerca del mundo
lusófono y, en particular, por haber reunido en la colección «Magellane»
todos esos relatos de viajeros y de náufragos. Esta novela tiene una gran
deuda con ellos. Aclarémoslo de una vez: aunque parta de hechos reales,
este libro es ficción. Me he tomado la libertad de alejarme con frecuencia
de la verdad histórica.
Por último, gracias a Mikael, quien, a pocos pasos de las calles de
Magalhaes y Elkano, hizo posible que este libro se escribiese; a Caroline
Thomas por su paciencia, a Sébastien Wespiser por haber creído en él desde
el principio y al equipo de Agullo Éditions por su confianza.
Título original: Pour mourir, le monde
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mecánico, conocido o por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
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