PARMA - Cap.11 - La Educación Artística Simbólico Cultural

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CAPÍTULO 11

La educación artística simbólico cultural


Graciela Parma

Desde la más tierna edad y a lo largo de toda la


vida, la literatura, oral y escrita, y las prácticas
artísticas están en estrecha relación con encontrar
un lugar.
Michèle Petit, LEER EL MUNDO

En los capítulos anteriores hemos desarrollado distintas concepciones de educación


artística. A continuación presentamos un cuadro a modo de recapitulación:

Podemos afirmar que las tres alternativas ya abordadas, la concepción tradicional, la de la


libre expresión y la perceptualista formalista siguen siendo funcionales al sistema. Ninguna de
ellas, aunque con sus variantes, logra romper con modelos existentes que encubren un sistema
de dominación y desigualdad, en el que además, el arte sigue siendo patrimonio de pocos.
Ninguna de ellas colabora con que, de acuerdo a la cita de Michèle Petit, encontremos un
lugar, ni construyamos un lugar, nuestro lugar.
En este capítulo, vamos a abordar una nueva concepción de educación artística que se
corresponde temporalmente en nuestro país con el proyecto educativo de ampliación de
derechos, de inclusión y respeto por la diversidad, a la que llamamos concepción simbólico
cultural.
Para ello, a modo de disparador que nos sirva de base para el análisis, comenzamos con el
cuento de María Wernicke (2012), cuya lectura ponemos a disposición a través de un video
grabado en ocasión de las clases virtuales en el contexto de pandemia de COVID-19, el que
encontrarán en el siguiente link:

https://youtu.be/W-AvITni7OY

En primer lugar nos detendremos a analizar la manera en que esta concepción de


educación entiende el arte, dado que constituye su objeto de conocimiento, lo cual no es un
hecho neutral ni casual.
El cuento de María Wernicke (2012) nos habla de ausencias y presencias, de búsquedas,
de sentires y deseos, en el lenguaje propio del arte; el arte produce sentido, tiene la posibilidad
de decir, de preguntar, de instalar algo con significatividad personal y social, de manera
ficcional. Un sentido que es situado -temporal y espacialmente-, cultural, histórico. Petit (2015,
p. 13) cita a la historiadora Drew Faust (2009) en el prólogo de su libro, para insistir sobre este
aspecto: “Los seres humanos necesitan sentido, comprensión, perspectiva tanto como trabajo.
La cuestión no debería ser si podemos permitirnos creer en esos objetivos en los tiempos que
corren sino si podemos permitirnos no hacerlo” (Faust, 2009, s/p).

Desde este posicionamiento, la manera que le es propia al arte para producir sentido es
mediante una producción simbólica, ficcional, con una forma particular de decir. Marta
Zátonyi (2002, p.65) hace referencia a Aristóteles cuando decía “en el arte hay que mentir para
decir la verdad”. Ella explica que el arte no puede tener como objetivo la descripción literal.
Para ver la verdad anatómica de la cara, dice, se miraría al espejo, o buscaría en un libro de
anatomía. En cambio, el arte nos permite comprender y sentir, por ejemplo, el dolor
manifestado en un rostro o el horror de un incendio, sin quemarnos. De allí su carácter
ficcional.
Además, el arte forma parte de las capacidades de simbolización de los seres humanos, por
lo que esta concepción parte de una mirada democratizadora del mismo, trascendiendo las
posiciones que lo reservan para un sector privilegiado, sea por lo “talentoso” a la hora de
producir o por lo selecto a la hora de acceder.
El lenguaje propio del arte se caracteriza por su dimensión poética (Belinche, 2001).
Dice desde lo no dicho, desde lo sugerido, desde lo que se oculta; aquello que muestra es la
invitación a escudriñar la entrelínea a la que accedemos con segundas lecturas que
trascienden la literalidad, la lectura de los vacíos llenos de sentido. La silla vacía de María
Wernicke, los silencios, los túneles de diferentes colores, la palabra hecha de miradas o de
abrazos. En “El lenguaje del arte”, uno de los relatos que conforman El libro de los abrazos de
Eduardo Galeano (1989, p.13), el autor relata brevemente la historia del Chinolope, a quien le
regalaron una vieja cámara de fotos. Cuenta que al pasar por una barbería, el protagonista
escuchó tiros. El Chinolope entró e hizo lo que le habían indicado: “tu miras por aquí y aprietas
allí”. Habían acribillado a un gángster a quien estaban afeitando. Su primera foto resultó una
hazaña. “El Chinolope había logrado fotografiar a la muerte: … no en el muerto, ni en el
matador. La muerte estaba en la cara del barbero que lo vio”. La cara del barbero retratada en
la foto del Chinolope es la puerta de entrada a la escena del asesinato referido y a contactar
con el impacto de la muerte violenta.

Con esa particularidad, -diferente a la de un medio de comunicación en el que podría haber


salido publicada esa noticia-, la imagen artística tiene la potencia de hacer presentes
fragmentos de realidad o de otras realidades posibles, deseadas o temidas, de instalar valores
y significaciones, de interpelar, preguntar, y/o generar incertidumbre sobre lo que durante
mucho tiempo se naturalizó como verdadero. No tiene un sentido unívoco ni estereotipado, ya
que posibilita diferentes lecturas, puede plantear ambigüedades y generar incertezas. Abre
preguntas. Por eso, resulta muy movilizadora e interpelante, ya que pone de manifiesto
interrogantes, o señala aspectos de la vida y de la sociedad de una manera que otros
lenguajes no tienen posibilidades de hacerlo. Habla con la potencia propia de las formas
particulares de decir desde lo poético.
Michèle Petit, (2015), en su hermoso libro “Leer el mundo”, nos dice en este sentido:

A lo largo del camino, cualquiera sea la cultura que los ha visto nacer, los
humanos tienen sed de belleza, de sentido, de pensamiento, de pertenencia.
Necesitan representaciones simbólicas para salir del caos. Y nos
preguntamos por qué clase de truco se ha podido reducir la literatura y el arte
a coqueterías de gente opulenta o las bibliotecas a simples lugares de
“acceso a la información”. Son también conservatorios de sentido en los que
se encuentran… metáforas literarias, artísticas, surgidas del trabajo lento, en
retirada, de escritores o artistas que han llevado a cabo un proceso de
transfiguración de sus propias pruebas. Sus obras alimentan los sueños, los
pensamientos, los deseos, las conversaciones sobre la vida… (Petit, 2015, p.
38).

La realización de una imagen artística supone, por parte de sus autores -sea una persona
individual o un colectivo- mirar la realidad, al modo sugerido por Berger: “el acto de mirar, el
acto de cuestionar con los ojos” (Berger, 2012, p.14), y hacer foco en un aspecto de la misma.
Luego interpretarla, pasando por el tamiz del propio saber, de la experiencia personal o
colectiva, tanto en su sentido social como histórico. Saborearla, analizarla, sentirla, dialogarla,
madurarla. Ese diálogo se proyecta en la toma de una infinidad de decisiones sobre la
materialidad: decisiones formales, procedimentales, técnicas y compositivas, las que tienen
consecuencias directas en aquello que se busca provocar o transmitir. El diálogo se extiende
durante el proceso de realización, en el que quien realiza la obra, se vincula con la materia y a
su vez, toma distancia de lo producido, lo cual es interpelado como parte del propio trabajo.
“A pizquitas, vas buscando un timbre en el plato, para descubrir posteriormente si, cuando lo
aplicás al lienzo, el color se corresponde con la voz que estabas buscando” (Berger, 2012,
p.30).
También son necesarias otras decisiones referidas a contextos, modos de circulación y a la
obtención de recursos. Todo ello orientado a la producción de sentido subjetivo, social y
cultural, e histórico.
Siguiendo con la ayuda de Marta Zátonyi: “En una obra de arte está el mundo. El mundo
interior del artista y el mundo exterior. Su pasado y su presente. La posibilidad de verlo
depende de nuestra capacidad y disposición. De nuestra capacidad de preguntar a la obra…
cada obra va a contestar en la medida en que le podamos preguntar” (Zátonyi, 2002, p.62).
Esta cita nos da pie para continuar con la instancia de producción de sentido por parte del
espectador, en la recepción de la obra, que no precisamente se trata de una instancia pasiva,
sino que nos requiere de una mirada involucrada e interpretativa, completando el sentido de la
misma. Nuevamente John Berger nos ilustra al respecto, poéticamente: “quienes dibujamos, no
sólo dibujamos para hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo
invisible hacia su destino insondable” (Berger, 2012, p.16)

El psicoanalista Serge Tisseron sostiene que toda imagen nos acoge. “Antes de ser un
conjunto de signos por explorar y descifrar, es ante todo, un espacio por habitar, y
eventualmente por habitar con otros” (citado por Petit, 2015, p.51). En ese sentido, Henri
Gaudin enuncia “habitar implica re- absorber la distancia con la extrañeza de lo que es externo
a nosotros” (citado por Petit, 2015, p.16). Las imágenes -si nos disponemos para ello- nos
abren el territorio personal respecto de lo planteado o sugerido por las mismas; miramos,
escuchamos y nos hacemos eco, construyendo nuestros sentidos personales a partir de lo que
vemos y en diálogo con lo que muchas veces vivimos de manera confusa e indecible. Las
producciones artísticas nos posibilitan encontrar fuera de nosotros mismos o construir a partir
de ellas, significados en torno a la propia experiencia, a nuestra medida, que permiten mirar de
manera “mediada” lo vivido… lo que se desea vivir y lo que no se desea vivir.
En este marco enunciamos que con el arte construimos nuestra propia geografía y
nuestra propia historia, nuestra identidad. El arte y su enseñanza permiten leer la realidad,
leernos en ella y abrir camino a otros mundos posibles. La imagen tiene la potencia de hacer
presente aquello que podría no ser pero que de alguna manera lo señala como posible. Nos
invita a involucrarnos en nuestra realidad, en la toma de posición respecto de ella.
Como dice Ticio Escobar “La práctica del arte supone así, un trabajo de revelación: debe ser
capaz de provocar una situación de extrañamiento, para develar significados y promover
miradas nuevas sobre la realidad” (Escobar, 2014, p.44).

Otro aspecto que esta concepción tiene en cuenta es cómo se han ampliado en la
actualidad el tipo de producciones artísticas –imbricándose muchas veces entre sí de
acuerdo a la hibridación de los lenguajes propia de nuestro tiempo- y los circuitos de
circulación, alcanzando a producciones urbanas, callejeras y la posibilidad de difundirlas a
través de las redes sociales y diversas plataformas. En las producciones se supera la tan
mentada división arte/artesanía y se incluyen manifestaciones populares locales, el uso de
materiales no convencionales, que se muestran y difunden en circuitos mucho más allá de los
históricamente habituales, rompiendo con la lógica de los lugares tradicionalmente legitimados.
Esto tiene una profunda consecuencia en términos de democratización del arte. El arte popular
-en los términos de Eduardo Galeano, “los bajos fondos del arte” (citado por Escobar, 2014,
p.47)-, lejos de constituir una producción artística subalterna, “moviliza tareas de construcción
histórica, de producción de subjetividad y de afirmación de diferencia… constituye un referente
fundamental de identificación colectiva, y por lo tanto, un factor de cohesión social y
contestación política” (Escobar, 2014, p.29).
La influencia de las innovaciones tecnológicas tanto en la instancia de producción como en
la posibilidad de difusión y circulación, incorpora posibilidades, lógicas y nuevas dimensiones
temporales y espaciales antes inexistentes.
Con relación a la democratización del arte, cabe mencionar también el complejo factor de
las industrias culturales, en tanto favorecen la distribución y el acceso más amplio a bienes
simbólicos de derecho universal. Pero ¿quiénes las conducen?, ¿cuáles son sus contenidos?,
¿cuáles son sus propósitos?, ¿quiénes pueden acceder?

Por una parte, es cierto que la industrialización de la cultura puede facilitar un


acceso más amplio y equitativo a los bienes simbólicos universales (incluidos
los de la cultura erudita) y permitir apropiaciones activas por parte de grandes
públicos excluidos; pero la democratización de los mercados culturales
transnacionalizados requiere condiciones propicias: niveles básicos de
simetría social e integración cultural, institucionalidad democrática y medición
estatal a través de políticas culturales capaces de promover la producción de
los sectores desfavorecidos y regular el mercado global de la cultura
(Escobar, 2014, p.28).

Cabe destacar también, el papel del arte y su relación con el compromiso político y con su
poder de transformación social. Hace varias décadas se vienen generando y se van ampliando
una serie de prácticas relacionadas con diversos colectivos de arte, que se enmarcan y
encuadran en esta dirección, respondiendo a la perspectiva de democratización del arte, y su
capacidad de simbolización de las personas a través de los lenguajes artísticos. Estos se
caracterizan en general por entender:

• El arte como derecho, como práctica comunitaria y quehacer colectivo;


• La relación Arte y transformación no como herramientas sino con fines en sí
mismos, desde la perspectiva de que el solo hecho de involucrarse en este camino,
lleva a la transformación;
• El Arte como práctica de resistencia;
• El valor de la recuperación de formas populares, fiestas, ritos, circo, historias
locales;
• El Arte como transformador porque implica gente pensando y haciendo en
conjunto, cooperativamente, lo cual en sí mismo tiene un valor transgresor respecto de
la sociedad capitalista, individualista y competitiva;
• La importancia de valorizar los saberes y recursos de los que participan
democráticamente.
¿Cómo impacta este modo de entender el arte en la educación
artística?

Si repasáramos todo lo dicho en este capítulo, podríamos ir deduciendo varias dimensiones


que son propias de esta concepción de educación artística, que hemos dado en llamar
simbólico cultural. Si el arte entendido de la manera enunciada constituye el objeto de
conocimiento, es necesario comprender que todas las dimensiones enunciadas como propias
del mismo se constituyen en objeto de enseñanza.
Decimos que el arte, en este sentido, es un área de conocimiento específico. La
especificidad desarrollada es justamente el centro de lo que tenemos que enseñar como
docentes de arte. ¿Cuál es el saber propio del arte, que no puede ser enseñado desde otro
campo? ¿De qué saber estaríamos privando a las y los estudiantes si en el sistema educativo
no se enseñara arte? La respuesta es compleja, pero es imprescindible que, como docentes en
formación y también en ejercicio, vayamos construyéndola, de forma permanente y en diálogo
con la práctica de enseñanza, por su carácter dinámico, para que el ejercicio docente propio de
esta área tenga sentido y coherencia.
Al hablar de conocimiento específico, también es importante que nos centremos en las
especificidades de los distintos lenguajes artísticos, porque todos ellos tienen un tronco común,
cuestiones transversales que es lo que los define como tales, pero, a la vez, tienen
características que los diferencian y otorgan identidad. Nosotros en particular abordaremos lo
relativo a las artes visuales. Esto tiene consecuencias en las decisiones curriculares de cada
jurisdicción; no es lo mismo, por ejemplo, que un grupo de estudiantes tenga plástica a lo largo
de todo el trayecto formativo de la primaria, en base a que la escuela cuenta en su planta
docente solo con un/a profesor/a de artes visuales, y no se le brinde enseñanza de los otros
lenguajes. En este sentido, la Res. del Consejo federal de Educación 111/10, en el artículo 81,
determina respecto del nivel primario: “la Educación Artística se vincula con la construcción de
conocimientos específicos vinculados a cuatro lenguajes básicos, lo que implica el tránsito por
espacios curriculares tales como música, artes visuales, danza y teatro”. (CFE, 2010, p. 20). Y
la Ley de Educación Provincial Nº 13.688 establece, en el artículo 37, que la Educación
Artística debe “garantizar, en el transcurso de la escolaridad obligatoria, la oportunidad de
desarrollar al menos cuatro disciplinas artísticas y la continuidad de al menos dos de ellas”.
A la vez, en el marco del proyecto educativo definido en la Ley de Educación Nacional
basada en la perspectiva de derecho y del estado como garante, esta concepción sostiene la
producción y distribución democrática de bienes materiales y simbólicos desde una perspectiva
poética. Esto significa que la educación artística es un derecho de todas y todos, que el estado
debe garantizar. Esto discute con otras concepciones analizadas en capítulos anteriores, que
vinculaban la posibilidad de producir arte con una cuestión de talentos, genios, o aspectos
innatos, o a aquellos que les tocó nacer, desarrollarse y formarse en contextos más favorables
para poder acceder a este tipo de bienes. Aquí es muy importante la función del estado como
garante de que esta formación en torno a este conocimiento específico esté abordado en la
formación básica y en los años de obligatoriedad, además de las instancias de formación
profesional.
Esta concepción entiende como central la enseñanza de un lenguaje cuya característica
identitaria es, como decíamos, su dimensión poética y ficcional.
Si enseñamos un lenguaje, nos referimos a enseñar desde la posibilidad que el arte nos da
de generar sentidos, de poder instalar algo, poder decir algo en el contexto en el que nos
desarrollamos. Por ello, es intrínseco a la enseñanza del arte, favorecer el proceso de recorte,
comprensión e interpretación de aquel aspecto de la realidad del que se busca manifestar algo.
Por otro lado, lo poético también se enseña. ¿Cómo se caracteriza la dimensión poética del
lenguaje artístico? ¿Con qué recursos cuentan los lenguajes artísticos para decir
poéticamente? ¿para sugerir y movilizar para que se construyan nuevos sentidos? La
enseñanza de la retórica, los procedimientos, la materialidad, el espacio, el tiempo, los
aspectos técnicos y formales propios de cada lenguaje se ordenan en función del sentido que
se quiere producir en un contexto determinado. Si no se enseñan, tampoco se pueden instalar
los sentidos buscados. Esto marca una diferencia respecto de la concepción tecnológica en la
que su enseñanza respondía a ser considerados fines de la enseñanza en sí mismos, el saber
estaba centrado en ellos. En este caso, la enseñanza de esos aspectos responde a que son los
recursos con los que se produce significación social a través de una imagen ficcional. Implica,
en relación a la instancia de producción, enseñar a entablar un diálogo con la materialidad con
la que estamos trabajando, cómo transitar, tolerar y resolver ese ida y vuelta que se entabla
entre la resistencia propia de la materia y lo que queremos hacer; la necesidad de alejarnos,
distanciamos de nuestra propia producción y de volver a mirarla como desde un otro. En esta
instancia de producción también está implicada una dimensión interpretativa, que busca
acercar la materialización que vamos construyendo con aquello que nos estamos proponiendo,
para aquel ámbito donde lo vamos a mostrar y hacer circular, con ese público al que queremos
llegar, interpelar, acoger, movilizar. Todo esto es enseñable y requiere mucha reflexión, respeto
por la producción de quien aprende y dominio del oficio de enseñar desde esta perspectiva.
En el capítulo siguiente, se abordarán algunos criterios referidos a cómo acompañar y
promover desde el rol docente la instancia de producción desde esta perspectiva.
Desde el lugar de receptoras/es, también es necesario abordar la enseñanza de
interpretación de una obra a partir de la lectura crítica desde el contexto en el que fueron
producidas, en diálogo con el propio, entretejido en la experiencia personal. Vivimos en un
mundo cargado de imagen, saturado de espectacularidad y escenografías, además,
globalizado en el que a través de diversas tecnologías tenemos acceso a producciones de
distintos tiempos y lugares del mundo.
Ese universo visual que nos rodea, y por qué no, que nos invade, puja por instalar valores,
generando identidades en favor de intereses diversos. Entonces es importante para esta
concepción trabajar en favor del desarrollo de una mirada crítica en torno al mismo.

La importancia del universo visual como conformador de identidades se debe,


no sólo a su omnipresencia sino a su fuerte poder persuasivo: se asocia a
prácticas culturales […], se vincula con las experiencias de placer […] y se
relaciona con formas de socialización […]. Pero además, el universo visual
enseña a mirar y a mirarse, y les ayuda a construir representaciones sobre sí
mismos (la identidad) y sobre el mundo (lo que constituye realidad)
(Hernández, 2001, p.2).

El autor (2001) propone una educación para la comprensión crítica de la cultura visual, dado
que la misma requiere de la formación de constructores e intérpretes. En este sentido plantea
que la misma debe partir de entender lo visual en términos de significación cultural, prácticas
sociales y relaciones de poder que se articulan a través de imágenes, de los modos de verlas y
de producir representaciones.
La Ley de educación nacional, 26.206, dice en su art. 3: “La educación es una prioridad
nacional y se constituye en política de Estado para construir una sociedad justa, reafirmar la
soberanía e identidad nacional…”
Entendemos que esta perspectiva de educación artística construye soberanía e identidad
nacional y favorece la formación de ciudadanos activos y conscientes de sus decisiones. En
este sentido, otro aspecto a tener en cuenta es la apertura a incorporar críticamente en la
enseñanza la diversidad de producciones, lo que implica una mirada más abierta del producto
artístico, en relación a la inclusión de las diversidades culturales, las posibilidades que brindan
los desarrollos tecnológicos y la amplitud de circuitos. Todas las producciones, leídas desde
nuestro contexto local, nacional y latinoamericano.
También respecto del mandato de la ley nacional referido a la formación para el mundo del
trabajo es necesario que articulemos los procesos formativos con los procesos productivos y de
inserción en el mundo laboral. Esto requiere abordar cuestiones vinculadas al armado, gestión
e implementación de proyectos artísticos en relación a los diversos contextos; al cómo
conseguir la financiación necesaria, a los criterios imprescindibles a la hora de llevar adelante
producciones colectivas, y al cómo presupuestar un trabajo de producción artística.

Referencias

Belinche, D. (2011). Arte, poética y educación. La Plata: Papel Cosido.


Berger, J. (2012). El cuaderno de Bento. Buenos Aires: Alfaguara.
Consejo Federal de Educación (2010). Resolución 111/10.
Escobar, T. (2014), El Mito del Arte y el Mito del Pueblo. Cuestiones sobre arte popular.
Buenos Aires: Ariel
Faust, D. (2009). The University´s Crisis of Purpose. New York Time.
Galeano, E. (1989). El libro de los abrazos (p.13). Buenos Aires: Catálogos.
Hernández, F. (2001). La necesidad de repensar la Educación de las Artes Visuales y su
fundamentación en los estudios de Cultura Visual. Ponencia en el Congreso Ibérico de Arte-
Educación. Portugal.
Ley de Educación Nacional N° 26.206
Ley de Educación Provincial Nº 13.688
Petit, M. (2015). Leer el mundo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica
Wérnicke, M. (2012). Hay días. Buenos Aires: Calibroscopio
Zátonyi, M. (2002). Una estética del arte y el diseño de imagen y sonido. (p.65). Buenos Aires:
CP67.

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