Abierto A Lo Inesperado I El Extranjero I de Michel de Certeau Open To The Unexpected I The Stranger I by Michel de Certeau

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Abierto a lo inesperado:

El Extranjero de Michel de Certeau

JUAN DIEGO GONZÁLEZ SANZ


Secretario de La Torre del Virrey*.

RESUMEN: Michel de Certeau (Chambéry 1925-París 1986) fue un pensador


jesuita en diálogo con las principales corrientes de las ciencias humanas y so-
ciales de la segunda mitad del siglo XX. Este artículo presenta brevemente uno
de sus libros, El Extranjero o la unión en la diferencia, cuya traducción al cas-
tellano está a punto de publicarse en España. Esta obra muestra como ninguna
otra las particularidades de la espiritualidad de Certeau, marcada por la consi-
deración del otro como mensajero de Dios y por la reivindicación de la diferen-
cia como elemento consustancial de la unidad que los cristianos han sido lla-
mados a vivir.
PALABRAS CLAVE: Michel de Certeau, extranjero, alteridad, diferencia.

Open to the unexpected: The Stranger by Michel de Certeau

SUMMARY: Michel de Certeau (Chambery 1925.París 1086) was a Jesuit


thinker in dialogue with the principal currents in the human and social sciences
of the second half of the 20th century. This article is a brief presentation of one
of his books, L'Etranger ou l'union dans la difference, whose Spanish transla-
tion will soon be published in Spain. This work demonstrates better than any
other the particular features of Certeau’s spirituality, which is distinguished by
the consideration of the other as messenger from God and the recognition of
difference as a consubstantial element of the unity which Christians are called
to live out.
KEY WORDS: Michel de Certeau, stranger, difference.

*
Revista de Estudios Culturales. C/ Galaroza 18, 1º B. 21007 Huelva. Tlf.
654895415 - [email protected].

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En este número que la Revista de Espiritualidad ha decidido dedi-


car a la memoria de Michel de Certeau, en mi opinión con gran acier-
to, quisiera que mi contribución sirviera al menos para acrecentar en
los lectores el hambre de conocer su obra directamente, por sí mis-
mos, sin los tantas veces repetitivos rodeos de comentaristas más o
menos acertados o “expertos”.
Por eso, he decidido participar con una pequeña aproximación a
uno de los libros de Certeau que aún carecía de una edición en caste-
llano: El Extranjero o la unión en la diferencia1, que gracias a la con-
fianza que ha puesto en mí la editorial Trotta, he tenido el placer de
traducir y espero que pronto esté disponible para el público español.
Han sido muchas las horas pasadas en los últimos años alrededor de
la obra certeauniana y numerosos los estudios que de ellas han surgi-
do como un fruto2. A falta de otros méritos más valiosos, este tiempo
dedicado a Certeau es apenas el único aval que puedo presentar para
las líneas que a continuación brindo al lector.
Abordaré en un primer epígrafe la situación de El Extranjero en el
conjunto de la obra de Certeau. En un segundo momento, expondré el
modo en que el autor considera al otro, a los otros, como vehículo de
la presencia de Dios, precisamente por la diferencia que tienen res-
pecto de cada uno de nosotros. Finalmente, veremos con él otra de las
formas en que la alteridad de Dios se manifiesta ante nosotros: la
irrupción de lo inesperado, la realidad del verdadero acontecimiento.

1
A la espera de la publicación castellana las citas que aparecen a conti-
nuación hacen referencia a las páginas de la edición francesa: M. DE CERTE-
AU, L´Étranger ou l´union dans la différence, nueva edición dirigida e intro-
ducida por Luce Giard, Seuil, Points, París, 2005 (en adelante, LE).
2
Pueden verse, entre otros, J.D. GONZÁLEZ-SANZ, “Instituciones y creen-
cias en la obra de Michel de Certeau”, en Thémata, 53 (2016), pp. 195-218;
“El estallido de las creencias. Reflexiones sobre dos textos de Michel de Cer-
teau”, en Comprendre. Revista Catalana de Filosofía,18 (2016), pp. 53-70;
“Cómo nace una institución. Reflexiones sobre Una política de la lengua de
Michel de Certeau”, en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 32
(2015), pp. 567-588; (Coord.) “Michel de Certeau. Una herencia”, número
monográfico de La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales, 17
(2015); “La tensión entre saber y creer en Michel de Certeau”, en Pensamien-
to, 267 (2015), pp. 733-758.

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I. EL EXTRANJERO, UN PUNTO DE INFLEXIÓN

El Extranjero es un libro peculiar en el conjunto de una produc-


ción heterodoxa. Heterodoxa por sus contenidos y también por el dis-
currir del itinerario vital de su autor3. No hay otro texto igual en su
bibliografía4. No es como sus primeros libros sobre historia de la
Compañía, dedicados a los místicos compañeros de Ignacio de Loyo-
la: Pierre Favre (Mémorial5) y Jean-Joseph Surin (Guide spirituel
pour la perfection6; Correspondance7); tampoco es un estudio histó-
rico como La posesión de Loudun8 o La escritura de la historia9; ni
un ensayo antropológico enmarcado en los Estudios Culturales, como
La invención de lo cotidiano10; ni un compendio de reflexiones sobre
la realidad social como La toma de la palabra11 o La cultura en plu-
ral12; mucho menos un texto teológico en sentido clásico, en cuanto
pretensión de una exposición científica-sistemática de cuestiones re-
lacionadas con Dios, que es algo muy ajeno al estilo de Certeau.
Yo más bien definiría El Extranjero como un texto espiritual: una
proposición de temas y formas de afrontarlos que nace directamente
de la experiencia religiosa del autor. En este sentido, El Extranjero

3
Veáse una breve biografía de Certeau en L. GIARD, “Petite biographie
de Michel de Certeau”, en Michel de Certeau. Le voyage de l´oeuvre, Édi-
tions Facultés Jésuites de Paris, París, 2017, pp. 245-258.
4
Es posible consultar la bibliografía completa del autor en L. GIARD,
“Biobibliographie”, en Michel de Certeau. Cahiers pour un temps, Centre
Georges Pompidou, París, 1987, pp. 245-253.
5
B. P. FAVRE, Mémorial, edición de Michel de Certeau, Desclée de
Brouwer, París, 1959
6
J.-J. SURIN, Guide spirituel pour la perfection, edición de Michel de
Certeau, Desclée de Brouwer, París, 1963.
7
J.-J. SURIN, Correspondance, edición de Michel de Certeau, Desclée de
Brouwer, París, 1966.
8
M. DE CERTEAU, La possession de Loudun, Gallimard, París, 1970.
9
M. DE CERTEAU, L´écriture de l`histoire, Gallimard, París, 2ª ed., 1975.
10
M. DE CERTEAU, L´invention du quotidien. 1. Arts de faire, Gallimard,
nueva edición, establecida y presentada por Luce Giard, París, 1990 (1980).
11
M. DE CERTEAU, La prise de parole et autres écrits politiques, edición
establecida y presentada por Luce Giard, Seuil, París, 1994 (1968).
12
M. DE CERTEAU, La culture au pluriel, Seuil/C. Bourgois Éditeur, nue-
va edición establecida y presentada por Luce Giard, París, 1993 (1974).

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es, en mi opinión y desde un punto de vista cristiano, el libro más


personal y profundo de Certeau, con el que regala a sus lectores dos
cosas a la vez: el testimonio de un tiempo que ya no existe, y de la
sincera búsqueda de Dios que lo habitó; y una invitación a tomar en
consideración seriamente la vigencia que sigue conservando hoy la
herencia cristiana, aunque precise la construcción de un nuevo len-
guaje con el que sacarla a la luz.
Publicado por primera vez en 1969, el libro retoma trabajos ante-
riores del autor ya publicados en revistas13, sobre todo en Études y en
Christus, ambas publicaciones vinculadas a la Compañía de Jesús y
en las que Certeau colaboró activamente durante mucho tiempo. Es
cierto que cuarenta y ocho años no son pocos para un libro. Y es que
desde 1969 hasta aquí no solo ha desaparecido el autor, fallecido
prematuramente en 1986, sino que con él se ha ido, a una velocidad
inaudita, toda una época.
En estos años han cambiado, hasta hacerse prácticamente irreco-
nocibles, el catolicismo, la Compañía de Jesús, el debate teológico,
las corrientes de pensamiento filosófico, sociológico, psicológico,
etc., la dinámica social, el uso de las tecnologías de la información, y
muchísimas otras cosas. En suma, que la sociedad europea y la reli-
gión católica han sufrido una transformación de enorme envergadura.
Por todo ello no parece fácil a priori la recepción de las palabras que
Certeau ofrece en El Extranjero. No obstante, esta dificultad no es
imposible de vencer, como comprobará el lector animoso y atento.
Curiosamente, de igual modo que para quienes lo leemos hoy, es-
te texto también supuso para su autor, de alguna forma, una mirada
retrospectiva sobre la realidad que con el avanzar de su vida estaba
dejando atrás. Y no porque la rechazara, ni mucho menos, sino por-
que su itinerario vital le iba llevando a otros terrenos y otros lengua-
jes. En este sentido, Luce Giard ha afirmado con claridad que este
texto “puede ser leído como el adiós [de Certeau] a la particularidad
de un mundo intelectual y social”, el del catolicismo en el que se hab-
ía formado, aunque convendría no malinterpretar este punto, ya que
13
Sobre el uso de sus propios textos por parte de Certeau puede verse A.
G. FREIJOMIL, “Pratiques du réemploi et historicité des titres dans La Fable
mystique, XVIe-XVIIe siècle I”, en Michel de Certeau. Le voyage de l´oeuvre,
Éditions Facultés Jésuites de Paris, París, 2017, pp. 111-119.

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Certeau “no buscaba olvidar u enterrar la tradición de sus orígenes”


(LE, VII).
De hecho, el Certeau que se encuentra en El Extranjero es más
nítidamente cristiano que el que respira en otros títulos. Los diferen-
tes capítulos del libro van dejando negro sobre blanco la profundidad
de su vocación y la viveza de su fe, aunque sin dejar de poner perma-
nentemente en cuestión cualquier seguridad sobre Dios. A pesar de
que este cuestionamiento omnipresente (no falto de ironía y de una
recia lucidez), ha hecho dudar a algunos del valor de la fe de Certeau,
llegando a tacharlo incluso de hereje, una lectura perseverante de su
obra constatará que forma parte del estilo de Certeau el abajarse. En
todos sus textos, traten del tema que traten, está presente una humil-
dad desconcertante, que nace de una espiritualidad consciente en todo
momento de la pequeñez, de la fragilidad del cristiano, en todos los
ámbitos de su vida14.
Por otra parte, es cierto que la prosa de Certeau no tiene nada de
apologética ni de pastoral. Su labor como jesuita no debió entenderla
en ningún momento, al menos en lo que a escribir se refiere, como
una tarea didáctica. Sus textos referentes al cristianismo son agudos y
a veces incluso difíciles de leer, por la extrema sutileza de su redac-
ción o por lo acerado de sus ideas críticas respecto a la Iglesia, la teo-
logía, etc. Sin embargo, en El Extranjero puede encontrarse al Certe-
au más apostólico, a un evangelizador que no teme anunciar la Buena
Noticia recibida gracias a la tradición de la Iglesia, aunque lo hace
siempre sin aspavientos y sin la ramplonería apodíctica de quien duda
de la inteligencia de quien le escucha. En El Extranjero un Certeau
más sencillo de lo habitual pareciera, en palabras de Giard, querer
ofrecer “algunos fundamentos sólidos que podrían ayudar a sus lecto-
res, como a él mismo, a inventar el trayecto de su viaje en la sociedad
contemporánea” (LE, VIII).
La estructura en la que se presentan esos fundamentos es la si-
guiente. Se inicia la lectura “La experiencia espiritual”, un texto ele-
gido por la editora, Luce Giard, en sustitución de la introducción ori-
ginal que escribiera el autor para la primera edición del año 1969. A
14
Esta cuestión está especialmente desarrollada en el primer texto del li-
bro “La experiencia espiritual”, pero puede ampliarse también en M. DE CER-
TEAU, La Faiblesse de croire, Seuil, París, 2º ed., 2003.

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este le sigue el primer capítulo, titulado “El Extranjero”, tras el que


Certeau divide el libro en dos grandes bloques: el primero, llamado
“Encuentros”, ocupará los capítulos 2 al 5, y está dedicado a explorar
la presencia de Dios en la alteridad de los otros; el segundo, denomi-
nado “El movimiento de la fe”, y compuesto por los capítulos 6 y 7,
ahonda en la percepción de la presencia de Dios en la historia. La
obra se cierra con una especie de colofón basado en la lectura del
evangelio de Juan, al que Certeau titula “Como un ladrón”.

II. LA INELUDIBLE ALTERIDAD

Este primer bloque, “Encuentros”, gira permanentemente en torno


a la idea de que la compañía de los otros es algo inevitable. Apenas
hay forma humana de escapar a la permanente cercanía de esos “in-
vasores presentes en todo el espacio de nuestras vidas” (LE, 22). Sin
embargo, la vivencia, la interpretación, que se hace de la experiencia
de relación con ellos puede ser muy distinta en función de las cate-
gorías desde las que se viva.
Cuando empieza a abordar estos encuentros que la vida social im-
plica, Certeau hace un primer alto en el tema de la violencia con el
capítulo llamado “La ley del conflicto”. Brillante por su estilo y por
la sinceridad con que se despliega, la premisa básica con la que traba-
ja aquí el jesuita es que, al vivir con otros, pronto nos damos cuenta
de que nuestro desarrollo implica necesariamente ejercer cierta vio-
lencia sobre los demás, así como que los otros ejerzan violencia sobre
nosotros. Vivimos con los demás en permanente conflicto.
“Existir es recibir de otros la existencia, pero es también,
al salir de la indiferenciación, provocar sus reacciones; es ser
aceptado y pertenecer a una sociedad, pero también tomar
posición frente a ella y encontrarse ante sí, como un rostro
ilegible u hostil, la presencia de otras libertades” (LE, 24).
Aunque esta idea no es nueva (y algunos como Sartre la han lle-
vado hasta el extremo, “el infierno son los otros”), hay una perspecti-
va muy original en la recuperación en positivo de la conflictividad
que hace Certeau a lo largo de estas páginas. En una frase de profun-
da raigambre evangélica, dirá que su texto no busca “determinar hasta

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dónde o cómo debe el cristiano implicarse en los conflictos, sino sim-


plemente subrayar que estos tienen una significación religiosa” (LE,
22). La clave que Certeau propone aquí como piedra angular consiste
en la presunción permanente y radical de que los otros, y cada otro en
particular, son mensajeros de Dios, el lugar donde se hace realidad su
presencia. Es decir, que los conflictos para los cristianos tienen algo
más, un añadido, cuyo desvelamiento es preciso para posibilitar el
encuentro con Dios.
Uno de los puntos principales de esa aportación extra que señala
Certeau es que los conflictos permiten tomar clara conciencia de la
particularidad personal de cada uno, de la situación que ocupa cada
persona concreta en el mundo y en la sociedad. Situación que es fruto
(en el caso de ser adultos) de las decisiones y las respuestas que cada
cristiano ha ido tomando a lo largo de su maduración y de la de su
vocación. Pero son precisamente las condiciones que determinan este
lugar en el mundo, este biotopo espiritual de cada mujer y cada hom-
bre, las que le hacen enfrentarse con los demás, con sus ambiciones,
necesidades y decisiones.
Siendo conscientes de la rudeza de un entorno como este, donde
cada uno ejerce su justo derecho a ser, no dejan por eso los cristianos
de escuchar la llamada de su Dios, que les pide que sean testigos de la
paz entre tanta dificultad. Esto solo es posible a través de la acepta-
ción del compromiso de la libertad, pues “la conciencia de un derecho
fundamentado sobre la responsabilidad personal exige el respeto de
un derecho equivalente en los otros” (LE, 26).
No obstante, a pesar de lo anterior e incluso gracias precisamente
a ello, Certeau insiste en que los demás son imprescindibles, no solo
desde una perspectiva social, sino especialmente desde un punto de
vista cristiano. Y lo hace en el capítulo 3, “Dar la palabra”, recordan-
do que los otros son los interlocutores de nuestro lenguaje. A través
de este nos educan y los educamos. Nos ayudan a conectar con el pa-
sado del que venimos y nos abren los ojos a la luz de la esperanza en
un futuro posible.
“Más o menos encargado de educar, cada uno de nosotros
debe aprender a leer su experiencia para enseñar a otros un ar-
te que habrá descubierto con ellos y para conseguir, en el ejer-

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cicio mismo de su tarea, la gracia de ser «discípulo de Dios»


(Jn 6,45)” (LE, 47).
En la educación, que se realiza siempre “cara a cara” (LE, 47), sin
los parapetos que permite la comunicación digital, cada persona que
intenta transmitir lúcidamente algo a los otros, se encuentra de frente
con el miedo que le produce su propia ignorancia o la falta de co-
nexión que percibe entre lo que entrega y aquello para lo que debe
servirles a los que lo reciben. Y, como indica Certeau, gracias a ese
miedo se da cuenta de que no es esencialmente distinto de aquellos a
quienes educa.
“A través de la experiencia banal, cotidiana, de su en-
cuentro con aquellos a los que forma, el educador aprende a
encontrar en ellos una interrogación más radical que todas
sus objeciones y que todas sus lecciones; se siente ligado a
ellos por una condición común” (LE, 51).
Sin embargo, la justa percepción de la igualdad fundamental que
les une en esa misma condición humana, no anula la diferencia que
hay entre quién educa y quién es educado. Aunque las palabras, car-
gadas de contenido, son la misma herramienta que ha de poner a to-
dos, educadores y educandos, a trabajar para encontrar un sentido a
sus propias vidas, el educador tiene una responsabilidad distinta y su-
perior de cara al desvelamiento de lo que las palabras pueden signifi-
car. Por su formación y su experiencia, conoce, dirá Certeau, otras
cosas acerca de todo lo oculto que cada palabra encierra: “No es que
sepa algo más; sino que lo sabe de otra forma” (LE, 57). Solo desde
ese saber distinto, y con la premisa de la aceptación de la condición
compartida, el educador podrá ser un referente válido para aquellos a
quienes se dirige, estableciendo para ellos un nexo eficaz entre el pre-
sente que viven y el pasado en el que necesariamente han de anclar
sus raíces.
“Así como las nuevas generaciones tienen necesidad de
su fuerza, madurada en la humildad de un continuo cuestio-
namiento personal, tienen el derecho a esperar de él los fru-
tos de una tradición que se habrá encargado de hacer pasar
por la criba del presente” (LE, 58).

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Uncido por su vocación a este yugo del vínculo entre el tiempo


que llega y el que se va, el educador (¿y qué cristiano no lo es de
algún modo?) va encontrando en su tarea el placer de servir y va to-
mando conciencia de que su labor, a caballo entre los que dejan un
mundo en herencia y aquellos que lo reciben para recrearlo, es un
servir para unir.
En el capítulo 4, llamado “La vida común”, Certeau dará un paso
más en su reivindicación de los otros, esos educadores conflictivos, al
abordar la acogida mutua de los que se saben distintos. Analizando el
fenómeno de la convivencia entre los misioneros y los habitantes de
los países a los que estos marchan, nuestro jesuita destaca que esos
otros, que son el destino permanente de la vocación cristiana, la aqui-
latan (1Pe 1,7) en el convivir con lo nuevo que el misionero entraña.
“El misionero debe hacerse dócil a la presencia que para
él significa el pueblo donde está desubicado. La conversión
de este pueblo y la suya propia, siendo diferentes, van de la
mano; ambas jalonan los itinerarios que conducen a los
hombres a reconocerse hijos de un mismo Padre” (LE, 69).
Como expone Certeau, la acogida mutua entre quien llega y quien
recibe es el germen ineludible de cualquier vida eclesial que pueda
darse. Aunque, desde luego, no es fácil. Numerosas renuncias tienen
que darse en ambas partes para que los muros que les separan se
vuelvan permeables, y sea posible que unos y otros reconozcan al
único Dios que les une. Se alza ante ellos, acogedores y acogido, el
reto de aceptar la aventura de la comunidad santa. Al tomar su cons-
trucción como misión propia el misionero sentirá, y esto será posi-
blemente la mejor prueba de la autenticidad de su entrega, la necesi-
dad de hacer viva en su presente la pobreza del pesebre y de la cruz.
“La fe cristiana es experiencia de fragilidad, medio de
convertirse en huésped de otro que inquieta y que hace vivir.
Esta experiencia no es nueva. Después de los siglos, los
místicos, los espirituales, la viven y la narran”15.
Solo a partir de esta experiencia podrá el misionero (pero también
cualquier otro apóstol que se atreva a salir de sus seguridades para
15
M. DE CERTEAU, La Faiblesse de croire, Seuil, París, 2ª ed., 2003, p. 304
(la traducción es mía).

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anunciar el evangelio, por sencilla y aparentemente vulgar que sea la


concreción cotidiana de su vocación), cumplir el encargo que ha reci-
bido en el bautismo y que es esencial a su condición de cristiano: el
cuidado del rebaño, el trabajar para que cada persona tome conciencia
de la realidad de su vida a la luz de lo que Dios quiere de ella, en
otras palabras, hacer crecer en Dios lo que de Dios se ha hecho nacer
a través de la Palabra.
Para terminar la primera sección del libro, que engloba los tres
capítulos citados anteriormente y este último, el número 5, llamado
“El tiempo de la revolución”, Certeau elige poner el foco sobre el
hecho de que los otros, con los que cada individuo forma parte de una
sociedad cuyas raíces se hunden en la historia, son también los com-
pañeros (o los adversarios) con los que se hace carne la rebelión con-
tra todo aquello que no obedece a lo que se tiene por justo. La revolu-
ción cubana y su influencia latinoamericana (recordemos que la pu-
blicación de El Extranjero es de 1969) es el sujeto histórico a partir
del que desarrolla esta cuestión.
Destaca en ella, desde la perspectiva certeauniana, el uso que la
revolución hace de la violencia y el significado que esta tiene dentro
de una sociedad. Para Certeau (en quien la lingüística dejó una pro-
funda impronta), el paso a las vías violentas implica un cambio en el
modo en que los diferentes elementos de una sociedad son capaces de
comunicarse entre sí y de cuestionar los comportamientos de los de-
más con la esperanza de construir una convivencia mejor.
“La violencia señala que se ha traspasado un umbral, más
allá del cual la normalización de los conflictos no es posible.
Solo queda el gesto que rompe con una sociedad, que des-
hace el tejido de intercambios o desvela, agravándolos, los
agujeros y el artificio de un lenguaje social. Intenta marcar el
fin de un sistema y el comienzo de otro. Quiere ser un funeral
y el acto de un nacimiento” (LE, 100).
El acto de un nacimiento, pero no de un individuo, sino de una so-
ciedad nueva. La pregunta de Certeau ante esta pretensión es de una
gran agudeza: ¿cómo puede superar esa nueva sociedad revoluciona-
ria el hecho de que el tiempo vaya alejándola del punto cero de su na-
cimiento? ¿Cómo articular la tensión entre la primera generación,
aquella que toma las armas y derroca el orden antiguo, y la segunda,

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aquella que se ve impelida a ser revolucionaria con el régimen que ha


heredado de los revolucionarios de primera hora?
Estas tensiones son consecuencia del hecho de que, más allá de la
búsqueda de un perfeccionamiento individual, la inquietud de la revo-
lución es la transformación total de un marco social para conseguir
asemejarlo en la mayor medida posible al ideal que la mueve. Al
afectar a un colectivo social que está sujeto al tiempo, a la historia, no
puede escapar de esta guerra permanente entre los que quieren hacer
que permanezca lo que tanta violencia les costó construir y quienes
quieren, aplicando sobre sí la misma lógica revolucionaria, cambiarlo
por algo nuevo.
En el uso de la violencia como herramienta para conseguir este
objetivo es donde Certeau ve el punto crítico en el que el diálogo en-
tre revolución y cristianismo se hace más complejo. Sin dejarse llevar
por las modas que querrían ver en la revolución el desenlace natural
de un cristianismo “auténtico”, Certeau va exponiendo diferentes ar-
gumentos que llevan más bien a desconfiar de una rápida asimilación
entre ambas realidades. Más que en identificar inmediatamente revo-
lución y cristianismo (como hicieran tantos autores cristianos a fina-
les de los sesenta y principios de los setenta del pasado siglo), nuestro
autor insiste en plantear que la revolución y la violencia que conlleva,
son, como uno de los acontecimientos de mayor envergadura del
momento, una pregunta a la que el cristianismo tiene que buscar su
respuesta.
“Para el teólogo la revolución no es tanto aquello de lo
que habla como aquello en función de lo que debe hablar. Es
el acontecimiento el que desplaza a las sociedades. Es en re-
lación a esta actualidad que debe ser dilucidada la pregunta
que abre la palabra de Dios en esta experiencia humana y
social de riesgo y de muerte” (LE, 121).

III. EL ACONTECIMIENTO, INESPERADA FUENTE DE SENTIDO

Acontecimiento: he aquí una palabra especial en el conjunto de


nuestro lenguaje. Su rotundidad zarandea las inercias y las segurida-
des de cada día, recolocando los elementos de nuestro discurso en ba-

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se a un nuevo orden de prioridades. A este le dedica Certeau los dos


capítulos que componen la segunda parte del libro, “El movimiento
de la fe”: el capítulo 6, titulado “La palabra del creyente”; y el capítu-
lo 7, titulado “Apología de la diferencia”. Ambos marcan una vía en
la que puede comprenderse la fe como una respuesta que se da ante
algo que sucede inesperadamente, ante un acontecimiento.
La idea que enhebra “La palabra del creyente” es que, en el senti-
do expuesto anteriormente, la Palabra de Dios es, o al menos está
llamada a ser, un verdadero acontecimiento. Para Certeau hay algo
muy interesante en el proceso comunicativo que se da entre esta pala-
bra de Dios y la palabra del hombre y la mujer a los que se dirige y
que, de una forma u otra, responden a ella. Hay que partir, dirá, del
hecho de que el lenguaje de la fe está desencantado. Desde el mo-
mento en que la sociedad deja de estar monolíticamente estructurada
en torno a la religión (y esto viene ocurriendo en Europa desde el Re-
nacimiento y en especial desde la Reforma protestante de la que es-
tamos a punto de celebrar el quinto centenario), se van perdiendo las
capacidades del lenguaje religioso, incluso teológico, para dar cuenta
de las cosas de Dios y de la experiencia que de ellas tienen los hom-
bres. Refiriéndose al fuerte resurgimiento de la mística en los siglos
XVI y XVII, afirmará que
“El cisma progresivo entre una ciencia que ya no es el
discurso verdadero de una revelación histórica y una expe-
riencia que se separa de la teología para describirse aislada-
mente, se manifiesta en cada expresión de la vida cristiana
[…] la noción de teología se modifica; ya no define la cien-
cia rigurosa de las realidades de la fe, sino el sentimiento del
misterio que se da en la experiencia, una sabiduría impreg-
nada de piedad y madurada por el discernimiento, reflexión
de un tipo particular, nacida y dedicada a la relaciones per-
sonales con Jesucristo y las actitudes morales a las que estas
llevan”16.
De esta forma, por mucho que quiera, el cristiano actual no podrá
hacer uso, así sin más, del legado que le han dejado los antiguos, de

16
M. DE CERTEAU, “Introduction”, en B. P. FAVRE, Mémorial, Desclée de
Brouwer, París, 1959, p. 25

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los útiles conceptuales y lingüísticos con los que estos hicieron frente
a lo que la fe suponía para sus vidas. Los cristianos de hoy están más
unidos de lo que piensan al tiempo y al lugar donde ha nacido y cre-
cido, pues “hemos aprendido el lenguaje de nuestro tiempo, partici-
pamos de su mentalidad”17.
Así, rota la vía directa de acceso al lenguaje con el que la fe se ha
expresado en otros tiempos y en el marco de otras mentalidades,
quien se siente llamado a seguir a Cristo hoy ha de enfrentarse con la
difícil prueba del silencio de Dios. Sin embargo, y a pesar de su len-
guaje desencantado, su misma fe le lleva a negar la posibilidad de que
ese silencio sea total y le empuja a rastrear en lo que ocurre, en cada
gesto de la historia (de su historia), la presencia de un Dios de cuya
voluntad de comunicarse no puede dudar. La pérdida de un lenguaje
capaz y poderoso predispone su corazón y su mente a la posibilidad
de una búsqueda nueva.
“Este desencantamiento, debido a un reencuentro con los
otros y a una confrontación con la realidad de la que preten-
demos hablar, nos abre precisamente la vía de una verdad
humana y evangélica más auténtica. “Porque cuando soy
débil, entonces soy fuerte” (2 Co 12,10)” (LE, 141).
De este modo, para el cristiano de nuestro tiempo que intenta sin-
ceramente comunicarse con el Dios que habló en otros tiempos, los
acontecimientos que jalonan su vida son apenas la única fuente de las
huellas del paso de Dios. Pero sin saberlo, dirá Certeau, el creyente
sufre una ceguera temporal que le impide ser consciente de inmediato
de la trascendencia de lo que le ocurre.
“Los acontecimientos nos alteran, nos cambian y no nos
damos cuenta hasta mucho más tarde. Quizás esté aquí uno
de los aspectos más característicos del Evangelio: los discí-
pulos, los apóstoles, los testigos no llegan a comprender has-
ta después lo que les ha pasado. El sentido y la inteligencia
vienen tras el acontecimiento como la audición del golpe tras
la vista del gesto de golpear. Hay un retardo del entendi-
miento” (LE, 4).

17
M. DE CERTEAU, “Introduction”, en B. P. FAVRE, Mémorial, Desclée de
Brouwer, París, 1959, p. 69.

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A ojos de Certeau, el acontecimiento se convierte así para el cris-


tiano en una vía imprescindible para encontrarse con Dios, conocer su
voluntad y ponerla por obra. Sin posibilidad de disponer de segurida-
des en torno a la fe, para el cristiano que habita el mundo desencanta-
do que dejó tras de sí la modernidad, no queda más remedio que
aprender a asumir el riesgo de la fe en la providencia, que habita cada
rincón de su humilde existencia.
Respecto a este acontecer de la presencia de Dios, Certeau destaca
un segundo aspecto, fundamental, en su “Apología de la diferencia”
(capítulo 7): el hecho de que solo lo diferente es capaz de quebrar las
rigideces de la costumbre y, por tanto, de abrir los ojos del entendi-
miento para descubrir que es Dios quien se hace presente. Todo acon-
tecimiento es algo extraño, una presencia extranjera en nuestra coti-
dianidad. Para Certeau, el acontecimiento que lleva a la fe, y que al
mismo tiempo necesita de ella, es siempre fruto de la diferencia.
“Hay mil formas de ser idólatra y de identificar lo abso-
luto con sus expresiones pasadas o con el estatus de una so-
ciedad. Una de las más sutiles, y actualmente de las más ex-
tendidas, es el rechazo de la diferencia” (LE, 155).
Mas esta diferencia parece ir en contra de la unidad a que antes se
ha hecho mención y que se presenta a las Iglesias como la meta a al-
canzar. ¿Será posible “que sean todos uno” a pesar de tantas diferen-
cias, tan profundas y persistentes, entre cristianos? La respuesta de
Certeau, lejos de resultar fácil y complaciente, pasa por ahondar en
las diferencias sentidas y darles la importancia que realmente tienen.
En su parecer, una respuesta que no sea un engaño solo será posible
desde el reconocimiento sincero de la profundidad de las distancias
que el cristiano siente respecto al mundo que le ha tocado vivir, res-
pecto a los demás en general y, en particular, respecto a aquellos con
quienes forma una Iglesia.
La cuestión del lenguaje a la que nos referíamos antes vuelve a
tener aquí relevancia, así como la del florecimiento de las mil hetero-
geneidades que configuran las sociedades actuales. Si a estas unimos
además el protagonismo adquirido por las masas, que se canaliza a
través de una participación masiva en los medios de comunicación
social (lástima que Certeau no conociera este tiempo de las redes so-
ciales que tanto ha confirmado sus intuiciones), estaremos dibujando

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un paisaje (fragmentación del mundo en mil piezas, con idiomas dife-


rentes y sin jerarquías claras) para el que la configuración de la fe
cristiana tradicional no estaba preparada. No obstante, nuestro autor
no quiere mirar esta realidad con pesimismo.
“[…] el problema es la diferencia. Es nuestra piedra de
tropiezo. Quizás, sin embargo, el escándalo nos ponga sobre
la vía de una mejor inteligencia de la fe a la que zarandea.
No es que las tensiones lleven en sí mismas la luz -pensarlo
sería abusar-, pero, inevitables, pueden convertirse en una
experiencia que la fe aclara y que le es esencial” (LE, 171).
La teología de la diferencia que propone Certeau a partir de estas
circunstancias se basa principalmente en reconocer el pluralismo que
Dios ha cultivado desde siempre en su relación con el hombre. Un
pluralismo que ya a lo largo del Antiguo Testamento aparece una y
otra vez quebrando el exclusivismo con que el pueblo de Israel vive
su relación con el Dios que salva. El mismo que brota definitivamente
en Pentecostés y que atraviesa por completo el Nuevo Testamento y
el devenir que constituye la historia de la Iglesia. Sea a través de
Amós, de Isaías, o de Pablo, la palabra de Dios reivindica en todo
momento el valor del que es distinto y lo presenta como el camino
que aleja de la idolatría y que lleva a vivir “en espíritu y en verdad”
(Jn 4,24).
Interiorizar esta forma de dirigirse al encuentro con Dios, que
consiste básicamente en asumir en toda su amplitud y seriedad todo
lo distinto que nos constituye, será para Certeau el único camino para
no sucumbir a la tentación de buscar la identidad entre unos y otros
anulando las diferencias (sea cual sea el modo en que esto se preten-
da). Dos tareas principales quedan sobre la mesa para conseguirlo:
dar la primacía a la experiencia y reivindicar el pluralismo frente a la
bipolaridad del dentro-fuera, del amigo-enemigo.
Sin una fortaleza que defender y sin un imperio que conquistar, la
propuesta espiritual de Michel de Certeau para los cristianos de este
tiempo exige aceptar el reto de encontrar a un Dios más grande en la
diferencia del otro, de los otros. A pesar de haberse quedado desnudo
ante un mundo desencantado y una iglesia rota en pedazos, si está
abierto a lo inesperado el cristiano se encontrará más preparado que

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nunca para sentir, ante el regalo que le llega de Dios en cada extranje-
ro, el gran gozo de la gratuidad.

IV. CONCLUSIÓN

Estoy convencido de que no serán muchas las veces en que tendrá


el lector la ocasión de acercarse a un libro tan profundo y sutil como
El Extranjero o la unión en la diferencia. Especialmente si lo hace
desde las raíces de una espiritualidad cristiana. Sin ser el texto más
famoso de su autor, ni el más elaborado, ni el más complejo, El Ex-
tranjero permite compartir con Michel de Certeau el paso hacia una
conciencia más aguda de las dificultades y los retos, pero también de
las oportunidades, que implica el cristianismo para las mujeres y los
hombres que habitamos estos inicios del tercer milenio. Violencia,
educación, envío, palabra o diferencia son solo algunas de los térmi-
nos que dibujan el tapiz de la vivencia de una fe en cuyas disconti-
nuidades Certeau nos ayuda a detenernos, aunque sea al menos un se-
gundo.
Su inmensa erudición, y los aportes -que se observan en el texto-
de las múltiples disciplinas humanísticas y sociales de las que bebió,
unidas a la experiencia directa del combate de la fe en unos tiempos
nada fáciles, convierten a Michel de Certeau en un testigo privilegia-
do para buscar luz en las oscuridades de nuestro presente. Si a esto
unimos la referencia permanente a las Escrituras, cuya lectura deteni-
da y sagaz se aprecia a lo largo de toda la obra de Certeau, podemos
concluir que El Extranjero es una contribución de primer orden para
ese rescate de la Palabra que aún está por alcanzarse.
En estos días en que la tentación de huir de los silencios del cris-
tianismo lleva a tantos a taparlos con murmullos ininteligibles veni-
dos de tierras lejanas, la lectura de El Extranjero puede ser una opor-
tunidad para redescubrir nuevos tesoros en las oquedades de nuestra
propia tradición; yacimientos nuevos, pero olvidados, en el mismo
suelo en el que han crecido nuestras raíces y en el que hemos apren-
dido a hablar.

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