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Una obra de teatro muy especial va a poner a prueba a las amigas de la casa del árbol.

Además, Amelie ha venido desde Francia a pasar unos días en casa de Paula. Todas
juntas prepararán la función y descubrirán un antiguo secreto escondido en el colegio.
Pero antes deben descubrir el camino que las lleve hasta la verdad.
¿Conseguirán desvelar el misterio?
Lectura de 8-9 a 11-12 años. Literatura Ficción. Libros para niñas y niños.

Página 2
W. Ama

Descubre el camino
Ideas en la casa del árbol - 7

ePub r1.0
Titivillus 31.03.2022

Página 3
Título original: Descubre el camino
W. Ama, 2021

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Te dedico este nuevo libro
de las amigas de la casa del árbol.
¡Gracias por acompañarlas
con tu lectura!
W. Ama

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Capítulo 1
Novedades

G
retta levantó la mano con decisión. Tenía algo muy
importante que preguntar.
—A ver, dime —Doña Plan de Vert miró hacia la grada—, ¿alguna
duda? —preguntó antes de cruzarse enérgicamente su chaqueta de
flores.
Los alumnos de Primaria habían sido convocados en el salón de
actos del colegio para la reunión mensual de abril. En ese
momento, la directora acababa de anunciar que iban a organizar
una obra de teatro para recaudar fondos y que los actores iban a
ser los alumnos. Como el departamento de Ciencias cada vez tenía
menos presupuesto, y había que renovar los microscopios que
estaban medio rotos, todo el dinero obtenido de vender las
entradas iría destinado a comprar ese nuevo material.
Aunque hacer una obra de teatro parecía de lo más divertido, no
todo el mundo quería participar en la función. Ante la noticia,
bastantes alumnos se encogieron en sus asientos, como diciendo
«tierra trágame», y otros se quedaron en silencio, quietos y muy
concentrados, pensando una excusa para no tener que colaborar.
—¿Es voluntario? —preguntó Gretta desde el fondo del auditorio,
poniéndose de pie.
Varias personas se dieron la vuelta para mirarla mientras
asentían y levantaban el pulgar, como diciendo: «¡Eso, eso, que no
nos obliguen!, ¡muy buena pregunta!».
Las miradas dieron paso a comentarios, primero en voz baja,
después más alto, hasta que la directora, cansada del jaleo que se
estaba armando, dio una palmada en el aire.
—¡Silencio! Un respeto hacia vuestra compañera —dijo muy
enfadada mientras se ponía la mano detrás de la oreja y volvía a
dirigirse a Gretta—, ¿decías algo de un dinosaurio?

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Paula, al lado de Gretta, se tapó la boca para ocultar la risa. ¡Tal
vez no sería mala idea hacer otra recaudación de fondos para
comprar un altavoz!
—No, no digo nada de un DINOSAURIO, preguntaba que si hacer
la obra de teatro es VOLUNTARIO —contestó elevando la voz y
tratando de que esta vez sí se le escuchara bien.
—Claro que es voluntario, sí, sí, sí —asintió varias veces la
directora al tiempo que le temblaba la papada—. Creí haberlo
dicho: necesitamos voluntarios para cubrir varios puestos.
Un montón de cabezas comenzaron a asomar por detrás de las
sillas. Los alumnos que se habían escondido salían de sus
escondites como si fueran caracoles tras la lluvia.
—¡Ufff, menos mal que es voluntario! —Se oyó desde algún
lugar del auditorio.
—Pero los que no participéis —doña Plan de Vert levantó el dedo
en señal de advertencia—, luego no os quejéis si no podemos
comprar el nuevo material y al mirar por los microscopios viejos no
veis nada de nada, ¿eh?, que nos conocemos.
El profesor Lechuga levantó una ceja y asintió. Se acordaba del
experimento de la cebolla, y de otro en el que habían tenido que
observar los microorganismos del agua de un estanque, ¡menudo
desastre!, ¡no habían conseguido ver nada!
—Pues yo preferiría no ver los bichos esos flotando en la placa —
susurró Celia—, buaggg, ¡qué asco!, ¡son tan feos!
—A mí lo que me pasa es que me da un montón de corte hacer
la obra de teatro —reconoció Blanca tapándose la cara—, hablar ahí
delante de todo el mundo…
—¿Entonces no vas a participar? —le preguntó Gretta en voz
baja antes de que la directora continuara hablando.
Doña Plan de Vert apoyó su gran trasero sobre una mesa. Luego,
se ajustó las gafas y comenzó a hablar.
—Necesitamos treinta personas en total. Y tan solo una de ellas
será la protagonista. Los demás harán de actores secundarios —
aclaró—. Podéis apuntaros, entre hoy y mañana, en la lista que
tiene la señorita Blanch.
La mujer del moño blanco dio un paso hacia adelante y se dirigió
a los alumnos.

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—Es una obra de teatro muy bonita —dijo la señorita Blanch
sonriendo mientras cogía un libro y lo levantaba en el aire—. Estoy
segura de que os va a encantar.
Estas palabras despertaron la curiosidad de Blanca. ¿Por qué
decía que les iba a encantar? ¿A qué obra de teatro se estaría
refiriendo? Si no hubiera sido tan vergonzosa hubiera levantado la
mano, en ese mismo momento, para preguntarlo.
—Oye, Gretta —susurró a su amiga muy bajito—, ¿puedes
preguntar qué obra es?
—¿Otra vez tengo que hacer las preguntas yo? ¿No crees que a
la señorita Blanch le gustaría que se lo preguntaras tú? —propuso
Gretta.
En el fondo, Blanca sabía que tenía que superar su timidez. Así
que respiró profundamente y comenzó, poco a poco, a levantar la
mano. Pero conforme más arriba estaba su brazo, más le temblaba
todo, y lo volvía a bajar rápidamente. No había manera de que se
lanzara.
—Bueno, ya luego se lo preguntaré —dijo Blanca sujetándose el
codo y dando el tema por zanjado.
Mientras tanto, María soñaba con poder obtener el puesto de
protagonista, ¡le encantaba hacer teatro!
—¿Os imagináis que soy yo la actriz principal? —suspiró María—,
sería un sueño hecho realidad…
Doña Plan de Vert carraspeó varias veces antes de continuar
hablando.
—Otros puestos que hay que cubrir, además de los actores
secundarios, son los de ayudantes de decorado y vestuario,
maquillaje, venta de entradas y acomodador —leyó doña Plan de
Vert de una lista—. Ahora os vamos a dejar unos minutos para que
lo penséis y nos decís.
En ese momento, María tuvo una duda. Se levantó de su
asiento, se colocó bien el pelo, pensando que todo el mundo la iba
a mirar mientras preguntaba, y movió la mano en el aire, como si
fuera una famosa actriz. Quería llamar la atención de la directora.
—Dime —le dijo secamente doña Plan de Vert.
—¿Y si dos personas se presentan para el mismo puesto? —
preguntó María—. Porque si el papel es para la que primero se

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apunte: ¡yo me apunto ya mismo a protagonista!
—Si hay más de una persona que quiere representar el mismo
papel en la obra de teatro, haremos una prueba eliminatoria —
aclaró la directora muy seria—, y que gane la mejor.
Varias filas más allá, Isabella cuchicheaba con Olivia: se le
acababa de ocurrir una de las suyas.
La señorita Blanch se acercó hasta la directora y le dijo algo al
oído.
—¡Ah, sí! —la directora cayó en la cuenta y volvió a dirigirse a
los alumnos—, también necesitamos una persona que haga de
apuntador y alguien para la música.
—¡Música! —exclamó Celia—. ¡Yo a eso me apunto! Podría
colaborar tocando cualquier melodía con mi flauta travesera.
—Pero ¿no decías que no ibas a participar, que no querías ver los
gusanos por el microscopio? Te aviso que con los microscopios de
ahora se puede ver todo, todo, todo —bromeó María—, ¡hasta el
futuro!
—¡Anda ya, eso no te lo crees ni tú! —Rio Celia.
—Yo a decorar sí me apuntaría, sí —pensó Gretta en voz alta—.
Y a vender las entradas.
—Venga, si te apuntas a vender las entradas, yo me apunto
contigo también a decorar. —Paula levantó la mano para chocarla
con la de Gretta—. Puede ser muy divertido.
—¿Todas vais a participar? —preguntó Blanca apurada pensando
que se quedaría sola—. ¿No os da corte?
—A mí no —dijo María que ya soñaba con estar ante un gran
público en ese mismo salón de actos.
—Oye, Blanca —Gretta le dio un golpecito en el hombro—, ¿y si
tú haces de apuntadora?
—Pues, sí, ¡es verdad! —dijo Blanca muy ilusionada viendo un
puesto donde ella encajaba a la perfección.
—¿Apuntadora? —se extrañó Paula—. ¿Y esa qué hace?, ¿tomar
apuntes? ¡Como si no tuviéramos ya bastante con los de clase!
—¡Ja, ja, ja!, nooo, no hay que escribir nada —le corrigió Blanca
—. La apuntadora es la persona que permanece escondida en algún
lugar del escenario, pero que nadie le ve, y que si los actores se

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quedan en blanco y se olvidan de lo que tienen que decir, se lo dice
en voz bajita.
—Ahhh, pues ese puesto te va como anillo al dedo —acabó
diciendo Paula.
—Es un puesto clave —añadió María acordándose de un par de
veces que se había quedado en blanco—. Es un trabajo que no se
ve, pero igualmente importante.
En el auditorio, a los alumnos ya se les veía más relajados.
Algunos hablaban de cosas que nada tenían que ver con la obra de
teatro, pues no pensaban participar en su elaboración, aunque
luego seguramente irían a verla, y otros estaban realmente
entusiasmados con la idea, ¡iba a ser toda una experiencia!

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Capítulo 2
Una obra muy especial

E
l timbre sonó anunciando el fin de la jornada escolar, y el
auditorio se quedó vacío en cinco segundos. Parecía como si
en vez del aviso para acabar las clases, hubiera sonado una
alarma de emergencia. La gente estaba deseando escapar del
colegio: ¡al fin era viernes!
Todos corrían por los pasillos, cada uno hacia su taquilla, sin
perder un minuto y a toda pastilla, como si tuvieran que llegar a la
meta los primeros. Entre carrera y carrera, se oía a algún profesor
llamándoles la atención por armar tanto barullo.
—¡Nos quedamos una hora más hasta que aprendáis a caminar
como personas y no como caballos! —repetía el profesor Lechuga a
cada grupo de alumnos que pasaba por su lado tan rápido como un
rayo.
Pero, aunque a nadie le hubiera gustado el castigo de quedarse
atrapado en el colegio (tampoco al profesor Lechuga), los alumnos
seguían corriendo como si no le hubieran oído.
La meta era clara: coger sus mochilas y salir pitando hacia el fin
de semana que les esperaba tras la puerta del colegio.
Mientras esto pasaba, doña Plan de Vert hablaba con la señorita
Blanch. Le repetía, una y otra vez, que antes de irse comprobara
que las puertas de las aulas se habían quedado cerradas. Esta era
una manía de la directora: ¡no podía soportar que una puerta se
hubiera quedado abierta!
—Chicas, a mí no me esperéis —dijo Blanca a sus amigas—, voy
a hablar con la señorita Blanch.
—Como quieras, pero podemos esperarte, ¿verdad? —preguntó
Gretta al resto—. Mañana es sábado y no tenemos que irnos
corriendo a hacer los deberes.
—Eso, tenemos tiempo, podemos acompañarte —propuso María.

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—Claro, vamos contigo —se unió Celia.
—Lo siento, pero yo no puedo quedarme. Me tengo que ir a casa
—dijo Paula mientras consultaba su reloj—. ¿No os acordáis? Esta
tarde llegan los alumnos de intercambio de Francia. ¡Llega Amelie!
Aún tengo que organizarle el cuarto, y luego tenemos que ir a
recogerla al tren. ¡Me espera una tarde movidita!
—Es verdad, Amelie llega esta tarde. Qué suerte has tenido,
¡viene tu compañera de Rennes! —dijo Gretta—. Ojalá hubiera
podido venir Sophie…
Blanca, ajena a la conversación, se había dirigido a la mesa
donde la señorita Blanch recogía, también con prisa, sus cosas. La
mujer del moño blanco aún tenía que mirar todas las puertas del
colegio. No se quería imaginar el enorme enfado de la directora si,
al día siguiente, alguna puerta estaba ligeramente abierta. Quizás
también tenía prisa porque en su casa le esperaban su enorme
planta Trepadorix y su gato Gatitín. O tal vez ese fin de semana
tuviera invitados.
—Hola, Blanca —la señorita Blanch saludó a la chica mientras
guardaba, con mucho cuidado, un libro—, ¿cómo te va todo?
—Hola. —Blanca sonrió. Siempre era un gusto estar junto a su
querida exprofesora de Lengua. Aunque, como veía que tenía prisa,
no quiso quitarle más tiempo y fue directa al grano—. Solo quería
saber cuál es la obra de teatro que se va a representar y, ya de
paso, quién es el autor.
—¿Vas a apuntarte? —preguntó la señorita Blanch contenta de
que al fin Blanca hubiera dejado de lado su timidez—, es una obra
muy bonita, ¡te va a encantar!
—¡Yo sí me apunto! —María apareció por detrás de Blanca y
asomó la cabeza por un lado—. ¡Quiero ser la protagonista!
—¡Nosotras también nos apuntamos! —dijeron Celia y Gretta a
la vez.
—Y aunque Paula se ha tenido que marchar, me ha dicho que
ella también quiere participar para vender entradas y decorar —
añadió Gretta.
—Está bien, está bien —la señorita Blanch se tocó el moño, un
poco nerviosa, comprobando que cada pelo seguía en su sitio—,
volveré a sacar el listado y ponéis vuestro nombre junto al puesto
que queréis hacer.

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Las chicas se arremolinaron alrededor del listado mientras leían
en voz alta: «Decoración, ayudante de vestuario, música…».
Blanca se quedó muy extrañada. Se preguntaba por qué la
señorita Blanch no había respondido a su pregunta cuando le había
preguntado qué obra era, ¿tan bajito lo había dicho? Ella era de las
pocas personas que siempre la oían, de las pocas que no le hacían
repetir las frases una y otra vez.
—Que te he oído —le dijo con cierto temblor de moño mientras
volvía a sacar el libro.
Blanca sonrió y se puso un poco colorada. Parecía como si la
señorita Blanch le estuviera leyendo el pensamiento.
—Mira —dijo mientras con el dedo índice repasaba las letras del
título—, se titula «El mar de Moyra». Es la historia de una chica que
trata de descubrir el camino que le conducirá hasta el mar de la
felicidad. Es una historia muy bonita.
—¿Y logra encontrar ese mar? —Blanca estaba deseando saber
el final de la historia.
—Más o menos… —La señorita Blanch se acercó hasta el oído de
Blanca para susurrarle—: Descubre que la felicidad está en uno
mismo. Por lo tanto, si ella es feliz, cualquier mar que encuentre
será el de la felicidad…
—Parece una historia preciosa. —Blanca se quedó pensativa,
había mirado la portada del libro y no veía por ningún sitio el
nombre del autor—. ¿Quién la ha escrito?
—Oh, bueno, es una obra de hace muchos, muchos años. Fue
publicada en 1910 y, ciertamente, se desconoce al autor. —La
señorita Blanch le hizo otra revelación—: Pero se sabe que nació en
esta misma ciudad.
—¿En serio?, ¿y no se sabe quién fue? —Blanca estaba
sorprendida.
—La verdad es que su obra es muy apreciada —dijo la mujer del
moño blanco encogiéndose de hombros—, pero su nombre no
aparece por ningún sitio. En fin, a lo que estamos, que tengo un
poco de prisa, dime, ¿vas a participar en la representación?
—Ah, sí, sí, me gustaría ser la apuntadora —dijo Blanca
esperando que ese puesto estuviera libre.

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—Qué bien que participes. —La señorita Blanch le señaló la lista
—. Anda, pon tu nombre en este hueco.
Cuando Blanca anotó su nombre, se dio cuenta de que María
permanecía junto a la mesa, con los brazos cruzados, con cara de
pocos amigos. Parecía enfadada.
Al ir a apuntarse como actriz principal, María había descubierto
que Isabella, su compañera de pupitre, se había apuntado para el
mismo puesto. Así que, ahora, no solo tendría que batallar para que
no invadiera su mesa con su estuche y su carpeta, sino que tendría
que luchar por ganar el puesto de protagonista.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Blanca que pensaba que estaba
enfadada con ella, pues le había pasado el bolígrafo con
brusquedad—. ¿Te he hecho algo?
—No, ¿por qué piensas eso? —María se cruzó de brazos mientras
refunfuñaba, pero enseguida se disculpó por sus modales—.
Perdona, Blanca, no es nada relacionado contigo.
—¿Entonces? —Blanca se dirigió a María, pero la chica no
respondió, estaba muy ocupada con su enfado.
—Es que Isabella también quiere ser «la prota» —le dijo Gretta
mientras doblaba a la vez los dedos índice y anular, tratando de
imitar unas comillas en el aire.
—Vaya… —Blanca se puso en el lugar de María y comprendió su
frustración—. Bueno, tampoco te preocupes mucho. La directora ha
dicho que, si había dos personas para un mismo papel, haría una
prueba eliminatoria, ¿no? Estoy segura de que la harás muchísimo
mejor que ella.
—Gracias por tu confianza, pero yo no lo tengo tan claro —dijo
María mirando al suelo, pues ahora el enfado se había convertido en
tristeza.
—¡Que sí! —Blanca pasó la mano por encima de su hombro.
En ese momento intervino la señorita Blanch.
—Bueno, menos conversación —la mujer sacó una llave de uno
de los bolsillos de su falda—, si no os importa, daos prisa e id a
coger vuestras mochilas. Yo tengo que cerrar el colegio y, antes de
eso, revisar que todas las puertas se quedan cerradas.
Todo el colegio conocía la manía de doña Plan de Vert. Era
normal verla caminar hacia su despacho mientras estiraba un brazo

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a cada lado del pasillo, tan rápido que parecía que tuviera diez
brazos, al ir cerrando todas las puertas que encontraba en su
camino.
—Pensaba que cerrar y abrir el colegio lo hacía siempre «La
guardiana de las llaves» —dijo Gretta en voz alta refiriéndose a
Dorotea.
—Es verdad, ¿dónde está? Esta mañana no la vi en la portería —
añadió Blanca que siempre la saludaba y ese día se había quedado
con el buenos días en la boca.
Pensar en la portería del colegio era pensar en «La guardiana de
las llaves». Una mujer de aspecto menudo, que siempre estaba
sentada detrás del mostrador de la portería, con el fajo de llaves
colgado del cinturón, mientras leía el periódico.
—La pobre Dorotea está de baja, y ahora somos los demás
quienes debemos hacernos cargo de cerrar todas las puertas.
Incluida la puerta principal que, además de la llave —la señorita
Blanch señaló el llavero—, tiene un sistema codificado de alarma.
—Oh, vaya, pues a ver si mejora pronto Dorotea —deseó Blanca.
—Por cierto, Blanca —la señorita Blanch cambió de tema y se
giró hacia donde estaba la chica—, si vas a ser la apuntadora, te
convendrá ir leyendo la obra. Ten en cuenta que te la tendrás que
saber a la perfección.
—Bueno, eso es algo que puedo hacer —aseguró Blanca que no
dudaba de sus capacidades.
—Se me está ocurriendo… —la señorita Blanch se tocó la barbilla
como pensando—, ¿y si te dejo el libro y el lunes me lo devuelves?
—¡¿En serio?! —se asombró Blanca—, yo encantada.
A la chica ese gesto de confianza le llenó de ilusión. Además, así
ya tenía lectura para el fin de semana. Estaba deseando llegar a
casa y ponerse a leer.

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Capítulo 3
Rumbo a la estación

E
se mes de abril, la primavera había llegado de repente, y las
margaritas brotaban por los caminos como si fueran
palomitas de maíz, llenando el paisaje de blanco y amarillo.
Paula, en el asiento trasero del coche, miraba el color de los
campos con la ventanilla bajada. El aire le daba en la cara y su pelo
suelto, agitado por el viento, parecía hecho de espigas de trigo.
La chica trató de aspirar el aroma de las flores. Le gustaba
mucho la primavera porque le transmitía felicidad y hacía mejor
temperatura que en el frío invierno. Esa tarde de viernes, Paula
estaba muy contenta pues, junto con sus padres, se dirigía a la
estación de tren para recoger a Amelie.
Aunque estaba entusiasmada por la llegada de Amelie, a ratos
se ponía seria al pensar que le iba a faltar tiempo para poder estar
con ella. Debería organizarse muy bien para llegar a todo: el
colegio, los deberes, el equipo de baloncesto y, ahora, su amiga de
correspondencia francesa.
Ese viernes por la mañana, durante el recreo, Paula había
ayudado a su tutora a reorganizar la clase. Era necesario que
cupieran más pupitres. El lunes por la mañana, cuando regresaran
al colegio, los pupitres estarían un poco más apretujados, para dar
acogida a quince alumnos de Rennes que venían a pasar un par de
semanas.
El intercambio había comenzado, y Paula había sido una de las
afortunadas. Era la única de las amigas de la casa del árbol que iba
a tener el privilegio de tener alojada en su casa, y en su clase, a su
amiga francesa.
—Mamá, ¿tú crees que le gustará la comida que hemos
preparado? —preguntó Paula que había estado un buen rato

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ayudando a su madre a cocinar una deliciosa tortilla de patata para
la cena.
—Claro, seguro que sí —respondió Belén que iba conduciendo.
—Y si no le gusta la tortilla de patata —añadió Ernesto, el padre
de Paula—, ¡me la como yo y se acabó el asunto!
—Se acabó el asunto… —Paula rio—, ¡y la tortilla!
El letrero anunciando el camino hacia la estación no tardó en
aparecer, y Belén dudó un poco antes de frenar para tomar el
desvío. Hacía mucho tiempo que no iba a la «Estación Central» de
la ciudad y, como las obras de los últimos años habían modificado
alguna carretera, tenía miedo de confundirse.
—¿Vamos bien de tiempo? —preguntó Paula—. El tren llega a las
ocho en punto. No me gustaría llegar tarde y que Amelie tuviera
que quedarse esperando con Mademoiselle Juliette y doña Plan de
Vert, ¡menudo rollo!
La profesora de Francés y la directora del colegio eran las
responsables de recibir a los alumnos y ponerles en contacto con
sus familias de intercambio. También debían estar pendientes de
cualquier problema que pudiera surgir. Todo eso era una gran
responsabilidad. Por ese motivo, doña Plan de Vert y Mademoiselle
Juliette habían llegado a la estación con más de dos horas de
antelación y estaban permanentemente en contacto por teléfono,
desde que los alumnos salieron de Rennes, con la tutora que los
acompañaba.
Paula estaba muy impaciente. Quería llegar pronto para recibir a
Amelie.
—Tranquila, Paula, son las siete y media —dijo Ernesto mientras
miraba noticias en su móvil.
—Por cierto, seguro que Amelie tiene móvil —dijo Paula como
dejándolo caer, al ver a su padre tan concentrado con el teléfono.
—Ummm… creo que eso es una indirecta —rio Belén—, solo te
ha faltado decir: «Y yo no».
—Veo que últimamente me entiendes a la perfección. —Rio
Paula.
Belén frenó ante la barrera del aparcamiento y esperó a que la
máquina le diera uno de esos papelitos donde pone la hora y la
matrícula del coche. Bajó la ventanilla y, después de escuchar un

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zumbido procedente de la máquina, cogió el papel que asomaba
por la ranura.
—Siempre que aparecen estos tickets, me da la sensación de
que la máquina me está haciendo la burla —dijo imitando el sonido
de la máquina y sacando la lengua.
—¡Ja, ja, ja! —rio Ernesto—. ¡Menuda imaginación!
—Buen intento de cambiar de tema, ¿eh? —dijo Paula muy digna
—, ¿cuándo voy a tener móvil?
—Este verano, si al final vas de intercambio a Rennes, te lo
compraremos —anunció Ernesto—, ¿te parece bien? Yo creo que es
el momento ideal.

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Capítulo 4
En el andén

P
aula miraba su reloj una y otra vez. Las ocho, las ocho y
cinco, las ocho y diez. El tiempo pasaba y el tren no aparecía
por ningún sitio.
—Iré a consultar el panel informativo. —Ernesto se alejó de allí
con la intención de averiguar a qué se debía el retraso.
—¿Y si nosotras le preguntamos a Mademoiselle Juliette? —
propuso Belén a su hija—. Ella tiene información de primera mano y
sabrá a qué se debe este retraso.
Paula seguía muy impaciente. Esperar a su amiga de Rennes le
estaba pareciendo una eternidad. Como no sabía durante cuánto
tiempo más tendría que esperar, se sentía cada vez más nerviosa.
Después de unos minutos más de espera, Paula abrió mucho los
ojos al ver que la luz verde de la vía 1 comenzaba a parpadear
anunciando la llegada de un tren.
—Mira, mira, mamá, ¡por ahí llega el tren! —dijo Paula desde la
zona destinada a esperar a los viajeros.
—¡Sí, ahora lo veo! —exclamó Belén mirando hacia las vías—, y
desde luego, por la hora, solo puede ser el de Amelie.
El tren fue disminuyendo la velocidad hasta que se paró en el
andén. Había llegado a su destino.
Amelie era una chica simpática y muy observadora. Sus ojos de
color marrón claro parecían querer absorber todo lo que veía. Nada
más bajar del tren comenzó a mirar por todos los lados, parecía
fascinada.
Y no era para menos, la «Estación Central» era muy bonita. El
edificio tenía la elegancia y la grandeza de los antiguos palacios y,
aunque tenía muchos años, había sido restaurado manteniendo su
encanto original. Tenía los techos muy altos y unos grandes

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ventanales por los que se colaba suavemente el sol, creando una
atmósfera de ensueño.
Desde lejos, Paula levantó la mano para saludar a Amelie. La
tuvo que mover varias veces porque la chica parecía no verla,
aunque sí había mirado en su dirección.
Por un momento Paula sintió un poco de vergüenza al pensar
que igual estaba saludando a otra persona… Pero, por la descripción
que le había dado en las cartas, solo podía ser esa chica alta, de
pelo corto y lo que parecían un montón de horquillas sujetándole un
flequillo que, según le había confesado, se arrepentía de habérselo
cortado.
Cuando los alumnos franceses traspasaron la zona de embarque,
se reunieron con Mademoiselle Juliette y doña Plan de Vert. Las dos
mujeres respiraron tranquilas al ver que todo había transcurrido
con normalidad y que los alumnos de intercambio ya estaban allí.
Paula corrió hacia Amelie.
—Amelieee, Amelieee, ¡soy yo, Paula! —La chica abrió los brazos
llena de ilusión—. Te he estado saludando desde arriba, ¿no me
veías?
—¡¡¡Poulaaa!!! —dijo Amelie con un acento muy raro, estirando
mucho la «a» final, al tiempo que se ponía las gafas—. Pegdonaaa,
yo no veo bien de lejos.
—Ah, ya decía yo… Ven, te presentaré a mi familia. —Paula la
condujo hasta donde estaban Belén y Ernesto.
Amelie llevaba una mochila al hombro de la que colgaban varios
llaveros y, mientras caminaba, iban haciendo un sonido como de
cascabeles.
—¡Qué chulos! —dijo Paula admirando los colgantes.
De la mochila colgaban un montón de cosas: una pequeña
linterna, un atrapa sueños con plumas, una nube de tela, un sol
diminuto…
—Esta es mi madre, Belén, y este es mi padre, Ernesto —dijo
Paula señalando a cada uno—. Para completar la familia falta mi
hermana Claudia, que se ha quedado en casa. Y también tengo un
gato que es como uno más de la familia.
—¡Buenas tagdes! —saludó Amelie con su acento francés.

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A Paula le hizo gracia ese «tagdes» y se preguntó cómo sonaría
cuando ella hablara en francés con acento español.
—¡Hola, Amelie! Teníamos muchas ganas de conocerte —dijo
Belén—. Estarás muy cansada, ¿verdad?
—Un poco —dijo la francesa lentamente—. El viaje largo. —
Amelie se esforzaba por hacer bien las frases, estaba muy motivada
por mejorar el idioma.
—Pues venga, recogemos tu equipaje y nos vamos para casa —
dijo Ernesto.
—Son dos maletas marrones pequeñas —aclaró Amelie—, con mi
nombre.
—De acuerdo, dos maletas marrones pequeñas marcadas con el
nombre —se repetía el padre de Paula mientras se alejaba.
—Nosotras nos vamos yendo al coche, ¿vale? —propuso Paula
mientras guiaba a Amelie por la estación.
Pero antes de que llegaran al coche, Ernesto las alcanzó. Llevaba
una maleta con el nombre de la francesa, pero… no era ese todo su
equipaje.
—Chicas, falta una maleta que no aparece —dijo Ernesto casi sin
aliento—, por lo visto no eres la única a la que le ha pasado. He
hablado con el encargado de la estación y me ha dicho que ha
habido varios errores con los equipajes. Se ha comprometido a
solucionarlos cuanto antes, y tal vez pasado mañana o así
tengamos la maleta.
—Vaya —dijo Amelie preocupada—. Mis cosas, mis vestidos.
—Bueno —Belén la miró de arriba a abajo—, yo creo que eres de
la misma altura que Paula.
—¡Eso, te dejaré mi ropa! —dijo Paula que tenía un montón de
pantalones y sudaderas que casi no utilizaba.
—Más-lento-hablar-a-mí. —Amelie rio y puso cara de no estar
entendiendo, así que Paula se lo repitió más despacio.
Al fin y al cabo, debían encontrar la manera de que Amelie
entendiera cada vez más el idioma, aunque al principio pareciera
que Paula hablaba como a cámara lenta.
—Mi ropa —Paula vocalizó mucho y señaló su camiseta—, para
ti.

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—¡Oh, gracias! —dijo Amelie antes de subirse al coche.
—Y mañana te presentaré a mis amigas, ¿vale? Y el domingo
tengo partido y puedes venir a verme. El lunes ya verás la clase, te
va a gustar. Nos han puesto juntas. —Paula no paraba de hablar y
de hacer planes, estaba realmente ilusionada.
Amelie la miraba muy atenta queriendo entender todo lo que
Paula decía. Aunque tenía un buen nivel de español, todavía había
muchas palabras que no conocía y, cada dos por tres, consultaba su
significado en el diccionario que se había descargado en el móvil.

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Capítulo 5
Para ti

P
ííí!!!, ¡¡¡pííí!!!, ¡¡¡pííí!!! Paula se sobresaltó al oír la alarma
¡¡¡ de su despertador. ¡Eso solo podía significar que eran las
ocho de la mañana!
Como si aquel sonido procediera de uno de sus sueños o, mejor
dicho, de una de sus pesadillas, la chica se tapaba los oídos
mientras pensaba que no era posible: estaba segura de que no
había colegio, ¿por qué sonaba el despertador? ¡Era sábado!
Tal vez la noche anterior, con las novedades y las charlas a
deshora, había olvidado desconectarlo.
Paula estiró el brazo. Estampó un manotazo en el aire como si
quisiera darle a una molesta mosca, y el zumbido de la alarma se
terminó.
Al mirar hacia un lado de la habitación, vio a Amelie que se
revolvía dentro del saco de dormir.
Aunque Paula le había preparado su propio cuarto, las dos chicas
habían decidido dormir en la misma habitación, en unos sacos de
dormir que Paula tenía guardados en su armario y que no usaba
desde hacía un montón de tiempo.
Para esa especie de acampada doméstica, habían fabricado dos
tiendas de campaña atando varias sábanas a unas sillas. También
habían conseguido una linterna, casi sin pilas, que les alumbró de
manera perezosa, hasta que se apagó. Bajo esa débil luz, las dos
chicas se habían contado un montón de cosas, ajenas a que el
tiempo pasaba y a que la noche se dirigía hacia el amanecer.
Así que ese sábado, a las ocho, las dos se miraban con los ojos
medio cerrados: se caían de sueño.
—Creo que ayer me olvidé de desconectar el despertador —dijo
Paula restregándose los ojos—. Siento mucho que te hayas
despertado.

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—No es mala idea madrugar un sábado —dijo Amelie al
encender su móvil y comprobar que eran un poco más de las ocho
—, ¡así aprovechamos bien el tiempo!
—Tienes razón —dijo Paula antes de estirarse y bostezar como
un oso—. Al fin y al cabo, dentro de dos sábados te irás… Vamos a
guardar los sacos de dormir y bajamos a desayunar, ¿te parece?
—¡Sí, vamos! —Amelie se levantó para recoger su saco.
Para desayunar, Amelie se había empeñado en preparar unas
crêpes. Le salían deliciosas y quería sorprender a la familia de Paula
con uno de los platos típicos de su país. Más rápido de lo que
esperaban, Amelie las tuvo listas.
—Te han quedado muy ricas —decía Ernesto que no paraba de
coger una tras otra.
—¡Son lo más! —dijo Claudia, la hermana de Paula, mientas
cogía dos de una vez.
—¡Divinas! —añadió Belén mientras se limpiaba con una
servilleta—. Me vas a tener que dar la receta. Algún truco debe de
haber. Yo he intentado hacerlas muchas veces, y ha sido un
auténtico desastre. Parecía que las tortitas tenían vida propia, ¡se
me pegaban todo el rato!
—El truco es poner la sartén bien caliente —dijo Amelie—, y la
receta es muy fácil.
—Toma, toma un papel y la apuntas —Belén dejó la servilleta
sobre la mesa, se levantó y cogió un cuaderno—, y así practicas
también a escribir en español. Si es que, ¡todo son ventajas!
—Tres huevos pequeños —Amelie decía los ingredientes en voz
alta mientras los escribía muy despacio como si así evitara cometer
faltas de ortografía—, doscientos gramos de harina y el doble de
leche, una cucharada de azúcar y una de aceite.
Cuando terminó, la chica repasó los ingredientes por si se le
había olvidado alguno y le dio la nota a Belén.
—Bueno, venga, menos recetas y vámonos —dijo Paula
levantándose con prisa de la silla—. Hemos quedado con mis
amigas. Están deseando conocerte.
Amelie la siguió.
—Pero ¿a dónde vais? Aquí todavía quedan un montón de crêpes
—dijo Ernesto mientras señalaba la torre de tortitas.

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—Pues nos las llevamos —propuso Paula—, seguro que a mis
amigas les encantarán.
—¡Pues, hala!, coged un táper y os las lleváis —dijo Belén
mientras estiraba la mano con disimulo para coger otra más—, que
esto tiene un peligro… me pasaría la mañana entera comiendo
tortitas sin hacer otra cosa.
Amelie y Paula se despidieron. Habían quedado con las demás
en la casa del árbol, pero antes pasarían a buscar a Gretta, que
vivía en la casa de al lado.
Ding, dong, ding, dong. El timbre sonó y, al otro lado de la
puerta, se escucharon unos pasos. Antes de que Gretta abriera, su
gato Mufy, que era muy cotilla, asomó la cabeza por la puertecita
de la gatera para ver quién era.
Gretta abrió. Aún no había visto a Amelie y al verla junto a Paula
se quedó muy sorprendida.
Frente a ella había ¡dos chicas casi iguales! Las dos tenían la
misma altura e iban vestidas con ropa de Paula, y salvo por la
largura del pelo y por el flequillo repleto de horquillas de Amelie,
parecían casi gemelas.
Mufy se sentó en la entrada y, un poco perplejo, miró hacia
arriba. Movía la cabeza de la una a la otra, sin saber muy bien si
estaba viendo doble o eran dos humanas iguales. Pronto decidió
que lo mejor era subirse a los brazos de Gretta y dejarse de
adivinanzas.
—Creo que me lo voy a tener que llevar… —dijo la chica al ver de
nuevo a Mufy tan cariñoso.
—Pues si vas a llevar a tu gato a la casa del árbol, esperadme un
momento —dijo Paula—, iré a coger a Gardo y así podrán jugar
juntos. Dadme dos minutos y estoy con vosotras.
Paula se alejó, y Gretta y Amelie se quedaron solas. El silencio
era un poco incómodo, pues ninguna de las dos chicas sabía de qué
hablar. Se limitaron a sonreír, hasta que Amelie rompió la incómoda
situación.
—¿Tú eres Gretta la chica que se escribe con Sophie? —preguntó
la francesa.
—¡Sí!, ¿la conoces?, ¿va a tu misma clase? —Gretta se soltó a
hablar—, ¿tú sabes por qué ella no ha venido?

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—Sí, soy su amiga —dijo Amelie sonriente—. Ella iba a venir,
pero en el último momento no pudo. Me dio una cajita para ti.
—¿En serio? —preguntó Gretta mirando fijamente la mochila de
Amelie donde pensaba que estaría guardada la caja.
—Pero no la tengo aquí —dijo negando con la cabeza—. Está en
la maleta que se me ha perdido.
—¿Se te ha perdido una maleta? —preguntó Gretta preocupada,
pues aquello le parecía horrible.
—Sí —dijo Amelie y se encogió de hombros—, pero en dos días
tendré mis vestidos y también tu caja.
—Pues a ver si recuperas pronto la maleta —dijo Gretta mientras
la miraba de arriba a abajo—, ahora entiendo porqué vas vestida
con la ropa de Paula, me parecía muy raro.
—¡Ya estoy aquí! —dijo Paula al tiempo que daba un salto y se
ponía entre las dos. Llevaba a su gato metido en una cesta, pero en
cuanto Gardo vio a Mufy abandonó la cesta y se pusieron a jugar
juntos.
Gretta se quedó pensando en la caja perdida, ¡qué detalle más
bonito! Pero ¿cuándo podría tenerla en sus manos?

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Capítulo 6
Sin trampas

P
or el camino, Gretta y Paula iban poniendo al corriente a
Amelie de todo lo relacionado con la casa del árbol.
Le contaron que el padre de María la había construido con sus
propias manos sobre un gran árbol de su jardín. También le
contaron que hicieron una divertida fiesta de inauguración y cómo
poco a poco ese lugar se había convertido en un sitio muy especial,
donde las cinco amigas se reunían siempre que podían.
También le hablaron de sus gatos, que estaban amaestrados
para hacer de mensajeros y llevaban las cartas de una casa a otra
para poder comunicarse. No había muchos animales así, y ellas los
querían mucho.
—Entonces, ¿todas tenéis gato? —preguntó Amelie mientras
guardaba su teléfono móvil en la mochila.
—Sí, desde hace años. Los fuimos a recoger a casa de Evelina
Tejados —Gretta dio más detalles de cómo habían conseguido sus
gatitos—, si no tienes mascota y quieres cuidar de uno, le puedo
decir a mi padre que nos acompañe y te lo llevas a Rennes.
—Gracias, Gretta, pero yo tengo un poni —Amelie sonrió—, tres
hurones, gallinas y varios perros.
—¡Halaaa! —Paula se extrañó—. ¿Cómo convenciste a tus padres
para tener tooodos esos animales?
—¡Eso, cuéntanos! —añadió Gretta—. Y, por cierto, ¿te caben
todos en casa?
—Yo vivo en una granja a las afueras de Rennes —aclaró la
francesa—. Si venís en verano, os la enseñaré.
—Me encantaría ir, nunca he vivido en una granja —dijo Paula
deseando que todas sus amigas fueran las elegidas para ir a
Rennes.

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—Los sábados ayudo a recoger los huevos de las gallinas —
explicaba Amelie—, y luego hago crêpes.
—Le salen deliciosas —Paula se dirigió a Gretta—, mira, hemos
traído unas cuantas.
—Me encantan las tortitas —confesó Gretta.
—Pues prueba una, las llevo aquí, en la mochila. —Amelie señaló
su espalda.
—¿Puedo coger el táper? —preguntó Paula mientras abría la
mochila de Amelie con total confianza y le ofrecía una tortita a
Gretta.
—¡Está deliciosa! —dijo Gretta con la boca llena—. Comería otra,
pero mejor las guardamos para las demás.
Las tres chicas caminaban muy animadas hacia la casa del árbol.
No paraban de contarse cosas. Todo eran novedades.
Los gatos, Mufy y Gardo, iban a su lado y, de vez en cuando, se
entretenían jugando con las mariposas. Esa primavera había tantas
mariposas, y de tantos colores, que parecía que alguien hubiera
lanzado al aire una bolsa de confeti.
—Mira, ya hemos llegado —confirmó Paula señalando la copa de
un árbol—, ¿ves esa casita ahí arriba?
—¡Sí! —exclamó Amelie—. ¡Me encanta!
—¡Hola, chicas! —dijo Celia desde arriba moviendo la mano—,
daos prisa, os estamos esperando.
Mufy y Gardo treparon por la escalera y se metieron en la casa
del árbol en busca de varios ovillos de lana, que siempre tenían allí
para jugar. Al poco rato, apareció Glum y se unió al juego.
Blanca estaba muy concentrada leyendo un libro y tuvo que ser
Celia la que le diera unos toques en el hombro, para avisarle de que
tenían visita.
—Oh, sí, sí, perdón —dijo Blanca cerrando el libro.
Tanto Blanca como María estaban muy concentradas en la
lectura de «El mar de Moyra». La una tratando de memorizarla,
pues haría de apuntadora en la función, y la otra para aprenderlo
todo acerca del papel de protagonista y conseguirlo en el reto
frente a Isabella.
—Yo soy María. —La chica se acercó hasta Amelie.

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—¡Hola! —Amelie sonrió mientras se colocaba bien una de las
horquillas del flequillo—. ¿Tú eres la dueña de esta casita?
—Oh, no, no. —María rio—. Aunque está en mi jardín, este lugar
es de las cinco.
Para María, que era muy generosa, la casa del árbol era más que
una construcción de madera. Era un lugar de encuentro con sus
amigas y solo tenía sentido con ellas.
Amelie se acercó a Blanca y se interesó por el libro que
guardaba bajo el brazo.
—¿Qué libro es? —preguntó intentando leer el título.
—Es una obra de teatro y se titula «El mar de Moyra» —
respondió Blanca—. ¿La has leído?
—No, no. —La francesa negó con la cabeza y señaló la portada
—. ¿Quién la ha escrito? No veo el nombre.
—Por lo visto fue alguien de esta ciudad —explicó Blanca—, hace
más cien años, pero no la firmó.
—Oh, vaya, ¿se olvidaría? —pensó Amelie en voz alta.
—Vamos a representar una obra de teatro en el colegio para
recaudar fondos, y yo voy a hacer de apuntadora —añadió Blanca
—. Celia tocará la flauta, y Gretta y Paula venderán entradas y
decorarán.
—¡Qué divertido! —se interesó Amelie—, ¿creéis que yo puedo
ayudar en algo?
—Pues, ahora que lo dices —continuó hablando María—, tal vez
sí. ¿Se te ocurre alguna manera de ayudarme a ganar a Isabella en
las pruebas de selección?
—¿Con trampas o sin trampas? —Amelie le guiñó un ojo—. Con
trampas… se me ocurre una cosa que no puede fallar.
—¿¡De verdad!? —María se dejó llevar por la curiosidad—,
¡cuenta, cuenta!
—Tal vez la apuntadora —Amelie se giró hacia Blanca—, pueda
hacer que tu rival se equivoque de manera catastrófica… solo tiene
que decirle mal las frases.
Las amigas de la casa del árbol se miraron extrañadas, ¿diría
Amelie esas cosas en serio?

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Desde luego, a ellas las trampas no les gustaban nada. Aunque
una vez habían intentado hacer una trampa, cuando intentaron dar
el cambiazo a un examen, de esa experiencia habían aprendido que
existen otras maneras de conseguir lo que se quiere.
Sin embargo, ahora la tentación era grande, y había importantes
cosas en juego. Las chicas creían que no solo estaba en juego el
puesto de protagonista. Seguramente, la participación en la obra de
teatro se tendría en cuenta para seleccionar a los alumnos que irían
a Francia.
Estaba claro. Mademoiselle Juliette había dicho que esperaba la
máxima participación y luego había hablado del viaje a Rennes,
asegurando que valoraría los trabajos colaborativos. Últimamente
todo parecía contar para el viaje.
María se quedó pensando. Necesitaba superar el medio punto
negativo que tenía de cuando no pudo entregar las traducciones de
Francés a tiempo, y esta era una buena oportunidad. Lo que
proponía Amelie parecía un buen plan, pero dudaba de que Blanca
fuera capaz de hacer algo así.
—¡Oh, no, no! Hacer trampas no va conmigo. —Blanca movió la
mano, no queriendo saber nada del asunto—. Además, María, tú
eres lo suficientemente buena en teatro como para no tener que
andar con trucos.
—¡Oh, Blanca! —María puso cara de súplica—, ¿no lo harías por
mí?
—Decirle eso es un chantaje, ¿no crees? —dijo Paula que veía
que Blanca estaba entre la espada y la pared.
—Oye, María —Gretta quiso sacar a Blanca del apuro y proponer
una solución—, ¿y si te estudias el libro muy bien y lo haces mejor
que Isabella?

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Capítulo 7
Trastero secreto

E
se lunes, Amelie se había tenido que poner una camiseta y
unos pantalones de Paula para ir al colegio. Aunque muy
pronto recuperaría su maleta y, con ella, parte de su ropa.
A primera hora de la mañana, les tocaba clase de Lengua.
Amelie no había parado de hacerle preguntas a Paula desde que
puso el pie en clase y, ahora, le hablaba en susurros mientras una
profesora de pelo rojo y rizado entraba por la puerta.
—¿Y esta cómo se llama? —preguntó Amelie intrigada, pues
sentía mucha curiosidad por todo.
—Se llama Ada —dijo Paula en voz baja—, pero se escribe sin
«h».
—¿Y es buena? —preguntó Amelie, que cada vez hablaba mejor,
refiriéndose a si era agradable con los alumnos.
—Sí, es muy maja —dijo Paula—. Nos da Lengua y sus clases
son muy divertidas. Es casi nueva pues antes nos daba la
asignatura la señorita Blanch.
Ada dejó sus cosas sobre la mesa y se dirigió a los alumnos. Los
pupitres estaban muy pegados los unos a los otros porque habían
tenido que poner quince más.
—Veo muchas caras nuevas —dijo Ada sonriente mientras
paseaba su mirada por cada fila—. ¿Qué os parece si os presentáis?
Un murmullo llenó el aula. Ningún alumno nuevo daba el primer
paso, a todos les daba vergüenza. Así que Ada tuvo una idea.
Harían una especie de juego para averiguar a quién estaban
describiendo los demás, una especie de quién es quién.
—Está bien —dijo Ada pensativa mientras cogía un mechón de
su pelo rizado y se lo estiraba como si fuera un muelle—. ¿Os
apetece que juguemos?

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A la profesora no le gustaba nada que la gente se sintiera
incómoda y sabía que, a través de los juegos, los alumnos nuevos
se irían abriendo y cogiendo confianza.
—¡¡¡¡Sííí!!! —Se escucharon a la vez las voces de todos los
alumnos.
—Pues, a ver… —dijo Ada mientras buscaba algo dentro de su
carpeta—. Aquí está. Esta hoja es la que buscaba. Rosaura,
¿puedes ir a la fotocopiadora y pedir que te hagan copias?
Cuando un profesor necesitaba algo, bien hacer unas fotocopias
o dar algún recado, solían acudir a la delegada de clase para que lo
hiciera, y así no dejaban a la clase sola. Había mucha gente que
envidiaba ese puesto que te permitía dar paseos por el colegio
mientras todo el mundo estaba en clase.
—Rosaura no ha venido —aseguró Paula.
Enseguida se escuchó «¡yo, yo, yo!, ¡por fa, yo!» mientras un
montón de brazos se levantaban.
—¿Alguien sabe qué le pasa? —Se preocupó Ada.
—Yo hablé ayer con ella, y me dijo que tenía una revisión —
comentó Celia que se la había encontrado por la calle el domingo.
—Gracias por la aclaración, Celia —sonrió Ada más tranquila—,
¿puedes ir tú misma a la fotocopiadora?
—¡Claro! —La chica empujó la silla y se levantó—. No tardaré
nada.
—¡Genial! —dijo Ada—, estamos deseando jugar.
La fotocopiadora estaba en la otra punta del colegio. Celia
intentaba caminar rápido, no solo para comenzar el juego cuanto
antes, sino porque no le gustaba nada el extraño silencio que había
en los pasillos.
Pasaba al lado de cada clase, y solo se escuchaban los lejanos
murmullos de los profesores explicando las lecciones.
Cuando terminó de recorrer el pasillo de las aulas, Celia sintió un
poco de miedo. Ya no se escuchaba nada, ni siquiera los murmullos,
y ahora parecía que caminaba por un edificio abandonado. La chica
echó a correr. Ya casi había llegado.
Tuvo que pasar frente a la puerta de la biblioteca, de donde
arrancaban las escaleras que llevaban al polideportivo subterráneo.

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Luego tuvo que girar a la derecha en dirección al despacho de la
directora y dejar a la izquierda la puerta más misteriosa del
colegio: la puerta del trastero secreto.
De esa habitación se rumoreaban varias historias. Algunos
alumnos, que solo querían asustar, aseguraban que si entrabas ahí
ya nunca podrías salir porque una fuerza misteriosa te lo impediría.
Otros echaban a volar su imaginación y aseguraban que era la
entrada a otra dimensión. También los había que defendían que
aquella habitación era el laboratorio de una bruja.
Pero todo eran falsas habladurías, las cuales, sin embargo,
habían logrado colarse en la mente de los estudiantes
sembrándoles dudas.
Por un momento, Celia pasó de largo. Pero, al poco, se dio la
vuelta y miró la misteriosa puerta mientras caminaba hacia atrás.
Un golpe en la cabeza la obligó a parar: como no estaba mirando
su camino, se había chocado con la caja de un extintor.
—¡Ay! —exclamó la chica, más por el susto que por el golpe,
pues no se había hecho daño.
Fue entonces cuando decidió que se acercaría a la puerta. Se
detuvo enfrente. ¿Estaría abierta? A ratos su curiosidad era más
fuerte que su miedo.
Al acercar la mano y tocar la madera, sintió un escalofrío.
Era una puerta vieja que daba paso a una habitación llena de
trastos y cosas que ya tan apenas servían. En realidad, ningún
alumno había conseguido entrar allí, pues eran pocas las ocasiones
en que esa puerta se abría. Este hecho aumentaba los rumores y
hacía más atractivo el misterio de aquella habitación.
Celia pegó la oreja a la madera con la absurda idea de escuchar
algo al otro lado, pero ¿el qué?
Tampoco nadie había visto entrar o salir a ningún profesor. En
ese momento, la chica lo tuvo claro: ella sí entraría allí. Ahora
deseaba que, al girar el pomo, la puerta se abriera. Quería ser la
primera alumna en contar al resto del colegio lo que había en el
trastero secreto… Estaba decidida a hacer frente al miedo.
Celia tragó saliva y miró el pomo. El polvo acumulado sobre el
tirador indicaba que hacía mucho tiempo que nadie la había abierto.
Con decisión, lo giró. El corazón le latía con fuerza.

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Pero… la misteriosa puerta estaba cerrada.
Celia echó a correr hacia la fotocopiadora mientras se limpiaba la
mano en el pantalón. Aún se preguntaba por qué había hecho eso,
por qué había intentado abrir esa puerta. En realidad, no sabía si
hubiera soportado el miedo a ver lo que había al otro lado.
Ahora se alegraba de que estuviera cerrada.
La chica corrió aún más rápido, al darse cuenta de que aún tenía
que hacer el recado que Ada le había pedido: conseguir que le
hicieran las fotocopias y volver a clase para jugar a ese «Quién es
quién» que Ada se había inventado para que los alumnos de Rennes
se presentaran.
El resto del día pasó con normalidad, y Celia tan apenas recordó
su intento de entrar en el trastero secreto.

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Capítulo 8
La prueba

M
aría había logrado aprenderse a la perfección todos los
diálogos de la obra de teatro. Había puesto tanto interés,
que no le había costado ningún esfuerzo. Estaba realmente
muy motivada. Quería conseguir el papel de protagonista, y ese era
el motor que ponía a funcionar su memoria a tope.
También había puesto mucho interés en comprender cómo
pensaba la protagonista, cuáles eran sus preocupaciones y sus
deseos. Todo esto era muy importante para poder interpretarla con
éxito.
Incluso le había pedido a su profesora de la extraescolar de
teatro que le dijera los gestos más convincentes para el papel de
Moyra. Interpretar no era solo memorizar unas frases. Era sentir la
historia, casi llegar a vivirla.
Eso María lo sabía bien, pues tenía mucha experiencia en hacer
teatro. Llevaba desde los seis años en clases extraescolares de
interpretación y no había papel que se le resistiera.
Pero, pese a su gran experiencia, ahora que había llegado el
momento de la prueba, sentía un poco de miedo y cierto cosquilleo
en el estómago. La chica respiró profundamente varias veces para
expulsar los nervios.
Frente a ella, el jurado se disponía a evaluar a las aspirantes.
Sin perder más tiempo, doña Plan de Vert, Mademoiselle Juliette y
la señorita Blanch sacaron los cuadernos donde anotarían el
resultado final.
El foco colgado del techo del auditorio, como si fuera un sol
artificial, iluminaba a María y dejaba sobre el escenario un calor
digno de la mejor playa. La chica comenzó a sudar tanto que se
tuvo que secar la frente con un pañuelo.

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A su lado, ajena al calor, y sin mostrar la más mínima señal de
nervios, se encontraba su máxima y única rival: Isabella.
Mientras esperaba, Isabella escuchaba música a través de unos
auriculares. La chica trataba de ocultarlos tapándolos con su pelo. A
ratos, Isabella se entretenía poniendo mensajes del móvil. Nunca
se había presentado a ninguna prueba de ese estilo y no tenía ni
idea de en qué consistía, pero no le preocupaba en absoluto, ella lo
único que quería era fastidiar a María.
—¡Ja! —decía levantando la barbilla y mirando a María de reojo
—, ¿por qué no te vas ya a tu casa? ¿Acaso crees que vas a
ganarme? Deberías saber que yo soy mucho mejor.
María trataba de ignorar estos ataques. Estaba claro que Isabella
pretendía sacarla de sus casillas y crearle inseguridad. Conforme
Isabella insistía, a María cada vez le costaba más reprimirse y solo
deseaba decirle que se callase de una vez. Pero si daba muestras
de debilidad, Isabella sabría cuál era su punto débil y atacaría con
más fuerza, pensaba María.
Blanca permanecía dentro de una especie de mueble con forma
de concha, situado en un lateral del escenario. Ese era el lugar
desde donde la apuntadora chivaría las frases en caso necesario.
—María e Isabella. —Doña Plan de Vert se puso de pie
enérgicamente. En ese momento, su falda de margaritas tembló
tanto que pareció que las flores iban a perder sus falsos pétalos de
tela.
María levantó una mano, a modo de saludo, e Isabella torció la
cabeza queriendo saludar también.
—Habéis sido convocadas esta tarde de martes para disputaros
el importantísimo puesto de protagonista en esta magnífica obra de
teatro. —A la directora se le llenaba la boca de palabras pomposas,
que lo único que venían a decir es que la obra le gustaba mucho.
La mujer hizo una pausa antes de seguir con su discurso.
—Creo que sois las dos buenas candidatas. —Doña Plan de Vert
carraspeó varias veces, como si aquella frase se le hubiera
atragantado—. Para la prueba, escogeremos al azar una escena
para cada una, y debéis interpretarla lo mejor que sepáis. Suerte a
las dos.
En ese momento, Mademoiselle Juliette tomó la palabra.

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—Empezaremos por María. —La tutora se dio varias vueltas al
anillo con forma de queso y abrió el libro por una página cualquiera
—. Acto segundo: «Moyra decide embarcar en busca del mar de la
felicidad».
María respiró profundamente y cerró los ojos para concentrarse.
Ese acto era uno de los más dramáticos pues Moyra descubría que
había perdido, tal vez para siempre, la felicidad. Decidía embarcar
y, tras varias tormentas en alta mar, llegaba a la isla de las
ballenas. Además de un acto muy expresivo donde María podía
lucirse, era un acto bastante largo, por lo que había más
posibilidades de equivocarse.
Blanca, dentro de su concha, abrió el guion y buscó el acto
segundo. Debía estar preparada.
—Me lo sé bien, me lo sé bien —se repetía María mientras le
temblaba todo—, no tengo porqué estar nerviosa.
Solo cuando se lanzó a interpretar comenzó a relajarse más y
más. Estaba logrando hacerlo tan bien, que Blanca estaba
maravillada.
María no estaba fallando en nada. Era perfecta en hacer las
pausas, en las entonaciones, gesticulaba de tal manera que Blanca
estaba segura de que el puesto iba a ser suyo.
Sin embargo, pronto un insistente susurro procedente de detrás
del telón rompió por completo la concentración de María. Isabella
estaba jugando sucio. Decía frases sueltas e incluso algunos
insultos. Trataba por todos los medios de que su rival se
desconcentrara.
María se quedó callada. Su enfado iba creciendo, y eso no era lo
propio de la escena que estaba representando. Cuando fue a decir
la siguiente frase del guion, se confundió estrepitosamente. Eso
aún la enfado más.
Isabella, al ver que sus artimañas producían el efecto que
buscaba, ya no paró hasta que María explotó.
—¡¡¡BASTA!!! —dijo María chillándole al telón, detrás del cual
estaba Isabella.
—¿Te pasa algo? —preguntó con voz temblorosa la señorita
Blanch, bastante preocupada.

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—¡¡Sí!! Isabella me está incordiando. No para de decir cosas ahí
detrás y hace que me confunda —explicó la chica señalando el
telón.
Con bastante mal humor, María se dirigió hacia la pesada cortina
y la levantó con energía dispuesta a dejar en evidencia a Isabella,
pero… allí ya no había nadie.
—Vaya —la señorita Blanch estaba confundida—, pero si no hay
nadie.
Sin duda, Isabella se había escondido para hacer quedar aún
peor a María. Así parecería que se lo estaba inventando todo con el
propósito de dejar mal a su compañera de mesa.
Blanca no había oído ni visto nada, pero sabía que Isabella era
capaz de eso y de mucho más. Todo lo que estaba pasando era
muy injusto.
—Es una pena —dijo Mademoiselle Juliette con total sinceridad
—, lo estabas haciendo muy bien. Pero, hay que saber dominarse.
Eso en el escenario es algo fundamental.
—Isabella me ha sacado de mis casillas, se estaba pasando un
montón —explicó la chica—, no paraba de hacerme la burla desde
detrás del telón, para que me confundiera.
Las tres jueces se miraron entre sí y anotaron algo en sus
cuadernos. La verdad es que no se explicaban lo que había
sucedido. Todo iba a la perfección hasta que María había perdido el
dominio de sí misma. Además, al levantar la cortina… no había
aparecido nadie. ¿Sería verdad lo que decía la chica?

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Capítulo 9
Caer en la trampa

E
stá bien, María —dijo la directora mientras escribía una
— valoración y pasaba la hoja del cuaderno—, por favor,
siéntate y trata de tranquilizarte. Ahora, daremos paso a la
segunda aspirante.
María se sentó sobre la tarima del escenario, junto al telón.
Estaba muy afectada por lo sucedido, pero no se iba a dar por
vencida. Sabía que no todo estaba decidido. Aún tenía una
oportunidad. Todo dependía de si Isabella lo hacía bien o mal.
Isabella apareció tras la cortina. Llevaba escondido en la mano
un auricular inalámbrico que se esmeraba en que nadie viera. La
chica miraba a las tres jueces con cara de inocencia. Quería
aparentar que no sabía nada del asunto de María.
—¿Me estabais esperando? —dijo colocándose disimuladamente
el auricular en el oído derecho, que era el que no verían las jueces
—. ¿Me toca a mí? Siento haber tardado, he estado en el servicio
desde hace diez minutos.
—Eso no te lo crees ni tú —le dijo María en un susurro—. Eres
una tramposa.
—Acto quinto: «Moyra y la isla de los sueños» —anunció
Mademoiselle Juliette sin perder más tiempo.
Al escuchar el título del acto que le había tocado a Isabella,
Blanca pensó que podía ser una ventaja para María.
Era la parte más difícil de la obra, con largas frases que costaba
mucho memorizar, e Isabella no se caracterizaba por aprenderse
bien las cosas, solo había que verla en clase: nunca se sabía la
lección.
Isabella pidió dos segundos antes de empezar y se metió detrás
de la cortina con la excusa de que había olvidado algo.

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Rápidamente, y creyendo que nadie la veía, sacó su móvil e hizo
una llamada. Enseguida alguien atendió el teléfono, e Isabella, en
un susurro, dijo el título del acto quinto.
María, con disimulo, se había asomado por la cortina y lo había
visto todo. Con los ojos como platos, miraba a su rival, mientras
interiormente se preguntaba si aquello formaba parte de otra de
sus trampas.
Isabella, antes de salir al escenario de nuevo, se colocó el pelo
de tal forma que le tapara la oreja donde tenía el auricular
inalámbrico. Era a través de ahí por donde Olivia, a la que acababa
de llamar por teléfono, le chivaría el texto.
María ató cabos. Sin duda Isabella estaba haciendo ¡otra
trampa!, pensó. Sin embargo, esta vez… no se iba a dejar llevar por
el primer impulso.
Se guardaría las irresistibles ganas de avisar a la directora y
esperaría. Solo de esta forma encontraría el mejor momento para
dejarla en evidencia. Necesitaba pruebas.
Una sonrisa cruzó el rostro de María: se le acababa de ocurrir un
estupendo plan.
—Por favor, Isabella, no nos hagas esperar más —dijo la señorita
Blanch mirando el reloj—. Pediste dos segundos y ya llevamos un
minuto esperando a que estés preparada.
Isabella comenzó su actuación. Suplía su falta de experiencia en
hacer teatro con la perfección en los diálogos. Marcaba con
precisión las pausas, los puntos, las comas, y ponía el énfasis
exacto en cada frase, ¡era increíble!
Desde luego, si no fallaba en nada, el puesto iba a ser suyo.
María no quiso perder ni un minuto y, en cuanto Isabella
comenzó a interpretar, se fue corriendo hasta la portería. Desde allí
llevaría a cabo su plan.
Aunque tenía tiempo de sobra, pues el acto quinto era muy muy
largo, también lo era el camino hasta la portería. Estaba en el otro
extremo del colegio, así que aceleró el paso.
Cuando al fin llegó a la portería, vio que las luces estaban
apagadas, y María dedujo que ya no había nadie. Además, Dorotea,
la Guardiana de las llaves, continuaba de baja.

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María todavía no se podía creer lo que pretendía hacer en la
portería. Aunque si lo pensaba fríamente eran solo un par de
llamadas. Con un poco de miedo, entró sin hacer ruido, y encendió
las luces.
Tenía que actuar con rapidez y encontrar lo que había venido a
buscar. Miró en todas las direcciones. ¿Dónde estaría el directorio
de teléfonos?
La chica pensó que lo más lógico es que estuviera cerca del
teléfono y se dirigió hasta ahí. Una vez que lo encontrara, debía
buscar el teléfono de la casa de Isabella. Su plan no podía fallar.
Tenía que conseguir por todos los medios interrumpir la llamada
con Olivia, gracias a la cual Isabella escuchaba el texto de la obra.
María, tal y como imaginaba, encontró la agenda telefónica al
lado del teléfono. Era un viejo tomo con las hojas un poco
deterioradas, donde estaban los teléfonos de todas las familias de
los alumnos. Cogió la agenda y se sentó junto a la mesa para
buscar el apellido de Isabella.
María pasaba las hojas con rapidez y repasaba los apellidos de
los alumnos del colegio. El de Isabella se lo sabía muy bien, lo
había visto decenas de veces escrito en sus cuadernos de clase.
—Aquí está —dijo en voz alta—, y este debe de ser el número de
teléfono de su familia.
María levantó el auricular y acercó la mano a las teclas de los
números. Conforme su dedo presionaba las teclas, la chica sentía
remordimientos. Eran solo un par de llamadas, sí, pero las normas
del colegio no permitían usar el teléfono de portería, ni tampoco
ningún otro, si no era con el permiso de algún profesor.
—Cinco, siete, cuatro, dos. —María leía los números mientras los
marcaba.
—¿Sí?, dígame —dijo la madre de Isabella al atender la llamada.
María se quedó en silencio. Por un momento dudó si colgar o
continuar con su plan.
—Ho, ho, hola —María tartamudeó un poco—, ¿está Isabella?, —
preguntó sabiendo la respuesta.
—¿Quién eres? —preguntó la madre, pues seguramente no había
reconocido la voz de María.

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—Yo, yo, bu, bu, bueno, soy una compañera de clase, quería
preguntarle sobre los deberes. —Fue lo único que se le ocurrió
decir.
—Pues lo siento, pero no está, aún no ha llegado —respondió la
madre y se quedó callada como pensando en algo—. Estoy
pensando que, como ella lleva su móvil, puedes llamarla a ese
número.
—Muy buena idea, sí. ¿Me podría dar su número de móvil? —
preguntó María cruzando los dedos, pues eso era todo lo que
necesitaba y el motivo de la llamada.
—¡Claro! Apunta —la madre de Isabella le dijo el número.
—¡Muchas gracias! —María colgó rápidamente, sin dar tiempo a
despedidas.
Ahora debía llamar al móvil de Isabella. Al número por el que, en
ese mismo momento, su amiga Olivia le estaba chivando lo que
tenía que decir.
En cuanto María llamase, sobre la llamada con Olivia se oiría el
molesto ring, ring, ring de una llamada entrante.
Con un poco de suerte, Isabella no podría escuchar la voz de
Olivia y, quién sabe si su curiosidad no le hacía sacar el móvil del
bolsillo y mirar, delante de la directora, quién la llamaba…
María marcó el número del móvil de Isabella.

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Capítulo 10
Llamada inesperada

U
n insistente ring ring ring llegaba hasta el oído de Isabella,
haciendo que no entendiera las frases que Olivia le estaba
chivando. La chica, sobre el escenario del auditorio, se quedó
aturdida, dudando qué hacer.
Tratando de encontrar una solución, se llevó la mano al auricular
para apagarlo y volverlo a encender. Tal vez así el sonido pararía.
Sin embargo, eso no solucionó nada. El molesto ring, ring, ring
seguía ahí como el zumbido de un molesto mosquito.
Llegó un momento en el que Isabella no podía continuar. No
estaba escuchando nada de lo que Olivia le decía. Las frases le
llegaban entrecortadas, así que decidió dejar pasar un poco de
tiempo hasta que quienquiera que fuese el inoportuno que llamaba,
colgara de una vez.
Blanca pensó que la chica se había olvidado del guion y se
dispuso a decirle la siguiente frase. Para eso era la apuntadora.
Aunque, la verdad, no le hacía ninguna gracia. Se le quitaban las
ganas al pensar en lo injusto que estaba siendo todo. Pero ¿qué
podía hacer? Entonces recordó las palabras de Amelie: «La
apuntadora puede hacer que se equivoque de manera catastrófica,
solo tiene que decirle mal las frases».
«Tal vez… —pensó Blanca, inquieta—, ha llegado el momento de
hacer que Isabella se confunda estrepitosamente».
Pero ¿justificaba una trampa a otra? ¿Había que pagar a los
demás con la misma moneda? Desde luego, para Blanca la
respuesta estaba clara. Aunque Isabella se lo mereciera, ella no era
de ese tipo de personas y tenía la firme creencia de que nada ni
nadie debe alejarnos de quienes somos de verdad.
Eso estaba pensando cuando, de repente, Isabella, harta de
escuchar una y otra vez que alguien llamaba a su móvil, sacó el

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teléfono del bolsillo trasero de su pantalón. Se estaba poniendo
muy nerviosa. Con cierto disimulo, se dio la vuelta y trató de ver
quién era. Pero, en ese momento, se le cayó al suelo el auricular.
María trataba de imaginarse lo que estaría sucediendo en el
auditorio, cuando los pasos de alguien acercándose a recepción la
sacaron de sus pensamientos. Rápidamente, la chica colgó. Le
podía caer una buena bronca si la pillaban allí, y más utilizando el
teléfono del colegio.
Apagó las luces y se ocultó debajo de una mesa.
María sintió mucho miedo. Había dejado la agenda de teléfonos
sobre la mesa, abierta por el número de Isabella. Pero ya no podía
solucionarlo. No tenía tiempo de salir de su escondite y cerrar el
grueso tomo, pues la puerta de recepción se abrió de golpe.
«Ojalá no se dé cuenta», se repetía mentalmente, una y otra
vez, mientras cerraba los ojos con fuerza.
Los pasos se acercaron hasta la mesa. Alguien dejó un papel.
Después, sin mirar nada más, se alejó.
María seguía con los ojos cerrados mientras escuchaba los pasos
alejarse.
—Ufff… —La chica resopló sintiendo que se había salvado por los
pelos.
María cerró la agenda antes de marcharse. Debía dejarlo todo
como lo había encontrado. Se asomó al pasillo, vio que tenía vía
libre, y corrió veloz hacia el auditorio.
Sobre el escenario, Isabella se sentía acorralada. Un poco
arrepentida miraba al suelo, donde estaba su auricular inalámbrico.
La chica había comenzado a sudar, pero no era precisamente por el
calor de los focos. La situación era bastante incómoda.
—¿Qué escondes? —Doña Plan de Vert se había levantado de su
sitio con decisión y, ahora, toda la pradera de su falda viajaba hacia
el escenario.
—¿¿¿Yo??? —Isabella trató de disimular y puso las manos
cruzadas por detrás—. ¿¿¿Esconder???
Una gota de sudor resbaló por su frente.
La directora miró a su espalda, donde Isabella tenía el móvil
entre las manos. A su lado, tirado en el suelo, había un auricular

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que emitía un ruido como de grillos y por el que aún salían algunas
palabras.
—Dame. —Doña Plan de Vert puso la palma de su mano hacia
arriba esperando que Isabella le entregara el móvil. Luego señaló el
suelo—. Y eso también.
La directora miró a Isabella, que se agachó y recogió el auricular.
—Anda, ¿y esto? —dijo Isabella tratando de disimular, como si el
auricular no fuera de ella.
—A ver qué se oye por este cacharro —dijo doña Plan de Vert
mientras se apartaba el pelo detrás de la oreja.
Ahora que María había dejado de llamar, lo que se volvía a
escuchar por el auricular era la voz de Olivia narrando la obra de
teatro.
—¡¡¡Isabella!!! —doña Plan de Vert se puso seria—, que sepas
que las trampas se penalizan más que cualquier otra cosa.
Blanca, al escuchar esto, dio un bote dentro de la concha. Sabía
que eso solo podía significar que Isabella estaba eliminada y, por lo
tanto, ¡María haría el papel de Moyra!

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Capítulo 11
Buenas noticias

E
l martes por la tarde, mientras Amelie y Paula hacían los
deberes juntas en el salón, alguien llamó al timbre de la casa.
—Ya voyyy, yaaa —chilló Belén que se había levantado del sillón
y se dirigía hacia la puerta.
—Señora, vengo a entregar una maleta —contestó un hombre
desde el otro lado de la puerta cerrada cuando Belén le preguntó
quién era.
—¿Una maleta? —dijo muy extrañada mirando a Paula, como
interrogándola sobre el asunto.
—¡Debe de ser la de Amelie! —respondió Paula muy emocionada
de que por fin su amiga recuperase sus cosas.
—¡Es verdad! Se me había olvidado por completo. —Belén abrió
la puerta ya sin dudas.
—Buenas tardes. Trabajo en la «Estación Central» —dijo un
señor a la vez que mostraba una tarjeta de identificación—. Si es
tan amable de firmarme aquí, le haré entrega del equipaje —
aseguró mientras le acercaba un aparato.
—Claro, claro. —Belén cogió el lapicero electrónico y firmó sobre
una pantalla. Al ver que las líneas de su firma se habían convertido
en una especie de ovillo de lana enmarañado, dudó si repetirla.
—Pues muy amable —dijo el operario.
—¿Cree que con esta especie de «firma» servirá?, ¿o la hago de
nuevo? —preguntó Belén mirando con cara de asombro la pantalla,
donde su alocada firma parecía retorcerse como una culebra.
—Ah, nada, nada, claro que sirve, no se preocupe —dijo el
trabajador de la estación mientras con el bolígrafo electrónico le
daba a un tic verde—. La firma sale así de rara porque la pantalla
está muy desgastada, pero sirve, sirve.

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—Bueno, usted sabrá, claro. —Belén se encogió de hombros.
—Pues aquí tiene. —El señor le entregó una pequeña maleta
marrón—. ¡Que tengan una buena tarde! Y disculpen por las
molestias.
—Gracias por traerla, que tenga usted una buena tarde también
—dijo Belén mientras cerraba la puerta.
Amelie y Paula fueron corriendo hacia la entrada para coger la
maleta.
Hasta ese momento, habían estado haciendo los deberes, pero
ahora decidieron que se iban a tomar un descanso y mirar todo lo
que Amelie traía.
—¡Abramos la maleta, te enseñaré mis vestidos! —Amelie estiró
de la manga de Paula.
—Pero poco rato, ¿vale? —Paula tenía el tiempo justo—, que yo
a las siete tengo que irme a entrenar.
—Solo será un momento, ¿no ves lo pequeña que es? —Amelie
trató de convencerla.
Las dos chicas subieron al dormitorio. Mientras la francesa
deshacía su equipaje y mostraba a Paula cada uno de los vestidos,
una pequeña caja se cayó al suelo.
—¡Ah! Casi se me olvida, esta cajita es para Gretta. —Amelie se
agachó para recogerla—. Es un regalo de Sophie, su compañera de
correspondencia. ¿Te parece que cuando acabemos los deberes
pasemos a su casa para dársela?
—Yo no voy a poder —dijo Paula—, pero puedes pasar tú cuando
yo esté en el entrenamiento.
Mientras Paula entrenaba con su equipo, Amelie fue a casa de
Gretta.
Justo cuando salía del jardín, vio que un gato se dirigía también
hacia la puerta de la casa de Gretta. La chica se fijó bien: llevaba
una carta al cuello.
«—Seguramente —pensó Amelie—, se trata de uno de los
mensajes que las chicas se pasan entre ellas».
Al oír el timbre, Gretta preguntó quién era y miró por la mirilla.
Solo cuando reconoció a Amelie, abrió la puerta.

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—¡Hola, Gretta! —dijo Amelie muy contenta de verla—, ¡traigo
buenas noticias!
—Pasa, pasa, y cuéntame, ¡me encantan las buenas noticias! —
exclamó Gretta y luego miró hacia el suelo—. Anda, si también
viene Glum.
—Sí, lo he visto antes —comentó Amelie—, y parece que trae
una carta.
Gretta se agachó y, tras acariciar la cabeza del animal, cogió la
cartita que llevaba al cuello.
—Bueno, luego la abriré —dijo Gretta guardándose la carta en el
bolsillo—. Primero cuéntame tú esa noticia, estoy intrigada.
—Acaba de llegar la maleta que se perdió en el tren —Amelie le
entregó la cajita de Sophie—, y, mira, ¡esto es para ti!
Gretta, con gran emoción, sujetó la bonita caja entre sus manos.
Era pequeñita, de madera, y tenía grabada en la tapa un dibujo de
un sol y una luna.
Cuando la abrió, un olor a rosas salió de dentro. En el interior,
un papel perfumado contaba el motivo por el cual Sophie no había
podido viajar. A Sophie la habían tenido que operar de apendicitis
en el último momento y por eso no había podido ir. También le
decía que confiaba en que ese verano ella sí pudiera ir a Rennes.
—Vaya, espero que ya esté bien —dijo Gretta preocupada—. Y
aun estando así ha tenido este detalle tan bonito conmigo.
—Oh, sí, sí, ella ya está muy bien —Amelie trató de tranquilizar
a Gretta—, pero debe reposar.
—¿Sabes?, le voy a preparar algo para que se lo lleves cuando
regreses a Francia —confesó Gretta—, ¿se lo podrás llevar?
—Claro, yo encantada —contestó la francesa mientras señalaba
a Glum—, haré de amiga mensajera, como los gatos, ja, ja, ja, ¿no
vas a mirar la carta del gato?
—¡Casi se me olvida! —exclamó Gretta.
La nota que Glum había llevado hasta su casa, y que debería ir
pasando de un gato a otro, era una nota de María. Con letras muy
grandes y sonrisas que ocupaban parte de la hoja, se podía leer:

:-) ¡¡¡He ganado: soy la protagonista

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en la obra de teatro!!! :-)

María no había podido esperar al día siguiente para compartir la


alegría con sus amigas. Estaba muy emocionada, y aunque Blanca
ya lo sabía, pues había estado presente en el proceso de selección,
María sentía unas tremendas ganas de chillarlo a los cuatro vientos.
O, más bien, escribirlo a los cuatro vientos y que todas sus amigas
lo supieran. Tal era su alegría.
—¡¡¡Qué bien!!! —Gretta estaba tan feliz o más que si le hubiera
pasado a ella—. ¡María lo ha conseguido!
Amelie sonrió y pudo llegar a sentir un poco de la alegría que en
ese momento rodeaba cada gesto y cada palabra de Gretta.
Amelie pensó que esas amigas estaban tan unidas que sentían
las alegrías de las otras como propias. Era cierto aquello de que la
amistad duplica las alegrías y divide las tristezas.

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Capítulo 12
Ensayos

L
a rutina del colegio se vio alterada por los ensayos diarios.
Todos los días, después de las clases, los alumnos que iban a
participar en la obra de teatro debían quedarse más rato para
preparar la función.
Pero no era fácil que todos los participantes pudieran quedarse a
diario, pues algunos alumnos asistían a actividades extraescolares,
y otros tenían diferentes ocupaciones.
Esa tarde, Blanca tenía que ir al dentista, y Paula al
entrenamiento, así que fue Amelie la que acompañó a Gretta a
pintar un mural para el decorado. Mientras, María ensayaría la obra
junto con otros alumnos, y Celia, con su flauta travesera, trataría
de encontrar las mejores melodías para acompañar a los actores.
Cada día se turnaba un profesor diferente para cuidar a los
alumnos y, esa tarde, le había tocado a Saturnino, el profesor de
Informática.
Lo cierto es que Saturnino era muy, pero que muy despistado.
Parecía estar siempre en su mundo, que los alumnos, haciendo
honor a su nombre, situaban en algún lugar cercano al planeta
Saturno.
Como venía siendo costumbre, esa tarde, Saturnino había
olvidado por completo que le tocaba cuidar de los alumnos.
Tuvo que recordárselo, a última hora, doña Plan de Vert. La
directora aprovechó ese momento para entregarle la llave del
trastero y decirle que de allí, de esa habitación que casi nunca se
abría, Saturnino debía coger un enorme caballete que usarían para
sujetar el lienzo del decorado.
—Aunque hace mucho que no entramos en el trastero, estoy
segura de que el caballete está entre todos esos chismes viejos —
dijo doña Plan de Vert mientras le entregaba una pequeña llave

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oxidada—. Como tiene ruedas, lo llevas hasta el auditorio donde
están las chicas que pintarán el decorado. Ellas ya tienen una tela
enorme que colocarán encima.
Saturnino asintió varias veces ante todas esas explicaciones y
cogió la llave. Antes de ir al trastero, pensó que echaría un ojo a los
alumnos, para comprobar que todo estaba en orden.
Esperaba no olvidarse por el camino de las instrucciones que le
había dado doña Plan de Vert: ir al trastero, coger el caballete y
llevarlo al auditorio.
Su memoria era muy mala para todo lo que no tuviera que ver
con los ordenadores. Sin embargo, para la informática tenía una
gran memoria, y era un profesor excelente, al que los alumnos
adoraban.
Una vez en el auditorio, habló desde la puerta.
—¿Todo en orden? —Saturnino vio que la luz de la sala estaba
encendida y dedujo que los actores ya estaban dentro ensayando—.
¿Necesitáis algo?
—Nosotras necesitamos el caballete para colgar la tela del
decorado —respondió Gretta levantando la mano y acercándose
hasta donde estaba el profesor.
—El caballete… —Saturnino se tocó la barbilla, pensativo—, para
colgar la tela… —repitió las frases para ver si lograba recordar.
Le sonaba algo de un caballete, pero ¿dónde estaba? El profesor
era tan despistado que ¡ya había olvidado las instrucciones de la
directora!
Saturnino se llevó una mano al bolsillo y notó la llave del
trastero. Al sacarla, leyó una etiqueta que decía: «Trastero viejo».
Entonces se le iluminó la mente: ¡el caballete debía de estar en el
trastero!
—¡Claro! —dijo mientras le asomaba a los ojos una lágrima de
emoción—. Ahora mismo voy.
Cuando Saturnino olvidaba algo y después lograba hacer
memoria, se emocionaba tanto que los ojos se le humedecían.
Encontrar la información perdida era para él algo así como
encontrarse con un viejo amigo al que hace mucho que no veía.
—¿Ha dicho que tiene que ir al trastero? —Celia lo había
escuchado a la perfección pero, aun así, le preguntó a María—, ¿se

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referirá al trastero secreto?
—Sí, seguro, no hay otro, ¿no? —contestó María.
Celia se acordó de que ella había intentado abrir la puerta del
trastero secreto el día que le habían mandado a hacer fotocopias,
pero no había podido pues estaba cerrada. Entonces pensó que
igual Saturnino, con su poca cabeza, se olvidaba de cerrar la
puerta. Y, si eso pasaba, sería una oportunidad de oro para saber
qué se guardaba allí y descubrir si eran ciertas las historias sobre
esa habitación. Volvía a picarle la curiosidad.
Cri-cri-cri se escuchaba a cada vuelta de rueda. Saturnino
arrastraba la enorme tabla con ruedas por los pasillos, y parecía
que el colegio se había llenado de grillos. Afortunadamente, el
auditorio y el trastero estaban en la misma planta y no tenía que
llevar aquello por difíciles escaleras.
—¡Que voyyy! —avisó Saturnino cuando llegó a la puerta del
auditorio con el enorme artilugio—. Apartaos que no quiero daros
un golpe.
—Hala, ¡qué grande! —exclamó Gretta al verlo.
—Pues, todo vuestro. —Saturnino se frotó una mano contra la
otra para quitarse el polvo—. Ahora ya solo tenéis que pegar la tela
en la tabla para pintar el decorado —les dijo el profesor de
Informática a Gretta y a Amelie mientras señalaba la sábana donde
pintarían el decorado.
Con la tarea hecha, Saturnino aprovechó para darles el aviso de
que a las ocho, él debía marcharse, y el colegio se cerraría. Para no
olvidarse de que a las ocho se tenía que ir, el profesor se había
puesto varias alarmas en su despacho.
—Qué maravilla poder pintar ahí —dijo Gretta en voz baja a
Amelie mientras pensaba en la cantidad de cosas que iba a poder
dibujar en ese enorme lienzo.
—¡Y recordad: a las ocho en punto tengo que irme! —insistió de
nuevo Saturnino mientras se alejaba rumbo a su despacho lleno de
alarmas.
Saturnino caminaba con prisa. Había decidido que aprovecharía
la tarde con su gran afición: inventar máquinas mediante
programas de ordenador. Gracias a un programa de diseño
informático y a sus grandes conocimientos en la materia, Saturnino
creaba cosas tan útiles como un mecanismo para que la cama se

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hiciera sola, un dobla camisetas o un emparejador de calcetines.
Pero eso nadie lo sabía, de haberlo sabido, muchos le hubieran
hecho un encargo y disculpado muchos de sus olvidos.
Mientras tanto, en el auditorio, cada alumno se dedicaba a su
tarea.
—Aquí tenemos los materiales para pegar la tela —dijo Gretta a
Amelie, señalando las tijeras y una cinta adhesiva de embalar.
Después de muchos esfuerzos para que aquella sábana no se
cayera y quedara bien estirada, Gretta puso el último trozo de cinta
adhesiva sobre la tabla mientras Amelie sujetaba de uno de los
lados.
Luego se alejó y miró el resultado. Estaba muy emocionada
porque nunca había utilizado un lienzo tan grande para pintar. Era
como si pudiera pintar un cuadro en la pared de una habitación
enorme.
—Ha quedado perfecto —dijo Amelie levantando el pulgar—.
Ahora tenemos que dibujar. Aunque a mí no se me da nada bien.
—No te preocupes por eso, si quieres yo hago los dibujos y tú
luego los coloreas —propuso Gretta—, ¿te parece bien?
Gretta cogió un lapicero grueso de grafito y alisó la superficie de
la sábana, varias veces, con el revés de su mano. La chica no
quería manchar la tela y tan apenas se apoyaba mientras el lápiz
sobrevolaba el lienzo.
Mientras Amelie esperaba su turno para poner color al dibujo,
Gretta hacía más y más líneas. Al principio no tenían mucho
sentido, pero pronto se fueron convirtiendo en un paisaje marítimo.
Dibujó el contorno de unas rocas, de un faro y de un velero a lo
lejos. Dibujó unas nubes y unas gaviotas. La verdad es que, debido
al gran tamaño de la tela, era muy difícil que cada elemento le
quedara con el tamaño adecuado, ni más grande ni más pequeño,
pero Amelie le estaba ayudando mucho en las proporciones.
Amelie no dejaba de mirar cómo del lapicero de Gretta salían,
como por arte de magia, todos aquellos dibujos. Estaba asombrada
pues a ella le costaba un montón dibujar, mientras que Gretta lo
hacía sin esfuerzo. Pese a la facilidad con que dibujaba, a Gretta le
llevó más tiempo del que imaginaba hacer las siluetas y, cuando
terminó de dibujarlas, se le había hecho muy tarde: debía irse
corriendo a clase de pintura en la academia «Los lienzos».

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—¿Quieres venir conmigo a la academia de dibujo? —le dijo a
Amelie—. Sería muy divertido y podrías aprender a dibujar.
—Me encantaría, pero Paula vendrá a buscarme al colegio
después de su entrenamiento de baloncesto —le aclaró Amelie.
—¿Vas a quedarte sola hasta entonces? —le preguntó Gretta.
—No te preocupes, María y Celia están ensayando. —Amelie
señaló con el dedo en dirección al escenario del auditorio, de donde
llegaba la melodía de la flauta travesera.
—Es verdad, Celia y María están ahí mismo —dijo Gretta
mirando a sus amigas—. Por cierto, para colorear el mural intenta
usar colores fuertes, se tienen que poder ver desde cualquier lugar
del auditorio, incluida la última fila —dijo mientras recogía su
mochila para marcharse.
—Sí, pondré colores vivos —aseguró Amelie mientras se
colocaba bien una de las horquillas de su flequillo para que el pelo
no le molestara en su gran tarea de colorear.
—Ah, y acuérdate de decirles a las demás que a las ocho deben
acabar tal y como ha dicho Saturnino. —Gretta dio unos golpes a la
esfera de su reloj—. ¡Que no se te olvide!
—Tranquila, se lo diré en cuanto acabe de hacer esta mezcla —
dijo Amelie escogiendo unos tubos de pintura acrílica y echándolo
un poco de cada uno en un bote.
—¡Hasta mañana! —Gretta levantó la mano.
Las dos chicas se despidieron.
Después de que Gretta se fuera, otros alumnos también tuvieron
que abandonar el ensayo, hasta que solo quedaron Amelie, Celia y
María.
Mientras Amelie seguía las indicaciones de Gretta, Celia ponía
melodía a la obra de teatro con su flauta travesera y María, a su
lado, se movía al son de la música.

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Capítulo 13
¿Puerta cerrada?

A
melie había mezclado varias pinturas acrílicas y había
conseguido un bonito tono verde azulado para pintar el mar.
Con el pincel bien cargado de pintura, caminaba de un lado a
otro del enorme lienzo dejando bonitas estelas que simulaban las
olas de mar.
De vez en cuando se ponía las gafas y se alejaba para ver el
resultado, pero enseguida volvía a pintar más olas, en cuyas
crestas dejaba pequeños puntitos blancos que imitaban la espuma
del mar.
En ese momento eran las siete y cuarenta, pero en el auditorio
parecía que el tiempo no pasaba. Amelie estaba muy ocupada en su
tarea y solo salió de su concentración tras escuchar que su móvil
sonaba.
La chica dejó el pincel en un bote y comenzó a bailar al ritmo de
la melodía, una canción muy de moda en Francia que había puesto
como tono de llamadas. Se le veía muy feliz. Estaba muy contenta
por todo: por pintar, por estar de intercambio y por sus nuevas
amigas.
Frotando una mano contra la otra, intentó quitarse un poco de
pintura azul, que se le había quedado pegada en las manos, y fue
hasta su mochila para coger el teléfono.
Al sacarlo, vio que le quedaba un 1 % de batería.
—Allô? —dijo Amelie en francés.
—¡Hola!, soy Belén —dijo la madre de Paula—. Lo siento, pero se
me va a hacer un poco tarde para ir a recogerte. Mira, ¿puedes irte
con María? Luego acudo a su casa a buscarte, ¿vale?
—¡De acuerdo! —contestó Amelie rápidamente antes de que el
móvil se le apagara pues se estaba quedando sin batería.

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La chica corrió hasta su mochila donde esperaba encontrar su
cargador, pero resultó que se lo había olvidado en casa de Paula.
Amelie no quiso darle importancia y, tras comprobar un par de
veces que su móvil no volvía a encenderse, pensó que daba igual
porque seguramente no lo iba a necesitar.
Guardó el móvil en la mochila y miró hacia el escenario donde ya
solo estaban María y Celia. El resto de alumnos se habían ido. Eran
las siete y cuarenta y cinco.
—Ahora toca que ensayemos la escena tercera —le dijo María a
Celia.
—¿Cuál es esa? —Celia se acercó al libro.
—Mira, se titula: «La noche del mar». —María señaló con el dedo
un párrafo—. En esa escena es de noche, y tan solo se escucha el
ruido de las suaves olas.
—Vale, pues puedo hacer, a ratos, un tono suave, imitando el
mar en calma —dijo Celia antes de soplar a través de su flauta—.
¿Qué te parece?
—Me gusta, sí —dijo María—, pero ten en cuenta que en esta
escena hay mucho silencio. Y muy poca luz, solo la de la luna llena.
—¿Apagamos la luz para hacerla más creíble? —dijo Celia
mientras se dirigía hacia el interruptor.
—Sí, buena idea —asintió María que era partidaria de crear el
clima perfecto para cada escena—. Cuando consigamos estrellas de
esas que brillan en la oscuridad, las pondremos en el escenario,
junto con una enorme luna llena.
—Avisaré a Amelie —dijo Celia antes de apagar la luz—, creo
que está pintando algo y sin luz no podrá seguir.
Al saber que para esa escena las chicas iban a tener que apagar
la luz y permanecer en silencio, Amelie decidió sentarse en una de
las butacas del auditorio y esperar.
De vez en cuando, el silencio se rompía por el silbido del viento,
que esa tarde sacudía los árboles de la ciudad y golpeaba en las
ventanas.
Lo cierto es que tan apenas se veía, solo las luces de
emergencia, un par de rectángulos junto a la puerta, iluminaban
algo el escenario.

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Amelie sintió un escalofrío, no le gustaba nada la oscuridad.
Oprimió el botón de su reloj digital. La pantalla se iluminó: eran las
ocho en punto.

Página 58
Capítulo 14
Un error garrafal

S
aturnino había pasado dos minutos apagando sus alarmas.
Debían recordarle que eran las ocho y que a esa hora se tenía
que marchar, dejando el colegio cerrado.
Cuando apagó la última alarma, que había colocado encima de
un armario junto a un gran letrero, recogió los planos de sus
máquinas e inventos. Luego, puso rumbo al auditorio donde
suponía que estarían los pocos alumnos que aún permanecían
ensayando.
Según se acercaba al auditorio, Saturnino se iba dando cuenta,
desde el pasillo, de que no salía luz desde dentro de la sala. Se
extrañó un poco, pero enseguida pensó que, si la luz estaba
apagada, era porque ya no quedaba ningún alumno en el colegio.
Así que se dio la vuelta: ya no le hacía falta ir hasta allí.
Lo que Saturnino no podía imaginarse es que aún quedaban tres
chicas ensayando, y que el motivo de que la luz estuviera apagada
era la escena nocturna que estaban ensayando.
—Se han debido de marchar ya. —Dedujo Saturnino al mirar su
reloj y comprobar que pasaban unos minutos de las ocho—. Así me
gusta, que estén pendientes de la hora. Hay que ver lo aplicados
que son estos alumnos —murmuró mientras se daba media vuelta.
Sin embargo, mientras se alejaba del auditorio, un sonido le hizo
pararse. Era la suave melodía de la flauta travesera de Celia. El
profesor se quedó un poco confundido: si no había nadie en el
auditorio, era imposible que ese sonido fuera música. Así que, sin
darle más vueltas, pensó que solo podía ser el viento soplando a
través de las ventanas, por lo que continuó andando.
El profesor se marchó del colegio, no sin antes cerrar con llave la
puerta principal e introducir el código de seguridad electrónico que
bloqueaba su apertura, tanto desde dentro como desde fuera.

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Justo en el momento en que la puerta del colegio se cerraba,
María terminaba de ensayar la escena muda y oscura, y Amelie,
siguiendo las indicaciones de Celia, encendió la luz.
—Pues ya está. Y, ahora, la siguiente escena. —María cogió de
nuevo el libro. No quería dejar de ensayar, por ella se hubiera
quedado todo el día allí.
—Un momento. —Celia acababa de mirar su reloj y se había
dado cuenta de que eran más de las ocho—. ¿Sabéis qué hora es?
¡¡¡Son las ocho y diez!!!
—¡Oh, no, qué tarde es! —dijo Amelie.
—Bueno, sigamos ensayando —dijo María muy convencida—, si
ningún profesor nos ha venido a avisar, será que aún tenemos
tiempo.
—Pero, es muy raro… ¿y si se ha olvidado? —Celia empezó a
temerse lo peor—. Te recuerdo que era Saturnino el que hoy se
quedaba a vigilar.
—¡¿En serio?! —María se dio cuenta en ese momento de que
podían estar en un aprieto—. Vayamos a su despacho a ver si aún
sigue ahí.
Pero, esta vez, no es que Saturnino se hubiera olvidado,
simplemente había pensado que ya no había nadie en el auditorio al
no ver luz dentro.
Las chicas recogieron sus cosas a toda prisa. Amelie tuvo que
dejar el mar a medio pintar y los botes de pintura sin recoger.
Tampoco tenía tiempo para limpiar los pinceles y, además, pensó
para tranquilizarse, el mural debía secarse para continuar al día
siguiente. No había tiempo para recoger el mural. Ahora había algo
mucho más urgente que hacer.
Mientras las tres chicas caminaban hacia el despacho del
profesor, todos los adornos que Amelie llevaba colgados de su
mochila chocaban entre sí y hacían un ruido como de cascabeles
alterados.
Aunque ninguna de las tres decía nada, todas se preguntaban lo
mismo: «¿Nos habremos quedado atrapadas en el colegio?».
Cuando llegaron al despacho de Saturnino, comprobaron que la
puerta podía abrirse. Eso les generó cierta esperanza.

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Seguramente, pensaron, si estaba abierta es que el profesor aún
estaba allí.
Sin embargo, cuando entraron, vieron que allí no había nadie. Ni
siquiera estaba su maletín negro. Estaba claro: se había ido. Tal vez
había olvidado cerrar la puerta de su despacho y, lo que era mucho
peor, se había olvidado de ellas.
Las cosas se estaban complicando mucho.
¡Ahora debían encontrar la manera de salir del colegio!
—Amelie, tú tienes aquí tu móvil, ¿verdad? —dijo Celia tragando
saliva y esperando una respuesta afirmativa—. Si Saturnino ha
cerrado el colegio, y estamos atrapadas, tal vez podríamos llamar
desde tu teléfono.
—Sí, lo tengo —Amelie sacó el aparato de su mochila—, pero
está sin batería, y no tengo el cargador.
La chica se sentía mal y un poco culpable. Si su móvil hubiera
tenido batería, hubiera podido llamar para pedir auxilio. Encima
tampoco tenía el cargador.
«¡Qué desastre!», pensó.
Amelie recordó la cantidad de veces que su madre le decía que
debía recargar bien el móvil antes de salir de casa, y asegurarse de
que el móvil tenía suficiente batería.
—Lo siento mucho —dijo Amelie mirando al suelo.
—No te preocupes —María hablaba tranquila, parecía que la
situación no le preocupaba en exceso—, aunque seguramente
Saturnino ha cerrado el colegio, antes de dejarnos llevar por el
pánico, debemos ir a comprobar si la puerta principal está de
verdad cerrada.
—¡¡¡Dices tan tranquila que seguramente nos hemos quedado
atrapadas!!! —Celia estaba muy nerviosa y no comprendía esa
calma de María—. Y el móvil de Amelie tiene cero de batería, ¡no
podemos avisar a nadie!
—No te alarmes, Celia, por favor. Hay otros teléfonos —dijo
María pensando en el de la portería—. Yo misma usé el de
recepción y funciona de maravilla.
Eso tranquilizó un poco a Celia. Las tres chicas pusieron rumbo a
la entrada del colegio. Allí había un teléfono desde el que llamar.
Pero antes, tal y como había propuesto María, comprobarían si la

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puerta principal estaba cerrada. Igual no era así, y estaban
adelantando acontecimientos.
La luz del pasillo que llevaba hasta la entrada estaba apagada y
las chicas, por más que tanteaban las paredes, no encontraban los
interruptores.
Lo cierto es que salvo por algún día muy gris, las luces de los
pasillos del colegio no solían encenderse, y por eso no lograban
localizarlos.
En ese momento, solo un poco de luz se colaba por las
ventanas. Las tres chicas iban muy juntas, pues les impresionaba
mucho el silencio y temían que de un momento a otro alguien
pudiera aparecer desde la oscuridad. Eso sí le daba miedo a María.
—Si al menos tuviéramos una linterna —dijo María con voz
temblorosa.
—¿Qué es la palabra «linterna»? —preguntó Amelie que no
conocía esa palabra.
—Algo que alumbra, como si fuera un tubo de luz —María
trataba de explicárselo brevemente—, es como una lámpara que
puedes llevar de un sitio a otro.
—¡Yo tengo! —Amelie cogió uno de los llaveros que colgaban de
su mochila.
Amelie la llevaba de adorno y la linterna era muy pequeña.
Cuando le dio al botón de encendido, salió un hilito de luz. No era
gran cosa, pero sí lo suficiente como para alumbrar un poco el
pasillo. De esta manera llegaron hasta la puerta principal.
—Probemos a abrirla. —María cogió el pomo y lo giró una y otra
vez, pero la puerta no se abrió.
—¡Está cerrada a cal y canto! —concluyó Celia muy asustada
pues veía que las cosas iban de mal en peor.
—¿Creéis que la llave está en la portería? —preguntó María—.
Tal vez la guardan en algún armario. Si es así, solo tendremos que
cogerla y asunto solucionado.
—Aunque encontráramos la llave, no serviría de nada —aseguró
Celia—. ¿No recuerdas lo que dijo la señorita Blanch el día que nos
apuntamos a la obra de teatro?
—Umm —María miró hacia el techo, dudando—, ¿a qué te
refieres?

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—Dijo que ese día ella tenía que cerrar el colegio y que la puerta
principal no solo se cierra con llave, también tiene un sistema
electrónico de seguridad, un código o algo así. —Celia refrescó la
memoria de su amiga—. Sin saber el código es imposible abrirla.
—Entonces… —dijo María sin mostrar todavía signos de
preocupación—, estamos realmente atrapadas en el colegio.
—¡Es horrible! —Celia se llevó las manos a la cara—. Ahora solo
podemos esperar a que alguien nos eche de menos y se les ocurra
mirar en el colegio.
—Pues mi madre hasta las nueve no me echará de menos. Esa
es la hora a la que me espera —recordó María—, será entonces
cuando se preocupará.
—A mí me irán a buscar a tu casa, María —dijo Amelie
recordando la llamada de Belén—. Me llamó la madre de Paula para
decírmelo.
—Yo hoy tenía que ir a casa de mi tía porque mi madre está de
guardia —dijo Celia—. ¡Chicas, nuestra situación es horrible! ¿Qué
pasará si nadie nos echa en falta?
—Llamaremos por teléfono a mis padres —dijo María muy
segura—. Ellos vendrán a buscarnos. Vamos al teléfono de la
portería.
La recepción estaba justo a las espaldas de las chicas y, una vez
allí, María cogió el teléfono y se dispuso a marcar los números.

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Capítulo 15
Sin señal

Q
ué está pasando? —María se extrañó al ver que por más
—¿ que presionaba las teclas, aquel teléfono no daba señal
—. ¿Por qué no funciona?
María zarandeó el teléfono, colgó varias veces y volvió a marcar,
pero aquello no solucionó nada.
—No me lo puedo creer, ¿en serio no va? —preguntó Celia
quitándole el auricular e intentándolo ella. La chica ya no sabía
cuántas cosas más podían salir mal—. ¡Qué mala suerte!
—Os prometo que el otro día funcionaba a la perfección. —María
se encogió de hombros y puso hacia arriba las palmas de sus
manos; no entendía qué estaba pasando.
—Igual la directora descubrió que alguien había usado el
teléfono sin permiso y ahora ha ordenado desconectarlo cuando se
acaban las clases. —Se le ocurrió pensar a Celia.
—Sea como sea —María ahora sí comenzó a preocuparse—,
estamos atrapadas de verdad.
—¿Os imagináis que tenemos que pasar aquí la noche? —Amelie
miró a su alrededor y sintió un escalofrío.
—Es bastante probable. Deberíamos buscar un lugar para pasar
la noche. Tal vez podríamos ir al polideportivo —propuso Celia—.
Nos haremos unas camas con colchonetas. También vi unas mantas
guardadas ahí. No sé si pegaremos ojo, pero al menos estaremos
protegidas.
—Por cierto, no sé vosotras, pero yo lo que empiezo a tener es
hambre. —María se llevó la mano al estómago—. ¿Creéis que
alguien habrá olvidado comer su almuerzo y lo tendrá aún en clase?
—Eso sería muy raro. —Celia la miró extrañada—. Me parece
que esta situación te está haciendo pensar cosas raras: llamar por

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un teléfono roto, buscar almuerzos olvidados… Mejor vamos de una
vez al polideportivo.
—De acuerdo —dijo María mientras sacaba de su mochila su
estuche y una hoja—, pero antes dejemos una nota en la entrada
del colegio por si vienen a buscarnos y estamos tan dormidas que
no nos enteramos.
—Yo no pienso dormir en toda la noche —aseguró Celia—, no
podría dormir en el colegio.
—¿Que no puedes dormir en el colegio? Eso no te lo crees ni tú
—María ocultó su risa y la miró desafiante—, ¡pero si algún lunes a
primera hora yo he visto cómo te quedabas dormida!
—Pero, pero… eso es diferente —disimuló Celia al recordar que
una vez incluso había roncado—, ¡no es lo mismo!
Sin perder más tiempo, María buscó entre todas las pinturas que
llevaba en el estuche el rotulador gordo que solía usar para escribir
los títulos de los temas. Era de color azul metálico, y pensó que era
ideal para que las letras de la nota se vieran bien. El ruido del
rotulador recorriendo el papel parecía el de un simpático ratoncillo
husmeando la hoja. El murmullo paró cuando María puso el punto
final.
En la nota se podía leer, en letras muy grandes:

S. O. S.
¡¡Estamos en el polideportivo!!
Venid a buscarnos.
Firmado: Celia, Amelie y María.

—Ahora la colocaremos en un lugar que se vea bien. —María


probó en varios sitios hasta que decidió que la pondría del revés, en
el cristal de la puerta—. Aquí la podrán leer desde el otro lado sin
entrar en el colegio.
Las chicas pusieron la nota pegada en el cristal y caminaron
juntas hacia el polideportivo. En las zonas donde no encontraban
los interruptores de la luz, Amelie encendía su pequeña linterna,
aunque cada vez le quedaban menos pilas, y el camino era largo.
—Espero que no se acabe la pila —dijo pensando en lo que le
había pasado con el móvil—, sería ya muy mala suerte.

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—Pues de eso vamos sobradas… —se quejó Celia que sentía que
esa tarde nada les estaba saliendo bien.
—Desde luego con esa actitud no vamos a llegar a ningún sitio,
Celia. —María se había propuesto ser más positiva—. No pienses
tanto en lo que ha salido mal y empieza a enfocar tus
pensamientos en lo que va a salir bien, ¿de acuerdo?
—Valeee, de acuerdo… —dijo Celia de mala gana mientras
arrastraba los pies hacia el polideportivo.
Para llegar hasta el gimnasio debían ir al piso de abajo y, para
eso, tenían que cruzar un pasillo lleno de taquillas, girar en
dirección al despacho de la directora, y llegar frente a la puerta de
la biblioteca, donde estaban las escaleras que llevaban al sótano.
En ese piso subterráneo era donde estaba el pabellón de
deporte, al que los alumnos llamaban «la nevera», con bastante
motivo, porque era el lugar más frío de todo el colegio. Por eso allí
había hasta mantas.
Cuando llegaron hasta la escalera, Celia se quedó mirando una
puerta, muy pensativa. Era la entrada al misterioso trastero del
colegio, un lugar al que ningún alumno había logrado acceder.
La chica recordó que había probado a abrirla el día que le
mandaron el encargo de hacer unas fotocopias, pero no lo había
conseguido pues estaba cerrada con llave. También recordó que,
esa misma tarde, Saturnino había cogido el caballete con ruedas de
ese mismo lugar.
—¿Qué te pasa, Celia? —María pasó su mano por delante de los
ojos de su amiga, tratando de que al menos pestañeara y saliera de
su trance.
—Pensaba que al polideportivo se iba por las escaleras, ¿qué
hacemos aquí paradas? —preguntó Amelie, que no se conocía los
caminos.
Celia señaló la puerta sin decir nada. Aún le picaba la curiosidad,
como a todos los alumnos, de saber qué había dentro. Pero
también le daba bastante miedo lo que pudieran encontrar al otro
lado.
—Ufff, el trastero secreto… —María giró la cabeza en dirección
hacia donde Celia señalaba.

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—¿Y si la puerta del trastero secreto estuviera abierta? —dijo
Celia con voz temblorosa, ya que en el fondo le daba miedo entrar
ahí—. Con lo despistado que es Saturnino, igual se ha olvidado de
cerrarla.
Para sorpresa de Celia, María se acercó hasta la puerta, dejando
a un lado el miedo.

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Capítulo 16
Cambio de planes

P
uedes alumbrar aquí? —María pidió a Amelie que
—¿ iluminara el pomo de la puerta con su linterna.
Cuando la francesa enfocó con la linterna, un destello brilló en la
oscuridad.
—¡Me lo imaginaba! —Celia señaló la puerta. De la cerradura
aún colgaba una pequeña llave vieja y oxidada.
—Se ha olvidado de quitarla… —susurró María.
—¿Alguien me puede explicar qué pasa con esta puerta? —
Amelie recorrió con la linterna el marco—. ¿No íbamos al
polideportivo?
—Bueno… igual podríamos cambiar de planes —propuso María
guiñando un ojo—. ¿Entramos?
—Pero ¿y si nos descubren? —dijo Celia sopesando la situación.
—La verdad es que la llave está puesta y no hay nadie en el
colegio —añadió María—, no nos pueden pillar.
—Aunque me gustaría, me da un poco de miedo —reconoció
Celia que sentía una gran contradicción—. ¿Y si son ciertas las
historias que cuentan sobre esta habitación?
—¡Bah!, eso son todo habladurías, todo invenciones. —María
quería quitar importancia a los rumores de que la habitación era un
lugar peligroso y que quien entraba nunca más volvía a salir—. Si
una puede entrar, puede salir. ¡Es pura lógica!
—Ya, pero no está bien que abramos una puerta que no es
nuestra. —Celia quería ser correcta.
—Bueno, es una puerta del colegio —María trataba de convencer
a su amiga—, no es de nadie en concreto, no tiene un dueño.

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—Bu, bue, bueno… —Celia se encogió de hombros—, eso es
verdad.
—Venga, solo será un momento. —María miraba a las otras dos
chicas con ilusión—. Vemos lo que hay dentro y luego nos vamos al
polideportivo a esperar a que nos rescaten. ¡Seremos las únicas en
todo el colegio que saben lo que hay detrás de la puerta del
trastero secreto!
—Desde luego, es una gran tentación —reconoció Celia mientras
asentía—, pero solo un momento de nada y luego nos vamos, ¿eh?
—Celia, reconoce que es el momento perfecto —dijo María—.
Ahora o nunca.
—Estás irreconocible, María —dijo Celia que cada vez tenía más
ganas y menos miedo de descubrir qué había en ese cuarto
misterioso.
También Amelie comenzaba a sentir curiosidad por ver lo que la
habitación guardaba, así que se acercó al pomo, dispuesta a girar la
llave.
—Esta vieja puerta no tiene pinta de tener códigos para abrirla,
¿verdad? —Amelie levantó una ceja—. Como la puerta principal del
colegio, quiero decir.
—No, no creo, parece muy antigua —dijo María.
En el exterior del colegio, la gente paseaba por la calle. Nadie se
podía imaginar que, dentro del edificio, tres chicas se habían
quedado encerradas. Mientras el ruido del tráfico lo invadía todo,
dentro del colegio, lo único que se escuchaba era el rumor de las
respiraciones de esas tres chicas a punto de cruzar el umbral de
una puerta.
—Voilà —Amelie giró el pomo y abrió la puerta. Luego señaló el
interior del trastero secreto.
Un profundo olor a cerrado hizo que las chicas se taparan la
nariz.
La gran cantidad de cosas que había dentro del trastero secreto
hacía difícil que la débil luz de la linterna llegara a todos los
rincones.
—¿Entramos ya? —preguntó Amelie sin esperar respuesta al
tiempo que cruzaba la puerta—. Será la única manera de ver bien
todo lo que hay.

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María y Celia dudaron. Era como si todas las dudas y todos los
miedos, ahora que por fin la puerta estaba abierta, se les hubieran
enroscado en los pies como pesadas cadenas. Parecía como si las
piernas no les obedecieran.
Amelie se adelantó. Iría ella sola.
La negrura se la tragó de inmediato. Solo se veía el ligero
resplandor de la linterna moviéndose de un lado a otro, como si
fuera una luciérnaga inquieta.
La chica tocó la pared varias veces, buscando un interruptor. Tal
vez esa habitación tuviera una luz, pensó, y pudieran ver bien las
cosas.
Pasados unos minutos se escuchó un clic, y una sucia bombilla,
colgada del techo, escupió con desgana algo de luz.
Al ver la claridad, Celia y María sintieron que su miedo se
desvanecía y decidieron entrar.
Dentro, Amelie miraba y miraba por todos los rincones mientras
se tapaba la boca y la nariz. Estaba asombrada por la cantidad de
cosas que había.
Aquel trastero era muy grande pero, aun así, olía muy raro,
como si el aire fuera espeso y costara respirarlo.
Lo mismo le había pasado a Saturnino: no había podido respirar
bien. Por eso se había ido rápidamente del trastero, dejándose
olvidada la llave.
—Pongamos algo para que la puerta se mantenga abierta —
propuso María mientras cogía unas cuantas cajas para que hicieran
de tope—, o no podremos respirar.
Una vez asegurada la puerta, cada una se dirigió hacia un lugar
de la habitación y cada una encontró cosas diferentes. Ahora
parecían tres valientes exploradoras en busca de tesoros
escondidos y no las preocupadas chicas que se habían quedado
atrapadas en el colegio.
Apoyado en una de las paredes, Celia encontró lo que parecía un
póster enrollado y quiso abrirlo para ver de qué se trataba.
Alrededor tenía atada una cuerda, y a la chica le costó un buen
rato deshacer el nudo. Cuando lo consiguió, Celia pudo ver que se
trataba de una lámina del cuerpo humano.

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Era muy bonita pero estaba en mal estado. Al extenderla se
rompió por algunas partes y el letrero del estómago y una costilla
se cayeron al suelo.
—Vaya, ¡se ha roto! —protestó Celia recogiendo los trozos del
suelo—. No entiendo por qué lo han dejado aquí tanto tiempo,
deteriorándose. Habría quedado muy bien en la pared de cualquier
clase.
Celia la miró detenidamente y leyó los nombres de algunos
órganos y de las partes del corazón. En la parte inferior se fijó en
unos números: 1890. Seguramente, pensó, ese número se
correspondía con la fecha de fabricación de aquella lámina de
anatomía. Databa de hacía más de un siglo.
Mientras tanto, Amelie revolvía el contenido de un baúl. Muy
contenta con sus descubrimientos, iba sacado cosas y más cosas.
Una escuadra y una regla de madera cuyos números casi ni se
veían, un compás de metal bastante raro, y también varios tinteros
de cristal cuya tinta, de color marrón, se había secado y
permanecía pegada al fondo. La chica cogió uno y lo puso boca
abajo, dándole unos golpecitos para que su contenido cayera, pero
la tinta estaba petrificada.
—Chicas —dijo la francesa, que había encontrado más cosas
interesantes—, venid, hay un montón de material escolar y parece
antiguo.
Amelie sacó varias tablas del tamaño de una hoja de cuaderno.
—Mirad estas tablillas —la chica les dio la vuelta—, son como
minipizarras y llevan unas tizas atadas con una cuerda.
—Parecen tablets del pasado —dijo Celia riendo.
—¿Para qué usarían esto? —dijo Amelie ahora extrañada ante un
ábaco de madera que tenía letras grabadas.
—¿No te parece que este lugar es como una clase? —Celia miró
alrededor y pudo ver que de las paredes aún colgaban algunos
dibujos—. Pero es todo muy antiguo.
—Igual aquí guardan el material viejo de cuando se fundó
vuestro colegio. —Imaginó Amelie.
—Ahora que lo dices… —Celia comprobó el año grabado en la
lámina del cuerpo humano—. María, ¿tú recuerdas el año en que se
inauguró nuestro colegio?

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Todos los años, a principio de curso, doña Plan de Vert reunía a
los alumnos en el auditorio y daba un discurso de bienvenida, en el
que, entre otras cosas, contaba la historia del colegio.
La directora siempre se emocionaba al contar lo mucho que tuvo
que luchar uno de sus antepasados para llevar la educación hasta la
ciudad y fundar el colegio. Durante esas charlas, mientras la
directora se limpiaba una lágrima de emoción recordando el tiempo
pasado, los alumnos sentían otra emoción más viva al
reencontrarse con sus compañeros. La verdad era que estaban muy
impacientes por contarse el verano y no hacían caso de la historia
del colegio.
Por eso María solo recordaba, de manera imprecisa, algunas
palabras del discurso y vagamente la fecha.
—¿Que cuándo se inauguró nuestro colegio, dices? —María torció
la boca, no sabía la fecha exacta—. ¿Hace más de un siglo? ¿Por
qué lo preguntas?
—Parece que este trastero guarda el material de entonces —
Celia señaló las paredes y le mostró la fecha de la lámina del
cuerpo humano—, aquí pone 1890.
—¡Sí, parece una clase! —dijo María levantando una sábana que
ocultaba una vieja mesa.
—Hala, ¡qué mesa más rara! —exclamó Celia mirando el lateral
del mueble—, tiene un montón de cajones.
Ante tantas novedades, las chicas se olvidaron por un momento
de que seguían atrapadas en el colegio.
—¡Miremos qué hay dentro! —María no se lo pensó dos veces y
acercó la mano hasta uno de los cajones.

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Capítulo 17
Desencuentros

A
l otro lado de los muros del colegio, la tarde había
transcurrido con total normalidad para el resto de las amigas
de la casa del árbol. Gretta había estado en la academia «Los
lienzos», Blanca había ido al doctor Mondientes, y Paula había
estado entrenando al baloncesto. Ninguna de las tres podía
imaginar que a las nueve de la tarde las otras chicas aún seguían
en el colegio.
Pííí-píí-pííí, pííí-píí-pííí, el claxon del coche de Belén sonó, y Paula
supo que su madre por fin la había venido a recoger. Se despidió
rápidamente del equipo, cogió la red con su pelota de basket y
corrió hacia el coche.
—Venga, date prisa —le dijo Belén—, aún tenemos que recoger
a Amelie de casa de María.
—Pero yo le dije que iríamos al colegio a buscarla —le aclaró
Paula un poco confundida—. ¡Oh, no me digas que me he
confundido!
—No, no, tranquila. Me ha surgido un imprevisto, pero ella ya lo
sabe. La llamé al móvil y le avisé —aclaró Belén mientras ponía el
motor en marcha—. Así que no hay de qué preocuparse. También
avisé a la madre de María para que no se extrañara de ver llegar a
Amelie. Está todo controlado. —Belén guiñó un ojo y le dio al play
del reproductor de música.
Las canciones favoritas de Belén amenizaban el trayecto.
Llevaba las mismas desde hacía años. Paula se sabía la letra de
memoria y las iba cantando mientras miraba a través de la
ventanilla del coche.
La ciudad estaba tranquila, y no había demasiado tráfico, así que
llegaron enseguida a casa de María.

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—Anda, baja tú y avisas a Amelie de que ya la hemos venido a
buscar —propuso la madre de Paula bajando el volumen de la
música para que se le escuchara bien—, así no perdemos mucho
tiempo.
—¡Vale! —La chica salió del coche y cerró la puerta.
Al atravesar el jardín, Paula miró hacia la casa del árbol. Se le
hizo raro que las chicas no estuvieran allí. A Amelie ese lugar le
encantaba y le había dicho que sería capaz de pasarse allí días
enteros. Paula pensó que habría convencido a María para estar todo
el rato en la casa del árbol pero, al parecer, no era así.
Ding, dong, ding, dong, ding, dong. Paula llamó con insistencia
al timbre.
Nadia, que ya había comenzado a impacientarse, fue corriendo a
abrir. Hacía un buen rato que estaba esperando a María y suponía
que solo podía ser ella. Sin embargo, al abrir la puerta…
—¿¿¿Paula??? —dijo la madre de María muy extrañada mientras
se frotaba los ojos.
—¡Sí!, soy yo —respondió Paula encogiéndose de hombros—,
¿esperabas a otra persona?
—Sí, bueno —Nadia se llevó la mano a la frente—, es que estoy
esperando a María, aún no ha llegado. ¿Tú sabes dónde está?
—Qué raro, son más de las nueve. —Paula miró su reloj—. El
ensayo duraba hasta las ocho, ¿no?
—Sí, eso me dijo —confesó Nadia—. Además estoy llamando a
casa de Celia, pues María me dijo que volverían juntas del ensayo,
y su madre no me coge el teléfono.
—Ah, no, no hay nadie en su casa. Su madre iba a estar de
guardia —recordó Paula—. Celia se tenía que quedar con su tía.
—Bueno, Paula, pues lo siento, si venías a buscar a María —
Nadia movió la cabeza a los lados muy preocupada—, ya ves que
no está.
—Yo venía a por Amelie —aclaró Paula—. Teníamos que haber
ido a buscarla al colegio, pero mi madre le avisó de que la
recogeríamos en vuestra casa.
—Sí, me llamó tu madre para ponerme al corriente. Me imagino
que estarán las dos juntas —se dijo Nadia para sí en un tono que
denotaba su preocupación—, lo mismo están aún en el colegio.

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Belén había bajado la ventanilla y miraba desde el coche cómo
Nadia y Paula hablaban y gesticulaban. A Nadia se la veía inquieta,
y ni María ni Amelie aparecían por ningún sitio.
—No perdamos más tiempo y vayamos a buscarlas. —Nadia
cogió el bolso y las llaves—. Iremos en mi coche.
—Mi madre está ahí —Paula señaló el coche aparcado junto a la
acera—, igual podríamos ir juntas.
Belén, al ver que miraban en esa dirección, levantó la mano y la
movió varias veces, como saludando.
—Perfecto porque reconozco que estoy un poco nerviosa para
conducir —dijo Nadia con mucha preocupación.
Una vez acomodadas en el coche, Belén puso rumbo al colegio.
—Tranquila —la madre de Paula trató de calmarla—, seguro que
se han entretenido con alguna cosa y están tan ricamente en el
colegio. Ya verás, mujer.

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Capítulo 18
Un fondo sin fin

M
ientras el coche de la madre de Paula se dirigía al colegio,
Amelie, María y Celia seguían explorando el trastero
secreto.
María había quitado la sábana que cubría un mueble y había
descubierto una mesa llena de cajones. La tela, vieja y algo
amarillenta, permanecía ahora en el suelo, arrugada y olvidada
como el pétalo gigante de una margarita deshojada.
La chica empujó la tela hacia atrás, con el pie, y acercó la mano
hasta los cajones. Sentía mucha curiosidad por saber qué escondía
lo que parecía ser un escritorio de maestro. María tiró del primer
cajón y comprobó que se deslizaba sin tan apenas esfuerzo. Al
abrirlo, una nube de polvo se levantó delante de su cara y la chica
no pudo evitar toser un poco.
—Esto debe de llevar un montón de años cerrado —dijo María
moviendo la mano a los lados, como tratando de alejar el polvo.
—¿Puedes ver lo que hay dentro? —Celia se acercó más.
—¡Sí, mira! —dijo María sacando un tubo alargado del interior
del cajón—, parece un catalejo.
—¿Un cata quééé? —preguntó Celia que no conocía esa palabra
—, ¿eso sirve para algo o solo es un tubo?
—Un catalejo es algo que hace que veas las cosas más de cerca
—María dio una explicación sencilla—, como los prismáticos, pero
solo se mira con un ojo. ¿Ves? —La chica limpió el cristal con su
camiseta y miró por el catalejo.
—Qué raro, ¿para qué lo usarían? —Celia estaba extrañada—.
¿Para ver a los alumnos de la última fila?
—Ja, ja, ja, no creo —rio Amelie—, esto lo usaban en los barcos
que surcaban el mar, para ver si había islas cerca. Pero lo raro es

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que esté en una clase.
—Oye, ahora que nombras el mar, se me ocurre que podría
servirme para la obra de teatro «El mar de Moyra» —dijo María que
se sabía de memoria cada escena de la obra anónima.
—¿Ah, sí? —quiso saber Celia—, ¿en qué escena?
—Una en la que Moyra viaja en una barca y mira por un catalejo
buscando tierra firme —recordó María.
—Ya, pero… si lo usas para la representación, igual sabrán que lo
hemos cogido de aquí. —Celia señaló el cajón—. Y también que
hemos entrado en el trastero secreto. La verdad, no creo que eso le
guste nada a doña Plan de Vert.
—¡Bah!, seguro que no se da cuenta. Ni siquiera deben de saber
que existe. —María señaló a su alrededor—. ¿No ves que todo esto
está abandonado?
—Yo no me arriesgaría —dijo Amelie—. Recuerda que eres la
protagonista y ¡te estará viendo todo el colegio! Tienes más
posibilidades de que alguien lo reconozca.
—Bueeenooo, vaaaleee. —María, de bastante mala gana, lo
devolvió al cajón.
Las chicas continuaron mirando los cajones de la antigua mesa.
Cuando llegaron al de más abajo, que era ya el último, se
encontraron con que estaba cerrado. Una pequeña cerradura llena
de polvo les separaba del contenido de ese cajón.
María aún sintió más curiosidad y tiró con fuerza del asa varias
veces.
—¿Quieres que te ayude? —Celia y María tiraron a la vez del
cajón—. Venga a la de tres: una, dos, y ¡tres!
Aunque pusieron todo su empeño, el cajón permaneció en su
sitio, quieto, como si estuviera pegado con cemento.
—Si tuviéramos la llave… —se quejó Celia.
—Se me está ocurriendo algo —dijo Amelie mientras se quitaba
un par de horquillas del flequillo.
Una de las horquillas todavía estaba manchada de azul, el color
que había utilizado en el mural. La chica rascó un poco con la uña
para quitar la pintura.

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—La abriré con estas horquillas —aseguró Amelie soplando las
virutas de pintura.
—¿¡En serio vas a abrir eso con horquillas!? —María se extrañó.
La francesa apuntó con las horquillas hacia la pequeña cerradura
del cajón.
—Eso es —dijo Amelie al tiempo que giraba los alambres en la
ranura y los movía—. Ahora os pido un poco de paciencia y silencio.
—Ten cuidado de que no se te rompan o se queden ahí
enganchadas, porque entonces descubrirían que alguien ha tratado
de abrir el cajón de la mesa esta —advirtió Celia recordando los
castigos generales tipo «no habrá recreo hasta que no aparezca
quién ha sido».
Amelie se concentró. Aquello no era nada fácil. Si no tenía
mucho cuidado, acabaría por romper la cerradura y ya nunca más
se podría abrir el cajón, ni siquiera con la llave.
María y Celia no comprendían qué hacía Amelie con las
horquillas, para ellas era como un truco de magia.
Clac, cloc se oyó de repente al tiempo que el cajón cedía.
—Voilà —dijo Amelie mientras señalaba el cajón abierto.
Pero, pronto, tanto misterio y emoción dieron paso a una gran
decepción: el cajón solo contenía papeles y más papeles. Datos,
nombres, listas de materiales, facturas… Nada de interés para ellas.
—Buah, qué rollo —dijo Celia sosteniendo varias hojas llenas de
números—. Dejemos esto en donde estaba y sigamos con otra
cosa.
Pero María, sin hacer caso a Celia, vació el contenido del cajón
por completo. Luego, lo sacó de la mesa. A la chica le había
parecido ver algo raro: a pesar de que el cajón parecía muy
profundo, el fondo quedaba muy arriba, como si estuviera en la
mitad del cajón.
La chica dio unos golpecitos.
—¡Esperad un momento! —advirtió María que se había dado
cuenta de que la madera del fondo del cajón se podía quitar—. ¿No
os parece raro? Mirad.
María presionó en un lado y la madera cedió.

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—¡Es un cajón secreto! —exclamó Amelie al verlo—. Eso significa
que alguien escondió algo ahí…
—Miremos qué es lo que escondieron. —Celia estaba muy
impaciente.
María retiró con cuidado el falso fondo y, para su sorpresa, unos
papeles atados con una cinta de terciopelo verde aparecieron ante
sus ojos.
—¿Qué es eso? —Celia se colocó bien las gafas para ver mejor.
En la primera hoja podía leerse con perfecta caligrafía: «Escritos
de Lucía Vert. Año 1900».
—¡Vert! —exclamó María—. Ese apellido me suena, es el de la
directora. Pero ¿quién fue Lucía?
—¡Mirad la fecha! —exclamó Celia al pensar que el colegio se
había fundado por entonces.
—Datan de 1900 —dijo Amelie—. Qué curioso, estos papeles
solo se diferencian unos pocos años con la fecha de la lámina del
cuerpo humano que encontraste. Debe de ser todo de la misma
época.
—Sí —dijo María pensativa—. Además, por el apellido, deben de
pertenecer a algún antepasado de la directora.
—Chicas, ¿no fue un antepasado de la directora quien fundó el
colegio? —recordó Celia las charlas de principio de curso—. Tal vez
todos esos papeles con números y facturas podrían ser de la puesta
en marcha del colegio. Y estos escritos tal vez también sean suyos,
¿no?
—Parece lógico, sí —asintió María mirando las hojas—, ¿las
leemos?

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Capítulo 19
Una nota en el cristal

B
elén aparcó el coche frente a la puerta del colegio.
—No me lo puedo creer —dijo echando el freno de mano—,
¡es la primera vez en todos estos años que logro aparcar justo en
frente de la puerta!
Antes de que acabara de decir la frase, Nadia se había bajado
del coche y caminaba hacia la puerta principal. Las luces del colegio
permanecían apagadas. No parecía que hubiera nadie dentro. Al
acercarse más, una nota pegada al otro lado del cristal llamó su
atención.
Paula corrió tras Nadia y la alcanzó.
—Anda, esa es la letra de María. —La chica pegó la cara al
cristal.
—¡Aquí hay algo! —gritó Nadia levantando los brazos al tiempo
que se giraba hacia Belén.
La madre de Paula salió del coche y aceleró el paso. Tras leer la
nota donde las chicas indicaban que estaban en el polideportivo,
empujó la puerta varias veces para comprobar si estaba abierta.
—¿Cómo puede ser? —se extrañó Belén—, la puerta está
cerrada.
—¿Se habrán quedado atrapadas en el colegio? —preguntó
Nadia sin entender muy bien cómo podía haber pasado una cosa así
—. ¿O se habrán escondido allí intencionadamente? ¡Ay, qué
disgusto!
—Mujer, no creo que se hayan escondido —Belén la miró
perpleja—, no dejarían una nota de S. O. S.
Interiormente Paula se preguntaba qué habría pasado para que
sus amigas se hubieran quedado en el colegio atrapadas.

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Ni María ni Celia le habían comentado la intención de
esconderse. Tampoco Amelie le había dicho nada parecido. Si
hubieran tramado algo, seguro que se lo habrían contado. Ahora
Paula solo deseaba que no se hubieran metido en ningún jaleo.
Comenzaba a estar muy preocupada, pero no quería demostrar esa
inquietud ante las madres y habló un poco desenfadadamente.
—Siempre que veo eso de S. O. S pienso en un oso —dijo Paula
—, ¿qué significan esas siglas?
—Es una llamada de socorro utilizada en los barcos. Se enviaba
por código morse y era sencilla de hacer. —Belén dio unos
golpecitos en el cristal imitando el código morse—. Se traduce como
«Save Our Ship» que significa «salven nuestro barco», creo
recordar.
—Paula —Nadia quiso ir al grano y dejar de hablar sobre el
significado de las siglas—, ¿tú sabes qué profesor era el encargado
de vigilar hoy?
—Pues… —Paula se rascó la cabeza tratando de recordar—, creo
que era ¿Saturnino?
Belén y Nadia se miraron. La fama del despiste del profesor
también era conocida entre los padres, aunque nadie hubiera
podido imaginar una metedura de pata como la que se estaban
temiendo.
—Tendríamos que avisar a la directora —dijo Nadia muy segura
—, pero yo no tengo su número personal.
—A ver —Belén estaba consultando en el móvil su agenda de
teléfonos—, pues yo tampoco lo tengo. Pero, mira, aquí me aparece
el de la tutora de las chicas.
—Mamá, ¿vas a llamar a Mademoiselle Juliette? —preguntó
Paula un poco alarmada—, ¿no puedes llamar a otra profesora, por
favor?
Paula temía que Mademoiselle Juliette, al enterarse de que María
y Celia se habían quedado encerradas, les pusiera un punto
negativo y esto influyera para el viaje a Rennes.
—Pero, hija, ¿y eso? —preguntó Belén extrañada—, ni que
tuviera la agenda de teléfonos de todos los profesores para estar
eligiendo a quién llamar.

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—Mamá, es que seguro que la tutora se enfada con ellas y no les
deja ir a Rennes en verano —explicó brevemente Paula su temor.
—¡Menuda preocupación lleváis con el tema de ir a Francia! —
dijo Nadia recordando que María hacía poco le había comentado
algo al respecto—. ¡Al final las que no os vamos a dejar ir somos
nosotras!
—Muy bien dicho, Nadia —dijo Belén—. Ya está bien con el tema.
Ahora lo importante es encontrar a tus amigas. No hay tiempo que
perder.
—Sí, mamá. —Paula sentía que en el fondo tenían razón, lo
importante era encontrarlas cuanto antes.
—Llamemos a la tutora —dijo Nadia—. Ella nos pondrá en
contacto con la directora.
Para Paula, las conversaciones que siguieron a esa llamada
sucedieron a cámara rápida. La preocupación de las madres cesó
cuando la directora les prometió ponerse en contacto con
Saturnino, que era el que ese día tenía la llave.
Paula, sin embargo, solo esperaba que aquel encierro no hubiera
sido por culpa de sus amigas. Que hubiera una explicación
coherente, pues de lo contrario, no solo podían ir diciendo adiós al
verano juntas, sino seguramente a otras muchas cosas.

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Capítulo 20
¿Misión cumplida?

N
adia y Belén esperaban impacientes a que la directora
llegara hasta la puerta del colegio. Mientras tanto, Paula
trataba de entretenerse con su pelota de baloncesto,
botándola en la calle una y otra vez.
—Anda, hija, deja un poco de botar —sugirió Belén un poco
harta de escuchar el monótono boing, boing, boing.
A la madre de María se le veía muy intranquila. La duda de si
estarían aún dentro del colegio le ponía todavía más nerviosa. Tal y
como decía la nota, parecía que estaban en el polideportivo, pero
ella tenía sus dudas.
—¡A saber hace cuánto rato que María ha escrito la nota! —decía
mientras paseaba del brazo de Belén, de un lado a otro de la calle.
Fue en uno de estos paseos cuando una mujer extraña se les
acercó. Caminaba despacio, casi de puntillas, como si no quisiera
hacer ruido, ni llamar la atención. Llevaba la cara tapada con una
bufanda y unas enormes gafas de sol. Sin embargo, pese a su
disfraz, todas supieron de quién se trataba al comprobar que la
mujer paseaba una correa de perro… sin perro.
—¡Doña Clocota! —Nadia la miró más de cerca—. Menudo susto
me ha dado, al principio no la reconocía…
—Chsss, silencio. —La mujer se encogió un poco y susurró—: No
digas mi nombre en alto.
—Mujer, ¿y eso? —se extrañó la madre de Paula que siempre
había pensado que doña Clocota era un poco rara.
—La fama me persigue allá donde voy —les confesó doña
Clocota—, y no me gusta nada.
Desde que doña Clocota había resuelto el caso del diamante
«Alora Drapa», la fama de sus dotes detectivescas se había

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extendido por toda la ciudad. Multitud de personas se acercaban
hasta el barrio solo para verla, pues había salido hasta en los
periódicos.
—¡Qué bien ser tan famosa! —exclamó Paula—. ¡Ser importante!
—Lo único importante es hacer bien nuestro trabajo, ayudar a
los demás —le aclaró doña Clocota a la que últimamente le
sobraban casos para resolver—. La fama… no es lo principal.
—Ah, pues si nos pudieras ayudar… nosotras ahora estamos ante
un misterio —dijo Nadia apurada.
Doña Clocota asintió, un poco de mala gana. Tampoco quería
negar su ayuda a la madre de María, su vecina de enfrente.
Enseguida, Nadia y Belén le contaron lo sucedido.
—Y mira —Paula agarró a doña Clocota del brazo y la condujo
hasta la entrada—, María ha dejado una nota de S. O. S en la
puerta del colegio.
La mujer se levantó las gafas de sol y, acercándose mucho al
cristal, leyó la nota.
—Sin duda, es una nota reciente. —Doña Clocota señaló la tinta
del papel, que había manchado también el cristal, pues aún estaba
fresca—. Os aseguro que las chicas están todavía donde dicen
estar. Y me temo que ese profesor despistado tiene bastante que
ver en todo esto… no me gustaría nada estar en su pellejo.
En ese mismo momento, doña Plan de Vert bajó de un coche.
Iba acompañada por Saturnino, en cuyo rostro se podía adivinar la
preocupación y la culpabilidad ante la desagradable situación.
—Saturnino —dijo doña Plan de Vert al tiempo que se estiraba
su floreada chaqueta con las dos manos—, tenemos que hablar
seriamente de lo que ha sucedido. Mañana, a primera hora, le
espero en mi despacho, ¡y no se olvide!
—Sí, sí, pero le aseguro que no sé cómo ha pasado una cosa así.
—El profesor de Informática movía la cabeza a los lados, no
comprendía nada—. Esta vez no me olvidé. Yo miré en el auditorio
y ¡no había nadie!
—Dejemos las explicaciones para mañana. —La directora movió
su mano en el aire como espantando algo—. Ahora deme la llave
del colegio.
—Sí, sí, sí —dijo el profesor—, claro, claro, claro.

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Saturnino tanteó todos los bolsillos de su chaqueta, de la camisa
y del pantalón, moviendo las manos nerviosamente como si
estuviera bailando una extraña danza.
Por un momento, tanto Paula como las madres y la directora
temieron que la hubiera perdido.
—¡Aquí está! —dijo Saturnino emocionado mientras una
lagrimilla le asomaba a los ojos, como cuando olvida algo y lo
vuelve a recordar.
La directora introdujo la llave y se dirigió hacia un aparato que
había justo al lado de la puerta. Allí presionó el código de apertura
y la puerta se abrió.
Doña Clocota, disimuladamente y de puntillas, dio varios pasos
hacia un lado y aprovechó para irse sin que nadie se diera cuenta.
El papel escrito por María cayó al suelo lentamente como si fuera
la pluma de un pájaro. Paula se agachó y lo recogió.
—Habrá que ir al polideportivo. —Le entregó el papel a doña
Plan de Vert.
—Sí, pongamos rumbo al polideportivo —ordenó la directora
mientras miraba de reojo a Saturnino—, ¡no perdamos ni un
minuto!
—Solo espero que sigan allí. —Nadia cogió del brazo a Belén y
ambas mujeres siguieron a doña Plan de Vert.
—Seguro que sí —le dijo Belén—. La misma doña Clocota ha
asegurado que estarán allí, y tu vecina… ¡no falla! —Belén giró la
cabeza buscando a la mujer, pero no la encontró por ningún sitio.
Doña Plan de Vert caminaba muy enérgica, seguida por los
demás. Conforme atravesaban los pasillos del colegio, los pasos
retumbaban con fuerza, rompiendo el silencio que hasta ese
momento había acompañado a María, Celia y Amelie.
Tal era el estruendo, que el ruido incluso llegó hasta el trastero
secreto.
—Chicas, ¿habéis oído eso? —se alarmó Celia—. Parecen pasos
de gente.
—¡Igual nos vienen a buscar! —Se alegró Amelie.
—Daos prisa, no deben encontrarnos en el trastero secreto… —
María cerró el cajón y cogió su mochila con rapidez—. ¡Vayamos al

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polideportivo! Si han leído el mensaje de la puerta acudirán allí.
A las chicas les entró mucha prisa por abandonar el lugar.
—¿Cerramos la puerta? —Celia dudó un momento, la llave aún
colgaba del pomo.
Fue Amelie la que lo decidió. Cerró la puerta y cogió la llave.
Luego, la escondió encima de la caja de un extintor que había
cerca.
—Por si queremos volver a entrar. —Amelie sonrió.
Tanto Celia como Amelie habían olvidado sus hallazgos. Solo
María, antes de salir, miró el fajo de hojas atadas con la cinta de
terciopelo. No quería dejarlas allí.

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Capítulo 21
Una casualidad sin luz

C
omo si fueran tres náufragas recién rescatadas de una isla
desierta, las chicas permanecían de pie, con las mantas
puestas sobre los hombros.
Nada más verlas, Nadia corrió hacia ellas y las abrazó con
fuerza. Luego comprobó que estaban bien y, por fin, pudo respirar
tranquila.
Paula también llegó enseguida y las abrazó.
—¡Menudo susto nos habéis dado! —dijo la directora—. Aunque
ahora lo importante es que estáis todas bien.
—Lo siento mucho, de verdad. —Saturnino se acercó para
disculparse. Aunque aún no entendía lo que había sucedido, se
sentía responsable de lo que había pasado.
—¿Alguien nos puede explicar qué ha pasado aquí? —habló la
madre de Paula—. ¿Cómo es posible que tres chicas se hayan
quedado encerradas en el colegio? ¿Tenéis algo que decir vosotras?
—En realidad —María comenzó a hablar sin saber muy bien qué
decir—, no sé qué ha pasado. Nosotras estábamos ensayando en el
auditorio y, pasadas las ocho, nos dimos cuenta de que nadie nos
había venido a avisar ni nada. Entonces fuimos al despacho de
Saturnino, pero allí ya no había nadie…
Todas las cabezas se giraron hacia donde estaba Saturnino,
exigiéndole una explicación.
—Bu, bu, bueno… yo tampoco sé qué ha pasado. —Saturnino
comenzó a tartamudear, estaba nervioso—. A las ocho, después de
apagar la última de mis alarmas, me dirigí hacia el auditorio para
avisar a los alumnos. Al acercarme pude ver que no había luz
dentro de la sala por lo que supuse que ya no quedaba nadie.

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—Pero ¿no lo comprobaste? —quiso saber doña Plan de Vert—.
¿No entraste dentro del auditorio?
—Pues, la verdad es que no. —Saturnino negó con la cabeza—.
¿Quién iba a ensayar una obra de teatro a oscuras?
María se dio cuenta entonces de que todo aquello había sucedido
mientras ensayaban la escena sin luz.
—Creo que ha habido un malentendido —María comenzó a
hablar—; hay una escena, «La noche del mar», en la que apagamos
la luz porque en la obra de teatro es de noche… tal vez en ese
momento fue cuando Saturnino pensó que no había nadie.
—¡Ahora se entiende todo! —dijo Doña Plan de Vert un poco
arrepentida de haber pensado tan mal de Saturnino—. Ciertamente
ha sido un malentendido. Aunque pienso —la mujer se dirigió al
profesor de Informática—, que deberías haberlo comprobado. Pero
bueno, no es momento para hablar de eso. Mañana, como te he
dicho, te espero en mi despacho.
Doña Plan de Vert acababa de tomar la decisión de que al día
siguiente no habría ensayo. Aprovecharía la tarde para organizarse,
pues a partir de entonces debería ser ella y solo ella quien
supervisara a los alumnos. No volvería a pasar algo así.
Las chicas se miraron entre sí, alarmadas. Cada vez que la
directora citaba a alguien en su despacho no era precisamente para
algo bueno. Ahora varios interrogantes cruzaban sus mentes:
¿echarían del colegio a Saturnino por lo que había pasado? ¿O sería
una llamada de atención lo que le esperaba al día siguiente en el
despacho de la directora?
—Bueno, veo que no ha sido una travesura, qué alivio —
murmuró Belén juntando las manos—. Así que, una vez resuelto el
misterio, creo que lo mejor será irnos a casa.
—¡Eso! —dijo Nadia—: Cada mochuelo a su olivo.
—Ese refrán lo dice mucho mi tía, je, je —dijo Celia.
—Oye, Celia, te acercamos a casa de tu tía, ¿de acuerdo? —
propuso Nadia—. Era con ella con quien te quedabas hoy, ¿verdad?
—Sí —Celia se empujó las gafas—, mi madre está de guardia
hoy.

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Capítulo 22
Esa misma noche

T
endrás hambre, ¿no? —dijo Nadia mientras le ofrecía a
— María un plato de pasta carbonara.
—Pues sí, tengo un hambre que no veas. —María se acercó al
plato y pinchó un par de macarrones—. Imagina el hambre que
tenía que ya estaba dispuesta a mirar si alguien había olvidado su
almuerzo en clase…
—Pobres, toda la tarde ahí, encerradas… —Nadia pasó la mano
por su frente—, es que no lo quiero ni pensar.
—Bueno tampoco estábamos en la selva, mamá, no seas
exagerada. —María no quería que su madre se preocupara, y
aunque es verdad que habían pasado miedo, al final habían estado
muy entretenidas en el trastero secreto.
—Y los deberes, nada, ¿no? —dijo Nadia—, sin hacer.
—Hoy no nos habían puesto. —María cogió una manzana de
postre—. En eso sí hemos tenido suerte.
María se quedó pensativa. No solo había sido una suerte no
tener deberes, también, dentro de lo malo, habían podido ver el
interior del trastero secreto. Algo que debía pasar muy pocas veces,
un hecho excepcional. Desde luego, a veces, dentro de lo malo
crece la oportunidad de algo mejor.
Esa misma noche, María no podía dormir. No paraba de pensar
en todo lo que había sucedido. Además, dentro de su mochila le
esperaban las enigmáticas hojas que habían encontrado en el
trastero secreto. Y eso la mantenía en vilo.
Se las había llevado sin decir nada ni a Celia ni a Amelie. No
porque quisiera ocultarlo, simplemente no le había dado tiempo.
Ahora dudaba si lo que había hecho estaba bien o mal, pero le
podían las ganas de seguir leyendo esos escritos de la misteriosa
Lucía Vert, ¿qué pondría?

Página 89
María se levantó de la cama y abrió la mochila. El tacto de la
cinta de terciopelo le hizo cosquillas en las manos. La luz de la luna
entraba por la ventana y alumbraba las hojas.
El ruido despertó a su gato Glum, que se había acomodado en
un cojín. Ronroneó varias veces y se puso al lado de la chica, como
si él también tuviera curiosidad.
María comprobó que había un buen número de hojas con
poemas. La chica leyó algunos y pensó que a su amiga Blanca le
encantaría leerlos. Comenzaba a tener mucho sueño. Eran más de
las doce, y María bostezó.
—Solo una hoja más —se dijo para sí.
Y justo, al ver lo que había escrito en la siguiente página, sus
ojos se abrieron de par en par y todo el sueño se esfumó.
—«El mar de Moyra»… —leyó el título de lo que era el
manuscrito de la obra de teatro. ¿Era ese el original de la obra? ¡No
se lo podía creer!
Le parecía que todo aquello era producto del cansancio, ¿estaría
soñando?, ¿cómo era posible que justo ella tuviera la respuesta a
quién había escrito esa obra de teatro cuando nadie más en el
mundo lo sabía?
La chica se frotó un ojo y se levantó rápidamente. Estaba
dispuesta a descubrir si de verdad era el manuscrito de la obra de
teatro. Comprobaría si ponía lo mismo. Ella se sabía la obra de
memoria. Conforme iba leyendo y recordando cada letra y cada
frase, no tuvo dudas: aquellas hojas escritas a mano pertenecían a
la obra de teatro «El mar de Moyra».
María miró a Glum que, en ese momento y ajeno al hallazgo, se
lamía las patas delanteras para luego pasárselas por la cabeza
varias veces, como si se estuviera lavando la cara. Después de este
ritual, el gato bostezó, sin duda tenía mucho sueño.
—Sí, es muy tarde para convocar una reunión en la casa del
árbol. —María acarició la cabeza de su gato—. Mejor hablaré con
mis amigas mañana.
Lo que María acababa de descubrir era un secreto demasiado
grande como para comentarlo en el recreo, o en clase, o por los
pasillos. Debía contarlo en un sitio seguro, donde no hubiera oídos
indiscretos que pudieran coger la conversación al vuelo.

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Solo había un lugar seguro. Ahora solo podía esperar a convocar
una reunión urgente en la casa del árbol.

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Capítulo 23
Difícil de guardar

E
l secreto de quién había escrito «El mar de Moyra» llevaba
más de cien años guardado en el cajón de una mesa antigua,
tal vez esperando a ser revelado. Pero para María poder
compartirlo con sus amigas era algo muy urgente. No podía esperar
ni un día más a revelarlo. Por eso había decidido que convocaría
una reunión urgente.
Después de lo que había sucedido el día anterior, esa tarde
habían suspendido los ensayos. Doña Plan de Vert necesitaba un
tiempo para pensar y organizarse, pues, a partir de entonces, sería
ella quien se hiciera cargo de cuidar a los alumnos. Esto a María le
venía muy bien, pues así ella y sus amigas tendrían la tarde libre
para asistir a esa reunión tan necesaria.
Por los pasillos del colegio no se hablaba de otra cosa y se
rumoreaba que igual expulsaban a Saturnino del colegio por la
gravedad de lo sucedido. Aunque había algunos alumnos que se
alegraban, la mayoría lo echaría de menos. Pese a sus despistes,
era muy bueno con los alumnos y enseñaba muy bien la asignatura.
Las frases del tipo «si lo echan haremos una manifestación» o
«recogeremos firmas» se podían escuchar en cada corro de
alumnos.
Pero María no las escuchaba, estaba demasiado concentrada en
sus asuntos.
Durante todo el día, sus amigas la notaron muy rara. A menudo
se quedaba pensativa y parecía no estar presente en las
conversaciones.
—María —Gretta le dio unos golpecitos en el hombro—, que te
estoy hablando.
—Ah, ¿es a mí? —respondió María moviendo la cabeza varias
veces saliendo de sus pensamientos—, perdona, ¿qué decías?

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—Te preguntaba que si tu madre te dijo algo por lo de ayer —le
volvió a repetir una vez más—, me refiero a lo de quedaros
encerradas en el colegio. Debió ser un susto horrible.
—Bueno, no me dijo mucho. Ya en casa estaba más tranquila,
pero imagino que la preocupación de que nos pase algo le va a
durar —María miró a Gretta resignada—, no me extrañaría que a
partir de ahora me deje ir a menos sitios.
—Hay que mirar el lado bueno: pudisteis entrar en el trastero
secreto —añadió Paula con un brillo en los ojos—, ¡qué aventura!
Tanto Celia como Amelie les habían contado la aventura del
trastero y asegurado que los rumores de que era una habitación
peligrosa eran eso: rumores.
—El único peligro es que está llena de polvo, ja, ja, ja. —Celia
rio—. Nada de gente atrapada ni de alumnos que entran y ya no
pueden salir.
—Eso, que nosotras salimos de allí —dijo Amelie.
Ni Celia ni Amelie habían nombrado las hojas anudadas con
terciopelo. No les habían dado importancia, pues tan solo habían
leído unas pocas frases antes de irse corriendo al polideportivo.
Pero justo cuando estaban contando lo de la mesa oculta tras
una sábana vieja, María se puso nerviosa. Tener un secreto y no
poder contarlo la alteraba.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Gretta.
—¿A mí? —María miró hacia todos los lados pensando que, si no
había nadie, igual era el momento de hablar. El secreto le quemaba
por dentro, y a veces tenía miedo de hablar de otras cosas por si se
le escapaba.
—Sí, ha sido ponernos a hablar de la mesa de los cajones y te
has puesto muy seria —explicó Gretta.
—¿Sí? Ah, pues no sé. —María trató de cambiar de tema y
tantear si sus amigas iban a estar libres esta tarde—. ¿Qué vais a
hacer esta tarde?
—Pues no tengo nada pensado —contestó Gretta—, estaré en
casa, lo normal.
«¡Bien!», pensó María cuando las demás también confirmaron
que no tenían planes.

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De esta manera, todas estarían libres para poder ir a la casa del
árbol.

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Capítulo 24
De gato en gato

G
lum, el gato de María, atravesó la gatera de la puerta de
casa de Gretta con total confianza, como si fuera su propia
casa.
—¡Hola, Glum! —Gretta se agachó para acariciarlo y Mufy, un
poco celoso, se puso en medio—, a ver, ¿qué traes?
Gretta cogió el pequeño sobre que el gato de María llevaba atado
al cuello y lo leyó sin perder un minuto.

TOP SECRET
¡¡¡Reunión muy urgente
en la casa del árbol!!!
Firmado: María

Era un mensaje corto, que no daba más detalles ni aportaba


mucha información.
Sin embargo, a Gretta no le extrañó que María hubiera
convocado una reunión urgente en la casa del árbol. Es más,
esperaba que eso resolviera el misterio de por qué su amiga había
estado tan rara y distante todo el día. Solo si sabía lo que le
pasaba, pensaba Gretta, podría ayudarla.
Lo que no se imaginaba Gretta es que el problema que tenía
María estaba relacionado con un secreto centenario del cual la chica
era ahora responsable. En esta ocasión, las palabras «Top secret»,
que las chicas añadían cuando la reunión tenía una carga de alto
secreto, cobraban todo su significado.
Después de leer la nota, Gretta puso la carta en el cuello de su
gato. Él llevaría el mensaje hasta la casa de Paula, donde estaría su
gato Gardo, que lo llevaría hasta Min, el gato de Blanca. Por último,
la carta llegaría hasta Nira, la gata persa de Celia. En un rato, todas

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las amigas se estarían dirigiendo hacia la casa el árbol. Pero ¿qué
les esperaba allí?
Mientras tanto, María cogía su mochila, donde había ocultado las
hojas del manuscrito, y se disponía a ir a la casa del árbol. Ya en la
puerta, su madre la paró.
—¿A dónde vas? —Nadia la interrumpió—. Después de lo que
pasó ayer, preferiría que no salieras de casa. Hija, dame un tiempo
para reponerme del susto, que últimamente ¡es que no paramos!
—Pero, mamá —María se temía que ahora su madre estuviera
más controladora, aunque en cierta manera lo entendía—, si solo
voy al jardín, a la casa del árbol.
—¿Con la mochila? —Nadia señaló el bulto que llevaba María a la
espalda, un poco extrañada.
—¡Ah, sí! Es que quiero enseñarles unas cosas a mis amigas —
explicó María sin dar más detalles.
—No sabía que venían tus amigas —Nadia se dirigió a la nevera
—, pues anda, llévales este zumo. Es natural, de naranja y
melocotón, ¡una delicia! —dijo Nadia ya más tranquila.
—¡Qué rico! Gracias, mamá. —María cogió unos vasos de
plástico, se los metió en la mochila y puso rumbo a la reunión
secreta.

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Capítulo 25
Reunión secreta

M
aría entró en la casa del árbol y dejó dos cosas sobre la
mesa: la botella con el zumo y su mochila con el cuaderno.
Luego, se asomó a la puerta, impaciente por ver si ya
venían sus amigas.
La tarde era tranquila. Una suave brisa le daba en la cara
obligándola a cerrar un poco los ojos. Desde ahí arriba, María podía
ver su jardín salpicado por los colores de la primavera y respirar el
aroma de las flores. Varias mariposas de color azul revoloteaban
cerca de las margaritas y de las campanillas blancas. Todo
transmitía paz. Todo excepto el secreto que María guardaba en su
interior y que configuraba su propio paisaje, con nubes grises de
dudas y decisiones que rompían la normalidad, como si fueran
terremotos.
¿Debía decirle a la directora que había descubierto quién había
escrito «El mar de Moyra»? ¿Debía guardar el secreto? ¿Había
hecho mal en llevarse ese cuaderno y en leer su contenido?
—¡Hola, María! —Gretta saludó desde abajo y levantó la patita
de su gato moviéndola en el aire—. Mufy también ha venido y te
saluda, ¡miauuuu! —Gretta imitó el saludo gatuno.
Paula y Amelie estaban a su lado. Las tres chicas habían ido
juntas hasta la casa del árbol. Amelie, muy ilusionada de tener por
fin su maleta, se había puesto uno de sus vestidos y ya por fin se la
podía distinguir claramente de Paula, que no solía ponerse vestidos
ni faldas.
—¡Subid! —dijo María sin perder ni un minuto en saludos.
Enseguida llegaron las demás. Estaban muy intrigadas de que
las hubiera reunido de manera tan urgente, pues en el colegio
María no había dicho nada del asunto ni de su deseo de convocar
una reunión.

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—¿Queréis un poco de zumo? —María les iba ofreciendo un vaso
mientras llegaban.
—Sí, qué rico, muchas gracias —dijo Blanca que estaba
ahuecando los cojines para sentarse en ellos.
—Bueno, dinos, ¿a qué se debe la reunión urgente? —preguntó
Paula tras beberse el zumo de un trago.
—¿Es que te ha castigado tu madre? —Trató de adivinar Blanca.
—No, no, nada de eso. —María movió la cabeza con decisión—.
Si os sentáis, os cuento.
Las amigas se sentaron en el suelo y guardaron silencio. María
sacó la pizarra y unas tizas y, después, abrió su mochila de la que
sacó las hojas anudadas con terciopelo verde.
—¿Esas no son las hojas que encontramos en el trastero
secreto? —Celia aguzó la vista, le había parecido reconocer la cinta
verde.
—Así es —dijo María tomando aire.
—Pero… ¿qué hacen en tu mochila? —Celia no se podía creer que
María las hubiera cogido, al fin y al cabo, no eran de ella—, ¿te las
llevaste o es que han aparecido ahí de repente?
—Celia —intervino Paula—, me temo que las cosas no aparecen
así por así en las mochilas. Aunque, oye, no estaría nada mal que
cuando se me olvida un libro en casa apareciera en mi mochila
como por arte de magia.
—A ver, chicas, un momento —María quiso explicarse bien—,
efectivamente, yo me llevé las hojas.
—¡¡María!!, pero no son tuyas. —Celia saltó—. ¿Te gustaría que
alguien cogiera tus cosas?
—Ya sé que no lo hice del todo bien —María miró hacia abajo—,
pero cuando estábamos en el trastero secreto y oímos que alguien
venía, mi primer impulso fue guardármelas, ¡lo siento!
—Bueno, ya las devolverás, ¿no? —sonrió Amelie quitándole
importancia al asunto—, como no cerramos la puerta al salir, seguro
que seguirá abierta.
—Sí, sí, las devolveré —asintió María.
—Pues ya está, reunión de emergencia cerrada —dijo Paula que
pensaba que su amiga las había convocado solo por eso—. ¿Os

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apetece jugar a algo?
María miró a sus amigas y levantó las palmas de las manos, en
un gesto que indicaba que ninguna se moviera, pues no era ese el
motivo de la reunión.
—Esperad. La reunión no ha acabado —aclaró María—. Ahora
viene lo más interesante.
—Ya me parecía a mí… —intervino Gretta que estaba esperando
desde hacía un buen rato conocer el motivo verdadero de la
preocupación de su amiga.
Mufy saltó a sus brazos y Gretta, tras hacerle unas carantoñas,
le lanzó lejos un ovillo de lana para que se fuera a jugar solo.
—Este fajo de papeles tiene los escritos de una persona, y es de
1900, según podemos leer en la primera hoja. —María señaló el
lugar donde ponía la fecha, para que sus amigas lo comprobaran.
—Lucía Vert, 1900 —leyó desde su sitio Paula—, anda pues es
antiguo, sí.
María, que permanecía de pie frente a las demás, comenzó a
pasar las hojas. Enseguida encontró la parte donde empezaba la
historia de Moyra.
Blanca leyó varias frases. Iban acompañadas de anotaciones al
margen y algún tachón también, pero enseguida se dio cuenta de
que esas hojas contenían la obra de teatro «El mar de Moyra».
—¡Parece el borrador de la historia! —Gretta también llegó a esa
conclusión.
—¿De verdad pensáis eso solo porque hay partes de la obra
copiadas en unas hojas? —Paula la miraba con cara de asombro—.
Vamos, chicas, seamos realistas, eso no tiene nada que ver. ¿Acaso
no nos mandan a nosotras copiar en los cuadernos párrafos de los
libros de texto?
—No son partes copiadas —aseguró María—. He consultado la
fecha de publicación del libro y fue en 1910, diez años después de
la fecha que pone en estas hojas… Nadie pudo haber copiado, en
1900, un libro que se publicó diez años después…
—Por un momento he pensado lo mismo que Paula —añadió
Blanca—: Que Lucía Vert había copiado partes del libro. Yo a veces
me apunto frases chulas de los libros que leo. Pero hay dos cosas

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que me hacen pensar que estamos ante el auténtico manuscrito de
«El mar de Moyra».
—¿Qué cosas? —preguntó Paula muy intrigada.
—Una es la fecha que pone en las hojas: 1900, que es de diez
años antes de la publicación del libro, como nos ha dicho María, y
demuestra que son anteriores y no pudieron copiarse —continuó
Blanca—. Y otra es el hecho de que las hojas tengan anotaciones en
los márgenes. Yo, que a veces he intentado escribir alguna historia,
os digo que es muy frecuente hacerlo, anotar cosas que cambiar,
quitar y tachar.
—¡Es increíble! —Paula se convenció y ahora estaba
entusiasmada—. Tenemos delante de nosotras un misterio resuelto,
¿a qué esperamos para contarlo? Es un gran descubrimiento.
Fue en este momento cuando María sacó las tizas de colores de
su caja y escribió en la pizarra: «Decisión».
—¿De verdad estáis todas seguras de que deberíamos contarlo?
—María torció la boca, ella no estaba nada segura. Por un lado
pensaba que sí y por el otro pensaba que no.

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Capítulo 26
Qué es lo correcto

M
aría acercó la caja de tizas hasta Paula para que fuera ella
quien escogiera el color de su decisión y explicara el
motivo. Ahora que ya eran más mayores, ya nos les servía
con decir sí o no. Se habían dado cuenta de que era mucho mejor
explicar los motivos que las llevaban hasta una determinada
decisión.
Además, al explicar su decisión, ayudaban a las demás a darse
cuenta de cosas que, de otra manera, no hubieran podido entender.
No se trataba de convencer ni de imponer sus ideas a las demás,
solo de explicar su punto de vista para llegar a la mejor solución.
Paula cogió al azar una tiza cualquiera. Era la de color rojo. Se
levantó del suelo y salió a la pizarra. Las demás respetaron su
turno y escucharon en silencio.
—Yo soy partidaria de contar el descubrimiento. —Paula escribió
en letras rojas la palabra «contarlo»—. Por el apellido, quien lo
escribió era familia de la directora. Creo que le hará ilusión que esa
obra tan famosa sea de un antepasado suyo.
—¿Será la tal Lucía la que tanto luchó por traer la educación a la
ciudad? —pensó Gretta en voz alta al recordar algunas de las
palabras de la charla de inicio de curso de doña Plan de Vert.
—Por la fecha parece muy probable —asintió Paula—. Así que,
además de la ilusión de doña Plan de Vert, sería un reconocimiento
a esa persona que tanto luchó en el pasado.
Paula escribió un gran sí de color rojo y se sentó.
María entonces se dirigió a Celia, que buscó entre todas las tizas
la de color verde y, de un salto, se puso de pie.
—A ver, yo lo primero que quiero decir es que no me parece bien
que estas hojas hayan llegado hasta nuestras manos —dijo
levantando el dedo índice—, eso que quede claro.

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—Tranquila, eso ya nos ha quedado claro. —María le sonrió un
poco y le animó a que expusiera su postura.
—Por lo tanto, yo creo que no debemos hacer nada de nada con
este descubrimiento —Celia escribió la palabra «nada» en letras
verdes—, salvo, eso sí, devolverlo mañana mismo a su sitio.
—Yo si quieres puedo acompañarte —dijo Amelie que se conocía
el camino.
—Gracias, Amelie. —Celia se dirigió a todas—. Chicas, a mí
coger cosas de los demás no me parece bien. Hay que devolverlo, y
no hay tiempo que perder. Deberíamos aprovechar que la puerta
aún está abierta e ir a devolverlo cuando antes.
—Yo creo lo mismo —dijo Amelie que ya era una más y tenía que
dar su opinión.
María le acercó la caja de tizas, y Amelie cogió la de color
marrón para escribir en la pizarra que había que devolverlo.
Luego fue el turno de Blanca, que escogió la tiza lila. Blanca se
quedó de pie, como pensando, hasta que por fin habló.
—Yo pienso que debemos guardar el secreto. Si esta persona no
quiso poner el nombre en sus escritos —dijo Blanca—, ¿por qué
descubrirlo nosotras? Tal vez no le gustaba la fama…
—A doña Clocota tampoco le gusta la fama —pensó Paula en voz
alta al recordar que la mujer le había dicho que lo importante era
hacer bien el trabajo y no la fama.
—Parece razonable, sí —asintió María.
—Pero, bueno, María, dinos cuál es tu opinión. —Paula estaba
intrigada.
María cogió la tiza blanca, se acercó hasta la pizarra y dibujó un
enorme interrogante.
—Yo por un lado pienso en contarlo y, por otro, no —María se
rascó la cabeza—, estoy hecha un lío.
—Explícate un poco, por favor —le pidió Blanca—. O no te
entenderemos.
—A ver, chicas —María miró a sus amigas—, por un lado creo
que es mejor contarlo, pues de esta manera compartiríamos
nuestro descubrimiento, pero eso nos puede traer muchas
complicaciones.

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—¿Por? —preguntó Paula que solo veía cosas buenas en
compartirlo.
—Pues porque si le decimos a doña Plan de Vert cómo hemos
descubierto las hojas del manuscrito se va a dar cuenta de que
hemos entrado en el trastero secreto —María continuó hablando—,
y eso, me temo, que desatará su enfado…
—Sí, eso es cierto, no lo había pensado. —Paula, que tantas
ganas tenía de contarlo, sintió que iba a ser imposible si querían
evitar un castigo y gordo.
—Claro, si no queréis que os castiguen, no digáis nada —añadió
Amelie—. Además, seguro que ese castigo va acompañado de
puntos negativos para ir a Francia y yo, chicas, ¡quiero veros este
verano!
Tan solo quedaba una semana para que Amelie se fuera y estaba
tan a gusto con aquellas amigas que las iba a echar mucho de
menos.
—Pues es un motivo de peso. No me perdería por nada del
mundo el viaje a Francia. —María caminó hasta Gretta. Solo
quedaba ella por hablar.
Gretta cogió la tiza naranja. Antes de empezar a hablar, dibujó a
una mujer con una chaqueta de flores que parecía encontrarse con
algo y sonreía. Todas miraban el dibujo, donde habían reconocido a
la directora, pero no entendían por qué la había dibujado al lado de
un enorme «SÍ».
—Te ha salido muy bien doña Plan de Vert, ¿eh? —dijo Paula
sorprendida de que a su amiga le hubiera costado dos minutos
hacer un dibujo—, hasta le has puesto su temblorosa papada. Pero
lo que no entiendo es por qué está tan feliz, ¿no ha dicho María que
nos caería un buen enfado?
—Hagamos que doña Plan de Vert se entere de otra manera —
Gretta dibujó las hojas atadas con la cinta de terciopelo—, que sea
ella quien descubra el secreto.
—Me parece una idea genial —dijo Paula—, así no nos
castigarán. Pero ¿cómo lo haremos?
—Forzaremos la situación. Debemos hacer que encuentre el
manuscrito. Si de alguna manera conseguimos que entre en el
trastero… puede tropezar con las hojas —pensaba Gretta.

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—¡Ya sé! Colocaremos el cuaderno en el suelo y dejaremos la
puerta del trastero abierta —decía María contenta de haber
encontrado una solución—. Como siempre tiene esa manía por
cerrar las puertas, seguro que va a cerrarla y, ¡tachán!, justo ve el
manuscrito.
—Eso es, parecerá una casualidad —asintió Gretta—. Cuando lea
su contenido se dará cuenta de que Lucía Vert, su antepasado, es la
que escribió la obra de teatro que tanto le gusta. Una vez lo sepa,
que sea ella quien tome la decisión de contar el secreto… o
guardarlo.
—Umm, me parece una buena idea —dijo Blanca—. Nunca se
imaginará que hemos sido nosotras quienes lo hemos puesto ahí
para que ella lo encuentre.
—Pues a ver si tenemos suerte mañana por la tarde, durante el
ensayo —dijo María—, y conseguimos que vaya al trastero.
—¿Y si es otro profesor el que nos cuida mañana? —preguntó
Celia un poco pesimista porque pensaba que el plan era
complicado.
—¿No te acuerdas? —María se dirigió a Celia—, después de lo
que pasó con Saturnino dijo que iba a ser ella en persona quien iba
a supervisar los ensayos.
—Pero ¿cómo conseguiremos que vaya hasta el trastero secreto?
—Celia pensaba que mandar en la directora era misión imposible,
¡menuda era doña Plan de Vert!
—Umm, acabo de tener una idea —dijo María abriendo mucho
los ojos.

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Capítulo 27
Descubre el camino

D
oña Plan de Vert permanecía en el auditorio, supervisando a
los alumnos bien de cerca, cuando María se acercó a ella.
—Tenemos que ensayar la escena del náufrago —dijo María muy
apurada—, y no tenemos nada de su vestuario aún.
La escena de la que María hablaba era una en la que Moyra, la
protagonista, se encontraba con un náufrago en su camino hacia el
mar de la felicidad. El náufrago había decidido quedarse solo en
una isla desierta, al pensar que eran los demás quienes le estaban
robando la alegría. Su aspecto era desaliñado y llevaba por vestido
una manta, que sujetaba a su cintura con una cuerda.
—Oh, vaya —la directora se tocó la barbilla como pensando—,
pues habrá que buscar algo y pronto. Tan solo quedan unos días
para la obra de teatro. ¿Cómo va vestido ese náufrago?
—Pues según parece lleva una manta atada al cuerpo —aseguró
María.
—¿Una manta? —Se extrañó la directora—. ¿Y de dónde saco yo
ahora una manta? Esto es un colegio no un hotel.
—En el polideportivo hay unas mantas, yo las he visto —aseguró
María—. Algunas veces, como hace tanto frío allí, nos las ponemos
por encima después de hacer ejercicio para no enfriarnos.
—¡Es verdad! —se alegró la directora de tener tan a mano la
solución al vestuario del náufrago—, esperadme aquí un momento
que ahora vuelvo. ¡Que nadie se mueva! —chilló dando órdenes a
los alumnos.
El plan estaba funcionando.
La chica, antes de comenzar el ensayo, había ido hasta el
trastero y había dejado las hojas en el suelo y abierto la puerta,
pues la llave permanecía sobre el extintor. Luego, se había

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empeñado en ensayar la escena del náufrago y, aunque no corría
mucha prisa tener ya el vestuario, le venía de perlas que la
directora fuera hasta el polideportivo para buscar la manta, pues
debía pasar antes por el trastero.
Cuando la directora pasara por allí no soportaría ver esa puerta
abierta y, al ir a cerrarla, ¡tachán!, ahí estaría el manuscrito.
—¿Qué es esto? —Doña Plan de Vert se dobló por la mitad para
agacharse y su vestido crujió como si una de las costuras se
hubiera roto—. ¡Parece que estos alumnos se van dejando los folios
por cualquier sitio!
Cerró la puerta y quitó la cinta de terciopelo verde. Se la anudó
a la muñeca para no perderla y leyó la primera hoja, esperando
encontrar el nombre del despistado alumno que iba por ahí
perdiendo sus apuntes. Tendría que llamarle la atención: ella no
soportaba ni las puertas abiertas, ni el desorden.
Doña Plan de Vert se puso las gafas que llevaba a modo de
collar, sujetas por una cuerda. Al mirar los papeles, se dio cuenta
de que las hojas parecían muy viejas pues estaban amarillentas por
el paso del tiempo. La directora no pudo evitar dar un bote al leer
¡el nombre de su antepasado! y tuvo que reprimir un chillido al
comprobar que aquello era el manuscrito de la obra de teatro…
Ante semejante descubrimiento, la directora temblaba como si
fuera una montaña de gelatina. Respiró varias veces con fuerza,
como tratando de contener la emoción pero, al final, no pudo evitar
que una lágrima cayera rodando por el manuscrito que, entre sus
brazos, parecía un delicado bebé.
Luego, sin dejar de pensar en el hallazgo y con más ganas que
nunca de poder estar a solas para leer el manuscrito, la directora se
dio prisa por ir al polideportivo a por las mantas. Después pasaría
por su despacho y guardaría allí el manuscrito.
—¡Ya viene, ya viene! —avisó Paula al resto mientras se metía
corriendo en el auditorio.
Aunque la directora no traía las hojas con ella, pues las había
guardado en su despacho, todas las amigas de la casa del árbol
supieron que doña Plan de Vert había descubierto el misterio. Su
rostro transmitía felicidad y llevaba anudada en una de sus
muñecas la cinta de terciopelo verde.

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Lo que doña Plan de Vert hiciera a partir de ese momento, ya no
era una decisión de las amigas de la casa del árbol, y todas, en
cierta manera, sintieron un gran alivio.
Estaban contentas de haberle conducido por el camino hacia la
verdad.

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Capítulo 28
El mar de Moyra

E
n el vestuario del colegio todo eran nervios: ¡el gran día había
llegado! En media hora, los alumnos convertidos en actores
saldrían a escena para representar «El mar de Moyra».
—Es una historia muy bonita —repetía la señorita Blanch a cada
uno de los asistentes cuando le entregaban la entrada y los hacía
pasar hasta las gradas del auditorio.
La madre de María había conseguido un puesto en primera fila.
No quería perderse ni un solo detalle de la actuación donde su hija
era la protagonista.
—Anda, vamos un poco más atrás, mujer —le dijo Roberto
mientras señalaba la última fila.
—Ah, no, no —Nadia señaló la silla con el dedo—, yo aquí, aquí
—dijo sentándose y mirando al escenario con los ojos muy abiertos
para no perderse detalle.
—Mujer, hazme caso —insistió Roberto—, a ver si la niña se va a
poner nerviosa al vernos aquí, en primera fila, mirándola fijamente
como si fuéramos dos búhos.
—Que no hombre, que no —Nadia apartó la mirada del escenario
y señaló al techo—, ¿no te das cuenta de que el foco ese le impide
ver a nadie del público?
Al final, Roberto tuvo que ceder, pues pensó que ni una grúa
sería capaz de levantar a Nadia de la primera fila. Cuando se sentó
a su lado, las luces se apagaron: la función iba a comenzar.
—Chsss, chsss, chsss, ¡silencio! —Se mandaban callar los
espectadores entre sí.
El gran foco iluminó a María que comenzó su actuación como si
fuera una gran y experimentada actriz. Blanca la miraba tranquila

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pues sabía que su amiga no iba a confundirse ni a quedarse en
blanco, aunque ella iba a estar muy pendiente.
Al fondo, el mural que habían pintado Gretta, Paula y Amelie
creaba el ambiente perfecto, y de la flauta de Celia salía una
melodía que imitaba el sonido de las olas.
La señorita Blanch asentía mientras miraba el escenario y, de
vez en cuando, aún murmuraba para sí misma: «Es una obra de
teatro muy bonita».
En la primera escena, María interpretaba a una Moyra triste que
decidía emprender un viaje para descubrir el camino que la llevara
hasta el mar de la felicidad. Era esta una búsqueda externa en la
que Moyra llegaba a islas y conocía a personas que le decían que
ese lugar no existía. Pero Moyra no se daba por vencida. En su
viaje le ocurrían muchas cosas: la protagonista conocía al náufrago,
superaba una tormenta en alta mar, y se liberaba de su propia
tristeza con su lluvia de lágrimas. Al final se daba cuenta de que es
inútil buscar en el exterior lo que solo podemos llevar dentro de
nosotros mismos.
—Pero, a veces, hacemos que nuestra felicidad dependa de las
circunstancias y de otros —dijo María dando voz a las conclusiones
a las que Moyra había llegado tras buscar su propio camino—. La
felicidad solo depende de ti. Tú eres tu propio camino hacia la
felicidad.
La gente comenzó a murmurar, emocionados.
—Y para compartir la felicidad con los demás —continuó María el
monólogo de Moyra—, solo hay que respetar su camino, sus propios
pasos.
Con esta frase la función terminó, y el telón cayó como si fuera
un enorme párpado. La gente se quedó pensando en la bonita obra
de teatro.
La primera en ponerse de pie y aplaudir, hasta que las manos le
dolieron, fue la madre de María, a la que siguieron todos los demás.
—¡Pero qué bien lo has hecho, hija! —decía Nadia mientras
Roberto, con un poco de vergüenza ajena, le hacía gestos para que
se callara.
Todos los actores que habían intervenido en la representación
salieron al escenario. El estruendo de aplausos confirmaba que el
público había disfrutado mucho de la obra de teatro.

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Doña Plan de Vert asentía, emocionada, y les aplaudía a ellos y
también, en cierta manera, a Lucía Vert por haber escrito la obra de
teatro. Aunque eso era un secreto que solo conocía ella, las amigas
de la casa del árbol y Amelie.
—¡A ver, vosotras! —La directora quiso hablar con las cinco
amigas en privado—. Venid aquí un momento.
María y Celia se miraron alarmadas, pensando que tal vez la
directora les iba a echar la bronca. ¿Había descubierto que habían
entrado en el trastero secreto? ¿Sabría que ellas habían colocado
las hojas del manuscrito junto a la puerta para que fueran
encontradas «por casualidad»? Las chicas pasaron un momento de
mucha tensión.
—¿Es a nosotras? —María quiso asegurarse.
—Sí, sí, a vosotras —confirmó la directora—, y me localizáis a
Gretta, Paula y Blanca, por favor. Tengo que hablar con todas
vosotras.
Celia tragó saliva como si así el mal trago fuera a pasar antes.
Luego, ella y María se fueron a buscar a las demás.
—¿Qué dices? —Gretta miró a María muy extrañada—. ¿Que
doña Plan de Vert quiere hablar con nosotras en privado?
—Sí, eso nos ha dicho. Y estoy muy preocupada, me temo lo
peor… —dijo María casi segura de que les iba a regañar por haber
entrado en el trastero y haber cogido el manuscrito.
Las amigas se dieron prisa por acudir ante la directora.
—Ahora que estáis todas, quiero felicitaros. —A la directora se la
veía entusiasmada—. No solo habéis hecho una representación
excelente —dijo mirando a María, para luego continuar hablando a
las demás—. Y tú, Blanca, excelente también como apuntadora. Y
el decorado es precioso, lo guardaremos en el colegio para siempre.
Solo puedo agradecer vuestro trabajo.
Las chicas ya se iban relajando al ver que lo único que quería la
directora era darles la enhorabuena. Aunque aún había algo más.
—He estado hablando con Mademoiselle Juliette —la directora
tosió y se alisó la chaqueta antes de continuar—, y hemos tomado
una decisión.
Por un momento María pensó que ahora les iban a dar la mala
noticia.

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—Efectivamente hemos tomado una decisión. —La profesora de
Francés se colocó bien la boina y se unió a la conversación—. No
solo sois unas buenas alumnas, también tenéis otras virtudes.
Las chicas se miraban entre ellas, ¿por qué no se dejaban de
rodeos e iban al grano?, ¿a dónde querían llegar con tantos elogios?
—Y como premio a lo bien que habéis hecho la obra de teatro y
por cómo algunas habéis resuelto la difícil situación de quedaros
atrapadas en el colegio —dijo la directora poniéndose muy seria—,
os anunciamos que os vamos a conceder un punto extra para el
viaje a Rennes.
—¡Eso nos pone por delante del resto de alumnos! —comentó
Gretta muy emocionada—. Incluso a ti, María, ¡ahora superas el
medio punto negativo de las traducciones!
—¡¡¡¿¿¿En serio???!!! —María no pudo reprimir su entusiasmo y
dio un enorme salto de alegría.
Gretta trató de que dejase de saltar y le hizo un gesto para que
se calmara. A ver si ahora iban a cambiar de opinión al ver que
María saltaba como un saltamontes loco.
—Así es, ya queda muy poco para final de curso y en un mes
anunciaremos la lista definitiva. —Doña Plan de Vert bajó la voz—.
Esperamos que hasta entonces no ocurra nada extraño y
mantengáis vuestra ventaja.
¿Por qué la directora las había premiado así? ¿Era realmente
porque habían sido las que más habían participado en la obra de
teatro?
O, tal vez, ¿sabría de alguna manera extraña, de esas formas
misteriosas en que solo los padres y los directores de los colegios
parecen descubrir las cosas, que habían sido ellas quienes le habían
conducido hasta el manuscrito de «El mar de Moyra»?
Sea como sea, las cinco amigas estaban de enhorabuena.
—¿No te alegras, Amelie? —le preguntó María al verla con los
ojos clavados en el suelo.
—Oh, sí, sí, eso es una gran noticia. —Amelie sonrió un poco,
aunque había algo que le preocupaba.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara? —María le pasó el brazo por
el hombro.

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—Lo que me pasa es que mañana ya no estaré con vosotras —
acabó diciendo Amelie.
Al día siguiente se tendría que despedir de sus amigas. Era el
momento de volver a Rennes y eso la entristecía.

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Capítulo 29
En la mochila de Amelie

R
ecuerda coger la cartera y el pasaporte. —Paula iba
— leyendo de una lista todo lo que Amelie tenía que llevar en
la mochila e iba tachando conforme su amiga las guardaba
—. ¡Y el cargador de tu móvil!
—Sí, sí, aquí está. —Amelie se movía nerviosa por la habitación
abriendo y cerrando cajones—. ¿Puedes volver a leer la lista otra
vez? No quiero que se me olvide nada.
Ese día era el último que Paula y Amelie pasarían juntas.
Después de dos semanas, las chicas sentían pena de tener que
despedirse, aunque ambas habían asegurado que aquello no era
una despedida.
—Es un hasta pronto, ¿vale? —le decía Paula que trataba de ser
positiva y no dejarse llevar por la tristeza.
También era el último día que el resto de las amigas pasarían
junto a Amelie y, entre todas, le habían preparado una pequeña
sorpresa y un regalo que le recordara esas dos semanas de
amistad.
Así que, antes de que Amelie se fuera a la estación, todas
habían acordado que acudirían a casa de Paula.
Gretta se adelantó, pues tenía otra cosa que entregar a Amelie
y, tras salir de su jardín, llamó al timbre de la casa de Paula.
—Pasa, pasa, están arriba acabando de hacer las maletas —
contestó Belén señalando las escaleras.
Gretta subió a toda prisa, esperaba que aún le cupiera el regalo
que había preparado para Sophie.
Cuando entró en la habitación, vio a Amelie sentada sobre la
maleta mientras trataba de cerrar la cremallera.

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—¡Hola, chicas! —Gretta levantó la mano a modo de saludo—,
¿necesitáis ayuda?
—Sí, cualquier ayuda será poca. Esto está que explota —dijo
Amelie muy apurada—. Se nota que ni las maletas quieren que me
vaya.
Paula intentó disimular su pena. Durante ese tiempo, se habían
contado muchas cosas y comenzaban a ser buenas amigas. Ahora
temían que la distancia las separara, aunque habían prometido
seguir escribiéndose y verse el próximo verano en Rennes.
—Yo creo que esto te puede caber en algún sitio —Gretta le
mostró un pequeño paquete envuelto en papel de regalo—, ¿igual
lo podrías llevar en la mochila?
Gretta había hecho una pulsera para Sophie. Le había puesto
unos colgantes de soles y lunas, como los adornos de la caja que
Sophie le había regalado.
—Claro, sí, sí. —Amelie abrió la mochila y revolvió las cosas para
hacer hueco—. Además, si la llevo en la mochila y se me vuelve a
extraviar la maleta, tu regalo no se perderá —dijo recordando
incluso con cariño el extravío de su maleta.
Todos los recuerdos de aquellos días se habían teñido de afecto
y, tanto los buenos momentos como los ratos de incertidumbre,
Amelie los recordaba con cariño.
Poco a poco fueron llegando las demás. A todas les daba pena
que esos quince días hubieran pasado tan rápido.
—¡Espera! —le dijo Celia sujetando un regalo—, no cierres aún la
mochila.
—¿Es para mí? —preguntó sorprendida—. ¡Oh, chicas, muchas
gracias!
Amelie sostenía entre sus manos un llavero muy especial. De él
colgaba una casita del árbol hecha de madera, exactamente igual a
las de las cinco amigas. La habían encargado hacer a un artesano
de la ciudad, y era una réplica exacta, con todos sus detalles.
—Así siempre llevarás contigo tu lugar favorito —dijo Gretta.
Las seis chicas se abrazaron. Aunque esa misma tarde un tren
se alejaría poniendo distancia entre las nuevas amigas, cada día
que pasara, estarían más cerca de reencontrarse. Todas esperaban
que sus caminos volvieran a encontrarse ese mismo verano.

Página 114
Aquello no era una despedida.

∞∞∞

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W. AMA es una escritora que desarrolla su actividad literaria dentro de la ficción
infantil y juvenil.
En una entrevista comentaba:
Ahora os hablaré de mí, pero solo un poco. Porque creo que los autores debemos
permanecer en un segundo plano: las historias son las que cuentan.
Siempre digo que soy una escritora en un árbol. ¿Por qué? Pues porque las buenas
ideas no crecen en el suelo, hay que mirar arriba, bien alto, como las chicas
protagonistas de estos libros, que se reúnen en su casa del árbol.
Lo que me impulsó a escribir este tipo de novelas fue mi hija. Y os aseguro que para
mí fue todo un reto ¡y ahora mismo sigue siendo una gran responsabilidad! Un día,
mientras escribía lo que iba a ser una novela para adultos, me dijo que a ella le
gustaría que le escribiera libros. ¿Puede acaso una madre escritora decir que no?

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