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2‐ La conflictiva construcción del Estado liberal entre 1833 y 1869.

En sentido amplio, el liberalismo es la teoría y práctica política que defiende la


libertad de pensamiento, actuación y elección por parte de los individuos de una
comunidad que tienen igualdad de derechos, deberes y oportunidades, y cuya conducta
está limitada por las leyes que aspiran a respetar el bien común. Los orígenes del
liberalismo hay que buscarlos en el pensamiento inglés de Hume y Locke, en la
Ilustración francesa y en el liberalismo económico de Adam Smith.
La burguesía, como grupo social ascendente a finales del siglo XVIII y a lo largo
del XIX, fue quien mejor defendió esta ideología ya que le ayudó a imponer sus
intereses de clase tanto a nivel político (acceso al poder mediante el derecho al voto),
como económico (libertad de comercio, industria,…) frente a las limitaciones y
restricciones que imponía el sistema del Antiguo Régimen. A nivel general
los principios básicos del liberalismo fueron: la Soberanía nacional ejercida por el
pueblo a través de sus representantes en las Cortes (en el XIX casi siempre Sufragio
Censitario), la división o separación de poderes, la monarquía parlamentaria, la
igualdad ante la ley, una Constitución escrita que se convierte en la máxima norma
reguladora de la vida pública, la defensa de los derechos del individuo (libertad de
pensamiento, de conciencia, de culto, de expresión, de reunión y asociación…) y, por
último, la separación Iglesia-Estado. En materia económica se aboga por la defensa de
la propiedad privada (definiéndose como sagrada e inviolable), la libre competencia y
la libertad plena en las actividades económicas.

Así, entre 1833 y 1869 se produce en España un proceso de modernización


irreversible que afecta a todos los órdenes de la vida: se configura una monarquía
constitucional, inspirada en estos principios liberales, se sientan las bases de una
economía capitalista y, como consecuencia, se estructura una sociedad de clases.

El conflicto dinástico sobre la sucesión al trono que se inició con la muerte de


Fernando VII dará origen a las guerras entre carlistas (absolutistas) e isabelinos
(liberales), en 1833‐40 y 1846‐49. El triunfo de los liberales hace posible la
transformación de la antigua monarquía absoluta en monarquía constitucional..
Los liberales españoles se van a estructurar en tres partidos. En primer lugar los
moderados, que plantearon un programa conservador basado en la defensa del orden
y de una autoridad fuerte (fortalecimiento del poder del rey y restricción de las
libertades, Soberanía compartida), el rechazo de las reformas que pusieran en cuestión
sus propiedades, un sufragio censitario muy restringido, la designación de los
ayuntamientos por el gobierno central, la supresión de la Milicia Nacional y la defensa
de la confesionalidad católica del Estado. Este programa se concretó en la Constitución
de 1845, la Ley de Ayuntamientos de 1845 y la Ley Electoral de 1846. Fue el modelo
político que se impuso durante casi todo el reinado de Isabel II, ya que la Reina
siempre optaba por este partido. Especialmente significativo es el periodo conocido
como “década moderada” (1843-1854), con varios gobiernos de Narváez. Su apoyo
social residía en las clases altas del país: terratenientes, grandes industriales, burguesía
financiera y comercial, altos cargos del ejército. Sus principales dirigentes políticos
fueron Martínez de la Rosa, el general Narváez, Alejandro Mon y Francisco Bravo
Murillo.
El segundo partido fue el progresistas, con un ideario basado en la limitación del
poder de la Corona y garantía de la plena soberanía nacional, la ampliación del
sistema de libertades (de culto, de asociación, de expresión, reunión, etc.), la defensa de
reformas radicales como la desamortización de los bienes eclesiásticos y de los bienes
comunales de los ayuntamientos. Los progresistas optaban por una ampliación del
cuerpo electoral a la vez que defendían el voto censitario pero más ampliado (todavía
no se había extendido la idea del sufragio universal), la elección popular de alcaldes y
concejales en los ayuntamientos, (descentralización administrativa), el liberalismo
económico y la reducción de la protección arancelaria, y la constitución de un cuerpo
armado, la Milicia Nacional, como garante de las libertades. Los progresistas
encontraron su apoyo social en las clases medias urbanas (pequeña y mediana
burguesía): artesanos, tenderos, empleados, grados medios del ejército,… Sus
principales dirigentes fueron Espartero, Mendizábal, Madoz, Olózaga y Prim.
Además, dado que la Reina prefería a los moderados, los progresistas se inclinaron por
la práctica del pronunciamiento-revolución como único medio de llegar al poder. Así,
a lo largo del reinado de Isabel II y la regencia de su madre María Cristina sólo
estuvieron en el poder durante breves períodos: 1835-1837, 1840-1843 y 1854-56
(Bienio progresista), siendo la mejor propuesta de su programa la Constitución de
1837
Finalmente, en 1854 el general O'Donnell fundó la Unión Liberal, un partido
bisagra que trató de cubrir un espacio de centro entre moderados y progresistas,
aunque gobernó junto a estos en el inicio del bienio progresista y más tarde lo hizo con
los moderados. Sus principales valedores fueron los generales O'Donnell y Serrano.
La consolidación de un sistema político parlamentario verdaderamente
representativo no fue fácil. El sufragio censitario (sobre un 2% con los moderados y un
7% con los progresistas) y la manipulación de las elecciones dejaban el sistema político
en manos de una minoría de propietarios y de las distintas camarillas políticas. Por
otra parte, el nombramiento de militares como presidentes del gobierno (Espartero,
Narváez, O’Donnell...), a través de los pronunciamientos militares (1836, 1840, 1843,
1854 y 1868), y la persistencia de las guerras otorgaron gran protagonismo al
estamento militar y una ausencia de fortaleza de la sociedad y el poder civiles.
Dos fueron las constituciones que sostuvieron el entramado jurídico y
reformador de este largo período. La Constitución de 1837, de carácter progresista,
mantenía del espíritu de Cádiz la separación de poderes y la importancia concedida a
los derechos individuales. Por otro lado, reforzaba el poder de la corona (derecho de
veto y disolución de las Cortes; potestad legislativa compartida entre las Cortes y el
rey) y las Cortes pasaron a ser bicamerales. En la Constitución de 1845, de corte
moderado, se estableció la soberanía compartida (reina‐Cortes), el catolicismo como
religión del Estado, el sufragio censitario o la supresión de la Milicia Nacional. El
Senado pasaba a ser enteramente de designación real.

Los distintos gobiernos del período presentaron leyes y reformas que tuvieron
como objetivo modernizar el país, consolidar el liberalismo y acabar con algunos de los
problemas estructurales de España. Entre aquéllas podríamos destacar la división
provincial, las desamortizaciones (Mendizábal y Madoz), la creación de la Guardia
Civil, la primera ley de Educación, la Ley de Ferrocarriles, la Ley Bancaria y la
creación, en general, de reformas que tenían como objetivo componer un conjunto
unitario de leyes.

En cuanto a la oposición al liberalismo, por la derecha lo constituyó el Carlismo,


protagonista de 3 guerras durante el siglo XIX, que tenía su principal apoyo en la
Iglesia y muchos campesinos del Norte de España, especialmente de las zonas rurales
(País vasco, Cataluña, Teruel, Galicia, etc), y que defendía el Absolutismo, los derechos
Forales y las viejas tradiciones, enfrentado siempre al Liberalismo triunfante. Por la
izquierda, en 1849 se formó el Partido Demócrata como escisión del Partido
Progresista, con un programa basado en la Soberanía Popular y el sufragio universal,
e incluso un sector más radical que era partidario de la República, del que nacerán
durante el Sexenio el Partido Republicano.

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