La Justicia en El Quijote Mario Alario Di Filippo
La Justicia en El Quijote Mario Alario Di Filippo
La Justicia en El Quijote Mario Alario Di Filippo
Yo sí que puedo hacer mías las frases que en el caso del ilustre D. Eduardo no son
valederas, siendo de todos conocidos sus insignes méritos. Al ocupar este sillón que dejó
vacante con su muerte D.
Fernando Antonio Martínez, no puedo menos de sentirme confundido y de atribuir mi
elección como individuo numerario más que a la evaluación de las virtudes del espíritu
al anhelo de estimular mi humilde pero perseverante labor lexicográfica.
Fue D. Fernando Antonio Martínez, a quien inmerecidamente tengo el honor de suceder
en esta Academia, varón que roturó profunda y perdurablemente los campos de la
cultura. El solo enunciado de sus obras sería prolijo, mas es suficiente recordar que él
fue el continuador del Diccionario de Construcción y Régimen, de Rufino José Cuervo y
que sus aportes a la filología española son de valor permanente. Del filólogo
vallecaucano cumple predicar lo que él escribió del sabio santafereño:
Para él los textos literarios, la obra de lenguaje concreta, su naturaleza individual y
personal, su adherencia indisoluble a la vida y al espíritu del pueblo, constituyeron
siempre la base, el fundamento de sus investigaciones; y en último término era la lengua
hablada, a las formas populares, a los glosarios locales, en una palabra al dialecto, a
donde iba a comprobar lo que la ciencia perseguía, y a veces no comprendía claramente,
en la tradición escrita. Logró por eso aliar de manera realmente admirable lingüística y
filología, lengua literaria y lengua popular, tradición y actualidad, pasado y presente. Y
nada quiso tanto como reflejar en sus trabajos una más viva idea de la unidad de lengua
y espíritu, a despecho de los particularismos geográficos y de las diferencias debidas a
estilo o jerarquía social, por sobre las demarcaciones políticas y las denominaciones de
raza o de pueblos, lejos de cualesquiera intereses que no fueran los de la común estirpe
y los ideales comunes.
Esta unidad, alcanzada en sus trabajos científicos y no atacada ni quebrantada por la
acción de determinado método o escuela, se mantiene hoy intacta y es símbolo del
esfuerzo del hombre y de las naciones a cuyo idioma consagró toda su vida.
El tema que voy a exponer esta noche fue materia de breve disertación hecha como
trabajo reglamentario, cuando esta institución me honró con el título de miembro
correspondiente suyo. Mas ahora lo he ampliado considerablemente. Trátase de un
somero estudio sobre alguno de los aspectos del Quijote, pues no sería osado a ensayar
una sistemática interpretación de la novela inmortal.
Desde los cautelosos comentadores que se han atenido a la letra para rastrear y poner
en evidencia los designios y propósitos que guiaron a Cervantes en la composición de su
obra, hasta los eruditos perspicaces que sorprenden abscónditos arcanos y esotéricas
significaciones en la historia del ingenioso hidalgo, se dilata una teoría de exégetas,
mejor o peor inspirados, para quienes el Quijote ora es la quintaesencia de la humana
polimatía, ora una sátira de largo aliento tan poderosa a desfacer las malfetrías del
pasado como a enderezar los tuertos del porvenir, ora la más audaz denuncia social, la
más noble y sublime protesta contra la injusticia de los hombres y el más encendido
canto a los valores humanos iluminados por la libertad. Y es de tan singular naturaleza
este libro engendrado en una prisión, que a todos invita y a todos tienta con su
inexhausta riqueza, a todos parece que halaga y saca verdaderos y gradúa de sagaces y
a todos termina convenciendo de cómo no hay disquisición que lo apure ni especulación
que lo reduzca. No recuerdo dónde leí que el Quijote es semejante, en lo que a exégesis
se refiere, a la Gioconda de Leonardo, que con su enigmática sonrisa sigue desafiando
victoriosamente la penetración de los críticos de arte más zahoríes y en la que cada cual
descubre, o cree descubrir la expresión de cierto estado anímico, según su propia psique
y personal temperamento.
Así un escritor español de nuestros días afirma que el Quijote es una obra de profundo
sentido humanístico que sólo puede ser clasificada en el materialismo dialéctico e
histórico, ausente de toda especulación abstracta, en pugna con los eufemismos de
axiologías y metafísicas que paralizan y desvían a la mente humana de la verdadera
senda del progreso de la sociedad. En esta línea de interpretación don Alonso Quijano
vendría a ser algo así como el abuelo o el padre de Carlos Marx.
Ni sé yo —como decía un egregio colombiano— si estrechado Cervantes en el
encerramiento de una cárcel —donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo
triste ruido hace su habitación— y oprimido por las malandanzas de la existencia, cobró
su ingenio una capacidad incoercible de espaciarse por todos los ámbitos de la vida
humana y logró de esta suerte compensar la dolorosa limitación en que la adversidad lo
puso. Tal vez así hay que interpretar el desgarro con que Cervantes pone el Quijote en
manos del «desocupado lector»: «No quiero —le dice— irme con la corriente del uso,
ni suplicarte casi con lágrimas en los ojos, como otros hacen, que perdones o disimules
las faltas que en este mi hijo vieres, pues ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma
en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa donde eres señor
della, como el rey de sus alcabalas. Y así puedes decir de la historia todo aquello que te
pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres
della».
Así acogiéndome a la licencia de don Miguel de Cervantes, pienso que existen hombres
e ideas grandes para la época que los vio nacer, pero que pierden poco a poco su
vitalidad, porque están sujetos ineluctablemente a la decrepitud y a un lento
aniquilamiento y que, al ser cubiertos por los aluviones de nuevas culturas, desaparecen
bajo estas capas como las ruinas de las ciudades antiguas en las entrañas de la tierra.
Otros hombres hay, en cambio, cuya vida está ligada indisolublemente a la de la
humanidad entera; brotan y se acrecientan con ella, y no son nunca reliquia inanimada,
sino árboles de vida eterna que crecen a medida que se levanta el nivel del suelo.
Prometeo, don Juan, Hamlet y otros han venido a hacerse partes integrantes del espíritu
humano, viven con él y sólo con él morirán. Don Quijote es uno de estos compañeros de
camino de la humanidad. Es imposible agotar lo que contiene, porque aún no está
agotado, porque continúa desarrollándose con nosotros y porque es tan imposible
captarlo como a una sombra que nos sigue. En este tipo genial está encerrado el germen
de lo que solamente puede ser inmortal en la tierra, bajo una gran idea inmortal.
Niceto Alcalá Zamora, en su obra «El pensamiento del Quijote visto por un abogado»,
anota, «los cuatro puntos cardinales en la flaqueza judicial de don Quijote: Reflejo
inevitable sobre el fondo de su lógica extraviada. Intrusiones profesionales en la
jurisdicción. Apasionado atropello del trámite, y coacción ilusoria». Si la justicia se
imparte en función de silogismo —dice—, el hidalgo manchego, que era cuerdo para las
premisas generales, se extraviaba con frecuencia respecto de las particulares y por ello
respecto de las conclusiones, pues lo que a él se le obscurecía y le hacía perder la diritta
via era el término menor, o sea, los hechos.
La llamada «intrusión profesional» es la ambición de sustituir «la justicia pública por la
privada», defecto que pervive aún en quienes, de buena fe, se empeñan en recomendar
sus causas a los jueces, como si no fuera suficiente el recto sentido de éstos para dar a
cada uno lo suyo. Cuando va a dar libertad a los galeotes, don Quijote les dice a los
guardas: «Me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres.
Cuánto más, señores guardas, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros.
Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de
castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean
verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello». Y cuando Sancho, en
conversación con el cura y el barbero de su aldea, disculpaba la participación que en
aquella aventura de los galeotes había tenido su señor, éste le respondió: «Majadero, a
los caballeros no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que
encuentran por los caminos, van de aquella manera o están en aquella angustia por
sus culpas o gracias: sólo les toca ayudarlos como amenesterosos, poniendo los ojos en
sus penas y no en sus bellaquerías».
El tercer punto cardinal que anota Alcalá Zamora es el apasionado atropello del trámite,
que inhibía a don Quijote para allegar probanzas objetiva y serenamente y hacía que le
diera la razón a quien diputaba sin más como legítimo titular del derecho; y el cuarto, la
«coacción ilusoria», que se ofrece palmar en las aventuras de Andrés y de Tosilos.
Si bien justas estas observaciones tan escrupulosas, tan nimiamente científicas, no
captan el terrible problema humano que afronta el hidalgo manchego en la colisión de
su ser con su hacer.
A la verdad, uno de los defectos o fallas de don Quijote, que es tal vez la raíz de los
demás, estriba en la manera inadecuada y anacrónica como quiere realizar su ideal y
particularmente su ideal judiciario. Y es que la idea es lo eterno y la acción lo temporal;
la idea es lo absoluto, la acción lo relativo; la idea es lo necesario y la acción es lo
contingente; la idea es lo divino y la acción es lo humano; la idea es lo único y la acción
es lo múltiple; la idea es inmutable y la acción está sujeta al devenir; y en feliz connubio
la idea y la acción constituyen ese fenómeno maravilloso de la vida que, con ser anhelo
incontrastable e imperativo permanente de perfección, ha menester guarnecerse y
recatarse, ora con el ropaje magnífico de las empresas heroicas, ora con los atuendos
pulidos de la común actividad, ya con el sayo y estameña del quehacer humilde, ya con
el áspero cilicio de la paciencia generosa. Sobre la idea trascendental las centurias y las
épocas no tienen jurisdicción: tienenla, en cambio, y muy grande, sobre la acción, y lo
que en un tiempo fue adecuado y convenible para traducir y sacar victoriosa la idea, en
otro puede servirlo de óbice y embarazo que la interfieran y opriman. Y esta necesidad
continua de atemperar la hábil movilidad de la acción con la perenne estabilidad de la
idea, fue cabalmente lo que don Quijote no llegó a entender: extendió a la una los fueros
y prerrogativas de la otra, reputó definitivo y perfecto lo que de suyo era transitorio, y
creyó en fin que la soberana y ecuménica justicia que le rendía y amartelaba no podía
expresarse ni ponerse por obra sino copiando e imitando servilmente lo que hicieron y
ejecutaron los fantásticos arcontes de la andante caballería, como si la suprema regla
deontológica residiera en la imitación. Ellos y sus proezas carecían de realidad; mas para
don Quijote no existía nada en el mundo que se elevara por encima de la verdad libresca,
quiero significar que no fiaba de su entendimiento para descubrir la realidad por sí
mismo, sino que lo humillaba con íntima fruición e irrefragable convencimiento a esa
autoridad perentoria que conforme a él se aposentaba en los libros y que por una
especie de sugestión avasalladora y despótica le hizo pensar que la idea se vinculaba
esencial y permanentemente a las acciones de linaje andantesco. Por eso los caballeros
andantes representaban a sus ojos el modelo acabado y perfecto de la virtud. Hacia qué
absurdo conduce esta servil imitación de la realización libresca de un ideal, bueno en sí
mismo, se puede comprobar, por ejemplo, viendo las locuras que comete don Quijote
en los riscos de Sierra Morena. Representa allí, para sí mismo, el papel de un hombre
que muere de amor por Dulcinea, sencilla y complicadamente porque entre los
caballeros andantes hay usanza de morir de amor. Con testarudez concienzuda y
pedantería, imita hasta en los más nimios detalles las excéntricas manifestaciones de
una loca pasión y de la desesperanza, tales como las conoció en los librotes de caballería.
Cuando don Quijote, desnudo, brinca, da volteretas sobre las rocas filudas y anda sobre
las manos, con los pies al aire, ante la mirada atónita de Sancho, él sólo piensa en no
diferenciarse en nada de las disparatadas proezas del enamorado Amadís, como es
consecuente y convenible a un verdadero teórico y pedante.
Y este afán de imitación se extiende a la manera de ejercer la justicia, sobre la cual
escribió la Real Academia Española de la Lengua:
En los tiempos del gobierno feudal, en aquellos tiempos en que no había más ley que la
fuerza, es cierto que podían ser útiles los desfacedores de entuertos. Pero Cervantes
escribió en un siglo en que ya establecidas las monarquías, había en ellas leyes que
prohibían estos desórdenes, magistrados que cuidaban de la observancia de estas leyes,
y de proteger a los oprimidos, y finalmente, monarcas a quiénes apelar de los agravios
que pudiesen hacer los mismos magistrados: siglo en que, según toda razón, debían ser
no sólo inútiles, sino perjudiciales a la distribución de la justicia esos hombres que a
fuerza de armas quisiesen desfacer tuertos.
Porque supongamos que los magistrados faltasen a la distribución de la justicia, y que el
Soberano engañado cerrase los oídos a las quejas. Si en este lance (que es el más
estrecho que puede suponerse), saliesen esos hombres armados a restablecer la justicia,
que no administraban ni los magistrados, ni el príncipe, el remedio de una injusticia
particular produciría innumerables injusticias.
Es por tanto, este anacronismo de don Quijote, que anhelaba resucitar lo que ya era
fábula y novela, polvo de siglos y ceniza de museos, una institución en que lo malo hacía
ventaja a lo bueno y que sólo fue proficua a los pueblos cuando los gobiernos eran aún
peores que ella y cuando se suplía la legalidad que faltaba con una idea informe de la
justicia. Don Quijote quiso vivir la vida de un personaje de época pretérita, y esta
vivencia lo invalidaba, a despecho de sus magníficos y nobles propósitos, para hacer
justicia, como lo hacía inhábil para hacer bien cualquiera otra cosa.
Valga como ejemplo la aventura de Andresillo. Don Quijote toma la defensa de un joven
contra un amo cruel que lo muele a azotes. Pero apenas el caballero ha vuelto la espalda
el labrador Haldudo torna a golpear al infeliz criado y dos veces más fuerte, primero por
la falta de la que era culpable y luego por la ofensa que don Quijote ha hecho al amo.
Cervantes cierra este episodio con esta irónica epifonema: «Y desta manera deshizo el
agravio el valeroso don Quijote». Algún tiempo después, el muchacho que ha sido
azotado sin piedad gracias a la intervención del abnegado caballero, encuentra a don
Quijote y dice a su presunto bienhechor estas amargas verdades: «Por amor de Dios,
señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen
pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia; que no será tanta, que
no sea mayor la que me vendrá de la ayuda de vuestra merced, a quien Dios maldiga, y
a todos cuantos caballeros andantes han nacido en el mundo». Duro golpe de realismo
que acusa el carácter negativo del favor, pese a su carga de noble generosidad y sentido
humanitario.
Don Quijote oye los mismos reproches de la boca de un bachiller transformado en
inválido por obra del heroísmo del defensor de oprimidos: «...es mi oficio y ejercicio —
dice con énfasis el Caballero de la Triste Figura— andar por el mundo enderezando
tuertos y desfaciendo agravios». «No sé como pueda ser eso de enderezar tuertos —
dícele el bachiller—, pues a mí de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una
pierna quebrada, la cual no se verá derecha en todos los días de su vida; y el agravio que
en mí habéis deshecho ha sido dejarme agraviado de manera que me quedaré agraviado
para siempre; y harta desventura ha sido topar con vos, que vais buscando aventuras»
(Parte I, cap. XIX).
En la de los galeotes, don Quijote no procedió, en cuanto a sus percepciones sensoriales,
como loco, pues su cerebro no recibió imágenes alteradas ni deformes, ni padeció
alucinaciones: vio penados, vio comisarios y guardas, vio una bolsa con copias de las
sentencias, oyó voces de hombres, se percató de que iban a galeras; por el contrario, no
vio caballeros andantes, no trocó a los guardas en gigantes y endriagos, ni a sus
espingardas en misteriosas armas; no intuyó encantadores a su alrededor, ni barruntó
que los presos fueran encantados. Mas sólo amparándose en su calidad de loco, puede
don Quijote negar al rey y a los tribunales su facultad punitiva. Cuando él hace balance
de los pecados y delitos de los galeotes, osa decir: «... porque me parece duro caso hacer
esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres...».
Don Quijote tiene conciencia de que se trata de gente maleante, y no es admisible —
aún en la línea de esquizofrenia paranoide en que Cervantes coloca a su personaje—
que haya olvidado que los castigos son siempre impuestos por la fuerza y que resultan
ineludibles en una sociedad organizada. Pero además, el manchego se aparta aquí de su
pretensa acción caballeresca, ya que el «acudir a los miserables y deshacer fuerzas» no
puede entenderse como un acto de servicio al delito, sino, por el contrario, como de
justicia, cuando los débiles son maltratados injustamente. De todas formas el gesto de
don Quijote es de nobleza seductora y va allende las convenciones sociales. Don Quijote,
pleno de sensibilidad y grandeza, se aleja del equilibrio sociológico, creado en fin de
cuentas por los hombres, y quiere ver en los galeotes, no a unos delincuentes, sino a
seres infortunados que han sido víctimas del acaecer desastrado. Su gesto tiene una
misión de protesta frente al poderoso.
Sabe que los delitos no se hubieran perpetrado si aquellos galeotes hubiesen disfrutado
de un nivel de vida menos bajo en el orden cultural y económico. Sabe por eso que la
sociedad es más responsable que ellos mismos. Dice que los hombres nacieron libres y
da a entenderse con ello que la sociedad es quien los hace esclavos. Unos por «no
disponer a tiempo de diez ducados para untar la péndola del escribano, avivando el
ingenio del procurador»; otros por ser débiles ante la tortura; otros por ser víctimas de
los excesos sensuales, y todos por no haber sido plasmados como libres y cultos por la
misma sociedad tan expeditiva en aplicar los castigos necesarios al propio equilibrio
social.
Sin embargo, esta acción de don Quijote de libertar a los galeotes fue desastrosa para la
justicia, y posteriormente le perjudicó y perjudicó a Sancho.
Su criterio personalísimo de la justicia se nos aparece todavía más patente cuando
después de acuchillar al pobre vizcaíno y ante la indicación de Sancho, bien sensata por
cierto, de que la Santa Hermandad puede intervenir en el asunto y reducirle a prisión, le
contesta a su escudero, en forma categórica, que jamás se supo de un caballero andante
encerrado en una cárcel. Es que la falla más grave de su personalidad —como ya se ha
dicho— era la manera inadecuada y anacrónica de realizar su ideal y que le inducía a
hacer lo que le parecía justo, creyéndose superior y arremetiendo contra los que
consideraba perturbadores de la justicia, y a utilizar su regular fuerza y su extraordinario
valor, así como las armas, en hechos oscuros conforme a las normas sociales. En una
palabra, don Quijote, creyendo hacer el bien, no lo hacía. Por eso el buen licenciado
Pedro Pérez, cura del lugar del ingenioso hidalgo y hombre de muy sano entendimiento,
como diceRodríguez Marín, aparentando ignorar que la hazaña de la libertad de los
galeotes se debió al Caballero de la Triste Figura y refiriéndose a su autor, manifiesta:
«Y sin duda alguna él debía de estar fuera de juicio, o debe ser tan gran bellaco como
ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas,
a la raposa entre las gallinas... Quiso defraudar a la justicia, ir contra su rey y señor
natural, pues fue contra sus justos mandamientos; quiso, digo, quitar a las galeras sus
pies...; quiso, finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su
cuerpo».
Con todo, como expresa Menéndez y Pelayo, en el fondo de la mente inmaculada de
don Quijote continúan resplandeciendo con indeficiente fulgor las puras, inmóviles y
bienaventuradas ideas. Por eso debemos seguir su ideal, aspirando a la justicia y a la
libertad; mas para ello no debemos salir por la puerta falsa de un corral al campo
de Montiel de la aventura, cabalgando en rocín flaco, con vieja lanza y celada de cartón
y acompañados de rústico escudero. Todos los hombres de bien, cuando nace na idea,
una necesidad de justicia y de progreso, tienen entonces que unirse bajo la sombra del
Caballero de los Leones y juntos realizar su sueño inmortal: un mundo más feliz y más
justo. De allí, según la expresión del Maestro Rafael Maya, que cuando don Quijote cae
bajo los palos y las piedras, lamentamos sólo el quebranto físico que sufre el noble
caballero y la aparente victoria de la canalla, pero sin que se nos ocurra pensar que su
ideal ha sido vulnerado o manchado, sino todo lo contrario; la fe de don Quijote sale
fortificada de estas pruebas y la idea caballeresca, en lo que tiene de trascendente, se
depura en la medida en que pretenden deshonrarla los venteros y los yangüeses.
Y ahora unas pocas palabras sobre la justicia ejercida por Sancho Panza.
Dice D. Miguel Antonio Caro que la gobernación de Sancho, más bien que esforzada
continuación de su carácter, parece un episodio independiente. Porque tal vez cuando
Cervantes estampó el ofrecimiento que a Sancho hizo don Quijote del Gobierno de una
ínsula, se prometió conciliar, por medio de este cebo echado a la simplicidad del
escudero, su egoísmo ingénito y su constancia en seguir al amo, sin pensar en el
desarrollo moral que dio luego a esta idea. La gobernación de Sancho —prosigue el
señor Caro—, mal consiguiente, quizá, por su sabiduría, con la simplicidad del agente,
envuelve una provechosa lección política y puede considerarse como un apólogo. Bajo
este supuesto se disimula la exageración, como se perdona en las fábulas que hablen los
brutos.
Sin negar del todo la incongruencia que apunta el señor Caro, pienso que la sabiduría de
que da muestras Sancho en su quehacer gubernamental obedece a otras causas, tal vez
más profundas. El sentido común del escudero campea y sobresale en las escenas que
transcurren en el decamerón de su gobierno. Si en ciertos casos anteriores Sancho
parece ingenuo y simple hasta la torpeza, ello procede, no de una insuficiencia espiritual,
sino de su ignavia e inercia, de su costumbre de someterse a una autoridad exterior,
costumbre que perderá al propio don Quijote. Sancho, sencillamente, no tiene el hábito
de pensar en sus riesgos y peligros, y se esconde tras la espalda del caballero, en quien
tiene una fe sin límites, tan ciega como la de don Quijote en sus disparatadas nóvelas de
caballería. Pero, en su papel de gobernador, el escudero está obligado, a pesar suyo, a
renunciar a su habitual pereza y a su sumisión intelectual, debe actuar él mismo y por sí
mismo, y desde que la energía se despierta en él, su espíritu y su talento se manifiestan
de modo sorprendente.
Salido de la tutela de don Quijote, Sancho da muestras de tanta perspicacia y sabiduría,
de tanto sentido común y finura en el gobierno, que sus súbditos no pueden volver de
su asombro, como no volvemos nosotros al cabo de los siglos.
En los diez días que gobernó como señor de la ínsula de Barataria, tuvo oportunidad de
ver y resolver casos extravagantes, todos ellos preparados y adobados por la
socarronería de sus jacarandosos súbditos y ministros, para nuevo escarnio de la
caballería de nuestro señor don Quijote.
Como apunta un autor, no se conocía aún la doctrina de la división de poderes o de
órgano del poder público. Sancho gobierna y juzga y, sin embargo, no legisla, porque
sobre eso sí que las ideas son claras: una cosa es dictar la ley y otra es aplicarla.
El poder reglamentario lo ejercita Sancho prodigiosamente en aquellas constituciones
que, al final de su mandato, deja en la Ínsula y que se han conservado
como Las constituciones del gran Gobernador Sancho Panza. Es oportuno recordarlas,
porque son insuperables y conservan su actualidad: «Ordenó que no hubiese regatones
de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que
quisiesen con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio
según su estimación, bondad y fama, y al que lo aguase o le mudase de nombre, perdiese
la vida por ello; moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por
parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que
caminaban a rienda suelta por el camino del interés; puso gravísimas penas a los que
cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que ningún
ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por
parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos;
hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los
examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa
andan los brazos ladrones y la salud borracha».
Cumple observar que Sancho en los juicios —como anota un autor— practica
la inmediación, «entendida de la manera más perfecta, no sólo como relación verbal
sino como intervención personal y directa en la práctica de diligencias probatorias».
En dos procedimientos dio pruebas de su asombrosa sagacidad, mediante métodos de
investigación que Alcalá Zamora considera «medidas para mejor proveer», aunque no
lo son en sentido propio, si bien guardan cierta analogía con dicha institución, por el
aspecto de que persiguen la averiguación por el juzgador de hechos que no han sido
probados por las partes litigantes, en la aspiración de consagrar la verdadera justicia.
Son procedimientos similares —según observa un procesalista— al utilizado por el rey
Salomón cuando aparentemente dictó sentencia que ordenaba cortar en dos al recién
nacido, con el solo fin de estudiar las reacciones de las querellantes. El primer caso es el
de dos hombres ancianos, uno de los cuales traía una cañaheja por báculo. El segundo
caso de esta naturaleza, con empleo de astucia para descubrir la verdad, es la sentencia
que profirió Sancho en el pleito entre el modesto ganadero y la mujer que se decía
forzada y que resultó esforzada.
En el asunto de las caperuzas, tal vez el más extraordinario que resolvió Sancho, si
esforzamos un poco la imaginación podemos relacionar el hecho con principios de
derecho, interpretándolo como una crítica que hace el que fabricó los simulados litigios
a quienes llevan ante los tribunales intereses que no son dignos de protección jurídica,
y coligiendo que los contratos deben cumplirse de buena fe; y en la misma forma se han
de ejecutar las obligaciones pactadas.
En la aporía o antinomia de la razón que, como a gobernador y persona principal del
lugar, le planteó a Sancho un forastero en relación con el puente que estaba sobre un
río caudaloso, límite arcifinio de dos términos de un mismo señorío, muestra una vez
más el escudero su buen criterio, que debieran tener también algunos jueces que han
abandonado el amor al prójimo, digno de prevalecer en el ánimo de quien ha recibido
de la sociedad la delicada misión de administrar justicia en su rama más ardua: la de
sentenciar a sus semejantes en el fuero criminal.
Es famoso el caso en que Sancho, ya fuera del gobierno, decide sobre la apuesta entre
los dos desafiadores que pesaban el uno once arrobas y el otro cinco. El escudero
resolvió la litis en el sentido de que debía cumplirse la apuesta igualándolos para la
carrera, no por medio de un peso que se pusiera al flaco, sino de suerte que el gordo se
escamonde, uando aparentemente dictó sentencia que ordenaba cortar en dos al recién
nacido, con el solo fin de estudiar las reacciones de las querellantes. El primer caso es el
de dos hombres ancianos, uno de los cuales traía una cañaheja por báculo. El segundo
caso de esta naturaleza, con empleo de astucia para descubrir la verdad, es la sentencia
que profirió Sancho en el pleito entre el modesto ganadero y la mujer que se decía
forzada y que resultó esforzada.
En el asunto de las caperuzas, tal vez el más extraordinario que resolvió Sancho, si
esforzamos un poco la imaginación podemos relacionar el hecho con principios de
derecho, interpretándolo como una crítica que hace el que fabricó los simulados litigios
a quienes llevan ante los tribunales intereses que no son dignos de protección jurídica,
y coligiendo que los contratos deben cumplirse de buena fe; y en la misma forma se han
de ejecutar las obligaciones pactadas.
En la aporía o antinomia de la razón que, como a gobernador y persona principal del
lugar, le planteó a Sancho un forastero en relación con el puente que estaba sobre un
río caudaloso, límite arcifinio de dos términos de un mismo señorío, muestra una vez
más el escudero su buen criterio, que debieran tener también algunos jueces que han
abandonado el amor al prójimo, digno de prevalecer en el ánimo de quien ha recibido
de la sociedad la delicada misión de administrar justicia en su rama más ardua: la de
sentenciar a sus semejantes en el fuero criminal.
Es famoso el caso en que Sancho, ya fuera del gobierno, decide sobre la apuesta entre
los dos desafiadores que pesaban el uno once arrobas y el otro cinco. El escudero
resolvió la litis en el sentido de que debía cumplirse la apuesta igualándolos para la
carrera, no por medio de un peso que se pusiera al flaco, sino de suerte que el gordo se
escamonde, monde, entresaque, pula, rebane y atilde y saque seis arrobas de sus
carnes.
En síntesis, si don Quijote es la sublimación del individualismo anárquico; si encarna el
ejercicio de la ley personal, de la justicia individual, que prescinde y aún abomina
totalmente de autoridad extraña, de imposición externa, de mandato ajeno, Sancho es
la encarnación de la auténtica justicia y del buen sentido, aguzado en la piedra de los
consejos de don Quijote, que sólo cojea del pie de su caballería. Anticipo de su sabiduría
de juez es la admonición que hace a su amo en la aventura de los galeotes: «Advierta
vuestra merced que la justicia, que es el mismo rey, no hace fuerza ni agravio a
semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos». Sancho, administrador de
justicia, obra ciertamente por sí mismo, pero educado paradójicamente por don Quijote,
quien de tal guisa, según la expresión de Menéndez y Pelayo, se educa a sí propio, educa
a su escudero, y el libro todo de Cervantes es una pedagogía en acción, la más
sorprendente y original de las pedagogías, la conquista del ideal por un loco y por un
rústico, la locura que alecciona y corrige a la prudencia mundana, el sentido común
ennoblecido por su contacto con el ascua viva y sagrada de lo ideal.