34445_Eisenhorn godhammer 40k
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13/12/2016
®
EISENHORN
DAN ABNETT
Eisenhorn, Eisenhorn, GW, Games Workshop, Warhammer 40.000, y todos los logos,
ilustraciones, imágenes, nombres, criaturas, razas, vehículos, localizaciones, armas,
personajes y la imagen distintiva están registrados en los distintos países como ® o TM
y/o © Games Workshop Limited y usados bajo licencia. Todos los derechos reservados.
Esta es una obra de ficción. Todos los personajes y situaciones descritos en esta novela
son ficticios, y cualquier parecido con personas o hechos reales es pura coincidencia.
ISBN: 978-84-450-0428-9
Preimpresión: gama, sl
Depósito legal: B 22534-2016
Impreso en España por Book Print
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11
Xenos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Perdida en combate (relato) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 333
Malleus . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 363
9
XENOS
15
POR ORDEN DE SU SACRATÍSIMA MAJESTAD
EL DIOS-EMPERADOR DE TIERRA
EXPEDIENTE 112:67B:AA6:Xad
Sírvase introducir su código de autorización *************
Validando…
Gracias, Inquisidor.
Puede continuar.
LUGAR: MAGINOR
FECHA: 239.M41
19
TRANSCRITO POR EL SABIO ELEDIX, FACULTAD DE LA
BIBLIOTECA DE DATOS INQUISITORIAL ORDO
HERETICUS, FIBUS SECUNDOS, 240.M41
Un hombre [sujeto (i)] con túnica larga pasa gritando cerca de la fuen-
te de imagen [voz irrecuperable]. Entorno, piedra oscura [pos. ¿túnel?
¿tumba?]. Identidad de (i) desconocida [sólo visión parcial del rostro].
El pictograbador se acerca por detrás de (i), observando cómo (i) extrae
un martillo de energía que llevaba colgando bajo la túnica a la altura del
muslo. Enfoca las manos de (i) aferrando el mango. Anillo de sello in-
quisitorial perfectamente visible. (i) se vuelve [el rostro oscurecido por
las sombras]. (i) habla.
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Vista panorámica. Cuerpos a la entrada y también sobre los escalones
interiores. Presentan heridas espantosas, destrozados. Piedras cubiertas
de sangre fresca.
Las formas borrosas de (ii) y (iii) salen del campo del pictograbador. El
pictograbador toma panorámica en redondo, toma vista lateral de (ii) y
(iii) enzarzados en un rápido combate cuerpo a cuerpo con adversarios
en los escalones inferiores. Los adversarios son una mezcla heterogénea:
seis humanos con implantes quirúrgicos/biónicos, dos mutantes, tres
servidores ofensivos [véase archivo adjunto para detalles de lugar]. (ii)
dispara la ametralladora pesada [distorsión de la banda sonora].
El pictograbador toma una vista parcial mientras (iii) recibe varias des-
cargas de fuego de energía. (iii) sufre convulsiones, estalla. El pictogra-
bador es salpicado por la sangre pulverizada [la imagen se hace borro-
sa]. (ii) grita y avanza saliéndose del campo visual mientras dispara su
ametralladora pesada. Repentino fuego cruzado de láser [los destellos láser
ciegan la óptica del pictograbador].
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[Diversas fuentes de ruido, voces no identificadas, alguien grita.] [Vuelve
la imagen.] (i) está justo delante del pictograbador. Entra a la carga en la
estancia amplia, sencilla, iluminada por la luz verde de las lámparas
químicas [rostro iluminado por la luz durante 0,3 segundos]. Sujeto (i)
identificado positivamente como el Inquisidor Hetris Lugenbrau.
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do demasiado rápida para la pictofuente. Mucho ruido de fondo. Una
línea brillante [supuestamente una espada] atraviesa a Lugenbrau. La
imagen da saltos [cierta pérdida de imagen]. Lugenbrau cae [la imagen
se extingue].
Destello luminoso.
23
24
Uno
P
ersiguiendo al reincidente Murdin Eyclone, llegué a Hubris en
el Letargo de 240.M41, según el calendario sideral imperial.
El Letargo duró once meses del año lunar de veintinueve me-
ses de Hubris, y los únicos signos de vida eran los custodios, con sus ga-
rrotes luminosos y sus trajes térmicos, encargados de vigilar los precintos
de las tumbas de hibernación.
Dentro de esas catacumbas tenebrosas de basalto y ceramita, dormían
los grandes de Hubris, soñando en tristes catacumbas de hielo, esperando
el Deshielo, la estación intermedia entre Letargo y Vital.
Incluso el aire era gélido. Las tumbas estaban cubiertas de escarcha
y una capa de hielo tapaba la tierra sin relieve. En lo alto, constelacio-
nes estelares titilaban en la curiosa noche permanente. Una de ellas era
el sol de Hubris, ahora tan distante. Cuando llegase el Deshielo, Hubris
giraría otra vez en el cálido abrazo de su estrella.
Se convertiría entonces en un globo ardiente cuando ahora era ape-
nas un borrón luminoso.
Mientras mi cúter artillado se posaba en el campo de aterrizaje de
pistas cruzadas de Punta Tumba, ya me había puesto un traje ceñido con
calefacción interna y vendas de material aislante para el mal tiempo, pero
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a pesar de todo, el peligroso frío me cortaba como una espada. Me llo-
raban los ojos y las lágrimas se me congelaban en las pestañas y las
mejillas. Recordé los detalles del informe cultural que me había prepa-
rado mi sabio y rápidamente bajé el visor antiescarcha tiritando mien-
tras el aire caliente empezaba a circular bajo la máscara de plástico.
Los custodios, alertados de mi llegada por los astrópatas, me esperaban
al pie de las pistas de aterrizaje. Encendieron estacas a modo de home-
naje en medio de la noche helada, el aire se convertía en vapor con el
calor que salía de sus ropas. Los saludé con una ligera inclinación de
cabeza y mostré a su jefe la insignia de mi cargo. Me esperaba un trineo,
un vehículo color óxido en forma de flecha de veinte metros de largo
montado sobre esquís y orugas.
Con él abandoné la pista de aterrizaje, dejando atrás las luces parpa-
deantes de señalización de mi cúter artillado en medio de la perpetua
noche invernal.
Las orugas levantaban detrás de nosotros una estela de escarcha. Por
delante, a pesar de las lámparas, el paisaje era negro e impenetrable. Lores
Vibben, yo y tres custodios íbamos en una cabina iluminada sólo por
la luz ámbar del panel de control del vehículo. Los orificios de ventila-
ción, ocultos en los asientos de cuero, insuflaban aire caliente que olía
a cerrado.
Un custodio le pasó a Vibben una placa de datos. Ella le echó una
rápida mirada y me la entregó. Me di cuenta de que todavía llevaba puesto
mi visor. Lo levanté y empecé a buscar las gafas en mis bolsillos.
Con una sonrisa, Vibben sacó unas del interior de su propio traje
aislante. Le di las gracias con una inclinación de cabeza, me las calcé sobre
la nariz y empecé a leer.
Acababa apenas de leer las últimas placas de texto cuando el trineo
se detuvo.
—Procesional Dos-Doce —anunció uno de los custodios.
Desmontamos tras volver a bajarnos los visores.
Copos brillantes de escarcha flotaban en la oscuridad en torno a
nosotros, lanzando destellos de luz al atravesar el campo de los faros de
nuestro vehículo. Había oído hablar del frío amargo, pero ruego al
Emperador no volver a sentirlo nunca más. Era mordaz, atenazador y
realmente sabía amargo en la punta de la lengua. Todas mis articulaciones
se quejaban y rechinaban.
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Tenía las manos y la mente entumecidas. Realmente espantoso.
El Procesional Dos-Doce era una tumba de hibernación situada en
el extremo occidental de la gran Avenida Imperial. Albergaba a doce mil
ciento cuarenta y dos miembros de la elite gobernante de Hubris.
Nos aproximamos al gran monumento y subimos haciendo crujir con
nuestros pasos los escalones negros recubiertos de escarcha.
—¿Dónde están los custodios de la catacumba? —pregunté detenién-
dome.
—Haciendo su ronda —me respondieron.
Miré a Vibben e hice un gesto de contrariedad. Ella deslizó la mano
bajo su traje ribeteado de piel.
—¿Sabiendo que veníamos? —insistí volviendo a dirigirme a los cus-
todios—. ¿Sabiendo que esperábamos encontrarlos aquí?
—Voy a ver —dijo uno de ellos, el mismo que nos había entregado
la placa de datos. Se adelantó y subió los escalones haciendo balancear
la luz fosforescente de su bastón.
Los otros dos no parecían muy cómodos.
Hice una señal a Vibben para que me siguiera escaleras arriba. Lo
encontramos en una terraza inferior mirando los cuerpos tendidos de
cuatro custodios cuyos bastones luminosos yacían apagados a su alrededor.
—¿Co… cómo? —balbuceó.
—Hágase a un lado —le dijo Vibben sacando su arma. Su diminuta
runa de color ámbar activada destelló en la oscuridad.
Saqué mi espada que emitió un zumbido al activarse.
La entrada sur de las tumbas estaba abierta y del interior salían rayos
de luz dorada. Rápidamente se iban confirmando todos mis temores.
Entramos. Vibben barría el lugar de lado a lado con su pistola. La sala
era estrecha y alta, iluminada por brillantes globos químicos. La escarcha
ya había penetrado y empezaba a extenderse sobre el basalto pulido de
las paredes.
A unos cuantos metros de la entrada otro custodio yacía muerto sobre
un espejo de sangre que se iba endureciendo. Pasamos por encima de él.
A cada lado se abría un pasillo que daba paso a los pabellones de hiber-
nación. En todas direcciones se veían filas y filas de literas de hielo que
llenaban las lisas cámaras de basalto.
Era como entrar en el mayor depósito de cadáveres del Imperio.
Admito que a esas alturas estaba nervioso, ansioso de acabar de una
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vez con una cuestión que ya duraba seis años. ¡Eyclone llevaba seis años
rehuyéndome! Había pasado día tras día estudiando sus métodos y so-
ñando con él por las noches, pero ahora podía olerlo.
Levanté mi visor.
Del techo caía agua. Agua de deshielo. Aquí dentro estaba subiendo
la temperatura. En sus literas de hielo, algunas de las desdibujadas figuras
empezaban a removerse.
¡Demasiado pronto! ¡Era demasiado pronto!
El primer hombre de Eyclone me salió al encuentro desde el oeste
cuando iba cruzando un corredor transversal. Giré sobre mis talones con
la espada de energía en la mano y le corté el cuello antes de que pudie-
ra descargar su hacha de hielo.
El segundo vino del sur, el tercero del este y después fueron llegan-
do más y más.
Una confusa multitud.
Mientras luchaba oí un furioso intercambio de disparos en las cata-
cumbas que quedaban a mi derecha. Vibben estaba en apuros.
Podía oírla a través del enlace de voz de nuestras capuchas.
—¡Eisenhorn! ¡Eisenhorn!
Me di la vuelta asestando golpes a diestro y siniestro. Todos mis
oponentes llevaban trajes térmicos e iban armados con instrumentos de
hielo que hacían las veces de eficaces armas. Tenían los ojos oscuros y
amenazadores. Aunque eran rápidos, algo en ellos daba la impresión de
que actuaban como autómatas, respondiendo a órdenes.
La espada de energía, un arma antigua y elegante, bendecida por el
propio Prevoste de Inx, respondía a los movimientos de mi mano. Con
cinco movimientos rápidos acabé con ellos, y el vapor que emanaba de
su sangre quedó suspendido en el aire.
—¡Eisenhorn!
Me di la vuelta y corrí, chapoteando por un corredor lleno de agua
de deshielo. De arriba llegaron más disparos y un grito sobrecogedor.
Encontré a Vibben caída sobre una tubería de refrigeración. La sangre
congelada la había adherido al plástico helado. Ocho de los sirvientes
de Eyclone yacían a su alrededor. Su arma estaba fuera del alcance de su
mano con el cargador agotado fuera de la empuñadura.
A mis cuarenta y dos años estándar, estoy en la plenitud según las
normas imperiales y soy joven aplicando las de la Inquisición. Toda mi
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vida he tenido fama de frío, de insensible. Algunos dijeron de mí que
no tenía corazón, que era inclemente, incluso cruel. Pero no lo soy. No
soy ajeno a las emociones ni a la compasión. Sin embargo, poseo algo
que tal vez mis superiores consideren como mi principal virtud: una
singular fuerza de voluntad. A lo largo de mi carrera me fue muy útil
servirme de esta capacidad y galvanizarme, inflexible, contra todo lo que
esta desdichada galaxia pueda ponerme por delante. El dolor, el miedo
o la pena son lujos que no puedo permitirme.
Lores Vibben había servido conmigo durante cinco años y medio.
En ese tiempo me había salvado la vida dos veces. Se consideraba mi
asistente y mi guardaespaldas, pero en realidad era más bien una com-
pañera y una camarada. Cuando la recluté en los barrios bajos de Tor-
nish, la elegí por su habilidad en el combate y por su fuerza brutal, pero
luego llegué a apreciarla por su agudeza, su ingenio y su mente despe-
jada.
Me quedé mirando su cuerpo durante un momento, puede que in-
cluso hubiera pronunciado su nombre.
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—Dibujo denegado. ¡Dibujo de crisol!
—Égida, naciendo.
La comunicación se interrumpió. Estaba de camino. Había tomado
la noticia de la muerte de Vibben tan mal como yo había supuesto.
Esperaba que eso no afectara a su conducta. Midas Betancore era un
hombre impetuoso, sanguíneo, y a eso se debía en parte que me caye-
ra bien, y que recurriera a él.
Volví a salir de las sombras empuñando el arma. Una pistola naval
modelo Scipio, acabada en cromado mate con empuñadura de marfil
incrustada; su peso en mi mano enguantada resultaba tranquilizador.
Diez proyectiles, capaces de parar a un hombre sin fallar, iban en un
cargador de muelle en la ranura que había dentro de la empuñadura. Tenía
otros cuatro cargadores llenos en el bolsillo de la cadera.
No recuerdo de dónde había sacado la Scipio, pero llevaba varios años
conmigo. Una noche, de esto hacía tres años, Vibben le había quitado
las placas de ceramita de la empuñadura ya muy gastadas y adornadas
con el Águila Imperial y el escudo de la Marina, y las había reemplazado
por unas piezas de marfil que había tallado con sus propias manos. Me
dijo que era una costumbre de Tornish cuando me la entregó al día si-
guiente. Las nuevas cachas llevaban tallada a cada lado de forma rudimen-
taria una calavera humana con una rosa llena de espinas que salía de una
de las cuencas vacías, dejando caer unas cómicas gotas de sangre. Ella
había incrustado unas piedras preciosas rojas para que se viera bien su
naturaleza. Debajo de la calavera aparecía mi nombre grabado en un tosco
pergamino.
Me había hecho reír. A veces incluso me había avergonzado sacar
aquella arma barriobajera en un combate.
Pero ahora, ahora ella estaba muerta y me di cuenta de que había sido
un honor para mí que me dedicara aquel trabajo.
Me hice una promesa: mataría a Eyclone con esta arma.
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Sé que sorprendió a Vibben. Me pasé toda una tarde tratando de
hacerle entender las diferencias, y no lo conseguí.
Reducido a su más simple expresión: algunos inquisidores son pu-
ritanos y otros radicales. Los puritanos creen y procuran imponer la
doctrina tradicional de la Inquisición, trabajando para librar a nuestra
comunidad galáctica de cualquier elemento criminal y malévolo: el triun-
virato del mal que son los alienígenas, los mutantes y los demonios.
Cualquier cosa que choque con la norma pura de la humanidad, las
prédicas del Ministorum y la carta de la Ley Imperial es motivo de aten-
ción para un inquisidor puritano. Duro, tradicional, inclemente… así es
el estilo puritano.
Los radicales consideran que cualquier método es aceptable siempre
que cumpla con su cometido inquisitorial. Algunos, a mi entender, real-
mente hacen suyos y emplean recursos prohibidos, entre ellos la propia
Disformidad, como armas para combatir a los enemigos de la especie
humana.
He oído sus argumentos muchas veces. Me horrorizan. La creencia
radical es herética.
Soy puritano por vocación y amalatiano por elección. Las formas
ferozmente estrictas de la filosofía monodominante me convencen a
veces, pero hay en ellas una leve sutileza que no es para mí.
Los amalatianos debemos nuestro nombre al cónclave reunido en el
monte Amalath. Nuestro cometido es mantener el statu quo del Imperio,
y trabajamos para identificar y destruir a cualquier persona u organis-
mo que pueda desestabilizar el poder del Imperio desde fuera o desde
dentro. Creemos que la unión hace la fuerza. El cambio es el mayor
enemigo. Creemos que el Dios-Emperador tiene un plan divino, y tra-
bajamos en pro de la estabilidad del Imperio hasta que se dé a conocer
ese plan. Deploramos las facciones y las luchas intestinas… De hecho
a veces resulta una ironía dolorosa que nuestras creencias nos señalen
como una facción dentro de la espiral política de la Inquisición.
Somos la inconmovible columna vertebral del Imperio, sus anticuer-
pos, encargados de combatir la enfermedad, la locura, el daño, la inva-
sión.
No concibo una forma mejor de servir, ni una forma mejor de ser
inquisidor.
Así queda completo mi retrato. Gregor Eisenhorn, inquisidor, pu-
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ritano, amalatiano, cuarenta y dos años estándar de edad, con dieciocho
años como inquisidor. Soy alto y ancho de hombros, fuerte, resuelto.
Ya les he hablado de mi fuerza de voluntad y estoy seguro de que ha-
brán notado mi habilidad con la espada.
¿Qué más puedo decir? ¿Si llevo barba? ¡No! Además tengo ojos
oscuros y el pelo aún más oscuro y espeso. Éstos son detalles sin impor-
tancia.
Déjenme que les cuente ahora cómo maté a Eyclone.
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