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LUCAS
Entramos ahora en las labores de otro Evangelista; su nombre es
Lucas. El nombre de Lucas aparece tres veces en las Epístolas de Pablo y en ninguna otra parte de la Escritura: En Colosenses 4:14, Pablo le llama «el médico amado». Por el versículo 11, deducimos que Lucas no era judío; por tanto, el único escritor de la Biblia de extracción gentil. Cuando Pablo se hallaba cercano a la muerte tiene para Lucas una frase que le retrata como compañero fidelísimo del apóstol: «Sólo Lucas está conmigo»; y, en los saludos que Pablo envía a Filemón (Fil. v. 24), se encuentra Lucas, contado entre los «colaboradores» del apóstol. De su vida anterior, sólo sabemos que no conoció de vista al Señor (Lc. 1:2). De su vida posterior a la redacción de Hechos, tampoco sabemos nada, excepto lo que la leyenda, más bien que la tradición, nos ha legado: que era también pintor y que pintó un cuadro de la virgen María. Jerónimo (aprox. 347–420 d. de C.) dice que murió célibe a los 84 años de edad. Hay comentaristas que opinan que el «hermano cuya alabanza en el Evangelio se oye en todas las iglesias» (2 Co. 8:18) es Lucas. Después que Pablo llegó a Macedonia, Lucas se convirtió en su compañero inseparable, como se ve por la introducción de la primera persona del plural a partir de Hechos 16:10. Su estilo es ordenado, esmerado, elegante y, a la vez, claro. Su griego es el más puro y rico de todo el Nuevo Testamento. Aunque dedica su Evangelio a un tal Teófilo, los verdaderos destinatarios son todos los gentiles. Características singulares de Lucas son su interés y precisión en lo que toca a enfermedades y otros detalles relacionados con la medicina, los capítulos sobre la infancia de Jesús, y su interés especial por presentar a Jesús como el Salvador del mundo, los episodios de Zaqueo (19:1–10), del ladrón arrepentido (23:39–43) y del buen samaritano (10:29–37), así como las parábolas del hijo pródigo, que tantas conversiones ha suscitado (15:11–32) y la del fariseo y el publicano (18:9–14). Como dice Ryrie «Éste es un Evangelio del compasivo Hijo del Hombre, que ofrece salvación a todo el mundo (19:10)». CAPÍTULO 1 El Evangelio de Lucas comienza la narración de la vida de Cristo en una etapa anterior a la de las narraciones de Mateo y de Marcos, pues se remonta a la predicción e historia del nacimiento de Juan el Bautista. A continuación, narra, en este mismo capítulo la anunciación, hecha por el ángel Gabriel a la virgen María del nacimiento de nuestro Salvador, la visita de María a su parienta Isabel y los detalles en torno al nacimiento del Bautista. Versículos 1–4 Aunque los excesivos cumplidos y el lenguaje de la adulación no cuadran con el carácter cristiano y son reprobados por toda persona honesta, no se sigue que el creyente haya de ser descortés y falto de afabilidad y agradecimiento. No sabemos quién era este Teófilo («amado de Dios») a quien Lucas dedica el libro, sin faltar quienes opinan que se trata de un nombre simbólico que comprende a todo el que sea amigo de Dios. Pero no hay razón para descartar que se trate de una persona particular, probablemente un alto magistrado, a juzgar por el título con que Lucas se dirige a él, que es el mismo con que Pablo se dirige al gobernador Festo. Con ello se nos enseña que la religión no destruye la urbanidad, es decir los buenos modales, conforme a la exhortación de Pablo de «pagar a todos lo que les debemos … al que respeto, respeto; al que honor, honor» (Ro. 13:7). I. Por qué escribió Lucas este Evangelio. Es cierto que fue movido o llevado por el Espíritu Santo (v. 2 P. 1:21), no sólo para escribir, sino también en el escribir; pero en ambos casos fue movido como un ser racional, no como una máquina y, por tanto, el Espíritu Santo no le dispensó de usar sus facultades y su información. Y lo que el Espíritu le movió a considerar fue: 1. Que las cosas de las que escribía eran «ciertísimas» (v. 1) entre los que habían creído; y, por consiguiente, cosas en las que debían ser instruidos. No pensaba escribir sobre cosas opinables o discutibles, sino ciertísimas. La doctrina de Cristo es tan cierta que miles y miles de los hombres más honestos de la Historia no han dudado en aventurar su vida sobre ella. 2. Que se requería escribir ordenadamente estas cosas (v. 3) es decir, que la compilación de la vida de Cristo (v. 1) había de hacerse metódicamente. Cuando las cosas se ponen ordenadamente sabemos mejor cómo hallarlas para nuestro propio uso, y cómo guardarlas mejor para uso de los demás. 3. Que había muchos que habían tomado a su cargo compilar relatos sobre la vida de Cristo. El servicio que otras personas prestan a Cristo no debe suplantar al nuestro, sino estimularlo. 4. Que la verdad de las cosas que iba a escribir estaba confirmada por el testimonio convergente de quienes habían sido testigos competentes y de excepción de tales cosas. Lo que él iba ahora a publicar estaba de acuerdo con lo que, una y otra vez, había sido enseñado de palabra por «los que desde el principio fueron testigos oculares y servidores de la Palabra (v. 2). Por aquí vemos que: (A) Los apóstoles eran «servidores de la Palabra» de Cristo. Así como ellos la habían recibido, la ministraban a otros (1 Jn. 1:1). No tenían un Evangelio que hacer como dueños, sino un Evangelio que predicar como servidores. (Acerca del vocablo que Lucas usa: hyperetai, digo en mi libro La Iglesia, Cuerpo de Cristo páginas 192–193: «indica el oficio de un remero de galeras, subordinado al comandante de la nave [comp. con Hch. 13:5] y que corresponde al hebreo hazzán, que designaba al guardián de los rollos de la Ley en la sinagoga [Lc. 4:20]. Lucas 1:2 lo usa para el ministerio de la Palabra, y el apóstol Pablo se lo apropia a sí mismo en Hch. 26:16; 1 Co. 4:1». Nota del traductor.) (B) Los servidores de la Palabra eran «testigos oculares». Ellos oyeron las enseñanzas de Cristo, vieron sus milagros y observaron su conducta; no recibieron informes de segunda mano. (C) Lo fueron desde el principio del ministerio de Cristo (v. 2). Jesús tenía consigo a sus discípulos cuando llevó a cabo su primer milagro (Jn. 2:11). Le acompañaron «todo el tiempo … comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros fue llevado arriba» (Hch. 1:21–22). (D) El Evangelio escrito, que nos ha llegado hasta nuestros días, coincide exactamente con el Evangelio que fue predicado en los primeros días de la Iglesia. (E) Lucas mismo llegó al conocimiento ciertísimo de estas cosas, «después de haber investigado todo con esmero desde su origen» (v. 3). Y, bajo la conducción del Espíritu Santo, llega a afirmar implícitamente su competencia para tal trabajo, al decir: «me ha parecido bien también a mí» (v. 3a), es decir, tan bien como a los «muchos» del versículo 1. Y, de su capacidad de «buen investigador», nos ha dejado sobradas pruebas, tanto en el Evangelio como en el libro de Hechos. Se había impuesto como sagrada tarea el informarse bien, y la iba a cumplir con toda decisión. El Espíritu Santo escogió para esta tarea a un hombre culto, honesto y de un equilibrio psicológico excepcional. Y la inspiración ratificó lo que una buena información le proporcionó. Bien podía hablar, no sólo de gran solidez (v. 4), sino de suprema certeza (v. 1). II. Obsérvese por qué lo dirigió a Teófilo: «Te he escrito estas cosas, para que te percates bien de la solidez de las enseñanzas en las que fuiste instruido» (v. 4). En esta frase queda insinuado que había sido instruido, ya sea antes de ser bautizado, ya sea después, ya se refiera a ambos tiempos, de acuerdo con Mateo 28:19–20. Con las mismas expresiones del original, podríamos traducir: «para que conozcas a la perfección la solidez de las enseñanzas sobre las cuales fuiste catequizado». Los creyentes más expertos en la Palabra comenzaron por ahí: por ser catequizados. Este Evangelio se escribió con la intención de que se conociese la solidez, el terreno firme que pisamos cuando creemos en el Evangelio. Y, por tener una fundación tan sólida, podemos edificar, y ser edificados, sólidamente sobre él. Así, quienes han sido bien instruidos en las cosas de Dios, deben poner toda diligencia posible a fin de percatarse bien de estas cosas, para saber no sólo lo que creemos, sino también por qué lo creemos y, de este modo, «estar siempre preparados para … dar razón de la esperanza que hay en nosotros» (1 P. 3:15). Versículos 5–25 Mateo comienza su Evangelio con la genealogía y nacimiento de Jesús. Marcos lo empieza con el ministerio del Bautista. Pero Lucas, al haber determinado dar un relato más detallado de la concepción y del nacimiento de Jesús, lo hace también de la concepción y del nacimiento del Bautista. I. Lo que nos dice de los padres del Bautista: Vivían en los días de Herodes, rey de Judea (v. 5), el cual era idumeo, extranjero a la ciudadanía de Israel y a los pactos de Dios con su pueblo, y un mero representante de los romanos, quienes habían hecho recientemente de Judea una provincia del Imperio. Lucas recalca esto para hacer notar que el cetro se había marchado de Judá. Precisamente cuando Israel está sojuzgado, es cuando va a aparecer la gloria de Israel. Y el padre de Juan el Bautista era sacerdote, descendiente de Aarón, y su nombre era Zacarías («Jehová se acordó», comp. con 1:72). No hubo en el mundo familias tan honradas por Dios como las de Aarón y David, con la primera hizo el pacto del sacerdocio; con la segunda, el de la realeza. Cristo era de la casa de David, su precursor de la de Aarón. Este Zacarías era del turno de Abías. Cuando, en tiempo de David, se multiplicó la descendencia de Aarón, el rey la dividió en 24 clases o turnos para mejor regularidad en el desempeño del oficio. La octava de dichas clases era la de Abías (1 Cr. 24:10), descendiente de Eleazar, el primogénito de Aarón, una vez que Nadab y Abiú (que eran mayores) hubieron muerto. La esposa de este Zacarías era también «una de las descendientes de Aarón», y su nombre era Elisabet, el mismo nombre que el de la mujer de Aarón (Elisheba, v. Éx. 6:23), que significa «Dios es mi juramento» (comp. con 1:73). Los sacerdotes procuraban casarse con mujeres de su misma tribu, aun cuando había ciertos intercambios matrimoniales entre las tribus de Leví y de Judá, lo que explica el parentesco de Elisabet y María. Ahora bien, lo que aquí se nos dice de Zacarías y Elisabet es lo siguiente: 1. Que era una pareja muy piadosa: «Ambos eran rectos delante de Dios» (v. 6). Eran real y sinceramente rectos, pues lo eran delante de Dios; tenían la aprobación divina. Gran dicha es que quienes están unidos entre sí por el matrimonio, estén ambos unidos al Señor, «y caminaban irreprochablemente en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor». Lo demostraban, «no de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:18); por el camino en que andaban, y por la norma según la cual caminaban. Caminaban, no sólo en las ordenanzas del Señor, las cuales decían relación al culto divino, sino también en los mandamientos del Señor que se refieren a todos los casos de una buena conducta. No quiere decir esto que fuesen perfectamente santos, pero sí que ponían todo su empeño en serlo (comp. con Fil. 3:6, donde sale el mismo vocablo que aquí: ámemptos, irreprochable o irreprensible). Aunque no eran sin pecado, eran sin reproche o, como dice Jesús de Natanael, sin engaño (Jn. 1:47). Nadie podía acusarles de ningún pecado notorio; vivían honestamente y sin ofensa para los demás. 2. Que «no tenían hijo» (v. 7). Los hijos son herencia y regalo del Señor. Son bendición valiosa y deseable; sin embargo, hay muchos que son rectos delante de Dios, pero carecen de esta bendición. «Elisabet era estéril», y comenzaban a perder la esperanza de tener hijos, pues «ambos eran de edad avanzada» (lit. «avanzados en sus días»). Muchos eminentes personajes del Antiguo Testamento nacieron de madres que habían sido estériles, como Isaac, Jacob, José, Sansón, Samuel y, ahora, Juan el Bautista, para que su nacimiento fuese más señalado, y, para sus padres, una bendición más valiosa. II. La aparición de un ángel a su padre Zacarías, cuando estaba ejerciendo en el templo su oficio (vv. 8–11). 1. Zacarías «estaba ejerciendo su ministerio sacerdotal delante de Dios, en el turno de su grupo» (v. 8). Era su semana de espera, y estaba desempeñando su oficio. Fue entonces, cuando «le tocó en suerte, conforme a la costumbre del sacerdocio entrar en el santuario del Señor a quemar incienso» (v. 9). ¡Gran suerte la suya! Sólo una vez en la vida podía caerle esta suerte a un sacerdote. Zacarías era ya viejo y nunca le había tocado esta suerte. Le tocó pues, quemar el incienso en el altar de oro, el de los perfumes junto al velo, aunque por la parte de afuera del Lugar Santísimo, en el que sólo el sumo sacerdote, una vez al año podía entrar. Mientras Zacarías quemaba el incienso en el santuario «toda la multitud estaba orando fuera, a la hora del incienso» (v. 10). La multitud se ponía en oración (mental, pues sus voces no se oían), cuando, al toque de la campanilla, se les notificaba que el sacerdote había entrado a quemar el incienso. Obsérvese pues: (A) Que el verdadero Israel de Dios siempre fue un pueblo orante. (B) Que entonces cuando las ceremonias rituales, como esta de quemar incienso, se estaban celebrando, se demandaba la conjunta actuación de las obligaciones morales y espirituales. David sabía que, cuando estaba distante del altar, su oración podía ser oída sin incienso. Pero, cuando Zacarías estaba junto al altar de los perfumes, sabía que su incienso no sería aceptado sin oración, como no sirve para nada la cáscara sin el fruto. (C) Que de poco nos sirve estar donde se rinde culto a Dios, si nuestro corazón no se une al culto ni con los demás corazones en el culto. (D) Que todas las oraciones que ofrecemos a Dios en sus atrios son aceptables y eficaces únicamente en virtud del incienso de la intercesión de Cristo en el templo celestial, como se expresa claramente en Apocalipsis 8:3. Pero no podemos esperar que la oración de Cristo sea eficaz para nosotros, si nosotros no tenemos interés en orar; más aún, en perseverar en la oración (Ro. 12:12). 2. Cuando estaba desempeñando este honroso ministerio fue todavía más honrado con la aparición de un mensajero que le fue enviado desde el cielo: «Entonces se le apareció un ángel del Señor» (v. 11). Este ángel se colocó «de pie, a la derecha del altar del incienso» y, por tanto, a la derecha de Zacarías. La mano derecha es, en la Biblia, la mano del honor y del poder. El ángel estaba allí, no sólo para honrarle, sino también para confortarle. 3. La impresión que, con esto, recibió Zacarías: «Al verle Zacarías, se turbó, y el temor cayó sobre él» (v. 12. Trad. lit.). Aun cuando era recto delante de Dios e irreprochable en su conducta, la aparición de algo sobrenatural había de turbarle. Desde que el primer hombre pecó, la mente humana quedó incapacitada para soportar la gloria de tales revelaciones; y la conciencia humana, temerosa de recibir malas noticias con tales revelaciones. Por esta razón, Dios prefiere hablarnos por medio de hombres como nosotros, cuyo terror no nos hará temerosos. III. El mensaje que el ángel le traía (v. 13). El ángel comenzó su mensaje con las mismas palabras que los ángeles solían usar: «No temas». Quizás al ver al ángel, Zacarías temió que le viniese a reprender por alguna falta o incorrección en el ejercicio de su ministerio. Pero el ángel viene a decirle: «¡No temas! recóbrate del temor, para que puedas recibir con toda calma y pleno sentido el mensaje que voy a comunicarte». Veamos cuál es ese mensaje: 1. «Tu petición ha sido escuchada» (v. 13. Lit. «fue oída»). Dice Lenski: «Hacía mucho que Zacarías había dejado de orar por su hijo, porque, lo mismo que cualquier buen israelita, pensaba que él no tenía derecho de pedir un milagro a Dios. Mas ahora era el tiempo escogido por Dios para conceder todas aquellas fervientes peticiones antiguas». Por aquí vemos que las oraciones de fe no son olvidadas por Dios, sino que están como archivadas en el cielo. Quizá Zacarías oraba ahora por el advenimiento del reino de Dios con la Venida del Mesías y, en este sentido, el ángel viene a decirle: «Tu oración ha sido oída ahora; porque tu esposa va a concebir al que será el precursor del Mesías». Hay escritores judíos que afirman que, cuando el sacerdote quemaba el incienso oraba por la salvación de todo el mundo, no sólo de los judíos. Esto está muy en consonancia con lo que el propio Zacarías dice en su cántico (Lc. 1:79), lo que nos lleva a Isaías 9:1–2 y, más arriba todavía, a Génesis 12:3, donde se le promete a Abraham que en él serían benditas «todas las familias de la tierra». 2. Tendrá un hijo en su ancianidad, de su esposa, hasta entonces estéril. Y le dice qué nombre ha de ponerle al niño: Juan (del hebreo Yehojanan = Dios favoreció con su gracia). 3. Este niño será el gozo y el júbilo de su familia y de todos sus parientes (v. 14): «Tendrás gozo y júbilo». Los favores son tanto mejor recibidos cuanto más fervientemente han sido deseados y esperados. Como si le dijera: «Vas a tener un hijo digno de que te regocijes grandemente por su llegada; muchos padres, si supieran de antemano lo que sus hijos van a ser, en lugar de regocijarse en su nacimiento, preferirían que no hubiesen nacido; pero yo puedo decirte lo que tu hijo va a ser, a fin de que, cuando nazca, tu gozo no esté mezclado con temblor, como aun los mejores padres reciben a los mejores hijos, sino que tu gozo estará mezclado con júbilo únicamente. Más aún, muchos se regocijarán por su nacimiento; todos los parientes, y todos los que os desean el bien, porque será un honor y un consuelo para toda la familia» (v. 1:58). 4. Este hijo (como su nombre lo declara), será un distinguido favorito del Cielo y una distinguida bendición para la tierra. El honor de tener un hijo no es nada comparado con el honor de tener tal hijo. (A) «Pues será grande a los ojos del Señor» (v. 15). Dios lo tendrá continuamente ante su rostro. Será profeta, sí, más que profeta (Mt. 11:9; Lc. 7:26). Será mucho, y será grande, a los ojos del Señor; grande en carácter, tanto como en obra ¿Qué importa si los hombres nos subestiman (o nos sobreestiman), si, al fin y al cabo, lo que cuenta es lo que somos «a los ojos del Señor», el único que «conoce el corazón»? (16:15, comp. con Jn. 2:25). (B) Será un nazareo, separado para Dios de todo lo que contamina; en señal de esto, según la ley del nazareato, «no beberá jamás ni vino ni licor». Será un nazareo de por vida. Lo cual insinúa que quienes hayan de ser siervos eminentes de Dios y llamados a servicios eminentes, han de aprender a vivir una vida de abnegación y mortificación, como muertos a los placeres de los sentidos, y a guardar su mente de cuanto la oscurece y la perturba. (C) También será ricamente equipado y cualificado para esos grandes y eminentes servicios: «Será lleno del Espíritu Santo aun desde el vientre de su madre». Esta frase ha causado mucha confusión, no sólo entre los intérpretes de la Iglesia de Roma, sino también en muchos evangélicos poco preparados para «trazar rectamente la palabra de la verdad» (2 Ti. 2:15), por no comparar debidamente una Escritura con otra. Lucas 1:15 no quiere decir que Juan fuera regenerado espiritualmente desde el vientre de su madre (¿una «concepción inmaculada de Juan»?), ya que no es posible nacer de nuevo sin recibir la Palabra de Dios (v. Jn. 3:5 y, sobre todo, 1 P. 1:23), lo cual se lleva a cabo mediante la fe (Ro. 10:17; Ef. 2:8). La plenitud de la que aquí se habla no es de gracia justificante, sino de poder profético, para el que Juan, como Jeremías (v. Jer. 1:5) fue «santificado», en el sentido de «puesto aparte» para Dios. Juan, que era «más que profeta» mostró milagrosamente esta plenitud del Espíritu en el versículo 41, que explicaremos en su lugar. Este versículo 15, tomado en su totalidad, viene a ser una ilustración práctica de Efesios 5:18 donde Pablo contrapone el poder controlador de dos espíritus distintos: el espíritu de vino y el Espíritu Divino: «Y no os embriaguéis con vino, en lo cual hay libertinaje, antes bien, sed llenos continuamente del Espíritu». Por eso, vemos que la primera parte del versículo habla de abstenerse de vino y licor, para que Juan pueda ser controlado más eficazmente por el Espíritu Santo (aunque no ha de perderse de vista que Pablo no dice: «no bebáis vino», sino «no os embriaguéis con vino»). En todo caso, hay aquí una exhortación implícita (para todos) a la sobriedad y al dominio propio (Gá. 5:23; Tit. 2:12; 2 P. 1:6). (D) Será el instrumento humano, usado por Dios para la conversión de muchas personas, y para prepararlas a recibir el Evangelio de Cristo (vv. 16–17). Será enviado a «los hijos de Israel» (v. 16), no a los gentiles; a toda la nación, no sólo a las familias de los sacerdotes. «Y él mismo irá delante» (v. 17), como Precursor del Señor, es decir, del Mesías. Irá delante para notificar que el Mesías está cerca, y para hacer que el pueblo se prepare a recibirle. Irá «con el espíritu y el poder de Elías». Esto es: (a) Será un hombre semejante a Elías en carácter personal, y actuará de manera semejante a como Elías actuó: predicará la necesidad de arrepentimiento y reforma a una generación corrompida y degenerada; audaz y celoso en condenar el pecado y testificar contra él, incluso frente a los más poderosos (Acab, Herodes), odiado y perseguido por ello (Jezabel, Herodías). En su labor, será impulsado, como lo fue Elías, por el espíritu y el poder de Dios, con lo que su ministerio será coronado con un fruto maravilloso. Juan el Bautista fue delante de Cristo y de sus apóstoles, predicando lo esencial de la doctrina y de la práctica del Evangelio, diciendo: «Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt. 3:2, comp. con 4:17). (b) En él se cumplirá (al menos, en un primer nivel histórico) la profecía de Malaquías 4:5, alusiva al «Día de Jehová», el cual, como puede verse por Isaías 61:2, tiene dos tiempos distintos bien definidos: «el año de la buena voluntad», que se cumplió en la Primera Venida del Mesías (comp. con Lc. 2:14); y «el día de la venganza», que se cumplirá en la Segunda Venida del Mesías. En ambos tiempos, se cumplirá la venida de un Precursor «para hacer que muchos de los hijos de Israel se vuelvan al Señor su Dios» (v. 16). Todo cuanto tiende a hacernos volver de la iniquidad, tiende igualmente a hacernos volver a Jesucristo como a nuestro Señor y Dios (Jn. 20:28), porque cuantos son movidos por la gracia a sacudir de sí el yugo del pecado, son persuadidos a tomar sobre sí el yugo del Señor Jesús. (c) Con eso, «hará volver los corazones de los padres a los hijos», es decir, promoverá una campaña de reavivamiento nacional, a fin de que haya unidad de fe y esperanzas en la nación y desaparezcan las discordias (en Malaquías se añade: «y el corazón de los hijos a los padres»); «y a los desobedientes (lit. que no se dejan persuadir) por la prudencia (o sensatez) de los justos». La construcción gramatical del original favorece a la opinión de Lenski quien traduce así: «para volver los corazones de los padres a los hijos y desobedientes, por medio de la sensatez (o prudencia) de los justos». En otras palabras, por medio de la sensatez, el buen sentido práctico del remanente fiel y, especialmente, del obediente Mesías, vendrá sobre los hijos desobedientes el buen sentido de los patriarcas, ya que Dios puede sacar «hijos a Abraham» hasta de las piedras (3:8). Dice Lenski: «A los incrédulos y a los desobedientes les falta aun el buen sentido, porque ellos tontamente se ponen bajo la condenación divina». Por aquí vemos, (i) que la verdadera piedad es la sensatez de los justos; en ser piadosos, manifestamos juntamente amor al Señor y suma prudencia; (ii) no hay que desesperar de que los más rebeldes se vuelvan sensatos, pues la gracia de Dios tiene poder para vencer la ignorancia más supina y los más arraigados prejuicios; (iii) el gran objetivo del Evangelio es volver a los hijos pródigos lo mismo que a los criados rebeldes (como Agar) a la casa de Dios, y «reconciliar con Dios a ambos» (Ef. 2:16); al judío y al gentil, al libre y al esclavo, al pobre y al rico, al varón y a la mujer. (d) De esta manera, «preparará para el Señor un pueblo bien dispuesto». Cuantos han de dedicarse al Señor y hallar en Él plena satisfacción, deben ser preparados y estar bien dispuestos a recibirle. Y no hay nada que mejor prepare a una persona para el encuentro con el Salvador que el sincero arrepentimiento del pecado. Cuanto más honda es la convicción de pecado, tanto más valiosa aparece la salvación en Jesucristo. IV. La incredulidad de Zacarías ante la predicción del ángel y la reprensión que recibió de él. Aquí se nos dice: 1. Cómo expresó Zacarías su incredulidad: «¿Cómo podré estar seguro de esto?» (v. 18). Hay tantos casos en el Antiguo Testamento de padres que tuvieron hijos en su ancianidad y, sin embargo, él no puede creer que va a tener este hijo prometido: «Porque yo soy anciano, y mi esposa es de edad avanzada». Por consiguiente, quiere tener una señal para creer. Aunque el mensaje le había sido comunicado en el templo, aunque le había sido dado cuando estaba orando y quemaba incienso, y a pesar de que una firme convicción en la omnipotencia de Dios era suficiente para silenciar todas las objeciones, sólo la consideración de que él y su esposa eran de edad avanzada hizo, al contrario que en el caso de Abraham, que su fe se tambaleara ante la promesa. 2. Cómo fue silenciada su incredulidad, y él mismo fue silenciado por ella: (A) El ángel le cierra la boca. Él había preguntado: «¿Cómo podré estar seguro de esto?» Y el ángel responde: «Yo soy Gabriel» (v. 19), interponiendo su propio nombre en la profecía, ya que Gabriel significa «poder de Dios». Y añade: «Que estoy de continuo en la presencia de Dios»; como si dijese: «Aunque estoy hablando contigo aquí, estoy también en la presencia de Dios, y he sido enviado a hablar contigo, precisamente para anunciarte estas buenas noticias, las cuales, al ser dignas de toda aceptación, deberías haberlas recibido con gozo». (B) El ángel lo deja mudo: «Para que no sigas poniendo objeciones, ahora vas a permanecer en silencio (v. 20); si deseas tener una señal que te ayude a creer, la vas a tener de tal clase que va a servir de castigo de tu incredulidad, pues estarás sin poder hablar hasta el día en que sucedan estas cosas. Te vas a quedar mudo y sordo». El vocablo significa ambas cosas. Y se confirma por el hecho de que, no sólo él hacía señas a los demás (v. 22), sino que también los demás a él (v. 62). Dios le envía un justo castigo por haber puesto objeciones a la palabra de Dios. Pero también obró Dios misericordiosamente con él, puesto que: (a) así le impidió pronunciar más expresiones de desconfianza. Mejor es no hablar que hablar mal; (b) así robusteció su fe, y, al ser incapaz de hablar, tuvo mayor oportunidad para meditar; (c) así se le impidió divulgar la visión y jactarse de ella; (d) fue una gran misericordia de Dios el que la profecía se cumpliese a su debido tiempo, a pesar de su pecaminosa incredulidad. No iba a quedar mudo para siempre, sino solamente «hasta el día en que sucedan estas cosas» y entonces serán abiertos sus labios para que pueda comenzar a hablar bendiciendo a Dios (v. 64). V. La vuelta de Zacarías a la gente que esperaba allí, después, a su familia; y la concepción de este hijo de la promesa. 1. El pueblo estaba aguardando (v. 21), porque tenía que pronunciar Zacarías sobre ellos la bendición en nombre del Señor. Por eso, no se marcharon, sino que aguardaron pacientemente, aunque se extrañaban de su demora en el santuario, y temían que le hubiera acontecido algún percance. 2. Cuando salió, no podía hablarles (v. 22). Según su oficio, debía dar la bendición al pueblo, pero se encontraba incapaz de hacerlo. 3. Hizo lo posible, por medio de señas, para hacerles comprender que había visto una visión. Esto nos recuerda que el Antiguo Testamento nos habla por señales, mientras que el Evangelio nos habla con lenguaje articulado y nos da una visión clara de lo que en el Antiguo Testamento sólo puede verse mediante espejo borrosamente (comp. con 1 Co. 13:12). 4. Se quedó allí hasta que se cumplieron los días de su servicio sacerdotal (v. 23), porque, aun cuando no podía hablar sí que podía cumplir con el ministerio de quemar incienso. Cuando no podemos hacer, en el servicio de Dios, lo que querríamos, Dios aceptará lo que podamos hacer; sobre todo, cuando todavía somos capaces de quemar ante Él el incienso de nuestras oraciones (v. Ap. 5:8). 5. Entonces se marchó a su casa, y concibió su mujer (v. 24). Ella se mantuvo recluida durante cinco meses: (A) Para no causarse a sí misma ningún perjuicio; (B) Para no exponerse a ninguna contaminación legal que pusiera en peligro el nazareato del niño; (C) Hay quienes opinan que fue también por un exceso de modestia. Ella misma dice: «Así ha obrado el Señor conmigo … para quitar mi oprobio entre los hombres» (v. 25). La fecundidad era considerada entre los judíos como una bendición tan grande, que resultaba sumamente oprobioso ser estéril; y las estériles eran sospechosas, a los ojos de los hombres, de haber cometido algún gran pecado oculto. Elisabet proclama así su triunfo, pues no sólo le ha quitado Dios el oprobio que pesaba sobre ella, sino que le ha conferido gran gloria al «fijarse en ella» de un modo tan maravilloso. Versículos 26–38 Ahora se nos dice todo lo que convenía que supiésemos acerca de la encarnación y concepción de nuestro bendito Salvador. El mismo ángel Gabriel, que había sido enviado a Zacarías para anunciarle los propósitos de Dios concernientes al hijo de él, es enviado también a la virgen María, ya que ambos hechos estaban conectados en la misma gloriosa obra de la redención. I. Se nos da primero un breve informe acerca de la madre de nuestro Señor: 1. Su nombre era María, al que corresponde el hebreo Miriam, como la hermana de Moisés y Aarón, y significa, con la mayor probabilidad, exaltada. 2. Era de linaje real, descendiente de David, como se desprende principalmente de la genealogía de Lucas 3:23 y ss., puesto que se trata, con la mayor probabilidad, de la genealogía de la propia virgen María. 3. Era virgen, pero prometida en matrimonio (desposada) a un varón llamado José, de la casa de David (v. 27. V. Mt. 1:20), aun cuando ejercía el modesto oficio de carpintero o artesano. Así que la madre del Señor era virgen, pero virgen desposada, con lo que se confirma el honor debido al estado matrimonial (v. He. 13:4). 4. Vivía en una ciudad de Galilea, llamada Nazaret (v. 26), en un extremo del país y en una región de poca reputación en cuanto a religión y conocimiento de las Escrituras, y tan cerca de la gentilidad, que se la llama «Galilea de los gentiles» (Is. 9:1; Mt. 4:15). Aquí es donde el ángel la visitó. No hay distancia ni lugar tan bajo que constituyan un obstáculo para recibir los favores que Dios tiene en reserva para los suyos (comp. con Hch. 11:13). II. El mensaje que el ángel le comunicó (v. 28). La sorprendió con el saludo: «¡Salve, muy favorecida!» Este saludo tenía por objeto: 1. Levantar el ánimo de ella, quien, consciente de su propia pequeñez (v. 48), se había de tener por indigna de tan excelso favor. 2. Excitar en ella la expectación de grandes nuevas, no de tierras lejanas, sino del Cielo mismo. Veamos lo que el ángel le dice: (A) «Eres grandemente favorecida . Al escogerte para madre del Mesías, Dios te confiere un honor extraordinario singular». (B) «El Señor está contigo. Está contigo para bendecirte, para distinguirte, para robustecerte en tu papel de madre del Mesías.» Si Dios está con nosotros, no debemos temer el asalto de ningún enemigo ni la incapacidad para llevar a cabo cualquier servicio que Él tenga a bien encomendarnos. (C) «¡Bendita tú entre las mujeres!» Aun cuando esta parte del versículo es, probablemente, una interpolación del versículo 42 expresa, con todo, una faceta más del gran favor que a María se le confiere: Entre todas las mujeres, ella ha tenido el privilegio singular de ser escogida para madre del Señor (v. 43). Ella misma lo declara al decir: «me tendrán por dichosa todas las generaciones» (v. 48). Ella modelo de fe (v. 45) como Abraham, no sólo es bendita, sino fuente de bendición (comp. con Gn. 3.15; 22:18) puesto que había de dar a luz al Salvador mismo. III. La gran turbación de ella, al oír esas palabras (v. 29). Es de notar que no se turbó por la presencia del ángel, sino por las palabras del ángel, consciente de que no merecía el honor que se le tributaba. Por eso, consideraba o reflexionaba qué significaría este saludo: qué sentido tenía, qué alcance tenía, qué objetivo perseguía, etc. La actitud de María en esta ocasión es un ejemplo para las jóvenes, a fin de que se paren a considerar sobre el alcance e intención de los saludos que se les dirigen. IV. El mensaje mismo que el ángel iba a comunicarle. Puesto que ella no había respondido palabra alguna al saludo del ángel, éste continúa confirmando lo que le había dicho anteriormente: «Deja de temer (nótese el tiempo presente), María, porque has hallado gracia ante Dios» (v. 30). No dice: «Dios ha hallado gracia en ti», sino: «Has hallado gracia ante Dios». Como si dijese: «Si Dios te ha conferido un favor tan especial, mayor que lo que tú crees merecer, no sigas temiendo, pues el que está contigo en el favor estará contigo con su poder infinito». A continuación, el ángel le hace una gran revelación: 1. Aunque es virgen, va a tener el honor de ser madre: «Mira, concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús» (v. 31). 2. Aunque ella vive en oscuridad y pobreza tendrá el honor de ser la madre del Mesías; su hijo se llamará Jesús (Jehová salva). «Éste será grande, tan grande que será llamado (y llamado con toda propiedad) Hijo del Altísimo» (v. 32). Así también, quienes son llamados hijos de Dios, son verdaderamente grandes, y como tales han de comportarse (1 Jn. 3:1–3). No sólo será grande en lo alto, sino también en este mundo, puesto que, aun cuando ha de aparecer en la forma de esclavo (Fil. 2:7), el Señor Dios le dará el trono de su padre David. No será su pueblo quien le conferirá esta dignidad, puesto que no lo recibirán (Jn. 1:11), sino Dios mismo quien le establecerá en el trono (Sal. 2:6–9). El ángel le asegura: (A) Que reinará sobre Israel; (B) Que reinará para siempre: «su reino no tendrá fin» (v. 33). Otros reinos perduran, a lo más por algunas generaciones; el suyo será eterno (Sal. 45:6; Dn. 7:27; He. 1:8). V. El ángel le da más información a requerimiento de ella. En efecto: 1. Ella le hace una pregunta pertinente: «¿Cómo será esto puesto que no conozco varón?» (v. 34). Ella sabía (Is. 7:14; Mt. 1:23) que el Mesías había de nacer de una virgen, si ella ha de ser su madre, desea saber cómo ha de ser eso, qué tiene que hacer ella, ya que, por el momento, no mantiene relaciones sexuales con ningún hombre. No duda sobre el hecho, como había dudado Zacarías, sino que sólo inquiere en cuanto al modo, al desear una información más clara. 2. El ángel responde satisfactoriamente a la pregunta de ella (v. 35). (A) Concebirá por el poder del Altísimo, ya que el Espíritu Santo vendrá sobre ella para llevar a cabo la obra de la Encarnación del Hijo de Dios. La idea de cubrir con su sombra parece tomada de la presencia de Dios en la nube de la shekinah. (B) No tiene, pues, que preocuparse acerca del modo, sino esperar receptivamente a que el Espíritu de Dios haga su obra en el interior de ella, en el secreto lugar donde somos formados (Sal. 139:13–16). Si la formación de cualquier ser humano es un misterio, ¿qué diremos del grandioso misterio de la formación del embrión en el que, desde el vientre de María, estaba corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:9)? (C) En consecuencia, «el santo ser» (lit. lo santo) que va a nacer de ella, «será llamado Hijo de Dios». Es decir, ese embrión puro, ya que, desde el principio de su existencia es preservado santo por la acción del Espíritu, estará unido, en unidad de persona (hipostática) al Verbo de Dios (Jn. 1:14), y constituirá así un solo Hijo de Dios en dos naturalezas, con lo que resulta la perfecta identidad del hombre-Jesús con la Segunda Persona de la Trina Deidad. Para evitar confusiones, nótese bien que no es la naturaleza divina la que se une a la humana de Cristo (así, las tres personas divinas resultarían encarnadas), sino que la Segunda Persona de la Deidad (y ella sola) hace suya la humanidad de Jesús. Es un misterio paralelo al de la Trinidad, pero «a la inversa»: En la Trinidad, tres personas tienen en común una sola naturaleza divina; en la Encarnación, dos naturalezas subsisten en una sola persona, la del Hijo de Dios. 3. Para robustecerla en la fe y en el ánimo, el ángel le comunica que su parienta Elisabet, aunque estéril y avanzada en años, «también ella ha concebido en su vejez» (v. 36). Comienza así una época de prodigios: «Y ya está de seis meses la que era llamada estéril». Y el ángel concluye al establecer el principio general del que su mensaje adquiere su certeza indudable: «Porque ninguna cosa será imposible para Dios» (v. 37). Así que ninguna palabra de Dios es increíble para nosotros, ya que ninguna obra de Dios es imposible para Él. VI. La conformidad de ella a la voluntad de Dios con respecto a ella (v. 38). Vemos: 1. Alguien con fe en la autoridad divina: «He aquí la esclava del Señor». Como si dijera: «Señor, estoy completamente a tu servicio». Así deja el asunto completamente en las manos de Dios y se somete por entero a su voluntad. 2. Alguien con esperanza en el favor divino. No sólo está contenta de que así sea, sino que desea humildemente que así se realice: «Hágase conmigo conforme a tu palabra». Como María, también nosotros debemos, en nuestros deseos, guiarnos por la Palabra de Dios; y, en nuestras esperanzas, fundarnos y descansar sobre ella. Digamos como ella: Hágase conforme a tu palabra, y no de otra manera. Tan pronto como ella expresó su consentimiento, se marchó el ángel de su presencia. Cumplida su misión, regresó a Dios, en cuya presencia de continuo estaba (v. 19). Versículos 39–56 Ahora tenemos una entrevista entre dos madres dichosas, Elisabet y María. A veces, el mejor servicio que podemos prestar a dos personas es ponerlas en comunicación a la una con la otra para que intercambien noticias. I. La visita que María hizo a Elisabet (v. 39). En vez de quedarse en casa y concentrarse en lo que ocurría en el interior de ella misma, María «se levantó y se marchó deprisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá». En ello mostró interés por los demás, diligencia y presteza, si tenemos en cuenta que era un viaje muy largo. Se supone que fue allá para regocijarse con su parienta y amiga. Quizás hubo también otro motivo: Hablar con toda confianza con alguien a quien comunicar su secreto, pues nos es permitido sospechar que no tenía tal confianza con sus vecinas de Nazaret. La noticia del ángel sobre la similar experiencia de Elisabet hubo de influir también de un modo decisivo en esta determinación de María de ir prestamente a visitar a su prima. Gran beneficio es para los creyentes visitarse mutuamente para hablar de las cosas del Señor y sentir, de una manera especial, la presencia del Señor entre ellos (v. Mt. 18:20). II. El encuentro entre María y Elisabet: «María entró en casa de Zacarías, y saludó a Elisabet» (v. 40). El resultado de este saludo se ve en dos hechos asombrosos: 1. «En cuanto oyó Elisabet el saludo de María, saltó la criatura en su vientre» (v. 41). Es probable que Elisabet hubiese sentido antes algún movimiento de la criatura que llevaba en su vientre pero ahora fue algo excepcional lo que llamó la atención de la madre. Hay quienes opinan que la excitación misma de Elisabet ante el saludo de María fue la causa de este saltar de la criatura, pero el texto sagrado insinúa, más bien, que la criatura saltó como para dar a entender a su madre que delante se hallaba ya, aunque en embrión, Aquél de quien él mismo iba a ser el Precursor. 2. «Y Elisabet fue llena del Espíritu Santo», es decir del Espíritu de profecía (v. Ap. 19:10), que daba testimonio de Jesús. Como a los profetas de antaño, el Espíritu de Dios vino sobre ella para que expresase sus sentimientos bajo el impulso divino, no por su propia iniciativa. III. La bienvenida que Elisabet, por el Espíritu de profecía, dio a María, la madre de nuestro Señor: 1. La felicitó por el honor que le había sido otorgado, diciéndole «con gran voz: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» Si la primera parte de esta felicitación ya estuvo en boca del ángel, como algunos MSS atestiguan, Elisabet añade esa segunda parte que el ángel no pudo pronunciar, porque el fruto del vientre de María no había sido todavía concebido en el momento en que Gabriel la saludó (v. 28). Notemos que Elisabet era esposa de un sacerdote y entrada en años, pero no tiene celos de que su prima, mucho más joven que ella, tenga el gran honor de concebir en su virginidad y ser la madre del Mesías. Más aún, ella se regocija en que su prima tenga tal honor, aun cuando el suyo propio sea menor. Esto nos enseña, no sólo a reconocer que Dios nos concede favores que no merecemos, sino también a regocijarnos de que otros sean agraciados por Dios con mayores favores que nosotros. 2. Reconoce la condescendencia de María en hacerle esta visita: «Y, ¿de dónde a mí esto, que la madre de mi Señor venga a mí?» (v. 43). Notemos que Elisabet llama a María la madre de su Señor. Dice Lenski: «En el relato, KURIOS siempre se ha referido constantemente a JEHOVÁ, pero aquí repentinamente se refiere al Hijo de María. Elisabet usa “mi Señor” en el mismo sentido que David en el Salmo 110:1, el hebreo ADONAY, “mi Señor Soberano”, mi poderoso Gobernante. Elisabet se anticipa a todo el mundo Cristiano, el cual más tarde, y también por inspiración del Espíritu Santo, llamó a Jesús “Señor” en el mismo sentido 1 Corintios 13:3». Si comparamos Lucas 1:43 con Romanos 8:32 y Gálatas 4:4, no tendremos inconveniente en ver a María como la madre del Hijo de Dios según la carne. Por eso esta visita es tenida por Elisabet como un favor extraordinario del que se cree indigna. Por aquí vemos que quienes son llenos del Espíritu Santo, son inclinados a pensar bajamente de sí mismos, y altamente de los favores que Dios les otorga. 3. Proclama la concurrencia del salto de la criatura en su vientre con el saludo que María le ha dirigido: «Porque tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo la criatura en mi vientre» (v. 44). Había saltado como de gozo por la presencia del Mesías, a quien él mismo había de preparar el camino. Esta experiencia serviría para robustecer más y más la fe de la virgen, al ver que tales seguridades eran otorgadas también a su parienta. 4. Encomia la fe de María: «¡Bienaventurada la que ha creído!» (v. 45). Sin duda, en la mente de Elisabet, la fe de María contrastaba con la de Zacarías, su propio marido. Las almas que creen son almas benditas y bienaventuradas, pues creer en la Palabra de Dios es estar seguro de que esa palabra no puede fracasar. Con C. R. Bliss, y contra la opinión de Lenski, pensamos que la propia construcción gramatical y, en especial, el sentido de la frase, favorece la traducción «… la que ha creído que tendrán cumplimiento las cosas que le han hablado (lit. le han sido habladas) de parte del Señor». La fidelidad de Dios es la bienaventuranza de la fe de los santos. Quienes han experimentado en sí mismos el cumplimiento de las promesas de Dios deben animar a otros a esperar que Dios será fiel a su palabra también con relación a ellos. IV. El cántico de alabanza de María en esta ocasión. La profecía de Elisabet era como un eco del saludo de la virgen María, y este cántico es un eco todavía más fuerte de aquella profecía. Podemos suponer a la virgen María fatigada de su largo viaje; sin embargo, se olvida de ello y se siente inspirada de nueva vida, de nuevo vigor y gozo, con la confirmación que de su fe halla ahora. 1. Primero tenemos las expresiones de gozo y alabanza, y sólo Dios es el centro de estas expresiones. Obsérvese cómo habla de Dios María: (A) Con gran reverencia: «Engrandece mi alma al Señor» (v. 46). Sólo quienes piensan altamente y honorablemente de Dios, muestran ser los adelantados en las misericordias del Señor. Cuanto mayores sean los favores y los honores que Dios nos otorga, tanto mayores deben ser el honor y la alabanza que hemos de tributarle; y sólo cuando nuestra alma, lo más interior de nuestro ser, engrandece a Dios, son aceptables a Dios las alabanzas que le tributamos. La obra de alabanza es obra del alma. (B) Con gran complacencia en Dios como en el Salvador de ella: «Y mi espíritu ha saltado de gozo en Dios mi Salvador». Esto parece hacer referencia al Mesías, de quien ella iba a ser madre. Le llama Dios y Salvador, porque el ángel le había dicho que lo que había de nacer de ella era el Hijo del Altísimo. Sin embargo es más probable que María se refiera a Dios mismo y no al Mesías, de cuya divinidad sólo después de Pentecostés tendría un testimonio seguro y sin perplejidades. En todo caso, ella manifiesta aquí su necesidad, común a todos los seres humanos, de un Salvador, sin el cual, recibido por fe, habría estado perdida como los demás (Ro. 3:23). 2. Luego tenemos los motivos que ella expresa como causa del gozo que la embarga y de las alabanzas que tributa al Señor: (A’) Primero, por lo que ha hecho Dios con ella (vv. 48–49). Su alma y su espíritu (paralelismo de sinonimia) se regocijan en Dios, «porque ha puesto sus ojos sobre la pequeñez de su esclava», como si dijera: «Me ha escogido a mí para tal honor, a pesar de mi oscuridad, de mi pobreza y de mi insignificancia». Ajustándonos al original griego, María no dice «humildad» (comp. con el vocablo de Ef. 4:2) sino «pequeñez». En otras palabras María no proclama su humildad, sino que la practica. Hay quienes están orgullosos de su humildad, lo cual no es humildad ni cosa que se le parezca. Si Dios ha puesto sus ojos en la pequeñez de una mujer con ello mismo ha mostrado su favor hacia la humanidad entera; por lo que la humanidad entera puede con toda razón corresponder al alabar el honor que Dios ha otorgado a María: «Pues he aquí que desde ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones». Ya la había llamado «dichosa» su propia prima Elisabet, pero ahora ella declara que todas las generaciones, de todas naciones, la habrían de llamar dichosa: La Bienaventurada virgen María. Luego expresa la misma idea con otras palabras: «Porque ha hecho por mí grandes cosas el Poderoso». Gran cosa por cierto, era que una virgen concibiera; gran cosa, también, que el Mesías naciera ahora, y de ella. Sólo el poder infinito de Dios era capaz de tales maravillas. Y añade: «Santo es su nombre». Sólo un poder omnímodo, asociado a una santidad infinita, es capaz de llevar a cabo estas realidades gloriosas. El que todo lo puede, todo lo hará bien y para nuestro mayor bien (v. Ro. 8:28). (B’) Después, por lo que ha hecho a otros. La virgen María, como madre del Mesías, viene a convertirse en alguien del dominio público y, por eso, su mirada alcanza a las últimas lejanías del tiempo y del espacio y se percata de las diversas maneras de obrar Dios con los hombres (vv. 50 y ss.). Es una verdad ciertísima que Dios tiene grandes reservas de misericordia (v. Lm. 3:22–23), pero nunca se vio esto tan claramente como cuando envió a su Hijo al mundo para salvar a los hombres (ver Tit. 2:11–14; 3:4–7): «Y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (v. 50). Así ha sido siempre, pero nunca como al enviar a su Hijo para traer justicia eterna, y obrar salvación eterna, a favor de los que le temen «de generación en generación», pues los privilegios del Evangelio se transmiten como por herencia de mayorazgo (v. He. 12:23) y son a perpetuidad. Mientras el mundo subsista, las misericordias de Dios estarán sobre los que le temen: la misericordia que perdona, que sana, que acepta y que glorifica, de generación en generación. Es una verdad constatada, tanto por las Escrituras como por la experiencia, que Dios abate a los orgullosos, a los autosuficientes, a los potentados, y exalta a los pobres en espíritu, a los humildes, a los hambrientos de justicia; y siempre lo hace con la fuerza de su brazo (comp. con Jer. 17:5–10). En el curso de su providencia, Dios emplea el método contrario al del hombre (v. Is. 55:8): Los arrogantes confían en llevarse por delante todo y a todos, pero Dios los desbarata (v. 51); los potentados piensan estar bien seguros en sus solios, pero Dios los abate (v. 52); los ricos, que ponen toda su confianza en los tesoros de este mundo, se encuentran, tarde o temprano, con las manos vacías (v. 53); mientras que los de humilde condición y los hambrientos son exaltados y saciados por Dios. Éste es el espíritu de las bienaventuranzas en el Sermón del monte (Mt. 5:3 y ss.). De esta forma lleva Dios al desengaño a los que se prometen grandes cosas en el mundo, pues sólo de manos del Poderoso pueden obtenerse realmente grandes cosas (v. 49). Ésta es, sobre todo, la gracia del Evangelio: (a) En los honores espirituales que otorga. Así vemos que son rechazados los orgullosos fariseos, mientras que los publicanos y pecadores van delante de ellos al reino de los cielos; y también lo fueron los judíos que buscaban justificarse según la ley, mientras que los gentiles que no iban tras la justicia, la alcanzaron, no por la ley, sino por fe (v. Ro. 9:30–32); y también lo fueron los sabios, los potentados y los nobles según la carne, mientras que los tenidos por necios, por débiles y por viles, fueron escogidos, no sólo para recibir la gracia, sino también para proclamar el Evangelio y plantar la Cristiandad en el mundo (1 Co. 1:26–27). (b) En las riquezas espirituales que concede. Quienes sienten necesidad del Salvador, son colmados de bienes, de los mejores bienes (v. 53), de forma que obtienen satisfacción completa, pues Jesús vino para que tuvieran vida y la tuvieran en abundancia (Jn. 10:10); acogió benigno a los que tuvieron hambre y sed de Él (Jn. 6:35–37), e invitó a todos los que se sienten fatigados y cargados (Mt. 11:28). En cambio, los que se creen ricos, no necesitados de nada, llenos de sí mismos, como la iglesia de Laodicea (Ap. 3:17, comp. con 2:9), son, a los ojos de Dios que todo lo penetran, despedidos de su puerta; algo bien merecido, por haber dejado al Señor fuera de la puerta (Ap. 3:20). Los que vienen llenos de sí mismos, marchan vacíos de Cristo; en cambio, donde el «yo» es negado, Cristo vive y lo llena todo (v. Gá. 2:20). 3. Mención especial de Israel en el cántico de María (vv. 54–55). Siempre se abrigaba la esperanza de que el Mesías sería la fuerza y la gloria del pueblo de Israel, y así lo fue: «Vino en ayuda de Israel su siervo». Venía a tomar de la mano y ayudar a quienes no podían ayudarse a sí mismos. La venida del Mesías era la misericordia más grande que Dios hacía a su pueblo. Pero las condiciones estaban ya expresas en Sofonías 3:12. Sólo unos pocos las cumplieron en esta primera Venida del Mesías. Esta ayuda le vino a Israel: (A”) Para recuerdo de misericordia (v. 54). Mientras se demoraba esta gran bendición, el pueblo estaría inclinado a preguntar: ¿Se ha olvidado Dios de sus misericordias? Pero ahora se hacía manifiesto que Dios no se había olvidado, sino que mantenía vivo el recuerdo de su misericordia y fidelidad (Sal. 98:3, al que parece aludir María). (B) Para cumplimiento de su promesa (v. 55). Era una misericordia, no sólo destinada, sino también profetizada, pues así lo había Dios dispuesto y hablado a Abraham, cuando le dijo que en su descendencia serían bendecidas todas las familias de la tierra (Gn. 22:18). Lo que Dios ha hablado, lo llevará a cabo, pues su Palabra es eficaz (He. 4:12) y todas sus promesas son en Cristo Sí y Amén, seguras con seguridad divina (2 Co. 1:20), y como tales han de proclamarse, por medio de nosotros, para la gloria de Dios. Esto es lo que hace aquí María. 1
V. Finalmente, María regresó a su casa (v. 56), a Nazaret,
después de permanecer con su prima Elisabet unos tres meses. Permaneció con ella, mientras pudo sentarse a solas con ella y meditar en silencio sobre el gran misterio que en ella, y en su prima, se llevaba a cabo, pero se marchó antes de que Elisabet diera a luz; probablemente, para no verse envuelta en la publicidad que adquiriría el hecho del nacimiento del Bautista. Dice Lenski:
1Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1256 «Opinamos que María se apresuró a regresar a su casa porque no quería encontrarse con quienes muy pronto acudirían en gran número a la casa de Elisabet». Versículos 57–66 I. Nacimiento de Juan el Bautista (v. 57): «Se le cumplió a Elisabet el tiempo de dar a luz, y dio a luz un hijo». Los favores prometidos por Dios se cumplen a su debido tiempo, que es el tiempo de Dios, y no antes. II. El gran gozo que hubo entre todos los parientes de la familia, a causa de este suceso extraordinario (v. 58): «Oyeron sus vecinos y parientes … y se regocijaban juntamente con ella». Aquí vemos que estos vecinos y parientes mostraron: 1. Una piadosa referencia a Dios, pues «oyeron … que el Señor había mostrado gran misericordia hacia ella». Muchos elementos se combinaban para que esta misericordia fuera grande: la anterior esterilidad y la vejez de Elisabet, pero, sobre todo, que «sería grande a los ojos del Señor» (vv. 14–15) el hijo que le había nacido. 2. Una amistosa deferencia a la propia Elisabet: «Se regocijaban juntamente con ella». También nosotros deberíamos así regocijarnos en el bien y la prosperidad de nuestros vecinos, amigos y parientes, y dar gracias a Dios por los beneficios impartidos a ellos como por los impartidos a nosotros mismos. III. La discusión que hubo entre ellos a causa del nombre que se le había de poner al recién nacido (v. 59): «Al octavo día vinieron a circuncidar al niño». Los mismos que se regocijaron en su nacimiento, se reunieron en el día de su circuncisión. La mayor alegría que podemos sentir acerca de nuestros hijos es la de dedicarlos al Señor. Y la conversión de nuestros hijos habría de ser para nosotros motivo de mayor gozo que el día de su nacimiento. Había la costumbre de poner nombre a los niños cuando se les circuncidaba, pues está muy puesto en razón que se les dejase sin nombre hasta que, con su propio nombre, fueran dedicados a Dios. 1. Unos proponían que se llamara Zacarías según el nombre de su padre (v. 59). Pensaban así honrar de manera especial al padre, de quien no se esperaba que tuviera más hijos. 2. Pero la madre se opuso: «No, sino que se ha de llamar Juan» (v. 60), ya que sabía de parte de Dios que así había de ser llamado (v. 13). Así sería digno de su nombre («Dios agració»), por cuanto él había de ser el introductor del Evangelio de Cristo, donde la gracia de Dios brilló más que nunca antes (Tit. 2:11; 3:4), pues Jesús «sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio» (2 Ti. 1:10). 3. Sus parientes objetaban que: «No hay nadie de tu parentela que se llame con este nombre» (v. 61). En esto, no les asistía ninguna razón. Dice Bliss: «Desde el principio en la historia de los judíos, los nombres se aplicaban a los niños casi siempre con referencia directa al significado apelativo de las palabras empleadas, y sin tener en cuenta los nombres de los padres o antepasados». 4. No contentos con eso, apelaron al padre del niño, pues estaba a su cargo poner nombre al niño (v. 62). Nuevamente notamos, por lo de las «señas», que Zacarías estaba mudo y sordo. Él, también por señas, «pidió una tablilla y escribió diciendo: Juan es su nombre» (v. 63). Nótese que Zacarías no dijo: «será su nombre», sino «es su nombre», ya que el nombre del niño había sido determinado en el Cielo y comunicado de antemano por el ángel (v. 13). Cuando Zacarías no pudo hablar escribió. Cuando los ministros de Dios se hallan, por alguna causa, impedidos de hablar, pueden todavía hacer mucho bien si pueden escribir, a no ser que tengan las manos impedidas también. Al escribir Zacarías el mismo nombre que Elisabet había dicho, «todos se asombraron». 5. En esto, recuperó Zacarías el habla: «Al instante le fue abierta la boca y desatada la lengua» (v. 64), pues había llegado «el día en que sucedan estas cosas» como había profetizado el ángel (v. 20). El tiempo de su mudez se había cumplido. La incredulidad le había cerrado la boca y la fe se la volvía a abrir (v. 2 Co. 4:13, acomodándolo así como Pablo acomoda el Sal. 116:10). Y vemos que las primeras palabras que pronunció después de su mudez de más de nueve meses, fueron de alabanza a Dios: «y comenzó a hablar bendiciendo a Dios». Cuando Dios abre nuestros labios (después de abrir nuestro corazón, comp. Ro. 10:9–10), nuestra boca debe comenzar con alabanzas al Señor (comp. 1 P. 2:9 y Ef. 5:19 y ss.). Si no hemos de alabar al Señor, mejor nos sería quedarnos sin habla. 6. Estas cosas se divulgaron por toda la comarca aquella con gran asombro de todos los que las oían (vv. 65–66). Aquí se nos dice: (A) que «en toda la zona montañosa de Judea se comentaban todas estas cosas» (v. 65b). Estos hechos extraordinarios suscitaron el comentario general de las gentes de aquella zona; (B) Que sobre todos los que oían estas cosas, «venía temor», un temor reverencial semejante al de Isaías ante la visión del templo (Is. 6:1 y ss.); o, como dice Lenski, «una impresión profunda de que Dios estaba actuando allí». (C) Que «todos los que las oían las grababan en su corazón» (v. 66). Todo lo bueno que vemos u oímos debemos atesorarlo en nuestro corazón, no sólo para beneficio nuestro, sino también para poder comunicar a otros nuestras propias experiencias espirituales. Además, el recuerdo profundo de las bendiciones pasadas nos hace más agradecidos a Dios y, al mismo tiempo, nos da nuevas seguridades de futuros favores y beneficios. Decían entre ellos: «¿Qué, pues, va a ser este niño?» Como si dijesen: «¿Cuál será el fruto, cuando tales son los brotes?» 7. Finalmente, se nos dice que «ciertamente la mano del Señor estaba con él», con Juan; es decir el recién nacido estaba bajo especial protección del Todopoderoso ya desde entonces como alguien destinado a grandes cosas. Dios tiene medios para obrar en los niños desde su infancia, aunque nosotros los desconozcamos. Dios nunca crea un alma sin saber cómo llegar a santificarla. Versículos 67–80 Ahora tenemos el cántico que Zacarías entonó en alabanza del Señor cuando su boca se abrió. En él se nos dice que «profetizó» (v. 67). Veamos: I. Cómo fue capacitado para ello: «Fue lleno del Espíritu Santo» (v. 67, comp. con v. 41). No sólo le perdonó Dios su pecado, sino que le llenó de su Espíritu para que hablase convenientemente, y hasta inspiradamente. II. Cuál fue el tema de su cántico. En él no menciona para nada las preocupaciones de familia, ni el levantamiento del oprobio que pesaba sobre él y sobre su mujer, sino que aparece totalmente embebido en el tema del reinado del Mesías. Las profecías del Antiguo Testamento se expresan a menudo en alabanzas y cánticos nuevos; así comienza también esta profecía del Nuevo Testamento: «Bendito el Señor Dios de Israel» (v. 68). Al hablar de la obra de la redención Zacarías alaba al Señor Dios de Israel, porque a Israel habían sido dadas las profecías, las promesas y los tipos (v. Hch. 2:39; 13:46; Ro. 1:16; 3:2; 9:4–5, etc.), y a los israelitas debe ofrecerse primero la gracia del Evangelio. Veamos ahora por qué alaba Zacarías a Dios: 1. Por la obra de la salvación, que había de ser llevada a cabo por el propio Mesías (vv. 68–75). En efecto: (A) Al enviar al Mesías, Dios «había visitado benignamente a su pueblo»; les había visitado como amigo que viene a enterarse cómo van las cosas y traer el remedio oportuno para una situación delicada. (B) Con esta visita, Dios había traído redención para su pueblo. Con este objetivo vino Jesús al mundo: a rescatar a muchos (Mt. 20:28; 1 Ti. 2:6): a quienes estaban vendidos por el pecado y bajo el pecado, pues esa es la peor esclavitud (Jn. 8:34; Ro. 6:16–20; 2 P. 2:19). Hemos sido rescatados al precio de la sangre de Jesús (1 P. 1:18–19), con el que se ha comprado nuestra justicia (2 Co. 5:21) y con el poder de Dios, que nos ha conseguido la libertad (Is. 61:1; Lc. 4:18; Hch. 7:25; Ro. 8:21; 2 Co. 3:17; Gá. 5:1, etc.) de la tiranía de Satanás y de la maldición de la Ley. (C) Con esto, Dios había cumplido con el pacto hecho con David, al levantar de su casa un Salvador: «cuerno de salvación» (v. 69, lit.), pues el cuerno es símbolo, en el Antiguo Testamento, de fuerza y poderío. De esa casa había de salir el vástago o retoño (Is. 11:1) que había de traer redención victoriosa a la familia de Israel que tan malparada se encontraba a la sazón. En efecto, sólo en Cristo hay salvación (Hch. 4:12), abundancia de salvación, como da a entender el símbolo mismo del cuerno: verdadera «cornucopia» en el sentido del vocablo latino, que significa «abundancia del cuerno» de donde procede la expresión: «el cuerno de la abundancia». Con ello se nos da a entender, no sólo la abundancia de la salvación sino también el poder de la salvación por medio del Evangelio (Ro. 1:16), capaz de echar abajo a todos nuestros enemigos espirituales y de tenerlos a raya para que no nos hagan daño después (1 Jn. 5:18). (D) Con esto, Dios había cumplido también todas las preciosas promesas hechas a Israel (y, espiritualmente, a la Iglesia) por medio de los más famosos profetas del Antiguo Testamento: «Tal como habló desde antiguo por boca de sus santos profetas» (v. 70). La doctrina de la salvación mediante el Mesías es confirmada con una apelación a los profetas (comp. con 24:44). Dios estaba ahora llevando a cabo lo que había prometido hacía mucho tiempo. Véase aquí: (a) cuán sagradas eran las profecías de esta salvación, pues los profetas que las pronunciaron eran santos profetas, y fue un Dios santo quien habló por boca de ellos; (b) cuán antiguas eran: «desde el siglo» (lit.); es decir, desde tiempos muy antiguos; en realidad, desde el comienzo mismo de la historia del hombre (v. Gn. 3:15), pues fue ya entonces cuando Dios prometió que la descendencia de la mujer heriría en la cabeza a la serpiente; (c) cuánta armonía se percibe en las profecías, ya que el mismo Dios habló las mismas cosas por medio de todos los profetas. (E) ¿Qué salvación es esta que fue profetizada? Vemos en los versículos siguientes que es: (a) Un rescatarnos de la maldad de nuestros enemigos: «Que nos salvaría de nuestros enemigos» (v. 71), nos sacaría de entre las garras de ellos, «y de las manos de todos los que nos odian» (he aquí otro paralelismo peculiar de la poesía hebrea). Si la verdadera esclavitud es la del pecado, la verdadera salvación es la que nos libra de nuestro pecado (Jn. 1:29). Por eso, al anunciar el ángel a José que el nombre del Salvador sería Jesús, añadió: «porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21), para que el pecado no les domine (Ro. 6:11–12). (b) Una restauración del favor de Dios: «Para mostrar su misericordia con nuestros padres» (v. 72). El Redentor mostrará su misericordia de Dios, al restablecer su pacto, hecho con juramento, con Abraham (v. 73). Lo que fue pactado con los patriarcas, prometido para su descendencia, viene a ahora a cumplirse por misericordia, pura gracia; nada se debe a nuestro esfuerzo ni a nuestro mérito, pues nada podemos hacer nosotros miserables pecadores, para atraer sobre nosotros la atención de Dios. Nos amó Dios, y nos amó primero (1 Jn. 4:10, 19), sin ningún otro motivo que su puro y extremadamente generoso amor (comp. con Jn. 13:1). En este pacto nos incluyó a todos los creyentes de todos los tiempos, puesto que «Cristo nos redimió … para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu». (Gá. 3:13–14), es decir, el Espíritu prometido (Jl. 2:28–32; Hch. 2:17). Notemos que Dios olvida nuestros pecados (Jer. 31:34; Mi. 7:18), pero recuerda siempre sus misericordias. Parecía como si Dios hubiera olvidado el pacto por las calamidades sobrevenidas a Israel, pero ahora se proclama, por boca de Zacarías, que Dios recuerda su santo pacto., ¡Oh, si el pueblo hubiese prestado atención a la predicación del Salvador (Mr. 1:15)! (c) Una capacitación, y un estímulo, para servir a Dios (versículos 74–75): «Concedernos que, liberados de las manos de nuestros enemigos, le sirvamos sin temor en santidad de vida y rectitud de conducta ante sus ojos, todos nuestros días». Esto nos muestra que somos liberados del yugo de hierro del pecado para ser uncidos al yugo suave y fácil de Cristo. Cuanto más fuertes sean las ataduras del pecado de las que nos ha soltado, tanto más fuertes han de ser las ataduras que nos unan a Él (Lc. 7:47). Vemos, pues, que aquí se nos capacita: (i) Para servir a Dios sin temor (comp. con 1 Jn. 4:18). Somos puestos en santa seguridad para poder servir a Dios con santa serenidad, como quienes no tienen por qué temer mal alguno (Sal. 23:4). Hemos de servir a Dios con reverencia filial, no con temor servil, propio de esclavos. (ii) Para servir a Dios en santidad y rectitud, lo cual incluye todos nuestros deberes para con Dios y nuestros prójimos. (iii) Para servir a Dios ante Sus ojos, con el recuerdo constante de Su presencia, con los ojos fijos en nosotros, penetrando hasta lo íntimo de nuestro ser. (iiii) Para servirle todos los días. Es menester que sirvamos hasta el fin a quien nos amó hasta el extremo (Jn. 13:1). 2. Zacarías bendijo a Dios también por la obra de la preparación para esta salvación, preparación que había de correr a cargo de su propio hijo, el Bautista (vv. 76–79). Así, encarándose ahora con el niño, le dice: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo» (v. 76). Jesús era el Altísimo, Juan el Bautista, su profeta. La profecía había cesado desde hacía cuatro siglos en Israel, pero ahora revivía en Juan el Bautista. Su oficio era: (A) Preparar al pueblo para la salvación: «Irás ante la faz del Señor, para preparar sus caminos» (v. 76). Es menester quitar de en medio todo cuanto obstruya el camino e impida que el pueblo se allegue al Salvador (v. Is. 40:3–4). (B) Dar al pueblo una idea general de la salvación, pues la doctrina que el Bautista predicó proclamaba que el reino de Dios estaba al alcance de la mano (Mt. 3:2). Dos cosas se incluyen en este «conocimiento de salvación» (v. 77): (a) El «perdón de los pecados» (v. 77b). Juan hizo saber al pueblo que, aunque la condición en que se encontraban era lamentable, no era, sin embargo, desesperada, puesto que el perdón podía obtenerse «mediante las entrañas de misericordia de nuestro Dios» (v. 78a); nuestra propia miseria es la única y apropiada recomendación para la misericordia divina. (b) Una dirección apropiada para emprender una nueva vida, pues el evangelio de la salvación nos presenta una luz clarísima, a fin de que podamos orientar nuestros pasos en una dirección correcta: «nos visitó un amanecer del sol desde lo alto» (v. 78b). Nótese que el sol amanece en el horizonte desde lo bajo, pero este sol de justicia que trae en sus alas salvación viene de lo alto, del cenit mismo del Cielo. Cristo es el Sol de justicia (Mal. 4:2) y el lucero de la mañana (2 P. 1:19). Ya no tenemos por qué andar en la oscuridad del paganismo, ni a la luz de la luna de los tipos y figuras del Antiguo Testamento, sino a plena luz del día del Evangelio. Con Juan el Bautista comenzó el amanecer del Evangelio: «es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr. 4:18, comp. con 2 Co. 3:18). En efecto, el Evangelio, como la luz, (i) descubre: «para que brille la luz sobre los que están sentados en tinieblas» (v. 79a); es «para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co. 4:6). (ii) reaviva, pues lanza esta luz sobre los que están «en sombra de muerte», como presos en la cárcel, y condenados a muerte perpetua, ya que este anuncio de las buenas nuevas del perdón ofrece la oportunidad de pasar de muerte a vida (Jn. 5:24; 1 Jn. 3:14). ¡Cuán agradable es esta luz! (iii) dirige: «para guiar nuestros pies hacia un camino de paz» (v. 79b, comp. con Sal. 119:105); es decir, nos conduce al punto en que podemos hacer las paces con Dios (v. Ro. 5:1). Es un camino que no habríamos podido hallar si Dios mismo no nos hubiera buscado (Ro. 10:20). III. En el último versículo de este capítulo, el capítulo más largo del Nuevo Testamento, se nos da un breve informe de la infancia de Juan el Bautista. Se nos dice: 1. «El niño crecía y se fortalecía en espíritu.» Su capacidad mental y espiritual progresaba de tal forma, que en él se establecían fuertes convicciones y se preparaban fuertes resoluciones. Quienes se hacen fuertes en el Señor, se fortalecen en su espíritu. 2. «Vivía en lugares desiertos hasta el día de su aparición pública ante Israel.» Mientras su hombre interior progresaba y se fortalecía, su hombre exterior permanecía en la oscuridad y el anonimato. En el desierto pasaba la mayor parte del tiempo, en contemplación y devoción, sin preocuparse de obtener erudición escolar a los pies de algún rabino. Hay quienes están capacitados para grandes servicios y útiles ministerios y, sin embargo, parecen sepultados en vida durante largos años; así pasó con Juan el Bautista y con el mismo Señor Jesucristo. Pero ambos tenían de parte de Dios un tiempo fijado para mostrarse en público ante Israel. Tan mal está que un creyente se retrase en responder al llamamiento de Dios, como que se lance a la ventura sin esperar a tal llamamiento. CAPÍTULO 2 En este capítulo, se nos refieren brevemente los principales acontecimientos de la infancia del Señor Jesús desde el lugar y otras circunstancias de su nacimiento, hasta el episodio en que María y José le hallaron disputando con los doctores en el templo. Versículos 1–7 Había llegado el cumplimiento del tiempo, en el que Dios enviaría a su Hijo «nacido de mujer» (Gá. 4:4), y estaba profetizado que el Mesías había de nacer en Belén. Aquí tenemos el relato del tiempo, lugar y modo de su nacimiento. I. El tiempo en que nació el Señor: 1. Nació cuando el cuarto reino de Daniel estaba en su apogeo: en los días de César Augusto, cuando el Imperio Romano se extendía como nunca lo estuvo antes o después; desde los partos por un extremo hasta la Gran Bretaña por el otro; de forma que se le llamaba Terrarum orbis imperium = el imperio del orbe de la tierra; por eso, a este imperio se le llama aquí «toda la tierra habitada» (v. 1) puesto que escasamente había alguna porción de la tierra que fuese independiente del poder de Roma. 2. Nació cuando Judea era una provincia tributaria del Imperio, lo cual se hace evidente por el hecho mismo de que, cuando se hizo el censo del Imperio, este censo se llevó a cabo también en Judea (v. 3). Jerusalén había sido tomada por Pompeyo unos 60 años antes, y este censo fue ordenado por Cirenio, gobernador de Siria (v. 2). Este hecho es confirmado por Hechos 5:37. Es más que probable que este Cirenio fuese comisionado para hacer este censo, como gobernante más capaz que Varo, el gobernador titular de Siria, y que el propio rey Herodes, en quien el emperador tenía poca confianza a la sazón. 3. Otra circunstancia digna de tenerse en cuenta es, que en este tiempo, el Imperio gozaba de una paz universal. El templo de Jano en Roma, abierto siempre que había guerra, tenía ahora sus puertas (latín janua) cerradas. Era el tiempo más a propósito para que naciera el «Príncipe de paz» (Is. 9:6). II. El lugar en que nació el Salvador está explícito en el texto: Belén (v. 4), conforme estaba profetizado (Mi. 5:2); los escribas lo habían entendido bien (Mt. 2:5–6), y también el pueblo (Jn. 7:42). El significado del lugar es notable, pues Belén (hebr. Bethlehem) significa «casa de pan», lugar muy apropiado para que allí naciese el pan vivo bajado del Cielo (Jn. 6:51). Belén era «la ciudad de David», porque allí había nacido él, y allí había de nacer también el hijo de David por excelencia. Es cierto que también Sion es llamada la ciudad de David, porque en ella reinó David en poder, prosperidad y gloria; pero Jesús había venido ahora en humildad, no en gloria; por eso, era conveniente que naciese en la ciudad en que David había nacido para ser, no rey, sino pastor tipo del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn. 10:11, 14). Así, pues, la Providencia dispuso que, cuando la virgen María estaba a punto de dar a luz, fuese encaminada de un modo tan extraño (coincidiendo con un censo por familias) al lugar en que como estaba profetizado, había de nacer el Salvador. Sea que el emperador ordenase este censo por orgullo personal o por política simplemente administrativa, lo cierto es que todo funcionó bajo el control de Dios para los fines que Él tenía previstos: 1. Por este medio fue llevada a Belén, desde la distante Nazaret, la virgen María, cargada con las incomodidades del viaje, por ser José (y, con toda probabilidad, ella también) «de la casa y familia de David» (v. 4). Vemos cómo se cumple el refrán: «El hombre propone y Dios dispone». 2. Con ello se mostraba también que Jesucristo era descendiente de David, puesto que eso, y no otra cosa, era lo que llevaba a su madre a Belén, para que allí tuviera lugar el alumbramiento. 3. Finalmente, en esto se mostraba que Jesús nacía bajo la Ley (Gá. 4:4). Tan pronto como nació, fue súbdito legal del Imperio Romano y, en lugar de que los reyes le pagasen tributo, quedó El mismo tributario del Emperador; pero, especialmente, estuvo bajo la Ley en esta ocasión, al ser llevado a la inscripción, «cada uno a su propia ciudad» (v. 3). III. Las circunstancias de su nacimiento, conformes con su estado de humillación (v. Fil. 2:6–7). A pesar de ser un primogénito (v. 7), pequeño era el honor humano, y menguada la herencia terrenal, al nacer de una pobre y oscura doncella, cuya toda herencia estaba en lo que iba a nacer de ella. 1. Pasó por las humillaciones comunes a todos los recién nacidos, pues su madre «lo envolvió en pañales», como a cualquier otro recién nacido, incapaz de envolverse y de moverse a sí mismo, al ser Él quien mueve el Universo entero y lo mantiene en cohesión con la palabra de su poder (He. 1:3). 2 Pasó también por humillaciones que no son comunes, sino propias de Él, ya que: (A) Nació en un mesón, para darnos a entender que venía a este mundo como un peregrino, de posada, no de residencia fija; por eso, todo lo tuvo prestado en esta vida, desde la cuna hasta la tumba. Eso nos recuerda que los seguidores de Cristo son también extranjeros y peregrinos (1 P. 2:11), y como tales han de comportarse. Además, un mesón recibe a todos los que vienen, y así lo hace Cristo (Jn. 6:37), quien izó, como contraseña, el estandarte de su amor; pero, al revés que los demás mesones, Cristo ofrece sus servicios sin dinero y sin precio (Is. 55:1). (B) Nació en un establo: «y lo acostó en un pesebre». Es más que probable que José y María, al tener además en cuenta la condición de ésta, hiciesen el viaje montados en un asno, el cual hallaría alfalfa en el establo en que fue depositado el Señor al nacer. Como el mesón, al estilo de las posadas orientales de aquel tiempo, sería pequeño, no es extraño que «no hubiera lugar para ellos en el mesón». Sin exagerar, en mal sentido, lo de «para ellos», puede ser útil para nuestra devoción el considerar: (a) Que el nacer en un establo era una indicación de la pobreza de María y José. Si hubieran sido ricos, no habrían tenido dificultad en hallar otro lugar más decoroso. (b) Ello nos muestra la indiferencia de la gente ante las necesidades ajenas. Deberían haber tenido más consideración con una mujer que iba a dar a luz, y que alguien le hubiese cedido la habitación para disminuir algún tanto las molestias del alumbramiento. (c) En todo caso, fue un ejemplo del estado de humillación al que nuestro Salvador se había sometido al tomar la forma de esclavo (Fil. 2:6–8), para quien cualquier lugar es suficientemente digno. Versículos 8–20 Junto con esas circunstancias que denotaban la humillación del Hijo de Dios, el Señor dispuso que hubiese también manifestaciones de su gloria que equilibrasen la situación. Viendo al Salvador envuelto en pañales y recostado en un pesebre, nos vemos tentados a pensar: «Seguramente que éste no puede ser el Hijo de Dios». Pero cuando vemos que su nacimiento es celebrado con alabanzas de un ejército celestial (v. 13), pronto nos vemos obligados a rectificar y decir: «Seguramente que éste no puede ser otro que el Hijo de Dios». En Mateo, se nos refiere la comunicación que, de este nacimiento, hizo Dios a los magos por medio de una estrella, puesto que eran gentiles; pero aquí la comunicación es hecha por medio de ángeles a los pastores, los cuales eran judíos. A cada uno le habla Dios en el lenguaje que le es más familiar. I. Vemos primero en qué se ocupaban los pastores: «Vivían en el campo y guardaban sus turnos de vela nocturna sobre su rebaño» (v. 8). El ángel no fue enviado a los principales sacerdotes ni a los ancianos del pueblo, sino a un grupo de sencillos pastores. Los patriarcas del pueblo judío habían sido pastores, y Dios quería mostrar que aún tenía en gran estima un oficio honesto y útil. No les fueron llevadas las noticias cuando dormían en sus lechos, sino cuando vivían en el campo y estaban en vela. Al estar bien despiertos, podían estar también seguros de lo que veían y oían no como los que se hallan adormilados y pueden sufrir engaño en lo que ven y oyen, como quien despierta repentinamente de un sueño. No estaban dedicados precisamente a actos de devoción, sino que cumplían con su oficio, para que nos percatemos de que no estamos fuera del alcance de las visitas de Dios cuando nos hallamos ocupados en los honestos quehaceres de cada día, ya que no por eso estamos fuera de la presencia de Dios. II. Vemos luego la sorpresa que causó en ellos la presencia del ángel que irradiaba resplandor sobre ellos: «tuvieron gran temor» (v. 9), no precisamente de esperar por ello malas noticias, sino por lo repentino de una experiencia tan extraordinariamente sobrenatural. Claramente se ve por el texto que no esperaban tal aparición. Las visitas celestiales han de alcanzarnos al estar preparados y en vela. Ante el resplandor de la gloria del Señor, la noche se les tornó en día luminoso. Si estamos bien preparados, veremos cómo, muchas veces, la noche de nuestras dudas y perplejidades se convierte, de repente, por inspiraciones y toques amorosos de la divina gracia, en día lleno de luz y de gozo. III. Cuál fue el mensaje que el ángel comunicó a los pastores (vv. 10–12): «Dejad de temer, no es mensaje de ira sino de misericordia, porque mirad que os traigo buenas noticias de gran gozo que lo será para todo el pueblo; que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (vv. 10–11). Como si dijese: «El Salvador ha nacido en este día; y, puesto que es cosa de gran gozo para todo el pueblo, bueno es que lo publiquéis. Ha nacido en el lugar en que estaba profetizado que nacería, en la ciudad de David; y os ha nacido, es decir, ha nacido para vosotros (v. Is. 9:6), para vosotros, los judíos, en primer lugar, para bendeciros a vosotros, los pastores pues viene a evangelizar a los pobres (Mt. 11:5; Lc. 7:22). Pero el gozo es para todo el pueblo, pues no hay salvación en otro (v. Hch. 4:12)». Y el ángel les da una señal para que lo encuentren sin equivocarse: «Hallaréis un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12). IV. A continuación tenemos la doxología de los ángeles a Dios y la felicitación que extienden a los hombres, a cuento de este singular acontecimiento (vv. 13–14). Tan pronto como el ángel comunicó el mensaje a los pastores, «apareció junto al ángel una multitud del ejército celestial que alababan a Dios» (v. 13). Toda comunicación con Dios debe comenzar por «Santificado sea tu nombre». Por eso, los ángeles dicen (no «cantan», a pesar de lo extendida que está la expresión pues los ángeles nunca aparecen en la Biblia cantando): «¡Gloria a Dios en lo más alto!» (v. 14), ¡Gloria a Dios, en quien el amor, la sabiduría y el poder se han coligado para darnos esta prueba maravillosa de su misericordia y fidelidad! (v. Jn. 1:14 «lleno de gracia y de verdad»). «¡En lo más alto!», de donde nos viene «toda buena dádiva y todo don perfecto» (Stg. 1:17). La gloria es para Dios y para Él solo, pues «la salvación es de Jehová» (Jon. 2:9), pero el beneficio es para los hombres: «Y sobre la tierra, paz; buena voluntad para con los hombres». No, como traducen algunas versiones, «para los hombres de buena voluntad», porque Dios no habría encontrado ninguno de esta clase (v. Ro. 3:9–23). Él no vino a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt. 9:13; Mr. 2:17; Lc. 5:32; Jn. 9:39). Vino «a buscar y a salvar lo perdido» (Lc. 19:10). Si estamos en paz con Dios, todo lo demás irá bien (Ro. 5:1), pues paz, para un hebreo, es el cúmulo de todos los bienes, por cuanto el vocablo shalom indica plenitud. Por aquí vemos que todos los bienes de que disfrutamos se deben a la buena voluntad de Dios para con nosotros. Y, si nosotros tenemos el provecho, está puesto en razón que a Él le demos la gloria. V. La visita que los pastores hicieron al Salvador recién nacido: 1. Primero tomaron la determinación: «Se dijeron los unos a los otros: Vayamos ahora mismo hasta Belén» (v. 15). Un testimonio de ángeles, e incluso un testimonio divino, no sufren desdoro por el afán de corroborarlos con la experiencia personal. No dicen: «Vayamos a ver si es verdad o no lo que el ángel nos dijo», sino: «Veamos esto que dicen que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer». ¿Qué duda podía caber, cuando Dios mismo lo había dado a conocer? 2. E inmediatamente pusieron por obra la resolución que habían tomado: «Fueron a toda prisa» (v. 16). No perdieron tiempo, sino que se pusieron en camino a toda prisa y, cuando llegaron al lugar, «encontraron juntamente a María, a José y al recién nacido acostado en el pesebre». La pobreza de la familia y la baja condición del lugar no fueron obstáculo para reconocer en aquel niñito a «Cristo el Señor» (v. 11), pues ellos mismos sabían por experiencia propia la posibilidad de una verdadera comunión con Dios en un oficio humilde y en circunstancias de pobreza y baja condición social. Podemos suponer que los pastores referirían a María y a José la visión que habían tenido y las alabanzas que la multitud del ejército celestial había tributado a Dios, lo cual les había animado a venir allá, más que si la noticia les hubiera sido comunicada por los más altos dignatarios de la corte. VI. El interés que los pastores tuvieron en divulgar las buenas nuevas: «Y después de verlo, dieron a conocer lo que se les había dicho acerca de este niño» (v. 17). Seguramente que divulgaron, no sólo lo que les habían dicho los ángeles, sino también María y José, acerca del niño recién nacido: que era el Salvador, Cristo el Señor, que en Él habría paz en la tierra. Esto lo dirían a todos los parientes y conocidos. A continuación, se nos refiere la impresión que este relato produjo: «Y todos los que lo oyeron, quedaron maravillados de lo que los pastores les contaban» (v. 18). Esto es lo que sabemos por el sagrado texto, pero no se nos dice que alguno o algunos de ellos fuesen a inquirir personalmente acerca del Salvador. ¡El asombro no siempre conduce a la entrega de sí mismo al Señor! VII. El uso que de este misterio hicieron cuantos creyeron en estas cosas: 1. La Virgen María hizo de ello material de meditación personal: No se nos dice que hablara, pero sí que «guardaba consigo todas estas cosas, ponderándolas en su corazón» (v. 19). Así como había dejado en manos de Dios, en silencio, el clarificar su virtud cuando era, a los ojos humanos, sospechosa de adulterio, así también ahora deja en manos de Dios, en silencio, el publicar su honor, velado anteriormente. Es para ella suficiente satisfacción el constatar que, aun cuando nadie entre los hombres se haya percatado del nacimiento del niño, los ángeles sí que se han dado cuenta. Las verdades de Cristo son dignas de ser guardadas, y el modo mejor de guardarlas es meditarlas para ponerlas en práctica (v. Jn. 13:17). No hay mejor cosa que la constante meditación para que la semilla de la Palabra de Dios eche raíces en la mente y en el corazón (v. Mt. 13:6, 21). 2. Los pastores hicieron de ello materia de pública alabanza: «Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, tal como se les había dicho» (v. 20). Dieron gracias a Dios por la merced singular de haber visto al Salvador. Como pasó después con la Cruz, también ahora el pesebre fue para algunos locura y escándalo, pero otros, como estos pastores, vieron en Él poder de Dios y sabiduría de Dios (1 Co. 1:24). Versículos 21–24 Nuestro Señor Jesucristo, al haber nacido de mujer, nació bajo la ley (Gá. 4:4). Y al ser el hijo de una hija de Abraham, fue puesto bajo la ley de Moisés. Aquí tenemos dos ejemplos que nos ilustran la sumisión de Jesús a la ley: I. Fue circuncidado en el día señalado por la Ley: «Cuando se cumplieron ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre Jesús» (v. 21). Aunque era una operación dolorosa, Cristo se sometió a ella. ¡Tan temprano comenzó a derramar su sangre! Aun cuando ello suponía que era un extraño, pues por esta ceremonia era admitido un niño al pacto de Dios con Israel; aun cuando, incluso, por ello se le suponía pecador, se sometió, sin embargo, a tal rito, por cuanto había sido enviado, no sólo en semejanza de carne, sino en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3). Aun cuando por ello se obligaba a practicar toda la ley (Gá. 5:3), se sometió a ello. Fue circuncidado para ser reconocido como descendiente de Abraham pero no para que le fuese imputada la justicia de la fe (Ro. 4:11), sino para poder «ser hecho pecado por nosotros, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co. 5:21). Al ser circuncidado, se le puso nombre: Fue llamado Jesús, pues ese es el nombre con que el ángel le nombró al hablar a la virgen María antes de que ella lo concibiera en su seno (Lc. 1:31), así como cuando el mismo ángel le habló a José (Mt. 1:21).Era un nombre corriente entre los judíos, y en esto se hacía también semejante a sus hermanos (He. 2:11), pero especialmente había sido el nombre de dos eminentes tipos suyos en el Antiguo Testamento: Josué (equivale a Jesús), el sucesor de Moisés, bajo cuya conducción entró el pueblo de Israel en la tierra prometida y Josué el sumo sacerdote (Zac. 6:11, 13). Pero nadie como Él llevó tan apropiadamente el nombre que significa: Jehová salva. II. Fue presentado en el templo. Esto también se llevó a cabo en el tiempo fijado por la ley, cuando tenía cuarenta días: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ella, conforme a la ley de Moisés, le trajeron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (v. 22, comp. con Lv. 12:2–6). Ahora bien, al ser varón y primogénito: 1. El niño Jesús fue presentado al Señor. La ley acerca de esto aparece aquí explícita (v. 23): «Todo varón que abra la matriz será llamado santo para el Señor» (v. Éx. 13:2; Nm. 18:15). Al ser Jesús el primogénito entre muchos hermanos (Ro. 8:29), y santo para Dios como ningún otro lo fue, fue presentado a Dios como otro primogénito cualquiera. Y, aunque de acuerdo a la ley, fue redimido (Nm. 18:15), dándose por Él la ofrenda propia de los pobres (v. 24), no se hace mención alguna de los cinco siclos (v. Lv. 27:6; Nm. 18:16); quizá no fueron pagados en atención a su pobreza, pero lo cierto es que, desde su entrada en el mundo, se ofreció a Dios en holocausto (v. He. 10:5) y, en lugar de pagar, fue vendido por treinta piezas de plata (Mt. 26:15), que era el precio de un esclavo (v. Éx. 21:32), ya que esclavo se hizo por nosotros (Fil. 2:7; griego doulou). 2. La madre presentó la ofrenda (v. 24) «conforme a lo dicho en la ley del Señor» (v. Lv. 12:8), consistente en «un par de tórtolas o dos palominos». Si hubiesen sido de posición económica acomodada, habrían presentado «un cordero de un año para holocausto y un palomino o una tórtola para expiación» (Lv. 12:6); pero, al ser pobres y no alcanzándoles el dinero para un cordero, trajo dos tórtolas, una para holocausto y la otra para expiación. Cristo no fue concebido y nacido en pecado, como los demás (Sal. 51:5) pero, al haber nacido bajo la ley, la cumplió también en esto, pues así convenía que cumpliera toda justicia (Mt. 3:15). Versículos 25–40 Incluso cuando se humilla a sí mismo, Cristo recibe honor. Así vemos cómo le honran Simeón y Ana, por inspiración del Espíritu Santo. I. El «anciano» Simeón le presenta un testimonio muy honroso. 1. El informe que se nos da acerca de este Simeón, o Simón. Vivía en Jerusalén y era un hombre eminente por su piedad y comunión con Dios. Algunos expertos en autoridades judías dicen que había en Jerusalén, por aquel tiempo, un hombre de gran prestigio, llamado Simeón. Los judíos dicen que estaba dotado de espíritu profético. Una objeción en contra de esta identificación sería que, por ese mismo tiempo, su padre Hillel vivía todavía y que él mismo vivió bastantes años después de esto. Pero notemos que el texto sagrado no dice que fuese anciano, a pesar de que sea corriente darle tal apelativo, y en cuanto a lo que dijo: «Ahora, Soberano Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya», no significa que muriese pronto, sino que da a entender su disposición a morir desde ahora. Otra objeción es que el hijo de Simeón (siempre dentro de la misma tradición judía) era Gamaliel, un fariseo y enemigo del cristianismo; pero, en cuanto a esto otro, hemos de responder: (A) Que no es cosa nueva el que un fiel siervo de Cristo tenga un hijo que sea un malvado. (B) Que el sagrado texto nos ha conservado unas palabras de Gamaliel que, lejos de mostrar acerba enemistad contra el cristianismo, más bien insinúan prudencia y hasta cierta simpatía por los cristianos (v. Hch. 5:34–39); más aún, la tradición cristiana nos dice que se convirtió al cristianismo y fue un fervoroso seguidor del Evangelio. Lo que de este Simeón se nos dice aquí es lo siguiente: (A) Que «este hombre era justo y devoto» (v. 25); justo, para con los hombres; devoto, para con Dios (comp. con Tit. 2:12). Estas dos virtudes deben ir siempre juntas, pues la falta de la una muestra la falta de la otra (comp. con 1 Jn. 4:20; 5:1). (B) Que estaba «aguardando la consolación de Israel» es decir, la venida del Mesías. Cristo es, no sólo el autor del consuelo de los hijos de Dios, sino también su objeto y fundamento. El Mesías tardaba en llegar, pero los que creían en Él esperaban y deseaban su venida, y la aguardaban con paciencia (comp. con 2 P. 3:4–15) o, si se prefiere, con santa impaciencia. Así hay que esperar también la futura consolación de Israel, así como el día glorioso en que el Señor venga a llevarse consigo su Iglesia. Hemos de continuar velando y esperando, mientras decimos: «Sí ven, Señor Jesús» (Ap. 22:20). (C) Que «el Espíritu Santo estaba sobre él», no sólo como Espíritu de santidad, sino también como Espíritu de profecía. (D) Que había recibido una preciosa promesa pues «el Espíritu Santo le había comunicado que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor» (v. 26), es decir, había recibido un «oráculo», pues eso es lo que el término griego significa. Quienes, por fe, han adquirido una visión de Cristo, son los únicos que pueden ver la muerte sin sentir terror, pues el anhelo de partir y estar con Cristo (Fil. 1:23) es muchísimo mejor. 2. El momento oportuno en que Simeón llegó al templo: «Cuando los padres introducían al niño Jesús» (v. 27). Precisamente entonces llegó Simeón «movido por el Espíritu». El mismo Espíritu que le había provisto de soporte para su esperanza, le proveía ahora de transporte para su gozo. Quienes deseen ver a Cristo, han de acudir a su templo; pues es allí donde el Señor a quien buscáis saldrá repentinamente a vuestro encuentro, y allí es donde habéis de estar preparados para encontrarle (comp. con Mt. 18:18–20). 3. La copiosa satisfacción con que acogió esta visión: «Le tomó en brazos» (v. 28), cerca de su pecho, lo más cercano posible a su corazón, el cual estaba tan lleno de gozo como en él le cabía. Le tomó en brazos para ofrecerlo al Señor y bendecir a Dios. Cuando, con fe viva, recibimos el relato del Evangelio acerca de Cristo y la oferta que en él se nos hace de salvación completa, es como si tomáramos a Cristo en nuestros brazos. A Simeón le había sido prometido que vería a Cristo el Señor; pero le fue concedido más de lo prometido, pues, no sólo lo vio, sino que lo tuvo en sus brazos. 4. La solemne declaración que Simeón hizo a continuación (vv. 29–32), donde podemos ver: (A) Que había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa para sí mismo, hasta el punto de menospreciar la vida presente y anhelar la muerte: «Ahora, Soberano Señor, sueltas a tu siervo» (v. 29, lit.). Como si dijese: «Ya me has concedido lo que me habías prometido y lo que tanto deseaba: Porque han visto mis ojos tu salvación» (v. 30). Aquí tenemos: (a) Un reconocimiento de que Dios había sido tan bueno como su palabra. Nadie que haya puesto su esperanza en Dios y en su Palabra, ha tenido que avergonzarse de tal esperanza (Ro. 5:5). (b) Una expresión de gratitud, pues bendijo a Dios por ver la salvación y tener al Salvador en sus brazos. (c) Una confesión de fe, de que este niño que él tenía en sus brazos, era el Salvador, la salvación personificada: «tu salvación» es decir, la salvación que Tú has preparado y has enviado. (d) Una despedida de este mundo: «Puedes dejar que tu siervo se vaya». El ojo no se satisface de ver hasta haber visto a Cristo y es entonces cuando queda de veras satisfecho. ¡Cuán despreciable aparece este mundo para quien tiene a Cristo en los brazos y la salvación en los ojos! (e) Una bienvenida a la muerte. Se le había prometido que no vería la muerte hasta que hubiera visto a Cristo, y está ansioso de que, cumplido lo uno se cumpla lo otro. Por aquí puede verse: (i) Cuán dichosa es la muerte de los santos (v. Ap. 14:13), pues parten como siervos de Dios, del lugar de sus labores al lugar de su descanso. Se marcha en paz: en paz con la muerte, porque está en paz con Dios y con su conciencia; (ii) Cuál es el fundamento de esta paz: «Porque han visto mis ojos tu salvación». Esto da a entender una expectación confiada de un feliz estado después de la muerte, a causa de esta salvación que ahora contempla y que no sólo le quita el terror de la muerte, sino que le permite considerarla como ganancia (v. Fil. 1:21). Quienes han dado la bienvenida a Cristo, bien pueden dar la bienvenida a la muerte. (B) Que había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa para el mundo y para Israel. Esta salvación será una bendición para el mundo: «La cual [salvación] has preparado a la vista de todos los pueblos» (v. 31), pues es «luz para revelación a los gentiles» (v. 32a), quienes hasta ahora yacían en sombras de muerte. Esto hace referencia a Isaías 49:6 «… también te daré por luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra». En efecto, Cristo vino como Luz del mundo (Jn. 1:4, 9; 8:12, etc.), no como una candela en el candelabro judío, sino como Sol de justicia que alumbra a todo el orbe. Pero traía también una bendición especial para Israel: «Y para gloria de tu pueblo Israel» (v. 32b). De todo verdadero israelita, Él (Cristo) es la mayor gloria, y lo será por toda la eternidad. El verdadero israelita se gloriará con toda razón en Él. Cuando Cristo ordenó a sus apóstoles que predicaran el Evangelio a todas las naciones (Mt. 28:19; Mr. 16:15; Lc. 24:47), se proclamó gloria para Israel. 5. La predicción que, acerca del niño, hizo a María y a José los cuales «estaban asombrándose de las cosas que se estaban hablando de Él» (v. 33, lit.). Y, precisamente porque estaban afectados por ello y su fe se robustecía con lo que de Él decía Simeón, éste añade una predicción en que la tristeza se mezclaba con el gozo: (A) Simeón les mostró la razón que tenían para regocijarse, pues «les bendijo» (v. 34a), es decir, oró a Dios para que les bendijese y muchos otros más tuviesen también la oportunidad de bendecir a Dios por esta salvación, pues Cristo estaba «puesto para … levantamiento de muchos en Israel», es decir, para la conversión a Dios de muchos que estaban muertos y sepultados en pecado, y para consuelo de muchos que estaban hundidos y perdidos en tristeza y desesperación. En cuanto a lo de «puesto para caída …», hay quienes lo interpretan de las mismas personas, hundidas por el pecado y necesitadas de convicción antes de ser levantadas para salvación. Pero esta opinión hace violencia al texto y al sentido, por lo que ha de entenderse que, «para unos, servirá de caída (comp. con Jn. 9:39–41), es decir, para los orgullosos, los autosuficientes que rechazarán la luz; «para otros, servirá de levantamiento», pues, por fe en Cristo, alcanzarán la salvación y el cumplimiento de las promesas. (B) Les mostró igualmente la razón que tenían para regocijarse con temor. Para que José y María no se exaltasen con la magnitud de tales revelaciones, hay aquí un aguijón en la carne para ellos, pues eso es lo que, a veces, necesitamos. Es cierto que Cristo será una bendición para Israel, pero habrá en Israel algunos para quienes Cristo estará puesto para caída, y éstos se ofenderán de Él, se llenarán de prejuicios contra Él y le perseguirán a muerte; para éstos, Cristo será una «señal que es objeto de disputa o contradicción» (gr. antilegómenon). Esta señal (v. Mt. 12:39) será contradicha, negada cuando rechazarán a Cristo a favor de un infame salteador y homicida, y culminará en los insultos del día de la crucifixión (He. 12:3). Así como es motivo de alegría el pensar cuántos son aquellos para quienes Cristo y el Evangelio son «olor de vida para vida», también es motivo de tristeza considerar cuántos son aquellos para quienes son «olor de muerte para muerte» (2 Co. 2:16). Por ser señal, tenía Cristo muchos ojos puestos en Él pero también muchas lenguas desatadas contra El. Con esto, «quedarán al descubierto los pensamientos de muchos corazones» (v. 35). Las buenas intenciones y las piadosas disposiciones en el corazón de algunos, quedarán manifiestas al recibir a Cristo; y las secretas corrupciones y perversas disposiciones de otros quedarán reveladas por su enemistad contra Cristo y la oposición que le harán. Los hombres serán juzgados por los pensamientos de su corazón porque la palabra de Dios discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (He. 4:12). Es cierto que Cristo será de gran consuelo para su madre, pero el Salvador será el Siervo Sufriente de Isaías 53 y, por tanto, María, su madre, sufrirá con Él: «Una espada traspasará tu misma alma» (v. 35a); no la espada de la duda, como algunos opinan sin fundamento, sino la espada del dolor. «Quién podrá decir cuánto sufriría María junto a la Cruz en la que pendía Jesús? ¡Qué Hijo, y qué muerte! Podemos pensar cuán profunda fue la herida que esta espada (gr. rhomphaia = la espada larga de Ap. 1:16) causó en el corazón de la virgen María. Nos hemos acostumbrado a leer impasibles la escena de Juan 19:25–27, sin pararnos a ponderar la profundidad de los sentimientos que embargarían el ánimo, tanto del Hijo como de la madre. II. A continuación, se nos refiere el testimonio de una profetisa, Ana (vv. 36–38). Veamos: 1. Qué se nos dice de su persona: (A) Que era profetisa. Quizás esto no signifique otra cosa, sino que tenía un entendimiento de las Escrituras mayor que el del común de las mujeres, y quizá se ocupaba también en instruir a las jóvenes en las cosas de Dios (comp. con Tit. 2:3–5); (B) Que era hija de Fanuel y se llamaba Ana, que significa graciosa; (C) Que era de la tribu de Aser, ubicada en Galilea; (D) Que era de edad muy avanzada. Después de estar casada durante siete años, ahora era viuda hasta ochenta y cuatro años (v. 37). Dice Bliss: «La descripción pone énfasis en su matrimonio único y en su larga viudez. Ella había estado casada sólo por muy poco tiempo, y desde entonces había permanecido viuda lo cual se consideraba como religiosamente honorable para ella». No hay por qué pensar que llevaba ochenta y cuatro años de viuda, sino que, en su estado de viudez, había llegado a los ochenta y cuatro años de edad. (E) Que «no se apartaba del templo, sirviendo de día y de noche con ayunos y oraciones» (v. 37b). Lo cual puede significar, o que tenía su habitación en el atrio del templo o que asiduamente asistía al templo en el tiempo de los servicios que allí se celebraban. En todo caso, vemos que estaba dedicada completamente a sus devociones y pasaba día y noche en ayunos y oraciones mientras otros los pasaban comiendo, durmiendo y despreocupados de las cosas de Dios. Así servía a Dios, esto es lo que daba valor y excelencia a sus devociones. Es una bendición ver a creyentes de edad avanzada ocupados en actos de devoción, como quienes no se cansan de hacer el bien (Gá. 6:9; 2 Ts. 3:13) sino que, por el contrario, encuentran gran placer en hacerlo. Ana halla ahora amplia recompensa a su prolongado servicio en el templo. 2. El testimonio que dio del Señor Jesús: «En este momento se presentó ella» (v. 38). Al ser tan asidua a los servicios del templo, no pudo perder la oportunidad. «Y comenzó también a expresar su reconocimiento a Dios», como Simeón, y quizá también como él, deseó partir ya en paz. El ejemplo de otros que alaban a Dios de corazón sincero debería estimularnos a dar gracias a Dios y alabarle constantemente. ¿Por qué no hemos de ser reconocidos a Dios como ellos, al tener a nuestra disposición una revelación más completa? Y, como profetisa, Ana comenzó también «a hablar de Él a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén». Había allí algunos que suspiraban por redención, pero parece ser que eran pocos, puesto que Ana los conocía a todos: sabía dónde vivían o dónde poder hallarlos, para decirles que había visto al Señor, «buenas noticias de gran gozo» (v. 10). Esto nos enseña que quienes han llegado a un conocimiento experimental del Salvador deben comunicar a otros un hallazgo de la mayor importancia. III. Finalmente, tenemos un breve informe de la infancia del Señor Jesús (vv. 39–40): 1. Dónde la pasó (v. 39). «Regresaron a Galilea». Lucas no nos refiere los detalles intermedios que hallamos en Mateo (cap. 2), del que se infiere que de Jerusalén regresaron primero a Belén, donde recibieron la visita de los magos y donde continuaron hasta que hubieron de huir a Egipto y, a su vuelta de este país, fueron dirigidos por el ángel a su anterior residencia de Nazaret, la cual es llamada aquí «su ciudad». 2. Cómo la pasó (v. 40). En todo semejante a sus hermanos (He. 2:17) pasó su infancia y su niñez como los demás niños: «crecía en estatura y se fortalecía en su cuerpo, llenándose de sabiduría en su alma humana». Mientras que otros niños son débiles en entendimiento y resolución, Él era fuerte en su espíritu: Por obra del Espíritu Santo, su alma humana adquiría un vigor extraordinario. Mientras otros niños tienen la necedad atada en su corazón, Él estaba lleno de sabiduría. Todo cuanto decía y hacía estaba bien dicho y bien hecho, con una sabiduría superior a su edad. Mientras que otros niños muestran bien temprano la corrupción de la naturaleza, pues en ellos crecen juntamente la cizaña del pecado y el trigo de la razón, en Él todo era sano, pues «la gracia de Dios estaba sobre Él»: estaba muy alto en el amor y en el favor de Dios. Versículos 41–52 Único informe inspirado escrito sobre el Salvador, desde su infancia hasta el día en que se mostró a Israel y por tanto, debemos sacar de ello el mayor provecho posible, porque es en vano desear haber tenido más información. I. Subida con sus padres a Jerusalén «a la fiesta de la pascua» (vv. 41–42). Así acostumbraban hacerlo cada año, conforme a la ley del Señor, aunque era un largo viaje, y ellos eran pobres. Esto nos enseña a ser asiduos en la asistencia a las ordenanzas divinas, «no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre» (He. 10:25). «Subieron conforme a la costumbre de la fiesta». El niño Jesús, «cuando cumplió doce años de edad», subió con ellos. Los doctores judíos dicen que, a los doce años, los niños deben comenzar a ayunar de vez en cuando, y que, a los trece, un niño comienza a ser hijo del mandamiento, al haber sido durante toda su infancia, en virtud de la circuncisión, hijo del pacto. Los hijos que son aventajados en otras cosas, deben ser instruidos para que sean también aventajados en lo religioso. Y hemos de hacer todo lo posible para que nuestros hijos sean dedicados a Dios por el bautismo, una vez convertidos, para que puedan asistir temprano a la pascua del Evangelio, que es la Cena del Señor. II. El niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que se dieran cuenta José y su madre (v. 43). 1. Sus padres no volvieron, sino «después de haber acabado los días». Estuvieron allí todos los siete días de la fiesta, aun cuando no era necesario que se quedaran, sino los dos primeros días de la fiesta. Esto nos enseña a estar con gusto en las reuniones de iglesia y los cultos al Señor, como es propio de quienes saben decir: «Bueno nos es estarnos aquí», sin sentir demasiada prisa en dejar la compañía de los hermanos y las divinas alabanzas en congregación. 2. Pero, «al regresar ellos, se quedó el niño Jesús en Jerusalén», no porque tuviese pereza de volver a casa o vergüenza de acompañar a sus padres, sino porque tenía que ocuparse «en los asuntos de su Padre» (v. 49), y recordarles así a sus padres de la tierra que tenía un Padre en el cielo, a quien debía obedecer antes que a ellos, aunque el respeto que al Padre celestial debía no había de interpretarse como falta de respeto a ellos. Es hermoso ver a los niños y a los jóvenes con deseos de morar en la casa del Señor, porque en esto se parecen a Cristo. 3. Sus padres hicieron un día de camino, sin percatarse de su falta, suponiendo que iba en la caravana (v. 44). En estas ocasiones era muy numerosa la muchedumbre que acudía a la fiesta, y sus padres concluyeron que iba entre los otros parientes o con los vecinos y, probablemente, con algún grupo de muchachos. Pero no le hallaron (v. 45). Por desgracia, esto tiene una aplicación espiritual con mucha frecuencia: Hay entre nuestros parientes y conocidos, con quienes no podemos evitar la conversación, que saben poco o nada del Señor. «Al no hallarle, regresaron a Jerusalén en busca suya» (v. 45). Quienes deseen encontrar a Jesús, han de buscarle hasta hallarle, pues, tarde o temprano, será encontrado por quienes le busquen. Los que han perdido los consuelos que tenían en Cristo, deben preguntarse a sí mismos dónde cuándo y cómo los perdieron, y regresar al lugar donde los habían tenido por última vez. 4. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo» (v. 46). Allí estaba «sentado en medio de los maestros», lo cual no quiere decir que ocupase un lugar de maestro, sino que es una frase idiomática para expresar que se hallaba en el grupo de los discípulos, rodeados por los maestros que enseñaban (comp. con Jn. 8:3 «poniéndola en medio»). Según la costumbre en esta clase de enseñanzas, el niño respondía y preguntaba. Esto no tenía nada de extraordinario pero sí lo tenía la sabiduría con que Él lo hacía: «Y todos los que le estaban oyendo, quedaban atónitos ante su inteligencia y sus respuestas» (v. 47). No era simplemente un niño precoz, sino un niño como ningún otro. Con esto vemos el interés que el niño Jesús tenía en aprender más y más de las cosas de su Padre celestial. Muchos jóvenes de su edad habrían estado jugando con otros muchachos junto al templo, pero Él estaba sentado junto a los doctores en el templo. Les escuchaba; quienes quieran aprender han de ser «prontos para oír» (Stg. 1:19). Y les hacía preguntas, no para tentarles, sino para aprender más. Con sus preguntas y respuestas llenas de sabiduría, dio a todos, como dice Calvino, un anticipó de su sabiduría divina: «Todos … quedaban atónitos». 5. Su madre le llamó y le habló en privado (v. 48). María y José «se sorprendieron de verle» allí (el verbo griego es más fuerte que el «atónitos» del versículo anterior). Se sorprendieron de que un niño que tan sumiso y obediente había sido siempre a las indicaciones de sus padres, tuviera ahora el atrevimiento de comportarse de esta manera sin pedirles permiso. Con una mezcla de pena y de ternura (como se ve en el griego téknon = hijo), le dijo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?»; es decir, «¿por qué nos has dado este susto tan grande?» «Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados». Vemos que María y José no se quedaron quietos, sumidos en su pesar y en su angustia, sino que le buscaron diligentemente durante tres días (v. 46). Quienes, con pesar y diligencia, buscan a Cristo, se alegrarán de tal manera al encontrarle, que el gozo del encuentro les compensará con creces del pesar de la búsqueda. Jesús «les dijo» (v. 49), esto es, contestó a ambos: «¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Padre?» (lit.). Con esta frase Jesús les daba a entender claramente que su principal objetivo al venir a este mundo era hacer la voluntad del Padre de los cielos (Jn. 4:34; He. 10:7). Sin embargo, todavía «ellos no comprendieron la palabra que les habló» (v. 50). Dice Lenski: «Su incapacidad para entender ha sido considerada inexplicable al tener en cuenta la revelación que José y María habían recibido respecto a la concepción del niño. Pero esta objeción yerra. La implicación es la de que hasta esa fecha el muchacho nunca había hecho una declaración semejante a ésta, y que el hablar así ahora, acerca de sí mismo, sobrepasa el entendimiento de sus padres». Es probable que María y José no entendieran por qué, para estar en las cosas de Dios, necesitaba Jesús ocultarse de ellos sin avisarles. Quizá se preguntarían, precisamente por las revelaciones que habían recibido, si no serían dignos de tener consigo a un niño que, aun siendo hijo suyo, era también el Salvador del mundo. III. Como contrapartida de lo que podría parecer una repulsa en las anteriores frases de Jesús, se nos dice ahora la forma en que regresó Jesús a Nazaret con sus padres (vv. 51–52). No les urgió a quedarse en Jerusalén sino que, voluntariamente, se retiró con ellos al oscuro lugar de Nazaret, donde por muchos años estuvo oculto, sin que se nos diga una palabra de Él en ninguno de los cuatro Evangelios. Aquí se nos dice: 1. Que «continuaba sumiso a ellos» (a María y a José). Es de suponer que ayudaría a José en sus faenas de carpintero. Aquí se nos da un ejemplo de lo que deben ser los hijos: obedientes y sumisos a sus padres en el Señor (v. Ef. 6:1–3). Aunque sus padres eran pobres y modestos, y aunque Él era fuerte y lleno de sabiduría (v. 40), se sometía a ellos en respeto y obediencia. Esto constrasta con la conducta de otros jóvenes que, siendo débiles y necios, son desobedientes e irrespetuosos con sus padres. 2. Que «su madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón». Nuevamente (v. vers. 19), vemos aquí el talante ponderativo, de mujer hecha a la meditación, de la virgen María. Con esto nos enseña en esta ocasión a meditar y ponderar las cosas de Dios, aun cuando a veces nos parezcan oscuras, pues lo que, al principio, nos parece tan difícil y oscuro que no sabemos qué hacer con ello, puede después hacérsenos fácil y claro, y sernos provechoso en otro momento en que tengamos necesidad de echar mano de esa verdad. 3. Que «Jesús seguía progresando en sabiduría, en vigor y en gracia ante Dios y ante los hombres» (v. 52). Nótese cuán completo era ese progreso; su cuerpo crecía en vigor (fuerza y estatura); su alma, en sabiduría. Y, en la medida en que su espíritu se abría a los dones que el Espíritu Santo comunicaba a su naturaleza humana, progresaba también en gracia, es decir, «la disposición amistosa y complaciente, con la cual Dios constantemente le sostuvo y lo ayudó, y la buena voluntad que semejante espectáculo de inocencia, de rectitud y de benevolencia, despertó en todos aquellos que le conocieron» (Bliss). La imagen de Dios brillaba cada día con mayor resplandor en aquel joven, que cuando había sido un niño pequeño (v. 40). CAPÍTULO 3 Nada se nos dice de Jesús desde los doce hasta los treinta años de su vida terrenal. En este capítulo tenemos el ministerio de Juan el Bautista, el bautismo de Jesús a manos de él, y la genealogía del Señor a través (con la mayor probabilidad) de su madre María. Versículos 1–14 El bautismo de Juan viene a inaugurar una nueva época en la historia de Israel, por lo que se requería un relato particular de tal acontecimiento. Cosas gloriosas se nos habían dicho del Bautista (1:15, 17), pero lo dejamos allí en el desierto, y allí se queda «hasta el día de su aparición pública ante Israel» (1:80). Ese día había llegado. II. Tenemos primero la fecha del comienzo del bautismo de Juan, con detalles pasados por alto por los otros evangelistas, y que nos ayudan a confirmar nuestro conocimiento de la verdad mediante la exacta fijación de la fecha. Ésta queda aquí establecida: 1. Mediante el cómputo de los gentiles, bajo cuya dominación se hallaban entonces los judíos: (A) Es fechada «en el año decimoquinto del reinado de Tiberio César» (v. 1), el tercero de los doce Césares y un hombre muy malo. El pueblo judío, después de largas luchas había caído bajo el dominio de Roma y se había convertido en una provincia (pequeña e insignificante) del Imperio Romano. (B) Es fechada también de acuerdo con el gobierno de los virreyes que gobernaban la Tierra Santa, dividida en cuatro partes bajo el mando supremo del Emperador. Esto era un símbolo más de su esclavitud, ya que los cuatro gobernantes eran extranjeros. A Pilato se le llama aquí «gobernador», presidente o procurador, de Judea. Su carácter es descrito por otros autores como de un hombre perverso y sin conciencia. Tuvo poco tacto en su gobierno y, finalmente, fue sustituido y enviado a Roma para dar cuenta de su mala administración. Los otros tres son llamados tetrarcas por estar cada uno al mando de la cuarta parte del territorio que había estado antes al mando de Herodes el Grande. 2. Mediante el cómputo del gobierno de los judíos mismos (v. 2). Anás y Caifás eran los sumos sacerdotes. Dios había determinado que hubiese sólo un sumo sacerdote, pero aquí se nombran dos para mostrar el desorden reinante en la época. La explicación de esta anomalía nos es dada por Flavio Josefo, que en sus Antigüedades explana que Anás, un rico saduceo, había sido sumo sacerdote durante varios años hasta su deposición algunos años antes de la fecha que aquí se indica; no obstante, al ser hombre de mucha riqueza e influencia, tuvo cinco hijos que, además de Caifás, su yerno, ocuparon el sumo sacerdocio (v. Jn. 18:19–24, para constatar esta influencia de Anás). II. Origen y objetivo del bautismo de Juan: 1. En cuanto a su origen, era del cielo: «Vino palabra de Dios sobre Juan» (v. 2). Es la misma expresión que se usa con respecto a los profetas del Antiguo Testamento (v. Jer. 1:2), pues Juan era profeta, sí, más que profeta. Juan es llamado aquí «el hijo de Zacarías», para referirnos a lo que el ángel le dijo a su padre. La palabra de Dios vino sobre él «en el desierto» porque cuando Dios cualifica a una persona, la palabra de Dios ha de salirle al encuentro dondequiera que tal persona se halle. Así como la palabra de Dios no está atada en una prisión, tampoco está perdida en un desierto. Juan era hijo de un sacerdote y estaba ahora en los treinta años de su edad; por consiguiente, según la ley del templo, podía ser admitido ya al servicio del templo. Pero Dios le llamaba a un servicio más honorable. 2. En cuanto al objeto y designio de su bautismo, era traer a todo el pueblo de Israel a su Dios en arrepentimiento, para perdón de sus pecados (v. 3). Vino primero a toda la comarca del Jordán es decir, precisamente a la parte aquella del país de la que el Pueblo de Dios había tomado posesión en primer lugar, allí convenía que se izase también primero el estandarte del Evangelio. Juan había residido en la parte más solitaria e inhóspita de la comarcapero, cuando la palabra de Dios vino sobre él, dejó el desierto y vino a una zona habitada. Quienes se hallan a gusto en su retiro deben cambiarlo a gusto por otros lugares de concurrencia, cuando Dios les llama a ellos. «Recorrió toda la comarca … proclamando un nuevo bautismo». Existía ya la ceremonia de sumergir en agua a los prosélitos para admitirlos al pacto de Israel, pero el significado del bautismo de Juan era llamar al arrepentimiento para perdón de pecados. Por tanto: (A) Eran obligados a arrepentirse de sus pecados, a tener pesar por los que habían cometido con propósito de abandonar la vida de pecado, y cambiar de mentalidad respecto a los criterios falsos que habían adoptado en relación con el Mesías. Debían ser sinceros en su profesión y fieles en su promisión: Cambiar de mentalidad y de conducta, para demostrar que tenían una nueva vida, con un corazón nuevo y un espíritu nuevo (v. Ez. 36:25–26). (B) Eran, bajo esta condición, asegurados del perdón de sus pecados. Así como el bautismo que él administraba les obligaba a no someterse más al poder del pecado, así también les servía de señal y sello de que habían sido descargados de la culpabilidad del pecado. III. El cumplimiento de las Escrituras en el ministerio de Juan. Los otros evangelistas se habían referido ya al mismo texto de aquí (Is. 40:3–4): «Como está escrito en el libro de las palabras del profeta Isaías». Entre estas palabras se halla que habría «voz de uno que clama en el desierto». Juan era esta voz, la cual gritaba: «Preparad el camino del Señor; haced derechas sus sendas». Lucas va más lejos que Mateo y Marcos en la cita de Isaías, y aplica igualmente al ministerio del bautismo las palabras que siguen en la profecía (vv. 5–6): «Todo valle será rellenado». Aunque el conjunto de metáforas de esta porción se refiere literalmente a la debida preparación de los caminos por los que el Rey ha de llegar, no está de más acomodar espiritualmente el sentido literal, como siempre se ha hecho. En este sentido, la figura de rellenar el valle puede significar llenar con diligencia los huecos de la holganza o el enriquecimiento de gracia que los humildes han de experimentar. En cambio, los ricos y orgullosos han de humillarse: «Todo monte y collado será rebajado». Los caminos tortuosos (retorcidos y desviados) del pecado «se harán rectos». Dios, con su gracia, capacitará para esta rectitud que el hombre no puede alcanzar por sí mismo. Y las dificultades que impiden y desaniman en el camino hacia el Cielo serán removidas: «Lo áspero se convertirá en caminos suaves». El Evangelio hace que el camino del Cielo sea llano para ser hallado, y suave para ser hollado. Y, como resultado de todo ello, la gran salvación se descubrirá más y mejor que nunca, y su descubrimiento se extenderá también más lejos que nunca: «Y verá toda carne (comp. con Gn. 6:12) la salvación de Dios». No sólo los judíos, sino también los gentiles, la verán, y muchos de ellos, tanto judíos como gentiles, se beneficiarán de ella. IV. Las advertencias y exhortaciones que Juan hacía, en general, a quienes se sometían a su bautismo (vv. 7–9). En Mateo (3:7–10), se nos dice que predicó estas mismas cosas a «muchos de los fariseos y de los saduceos que venían a su bautismo»; pero aquí se nos dice que lo «decía a las multitudes que salían para ser bautizados por él» (v. 7). Es obvio que esto lo decía a todos los que salían a él; ni adulaba a los grandes, ni contentaba a las masas, al reprender por igual a todos, pues aunque las multitudes no tuviesen los mismos pecados, tenían otros por los que merecían igual reprensión. Ahora obsérvese que: 1. Aquella generación perversa se había convertido en generación de víboras; no sólo emponzoñada, sino también ponzoñosa; que aborrecían a Dios y se aborrecían unos a otros. 2. A esta generación de víboras se le exhorta de buena fe a que huya de la ira inminente, pues pende sobre ellos (comp. con Ro. 1:18) si continúan por el camino del mal. Demos gracias a Dios de que, no sólo se nos exhorta a escapar de la ira inminente, sino que se nos muestra también la vía de escape (Jn. 3:15–16) con tal que acudamos a tiempo (2 Co. 6:1–2). 3. No hay modo de escapar de la ira de Dios, a no ser por fe y arrepentimiento, aunque el énfasis cae sobre la fe cuando se trata de gentiles, cuya fe estaba en dioses falsos mientras que el énfasis cae sobre el arrepentimiento cuando se trata de judíos, pues éstos creían en el verdadero Dios, pero necesitaban cambiar de mentalidad con respecto al Mesías (comp. Hch. 2:38 con Hch. 16:31, y ambos con Hch. 20:21). 4. Quienes profesan arrepentimiento deben mostrar los frutos que de un verdadero arrepentimiento se desprenden, si desean huir de la ira venidera (v. 8): «Producid, pues, frutos que correspondan a un sincero arrepentimiento». Con el cambio de conducta se demuestra el cambio de mentalidad. 5. Si no buscamos la santidad de corazón y en nuestra vida, la profesión de religión no nos servirá de nada, aun cuando la cubramos de honorables excusas: «Y no comencéis a decir entre vosotros mismos: Tenemos por padre a Abraham». 6. No tenemos, pues, por qué escudarnos en privilegios exteriores y en profesiones de religión, pues Dios puede asegurar eficazmente su honor y gloria sin nosotros. Si nosotros somos cortados y vamos a la ruina, Él puede levantar para sí una Iglesia de donde menos se podría suponer: «Porque os digo que de estas piedras puede Dios suscitar hijos a Abraham». Es probable que Juan aludiera aquí a las piedras que representaban a las doce tribus de Israel y que, tal vez, yacían aún en el álveo del Jordán (v. Jos. 4:3), muy cerca de donde él predicaba. 7. Cuanto mayores sean las profesiones de arrepentimiento que hagamos, y cuanto más fuertes las exhortaciones y estímulos al arrepentimiento que, con la gracia de Dios, hayamos recibido, tanto más cercana y más grave será la ruina que nos amenaza si no nos arrepentimos sinceramente: Ahora que el reino de Dios está al alcance de la mano (Mt. 3:2; 4:17; Mr. 1:15), «también el hacha de la ira de Dios está puesta junto a la raíz de los árboles» (v. 9). La amenaza es tanto más terrible para el inconverso, cuanto más dulce es la exhortación para el arrepentido. 8. El árbol que no de frutos de arrepentimiento terminará en el fuego del Infierno: «Todo árbol que no produce buen fruto se corta y se echa al fuego». «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (He. 10:31). V. Las instrucciones particulares que Juan daba a diversas clases de personas que venían a él en busca de consejo con respecto a sus respectivos deberes: el pueblo, en general los cobradores de impuestos, y los soldados. Algunos de los fariseos y de los saduceos acudieron a este bautismo, pero no se nos dice que preguntaran: ¿Qué haremos? Pensaban que ya lo sabían. Pero el pueblo llano, los publicanos y los soldados, conscientes de sus pecados y de la ignorancia que tenían de las exigencias de la ley divina, eran los que preguntaban a Juan: «¿Qué haremos?» (v. 10). Esto nos muestra que los que son bautizados deben ser enseñados (v. Mt. 28:19–20). Quienes desean cumplir con su deber, han de conocer bien ese deber; y quienes profesan y prometen arrepentimiento han de evidenciarlo en su vida. Éstos apuntan correctamente hacia sí mismos. No preguntan: ¿Qué hace este hombre?, sino «¿Qué haremos nosotros?» Es decir: ¿Qué frutos de arrepentimiento hemos de mostrar nosotros? Y Juan responde a cada uno según sus respectivas obligaciones y situaciones: 1. Al pueblo en general le recomienda un amor al prójimo que se traduzca en compartir (comp. con 1 Jn. 3:17): «El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga qué comer que haga lo mismo» (v. 11). El Evangelio requiere misericordia, antes que sacrificio, y su objetivo es comprometernos a hacer todo el bien que podamos. Alimento y abrigo son las dos necesidades más perentorias de la vida, y el que los tenga debe compartirlos con su prójimo, pues somos administradores, no dueños absolutos de lo que Dios nos concede y, por tanto, hemos de usarlo conforme a los dictados de nuestro común Dueño (comp. con Ef. 6:9). 2. A los cobradores de impuestos les dice también su obligación, de acuerdo con el oficio que tenían: «No exijáis más de lo que se os ha ordenado» (vv. 12–13). Han de ser fieles al gobierno y justos con el pueblo que paga los impuestos, sin oprimir con tasas injustas a los tributarios. Como si les dijese: «Cobrad para el César lo que es de César, y no os enriquezcáis injustamente al ofender a Dios y al oprimir a vuestro prójimo». Los impuestos públicos deben servir para mejorar los servicios públicos, no para satisfacer la avaricia de los funcionarios públicos. Notemos que no les exhorta a que abandonen su oficio, pues se trata de un servicio necesario, sino a que no abusen de él. 3. A los soldados les dice igualmente cuál es su deber (v. 14). Si se tratara de soldados romanos, podríamos pensar en un primer ejemplo de llamamiento a los gentiles para salvación. Pero es de notar que la palabra griega no significa soldados en el sentido técnico, sino más bien hombres ocupados en servicios militares, al parecer, judíos ocupados en alguna campaña especial, de la que nada se nos dice en el texto sagrado. Notemos que Juan no les exhorta a que depongan las armas, sino únicamente: «No intimidéis a nadie, ni denunciéis en falso para sacar dinero, y contentaos con vuestra paga». Con tan breves pinceladas, Juan describe las tentaciones de la gente de armas y pone el dedo en las llagas más comunes entre dicha gente: «Vuestro deber es salvaguardar la paz; por tanto, no hagáis violencia a nadie; no hagáis pender sobre el pueblo la espada del terror, la cual está puesta para los malhechores (v. Ro. 13:3–5), sino la espada de la justicia, la cual está puesta para protección de los bienhechores». Tampoco deben acusar falsamente a nadie ante el gobierno, haciéndose así de temer, con lo que se permiten a sí mismos cobrar propinas injustas y aceptar sobornos corruptores. En fin deben contentarse con la paga que reciben. En efecto, «¿de dónde vienen las guerras y los pleitos?» «De los placeres y de la codicia» (v. Stg. 4:1–3). El mundo anda tan mal, porque «todos queremos más». Es muestra de singular sabiduría sacar el mejor partido de lo que se tiene, y el mundo muestra su locura en la general insatisfacción, tanto de súbditos como de gobernantes: el rico ansía ser más rico, y el poderoso adquirir todavía mayor poder. Versículos 15–20 I. Vemos cómo la gente, con ocasión del ministerio de Juan llegó a pensar que el Mesías estaba ya a las puertas. En esta forma, fue preparado el camino del Señor. Cuando es estimulada la expectación, la llegada de lo esperado se hace doblemente aceptable. Cuando la gente se percató de lo excelente que era la doctrina que Juan proclamaba: 1. Comenzaron a pensar que había llegado la hora de la venida del Mesías. Nunca antes había necesitado el pueblo de Israel una reforma tanto como ahora, ni el estado de apuro en que se hallaba había exigido tanto como ahora una liberación. 2. El pensamiento que, a renglón seguido, se les ocurriría es: «¿No será éste el que había de venir?»: «Todos andaban pensando en su corazón acerca de Juan, si quizás él sería el Cristo» (v. 15). Su vida era santa y austera, su predicación era con poder y autoridad y, por consiguiente, ¿por qué no iban a pensar si quizás él era el Cristo? Todo lo que hace que la gente se ponga a meditar y reflexionar seriamente, prepara el camino a Cristo. II. Cómo Juan rehusó todas las pretensiones del honor que supondría el que él fuese el Mesías, estimulando, por otra parte la expectación que albergaban con respecto al Mesías al asegurarles que el Cristo estaba viniendo (vv. 16–17). El oficio del Bautista como heraldo y precursor, era notificar que el reino de Dios estaba cerca; y, por consiguiente, después de haber dicho a las diversas clases de personas lo que debían hacer, ahora les dice una cosa más que todos deben hacer: esperar la inminente llegada del Mesías. Y esto sirve de respuesta a todas las cavilaciones de la gente acerca de él mismo. 1. Les declara que lo más que él puede hacer es bautizarlos con agua (v. 16). Sólo puede exhortarles al arrepentimiento y asegurarles del perdón, pero no puede personalmente concederles el perdón. 2. Les hace volver los ojos hacia Jesucristo, cuyos caminos había venido él mismo a preparar, de forma que no discutan entre sí sobre si él es o no es el Mesías, sino que miren directamente al que en realidad lo es. En efecto: (A) Juan reconoce que el Mesías posee una excelencia muy superior a la suya: «No soy apto para desatarle la correa de sus sandalias». Ésta era la tarea más baja que un esclavo podía hacer con su amo, y aun de eso se declara indigno (lit. incompetente) el Bautista. Juan era un profeta, y más que profeta: mayor que ninguno de los profetas del Antiguo Testamento. Sin embargo, la distancia entre él y Cristo era infinita. Ésta era una gran verdad que Juan había venido a proclamar, pero la manera en que la proclamó nos habla de la humildad de Juan, y en esa manera su predicación, no sólo hacía justicia a Cristo, sino también honor a sí mismo. No hay cosa tan honrosa como el hablar tan alto de Cristo y tan bajo de sí mismo. (B) Reconoce también en Jesús alguien más fuerte que él mismo: «Está viniendo el que es más fuerte que yo». La gente pensaba que Juan estaba investido de un tremendo poder, pero ¿qué podía compararse con el poder de que Cristo estaba investido? Juan sólo podía bautizar con agua, en señal de que debían purificarse y limpiarse de sus pecados; pero Cristo podía (y quería) bautizarles con Espíritu y fuego. El agua lava por fuera, pero el fuego del Espíritu Santo (comp. con Hch. 2:3) penetra en el corazón, no sólo para purificarlo, sino también para regenerarlo. Juan predicaba una doctrina distintiva, y discernía, por palabras y señales, lo precioso de lo vil, pero Cristo tenía en su mano el aventador (v. 17), mediante el cual podía separar eficazmente el trigo de la paja, y limpiar así con esmero su era. Juan podía hablar palabras de consuelo, pero Cristo podía llevar consuelo al necesitado. Juan podía proclamar seguridad a quienes creyesen en el Evangelio, pero Cristo podía ponerles a salvo. Juan podía amenazar a los hipócritas diciéndoles que el hacha estaba puesta a la raíz del árbol estéril, para ser cortado y arrojado al fuego, pero Cristo podía ejercutar el juicio, «recogiendo el trigo en su granero, y quemando la paja con fuego inextinguible». (C) El evangelista concluye su informe sobre la predicación de Juan con un etcétera: «Y así con muchas y variadas exhortaciones anunciaba al pueblo la Buena Nueva» (v. 18, comp. con Hch. 2:40). Aquí vemos, (a) que Juan era un predicador afectuoso: exhortaba con toda insistencia, como quien es consciente de la gravedad del peligro y de la urgencia de la salvación. De J. Owen se dice que predicaba «como un moribundo que habla a moribundos». Lo mismo podemos decir del Bautista. No es amor ocultar la verdad con paliativos, sino urgirla con todo ahínco; (b) que Juan era un predicador práctico. Gran parte de su predicación consistía en exhortaciones, con las que incitaba a la gente a cumplir con su deber, instruyéndola sobre el modo de obrar, en lugar de entretenerla con especulaciones y fábulas; (c) que Juan era un predicador popular, pues predicaba a la gente del pueblo, acomodándose a la capacidad de ellos y hablándoles en el lenguaje de ellos; (d) que Juan era un predicador evangélico, pues «anunciaba al pueblo la Buena Nueva», dirigiendo al pueblo para que pusiesen los ojos en el Salvador a quien esperaban; (e) que Juan era un predicador abundante en doctrina y modos de expresarla: «con muchas y variadas exhortaciones, anunciaba …», de tal manera que, quienes no eran alcanzados por un determinado aspecto de la verdad, pudieran ser alcanzados por otro. III. Vemos también el súbito y drástico punto final que fue puesto a la predicación del Bautista. Cuando estaba en el punto más alto de su provechoso ministerio, fue encarcelado por el malvado Herodes (vv. 19–20), pues había tenido la valentía de censurar repetidamente a Herodes el tetrarca, no sólo respecto al incesto que cometía con la mujer de su hermano, sino también «en relación con todas las maldades que Herodes había hecho» (pues los que son malvados en un aspecto, suelen serlo en muchos otros a la vez). Así que Herodes, al no aguantar más las reprensiones del Bautista, a todas las anteriores maldades añadió también esto: una más y muy grave, pues «encerró a Juan en la cárcel», con lo cual privó a muchos otros del beneficio de las instrucciones y exhortaciones de Juan. Pero, ¿había de ser silenciada la voz del que clama en el desierto? Mas así es como muchas veces, es puesta a prueba la fe de los discípulos de Cristo y así también es castigada la incredulidad de los que rechazan el mensaje de la salvación. Así debía ser Juan el Precursor de Cristo, no sólo en la proclamación de la verdad, sino también en los padecimientos por la verdad. Es ahora cuando Juan tenía que menguar para que Cristo creciese, de la misma manera que el lucero de la mañana desaparece de la vista con la salida del sol. Versículos 21–38 El evangelista menciona el encarcelamiento de Juan antes que el bautismo de Cristo aunque éste fue llevado a cabo casi un año antes, porque desea terminar la historia del ministerio de Juan y comenzar la del ministerio de Cristo. I. Tenemos primero un breve relato del bautismo de Cristo (vv. 21–22). 1. Se nos dice aquí que, «cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado». Cristo quería ser bautizado el último entre el común del pueblo y a la zaga de él. Vio primero la multitud que allí estaba preparada para recibirle, y entonces apareció. 2. Aquí se nos hace la observación de que «mientras oraba, se abrió el cielo», detalle que no aparece en Mateo. Oró como otros lo harían, porque deseaba estar siempre en íntima comunión con el Padre. Oró para que el Padre le descubriese su voluntad y su gracia, y por el descenso del Espíritu. Lo que le había sido prometido lo había de alcanzar mediante la oración: «Pídeme, y te daré..» (Sal. 2:8). 3. Mientras todavía oraba, se abrió el cielo. El pecado había hecho que el Cielo se cerrara, pero la oración y la obra de Cristo hicieron que se abriera. La oración es una ordenanza que abre los cielos: «Continuad llamando, y se os abrirá» (Mt. 7:7; Lc. 11:9). 4. «Y descendió sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma» (v. 22). Al comenzar a predicar, el Espíritu del Señor estaba sobre Él (Is. 61:1; Lc. 4:18). Este descenso del Espíritu es aquí manifestado mediante evidencias sensibles, para animarle en el comienzo de su ministerio público, y para satisfacción de Juan el Bautista, pues le había sido dicho que, mediante esta señal, le sería notificado quién era el que había de bautizar con el Espíritu Santo (Jn. 1:33). 5. «Y salió del cielo («desde la magnífica gloria», como dice 2 P. 1:17) «una voz que decía: Tú eres mi Hijo amado». Aquí y en Marcos, esta frase es dirigida al propio Jesús; en Mateo, es dirigida a todos: «Éste es mi Hijo, el amado». De Él se había profetizado en 2 Samuel 7:14: «Yo le seré a Él por Padre, y Él me será a Mí por Hijo» (v. He. 1:5). También había sido profetizado de Él que sería «mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento» (Is. 42:1, comp. con Mt. 12:18–20). Y, de acuerdo con esto, le dice aquí: «Tú eres mi Hijo amado; en ti he puesto mi complacencia». II. A continuación, se nos presenta la genealogía de Jesucristo. Mateo, al dar la genealogía de José, llega hasta Abraham, pero Lucas va mucho más arriba, hasta el primer padre de la humanidad. El objetivo de Mateo, que escribía especialmente para los judíos, era mostrar que Cristo era el hijo de David (heredero del trono davídico) e hijo de Abraham, en quien serían benditas todas las familias de la tierra, y desciende hasta Jacob, el padre de José, padre legal de Jesús. En cambio, el objetivo de Lucas era presentar a Jesús como el Salvador de toda la humanidad y, por ello, se remonta hasta la primera pareja, hasta la descendencia de la mujer, que había de quebrantar la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15), y desciende (o, mejor dicho, comienza) hasta Elí, el cual era padre no de José, sino de María. Por eso, Mateo pone a Jesús como descendiente legal de Salomón cuya línea dinástica terminaba en Jeconías, a quien fue dirigida maldición contra él y su descendencia; mientras que, por María, su madre, Jesús descendía físicamente de David, a través de Natán, otro hijo de David por lo que no le alcanzaba la maldición pronunciada contra la descendencia física de Jeconías. La genealogía concluye diciendo: «… hijo de Adán, hijo de Dios» (v. 38). Jesús era, al mismo tiempo, hijo de Adán e hijo de Dios, a fin de ser el Mediador adecuado entre Dios y los hijos de Adán, y ser capaz, de esta manera, de hacer que los hijos de Adán puedan llegar a ser hijos de Dios (Gá. 4:4–5). Finalmente, antes de darnos la genealogía, Lucas dice que «Jesús mismo, al comenzar su ministerio, tenía unos treinta años» (v. 23) pues ésta era la edad en que los sacerdotes comenzaban a entrar en plenas funciones de su ministerio (Nm. 4:3). CAPÍTULO 4 2
En este capítulo, tenemos una nueva preparación para el
ministerio de Jesús, al ser puesto a prueba en el desierto mediante las tentaciones de Satanás. A continuación, Lucas describe el ministerio de Jesús en Galilea, el cual comenzó por Nazaret, en cuya sinagoga predicó, y siguió por Capernaúm, donde llevó a cabo diversos milagros. Versículos 1–13 En este relato de la tentación de Jesús, obsérvese: I. Cómo fue preparado y capacitado para soportarla:
2Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1267 1. Fue «lleno del Espíritu Santo», quien había descendido sobre Él en figura visible de paloma. Bien armados van contra las peores tentaciones del diablo quienes van llenos del Espíritu Santo. 2. Regresaba del Jordán, donde había sido bautizado y donde había oído la voz del cielo que le había designado como el Hijo Predilecto de Dios. Cuando hemos tenido las experiencias más consoladoras de la comunión con Dios, y disfrutado de los más exquisitos favores de su gracia, es de esperar que Satanás nos asalte, como asaltan los piratas los barcos cargados con las más preciosas mercancías, y que Dios lo permita, a fin de que el poder de su gracia se manifieste y engrandezca en nuestra debilidad y pequeñez. 3. «Era conducido por el Espíritu al desierto.» En el desierto parecía tener el tentador cierta ventaja, pues sorprendería allí a Jesús solo («¡Ay del solo!», Ec. 4:10). Él podía dar al diablo cierta ventaja, pues era consciente de su propia fortaleza; pero nosotros no podemos hacerlo, pues somos conscientes de nuestra gran debilidad. Con todo, Él se preparó bien para estos asaltos, al ayunar durante cuarenta días (v. 2). Podemos suponer que pasaría aquellos días en meditación y en comunión íntima con Dios, como Moisés en el Sinaí. 4. «Y no comió nada durante esos días.» Así como, al retirarse al desierto, se había desentendido del mundo, al ayunar se desentendió del cuerpo; y Satanás no puede agarrar fácilmente a quienes han roto sus lazos con el mundo y con la carne. II. Cómo fue asaltado por sucesivas tentaciones, y cómo derrotó al diablo en cada asalto. Ya había sido tentado por el diablo durante aquellos cuarenta días (v. 2), pero el diablo redobló sus ataques cuando se dio cuenta de que Jesús tenía hambre. 1. Primero le tentó a desconfiar del Padre, como si este se hubiese despreocupado de su Hijo Predilecto, y a que se las arreglase por sí mismo: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que se convierta en pan» (v. 3). En lo que viene a decirle: (A) «Te aconsejo que lo hagas por ti mismo, pues Dios, si es tu Padre, se ha olvidado de ti». Si comenzamos a pensar o a vivir de acuerdo a nuestros propios planes, sin depender de la providencia de Dios, inmediatamente hemos de percatarnos de que se trata de una tentación del diablo y, por tanto, hemos de rechazarla sin contemplaciones, pues el objetivo principal de Satanás es desligarnos de la dependencia de Dios (v. Gn. 6:1–6). (B) «Te reto a que lo hagas, si puedes; si no lo haces, concluiré que no eres el Hijo de Dios». Pero Cristo no cedió a la tentación: (a) Porque no estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera el diablo. No debemos hacer nada que nos haga aparecer como «dando lugar al diablo» (Ef. 4:27). Los milagros se hacían en confirmación de la fe y el diablo no tenía ninguna fe que confirmar. (b) Jesús hacía los milagros para ratificar su doctrina y, por eso mientras no comenzase a predicar, no iba a realizar milagros. (c) No iba a hacer milagros para agradarse a sí mismo. Prefería convertir el agua en vino para beneficio de sus amigos, que las piedras en pan para su propia conveniencia. (d) Iba a reservar para después las pruebas de su filiación divina. (e) No iba a hacer ninguna cosa con la que pareciese desconfiar del Padre. Como debe hacer todo buen hijo de Dios, prefería vivir en completa dependencia de las palabras y de las promesas del Padre Celestial. Por eso, replicó al diablo con un texto bíblico apropiado: «Está escrito» (v. 4). La Palabra de Dios es nuestra espada, y nuestra fe en esa palabra es nuestro escudo; por eso, deberíamos ser poderosos en la Palabra de Dios. El texto con que replicó al diablo está tomado de Deuteronomio 8:3: «No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios». Como si dijese: «No necesito convertir la piedra en pan, porque el hombre puede vivir con cualquier cosa que Dios le asigne» (comp. con Jn. 4:34). Dios tiene muchos medios de proveer para sus hijos, aun cuando parezcan faltar los medios normales de subsistencia; por lo tanto, no hay por qué desconfiar de Él, sino depender de Él en toda circunstancia, y cumplir siempre con nuestro deber, porque entonces Dios se encargará de las circunstancias. 2. Le tentó después el diablo a que le rindiese homenaje de adoración, prometiéndole a cambio «todos los reinos de la tierra habitada» (vv. 5–7). Lucas pone esta tentación en segundo lugar, pero Mateo la pone al final, que es seguramente su sitio. Obsérvese: (A) Cómo propuso Satanás esta tentación: (a) Puso ante los ojos del Señor «en un momento», todos los reinos del mundo. Para eso, «le condujo a un alto monte». Podemos asegurar que, más bien que una visión directa, imposible en un momento de tiempo, se trató de una especie de caleidoscopio en que Satanás hizo pasar rápidamente, como en cámara rápida, los reinos del mundo con su gloria y poderío (v. 6). (b) Le aseguró a Cristo que todo aquello le había sido entregado, lo cual era una media verdad, pues al primer asalto del diablo (Gn. 6), el principado de este mundo le fue ofrecido a Satanás «en bandeja» (v. Jn. 12:31; 14:30; 16:11; Ef. 2:2). Seguro de este dominio, el diablo dice, con otra media verdad: «se lo doy a quien quiero», sin contar que eso mismo cae bajo el control soberano de Dios. (c) Se atreve a imponerle la condición de que se postre (¡el Hijo de Dios!) delante de él (¡Satanás!) Esta sugerencia venía a significar, ni más ni menos, que Cristo había de reinar bajo los dictados de Satanás. Con tal de hacerse con el corazón y la adoración del hombre, el diablo está dispuesto a repartir gloria, poder, honor y riqueza. ¿Por qué se empeña Jesús en ir a la Cruz, si el diablo le ofrece todos los reinos sin derramar una gota de sangre? (B) Cómo venció Jesús también esta tentación del diablo. Le dio una repulsa perentoria llena de ira y horror santos: «Vete de mí, Satanás» (v. 8). Tal tentación no merecía discusión, sino repulsa inmediata; y, con otro texto apropiado, hirió al diablo en la cabeza: «Porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él servirás» (v. 8 comp. con Dt. 6:13). Notemos que Jesús saca todas sus citas al demonio del libro más espiritual de la Ley: el Deuteronomio. Jesús había venido para que pudiésemos ser sacados de las tinieblas a la luz admirable de Dios (Hch. 26:18; 1 P. 2:9), del poder de Satanás al de Dios, del culto a los demonios al culto al Dios vivo y verdadero. Por eso, la gran ley que Cristo restablece para todos los hombres es que «a Dios solo hay que adorar y servir». 3. En tercer lugar, vemos cómo el diablo le tienta a confiar presuntuosamente en la protección del Padre. Vemos aquí: (A) Lo que le proponía el diablo con esta tentación: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo» (v. 9). Quiere que Jesús requiera una prueba más de la protección del Padre, como si no bastase con la voz del Cielo y el descenso del Espíritu sobre Él. Quiere que Jesús use un nuevo método, de patente diabólica para mostrarse a los hombres como el Mesías esperado. Si desde el pináculo del templo proclamaba su mesianidad y, en prueba de ello, se arrojaba desde allí sin sufrir ningún daño, seguramente que todos le recibirían como enviado del Padre y venido del Cielo. Y, si acontecía que en la caída encontraba la muerte, el diablo quedaría más que satisfecho, pues se lo habría quitado limpiamente de en medio. (B) Para dar mayor peso y fuerza a la tentación, el diablo se atreve ahora a citar a la propia Escritura (v. 10). Cristo había citado la Escritura contra Satanás, ahora Satanás citaba la Escritura en su favor. Verdaderamente, nunca es tan temible el diablo como cuando cita la Palabra de Dios, pues siempre la cita a medias, lo cual es peor que una mentira descarada. Y cuantos de este modo citan la Biblia no hacen otra cosa, consciente o inconscientemente, que seguir los caminos del diablo. La Escritura citada por el diablo es del Salmo 91:11–12: «Dará orden a sus ángeles respecto de ti, para que te guarden con todo cuidado; te llevarán en las palmas de sus manos, para que no tropiece tu pie en ninguna piedra» (vv. 10–11). Hay quienes piensan que la falsedad del diablo consiste en haber omitido la cláusula «en todos tus caminos», como aparece en el salmo. Pero, como dice Lenski, (a) en este caso, Jesús le habría respondido completando la cita; (b) el salmo no dice: «en todos sus (de Dios) caminos», sino: «en todos tus caminos». La falsedad del diablo está en que el salmo trata de la protección de Dios en casos de apuro, pero el arrojarse voluntariamente del pináculo del templo no era un caso de apuro, sino una ostentación peligrosa; en otras palabras, no era confiar en Dios, sino tentar a Dios. Por eso: (C) Jesús le replica con otra cita bíblica, también tomada del Deuteronomio (6:16): «No tentarás al Señor tu Dios». Además, si Dios ya había dado la prueba suficiente de la misión divina de Cristo, el buscar otra por cuenta propia, además de tentar a Dios, era muestra de inexplicable desconfianza en Él. III. Cuál fue el resultado final de este combate espiritual (v. 13). Nuestro victorioso Redentor quedó firme en terreno sólido y conquistó un magnífico triunfo, no sólo para sí, sino también para nosotros. En efecto: 1. El diablo no tenía ya más flechas en su aljaba: «Cuando el diablo dio por concluida toda clase de tentación..» (v. 13). Si Cristo sufrió, siendo probado, toda clase de tentación (comp. con He. 4:15), ¿por qué no hemos de esperar también nosotros pasar por toda clase de tentaciones que nos hayan sido asignadas? Sobre todo, si sabemos que no seremos tentados por encima de nuestras fuerzas (1 Co. 10:13). 2. Acabadas las tentaciones, el diablo abandonó el terreno: «se alejó de Él». Vio que no tenía sentido continuar atacándole pues no hallaba en Jesús ningún punto flaco por donde entrarle. Si resistimos al diablo, huirá de nosotros (Stg. 4:7). 3. Esto no quiere decir que Satanás hubiese desistido de sus propósitos; se alejó de Él «hasta un tiempo oportuno», hasta que llegase la hora de asaltarle de nuevo, no con halagos y promesas, sino con sufrimientos y persecuciones. Se marchó hasta aquella hora que Cristo llama la del «poder de las tinieblas» (22:53), cuando «el príncipe de este mundo viene» otra vez (Jn. 14:30). Versículos 14–30 Después de haberse defendido de los asaltos del diablo, comienza Jesús ahora a pasar a la ofensiva contra él, y lanza contra Satán, mediante su predicación y sus milagros, unos ataques que el diablo no podrá resistir ni rechazar. I. Comienza esta porción refiriéndonos primero, en general, el ministerio de predicación que Jesús llevaba a cabo en Galilea. Allá «regresó en el poder del Espíritu» (v. 14). No tenía que esperar a que le llamaran los hombres, pues tenía vida y luz en sí mismo. Allí «enseñaba en las sinagogas de ellos, siendo glorificado por todos» (v. 15). Enseñaba en las sinagogas, donde los judíos se reunían no para el culto ceremonial como en el templo, sino para el culto público de devoción comunitaria y de exposición de las Escrituras. Estas reuniones en las sinagogas se hicieron más frecuentes a partir del cautiverio en Babilonia, pues el culto ceremonial del templo estaba próximo a expirar. Lo hizo así una vez que «las noticias sobre Él se difundieron por toda la comarca circunvecina» (v. 14). Era ésta una buena fama, ya que era glorificado por todos (v. 15). Se ve que al principio, no se encontró con desprecios ni contradicciones; todos le glorificaban, y ninguno le vilipendiaba. II. Después se nos habla de su predicación en «Nazaret, donde se había criado» (vv. 16 y ss.). Y aquí se nos dice que predicó allí y que allí encontró oposición y persecución. Veamos: 1. Cómo predicó allí: (A) En primer lugar, la oportunidad que tuvo para ello: «Vino a Nazaret», después de haber ganado reputación en otros lugares. Tuvo aquí ocasión de predicar: (a) en la sinagoga, en la que acostumbraba, sin duda, asistir a los cultos por haberse criado allí (el «según su costumbre» del versículo 16 se refiere al versículo 15, no se puede deducir de esta sola frase el que acostumbrase asistir allí anteriormente). (b) Lo hizo «en día de sábado», pues ése era el día dedicado al descanso y a las devociones. (B) «Se levantó a leer», invitado, sin duda, para ello. Cada sábado tenían los judíos siete lectores; primero, un sacerdote; después, un levita; después, cinco israelitas de la respectiva sinagoga. Con frecuencia hallamos a Jesús predicando en otras sinagogas, pero nunca leyendo, excepto en esta de Nazaret, de la que por tantos años habría sido miembro. «Le entregaron el libro del profeta Isaías» (v. 17). Es muy probable que de ese libro se sacasen las lecturas de aquellos sábados, y no hay que pensar que la frase «encontró el lugar …». signifique que abrió el libro «por donde saliera». (C) Vemos inmediatamente el texto sobre el cual predicó. Primero, «se levantó a leer» (v. 16b); después, «desenrolló el volumen» (v. 17), ya que los escritos estaban (y están en las sinagogas judías) en rollos. Pero los libros del Antiguo Testamento estaban en realidad, sellados hasta que Jesucristo los abrió (Is. 29:11). Halló luego el lugar que correspondía leer aquel día y que era Isaías 61:1 y ss., como vemos por los versículos 18–19. Fue una disposición especial de la Providencia que fuese éste el texto que correspondía ya que habla tan claramente del Mesías y de la obra que había de llevar a cabo en este mundo. El texto de Isaías dice: (a) Cómo había de ser capacitado el Mesías para su comisión: «El Espíritu del Señor está sobre mí». Todos los dones y todas las gracias del Espíritu estaban sobre Él, no por medida, como en los otros profetas, sino sin medida (v. Jn. 3:34). (b) Cómo había de ser comisionado: «Por lo cual me ungió … me ha enviado …». Ser ungido significa ser consagrado separado para esta obra y cualificado para llevarla a cabo (comp. con Jn. 10:36). (c) Cuál fue la obra a la que fue llamado: Fue llamado y capacitado: (1) «para predicar … a proclamar … a proclamar …». Nótese la insistencia en el ministerio. Había de predicar el Evangelio [la Buena Noticia] a los pobres: a los conscientes de su indigencia, los pobres en el espíritu de Sofonías 3:12 y Mateo 5:3: los anawim Jehová. Y a éstos había de predicar las buenas noticias que, a continuación, se especifican y que son tres: (i) «liberación» a los cautivos y oprimidos (v. 18). El Evangelio es una proclamación de libertad, como la de Israel al ser sacado de Egipto y de Babilonia. Es una liberación de la peor de las esclavitudes; de tal beneficio podrán aprovecharse cuantos se sometan al servicio del Señor y de los hermanos (v. Gá. 5:13); (ii) «iluminación» = «recuperación de la vista a los ciegos». No sólo vino a dar luz a los que estaban en tinieblas, sino también vista a los que estaban ciegos (Jn. 9:39). Cristo vino a decirnos que tiene colirio para nosotros (comp. con Ap. 3:18) y, si nuestra oración es: «Señor, que sean abiertos nuestros ojos», inmediatamente nos dirá: «Recibid la vista»; (iii) «jubileo especial»: «A proclamar un año favorable del Señor» (v. 19). Esto alude al año jubilar, que se celebraba cada cincuenta años (v. Lv. 25:8 y ss.). Pero este jubileo que Cristo proclama es muy especial pues viene a decirnos que el Dios a quienes habían (y hemos) ofendido, estaba dispuesto a reconciliarnos consigo en Cristo (2 Co. 5:19–21): a hacer las paces con nosotros en términos mucho más favorables que antes. «Éste es el tiempo aceptable; ahora es el día de salvación» (2 Co. 6:2). (2) Cristo vino también como un gran Médico, porque venía a sanar a los quebrantados de corazón (v. 18) aunque esta frase tomada de Isaías 58:6 en la versión de los LXX, no está bien atestiguada, lo cual no quiere decir que no sea verdad pues vino a ofrecer descanso a los trabajados y fatigados bajo el peso del pecado y de la corrupción (Mt. 11:28–30). (3) Finalmente, vino como un gran Redentor. No sólo proclama libertad a los cautivos, sino que pone en libertad a los oprimidos. También los profetas pudieron proclamar libertad, pero Cristo, como quien tiene autoridad, posee la potestad de perdonar los pecados y, por tanto, de poner en libertad a los oprimidos por el diablo, «que a sus presos nunca abrió la cárcel» (Is. 14:17). (D) A continuación, tenemos la aplicación que del texto hace Cristo a Sí mismo. Después de enrollar el volumen y entregarlo al asistente encargado de custodiar los rollos «se sentó», como era la costumbre de los maestros, y dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (v. 21). Comenzó a cumplirse con la inauguración del ministerio público de Jesús; se cumplía en la predicación hecha y los milagros llevados a cabo en muchos lugares; se cumplía también al predicar Él en aquella sinagoga. Éste era el comienzo: «comenzó a decirles», un comienzo de enseñanzas deliciosas, pues Cristo predicó con frecuencia largos sermones de los que el texto sagrado nos ofrece solamente un resumen; pero esto era suficiente para introducir un gran tema: «Hoy se ha cumplido esta Escritura». Las obras del Señor son el cumplimiento, no sólo de su Palabra secreta, sino también de su Palabra revelada; y ello nos ayudará, tanto para entender las Escrituras como las experiencias de la providencia de Dios, de forma que podamos comparar su Palabra con la experiencia que tenemos de ella. (E) Vemos también la atención y la admiración de los oyentes: (a) Su atención (v. 20): «Los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en Él». Cuando oímos la Palabra de Dios es menester que estemos atentos a ella, dirigiendo nuestra vista al predicador por medio del cual nos habla Dios; porque, de la misma manera que el ojo influye en el corazón, también el corazón suele seguir al ojo; y, si el ojo se distrae, también la atención de la mente suele distraerse. (b) Su admiración (v. 22): «Todos hablaban bien de Él, y maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca …». Sin embargo, por lo que se ve después, no creyeron en Él. Mucha razón hay para maravillarse de las palabras de Jesús, pues son palabras de gracia, y Él es Maravilloso Consejero (Is. 9:6), y en nada fue tan maravilloso como en la gracia de sus palabras y en el poder que acompañaba a esas palabras. Y añadían: «¿No es éste el hijo de José?» Como si dijesen: «¿Cómo es posible que éste, cuyo origen y cuya educación conocemos, hable de esta manera y proponga tales demandas acerca de sí mismo?» Ya en estas palabras de la gente se percibe, no sólo admiración, sino cierto tinte de rechazo e incredulidad, como lo confirma el contexto siguiente. (F) Cristo se anticipa a la objeción que flota en el ambiente. Obsérvese: (a) Cuál era la objeción: «Seguramente me citaréis este refrán: Médico, cúrate a ti mismo. Esperamos que hagas aquí, en tu pueblo, los milagros que has hechos en otros lugares». La mayor parte de los milagros de Jesús eran sanaciones, así que le podían exigir que curase también a los enfermos que había entre ellos. Pero esas sanaciones tenían por último objetivo sanar la incredulidad de los corazones. ¿Estaban ellos bien dispuestos?: «Todo cuanto hemos oído que se ha hecho en Capernaúm, hazlo también aquí en tu pueblo» (v. 23). Les agradaban las palabras de Cristo, únicamente porque esperaban que a las palabras siguieran obras de curaciones (comp. con Jn. 6:26), pues consideraban que su ciudad era tan digna de que en ella se obrasen milagros como cualquier otra, sobre todo cuando allí vivían sus parientes y vecinos. (b) Cómo responde Jesús a la objeción. (i) Con una razón positiva y general: «En verdad os digo que ningún profeta es persona grata en su pueblo» (v. 24). Lo sabemos por experiencia; la familiaridad engendra desprecio, y tendemos a tener en poco a las personas con quienes estamos acostumbrados a conversar. Es como el pan casero, que, a pesar de ser tan saludable, se vende mucho más barato que el pan caro y traído de muy lejos. Cristo declinó hacer milagros o dar alguna señal extraordinaria en Nazaret, a causa de los prejuicios de sus propios conciudadanos. (ii) Con ejemplos de famosos profetas del Antiguo Testamento: Elías, enviado a una viuda de Sarepta, en Sidón, tierra de los gentiles, cuando había tantas viudas en Israel; y Eliseo, que había curado la lepra de un extranjero; más aún, general de un país enemigo de Israel, cuando había tantos leprosos en el propio Israel. Pero, en ambos casos, los milagros habían encontrado en los respectivos individuos una fe que los profetas no habían encontrado entre sus propios paisanos. 2. A continuación vemos la oposición y persecución que encontró en Nazaret: (A) Lo que provocó la ira de los oyentes fue la mención del favor que Dios había mostrado a los gentiles mediante el ministerio de Elías y de Eliseo: «Al oír estas cosas, todos los que se encontraban en la sinagoga se llenaron de furor» (v. 28); esto era un gran cambio desde el versículo 22, donde leemos que «todos hablaban bien de Él, y maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca». Así de inciertas y volubles son las opiniones de la gente. Si hubieran mezclado con fe la palabra que habían oído (v. He. 4:2, lit.), y de la que se habían maravillado, habrían sido despertados para fe con las posteriores palabras de las que se habían indignado. Pero esto es lo que, desgraciadamente, suele acontecer a quienes sólo gustan de palabras que agradan al oído, con lo cual se pierden las bendiciones que obtienen los que no se ofenden por palabras que están destinadas a sanar el corazón, aunque puncen al entrar, pues ellas engendran la compunción que leemos en Hechos 2:37 «fueron punzados en su corazón» (literalmente). Los piadosos antepasados de estos oyentes se habían complacido con la esperanza de que los gentiles serían bienvenidos al pacto de Dios con el pueblo escogido; pero éstos se enfurecían con la sola mención de los beneficios hechos a gentiles por mano de tan grandes profetas como Elías y Eliseo. (B) La provocación que sintieron fue tan grande, que intentaron «despeñarle» (v. 29). «Se levantaron» en el ardor de su furia, «le echaron fuera de la ciudad» con toda violencia, y le condujeron a un precipicio «a fin de despeñarle» y acabar así con Él. A pesar de la fama con que venía precedido y de la admiración que ellos mismos le habían prestado, ahora, en un arranque de furia, querían terminar con Él del modo más bárbaro. (C) Pero no consiguieron su malvado propósito: «Pero Él pasó por medio de ellos, y se marchó por su camino» (v. 30). Ellos le echaron de la ciudad, y Él se marchó por su camino. Hubiese querido reunir a los hijos de Nazaret, como después a los de Jerusalén, pero ellos no quisieron: «A lo que era suyo [su país, su ciudad] vino, y los suyos no le recibieron» (Jn. 1:11). Pero no todos eran así pues mientras éstos le echaban fuera, los de Capernaúm trataban de retenerle para que no se marchara de ellos (v. 42). Versículos 31–44 Cuando Cristo fue expulsado de Nazaret, vino a Capernaúm, otra ciudad de Galilea. I. Su predicación: «Y en sábado les estaba enseñando» (v. 31). La predicación de Cristo causó gran impresión en la gente: «Y se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra era con autoridad» (v. 32). Cada palabra suya comportaba peso y sustancia, e incitaba a nuevos descubrimientos iluminadores; además llevaba un poder de mando y un poder de eficacia que se imponía a la conciencia de los oyentes. II. Sus milagros: 1. Se especifican, en particular, dos, los cuales muestran que Cristo es: (A) Controlador y conquistador de Satanás, por el poder de expulsarlo de aquellos de quienes había tomado posesión corporal. Notemos, (a) que el demonio es un espíritu inmundo, y su naturaleza es diametralmente opuesta a la del Dios puro y santo: (b) que trabaja en el interior de los hijos de los hombres: (c) que es posible el que quienes están bajo el poder y la operación de él se encuentren en la sinagoga; (d) que incluso los demonios creen que Jesucristo es el Santo de Dios (v. 34, comp. con Stg. 2:19); (e) que creen, pero están temblando (como dice Santiago en el texto citado); por eso, este espíritu inmundo «gritó con voz muy fuerte» (v. 33), ya que temió que Cristo viniese ahora a destruirle (v. 34); (f) que los demonios no tienen nada que ver con Jesús (v. 34) y que no desean tener nada que ver con Él; (g) que Cristo posee un poder omnímodo sobre el demonio: «Jesús entonces le increpó, diciendo: Cállate (lit. sé amordazado) y sal de él» (v. 35). Cristo, no sólo le impuso silencio, sino que le tapó materialmente la boca; (h) al quebrantarse aquí el poder de Satanás, el enemigo vencido muestra su perversidad, mientras que Cristo vencedor muestra su gracia y misericordia, pues el demonio arrojó al poseso en medio de ellos con la intención de despedazarlo, pero Cristo lo impidió y forzó al demonio a salir de él sin hacerle ningún daño. A quien Satanás no puede destruir, trata de perjudicarle; pero es un gran consuelo saber que no puede hacer más daño del que el Señor le consienta; más aún, no podrá hacer verdadero daño; (i) que el poder de Cristo sobre el demonio fue universalmente reconocido y glorificado: «Todos quedaron sobrecogidos de estupor, y se decían unos a otros: «¿Qué manera de hablar es ésta, que manda con autoridad y poder a los demonios, y salen?» (v. 36). Quienes tenían pretensión de arrojar demonios, lo hacían con abundancia de fórmulas mágicas, pero Cristo los expulsaba con autoridad y poder; (j) Este milagro le ganó a Cristo gran reputación: «Y su fama se extendía por todos los lugares de los contornos» (v. 37). La fama del Señor Jesucristo fue, en los comienzos de su ministerio, mucho mayor que después, cuando la gente se acostumbró a sus milagros y perdió el asombro que les había sobrecogido al principio. (B) Sanador de enfermedades. En el milagro anterior, Cristo atacó a la raíz de la miseria del hombre, que es la enemistad de Satanás; en el milagro que se nos refiere a continuación (vv. 38– 39), Cristo ataca a una de las ramas más extendidas de dicha miseria, y una de las más comunes calamidades de la familia humana, como es la enfermedad. El Señor Jesucristo, que había venido a quitarle el aguijón a la muerte vino a quitárselo también a la enfermedad, que es el prólogo corriente de la muerte. Y de todas las enfermedades, una de las peores para la gente de alguna edad, es la fiebre muy alta (v. 38). Aquí vemos a Cristo que cura esta fiebre muy alta, y lo hace simplemente con su palabra: «increpó a la fiebre» (v. 39). El lugar era la casa de Simón Pedro, y el paciente era la propia suegra de Pedro. Notemos aquí: (a) que Cristo es un huésped que paga muy bien por el hospedaje; quienes le acogen en su corazón y en su casa, no perderán nada, sino que ganarán mucho con Él, pues viene para sanar; (b) que incluso las familias que acogen bien al Señor pueden estar aquejadas de enfermedades; pueden estar sujetas a las comunes calamidades, aunque disfruten de sus más distinguidos favores; (c) que incluso los mejores pueden ser ejercitados con las peores aflicciones, como la suegra de Simón, aquejada de una fiebre alta, aguda, amenazante; (d) que no hay edad exenta de achaques; (e) que cuando alguno de nuestros familiares esté enfermo, debemos acudir al Señor Jesús en oración por él: «y le rogaron por ella» (v. 38b); (f) Cristo se preocupa de los suyos cuando se hallan en aflicción y apuro: «Él se inclinó sobre ella» (v. 39a), como quien se interesa grandemente por el enfermo; (g) Cristo mostró su poder soberano sobre las enfermedades corporales, pues tan pronto como increpó a la fiebre, ésta la dejó (a la enferma); (h) lo milagroso de la cura se mostró en que ella se levantó en seguida y se puso a servirles (v. 39b); (i) cuando Cristo imparte una nueva vida, determina y espera que esa vida sea empleada siempre en su servicio. Si llegamos a levantarnos del lecho del dolor, ha de ser para dedicarnos más activamente al servicio del Señor, no como Ezequías, a quien el milagroso alargamiento de la vida sólo le sirvió para cometer la mayor imprudencia de su vida (v. Is. caps. 38 y 39); (j) quienes sirven a Jesucristo deben estar dispuestos a servir también a todos los que son de Cristo por amor de Él, como la suegra de Simón que «se puso a servirles»; y con mucha razón, pues ellos habían rogado al Señor por ella. 2. Después viene un informe general de muchos otros milagros que el Señor hizo: (A) Sanó a todos los que le traían enfermos de diversas dolencias, poniendo las manos sobre cada uno de ellos (v. 40). Notemos que su poder era general, pero las curaciones las llevaba a cabo de manera personal. Jesús nos ve y nos ama a todos, pero no como a una masa, sino a cada uno en particular; podemos asegurar que se dirige a cada uno de nosotros como si no existiese nadie más en este mundo, aun cuando se dirija a nosotros para que mejor nos integremos en el grupo de los suyos y en el amor hacia todos. Vemos que el Señor tenía remedio para cada enfermedad. (B) «Y también salían demonios de muchos …» (v. 41). Estos demonios se comportaban de manera parecida a como lo había hecho el de la sinagoga (comp. vv. 34 y 41). 3. Vemos finalmente que, «al hacerse de día salió y se marchó a un lugar solitario» (vv. 42–43): (A) Por Marcos (1:35) sabemos que se retiró, no a descansar, sino a orar. Aunque su comunión con el Padre era continua, su mayor delicia era la oración, en la que podía concentrarse mejor sin la distracción que las multitudes le ocasionaban. En realidad, nunca estamos menos solos que cuando estamos a solas con Dios. (B) Pero no tardaron mucho en buscarle y tratar de retenerle entre ellos (v. 42b). Esto nos enseña que, aun cuando un lugar solitario sea un sitio conveniente para retirarse no lo es para residir, pues hemos venido a este mundo, no a vivir para nosotros mismos, sino a hacer el bien a los demás y servir al Señor dondequiera que él nos ponga. La gente buscaba a Jesús hasta en el desierto, pues no hay desierto donde está Jesús. Y «trataban de retenerle». Este era un buen deseo, pero no según conocimiento, pues Cristo era una luz que había venido a alumbrar a todo hombre (Jn. 1:9). Por eso, a pesar de tan buena acogida en Capernaúm, «les dijo: También a las otras ciudades debo predicar el reino de Dios, porque para esto he sido enviado» (v. 43). Quienes disfrutan de los beneficios del Evangelio, han de desear que también otros disfruten de los mismos beneficios. El Evangelio tiene alcance mundial (Mr. 16:15; Mt. 28:19) y, por tanto, nadie debe pretender monopolizarlo. Demos gracias al Señor de que no permitió ser confinado a un solo lugar, sino que prometió estar dondequiera que dos o tres estén congregados en su nombre (Mt. 18:20). CAPÍTULO 5 En este capítulo tenemos: la predicación de Cristo desde la barca de Pedro y la recompensa que dio a Pedro por haberle cedido la barca, una pesca milagrosa, la curación de un leproso y de un paralítico; el llamamiento de Leví al discipulado, y la vindicación que Jesús hizo de sus discípulos por no ayunar. Versículos 1–11 Este pasaje nos refiere el mismo episodio que hallamos más brevemente narrado en Mateo y en Marcos acerca del llamamiento de Cristo a Pedro y Andrés para hacerlos pescadores de hombres (v. Mt. 4:18; Mr. 1:16). Como Mateo y Marcos tenían por objetivo narrarnos allí el llamamiento de los discípulos, no refirieron esta pesca milagrosa en el orden cronológico de los sucesos como lo hace Lucas, en el que hallamos aquí un milagro que no se halla en otros libros sagrados. I. Vemos primero cuán numerosa era la multitud que escuchaba la predicación de Cristo: «La multitud se agolpaba sobre Él para oír la palabra de Dios» (v. 1). Aunque parecería una falta de respeto ese agolparse sobre Él, quizás hasta apretujarle, era fácilmente excusable por el interés que mostraban hacia la doctrina que predicaba. Y, si alguien considerase que esto significaba un descrédito para Aquel en quien los gobernantes y los fariseos no creían (v. Jn. 7:48), sepa que, para Cristo, las almas de los que aquí le apretujaban valían tanto como las de los reyes y de los potentados, pues el objetivo que le trajo a este mundo no fue llevar grandes hijos, sino muchos hijos a la gloria (He. 2:10). Este afán de oír la palabra de Dios es una santa codicia, como lo es el trabajo por la comida que permanece para vida eterna (Jn. 6:27). II. Qué modesto púlpito tenía Cristo para predicar: «estando Él de pie junto al lago de Genesaret» (v. 1), al mismo nivel de la multitud, con lo que no le podían ver ni oír convenientemente. Estando apretujado, y como perdido entre la multitud, e incluso en peligro de ser empujado hacia el lago, ¿qué debía hacer? «Vio dos barcas que estaban a la orilla del lago» (v. 2), la una que pertenecía a Simón Pedro (v. 3), y la otra a los hijos de Zebedeo (v. 10). Al principio, Cristo vio a Pedro y Andrés pescando a cierta distancia (según vemos en Mt. 4:18); pero aguardó hasta que los pescadores, es decir, los criados, bajaron de ellas. El Señor «subió a una de las barcas, que era de Simón» (v. 3), y le rogó que se la cediera para servirle de púlpito y «que se alejara un poco de la tierra», pues, aunque así fuese quizá más difícil oírle, era más fácil verle, ya que viéndole al ser levantado es como había de atraer a todos a sí (v. Jn. 3:14–15; 12:32). Ello insinúa además que Cristo tenía una voz fuerte («¡tan fuerte que hacía a los sordos oír!») «Y, sentándose, enseñaba desde la barca a las multitudes» (v. 3b). III. Vemos a continuación la conversación que Cristo tuvo con estos pescadores. Ya habían conversado antes con Jesús, pues los cuatro que aquí vemos (no se nombra aquí a Andrés, pero lo sabemos por Mt. 4:18) habían conversado con Él cuando el bautismo de Juan (Jn. 1:40–41), y con Él habían estado en el primer milagro de Jesús en Caná (Jn. 2:2), así como en Judea (Jn. 4:3), pero hasta ahora no habían sido llamados a seguirle constantemente. Ahora son convocados a una comunión más estrecha con Jesús. 1. Cuando Cristo terminó de predicar, «le dijo a Simón: Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar» (v. 4). No era sábado y, por consiguiente, tan pronto como acabó la conferencia que les había dado, les ordenó ponerse a trabajar en el oficio honesto que ejercían. ¡Con qué alegría deberíamos dedicarnos a nuestros quehaceres normales, después de haber tenido íntima comunión con el Señor en el monte! Es prueba de sabiduría y de amor al deber organizar nuestras devociones religiosas de forma que nos faciliten el cumplimiento de nuestros deberes seculares, y organizar el cumplimiento de nuestras ocupaciones seculares de forma que no sean impedimento a nuestras devociones espirituales. 2. Después de haber acompañado al Señor en su predicación Pedro tuvo al Señor acompañándole en su pesca. Había estado con Jesús junto a la orilla, pero ahora Cristo le había ordenado bogar mar adentro. No tenemos por qué temer entre los peligros de alta mar, más que sobre la suave arena de nuestras comodidades si somos conscientes de la presencia del Señor en nuestra vida. 3. Cristo ordenó a Pedro y a los que iban con él que echasen las redes para pescar (v. 4), lo cual hicieron ellos en obediencia al Maestro, aun cuando habían estado bregando a lo largo de toda la noche y no habían pescado nada (v. 5). Aquí podemos observar: (A) Con qué melancolía le dijo Pedro lo inútiles que habían sido sus esfuerzos: «Maestro, después de bregar a lo largo de toda la noche, no hemos pescado nada». Podríamos pensar que ello les habría excusado de escuchar el sermón de Cristo, pero la verdad es que escuchar al Señor les había resultado más grato y vivificante que la más dulce siesta. Sin embargo, se lo menciona a Cristo cuando Éste les ordena que se pongan de nuevo a pescar. Algunos llamamientos son más difíciles de seguir y hasta resultan más peligrosos desde el punto de vista material, pero la providencia de Dios ha ordenado para el bien común que ningún llamamiento útil desanime a quienes han sido dotados por Dios del temple necesario para responder en obediencia. Quienes, en la administración de sus negocios o en el ejercicio de sus quehaceres, tienen suficiente éxito y compensación remuneradora, deben compadecerse de los que, después de bregar recio y fatigarse mucho, escasamente recogen para seguir subsistiendo. ¡Y qué estupendo es ver personas diligentes en su trabajo, por muy laborioso que sea su llamamiento! Cristo escogió para favoritos suyos a estos pescadores que eran buenos trabajadores. Es cierto que también los que son muy diligentes en sus ocupaciones, se encuentran muchas veces con decepciones; a veces, «no pescan nada después de tanto bregar». Pero lo nuestro es cumplir con nuestro deber, y dejar a Dios el resultado que, a larga, ha de ser a nuestro favor. En todo caso, cuando nos sintamos cansados de trabajar, sin fruto aparente, acudamos a Cristo y expongámosle el caso, pues de seguro nos ha de recibir bien. (B) Cuán pronta fue su obediencia al mandato de Jesucristo: «Pero, puesto que tú lo pides, echaré la red» (v. 5b). Aunque habían estado bregando durante toda la noche, reemprenderían su trabajo ante el mandato de Jesús. Para cada nuevo servicio Dios nos tiene dispuesta una nueva provisión de gracia siempre suficiente. Aunque no habían pescado nada, si Jesús se lo pide, echarán la red con la esperanza de recoger, al menos, algo. No debemos abandonar nuestros esfuerzos abruptamente por el hecho de que no hayamos conseguido los buenos resultados que esperábamos. Los ministros del Evangelio han de continuar una y otra vez echando la red, aun cuando al parecer, no recojan nada, y deben agradecer a Dios el hecho mismo de sentirse con fuerzas suficientes para seguir echando la red. No es el éxito, sino el fruto lo que importa, y del fruto se encargará el amo de la labranza, si el que planta y el que riega cumplen con fidelidad su ministerio (v. 1 Co. 3:6–9; 4:1–2). Como Pedro, hemos de decir al Señor: «Sobre tu palabra, echaré la red» (lit.). Cuando echamos la red tras la Palabra de Dios, estamos asegurando la rapidez y la abundancia de la captura (comp. con Is. 55:10–11). 4. La captura de peces fue tan copiosa que superó todas las expectativas hasta el punto de constituir un gran milagro: «Así lo hicieron, y encerraron una gran cantidad de peces, y la red se les rompía» (v. 6). Fue tan grande la cantidad de peces, que les faltaban manos para manejarlos y, además, necesitaron el auxilio de otra barca; y aun así, «llenaron ambas barcas, tanto que comenzaban a hundirse» (v. 7). Con esta pesca milagrosa, Jesús mostraba ser dueño del mar, no sólo de su fiereza sino también de su riqueza, lo mismo que lo era de la tierra seca. Con ello confirmaba la doctrina que había predicado desde la barca de Pedro a las multitudes agolpadas a la orilla del lago. Quizá la multitud o parte de ella, se quedó en la orilla a la espera de ver lo que pasaba, y su fe se robustecería ante la presencia, o el relato, del milagro; de cierto, quedó confirmada la fe de los discípulos y recompensada su obediencia. También dio a los que habían de ser sus embajadores en el mundo (v. 2 Co. 5:20) un ejemplo del éxito de su embajada, pues, aunque por algún tiempo y en determinadas circunstancias, parezcan recoger poco a pesar de trabajar mucho, han de ser instrumentos en las manos del Señor para llevar a muchos el Evangelio de la salvación y encerrarlos en la red de la comunión eclesial. Por cierto, no puede pasar desapercibido el simbolismo de esta red que se rompía (v. 6), al compararla con otra red que no se rompía, a pesar de estar tan llena de peces, que no la podían sacar a tierra (v. Jn. 21:6–11). No hay dificultad en ver simbolizada en la red de Lucas 5 a la Iglesia presente escindida en denominaciones; y en la de Juan 21, a la Iglesia escatológica, que habrá llegado a la perfecta unidad de la fe y del pleno conocimiento del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro (Ef. 4:13). 5. La tremenda impresión que este milagro le hizo a Pedro: (A) «El estupor se había apoderado de él y de todos los que estaban con él ante la captura de los peces que habían pescado» (v. 9). Lo mismo les ocurrió a Jacobo y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón (v. 10). Todos éstos quedaron más afectados porque entendieron mejor que los otros lo que había sucedido. Los que estaban acostumbrados a trabajar en este mar, nunca habían visto cosa semejante y, por ello, eran los menos inclinados a quitarle importancia al milagro, como si la abundante captura fuese una mera feliz casualidad. Y sirve de corroboración a la realidad de los milagros de Cristo el que, quienes mejor conocían las circunstancias, más se admiraban de lo sucedido. Pedro y sus socios obtuvieron un magnífico beneficio de este milagro y su gozo sirvió de ayuda a su fe. Las gracias que el Señor nos dispensa han de servir, no sólo para robustecer nuestra fe en su doctrina, sino también para estimular nuestra obediencia a sus mandatos. (B) Simón Pedro quedó tan estupefacto, que «cayó ante las rodillas de Jesús, diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (v. 8). Se tuvo a sí mismo por indigno de albergar a Jesús en su barca. Pedro habló en esta ocasión el lenguaje de la humildad y de la abnegación, y no tenía el más lejano parecido dialectal con el lenguaje de los demonios, cuando decían éstos: «¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús nazareno?» (4:34). El reconocimiento de Pedro estaba muy puesto en razón, y todos deberíamos imitarle: Señor, soy hombre pecador. Incluso los mejores hombres son pecadores y deberían reconocerlo en todo momento, especialmente ante el Señor Jesús. De la expresión de Pedro se infiere lo que merecemos, no lo que Dios nos ha concedido con su gracia soberana, pues por ella podemos decir: «Ven a mí, Señor, o concédeme ir a ti; si no, estoy perdido». Pero bien podemos excusar a Pedro por sus palabras, ya que habló así llevado de un profundo sentido de su propia indignidad y vileza. Aquellos a quienes Cristo destina para que tengan la más íntima comunión con Él, son también los mismos a quienes hace tomar conciencia de que deberían estar a la más lejana distancia de Él. También nosotros, como pecadores que somos, debemos reconocer que Cristo podría justamente estar lejos de nosotros; pero, al mismo tiempo, debemos caer de rodillas ante Él, como Pedro, y decirle: Señor, no te apartes de mí. 6. Cristo se sirvió de esta oportunidad para declarar a Pedro (v. 10), y luego a Jacobo y a Juan (v. Mt. 4:21), su propósito de hacerles apóstoles. Vino a decirle a Simón: «Verás y harás mayores cosas que éstas (v. Jn. 14:12): deja de temer; desde ahora serás pescador de hombres; eso será un milagro más asombroso, e infinitamente más provechoso, que este». 7. Finalmente, se nos refiere el abandono del oficio por parte de estos pescadores, a fin de seguir a Cristo constantemente: «Y después de bajar las barcas a tierra, lo dejaron todo y le siguieron» (v. 11). Es de observar que lo dejaron todo para seguir a Cristo, precisamente cuando el negocio de la pesca había alcanzado su punto más alto de prosperidad. Cuando aumentan las riquezas, y hay peligro de poner el corazón en ellas, el dejarlas para seguir al Señor es una gracia extraordinaria del mismo Señor. Versículos 12–16 3
I. La curación de un leproso (vv. 12–14). Tenemos este relato
también en Mateo y Marcos. Aquí se dice que sucedió «estando Él en una de las ciudades» (v. 12). Sabemos que ocurrió en Capernaúm. Y se añade aquí que este hombre estaba «lleno de lepra», es decir, sin parte sana en todo su cuerpo. Aprendamos de aquí: 1. Lo que hemos de hacer con respecto a nuestra lepra espiritual: Buscar a Jesús y humillarnos ante Él, como este leproso, quien, «cuando vio a Jesús, cayó rostro en tierra». Debemos avergonzarnos de nuestros pecados y no osar levantar nuestro rostro ante el Señor. Debemos anhelar ser limpios y creer firmemente que Jesús tiene poder para limpiarnos: Señor, tú puedes limpiarme, aunque estoy lleno de lepra; no hemos de dudar de los méritos y de la gracia de Cristo, sino importunarle en oración, como aquel leproso, y apelar a la buena voluntad de Jesús: «Señor si quieres puedes limpiarme». No es el lenguaje de la desconfianza
3Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1272 en la buena voluntad del Señor, sino de sumisión a la soberana voluntad del Señor. 2. Lo que hemos de esperar de Cristo, si apelamos a Él de esa manera. Veremos cuán solícito está de interesarse en nuestro caso: «Él extendió la mano y le tocó» (v. 13). Tocar al leproso fue una maravillosa condescendencia; pero es todavía más admirable cuando Él mismo es tocado de compasión por nuestras debilidades (He. 4:15). Gran consuelo es saber que de ningún modo echa fuera a quienes a Él acuden (Jn. 6:37). En Él encontraremos al todosuficiente y al todopoderoso para curarnos y limpiarnos, aunque estemos llenos de lepra espiritual de pies a cabeza: «Y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de TODO Pecado» (1 Jn. 1:7). «Y al instante se marchó de él la lepra» (v. 13b). Una palabra, un toque, y curación completa. 3. Lo que Jesús demanda de quienes han sido limpiados (v. 14): Obediencia y gratitud. No debía decir nada a nadie, por razones que ya hemos expuesto en otros lugares (peligro de que tomaran a Jesús por un Mesías político, etc.), y hacer la ofrenda prescrita por la Ley para estos casos (Lv. 14:1 y ss.). Jesucristo no le cobra nada por la medicación, sino que le ordena mostrarse al sacerdote y hacer la ofrenda por su purificación (v. 14). También nosotros hemos de ser diligentes en cumplir con nuestro deber: «ir al sacerdote» (He. 4:14–16; 7:24–27). Al enfermo a quien había sanado en la piscina de Betesda, «Jesús le halló en el templo» (Jn. 5:14). Quienes, por alguna enfermedad, se hayan visto impedidos de asistir a las sagradas ordenanzas, deben asistir a ellas con renovada diligencia, una vez que se vean libres de su dolencia. 4. A continuación, vemos un ejemplo más de la servicialidad del Señor a favor de cuantos acudían a Él, así como de su íntima comunión con el Padre: (A) Aunque nadie tuvo tanto contentamiento en estar a solas con Dios como Cristo, nadie, sin embargo, estuvo tan dispuesto como Él a enseñar y sanar a las multitudes (v. 15). Aunque ordenó al recién curado leproso «que no se lo dijera a nadie» (v. 14) el hecho no pudo quedar oculto, y «su fama se difundía aún más» (v. 15a), pues el honor es como la sombra, que huye de quien la persigue y no se desprende de quien la declina. Cuanto menos diga uno de sí mismo, más dirán los otros de él. Pero a Cristo no le satisfacía la fama, sino el que «grandes multitudes se reunían para escucharle y ser sanadas» por Él (v. 15b). (B) Aunque nadie hizo tanto bien en público como Jesús, nadie, sin embargo, encontró tanto tiempo como Él para retirarse a una comunión más íntima con el Padre: «Él, por su parte, se retiraba con frecuencia a los lugares solitarios para orar» (v. 16). Del mismo modo, seremos sabios y prudentes si organizamos nuestras ocupaciones de tal manera, que los quehaceres ordinarios y las devociones espirituales no se interfieran mutuamente. La oración privada debe hacerse en privado, y quienes están ocupados entera o principalmente en el ministerio del Señor deben buscar el rostro del Señor en oración de modo especial. Versículos 17–26 I. Un informe general de la enseñanza y los milagros de Cristo (v. 17). Era «un día» de la semana, no un sábado cuando Jesús «estaba enseñando». Predicar y oír la Palabra de Dios es cosa muy buena, si se hace bien, en cualquier día de la semana. Esto era en una casa (v. 19), porque nada tiene de impropio el dar y recibir buena instrucción en los mismos lugares en que acostumbramos a hablar con nuestros familiares y amigos. «Y el poder del Señor estaba presente para sanarles.» Había poder para sanar cuerpos y almas, para impartir nueva luz y nueva vida, nueva naturaleza. Y este poder estaba presente, pues Cristo no tenía que ir a buscarlo, ya que lo llevaba siempre consigo. «Y estaban sentados allí unos fariseos y maestros de la ley»; no sentados a los pies de Él como para aprender de Él, sino, por lo que se deduce del contexto posterior, para espiarle y sorprenderle en algo por donde poder acusarle. ¡Cuántos hay en medio de nuestras asambleas que no están sentados bajo la Palabra, aunque estén sentados junto a la Palabra! Para ellos, es como un cuento que les entretiene, no como un mensaje que les sane. No tienen inconveniente en que se predique ante ellos, con tal de que no se les predique a ellos. Estos fariseos y escribas «habían venido de todas las aldeas de Galilea, y de Judea y de Jerusalén», es decir, de todas las partes del país. Cristo siguió con su obra de predicar y sanar, a pesar de que veía ante Sí aquellos fariseos que, como Él sabía muy bien, despreciaban sus enseñanzas y procuraban tenderle un lazo. II. A continuación (vv. 18–26), se nos refiere la curación de un paralítico. Veamos: 1. Las verdades que se nos enseñan y se nos confirman mediante el relato de esta curación: (A) Que el pecado es la fuente de toda enfermedad, y que el perdón de los pecados es el único remedio para que se obtenga una verdadera recuperación de la enfermedad. Le presentan a Jesús un enfermo, y Él dice: «Hombre, tus pecados te quedan perdonados» (v. 20). Como si dijese: «Ésta es la bendición que debes buscar y estimar más que ninguna otra». Las cuerdas de la iniquidad son las ligaduras de nuestra aflicción. (B) Que Jesucristo tiene poder en la tierra para perdonar los pecados. Este era el punto central que quería Él demostrar: «Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados» (v. 24). Cristo se arroga la prerrogativa de perdonar los pecados, que es exclusiva de Dios, y a quien le pida una prueba, le dirá: «Muy bien; aquí está este hombre paralítico y con pecados; si no soy capaz de curar su enfermedad con mi palabra, podéis decir que tampoco tengo poder para perdonar sus pecados; pero, si puedo curarle, debéis reconocer que también puedo perdonar sus pecados». Y al aceptar el reto, implícito en la secreta murmuración de los fariseos y escribas (vv. 21–22), «dijo al paralítico: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (v. 24b). Deben, pues, admitir que no había falacia en su demanda, ni trampa en su demostración. (C) Que Jesucristo es Dios. Esto se echa de ver, (a) por el conocimiento que tenía de los pensamientos íntimos de los fariseos y escribas (v. 22); (b) por hacer aquello que los mismos fariseos confesaban que sólo Dios podía hacer. Ellos decían: «¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (v. 21). Y Jesús responde: «Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad … para perdonar pecados» (v. 24); ¿qué otra conclusión se deduce, sino que Él es Dios? 2. Los deberes que se nos enseñan y se nos ordenan mediante este relato: (A) Cuando acudimos al Señor, debemos actuar con diligencia, con urgencia y hasta con importunidad. Los amigos de este paralítico hicieron todo lo posible por «introducirlo y colocarlo delante de Jesús» (v. 18). Y, aunque parecía que los obstáculos eran insuperables, no cejaron en su empeño, sino que, al no poder entrar por la puerta, se las arreglaron para entrar por el techo, así, levantaron algunas losas de la azotea, descolgaron por allí al enfermo en su camilla, «y lo pusieron en medio, delante de Jesús» (v. 19). En esto echó de ver Jesús la fe de ellos (v. 20). Cuando el centurión y la mujer cananea, al creer que Jesús podía curar a distancia, no le trajeron sus pacientes, el Señor encomió la fe de ellos. Estos hombres, por el contrario, parecían temer que si no llevaban al enfermo a la presencia misma de Jesús, no le curaría. Con todo, Cristo no les censuró por incrédulos ni por débiles sino que, aun así, «vio la fe de ellos». Es un consuelo saber que nuestro Maestro está dispuesto a aceptarnos como somos, por poca fe que tengamos, con tal de que sea genuina. (B) Cuando estamos enfermos, debemos poner mayor interés en que nuestros pecados sean perdonados, que en que se curen nuestras enfermedades. (C) Debemos ser agradecidos a Dios por las continuas mercedes que de Él recibimos, como este enfermo, quien «se fue a su casa, glorificando a Dios» (v. 25). (D) Los milagros que Jesús obraba causaban el estupor de quienes los presenciaban (v. 26), y nosotros debemos glorificar a Dios por ellos. Aquellas personas decían: «Hoy hemos visto cosas increíbles» (v. 26. Lit. «paradojas»). «Glorificaban a Dios», que había enviado tal bienhechor a su país, y estaban «llenos de temor», es decir, de respeto y reverencia ante un poder claramente sobrenatural. Versículos 27–39 Toda esta porción, excepto el último versículo, la hallamos también en Mateo y en Marcos. No es la historia de un milagro de Cristo en la naturaleza, pero sí de una de las maravillas de su gracia. I. Fue, sí, un milagro de la gracia del Señor llamar a un cobrador de impuestos, desde la mesa misma de los impuestos, para que fuese su discípulo y seguidor (v. 27). Con esto se ganó Jesús la reputación, hija de la envidia, de ser amigo de publicanos y pecadores. II. Fue también un milagro de la gracia el que su llamada fuera eficaz (v. 28). Este cobrador de impuestos aun cuando no sabemos que hubiese tenido antes ninguna inclinación a las cosas religiosas, «dejándolo todo se levantó y comenzó a seguirle». No hay corazón demasiado duro para la gracia del Espíritu Santo (v. Jer. 23:29; Ez. 36:26) ni existen dificultades en el camino de la conversión de un pecador que no puedan ser superadas por el poder de la Palabra de Cristo (comp. con He. 1:3 «… con la palabra de su poder»). III. Fue igualmente una maravilla de su gracia, no sólo el que admitiese a su compañía familiar a un publicano convertido, sino que no desdeñase verse acompañado de publicanos inconversos. De veras que es una maravilla de la gracia el que Cristo viniera como médico (ese es su oficio, v. 31) de quienes estábamos muertos en delitos y pecados (Ef. 2:1), y como Salvador de pecadores, de los peores pecadores, llamándonos al arrepentimiento (v. 22). De cierto, son «buenas noticias de gran gozo» (2:10). IV. Fue una maravilla de su gracia el que tan pacientemente aguantase tal contradicción de pecadores contra sí mismo (He. 12:3) y contra sus discípulos (v. 30). Notemos que Jesús no respondió con expresiones de resentimiento, sino con exposición de razones (vv. 31–32, comp. con 1 P. 3:15). V. Fue una maravilla de su gracia que en la disciplina que impuso a sus discípulos, tuvo en consideración que eran también «de barro» (Job 33:6. Lit. de arcilla) y así se acomodó en los servicios que les encargó, a la debilidad de ellos. Le objetaban que no hacía a sus discípulos ayunar como lo hacían los fariseos y los discípulos de Juan el Bautista (v. 33) pero Él insistía en lo que es el alma del ayuno, esto es, una vida de abnegación, lo cual es tanto mejor que el ayuno corporal cuanto es mejor la misericordia que el sacrificio. VI. Fue una maravilla de la gracia de Cristo el que reservase las aflicciones de sus discípulos para tiempos posteriores cuando el Espíritu de gracia les habrá preparado y cualificado mejor para ello. Ahora eran los invitados a la boda o como dice el original, «los hijos de la cámara nupcial» (v. 34), cuando tenían entre ellos al novio y, por tanto, estaban de gozo como en fiesta. Pero, «días vendrán en que les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán en aquellos días» (v. 35). Cuando Cristo los deje con el corazón lleno de tristeza (Jn. 16:6), con las manos llenas de trabajo, y con el mundo lleno de enemistad contra ellos, entonces ayunarán. VII. Fue finalmente una maravilla de su gracia que acomodase las ejercitaciones que les asignaba a las fuerzas que poseían. De un vestido nuevo, como era la ley evangélica del amor, no se podía tomar un pedazo para hacer un remiendo en la ley vieja y gastada, ni el vino nuevo del Evangelio, con su tremenda fuerza fermentadora, se podía verter en odres viejos, arrugados, sin elasticidad (vv. 36–38), pues esta mezcla híbrida habría de producir desastrosos efectos en los dos elementos de la mezcla. Dice Bliss: «Sería tomar una parte del Evangelio fuera de sus relaciones propias y mostrarla en flagrante incongruidad con toda la tiesura y legalidad en todas partes». Los materiales «no armonizan» (como dice el original en el v. 36). Eso era lo que los judaizantes habían hecho creer a los fieles de Galacia, y por eso Pablo les llama «insensatos y embrujados» (v. Gá. 3:1–3). La profunda frase del versículo 39 aparece solamente en Lucas. El Señor viene a subrayar la dificultad que los llamados «tradicionalistas» de todos los tiempos tienen para adaptarse a los tiempos sin cambiar las verdades. Son los que aman lo viejo, no porque sea mejor, sino porque es viejo. «Así ha sido siempre, y todo ha marchado bien», suelen decir. Lenski: «El antiguo fariseísmo ha cambiado sólo de nombre; las verdades que Jesús enseñó todavía son verdades y lo serán siempre hasta el fin de los tiempos. De este modo la palabra de Jesús se aplica al modernismo en la misma forma. La enseñanza y los principios morales de Jesús no son viejos ni están fuera de época, al paso que el modernismo se halla gastado desde hace más de un siglo». Con todo, la frase de Jesús carece de tinte acusador, en atención a los discípulos de Juan el Bautista, cuya sinceridad no merecía el mismo reproche que la hipocresía de los fariseos. CAPÍTULO 6 En este capítulo, hallamos primero una prueba de la legitimidad de las obras de necesidad y de misericordia en día de reposo. Después, la ferviente oración de Jesús y el llamamiento de doce de sus discípulos al apostolado específico. Luego, la curación de numerosas enfermedades. Y, finalmente, el sermón que predicó a los discípulos y a las multitudes acerca de los deberes para con Dios y para con los hombres. Versículos 1–11 I. Cristo vindica a sus discípulos por una acción realizada en sábado por la necesidad que sentían, la cual consistió en arrancar espigas y comer el trigo, restregando las espigas con las manos (v. 1). Lucas fija la fecha precisa, al decir, como atestiguan numerosos MSS, «en el sábado siguiente al primero», esto es, en el sábado siguiente a la fiesta de los panes sin levadura, a partir de la cual se computaban las siete semanas que mediaban hasta la fiesta de Pentecostés. Aquí podemos observar: 1. Que los discípulos de Cristo no tienen por qué ser melindrosos en cuestiones de dietética, sino tomar lo que está más a mano, y dar gracias por ello. Estos discípulos arrancaron espigas y se pusieron a comerlas (v. 1); con poco se contentaban, y no iban en busca de golosinas. 2. Hay muchos que siempre están dispuestos a censurar a otros por las acciones más inocentes e inofensivas (v. 2). Los fariseos les reprendían por hacer lo que no es lícito en sábado, según ellos, cuando ellos mismos banqueteaban en sábado. 3. Jesús justificó, y justifica, a sus discípulos, al aceptar de ellos más de una cosa que, en opinión de algunos hombres, no es lícito hacer. 4. Las leyes ceremoniales admiten dispensa en casos de necesidad (vv. 3–4). Y, si las leyes mismas que Dios ha ordenado admiten dispensa, mucho más la admitirán las tradiciones de los hombres. 5. Aun cuando vindicó a sus discípulos por lo que hacían en sábado, Jesús quiso que supiésemos y recordáramos siempre que el sábado es día suyo: «El Hijo del hombre es dueño hasta del sábado» (v. 5). Pero, al hacer todas las cosas nuevas con su Resurrección (2 Co. 5:17), Jesús dio fin a la Ley (Ro. 10:4), de modo que ya «nadie puede juzgarnos en comida o en bebida, o en cuanto a días de fiesta, luna nueva o sábados» (Col. 2:16). Sin embargo, los cristianos comenzaron, desde el principio, a observar «el primer día de la semana», es decir, el domingo (v. Mt. 28:1; Mr. 16:2; Lc. 24:1; Jn. 20:1; Hch. 20:7; 1 Co. 16:2. Observemos de paso, que la Biblia nunca llama «día del Señor» al domingo, por lo que resulta demasiado aventurada la referencia de Apocalipsis 1:10 al domingo. Nota del traductor). II. También se vindica a Sí mismo Jesús, por hacer obras de misericordia en días de reposo. Así vemos que: 1. «Entró en otro sábado en la sinagoga» (v. 6). Es nuestro deber, si no estamos impedidos por alguna causa razonable, santificar los domingos y asistir a los cultos que celebra la iglesia. Nuestro lugar no debe estar vacío sin una buena razón (véase He. 10:25). 2. En la sinagoga, aquel día, «se puso a enseñar». Cristo hacía uso de todas las oportunidades que se le presentaban para enseñar, no sólo a sus discípulos, sino también a la multitud. 3. Uno de sus pacientes como médico estaba entre los que le oían como a maestro: «Había allí un hombre que tenía atrofiada (lit. seca) la mano derecha». Quienes deseen ser sanados por la gracia de Cristo, deben estar dispuestos a aprender la doctrina de Cristo. 4. Pero, entre los oyentes, siempre solían estar algunos de los que sólo buscaban alguna oportunidad para querellarse contra Él o acusarle ante las autoridades (v. 7): «Los escribas y los fariseos le acechaban», como las fieras acechan su presa, «por si se ponía a sanar en sábado, a fin de hallar de qué acusarle». 5. Jesús no se avergonzaba ni se intimidaba por eso, sino que seguía adelante con sus obras de gracia y misericordia (v. 8). Así que le dijo al hombre: «Levántate, y ponte en medio», y así puso así a prueba la fe y la valentía del hombre. 6. Entonces se dirigió a sus propios adversarios para preguntarles si el propósito del cuarto mandamiento era impedir que los hombres hiciesen el bien en día de reposo, cuando ese bien está al alcance de la mano y no se puede dejar para otro día: «¿Es lícito en sábado hacer el bien, o hacer el mal?» (v. 9). 7. Sin esperar respuesta, «después de pasear la mirada sobre todos ellos», sanó al hombre (v. 10), aun cuando sabía que, no sólo se ofenderían sus enemigos, sino que «discutían entre ellos qué podrían hacerle a Jesús» (v. 11). 8. En efecto, sus adversarios «se llenaron de furor». En lugar de llenarse de amor hacia Él como a gran bienhechor de la humanidad, se llenaron de furor contra Él como si fuera el peor de los malhechores. Tan locos estaban que, en lugar de dar vivas a quien tantos favores y beneficios dispensaba, sólo pensaban en hallar el medio más efectivo para darle muerte. Versículos 12–19 En estos versículos, vemos al Señor que actúa: primero, en secreto; después, con los doce; en tercer lugar, con la multitud. Y en los tres casos, se comporta como era propio de Él. I. En secreto, le tenemos «pasando la noche entera en oración a Dios» (v. 12). Este evangelista menciona con mayor frecuencia que los otros los retiros de Cristo, para darnos ejemplo de la oración privada, sin la cual le es imposible a nuestra alma prosperar. «En aquellos días», precisamente cuando sus enemigos estaban llenos de furor contra Él, «salió al monte a orar», a estar a solas con Dios, sin cosa alguna que pudiera perturbarle ni interrumpirle. Y así «pasó la noche entera», cuando a nosotros media hora de oración nos parece muy larga. Tenemos muchas cosas que presentar ante el trono de la gracia (He. 4:16) y, por tanto, deberíamos sentir gran placer en pasar mucho tiempo en íntima comunión con el Señor. II. Después de esta prolongada oración, vemos a Jesús que nombra a sus más inmediatos asistentes para que fuesen constantes oidores de sus enseñanzas y testigos de vista de sus milagros, a fin de enviarlos después como apóstoles, mensajeros suyos al mundo (v. Hch. 1:21–22). Después de haber pasado toda la noche en oración, podíamos esperar que se nos dijera que pasó el día descansando, pero lo que se nos dice es: «Y cuando se hizo de día, convocó a sus discípulos» (v. 13). Nuestro gran interés, en el servicio de Dios, debería ser no perder el tiempo, sino empalmar nuestras tareas de forma que no demos lugar a la holgazanería, lo cual equivale a dar lugar al diablo. También vemos que los ministros del Señor deben ser encomendados de un modo especial por medio de una oración también especialmente solemne. El nombre de los apóstoles fue doce, como en representación de las doce tribus de Israel. Nunca hubo hombres tan privilegiados como éstos y, sin embargo, uno de ellos resultó un traidor (v. 16. Esta observación se hace en todas las listas de los apóstoles) y un diablo (Jn. 6:70–71). Con todo, no podemos decir que Cristo se engañara al escogerlo. ¡Oh, cuán profundo es el misterio de la gracia divina, junto al de la responsabilidad humana! III. En público, vemos a Jesús predicando y sanando, los dos grandes quehaceres en que dividía su actividad cotidiana (v. 17). Bajó del monte con los doce «y se detuvo en un lugar llano», es decir, en una explanada en la ladera del monte (v. Mt. 5:1), en la que se había reunido «una gran multitud de la gente de todas partes de Judea, de Jerusalén, y de la región costera de Tiro y de Sidón». Aunque estos últimos habitaban en los bordes mismos de países paganos, idólatras, vemos que algunos de ellos estaban bien dispuestos con respecto a la persona y las enseñanzas de Jesús. «Habían venido a escucharle y a ser sanados de sus enfermedades». ¡Bien merece andar un largo trecho para oír la palabra de Cristo! De los enfermos, vemos que unos estaban atormentados en el cuerpo; otros, en el alma; pues unos tenían enfermedades (v. 17), pero otros tenían demonios (v. 18); mas todos eran sanados porque Cristo es el mejor médico y el mejor exorcista, con poder absoluto para sanar enfermedades y para expulsar demonios. Por eso, «toda la gente trataba de tocarle, porque salía de Él un poder y los sanaba a todos» (v. 19). Y, ¿quién hay que no necesite ser sanado de algo? Recordemos que en Cristo hay una plenitud de gracia (Jn. 1:14), suficiente para todos y suficiente para cada uno. Versículos 20–26 Aquí comienza un discurso muy práctico de Jesús, del cual hallamos más detalles en Mateo, capítulos del 5 al 7. I. Vemos primero las bienaventuranzas o bendiciones pronunciadas sobre los verdaderos seguidores de Cristo no sólo sobre los del círculo de los doce, sino sobre los discípulos en general (v. 20). Por Mateo 5:1, sabemos que Él se sentó, como quien va a enseñar con autoridad, y que los discípulos «se acercaron a Él». A todos ellos dice: 1. «Sois pobres; lo habéis dejado todo por seguirme; pero sois dichosos en vuestra pobreza; más aún, sois dichosos por vuestra pobreza, «porque vuestro es el reino de Dios»: ahora, todos los consuelos y todas las gracias del reino; después, todas sus glorias y todos sus gozos». Dice bellamente Lenski: «Las bienaventuranzas son como un salmo; makarioi recuerda enseguida el ’ashre del Salmo 1:1, ¡Bienaventurado …! Esto se entona repetidas veces y suena lo mismo que las campanas del cielo al repicar sobre un mundo desventurado desde la torre de la catedral del Reino, invitando a entrar a todos los hombres». 2. «Ahora pasáis hambre (v. 21), no estáis hartos de comida como otros lo están; hasta os contentáis con los granos de las espigas restregadas con las manos, pero seréis satisfechos en el Reino, mientras los que ahora se satisfacen a sí mismos serán echados a las tinieblas de afuera, donde sólo habrá llanto y crujir de dientes». 3. «Ahora lloráis (v. 21b), pero ¡dichosos vosotros! porque las aflicciones presentes no son un perjuicio, sino una preparación para los gozos futuros, porque reiréis. Lo que estáis sembrando con lágrimas, lo segaréis con regocijo (Sal. 126:5–6), y viene el día en que Dios llenará tu boca de risa, y tus labios de júbilo (Job 8:21)». 4. «Ahora estáis continuamente expuestos al odio de los hombres (v. 22). De un mundo que desprecia a Cristo no podéis esperar otra cosa que injurias y malos tratos, por servir al Señor y al Evangelio. Los malos os odiarán, porque vuestra palabra y, en especial, vuestra buena conducta les condena. Os injuriarán, acusándoos falsamente de los peores crímenes y poniéndoos los más denigrantes epítetos, pues desecharán vuestro nombre como malo. ¡Dichosos vosotros en medio de todo eso! Porque es un honor que os hacen, como una condecoración al soldado que con valentía defiende la bandera de su patria. He aquí que vuestra recompensa es grande en el cielo (v. 23). No sólo podréis soportarlo, sino también ser más que vencedores en todo ello (Ro. 8:37). El trato que se os da es el mismo que los padres de ellos daban a los profetas y, por tanto, no hay por qué avergonzarse de ello, sino, al contrario, alegrarse: Regocijaos en aquel día, y saltad de gozo. Con Cristo, nunca se pierde». II. A las bienaventuranzas siguen otros tantos ayes o maldiciones contra los pecadores que prosperan, aunque el mundo les envidie. Esta porción no aparece en Mateo. Una ilustración del contraste que vemos en esta porción entre el pobre dichoso y el rico desdichado la tenemos en la parábola de 16:19–31. 1. «¡Ay de vosotros los ricos! Los que habéis puesto vuestro corazón y vuestra confianza en las riquezas, porque habéis recibido vuestro consuelo (v. 24, comp. con 16:25). Atesorabais para la tierra y en la tierra se quedará vuestra riqueza, si no se la han llevado antes la polilla o los ladrones. ¿Quiénes están tan expuestos a la violencia, a ser robados, asaltados y secuestrados como los ricos y potentados? ¡Flaco consuelo, si se ha de quedar en el suelo! Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿para quién será? (12:20).» 2. «¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! (v. 25), llenos de vosotros, pero sin Cristo, sin esperanza y sin Dios (Ef. 2:12), porque habéis de pasar hambre; antes de lo que pensáis, seréis desposeídos de todo aquello en que ahora os jactáis.» 3. «¡Ay de vosotros, los que os reís ahora! (v. 25b), los que siempre estáis prestos a reír con la risa del necio, que es “como el crepitar de las zarzas debajo de la olla” (Ec. 7:6), risa estrepitosa y ostentosa, porque, sin tardar mucho, os lamentaréis y lloraréis (comp. con Stg. 4:9).» 4. «¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! (v. 26), pues eso será señal de que no sois fieles a la verdad y a las almas mismas de los hombres, evitando, por medio de silencios y componendas, aplicar el bisturí de una crítica sincera y caritativa a los tumores de la corrupción moral, tanto personal como social. De la misma manera hacían sus padres con los falsos profetas (v. por ej. 1 R. 22:6–27 y 2 Ti. 4:1–4).» De sabios es desear la aprobación de los que son verdaderamente sabios y honestos, pero, en cuanto a los malvados, así como no hemos de temer sus reproches (v. 22), tampoco hemos de codiciar sus alabanzas. Versículos 27–36 Estos versículos son similares a los de Mateo 5:38–48. Nótese cómo comienza esta porción en Lucas: «Pero a vosotros los que oís os digo» (v. 27), con lo cual no se indica que Jesús se dirija ahora a un grupo distinto, o más amplio, de oyentes, sino que pone de relieve el carácter normativo universal de la enseñanza fundamental que va a pronunciar a continuación. Ahora bien, las lecciones que en esta porción nos enseña el divino Maestro son las siguientes: I. Que debemos comportarnos con los demás de un modo justo y honesto: «Como queréis que hagan los hombres con vosotros así también haced vosotros con ellos» (v. 31). Esta es la llamada «Regla de Oro», que también vemos expuesta en Mateo 7:12. Esta «regla», para ser aplicada correctamente, presupone un juicio también correcto con respecto a lo que nosotros queremos que los demás nos hagan. Podemos decir que es una ampliación del mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo (Lv. 19:18), y ha de interpretarse de la misma manera; por donde se ve que uno no puede amar correctamente al prójimo si no se ama correctamente a sí mismo (comp. con 9:24–25). Esto es lo que queremos expresar cuando decimos: «Póngase usted en mi lugar». Mientras no nos esforcemos por ver los problemas ajenos desde el punto de vista del otro, no del nuestro, no habrá modo de que podamos comprenderlos de alguna manera e intentar remediarlos como querríamos que hicieran con nosotros. II. Que debemos ser generosos en dar a los necesitados (v. 30): «A todo el que te pida, dale». Hay muchas cosas superfluas con cuyo precio se podrían aliviar cómodamente todas las necesidades. Cristo quiere que sus discípulos estén prestos a compartir y repartir según sus fuerzas y, en casos extraordinarios, «aun más allá de sus posibilidades» (2 Co. 8:3). III. Que debemos ser también generosos en perdonar a quienes, de alguna manera, nos han perjudicado. En concreto: 1. No debemos ser cicateros en demandar nuestros derechos: «Y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames» (v. 30b). Esto tiene especial aplicación cuando el prójimo, por la razón que sea, es insolvente. No nos tomemos la justicia por nuestra mano, agarrándolo por el cuello (v. Mt. 18:28). Más aún, no hemos de luchar para impedir por la fuerza el que el prójimo nos deje a veces en una situación de desventaja: «Y al que te quite el manto, no le impidas que se lleve también la túnica» (v. 29b). 2. No debemos ser rigurosos en vengarnos de una injuria personal que se nos haya inferido: «Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra» (v. 29a). Antes que contestar con un golpe similar, hemos de estar dispuestos a recibir otro golpe. Para ver hasta qué punto puede ser falsa una interpretación excesivamente literal de este precepto, basta con leer Juan 18:22– 23, donde Jesús, con su modo de comportarse, nos da un comentario práctico de lo mismo que aquí manda a los suyos. 3. No debemos devolver mal por mal sino hacer siempre el bien (v. en Ro. 12:17–21 un buen comentario de este precepto). Así que: (A) Hemos de amar incluso a los enemigos y hacerles el bien, como hace nuestro Padre Celestial (vv. 35–36). La conclusión general: «Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso», es el mejor comentario del versículo paralelo en Mateo 5:48 «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto», versículo que tantas veces se interpreta mal por falta de atención al contexto anterior. Nótese que, si la gloria de Dios consiste en ser «tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éx. 34:6; Nm. 14:18; Sal. 86:15; 103:8), no hay mejor semejanza a Dios en los rasgos fisionómicos espirituales de sus hijos que ser también misericordiosos como Él. Por eso, dice el apóstol: «Y sobre todas estas cosas, vestíos de amor, que es el vínculo de la perfección» (Col. 3:14); es decir, el ligamento perfecto de la unidad (comp. con Ef. 4:3). (B) Hemos de bendecir a los que nos maldicen, y orar por los que nos maltratan (v. 28). El mejor modo de acabar con un enemigo es tratar de convertirlo en amigo. Si no podemos hacerlo con razones, esforcémonos en conseguirlo mediante oraciones. Interceder por un enemigo ante el trono de la gracia es el remedio más eficaz para desarraigar de nuestro corazón la amargura que nos ha producido la enemistad ajena. ¿Qué clase de favor (qué hay de sobrenatural) es amar sólo a los que nos aman, y prestar a los que nos van a abonar lo prestado? Eso lo suele hacer también el hombre animal de 1 Corintios 2:14. Los hijos de Dios, guiados por el Espíritu Santo, han de distinguirse en hacer el bien a todos (vv. 32– 35 comp. con Gá. 6:10), de la misma manera que «es bueno Jehová para con todos» (Sal. 145:9). Cuando vemos la misericordia que Dios ha tenido de nosotros, miserables pecadores, ¿cómo no hemos de ser también misericordiosos con quienes no nos han ofendido tanto como nosotros al Dios tres veces santo? Versículos 37–49 Toda esta porción la hemos visto en términos parecidos en Mateo. Eran expresiones que, al parecer, Cristo usaba con frecuencia. No necesitamos esforzarnos aquí por buscarles coherencia. Son como áureos adagios, al estilo de los proverbios y parábolas de Salomón. I. Debemos ser muy humildes y prudentes al juzgar a los demás, pues también nosotros deseamos que los demás sean prudentes y caritativos al juzgarnos a nosotros: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados» (v. 37). Aun en el caso de que los hombres no lleguen, a veces, a aceptar este «juego limpio», «Dios es mayor que nuestro corazón, y Él conoce todas las cosas» (1 Jn. 3:20). II. Si tenemos un espíritu pronto a donar y a perdonar (que es un superlativo de donar), seremos recompensados por Dios (si no por los hombres) con una medida excelente: «Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida y rebosante os pondrán en él regazo» (v. 38a). Todos los términos son dignos de consideración: «en el regazo», hoy diríamos: «en el halda, a manera de bolso». Dice Lenski: «Kólpos da a entender el pliegue de la vestidura oriental justamente encima del cinturón, y el cual podía ser usado como una pequeña bolsa. La medida excelente se refiere a algo que podía ser llevado de esta forma». Una medida «buena» supone ya que la capacidad normal de la bolsa ha sido llenada «apretada», que se la empuja hacia el fondo con las manos para que haya aún lugar donde colocar más cantidad, «remecida», como se golpea contra el mostrador de la tienda un paquete de azúcar, de harina, arroz, etc., para que todavía quede más sitio que llenar, «rebosante», que, después de todo lo otro, todavía se colma la medida hasta rebosar por los bordes. No se puede decir mejor, en lenguaje humano lo que es Dios como «galardonador de los que le buscan» (He. 11:6). No sólo lo hará en la otra vida, sino incluso en ésta (v. Mt. 19:29), por medio de personas buenas y de circunstancias favorables. Dios no se deja ganar en generosidad y, a quien recompensa, le recompensa con abundancia (comp. con Jn. 10:10). III. Hemos de esperar que se nos trate conforme a la manera con que tratamos a otros: «Porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir» (v. 38b). Quienes tratan duramente a otros, deben esperar que se les pague con la misma moneda; pero quienes tratan amablemente a otros, pueden esperar que Dios levante para ellos amigos que también les traten amablemente. IV. Quienes se ponen bajo la enseñanza y conducción de maestros ignorantes o equivocados se exponen a caer en los mismos errores destructores de sus maestros: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo?» (v. 39). ¿Y cómo pueden esperar otra cosa? Todos cuantos se dejan guiar por las opiniones del mundo y por los medios corrientes de comunicación, se están convirtiendo en personas sin cerebro propio, como robots manejados por los intereses de los grandes grupos de presión. El mundo actual está volviendo a la mentalidad romana de hace dos mil años: «panem el circenses» = pan y circo. Hoy casi podríamos suprimir lo de «pan» y decir: «placer y espectáculos»; en una palabra: distracción, una carrera desenfrenada por huir de sí mismo y de los grandes problemas que la existencia humana plantea. V. «Un discípulo no está por encima de su maestro, pero todo el que esté bien preparado (lit. bien instruido, bien equipado), será como su maestro.» Según el informe de Lucas, Cristo completa aquí su pensamiento de Mateo 10:24. Hay quienes, como Bliss, ven en este versículo una continuación de la idea del versículo 39: El discípulo de un fariseo seguirá las huellas de su maestro; no le sobrepasará en sabiduría, sino que, cuando esté bien equipado en las enseñanzas que le haya impartido su maestro, vendrá a ser como él: otro fariseo más. Lenski sin embargo, piensa que el principio expuesto por Jesús tiene aplicación universal: un alumno que no se limita a aprender de memoria lo que oye, sino que es verdaderamente un discípulo, imbuido de la mentalidad de su maestro, llega a ser, pensar y actuar como él. Esta regla tiene dos excepciones: en el caso de Cristo, ningún discípulo suyo puede llegar a la altura del Maestro pero sí es cierto que puede adquirir su mentalidad (v. 1 Co. 2:16); en el caso de los maestros humanos, un discípulo puede superar al maestro, como superó Aristóteles a Platón, y Tomás de Aquino a Alberto Magno; pero no se puede olvidar que el verdadero maestro es un perpetuo aprendiz, y todo maestro que renuncia a aprender más, ha dejado de ser magis-ter. VI. Quienes toman a su cargo enseñar, reformar y reprender a otros, deben ocuparse primero en quedar limpios de cualquier cosa que necesite reforma o merezca reproche: «¿Y por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?» (v. 41). Todo el que tenga conciencia de su propia indignidad, cuidará de no caer en iguales, o mayores, faltas que las que ve y quiere corregir en otros (v. Gá. 6:1). Mientras el corazón no esté limpio, el ojo no verá claro (v. Mt. 6:22–23, en su contexto anterior y posterior) porque es el corazón entenebrecido el que causa la vanidad de los razonamientos (véase Ro. 1:21b). Sólo una persona profundamente espiritual, no en conocimiento, sino en experiencia, puede dar consejos espirituales. Lo cual no es excusa para que los que son aconsejados o reprendidos echen en cara a los pastores y ministros del Señor el que también éstos tienen sus defectos, pues, en primer lugar, Dios ha puesto al frente de las congregaciones hombres, no ángeles; y en segundo lugar, quienes así se revuelven contra las justas reprensiones, se condenan a sí mismos en lo mismo que juzgan (comp. con Ro. 2:1). Nótese que, cuando Pablo habla de los ministros de Dios, no dice que tienen que ser perfectos, sino fieles (1 Co. 4:1–2). Ahora bien, todo ministro fiel del Señor procurará corregirse a sí mismo para mejor ver y corregir a los demás miembros de la congregación o, simplemente, a sus semejantes (v. 42). Mal servicio podría hacer un cirujano que padeciera de la vista y no procurase corregir su visión, ¿cómo extraer del ojo ajeno un objeto minúsculo, si él mismo tiene la visión impedida por unas cataratas plenamente formadas? El quitar la mota del ojo del hermano, no sólo requiere buena vista, sino también buena mano, es decir, «tacto». Por eso, hay pastores y ministros del Señor que, aun teniendo grandes conocimientos, fracasan por falta de tacto; buenos quizá para ver, pero malos para tocar; y un mal toque, en lugar de curar una llaga, la infecta todavía más. VII. Es de esperar que las palabras y las acciones de los hombres estén de acuerdo con lo que los hombres son. En efecto: 1. El corazón, lo que expresa el carácter de una persona, es como el árbol; y las palabras y acciones son los frutos (vv. 43–44). Si un hombre es bueno, aun cuando su fruto no llegue a ser abundante y aun cuando, a veces, parezca sin fruto, como un árbol en invierno, no dará, sin embargo, frutos corrompidos; aun cuando no haga todo el bien que de él podría esperarse, no dará de sí el mal que podría temerse; si es incapaz de corregir las malas costumbres, al menos no corromperá las buenas costumbres (v. 1 Co. 15:33). Pero si el fruto que un hombre da es de mala calidad, podemos estar seguros de que el árbol no es de buena calidad, quizá produzca hojas verdes (comp. con Mt. 21:19), pero no servirá sino como pretexto de la carencia de fruto. 2. El corazón es también como un cofre, y las palabras y las acciones son como el tesoro que el cofre encierra (v. 45).El corazón es en este otro símil, como el receptáculo en que se contienen los criterios o principios de juicio, y los motivos o principios de acción. Cuando una persona tiene en su corazón el amor a Dios y a sus prójimos, alberga un gran tesoro para enriquecer a otros y a sí mismo, pues el hombre es rico, no por lo que tiene, sino por lo que es; pero cuando en el corazón predomina el amor a las cosas mundanas y carnales, al «yo» en una palabra, entonces de ese corazón está saliendo constantemente lo malo; «porque de lo que rebosa el corazón habla su boca». La boca está directamente conectada con el corazón. Es cierto que a un buen hombre se le puede escapar una mala palabra y, viceversa, a un mal hombre le puede salir de la boca algo bueno; pero, como regla general, el corazón es lo que son las palabras: vano o serio; perjudicial o útil; destructor o edificante; por consiguiente, nos interesa grandemente tener el corazón lleno, no sólo de bien, sino de la abundancia del bien. VIII. No es suficiente oír las palabras de Jesús; es necesario también ponerlas por obra. 1. Llamar a Jesús «Señor, Señor» es afrentarle, si no estamos dispuestos a obedecerle, pues equivale a decirle en burla: «Salve, rey de los judíos» (Mr. 15:18), ya que la boca va por una parte y el corazón va por otra. 2. También equivale a engañarnos a nosotros mismos el pensar que por oír las palabras de Cristo vamos a ir al Cielo sin tener que ponerlas por obra. Esto lo ilustra el mismo Jesús con un símil (vv. 47–49) que nos muestra. (A) Que sólo aquellos que vienen a Cristo como a Señor a quien obedezcan y no solamente como a Maestro a quien oigan edifican sólidamente para su alma y para la eternidad, pues son como una casa edificada sobre la roca. Estos son los que excavan y ahondan a fin de poner fundamento seguro en la roca que es Cristo, personas de humildad y profundidad, donde sobre la fe se levantan excelentes materiales (v. 2 P. 1:5 y ss.). Éstos son sabios y prudentes, pues (a) se conservarán íntegros en tiempos de tentación y persecución; mientras otros caigan a diestra y siniestra, ellos se mantendrán firmes en el Señor (Fil. 4:1); (b) guardarán la calma, la paz, la esperanza y el gozo en medio de las mayores aflicciones. Las inundaciones y los torrentes pueden ser símbolo de las tentaciones y de las aflicciones que toda vida humana puede experimentar, pero culminan en la hora final cuando al moribundo no le queda ya ningún asidero en las cosas de este mundo. Es entonces cuando la buena construcción se pone especialmente a prueba; (c) la eternidad feliz de los tales está asegurada puesto que son «guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación» (1 P. 1:5), «y no perecerán jamás» (Jn. 10:28). (B) En cambio, los que se contentan con un mero oír de las palabras de Cristo, y no de vivir según ellas, están abocados a un desengaño fatal e irremediable, pues son imprudentes y locos como un hombre «que edificó una casa encima de la tierra sin cimientos», la cual no pudo resistir el embate del torrente, sino que «al instante se derrumbó, y fue grande la ruina de aquélla casa». Esta casa pudo ser más espaciosa, y hasta más hermosa, que la otra, pues el albañil no tuvo que gastar tanto tiempo ni tanto dinero en excavar y ahondar como lo hizo el primero, pero al venir la muerte, cuando pasa rápida la hermosura de este mundo por muy ostentosas que sean las apariencias, la ruina es muy grande. Dice Bliss, citando a Godet: «Tan sólo un alma perdida es una ruina grande a los ojos de Dios» (v. el magnífico comentario de Bliss a este versículo). Interpretar esta porción, lo mismo que Mateo 7:24–27, como si Jesús se refiriera a la fe, y no a la obediencia, es un grave error que muchos predicadores y comentaristas cometen, error que puede contribuir a fomentar en los oyentes la formación de una fe muerta en sí misma (Stg. 2:17). CAPÍTULO 7 4
En este capítulo vemos a Jesús confirmar con dos grandes
milagros la doctrina que había predicado: sana a distancia al siervo de un centurión, y devuelve a la vida al hijo de una viuda de Naín. Después, robustece la fe del Bautista, que estaba ahora en la cárcel, al responder a una pregunta que éste le había hecho por
4Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1277 medio de dos discípulos suyos. El capítulo finaliza con el consuelo que Cristo imparte a una mujer sinceramente arrepentida de sus pecados. Versículos 1–10 Entre esta porción y el relato paralelo de Mateo 8:5 y ss. se hallan algunas diferencias fáciles de conciliar. En Mateo, por ejemplo, se dice que el propio centurión vino a Jesús, pero Lucas nos dice que el centurión hizo su petición por medio de unos «ancianos de los judíos» (v. 3) y, después, por medio de «unos amigos» (v. 6). Para un caso similar, puede verse Mateo 20:20 y ss., compárse con Marcos 10:35 y ss. Se nos dice aquí que Jesús obró este milagro «después que acabó de dirigir todas estas palabras a los oídos del pueblo» (v. 1). Cristo predicaba en público. Por eso, pudo responder a Anás: «Nada he hablado en oculto» (Jn. 18:20). I. El siervo (lit. esclavo) del centurión, del que se nos dice que «estaba enfermo y a punto de morir», era tenido por su amo en gran aprecio (v. 2). La fidelidad, la diligencia, la obediencia y, probablemente, la competencia de este siervo le habían granjeado la alta estima del centurión. Esto dice mucho a favor de este siervo, y todos los siervos deberían procurar hacerse así de estimar por parte de sus dueños. Pero también dice mucho a favor del centurión, no sólo porque sabía apreciar la valía de su siervo, sino también por la pronta y fiel obediencia de los otros criados y de los soldados que tenía bajo sus órdenes, lo cual demuestra que su carácter era tan amable y generoso, que resultaba un placer obedecer sus órdenes, lo cual es, a su vez, un buen ejemplo para los amos, quienes deberían conocer aquel refrán castellano que dice: «Más moscas se cazan con una gota de miel que con un barril de vinagre». Los amos generosos merecen, y suelen tener, criados también generosos. II. El centurión, «habiendo oído hablar de Jesús», envió a rogarle «que viniese a sanar a su siervo» (v. 3). Esto lo hizo por medio de unos ancianos del pueblo, es decir, algo así como cabezas de la sinagoga y magistrados religiosos del lugar. Dice Bliss: «Éstos podían ser mensajeros más persuasivos que los sirvientes ordinarios; y ellos, al tomar en cuenta su amistad personal, estaban listos para hacer por él lo que ordinariamente habrían rehusado hacer por un centurión». Este centurión, por su parte, enviaría a Jesús estos ancianos, no sólo por ser judíos, sino también por ser personas importantes entre los judíos, ya que él se tenía por indigno de acudir en persona a Cristo. Por lo que se deduce del contexto, el centurión era lo que se llamaba «prosélito de la puerta», lo que comportaba aceptar las principales creencias y costumbres de los judíos, no «prosélito de la justicia», lo cual incluía además, y principalmente, la circuncisión. III. Los ancianos a quienes el centurión había encargado esta comisión fueron buenos intercesores ante Jesús, pues «le rogaban con insistencia», suplicándole como el centurión no se habría atrevido a hacerlo y recomendando al peticionario con las palabras siguientes: «Es digno de que le concedas esto» (v. 4). El centurión se tenía a sí mismo por indigno de recibir a Jesús (Mt. 8:8), pero los ancianos estimaban que era digno, no sólo de recibir a Jesús, sino también de que Jesús sanase al siervo. Pero el motivo por el que más insistieron ante Cristo es que, aun cuando era gentil, esto es, no del pueblo judío, amaba al pueblo judío (lo que pocos gentiles hacían) y se preocupaba por la religión judía, puesto que les había edificado la sinagoga del lugar (v. 5). De esta forma mostraba su interés por el Dios de Israel, y por las oraciones que habían de elevarse en la sinagoga al Dios de Israel. Contribuir a la construcción de lugares de culto es una buena obra, y los que hacen buenas obras de esta clase son dignos de doble honor. IV. Jesús estaba presto a realizar lo que se le pedía a favor del centurión. Acompañó a los ancianos que el centurión le había enviado y se dirigía a su encuentro, a pesar de que el centurión era gentil. El centurión no se tenía por digno de que Cristo le visitase, pero Cristo creyó digno de sí el visitar al centurión. Como ha escrito muy bien el doctor Kevan: «El hombre no era digno de ser salvo, pero era digno de Dios salvar al hombre». V. El centurión dio más pruebas de su humildad y de su fe: «Iba Jesús con ellos [con los ancianos], y cuando ya no estaba lejos de la casa, el centurión envió a Él unos amigos» con expresiones: 1. De humildad: «Señor, no te molestes más, porque no merezco el honor de que vengas a mí» (vv. 6–7); lo cual indica el bajo concepto que tenía de sí mismo, a pesar de lo elevado de su posición militar, y además el alto concepto que tenía de Jesús, a pesar de que el Señor se hallaba en estado de humillación en el mundo. 2. De fe: «Dilo de palabra, y mi siervo será sano» (v. 7). Y, a continuación ilustra su fe con la comparación, tomada de su misma profesión, de la obediencia pronta que los soldados y criados le prestaban a él, con la obediencia que las enfermedades habían de prestar a Cristo, como a Señor de la vida y de la muerte. VI. «Al oír esto, Jesús se quedó maravillado de él» (v. 9), es decir, de la fe del centurión, al ser éste un gentil. Y, ya que la fe del centurión honraba así al Señor, véase cómo el Señor honró la fe del centurión: «Volviéndose, dijo a la multitud que le seguía: Os digo que ni aun en Israel he hallado una fe tan grande». Cristo quería que los que le seguían se percatasen de los grandes ejemplos de fe, especialmente cuando los que tal fe muestran no se hallan tan ligados exteriormente a Jesús como los que profesan seguirle. De esta manera, los que nos gloriamos del nombre de cristianos quedamos, a veces, avergonzados por la fe de quienes no aparecen con el rótulo de creyentes. La fuerza de la fe de ellos confunde la debilidad de nuestra fe. VII. La sanación del siervo fue rápida y completa: «Y cuando los que habían sido enviados regresaron a la casa, hallaron sano al siervo que había estado enfermo» (v. 10). Cristo mostraba así que no hay favoritismos con Él (Ro. 2:11), «sino que en toda nación, el que le teme y practica lo que es justo, le es acepto» (Hch. 10:34– 35). Es muy probable que, mediante este milagro, el centurión llegase a creer en el Señor como Salvador personal. Aunque esto no se nos dice expresamente, parece deducirse de Mateo 8:11. Versículos 11–18 Historia de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. No la mencionan Mateo, ni Marcos ni Juan. I. Dónde y cuándo se llevó a cabo este milagro. Aun cuando algunos MSS dicen: «Al siguiente [día]», esta lectura es improbable, ya que Naín estaba situada a unos 40 km de Capernaúm, demasiada distancia para una jornada. El hecho tuvo lugar cuando Jesús estaba para entrar en la ciudad (v. 11), «cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad» (v. 12). II. Quiénes presenciaron el milagro. Fue llevado a cabo ante dos grupos de personas: los que iban con Jesús «y marchaban juntamente con Él bastantes de sus discípulos y una gran multitud» (v. 11); el otro grupo lo formaban los familiares y vecinos que asistían al funeral del joven: «un grupo considerable de la ciudad» (v. 12). III. Cómo fue llevado a cabo el milagro por el Señor Jesús. El difunto era joven (v. 14), hijo único de su madre y ella era viuda (v. 12). Esto da a entender que la mujer dependía del hijo para su manutención, y ahora se le iba en la flor de la edad. Cualquier ser humano, a cualquier edad, es como una caña rajada. Podemos imaginarnos cuán profunda sería la pesadumbre de esta mujer al perder a su único hijo, siendo además viuda. Cristo mostró su corazón lleno de compasión y el poder omnímodo de su Deidad al devolver el joven a la vida: «Cuando el Señor la vio [a la madre], fue movido a compasión sobre ella» (v. 13). Notemos que la mujer no le rogó que hiciese algo por ella. Fue puramente la ternura de la compasión de Jesús la que le movió a hacer este milagro, a la vista de la situación en que quedaba esta pobre mujer. Jesús le dijo: «No llores», es decir, «cesa de llorar» (al tener en cuenta que el verbo está en presente de imperativo). En labios de otra persona, esta intimación habría servido de poco consuelo a la mujer pero en labios de Jesús significaba mucho: «No llores por un hijo difunto, porque pronto lo recibirás vivo de nuevo». Esto era particularmente apropiado al caso a que nos referimos, pero es también verdad en el caso de todos los que duermen en el Señor, porque también ellos resucitarán y, por cierto, no como aquel joven, quien había de volver a morir, sino en gloria y para no morir jamás; por lo cual, no hemos de entristecernos como los demás que no tienen esperanza (1 Ts. 4:13). ¡Que nuestras lágrimas en tales casos se enjuguen ante la consideración de la tierna compasión de Jesús! Vemos a continuación cómo triunfa sobre la muerte la palabra de Cristo: Él se acercó y tocó la camilla mortuoria» como dando a entender a quienes la llevaban que se parasen. Así que «los que lo llevaban se detuvieron». Entonces dijo Jesús con la solemnidad que la autoridad de su palabra comportaba: «Joven, a ti te digo, ¡levántate!» Y, con la palabra, salió el poder suficiente para devolver el joven a la vida. Notemos ese «a ti te digo». Como en la resurrección de Lázaro, podemos aplicar el comentario que Agustín hace a Juan 11:43, al decir que, si Jesús no hubiera llamado a Lázaro por su nombre, todos los muertos habrían resucitado al imperio de la palabra del Señor. El efecto de esta palabra no se hizo esperar, pues leemos a renglón seguido que «Entonces el muerto se incorporó» (v. 15). ¿Hemos recibido una nueva vida por la gracia de Cristo? ¡Demostrémoslo! Otra evidencia de la nueva vida fue que «comenzó a hablar». Siempre que el Señor nos imparte la vida espiritual, nos abre los labios en oración, confesión y alabanza (v. Ro. 10:9–10; Ef. 5:18–20; He. 13:15). Después Jesús «se lo dio a su madre», para que le sirviese de consuelo y sostén a la pobre viuda. IV. Qué impresión causó en la gente este milagro: «El temor (el pavor ante lo sobrenatural) se apoderó de todos»; no pudieron dominar la intensa emoción que hizo presa de ellos; a esto siguió una expresión correcta de su temor reverencial: «y glorificaban a Dios», tanto por su poder como por su bondad, sacando como natural conclusión: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros; y: Dios ha visitado a su pueblo» (v. 16). Esta resurrección corporal había venido a reavivar también las esperanzas de los que aguardaban la consolación de Israel (2:25). Así que la fama de Jesús se divulgó rápidamente por toda aquella comarca: «Y esto que se decía de Él, se divulgó por toda la Judea y por toda la región circunvecina» (v. 17). ¡Lástima que muchos que acogen la fama de Jesús en el oído, no acogen el Evangelio de salvación en el corazón! Pero vemos que «los discípulos de Juan informaron a éste de todas estas cosas» (v. 18), para que él se percatase de que la palabra de Cristo no está atada, aunque Juan estuviera atado en su prisión. Cristo crecía más y más, aunque Juan estuviese menguando. Versículos 19–35 I. Ahora tenemos el mensaje que Juan el Bautista envió a Jesús, y la respuesta que de Él obtuvo. La gran pregunta que todos, a ejemplo de Juan, debemos hacernos es si Cristo es el que había de venir, o tendremos que continuar aguardando a otro (vv. 19–20). Estamos seguros de que Dios prometió un Salvador. Estamos igualmente seguros de que lo que Dios prometió, lo había de cumplir. Si este Jesús es el Mesías prometido por Dios, habremos de creer en Él, si no, habremos de continuar esperando. Incluso la fe de un hombre como Juan el Bautista necesitaba ser confirmada en relación con este asunto de tan vital importancia. Los hombres más significativos del pueblo de Israel no habían creído en Jesús (v. Jn. 7:48). Del poder, de la majestad y de los triunfos que todos esperaban del Mesías, no aparecía nada en Jesús. Por consiguiente, no es extraño que preguntasen: «¿Eres tú el Mesías?» Pero Cristo dejó que sus obras respondiesen por Él y «en esa misma hora, en presencia de los que habían venido con la gran pregunta, sanó a muchos de enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y otorgó la vista a muchos ciegos» (v. 21). Multiplicó las sanidades, para que no quedase sospecha alguna de fraude; y, a continuación, les mandó que volviesen para informar a Juan: «Id e informad a Juan de lo que habéis visto y oído» (v. 22), para que Juan y sus discípulos pudiesen deducir, como lo hacía la gente: «El Cristo, cuando venga, ¿acaso hará más señales que las que éste hace?» (Jn. 7:31). Por lo que Jesús hacía para remediar las necesidades físicas del pueblo, podía deducirse que Él era quien venía a remediar la condición espiritual de las almas y a salvar a su pueblo de sus pecados. En especial, «a los pobres era anunciado el Evangelio», esto es las buenas noticias que los pobres esperaban solamente del Mesías. Todo esto estaba profetizado de Él en Isaías 42:7; 61:1, y el que esto se cumpliese en Jesús ahora era la prueba más evidente de su mesianidad. Por eso, Jesús añade una bendición que es una advertencia para los que, por un concepto equivocado del Mesías, alimentaban prejuicios contra Él: «Y bienaventurado es cualquiera que no halla en mí ocasión de tropiezo» (v. 23). El haber sido criado en Nazaret, su residencia en Galilea, su pobreza, el escaso relieve social de sus familiares, la condición menospreciable de sus seguidores: todo esto era para muchos motivo de escándalo y de tropiezo. Por eso, es bienaventurado, bendecido por Dios, todo aquel que es prudente, humilde y bien dispuesto para no ser vencido por aquellos prejuicios. II. Después de esta respuesta en acción, por la que Jesús venía a rectificar los prejuicios que los discípulos de Juan (y el propio Juan, a la vista de 3:9, lo cual no parecía cumplirse en Jesús) albergaban respecto de Él, Jesús hace un elevado encomio de Juan. Esto lo hizo «cuando se marcharon los mensajeros de Juan», quizá para que no pareciese que lo adulaba en presencia de ellos y, con ello, quedase sin efecto la rectificación que acababa de hacer del equivocado criterio del Bautista en relación al papel que el Mesías había de cumplir en su primera Venida. Pero, por otra parte el Señor se apresuró a encomiar altamente el carácter de Juan tan pronto como los mensajeros se marcharon, para que los asistentes no quedasen con una opinión rebajada con respecto al Bautista, a causa de la respuesta que Jesús había dado a los mensajeros de Juan. El encomio que Jesús hace de Juan no puede ser más alto: 1. Viene a decir que Juan era un modelo de firmeza y constancia: No era como una caña sacudida por el viento (v. 24b), sino firme como una roca, y de una pieza como un roble, sin inclinarse en la dirección del viento que más sopla (como les ocurre a las veletas). 2. Viene a decir que Juan era de una abnegación sin par. No era un hombre vestido lujosamente ni viviendo una vida de comodidad y placer (v. 25), sino que, por el contrario, vivía en el desierto y en la mayor austeridad. 3. Añade que Juan era un profeta: «sí, os digo, y superior a un profeta» (v. 26); superior a cualquiera de los profetas del Antiguo Testamento, pues todos ellos hablaron de Jesús a distancia, mientras que Juan pudo señalarle con el dedo, y decir: «He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29). 4. Juan era el precursor y heraldo del Mesías, conforme a la profecía de Malaquías 3:1, que Jesús cita en el versículo 27: «Éste es aquel de quien está escrito: He aquí que envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti». Antes de que el Mesías viniera, vendría un mensajero delante de Él para preparar al pueblo a recibir las bendiciones espirituales del reino de Dios por medio del arrepentimiento y de la reforma, como estaba profetizado en Malaquías 3:1–5; 4:5–6. Es muy de notar que el texto hebreo de Malaquías 3:1 hace referencia a la faz de Jehová y al camino de Jehová; con lo que, por esta cita de Lucas 7:27, se deduce claramente que Jesucristo es Jehová, Dios como el Padre. 5. Jesús vuelve a poner de relieve la superioridad de Juan sobre todos los demás profetas, al añadir: «Os digo que entre los nacidos de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista» (v. 28). Pero, a continuación, añade: «pero el que es menor en el reino de Dios es mayor que él (v. 28b). Jesús no compara la condición personal de los creyentes en el Evangelio con la de Juan como simple heraldo del Reino de Dios, sino los tremendos privilegios que al cristiano le han sido concedidos mediante la revelación del misterio de Cristo, tras su muerte y resurrección y el descenso del Espíritu Santo en Pentecostés, con lo que no sólo puede mirar en derredor a la multitud de testigos que fueron antes de él, sino poner los ojos hacia adelante, en Jesús, el autor y consumador de la fe (He. 12:1–2). El menor de los seguidores del Cordero es mayor que todos los que fueron delante de Él. Pero también tenemos una responsabilidad mucho mayor que ellos. III. A continuación, Jesús censura dura, pero justamente, a los hombres de aquella generación. 1. Cristo muestra ahora el menosprecio que los principales de la nación mostraron hacia Juan, cuando éste se hallaba predicando y bautizando en el Jordán. Sólo la gente del pueblo y los cobradores de impuestos, tenidos comúnmente por grandes pecadores, le habían escuchado y obedecido: «Y todo el pueblo que le escuchó y los cobradores de impuestos reconocieron la justicia de Dios, siendo bautizados por Juan» (v. 29); precisamente, la gente que, según los fariseos, eran unos malditos por no conocer la Ley (Jn. 7:49). Por medio de su arrepentimiento y reforma de vida «justificaron a Dios», como dice literalmente el original, por haber encomendado a Juan el encargo de ser el precursor del Mesías, ya que, al dejarse bautizar por Juan, dieron por bueno el plan de Dios para salvación, pues no fue en vano para ellos, aun cuando lo fuese para otros. En cambio, «los fariseos y los intérpretes de la ley rechazaron el designio de Dios para con ellos mismos, no siendo bautizados por él» (v. 30). Nótese que el designio de Dios era de salvación para todos (v. 1 Ti. 2:4), pero, al rechazar el designio de Dios en favor de ellos, lo volvieron contra sí mismos. Es el mismo reproche que Pablo y Bernabé hicieron a los judíos de Antioquía de Pisidia: «Era necesario que la palabra de Dios os fuera anunciada primero a vosotros; mas puesto que la desecháis y no os juzgáis dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles» (Hch. 13:46). Todos somos indignos de la vida eterna, pero cuando la gracia de Dios está pronta para dignificarnos, la indignidad está en rechazarla. Recordemos que el pecado imperdonable es precisamente el rechazo del perdón que Dios nos ofrece generosamente en Cristo. 2. A continuación Jesús muestra la extraña perversidad de aquella generación, y los prejuicios que los judíos de aquel tiempo habían concebido respecto a Él. Habían hecho objeto de burla los métodos mismos que Dios había empleado para beneficio de ellos: «¿A qué, pues, compararé los hombres de esta generación, y a qué son semejantes?» (v. 31). «Son semejantes a los muchachos que se sientan en la plaza» (v. 32) a jugar y tomarlo todo en broma. Como si Dios estuviese tomando a broma el asunto de la salvación, a la manera que juegan los muchachos en las calles y plazas, éstos parecían tomar también en broma la predicación de Juan y la del propio Jesús. La mayor ruina de los hombres está en no dejarse persuadir de la seriedad que el asunto de la salvación eterna comporta. ¡Oh, cuán asombrosa es la estupidez, la vanidad y la ceguera de este mundo perverso! El Señor quería despertarlos de su marasmo, pero ellos todo lo echaban a mala parte. Juan el Bautista era un hombre austero, que vivía en soledad y al que deberían haber escuchado como a hombre de gran pureza y de meditación; pero esto, que debería servirle de alabanza, era para ellos motivo de reproche: «Porque vino Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene un demonio» (v. 33), como si aquella soledad fuese indicio de melancolía morbosa y, por ende de posesión diabólica. Pero «ha venido el Hijo del Hombre [Jesús], que come y bebe, y decís: He aquí un hombre glotón y bebedor de vino, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores» (v. 34). En realidad, comía con publicanos y también con fariseos, con la esperanza de hacer el bien, tanto a los unos como a los otros, conversaba familiarmente con todos. Con esto se muestra que los ministros de Cristo pueden ser de diferentes temperamentos y disposiciones, con muy diversas maneras de predicar y de vivir y, sin embargo, pueden ser buenos en sí y provechosos para todos. Por consiguiente, nadie debe imponer a otros la pauta de su propia vida, ni juzgar como defectuosos o imperfectos a quienes, dentro de los principios y normas generales del Evangelio, no se comportan en todo como nosotros mismos. Juan el Bautista dio buen testimonio de Cristo; y Cristo, por su parte, hizo grandes alabanzas de Juan; sin embargo, sus respectivos modos de vida eran diferentes. Así deberían estar unidos los ministros de Cristo a pesar de sus diferencias personales. Pero notemos que los enemigos comunes de ambos, a ambos reprochaban igualmente; los mismos que presentaban a Juan como insano de mente, presentaban a Cristo como corrompido de moral: «Es un glotón y un bebedor». La mala voluntad nunca sabe hablar bien. 3. Muestra también que, a pesar de todo, los sabios métodos de Dios han quedado justificados, declarados buenos y correctos, a base de los efectos que han producido en quienes han obedecido las normas de Dios, éstos son «hijos de la sabiduría» (v. 35). Así, los métodos de Dios han dado buen resultado, lo mismo en la predicación de Juan que en la de Jesús, en los que fueron ganados para salvación (v. 29), y en los que la rechazaron para condenación (vv. 29b–34). Es la misma contraposición que hallamos en 1 Corintios 1:18–28 y 2 Corintios 2:15–16. Lo mismo en la salvación por fe, que en la condenación por incredulidad, Dios se muestra justo y correcto (v. Jn. 3:16–21; Ro. 2:2–11). Versículos 36–49 Cuándo y dónde sucedió la anécdota que aquí se nos refiere, no lo sabemos, pero, como dice Bliss, «pertenece, cronológicamente, a un período cuando la actitud de los fariseos no había llegado todavía a ser flagrantemente hostil al Señor, como para impedir cualquier intercambio amistoso entre ellos». Añadamos de entrada que, a pesar de las referencias que suelen hallarse en las versiones de nuestras Biblias (al pie, al margen o al centro de la página), esta mujer, de la que nada más sabemos, nada tiene que ver con la hermana de Lázaro, ni el episodio es el mismo de Juan 12:1 y ss. Como dice Bliss: «Aun cuando el nombre del anfitrión mencionado aquí era el mismo que el del propietario de la casa mencionada en Juan 12:1, donde también una mujer lo ungió durante el curso de una comida, todavía las circunstancias de los dos hombres (uno un fariseo el otro un leproso), y el carácter y las relaciones de las dos mujeres (una, hermana de Lázaro, la otra “una pecadora”) nos prohíben pensar que los dos relatos se refieran a la misma ocasión». Veamos ahora: I. La invitación que un fariseo hizo a Cristo: «Uno de los fariseos le pedía que comiera con él» (v. 36). El tiempo imperfecto parece indicar que le invitó repetidamente, aun cuando la evidencia no es conclusiva a favor de ello. Por lo que se ve, este fariseo no creía en Cristo, pues no le reconocía como profeta (v. 39), sin embargo, el Señor aceptó su invitación: «Y entrando en la casa del fariseo, se sentó a la mesa». Quienes tienen la sabiduría y la gracia suficientes para instruir y redargüir a los que tienen prejuicios contra Cristo, bien pueden aventurarse a entrar en compañía con ellos. Pero quienes no se sientan competentes para presentar defensa ante quien demande razón de nuestra esperanza (1 P. 3:15), mejor es que se abstengan y procuren prepararse para lo futuro. Mal podemos evangelizar a otros si no estamos bien preparados nosotros mismos en la Palabra de Dios y en la mansedumbre y el amor que son fruto del Espíritu Santo. II. Las grandes muestras de amor y de respeto que una pobre pecadora ofreció al Señor. Era «una mujer pecadora pública que había en la ciudad» (v. 37). El texto no da pie para pensar que fuese una vulgar prostituta, sino simplemente que sus pecados (o pecado) eran notorios en la ciudad. Tampoco se dice que continuara pecando ahora, más bien se implica lo contrario en sus muestras de sincero arrepentimiento. Esta mujer, «enterada de que Él estaba a la mesa en la casa del fariseo», vino a expresarle su reconocimiento de la única forma que podía: regando los pies de Jesús con sus lágrimas y ungiéndolos con un perfume que a este propósito había traído. Nótese que no se colocó frente al Maestro, sino que se colocó detrás, junto a sus pies (v. 38). Ahora bien, en lo que esta mujer hizo podemos observar: 1. Su profunda humillación y arrepentimiento por el pecado. Se colocó detrás de Jesús y se echó a llorar; aquellos ojos que habían sido las puertas de entrada y salida del pecado, se convierten ahora en fuentes de lágrimas; su rostro, que quizás había estado antes cubierto de cosméticos, estaba ahora contraído por el llanto y surcado por las lágrimas; su cabello, que antes habría peinado y adornado con esmero para atraer al pecado, sirve ahora de toalla para los pies de Cristo, los cuales acababa de regar con sus lágrimas. Tenemos razón sobrada para pensar que ya antes había derramado lágrimas de arrepentimiento por sus pecados, pero ahora que tenía la oportunidad de venir a la presencia de Cristo, se renovaba su pesadumbre por el pecado. 2. Su profundo afecto al Señor Jesús. Esto es lo que más puso de relieve el Señor en sus palabras: que había amado mucho (vv. 42, 47). Sus lágrimas de arrepentimiento eran también lágrimas de gozo, por tener la oportunidad de regar con ellas los pies de su Salvador; «y besaba afectuosamente sus pies»; los besaba con afecto y en señal de adoración. Todos los pecadores verdaderamente arrepentidos muestran un tierno amor al Señor Jesús. ¿Cómo no sentir un amor grande a un Dios encarnado, tan ofendido por nosotros y tan perdonador de nuestros pecados? Es cierto que se puede estar sinceramente arrepentido sin derramar lágrimas; las emociones son diferentes según las diversas características temperamentales, pero los sentimientos son una facultad del espíritu humano y, por tanto, no pueden faltar en una persona genuinamente convertida. III. La ofensa que el fariseo recibió ante la actitud que Cristo adoptó con esta mujer: «Dijo para sí: Éste, si fuera profeta conocería quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, que es una pecadora» (v. 39); como si dijese: «Si fuera profeta, tendría suficiente conocimiento para percatarse de que esta mujer es pecadora, y santidad suficiente para no permitir que se arrimara a El y le tocase». Por aquí se ve hasta qué punto las personas orgullosas y que se tienen a sí mismas por santas (comp. con Is. 65:5) son inclinadas a juzgar a otros y a formar juicios temerarios sobre los motivos y las acciones de los demás. Es cierto que Cristo era profeta, el gran profeta que había de venir (Dt. 18:18–19; Jn. 1:21b) y, por eso mismo, conocía el corazón de esta mujer, que estaba arrepentida; en cambio, el fariseo veía lo que esta mujer había sido y lo que aún era a los ojos de la gente, pero no veía el cambio que se había operado en el corazón de ella; por eso, juzgaba mal, tanto a Jesús como a la mujer. IV. Defensa que Cristo hace de la mujer en lo que ésta había hecho con respecto a Él, y de Sí mismo en la actitud que había adoptado con respecto a ella. Cristo conocía lo que el fariseo había pensado en su interior (con lo cual demostraba ser un gran profeta), y así respondió a los pensamientos de él: «Simón tengo algo que decirte» (v. 40). Simón no sospecha lo que Jesús le va a decir y responde complaciente: «Dilo, Maestro». Entonces el razonamiento de Jesús con Simón sigue el curso siguiente: «Es cierto que esta mujer ha sido una pecadora, lo sé muy bien; pero es una pecadora perdonada, lo cual supone que es una pecadora arrepentida. Lo que ella acaba de hacer es una expresión del gran amor que tiene a su Salvador. Si ella ha sido perdonada, al haber sido una gran pecadora, puede esperarse con razón que ame a su Salvador más que otras personas, y si esto que hace es el fruto de su amor y fluye del sentimiento de gratitud por el perdón de sus pecados, está puesto también en razón el que yo lo acepte, y no está bien el que tú lo tomes a mal». 1. Por medio de una parábola, Jesús fuerza a Simón a reconocer que cuanto más pecadora ha sido esta mujer, tanto más amor es natural que muestre a Jesús por el perdón de sus pecados (vv. 41– 43). Un hombre tenía dos deudores, ambos insolventes pero uno de ellos le debía diez veces más que el otro. El acreedor les perdonó a ambos la deuda y no los llevó a los tribunales. Ambos estaban ahora reconocidos al gran favor que habían recibido pero «¿cuál de ellos le amará más?» (v. 42). «Simón respondió y dijo: Supongo que aquel a quien perdonó más» (v. 43). Por aquí vemos la obligación del deudor con respecto a su acreedor: (A) El deudor, si tenía algo con que pagar, tenía la obligación de dar una satisfacción al acreedor. (B) Si Dios en su providencia ha permitido que el deudor sea incapaz de pagar su deuda, el acreedor no debe ser severo con él, sino perdonarle la deuda. (C) El deudor que ha encontrado un acreedor misericordioso debe estarle agradecido y mostrarle su afecto. Hay deudores insolventes que, en lugar de estar agradecidos a sus acreedores, les son ingratos y hasta les odian, porque no tienen la humildad suficiente para reconocer que, en un caso de extrema necesidad, fue menester que el acreedor les perdonara, lo cual les parece ahora humillante. Con cierto sarcasmo decía un hombre rico al morir: «No tengo enemigos, porque no he hecho ningún favor». Pero la parábola tiende a presentar la condición del ser humano pecador en deuda con el Señor; y así podemos aprender aquí: (a) que el pecado es una deuda, y que los pecadores somos deudores al Dios Omnipotente. Como criaturas, tenemos la deuda de la obediencia pues dependemos del Creador en todo, esta deuda no la hemos pagado; más aún, hemos malgastado los bienes de nuestro Amo, haciéndonos así doblemente deudores; (b) que unos le deben a Dios más que otros, por razón de sus pecados que son más graves y más numerosos que los de otros: «el uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta» (v. 41). El fariseo se tenía por menos deudor pero era deudor, al fin y al cabo; más de lo que él se pensaba. Esta mujer era pecadora pública; estaba, pues, más endeudada que él; (c) que, sea mayor o menor la deuda siempre es mayor de lo que podemos pagar: «No teniendo ellos con qué pagarle» (v. 42), no había modo de satisfacer la deuda contraída. No hay en nosotros posibilidad de pagar con el arrepentimiento por lo pasado, ni con una justicia presente (v. Is. 64:6), ni con una promesa de obediencia para el futuro, pues estamos atados en la esclavitud del pecado y muertos en él (Ef. 2:1); (d) que el Dios de los cielos está presto a perdonarnos, a perdonarnos del todo y para siempre, hasta el punto de olvidar nuestros pecados, echarlos a sus espaldas y sepultarlos en el fondo del océano. Si creemos y nos arrepentimos, Dios ya no cargará sobre nuestros hombros nuestras iniquidades pues las cargó todas sobre los hombros de su Divino Hijo e inocente Salvador nuestro (Is. 53:5–6). De esta manera, Dios ha mostrado su glorioso carácter: «fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éx. 34:6); (e) que aquellos cuyos pecados han sido perdonados, están obligados a amar a quien les perdonó; y tanto más tienen que amarle, cuanto más les haya perdonado. Cuanto más grandes pecadores hayan sido antes de su conversión tanto mayores santos deben ser después. Cuando un Saulo rabiosamente perseguidor (v. Hch. 9:1) se convirtió en un Pablo ardorosamente predicador, «trabajó más que todos ellos» (1 Co. 15:10). 2. A continuación, Jesús aplica la parábola a la forma tan diversa como Simón y la pecadora se habían comportado con Él. Cristo viene a decirle a Simón que también a él le perdona aunque tenga que perdonarle menos, pues es cierto que algún afecto le había mostrado al invitarle a comer con él, pero eso era mucho menos que lo que esta mujer le había mostrado. Fíjate—viene a decirle Cristo—, a ella se le ha perdonado más (v. 47) y, por eso, ella había de mostrar más amor que tú, y así lo ha hecho: «¿Ves esta mujer?» (v. 44). «Considera cuánto mayor que el tuyo ha sido el afecto que me ha mostrado; ¿deberé, pues, aceptar tu obsequio y rechazar el suyo? Tú no me diste agua para los pies; pero ésta ha regado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos; No me diste el beso normal de cortesía a un invitado; pero ésta, desde que entré, no ha dejado de besarme los pies afectuosamente (v. 45); No ungiste mi cabeza con aceite común, como es costumbre en estas ocasiones; pero ésta ha ungido con perfume mis pies (v. 46)». La razón por la que algunas personas censuran a los buenos cristianos por el trabajo que se toman y el dinero que emplean en el servicio del Señor, es porque ellos mismos no están dispuestos a llegar a ese nivel de dedicación, sino que se han propuesto descansar en una religión fácil y barata. 3. Finalmente, Jesús silencia las cavilaciones del fariseo y los temores de la mujer: (A) A las cavilaciones del fariseo, Jesús responde: «En atención a lo cual, te digo, Simón: Quedan perdonados sus pecados, que son muchos» (v. 41). Cristo reconoce que la mujer ha sido culpable de muchos pecados; pero le quedan perdonados; «por eso muestra mucho amor» (lit. «puesto que amó mucho»). Está claro que el amor de la mujer no fue la causa, sino el efecto, del perdón. «Nosotros le amamos a Él [Dios], porque Él nos amó primero» (1 Jn. 4:19), y efecto de su amor fue el perdón que nos otorgó (Ef. 2:4– 7). «Pero aquel a quien se le perdona poco, como a ti, ama poco, como tú». En lugar de tener envidia a los grandes pecadores por la merced que el Señor les ha concedido, deberíamos sentirnos avivados con el ejemplo de ellos para examinarnos a nosotros mismos con todo esmero, a fin de estar seguros de que hemos sido perdonados, lo cual se mostrará en el amor que tengamos al Señor. (B) A los temores de la mujer, Cristo responde: «Quedan perdonados tus pecados» (v. 48). Así se marchó con estas consoladoras palabras de Jesús, que habrían de ser una eficaz prevención para no regresar a una vida de pecado. Y, aun cuando los que estaban sentados a la mesa se ofendiesen por el poder que Cristo se atribuía de perdonar pecados y declarar absueltos a los pecadores, Él se sostuvo firme en su palabra y mostró cuánto se deleita en perdonar, pues el perdón lleva la paz a las conciencias: «Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50). Vemos, pues, que todas estas expresiones de pesar por el pecado y de amor a Cristo, eran producto de la fe (v. Gá. 5:6). Así como, entre todas las gracias, la fe es la que más honra a Dios, así también Cristo otorga mayor honor a la fe que a todas las demás gracias. CAPÍTULO 8 5
5Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1281 La mayor parte del contenido de este capítulo se halla también en Mateo y en Marcos. Después de un informe general sobre la predicación de Cristo, se nos refieren aquí la parábola del sembrador, la preferencia que Cristo dio a sus obedientes discípulos sobre sus familiares según la carne, la tempestad calmada por el Señor, la expulsión de demonios de un poseso de Gadara, la curación de la mujer que padecía flujo de sangre, y la resurrección de la hija de Jairo. Versículos 1–3 I. Vemos primero cuál fue la constante tarea en la vida mortal de Jesucristo: la predicación; en esta tarea se mostró infatigable y pasó haciendo el bien (v. 1). 1. Dónde predicaba: «Comenzó a recorrer una por una las ciudades y las aldeas». Era un predicador itinerante; no se confinaba a un solo lugar, sino que extendía por todas partes los rayos de su luz. Recorría ciudades y aldeas una por una, para que ninguna tuviese excusa en su ignorancia. Con esto, daba ejemplo a sus discípulos: ellos tenían que ir a todas las naciones de la tierra (Mt. 28:19, Hch. 1:8) así como Él recorría todas las ciudades y aldeas de Israel. Nótese que no se limitaba a las grandes ciudades, sino a las más pequeñas también, y aun a las villas y caseríos de la campiña, como indica el original. 2. Qué predicaba: Las buenas nuevas del reino de Dios: la culminación de las intenciones misericordiosas de Dios para con su pueblo, a favor de quienes cambiasen de mentalidad y creyesen el mensaje (v. Mr. 1:15). ¿Qué mejores nuevas que la noticia de la disposición de Dios a reconciliar consigo al mundo en Cristo y no tenerles en cuenta a los hombres sus pecados? (v. 2 Co. 5:19). 3. Quiénes le escuchaban constantemente: «Le acompañaban los doce, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades (vv. 1b–2a). Los discípulos habían de estarle atentos, a fin de saber qué y cómo habían de predicar ellos después. II. De dónde subvenía a sus necesidades cotidianas: De la amabilidad y generosidad de sus amigos. Se nombran aquí algunas mujeres «y otras muchas que les asistían (a Él y a los discípulos) de sus propios bienes» (vv. 2–3): 1. La mayor parte de estas mujeres eran una muestra viva del poder y de la misericordia de Jesús pues habían sido sanadas de demonios y de enfermedades. Por aquí vemos el interés que habríamos de mostrar por las cosas del Señor, en gratitud por lo que ha hecho por nosotros, salvándonos de una condenación segura, y en oración para que su gracia nos capacite a fin de luchar eficazmente contra el pecado que siempre nos ronda (He. 12:1). 2. Una de ellas era «María la llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios» (v. 2). Hay quienes piensan que había sido muy pecadora, e incluso la identifican con la pecadora del capítulo 7. Ni de lo uno ni de lo otro hay prueba alguna en el texto sagrado. Dice Bliss: «Es cierto que de ella habían salido siete demonios, al mandato misericordioso de Cristo. El que de ellos se hable como en número de siete, muestra que la influencia demoníaca sobre ella había sido siete veces fuerte y congojosa … Pero esta calamidad no implicaba ninguna culpa en particular. Su caso había sido lamentable, pero no criminal». Entre los discípulos de Cristo nadie mostró tanto amor y tanta fidelidad como ella. La vemos al pie de la cruz y al lado de la tumba vacía de Cristo, con razón fue ella el primer testigo de la resurrección de Cristo (v. Jn. 20:14–16). 3. Otra era Juana la mujer de Cuzá, que era un administrador de Herodes (v. 3). Lenski opina que esto da a entender que Cuzá vivía aún durante este tiempo; esto mostraría, según M. Henry, que, aun cuando él permaneciese en la corte de Herodes, como funcionario de gran importancia, es probable que fuese creyente y, así, viese con buenos ojos el que su mujer acompañase al Señor y a los apóstoles, para asistirles con sus abundantes bienes de fortuna. Otros autores, como Bliss, opinan que era viuda, pues eso «cuadra mejor con el hecho de que se sintiera libre para acompañar a su bienhechor». Al tener en cuenta que el griego dice escuetamente «administrador (o mayordomo) de Herodes», sin el verbo «ser» ni en presente ni en pasado, ambas opiniones son probables. 4. Aparte de esa Susana, de la que nada más sabemos, había otras muchas que les asistían de sus propios bienes (v. 3). Notemos que Cristo «por amor a nosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co. 8:9) y vivió de limosna. Cristo prefería ser asistido en sus necesidades materiales por quienes eran amigos y discípulos suyos, más bien que vivir a expensas de extraños. Esto nos enseña que es una obligación de quienes son enseñados en la Palabra que hagan partícipes de toda cosa buena al que los instruye (Gá. 6:6, comp. con Ro. 15:27; 1 Co. 9:11). Versículos 4–21 La porción anterior comenzaba por una referencia a la diligencia que Cristo ponía en predicar (v. 1); ésta comienza por referirse a la diligencia que la gente ponía en venir a escucharle (v. 4). Él recorría una por una todas las ciudades … predicando; aquí tenemos la reunión de un gran gentío y los que de cada ciudad acudían hacia Él, sin esperar a que Él fuese a ellos o, al no pensar que tenían bastante con lo que de Él habían escuchado, no se resignaban a verle marchar, sino que le salían al encuentro cuando Él iba hacia ellos o le seguían cuando ya se había marchado de ellos. Se había reunido un gran gentío; abundancia de peces donde echar la red de la predicación; y allí estaba Jesús más presto a enseñarles que lo que ellos podían estar prestos a aprender. I. En la parábola del sembrador tenemos excelentes normas y precauciones en cuanto a oír la Palabra de Dios. Después que Jesús expuso la parábola, los discípulos inquirían el significado de la misma: «¿Qué significa esta parábola?» (v. 9). También nosotros debemos inquirir con diligencia la verdadera intención y la plena extensión de la palabra que oímos. Ellos tenían la oportunidad, que no tenían otros, de acercarse al Maestro para inquirir el misterioso sentido de sus palabras: «A vosotros se os ha concedido» (v. 10). ¡Felices somos y deudores para siempre de la divina gracia, si lo que para otros es meramente parábola con la que solamente se entretienen, para nosotros es verdad clara. En cuanto a la parábola misma, y a la explicación que el Señor dio de ella, obsérvese: 1. Que el corazón humano es como el suelo donde se siembra la Palabra de Dios; es capaz, por obra del Espíritu Santo, de recibirla y llevar el fruto correspondiente; pero, a menos que se siembre esa Palabra, ninguna cosa de verdadero valor nacerá del corazón. Por tanto, ha de ponerse toda diligencia en que la semilla y el suelo se junten (v. He. 4:2b). 2. El éxito de la siembra depende muchísimo de la naturaleza y del tempero del suelo. Por eso, la Palabra de Dios puede ser para nosotros: «olor de muerte para muerte» u «olor de vida para vida» (2 Co. 2:16). 3. El diablo es un enemigo astuto y temible; arrebata la palabra de los corazones de los oyentes descuidados «para que no crean ni se salven» (v. 12). Esto se añade aquí para que aprendamos que no podemos ser salvos a menos que creamos; por eso, el diablo hace todo lo posible para que no creamos la Palabra cuando la oímos, pues la fe viene por el oír (Ro. 10:17); o, si le hemos prestado atención, hará lo posible para que la olvidemos y, de esta manera seamos arrastrados por la corriente (He. 2:1); o, si nos acordamos aún de ella, hará por crear en nuestra mente prejuicios y objeciones contra ella, o nos distraerá hacia otros pensamientos; y todo ello es «para que no crean ni se salven». 4. Cuando la Palabra de Dios se oye con descuido, es corriente que sea también oída con desprecio: «fue pisoteada» (v. 5). 5. Hay quienes reciben alguna impresión al oír la Palabra, pero no tienen convicciones profundas ni durables; les pasa como a la semilla que cae sobre la roca, donde no echa raíces (v. 13); «éstos van creyendo por algún tiempo, pero en la hora de la prueba desisten» de los comienzos que parecían prometer algo más. 6. Los placeres de la vida (detalle que sólo en Lucas encontramos) son tan peligrosos abrojos como las preocupaciones y las riquezas, en orden a sofocar la buena semilla que se ha sembrado en el corazón mediante la predicación de la Palabra. Hay una profunda lección de psicología en el versículo 14, pues tanto las preocupaciones como las riquezas y los placeres piden siempre en el corazón del hombre más y más terreno, pues la codicia nunca dice: ¡Basta! Y a medida que estas malignas plantas cobranauge, chupan más y más de la savia vital de nuestra alma, con lo que la semilla de la Palabra de Dios dispone cada vez de menos terreno en el que arraigar, desarrollarse normalmente y dar el fruto apetecido; por eso, al quedar sofocada por las malas hierbas, «no dan fruto maduro». 7. Por tanto, no es suficiente con que el suelo de algún fruto; es menester que el fruto llegue a la perfección de la madurez, pues el original griego dice «perfecto» aquí, para expresar lo que en Mateo y Marcos aparece como «fructífero». Por tanto, si el fruto no es maduro es como si no existiese, pues no sirve para el consumo. 8. El suelo bueno, que lleva fruto maduro, es un corazón bueno y recto (v. 15); es decir, un corazón bien arraigado en Dios y en el deber, un corazón sincero y tierno—como el terreno húmedo y esponjoso—, un corazón honesto y bueno que, al oír la Palabra de Dios, la entiende (Mt. 13:23), la recibe (Mr. 4:20) y la retiene (Lc. 8:15). Vemos, pues, que cada uno de los tres evangelistas expresa un aspecto complementario de la misma verdad: entender, recibir y retener la Palabra. 9. Donde la semilla es recibida y bien guardada, el corazón da fruto por su constancia. El vocablo que algunas versiones traducen aquí por «paciencia», significa el aguante bajo unas circunstancias desfavorables, no la paciencia con nuestros prójimos para lo cual el griego emplea otro vocablo, equivalente a «longanimidad» (v. Ro. 2:4, donde aparecen juntos ambos, y Gá. 5:22; Ef. 4:2, en los que aparece el que significa «longanimidad» = paciencia con las personas). Esta constancia en el bien obrar, a pesar de las circunstancias desfavorables, es la que marca con sello de oro un corazón bueno y recto. Ser bueno dentro de un ambiente bueno no tiene mucho mérito; ser bueno dentro de un ambiente malo, es señal de justicia, aunque no lo sea siempre de perfección (v. 2 P. 2:7). 10. En consideración a todo lo que precede, debemos mirar bien cómo escuchamos (v. 18), y precavernos de todas las cosas que pueden impedir el que nos aprovechemos de la Palabra que oímos; evitemos oír sin atención o a la ligera, evitemos olvidar lo que hemos oído, evitemos que la Palabra de Dios quede ahogada bajo las malas hierbas que el mundo, el demonio y la carne siembran en nuestro corazón. II. Instrucciones necesarias para los que son llamados a predicar la Palabra de Dios, así como para los que la escuchan. Los que han recibido un don deben usarlo. Las personas iluminadas por la Palabra de Dios (Sal. 119:105), deben convertirse en lámparas que alumbran como luz del mundo (v. 16, comp. con Mt. 5:14–16). Una luz, hecha para disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado, no se puede poner debajo de una vasija ni debajo de una cama. Todos los creyentes y, en especial, los ministros del Señor han de ser como lámparas en el mundo. No sólo deben ser buenos, sino que deben difundir bondad, «pues no hay nada oculto que no haya de ser manifestado, ni escondido que no haya de ser bien conocido y salir a plena luz» (v. 17). Lo que se nos ha encomendado en secreto, hemos de divulgarlo, porque nuestro Maestro no nos ha dado los talentos para que los enterremos, sino para que negociemos con ellos («negocio» es la negación del «ocio»). Los dones que poseemos los continuaremos teniendo disponibles o nos serán quitados como inservibles de acuerdo al uso que hagamos de ellos, «porque a cualquiera que tenga, se le dará» (v. 18). Al que tiene dones, y hace buen uso de ellos, se le darán más y se le acrecentarán las oportunidades de usarlos: «pero a cualquiera que no tenga», es decir, al que haya enterrado el talento que tenía, «le será quitado hasta lo que parece tener», como dice en Lucas, o «aun lo que tiene», como dice en Marcos 4:25, aunque el sentido es el mismo, pues la gracia que se ha perdido era una gracia aparente, no genuina. Los hombres sólo parecen tener lo que no quieren usar. III. Se da gran estímulo a quienes se muestran fieles oidores de la Palabra poniéndola en práctica (v. 21), lo cual es aplicado aquí por Cristo al caso particular de Sus discípulos, a quienes Él prefiere a todos Sus parientes según la carne (vv. 19–21). Obsérvese cuánta gente estaba escuchando al Señor, pues Sus familiares «no podían llegar hasta Él a causa del gentío» (v. 19). Vemos que algunos de sus más próximos parientes eran los menos interesados en escuchar Su predicación (comp. con Jn. 7:5), pues, en lugar de estar dentro con el deseo de oírle, estaban fuera (v. 20), con el mero deseo de verle. Pero Jesucristo prefería seguir ocupado en Su obra antes que conversar con Sus parientes. Por eso, estaba presto a reconocer como Sus verdaderos parientes a los que estaban dispuestos a oír la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Con esto, no se excluye de tanta bendición a la Virgen María, pues también ella era fiel oidora y hacedora de la Palabra de Dios, pero también es cierto que, si no hubiese tenido verdadera fe en el Salvador (v. 1:47), de nada le habría servido ser la madre del Salvador (Hch. 4:12). Versículos 22–39 Aquí tenemos dos pruebas ilustres del poder del Señor Jesucristo: sobre los vientos y sobre los demonios (v. Mr. caps. 4 y 5). I. Su poder sobre los vientos: 1. Cristo ordenó a Sus discípulos hacerse a la mar (v. 22). Cuando Cristo envía Sus discípulos, va con ellos: «entró en una barca Él y sus discípulos». Y quienes llevan a Cristo consigo, bien pueden aventurarse a marchar sobre seguro a dondequiera que Él ordene. Notemos que les dijo: «Pasemos al otro lado del lago». ¡Aquí había una seguridad! 2. Pero quienes ante una orden de Cristo, se hacen a la mar en calma, deben estar preparados para la tormenta: «Se abatió sobre el lago una tempestad de viento» (v. 23), y bien pronto la tempestad fue en aumento «y comenzaron a anegarse y a peligrar»: la vida de ellos estaba en peligro. 3. Cristo, entretanto, dormía, exhausto por el ininterrumpido trabajo. Muchas veces los discípulos de Cristo pueden ser conscientes de Su presencia en medio de las mayores dificultades y aflicciones, pero parece como si estuviese dormido, ya que no se apresura a prestarles socorro. De este modo quiere poner a prueba la fe y la paciencia de ellos, y hacer que Su ayuda resulte tanto más beneficiosa cuanto más esperada. 4. Si acudimos a Cristo en la hora del peligro, podemos estar seguros de que despertará y vendrá en nuestra ayuda. Ellos le gritaron: «¡Maestro, Maestro, que perecemos!» (v. 24). El mejor medio de silenciar nuestros temores es presentarlos a los pies de Cristo. Quienes con toda sinceridad le invoquen, de seguro que no perecerán (v. Ro. 10:13). 5. Así como Satanás tiene por oficio levantar tormentas, así Jesús se ocupa de calmarlas, y se deleita en ello, pues vino a poner paz verdadera en la tierra (2:14): «Él se despertó, increpó al viento y al oleaje del mar; cesaron, y sobrevino la calma» (v. 24b). 6. Cuando el peligro ha pasado, es conveniente que nos avergoncemos de nuestros temores y que le demos a Cristo la gloria que le pertenece por Su poder y amor en socorrernos. Cristo les reprende por sus infundados temores: «¿Dónde está vuestra fe?» (v. 25). En efecto, había dos motivos para no tener miedo: (A) Llevaban consigo al Señor de los cielos y de la tierra. (B) Llevaban también la palabra segura de Jesús, quien les había dicho: Pasemos al otro lado. Notemos eso de «¿dónde está vuestra fe?». Muchos que tienen fe la tienen tan escondida que necesitan buscarla para poder echar mano de ella; un pequeño inconveniente les desplaza la fe de su lugar. Ante esta gran manifestación de Su poder divino, «ellos, llenos de temor se decían asombrados unos a otros: ¿Pues quién es éste, que aun a los vientos y al agua manda, y le obedecen? (v. 25). Del santo rey de Dinamarca, Canuto, cuenta la tradición (o leyenda) que, para acallar las adulaciones de sus cortesanos que le daban pomposos títulos, hasta llamarle «omnipotente», les hizo salir consigo a la orilla del mar, y allí gritó a las olas: ¡No me mojéis los pies! Sin embargo, las olas no le obedecieron. Entonces, volviéndose hacia sus cortesanos, les dijo: Ya veis cuán pobre es mi «omnipotencia». II. Su poder sobre los demonios. Después que Cristo calmó la tempestad, «navegaron hacia la región de los gadarenos» (v. 26), y allí desembarcaron (v. 27). Vemos que: 1. Los demonios que se nos muestran en esta porción eran muy numerosos, ya que los que habían tomado posesión del hombre que allí se nos describe (vv. 27 y ss.) se llamaban «Legión; porque habían entrado muchos demonios en él» (v. 30). Además, estaba «endemoniado desde hacía mucho tiempo» (v. 27). 2. Los demonios son enemigos inveterados del hombre, pues éstos le obligaban a ir desnudo constantemente y a vivir, no sólo a la intemperie sino «entre las tumbas», para servir de mayor terror, no sólo a sí mismo sino también a todos los que se acercaban a él. 3. Tienen fuerza y fiereza tremendas, pues al hombre de quien se había apoderado «le ataban con cadenas y grillos, teniéndolo bajo custodia, pero rompía las ataduras» (v. 29). Quienes no se dejan gobernar ni controlar por nadie, muestran que son gobernados por Satanás. Además, «era impelido por el demonio hacia los lugares solitarios». Mientras que los que se hallan bajo el gobierno de Cristo, son conducidos suavemente con lazos de amor, los que están bajo el dominio del diablo son impelidos furiosamente con cadenas de hierro. Y mientras Jesús nos lleva al Padre y a la comunión con los hermanos en la fe, el demonio nos impele al aislamiento y a la depresión. 4. Se enrabian contra el Señor Jesús a la vez que sienten miedo y horror ante Su presencia: «Al ver (el hombre) a Jesús, lanzó un grito, cayó ante Él, y dijo a grandes voces: ¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes» (v. 28). En estas frases vemos: (A) Que el demonio reconoce que Jesús es demasiado fuerte y alto para él. (B) Que no quiere tener nada que ver con el Señor, pues sus intereses no pueden ser más contrapuestos. Los demonios no tienen inclinación a rendir a Cristo ningún servicio, ni expectación de recibir de Cristo ningún beneficio. (C) Pero le tienen un miedo tremendo a Su poder y a Su ira. No le dice: «Te ruego que me salves», sino: «Te ruego que no me atormentes». Véase cuál es el lenguaje de quienes tienen miedo al Infierno, pero no tienen deseo del Cielo como lugar de santidad y amor. 5. Están totalmente bajo el mando y el poder del Señor Jesús y lo saben, pues «le suplicaban que no les ordenara marcharse al abismo» (v. 31). ¡Qué consuelo es esto para los hijos de Dios, saber que todos los poderes de las tinieblas están bajo el mando y el control de nuestro Señor Jesucristo! Los puede mandar a su lugar cuando le plazca. 6. Se gozan en hacer daño. Cuando vieron que no tenían más remedio que abandonar al hombre del que habían tomado posesión, suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en una piara de bastantes cerdos (v. 32). Ya que no podían destruir por completo al hombre, al menos destruirían a los cerdos y, al mismo tiempo, engendrarían en los dueños de los cerdos una mala disposición contra el Señor. Cuando no pueden hacer daño a las personas procuran hacer daños a los bienes de las personas, lo cual es, para algunos, una gran tentación, como lo fue en este caso. Cristo lo permitió y, tan pronto como los demonios entraron en los cerdos, toda la piara se lanzó por el precipicio al lago y se ahogaron (vv. 32–33). 7. Cuando el poder del diablo es quebrantado por el poder de Cristo en alguna persona esta persona se recobra inmediatamente de su mal estado: «hallaron sentado al hombre del que habían salido los demonios, ya vestido y en su sano juicio, a los pies de Jesús» (v. 35). Mientras estaba poseído del demonio, gritaba y se espantaba de la presencia de Jesús, pero ahora estaba sentado y en completa paz y sanidad de juicio a los pies de Jesús. Si Dios ha tomado posesión de nosotros, el juicio y el gobierno de nosotros mismos estará a buen seguro; pero si es Satanás el que nos domina, nos robará ambas cosas. Nunca somos tan nuestros como cuando somos de Cristo. Veamos ahora cuál fue el efecto de este milagro: (A) El efecto que produjo en la gente de aquella comarca: «Cuando los que los apacentaban vieron lo sucedido, huyeron y lo contaron por la ciudad y por los campos» (v. 34). «Contaron cómo había sido sanado el endemoniado» (v. 36), que había sido enviando los demonios a los cerdos, como si Cristo no hubiese tenido poder para librar al hombre de los demonios de otra manera que entregando los cerdos a los demonios: «Salieron entonces a ver lo que había sucedido … y se llenaron de temor» (v. 35). «Estaban sobrecogidos de un gran temor» (v. 37). Pensaron más en la destrucción de los cerdos que en la liberación del pobre y atormentado vecino de ellos y, en consecuencia, «toda la gente de la región circunvecina de los gadarenos le pidió que se marchara de ellos» (v. 37). Todo el que esté dispuesto a abandonar el pecado y entregarse al Señor, nada tiene que temer de Jesús. Pero Cristo les tomó la palabra: «Él, entrando en la barca, regresó». Por haber preferido los cerdos, perdieron el Salvador y las esperanzas que pudieran tener en Él. (B) El efecto que produjo en el que había estado poseído por los demonios: Deseó la compañía de Jesús, tanto como los otros la habían temido: «El hombre del que habían salido los demonios le pedía estar con Él» (v. 38), como estaban con Él las mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades (v. 2). No quería permanecer por más tiempo con aquellos brutos y rudos gadarenos que le pedían a Cristo que se marchara. Pero Cristo le ordenó que se fuera a su casa y publicase entre sus deudos y amigos las grandes cosas que Dios había hecho con él (v. 39), y así fuese una bendición para su región, en la que anteriormente había sido una pesada carga. De aquí hemos de aprender que, a veces, hemos de renunciar a las satisfacciones de consuelos y beneficios espirituales, a fin de aprovechar las oportunidades de hacer bien a nuestros prójimos. Versículos 40–56 Cristo había sido despachado de la región de los gadarenos por los habitantes de aquella comarca, pero «cuando regresó a Galilea, le dio la bienvenida la multitud, porque todos le esperaban» (v. 40). Así que, al regresar, se encontró con nuevas tareas que llevar a cabo. Siempre tenemos con nosotros a los necesitados. Tenemos ahora dos milagros entretejidos, de la misma manera que se nos narran en Mateo y en Marcos. I. En esto, se presentó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, suplicando Su ayuda a favor de una hija suya, «única, de unos doce años, que se estaba muriendo» (vv. 41–42). Jairo, «cayendo a los pies de Jesús, le suplicaba que entrara en su casa» (v. 41), ya que no tenía una fe tan grande como el centurión, quien se contentaba con que Jesús pronunciase a distancia una palabra curativa. Pero Cristo accedió a ello y marchó en compañía de Jairo. Aunque Jesús aplaude la fe grande, no por eso rechaza la fe débil. Y, «mientras Él iba, la gente le apretujaba». No nos quejemos de la gente ni de sus modales, con tal que nos hallemos en el lugar de nuestro deber y al hacer el bien; pero si no es así, el mezclarse demasiado con la gente ruda no está exento de peligros. Con alguna exageración, decía el filósofo Séneca: «Cada vez que estoy con los hombres, vuelvo menos hombre». II. Pero mientras Jesús marchaba con Jairo y continuaba apretujado por las turbas, «una mujer que padecía de una hemorragia desde hacía doce años, se acercó por detrás y tocó el borde de su manto» (vv. 43–44). A pesar de ser médico él mismo, Lucas muestra su honradez al añadir (cosa que Mateo no hace) que esta mujer «había gastado en médicos todo cuanto tenía (aunque esta frase falta en algunos MSS) y no había podido ser curada por nadie». Marcos es mucho más fuerte en sus expresiones (v. Mr. 5:25–26). La naturaleza de la enfermedad, de la que ni el propio Lucas da más detalles, era tal que la mujer prefirió acercarse ocultamente a Jesús, mezclada con la multitud, y tocar la orla de su manto. Su fe era fuerte, pues estaba segura de que, con sólo tocar la orla del manto de Jesús, quedaría curada (v. Mr. 5:28), pues veía en el Señor una fuente de salud tan abundante, que aunque le robase, por decirlo así, algo de su virtud curativa, Él no se daría cuenta. Así es como, a veces, personas perdidas entre una gran multitud son tocadas por la gracia de Dios, curadas de sus pecados y salvadas de la condenación eterna. La mujer se sintió inmediatamente curada: «y al instante se detuvo su hemorragia» (v. 44). Muchas veces, los creyentes sienten el consuelo de la comunión con el Señor, aun cuando pasen cerca de Él de incógnito. III. Pero esta curación secreta pronto es descubierta: 1. Cristo se percata de la curación llevada a cabo: «Alguien me ha tocado, porque yo he notado que ha salido de mí un poder» (v. 46). Los que han sido curados por la virtud que se deriva de Cristo tienen que reconocerlo, pues Él lo conoce. No dijo estas palabras en tono de reprensión, pues era para Él una satisfacción el que saliese de Sí mismo el poder para sanar. Quienes acudían a Él en busca de salud, eran tan bien acogidos como lo son por el sol quienes se deleitan en la luz. 2. La pobre mujer confesó su caso y el beneficio que había recibido: «Viendo la mujer que no había pasado inadvertida, vino temblando y cayó delante de Él» (v. 47), aun cuando su fe la había sanado (v. 48). Un sagrado temblor no es incompatible con una verdadera fe. La mujer «declaró en presencia de todo el pueblo por qué causa le había tocado, y cómo había sido sanada al instante» (v. 47). Creyó que iba a ser sanada, y así lo fue conforme a su fe. 3. El gran Médico de cuerpos y almas le confirmó la curación que había recibido y la despidió con palabras de consuelo: «Hija, tu fe te ha sanado, vete en paz» (v. 48). El modo de alcanzar la curación parecía subrepticio y solapado, pero el hecho de su curación fue público, confirmado y alabado; su curación había sido instantánea y completa. IV. En esto, alguien viene a dar a Jairo la triste noticia de que su hija había muerto y que no molestase más al Maestro (v. 49). Pero Jesús le anima y le dice: «No temas, cree solamente, y será sanada» (v. 50). Nuestra fe en Cristo ha de ser atrevida y sin miedo. Aunque las dificultades parezcan imposibles de resolver, Él tiene poder omnímodo. V. Los preparativos para devolver la vida a la niña: 1. Vemos cómo escogió Cristo a los que iban a ser testigos del milagro: «No permitió a nadie entrar con Él, excepto a Pedro, a Juan y a Jacobo, y al padre y a la madre de la muchacha» (v. 51). Quizá le seguía aún la multitud, o parte de ella, pero era gente ruidosa y ruda, poco a propósito para una ocasión de duelo; así que no les dejó entrar. Sólo los padres de la muchacha y los tres Apóstoles que habían sido testigos de Su transfiguración y lo serían de Su agonía en Getsemaní, entraron con Él a la cámara donde yacía la muchacha. 2. Vemos cómo puso freno al llanto de quienes hacían el duelo: «Todos estaban llorando y lamentándose por ella, pero Él dijo: No lloréis más; no ha muerto, sino que duerme» (v. 52). Jesús daba a entender en este caso particular que la niña iba a volver a la vida y, por tanto, para sus familiares y amigos, era como si hubiese estado durmiendo por poco tiempo. Pero esto tiene aplicación general a todos los que «duermen en el Señor», por tanto, no habríamos de entristecernos por ellos como los que no tienen esperanza en la vida eterna, pues el sepulcro es para el creyente lo que la palabra cementerio significa, es decir dormitorio. Sin embargo, aunque las palabras de Jesús tendían a consolar a los que se lamentaban, ellos «se burlaban de Él, sabiendo que estaba muerta» (v. 53). Con esto demostraban: (A) Que no tenían fe en el poder de Jesús. (B) Que no había sinceridad en su llanto; estaban pagados para llorar y cumplían con lágrimas de cocodrilo. Por eso, Jesús los echó fuera a todos (v. Mr. 5:40), ya que eran indignos de presenciar el milagro. VI. La muchacha volvió a la vida: «Pero Él, tomándola de la mano, le dio voces, diciendo: Niña, levántate» (v. 54). «Entonces su espíritu volvió» (v. 55), detalle que sólo Lucas menciona. ¿Dónde estaba en ese intervalo el espíritu de la muchacha? No se nos dice pero podemos colegir que estaba en las manos del Padre de los espíritus (comp. con Ec. 12:7; Lc. 23:46; Hch. 7:59). Había la opinión entre los judíos de que el alma humana, al salir del cuerpo en el momento de la muerte, se queda cerca del cadáver durante tres días, marchándose definitivamente de él al cuarto día. Esto nos explicaría el que Jesús esperase hasta el cuarto día para resucitar a Lázaro (v. Jn. 11:39), con lo que los enemigos de Jesús no tendrían ningún pretexto para alegar que dicha resurrección entraba dentro de los límites de lo naturalmente posible. Tan pronto como su espíritu volvió, «se levantó», y mostró con este movimiento que estaba real y completamente viva, como lo mostraba también por su apetito, pues Jesús «mandó que se le diese de comer» (v. 55b). A nadie ha de extrañar que «sus padres quedaran asombrados» (v. 56). CAPÍTULO 9 En este capítulo se nos narran muy diversos episodios. En primer lugar, la misión que Jesús encomendó a los Doce para que predicasen por todas las aldeas. Después, el terror que se apoderó de Herodes ante las cosas que se contaban de Jesús, la vuelta de los Apóstoles y la alimentación milagrosa de los cinco mil; la conversación con los discípulos acerca de Sí mismo y de los sufrimientos que había de padecer. A continuación, como en Mateo y Marcos, se nos refiere la Transfiguración del Señor y la subsiguiente curación del muchacho endemoniado y lunático. De nuevo anuncia Jesús Sus futuros padecimientos, con cuyo anuncio contrasta la discusión de los discípulos sobre quién sería el mayor en el Reino, y el sectarismo de algunos de ellos. El capítulo se cierra con las respuestas que Jesús dio a diversas personas que se sentían inclinadas a seguirle. Versículos 1–9 I. Vemos aquí el método que siguió Jesús para extender el Evangelio del reino de Dios: Él mismo viajaba constantemente, pero, como hombre, no podía estar a un mismo tiempo en muchas partes y, por eso, envió a los Doce a predicar el reino de Dios (v. 2). Y, para confirmar su predicación, «les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, y para sanar enfermedades» (v. 1). Con el poder de expulsar a los demonios y de sanar a los enfermos, convencerían a todos de la llegada del Reino de Dios y se ganarían el afecto de todos. Ésta era la comisión que recibían del Maestro. 1. Lo que Cristo les ordenó hacer para llevar a cabo esa comisión: (A) No debían preocuparse por presentarse elegantemente ante los hombres, como para impresionarles con sus apariencias exteriores. Debían ir tal como estaban, sin llevar ropa ni calzado de repuesto. (B) Debían depender de la Providencia y de la amabilidad de los amigos, sin abastacerse de dinero ni de comida. Cristo quiere que Sus discípulos no se avergüencen de recibir donativos de los amigos, sino que, más bien, han de esperarlos. (C) No debían cambiar de hospedaje, como si sospecharan que quienes les reciben se están cansando de ellos: «Y en cualquier casa donde entréis, quedad allí» (v. 4). De esta manera, la gente sabía dónde hallarles. Allí debían estar hasta que salieran del lugar (éste es el sentido de la frase «y de allí salid» al final del v.). (D) Debían predicar con autoridad, amonestar severamente a quienes no les recibiesen así como consolar a los que les recibiesen: «Dondequiera que no os reciban, al salir de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos» (v. 5), como quien no quiere llevarse de allí ni el polvo que se adhiere a las sandalias. 2. Lo que ellos hicieron en cumplimiento de la comisión que su Maestro les había encomendado: «Y saliendo, pasaban por todas las aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes» (v. 6). Su trabajo era el mismo que el del Maestro, y hacían el bien tanto a las almas como a los cuerpos. II. Vemos luego la perplejidad que, ante estas cosas, atormentaba a Herodes. La comunicación del poder de Jesús a los que predicaban comisionados por Él, era una prueba contundente y maravillosa de que Él era el Mesías. Lo que más hizo que Su fama se extendiera en esta ocasión era que, no sólo podía hacer milagros, sino también comunicar a otros el poder de llevarlos a cabo: «Habían estado con Jesús» (Hch. 4:13). 1. Vemos las especulaciones que Jesús hacía surgir en la mente de las gentes, las cuales, aunque no se formaban de Jesús una idea correcta, al menos pensaban de Él honorablemente imaginándose que era alguien que venía del otro mundo: «Porque decían algunos: Juan ha resucitado de los muertos; otros: Elías se ha aparecido; y otros: Algún profeta de los antiguos ha resucitado» (vv. 7b–8). 2. Vemos igualmente la gran perplejidad en que Herodes se vio sumido, cuando «oyó todas las cosas que hacía Jesús» (v. 7). Llegó a la conclusión de que Juan el Bautista, a quien él había decapitado, acababa de resucitar: «¿Qué haré ahora?—se diría Herodes—. ¿Quién es éste? Parece que sigue las huellas de Juan … O es el mismo Juan que ha resucitado, o es alguien que viene a vengar la muerte de Juan». Los que se oponen a la voluntad de Dios, vienen un día a encontrarse más y más perplejos. «Y procuraba verle.» Pero, ¿por qué no fue a verle? Procuraba verle, pero no se nos dice que le viese hasta que fue conducido, antes de morir, a su tribunal, cuando Pilato se lo remitió. Pero aun entonces, lo único que deseó de Él es que hiciese algún milagro para divertir al malvado monarca. Versículos 10–17 I. Tenemos ahora el informe que los Doce rindieron al Maestro sobre el éxito que habían tenido en la comisión que les había encomendado: «Vueltos los apóstoles, le contaron todo lo que habían hecho» (v. 10). II. El retiro que tuvieron, para tomarse algún respiro: «Y tomándolos, se retiró aparte a un lugar desierto» (v. 10). Quien quiso que a los criados y criadas se les diese descanso, quiso también que Sus siervos descansaran de sus fatigas. Quienes tienen ministerios absorbentes, necesitan con frecuencia un poco de retiro no sólo para descanso del cuerpo, sino también para meditación y reflexión, con miras a ulteriores tareas ministeriales. III. Poco duró el retiro, pues «la gente lo supo, y le siguió; y Él les recibió» (v. 11). Aun cuando podría parecer que esta inesperada visita era, en estas circunstancias, inoportuna, Cristo les recibió. De Cristo hemos de aprender a excusar la rudeza de quienes vienen a nosotros en busca de ayuda, consejo o instrucción, aun cuando la hora pueda parecernos intempestiva. Bien se ha dicho que Jesús fue «el hombre para los demás». Es cierto; Jesús nunca se preocupó de Sí mismo: fue para los demás, porque Su alimento era hacer la voluntad del Padre (Jn. 4:34), quien le había enviado a buscar y salvar lo perdido (Lc. 19:10). «Y les hablaba del reino de Dios, y sanaba a los que necesitaban ser sanados» (v. 11b). Cristo tiene todavía este poder, pero sabe que muchas veces necesitamos la enfermedad para bien de nuestra alma, más que la sanidad física para bien de nuestro cuerpo. No olvidemos que también la muerte es el siervo que cura todas las enfermedades de los santos. IV. La provisión abundante que para esta numerosa multitud preparó el Señor: A cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los niños (como sabemos por Mt. 14:21), alimentó con cinco panes y dos peces (vv. 16–17). Los cuatro evangelistas nos refieren este episodio, y es el único milagro que nos es referido por los cuatro. Respecto de Él, observemos aquí solamente: 1. Que quienes siguen diligentemente a Cristo en el camino del deber, negándose y exponiéndose así ellos mismos, son atendidos por Él de un modo especial, pues no permitirá que a quienes le temen y le sirven fielmente, les falte nada de lo necesario. 2. Nuestro Señor Jesucristo era de espíritu sumamente generoso. Los discípulos decían: «Despide a la gente, para que … encuentren alimentos» (v. 12). Pero Cristo les replicó: «No, sino dadles vosotros de comer; que tengan también ellos de lo que nosotros podamos disponer». De esta forma, Cristo enseñaba a los Suyos, tanto ministros como creyentes ordinarios, a practicar la hospitalidad (v. Ro. 12:13; 1 Ti. 5:10; Tit. 1:8; He. 13:2; 1 P. 4:9). Quienes sólo tienen un poco, que compartan ese poco y tendrán más (comp. con 1 R. 17:12–16). 3. Jesucristo provee, no sólo de medicina, sino también de alimento. No sólo sana a los que necesitaban ser sanados, sino que también alimentaba a los que necesitaban ser alimentados. Y en el orden espiritual, no sólo nos sana con el perdón de los pecados, sino que nos alimenta con provisión de vida eterna (Jn. 6:35–58). 4. Todos los dones del Señor han de ser recibidos y usados de manera ordenada: «Hacedlos sentar en grupos, de cincuenta en cincuenta» (v. 14). Así distribuidos, era fácil contar los 5.000 hombres en 100 grupos de a 50 cada uno. 5. Cristo bendijo los panes y los peces levantando los ojos al cielo (v. 16). Ante los beneficios recibidos de arriba (v. Stg. 1:17), hemos de alzar nuestros ojos al cielo, como Cristo lo hizo, para mostrar nuestra gratitud a Dios y expresar nuestra dependencia de Él en todo; todo lo recibimos de Él, para servirle a Él en todo. 6. La bendición de Cristo hace que aun lo poco sobreabunde. Lo que produce la tierra es fruto de Su bendición, mediante la lluvia y el sol que Él envía sobre todos, y lo que produce de bueno nuestra alma es también producto de Su gracia, pues «somos hechura Suya, creados en Cristo Jesús para obras buenas, que Él preparó de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Estas mismas obras son llamadas «fruto del Espíritu Santo» (Gá. 5:22– 23). 7. Vemos también que Cristo sacia a quienes alimenta (v. 17). Así como en Él hay suficiente para todos, así también hay bastante para cada uno, y no sólo bastante, sino sobrante. Las doce cestas de pedazos testifican de la sobreabundancia de la Mesa del Señor. Versículos 18–27 Una circunstancia que los demás evangelistas no mencionan en el relato de la confesión de Pedro, es tenida muy en cuenta por Lucas: Que Jesús oraba aparte, cuando preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 18). Lucas menciona más que ningún otro de los evangelistas las oraciones de Jesús. Antes de conversar con Sus discípulos, siempre conversaba Jesús con el Padre. Cuando vemos a Jesús aparte, siempre le vemos orando. Con esto nos enseñaba a no sentirnos nunca solos en nuestra soledad, sino a buscar siempre el rostro y la compañía del Señor. No hay cosa que el Señor desee más de los Suyos ni que más admire (v. Hch. 9:11b). En este caso, parece ser que Sus discípulos le acompañaban en la oración: «Mientras Jesús oraba aparte, estaban con El los discípulos» (v. 18). Cristo oró con ellos antes de preguntarles la pregunta más importante que cada uno de nosotros debe hacerse a sí mismo: «¿Quién es Cristo para mí?» Con eso, nos enseña también Cristo que, cuando damos consejo, consuelo o instrucción a una persona, deberíamos orar por ella y con ella. Vemos que Jesús conversa con ellos: I. Acerca de Sí mismo, y les pregunta: 1. Qué es lo que la gente dice de Él: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 18), Y ellos le dicen las conjeturas que habían oído a la gente acerca de Él. Los ministros del Señor sabrían mejor cómo aplicar las instrucciones, las reprensiones y los consejos a los casos de las personas encomendadas a su cuidado, si se tomasen tiempo para conversar con ellas y enterarse de sus problemas y dificultades. Cuanto más conversa el médico con su paciente, tanto mejor conoce el remedio que debe prescribir para su enfermedad: «Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros: Elías; y otros, que algún profeta de los antiguos ha resucitado» (v. 19). Sus conjeturas eran muy diversas, pero ninguna daba en el blanco. 2. Qué es lo que los propios discípulos dicen de Él. A la pregunta del Maestro, responde Pedro por todos los discípulos: «El Cristo de Dios» (v. 20). Mateo refiere la respuesta de Pedro en toda su extensión (v. Mt. 16:16). «Pero Él les mandó que a nadie dijesen esto, encargándoselo rigurosamente» (v. 21). Ya hemos explicado repetidamente el motivo por el que Jesús no quería propaganda (v. Jn. 6:15, 26). Después de Su resurrección y el descenso del Espíritu en Pentecostés, ya era otra cosa, y Pedro pudo decir abiertamente y con toda franqueza: «A este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch. 2:36). II. Acerca de Sus futuros padecimientos y muerte. Ahora que Sus discípulos le reconocían como el Mesías e Hijo de Dios, les habla sin rodeos de ello. No podía ocultárselo, para que no se formasen, como el común de la gente, la idea de que venía ahora a reinar gloriosamente. Dice Bliss: «Esto, en sí mismo, sería un duro anuncio para aquellos que mantenían las opiniones ordinarias sobre el Mesías, como de un personaje regio y glorioso». III. Acerca de los futuros sufrimientos de ellos por Él: 1. Debemos acostumbrarnos a todos los casos de abnegación y de paciencia: (v. 23). No debemos buscar lo fácil y cómodo, porque entonces nos será difícil soportar trabajos, fatigas, dificultades y necesidades por Cristo. Frecuentemente nos hallamos con dificultades en el camino del deber; y, aunque no han de oprimirnos ni pensar que son insolubles si se cruzan en nuestro camino, hemos de tomarlas, llevarlas detrás de Cristo, y sacar el mejor partido de ellas. Pero tomar en este sentido la palabra «cruz», sería quitarle el significado que el Señor quería darle. La cruz de Cristo era el pesado madero con que tuvo que cargar para ir al Calvario y ser allí crucificado en ella. «Tomar la cruz» es, en este caso, la disposición con que el verdadero discípulo de Cristo ha de seguir a su Señor, y estar listo para morir, si es preciso por Su causa. 2. Debemos preferir la salvación eterna a todo lo que la presente vida ofrece y representa (v. 24). Nótese: (A) Que todo el que quiera preservar su libertad, sus posesiones y aun su propia vida a costa de renegar de Cristo y del Evangelio, no sólo no va a ser un ganador en la transacción, sino que será un necio perdedor: «El que quiera salvar la vida, en tales circunstancias, la perderá», perderá su persona por toda la eternidad, algo de valor infinito, pues fue un precio infinito el que se pagó por ella (v. 1 P. 1:18–19). (B) Igualmente hemos de creer que, si perdemos esta vida terrenal por adherirnos a Jesucristo, tendremos con ello una ganancia incomparable, pues la recobraremos más tarde nueva y para toda la eternidad. (C) Que el ganar todo el mundo a costa de renegar de Cristo es muy mala operación comercial, pues no hay nada en este mundo que pueda compensar de la perdición eterna (v. 25), porque, si al final de esta vida, hubiésemos de ser arrojados al Infierno por toda la eternidad, ¿de qué nos habría servido el haber poseído todas las riquezas, todos los placeres y honores de este mundo? En Mateo y en Marcos se nos dice que pierde su alma, pero en Lucas se dice que «se pierde a sí mismo», por donde vemos que el alma equivale a la persona, ya que el alma es el principio de vida de la persona. En efecto el cuerpo sin el alma no puede ser ni feliz ni desdichado, pues es un cadáver que no piensa, ni siente ni obra. En cambio, el alma puede ser feliz aunque el cuerpo sufra y sea oprimido en este mundo por la causa de Cristo. 3. Por consiguiente, nunca debemos avergonzarnos de Cristo ni del Evangelio (v. 26): «Porque el que se avergüence de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre», y con toda justicia. No puede esperar otra cosa cuando sea presentado ante el tribunal divino. Cristo tendrá que decir de Él: «No le conozco, no es de los míos». Por eso, los «cobardes» encabezan la lista de los que serán lanzados al lago de fuego y azufre en el último día (v. Ap. 21:8), pues no están inscritos en el libro de la vida del Cordero (v. Ap. 20:15). Así como Cristo tuvo su estado de humillación antes de Su estado de exaltación, así lo ha tenido también la causa de Cristo. Sólo quienes estén dispuestos a seguir a Cristo en el sufrimiento, podrán seguirle en la glorificación. Nótese en qué términos habla Jesús de Su segunda Venida: «Cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles». Lo de «en su gloria» no es mencionado en Mateo ni en Marcos. ¡Cuán gloriosa aparecerá la figura de Cristo en aquel día! Si lo creyésemos firmemente, nunca nos avergonzaríamos de Él ni de Sus palabras en la vida presente. IV. Finalmente, para animar a Sus discípulos a sufrir por Él, les asegura que algunos de los que estaban allí tendrían un anticipo de lo que habría de ser la gloria de Cristo cuando venga en Su reino (v. 27, comp. con 23:42). Difieren los expositores sobre el significado de esta profecía, pero es muy probable que Jesús se refiriese entonces a la Transfiguración Suya cuya gloria sería como un anticipo de la gloria que manifestará en Su segunda Venida (comp. con 2 P. 1:16–18). Versículos 28–36 Ahora tenemos la narración de la transfiguración de Cristo, la cual estaba destinada a ser como un anticipo de aquella gloria, de la que anteriormente había hablado el Señor. También Mateo y Marcos mencionan el episodio. I. Lucas dice que esto «aconteció como ocho días después», mientras que los otros evangelistas dicen que fue «seis días después». En ello no hay ninguna contradicción, sino que Lucas, al contrario que Mateo y Marcos, cuenta también el día entrante y el saliente, además de los seis días que mediaron. II. Lucas añade también y explica otras circunstancias del hecho: 1. Nos dice que este honor le fue conferido a Jesús «entretanto que oraba» (v. 29). Cuanto más se humillaba Cristo para orar, más glorificado era por el Padre. Cristo mismo en cuanto hombre tenía que obtener gracia y poder por medio de la oración; de esta manera, honraba sobremanera la gracia de la oración y nos exhortaba con el ejemplo al deber de la oración; en verdad, la oración es algo que nos transfigura y nos transforma, pues por ella obtenemos la sabiduría, la gracia y el gozo que hacen que resplandezca el rostro (v. 2 Co. 3:18; 4:4). 2. Lucas no usa el término que en Mateo y Marcos significa «transfiguración» (lit. transformación, comp. con Ro. 12:2). La diferencia en castellano entre «transfiguración» y «transformación» está en que la primera indica algo que viene de dentro y se manifiesta afuera (de ahí que cuadre mejor al episodio que comentamos), mientras que la segunda indica la acción de algo exterior que se introduce a fin de cambiar el interior, lo cual cuadra mejor al caso de los creyentes (pues no son ellos los que, por sus propias fuerzas, se transforman, sino en virtud del Espíritu Santo que obra en ellos); por eso, el verbo de Romanos 12:2 está en voz pasiva. En Lucas se nos dice que «la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente» (v. 29). El original dice «blanco fulgurante», y es ésta la única vez que dicha palabra ocurre en todo el Nuevo Testamento. Así que parecía como si toda Su persona apareciese vestida de luz refulgente. 3. En Mateo y Marcos, se nos dice que «se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Él. Pero en Lucas se añade que «aparecieron rodeados de gloria» (v. 31) o, literalmente, «siendo vistos en gloria», «como convenía,—dice Bliss—, a personas que debían tener comunión con el Salvador glorificado, y como indicativo de la felicidad eterna, en el estado celestial, de los que fielmente habían servido a Dios en la tierra». 4. Se nos dice aquí que el asunto del que Moisés y Elías hablaban con el Señor era «su partida [lit. “éxodo” = salida], que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (v. 31b). Esta partida incluía, no sólo la muerte, sino también la resurrección y ascensión a los cielos (comp. con Jn. 13:3; 16:28). Vemos, pues: (A) Que la muerte de Cristo se llama aquí Su salida o éxodo. La muerte de los santos es como su salida de la esclavitud del Egipto que es este mundo, pues es casa de esclavitud. (B) Esta salida tenía que cumplirse, pues así estaba fijada en los propósitos de Dios (v. Hch. 2:23) y no podía ser alterada. (C) Tenía que cumplirse en Jerusalén, porque, como el mismo Señor diría más tarde, «no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (13:33). (D) Moisés y Elías hablaban con Jesús de esto, para insinuar que los sufrimientos de Cristo y Su entrada, mediante ellos, en la gloria estaban profetizados en Moisés y en los profetas (v. 24:26–27). (E) Incluso en medio de Su transfiguración, estaba el Señor dispuesto a conversar sobre Sus padecimientos y Su muerte. En medio de nuestros momentos más gloriosos aquí en la tierra, recordemos que «no tenemos aquí ciudad permanente» (He. 13:14). 5. Lucas refiere también un nuevo detalle: «Pedro y los que estaban con él habían estado rendidos de sueño» (v. 32). Esta circunstancia, además de ser una extraña coincidencia con lo que les pasó después en Getsemaní, se detalla aquí con el propósito de dar a entender que, cuando tuvieron la visión, estaban completamente despiertos, como dice el contexto posterior. Hay quienes opinan que este sueño fue tan culpable como el de Getsemaní, pues no fueron capaces de acompañar al Señor por más tiempo en oración, pero ha de tenerse en cuenta también que la visión tuvo lugar de noche (v. 37) y es natural que entonces estuviesen rendidos (lit. cargados, abrumados) de sueño. Vemos, pues, que estaban cargados de sueño, lo mismo en la gloria que en la agonía del Señor, cuando podríamos pensar que ninguna cosa debería haberles afectado tanto como las glorias y las agonías del Maestro, pero ni lo uno ni lo otro pudo hacer que se mantuvieran en vela. ¡Qué necesidad tenemos de orar para que el Señor nos conceda una gracia que nos despierte, no sólo a fin de estar vivos, sino también velando! Que estaban después bien despiertos, cuando tuvieron la visión, no sólo nos muestra la realidad del hecho, sino la impresión que les causó, de forma que pudieran comunicar con todo detalle lo que allí sucedió y recordarlo vivamente durante toda la vida como lo hace Pedro no mucho antes de su muerte (v. 2 P. 1:18). 6. Lucas puntualiza que, cuando ya estaban Moisés y Elías apartándose de Jesús, «Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es que nos estemos aquí, y hagamos tres tiendas» (v. 33). Ocurre muchas veces que no nos damos cuenta de los favores que recibimos de Dios hasta que los hemos perdido; o solamente suspiramos por su continuación cuando están a punto de desaparecer. Lucas dice que Pedro «no sabía lo que decía», con lo que da a entender que Pedro hablaba neciamente. Dice Lenski: «La tontería consistía en que los hombres que se hallaban en el estado glorificado pudieran permanecer aquí sobre la tierra carente de gloria y que tuvieran necesidad de refugio para pasar la noche, tal como lo necesitan los hombres». 7. Se añade aquí respecto a la nube que los cubría «que tuvieron temor al entrar en la nube» (v. 34). La nube, símbolo de la presencia de Dios, no era oscura, sino luminosa, en señal de acogida, pero aun así infundía temor a los discípulos, como a Isaías en la visión del templo (Is. 6:1 y ss.). Pero nadie tiene por qué temer entrar en la nube, si está Jesús en ella, porque Él hará que pasemos por ella sin sufrir daño alguno. 8. Sobre la voz que vino del cielo, Marcos y Lucas no nos dan tantos detalles como Mateo: «Éste es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia, a Él oíd» (Mt. 17:5). Marcos y Lucas suprimen la cláusula intermedia (Mr. 9:7; Lc. 9:35); en cambio, Pedro omite la última frase (2 P. 1:17). 9. Finalmente, se nos dice aquí que los Apóstoles «por aquellos días no dijeron nada a nadie de lo que habían visto» (v. 36). Por Mateo 17:9, sabemos que el propio Jesús les había mandado que a nadie dijesen nada de esta maravillosa revelación, hasta que Él hubiese resucitado de entre los muertos. La razón ha sido ya expuesta repetidamente. Versículos 37–42 Este pasaje sigue inmediatamente, en Mateo y Marcos, al relato de la transfiguración y de la conversación con los discípulos después de ella; pero aquí se nos dice que sucedió «al día siguiente, cuando descendieron del monte» (v. 37). No fue sino al día siguiente cuando descendieron del monte y hallaron que las cosas no marchaban bien entre los restantes discípulos. 1. Vemos primero cuán deseosa estaba la gente de recibir a Cristo a Su regreso del monte: «Una gran multitud les salió al encuentro». 2. Vemos después cuán apremiante era la súplica del padre del joven endemoniado para que Cristo le socorriese: «Maestro, te ruego que veas a mi hijo» (v. 38). Este es simplemente su ruego; una mirada compasiva de Cristo puede poner las cosas en orden. Vayamos a Cristo y llevemos nuestros hijos a Él, para que les vea. Y añade: «pues es el único que tengo». Quienes tienen varios hijos pueden hallar en uno o más de uno compensación consoladora de la aflicción que otro de ellos pueda causarles. 3. Vemos cuán deplorable era la condición de este joven (v. 39): Estaba bajo el dominio de un espíritu inmundo que le tomaba y le hacía prorrumpir en gritos que lacerarían el corazón del padre; este demonio no se contentaba con eso, sino que sacudía con violencia al muchacho y le quebrantaba torturándole sin apartarse de él ni dejarle momentos de descanso. Por aquí vemos el daño que hace Satanás a quienes caen bajo sus garras, pero ¡dichosos los que tienen acceso a Cristo! 4. Ante esta lamentable situación, la actuación de los discípulos no pudo ser más decepcionante. Aun cuando Cristo les había dado poder para expulsar demonios, no pudieron (v. 40). Una de dos: o no tuvieron fe suficiente para echar mano del poder que Jesús les había otorgado, o no se ejercitaron en la oración lo bastante para que ese poder resultara efectivo en sus manos, como se deduce de lo que Cristo les echa después en cara. 6
5. Finalmente, vemos cuán efectiva fue la curación que el Señor
Jesús llevó a cabo en el muchacho (v. 42). Él puede hacer por nosotros lo que no pueden hacer Sus discípulos: «El demonio derribó al muchacho y le sacudió con violencia», ante la cercanía de Jesús; «pero Jesús increpó al espíritu inmundo, sanó al muchacho y se lo devolvió a su padre». Aunque el demonio se esforzó por hacer al joven todo el mal que podía, una sola palabra de Cristo bastó para ahuyentar al espíritu inmundo y para sanar al muchacho de todo el mal que el diablo le había causado. «Y se lo devolvió a su padre». Cuando nuestros hijos se recobran de sus enfermedades, debemos recibirlos como si el Señor nos los entregara de nuevo devueltos a la vida. «¡Tómalo y sé agradecido! ¡Tómalo y críalo para mí, pues lo has recibido de mi mano!» Con este pensamiento, los padres habrían de recibir a los hijos de las manos de Cristo: para ponerlos después confiadamente en las manos de Cristo. Versículos 43–50 I. Vemos a continuación la impresión que los milagros de Jesús causaban en quienes los presenciaban: «Y todos se admiraban de la grandeza de Dios» (v. 43). La admiración era universal: «Todos se admiraban», porque la causa de la admiración era también universal: «Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía» (v. 43b). Todo lo que Cristo hacía tenía algo de sorprendente y fuera de lo normal.
6Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1285 II. La noticia que Cristo dio a Sus discípulos acerca de los padecimientos que en breve iba a sufrir: «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de hombres» (v. 44). Aquí hallamos implícito lo que otros evangelistas expresan explícitamente: «Y le matarán» (v. Mt. 17:23; Mr. 9:31). Pero Lucas añade tres detalles importantes: 1. La conexión de esto con lo que precede acerca de la admiración de todos de todas las cosas que hacía. Fue precisamente entonces cuando lo «dijo a sus discípulos» (v. 43b). Ellos se habían formado la idea de que Jesús iba a inaugurar inmediatamente el reino mesiánico con pompa y poder seculares y pensaban que con este despliegue de poder omnímodo de Cristo, fácilmente podría conseguirse la sumisión de los súbditos del reino. Es entonces cuando Cristo echa un jarro de agua fría sobre sus equivocadas ilusiones y les anuncia que, lejos de que los hombres le sean entregados ahora en Sus manos; va a ser Él quien sea entregado en manos de los hombres. 2. El solemne prefacio que, en el relato de Lucas, pronunció Jesús antes de comunicarles la noticia: «Haced que os penetren bien en los oídos estas palabras» (v. 44a); o, como dicen las versiones siríaca y arábica: «Dejad que se hundan en vuestro corazón». La palabra de Jesús no puede hacernos ningún bien, si no se hunde y penetra bien en nuestra mente y en nuestro corazón. 3. La sorprendente estupidez de los discípulos. En Marcos 9:32, se nos dice que «ellos no entendían este dicho, y tenían miedo de preguntarle». Temían preguntarle, no fuese que sus ilusiones de un reino temporal inminente se cayesen por el suelo. Pero aquí se nos añade que «estas palabras les estaban veladas para que no las percibiesen» (v. 45). El escándalo de la cruz (Gá. 5:11) es de tal calibre, que sólo cuando el Espíritu Santo remueve el velo de los corazones, es posible contemplar la cruz sin tropiezo (v. 2 Co. 3:14– 18) y hasta gloriarse en ella (Gá. 6:14). Fue un favor del Señor el que, en aquellas circunstancias, no pudiesen percibir lo que la cruz de Cristo significaba, no fuera que, ante el prospecto de tal suplicio para su Maestro, le abandonasen despavoridos. III. Después vemos la reprensión de Cristo a Sus discípulos por la discusión que ellos tuvieron sobre quién de ellos sería el mayor (vv. 46–48). Este incidente lo hemos visto ya anteriormente y, por desgracia, nos encontraremos con él de nuevo. 1. La ambición de honores y las contiendas sobre superioridad y precedencia son algunos de los pecados que más fácilmente hacen presa en los discípulos de Cristo. Estos pecados brotan de la condición perversa y engañosa del corazón humano (v. Jer. 17:9). Quienes esperan ser grandes en este mundo aspiran a ser los mayores y no se contentan con menos; lo cual les expone a muchas tentaciones y a graves problemas, que sólo se pueden evitar contentándose con ser pequeños, más aún, con ser «el más menor», como dice Pablo según la versión literal de Efesios 3:8. 2. Jesucristo se da perfecta cuenta de los pensamientos e intenciones de nuestro corazón: «Y Jesús, viendo los pensamientos de sus corazones» (v. 47a). Los pensamientos nuestros son voces para el Señor, y nuestros susurros son como grandes gritos. 3. Cristo quiere que Sus discípulos aspiren al honor que se obtiene mediante la humildad y el servicio, no al que se alcanza por medio de la ambición malsana y siempre descontenta. Cristo «tomó un niño y lo puso junto a sí» (v. 47a), pues Él siempre mostró ternura y amabilidad con los niños, y les enseñó: (A) Que la infancia espiritual es el medio de llegar a la verdadera grandeza: «El que es más pequeño entre todos vosotros, ése es grande» (v. 48b). Se ha dicho muy bien que la mayor grandeza es la grandeza del servicio, y así lo mostró el Señor con Su ejemplo (Mt. 20:28), y sólo puede servir el que se humilla haciéndose siervo de los demás (v. Gá. 5:13; Fil. 2:35). «Servir para algo» es equivalente de «ser útil para algo». (B) Que los que aman a Cristo han de humillarse como los pequeñuelos y han de recibir a los pequeñuelos como a Él, puesto que a Él se parecen; Cristo está pronto a recibir como hecho a Él mismo lo que a esos pequeñuelos se haga: «Cualquiera que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe, y cualquiera que me reciba a mí, recibe al que me envió» (v. 48a). ¿Y qué mayor honor se puede alcanzar en este mundo que recibir a Dios en Cristo y ser amablemente acogidos por Él? IV. A continuación, tenemos otra reprensión que el Señor hizo a los discípulos por desanimar a uno que le honraba y servía, aunque no formaba parte del grupo de los Doce, pero había creído en Jesús y hacía buen uso de Su nombre, con fe y oración, para expulsar demonios. A este hombre, los discípulos le habían prohibido hablar y obrar en nombre de Jesús porque no era del grupo, aunque lo que él hacía redundaba en honor y servicio del Señor. «Jesús les dijo: No se lo prohibáis (v. 50), sino, más bien, deberíais animarle, pues está ocupado en la misma empresa que vosotros, ya se encontrará con vosotros al final de la jornada, aun cuando no vaya con vosotros por el mismo camino, porque el que no está contra vosotros, está de vuestra parte». En Marcos 9:40, el Señor se expresa en primera persona del plural, pero la frase es equivalente, pues Cristo se identifica con los Suyos (v. Hch. 9:5). No tenemos por qué perder amigos, cuando tenemos tan pocos, y tantos enemigos. ¡Cómo se repite este pecado en todos los tiempos! Un necio exclusivismo de parte de quienes habrían de dar al mundo ejemplo de unidad (v. Jn. 17:21), sólo sirve para la proliferación de «denominaciones» y para contentamiento de quienes se creen los únicos «perfectos» en ortodoxia u ortopraxis. ¿Cómo vamos a ganar almas para el Evangelio, si presentamos unas comunidades tan divididas entre sí, que los aturdidos oyentes no saben con frecuencia adónde acudir ni a qué carta quedarse en materia tan importante como es la salvación eterna? Versículos 51–56 La porción que sigue no se halla en los otros evangelistas, sino, solamente en Lucas. En ella tenemos un ejemplo del talante inquisitorial que tantos imitadores había de tener a lo largo de la historia de la Iglesia. Cristo lo reprobó, puesto que el espíritu de fanatismo y de persecución es directamente contrario al espíritu de Cristo. I. Vemos primero la firme determinación del Señor Jesús de proseguir impávido la gran obra de nuestra redención y salvación: «Cuando se estaba cumpliendo el tiempo (lit.) en que había de ser recibido arriba, afirmó su rostro (es decir, resolvió con toda firmeza) para ir a Jerusalén» (v. 51). Había una «hora» fijada para los padecimientos y la muerte del Señor Jesús, y Él sabía muy bien cuándo había de llegar esa «hora» (v. Mt. 26:45; Lc. 22:53; Jn. 7:30; 8:20; 12:23, 27). Fue precisamente en esa «hora» cuando se dispuso a aparecer más en público y a estar más ocupado, al saber que le quedaba poco tiempo en este mundo. Pero cuando miró hacia Sus inminentes padecimientos y muerte, miró también a través de ellos y más allá de ellos, a la gloria que había de seguirse, pues había de ser recibido arriba en gloria (comp. con 1 Ti. 3:16; He. 12:2). Todo creyente habría de forjarse la misma noción acerca de la muerte como de un acontecimiento que consiste en ser recibido arriba, donde el Señor Jesús está. Con el prospecto del gozo puesto delante de Él, afianzó su rostro en dirección a Jerusalén, donde había de morir. La frase expresa una firme determinación frente al impedimento que la debilidad de la carne propia o la disuasión por parte de otros pudiese ponerle en el camino hacia el sacrificio de Su propia vida. No se desanimó, sino que marchó decidido, animado y gozoso, al saber que no sería derribado abajo, sino recibido arriba. ¡Cómo debería avergonzarnos esta determinación de Jesús, a nosotros que tan cobardes somos para sufrir por Cristo, y aun para servir fielmente a Cristo! II. En contraste con esta disposición de Jesús, vemos la ruda y hostil actitud de los samaritanos de cierta aldea, los cuales no se dignaron recibirle (vv. 52 y ss.). Veamos: 1. Cuán cortés se portó Él con estos samaritanos, pues «envió mensajeros delante de Él» (v. 52), los cuales entraron en la aldea «para hacerle preparativos», es decir, alojamiento para Jesús y para los discípulos. ¿Por qué no le recibieron estos samaritanos que, dos años antes, tan favorablemente le habían acogido? (v. Jn. 4:39–42). Lucas lo expresa concisamente en una frase que viene a decir: «Se transparentaba en su rostro que Su intención era continuar viaje hasta Jerusalén». Esto les pareció una ofensa a quienes creían que el centro legítimo del culto a Jehová era el Gerizim y no Jerusalén; se acercaba la gran festividad de los judíos, pero Jesús no parecía tener intención de quedarse con ellos, sino de proseguir el viaje a la ciudad de los judíos, con quienes los samaritanos no se trataban (v. Jn. 4:9). 2. Cuán descortés fue esta actitud por parte de los samaritanos. No quisieron recibir al Salvador (v. Jn. 1:11). Habría sido la mayor bendición otorgada a dicha aldea y, sin embargo, no le permitieron ni pasar por ella. ¡Hasta qué punto los resentimientos raciales, y aun regionales, impiden recibir las bendiciones celestiales! III. El resentimiento que Jacobo y Juan sufrieron por esta afrenta (v. 54). Cuando estos discípulos se enteraron de la actitud de los habitantes de aquella aldea, se inflamaron de tal modo, que sólo con el destino que tuvieron Sodoma y Gomorra se habrían quedado satisfechos. 1. Había algo de recomendable en esta actitud, pues mostraban: (A) Gran confianza en el poder que habían recibido del Maestro, pues estaban seguros de que, al imperio de la palabra de ellos, podía descender fuego del cielo: «¿Quieres que mandemos que descienda fuego del cielo?» (B) Un gran celo por el honor de su Maestro, ya que tomaron muy a mal que a quien pasaba por todas partes haciendo el bien y siendo bien acogido por todos, le fuese negada la libertad de paso por una banda de miserables samaritanos. (C) Entera sumisión, a pesar de todo, a la voluntad del Maestro, pues no se ofrecen a llevar a cabo tal cosa sin el consentimiento de Jesús: «Señor, ¿quieres …?» (D) Una velada alusión al ejemplo de los profetas que les habían precedido: Querían hacer lo mismo que hizo Elías, al pensar que tal precedente garantizaría el éxito de la acción; así de inclinados somos a imitar inoportunamente los ejemplos de los santos hombres de Dios. 2. Sin embargo, había también mucho de censurable en esa actitud de los discípulos, porque: (A) Esta no era la primera vez en que el Señor Jesús sufría la afrenta de muchos, y, con todo, nunca había invocado el castigo de Dios sobre ninguno, sino que había recibido la injuria con toda paciencia. (B) Éstos eran samaritanos, de quienes no podían esperarse cosas mejores, y quizás habían oído que Cristo había prohibido a Sus discípulos entrar en las ciudades de los samaritanos (Mt. 10:5) y, por tanto, no estaba tan mal en ellos como en otros que conocían más del Señor. (C) Quizá fueron sólo unos pocos de la ciudad los que respondieron de esta manera tan ruda, pues quién sabe si no habría muchos en la ciudad que le habrían recibido con agrado o le habrían salido al encuentro. (D) El Maestro nunca había pedido que descendiera fuego del cielo. Jacobo y Juan eran los dos discípulos a quienes Jesús había puesto por sobrenombre «boanerges» = «hijos del trueno» (Mr. 3:17), ¿y no les bastaba esto, sino que también querían ser «hijos del rayo»? (E) El ejemplo de Elías no venía al caso, pues Elías fue enviado a desplegar los terrores de la Ley, mientras que ahora se inauguraba la era del Evangelio, a la cual no le cuadraba el alarde de venganza de la justicia divina. IV. La reprensión que Jesús dio a Jacobo y a Juan (v. 55): «Entonces, volviéndose Él, les reprendió», pues el Señor a quienes ama reprende y castiga, especialmente cuando hacen algo inconveniente bajo la capa de religión y de celo por Él. 1. Les muestra el error en que están: «Vosotros no sabéis de qué espíritu sois» (v. 55b): (A) «No os dais cuenta de la cantidad de orgullo, pasión y venganza personal en esa actitud, cubierta bajo la pretensión de celo por vuestro Maestro». Muchas personas que se enfurecen por la actitud indiferente o antirreligiosa de sus prójimos, no se percatan de la corrupción que albergan en su propio corazón. (B) «No consideráis de qué espíritu deberíais ser. De seguro que todavía tenéis que aprender cuál es el espíritu de Jesús. ¿No se os ha enseñado a amar a vuestros enemigos y a bendecir a los que os maldicen? ¿No deberíais pedir del Cielo gracia, más bien que fuego? Estáis ya en la época del amor, de la libertad y de la gracia, que fue proclamada con el anuncio de paz en la tierra, buena voluntad para con los hombres.» 2. Les muestra el objetivo general y el tenor dominante del Evangelio (v. 56): «Porque el Hijo del Hombre no ha venido para destruir las almas de los hombres, sino para salvarlas». Jesús quería que sus enseñanzas se propagaran mediante el amor y la suave incitación, y mediante todo aquello que anima y estimula, no con fuego y espada; con milagros de sanaciones, no con plagas de destrucción como fue sacado Israel de Egipto. Cristo vino para acabar con las enemistades, no para fomentarlas; no sólo vino a salvar las almas de los hombres, sino también sus vidas. Jesús quería que Sus discípulos hicieran el bien a todos y que a nadie hicieran daño; que atrajeran a los hombres a la Iglesia con cuerdas humanas y con ataduras de amor, no por medio de la coacción y del terror. V. Su retirada de aquella aldea: «Y se fueron a otra aldea» (v. 56b). El Señor Jesucristo, no sólo no castigó a los samaritanos aquellos por su rudeza y descortesía, sino que se marchó quieta y pacíficamente a otra aldea, donde la gente no fuese tan hostil. Con esto nos enseñaba a no desanimarnos por el mal recibimiento que podamos tener en algún lugar, sino a buscar otro lugar donde nuestra labor tenga mejor acogida. Versículos 57–62 Referencia de tres distintos hombres que se ofrecieron a seguir a Cristo: I. El primero parece completamente dispuesto a seguir a Cristo inmediatamente, pero muy a la ligera y sin haberse sentado antes a calcular el costo. 1. Le hace a Cristo una promesa incondicional: «Señor, te seguiré adondequiera que vayas» (v. 57). Ésta debería ser, por cierto, la resolución de cuantos son verdaderos discípulos de Cristo, como los de Apocalipsis 14:4 «que siguen al Cordero por dondequiera que va». 2. Cristo le hace una seria advertencia, si es que quiere seguirle, para que no se prometa demasiadas cosas buenas en este mundo al ser discípulo de quien vivió siempre de prestado: «El Hijo del Hombre no tiene donde recostar la cabeza» (v. 58). Con esto, podemos ver: (A) La condición tan pobre en que el Señor Jesucristo vivió en su paso por este mundo. No sólo no disfrutó de los deleites y de las comodidades de los príncipes de este mundo, sino que careció aun de las necesarias comodidades de las que hasta las zorras y los pájaros disfrutan. El que creó los cielos y la tierra no tuvo casa de su propiedad ni lecho propio donde acostarse. Se llama a Sí mismo Hijo del Hombre, no sólo como título mesiánico sino también como descendiente de Adán y que por tanto, participó de lo mismo que nosotros: de carne y sangre (He. 2:14). Se gloría así en Su estado de humillación en el que condescendió a nuestro nivel humano, pero sin pecado; con ello, nos muestra también Su amor a nosotros, y el desprecio en que tenía todas las cosas de este mundo, enseñándonos así a que también nosotros tengamos el corazón desapegado de las cosas de abajo y a que suspiremos por las cosas de arriba (v. Col. 3:1–3). Cristo, pobre, santificó la pobreza y endulzó así la condición pobre de los Suyos. (B) La condición que exige de quienes estén dispuestos a ser Sus discípulos. Si de veras nos proponemos seguir a Cristo, no hemos de poner empeño en poseer muchas cosas de este mundo, sino que hemos de estar dispuestos a dejarlo y a perderlo todo por seguirle; a pasar frío y calor; a vivir sin comodidades y con desprecios; si no estamos dispuestos a todo esto, mejor es que no pretendamos seguir a Cristo. Por lo que se deduce del texto sagrado, parece que este hombre, ante tal anuncio, se volvió atrás; pero todo aquel que se percate de lo que es Jesucristo, y la vida eterna con Él, no dudará en arrostrar todas las dificultades con tal de seguirle. II. El segundo no se ofrece primero, sino que es llamado por el Señor a seguirle: «Y dijo a otro: Sígueme» (v. 59). Éste no se arredró ante las dificultades, pero le puso plazo para comenzar a seguirle: «Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre». Vemos, pues: 1. La excusa que dio para no seguir a Jesús de inmediato, dando a entender que su padre era ya muy viejo, y que quizás estaba enfermo y le necesitaba junto a sí; tan pronto como su padre se muriera, le seguiría. Aquí podemos ver tres tentaciones: (A) La de descansar en una promesa de discipulado a largo plazo, a fin de no comprometernos demasiado pronto. (B) La de diferir el cumplimiento de lo que sabemos muy bien que es nuestro deber; dar largas al asunto y dejar siempre para un mañana incierto lo que necesita una resolución urgente en el día de hoy (v. 2 Co. 6:12). (C) La de pensar que nuestros deberes para con los de nuestra familia nos excusan de cumplir las obligaciones que tenemos con el Señor. Lo primero que hemos de pensar y buscar es el reino de Dios y su justicia (Mt. 6:33). 2. La respuesta de Cristo a tal excusa (v. 60): «Deja que los muertos entierren a sus muertos, y tú ve, y anuncia por doquier el reino de Dios». No significa esto que Cristo desee que los creyentes y los ministros de la Palabra se despojen del afecto natural a sus familiares, sino que no pongan como excusa para no seguir al Señor el afecto que deben a sus padres y demás familiares. Si el familiar más íntimo que tengamos se cruza en nuestro camino para impedirnos seguir a Cristo, es necesario que nos armemos del celo y coraje necesarios para olvidar al padre y a la madre antes que desobedecer el llamamiento del Señor. III. Finalmente, tenemos un tercero que está dispuesto a seguir a Cristo, pero pide un poco de tiempo para ir a despedirse de sus familiares y amigos. Veamos: 1. La condición que pone al Señor para seguirle: «Te seguiré, Señor; pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa» (v. 61). Hay quienes entienden la frase del original en el sentido, no de despedirse de sus familiares, sino de poner en orden los asuntos de su casa, y parece ser que el griego admite también este sentido. En todo caso, la actitud de este hombre muestra: (A) Que veía en el seguimiento de Cristo algo peligroso o melancólico, cuando quería despedirse de los suyos; como quien se va a morir y dice adiós a todas sus cosas; cuando en el seguimiento de Cristo debería haber visto el consuelo y las innumerables bendiciones que tal seguimiento comporta. Cuando al difunto doctor M. Lloyd-Jones le expresaba alguien su admiración por haber renunciado a su brillante carrera de médico para dedicarse a la predicación del Evangelio, solía contestar: «No, yo no he tenido que renunciar a nada, sino que lo he recibido todo». (B) Que parecía tener el corazón demasiado apegado a las cosas temporales y la mente demasiado preocupada con los negocios del mundo, lo cual le impedía seguir a Cristo con toda prontitud y alegría. (C) Que estaba dispuesto a entrar en una grave tentación al ir a despedirse de las personas y de las cosas de su casa, pues era muy probable que sus familiares, en lugar de animarle a seguir a Jesús, le pusieran todos los inconvenientes imaginables para que no llevase a cabo su propósito, y le rogarían con encarecimiento que no se marchase de casa. Quienes de veras están resueltos a seguir al Redentor, no deben pararse a conversar demasiado con el tentador. 2. La reprensión que Cristo le dio por pedir esta dilación: «Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios» (v. 62). Cuando un labrador está arando un campo no debe mirar hacia atrás, sino hacia delante; de lo contrario el surco le saldrá torcido y el suelo que está arando no quedará a punto para una siembra con orden y concierto. De la misma manera, quien vuelve la vista atrás, después de emprender el seguimiento del Señor, no es apto para sembrar la semilla del Evangelio, porque el que no sabe arar, tampoco sabrá sembrar; y el que continuamente vuelve los ojos atrás, pronto volverá también los pies y se apartará del camino recto. Pablo no se comportaba de esta manera, sino que «olvidando lo que quedaba atrás y extendiéndose a lo que estaba delante, proseguía a la meta» (Fil. 3:13–14). CAPÍTULO 10 En este capítulo, vemos que el Señor, después de haber enviado a los Doce a predicar, envía ahora a otros setenta discípulos con la misma comisión. Vemos también el informe que le dan a su regreso y el discurso que Jesús les dirige. Tenemos después la conversación de Jesús con un intérprete de la Ley, lo que da ocasión al Señor para exponer la parábola del Buen Samaritano. Finaliza el capítulo con un episodio en casa de las hermanas de Lázaro. Versículos 1–16 Envío de los setenta discípulos de dos en dos. Los otros evangelistas no mencionan esta porción; pero las instrucciones que Jesús les da son muy parecidas a las que había dado a los Doce. I. Vemos primero su número: Eran setenta. Así como al escoger a los Doce, parece ser que Cristo tenía la mira puesta en los doce patriarcas de Israel, las doce tribus y los doce jefes de esas tribus, así también ahora parece que tiene la mira puesta en los setenta ancianos de Israel. 1. Es un gozo el hallar que Cristo tenía tantos seguidores aptos para ser enviados; su labor no había sido totalmente en vano, aunque había encontrado mucha oposición. Estos setenta aun cuando no le seguían tan de cerca ni tan continuamente como los Doce, eran, sin embargo, alumnos constantes de Sus enseñanzas y testigos de Sus milagros, y creían en Él. Estos setenta son aquellos de los que Pedro dijo: «hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros» (Hch. 1:21) y eran parte de los ciento veinte aludidos en Hechos 1:15. Podemos suponer que muchos de los que acompañaban a los Apóstoles, y que se mencionan en Hechos y en las Epístolas, eran de estos setenta discípulos. 2. También es un gozo hallar que había trabajo suficiente para tantos obreros, audiencia para tantos predicadores; así comenzó a crecer el grano de mostaza, y a difundirse el sabor de la levadura. II. Vemos después la tarea que desempeñaron. Los envió de dos en dos para que se animasen y ayudasen mutuamente el uno al otro. Y los envió, no a todas las ciudades de Israel, como había enviado a los Doce, sino «a toda ciudad y lugar adonde Él había de ir» (v. 1), como heraldos Suyos. Dos cosas se les encomendó que hiciesen: las mismas que Cristo hacía dondequiera que iba: 1. Habían de sanar a los enfermos (v. 9); sanarlos, por supuesto, en el nombre de Jesús (comp. con v. 17), lo cual haría que la gente anhelase ver al Señor y estar dispuesta a recibir con gozo a Alguien cuyo nombre era tan poderoso. 2. Habían de anunciar: «Se ha acercado a vosotros el reino de Dios» (vv. 9, 11). Es menester ser receptivos a las bendiciones y a las oportunidades que Dios nos otorga, para que así podamos sacar beneficio de ellas. Cuando el reino de Dios se acerca a nosotros es preciso estar alerta para salirle al encuentro. III. Las instrucciones que les da: 1. Deben ejercitarse en la oración, conscientes de las necesidades de las almas (v. 2). Deben mirar a su alrededor y ver que la mies es mucha; habría mucho trigo pronto para echarse a perder por falta de manos que se interesaran por la cosecha. Debían percatarse igualmente de que los obreros son pocos. Es cosa común entre los comerciantes no preocuparse por saber cuántos hay de su oficio, pero Cristo quería que los trabajadores de Su viña orasen para que se les uniesen más compañeros de trabajo; deben anhelar recibir esta comisión de parte del Señor, y anhelar también que Dios envíe a otros muchos con la misma comisión que a ellos les encomendó el Señor; porque, si es Dios quien les envía, reciben una nueva seguridad de que Dios va también con ellos mismos y hará que fructifiquen sus labores. 2. No han de sorprenderse de encontrar oposición y persecución: «Id; he aquí que yo os envío como corderos en medio de lobos» (v. 3). Como si dijese: «Vuestros enemigos serán como lobos, feroces enemigos; pero vosotros debéis ser como corderos, mansos y pacientes, aunque seáis presa fácil para ellos». Habría sido, en verdad, extremadamente duro y difícil ser enviados así como corderos en medio de lobos, si no hubieran sido revestidos del espíritu y de la valentía de Jesús. 3. No deben llevar demasiado bagaje, como si emprendieran un largo viaje, sino depender de Dios y de los amigos para su provisión: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado» (v. 4). Ni bolsa para llevar dinero, ni alforja para llevar provisiones y ropa de repuesto ni calzado de repuesto (comp. con 9:3). Tampoco deben saludar a nadie por el camino, teniendo en cuenta lo prolijo de los saludos de los orientales, pues así han de mostrar: (A) que tienen prisa por cumplir su misión y no han de ser demorados con innecesarios cumplidos y prolijos saludos. (B) Que van como hombres acuciados por una tarea urgente e importante, pues tiene que ver con las cosas de arriba (v. Col. 3:1) y, por tanto, no deben dejarse atrapar en asuntos de orden temporal, (C) que deben caminar con seriedad, sin deseos de entretenimiento. 4. Que deben mostrar, no sólo su buena voluntad, sino la buena voluntad de Dios, con un saludo que incluye todas las bendiciones celestiales (vv. 5–6): (A) El encargo que les hace es que «en cualquier casa donde entren, digan primeramente: Paz a esta casa». Vemos, pues: (a) que se supone que han de entrar en casas particulares, ya que, no siéndoles permitido entrar en las sinagogas, se veían forzados a predicar donde tuviesen libertad para hacerlo. Y, al ser obligados a confinar su predicación a las casas, allá habían de llevar el Evangelio. La Iglesia de Cristo se reunía con frecuencia en las casas (v. Hch. 2:46). (b) Habían de saludar primero, diciendo: «Paz a esta casa». No debían saludar a nadie por el camino por vía de cumplido, pero habían de saludar en las casas con la seriedad y la verdad que exigía el mensaje que iban a proclamar. Los ministros del Señor han de marchar por el mundo y proclamar, en nombre del Salvador, paz en la tierra, buena voluntad de Dios hacia los hombres, e invitar a todos a que vengan para beneficiarse de los frutos de la paz, recordándoles igualmente que la paz es fruto de la justicia (v. Is. 32:17). Hemos de orar también por la paz, no sólo de Jerusalén (Sal. 122:6), sino de todo el mundo (v. 1 Ti. 2:2). (B) El resultado sería muy diferente, según las diversas disposiciones de los destinatarios del mensaje. Si los de la casa fuesen receptivos a la paz, «hijos de paz», bien inclinados a recibir el mensaje del Evangelio, «la paz reposaría sobre ellos»; allí habrá paz, porque las oraciones serán oídas y las promesas serán confirmadas. Pero habrá otros mal dispuestos para la paz, que rechazarán el mensaje del Evangelio; en éstos no reposará la paz, sino que se volverá con los que la proclaman, es decir, «lo mismo que un objeto que es rehusado y devuelto a los dadores para que ellos lo entreguen en otra parte» (Lenski). Las bendiciones del Evangelio que hemos de predicar, cuando son rechazadas se vuelven a nosotros para que las disfrutemos y las compartamos con otros que las aprecien como se merecen, con quienes sean «hijos de paz». 5. Deben recibir con agrado las muestras de amabilidad de quienes les den la bienvenida en sus casas (vv. 7–8): «Quienes reciban vuestro mensaje, os recibirán también a vosotros y os proveerán de lo necesario para el sustento diario». Por tanto: (A) «No seáis tímidos; no sospechéis que la acogida que se os hace no es cordial ni que vais a ser una carga en aquella casa, sino tened allí plena libertad, «comiendo y bebiendo lo que tengan» (o «lo que os den»), porque no es un acto de caridad, sino de justicia, «pues el obrero es digno de su salario». (B) «No seáis raros ni delicados en vuestra dieta en esos casos, sino «comed lo que os pongan delante» (v. 8). «Sed agradecidos por lo que os den y contentaos con alimentos sencillos, aun cuando no estén delicadamente aderezados.» No va bien con los ministros del Señor el ser glotones y demasiado amigos de laminerías. El Señor parece referirse en este versículo a las tradiciones rabínicas sobre los alimentos y, da por supuesto que en las ciudades a las que los discípulos van habrá mezcla de judíos y gentiles, no tienen por qué preguntar por causa de conciencia, sino comer lo que les pongan, sin poner reparos sobre si el alimento es limpio o común. «El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo» (Ro. 14:17). 6. Deben igualmente denunciar a quienes no les reciban, y proclamar contra ellos los juicios de Dios: «Si entráis en una ciudad, y no os reciben, salid de allí» (v. 10). «Si no os dan la bienvenida en las casas, denunciadlo por las calles.» Como había dicho a los Doce (9:5), también a ellos les ordena decir: «Aun el polvo de vuestra ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos contra vosotros» (v. 11). «No nos llevamos nada de vosotros, sino sacudimos hasta el polvo contra vosotros, para que este polvo pueda ser testigo de que os predicamos el Evangelio de la paz y lo rechazasteis; empero, sabed esto: que el reino de Dios se ha acercado, así que no tenéis excusa» (comp. con Jn. 12:48). Cuanto más clara y benévola es la oferta de gracia, tanto mayor responsabilidad comporta para el que la rechaza: «Os digo que en aquel día (v. Abd. 8) será más tolerable el castigo para Sodoma, que para aquella ciudad» (v. 12). Grande fue la culpa de Sodoma y Gomorra ante el testimonio del justo Lot, pero rechazar la gracia del Evangelio es un crimen más horrible. Con esta oportunidad, Lucas repite: (A) El castigo particular que Cristo anunció contra las ciudades en las que había obrado la mayoría de Sus milagros (v. Mt. 11:20) y ss.), puesto que (a) habían disfrutado de mayores privilegios. En especial, Capernaúm había tenido al alcance de la mano tantas y tan palpables gracias, que había sido levantada hasta los cielos (v. 15). ¡Tan cerca del Cielo, y tan lejos de entrar en él! ¡No hay peor cosa que llegar a ser «casi cristiano»! (Hch. 26:28). Cuanto mayor es la gracia, tanto más grave es rechazarla. (b) El propósito de Dios acerca de estas ciudades era llevarlas al arrepentimiento, exteriorizado en el «sentarse en cilicio» (es decir, vestido de saco o paño burdo) y en ceniza». (c) Pero ellas no aceptaron el designio de Dios, y recibieron en vano la gracia de Dios, con lo que se implica que no se arrepintieron, no dieron el fruto que habría de corresponder a los favores recibidos. (d) Había razón para suponer que, si Cristo hubiese predicado y hecho milagros en las ciudades paganas de Tiro y Sidón, el arrepentimiento de estas ciudades habría sido rápido («hace tiempo») y profundo («sentadas en cilicio y ceniza»). (e) El destino de quienes rechazan la gracia de Dios será funesto y fatal: «no juzgándose dignos de la vida eterna» (v. Hch. 13:46), irán al castigo eterno: «hasta el Hades serás abatida» (v. 15, comp. con Mt. 25:46, pues no hay duda de que el «Hades» significa aquí el Infierno). (f) En el día del Juicio Final, la sentencia de condenación de Sodoma y Gomorra será más tolerable que la de esas ciudades, puesto que a mayor pecado corresponde mayor castigo. (B) La regla que Cristo establece en cuanto a los que escuchan el mensaje del Evangelio de boca de los ministros de Dios: Es como si lo escuchasen de labios del mismo Cristo: «El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (v. 16). Dice Lenski: «Esta es una ecuación doble: vosotros = mí; mí = el que me envió (como en 9:48). Esto es enteramente cierto, porque tales mensajeros dicen lo que Jesús les ordena decir, y Jesús dice lo que el Enviador le comisionó que dijera. Naturalmente que este dicho ordena decir “no” a quienes alteran la Palabra en alguna forma». Ésta es una advertencia importante. Sólo cuando el predicador habla conforme «a la ley y al testimonio» (Is. 8:20) es digno de crédito, tanto como lo sea la Palabra de Dios, de lo contrario, no hay autoridad eclesiástica, por alta que se la suponga, que pueda imponer su enseñanza, si ésta es contraria a la Palabra de Dios. Si los judíos de Berea son llamados «más nobles que los de Tesalónica», cuando «escudriñaban cada día las Escrituras para ver si estas cosas (¡las que Pablo y Silas predicaban!) eran así» (Hch. 17:11); es decir, como ellos proclamaban, ¿cómo podrá obligarse a un creyente a creer algo claramente contrario a la Palabra de Dios, por el hecho de que lo imponga un «jerarca»? Otra cosa muy distinta es que un cristiano individual, por muy experto que se crea en la Palabra, insista en oponerse a lo que la iglesia entera cree y ha creído como expresión segura de la divina revelación. Versículos 17–24 I. Informe que los setenta discípulos dieron a Jesús del éxito de su expedición: «Volvieron los setenta con gozo» (v. 17), no se quejaban de las fatigas del viaje, sino que se regocijaban del completo éxito que habían tenido, especialmente en la expulsión de espíritus inmundos: «Señor, aun los demonios se nos someten en tu nombre». Como vemos, le dan a Jesús la gloria: «en tu nombre». Todas las victorias que obtenemos contra Satanás, se deben al poder derivado de nuestro Señor Jesucristo. Es en su nombre, como hemos de entrar en liza con el adversario de nuestras almas; y toda obra y victoria conseguida en ese nombre, debe resultar en gratitud y alabanza a ese nombre. Nótese cómo hablan de ello en tono de gran exultación: «aun los demonios se nos someten». Si los demonios se nos someten en virtud del nombre de Jesús, ¿qué hemos de temer mientras acudamos a la fuente de donde nos viene el poder? II. Cómo recibió Jesús este informe: 1. Confirma lo que ellos le cuentan sobre el poder que habían ejercido sobre los demonios: «Y les dijo: Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo» (v. 18). En efecto, el poder que los setenta tuvieron contra los demonios era una prueba de que el poder de Satanás, el príncipe de los demonios, había sido quebrantado (comp. con 11:14–22). Satanás y su reino caían ante la predicación del Evangelio. Caen como un rayo, es decir, súbita e irrevocablemente. El diablo cae del cielo cuando cae del trono que ocupa en el corazón de los hombres. Cristo conocía de antemano que, dondequiera fuese recibido el reino de los cielos, caería el reino de Satanás. Pero fue en la Cruz donde Cristo asestó a Satanás el golpe mortal (v. Jn. 12:31–33). 2. Repite, ratifica y amplía la comisión que les había dado: «Mirad que os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os dañará» (v. 19). Ellos habían usado eficazmente el poder de Jesús contra Satanás, y ahora les inviste de un poder todavía mayor: (A) Un poder ofensivo contra el mal, contra serpientes y escorpiones, conocidos por su ponzoña letal y símbolos de los demonios y espíritus malignos, «la serpiente antigua» de Génesis 3:1 y siguientes y Apocalipsis 12:9 (comp. con Sal. 91:13–14; Ro. 16:20). Este versículo arroja una luz tremenda sobre Marcos 16:17–18, aunque las referencias de nuestras versiones no los conecten, lo cual es una pena. (B) Un poder defensivo: «Nada os dañará». Aquí vemos una promesa, cuya extensión y explicitación consoladora hallamos en Romanos 8:28, donde todas las cosas, no sólo prósperas, sino también adversas, cooperan juntamente para el bien de los que aman a Dios, pues nuestro Padre amoroso lo dirige y controla todo para nuestro supremo bien, aunque muchas veces no comprendamos los caminos por los que va haciendo esa sublime tarea. 3. Con todo, quiere que dirijan su gozo a un motivo más alto: «Pero no os regocijéis únicamente de que los espíritus se os someten, sino regocijaos principalmente de que vuestros nombres están escritos en los cielos» (v. 20). Cristo puede referirse a esta inscripción de nuestros nombres en los cielos, porque es en el libro de la vida del Cordero donde están inscritos (v. Ap. 13:8; 17:8). El poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn. 1:12–13) y alcanzar así la ciudadanía en los cielos, ha de ser valorado muy por encima del poder de expulsar demonios, pues leemos en Mateo 7:21–23 de los que echan fuera demonios, pero son unos desconocidos para Cristo, y en 1 Corintios 13:1–3 de los que llegan a extremos de maravillas y aparente abnegación, pero de nada les sirve por falta de amor, mientras que «el que ama a Dios es conocido por Él» (1 Co. 8:3), y aquellos cuyos nombres están escritos en los cielos jamás perecerán (Jn. 10:28), pues son ovejas de Cristo, a las que Él ha dado vida eterna. El amor genuino es un camino más excelente que el hablar en lenguas (v. 1 Co. 12:31; 13:1). 4. A continuación, Jesús eleva al Padre una fervorosa acción de gracias (vv. 21–22). Esto lo vimos ya en Mateo 11:25–27, pero en Lucas se introduce con la frase: «En aquella misma hora, Jesús se regocijó en el Espíritu Santo». El regocijo de Cristo ante la evidencia del poder ejercido por los discípulos en Su nombre es un regocijo interior, sólido y muy sustancial, como provocado por el Espíritu Santo (comp. con Gá. 5:22) y fue movido, junto con ese regocijo, a dar gracias, alabar y reconocer al Padre, porque, así como la alabanza agradecida es el lenguaje genuino del gozo santo así también el santo regocijo es la raíz y fuente de una gratitud llena de alabanza, o de una alabanza llena de gratitud. Por dos cosas alaba y reconoce Jesús al Padre: (A) Por lo que ha sido revelado por el Padre mediante el Hijo: «Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra» (v. 21). Ahora bien, lo que es para Jesús motivo de alabanza y reconocimiento al Padre es: (a) Que los designios de Dios en cuanto a reconciliar consigo al mundo, fueron revelados a algunos hombres que fuesen idóneos para enseñarlos también a otros (v. 2 Ti. 2:2). (b) Que habían sido revelados a niños, a gente sencilla e iletrada, pero receptiva a la enseñanza del Espíritu Santo (comp. con 1 Co. 1:18– 29). Tenemos motivo para alabar y dar gracias a Dios, no tanto por el honor que ha conferido a niños, cuanto por el honor que ha dado a Su santo nombre al perfeccionar Su poder en la debilidad (v. 2 Co. 12:9). (c) Que, mientras estas cosas habían sido reveladas a niños sencillos, habían quedado ocultas a los sabios y entendidos como eran los filósofos griegos y los rabinos judíos. Para éstos, el Evangelio era locura y escándalo; por eso, no estaban dispuestos para recibir estas cosas ni ser comisionados para proclamarlas a otros. Pablo había sido instruido entre los sabios y entendidos pero cuando se convirtió al Señor y fue hecho Apóstol, llegó a ser como niño en Cristo y no quiso saber otra cosa que a Cristo, y a éste crucificado (1 Co. 2:2, 4). (d) Que Dios obró así en función de Su perfecta y santa soberanía: «Sí, Padre, porque así fue de tu agrado». Si Dios se complace en otorgar Su gracia y el conocimiento de Su Hijo a quienes parecen ser los menos indicados según el criterio de los hombres, y negárselos a quienes nosotros pensaríamos que podrían desempeñar con mayor brillantez y éxito el ministerio de la proclamación del Evangelio, hemos de someternos al criterio de Dios, que está infinitamente por encima del nuestro (Is. 55:89). Dios escoge encomendar la predicación del Evangelio en manos de quienes, con el poder divino, podrán mover los corazones a la fe y al arrepentimiento, más bien que a quienes, con la humana habilidad, podrán solamente mover las lenguas a la admiración y alabanza de su propia oratoria (comp. con 2 Ti. 4:1–5). (B) Por la secreta comunicación entre el Padre y el Hijo (v. 22). Vemos: (a) la absoluta confianza que el Padre tiene en el Hijo: «Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre». En Cristo habitaba corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:9), y de esa plenitud habían de derivarse la gracia y la verdad de Dios (Jn. 1:14, 16–18) para todos los hijos de Dios. Jesús es el gran comisionado para todos los asuntos que pertenecen al reino de Dios; (b) la perfecta comprensión recíproca del Padre y del Hijo: «Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar (v. 22b) por medio del Espíritu Santo» (1 Co. 2:10). 5. Dijo también a los discípulos cuán felices eran ellos por habérseles revelado estas cosas (vv. 23–24). «Volviéndose a los discípulos, les dijo aparte», lo cual demuestra que otros estaban también presentes, pero que las palabras que siguen a continuación iban dirigidas solamente a los discípulos, pues a ellos les habían sido reveladas estas cosas para que ellos las proclamaran a otros. (A) Les dice: «Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo». Aunque el simple conocimiento intelectual de las cosas de Dios no salva, sí es cierto que dirige al hombre por el camino de la bienaventuranza. (B) Les declara también la ventaja de que disfrutan en comparación con los que les han precedido: «Porque os digo que muchos profetas y reyes (en Mt. 13:17 dice: “y justos”) desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que estáis oyendo, y no lo oyeron». El honor y la dicha de los santos del Nuevo Testamento excede con mucho a los del Antiguo, incluso al de los profetas y reyes. ¡Pensemos en Moisés, en Elías, en David! Lo que estos reyes y profetas conocían de la gracia de Dios en Cristo era sólo una sombra de las realidades que nos han sido reveladas en el Evangelio (v. Col. 2:17; He. 8:5; 10:1). Versículos 25–37 Conversación de Jesús con un intérprete de la ley, sobre algunos puntos de conciencia que a todos nos conciernen, y de los que necesitamos que Cristo nos suministre la información correcta. I. En efecto, para todos es de suprema importancia saber qué debemos hacer en esta vida, a fin de conseguir la vida eterna. Este intérprete de la ley le propuso a Cristo esta pregunta «para probarle» (v. 25). La conexión que Lucas establece al comienzo de esta porción: («Y he aquí que …) nos da a entender que este escriba, desconcertado por lo que acababa de oír de labios de Jesús (vv. 21–22) y teniéndose por experto en la Ley de Moisés, preguntó a Jesús con intención de ponerle a prueba: «Maestro, ¿qué he de hacer para heredar (lit. “qué haciendo, heredaré”) la vida eterna?» (v. 25b). Si Jesús le prescribía algo que no estaba en la Ley, podría ser desacreditado por añadir a la ley; y si le prescribía algo que ya estaba en la Ley, podría objetársele que Su enseñanza era superflua. La pregunta en sí era excelente, pero la intención no era buena. No es suficiente la curiosidad por conocer las cosas de Dios, si no tenemos la firme resolución de obedecer la voluntad de Dios (v. Jn. 7:17). Veamos ahora: 1. Cuán sabia fue la respuesta de Jesús, pues condujo al escriba a la fuente misma de la que éste quería servirse para poner a prueba al Señor. Notemos también que, aun cuando Jesús conocía los pensamientos y las intenciones del corazón del escriba, no le contestó con indignación, sino con paciencia y mansedumbre, como lo requería la importancia de la pregunta, no la intención con que la preguntaba. Le responde con otra pregunta: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees?» (v. 26). Cristo es un buen pedagogo, pues incita a que el alumno investigue por sí mismo. En este caso, la erudición misma que el escriba tenía acerca de la ley podía suministrarle la correcta respuesta. ¡Que practique lo que ya sabe, y no le faltará nada para poder obtener la vida eterna! Esto nos enseña a que estudiemos con ahínco la Palabra de Dios, yendo a Cristo en ella, para tener vida (v. Jn. 5:39–40). Estar bien pertrechado de la Palabra de Dios es la condición necesaria para conocer la salvación, para toda obra buena (2 Ti. 3:15, 17) para un testimonio convincente (2 Co. 2:15) y para una defensa apropiada de nuestra esperanza (1 P. 3:15). 2. El intérprete de la ley respondió correctamente a la pregunta de Jesús, al citar los dos mandamientos en que se resume toda la Ley (v. 27, comp. con Dt. 6:5 y Lv. 19:18, así como con Mt. 22:40, en el pasaje paralelo). No se refirió, como los fariseos, a las tradiciones de los ancianos, sino que se atuvo firmemente a la ley y al testimonio (Is. 8:20). Obsérvese, en el primer mandamiento, el aspecto de totalidad que comporta; no es suficiente darle a Dios una parte, aun cuando fuese la mejor parte, de nuestro corazón, de nuestra alma, de nuestras fuerzas y de nuestra mente, sino que el amor de Dios demanda todo nuestro ser. Al prójimo (a todo prójimo, no sólo al hermano en la fe) hay que amarle como a nosotros mismos (Mt. 7:12), pero a Dios hay que amarle y servirle con todo lo nuestro y por encima de todo. 3. Cristo, entonces, le tomó por la palabra «y le dijo: Bien has respondido; haz esto y vivirás» (v. 28), como si dijese: «Tu respuesta es correcta lo que necesitas es ponerla en práctica». En efecto ser «oidores (o lectores) de la palabra, sin ser hacedores de ella, es engañarse a sí mismos» (Stg. 1:22); es, en verdad, el peor de los engaños, porque es errar en «lo único necesario» (v. 42. Véase, de paso, en el comentario a este versículo, cómo el diablo engaña también a ciertos exegetas con respecto a su genuina interpretación). 4. El escriba, al oír esto, quiso justificarse a sí mismo (v. 29) pues pensó que Jesús intentaba darle a entender que él no había cumplido con lo que la Ley demandaba como lo más importante. Así que para justificarse de tal sospecha, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús responde con una parábola con la que pone al descubierto cuán lejos estaba el escriba (¿y nosotros?) de cumplir con la ley del amor. II. Examinemos de cerca, tanto esta última pregunta del intérprete de la ley como la respuesta que Jesús le da por medio de una parábola. En efecto, a todos nos interesa conocer bien quién es nuestro prójimo. El escriba no pide ninguna aclaración en cuanto al amor a Dios; pero, en cuanto al amor al prójimo estaría seguro de que había cumplido bien con esta norma, pues es probable que hubiera sido hasta entonces amable y respetuoso con todos los que le rodeaban. Obsérvese: 1. Cuán corrompida estaba la enseñanza de los maestros judíos en esta materia, pues no tenían por «prójimo» a quien no era de la nación judía; aunque viesen a un gentil en peligro de muerte, no darían un solo paso para salvarle la vida, al pensar que el mandamiento no les obligaba en este caso. 2. Cómo corrigió Cristo esta equivocada noción de «prójimo» y mostró, mediante una parábola, que cualquiera que se halle en caso de necesidad, sin importar su raza, clase social, nacionalidad, etc., debe ser tratado por nosotros como verdadero «prójimo», y que, a su vez, quien atiende a cualquiera que se halle en alguna necesidad, se comporta con él como verdadero «prójimo». Veamos, pues: (A) Primero, la parábola misma, en la que se nos presenta a un judío en circunstancias muy penosas, y a un samaritano que le socorre de la mejor manera posible. Consideremos: (a) De qué forma había sido tratado este pobre hombre por sus enemigos: «Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto» (v. 30). La inhumanidad de estos ladrones se echa de ver en que no se contentaron con robar al pobre hombre, sino que le golpearon bárbaramente hasta dejarlo medio muerto, y luego se marcharon sin prestarle ningún socorro, abandonándole así a una muerte segura. ¡Cuántos motivos tenemos para dar gracias a Dios por habernos preservado de la violencia de ladrones y salteadores! (b) De qué forma fue tratado este hombre por quienes deberían haber sido sus amigos, los que pasaron cerca de él e hicieron la vista gorda para no prestarle ningún socorro; el uno era un sacerdote; el otro, un levita; personas que profesaban santidad, cuyos oficios les obligaban a tener compasión y ternura con los demás, y que habían enseñado a otros (¿o no?) a cumplir con la ley del amor al prójimo. Muchas de las clases sacerdotales tenían su residencia en Jericó y, en consecuencia, recorrían a menudo el camino de Jericó a Jerusalén y viceversa; y lo mismo digamos de los levitas, los cuales asistían a los sacerdotes. Ambos, el sacerdote y el levita, descendían por aquel camino y, viendo al herido, pasaban por el lado opuesto, como si aparentasen que no le habían visto. (c) De qué forma fue socorrido y ayudado este pobre hombre por un extranjero ¡un samaritano! de quien menos podía esperarse ayuda para un judío (v. Jn. 4:9). El sacerdote y el levita habían endurecido su corazón contra uno de su propia nación, pero este samaritano tuvo un corazón tierno, «fue movido a compasión», hacia un extranjero, pues vio en él, no a un judío, sino a un hombre en necesidad urgente, y, aunque él era samaritano, había aprendido a honrar a todos (1 P. 2:17), y a socorrer aun a los enemigos (Pr. 25:21–22). Pero no se limitó a tener compasión del herido, sino que «acercándose (¡qué contraste con el sacerdote y el levita, que se pasaron al otro lado!), vendó sus heridas, e hizo uso de sus propios lienzos, echándoles aceite y vino que llevaría como provisiones; le echó vino para lavar la herida, y aceite para suavizarla y cerrarla. No se contentó tampoco con esto, sino que, «poniéndole sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él» (vv. 33–34). Podemos suponer que este samaritano iba de viaje por algún asunto o negocio que tenía que solventar; sin embargo, no tuvo empacho en diferir el asunto que le llevaba a la ciudad (quizás, ofrendar en el templo), pues vio claro que el hacer misericordia era más urgente que cualquier otro asunto, incluido el ofrecer sacrificio a Dios. Además, él hubo de marchar a pie, y todavía llevó al herido a una posada y cuidó de él durante aquel día como si fuera un hijo suyo (v. 34). ¿Podía hacer más por el herido? Sí y lo hizo: «Al partir al día siguiente, sacó dos denarios (pago más que suficiente para lo que cobraban entonces los mesoneros), y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídale y todo lo que gastes de más, yo (enfático en el original) te lo abonaré cuando regrese» (v. 35). Esto es lo más que habría podido hacer un amigo íntimo o un familiar; pero quien lo hace aquí es un extranjero, un samaritano, de quien sólo habría de esperarse odio y venganza. Desde muy antiguo, se ha hecho de esta ilustración una alegoría para explicar que el herido es cada uno de nosotros, maltrechos por el pecado; el sacerdote y el levita representan a la Ley; y el Buen Samaritano es nuestro bendito Salvador, que tiene compasión de nosotros y emplea para curarnos las riquezas de Su gracia, etc. Todo esto es mucha verdad y parece muy bello, pero es totalmente ajeno al contexto en que el propio Señor lo situó, y hasta puede ser una fácil evasiva del deber que Jesús quiso subrayar (v. 1 Jn. 4:20). (B) Veamos ahora la aplicación personal de la ilustración o parábola: (a) La verdad en ella implicada la saca el Señor de la propia boca del escriba, pues le dice: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?» (v. 36), es decir, ¿quién hizo aquí el papel de «prójimo»? El intérprete de la ley, al ser judío, no se atrevió a responder: «El samaritano»; pero no tuvo más remedio que reconocer que el samaritano «al que usó de misericordia con él»; con el herido ¡que era judío! (b) Jesús, con base en esta misma respuesta, pudo entonces imprimir fuertemente en la conciencia del escriba no sólo quién era su prójimo, sino también, de quién tenía él que ser buen prójimo: «Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo» (v. 37). Si un samaritano obra bien al socorrer a un judío que se halla en apuros, ciertamente no hará bien un judío que rehúse socorrer a un samaritano que se halle en condiciones similares. «Por tanto—viene a decirle—, haz tú lo mismo que hizo el samaritano cuandoquiera se te ofrezca la oportunidad: muévete a compasión, muéstrala prácticamente a quienes estén en necesidad, y hazlo con alegría y generosidad, aunque se trate de alguien que sea un extranjero. El intérprete de la Ley pensaba que, con su pregunta, iba a poner a Jesús en un aprieto, pero el Señor le envió a aprender a la escuela de un samaritano. La lección va para cada uno de nosotros y, especialmente, para los «intérpretes de la ley». Versículos 38–42 I. Visita que Jesús hizo a las hermanas de Lázaro: «Aconteció que yendo ellos de camino (Jesús y los Doce), entró Él (Él solo, no los Apóstoles) en una aldea, y una mujer llamada María le recibió en su casa» (v. 38). Vemos, pues, que: 1. Jesús, y Él solo, como se ve claramente en el original, entró en la aldea, mientras los discípulos proseguirían su camino. Aunque Lucas no nos da el nombre de la aldea, es seguro que se trata de Betania, pues es allí donde las hermanas vivían con su hermano Lázaro, a quien tampoco se nombra aquí, porque no hace al caso en la lección del episodio. Jesús recorría ciudades y aldeas, y tanto en unas como en otras tenía amigos, lo mismo que enemigos. 2. Marta fue la que le salió a recibir (comp. con Jn. 11:20), lo que denota su temperamento activo y extravertido. Jesús amaba a esta familia (Jn. 11:5) y parece ser que les visitaba con alguna frecuencia. Por lo de «su casa», algunos autores opinan que era la esposa de Simón el leproso (comp. con Mr. 14:3); otros, que era viuda. Pero el texto no da indicios ni de lo uno ni de lo otro. Aunque por este tiempo era muy peligroso tener mucha amistad con Jesús, esta mujer (toda la familia) tenía para Jesús un aprecio tal, que no les importaba el peligro que estas visitas les pudieran acarrear. Esta buena disposición de estos amigos era, sin duda, un consuelo para Jesús, cuando eran tantos los que le rechazaban. II. La atención con que María, la hermana de Marta, escuchaba la palabra de Cristo (v. 39). 1. «Oía su palabra.» Parece ser que Jesús, tan pronto como entró en casa de Marta, se dedicó a Su gran obra de predicar el Evangelio. Un buen sermón nunca se hace malo por el mero hecho de ser predicado en una casa. Y, puesto que Cristo está presto para hablar, nosotros debemos estar prestos para oír. María se sentó para oír, lo que denota su interés en prestar atención. Su mente estaba dispuesta y su corazón estaba resuelto, no sólo a captar alguna palabra que otra, sino a recibir todo cuanto Cristo pronunciara. Si nos sentamos ahora a los pies de Cristo para oír, también nos sentaremos en breve con Él en Su trono para reinar. III. La preocupación de Marta por los quehaceres de la casa. «Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres» (v. 40), y por esta razón no estaba a los pies de Cristo como María. Las amas de casa conocen el cuidado y el afán que debe haber cuando se trata de atender a un invitado de alto rango. Obsérvese: 1. Algo digno de encomio, que no debe ser pasado por alto pues indica un gran respeto hacia el Señor Jesús. Marta se preocupaba, no precisamente por ostentación, sino por mostrar, del mejor modo posible, su afecto hacia el Maestro. Es un deber de las amas de casa atender debidamente a las faenas de la casa. La afectación exterior y el afán de comodidad son la causa de que los asuntos familiares sean tratados con negligencia o totalmente descuidados. 2. Algo digno de reprensión, porque la preocupación de Marta era excesiva. Tenía tanto interés en que el servicio material al Señor fuese espléndido, que esto le distraía de cosas más importantes. La ocupación es prudente y obligatoria, pero la preocupación es necia y hasta pecaminosa, pues denota agitación interior y falta de confianza en la providencia de Dios. Si hubiese disminuido algo del «mucho servicio» (lit.), pronto habría estado a los pies de Jesús como su hermana. IV. La queja de Marta a Jesús acerca de la actitud de su hermana: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje servir sola? Dile, pues, que me ayude» (v. 40b). Aquí podemos ver: 1. Que este modo de hablar de Marta mostraba su exceso de preocupación por las cosas materiales. Este exceso de preocupación sobre cosas del mundo es con frecuencia la causa de disturbios familiares y de contiendas entre parientes. Al estar enfadada con su hermana Marta apelaba a Cristo con el deseo de que también Jesús estuviese de acuerdo con ella y justificase su enfado. Es como si deseara que todos, tanto su hermana como Jesús, participaran de su preocupación. La disposición constante a apelar a Dios no significa que la persona tenga siempre razón; por consiguiente, hemos de estar sobre aviso, no sea que en algún momento esperemos que Cristo tenga por buenas nuestras querellas injustas e infundadas. Cuando Dios nos impone alguna carga, hemos de echar toda nuestra preocupación sobre Él (v. 1 P. 5:7), pero no las necias preocupaciones que nosotros mismos nos creamos. 2. Que este modo de hablar mostraba también un gran desprecio de la piedad y devoción de María. En vez de recibir alabanza de Marta por su actitud piadosa, María recibe reproche. Y no sólo María, sino el mismo Señor es también implicado en el reproche de Marta. No es un caso raro el que quienes son celosos por las cosas de Dios encuentren, no sólo oposición de parte de sus enemigos, sino también reproche y censura de parte de sus amigos y familiares. V. La reprensión que Jesús dio a Marta por su excesiva preocupación: «Marta, Marta, estás preocupada y acongojada con muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria» (vv. 41–42). Vemos: 1. Que Jesús, a pesar de ser el huésped de Marta, la reprende: «Yo reprendo y corrijo a todos los que amo» (Ap. 3:19). Los más amados de Cristo, si hacen algo impropio, pronto escucharán Su voz de reproche. 2. Que, al reprender a Marta, Jesús la llamó dos veces por su nombre. Siete veces ocurre esto en las Escrituras, cuatro veces en el Antiguo Testamento (Gn. 22:11; 46:2; Éx. 3:4; 1 S. 3:10) y tres en el Nuevo (Lc. 10:41; 22:31; Hch. 9:4); y siempre va acompañada de un mensaje solemne dicha repetición. Aquí indica la justa y honda preocupación de Jesús por la injusta y excesiva preocupación de Marta, ya que tal actitud de Marta no era buena para su salud espiritual. Quienes se dejan atrapar por los cuidados de esta vida, difícilmente se dejan desligar de tal peligro. 3. Que Cristo reprocha a Marta, no sólo por la intensidad de su afán («estás preocupada y acongojada»), sino también por la extensión de su afán («con muchas cosas»). ¡Pobre Marta! La excesiva preocupación le ocasiona congoja, y la congoja le ocasiona enfado y mal humor. Un poco menos de servicio habría sido mucho mejor para la paz de su alma. Por desgracia, es un defecto común de los discípulos de Cristo el afán desordenado de activismo, tanto con respecto a cosas materiales como a las cosas mismas del Señor. El precio que pagan por ello es, a veces, muy alto, puesto que dañan su propia salud física y mental, con lo que se incapacitan para servir al Señor y a los hermanos como es debido. 4. Lo que agravaba el pecado y la necedad de Marta es que «sólo una cosa es necesaria» (v. 42). Lo único necesario no es «un solo plato», como algunos opinan sin razón alguna, sino precisamente lo que María había escogido: sentarse a los pies de Cristo para escuchar Su palabra. La comunión con el Señor es lo único necesario, sin lo cual nada hay suficiente. Las «muchas cosas» tienden a dividir el corazón, mientras que la piedad tiene un poder unificante. El caso es que las muchas cosas que turbaban a Marta no eran necesarias, mientras que descuidaba lo único necesario. El cuidado de Marta era justo y bueno en su propia sazón y medida; pero su actual preocupación, no sólo era desmedida, sino también inoportuna. Esperaba Marta que Jesús reprendiera a María por no hacer lo que ella hacía, pero Jesús la reprendió por no hacer lo que María hacía. Día vendrá en que Marta deseará haber hecho lo que hizo su hermana. Aprendamos nosotros la lección ahora, pues aún estamos a tiempo. VI. Finalmente tenemos la aprobación de Cristo a la devoción de María: «María ha escogido la parte buena». En efecto: 1. María había dado preferencia a lo que realmente la merecía, porque sólo una cosa es necesaria, y ella había preferido precisamente esa única cosa necesaria. La piedad sincera es una cosa necesaria; más aún, es la única cosa necesaria, pues es la única que nos acompañará hasta la otra vida. 2. Por consiguiente, María había obrado prudentemente con respecto a sí misma, y Cristo la vindica contra las querellas de su hermana. Tarde o temprano la elección de María quedará justificada, como lo será la de todos aquellos que escojan lo mismo que ella escogió. No sólo vindicó Jesús a María, sino que la aplaudió por su sabiduría al escoger la parte buena, ya que escogió, al recibir en su corazón la palabra de Jesús, un camino mejor de honrar y agradar a Cristo que el que escogió Marta proveyendo para el sustento material del Señor. Por donde vemos que: (A) Una parte con Cristo es una buena parte, porque es buena para el alma por toda la eternidad. (B) Es una parte que «no le será quitada», porque nada puede separarnos del amor de Cristo (Ro. 8:39), y de nuestra parte en ese amor. Ni hombres ni demonios pueden arrebatárnosla, y Dios y Cristo no quieren quitárnosla. (C) Es señal de sabiduría, y cumplimiento de obligación, de parte de cada uno de nosotros escoger esa buena parte. María tuvo en su mano el escoger entre ser partícipe de la preocupación de Marta y adquirir reputación de una excelente ama de casa, o sentarse a los pies de Cristo y mostrar su condición de celosa discípula, y, de la elección que hizo en este punto, Cristo encomia su actitud fundamental constante. CAPÍTULO 11 En este capítulo, Jesús enseña a Sus discípulos a orar; refuta la imputación blasfema de los fariseos, quienes le acusaban de expulsar los demonios por medio de un pacto con el príncipe de los demonios. Muestra también que el honor de ser un obediente discípulo Suyo es mayor que el de ser su propia madre. Reprocha después a los hombres de aquella generación su infidelidad y su obstinación. Finalmente, redarguye a fariseos y escribas con seis ayes, semejantes a los seis ayes de Isaías 5. Versículos 1–13 7
La oración es uno de los grandes deberes de todo hombre
religioso, por lo que uno de los mayores objetivos del cristianismo es ayudarnos a orar, y mostrarnos la obligación de hacerlo, e instruirnos sobre el modo de hacerlo y estimulándonos a sacar provecho de tan excelente gracia. I. Hallamos a Jesús orando en un lugar (v. 1). Lucas menciona más que ningún otro evangelista la frecuencia de las oraciones de Cristo: Cuando fue bautizado, estuvo orando (3:21); «se retiraba con frecuencia a los lugares solitarios para orar» (5:16); «salió al monte a orar y pasó la noche entera en oración a Dios» (6:12); «mientras Jesús oraba aparte» (9:18); poco después, «subió al monte a orar. Y entretanto que oraba..» (9:28–29); y aquí le vemos «orando en un lugar».
7Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1290 II. Sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar: «Cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar». No querían molestarle mientras oraba; por eso, acudieron con la petición cuando terminó de orar. Aun cuando Cristo está dispuesto a enseñarnos, desea que se lo pidamos, pues así le mostramos nuestro interés y que somos conscientes de nuestra necesidad. 1. Su petición es, pues: «Señor, enséñanos a orar». Los verdaderos discípulos de Cristo han de acudir a Él para que les instruya sobre la oración. La frase misma: «Señor, enséñanos a orar» es ya en sí, una buena oración y, por cierto, muy necesaria, pues no es cosa fácil orar bien; y solamente Jesucristo mediante Su palabra y el Espíritu Santo, puede enseñarnos a orar (v. Ro. 8:26– 27). La oración es una gracia que se obtiene pidiéndola. 2. Y añaden: «Como también Juan enseñó a sus discípulos». Juan el Bautista se preocupó de enseñar a sus discípulos a orar y los de Cristo desean también que el Maestro les enseñe como Juan hizo con los suyos. Mientras que las oraciones de los judíos consistían generalmente en adoraciones, alabanzas a Dios y doxologías, Juan enseñó a sus discípulos a orar también en forma de peticiones. Eso es lo que vienen los discípulos de Jesús a decirle a su Maestro: «Señor enséñanos a orar en forma que añadamos peticiones a las bendiciones al nombre de Dios a las que estamos acostumbrados desde la niñez». Y vemos que, en efecto, Cristo les enseña una oración que consta únicamente de peticiones y en la que se omite toda doxología, e incluso el Amén. III. Cristo les instruyó a este respecto conforme a la norma que ya había apuntado en el Sermón del monte (Mt. 6:9 y ss.). Todo lo que pudieran pedir se encuentra resumido en estas pocas frases, como en breves epígrafes que ellos podrían después rellenar con sus propias palabras. 1. Hay algunas diferencias en esta oración, entre la forma en que aparece aquí y en Mateo. Así, en la cuarta petición, dice en Mateo (6:11): «Danos hoy nuestro pan cotidiano». En Lucas dice literalmente: «Continúa dándonos cada día nuestro pan cotidiano» con lo que se expresa mejor nuestra continua dependencia de Dios en cuanto a nuestro sustento como los hijos con respecto a sus padres. De este modo, podemos hallarnos cada mañana ante una perspectiva siempre nueva en el cumplimiento de nuestras obligaciones conforme lo requiere cada día, puesto que recibimos de Dios también el sustento y la gracia cotidianos, conforme lo requiere la necesidad de cada día. También encontramos alguna diferencia en la quinta petición. En Mateo (6:12), dice: «Y perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos …». En Lucas, dice: «Y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos…». Éste es un buen requisito para obtener el perdón y, si Dios ha obrado en nosotros esa gracia, podemos apelar a ella para dar mayor fuerza a nuestra petición para que Él nos perdone también a nosotros; como si le dijéramos: «Señor, perdónanos, ya que Tú nos has puesto en el corazón el perdonar a todos los que nos deben». Aquí vemos también otra pequeña diferencia entre Mateo y Lucas, pues en Mateo leemos: «a nuestros deudores», en general, mientras que en Lucas se especifica: «a todo el que nos debe» (lit.). También se omiten en Lucas la doxología y el Amén que muchos MSS traen en Mateo, como si en Lucas quisiera dejar un cierto vacío que los cristianos hemos de llenar con un «gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo». 2. No obstante, la sustancia de la oración es la misma en ambos evangelistas; y de ella vamos a deducir aquí algunas lecciones generales: (A) Que en la oración debemos llegarnos a Dios como los hijos al Padre, un Padre común de todos cuantos hemos llegado a ser Sus hijos (Jn. 1:13; Ro. 8:14 y ss.; etc.). La idea, tan corriente, de que Dios es Padre de todos los hombres es totalmente contraria a las Escrituras (v. por ej. Jn. 8:41–44). (B) Que, al mismo tiempo y en las mismas peticiones que dirigimos a Dios a favor nuestro, hemos de incluir a todos cuantos son, como nosotros, hijos de Dios, puesto que Jesús nos enseñó a pedir: «Padre nuestro …», no: «Padre mío». Un principio fundamental de amor católico, es decir, universal, debe animar nuestro corazón cada vez que recitamos la oración que el Señor nos enseñó. (C) Que, para robustecer en nosotros el hábito de dirigir nuestros pensamientos al Cielo (comp. con Col. 3:1–3), hemos de dirigir allá los ojos de la fe, ya que hablamos a nuestro Padre que está en los Cielos. (D) Que en nuestra oración hemos de buscar primero el reino de Dios y su justicia, y dar honor a Su santo nombre y al poder de Su justo gobierno. ¡Oremos que tanto Su honor como Su poder se manifiesten más y más! (E) Que los principios y las prácticas del mundo invisible (al que, por tanto, sólo por fe podemos llegarnos de momento) son el gran original—o arquetipo—al que debemos desear que se ajusten más y mejor los principios y las prácticas del mundo visible; ya que la frase «como en el cielo, así también en la tierra» puede aplicarse a las tres primeras peticiones. (F) Que quienes fiel y sinceramente tienen el pensamiento ocupado en las cosas de Dios pueden esperar humildemente que todas las demás cosas les serán añadidas (Mt. 6:33) y orar así con fe segura por ellas. Si nuestro principal deseo es que el nombre de nuestro Padre sea santificado, que venga Su reino y que se cumpla Su santa voluntad, podemos también acudir con toda confianza al trono de la gracia (He. 4:16) a pedir a Dios que nos conceda lo necesario para el sustento cotidiano. (G) Que en nuestras oraciones por las bendiciones temporales hemos de ser moderados y ajustarnos a las necesidades de cada día, pues «le basta a cada día su propio mal» (Mt. 6:34) y, por otra parte, al pedir el pan de cada día reconocemos nuestra constante dependencia del Padre Celestial. (H) Que los pecados son deudas que contraemos cada día y por las que, por consiguiente, hemos de orar cada día que se nos perdonen. Cada día aumenta nuestro déficit en la cuenta del pecado, y es un milagro de la divina misericordia el que se nos otorgue el denuedo necesario para acercarnos cada día al trono de la gracia para orar por el perdón de los pecados que, en nuestra debilidad, cometemos diariamente. Dios multiplica Su perdón mucho más allá de setenta veces siete. (I) Que no tenemos ninguna razón para esperar que Dios nos perdone los pecados que cometemos contra Él, si nosotros no perdonamos sinceramente a quienes de alguna manera nos hayan afrentado o injuriado. (J) Que la tentación al pecado debe infundirnos tanto temor como la ruina del pecado. Debemos, pues, orar a Dios que no seamos llevados a la tentación, como hemos de orar que seamos prevenidos de caer en pecado y, por el pecado, en la ruina que el pecado comporta (comp. con 1 Co. 8:11). (K) Que hemos de depender de Dios para que nos libre de todo mal o, más bien, del Malo, de Satanás, aun cuando esta última frase, que vemos en Mateo 6:13, falta en bastantes e importantes MSS de Lucas. Con la oración, han de ir unidas la vigilancia (Mt. 26:41; Mr. 14:38) y la resistencia al diablo (Stg. 4:7). Imitemos al Señor Jesucristo en la forma con que venció las tentaciones del Maligno. IV. Jesús nos estimula a ser importunos, fervientes y constantes en nuestras oraciones, pues nos muestra: 1. Que la importunidad obtiene buenos resultados en nuestro trato con los hombres (vv. 5–8). Propone el caso de un hombre que, en una súbita emergencia, se va a casa de un vecino a una hora intempestiva como es la medianoche, para rogarle que le preste una hogaza o dos de pan, no para él mismo, sino para un amigo que ha llegado sin avisar de su llegada. El vecino se resistirá a concederle el favor, porque le ha despertado con su llamada y le ha puesto de mal humor, y tendrá muchas razones para excusarse. Pero si el hombre continúa llamando e insiste en su petición y rehúsa marcharse de la puerta del vecino mientras no obtenga el favor que pide, el vecino se levantará de la cama y le concederá lo que le pide, aunque no sea más que por quitárselo de encima: «Os digo que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo qué necesite» (v. 8). Si así podemos prevalecer con los hombres por medio de nuestra importunidad, aunque ellos se incomoden, ¿cómo no prevaleceremos con Dios, quien está deseando que le importunemos? Este símil, pues, nos anima a orar: (A) Nos enseña a dirigirnos a Dios con libertad y confianza, para pedirle lo que necesitemos, de la misma manera que un hombre va a casa de un amigo íntimo, de quien espera ayuda segura en un momento de apuro. (B) Hemos de acudir en oración a Dios, a fin de pedirle algo necesario, como es el pan. (C) Hemos de acudir a Él para pedir por otros también, no sólo por nosotros. El hombre del símil vino a pedir pan, no para sí, sino para un amigo. Nunca seremos mejor recibidos en audiencia ante el trono de la gracia que cuando vamos a pedir que Dios nos capacite para hacer bien a otros. (D) Hemos de acudir a Él con mayor confianza cuando nos hallamos en un apuro en que no nos hemos metido por nuestra necedad y descuido, sino porque la providencia de Dios nos ha llevado a esa situación. Este hombre no habría necesitado el pan si no hubiese sido porque el amigo vino a él inesperadamente. En tales casos, la ansiedad que Dios pone en nuestro corazón podemos descargarla con toda confianza sobre Él. Si no contesta nuestras oraciones inmediatamente, lo hará a su debido tiempo si continuamos importunándole. 2. Que Dios ha prometido darnos lo que le pidamos. No sólo nos anima saber cuán bueno es, sino también que es fiel a Su palabra (vv. 9–10): «Y yo os digo: Pedid, y se os dará …». Lo tenemos aquí de los labios mismos de Jesús. Y no nos hemos de contentar con pedir sino que hemos de buscar también, y unir la acción a la plegaria; y, al pedir y buscar, hemos de continuar llamando a la misma puerta, y así prevaleceremos al final. «Porque todo aquel que pide, recibe», aunque sea el menor de los creyentes, con tal que pida con fe. Esta importunidad consigue infalibles resultados cuando pedimos a Dios las peticiones que el propio Jesús nos enseñó (vv. 2–4). V. Jesús nos estimula a orar con la consideración de que Dios es nuestro Padre. Así lo hace: 1. Apela a las entrañas de los padres de la tierra: «¿Qué padre de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?; ¿o si pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión?» (vv. 11–12). Todos sabemos que sólo un padre degenerado o loco podría hacer con sus hijos tales barbaridades. 2. Aplica esto a las bendiciones de nuestro Padre Celestial: «Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?» (v. 13). En Mateo 7:11, dice: «cosas buenas»; pero aquí dice: «el Espíritu Santo». Obsérvese: (A) La instrucción que nos da en cuanto a lo que hemos de pedir: Hemos de pedir que nos de el Espíritu Santo, no sólo como algo que necesitamos para saber orar como conviene, sino también como resumen de todas las cosas buenas por las que hemos de pedir. (B) El ánimo que nos da en cuanto a la esperanza de una pronta respuesta a nuestras oraciones: «Vuestro Padre Celestial dará …». Está en Su poder darnos el Espíritu, y en Él darnos todas las demás cosas; pero está también en Su promesa. Si nuestros padres de la tierra, siendo malos (es decir, pecadores por naturaleza, no precisamente mal inclinados hacia los hijos) y débiles, saben y quieren dar cosas buenas a los hijos, cuánto más nuestro Padre de los cielos, infinitamente bueno y sabio, nos dará cosas buenas y, sobre todo, el mayor Don que tiene, que es el Espíritu Santo? Versículos 14–26 La sustancia de estos versículos la tenemos en Mateo 12:22 y siguientes. Cristo ofrece aquí una prueba general de Su divina misión, mediante una prueba particular de Su poder sobre Satanás juntamente con un anticipo del éxito de tal empresa. Le vemos aquí que expulsa a un demonio que había dejado mudo al pobre poseso. En Mateo se nos dice que era ciego y mudo. Tan pronto como el demonio fue echado fuera por la palabra de Cristo, el mudo habló y sus labios se abrieron para expresar sus alabanzas a Dios. I. Algunos fueron afectados positivamente por este milagro. «La gente se maravilló» (v. 14). Admiraban el poder de Dios. II. Otros se ofendieron del milagro y sugerían que Jesús había hecho esto en virtud de una especie de confederación con el príncipe de los demonios (v. 15). Algunos, para corroborar esta sugerencia y confrontar la evidencia del poder milagroso de Cristo le retaban a que les diese una «señal del cielo» (v. 16) en confirmación de Su poder y de su doctrina. Como si una señal del cielo no pudiera serles dada también en connivencia o pacto con el príncipe de la potestad del aire. La incredulidad obstinada siempre hace por hallar una excusa, por absurda y frívola que sea. Cristo les responde plena y directamente, mostrándoles: 1. Que un ser tan astuto como Satanás jamás podría llegar a firmar un pacto que condujese directamente a la ruina de su propio imperio (vv. 17–18). Jesús conocía los pensamientos de ellos, aun cuando trataban de ocultarlos y viene a decirles: «Vosotros mismos no tenéis más remedio que admitir la falta absoluta de fundamento de vuestra suposición, pues es un proverbio comúnmente aceptado que ninguna empresa internamente dividida puede subsistir y permanecer, ni la empresa pública de un reino ni la empresa privada de una casa o familia: cualquiera de las dos que esté dividida contra sí misma, caerá y será arruinada completamente. Por tanto, si Satanás entra en un pacto que tiende a que su poder sobre los hombres se acabe, él mismo está acelerando su propia ruina». 2. Que sólo la mala voluntad de ellos podía achacar a pacto con Satanás por parte de Jesús aquello mismo que ellos aplaudían y admiraban en otros de su misma nacionalidad (v. 19): «Pues si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿por quién los echan vuestros hijos fuera?» Como si dijese: «Algunos de vuestros familiares y seguidores se han dedicado a expulsar demonios en el nombre del Dios de Israel, y nunca les habéis imputado tal coalición infernal». Nótese que es una gran hipocresía condenar en quienes nos reprenden lo mismo que aplaudimos en quienes nos adulan. 3. Que, al oponerse a ser convencidos por este milagro, se hacían enemigos de sí mismos, pues rehusaban recibir el reino de Dios (v. 20): «Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros». En Mateo 12:28 dice: «En virtud del Espíritu de Dios». Por donde vemos que al Espíritu Santo se le llama «el dedo de Dios» (com. con Éx. 8:19). En efecto, los dedos son la parte del brazo con la que agarramos los objetos y ejecutamos toda clase de labores, lo cual se aplica muy apropiadamente a la tercera persona de la Deidad, que ha sido justamente apellidada «agente ejecutivo de la Santísima Trinidad». El dedo indica también el arte, más bien que la fuerza, para obrar. Satanás no necesita la potencia del brazo de Dios para ser desposeído de su dominio; basta con un ligero toque del dedo de Dios para destruir su imperio. Como dice el Apóstol Juan: «Mayor es el que está en vosotros que el que está en el mundo» (1 Jn. 4:4). 4. Que el expulsar a los demonios era realmente la destrucción del poder y del dominio de Satanás (vv. 21–22). El hecho de que Jesús arrojase al demonio daba a entender que era más fuerte que él y que, por tanto, podía arrojarle, no por consentimiento de Satanás, sino por la fuerza. Esto tiene aplicación, no sólo a las victorias que Cristo obtuvo sobre Satanás en este mundo, sino también a las que obtiene sobre el mismo Satanás en el corazón de los seres humanos tanto arrebatándole presas por medio de la conversión de pecadores perdidos, como robusteciendo a los creyentes contra las tentaciones diabólicas. Observemos aquí: (A) La miserable condición de un pecador inconverso: En su corazón, hecho para ser templo de Dios, Satanás tiene su palacio; y todos los poderes y las facultades del alma son bienes del diablo. El diablo, fuerte armado, guarda su palacio, para disfrutar en paz de sus posesiones. Todos los prejuicios con que el diablo endurece el corazón de los hombres contra la verdad y la santidad son como baluartes que erige para guardar su palacio. Hay una especie de falsa paz, de necia seguridad, en el palacio de una persona inconversa, cuando el diablo ha tomado posesión de ella. El pecador suele tener buena opinión de sí mismo, trata de gozar de la vida presente y olvidarse de lo que pueda sucederle después de la muerte. Antes de la venida de Cristo, todo parecía estar en paz, porque todos y todo iban por el mismo camino; pero la predicación del Evangelio perturba la paz del palacio de Satanás. (B) El cambio maravilloso que se opera en la conversión. Satanás está fuertemente armado, pero Cristo es más fuerte que él, cae sobre él por sorpresa y le desposee de todos sus bienes. Véanse las pruebas de esta victoria: Primero «le quita todas sus armas en que había confiado» (v. 22). Cristo desarma a Satanás. Cuando el poder del pecado y de la corrupción es quebrantado en un alma, se le quitan las armas a Satanás. En segundo lugar, Cristo «reparte el botín» (v. 22b, comp. con Ef. 4:8); toma posesión de los bienes, pues todas las facultades del alma y todos los órganos del cuerpo quedan dedicados ahora al servicio del Señor; más aún, hace un reparto entre Sus seguidores y otorga a todos los creyentes el beneficio de tal victoria. (C) De aquí infiere el Señor Jesús que, puesto que el objetivo de Su doctrina y de Sus milagros era quebrantar el poder de Satanás, todos tienen el deber de unirse a Él para recibir el Evangelio y comprometerse con todo lo que el Evangelio comporta; porque, de lo contrario, justamente serán reconocidos como pertenecientes al bando del adversario: «El que no está conmigo, contra mí está» (v. 23). 5. Que hay una gran diferencia entre el marcharse el demonio por la puerta y el ser expulsado por la fuerza. Cuando el Señor echaba fuera los demonios, éstos nunca regresaban, así seguían el mandato del Señor (v. Mr. 9:25); mientras que, cuando se va por diferentes motivos, tan pronto como halla oportunidad de regresar, vuelve a entrar en el poseso (vv. 24–26). Cristo, al derrotar al enemigo totalmente, le derrota definitivamente. Tenemos: (A) La condición del hipócrita, con su lado claro y su lado oscuro. Su corazón es todavía casa de demonios, sin embargo, (a) el espíritu inmundo se ha marchado; no ha sido echado, sino que se ha ido por algún tiempo, de manera que el hombre no parece estar bajo el poder de Satanás como lo estaba anteriormente; (b) la casa está barrida de notorias poluciones por medio de una reforma parcial, superficial. La casa está barrida, pero no está fregada. Un barrido quita solamente la suciedad que está suelta pero deja intacta la que está sólidamente apegada al corazón. La casa está barrida de la suciedad que aparece a los ojos del mundo, pero no está limpia de los ocultos pecados que anidan en los íntimos recovecos del alma; (c) la casa está en orden con los dones y gracias que son comunes a creyentes confesantes y a hipócritas profesantes, pero no está amueblada con ninguna gracia genuina, sino con cuadros y retratos de todas las gracias; todo es pintura y barniz, sin realidad interior y permanente. La casa está en orden, pero no ha cambiado de dueño, porque nunca ha sido realmente entregada a Cristo. (B) La condición del apóstata, en quien el demonio ha vuelto a entrar después de haberse marchado: «Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él» (v. 26). Éstos entran sin ninguna dificultad ni oposición. La naturaleza aborrece el vacío; cuando el corazón humano parece estar reformado, como una casa bien barrida y en orden, está pidiendo un inquilino; si el demonio se marcha, debe ser habitada por el Espíritu Santo; porque, de lo contrario el diablo volverá con mayor poder. No hay peor tragedia que la reincidencia en el pecado (v. 2 P. 2:20–22). Por eso, la hipocresía es el camino real hacia la apostasía: «Y el estado final de aquel hombre viene a ser peor que el primero». Las formas exteriores no se pueden guardar por tiempo indefinido. La hora de la «prueba» es la que «prueba» la falsa condición del hipócrita temporal y oportunista (v. Mt. 13:20–21; Mr. 4:16–17). El estado final de tales personas es siempre peor que el primero, tanto en cuanto al pecado como al castigo. Por eso, los apóstatas suelen ser los peores hombres, puesto que su conciencia está cauterizada, insensible a las llamadas de la gracia, y su corazón está más endurecido en el pecado. En el día del gran Juicio recibirán mayor condenación. Versículos 27–28 Esta porción no aparece en los otros evangelistas. I. El aplauso que una mujer afectuosa, honesta y bien intencionada dio al Señor Jesús, al oír las enseñanzas tan excelentes: «Mientras Él decía estas cosas, una mujer de entre la multitud levantó la voz, sin poder contenerse de admiración, y le dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó, y los senos que te criaron (lit. que mamaste)». Como si dijese: «Cuán feliz debe de ser la mujer que te trajo al mundo y cómo me gustaría ser la madre de un hombre que habla como jamás hombre alguno ha hablado (v. Jn. 7:46), con tanta gracia del Cielo y con tanta bendición para la tierra». Ya la misma Virgen María había dicho que todas las generaciones la llamarían dichosa (1:48). Para todos los que creen la palabra de Cristo, la persona de Cristo es preciosa y de gran honor (v. 1 P. 2:7). II. La ocasión que, con motivo de estas frases, aprovechó Cristo para declarar que quienes oyen la palabra de Dios y la guardan son más bienaventurados todavía que la mujer que le llevó en su seno y le crió: «Bienaventurados más bien los que oyen la palabra de Dios, y la guardan» (v. 28). Esta frase tenía por objeto, por una parte, poner a prueba la fe de la mujer, ya que ella ponía tanto énfasis en los aspectos corporales de Cristo; y, por otra parte, estimularla a ser tan bienaventurada como la propia madre de Cristo, si oía la Palabra de Dios y la guardaba. Verdaderamente son bienaventurados los que guardan la Palabra de Dios (comp. con Sal. 119:9). No fue el ser madre de Cristo lo que hizo bienaventurada a la Virgen María, sino su fe, su humildad, su obediencia y su meditación de las cosas de Dios. Al profetizar, cantó las alabanzas del Señor en 1:46–55 y, como fiel discípula de su propio Hijo, fue llena del Espíritu Santo el día de Pentecostés (Hch. 1:13–14; 2:1–4). Versículos 29–36 I. Cuál es la señal que podemos esperar de Dios para confirmación de nuestra fe. La prueba más grande y más convincente de que Cristo era el Enviado de Dios fue Su resurrección de entre los muertos. 1. Vemos que Cristo reprocha al pueblo el que pidan otras señales diferentes de las que ya les habían sido mostradas copiosamente: «Apiñándose las multitudes …» (v. 29); era una vasta muchedumbre la que estaba escuchándole. Cristo sabía bien qué es lo que les traía a donde Él estaba: «Buscan una señal»; venían a contemplar algo muy espectacular de lo que pudiesen hablar y ponderar cuando volvieran a sus casas. 2. Pero Cristo les dice que únicamente les será dada la señal de Jonás el profeta, la cual simbolizaba y tipificaba la resurrección de Cristo (v. Mt. 12:39–40). Y, si esta señal no les convence, no pueden esperar otra cosa que una destrucción completa: «El Hijo del Hombre lo será («una señal»; vv. 29, 30) para esta generación»; una señal dirigida a ellos y contra ellos. 3. Con la promesa de la señal, Jesús les amonesta sobre la gravedad del pecado que están cometiendo: «La reina del Sur (la de Sebá; v. 1 R. 10:1 y ss.) se levantará en el juicio con los hombres de esta generación y los condenará» (v. 31); es decir, reprobará la falta de fe de ellos. Ella era extraña a los pactos de Israel, pero «vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón»; no sólo para satisfacer su curiosidad, sino para adquirir información provechosa. «Y he aquí uno mayor que Salomón en este lugar.» Con todo, estos perversos judíos no hacían caso alguno de lo que les decía el Mesías que se hallaba en medio de ellos. También los ninivitas se levantarán en el juicio y les condenarán, «porque se arrepintieron ante la predicación de Jonás» (v. 32), mientras que estas gentes no se arrepentían ante la predicación de Cristo. El contraste adquiere mayor relieve cuando se considera que Jonás sólo predicó destrucción (¡ni siquiera arrepentimiento!; v. Jon. 3:4), mientras que Cristo predicó arrepentimiento (Mr. 1:15) y vino a salvar lo perdido (19:10). II. Cuál es la señal que Dios espera de nosotros como evidencia de nuestra fe y de una vida consecuente con la doctrina que profesamos creer: 1. Nosotros como ellos tenemos suficiente luz. Después de encender la antorcha del Evangelio, Dios no la puso en un lugar oculto ni debajo de un almud. Cristo no predicó en rincones secretos, sino en público y a plena luz. La luz del Evangelio está bien en alto como en un candelero, de modo que todos la puedan ver. Y es nuestra gran responsabilidad, no sólo recibirla, sino también vivirla de forma que los demás la vean a través de nosotros y glorifiquen al Padre Celestial. 2. Al tener suficiente luz, ellos querían ver. Pero por muy claro que aparezca un objeto, si el órgano de la visión no está sano, toda claridad será en vano: «La lámpara del cuerpo es el ojo» (v. 34). La luz del alma es la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso, entre lo bueno y lo malo, entre lo conveniente y lo perjudicial. Es el Evangelio de la gracia de Dios lo que nos proporciona esta capacidad para distinguir los valores de las cosas y sacar provecho de este sano discernimiento (v. He. 5:14). Ahora bien: (A) Si el ojo del alma es sano (lit. sencillo, es decir, de visión clara por el enfoque adecuado), si se dirige sólo a la verdad y procede de un corazón dedicado a Dios (no dividido entre dos señores), todo el cuerpo (¡toda la persona!) está lleno de luz. Si nuestra mente y nuestro corazón admiten la luz del Evangelio sin reservas y quedan llenos de ella, y no tienen parte de tinieblas (comp. con 1 Jn. 1:5 y ss.), toda nuestra persona será luminosa, «como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor» (v. 36). Los creyentes, «en otro tiempo éramos tinieblas, mas ahora somos luz en el Señor; por tanto, andemos como hijos de luz» (Ef. 5:8); es decir, que la luz que somos se transparente en nuestra conducta. El Evangelio penetra en aquellas almas cuyas puertas y ventanas están abiertas de par en par para recibirlo. (B) Pero si el ojo del alma es maligno (no está sano o la visión es doble), no es extraño que la persona entera se halle en tinieblas (v. 34). Por eso, advierte Cristo con toda seriedad: «Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas» (v. 35). Seamos sinceros en nuestra búsqueda de la verdad, prestos a recibir sin obstáculos del corazón ni prejuicios de la mente la luz, el amor y el poder de las verdades divinas. ¡No seamos como los hombres de aquella generación a quienes Cristo predicaba! Los cuales nunca deseaban conocer la voluntad de Dios ni estaban dispuestos a ponerla por obra y, por consiguiente, no es de extrañar que anduvieran en tinieblas. Versículos 37–54 En esta porción, Cristo declara aquí a un fariseo y a sus invitados, en conversación privada durante una comida, muchas de las cosas que dijo después en el templo al público (Mt. 23), ya que lo que decía en público coincidía con lo que decía en privado. I. Vemos que Cristo se sienta a la mesa con un fariseo que muy cortésmente le había invitado a comer en su casa (v. 37). Desconocemos la intención de este fariseo al invitarle a comer pero, fuese la que fuese, Cristo la conocía. Si su intención era mala, pronto verá que Cristo no le teme; y, si es buena, verá que Cristo está deseando hacerle bien. Así que Jesús aceptó la invitación. Los discípulos de Cristo han de aprender de Él a ser sociables. Es cierto que debemos ser cautos para ver con quién nos juntamos, pero no necesitamos ser rígidos ni inabordables. II. Vemos que el fariseo se ofendió porque Cristo no se había lavado antes de comer (v. 38). Se extrañó de que un hombre tan santo se sentase a la mesa sin haberse lavado antes las manos pues no cabe duda de que él y sus invitados se habían lavado las manos. La ley ceremonial consistía «en diversas abluciones» (He. 9:10), pero no incluía el lavarse las manos antes de comer y por consiguiente, Jesús no quiso observar esta práctica, aun a sabiendas de la ofensa que esta omisión había de producir. III. La fuerte reprensión que Cristo dio a los fariseos: 1. Les reprende por dar tanta importancia a prácticas exteriores que son objeto de común observación, mientras descuidaban, y hasta anulaban, otras prácticas más importantes e interiores, que caen bajo la mirada exclusiva de Dios (vv. 39–40). Les hace ver: (A) Lo absurdo de las prácticas que observaban: «Vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero vuestro interior está lleno de rapacidad y de maldad» (v. 39). No se puede llamar limpios a los criados que lavan sólo lo exterior de copas y platos y no se cuidan de lavar lo de dentro. En todo servicio del culto al Señor, el estado de la mente y la intención del corazón constituyen lo interior; la impureza de lo interior infecta todos los servicios religiosos. Una conducta pecaminosa es una afrenta a Dios, como lo sería si un criado sirviese a su amo con una copa limpia de polvo exterior, pero llena de suciedad por dentro. La codicia interior, la intención malvada y la rapacidad solapada son los más peligrosos y condenables pecados de muchos que guardan lo exterior de la copa limpio de pecados tan notorios como la ebriedad o la prostitución. (B) Lo necio del fundamento de dichas prácticas con olvido de lo interior: «Necios, el que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de adentro?» (v. 40). Como si dijese: «El mismo Dios que, en la ley de Moisés, ordenó diversas abluciones ceremoniales, ¿no ordenó también que purificaseis el corazón? El que dio leyes para lo exterior, ¿no intentó con eso mismo llegar hasta el interior? El que hizo los cuerpos, ¿no hizo también las almas? Entonces, si hizo ambas cosas, justamente ha de esperar que pongáis cuidado en ambas; por consiguiente, no lavéis sólo el cuerpo, sino limpiad ante todo el espíritu, ya que Dios es el Padre de los espíritus, y purificad vuestro corazón de la lepra del pecado». (C) Que hay una práctica sencilla, salida de lo interior con la que todo queda limpio: «Pero dad limosna de lo que tenéis (o, de lo de dentro), y entonces todo os es limpio» (v. 41). Esta frase podrá sonar extraña a muchos, pero lo que Cristo quiere resaltar aquí es el contraste entre la generosidad hacia el prójimo y la rapacidad indicada en el versículo 39. Dice Bliss: «El Salvador no está desde luego estableciendo plenamente el camino de la santificación, sino sólo coloca en contraposición de la legalidad exterior de ellos, la naturaleza espiritual, interior altruista y benéfica del servicio aceptable a Dios. El amor es el cumplimiento de la ley» (Ro. 13:8). Tenemos aquí una clara alusión a la ley de Moisés en la que se proveía que ciertas porciones del fruto de la tierra se diesen «al levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda» (Dt. 26:12), y así lo que reservasen para su propio uso sería limpio, por cuanto habían obrado «conforme a todo lo que Dios había mandado» (Dt. 26:13). Sólo cuando compartimos con el prójimo los bienes que Dios nos ha otorgado, podemos disfrutar de ellos con limpia conciencia y alegría de corazón, ya que lo que tenemos no es verdaderamente nuestro si no damos a Dios lo que a Él le pertenece y lo que Él nos manda compartir con otros. La liberalidad hacia el pobre es condición necesaria para la libertad en el uso de los bienes con que Dios nos ha prosperado. 2. Les reprende también por dar demasiada importancia a menudencias, con descuido de los aspectos más relevantes de la Ley (v. 42). Eran muy exactos en la observancia de leyes que tenían que ver con los medios de la religión, mientras descuidaban las leyes que implicaban lo esencial de la religión: «Pagáis el diezmo de la menta, de la ruda, etc.». Con esto ganaban entre el pueblo la reputación de fieles observantes de la Ley. Ahora bien, Cristo no les condena por ser tan exactos en estas prácticas, sino por omitir lo esencial: «Pasáis por alto la justicia y el amor de Dios. Esto se debía hacer, sin dejar aquello». Es muy corriente que quienes son demasiado minuciosos en detalles de poca importancia, descuiden las obligaciones más graves y fundamentales. 3. Les reprende igualmente por su orgullo y vanidad (v. 43): «Amáis el primer asiento en las sinagogas, y los saludos respetuosos en las plazas». Nótese que Cristo no reprueba el sentarse en sitios de preferencia ni el recibir saludos respetuosos, sino el codiciarlos. 4. Les echa en cara su hipocresía (v. 44): Sois como sepulcros que no se ven, y los hombres que andan encima no lo saben». Un sepulcro no señalizado u oculto bajo la maleza servía de lazo y tropiezo a quienes, inadvertidamente, quedaban contaminados por el contacto con las sepulturas. Estos fariseos estaban por dentro llenos de abominación, como los cadáveres putrefactos de los sepulcros, pero trataban de ocultar su maldad interior con tal astucia, que su perversidad no era advertida, de forma que cuantos conversaban con ellos y seguían sus enseñanzas, quedaban infectados por su maldad, sin sospechar el peligro en que incurrían, ya que, al no advertir el contagio, quienes contraían la enfermedad se creían inmunes de la infección. IV. El testimonio que dio también contra los escribas o intérpretes de la ley, quienes claudicaban en la exposición de la Ley, así como los fariseos claudicaban en la observancia de la ley. Vemos: 1. Que había allí un escriba que se resintió de lo que Jesús había dicho a los fariseos: «Maestro, cuando dices esto también nos insultas a nosotros» (v. 45). Es una necedad por parte de quienes están apegados a sus pecados y están resueltos a no apartarse de ellos, el tomar a mal las fieles amonestaciones y los amistosos consejos que se les dan y tomar como reproche de ira lo que es corrección amorosa. Este intérprete de la ley hizo suya la causa de los fariseos y, por tanto, se hizo a sí mismo cómplice de los mismos pecados. 2. No es, pues, de extrañar que Jesús dirigiera también sus reproches contra los escribas: «¡Ay de vosotros, también, intérpretes de la ley!» (vv. 46, 52). También los escribas se reputaban justos por la estima y admiración de que disfrutaban entre la gente, pero Jesús denuncia sus pecados con ayes similares a los que había pronunciado contra los fariseos, pues Él veía lo que los hombres no pueden ver. Quienes toman a mal los reproches lanzados contra otros, dándose por aludidos en tales reprensiones, reciben reproches especialmente dirigidos a ellos por obrar de ese modo. (A) Los escribas son reprendidos por hacer gravosos para los demás los servicios de la religión, mientras tratan de hacer fáciles para sí mismos las cargas que Dios les ha impuesto (v. 46): «Cargáis a los hombres con cargas difíciles de llevar, pero vosotros ni aun con un dedo tocáis las cargas». Como si dijera: (a) «Vosotros no os cargáis con cosas tan pesadas, ni os sentís ligados con las restricciones que imponéis a otros». (b) «Vosotros no aligeráis las cargas ni las tocáis siquiera con un poco de compasión, al ver cuán pesadas son para los hombros del pueblo». Ponían en acción ambas manos para dispensarse a sí mismos de los mandamientos de Dios, pero no ponían un dedo para mitigar el rigor de las tradiciones de los ancianos. (B) Les reprende también por la pretensión que mostraban de venerar la memoria de los profetas a quienes sus padres habían matado, y les hace ver que ellos mismos odiaban y perseguían a quienes a la sazón les eran enviados con el mismo objetivo (vv. 47– 49). (a) Estos hipócritas edificaban los sepulcros de los profetas; es decir, les erigían mausoleos encima de sus sepulcros, como para honrar su memoria, cuando, por otra parte, eran acérrimos enemigos de quienes en su tiempo venían a ellos con el mismo espíritu y poder de los profetas de antaño, pues la sabiduría de Dios (v. 49) ya había denunciado repetidamente la conducta del pueblo en este sentido (v. 2 Cr. 24:19; 36:15–16; Mt. 23:34–36). (b) Por eso, con toda razón les dará Dios otro significado a su pretensión de edificar los sepulcros de los profetas: «De modo que sois testigos y consentidores de los hechos de vuestros padres» (v. 48). El verbo griego para consentidores es el mismo de Romanos 1:32 y significa «complacerse juntamente con alguien». Por consiguiente esta afectación hipócrita de honrar a los profetas mediante la construcción de hermosos monumentos expresaba el deseo que tenían de guardar bien seguros en sus sepulturas a los mismos profetas a quienes sus padres se habían apresurado a llevar al sepulcro. (c) Así que no podían esperar otra cosa, sino que se les imputase el derramamiento de la sangre de todos los profetas anteriores, puesto que colmaban la medida de tan sañuda persecución contra los enviados de Dios (vv. 50–51). Toda esa sangre «será demandada de esta generación» (v. 51b), cuyo pecado al perseguir a Jesús y, después, a los apóstoles, superaría la maldad de los pecados de sus padres; por lo que la destrucción que los romanos llevaron a cabo en el año 70 d. de Cristo colmaría también la medida de la venganza de Dios sobre una nación perseguidora como era la nación judía de aquel tiempo. (C) Les reprende igualmente por impedir el conocimiento del Evangelio de Cristo (v. 52), ya que no explicaban fielmente al pueblo, como era su obligación, las Escrituras del Antiguo Testamento que apuntaban hacia la venida del Mesías. En lugar de ello, de tal modo habían corrompido por medio de espurias glosas, el sentido de tales porciones, que con tales exposiciones habían quitado la llave del conocimiento. En lugar de usar correctamente esta «llave» en beneficio del pueblo, la tenían escondida lejos del alcance de la gente. Esto es lo que, en Mateo 23:13, se llama «cerrar el reino de los cielos delante de los hombres». Ellos mismos no aceptaban el Evangelio, aun cuando por el conocimiento que tenían del Antiguo Testamento, deberían haberse percatado de que el tiempo se había cumplido y el reino de Dios se había acercado (Mr. 1:15). Y, lo que es peor, a quienes, a pesar de tan perversos guías, hallaban algún modo de ir entrando en el reino de Dios, esos mismos intérpretes de la ley hacían todo lo posible por impedírselo, no sólo desanimándoles a seguir a Cristo, sino amenazándoles incluso con expulsarlos de la sinagoga (v. Jn. 9:22). Grave pecado es ocultar a la gente el mensaje del Evangelio, pero todavía es más grave el impedir que los sinceros buscadores lo lleguen a conocer. V. Finalmente, el capítulo se cierra (vv. 53–54) con el perverso designio de escribas y fariseos de acosar al Señor, «procurando cazar alguna palabra de su boca para acusarle». No podían soportar estos reproches que tan atinadamente ponían el dedo en la llaga (comp. Hch. 7:54), pues no sólo eran conformes a la verdad, sino también al amor de Dios que les guiaba al arrepentimiento (v. Ro. 2:4). En lugar de tomar a bien lo que Jesús decía, lo tomaban tan a mal que procuraban urgirle a que hablase algo con lo que pudiesen presentarle como odioso ante el pueblo, o como sedicioso ante las autoridades, o como ambas cosas a la vez. Quienes son fieles en reprender el pecado como amigos, han de esperar granjearse muchos enemigos. Pero a fin de que podamos soportar con paciencia tales pruebas, y pasar a través de ellas sin menoscabo de la prudencia ni de la mansedumbre, hemos de «considerar a aquel que ha soportado tal contradicción de pecadores contra sí mismo» (He. 12:3). CAPÍTULO 12 En este capítulo tenemos varios excelentes discursos del Señor en diversas circunstancias; muchos de ellos coinciden en todo lo sustancial con el informe que de los mismos hallamos en Mateo; con ambas fuentes, disponemos de más detalles para concordar unas Escrituras con otras y obtener un conocimiento más extenso y profundo de las enseñanzas de nuestro bendito Salvador. Versículos 1–12 I. Tenemos un numeroso auditorio, reunido para escuchar la predicación de Cristo. Los escribas y fariseos buscaban la ocasión de acusarle, pero el pueblo le admiraba, le escuchaba y le honraba. «En esto» (v. 1), mientras todavía estaba en casa del fariseo, la gente se reunió para oír un mensaje de sobremesa, pues Jesús acababa de comer, pero no quiso decepcionarles. A pesar de que, en el mensaje de la mañana, cuando se apiñaban las multitudes (11:29), les había reprendido severamente, no por eso dejaron de acudir a escucharle; por donde vemos que la gente escuchaba los reproches de Jesús con mejor disposición que los fariseos. Cuanto más se esforzaban los fariseos por apartar a las multitudes de Cristo, tanto más acudía la gente a Él. Aquí vemos que la multitud se reunió «por decenas de millares (lit.), tanto que unos a otros se pisaban». Es una delicia ver a la gente tan dispuesta a escuchar la Palabra de Dios. Cuando se echa la red entre una multitud tan grande de peces, es de esperar que algunos sean capturados. II. Las instrucciones que dio a sus seguidores: 1. Comenzó precaviéndoles contra la hipocresía. Esto lo dijo a sus discípulos primeramente (según la lectura más probable). Ellos estaban mayormente bajo su cuidado y por eso les amonestó en especial, como hace un padre con sus hijos amados. Al haber hecho una profesión de seguir al Maestro más cerca que los demás, estaban en mayor peligro de caer en la hipocresía, la cual sería más grave en ellos que en los demás. Hemos de suponer que los discípulos de Cristo eran los hombres mejor dispuestos de aquella generación; sin embargo, necesitaban ser prevenidos contra la hipocresía. Por lo que indica el texto sagrado, Cristo dirigió esta advertencia a sus discípulos a la vista de aquella enorme multitud, para añadir así más peso a su amonestación y hacer que la gente supiera que Él no estaba dispuesto a consentir la hipocresía ni en sus propios apóstoles. Vemos aquí: (A) La descripción del pecado contra el que les previene: Es «la levadura de los fariseos». Como la levadura, también la hipocresía se extiende, penetra hondamente en la persona y en todo lo que ella hace; hincha y amarga como la levadura, pues llena a los hombres de orgullo y planta en ellos raíces de amargura y hace que todas sus prácticas religiosas sean inaceptables para Dios y ofensivas para el prójimo. Esta era la levadura de los fariseos; es decir, el pecado que mejor les caracterizaba. Y Jesús viene a decir a sus discípulos: «Guardaos de imitarles, no copiéis en el cristianismo lo que ellos hacen en el judaísmo». (B) Les da una buena razón contra ese vicio: «Porque nada hay encubierto que no haya de descubrirse» (v. 2). Tarde o temprano, se sabrá (v. 3). «Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas como en un rincón invisible del corazón, pero que no es consecuente con lo que profesáis públicamente, en la luz se oirá». De una u otra manera, llegará a descubrirse, y vuestra falsía y necedad quedarán manifiestas. Si la fe que un hombre profesa no tiene poder para dominar y curar la maldad de su corazón no siempre le va a servir de capa con la que cubrirse, pues llegará el día en que los hipócritas se verán despojados de sus hojas de higuera. (La segunda parte del versículo, contra la opinión de Meyer y del mismo M. Henry, entre otros, es meramente un paralelismo de lo dicho en la primera parte. Nota del traductor.) 2. A esto añade Jesús una exhortación, extensible a todos sus seguidores, de ser fieles a la verdad, sin traicionarla por maldad o por cobardía, como diciéndoles: «Ya sea que los hombres os oigan o no, decidles la verdad, toda la verdad y sola la verdad. Es muy probable que vuestra causa comporte sufrimiento pero no será para hundimiento; armaos, pues, de valentía, porque vuestros enemigos no han de prevalecer contra vosotros. En efecto: (A) El poder de vuestros enemigos es muy limitado: Yo os digo, amigos míos (comp. con Jn. 15:15), como consejo de buen amigo: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer» (v. 4). Poco daño pueden hacernos quienes, por la causa de Cristo, llegan incluso a matarnos, pues lo único que consiguen es enviar más deprisa el cuerpo al reposo y el alma al gozo. (B) «Hay que temer a Dios más que a los más poderosos hombres de este mundo, pues sólo Dios, «después de haber quitado la vida, tiene autoridad para echar en el infierno» (v. 5). Al confesar a Cristo, se puede incurrir en la ira de los hombres; pero al negar a Cristo, se incurre en la ira de Dios, que es infinitamente más poderosa, como es infinita la diferencia entre el tiempo y la eternidad. «Es cierto—dijo el obispo Hooper, mártir de la fe cristiana —que la vida es dulce, y la muerte es amarga; pero la vida eterna es más dulce, y la muerte eterna es más amarga.» (C) La vida de los sinceros creyentes y de los fieles ministros de Dios está bajo especial cuidado de la Providencia (vv. 6–7). La Providencia de Dios toma nota de las criaturas más insignificantes, incluso de los gorriones, que se vendían dos por un cuarto y aun se añadía otro de propina («cinco por dos cuartos»). Si ni un gorrión es olvidado por Dios, ¿cómo va a olvidarse Dios de sus fieles hijos? Si ha podido decirse con razón que una sola alma vale más que todo el Universo material (v. 1 P. 1:18–19), el Dios que cuida de un animalito, ¿cómo va a descuidar a una persona ya santificada? (comp. con 1 Co. 9:9–10). Por eso, añade Jesús: «Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (v. 7). Incluso quienes poseen una espléndida cabellera, tienen cada uno de sus pelos contados y numerados por Dios, aun cuando ni ellos mismos los puedan contar. Si Dios cuenta así los cabellos, ¡cuánto más contará nuestras lágrimas, las gotas de sudor en su servicio y las gotas de sangre derramadas por amor a Cristo y por la causa del Evangelio! (D) Toda persona será reconocida o negada por Cristo ante el Padre, de acuerdo con el reconocimiento o la negación que haya hecho de Cristo en esta vida delante de los hombres (vv. 8–9). Por caro que pueda costar confesar a Cristo delante de los hombres, es dichosa en extremo la perspectiva de la futura confesión que de nosotros hará Cristo delante de los ángeles de Dios. Jesús declarará no sólo lo que Él padeció por nosotros, sino también lo que nosotros hayamos padecido por Él. ¿Qué mayor honor se puede recibir? Por el contrario, quienes nieguen a Cristo, aun cuando sea por salvar esta vida temporal, van a sufrir una gravísima pérdida en el cambio, pues serán negados delante de los ángeles de Dios. (E) Para destacar hasta qué extremo pueden llegar los hombres en su oposición al Evangelio, Cristo añade aquí lo que, en forma más completa, hallamos en Mateo 12:11–12 sobre la blasfemia contra el Espíritu Santo. De este pecado dice Jesús que «no le será perdonado», porque, como dice Lenski, «cierra toda posibilidad al arrepentimiento. Otros pecados y otras blasfemias hacen que el arrepentimiento sea posible. Es el Espíritu quien obra el arrepentimiento, y el blasfemar contra Él te excluye así como a su obra». Al ser el arrepentimiento condición necesaria para el perdón de los pecados (v. Lc. 13:3, 5; Hch. 2:38), el que muere sin esa condición, muere sin perdón (comp. Jn. 8:24). Una mala palabra contra Cristo puede tener alguna excusa en la ignorancia de su persona o de su obra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (23:34), pero el pecado contra el Espíritu Santo no tiene excusa en la ignorancia, pues sólo se comete cuando, con pleno conocimiento, el hombre resiste deliberadamente a la convicción del Espíritu Santo. Mientras dura esta resistencia, no hay posibilidad de salvación; pero Dios es poderoso también para quebrantar esta extrema resistencia; de ahí que a nadie se debe dar por perdido definitivamente antes de la muerte (son de notar los cuatro verbos en presente continuativo de Ro. 2:4–5). (F) Cualesquiera sean las pruebas por las que tengan que pasar, los discípulos de Cristo que no se avergüencen de confesar al Señor serán completamente equipados para padecer, no sólo con fortaleza, sino con gran honor (vv. 11–12). Los fieles mártires de Cristo, no sólo tienen ante sí padecimientos que sufrir, sino testimonios que dar; y han de darlos bien, a fin de que no sufra la causa de Cristo aunque tengan ellos que sufrir por la causa; y si ellos procuran dar buen testimonio, bien pueden descargar sobre Dios toda ansiedad (1 P. 5:7); «Cuando os lleven a las sinagogas, y ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo o qué habréis de responder: (a) en defensa vuestra». Si Dios tiene a bien honrarnos con la palma del martirio, será para su gloria (v. Jn. 21:19); y si no ha llegado nuestra hora, Él nos sacará adelante sin que suframos ningún daño (comp. Hch. 12:6–11); (b) «o qué habréis de decir, para responder al interrogatorio a que nos sometan», pues no habrá motivo para estar perplejos, «porque el Espíritu Santo os enseñará en esa misma hora lo que se debe decir» (v. 12). Él es Espíritu de la verdad, de sabiduría y conocimiento y nos sugerirá lo que hay que decir y el modo de decirlo, a fin de que nuestro testimonio sirva para honor de Dios y de su causa. Como ya hemos advertido en comentario a los lugares paralelos a éste (Mt. 10:19–20; Mr. 13:11; v. también Lc. 21:13–15), esta súbita y sabia enseñanza del Espíritu Santo ha de esperarse sólo en los casos en que un creyente sea citado ante los tribunales para dar testimonio de su fe, no para los casos en que un predicador holgazán descuide la preparación del mensaje, y espere que el Espíritu le dicte en el púlpito lo que ha de predicar, pues esto último no es honrar a Dios, sino tentarle. Versículos 13–21 I. Vemos ahora la apelación que uno de la multitud hace a Cristo: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (v. 13). Este hombre aprovechó la pausa de Jesús para, como suele decirse, «ir a lo suyo», y trató de interponer la autoridad de Jesús en un asunto de familia, como acudían a rabíes y escribas para que decidiesen lo que era según derecho en tales casos. No sabemos si el hermano era quien quería apropiarse indebidamente de la parte de herencia que no le correspondía, o si era el propio demandante el que pretendía obtener ventaja en la disputa con su hermano. Lo cierto es que Jesús se negó a entrar en el pleito y aprovechó la ocasión para ofrecernos una lección de suprema importancia. II. En efecto Cristo respondió, a lo que parece, con no velada indignación: «Mas Él le dijo: Hombre, ¿quién me ha constituido sobre vosotros como juez o repartidor?» (v. 14). Cristo no quiere asumir, en cuestiones temporales, poderes judiciales ni ejecutivos, y ojalá sus ministros se comportaran siempre del mismo modo que Él. Así que corrige el gran error de este hombre. Si se hubiera llegado a Jesús para que le instruyese sobre el modo de adquirir la herencia del Cielo, Cristo le habría prestado toda la ayuda necesaria; pero, en esta materia de herencia de la tierra, se negó a intervenir. Esto nos enseña: 1. Que el reino de Cristo no es de este mundo (Jn. 18:36). Tiene que ver con lo espiritual, no con los asuntos temporales, por eso, al cristianismo no le compete interferirse en las materias que corresponden a las autoridades civiles. 2. Tampoco se interfiere en el modo de establecer los derechos civiles, aunque exige a todos que obren con justicia, de acuerdo con las normas generales de equidad. 3. No estimula a nadie a obtener ventajas materiales por medio, o con excusa, de observar las prácticas religiosas; esto exige, en justa correspondencia, que el Estado no se entrometa en los asuntos espirituales, sino que permita y proteja la libre expresión de las creencias religiosas que no alteren la paz pública. 4. Condena los litigios entre hermanos (v. 1 Co. 6:1–8) y exhorta a sufrir el daño, más bien que a demandar al prójimo o vengarse de él (v. Ro. 12:17–21). III. La ocasión que este incidente proporcionó a Cristo para dar a sus discípulos una enseñanza muy importante, y provechosa para todos: 1. La enseñanza va precedida de una seria amonestación: «Mirad, y guardaos de la avaricia» (v. 15a); es decir—según indican los dos verbos del original—, «observad, tened constantemente un ojo puesto en el corazón, a fin de que no penetren solapadamente en él pensamientos de avaricia, y custodiad, dominad con mano dura vuestro corazón, a fin de que la avaricia no imponga en él sus perversos criterios ni lo gobierne con sus malvadas normas». 2. Una razón de suprema sabiduría para que nos guardemos de la avaricia: «Porque la vida del hombre no consiste en la abundancia que tenga a causa de sus posesiones» (v. 15b). Esto es, la felicidad que todo ser humano busca en este mundo no depende de que tenga muchas riquezas materiales, las cuales no pueden llenar ese abismo de anhelos y ansiedades que es el corazón humano, ni pueden satisfacer las necesidades más perentorias del espíritu. Ni siquiera la salud y el bienestar del cuerpo dependen de la abundancia de riquezas materiales, puesto que hay muchas personas que se contentan con manjares sencillos y gozan de buena salud, mientras que muchas otras que nadan en dinero y comen cosas exquisitas padecen diversas enfermedades o viven miserablemente por amasar una fortuna cada vez más copiosa. 3. Jesús ilustra esta enseñanza por medio de una parábola cuya intención es confirmar la advertencia de mirar y guardarse de la avaricia. La parábola nos describe resumidamente la vida y la muerte de un hombre muy rico, y deja a nuestra consideración el juzgar si este hombre fue feliz o no. (A) Nos describe primero la abundancia de riquezas de este hombre: «La heredad de un hombre rico había producido mucho» (v. 16). Su riqueza consistía en frutos del campo: tenía mucha tierra y, además, le producía espléndidas cosechas. (B) Luego vemos lo que pensaba en su corazón: « Y él pensaba dentro de sí diciendo …». (v. 17a). El Dios de los cielos conoce y se fija en todo lo que pensamos en nuestro interior, y de todo ello hemos de darle cuenta. Observemos: (a) Cuáles eran las preocupaciones de este hombre. Cuando se dio cuenta de que la cosecha de aquel año era extraordinaria en lugar de dar gracias a Dios por ello, o de regocijarse pensando en las oportunidades que tendría de hacer el bien, se aflige con el siguiente pensamiento: «¿Qué haré, porque no tengo dónde almacenar mis frutos?» (v. 17b). Habla como quien sufre una pérdida y está perplejo sobre la manera de remediarla: «¿Qué haré?» El pordiosero más menesteroso de toda la nación, que no supiese dónde encontrar un pedazo de pan no mostraría mayor ansiedad que este hombre. Precisamente la abundancia era lo que no dejaba dormir a este avaro desgraciado por tanto cavilar sobre lo que tendría que hacer con la cosecha. «¿Qué haré?», parece repetir una y otra vez en su interior. Pero, ¿qué problema tan grande es ese? Si tiene mucho, ¡que busque un lugar donde ponerlo, y se acabó! (b) Cuál fue el proyecto que sacó en conclusión: «Esto haré: derribaré mis graneros, y edificaré otros más grandes, y allí almacenaré todos mis frutos y mis bienes» (v. 18). Obsérvese el número de necedades que contiene este proyecto: (i) Habla de sus frutos y bienes como si fuera dueño absoluto de ellos, cuando es Dios el dueño de todo, y nosotros somos meros administradores de lo que Él nos otorga; (ii) Piensa en almacenarlo todo para sí, sin compasión para el pobre, el extranjero, el huérfano y la viuda; (iii) Piensa en derribar los graneros que ya tiene y construir otros más grandes, como si al año siguiente no pudiesen los campos rendirle escaso fruto y resultarle demasiado grandes los graneros que había edificado; (iv) Habla de derribar, en vez de ampliar, con lo que va a salirle más caro el proyecto y van a aumentar las preocupaciones; (v) Habla con falsa seguridad: «Esto haré», sin tener en cuenta lo que leemos en Santiago 4:13–15. Expresiones como éstas son insensatas, porque nuestros días están en manos de Dios, no en las nuestras, y no sabemos ni siquiera si veremos el día de mañana. (c) Cuán cómoda y feliz era la vida que esperaba disfrutar en adelante: «Y diré a mi alma: Alma tienes muchos bienes en reserva para muchos años; descansa, come, bebe, diviértete» (v. 19). ¡Cómo se ve también aquí la tremenda necedad de este hombre: (i) Necio, al dejar para después de finalizar sus ambiciosos proyectos la comodidad de la que podría disfrutar ya ahora; (ii) más necio todavía, al tener por seguro que los bienes en reserva le durarán muchos años, como si no existieran peligros de robo, de incendio, etc.; (iii) necio también al tener por seguro que la salud de que disfrutaba al presente, había de durarle muchos años, cuando no hay nada tan quebradizo como la salud corporal o mental; (iv) necio, sobre todo, por el programa de vida que se había trazado para el porvenir, al no pensar en otra cosa que holgar, comer, beber y divertirse: «vivir para comer» no «comer para vivir» ¡Y esto se lo dice a su alma! Si hubiese dicho: «Cuerpo, tienes muchos bienes, etc.», quizá tendría sentido la frase, pero el alma no se sacia, ni con un granero lleno de trigo, ni con un cofre lleno de oro. Si hubiese tenido alma de cerdo, el programa habría sido muy apropiado. ¡Qué absurdo tan grande es el que seres humanos, dotados de un alma inmortal y de un espíritu potencialmente capacitado para goces de un orden superior, celestial, parezcan conformarse con el manjar de los cerdos! ¡Y ya es una gracia muy grande por parte de Dios, si nadie se les da! (v. 15:16). (C) Ahora viene el juicio de Dios sobre la necedad de este hombre: El rico había dicho a su alma: «Descansa … diviértete» y «para muchos años». Si Dios hubiese estado de acuerdo con él quizás habría podido este hombre disfrutar de la tan deseada felicidad; pero Dios no pensaba así: «Pero Dios le dijo: Necio, esta misma noche vienen a pedirte tu alma» (v. 20). Esto se lo dijo cuando el hombre se hallaba en la cima de la autosuficiencia cuando no tenía otra preocupación que la de ensanchar sus graneros y prometerse para después una vida de placer. Quizás estaba ya dormido y soñando bellos ensueños, cuando Dios le dijo eso. ¡Qué trágico despertar! Nótese: (a) El epíteto que Dios le aplicó: «Necio» ¡Nabal! (véase 1 S. 25:3, 25). Es como si Dios aludiera a aquel otro Nabal, marido de Abigail, de quien su propia mujer dijo a David: «Porque conforme a su nombre, así es. Él se llama Nabal, y la insensatez está con él» (1 S. 25:25). (Aun cuando la versión hebrea de Lc. 12:20 emplea para «necio» el vocablo kesil—necio por ser impío—, en vez de nabal— impío por ser necio—, los términos son sinónimos. Nota del traductor.) Nabal es el término que el Antiguo Testamento aplica al «necio» de Salmos 14:1; 53:1, y a la mujer de Job (Job 2:10). En efecto, las cosas carnales y mundanas son meras necedades, y día vendrá en que Dios dirá: «¡Necio!» a todo el que se haya entregado a ellas, y ellos mismos tendrán que reconocer que han sido necios. (b) La sentencia que Dios pronunció contra él, y fue una sentencia de muerte: «Esta noche vienen a pedirte tu alma y lo que has provisto, ¿para quién será?» (v. 20). Pensaba el necio que tendría bienes para muchos años, pero ha de despedirse de ellos «esta noche»; y no sabe quién disfrutará de ellos. Notemos: (i) que la muerte es representada aquí como un arresto, por sorpresa, del alma: «Vienen a pedirte tu alma»; como si dijera: «¿para qué quieres alma, si no sabes usarla mejor?» Quien está a bien con Dios, no teme entregar el alma, pues se va alegremente a la presencia del Señor; pero para el hombre mundano y apegado a las cosas de este mundo, la muerte es como si le despedazaran el alma por la fuerza, arrancándole de las cosas a las que su alma estaba tan apegada. Tengamos siempre ante nosotros este pensamiento: «Me van a pedir el alma cuando menos lo piense, y me van a exigir cuentas de mi administración de las facultades de mi alma. ¿Qué estoy haciendo con ella?» (ii) Que la muerte viene, en este caso, a la hora más intempestiva: «Esta noche». Para un creyente, la muerte siempre viene de día, porque es «hijo de luz e hijo del día» (1 Ts. 5:5); pero para el hombre del mundo, la muerte siempre es noche oscura, tenebrosa. Aquella misma noche, en la que el necio se prometía tantas cosas agradables para muchos años, tiene que entregar el alma. Lo que a él le parecía el principio de una gran felicidad, es el final de toda esperanza y el comienzo de una terrible eternidad. (iii) Que tiene que dejar tras de sí todas las cosas por las que tanto se había afanado y de las que se creía tan estupendamente provisto. Todos cuantos ponen su felicidad en las cosas materiales edifican sobre arena y aun lo que quede del edificio tendrán que dejarlo para otros cuando la muerte les sorprenda. (iv) Que no sabe «para quién será» todo lo que sus campos le han producido. Ciertamente, ya no serán para él; y, para mayor congoja, no sabe lo que harán con todo ello quienes vengan a reclamarlo, pues estaba tan seguro de que él mismo lo iba a disfrutar, que no se había preocupado de dejar ningún documento Para decir a quién tenía que ser adjudicada la herencia. Si tenía hijos u otros familiares, no sabía si sería sabio o necio el que se había de enseñorear de todo el trabajo en que se afanó (v. Ec. 2:18–19), ni si bendeciría su memoria o la llegaría a maldecir, si le sería de provecho o de perjuicio. Si algunos supiesen de antemano a quién irán a parar las cosas que han atesorado en su casa de seguro que preferirían quemarla en lugar de adornarla y embellecerla. ¡Ah, si tantos necios se esforzasen en allegar tesoros en el cielo donde no se pueden perder ni echar a perder, en lugar de afanarse en allegar tesoros en la tierra! (v. Mt. 6:19–20, comp. con 1 P. 1:4). (D) Finalmente, tenemos la aplicación general que el Señor hace de la parábola: «Así es el que atesora para sí mismo y no es rico para con Dios» (v. 21); es decir, así le ocurre a todo el que se comporta como el rico necio. Vemos aquí, en general: (a) La descripción de un mundano: «Atesora para sí mismo», para sí en oposición a Dios, para el «yo» que es preciso negar y crucificar a fin de ser discípulo de Cristo para el «yo» carnal según el cual toda la vida consiste en la abundancia de posesiones terrenales (v. 15). Éste es el gran error de quienes tienen por tesoro los placeres y las riquezas de este mundo, lo que agrada a la carne, las cosas de esta vida, como si no tuviesen alma y no hubiera otra vida en la que hay que pasar toda la eternidad. Pero el error más grave de tales personas es que no son ricos para con Dios, no son ricos en las cosas que son de Dios y que agradan a Dios. Muchos que nadan en la abundancia de las cosas de este mundo están completamente destituidos de lo que de veras enriquece a una persona, de lo que hace ricos para Dios y para toda la eternidad. (b) La condición de un mundano: «Así es él»: miserable y pobre en medio de todas sus riquezas materiales, pues una persona es rica o pobre, no por lo que tiene, sino por lo que es. Aquí nos declara el Señor Jesús cuál será el final de toda persona que es como aquel necio: le pedirán el alma cuando menos lo piense, y tendrá que dejar para otros todas las cosas materiales que haya allegado, sin poder llevar consigo ninguna cosa que le haga buena compañía en su entrada por la puerta de la eternidad (comp. con Ap. 14:13). No hay palabras bastantes para expresar la tremenda necedad de quienes sólo se preocupan del cuerpo y de esta vida y olvidan lo que es necesario para el alma y para la vida eterna. Versículos 22–40 «Por tanto, porque hay tantos a quienes la avaricia arruina, os digo a vosotros, mis discípulos, guardaos de ella.» Como dice Pablo: «Mas tú oh hombre de Dios, huye de estas cosas» (1 Ti. 6:11 con referencia a los vv. 9–10 del mismo cap.), lo mismo que tú, oh hombre del mundo. En la presente porción, Jesús exhorta a los suyos a no afanarse por las cosas de la tierra y a disponerse para las cosas del Cielo. I. Les encarga que no se inquieten ni se afanen por las cosas más necesarias para el sustento y el vestido: «No os afanéis por vuestra vida» (v. 22). En la parábola anterior les había amonestado contra la forma de avaricia más corriente entre los ricos. Ahora les previene contra otra forma de avaricia más corriente entre los que poseen pocas cosas en este mundo: la angustiosa solicitud por las cosas necesarias para la vida temporal: «No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis, ni por el cuerpo, qué vestiréis». Es el mismo tema que vimos en Mateo 6:25 y ss., y los argumentos que usa allí se asemejan mucho a los de la presente porción: 1. Si Dios nos ha concedido lo principal, podemos depender de Él en cuanto a lo secundario. Si nos ha dado la vida y el cuerpo bien podemos dejar en sus manos el que nos provea de alimento para sustentar la vida, y de vestido para defender el cuerpo. 2. Si Dios provee de lo necesario a las criaturas inferiores bien podemos esperar nosotros, seres hechos a su imagen y semejanza, que nos provea de todo lo necesario. Bien podemos depender, en cuanto al alimento, del «Dios que alimenta a los cuervos que ni siembran, ni siegan, ni tienen despensa ni granero» (v. 24). Y añade: «¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!» Igualmente podemos depender de Dios en cuanto al vestido, pues Él viste espléndidamente a los lirios del campo, que no trabajan ni hilan y llegan a cubrirse de colores más vistosos que los de los regios mantos de Salomón en el pináculo de su gloria. Si así viste a efímeras plantas del campo, ¿cuánto más a nosotros, hombres de poca fe? (vv. 27–28). Por donde vemos que la ansiedad de nuestras preocupaciones se debe a la poquedad de nuestra fe, puesto que una confianza práctica y filial en la todosuficiencia de nuestro Dios sería bastante para derribar todos esos baluartes de perplejidad perturbadora, levantados por una imaginación no dominada por la fe. 3. Esas ansiedades innecesarias, además de mostrar falta de fe en nuestro Padre Celestial, demuestran falta de sensatez, puesto que con ellas no conseguimos otra cosa que turbar la paz de nuestra alma: «¿Y quién de vosotros podrá con afanarse añadir a su estatura un codo? Pues si no podéis ni lo más pequeño, ¿por qué os afanáis por lo demás?» (vv. 25–26). Si somos incapaces de crecer más de dos palmos por medio de autosugestión, ¿cómo vamos a incrementar nuestra fortuna mediante la mera preocupación? De modo que, así como hemos de conformarnos con nuestra estatura y sacar el mejor partido de ella (¡cuántos se libraron de la guerra civil en España por ser «cortos de talla»! Nota del traductor), también hemos de estar satisfechos con nuestras posesiones y sacar el mejor partido de ellas al confiar en Dios para el mañana y trabajar honradamente en el día de hoy, porque con la ansiedad y preocupación sólo conseguiremos perder el sueño y la salud. 4. Esas ansiedades acerca de las cosas materiales, aun cuando se trate de las cosas más necesarias para la vida son indignas de los hijos de Dios (vv. 29–30): «Vosotros, pues, no andéis buscando lo que habéis de comer, ni lo que habéis de beber, ni estéis en ansiosa inquietud». Los discípulos de Cristo no han de andar ansiosos por el pan de cada día, sino pedirlo con fe a su Padre que está en los cielos, no dudando nada (comp. con Stg. 1:6), por cuanto: (A) Estas ansiedades son propias de la gente mundana: «Porque todas estas cosas las buscan con afán las gentes del mundo» (v. 30a). Los que no tienen otra preocupación que por las cosas de este mundo, es de esperar que se afanen por la comida y la bebida como se afanan por la diversión (v. 19), pero los que han de poner la mira, ante todo, en las cosas de arriba (Col. 3:1), no deben afanarse por las cosas de abajo. Y si el afán por las cosas materiales llega a dominarnos alguna vez, hemos de preguntarnos: ¿Soy cristiano o soy mundano? Y, si realmente soy cristiano, ¿cómo puedo rebajarme al nivel de los que se afanan por las cosas materiales únicamente? (B) No es necesario que se inquieten con preocupaciones sobre las cosas necesarias para la vida: «Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas» (v. 30b). Al agradecer el donativo que, por mano de Epafrodito, había recibido de los filipenses, les dice Pablo: «Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (Fil. 4:19). Él es nuestro Padre y, por consiguiente, no permitirá que carezcamos de ninguna cosa buena. (C) Hay cosas más importantes en las que pensar y por las que preocuparse: «Buscad más bien el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas» (v. 31). Todos cuantos tienen almas que salvar han de buscar primero el reino de Dios, que es lo único necesario y sin lo cual de nada les va a servir todo el oro del mundo. Si nos ocupamos con toda diligencia en las cosas del espíritu podemos estar seguros de que Dios se encargará de que no nos falten las cosas necesarias para el cuerpo. (D) Hay igualmente mejores cosas en las que poner nuestra esperanza: «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino» (v. 32). Sólo Lucas registra esta consoladora frase de Jesús. Cuando nuestra imaginación nos asuste con aprensión de males que nos puedan sobrevenir, rechacemos vigorosamente esa tentación de desconfianza, al saber que somos pueblo suyo, rebaño de su mano, ovejas de su pastoreo (Sal. 74:1; 95:7; 100:3). Aquí vemos que los discípulos de Cristo eran una manada pequeña, como un pequeño rebaño de ovejas en medio de tantos lobos, pero no tenían por qué temer, por cuanto estaban bajo el cuidado del Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas (Jn. 10:11). Deducir de este versículo que son pocos los que se han de salvar, no tiene fundamento en la Escritura y bastaría Apocalipsis 7:9–10 para refutarlo. Pero por muy pequeñas que se sientan las manadas de creyentes en medio de un mundo lleno de impiedad y corrupción, el Señor les declara que al Padre le ha placido otorgarles de pura gracia las bendiciones espirituales del reino de Dios, que son suficientes para cubrir todas las necesidades y silenciar todos los temores. En efecto, «nada puede separarnos del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:39). II. Les encarga que hagan bueno el fruto de sus afanes y labores, allegando tesoros en el cielo (vv. 33–34): 1. «Vended lo que poseéis, y dad limosna» (v. 33). Como muy bien parafrasea Bliss: «En lugar de vivir pensando en lo que habréis de conseguir, despojaos a vosotros mismos de lo que tenéis, de esas cosas que distraen vuestra mente. Dándolas como limosnas, no sólo dejan de ser un estorbo, sino que se convierten en una fuente positiva de favor divino y de fruición eterna». ¡Cuántos pobres podrían tener suficiente con lo superfluo de tantos ricos! La Iglesia primitiva entendió bien este precepto (v. Hch. 4:32–35) y el apóstol Juan hizo de ello el «test» del verdadero cristianismo (v. 1 Jn. 3:16–18), pero ¡cuán presto se olvidó! (v. por ej. 1 Co. 11:22; Stg. 2:1–13). En la actualidad, una tercera parte de la población del mundo se muere de hambre, mientras unos pocos millares de supermillonarios derrochan en vicios y multitud de cosas enteramente superfluas. Sin embargo, el Verbo de Dios, que no puede engañarse en materia de finanzas, como en ninguna otra materia, nos asegura que únicamente el Banco de los Cielos está asegurado (v. 33), y sólo él rinde el más alto interés (v. 16:9). 2. «Haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, adonde el ladrón no se acerca, ni la polilla corroe» (v. 33b). La gracia irá con nosotros al otro mundo, pues está tejida en nuestra alma, y las buenas obras seguirán con nosotros (Ap. 14:13). Éstos serán los tesoros que nos enriquecerán por toda la eternidad, porque: (A) es un tesoro que no se agota (v. 1 P. 1:3–4), porque es la herencia viva de un Padre eterno (v. Ro. 8:17–18); (B) es un tesoro que no puede ser robado, pues en la Nueva Jerusalén todo estará seguro y no habrá necesidad de cerrar las puertas, porque allí entrarán solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero (v. Ap. 21:24–27); (C) es un tesoro que no se echa a perder con el paso del tiempo, así como no se gasta ni se consume por el disfrute de su volumen, porque la polilla no lo corroe y no hay ácido que pueda atacarle. 3. Por consiguiente, si tan excelente es el tesoro celestial, es en el Cielo donde deben centrarse nuestros cuidados y adonde han de dirigirse nuestros afanes: «Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (v. 34). Todo aquello en que un ser humano se interesa principalmente, es como un imán que atrae su mente y su corazón. Lo vemos en los hombres de negocios, en los deportistas y en los amigos de toda clase de hobbies: día y noche tienen la mente y el corazón puestos en aquello que constituye su máximo interés. Por eso, es una muestra de suma prudencia y sabiduría poner nuestro corazón en algo que pueda satisfacer plenamente y durar eternamente. Pablo dio a los fieles de Filipos una hermosa lección de profunda psicología al escribir: «Todo lo que es verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buena reputación; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8). En efecto, así como el cuerpo se nutre de lo que come, así el espíritu se nutre de lo que piensa. De todo hombre se puede decir lo que la Escritura dice del avaro: «Porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (Pr. 23:7). Con esta frase, Salomón se adelantó más de nueve siglos a una frase similar del filósofo Séneca, y unos veintiocho siglos al psicólogo A. Adler. III. Les encarga que se preparen a estar listos para la Segunda Venida del Señor (vv. 35–40). Vemos: 1. Que Cristo es nuestro amo, y nosotros somos sus criados no sólo laborantes, sino también expectantes; ceñidos e iluminados en todo momento, porque el dueño puede venir en cualquier momento. 2. Que nuestro Señor, aunque se marchó de nosotros, ha de volver (v. Hch. 1:11). Los siervos de Jesucristo se hallan ahora en estado de expectación: «Aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo» (Tit. 2:13). Vendrá a pedir cuentas a sus siervos: «Porque todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de Cristo, para que cada uno recoja según lo que haya hecho mediante el cuerpo, sea bueno o sea ruin» (2 Co. 5:10, trad. lit.). 3. Que el tiempo en que nuestro amo ha de regresar no lo sabemos, puede venir antes o después de la medianoche (a la segunda o a la tercera vigilia, v. 38), pero siempre a una hora en que la mayoría suele estar durmiendo, excepto los pastores en el campo o los sacerdotes en el templo. No todos son «pastores» en la Iglesia, pero sí son todos «sacerdotes» (v. 1 P. 2:9). «Vosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no Penséis, el Hijo del Hombre vendrá» (v. 40). Esto nos da a entender la falsa seguridad de la mayoría de los seres humanos, a quienes la Venida del Señor ha de tomar por sorpresa, por cuanto no piensan, de modo que, cuando Él venga, será cuando menos lo piensen. 4. Lo que el Señor espera de sus siervos es que, «al llegar Él y llamar, le abran en seguida» (v. 36), porque estarán vestidos y velando, con las lámparas encendidas (v. 35). Sobre el ceñir los lomos, explica Lenski: «La vestidura oriental consistía en un manto largo, suelto y flotante. Cuando se requería una rápida acción, tal manto se quitaba totalmente, como lo hicieron los testigos cuando arrojaron sus vestidos a los pies de Saulo, mientras apedreaban a Esteban; o se sujetaban con un cinto alrededor de la cintura, como cuando los israelitas comieron apresuradamente la primera Pascua, listos para partir rápidamente de Egipto. Así, cuando iban de camino, los hombres ceñían sus lomos; y los que servían a la mesa, donde se requerían movimientos rápidos, también hacían lo mismo». 5. Serán «dichosos aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando» (v. 37). Entonces tendrán por muy bien empleado el tiempo que pasaron velando y aguardando listos para abrir la puerta a la primera llamada del Señor. La dicha de estos siervos se describe a continuación: «De cierto os digo que se ceñirá [¡el Señor!], y hará que se sienten a la mesa, y, pasando cerca de cada uno, les servirá». Que en un banquete de bodas, el novio se incline para servirle a la novia, nada tiene de extraño (no se olvide que la Iglesia es la Esposa de Cristo, 2 Co. 11:2, Ap. 19:7. Nota del traductor), pero que el amo se incline a servir a sus criados, no es normal (v. 17:7–8). Sin embargo, el Señor Jesucristo condescendió a ceñirse y lavar los pies de sus discípulos (Jn. 13:4– 5). En ese inciso maravilloso de «pasando cerca de cada uno» (según indicación del original), vemos que el Señor no nos ve «en masa», sino a cada uno con singular atención. Cada uno de nosotros, creyentes, puede decir como Pablo: «me amó y se entregó a sí mismo POR MÍ» (Gá. 2:20b). ¡Por mí, y por cada pecador arrependido, como si sólo yo existiese en su presencia! No es extraño que, al citar a Bessen, diga Lenski al referirse a la segunda parte de este versículo 37: «Tal como ningún israelita se atrevía a mirar descubierto al Arca de la Alianza, así ninguno debería contemplar este pasaje sin primero haberse envuelto totalmente en el manto de la humildad». 6. Por consiguiente, a fin de que estemos siempre preparados, se nos deja en la incertidumbre en cuanto al tiempo preciso en que el Señor vendrá: «Pero sabed esto, que si supiese el padre de familia a qué hora iba a venir el ladrón, velaría, y no permitiría que horadaran su casa» (v. 39). Por descuidado que fuese, velaría. Igualmente, nosotros, no sabiendo a qué hora será el toque de alarma, debemos estar siempre de guardia. ¡Cuán miserable será el caso de aquellos a quienes la Venida del Señor sorprenda sin estar preparados! ¿Qué será de los incrédulos, qué de los endurecidos en el pecado? Si los hombres tienen tanto cuidado de que sus casas no sean horadadas y despojadas, ¿cómo estaremos descuidados de lo que tiene que ver con nuestras almas por toda la eternidad? «Vosotros, pues, también, estad preparados» (v. 40a); tan preparados, por lo menos, como estaría el padre de familia si supiera a qué hora iba a venir el ladrón. Versículos 41–53 I. Al llegar a este punto, tenemos una pregunta de Pedro a Jesús: «Señor, ¿diriges esta parábola a nosotros, o también a todos?» (v. 41); es decir, «¿la diriges sólo a nosotros, los discípulos, o a toda la multitud que nos rodea?». Pedro hablaba aquí, como en otras ocasiones, en función de portavoz de los doce. Hemos de bendecir a Dios por los que se apresuran a dar un paso adelante, con tal de que quienes se atreven a tanto, se guarden del orgullo. En Lucas no hallamos respuesta directa del Señor a esta pregunta, pero sí en Marcos: «Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: Velad» (Mr. 13:37). Sin embargo, en Lucas, por el contexto, parece ser que tiene en cuenta principalmente a los apóstoles. Podemos y debemos, no obstante, cada uno aplicarnos la parábola, como todo lo demás de la Escritura (v. 2 Ti. 3:15–17) y decir: «¿Qué tiene que ver conmigo esta porción?» II. La respuesta de Cristo a la pregunta de Pedro es peculiarmente apropiada para los ministros de Dios, que son los administradores en la casa de Dios (comp. con 1 Co. 4:1). Vemos: 1. Cuál es su deber como mayordomos y el encargo que el Señor les encomienda: Son constituidos sobre la servidumbre, bajo el mando del amo, que es Cristo; toda autoridad en la Iglesia es una delegación del Señor, ante quien el pastor es responsable, y al servicio de la comunidad eclesial. Allí está puesto el ministro de Dios como el mayordomo encargado de «dar a todos, a su tiempo, la ración conveniente» (v. 42); es decir, la Palabra, el consejo, la exhortación, la reprensión y el consuelo que son apropiados para cada uno y a su tiempo. Tacto, prudencia, competencia, fidelidad, espiritualidad; he ahí las cualidades ideales de un ministro del Señor, difíciles de hallar, todas juntas, en una sola persona. Por eso dice la Palabra de Dios: «Donde no hay dirección sabia, caerá el pueblo; mas en la multitud de consejeros hay seguridad» (Pr. 11:14, comp. con 15:22 y 24:6). Se sobrentiende que los «consejeros» están capacitados para dar consejo, porque la multitud de consejeros incapaces no da ninguna seguridad; el consejo de un experto es preferible al de cincuenta inexpertos. 2. Cuál será la felicidad de los que muestren ser mayordomos fieles y prudentes: «Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su señor venga, le halle haciendo así» (v. 43). Es decir: (A) Que está actuando; no es un holgazán; (B) Que está haciendo así es decir como es su deber: dedicado a su Señor y predicando el Evangelio. (C) Que es hallado haciendo así cuando el Señor viene. La dicha de este siervo fiel queda ilustrada en el siguiente versículo, donde tenemos su promoción a un puesto de mayor privilegio y responsabilidad: «En verdad os digo que le pondrá como encargado de todos sus bienes» (v. 44). Desde luego, los ministros de Dios que se han mostrado fieles en el desempeño de su ministerio recibirán una recompensa especial en el día de Jesucristo. A ellos pueden aplicarse las promesas que leemos en Daniel 12:3: «Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad» (comp. con 1 Co. 15:41–42). 3. Cuán terrible será el ajuste de cuentas que el Señor hará con los siervos infieles y traidores (vv. 45–46). Ya consideramos esto en el comentario a Mateo y, por tanto, aquí haremos notar solamente que: (A) «Dice en su corazón: Mi señor tarda en venir». La paciencia de Cristo (como la de Dios, v. 2 P. 3:4–9) es interpretada con mucha frecuencia, como tardanza, con lo que se desaniman los suyos, y se animan los enemigos. (B) Los perseguidores del pueblo de Dios (e incluso los malos líderes del pueblo de Dios) se entregan a su propia comodidad y hasta sensualidad: «Y comienza a golpear a los criados y a las criadas, y a comer y beber y embriagarse», sin querer percatarse de la maldad de su propio pecado ni del sufrimiento que causa a sus hermanos y consiervos. No es infrecuente el caso (los psicólogos podrían decir mucho sobre esto) de que precisamente los líderes que más tiranizan a las congregaciones sean demasiado indulgentes con sus propios pecados. (C) La muerte y el juicio serán terribles para todos los malvados, pero especialmente para los malvados ministros de Dios. Serán tomados por sorpresa: «Vendrá el señor de aquel siervo en un día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y le cortará, y le pondrá con los infieles» (v. 46). 4. Que el hecho de haber conocido su obligación y no haber cumplido con ella será una circunstancia agravante de su pecado: «Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que, sin conocerla, hizo cosas dignas de azotes, recibirá pocos» (vv. 47–48a). Parece ser que tenemos aquí una velada alusión a la distinción que hacía la Ley entre los pecados «por yerro» y los que se cometen «con soberbia» (Nm. 15:24–30). Vemos, pues, que: (A) La ignorancia de nuestra obligación, aun siendo culpable es una circunstancia atenuante de nuestro pecado; por eso, el siervo que no conocía la voluntad del señor «recibirá pocos azotes», pero recibirá algunos, porque debía, y podía, haber conocido mejor la voluntad de su señor; su ignorancia le excusa en parte Pero no del todo, así fue como los judíos dieron muerte al Señor (v. Hch. 3:17) y Pablo persiguió, antes de su conversión, a la Iglesia (v. 1 Ti. 1:13). Por eso, el mismo Jesús oró por los que le crucificaban, diciendo: «Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen». (B) En cambio el conocimiento claro de nuestro deber es una circunstancia que agrava nuestro pecado: «Aquel siervo … recibirá muchos azotes». Con toda justicia castigará Dios con mayor severidad a tal siervo, porque el conocimiento pleno de su deber demuestra un grado más elevado de voluntariedad y contumacia en su pecado (nótese el «voluntariamente» de He. 10:26; 2 P. 3:5). (C) Y el Señor añade una buena razón: «Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le exigirá y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá» (v. 48b). Quienes poseen mayor capacidad y han recibido mayores dones que otros y que conocen mejor la Palabra de Dios, tendrán un ajuste de cuentas más severo que el de otros. III. Jesús pasa luego a hablar de sus futuros padecimientos y de los padecimientos de los suyos por causa de Él. Comienza el Señor con una declaración general: «Fuego vine a echar en la tierra; y ¡qué deseo, si ya se encendió!» (trad. lit.). Muchos intérpretes al sacar estas palabras de su contexto, han visto en esta frase un deseo de Cristo de que todo el mundo se inflamase en el fuego del amor de Dios de la predicación del Evangelio y del derramamiento del Espíritu Santo. Pero, por el contexto, se ve que Cristo habla del fuego de la persecución, del «escándalo de la Cruz», que había de provocar persecución y división hasta en las familias. Cristo no es el autor de este fuego como tampoco es Él quien esgrime la espada de Mateo 10:34, sino los perseguidores; pero Él permite este «incendio» a fin de que los suyos sean refinados en la persecución como el oro en el crisol (v. 1 P. 1:7; 4:12). Vemos primeramente: 1. Que Él mismo ha de padecer mucho, pasando por este fuego que Ya se encendió contra Él: «De un bautismo tengo que ser bautizado» (v. 50). No nos extrañe el cambio de metáfora. Las aflicciones son comparadas tanto al fuego como al agua (Sal. 66:12). Jesús llama «bautismo» a sus padecimientos, porque fue totalmente sumergido en ellos, como Israel lo fue en el mar (1 Co. 10:2). Cristo los conocía de antemano y les pone un nombre que les quita terribilidad; los llama «bautismo», no «inundación» (comp. con Is. 43:2); le habían de cubrir, pero no le habían de ahogar. Con ello, santificaba el nombre de bautismo y mostraba que, aun cuando comportaba una sepultura, también indicaba resurrección (comp. con Hch. 2:24–31; Ro. 6:3–11). Y Jesús añade: «Y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!» (v. 50b). También esta frase ha sido mal entendida, como si Cristo desease que la hora llegara, cuando lo que Él deseaba es que la hora pasara, fuera consumada (el verbo es el mismo de Jn. 19:30). Por otra parte, como hace notar Bliss, el verbo «me angustio» es el mismo que Pablo usa en Filipenses 1:23. Dice Bliss: «Los dolores de la muerte ya, en anticipación, “se apoderaron de Él”, y la perspectiva era terrible para el Hijo del Hombre. Pero, por otro lado, esa era la voluntad del Padre, e igualmente la suya, de que Él así sufriera, y para esa hora había venido al mundo» (v. Jn. 12:27). No hemos de perder de vista, con todo, que estaba profetizado: «Verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11, comp. con He. 12:2). ¡De tal forma deseaba Jesús el cumplimiento de la redención del humano linaje mediante el sacrificio de la Cruz! 2. A continuación, Jesús declara los padecimientos que también los Suyos habían de sufrir: «¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra?» (v. 51). Se insinúa aquí que los discípulos abrigaban esta suposición: que el Evangelio tendría una acogida universal, que la gente lo recibiría unánimemente, y que todo sería paz y tranquilidad. Pero Cristo viene a decirles: «Estáis equivocados; los hechos probarán lo contrario y, por tanto, no os forjéis ilusiones paradisíacas y sin fundamento, porque lo que realmente sucederá es: (A) Que el resultado de la predicación del Evangelio será «división» (v. 51b). No es que el objetivo del Evangelio sea causar división; todo lo contrario; su propia tendencia es «congregar en uno a los hijos de Dios» (Jn. 11:52) y unirles con el vínculo de la paz, que es el amor (Ef. 4:3; Col. 3:14). Si el mundo entero recibiera el Evangelio, la paz sería el resultado (v. Is. 32:17); pero el hecho es que hay muchos que no lo reciben, sino que se oponen a él, y esta oposición es la que causa la división. Mientras el príncipe de este mundo, como fuerte armado, domina el mundo desde su palacio, todos sus bienes están en paz; también los muertos descansan en paz; la paz de los cementerios es la paz del derrotado por el pecado y por la muerte; pero la paz de Cristo es la paz de la vida de la victoria sobre el pecado, de la que es fruto de la sumisión a la voluntad de Dios y de la obra del Espíritu Santo en el corazón del regenerado; no en vano, el «dominio propio» remata con broche de oro la lista de los nueve aspectos del fruto del Espíritu (Gá. 5:22– 23). Sólo el que se domina a sí mismo, escapa del conflicto espiritual en que se debate el hombre carnal. Notemos que los filósofos de las diferentes escuelas en tiempo de Pablo estaban de acuerdo en muchas cosas, también lo estaban los adoradores de las diferentes deidades falsas; pero cuando les fue predicado el Evangelio, y muchos fueron sacados del poder de Satanás e introducidos en el reino de Dios, entonces comenzó la perturbación. Algunos se distinguieron de los demás al abrazar el Evangelio (v. Hch. 17:32–34), y otros hasta se enfurecían de la actitud de los primeros. Sí, incluso entre los que han recibido al Señor ha habido, y hay, división (v. por ej. 1 Co. 1:10–13), porque hay carnalidad y, en consecuencia rivalidad. Pero si todos los creyentes imitásemos al apóstol Pablo (v. por ej. Fil. 1:15–18), pronto desaparecerían esas divisiones, pues dentro de la normal diferencia de pareceres, habría amor, humildad y mansedumbre para dialogar y respetar las opiniones ajenas que no afectan a los puntos fundamentales de doctrina y práctica. (B) «Que esta división alcanzaría también hasta el ámbito de la familia»: «Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra contra su nuera, y la nuera contra su suegra» (v. 53). Pues el que se convierta al Evangelio estará deseoso de dar testimonio, antes que nada, en su propia casa, y el que continúe inconverso se sentirá provocado y odiará, y hasta perseguirá, al que, por su fe y obediencia, testifica y, de este modo, condena implícitamente al que persiste en su incredulidad y desobediencia. Incluso las madres y las hijas, a las que el instinto natural suele mantener más unidas en el afecto, se distanciarán la una de la otra y se odiarán. Como vemos en el libro de Hechos, dondequiera llegaba el Evangelio, surgía la persecución, se armaba «disturbio no pequeño» (Hch. 19:23) y «en todas partes se le contradecía» (Hch. 28:22). Por tanto, los discípulos de Cristo no deben prometerse «paz terrenal en la tierra». Versículos 54–59 Al haber dado a los discípulos la lección que les correspondía, Jesús se vuelve ahora a la multitud en general y les da la lección que a ellos les corresponde (v. 54). En general, deseaba que fuesen tan avisados en los negocios del alma como lo eran en los del cuerpo. I. Les convenía aprender a discernir el camino de Dios con relación a ellos, para prepararse convenientemente a entrar por él. Eran sabios en cuanto al clima, pues podían predecir cuándo llovería y cuándo haría calor (vv. 54–55), fundados en las señales del firmamento que habían observado una y otra vez. La experiencia es madre de la ciencia y en Hebreos 5:14, se nos dice que «los que han alcanzado la madurez» son «los que, por razón de la costumbre, tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal». Todo el que es sabio, tanto para ciencia, como «para salvación» (2 Ti. 3:15), observa atento, aprende solícito, y se hace maduro en discernimiento, «para no ser llevado a la deriva por todo viento de doctrina» (Ef. 4:14). Pero esta gente no tenía sabiduría para discernir el cumplimiento del tiempo (Mr. 1:15). 1. En efecto, acertaban a presagiar el tiempo meteorológico: «Cuando veis la nube que sale del poniente, aunque al principio no sea mayor que “la palma de la mano de un hombre” (1 R. 18:44), al instante decís: Viene lluvia; y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, decís: Hará calor; y lo hace». Sin embargo, la naturaleza no siempre obedece a los pronósticos de los meteorólogos (ni siquiera en 1983. Nota del traductor); con todo, la gente se acomoda a tales predicciones. 2. La consecuencia que Cristo infiere de esto contra ellos (v. 56): «¡Hipócritas! Sabéis averiguar el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y cómo no averiguáis este tiempo? Como si dijese: «¿Cómo no sabéis discernir esta oportunidad (lit.) que Dios os ofrece ahora y que quizá no volváis a tener jamás?» «He aquí ahora el tiempo favorable; he aquí ahora el día de salvación», grita a todos el apóstol (2 Co. 6:2). «Ahora o nunca.» La locura y la ruina del ser humano está en que no conoce su tiempo. Esa fue la causa de la ruina de los hombres de aquella generación: «No conociste el tiempo de tu visitación» (19:44). Jesús añade: «¿Y por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (v. 57). Ante las señales que de su mesianidad daba Jesús, deberían haber pronunciado «veredicto de justicia» sobre lo que Cristo les predicaba y enseñaba (comp. con Jn. 16:10; 1 Ti. 3:16 «Justificado en el Espíritu». Esto podían juzgar «por sí mismos», sin depender de las falsas doctrinas de los fariseos. Si los hombres se liberasen de prejuicios y tuviesen la libertad de juzgar por sí mismos lo que es justo, pronto se percatarían de que todos los preceptos y enseñanzas de Jesucristo son rectos, sabios y convenientes, y que no hay cosa tan puesta en razón como someterse a ellos de buen grado. II. Les convenía ponerse a toda prisa a bien con Dios, antes de que fuese demasiado tarde (vv. 58–59). Esta misma advertencia la comentamos en Mateo 5:25–26. Aun cuando allí el contexto parece apuntar al hermano como adversario (lit. demandante ante un tribunal), aquí el «adversario» no puede entenderse sino de Jesucristo. La base del símil es la misma que en Mateo 5:25–26: 1. En los asuntos temporales, es señal de prudencia ponerse a bien con un contendiente contra quien no podemos prevalecer ante un tribunal: «Pues cuando vayas al magistrado con tu adversario, y veas que vas a perder el pleito, la prudencia te aconsejará que procures arreglarte con él en el camino». Quien es verdaderamente prudente no deja que los pleitos lleguen a un extremo en que va a salir perdedor, sino que se aviene a un arreglo o «conciliación», aun cuando no esté dispuesto a una «reconciliación». 2. Si esto ocurre en los asuntos temporales, mucho más ha de tenerse en cuenta en los asuntos espirituales, en los que el Juez será inapelable, y la sentencia irrevocable por toda la eternidad. Por el pecado, hemos hecho a Dios nuestro adversario: «Nuestras iniquidades han hecho separación entre nosotros y nuestro Dios» (Is. 59:2). Y Dios tiene todo derecho para ocultar de nosotros su rostro, y todo poder para enviarnos al Infierno (Mt. 10:28). Cristo a quien todo juicio ha sido encomendado (v. Jn. 5:22–29) es el magistrado ante el que todos hemos de comparecer; aquel que, por no haber escuchado su Palabra (v. Jn. 12:48), tenga perdida la causa, será entregado al alguacil; es decir, al oficial encargado de encerrar en prisión (comp. con Mt. 13:49–50). «De allí no saldrás hasta que hayas pagado hasta el último céntimo» (v. 59) es decir nunca. Dice Lenski: «Esta posibilidad tiene que ver sólo con el lenguaje figurado de Jesús. No ilustra ninguna posibilidad real de que un pecador halle escape después de la muerte y del juicio, porque las Escrituras nada dicen de tal posibilidad». No sólo no dicen nada de tal posibilidad, sino que la contradicen al declarar que no hay salvación, sino por fe en la obra del Calvario, llevada a cabo de una vez por todas (v. Ro. 3:21–28; He. 10:12–14). Esa fe es lo único que impide que una persona muera en su pecado (Jn. 8:24). Así que «el que no cree, ya ha sido condenado» (Jn. 3:18). Y en la Biblia no aparece ninguna condenación parcial o temporal; o es entera y eterna (v. Mt. 25:46; Ap. 14:11; 20:10) o es ninguna (Ro. 8:1): ni poca ni mucha. 3. Al considerar todo eso, démonos prisa a ponernos a bien con el Juez Divino, para no caer en las manos de Dios como adversario (comp. con He. 10:31), sino en los brazos de Dios como Padre; y esto, «en el camino», mientras vamos de viaje por esta vida, pues ahí es donde Jesús carga el énfasis. Mientras estamos con vida, estamos en el camino. Ahora, pues es el tiempo de arreglarnos con el adversario por medio de la fe y del arrepentimiento, antes de que sea demasiado tarde. Ya vemos cómo Jesús nos ofrece la oportunidad y nos promete la acogida (v. Jn. 6:35–37). Alarguemos la mano de la fe y «tendremos paz para con Dios» (Ro. 5:1). CAPÍTULO 13 El capítulo comienza con la exhortación de Jesús al arrepentimiento, con ocasión de las noticias de una masacre ordenada por Pilato. Jesús continúa con el mismo tema por medio de la parábola de la higuera estéril. Sigue la curación en sábado de una mujer que se hallaba en la sinagoga. Tenemos luego una repetición de las parábolas del grano de mostaza y de la levadura. Contesta Jesús a una pregunta sobre el número de los que se salvan y termina el capítulo con el lamento del Señor sobre Jerusalén. Versículos 1–5 I. Aquí tenemos las noticias que le llegan a Cristo acerca de la reciente muerte de algunos galileos, «cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios de ellos» (v. 1). Veamos: 1. Cuál era este trágico episodio. Se nos refiere aquí brevemente y no se halla mencionado en ningún otro lugar, ni en la Biblia ni fuera de la Biblia. Al ser los galileos súbditos de Herodes es probable que este incidente ocasionase la enemistad entre Herodes y Pilato, mencionada en 23:12. No se nos dice el número de las víctimas; quizá eran unos pocos, pero la circunstancia agravante era que Pilato había mezclado la sangre de ellos con la de los sacrificios. Es de notar la bravura de estos galileos, de cuyo supuesto «crimen» no hay referencia alguna, al ir con sus sacrificios a Jerusalén, y ponerse así al alcance del impío gobernador. Ni la santidad del lugar ni la de la obra que estaban llevando a cabo estos galileos sirvieron para protegerlos de la furia de un injusto juez, que no temía a Dios ni tenía compasión con los hombres. El altar, que solía ser santuario y lugar de refugio, se convierte ahora en una trampa y lazo, y en lugar de peligro y asesinato. Dice Bliss: «Una circunstancia de ese castigo, la cual impresionó peculiarmente la imaginación judía, fue la de que estaban precisamente en los atrios del templo, ocupados en el ofrecimiento de sacrificios en el momento en que fueron muertos, de modo que su sangre, al salpicar algunas partes de la víctima, puede decirse que se había mezclado con sus sacrificios». 2. Por qué fue llevada esta noticia a Jesús, precisamente en ese mismo tiempo. Quizá fue meramente como noticia que los informantes supondrían que Jesús no la sabía, como un suceso lamentable para ellos y, por qué no, también para el Maestro, o quizá como confirmación de lo que Jesús acababa de decir sobre la necesidad de ponerse a bien con Dios antes de que fuera demasiado tarde, como diciéndole: «Maestro, he aquí un caso reciente de algunos que fueron súbitamente entregados al alguacil, sorprendidos por la muerte cuando menos lo pensaban y, por tanto, indicándonos que debemos estar siempre preparados». Siempre es de gran provecho para los oyentes, cuando explicamos la Palabra de Dios, confirmarla con ejemplos que nos suministran la experiencia propia y la providencia de Dios. Al ser Jesús un profeta, y de Galilea, pensarían los informadores que la noticia causaría impacto en el ánimo de Jesús y quizás el Señor trataría de vindicar ante Herodes la muerte de estos galileos, o desistiría de subir a Jerusalén (v. 22), para no correr la misma suerte que habían corrido aquellos galileos a manos de Pilato. La respuesta de Cristo da a entender que los informadores, al contarle este episodio, insinuaban que aquellos galileos debían de ser mala gente; de no ser así, Dios no habría permitido que Pilato los asesinase de aquella manera tan bárbara. Esta suposición no dejaba de ser maligna, por insinuar que fueran malhechores, sin tener ninguna otra prueba, quienes habrían podido ser tenidos por mártires de la religión patria. II. Respuesta de Cristo a este informe: 1. A este informe sobre una muerte trágica a manos de un gobernador malvado, añade Jesús la muerte trágica de unos judíos a causa de un accidente natural. No hacía mucho que la torre de Siloé había caído y causado la muerte de dieciocho personas (v. 4). Era otro episodio triste, semejantes al cual ocurren cada día algunos. Torres, como otros edificios, construidos para dar seguridad, causan frecuentemente muerte y destrucción. 2. Con base en estos dos trágicos sucesos, Jesús amonesta a sus oyentes a que no interpreten mal estos accidentes, como si hubiéramos de suponer que los grandes sufrimientos son justo castigo de grandes malhechores, pues tal suposición tiene un fondo pagano, supersticioso (comp. con Hch. 28:4). «¿Pensáis—dice Jesús—que esos galileos eran más pecadores que todos los galileos porque padecieron tales cosas? Os digo: No …» (vv. 2–3a). Quizá los que le habían comunicado la noticia eran judíos y, hasta cierto punto, se alegraban de poder informar sobre un trágico episodio sucedido precisamente a unos galileos, nativos de una región despreciable (v. Jn. 7:52). Por eso, Jesús les replica con un accidente ocurrido, no a galileos, sino precisamente a judíos de Jerusalén: «O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé, y los mató, cuando quizás estaban esperando ser sanados en la piscina de aquel lugar, eran más culpables, más endeudados (lit.) con la justicia de Dios, que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No …» (vv. 4–5a). Repetimos que no se puede juzgar de los pecados de los hombres a base de lo que puedan sufrir en esta vida, porque muchos son arrojados al horno, no como escoria que debe ser consumida, sino como oro que tiene que ser refinado, por consiguiente, no hemos de apresurarnos a censurar a quienes sufren más que sus semejantes, no sea que añadamos aflicción al afligido. Si nos ponemos a juzgar, tendremos suficiente que juzgar acerca de nosotros mismos. Al seguir una norma errada, llegaríamos a concluir que cuantos opresores disfrutan de poder y prosperidad han de contarse entre los mayores santos, mientras que los oprimidos han de ser tenidos por los más perversos pecadores. Recordemos siempre el precepto de Jesús: «NO JUZGUÉIS, PARA QUE NO SEÁIS JUZGADOS» (Mt. 7:1). 3. Jesús aprovecha estos dos trágicos episodios para hacer un llamamiento al arrepentimiento, y advierte sobre las graves consecuencias que trae consigo la impenitencia: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente» (vv. 3, 5). Con esto, viene a decirnos a todos: (A) Que todos merecemos perecer igual que ellos. A fin de que no censuremos fácilmente, hemos de tener en cuenta, no sólo que somos pecadores, sino también que tenemos de qué arrepentirnos tanto como lo que ellos hubieron de sufrir. (B) Que, por consiguiente todos hemos de arrepentirnos, compungidos por todo lo malo que hemos hecho y dispuestos a cambiar de conducta. Los juicios de Dios sobre nuestros semejantes son intimaciones que Dios nos hace en voz muy alta a que nos arrepintamos. (C) Que el arrepentimiento es la única puerta por la que escapar de la perdición, y que es una puerta segura. (D) Que, si no nos arrepentimos, ciertamente pereceremos, como les ha ocurrido a otros antes que a nosotros. A no ser que nos arrepintamos, vamos a perecer eternamente, así como aquellos perecieron temporalmente. El mismo Jesús que manda arrepentirse porque el reino de Dios se ha acercado (Mr. 1:15), manda también arrepentirse porque, de lo contrario, pereceremos. Así que ha puesto delante de nosotros la vida y la muerte, el bien y el mal, la bendición y la maldición; ¡escojamos, pues, la vida! (v. Dt. 30:15, 19). Versículos 6–9 La parábola que hallamos en la presente porción está destinada a reforzar la exhortación al arrepentimiento, que acabamos de comentar: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente». I. La parábola va dirigida primordialmente a Israel. Dios escogió a la nación judía como pueblo escogido suyo, cercano a Él, y esperaba de este pueblo fruto de obediencia; pero ellos no correspondieron a la predilección que Dios les había mostrado, sino que, en lugar de acreditar la profesión que habían hecho (v. Éx. 19:8), la desacreditaron. A consecuencia de ello, Dios determinó justamente abandonarlos; pero, por intercesión de Cristo, como otrora por la de Moisés, les concedió una tregua con prolongación de misericordia, poniéndoles a prueba mediante el envío de sus apóstoles entre ellos para invitarles al arrepentimiento, y ofrecerles perdón en nombre de Cristo. Algunos fueron movidos a la compunción y dieron frutos dignos de arrepentimiento; para éstos no hubo castigo; pero el grueso de la nación continuó en una estéril impenitencia, y vino sobre ellos la ruina sin remedio. II. Pero la parábola va dirigida también, en general a despertar a todos cuantos tienen los medios de gracia al alcance de la mano, a fin de que los criterios de su mentalidad y el tenor de su vida respondan a las oportunidades que la gracia de Dios les ofrece, pues éste es el fruto que de ellos se espera. Al estudiar la parábola, veamos: 1. Las ventajas de que disfrutaba esta higuera. El dueño la había plantado en su viña, esto es, en el mejor terreno posible y donde iba a recibir mayores cuidados que otras higueras plantadas cerca del camino (v. Mt. 21:19). También nosotros somos como higueras plantadas en la viña de Dios, lo cual constituye un gran favor. 2. Las esperanzas que el dueño abrigaba con respecto a esta higuera: «Vino a buscar fruto de ella». No envió a sus criados, sino que vino él en persona. Así Cristo vino a este mundo, vino a los de su pueblo (Jn. 1:11), en busca de fruto. El Dios de los cielos demanda y espera fruto de todos cuantos ocupan un lugar en su viña. De nada le servirán los que son como hojas, diciendo: «Señor, Señor» (6:46). Tampoco le servirán los que son como flores, que prometen primores de hermosura y acaban en desechos de basura (v. 12:27–28). Sólo el fruto de una vida santa le ha de satisfacer (v. Ro. 6:22; Ef. 2:10; Tit. 2:14). El carácter cristiano está configurado en los nueve aspectos del fruto del Espíritu (v. Gá. 5:22–23). 3. La decepción que el dueño experimentó en cuanto a las esperanzas que tenía en relación con esta higuera: «Y no lo halló»; no halló fruto, ni siquiera un higo. Da tristeza pensar cuántos son los que disfrutan de los privilegios del Evangelio, pero no hacen nada que sirva para el honor de Dios. Vemos que el dueño de la viña, dirigiéndose al viñador que la trabaja: (A) Se queja de que, tras larga espera, la higuera no le rinde ningún fruto: «Vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo» (v. 7). ¡Qué desilusión! (B) Se queja de dos detalles que agravan la infructuosidad de la higuera: (a) «Hace tres años que vengo a buscar fruto … y no lo hallo». Pacientemente, año tras año, había venido personalmente en busca de fruto sin encontrarlo. ¿Por cuánto tiempo se ha llegado Dios a nosotros en busca de fruto, y no lo ha hallado? ¡Y cómo nos aguanta Dios en su infinita paciencia! (b) Esta higuera no sólo no da fruto alguno, sino que «inutiliza también la tierra» (v. 7b); es decir, ocupa inútilmente el lugar de otra higuera que podría rendir fruto y hace daño al resto del plantío, al chupar del suelo los elementos que podrían beneficiar al viñedo. Así también, los que no hacen el bien dentro de la iglesia, suelen hacer daño con la influencia de su mal ejemplo. Y el daño es tanto mayor, y la tierra es tanto más inutilizada, cuanto más alto y ancho es el lugar que ocupa el árbol, especialmente cuando echa raíces y se hace viejo sin producir fruto. 4. La sentencia que contra la higuera pronuncia el dueño: «Córtala». ¿Qué otra cosa puede esperarse de un árbol que no da fruto año tras año? (comp. con 3:9). ¿Por qué motivo ha de continuar inutilizando la tierra? ¿Qué razón hay para que ocupe en la viña un lugar sin provecho? 5. La intercesión del viñador a favor de la higuera. Cristo es el Gran Intercesor (Ro. 8:34; He. 7:25; 1 Jn. 2:1), pero también los creyentes han de interceder unos por otros, especialmente, los ministros de Dios, que tienen el deber de orar por aquellos a quienes van a predicar. En cuanto a este viñador, vemos: (A) Cómo intercede ante el dueño: «Señor, déjala todavía este año» (v. 8a). No le dice: «Señor, no la cortes jamás», sino «No la cortes todavía»; invoca dilación, no exención. Es una gran misericordia de parte de Dios conceder tiempo para arrepentirse a quienes rechazan la gracia para arrepentirse (comp. con 2 P. 3:9). Sólo a la intercesión de Cristo se debe el que muchos árboles infructuosos no sean cortados inmediatamente. Esto nos invita a preguntarnos: ¿Soy yo como este árbol sin fruto para el Señor? También nos invita a interceder ante el Señor a favor de otros: «Señor, déjalos todavía este año». Así hemos de permanecer en la brecha, para impedir que Dios descargue su ira sobre los árboles de su viña. Pero tengamos en cuenta que las oraciones de otros hermanos a favor de nosotros, aun cuando sirvan para demorar el castigo que merecemos, no han de conseguirnos el perdón de nuestros pecados, a menos que nosotros mismos reaccionemos con fe, arrepentimiento y oración. (B) Cómo promete trabajar con mayor esfuerzo, durante el año de dilación, para mejorar la condición de la higuera: «Hasta que yo cave alrededor de el/a, y la abone» (v. 8b). Nuestras oraciones por otros han de ir acompañadas de nuestra acciones; al rogar por otros, hemos de pedir a Dios gracia para cumplir con nuestro deber de ayudar al hermano; de lo contrario, nuestras oraciones serían una burla y mostrarían que no apreciamos en todo su valor la gracia que requerimos para los demás. El viñador de la parábola se comprometió a hacer lo que estaba de su parte, cavando en torno al árbol y abonándolo. Así deben obrar también los ministros del Señor, pues los creyentes infructuosos deben ser despertados de su letargo mediante la corrección que quebrante la dureza del terreno en barbecho, y estimulados mediante las promesas del Señor, que son como el abono que nutre y enriquece el terreno; ambos métodos han de usarse, pues el uno es preparación para el otro. (C) En qué términos deja el asunto: «Vamos a ver lo que podemos hacer con ella por un año más y si da fruto, bien» (v. 9). La palabra «bien» no se halla en el original, y queda la frase en suspenso; pero lo que sigue da a entender claramente la alegría que tanto el dueño como el viñador experimentarán si la higuera, por fin, da el fruto que de ella se esperaba. Cuando un pecador inconverso, o un creyente sin fruto, se arrepienten, se enmiendan y dan fruto, todo trabajo se puede dar por bien empleado: habrá gozo en el Cielo, Dios será glorificado, las manos de los ministros del Señor quedarán reforzadas, la viña de Cristo quedará embellecida, el resto del plantío participará del beneficio, y la higuera que antes era estéril recibirá bendición de parte de Dios (He. 6:7); todo estará bien. Pero, «si no [da fruto], la cortarás después» (v. 9b). Ésta es la posible sombría alternativa. Como comenta Bengel, «el hortelano no dice: “Yo la cortaré”, pero consiente en que así se haga; él cesará de protestar». La paciencia de Dios retrasa el castigo, pero no lo levanta. El árbol estéril será finalmente cortado y arrojado al fuego. Cuanto más se haya tardado Dios en castigar, tanto más terrible será el castigo. Ser cortado después de tanto esfuerzo por parte del viñador y de tanta paciencia por parte del dueño, es algo muy triste. Cortar un árbol en el plantío del Señor (v. 1 Co. 3:9), aunque sea una tarea que no se puede evitar, es algo en lo que Dios no se complace. Y los que interceden a favor de higueras estériles, si éstas persisten en su triste condición, estarán finalmente de acuerdo con el justo juicio de Dios, cuando tales árboles tengan que ser cortados. Versículos 10–17 I. La curación de una mujer en día de sábado y en la sinagoga. El Señor acudía a la sinagoga el sábado. De Él hemos de aprender a no dejar de congregarnos (He. 10:25), y no excusarnos de ello al pensar que igualmente podríamos pasar el día en casa leyendo un libro que nos sirva de provecho espiritual, aun en el caso de que tal libro sea la Biblia. Y, cuando acudía a la sinagoga en sábado, el Señor aprovechaba la ocasión para enseñar allí (v. 10) y obrar milagros de beneficencia en confirmación de su doctrina. 1. El objeto de su obra misericordiosa fue en esta ocasión una mujer que se hallaba allí, y que desde hacía dieciocho años tenía espíritu de enfermedad (v. 11), es decir, una enfermedad causada por un espíritu maligno. La enfermedad era tal, que le hacía ir encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar, esto es, nunca podía mantenerse en posición erecta. Sin embargo, acudía a la sinagoga los sábados; lo cual nos enseña que, excepto cuando nuestros achaques son de tal clase que nos impiden físicamente asistir a los cultos, no deberíamos dejar de asistir, pues el Señor puede ayudarnos y darnos una bendición que no esperábamos. 2. El que Cristo se ofreciera a curarla sin que ella se lo pidiera nos habla de la misericordia y de la gracia preveniente del Señor: «Cuando Jesús la vio, la llamó hacia sí» (v. 12). Antes que ella le preguntara, respondió Él. Ella llegó allí para aprender y obtener beneficio para su alma, pero Cristo le dio también alivio para el cuerpo. Los que procuran obtener beneficio para su espíritu, son los que, a la larga, obtendrán también beneficio para su cuerpo. 3. La curación llevada a cabo instantánea y completamente nos habla del poder omnímodo del Señor: «Le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó al instante» (vv. 12b–13a). La que sólo podía mirar al suelo, pudo enseguida levantar la cabeza. Esta curación representa la obra de la gracia de Cristo en la conversión de los pecadores, cuyo corazón no regenerado está bajo el poder de un espíritu de enfermedad, y toda la persona se halla tan encorvada y retorcida que no puede enderezarse para alzar la vista a Dios y a las cosas de arriba. Esas almas encorvadas y retorcidas no pueden buscar a Cristo, pero cuando Él las llama y las cura con su palabra, las libra de su enfermedad y las endereza. La gracia de Dios puede hacer recto lo que el pecado del hombre ha retorcido y encorvado El Espíritu de Cristo, que es Espíritu de adopción, nos hace escapar del espíritu de servidumbre (v. Ro. 8:15), como el que atenazaba a esta mujer. 4. El efecto inmediato que esta curación produjo, no sólo en el cuerpo, sino también en el alma de esta mujer: «Y glorificaba a Dios» (v. 13b). Cuando un corazón retorcido es enderezado por la gracia de Dios, lo primero que debe salir de él ha de ser una expresión de alabanza y gratitud a Dios. II. A continuación se nos refiere el enojo del jefe de la sinagoga a causa de este acto de misericordia de Jesús. Se enojó «de que Jesús hubiese sanado en sábado» (v. 14). ¡Cómo ciega el fanatismo, hasta oponerse a una luz tan clara y tan poderosa como la que emanaba de las palabras y de los milagros de Jesús! «Pero el principal de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiese sanado en sábado, dijo a la gente: Seis días hay en que se debe trabajar; en éstos pues, venid y sed sanados, y no en sábado.» Véase con qué ligereza hablaba de los milagros de Cristo, como si fueran obras comunes y rutinarias, como si dijese: «Podéis venir y ser sanados en cualquier día de la semana, excepto el sábado». A los ojos de este hombre, las curaciones de Cristo eran cosa corriente y barata. Este milagro era evidentemente obra de Dios; y, si Dios nos manda no trabajar en ese día, ¿acaso se obliga a Sí mismo a no obrar salvación en ese día? (v. Jn. 5:17). La misma palabra (jesed) que, en hebreo, significa misericordia, significa también piedad, para darnos a entender que las obras de misericordia y caridad son, de algún modo, obras de piedad y, por consiguiente, muy apropiadas en el día de reposo. III. Cristo se justifica por lo que acaba de hacer (v. 15): «Entonces el Señor le respondió y dijo: Hipócrita». Es cierto que nosotros hemos de juzgar caritativamente, porque sólo podemos juzgar de acuerdo con lo que aparece al exterior, pero Cristo conoce lo que hay en el hombre (Jn. 2:25), y veía en las palabras del jefe de la sinagoga toda su enemistad contra la persona y el Evangelio de Jesús, aunque tratase de esconderla bajo la capa de un pretendido celo por la observancia del sábado. Cristo pudo habérselo dicho así abiertamente, pero prefirió, en su mansedumbre, razonar con él para hacerle ver su error: 1. Apela primeramente a la práctica común entre los judíos nunca desaprobada, de abrevar el ganado en día de reposo: «Cada uno de vosotros ¿no desata su buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber?» (v. 15). Sería un acto de crueldad no hacerlo así. No dar de beber al ganado en sábado sería peor que hacer trabajar a los animales ese día. 2. Aplica, a renglón seguido, al presente caso dicha práctica comúnmente aceptada (v. 16): «Si hay que mostrar compasión con un buey y un asno, desatándole y dándole de beber en sábado, ¿no había de ser desatada ésta de una ligadura peor? Mirad que es hija de Abraham y, por tanto, tiene derecho a las bendiciones mesiánicas; es hermana vuestra y no le podéis negar un favor que concedéis a un buey y a un asno de vuestra propiedad. Es una mujer a quien Satanás tuvo atada durante dieciocho años; por consiguiente, no sólo es un acto de misericordia con la pobre mujer, sino también un acto de piedad con Dios, si se quebranta con ello el poder de Satanás. Ha estado por tanto tiempo en esta situación deplorable y, ahora que hay oportunidad de librarla de ella, no debe dejarse para otro día; ¿qué haría cualquiera de vosotros, si se hubiera hallado durante dieciocho años bajo una aflicción similar?» IV. Los efectos diferentes que las palabras de Jesús causaron en los oyentes (v. 17): 1. De confusión y vergüenza en sus perseguidores: «Al decir Él estas cosas, se avergonzaban todos sus adversarios». No fue una confusión que condujese al arrepentimiento, sino una vergüenza que provocaba indignación. 2. De regocijo en la gente sencilla y sincera: «Pero todo el pueblo se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por Él». Lo mismo que producía confusión en sus perseguidores, producía gozo en sus seguidores. Las obras que Cristo llevaba a cabo eran gloriosas, y todos deberíamos regocijarnos en ellas. Versículos 18–22 I. Ahora se nos describe en dos parábolas (véase también Mt. 13:31–33) el progreso del Evangelio. Cristo quiere mostrar aquí a qué es semejante el reino de Dios (vv. 18, 20). Será algo muy diferente de lo que se suele pensar. La gente esperaba que apareciera como cosa grande y llevada a perfección con toda prontitud; pero estaban equivocados: «Es semejante al grano de mostaza, cosa muy pequeña y que parece prometer muy poco, pero creció, y se hizo árbol grande» (v. 19). Véase el comentario a Mateo 13:31–33 (con las dos escuelas de interpretación. Nota del traductor). Añadamos que muchos tenían prejuicios contra el Evangelio, porque su comienzo no presagiaba nada grande. Cristo quería quitar estos prejuicios al asegurar que, aun cuando los comienzos fueran pequeños, el crecimiento posterior sería grande, tanto que las aves del cielo anidarían en sus ramas. Qué clases de «pájaros» habían de hacer sus nidos en las ramas de la Iglesia puede deducirse del contexto en Mateo 13:4, 19, así como por la propia Historia Eclesiástica aun cuando no todos hayan sido «cuervos», sino también «palomas». Algo parecido pasa con la levadura (v. 21): Un poco de levadura hace fermentar toda la masa (comp. con 1 Co. 5:6). También la doctrina de Cristo se extendió rápida y milagrosamente (sin elocuencia, sin armas, sin dinero) por todo el mundo, aunque falsos y ajenos elementos se introdujesen junto al mensaje evangélico, tanto en la doctrina como en el culto y en las estructuras. II. Breve reseña del viaje de Jesús a Jerusalén: «Recorría Jesús cada una de las ciudades y aldeas, enseñando, y prosiguiendo su camino hacia Jerusalén» (v. 22). Aquí hallamos a Cristo que viaja a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, la cual se celebraba en invierno, en una estación del año en la que no resulta cómodo viajar. Versículos 23–30 I. Una pregunta que le hacen a Jesús. No se nos dice si quien se la hizo era amigo o enemigo. La pregunta era: «¿Son pocos los que se salvan?» (v. 23), y puede interpretarse de cuatro maneras: 1. Como una pregunta capciosa: Si decía que eran muchos podían reprocharle de liberalismo o «manga ancha»; si decía que pocos, le achacarían ser de «manga estrecha» o exclusivismo. En nada muestran los hombres su ignorancia tanto como en el juicio que hacen sobre la salvación de otras personas. 2. Como una pregunta curiosa: Hay muchos que están más interesados en saber cuántos se salvarán y cuántos no se salvarán, que en examinarse a sí mismos para saber lo que tienen que hacer para salvarse ellos. 3. Como una pregunta temerosa: Quizá se habían dado cuenta de que las normas de Cristo eran estrictas y el mundo era demasiado malo para aceptarlas y, al comparar ambos extremos, vienen a decir por boca del que hace la pregunta: «Si eso es así ¡cuán pocos se van a salvar!» (comp. con Mt. 19:25; Mr. 10:26). Hay motivos para pensar así, cuando de entre los muchos que oyen la Palabra de Dios, son tan pocos los que la mezclan con fe (He. 4:2, lit.). 4. Como una pregunta personal: «Señor, si son pocos los que se salvan, ¿qué me pasará a mí? ¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna?» (comp. con 10:25). II. Respuesta de Cristo a la pregunta. Nuestro Salvador no contesta directamente porque no entraba en sus planes el satisfacer curiosidades, sino el despertar conciencias. Por eso, no dice cuántos se han de salvar, sino qué se ha de hacer para asegurar la salvación. Así que: 1. Les da una exhortación estimulante: «Esforzaos a entrar por la puerta angosta» (v. 24a). Vemos que responde en plural, porque es algo que interesa a todos. Todo el que quiera ser salvo ha de entrar por la puerta estrecha y someterse a la disciplina. Hay que esforzarse para eso, porque la salvación no es un asunto de poca importancia y que pueda ser tomado a la ligera, sino «lo único necesario» y, por tanto, lo que requiere de nosotros todo interés, todo cuidado y todo esfuerzo; es cosa de vida o muerte para toda la eternidad. 2. Les da varias consideraciones despertadoras: (A) «Pensad en los muchos que hacen algo por entrar por la puerta estrecha de la salvación, pero no hacen bastante: Os digo que muchos procurarán entrar, y no tendrán fuerza» (lit.). Son de los que buscan pero no se esfuerzan. La razón por la que muchos se quedan destituidos de la gracia y de la gloria es que se contentan con una búsqueda perezosa, tienen buena opinión de la felicidad y alguna estimación de la santidad, y dan algunos pasos en buena dirección, pero sus convicciones son débiles, sus deseos son fríos, sus esfuerzos son lánguidos, y sus resoluciones carecen de firmeza y duración. Por eso, no llegan. (B) «Pensad en el día de la diferenciación, día que se acerca con rapidez, y en las decisiones de aquel día: El padre de familia se levantará y cerrará la puerta» (v. 25). Ahora parece que da largas al asunto, pero llegará el día en que se levantará y cerrará la puerta. ¿Qué puerta? Una puerta de distinción. Como en el templo de Jerusalén, también dentro de las iglesias hay falsos profesantes que adoran en el atrio exterior, y genuinos creyentes que adoran dentro del velo; la puerta entre las dos estancias está ahora abierta, pero, cuando el amo de la casa se levante, se cerrará la puerta entre ambas estancias, y los que se hallan en el atrio exterior se quedarán fuera; lo inmundo se quedará fuera (Ap. 21:27); sólo los que siguen la santidad verán al Señor (He. 12:14). La puerta de la misericordia y de la gracia está ahora abierta para todos, pero los que no hayan entrado por ella, sino que hayan intentado llegar por sus propios caminos, se verán excluidos del reino. (C) «Pensad en los que han abrigado una falsa confianza o presunción de ser salvos sin haber dado frutos dignos de arrepentimiento, todos los cuales se verán rechazados en aquel día.» En efecto, consideremos: (a) Hasta qué punto les llevó su esperanza: hasta las mismas puertas, pues estarán «llamando a la puerta» (son los «casi cristianos», comp. con Hch. 26:28), «diciendo: Señor, Señor, ábrenos», como si tuvieran derecho a entrar. ¡Cuántos han arruinado su eternidad por no haberse parado a pensar si su camino era recto según Dios, y no según su propia opinión (Pr. 21:2)! (b) Cuál era el fundamento de la presunción que tenían de ir al Cielo: primero, que habían sido huéspedes de Cristo: «Delante de ti hemos comido y bebido» (v. 26a); habían disfrutado de muchos de los beneficios que Dios imparte a la Iglesia, incluso, habían participado de la Mesa del Señor; segundo, que habían sido oyentes de Cristo: «Y en nuestras plazas enseñaste» (v. 26b), como si dijesen: ¿Tú que nos enseñaste, no nos vas a salvar? (c) Cómo les engañó su confianza. Cristo les dirá: «No sé de dónde sois» (v. 25b). Y, de nuevo: «Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de mí todos vosotros, hacedores de maldad» (v. 27). En estas frases vemos que el Señor (i) los desconoce, como ajenos a la familia de Dios. «El Señor conoce a los que son suyos» (2 Ti. 2:19) pero a éstos no les reconoce como de Él; (ii) los despide: «Apartaas de mí todos vosotros» ¡Lejos de mi puerta! Aquí no hay nada para vosotros (comp. con Mt. 25:41); (iii) los describe: «Vosotros, hacedores de maldad»; ésta es la razón de su ruina: «que tienen apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella» (2 Ti. 3:5); bajo la librea de Cristo, hacen la obra del diablo. (d) Cuán severo y terrible será su castigo (v. 28): «Allí será el llanto y el crujir de dientes», las más extremas señales de pesar y de indignación, «cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera». Mientras los santos del Antiguo Testamento estarán en el reino de Dios, aunque vieron el día del Señor a distancia y se consolaron con ello (v. Jn. 8:56; 12:41) los pecadores (no convertidos) del Nuevo Testamento serán echados fuera del reino de Dios en confusión y vergüenza, como quien no tiene parte ni suerte en este asunto (Hch. 8:21). La visión de la gloria del santo servirá solamente para agravar la miseria del pecador. (D) «Pensad quiénes serán salvos, a pesar de todo: Y vendrán del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios» (v. 29). Por lo que Cristo acababa de decir se ve que son pocos los que se han de salvar de entre los que podría pensarse que van por el camino de la salvación. Pero no hemos de suponer que el Evangelio es predicado en vano, pues serán muchos los que vendrán al reino desde los cuatro puntos cardinales del orbe. Cuando el Señor venga, todo Israel habrá sido salvo (Ro. 11:26), así como una multitud innumerable de todas naciones, tribus, pueblos y lenguas (Ap. 7:9). Cuando lleguemos al Cielo, veremos allí a muchos que no pensábamos ver, y echaremos en falta a otros muchos que pensábamos ver allí. De alguna manera podemos acomodar a esto lo que se nos dice en el versículo 30: «Y he aquí que hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos»; aunque el sentido literal no se refiere a esto, sino a que los «primeros», los judíos que estaban cerca, rechazaron en masa el reino y fueron relegados al «último» lugar, mientras que los gentiles, los que estaban lejos, los «últimos» en las promesas de Dios, pasaron a primer lugar (v. Hch. 2:39; 13:46; Ef. 2:12–13, 17), pues aceptaron la salvación en mayor número que los judíos, que eran los «privilegiados» (v. Ro. 9:4–5). Esto demuestra, una vez más, la necesidad de esforzarse a entrar por la puerta estrecha pues los que lo buscaban desde cerca, por su propia justicia, no lo alcanzaron (v. Ro. 11:7), mientras que, desde lejos, desde los cuatro puntos cardinales, hubo quienes se esforzaron y llegaron primero al reino de Dios. Hemos de preguntarnos cada uno a sí mismo: «¿Perderé yo la oportunidad de llegar, habiendo comenzado tan pronto y al estar tan cerca, cuando otros, que parecen estar tan lejos, se están esforzando por entrar?» Digamos como Agustín de Hipona, cuando se debatía entre el pecado y la gracia, a la vista de tantos héroes de Cristo: «Lo que éstos y éstas, ¿por qué no yo?» Versículos 31–35 I. Jesús recibe un mensaje acerca del peligro que corría su vida, si permanecía en Galilea, territorio que caía dentro de la jurisdicción de Herodes: «Aquel mismo día se acercaron unos fariseos, diciéndole: Sal y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar» (v. 31). No cabe duda de que estos fariseos expresaban la mala voluntad de Herodes hacia Jesús, pero ellos mismos exageraban la nota, porque querían que Jesús se marchara a Judea, donde tendrían mejores oportunidades para consumar sus malvados planes contra el Salvador. Aunque la respuesta de Jesús parece dar a entender que nada tiene que ver con ellos, la forma con que replica al mensaje indica bien el desafío a Herodes, tanto como a ellos mismos, quienes pensaban que iban a asustar a Jesús con este recado. II. Jesús responde de tal modo, que sus palabras equivalen a un abierto desafío a las malévolas intenciones de sus perseguidores y declara implícitamente que está decidido a someterse únicamente a la voluntad del Padre: «Id, y decidle a ese zorro» (v. 32). Con este epíteto, describe bien el carácter de Herodes Antipas, conocido por su astucia traicionera y por su vileza rastrera. Y aunque es una frase muy fuerte, estaba muy bien en labios de Cristo el Gran Profeta, pues los profetas siempre tuvieron libertad y denuedo para reprender con energía a los malos reyes y potentados. El mensaje que les devuelve para Herodes es: «Yo echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra»; como si dijera: «Id, y decidle que no le tengo miedo; ya sé que voy a morir pronto, pero ni él ni otro alguno impedirá que yo lleve a cabo la obra que el Padre me encomendó hasta la hora precisa en que la haya consumado y yo sea sacrificado. Mientras tanto, continuaré hoy y mañana y pasado mañana (v. 33) mi camino hacia Jerusalén, donde debo morir como todo profeta, y seguiré con mi gran tarea de beneficencia echando demonios y curando dolencias». Estas palabras de Jesús son también un consuelo para nosotros, porque nos declaran que, mientras sigamos llevando a cabo la obra que nuestro Dios y Padre nos ha encomendado, no hemos de temer mal alguno, sólo es menester que día a día cumplamos fielmente con nuestro deber como creyentes, y Él se encargará de que nada nos perjudique hasta la hora en que tenga a bien llamarnos a su presencia. Por eso, Jesús no temía a Herodes no sólo porque su hora exacta no había llegado, sino porque debía morir en Jerusalén, fuera de la jurisdicción de Herodes, ya que sólo el sanedrín de Jerusalén podía entonces encausar a un profeta y hacer que fuese condenado a muerte. III. A la sola mención de Jerusalén, Jesús prorrumpe a continuación en un amargo lamento sobre la ciudad por la ira de Dios que justamente se cierne sobre ella (vv. 34–35, comp. con Mt. 23:37–39). Vemos: 1. El patetismo con que Jesús habla del pecado y de la ruina de la ciudad «santa»: «¡Jerusalén, Jerusalén!» (v. 34), con la solemnidad que implica la repetición, como ya hemos comentado en otro lugar con relación a personas. No hay cosa que tanto entristezca al Señor como la perversidad de personas y lugares que profesan exteriormente una relación más íntima con Dios. 2. La condenación en que incurren los que disfrutan de mayores y más numerosos medios de gracia, si no se benefician de ellos. Si la corrupción y los prejuicios de los hombres no son vencidos con la fe sincera y la oración humilde, los favores divinos provocan mayor endurecimiento del corazón y mayor almacenamiento de ira para el día de la ira (Ro. 2:5). 3. La buena voluntad que Jesús había mostrado siempre hacia todos los que quisiesen llegarse a Él: «¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas!» Con la misma ternura que una buena madre despliega hacia sus hijitos, dándoles cobijo y calor, Jesús había hecho todo lo posible para beneficiar a los habitantes de Jerusalén. 4. Pero sin resultado. Al «quise» de Jesús, tan repetido «¡Cuántas veces!», la ciudad había contestado con pertinaz resistencia: «¡Y no quisiste!» El afán salvador de Cristo agrava tremendamente la resistencia del pecador. 5. Por tanto «vuestra casa» (Jesús ya no la conoce como suya); es decir, la ciudad misma, incluido el templo «os es dejada desierta», desolada (comp. con Lm. 1:1). Siempre queda desolada una casa, cuando Jesús sale de ella. «Os es dejada» es decir «haced lo que queráis de ella; yo ya no voy a impedir su ruina.» 6. Cristo se retira justamente de quienes hacen lo posible para que Él se retire de ellos. Puesto que rehúsan ser reunidos por Él (v. 34), les asegura: «Os digo que de ningún modo me veréis». 7. Sólo el juicio del gran día de Jehová convencerá a los incrédulos judíos que ahora no aceptan a su Mesías, pero para muchos (judíos y no judíos) será demasiado tarde: «Hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor» (v. 35b). A pesar de las referencias marginales que pueden verse en nuestras versiones de la Biblia, estas palabras no aluden a las aclamaciones del Domingo de Ramos, sino a la Segunda Venida del Señor, como correctamente comenta Bliss: «Esto no puede limitarse a la acogida que recibió de las multitudes cuando El entró en Jerusalén poco tiempo después (Mt. 21:9; Mr. 11:9; Jn. 12:13; comp. Lc. 19:38), porque los otros evangelistas atribuyen el mismo dicho a Cristo después que su entrada en la ciudad había tenido lugar. El dicho aquí señala a la Parousía, o Segunda Venida de nuestro Señor. Antes de que tal cosa ocurra, la nación judía creería en el Mesías y se volvería a Él (Ro. 11:25–27). Entonces, cuando ellos estuvieran preparados para recibirlo con adoración penitente y gozosa, verían otra vez al Hijo del Hombre que vuelve en gloria a asumir dominio manifiesto y eterno. Véase cómo Pedro (Hch. 3:19– 21) urge a sus compatriotas a apresurar esta gloriosa consumación, por medio de un pronto arrepentimiento y de fe». LUCAS CAPÍTULO 14 En este capítulo, vemos la curación de un hidrópico, que Jesús llevó a cabo en sábado. A continuación, dos lecciones de Jesús: una, de humildad; otra, de caridad. Luego, el Señor expone una parábola para expresar la urgente invitación a venir a Cristo para recibir salvación, y termina el capítulo con la advertencia a sus seguidores de que consideren el costo de una dedicación total al Señor en una vida de abnegación y de servicio. Versículos 1–6 8
I. Vemos aquí al Hijo del Hombre comiendo y bebiendo, para
conversar familiarmente con toda clase de personas. En esta ocasión, era sábado y entró «para comer en casa de uno de los principales de los fariseos» (v. 1). Obsérvese cuán generoso es Dios con nosotros, otorgándonos tiempo, incluso en el día dedicado especialmente a su servicio, para atender a nuestras necesidades
8Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1305 corporales, y cuán diligentes hemos de ser en no abusar de dicha libertad. No hay razón para pensar que fuese un banquete especial, sino una comida ordinaria. Aun en los días de mayor fiesta, hemos de guardarnos de toda clase de excesos. II. Incluso entonces, su mayor interés era hacer el bien: «Y he aquí que estaba delante de Él un hombre hidrópico» (v. 2). Es muy probable que su enfermedad se hallase en un estado muy avanzado, pero ¡qué dicha tan grande es estar delante del Señor! Cristo se anticipó a bendecir a este enfermo con su bondad característica, antes de que el hidrópico se lo pidiera. III. También aquí, Jesús hubo de soportar tal contradicción de pecadores contra sí mismo (He. 12:3), pues «éstos [los fariseos] le acechaban atentamente» (v. 1b). No podemos deducir a base del texto sagrado cuál era la intención del dueño de la casa, pero sí la de los fariseos que le acompañaban, como se ve por la actitud de acecho (v. 1) y por el significativo silencio (v. 4) a la pregunta que Jesús les dirigió: «¿Es lícito sanar en sábado?» (v. 3). No quisieron responder ni sí ni no, porque el designio de ellos no era ser informados por Él, sino informar acerca de Él. No querían decir: «Es lícito», para no aprobar la conducta de Jesús. Pero tampoco se atrevían a decir: «No es lícito», por no enemistarse con el enfermo que tenían delante. De un modo semejante, muchos hombres honestos y santos han sido censurados y perseguidos por hacer lo que sus propios perseguidores no podían por menos de reconocer tácitamente que era cosa legal y buena la que los perseguidos habían llevado a cabo. El Evangelio nos muestra cuán a menudo los judíos estaban prestos a arrojar piedras a Jesús, cuando Él acababa de hacer buenas obras. IV. Cristo no permitió que la mala voluntad de los fariseos presentes le impidiera llevar a cabo una buena obra, sino que «tomándole [al hidrópico], le sanó y le despidió» (v. 4), es decir, le dejó marchar. Le agarró de la mano, como indica el verbo original, le sanó instantáneamente, y le dejó marchar a continuación, para no dar a los fariseos presentes mayor ocasión de enojo con la presencia del hombre recién sanado. V. Entonces se dirigió a los fariseos para justificar lo que acababa de hacer y silenciar las objeciones que ellos pudiesen abrigar (vv. 5–6). Respondió a los pensamientos de ellos, e hizo que se callaran por vergüenza (v. 6) los que antes se habían callado por maldad (v. 4). Y lo hizo al apelar a una obra que ellos mismos llevaban a cabo en día de reposo: «¿Quién de vosotros, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque sea en sábado?», es decir, con toda urgencia, sin diferirlo por algunas horas, no sea que perezca. Aun cuando no lo hagan por compasión hacia el animal, sino por su propio interés («su asno o su buey»), ya que el reponer el animal perdido por otro les va a costar dinero, por ahorrar el cual bien pueden dispensarse de la obligación de descansar en sábado. Hay muchos que fácilmente se dispensan de dar culto al Señor y de hacer bien a sus hermanos pero no se dispensan de buscar su propio interés. La pregunta de Cristo hizo callar a los fariseos: «Y no le podían replicar a estas cosas» (v. 6). Cristo siempre queda justificado cuando habla (comp. con Sal. 51:4b). Versículos 7–14 El Señor Jesucristo nos ofrece ahora un ejemplo de conversación provechosa para cuando estemos sentados a la mesa en compañía de amigos. Cuando el Señor se hallaba en compañía de extraños o enemigos que le acechaban, aprovechaba la ocasión para reprenderles e instruirles. Cuando nos encontramos a la mesa, no sólo hemos de evitar chistes de mal gusto y conversaciones corrompidas, sino que, al sobrepasar el nivel anodino de pláticas superficiales, hemos de tomar ocasión de la bondad de Dios en los alimentos que nos procura, para darle gloria y alabanza por medio de consideraciones espirituales, con la misma oportunidad que nos brinda el compartir la mesa en fraternal comunión con nuestros amigos. Esto es lo que el Señor hacía, y reprendía incluso, si el asunto lo exigía, pues no tenía acepción de personas. Así vemos que, en esta ocasión: I. Reprende a unos invitados por el afán que mostraban de ocupar los primeros puestos. 1. Observó que estos fariseos (v. 1) e intérpretes de la ley (v. 3) «escogían los primeros asientos a la mesa» (v. 7). Ya anteriormente (11:43) les había reprendido por este afán de «figurar». Aquí aplica la reprensión al afán de ocupar los primeros puestos, es decir (como hace notar Lenski), «los del extremo izquierdo de cada diván (no los del centro, como algunos suponen), porque la persona que se reclinaba allí, dominaba con la vista por completo toda la mesa y a los demás huéspedes, mientras que quienes ocupaban el extremo derecho tenían que darse la vuelta para ver». Notemos que, en las acciones más comunes de la vida, los ojos del Señor nos observan y tienen en cuenta todo lo que hacemos. 2. El prudente consejo que les dio, por medio de esa parábola, fue que quienes se adelantan a sentarse en los primeros lugares, se exponen a quedar avergonzados si llega después algún huésped más distinguido que ellos, y el amo les hace ceder el asiento al que acaba de llegar, mientras que el que se contente con el último lugar no se verá avergonzado, sino que es probable que se vea distinguido al ser invitado por el dueño a que se coloque en un lugar superior. Mientras el orgullo suele acabar en vergüenza, la humildad suele recibir alabanza. El tropezón o la caída de un señorón muy encopetado suele provocar mayor hilaridad que la de un mendigo borracho. Hay una parábola rabínica, semejante a la que aquí propone Jesús, según la cual, tres hombres fueron invitados a una fiesta; el primero se sentó en el lugar más alto, «porque—dijo—soy un príncipe»; el segundo se sentó en el próximo lugar, «porque— dijo—soy un sabio»; el tercero se sentó en el último lugar «porque— dijo—soy persona de modesta posición». Entonces el rey que los había invitado hizo sentar en el lugar más alto al humilde, y puso al príncipe en el último lugar. 3. A continuación, Jesús dedujo una aplicación general, para que todos aprendamos a no ser arrogantes ni jactanciosos. El orgullo y la ambición conducen a la humillación, incluso entre los hombres, mientras que la humildad y la abnegación siempre alcanzan buena reputación: «Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido» (v. 11). II. También aprovecha Jesús la ocasión para reprender al anfitrión por haber invitado a tanta gente rica, cuando sería mejor invitar a los pobres. Nuestro Salvador nos enseña aquí a usar en obras de caridad lo que tenemos, más bien que en ostentosas invitaciones. 1. «Dijo también al que le había convidado: Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes ni a vecinos ricos» (v. 12). Con esto, no prohíbe Jesús cultivar la amistad ni reunirse con los parientes para comer o cenar, sino el derroche innecesario en banquetes que sólo sirven para hacer alarde de dinero o de arte culinaria, con lo cual malgastan su fortuna por dar satisfacción a su fantasía. Además, estos alardes no hacen sino provocar otros alardes similares en los que son convidados, pues el propio orgullo les incitará a corresponder con mayores gastos: «No sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar, y tengas ya tu recompensa». El intercambio de regalos costosos es una de las mayores necedades con las que las gentes pagan su orgullo y ostentación (v. Stg. 4:3, 16; 1 Jn. 2:16). 2. El mejor modo de gastar en la tierra y ahorrar para el Cielo (v. 16:9) es convidar a los menesterosos: «Antes bien, cuando hagas banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos, a los que no tienen de qué vivir ni pueden trabajar para ganarse el sustento. Con éstos se gasta bien el dinero; a éstos les falta lo necesario y no te exigirán golosinas; dales de comer y te recompensarán con oraciones y darán gracias a Dios por ti. No pienses que con eso vas a perder algo; al contrario, serás dichoso, porque ellos no te pueden recompensar, pero te será recompensado en la resurrección de los justos» (vv. 13–14). Las obras de caridad no siempre son recompensadas en este mundo, ya que las cosas de este mundo no son las mejores, pero serán recompensadas en el otro mundo, donde todo tiene el máximo valor. Entonces se verá que los viajes más largos producen los mejores ingresos (o regresos). Versículos 15–24 I. La parábola que Jesús expuso a continuación, fue ocasionada por la exclamación de uno de los invitados, el cual comentó: «Dichoso el que coma pan en el reino de Dios» (v. 15). 1. ¿Con qué objeto se expresó así este invitado? Como dice Lenski, también en exégesis se puede pecar al hacer juicios temerarios. Hay, en efecto comentaristas que tratan de presentar como trivial o inoportuna esta exclamación, cuando lo más probable es que, al oír de la recompensa futura, este escriba o fariseo asociase las palabras de Jesús con las bendiciones del futuro reino mesiánico. Tengamos en cuenta que, con frecuencia, lo que a nosotros nos parece interrupción innecesaria, suscita en alguno de los presentes una ulterior y provechosa enseñanza, conectada con el tema que se venía comentando. Observemos que Jesús había hecho una pausa, y este hombre la aprovecha para introducir una frase que puede inclinar al Maestro a prolongar la enseñanza; y piensa que nada mejor que mencionarle el reino de Dios. 2. Así que lo que dijo este hombre no sólo era una verdad grande y reconocida, sino también muy apropiada en un momento en que se hallaban reclinados a la mesa. ¿Qué mejores pensamientos pueden ocupar nuestra mente, cuando estamos a la mesa, que pensar en aquella otra mesa en que el Señor mismo, al pasar cerca de cada uno de nosotros, nos servirá? (v. 12:37). II. A continuación tenemos la parábola misma que propuso el Señor (vv. 16–24). Parece como si Jesús respondiese al que había pronunciado la exclamación: « ¡Bien dicho! Pero ¿quiénes gozarán de ese privilegio? Vosotros los judíos lo rechazáis (v. Hch. 13:46); así que los gentiles se van a llevar en él la mejor parte». Observemos en la parábola los siguientes detalles: 1. La gracia libre y soberana de Dios, la cual brilla en el mensaje de Cristo y se echa de ver: (A) En la abundante provisión que ha hecho para todos los hombres: «Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos» (v. 16). Llama al banquete «cena», porque en aquel tiempo y en los países orientales, la comida principal del día se hacía al atardecer en familia, pues el vocablo «cena» se deriva del griego koiné = común. (B) En la generosa invitación que nos hace a todos a participar en tan abundante provisión. (a) Hay una invitación general: «convidó a muchos». Cristo invitó a todo el pueblo de Israel a participar de las bendiciones del reino y de los beneficios del Evangelio. La casa de Cristo, no sólo es una casa muy buena, sino también una casa abierta para todos. (b) La invitación es apremiante: «Venid, que todo está ya preparado» (v. 17). Sí, «ahora es el tiempo aceptable; ahora es el día de salvación» (2 Co. 6:2). Como si dijera: «Todo está preparado; no tardéis; aceptad la invitación, todos seréis bien recibidos» (v. Jn. 6:37). Jesús a nadie rechaza; son los hombres los que no quieren venir a Él para que tengan vida (Jn. 5:40). 2. La respuesta fría, descortés y despectiva que la gracia de Dios recibe de los invitados: «Todos a una comenzaron a excusarse» (v. 18). Encontraron un pretexto u otro para no acudir a la cena. Así respondió la nación judía a la llamada del Evangelio (Jn. 1:11). Muchos no se atreven a rechazar de plano la invitación del Evangelio, pero ponen toda clase de excusas para no entregarse al Señor. «¡Todos a una se excusaron!» Unánimes en el rechazo, aunque diferentes en las excusas: (A) «El primero le dijo: He comprado un campo, y necesito ir a verlo; te ruego que me excuses» (v. 18). ¡Frívola excusa! ¡Cómo si no pudiese ir a ver el campo el día siguiente! Y, sin embargo, alega «necesidad», cuando lo que tiene es falta de voluntad (v. el comentario a 13:34 «no quisiste»). (B) «Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos» (v. 19). El primero se excusaba y alega «necesidad»; este otro se excusa y alega «inconveniencia»: ya está en marcha a probar sus bueyes y le resulta incómodo cambiar sus planes. ¡Pobre excusa, cuando se trata de una invitación a participar en el banquete mesiánico! En comparación de tal privilegio, ir a probar cinco yuntas de bueyes no tenía la menor importancia, la excusa indica aquí cierta convicción del deber, pero ninguna inclinación a cumplirlo. Por aquí vemos que aun las cosas que de suyo son legítimas pueden tener fatales consecuencias cuando de tal manera absorben el interés, que dan ocasión a que el corazón se aparte de lo primordial, «el reino de Dios y su justicia». (C) «Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir» (v. 20). Este es el más grosero y descortés de los tres, porque (a) alega una falsa «imposibilidad»; los otros dos no podían llevar al banquete su campo o sus bueyes, pero éste podía haber llevado consigo a su mujer y ambos habrían sido bienvenidos, (b) los otros dos han presentado excusas, aunque insuficientes; éste ni se excusa. La Ley (Dt. 24:5) dispensaba, por un año, al recién casado de ir a la guerra u ocuparse en un negocio absorbente, pero no de asistir a un banquete. Comenta Lenski: «¡Cuántos son los que se olvidan del Evangelio por los placeres de esta vida!» 3. El informe que el siervo trajo a su señor acerca de las afrentosas excusas que dieron sus invitados para no asistir al banquete, con las cuales mostraron la poca estima en que le tenían (v. 21): «Regresó el siervo e hizo saber estas cosas a su señor», es decir, le insinuó que tendría que comer su cena a solas, pues los convidados se habían negado a venir. Podemos imaginar que el siervo presentaría este informe con sorpresa y con tristeza, pero lo hizo con fidelidad, sin poner las cosas mejor o peor de lo que eran. Así es como han de acudir al trono de la gracia los ministros del Señor. Si están alegres por haber visto fruto en su ministerio, «satisfechos del fruto de la aflicción de su alma» (Is. 53:11), han de acudir a Dios con gratitud y alegría. Si están tristes por parecerles que sus labores han sido en vano, han de ir también a Dios para derramar ante Él las quejas (v. He. 13:17) de su corazón, «porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta». Grande es la responsabilidad de los pastores, pero no hay que descartar la responsabilidad de las ovejas. 4. La justa indignación del dueño de la casa, ante la afrenta que se le hace: «Entonces, enojado el padre de familia …» (v. 21). La ingratitud de quienes toman a la ligera la invitación del Evangelio y el desprecio con que, de este modo tratan «las riquezas de la benignidad de Dios» (Ro. 2:4), son una grandísima provocación contra la justicia de Dios. El abuso de la misericordia divina conduce a la más terrible de las miserias: «¡la ira del Cordero!» (Ap. 6:16). Por eso, dice el padre de familia: «Os digo que ninguno de aquellos hombres que fueron convidados, gustará mi cena» (v. 24). La gracia despreciada es una gracia perdida, como la primogenitura de Esaú. Los que no quieren recibir a Cristo cuando pueden, no podrán tenerlo cuando querrían haberlo recibido. 5. El afán que puso el señor en que su mesa estuviese tan rodeada de invitados como llena estaba de manjares: «Dijo a su siervo: Sal inmediatamente por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos»; como si dijera: «Ya que los autosuficientes no quieren venir, llama a los necesitados y a los inválidos. «Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho como mandaste, y aún hay lugar» (v. 22). Muchos judíos comenzaron a entrar en el reino, no de los escribas y fariseos, sino de los publicanos y pecadores. Pero aún había lugar. Entonces, «dijo el señor al siervo: Sal a los caminos y a los vallados y fuérzalos a entrar para que se llene mi casa» (v. 23); como si dijese: «Sal fuera de la ciudad, a los caminos donde los desocupados vagabundean y las gentes sin hogar se extravían (comp. con Ef. 2:12, 19), y fuérzalos a entrar, no por la violencia bruta, sino por la persuasión de la gracia (comp. con Jn. 6:44), haciéndoles saber, aunque se sorprendan de ello, que esta maravillosa fiesta está destinada también para ellos, los que eran extranjeros en cuanto a los pactos de la promesa» (Ef. 2:12), así como para «lo necio, lo débil, lo vil y lo menospreciado del mundo» (v. 1 Co. 1:27–28). Así que: (A) La provisión que para salvación de los hombres hace Dios por medio del Evangelio, no ha sido en vano, pues, aun cuando algunos la rechacen, otros la aceptarán con gratitud. (B) Los más pobres e insignificantes según el mundo son recibidos por Cristo igualmente que los ricos y potentados. La compasión del Señor en favor de todas las almas debe estimular nuestro interés por llevar almas a Cristo, sin acepción de personas. (C) Muchas veces, el Evangelio obtiene los mayores éxitos entre quienes nos parecería que son los peor dispuestos a beneficiarse de él. Los publicanos y las prostitutas, según palabra del propio Jesús, marchaban hacia el reino de Dios por delante de los escribas y fariseos; «hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos» (13:30). Esto nos enseña a no confiar demasiado en los que parecen prometer mucho, y a no desesperar de los que parecen no prometer nada. (D) Los ministros del Señor no han de contentarse con meros consejos y frías exhortaciones, sino que deben importunar con urgencia a entrar en el reino de Dios, según el mandato de nuestro Dueño («Sal inmediatamente …», v. 21). y decid a todos: «Venid, no perdáis tiempo, que ya todo está preparado» (v. 17). (E) Por muchos que sean los que participen en los beneficios del Evangelio, siempre hay lugar para más en la casa del Señor; siempre hay en Cristo lo suficiente para todos, lo mismo que para cada uno; y sólo quedan excluidos de su mesa los que se excluyen a sí mismos. (F) Los creyentes hemos de ser optimistas. La casa de Cristo, aun cuando es muy grande, al final quedará llena. Versículos 25–35 En la presente porción, Jesús se dirige a las multitudes que se agolpaban en torno de Él y les exhorta a que comprendan y consideren las condiciones que el discipulado cristiano impone. Vemos: I. Con qué interés escuchaban a Cristo las multitudes: «Grandes multitudes iban con Él» (v. 25). Unos iban por afecto al Señor, otros le seguían por interés, algunos le acompañarían por mera curiosidad; era una multitud tan abigarrada como la que acompañó a los hijos de Israel en su salida de Egipto (Éx. 12:38 «gran multitud de toda clase de gentes»). II. Con qué sinceridad les expuso el Señor lo que demanda de los que deseen seguirle, para que no se llamen a engaño y se preparen a lo peor que pueda sucederles. 1. Les viene a decir que el camino del cristiano no es un camino de comodidad y de componendas. Algunos esperarían quizá que dijera: «Si alguno viene a mí para ser mi discípulo, tendrá riqueza y honores en abundancia». Pero Cristo les dice precisamente lo contrario: (A) Han de estar dispuestos a desprenderse de lo que más quieran, antes que perder su interés por el Señor. No será sincero en su propósito, ni constante en su resolución, a no ser que ame a Cristo más que a nadie y más que a nada en este mundo. El padre, la madre, la mujer, los hijos, los hermanos y las hermanas, y aun su propia vida, han de ocupar en el corazón del creyente un lugar inferior al de Cristo. Jesús no menciona aquí casas ni tierras porque incluso la filosofía puede enseñar al hombre a mirar con desprecio todas estas cosas; mas el cristianismo va más lejos: todo ser humano ama a sus más íntimos familiares, no obstante si ha de ser un buen discípulo de Cristo, ha de menospreciarlos, si es necesario; en comparación con Él no es que haya de aborrecer literalmente a nadie, sino que el consuelo y el apoyo que en ellos hallamos han de subordinarse al amor que hemos de profesar al Señor. Así que, cuando nuestro deber hacia los padres entra en competición con nuestro deber evidente hacia el Señor, hemos de dar a Cristo la preferencia. Si nos vemos en la alternativa de negar a Cristo o ser negados y despedidos por nuestros familiares (como fue el caso de muchos primitivos cristianos, y siempre lo ha sido), debemos optar por perder el afecto y la compañía de éstos, antes que perder el favor de Dios y la comunión con Cristo. Del mismo modo, todo hombre ama su propia vida, no se odia a sí mismo; sin embargo, no podemos ser discípulos de Cristo a menos que le amemos a Él más que a nuestra propia vida. Esto puede sonar áspero y duro, pero quien haya experimentado los goces de la vida espiritual y haya avivado con fe su esperanza de la vida eterna, considerará fácil lo que parece tan difícil. La prueba de esta opción radical por Cristo suele presentarse en tiempos de tribulación o persecución, pero hasta en días de «paz» puede ser sometida a prueba dicha opción. Quienes se avergüenzan de confesar a Cristo por temor de ofender a un amigo o de perder un cliente, dan motivo para sospechar que aman al amigo o al cliente más que a Cristo. (B) Han de estar dispuestos a sobrellevar lo que resulta muy pesado (v. 27): «Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo». Aunque no sea corriente el caso de que un creyente sea literalmente crucificado, todo creyente, no obstante, tiene que llevar su cruz y estar contento, no sólo resignado, de que los mundanos le pongan nombres ignominiosos, pues no hay nombre tan ignominioso como el «llevador de su propio patíbulo», a quien los antiguos romanos llamaban Furcifer = llevador de la horca. Es menester que el discípulo de Cristo lleve su cruz y siga así a Cristo, es decir ha de llevarla en el camino de su deber cuandoquiera se presente la ocasión; y ha de llevarla cuando Cristo se lo ordene, con la esperanza viva de compartir después su gloria. 2. Les pide a continuación que se pongan a considerar el costo del discipulado. Es mejor no comenzar que no seguir adelante después de haber empezado; por consiguiente, antes de empezar hemos de reflexionar sobre lo que significa el perseverar. Esto es actuar razonablemente, como compete a seres humanos, racionales. La causa de Cristo exige pasar un examen. Satanás muestra el lado «rosa» de la vida, pero oculta lo peor. Esta reflexión es, pues, necesaria para la perseverancia. Nuestro Salvador ilustra esta enseñanza por medio de dos comparaciones: (A) Estamos en la misma posición que un hombre que piensa edificar una torre y, para ello, es preciso que considere el costo (vv. 28–30): «¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos?» Debe acomodar su proyecto a su bolsillo, no sea que se rían de él por haber puesto el cimiento de la torre, y no poder acabarla. Todos los que hacen profesión de su fe es como si comenzaran a edificar una torre: han de comenzar por abajo, profundizar en los cimientos, edificar sobre roca, asegurarse de que el trabajo marcha bien y, luego, aspirar a que la torre se eleve hasta el cielo. Quienes tratan de edificar esta torre deben sentarse a calcular el gasto; es decir, lo que ha de costarles el llevar una vida de abnegación, sacrificio y vigilancia. Es posible que les cueste el perder su reputación entre los hombres y todas las demás cosas de este mundo que les sean queridas, incluso la vida misma. Pero, aun cuando nos llegue a costar todo eso, ¿qué es ello, comparado con lo que le costó a Cristo? Muchos de los que comienzan a edificar esta torre, no acaban, no siguen adelante, con lo que muestran su necedad y locura. Es cierto que ninguno de nosotros tiene en sí mismo los recursos suficientes para acabar esta torre, pero Cristo ha dicho: «Bástate mi gracia» (2 Co. 12:9). Con lo cual, no tienen excusa quienes, al haber comenzado, se vuelven atrás (comp. con 2 Pedro. 2:20–22). (B) Cuando nos disponemos a ser discípulos de Cristo somos como un hombre que marcha a la guerra y, por tanto, ha de considerar los riesgos que eso comporta (vv. 31–32). Un rey que declara la guerra a otro rey considera primero si dispone de los efectivos necesarios para derrotar a su adversario; de lo contrario, la prudencia más elemental le aconseja que desista de tal proyecto. Y, ¿no es el creyente un soldado enzarzado en una guerra? (v. Ef. 6:11–17; 1 Ti. 6:12; 2 Ti. 2:3–4; 4:7). Hemos de luchar en cada paso que damos, puesto que nuestros enemigos espirituales nunca cesan en su oposición. Por tanto, hemos de considerar si estamos dispuestos a aguantar las dificultades que un buen soldado de Cristo ha de esperar, antes de alistarnos bajo la bandera de Cristo. Puestos en la alternativa, es preferible quedarse con el mundo a tratar de aparentar que hemos renunciado a él, y volvernos después al mundo. Aquel joven rico que no tuvo valor para dejar sus posesiones y seguir a Cristo, hizo mejor en marcharse de Cristo con tristeza que en quedarse con Él con disimulo. Esta parábola se puede aplicar de un modo distinto, como destinada a exhortarnos a que nos demos prisa a entregarnos al Señor antes de que sea demasiado tarde; en este caso, significaría algo semejante a lo que el Señor dice en Mateo 5:25: «Ponte a buenas deprisa con el que te quiere llevar a los tribunales». Los que persisten en continuar en el pecado están haciéndole la guerra a Dios, pero el pecador más atrevido y orgulloso que pueda existir, es incapaz de entablar contienda con el Omnipotente (comp. con 1 Co. 1:25; 10:22). Si tenemos en cuenta esto, haremos bien, por nuestro propio interés, en estar en paz con Dios (Ro. 5:1). No necesitamos para ello pedir condiciones de paz (v. 32), pues éstas nos son ofrecidas gratis y en forma maravillosa (v. 2 Co. 5:19–21). ¡Acojámonos, pues, a ellas y estaremos en paz! ¡Hagámoslo «cuando el otro está todavía lejos»! Pero la aplicación general que hallamos al final (v. 33) es que debemos estar dispuestos a ser totales en nuestra opción por Cristo: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo». 3. Les pone en guardia contra la apostasía, porque eso les tornaría totalmente inútiles, inservibles (vv. 34–35). Los buenos creyentes (especialmente, los buenos ministros del Señor) son la sal de la tierra (v. Mt. 5:13). La sal es buena y de gran uso. Los cristianos degenerados, que desacreditan su profesión de fe antes que dejar las cosas del mundo que les apartan de Cristo, son como la sal que se ha vuelto insípida, la cual es la cosa más inútil del mundo pues no sirve para sazonar los alimentos y convierte en estériles los campos; sólo sirve para ser hollada; se ha quedado sin ninguna cualidad buena y, además, nunca puede recobrar su antiguo sabor: «¿con qué se sazonará?»; como si dijese: «Si el oficio de la sal es sazonar y no hay otro cuerpo que sazone, ¿cómo podrá una sal insípida recobrar aquello para lo cual sólo ella tenía la virtud necesaria? ¿Quién la salará?» Esto da a entender que es extremadamente difícil, y aun casi imposible, que un apóstata se recupere (v. He. 6:4–6 según la interpretación más corriente— aunque es un pasaje muy difícil—. Nota del traductor). El fiemo o estiércol es útil para abonar la tierra; pero la sal, no. Así también, el más perdido criminal está más cerca del reino de Dios que el falso profesante. Un tal hipócrita, cuya mente y conducta son depravadas, es el más insípido animal que puede existir. Como no sirve ni para Cristo ni para el mundo, todos lo arrojan fuera, ya que no les sirve para nada; a un cristiano que es consecuente con su fe, hasta los que le odian llegan a respetarle; pero al que no se comporta conforme a lo que dice ser, ¿quién va a prestarle crédito? Tales individuos deben ser puestos fuera de la iglesia, porque hay peligro de que otros se contagien de ellos. El Señor concluye esta porción con la misma seria advertencia que suele hacer en asuntos de vital importancia: «El que tiene oídos para oír, oiga». CAPÍTULO 15 En este capítulo, vemos cómo los escribas y fariseos murmuran de la gracia del Señor, mientras que los tenidos por grandes pecadores (entre ellos, los cobradores de impuestos) se acercan a Jesús. Esto da al Señor la oportunidad de pronunciar tres hermosas parábolas, la tercera de las cuales ha motivado gran número de conversiones a lo largo de la Historia de la Iglesia. Versículos 1–10 I. En esta porción, vemos en primer lugar la diligencia con que los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle (v. 1). Grandes multitudes de judíos iban con Él (14:25): algunos, con tal seguridad de ser admitidos al reino de los cielos, que Jesús juzgó necesario desengañarles, diciéndoles cosas que iban a trastornar sus vanas esperanzas; pero aquí tenemos también multitudes de cobradores de impuestos y de pecadores que se acercarían a Jesús humildemente, quizá con cierto temor de ser rechazados, y fue precisamente a éstos a quienes dirigió palabras de gran estímulo, consuelo y aliento. Algunos cobradores de impuestos serían tal vez malas personas, pero la gente abominaba de todos ellos injustamente, a causa de los prejuicios que la nación judía abrigaba contra los que, con este oficio, parecían servir a un poder extranjero y pagano. A veces, se les nombra en compañía de las prostitutas (Mt. 21:32); aquí, y en todas las demás porciones, se les asocia con los pecadores. Éstos se acercaban a Jesús, no como otros que lo hacían por curiosidad para verle, ni como otros que venían por propia conveniencia para pedir que les sanase, sino para oírle, para escuchar su maravillosa doctrina. Siempre que nos acerquemos a Cristo hemos de tener presente esto, que nos acerquemos para oír las instrucciones que nos de y sus respuestas a nuestras oraciones. II. La ofensa que los escribas y fariseos recibieron por esto: «Murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con ellos» (v. 2). De modo que estos escribas y fariseos: 1. Se enojaban de que estos pecadores tuviesen a mano los medios de gracia y fuesen estimulados a esperar el perdón de sus pecados bajo condición de un sincero arrepentimiento. 2. Pensaban que no cuadraba bien con la dignidad del carácter de Jesús el hacerse amigo de tales personas hasta el punto de comer con ellas. Como no podían condenarle por predicarles, le censuraban por comer con ellos, lo cual estaba en mayor contradicción con las tradiciones de los ancianos. III. La vindicación que Cristo hizo de su propia conducta, pues les mostró que, cuanto peor es un pecador, mayor gloria recibe Dios y mayor gozo hay en el Cielo, cuando uno de esos pecadores se convierte mediante la predicación del Evangelio y por el arrepentimiento obrado en el corazón por el Espíritu Santo. Dios y los ángeles se complacen más viendo a los publicanos y pecadores convertirse a una vida santa que al ver a los escribas y fariseos continuar en su hipocresía. Esto lo ilustra Jesús mediante tres parábolas, de las que analizamos en esta sección las dos primeras: 1. La parábola de la oveja perdida (v. también Mt. 18:12). En Mateo, tiene por objeto mostrar cómo se cuida Dios de la preservación de sus santos; aquí está destinada a mostrar el gozo que Dios siente en la conversión de los pecadores. Aquí tenemos: (A) El caso de un pecador extraviado en el pecado. Es como una oveja perdida, descarriada (Is. 53:6); está perdida para Dios, perdida para el rebaño y perdida para sí misma; no sabe dónde se encuentra, vaga sin cesar, está continuamente expuesta a ser presa de las fieras, sujeta a sustos y terrores, lejos del cuidado del pastor y en grave necesidad de buenos pastos; además, la oveja es uno de los pocos animales que son incapaces de hallar por sí mismos el camino de vuelta al rebaño; exactamente lo mismo que le pasa al pecador. (B) El interés que el Dios de los cielos muestra en la salvación de los pecadores que vagan por las extraviadas sendas del pecado. La preocupación de un buen pastor se centra en la pérdida de una sola oveja, aun cuando tenga otras noventa y nueve que estan a salvo. Aun siendo una, no quiere perderla, sino que va en busca de ella, y no descansa hasta haberla hallado. Del mismo modo, Dios va en busca de cada pecador perdido, «no queriendo que nadie perezca» (2 P. 3:9), y cuando le halla, la pone sobre Sus hombros gozoso, llevándola con paciencia y ternura, hasta reconducirla al redil. Como dice una estrofa del famoso himno litúrgico Dies irae:
«Buscándome, te sentaste fatigado (v. Jn. 4:6);
Me redimiste mediante tus padecimientos en la Cruz; ¡Haz que tan grandes fatigas no sean en vano!»
Agustín de Hipona (Confesiones, III, 11, 19, al final) escribe, a
este respecto, una de sus bellas frases: «Así cuidas de cada uno de nosotros—le dice a Dios—, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno». En efecto, Dios envió a su Hijo a buscar y a salvar lo que estaba perdido (19:10). Cada uno de nosotros estaba perdido, y no cabe duda que, aun cuando en el mundo no hubiese sino un solo pecador (tú, o yo, o cualquier otro), Cristo habría venido a morir en la Cruz para salvar a ese uno. De Cristo estaba profetizado (Is. 40:11) que había de recoger en su brazo los corderos y llevarlos en su seno, mostrando así su compasión y su ternura, pero aquí se nos dice que los pone sobre sus hombros, «una práctica—dice Bliss—familiar entre los pastores, cuando el animalito está enfermo, fatigado o por cualquier motivo incapacitado para andar con sus propias patitas». ¡Dichosos quienes son alcanzados por las manos traspasadas de nuestro bendito Salvador, porque nadie podrá arrancarlas de esas manos! (v. Jn. 10:28–30). (C) El gozo que el mismo Dios experimenta con el arrepentimiento de los pecadores que vuelven al rebaño. Como Buen Pastor, los lleva gozoso; tanto más cuanto más remota parecía la esperanza de hallar a esa oveja perdida. «Y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo» (v. 6). Obsérvese que aun estando perdida la oveja la llama mi oveja; por eso, se preocupa de ella como de algo propio y muy personal, y dice: «He encontrado mi oveja»: no envió un ángel, un criado, sino a su propio Hijo (Jn. 3:16; Ro. 8:32; Gá. 4:4), «el Pastor y Guardián de nuestras almas» (1 P. 2:25. V. Jn. 10:11 y ss.; 1 P. 5:4) el cual hallará sin duda cuanto busque y será hallado por quienes no le buscan (comp. con Ro. 10:20). 2. La parábola de la moneda perdida. Vemos los detalles siguientes: (A) Quien ha perdido esta moneda es una mujer. Tenía diez monedas, quizá las arras de su matrimonio, y se le ha extraviado una. Vemos aquí otra manera de exponer la misma verdad. Al citar a Godet dice Bliss: «Así como la otra (parábola) demostró el cuidado del Salvador por los pecadores abandonados por causa de su lamentable estado, así ésta los presenta como propiedad de tal valor para Él, que no puede cederla». (B) Lo que ha perdido es una moneda de plata, de valor intrínseco, no como el hierro o el plomo. En esa moneda, que es el hombre, está estampada la imagen de Dios y su inscripción. Esta moneda estaba ensuciada en el fango del pecado; pero aun manchada, es de plata y Dios le da un valor tan grande que para rescatarla ha pagado un precio infinito (v. 1 P. 1:18–19). (C) Esta mujer no escatima tiempo ni esfuerzo para encontrar la dracma perdida: «Enciende una lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla» (v. 8). Esto representa los varios medios y diversos métodos que usa Dios para atraer hacia Sí (v. Jn. 6:44) a las almas perdidas: Ha encendido la luz del Evangelio, no para hallar Él el camino hacia nosotros, sino para que nosotros pudiésemos hallar el camino hacia Él; ha puesto en su corazón el traernos a su casa. (D) La mujer experimenta un gozo extraordinario por haber hallado la moneda que tanto significaba para ella: «Reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido» (v. 9). Quienes disfrutan de un gozo santo desean que también otros se regocijen con ellos. La agradable sorpresa de haber hallado la moneda que completaba el número de sus diez arras excita a la mujer de tal manera que nos parece oírla, arrebatada de gozo, repetir a sus amigas: «¡La hallé, la hallé!» 3. En las dos parábolas hallamos el mismo resultado apetecido por el Señor: «Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente» (v. 10). Aquí vemos (como en v. 7): (A) Que el arrepentimiento y la conversión de los pecadores en la tierra son motivo de regocijo en los cielos. La posibilidad de arrepentirse, con la gracia de Dios, está al alcance de los mayores pecadores de este mundo; y, mientras hay vida en una persona, hay esperanza de salvación para el mayor criminal (v. 23:43), pues el carácter de Dios se muestra, ante todo, en su misericordia siempre presta a perdonar (v. Éx. 34:5–7; Dn. 9:7–9). Por eso, reviste tanta solemnidad la aseveración de Pablo: «Dios … manda a TODOS los hombres en TODO lugar, que se arrepientan» (Hch. 17:30). Dios se complace en todas sus obras (v. Gn. 1:31), pero especialmente en las obras de su gracia. Por eso, siente especial complacencia cuando un pecador se convierte. Se alegra de la conversión de las gentes, pero también de los pecadores individuales, aun cuando sólo sea uno. Y los santos ángeles de Dios se regocijan también en la conversión de los pecadores, por eso, al anunciar el nacimiento del Redentor, «decían (no cantaban): Gloria a Dios en lo más alto» (2:13–14). (B) Que «hay mayor gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento» (v. 7). Es decir, mayor gozo por la conversión de un pecador que se reconoce como tal: cobradores de impuestos, prostitutas, paganos, etc. convertidos por la predicación de Cristo, que por todas las hipócritas muestras de devoción y alabanza a Dios («Dios, te doy gracias …», 18:11) de los fariseos y de los demás judíos que no se sentían con necesidad de arrepentirse, apoyados en su propia justicia (v. Ro. 10:1–3). Cristo les enseña aquí que Dios es mejor alabado, y se siente más complacido, con el arrepentimiento sincero de uno de esos despreciados y envidiados pecadores, que con todas las largas oraciones de los escribas y fariseos, quienes eran incapaces de hallar en sí mismos defecto alguno; mayor gozo igualmente por la conversión de un gran criminal que por la conducta «decente» de los que, en comparación, no necesitan un arrepentimiento tan profundo. No es que sea preferible extraviarse lo más lejos posible, sino que la gracia de Dios se manifiesta con mayor fuerza y evidencia al reducir al buen camino a los grandes pecadores, que al conducir por sendas honestas a quienes nunca se marcharon tan lejos. Y lo cierto es que, con mucha frecuencia, los que han sido grandes pecadores antes de su conversión, se muestran después más fieles, dedicados y celosos de buenas obras, pues a quien mucho se ha perdonado, se le suele notar mayor amor. Nosotros mismos experimentamos mayor gozo por la recuperación de algo que habíamos perdido, que por la continua posesión de lo que siempre habíamos disfrutado, por eso, estimamos más la salud después de una enfermedad que una salud sin enfermedad. La normal perseverancia en la piedad es de suyo, más laudable y de mayor valor espiritual que el extravío, pero una súbita recuperación después de una gran caída rinde también iguales, y aun mayores, frutos de santidad, especialmente cuando el creyente se ha ido deslizando casi insensiblemente al enfriamiento del primer amor (v. Ap. 2:4). Versículos 11–32 Parábola del hijo pródigo. Jesús la pronunció con el mismo objetivo que las dos anteriores, pero las circunstancias de esta parábola explican mucho mejor las riquezas del Evangelio de la gracia de Dios, por eso ha sido (y lo será, mientras el mundo exista) de un inefable provecho para los pobres pecadores. I. La parábola representa a Dios, primordialmente, como Padre común de «justos y pecadores», de fariseos y publicanos, dentro del pueblo de Israel, no de toda la humanidad, aunque lo es «potencialmente» de todos los hombres (2 Co. 5:19–21). Para demostrar esto, basta con comparar, por una parte Juan 1:12–13 con 8:41–44 y, por otra, el «varones hermanos» en boca de israelitas (Hch. 2:37), con el «señores» en boca de un gentil (Hch. 16:30). Nuestro Salvador da a entender con esto que tanto los orgullosos fariseos como los despreciados publicanos eran hermanos, por cuanto tenían un Padre común y, por tanto, debían alegrarse de que la gracia de Dios se manifestase en el perdón de los pecadores como se manifestaba en la preservación de los justos. II. También representa a los hijos de los hombres como personas de carácter y temperamento diferente. Este padre tenía dos hijos (v. 11) tan diferentes: uno de ellos, reservado y austero, sobrio, pero malhumorado con cuantos le rodeaban; rígido como era, se adhería a las normas en las que había sido educado, y difícilmente se le podía apartar de ellas. El otro hijo era frívolo e inquieto, impaciente y sin freno, vago y libertino, deseoso de hacerse con la herencia para derrocharla en cuanto cayera en sus manos (de ahí le viene el nombre de «pródigo» en su peor sentido—nota del traductor). Ahora bien, este segundo hijo representa a los publicanos y pecadores y, en un sentido más lejano, a los gentiles. El primero representa a los escribas y fariseos y, en un sentido más lejano, a los judíos en general. El hijo «menor de ellos» (v. 12) es el «pródigo». Veamos: 1. Su desenfreno y su extravío primeramente, con todas las miserias que le sobrevinieron por su pecado. Se nos refiere: (A) Cuál fue la requisitoria que presentó a su padre (v. 12): «Dijo a su padre: Padre, dame …» Podía haber sido un poco más cortés y decirle: «Te ruego que me des», o: «Si te parece bien, dame»; pero, en tono de exigencia le dice imperiosamente: «Dame la parte de los bienes que me corresponde»; apela a su padre como a quien le debe algo. ¡Qué mala cosa es que los hombres consideren los dones de Dios como algo que Dios les debe! La gran locura de los pecadores está en contentarse con recibir las cosas buenas en esta vida y disfrutarlas con urgencia, pues miran sólo las cosas que se pueden ver y codician satisfacerse al presente con ellas, sin preocuparse de las cosas espirituales que pertenecen a la eterna felicidad. Y, ¿para qué deseaba este joven tener a la mano lo que le correspondía de la herencia de su padre? (a) Estaba cansado de obedecer a su padre, y deseoso de alcanzar la falsa libertad. Véase por aquí la locura de tantos jóvenes que no se creen libres hasta que no hayan quebrantado todos los mandamientos de Dios y se hayan atado a sí mismos con las cadenas de sus propias concupiscencias. Aquí se descubre el origen y modelo de toda rebeldía contra Dios: No someterse al gobierno de Dios, sino pretender ser como Dios (Gn. 3:5); y no conocer otro bien y mal que el que a ellos les place. (b) Deseaba escapar de la vigilancia de su padre. Como el avestruz que esconde bajo tierra la cabeza, y piensa que, al no ver, no será visto, también el pecador se esconde de Dios, olvidándose de la omnisciencia divina, se hace así prácticamente ateo (v. Sal. 14:1), como si Dios no existiese ni se ocupase de él por no ocuparse él de Dios. (c) No tenía confianza en la administración de su padre; quería tener sus bienes en sus propias manos, a fin de que su padre no le frenara en el derroche de su fortuna ni le pusiera límite en la extravagancia de sus caprichos. (d) Estaba engreído, tenía una opinión muy alta de su propia suficiencia. Pensaba que si tenía en sus manos la fortuna que le correspondía, haría de ella mejor uso que el que su padre estaba haciendo. No hay cosa que tanto arruine la vida de un joven como su orgullo y suficiencia. (B) Cuán amablemente condescendió su padre con él: «Y les repartió los bienes» (v. 12b). Calculó lo que había de dejar de herencia a cada hijo, y dio al menor lo que éste le pedía, mientras ofrecía también al mayor lo que le correspondía; pero, por lo que se ve, el mayor prefirió que su parte quedase por entonces en manos de su padre, con lo que salió ganando (v. 31 «todas mis cosas son tuyas»). De todas formas, el menor obtuvo lo que deseaba y quizá más de lo que esperaba. Con esto vemos la amabilidad del padre y la necedad de este hijo, la cual él iba a experimentar muy pronto al derrochar toda su herencia de la manera más insensata. De un modo semejante a este padre, se comporta Dios con el pecador, no fuerza a nadie a quedarse en su casa, bajo su dominio suave y paternal, sino entrega a los hombres a los deseos de sus propios corazones (v. Sal. 81:12; Ro. 1:24, 26, 28; 2:4–11). (C) Cómo administró los bienes cuando los tuvo en sus manos. Se dio prisa a gastarlos cuanto antes, tanto que, en muy poco tiempo, se convirtió a sí mismo en un miserable mendigo: «No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí malgastó sus bienes viviendo perdidamente» (v. 13). Ahora bien, la condición del pródigo en este extravío es un buen ejemplo de la condición pecadora en la que todo hombre ha caído pues: (a) El estado del pecador es de apartamiento y distancia de Dios. Es el pecado lo que nos separa de Dios (v. Is. 59:2). Así como el hijo pródigo se fue lejos de la casa de su padre, también el pecador se marcha lejos de Dios, tan lejos como puede. El mundo es como la provincia apartada en la que el pecador fija su residencia. En esto se resume y compendia la miseria del pecador, en apartarse más y más de Dios. ¿Qué es, en efecto, el Infierno sino el estar apartados de Cristo? (v. Mt. 25:41). (b) El estado del pecador es de dispendio y derroche, malgastando perdidamente los bienes que Dios nos concede como hizo el pródigo «al consumir sus bienes con rameras» (v. 30), hasta que lo gastó todo (v. 14) en poco tiempo. Sin duda, se compraría espléndidos vestidos y se juntaría con muchos amigos que le ayudasen a terminar pronto con la fortuna que había recibido por herencia. Podemos aplicar esto espiritualmente: Los pecadores derrochan su patrimonio, no sólo emplean mal los pensamientos y las facultades de su alma, sino que los emplean en el mal; no sólo entierran los talentos sino que los malgastan. Los dones de la Providencia, destinados a que los hombres los empleen en el servicio de Dios y en provecho propio y del prójimo, le sirven al pecador de alimento y combustible para sus concupiscencias. El hombre que se hace esclavo del mundo o de la carne, malgasta sus bienes y vive perdidamente (en efecto, el vocablo griego asotos significa lo contrario de salvación). (c) El estado del pecador es de miseria y necesidad: «Y cuando todo lo había gastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y comenzó a pasar necesidad» (v. 14). El derroche innecesario es el padre de la necesidad miserable. Una vida de perdición conduce a muchos hombres, rápidamente a veces, a carecer hasta de un mendrugo de pan, especialmente cuando a una mala administración se le junta una mala situación general. Esto representa la gran miseria de los pecadores, quienes han malgastado las mercedes divinas, derrochándolo todo por el placer de los sentidos y por las vanidades del mundo, prestos a perecer de hambre cuando estas cosas les llegan a faltar; carecen de lo más necesario, de lo único necesario, pues les falta verdadera satisfacción en las cosas de esta vida, y no les queda esperanza de las verdaderas satisfacciones de la vida eterna. El estado del pecador es como el de una provincia apartada, en la que reina el hambre; es un miserable mendigo y, lo que es peor, se ha puesto a sí mismo voluntariamente en tan triste condición. (d) El estado del pecador es del más vil servilismo. Cuando este desgraciado pródigo cayó en la necesidad, su necesidad le hizo caer en la esclavitud: «Fue y se apegó (lit.) a uno de los ciudadanos de aquella tierra» (v. 15). La consecuencia de haber vivido perdidamente fue tener que servir vilmente. El verbo «se apegó» (el mismo de Gn. 2:24 «se unirá») muestra que este joven cuando se encontró ya sin un céntimo, «se le pegó» de tal forma a dicho ciudadano acomodado económicamente, que no le soltó hasta que le ofreciese algún trabajo, por bajo que fuese, con el que poder sobrevivir. ¡Y cuán bajo fue el oficio que de él obtuvo este pobre joven, que antes era un hacendado caballero! El que disponía y disfrutaba libremente de lo mucho y bueno que había en la casa de su padre, se vio obligado a servir a un amo duro, «el cual le envió a sus campos para que apacentase cerdos» (v. 15); no ovejas, sino cerdos ¡lo más bajo e ignominioso para un judío! Esto es lo que el diablo da a quienes le sirven: provisión de carne para satisfacer sus concupiscencias (Ro. 13:14), y convencerles de que no hay mejor cosa que devorar suciedades y gruñir como los cerdos. ¿Cómo es posible que almas inmortales se rebajen de tal forma, que lleguen a codiciar la pitanza de los cerdos? Los espíritus selectos no se nutren de bazofia. (e) El estado del pecador es de perpetua insatisfacción: «Y deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos» (v. 16). ¡Un ser racional, apetecía el manjar más ordinario del más bajo de los brutos animales! ¡Desear ávidamente ser comensal de los cochinos puercos! Lo que los pecadores se prometen, cuando se alejan de Dios y en lo que desean satisfacerse sólo ha de servirles de desilusión. ¡Y ojalá les sirva de desengañó, por la gracia de Dios! Porque están gastando su jornal en lo que no sacia (Is. 55:2). El algarrobo de Palestina era un alimento adecuado para cerdos, pero no para seres humanos, aunque de su fruto comían las gentes más menesterosas. De igual manera, las riquezas y diversiones de este mundo pueden agradar al cuerpo, pero ¿de qué sirven a las almas que no tienen precio? Ni se adaptan a su naturaleza, ni satisfacen sus deseos, ni cubren sus necesidades. (f) El estado del pecador es tal que no puede esperar alivio de ninguna cosa creada. Cuando el joven pródigo no pudo obtener el sustento mediante su trabajo, lo buscó mediante sus ruegos; incluso se contentaba con una ración de algarrobas de las que comían los cerdos, «pero nadie le daba» (v. 16). Quienes se alejan de Dios no pueden hallar ayuda en nadie ni en nada; en vano claman al mundo y a la carne: el mundo no acoge a los menesterosos, la carne no satisface a los hambrientos. Sólo les queda lo que emponzoña al alma, no lo que la nutre. (g) El estado del pecador es un estado de muerte: «Este mi hijo estaba muerto» (vv. 24 y 32). El pecador, no sólo está muerto en sentido legal, como quien está condenado a muerte, sino que está ya espiritualmente muerto en sus delitos y pecados (Ef. 2:1, 5): no está unido a Cristo ni vive para Dios, en quien está la fuente de la vida; por tanto, está muerto, como el pródigo en la provincia apartada estaba muerto para su padre, su familia y su propia alma . (h) El estado del pecador es de perdición: «Este mi hijo … se había perdido» (vv. 24, 32): perdido para todo lo bueno que había en casa de su padre. Las almas que están separadas de Dios están perdidas (v. comentario a 19:10); perdidas como un viajero que vaga sin rumbo, extraviado, y que, si no lo remedia la misericordia de Dios, se perderá para siempre y sin recuperación posible. (i) El estado del pecador es un estado de locura y frenesí, lo cual se insinúa por la expresión «volviendo en sí» del versículo 17, por la que vemos que, antes de arrepentirse, estaba fuera de sí. Ya lo estaba cuando se marchó de casa, pues, en frase profunda del filósofo Malebranche, «Dios es el lugar de los espíritus, así como el espacio es el lugar de los cuerpos»; todavía se alejó más y más de sí mismo cuando se hundió en el cieno del pecado y, finalmente, cuando se apegó a un ciudadano de aquella región apartada (comp. con el: «¿Dónde estás tú?» de Gn. 3:9). Los pecadores, como los locos, se destruyen a sí mismos con necias concupiscencias y, al mismo tiempo, se engañan a sí mismos con falsas esperanzas. 2. Su arrepentimiento y su regreso después. Obsérvese aquí: (A) Qué fue lo que motivó su conversión: Fue caer en la cuenta de su miseria; cuando se vio en extrema necesidad, entonces volvió en sí. De la misma manera, cuando el Espíritu Santo aplica a un alma el fruto de la redención del Calvario, primero la convence de su estado de miseria y de pecado, como los israelitas mordidos por las serpientes venenosas (v. Nm. 21:9; Jn. 3:14–15). Las pruebas y aflicciones, cuando van santificadas con la gracia divina, son un medio admirable para hacer que el pecador se vuelva de sus caminos extraviados. Cuando nos percatamos de la incapacidad de las criaturas para hacernos felices y hemos probado en vano todos los métodos posibles para aliviar la sed de nuestra alma, es entonces el tiempo propicio para reflexionar razonablemente y pensar en volvernos a Dios. Cuando vemos que todos los seres humanos son incapaces de prestarnos ayuda, malos médicos para curar el cáncer del pecado (comp. con Jer. 17:5 y ss.) es la hora de volvernos a Cristo, único que puede curar y salvar, ningún otro nos dará lo que necesitamos. (B) Qué fue lo que preparó el camino de regreso: Fue la reflexión. Vuelto en sí recobró el recto uso de su mente y pensó: «¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan!» (v. 17). La reflexión es el primer paso para la conversión. Consideró cuán crítica era su situación: «¡Aquí perezco de hambre!» (v. 17b). No sólo tenía hambre, sino que estaba a punto de morirse de hambre. Así los pecadores no se ponen al servicio de Cristo hasta que no se ven a sí mismos a punto de perecer al servicio del diablo (comp. Ro. 6:23). Y, aun cuando parezca que esto es ser llevados a Cristo por la fuerza, no es deshonroso ser atraídos a Él para bien, sino más bien sumamente honroso ser llevados al único que puede sanarnos en un caso desesperado. Consideró el pródigo la abundancia de pan en casa de su padre. En casa de nuestro Padre hay pan en abundancia para toda la familia y hasta para compartir con los necesitados. Incluso las migajas que caen de la mesa son suficientes para nutrir y estar agradecidos. Si los jornaleros tienen abundancia de pan, ¿de qué carecerán los hijos? Estas consideraciones deberían animar a todos los pecadores que se han alejado de Dios a regresar a la casa del Padre. (C) Cuál fue la resolución que tomó el pródigo: Sus reflexiones dieron paso a una correcta conclusión: «Me levantaré e iré a mi padre» (v. 18a). Los buenos propósitos son cosa buena, pero sólo las decisiones firmes sirven para algo. No basta con un «querría». Se ha dicho que el Infierno está empedrado de buenas intenciones. Este joven tomó una resolución firme, y la puso por obra enseguida: «Y levantándose, marchó hacia su padre» (v. 20). Aunque se hallaba en una provincia apartada, muy lejos de la casa del padre, no dudo en regresar. Cada paso que se anda en dirección al pecado, ha de ser desandado en dirección a Dios (comp. con Jer. 2:13). Y no sólo resolvió volver, sino que preparó meticulosamente la confesión que iba a hacer ante su padre. El arrepentimiento genuino comporta el levantarse y marchar hacia Dios pero también exige que nos pongamos de acuerdo con lo que Dios manda, pues no otra cosa significa el vocablo «confesar» en el original (v. 1 Jn. 1:9, homologomen = decimos lo mismo, lo mismo que Dios dice del pecado y de la santidad). Veamos ahora lo que se propuso decir a su padre: (a) Declararle, sin excusas ni tapujos, su pecado: «Padre, he pecado» (v. 18b). Por cuanto todos hemos pecado (Ro. 3:23), todos hemos de reconocer que hemos pecado. La confesión del pecado es la condición necesaria para restaurar nuestra comunión con Dios (1 Jn. 1:7–10). Si no nos declaramos culpables, no podemos estar en paz con Dios, sino que apareceremos culpables ante su tribunal. «Dios te acusa,—dice Agustín de Hipona—; si tú te excusas, te pones contra Dios; pero si te acusas, te pones de acuerdo con Dios.» Y David dice: «Al corazón contrito y humillado no lo desprecias tú, oh Dios» (Sal. 51:17b. Todo el salmo es un modelo de confesión del pecado). (b) Lejos de poner atenuantes a su culpa, el pródigo va a cargar con toda la responsabilidad de su pecado: «He pecado contra el cielo y ante ti» (vv. 18, 21). Esto debe enseñar a los hijos insumisos desobedientes, que las ofensas contra sus padres son pecados contra Dios, pues todo pecado es un desprecio a la autoridad de Dios sea cual sea (v. Stg. 2:10–11). Vemos, pues, la malignidad del pecado al atreverse a subir tan alto: «contra el Cielo», pero es una malignidad necia y altanera, porque es impotente: nadie puede hacer daño al Cielo. Más aún, lo que se arroja contra el Cielo viene a caer sobre la cabeza del que lo arroja. Finalmente, vemos que el pecado se comete ante la vista de Dios, cuya mirada todo lo penetra: «y ante ti». (c) Está dispuesto a reconocer que ha perdido todos los derechos a disfrutar de los privilegios que competen a los hijos: «Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (vv. 19, 21). No niega la relación que le liga a su padre, puesto que la reconoce al llamarle «Padre», pero admite que su padre no la reconozca, puesto que él no lo merece. En realidad, a petición propia, ya había recibido la porción de la herencia que le correspondía, y no podía exigir nada. Por eso, es necesario que los pecadores se reconozcan indignos de recibir ningún favor de Dios. (d) Con todo eso, ruega un puesto dentro de la casa, aunque sea en el oficio más bajo: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v. 19b). Como si dijese: «Con eso me conformo, pues ya es más que suficiente para mí; si quieres imponerme como condición para recibirme el que te sirva como uno más de los criados no sólo me someteré a ello, sino que lo tendré por gran privilegio en comparación con lo que hasta ahora he sufrido de hambre y de humillación. Alquílame como jornalero, a fin de que yo pueda mostrar que aprecio la casa de mi padre tanto como antes la menosprecié». (e) En todo este proceso de reflexión, el pródigo siempre pensó en su padre como padre: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre …» (v. 18). Si consideramos a Dios como nuestro Padre, nos servirá de gran ayuda en nuestro arrepentimiento del pecado y en nuestro regreso a su casa; eso hará que nuestro pesar sea sincero, que nuestras resoluciones contra el pecado sean firmes, y nos animará a esperar el perdón. A Dios le complace ser llamado Padre, tanto por los penitentes como por los suplicantes. (D) Cómo puso por obra su resolución: «Levantándose, marchó hacia su padre» (v. 20). La buena resolución que había decidido, la puso por obra sin demora alguna; como suele decirse «batió el hierro cuando estaba candente». ¿Hemos prometido a Dios que vamos a levantarnos del pecado e ir a Él? ¡Levantémonos inmediatamente y vayamos! El joven pródigo no se paró a medio camino, excusándose de estar ya cansado y no poder seguir adelante, sino que, cansado y exhausto como estaba, no paró hasta llegar a casa de su padre. 3. La acogida que le hizo su padre: «Marchó hacia su padre …» ¿Y cómo pensamos que su padre le recibió? No sólo le recibió, sino que se anticipó a su llegada y le acogió como si no le hubiera dado ya todo lo que le pertenecía. Esto ha de servir de ejemplo para los padres, por si alguno de los hijos les ha sido desobediente o hasta se les ha marchado de casa, a fin de que, si los hijos entran en razón y se arrepienten de lo que han hecho no sean duros y severos con ellos, sino que los traten con la sabiduría que es de arriba …, condescendiente, benigna y llena de misericordia (Stg. 3:17). Pero la parábola está destinada, ante todo, a poner de relieve la gracia y la misericordia de Dios hacia los pobres pecadores que se arrepienten y se convierten a Él, y lo presto que está para perdonarles. En este punto, hemos de observar: (A) El gran afecto y amor con que el padre recibió a este hijo: «Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a compasión y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó efusivamente» (v. 20). Expresó su amor y su perdón antes de que el hijo expresara su arrepentimiento. Así también Dios nos responde antes de que le llamemos, porque sabe lo que hay en nuestro corazón. ¡Cuán vívida es la descripción que aquí se nos hace! Notemos todos los detalles: (a) Aquí tenemos unos ojos de misericordia muy alertados: «Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre»; como si de lo más alto de una elevada torre hubiese estado mirando constantemente al camino por el que se le marchó el hijo, y hubiese abrigado siempre el pensamiento siguiente: «¡Oh, si yo pudiera algún día ver venir por allí a ese desgraciado hijo mío que en mala hora se marchó!» Esto nos da a entender el deseo de Dios de que se conviertan los pecadores, y su presteza a salir al encuentro de los que vienen hacia Él, pues es consciente de la primera consideración que ellos se hagan al respecto. (b) Aquí tenemos entrañas de misericordia, pues este padre ansiaba volver a ver a su hijo: «Lo vio su padre, y fue movido a compasión». La miseria es el pedestal de la misericordia, aunque sea la miseria degradante del pecado y del crimen. Es cierto que es el pecador quien es la causa de su propia miseria pero «al Señor nuestro Dios compete el tener compasión y el perdonar, aunque contra Él nos hemos rebelado» (Dn. 9:9). (c) Aquí tenemos pies de misericordia, pies que el amor hace presurosos: «Y corrió». El hijo pródigo venía despacio, bajo el peso de la vergüenza y del temor, pero su tierno padre corrió a su encuentro, espoleado por la ternura y el amor. (d) Aquí tenemos brazos de misericordia; unos brazos bien extendidos para abrazar al hijo: «Y se echó sobre su cuello». Aunque era culpable y merecía ser azotado, aunque iba sucio de apacentar a los cerdos, y harapiento por haber gastado sus bienes y al vivir perdidamente, el amoroso padre le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra su pecho. Así son acogidos por Dios los pecadores sinceramente arrepentidos; así son recibidos por el Señor Jesús. (e) Aquí tenemos labios de misericordia: «Y le besó efusivamente». Con este beso, no sólo le aseguró una buena acogida, sino que también selló el perdón más generoso y completo; todas sus anteriores locuras serán perdonadas y olvidadas, tanto que no hallamos aquí ni una sola palabra de reproche. (B) La sumisión y el arrepentimiento con que el pródigo se expresó ante su padre (v. 21): «Y el hijo le dijo: Padre, he pecado». Así como el amor del buen padre se echa de ver en que mostró su ternura antes de que el hijo expresara su arrepentimiento, así también el arrepentimiento del hijo halla su recomendación en que lo expresó tan pronto como el padre le mostró tanta amabilidad. Inmediatamente que el padre le recibió con el beso que sellaba su perdón, le dijo el pródigo: «Padre, he pecado». Los que han recibido fácilmente el perdón de sus pecados, deben guardar en su corazón un profundo pesar de ellos. Cuanto mejor vemos la presteza de Dios en perdonarnos, tanto más duros deberíamos ser nosotros en no perdonarnos a nosotros mismos. (C) La espléndida provisión que este amoroso padre preparó para el regreso de su hijo perdido: (a) No le dejó seguir adelante en la confesión que el hijo había preparado. El hijo pensaba terminar su confesión diciendo a su padre: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v. 19b); pero el padre no le dejó continuar, pues tenía prisa por asegurarle de que sería acogido, no como criado sino como hijo, como si dijese: «Cállate, hijo mío, y sé bienvenido, pues, aun cuando no seas digno de ser llamado hijo, serás tratado como hijo, y muy querido». En la actitud del padre se transparentaba que el pródigo no tenía necesidad de aspirar a un puesto de jornalero en la casa. Es extraño que no hallemos aquí ni una sola palabra de reprensión de parte del padre; por ejemplo: «No habrías vuelto jamás a la casa de tu padre, si no te hubieses sentido azotado con tu propia vara». ¡Nada de eso! Con esto se nos da a entender lo que, por otra parte, hallamos repetidamente en las Escrituras: Que cuando Dios perdona los pecados, también los olvida por completo. (b) Pero esto no es todo además de un perdón completo, el padre le ofrece una recepción espléndida, regia; mucho mayor que todo lo que él habría podido esperar ni imaginarse. Sin duda que él pensaría que ya era más que suficiente el que su padre, después de acogerle, le ordenase ir a la cocina y disfrutar del ordinario menú del día; pero la forma con que su padre lo trató es un ejemplo del modo como se conduce Dios con aquellos que se entregan en los brazos de la divina misericordia: «Hace todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos» (Ef. 3:20). El pródigo regresó a casa con una mezcla de esperanza y temor; temor de ser rechazado y esperanza de ser recibido; pero su padre mostró ser, no sólo mejor que sus temores, sino también mayor que sus esperanzas. En efecto: (1) El hijo vino a casa vestido de andrajos; y su padre le vistió espléndidamente, pues «dijo a sus siervos: Sacad deprisa el mejor vestido, y vestidle» (v. 22). Los vestidos de desecho de la casa le habrían bastado a este harapiento, pero el padre pide para él no sólo un buen vestido, sino el mejor y a toda prisa; sus ojos de padre no le consentían por más tiempo ver a su hijo con aquellos harapos. El griego carga énfasis en la clase de vestido al decir literalmente: «un vestido, el de primera», con lo que los criados no tendrían duda alguna sobre el vestido al que el amo se refería. Además les dice: «Y poned un anillo en su mano», un anillo de sello con los blasones de la familia, en señal de haber sido recibido de nuevo como miembro del linaje. Llegó a casa descalzo, quizá con los pies aspeados de la prolongada andadura, por eso, el padre mandó ponerle «calzado en sus pies». De modo semejante, provee la gracia de Cristo para los que están sinceramente arrepentidos: (i) La justicia de Cristo es el vestido con que son cubiertos: son revestidos de Cristo (Gá. 3:27). Una nueva naturaleza es mucho más que un vestido, y eso es lo que reciben los que se convierten al Señor. (ii) Las arras del Espíritu (Ef. 1:13–14) son el sello en la mano del creyente, como recuerdo constante de la misericordia del Padre, para que el cristiano no se olvide de ello. (iii) El apresto del evangelio de la paz (Ef. 6:15) es el calzado para los pies, y nos da a entender que hemos de andar alegres y resueltos en el camino de la salvación, como va una persona con un calzado sólido, ligero y bien ajustado a sus pies. (2) El hijo vino a casa hambriento; y su padre, no sólo le dio de comer, sino que le preparó un opíparo banquete (v. 23): «Traed el becerro engordado y matadlo, y comamos y hagamos fiesta, ya que éste es un gran día, porque este mi hijo estaba muerto y ha revivido; lo dábamos por muerto y lo recobramos vivo, se había perdido, y por perdido definitivamente lo teníamos, y ha sido hallado» (vv. 23–24). Nunca fue mejor empleado el ternero cebado. ¡Qué cambio para el pródigo, quien hace poco deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos! (v. 16). ¡Cuán dulces son las provisiones de Dios para los creyentes que antes habían trabajado en vano por hallar satisfacción en las cosas materiales! Ahora veía el pródigo colmadas sus esperanzas de hallar en casa de su padre abundancia de pan (v. 17). (D) Pero no fue sólo el pródigo quien disfrutó opíparamente de esta fiesta, sino que toda fa familia, incluidos los criados (quizá también otros parientes, amigos y vecinos), participó del banquete y del regocijo: «Y comenzaron a regocijarse» (v. 25). La conversión de un pecador es un milagro de la gracia divina; es un acontecimiento cuya importancia nunca puede ser exagerada: de la muerte y condenación eterna a la vida y felicidad eterna con el Señor y sus santos; de una perdición segura a una salvación total de todo el ser: espíritu, alma y cuerpo (v. 1 Ts. 5:23); es un cambio total, grande, maravilloso y dichoso; muy superior al que se opera sobre la faz de la tierra cuando del invierno se pasa a la primavera. La conversión de los pecadores complace grandemente al Dios de los cielos y debe causar regocijo a cuantos pertenecen a la familia de Dios: los del cielo se regocijan; los de la tierra deberían también regocijarse. Cuando un padre de familia prospera en el negocio, toda la familia debe participar en el regocijo, de la misma manera que participan de la prosperidad (comp. con Mt. 18:15 «… has GANADO a tu hermano»). 4. Finalmente, tenemos la reacción de enojo y envidia del hermano mayor, con la que se describe la actitud enojosa de escribas y fariseos ante la acogida que Jesús dispensaba a publicanos y pecadores. Nótese que, en esta porción Jesús no carga las tintas en la pésima actitud de los fariseos, sino que todavía les concede ser comparados al hermano mayor quien disfrutaba de los privilegios de primogénito en la casa de su padre. Con ello puede verse la mansedumbre del Señor, que trata de suavizar el malhumor de los fariseos en contra de los publicanos. Pero, en sentido más amplio podemos ver aquí también a todos los relativamente buenos, que no se marchan de la iglesia y que en comparación con los «pródigos», no necesitan de arrepentimiento (v. 7). A éstos van dirigidas las palabras: «Hijo, tú siempre estás conmigo, (v. 31), más bien que a los escribas y fariseos. En cuanto a lo que la parábola nos dice de este hermano mayor obsérvese: (A) Cuán necio y displicente se mostró ante la acogida dada a su hermano menor, y el enojo que le causó la fiesta celebrada por tan fausto suceso. Estaba en el campo (v. 25), cuando su hermano llegó, y, al regresar a casa, oyó la música y las danzas. Entonces, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era aquello (v. 26). Se le informó de que había llegado su hermano y de que su padre le había preparado una fiesta para recibirle y celebrar el acontecimiento, por haberlo recobrado sano y salvo (v. 27), los dos adjetivos son una sola palabra en el original: hygiaínonta (de donde se deriva el vocablo «higiene»), es decir, en perfecta salud corporal, mental y espiritual; pues le había recibido vivo, vuelto en sí, arrepentido y sanado de sus vicios, de lo contrario, no podría decirse que le había recibido sano y salvo. Con esta noticia, cualquiera podría con razón esperar que el hermano mayor se alegrase, pero no fue así, sino que se enojó en grado sumo: «Entonces se enojó, y no quería entrar» (v. 28). Con esto daba a entender que su padre debió haber dado con la puerta en las narices al hijo menor, que regresaba arrepentido y en condición miserable. Esto es un ejemplo de lo que es un pecado demasiado corriente: (a) En las familias de los hombres. Quienes han disfrutado de continuo del apoyo y sustento de sus padres, piensan que les pertenece el monopolio de los favores paternos, y están de ordinario inclinados a ser excesivamente duros con los demás miembros de la familia que han transgredido en algo o han cometido algún desliz. (b) En la familia de Dios, es decir en la iglesia. Quienes se sienten relativamente justos, rectos y cumplidores, raras veces se muestran misericordiosos con los que se desmandan, aun cuando estos últimos vuelvan sinceramente arrepentidos. El lenguaje que usan es parecido al que usa aquí el hermano mayor: Primero, se jacta de su virtud y obediencia: «He aquí que por tantos años te vengo sirviendo, no habiéndote desobedecido jamás» (v. 29a). Es la actitud descrita en Isaías 65:5. Además ¿no estaba exagerando en lo de su «continua obediencia» cuando ahora se obstinaba en el enfado contra su padre? Si, por la gracia de Dios, hemos sido preservados de grandes pecados, no tenemos por qué jactarnos de ello, sino que hemos de ser humildes, agradecidos a Dios y compasivos con los hermanos más débiles. En segundo lugar, se queja de su padre: «Nunca me has dado ni un cabrito para pasarlo bien con mis amigos» (v. 29b). Muestra sin razón su mal humor pues no hay duda de que, si hubiera pedido a su padre un cabrito, al momento se lo habría concedido (v. 31b). El que matasen ahora el becerro engordado es lo que le hizo pronunciar frases tan altivas e injustas. Cuando la envidia ciega los ojos de una persona, un ternero cebado parece inmensamente mayor que un cabrito que cada día está al alcance de la mano. Quienes tienen alta opinión de sí mismos y de los servicios que prestan a Dios, son proclives a pensar bajo de las gracias que reciben y de la atención que se les presta. Si reconociésemos nuestra indignidad, jamás nos quejaríamos de ser postergados. Tercero, se siente de pésimo humor contra su hermano. Esto no debe ocurrir en la iglesia, porque no muestra el Espíritu de Cristo, sino la envidia del fariseo. Observemos los detalles en el modo actual de proceder del hermano mayor: (1) «No quería entrar» (v. 28): no consentía en estar en el mismo lugar que su hermano, aun cuando fuese en la casa de su padre. Vio que su padre le había acogido, pero él no estaba dispuesto a hacer lo mismo. Es cierto que hemos de evitar la compañía de creyentes que son notorios pecadores (1 Co. 5:11), pero también es cierto que hemos de acoger con amor a los sinceramente arrepentidos (2 Co. 2:5–11). ¿Cómo rehusaremos acoger a quienes han sido bien recibidos por Dios? (2) No se digna darle el nombre de hermano, sino «este tu hijo» (v. 30), lo cual demuestra, no sólo su arrogancia, sino también una especie de insulto a su padre por el aprecio mostrado a un hijo que había sido pródigo. ¡Llamemos a nuestros parientes con los nombres que les corresponden! Es menester que los ricos llamen hermanos a los pobres, y que los «dedicados» llamen penitentes a los que son realmente tales, es decir, arrepentidos. (3) Daba a los extravíos de su hermano los epítetos más duros: «Ha consumido tus bienes con rameras». Es cierto que había derrochado la porción que le correspondía, pero ni había acabado con todos los bienes del padre, pues había gastado de lo que ya era suyo y, además, al padre le quedaba suficiente hacienda para mantener hijos y criados y celebrar grandes fiestas, ni se nos refiere anteriormente que los gastase con rameras, pues, aun cuando fuese probable, el hijo mayor se excedía en sus juicios al no tener mayor información sobre la pasada vida de su hermano. Así vemos cómo la persona envidiosa y resentida está inclinada a echar todo a la peor parte y a ver los defectos ajenos con los más negros colores, cuando nuestro Dios y Padre hace precisamente lo contrario (1 Jn. 3:20), y el Señor Jesús excusó a los que le crucificaron e insultaban (Lc. 23:24). (4) Echó en cara a su padre la acogida que había dado al hijo menor: «Has hecho matar para él el becerro engordado». Cosa muy mala es, y la peor de las envidias, el que un cristiano lleve a mal el que Dios tenga misericordia de los pecadores arrepentidos. Malo es envidiar a quienes, bajo las disposiciones de la providencia de Dios, disfrutan de mayores bienes materiales que nosotros pero mucho peor es, pues denota una gran soberbia espiritual, tener a mal que un gran pecador sea recibido a misericordia por el Dios que envió a su Unigénito Hijo a morir en la Cruz para salvar lo perdido (19:10). Notemos que, cuando el gran perseguidor de la Iglesia Saulo de Tarso se convirtió y llegó a trabajar por el Señor más que todos los demás Apóstoles (1 Co. 15:10), no sólo no le tuvieron éstos envidia, sino que glorificaban a Dios por él (Gá. 1:24). Esto debe servirnos de ejemplo, en lugar de seguir el ejemplo del hermano del pródigo. (B) Veamos ahora cuán manso y conciliatorio se mostró el padre hacia este hijo envidioso y gruñón. Su conducta presenta un contraste sorprendente con la de su hijo mayor, y representa, a no dudar que la gracia y la misericordia de nuestro Dios en Cristo brilla en la mansedumbre y paciencia con que aguanta los humos de los «santos», tanto como en la amorosa acogida que brinda a los pecadores que se arrepienten. Los discípulos primeros de Cristo tenían muchas faltas y debilidades y eran seres humanos «de sentimientos semejantes a los nuestros» (comp. con Stg. 5:17, referido al gran profeta Elías); sin embargo, el Señor los aguantó pacientemente. Vemos: (a) Que, cuando el hijo mayor no quería entrar, salió su padre y le rogaba que entrase (v. 28). Con buenas palabras y con los mejores deseos, le rogaba que entrara a la fiesta. El padre podía justamente haber dicho: «Si no quiere entrar que se quede afuera ¿es que no es ésta mi casa? ¿No podré, entonces, hacer en ella lo que quiera? ¿No es mío el becerro engordado? ¿No puedo, pues, hacer de él lo que me plazca?» Pero el padre no se expresa de esta manera, sino que, así como corrió a recibir al hijo menor, así también condesciende en salir a rogar al mayor. Todo esto está destinado a presentar ante nuestros ojos la suma bondad de nuestro Dios. ¡A qué extremo tan extraño llega su benignidad para con quienes llegan a extremos tan extraños de provocación! También enseña esto a los que están en lugar de líderes y superiores a que se comporten mansa y apaciblemente con los inferiores, incluso cuando parece que tienen toda la razón para mostrarse severos y duros con ellos. Incluso en tales casos deben mostrar mansedumbre como exhorta la Palabra de Dios a los padres a no exasperar a los hijos, para que no se desalienten (Col. 3:21, comp. con Ef. 6:4). (b) Que, aun cuando estaba celebrando aquella fiesta por la llegada del hijo menor «sano y salvo», no por eso quería hacerle de menos a él: «Hijo, tú siempre estás conmigo, el recibirle a él no significa rechazarte a ti, ni lo que para él proveo implica mengua alguna en lo que para ti guardo: todas mis cosas son tuyas» (v. 31). Si no le había dado ni un cabrito para pasarlo bien con sus amigos (v. 29b), es porque él no se lo habría pedido; y, de todos modos cada día comía con él a la mesa. Mejor es ser feliz con nuestro Padre de los cielos que pasarlo bien con los amigos de este mundo. Así que (1) los hijos de Dios son inefablemente felices al saber que estarán siempre con Él (comp. con 1 Ts. 4:17) y que todo lo que es de Dios, será también de ellos, pues, «si hijos, también herederos» (Ro. 8:17). (2) Por consiguiente, no tenemos por qué envidiar la gracia concedida a otros, porque nunca tendremos de menos por lo que ellos tengan de más, ya que la herencia de Dios no se disminuye con el número de los que la heredan, sino que, por el contrario, es como si se multiplicara con el número de los que la comparten, ya que no es participación, sino comunión (2 P. 1:4, koinonoi). Si somos creyentes sinceros, todo lo que Dios es y tiene es también nuestro: mío y de todos mis hermanos pasa lo mismo que con la luz y el calor del sol, los cuales no se disminuyen con el número de los que disfrutan de esa luz y de ese calor, sino que cada uno disfruta de ellos si está solo, exactamente lo mismo que cuando está muy acompañado. (c) Que el padre dio al hijo mayor una muy buena razón para lo que este hijo tomaba como una ofensa: «Era necesario hacer fiesta y regocijarnos» (v. 32). Podía haber dado como única razón su condición de padre de familia, dueño de los bienes de la casa y haberle dicho: «Tuve a bien que mi familia estuviese de fiesta y se alegrara». Pero no quiso expresarse así, sino darle una razón inofensiva y persuasiva: «¡Era necesario …!» Lo exigía el regreso del hijo muerto y perdido, más que la perseverancia del vivo y salvo; aunque la permanencia del que queda en la casa sea de mayor bendición para la familia, la vuelta del que se marchó es causa de mayor alegría. Cualquier familia quedaría transportada de mayor gozo por la resurrección de un hijo muerto, que por la vida y salud continuas de muchos hijos que sobreviven. (d) Que el padre corrigió suavemente la forma insultante con que el hijo mayor se había referido a su hermano al decir: «este tu hijo» (v. 30), pues, al dar razón de la necesidad de hacer fiesta añadió: «este tu hermano». No se nos dice en el texto sagrado, pues no hace al caso, si el hermano mayor accedió por fin al ruego del padre y entró a participar de la fiesta que se celebraba por la llegada del hermano menor. Podemos suponer, al juzgar piadosamente, que sí. Al menos, ésta debe ser la correcta reacción de todo creyente que, de alguna manera, se haya comportado como lo hizo este hermano mayor. La gracia de Dios nos es necesaria a todos, tanto para evitar la caída como la presunción. CAPÍTULO 16 El objetivo de todo lo que enseña Jesús en este capítulo es avivarnos y despertarnos para que de tal manera usemos todas las posesiones y oportunidades de esta vida, que nos sirvan de provecho y no de estorbo para la otra. Si usamos bien de ellas recogeremos en la otra vida el fruto de lo que aquí hayamos procurado. Pero, si las usamos para engolfarnos en los placeres de este mundo, y hacemos que sirvan a nuestras concupiscencias, en lugar de socorrer a los necesitados, ciertamente pereceremos para siempre. Esta es la enseñanza que el Señor nos da por medio de dos parábolas: la del mayordomo infiel (vv. 1–15), y la del rico y Lázaro (vv. 19–31). Versículos 1–18 Erraríamos grandemente si supusiéramos que las enseñanzas de Cristo están destinadas a divertirnos con revelaciones de los misterios divinos o a entretenernos con meros conceptos de las divinas mercedes. ¡No!, la revelación que de los misterios y gracias de Dios nos ofrece el Evangelio está destinada a despertarnos del ocio y comprometernos en la práctica de los deberes cristianos: en el deber de hacer el bien a quienes están necesitados de algo que nosotros podamos ofrecerles o hacer por ellos, y en el deber de ser fieles en la administración de los dones y bienes que el Señor nos ha encomendado, pues somos administradores de la multiforme gracia de Dios (1 P. 4:10). Será, pues, de nuestra parte una prueba de sabiduría hacer que lo que tenemos en el mundo produzca subido interés en el Banco de los Cielos. Si obramos sabiamente seremos tan diligentes y laboriosos en las cosas que pertenecen a la piedad y a la caridad, a fin de promover nuestro eterno bienestar como lo son los mundanos en los negocios temporales, para que les rindan el mayor provecho material posible. I. Tenemos primero la parábola en la que los hijos de los hombres son presentados como administradores o mayordomos de las cosas que tienen en este mundo. Todo cuanto tenemos es propiedad de Dios; nosotros somos, en realidad, usufructuarios de los bienes que Dios nos presta. 1. La deslealtad de este mayordomo hacia su amo: «Fue acusado ante él como disipador de sus bienes» (v. 1). Todos somos reos de este cargo, pues no hemos empleado como deberíamos los dones y los bienes que Dios nos ha encomendado en esta vida. Es menester, pues, que nos examinemos a nosotros mismos, a fin de que no seamos juzgados por nuestro Amo y Señor. 2. Vemos también que, por su deslealtad, fue despedido del oficio que tenía. El amo «le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo acerca de ti?» (v. 2). Habla como quien se siente decepcionado por la confianza que había depositado en este mayordomo y lo que ahora oía de él. Por otra parte, el mayordomo no podía negar el cargo que se le hacía; por tanto, no tenía más remedio que hacer el ajuste de cuentas y marcharse enseguida. Esto tiene por objeto enseñarnos: (A) que todos hemos de dejar muy pronto nuestra mayordomía en este mundo. Vendrá la muerte y nos hará dimitir, queramos o no, del oficio que estemos desempeñando, y vendrán otros a ocupar nuestro puesto. (B) Que la dimisión que la muerte nos impone es justa y merecida, pues hemos malgastado los bienes de nuestro Amo y Señor. (C) Que, cuando nuestra mayordomía nos sea quitada, hemos de rendir cuentas de ella ante el Señor. 3. Vemos igualmente la sagacidad de este mayordomo. Ante la requisitoria del amo, comenzó a reflexionar y «dijo para sí: ¿Qué haré?» (v. 3). ¡Cuánto mejor le habría ido si se hubiese puesto a reflexionar antes de que esto sucediera! Pero, mejor es tarde que nunca. Ahora, tiene que pensar de qué va a vivir y: (A) Sabe que no tiene experiencia ni fuerza para faenas duras como las del campo: «Para cavar, no tengo fuerzas». ¿Era verdad que no tenía fuerzas, o es que era demasiado perezoso como para ocuparse en tal oficio? (B) Por otra parte, no sufre la humillación de mendigar: «Mendigar, me da vergüenza». Le faltaba humildad, como le faltaba laboriosidad y diligencia. Mayor razón tenía para avergonzarse de engañar a su amo que de pedir limosna. (C) Pero he aquí que se le ocurre una salida para esta situación tan difícil: «Ya sé lo que haré» (v. 4). De los deudores de su amo va a hacer amigos para sí. Como si dijese: «Los arrendatarios de mi amo me conocen y me aprecian por algunos favores que les he hecho, ahora les voy a prestar un favor tan grande, que me quedarán obligados a recogerme por turno en sus casas; por lo menos, hasta que encuentre alguna otra cosa mejor». Y, dicho y hecho, fue llamándolos uno por uno. «Al primero le dijo: ¿Cuánto debes a mi amo?» (v. 5). «Él dijo: Cien barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu recibo, siéntate pronto y escribe cincuenta» (v. 6). De modo que le redujo la cuenta a la mitad. En ese «siéntate pronto», podemos ver la prisa que el mayordomo tenía de arreglar la cuenta antes que el amo sospechara de él e interviniese antes de tiempo. Llamó a otro que le debía al amo cien medidas de trigo, y le pidió que escribiera ochenta (v. 7). La proporción fue alterada aquí, ya fuese por mero capricho del mayordomo o por ser las medidas de trigo mucho mayores que las del aceite. La lección para nosotros es que las posesiones de este mundo son en extremo inciertas, inseguras; y, cuanto mayores son las posesiones, tanto más inseguras son también. También se nos enseña aquí a desconfiar de quienes no merecen que pongamos nuestros intereses en las manos de ellos. Vemos aquí que este mayordomo, a pesar de ser despedido por haber obrado deshonestamente, sigue todavía portándose con la misma o mayor, deshonestidad. ¡Tan difícil es para los viciosos desprenderse de sus malas costumbres! 4. La alabanza que el amo le tributó: «Y alabó el amo al mayordomo injusto por haber obrado sagazmente» (v. 8). Nótese que el amo no alaba la conducta del mayordomo para con él pues le considera injusto, sino la sagacidad con que había obrado a favor de sí mismo, al hacer los arreglos con los arrendatarios de tal manera, que las deudas de éstos apareciesen en los libros del amo mucho menores de lo que, en realidad, eran. El Señor Jesús saca de esta parábola la siguiente conclusión: «Porque los hijos de este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz». La única interpretación correcta, a la vista del contexto, es que los mundanos, dentro de su falta de escrúpulos de conciencia y sin temor de Dios, son más sagaces para sacar provecho de sus relaciones con otros hombres semejantes a ellos, que lo que los hijos de Dios deberían ser, «sobria, justa y piadosamente» (Tit. 2:12), en sus relaciones con los hermanos en la fe que se hallan en necesidad. Por donde vemos: (A) Que si, en las cosas temporales, los hijos de este siglo son tan sagaces, ¡cuánto más sagaces y reflexivos deberíamos ser nosotros en las cosas espirituales que duran por toda la eternidad! (B) Que los mundanos parecen tener mayor éxito en las cosas temporales que los hijos de Dios por la sencilla razón de que los malos pueden jugar, como suele decirse, «a dos barajas» (honesta o deshonestamente), mientras que los creyentes genuinos sólo pueden conducir sus negocios de acuerdo con la justicia y conforme a la voluntad de Dios. (C) Que si los malos saben hacer favores a sus amigos aun cuando éstos sean igualmente malvados, ¡cuánto mejor deberíamos los creyentes portarnos con nuestros hermanos, y aun con todos nuestros prójimos! (v. Gá. 6:9–10). II. La aplicación de la parábola, y las inferencias que Jesús saca de ella (v. 9): «Y yo os digo …»; es decir, «a vosotros, mis discípulos» (pues a ellos iba dirigida la parábola; v. 1). Viene a decirles: «Aunque sea poco lo que poseáis en este mundo, procurad sacar de ello el mayor provecho posible para la vida eterna». Aquí hemos de observar: 1. A qué nos exhorta aquí el Señor Jesús: «Ganad amigos por medio de las riquezas injustas» (v. 9). La sagacidad de los hombres de mundo consiste en llevar sus negocios de tal manera que les rindan beneficios seguros y duraderos, aun cuando algún día tendrán que dejar a otros todos estos beneficios materiales. Pero la prudencia o sagacidad de los creyentes consiste en hacer tal uso de las riquezas, que los beneficios adquiridos por medio de ellas perduren por toda la eternidad. Vemos: (A) Que el Señor llama injustas (lit. de injusticia) a las riquezas materiales porque, como dice Bliss, «en muchos casos, su adquisición y su uso implican tanta iniquidad que quien haya visto esto en sus más profundas honduras y en su anchura sin límite, bien pudiera referirse a ello llamándolo “riqueza de maldad”». (B) Que es muestra de gran sabiduría el sacar provecho eterno de aquello mismo—el dinero— de lo que la mayoría de los mortales abusa «para gastar en sus deleites» (Stg. 4:3). (C) Que, por mucho que los hombres se esfuercen en asegurarse riquezas materiales, al fin tendrán que dejarlas. Es notable el verbo que usa el original, pues significa «eclipsarse»; pues, ¿qué mayor eclipse que la muerte? Todo lo que en este mundo tiene algún brillo, se eclipsa y se acaba en el sepulcro. En este sentido, la muerte es el fracaso y la bancarrota irreversibles. (D) Que el mejor modo de sacar provecho de estas riquezas materiales es socorrer a los hermanos necesitados, a fin de que, cuando hayamos de dejar aquí todo lo que es de este mundo, hallemos en el Cielo amigos que nos reciban con los brazos abiertos por los favores que aquí les dispensamos en sus necesidades materiales. ¡No hay mejor inversión que ésta! Ninguna sociedad humana puede ofrecer un interés tan subido, seguro y duradero. El mejor comentario a este versículo podemos hallarlo en 1 Timoteo 6:17–19. 2. Con qué argumentos corrobora el Señor su exhortación: (A) Si no hacemos buen uso de los dones comunes de la Providencia, ¿cómo haremos buen uso de los dones de la gracia? Nuestra infidelidad en el uso de lo ordinario, donde incluso los mundanos pueden portarse correctamente nos incapacita para recibir del Señor gracias copiosas que nos otorgarían «amplia entrada en el reino eterno» (2 P. 1:11). Las riquezas de este mundo son «muy poco»; las riquezas espirituales son «lo mucho» (v. 10). Si no somos fieles en lo «muy poco», ¿cómo lo seremos en «lo mucho»? Quien sirve a Dios y al prójimo con el dinero de su bolsillo, es seguro que les servirá con la piedad del corazón; pero quien entierra el talento de la generosidad también enterrará los cinco talentos de la espiritualidad. Por otra parte, si no somos fieles en las riquezas injustas y pasajeras; es decir, falsas, ¿cómo seremos fieles en las riquezas espirituales, que son lo verdadero? (v. 11). Sólo lo que conduce a la eternidad es verdadero, pues nos hace ricos por dentro y para siempre (v. 12:15); lo demás, si nos es necesario y conveniente nos será añadido (Mt. 6:33). Finalmente si no somos fieles «en lo ajeno»; es decir, en los bienes de este mundo, pues son de Dios, y nosotros somos solamente «mayordomos» de ellos, ¿cómo se nos dará «lo que es nuestro» es decir, lo espiritual, «la buena parte, que no nos será quitada?» (10:42). Si hacemos nuestras las promesas de Cristo, el Cielo y el mismo Señor, entonces seremos ricos con una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible (v. 1 P. 1:3 y ss.), que nadie podrá arrebatarnos. (B) No hay otro modo de demostrar que somos fieles servidores de Dios, sino entregándonos de tal manera a Él, que todas nuestras posesiones materiales estén completamente al servicio del Señor. De lo contrario, en lugar de servirnos de las riquezas, estamos siendo siervos de ellas lo cual es incompatible con la dedicación total que le debemos a Dios, nuestro único Amo y Señor (v. 13): «Ningún siervo puede servir a dos señores, etc.» (v. lo dicho en el comentario a Mt. 6:24, lugar paralelo a éste). 3. A continuación se nos refiere de qué manera recibieron los fariseos estas enseñanzas de Cristo: (A) Las ridiculizaron perversamente (v. 14): «Y oían también todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de Él». Ya que no podían contradecirle, se burlaban de Él. El verbo original significa «resoplar la nariz, sonarse las narices o hacer gestos de burla con la nariz», lo cual muestra el desdén de los fariseos contra estas enseñanzas del Salvador. Esto no es de extrañar, dada la codicia de estos fariseos. Seguramente que dirían: «¿Qué sabrá éste de finanzas? ¡Como si no fueran compatibles las riquezas con la piedad! ¡Mayordomía! ¡Como si no diéramos al Señor el diezmo de todo lo que ganamos!» En estos o parecidos términos se expresarían en su interior, sin querer percatarse de que aquellos diezmos no podían ser agradables a Dios, cuando ellos estaban «devorando las casas de las viudas» (20:47. También Mt. 23:14; Mr. 12:40). Así que los fariseos se burlaban de Él por ir en contra de la opinión común entre los mundanos: «el dinero es mío, y puedo hacer de él lo que quiera». Por desgracia, no son sólo los mundanos quienes hablan así. Nuestro Señor Jesucristo, no sólo hubo de soportar la contradicción, sino también la burla de los pecadores (comp. con He. 12:3). Quien habló como jamás hombre alguno ha hablado (Jn. 7:46) fue despreciado y ridiculizado, para que sus ministros fieles, de cuya predicación se burlan injustamente muchos, no se descorazonen por ello. No es ninguna desgracia que se rían de uno, sino el merecer que se rían. (B) Pero el Señor Jesús les reprendió justamente, por cuanto ellos se estaban engañando a sí mismos, al fiarse de sus propias apariencias de piedad (v. 15). En efecto, vemos : (a) Su engaño exterior, puesto que, primeramente, se justificaban a sí mismos delante de los hombres; pretendían que se les tuviera por personas de singular santidad y devoción; en segundo lugar, eran muy estimados de los hombres. Engañados por las apariencias, los hombres los estimaban y aplaudían, no sólo como a personas buenas, sino como a las mejores. (b) Su odioso interior sólo conocido de Dios quien conocía el corazón de ellos, el cual era abominación. Es una necedad el pretender justificarse delante de los hombres, y aparentar ser muy santos, si nuestro corazón no es puro en la presencia de Dios, a quien nada puede quedar oculto. También es una necedad juzgar a las personas por lo que los hombres dicen de ellas, siguiendo sin discernimiento la opinión del vulgo, porque, con mucha frecuencia, «lo que los hombres tienen por muy estimable, delante de Dios es abominación». Hay, por el contrario, muchas personas a quienes los hombres desprecian y condenan, que son aprobadas y aceptables a los ojos de Dios (2 Co. 10:18). (C) De ahí pasa el Señor a ocuparse de los publicanos y pecadores, en quienes la predicación del Evangelio producía mejores frutos que entre los escribas y fariseos (v. 16): «La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces, desde que apareció Juan el Bautista, se predica la Buena Nueva del reino de Dios, y todos se esfuerzan por entrar en él » (comp. con Mt. 11:12). La predicación del Bautista había producido una gran excitación entre el pueblo y «todos», es decir, de todas las clases sociales y raciales, tanto gentiles como judíos, se apresuraban a participar del reino de Dios. Ahora que la predicación de las Buenas Nuevas abría los ojos del pueblo, la gente se abría paso con santa violencia para participar de las bendiciones prometidas. Toda persona que sea consciente de que tiene un alma que salvar, debe darse prisa a entrar en el reino, no sea que llegue cuando la puerta esté ya cerrada. Quienes deseen ir al Cielo deben ser esforzados, nadar contra corriente y abrirse paso, como a empujones, por entre la riada de mundanos que marchan en sentido contrario. (D) Pero, precisamente para que no pensasen que, con la predicación del Evangelio, ya estaba todo cumplido, o que la inauguración del Nuevo Pacto anulaba todo lo que la Ley mandaba, Jesús añade: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre (lit. caiga) una tilde de la ley». Con esto daba a entender Jesús dos cosas: (a) Que todo lo profetizado había de cumplirse; (b) que los aspectos morales (no los ceremoniales) de la Ley lejos de ser abrogados, serían sublimados y perfeccionados en el Evangelio, el cual estaba destinado a atacar con mayor fuerza a las raíces del pecado para arrancarlas de cuajo, ya que con la nueva luz que la gracia de Cristo iba a derramar, los hombres adquirirían mayor libertad (v. Jn. 8:32–36), y mayor poder del Espíritu Santo, para luchar victoriosamente contra las corrompidas concupiscencias que anidan en el corazón (v. Ro. 7:24–25). Un caso concreto es el del divorcio (v. 18), que ya vimos en Mateo 5:32; 19:9. Versículos 19–31 Así como la parábola del hijo pródigo ponía ante nuestros ojos la gracia presente, así ahora la del rico y Lázaro pone ante nuestra vista la ira venidera, y tiene por objetivo despertarnos. El designio del Evangelio de Cristo es doble: inducirnos a aceptar la pobreza y las aflicciones y armarnos contra las tentaciones de mundanidad y sensualidad; y esta parábola muestra bien a las claras ese doble designio del Evangelio. No se parece a las otras parábolas de Cristo en las que las cosas espirituales están representadas en semejanzas prestadas de las cosas materiales, como el grano de trigo, la mostaza, la levadura, etc., sino que esas mismas cosas espirituales se presentan aquí en un relato o descripción de la diferencia que existe entre este mundo y el otro mundo en cuanto a la dicha y a la desdicha de los seres humanos. Es un hecho cotidiano que las personas piadosas que son pobres de bienes materiales aquí, salen de sus miserias por las puertas de la muerte para entrar en la felicidad celestial, mientras que los ricos epicúreos, que viven en el lujo y el placer, sin tener compasión de los necesitados, entran por las puertas de la muerte en un lugar de insoportables y eternos tormentos. Aun cuando se trata de una parábola como se ve por los detalles que no cuadran con la realidad de la otra vida, la intención de nuestro Salvador está clara: presentar la justa retribución de ultratumba, que trastorna los criterios mundanos sobre el bien y el mal (v. 25), y dar a entender con la mayor claridad e insistencia que la condición de los humanos tras la muerte es irreversible (v. 26). Otros elementos, como la conversación del rico con Abraham, y el aparente interés del rico por la conversión de sus hermanos, están puestos «de relleno» en la parábola, a fin de añadir dramatismo a la idea principal. Observemos: I. La diferente condición en que se encontraban en este mundo «un hombre rico», pero malvado, y «un mendigo», pero piadoso. Los judíos estaban inclinados a pensar que la prosperidad material era una de las señales indefectibles de bendición celestial, de forma que a duras penas podían tener buen concepto de un mendigo. Cristo se propone aquí, como en otras ocasiones, sacarles de su error. 1. Vemos primero un malvado, el cual va a ser eternamente miserable, que goza en este mundo de la mayor prosperidad (v. 19): «Había un hombre rico». Como el vocablo latino para «rico» es dives, se le suele llamar con este nombre, pero lo cierto es que Jesús no le pone nombre alguno; algo muy significativo, cuando el mendigo es llamado por su propio nombre. Lo que se nos dice de este rico es lo siguiente: (A) «Que se vestía de púrpura y de lino fino», símbolos ambos de «la soberbia de la vida» (1 Jn. 2:16) u ostentación vanidosa: La púrpura mostraba su pertenencia a la nobleza principesca, el lino fino, el lujo propio de los palaciegos (v. 7:25). (B) Que «celebraba todos los días fiestas espléndidas». Su mesa estaba provista ¡cada día! de las más variadas y delicadas viandas que la naturaleza y el arte pueden proporcionar. Podemos imaginarnos lo suntuoso de su vajilla, las libreas de los que servían a la mesa, la categoría y número de los invitados, etc. «¡Bien!—dirá alguno—, y ¿qué mal hay en todo eso?» No es pecado ser rico, ni lo es vestirse de púrpura y lino fino, ni disfrutar de una buena mesa, si le alcanza para ello su fortuna. Tampoco se nos dice que hubiese obtenido dicha fortuna por medio del fraude, de la explotación, de la extorsión o del soborno; ni que se embriagase o emborrachase a otros. Todo su pecado—implícito, pero bien notorio en la parábola— (v. 21a) consistía en su falta de compasión hacia los pobres. Pero no cabe duda de que Cristo da a entender aquí también los peligros que una vida de lujo y molicie trae a los ricos: (a) Este hombre habría sido, a fin de cuentas, más feliz si no hubiese tenido tantas posesiones ni hubiese disfrutado de tantos placeres. (b) Dar tanta importancia a lo que satisface al cuerpo y proporciona deleite y comodidad es ocasión de ruina para muchas personas, pues añade combustible al orgullo y a la sensualidad tan metidos en nuestro corazón perverso y engañoso (Jer. 17:9). (c) Cristo quería poner de relieve aquí que una persona puede disfrutar de toda clase de comodidades en esta vida y, con todo, perecer para siempre bajo la ira y la maldición de Dios. De la fortuna que un hombre posea, y de la comodidad con que la disfrute, no podemos deducir ni que Dios los ame especialmente al darles tanto, ni que ellos amen a Dios por recibir tanto de Él. 2. Luego tenemos a un mendigo que, aunque piadoso, se hallaba en el extremo de la aflicción y adversidad (v. 20): «Había también un mendigo llamado Lázaro». «Lázaro» es la forma griega del hebreo «Eleazar» («Dios ayuda» parecido a Eliezer = «Dios es mi ayuda» o «Ayuda de mi Dios»). Este hombre se hallaba reducido a la mayor miseria que puede suponerse en este mundo. En efecto: (A) Su cuerpo estaba «lleno de llagas», como el de Job. Ser un mendigo ya es aflicción, estar además enfermo, es mayor aflicción; pero estar lleno de llagas es máxima aflicción, tanto por el dolor que causan al paciente, como por el asco que provocan en quienes le rodean. (B) En estas míseras condiciones se veía obligado a mendigar echado (el verbo original es muy fuerte; literalmente significa «había sido arrojado») a la puerta del rico: alguien, pariente o amigo, pechando con la repugnancia que su estado provocaba, era lo suficientemente compasivo para dejarlo echado a la puerta del rico, quizá con la esperanza de que éste se viese movido a compasión y le prestase algún socorro. Esto nos enseña que, quienes no disponen de dinero para aliviar la situación de un necesitado, pueden echarle una mano que le sitúe en posición de cercanía a quien pueda prestar el socorro oportuno. Pero: (a) Las esperanzas de alivio material resultaban fallidas (v. 21): «y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico». No suspiraba por ocupar un puesto en la mesa del rico, aun cuando bien podían haberle sacado un plato de comida, sino que se contentaba, y estaría sumamente agradecido, con las migajas que caían de la mesa, de las cuales hasta los perrillos salían beneficiados (Mt. 15:27; Mr. 7:28), pero nadie se las daba (comp. con 15:16). Este detalle es puesto de relieve en la parábola para mostrar: primero, cuál era la interior disposición de este mendigo, que, al ser pobre (en dinero y en el espíritu de las bienaventuranzas) no yacía allí querellándose ni gritando o maldiciendo, sino que esperaba humildemente y en silencio a que alguien tuviese de él la suficiente compasión para darle lo que hasta a los perros de la casa les sobraba. Aquí vemos a un hijo de ira y heredero del infierno que está mullidamente sentado a una opípara mesa y, por otra parte, a un hijo de amor y heredero del cielo que está echado, hambriento y dolorido, a la puerta del primero. Y ¿quién podría juzgar, con base en las apariencias exteriores, del estado espiritual de uno y otro? En segundo lugar, vemos cuál era la actitud del rico hacia este mendigo: no se nos dice que le insultase ni que lo echase de su puerta malhumorado pero se nos da a entender bien a las claras que lo menospreciaba y no quería saber nada de él. Aquí tenía el rico una ocasión próxima, y bien conmovedora, de hacer el bien sin andar mucho: en su propia puerta. Con muy poco esfuerzo podía hacer un bien tan grande pero no se preocupó del mendigo, sino que lo dejó allí hambriento, dolorido y yacente. No se piense que ya es suficiente no hacer el mal a nadie; la Palabra de Dios tiene por pecado el no hacer el bien que se conoce (Stg. 4:17). Por eso, la razón más poderosa para condenar al castigo eterno es: «tuve hambre y no me disteis de comer …» (Mt. 25:42). Me pregunto cómo es que tantos ricos, de los que leen el Evangelio y se llaman creyentes, pueden seguir tan despreocupados de las necesidades y miserias que otros (incluso de los «de la familia de la fe») están padeciendo. (b) El servicio que le prestaban los perros: «y aun los perros venían y le lamían las llagas». Todavía discuten los comentaristas si estos perros proporcionaban al mendigo una mayor aflicción o le prestaban algún alivio, esto último es lo más probable. Como dice Lenski: «Estos perros lamían las úlceras del mendigo como hubieran lamido las suyas propias, para limpiarlas y aliviarlas con su lengua. Los perros hacen esto, y nadie más que ellos lo haría». Con ello se muestra que los perros, no los perrillos del amo (como algunos piensan), sino los perros callejeros y vagabundos, los verdaderamente despreciados de los judíos, eran más compasivos que el rico epulón y los criados de su casa. II. La diferente condición de ambos hombres, el rico y el mendigo, a la hora de la muerte y en el más allá: 1. Ambos murieron (v. 22): «murió el mendigo …; murió también el rico». La muerte no respeta a ricos ni pobres, ya sean piadosos o malvados. Los santos mueren para poner término a sus miserias y darles entrada a los verdaderos goces. Los malvados también mueren, pero para despedirse de sus comodidades y entrar en los eternos tormentos. Así que ricos y pobres deben prepararse para la muerte, porque la muerte les está esperando a todos. Como escribió Abd-El-Kader, «la muerte es un camello negro que se arrodilla a la puerta de todos». 2. El mendigo, por lo que el texto insinúa, murió primero. A menudo, Dios se lleva del mundo a los suyos «prematuramente», mientras deja que los impíos sigan prosperando. Pero nótese que nada se nos dice del entierro del mendigo. La muerte es, para los creyentes, «sueño». 3. En cambio, del rico se nos dice, no sólo que murió, sino que se añade también el detalle de que «fue sepultado» con lo cual podría indicarse, no solamente que en el sepulcro se acabó todo lo que había disfrutado, sino también que tuvo un pomposo funeral; quizá su ataúd iba seguido, o precedido, de músicos y de coronas de flores, alguien se encargaría de pronunciar una «oración fúnebre», encomiando las buenas cualidades del difunto. ¡Es tan fácil comentar: «era un santo», cuando ya no molesta! Pero ¿de qué le servía ya al rico la pompa de su funeral? 4. El mendigo murió «y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham». ¡Cuánto mayor honor recibió el mendigo en su funeral al ser llevado al Cielo en brazos de los ángeles, que el que había de recibir el rico al ser acompañado su cadáver de tanta pompa, mientras su alma descendía al Infierno! Vemos: (A) Que el alma del mendigo existía en su estado de separación del cuerpo. No murió, ni cayó en un sueño, con el cuerpo. Y todo el contexto, así como 23:43; 2 Corintios 5:6–8; Filipenses 1:21–23, nos muestra que dicha existencia del alma, en el estado intermedio, es consciente. (B) Su alma fue llevada a otro mundo, retornó a Dios que se la dio, a su lugar nativo. El espíritu del hombre tiende, tan pronto como se ve libre de las ataduras del pecado, hacia arriba. (C) Fue llevado por los ángeles, pues ellos son espíritus enviados para servir a los que heredan la salvación (v. He. 1:14), no sólo mientras éstos viven, sino también cuando mueren. Aun cuando el alma que ha sido liberada de las cadenas del pecado posee como la elasticidad de un resorte, por el que tiende hacia arriba tan pronto como sale del cuerpo, el Señor no la deja, por eso entregada a su natural poder, sino que envía sus ángeles como mensajeros que la traigan a Él, porque los santos deben ser llevados a la casa del Padre, no sólo con seguridad, sino también honorablemente. Aunque los que llevaban el féretro del rico fuesen personas del más alto rango, ¿qué eran en comparación con los que se llevaron a Lázaro? (D) Fue llevado al seno de Abraham. Abraham era el padre de los creyentes; por tanto, ¿adónde habían de ir las almas de los creyentes difuntos sino a él? Fue llevado a su seno, es decir, a recostarse en su pecho en el banquete celestial, pues los que van de todas partes al Cielo, «se sientan con Abraham, Isaac y Jacob». (Mt. 8:11). Abraham fue grande y muy rico, pero no se desdeña de recostar al pobre Lázaro junto a su pecho. Los creyentes, tanto ricos como pobres, se encuentran todos en el Cielo. En el seno de Abraham se recuesta el mismo a quien el rico glotón cerraba la puerta, dejándole sin más asistencia que la de los perros que le lamían las llagas. 5. La próxima noticia acerca del rico es que, en el Hades, alzó sus ojos, estando en tormentos (v. 23). De modo que: (A) Su estado era miserable sobremanera. El Hades señala en el Nuevo Testamento la parte del Seol en que las almas de los impíos son atormentadas hasta su reunión con los cuerpos inmediatamente antes del Juicio Final. Así como las almas de los justos, tan pronto como son descargadas del peso de la carne, entran en el gozo y la felicidad del Cielo, así también las almas de los impíos, tan pronto como son arrebatadas de las comodidades de la carne, se hallan en miseria y tormentos sin remedio, sin pausa y sin fin. El rico había dedicado su vida al mundo de los sentidos; por tanto no era apto para el mundo de los espíritus; para una mente carnal como la suya, el mundo de los espíritus no tendría ningún atractivo, así que justamente es excluido de él. (B) La miseria de su estado se agrava con la contemplación de la felicidad de que Lázaro disfruta ahora: «Vio de lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno». Ahora comienza a percatarse del lugar en que se halla el mendigo. No le halla en el mismo lugar en que él está, no, sino que lo ve allá a lo lejos, recostado en el seno de Abraham. (a) Ver a Abraham debería causar alegría, pero verlo de lejos sólo sirve para aumentar el tormento. (b) Ver a Lázaro en el seno de Abraham le traería a las mientes la forma tan cruel y bárbara con que él se había portado con el mendigo, así, el ver ahora a Lázaro en tanta felicidad le servía solamente para hacer más desgraciada su actual miseria. III. A continuación se nos refiere el diálogo que entablaron el rico y Abraham en este estado intermedio, aunque estaban separados el uno del otro. 1. El rico rogó primeramente a Abraham que hiciese algo para atenuar los tormentos que padecía (v. 24): «Dando voces (es decir, a gritos), dijo: Padre Abraham, ten compasión de mí, etc. El que solía mandar con imperio, ruega ahora a gritos. Las canciones de sus orgías se han vuelto lamentación de sus miserias. Obsérvese aquí: (A) El título que da a Abraham: «Padre Abraham» (comp. con Jn. 8:39). Seguramente que habrá en el Infierno muchos que llamarán «padre» a Abraham. No sirve de nada ser hijos de Abraham según la carne, si no se es hijo de él según el espíritu, es decir, conforme a la fe de Abraham (Gá. 3:7). A este rico, de poco le sirvió ser descendiente de Abraham, puesto que no siguió la conducta de Abraham (comp. por ej. con Gn. 13:9; 14:22–23). Día llegará en que los malvados reclamarán parentesco con los santos (comp. con 13:26–27), pero de nada les valdrá. Es «ahora», es «hoy», cuando se ha de procurar la hermandad con los hijos de Dios, al nacer de nuevo para pertenecer a la familia, y haber pasado de muerte a vida lo cual se demuestra con el amor al hermano (v. 1 Jn. 3:14; 5:1). (B) La forma en que expresa la deplorable condición en que se halla: «Estoy atormentado en esta llama». Se queja del tormento que sufre en su alma. El verbo original significa «estar en angustia dolorosa», por lo que se aplica también a los dolores de parto, como puede verse en Romanos 8:22, Gálatas 4:19. La llama es, ante todo símbolo del remordimiento que el rico siente por haberse conducido de una forma que le ha llevado a este lugar. Asegurar que esta llama es literalmente de fuego material equivale a asegurar que el alma del rico tenía lengua, y el alma del mendigo tenía dedo. Son modos de hablar corrientes en la Escritura. Por otra parte el detalle de que el rico reconociera a Abraham en el otro mundo, añade nueva fuerza al detalle histórico de la aparición de Moisés y Elías junto al Señor en el monte de la Transfiguración, al ser al instante reconocidos por los discípulos. Quienes opinan que, en la otra vida, no nos reconoceremos mutuamente, carecen de todo fundamento en la Biblia. (C) La petición que hace a Abraham: «Ten compasión de mí». El que no tuvo en vida ninguna compasión de Lázaro, espera ahora que Abraham tenga compasión de él por medio de Lázaro, a quien reconoce como más compasivo que lo que él mismo fue. Y el favor que le pide es: «Envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua». (a) Se queja especialmente del tormento de la lengua. La lengua es el órgano principal y representativo del habla, y seguramente que este rico habría dicho muchas cosas blasfemas contra Dios, ofensivas para su prójimo y sucias para todos, por sus palabras es condenado (Mt. 12:37) y, en consecuencia, en la lengua es especialmente atormentado. La lengua es también órgano del sentido del gusto, del que tanto abusó el rico; por tanto, el tormento de la lengua le recordará el placer desordenado que con ella se procuró. (b) Se contenta con una gota de agua para refrescar su lengua. Pide lo mínimo que puede pedirse para un refresco, pero ni eso le será concedido. (c) Desea que sea Lázaro quien le procure el agua. Le nombra, lo cual es señal de que le conocía, y piensa que Lázaro será tan bueno con él como piadoso había sido con Dios, a pesar de lo mal que él se había portado con Lázaro. Día llegará en que los que han odiado y perseguido a los hijos de Dios, desearán poder recibir favores de ellos, aunque ya no sea posible. 2. La respuesta que le dio Abraham. En general, le negó lo que el rico le pedía. Así vemos cuán justamente se le pagaba a este hombre con la misma moneda. A quien había rehusado dar una migaja, se le niega ahora hasta una gota de agua. Mientras se dice «hoy», se dará a quien pida; pero, pasado este «hoy», habrá pasado la oportunidad de recibir favores divinos que no se hayan procurado en esta vida. Observemos: (A) Que Abraham le llama hijo; según la carne, como en respuesta al título que el rico le había dado («padre», también según la carne). Aun cuando era hijo carnal, se había portado como hijo rebelde y, con toda razón, se hallaba ahora abandonado y desheredado. (B) Le hace recordar cuál había sido su condición en este mundo en comparación con la de Lázaro: «Hijo, acuérdate», esta palabra había de penetrarle hasta lo más profundo del alma. Es en esta vida cuando el recuerdo de los beneficios que Dios nos imparte y de las ofensas con que le hemos agraviado, puede conducir al arrepentimiento y al perdón; en la otra vida, el recuerdo añade remordimiento, pero ya no puede llevar al arrepentimiento. Lo que aquí quiere Abraham que el rico recuerde es: «Que recibiste tus bienes en tu vida». No le recuerda lo que pecó sino lo que recibió; como diciéndole: «Recuerda qué gran bienechor fue Dios para ti; por eso, no puedes decir que te debe nada, ni siquiera una gota de agua. Lo que Él te dio, tú lo recibiste, y no hay más; ya tienes toda tu recompensa. Fuiste como un sepulcro donde los favores divinos quedaron enterrados, no como un buen terreno donde quedaron sembrados. Las cosas que recibiste eran buenas para ti, las únicas buenas; pero las usaste mal y no te preocupaste por las mejores cosas del Cielo. Así que el día de las cosas buenas se ha pasado para ti» (comp. con Mt. 6:2, 5, 16). También le recuerda que «Lázaro, del mismo modo (es decir, en contraste similar), ha recibido males), no de parte de Dios, sino por la perversa condición de los hombres, aun cuando esos males fueron, en manos de la Providencia, medios que le preservaron de caer en los pecados del rico, y le refinaron como al oro en el crisol. Un detalle pequeño, pero de suma importancia, es que al rico le dice Abraham que ya había recibido en esta vida sus bienes, pero, en cuanto a Lázaro, no dice sus males. La razón es que los bienes del rico le habían sido concedidos por Dios, y eran suyos, pero Dios no había causado los males de Lázaro, no se los había dado; por eso, no eran, en realidad, suyos no le pertenecían. (C) Asimismo le hace notar que ahora se han vuelto las tornas: «Pero ahora éste es consolado aquí y tú atormentado». El Cielo es un lugar de consuelo mientras que el Infierno es un lugar de tormento; en el Cielo hay gozo y felicidad, en el Infierno, lamentación y crujir de dientes. Cuando los justos quedan dormidos en Cristo, podemos asegurar: «Ahora son consolados; todas sus lágrimas han sido enjugadas». Pero, por el contrario, cuando mueren los impíos, se perdió todo consuelo, porque se perdió toda esperanza. Dante Alighieri, en su Divina Comedia, pone el siguiente cartel sobre la puerta del Infierno: «Dejad toda esperanza los que aquí entráis». (D) Le asegura que el alivio que él espera de los dedos de Lázaro, no sólo es inmerecido, sino imposible de obtener (v. 26): «Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros». El más bondadoso santo del Cielo no puede visitar la morada de los condenados, ni prestar alivio allí a nadie, ni aun al mayor amigo que haya podido tener en este mundo: «De manera que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de allá pasar acá». El más fuerte y atrevido morador del Infierno es impotente para abrirse paso a través de las puertas de aquella prisión. En este mundo, gracias sean dadas a Dios, no hay ninguna sima entre el estado de naturaleza y el de la gracia; así que fácilmente se puede pasar del uno al otro, del pecado a la gracia; de la ira de Dios, al amor de Dios. Pudo haberlo hecho en esta vida pero ahora ya no tenía remedio por toda la eternidad. El cerrojo echado a la puerta del Infierno no volverá jamás a ser removido para atrás. 3. Negada esta petición, el rico hace un nuevo ruego a su «padre Abraham». Ya que al menos puede conversar con él, y a pesar de que no puede aliviar su propia condición le pide ahora un favor para los hermanos que había dejado en este mundo. Este detalle, como ya hemos insinuado previamente, está puesto como relleno de la parábola con la clara intención de refutar a quienes piden milagros en confirmación de las enseñanzas de Cristo cuando nos basta con lo que Dios nos dice por medio de su Palabra. Si los condenados pudieran albergar algún deseo genuino de que otros se salven, no estarían en el Infierno, pues allí no cabe el verdadero amor, ni a Dios ni al prójimo. (A) El rico pide ahora que Lázaro resucite y vuelva a este mundo: «Te ruego, pues, padre [dice a Abraham], que le envíes a la casa de mi padre …» (v. 27). De nuevo acude a Abraham, y le vuelve a llamar «padre», con la esperanza de que ahora acceda a su petición. Y, ¿para qué quiere que vaya Lázaro a la casa de su padre? Porque Lázaro debe de conocer bien la casa, así como a los cinco hermanos del rico. Ellos le reconocerán y le harán caso. Lázaro debe «prevenirles seriamente a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento» (v. 28). No le pide a Abraham que le deje salir a él (el rico), pues (a) del lugar en que él está es imposible salir; (b) los hermanos del rico recibirían con la visita de su hermano condenado un susto tan aterrador que podría sacarles de su sano juicio; (c) en cambio, el mensaje de un justo, como Lázaro, les resultaría menos aterrador, pero lo suficientemente eficaz para atemorizarles con el juicio de Dios y hacer que se convirtiesen de su mala vida. (B) Pero Abraham le niega también este favor. En el Infierno no se reciben ya más favores: «Y Abraham le dijo: A Moisés y a los profetas tienen, ¡que los oigan!» (v. 29). En la Escritura hallarán los hermanos del rico el privilegio de los oráculos de Dios y la norma a la que ajustar su conducta. ¡Que mezclen la palabra con fe (He. 4:2), y con eso tendrán suficiente para no venir a este lugar de tormento! (C) Pero el rico insiste (v. 30): «No, padre Abraham; es cierto que tienen a Moisés y a los profetas, pero si alguno va a ellos de entre los muertos, se arrepentirán; un hecho tan extraordinario hará en ellos tremenda impresión y se convencerán de su mal estado. Ya están muy acostumbrados a leer a Moisés y a los profetas; pero esto sería algo nuevo y extraordinario; seguramente que esto les persuadiría a que se arrepintieran». Los necios piensan que pueden enmendarle la plana a Dios e inventar mejores métodos de convencer a los pecadores que los que Dios ha dispuesto y ordenado. (D) Por tanto, Abraham insiste también en su negativa (v. 31): «Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de los muertos». La misma corrupción del corazón humano que le impide ser persuadido al arrepentimiento por medio de la Palabra de Dios, le impedirá también ser persuadido ante la visita de un difunto. Podrá decir que ha sido una alucinación o hallar cualquier otra excusa para seguir en el camino de sus pecados. Por la experiencia de los fariseos, sabía Jesús que, cuando alguien se niega a creer ante las pruebas convincentes, inventa las más inverosímiles razones para no prestar atención a las palabras del Señor. La lección es también para nosotros: La Biblia es el método ordinario usado por Dios para decirnos sus propósitos y lo que de nosotros espera, y esto ha de ser suficiente. Quienes apelan a «visiones» o «voces audibles», suelen, de ordinario, ser víctimas de su propia sugestión, o desean, más o menos conscientemente, presentarse ante los demás como «privilegiados» con tales favores sobrenaturales, lo cual es un género especial de solapada soberbia espiritual. CAPÍTULO 17 En este capítulo, el Señor pone de relieve la maldad del pecado de escándalo y la necesidad de perdonar las injurias; exhorta a sus discípulos a orar para que se les aumente la fe y les enseña que deben ser humildes. Luego tenemos la curación de diez leprosos. Termina el capítulo con las enseñanzas que da a los fariseos y a los discípulos sobre el tiempo y las circunstancias de la venida del Reino. Versículos 1–10 I. Vemos que dar ocasión de tropiezo o escándalo es un gran pecado (vv. 1–2). Dada la condición humana, es «imposible, es decir, inevitable, que no vengan tropiezos (griego skándala)»; por ello, hay que estar en guardia para no poner ante nadie ningún tropiezo que le haga caer, porque «¡ay de aquel por quien vienen!» La sentencia contra los que incitan a pecar (con estímulos, falsas razones o malos ejemplos) a otros es terrible: «Mejor le sería que se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar» para perecer así, porque el peso de su culpabilidad es mayor que el de una gran piedra de molino. Esto implica un «¡ay!»: 1. A los perseguidores que produzcan cualquier daño al menor de los pequeñuelos de Cristo. 2. A los seductores, que corrompen las verdades de Cristo y perturban así la mente de los discípulos de Cristo. 3. A los que viven escandalosamente y, de esta manera, debilitan las manos y entristecen el corazón de los hijos de Dios. II. Vemos después que el perdón de las ofensas es un gran deber: (v. 3): «Tened cuidado de vosotros mismos». La frase puede conectarse con lo que antecede, con lo que sigue, o con ambos contextos a la vez, puesto que el que no reprende ni perdona está también poniendo un tropiezo delante de su hermano. 1. «Si tu hermano peca, repréndele» (v. 3. En Mt. 18:15 y ss. se hallan más detalles). En vez de callar o resentirse, se nos manda hacer que el hermano reconozca su falta, pero hacerlo con humildad y mansedumbre (v. Gá. 6:1), lo cual requiere elevada espiritualidad y, por eso, escasea tanto el correcto cumplimiento de esta norma divina: o se hace la vista gorda o se reprende con humor destemplado y, muchas veces, en público cuando debería comenzarse por hacerlo en privado. El que reprende ha de ser también prudente en sus juicios, no sea que haya tomado a mal algo que se ha cometido sin mala intención o por ignorancia; entonces, quien debe pedir perdón al otro es el que se pone a reprender, aun cuando lo haga por las buenas. 2. «Y, si se arrepiente, perdónale.» Perdónale y olvida la ofensa; no vuelvas a rumiarla ni a mencionarla, pues eso demostraría que no hubo verdadero perdón. No se nos dice aquí lo que se ha de hacer si no se arrepiente, pero sí en Mateo, donde se especifican los pasos que hay que dar en este caso. 3. El deber de perdonar no se agota con la primera ofensa: «Y si peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces al día [nótese esta importante variante en Lucas] diciendo: Me arrepiento; perdónale» (v. 4). Una ofensa repetida siete veces en un solo día parece ser algo indignante y fruto de una manifiesta negligencia; pero, si el ofensor muestra un sincero arrepentimiento, el deber de perdonar continúa de igual manera. Cristo quería poner de relieve que los suyos habían de ser seguidores de su propio ejemplo e imitadores de Dios (v. Ef. 4:32; 5:1; Col. 3:13), de espíritu perdonador, dispuestos a pensar bien si no hay evidencia de ofensa (v. 1 Co. 13:7) y a no guardar resentimiento ni tener espíritu de venganza. III. A continuación, el Señor, al tomar pie de un ruego de sus Apóstoles, les muestra el poder de la fe, aunque ésta sea pequeña en cantidad, pero genuina en calidad. 1. Vemos primero la petición de los discípulos: «Auméntanos la fe» (v. 5). Los Apóstoles mismos reconocían la pequeñez de su fe y veían la necesidad que tenían de la gracia del Señor para que su fe se incrementase y fortaleciese. Los creyentes deberíamos desear con todo fervor el aumento de nuestra fe. Notemos que los Apóstoles le hicieron esta petición al Señor cuando Él acababa de exhortarles al perdón de las injurias. Como si le dijeran: «Señor auméntanos la fe; de lo contrario, nunca podremos cumplir con un deber tan difícil como ese». La fe en la gracia perdonadora de Dios nos capacitará para vencer las grandes dificultades que nos salen al encuentro cuando debemos perdonar a nuestros hermanos. 2. Cristo les asegura sobre la eficacia maravillosa de una fe que sea genuina (v. 6): «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, tan pequeña como esa insignificante semilla, pero tan picante y acre como la mostaza, una fe que diese vigor y fuerza a todas las demás gracias, nada de lo que pueda conducir a la gloria de Dios a la edificación de la Iglesia, y a vuestro propio provecho espiritual, sería demasiado difícil para vosotros, pues incluso podríais decir a este sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecería». Así como nada hay imposible para Dios (1:37; 18:27 y, probablemente, Mt. 19:26; Mr. 10:27), así también, «todo es posible para el que cree» (Mr. 9:23). IV. Que, por mucho que hagamos en el servicio del Señor siempre hemos de mantenernos en humildad. Incluso los Apóstoles, que hicieron por Cristo mucho más que otros, no debían pensar que el Señor les era deudor de algo. Porque: 1. Eran siervos de Dios. Todos nosotros somos esclavos de Dios, quien nos ha dado todo cuanto somos y tenemos; por tanto todo nuestro tiempo y todas nuestras fuerzas deben emplearse al servicio de Él. 2. Como siervos de Dios, debemos emplear con diligencia todo el tiempo en el cumplimiento de nuestros deberes, sin permanecer ociosos y sin fruto (2 P. 1:8) en el servicio de nuestro Amo y Señor. Hasta el criado que pasa el día arando o apacentando el ganado, al volver él del campo, no se sienta a descansar, sino que se dispone a servir a la mesa a su señor (vv. 7–8). 3. Nuestro principal interés ha de centrarse en cumplir el deber que tenemos en relación con el Señor, y dejar en Sus manos el tiempo, el modo y la medida de los consuelos que tenga a bien otorgarnos, ya que ningún criado puede esperar que su amo le diga enseguida: «Pasa y siéntate a la mesa». Sólo podemos descansar y sentarnos a la mesa cuando hayamos servido a nuestro Señor. Si llevamos a cabo con toda diligencia nuestro trabajo, la recompensa vendrá a su debido tiempo. 4. Es natural y razonable que Cristo sea servido antes que nosotros: «Sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de esto, puedes comer y beber tú». 5. Cuando los siervos de Cristo hayan de servir a su Señor deben primeramente ceñirse, es decir, liberarse de todo lo que pueda atarles y pesarles. Sin embargo, el Señor Jesucristo no insistió en que los Apóstoles hicieran esto por Él, sino que más bien fue Él quien se ciñó para lavarles los pies a ellos (Jn. 13:4 y ss.), pues no había venido a ser servido, sino a servir (Mt. 20:28). 6. Los siervos de Cristo no han de pensar que merecen algo por lo que hacen en servicio del Señor; ni siquiera merecen que se les de las gracias (v. 9). No hay obras buenas nuestras que, de suyo, puedan merecer ninguna atención de parte de Dios, pues «todas nuestras obras justas son como trapos de inmundicia» (Is. 64:6). 7. Todo cuanto hagamos por Cristo es únicamente el cumplimiento de un deber, no un favor que se le presta. Nada hay de supererogatorio en hacer todo lo que nos ha sido ordenado (v. 10); ¡ay, si pudiésemos decir que hemos cumplido con todo lo que nos ha sido ordenado! ¡En cuántas cosas quedamos por debajo del nivel debido y, especialmente, en el primero y gran mandamiento de amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas! 8. Los mejores y más santos siervos del Señor han de confesar con toda humildad que son «siervos inútiles». No quiere decir con esto el Señor que seamos sin provecho o que no sirvamos para nada, sino que, por mucho que hagamos, no le damos a Dios más de lo que tiene, ni más de lo que Él mismo nos ha dado, ni más de lo que estamos obligados a darle; en otras palabras, que nunca podemos hacer a Dios deudor nuestro. Por consiguiente, no hemos de llamarnos a nosotros mismos siervos útiles, sino que hemos de llamar servicio provechoso el que a Él le tributamos. Versículos 11–19 Se nos refiere aquí la curación de diez leprosos, episodio que no hallamos en ninguno de los otros evangelistas. La lepra era, en opinión de los judíos, una enfermedad que, más que ninguna otra, era señal del desagrado de Dios. Por eso, Jesucristo, que vino a quitar el pecado del mundo (Jn. 1:29), puso especial empeño en sanar a los leprosos que se cruzaban en su camino. En esta ocasión, el Señor se hallaba de viaje a Jerusalén, y como a medio camino de distancia a la ciudad, en la frontera misma que separaba Samaria de Galilea. I. La petición que le hicieron a Cristo estos leprosos. Eran diez e iban juntos, puesto que, aun cuando estaban excluidos de la sociedad en general, los que estaban infectados de la enfermedad podían conversar libremente unos con otros. 1. Salieron al encuentro de Jesús cuando el Señor entraba en una aldea. Aunque ya estaba fatigado del viaje, no le dejaron descansar y tomar algún refrigerio, sino que se fueron hacia Él tan pronto como le vieron. No por eso dejó Jesús de atenderles. 2. «Se pararon a distancia.» Cuando nos acercamos a Cristo, deberíamos hacerlo conscientes de nuestra lepra espiritual y, por lo tanto, con la mayor humildad. ¿Quiénes somos nosotros para poder acercarnos al que es infinitamente puro? 3. Le importunaron unánimemente con su ruego: «Alzaron la voz diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (v. 13). Quienes esperen ayuda del Señor deben invocarle como a Maestro de ellos, Él es Maestro, Dueño y Salvador. No le ruegan en concreto que les sane de la lepra, sino sólo le dicen: «¡Ten compasión de nosotros!» Es suficiente con que apelemos a las compasiones de Cristo, pues no nos faltarán. II. Cristo les mandó presentarse a los sacerdotes, para que éstos les inspeccionasen según la Ley. No les dice explícitamente que serán curados (v. 14); basta con que le obedezcan. Con ello, mostraron su fe en Jesús, pues fueron como Él les mandó. Puesto que la ley ceremonial estaba todavía en vigor, Cristo procuró que fuese observada. Esto nos enseña que quienes esperan recibir los favores de Cristo, han de obtenerlos de acuerdo con el modo y el método que Él establezca. III. «Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados» (v. 41b). Debemos esperar que la misericordia de Dios nos salga al encuentro cuando vamos por el camino de nuestro deber. Si hacemos lo que Él nos manda, Dios no dejará de hacer por nosotros lo que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos. Aunque los medios no nos curen por sí mismos, Dios nos curará en el uso diligente de tales medios. IV. Uno de ellos, sólo uno de diez, volvió para darle las gracias (v. 15). «Viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a gran voz.» Quiso que fuese dada gloria y alabanza al Señor que le había curado. Y vemos que lo hizo con grandes muestras de afecto y agradecido de corazón: «a gran voz». Quienes reciben favores divinos, deben dar testimonio de ello ante otros. Pero este exleproso no se contentó con dar gracias al Señor; nótense los detalles del versículo 16: «Y se postró rostro en tierra a sus pies, dándole gracias; y éste era samaritano». Esto nos enseña a ser muy humildes en la expresión de nuestra gratitud al Señor, como lo hemos de ser en nuestras oraciones. V. Cristo dio mucha importancia a la actitud de este samaritano que de tal manera se había distinguido de los otros nueve que habían sido curados, quienes, por lo que se da a entender, eran judíos. La actitud de este hombre era tanto más de encomiar cuanto que los samaritanos no tenían, de la naturaleza de Dios y del modo correcto de adorarle, un conocimiento tan puro como los judíos. Con todo, fue un samaritano quien volvió para dar las gracias y glorificar a Dios, lo cual olvidaron los nueve judíos. Véase: 1. Cómo puso Cristo en contraste la actitud de este hombre con la ingratitud de los que habían compartido con Él el mismo favor: Sólo este extranjero había vuelto para dar gracias y glorificar a Dios (vv. 17–18). (A) ¡Cuán ricamente dispensa Jesús sus favores! «¿No son diez los que fueron limpiados?» ¿Cabe una curación más completa? Todo un hospital, curado con una sola voz. Nunca tendremos menos gracia por el hecho de que otros la compartan con nosotros. (B) Cuán pobremente respondemos nosotros a los favores divinos: «Y los otros nueve, ¿dónde están?» La ingratitud es un pecado muy común. De los muchos que son beneficiarios de la misericordia divina, hay pocos, muy pocos, que se muestren agradecidos a Dios. (C) ¡Y cuántas veces demuestran ser más agradecidos aquellos de quienes menos se esperaba! Vuelve uno de Samaria a dar las gracias, mientras que nueve de Judea parecen haber olvidado el favor recibido. Esto sirve de circunstancia agravante en la ingratitud de los judíos a los que Jesús se refiere. 2. Cómo animó Cristo a este samaritano agradecido (v. 19). Los otros recibieron curación, y no les fue revocada, pero la curación de éste quedó especialmente confirmada: «Tu fe te ha sanado». Los otros nueve habían sido curados por el poder de Cristo, compadecido de la situación de ellos; pero éste fue sanado de un modo especial por su fe, la cual vio Jesús que era muy superior a la de los otros. Versículos 20–37 I. Pregunta que los fariseos hacen a Cristo sobre el tiempo en que «había de venir el reino de Dios» (v. 20). Por la predicación de Cristo de que el reino de Dios estaba cerca (Mr. 1:15), y al saber quizá que había enseñado a sus discípulos a orar por la venida del Reino, se atrevieron a preguntarle sobre ello, como si dijesen: «¿Cuándo se van a cumplir esas gloriosas realidades?» II. Cristo contesta a esta pregunta, dirigiéndose primero a los fariseos, y después a sus discípulos (v. 22). Y lo que dijo a ellos, nos lo dice también a nosotros: 1. Que el reino mesiánico había de ser principalmente un reino espiritual. Y en cuanto al tiempo en que había de venir, les dice que «no viene con advertencia» (v. 20); es decir no ha de venir con gran despliegue de aparato externo, como pasa con los reinos de este mundo, los cuales son precedidos de cambios y revoluciones que ocupan con grandes letras las primeras planas de los periódicos. Cuando el Mesías-Rey venga a inaugurar su reino, no se dirá: «Aquí está, o: Allí está», como cuando un príncipe viene a visitar sus territorios. El reino de Cristo no está confinado a un lugar. Del mismo modo, el cristianismo no está confinado a un lugar; y los que intentan hacer de su propia iglesia o denominación un monopolio o un reducto, lo mismo que quienes pretenden que se reconozca a la verdadera Iglesia por medio de la pompa y de la ostentación, cometen un grave error y un gran desacato al Rey. El reino de Dios se abre paso por medio de una influencia espiritual, pues no es de este mundo (v. Jn. 18:36). «El reino de Dios está en medio de vosotros» (v. 21); es decir, no dentro de los fariseos, quienes rechazaban la predicación de Jesús, sino en la esfera o cercanía de ellos, donde el Rey se movía y ponía los fundamentos espirituales del reino mesiánico, sin los cuales el disfrute de las promesas temporales no tendría efecto. Por eso la recepción del reino ha de comenzar por un cambio de mentalidad o arrepentimiento, el cual se lleva a cabo en el interior del corazón, no en fenómenos externos destinados a excitar la fantasía de los hombres. Para recibir el reino es preciso cumplir las condiciones que tan admirablemente se exponen y resumen en Sofonías 3:12–13. 2. Que la iniciación de este reino era una obra que había de encontrar mucha oposición por parte de los hombres (v. 22): «Vendrán días en que ansiaréis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis». Los discípulos de Cristo han de pasar por muchas pruebas y tribulaciones que les hagan suspirar por la Venida del Señor. La Iglesia iba a cosechar al principio grandes triunfos; incluso tres mil personas serían añadidas en un solo día (Hch. 2:41); pero pronto comenzarían las persecuciones. Los ministros de Jesucristo y las iglesias cristianas pasan muchas veces por momentos de gran apuro; es precisamente entonces cuando más propicia se presenta la ocasión para elevar los ojos al Cielo y esperar de allí a nuestro Salvador. Dios nos enseña así a dar el debido valor a sus gracias, pues es en la necesidad cuando mejor se aprecian los verdaderos valores de las cosas: en la enfermedad se aprecia mejor el valor de la salud; en la pérdida de la madre, se echa de menos lo que ella era para nosotros. Lo peor que le puede pasar a un creyente o a una iglesia, no son las aflicciones que vienen de fuera, sino la decadencia que se apodere del interior. Es entonces cuando hemos de suspirar y orar por tiempos mejores en que el Señor nos de la victoria por medio de su Espíritu Santo. 3. Que Cristo y su reino no se han de esperar en éste o aquel lugar concreto, pues su aparición será general y en todos los lugares a la vez (vv. 23–24), de la mima manera que «el relámpago al fulgurar, resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro». Todos deben, pues, estar apercibidos, porque el día en que Cristo venga, va a estar cercano a todos. 4. Que, antes de que el Hijo del Hombre venga de nuevo, «es necesario que padezca mucho y sea desechado por esta generación» (v. 25). Y, si Él ha de ser tratado así, sus discípulos no han de esperar mejor trato (v. Jn. 15:18–20). A la corona y a la luz, hemos de ir pasando por la cruz. 5. Que la venida del reino mesiánico será precedida de una catástrofe sin precedentes. Obsérvese: (A) Lo que ocurrió en épocas de corrupción general, como lo fue universalmente cuando el diluvio, y regionalmente en la Pentápolis. En ambos casos, los seres humanos fueron advertidos del castigo que les sobrevendría si no se arrepentían, pero no hicieron caso ni de Noé cuando el diluvio, ni de Lot cuando la destrucción de Sodoma y Gomorra. Sólo se preocupaban de lo material: comer, beber y divertirse. Y así continuaron, hasta que el castigo les tomó por sorpresa. (B) Lo mismo ocurrirá en los días que precedan a la Venida del Señor Jesucristo (v. 30). Los pecadores tienen aquí la advertencia de Jesús y de sus Apóstoles, como consta en el Nuevo Testamento, y aun en las profecías del Antiguo; pero será en vano. Todo lo que ocurre en estos últimos años del siglo XX nos hace ver que la Venida del Señor está cerca, pues la humanidad está, en general, comportándose de manera parecida a los tiempos previos al diluvio y a los días de Sodoma y Gomorra; y ¿cuántos son los que atienden al mensaje del Evangelio? Muy pocos, especialmente en los países que gozan de la mayor prosperidad material. 6. Que los discípulos de Cristo han de distinguirse de todos los incrédulos de su generación. Al contrario que la mujer de Lot, que perdió la vida por su lentitud en escapar del fuego que devoró a las ciudades nefandas, los creyentes tendrán que escapar por su vida. La tentación de volverse a mirar atrás es un peligro que siempre asedia al creyente. Y el mirar atrás conduce muchas veces a volverse atrás. Mejor es dejarlo todo que arriesgar la vida misma (v. 33). 7. Que la Venida de Cristo dividirá en dos partes las familias y las compañías (vv. 34–36). Todo esto ha sido explicado en detalle en el comentario a Mateo 24:23–28, 37–41. 8. Los discípulos (v. 22) desconcertados por estas revelaciones, le preguntan a Jesús: «¿Dónde, Señor?» (v. 37). Es decir, ¿en qué lugar se llevarán a cabo estos acontecimientos extraordinarios? Jesús responde con una frase proverbial: «Donde esté el cuerpo, allí se juntarán también las águilas». Aunque esta frase tenga aplicación meramente devocional a la atracción que Jesús ejerce sobre los suyos, la interpretación literal (ya dada en el comentario a Mt. 24:28) sólo puede referirse a los enemigos de Cristo al final de la Gran Tribulación, los cuales serán muertos «con la espada que salía de la boca del que montaba el caballo [Jesucristo], y todas las aves se saciaron de las carnes de ellos» (Ap. 19:21). Estas aves son las «águilas» aquí mencionadas, aunque con este nombre se significa el buitre negro o buitre «monje» de aquellas latitudes. A pesar de que Lucas usa el término griego soma = cuerpo, que se trata de la carroña de los enemigos derrotados y muertos se muestra por el lugar paralelo de Mateo, quien usa el término «ptoma» = cadáver, lo cual de ningún modo puede aplicarse a Cristo, resucitado para no volver a morir. CAPÍTULO 18 9
Comienza el capítulo con la parábola de la viuda importuna;
sigue con la parábola del fariseo y el publicano, destinada a
9Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1320 enseñarnos la humildad en la oración. Tras un paréntesis en que Jesús bendice a unos niños pequeñitos, viene el episodio del joven rico que no se decidió a renunciar a sus riquezas para seguir a Cristo. Después, Jesús predice de nuevo sus sufrimientos y muerte. Termina el capítulo con la curación de un ciego cerca de Jericó. Versículos 1–8 Esta parábola tiene su clave o llave pendiendo de la cerradura de la puerta, ya que el texto nos dice que Jesús la profirió para enseñar «sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar» (v. 1). Da por supuesto que el pueblo de Dios es un pueblo orante. Orar es para nosotros, un privilegio, un honor y un deber; es también una labor constante: hemos de orar siempre, y no desfallecer hasta que la respuesta a la oración nos haga prorrumpir en himnos de alabanza. En esta porción, la exhortación a orar está destinada en especial a perseverar en nuestras súplicas para obtener las gracias necesarias a fin de soportar victoriosamente la lucha contra nuestros enemigos espirituales, nuestras concupiscencias y corrupciones; seguros de que no buscaremos el rostro de Dios en vano. I. Cristo muestra, mediante una parábola, el poder de la importunidad entre los hombres. Se trata de un caso en que una causa justa triunfó finalmente ante un juez injusto, no por la fuerza de la equidad ni de la compasión, sino de la importunidad. Vemos: 1. El mal carácter de un juez que había en una ciudad: «ni temía a Dios, ni respetaba a hombre» (v. 2). No reconocía ningún deber ni hacia Dios ni hacia sus semejantes; tanto la piedad como el honor le eran totalmente ajenos. No nos extrañe el que quienes no tienen temor de Dios no tengan tampoco respeto a los hombres, porque donde no hay temor de Dios, nada bueno puede esperarse. Tal carencia de piedad y de respeto es mala en cualquier persona, pero es pésima en un juez. En lugar de hacer el bien con el poder que tiene en su oficio, siempre habrá peligro de que haga perjuicio. 2. El caso triste de una pobre viuda. Sin duda, la razón estaba de su parte; pero, según parece, no se había atenido a las complicadas formalidades de la ley, quizá por falta de asesoramiento; a falta de esto, demandaba personalmente ante el juez día tras día diciéndole: «Hazme justicia de mi adversario» (v. 3). Es deber peculiar de los magistrados, no sólo no engañar ni robar a la viuda, etc. (Jer. 22:3) sino también «reprimir al opresor …, amparar a la viuda» (Is. 1:17). 3. La dificultad y el desaliento consiguiente que experimentó en la presentación de su causa ante el juez, el cual «no quiso [hacerle justicia] por algún tiempo» (v. 4). Conforme a su mala costumbre, no hizo caso alguno de la viuda, ya que ésta no era para él persona importante ni le daba dinero para sobornarlo. 4. El éxito que, por fin, consiguió ella por medio de su continua importunidad. Dijo para sí el juez: «Aunque ni temo a Dios, ni tengo respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta, le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la paciencia« (vv. 4–5). Así que esta mujer, al no dejar en paz al juez, consiguió lo que deseaba. II. Cristo saca de aquí una aplicación para animar al pueblo de Dios en sus oraciones. 1. Les asegura que, a la larga, Dios les cumplirá sus deseos: «¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos …?» (v. 7). Nótese: (A) Lo que el pueblo de Dios desea y espera: Que Él haga justicia a sus escogidos. Hay en el mundo personas que son escogidas de Dios; y Él tiene la vista fija en sus elegidos para preservarles y protegerles en medio de los problemas y de la oposición que encuentren en este mundo, pues los adversarios son muchos (1 Co. 16:9). (B) Lo que Dios requiere de su pueblo: Que clamen a Él día y noche. Este es nuestro deber; y a su cumplimiento ha prometido Él gracia y misericordia. Debemos orar en particular para no ser vencidos por nuestros enemigos espirituales, como lo hacía esta pobre viuda. Clamemos: «Señor, dame fuerza para mortificar esta corrupción; haz que me arme contra esta tentación, etc.». También hemos de interesarnos por los creyentes que son perseguidos y oprimidos, y orar para que Dios les haga justicia. Hemos de clamar con insistencia día y noche, y luchar con Dios como Jacob. Como Isaías en favor de Sion, nosotros hemos de importunar a Dios: «Los que hacéis que Jehová recuerde, no reposéis, ni le deis tregua, hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la tierra» (Is. 62:6–7). (C) Los desalientos que quizá sufriremos en nuestras oraciones. A veces, Dios tarda en responder. Como dice G. Thibon: «Dios alarga nuestras preguntas, cuando quiere darles una respuesta infinita». Así como tiene paciencia con los adversarios de su pueblo, también quiere ejercitar la paciencia de los suyos. (D) La seguridad que les da de que, al final, será concedida la gracia, aunque se demore la concesión. Si esta viuda prevaleció por su importunidad, mucho más prevalecerán los escogidos de Dios, pues: (a) Esta viuda era ajena al juez, pero el pueblo de Dios es su elegido; Dios conoce y ama a los suyos. (b) La viuda era una, pero los elegidos de Dios son muchos. Los santos en la tierra ponen asedio al trono de Dios en el Cielo cuando unen sus oraciones en comunión fraternal. (c) Ella apelaba a un juez que se mantenía a distancia, mientras que nosotros acudimos a un Padre que nos pide que nos acerquemos a Él (v. He. 4:16). (d) Ella acudía a un juez injusto; nosotros acudimos a un Padre justo. (e) Ella acudía al juez sólo para obtener justicia en su propia causa, mientras que Dios está comprometido en la misma causa por la que solicitamos su ayuda. (f) Ella no tenía ningún amigo que intercediera por ella; nosotros tenemos Abogado para con el Padre, pues es su propio Hijo (1 Jn. 2:1), el cual vive siempre para interceder por nosotros (He. 7:25). (g) Ella no disponía de ninguna promesa de que sería escuchada, nosotros tenemos promesa de que, si continuamos pidiendo, se nos dará. (h) Ella sólo podía acudir al juez a ciertas horas; nosotros podemos acudir a Dios a cualquier hora, día y noche porque nuestro Padre no duerme. (i) La importunidad de la viuda molestaba al juez, pero la nuestra le agrada sumamente a Dios, de ahí nuestra esperanza segura de que nuestra oración ferviente, eficaz, tiene mucha fuerza (Stg. 5:16b). 2. Les insinúa que, no obstante estas seguridades, día llegará en que comenzarán a cansarse de la espera: «Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (v. 8). La respuesta parece ser un rotundo «¡No!» El mismo Señor lo está viendo de antemano: (A) Nos hace suponer que lo que principalmente está buscando el Señor es fe. No dice: «¿hallará inocencia?», sino: «¿hallará fe?» (B) También da a entender que, si hubiera fe, aun cuando fuera poca, Él la hallaría. (C) Se nos predice que cuando Cristo venga otra vez hallará poca fe. (a) En general, hallará poca gente piadosa. Tal vez habrá muchos que tengan la apariencia de piedad, pero pocos que tengan fe genuina, que sean honestos y puros. (b) En particular, hallará pocos que tengan fe en su Venida. Con ello se nos insinúa que Cristo podría diferir su Venida mientras, primero, los malvados continúen burlándose de la promesa de su Venida (v. 2 P. 3:3–9); esta demora podría servir para endurecerles en su impiedad; segundo, mientras incluso los suyos comiencen a desesperar de su Venida. Pero ha de servirnos de consuelo y estímulo el que, cuando se cumpla el tiempo fijado, será manifiesto que la incredulidad de los hombres no ha podido invalidar la promesa de Dios. Versículos 9–14 También el objetivo de esta parábola está a la vista desde el principio. Va destinada «a unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los demás» (v. 9). 1. Éstos tenían muy alta opinión de sí mismos; pensaban que ya eran tan santos como debían ser, y más santos que todos sus vecinos. 2. Tenían exceso de confianza al presentarse ante Dios, pues se apoyaban en su propia justicia: «confiaban en sí mismos como justos» y por consiguiente, creían que Dios les era deudor. 3. «Menospreciaban a los demás.» A esto llama el texto sagrado «parábola», aunque es un hecho real que se repite cada día. I. Tenemos a dos hombres que se dedican a la oración al mismo tiempo y en el mismo lugar (v. 10): «Dos hombres subieron al templo a orar». No era el tiempo de la oración pública, sino que fueron allá para llevar a cabo sus devociones personales. Ambos, el fariseo y el cobrador de impuestos o publicano, fueron al templo a orar. Entre los adoradores de Dios, hay una mezcla de buenos y malos. El fariseo, con todo su orgullo, no se creyó seguro sin la oración; el publicano, con toda su humildad, no se creyó excluido de la oración. El fariseo vino al templo a orar porque era un lugar público en el que otras personas podrían verle; éste es el carácter que Cristo describió acerca de ellos cuando dijo que todo lo hacían para ser vistos de los hombres. Hay muchos también hoy día a quienes vemos en el templo, pero de los que es de temer que no los veremos en el último día a la diestra de Dios. El fariseo vino al templo a orar por cumplimiento, el publicano vino a orar por necesidad. El fariseo, por ostentación; el publicano, para petición. Dios ve con qué disposiciones y objetivo nos presentamos ante Él. II. Vemos luego cómo se dirige a Dios el fariseo (no podemos llamar a esto «oración»): «Puesto en pie oraba consigo mismo» (v. 11): se apoyaba en sí mismo con el ojo puesto en sí mismo, no en la gloria de Dios. Por lo que él mismo dice consigo mismo, vemos: 1. Que confiaba únicamente en su propia justicia, pues dijo muchas cosas buenas de sí mismo, y podemos suponer que decía la verdad: no era un opresor, no era injusto con los demás, no hacía mal a nadie, no era un adúltero. No sólo eso, sino que hacía más de lo que la ley le requería, pues ayunaba dos veces a la semana, al ser así que la ley no requería ningún ayuno semanal; y daba diezmos de todo lo que ganaba, cuando lo que estaba mandado era dar el diezmo únicamente de los productos del campo. Con esto, pensaba cumplir con exceso sus deberes en cuanto al modo de dominar los apetitos de su cuerpo y en cuanto a la administración de sus bienes temporales. Pero, aun así, todo eso no fue acepto a Dios. ¿Por qué? (A) Su gratitud a Dios era un mero formalismo. No dice, como Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Co. 15:10), sino simplemente: «Dios, te doy gracias». (B) ¿Y por qué le da gracias? por lo que Dios ha hecho por él? ¡No!, sino por lo que él ha hecho por Dios. Ha venido al templo únicamente para decirle a Dios las muchas y buenas cosas que ha hecho él mismo. (C) Con eso se apoya únicamente en su propia justicia (v. Ro. 10:3). (D) No hallamos ni una sola palabra de verdadera oración en lo que este fariseo le está diciendo a Dios. «Subió al templo a orar» (v. 10), pero parece ser que se le olvidó para qué había subido. Pensó que no necesitaba ninguna cosa, ninguna gracia de Dios que mereciera la pena de pedírsela. 2. Que despreciaba a los demás, pues: (A) Pensaba que era mejor que el resto de la humanidad: «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (v. 11). Podemos dar gracias a Dios por no ser, por su gracia, tan malos como algunos; pero hablar como si fuésemos los mejores es orgullo refinado, irreverencia a Dios e insulto a nuestros prójimos. (B) No se contenta con tenerse por mejor que los demás, sino que, para mayor complacencia en sí mismo, se compara con el cobrador de impuestos que estaba también allí orando. Sabía que este hombre era un publicano y, por tanto, le suponía ladrón, injusto, etc. Supongamos que fuera verdad, ¿qué le iba a él en lo de otra persona? ¿Acaso no podía orar sin lanzar reproches contra su prójimo? ¿O es que estaba tan complacido de la maldad de otro cuanto lo estaba de su propia bondad? Como ha dicho un escritor de nuestros días: «Hay quienes necesitan ver pecar a otros para sentirse justificados ellos mismos». III. Veamos, en cambio, la oración del publicano, la cual era lo contrario precisamente de la del fariseo, pues estaba llena de humildad, tanto como lo estaba de orgullo la del fariseo; tan llena de arrepentimiento, como lo estaba de ostentación la del otro; tan deseosa de perdón y misericordia, como lo estaba de confianza en sí mismo la del fariseo 1. Primero, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que hizo: (A) Se mantuvo a bastante distancia (v. 13). Con un profundo sentimiento de indignidad propia, el publicano no se atrevía a acercarse a Dios. Así reconocía que no merecía el favor de Dios, y que ya era un gran favor el que Dios le permitiese orar a distancia. (B) «No quería ni aun alzar los ojos al cielo.» Elevaba su corazón y sus deseos humildemente, pero, abrumado de confusión y vergüenza, no se atrevía a levantar la vista con santa audacia. La vista puesta en el suelo era indicación del pesar de su corazón ante su conciencia de pecado. (C) «Se golpeaba el pecho.» El corazón del pecador le golpea primero a él con el siguiente reproche: «¿Qué has hecho?» Entonces él golpea su corazón, diciendo: «¡Miserable hombre de mí!» (Ro. 7:24). 2. Segundo, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que dijo: Su oración fue breve, pues los gemidos y suspiros le entrecortaban la voz, pero lo poco que dijo no pudo ser más atinado: «Dios, sé propicio a mí, pecador». ¡Y bendito sea Dios porque está registrada en el texto sagrado la respuesta benévola del Señor a esta oración! (A) Vemos que se reconoce a sí mismo como pecador delante de Dios. El fariseo se negaba a reconocerse pecador y aun se tenía por el mejor de los hombres, pero el publicano se describe a sí mismo con esta sola palabra: pecador. (B) No apela a ninguna otra cosa sino al favor de Dios, obtenido mediante la propiciación del sacrificio en el altar, donde la sangre era tipo de la única sangre que podía propiciar por nuestros pecados (v. Ro. 3:25; 1 Jn. 2:2). No hay misericordia posible por parte de Dios sin la necesaria propiciación por parte de Cristo. De ahí que la versión «ten misericordia de mí», que en este lugar presentan muchas versiones, es textual y teológicamente falsa. Aunque el publicano mantenía su vista puesta en el suelo, el incienso del sacrificio que habría llevado subía al Cielo, junto con su oración. Mientras el fariseo insistía en sus propios méritos, el publicano acudía en urgente demanda de perdón como si dijese: «La justicia me condena; sólo confío en tu gracia». (C) Se dirige, pues, a Dios como un mendigo menesteroso a quien puede socorrerle con una limosna, ya que es plenamente consciente de su indigencia espiritual (v. Ro. 3:23): «Dios, sé propicio a mí». Probablemente, repitió varias veces esta humilde oración. IV. Finalmente, vemos la aceptación que el publicano halló ante Dios. Según los pensamientos de los hombres, muchos habrían ensalzado grandemente al fariseo, y habrían menospreciado y hasta reprochado a este pobre publicano. Pero nuestro Señor Jesucristo no pensaba así (v. Is. 55:8), sino que asegura que éste el cobrador de impuestos, despreciado por el fariseo, pero humilde y arrepentido, descendió a su casa justificado más bien que aquel fariseo. El orgulloso fariseo pensaría que si alguien había de descender a casa justificado, de seguro sería él, no aquel infame cobrador de impuestos, pero el Señor dice: «No es así, sino que es el publicano más bien que el fariseo el que descendió a su casa justificado». De modo que el orgulloso fariseo es rechazado por Dios; no es aceptado por justo, según él mismo se tenía por tal, puesto que se apoyaba en su propia justicia; en cambio, el publicano obtiene la remisión de sus pecados y aquel a quien el fariseo no desearía contar ni siquiera entre los perros de su rebaño, es contado por Dios entre los miembros de su familia. Y el Señor concluye diciendo: «Porque cualquiera que se enaltece, será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Cuando los soberbios se enaltecen a sí mismos, se convierten en rivales de Dios y, por consiguiente, serán abatidos por Él, mientras que quienes se humillan a sí mismos, se someten a Dios y, por tanto, serán enaltecidos por Él. Así que el castigo es la respuesta al pecado, del mismo modo que la recompensa es la respuesta al deber cumplido. Véase también el gran poder de Dios, en su gracia, al sacar tanto bien de tanto mal: el publicano había sido un gran pecador, pero de la grandeza de su pecado surgió la grandeza de su arrepentimiento; y de la grandeza de su arrepentimiento, la grandeza del perdón de Dios. Buena cosa era el que el fariseo no fuese un ladrón, injusto ni adúltero; pero el diablo le hizo orgulloso de todo ese bien y, con ello, le llevó a la ruina. Versículos 15–17 1. Quienes somos bendecidos por Dios, deberíamos desear que también nuestros hijos sean bendecidos por Él. Las personas que aquí se nos refieren «traían a Él [Jesús] hasta los niños de pecho». Los traían porque ellos eran demasiado pequeños para venir por sí solos. Pero ninguno es demasiado pequeño para que no sea traído a Jesús. 2. Un pequeño toque de Jesús haría felices a nuestros niños: «Le traían los niños para que los tocase». 3. No es cosa rara el que quienes vienen a Jesús para rogarle por sí mismos o por sus hijos, encuentren obstáculos en el acceso al Señor, debidos a interferencias de otras personas: «Al verlo los discípulos, les reprendieron». 4. Pero también vemos que a muchos a quienes los discípulos reprenden, Jesús les invita: «Mas Jesús los llamó» (v. 16). 5. Cristo desea que los niños pequeños le sean llevados: «Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis». Es decir: «Que nada les impida acercarse, pues serán tan bien recibidos como los demás». 6. El Señor añade: «Porque de los tales [es decir de los que son como ellos] es el reino de los cielos». Tanto en este lugar, como en los paralelos (Mt. 19:14; Mr. 10:14) el original no dice «de ellos», sino «de los tales»; es decir, de quienes imitan a los niños en las cualidades buenas que todos admiramos en ellos: consciencia de su pequeñez y dependencia sumisa de los mayores. Hay quienes deducen de aquí que los niños pequeños ya son salvos, lo cual es falso: (a) pues eso equivale a que hayan nacido sin pecado (contra Sal. 51:5; Ef. 2:1 y ss.); (b) en ese caso, tampoco necesitarían convertirse al llegar a mayores, a no ser que se admita que la salvación puede perderse. (c) Es cierto que los niños que mueren antes del uso de razón son salvos, pero no por haber nacido sin pecado, sino porque se les aplica, en el momento de la muerte el fruto de la redención de Cristo sin que tengan que ejercitar personalmente la fe, como tampoco se adhirieron personalmente al pecado «a la manera de la transgresión de Adán» (Ro. 5:14); de lo contrario, el pecado de Adán tendría mayor eficacia para condenar, que la redención de Cristo para salvar (contra Ro. 5:20–21). 7. Al reino de Dios son admitidos todos cuantos se hacen como niños en la humildad y dependencia absoluta de Dios: «De cierto os digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él» (v. 17). A no ser que el hombre adulto tome esta actitud de infancia espiritual, reconociéndose deudor a los beneficios de Dios y dispuesto a guiarse únicamente por las normas de nuestro Padre Celestial, no puede en modo alguno entrar en el reino de Dios. Versículos 18–30 I. Conversación de Jesús con un joven principal que parecía dispuesto a tomar el camino que el Señor le señalase para ir al Cielo. 1. Lucas hace notar que este joven era un hombre principal. Pocos de los principales judíos de aquel tiempo tenían interés en escuchar al Maestro, pero aquí tenemos uno que estimaba la persona y las enseñanzas de Cristo. 2. La pregunta que hizo al Señor no pudo ser más seria e importante. Cada uno debe hacerse la misma pregunta pues no hay asunto tan vital como éste: «¿Qué haré para heredar la vida eterna?» 3. Quienes deseen heredar la vida eterna, deben acudir a Jesucristo como a su Maestro, tanto en lo que enseñe como en lo que ordene. No hay otro método para ir al Cielo que no sea el que se aprende en la escuela de Jesucristo. 4. Los que vienen a la escuela de Cristo han de creer, no sólo que Jesús vino con una misión divina, sino también que su bondad era divina: «Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, es decir, total y esencialmente bueno, sino sólo Dios» (v. 19). Como si dijese: «O me adulas sin creer lo que dices, y eso sería hipocresía, o lo dices de veras, y entonces tendrás que estar dispuesto a seguirme cueste lo que cueste». 5. Nuestro Maestro Jesucristo no ha alterado el camino del Cielo, haciéndole diferente del que era antes de que Él viniese a este mundo, pero sí lo ha hecho más llano, más suave, más fácil, pues su yugo es cómodo y ligera su carga (Mt. 11:30). Su mandamiento nuevo es el amor (v. Jn. 13:34–35), el cual hace ligeras todas las cosas pesadas (1 Jn. 5:3). 6. Jesús hace que el joven recuerde los mandamientos (v. 20), pero sólo le menciona los de la segunda tabla de la Ley, excepto el último, el cual penetra hasta el interior del hombre. Por otra parte, quien ama al prójimo, ya ha cumplido la Ley (Ro. 13:8), pues por el amor al hermano, se muestra también el amor a Dios (1 Jn. 4:20). Veremos si el joven ha cumplido con todo esto. 7. Por la respuesta del joven, vemos que se creía justificado: «Todo esto lo he guardado desde mi juventud» (v. 21). Los hombres se creen inocentes cuando son ignorantes. Así es como este joven se jacta de haber cumplido la Ley, y desde bien joven: había comenzado pronto y bien, y continuaba sin transgredir un solo mandamiento de la Ley. Si se hubiera percatado de las exigencias de la ley divina, y de las inclinaciones perversas de todo corazón humano (v. Jer. 17:9), y si hubiese sido discípulo de Cristo por algún tiempo, no habría hablado así, sino que habría dicho: «Todo eso lo he quebrantado desde mi juventud». 8. Lo más importante en la vida es nuestra actitud ante Cristo y nuestros hermanos, ante las cosas de este mundo y las del otro. Si este joven tiene verdadero afecto a Cristo, vendrá y le seguirá, cualquiera sea el precio que haya de pagar. No se puede heredar la vida eterna si no está uno dispuesto a seguir al Cordero por dondequiera que vaya (Ap. 14:4). Y si tiene verdadero afecto a su prójimo, también estará presto a repartir sus bienes entre los pobres. Si tiene en poco las cosas de este mundo, no se le pegará el corazón a las cosas temporales. Y si alberga un alto concepto acerca de las cosas del otro mundo, no deseará otro tesoro que el de los Cielos. 9. Hay muchas personas con cualidades suficientes para hacerlas simpáticas y recomendables, y sin embargo perecen por falta de alguna cosa (v. 22). Así le pasó a este joven: desistió de seguir Cristo, porque tenía el corazón apegado a las riquezas. 10. Hay igualmente personas que sienten pesar por no decidirse a seguir a Cristo, pero son vencidas por alguna concupiscencia y, en ese conflicto entre dos atracciones, se inclinan hacia lo que les va a causar perdición por no seguir al único que puede dar, con la salvación, la paz de la conciencia y la verdadera felicidad. II. A continuación tenemos el discurso de Jesús a sus discípulos, a raíz de este triste episodio; en él podemos observar: 1. Que las riquezas son, para muchos un gran obstáculo en el camino del Cielo. Jesús vio que el joven se había entristecido mucho (v. 24), y dijo, entristecido también Él: «¡Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» Al ser sumamente rico (v. 23), una fortuna tan grande influyó decisivamente en el joven para que escogiera dejar a Cristo, antes que contraer la obligación de repartir sus bienes entre los pobres. Cristo afirma con el mayor énfasis la dificultad que tienen los ricos en entrar por el camino de la salvación: «Porque es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios» (v. 25). 2. En realidad, el camino del Cielo resulta difícil para todos; así lo entendieron los discípulos, al comentar: «Entonces, ¿quién puede ser salvo?» (v. 26). Para los que tienen mucho les es difícil desprenderse de todo; para los que no tienen nada, les es difícil no codiciarlo todo. Los discípulos no piensan que lo que Cristo pide sea demasiado duro o que no sea razonable, sino que al conocer cómo se pega el corazón del hombre a las cosas de este mundo llegan a preguntarse si incluso ellos pueden llegar a este nivel de perfección. 3. Hay tales dificultades en el camino de la salvación que no podrían ser superadas si no fuese por la gracia del Dios Omnipotente: «Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (o, mejor, junto a Dios. V. el comentario a Mr. 10:27). La gracia de Dios y la operación del Espíritu Santo en el corazón del hombre tienen fuerza más que suficiente para inclinarle al seguimiento de Cristo y a renunciar a todo lo del mundo; ésta es una fuerza que ningún poder humano puede suministrar. 4. Aun las personas que siguen al Señor suelen pensar y hablar como si hubiesen hecho grandes cosas y renunciado a muchas comodidades por seguir a Cristo. Esto se ve en lo que dice Pedro: «He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido» (v. 28). Como si dijera: «Ya ves qué bien nos hemos portado nosotros dejándolo todo (¿cuánto?), en comparación con ese joven». Cierto que no era tanto lo que habían dejado, pero también es cierto que habían dejado la oportunidad de tener más, y Jesús tiene en cuenta esto al responder. 5. Por mucho que sea lo que hayamos dejado por seguir a Cristo, será siempre más lo que de Él recibiremos a cambio, no sólo en la vida eterna, sino incluso en esta vida: «No hay nadie que haya dejado comodidades y parientes por el reino de Dios, que no haya de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida eterna» (vv. 29–30). En esta vida tendrá paz de conciencia, comunión con Dios y con muchos hermanos en la fe ventajas que superarán con mucho a todo aquello a que hayamos renunciado; y, sobre todo, la vida eterna en la que el joven rico tenía puestos los ojos, pero no se decidió a alcanzarla por el camino que el Señor le señalaba. Versículos 31–34 I. Jesús anuncia de nuevo a sus discípulos los sufrimientos y la muerte que le esperan junto con el glorioso final de su obra redentora. Dos detalles hallamos aquí que no se encuentran en los otros evangelistas: 1. Los sufrimientos de Cristo son presentados aquí como cumplimiento de las Escrituras: «Y se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre» (v. 31). Esto demuestra que las Escrituras son la Palabra de Dios, puesto que tuvieron exacto y total cumplimiento; y que Jesucristo era el enviado de Dios, puesto que tuvieron su cumplimiento en Él. Esto hace que cese el escándalo de la Cruz (Gá. 5:11) para los que ven el honor que Dios ha puesto sobre ella: «Así está escrito, y así era necesario que el Cristo padeciese» (24:46). 2. Las ignominias que Cristo había de padecer aparecen aquí con mayor detalle. Los otros evangelistas habían dicho que sería escarnecido (Mt. 20:19); burlado y escupido (Mr. 10:34); pero aquí se añade que será afrentado (v. 32), donde se resumen todas las ignominias posibles. Pero un dato que siempre se añade al recuento de los futuros sufrimientos de Cristo es que «al tercer día resucitará» (v. 33) con lo que el horror de los sufrimientos queda suficientemente compensado con la perspectiva de su gloriosa resurrección y de su triunfal ascensión a los Cielos (v. Is. 53:11; Fil. 2:9–11; He. 12:2). II. La confusión que se apoderó de los discípulos al oír estas cosas. Este anuncio de Jesús era tan contrario al concepto que ellos tenían del Mesías y del reino mesiánico, que «nada comprendieron de estas cosas» (v. 34). Tan fuertes eran los prejuicios de ellos, que les impedían entender literalmente este anuncio; así que «estas palabras les quedaban ocultas», como si un velo no de castigo, sino de misericordia, se interpusiera entre ellas y los ojos de los pobres discípulos. Más tarde, el Espíritu Santo descorrería este velo, y no sólo las entenderían, sino que «estarían gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre» (Hch. 5:41). Hasta que el descenso del Espíritu se llevara a cabo, la mente de los apóstoles estaba tan ocupada por la gloria que los profetas habían predicho acerca del Mesías, que no entendían las otras profecías que hablaban de los sufrimientos del Mesías antes que entrase en la gloria con la que ha de aparecer en su Segunda Venida. En el mismo error incurren todos los que leen la Biblia por mitades, al ser así tan parciales en lo que corresponde a la Ley como en lo que respecta al cumplimiento de las profecías. Una importante regla de hermenéutica hemos de tener siempre en cuenta: De la misma manera que las profecías ya cumplidas lo fueron literalmente, así será con las que todavía quedan por cumplir. Versículos 35–43 Cristo vino, no sólo a traer luz a un mundo en tinieblas, y poner así ante nuestros ojos los objetos a los que hemos de dirigir nuestra mirada, sino también a dar vista a las almas ciegas, a fin de que estén capacitadas para contemplar dichos objetos en la perspectiva debida. Aquí tenemos el relato de la curación de un ciego cerca de Jericó. Marcos nos ha guardado su nombre (Mr. 10:46). Mateo habla de dos (Mt. 20:30). Ambos dicen que eso ocurrió saliendo de Jericó mientras que Lucas dice que «aconteció al acercarse Jesús a Jericó» (v. 35). La aparente discordancia ha sido explicada ya en nuestro comentario a dichos lugares paralelos. I. Este pobre ciego «estaba sentado junto al camino, mendigando». Se ve, pues, que no sólo era ciego, sino también pobre, un buen ejemplo de la humanidad a la que Cristo vino a curar y salvar. Estaba mendigando porque, al estar ciego, no podía ganarse la vida con su trabajo. Los semejantes nuestros que yacen junto al camino no deben ser objeto de menosprecio o negligencia de nuestra parte, sino que hemos de imitar a Cristo, quien se interesó por un pobre mendigo ciego. II. «Al oír pasar a una multitud, preguntó qué era aquello» (v. 36). Es un detalle que nos ha conservado Lucas y nos enseña a ser buenos observadores de las oportunidades que nos salen al encuentro, pues, tarde o temprano, hallaremos el beneficio apetecido. Quienes carecen de vista deben afinar el oído; ya que no pueden usar sus propios ojos, han de inquirir y preguntar a otros, y hacer así uso de los ojos ajenos. Así lo hizo este ciego, y de este modo se enteró de «que pasaba Jesús nazareno» (v. 37). III. Su petición estaba llena de fe y fervor: «Entonces dio voces, diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» (v. 38). Vemos que tiene fe en que el Mesías puede socorrerle y apela con fervor a la compasión de Jesús, porque la compasión de Jesús es la fuente de todos los demás beneficios que podamos recibir de su mano. IV. Quienes, con fe y fervor, acuden a Cristo en demanda de favor y socorro, no serán impedidos de recibir lo que desean, por muchos y grandes que sean los obstáculos que se les crucen en el camino. Aquí vemos que «los que iban delante le increpaban para que callase», pues, al hablar según sus propios sentimientos, pensaban que también Jesús se sentía molesto por las voces de este pobre ciego. Pero la reprensión que le daban, sólo le sirvió al ciego para redoblar su petición y sus voces: «Pero él clamaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!» V. Cristo anima entonces al ciego «deteniéndose y mandando traerle a su presencia» (v. 40). Con esto, muestra Jesús más ternura y compasión por los necesitados que ninguno de los que le acompañaban. Así que los mismos que reprendían al ciego para que callase, tienen que echarle ahora una mano para que se acerque a Jesús. VI. Aun cuando Cristo conoce todas nuestras necesidades, quiere que se las expongamos personalmente; por eso, le dijo al ciego: «¿Qué quieres que te haga?» (v. 41). Entonces, el pobre ciego abrió su corazón delante de Jesús y le dijo: «Señor, que recobre la vista» (v. 41b). VII. La oración de fe nunca es pronunciada en vano (v. 42): «Jesús le dijo: Recóbrala, tu fe te ha salvado». De esta frase, como de otras parecidas (v. por ejemplo, 8:48 y 50), no puede deducirse la salvación eterna, sino la sanación del cuerpo, aunque es cierto que, en muchos casos, dentro y fuera del texto sagrado, la curación del cuerpo prepara para la del alma. De ahí que el griego original emplee el mismo verbo (sozo) para la una y para la otra; lo cierto es que el Hijo del Hombre vino a salvar cuerpos y almas: «todo lo que estaba perdido» (19:10). Con todo, es necesario distinguir entre la fe en el poder de Cristo para curar como es el caso de este ciego, y la fe en la gracia de Cristo para salvar eternamente (v. Ef. 2:8). VIII. El ciego, ya curado, correspondió con agradecimiento a la merced que había recibido del Señor, pues «le seguía, glorificando a Dios» (v. 43). La mejor manera de agradar a Cristo cuando hemos sido curados por Él, es glorificar a Dios por ello; así como el mejor modo de agradar a Dios es alabar a Cristo y tributarle el honor que se merece. También el pueblo reaccionó correctamente ante el beneficio otorgado a un semejante: «Y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios». CAPÍTULO 19 Aquí se nos refiere la admirable conversión de Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos en Jericó. A continuación, Jesús expone la parábola de las diez minas. Vemos después su entrada triunfal en Jerusalén y su llanto posterior sobre la ciudad ante la presciencia de la ruina que había de sobrevenir cuarenta años más tarde. Termina el capítulo con la purificación que llevó a cabo Jesús en el templo. Versículos 1–10 No hay duda de que hubo muchas conversiones a la fe de Cristo de las que no se nos dice nada en los Evangelios; pero Lucas nos ha conservado el caso de una conversión extraordinaria como es la de Zaqueo. Cristo pasaba a través de Jericó (v. 1). Esta ciudad había sido edificada bajo maldición, pero Cristo la honró con su presencia, porque su Evangelio quita la maldición (v. Gá. 3:13). Veamos: I. Quién era este Zaqueo. Su nombre (hebreo, de una raíz que significa puro) da a entender claramente que era judío (v. el Zacay de Esd. 2:9; Neh. 7:14). 1. En cuanto al oficio que desempeñaba, se nos dice «que era un jefe de los cobradores de impuestos» (v. 2). Ya sabemos que Jesús se relacionaba con los cobradores de impuestos, pero aquí es uno de los jefes de tal profesión. Así vemos que Jesús vino a salvar al jefe de los publicanos del mismo modo que vino a salvar al primero de los pecadores (1 Ti. 1:15). 2. En cuanto a su posición económica, se nos dice que era «rico». Cristo había declarado recientemente cuán difícil es que un rico entre en el reino de los cielos, pero aquí vemos el caso de un rico que se había perdido y fue encontrado, y no precisamente como el hijo pródigo, quien volvió en sí después de verse reducido a la mayor necesidad. II. Cómo llegó a encontrarse con Cristo: 1. Tenía gran curiosidad por «ver quién era Jesús» (v. 3). Es cosa natural que los hombres deseen ver, si les es posible, a aquellos cuya fama han oído; así pueden decir después que conocen personalmente a tal y tal señor. Pero a quien debemos desear ver, más que a nadie, es a Jesús. Como los griegos aquellos de Juan 12:21, hemos de decir: «Señor, queremos ver a Jesús». Si ahora procuramos verle con los ojos de la fe, después podremos disfrutar de su presencia, con cuya vista seremos inmensa y eternamente felices (v. 1 Jn. 3:2). 2. No podía satisfacer esta curiosidad por los medios normales, «pues era pequeño de estatura», y la multitud era grande. Cristo no hacía milagros para mostrarse, sino que, como uno de nosotros, iba mezclado con la multitud. Pero muchos que son pequeños de estatura son grandes de corazón y altos de miras. 3. Para no quedar defraudado en su curiosidad, Zaqueo como si fuese un niño, «corriendo delante, subió a un sicómoro para verle» (v. 4). Quienes sinceramente quieren ver a Cristo, usarán los medios apropiados para obtener alguna visión de Él. Quienes se ven a sí mismos pequeños han de aprovechar todas las oportunidades posibles para levantarse, por medio de la meditación y de la oración, a las alturas desde las que se divisa la persona de nuestro amado Salvador. III. Cómo se percató Cristo de él, hasta llamarle por su nombre (v. 5) y la eficacia de este llamamiento (v. 6). Vemos que: 1. Cristo se invitó a Sí mismo a casa de Zaqueo: «Mirando hacia arriba, le vio y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa». Zaqueo se había subido al sicómoro para ver a Jesús, pero poco se podía figurar que Jesús se anticipó a Zaqueo con las bendiciones de su bondad, sobrepujó la expectación que Zaqueo tenía de verle y le animó en los pequeños comienzos que en él veía. El que albergue algún deseo de conocer a Cristo, será conocido de Él (comp. con 1 Co. 8:3). El que sólo deseaba ver a Cristo, fue admitido a conversar familiarmente con Él. A veces, aquellos que vienen a oír la Palabra de Dios sólo por curiosidad, sienten que su conciencia es despertada y se marchan con el corazón cambiado. Cristo le llama por su nombre: «Zaqueo», y le pide que se apresure a descender del árbol; no debe dudar ni quedarse parado, sino darse prisa, porque Cristo desea hospedarse en su casa y pasar algunas horas con él. 2. Zaqueo se sintió inundado de alegría al recibir tal honor de hospedar a Jesús en su casa: «Entonces él descendió aprisa, y le recibió gozoso» (v. 6). Y la recepción que le tributó a Jesús en su casa era buen presagio de la que le iba a tributar en su corazón. ¡Cuántas veces nos ha dicho Jesús: Ábreme (Cnt. 5:2), y nosotros sólo hemos buscado excusas para no abrirle! La presteza de Zaqueo debería llenarnos de vergüenza. IV. La ofensa que el pueblo recibió por esta invitación de Jesús a Zaqueo. Aquellos judíos prontos siempre a censurar a Jesús «murmuraban, diciendo: Ha entrado a hospedarse con un hombre pecador» (v. 7). ¿Acaso no eran ellos pecadores? ¿No era el objetivo de Cristo buscar y salvar a los perdidos pecadores? Estos murmuradores no tenían ninguna razón para hablar así: 1. Porque, aun cuando Zaqueo era publicano, y muchos de los cobradores de impuestos eran malos, no se seguía que todos lo fueran; 2. Aun cuando había sido pecador, no se podía asegurar que todavía lo fuera. Sólo Dios conoce el corazón y puede juzgar; nosotros no podemos ni debemos juzgar (Mt. 7:1). Además, Dios ofrece a todos lugar y tiempo para arrepentirse (v. Hch. 17:30) y también nosotros debemos orar y esperar que otros lleguen al arrepentimiento. 3. Aun cuando todavía fuera pecador, no podían reprochar a Jesús por ir a casa de él, pues ¿adónde ha de ir el médico sino a casa del enfermo? V. Las pruebas que Zaqueo dio públicamente de que ya estaba sinceramente arrepentido (v. 8). Por sus buenas obras podemos juzgar de la sinceridad de su fe y de su arrepentimiento. «Puesto de pie», como quien quiere dar a sus palabras firmeza y solemnidad, pronuncia como si fuera un voto a Dios y dirigiéndose al Señor, no a la gente, dio evidencia del cambio que se había producido en su corazón, a juzgar por el cambio que anuncia en su conducta para el futuro. 1. Zaqueo había amasado una buena fortuna (v. 2), lo que no es de extrañar siendo jefe en un negocio de suyo próspero, pero resuelve emplear su fortuna conforme a la voluntad de Dios, y hacer el bien a sus semejantes: «Mira, Señor—dice Zaqueo—, voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes» (v. 8. «Doy …», dice el original con un presente ingresivo, como es obvio, no como algo que ya venía haciendo). Como si dijese: «Desde este momento, hago firme propósito de dar la mitad de los bienes a los pobres a quienes hasta ahora había tratado sin compasión; de esta forma quiero compensarles por haber descuidado durante tanto tiempo mi deber de amar al prójimo como a mí mismo». Zaqueo promete así dar a los pobres la mitad de su fortuna, lo que le obligaría a privarse de dispendios innecesarios. Esto lo menciona como fruto de su arrepentimiento. 2. Zaqueo es consciente de que no todo lo que tiene lo ha adquirido por medios honestos; por eso, promete restituir lo mal obtenido: «Y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado». Así: (A) Viene a confesar paladinamente que ha obrado mal. Los que están arrepentidos de veras, han de reconocerse culpables, no sólo ante Dios en general, sino también en particular, por lo que han defraudado, perjudicado o injuriado al prójimo en el desempeño de sus oficios y en la forma como han llevado los negocios de este mundo con desdoro de la honradez y de la justicia. (B) Admite que ha defraudado, seguramente mediante falsa acusación, puesto que tenían de su parte el poder al que servían lo cual les daba la oportunidad de satisfacer sus deseos de revancha mediante falsas acusaciones (v. 3:13). (C) Promete restituir el cuádruplo, yendo mucho más allá de lo que la Ley demandaba en tales casos (v. Nm. 5:6–7). Notemos que no dice: «Si me obligan ante los tribunales, haré restitución» (hay quienes parecen honrados cuando no tienen escape), sino que lo hará espontánea y libremente. Todos cuantos están convencidos de que han causado perjuicio en la persona o en los bienes del prójimo, no pueden demostrar la sinceridad de su arrepentimiento de otro modo que haciendo restitución. Zaqueo no piensa que ya estará perdonado su pecado de extorsión con su promesa de dar a los pobres la mitad de sus bienes; dar de lo que no es nuestro no es caridad, sino hipocresía. Y no es nuestro lo que no ha llegado a nuestras manos por medios honestos. VI. Cristo da por buena la conversión de Zaqueo (vv. 9–10). 1. Cristo declara que Zaqueo es ahora un hombre dichoso: «Hoy ha venido la salvación a esta casa». Una vez convertido, es ya salvo. Cristo ha venido a esta casa y con sola su venida ha traído salvación consigo. Pero esto no es todo: «Hoy ha venido la salvación a esta casa». (A) Al convertirse Zaqueo, va a ser, más que nunca, bendición para su casa, pues va a traer a su casa los medios de gracia; al ser caritativo con los pobres va a atraer bendiciones a toda su familia. (B) Al ser Zaqueo llevado a Cristo, su familia entra también en relación con el Salvador, «por cuanto también Él es ahora, con toda propiedad, hijo de Abraham»; así que la bendición otorgada al gran patriarca de los creyentes, la cual se extiende incluso a los gentiles (v. Gá. 3:6–9), se extiende, en primer lugar, a los creyentes hijos de Israel (v. Hch. 2:39; 13:46; etc.), y este Zaqueo, aunque publicano, es israelita. Ya era, por nacimiento, hijo de Abraham según la carne; pero, al ser cobrador de impuestos, era tenido por gentil (comp. con Mt. 18:17). Sin embargo, al hacerse creyente con sincero arrepentimiento se hace tan verdadero hijo de Abraham como si nunca hubiese sido publicano. 2. Lo que Cristo ha hecho, al entrar en casa de Zaqueo, estaba muy en consonancia con el objetivo que le había traído a este mundo (v. 10). Es la misma razón que había expresado para justificar su trato con los publicanos en otra ocasión (Mt. 9:13). Allí dice: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento». Aquí dice: «Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (v. 10). Por donde vemos: (A) El deplorable estado de los humanos: estábamos perdidos. Todo el mundo, tras la caída original, es un mundo perdido, como se pierde un viajero al errar su camino en un desierto o como se pierde un enfermo cuya enfermedad es incurable. (B) El misericordioso designio del Hijo de Dios: vino a buscar y a salvar; es decir, a buscar para salvar; pues una cosa se puede perder de dos maneras: cuando está fuera de su lugar, y cuando se echa a perder en el lugar donde está. De las dos maneras estábamos perdidos: fuera de nuestro lugar (v. Gn. 3:9; Is. 53:6; Lc. 15:17 «volviendo …») y echados a perder (v. Gn. 3:6–7; Is. 53:5; Ef. 2:1 y ss.). Por eso, Jesús emprendió, para salvarnos, un largo viaje (Mt. 18:11–12) en tres largas etapas: del cielo, a la tierra; de este anonadamiento, a la humillación más profunda de la Cruz (Fil. 2:6– 8); de la Cruz, a la gloria (Fil. 2:9–11). Cuando nuestra causa estaba perdida sin remedio, el Gran Abogado intervino para ganarnos el pleito (1 Ti. 2:5; 1 Jn. 2:1–2). Cuando nuestra enfermedad estaba desahuciada de todos los médicos, el Gran Especialista en Medicina General y en Cirugía Personal entró en el quirófano. Su designio, desde el principio, fue salvar (JESÚS = JEHOVÁ SALVA. V. Mt. 1:21); y, para salvar, vino a buscar lo que necesitaba ser salvo, Y empleó todos los medios posibles y necesarios para tal objetivo. Y, como en el caso presente de Zaqueo, vino a buscar y a manifestarse a los que no le buscaban ni preguntaban por Él (Ro. 10:20). De modo que, si alguno no se salva, no puede achacarlo a negligencia o desamor por parte de Cristo, pues Jesús podría decirle, como dijo Dios a Israel: «¿Qué más se podía haber hecho a mi viña, que yo no lo haya hecho en ella?» (Is. 5:4). Versículos 11–27 Ahora, el Señor Jesús se halla de viaje hacia Jerusalén para asistir a la última Pascua que iba a celebrar, y en la que había de ser sacrificado como la gran Víctima Pascual (1 Co. 5:7). Vemos: I. Cómo se elevó la expectación de sus amigos en esta ocasión (v. 11): «Pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse inmediatamente». También los fariseos lo esperaban para este tiempo (v. 17:20). Los discípulos pensaban que el Maestro lo iba a introducir inmediatamente con pompa y poder temporales. Jerusalén por supuesto, había de ser la sede de su reino; por consiguiente, ahora que va directamente allá, no cabe duda de que pronto le van a ver sentado allí en su trono. También los buenos están expuestos a equivocarse en cuanto al reino de Cristo (incluso los que se expresan así. Nota del traductor). II. Cómo quedaron fallidas estas expectaciones de los discípulos, y rectificados sus errores. Esto lo hace Jesús en cuanto a tres cosas: 1. Ellos esperaban que el Maestro apareciera en su gloria de inmediato, pero Él les dice que habrá que esperar bastante tiempo hasta que sea instalado en su reino. Es como «un hombre noble que se fue a un país lejano, para recibir un reino» (v. 12). Debe recibir primero el reino, «y volver». Cristo volverá en aquel gran día, que aguardamos en esperanza de bienaventuranza y manifestación gloriosa (Tit. 2:3). ¡Mantengamos viva y activa esta expectación! 2. Esperaban que, al ser los apóstoles de Cristo y sus servidores más cercanos serían promovidos a los puestos del más alto rango, pero Él les declara que, en lugar de pensar en honores, se pongan a trabajar, y negociar con el tesoro que pone en sus manos. Ellos soñaban con sentarse a la derecha y a la izquierda del Rey (Mt. 20:21; Mr. 10:37), pero Cristo les hace despertar a la dura realidad de los próximos trabajos, en lugar de animarles en los sueños de glorias todavía lejanas. Les viene a decir: (A) Que tienen un gran trabajo que llevar a cabo al presente. El Señor les entrega, como a los siervos de la parábola (v. 13), un tesoro con el que han de negociar hasta que Él venga. En la parábola, los siervos son diez, lo mismo que las minas que se entregan a cada uno (cada mina equivalía a 560 dólares oro) por ser «diez» el número base para formar un grupo; de ahí que, en las sinagogas judías, no se comience el servicio propiamente dicho hasta que asistan, por lo menos, diez miembros varones (así se entiende mejor Gn. 18:32; Rt. 4:2). Esta parábola se distingue de la de los talentos (Mt. 25:14 y ss.) en que allí el talento significa la capacidad de cada siervo (v. 15) y la retribución es, por consiguiente, proporcional a la capacidad; mientras que aquí la mina es la misma para todos, pues representa el tesoro de los medios de gracia (en especial, la Palabra de Dios) con que los siervos han de negociar. De ahí que, con un tesoro igual, los resultados son diferentes, mientras que en Mateo 25:14 y ss., a dones diferentes corresponden premios comparativamente iguales. Por eso, esta parábola nos exhorta a echar mano, con la mayor diligencia posible, de los medios que Dios nos proporciona, los cuales no están limitados a los pastores de almas ni a los predicadores de la Palabra de Dios, sino a todo creyente que debe «estar siempre preparado para presentar defensa con mansedumbre y respeto ante todo el que le demande razón de la esperanza» (1 P. 3:15). En el verdadero cristianismo no hay «profesionales» de la religión, sino que todo creyente ha de ser «hombre de Dios», y todo hombre de Dios ha de estar «bien pertrechado [de las Escrituras] para toda buena obra» (2 Ti. 3:16– 17). (B) Que tienen una gran cuenta que rendir en breve, pues se les llamará, para saber lo que ha negociado cada uno (v. 15). Los que hayan trabajado fielmente, saldrán ganadores. Muchos negociantes salen perdedores con su negocio, por mucha diligencia que pongan en él; pero en este negocio, nadie que trabaje fielmente saldrá perdedor, aun cuando muchas veces no vea el fruto de su trabajo. Cada alma que se convierte mediante un buen testimonio del Evangelio es una clara ganancia para Jesucristo y también para el siervo de Dios, por cuyo medio ha sido presentado el mensaje (v. por ej. 2 Ti. 4:7–8). Vemos en la parábola: (a) La buena cuenta que rindieron algunos de estos diez siervos y la aprobación que recibieron del amo (vv. 16, 19). Los dos que aquí se mencionan habían obtenido ganancias, aunque no iguales, ya que la mina del uno había producido diez, mientras que la del otro había producido cinco. Ambos habían sido fieles, aunque no habían tenido éxito igual. Por el contexto, no podemos aventurarnos a pensar que el uno había puesto más diligencia que el otro, sino que había encontrado menos dificultad en el desempeño del negocio. Ambos también reconocen que el tesoro no era de ellos, sino del amo, pues dicen: «tu mina» (vv. 16, 18). A ambos dice el amo: Está bien (lit. muy bien, o ¡bravo!), buen siervo (v. 17; implícito en el «también» del v. 19). Ha de importarnos, ante todo, lo que diga el Señor de nuestro trabajo, no lo que piensen o digan los demás (v. 1 Co. 4:3–5). En cuanto a la recompensa, dice Lenski: «¿Qué son esas “diez ciudades”, y qué significa estar sobre ellas? Todo lo que somos capaces de decir es que aquí se muestra el más alto grado de gloria para los fieles en el cielo. Más allá de esto, hemos de esperar hasta que llegue el gran día. Así Jesús podía hablar de estas realidades sólo por medio de figuras, porque ningún lenguaje humano es capaz de expresar las realidades». Lo único claro aquí es que, así como los castigos no serán iguales para todos (v. 12:47–48), así tampoco las recompensas serán iguales (comp. con 1 Co. 3:12–15). (b) La mala cuenta que rindió uno de los siervos y la sentencia que el amo pronunció contra él (v. 20). También éste reconoció que la mina no era suya («tu mina», v. 20), pero pensaba que, al no haber malgastado el dinero, ya había cumplido con el encargo del amo. Este siervo representa a los que se tienen por «creyentes», pero nunca aprovechan la oportunidad de dar un buen testimonio, como si tuvieran el mensaje envuelto en un pañuelo. ¡Y todavía se atreve a excusarse con la expresión injuriosa de que el amo es «exigente» (en el griego, «austero») y que quiere «segar donde no sembró», como si la Palabra de Dios no fuera una «semilla» destinada a producir cosecha! (v. Mr. 4:14, 26–28). El jesuita portugués Vieyra hubo de confesar, en una célebre homilía que la única causa por la que la gente no se vuelve a Dios es «porque en los púlpitos no se siembra la Palabra de Dios». ¿Qué predicamos, a Cristo Crucificado (1 Co. 1:23; 2:2) o a nosotros mismos (2 Co. 4:5)? Pero la mala excusa se volvió contra el mal siervo, pues el amo le dijo: «Por tu propia boca te juzgo» (v. 22). Si pensaba que el amo era exigente, tanto mayor razón para que él fuese diligente. Además, con haber puesto el dinero en el Banco, se conformaba el amo (v. 23); eso, pocos sudores había de costarle al siervo. Aquí vemos que las razones del holgazán son siempre sinrazones (v. Pr. 20:4; 26:13–16). Así que le es quitada la mina, y entregada al que mejor había negociado (v. 24), puesto que todo amo prudente promueve al que mejor le sirve en el negocio, y despide al que no le es útil, esto es lo que significa la respuesta del amo en el versículo 26. (Véase también Mt. 13:12, con el comentario a dicho lugar.) ¡Triste condición la de un creyente (y, especialmente, la de un ministro de Dios) que, al tener tales tesoros en su mano (v. 2 Co. 4:7), no los aprovecha para la gloria de Dios y la salvación de almas inmortales! 3. Esperaban, en fin los apóstoles que simultáneamente con la pronta aparición del reino de Dios, el grueso de la nación judía entraría sin dificultad en él, pero Cristo les dice que, cuando Él se marche, la generación de aquel tiempo persistiría en su rebeldía y obstinación. Lo cual se muestra en esta parábola: (A) En el mensaje que los ciudadanos enviaron al señor, luego que Él se marchó: «No queremos que éste reine sobre nosotros» (v. 14). Podemos ver este grito en la boca de los principales sacerdotes el día de la crucifixión del Señor (Jn. 19:15) pero la profecía de Jesús se cumplió especialmente después de su ascensión a los cielos, pues desde entonces hasta la fecha, la mayoría inmensa de los judíos se han negado a creer que Jesucristo es el Mesías; menos aún, que es el Hijo de Dios. Podría incluso preguntarse si muchos de los que creen en Cristo como Salvador, están dispuestos a someterse al yugo que Él impone como Rey. No se puede olvidar que el mismo que es Jesús y Cristo, es también Señor (v. por ej. Hch. 2:36; Col. 2:6). (B) En la sentencia que el señor pronuncia a su vuelta (v. 27): «Pero a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase sobre ellos, traedlos acá, y degolladlos delante de mí». Cuando los fieles siervos del Señor hayan sido recompensados, será el tiempo de que el Señor tome venganza de sus enemigos. La porción de todos los que persistan en su enemistad con Cristo será una ruina total (v. Mt. 10:28). En esta «política» no caben neutrales: los que no se sometan al suave yugo del Rey eterno, serán contados por enemigos declarados del Soberano Divino. Todo el que rehúse ser gobernado por la gracia de Cristo, será arruinado sin escape ni remedio por la ira del Cordero (Ap. 6:16–17). Versículos 28–40 Episodio, referido también por los otros tres evangelistas, de la entrada, como en triunfo, de Jesús en Jerusalén. I. Jesucristo estaba dispuesto y decidido a sufrir y morir por nosotros. Marchó hacia Jerusalén a sabiendas de las cosas que le iban a acontecer allí y, sin embargo, no por eso le retrasaba el miedo, sino que «iba delante», con todo ánimo (v. 28, comp. con Mr. 10:32). Parecía como si tuviera prisa por llegar, cuando iba a sufrir tanto. ¿Y seremos nosotros perezosos para servirle, cuando tan presto estuvo Él para morir por nosotros? 10
II. Al entrar de este modo triunfal en la ciudad, Jesús no era
inconsecuente con su humildad ni con el estado de humillación que había asumido el encarnarse el Hijo de Dios, ya que con esta manera de entrar en Jerusalén, daba cumplimiento a las profecías (v. Mt. 21:4–5) y, por otra parte, cuanto más triunfal apareciese esta entrada, más ignominiosa aparecería su Pasión y Muerte cinco días después. III. Cristo es el Dueño y Señor de todas las criaturas. Por eso, pudo ordenar que desatasen y le trajesen un pollino ajeno cuando tuvo necesidad de él (v. 34) para este servicio. Esa frase, tan común y prosaica en apariencia, tiene aplicaciones profundas que pueden pasar desapercibidas en una lectura superficial del Evangelio. Si Jesús tuvo necesidad de un asno, ¿habrá algún creyente que se sienta inútil en la Iglesia de Dios? Cuando se estudia el capítulo 15 de Juan, se insiste (¡y nunca demasiado!) en que «separados de Jesús, nada podemos» (Jn. 15:5b), pero ¿nos hemos parado a meditar en la primera mitad del mismo versículo,
10Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1324 donde vemos que la vid da fruto precisamente en los pámpanos, no en la cepa? Es cierto que, sin Cristo, nada podemos, pero también es cierto que (por voluntad de Dios) Cristo ha limitado su acción a la instrumentalidad del ministerio, de tal manera que (digámoslo con toda reverencia) no tiene otros labios que los nuestros para predicar su Palabra; otras manos que las nuestras para llevar pan, ayuda y consuelo; otros pies que los nuestros para llevar el Evangelio hasta los últimos confines de la tierra; otros ojos que los nuestros para ver las miserias humanas y no hacer la vista gorda ante las injusticias del mundo ni ante los pecados notorios de los mismos creyentes. Sólo así pueden entenderse las enérgicas palabras de Pablo en Colosenses 1:24. Sí, es cierto que Cristo lo consumó todo en el orden de la redención; pero nosotros hemos de completarlo en el orden de la aplicación de la redención (comp. con Gá. 2:20). IV. Cristo tenía (y tiene) bajo su vista y en sus manos los corazones de todos los hombres. Así es como pudo influir sin coacción ni violencia de ninguna clase en la voluntad de los dueños del pollino (vv. 33–35). Tan pronto como les dijeron que el Señor lo necesitaba, lo cedieron sin formular ninguna objeción ni protesta. V. Todos cuantos están dispuestos a cumplir sin demora ni excusa la voluntad del Señor, verán que todo les sale conforme Él ha predicho y prometido (v. 32): «Fueron los que habían sido enviados, y lo hallaron tal como les había dicho». Es un consuelo para los mensajeros de Dios saber que han de traer lo que Dios tiene en sus designios que se le haya de traer, y en esa confianza ha de descansar y gozarse nuestra obediencia. VI. Los buenos discípulos de Cristo no se contentan con traerle lo que Él les manda, sino que, además de hacerlo de buena gana, han de adornar la obediencia, del mismo modo que tienen que adornar la doctrina de Dios (Tit. 2:10). Así vemos que estos discípulos que fueron enviados a traer el pollino, no se contentaron con traerlo, sino que también, «habiendo echado sus mantos sobre el pollino, montaron a Jesús encima de él» (v. 35). VII. Los triunfos de Cristo son tema de las alabanzas de los discípulos. Cuando Cristo se acercaba a Jerusalén, Dios puso de súbito en el corazón de toda la multitud de los discípulos, no sólo de los doce, alabar con alegría a Dios (v. 37), y tender sus mantos por el camino (v. 36), como expresión del gran gozo que sentían. Obsérvese cuál era el motivo del gozo y de las alabanzas de la multitud: Alababan a Dios por todas las maravillas que habían visto, especialmente por la resurrección de Lázaro, de lo que hallamos mención en Juan 12:17–18. Véase cómo expresaban esos sentimientos: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor!» (v. 38). Es decir: «¡Bendito sea! ¡Démosle alabanzas y que Dios le prospere!» «Paz en el cielo», porque Dios va a consumar ahora la obra de la redención, va a reconciliar al mundo consigo (2 Co. 5:19), «y gloria en las alturas», ya que Dios va a ser glorificado de un modo especial con la obra del Calvario. Es una porción parecida a 2:14 pues ambas coinciden en glorificar a Dios en lo más alto, en el cielo empíreo donde Dios reina desde su Trono (comp. Is. 6:1–2). Los ángeles decían, en Lucas 2:14; «Paz en la tierra», porque, con el nacimiento de Jesús, descendía a la tierra el cúmulo de bendiciones que el vocablo «paz» comporta para un judío; en cambio, la multitud gritaba ahora: «Paz en el cielo», por la «paz con Dios» (Ro. 5:1) que el sacrificio del Calvario iba a conseguir. VIII. Los triunfos de Cristo y las alabanzas de los discípulos eran, para los orgullosos fariseos, motivo de gran enfado: «Algunos de los fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» (v. 39). Pensaban que Jesús no debía aceptar tales aclamaciones y, por ello, esperaban que reprendiese a quienes las proferían. Pero Cristo acepta las alabanzas de los humildes del mismo modo que desprecia el menosprecio de los soberbios. IX. Sea que los hombres alaben y aclamen o no a Cristo, Él debe ser, y será, alabado (v. 40): «Os digo que si éstos callan, las piedras clamarán». Los fariseos querían silenciar las alabanzas que la multitud tributaba a Cristo, pero no podrían impedirlo porque, del mismo modo que Dios puede suscitar de las piedras hijos a Abraham (3:8), también podría suscitar de las piedras alabanzas a Cristo, si las bocas de los discípulos callaran. La frase de Jesús tiene un alcance más largo, como muestra Lenski: «Jesús habla proféticamente de un tiempo en que “éstos”, ciertamente cesarán de aclamarle, y entonces las piedras inertes “clamarán” ciertamente, con gritos penetrantes cuando no quede piedra sobre piedra en la misma Jerusalén. Tal grito será la voz de condenación por rechazar al Rey-Mesías. Al querer que los discípulos permanecieran en silencio, estos fariseos estaban pidiendo que este grito de las piedras empezara ya». Versículos 41–48 El gran Embajador del Cielo hace ahora su entrada pública en Jerusalén, no para ser respetado allí, sino para ser rechazado Véanse aquí dos ejemplos del amor que tenía a esta ciudad y de la tristeza que le embargaba ante la presciencia de lo que le iba a ocurrir a Jerusalén. I. Las lágrimas que derramó por la inminente ruina de la ciudad: «Y cuando llegó cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella» (v. 41). Desde lo alto de la colina, dominaba el panorama de la ciudad. La vista espléndida de Jerusalén, asociada con la multitud de recuerdos históricos y con sus propias experiencias personales afectó de tal modo al corazón del Salvador, que prorrumpió en sollozos. El verbo del original no es el «derramar silencioso de lágrimas» de Juan 11:35, sino el llanto audible y clamoroso, en el que las frases de los versículos 42–44 saldrían entrecortadas. Veamos aquí: 1. Cuán tierno era el corazón de Jesucristo: tres veces le hallamos llorando; nunca riéndose. 2. Que Jesús se puso a llorar cuando todos los que le rodeaban estaban regocijándose, para mostrar así cuán poco enaltecido se sentía con los aplausos y las aclamaciones de la multitud. 3. Que lloró sobre Jerusalén. Hay ciudades que requieren lamento, pero ninguna tanto como Jerusalén, tan privilegiada y tan ingrata. Pero ¿por qué lloró Cristo a la vista de Jerusalén? Él mismo nos da la razón de sus lágrimas: (A) Jerusalén no ha aprovechado el día de su gran oportunidad: «¡Si también tú conocieses, Y DE CIERTO EN ESTE TU DÍA, lo que es para tu paz! Mas ahora está oculto a tus ojos» (v. 42). (Para ver la importancia de la frase enfatizada, v. mi libro Escatología II, pp. 167–168. Nota del traductor.) Lamentablemente, la ciudad «no conoció el tiempo de su visitación» (v. 44). El modo de hablar de Jesús es abrupto: «¡Si conocieses …!»; algo parecido a lo de la higuera de 13:9: «Y si da fruto …» ¡Cuán feliz habría sido la ciudad amada si se hubiera percatado de quién, y para qué, entraba aquel día por sus puertas! Jesús culpa a la propia ciudad de la ruina inminente, y de ello hemos de sacar lecciones para nosotros mismos: (a) Hay cosas que son para nuestra paz cuyo conocimiento nos interesa grandemente: son las cosas que afectan a nuestro verdadero bienestar presente y futuro. (b) Hay un tiempo de visitación que debemos conocer y para el que debemos estar alertados; son días en que el mensaje de la Palabra penetra con fuerza en nosotros, y la gracia de Dios llama urgente e insistentemente a la puerta de nuestro corazón. (c) Los que por largo tiempo han descuidado el tiempo de su visitación, si por fin, abren los ojos y reflexionan, todo les irá bien, pues no serán rechazados aun cuando vengan a la viña a la hora undécima. (d) Es una gran locura, cuando los medios de gracia están al alcance de la mano desaprovechar las oportunidades que Dios nos otorga. Cuando se nos declaran las cosas que son para nuestra paz, ¡no les cerremos los ojos! ¡Metámoslas en el corazón! Si no las recibimos cuando es el tiempo aceptable, el día de salvación (2 Co. 6:2) estamos en peligro de perecer a causa de nuestro lamentable descuido. No hay peor ciego que el que no quiere ver, porque cree que ve cuando no ve (v. Jn. 9:41). (e) El pecado y la locura de quienes persisten en despreciar la gracia del Evangelio causan gran tristeza al Señor Jesús, y nos la debería causar también a nosotros. Así como Él mira con ojos nublados por las lágrimas a las almas perdidas, puesto que rehúsan arrepentirse, así también nosotros habríamos de llorar y orar, y obrar, sobre tantos semejantes nuestros que se pierden cada día. (B) Jerusalén no escapará de la desolación que se cierne sobre ella. El día de la salvación estaba oculto a los ojos de los judíos. Es cierto que el Evangelio fue predicado después allí mismo por los apóstoles, con lo que grandes multitudes fueron convencidas y se convirtieron (v. Hch. 2:38 y ss.); pero, en cuanto al grueso de la nación y, en especial, a sus líderes, podemos decir que quedaron sellados bajo incredulidad. Por haber rechazado la gran salvación que se les ofrecía, fueron justamente entregados a la ceguera y al endurecimiento de los justos juicios de Dios: (a) Durante aquella misma generación, vinieron los romanos, rodearon la ciudad con vallado, la sitiaron, y la estrecharon por todas partes (v. 43); (b) más aún, Tito mandó a sus soldados derribar a tierra y cavar toda la ciudad hasta allanarla por completo, con la excepción de tres torres; los mismos ciudadanos («tus hijos dentro de ti») fueron cruelmente asesinados, y quedaron en el suelo al nivel de la ciudad desolada; escasamente quedó piedra sobre piedra. Y todo ello, «por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación (v. 44). II. El celo que mostró por la presente purificación del templo: 1. Cristo lo limpió de quienes lo profanaban. Se fue derecho al templo, «y comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él» (v. 45). La gloria del templo estaba en su pureza más bien que en su riqueza. Cristo explicó el motivo por el cual obraba así: «Escrito está: Mi casa es casa de oración» (v. 46 comp. con Is. 56:7). El templo es casa de oración, destinada a la comunión con Dios, los que vendían y compraban lo convertían en «cueva de ladrones», a causa de los contratos fraudulentos que allí se llevaban a cabo; además, eso constituía una distracción para los que iban allí a orar. 2. En cambio Él usaba el templo de la mejor manera posible, pues allí «enseñaba cada día» (v. 47). Obsérvese que, cuando Cristo enseñaba en el templo, (A) los líderes religiosos sólo maquinaban persecución y muerte contra Él: «pero los principales sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo procuraban matarle». (B) En cambio, el pueblo sencillo le respetaba y le escuchaba con agrado: «todo el pueblo estaba en suspenso oyéndole» (v. 48). La palabra de Cristo mantenía arrobados a sus oyentes sencillos; y los enemigos del Señor «no hallaban nada que pudieran hacerle» (v. 48a). Hasta que llegara su hora, el interés que Él mostraba en el pueblo ordinario era para Él una protección, ya que ese pueblo correspondía con su atención e interés por la persona del Salvador; pero, cuando llegó su hora, la influencia de los principales sacerdotes sobre el pueblo llevó a la gente a pedir a Pilato que sentenciase a Jesús a morir en la Cruz. CAPÍTULO 20 Cristo responde con una prudente evasiva a quienes le requerían una explicación por la limpieza que había hecho en el templo. Por su parte, Él expuso al pueblo la parábola de los viñadores homicidas. Viene luego otra de las trampas en que los principales sacerdotes y los escribas pensaban hacer caer al Señor. Defiende después ante los saduceos la doctrina de la resurrección general. Ahora es Él quien hace una pregunta a la que nadie supo responder. Termina el capítulo con la advertencia que dio a sus discípulos para que se precavieran de los escribas. Versículos 1–8 En esta porción no hallamos nada que no se halle en los otros evangelistas, excepto en el versículo 1, donde se nos dice: I. Que «estaba Él enseñando al pueblo en el templo y anunciando el evangelio». Cristo era predicador de su propio Evangelio. No sólo nos obtuvo la salvación, sino que nos la predicó también. Con esto, honró grandemente a los predicadores del Evangelio, especialmente a los que, como Él, se adaptan bien a la capacidad de los oyentes. II. Que sus enemigos volvieron a la carga contra Él: «se llegaron a Él los principales sacerdotes y los escribas, con los ancianos». Es la única vez que en los evangelios se registra dicho verbo con referencia al Salvador, y da a entender: 1. Que pensaron tomarle de sorpresa, al presentarle la pregunta: «cayeron sobre Él de sorpresa»; esto es lo que el griego indica. 2. Que pensaron asustarle con la pregunta. De este episodio hemos de aprender: (A) Que no nos ha de extrañar el que, incluso las verdades más evidentes, sean llevadas a discusión por quienes se empeñan en cerrar los ojos a la luz. Los milagros de Cristo mostraban bien a las claras «con qué autoridad hacía Él estas cosas» (v. 2). (B) Quienes pongan en duda la autoridad de Cristo harán que su propia necedad quede manifiesta ante la humanidad entera. Cristo replicó a estos sacerdotes y escribas haciéndoles a su vez una pregunta acerca del bautismo de Juan: «¿Era del cielo o de los hombres?» (v. 4). Tal pregunta les inquietó, les derrotó y los expuso a la vergüenza delante de todo el pueblo. Ya sabían que «era del cielo», pero se negaban a declararlo públicamente, porque de esta manera se condenaban a sí mismos. (C) No es extraño que quienes se dejan dominar por el «qué dirán» y por ambiciones bastardas, detengan con injusticia (comp. con Ro. 1:18) las verdades más claras, como les pasaba a estos sacerdotes y escribas, los cuales no querían reconocer que el bautismo de Juan fuese «del cielo» y, por otra parte, tampoco se atrevían a mentir públicamente y decir que «era de los hombres», porque temían que el pueblo les apedreara (v. 6). ¿Qué cosa buena puede esperarse de hombres de tal temple y maldad? (D) Los que entierran el conocimiento que tienen, justamente merecen que se les niegue un conocimiento superior de las verdades divinas (vv. 7–8). Versículos 9–19 Cristo expuso la presente parábola contra los que se negaban a reconocer su autoridad. I. La parábola no añade aquí nada a lo que vimos ya en los lugares paralelos de Mateo y Marcos (v. Mt. 21:33–46; Mr. 12:1– 12). Tiene por objetivo mostrar cómo provocó a Dios la nación judía y Dios la abandonó a la ruina. Aquí se nos enseña: 1. Que quienes disfrutan de los privilegios cristianos son como arrendatarios que tienen a su cargo el cuidado de una viña y han de pagar la renta correspondiente (v. 9). El trabajo en esta viña del Señor es laborioso, necesario y constante; pero es también agradable y provechoso. Es menester presentar al Señor los frutos de esta viña, y rendir los servicios que el cuidado de la viña comporta. 2. Que la obra de los ministros de Jesucristo consiste en llamar la atención de los que disfrutan de los privilegios de la iglesia, a fin de que rindan al Señor los frutos espirituales que les son exigidos. Son como los siervos enviados a los labradores (vv. 10–12). 3. Que, con bastante frecuencia los fieles siervos del Señor han encontrado resistencia y abuso de parte de muchos miembros de las congregaciones, puesto que los que rehúsan cumplir con su deber para con Dios, llevan a mal el que se les amoneste a comportarse debidamente. 4. Que Dios envió a su Hijo a este mundo a recoger los frutos de la viña. Los profetas hablaron como siervos, pero Cristo habló como el Hijo (v. He. 1:1 y ss.). Habría de pensarse que, al ser enviado el propio Hijo de Dios (v. Ro. 8:32; Gá. 4:4), le tendrían respeto y le entregarían los frutos que se le debían. 5. Que quienes rechazan a los fieles ministros de Dios están rechazando al propio Señor (v. 10:16). Los labradores malvados dijeron: «Éste es el heredero; venid, matémosle» (v. 14). Dirían entre ellos: «Si seguimos matando siervos, siempre puede tener otros de repuesto; pero si matamos al hijo único, no tiene otro hijo que enviarnos, y así podremos tomar pacífica posesión de la viña». Y, dicho y hecho, «le echaron fuera de la viña, y le mataron» (v. 15). 6. Que el dar muerte a Jesús colmó la medida de la perversidad de los judíos. ¿Qué otra cosa podía esperarse sino que Dios destruyera a estos labradores? (v. 16). Quienes viven descuidando sus deberes para con Dios no se dan cuenta del grado de su culpabilidad y de la tremenda ruina que se acarrean a sí mismos. II. A la aplicación de la parábola, se añade en Lucas la reacción de los oyentes: «Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡Que no suceda tal cosa!» (v. 16b). Véase en qué forma se engañaban a sí mismos con un simple «¡Que no suceda!», cuando nada hacían para precaverse de la inminente catástrofe. Obsérvese ahora lo que Cristo les dijo: 1. Primero, les miró fijamente (v. 17a). Es un detalle que sólo Lucas nos ha conservado. Fue una mirada penetrante, escrutadora, más bien que una mirada de ternura. 2. Los confrontó a continuación con las Escrituras: «Qué es, pues, esto que está escrito?: La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser piedra angular» (lit. cabeza de ángulo, v. 17 comp. con Sal. 118:22). Dice Bliss: «Esta última frase es un hebraísmo para una piedra tan apropiada y puesta de tal manera, que al formar parte de dos paredes, las enlaza en una esquina, dando seguridad a toda la estructura». Después hallamos en Efesios 2:20; 1 Pedro 2:6 otro término todavía más expresivo: akrogoniaios, el cual añade, al concepto de cabeza de esquina, el de cúpula o remate (akros = punta), con lo que el Señor Jesús es para nosotros como una roca excavada en la que hallamos sólido fundamento y cobijo seguro. 3. Les amenazó con el terrible destino de todos aquellos que se opongan al señorío supremo que el Padre va a conferir a Jesús: «Todo el que caiga sobre aquella piedra, todo el que tropiece en esta piedra angular que Dios ha colocado como fundamento del nuevo santuario de Dios, será quebrantado en su lamentable caída; mas sobre quien ella caiga (sobre quien se atreva a concitar contra sí mismo la ira del Cordero), le desmenuzará: quedará desmenuzado, esparcido y aventado como el tamo que arrebata el viento del Salmo 1:4» (v. 18). III. Finalmente, se nos dice cuán exasperados quedaron con esta parábola los principales sacerdotes y los escribas (v. 19) «porque comprendieron que contra ellos había dicho esta parábola». Se llenaron de furia y «procuraban echarle mano». Si no lo hicieron en esta ocasión, es porque «temieron al pueblo». Con esto mostraban que estaban dispuestos, como los malos viñadores de la parábola, a cumplir lo de: «Éste es el heredero; venid, matémosle» (v. 14). Cristo viene a decirles que, en lugar de besar al Hijo (Sal. 2:12, lit.), le matarían. Con su furia desmedida, vienen a responderle: «¡Sí, eso es lo que vamos a hacer!» Así que, a renglón seguido de pedir que tal cosa no suceda, ya proyectan lo que va a determinar que tal cosa suceda. Versículos 20–26 Tenemos a Cristo evadiéndose de una trampa que sus enemigos intentan tenderle mediante una pregunta sobre el tributo. I. El complot que tramaron tenía por objeto «entregarle al poder y autoridad del gobernador» (v. 20b). Como no podían lograr sus propósitos mediante un simple recurso a los tribunales, esperaban obtener éxito si provocaban la ira del gobernador contra Él. Así había de cumplirse la palabra de Jesús de que había de ser entregado en manos de los gentiles. II. Las personas de que se valieron para llevar a cabo su designio: «Enviaron espías que se fingiesen justos, a fin de sorprenderle en alguna palabra» (v. 20a). Así es como los lobos se visten con piel de oveja; los espías no pueden actuar a cara descubierta, sino que deben fingir. Estos espías habían de aparentar que apreciaban las enseñanzas, el denuedo y la imparcialidad de Jesús, y que deseaban recibir su consejo en un asunto delicado de conciencia. III. Ahora vemos la pregunta que le hacen, precedida de una presentación en extremo cortés: «Maestro, sabemos que dices y enseñas rectamente» (v. 21). Con esta adulación, pensaban que le dispondrían favorablemente a que, incautamente, se expresase con toda libertad y sin reservas. ¡Cómo se equivocaban al pensar que así podrían influir sobre el humilde, pero infinitamente sabio, Jesús! Es cierto que no hacía acepción de personas, no tenía favoritismos, pero también es cierto que conocía el corazón del hombre (Jn. 2:24–25), y no se fiaba de ellos, por muy justos y amables que se presentasen. Sí, era cierto que enseñaba el camino de Dios con verdad, pero también sabía que ellos eran indignos de recibir la enseñanza de tal camino, puesto que, en lugar de recibir sus palabras, venían a enredarle en sus palabras. El caso que venían a consultarle era muy digno de consideración: «¿Nos es lícito dar tributo a César, o no?» (v. 22). Nótese ese «Nos», que sólo Lucas refiere. Su orgullo y codicia les llevaba a ser remisos en el pago de los tributos, ¡y ahora vienen a preguntar si es lícito o no el pagar tributo! Ahora bien, si Cristo decía que era lícito, el pueblo lo tomaría a mal; y si decía que no era lícito, tendrían algo de que acusarle ante el gobernador. IV. Pero Cristo evadió maravillosamente la trampa que le tendían: «Comprendiendo la astucia de ellos» (v. 23), no les dio respuesta directa, sino que les reprendió por la mala voluntad que mostraban hacia Él: «¿Por qué me tentáis?» Y, con la calma y mansedumbre que le caracterizaban, añadió: «Mostradme una moneda» (v. 24a). Después de mirarla, les preguntó: «¿De quién tiene la imagen y la inscripción?» Como si dijese: «¿Quién es el dueño de ella?» (v. el comentario a los pasajes paralelos: Mt. 22:15–21; Mr. 12:13–17). Ellos no tuvieron más remedio que contestar: «De César». «¡Muy bien!—vino a decirles Cristo—; entonces deberíais primero haberos preguntado si era lícito comerciar entre vosotros con lo que es de César, y admitir que os servís de ello como instrumento para vuestro negocio e interés. Así que «dad a César lo que es de César». Pero en las cosas sagradas, sólo Dios es vuestro Rey: «Y a Dios lo que es de Dios». V. La confusión en que se hallaron ante la sabia respuesta de Jesús: «Y no pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del pueblo, sino que maravillados de su respuesta, callaron» (v. 26). No pudieron menos de asombrarse de la excepcional discreción con que les respondió. Cerraron la boca y no se atrevieron a preguntarle ninguna otra cosa, por miedo a quedar nuevamente avergonzados. Muchos que se ven maravillados y confundidos por las palabras del Evangelio, carecen de la humildad y de la sinceridad necesarias para sacar provecho de las Sagradas Escrituras, que nos pueden hacer sabios para salvación (2 Ti. 3:15). Versículos 27–38 I. En todas las épocas han existido hombres de mente corrompida, quienes se han empeñado en subvertir los principios fundamentales de la religión revelada, como «los saduceos, los cuales sostienen que no hay resurrección» (v. 27), ni estado futuro, ni mundo de los espíritus, ni estado de recompensa y castigo por lo que hemos hecho mediante el cuerpo (2 Co. 5:10). Si se niegan estas verdades, toda religión cae por su base. II. Es cosa corriente entre los que están predispuestos a negar las verdades divinas tratar de ridiculizarlas. Así hicieron estos saduceos para debilitar la fe del pueblo en la resurrección de los muertos. Presentaron un caso en que una mujer había tenido siete maridos; todos ellos eran hermanos que al no dejar descendencia se sucedían unos a otros en tener aquella mujer ya que a ello les obligaba la ley del levirato (v. Dt. 25:5). El caso era fingido, sin duda alguna; porque, tras la muerte del tercero o el cuarto, qué hombre en su sano juicio se atrevería a tomarla por esposa, al ver lo que les había ocurrido a los anteriores? La pregunta de los saduceos era, de todas formas: «En la resurrección, pues, ¿de cuál de ellos era mujer?» (v. 33). III. Jesús viene a decir que la condición de los hijos de Dios en el cielo, después de la resurrección, será muy diferente de la condición de los hijos de Dios en este mundo. En efecto: 1. «Los hijos de este siglo; es decir, en este mundo, se casan [ellos] y se dan en casamiento [ellas]». Uno de los quehaceres más obvios y necesarios en esta vida es fundar hogares y proveer para las familias. La naturaleza, el mandato de Dios y el mismo instinto nos inducen a gozarnos en la compañía de nuestra esposa y de los hijos; el matrimonio está destinado a hacer más llevadera la vida presente. 2. Pero el mundo venidero es otra cosa, es llamado también «siglo» (v. 35) por contraste y para resaltar sus ventajas. Jesús declara: (A) Quiénes serán los habitantes del otro mundo: «Los que sean tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo» (comp. con Hch. 13:46b). No es que tengan derechos legales, sino la dignidad que el Evangelio confiere a quienes reciben la Palabra con fe y arrepentimiento. Es una dignidad que se nos confiere para glorificación, así como nos fue imputada la justicia de Dios para salvación. Por gracia somos hechos dignos de obtener la vida eterna. El verbo alcanzar insinúa cierta dificultad, no por parte de la misericordia de Dios, sino a causa de la perversidad del hombre; por eso, es menester correr (v. 1 Co. 9:24; Gá. 5:7; Fil. 2:16; He. 12:1) para alcanzar aquel siglo mediante una gloriosa resurrección. (B) Cuál será el feliz estado de los habitantes de aquel siglo no podemos concebirlo y, menos aún, expresarlo (v. 1 Co. 2:9). Véase lo que dice Cristo aquí: (a) Que «ni se casan ni se dan en casamiento». Las nupcias son cosa de este mundo, no del otro. (b) La primera razón que Cristo da de esta diferencia es que ya no pueden morir (v. 36); por tanto, no hace falta la reproducción, mediante la cual los que mueren dejan su lugar a los que nacen, con lo que se perpetúa en la tierra la especie humana. Donde no hay muerte, no se necesita sucesión. Aquí reina la muerte (Ro. 5:17), pero allí sólo reinará la vida inmortal (Ro. 2:7). (c) Allí los seres humanos serán «como ángeles». No dice que serán ángeles, pues el cuerpo resucitado y glorioso no dejará de ser cuerpo, mientras que los ángeles son espíritus incorpóreos. Lo de «cuerpo espiritual» de 1 Corintios 15:44 no significa que el cuerpo haya de ser convertido en espíritu, sino que será totalmente gobernado y movido por el espíritu. Así como los ángeles son una especie de aborígenes del cielo, pues aquella es su patria nativa, los justos resucitados serán naturalizados en ella, ya que, al tener allí su ciudadanía (Fil. 3:20), es natural que gocen de los privilegios que tal ciudadanía comporta. (d) «Y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección». Al haber nacido de Dios (Jn. 1:13) mediante la Palabra y el Espíritu (Jn. 3:5), Dios les resucitará mediante el mismo Espíritu para que habiten allí, pues son sus herederos (Ro. 8:11, 17). Los justos son hijos de Dios, del mismo modo que los ángeles son llamados también (v. Job 1:6; 2:1, etc.) hijos de Dios (en cuanto a Gn. 6:2, v. el comentario en su lugar). IV. Es una verdad indudable que existe otra vida después de ésta: «Pero que los muertos resucitan, aun Moisés lo enseñó en el pasaje de la zarza (v. Éx. 3:6), cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob» (v. 37). Cuando Dios dijo las frases que leemos en Éxodo 3:6, Abraham, Isaac y Jacob estaban ya muertos para este mundo desde hacía muchos años; ¿cómo, pues, pudo decir Dios, no «Yo era», sino «Yo soy el Dios … de Abraham»? Por tanto, debemos concluir que Abraham, Isaac y Jacob estaban entonces en el otro mundo, «porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (v. 38). Lucas añade aquí una frase de Jesús, que sólo él nos ha conservado: «pues para Él [Dios] todos viven». Como si dijese: «No importa lo que los hombres digan de los fieles difuntos, pues para Dios están vivos, están en su presencia y cercanía; muertos al pecado para siempre, para siempre viven para Dios», a quien para siempre servirán reinando (v. Ro. 6:10–11; Gá. 2:19; Ap. 22:3, 5). Y no sólo viven para Dios, sino que Dios mismo vive para ser su escudo y su galardón sobremanera grande (Gn. 15:1). ¡Cómo no andamos en anhelo de alcanzar aquel siglo! Versículos 39–47 Los escribas eran estudiosos de la Ley, pues habían de exponerla al pueblo; eran hombres que gozaban de reputación y honor como «sabios», pero la mayoría de ellos eran enemigos de Cristo y de su Evangelio. I. Aquí los tenemos que aplauden la respuesta que Jesús había dado a los saduceos: «Respondiéndole algunos de los escribas, dijeron: Maestro, bien has respondido» (v. 39). Hasta los escribas aplaudieron su manera sabia de responder, y admitieron que lo había hecho bien. Algunos que se precian del nombre de «cristianos» no llegan a este nivel. II. A continuación, Lucas nos dice (también Mt. 22:46; Mr. 12:34) que «ya no se atrevían a preguntarle nada» (v. 40). Se había apoderado de ellos una especie de pavor ante la excepcional sabiduría que mostraba en sus enseñanzas y, especialmente, en sus respuestas. En efecto, de aquí en adelante, ya no le preguntan más sus enemigos, sino sólo sus discípulos (Lc. cap. 21 y ss.; Jn. cap. 14 y ss.) y Pilato, durante la comparecencia del Señor ante el tribunal del gobernador. III. Ahora es Él quien les aturde y derrota con una pregunta sobre el Mesías (v. 41). Estaba claro, con base en numerosas porciones de la Escritura, que Cristo había de ser el hijo de David; incluso el ciego de 18:39 lo sabía, pero, por otra parte, estaba también claro que David llamó al Mesías «mi Señor» (vv. 42, 44), conforme al Salmo 110:1: «Dijo el Señor a mi Señor». Ahora bien, si era su hijo, ¿cómo le llama «mi Señor»? Y, si era su Señor, ¿cómo podía ser su hijo? Ellos no podían hacer compatibles ambas afirmaciones. Nosotros, gracias a Dios, podemos hacerlo, pues sabemos que, en cuanto Dios, Jesús era el Señor de David, pero, en cuanto hombre, era hijo de David. IV. Los versículos 45–47 nos describen a los escribas con los más negros colores. Cristo exhorta a sus discípulos a que se guarden de los escribas. Viene a decirles: 1. «No os dejéis engañar por la exhibición que ellos hacen de piedad; no os contagiéis de su espíritu; no sigáis su ejemplo.» 2. «Guardaos de ellos, no sea que os causen problemas, pues os perseguirán, os entregarán a los tribunales, os expulsarán de las sinagogas» (v. Mt. 10:17). 3. «Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con ropas largas, túnicas rozagantes distintivas de su oficio, mediante las cuales exigen respeto y reverencia, pues son orgullosos y altivos.» 4. «Guardaos de los escribas, pues siempre están ávidos de ocupar las primeras sillas en las sinagogas, los asientos de honor, y los lugares de preferencia en los banquetes, desde los cuales pueden ver a todos y oír todo lo que se dice y ocurre.» 5. «Guardaos de los escribas, pues siempre van a lo suyo, avaros y opresores, sabios en su propia opinión y menospreciadores de los demás; hacen de la religión un mero pretexto para cubrir sus maldades: devoran, consumen hasta dejarlas en la miseria, las casas de las viudas, y por cubrir las apariencias hacen largas oraciones» (v. 47). 6. «Guardaos de los escribas, porque es trágico el final que les espera: ésos tendrán una sentencia más rigurosa (lit. más abundante)» Los hipócritas tendrán doble condenación, porque el disimulo de la piedad es doble iniquidad. CAPÍTULO 21 En este capítulo se nos refiere la ofrenda de la pobre viuda que mereció la admiración y alabanza del Salvador. Después, la predicción que Jesús hizo de la destrucción del templo y de la Venida del Hijo del Hombre. Termina el capítulo con una breve referencia de lo que era la ocupación principal de Cristo cada día y cada noche, así como de la asistencia de todo el pueblo a su predicación. Versículos 1–4 La presente porción se halla también en Marcos 12:41–44. Está, pues, registrada dos veces para enseñarnos: 1. Que la caridad hacia los pobres es una obligación importante para todo creyente. Nuestro Señor Jesucristo no desaprovechó ninguna ocasión que tuvo para recomendarla. 2. Que Jesús tiene puestos en nosotros sus ojos para observar lo que damos a los pobres. Aun cuando estaba dedicado a la predicación, «levantando los ojos vio lo que se echaba en el tesoro» (v. 1). Él observa si damos mucho o poco, en proporción a la forma en que hemos sido prosperados (1 Co. 16:2). Esto debería estimularnos a ser generosos. Él ve en lo secreto y nos recompensará en público. 3. Que Jesús observa y acepta de un modo especial la caridad de los que son pobres. Los que no tienen nada que dar pueden todavía hacer mucho al servir a los pobres y ayudándoles de diversas maneras. Aquí tenemos el caso de una pobre viuda que, al echar sólo dos monedas, echó más que todos los ricos, en opinión del Salvador, puesto que, de su pobreza echó todo el sustento que tenía (vv. 2–4). Cristo no la reprende por indiscreción o prodigalidad, sino que la alaba por su liberalidad, la cual procedía de una fe firme en la providencia de Dios. 4. Que, en lo que toca a las ofrendas para el Señor, debemos estar dispuestos a dar con alegría (2 Co. 9:7), conforme a nuestras fuerzas, y aun más allá de nuestras fuerzas (1 Co. 8:3). Versículos 5–19 Véase: I. Con qué admiración hablaban algunos de la externa magnificencia del templo, y hacían ver a Jesús que el templo «estaba adornado de hermosas piedras y ofrendas votivas» (v. 5). Pensaban que el Maestro quedaría tan impresionado como ellos de todas aquellas cosas. Cuando hablamos de algún hermoso lugar de reunión, deberíamos pensar, antes que nada, en la presencia del Señor entre nosotros. II. Por contraste, Cristo les habló de la ruina y desolación del templo, que tendría lugar no muchos años después: «De esto que estáis contemplando, días vendrán en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada» (v. 6). III. Ellos, entonces, mostraron gran curiosidad por saber cuándo sucedería esto: «Maestro, ¿cuándo será esto?» (v. 7a). Es natural el deseo de conocer el futuro, especialmente cuando no nos lleva a ello la mera curiosidad, sino el anhelo de saber cuáles son nuestros deberes ante el anuncio de tales cosas y cómo hemos de prepararnos para ellas. Por eso, ellos preguntan también: «¿Y qué señal habrá cuando estas cosas estén a punto de suceder?» (v. 7b). No piden una señal presente que confirme la predicción de Jesús, sino las futuras que anunciarán la inminencia del cumplimiento de la predicción. IV. Veamos con qué claridad y lujo de detalles contesta Jesús a estas preguntas: 1. Han de esperar que aparezcan falsos Cristos y falsos profetas que usurparán el nombre y el carácter del Mesías, diciendo: «Yo soy» (lit) y: «El tiempo está cerca» (v. 8), es decir el tiempo en que va a ser restaurado el reino a Israel (v. Hch. 1:6). El Señor les previene: «Mirad que no seáis engañados». Los más deseosos de conocer el futuro son los más expuestos a ser engañados por personas amigas de llamar la atención y conocedoras de la general propensión de los humanos hacia el sensacionalismo. Fechas, nombres, acontecimientos, se comentan, se barajan, se acomodan, sólo para satisfacer la insana curiosidad; con frecuencia, todo eso causa descrédito a las verdaderas enseñanzas de la Palabra de Dios. Cristo advierte de nuevo: «No vayáis en pos de ellos». Una cosa es cierta: Si estamos seguros de que Jesús es el Mesías y el Hijo de Dios, y de que su doctrina es el único y verdadero Evangelio de Dios, hemos de hacernos el sordo a cualquier anuncio de otros Cristos y de otros Evangelios. 2. Han de esperar grandes conmociones en las naciones: guerras, sediciones y catástrofes extraordinarias de toda clase (vv. 9–11). Dios tiene muchos medios de castigo para quienes le provocan a ira. Aun cuando en la era presente los juicios más temibles son de orden espiritual ello no impide que, a veces, Dios castigue a la humanidad con calamidades de orden temporal. Pero el Señor anima a los suyos, y les dice: «No os alarméis» (v. 9). En el griego clásico, este verbo indica el susto de un animal que se espanta ante algo inusitado. Es como si el Señor les dijera: «Otros se espantarán ante lo que ha de suceder, pero vosotros no debéis asustaros, sino conservar la calma, pues vuestro Padre cuida de vosotros. ¡Tened plena confianza en Él!» 3. Ellos mismos han de servir de señal y testimonio ante los hombres: «Pero antes de todas estas cosas os echarán mano, os perseguirán, etc.» (v. 12). Aquí se echa de ver, tanto el martirio glorioso de los perseguidos como el terrible pecado de los perseguidores. (Las opiniones de los exegetas se dividen en la interpretación de este capítulo. Véase lo dicho en el comentario al cap. 24 de Mateo, así como la lección 18a de mi libro Escatología II. Nota del trad.) En efecto: (A) Cristo les anuncia las pruebas por las que han de pasar por causa de su nombre. Así que han de sentarse a calcular el costo. Como los primeros cristianos eran, en su mayoría, judíos, habían de esperar lo peor de parte de las autoridades judías: «os entregarán a las sinagogas, para ser azotados allí, y a las cárceles». Pero eso les servirá para dar testimonio «ante reyes y gobernadores». Hasta los mismos parientes les traicionarán (v. 16). Más aún: «seréis aborrecidos por todos a causa de mi nombre» (v. 17). Los que aborrecen la luz, por fuerza han de aborrecer también a los hijos de luz (v. Jn. 3:17–21; 1 Ts. 5:5). El mundo perverso se niega a ser reformado y, por eso, odia a Cristo y a los sinceros seguidores de Cristo. Todo esto se ha cumplido a lo largo de la Historia, ya desde el principio del cristianismo, pero en ninguno se han cumplido todas estas cosas tanto como en el Apóstol Pablo según registran el libro de Hechos y sus propias Epístolas. Es muy significativa la frase de Jesús a Ananías acerca de Pablo en Hechos 9:16 «porque yo le mostraré cuánto es menester que padezca por mi nombre». (B) Cristo les anima a que soporten con buen ánimo las pruebas y lleven a cabo la obra que les ha de encomendar ya que, por medio de los sufrimientos de ellos, Dios será glorificado (v. Jn. 21:19; Fil. 1:12–14; 28:29, entre otros lugares). El ser llevados ante reyes y gobernadores les dará ocasión de predicar el Evangelio ante ellos (v. Hch. 26, en especial). (C) Les promete la asistencia divina, a fin de que no tengan que preocuparse por lo que han de decir en tales ocasiones (v. 14) porque Cristo mismo les dará «boca y sabiduría» (v. 15, lit.), de forma que los adversarios no sepan qué responder al testimonio que ellos les presenten. Viene a decirles: «Dios estará a vuestro lado, os ayudará, os pondrá en la boca lo que habéis de decir: Proponed en vuestros corazones no preparar de antemano vuestra defensa; no dependáis de vuestro ingenio y talento; no desconfiéis de la ayuda presta que os deparará la gracia divina; yo os lo prometo, y os daré las palabras sabias, exactas, precisas, con que habéis de dar testimonio de mí; vuestros enemigos serán incapaces de contradeciros» (vv. 14–15. Comp. con Hch. 6:10). (D) Les promete igualmente que, aun cuando algunos de ellos se jugarán la cabeza por causa del Evangelio (v. Hch. 12:2, comp. con Lc. 9:9), «ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18) sin el permiso de Dios, pues todos los cabellos de vuestras cabezas están contados (12:7). Además, «todo el que pierda su vida por causa de mí la salvará» (9:24). No se pierde la vida cuando se entrega por una causa que vale más que la vida misma; y el cuerpo que cae en la tumba por el nombre de Cristo no perece, sino que es puesto a buen seguro para la resurrección del último día. (E) Por consiguiente, el deber y el interés de todo buen discípulo de Cristo han de ser mantenidos con toda serenidad y sinceridad, con lo que la paz del alma no será turbada: «Con vuestra paciencia ganaréis vuestras almas» (v. 19). Es una promesa, no un mandamiento como algunas traducciones vierten en imperativo. «Paciencia aquí—dice Bliss—como es común en el Nuevo Testamento es el sufrimiento perseverante contra los obstáculos en el ejercicio de la fe.» «Poseer el alma» es, en cierto sentido, ser hombres de verdad, dominarse a sí mismo y guardar la calma interior, sin dejarse perturbar por ninguna adversa circunstancia ni ser tiranizado por los tumultos de la pasión o los primeros impulsos imprudentes del instinto. Los que disfrutan de la paz que Cristo da (Jn. 14:27), no tienen por qué turbarse ni tener miedo. Versículos 20–28 En esta porción, Jesús les anuncia cuál será el fin que le espera a Jerusalén; será una terrible calamidad; un día de juicio, tipo y figura de lo que ocurrirá inmediatamente antes de la Venida del Señor. I. Les predice que Jerusalén será rodeada de ejércitos (v. 20) y que, cuando esto suceda, su desolación ha llegado. II. Les previene, mediante esta señal, para que escapen a fin de salvar la vida (v. 21): «Entonces los que estén en Judea, huyan a los montes; y los que en medio de ella, váyanse». Los que se hallen fuera de la ciudad, no deben regresar a ella, sino que han de dejar y abandonar una ciudad que ha sido entregada por Dios a su propia ruina. III. Les predice también que éstos serán los días de venganza, de justa retribución para una nación de dura cerviz rebelde a las tiernas intimaciones de Dios, para que se cumplan todas las cosas que están escritas (v. 22). Es día de ira, no de compasión. Días especialmente terribles para las embarazadas y las que estén criando, impedidas de escapar aprisa por causa del precioso peso que les retardará la huida (v. 23). IV. Les predice la tremenda masacre que el pueblo sufrirá a manos de la soldadesca romana: «caerán a filo de espada» (v. 24). El resto será llevado a la cautividad y dispersado entre las naciones. Y, para colmo de males, «Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan» (comp. con Dn. 12:7; Ro. 11:25). V. Les describe el terror que se apoderará de la gente en general, pues ocurrirán terribles fenómenos astronómicos, así como en el mismo planeta, con lo que la gente será sobrecogida de angustia, perplejidad y gran desmayo (vv. 25–26. Este último verbo es muy expresivo, pues significa algo así como «salírseles el alma»). A tan grandes terrores por lo que estará ocurriendo, se añadirán los grandes temores por «la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra». Los mismos «poderes de los cielos», es decir, las fuerzas misteriosas que mantienen el Universo en equilibrio, serán conmovidos, dislocados, como descoyuntados, toda la naturaleza parecerá sacudida y hundiéndose en ruinas ante la vista de la Segunda Venida del Hijo del Hombre. Lo que fue la destrucción de Jerusalén para los incrédulos judíos, será para los incrédulos de todo el mundo el día de la Venida del Salvador. VI. «Entonces verán al Hijo del hombre, que vendrá en una nube con poder y gran gloria» (v. 27). La nube que representa la gloria de la presencia de Dios o shekinah, será el trono y la señal del Hijo del Hombre (v. Mt. 17:5; 24:30; Mr. 9:7; 13:26; 14:62; Lc. 9:34; 21:27; Hch. 1:9; Ap. 1:7; 14:14). Será una visión de inmenso gozo y alegría para los que hayan puesto en el Señor su confianza, pero ¡qué terrible para los que hayan rechazado a Cristo y al mensaje del Evangelio! ¡Cómo temblará Caifás delante del Gran Trono Blanco, al recordar, ya sin remedio para él, el episodio de Mateo 26:62–66! ¿Y quién no temblará, si no se ha puesto a bien con Dios (v. 2 Co. 5:20), ante esta predicción? VII. En cambio, Jesús estimula y anima a los suyos con esta misma predicción, pues ellos no tienen nada que temer; más aún deben erguirse y mantener en alto la cabeza, porque su completa redención está al alcance de la mano (v. 28). Para comprender el sentido del término «redención» en este contexto, véase Romanos 8:23; Efesios 1:14; 4:30 y aun 1 Corintios 1:30. Jesús no dice «Cuando todo esto haya ocurrido», sino: «Cuando estas cosas COMIENCEN a suceder». Cuando Cristo vino al mundo por primera vez, vino a salvar lo perdido (19:10). Cuando venga por segunda vez, ya no tendrá que hacer nada en cuanto a la expiación de los pecados (He. 9:28), sino que vendrá a completar la salvación, es decir, a impartir la glorificación final a cuantos le esperan, así como a tomar venganza de los que le rechazan. Los creyentes levantarán la cabeza para contemplar la hermosura del Salvador; los incrédulos desearán esconder la cabeza, pidiendo a los montes y a las peñas que caigan sobre ellos para esconderlos (sin conseguirlo) del rostro del que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero (Ap. 6:16–17). Versículos 29–38 I. En esta porción Cristo exhorta a sus discípulos a que observen «las señales de los tiempos» (Mt. 16:3), para que disciernan el tiempo de la Segunda Venida. Lo hace mediante la exposición de una parábola: Del mismo modo que los brotes de los árboles indican que el invierno ha pasado y que ya ha venido la primavera, así también las señales que acaba de predecir serán el anuncio claro de que «está cerca el reino de Dios» (vv. 29–31). Así como en el reino de la naturaleza hay un encadenamiento de causas y efectos, así también el reino de la divina providencia está regido por una secuencia de acontecimientos que se siguen unos a otros. Cuando vemos que la ruina de los perseguidores se apresura, podemos inferir que el reino de Dios se apresura también. II. Jesús encarga a sus discípulos a que tengan por seguras y cercanas estas cosas: seguras porque «el cielo y la tierra pasarán (v. Ap. 21:1), pero mis palabras de ningún modo pasarán» (v. 33); cercanas: «De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta que todo esto acontezca» (v. 32). (No estará de más, sin embargo, advertir que el sentido más probable de «esta generación» es que se refiere a la raza judía, no a una generación de 40 años. Nota del traductor.) III. Jesús alerta a sus discípulos contra la falsa seguridad y la sensualidad (vv. 34–35). Ésta es una advertencia aplicable a todos los creyentes de todas las épocas. Sólo podemos estar seguros cuando estamos a salvo del pecado. En todo tiempo hemos de velar para ello, pero hay tiempos que requieren una especial vigilancia. Jesús especifica aquí estos peligros: 1. El peligro de no estar alertados para la venida de aquel gran día. Es lamentable que ese día pueda venir de improviso sobre una persona, cazándole por sorpresa «como un lazo», sin esperarlo ni prepararse para él. 2. El peligro de entregarse a satisfacer los deseos de la carne y permitir que el corazón se cargue de libertinaje (v. 34. Lit. se vuelva pesado con la crápula) y embriaguez, etc. Atinadamente señala Lenski: «En todos los alborotos y convulsiones del mundo, tanto como en todas las dificultades ordinarias, los hombres recurren a la bebida para ahogar sus dificultades». En Aragón se dice: «ahogar las penas en vino». ¡Qué triste es que los seres humanos busquen en las sombras de la inconsciencia un falso remedio para los males de que les acusa la conciencia! Cuando más alerta deberían estar, se sumen en el sopor; cuando más preocupados deberían estar por la salvación, se cargan de libertinaje y de las preocupaciones de esta vida. Este último suele ser el lazo peculiar de los hombres de negocios que no se preocupan de lo único necesario. IV. Les aconseja que se preparen y estén listos para el gran día (v. 36). Vemos: 1. Cuál debe ser el objetivo principal que han de tener en mente: «que sean tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre» (v. 36). Así escaparán de todas esas calamidades y, especialmente de los pecados que causan dichas calamidades; así también podrán estar en pie, es decir, sin confusión e incólumes ante el tribunal del Hijo del Hombre. Para lo de «dignos», véase el comentario a 20:35. El mejor modo de ser tenidos por dignos es ser conscientes de nuestra propia indignidad. 2. Cuál debe ser el comportamiento con que han de conducirse: «Velad, pues, en todo tiempo orando …». Cuantos deseen disfrutar de gozo en aquel día, han de velar y orar: (A) Para estar en guardia contra el pecado y el peligro. (B) Para mantenerse en íntima comunión con el Señor. Sólo los que vivan una vida de oración en este mundo tendrán una vida de gloria y alabanza en el otro. V. En los últimos versículos de este capítulo (vv. 37–38), se nos refiere brevemente cómo pasó el Señor los tres o cuatro días que mediaron entre su entrada triunfal en Jerusalén y la noche en que fue entregado: 1. «Enseñaba de día en el templo.» Jesús era un predicador infatigable; contra viento y marea, frente al cansancio físico y la oposición de sus adversarios que le acechaban para echarle mano Él no cesaba de proclamar el Evangelio. 2. «Y salía a pasar las noches en el monte que se llama de los Olivos.» Aunque en el griego clásico, el verbo «pasar la noche» significaba «dormir a la intemperie», lo más probable es que Jesús pasase la noche, no precisamente orando toda la noche, sino hospedado en Betania, ya que esta villa estaba un poco más allá de la cima del Olivete. 3. Por las mañanas temprano, Jesús estaba de nuevo enseñando en el atrio del templo, adonde «el pueblo venía para oírle» (v. 38). Era el pueblo sencillo, no los jefes, los que venían a oír las enseñanzas de Jesús. Muchas veces, el llamado despectivamente «vulgo» tiene, para las cosas de Dios, la mente más receptiva y el gusto más refinado que los distinguidos «expertos» en los conocimientos de este mundo. CAPÍTULO 22 Todos los evangelistas nos ofrecen sus detalles peculiares sobre la Pasión y Muerte de nuestro bendito Salvador, pero es Lucas quien añade detalles muy interesantes que no hallamos en los demás, como veremos en el estudio que sigue a continuación. Versículos 1–6 Vemos cómo Cristo fue entregado cuando «estaba cerca la fiesta de los panes sin levadura, que se llama la pascua» (v. 1). Nótese: I. El complot de sus enemigos conjurados para acabar con Él (v. 2): «Los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo acabar con Él, pues temían al pueblo». Por Mateo 26:4–5, sabemos que, con toda astucia, los enemigos de Jesús planearon ejecutar sus designios después que terminara el festival y se dispersaran los peregrinos que acudían a la gran fiesta de la Pascua, pero la inesperada oferta de Judas precipitó los acontecimientos. II. En efecto, «uno del número de los doce», Judas Iscariote que de Apóstol se había convertido en el más abominable traidor, escuchó la sugerencia de Satanás (v. 3): La entrega de Cristo fue una obra satánica. Quienquiera que traiciona a Cristo, o a las verdades del Evangelio, obra a las órdenes del diablo. Judas sabía muy bien cuán deseosos estaban los sumos sacerdotes de tener a Jesús en sus manos; así que se fue a ellos y se ofreció a entregarles al Señor (v. 4), con la consiguiente alegría de los enemigos de Cristo, quienes lo último que podían imaginarse era que uno de los doce más íntimos discípulos de Cristo se ofrecería a traicionar al Maestro que tal confianza había puesto en él. III. El convenio que los sumos sacerdotes concertaron con Judas (vv. 5–6). Ellos «convinieron en darle dinero», alegres con el ofrecimiento del traidor, quien también se alegraría, pues el amor al dinero era su flaco principal (v. Jn. 12:6), y el que le llevó a traicionar a Jesús. Así que Judas «buscaba una oportunidad para entregárselo a espaldas del pueblo» (v. 6), lo cual no le sería difícil, puesto que podría hacerlo de noche y, por otra parte, «conocía aquel lugar [Getsemaní], porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos» (Jn. 18:2). Así que podía señalarles, no sólo el tiempo oportuno, sino también el lugar seguro. Versículos 7–20 I. La preparación de la Pascua, para que la comiera Jesús con los Apóstoles el preciso «día de los panes sin levadura, en el cual se debía sacrificar el cordero de la pascua» (v. 7). El Señor envió a Pedro y a Juan para que preparasen la Pascua (v. 8), y les dio las instrucciones necesarias para que pudieran llevar a cabo el encargo que les encomendaba (vv. 9–10): debían seguir a un hombre que les saldría al encuentro llevando un cántaro de agua, y este hombre les serviría de guía para entrar en la casa. Les instruyó de esta manera para enseñarles a depender de la Providencia en cada paso. Una vez que llegasen a la casa, habían de pedir al amo que les mostrase el aposento (v. 11), lo cual haría él de buena gana (v. 12). Los dos discípulos hallaron el guía, la casa y el aposento justamente como les había dicho Jesús (v. 13). Y allí prepararon la Pascua. II. Celebración de la Pascua: «Cuando llegó la hora, Jesús se sentó a la mesa, y con Él los apóstoles» (v. 14). Los doce, sin exceptuar a Judas, se sentaron a la mesa con Él. Aun cuando Judas era culpable de un delito de alta traición, al no ser aún conocido públicamente su crimen, Cristo le admitió a la mesa junto con los demás para comer la Pascua. Obsérvese: 1. Cómo había deseado Jesús comer con ellos esta pascua antes de padecer (v. 15). Sabía que era el prólogo de sus padecimientos y, por eso precisamente, lo deseaba a fin de dar cumplimiento a la redención del género humano para gloria de Dios el Padre. ¿Y seremos nosotros remisos en servir a quien tan decidido estuvo para la obra de nuestra salvación? Nótese cuánto amaba a sus discípulos: deseaba comer la Pascua con ellos, para conversar con ellos en privado por unas horas. Iba a partirse pronto de ellos, pero estaba deseoso de comer con ellos esta Pascua antes de padecer, como si esta intimidad le confortase para ir más alegremente al encuentro de su Pasión y Muerte. 2. Cómo aprovechó esta oportunidad para despedirse de todas las pascuas: Porque os digo que no la comeré ya más, hasta que se cumpla en el reino de Dios» (v. 16). Vemos que esto tuvo un doble cumplimiento, y le espera todavía otro doble cumplimiento: (A) Se cumplió primeramente cuando «nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros» (1 Co. 5:7). (B) Se ha cumplido y se sigue cumpliendo siempre que se celebra la Cena del Señor, en la que se conmemora la muerte del Señor hasta que venga de nuevo. Todos los creyentes están invitados a esta Pascua, y puede decirse que Cristo la celebra y come con nosotros, por la comunión espiritual que mantiene con nosotros en dicha ordenanza. (C) Como dan a entender los tres evangelistas sinópticos (Mt. 26:29; Mr. 14:25; Lc. 22:18), Jesús volverá a celebrarla en el futuro reino mesiánico milenario, según la opinión de muchos intérpretes. (D) Ciertamente tendrá un cumplimiento final por toda la eternidad en el reino de la gloria celestial. 3. Lo que dice aquí de comer el cordero pascual, lo repite también de beber el vino pascual: la copa de bendición (v. 1 Co. 10:16) o de acción de gracias, de donde le viene el nombre griego «eucaristía» como algunos la llaman. Todo lo que precede pertenece a la cena pascual, como distingue Lucas perfectamente. La institución de la Cena del Señor viene después, pero, por Mateo 26:27; Marcos 14:23, sabemos que también en la institución de la Cena dio gracias Jesús sobre la copa. III. Institución de la Cena del Señor (vv. 19–20). La Pascua era, por una parte, un memorial de la liberación de Egipto; por otra, un tipo profético de la muerte de Cristo en la Cruz, mediante la cual obtendríamos la libertad del pecado, de la muerte y de la tiranía de Satanás. Por eso, la Cena del Señor está destinada a recordar la muerte de Cristo hasta que Él venga. 1. El quebrantamiento del cuerpo de Cristo como sacrificio de expiación por nuestros pecados es aquí conmemorado mediante el partimiento del pan (v. 19. Comp. Hch. 2:42; 1 Co. 10:16; 11:24, 26): «Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado», es decir, entregado a la muerte (comp. con Jn. 3:16, Gá. 2:20b). El pan que como alimento básico, nos es dado para nutrir el cuerpo, es símbolo del cuerpo de Cristo, «pan vivo bajado del Cielo» (Jn. 6:51), destinado a nutrir espiritualmente nuestra alma. Partimos ese pan «en memoria de Él». Nótese que el griego del Nuevo Testamento usa siempre el término «anámnesis» = recuerdo, el acto de recordar, nunca «mnemósunon» = memorial, recordatorio, el objeto de recuerdo, para darnos a entender que la Cena del Señor como ordenanza y medio de gracia, no ejerce su virtualidad por lo que el pan es en sí (mucho menos, en una supuesta transustanciación), sino por la fe del creyente, suscitada por el símbolo representativo de lo que Cristo hizo por nosotros. Por esa fe, entramos en comunión espiritual (Jn. 6:63) con el fruto del quebrantamiento del cuerpo de Cristo en la Cruz (1 Co. 10:16, a la vista del contraste del contexto—comunión con los demonios—). 2. El derramamiento de la sangre de Cristo, sin el cual no hay remisión de pecados (He. 9:22), está representado en la copa de vino. Así como las uvas fueron estrujadas para formar el vino, así también Jesús fue estrujado («Getsemaní» = lugar de la prensa) de forma que toda su sangre fuese derramada para sellar así el Nuevo Pacto del Dios misericordioso con la humanidad miserable (v. 20. Comp. con He. 9:11–22). Levítico 17:11 (v. clave) declara solemnemente que sólo la sangre puede hacer «expiación sobre el altar por vuestras almas». Que la Cruz fue ese único «altar», está explícito en Hebreos 13:10, a la vista del contexto posterior. Juan 3:14–15 nos enseña claramente, con palabras del propio Jesús, que la mirada de fe a ese altar es el medio subjetivo por el que nos es aplicada la gracia de la salvación (comp. con Ef. 2:8). Quien tenga presente esta enseñanza fundamental de la Escritura no se dejará engañar por falsas doctrinas. Versículos 21–38 En esta porción tenemos el discurso de Jesús a sus discípulos después de la institución de la Santa Cena. Lucas nos ha conservado detalles que no hallamos en los otros evangelistas; pero Juan (caps. 13–17) es el que con mayor detalle nos refiere lo que Cristo habló en esta ocasión. I. El primer tema que aquí hallamos en su discurso es la traición de Judas. 1. Jesús les da a entender que el traidor está allí entre ellos y que es uno de los doce (v. 21). Al colocar esta parte del discurso después de la institución de la Cena, aunque en Mateo y en Marcos aparece delante, Lucas parece dar a entender que Judas participo de la Santa Cena. Sin embargo, Juan 13:30 no deja lugar a dudas de que Judas salió del Aposento Alto inmediatamente después de «tomar el bocado», es decir, el pedazo de pan mojado en salsa o charoseth. Como puede verse también por el versículo 24, que refiere algo ya ocurrido antes de la Cena, hacemos nuestra la observación de Lenski: «Hemos visto que Lucas no tiene en cuenta la relación del tiempo en gran número de narraciones, y que arregla sus materiales de acuerdo con los contenidos de las secciones comprendidas». 2. Les predice que la traición se llevará a efecto (v. 22): «Y en verdad, el Hijo del Hombre se va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!» Estaba determinado por Dios que Cristo muriese en la Cruz para redimirnos (v. Hch. 2:23). Además, Cristo no fue a la muerte por la fuerza, sino que puso su vida voluntariamente (Jn. 10:18), aun cuando lo hizo en obediencia a la voluntad del Padre. El que halle en esto alguna dificultad es que no ha comprendido todavía que la obediencia a Dios es la suprema libertad. Pero, aunque el plan de Dios se había de llevar a cabo mediante el sacrificio de Cristo, y Él mismo fue voluntariamente a la muerte, ello no es óbice para que la culpabilidad de Judas en su traición, así como el papel que Caifás, Pilato, etc., jugaron en la muerte del Señor, fuesen el mayor crimen que se ha cometido en la historia de la Humanidad. Aquí tocamos fondo en el misterioso problema de la conjugación de la acción divina con la responsabilidad humana, pero ahí están las palabras de la Escritura, y la pequeñez de nuestra comprensión no debe permitirnos poner objeciones a la infinita sabiduría de Dios. 3. Con esta declaración, Jesús provocó en sus discípulos un serio examen de conciencia dentro de sí mismos como nos consta por Mateo 26:22; Marcos 14:19. Lucas solamente refiere que «entonces ellos comenzaron a discutir entre sí quién de ellos sería, pues, el que iba a hacer esto» (v. 23). II. Después, en la narración de Lucas, se refiere al altercado que surgió entre los discípulos sobre precedencia o supremacía. 1. La discusión versaba «sobre quién de ellos parecía ser mayor», es decir, superior en rango o autoridad a los demás. ¡Qué inexplicable contraste nos ofrece esto con lo que acabamos de leer en los versículos anteriores! Cristo había hablado de su extrema humillación, ellos mismos habían estado inquiriendo sobre quién sería el traidor, y ahora discuten sobre quién debía ser el jefe. ¡Cuán lleno de contradicciones está el perverso y engañoso corazón humano! (Jer. 17:9). 2. Veamos lo que Cristo dice sobre el tema de este altercado. No se muestra duro con ellos, como se merecían, sino que les muestra humildemente la culpabilidad y la necedad de tal discusión, ya que: (A) Ello equivalía a pretender ser como «los reyes de los gentiles» (v. 25), o «de las naciones», los cuales «se enseñorean de ellas», es decir, gobiernan sobre ellas como «supremos señores» a quienes ha de rendirse pleitesía y obediencia incondicional (el verbo usado por Pedro en 1 P. 5:3 es todavía más fuerte ¡buen profeta!); «y los que sobre ellas tienen autoridad son llamados bienhechores» continúa diciendo Jesús. Nótese ese «son llamados». Uno de los Ptolomeos de Egipto era apellidado Euergetes = Bienhechor; algunos emperadores romanos eran llamados Soter = Salvador. ¡Pura adulación, hipocresía y autoexaltación! (B) Jesús declara tajantemente: «Mas no así vosotros» (v. 26). Al contrario, «el mayor entre vosotros sea como el más joven; y el que dirige (gr. hegoumenos: el mismo vocablo que en He. 13:7, 17, 24, del que procede el término “hegemonía”), como el que sirve» (diakonon). Con estas palabras no abolía Jesús toda «autoridad» (en sentido de «facultad delegada por el Señor») en su Iglesia, ya que Hebreos 13:17 exhorta a obedecer y someterse a los pastores (lit. dirigentes), pero daba a entender con toda claridad que no hay otra «jerarquía» que la de la humildad, el amor y el servicio a los hermanos. El único «señorío» en la Iglesia es propio del Señor de su Palabra y de su Espíritu, a los que todos (dirigentes y dirigidos) deben someterse. El Señor pregunta a continuación: «Porque ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve» (comp. con Mt. 20:28; Jn. 13:12–17). ¡El Gran Siervo de JEHOVÁ fue también el Gran Servidor de los hombres! (C) Jesús les dice también que no tienen por qué altercar sobre honores y grandezas de este mundo, porque Él les tiene reservados un reino, un banquete y un trono más valiosos que todo lo de este mundo (vv. 28–30). (a) Primero, Jesús les agradece la fidelidad con que le han seguido: «Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (v. 28). Cuando Jesús era perseguido, burlado, calumniado, allí estaban sus discípulos junto a Él, participando de algún modo en sus penas y en sus alegrías; poco era el alivio que podían, sabían o querían prestarle pero Él apreciaba el que, al menos, no le habían abandonado cómo los discípulos mencionados en Juan 6:66. ¡Cómo agradece el Señor Jesucristo todo lo que se le hace, por poco que sea! Los Apóstoles tenían muchos defectos, eran tardos para entender, débiles para ayudar, cobardes para defender; pero Jesús no tiene en cuenta nada de eso, sino sólo: «habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Cuando va a partir de este mundo, Jesús no guarda ningún resentimiento para los suyos, aun previendo que le abandonarían tras el prendimiento en Getsemaní, sino que, al conocer el interior del corazón (Jn. 2:25), sólo menciona lo mejor que halla en ellos. ¡Qué ejemplo para nosotros, que estamos inclinados a ver lo peor del prójimo! (b) Luego les anuncia la recompensa que les tiene reservada por esa fidelidad: «Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí» (v. 29). No siempre van a ser súbditos; un día serán reyes (v. Ap. 22:5), pero ese reino no será como los de este mundo: será una participación del mismo reino que le ha sido asignado al Señor Jesús. En consecuencia, participarán con Jesús en el banquete mesiánico, que simboliza una felicidad inmensa y una estrecha intimidad con el Señor (v. 30). Finalmente, les conferirá una dignidad especial, pues serán jueces de las tribus de Israel. (El juicio al que se refiere aquí Jesús es, con la mayor probabilidad, el anunciado en Ez. 20:33–38; Mal. 3:2–6; Mt. 25:1–30. Nota del traductor.) El Señor no dice aquí «doce tronos», en contraste con Mateo 19:28. La razón es que aquí sólo hay once Apóstoles, ya que Judas no cuenta, y Matías no le ha sustituido todavía. Dice Bliss: «El sentarse sobre tronos y el número doce son una parte de la estructura de su idea, pero la esencia de ella es que en el día del juicio su testimonio acerca de la verdad del Evangelio y de su poder indispensable para salvar, condenará a la masa de judíos incrédulos quienes ahora lo condenan a Él y a ellos. En este versículo está el único caso en que Jesús llama al “reino de Dios” y del “cielo”, “mi reino”. Él está pensando en aquel estado en que Él aparecerá como el verdadero Rey». III. Ahora se refiere a la futura negación de Pedro. 1. Sólo en Lucas hallamos la referencia que Cristo hace al intento del diablo de zarandear a Pedro y a los demás discípulos durante la gran prueba que se aproximaba: «Simón, Simón (nótese la repetición, cuyo significado ya hemos explicado en otros lugares), he aquí que Satanás ha solicitado poder para zarandearos como a trigo» (v. 31). Notemos aquí que: (a) Pedro que solía ser como la «boca» por la que hablaban los demás Apóstoles, es aquí como el «oído» por el que los demás deben oír. Y así como Pedro se adelantaba a hablar por los demás, también se iba a adelantar en sucumbir a la tentación de Satán con su triple negación del Maestro. (b) Satanás no tiene, para tentar, otro poder que el que Dios le permite, como vemos aquí, lo mismo que en Job 1:12; 2:6. Esto ha de darnos una confianza muy grande en nuestro Dios «que no permitirá que seamos tentados más de lo que podemos resistir, sino que proveerá también juntamente con la tentación la vía de escape, para que podamos soportar» (1 Co. 10:13). Si sucumbimos, como Pedro, es porque no buscamos esa «vía de escape» que Dios provee siempre para nosotros (v. también Stg. 4:7; 1 P. 5:8–9). 2. Jesús asegura a Pedro que aun cuando va a ser un cobarde, no va a ser infiel: «Yo he rogado por ti, que tu fe no falle» (v. 32). Aunque los creyentes tengan muchos defectos y fallos en su conducta, es un consuelo saber que, por la intercesión de nuestro Abogado junto al Padre, la fe de los genuinos creyentes, aun cuando a veces sea sacudida, nunca quedará extinguida, porque serán guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación (1 P. 1:5). (En una oración del ritual romano para recomendar el alma del creyente moribundo, se dice de él al Señor: «no ha negado tu fe». Nota del traductor.) 3. Jesús encarga a Pedro que, cuando se recobre de la caída, su fe, renovada y robustecida por la triste experiencia, le sirva para ayudar a sus hermanos cuando la fe de éstos se halle en peligro. Podemos hacernos aquí dos preguntas, muy atinadamente propuestas y resueltas por Lenski. La primera es: por qué no alcanzó esta oración a Judas. La respuesta es que la oración de Jesús es eficaz en intercesión por los suyos, pero los incrédulos obstaculizan con su maldad el efecto de la oración, aunque no se puede negar a la gracia de Dios la fuerza necesaria para vencer muchas veces la rebeldía del hombre como se ve por la conversión fulminante de Saulo (Hch. 9), en la que es muy probable que tuviese su influencia la oración de Esteban (Hch. 7:60). La segunda pregunta es: ¿por qué oró Jesús por la fe de Pedro, y no por la de todos los Apóstoles como en Juan 17:21? A esta pregunta responde así Lenski: «La respuesta no es la que dan los romanistas: porque Pedro había de ser el primer papa; y no la de muchos otros: porque fue el más connotado de los apóstoles y su líder. La respuesta es casi lo contrario. Porque él cayó profundamente, cayó como ninguno de los demás cayó; por tanto, cuando se convirtiera, era él quien podía ayudar a los otros por medio de su propia y triste experiencia, y podía hacer que la fe vacilante de los otros se afirmara de nuevo, de modo que tal fe no se perdiera, como casi se perdió completamente la suya». Es como si Jesús le dijera a Pedro: «Cuando tu fe se haya robustecido, haz lo posible para que también la de tus hermanos se robustezca; y cuando hayas hallado gracia y misericordia de Dios, anima a los demás a esperar que también ellos alcanzarán gracia y perdón». Por donde vemos que los que han caído en pecado, deben ser convertidos o «vueltos» (v. 32) de él; y que los que han sido restaurados por la gracia de Dios, han de hacer todo lo posible para enseñar a los transgresores los caminos de Dios y ayudar a los pecadores para que se conviertan a Dios (Sal. 51:11–13). 4. Al oír esto, Pedro declara que está resuelto a seguir a Cristo, aunque ello le cueste la vida: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte» (v. 33). Fue ésta una gran declaración, y no cabe duda de que Pedro la hizo con toda sinceridad, pero pensó equivocadamente que tendría por sí mismo la fuerza necesaria para llevarla a cabo. Es una declaración que todo creyente sincero ha de estar dispuesto a hacer, con tal de que no confíe en sus propias fuerzas, sino sólo en la gracia de Dios. Por los demás evangelistas sabemos que los demás Apóstoles hicieron las mismas protestas de fidelidad al Señor. 5. Inmediatamente, Cristo predice las negaciones de Pedro: «Pedro, te aseguro que el gallo no cantará hoy antes que tú hayas negado tres veces que me conoces» (v. 34). El informe más detallado y preciso de esta afirmación se halla en Marcos 14:30, quien, con la mayor probabilidad, lo oyó de labios del mismo Pedro. El Señor nos conoce mucho mejor que nosotros mismos. Y es una bendición para nosotros el que Jesús conozca mejor que nosotros cuáles son nuestros puntos más débiles y, por tanto, adónde acudir con gracias más abundantes. IV. Finalmente, Jesús se refiere a la condición de los discípulos en general. 1. Les recuerda primero cómo les había ido cuando le habían servido con fidelidad: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin calzado, ¿acaso os faltó algo?» (v. 35). Reconoce Jesús que les había enviado en condiciones muy precarias. Si Dios nos envía al mundo de una forma parecida, recordemos en qué condiciones fueron enviados los primeros discípulos de Cristo. A pesar de ello, no les faltó nada; ellos mismos lo reconocieron al responder al Maestro: «Nada». Nos conviene refrescar a menudo la memoria, y repasar los muchos casos en que la providencia de Dios nos ha subvenido en las mayores necesidades y nos ha prevenido o sacado de los mayores apuros y dificultades. Cristo es muy buen amo, y servirle a Él es muy buen servicio; por muchos y grandes que sean los aprietos por los que sus siervos hayan de pasar, saben que han de contar con su ayuda omnipotente. Así como a ellos no les faltó nada, así también nosotros podemos estar seguros de que no nos faltará lo necesario para la vida, aunque no gocemos de muchas comodidades. 2. Les hace saber a continuación el gran cambio que se va a operar en las circunstancias que les aguardan. El que era su Maestro iba a entrar ahora en los padecimientos que con tanta frecuencia les había predicho: «Es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos» (v. 37, comp. con Is. 53:12). Estas cosas tenían que cumplirse en Él; cuando hayan sido cumplidas, dirá: «Consumado está» (Jn. 19:30). Es un consuelo para los cristianos que sufren, como lo fue para Cristo, saber que sus padecimientos estaban también predichos, y como los de Cristo, llegarán a su fin: un final eternamente dichoso. Ahora debían sufrir algo, hasta cierto punto, con su Maestro; y cuando el Maestro partiera, habían de esperar sufrir como Él (v. Ro. 8:17; 2 Co. 1:7; Fil. 1:29; 3:10; Col. 1:24). No deben esperar que sus amigos y parientes se porten con ellos con la misma amabilidad de antes; por consiguiente, «el que tiene bolsa, tómela» (v. 36). Han de esperar igualmente que sus enemigos se porten con ellos con mayor fiereza que antes y, por eso, necesitarán proveerse de lo necesario: «… y también la alforja». Jesús añade: «Y el que no tenga, venda su manto y compre una espada». Hay autores, como Lenski, que interpretan literalmente lo de la «espada», para poder conseguir los víveres (y defenderse de los enemigos) por la fuerza. Pero es contrario, no sólo al contexto general del Nuevo Testamento, sino también al contexto próximo (v. 38, comp. con vv. 49–51 y, especialmente Mt. 26:52). Es, por tanto, un símbolo de la hostilidad general contra los creyentes, pues la única espada («espada corta» o «daga defensiva») que los cristianos han de manejar es la «espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (Ef. 6:17; He. 4:12). Si Cristo sufrió por nosotros con toda mansedumbre (Is. 53:7; 1 P. 2:21–25), nosotros hemos de tener los mismos sentimientos (Fil. 2:5 y ss.) y depender enteramente de la providencia de nuestro Padre Celestial; así estaremos preparados mejor que si vendiéramos el manto para comprar una espada. Vemos que los discípulos entendieron mal las palabras de Cristo y hallaron que tenían allí «dos espadas». Por Juan 18:10, sabemos que una de las espadas estaba en manos de Pedro, quien la usó imprudente y peligrosamente (v. Jn. 18:26). El Señor les cortó en seco con una sola palabra: «¡Basta!» (Es curiosa la interpretación que de este pasaje hizo el papa Bonifacio VIII— 1303—, para afirmar que las dos espadas: el poder espiritual y el temporal, están en manos del papa, supuesto sucesor de Pedro, y que el Señor no dijo: «Es demasiado», sino: «Es suficiente». Huelga el comentario. Nota del traductor). Quienes tienen a Dios por «escudo de su socorro y espada de su triunfo» (Dt. 33:29), no necesitan más armas para su defensa. Versículos 39–46 Pavoroso relato de la agonía de Cristo en el huerto de Getsemaní. En ella, entró Jesús en liza con los poderes de las tinieblas y los venció. I. Lo que tenemos ante nuestra vista en la presente porción es lo siguiente: 1. Que cuando Cristo salió, «sus discípulos (excepto Judas quien ya se había marchado) también le siguieron» (v. 39). Como habían permanecido con Él en sus pruebas (v. 28), no le iban a dejar solo ahora. 2. Que llegó a un lugar al que solía ir: al monte de los Olivos (comp. con Jn. 18:2). No siempre habría ido con sus discípulos pues se nos dice en Mateo 14:23; Juan 6:15 que estaba orando en el monte solo o a solas. Así nos enseñaba Jesús con el ejemplo lo que había enseñado antes de palabra (v. Mt. 6:6). 3. Que exhortó a sus discípulos a orar que, aun cuando la prueba era insoslayable, no entrasen en tentación (v. 40). Causa tristeza el ver que ellos no obedecieron y se dejaron vencer del sueño (vv. 45– 46). 4. Que Él «se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra» (v. 41a). Mateo 26:36 y siguientes y Marcos 14:32 y siguientes añaden nuevos detalles. En cambio, Lucas dice que Jesús «oraba puesto de rodillas», quizás antes de postrarse rostro en tierra, según refieren Mateo y Marcos (Juan no menciona la agonía del huerto sólo vemos una leve referencia en 12:27). 5. La petición al Padre (v. 42) coincide fundamentalmente con el relato de Mateo y Marcos: Jesús se somete a la voluntad del Padre, a pesar de la repugnancia que su naturaleza humana sentía hacia los padecimientos que se aproximaban. 6. Que los discípulos estaban durmiendo mientras el Maestra estaba orando (v. 45). Aun cuando los discípulos desobedecieron de una manera tan indigna a la exhortación de Jesús véase el detalle delicado, que no hallamos en los otros evangelistas, de que estaban durmiendo «a causa de la tristeza». Esto nos enseña a no echar a mala parte las debilidades de nuestros hermanos, sino a excusar con amor (v. 1 Co. 13:7), cuando no hay evidencias en contra, los defectos ajenos. 7. Que, cuando les despertó del sueño, continuó exhortándoles a orar (v. 46). Siempre que nos encontremos metidos en tentación por no velar ni orar, es menester que nos levantemos y oremos, diciéndole al Señor: «Padre, ayúdame en esta hora de necesidad». II. Hallamos en esta porción tres detalles que no se encuentran en los demás Evangelios: 1. Que, cuando Cristo entró en la agonía, «se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (v. 43). Aunque no fue librado de los sufrimientos, fue fortalecido y consolado para que los soportara, no sólo con resignación, sino con gozo (comp. con Is. 53:11; He. 12:2), lo cual arroja una luz enorme para entender Hebreos 5:7b «fue oído a causa de su piedad». Recordemos que Cristo poseía una naturaleza humana como la nuestra, excepto el pecado; por consiguiente, su actitud de cada momento estaba influida por el juego de las motivaciones psíquicas, en las que el Espíritu Santo actuaba de un modo decisivo (v. He. 9:14, según la interpretación más probable). Esto nos enseña que Dios proporciona y equilibra el peso de la carga conforme a la fuerza de nuestros hombros, por lo que no tenemos razón para quejarnos, sea cual sea la prueba por la que nos haga pasar. Los ángeles ministraban al Señor durante sus pruebas y sufrimientos. Pudo haber tenido a su disposición legiones de ángeles para que le rescataran de aquella «hora» pero sólo hizo uso de ellos para que le fortalecieran. 2. Que, «estando en agonía, oraba más intensamente» (v. 44). Conforme su pavor y su tristeza iban en aumento, su oración se hacía más intensa. La oración nunca está fuera de sazón, pero es especialmente necesaria cuando estamos en gran aprieto y cuanto más agudo sea el conflicto, tanto más fervientes y frecuentes han de ser nuestras oraciones. 3. Que, en esta agonía, «era su sudor como grandes gotas de sangre engrumecidas que caían sobre la tierra» (v. 44b). Discuten los exegetas sobre el sentido de estas frases. Dice acertadamente Bliss: «Este fenómeno no consistió solamente en sudor ni solamente en sangre. Esto queda suprimido por la palabra como, lo primero, por el hecho de que habría muy poca fuerza en comparar al sudor con la sangre, con respecto meramente a su forma como de gotas, o en cuanto a su tamaño. Es el color también, causado por el filtrarse la sangre a través de la piel, coagulándose como tal, de modo que el sudor fue semejante a cuajarones de sangre (thromboi, de donde viene “trombosis”. Nota del trad.), no meramente gotas, que ruedan hacia el suelo». (En mi libro La Persona y la Obra de Jesucristo, pp. 186–187, digo lo siguiente: «Es muy de notar que Lucas refiere el sudor de sangre no antes, sino después de la llegada del ángel para confortar a Jesús. Por donde vemos que este sudor singular fue efecto de una reacción tremenda, por la que la sangre que se había retirado al corazón, como ocurre en todos los casos de pavor al agudizarse el clímax de la agonía, con la compensación del consuelo angélico, se vino en tremendo rebote hacia la periferia, lo que hizo saltar las plaquetas y colarse finalmente a través de la epidermis» (Nota del traductor.) No es el único caso en que tal fenómeno ha ocurrido, pero en el caso del Salvador es una muestra del extremo a que llegó su agonía, del mismo modo que su amor había llegado también al extremo (v. Jn. 13:1). No nos ha de extrañar, a la vista de este amor, que Pablo diga: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema» (1 Co. 16:22. Y lo escribe de su propia mano—v. 21). Versículos 47–53 En esta porción vemos: I. La forma en que Judas consuma su traición. «Mientras Jesús estaba todavía hablando», se presentó un grupo de gente, a cuya cabeza iba Judas (v. 47). Ellos no habrían sabido dónde hallar a Jesús, pero Judas se encargó de conducirlos hasta el lugar en que Él se hallaba; cuando llegaron allá, siendo de noche, no habrían acertado fácilmente a identificarle pero Judas les había dicho que: «Al que yo bese, ése es; prendedle» (Mt. 26:48). Así que «se acercó hasta Jesús para besarle». Tanto Mateo (26:49) como Marcos (14:45) dicen que Judas besó efusiva (o aparatosamente) a Jesús; sin duda, para señalarle claramente y para dar tiempo a que le apresasen prontamente. Lucas calla este detalle, pero en cambio, nos ha conservado la frase de Jesús a Judas: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?» (v. 48), frase que no hallamos en los otros evangelistas. ¿Y va a ser uno de sus discípulos el que le entregue? ¿Y precisamente con un beso? ¿Puede darse mayor desecración y abuso de una señal de afecto? II. Los esfuerzos que hicieron sus discípulos para protegerle: «Viendo los que estaban con Él lo que había de acontecer, le dijeron: Señor, ¿heriremos a espada?» (v. 49). Como si diijesen: «Nos has permitido tener dos espadas, ¿haremos ahora uso de ellas?» Pero estaban demasiado nerviosos y acalorados para esperar la respuesta. Pedro arremetió contra uno de los criados del sumo sacerdote con la clara intención de abrirle la cabeza, pero erró el golpe, y le cortó la oreja derecha (v. 50, comp. con Jn. 18:10). Los otros evangelistas nos refieren la reprensión que Jesús dio a Pedro por esto, pero Lucas nos dice: 1. La moderación y mansedumbre con que Cristo reaccionó: ¡Dejad! ¡Basta ya!» (v. 50a). Quizás es ésta la única traducción que hace sentido, pues la frase griega es muy concisa y enigmática. Puede significar dos cosas: (A) «Basta de intentar defenderme por estos medios»; más probablemente: (B) «Permitidme aun esto» (dicho a los que venían a prenderle). 2. La bondad con que sanó la herida producida por Pedro: «Y tocándole la oreja, le sanó» (v. 50b). Ya fuera que la oreja quedase desprendida o colgando de la piel, Jesús la restauró sana en su lugar. Cristo nos enseñó así a devolver bien por mal, al usar su poder para curar al enemigo, en lugar de destruirle. Malco llevaría hasta su muerte, en la cicatriz de la oreja curada, el recuerdo de la bondad y del poder de Cristo. ¿Le serviría de algo para la vida eterna? No lo sabemos. Fue probablemente a raíz de este milagro de Jesús que mostraba su disposición a no resistirse a ser prendido y llevado a la muerte, cuando sus discípulos huyeron y le dejaron solo. III. Vemos a continuación la forma en que Jesús quiere hacer ver a quienes venían a prenderle lo absurdo de aquel alarde de fuerza (vv. 52–53). Lucas nos refiere que Jesús se dirigió «a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos» (v. 52). Así que todos ellos eran «gente de iglesia», como diríamos hoy, guardas y oficiales del templo. ¡Y en qué servicio estaban empleados ahora! 1. Cristo trata de razonar con ellos acerca del modo con que actúan. ¿Qué motivo había para venir contra Él a medianoche con espadas y palos? Sabían que Jesús no era de los que se defienden violentamente. ¿Por qué venían contra Él «como contra un ladrón»? Sabían que Jesús no era de los que se solían esconder, pues «estaba cada día en el templo» (v. 53), en medio de ellos. 2. A continuación les explica el motivo por el cual está ocurriendo todo esto: «Pero ésta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas». Como si dijese: «Por duro que parezca todo esto, me someto a ello, pues así está determinado para mí. Ahora es cuando al poder de las tinieblas, al príncipe de las tinieblas, Satanás, le es permitido su último intento contra mí. Dejemos que consume su perversidad». Si así atacó Satanás a Jesús, no nos ha de sorprender que nos ataque también a nosotros (v. 1 P. 5:8–9), pero sabemos que, así como Cristo le venció, también nosotros le venceremos, si le resistimos con fe (comp. con Stg. 4:7). Versículos 54–62 Triste episodio de las negaciones de Pedro. Por la forma en que Lucas se expresa, parece ser que los que arrestaron a Jesús, aprensivos por el milagro que acababan de presenciar y con prisa de tenerle a buen recaudo, se apresuraron con cierta confusión a llevarle al tribunal del sumo sacerdote. Juan aporta más detalles que los sinópticos a este respecto. Parece ser que Anás y Caifás vivían en la misma casa, de modo que era fácil llevar al Señor de un aposento a otro sin salir a la calle. «Y Pedro seguía de lejos.» I. Caída de Pedro. 1. Ya comenzó mal, por seguir a Cristo de lejos. Pensó quizá que, con este método, satisfacía a su conciencia siguiendo a Jesús, a la vez que salvaba su reputación siguiéndole de lejos. 2. Siguió peor pues se juntó con los enemigos de Jesús, los criados del sumo sacerdote: «Y después de encender fuego en medio del patio, y de sentarse juntos, Pedro se sentó entre ellos» (v. 55), como si fuera uno de ellos. En tales circunstancias, el peligro de caída era inminente y previsible, pues al adverso ambiente se unía la cobardía y la depresión interior de Pedro. 3. Acabó pésimamente. A la simple observación de una criada, Pedro negó abiertamente a Jesús, pues declaró que no le conocía (vv. 56–57). Poco después uno de los hombres que allí estaban dijo: «Tú también eres de ellos». Pedro volvió a negar (v. 58). Por tercera vez, «Pasada como una hora, otro insistía diciendo: Verdaderamente también éste estaba con Él, porque también es galileo» (v. 59). Pedro negó por tercera vez (v. 60). Por Mateo 26:73 sabemos que «su manera de hablar le descubría». Pedro no pudo ocultar su acento galileo. Mateo y Marcos añaden que esta tercera vez, Pedro añadió maldiciones y juramentos a su negación, en su esfuerzo desesperado por convencer a los presentes que no le ligaba ninguna relación con Jesús. 11
II. Recuperación de Pedro. Véase también cuán rápida y dichosa
fue la forma en que Pedro se recobró de su caída: 1. El gallo cantó (por segunda vez), «mientras él todavía estaba hablando» (v. 60), como Cristo le había predicho. Esto despertó a Pedro de su letargo espiritual y le hizo reflexionar. Es admirable cómo la providencia de Dios se sirve muchas veces de circunstancias al parecer insignificantes para hacer que los creyentes vuelvan en sí. 2. «El Señor se volvió y miró a Pedro» (v. 61). Sólo Lucas nos ha conservado este precioso detalle. Aunque Pedro acababa de negarle tres veces, y Él mismo se hallaba como reo ante el tribunal del sumo sacerdote, Jesús, olvidado de sí como siempre, y al pensar solamente en Pedro, se dignó dirigirle una mirada de tristeza y de ternura, lo suficiente para llegarle a Pedro al corazón. Aunque Pedro acababa de negar a Jesús, Jesús no iba a negar a Pedro. ¡Qué consuelo es para nosotros saber que, aun cuando nosotros seamos infieles, Él permanece fiel (2 Ti. 2:13). Bastó una mirada de Jesús para enternecer a Pedro. Sólo Pedro podía conocer el alcance de esta mirada:
11Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1334 (A) Era una mirada de reconvención, como si dijese: «¿De veras que no me conoces, Pedro? Pues yo sí te conozco a ti. ¿Y cómo has podido negarme, precisamente tú, que fuiste el primero en confesarme como a Mesías e Hijo de Dios, y que prometiste, antes y más solemnemente que los otros, que no me negarías? (B) Era una mirada de compasión, como si dijese: «¡Pobre Pedro! ¡Cómo has caído! ¿Qué sería de ti si no te ayudase yo a levantarte?» (C) Era una mirada de dirección, pues así guiaba Jesús con la vista a Pedro para que se retirase a reflexionar por unos momentos sobre lo que acababa de hacer. (D) Era una mirada de gracia. El canto del gallo no habría sido suficiente para suscitar el arrepentimiento de Pedro, a no ser por la gracia que Cristo podía conferir para que el corazón de Pedro se diese completamente la vuelta. 3. «Pedro se acordó de la palabra del Señor, como le había dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (v. 61). Todo buen arrepentimiento comienza por un recuerdo (comp. con 15:17; Ap. 2:5, etc.). Este recuerdo será, cuando no haya remedio, uno de los mayores tormentos del Infierno (v. 16:25). 4. «Y saliendo afuera, lloró amargamente» (v. 62. V. el comentario a Mr. 14:72, para mayor detalle). Una sola mirada de Cristo hizo que el corazón de Pedro se derritiera en lágrimas de arrepentimiento por su pecado. Versículos 63–71 I. Ahora vemos de qué forma tan inhumana trataron a Jesús los criados del sumo sacerdote: «se burlaban de Él y le golpeaban» (v. 63). Los sufrimientos de Él servían de juego burlón a los que le tenían preso: «Y vendándole los ojos, le golpeaban el rostro y le preguntaban, diciendo: ¡Adivina! (lit. profetiza) ¿Quién es el que te ha golpeado? (v. 64) ¡Cuán fácil le habría resultado a Jesús decirles quién era el que le golpeaba! ¡Qué tentación tan grande! Pero Jesús estaba decidido a someterse al plan del Padre. Lucas añade que «le decían otras muchas cosas injuriándole» (v. 65). II. Cómo fue acusado y condenado ante el gran Sanedrín, el cual constaba de «los ancianos del pueblo, de los principales sacerdotes y de los escribas» (v. 66). Tuvieron prisa en reunirse tan pronto como «se hizo de día», para proseguir con el intento que llevaban entre manos. No se habrían levantado tan temprano para ninguna obra buena. 1. Le preguntaban: «Si tú eres el Cristo, dínoslo» (v. 67). Le urgen a que se identifique claramente y sin rodeos. Dice Lenski: «Esta es parte de la pregunta que le fue formulada por Caifás en la noche (Mt. 26:63). Él había contestado afirmativamente a tal pregunta, y sobre tal afirmación había sido decretada su muerte. Pero el asunto es ahora enteramente distinto cuando se divide la pregunta y a Jesús se le interroga sólo en cuanto a si Él es “el Cristo”, el Mesías. Afirmar o negar esta pregunta no es en manera alguna confirmar o retractarse de la respuesta que Jesús dio en la sesión de la noche. La pregunta se hace para que el Sanedrín pueda oír ahora, una vez más, la respuesta, y pueda así saber si ha de confirmar o no su primer veredicto». 2. Jesús se queja justamente de que la forma en que llevan el juicio hace inútil el que Él procure responderles, pues bien se ve que no están dispuestos a creerle: «Si os lo digo, de ningún modo lo creeréis» (v. 67). Como si dijese: «¿Para qué voy a responder sobre lo que ha sido ya prejuzgado? Y también si os pregunto qué tenéis que objetar a las pruebas abundantes que ya he presentado o haya de presentar, no por eso me responderéis ni me soltaréis» (v. 68). 3. A continuación, Jesús vuelve a referirse a su Segunda Venida como prueba suprema y última de su gloria y de su poder mesiánicos: «Pero desde ahora en adelante el Hijo del Hombre estará sentado a la diestra del poder de Dios» (v. 69). Como si dijese: «Entonces no tendréis necesidad de preguntarme si soy el Cristo o no». 4. De aquí pudieron ellos inferir que Jesús se tenía por el Hijo de Dios, y le preguntaron: «¿Luego tú eres el Hijo de Dios?» (v. 70). Él se había llamado a sí mismo el Hijo del hombre, refiriéndose a la visión de Daniel (Dn. 7:13–14), pero ellos vieron que esto era algo más que una afirmación de mesianismo, y entendieron que no sólo se tenía por Hijo del Hombre, sino también por el Hijo de Dios. 5. Jesús no se calla ante la pregunta, sino que abiertamente se declara el Hijo de Dios: «Y Él les dijo: Vosotros lo decís; lo soy» (v. 70b). Como en otras ocasiones, la expresión significa: «Así es, como vosotros mismos decís». 6. Ante esta confesión abierta, el gran Sanedrín confirma el veredicto de la noche anterior: «Entonces ellos dijeron: ¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio?, porque nosotros mismos lo hemos oído de su boca» (v. 71). Si Él mismo lo declara abiertamente, no necesitan de testigos, pues nadie requiere testigos para probar lo que el propio reo confiesa. Ellos tenían bastante con lo que consideraban una blasfemia digna de muerte. Pero esta acusación de nada les había de servir ante el tribunal del gobernador. CAPÍTULO 23 Este capítulo continúa y concluye la historia de los padecimientos y muerte del Salvador. Aquí tenemos detalles sumamente interesantes que sólo Lucas nos ha conservado y merecen especial consideración. Versículos 1–12 Nuestro Señor fue condenado por blasfemo ante el tribunal religioso de la nación. Pero sus enemigos sabían muy bien que no podrían conseguir que fuese condenado a muerte por ese motivo. Así que siguieron otro procedimiento. I. Le acusaron ante Pilato: «Levantándose entonces la muchedumbre de ellos, le condujeron a Pilato», y demandaron que se le condenara a muerte no como blasfemo (esto no habría servido ante el tribunal romano), sino como desafecto al régimen político, lo cual (¡tremenda ironía!) no era para los acusadores ningún crimen en absoluto. 1. Notemos el delito que alegan contra Él (v. 2). Lo presentan: (A) Como un sedicioso que solivianta al pueblo contra César. Es cierto, y Pilato lo sabía que era general el desasosiego del pueblo bajo el yugo del poder romano; pero los enemigos de Jesús querían persuadir a Pilato de que el Salvador era un gran fautor del descontento general: «Hemos hallado a éste pervirtiendo a la nación». Cristo había dicho claramente que se había de pagar tributo a César y, sin embargo, se le acusa ahora falsamente de prohibir dar tributo a César. Por aquí vemos que cuando hay mala intención, la inocencia no es una firme barricada contra la calumnia. (B) Como rival de César, aunque lo cierto es que lo rechazaban porque no se había ofrecido a hacer nada contra César; sin embargo, le acusan de decir «que Él mismo es Cristo rey». 2. Lo que Jesús declaró a Pilato: «Entonces Pilato le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos?» (v. 3). A lo que Jesús respondió: «Tú lo dices», esto es, «así es, como tú lo dices». El reino de Cristo tiene raíces espirituales y no se interfiere en la jurisdicción de César. Todos cuantos conocían a Jesús sabían que nunca había intentado hacerse rey de los judíos en competencia con César. 3. Pilato vio clara la inocencia de Jesús: «Y Pilato dijo a los principales sacerdotes y a la gente: Ningún delito hallo en este hombre» (v. 4). 4. Pero ellos continuaron en su furia ultrajante contra Jesús (v. 5). En lugar de aplacarse ante la moderación de Pilato, quien ningún delito veía en el Salvador, se exasperaron todavía más ante la declaración que el gobernador había hecho de la inocencia de Jesús. Es evidente que no tenían ningún cargo particular de qué acusarle, pero estaban resueltos a proseguir el proceso con toda audacia y confianza: «Pero ellos porfiaban diciendo: Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (v. 5). No soliviantaba, sino que estimulaba al pueblo a todo cuanto es virtuoso y digno de alabanza. Enseñaba, pero no podían acusarle de que enseñase nada que tendiera a perturbar la paz pública. II. Después le llevan a Herodes (vv. 6–12). 1. Pilato, «al percatarse de que era de la jurisdicción de Herodes, le remitió a Herodes» (v. 7). Como los acusadores habían mencionado Galilea (v. 6), esto le sirvió al gobernador para intentar quitarse de encima este enojoso caso y cargárselo a Herodes, que por aquellos días se encontraba en Jerusalén (v. 7). 2. Herodes se alegró mucho de que se lo trajeran, pues tenía muchos deseos de verle (v. 8), no para aprender de Él y recibir el Evangelio, sino para satisfacer su curiosidad con la esperanza de que Jesús obrase algún milagro en su presencia. Así que «le hacía muchas preguntas, pero El nada le respondió» (v. 9). Jesús no hacía los milagros para satisfacer la curiosidad del público, no practicaba la magia. Si el mendigo más menesteroso le hubiese rogado un milagro para sacarle de la necesidad, no se lo habría negado; pero a este orgulloso y corrompido monarca, no le dirigió ni una sola palabra. Herodes podía haber visto los milagros de Jesús en Galilea, pero no le interesó entonces; ahora que quería verlos, le eran negados, pues no había conocido el día de su visitación. Los milagros de Dios no son una baratija al alcance de los potentados de este mundo. 3. Los perseguidores de Jesús le acusaron también ante Herodes: «Y estaban los principales sacerdotes y los escribas acusándole con gran vehemencia (v. 10); es decir, a porfía y con desvergüenza, como indica el vocablo griego. 4. Herodes al ver que Jesús no le hacía ningún caso, le trató con todo desprecio, vistiéndole «de una ropa espléndida», no como regalo de aprecio, sino en son de burla, como a un loco que se finge rey. Del texto no puede colegirse el color de la ropa, pero puede pensarse que sería rojo púrpura pues éste era el color de la nobleza y de la realeza. Así enseñaba Herodes a los soldados de Pilato cómo habían de tratarle después. 5. Sin acompañarle de ninguna nota, Herodes remitió a Jesús al gobernador, lo cual sirvió para que se hicieran «amigos Pilato y Herodes aquel día; porque antes estaban enemistados entre sí» (v. 12, comp. con Hch. 4:27). La historia se repite: Los enemigos públicos y privados se coligan para oponerse a Dios, a Cristo y al Evangelio (v. Sal. 2:2). Lo paradójico es que tanto Pilato como Herodes no tuvieron más remedio que reconocer la inocencia de Jesús; en esto estuvieron de acuerdo, al haber estado enemistados por otros motivos. Versículos 13–25 Ahora tenemos a Jesús menospreciado y ultrajado por las turbas, y llevado al patíbulo entre el alboroto popular. I. Pilato declara solemnemente que a su parecer, Jesús no ha hecho cosa alguna digna de muerte ni aun de prisión. Pero si de veras lo creía debía haberle soltado sin más. Era, sin embargo, un hombre perverso y cobarde; por no desagradar al pueblo, cometió contra Jesús la más flagrante injusticia. Al convocar a los líderes del pueblo, declaró que ni él ni Herodes habían encontrado en Jesús nada digno de condenación (vv. 13–15). II. Por consiguiente, se propone soltarle: «Le soltaré, pues, después de castigarle» (v. 16). Véase la extraña lógica de Pilato: «Es inocente; luego voy a castigarle». Con estas medias tintas a caballo entre la sentencia de muerte y la inmediata suelta del preso, piensa que los acusadores quedarán satisfechos con unos cuantos azotes aun cuando no habría sido el primer caso en que un reo falleciese a consecuencia de una prolongada flagelación. III. Para soltarle sin dificultad, Pilato recurre a una costumbre: «Tenía necesidad de soltarles uno en cada fiesta» (v. 17); es decir, en cada Pascua. A pocos metros de donde Pilato y Jesús estaban se hallaba preso un famoso criminal: «Barrabás, el cual había sido echado en la cárcel por sedición ocurrida en la ciudad y por un homicidio» (vv. 18–19). Pilato pensó que, en la alternativa, el pueblo pediría que les soltase a Jesús. Pero el cálculo le salió mal al gobernador. Ante su asombro, el pueblo le pidió que les soltase a Barrabás (v. 18). Ante la insistencia de Pilato en querer soltar a Jesús, la gente persistía y gritaba contra Jesús: «¡Crucifícale, crucifícale!» (v. 21). IV. Por tercera vez quiso Pilato razonar con ellos con intención de soltar a Jesús (v. 22). «Mas ellos instaban a grandes voces, pidiendo [ya no rogaban, sino que demandaban] que fuese crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes prevalecían» (v. 23); es decir, comenzaban a tener más fuerza los gritos que las razones. El tiempo imperfecto da a entender que los acusadores de Jesús no habían ganado todavía la batalla. Entre el versículo 23 y el 24, es preciso intercalar todo lo que Juan detalla en Juan 19:1–15. V. Por fin Pilato cedió y pronunció la sentencia que los enemigos de Cristo deseaban con tanto afán: «Entonces Pilato sentenció que se hiciese lo que ellos pedían» (v. 24). Lo cual se repite en el versículo 25, con la circunstancia agravante de la suelta de Barrabás: «Y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús a la voluntad de ellos». No pudo hacer cosa más bárbara que entregar a Jesús «a la voluntad de ellos», ya que sabía cuán terrible y perversa era esa voluntad. Versículos 26–31 Es de notar la presteza con que se llevó a cabo el juicio de Jesús. Fue llevado ante el Sanedrín «cuando se hizo de día» (22:66); después, a Pilato luego, a Herodes; de nuevo, a Pilato; vemos después la lucha entre el gobernador y los acusadores de Jesús, con los diversos procedimientos que usó Pilato para ver de soltarle; el diálogo repetido con Jesús; la flagelación, la coronación de espinas y la burla que los soldados hicieron de Jesús; y, «a la hora sexta»; es decir, entre las nueve y las doce de la mañana, ya le vemos en la cruz. Esto quiere decir que, en el espacio máximo de seis horas, se llevó a cabo todo el proceso. Podemos decir que, en el proceso de Jesús, se batieron todas las marcas de injusticia y de velocidad. Al llevarlo al Gólgota, hemos de notar: I. Un personaje al que mencionan los cuatro evangelistas: «Y cuando lo llevaban, tomaron a cierto Simón de Cirene, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras Jesús» (v. 26). Era costumbre que los ajusticiados llevasen su propia cruz hasta el lugar del suplicio. En este caso, no fue por compasión, sino por temor de que se les muriese en el camino, por lo que los enemigos de Jesús hicieron que Simón llevase la cruz, después que el cortejo había pasado la puerta de la ciudad, como sabemos por Mateo. Dice Lenski: «Estamos en lo cierto al creer que Jesús cayó bajo el peso de la carga; se desplomó tan completamente que aun sus ejecutores vieron que ni sus golpes ni sus maldiciones podían mantenerle en pie». Y, para ellos, habría sido una verdadera lástima no verle morir en la Cruz. II. Sólo Lucas menciona el episodio que sigue a continuación (vv. 27–31). No todos eran enemigos de Jesús: «Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que se dolían y se lamentaban por Él» (v. 27). Como hace notar Lenski, estas mujeres no eran precisamente discípulas de Jesús: se lamentaban de Él como se hace duelo de alguien que ya está muerto, pero no lloraban por los pecados de los gobernantes, ni por los de la nación, ni siquiera por sus propios pecados. Hay muchos que se lamentan de los sufrimientos de Cristo, pero no le aman de veras ni creen en Él para salvación (basta con presenciar las famosas procesiones de Semana Santa en España. Nota del traductor). Cristo se volvió hacia estas mujeres y les dijo que no se lamentaran por Él, sino por ellas mismas (v. 28). 1. «Hijas de Jerusalén»—les dice—, no de Galilea sino de la capital de Judea; «cesad de llorar por mí» (lit. de acuerdo con la regla del presente), «sino dirigid ese llanto hacia vosotras mismas y hacia vuestros hijos.» Cuando, con los ojos de la fe, vemos a Jesús en la Cruz, debemos llorar, no por Él, sino por nosotros, pues la cruz de Cristo no está destinada a suscitar en nosotros sentimientos de lástima, sino lágrimas de arrepentimiento por nuestros pecados, y de fe gozosa por el perdón que, a la vista de ese sacrificio, se nos pone al alcance de la mano (v. 2 Co. 5:19–21). La muerte de Cristo significaba la victoria sobre nuestros enemigos, y nuestra libertad del pecado, de la muerte y del Infierno, con el rescate de una vida eterna para nosotros (1 P. 1:18–19). 2. A continuación, Jesús explica a estas mujeres la razón por la que deben llorar por ellas mismas y por sus hijos: Se acercan horas particularmente tristes para los judíos de aquella generación. Hacía poco que el Maestro había llorado sobre Jerusalén (19:41–44) y ahora les pide a estas mujeres que hagan lo mismo. Jesús predice la caída de la ciudad y lo hace mediante dos dichos proverbiales que expresan algo extremadamente terrible: quedar sin hijos y ser sepultadas vivas: (A) «Porque he aquí que vendrán días en que dirán: Dichosas las estériles, y los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron» (v. 29). Envidiarán precisamente lo que toda mujer judía temía sobremanera: la esterilidad. (B) «Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos» (v. 30, comp. con Ap. 6:16). Desearán pasar desapercibidas en las más oscuras cavernas e incluso, sepultadas por las rocas, para estar a salvo de estas calamidades, aun cuando corran el riesgo de quedar despedazadas. 3. Les muestra también cuán fácil es adivinar con base en los sufrimientos que Él iba a padecer ahora, la desolación inminente de la ciudad: «Porque si en el leño verde hacen estas cosas ¿qué sucederá con el seco?» (v. 31). Cristo era el leño verde, florido y fructífero; si en Él, pues, hacía tales estragos el fuego de la justicia divina, ¿qué le habría ocurrido a toda la raza humana, si Él, Cordero sin mancha, no se hubiera interpuesto; y qué les sucederá a esos árboles continuamente secos, no obstante todo lo que el Señor ha llevado a cabo a fin de hacerlos fructíferos? La consideración de los amargos sufrimientos del Salvador debería estimularnos a una actitud de temor y reverencia frente a la justicia de Dios. Los más grandes santos, comparados con Cristo, son como árboles secos; y si Él sufre, ¿cómo no vamos a esperar también nosotros sufrir con Él? Versículos 32–43 I. Aquí hallamos ciertas porciones acerca de los sufrimientos del Señor, las cuales hallamos también en Mateo y Marcos. Vemos, en efecto: 1. Que «llevaban también a otros dos que eran malhechores para ser ejecutados con Él» (v. 32). Éstos iban por ser malhechores pero Jesús era inocente, aunque Dios le hizo pecado por nosotros (2 Co. 5:21). 2. Que fue crucificado en un lugar llamado Cráneo (v. 33. Lit.); seguramente, por su forma. La crucifixión era el tormento más penoso e ignominioso de todos. 3. Que fue crucificado «en medio de los dos ladrones: uno a la derecha y otro a la izquierda» (v. 33; Jn. 19:18). No sólo fue considerado transgresor, sino también «contado con los pecadores» (Is. 53:12) y puesto en medio, como el principal de ellos. 4. Que los soldados a cuyo cargo corría la ejecución se hicieron con las vestiduras de Jesús, pues eran como la propina que se les daba por tan macabra tarea: «Y repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes» (v. 34b). 5. Que tuvo que soportar las befas y los ultrajes de los que le contemplaban: «El pueblo estaba de pie, mirando; y aun los gobernantes se burlaban de Él» (v. 35). Le retaban a que se salvara a sí mismo, y bajase de la cruz. Pero no podía salvarse a sí mismo, si nosotros habíamos de ser salvos. «También los soldados le escarnecían … diciendo: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (vv. 36–37). 6. Que la inscripción puesta sobre su cabeza decía: «ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS» (v. 38). Con base en el relato de los otros evangelistas, puede fácilmente hallarse la inscripción completa. Se le daba muerte por pretender—según sus enemigos— hacerse rey; pero Dios intentaba, al permitirlo, que se declarase públicamente, en las tres lenguas del imperio, la verdadera realeza de Cristo, de modo que todos los hombres pudiesen conocerle como a tal. II. Pero hay dos pasajes, y de gran importancia, que sólo se hallan en Lucas: Uno es la oración por los que le crucificaban, el otro es la conversión de uno de los dos ladrones que estaban crucificados junto a Él. 1. En el versículo 34a, tenemos la oración de Jesús por sus enemigos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Siete importantes palabras (o frases) pronunció Jesús desde la Cruz antes de morir, y ésta es la primera de ellas. Tan pronto como fue levantado en la Cruz, o poco después de haber sido clavado en ella, pronunció Jesús esta plegaria, en la que podemos observar: (A) La petición misma: «Padre, perdónales». El pecado del que eran culpables, justamente podría ser tenido por imperdonable. Sin embargo, Cristo intercedió por ellos (v. Is. 53:12). Pero los dichos de Jesús, en general, y los que pronunció sobre la Cruz, en particular, tienen alcance universal. No sólo a quienes le crucificaban, sino también a todos nosotros alcanza la oración del Salvador: Todo el que se arrepienta y crea en el Evangelio, obtendrá el perdón que Jesús pidió para sus perseguidores. Su sangre «habla mejor que la de Abel» (He. 12:24): la de Abel pedía venganza; la de Jesús, perdón. (B) La razón que alega: «Porque no saben lo que hacen». Pablo explica que si lo hubiesen sabido, «no habrían crucificado al Señor de la gloria» (1 Co. 2:8). Este texto sería bastante para excusar de «deicidio» a los contemporáneos de Jesús. Hay una clase de ignorancia que excusa, aunque no del todo, la culpabilidad del pecado: la que alguien sufre por falta de medios de conocimiento, o por falta de capacidad para recibir instrucción. Los que crucificaron al Salvador eran mantenidos en la ignorancia por parte de los gobernantes de la nación, y compartían los prejuicios de éstos contra la persona y la doctrina de Jesús; por lo cual, pensaban que estaban rindiendo a Dios un servicio grato (comp. con Jn. 16:2; Hch. 3:17; 1 Ti. 1:13). Tales personas son dignas de lástima y hemos de orar por ellas. Y, al orar, hemos de llamar Padre a nuestro Dios; y la mayor gracia que podemos pedirle, tanto para nosotros como para otros, es que nos perdone los pecados. Hemos de orar, como Jesús, por nuestros enemigos (6:28, comp. con Mt. 5:44). Si Cristo oró por tales enemigos, ¿qué enemigos podemos tener nosotros por quienes no hayamos de orar? 2. La conversión de uno de los dos ladrones que estaba en cruz junto al Señor. Cristo fue crucificado entre dos ladrones y en ellos están representados los diferentes efectos que la Cruz de Cristo había de producir en los hijos de los hombres. La Cruz de Cristo y su mensaje son: para unos, «olor de muerte para muerte»; para otros, «olor de vida para vida» (2 Co. 2:16). (A) Aquí tenemos a uno de los malhechores crucificados que se endureció hasta el final. Estando cerca de la cruz de Cristo, «le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros» (v. 39). A pesar de que se hallaba en medio de tremendos dolores y en la agonía, no humilló su perverso corazón ni aprendió a hablar bien, como hacía su compañero de suplicio. Retaba a Cristo a que se salvase a sí mismo y a ellos. Hay quienes aun en medio de los mayores sufrimientos, tienen la imprudencia de injuriar al Señor y, al mismo tiempo, esperar que se apiade de ellos y los salve. (B) Pero el otro malhechor, aun cuando parece ser (Mt. 27:44) que comenzó injuriando también al Señor, se ablandó en el suplicio. Es muy probable que, bajo la operación misteriosa de la gracia, este hombre llegase a percatarse de que aquel extraño personaje que pendía también de una cruz como él, fuese realmente «rey», como se leía en la inscripción que figuraba en la cabecera de la cruz del Salvador. La forma en que Jesús sufría el tormento y, quizá, la grandiosa majestad con que se dirigía a Dios su padre para pedir perdón a favor de los que le crucificaban, debieron de influir poderosamente sobre este otro malhechor. Lo cierto es que ha llegado a ser un monumento de la divina misericordia. Como alguien ha escrito: «Uno de los malhechores se condenó para que así nadie se atreva a menospreciar la justicia divina; pero el otro se salvó, a fin de que nadie llegue a desesperar de la salvación». Con esto aprendemos que nunca es tarde para un verdadero arrepentimiento, aunque sería un loco quien dejase el arrepentimiento para tan tarde. Parece ser que este hombre no había tenido antes la oportunidad de escuchar a Jesús ni se le había ofrecido la gracia del Evangelio hasta ahora; pero estaba destinado a ser un ejemplo singular del poder de la gracia del Espíritu Santo. Cristo, tras conseguir la gran victoria contra Satanás en la destrucción de Judas y en la preservación de Pedro, añade a su triunfo este maravilloso trofeo de su gracia. Para percatarnos de lo extraordinario del caso, observemos lo siguiente: (a) La extraordinaria operación de la gracia de Dios sobre este hombre, la cual se hace patente en lo que Él dijo: Primero, al otro malhechor (vv. 40–41): (1) «Le reprendía diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, viendo que estás bajo la misma sentencia de condenación? (v. 40). Esto insinúa que fue el temor de Dios lo que le frenó para no seguir injuriando a Jesús como lo hacían los demás. Viene a decir al otro: «Si tuvieses un poco de temor a Dios y de humanidad hacia quien está en el mismo suplicio que tú, no te atreverías a insultarle. Estás, como él, a punto de morir ¿y no temes comparecer ante la presencia de Dios?» (2) Reconoce que ellos están sufriendo lo que se merecían: «Nosotros a la verdad, justamente padecemos, porque estamos recibiendo lo que merecieron nuestros hechos» (v. 41). Los verdaderos penitentes reconocen la justicia de Dios en todo lo que sufren a causa de sus pecados. Dios hace justicia; nosotros hemos obrado inicuamente. (3) Por el contrario, asegura que Jesús «no ha hecho nada impropio» (lit. nada fuera de lugar). Los principales sacerdotes habían hecho crucificar a Jesús como a gran criminal, ajusticiándole entre dos malhechores; pero este ladrón tenía un sentido más fino que ellos, al proclamar la inocencia completa de Jesús. Segundo, al Señor Jesús: «Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (v. 42). Ésta es la oración de un pecador moribundo a un Salvador moribundo. Fue un gran honor para Cristo el que este hombre le hiciese esta petición. Y fue una gran dicha para el ladrón el orar de ese modo. Como alguien ha dicho: «Fue tan buen ladrón que murió robando el Cielo». Quizás este hombre no había orado jamás en su vida; sin embargo, fue oído ahora y salvo poco antes de exhalar el último suspiro. Obsérvese la fe que muestra en su oración. Al confesar sus pecados (v. 41), había mostrado arrepentimiento para con Dios; en esta oración, mostró su fe en el Señor Jesucristo (v. Hch. 20:21). Reconoce que Jesús es Señor y que posee un reino y que va ahora a ese reino y que serán dichosos los que participen de las bendiciones de ese reino. Creer y reconocer esto, precisamente en aquel día y en aquella hora, fue algo realmente extraordinario, pues ello suponía la creencia en otra vida después de ésta y deseaba ser dichoso en esa vida, no ser salvo de la cruz presente, como el otro ladrón pedía, sino bien provisto para la eternidad mediante el fruto de la Cruz de Cristo. Obsérvese también su humildad en la oración: Todo lo que pide al Señor es un recuerdo, al hacer referencia al reino de Cristo. Y Cristo hizo mucho más que acordarse de él. Hay cierto aire de urgencia e importunidad en la plegaria de este hombre. Parece como, si al salírsele ya el alma, viniese a decir a Jesús: «Señor acuérdate de mí; no deseo más; en tus manos encomiendo mi caso». Ser recordados por Cristo, ahora que está como Soberano a la diestra del Padre, es algo que deberíamos pedir y desear ardientemente, eso será suficiente para asegurar nuestro bien en esta vida y en la hora de la muerte. (b) El extraordinario favor que Jesús concedió a este hombre: «Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo: Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (v. 43). Jesús pone su Amén («De cierto») a esa oración y le concede mucho más de lo que había pedido el ladrón moribundo. Éste se contentaba con un recuerdo para el futuro; Cristo le asegura una posesión para aquel mismo día, antes de que se pusiera el sol. Notemos: Primero, a quién son dichas esas consoladoras palabras: al ladrón arrepentido. Aun cuando Cristo se hallaba ahora bajo los mayores tormentos físicos y próximo a la muerte, tuvo una palabra del mayor consuelo para un pobre moribundo arrepentido. Los más grandes pecadores, si se arrepienten sinceramente, obtendrán, por medio de Jesucristo, no sólo el perdón completo de todos sus pecados, sino también un lugar en el paraíso de Dios. Segundo, quién dice esas palabras. El Salvador del mundo, el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Ti. 2:5); con esa frase, declaró Jesús el verdadero propósito y significado de sus propios sufrimientos: Así como moría para alcanzarnos el perdón de los pecados (v. 34), así también moría para alcanzarnos la vida eterna. Por esas palabras entendemos que Jesucristo murió para abrir las puertas del reino de los cielos a todos los creyentes arrepentidos. (1) Cristo nos hace saber que va derecho al paraíso Él mismo. Por la Cruz a la Luz, a la corona de gloria, y nosotros no podemos ir al Cielo por otro camino que el que Jesús recorrió. (2) Hace saber a todos los creyentes arrepentidos que, cuando mueran, irán a su presencia, para gozar con Él por toda la eternidad. Las normas gramaticales y el sentido común nos hacen rechazar la interpretación de adventistas y «testigos de Jehová» que puntúan así la frase: «De cierto te digo hoy: Estarás conmigo en el Paraíso», pues ese «hoy» quedaría completamente fuera de lugar, en una necia e inútil tautología. (3) En cuatro palabras, como advierte Bossuet, condensa el Señor la mayor dicha posible: «Hoy» ¡qué prontitud! «estarás» qué seguridad! «conmigo» ¡qué compañía! «en el Paraíso» ¡qué felicidad! Versículos 44–49 I. Vemos ahora los prodigios que acompañaron a la muerte de Jesús. 1. El oscurecimiento del sol a mediodía: «Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena» (v. 44), es decir, hasta las tres de la tarde. «El sol se oscureció» (v. 45a) contra las leyes de la naturaleza, pues era el mediodía y en tiempo de luna llena, cuando es físicamente imposible un eclipse de sol. 2. «Y el velo del templo se rasgó por la mitad» (v. 45b). Por los otros evangelistas sabemos que se rasgó «de arriba abajo» (v. comentario a Mt. 27:51; Mr. 15:38). El primer prodigio se obró en el Cielo, este otro, en el templo; pues ambos aparecen en la Biblia como «casa de Dios». Con la rasgadura del velo se daba a entender la supresión de la ley ceremonial y de todos los demás obstáculos que impedían el acercamiento confiado al trono de la gracia y de la misericordia (He. 4:16). II. Lucas pasa rápidamente a referirnos el último suspiro de Jesús, juntamente con la séptima y última palabra que pronunció en la Cruz: «Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (v. 46). Cuando, con las palabras del salmista, había gritado su desamparo, había dicho: «Dios mío, Dios mío» (v. Mt. 27:46; Mr. 15:34, comp con Sal. 22:1); pero ahora, también con palabras de David (Sal. 31:5) le llama «Padre». En todo caso, Cristo murió con las palabras de la Escritura en su boca. Cristo, inmediatamente antes de exhalar el último suspiro, expresó en estas palabras su función de Mediador. Es ahora cuando consumaba su holocausto (He. 13:12), hacía su expiación por el pecado (Is. 53:10), y daba su vida en rescate por muchos (Mt. 20:28). Con esas palabras, venía a depositar el sacrificio en el altar de la Cruz (He. 13:10) y en manos de Dios, a quien todo sacrificio ha de ofrecerse. La voluntad del oferente era un requisito indispensable para la aceptación del sacrificio, y así lo hizo Jesús desde su entrada en este mundo (He. 10:5–9, en cuanto al holocausto), y ahora (en cuanto a la expiación). Como escribió Bossuet: «Lo más grande del mundo es Cristo; lo más grande de Cristo, su Pasión y Muerte; lo más grande de su Pasión, su último suspiro, pues en Él se consumó la obra de la Redención». Así, pues, Cristo puso en manos del Padre su espíritu, para recobrarlo al tercer día en su gloriosa resurrección. Al tomar la frase del Salmo 31:5, Cristo adaptó las palabras de David para uso de los creyentes moribundos; con ellas, hemos de mostrar que entregamos libremente nuestra vida en manos del Señor y que creemos firmemente en la vida venidera, al decirle a Dios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». III. La impresión que la muerte de Cristo hizo en quienes la presenciaban: 1. El centurión que había estado al mando del pelotón de ejecución, se vio tremendamente afectado por lo que vio: «Cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Realmente este hombre era justo» (v. 47). Era romano, un pagano; sin embargo, «dio gloria a Dios», y testificó de la inocencia de Jesús. Por Mateo y Marcos, sabemos que su testimonio fue mucho más allá, al confesar: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt. 27:54; Mr. 15:39). La opinión de que, con estas palabras, el centurión confesaba la deidad de Cristo no es sostenible. En boca del centurión y de los demás espectadores, había de tener el mismo sentido que en labios de Caifás—Mt. 26:63—, a saber del Mesías profetizado como se deducía del Salmo 110:1. Con todo, es lo más probable que las palabras del centurión constituyan una declaración de fe salvífica. (Nota del trad.) 2. El resto de los espectadores quedó igualmente afectado: «Y toda la multitud de los que habían acudido a este espectáculo viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho» (v. 48). Sólo Lucas refiere este detalle. Es probable que la multitud ésta fuese la misma que, por la mañana de aquel día había gritado a Pilato: «¡Crucifícale, crucifícale!», y la que había insultado al Salvador con burlas y denuestos cuando Él estaba en la cruz; pero ahora sus bocas estaban cerradas, y sus conciencias estaban sobrecogidas de espanto: «se volvían golpeándose el pecho», conscientes de que algo terrible había acontecido, y temerosos de la venganza de Dios; pero no se entrevé que tuviesen verdadero arrepentimiento, y hay razón para temer que la mayoría de ellos olvidasen pronto lo sucedido. Así pasa con muchos que se sienten momentáneamente conmovidos al oír o leer el relato de la Pasión y Muerte del Salvador, pero esto hace muy poca mella en sus vidas. Pueden llegar a la admiración, pero no al sincero arrepentimiento ni a la fe genuina. 3. Sus amigos y seguidores se vieron obligados a mantenerse a cierta distancia, «mirando estas cosas» (v. 49), aunque unos pocos de ellos estuvieron (al menos, durante algún tiempo) al pie de la cruz, como vemos por Juan 19:25–27. Lucas dice que allí, de pie y a distancia, estaban «todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea». Versículos 50–56 Ahora refiere Lucas el sepelio de Jesús. I. Quiénes le sepultaron. Expresamente se nombra aquí a «un hombre llamado José» (v. 50), y se nos describe su carácter y posición social: «el cual era miembro del consejo [es decir, del Sanedrín], varón bueno y justo», esto es, hombre de reputación irreprochable por su virtud y piedad, no sólo justo para con todos, sino también bueno para todos los que le necesitaban. Era persona de alto rango, uno de los ancianos de la asamblea de Israel. Aunque pertenecía al consejo de los que habían condenado a muerte al Señor, él «no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos» (v. 51). Y no sólo no había consentido con ellos, sino que estaba de parte del Señor, por cuanto «también estaba esperando el reino de Dios». Hay muchos que, aunque no hacen alarde exterior de su profesión cristiana, están más dispuestos a prestar servicio al Señor que otros que hacen mayor ostentación y meten más ruido. II. Qué es lo que llevó a cabo a fin de dar decente sepultura al Señor: 1. «Fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús» (v. 52). Dice Bliss: «El acto fue algo extraño, ya que rarísimas veces alguna persona mostraba preocupación con respecto al cuerpo de alguien que hubiera sido colgado en una cruz. Más todavía, el hecho requería una considerable intrepidez en tal tiempo, para mostrar interés en el cuerpo de ese hombre». 2. «Y descolgándolo [al parecer con sus propias manos. Por Juan 19:39–40 sabemos que en está tarea le ayudó Nicodemo], lo envolvió en una sábana» esto es, en una tela de lino, como acostumbraban los judíos amortajar a sus difuntos (v. Jn. 11:44). III. Dónde fue sepultado: «En un sepulcro excavado en roca en el cual aún no se había puesto a nadie». Esto es lo que Mateo quiere dar a entender, al decir que «lo puso en un sepulcro nuevo» (Mt. 27:60). El sepulcro era propiedad de José de Arimatea, y estaba sin estrenar. IV. Cuándo fue sepultado: «Era el día de la Preparación [de la Pascua], y estaba para comenzar el sábado» (v. 54). Esta es la razón por la que se dieron tanta prisa: porque estaba para comenzar el día de reposo. Aunque estaban de duelo por la muerte de Cristo, debían prepararse para la santificación del sábado. V. Quiénes asistieron al funeral: ninguno de los apóstoles, sino solamente «las mujeres que habían venido con Él desde Galilea» (v. 55), las cuales, así como estuvieron cerca de Él mientras estaba colgado en la cruz, «siguieron también, y vieron el sepulcro, y cómo fue puesto su cuerpo». No las llevaba allá la curiosidad, sino el afecto que profesaban al Señor. VI. La preparación que hicieron para embalsamar el cuerpo del Maestro, después de la sepultura: «Y regresando, prepararon especias aromáticas y ungüentos» (v. 56), lo cual mostraba el amor que le tenían más bien que la fe en su resurrección porque, si hubiesen recordado y creído que había de resucitar al tercer día, se habrían ahorrado el dinero y el esfuerzo. Pero a pesar de este preparativo, «descansaron el sábado, conforme al mandamiento». CAPÍTULO 24 En este capítulo de su Evangelio, Lucas nos refiere la triunfante resurrección del Señor, con muchos detalles que no hallamos en los otros evangelistas. Versículos 1–12 Las pruebas infalibles de la resurrección de Jesús son «cosas reveladas que nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos» (Dt. 29:29). En estos versículos hallamos algunas de esas pruebas. I. Vemos primero el afecto y el respeto que las buenas mujeres que habían seguido a Cristo mostraron a su cuerpo después de haber sido sepultado (v. 1). Tan pronto como les fue posible, a saber, tan pronto como pasó el día del sábado, «el primer día de la semana [con esta frase designa siempre el Nuevo Testamento al domingo], muy de mañana vinieron al sepulcro, trayendo las especias aromáticas que habían preparado» a fin de embalsamar el cadáver, ungirle la cabeza y el rostro, y quizá también las heridas de las manos y los pies, y esparcir las especias aromáticas por el cuerpo del Señor. Vemos el continuo celo de estas mujeres por servir al Señor. Las especias que, a toda prisa, habían preparado la tarde anterior al sábado las llevaron al sepulcro tan pronto como alboreó el primer día de la semana. Por Juan (Jn. 20:1) sabemos que salieron «siendo aún oscuro»; por Marcos (Mr. 16:2) que llegaron al sepulcro «cuando había salido el sol». Entre las varias mujeres que acudieron al sepulcro aquella mañana (vv. 1, 10), Lucas menciona por su nombre a «María Magdalena, Juana y María madre de Jacobo» (v. 10). Por los relatos de los cuatro evangelistas, vemos que la más prominente de todas fue María la Magdalena. Juana es la mencionada en 8:3 como «mujer de Cuzá». En cuanto a María, madre de Jacobo, no puede referirse a Jacobo el Mayor, por cuanto su madre, como de Juan, era Salomé; tampoco de Jacobo el hermano del Señor, porque nunca aparece la Virgen María en una frase semejante (siempre se dice «la madre de Jesús»). Hay quienes la identifican con la hermana de la Virgen (v. Jn. 19:25), mientras que otros, como Bliss, sostienen que es la «mujer de Cleofás» (Jn. 19:25) y madre de Jacobo el Menor. II. La sorpresa que las mujeres se llevaron al ver «que había sido retirada la piedra del sepulcro», y que éste estaba vacío (vv. 2–3). Estaban «perplejas por esto» (v. 4). Muchas veces, los buenos cristianos se quedan perplejos acerca de cosas y circunstancias que más bien deberían prestarles aliento y consuelo. III. El claro informe que dos ángeles les dieron acerca de la resurrección del Señor. Mateo menciona sólo uno (Mt. 28:2) al que Marcos llama «joven … vestido con una túnica blanca» (Mr. 16:5). Esta aparente discrepancia se explica fácilmente si se tiene en cuenta que la apariencia del ángel (ser espiritual, invisible) era la de un joven vestido de blanco (comp. con Jn. 20:12); por otra parte, es corriente en los evangelios la mención de un solo personaje, que hace de protagonista, aun cuando sean dos los que se hallan allí (comp. con el relato de la curación del ciego Bartimeo en Mr. 10:46, a la vista de Mt. 20:30). Cuando las mujeres vieron a los ángeles, se llenaron de miedo y bajaron el rostro a tierra (v. 5), no para mirar al sepulcro, sino en señal de respeto y reverencia, como lo da a entender el participio de presente, que indica una acción continua. Los ángeles les dicen entonces: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?» Aquí se nos da testimonio consolador de que nuestro Señor está vivo y glorioso (v. Ap. 1:18; 5:6 «en pie»). Como Job, podemos decir: «Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19:25). Y, porque Él vive, nosotros viviremos también (Jn. 14:19; Ro. 6:8). Al mismo tiempo, los ángeles lanzan un reproche a todos los que buscan a Jesús entre los muertos. (¿No es un síntoma el que, en las iglesias católico-romanas, predominen las estatuas de Cristo yacente, en vez de Resucitado? Nota del trad.) De nuevo, con otras palabras, los ángeles dan a las mujeres seguridad de la resurrección del Señor: «No está aquí, sino que ha resucitado» (v. 6). Y les refrescan la memoria con la predicción que el propio Señor había hecho repetidas veces (vv. 6–8). Por aquí vemos que estos ángeles no traen del Cielo un evangelio «nuevo» (comp. con Gá. 1:7–8), sino el mismo que el Señor había proclamado. IV. La alegría que las mujeres sintieron al oír estas buenas nuevas: «Entonces ellas se acordaron de sus palabras y, volviendo del sepulcro, refirieron todas estas cosas a los once, y a los demás» (vv. 8–9). Un oportuno recuerdo de las palabras de Cristo puede ayudarnos mucho a entender correctamente los designios misteriosos de la providencia de Dios. Pero no se quedaron allí paradas paladeando la buena noticia, sino que corrieron a comunicarla a los discípulos. V. La forma en que los apóstoles recibieron la noticia: «Mas a ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían» (v. 11). Pensaron que todo aquello era producto del sentimentalismo y de la imaginación calenturienta de unas pobres mujeres. Es que también ellos habían olvidado las palabras de Jesús. No podemos menos de asombrarnos de la estupidez de estos hombres; habían profesado creer que Cristo era el Hijo de Dios, le habían oído decir tantas veces que era preciso que muriese y resucitase al tercer día, le habían visto resucitar a otros, ¡y todavía eran tan tardos para creer! Deberían haberse avergonzado más bien de que unas mujeres les hubiesen ganado en valentía y amor al Maestro. VI. Pedro, como siempre, toma la iniciativa en la acción, al oír el informe de María Magdalena (v. Jn. 20:1–2, donde hallamos más detalles de esta visita de Pedro y Juan al sepulcro). Vemos que: 1. «Pedro se levantó y corrió al sepulcro» (v. 12). Conociéndole, podemos aventurarnos a pensar que no habría ido al sepulcro si las mujeres no le hubieran informado que la guardia puesta junto al sepulcro se había dado a la fuga. Muchos que tienen los pies ligeros cuando no hay peligro, son lentos y cobardes cuando asoma el menor peligro. 2. Llegado al sepulcro, Pedro «se asomó y vio las vendas de amortajar puestas allí solas»; es decir, como estaban después de amortajar el cadáver, pero sin el cuerpo (comp. con Jn. 20:6–7). Se ve que tuvo mucho esmero en percatarse de estos detalles. Parece como si no creyese a sus propios ojos, aun después del anuncio de los ángeles. Así de lento era Pedro para creer en la resurrección del Señor. 3. «Y se fue a casa asombrado de lo que había sucedido». Lo que a cualquier lector asombra es este asombro de Pedro, quien todavía no sabe qué pensar de todo ello. Sin embargo, podemos aplicar aquí lo que uno de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos aplicó a Tomás: «Más nos convence la duda de Tomás y la perplejidad de Pedro que la fe de las mujeres que fueron al sepulcro, porque ello demuestra contundentemente que la resurrección de Cristo no es un invento de unos discípulos fanatizados por la admiración a su Maestro, sino un hecho histórico que se impuso a la incredulidad persistente de los seguidores de Jesús». Versículos 13–35 El delicioso episodio que sigue, sólo se halla brevísimamente resumido en Marcos 16:12, pero Lucas nos lo ha conservado con todo lujo de detalles. Ocurrió el mismo día de la resurrección del Señor. Uno de los dos discípulos aquí mencionados era Cleofás (v. 18). Al ser éste un nombre al parecer común es muy problemático tratar de identificarlo con el esposo de la «María» de Juan 19:25, sin negar que pueda ser el mismo. En cuanto al otro, se han barajado muchas hipótesis sin fundamento (¡hay quienes han tratado de identificarlo con el propio Lucas!). Sin duda, eran discípulos asociados con los apóstoles. I. Vemos a estos dos discípulos caminando a Emaús y «hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido» (vv. 13–14). Emaús distaba «sesenta estadios», es decir, unos once kilómetros, «de Jerusalén» (v. 13). El tema que les ocupaba no era sólo la muerte del Señor, sino las noticias de su resurrección que los ángeles habían comunicado a las mujeres, y el informe subsiguiente de las mujeres a los discípulos—entre los que estos dos es seguro que se hallaban—(vv. 22–24). Parece ser que discutían perplejos sobre las probabilidades de tal resurrección. II. De improviso, y de incógnito, se les acerca el propio Señor. «Sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó y se puso a caminar con ellos» (v. 15), como un forastero que, al ver que iban por el mismo camino que Él, les haría saber que se sentía a gusto yendo en compañía de ellos. Conforme a su promesa, dondequiera que dos de los suyos se hallan tratando de las cosas de Dios, Cristo se unirá a ellos como un tercero en compañía y concordia. Así que estos dos debilitados antes en su fe y en su amor, quedaron fortalecidos como «cordel de tres hilos que no se rompe fácilmente» (Ec. 4:12). Ellos discutían entre sí sobre Cristo, y Él viene a poner fin a las dudas de ellos. Todos cuantos de veras buscan a Cristo, con toda certeza le hallarán. Pero aun teniendo a Cristo con ellos no le reconocieron al principio: «Mas los ojos de ellos estaban velados (lit. eran retenidos), para que no le conociesen» (v. 16). Si comparamos esto con el versículo 31 y con Marcos 16:12, nos percataremos de que este impedimento fue ordenado por el propio Señor a fin de que se expresasen con mayor libertad. III. Vemos a continuación la conversación que Cristo mantuvo con ellos, mientras no le reconocían, aunque Él sí les reconocía a ellos. 1. La primera pregunta que Cristo les hace es acerca de la tristeza que se traslucía en el rostro de ellos: «Y les dijo: ¿Qué discusiones son éstas que tenéis entre vosotros mientras camináis? Y se pararon con aspecto sombrío» (v. 17, lit.). Vemos pues: (A) Que su aspecto era sombrío. Habían perdido a su Maestro y, en su aprensión, estaban desilusionados de las esperanzas que habían puesto en Él. Dispuestos a abandonar la causa que habían seguido, no sabían qué nuevo rumbo tomar. Aunque Jesús había resucitado y ellos tenían suficiente información al respecto, se negaban a creerlo, al pensar quizá que era demasiado hermoso para ser verdadero. Como ellos, también los discípulos de Cristo en todas las edades, están a menudo tristes y sombríos cuando deberían estar contentos y animosos. Pero al menos, hablaban de Cristo. Cuando los creyentes gustan de conversar, no sólo acerca de Dios y su providencia, sino también de Cristo, de su gracia y amor, encontrarán en esas pláticas un excelente antídoto contra el desánimo y la melancolía. Al desahogar las penas se pueden aliviar las cargas. Quienes se comunican a la recíproca los problemas y las pesadumbres, han de comunicarse también los consuelos y las soluciones. (B) Que Cristo les pregunta acerca del tema de su conversación: «¿Qué discusiones son éstas que tenéis entre vosotros …?» Aunque el Señor había salido ya de su estado de humillación, condesciende tiernamente a interesarse por los problemas de los suyos. El Señor Jesucristo toma buena cuenta de la tristeza y del pesar de sus discípulos, y es afligido con las aflicciones de ellos. Con esto nos enseña a conversar amablemente, y poner verdadero interés en los asuntos y problemas de nuestros prójimos. No les va bien a los cristianos la morosidad o la timidez, sino que han de deleitarse en las buenas compañías. También nos enseña el Señor aquí a ser compasivos. Cuando vemos a nuestros amigos en apuros y tristeza deberíamos, como Cristo aquí, aportar el consuelo y el remedio que estén en nuestra mano. 2. En respuesta a la pregunta de Cristo, contestan ellos con otra pregunta: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no te has enterado de las cosas que en ella han acontecido en estos días?» (v. 18). Cleofás habla cortésmente. Debemos ser corteses con quienes nos preguntan cortésmente. Notemos que eran días de peligro para los discípulos de Cristo; con todo, Cleofás no sospecha de este forastero, ni piensa que sirva de espía para denunciarles. Todos sus pensamientos están ocupados en los padecimientos y en la muerte de Cristo, y se asombra de que alguien no tenga la mente ocupada en lo mismo. Como si dijese: «¡Cómo! ¿Eres tú tan forastero en Jerusalén, que no te has enterado de lo que le han hecho a nuestro Maestro?» Y se muestra dispuesto a informar sin tapujos a este forastero acerca del Señor. No iba a permitir que ningún ser humano estuviese ignorante de lo que le había acontecido a Jesús. Es curioso sobremanera que estos discípulos, que tan dispuestos estaban a informar al forastero, ¡iban a ser informados por Él! Así pasa con todo el que tiene y usa lo que tiene: se le dará más. Por lo que Cleofás dice, la muerte de Cristo ha sido el suceso más importante de la semana en Jerusalén, por eso, no puede imaginarse que haya alguien en la ciudad tan retirado de la sociedad como para no tener ni idea de algo tan extraordinario. 3. Como respuesta, Jesús aparenta no saber a qué se refiere Cleofás, y vuelve a preguntar: «¿Qué cosas?» (v. 19a). Con esta pregunta, el Señor aparecía todavía más como forastero. Parece como si Jesús, «por el gozo puesto delante de Él» (He. 12:2), tuviese en poco los padecimientos pasados. ¡Cómo no iba a saber Él qué cosas eran las que habían acontecido aquellos días, cuando eran tan amargas, tan penosas, y le habían acontecido a Él! Sin embargo, pregunta: «¿Qué cosas?» Quiere informarse de ellas por los labios de ellos, y luego les explicará Él el significado y objetivo de esas cosas. 4. Ellos, entonces, le dieron un informe completo, aunque resumido, acerca de Cristo. Obsérvese cómo le refieren los pormenores: (A) Tenemos aquí un compendio de la vida y del carácter de Jesús: Se trataba de Jesús nazareno, que fue un varón profeta (lit.) un maestro de parte de Dios, como lo confirmó con sus muchos milagros, prodigios gloriosos de gracia y de misericordia, de modo que había sido poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo (v. 19). Gozaba de gran aceptación por parte de Dios, y de gran reputación en todo el país. Hay muchos que gozan de reputación ante la gente, pero no tienen aceptación delante de Dios, pero Jesús había sido acepto a Dios y a los hombres. Quienes no conociesen esto eran verdaderos forasteros en Jerusalén. (B) Añaden una breve narración de los padecimientos y de la muerte del Señor: «Y cómo le entregaron los principales sacerdotes, así como nuestros gobernantes, a sentencia de muerte y le crucificaron» (v. 20). Podemos notar lo parsimonioso de esta declaración, sin lanzar juicios severos contra los que habían cometido tal crimen al crucificar al Señor de la gloria. (C) Dan a entender la desilusión que ellos mismos han sufrido con todo esto, como motivo de la tristeza que les embarga: «Pero nosotros esperábamos que Él era el que iba a liberar mediante rescate (lit.) a Israel» (v. 21). ¿Y no es Él quien redime a Israel? ¿No ha pagado con su muerte el precio de la redención de Israel? Pero ellos no se daban cuenta de ello, por su corazón tardo en creer. Esperaban de Él grandes cosas y, decepcionados ahora en sus esperanzas, la tristeza les quebrantaba el corazón. Si hubiesen creído a las mujeres, estarían contentos y más dispuestos que nunca a confiar en el que había efectuado ya la redención de Israel. (D) A continuación, expresan su asombro: «Ciertamente, y además de todo esto hoy es ya el tercer día desde que esto ha acontecido» (v. 21b). Como si dijesen: «Éste es el día en que se esperaba que resucitase y se mostrase públicamente en honor, después de haberse mostrado durante tres días en deshonor; pero nada sucede». Con todo, se ven obligados a admitir que hay informes de que ha resucitado, pero parecen tomar dichos informes muy a la ligera. «Y también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que de madrugada fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, los cuales dicen que Él vive» (vv. 22–23). Ellos, sin embargo, piensan que son fantasías de mujeres, sentimentales e impresionables. Reconocen que también algunos de los apóstoles habían visitado el sepulcro y lo habían hallado vacío (v. 24); «pero a Él no le vieron»—añaden—, como si dijesen: «No le vieron; por tanto, tenemos motivos para temer que no haya resucitado, porque de haber resucitado seguramente que se habría mostrado a ellos. Nuestras esperanzas quedaron clavadas en la Cruz y sepultadas en su tumba». 5. Al llegar a este momento, el Señor Jesús, aunque no había sido reconocido de ellos por el rostro, se manifiesta a ellos de palabra: (A) Les reprocha por la debilidad de su fe en las Escrituras del Antiguo Testamento: «Entonces Él les dijo: ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer!» (v. 25). Los llama insensatos, no en el sentido de impíos (comp. con Sal. 14:1), sino de débiles. Su insensatez consiste en su tardanza para creer, como pasa a quienes los prejuicios les impiden examinar imparcialmente los hechos y las razones y, en especial, por la tardanza en creer las Escrituras; en particular, las de los profetas. Si estuviésemos más familiarizados con las Sagradas Escrituras, con las instrucciones, los consejos y las exhortaciones que en ellas encontramos, no estaríamos expuestos a las perplejidades que con tanta frecuencia nos atormentan. (B) Les muestra a continuación que Jesús debía entrar en la gloria a través de los padecimientos de su Pasión, y que no había otra alternativa en los designios de Dios: «¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?» (v. 26). El «escándalo de la Cruz» era algo que los discípulos no podían digerir. Pero Él les muestra ahora dos cosas que ayudan a superar dicho «escándalo»: (a) «Era necesario que el Mesías padeciera estas cosas». Por consiguiente, sus padecimientos no eran una objeción contra su mesianidad, sino más bien una prueba contundente de la misma: No habría podido ser Salvador sin haber sido Sufriente. (b) «De este modo debía entrar en su gloria», como lo hizo por su resurrección y ascensión a los cielos. Se llama «su gloria»: la que había tenido junto al Padre desde antes de la fundación del mundo (v. Jn. 17:5), pero ahora acrecentada por su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz (v. Fil. 2:8–9). Con esto nos enseñaba que hemos de estar dispuestos a llevar, como Él la corona de espinas antes de llevar, con Él, la corona de gloria (1 P. 5:4). 12
(C) Les explicó después las Escrituras del Antiguo Testamento, y
les mostró cómo se habían cumplido en Jesús de Nazaret (v. 27): «Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas, se puso a explicarles en todas las Escrituras lo referente a Él». Les mostró así que los padecimientos sufridos por Él en aquellos días, eran el cumplimiento de las Escrituras. En todos los libros de la Biblia hallamos cosas referentes a Cristo; no se puede ir muy lejos en la lectura de la Palabra de Dios, sin topar con quien es la Palabra personal del Padre (Jn. 1:1, 14): alguna profecía, o promesa, oración o tipo; un hilo de oro en la gracia del Evangelio enhebra toda la trama del Antiguo Testamento. También se nos enseña aquí que las cosas referentes a Cristo deben ser explicadas. En el Antiguo Testamento aparecen oscuramente, conforme convenía a tal dispensación; pero ahora que el velo que
12Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1339 las cubría ha sido removido, el Nuevo Testamento ilumina las revelaciones del Antiguo. Jesucristo mismo es el mejor expositor de las Escrituras, especialmente de las que le conciernen a Él. Al estudiar las Escrituras, debemos hacerlo con método, pues el foco de la revelación aumenta progresivamente desde el principio, y es conveniente observar cómo «Dios, habiendo hablado en muchos fragmentos (lit.) y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, al final de estos días (lit.) nos ha hablado en el Hijo» (He. 1:1–2). Hay quienes estudian la Biblia y comienza por donde debían acabar, lo cual es desastroso. IV. Finalmente vemos en qué forma se manifestó Jesús a estos dos discípulos. ¡Qué precio tan alto pagaríamos por tener una copia del mensaje que Cristo les predicó por el camino y de la exposición que les hizo de las Sagradas Escrituras! Los discípulos quedaron tan encantados con la plática de Jesús, que la jornada se les hizo demasiado corta; y así «llegaron a la aldea adonde iban» (v. 28), es decir, a Emaús. Entonces: 1. Invitaron cortésmente a Jesús a que se quedara con ellos: «Él hizo como que iba más lejos». Nótese que no dijo que fuera más lejos, sino que aparentó como que iba a pasar de largo, y de largo habría pasado, si no le hubieran invitado a quedarse. Quienes deseen hospedar a Cristo, han de invitarle e importunarle a que se quede con ellos, pues con eso mostramos cuánto nos agrada y nos conviene su compañía. «Mas ellos le constriñeron diciendo: Quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya ha declinado» (v. 29). Los que han experimentado el gozo y el provecho de la comunión íntima con el Señor, no pueden menos de codiciar más su compañía y rogarle insistentemente que se quede con ellos, no sólo durante el día, sino especialmente al atardecer de la vida, cuando se alargan las sombras, y la cercanía de la noche, de la muerte (v. Jn. 9:4), nos avisa de que debemos prepararnos para venir al encuentro de nuestro Dios (Am. 4:12). 2. Cristo aceptó la invitación: «Entró, pues, a quedarse con ellos» (v. 29b). Él ha prometido: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Ap. 3:20). Y, una vez que entró, luego se manifestó a ellos (vv. 30–31). Podemos suponer que allí continuó la plática que había tenido con ellos durante el camino, mientras se preparaba la cena, lo cual se haría pronto para una mesa seguramente frugal. Pero todavía no le conocían, hasta que se dio a conocer a ellos mediante un gesto inconfundible: «Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, les dio» (v. 30). Ya sea que la mansión fuera la propia casa de estos discípulos, o que se tratara de una especie de «pensión», como opinan algunos, lo cierto es que a estos discípulos hubo de extrañarles que este «forastero» hiciese de anfitrión y pronunciase la bendición que competía al que ocupaba la cabecera de la mesa. Como dice Lenski: «La imaginación ha convertido esto en el Sacramento. Un sacramento extraño, en verdad, interrumpido en su primer acto y nunca completado». En efecto, estos discípulos no habían asistido a la institución de la Cena del Señor en el Aposento Alto; por tanto, no podían interpretar en este sentido el partimiento del pan en las manos del Salvador. Fue, sin duda, su manera peculiar de hacer la bendición del pan lo que abrió los ojos de estos discípulos. Así, pues, esta cena no fue ni una cena milagrosa, como en la multiplicación de los panes, ni una cena «sacramental», como en la institución de la Cena, sino una cena ordinaria. La compañía de Jesús les duró así solamente lo que duró el partimiento del pan, pero con eso aprendemos que, cuandoquiera nos sentemos a comer pan, hemos de creer que el Señor es nuestro divino Huésped y que se halla a la cabecera de nuestra mesa; hemos de tomar los alimentos como bendecidos por su mano, comer y beber para su gloria, y contentarnos con gratitud con lo que Él haya provisto para nosotros. «Entonces les fueron abiertos los ojos [una vez más notamos que un poder divino les había velado los ojos] y le reconocieron» (v. 31a). Se disipó la neblina, se les retiró el velo, y ya no tuvieron dudas de que se hallaban ante su Maestro. Él pudo haber tomado la forma de otro; pero ningún otro podía haber tomado la forma de Él; por tanto, no había duda de que era Él. Véase cómo, por medio de su gracia y de su Espíritu, se nos da a conocer Jesús. La obra queda completa cuando se iluminan los ojos de nuestro corazón (Ef. 1:18). Si tenemos la revelación del Hijo, pero carecemos de la iluminación del Espíritu, todavía estamos en la oscuridad. 3. Inmediatamente, Jesús desapareció de la vista de ellos (v. 31b. Lit. se volvió invisible para ellos). Tan pronto como ellos recibieron un rayo de luz de la gloria del Resucitado, Él se marchó no precisamente de la presencia de ellos, sino, como se advierte claramente en el original, de la vista de ellos. Podemos pensar que, de acuerdo con su estado glorioso, entró, por decirlo de algún modo, en otra dimensión. (Es opinión del que esto escribe que no es imposible la presencia física de Jesús a nuestro lado, aunque sea invisible a los ojos de la carne. Nota del traductor.) V. En los versículos siguientes, tenemos la reflexión de estos dos discípulos sobre lo que acababa de acontecerles, así como el informe que de ello dieron a sus hermanos de Jerusalén. 1. La reflexión que cada uno de ellos expresó sobre el influjo que la conversación de Jesús había ejercido en ellos: «Y se dijeron el uno al otro: ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las Escrituras?» (v. 32). Con esto vemos que no estaban revisando notas del sermón, sino recordando el fuego que ardía en el corazón de ellos cuando les explicaba las Escrituras. Hallaron poder en el mensaje, aun antes de reconocer al predicador. Les puso las cosas llanas y claras y, lo que es más, les metió en el alma un calor divino junto a la luz que iluminaba la mente de ellos. ¡Qué ejemplo para todo predicador del Evangelio! Ahora se percataban de que nadie, sino Jesús mismo, pudo ser el que les estuvo hablando durante todo el viaje. Véase aquí: (A) Qué clase de predicación es la que puede hacer bien a los oyentes: una predicación llana y clara como la de Cristo, «mientras nos hablaba en el camino»; y bíblica: «cuando nos abría las Escrituras». Los ministros de Jesucristo deben hacer de la Biblia el tema de su predicación, para que la gente saque de la Escritura la fuente de su conocimiento y la fundación de su fe, así como la norma de su vida. (B) Qué clase de atención al mensaje es la que da provecho a los oyentes: la que pone ascuas en el corazón, después de ponerlas en la cabeza (v. Ro. 12:20). Cuando somos íntimamente afectados por las cosas de Dios, especialmente por el amor que mostró Cristo al morir por nosotros, y sentimos que nuestro corazón es atraído a amarle a Él en justa correspondencia, y resulta todo ello en santos deseos y devociones, y en firmes resoluciones de una conducta digna de un verdadero cristiano, entonces es cuando nuestro corazón arde dentro de nosotros. 2. El informe que llevaron a los hermanos que estaban en Jerusalén (v. 33): «Levantándose en aquella misma hora …». Estaban de tal modo transportados de gozo por la manifestación que de Sí mismo les había hecho el Señor, que no pudieron terminar la cena, sino que, a pesar de lo intempestivo de la hora, regresaron a toda prisa a Jerusalén. Ahora que habían visto al Señor, ya no podían descansar mientras no hubiesen llevado a los discípulos las buenas noticias tanto para robustecer la fe de ellos como para consuelo de su espíritu atribulado. Es un deber para quienes han disfrutado de la manifestación del Señor hacer partícipes a otros de su experiencia. Estos discípulos estaban tan llenos de las cosas del Señor, que no podían contener el gozo que les embargaba y se veían constreñidos a compartirlo con sus hermanos en la fe. Y, a continuación vemos: (A) Cómo les hallaron comentando otra prueba de la resurrección de Jesús. Allí estaban los once apóstoles reunidos, y otros hermanos con ellos, los cuales «decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y se ha aparecido a Simón» (vv. 33–34). Que se apareció a Pedro antes que a los demás discípulos se confirma en 1 Corintios 15:5, donde dice Pablo: «y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (nótese que el apóstol cita como número «cerrado» los «doce», aunque sólo hubo doce después de la elección de Matías). También vimos que el ángel ordenó a las mujeres que lo dijesen especialmente a Pedro (Mr. 16:7), no precisamente por ser el «jefe» de la Iglesia, sino porque Pedro necesitaba más que los demás este consuelo, por haber negado al Maestro y estar, por consiguiente, desconsolado más que el resto pues no podría quitarse del pensamiento la idea de que, con aquellas negaciones, se había hecho indigno del apostolado. En esta perspectiva ha de leerse también Juan 21:15–17. Seguramente que el mismo Pedro habría referido a los demás esta visión del Señor, no para jactarse de ella, sino para confirmar la fe de los hermanos, los cuales hablan ahora llenos de exultación: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y se ha aparecido, no sólo a las mujeres, sino también a Simón». (B) Cómo confirmaron el informe que recibían de los discípulos con el relato de lo que a ellos mismos les había sucedido: «Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan» (v. 35). Las palabras que el Señor les había hablado en el camino, son llamadas aquí «las cosas», porque las palabras de Dios no son meros términos gramaticales, sino realidades eficaces y llenas de contenido (comp. con He. 4:12). Estas «cosas» nos acontecen muchas veces mientras vamos por el camino, divinas «casualidades», mejor llamadas «providencias», que nos salen al encuentro cuando menos las esperamos. Versículos 36–49 Cinco veces fue visto el Señor el mismo día en que resucitó: por María Magdalena en el huerto (Jn. 20:14), por las mujeres mientras iban a dar las nuevas a los discípulos (Mt. 28:9), por Pedro solo, por los dos discípulos que iban a Emaús, y ahora a la noche por los once y los que estaban con ellos. Vemos ahora: I. La gran sorpresa que se llevaron los allí reunidos, cuando se les apareció el Señor mientras comentaban estas cosas: «Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos» (v. 36), poniendo así fin a los comentarios con la prueba contundente de su propia presencia. Observemos: 1. El consuelo que les dio el Señor con su saludo: «Paz a vosotros» (v. 36b). Con esto les daba a entender que era una visita de afecto, de amistad y de consuelo. Puesto que no prestaban pleno crédito a quienes le habían visto, se presentaba Él personalmente. Les había prometido que, después de su resurrección, le verían en Galilea. Pero estaba tan deseoso de verles, que adelantó el encuentro, y vino a verles en Jerusalén. Cristo es a veces mejor que su palabra, pero nunca es peor. Con su saludo inicial, daba bien a entender el Señor que no venía a altercar con Pedro por haberle negado repetidamente, ni a los demás apóstoles por haber huido vergonzosamente en el huerto, sino que vino a ellos con toda amabilidad y mansedumbre, para darles a entender que les perdonaba completamente. 2. El susto que ellos se llevaron: «Entonces, espantados y atemorizados creían ver un espíritu» (v. 37) puesto que lo vieron en medio de ellos antes de que pudieran apercibirse de su llegada. El vocablo usado en Mateo 14:26 es phántasma = espectro, aparición o fantasma; pero el usado aquí es pneuma = espíritu, en el sentido de alma desencarnada. II. La gran satisfacción que obtuvieron, al oír el discurso del Señor, en el que tenemos: 1. El reproche que les dirigió por el espanto que mostraban: «¿Por qué estáis turbados, y se suscitan en vuestro corazón estos pensamientos?» (v. 38). Obsérvese: (A) Que, siempre que estamos turbados, se suelen suscitar en nuestro corazón pensamientos que nos hacen daño. Muchas veces, la turbación misma es efecto de los pensamientos que se suscitan en nuestro interior. Otras veces, los pensamientos que se suscitan son efecto de la turbación (v. 2 Co. 7:5: «de fuera, conflictos, de dentro, temores»). (B) Que muchos de los pensamientos que nos producen turbación se deben a nuestro equivocado concepto del carácter de nuestro Salvador. Aquí vemos a estos discípulos asustados al pensar que veían un espíritu, cuando estaban viendo a Jesús resucitado. Cuando Cristo, por medio de su Espíritu, nos convence y nos humilla por medio de las pruebas que la providencia de Dios nos envía, adquirimos un concepto errado de Él, como si fuera su intención hacernos daño, y esto nos asusta. (C) Que todos los pensamientos de miedo que surgen en nuestro interior son conocidos del Señor, lo cual ha de llenarnos de consuelo. Jesús regaña a los suyos por tales pensamientos, para enseñarnos a regañarnos a nosotros mismos por darles cabida en nuestro corazón. 2. La prueba que les dio de su resurrección, tanto para silenciar el miedo que tenían, como para fortalecerles la fe en la que flaqueaban. Dos son las pruebas que aquí les da: (A) Les muestra su cuerpo, en particular «sus manos y sus pies» (v. 39a). Como si dijese: «Ya veis que tengo manos y pies y, por tanto, un cuerpo verdadero; no soy, pues, un espíritu desencarnado; y podéis ver igualmente las marcas de los clavos en las manos y en los pies; es, por consiguiente, mi propio cuerpo; el mismo que visteis crucificado, no es otro cuerpo prestado». Y establece el siguiente principio: «Porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (v. 39b). Y apela: (a) a la vista: «Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo». Retuvo en sus manos y pies las señales de la crucifixión, no sólo como prueba de su identidad, sino también como garantía de su intercesión a nuestro favor en el Cielo. Una semana después mostró estas señales a Tomás, quien no se hallaba presente en la aparición que comentamos (v. Jn. 20:24). Si Él no tuvo empacho en mostrar las señales de sus llagas menos motivo tenemos nosotros para avergonzarnos de ellas, o de las que suframos por Él. (b) Apela también al tacto, sentido al que no se resisten las alucinaciones: «Palpad y ved». Como apóstoles que debían dar por todo el mundo un testimonio sin par del Señor resucitado, son invitados a palpar las llagas del Señor (comp. con 1 Jn. 1:1), a fin de que puedan proclamar la resurrección del Señor como testigos de primera mano y estar contentos por sufrir a causa de esta proclamación (v. Hch. 5:41). Hubo herejes en los primeros tiempos de la Iglesia, que afirmaron que Cristo nunca había tenido verdadero cuerpo humano, sino sólo apariencia de cuerpo (docetismo) y, por tanto, ni había nacido de veras de una mujer, ni había padecido de veras en la Cruz. ¡Bendito sea Dios, porque esta herejía quedó sepultada hace muchos siglos! Nosotros sabemos con certeza que Jesucristo no era un espíritu o aparición, ni antes ni después de su muerte, sino que tuvo siempre un cuerpo humano, real y verdadero, incluso después de su resurrección. (B) También come con ellos, para confirmar que su cuerpo era real y verdadero. Pedro enfatizó mucho este detalle cuando dijo: «Dios … le concedió hacerse visible … a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos» (Hch. 10:40– 41). Obsérvese que: (a) Aun después de mostrarles las manos y los pies, «todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban asombrados» (v. 41). Su fe se había debilitado de tal manera después de la muerte del Señor que ahora se mostraban sumamente reacios a creer en su resurrección. Esta dureza y tardanza en creer, de parte de los discípulos, es para nosotros, como ya apuntamos anteriormente, la mayor prueba de la verdad de la resurrección. Lejos de haber robado el cuerpo, como les calumniaban (v. Mt. 28:13–15), y decir: «Ha resucitado» sin que fuera verdad, están decididos a pensar una y otra vez: «No ha resucitado», cuando en realidad había resucitado. Así que cuando después lo creyeron lo proclamaron y se jugaron la vida por ello, lo hicieron sobre la prueba más contundente que pueda tenerse de la realidad de un acontecimiento. Pero hemos de añadir que, aun cuando se debiese a su debilidad la tardanza en creer, era, con todo, una debilidad excusable, pues no era debida a menosprecio de la evidencia que se les ofrecía sino a causa del gozo que les embargaba. Creían que era demasiado bello para ser verdadero. «Y estaban asombrados», es decir pensaban que, no sólo era demasiado bueno, sino también demasiado grande, para ser creído. (b) Para mejor convencerles y animarles, «les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?» (v. 41b). Así, pues, «le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y Él lo tomó, y comió a la vista de ellos» (vv. 42–43). Con esto mostraba que poseía un cuerpo verdadero, pues podía comer, aun cuando no necesitase de este alimento. Si los cuerpos glorificados pueden ejercer las funciones vegetativas es una mera curiosidad que Dios no ha tenido a bien revelarnos. Después lo hemos de saber por propia experiencia, si no nos hemos mantenido de meras curiosidades. 3. La inteligencia que les impartió de la Palabra de Dios: (A) Primero les refresca la memoria: «Éstas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros» (v. 44a). Como si dijese: «Ya os lo tenía dicho. Por tanto, deberíais recordarlo y creer sin dificultad». Para entender lo que Cristo nos dice, es menester que recordemos lo que ya tiene dicho en el Evangelio. El Señor se refiere a continuación al testimonio de las Escrituras que debían cumplirse con respecto a Él: «que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (v. 44b). Alude así a las tres secciones en que los judíos dividían las Escrituras del Antiguo Testamento, para dar a entender que toda la Escritura apuntaba a las cosas que se habían de cumplir en Jesús, aun las más duras y penosas. Igualmente se han de cumplir las que se refieren a su Segunda Venida en gloria. (B) Después, les ilumina el entendimiento: «Entonces les abrió la mente para que comprendiesen las Escrituras» (v. 45). En su conversación con los dos discípulos de Emaús, Jesús les retiró el velo que ocultaba la inteligencia de los textos sagrados, abriéndoles la mente. Jesús, por medio de su Espíritu actúa directamente en la mente y el corazón de los hombres, pues tiene acceso inmediato a nuestro interior y puede iluminarnos y calentarnos desde dentro. No es que de luz a la Palabra, pues ésta tiene luz propia, sino que ilumina nuestros ojos (Ef. 1:18) para verla y nuestra mente para entenderla. Incluso los hombres más santos necesitan esta iluminación, pues, aun cuando no sean ellos tinieblas, sino luz en el Señor (Ef. 5:8), están todavía, con respecto a muchas cosas, en cierta oscuridad (v. 1 Co. 13:12). El método con que Cristo actúa para llevarnos a la fe salvífica es mediante la apertura de nuestra mente, pues la vida divina comienza por luz (v. Jn. 1:4: «En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres»). Como alguien ha escrito: «La luz entra por la ventana de la mente aunque sea la voluntad la que abre la ventana». Por eso, «les abrió la mente», a fin de que con la puerta abierta, pudiese entrar la luz de la Palabra. El objetivo, pues, de esta apertura de la mente es que podamos entender las Escrituras, «las cuales nos pueden hacer sabios para salvación» (2 Ti. 3:15), ya que ésta es la verdadera sabiduría, sin la cual de poco nos puede servir todo lo que sepamos acerca de las cosas de este mundo. No es para que seamos sabios carnalmente, para «propasarnos de lo que está escrito» (1 Co. 4:6), sino para ser más sabios en lo que está escrito. Los alumnos de Cristo nunca saben más que su Biblia en este mundo, sino que siempre han de estar aprendiendo más y más de su Biblia. 4. Las instrucciones que les dio como a mensajeros y testigos suyos en todo el mundo (comp. con Hch. 1:8): Deben predicar en todas partes el Evangelio del que son testigos: «Y vosotros sois testigos de estas cosas» (v. 48), para que hagan partícipes de ellas a todas las naciones. Aquí vemos: (A) Lo que deben predicar: Han de predicar el Evangelio; deben tomar consigo su Biblia y mostrar al pueblo lo que está escrito allí acerca del Mesías, de sus sufrimientos, de sus glorias y de sus gracias, así como del reino venidero, y demostrarles que todo eso tiene su cumplimiento en el Señor Jesucristo. El compendio de todo el Evangelio está en los hechos salvífico de la muerte y resurrección del Señor (v. 46, comp. con 1 Co. 15:1–4): «Así está escrito, y así era necesario que el Cristo padeciese». Como si dijese: «Id y decidle a todo el mundo que Cristo padeció, como estaba escrito de Él. Id y predicad a Cristo crucificado, no os avergoncéis de la Cruz; no os avergoncéis de un Jesús sufriente. Decidles que era necesario que Él padeciera, que eso era menester para quitar el pecado del mundo. Decid también que resucitó al tercer día de entre los muertos; que también en esto se cumplieron las Escrituras. Id y decidles que el que estuvo muerto está vivo y vive para siempre, y tiene las llaves del sepulcro y del Hades». Dentro de la predicación del Evangelio, entra también que se predique en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados» (v. 47). Como si dijese: «Id y predicad a todas las naciones que, para alcanzar el perdón de los pecados y la vida eterna, es preciso que cambien de mentalidad, que su corazón y su vida experimenten un cambio radical mediante el nacimiento de arriba de Dios en Cristo, a cuyo servicio han de dedicarse por completo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios». El gran privilegio del perdón de los pecados es ofrecido por el Evangelio a todos cuantos se arrepientan y den crédito a la buena noticia del amor misericordioso de Dios: «Id y decidles a todos los hombres, miserables pecadores, que hay para ellos esperanza segura de salvación al alcance de la mano» (v. Mr. 1:15). (B) A quiénes han de predicar: (a) «a todas las naciones». Han de dispersarse por todo el mundo, y llevar consigo esta luz a dondequiera que vayan. Los profetas habían predicado arrepentimiento y remisión a los judíos, pero los apóstoles han de predicar a todo el mundo. Nadie quedará exento de la obligación que el Evangelio impone de arrepentirse, ni excluido de los inestimables beneficios que el Evangelio ofrece. (b) Deben «comenzar por Jerusalén» (comp. con Hch. 1:8). Allí debe comenzar la predicación del Evangelio. ¿Por qué? Primero, porque así está escrito y, por consiguiente, ese es el método que ha de seguirse: «Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Is. 2:3). Segundo, porque allí se verificaron las transacciones o hechos salvífico sobre los que el Evangelio tiene su fundamento y, por consiguiente allí deben ser testificados primeramente. Tan fuerte y tan brillante era el primer resplandor de la gloria del Redentor resucitado, que había de darles en la cara a los enemigos que se habían atrevido a llevar a Jesús al suplicio; esa luz iba a lanzarles el supremo reto. Tercero, para darnos un ejemplo sublime del perdón a los enemigos. El primer ofrecimiento de la gracia del Evangelio ha de ser hecho a la Jerusalén aquella «que mataba a los profetas y apedreaba a los que le eran enviados» (13:34). Y fue tan viva aquella luz, que en un solo día tres mil personas fueron añadidas a los discípulos del Señor (v. Hch. 2:41), hechas partícipes de la gracia del Evangelio. (C) Con qué ayuda contarían en su predicación: «He aquí que yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre [es decir, el Espíritu Santo—v. Hch. 1:4–5, 8—] … y seréis revestidos de poder desde lo alto» (v. 49). Aquí Jesús les asegura que, dentro de poco, será derramado sobre ellos el Espíritu Santo en mayor medida que en cualquier otro momento anterior de la Historia de la Salvación y, por este medio, serán equipados de todos los dones y gracias que son necesarios para el desempeño de tan Gran Comisión. Todos los que reciben el Espíritu Santo son revestidos de poder desde lo alto. Los apóstoles de Cristo no habrían podido jamás plantar el Evangelio y establecer el reino espiritual de Dios en la tierra, como lo hicieron, si no hubiesen sido revestidos de un poder tal. Este poder era una promesa del Padre y, por tanto, podemos estar seguros de que la promesa es inviolable, y de que la cosa prometida es inestimable (no tiene precio. Comp. con Hch. 8:20). Notemos que los embajadores de Cristo (v. 2 Co. 5:20) han de permanecer quietos hasta que reciban sus poderes. Aunque podría pensarse que nunca hubo cosa que demandase tanta prisa como la predicación del Evangelio, lo cierto es que los predicadores del Evangelio han de esperar hasta que sean revestidos de poder desde lo alto. En vano tratará un predicador o misionero de hacer impresión con sus mensajes y sus campañas evangelísticas, si antes no ha sido revestido de este poder del Espíritu. Versículos 50–53 En estos últimos versículos del Evangelio de Lucas se nos ofrece un breve relato de la ascensión del Señor a los cielos. Vemos: I. Cuán solemnemente se despidió Jesús de sus discípulos. Había de llevar a cabo su obra en ambos mundos el de aquí abajo y el de arriba; así como descendió del Cielo a la tierra mediante su encarnación, para llevar a cabo en este mundo la obra que el Padre le había encomendado (Jn. 4:34; 17:4), una vez consumada ésta (Jn. 19:30) había de volver al Cielo para residir allí (v. Jn. 16:28). Obsérvese: 1. Desde dónde ascendió: Desde el monte de los Olivos (véase Hch. 1:12), cercano a Betania (v. 50). Allí estaba el huerto donde sufrió su agonía y comenzaron sus padecimientos. Además, el hebreo Bethaniah significa «casa del gemido» (comp. con He. 5:7). Con esto se nos enseña que quienes deseen ir al Cielo, han de ascender allá desde la casa del sufrimiento y del gemido. Cerca de aquí, había pasado Jesús el día de su entrada en Jerusalén (19:29). 2. Quiénes fueron los testigos de su ascensión: sus discípulos; «los sacó fuera …» (v. 50a). Los discípulos no le vieron salir del sepulcro, porque la resurrección podía probarse mediante la evidencia de contemplarlo vivo después de su muerte, pero le vieron ascender a los cielos, porque no habrían podido de otro modo tener demostración ocular de su ascensión. 3. Cuál fue la despedida que les dio: «Y alzando sus manos, les bendijo» (v. 50b). No se marchó con enfado, sino con amor dejándoles su bendición para mostrar una vez más que, «habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin» (Jn. 13:1). 4. De qué forma se partió de ellos: «Y aconteció que mientras los bendecía, se fue alejando de ellos» (v. 51a). Así les daba a entender que su partida no ponía fin a sus bendiciones. Comenzó a bendecirles estando todavía en la tierra, y así continuó bendiciéndoles hasta su entrada en el Cielo. 5. Cómo nos es descrita su ascensión: (A) Alejándose de ellos. Así pasa con los seres a quienes amamos: los que nos instruyen, nos aman y oran por nosotros, llega un día en que tienen que marcharse de nuestro lado. Los que hasta ahora habían conocido al Señor «según la carne, de ahora en adelante ya no le iban a conocer según la carne» (v. 2 Co. 5:16). (B) «E iba siendo llevado arriba al cielo» (v. 51b). No necesitó carros de fuego ni caballos de fuego, como los que se llevaron a Elías (v. 2 R. 2:11), pues conocía bien el camino (v. Jn. 14:2–4). Este pasaje, que los exegetas liberales tratan de «desmitologizar», ha de ser tomado literalmente, si hemos de ser consecuentes con una correcta hermenéutica: El Señor Jesucristo ascendió visiblemente al Cielo y se halla localmente allí, aun cuando no sea estrictamente necesario poner el Cielo «más allá» del Universo conocido o por conocer, sino que puede hablarse sencillamente de la entrada en una dimensión diferente, lejos del alcance de nuestra vista corporal. II. Cuán gozosamente bajaron los discípulos del monte en el que habían visto al Señor ascender al Cielo. Vemos: 1. Lo que ellos hicieron al verle ascender: «Le adoraron» (v. 52a). Le prestaron el homenaje de adoración que, como a Señor e Hijo de Dios, le debían, y correspondieron, de este modo agradecidos, a la bendición que Él les impartía. La nube que le ocultó de sus ojos (Hch. 1:9), no le ocultó de la adoración y del servicio que ellos le prestaban. 2. «Después de haberle adorado, se volvieron a Jerusalén con gran gozo» (v. 52b). Volvieron a la ciudad, y volvieron con gran gozo. ¡Qué cambio tan maravilloso! Cuando Cristo les dijo que tenía que marcharse de ellos, la tristeza les llenó el corazón (Jn. 16:6); sin embargo, ahora que le habían visto marchar, se volvían llenos de gozo. Dice Bliss: «El Salvador había entrado en su gloria, y ellos estaban seguros de participar de la misma gloria cuando Él volviera a tomarlos consigo». 3. Vueltos a Jerusalén, abundaban en actos de devoción mientras esperaban la promesa del Padre (v. 53): «Estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios», es decir, acudían asiduamente al templo a las horas de oración. Frecuentaban el templo, como el Maestro lo había frecuentado. Sabían que los sacrificios del templo quedarían abolidos por el sacrificio de Jesús en el Calvario, pero la adoración y las alabanzas a Dios nunca habían de ser abolidas. No hay cosa que mejor prepare los corazones para recibir la gracia y el poder del Espíritu Santo que la oración y la alabanza gozosa. Con ello se silencian los miedos, se endulzan las penas y se robustece la esperanza. (El «Amén» con que se cierra el Evangelio en nuestra Reina-Valera no tiene la garantía de los principales MSS. Nota del traductor). 13
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13Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1345
14Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1330
15Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1314 16
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16Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1310
17Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1299
18Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1297
19Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
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