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LUCAS

Entramos ahora en las labores de otro Evangelista; su nombre es


Lucas. El nombre de Lucas aparece tres veces en las Epístolas de
Pablo y en ninguna otra parte de la Escritura: En Colosenses 4:14,
Pablo le llama «el médico amado». Por el versículo 11, deducimos
que Lucas no era judío; por tanto, el único escritor de la Biblia de
extracción gentil. Cuando Pablo se hallaba cercano a la muerte
tiene para Lucas una frase que le retrata como compañero
fidelísimo del apóstol: «Sólo Lucas está conmigo»; y, en los saludos
que Pablo envía a Filemón (Fil. v. 24), se encuentra Lucas, contado
entre los «colaboradores» del apóstol. De su vida anterior, sólo
sabemos que no conoció de vista al Señor (Lc. 1:2). De su vida
posterior a la redacción de Hechos, tampoco sabemos nada,
excepto lo que la leyenda, más bien que la tradición, nos ha legado:
que era también pintor y que pintó un cuadro de la virgen María.
Jerónimo (aprox. 347–420 d. de C.) dice que murió célibe a los 84
años de edad. Hay comentaristas que opinan que el «hermano cuya
alabanza en el Evangelio se oye en todas las iglesias» (2 Co. 8:18)
es Lucas. Después que Pablo llegó a Macedonia, Lucas se convirtió
en su compañero inseparable, como se ve por la introducción de la
primera persona del plural a partir de Hechos 16:10. Su estilo es
ordenado, esmerado, elegante y, a la vez, claro. Su griego es el
más puro y rico de todo el Nuevo Testamento. Aunque dedica su
Evangelio a un tal Teófilo, los verdaderos destinatarios son todos
los gentiles. Características singulares de Lucas son su interés y
precisión en lo que toca a enfermedades y otros detalles
relacionados con la medicina, los capítulos sobre la infancia de
Jesús, y su interés especial por presentar a Jesús como el Salvador
del mundo, los episodios de Zaqueo (19:1–10), del ladrón
arrepentido (23:39–43) y del buen samaritano (10:29–37), así como
las parábolas del hijo pródigo, que tantas conversiones ha suscitado
(15:11–32) y la del fariseo y el publicano (18:9–14). Como dice
Ryrie «Éste es un Evangelio del compasivo Hijo del Hombre, que
ofrece salvación a todo el mundo (19:10)».
CAPÍTULO 1
El Evangelio de Lucas comienza la narración de la vida de Cristo
en una etapa anterior a la de las narraciones de Mateo y de Marcos,
pues se remonta a la predicción e historia del nacimiento de Juan el
Bautista. A continuación, narra, en este mismo capítulo la
anunciación, hecha por el ángel Gabriel a la virgen María del
nacimiento de nuestro Salvador, la visita de María a su parienta
Isabel y los detalles en torno al nacimiento del Bautista.
Versículos 1–4
Aunque los excesivos cumplidos y el lenguaje de la adulación no
cuadran con el carácter cristiano y son reprobados por toda persona
honesta, no se sigue que el creyente haya de ser descortés y falto
de afabilidad y agradecimiento. No sabemos quién era este Teófilo
(«amado de Dios») a quien Lucas dedica el libro, sin faltar quienes
opinan que se trata de un nombre simbólico que comprende a todo
el que sea amigo de Dios. Pero no hay razón para descartar que se
trate de una persona particular, probablemente un alto magistrado,
a juzgar por el título con que Lucas se dirige a él, que es el mismo
con que Pablo se dirige al gobernador Festo. Con ello se nos
enseña que la religión no destruye la urbanidad, es decir los buenos
modales, conforme a la exhortación de Pablo de «pagar a todos lo
que les debemos … al que respeto, respeto; al que honor, honor»
(Ro. 13:7).
I. Por qué escribió Lucas este Evangelio. Es cierto que fue
movido o llevado por el Espíritu Santo (v. 2 P. 1:21), no sólo para
escribir, sino también en el escribir; pero en ambos casos fue
movido como un ser racional, no como una máquina y, por tanto, el
Espíritu Santo no le dispensó de usar sus facultades y su
información. Y lo que el Espíritu le movió a considerar fue:
1. Que las cosas de las que escribía eran «ciertísimas» (v. 1)
entre los que habían creído; y, por consiguiente, cosas en las que
debían ser instruidos. No pensaba escribir sobre cosas opinables o
discutibles, sino ciertísimas. La doctrina de Cristo es tan cierta que
miles y miles de los hombres más honestos de la Historia no han
dudado en aventurar su vida sobre ella.
2. Que se requería escribir ordenadamente estas cosas (v. 3) es
decir, que la compilación de la vida de Cristo (v. 1) había de
hacerse metódicamente. Cuando las cosas se ponen
ordenadamente sabemos mejor cómo hallarlas para nuestro propio
uso, y cómo guardarlas mejor para uso de los demás.
3. Que había muchos que habían tomado a su cargo compilar
relatos sobre la vida de Cristo. El servicio que otras personas
prestan a Cristo no debe suplantar al nuestro, sino estimularlo.
4. Que la verdad de las cosas que iba a escribir estaba
confirmada por el testimonio convergente de quienes habían sido
testigos competentes y de excepción de tales cosas. Lo que él iba
ahora a publicar estaba de acuerdo con lo que, una y otra vez,
había sido enseñado de palabra por «los que desde el principio
fueron testigos oculares y servidores de la Palabra (v. 2). Por aquí
vemos que:
(A) Los apóstoles eran «servidores de la Palabra» de Cristo. Así
como ellos la habían recibido, la ministraban a otros (1 Jn. 1:1). No
tenían un Evangelio que hacer como dueños, sino un Evangelio que
predicar como servidores. (Acerca del vocablo que Lucas usa:
hyperetai, digo en mi libro La Iglesia, Cuerpo de Cristo páginas
192–193: «indica el oficio de un remero de galeras, subordinado al
comandante de la nave [comp. con Hch. 13:5] y que corresponde al
hebreo hazzán, que designaba al guardián de los rollos de la Ley en
la sinagoga [Lc. 4:20]. Lucas 1:2 lo usa para el ministerio de la
Palabra, y el apóstol Pablo se lo apropia a sí mismo en Hch. 26:16;
1 Co. 4:1». Nota del traductor.)
(B) Los servidores de la Palabra eran «testigos oculares». Ellos
oyeron las enseñanzas de Cristo, vieron sus milagros y observaron
su conducta; no recibieron informes de segunda mano.
(C) Lo fueron desde el principio del ministerio de Cristo (v. 2).
Jesús tenía consigo a sus discípulos cuando llevó a cabo su primer
milagro (Jn. 2:11). Le acompañaron «todo el tiempo … comenzando
desde el bautismo de Juan hasta el día en que de entre nosotros
fue llevado arriba» (Hch. 1:21–22).
(D) El Evangelio escrito, que nos ha llegado hasta nuestros días,
coincide exactamente con el Evangelio que fue predicado en los
primeros días de la Iglesia.
(E) Lucas mismo llegó al conocimiento ciertísimo de estas cosas,
«después de haber investigado todo con esmero desde su origen»
(v. 3). Y, bajo la conducción del Espíritu Santo, llega a afirmar
implícitamente su competencia para tal trabajo, al decir: «me ha
parecido bien también a mí» (v. 3a), es decir, tan bien como a los
«muchos» del versículo 1. Y, de su capacidad de «buen
investigador», nos ha dejado sobradas pruebas, tanto en el
Evangelio como en el libro de Hechos. Se había impuesto como
sagrada tarea el informarse bien, y la iba a cumplir con toda
decisión. El Espíritu Santo escogió para esta tarea a un hombre
culto, honesto y de un equilibrio psicológico excepcional. Y la
inspiración ratificó lo que una buena información le proporcionó.
Bien podía hablar, no sólo de gran solidez (v. 4), sino de suprema
certeza (v. 1).
II. Obsérvese por qué lo dirigió a Teófilo: «Te he escrito estas
cosas, para que te percates bien de la solidez de las enseñanzas en
las que fuiste instruido» (v. 4). En esta frase queda insinuado que
había sido instruido, ya sea antes de ser bautizado, ya sea
después, ya se refiera a ambos tiempos, de acuerdo con Mateo
28:19–20. Con las mismas expresiones del original, podríamos
traducir: «para que conozcas a la perfección la solidez de las
enseñanzas sobre las cuales fuiste catequizado». Los creyentes
más expertos en la Palabra comenzaron por ahí: por ser
catequizados. Este Evangelio se escribió con la intención de que se
conociese la solidez, el terreno firme que pisamos cuando creemos
en el Evangelio. Y, por tener una fundación tan sólida, podemos
edificar, y ser edificados, sólidamente sobre él. Así, quienes han
sido bien instruidos en las cosas de Dios, deben poner toda
diligencia posible a fin de percatarse bien de estas cosas, para
saber no sólo lo que creemos, sino también por qué lo creemos y,
de este modo, «estar siempre preparados para … dar razón de la
esperanza que hay en nosotros» (1 P. 3:15).
Versículos 5–25
Mateo comienza su Evangelio con la genealogía y nacimiento de
Jesús. Marcos lo empieza con el ministerio del Bautista. Pero
Lucas, al haber determinado dar un relato más detallado de la
concepción y del nacimiento de Jesús, lo hace también de la
concepción y del nacimiento del Bautista.
I. Lo que nos dice de los padres del Bautista: Vivían en los días
de Herodes, rey de Judea (v. 5), el cual era idumeo, extranjero a la
ciudadanía de Israel y a los pactos de Dios con su pueblo, y un
mero representante de los romanos, quienes habían hecho
recientemente de Judea una provincia del Imperio. Lucas recalca
esto para hacer notar que el cetro se había marchado de Judá.
Precisamente cuando Israel está sojuzgado, es cuando va a
aparecer la gloria de Israel.
Y el padre de Juan el Bautista era sacerdote, descendiente de
Aarón, y su nombre era Zacarías («Jehová se acordó», comp. con
1:72). No hubo en el mundo familias tan honradas por Dios como
las de Aarón y David, con la primera hizo el pacto del sacerdocio;
con la segunda, el de la realeza. Cristo era de la casa de David, su
precursor de la de Aarón. Este Zacarías era del turno de Abías.
Cuando, en tiempo de David, se multiplicó la descendencia de
Aarón, el rey la dividió en 24 clases o turnos para mejor regularidad
en el desempeño del oficio. La octava de dichas clases era la de
Abías (1 Cr. 24:10), descendiente de Eleazar, el primogénito de
Aarón, una vez que Nadab y Abiú (que eran mayores) hubieron
muerto. La esposa de este Zacarías era también «una de las
descendientes de Aarón», y su nombre era Elisabet, el mismo
nombre que el de la mujer de Aarón (Elisheba, v. Éx. 6:23), que
significa «Dios es mi juramento» (comp. con 1:73). Los sacerdotes
procuraban casarse con mujeres de su misma tribu, aun cuando
había ciertos intercambios matrimoniales entre las tribus de Leví y
de Judá, lo que explica el parentesco de Elisabet y María. Ahora
bien, lo que aquí se nos dice de Zacarías y Elisabet es lo siguiente:
1. Que era una pareja muy piadosa: «Ambos eran rectos delante
de Dios» (v. 6). Eran real y sinceramente rectos, pues lo eran
delante de Dios; tenían la aprobación divina. Gran dicha es que
quienes están unidos entre sí por el matrimonio, estén ambos
unidos al Señor, «y caminaban irreprochablemente en todos los
mandamientos y ordenanzas del Señor». Lo demostraban, «no de
palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad» (1 Jn. 3:18); por el
camino en que andaban, y por la norma según la cual caminaban.
Caminaban, no sólo en las ordenanzas del Señor, las cuales decían
relación al culto divino, sino también en los mandamientos del
Señor que se refieren a todos los casos de una buena conducta. No
quiere decir esto que fuesen perfectamente santos, pero sí que
ponían todo su empeño en serlo (comp. con Fil. 3:6, donde sale el
mismo vocablo que aquí: ámemptos, irreprochable o irreprensible).
Aunque no eran sin pecado, eran sin reproche o, como dice Jesús
de Natanael, sin engaño (Jn. 1:47). Nadie podía acusarles de
ningún pecado notorio; vivían honestamente y sin ofensa para los
demás.
2. Que «no tenían hijo» (v. 7). Los hijos son herencia y regalo del
Señor. Son bendición valiosa y deseable; sin embargo, hay muchos
que son rectos delante de Dios, pero carecen de esta bendición.
«Elisabet era estéril», y comenzaban a perder la esperanza de tener
hijos, pues «ambos eran de edad avanzada» (lit. «avanzados en
sus días»). Muchos eminentes personajes del Antiguo Testamento
nacieron de madres que habían sido estériles, como Isaac, Jacob,
José, Sansón, Samuel y, ahora, Juan el Bautista, para que su
nacimiento fuese más señalado, y, para sus padres, una bendición
más valiosa.
II. La aparición de un ángel a su padre Zacarías, cuando estaba
ejerciendo en el templo su oficio (vv. 8–11).
1. Zacarías «estaba ejerciendo su ministerio sacerdotal delante
de Dios, en el turno de su grupo» (v. 8). Era su semana de espera,
y estaba desempeñando su oficio. Fue entonces, cuando «le tocó
en suerte, conforme a la costumbre del sacerdocio entrar en el
santuario del Señor a quemar incienso» (v. 9). ¡Gran suerte la suya!
Sólo una vez en la vida podía caerle esta suerte a un sacerdote.
Zacarías era ya viejo y nunca le había tocado esta suerte. Le tocó
pues, quemar el incienso en el altar de oro, el de los perfumes junto
al velo, aunque por la parte de afuera del Lugar Santísimo, en el
que sólo el sumo sacerdote, una vez al año podía entrar.
Mientras Zacarías quemaba el incienso en el santuario «toda la
multitud estaba orando fuera, a la hora del incienso» (v. 10). La
multitud se ponía en oración (mental, pues sus voces no se oían),
cuando, al toque de la campanilla, se les notificaba que el sacerdote
había entrado a quemar el incienso. Obsérvese pues: (A) Que el
verdadero Israel de Dios siempre fue un pueblo orante. (B) Que
entonces cuando las ceremonias rituales, como esta de quemar
incienso, se estaban celebrando, se demandaba la conjunta
actuación de las obligaciones morales y espirituales. David sabía
que, cuando estaba distante del altar, su oración podía ser oída sin
incienso. Pero, cuando Zacarías estaba junto al altar de los
perfumes, sabía que su incienso no sería aceptado sin oración,
como no sirve para nada la cáscara sin el fruto. (C) Que de poco
nos sirve estar donde se rinde culto a Dios, si nuestro corazón no se
une al culto ni con los demás corazones en el culto. (D) Que todas
las oraciones que ofrecemos a Dios en sus atrios son aceptables y
eficaces únicamente en virtud del incienso de la intercesión de
Cristo en el templo celestial, como se expresa claramente en
Apocalipsis 8:3. Pero no podemos esperar que la oración de Cristo
sea eficaz para nosotros, si nosotros no tenemos interés en orar;
más aún, en perseverar en la oración (Ro. 12:12).
2. Cuando estaba desempeñando este honroso ministerio fue
todavía más honrado con la aparición de un mensajero que le fue
enviado desde el cielo: «Entonces se le apareció un ángel del
Señor» (v. 11). Este ángel se colocó «de pie, a la derecha del altar
del incienso» y, por tanto, a la derecha de Zacarías. La mano
derecha es, en la Biblia, la mano del honor y del poder. El ángel
estaba allí, no sólo para honrarle, sino también para confortarle.
3. La impresión que, con esto, recibió Zacarías: «Al verle
Zacarías, se turbó, y el temor cayó sobre él» (v. 12. Trad. lit.). Aun
cuando era recto delante de Dios e irreprochable en su conducta, la
aparición de algo sobrenatural había de turbarle. Desde que el
primer hombre pecó, la mente humana quedó incapacitada para
soportar la gloria de tales revelaciones; y la conciencia humana,
temerosa de recibir malas noticias con tales revelaciones. Por esta
razón, Dios prefiere hablarnos por medio de hombres como
nosotros, cuyo terror no nos hará temerosos.
III. El mensaje que el ángel le traía (v. 13). El ángel comenzó su
mensaje con las mismas palabras que los ángeles solían usar: «No
temas». Quizás al ver al ángel, Zacarías temió que le viniese a
reprender por alguna falta o incorrección en el ejercicio de su
ministerio. Pero el ángel viene a decirle: «¡No temas! recóbrate del
temor, para que puedas recibir con toda calma y pleno sentido el
mensaje que voy a comunicarte». Veamos cuál es ese mensaje:
1. «Tu petición ha sido escuchada» (v. 13. Lit. «fue oída»). Dice
Lenski: «Hacía mucho que Zacarías había dejado de orar por su
hijo, porque, lo mismo que cualquier buen israelita, pensaba que él
no tenía derecho de pedir un milagro a Dios. Mas ahora era el
tiempo escogido por Dios para conceder todas aquellas fervientes
peticiones antiguas». Por aquí vemos que las oraciones de fe no
son olvidadas por Dios, sino que están como archivadas en el cielo.
Quizá Zacarías oraba ahora por el advenimiento del reino de Dios
con la Venida del Mesías y, en este sentido, el ángel viene a decirle:
«Tu oración ha sido oída ahora; porque tu esposa va a concebir al
que será el precursor del Mesías». Hay escritores judíos que
afirman que, cuando el sacerdote quemaba el incienso oraba por la
salvación de todo el mundo, no sólo de los judíos. Esto está muy en
consonancia con lo que el propio Zacarías dice en su cántico (Lc.
1:79), lo que nos lleva a Isaías 9:1–2 y, más arriba todavía, a
Génesis 12:3, donde se le promete a Abraham que en él serían
benditas «todas las familias de la tierra».
2. Tendrá un hijo en su ancianidad, de su esposa, hasta
entonces estéril. Y le dice qué nombre ha de ponerle al niño: Juan
(del hebreo Yehojanan = Dios favoreció con su gracia).
3. Este niño será el gozo y el júbilo de su familia y de todos sus
parientes (v. 14): «Tendrás gozo y júbilo». Los favores son tanto
mejor recibidos cuanto más fervientemente han sido deseados y
esperados. Como si le dijera: «Vas a tener un hijo digno de que te
regocijes grandemente por su llegada; muchos padres, si supieran
de antemano lo que sus hijos van a ser, en lugar de regocijarse en
su nacimiento, preferirían que no hubiesen nacido; pero yo puedo
decirte lo que tu hijo va a ser, a fin de que, cuando nazca, tu gozo
no esté mezclado con temblor, como aun los mejores padres
reciben a los mejores hijos, sino que tu gozo estará mezclado con
júbilo únicamente. Más aún, muchos se regocijarán por su
nacimiento; todos los parientes, y todos los que os desean el bien,
porque será un honor y un consuelo para toda la familia» (v. 1:58).
4. Este hijo (como su nombre lo declara), será un distinguido
favorito del Cielo y una distinguida bendición para la tierra. El honor
de tener un hijo no es nada comparado con el honor de tener tal
hijo.
(A) «Pues será grande a los ojos del Señor» (v. 15). Dios lo
tendrá continuamente ante su rostro. Será profeta, sí, más que
profeta (Mt. 11:9; Lc. 7:26). Será mucho, y será grande, a los ojos
del Señor; grande en carácter, tanto como en obra ¿Qué importa si
los hombres nos subestiman (o nos sobreestiman), si, al fin y al
cabo, lo que cuenta es lo que somos «a los ojos del Señor», el
único que «conoce el corazón»? (16:15, comp. con Jn. 2:25).
(B) Será un nazareo, separado para Dios de todo lo que
contamina; en señal de esto, según la ley del nazareato, «no beberá
jamás ni vino ni licor». Será un nazareo de por vida. Lo cual insinúa
que quienes hayan de ser siervos eminentes de Dios y llamados a
servicios eminentes, han de aprender a vivir una vida de
abnegación y mortificación, como muertos a los placeres de los
sentidos, y a guardar su mente de cuanto la oscurece y la perturba.
(C) También será ricamente equipado y cualificado para esos
grandes y eminentes servicios: «Será lleno del Espíritu Santo aun
desde el vientre de su madre». Esta frase ha causado mucha
confusión, no sólo entre los intérpretes de la Iglesia de Roma, sino
también en muchos evangélicos poco preparados para «trazar
rectamente la palabra de la verdad» (2 Ti. 2:15), por no comparar
debidamente una Escritura con otra. Lucas 1:15 no quiere decir que
Juan fuera regenerado espiritualmente desde el vientre de su madre
(¿una «concepción inmaculada de Juan»?), ya que no es posible
nacer de nuevo sin recibir la Palabra de Dios (v. Jn. 3:5 y, sobre
todo, 1 P. 1:23), lo cual se lleva a cabo mediante la fe (Ro. 10:17;
Ef. 2:8). La plenitud de la que aquí se habla no es de gracia
justificante, sino de poder profético, para el que Juan, como
Jeremías (v. Jer. 1:5) fue «santificado», en el sentido de «puesto
aparte» para Dios. Juan, que era «más que profeta» mostró
milagrosamente esta plenitud del Espíritu en el versículo 41, que
explicaremos en su lugar. Este versículo 15, tomado en su totalidad,
viene a ser una ilustración práctica de Efesios 5:18 donde Pablo
contrapone el poder controlador de dos espíritus distintos: el espíritu
de vino y el Espíritu Divino: «Y no os embriaguéis con vino, en lo
cual hay libertinaje, antes bien, sed llenos continuamente del
Espíritu». Por eso, vemos que la primera parte del versículo habla
de abstenerse de vino y licor, para que Juan pueda ser controlado
más eficazmente por el Espíritu Santo (aunque no ha de perderse
de vista que Pablo no dice: «no bebáis vino», sino «no os
embriaguéis con vino»). En todo caso, hay aquí una exhortación
implícita (para todos) a la sobriedad y al dominio propio (Gá. 5:23;
Tit. 2:12; 2 P. 1:6).
(D) Será el instrumento humano, usado por Dios para la
conversión de muchas personas, y para prepararlas a recibir el
Evangelio de Cristo (vv. 16–17). Será enviado a «los hijos de Israel»
(v. 16), no a los gentiles; a toda la nación, no sólo a las familias de
los sacerdotes. «Y él mismo irá delante» (v. 17), como Precursor del
Señor, es decir, del Mesías. Irá delante para notificar que el Mesías
está cerca, y para hacer que el pueblo se prepare a recibirle. Irá
«con el espíritu y el poder de Elías». Esto es: (a) Será un hombre
semejante a Elías en carácter personal, y actuará de manera
semejante a como Elías actuó: predicará la necesidad de
arrepentimiento y reforma a una generación corrompida y
degenerada; audaz y celoso en condenar el pecado y testificar
contra él, incluso frente a los más poderosos (Acab, Herodes),
odiado y perseguido por ello (Jezabel, Herodías). En su labor, será
impulsado, como lo fue Elías, por el espíritu y el poder de Dios, con
lo que su ministerio será coronado con un fruto maravilloso. Juan el
Bautista fue delante de Cristo y de sus apóstoles, predicando lo
esencial de la doctrina y de la práctica del Evangelio, diciendo:
«Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mt. 3:2,
comp. con 4:17). (b) En él se cumplirá (al menos, en un primer nivel
histórico) la profecía de Malaquías 4:5, alusiva al «Día de Jehová»,
el cual, como puede verse por Isaías 61:2, tiene dos tiempos
distintos bien definidos: «el año de la buena voluntad», que se
cumplió en la Primera Venida del Mesías (comp. con Lc. 2:14); y «el
día de la venganza», que se cumplirá en la Segunda Venida del
Mesías. En ambos tiempos, se cumplirá la venida de un Precursor
«para hacer que muchos de los hijos de Israel se vuelvan al Señor
su Dios» (v. 16). Todo cuanto tiende a hacernos volver de la
iniquidad, tiende igualmente a hacernos volver a Jesucristo como a
nuestro Señor y Dios (Jn. 20:28), porque cuantos son movidos por
la gracia a sacudir de sí el yugo del pecado, son persuadidos a
tomar sobre sí el yugo del Señor Jesús. (c) Con eso, «hará volver
los corazones de los padres a los hijos», es decir, promoverá una
campaña de reavivamiento nacional, a fin de que haya unidad de fe
y esperanzas en la nación y desaparezcan las discordias (en
Malaquías se añade: «y el corazón de los hijos a los padres»); «y a
los desobedientes (lit. que no se dejan persuadir) por la prudencia
(o sensatez) de los justos». La construcción gramatical del original
favorece a la opinión de Lenski quien traduce así: «para volver los
corazones de los padres a los hijos y desobedientes, por medio de
la sensatez (o prudencia) de los justos». En otras palabras, por
medio de la sensatez, el buen sentido práctico del remanente fiel y,
especialmente, del obediente Mesías, vendrá sobre los hijos
desobedientes el buen sentido de los patriarcas, ya que Dios puede
sacar «hijos a Abraham» hasta de las piedras (3:8). Dice Lenski: «A
los incrédulos y a los desobedientes les falta aun el buen sentido,
porque ellos tontamente se ponen bajo la condenación divina». Por
aquí vemos, (i) que la verdadera piedad es la sensatez de los
justos; en ser piadosos, manifestamos juntamente amor al Señor y
suma prudencia; (ii) no hay que desesperar de que los más
rebeldes se vuelvan sensatos, pues la gracia de Dios tiene poder
para vencer la ignorancia más supina y los más arraigados
prejuicios; (iii) el gran objetivo del Evangelio es volver a los hijos
pródigos lo mismo que a los criados rebeldes (como Agar) a la casa
de Dios, y «reconciliar con Dios a ambos» (Ef. 2:16); al judío y al
gentil, al libre y al esclavo, al pobre y al rico, al varón y a la mujer.
(d) De esta manera, «preparará para el Señor un pueblo bien
dispuesto». Cuantos han de dedicarse al Señor y hallar en Él plena
satisfacción, deben ser preparados y estar bien dispuestos a
recibirle. Y no hay nada que mejor prepare a una persona para el
encuentro con el Salvador que el sincero arrepentimiento del
pecado. Cuanto más honda es la convicción de pecado, tanto más
valiosa aparece la salvación en Jesucristo.
IV. La incredulidad de Zacarías ante la predicción del ángel y la
reprensión que recibió de él. Aquí se nos dice:
1. Cómo expresó Zacarías su incredulidad: «¿Cómo podré estar
seguro de esto?» (v. 18). Hay tantos casos en el Antiguo
Testamento de padres que tuvieron hijos en su ancianidad y, sin
embargo, él no puede creer que va a tener este hijo prometido:
«Porque yo soy anciano, y mi esposa es de edad avanzada». Por
consiguiente, quiere tener una señal para creer. Aunque el mensaje
le había sido comunicado en el templo, aunque le había sido dado
cuando estaba orando y quemaba incienso, y a pesar de que una
firme convicción en la omnipotencia de Dios era suficiente para
silenciar todas las objeciones, sólo la consideración de que él y su
esposa eran de edad avanzada hizo, al contrario que en el caso de
Abraham, que su fe se tambaleara ante la promesa.
2. Cómo fue silenciada su incredulidad, y él mismo fue silenciado
por ella:
(A) El ángel le cierra la boca. Él había preguntado: «¿Cómo
podré estar seguro de esto?» Y el ángel responde: «Yo soy
Gabriel» (v. 19), interponiendo su propio nombre en la profecía, ya
que Gabriel significa «poder de Dios». Y añade: «Que estoy de
continuo en la presencia de Dios»; como si dijese: «Aunque estoy
hablando contigo aquí, estoy también en la presencia de Dios, y he
sido enviado a hablar contigo, precisamente para anunciarte estas
buenas noticias, las cuales, al ser dignas de toda aceptación,
deberías haberlas recibido con gozo».
(B) El ángel lo deja mudo: «Para que no sigas poniendo
objeciones, ahora vas a permanecer en silencio (v. 20); si deseas
tener una señal que te ayude a creer, la vas a tener de tal clase que
va a servir de castigo de tu incredulidad, pues estarás sin poder
hablar hasta el día en que sucedan estas cosas. Te vas a quedar
mudo y sordo». El vocablo significa ambas cosas. Y se confirma por
el hecho de que, no sólo él hacía señas a los demás (v. 22), sino
que también los demás a él (v. 62). Dios le envía un justo castigo
por haber puesto objeciones a la palabra de Dios. Pero también
obró Dios misericordiosamente con él, puesto que: (a) así le impidió
pronunciar más expresiones de desconfianza. Mejor es no hablar
que hablar mal; (b) así robusteció su fe, y, al ser incapaz de hablar,
tuvo mayor oportunidad para meditar; (c) así se le impidió divulgar
la visión y jactarse de ella; (d) fue una gran misericordia de Dios el
que la profecía se cumpliese a su debido tiempo, a pesar de su
pecaminosa incredulidad. No iba a quedar mudo para siempre, sino
solamente «hasta el día en que sucedan estas cosas» y entonces
serán abiertos sus labios para que pueda comenzar a hablar
bendiciendo a Dios (v. 64).
V. La vuelta de Zacarías a la gente que esperaba allí, después, a
su familia; y la concepción de este hijo de la promesa.
1. El pueblo estaba aguardando (v. 21), porque tenía que
pronunciar Zacarías sobre ellos la bendición en nombre del Señor.
Por eso, no se marcharon, sino que aguardaron pacientemente,
aunque se extrañaban de su demora en el santuario, y temían que
le hubiera acontecido algún percance.
2. Cuando salió, no podía hablarles (v. 22). Según su oficio,
debía dar la bendición al pueblo, pero se encontraba incapaz de
hacerlo.
3. Hizo lo posible, por medio de señas, para hacerles
comprender que había visto una visión. Esto nos recuerda que el
Antiguo Testamento nos habla por señales, mientras que el
Evangelio nos habla con lenguaje articulado y nos da una visión
clara de lo que en el Antiguo Testamento sólo puede verse
mediante espejo borrosamente (comp. con 1 Co. 13:12).
4. Se quedó allí hasta que se cumplieron los días de su servicio
sacerdotal (v. 23), porque, aun cuando no podía hablar sí que podía
cumplir con el ministerio de quemar incienso. Cuando no podemos
hacer, en el servicio de Dios, lo que querríamos, Dios aceptará lo
que podamos hacer; sobre todo, cuando todavía somos capaces de
quemar ante Él el incienso de nuestras oraciones (v. Ap. 5:8).
5. Entonces se marchó a su casa, y concibió su mujer (v. 24).
Ella se mantuvo recluida durante cinco meses: (A) Para no
causarse a sí misma ningún perjuicio; (B) Para no exponerse a
ninguna contaminación legal que pusiera en peligro el nazareato del
niño; (C) Hay quienes opinan que fue también por un exceso de
modestia. Ella misma dice: «Así ha obrado el Señor conmigo …
para quitar mi oprobio entre los hombres» (v. 25). La fecundidad era
considerada entre los judíos como una bendición tan grande, que
resultaba sumamente oprobioso ser estéril; y las estériles eran
sospechosas, a los ojos de los hombres, de haber cometido algún
gran pecado oculto. Elisabet proclama así su triunfo, pues no sólo le
ha quitado Dios el oprobio que pesaba sobre ella, sino que le ha
conferido gran gloria al «fijarse en ella» de un modo tan maravilloso.
Versículos 26–38
Ahora se nos dice todo lo que convenía que supiésemos acerca
de la encarnación y concepción de nuestro bendito Salvador. El
mismo ángel Gabriel, que había sido enviado a Zacarías para
anunciarle los propósitos de Dios concernientes al hijo de él, es
enviado también a la virgen María, ya que ambos hechos estaban
conectados en la misma gloriosa obra de la redención.
I. Se nos da primero un breve informe acerca de la madre de
nuestro Señor:
1. Su nombre era María, al que corresponde el hebreo Miriam,
como la hermana de Moisés y Aarón, y significa, con la mayor
probabilidad, exaltada.
2. Era de linaje real, descendiente de David, como se desprende
principalmente de la genealogía de Lucas 3:23 y ss., puesto que se
trata, con la mayor probabilidad, de la genealogía de la propia
virgen María.
3. Era virgen, pero prometida en matrimonio (desposada) a un
varón llamado José, de la casa de David (v. 27. V. Mt. 1:20), aun
cuando ejercía el modesto oficio de carpintero o artesano. Así que
la madre del Señor era virgen, pero virgen desposada, con lo que
se confirma el honor debido al estado matrimonial (v. He. 13:4).
4. Vivía en una ciudad de Galilea, llamada Nazaret (v. 26), en un
extremo del país y en una región de poca reputación en cuanto a
religión y conocimiento de las Escrituras, y tan cerca de la
gentilidad, que se la llama «Galilea de los gentiles» (Is. 9:1; Mt.
4:15). Aquí es donde el ángel la visitó. No hay distancia ni lugar tan
bajo que constituyan un obstáculo para recibir los favores que Dios
tiene en reserva para los suyos (comp. con Hch. 11:13).
II. El mensaje que el ángel le comunicó (v. 28). La sorprendió con
el saludo: «¡Salve, muy favorecida!» Este saludo tenía por objeto:
1. Levantar el ánimo de ella, quien, consciente de su propia
pequeñez (v. 48), se había de tener por indigna de tan excelso
favor.
2. Excitar en ella la expectación de grandes nuevas, no de tierras
lejanas, sino del Cielo mismo. Veamos lo que el ángel le dice:
(A) «Eres grandemente favorecida . Al escogerte para madre del
Mesías, Dios te confiere un honor extraordinario singular».
(B) «El Señor está contigo. Está contigo para bendecirte, para
distinguirte, para robustecerte en tu papel de madre del Mesías.» Si
Dios está con nosotros, no debemos temer el asalto de ningún
enemigo ni la incapacidad para llevar a cabo cualquier servicio que
Él tenga a bien encomendarnos.
(C) «¡Bendita tú entre las mujeres!» Aun cuando esta parte del
versículo es, probablemente, una interpolación del versículo 42
expresa, con todo, una faceta más del gran favor que a María se le
confiere: Entre todas las mujeres, ella ha tenido el privilegio singular
de ser escogida para madre del Señor (v. 43). Ella misma lo declara
al decir: «me tendrán por dichosa todas las generaciones» (v. 48).
Ella modelo de fe (v. 45) como Abraham, no sólo es bendita, sino
fuente de bendición (comp. con Gn. 3.15; 22:18) puesto que había
de dar a luz al Salvador mismo.
III. La gran turbación de ella, al oír esas palabras (v. 29). Es de
notar que no se turbó por la presencia del ángel, sino por las
palabras del ángel, consciente de que no merecía el honor que se le
tributaba. Por eso, consideraba o reflexionaba qué significaría este
saludo: qué sentido tenía, qué alcance tenía, qué objetivo
perseguía, etc. La actitud de María en esta ocasión es un ejemplo
para las jóvenes, a fin de que se paren a considerar sobre el
alcance e intención de los saludos que se les dirigen.
IV. El mensaje mismo que el ángel iba a comunicarle. Puesto
que ella no había respondido palabra alguna al saludo del ángel,
éste continúa confirmando lo que le había dicho anteriormente:
«Deja de temer (nótese el tiempo presente), María, porque has
hallado gracia ante Dios» (v. 30). No dice: «Dios ha hallado gracia
en ti», sino: «Has hallado gracia ante Dios». Como si dijese: «Si
Dios te ha conferido un favor tan especial, mayor que lo que tú
crees merecer, no sigas temiendo, pues el que está contigo en el
favor estará contigo con su poder infinito». A continuación, el ángel
le hace una gran revelación:
1. Aunque es virgen, va a tener el honor de ser madre: «Mira,
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre
Jesús» (v. 31).
2. Aunque ella vive en oscuridad y pobreza tendrá el honor de
ser la madre del Mesías; su hijo se llamará Jesús (Jehová salva).
«Éste será grande, tan grande que será llamado (y llamado con
toda propiedad) Hijo del Altísimo» (v. 32). Así también, quienes son
llamados hijos de Dios, son verdaderamente grandes, y como tales
han de comportarse (1 Jn. 3:1–3). No sólo será grande en lo alto,
sino también en este mundo, puesto que, aun cuando ha de
aparecer en la forma de esclavo (Fil. 2:7), el Señor Dios le dará el
trono de su padre David. No será su pueblo quien le conferirá esta
dignidad, puesto que no lo recibirán (Jn. 1:11), sino Dios mismo
quien le establecerá en el trono (Sal. 2:6–9). El ángel le asegura:
(A) Que reinará sobre Israel; (B) Que reinará para siempre: «su
reino no tendrá fin» (v. 33). Otros reinos perduran, a lo más por
algunas generaciones; el suyo será eterno (Sal. 45:6; Dn. 7:27; He.
1:8).
V. El ángel le da más información a requerimiento de ella. En
efecto:
1. Ella le hace una pregunta pertinente: «¿Cómo será esto
puesto que no conozco varón?» (v. 34). Ella sabía (Is. 7:14; Mt.
1:23) que el Mesías había de nacer de una virgen, si ella ha de ser
su madre, desea saber cómo ha de ser eso, qué tiene que hacer
ella, ya que, por el momento, no mantiene relaciones sexuales con
ningún hombre. No duda sobre el hecho, como había dudado
Zacarías, sino que sólo inquiere en cuanto al modo, al desear una
información más clara.
2. El ángel responde satisfactoriamente a la pregunta de ella (v.
35).
(A) Concebirá por el poder del Altísimo, ya que el Espíritu Santo
vendrá sobre ella para llevar a cabo la obra de la Encarnación del
Hijo de Dios. La idea de cubrir con su sombra parece tomada de la
presencia de Dios en la nube de la shekinah.
(B) No tiene, pues, que preocuparse acerca del modo, sino
esperar receptivamente a que el Espíritu de Dios haga su obra en el
interior de ella, en el secreto lugar donde somos formados (Sal.
139:13–16). Si la formación de cualquier ser humano es un misterio,
¿qué diremos del grandioso misterio de la formación del embrión en
el que, desde el vientre de María, estaba corporalmente toda la
plenitud de la Deidad (Col. 2:9)?
(C) En consecuencia, «el santo ser» (lit. lo santo) que va a nacer
de ella, «será llamado Hijo de Dios». Es decir, ese embrión puro, ya
que, desde el principio de su existencia es preservado santo por la
acción del Espíritu, estará unido, en unidad de persona (hipostática)
al Verbo de Dios (Jn. 1:14), y constituirá así un solo Hijo de Dios en
dos naturalezas, con lo que resulta la perfecta identidad del
hombre-Jesús con la Segunda Persona de la Trina Deidad. Para
evitar confusiones, nótese bien que no es la naturaleza divina la que
se une a la humana de Cristo (así, las tres personas divinas
resultarían encarnadas), sino que la Segunda Persona de la Deidad
(y ella sola) hace suya la humanidad de Jesús. Es un misterio
paralelo al de la Trinidad, pero «a la inversa»: En la Trinidad, tres
personas tienen en común una sola naturaleza divina; en la
Encarnación, dos naturalezas subsisten en una sola persona, la del
Hijo de Dios.
3. Para robustecerla en la fe y en el ánimo, el ángel le comunica
que su parienta Elisabet, aunque estéril y avanzada en años,
«también ella ha concebido en su vejez» (v. 36). Comienza así una
época de prodigios: «Y ya está de seis meses la que era llamada
estéril». Y el ángel concluye al establecer el principio general del
que su mensaje adquiere su certeza indudable: «Porque ninguna
cosa será imposible para Dios» (v. 37). Así que ninguna palabra de
Dios es increíble para nosotros, ya que ninguna obra de Dios es
imposible para Él.
VI. La conformidad de ella a la voluntad de Dios con respecto a
ella (v. 38). Vemos:
1. Alguien con fe en la autoridad divina: «He aquí la esclava del
Señor». Como si dijera: «Señor, estoy completamente a tu
servicio». Así deja el asunto completamente en las manos de Dios y
se somete por entero a su voluntad.
2. Alguien con esperanza en el favor divino. No sólo está
contenta de que así sea, sino que desea humildemente que así se
realice: «Hágase conmigo conforme a tu palabra». Como María,
también nosotros debemos, en nuestros deseos, guiarnos por la
Palabra de Dios; y, en nuestras esperanzas, fundarnos y descansar
sobre ella. Digamos como ella: Hágase conforme a tu palabra, y no
de otra manera.
Tan pronto como ella expresó su consentimiento, se marchó el
ángel de su presencia. Cumplida su misión, regresó a Dios, en cuya
presencia de continuo estaba (v. 19).
Versículos 39–56
Ahora tenemos una entrevista entre dos madres dichosas,
Elisabet y María. A veces, el mejor servicio que podemos prestar a
dos personas es ponerlas en comunicación a la una con la otra para
que intercambien noticias.
I. La visita que María hizo a Elisabet (v. 39). En vez de quedarse
en casa y concentrarse en lo que ocurría en el interior de ella
misma, María «se levantó y se marchó deprisa a la región
montañosa, a una ciudad de Judá». En ello mostró interés por los
demás, diligencia y presteza, si tenemos en cuenta que era un viaje
muy largo. Se supone que fue allá para regocijarse con su parienta
y amiga. Quizás hubo también otro motivo: Hablar con toda
confianza con alguien a quien comunicar su secreto, pues nos es
permitido sospechar que no tenía tal confianza con sus vecinas de
Nazaret. La noticia del ángel sobre la similar experiencia de Elisabet
hubo de influir también de un modo decisivo en esta determinación
de María de ir prestamente a visitar a su prima. Gran beneficio es
para los creyentes visitarse mutuamente para hablar de las cosas
del Señor y sentir, de una manera especial, la presencia del Señor
entre ellos (v. Mt. 18:20).
II. El encuentro entre María y Elisabet: «María entró en casa de
Zacarías, y saludó a Elisabet» (v. 40). El resultado de este saludo
se ve en dos hechos asombrosos:
1. «En cuanto oyó Elisabet el saludo de María, saltó la criatura
en su vientre» (v. 41). Es probable que Elisabet hubiese sentido
antes algún movimiento de la criatura que llevaba en su vientre pero
ahora fue algo excepcional lo que llamó la atención de la madre.
Hay quienes opinan que la excitación misma de Elisabet ante el
saludo de María fue la causa de este saltar de la criatura, pero el
texto sagrado insinúa, más bien, que la criatura saltó como para dar
a entender a su madre que delante se hallaba ya, aunque en
embrión, Aquél de quien él mismo iba a ser el Precursor.
2. «Y Elisabet fue llena del Espíritu Santo», es decir del Espíritu
de profecía (v. Ap. 19:10), que daba testimonio de Jesús. Como a
los profetas de antaño, el Espíritu de Dios vino sobre ella para que
expresase sus sentimientos bajo el impulso divino, no por su propia
iniciativa.
III. La bienvenida que Elisabet, por el Espíritu de profecía, dio a
María, la madre de nuestro Señor:
1. La felicitó por el honor que le había sido otorgado, diciéndole
«con gran voz: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu
vientre!» Si la primera parte de esta felicitación ya estuvo en boca
del ángel, como algunos MSS atestiguan, Elisabet añade esa
segunda parte que el ángel no pudo pronunciar, porque el fruto del
vientre de María no había sido todavía concebido en el momento en
que Gabriel la saludó (v. 28). Notemos que Elisabet era esposa de
un sacerdote y entrada en años, pero no tiene celos de que su
prima, mucho más joven que ella, tenga el gran honor de concebir
en su virginidad y ser la madre del Mesías. Más aún, ella se regocija
en que su prima tenga tal honor, aun cuando el suyo propio sea
menor. Esto nos enseña, no sólo a reconocer que Dios nos concede
favores que no merecemos, sino también a regocijarnos de que
otros sean agraciados por Dios con mayores favores que nosotros.
2. Reconoce la condescendencia de María en hacerle esta visita:
«Y, ¿de dónde a mí esto, que la madre de mi Señor venga a mí?»
(v. 43). Notemos que Elisabet llama a María la madre de su Señor.
Dice Lenski: «En el relato, KURIOS siempre se ha referido
constantemente a JEHOVÁ, pero aquí repentinamente se refiere al
Hijo de María. Elisabet usa “mi Señor” en el mismo sentido que
David en el Salmo 110:1, el hebreo ADONAY, “mi Señor Soberano”,
mi poderoso Gobernante. Elisabet se anticipa a todo el mundo
Cristiano, el cual más tarde, y también por inspiración del Espíritu
Santo, llamó a Jesús “Señor” en el mismo sentido 1 Corintios 13:3».
Si comparamos Lucas 1:43 con Romanos 8:32 y Gálatas 4:4, no
tendremos inconveniente en ver a María como la madre del Hijo de
Dios según la carne. Por eso esta visita es tenida por Elisabet como
un favor extraordinario del que se cree indigna. Por aquí vemos que
quienes son llenos del Espíritu Santo, son inclinados a pensar
bajamente de sí mismos, y altamente de los favores que Dios les
otorga.
3. Proclama la concurrencia del salto de la criatura en su vientre
con el saludo que María le ha dirigido: «Porque tan pronto como
llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo la criatura en mi
vientre» (v. 44). Había saltado como de gozo por la presencia del
Mesías, a quien él mismo había de preparar el camino. Esta
experiencia serviría para robustecer más y más la fe de la virgen, al
ver que tales seguridades eran otorgadas también a su parienta.
4. Encomia la fe de María: «¡Bienaventurada la que ha creído!»
(v. 45). Sin duda, en la mente de Elisabet, la fe de María
contrastaba con la de Zacarías, su propio marido. Las almas que
creen son almas benditas y bienaventuradas, pues creer en la
Palabra de Dios es estar seguro de que esa palabra no puede
fracasar. Con C. R. Bliss, y contra la opinión de Lenski, pensamos
que la propia construcción gramatical y, en especial, el sentido de la
frase, favorece la traducción «… la que ha creído que tendrán
cumplimiento las cosas que le han hablado (lit. le han sido
habladas) de parte del Señor». La fidelidad de Dios es la
bienaventuranza de la fe de los santos. Quienes han experimentado
en sí mismos el cumplimiento de las promesas de Dios deben
animar a otros a esperar que Dios será fiel a su palabra también
con relación a ellos.
IV. El cántico de alabanza de María en esta ocasión. La profecía
de Elisabet era como un eco del saludo de la virgen María, y este
cántico es un eco todavía más fuerte de aquella profecía. Podemos
suponer a la virgen María fatigada de su largo viaje; sin embargo,
se olvida de ello y se siente inspirada de nueva vida, de nuevo vigor
y gozo, con la confirmación que de su fe halla ahora.
1. Primero tenemos las expresiones de gozo y alabanza, y sólo
Dios es el centro de estas expresiones. Obsérvese cómo habla de
Dios María:
(A) Con gran reverencia: «Engrandece mi alma al Señor» (v. 46).
Sólo quienes piensan altamente y honorablemente de Dios,
muestran ser los adelantados en las misericordias del Señor.
Cuanto mayores sean los favores y los honores que Dios nos
otorga, tanto mayores deben ser el honor y la alabanza que hemos
de tributarle; y sólo cuando nuestra alma, lo más interior de nuestro
ser, engrandece a Dios, son aceptables a Dios las alabanzas que le
tributamos. La obra de alabanza es obra del alma.
(B) Con gran complacencia en Dios como en el Salvador de ella:
«Y mi espíritu ha saltado de gozo en Dios mi Salvador». Esto
parece hacer referencia al Mesías, de quien ella iba a ser madre. Le
llama Dios y Salvador, porque el ángel le había dicho que lo que
había de nacer de ella era el Hijo del Altísimo. Sin embargo es más
probable que María se refiera a Dios mismo y no al Mesías, de cuya
divinidad sólo después de Pentecostés tendría un testimonio seguro
y sin perplejidades. En todo caso, ella manifiesta aquí su necesidad,
común a todos los seres humanos, de un Salvador, sin el cual,
recibido por fe, habría estado perdida como los demás (Ro. 3:23).
2. Luego tenemos los motivos que ella expresa como causa del
gozo que la embarga y de las alabanzas que tributa al Señor:
(A’) Primero, por lo que ha hecho Dios con ella (vv. 48–49). Su
alma y su espíritu (paralelismo de sinonimia) se regocijan en Dios,
«porque ha puesto sus ojos sobre la pequeñez de su esclava»,
como si dijera: «Me ha escogido a mí para tal honor, a pesar de mi
oscuridad, de mi pobreza y de mi insignificancia». Ajustándonos al
original griego, María no dice «humildad» (comp. con el vocablo de
Ef. 4:2) sino «pequeñez». En otras palabras María no proclama su
humildad, sino que la practica. Hay quienes están orgullosos de su
humildad, lo cual no es humildad ni cosa que se le parezca. Si Dios
ha puesto sus ojos en la pequeñez de una mujer con ello mismo ha
mostrado su favor hacia la humanidad entera; por lo que la
humanidad entera puede con toda razón corresponder al alabar el
honor que Dios ha otorgado a María: «Pues he aquí que desde
ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones». Ya la había
llamado «dichosa» su propia prima Elisabet, pero ahora ella declara
que todas las generaciones, de todas naciones, la habrían de llamar
dichosa: La Bienaventurada virgen María. Luego expresa la misma
idea con otras palabras: «Porque ha hecho por mí grandes cosas el
Poderoso». Gran cosa por cierto, era que una virgen concibiera;
gran cosa, también, que el Mesías naciera ahora, y de ella. Sólo el
poder infinito de Dios era capaz de tales maravillas. Y añade:
«Santo es su nombre». Sólo un poder omnímodo, asociado a una
santidad infinita, es capaz de llevar a cabo estas realidades
gloriosas. El que todo lo puede, todo lo hará bien y para nuestro
mayor bien (v. Ro. 8:28).
(B’) Después, por lo que ha hecho a otros. La virgen María, como
madre del Mesías, viene a convertirse en alguien del dominio
público y, por eso, su mirada alcanza a las últimas lejanías del
tiempo y del espacio y se percata de las diversas maneras de obrar
Dios con los hombres (vv. 50 y ss.). Es una verdad ciertísima que
Dios tiene grandes reservas de misericordia (v. Lm. 3:22–23), pero
nunca se vio esto tan claramente como cuando envió a su Hijo al
mundo para salvar a los hombres (ver Tit. 2:11–14; 3:4–7): «Y su
misericordia alcanza de generación en generación a los que le
temen» (v. 50). Así ha sido siempre, pero nunca como al enviar a su
Hijo para traer justicia eterna, y obrar salvación eterna, a favor de
los que le temen «de generación en generación», pues los
privilegios del Evangelio se transmiten como por herencia de
mayorazgo (v. He. 12:23) y son a perpetuidad. Mientras el mundo
subsista, las misericordias de Dios estarán sobre los que le temen:
la misericordia que perdona, que sana, que acepta y que glorifica,
de generación en generación. Es una verdad constatada, tanto por
las Escrituras como por la experiencia, que Dios abate a los
orgullosos, a los autosuficientes, a los potentados, y exalta a los
pobres en espíritu, a los humildes, a los hambrientos de justicia; y
siempre lo hace con la fuerza de su brazo (comp. con Jer. 17:5–10).
En el curso de su providencia, Dios emplea el método contrario al
del hombre (v. Is. 55:8): Los arrogantes confían en llevarse por
delante todo y a todos, pero Dios los desbarata (v. 51); los
potentados piensan estar bien seguros en sus solios, pero Dios los
abate (v. 52); los ricos, que ponen toda su confianza en los tesoros
de este mundo, se encuentran, tarde o temprano, con las manos
vacías (v. 53); mientras que los de humilde condición y los
hambrientos son exaltados y saciados por Dios. Éste es el espíritu
de las bienaventuranzas en el Sermón del monte (Mt. 5:3 y ss.). De
esta forma lleva Dios al desengaño a los que se prometen grandes
cosas en el mundo, pues sólo de manos del Poderoso pueden
obtenerse realmente grandes cosas (v. 49). Ésta es, sobre todo, la
gracia del Evangelio:
(a) En los honores espirituales que otorga. Así vemos que son
rechazados los orgullosos fariseos, mientras que los publicanos y
pecadores van delante de ellos al reino de los cielos; y también lo
fueron los judíos que buscaban justificarse según la ley, mientras
que los gentiles que no iban tras la justicia, la alcanzaron, no por la
ley, sino por fe (v. Ro. 9:30–32); y también lo fueron los sabios, los
potentados y los nobles según la carne, mientras que los tenidos
por necios, por débiles y por viles, fueron escogidos, no sólo para
recibir la gracia, sino también para proclamar el Evangelio y plantar
la Cristiandad en el mundo (1 Co. 1:26–27).
(b) En las riquezas espirituales que concede. Quienes sienten
necesidad del Salvador, son colmados de bienes, de los mejores
bienes (v. 53), de forma que obtienen satisfacción completa, pues
Jesús vino para que tuvieran vida y la tuvieran en abundancia (Jn.
10:10); acogió benigno a los que tuvieron hambre y sed de Él (Jn.
6:35–37), e invitó a todos los que se sienten fatigados y cargados
(Mt. 11:28). En cambio, los que se creen ricos, no necesitados de
nada, llenos de sí mismos, como la iglesia de Laodicea (Ap. 3:17,
comp. con 2:9), son, a los ojos de Dios que todo lo penetran,
despedidos de su puerta; algo bien merecido, por haber dejado al
Señor fuera de la puerta (Ap. 3:20). Los que vienen llenos de sí
mismos, marchan vacíos de Cristo; en cambio, donde el «yo» es
negado, Cristo vive y lo llena todo (v. Gá. 2:20).
3. Mención especial de Israel en el cántico de María (vv. 54–55).
Siempre se abrigaba la esperanza de que el Mesías sería la fuerza
y la gloria del pueblo de Israel, y así lo fue: «Vino en ayuda de Israel
su siervo». Venía a tomar de la mano y ayudar a quienes no podían
ayudarse a sí mismos. La venida del Mesías era la misericordia más
grande que Dios hacía a su pueblo. Pero las condiciones estaban
ya expresas en Sofonías 3:12. Sólo unos pocos las cumplieron en
esta primera Venida del Mesías. Esta ayuda le vino a Israel:
(A”) Para recuerdo de misericordia (v. 54). Mientras se demoraba
esta gran bendición, el pueblo estaría inclinado a preguntar: ¿Se ha
olvidado Dios de sus misericordias? Pero ahora se hacía manifiesto
que Dios no se había olvidado, sino que mantenía vivo el recuerdo
de su misericordia y fidelidad (Sal. 98:3, al que parece aludir María).
(B) Para cumplimiento de su promesa (v. 55). Era una
misericordia, no sólo destinada, sino también profetizada, pues así
lo había Dios dispuesto y hablado a Abraham, cuando le dijo que en
su descendencia serían bendecidas todas las familias de la tierra
(Gn. 22:18). Lo que Dios ha hablado, lo llevará a cabo, pues su
Palabra es eficaz (He. 4:12) y todas sus promesas son en Cristo Sí
y Amén, seguras con seguridad divina (2 Co. 1:20), y como tales
han de proclamarse, por medio de nosotros, para la gloria de Dios.
Esto es lo que hace aquí María.
1

V. Finalmente, María regresó a su casa (v. 56), a Nazaret,


después de permanecer con su prima Elisabet unos tres meses.
Permaneció con ella, mientras pudo sentarse a solas con ella y
meditar en silencio sobre el gran misterio que en ella, y en su prima,
se llevaba a cabo, pero se marchó antes de que Elisabet diera a luz;
probablemente, para no verse envuelta en la publicidad que
adquiriría el hecho del nacimiento del Bautista. Dice Lenski:

1Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1256
«Opinamos que María se apresuró a regresar a su casa porque no
quería encontrarse con quienes muy pronto acudirían en gran
número a la casa de Elisabet».
Versículos 57–66
I. Nacimiento de Juan el Bautista (v. 57): «Se le cumplió a
Elisabet el tiempo de dar a luz, y dio a luz un hijo». Los favores
prometidos por Dios se cumplen a su debido tiempo, que es el
tiempo de Dios, y no antes.
II. El gran gozo que hubo entre todos los parientes de la familia,
a causa de este suceso extraordinario (v. 58): «Oyeron sus vecinos
y parientes … y se regocijaban juntamente con ella». Aquí vemos
que estos vecinos y parientes mostraron: 1. Una piadosa referencia
a Dios, pues «oyeron … que el Señor había mostrado gran
misericordia hacia ella». Muchos elementos se combinaban para
que esta misericordia fuera grande: la anterior esterilidad y la vejez
de Elisabet, pero, sobre todo, que «sería grande a los ojos del
Señor» (vv. 14–15) el hijo que le había nacido. 2. Una amistosa
deferencia a la propia Elisabet: «Se regocijaban juntamente con
ella». También nosotros deberíamos así regocijarnos en el bien y la
prosperidad de nuestros vecinos, amigos y parientes, y dar gracias
a Dios por los beneficios impartidos a ellos como por los impartidos
a nosotros mismos.
III. La discusión que hubo entre ellos a causa del nombre que se
le había de poner al recién nacido (v. 59): «Al octavo día vinieron a
circuncidar al niño». Los mismos que se regocijaron en su
nacimiento, se reunieron en el día de su circuncisión. La mayor
alegría que podemos sentir acerca de nuestros hijos es la de
dedicarlos al Señor. Y la conversión de nuestros hijos habría de ser
para nosotros motivo de mayor gozo que el día de su nacimiento.
Había la costumbre de poner nombre a los niños cuando se les
circuncidaba, pues está muy puesto en razón que se les dejase sin
nombre hasta que, con su propio nombre, fueran dedicados a Dios.
1. Unos proponían que se llamara Zacarías según el nombre de
su padre (v. 59). Pensaban así honrar de manera especial al padre,
de quien no se esperaba que tuviera más hijos.
2. Pero la madre se opuso: «No, sino que se ha de llamar Juan»
(v. 60), ya que sabía de parte de Dios que así había de ser llamado
(v. 13). Así sería digno de su nombre («Dios agració»), por cuanto
él había de ser el introductor del Evangelio de Cristo, donde la
gracia de Dios brilló más que nunca antes (Tit. 2:11; 3:4), pues
Jesús «sacó a la luz la vida y la inmortalidad por medio del
Evangelio» (2 Ti. 1:10).
3. Sus parientes objetaban que: «No hay nadie de tu parentela
que se llame con este nombre» (v. 61). En esto, no les asistía
ninguna razón. Dice Bliss: «Desde el principio en la historia de los
judíos, los nombres se aplicaban a los niños casi siempre con
referencia directa al significado apelativo de las palabras
empleadas, y sin tener en cuenta los nombres de los padres o
antepasados».
4. No contentos con eso, apelaron al padre del niño, pues estaba
a su cargo poner nombre al niño (v. 62). Nuevamente notamos, por
lo de las «señas», que Zacarías estaba mudo y sordo. Él, también
por señas, «pidió una tablilla y escribió diciendo: Juan es su
nombre» (v. 63). Nótese que Zacarías no dijo: «será su nombre»,
sino «es su nombre», ya que el nombre del niño había sido
determinado en el Cielo y comunicado de antemano por el ángel (v.
13). Cuando Zacarías no pudo hablar escribió. Cuando los ministros
de Dios se hallan, por alguna causa, impedidos de hablar, pueden
todavía hacer mucho bien si pueden escribir, a no ser que tengan
las manos impedidas también. Al escribir Zacarías el mismo nombre
que Elisabet había dicho, «todos se asombraron».
5. En esto, recuperó Zacarías el habla: «Al instante le fue abierta
la boca y desatada la lengua» (v. 64), pues había llegado «el día en
que sucedan estas cosas» como había profetizado el ángel (v. 20).
El tiempo de su mudez se había cumplido. La incredulidad le había
cerrado la boca y la fe se la volvía a abrir (v. 2 Co. 4:13,
acomodándolo así como Pablo acomoda el Sal. 116:10). Y vemos
que las primeras palabras que pronunció después de su mudez de
más de nueve meses, fueron de alabanza a Dios: «y comenzó a
hablar bendiciendo a Dios». Cuando Dios abre nuestros labios
(después de abrir nuestro corazón, comp. Ro. 10:9–10), nuestra
boca debe comenzar con alabanzas al Señor (comp. 1 P. 2:9 y Ef.
5:19 y ss.). Si no hemos de alabar al Señor, mejor nos sería
quedarnos sin habla.
6. Estas cosas se divulgaron por toda la comarca aquella con
gran asombro de todos los que las oían (vv. 65–66). Aquí se nos
dice: (A) que «en toda la zona montañosa de Judea se comentaban
todas estas cosas» (v. 65b). Estos hechos extraordinarios
suscitaron el comentario general de las gentes de aquella zona; (B)
Que sobre todos los que oían estas cosas, «venía temor», un temor
reverencial semejante al de Isaías ante la visión del templo (Is. 6:1 y
ss.); o, como dice Lenski, «una impresión profunda de que Dios
estaba actuando allí». (C) Que «todos los que las oían las grababan
en su corazón» (v. 66). Todo lo bueno que vemos u oímos debemos
atesorarlo en nuestro corazón, no sólo para beneficio nuestro, sino
también para poder comunicar a otros nuestras propias
experiencias espirituales. Además, el recuerdo profundo de las
bendiciones pasadas nos hace más agradecidos a Dios y, al mismo
tiempo, nos da nuevas seguridades de futuros favores y beneficios.
Decían entre ellos: «¿Qué, pues, va a ser este niño?» Como si
dijesen: «¿Cuál será el fruto, cuando tales son los brotes?»
7. Finalmente, se nos dice que «ciertamente la mano del Señor
estaba con él», con Juan; es decir el recién nacido estaba bajo
especial protección del Todopoderoso ya desde entonces como
alguien destinado a grandes cosas. Dios tiene medios para obrar en
los niños desde su infancia, aunque nosotros los desconozcamos.
Dios nunca crea un alma sin saber cómo llegar a santificarla.
Versículos 67–80
Ahora tenemos el cántico que Zacarías entonó en alabanza del
Señor cuando su boca se abrió. En él se nos dice que «profetizó»
(v. 67). Veamos:
I. Cómo fue capacitado para ello: «Fue lleno del Espíritu Santo»
(v. 67, comp. con v. 41). No sólo le perdonó Dios su pecado, sino
que le llenó de su Espíritu para que hablase convenientemente, y
hasta inspiradamente.
II. Cuál fue el tema de su cántico. En él no menciona para nada
las preocupaciones de familia, ni el levantamiento del oprobio que
pesaba sobre él y sobre su mujer, sino que aparece totalmente
embebido en el tema del reinado del Mesías. Las profecías del
Antiguo Testamento se expresan a menudo en alabanzas y cánticos
nuevos; así comienza también esta profecía del Nuevo Testamento:
«Bendito el Señor Dios de Israel» (v. 68). Al hablar de la obra de la
redención Zacarías alaba al Señor Dios de Israel, porque a Israel
habían sido dadas las profecías, las promesas y los tipos (v. Hch.
2:39; 13:46; Ro. 1:16; 3:2; 9:4–5, etc.), y a los israelitas debe
ofrecerse primero la gracia del Evangelio. Veamos ahora por qué
alaba Zacarías a Dios:
1. Por la obra de la salvación, que había de ser llevada a cabo
por el propio Mesías (vv. 68–75). En efecto:
(A) Al enviar al Mesías, Dios «había visitado benignamente a su
pueblo»; les había visitado como amigo que viene a enterarse cómo
van las cosas y traer el remedio oportuno para una situación
delicada.
(B) Con esta visita, Dios había traído redención para su pueblo.
Con este objetivo vino Jesús al mundo: a rescatar a muchos (Mt.
20:28; 1 Ti. 2:6): a quienes estaban vendidos por el pecado y bajo el
pecado, pues esa es la peor esclavitud (Jn. 8:34; Ro. 6:16–20; 2 P.
2:19). Hemos sido rescatados al precio de la sangre de Jesús (1 P.
1:18–19), con el que se ha comprado nuestra justicia (2 Co. 5:21) y
con el poder de Dios, que nos ha conseguido la libertad (Is. 61:1;
Lc. 4:18; Hch. 7:25; Ro. 8:21; 2 Co. 3:17; Gá. 5:1, etc.) de la tiranía
de Satanás y de la maldición de la Ley.
(C) Con esto, Dios había cumplido con el pacto hecho con David,
al levantar de su casa un Salvador: «cuerno de salvación» (v. 69,
lit.), pues el cuerno es símbolo, en el Antiguo Testamento, de fuerza
y poderío. De esa casa había de salir el vástago o retoño (Is. 11:1)
que había de traer redención victoriosa a la familia de Israel que tan
malparada se encontraba a la sazón. En efecto, sólo en Cristo hay
salvación (Hch. 4:12), abundancia de salvación, como da a
entender el símbolo mismo del cuerno: verdadera «cornucopia» en
el sentido del vocablo latino, que significa «abundancia del cuerno»
de donde procede la expresión: «el cuerno de la abundancia». Con
ello se nos da a entender, no sólo la abundancia de la salvación
sino también el poder de la salvación por medio del Evangelio (Ro.
1:16), capaz de echar abajo a todos nuestros enemigos espirituales
y de tenerlos a raya para que no nos hagan daño después (1 Jn.
5:18).
(D) Con esto, Dios había cumplido también todas las preciosas
promesas hechas a Israel (y, espiritualmente, a la Iglesia) por medio
de los más famosos profetas del Antiguo Testamento: «Tal como
habló desde antiguo por boca de sus santos profetas» (v. 70). La
doctrina de la salvación mediante el Mesías es confirmada con una
apelación a los profetas (comp. con 24:44). Dios estaba ahora
llevando a cabo lo que había prometido hacía mucho tiempo. Véase
aquí: (a) cuán sagradas eran las profecías de esta salvación, pues
los profetas que las pronunciaron eran santos profetas, y fue un
Dios santo quien habló por boca de ellos; (b) cuán antiguas eran:
«desde el siglo» (lit.); es decir, desde tiempos muy antiguos; en
realidad, desde el comienzo mismo de la historia del hombre (v. Gn.
3:15), pues fue ya entonces cuando Dios prometió que la
descendencia de la mujer heriría en la cabeza a la serpiente; (c)
cuánta armonía se percibe en las profecías, ya que el mismo Dios
habló las mismas cosas por medio de todos los profetas.
(E) ¿Qué salvación es esta que fue profetizada? Vemos en los
versículos siguientes que es:
(a) Un rescatarnos de la maldad de nuestros enemigos: «Que
nos salvaría de nuestros enemigos» (v. 71), nos sacaría de entre
las garras de ellos, «y de las manos de todos los que nos odian»
(he aquí otro paralelismo peculiar de la poesía hebrea). Si la
verdadera esclavitud es la del pecado, la verdadera salvación es la
que nos libra de nuestro pecado (Jn. 1:29). Por eso, al anunciar el
ángel a José que el nombre del Salvador sería Jesús, añadió:
«porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21), para
que el pecado no les domine (Ro. 6:11–12).
(b) Una restauración del favor de Dios: «Para mostrar su
misericordia con nuestros padres» (v. 72). El Redentor mostrará su
misericordia de Dios, al restablecer su pacto, hecho con juramento,
con Abraham (v. 73). Lo que fue pactado con los patriarcas,
prometido para su descendencia, viene a ahora a cumplirse por
misericordia, pura gracia; nada se debe a nuestro esfuerzo ni a
nuestro mérito, pues nada podemos hacer nosotros miserables
pecadores, para atraer sobre nosotros la atención de Dios. Nos amó
Dios, y nos amó primero (1 Jn. 4:10, 19), sin ningún otro motivo que
su puro y extremadamente generoso amor (comp. con Jn. 13:1). En
este pacto nos incluyó a todos los creyentes de todos los tiempos,
puesto que «Cristo nos redimió … para que en Cristo Jesús la
bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por
medio de la fe recibiésemos la promesa del Espíritu».
(Gá. 3:13–14), es decir, el Espíritu prometido (Jl. 2:28–32; Hch.
2:17). Notemos que Dios olvida nuestros pecados (Jer. 31:34; Mi.
7:18), pero recuerda siempre sus misericordias. Parecía como si
Dios hubiera olvidado el pacto por las calamidades sobrevenidas a
Israel, pero ahora se proclama, por boca de Zacarías, que Dios
recuerda su santo pacto., ¡Oh, si el pueblo hubiese prestado
atención a la predicación del Salvador (Mr. 1:15)!
(c) Una capacitación, y un estímulo, para servir a Dios
(versículos 74–75): «Concedernos que, liberados de las manos de
nuestros enemigos, le sirvamos sin temor en santidad de vida y
rectitud de conducta ante sus ojos, todos nuestros días». Esto nos
muestra que somos liberados del yugo de hierro del pecado para
ser uncidos al yugo suave y fácil de Cristo. Cuanto más fuertes
sean las ataduras del pecado de las que nos ha soltado, tanto más
fuertes han de ser las ataduras que nos unan a Él (Lc. 7:47).
Vemos, pues, que aquí se nos capacita: (i) Para servir a Dios sin
temor (comp. con 1 Jn. 4:18). Somos puestos en santa seguridad
para poder servir a Dios con santa serenidad, como quienes no
tienen por qué temer mal alguno (Sal. 23:4). Hemos de servir a Dios
con reverencia filial, no con temor servil, propio de esclavos. (ii)
Para servir a Dios en santidad y rectitud, lo cual incluye todos
nuestros deberes para con Dios y nuestros prójimos. (iii) Para servir
a Dios ante Sus ojos, con el recuerdo constante de Su presencia,
con los ojos fijos en nosotros, penetrando hasta lo íntimo de nuestro
ser. (iiii) Para servirle todos los días. Es menester que sirvamos
hasta el fin a quien nos amó hasta el extremo (Jn. 13:1).
2. Zacarías bendijo a Dios también por la obra de la preparación
para esta salvación, preparación que había de correr a cargo de su
propio hijo, el Bautista (vv. 76–79). Así, encarándose ahora con el
niño, le dice: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo» (v. 76).
Jesús era el Altísimo, Juan el Bautista, su profeta. La profecía había
cesado desde hacía cuatro siglos en Israel, pero ahora revivía en
Juan el Bautista. Su oficio era:
(A) Preparar al pueblo para la salvación: «Irás ante la faz del
Señor, para preparar sus caminos» (v. 76). Es menester quitar de
en medio todo cuanto obstruya el camino e impida que el pueblo se
allegue al Salvador (v. Is. 40:3–4).
(B) Dar al pueblo una idea general de la salvación, pues la
doctrina que el Bautista predicó proclamaba que el reino de Dios
estaba al alcance de la mano (Mt. 3:2). Dos cosas se incluyen en
este «conocimiento de salvación» (v. 77):
(a) El «perdón de los pecados» (v. 77b). Juan hizo saber al
pueblo que, aunque la condición en que se encontraban era
lamentable, no era, sin embargo, desesperada, puesto que el
perdón podía obtenerse «mediante las entrañas de misericordia de
nuestro Dios» (v. 78a); nuestra propia miseria es la única y
apropiada recomendación para la misericordia divina.
(b) Una dirección apropiada para emprender una nueva vida,
pues el evangelio de la salvación nos presenta una luz clarísima, a
fin de que podamos orientar nuestros pasos en una dirección
correcta: «nos visitó un amanecer del sol desde lo alto» (v. 78b).
Nótese que el sol amanece en el horizonte desde lo bajo, pero este
sol de justicia que trae en sus alas salvación viene de lo alto, del
cenit mismo del Cielo. Cristo es el Sol de justicia (Mal. 4:2) y el
lucero de la mañana (2 P. 1:19). Ya no tenemos por qué andar en la
oscuridad del paganismo, ni a la luz de la luna de los tipos y figuras
del Antiguo Testamento, sino a plena luz del día del Evangelio. Con
Juan el Bautista comenzó el amanecer del Evangelio: «es como la
luz de la aurora, que va en aumento hasta llegar a pleno día» (Pr.
4:18, comp. con 2 Co. 3:18). En efecto, el Evangelio, como la luz, (i)
descubre: «para que brille la luz sobre los que están sentados en
tinieblas» (v. 79a); es «para iluminación del conocimiento de la
gloria de Dios en la faz de Jesucristo» (2 Co. 4:6). (ii) reaviva, pues
lanza esta luz sobre los que están «en sombra de muerte», como
presos en la cárcel, y condenados a muerte perpetua, ya que este
anuncio de las buenas nuevas del perdón ofrece la oportunidad de
pasar de muerte a vida (Jn. 5:24; 1 Jn. 3:14). ¡Cuán agradable es
esta luz! (iii) dirige: «para guiar nuestros pies hacia un camino de
paz» (v. 79b, comp. con Sal. 119:105); es decir, nos conduce al
punto en que podemos hacer las paces con Dios (v. Ro. 5:1). Es un
camino que no habríamos podido hallar si Dios mismo no nos
hubiera buscado (Ro. 10:20).
III. En el último versículo de este capítulo, el capítulo más largo
del Nuevo Testamento, se nos da un breve informe de la infancia de
Juan el Bautista. Se nos dice:
1. «El niño crecía y se fortalecía en espíritu.» Su capacidad
mental y espiritual progresaba de tal forma, que en él se establecían
fuertes convicciones y se preparaban fuertes resoluciones. Quienes
se hacen fuertes en el Señor, se fortalecen en su espíritu.
2. «Vivía en lugares desiertos hasta el día de su aparición
pública ante Israel.» Mientras su hombre interior progresaba y se
fortalecía, su hombre exterior permanecía en la oscuridad y el
anonimato. En el desierto pasaba la mayor parte del tiempo, en
contemplación y devoción, sin preocuparse de obtener erudición
escolar a los pies de algún rabino. Hay quienes están capacitados
para grandes servicios y útiles ministerios y, sin embargo, parecen
sepultados en vida durante largos años; así pasó con Juan el
Bautista y con el mismo Señor Jesucristo. Pero ambos tenían de
parte de Dios un tiempo fijado para mostrarse en público ante Israel.
Tan mal está que un creyente se retrase en responder al
llamamiento de Dios, como que se lance a la ventura sin esperar a
tal llamamiento.
CAPÍTULO 2
En este capítulo, se nos refieren brevemente los principales
acontecimientos de la infancia del Señor Jesús desde el lugar y
otras circunstancias de su nacimiento, hasta el episodio en que
María y José le hallaron disputando con los doctores en el templo.
Versículos 1–7
Había llegado el cumplimiento del tiempo, en el que Dios enviaría
a su Hijo «nacido de mujer» (Gá. 4:4), y estaba profetizado que el
Mesías había de nacer en Belén. Aquí tenemos el relato del tiempo,
lugar y modo de su nacimiento.
I. El tiempo en que nació el Señor:
1. Nació cuando el cuarto reino de Daniel estaba en su apogeo:
en los días de César Augusto, cuando el Imperio Romano se
extendía como nunca lo estuvo antes o después; desde los partos
por un extremo hasta la Gran Bretaña por el otro; de forma que se
le llamaba Terrarum orbis imperium = el imperio del orbe de la
tierra; por eso, a este imperio se le llama aquí «toda la tierra
habitada» (v. 1) puesto que escasamente había alguna porción de
la tierra que fuese independiente del poder de Roma.
2. Nació cuando Judea era una provincia tributaria del Imperio, lo
cual se hace evidente por el hecho mismo de que, cuando se hizo el
censo del Imperio, este censo se llevó a cabo también en Judea (v.
3). Jerusalén había sido tomada por Pompeyo unos 60 años antes,
y este censo fue ordenado por Cirenio, gobernador de Siria (v. 2).
Este hecho es confirmado por Hechos 5:37. Es más que probable
que este Cirenio fuese comisionado para hacer este censo, como
gobernante más capaz que Varo, el gobernador titular de Siria, y
que el propio rey Herodes, en quien el emperador tenía poca
confianza a la sazón.
3. Otra circunstancia digna de tenerse en cuenta es, que en este
tiempo, el Imperio gozaba de una paz universal. El templo de Jano
en Roma, abierto siempre que había guerra, tenía ahora sus
puertas (latín janua) cerradas. Era el tiempo más a propósito para
que naciera el «Príncipe de paz» (Is. 9:6).
II. El lugar en que nació el Salvador está explícito en el texto:
Belén (v. 4), conforme estaba profetizado (Mi. 5:2); los escribas lo
habían entendido bien (Mt. 2:5–6), y también el pueblo (Jn. 7:42). El
significado del lugar es notable, pues Belén (hebr. Bethlehem)
significa «casa de pan», lugar muy apropiado para que allí naciese
el pan vivo bajado del Cielo (Jn. 6:51). Belén era «la ciudad de
David», porque allí había nacido él, y allí había de nacer también el
hijo de David por excelencia. Es cierto que también Sion es llamada
la ciudad de David, porque en ella reinó David en poder,
prosperidad y gloria; pero Jesús había venido ahora en humildad,
no en gloria; por eso, era conveniente que naciese en la ciudad en
que David había nacido para ser, no rey, sino pastor tipo del Buen
Pastor que da la vida por sus ovejas (Jn. 10:11, 14). Así, pues, la
Providencia dispuso que, cuando la virgen María estaba a punto de
dar a luz, fuese encaminada de un modo tan extraño (coincidiendo
con un censo por familias) al lugar en que como estaba profetizado,
había de nacer el Salvador. Sea que el emperador ordenase este
censo por orgullo personal o por política simplemente
administrativa, lo cierto es que todo funcionó bajo el control de Dios
para los fines que Él tenía previstos:
1. Por este medio fue llevada a Belén, desde la distante Nazaret,
la virgen María, cargada con las incomodidades del viaje, por ser
José (y, con toda probabilidad, ella también) «de la casa y familia de
David» (v. 4). Vemos cómo se cumple el refrán: «El hombre
propone y Dios dispone».
2. Con ello se mostraba también que Jesucristo era descendiente
de David, puesto que eso, y no otra cosa, era lo que llevaba a su
madre a Belén, para que allí tuviera lugar el alumbramiento.
3. Finalmente, en esto se mostraba que Jesús nacía bajo la Ley
(Gá. 4:4). Tan pronto como nació, fue súbdito legal del Imperio
Romano y, en lugar de que los reyes le pagasen tributo, quedó El
mismo tributario del Emperador; pero, especialmente, estuvo bajo la
Ley en esta ocasión, al ser llevado a la inscripción, «cada uno a su
propia ciudad» (v. 3).
III. Las circunstancias de su nacimiento, conformes con su
estado de humillación (v. Fil. 2:6–7). A pesar de ser un primogénito
(v. 7), pequeño era el honor humano, y menguada la herencia
terrenal, al nacer de una pobre y oscura doncella, cuya toda
herencia estaba en lo que iba a nacer de ella.
1. Pasó por las humillaciones comunes a todos los recién
nacidos, pues su madre «lo envolvió en pañales», como a cualquier
otro recién nacido, incapaz de envolverse y de moverse a sí mismo,
al ser Él quien mueve el Universo entero y lo mantiene en cohesión
con la palabra de su poder (He. 1:3).
2 Pasó también por humillaciones que no son comunes, sino
propias de Él, ya que:
(A) Nació en un mesón, para darnos a entender que venía a este
mundo como un peregrino, de posada, no de residencia fija; por
eso, todo lo tuvo prestado en esta vida, desde la cuna hasta la
tumba. Eso nos recuerda que los seguidores de Cristo son también
extranjeros y peregrinos (1 P. 2:11), y como tales han de
comportarse. Además, un mesón recibe a todos los que vienen, y
así lo hace Cristo (Jn. 6:37), quien izó, como contraseña, el
estandarte de su amor; pero, al revés que los demás mesones,
Cristo ofrece sus servicios sin dinero y sin precio (Is. 55:1).
(B) Nació en un establo: «y lo acostó en un pesebre». Es más
que probable que José y María, al tener además en cuenta la
condición de ésta, hiciesen el viaje montados en un asno, el cual
hallaría alfalfa en el establo en que fue depositado el Señor al
nacer. Como el mesón, al estilo de las posadas orientales de aquel
tiempo, sería pequeño, no es extraño que «no hubiera lugar para
ellos en el mesón». Sin exagerar, en mal sentido, lo de «para ellos»,
puede ser útil para nuestra devoción el considerar:
(a) Que el nacer en un establo era una indicación de la pobreza
de María y José. Si hubieran sido ricos, no habrían tenido dificultad
en hallar otro lugar más decoroso.
(b) Ello nos muestra la indiferencia de la gente ante las
necesidades ajenas. Deberían haber tenido más consideración con
una mujer que iba a dar a luz, y que alguien le hubiese cedido la
habitación para disminuir algún tanto las molestias del
alumbramiento.
(c) En todo caso, fue un ejemplo del estado de humillación al que
nuestro Salvador se había sometido al tomar la forma de esclavo
(Fil. 2:6–8), para quien cualquier lugar es suficientemente digno.
Versículos 8–20
Junto con esas circunstancias que denotaban la humillación del
Hijo de Dios, el Señor dispuso que hubiese también
manifestaciones de su gloria que equilibrasen la situación. Viendo al
Salvador envuelto en pañales y recostado en un pesebre, nos
vemos tentados a pensar: «Seguramente que éste no puede ser el
Hijo de Dios». Pero cuando vemos que su nacimiento es celebrado
con alabanzas de un ejército celestial (v. 13), pronto nos vemos
obligados a rectificar y decir: «Seguramente que éste no puede ser
otro que el Hijo de Dios».
En Mateo, se nos refiere la comunicación que, de este
nacimiento, hizo Dios a los magos por medio de una estrella, puesto
que eran gentiles; pero aquí la comunicación es hecha por medio de
ángeles a los pastores, los cuales eran judíos. A cada uno le habla
Dios en el lenguaje que le es más familiar.
I. Vemos primero en qué se ocupaban los pastores: «Vivían en el
campo y guardaban sus turnos de vela nocturna sobre su rebaño»
(v. 8). El ángel no fue enviado a los principales sacerdotes ni a los
ancianos del pueblo, sino a un grupo de sencillos pastores. Los
patriarcas del pueblo judío habían sido pastores, y Dios quería
mostrar que aún tenía en gran estima un oficio honesto y útil. No les
fueron llevadas las noticias cuando dormían en sus lechos, sino
cuando vivían en el campo y estaban en vela. Al estar bien
despiertos, podían estar también seguros de lo que veían y oían no
como los que se hallan adormilados y pueden sufrir engaño en lo
que ven y oyen, como quien despierta repentinamente de un sueño.
No estaban dedicados precisamente a actos de devoción, sino que
cumplían con su oficio, para que nos percatemos de que no
estamos fuera del alcance de las visitas de Dios cuando nos
hallamos ocupados en los honestos quehaceres de cada día, ya
que no por eso estamos fuera de la presencia de Dios.
II. Vemos luego la sorpresa que causó en ellos la presencia del
ángel que irradiaba resplandor sobre ellos: «tuvieron gran temor»
(v. 9), no precisamente de esperar por ello malas noticias, sino por
lo repentino de una experiencia tan extraordinariamente
sobrenatural. Claramente se ve por el texto que no esperaban tal
aparición. Las visitas celestiales han de alcanzarnos al estar
preparados y en vela. Ante el resplandor de la gloria del Señor, la
noche se les tornó en día luminoso. Si estamos bien preparados,
veremos cómo, muchas veces, la noche de nuestras dudas y
perplejidades se convierte, de repente, por inspiraciones y toques
amorosos de la divina gracia, en día lleno de luz y de gozo.
III. Cuál fue el mensaje que el ángel comunicó a los pastores (vv.
10–12): «Dejad de temer, no es mensaje de ira sino de misericordia,
porque mirad que os traigo buenas noticias de gran gozo que lo
será para todo el pueblo; que os ha nacido hoy, en la ciudad de
David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (vv. 10–11). Como si
dijese: «El Salvador ha nacido en este día; y, puesto que es cosa de
gran gozo para todo el pueblo, bueno es que lo publiquéis. Ha
nacido en el lugar en que estaba profetizado que nacería, en la
ciudad de David; y os ha nacido, es decir, ha nacido para vosotros
(v. Is. 9:6), para vosotros, los judíos, en primer lugar, para
bendeciros a vosotros, los pastores pues viene a evangelizar a los
pobres (Mt. 11:5; Lc. 7:22). Pero el gozo es para todo el pueblo,
pues no hay salvación en otro (v. Hch. 4:12)». Y el ángel les da una
señal para que lo encuentren sin equivocarse: «Hallaréis un niño
recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v.
12).
IV. A continuación tenemos la doxología de los ángeles a Dios y
la felicitación que extienden a los hombres, a cuento de este
singular acontecimiento (vv. 13–14). Tan pronto como el ángel
comunicó el mensaje a los pastores, «apareció junto al ángel una
multitud del ejército celestial que alababan a Dios» (v. 13). Toda
comunicación con Dios debe comenzar por «Santificado sea tu
nombre». Por eso, los ángeles dicen (no «cantan», a pesar de lo
extendida que está la expresión pues los ángeles nunca aparecen
en la Biblia cantando): «¡Gloria a Dios en lo más alto!» (v. 14),
¡Gloria a Dios, en quien el amor, la sabiduría y el poder se han
coligado para darnos esta prueba maravillosa de su misericordia y
fidelidad! (v. Jn. 1:14 «lleno de gracia y de verdad»). «¡En lo más
alto!», de donde nos viene «toda buena dádiva y todo don perfecto»
(Stg. 1:17). La gloria es para Dios y para Él solo, pues «la salvación
es de Jehová» (Jon. 2:9), pero el beneficio es para los hombres: «Y
sobre la tierra, paz; buena voluntad para con los hombres». No,
como traducen algunas versiones, «para los hombres de buena
voluntad», porque Dios no habría encontrado ninguno de esta clase
(v. Ro. 3:9–23). Él no vino a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt.
9:13; Mr. 2:17; Lc. 5:32; Jn. 9:39). Vino «a buscar y a salvar lo
perdido» (Lc. 19:10). Si estamos en paz con Dios, todo lo demás irá
bien (Ro. 5:1), pues paz, para un hebreo, es el cúmulo de todos los
bienes, por cuanto el vocablo shalom indica plenitud. Por aquí
vemos que todos los bienes de que disfrutamos se deben a la
buena voluntad de Dios para con nosotros. Y, si nosotros tenemos
el provecho, está puesto en razón que a Él le demos la gloria.
V. La visita que los pastores hicieron al Salvador recién nacido:
1. Primero tomaron la determinación: «Se dijeron los unos a los
otros: Vayamos ahora mismo hasta Belén» (v. 15). Un testimonio de
ángeles, e incluso un testimonio divino, no sufren desdoro por el
afán de corroborarlos con la experiencia personal. No dicen:
«Vayamos a ver si es verdad o no lo que el ángel nos dijo», sino:
«Veamos esto que dicen que ha sucedido, lo que el Señor nos ha
dado a conocer». ¿Qué duda podía caber, cuando Dios mismo lo
había dado a conocer?
2. E inmediatamente pusieron por obra la resolución que habían
tomado: «Fueron a toda prisa» (v. 16). No perdieron tiempo, sino
que se pusieron en camino a toda prisa y, cuando llegaron al lugar,
«encontraron juntamente a María, a José y al recién nacido
acostado en el pesebre». La pobreza de la familia y la baja
condición del lugar no fueron obstáculo para reconocer en aquel
niñito a «Cristo el Señor» (v. 11), pues ellos mismos sabían por
experiencia propia la posibilidad de una verdadera comunión con
Dios en un oficio humilde y en circunstancias de pobreza y baja
condición social. Podemos suponer que los pastores referirían a
María y a José la visión que habían tenido y las alabanzas que la
multitud del ejército celestial había tributado a Dios, lo cual les había
animado a venir allá, más que si la noticia les hubiera sido
comunicada por los más altos dignatarios de la corte.
VI. El interés que los pastores tuvieron en divulgar las buenas
nuevas: «Y después de verlo, dieron a conocer lo que se les había
dicho acerca de este niño» (v. 17). Seguramente que divulgaron, no
sólo lo que les habían dicho los ángeles, sino también María y José,
acerca del niño recién nacido: que era el Salvador, Cristo el Señor,
que en Él habría paz en la tierra. Esto lo dirían a todos los parientes
y conocidos. A continuación, se nos refiere la impresión que este
relato produjo: «Y todos los que lo oyeron, quedaron maravillados
de lo que los pastores les contaban» (v. 18). Esto es lo que
sabemos por el sagrado texto, pero no se nos dice que alguno o
algunos de ellos fuesen a inquirir personalmente acerca del
Salvador. ¡El asombro no siempre conduce a la entrega de sí
mismo al Señor!
VII. El uso que de este misterio hicieron cuantos creyeron en
estas cosas:
1. La Virgen María hizo de ello material de meditación personal:
No se nos dice que hablara, pero sí que «guardaba consigo todas
estas cosas, ponderándolas en su corazón» (v. 19). Así como había
dejado en manos de Dios, en silencio, el clarificar su virtud cuando
era, a los ojos humanos, sospechosa de adulterio, así también
ahora deja en manos de Dios, en silencio, el publicar su honor,
velado anteriormente. Es para ella suficiente satisfacción el
constatar que, aun cuando nadie entre los hombres se haya
percatado del nacimiento del niño, los ángeles sí que se han dado
cuenta. Las verdades de Cristo son dignas de ser guardadas, y el
modo mejor de guardarlas es meditarlas para ponerlas en práctica
(v. Jn. 13:17). No hay mejor cosa que la constante meditación para
que la semilla de la Palabra de Dios eche raíces en la mente y en el
corazón (v. Mt. 13:6, 21).
2. Los pastores hicieron de ello materia de pública alabanza:
«Los pastores regresaron glorificando y alabando a Dios por todo lo
que habían oído y visto, tal como se les había dicho» (v. 20). Dieron
gracias a Dios por la merced singular de haber visto al Salvador.
Como pasó después con la Cruz, también ahora el pesebre fue para
algunos locura y escándalo, pero otros, como estos pastores, vieron
en Él poder de Dios y sabiduría de Dios (1 Co. 1:24).
Versículos 21–24
Nuestro Señor Jesucristo, al haber nacido de mujer, nació bajo la
ley (Gá. 4:4). Y al ser el hijo de una hija de Abraham, fue puesto
bajo la ley de Moisés. Aquí tenemos dos ejemplos que nos ilustran
la sumisión de Jesús a la ley:
I. Fue circuncidado en el día señalado por la Ley: «Cuando se
cumplieron ocho días para circuncidarle, le pusieron por nombre
Jesús» (v. 21). Aunque era una operación dolorosa, Cristo se
sometió a ella. ¡Tan temprano comenzó a derramar su sangre! Aun
cuando ello suponía que era un extraño, pues por esta ceremonia
era admitido un niño al pacto de Dios con Israel; aun cuando,
incluso, por ello se le suponía pecador, se sometió, sin embargo, a
tal rito, por cuanto había sido enviado, no sólo en semejanza de
carne, sino en semejanza de carne de pecado (Ro. 8:3). Aun
cuando por ello se obligaba a practicar toda la ley (Gá. 5:3), se
sometió a ello. Fue circuncidado para ser reconocido como
descendiente de Abraham pero no para que le fuese imputada la
justicia de la fe (Ro. 4:11), sino para poder «ser hecho pecado por
nosotros, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en
Él» (2 Co. 5:21). Al ser circuncidado, se le puso nombre: Fue
llamado Jesús, pues ese es el nombre con que el ángel le nombró
al hablar a la virgen María antes de que ella lo concibiera en su
seno (Lc. 1:31), así como cuando el mismo ángel le habló a José
(Mt. 1:21).Era un nombre corriente entre los judíos, y en esto se
hacía también semejante a sus hermanos (He. 2:11), pero
especialmente había sido el nombre de dos eminentes tipos suyos
en el Antiguo Testamento: Josué (equivale a Jesús), el sucesor de
Moisés, bajo cuya conducción entró el pueblo de Israel en la tierra
prometida y Josué el sumo sacerdote (Zac. 6:11, 13). Pero nadie
como Él llevó tan apropiadamente el nombre que significa: Jehová
salva.
II. Fue presentado en el templo. Esto también se llevó a cabo en
el tiempo fijado por la ley, cuando tenía cuarenta días: «Cuando se
cumplieron los días de la purificación de ella, conforme a la ley de
Moisés, le trajeron a Jerusalén para presentarlo al Señor» (v. 22,
comp. con Lv. 12:2–6). Ahora bien, al ser varón y primogénito:
1. El niño Jesús fue presentado al Señor. La ley acerca de esto
aparece aquí explícita (v. 23): «Todo varón que abra la matriz será
llamado santo para el Señor» (v. Éx. 13:2; Nm. 18:15). Al ser Jesús
el primogénito entre muchos hermanos (Ro. 8:29), y santo para
Dios como ningún otro lo fue, fue presentado a Dios como otro
primogénito cualquiera. Y, aunque de acuerdo a la ley, fue redimido
(Nm. 18:15), dándose por Él la ofrenda propia de los pobres (v. 24),
no se hace mención alguna de los cinco siclos (v. Lv. 27:6; Nm.
18:16); quizá no fueron pagados en atención a su pobreza, pero lo
cierto es que, desde su entrada en el mundo, se ofreció a Dios en
holocausto (v. He. 10:5) y, en lugar de pagar, fue vendido por treinta
piezas de plata (Mt. 26:15), que era el precio de un esclavo (v. Éx.
21:32), ya que esclavo se hizo por nosotros (Fil. 2:7; griego doulou).
2. La madre presentó la ofrenda (v. 24) «conforme a lo dicho en
la ley del Señor» (v. Lv. 12:8), consistente en «un par de tórtolas o
dos palominos». Si hubiesen sido de posición económica
acomodada, habrían presentado «un cordero de un año para
holocausto y un palomino o una tórtola para expiación» (Lv. 12:6);
pero, al ser pobres y no alcanzándoles el dinero para un cordero,
trajo dos tórtolas, una para holocausto y la otra para expiación.
Cristo no fue concebido y nacido en pecado, como los demás (Sal.
51:5) pero, al haber nacido bajo la ley, la cumplió también en esto,
pues así convenía que cumpliera toda justicia (Mt. 3:15).
Versículos 25–40
Incluso cuando se humilla a sí mismo, Cristo recibe honor. Así
vemos cómo le honran Simeón y Ana, por inspiración del Espíritu
Santo.
I. El «anciano» Simeón le presenta un testimonio muy honroso.
1. El informe que se nos da acerca de este Simeón, o Simón.
Vivía en Jerusalén y era un hombre eminente por su piedad y
comunión con Dios. Algunos expertos en autoridades judías dicen
que había en Jerusalén, por aquel tiempo, un hombre de gran
prestigio, llamado Simeón. Los judíos dicen que estaba dotado de
espíritu profético. Una objeción en contra de esta identificación sería
que, por ese mismo tiempo, su padre Hillel vivía todavía y que él
mismo vivió bastantes años después de esto. Pero notemos que el
texto sagrado no dice que fuese anciano, a pesar de que sea
corriente darle tal apelativo, y en cuanto a lo que dijo: «Ahora,
Soberano Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya», no significa
que muriese pronto, sino que da a entender su disposición a morir
desde ahora. Otra objeción es que el hijo de Simeón (siempre
dentro de la misma tradición judía) era Gamaliel, un fariseo y
enemigo del cristianismo; pero, en cuanto a esto otro, hemos de
responder: (A) Que no es cosa nueva el que un fiel siervo de Cristo
tenga un hijo que sea un malvado. (B) Que el sagrado texto nos ha
conservado unas palabras de Gamaliel que, lejos de mostrar acerba
enemistad contra el cristianismo, más bien insinúan prudencia y
hasta cierta simpatía por los cristianos (v. Hch. 5:34–39); más aún,
la tradición cristiana nos dice que se convirtió al cristianismo y fue
un fervoroso seguidor del Evangelio. Lo que de este Simeón se nos
dice aquí es lo siguiente:
(A) Que «este hombre era justo y devoto» (v. 25); justo, para con
los hombres; devoto, para con Dios (comp. con Tit. 2:12). Estas dos
virtudes deben ir siempre juntas, pues la falta de la una muestra la
falta de la otra (comp. con 1 Jn. 4:20; 5:1).
(B) Que estaba «aguardando la consolación de Israel» es decir,
la venida del Mesías. Cristo es, no sólo el autor del consuelo de los
hijos de Dios, sino también su objeto y fundamento. El Mesías
tardaba en llegar, pero los que creían en Él esperaban y deseaban
su venida, y la aguardaban con paciencia (comp. con 2 P. 3:4–15)
o, si se prefiere, con santa impaciencia. Así hay que esperar
también la futura consolación de Israel, así como el día glorioso en
que el Señor venga a llevarse consigo su Iglesia. Hemos de
continuar velando y esperando, mientras decimos: «Sí ven, Señor
Jesús» (Ap. 22:20).
(C) Que «el Espíritu Santo estaba sobre él», no sólo como
Espíritu de santidad, sino también como Espíritu de profecía.
(D) Que había recibido una preciosa promesa pues «el Espíritu
Santo le había comunicado que no vería la muerte antes de haber
visto al Cristo del Señor» (v. 26), es decir, había recibido un
«oráculo», pues eso es lo que el término griego significa. Quienes,
por fe, han adquirido una visión de Cristo, son los únicos que
pueden ver la muerte sin sentir terror, pues el anhelo de partir y
estar con Cristo (Fil. 1:23) es muchísimo mejor.
2. El momento oportuno en que Simeón llegó al templo: «Cuando
los padres introducían al niño Jesús» (v. 27). Precisamente
entonces llegó Simeón «movido por el Espíritu». El mismo Espíritu
que le había provisto de soporte para su esperanza, le proveía
ahora de transporte para su gozo. Quienes deseen ver a Cristo, han
de acudir a su templo; pues es allí donde el Señor a quien buscáis
saldrá repentinamente a vuestro encuentro, y allí es donde habéis
de estar preparados para encontrarle (comp. con Mt. 18:18–20).
3. La copiosa satisfacción con que acogió esta visión: «Le tomó
en brazos» (v. 28), cerca de su pecho, lo más cercano posible a su
corazón, el cual estaba tan lleno de gozo como en él le cabía. Le
tomó en brazos para ofrecerlo al Señor y bendecir a Dios. Cuando,
con fe viva, recibimos el relato del Evangelio acerca de Cristo y la
oferta que en él se nos hace de salvación completa, es como si
tomáramos a Cristo en nuestros brazos. A Simeón le había sido
prometido que vería a Cristo el Señor; pero le fue concedido más de
lo prometido, pues, no sólo lo vio, sino que lo tuvo en sus brazos.
4. La solemne declaración que Simeón hizo a continuación (vv.
29–32), donde podemos ver:
(A) Que había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa
para sí mismo, hasta el punto de menospreciar la vida presente y
anhelar la muerte: «Ahora, Soberano Señor, sueltas a tu siervo» (v.
29, lit.). Como si dijese: «Ya me has concedido lo que me habías
prometido y lo que tanto deseaba: Porque han visto mis ojos tu
salvación» (v. 30). Aquí tenemos:
(a) Un reconocimiento de que Dios había sido tan bueno como
su palabra. Nadie que haya puesto su esperanza en Dios y en su
Palabra, ha tenido que avergonzarse de tal esperanza (Ro. 5:5).
(b) Una expresión de gratitud, pues bendijo a Dios por ver la
salvación y tener al Salvador en sus brazos.
(c) Una confesión de fe, de que este niño que él tenía en sus
brazos, era el Salvador, la salvación personificada: «tu salvación»
es decir, la salvación que Tú has preparado y has enviado.
(d) Una despedida de este mundo: «Puedes dejar que tu siervo
se vaya». El ojo no se satisface de ver hasta haber visto a Cristo y
es entonces cuando queda de veras satisfecho. ¡Cuán despreciable
aparece este mundo para quien tiene a Cristo en los brazos y la
salvación en los ojos!
(e) Una bienvenida a la muerte. Se le había prometido que no
vería la muerte hasta que hubiera visto a Cristo, y está ansioso de
que, cumplido lo uno se cumpla lo otro. Por aquí puede verse: (i)
Cuán dichosa es la muerte de los santos (v. Ap. 14:13), pues parten
como siervos de Dios, del lugar de sus labores al lugar de su
descanso. Se marcha en paz: en paz con la muerte, porque está en
paz con Dios y con su conciencia; (ii) Cuál es el fundamento de esta
paz: «Porque han visto mis ojos tu salvación». Esto da a entender
una expectación confiada de un feliz estado después de la muerte,
a causa de esta salvación que ahora contempla y que no sólo le
quita el terror de la muerte, sino que le permite considerarla como
ganancia (v. Fil. 1:21). Quienes han dado la bienvenida a Cristo,
bien pueden dar la bienvenida a la muerte.
(B) Que había llegado a contemplar una perspectiva gloriosa
para el mundo y para Israel. Esta salvación será una bendición para
el mundo: «La cual [salvación] has preparado a la vista de todos los
pueblos» (v. 31), pues es «luz para revelación a los gentiles» (v.
32a), quienes hasta ahora yacían en sombras de muerte. Esto hace
referencia a Isaías 49:6 «… también te daré por luz de las naciones,
para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra». En
efecto, Cristo vino como Luz del mundo (Jn. 1:4, 9; 8:12, etc.), no
como una candela en el candelabro judío, sino como Sol de justicia
que alumbra a todo el orbe. Pero traía también una bendición
especial para Israel: «Y para gloria de tu pueblo Israel» (v. 32b). De
todo verdadero israelita, Él (Cristo) es la mayor gloria, y lo será por
toda la eternidad. El verdadero israelita se gloriará con toda razón
en Él. Cuando Cristo ordenó a sus apóstoles que predicaran el
Evangelio a todas las naciones (Mt. 28:19; Mr. 16:15; Lc. 24:47), se
proclamó gloria para Israel.
5. La predicción que, acerca del niño, hizo a María y a José los
cuales «estaban asombrándose de las cosas que se estaban
hablando de Él» (v. 33, lit.). Y, precisamente porque estaban
afectados por ello y su fe se robustecía con lo que de Él decía
Simeón, éste añade una predicción en que la tristeza se mezclaba
con el gozo:
(A) Simeón les mostró la razón que tenían para regocijarse, pues
«les bendijo» (v. 34a), es decir, oró a Dios para que les bendijese y
muchos otros más tuviesen también la oportunidad de bendecir a
Dios por esta salvación, pues Cristo estaba «puesto para …
levantamiento de muchos en Israel», es decir, para la conversión a
Dios de muchos que estaban muertos y sepultados en pecado, y
para consuelo de muchos que estaban hundidos y perdidos en
tristeza y desesperación. En cuanto a lo de «puesto para caída …»,
hay quienes lo interpretan de las mismas personas, hundidas por el
pecado y necesitadas de convicción antes de ser levantadas para
salvación. Pero esta opinión hace violencia al texto y al sentido, por
lo que ha de entenderse que, «para unos, servirá de caída (comp.
con Jn. 9:39–41), es decir, para los orgullosos, los autosuficientes
que rechazarán la luz; «para otros, servirá de levantamiento», pues,
por fe en Cristo, alcanzarán la salvación y el cumplimiento de las
promesas.
(B) Les mostró igualmente la razón que tenían para regocijarse
con temor. Para que José y María no se exaltasen con la magnitud
de tales revelaciones, hay aquí un aguijón en la carne para ellos,
pues eso es lo que, a veces, necesitamos. Es cierto que Cristo será
una bendición para Israel, pero habrá en Israel algunos para
quienes Cristo estará puesto para caída, y éstos se ofenderán de
Él, se llenarán de prejuicios contra Él y le perseguirán a muerte;
para éstos, Cristo será una «señal que es objeto de disputa o
contradicción» (gr. antilegómenon). Esta señal (v. Mt. 12:39) será
contradicha, negada cuando rechazarán a Cristo a favor de un
infame salteador y homicida, y culminará en los insultos del día de
la crucifixión (He. 12:3). Así como es motivo de alegría el pensar
cuántos son aquellos para quienes Cristo y el Evangelio son «olor
de vida para vida», también es motivo de tristeza considerar
cuántos son aquellos para quienes son «olor de muerte para
muerte» (2 Co. 2:16). Por ser señal, tenía Cristo muchos ojos
puestos en Él pero también muchas lenguas desatadas contra El.
Con esto, «quedarán al descubierto los pensamientos de muchos
corazones» (v. 35). Las buenas intenciones y las piadosas
disposiciones en el corazón de algunos, quedarán manifiestas al
recibir a Cristo; y las secretas corrupciones y perversas
disposiciones de otros quedarán reveladas por su enemistad contra
Cristo y la oposición que le harán. Los hombres serán juzgados por
los pensamientos de su corazón porque la palabra de Dios discierne
los pensamientos y las intenciones del corazón (He. 4:12). Es cierto
que Cristo será de gran consuelo para su madre, pero el Salvador
será el Siervo Sufriente de Isaías 53 y, por tanto, María, su madre,
sufrirá con Él: «Una espada traspasará tu misma alma» (v. 35a); no
la espada de la duda, como algunos opinan sin fundamento, sino la
espada del dolor. «Quién podrá decir cuánto sufriría María junto a la
Cruz en la que pendía Jesús? ¡Qué Hijo, y qué muerte! Podemos
pensar cuán profunda fue la herida que esta espada (gr. rhomphaia
= la espada larga de Ap. 1:16) causó en el corazón de la virgen
María. Nos hemos acostumbrado a leer impasibles la escena de
Juan 19:25–27, sin pararnos a ponderar la profundidad de los
sentimientos que embargarían el ánimo, tanto del Hijo como de la
madre.
II. A continuación, se nos refiere el testimonio de una profetisa,
Ana (vv. 36–38). Veamos:
1. Qué se nos dice de su persona: (A) Que era profetisa. Quizás
esto no signifique otra cosa, sino que tenía un entendimiento de las
Escrituras mayor que el del común de las mujeres, y quizá se
ocupaba también en instruir a las jóvenes en las cosas de Dios
(comp. con Tit. 2:3–5); (B) Que era hija de Fanuel y se llamaba Ana,
que significa graciosa; (C) Que era de la tribu de Aser, ubicada en
Galilea; (D) Que era de edad muy avanzada. Después de estar
casada durante siete años, ahora era viuda hasta ochenta y cuatro
años (v. 37). Dice Bliss: «La descripción pone énfasis en su
matrimonio único y en su larga viudez. Ella había estado casada
sólo por muy poco tiempo, y desde entonces había permanecido
viuda lo cual se consideraba como religiosamente honorable para
ella». No hay por qué pensar que llevaba ochenta y cuatro años de
viuda, sino que, en su estado de viudez, había llegado a los ochenta
y cuatro años de edad. (E) Que «no se apartaba del templo,
sirviendo de día y de noche con ayunos y oraciones» (v. 37b). Lo
cual puede significar, o que tenía su habitación en el atrio del
templo o que asiduamente asistía al templo en el tiempo de los
servicios que allí se celebraban. En todo caso, vemos que estaba
dedicada completamente a sus devociones y pasaba día y noche en
ayunos y oraciones mientras otros los pasaban comiendo,
durmiendo y despreocupados de las cosas de Dios. Así servía a
Dios, esto es lo que daba valor y excelencia a sus devociones. Es
una bendición ver a creyentes de edad avanzada ocupados en
actos de devoción, como quienes no se cansan de hacer el bien
(Gá. 6:9; 2 Ts. 3:13) sino que, por el contrario, encuentran gran
placer en hacerlo. Ana halla ahora amplia recompensa a su
prolongado servicio en el templo.
2. El testimonio que dio del Señor Jesús: «En este momento se
presentó ella» (v. 38). Al ser tan asidua a los servicios del templo,
no pudo perder la oportunidad. «Y comenzó también a expresar su
reconocimiento a Dios», como Simeón, y quizá también como él,
deseó partir ya en paz. El ejemplo de otros que alaban a Dios de
corazón sincero debería estimularnos a dar gracias a Dios y
alabarle constantemente. ¿Por qué no hemos de ser reconocidos a
Dios como ellos, al tener a nuestra disposición una revelación más
completa? Y, como profetisa, Ana comenzó también «a hablar de Él
a todos los que aguardaban la redención en Jerusalén». Había allí
algunos que suspiraban por redención, pero parece ser que eran
pocos, puesto que Ana los conocía a todos: sabía dónde vivían o
dónde poder hallarlos, para decirles que había visto al Señor,
«buenas noticias de gran gozo» (v. 10). Esto nos enseña que
quienes han llegado a un conocimiento experimental del Salvador
deben comunicar a otros un hallazgo de la mayor importancia.
III. Finalmente, tenemos un breve informe de la infancia del
Señor Jesús (vv. 39–40):
1. Dónde la pasó (v. 39). «Regresaron a Galilea». Lucas no nos
refiere los detalles intermedios que hallamos en Mateo (cap. 2), del
que se infiere que de Jerusalén regresaron primero a Belén, donde
recibieron la visita de los magos y donde continuaron hasta que
hubieron de huir a Egipto y, a su vuelta de este país, fueron
dirigidos por el ángel a su anterior residencia de Nazaret, la cual es
llamada aquí «su ciudad».
2. Cómo la pasó (v. 40). En todo semejante a sus hermanos (He.
2:17) pasó su infancia y su niñez como los demás niños: «crecía en
estatura y se fortalecía en su cuerpo, llenándose de sabiduría en su
alma humana». Mientras que otros niños son débiles en
entendimiento y resolución, Él era fuerte en su espíritu: Por obra del
Espíritu Santo, su alma humana adquiría un vigor extraordinario.
Mientras otros niños tienen la necedad atada en su corazón, Él
estaba lleno de sabiduría. Todo cuanto decía y hacía estaba bien
dicho y bien hecho, con una sabiduría superior a su edad. Mientras
que otros niños muestran bien temprano la corrupción de la
naturaleza, pues en ellos crecen juntamente la cizaña del pecado y
el trigo de la razón, en Él todo era sano, pues «la gracia de Dios
estaba sobre Él»: estaba muy alto en el amor y en el favor de Dios.
Versículos 41–52
Único informe inspirado escrito sobre el Salvador, desde su
infancia hasta el día en que se mostró a Israel y por tanto, debemos
sacar de ello el mayor provecho posible, porque es en vano desear
haber tenido más información.
I. Subida con sus padres a Jerusalén «a la fiesta de la pascua»
(vv. 41–42). Así acostumbraban hacerlo cada año, conforme a la ley
del Señor, aunque era un largo viaje, y ellos eran pobres. Esto nos
enseña a ser asiduos en la asistencia a las ordenanzas divinas, «no
dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre»
(He. 10:25). «Subieron conforme a la costumbre de la fiesta». El
niño Jesús, «cuando cumplió doce años de edad», subió con ellos.
Los doctores judíos dicen que, a los doce años, los niños deben
comenzar a ayunar de vez en cuando, y que, a los trece, un niño
comienza a ser hijo del mandamiento, al haber sido durante toda su
infancia, en virtud de la circuncisión, hijo del pacto. Los hijos que
son aventajados en otras cosas, deben ser instruidos para que sean
también aventajados en lo religioso. Y hemos de hacer todo lo
posible para que nuestros hijos sean dedicados a Dios por el
bautismo, una vez convertidos, para que puedan asistir temprano a
la pascua del Evangelio, que es la Cena del Señor.
II. El niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que se dieran cuenta
José y su madre (v. 43).
1. Sus padres no volvieron, sino «después de haber acabado los
días». Estuvieron allí todos los siete días de la fiesta, aun cuando
no era necesario que se quedaran, sino los dos primeros días de la
fiesta. Esto nos enseña a estar con gusto en las reuniones de
iglesia y los cultos al Señor, como es propio de quienes saben decir:
«Bueno nos es estarnos aquí», sin sentir demasiada prisa en dejar
la compañía de los hermanos y las divinas alabanzas en
congregación.
2. Pero, «al regresar ellos, se quedó el niño Jesús en Jerusalén»,
no porque tuviese pereza de volver a casa o vergüenza de
acompañar a sus padres, sino porque tenía que ocuparse «en los
asuntos de su Padre» (v. 49), y recordarles así a sus padres de la
tierra que tenía un Padre en el cielo, a quien debía obedecer antes
que a ellos, aunque el respeto que al Padre celestial debía no había
de interpretarse como falta de respeto a ellos. Es hermoso ver a los
niños y a los jóvenes con deseos de morar en la casa del Señor,
porque en esto se parecen a Cristo.
3. Sus padres hicieron un día de camino, sin percatarse de su
falta, suponiendo que iba en la caravana (v. 44). En estas ocasiones
era muy numerosa la muchedumbre que acudía a la fiesta, y sus
padres concluyeron que iba entre los otros parientes o con los
vecinos y, probablemente, con algún grupo de muchachos. Pero no
le hallaron (v. 45). Por desgracia, esto tiene una aplicación espiritual
con mucha frecuencia: Hay entre nuestros parientes y conocidos,
con quienes no podemos evitar la conversación, que saben poco o
nada del Señor. «Al no hallarle, regresaron a Jerusalén en busca
suya» (v. 45). Quienes deseen encontrar a Jesús, han de buscarle
hasta hallarle, pues, tarde o temprano, será encontrado por quienes
le busquen. Los que han perdido los consuelos que tenían en
Cristo, deben preguntarse a sí mismos dónde cuándo y cómo los
perdieron, y regresar al lugar donde los habían tenido por última
vez.
4. Al cabo de tres días lo encontraron en el templo» (v. 46). Allí
estaba «sentado en medio de los maestros», lo cual no quiere decir
que ocupase un lugar de maestro, sino que es una frase idiomática
para expresar que se hallaba en el grupo de los discípulos,
rodeados por los maestros que enseñaban (comp. con Jn. 8:3
«poniéndola en medio»). Según la costumbre en esta clase de
enseñanzas, el niño respondía y preguntaba. Esto no tenía nada de
extraordinario pero sí lo tenía la sabiduría con que Él lo hacía: «Y
todos los que le estaban oyendo, quedaban atónitos ante su
inteligencia y sus respuestas» (v. 47). No era simplemente un niño
precoz, sino un niño como ningún otro. Con esto vemos el interés
que el niño Jesús tenía en aprender más y más de las cosas de su
Padre celestial. Muchos jóvenes de su edad habrían estado jugando
con otros muchachos junto al templo, pero Él estaba sentado junto
a los doctores en el templo. Les escuchaba; quienes quieran
aprender han de ser «prontos para oír» (Stg. 1:19). Y les hacía
preguntas, no para tentarles, sino para aprender más. Con sus
preguntas y respuestas llenas de sabiduría, dio a todos, como dice
Calvino, un anticipó de su sabiduría divina: «Todos … quedaban
atónitos».
5. Su madre le llamó y le habló en privado (v. 48). María y José
«se sorprendieron de verle» allí (el verbo griego es más fuerte que
el «atónitos» del versículo anterior). Se sorprendieron de que un
niño que tan sumiso y obediente había sido siempre a las
indicaciones de sus padres, tuviera ahora el atrevimiento de
comportarse de esta manera sin pedirles permiso. Con una mezcla
de pena y de ternura (como se ve en el griego téknon = hijo), le dijo:
«Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?»; es decir, «¿por qué nos has
dado este susto tan grande?» «Mira que tu padre y yo te
buscábamos angustiados». Vemos que María y José no se
quedaron quietos, sumidos en su pesar y en su angustia, sino que
le buscaron diligentemente durante tres días (v. 46). Quienes, con
pesar y diligencia, buscan a Cristo, se alegrarán de tal manera al
encontrarle, que el gozo del encuentro les compensará con creces
del pesar de la búsqueda. Jesús «les dijo» (v. 49), esto es, contestó
a ambos: «¿Cómo es que me buscabais? ¿No sabíais que yo debo
estar en las cosas de mi Padre?» (lit.). Con esta frase Jesús les
daba a entender claramente que su principal objetivo al venir a este
mundo era hacer la voluntad del Padre de los cielos (Jn. 4:34; He.
10:7). Sin embargo, todavía «ellos no comprendieron la palabra que
les habló» (v. 50). Dice Lenski: «Su incapacidad para entender ha
sido considerada inexplicable al tener en cuenta la revelación que
José y María habían recibido respecto a la concepción del niño.
Pero esta objeción yerra. La implicación es la de que hasta esa
fecha el muchacho nunca había hecho una declaración semejante a
ésta, y que el hablar así ahora, acerca de sí mismo, sobrepasa el
entendimiento de sus padres». Es probable que María y José no
entendieran por qué, para estar en las cosas de Dios, necesitaba
Jesús ocultarse de ellos sin avisarles. Quizá se preguntarían,
precisamente por las revelaciones que habían recibido, si no serían
dignos de tener consigo a un niño que, aun siendo hijo suyo, era
también el Salvador del mundo.
III. Como contrapartida de lo que podría parecer una repulsa en
las anteriores frases de Jesús, se nos dice ahora la forma en que
regresó Jesús a Nazaret con sus padres (vv. 51–52). No les urgió a
quedarse en Jerusalén sino que, voluntariamente, se retiró con ellos
al oscuro lugar de Nazaret, donde por muchos años estuvo oculto,
sin que se nos diga una palabra de Él en ninguno de los cuatro
Evangelios. Aquí se nos dice:
1. Que «continuaba sumiso a ellos» (a María y a José). Es de
suponer que ayudaría a José en sus faenas de carpintero. Aquí se
nos da un ejemplo de lo que deben ser los hijos: obedientes y
sumisos a sus padres en el Señor (v. Ef. 6:1–3). Aunque sus padres
eran pobres y modestos, y aunque Él era fuerte y lleno de sabiduría
(v. 40), se sometía a ellos en respeto y obediencia. Esto constrasta
con la conducta de otros jóvenes que, siendo débiles y necios, son
desobedientes e irrespetuosos con sus padres.
2. Que «su madre conservaba cuidadosamente todas estas
cosas en su corazón». Nuevamente (v. vers. 19), vemos aquí el
talante ponderativo, de mujer hecha a la meditación, de la virgen
María. Con esto nos enseña en esta ocasión a meditar y ponderar
las cosas de Dios, aun cuando a veces nos parezcan oscuras, pues
lo que, al principio, nos parece tan difícil y oscuro que no sabemos
qué hacer con ello, puede después hacérsenos fácil y claro, y
sernos provechoso en otro momento en que tengamos necesidad
de echar mano de esa verdad.
3. Que «Jesús seguía progresando en sabiduría, en vigor y en
gracia ante Dios y ante los hombres» (v. 52). Nótese cuán completo
era ese progreso; su cuerpo crecía en vigor (fuerza y estatura); su
alma, en sabiduría. Y, en la medida en que su espíritu se abría a los
dones que el Espíritu Santo comunicaba a su naturaleza humana,
progresaba también en gracia, es decir, «la disposición amistosa y
complaciente, con la cual Dios constantemente le sostuvo y lo
ayudó, y la buena voluntad que semejante espectáculo de
inocencia, de rectitud y de benevolencia, despertó en todos aquellos
que le conocieron» (Bliss). La imagen de Dios brillaba cada día con
mayor resplandor en aquel joven, que cuando había sido un niño
pequeño (v. 40).
CAPÍTULO 3
Nada se nos dice de Jesús desde los doce hasta los treinta años
de su vida terrenal. En este capítulo tenemos el ministerio de Juan
el Bautista, el bautismo de Jesús a manos de él, y la genealogía del
Señor a través (con la mayor probabilidad) de su madre María.
Versículos 1–14
El bautismo de Juan viene a inaugurar una nueva época en la
historia de Israel, por lo que se requería un relato particular de tal
acontecimiento. Cosas gloriosas se nos habían dicho del Bautista
(1:15, 17), pero lo dejamos allí en el desierto, y allí se queda «hasta
el día de su aparición pública ante Israel» (1:80). Ese día había
llegado.
II. Tenemos primero la fecha del comienzo del bautismo de Juan,
con detalles pasados por alto por los otros evangelistas, y que nos
ayudan a confirmar nuestro conocimiento de la verdad mediante la
exacta fijación de la fecha. Ésta queda aquí establecida:
1. Mediante el cómputo de los gentiles, bajo cuya dominación se
hallaban entonces los judíos:
(A) Es fechada «en el año decimoquinto del reinado de Tiberio
César» (v. 1), el tercero de los doce Césares y un hombre muy
malo. El pueblo judío, después de largas luchas había caído bajo el
dominio de Roma y se había convertido en una provincia (pequeña
e insignificante) del Imperio Romano.
(B) Es fechada también de acuerdo con el gobierno de los
virreyes que gobernaban la Tierra Santa, dividida en cuatro partes
bajo el mando supremo del Emperador. Esto era un símbolo más de
su esclavitud, ya que los cuatro gobernantes eran extranjeros. A
Pilato se le llama aquí «gobernador», presidente o procurador, de
Judea. Su carácter es descrito por otros autores como de un
hombre perverso y sin conciencia. Tuvo poco tacto en su gobierno
y, finalmente, fue sustituido y enviado a Roma para dar cuenta de
su mala administración. Los otros tres son llamados tetrarcas por
estar cada uno al mando de la cuarta parte del territorio que había
estado antes al mando de Herodes el Grande.
2. Mediante el cómputo del gobierno de los judíos mismos (v. 2).
Anás y Caifás eran los sumos sacerdotes. Dios había determinado
que hubiese sólo un sumo sacerdote, pero aquí se nombran dos
para mostrar el desorden reinante en la época. La explicación de
esta anomalía nos es dada por Flavio Josefo, que en sus
Antigüedades explana que Anás, un rico saduceo, había sido sumo
sacerdote durante varios años hasta su deposición algunos años
antes de la fecha que aquí se indica; no obstante, al ser hombre de
mucha riqueza e influencia, tuvo cinco hijos que, además de Caifás,
su yerno, ocuparon el sumo sacerdocio (v. Jn. 18:19–24, para
constatar esta influencia de Anás).
II. Origen y objetivo del bautismo de Juan:
1. En cuanto a su origen, era del cielo: «Vino palabra de Dios
sobre Juan» (v. 2). Es la misma expresión que se usa con respecto
a los profetas del Antiguo Testamento (v. Jer. 1:2), pues Juan era
profeta, sí, más que profeta. Juan es llamado aquí «el hijo de
Zacarías», para referirnos a lo que el ángel le dijo a su padre. La
palabra de Dios vino sobre él «en el desierto» porque cuando Dios
cualifica a una persona, la palabra de Dios ha de salirle al encuentro
dondequiera que tal persona se halle. Así como la palabra de Dios
no está atada en una prisión, tampoco está perdida en un desierto.
Juan era hijo de un sacerdote y estaba ahora en los treinta años de
su edad; por consiguiente, según la ley del templo, podía ser
admitido ya al servicio del templo. Pero Dios le llamaba a un
servicio más honorable.
2. En cuanto al objeto y designio de su bautismo, era traer a todo
el pueblo de Israel a su Dios en arrepentimiento, para perdón de
sus pecados (v. 3). Vino primero a toda la comarca del Jordán es
decir, precisamente a la parte aquella del país de la que el Pueblo
de Dios había tomado posesión en primer lugar, allí convenía que
se izase también primero el estandarte del Evangelio. Juan había
residido en la parte más solitaria e inhóspita de la comarcapero,
cuando la palabra de Dios vino sobre él, dejó el desierto y vino a
una zona habitada. Quienes se hallan a gusto en su retiro deben
cambiarlo a gusto por otros lugares de concurrencia, cuando Dios
les llama a ellos. «Recorrió toda la comarca … proclamando un
nuevo bautismo». Existía ya la ceremonia de sumergir en agua a los
prosélitos para admitirlos al pacto de Israel, pero el significado del
bautismo de Juan era llamar al arrepentimiento para perdón de
pecados. Por tanto:
(A) Eran obligados a arrepentirse de sus pecados, a tener pesar
por los que habían cometido con propósito de abandonar la vida de
pecado, y cambiar de mentalidad respecto a los criterios falsos que
habían adoptado en relación con el Mesías. Debían ser sinceros en
su profesión y fieles en su promisión: Cambiar de mentalidad y de
conducta, para demostrar que tenían una nueva vida, con un
corazón nuevo y un espíritu nuevo (v. Ez. 36:25–26).
(B) Eran, bajo esta condición, asegurados del perdón de sus
pecados. Así como el bautismo que él administraba les obligaba a
no someterse más al poder del pecado, así también les servía de
señal y sello de que habían sido descargados de la culpabilidad del
pecado.
III. El cumplimiento de las Escrituras en el ministerio de Juan.
Los otros evangelistas se habían referido ya al mismo texto de aquí
(Is. 40:3–4): «Como está escrito en el libro de las palabras del
profeta Isaías». Entre estas palabras se halla que habría «voz de
uno que clama en el desierto». Juan era esta voz, la cual gritaba:
«Preparad el camino del Señor; haced derechas sus sendas».
Lucas va más lejos que Mateo y Marcos en la cita de Isaías, y
aplica igualmente al ministerio del bautismo las palabras que siguen
en la profecía (vv. 5–6): «Todo valle será rellenado». Aunque el
conjunto de metáforas de esta porción se refiere literalmente a la
debida preparación de los caminos por los que el Rey ha de llegar,
no está de más acomodar espiritualmente el sentido literal, como
siempre se ha hecho. En este sentido, la figura de rellenar el valle
puede significar llenar con diligencia los huecos de la holganza o el
enriquecimiento de gracia que los humildes han de experimentar.
En cambio, los ricos y orgullosos han de humillarse: «Todo monte y
collado será rebajado». Los caminos tortuosos (retorcidos y
desviados) del pecado «se harán rectos». Dios, con su gracia,
capacitará para esta rectitud que el hombre no puede alcanzar por
sí mismo. Y las dificultades que impiden y desaniman en el camino
hacia el Cielo serán removidas: «Lo áspero se convertirá en
caminos suaves». El Evangelio hace que el camino del Cielo sea
llano para ser hallado, y suave para ser hollado. Y, como resultado
de todo ello, la gran salvación se descubrirá más y mejor que
nunca, y su descubrimiento se extenderá también más lejos que
nunca: «Y verá toda carne (comp. con Gn. 6:12) la salvación de
Dios». No sólo los judíos, sino también los gentiles, la verán, y
muchos de ellos, tanto judíos como gentiles, se beneficiarán de ella.
IV. Las advertencias y exhortaciones que Juan hacía, en general,
a quienes se sometían a su bautismo (vv. 7–9). En Mateo (3:7–10),
se nos dice que predicó estas mismas cosas a «muchos de los
fariseos y de los saduceos que venían a su bautismo»; pero aquí se
nos dice que lo «decía a las multitudes que salían para ser
bautizados por él» (v. 7). Es obvio que esto lo decía a todos los que
salían a él; ni adulaba a los grandes, ni contentaba a las masas, al
reprender por igual a todos, pues aunque las multitudes no tuviesen
los mismos pecados, tenían otros por los que merecían igual
reprensión. Ahora obsérvese que:
1. Aquella generación perversa se había convertido en
generación de víboras; no sólo emponzoñada, sino también
ponzoñosa; que aborrecían a Dios y se aborrecían unos a otros.
2. A esta generación de víboras se le exhorta de buena fe a que
huya de la ira inminente, pues pende sobre ellos (comp. con Ro.
1:18) si continúan por el camino del mal. Demos gracias a Dios de
que, no sólo se nos exhorta a escapar de la ira inminente, sino que
se nos muestra también la vía de escape (Jn. 3:15–16) con tal que
acudamos a tiempo (2 Co. 6:1–2).
3. No hay modo de escapar de la ira de Dios, a no ser por fe y
arrepentimiento, aunque el énfasis cae sobre la fe cuando se trata
de gentiles, cuya fe estaba en dioses falsos mientras que el énfasis
cae sobre el arrepentimiento cuando se trata de judíos, pues éstos
creían en el verdadero Dios, pero necesitaban cambiar de
mentalidad con respecto al Mesías (comp. Hch. 2:38 con Hch.
16:31, y ambos con Hch. 20:21).
4. Quienes profesan arrepentimiento deben mostrar los frutos
que de un verdadero arrepentimiento se desprenden, si desean huir
de la ira venidera (v. 8): «Producid, pues, frutos que correspondan a
un sincero arrepentimiento». Con el cambio de conducta se
demuestra el cambio de mentalidad.
5. Si no buscamos la santidad de corazón y en nuestra vida, la
profesión de religión no nos servirá de nada, aun cuando la
cubramos de honorables excusas: «Y no comencéis a decir entre
vosotros mismos: Tenemos por padre a Abraham».
6. No tenemos, pues, por qué escudarnos en privilegios
exteriores y en profesiones de religión, pues Dios puede asegurar
eficazmente su honor y gloria sin nosotros. Si nosotros somos
cortados y vamos a la ruina, Él puede levantar para sí una Iglesia
de donde menos se podría suponer: «Porque os digo que de estas
piedras puede Dios suscitar hijos a Abraham». Es probable que
Juan aludiera aquí a las piedras que representaban a las doce
tribus de Israel y que, tal vez, yacían aún en el álveo del Jordán (v.
Jos. 4:3), muy cerca de donde él predicaba.
7. Cuanto mayores sean las profesiones de arrepentimiento que
hagamos, y cuanto más fuertes las exhortaciones y estímulos al
arrepentimiento que, con la gracia de Dios, hayamos recibido, tanto
más cercana y más grave será la ruina que nos amenaza si no nos
arrepentimos sinceramente: Ahora que el reino de Dios está al
alcance de la mano (Mt. 3:2; 4:17; Mr. 1:15), «también el hacha de
la ira de Dios está puesta junto a la raíz de los árboles» (v. 9). La
amenaza es tanto más terrible para el inconverso, cuanto más dulce
es la exhortación para el arrepentido.
8. El árbol que no de frutos de arrepentimiento terminará en el
fuego del Infierno: «Todo árbol que no produce buen fruto se corta y
se echa al fuego». «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios
vivo!» (He. 10:31).
V. Las instrucciones particulares que Juan daba a diversas
clases de personas que venían a él en busca de consejo con
respecto a sus respectivos deberes: el pueblo, en general los
cobradores de impuestos, y los soldados. Algunos de los fariseos y
de los saduceos acudieron a este bautismo, pero no se nos dice
que preguntaran: ¿Qué haremos? Pensaban que ya lo sabían. Pero
el pueblo llano, los publicanos y los soldados, conscientes de sus
pecados y de la ignorancia que tenían de las exigencias de la ley
divina, eran los que preguntaban a Juan: «¿Qué haremos?» (v. 10).
Esto nos muestra que los que son bautizados deben ser enseñados
(v. Mt. 28:19–20). Quienes desean cumplir con su deber, han de
conocer bien ese deber; y quienes profesan y prometen
arrepentimiento han de evidenciarlo en su vida. Éstos apuntan
correctamente hacia sí mismos. No preguntan: ¿Qué hace este
hombre?, sino «¿Qué haremos nosotros?» Es decir: ¿Qué frutos de
arrepentimiento hemos de mostrar nosotros? Y Juan responde a
cada uno según sus respectivas obligaciones y situaciones:
1. Al pueblo en general le recomienda un amor al prójimo que se
traduzca en compartir (comp. con 1 Jn. 3:17): «El que tenga dos
túnicas, que las reparta con el que no tiene; y el que tenga qué
comer que haga lo mismo» (v. 11). El Evangelio requiere
misericordia, antes que sacrificio, y su objetivo es comprometernos
a hacer todo el bien que podamos. Alimento y abrigo son las dos
necesidades más perentorias de la vida, y el que los tenga debe
compartirlos con su prójimo, pues somos administradores, no
dueños absolutos de lo que Dios nos concede y, por tanto, hemos
de usarlo conforme a los dictados de nuestro común Dueño (comp.
con Ef. 6:9).
2. A los cobradores de impuestos les dice también su obligación,
de acuerdo con el oficio que tenían: «No exijáis más de lo que se os
ha ordenado» (vv. 12–13). Han de ser fieles al gobierno y justos con
el pueblo que paga los impuestos, sin oprimir con tasas injustas a
los tributarios. Como si les dijese: «Cobrad para el César lo que es
de César, y no os enriquezcáis injustamente al ofender a Dios y al
oprimir a vuestro prójimo». Los impuestos públicos deben servir
para mejorar los servicios públicos, no para satisfacer la avaricia de
los funcionarios públicos. Notemos que no les exhorta a que
abandonen su oficio, pues se trata de un servicio necesario, sino a
que no abusen de él.
3. A los soldados les dice igualmente cuál es su deber (v. 14). Si
se tratara de soldados romanos, podríamos pensar en un primer
ejemplo de llamamiento a los gentiles para salvación. Pero es de
notar que la palabra griega no significa soldados en el sentido
técnico, sino más bien hombres ocupados en servicios militares, al
parecer, judíos ocupados en alguna campaña especial, de la que
nada se nos dice en el texto sagrado. Notemos que Juan no les
exhorta a que depongan las armas, sino únicamente: «No intimidéis
a nadie, ni denunciéis en falso para sacar dinero, y contentaos con
vuestra paga». Con tan breves pinceladas, Juan describe las
tentaciones de la gente de armas y pone el dedo en las llagas más
comunes entre dicha gente: «Vuestro deber es salvaguardar la paz;
por tanto, no hagáis violencia a nadie; no hagáis pender sobre el
pueblo la espada del terror, la cual está puesta para los
malhechores (v. Ro. 13:3–5), sino la espada de la justicia, la cual
está puesta para protección de los bienhechores». Tampoco deben
acusar falsamente a nadie ante el gobierno, haciéndose así de
temer, con lo que se permiten a sí mismos cobrar propinas injustas
y aceptar sobornos corruptores. En fin deben contentarse con la
paga que reciben. En efecto, «¿de dónde vienen las guerras y los
pleitos?» «De los placeres y de la codicia» (v. Stg. 4:1–3). El mundo
anda tan mal, porque «todos queremos más». Es muestra de
singular sabiduría sacar el mejor partido de lo que se tiene, y el
mundo muestra su locura en la general insatisfacción, tanto de
súbditos como de gobernantes: el rico ansía ser más rico, y el
poderoso adquirir todavía mayor poder.
Versículos 15–20
I. Vemos cómo la gente, con ocasión del ministerio de Juan llegó
a pensar que el Mesías estaba ya a las puertas. En esta forma, fue
preparado el camino del Señor. Cuando es estimulada la
expectación, la llegada de lo esperado se hace doblemente
aceptable. Cuando la gente se percató de lo excelente que era la
doctrina que Juan proclamaba: 1. Comenzaron a pensar que había
llegado la hora de la venida del Mesías. Nunca antes había
necesitado el pueblo de Israel una reforma tanto como ahora, ni el
estado de apuro en que se hallaba había exigido tanto como ahora
una liberación. 2. El pensamiento que, a renglón seguido, se les
ocurriría es: «¿No será éste el que había de venir?»: «Todos
andaban pensando en su corazón acerca de Juan, si quizás él sería
el Cristo» (v. 15). Su vida era santa y austera, su predicación era
con poder y autoridad y, por consiguiente, ¿por qué no iban a
pensar si quizás él era el Cristo? Todo lo que hace que la gente se
ponga a meditar y reflexionar seriamente, prepara el camino a
Cristo.
II. Cómo Juan rehusó todas las pretensiones del honor que
supondría el que él fuese el Mesías, estimulando, por otra parte la
expectación que albergaban con respecto al Mesías al asegurarles
que el Cristo estaba viniendo (vv. 16–17). El oficio del Bautista
como heraldo y precursor, era notificar que el reino de Dios estaba
cerca; y, por consiguiente, después de haber dicho a las diversas
clases de personas lo que debían hacer, ahora les dice una cosa
más que todos deben hacer: esperar la inminente llegada del
Mesías. Y esto sirve de respuesta a todas las cavilaciones de la
gente acerca de él mismo.
1. Les declara que lo más que él puede hacer es bautizarlos con
agua (v. 16). Sólo puede exhortarles al arrepentimiento y
asegurarles del perdón, pero no puede personalmente concederles
el perdón.
2. Les hace volver los ojos hacia Jesucristo, cuyos caminos
había venido él mismo a preparar, de forma que no discutan entre sí
sobre si él es o no es el Mesías, sino que miren directamente al que
en realidad lo es. En efecto:
(A) Juan reconoce que el Mesías posee una excelencia muy
superior a la suya: «No soy apto para desatarle la correa de sus
sandalias». Ésta era la tarea más baja que un esclavo podía hacer
con su amo, y aun de eso se declara indigno (lit. incompetente) el
Bautista. Juan era un profeta, y más que profeta: mayor que
ninguno de los profetas del Antiguo Testamento. Sin embargo, la
distancia entre él y Cristo era infinita. Ésta era una gran verdad que
Juan había venido a proclamar, pero la manera en que la proclamó
nos habla de la humildad de Juan, y en esa manera su predicación,
no sólo hacía justicia a Cristo, sino también honor a sí mismo. No
hay cosa tan honrosa como el hablar tan alto de Cristo y tan bajo de
sí mismo.
(B) Reconoce también en Jesús alguien más fuerte que él
mismo: «Está viniendo el que es más fuerte que yo». La gente
pensaba que Juan estaba investido de un tremendo poder, pero
¿qué podía compararse con el poder de que Cristo estaba
investido? Juan sólo podía bautizar con agua, en señal de que
debían purificarse y limpiarse de sus pecados; pero Cristo podía (y
quería) bautizarles con Espíritu y fuego. El agua lava por fuera, pero
el fuego del Espíritu Santo (comp. con Hch. 2:3) penetra en el
corazón, no sólo para purificarlo, sino también para regenerarlo.
Juan predicaba una doctrina distintiva, y discernía, por palabras y
señales, lo precioso de lo vil, pero Cristo tenía en su mano el
aventador (v. 17), mediante el cual podía separar eficazmente el
trigo de la paja, y limpiar así con esmero su era. Juan podía hablar
palabras de consuelo, pero Cristo podía llevar consuelo al
necesitado. Juan podía proclamar seguridad a quienes creyesen en
el Evangelio, pero Cristo podía ponerles a salvo. Juan podía
amenazar a los hipócritas diciéndoles que el hacha estaba puesta a
la raíz del árbol estéril, para ser cortado y arrojado al fuego, pero
Cristo podía ejercutar el juicio, «recogiendo el trigo en su granero, y
quemando la paja con fuego inextinguible».
(C) El evangelista concluye su informe sobre la predicación de
Juan con un etcétera: «Y así con muchas y variadas exhortaciones
anunciaba al pueblo la Buena Nueva» (v. 18, comp. con Hch. 2:40).
Aquí vemos, (a) que Juan era un predicador afectuoso: exhortaba
con toda insistencia, como quien es consciente de la gravedad del
peligro y de la urgencia de la salvación. De J. Owen se dice que
predicaba «como un moribundo que habla a moribundos». Lo
mismo podemos decir del Bautista. No es amor ocultar la verdad
con paliativos, sino urgirla con todo ahínco; (b) que Juan era un
predicador práctico. Gran parte de su predicación consistía en
exhortaciones, con las que incitaba a la gente a cumplir con su
deber, instruyéndola sobre el modo de obrar, en lugar de
entretenerla con especulaciones y fábulas; (c) que Juan era un
predicador popular, pues predicaba a la gente del pueblo,
acomodándose a la capacidad de ellos y hablándoles en el lenguaje
de ellos; (d) que Juan era un predicador evangélico, pues
«anunciaba al pueblo la Buena Nueva», dirigiendo al pueblo para
que pusiesen los ojos en el Salvador a quien esperaban; (e) que
Juan era un predicador abundante en doctrina y modos de
expresarla: «con muchas y variadas exhortaciones, anunciaba …»,
de tal manera que, quienes no eran alcanzados por un determinado
aspecto de la verdad, pudieran ser alcanzados por otro.
III. Vemos también el súbito y drástico punto final que fue puesto
a la predicación del Bautista. Cuando estaba en el punto más alto
de su provechoso ministerio, fue encarcelado por el malvado
Herodes (vv. 19–20), pues había tenido la valentía de censurar
repetidamente a Herodes el tetrarca, no sólo respecto al incesto que
cometía con la mujer de su hermano, sino también «en relación con
todas las maldades que Herodes había hecho» (pues los que son
malvados en un aspecto, suelen serlo en muchos otros a la vez).
Así que Herodes, al no aguantar más las reprensiones del Bautista,
a todas las anteriores maldades añadió también esto: una más y
muy grave, pues «encerró a Juan en la cárcel», con lo cual privó a
muchos otros del beneficio de las instrucciones y exhortaciones de
Juan. Pero, ¿había de ser silenciada la voz del que clama en el
desierto? Mas así es como muchas veces, es puesta a prueba la fe
de los discípulos de Cristo y así también es castigada la
incredulidad de los que rechazan el mensaje de la salvación. Así
debía ser Juan el Precursor de Cristo, no sólo en la proclamación
de la verdad, sino también en los padecimientos por la verdad. Es
ahora cuando Juan tenía que menguar para que Cristo creciese, de
la misma manera que el lucero de la mañana desaparece de la vista
con la salida del sol.
Versículos 21–38
El evangelista menciona el encarcelamiento de Juan antes que el
bautismo de Cristo aunque éste fue llevado a cabo casi un año
antes, porque desea terminar la historia del ministerio de Juan y
comenzar la del ministerio de Cristo.
I. Tenemos primero un breve relato del bautismo de Cristo (vv.
21–22).
1. Se nos dice aquí que, «cuando todo el pueblo era bautizado,
también Jesús fue bautizado». Cristo quería ser bautizado el último
entre el común del pueblo y a la zaga de él. Vio primero la multitud
que allí estaba preparada para recibirle, y entonces apareció.
2. Aquí se nos hace la observación de que «mientras oraba, se
abrió el cielo», detalle que no aparece en Mateo. Oró como otros lo
harían, porque deseaba estar siempre en íntima comunión con el
Padre. Oró para que el Padre le descubriese su voluntad y su
gracia, y por el descenso del Espíritu. Lo que le había sido
prometido lo había de alcanzar mediante la oración: «Pídeme, y te
daré..» (Sal. 2:8).
3. Mientras todavía oraba, se abrió el cielo. El pecado había
hecho que el Cielo se cerrara, pero la oración y la obra de Cristo
hicieron que se abriera. La oración es una ordenanza que abre los
cielos: «Continuad llamando, y se os abrirá» (Mt. 7:7; Lc. 11:9).
4. «Y descendió sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal,
como una paloma» (v. 22). Al comenzar a predicar, el Espíritu del
Señor estaba sobre Él (Is. 61:1; Lc. 4:18). Este descenso del
Espíritu es aquí manifestado mediante evidencias sensibles, para
animarle en el comienzo de su ministerio público, y para
satisfacción de Juan el Bautista, pues le había sido dicho que,
mediante esta señal, le sería notificado quién era el que había de
bautizar con el Espíritu Santo (Jn. 1:33).
5. «Y salió del cielo («desde la magnífica gloria», como dice 2 P.
1:17) «una voz que decía: Tú eres mi Hijo amado». Aquí y en
Marcos, esta frase es dirigida al propio Jesús; en Mateo, es dirigida
a todos: «Éste es mi Hijo, el amado». De Él se había profetizado en
2 Samuel 7:14: «Yo le seré a Él por Padre, y Él me será a Mí por
Hijo» (v. He. 1:5). También había sido profetizado de Él que sería
«mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento» (Is. 42:1,
comp. con Mt. 12:18–20). Y, de acuerdo con esto, le dice aquí: «Tú
eres mi Hijo amado; en ti he puesto mi complacencia».
II. A continuación, se nos presenta la genealogía de Jesucristo.
Mateo, al dar la genealogía de José, llega hasta Abraham, pero
Lucas va mucho más arriba, hasta el primer padre de la humanidad.
El objetivo de Mateo, que escribía especialmente para los judíos,
era mostrar que Cristo era el hijo de David (heredero del trono
davídico) e hijo de Abraham, en quien serían benditas todas las
familias de la tierra, y desciende hasta Jacob, el padre de José,
padre legal de Jesús. En cambio, el objetivo de Lucas era presentar
a Jesús como el Salvador de toda la humanidad y, por ello, se
remonta hasta la primera pareja, hasta la descendencia de la mujer,
que había de quebrantar la cabeza de la serpiente (Gn. 3:15), y
desciende (o, mejor dicho, comienza) hasta Elí, el cual era padre no
de José, sino de María. Por eso, Mateo pone a Jesús como
descendiente legal de Salomón cuya línea dinástica terminaba en
Jeconías, a quien fue dirigida maldición contra él y su
descendencia; mientras que, por María, su madre, Jesús descendía
físicamente de David, a través de Natán, otro hijo de David por lo
que no le alcanzaba la maldición pronunciada contra la
descendencia física de Jeconías. La genealogía concluye diciendo:
«… hijo de Adán, hijo de Dios» (v. 38). Jesús era, al mismo tiempo,
hijo de Adán e hijo de Dios, a fin de ser el Mediador adecuado entre
Dios y los hijos de Adán, y ser capaz, de esta manera, de hacer que
los hijos de Adán puedan llegar a ser hijos de Dios (Gá. 4:4–5).
Finalmente, antes de darnos la genealogía, Lucas dice que «Jesús
mismo, al comenzar su ministerio, tenía unos treinta años» (v. 23)
pues ésta era la edad en que los sacerdotes comenzaban a entrar
en plenas funciones de su ministerio (Nm. 4:3).
CAPÍTULO 4
2

En este capítulo, tenemos una nueva preparación para el


ministerio de Jesús, al ser puesto a prueba en el desierto mediante
las tentaciones de Satanás. A continuación, Lucas describe el
ministerio de Jesús en Galilea, el cual comenzó por Nazaret, en
cuya sinagoga predicó, y siguió por Capernaúm, donde llevó a cabo
diversos milagros.
Versículos 1–13
En este relato de la tentación de Jesús, obsérvese:
I. Cómo fue preparado y capacitado para soportarla:

2Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1267
1. Fue «lleno del Espíritu Santo», quien había descendido sobre
Él en figura visible de paloma. Bien armados van contra las peores
tentaciones del diablo quienes van llenos del Espíritu Santo.
2. Regresaba del Jordán, donde había sido bautizado y donde
había oído la voz del cielo que le había designado como el Hijo
Predilecto de Dios. Cuando hemos tenido las experiencias más
consoladoras de la comunión con Dios, y disfrutado de los más
exquisitos favores de su gracia, es de esperar que Satanás nos
asalte, como asaltan los piratas los barcos cargados con las más
preciosas mercancías, y que Dios lo permita, a fin de que el poder
de su gracia se manifieste y engrandezca en nuestra debilidad y
pequeñez.
3. «Era conducido por el Espíritu al desierto.» En el desierto
parecía tener el tentador cierta ventaja, pues sorprendería allí a
Jesús solo («¡Ay del solo!», Ec. 4:10). Él podía dar al diablo cierta
ventaja, pues era consciente de su propia fortaleza; pero nosotros
no podemos hacerlo, pues somos conscientes de nuestra gran
debilidad. Con todo, Él se preparó bien para estos asaltos, al ayunar
durante cuarenta días (v. 2). Podemos suponer que pasaría
aquellos días en meditación y en comunión íntima con Dios, como
Moisés en el Sinaí.
4. «Y no comió nada durante esos días.» Así como, al retirarse al
desierto, se había desentendido del mundo, al ayunar se
desentendió del cuerpo; y Satanás no puede agarrar fácilmente a
quienes han roto sus lazos con el mundo y con la carne.
II. Cómo fue asaltado por sucesivas tentaciones, y cómo derrotó
al diablo en cada asalto. Ya había sido tentado por el diablo durante
aquellos cuarenta días (v. 2), pero el diablo redobló sus ataques
cuando se dio cuenta de que Jesús tenía hambre.
1. Primero le tentó a desconfiar del Padre, como si este se
hubiese despreocupado de su Hijo Predilecto, y a que se las
arreglase por sí mismo: «Si eres Hijo de Dios, dile a esta piedra que
se convierta en pan» (v. 3). En lo que viene a decirle: (A) «Te
aconsejo que lo hagas por ti mismo, pues Dios, si es tu Padre, se
ha olvidado de ti». Si comenzamos a pensar o a vivir de acuerdo a
nuestros propios planes, sin depender de la providencia de Dios,
inmediatamente hemos de percatarnos de que se trata de una
tentación del diablo y, por tanto, hemos de rechazarla sin
contemplaciones, pues el objetivo principal de Satanás es
desligarnos de la dependencia de Dios (v. Gn. 6:1–6). (B) «Te reto a
que lo hagas, si puedes; si no lo haces, concluiré que no eres el
Hijo de Dios». Pero Cristo no cedió a la tentación: (a) Porque no
estaba dispuesto a hacer lo que le pidiera el diablo. No debemos
hacer nada que nos haga aparecer como «dando lugar al diablo»
(Ef. 4:27). Los milagros se hacían en confirmación de la fe y el
diablo no tenía ninguna fe que confirmar. (b) Jesús hacía los
milagros para ratificar su doctrina y, por eso mientras no comenzase
a predicar, no iba a realizar milagros. (c) No iba a hacer milagros
para agradarse a sí mismo. Prefería convertir el agua en vino para
beneficio de sus amigos, que las piedras en pan para su propia
conveniencia. (d) Iba a reservar para después las pruebas de su
filiación divina. (e) No iba a hacer ninguna cosa con la que
pareciese desconfiar del Padre. Como debe hacer todo buen hijo de
Dios, prefería vivir en completa dependencia de las palabras y de
las promesas del Padre Celestial. Por eso, replicó al diablo con un
texto bíblico apropiado: «Está escrito» (v. 4). La Palabra de Dios es
nuestra espada, y nuestra fe en esa palabra es nuestro escudo; por
eso, deberíamos ser poderosos en la Palabra de Dios. El texto con
que replicó al diablo está tomado de Deuteronomio 8:3: «No sólo de
pan vivirá el hombre, sino de toda palabra de Dios». Como si dijese:
«No necesito convertir la piedra en pan, porque el hombre puede
vivir con cualquier cosa que Dios le asigne» (comp. con Jn. 4:34).
Dios tiene muchos medios de proveer para sus hijos, aun cuando
parezcan faltar los medios normales de subsistencia; por lo tanto,
no hay por qué desconfiar de Él, sino depender de Él en toda
circunstancia, y cumplir siempre con nuestro deber, porque
entonces Dios se encargará de las circunstancias.
2. Le tentó después el diablo a que le rindiese homenaje de
adoración, prometiéndole a cambio «todos los reinos de la tierra
habitada» (vv. 5–7). Lucas pone esta tentación en segundo lugar,
pero Mateo la pone al final, que es seguramente su sitio.
Obsérvese:
(A) Cómo propuso Satanás esta tentación:
(a) Puso ante los ojos del Señor «en un momento», todos los
reinos del mundo. Para eso, «le condujo a un alto monte».
Podemos asegurar que, más bien que una visión directa, imposible
en un momento de tiempo, se trató de una especie de caleidoscopio
en que Satanás hizo pasar rápidamente, como en cámara rápida,
los reinos del mundo con su gloria y poderío (v. 6).
(b) Le aseguró a Cristo que todo aquello le había sido entregado,
lo cual era una media verdad, pues al primer asalto del diablo (Gn.
6), el principado de este mundo le fue ofrecido a Satanás «en
bandeja» (v. Jn. 12:31; 14:30; 16:11; Ef. 2:2). Seguro de este
dominio, el diablo dice, con otra media verdad: «se lo doy a quien
quiero», sin contar que eso mismo cae bajo el control soberano de
Dios.
(c) Se atreve a imponerle la condición de que se postre (¡el Hijo
de Dios!) delante de él (¡Satanás!) Esta sugerencia venía a
significar, ni más ni menos, que Cristo había de reinar bajo los
dictados de Satanás. Con tal de hacerse con el corazón y la
adoración del hombre, el diablo está dispuesto a repartir gloria,
poder, honor y riqueza. ¿Por qué se empeña Jesús en ir a la Cruz,
si el diablo le ofrece todos los reinos sin derramar una gota de
sangre?
(B) Cómo venció Jesús también esta tentación del diablo. Le dio
una repulsa perentoria llena de ira y horror santos: «Vete de mí,
Satanás» (v. 8). Tal tentación no merecía discusión, sino repulsa
inmediata; y, con otro texto apropiado, hirió al diablo en la cabeza:
«Porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él
servirás» (v. 8 comp. con Dt. 6:13). Notemos que Jesús saca todas
sus citas al demonio del libro más espiritual de la Ley: el
Deuteronomio. Jesús había venido para que pudiésemos ser
sacados de las tinieblas a la luz admirable de Dios (Hch. 26:18; 1 P.
2:9), del poder de Satanás al de Dios, del culto a los demonios al
culto al Dios vivo y verdadero. Por eso, la gran ley que Cristo
restablece para todos los hombres es que «a Dios solo hay que
adorar y servir».
3. En tercer lugar, vemos cómo el diablo le tienta a confiar
presuntuosamente en la protección del Padre. Vemos aquí:
(A) Lo que le proponía el diablo con esta tentación: «Si eres Hijo
de Dios, tírate de aquí abajo» (v. 9). Quiere que Jesús requiera una
prueba más de la protección del Padre, como si no bastase con la
voz del Cielo y el descenso del Espíritu sobre Él. Quiere que Jesús
use un nuevo método, de patente diabólica para mostrarse a los
hombres como el Mesías esperado. Si desde el pináculo del templo
proclamaba su mesianidad y, en prueba de ello, se arrojaba desde
allí sin sufrir ningún daño, seguramente que todos le recibirían como
enviado del Padre y venido del Cielo. Y, si acontecía que en la
caída encontraba la muerte, el diablo quedaría más que satisfecho,
pues se lo habría quitado limpiamente de en medio.
(B) Para dar mayor peso y fuerza a la tentación, el diablo se
atreve ahora a citar a la propia Escritura (v. 10). Cristo había citado
la Escritura contra Satanás, ahora Satanás citaba la Escritura en su
favor. Verdaderamente, nunca es tan temible el diablo como cuando
cita la Palabra de Dios, pues siempre la cita a medias, lo cual es
peor que una mentira descarada. Y cuantos de este modo citan la
Biblia no hacen otra cosa, consciente o inconscientemente, que
seguir los caminos del diablo. La Escritura citada por el diablo es del
Salmo 91:11–12: «Dará orden a sus ángeles respecto de ti, para
que te guarden con todo cuidado; te llevarán en las palmas de sus
manos, para que no tropiece tu pie en ninguna piedra» (vv. 10–11).
Hay quienes piensan que la falsedad del diablo consiste en haber
omitido la cláusula «en todos tus caminos», como aparece en el
salmo. Pero, como dice Lenski, (a) en este caso, Jesús le habría
respondido completando la cita; (b) el salmo no dice: «en todos sus
(de Dios) caminos», sino: «en todos tus caminos». La falsedad del
diablo está en que el salmo trata de la protección de Dios en casos
de apuro, pero el arrojarse voluntariamente del pináculo del templo
no era un caso de apuro, sino una ostentación peligrosa; en otras
palabras, no era confiar en Dios, sino tentar a Dios. Por eso:
(C) Jesús le replica con otra cita bíblica, también tomada del
Deuteronomio (6:16): «No tentarás al Señor tu Dios». Además, si
Dios ya había dado la prueba suficiente de la misión divina de
Cristo, el buscar otra por cuenta propia, además de tentar a Dios,
era muestra de inexplicable desconfianza en Él.
III. Cuál fue el resultado final de este combate espiritual (v. 13).
Nuestro victorioso Redentor quedó firme en terreno sólido y
conquistó un magnífico triunfo, no sólo para sí, sino también para
nosotros. En efecto:
1. El diablo no tenía ya más flechas en su aljaba: «Cuando el
diablo dio por concluida toda clase de tentación..» (v. 13). Si Cristo
sufrió, siendo probado, toda clase de tentación (comp. con He.
4:15), ¿por qué no hemos de esperar también nosotros pasar por
toda clase de tentaciones que nos hayan sido asignadas? Sobre
todo, si sabemos que no seremos tentados por encima de nuestras
fuerzas (1 Co. 10:13).
2. Acabadas las tentaciones, el diablo abandonó el terreno: «se
alejó de Él». Vio que no tenía sentido continuar atacándole pues no
hallaba en Jesús ningún punto flaco por donde entrarle. Si
resistimos al diablo, huirá de nosotros (Stg. 4:7).
3. Esto no quiere decir que Satanás hubiese desistido de sus
propósitos; se alejó de Él «hasta un tiempo oportuno», hasta que
llegase la hora de asaltarle de nuevo, no con halagos y promesas,
sino con sufrimientos y persecuciones. Se marchó hasta aquella
hora que Cristo llama la del «poder de las tinieblas» (22:53), cuando
«el príncipe de este mundo viene» otra vez (Jn. 14:30).
Versículos 14–30
Después de haberse defendido de los asaltos del diablo,
comienza Jesús ahora a pasar a la ofensiva contra él, y lanza
contra Satán, mediante su predicación y sus milagros, unos ataques
que el diablo no podrá resistir ni rechazar.
I. Comienza esta porción refiriéndonos primero, en general, el
ministerio de predicación que Jesús llevaba a cabo en Galilea. Allá
«regresó en el poder del Espíritu» (v. 14). No tenía que esperar a
que le llamaran los hombres, pues tenía vida y luz en sí mismo. Allí
«enseñaba en las sinagogas de ellos, siendo glorificado por todos»
(v. 15). Enseñaba en las sinagogas, donde los judíos se reunían no
para el culto ceremonial como en el templo, sino para el culto
público de devoción comunitaria y de exposición de las Escrituras.
Estas reuniones en las sinagogas se hicieron más frecuentes a
partir del cautiverio en Babilonia, pues el culto ceremonial del
templo estaba próximo a expirar. Lo hizo así una vez que «las
noticias sobre Él se difundieron por toda la comarca circunvecina»
(v. 14). Era ésta una buena fama, ya que era glorificado por todos
(v. 15). Se ve que al principio, no se encontró con desprecios ni
contradicciones; todos le glorificaban, y ninguno le vilipendiaba.
II. Después se nos habla de su predicación en «Nazaret,
donde se había criado» (vv. 16 y ss.). Y aquí se nos dice que
predicó allí y que allí encontró oposición y persecución.
Veamos:
1. Cómo predicó allí:
(A) En primer lugar, la oportunidad que tuvo para ello: «Vino a
Nazaret», después de haber ganado reputación en otros lugares.
Tuvo aquí ocasión de predicar: (a) en la sinagoga, en la que
acostumbraba, sin duda, asistir a los cultos por haberse criado allí
(el «según su costumbre» del versículo 16 se refiere al versículo 15,
no se puede deducir de esta sola frase el que acostumbrase asistir
allí anteriormente). (b) Lo hizo «en día de sábado», pues ése era el
día dedicado al descanso y a las devociones.
(B) «Se levantó a leer», invitado, sin duda, para ello. Cada
sábado tenían los judíos siete lectores; primero, un sacerdote;
después, un levita; después, cinco israelitas de la respectiva
sinagoga. Con frecuencia hallamos a Jesús predicando en otras
sinagogas, pero nunca leyendo, excepto en esta de Nazaret, de la
que por tantos años habría sido miembro. «Le entregaron el libro
del profeta Isaías» (v. 17). Es muy probable que de ese libro se
sacasen las lecturas de aquellos sábados, y no hay que pensar que
la frase «encontró el lugar …». signifique que abrió el libro «por
donde saliera».
(C) Vemos inmediatamente el texto sobre el cual predicó.
Primero, «se levantó a leer» (v. 16b); después, «desenrolló el
volumen» (v. 17), ya que los escritos estaban (y están en las
sinagogas judías) en rollos. Pero los libros del Antiguo Testamento
estaban en realidad, sellados hasta que Jesucristo los abrió (Is.
29:11). Halló luego el lugar que correspondía leer aquel día y que
era Isaías 61:1 y ss., como vemos por los versículos 18–19. Fue
una disposición especial de la Providencia que fuese éste el texto
que correspondía ya que habla tan claramente del Mesías y de la
obra que había de llevar a cabo en este mundo. El texto de Isaías
dice:
(a) Cómo había de ser capacitado el Mesías para su comisión:
«El Espíritu del Señor está sobre mí». Todos los dones y todas las
gracias del Espíritu estaban sobre Él, no por medida, como en los
otros profetas, sino sin medida (v. Jn. 3:34).
(b) Cómo había de ser comisionado: «Por lo cual me ungió … me
ha enviado …». Ser ungido significa ser consagrado separado para
esta obra y cualificado para llevarla a cabo (comp. con Jn. 10:36).
(c) Cuál fue la obra a la que fue llamado: Fue llamado y
capacitado: (1) «para predicar … a proclamar … a proclamar …».
Nótese la insistencia en el ministerio. Había de predicar el
Evangelio [la Buena Noticia] a los pobres: a los conscientes de su
indigencia, los pobres en el espíritu de Sofonías 3:12 y Mateo 5:3:
los anawim Jehová. Y a éstos había de predicar las buenas noticias
que, a continuación, se especifican y que son tres: (i) «liberación» a
los cautivos y oprimidos (v. 18). El Evangelio es una proclamación
de libertad, como la de Israel al ser sacado de Egipto y de
Babilonia. Es una liberación de la peor de las esclavitudes; de tal
beneficio podrán aprovecharse cuantos se sometan al servicio del
Señor y de los hermanos (v. Gá. 5:13); (ii) «iluminación» =
«recuperación de la vista a los ciegos». No sólo vino a dar luz a los
que estaban en tinieblas, sino también vista a los que estaban
ciegos (Jn. 9:39). Cristo vino a decirnos que tiene colirio para
nosotros (comp. con Ap. 3:18) y, si nuestra oración es: «Señor, que
sean abiertos nuestros ojos», inmediatamente nos dirá: «Recibid la
vista»; (iii) «jubileo especial»: «A proclamar un año favorable del
Señor» (v. 19). Esto alude al año jubilar, que se celebraba cada
cincuenta años (v. Lv. 25:8 y ss.). Pero este jubileo que Cristo
proclama es muy especial pues viene a decirnos que el Dios a
quienes habían (y hemos) ofendido, estaba dispuesto a
reconciliarnos consigo en Cristo (2 Co. 5:19–21): a hacer las paces
con nosotros en términos mucho más favorables que antes. «Éste
es el tiempo aceptable; ahora es el día de salvación» (2 Co. 6:2). (2)
Cristo vino también como un gran Médico, porque venía a sanar a
los quebrantados de corazón (v. 18) aunque esta frase tomada de
Isaías 58:6 en la versión de los LXX, no está bien atestiguada, lo
cual no quiere decir que no sea verdad pues vino a ofrecer
descanso a los trabajados y fatigados bajo el peso del pecado y de
la corrupción (Mt. 11:28–30). (3) Finalmente, vino como un gran
Redentor. No sólo proclama libertad a los cautivos, sino que pone
en libertad a los oprimidos. También los profetas pudieron
proclamar libertad, pero Cristo, como quien tiene autoridad, posee
la potestad de perdonar los pecados y, por tanto, de poner en
libertad a los oprimidos por el diablo, «que a sus presos nunca abrió
la cárcel» (Is. 14:17).
(D) A continuación, tenemos la aplicación que del texto hace
Cristo a Sí mismo. Después de enrollar el volumen y entregarlo al
asistente encargado de custodiar los rollos «se sentó», como era la
costumbre de los maestros, y dijo: «Hoy se ha cumplido esta
Escritura que acabáis de oír» (v. 21). Comenzó a cumplirse con la
inauguración del ministerio público de Jesús; se cumplía en la
predicación hecha y los milagros llevados a cabo en muchos
lugares; se cumplía también al predicar Él en aquella sinagoga.
Éste era el comienzo: «comenzó a decirles», un comienzo de
enseñanzas deliciosas, pues Cristo predicó con frecuencia largos
sermones de los que el texto sagrado nos ofrece solamente un
resumen; pero esto era suficiente para introducir un gran tema:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura». Las obras del Señor son el
cumplimiento, no sólo de su Palabra secreta, sino también de su
Palabra revelada; y ello nos ayudará, tanto para entender las
Escrituras como las experiencias de la providencia de Dios, de
forma que podamos comparar su Palabra con la experiencia que
tenemos de ella.
(E) Vemos también la atención y la admiración de los oyentes:
(a) Su atención (v. 20): «Los ojos de todos en la sinagoga
estaban fijos en Él». Cuando oímos la Palabra de Dios es menester
que estemos atentos a ella, dirigiendo nuestra vista al predicador
por medio del cual nos habla Dios; porque, de la misma manera que
el ojo influye en el corazón, también el corazón suele seguir al ojo;
y, si el ojo se distrae, también la atención de la mente suele
distraerse.
(b) Su admiración (v. 22): «Todos hablaban bien de Él, y
maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca …».
Sin embargo, por lo que se ve después, no creyeron en Él. Mucha
razón hay para maravillarse de las palabras de Jesús, pues son
palabras de gracia, y Él es Maravilloso Consejero (Is. 9:6), y en
nada fue tan maravilloso como en la gracia de sus palabras y en el
poder que acompañaba a esas palabras. Y añadían: «¿No es éste
el hijo de José?» Como si dijesen: «¿Cómo es posible que éste,
cuyo origen y cuya educación conocemos, hable de esta manera y
proponga tales demandas acerca de sí mismo?» Ya en estas
palabras de la gente se percibe, no sólo admiración, sino cierto tinte
de rechazo e incredulidad, como lo confirma el contexto siguiente.
(F) Cristo se anticipa a la objeción que flota en el ambiente.
Obsérvese:
(a) Cuál era la objeción: «Seguramente me citaréis este refrán:
Médico, cúrate a ti mismo. Esperamos que hagas aquí, en tu
pueblo, los milagros que has hechos en otros lugares». La mayor
parte de los milagros de Jesús eran sanaciones, así que le podían
exigir que curase también a los enfermos que había entre ellos.
Pero esas sanaciones tenían por último objetivo sanar la
incredulidad de los corazones. ¿Estaban ellos bien dispuestos?:
«Todo cuanto hemos oído que se ha hecho en Capernaúm, hazlo
también aquí en tu pueblo» (v. 23). Les agradaban las palabras de
Cristo, únicamente porque esperaban que a las palabras siguieran
obras de curaciones (comp. con Jn. 6:26), pues consideraban que
su ciudad era tan digna de que en ella se obrasen milagros como
cualquier otra, sobre todo cuando allí vivían sus parientes y vecinos.
(b) Cómo responde Jesús a la objeción. (i) Con una razón
positiva y general: «En verdad os digo que ningún profeta es
persona grata en su pueblo» (v. 24). Lo sabemos por experiencia; la
familiaridad engendra desprecio, y tendemos a tener en poco a las
personas con quienes estamos acostumbrados a conversar. Es
como el pan casero, que, a pesar de ser tan saludable, se vende
mucho más barato que el pan caro y traído de muy lejos. Cristo
declinó hacer milagros o dar alguna señal extraordinaria en Nazaret,
a causa de los prejuicios de sus propios conciudadanos. (ii) Con
ejemplos de famosos profetas del Antiguo Testamento: Elías,
enviado a una viuda de Sarepta, en Sidón, tierra de los gentiles,
cuando había tantas viudas en Israel; y Eliseo, que había curado la
lepra de un extranjero; más aún, general de un país enemigo de
Israel, cuando había tantos leprosos en el propio Israel. Pero, en
ambos casos, los milagros habían encontrado en los respectivos
individuos una fe que los profetas no habían encontrado entre sus
propios paisanos.
2. A continuación vemos la oposición y persecución que encontró
en Nazaret:
(A) Lo que provocó la ira de los oyentes fue la mención del favor
que Dios había mostrado a los gentiles mediante el ministerio de
Elías y de Eliseo: «Al oír estas cosas, todos los que se encontraban
en la sinagoga se llenaron de furor» (v. 28); esto era un gran
cambio desde el versículo 22, donde leemos que «todos hablaban
bien de Él, y maravillados de las palabras de gracia que salían de
su boca». Así de inciertas y volubles son las opiniones de la gente.
Si hubieran mezclado con fe la palabra que habían oído (v. He. 4:2,
lit.), y de la que se habían maravillado, habrían sido despertados
para fe con las posteriores palabras de las que se habían indignado.
Pero esto es lo que, desgraciadamente, suele acontecer a quienes
sólo gustan de palabras que agradan al oído, con lo cual se pierden
las bendiciones que obtienen los que no se ofenden por palabras
que están destinadas a sanar el corazón, aunque puncen al entrar,
pues ellas engendran la compunción que leemos en Hechos 2:37
«fueron punzados en su corazón» (literalmente). Los piadosos
antepasados de estos oyentes se habían complacido con la
esperanza de que los gentiles serían bienvenidos al pacto de Dios
con el pueblo escogido; pero éstos se enfurecían con la sola
mención de los beneficios hechos a gentiles por mano de tan
grandes profetas como Elías y Eliseo.
(B) La provocación que sintieron fue tan grande, que intentaron
«despeñarle» (v. 29). «Se levantaron» en el ardor de su furia, «le
echaron fuera de la ciudad» con toda violencia, y le condujeron a un
precipicio «a fin de despeñarle» y acabar así con Él. A pesar de la
fama con que venía precedido y de la admiración que ellos mismos
le habían prestado, ahora, en un arranque de furia, querían terminar
con Él del modo más bárbaro.
(C) Pero no consiguieron su malvado propósito: «Pero Él pasó
por medio de ellos, y se marchó por su camino» (v. 30). Ellos le
echaron de la ciudad, y Él se marchó por su camino. Hubiese
querido reunir a los hijos de Nazaret, como después a los de
Jerusalén, pero ellos no quisieron: «A lo que era suyo [su país, su
ciudad] vino, y los suyos no le recibieron» (Jn. 1:11). Pero no todos
eran así pues mientras éstos le echaban fuera, los de Capernaúm
trataban de retenerle para que no se marchara de ellos (v. 42).
Versículos 31–44
Cuando Cristo fue expulsado de Nazaret, vino a Capernaúm, otra
ciudad de Galilea.
I. Su predicación: «Y en sábado les estaba enseñando» (v. 31).
La predicación de Cristo causó gran impresión en la gente: «Y se
quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra era con
autoridad» (v. 32). Cada palabra suya comportaba peso y sustancia,
e incitaba a nuevos descubrimientos iluminadores; además llevaba
un poder de mando y un poder de eficacia que se imponía a la
conciencia de los oyentes.
II. Sus milagros:
1. Se especifican, en particular, dos, los cuales muestran que
Cristo es:
(A) Controlador y conquistador de Satanás, por el poder de
expulsarlo de aquellos de quienes había tomado posesión corporal.
Notemos, (a) que el demonio es un espíritu inmundo, y su
naturaleza es diametralmente opuesta a la del Dios puro y santo: (b)
que trabaja en el interior de los hijos de los hombres: (c) que es
posible el que quienes están bajo el poder y la operación de él se
encuentren en la sinagoga; (d) que incluso los demonios creen que
Jesucristo es el Santo de Dios (v. 34, comp. con Stg. 2:19); (e) que
creen, pero están temblando (como dice Santiago en el texto
citado); por eso, este espíritu inmundo «gritó con voz muy fuerte»
(v. 33), ya que temió que Cristo viniese ahora a destruirle (v. 34); (f)
que los demonios no tienen nada que ver con Jesús (v. 34) y que no
desean tener nada que ver con Él; (g) que Cristo posee un poder
omnímodo sobre el demonio: «Jesús entonces le increpó, diciendo:
Cállate (lit. sé amordazado) y sal de él» (v. 35). Cristo, no sólo le
impuso silencio, sino que le tapó materialmente la boca; (h) al
quebrantarse aquí el poder de Satanás, el enemigo vencido
muestra su perversidad, mientras que Cristo vencedor muestra su
gracia y misericordia, pues el demonio arrojó al poseso en medio de
ellos con la intención de despedazarlo, pero Cristo lo impidió y forzó
al demonio a salir de él sin hacerle ningún daño. A quien Satanás
no puede destruir, trata de perjudicarle; pero es un gran consuelo
saber que no puede hacer más daño del que el Señor le consienta;
más aún, no podrá hacer verdadero daño; (i) que el poder de Cristo
sobre el demonio fue universalmente reconocido y glorificado:
«Todos quedaron sobrecogidos de estupor, y se decían unos a
otros: «¿Qué manera de hablar es ésta, que manda con autoridad y
poder a los demonios, y salen?» (v. 36). Quienes tenían pretensión
de arrojar demonios, lo hacían con abundancia de fórmulas
mágicas, pero Cristo los expulsaba con autoridad y poder; (j) Este
milagro le ganó a Cristo gran reputación: «Y su fama se extendía
por todos los lugares de los contornos» (v. 37). La fama del Señor
Jesucristo fue, en los comienzos de su ministerio, mucho mayor que
después, cuando la gente se acostumbró a sus milagros y perdió el
asombro que les había sobrecogido al principio.
(B) Sanador de enfermedades. En el milagro anterior, Cristo
atacó a la raíz de la miseria del hombre, que es la enemistad de
Satanás; en el milagro que se nos refiere a continuación (vv. 38–
39), Cristo ataca a una de las ramas más extendidas de dicha
miseria, y una de las más comunes calamidades de la familia
humana, como es la enfermedad. El Señor Jesucristo, que había
venido a quitarle el aguijón a la muerte vino a quitárselo también a
la enfermedad, que es el prólogo corriente de la muerte. Y de todas
las enfermedades, una de las peores para la gente de alguna edad,
es la fiebre muy alta (v. 38). Aquí vemos a Cristo que cura esta
fiebre muy alta, y lo hace simplemente con su palabra: «increpó a la
fiebre» (v. 39). El lugar era la casa de Simón Pedro, y el paciente
era la propia suegra de Pedro. Notemos aquí: (a) que Cristo es un
huésped que paga muy bien por el hospedaje; quienes le acogen en
su corazón y en su casa, no perderán nada, sino que ganarán
mucho con Él, pues viene para sanar; (b) que incluso las familias
que acogen bien al Señor pueden estar aquejadas de
enfermedades; pueden estar sujetas a las comunes calamidades,
aunque disfruten de sus más distinguidos favores; (c) que incluso
los mejores pueden ser ejercitados con las peores aflicciones, como
la suegra de Simón, aquejada de una fiebre alta, aguda,
amenazante; (d) que no hay edad exenta de achaques; (e) que
cuando alguno de nuestros familiares esté enfermo, debemos
acudir al Señor Jesús en oración por él: «y le rogaron por ella» (v.
38b); (f) Cristo se preocupa de los suyos cuando se hallan en
aflicción y apuro: «Él se inclinó sobre ella» (v. 39a), como quien se
interesa grandemente por el enfermo; (g) Cristo mostró su poder
soberano sobre las enfermedades corporales, pues tan pronto como
increpó a la fiebre, ésta la dejó (a la enferma); (h) lo milagroso de la
cura se mostró en que ella se levantó en seguida y se puso a
servirles (v. 39b); (i) cuando Cristo imparte una nueva vida,
determina y espera que esa vida sea empleada siempre en su
servicio. Si llegamos a levantarnos del lecho del dolor, ha de ser
para dedicarnos más activamente al servicio del Señor, no como
Ezequías, a quien el milagroso alargamiento de la vida sólo le sirvió
para cometer la mayor imprudencia de su vida (v. Is. caps. 38 y 39);
(j) quienes sirven a Jesucristo deben estar dispuestos a servir
también a todos los que son de Cristo por amor de Él, como la
suegra de Simón que «se puso a servirles»; y con mucha razón,
pues ellos habían rogado al Señor por ella.
2. Después viene un informe general de muchos otros milagros
que el Señor hizo: (A) Sanó a todos los que le traían enfermos de
diversas dolencias, poniendo las manos sobre cada uno de ellos (v.
40). Notemos que su poder era general, pero las curaciones las
llevaba a cabo de manera personal. Jesús nos ve y nos ama a
todos, pero no como a una masa, sino a cada uno en particular;
podemos asegurar que se dirige a cada uno de nosotros como si no
existiese nadie más en este mundo, aun cuando se dirija a nosotros
para que mejor nos integremos en el grupo de los suyos y en el
amor hacia todos. Vemos que el Señor tenía remedio para cada
enfermedad. (B) «Y también salían demonios de muchos …» (v.
41). Estos demonios se comportaban de manera parecida a como lo
había hecho el de la sinagoga (comp. vv. 34 y 41).
3. Vemos finalmente que, «al hacerse de día salió y se marchó a
un lugar solitario» (vv. 42–43): (A) Por Marcos (1:35) sabemos que
se retiró, no a descansar, sino a orar. Aunque su comunión con el
Padre era continua, su mayor delicia era la oración, en la que podía
concentrarse mejor sin la distracción que las multitudes le
ocasionaban. En realidad, nunca estamos menos solos que cuando
estamos a solas con Dios. (B) Pero no tardaron mucho en buscarle
y tratar de retenerle entre ellos (v. 42b). Esto nos enseña que, aun
cuando un lugar solitario sea un sitio conveniente para retirarse no
lo es para residir, pues hemos venido a este mundo, no a vivir para
nosotros mismos, sino a hacer el bien a los demás y servir al Señor
dondequiera que él nos ponga. La gente buscaba a Jesús hasta en
el desierto, pues no hay desierto donde está Jesús. Y «trataban de
retenerle». Este era un buen deseo, pero no según conocimiento,
pues Cristo era una luz que había venido a alumbrar a todo hombre
(Jn. 1:9). Por eso, a pesar de tan buena acogida en Capernaúm,
«les dijo: También a las otras ciudades debo predicar el reino de
Dios, porque para esto he sido enviado» (v. 43). Quienes disfrutan
de los beneficios del Evangelio, han de desear que también otros
disfruten de los mismos beneficios. El Evangelio tiene alcance
mundial (Mr. 16:15; Mt. 28:19) y, por tanto, nadie debe pretender
monopolizarlo. Demos gracias al Señor de que no permitió ser
confinado a un solo lugar, sino que prometió estar dondequiera que
dos o tres estén congregados en su nombre (Mt. 18:20).
CAPÍTULO 5
En este capítulo tenemos: la predicación de Cristo desde la
barca de Pedro y la recompensa que dio a Pedro por haberle cedido
la barca, una pesca milagrosa, la curación de un leproso y de un
paralítico; el llamamiento de Leví al discipulado, y la vindicación que
Jesús hizo de sus discípulos por no ayunar.
Versículos 1–11
Este pasaje nos refiere el mismo episodio que hallamos más
brevemente narrado en Mateo y en Marcos acerca del llamamiento
de Cristo a Pedro y Andrés para hacerlos pescadores de hombres
(v. Mt. 4:18; Mr. 1:16). Como Mateo y Marcos tenían por objetivo
narrarnos allí el llamamiento de los discípulos, no refirieron esta
pesca milagrosa en el orden cronológico de los sucesos como lo
hace Lucas, en el que hallamos aquí un milagro que no se halla en
otros libros sagrados.
I. Vemos primero cuán numerosa era la multitud que escuchaba
la predicación de Cristo: «La multitud se agolpaba sobre Él para oír
la palabra de Dios» (v. 1). Aunque parecería una falta de respeto
ese agolparse sobre Él, quizás hasta apretujarle, era fácilmente
excusable por el interés que mostraban hacia la doctrina que
predicaba. Y, si alguien considerase que esto significaba un
descrédito para Aquel en quien los gobernantes y los fariseos no
creían (v. Jn. 7:48), sepa que, para Cristo, las almas de los que aquí
le apretujaban valían tanto como las de los reyes y de los
potentados, pues el objetivo que le trajo a este mundo no fue llevar
grandes hijos, sino muchos hijos a la gloria (He. 2:10). Este afán de
oír la palabra de Dios es una santa codicia, como lo es el trabajo
por la comida que permanece para vida eterna (Jn. 6:27).
II. Qué modesto púlpito tenía Cristo para predicar: «estando Él
de pie junto al lago de Genesaret» (v. 1), al mismo nivel de la
multitud, con lo que no le podían ver ni oír convenientemente.
Estando apretujado, y como perdido entre la multitud, e incluso en
peligro de ser empujado hacia el lago, ¿qué debía hacer? «Vio dos
barcas que estaban a la orilla del lago» (v. 2), la una que pertenecía
a Simón Pedro (v. 3), y la otra a los hijos de Zebedeo (v. 10). Al
principio, Cristo vio a Pedro y Andrés pescando a cierta distancia
(según vemos en Mt. 4:18); pero aguardó hasta que los pescadores,
es decir, los criados, bajaron de ellas. El Señor «subió a una de las
barcas, que era de Simón» (v. 3), y le rogó que se la cediera para
servirle de púlpito y «que se alejara un poco de la tierra», pues,
aunque así fuese quizá más difícil oírle, era más fácil verle, ya que
viéndole al ser levantado es como había de atraer a todos a sí (v.
Jn. 3:14–15; 12:32). Ello insinúa además que Cristo tenía una voz
fuerte («¡tan fuerte que hacía a los sordos oír!») «Y, sentándose,
enseñaba desde la barca a las multitudes» (v. 3b).
III. Vemos a continuación la conversación que Cristo tuvo con
estos pescadores. Ya habían conversado antes con Jesús, pues los
cuatro que aquí vemos (no se nombra aquí a Andrés, pero lo
sabemos por Mt. 4:18) habían conversado con Él cuando el
bautismo de Juan (Jn. 1:40–41), y con Él habían estado en el primer
milagro de Jesús en Caná (Jn. 2:2), así como en Judea (Jn. 4:3),
pero hasta ahora no habían sido llamados a seguirle
constantemente. Ahora son convocados a una comunión más
estrecha con Jesús.
1. Cuando Cristo terminó de predicar, «le dijo a Simón: Boga mar
adentro, y echad vuestras redes para pescar» (v. 4). No era sábado
y, por consiguiente, tan pronto como acabó la conferencia que les
había dado, les ordenó ponerse a trabajar en el oficio honesto que
ejercían. ¡Con qué alegría deberíamos dedicarnos a nuestros
quehaceres normales, después de haber tenido íntima comunión
con el Señor en el monte! Es prueba de sabiduría y de amor al
deber organizar nuestras devociones religiosas de forma que nos
faciliten el cumplimiento de nuestros deberes seculares, y organizar
el cumplimiento de nuestras ocupaciones seculares de forma que
no sean impedimento a nuestras devociones espirituales.
2. Después de haber acompañado al Señor en su predicación
Pedro tuvo al Señor acompañándole en su pesca. Había estado con
Jesús junto a la orilla, pero ahora Cristo le había ordenado bogar
mar adentro. No tenemos por qué temer entre los peligros de alta
mar, más que sobre la suave arena de nuestras comodidades si
somos conscientes de la presencia del Señor en nuestra vida.
3. Cristo ordenó a Pedro y a los que iban con él que echasen las
redes para pescar (v. 4), lo cual hicieron ellos en obediencia al
Maestro, aun cuando habían estado bregando a lo largo de toda la
noche y no habían pescado nada (v. 5). Aquí podemos observar:
(A) Con qué melancolía le dijo Pedro lo inútiles que habían sido
sus esfuerzos: «Maestro, después de bregar a lo largo de toda la
noche, no hemos pescado nada». Podríamos pensar que ello les
habría excusado de escuchar el sermón de Cristo, pero la verdad es
que escuchar al Señor les había resultado más grato y vivificante
que la más dulce siesta. Sin embargo, se lo menciona a Cristo
cuando Éste les ordena que se pongan de nuevo a pescar. Algunos
llamamientos son más difíciles de seguir y hasta resultan más
peligrosos desde el punto de vista material, pero la providencia de
Dios ha ordenado para el bien común que ningún llamamiento útil
desanime a quienes han sido dotados por Dios del temple necesario
para responder en obediencia. Quienes, en la administración de sus
negocios o en el ejercicio de sus quehaceres, tienen suficiente éxito
y compensación remuneradora, deben compadecerse de los que,
después de bregar recio y fatigarse mucho, escasamente recogen
para seguir subsistiendo. ¡Y qué estupendo es ver personas
diligentes en su trabajo, por muy laborioso que sea su llamamiento!
Cristo escogió para favoritos suyos a estos pescadores que eran
buenos trabajadores. Es cierto que también los que son muy
diligentes en sus ocupaciones, se encuentran muchas veces con
decepciones; a veces, «no pescan nada después de tanto bregar».
Pero lo nuestro es cumplir con nuestro deber, y dejar a Dios el
resultado que, a larga, ha de ser a nuestro favor. En todo caso,
cuando nos sintamos cansados de trabajar, sin fruto aparente,
acudamos a Cristo y expongámosle el caso, pues de seguro nos ha
de recibir bien.
(B) Cuán pronta fue su obediencia al mandato de Jesucristo:
«Pero, puesto que tú lo pides, echaré la red» (v. 5b). Aunque
habían estado bregando durante toda la noche, reemprenderían su
trabajo ante el mandato de Jesús. Para cada nuevo servicio Dios
nos tiene dispuesta una nueva provisión de gracia siempre
suficiente. Aunque no habían pescado nada, si Jesús se lo pide,
echarán la red con la esperanza de recoger, al menos, algo. No
debemos abandonar nuestros esfuerzos abruptamente por el hecho
de que no hayamos conseguido los buenos resultados que
esperábamos. Los ministros del Evangelio han de continuar una y
otra vez echando la red, aun cuando al parecer, no recojan nada, y
deben agradecer a Dios el hecho mismo de sentirse con fuerzas
suficientes para seguir echando la red. No es el éxito, sino el fruto lo
que importa, y del fruto se encargará el amo de la labranza, si el
que planta y el que riega cumplen con fidelidad su ministerio (v. 1
Co. 3:6–9; 4:1–2). Como Pedro, hemos de decir al Señor: «Sobre tu
palabra, echaré la red» (lit.). Cuando echamos la red tras la Palabra
de Dios, estamos asegurando la rapidez y la abundancia de la
captura (comp. con Is. 55:10–11).
4. La captura de peces fue tan copiosa que superó todas las
expectativas hasta el punto de constituir un gran milagro: «Así lo
hicieron, y encerraron una gran cantidad de peces, y la red se les
rompía» (v. 6). Fue tan grande la cantidad de peces, que les
faltaban manos para manejarlos y, además, necesitaron el auxilio
de otra barca; y aun así, «llenaron ambas barcas, tanto que
comenzaban a hundirse» (v. 7). Con esta pesca milagrosa, Jesús
mostraba ser dueño del mar, no sólo de su fiereza sino también de
su riqueza, lo mismo que lo era de la tierra seca. Con ello
confirmaba la doctrina que había predicado desde la barca de
Pedro a las multitudes agolpadas a la orilla del lago. Quizá la
multitud o parte de ella, se quedó en la orilla a la espera de ver lo
que pasaba, y su fe se robustecería ante la presencia, o el relato,
del milagro; de cierto, quedó confirmada la fe de los discípulos y
recompensada su obediencia. También dio a los que habían de ser
sus embajadores en el mundo (v. 2 Co. 5:20) un ejemplo del éxito
de su embajada, pues, aunque por algún tiempo y en determinadas
circunstancias, parezcan recoger poco a pesar de trabajar mucho,
han de ser instrumentos en las manos del Señor para llevar a
muchos el Evangelio de la salvación y encerrarlos en la red de la
comunión eclesial. Por cierto, no puede pasar desapercibido el
simbolismo de esta red que se rompía (v. 6), al compararla con otra
red que no se rompía, a pesar de estar tan llena de peces, que no la
podían sacar a tierra (v. Jn. 21:6–11). No hay dificultad en ver
simbolizada en la red de Lucas 5 a la Iglesia presente escindida en
denominaciones; y en la de Juan 21, a la Iglesia escatológica, que
habrá llegado a la perfecta unidad de la fe y del pleno conocimiento
del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro (Ef. 4:13).
5. La tremenda impresión que este milagro le hizo a Pedro:
(A) «El estupor se había apoderado de él y de todos los que
estaban con él ante la captura de los peces que habían pescado»
(v. 9). Lo mismo les ocurrió a Jacobo y a Juan, hijos de Zebedeo,
que eran socios de Simón (v. 10). Todos éstos quedaron más
afectados porque entendieron mejor que los otros lo que había
sucedido. Los que estaban acostumbrados a trabajar en este mar,
nunca habían visto cosa semejante y, por ello, eran los menos
inclinados a quitarle importancia al milagro, como si la abundante
captura fuese una mera feliz casualidad. Y sirve de corroboración a
la realidad de los milagros de Cristo el que, quienes mejor conocían
las circunstancias, más se admiraban de lo sucedido. Pedro y sus
socios obtuvieron un magnífico beneficio de este milagro y su gozo
sirvió de ayuda a su fe. Las gracias que el Señor nos dispensa han
de servir, no sólo para robustecer nuestra fe en su doctrina, sino
también para estimular nuestra obediencia a sus mandatos.
(B) Simón Pedro quedó tan estupefacto, que «cayó ante las
rodillas de Jesús, diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un
hombre pecador!» (v. 8). Se tuvo a sí mismo por indigno de albergar
a Jesús en su barca. Pedro habló en esta ocasión el lenguaje de la
humildad y de la abnegación, y no tenía el más lejano parecido
dialectal con el lenguaje de los demonios, cuando decían éstos:
«¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús nazareno?» (4:34). El
reconocimiento de Pedro estaba muy puesto en razón, y todos
deberíamos imitarle: Señor, soy hombre pecador. Incluso los
mejores hombres son pecadores y deberían reconocerlo en todo
momento, especialmente ante el Señor Jesús. De la expresión de
Pedro se infiere lo que merecemos, no lo que Dios nos ha
concedido con su gracia soberana, pues por ella podemos decir:
«Ven a mí, Señor, o concédeme ir a ti; si no, estoy perdido». Pero
bien podemos excusar a Pedro por sus palabras, ya que habló así
llevado de un profundo sentido de su propia indignidad y vileza.
Aquellos a quienes Cristo destina para que tengan la más íntima
comunión con Él, son también los mismos a quienes hace tomar
conciencia de que deberían estar a la más lejana distancia de Él.
También nosotros, como pecadores que somos, debemos
reconocer que Cristo podría justamente estar lejos de nosotros;
pero, al mismo tiempo, debemos caer de rodillas ante Él, como
Pedro, y decirle: Señor, no te apartes de mí.
6. Cristo se sirvió de esta oportunidad para declarar a Pedro (v.
10), y luego a Jacobo y a Juan (v. Mt. 4:21), su propósito de
hacerles apóstoles. Vino a decirle a Simón: «Verás y harás mayores
cosas que éstas (v. Jn. 14:12): deja de temer; desde ahora serás
pescador de hombres; eso será un milagro más asombroso, e
infinitamente más provechoso, que este».
7. Finalmente, se nos refiere el abandono del oficio por parte de
estos pescadores, a fin de seguir a Cristo constantemente: «Y
después de bajar las barcas a tierra, lo dejaron todo y le siguieron»
(v. 11). Es de observar que lo dejaron todo para seguir a Cristo,
precisamente cuando el negocio de la pesca había alcanzado su
punto más alto de prosperidad. Cuando aumentan las riquezas, y
hay peligro de poner el corazón en ellas, el dejarlas para seguir al
Señor es una gracia extraordinaria del mismo Señor.
Versículos 12–16
3

I. La curación de un leproso (vv. 12–14). Tenemos este relato


también en Mateo y Marcos. Aquí se dice que sucedió «estando Él
en una de las ciudades» (v. 12). Sabemos que ocurrió en
Capernaúm. Y se añade aquí que este hombre estaba «lleno de
lepra», es decir, sin parte sana en todo su cuerpo. Aprendamos de
aquí:
1. Lo que hemos de hacer con respecto a nuestra lepra
espiritual: Buscar a Jesús y humillarnos ante Él, como este leproso,
quien, «cuando vio a Jesús, cayó rostro en tierra». Debemos
avergonzarnos de nuestros pecados y no osar levantar nuestro
rostro ante el Señor. Debemos anhelar ser limpios y creer
firmemente que Jesús tiene poder para limpiarnos: Señor, tú
puedes limpiarme, aunque estoy lleno de lepra; no hemos de dudar
de los méritos y de la gracia de Cristo, sino importunarle en oración,
como aquel leproso, y apelar a la buena voluntad de Jesús: «Señor
si quieres puedes limpiarme». No es el lenguaje de la desconfianza

3Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1272
en la buena voluntad del Señor, sino de sumisión a la soberana
voluntad del Señor.
2. Lo que hemos de esperar de Cristo, si apelamos a Él de esa
manera. Veremos cuán solícito está de interesarse en nuestro caso:
«Él extendió la mano y le tocó» (v. 13). Tocar al leproso fue una
maravillosa condescendencia; pero es todavía más admirable
cuando Él mismo es tocado de compasión por nuestras debilidades
(He. 4:15). Gran consuelo es saber que de ningún modo echa fuera
a quienes a Él acuden (Jn. 6:37). En Él encontraremos al
todosuficiente y al todopoderoso para curarnos y limpiarnos, aunque
estemos llenos de lepra espiritual de pies a cabeza: «Y la sangre de
Jesucristo su Hijo nos limpia de TODO Pecado» (1 Jn. 1:7). «Y al
instante se marchó de él la lepra» (v. 13b). Una palabra, un toque, y
curación completa.
3. Lo que Jesús demanda de quienes han sido limpiados (v. 14):
Obediencia y gratitud. No debía decir nada a nadie, por razones que
ya hemos expuesto en otros lugares (peligro de que tomaran a
Jesús por un Mesías político, etc.), y hacer la ofrenda prescrita por
la Ley para estos casos (Lv. 14:1 y ss.). Jesucristo no le cobra nada
por la medicación, sino que le ordena mostrarse al sacerdote y
hacer la ofrenda por su purificación (v. 14). También nosotros
hemos de ser diligentes en cumplir con nuestro deber: «ir al
sacerdote» (He. 4:14–16; 7:24–27). Al enfermo a quien había
sanado en la piscina de Betesda, «Jesús le halló en el templo» (Jn.
5:14). Quienes, por alguna enfermedad, se hayan visto impedidos
de asistir a las sagradas ordenanzas, deben asistir a ellas con
renovada diligencia, una vez que se vean libres de su dolencia.
4. A continuación, vemos un ejemplo más de la servicialidad del
Señor a favor de cuantos acudían a Él, así como de su íntima
comunión con el Padre:
(A) Aunque nadie tuvo tanto contentamiento en estar a solas con
Dios como Cristo, nadie, sin embargo, estuvo tan dispuesto como Él
a enseñar y sanar a las multitudes (v. 15). Aunque ordenó al recién
curado leproso «que no se lo dijera a nadie» (v. 14) el hecho no
pudo quedar oculto, y «su fama se difundía aún más» (v. 15a), pues
el honor es como la sombra, que huye de quien la persigue y no se
desprende de quien la declina. Cuanto menos diga uno de sí
mismo, más dirán los otros de él. Pero a Cristo no le satisfacía la
fama, sino el que «grandes multitudes se reunían para escucharle y
ser sanadas» por Él (v. 15b).
(B) Aunque nadie hizo tanto bien en público como Jesús, nadie,
sin embargo, encontró tanto tiempo como Él para retirarse a una
comunión más íntima con el Padre: «Él, por su parte, se retiraba
con frecuencia a los lugares solitarios para orar» (v. 16). Del mismo
modo, seremos sabios y prudentes si organizamos nuestras
ocupaciones de tal manera, que los quehaceres ordinarios y las
devociones espirituales no se interfieran mutuamente. La oración
privada debe hacerse en privado, y quienes están ocupados entera
o principalmente en el ministerio del Señor deben buscar el rostro
del Señor en oración de modo especial.
Versículos 17–26
I. Un informe general de la enseñanza y los milagros de Cristo (v.
17). Era «un día» de la semana, no un sábado cuando Jesús
«estaba enseñando». Predicar y oír la Palabra de Dios es cosa muy
buena, si se hace bien, en cualquier día de la semana. Esto era en
una casa (v. 19), porque nada tiene de impropio el dar y recibir
buena instrucción en los mismos lugares en que acostumbramos a
hablar con nuestros familiares y amigos. «Y el poder del Señor
estaba presente para sanarles.» Había poder para sanar cuerpos y
almas, para impartir nueva luz y nueva vida, nueva naturaleza. Y
este poder estaba presente, pues Cristo no tenía que ir a buscarlo,
ya que lo llevaba siempre consigo. «Y estaban sentados allí unos
fariseos y maestros de la ley»; no sentados a los pies de Él como
para aprender de Él, sino, por lo que se deduce del contexto
posterior, para espiarle y sorprenderle en algo por donde poder
acusarle. ¡Cuántos hay en medio de nuestras asambleas que no
están sentados bajo la Palabra, aunque estén sentados junto a la
Palabra! Para ellos, es como un cuento que les entretiene, no como
un mensaje que les sane. No tienen inconveniente en que se
predique ante ellos, con tal de que no se les predique a ellos. Estos
fariseos y escribas «habían venido de todas las aldeas de Galilea, y
de Judea y de Jerusalén», es decir, de todas las partes del país.
Cristo siguió con su obra de predicar y sanar, a pesar de que veía
ante Sí aquellos fariseos que, como Él sabía muy bien,
despreciaban sus enseñanzas y procuraban tenderle un lazo.
II. A continuación (vv. 18–26), se nos refiere la curación de un
paralítico. Veamos:
1. Las verdades que se nos enseñan y se nos confirman
mediante el relato de esta curación:
(A) Que el pecado es la fuente de toda enfermedad, y que el
perdón de los pecados es el único remedio para que se obtenga
una verdadera recuperación de la enfermedad. Le presentan a
Jesús un enfermo, y Él dice: «Hombre, tus pecados te quedan
perdonados» (v. 20). Como si dijese: «Ésta es la bendición que
debes buscar y estimar más que ninguna otra». Las cuerdas de la
iniquidad son las ligaduras de nuestra aflicción.
(B) Que Jesucristo tiene poder en la tierra para perdonar los
pecados. Este era el punto central que quería Él demostrar: «Para
que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para
perdonar pecados» (v. 24). Cristo se arroga la prerrogativa de
perdonar los pecados, que es exclusiva de Dios, y a quien le pida
una prueba, le dirá: «Muy bien; aquí está este hombre paralítico y
con pecados; si no soy capaz de curar su enfermedad con mi
palabra, podéis decir que tampoco tengo poder para perdonar sus
pecados; pero, si puedo curarle, debéis reconocer que también
puedo perdonar sus pecados». Y al aceptar el reto, implícito en la
secreta murmuración de los fariseos y escribas (vv. 21–22), «dijo al
paralítico: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa» (v. 24b).
Deben, pues, admitir que no había falacia en su demanda, ni
trampa en su demostración.
(C) Que Jesucristo es Dios. Esto se echa de ver, (a) por el
conocimiento que tenía de los pensamientos íntimos de los fariseos
y escribas (v. 22); (b) por hacer aquello que los mismos fariseos
confesaban que sólo Dios podía hacer. Ellos decían: «¿Quién
puede perdonar pecados, sino sólo Dios?» (v. 21). Y Jesús
responde: «Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad
… para perdonar pecados» (v. 24); ¿qué otra conclusión se deduce,
sino que Él es Dios?
2. Los deberes que se nos enseñan y se nos ordenan mediante
este relato:
(A) Cuando acudimos al Señor, debemos actuar con diligencia,
con urgencia y hasta con importunidad. Los amigos de este
paralítico hicieron todo lo posible por «introducirlo y colocarlo
delante de Jesús» (v. 18). Y, aunque parecía que los obstáculos
eran insuperables, no cejaron en su empeño, sino que, al no poder
entrar por la puerta, se las arreglaron para entrar por el techo, así,
levantaron algunas losas de la azotea, descolgaron por allí al
enfermo en su camilla, «y lo pusieron en medio, delante de Jesús»
(v. 19). En esto echó de ver Jesús la fe de ellos (v. 20). Cuando el
centurión y la mujer cananea, al creer que Jesús podía curar a
distancia, no le trajeron sus pacientes, el Señor encomió la fe de
ellos. Estos hombres, por el contrario, parecían temer que si no
llevaban al enfermo a la presencia misma de Jesús, no le curaría.
Con todo, Cristo no les censuró por incrédulos ni por débiles sino
que, aun así, «vio la fe de ellos». Es un consuelo saber que nuestro
Maestro está dispuesto a aceptarnos como somos, por poca fe que
tengamos, con tal de que sea genuina.
(B) Cuando estamos enfermos, debemos poner mayor interés en
que nuestros pecados sean perdonados, que en que se curen
nuestras enfermedades.
(C) Debemos ser agradecidos a Dios por las continuas mercedes
que de Él recibimos, como este enfermo, quien «se fue a su casa,
glorificando a Dios» (v. 25).
(D) Los milagros que Jesús obraba causaban el estupor de
quienes los presenciaban (v. 26), y nosotros debemos glorificar a
Dios por ellos. Aquellas personas decían: «Hoy hemos visto cosas
increíbles» (v. 26. Lit. «paradojas»). «Glorificaban a Dios», que
había enviado tal bienhechor a su país, y estaban «llenos de
temor», es decir, de respeto y reverencia ante un poder claramente
sobrenatural.
Versículos 27–39
Toda esta porción, excepto el último versículo, la hallamos
también en Mateo y en Marcos. No es la historia de un milagro de
Cristo en la naturaleza, pero sí de una de las maravillas de su
gracia.
I. Fue, sí, un milagro de la gracia del Señor llamar a un cobrador
de impuestos, desde la mesa misma de los impuestos, para que
fuese su discípulo y seguidor (v. 27). Con esto se ganó Jesús la
reputación, hija de la envidia, de ser amigo de publicanos y
pecadores.
II. Fue también un milagro de la gracia el que su llamada fuera
eficaz (v. 28). Este cobrador de impuestos aun cuando no sabemos
que hubiese tenido antes ninguna inclinación a las cosas religiosas,
«dejándolo todo se levantó y comenzó a seguirle». No hay corazón
demasiado duro para la gracia del Espíritu Santo (v. Jer. 23:29; Ez.
36:26) ni existen dificultades en el camino de la conversión de un
pecador que no puedan ser superadas por el poder de la Palabra de
Cristo (comp. con He. 1:3 «… con la palabra de su poder»).
III. Fue igualmente una maravilla de su gracia, no sólo el que
admitiese a su compañía familiar a un publicano convertido, sino
que no desdeñase verse acompañado de publicanos inconversos.
De veras que es una maravilla de la gracia el que Cristo viniera
como médico (ese es su oficio, v. 31) de quienes estábamos
muertos en delitos y pecados (Ef. 2:1), y como Salvador de
pecadores, de los peores pecadores, llamándonos al
arrepentimiento (v. 22). De cierto, son «buenas noticias de gran
gozo» (2:10).
IV. Fue una maravilla de su gracia el que tan pacientemente
aguantase tal contradicción de pecadores contra sí mismo (He.
12:3) y contra sus discípulos (v. 30). Notemos que Jesús no
respondió con expresiones de resentimiento, sino con exposición de
razones (vv. 31–32, comp. con 1 P. 3:15).
V. Fue una maravilla de su gracia que en la disciplina que
impuso a sus discípulos, tuvo en consideración que eran también
«de barro» (Job 33:6. Lit. de arcilla) y así se acomodó en los
servicios que les encargó, a la debilidad de ellos. Le objetaban que
no hacía a sus discípulos ayunar como lo hacían los fariseos y los
discípulos de Juan el Bautista (v. 33) pero Él insistía en lo que es el
alma del ayuno, esto es, una vida de abnegación, lo cual es tanto
mejor que el ayuno corporal cuanto es mejor la misericordia que el
sacrificio.
VI. Fue una maravilla de la gracia de Cristo el que reservase las
aflicciones de sus discípulos para tiempos posteriores cuando el
Espíritu de gracia les habrá preparado y cualificado mejor para ello.
Ahora eran los invitados a la boda o como dice el original, «los hijos
de la cámara nupcial» (v. 34), cuando tenían entre ellos al novio y,
por tanto, estaban de gozo como en fiesta. Pero, «días vendrán en
que les será arrebatado el novio, y entonces ayunarán en aquellos
días» (v. 35). Cuando Cristo los deje con el corazón lleno de tristeza
(Jn. 16:6), con las manos llenas de trabajo, y con el mundo lleno de
enemistad contra ellos, entonces ayunarán.
VII. Fue finalmente una maravilla de su gracia que acomodase
las ejercitaciones que les asignaba a las fuerzas que poseían. De
un vestido nuevo, como era la ley evangélica del amor, no se podía
tomar un pedazo para hacer un remiendo en la ley vieja y gastada,
ni el vino nuevo del Evangelio, con su tremenda fuerza
fermentadora, se podía verter en odres viejos, arrugados, sin
elasticidad (vv. 36–38), pues esta mezcla híbrida habría de producir
desastrosos efectos en los dos elementos de la mezcla. Dice Bliss:
«Sería tomar una parte del Evangelio fuera de sus relaciones
propias y mostrarla en flagrante incongruidad con toda la tiesura y
legalidad en todas partes». Los materiales «no armonizan» (como
dice el original en el v. 36). Eso era lo que los judaizantes habían
hecho creer a los fieles de Galacia, y por eso Pablo les llama
«insensatos y embrujados» (v. Gá. 3:1–3). La profunda frase del
versículo 39 aparece solamente en Lucas. El Señor viene a
subrayar la dificultad que los llamados «tradicionalistas» de todos
los tiempos tienen para adaptarse a los tiempos sin cambiar las
verdades. Son los que aman lo viejo, no porque sea mejor, sino
porque es viejo. «Así ha sido siempre, y todo ha marchado bien»,
suelen decir. Lenski: «El antiguo fariseísmo ha cambiado sólo de
nombre; las verdades que Jesús enseñó todavía son verdades y lo
serán siempre hasta el fin de los tiempos. De este modo la palabra
de Jesús se aplica al modernismo en la misma forma. La
enseñanza y los principios morales de Jesús no son viejos ni están
fuera de época, al paso que el modernismo se halla gastado desde
hace más de un siglo». Con todo, la frase de Jesús carece de tinte
acusador, en atención a los discípulos de Juan el Bautista, cuya
sinceridad no merecía el mismo reproche que la hipocresía de los
fariseos.
CAPÍTULO 6
En este capítulo, hallamos primero una prueba de la legitimidad
de las obras de necesidad y de misericordia en día de reposo.
Después, la ferviente oración de Jesús y el llamamiento de doce de
sus discípulos al apostolado específico. Luego, la curación de
numerosas enfermedades. Y, finalmente, el sermón que predicó a
los discípulos y a las multitudes acerca de los deberes para con
Dios y para con los hombres.
Versículos 1–11
I. Cristo vindica a sus discípulos por una acción realizada en
sábado por la necesidad que sentían, la cual consistió en arrancar
espigas y comer el trigo, restregando las espigas con las manos (v.
1). Lucas fija la fecha precisa, al decir, como atestiguan numerosos
MSS, «en el sábado siguiente al primero», esto es, en el sábado
siguiente a la fiesta de los panes sin levadura, a partir de la cual se
computaban las siete semanas que mediaban hasta la fiesta de
Pentecostés. Aquí podemos observar:
1. Que los discípulos de Cristo no tienen por qué ser melindrosos
en cuestiones de dietética, sino tomar lo que está más a mano, y
dar gracias por ello. Estos discípulos arrancaron espigas y se
pusieron a comerlas (v. 1); con poco se contentaban, y no iban en
busca de golosinas.
2. Hay muchos que siempre están dispuestos a censurar a otros
por las acciones más inocentes e inofensivas (v. 2). Los fariseos les
reprendían por hacer lo que no es lícito en sábado, según ellos,
cuando ellos mismos banqueteaban en sábado.
3. Jesús justificó, y justifica, a sus discípulos, al aceptar de ellos
más de una cosa que, en opinión de algunos hombres, no es lícito
hacer.
4. Las leyes ceremoniales admiten dispensa en casos de
necesidad (vv. 3–4). Y, si las leyes mismas que Dios ha ordenado
admiten dispensa, mucho más la admitirán las tradiciones de los
hombres.
5. Aun cuando vindicó a sus discípulos por lo que hacían en
sábado, Jesús quiso que supiésemos y recordáramos siempre que
el sábado es día suyo: «El Hijo del hombre es dueño hasta del
sábado» (v. 5). Pero, al hacer todas las cosas nuevas con su
Resurrección (2 Co. 5:17), Jesús dio fin a la Ley (Ro. 10:4), de
modo que ya «nadie puede juzgarnos en comida o en bebida, o en
cuanto a días de fiesta, luna nueva o sábados» (Col. 2:16). Sin
embargo, los cristianos comenzaron, desde el principio, a observar
«el primer día de la semana», es decir, el domingo (v. Mt. 28:1; Mr.
16:2; Lc. 24:1; Jn. 20:1; Hch. 20:7; 1 Co. 16:2. Observemos de
paso, que la Biblia nunca llama «día del Señor» al domingo, por lo
que resulta demasiado aventurada la referencia de Apocalipsis 1:10
al domingo. Nota del traductor).
II. También se vindica a Sí mismo Jesús, por hacer obras de
misericordia en días de reposo. Así vemos que:
1. «Entró en otro sábado en la sinagoga» (v. 6). Es nuestro
deber, si no estamos impedidos por alguna causa razonable,
santificar los domingos y asistir a los cultos que celebra la iglesia.
Nuestro lugar no debe estar vacío sin una buena razón (véase He.
10:25).
2. En la sinagoga, aquel día, «se puso a enseñar». Cristo hacía
uso de todas las oportunidades que se le presentaban para
enseñar, no sólo a sus discípulos, sino también a la multitud.
3. Uno de sus pacientes como médico estaba entre los que le
oían como a maestro: «Había allí un hombre que tenía atrofiada (lit.
seca) la mano derecha». Quienes deseen ser sanados por la gracia
de Cristo, deben estar dispuestos a aprender la doctrina de Cristo.
4. Pero, entre los oyentes, siempre solían estar algunos de los
que sólo buscaban alguna oportunidad para querellarse contra Él o
acusarle ante las autoridades (v. 7): «Los escribas y los fariseos le
acechaban», como las fieras acechan su presa, «por si se ponía a
sanar en sábado, a fin de hallar de qué acusarle».
5. Jesús no se avergonzaba ni se intimidaba por eso, sino que
seguía adelante con sus obras de gracia y misericordia (v. 8). Así
que le dijo al hombre: «Levántate, y ponte en medio», y así puso así
a prueba la fe y la valentía del hombre.
6. Entonces se dirigió a sus propios adversarios para
preguntarles si el propósito del cuarto mandamiento era impedir que
los hombres hiciesen el bien en día de reposo, cuando ese bien
está al alcance de la mano y no se puede dejar para otro día: «¿Es
lícito en sábado hacer el bien, o hacer el mal?» (v. 9).
7. Sin esperar respuesta, «después de pasear la mirada sobre
todos ellos», sanó al hombre (v. 10), aun cuando sabía que, no sólo
se ofenderían sus enemigos, sino que «discutían entre ellos qué
podrían hacerle a Jesús» (v. 11).
8. En efecto, sus adversarios «se llenaron de furor». En lugar de
llenarse de amor hacia Él como a gran bienhechor de la humanidad,
se llenaron de furor contra Él como si fuera el peor de los
malhechores. Tan locos estaban que, en lugar de dar vivas a quien
tantos favores y beneficios dispensaba, sólo pensaban en hallar el
medio más efectivo para darle muerte.
Versículos 12–19
En estos versículos, vemos al Señor que actúa: primero, en
secreto; después, con los doce; en tercer lugar, con la multitud. Y
en los tres casos, se comporta como era propio de Él.
I. En secreto, le tenemos «pasando la noche entera en oración a
Dios» (v. 12). Este evangelista menciona con mayor frecuencia que
los otros los retiros de Cristo, para darnos ejemplo de la oración
privada, sin la cual le es imposible a nuestra alma prosperar. «En
aquellos días», precisamente cuando sus enemigos estaban llenos
de furor contra Él, «salió al monte a orar», a estar a solas con Dios,
sin cosa alguna que pudiera perturbarle ni interrumpirle. Y así «pasó
la noche entera», cuando a nosotros media hora de oración nos
parece muy larga. Tenemos muchas cosas que presentar ante el
trono de la gracia (He. 4:16) y, por tanto, deberíamos sentir gran
placer en pasar mucho tiempo en íntima comunión con el Señor.
II. Después de esta prolongada oración, vemos a Jesús que
nombra a sus más inmediatos asistentes para que fuesen
constantes oidores de sus enseñanzas y testigos de vista de sus
milagros, a fin de enviarlos después como apóstoles, mensajeros
suyos al mundo (v. Hch. 1:21–22). Después de haber pasado toda
la noche en oración, podíamos esperar que se nos dijera que pasó
el día descansando, pero lo que se nos dice es: «Y cuando se hizo
de día, convocó a sus discípulos» (v. 13). Nuestro gran interés, en
el servicio de Dios, debería ser no perder el tiempo, sino empalmar
nuestras tareas de forma que no demos lugar a la holgazanería, lo
cual equivale a dar lugar al diablo. También vemos que los ministros
del Señor deben ser encomendados de un modo especial por medio
de una oración también especialmente solemne. El nombre de los
apóstoles fue doce, como en representación de las doce tribus de
Israel. Nunca hubo hombres tan privilegiados como éstos y, sin
embargo, uno de ellos resultó un traidor (v. 16. Esta observación se
hace en todas las listas de los apóstoles) y un diablo (Jn. 6:70–71).
Con todo, no podemos decir que Cristo se engañara al escogerlo.
¡Oh, cuán profundo es el misterio de la gracia divina, junto al de la
responsabilidad humana!
III. En público, vemos a Jesús predicando y sanando, los dos
grandes quehaceres en que dividía su actividad cotidiana (v. 17).
Bajó del monte con los doce «y se detuvo en un lugar llano», es
decir, en una explanada en la ladera del monte (v. Mt. 5:1), en la
que se había reunido «una gran multitud de la gente de todas partes
de Judea, de Jerusalén, y de la región costera de Tiro y de Sidón».
Aunque estos últimos habitaban en los bordes mismos de países
paganos, idólatras, vemos que algunos de ellos estaban bien
dispuestos con respecto a la persona y las enseñanzas de Jesús.
«Habían venido a escucharle y a ser sanados de sus
enfermedades». ¡Bien merece andar un largo trecho para oír la
palabra de Cristo! De los enfermos, vemos que unos estaban
atormentados en el cuerpo; otros, en el alma; pues unos tenían
enfermedades (v. 17), pero otros tenían demonios (v. 18); mas
todos eran sanados porque Cristo es el mejor médico y el mejor
exorcista, con poder absoluto para sanar enfermedades y para
expulsar demonios. Por eso, «toda la gente trataba de tocarle,
porque salía de Él un poder y los sanaba a todos» (v. 19). Y, ¿quién
hay que no necesite ser sanado de algo? Recordemos que en
Cristo hay una plenitud de gracia (Jn. 1:14), suficiente para todos y
suficiente para cada uno.
Versículos 20–26
Aquí comienza un discurso muy práctico de Jesús, del cual
hallamos más detalles en Mateo, capítulos del 5 al 7.
I. Vemos primero las bienaventuranzas o bendiciones
pronunciadas sobre los verdaderos seguidores de Cristo no sólo
sobre los del círculo de los doce, sino sobre los discípulos en
general (v. 20). Por Mateo 5:1, sabemos que Él se sentó, como
quien va a enseñar con autoridad, y que los discípulos «se
acercaron a Él». A todos ellos dice:
1. «Sois pobres; lo habéis dejado todo por seguirme; pero sois
dichosos en vuestra pobreza; más aún, sois dichosos por vuestra
pobreza, «porque vuestro es el reino de Dios»: ahora, todos los
consuelos y todas las gracias del reino; después, todas sus glorias y
todos sus gozos». Dice bellamente Lenski: «Las bienaventuranzas
son como un salmo; makarioi recuerda enseguida el ’ashre del
Salmo 1:1, ¡Bienaventurado …! Esto se entona repetidas veces y
suena lo mismo que las campanas del cielo al repicar sobre un
mundo desventurado desde la torre de la catedral del Reino,
invitando a entrar a todos los hombres».
2. «Ahora pasáis hambre (v. 21), no estáis hartos de comida
como otros lo están; hasta os contentáis con los granos de las
espigas restregadas con las manos, pero seréis satisfechos en el
Reino, mientras los que ahora se satisfacen a sí mismos serán
echados a las tinieblas de afuera, donde sólo habrá llanto y crujir de
dientes».
3. «Ahora lloráis (v. 21b), pero ¡dichosos vosotros! porque las
aflicciones presentes no son un perjuicio, sino una preparación para
los gozos futuros, porque reiréis. Lo que estáis sembrando con
lágrimas, lo segaréis con regocijo (Sal. 126:5–6), y viene el día en
que Dios llenará tu boca de risa, y tus labios de júbilo (Job 8:21)».
4. «Ahora estáis continuamente expuestos al odio de los
hombres (v. 22). De un mundo que desprecia a Cristo no podéis
esperar otra cosa que injurias y malos tratos, por servir al Señor y al
Evangelio. Los malos os odiarán, porque vuestra palabra y, en
especial, vuestra buena conducta les condena. Os injuriarán,
acusándoos falsamente de los peores crímenes y poniéndoos los
más denigrantes epítetos, pues desecharán vuestro nombre como
malo. ¡Dichosos vosotros en medio de todo eso! Porque es un
honor que os hacen, como una condecoración al soldado que con
valentía defiende la bandera de su patria. He aquí que vuestra
recompensa es grande en el cielo (v. 23). No sólo podréis
soportarlo, sino también ser más que vencedores en todo ello (Ro.
8:37). El trato que se os da es el mismo que los padres de ellos
daban a los profetas y, por tanto, no hay por qué avergonzarse de
ello, sino, al contrario, alegrarse: Regocijaos en aquel día, y saltad
de gozo. Con Cristo, nunca se pierde».
II. A las bienaventuranzas siguen otros tantos ayes o maldiciones
contra los pecadores que prosperan, aunque el mundo les envidie.
Esta porción no aparece en Mateo. Una ilustración del contraste
que vemos en esta porción entre el pobre dichoso y el rico
desdichado la tenemos en la parábola de 16:19–31.
1. «¡Ay de vosotros los ricos! Los que habéis puesto vuestro
corazón y vuestra confianza en las riquezas, porque habéis recibido
vuestro consuelo (v. 24, comp. con 16:25). Atesorabais para la tierra
y en la tierra se quedará vuestra riqueza, si no se la han llevado
antes la polilla o los ladrones. ¿Quiénes están tan expuestos a la
violencia, a ser robados, asaltados y secuestrados como los ricos y
potentados? ¡Flaco consuelo, si se ha de quedar en el suelo! Pero
Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has
provisto, ¿para quién será? (12:20).»
2. «¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! (v. 25), llenos
de vosotros, pero sin Cristo, sin esperanza y sin Dios (Ef. 2:12),
porque habéis de pasar hambre; antes de lo que pensáis, seréis
desposeídos de todo aquello en que ahora os jactáis.»
3. «¡Ay de vosotros, los que os reís ahora! (v. 25b), los que
siempre estáis prestos a reír con la risa del necio, que es “como el
crepitar de las zarzas debajo de la olla” (Ec. 7:6), risa estrepitosa y
ostentosa, porque, sin tardar mucho, os lamentaréis y lloraréis
(comp. con Stg. 4:9).»
4. «¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! (v.
26), pues eso será señal de que no sois fieles a la verdad y a las
almas mismas de los hombres, evitando, por medio de silencios y
componendas, aplicar el bisturí de una crítica sincera y caritativa a
los tumores de la corrupción moral, tanto personal como social. De
la misma manera hacían sus padres con los falsos profetas (v. por
ej. 1 R. 22:6–27 y 2 Ti. 4:1–4).»
De sabios es desear la aprobación de los que son
verdaderamente sabios y honestos, pero, en cuanto a los malvados,
así como no hemos de temer sus reproches (v. 22), tampoco hemos
de codiciar sus alabanzas.
Versículos 27–36
Estos versículos son similares a los de Mateo 5:38–48. Nótese
cómo comienza esta porción en Lucas: «Pero a vosotros los que oís
os digo» (v. 27), con lo cual no se indica que Jesús se dirija ahora a
un grupo distinto, o más amplio, de oyentes, sino que pone de
relieve el carácter normativo universal de la enseñanza fundamental
que va a pronunciar a continuación. Ahora bien, las lecciones que
en esta porción nos enseña el divino Maestro son las siguientes:
I. Que debemos comportarnos con los demás de un modo justo y
honesto: «Como queréis que hagan los hombres con vosotros así
también haced vosotros con ellos» (v. 31). Esta es la llamada
«Regla de Oro», que también vemos expuesta en Mateo 7:12. Esta
«regla», para ser aplicada correctamente, presupone un juicio
también correcto con respecto a lo que nosotros queremos que los
demás nos hagan. Podemos decir que es una ampliación del
mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo (Lv. 19:18), y ha
de interpretarse de la misma manera; por donde se ve que uno no
puede amar correctamente al prójimo si no se ama correctamente a
sí mismo (comp. con 9:24–25). Esto es lo que queremos expresar
cuando decimos: «Póngase usted en mi lugar». Mientras no nos
esforcemos por ver los problemas ajenos desde el punto de vista
del otro, no del nuestro, no habrá modo de que podamos
comprenderlos de alguna manera e intentar remediarlos como
querríamos que hicieran con nosotros.
II. Que debemos ser generosos en dar a los necesitados (v. 30):
«A todo el que te pida, dale». Hay muchas cosas superfluas con
cuyo precio se podrían aliviar cómodamente todas las necesidades.
Cristo quiere que sus discípulos estén prestos a compartir y repartir
según sus fuerzas y, en casos extraordinarios, «aun más allá de sus
posibilidades» (2 Co. 8:3).
III. Que debemos ser también generosos en perdonar a quienes,
de alguna manera, nos han perjudicado. En concreto:
1. No debemos ser cicateros en demandar nuestros derechos:
«Y al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames» (v. 30b). Esto tiene
especial aplicación cuando el prójimo, por la razón que sea, es
insolvente. No nos tomemos la justicia por nuestra mano,
agarrándolo por el cuello (v. Mt. 18:28). Más aún, no hemos de
luchar para impedir por la fuerza el que el prójimo nos deje a veces
en una situación de desventaja: «Y al que te quite el manto, no le
impidas que se lleve también la túnica» (v. 29b).
2. No debemos ser rigurosos en vengarnos de una injuria
personal que se nos haya inferido: «Al que te hiera en una mejilla,
preséntale también la otra» (v. 29a). Antes que contestar con un
golpe similar, hemos de estar dispuestos a recibir otro golpe. Para
ver hasta qué punto puede ser falsa una interpretación
excesivamente literal de este precepto, basta con leer Juan 18:22–
23, donde Jesús, con su modo de comportarse, nos da un
comentario práctico de lo mismo que aquí manda a los suyos.
3. No debemos devolver mal por mal sino hacer siempre el bien
(v. en Ro. 12:17–21 un buen comentario de este precepto). Así que:
(A) Hemos de amar incluso a los enemigos y hacerles el bien,
como hace nuestro Padre Celestial (vv. 35–36). La conclusión
general: «Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre
es misericordioso», es el mejor comentario del versículo paralelo en
Mateo 5:48 «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
que está en los cielos es perfecto», versículo que tantas veces se
interpreta mal por falta de atención al contexto anterior. Nótese que,
si la gloria de Dios consiste en ser «tardo para la ira, y grande en
misericordia y verdad» (Éx. 34:6; Nm. 14:18; Sal. 86:15; 103:8), no
hay mejor semejanza a Dios en los rasgos fisionómicos espirituales
de sus hijos que ser también misericordiosos como Él. Por eso, dice
el apóstol: «Y sobre todas estas cosas, vestíos de amor, que es el
vínculo de la perfección» (Col. 3:14); es decir, el ligamento perfecto
de la unidad (comp. con Ef. 4:3).
(B) Hemos de bendecir a los que nos maldicen, y orar por los
que nos maltratan (v. 28). El mejor modo de acabar con un enemigo
es tratar de convertirlo en amigo. Si no podemos hacerlo con
razones, esforcémonos en conseguirlo mediante oraciones.
Interceder por un enemigo ante el trono de la gracia es el remedio
más eficaz para desarraigar de nuestro corazón la amargura que
nos ha producido la enemistad ajena. ¿Qué clase de favor (qué hay
de sobrenatural) es amar sólo a los que nos aman, y prestar a los
que nos van a abonar lo prestado? Eso lo suele hacer también el
hombre animal de 1 Corintios 2:14. Los hijos de Dios, guiados por el
Espíritu Santo, han de distinguirse en hacer el bien a todos (vv. 32–
35 comp. con Gá. 6:10), de la misma manera que «es bueno
Jehová para con todos» (Sal. 145:9). Cuando vemos la misericordia
que Dios ha tenido de nosotros, miserables pecadores, ¿cómo no
hemos de ser también misericordiosos con quienes no nos han
ofendido tanto como nosotros al Dios tres veces santo?
Versículos 37–49
Toda esta porción la hemos visto en términos parecidos en
Mateo. Eran expresiones que, al parecer, Cristo usaba con
frecuencia. No necesitamos esforzarnos aquí por buscarles
coherencia. Son como áureos adagios, al estilo de los proverbios y
parábolas de Salomón.
I. Debemos ser muy humildes y prudentes al juzgar a los demás,
pues también nosotros deseamos que los demás sean prudentes y
caritativos al juzgarnos a nosotros: «No juzguéis, y no seréis
juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y
seréis perdonados» (v. 37). Aun en el caso de que los hombres no
lleguen, a veces, a aceptar este «juego limpio», «Dios es mayor que
nuestro corazón, y Él conoce todas las cosas» (1 Jn. 3:20).
II. Si tenemos un espíritu pronto a donar y a perdonar (que es un
superlativo de donar), seremos recompensados por Dios (si no por
los hombres) con una medida excelente: «Dad y se os dará; una
medida buena, apretada, remecida y rebosante os pondrán en él
regazo» (v. 38a). Todos los términos son dignos de consideración:
«en el regazo», hoy diríamos: «en el halda, a manera de bolso».
Dice Lenski: «Kólpos da a entender el pliegue de la vestidura
oriental justamente encima del cinturón, y el cual podía ser usado
como una pequeña bolsa. La medida excelente se refiere a algo
que podía ser llevado de esta forma». Una medida «buena» supone
ya que la capacidad normal de la bolsa ha sido llenada «apretada»,
que se la empuja hacia el fondo con las manos para que haya aún
lugar donde colocar más cantidad, «remecida», como se golpea
contra el mostrador de la tienda un paquete de azúcar, de harina,
arroz, etc., para que todavía quede más sitio que llenar,
«rebosante», que, después de todo lo otro, todavía se colma la
medida hasta rebosar por los bordes. No se puede decir mejor, en
lenguaje humano lo que es Dios como «galardonador de los que le
buscan» (He. 11:6). No sólo lo hará en la otra vida, sino incluso en
ésta (v. Mt. 19:29), por medio de personas buenas y de
circunstancias favorables. Dios no se deja ganar en generosidad y,
a quien recompensa, le recompensa con abundancia (comp. con Jn.
10:10).
III. Hemos de esperar que se nos trate conforme a la manera con
que tratamos a otros: «Porque con la misma medida con que medís,
os volverán a medir» (v. 38b). Quienes tratan duramente a otros,
deben esperar que se les pague con la misma moneda; pero
quienes tratan amablemente a otros, pueden esperar que Dios
levante para ellos amigos que también les traten amablemente.
IV. Quienes se ponen bajo la enseñanza y conducción de
maestros ignorantes o equivocados se exponen a caer en los
mismos errores destructores de sus maestros: «¿Acaso puede un
ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo?» (v. 39).
¿Y cómo pueden esperar otra cosa? Todos cuantos se dejan guiar
por las opiniones del mundo y por los medios corrientes de
comunicación, se están convirtiendo en personas sin cerebro
propio, como robots manejados por los intereses de los grandes
grupos de presión. El mundo actual está volviendo a la mentalidad
romana de hace dos mil años: «panem el circenses» = pan y circo.
Hoy casi podríamos suprimir lo de «pan» y decir: «placer y
espectáculos»; en una palabra: distracción, una carrera
desenfrenada por huir de sí mismo y de los grandes problemas que
la existencia humana plantea.
V. «Un discípulo no está por encima de su maestro, pero todo el
que esté bien preparado (lit. bien instruido, bien equipado), será
como su maestro.» Según el informe de Lucas, Cristo completa
aquí su pensamiento de Mateo 10:24. Hay quienes, como Bliss, ven
en este versículo una continuación de la idea del versículo 39: El
discípulo de un fariseo seguirá las huellas de su maestro; no le
sobrepasará en sabiduría, sino que, cuando esté bien equipado en
las enseñanzas que le haya impartido su maestro, vendrá a ser
como él: otro fariseo más. Lenski sin embargo, piensa que el
principio expuesto por Jesús tiene aplicación universal: un alumno
que no se limita a aprender de memoria lo que oye, sino que es
verdaderamente un discípulo, imbuido de la mentalidad de su
maestro, llega a ser, pensar y actuar como él. Esta regla tiene dos
excepciones: en el caso de Cristo, ningún discípulo suyo puede
llegar a la altura del Maestro pero sí es cierto que puede adquirir su
mentalidad (v. 1 Co. 2:16); en el caso de los maestros humanos, un
discípulo puede superar al maestro, como superó Aristóteles a
Platón, y Tomás de Aquino a Alberto Magno; pero no se puede
olvidar que el verdadero maestro es un perpetuo aprendiz, y todo
maestro que renuncia a aprender más, ha dejado de ser magis-ter.
VI. Quienes toman a su cargo enseñar, reformar y reprender a
otros, deben ocuparse primero en quedar limpios de cualquier cosa
que necesite reforma o merezca reproche: «¿Y por qué te fijas en la
paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que
está en tu propio ojo?» (v. 41). Todo el que tenga conciencia de su
propia indignidad, cuidará de no caer en iguales, o mayores, faltas
que las que ve y quiere corregir en otros (v. Gá. 6:1). Mientras el
corazón no esté limpio, el ojo no verá claro (v. Mt. 6:22–23, en su
contexto anterior y posterior) porque es el corazón entenebrecido el
que causa la vanidad de los razonamientos (véase Ro. 1:21b). Sólo
una persona profundamente espiritual, no en conocimiento, sino en
experiencia, puede dar consejos espirituales. Lo cual no es excusa
para que los que son aconsejados o reprendidos echen en cara a
los pastores y ministros del Señor el que también éstos tienen sus
defectos, pues, en primer lugar, Dios ha puesto al frente de las
congregaciones hombres, no ángeles; y en segundo lugar, quienes
así se revuelven contra las justas reprensiones, se condenan a sí
mismos en lo mismo que juzgan (comp. con Ro. 2:1). Nótese que,
cuando Pablo habla de los ministros de Dios, no dice que tienen
que ser perfectos, sino fieles (1 Co. 4:1–2). Ahora bien, todo
ministro fiel del Señor procurará corregirse a sí mismo para mejor
ver y corregir a los demás miembros de la congregación o,
simplemente, a sus semejantes (v. 42). Mal servicio podría hacer un
cirujano que padeciera de la vista y no procurase corregir su visión,
¿cómo extraer del ojo ajeno un objeto minúsculo, si él mismo tiene
la visión impedida por unas cataratas plenamente formadas? El
quitar la mota del ojo del hermano, no sólo requiere buena vista,
sino también buena mano, es decir, «tacto». Por eso, hay pastores
y ministros del Señor que, aun teniendo grandes conocimientos,
fracasan por falta de tacto; buenos quizá para ver, pero malos para
tocar; y un mal toque, en lugar de curar una llaga, la infecta todavía
más.
VII. Es de esperar que las palabras y las acciones de los
hombres estén de acuerdo con lo que los hombres son. En efecto:
1. El corazón, lo que expresa el carácter de una persona, es
como el árbol; y las palabras y acciones son los frutos (vv. 43–44).
Si un hombre es bueno, aun cuando su fruto no llegue a ser
abundante y aun cuando, a veces, parezca sin fruto, como un árbol
en invierno, no dará, sin embargo, frutos corrompidos; aun cuando
no haga todo el bien que de él podría esperarse, no dará de sí el
mal que podría temerse; si es incapaz de corregir las malas
costumbres, al menos no corromperá las buenas costumbres (v. 1
Co. 15:33). Pero si el fruto que un hombre da es de mala calidad,
podemos estar seguros de que el árbol no es de buena calidad,
quizá produzca hojas verdes (comp. con Mt. 21:19), pero no servirá
sino como pretexto de la carencia de fruto.
2. El corazón es también como un cofre, y las palabras y las
acciones son como el tesoro que el cofre encierra (v. 45).El corazón
es en este otro símil, como el receptáculo en que se contienen los
criterios o principios de juicio, y los motivos o principios de acción.
Cuando una persona tiene en su corazón el amor a Dios y a sus
prójimos, alberga un gran tesoro para enriquecer a otros y a sí
mismo, pues el hombre es rico, no por lo que tiene, sino por lo que
es; pero cuando en el corazón predomina el amor a las cosas
mundanas y carnales, al «yo» en una palabra, entonces de ese
corazón está saliendo constantemente lo malo; «porque de lo que
rebosa el corazón habla su boca». La boca está directamente
conectada con el corazón. Es cierto que a un buen hombre se le
puede escapar una mala palabra y, viceversa, a un mal hombre le
puede salir de la boca algo bueno; pero, como regla general, el
corazón es lo que son las palabras: vano o serio; perjudicial o útil;
destructor o edificante; por consiguiente, nos interesa grandemente
tener el corazón lleno, no sólo de bien, sino de la abundancia del
bien.
VIII. No es suficiente oír las palabras de Jesús; es necesario
también ponerlas por obra.
1. Llamar a Jesús «Señor, Señor» es afrentarle, si no estamos
dispuestos a obedecerle, pues equivale a decirle en burla: «Salve,
rey de los judíos» (Mr. 15:18), ya que la boca va por una parte y el
corazón va por otra.
2. También equivale a engañarnos a nosotros mismos el pensar
que por oír las palabras de Cristo vamos a ir al Cielo sin tener que
ponerlas por obra. Esto lo ilustra el mismo Jesús con un símil (vv.
47–49) que nos muestra.
(A) Que sólo aquellos que vienen a Cristo como a Señor a quien
obedezcan y no solamente como a Maestro a quien oigan edifican
sólidamente para su alma y para la eternidad, pues son como una
casa edificada sobre la roca. Estos son los que excavan y ahondan
a fin de poner fundamento seguro en la roca que es Cristo,
personas de humildad y profundidad, donde sobre la fe se levantan
excelentes materiales (v. 2 P. 1:5 y ss.). Éstos son sabios y
prudentes, pues (a) se conservarán íntegros en tiempos de
tentación y persecución; mientras otros caigan a diestra y siniestra,
ellos se mantendrán firmes en el Señor (Fil. 4:1); (b) guardarán la
calma, la paz, la esperanza y el gozo en medio de las mayores
aflicciones. Las inundaciones y los torrentes pueden ser símbolo de
las tentaciones y de las aflicciones que toda vida humana puede
experimentar, pero culminan en la hora final cuando al moribundo
no le queda ya ningún asidero en las cosas de este mundo. Es
entonces cuando la buena construcción se pone especialmente a
prueba; (c) la eternidad feliz de los tales está asegurada puesto que
son «guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar
la salvación» (1 P. 1:5), «y no perecerán jamás» (Jn. 10:28).
(B) En cambio, los que se contentan con un mero oír de las
palabras de Cristo, y no de vivir según ellas, están abocados a un
desengaño fatal e irremediable, pues son imprudentes y locos como
un hombre «que edificó una casa encima de la tierra sin cimientos»,
la cual no pudo resistir el embate del torrente, sino que «al instante
se derrumbó, y fue grande la ruina de aquélla casa». Esta casa
pudo ser más espaciosa, y hasta más hermosa, que la otra, pues el
albañil no tuvo que gastar tanto tiempo ni tanto dinero en excavar y
ahondar como lo hizo el primero, pero al venir la muerte, cuando
pasa rápida la hermosura de este mundo por muy ostentosas que
sean las apariencias, la ruina es muy grande. Dice Bliss, citando a
Godet: «Tan sólo un alma perdida es una ruina grande a los ojos de
Dios» (v. el magnífico comentario de Bliss a este versículo).
Interpretar esta porción, lo mismo que Mateo 7:24–27, como si
Jesús se refiriera a la fe, y no a la obediencia, es un grave error que
muchos predicadores y comentaristas cometen, error que puede
contribuir a fomentar en los oyentes la formación de una fe muerta
en sí misma (Stg. 2:17).
CAPÍTULO 7
4

En este capítulo vemos a Jesús confirmar con dos grandes


milagros la doctrina que había predicado: sana a distancia al siervo
de un centurión, y devuelve a la vida al hijo de una viuda de Naín.
Después, robustece la fe del Bautista, que estaba ahora en la
cárcel, al responder a una pregunta que éste le había hecho por

4Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1277
medio de dos discípulos suyos. El capítulo finaliza con el consuelo
que Cristo imparte a una mujer sinceramente arrepentida de sus
pecados.
Versículos 1–10
Entre esta porción y el relato paralelo de Mateo 8:5 y ss. se
hallan algunas diferencias fáciles de conciliar. En Mateo, por
ejemplo, se dice que el propio centurión vino a Jesús, pero Lucas
nos dice que el centurión hizo su petición por medio de unos
«ancianos de los judíos» (v. 3) y, después, por medio de «unos
amigos» (v. 6). Para un caso similar, puede verse Mateo 20:20 y
ss., compárse con Marcos 10:35 y ss.
Se nos dice aquí que Jesús obró este milagro «después que
acabó de dirigir todas estas palabras a los oídos del pueblo» (v. 1).
Cristo predicaba en público. Por eso, pudo responder a Anás:
«Nada he hablado en oculto» (Jn. 18:20).
I. El siervo (lit. esclavo) del centurión, del que se nos dice que
«estaba enfermo y a punto de morir», era tenido por su amo en gran
aprecio (v. 2). La fidelidad, la diligencia, la obediencia y,
probablemente, la competencia de este siervo le habían granjeado
la alta estima del centurión. Esto dice mucho a favor de este siervo,
y todos los siervos deberían procurar hacerse así de estimar por
parte de sus dueños. Pero también dice mucho a favor del
centurión, no sólo porque sabía apreciar la valía de su siervo, sino
también por la pronta y fiel obediencia de los otros criados y de los
soldados que tenía bajo sus órdenes, lo cual demuestra que su
carácter era tan amable y generoso, que resultaba un placer
obedecer sus órdenes, lo cual es, a su vez, un buen ejemplo para
los amos, quienes deberían conocer aquel refrán castellano que
dice: «Más moscas se cazan con una gota de miel que con un barril
de vinagre». Los amos generosos merecen, y suelen tener, criados
también generosos.
II. El centurión, «habiendo oído hablar de Jesús», envió a rogarle
«que viniese a sanar a su siervo» (v. 3). Esto lo hizo por medio de
unos ancianos del pueblo, es decir, algo así como cabezas de la
sinagoga y magistrados religiosos del lugar. Dice Bliss: «Éstos
podían ser mensajeros más persuasivos que los sirvientes
ordinarios; y ellos, al tomar en cuenta su amistad personal, estaban
listos para hacer por él lo que ordinariamente habrían rehusado
hacer por un centurión». Este centurión, por su parte, enviaría a
Jesús estos ancianos, no sólo por ser judíos, sino también por ser
personas importantes entre los judíos, ya que él se tenía por indigno
de acudir en persona a Cristo. Por lo que se deduce del contexto, el
centurión era lo que se llamaba «prosélito de la puerta», lo que
comportaba aceptar las principales creencias y costumbres de los
judíos, no «prosélito de la justicia», lo cual incluía además, y
principalmente, la circuncisión.
III. Los ancianos a quienes el centurión había encargado esta
comisión fueron buenos intercesores ante Jesús, pues «le rogaban
con insistencia», suplicándole como el centurión no se habría
atrevido a hacerlo y recomendando al peticionario con las palabras
siguientes: «Es digno de que le concedas esto» (v. 4). El centurión
se tenía a sí mismo por indigno de recibir a Jesús (Mt. 8:8), pero los
ancianos estimaban que era digno, no sólo de recibir a Jesús, sino
también de que Jesús sanase al siervo. Pero el motivo por el que
más insistieron ante Cristo es que, aun cuando era gentil, esto es,
no del pueblo judío, amaba al pueblo judío (lo que pocos gentiles
hacían) y se preocupaba por la religión judía, puesto que les había
edificado la sinagoga del lugar (v. 5). De esta forma mostraba su
interés por el Dios de Israel, y por las oraciones que habían de
elevarse en la sinagoga al Dios de Israel. Contribuir a la
construcción de lugares de culto es una buena obra, y los que
hacen buenas obras de esta clase son dignos de doble honor.
IV. Jesús estaba presto a realizar lo que se le pedía a favor del
centurión. Acompañó a los ancianos que el centurión le había
enviado y se dirigía a su encuentro, a pesar de que el centurión era
gentil. El centurión no se tenía por digno de que Cristo le visitase,
pero Cristo creyó digno de sí el visitar al centurión. Como ha escrito
muy bien el doctor Kevan: «El hombre no era digno de ser salvo,
pero era digno de Dios salvar al hombre».
V. El centurión dio más pruebas de su humildad y de su fe: «Iba
Jesús con ellos [con los ancianos], y cuando ya no estaba lejos de
la casa, el centurión envió a Él unos amigos» con expresiones: 1.
De humildad: «Señor, no te molestes más, porque no merezco el
honor de que vengas a mí» (vv. 6–7); lo cual indica el bajo concepto
que tenía de sí mismo, a pesar de lo elevado de su posición militar,
y además el alto concepto que tenía de Jesús, a pesar de que el
Señor se hallaba en estado de humillación en el mundo. 2. De fe:
«Dilo de palabra, y mi siervo será sano» (v. 7). Y, a continuación
ilustra su fe con la comparación, tomada de su misma profesión, de
la obediencia pronta que los soldados y criados le prestaban a él,
con la obediencia que las enfermedades habían de prestar a Cristo,
como a Señor de la vida y de la muerte.
VI. «Al oír esto, Jesús se quedó maravillado de él» (v. 9), es
decir, de la fe del centurión, al ser éste un gentil. Y, ya que la fe del
centurión honraba así al Señor, véase cómo el Señor honró la fe del
centurión: «Volviéndose, dijo a la multitud que le seguía: Os digo
que ni aun en Israel he hallado una fe tan grande». Cristo quería
que los que le seguían se percatasen de los grandes ejemplos de
fe, especialmente cuando los que tal fe muestran no se hallan tan
ligados exteriormente a Jesús como los que profesan seguirle. De
esta manera, los que nos gloriamos del nombre de cristianos
quedamos, a veces, avergonzados por la fe de quienes no
aparecen con el rótulo de creyentes. La fuerza de la fe de ellos
confunde la debilidad de nuestra fe.
VII. La sanación del siervo fue rápida y completa: «Y cuando los
que habían sido enviados regresaron a la casa, hallaron sano al
siervo que había estado enfermo» (v. 10). Cristo mostraba así que
no hay favoritismos con Él (Ro. 2:11), «sino que en toda nación, el
que le teme y practica lo que es justo, le es acepto» (Hch. 10:34–
35). Es muy probable que, mediante este milagro, el centurión
llegase a creer en el Señor como Salvador personal. Aunque esto
no se nos dice expresamente, parece deducirse de Mateo 8:11.
Versículos 11–18
Historia de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. No la
mencionan Mateo, ni Marcos ni Juan.
I. Dónde y cuándo se llevó a cabo este milagro. Aun cuando
algunos MSS dicen: «Al siguiente [día]», esta lectura es improbable,
ya que Naín estaba situada a unos 40 km de Capernaúm,
demasiada distancia para una jornada. El hecho tuvo lugar cuando
Jesús estaba para entrar en la ciudad (v. 11), «cuando llegó cerca
de la puerta de la ciudad» (v. 12).
II. Quiénes presenciaron el milagro. Fue llevado a cabo ante dos
grupos de personas: los que iban con Jesús «y marchaban
juntamente con Él bastantes de sus discípulos y una gran multitud»
(v. 11); el otro grupo lo formaban los familiares y vecinos que
asistían al funeral del joven: «un grupo considerable de la ciudad»
(v. 12).
III. Cómo fue llevado a cabo el milagro por el Señor Jesús. El
difunto era joven (v. 14), hijo único de su madre y ella era viuda (v.
12). Esto da a entender que la mujer dependía del hijo para su
manutención, y ahora se le iba en la flor de la edad. Cualquier ser
humano, a cualquier edad, es como una caña rajada. Podemos
imaginarnos cuán profunda sería la pesadumbre de esta mujer al
perder a su único hijo, siendo además viuda. Cristo mostró su
corazón lleno de compasión y el poder omnímodo de su Deidad al
devolver el joven a la vida: «Cuando el Señor la vio [a la madre], fue
movido a compasión sobre ella» (v. 13). Notemos que la mujer no le
rogó que hiciese algo por ella. Fue puramente la ternura de la
compasión de Jesús la que le movió a hacer este milagro, a la vista
de la situación en que quedaba esta pobre mujer. Jesús le dijo: «No
llores», es decir, «cesa de llorar» (al tener en cuenta que el verbo
está en presente de imperativo). En labios de otra persona, esta
intimación habría servido de poco consuelo a la mujer pero en
labios de Jesús significaba mucho: «No llores por un hijo difunto,
porque pronto lo recibirás vivo de nuevo». Esto era particularmente
apropiado al caso a que nos referimos, pero es también verdad en
el caso de todos los que duermen en el Señor, porque también ellos
resucitarán y, por cierto, no como aquel joven, quien había de volver
a morir, sino en gloria y para no morir jamás; por lo cual, no hemos
de entristecernos como los demás que no tienen esperanza (1 Ts.
4:13). ¡Que nuestras lágrimas en tales casos se enjuguen ante la
consideración de la tierna compasión de Jesús! Vemos a
continuación cómo triunfa sobre la muerte la palabra de Cristo: Él se
acercó y tocó la camilla mortuoria» como dando a entender a
quienes la llevaban que se parasen. Así que «los que lo llevaban se
detuvieron». Entonces dijo Jesús con la solemnidad que la
autoridad de su palabra comportaba: «Joven, a ti te digo,
¡levántate!» Y, con la palabra, salió el poder suficiente para devolver
el joven a la vida. Notemos ese «a ti te digo». Como en la
resurrección de Lázaro, podemos aplicar el comentario que Agustín
hace a Juan 11:43, al decir que, si Jesús no hubiera llamado a
Lázaro por su nombre, todos los muertos habrían resucitado al
imperio de la palabra del Señor. El efecto de esta palabra no se hizo
esperar, pues leemos a renglón seguido que «Entonces el muerto
se incorporó» (v. 15). ¿Hemos recibido una nueva vida por la gracia
de Cristo? ¡Demostrémoslo! Otra evidencia de la nueva vida fue que
«comenzó a hablar». Siempre que el Señor nos imparte la vida
espiritual, nos abre los labios en oración, confesión y alabanza (v.
Ro. 10:9–10; Ef. 5:18–20; He. 13:15). Después Jesús «se lo dio a
su madre», para que le sirviese de consuelo y sostén a la pobre
viuda.
IV. Qué impresión causó en la gente este milagro: «El temor (el
pavor ante lo sobrenatural) se apoderó de todos»; no pudieron
dominar la intensa emoción que hizo presa de ellos; a esto siguió
una expresión correcta de su temor reverencial: «y glorificaban a
Dios», tanto por su poder como por su bondad, sacando como
natural conclusión: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros; y:
Dios ha visitado a su pueblo» (v. 16). Esta resurrección corporal
había venido a reavivar también las esperanzas de los que
aguardaban la consolación de Israel (2:25). Así que la fama de
Jesús se divulgó rápidamente por toda aquella comarca: «Y esto
que se decía de Él, se divulgó por toda la Judea y por toda la región
circunvecina» (v. 17). ¡Lástima que muchos que acogen la fama de
Jesús en el oído, no acogen el Evangelio de salvación en el
corazón! Pero vemos que «los discípulos de Juan informaron a éste
de todas estas cosas» (v. 18), para que él se percatase de que la
palabra de Cristo no está atada, aunque Juan estuviera atado en su
prisión. Cristo crecía más y más, aunque Juan estuviese
menguando.
Versículos 19–35
I. Ahora tenemos el mensaje que Juan el Bautista envió a Jesús,
y la respuesta que de Él obtuvo. La gran pregunta que todos, a
ejemplo de Juan, debemos hacernos es si Cristo es el que había de
venir, o tendremos que continuar aguardando a otro (vv. 19–20).
Estamos seguros de que Dios prometió un Salvador. Estamos
igualmente seguros de que lo que Dios prometió, lo había de
cumplir. Si este Jesús es el Mesías prometido por Dios, habremos
de creer en Él, si no, habremos de continuar esperando. Incluso la
fe de un hombre como Juan el Bautista necesitaba ser confirmada
en relación con este asunto de tan vital importancia. Los hombres
más significativos del pueblo de Israel no habían creído en Jesús (v.
Jn. 7:48). Del poder, de la majestad y de los triunfos que todos
esperaban del Mesías, no aparecía nada en Jesús. Por
consiguiente, no es extraño que preguntasen: «¿Eres tú el
Mesías?» Pero Cristo dejó que sus obras respondiesen por Él y «en
esa misma hora, en presencia de los que habían venido con la gran
pregunta, sanó a muchos de enfermedades y dolencias y de malos
espíritus, y otorgó la vista a muchos ciegos» (v. 21). Multiplicó las
sanidades, para que no quedase sospecha alguna de fraude; y, a
continuación, les mandó que volviesen para informar a Juan: «Id e
informad a Juan de lo que habéis visto y oído» (v. 22), para que
Juan y sus discípulos pudiesen deducir, como lo hacía la gente: «El
Cristo, cuando venga, ¿acaso hará más señales que las que éste
hace?» (Jn. 7:31). Por lo que Jesús hacía para remediar las
necesidades físicas del pueblo, podía deducirse que Él era quien
venía a remediar la condición espiritual de las almas y a salvar a su
pueblo de sus pecados. En especial, «a los pobres era anunciado el
Evangelio», esto es las buenas noticias que los pobres esperaban
solamente del Mesías. Todo esto estaba profetizado de Él en Isaías
42:7; 61:1, y el que esto se cumpliese en Jesús ahora era la prueba
más evidente de su mesianidad. Por eso, Jesús añade una
bendición que es una advertencia para los que, por un concepto
equivocado del Mesías, alimentaban prejuicios contra Él: «Y
bienaventurado es cualquiera que no halla en mí ocasión de
tropiezo» (v. 23). El haber sido criado en Nazaret, su residencia en
Galilea, su pobreza, el escaso relieve social de sus familiares, la
condición menospreciable de sus seguidores: todo esto era para
muchos motivo de escándalo y de tropiezo. Por eso, es
bienaventurado, bendecido por Dios, todo aquel que es prudente,
humilde y bien dispuesto para no ser vencido por aquellos
prejuicios.
II. Después de esta respuesta en acción, por la que Jesús venía
a rectificar los prejuicios que los discípulos de Juan (y el propio
Juan, a la vista de 3:9, lo cual no parecía cumplirse en Jesús)
albergaban respecto de Él, Jesús hace un elevado encomio de
Juan. Esto lo hizo «cuando se marcharon los mensajeros de Juan»,
quizá para que no pareciese que lo adulaba en presencia de ellos y,
con ello, quedase sin efecto la rectificación que acababa de hacer
del equivocado criterio del Bautista en relación al papel que el
Mesías había de cumplir en su primera Venida. Pero, por otra parte
el Señor se apresuró a encomiar altamente el carácter de Juan tan
pronto como los mensajeros se marcharon, para que los asistentes
no quedasen con una opinión rebajada con respecto al Bautista, a
causa de la respuesta que Jesús había dado a los mensajeros de
Juan. El encomio que Jesús hace de Juan no puede ser más alto:
1. Viene a decir que Juan era un modelo de firmeza y constancia:
No era como una caña sacudida por el viento (v. 24b), sino firme
como una roca, y de una pieza como un roble, sin inclinarse en la
dirección del viento que más sopla (como les ocurre a las veletas).
2. Viene a decir que Juan era de una abnegación sin par. No era
un hombre vestido lujosamente ni viviendo una vida de comodidad y
placer (v. 25), sino que, por el contrario, vivía en el desierto y en la
mayor austeridad.
3. Añade que Juan era un profeta: «sí, os digo, y superior a un
profeta» (v. 26); superior a cualquiera de los profetas del Antiguo
Testamento, pues todos ellos hablaron de Jesús a distancia,
mientras que Juan pudo señalarle con el dedo, y decir: «He ahí el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn. 1:29).
4. Juan era el precursor y heraldo del Mesías, conforme a la
profecía de Malaquías 3:1, que Jesús cita en el versículo 27: «Éste
es aquel de quien está escrito: He aquí que envío mi mensajero
delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti». Antes
de que el Mesías viniera, vendría un mensajero delante de Él para
preparar al pueblo a recibir las bendiciones espirituales del reino de
Dios por medio del arrepentimiento y de la reforma, como estaba
profetizado en Malaquías 3:1–5; 4:5–6. Es muy de notar que el texto
hebreo de Malaquías 3:1 hace referencia a la faz de Jehová y al
camino de Jehová; con lo que, por esta cita de Lucas 7:27, se
deduce claramente que Jesucristo es Jehová, Dios como el Padre.
5. Jesús vuelve a poner de relieve la superioridad de Juan sobre
todos los demás profetas, al añadir: «Os digo que entre los nacidos
de mujeres, no hay mayor profeta que Juan el Bautista» (v. 28).
Pero, a continuación, añade: «pero el que es menor en el reino de
Dios es mayor que él (v. 28b). Jesús no compara la condición
personal de los creyentes en el Evangelio con la de Juan como
simple heraldo del Reino de Dios, sino los tremendos privilegios que
al cristiano le han sido concedidos mediante la revelación del
misterio de Cristo, tras su muerte y resurrección y el descenso del
Espíritu Santo en Pentecostés, con lo que no sólo puede mirar en
derredor a la multitud de testigos que fueron antes de él, sino poner
los ojos hacia adelante, en Jesús, el autor y consumador de la fe
(He. 12:1–2). El menor de los seguidores del Cordero es mayor que
todos los que fueron delante de Él. Pero también tenemos una
responsabilidad mucho mayor que ellos.
III. A continuación, Jesús censura dura, pero justamente, a los
hombres de aquella generación.
1. Cristo muestra ahora el menosprecio que los principales de la
nación mostraron hacia Juan, cuando éste se hallaba predicando y
bautizando en el Jordán. Sólo la gente del pueblo y los cobradores
de impuestos, tenidos comúnmente por grandes pecadores, le
habían escuchado y obedecido: «Y todo el pueblo que le escuchó y
los cobradores de impuestos reconocieron la justicia de Dios,
siendo bautizados por Juan» (v. 29); precisamente, la gente que,
según los fariseos, eran unos malditos por no conocer la Ley (Jn.
7:49). Por medio de su arrepentimiento y reforma de vida
«justificaron a Dios», como dice literalmente el original, por haber
encomendado a Juan el encargo de ser el precursor del Mesías, ya
que, al dejarse bautizar por Juan, dieron por bueno el plan de Dios
para salvación, pues no fue en vano para ellos, aun cuando lo fuese
para otros. En cambio, «los fariseos y los intérpretes de la ley
rechazaron el designio de Dios para con ellos mismos, no siendo
bautizados por él» (v. 30). Nótese que el designio de Dios era de
salvación para todos (v. 1 Ti. 2:4), pero, al rechazar el designio de
Dios en favor de ellos, lo volvieron contra sí mismos. Es el mismo
reproche que Pablo y Bernabé hicieron a los judíos de Antioquía de
Pisidia: «Era necesario que la palabra de Dios os fuera anunciada
primero a vosotros; mas puesto que la desecháis y no os juzgáis
dignos de la vida eterna, mirad que nos volvemos a los gentiles»
(Hch. 13:46). Todos somos indignos de la vida eterna, pero cuando
la gracia de Dios está pronta para dignificarnos, la indignidad está
en rechazarla. Recordemos que el pecado imperdonable es
precisamente el rechazo del perdón que Dios nos ofrece
generosamente en Cristo.
2. A continuación Jesús muestra la extraña perversidad de
aquella generación, y los prejuicios que los judíos de aquel tiempo
habían concebido respecto a Él. Habían hecho objeto de burla los
métodos mismos que Dios había empleado para beneficio de ellos:
«¿A qué, pues, compararé los hombres de esta generación, y a qué
son semejantes?» (v. 31). «Son semejantes a los muchachos que
se sientan en la plaza» (v. 32) a jugar y tomarlo todo en broma.
Como si Dios estuviese tomando a broma el asunto de la salvación,
a la manera que juegan los muchachos en las calles y plazas, éstos
parecían tomar también en broma la predicación de Juan y la del
propio Jesús. La mayor ruina de los hombres está en no dejarse
persuadir de la seriedad que el asunto de la salvación eterna
comporta. ¡Oh, cuán asombrosa es la estupidez, la vanidad y la
ceguera de este mundo perverso! El Señor quería despertarlos de
su marasmo, pero ellos todo lo echaban a mala parte. Juan el
Bautista era un hombre austero, que vivía en soledad y al que
deberían haber escuchado como a hombre de gran pureza y de
meditación; pero esto, que debería servirle de alabanza, era para
ellos motivo de reproche: «Porque vino Juan el Bautista, que no
comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene un demonio» (v. 33), como
si aquella soledad fuese indicio de melancolía morbosa y, por ende
de posesión diabólica. Pero «ha venido el Hijo del Hombre [Jesús],
que come y bebe, y decís: He aquí un hombre glotón y bebedor de
vino, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores» (v. 34).
En realidad, comía con publicanos y también con fariseos, con la
esperanza de hacer el bien, tanto a los unos como a los otros,
conversaba familiarmente con todos. Con esto se muestra que los
ministros de Cristo pueden ser de diferentes temperamentos y
disposiciones, con muy diversas maneras de predicar y de vivir y,
sin embargo, pueden ser buenos en sí y provechosos para todos.
Por consiguiente, nadie debe imponer a otros la pauta de su propia
vida, ni juzgar como defectuosos o imperfectos a quienes, dentro de
los principios y normas generales del Evangelio, no se comportan
en todo como nosotros mismos. Juan el Bautista dio buen
testimonio de Cristo; y Cristo, por su parte, hizo grandes alabanzas
de Juan; sin embargo, sus respectivos modos de vida eran
diferentes. Así deberían estar unidos los ministros de Cristo a pesar
de sus diferencias personales. Pero notemos que los enemigos
comunes de ambos, a ambos reprochaban igualmente; los mismos
que presentaban a Juan como insano de mente, presentaban a
Cristo como corrompido de moral: «Es un glotón y un bebedor». La
mala voluntad nunca sabe hablar bien.
3. Muestra también que, a pesar de todo, los sabios métodos de
Dios han quedado justificados, declarados buenos y correctos, a
base de los efectos que han producido en quienes han obedecido
las normas de Dios, éstos son «hijos de la sabiduría» (v. 35). Así,
los métodos de Dios han dado buen resultado, lo mismo en la
predicación de Juan que en la de Jesús, en los que fueron ganados
para salvación (v. 29), y en los que la rechazaron para condenación
(vv. 29b–34). Es la misma contraposición que hallamos en 1
Corintios 1:18–28 y 2 Corintios 2:15–16. Lo mismo en la salvación
por fe, que en la condenación por incredulidad, Dios se muestra
justo y correcto (v. Jn. 3:16–21; Ro. 2:2–11).
Versículos 36–49
Cuándo y dónde sucedió la anécdota que aquí se nos refiere, no
lo sabemos, pero, como dice Bliss, «pertenece, cronológicamente, a
un período cuando la actitud de los fariseos no había llegado
todavía a ser flagrantemente hostil al Señor, como para impedir
cualquier intercambio amistoso entre ellos». Añadamos de entrada
que, a pesar de las referencias que suelen hallarse en las versiones
de nuestras Biblias (al pie, al margen o al centro de la página), esta
mujer, de la que nada más sabemos, nada tiene que ver con la
hermana de Lázaro, ni el episodio es el mismo de Juan 12:1 y ss.
Como dice Bliss: «Aun cuando el nombre del anfitrión mencionado
aquí era el mismo que el del propietario de la casa mencionada en
Juan 12:1, donde también una mujer lo ungió durante el curso de
una comida, todavía las circunstancias de los dos hombres (uno un
fariseo el otro un leproso), y el carácter y las relaciones de las dos
mujeres (una, hermana de Lázaro, la otra “una pecadora”) nos
prohíben pensar que los dos relatos se refieran a la misma
ocasión». Veamos ahora:
I. La invitación que un fariseo hizo a Cristo: «Uno de los fariseos
le pedía que comiera con él» (v. 36). El tiempo imperfecto parece
indicar que le invitó repetidamente, aun cuando la evidencia no es
conclusiva a favor de ello. Por lo que se ve, este fariseo no creía en
Cristo, pues no le reconocía como profeta (v. 39), sin embargo, el
Señor aceptó su invitación: «Y entrando en la casa del fariseo, se
sentó a la mesa». Quienes tienen la sabiduría y la gracia suficientes
para instruir y redargüir a los que tienen prejuicios contra Cristo,
bien pueden aventurarse a entrar en compañía con ellos. Pero
quienes no se sientan competentes para presentar defensa ante
quien demande razón de nuestra esperanza (1 P. 3:15), mejor es
que se abstengan y procuren prepararse para lo futuro. Mal
podemos evangelizar a otros si no estamos bien preparados
nosotros mismos en la Palabra de Dios y en la mansedumbre y el
amor que son fruto del Espíritu Santo.
II. Las grandes muestras de amor y de respeto que una pobre
pecadora ofreció al Señor. Era «una mujer pecadora pública que
había en la ciudad» (v. 37). El texto no da pie para pensar que
fuese una vulgar prostituta, sino simplemente que sus pecados (o
pecado) eran notorios en la ciudad. Tampoco se dice que
continuara pecando ahora, más bien se implica lo contrario en sus
muestras de sincero arrepentimiento. Esta mujer, «enterada de que
Él estaba a la mesa en la casa del fariseo», vino a expresarle su
reconocimiento de la única forma que podía: regando los pies de
Jesús con sus lágrimas y ungiéndolos con un perfume que a este
propósito había traído. Nótese que no se colocó frente al Maestro,
sino que se colocó detrás, junto a sus pies (v. 38). Ahora bien, en lo
que esta mujer hizo podemos observar:
1. Su profunda humillación y arrepentimiento por el pecado. Se
colocó detrás de Jesús y se echó a llorar; aquellos ojos que habían
sido las puertas de entrada y salida del pecado, se convierten ahora
en fuentes de lágrimas; su rostro, que quizás había estado antes
cubierto de cosméticos, estaba ahora contraído por el llanto y
surcado por las lágrimas; su cabello, que antes habría peinado y
adornado con esmero para atraer al pecado, sirve ahora de toalla
para los pies de Cristo, los cuales acababa de regar con sus
lágrimas. Tenemos razón sobrada para pensar que ya antes había
derramado lágrimas de arrepentimiento por sus pecados, pero
ahora que tenía la oportunidad de venir a la presencia de Cristo, se
renovaba su pesadumbre por el pecado.
2. Su profundo afecto al Señor Jesús. Esto es lo que más puso
de relieve el Señor en sus palabras: que había amado mucho (vv.
42, 47). Sus lágrimas de arrepentimiento eran también lágrimas de
gozo, por tener la oportunidad de regar con ellas los pies de su
Salvador; «y besaba afectuosamente sus pies»; los besaba con
afecto y en señal de adoración. Todos los pecadores
verdaderamente arrepentidos muestran un tierno amor al Señor
Jesús. ¿Cómo no sentir un amor grande a un Dios encarnado, tan
ofendido por nosotros y tan perdonador de nuestros pecados? Es
cierto que se puede estar sinceramente arrepentido sin derramar
lágrimas; las emociones son diferentes según las diversas
características temperamentales, pero los sentimientos son una
facultad del espíritu humano y, por tanto, no pueden faltar en una
persona genuinamente convertida.
III. La ofensa que el fariseo recibió ante la actitud que Cristo
adoptó con esta mujer: «Dijo para sí: Éste, si fuera profeta
conocería quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, que
es una pecadora» (v. 39); como si dijese: «Si fuera profeta, tendría
suficiente conocimiento para percatarse de que esta mujer es
pecadora, y santidad suficiente para no permitir que se arrimara a El
y le tocase». Por aquí se ve hasta qué punto las personas
orgullosas y que se tienen a sí mismas por santas (comp. con Is.
65:5) son inclinadas a juzgar a otros y a formar juicios temerarios
sobre los motivos y las acciones de los demás. Es cierto que Cristo
era profeta, el gran profeta que había de venir (Dt. 18:18–19; Jn.
1:21b) y, por eso mismo, conocía el corazón de esta mujer, que
estaba arrepentida; en cambio, el fariseo veía lo que esta mujer
había sido y lo que aún era a los ojos de la gente, pero no veía el
cambio que se había operado en el corazón de ella; por eso,
juzgaba mal, tanto a Jesús como a la mujer.
IV. Defensa que Cristo hace de la mujer en lo que ésta había
hecho con respecto a Él, y de Sí mismo en la actitud que había
adoptado con respecto a ella. Cristo conocía lo que el fariseo había
pensado en su interior (con lo cual demostraba ser un gran profeta),
y así respondió a los pensamientos de él: «Simón tengo algo que
decirte» (v. 40). Simón no sospecha lo que Jesús le va a decir y
responde complaciente: «Dilo, Maestro». Entonces el razonamiento
de Jesús con Simón sigue el curso siguiente: «Es cierto que esta
mujer ha sido una pecadora, lo sé muy bien; pero es una pecadora
perdonada, lo cual supone que es una pecadora arrepentida. Lo
que ella acaba de hacer es una expresión del gran amor que tiene a
su Salvador. Si ella ha sido perdonada, al haber sido una gran
pecadora, puede esperarse con razón que ame a su Salvador más
que otras personas, y si esto que hace es el fruto de su amor y fluye
del sentimiento de gratitud por el perdón de sus pecados, está
puesto también en razón el que yo lo acepte, y no está bien el que
tú lo tomes a mal».
1. Por medio de una parábola, Jesús fuerza a Simón a reconocer
que cuanto más pecadora ha sido esta mujer, tanto más amor es
natural que muestre a Jesús por el perdón de sus pecados (vv. 41–
43). Un hombre tenía dos deudores, ambos insolventes pero uno de
ellos le debía diez veces más que el otro. El acreedor les perdonó a
ambos la deuda y no los llevó a los tribunales. Ambos estaban
ahora reconocidos al gran favor que habían recibido pero «¿cuál de
ellos le amará más?» (v. 42). «Simón respondió y dijo: Supongo que
aquel a quien perdonó más» (v. 43). Por aquí vemos la obligación
del deudor con respecto a su acreedor:
(A) El deudor, si tenía algo con que pagar, tenía la obligación de
dar una satisfacción al acreedor.
(B) Si Dios en su providencia ha permitido que el deudor sea
incapaz de pagar su deuda, el acreedor no debe ser severo con él,
sino perdonarle la deuda.
(C) El deudor que ha encontrado un acreedor misericordioso
debe estarle agradecido y mostrarle su afecto. Hay deudores
insolventes que, en lugar de estar agradecidos a sus acreedores,
les son ingratos y hasta les odian, porque no tienen la humildad
suficiente para reconocer que, en un caso de extrema necesidad,
fue menester que el acreedor les perdonara, lo cual les parece
ahora humillante. Con cierto sarcasmo decía un hombre rico al
morir: «No tengo enemigos, porque no he hecho ningún favor».
Pero la parábola tiende a presentar la condición del ser humano
pecador en deuda con el Señor; y así podemos aprender aquí: (a)
que el pecado es una deuda, y que los pecadores somos deudores
al Dios Omnipotente. Como criaturas, tenemos la deuda de la
obediencia pues dependemos del Creador en todo, esta deuda no
la hemos pagado; más aún, hemos malgastado los bienes de
nuestro Amo, haciéndonos así doblemente deudores; (b) que unos
le deben a Dios más que otros, por razón de sus pecados que son
más graves y más numerosos que los de otros: «el uno le debía
quinientos denarios y el otro cincuenta» (v. 41). El fariseo se tenía
por menos deudor pero era deudor, al fin y al cabo; más de lo que él
se pensaba. Esta mujer era pecadora pública; estaba, pues, más
endeudada que él; (c) que, sea mayor o menor la deuda siempre es
mayor de lo que podemos pagar: «No teniendo ellos con qué
pagarle» (v. 42), no había modo de satisfacer la deuda contraída.
No hay en nosotros posibilidad de pagar con el arrepentimiento por
lo pasado, ni con una justicia presente (v. Is. 64:6), ni con una
promesa de obediencia para el futuro, pues estamos atados en la
esclavitud del pecado y muertos en él (Ef. 2:1); (d) que el Dios de
los cielos está presto a perdonarnos, a perdonarnos del todo y para
siempre, hasta el punto de olvidar nuestros pecados, echarlos a sus
espaldas y sepultarlos en el fondo del océano. Si creemos y nos
arrepentimos, Dios ya no cargará sobre nuestros hombros nuestras
iniquidades pues las cargó todas sobre los hombros de su Divino
Hijo e inocente Salvador nuestro (Is. 53:5–6). De esta manera, Dios
ha mostrado su glorioso carácter: «fuerte, misericordioso y piadoso;
tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éx. 34:6); (e)
que aquellos cuyos pecados han sido perdonados, están obligados
a amar a quien les perdonó; y tanto más tienen que amarle, cuanto
más les haya perdonado. Cuanto más grandes pecadores hayan
sido antes de su conversión tanto mayores santos deben ser
después. Cuando un Saulo rabiosamente perseguidor (v. Hch. 9:1)
se convirtió en un Pablo ardorosamente predicador, «trabajó más
que todos ellos» (1 Co. 15:10).
2. A continuación, Jesús aplica la parábola a la forma tan diversa
como Simón y la pecadora se habían comportado con Él. Cristo
viene a decirle a Simón que también a él le perdona aunque tenga
que perdonarle menos, pues es cierto que algún afecto le había
mostrado al invitarle a comer con él, pero eso era mucho menos
que lo que esta mujer le había mostrado. Fíjate—viene a decirle
Cristo—, a ella se le ha perdonado más (v. 47) y, por eso, ella había
de mostrar más amor que tú, y así lo ha hecho: «¿Ves esta mujer?»
(v. 44). «Considera cuánto mayor que el tuyo ha sido el afecto que
me ha mostrado; ¿deberé, pues, aceptar tu obsequio y rechazar el
suyo? Tú no me diste agua para los pies; pero ésta ha regado mis
pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos; No me
diste el beso normal de cortesía a un invitado; pero ésta, desde que
entré, no ha dejado de besarme los pies afectuosamente (v. 45); No
ungiste mi cabeza con aceite común, como es costumbre en estas
ocasiones; pero ésta ha ungido con perfume mis pies (v. 46)». La
razón por la que algunas personas censuran a los buenos cristianos
por el trabajo que se toman y el dinero que emplean en el servicio
del Señor, es porque ellos mismos no están dispuestos a llegar a
ese nivel de dedicación, sino que se han propuesto descansar en
una religión fácil y barata.
3. Finalmente, Jesús silencia las cavilaciones del fariseo y los
temores de la mujer:
(A) A las cavilaciones del fariseo, Jesús responde: «En atención
a lo cual, te digo, Simón: Quedan perdonados sus pecados, que son
muchos» (v. 41). Cristo reconoce que la mujer ha sido culpable de
muchos pecados; pero le quedan perdonados; «por eso muestra
mucho amor» (lit. «puesto que amó mucho»). Está claro que el
amor de la mujer no fue la causa, sino el efecto, del perdón.
«Nosotros le amamos a Él [Dios], porque Él nos amó primero» (1
Jn. 4:19), y efecto de su amor fue el perdón que nos otorgó (Ef. 2:4–
7). «Pero aquel a quien se le perdona poco, como a ti, ama poco,
como tú». En lugar de tener envidia a los grandes pecadores por la
merced que el Señor les ha concedido, deberíamos sentirnos
avivados con el ejemplo de ellos para examinarnos a nosotros
mismos con todo esmero, a fin de estar seguros de que hemos sido
perdonados, lo cual se mostrará en el amor que tengamos al Señor.
(B) A los temores de la mujer, Cristo responde: «Quedan
perdonados tus pecados» (v. 48). Así se marchó con estas
consoladoras palabras de Jesús, que habrían de ser una eficaz
prevención para no regresar a una vida de pecado. Y, aun cuando
los que estaban sentados a la mesa se ofendiesen por el poder que
Cristo se atribuía de perdonar pecados y declarar absueltos a los
pecadores, Él se sostuvo firme en su palabra y mostró cuánto se
deleita en perdonar, pues el perdón lleva la paz a las conciencias:
«Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz» (v. 50).
Vemos, pues, que todas estas expresiones de pesar por el pecado
y de amor a Cristo, eran producto de la fe (v. Gá. 5:6). Así como,
entre todas las gracias, la fe es la que más honra a Dios, así
también Cristo otorga mayor honor a la fe que a todas las demás
gracias.
CAPÍTULO 8
5

5Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1281
La mayor parte del contenido de este capítulo se halla también
en Mateo y en Marcos. Después de un informe general sobre la
predicación de Cristo, se nos refieren aquí la parábola del
sembrador, la preferencia que Cristo dio a sus obedientes
discípulos sobre sus familiares según la carne, la tempestad
calmada por el Señor, la expulsión de demonios de un poseso de
Gadara, la curación de la mujer que padecía flujo de sangre, y la
resurrección de la hija de Jairo.
Versículos 1–3
I. Vemos primero cuál fue la constante tarea en la vida mortal de
Jesucristo: la predicación; en esta tarea se mostró infatigable y pasó
haciendo el bien (v. 1).
1. Dónde predicaba: «Comenzó a recorrer una por una las
ciudades y las aldeas». Era un predicador itinerante; no se
confinaba a un solo lugar, sino que extendía por todas partes los
rayos de su luz. Recorría ciudades y aldeas una por una, para que
ninguna tuviese excusa en su ignorancia. Con esto, daba ejemplo a
sus discípulos: ellos tenían que ir a todas las naciones de la tierra
(Mt. 28:19, Hch. 1:8) así como Él recorría todas las ciudades y
aldeas de Israel. Nótese que no se limitaba a las grandes ciudades,
sino a las más pequeñas también, y aun a las villas y caseríos de la
campiña, como indica el original.
2. Qué predicaba: Las buenas nuevas del reino de Dios: la
culminación de las intenciones misericordiosas de Dios para con su
pueblo, a favor de quienes cambiasen de mentalidad y creyesen el
mensaje (v. Mr. 1:15). ¿Qué mejores nuevas que la noticia de la
disposición de Dios a reconciliar consigo al mundo en Cristo y no
tenerles en cuenta a los hombres sus pecados? (v. 2 Co. 5:19).
3. Quiénes le escuchaban constantemente: «Le acompañaban
los doce, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus
malignos y de enfermedades (vv. 1b–2a). Los discípulos habían de
estarle atentos, a fin de saber qué y cómo habían de predicar ellos
después.
II. De dónde subvenía a sus necesidades cotidianas: De la
amabilidad y generosidad de sus amigos. Se nombran aquí algunas
mujeres «y otras muchas que les asistían (a Él y a los discípulos) de
sus propios bienes» (vv. 2–3):
1. La mayor parte de estas mujeres eran una muestra viva del
poder y de la misericordia de Jesús pues habían sido sanadas de
demonios y de enfermedades. Por aquí vemos el interés que
habríamos de mostrar por las cosas del Señor, en gratitud por lo
que ha hecho por nosotros, salvándonos de una condenación
segura, y en oración para que su gracia nos capacite a fin de luchar
eficazmente contra el pecado que siempre nos ronda (He. 12:1).
2. Una de ellas era «María la llamada Magdalena, de la que
habían salido siete demonios» (v. 2). Hay quienes piensan que
había sido muy pecadora, e incluso la identifican con la pecadora
del capítulo 7. Ni de lo uno ni de lo otro hay prueba alguna en el
texto sagrado. Dice Bliss: «Es cierto que de ella habían salido siete
demonios, al mandato misericordioso de Cristo. El que de ellos se
hable como en número de siete, muestra que la influencia
demoníaca sobre ella había sido siete veces fuerte y congojosa …
Pero esta calamidad no implicaba ninguna culpa en particular. Su
caso había sido lamentable, pero no criminal». Entre los discípulos
de Cristo nadie mostró tanto amor y tanta fidelidad como ella. La
vemos al pie de la cruz y al lado de la tumba vacía de Cristo, con
razón fue ella el primer testigo de la resurrección de Cristo (v. Jn.
20:14–16).
3. Otra era Juana la mujer de Cuzá, que era un administrador de
Herodes (v. 3). Lenski opina que esto da a entender que Cuzá vivía
aún durante este tiempo; esto mostraría, según M. Henry, que, aun
cuando él permaneciese en la corte de Herodes, como funcionario
de gran importancia, es probable que fuese creyente y, así, viese
con buenos ojos el que su mujer acompañase al Señor y a los
apóstoles, para asistirles con sus abundantes bienes de fortuna.
Otros autores, como Bliss, opinan que era viuda, pues eso «cuadra
mejor con el hecho de que se sintiera libre para acompañar a su
bienhechor». Al tener en cuenta que el griego dice escuetamente
«administrador (o mayordomo) de Herodes», sin el verbo «ser» ni
en presente ni en pasado, ambas opiniones son probables.
4. Aparte de esa Susana, de la que nada más sabemos, había
otras muchas que les asistían de sus propios bienes (v. 3). Notemos
que Cristo «por amor a nosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co.
8:9) y vivió de limosna. Cristo prefería ser asistido en sus
necesidades materiales por quienes eran amigos y discípulos
suyos, más bien que vivir a expensas de extraños. Esto nos enseña
que es una obligación de quienes son enseñados en la Palabra que
hagan partícipes de toda cosa buena al que los instruye (Gá. 6:6,
comp. con Ro. 15:27; 1 Co. 9:11).
Versículos 4–21
La porción anterior comenzaba por una referencia a la diligencia
que Cristo ponía en predicar (v. 1); ésta comienza por referirse a la
diligencia que la gente ponía en venir a escucharle (v. 4). Él recorría
una por una todas las ciudades … predicando; aquí tenemos la
reunión de un gran gentío y los que de cada ciudad acudían hacia
Él, sin esperar a que Él fuese a ellos o, al no pensar que tenían
bastante con lo que de Él habían escuchado, no se resignaban a
verle marchar, sino que le salían al encuentro cuando Él iba hacia
ellos o le seguían cuando ya se había marchado de ellos. Se había
reunido un gran gentío; abundancia de peces donde echar la red de
la predicación; y allí estaba Jesús más presto a enseñarles que lo
que ellos podían estar prestos a aprender.
I. En la parábola del sembrador tenemos excelentes normas y
precauciones en cuanto a oír la Palabra de Dios. Después que
Jesús expuso la parábola, los discípulos inquirían el significado de
la misma: «¿Qué significa esta parábola?» (v. 9). También nosotros
debemos inquirir con diligencia la verdadera intención y la plena
extensión de la palabra que oímos. Ellos tenían la oportunidad, que
no tenían otros, de acercarse al Maestro para inquirir el misterioso
sentido de sus palabras: «A vosotros se os ha concedido» (v. 10).
¡Felices somos y deudores para siempre de la divina gracia, si lo
que para otros es meramente parábola con la que solamente se
entretienen, para nosotros es verdad clara. En cuanto a la parábola
misma, y a la explicación que el Señor dio de ella, obsérvese:
1. Que el corazón humano es como el suelo donde se siembra la
Palabra de Dios; es capaz, por obra del Espíritu Santo, de recibirla y
llevar el fruto correspondiente; pero, a menos que se siembre esa
Palabra, ninguna cosa de verdadero valor nacerá del corazón. Por
tanto, ha de ponerse toda diligencia en que la semilla y el suelo se
junten (v. He. 4:2b).
2. El éxito de la siembra depende muchísimo de la naturaleza y
del tempero del suelo. Por eso, la Palabra de Dios puede ser para
nosotros: «olor de muerte para muerte» u «olor de vida para vida»
(2 Co. 2:16).
3. El diablo es un enemigo astuto y temible; arrebata la palabra
de los corazones de los oyentes descuidados «para que no crean ni
se salven» (v. 12). Esto se añade aquí para que aprendamos que
no podemos ser salvos a menos que creamos; por eso, el diablo
hace todo lo posible para que no creamos la Palabra cuando la
oímos, pues la fe viene por el oír (Ro. 10:17); o, si le hemos
prestado atención, hará lo posible para que la olvidemos y, de esta
manera seamos arrastrados por la corriente (He. 2:1); o, si nos
acordamos aún de ella, hará por crear en nuestra mente prejuicios y
objeciones contra ella, o nos distraerá hacia otros pensamientos; y
todo ello es «para que no crean ni se salven».
4. Cuando la Palabra de Dios se oye con descuido, es corriente
que sea también oída con desprecio: «fue pisoteada» (v. 5).
5. Hay quienes reciben alguna impresión al oír la Palabra, pero
no tienen convicciones profundas ni durables; les pasa como a la
semilla que cae sobre la roca, donde no echa raíces (v. 13); «éstos
van creyendo por algún tiempo, pero en la hora de la prueba
desisten» de los comienzos que parecían prometer algo más.
6. Los placeres de la vida (detalle que sólo en Lucas
encontramos) son tan peligrosos abrojos como las preocupaciones
y las riquezas, en orden a sofocar la buena semilla que se ha
sembrado en el corazón mediante la predicación de la Palabra. Hay
una profunda lección de psicología en el versículo 14, pues tanto las
preocupaciones como las riquezas y los placeres piden siempre en
el corazón del hombre más y más terreno, pues la codicia nunca
dice: ¡Basta! Y a medida que estas malignas plantas cobranauge,
chupan más y más de la savia vital de nuestra alma, con lo que la
semilla de la Palabra de Dios dispone cada vez de menos terreno
en el que arraigar, desarrollarse normalmente y dar el fruto
apetecido; por eso, al quedar sofocada por las malas hierbas, «no
dan fruto maduro».
7. Por tanto, no es suficiente con que el suelo de algún fruto; es
menester que el fruto llegue a la perfección de la madurez, pues el
original griego dice «perfecto» aquí, para expresar lo que en Mateo
y Marcos aparece como «fructífero». Por tanto, si el fruto no es
maduro es como si no existiese, pues no sirve para el consumo.
8. El suelo bueno, que lleva fruto maduro, es un corazón bueno y
recto (v. 15); es decir, un corazón bien arraigado en Dios y en el
deber, un corazón sincero y tierno—como el terreno húmedo y
esponjoso—, un corazón honesto y bueno que, al oír la Palabra de
Dios, la entiende (Mt. 13:23), la recibe (Mr. 4:20) y la retiene (Lc.
8:15). Vemos, pues, que cada uno de los tres evangelistas expresa
un aspecto complementario de la misma verdad: entender, recibir y
retener la Palabra.
9. Donde la semilla es recibida y bien guardada, el corazón da
fruto por su constancia. El vocablo que algunas versiones traducen
aquí por «paciencia», significa el aguante bajo unas circunstancias
desfavorables, no la paciencia con nuestros prójimos para lo cual el
griego emplea otro vocablo, equivalente a «longanimidad» (v. Ro.
2:4, donde aparecen juntos ambos, y Gá. 5:22; Ef. 4:2, en los que
aparece el que significa «longanimidad» = paciencia con las
personas). Esta constancia en el bien obrar, a pesar de las
circunstancias desfavorables, es la que marca con sello de oro un
corazón bueno y recto. Ser bueno dentro de un ambiente bueno no
tiene mucho mérito; ser bueno dentro de un ambiente malo, es
señal de justicia, aunque no lo sea siempre de perfección (v. 2 P.
2:7).
10. En consideración a todo lo que precede, debemos mirar bien
cómo escuchamos (v. 18), y precavernos de todas las cosas que
pueden impedir el que nos aprovechemos de la Palabra que oímos;
evitemos oír sin atención o a la ligera, evitemos olvidar lo que
hemos oído, evitemos que la Palabra de Dios quede ahogada bajo
las malas hierbas que el mundo, el demonio y la carne siembran en
nuestro corazón.
II. Instrucciones necesarias para los que son llamados a predicar
la Palabra de Dios, así como para los que la escuchan. Los que han
recibido un don deben usarlo. Las personas iluminadas por la
Palabra de Dios (Sal. 119:105), deben convertirse en lámparas que
alumbran como luz del mundo (v. 16, comp. con Mt. 5:14–16). Una
luz, hecha para disipar las tinieblas de la ignorancia y del pecado,
no se puede poner debajo de una vasija ni debajo de una cama.
Todos los creyentes y, en especial, los ministros del Señor han de
ser como lámparas en el mundo. No sólo deben ser buenos, sino
que deben difundir bondad, «pues no hay nada oculto que no haya
de ser manifestado, ni escondido que no haya de ser bien conocido
y salir a plena luz» (v. 17). Lo que se nos ha encomendado en
secreto, hemos de divulgarlo, porque nuestro Maestro no nos ha
dado los talentos para que los enterremos, sino para que
negociemos con ellos («negocio» es la negación del «ocio»). Los
dones que poseemos los continuaremos teniendo disponibles o nos
serán quitados como inservibles de acuerdo al uso que hagamos de
ellos, «porque a cualquiera que tenga, se le dará» (v. 18). Al que
tiene dones, y hace buen uso de ellos, se le darán más y se le
acrecentarán las oportunidades de usarlos: «pero a cualquiera que
no tenga», es decir, al que haya enterrado el talento que tenía, «le
será quitado hasta lo que parece tener», como dice en Lucas, o
«aun lo que tiene», como dice en Marcos 4:25, aunque el sentido es
el mismo, pues la gracia que se ha perdido era una gracia aparente,
no genuina. Los hombres sólo parecen tener lo que no quieren usar.
III. Se da gran estímulo a quienes se muestran fieles oidores de
la Palabra poniéndola en práctica (v. 21), lo cual es aplicado aquí
por Cristo al caso particular de Sus discípulos, a quienes Él prefiere
a todos Sus parientes según la carne (vv. 19–21). Obsérvese
cuánta gente estaba escuchando al Señor, pues Sus familiares «no
podían llegar hasta Él a causa del gentío» (v. 19). Vemos que
algunos de sus más próximos parientes eran los menos interesados
en escuchar Su predicación (comp. con Jn. 7:5), pues, en lugar de
estar dentro con el deseo de oírle, estaban fuera (v. 20), con el
mero deseo de verle. Pero Jesucristo prefería seguir ocupado en Su
obra antes que conversar con Sus parientes. Por eso, estaba presto
a reconocer como Sus verdaderos parientes a los que estaban
dispuestos a oír la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Con esto,
no se excluye de tanta bendición a la Virgen María, pues también
ella era fiel oidora y hacedora de la Palabra de Dios, pero también
es cierto que, si no hubiese tenido verdadera fe en el Salvador (v.
1:47), de nada le habría servido ser la madre del Salvador (Hch.
4:12).
Versículos 22–39
Aquí tenemos dos pruebas ilustres del poder del Señor
Jesucristo: sobre los vientos y sobre los demonios (v. Mr. caps. 4 y
5).
I. Su poder sobre los vientos:
1. Cristo ordenó a Sus discípulos hacerse a la mar (v. 22).
Cuando Cristo envía Sus discípulos, va con ellos: «entró en una
barca Él y sus discípulos». Y quienes llevan a Cristo consigo, bien
pueden aventurarse a marchar sobre seguro a dondequiera que Él
ordene. Notemos que les dijo: «Pasemos al otro lado del lago».
¡Aquí había una seguridad!
2. Pero quienes ante una orden de Cristo, se hacen a la mar en
calma, deben estar preparados para la tormenta: «Se abatió sobre
el lago una tempestad de viento» (v. 23), y bien pronto la tempestad
fue en aumento «y comenzaron a anegarse y a peligrar»: la vida de
ellos estaba en peligro.
3. Cristo, entretanto, dormía, exhausto por el ininterrumpido
trabajo. Muchas veces los discípulos de Cristo pueden ser
conscientes de Su presencia en medio de las mayores dificultades y
aflicciones, pero parece como si estuviese dormido, ya que no se
apresura a prestarles socorro. De este modo quiere poner a prueba
la fe y la paciencia de ellos, y hacer que Su ayuda resulte tanto más
beneficiosa cuanto más esperada.
4. Si acudimos a Cristo en la hora del peligro, podemos estar
seguros de que despertará y vendrá en nuestra ayuda. Ellos le
gritaron: «¡Maestro, Maestro, que perecemos!» (v. 24). El mejor
medio de silenciar nuestros temores es presentarlos a los pies de
Cristo. Quienes con toda sinceridad le invoquen, de seguro que no
perecerán (v. Ro. 10:13).
5. Así como Satanás tiene por oficio levantar tormentas, así
Jesús se ocupa de calmarlas, y se deleita en ello, pues vino a poner
paz verdadera en la tierra (2:14): «Él se despertó, increpó al viento
y al oleaje del mar; cesaron, y sobrevino la calma» (v. 24b).
6. Cuando el peligro ha pasado, es conveniente que nos
avergoncemos de nuestros temores y que le demos a Cristo la
gloria que le pertenece por Su poder y amor en socorrernos. Cristo
les reprende por sus infundados temores: «¿Dónde está vuestra
fe?» (v. 25). En efecto, había dos motivos para no tener miedo: (A)
Llevaban consigo al Señor de los cielos y de la tierra. (B) Llevaban
también la palabra segura de Jesús, quien les había dicho:
Pasemos al otro lado. Notemos eso de «¿dónde está vuestra fe?».
Muchos que tienen fe la tienen tan escondida que necesitan
buscarla para poder echar mano de ella; un pequeño inconveniente
les desplaza la fe de su lugar. Ante esta gran manifestación de Su
poder divino, «ellos, llenos de temor se decían asombrados unos a
otros: ¿Pues quién es éste, que aun a los vientos y al agua manda,
y le obedecen? (v. 25). Del santo rey de Dinamarca, Canuto, cuenta
la tradición (o leyenda) que, para acallar las adulaciones de sus
cortesanos que le daban pomposos títulos, hasta llamarle
«omnipotente», les hizo salir consigo a la orilla del mar, y allí gritó a
las olas: ¡No me mojéis los pies! Sin embargo, las olas no le
obedecieron. Entonces, volviéndose hacia sus cortesanos, les dijo:
Ya veis cuán pobre es mi «omnipotencia».
II. Su poder sobre los demonios. Después que Cristo calmó la
tempestad, «navegaron hacia la región de los gadarenos» (v. 26), y
allí desembarcaron (v. 27). Vemos que:
1. Los demonios que se nos muestran en esta porción eran muy
numerosos, ya que los que habían tomado posesión del hombre
que allí se nos describe (vv. 27 y ss.) se llamaban «Legión; porque
habían entrado muchos demonios en él» (v. 30). Además, estaba
«endemoniado desde hacía mucho tiempo» (v. 27).
2. Los demonios son enemigos inveterados del hombre, pues
éstos le obligaban a ir desnudo constantemente y a vivir, no sólo a
la intemperie sino «entre las tumbas», para servir de mayor terror,
no sólo a sí mismo sino también a todos los que se acercaban a él.
3. Tienen fuerza y fiereza tremendas, pues al hombre de quien
se había apoderado «le ataban con cadenas y grillos, teniéndolo
bajo custodia, pero rompía las ataduras» (v. 29). Quienes no se
dejan gobernar ni controlar por nadie, muestran que son
gobernados por Satanás. Además, «era impelido por el demonio
hacia los lugares solitarios». Mientras que los que se hallan bajo el
gobierno de Cristo, son conducidos suavemente con lazos de amor,
los que están bajo el dominio del diablo son impelidos furiosamente
con cadenas de hierro. Y mientras Jesús nos lleva al Padre y a la
comunión con los hermanos en la fe, el demonio nos impele al
aislamiento y a la depresión.
4. Se enrabian contra el Señor Jesús a la vez que sienten miedo
y horror ante Su presencia: «Al ver (el hombre) a Jesús, lanzó un
grito, cayó ante Él, y dijo a grandes voces: ¿Qué tengo yo que ver
contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me
atormentes» (v. 28). En estas frases vemos: (A) Que el demonio
reconoce que Jesús es demasiado fuerte y alto para él. (B) Que no
quiere tener nada que ver con el Señor, pues sus intereses no
pueden ser más contrapuestos. Los demonios no tienen inclinación
a rendir a Cristo ningún servicio, ni expectación de recibir de Cristo
ningún beneficio. (C) Pero le tienen un miedo tremendo a Su poder
y a Su ira. No le dice: «Te ruego que me salves», sino: «Te ruego
que no me atormentes». Véase cuál es el lenguaje de quienes
tienen miedo al Infierno, pero no tienen deseo del Cielo como lugar
de santidad y amor.
5. Están totalmente bajo el mando y el poder del Señor Jesús y
lo saben, pues «le suplicaban que no les ordenara marcharse al
abismo» (v. 31). ¡Qué consuelo es esto para los hijos de Dios, saber
que todos los poderes de las tinieblas están bajo el mando y el
control de nuestro Señor Jesucristo! Los puede mandar a su lugar
cuando le plazca.
6. Se gozan en hacer daño. Cuando vieron que no tenían más
remedio que abandonar al hombre del que habían tomado
posesión, suplicaron a Jesús que les permitiera entrar en una piara
de bastantes cerdos (v. 32). Ya que no podían destruir por completo
al hombre, al menos destruirían a los cerdos y, al mismo tiempo,
engendrarían en los dueños de los cerdos una mala disposición
contra el Señor. Cuando no pueden hacer daño a las personas
procuran hacer daños a los bienes de las personas, lo cual es, para
algunos, una gran tentación, como lo fue en este caso. Cristo lo
permitió y, tan pronto como los demonios entraron en los cerdos,
toda la piara se lanzó por el precipicio al lago y se ahogaron (vv.
32–33).
7. Cuando el poder del diablo es quebrantado por el poder de
Cristo en alguna persona esta persona se recobra inmediatamente
de su mal estado: «hallaron sentado al hombre del que habían
salido los demonios, ya vestido y en su sano juicio, a los pies de
Jesús» (v. 35). Mientras estaba poseído del demonio, gritaba y se
espantaba de la presencia de Jesús, pero ahora estaba sentado y
en completa paz y sanidad de juicio a los pies de Jesús. Si Dios ha
tomado posesión de nosotros, el juicio y el gobierno de nosotros
mismos estará a buen seguro; pero si es Satanás el que nos
domina, nos robará ambas cosas. Nunca somos tan nuestros como
cuando somos de Cristo. Veamos ahora cuál fue el efecto de este
milagro:
(A) El efecto que produjo en la gente de aquella comarca:
«Cuando los que los apacentaban vieron lo sucedido, huyeron y lo
contaron por la ciudad y por los campos» (v. 34). «Contaron cómo
había sido sanado el endemoniado» (v. 36), que había sido
enviando los demonios a los cerdos, como si Cristo no hubiese
tenido poder para librar al hombre de los demonios de otra manera
que entregando los cerdos a los demonios: «Salieron entonces a
ver lo que había sucedido … y se llenaron de temor» (v. 35).
«Estaban sobrecogidos de un gran temor» (v. 37). Pensaron más
en la destrucción de los cerdos que en la liberación del pobre y
atormentado vecino de ellos y, en consecuencia, «toda la gente de
la región circunvecina de los gadarenos le pidió que se marchara de
ellos» (v. 37). Todo el que esté dispuesto a abandonar el pecado y
entregarse al Señor, nada tiene que temer de Jesús. Pero Cristo les
tomó la palabra: «Él, entrando en la barca, regresó». Por haber
preferido los cerdos, perdieron el Salvador y las esperanzas que
pudieran tener en Él.
(B) El efecto que produjo en el que había estado poseído por los
demonios: Deseó la compañía de Jesús, tanto como los otros la
habían temido: «El hombre del que habían salido los demonios le
pedía estar con Él» (v. 38), como estaban con Él las mujeres que
habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades (v.
2). No quería permanecer por más tiempo con aquellos brutos y
rudos gadarenos que le pedían a Cristo que se marchara. Pero
Cristo le ordenó que se fuera a su casa y publicase entre sus
deudos y amigos las grandes cosas que Dios había hecho con él (v.
39), y así fuese una bendición para su región, en la que
anteriormente había sido una pesada carga. De aquí hemos de
aprender que, a veces, hemos de renunciar a las satisfacciones de
consuelos y beneficios espirituales, a fin de aprovechar las
oportunidades de hacer bien a nuestros prójimos.
Versículos 40–56
Cristo había sido despachado de la región de los gadarenos por
los habitantes de aquella comarca, pero «cuando regresó a Galilea,
le dio la bienvenida la multitud, porque todos le esperaban» (v. 40).
Así que, al regresar, se encontró con nuevas tareas que llevar a
cabo. Siempre tenemos con nosotros a los necesitados. Tenemos
ahora dos milagros entretejidos, de la misma manera que se nos
narran en Mateo y en Marcos.
I. En esto, se presentó un jefe de la sinagoga, que se llamaba
Jairo, suplicando Su ayuda a favor de una hija suya, «única, de
unos doce años, que se estaba muriendo» (vv. 41–42). Jairo,
«cayendo a los pies de Jesús, le suplicaba que entrara en su casa»
(v. 41), ya que no tenía una fe tan grande como el centurión, quien
se contentaba con que Jesús pronunciase a distancia una palabra
curativa. Pero Cristo accedió a ello y marchó en compañía de Jairo.
Aunque Jesús aplaude la fe grande, no por eso rechaza la fe débil.
Y, «mientras Él iba, la gente le apretujaba». No nos quejemos de la
gente ni de sus modales, con tal que nos hallemos en el lugar de
nuestro deber y al hacer el bien; pero si no es así, el mezclarse
demasiado con la gente ruda no está exento de peligros. Con
alguna exageración, decía el filósofo Séneca: «Cada vez que estoy
con los hombres, vuelvo menos hombre».
II. Pero mientras Jesús marchaba con Jairo y continuaba
apretujado por las turbas, «una mujer que padecía de una
hemorragia desde hacía doce años, se acercó por detrás y tocó el
borde de su manto» (vv. 43–44). A pesar de ser médico él mismo,
Lucas muestra su honradez al añadir (cosa que Mateo no hace) que
esta mujer «había gastado en médicos todo cuanto tenía (aunque
esta frase falta en algunos MSS) y no había podido ser curada por
nadie». Marcos es mucho más fuerte en sus expresiones (v. Mr.
5:25–26). La naturaleza de la enfermedad, de la que ni el propio
Lucas da más detalles, era tal que la mujer prefirió acercarse
ocultamente a Jesús, mezclada con la multitud, y tocar la orla de su
manto. Su fe era fuerte, pues estaba segura de que, con sólo tocar
la orla del manto de Jesús, quedaría curada (v. Mr. 5:28), pues veía
en el Señor una fuente de salud tan abundante, que aunque le
robase, por decirlo así, algo de su virtud curativa, Él no se daría
cuenta. Así es como, a veces, personas perdidas entre una gran
multitud son tocadas por la gracia de Dios, curadas de sus pecados
y salvadas de la condenación eterna. La mujer se sintió
inmediatamente curada: «y al instante se detuvo su hemorragia» (v.
44). Muchas veces, los creyentes sienten el consuelo de la
comunión con el Señor, aun cuando pasen cerca de Él de incógnito.
III. Pero esta curación secreta pronto es descubierta:
1. Cristo se percata de la curación llevada a cabo: «Alguien me
ha tocado, porque yo he notado que ha salido de mí un poder» (v.
46). Los que han sido curados por la virtud que se deriva de Cristo
tienen que reconocerlo, pues Él lo conoce. No dijo estas palabras
en tono de reprensión, pues era para Él una satisfacción el que
saliese de Sí mismo el poder para sanar. Quienes acudían a Él en
busca de salud, eran tan bien acogidos como lo son por el sol
quienes se deleitan en la luz.
2. La pobre mujer confesó su caso y el beneficio que había
recibido: «Viendo la mujer que no había pasado inadvertida, vino
temblando y cayó delante de Él» (v. 47), aun cuando su fe la había
sanado (v. 48). Un sagrado temblor no es incompatible con una
verdadera fe. La mujer «declaró en presencia de todo el pueblo por
qué causa le había tocado, y cómo había sido sanada al instante»
(v. 47). Creyó que iba a ser sanada, y así lo fue conforme a su fe.
3. El gran Médico de cuerpos y almas le confirmó la curación que
había recibido y la despidió con palabras de consuelo: «Hija, tu fe te
ha sanado, vete en paz» (v. 48). El modo de alcanzar la curación
parecía subrepticio y solapado, pero el hecho de su curación fue
público, confirmado y alabado; su curación había sido instantánea y
completa.
IV. En esto, alguien viene a dar a Jairo la triste noticia de que su
hija había muerto y que no molestase más al Maestro (v. 49). Pero
Jesús le anima y le dice: «No temas, cree solamente, y será
sanada» (v. 50). Nuestra fe en Cristo ha de ser atrevida y sin miedo.
Aunque las dificultades parezcan imposibles de resolver, Él tiene
poder omnímodo.
V. Los preparativos para devolver la vida a la niña:
1. Vemos cómo escogió Cristo a los que iban a ser testigos del
milagro: «No permitió a nadie entrar con Él, excepto a Pedro, a
Juan y a Jacobo, y al padre y a la madre de la muchacha» (v. 51).
Quizá le seguía aún la multitud, o parte de ella, pero era gente
ruidosa y ruda, poco a propósito para una ocasión de duelo; así que
no les dejó entrar. Sólo los padres de la muchacha y los tres
Apóstoles que habían sido testigos de Su transfiguración y lo serían
de Su agonía en Getsemaní, entraron con Él a la cámara donde
yacía la muchacha.
2. Vemos cómo puso freno al llanto de quienes hacían el duelo:
«Todos estaban llorando y lamentándose por ella, pero Él dijo: No
lloréis más; no ha muerto, sino que duerme» (v. 52). Jesús daba a
entender en este caso particular que la niña iba a volver a la vida y,
por tanto, para sus familiares y amigos, era como si hubiese estado
durmiendo por poco tiempo. Pero esto tiene aplicación general a
todos los que «duermen en el Señor», por tanto, no habríamos de
entristecernos por ellos como los que no tienen esperanza en la
vida eterna, pues el sepulcro es para el creyente lo que la palabra
cementerio significa, es decir dormitorio. Sin embargo, aunque las
palabras de Jesús tendían a consolar a los que se lamentaban,
ellos «se burlaban de Él, sabiendo que estaba muerta» (v. 53). Con
esto demostraban: (A) Que no tenían fe en el poder de Jesús. (B)
Que no había sinceridad en su llanto; estaban pagados para llorar y
cumplían con lágrimas de cocodrilo. Por eso, Jesús los echó fuera a
todos (v. Mr. 5:40), ya que eran indignos de presenciar el milagro.
VI. La muchacha volvió a la vida: «Pero Él, tomándola de la
mano, le dio voces, diciendo: Niña, levántate» (v. 54). «Entonces su
espíritu volvió» (v. 55), detalle que sólo Lucas menciona. ¿Dónde
estaba en ese intervalo el espíritu de la muchacha? No se nos dice
pero podemos colegir que estaba en las manos del Padre de los
espíritus (comp. con Ec. 12:7; Lc. 23:46; Hch. 7:59). Había la
opinión entre los judíos de que el alma humana, al salir del cuerpo
en el momento de la muerte, se queda cerca del cadáver durante
tres días, marchándose definitivamente de él al cuarto día. Esto nos
explicaría el que Jesús esperase hasta el cuarto día para resucitar a
Lázaro (v. Jn. 11:39), con lo que los enemigos de Jesús no tendrían
ningún pretexto para alegar que dicha resurrección entraba dentro
de los límites de lo naturalmente posible. Tan pronto como su
espíritu volvió, «se levantó», y mostró con este movimiento que
estaba real y completamente viva, como lo mostraba también por su
apetito, pues Jesús «mandó que se le diese de comer» (v. 55b). A
nadie ha de extrañar que «sus padres quedaran asombrados» (v.
56).
CAPÍTULO 9
En este capítulo se nos narran muy diversos episodios. En
primer lugar, la misión que Jesús encomendó a los Doce para que
predicasen por todas las aldeas. Después, el terror que se apoderó
de Herodes ante las cosas que se contaban de Jesús, la vuelta de
los Apóstoles y la alimentación milagrosa de los cinco mil; la
conversación con los discípulos acerca de Sí mismo y de los
sufrimientos que había de padecer. A continuación, como en Mateo
y Marcos, se nos refiere la Transfiguración del Señor y la
subsiguiente curación del muchacho endemoniado y lunático. De
nuevo anuncia Jesús Sus futuros padecimientos, con cuyo anuncio
contrasta la discusión de los discípulos sobre quién sería el mayor
en el Reino, y el sectarismo de algunos de ellos. El capítulo se
cierra con las respuestas que Jesús dio a diversas personas que se
sentían inclinadas a seguirle.
Versículos 1–9
I. Vemos aquí el método que siguió Jesús para extender el
Evangelio del reino de Dios: Él mismo viajaba constantemente,
pero, como hombre, no podía estar a un mismo tiempo en muchas
partes y, por eso, envió a los Doce a predicar el reino de Dios (v. 2).
Y, para confirmar su predicación, «les dio poder y autoridad sobre
todos los demonios, y para sanar enfermedades» (v. 1). Con el
poder de expulsar a los demonios y de sanar a los enfermos,
convencerían a todos de la llegada del Reino de Dios y se ganarían
el afecto de todos. Ésta era la comisión que recibían del Maestro.
1. Lo que Cristo les ordenó hacer para llevar a cabo esa
comisión: (A) No debían preocuparse por presentarse
elegantemente ante los hombres, como para impresionarles con sus
apariencias exteriores. Debían ir tal como estaban, sin llevar ropa ni
calzado de repuesto. (B) Debían depender de la Providencia y de la
amabilidad de los amigos, sin abastacerse de dinero ni de comida.
Cristo quiere que Sus discípulos no se avergüencen de recibir
donativos de los amigos, sino que, más bien, han de esperarlos. (C)
No debían cambiar de hospedaje, como si sospecharan que
quienes les reciben se están cansando de ellos: «Y en cualquier
casa donde entréis, quedad allí» (v. 4). De esta manera, la gente
sabía dónde hallarles. Allí debían estar hasta que salieran del lugar
(éste es el sentido de la frase «y de allí salid» al final del v.). (D)
Debían predicar con autoridad, amonestar severamente a quienes
no les recibiesen así como consolar a los que les recibiesen:
«Dondequiera que no os reciban, al salir de aquella ciudad, sacudid
el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos» (v. 5), como
quien no quiere llevarse de allí ni el polvo que se adhiere a las
sandalias.
2. Lo que ellos hicieron en cumplimiento de la comisión que su
Maestro les había encomendado: «Y saliendo, pasaban por todas
las aldeas, anunciando el evangelio y sanando por todas partes» (v.
6). Su trabajo era el mismo que el del Maestro, y hacían el bien
tanto a las almas como a los cuerpos.
II. Vemos luego la perplejidad que, ante estas cosas,
atormentaba a Herodes. La comunicación del poder de Jesús a los
que predicaban comisionados por Él, era una prueba contundente y
maravillosa de que Él era el Mesías. Lo que más hizo que Su fama
se extendiera en esta ocasión era que, no sólo podía hacer
milagros, sino también comunicar a otros el poder de llevarlos a
cabo: «Habían estado con Jesús» (Hch. 4:13).
1. Vemos las especulaciones que Jesús hacía surgir en la mente
de las gentes, las cuales, aunque no se formaban de Jesús una
idea correcta, al menos pensaban de Él honorablemente
imaginándose que era alguien que venía del otro mundo: «Porque
decían algunos: Juan ha resucitado de los muertos; otros: Elías se
ha aparecido; y otros: Algún profeta de los antiguos ha resucitado»
(vv. 7b–8).
2. Vemos igualmente la gran perplejidad en que Herodes se vio
sumido, cuando «oyó todas las cosas que hacía Jesús» (v. 7). Llegó
a la conclusión de que Juan el Bautista, a quien él había
decapitado, acababa de resucitar: «¿Qué haré ahora?—se diría
Herodes—. ¿Quién es éste? Parece que sigue las huellas de Juan
… O es el mismo Juan que ha resucitado, o es alguien que viene a
vengar la muerte de Juan». Los que se oponen a la voluntad de
Dios, vienen un día a encontrarse más y más perplejos. «Y
procuraba verle.» Pero, ¿por qué no fue a verle? Procuraba verle,
pero no se nos dice que le viese hasta que fue conducido, antes de
morir, a su tribunal, cuando Pilato se lo remitió. Pero aun entonces,
lo único que deseó de Él es que hiciese algún milagro para divertir
al malvado monarca.
Versículos 10–17
I. Tenemos ahora el informe que los Doce rindieron al Maestro
sobre el éxito que habían tenido en la comisión que les había
encomendado: «Vueltos los apóstoles, le contaron todo lo que
habían hecho» (v. 10).
II. El retiro que tuvieron, para tomarse algún respiro: «Y
tomándolos, se retiró aparte a un lugar desierto» (v. 10). Quien
quiso que a los criados y criadas se les diese descanso, quiso
también que Sus siervos descansaran de sus fatigas. Quienes
tienen ministerios absorbentes, necesitan con frecuencia un poco
de retiro no sólo para descanso del cuerpo, sino también para
meditación y reflexión, con miras a ulteriores tareas ministeriales.
III. Poco duró el retiro, pues «la gente lo supo, y le siguió; y Él les
recibió» (v. 11). Aun cuando podría parecer que esta inesperada
visita era, en estas circunstancias, inoportuna, Cristo les recibió. De
Cristo hemos de aprender a excusar la rudeza de quienes vienen a
nosotros en busca de ayuda, consejo o instrucción, aun cuando la
hora pueda parecernos intempestiva. Bien se ha dicho que Jesús
fue «el hombre para los demás». Es cierto; Jesús nunca se
preocupó de Sí mismo: fue para los demás, porque Su alimento era
hacer la voluntad del Padre (Jn. 4:34), quien le había enviado a
buscar y salvar lo perdido (Lc. 19:10). «Y les hablaba del reino de
Dios, y sanaba a los que necesitaban ser sanados» (v. 11b). Cristo
tiene todavía este poder, pero sabe que muchas veces necesitamos
la enfermedad para bien de nuestra alma, más que la sanidad física
para bien de nuestro cuerpo. No olvidemos que también la muerte
es el siervo que cura todas las enfermedades de los santos.
IV. La provisión abundante que para esta numerosa multitud
preparó el Señor: A cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni los
niños (como sabemos por Mt. 14:21), alimentó con cinco panes y
dos peces (vv. 16–17). Los cuatro evangelistas nos refieren este
episodio, y es el único milagro que nos es referido por los cuatro.
Respecto de Él, observemos aquí solamente:
1. Que quienes siguen diligentemente a Cristo en el camino del
deber, negándose y exponiéndose así ellos mismos, son atendidos
por Él de un modo especial, pues no permitirá que a quienes le
temen y le sirven fielmente, les falte nada de lo necesario.
2. Nuestro Señor Jesucristo era de espíritu sumamente
generoso. Los discípulos decían: «Despide a la gente, para que …
encuentren alimentos» (v. 12). Pero Cristo les replicó: «No, sino
dadles vosotros de comer; que tengan también ellos de lo que
nosotros podamos disponer». De esta forma, Cristo enseñaba a los
Suyos, tanto ministros como creyentes ordinarios, a practicar la
hospitalidad (v. Ro. 12:13; 1 Ti. 5:10; Tit. 1:8; He. 13:2; 1 P. 4:9).
Quienes sólo tienen un poco, que compartan ese poco y tendrán
más (comp. con 1 R. 17:12–16).
3. Jesucristo provee, no sólo de medicina, sino también de
alimento. No sólo sana a los que necesitaban ser sanados, sino que
también alimentaba a los que necesitaban ser alimentados. Y en el
orden espiritual, no sólo nos sana con el perdón de los pecados,
sino que nos alimenta con provisión de vida eterna (Jn. 6:35–58).
4. Todos los dones del Señor han de ser recibidos y usados de
manera ordenada: «Hacedlos sentar en grupos, de cincuenta en
cincuenta» (v. 14). Así distribuidos, era fácil contar los 5.000
hombres en 100 grupos de a 50 cada uno.
5. Cristo bendijo los panes y los peces levantando los ojos al
cielo (v. 16). Ante los beneficios recibidos de arriba (v. Stg. 1:17),
hemos de alzar nuestros ojos al cielo, como Cristo lo hizo, para
mostrar nuestra gratitud a Dios y expresar nuestra dependencia de
Él en todo; todo lo recibimos de Él, para servirle a Él en todo.
6. La bendición de Cristo hace que aun lo poco sobreabunde. Lo
que produce la tierra es fruto de Su bendición, mediante la lluvia y el
sol que Él envía sobre todos, y lo que produce de bueno nuestra
alma es también producto de Su gracia, pues «somos hechura
Suya, creados en Cristo Jesús para obras buenas, que Él preparó
de antemano para que anduviésemos en ellas» (Ef. 2:10). Estas
mismas obras son llamadas «fruto del Espíritu Santo» (Gá. 5:22–
23).
7. Vemos también que Cristo sacia a quienes alimenta (v. 17).
Así como en Él hay suficiente para todos, así también hay bastante
para cada uno, y no sólo bastante, sino sobrante. Las doce cestas
de pedazos testifican de la sobreabundancia de la Mesa del Señor.
Versículos 18–27
Una circunstancia que los demás evangelistas no mencionan en
el relato de la confesión de Pedro, es tenida muy en cuenta por
Lucas: Que Jesús oraba aparte, cuando preguntó a sus discípulos:
«¿Quién dice la gente que soy yo?» (v. 18). Lucas menciona más
que ningún otro de los evangelistas las oraciones de Jesús. Antes
de conversar con Sus discípulos, siempre conversaba Jesús con el
Padre. Cuando vemos a Jesús aparte, siempre le vemos orando.
Con esto nos enseñaba a no sentirnos nunca solos en nuestra
soledad, sino a buscar siempre el rostro y la compañía del Señor.
No hay cosa que el Señor desee más de los Suyos ni que más
admire (v. Hch. 9:11b). En este caso, parece ser que Sus discípulos
le acompañaban en la oración: «Mientras Jesús oraba aparte,
estaban con El los discípulos» (v. 18). Cristo oró con ellos antes de
preguntarles la pregunta más importante que cada uno de nosotros
debe hacerse a sí mismo: «¿Quién es Cristo para mí?» Con eso,
nos enseña también Cristo que, cuando damos consejo, consuelo o
instrucción a una persona, deberíamos orar por ella y con ella.
Vemos que Jesús conversa con ellos:
I. Acerca de Sí mismo, y les pregunta:
1. Qué es lo que la gente dice de Él: «¿Quién dice la gente que
soy yo?» (v. 18), Y ellos le dicen las conjeturas que habían oído a la
gente acerca de Él. Los ministros del Señor sabrían mejor cómo
aplicar las instrucciones, las reprensiones y los consejos a los casos
de las personas encomendadas a su cuidado, si se tomasen tiempo
para conversar con ellas y enterarse de sus problemas y
dificultades. Cuanto más conversa el médico con su paciente, tanto
mejor conoce el remedio que debe prescribir para su enfermedad:
«Ellos respondieron: Unos, Juan el Bautista; otros: Elías; y otros,
que algún profeta de los antiguos ha resucitado» (v. 19). Sus
conjeturas eran muy diversas, pero ninguna daba en el blanco.
2. Qué es lo que los propios discípulos dicen de Él. A la pregunta
del Maestro, responde Pedro por todos los discípulos: «El Cristo de
Dios» (v. 20). Mateo refiere la respuesta de Pedro en toda su
extensión (v. Mt. 16:16). «Pero Él les mandó que a nadie dijesen
esto, encargándoselo rigurosamente» (v. 21). Ya hemos explicado
repetidamente el motivo por el que Jesús no quería propaganda (v.
Jn. 6:15, 26). Después de Su resurrección y el descenso del
Espíritu en Pentecostés, ya era otra cosa, y Pedro pudo decir
abiertamente y con toda franqueza: «A este Jesús a quien vosotros
crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo» (Hch. 2:36).
II. Acerca de Sus futuros padecimientos y muerte. Ahora que Sus
discípulos le reconocían como el Mesías e Hijo de Dios, les habla
sin rodeos de ello. No podía ocultárselo, para que no se formasen,
como el común de la gente, la idea de que venía ahora a reinar
gloriosamente. Dice Bliss: «Esto, en sí mismo, sería un duro
anuncio para aquellos que mantenían las opiniones ordinarias sobre
el Mesías, como de un personaje regio y glorioso».
III. Acerca de los futuros sufrimientos de ellos por Él:
1. Debemos acostumbrarnos a todos los casos de abnegación y
de paciencia: (v. 23). No debemos buscar lo fácil y cómodo, porque
entonces nos será difícil soportar trabajos, fatigas, dificultades y
necesidades por Cristo. Frecuentemente nos hallamos con
dificultades en el camino del deber; y, aunque no han de oprimirnos
ni pensar que son insolubles si se cruzan en nuestro camino, hemos
de tomarlas, llevarlas detrás de Cristo, y sacar el mejor partido de
ellas. Pero tomar en este sentido la palabra «cruz», sería quitarle el
significado que el Señor quería darle. La cruz de Cristo era el
pesado madero con que tuvo que cargar para ir al Calvario y ser allí
crucificado en ella. «Tomar la cruz» es, en este caso, la disposición
con que el verdadero discípulo de Cristo ha de seguir a su Señor, y
estar listo para morir, si es preciso por Su causa.
2. Debemos preferir la salvación eterna a todo lo que la presente
vida ofrece y representa (v. 24). Nótese: (A) Que todo el que quiera
preservar su libertad, sus posesiones y aun su propia vida a costa
de renegar de Cristo y del Evangelio, no sólo no va a ser un
ganador en la transacción, sino que será un necio perdedor: «El que
quiera salvar la vida, en tales circunstancias, la perderá», perderá
su persona por toda la eternidad, algo de valor infinito, pues fue un
precio infinito el que se pagó por ella (v. 1 P. 1:18–19). (B)
Igualmente hemos de creer que, si perdemos esta vida terrenal por
adherirnos a Jesucristo, tendremos con ello una ganancia
incomparable, pues la recobraremos más tarde nueva y para toda la
eternidad. (C) Que el ganar todo el mundo a costa de renegar de
Cristo es muy mala operación comercial, pues no hay nada en este
mundo que pueda compensar de la perdición eterna (v. 25), porque,
si al final de esta vida, hubiésemos de ser arrojados al Infierno por
toda la eternidad, ¿de qué nos habría servido el haber poseído
todas las riquezas, todos los placeres y honores de este mundo? En
Mateo y en Marcos se nos dice que pierde su alma, pero en Lucas
se dice que «se pierde a sí mismo», por donde vemos que el alma
equivale a la persona, ya que el alma es el principio de vida de la
persona. En efecto el cuerpo sin el alma no puede ser ni feliz ni
desdichado, pues es un cadáver que no piensa, ni siente ni obra. En
cambio, el alma puede ser feliz aunque el cuerpo sufra y sea
oprimido en este mundo por la causa de Cristo.
3. Por consiguiente, nunca debemos avergonzarnos de Cristo ni
del Evangelio (v. 26): «Porque el que se avergüence de mí y de mis
palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre», y con toda
justicia. No puede esperar otra cosa cuando sea presentado ante el
tribunal divino. Cristo tendrá que decir de Él: «No le conozco, no es
de los míos». Por eso, los «cobardes» encabezan la lista de los que
serán lanzados al lago de fuego y azufre en el último día (v. Ap.
21:8), pues no están inscritos en el libro de la vida del Cordero (v.
Ap. 20:15). Así como Cristo tuvo su estado de humillación antes de
Su estado de exaltación, así lo ha tenido también la causa de
Cristo. Sólo quienes estén dispuestos a seguir a Cristo en el
sufrimiento, podrán seguirle en la glorificación. Nótese en qué
términos habla Jesús de Su segunda Venida: «Cuando venga en su
gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles». Lo de «en su
gloria» no es mencionado en Mateo ni en Marcos. ¡Cuán gloriosa
aparecerá la figura de Cristo en aquel día! Si lo creyésemos
firmemente, nunca nos avergonzaríamos de Él ni de Sus palabras
en la vida presente.
IV. Finalmente, para animar a Sus discípulos a sufrir por Él, les
asegura que algunos de los que estaban allí tendrían un anticipo de
lo que habría de ser la gloria de Cristo cuando venga en Su reino (v.
27, comp. con 23:42). Difieren los expositores sobre el significado
de esta profecía, pero es muy probable que Jesús se refiriese
entonces a la Transfiguración Suya cuya gloria sería como un
anticipo de la gloria que manifestará en Su segunda Venida (comp.
con 2 P. 1:16–18).
Versículos 28–36
Ahora tenemos la narración de la transfiguración de Cristo, la
cual estaba destinada a ser como un anticipo de aquella gloria, de
la que anteriormente había hablado el Señor. También Mateo y
Marcos mencionan el episodio.
I. Lucas dice que esto «aconteció como ocho días después»,
mientras que los otros evangelistas dicen que fue «seis días
después». En ello no hay ninguna contradicción, sino que Lucas, al
contrario que Mateo y Marcos, cuenta también el día entrante y el
saliente, además de los seis días que mediaron.
II. Lucas añade también y explica otras circunstancias del hecho:
1. Nos dice que este honor le fue conferido a Jesús «entretanto
que oraba» (v. 29). Cuanto más se humillaba Cristo para orar, más
glorificado era por el Padre. Cristo mismo en cuanto hombre tenía
que obtener gracia y poder por medio de la oración; de esta
manera, honraba sobremanera la gracia de la oración y nos
exhortaba con el ejemplo al deber de la oración; en verdad, la
oración es algo que nos transfigura y nos transforma, pues por ella
obtenemos la sabiduría, la gracia y el gozo que hacen que
resplandezca el rostro (v. 2 Co. 3:18; 4:4).
2. Lucas no usa el término que en Mateo y Marcos significa
«transfiguración» (lit. transformación, comp. con Ro. 12:2). La
diferencia en castellano entre «transfiguración» y «transformación»
está en que la primera indica algo que viene de dentro y se
manifiesta afuera (de ahí que cuadre mejor al episodio que
comentamos), mientras que la segunda indica la acción de algo
exterior que se introduce a fin de cambiar el interior, lo cual cuadra
mejor al caso de los creyentes (pues no son ellos los que, por sus
propias fuerzas, se transforman, sino en virtud del Espíritu Santo
que obra en ellos); por eso, el verbo de Romanos 12:2 está en voz
pasiva. En Lucas se nos dice que «la apariencia de su rostro se
hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente» (v. 29). El original
dice «blanco fulgurante», y es ésta la única vez que dicha palabra
ocurre en todo el Nuevo Testamento. Así que parecía como si toda
Su persona apareciese vestida de luz refulgente.
3. En Mateo y Marcos, se nos dice que «se les aparecieron
Moisés y Elías, hablando con Él. Pero en Lucas se añade que
«aparecieron rodeados de gloria» (v. 31) o, literalmente, «siendo
vistos en gloria», «como convenía,—dice Bliss—, a personas que
debían tener comunión con el Salvador glorificado, y como
indicativo de la felicidad eterna, en el estado celestial, de los que
fielmente habían servido a Dios en la tierra».
4. Se nos dice aquí que el asunto del que Moisés y Elías
hablaban con el Señor era «su partida [lit. “éxodo” = salida], que iba
Jesús a cumplir en Jerusalén» (v. 31b). Esta partida incluía, no sólo
la muerte, sino también la resurrección y ascensión a los cielos
(comp. con Jn. 13:3; 16:28). Vemos, pues: (A) Que la muerte de
Cristo se llama aquí Su salida o éxodo. La muerte de los santos es
como su salida de la esclavitud del Egipto que es este mundo, pues
es casa de esclavitud. (B) Esta salida tenía que cumplirse, pues así
estaba fijada en los propósitos de Dios (v. Hch. 2:23) y no podía ser
alterada. (C) Tenía que cumplirse en Jerusalén, porque, como el
mismo Señor diría más tarde, «no es posible que un profeta muera
fuera de Jerusalén» (13:33). (D) Moisés y Elías hablaban con Jesús
de esto, para insinuar que los sufrimientos de Cristo y Su entrada,
mediante ellos, en la gloria estaban profetizados en Moisés y en los
profetas (v. 24:26–27). (E) Incluso en medio de Su transfiguración,
estaba el Señor dispuesto a conversar sobre Sus padecimientos y
Su muerte. En medio de nuestros momentos más gloriosos aquí en
la tierra, recordemos que «no tenemos aquí ciudad permanente»
(He. 13:14).
5. Lucas refiere también un nuevo detalle: «Pedro y los que
estaban con él habían estado rendidos de sueño» (v. 32). Esta
circunstancia, además de ser una extraña coincidencia con lo que
les pasó después en Getsemaní, se detalla aquí con el propósito de
dar a entender que, cuando tuvieron la visión, estaban
completamente despiertos, como dice el contexto posterior. Hay
quienes opinan que este sueño fue tan culpable como el de
Getsemaní, pues no fueron capaces de acompañar al Señor por
más tiempo en oración, pero ha de tenerse en cuenta también que
la visión tuvo lugar de noche (v. 37) y es natural que entonces
estuviesen rendidos (lit. cargados, abrumados) de sueño. Vemos,
pues, que estaban cargados de sueño, lo mismo en la gloria que en
la agonía del Señor, cuando podríamos pensar que ninguna cosa
debería haberles afectado tanto como las glorias y las agonías del
Maestro, pero ni lo uno ni lo otro pudo hacer que se mantuvieran en
vela. ¡Qué necesidad tenemos de orar para que el Señor nos
conceda una gracia que nos despierte, no sólo a fin de estar vivos,
sino también velando! Que estaban después bien despiertos,
cuando tuvieron la visión, no sólo nos muestra la realidad del hecho,
sino la impresión que les causó, de forma que pudieran comunicar
con todo detalle lo que allí sucedió y recordarlo vivamente durante
toda la vida como lo hace Pedro no mucho antes de su muerte (v. 2
P. 1:18).
6. Lucas puntualiza que, cuando ya estaban Moisés y Elías
apartándose de Jesús, «Pedro dijo a Jesús: Maestro, bueno es que
nos estemos aquí, y hagamos tres tiendas» (v. 33). Ocurre muchas
veces que no nos damos cuenta de los favores que recibimos de
Dios hasta que los hemos perdido; o solamente suspiramos por su
continuación cuando están a punto de desaparecer. Lucas dice que
Pedro «no sabía lo que decía», con lo que da a entender que Pedro
hablaba neciamente. Dice Lenski: «La tontería consistía en que los
hombres que se hallaban en el estado glorificado pudieran
permanecer aquí sobre la tierra carente de gloria y que tuvieran
necesidad de refugio para pasar la noche, tal como lo necesitan los
hombres».
7. Se añade aquí respecto a la nube que los cubría «que tuvieron
temor al entrar en la nube» (v. 34). La nube, símbolo de la
presencia de Dios, no era oscura, sino luminosa, en señal de
acogida, pero aun así infundía temor a los discípulos, como a Isaías
en la visión del templo (Is. 6:1 y ss.). Pero nadie tiene por qué temer
entrar en la nube, si está Jesús en ella, porque Él hará que
pasemos por ella sin sufrir daño alguno.
8. Sobre la voz que vino del cielo, Marcos y Lucas no nos dan
tantos detalles como Mateo: «Éste es mi Hijo amado, en quien
tengo complacencia, a Él oíd» (Mt. 17:5). Marcos y Lucas suprimen
la cláusula intermedia (Mr. 9:7; Lc. 9:35); en cambio, Pedro omite la
última frase (2 P. 1:17).
9. Finalmente, se nos dice aquí que los Apóstoles «por aquellos
días no dijeron nada a nadie de lo que habían visto» (v. 36). Por
Mateo 17:9, sabemos que el propio Jesús les había mandado que a
nadie dijesen nada de esta maravillosa revelación, hasta que Él
hubiese resucitado de entre los muertos. La razón ha sido ya
expuesta repetidamente.
Versículos 37–42
Este pasaje sigue inmediatamente, en Mateo y Marcos, al relato
de la transfiguración y de la conversación con los discípulos
después de ella; pero aquí se nos dice que sucedió «al día
siguiente, cuando descendieron del monte» (v. 37). No fue sino al
día siguiente cuando descendieron del monte y hallaron que las
cosas no marchaban bien entre los restantes discípulos.
1. Vemos primero cuán deseosa estaba la gente de recibir a
Cristo a Su regreso del monte: «Una gran multitud les salió al
encuentro».
2. Vemos después cuán apremiante era la súplica del padre del
joven endemoniado para que Cristo le socorriese: «Maestro, te
ruego que veas a mi hijo» (v. 38). Este es simplemente su ruego;
una mirada compasiva de Cristo puede poner las cosas en orden.
Vayamos a Cristo y llevemos nuestros hijos a Él, para que les vea.
Y añade: «pues es el único que tengo». Quienes tienen varios hijos
pueden hallar en uno o más de uno compensación consoladora de
la aflicción que otro de ellos pueda causarles.
3. Vemos cuán deplorable era la condición de este joven (v. 39):
Estaba bajo el dominio de un espíritu inmundo que le tomaba y le
hacía prorrumpir en gritos que lacerarían el corazón del padre; este
demonio no se contentaba con eso, sino que sacudía con violencia
al muchacho y le quebrantaba torturándole sin apartarse de él ni
dejarle momentos de descanso. Por aquí vemos el daño que hace
Satanás a quienes caen bajo sus garras, pero ¡dichosos los que
tienen acceso a Cristo!
4. Ante esta lamentable situación, la actuación de los discípulos
no pudo ser más decepcionante. Aun cuando Cristo les había dado
poder para expulsar demonios, no pudieron (v. 40). Una de dos: o
no tuvieron fe suficiente para echar mano del poder que Jesús les
había otorgado, o no se ejercitaron en la oración lo bastante para
que ese poder resultara efectivo en sus manos, como se deduce de
lo que Cristo les echa después en cara.
6

5. Finalmente, vemos cuán efectiva fue la curación que el Señor


Jesús llevó a cabo en el muchacho (v. 42). Él puede hacer por
nosotros lo que no pueden hacer Sus discípulos: «El demonio
derribó al muchacho y le sacudió con violencia», ante la cercanía de
Jesús; «pero Jesús increpó al espíritu inmundo, sanó al muchacho y
se lo devolvió a su padre». Aunque el demonio se esforzó por hacer
al joven todo el mal que podía, una sola palabra de Cristo bastó
para ahuyentar al espíritu inmundo y para sanar al muchacho de
todo el mal que el diablo le había causado. «Y se lo devolvió a su
padre». Cuando nuestros hijos se recobran de sus enfermedades,
debemos recibirlos como si el Señor nos los entregara de nuevo
devueltos a la vida. «¡Tómalo y sé agradecido! ¡Tómalo y críalo
para mí, pues lo has recibido de mi mano!» Con este pensamiento,
los padres habrían de recibir a los hijos de las manos de Cristo:
para ponerlos después confiadamente en las manos de Cristo.
Versículos 43–50
I. Vemos a continuación la impresión que los milagros de Jesús
causaban en quienes los presenciaban: «Y todos se admiraban de
la grandeza de Dios» (v. 43). La admiración era universal: «Todos
se admiraban», porque la causa de la admiración era también
universal: «Y maravillándose todos de todas las cosas que hacía»
(v. 43b). Todo lo que Cristo hacía tenía algo de sorprendente y
fuera de lo normal.

6Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1285
II. La noticia que Cristo dio a Sus discípulos acerca de los
padecimientos que en breve iba a sufrir: «El Hijo del Hombre va a
ser entregado en manos de hombres» (v. 44). Aquí hallamos
implícito lo que otros evangelistas expresan explícitamente: «Y le
matarán» (v. Mt. 17:23; Mr. 9:31). Pero Lucas añade tres detalles
importantes:
1. La conexión de esto con lo que precede acerca de la
admiración de todos de todas las cosas que hacía. Fue
precisamente entonces cuando lo «dijo a sus discípulos» (v. 43b).
Ellos se habían formado la idea de que Jesús iba a inaugurar
inmediatamente el reino mesiánico con pompa y poder seculares y
pensaban que con este despliegue de poder omnímodo de Cristo,
fácilmente podría conseguirse la sumisión de los súbditos del reino.
Es entonces cuando Cristo echa un jarro de agua fría sobre sus
equivocadas ilusiones y les anuncia que, lejos de que los hombres
le sean entregados ahora en Sus manos; va a ser Él quien sea
entregado en manos de los hombres.
2. El solemne prefacio que, en el relato de Lucas, pronunció
Jesús antes de comunicarles la noticia: «Haced que os penetren
bien en los oídos estas palabras» (v. 44a); o, como dicen las
versiones siríaca y arábica: «Dejad que se hundan en vuestro
corazón». La palabra de Jesús no puede hacernos ningún bien, si
no se hunde y penetra bien en nuestra mente y en nuestro corazón.
3. La sorprendente estupidez de los discípulos. En Marcos 9:32,
se nos dice que «ellos no entendían este dicho, y tenían miedo de
preguntarle». Temían preguntarle, no fuese que sus ilusiones de un
reino temporal inminente se cayesen por el suelo. Pero aquí se nos
añade que «estas palabras les estaban veladas para que no las
percibiesen» (v. 45). El escándalo de la cruz (Gá. 5:11) es de tal
calibre, que sólo cuando el Espíritu Santo remueve el velo de los
corazones, es posible contemplar la cruz sin tropiezo (v. 2 Co. 3:14–
18) y hasta gloriarse en ella (Gá. 6:14). Fue un favor del Señor el
que, en aquellas circunstancias, no pudiesen percibir lo que la cruz
de Cristo significaba, no fuera que, ante el prospecto de tal suplicio
para su Maestro, le abandonasen despavoridos.
III. Después vemos la reprensión de Cristo a Sus discípulos por
la discusión que ellos tuvieron sobre quién de ellos sería el mayor
(vv. 46–48). Este incidente lo hemos visto ya anteriormente y, por
desgracia, nos encontraremos con él de nuevo.
1. La ambición de honores y las contiendas sobre superioridad y
precedencia son algunos de los pecados que más fácilmente hacen
presa en los discípulos de Cristo. Estos pecados brotan de la
condición perversa y engañosa del corazón humano (v. Jer. 17:9).
Quienes esperan ser grandes en este mundo aspiran a ser los
mayores y no se contentan con menos; lo cual les expone a muchas
tentaciones y a graves problemas, que sólo se pueden evitar
contentándose con ser pequeños, más aún, con ser «el más
menor», como dice Pablo según la versión literal de Efesios 3:8.
2. Jesucristo se da perfecta cuenta de los pensamientos e
intenciones de nuestro corazón: «Y Jesús, viendo los pensamientos
de sus corazones» (v. 47a). Los pensamientos nuestros son voces
para el Señor, y nuestros susurros son como grandes gritos.
3. Cristo quiere que Sus discípulos aspiren al honor que se
obtiene mediante la humildad y el servicio, no al que se alcanza por
medio de la ambición malsana y siempre descontenta. Cristo «tomó
un niño y lo puso junto a sí» (v. 47a), pues Él siempre mostró
ternura y amabilidad con los niños, y les enseñó: (A) Que la infancia
espiritual es el medio de llegar a la verdadera grandeza: «El que es
más pequeño entre todos vosotros, ése es grande» (v. 48b). Se ha
dicho muy bien que la mayor grandeza es la grandeza del servicio,
y así lo mostró el Señor con Su ejemplo (Mt. 20:28), y sólo puede
servir el que se humilla haciéndose siervo de los demás (v. Gá.
5:13; Fil. 2:35). «Servir para algo» es equivalente de «ser útil para
algo». (B) Que los que aman a Cristo han de humillarse como los
pequeñuelos y han de recibir a los pequeñuelos como a Él, puesto
que a Él se parecen; Cristo está pronto a recibir como hecho a Él
mismo lo que a esos pequeñuelos se haga: «Cualquiera que reciba
a este niño en mi nombre, a mí me recibe, y cualquiera que me
reciba a mí, recibe al que me envió» (v. 48a). ¿Y qué mayor honor
se puede alcanzar en este mundo que recibir a Dios en Cristo y ser
amablemente acogidos por Él?
IV. A continuación, tenemos otra reprensión que el Señor hizo a
los discípulos por desanimar a uno que le honraba y servía, aunque
no formaba parte del grupo de los Doce, pero había creído en Jesús
y hacía buen uso de Su nombre, con fe y oración, para expulsar
demonios. A este hombre, los discípulos le habían prohibido hablar
y obrar en nombre de Jesús porque no era del grupo, aunque lo que
él hacía redundaba en honor y servicio del Señor. «Jesús les dijo:
No se lo prohibáis (v. 50), sino, más bien, deberíais animarle, pues
está ocupado en la misma empresa que vosotros, ya se encontrará
con vosotros al final de la jornada, aun cuando no vaya con
vosotros por el mismo camino, porque el que no está contra
vosotros, está de vuestra parte». En Marcos 9:40, el Señor se
expresa en primera persona del plural, pero la frase es equivalente,
pues Cristo se identifica con los Suyos (v. Hch. 9:5). No tenemos
por qué perder amigos, cuando tenemos tan pocos, y tantos
enemigos. ¡Cómo se repite este pecado en todos los tiempos! Un
necio exclusivismo de parte de quienes habrían de dar al mundo
ejemplo de unidad (v. Jn. 17:21), sólo sirve para la proliferación de
«denominaciones» y para contentamiento de quienes se creen los
únicos «perfectos» en ortodoxia u ortopraxis. ¿Cómo vamos a
ganar almas para el Evangelio, si presentamos unas comunidades
tan divididas entre sí, que los aturdidos oyentes no saben con
frecuencia adónde acudir ni a qué carta quedarse en materia tan
importante como es la salvación eterna?
Versículos 51–56
La porción que sigue no se halla en los otros evangelistas, sino,
solamente en Lucas. En ella tenemos un ejemplo del talante
inquisitorial que tantos imitadores había de tener a lo largo de la
historia de la Iglesia. Cristo lo reprobó, puesto que el espíritu de
fanatismo y de persecución es directamente contrario al espíritu de
Cristo.
I. Vemos primero la firme determinación del Señor Jesús de
proseguir impávido la gran obra de nuestra redención y salvación:
«Cuando se estaba cumpliendo el tiempo (lit.) en que había de ser
recibido arriba, afirmó su rostro (es decir, resolvió con toda firmeza)
para ir a Jerusalén» (v. 51). Había una «hora» fijada para los
padecimientos y la muerte del Señor Jesús, y Él sabía muy bien
cuándo había de llegar esa «hora» (v. Mt. 26:45; Lc. 22:53; Jn. 7:30;
8:20; 12:23, 27). Fue precisamente en esa «hora» cuando se
dispuso a aparecer más en público y a estar más ocupado, al saber
que le quedaba poco tiempo en este mundo. Pero cuando miró
hacia Sus inminentes padecimientos y muerte, miró también a
través de ellos y más allá de ellos, a la gloria que había de seguirse,
pues había de ser recibido arriba en gloria (comp. con 1 Ti. 3:16;
He. 12:2). Todo creyente habría de forjarse la misma noción acerca
de la muerte como de un acontecimiento que consiste en ser
recibido arriba, donde el Señor Jesús está. Con el prospecto del
gozo puesto delante de Él, afianzó su rostro en dirección a
Jerusalén, donde había de morir. La frase expresa una firme
determinación frente al impedimento que la debilidad de la carne
propia o la disuasión por parte de otros pudiese ponerle en el
camino hacia el sacrificio de Su propia vida. No se desanimó, sino
que marchó decidido, animado y gozoso, al saber que no sería
derribado abajo, sino recibido arriba. ¡Cómo debería avergonzarnos
esta determinación de Jesús, a nosotros que tan cobardes somos
para sufrir por Cristo, y aun para servir fielmente a Cristo!
II. En contraste con esta disposición de Jesús, vemos la ruda y
hostil actitud de los samaritanos de cierta aldea, los cuales no se
dignaron recibirle (vv. 52 y ss.). Veamos:
1. Cuán cortés se portó Él con estos samaritanos, pues «envió
mensajeros delante de Él» (v. 52), los cuales entraron en la aldea
«para hacerle preparativos», es decir, alojamiento para Jesús y
para los discípulos. ¿Por qué no le recibieron estos samaritanos
que, dos años antes, tan favorablemente le habían acogido? (v. Jn.
4:39–42). Lucas lo expresa concisamente en una frase que viene a
decir: «Se transparentaba en su rostro que Su intención era
continuar viaje hasta Jerusalén». Esto les pareció una ofensa a
quienes creían que el centro legítimo del culto a Jehová era el
Gerizim y no Jerusalén; se acercaba la gran festividad de los judíos,
pero Jesús no parecía tener intención de quedarse con ellos, sino
de proseguir el viaje a la ciudad de los judíos, con quienes los
samaritanos no se trataban (v. Jn. 4:9).
2. Cuán descortés fue esta actitud por parte de los samaritanos.
No quisieron recibir al Salvador (v. Jn. 1:11). Habría sido la mayor
bendición otorgada a dicha aldea y, sin embargo, no le permitieron
ni pasar por ella. ¡Hasta qué punto los resentimientos raciales, y
aun regionales, impiden recibir las bendiciones celestiales!
III. El resentimiento que Jacobo y Juan sufrieron por esta afrenta
(v. 54). Cuando estos discípulos se enteraron de la actitud de los
habitantes de aquella aldea, se inflamaron de tal modo, que sólo
con el destino que tuvieron Sodoma y Gomorra se habrían quedado
satisfechos.
1. Había algo de recomendable en esta actitud, pues mostraban:
(A) Gran confianza en el poder que habían recibido del Maestro,
pues estaban seguros de que, al imperio de la palabra de ellos,
podía descender fuego del cielo: «¿Quieres que mandemos que
descienda fuego del cielo?» (B) Un gran celo por el honor de su
Maestro, ya que tomaron muy a mal que a quien pasaba por todas
partes haciendo el bien y siendo bien acogido por todos, le fuese
negada la libertad de paso por una banda de miserables
samaritanos. (C) Entera sumisión, a pesar de todo, a la voluntad del
Maestro, pues no se ofrecen a llevar a cabo tal cosa sin el
consentimiento de Jesús: «Señor, ¿quieres …?» (D) Una velada
alusión al ejemplo de los profetas que les habían precedido:
Querían hacer lo mismo que hizo Elías, al pensar que tal
precedente garantizaría el éxito de la acción; así de inclinados
somos a imitar inoportunamente los ejemplos de los santos
hombres de Dios.
2. Sin embargo, había también mucho de censurable en esa
actitud de los discípulos, porque: (A) Esta no era la primera vez en
que el Señor Jesús sufría la afrenta de muchos, y, con todo, nunca
había invocado el castigo de Dios sobre ninguno, sino que había
recibido la injuria con toda paciencia. (B) Éstos eran samaritanos,
de quienes no podían esperarse cosas mejores, y quizás habían
oído que Cristo había prohibido a Sus discípulos entrar en las
ciudades de los samaritanos (Mt. 10:5) y, por tanto, no estaba tan
mal en ellos como en otros que conocían más del Señor. (C) Quizá
fueron sólo unos pocos de la ciudad los que respondieron de esta
manera tan ruda, pues quién sabe si no habría muchos en la ciudad
que le habrían recibido con agrado o le habrían salido al encuentro.
(D) El Maestro nunca había pedido que descendiera fuego del cielo.
Jacobo y Juan eran los dos discípulos a quienes Jesús había
puesto por sobrenombre «boanerges» = «hijos del trueno» (Mr.
3:17), ¿y no les bastaba esto, sino que también querían ser «hijos
del rayo»? (E) El ejemplo de Elías no venía al caso, pues Elías fue
enviado a desplegar los terrores de la Ley, mientras que ahora se
inauguraba la era del Evangelio, a la cual no le cuadraba el alarde
de venganza de la justicia divina.
IV. La reprensión que Jesús dio a Jacobo y a Juan (v. 55):
«Entonces, volviéndose Él, les reprendió», pues el Señor a quienes
ama reprende y castiga, especialmente cuando hacen algo
inconveniente bajo la capa de religión y de celo por Él.
1. Les muestra el error en que están: «Vosotros no sabéis de qué
espíritu sois» (v. 55b): (A) «No os dais cuenta de la cantidad de
orgullo, pasión y venganza personal en esa actitud, cubierta bajo la
pretensión de celo por vuestro Maestro». Muchas personas que se
enfurecen por la actitud indiferente o antirreligiosa de sus prójimos,
no se percatan de la corrupción que albergan en su propio corazón.
(B) «No consideráis de qué espíritu deberíais ser. De seguro que
todavía tenéis que aprender cuál es el espíritu de Jesús. ¿No se os
ha enseñado a amar a vuestros enemigos y a bendecir a los que os
maldicen? ¿No deberíais pedir del Cielo gracia, más bien que
fuego? Estáis ya en la época del amor, de la libertad y de la gracia,
que fue proclamada con el anuncio de paz en la tierra, buena
voluntad para con los hombres.»
2. Les muestra el objetivo general y el tenor dominante del
Evangelio (v. 56): «Porque el Hijo del Hombre no ha venido para
destruir las almas de los hombres, sino para salvarlas». Jesús
quería que sus enseñanzas se propagaran mediante el amor y la
suave incitación, y mediante todo aquello que anima y estimula, no
con fuego y espada; con milagros de sanaciones, no con plagas de
destrucción como fue sacado Israel de Egipto. Cristo vino para
acabar con las enemistades, no para fomentarlas; no sólo vino a
salvar las almas de los hombres, sino también sus vidas. Jesús
quería que Sus discípulos hicieran el bien a todos y que a nadie
hicieran daño; que atrajeran a los hombres a la Iglesia con cuerdas
humanas y con ataduras de amor, no por medio de la coacción y del
terror.
V. Su retirada de aquella aldea: «Y se fueron a otra aldea» (v.
56b). El Señor Jesucristo, no sólo no castigó a los samaritanos
aquellos por su rudeza y descortesía, sino que se marchó quieta y
pacíficamente a otra aldea, donde la gente no fuese tan hostil. Con
esto nos enseñaba a no desanimarnos por el mal recibimiento que
podamos tener en algún lugar, sino a buscar otro lugar donde
nuestra labor tenga mejor acogida.
Versículos 57–62
Referencia de tres distintos hombres que se ofrecieron a seguir a
Cristo:
I. El primero parece completamente dispuesto a seguir a Cristo
inmediatamente, pero muy a la ligera y sin haberse sentado antes a
calcular el costo.
1. Le hace a Cristo una promesa incondicional: «Señor, te
seguiré adondequiera que vayas» (v. 57). Ésta debería ser, por
cierto, la resolución de cuantos son verdaderos discípulos de Cristo,
como los de Apocalipsis 14:4 «que siguen al Cordero por
dondequiera que va».
2. Cristo le hace una seria advertencia, si es que quiere seguirle,
para que no se prometa demasiadas cosas buenas en este mundo
al ser discípulo de quien vivió siempre de prestado: «El Hijo del
Hombre no tiene donde recostar la cabeza» (v. 58). Con esto,
podemos ver:
(A) La condición tan pobre en que el Señor Jesucristo vivió en su
paso por este mundo. No sólo no disfrutó de los deleites y de las
comodidades de los príncipes de este mundo, sino que careció aun
de las necesarias comodidades de las que hasta las zorras y los
pájaros disfrutan. El que creó los cielos y la tierra no tuvo casa de
su propiedad ni lecho propio donde acostarse. Se llama a Sí mismo
Hijo del Hombre, no sólo como título mesiánico sino también como
descendiente de Adán y que por tanto, participó de lo mismo que
nosotros: de carne y sangre (He. 2:14). Se gloría así en Su estado
de humillación en el que condescendió a nuestro nivel humano,
pero sin pecado; con ello, nos muestra también Su amor a nosotros,
y el desprecio en que tenía todas las cosas de este mundo,
enseñándonos así a que también nosotros tengamos el corazón
desapegado de las cosas de abajo y a que suspiremos por las
cosas de arriba (v. Col. 3:1–3). Cristo, pobre, santificó la pobreza y
endulzó así la condición pobre de los Suyos.
(B) La condición que exige de quienes estén dispuestos a ser
Sus discípulos. Si de veras nos proponemos seguir a Cristo, no
hemos de poner empeño en poseer muchas cosas de este mundo,
sino que hemos de estar dispuestos a dejarlo y a perderlo todo por
seguirle; a pasar frío y calor; a vivir sin comodidades y con
desprecios; si no estamos dispuestos a todo esto, mejor es que no
pretendamos seguir a Cristo. Por lo que se deduce del texto
sagrado, parece que este hombre, ante tal anuncio, se volvió atrás;
pero todo aquel que se percate de lo que es Jesucristo, y la vida
eterna con Él, no dudará en arrostrar todas las dificultades con tal
de seguirle.
II. El segundo no se ofrece primero, sino que es llamado por el
Señor a seguirle: «Y dijo a otro: Sígueme» (v. 59). Éste no se
arredró ante las dificultades, pero le puso plazo para comenzar a
seguirle: «Señor, déjame que primero vaya y entierre a mi padre».
Vemos, pues:
1. La excusa que dio para no seguir a Jesús de inmediato, dando
a entender que su padre era ya muy viejo, y que quizás estaba
enfermo y le necesitaba junto a sí; tan pronto como su padre se
muriera, le seguiría. Aquí podemos ver tres tentaciones: (A) La de
descansar en una promesa de discipulado a largo plazo, a fin de no
comprometernos demasiado pronto. (B) La de diferir el
cumplimiento de lo que sabemos muy bien que es nuestro deber;
dar largas al asunto y dejar siempre para un mañana incierto lo que
necesita una resolución urgente en el día de hoy (v. 2 Co. 6:12). (C)
La de pensar que nuestros deberes para con los de nuestra familia
nos excusan de cumplir las obligaciones que tenemos con el Señor.
Lo primero que hemos de pensar y buscar es el reino de Dios y su
justicia (Mt. 6:33).
2. La respuesta de Cristo a tal excusa (v. 60): «Deja que los
muertos entierren a sus muertos, y tú ve, y anuncia por doquier el
reino de Dios». No significa esto que Cristo desee que los creyentes
y los ministros de la Palabra se despojen del afecto natural a sus
familiares, sino que no pongan como excusa para no seguir al
Señor el afecto que deben a sus padres y demás familiares. Si el
familiar más íntimo que tengamos se cruza en nuestro camino para
impedirnos seguir a Cristo, es necesario que nos armemos del celo
y coraje necesarios para olvidar al padre y a la madre antes que
desobedecer el llamamiento del Señor.
III. Finalmente, tenemos un tercero que está dispuesto a seguir a
Cristo, pero pide un poco de tiempo para ir a despedirse de sus
familiares y amigos. Veamos:
1. La condición que pone al Señor para seguirle: «Te seguiré,
Señor; pero déjame que me despida primero de los que están en mi
casa» (v. 61). Hay quienes entienden la frase del original en el
sentido, no de despedirse de sus familiares, sino de poner en orden
los asuntos de su casa, y parece ser que el griego admite también
este sentido. En todo caso, la actitud de este hombre muestra: (A)
Que veía en el seguimiento de Cristo algo peligroso o melancólico,
cuando quería despedirse de los suyos; como quien se va a morir y
dice adiós a todas sus cosas; cuando en el seguimiento de Cristo
debería haber visto el consuelo y las innumerables bendiciones que
tal seguimiento comporta. Cuando al difunto doctor M. Lloyd-Jones
le expresaba alguien su admiración por haber renunciado a su
brillante carrera de médico para dedicarse a la predicación del
Evangelio, solía contestar: «No, yo no he tenido que renunciar a
nada, sino que lo he recibido todo». (B) Que parecía tener el
corazón demasiado apegado a las cosas temporales y la mente
demasiado preocupada con los negocios del mundo, lo cual le
impedía seguir a Cristo con toda prontitud y alegría. (C) Que estaba
dispuesto a entrar en una grave tentación al ir a despedirse de las
personas y de las cosas de su casa, pues era muy probable que
sus familiares, en lugar de animarle a seguir a Jesús, le pusieran
todos los inconvenientes imaginables para que no llevase a cabo su
propósito, y le rogarían con encarecimiento que no se marchase de
casa. Quienes de veras están resueltos a seguir al Redentor, no
deben pararse a conversar demasiado con el tentador.
2. La reprensión que Cristo le dio por pedir esta dilación:
«Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es
apto para el reino de Dios» (v. 62). Cuando un labrador está arando
un campo no debe mirar hacia atrás, sino hacia delante; de lo
contrario el surco le saldrá torcido y el suelo que está arando no
quedará a punto para una siembra con orden y concierto. De la
misma manera, quien vuelve la vista atrás, después de emprender
el seguimiento del Señor, no es apto para sembrar la semilla del
Evangelio, porque el que no sabe arar, tampoco sabrá sembrar; y el
que continuamente vuelve los ojos atrás, pronto volverá también los
pies y se apartará del camino recto. Pablo no se comportaba de
esta manera, sino que «olvidando lo que quedaba atrás y
extendiéndose a lo que estaba delante, proseguía a la meta» (Fil.
3:13–14).
CAPÍTULO 10
En este capítulo, vemos que el Señor, después de haber enviado
a los Doce a predicar, envía ahora a otros setenta discípulos con la
misma comisión. Vemos también el informe que le dan a su regreso
y el discurso que Jesús les dirige. Tenemos después la
conversación de Jesús con un intérprete de la Ley, lo que da
ocasión al Señor para exponer la parábola del Buen Samaritano.
Finaliza el capítulo con un episodio en casa de las hermanas de
Lázaro.
Versículos 1–16
Envío de los setenta discípulos de dos en dos. Los otros
evangelistas no mencionan esta porción; pero las instrucciones que
Jesús les da son muy parecidas a las que había dado a los Doce.
I. Vemos primero su número: Eran setenta. Así como al escoger
a los Doce, parece ser que Cristo tenía la mira puesta en los doce
patriarcas de Israel, las doce tribus y los doce jefes de esas tribus,
así también ahora parece que tiene la mira puesta en los setenta
ancianos de Israel.
1. Es un gozo el hallar que Cristo tenía tantos seguidores aptos
para ser enviados; su labor no había sido totalmente en vano,
aunque había encontrado mucha oposición. Estos setenta aun
cuando no le seguían tan de cerca ni tan continuamente como los
Doce, eran, sin embargo, alumnos constantes de Sus enseñanzas y
testigos de Sus milagros, y creían en Él. Estos setenta son aquellos
de los que Pedro dijo: «hombres que han estado juntos con
nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús vivió entre nosotros»
(Hch. 1:21) y eran parte de los ciento veinte aludidos en Hechos
1:15. Podemos suponer que muchos de los que acompañaban a los
Apóstoles, y que se mencionan en Hechos y en las Epístolas, eran
de estos setenta discípulos.
2. También es un gozo hallar que había trabajo suficiente para
tantos obreros, audiencia para tantos predicadores; así comenzó a
crecer el grano de mostaza, y a difundirse el sabor de la levadura.
II. Vemos después la tarea que desempeñaron. Los envió de dos
en dos para que se animasen y ayudasen mutuamente el uno al
otro. Y los envió, no a todas las ciudades de Israel, como había
enviado a los Doce, sino «a toda ciudad y lugar adonde Él había de
ir» (v. 1), como heraldos Suyos. Dos cosas se les encomendó que
hiciesen: las mismas que Cristo hacía dondequiera que iba:
1. Habían de sanar a los enfermos (v. 9); sanarlos, por supuesto,
en el nombre de Jesús (comp. con v. 17), lo cual haría que la gente
anhelase ver al Señor y estar dispuesta a recibir con gozo a Alguien
cuyo nombre era tan poderoso.
2. Habían de anunciar: «Se ha acercado a vosotros el reino de
Dios» (vv. 9, 11). Es menester ser receptivos a las bendiciones y a
las oportunidades que Dios nos otorga, para que así podamos sacar
beneficio de ellas. Cuando el reino de Dios se acerca a nosotros es
preciso estar alerta para salirle al encuentro.
III. Las instrucciones que les da:
1. Deben ejercitarse en la oración, conscientes de las
necesidades de las almas (v. 2). Deben mirar a su alrededor y ver
que la mies es mucha; habría mucho trigo pronto para echarse a
perder por falta de manos que se interesaran por la cosecha.
Debían percatarse igualmente de que los obreros son pocos. Es
cosa común entre los comerciantes no preocuparse por saber
cuántos hay de su oficio, pero Cristo quería que los trabajadores de
Su viña orasen para que se les uniesen más compañeros de
trabajo; deben anhelar recibir esta comisión de parte del Señor, y
anhelar también que Dios envíe a otros muchos con la misma
comisión que a ellos les encomendó el Señor; porque, si es Dios
quien les envía, reciben una nueva seguridad de que Dios va
también con ellos mismos y hará que fructifiquen sus labores.
2. No han de sorprenderse de encontrar oposición y persecución:
«Id; he aquí que yo os envío como corderos en medio de lobos» (v.
3). Como si dijese: «Vuestros enemigos serán como lobos, feroces
enemigos; pero vosotros debéis ser como corderos, mansos y
pacientes, aunque seáis presa fácil para ellos». Habría sido, en
verdad, extremadamente duro y difícil ser enviados así como
corderos en medio de lobos, si no hubieran sido revestidos del
espíritu y de la valentía de Jesús.
3. No deben llevar demasiado bagaje, como si emprendieran un
largo viaje, sino depender de Dios y de los amigos para su
provisión: «No llevéis bolsa, ni alforja, ni calzado» (v. 4). Ni bolsa
para llevar dinero, ni alforja para llevar provisiones y ropa de
repuesto ni calzado de repuesto (comp. con 9:3). Tampoco deben
saludar a nadie por el camino, teniendo en cuenta lo prolijo de los
saludos de los orientales, pues así han de mostrar: (A) que tienen
prisa por cumplir su misión y no han de ser demorados con
innecesarios cumplidos y prolijos saludos. (B) Que van como
hombres acuciados por una tarea urgente e importante, pues tiene
que ver con las cosas de arriba (v. Col. 3:1) y, por tanto, no deben
dejarse atrapar en asuntos de orden temporal, (C) que deben
caminar con seriedad, sin deseos de entretenimiento.
4. Que deben mostrar, no sólo su buena voluntad, sino la buena
voluntad de Dios, con un saludo que incluye todas las bendiciones
celestiales (vv. 5–6):
(A) El encargo que les hace es que «en cualquier casa donde
entren, digan primeramente: Paz a esta casa». Vemos, pues: (a)
que se supone que han de entrar en casas particulares, ya que, no
siéndoles permitido entrar en las sinagogas, se veían forzados a
predicar donde tuviesen libertad para hacerlo. Y, al ser obligados a
confinar su predicación a las casas, allá habían de llevar el
Evangelio. La Iglesia de Cristo se reunía con frecuencia en las
casas (v. Hch. 2:46). (b) Habían de saludar primero, diciendo: «Paz
a esta casa». No debían saludar a nadie por el camino por vía de
cumplido, pero habían de saludar en las casas con la seriedad y la
verdad que exigía el mensaje que iban a proclamar. Los ministros
del Señor han de marchar por el mundo y proclamar, en nombre del
Salvador, paz en la tierra, buena voluntad de Dios hacia los
hombres, e invitar a todos a que vengan para beneficiarse de los
frutos de la paz, recordándoles igualmente que la paz es fruto de la
justicia (v. Is. 32:17). Hemos de orar también por la paz, no sólo de
Jerusalén (Sal. 122:6), sino de todo el mundo (v. 1 Ti. 2:2).
(B) El resultado sería muy diferente, según las diversas
disposiciones de los destinatarios del mensaje. Si los de la casa
fuesen receptivos a la paz, «hijos de paz», bien inclinados a recibir
el mensaje del Evangelio, «la paz reposaría sobre ellos»; allí habrá
paz, porque las oraciones serán oídas y las promesas serán
confirmadas. Pero habrá otros mal dispuestos para la paz, que
rechazarán el mensaje del Evangelio; en éstos no reposará la paz,
sino que se volverá con los que la proclaman, es decir, «lo mismo
que un objeto que es rehusado y devuelto a los dadores para que
ellos lo entreguen en otra parte» (Lenski). Las bendiciones del
Evangelio que hemos de predicar, cuando son rechazadas se
vuelven a nosotros para que las disfrutemos y las compartamos con
otros que las aprecien como se merecen, con quienes sean «hijos
de paz».
5. Deben recibir con agrado las muestras de amabilidad de
quienes les den la bienvenida en sus casas (vv. 7–8): «Quienes
reciban vuestro mensaje, os recibirán también a vosotros y os
proveerán de lo necesario para el sustento diario». Por tanto: (A)
«No seáis tímidos; no sospechéis que la acogida que se os hace no
es cordial ni que vais a ser una carga en aquella casa, sino tened
allí plena libertad, «comiendo y bebiendo lo que tengan» (o «lo que
os den»), porque no es un acto de caridad, sino de justicia, «pues el
obrero es digno de su salario». (B) «No seáis raros ni delicados en
vuestra dieta en esos casos, sino «comed lo que os pongan
delante» (v. 8). «Sed agradecidos por lo que os den y contentaos
con alimentos sencillos, aun cuando no estén delicadamente
aderezados.» No va bien con los ministros del Señor el ser glotones
y demasiado amigos de laminerías. El Señor parece referirse en
este versículo a las tradiciones rabínicas sobre los alimentos y, da
por supuesto que en las ciudades a las que los discípulos van habrá
mezcla de judíos y gentiles, no tienen por qué preguntar por causa
de conciencia, sino comer lo que les pongan, sin poner reparos
sobre si el alimento es limpio o común. «El reino de Dios no es
comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo»
(Ro. 14:17).
6. Deben igualmente denunciar a quienes no les reciban, y
proclamar contra ellos los juicios de Dios: «Si entráis en una ciudad,
y no os reciben, salid de allí» (v. 10). «Si no os dan la bienvenida en
las casas, denunciadlo por las calles.» Como había dicho a los
Doce (9:5), también a ellos les ordena decir: «Aun el polvo de
vuestra ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos
contra vosotros» (v. 11). «No nos llevamos nada de vosotros, sino
sacudimos hasta el polvo contra vosotros, para que este polvo
pueda ser testigo de que os predicamos el Evangelio de la paz y lo
rechazasteis; empero, sabed esto: que el reino de Dios se ha
acercado, así que no tenéis excusa» (comp. con Jn. 12:48). Cuanto
más clara y benévola es la oferta de gracia, tanto mayor
responsabilidad comporta para el que la rechaza: «Os digo que en
aquel día (v. Abd. 8) será más tolerable el castigo para Sodoma,
que para aquella ciudad» (v. 12). Grande fue la culpa de Sodoma y
Gomorra ante el testimonio del justo Lot, pero rechazar la gracia del
Evangelio es un crimen más horrible.
Con esta oportunidad, Lucas repite:
(A) El castigo particular que Cristo anunció contra las ciudades
en las que había obrado la mayoría de Sus milagros (v. Mt. 11:20) y
ss.), puesto que (a) habían disfrutado de mayores privilegios. En
especial, Capernaúm había tenido al alcance de la mano tantas y
tan palpables gracias, que había sido levantada hasta los cielos (v.
15). ¡Tan cerca del Cielo, y tan lejos de entrar en él! ¡No hay peor
cosa que llegar a ser «casi cristiano»! (Hch. 26:28). Cuanto mayor
es la gracia, tanto más grave es rechazarla. (b) El propósito de Dios
acerca de estas ciudades era llevarlas al arrepentimiento,
exteriorizado en el «sentarse en cilicio» (es decir, vestido de saco o
paño burdo) y en ceniza». (c) Pero ellas no aceptaron el designio de
Dios, y recibieron en vano la gracia de Dios, con lo que se implica
que no se arrepintieron, no dieron el fruto que habría de
corresponder a los favores recibidos. (d) Había razón para suponer
que, si Cristo hubiese predicado y hecho milagros en las ciudades
paganas de Tiro y Sidón, el arrepentimiento de estas ciudades
habría sido rápido («hace tiempo») y profundo («sentadas en cilicio
y ceniza»). (e) El destino de quienes rechazan la gracia de Dios
será funesto y fatal: «no juzgándose dignos de la vida eterna» (v.
Hch. 13:46), irán al castigo eterno: «hasta el Hades serás abatida»
(v. 15, comp. con Mt. 25:46, pues no hay duda de que el «Hades»
significa aquí el Infierno). (f) En el día del Juicio Final, la sentencia
de condenación de Sodoma y Gomorra será más tolerable que la de
esas ciudades, puesto que a mayor pecado corresponde mayor
castigo.
(B) La regla que Cristo establece en cuanto a los que escuchan
el mensaje del Evangelio de boca de los ministros de Dios: Es como
si lo escuchasen de labios del mismo Cristo: «El que a vosotros
oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí me desecha; y
el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (v. 16). Dice
Lenski: «Esta es una ecuación doble: vosotros = mí; mí = el que me
envió (como en 9:48). Esto es enteramente cierto, porque tales
mensajeros dicen lo que Jesús les ordena decir, y Jesús dice lo que
el Enviador le comisionó que dijera. Naturalmente que este dicho
ordena decir “no” a quienes alteran la Palabra en alguna forma».
Ésta es una advertencia importante. Sólo cuando el predicador
habla conforme «a la ley y al testimonio» (Is. 8:20) es digno de
crédito, tanto como lo sea la Palabra de Dios, de lo contrario, no hay
autoridad eclesiástica, por alta que se la suponga, que pueda
imponer su enseñanza, si ésta es contraria a la Palabra de Dios. Si
los judíos de Berea son llamados «más nobles que los de
Tesalónica», cuando «escudriñaban cada día las Escrituras para
ver si estas cosas (¡las que Pablo y Silas predicaban!) eran así»
(Hch. 17:11); es decir, como ellos proclamaban, ¿cómo podrá
obligarse a un creyente a creer algo claramente contrario a la
Palabra de Dios, por el hecho de que lo imponga un «jerarca»? Otra
cosa muy distinta es que un cristiano individual, por muy experto
que se crea en la Palabra, insista en oponerse a lo que la iglesia
entera cree y ha creído como expresión segura de la divina
revelación.
Versículos 17–24
I. Informe que los setenta discípulos dieron a Jesús del éxito de
su expedición: «Volvieron los setenta con gozo» (v. 17), no se
quejaban de las fatigas del viaje, sino que se regocijaban del
completo éxito que habían tenido, especialmente en la expulsión de
espíritus inmundos: «Señor, aun los demonios se nos someten en
tu nombre». Como vemos, le dan a Jesús la gloria: «en tu nombre».
Todas las victorias que obtenemos contra Satanás, se deben al
poder derivado de nuestro Señor Jesucristo. Es en su nombre,
como hemos de entrar en liza con el adversario de nuestras almas;
y toda obra y victoria conseguida en ese nombre, debe resultar en
gratitud y alabanza a ese nombre. Nótese cómo hablan de ello en
tono de gran exultación: «aun los demonios se nos someten». Si los
demonios se nos someten en virtud del nombre de Jesús, ¿qué
hemos de temer mientras acudamos a la fuente de donde nos viene
el poder?
II. Cómo recibió Jesús este informe:
1. Confirma lo que ellos le cuentan sobre el poder que habían
ejercido sobre los demonios: «Y les dijo: Yo veía a Satanás caer del
cielo como un rayo» (v. 18). En efecto, el poder que los setenta
tuvieron contra los demonios era una prueba de que el poder de
Satanás, el príncipe de los demonios, había sido quebrantado
(comp. con 11:14–22). Satanás y su reino caían ante la predicación
del Evangelio. Caen como un rayo, es decir, súbita e
irrevocablemente. El diablo cae del cielo cuando cae del trono que
ocupa en el corazón de los hombres. Cristo conocía de antemano
que, dondequiera fuese recibido el reino de los cielos, caería el
reino de Satanás. Pero fue en la Cruz donde Cristo asestó a
Satanás el golpe mortal (v. Jn. 12:31–33).
2. Repite, ratifica y amplía la comisión que les había dado:
«Mirad que os doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y
sobre todo poder del enemigo, y nada os dañará» (v. 19). Ellos
habían usado eficazmente el poder de Jesús contra Satanás, y
ahora les inviste de un poder todavía mayor: (A) Un poder ofensivo
contra el mal, contra serpientes y escorpiones, conocidos por su
ponzoña letal y símbolos de los demonios y espíritus malignos, «la
serpiente antigua» de Génesis 3:1 y siguientes y Apocalipsis 12:9
(comp. con Sal. 91:13–14; Ro. 16:20). Este versículo arroja una luz
tremenda sobre Marcos 16:17–18, aunque las referencias de
nuestras versiones no los conecten, lo cual es una pena. (B) Un
poder defensivo: «Nada os dañará». Aquí vemos una promesa,
cuya extensión y explicitación consoladora hallamos en Romanos
8:28, donde todas las cosas, no sólo prósperas, sino también
adversas, cooperan juntamente para el bien de los que aman a
Dios, pues nuestro Padre amoroso lo dirige y controla todo para
nuestro supremo bien, aunque muchas veces no comprendamos los
caminos por los que va haciendo esa sublime tarea.
3. Con todo, quiere que dirijan su gozo a un motivo más alto:
«Pero no os regocijéis únicamente de que los espíritus se os
someten, sino regocijaos principalmente de que vuestros nombres
están escritos en los cielos» (v. 20). Cristo puede referirse a esta
inscripción de nuestros nombres en los cielos, porque es en el libro
de la vida del Cordero donde están inscritos (v. Ap. 13:8; 17:8). El
poder de llegar a ser hijos de Dios (Jn. 1:12–13) y alcanzar así la
ciudadanía en los cielos, ha de ser valorado muy por encima del
poder de expulsar demonios, pues leemos en Mateo 7:21–23 de los
que echan fuera demonios, pero son unos desconocidos para
Cristo, y en 1 Corintios 13:1–3 de los que llegan a extremos de
maravillas y aparente abnegación, pero de nada les sirve por falta
de amor, mientras que «el que ama a Dios es conocido por Él» (1
Co. 8:3), y aquellos cuyos nombres están escritos en los cielos
jamás perecerán (Jn. 10:28), pues son ovejas de Cristo, a las que Él
ha dado vida eterna. El amor genuino es un camino más excelente
que el hablar en lenguas (v. 1 Co. 12:31; 13:1).
4. A continuación, Jesús eleva al Padre una fervorosa acción de
gracias (vv. 21–22). Esto lo vimos ya en Mateo 11:25–27, pero en
Lucas se introduce con la frase: «En aquella misma hora, Jesús se
regocijó en el Espíritu Santo». El regocijo de Cristo ante la evidencia
del poder ejercido por los discípulos en Su nombre es un regocijo
interior, sólido y muy sustancial, como provocado por el Espíritu
Santo (comp. con Gá. 5:22) y fue movido, junto con ese regocijo, a
dar gracias, alabar y reconocer al Padre, porque, así como la
alabanza agradecida es el lenguaje genuino del gozo santo así
también el santo regocijo es la raíz y fuente de una gratitud llena de
alabanza, o de una alabanza llena de gratitud. Por dos cosas alaba
y reconoce Jesús al Padre:
(A) Por lo que ha sido revelado por el Padre mediante el Hijo:
«Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra» (v. 21). Ahora
bien, lo que es para Jesús motivo de alabanza y reconocimiento al
Padre es: (a) Que los designios de Dios en cuanto a reconciliar
consigo al mundo, fueron revelados a algunos hombres que fuesen
idóneos para enseñarlos también a otros (v. 2 Ti. 2:2). (b) Que
habían sido revelados a niños, a gente sencilla e iletrada, pero
receptiva a la enseñanza del Espíritu Santo (comp. con 1 Co. 1:18–
29). Tenemos motivo para alabar y dar gracias a Dios, no tanto por
el honor que ha conferido a niños, cuanto por el honor que ha dado
a Su santo nombre al perfeccionar Su poder en la debilidad (v. 2
Co. 12:9). (c) Que, mientras estas cosas habían sido reveladas a
niños sencillos, habían quedado ocultas a los sabios y entendidos
como eran los filósofos griegos y los rabinos judíos. Para éstos, el
Evangelio era locura y escándalo; por eso, no estaban dispuestos
para recibir estas cosas ni ser comisionados para proclamarlas a
otros. Pablo había sido instruido entre los sabios y entendidos pero
cuando se convirtió al Señor y fue hecho Apóstol, llegó a ser como
niño en Cristo y no quiso saber otra cosa que a Cristo, y a éste
crucificado (1 Co. 2:2, 4). (d) Que Dios obró así en función de Su
perfecta y santa soberanía: «Sí, Padre, porque así fue de tu
agrado». Si Dios se complace en otorgar Su gracia y el
conocimiento de Su Hijo a quienes parecen ser los menos indicados
según el criterio de los hombres, y negárselos a quienes nosotros
pensaríamos que podrían desempeñar con mayor brillantez y éxito
el ministerio de la proclamación del Evangelio, hemos de
someternos al criterio de Dios, que está infinitamente por encima
del nuestro (Is. 55:89). Dios escoge encomendar la predicación del
Evangelio en manos de quienes, con el poder divino, podrán mover
los corazones a la fe y al arrepentimiento, más bien que a quienes,
con la humana habilidad, podrán solamente mover las lenguas a la
admiración y alabanza de su propia oratoria (comp. con 2 Ti. 4:1–5).
(B) Por la secreta comunicación entre el Padre y el Hijo (v. 22).
Vemos: (a) la absoluta confianza que el Padre tiene en el Hijo:
«Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre». En Cristo
habitaba corporalmente toda la plenitud de la Deidad (Col. 2:9), y de
esa plenitud habían de derivarse la gracia y la verdad de Dios (Jn.
1:14, 16–18) para todos los hijos de Dios. Jesús es el gran
comisionado para todos los asuntos que pertenecen al reino de
Dios; (b) la perfecta comprensión recíproca del Padre y del Hijo:
«Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre
sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quiera revelar (v. 22b) por
medio del Espíritu Santo» (1 Co. 2:10).
5. Dijo también a los discípulos cuán felices eran ellos por
habérseles revelado estas cosas (vv. 23–24). «Volviéndose a los
discípulos, les dijo aparte», lo cual demuestra que otros estaban
también presentes, pero que las palabras que siguen a continuación
iban dirigidas solamente a los discípulos, pues a ellos les habían
sido reveladas estas cosas para que ellos las proclamaran a otros.
(A) Les dice: «Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros
estáis viendo». Aunque el simple conocimiento intelectual de las
cosas de Dios no salva, sí es cierto que dirige al hombre por el
camino de la bienaventuranza. (B) Les declara también la ventaja
de que disfrutan en comparación con los que les han precedido:
«Porque os digo que muchos profetas y reyes (en Mt. 13:17 dice: “y
justos”) desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo
que estáis oyendo, y no lo oyeron». El honor y la dicha de los
santos del Nuevo Testamento excede con mucho a los del Antiguo,
incluso al de los profetas y reyes. ¡Pensemos en Moisés, en Elías,
en David! Lo que estos reyes y profetas conocían de la gracia de
Dios en Cristo era sólo una sombra de las realidades que nos han
sido reveladas en el Evangelio (v. Col. 2:17; He. 8:5; 10:1).
Versículos 25–37
Conversación de Jesús con un intérprete de la ley, sobre algunos
puntos de conciencia que a todos nos conciernen, y de los que
necesitamos que Cristo nos suministre la información correcta.
I. En efecto, para todos es de suprema importancia saber qué
debemos hacer en esta vida, a fin de conseguir la vida eterna. Este
intérprete de la ley le propuso a Cristo esta pregunta «para
probarle» (v. 25). La conexión que Lucas establece al comienzo de
esta porción: («Y he aquí que …) nos da a entender que este
escriba, desconcertado por lo que acababa de oír de labios de
Jesús (vv. 21–22) y teniéndose por experto en la Ley de Moisés,
preguntó a Jesús con intención de ponerle a prueba: «Maestro,
¿qué he de hacer para heredar (lit. “qué haciendo, heredaré”) la
vida eterna?» (v. 25b). Si Jesús le prescribía algo que no estaba en
la Ley, podría ser desacreditado por añadir a la ley; y si le prescribía
algo que ya estaba en la Ley, podría objetársele que Su enseñanza
era superflua. La pregunta en sí era excelente, pero la intención no
era buena. No es suficiente la curiosidad por conocer las cosas de
Dios, si no tenemos la firme resolución de obedecer la voluntad de
Dios (v. Jn. 7:17). Veamos ahora:
1. Cuán sabia fue la respuesta de Jesús, pues condujo al escriba
a la fuente misma de la que éste quería servirse para poner a
prueba al Señor. Notemos también que, aun cuando Jesús conocía
los pensamientos y las intenciones del corazón del escriba, no le
contestó con indignación, sino con paciencia y mansedumbre, como
lo requería la importancia de la pregunta, no la intención con que la
preguntaba. Le responde con otra pregunta: «¿Qué está escrito en
la ley? ¿Cómo lees?» (v. 26). Cristo es un buen pedagogo, pues
incita a que el alumno investigue por sí mismo. En este caso, la
erudición misma que el escriba tenía acerca de la ley podía
suministrarle la correcta respuesta. ¡Que practique lo que ya sabe, y
no le faltará nada para poder obtener la vida eterna! Esto nos
enseña a que estudiemos con ahínco la Palabra de Dios, yendo a
Cristo en ella, para tener vida (v. Jn. 5:39–40). Estar bien
pertrechado de la Palabra de Dios es la condición necesaria para
conocer la salvación, para toda obra buena (2 Ti. 3:15, 17) para un
testimonio convincente (2 Co. 2:15) y para una defensa apropiada
de nuestra esperanza (1 P. 3:15).
2. El intérprete de la ley respondió correctamente a la pregunta
de Jesús, al citar los dos mandamientos en que se resume toda la
Ley (v. 27, comp. con Dt. 6:5 y Lv. 19:18, así como con Mt. 22:40,
en el pasaje paralelo). No se refirió, como los fariseos, a las
tradiciones de los ancianos, sino que se atuvo firmemente a la ley y
al testimonio (Is. 8:20). Obsérvese, en el primer mandamiento, el
aspecto de totalidad que comporta; no es suficiente darle a Dios
una parte, aun cuando fuese la mejor parte, de nuestro corazón, de
nuestra alma, de nuestras fuerzas y de nuestra mente, sino que el
amor de Dios demanda todo nuestro ser. Al prójimo (a todo prójimo,
no sólo al hermano en la fe) hay que amarle como a nosotros
mismos (Mt. 7:12), pero a Dios hay que amarle y servirle con todo lo
nuestro y por encima de todo.
3. Cristo, entonces, le tomó por la palabra «y le dijo: Bien has
respondido; haz esto y vivirás» (v. 28), como si dijese: «Tu
respuesta es correcta lo que necesitas es ponerla en práctica». En
efecto ser «oidores (o lectores) de la palabra, sin ser hacedores de
ella, es engañarse a sí mismos» (Stg. 1:22); es, en verdad, el peor
de los engaños, porque es errar en «lo único necesario» (v. 42.
Véase, de paso, en el comentario a este versículo, cómo el diablo
engaña también a ciertos exegetas con respecto a su genuina
interpretación).
4. El escriba, al oír esto, quiso justificarse a sí mismo (v. 29) pues
pensó que Jesús intentaba darle a entender que él no había
cumplido con lo que la Ley demandaba como lo más importante. Así
que para justificarse de tal sospecha, preguntó a Jesús: ¿Y quién es
mi prójimo? Jesús responde con una parábola con la que pone al
descubierto cuán lejos estaba el escriba (¿y nosotros?) de cumplir
con la ley del amor.
II. Examinemos de cerca, tanto esta última pregunta del
intérprete de la ley como la respuesta que Jesús le da por medio de
una parábola. En efecto, a todos nos interesa conocer bien quién es
nuestro prójimo. El escriba no pide ninguna aclaración en cuanto al
amor a Dios; pero, en cuanto al amor al prójimo estaría seguro de
que había cumplido bien con esta norma, pues es probable que
hubiera sido hasta entonces amable y respetuoso con todos los que
le rodeaban. Obsérvese:
1. Cuán corrompida estaba la enseñanza de los maestros judíos
en esta materia, pues no tenían por «prójimo» a quien no era de la
nación judía; aunque viesen a un gentil en peligro de muerte, no
darían un solo paso para salvarle la vida, al pensar que el
mandamiento no les obligaba en este caso.
2. Cómo corrigió Cristo esta equivocada noción de «prójimo» y
mostró, mediante una parábola, que cualquiera que se halle en
caso de necesidad, sin importar su raza, clase social, nacionalidad,
etc., debe ser tratado por nosotros como verdadero «prójimo», y
que, a su vez, quien atiende a cualquiera que se halle en alguna
necesidad, se comporta con él como verdadero «prójimo». Veamos,
pues:
(A) Primero, la parábola misma, en la que se nos presenta a un
judío en circunstancias muy penosas, y a un samaritano que le
socorre de la mejor manera posible. Consideremos:
(a) De qué forma había sido tratado este pobre hombre por sus
enemigos: «Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en
manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se
fueron, dejándole medio muerto» (v. 30). La inhumanidad de estos
ladrones se echa de ver en que no se contentaron con robar al
pobre hombre, sino que le golpearon bárbaramente hasta dejarlo
medio muerto, y luego se marcharon sin prestarle ningún socorro,
abandonándole así a una muerte segura. ¡Cuántos motivos
tenemos para dar gracias a Dios por habernos preservado de la
violencia de ladrones y salteadores!
(b) De qué forma fue tratado este hombre por quienes deberían
haber sido sus amigos, los que pasaron cerca de él e hicieron la
vista gorda para no prestarle ningún socorro; el uno era un
sacerdote; el otro, un levita; personas que profesaban santidad,
cuyos oficios les obligaban a tener compasión y ternura con los
demás, y que habían enseñado a otros (¿o no?) a cumplir con la ley
del amor al prójimo. Muchas de las clases sacerdotales tenían su
residencia en Jericó y, en consecuencia, recorrían a menudo el
camino de Jericó a Jerusalén y viceversa; y lo mismo digamos de
los levitas, los cuales asistían a los sacerdotes. Ambos, el sacerdote
y el levita, descendían por aquel camino y, viendo al herido,
pasaban por el lado opuesto, como si aparentasen que no le habían
visto.
(c) De qué forma fue socorrido y ayudado este pobre hombre por
un extranjero ¡un samaritano! de quien menos podía esperarse
ayuda para un judío (v. Jn. 4:9). El sacerdote y el levita habían
endurecido su corazón contra uno de su propia nación, pero este
samaritano tuvo un corazón tierno, «fue movido a compasión»,
hacia un extranjero, pues vio en él, no a un judío, sino a un hombre
en necesidad urgente, y, aunque él era samaritano, había aprendido
a honrar a todos (1 P. 2:17), y a socorrer aun a los enemigos (Pr.
25:21–22). Pero no se limitó a tener compasión del herido, sino que
«acercándose (¡qué contraste con el sacerdote y el levita, que se
pasaron al otro lado!), vendó sus heridas, e hizo uso de sus propios
lienzos, echándoles aceite y vino que llevaría como provisiones; le
echó vino para lavar la herida, y aceite para suavizarla y cerrarla.
No se contentó tampoco con esto, sino que, «poniéndole sobre su
propia cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él» (vv. 33–34).
Podemos suponer que este samaritano iba de viaje por algún
asunto o negocio que tenía que solventar; sin embargo, no tuvo
empacho en diferir el asunto que le llevaba a la ciudad (quizás,
ofrendar en el templo), pues vio claro que el hacer misericordia era
más urgente que cualquier otro asunto, incluido el ofrecer sacrificio
a Dios. Además, él hubo de marchar a pie, y todavía llevó al herido
a una posada y cuidó de él durante aquel día como si fuera un hijo
suyo (v. 34). ¿Podía hacer más por el herido? Sí y lo hizo: «Al partir
al día siguiente, sacó dos denarios (pago más que suficiente para lo
que cobraban entonces los mesoneros), y los dio al mesonero, y le
dijo: Cuídale y todo lo que gastes de más, yo (enfático en el original)
te lo abonaré cuando regrese» (v. 35). Esto es lo más que habría
podido hacer un amigo íntimo o un familiar; pero quien lo hace aquí
es un extranjero, un samaritano, de quien sólo habría de esperarse
odio y venganza.
Desde muy antiguo, se ha hecho de esta ilustración una alegoría
para explicar que el herido es cada uno de nosotros, maltrechos por
el pecado; el sacerdote y el levita representan a la Ley; y el Buen
Samaritano es nuestro bendito Salvador, que tiene compasión de
nosotros y emplea para curarnos las riquezas de Su gracia, etc.
Todo esto es mucha verdad y parece muy bello, pero es totalmente
ajeno al contexto en que el propio Señor lo situó, y hasta puede ser
una fácil evasiva del deber que Jesús quiso subrayar (v. 1 Jn. 4:20).
(B) Veamos ahora la aplicación personal de la ilustración o
parábola: (a) La verdad en ella implicada la saca el Señor de la
propia boca del escriba, pues le dice: «¿Quién, pues, de estos tres
te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los
ladrones?» (v. 36), es decir, ¿quién hizo aquí el papel de
«prójimo»? El intérprete de la ley, al ser judío, no se atrevió a
responder: «El samaritano»; pero no tuvo más remedio que
reconocer que el samaritano «al que usó de misericordia con él»;
con el herido ¡que era judío! (b) Jesús, con base en esta misma
respuesta, pudo entonces imprimir fuertemente en la conciencia del
escriba no sólo quién era su prójimo, sino también, de quién tenía él
que ser buen prójimo: «Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo
mismo» (v. 37). Si un samaritano obra bien al socorrer a un judío
que se halla en apuros, ciertamente no hará bien un judío que
rehúse socorrer a un samaritano que se halle en condiciones
similares. «Por tanto—viene a decirle—, haz tú lo mismo que hizo el
samaritano cuandoquiera se te ofrezca la oportunidad: muévete a
compasión, muéstrala prácticamente a quienes estén en necesidad,
y hazlo con alegría y generosidad, aunque se trate de alguien que
sea un extranjero.
El intérprete de la Ley pensaba que, con su pregunta, iba a poner
a Jesús en un aprieto, pero el Señor le envió a aprender a la
escuela de un samaritano. La lección va para cada uno de nosotros
y, especialmente, para los «intérpretes de la ley».
Versículos 38–42
I. Visita que Jesús hizo a las hermanas de Lázaro: «Aconteció
que yendo ellos de camino (Jesús y los Doce), entró Él (Él solo, no
los Apóstoles) en una aldea, y una mujer llamada María le recibió
en su casa» (v. 38). Vemos, pues, que:
1. Jesús, y Él solo, como se ve claramente en el original, entró
en la aldea, mientras los discípulos proseguirían su camino. Aunque
Lucas no nos da el nombre de la aldea, es seguro que se trata de
Betania, pues es allí donde las hermanas vivían con su hermano
Lázaro, a quien tampoco se nombra aquí, porque no hace al caso
en la lección del episodio. Jesús recorría ciudades y aldeas, y tanto
en unas como en otras tenía amigos, lo mismo que enemigos.
2. Marta fue la que le salió a recibir (comp. con Jn. 11:20), lo que
denota su temperamento activo y extravertido. Jesús amaba a esta
familia (Jn. 11:5) y parece ser que les visitaba con alguna
frecuencia. Por lo de «su casa», algunos autores opinan que era la
esposa de Simón el leproso (comp. con Mr. 14:3); otros, que era
viuda. Pero el texto no da indicios ni de lo uno ni de lo otro. Aunque
por este tiempo era muy peligroso tener mucha amistad con Jesús,
esta mujer (toda la familia) tenía para Jesús un aprecio tal, que no
les importaba el peligro que estas visitas les pudieran acarrear. Esta
buena disposición de estos amigos era, sin duda, un consuelo para
Jesús, cuando eran tantos los que le rechazaban.
II. La atención con que María, la hermana de Marta, escuchaba
la palabra de Cristo (v. 39). 1. «Oía su palabra.» Parece ser que
Jesús, tan pronto como entró en casa de Marta, se dedicó a Su
gran obra de predicar el Evangelio. Un buen sermón nunca se hace
malo por el mero hecho de ser predicado en una casa. Y, puesto
que Cristo está presto para hablar, nosotros debemos estar prestos
para oír. María se sentó para oír, lo que denota su interés en prestar
atención. Su mente estaba dispuesta y su corazón estaba resuelto,
no sólo a captar alguna palabra que otra, sino a recibir todo cuanto
Cristo pronunciara. Si nos sentamos ahora a los pies de Cristo para
oír, también nos sentaremos en breve con Él en Su trono para
reinar.
III. La preocupación de Marta por los quehaceres de la casa.
«Pero Marta se preocupaba con muchos quehaceres» (v. 40), y por
esta razón no estaba a los pies de Cristo como María. Las amas de
casa conocen el cuidado y el afán que debe haber cuando se trata
de atender a un invitado de alto rango. Obsérvese:
1. Algo digno de encomio, que no debe ser pasado por alto pues
indica un gran respeto hacia el Señor Jesús. Marta se preocupaba,
no precisamente por ostentación, sino por mostrar, del mejor modo
posible, su afecto hacia el Maestro. Es un deber de las amas de
casa atender debidamente a las faenas de la casa. La afectación
exterior y el afán de comodidad son la causa de que los asuntos
familiares sean tratados con negligencia o totalmente descuidados.
2. Algo digno de reprensión, porque la preocupación de Marta
era excesiva. Tenía tanto interés en que el servicio material al
Señor fuese espléndido, que esto le distraía de cosas más
importantes. La ocupación es prudente y obligatoria, pero la
preocupación es necia y hasta pecaminosa, pues denota agitación
interior y falta de confianza en la providencia de Dios. Si hubiese
disminuido algo del «mucho servicio» (lit.), pronto habría estado a
los pies de Jesús como su hermana.
IV. La queja de Marta a Jesús acerca de la actitud de su
hermana: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje servir
sola? Dile, pues, que me ayude» (v. 40b). Aquí podemos ver:
1. Que este modo de hablar de Marta mostraba su exceso de
preocupación por las cosas materiales. Este exceso de
preocupación sobre cosas del mundo es con frecuencia la causa de
disturbios familiares y de contiendas entre parientes. Al estar
enfadada con su hermana Marta apelaba a Cristo con el deseo de
que también Jesús estuviese de acuerdo con ella y justificase su
enfado. Es como si deseara que todos, tanto su hermana como
Jesús, participaran de su preocupación. La disposición constante a
apelar a Dios no significa que la persona tenga siempre razón; por
consiguiente, hemos de estar sobre aviso, no sea que en algún
momento esperemos que Cristo tenga por buenas nuestras
querellas injustas e infundadas. Cuando Dios nos impone alguna
carga, hemos de echar toda nuestra preocupación sobre Él (v. 1 P.
5:7), pero no las necias preocupaciones que nosotros mismos nos
creamos.
2. Que este modo de hablar mostraba también un gran desprecio
de la piedad y devoción de María. En vez de recibir alabanza de
Marta por su actitud piadosa, María recibe reproche. Y no sólo
María, sino el mismo Señor es también implicado en el reproche de
Marta. No es un caso raro el que quienes son celosos por las cosas
de Dios encuentren, no sólo oposición de parte de sus enemigos,
sino también reproche y censura de parte de sus amigos y
familiares.
V. La reprensión que Jesús dio a Marta por su excesiva
preocupación: «Marta, Marta, estás preocupada y acongojada con
muchas cosas. Pero sólo una cosa es necesaria» (vv. 41–42).
Vemos:
1. Que Jesús, a pesar de ser el huésped de Marta, la reprende:
«Yo reprendo y corrijo a todos los que amo» (Ap. 3:19). Los más
amados de Cristo, si hacen algo impropio, pronto escucharán Su
voz de reproche.
2. Que, al reprender a Marta, Jesús la llamó dos veces por su
nombre. Siete veces ocurre esto en las Escrituras, cuatro veces en
el Antiguo Testamento (Gn. 22:11; 46:2; Éx. 3:4; 1 S. 3:10) y tres en
el Nuevo (Lc. 10:41; 22:31; Hch. 9:4); y siempre va acompañada de
un mensaje solemne dicha repetición. Aquí indica la justa y honda
preocupación de Jesús por la injusta y excesiva preocupación de
Marta, ya que tal actitud de Marta no era buena para su salud
espiritual. Quienes se dejan atrapar por los cuidados de esta vida,
difícilmente se dejan desligar de tal peligro.
3. Que Cristo reprocha a Marta, no sólo por la intensidad de su
afán («estás preocupada y acongojada»), sino también por la
extensión de su afán («con muchas cosas»). ¡Pobre Marta! La
excesiva preocupación le ocasiona congoja, y la congoja le
ocasiona enfado y mal humor. Un poco menos de servicio habría
sido mucho mejor para la paz de su alma. Por desgracia, es un
defecto común de los discípulos de Cristo el afán desordenado de
activismo, tanto con respecto a cosas materiales como a las cosas
mismas del Señor. El precio que pagan por ello es, a veces, muy
alto, puesto que dañan su propia salud física y mental, con lo que
se incapacitan para servir al Señor y a los hermanos como es
debido.
4. Lo que agravaba el pecado y la necedad de Marta es que
«sólo una cosa es necesaria» (v. 42). Lo único necesario no es «un
solo plato», como algunos opinan sin razón alguna, sino
precisamente lo que María había escogido: sentarse a los pies de
Cristo para escuchar Su palabra. La comunión con el Señor es lo
único necesario, sin lo cual nada hay suficiente. Las «muchas
cosas» tienden a dividir el corazón, mientras que la piedad tiene un
poder unificante. El caso es que las muchas cosas que turbaban a
Marta no eran necesarias, mientras que descuidaba lo único
necesario. El cuidado de Marta era justo y bueno en su propia
sazón y medida; pero su actual preocupación, no sólo era
desmedida, sino también inoportuna. Esperaba Marta que Jesús
reprendiera a María por no hacer lo que ella hacía, pero Jesús la
reprendió por no hacer lo que María hacía. Día vendrá en que Marta
deseará haber hecho lo que hizo su hermana. Aprendamos
nosotros la lección ahora, pues aún estamos a tiempo.
VI. Finalmente tenemos la aprobación de Cristo a la devoción de
María: «María ha escogido la parte buena». En efecto:
1. María había dado preferencia a lo que realmente la merecía,
porque sólo una cosa es necesaria, y ella había preferido
precisamente esa única cosa necesaria. La piedad sincera es una
cosa necesaria; más aún, es la única cosa necesaria, pues es la
única que nos acompañará hasta la otra vida.
2. Por consiguiente, María había obrado prudentemente con
respecto a sí misma, y Cristo la vindica contra las querellas de su
hermana. Tarde o temprano la elección de María quedará
justificada, como lo será la de todos aquellos que escojan lo mismo
que ella escogió. No sólo vindicó Jesús a María, sino que la
aplaudió por su sabiduría al escoger la parte buena, ya que escogió,
al recibir en su corazón la palabra de Jesús, un camino mejor de
honrar y agradar a Cristo que el que escogió Marta proveyendo
para el sustento material del Señor. Por donde vemos que: (A) Una
parte con Cristo es una buena parte, porque es buena para el alma
por toda la eternidad. (B) Es una parte que «no le será quitada»,
porque nada puede separarnos del amor de Cristo (Ro. 8:39), y de
nuestra parte en ese amor. Ni hombres ni demonios pueden
arrebatárnosla, y Dios y Cristo no quieren quitárnosla. (C) Es señal
de sabiduría, y cumplimiento de obligación, de parte de cada uno de
nosotros escoger esa buena parte. María tuvo en su mano el
escoger entre ser partícipe de la preocupación de Marta y adquirir
reputación de una excelente ama de casa, o sentarse a los pies de
Cristo y mostrar su condición de celosa discípula, y, de la elección
que hizo en este punto, Cristo encomia su actitud fundamental
constante.
CAPÍTULO 11
En este capítulo, Jesús enseña a Sus discípulos a orar; refuta la
imputación blasfema de los fariseos, quienes le acusaban de
expulsar los demonios por medio de un pacto con el príncipe de los
demonios. Muestra también que el honor de ser un obediente
discípulo Suyo es mayor que el de ser su propia madre. Reprocha
después a los hombres de aquella generación su infidelidad y su
obstinación. Finalmente, redarguye a fariseos y escribas con seis
ayes, semejantes a los seis ayes de Isaías 5.
Versículos 1–13
7

La oración es uno de los grandes deberes de todo hombre


religioso, por lo que uno de los mayores objetivos del cristianismo
es ayudarnos a orar, y mostrarnos la obligación de hacerlo, e
instruirnos sobre el modo de hacerlo y estimulándonos a sacar
provecho de tan excelente gracia.
I. Hallamos a Jesús orando en un lugar (v. 1). Lucas menciona
más que ningún otro evangelista la frecuencia de las oraciones de
Cristo: Cuando fue bautizado, estuvo orando (3:21); «se retiraba
con frecuencia a los lugares solitarios para orar» (5:16); «salió al
monte a orar y pasó la noche entera en oración a Dios» (6:12);
«mientras Jesús oraba aparte» (9:18); poco después, «subió al
monte a orar. Y entretanto que oraba..» (9:28–29); y aquí le vemos
«orando en un lugar».

7Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1290
II. Sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar: «Cuando
terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a orar». No
querían molestarle mientras oraba; por eso, acudieron con la
petición cuando terminó de orar. Aun cuando Cristo está dispuesto
a enseñarnos, desea que se lo pidamos, pues así le mostramos
nuestro interés y que somos conscientes de nuestra necesidad.
1. Su petición es, pues: «Señor, enséñanos a orar». Los
verdaderos discípulos de Cristo han de acudir a Él para que les
instruya sobre la oración. La frase misma: «Señor, enséñanos a
orar» es ya en sí, una buena oración y, por cierto, muy necesaria,
pues no es cosa fácil orar bien; y solamente Jesucristo mediante Su
palabra y el Espíritu Santo, puede enseñarnos a orar (v. Ro. 8:26–
27). La oración es una gracia que se obtiene pidiéndola.
2. Y añaden: «Como también Juan enseñó a sus discípulos».
Juan el Bautista se preocupó de enseñar a sus discípulos a orar y
los de Cristo desean también que el Maestro les enseñe como Juan
hizo con los suyos. Mientras que las oraciones de los judíos
consistían generalmente en adoraciones, alabanzas a Dios y
doxologías, Juan enseñó a sus discípulos a orar también en forma
de peticiones. Eso es lo que vienen los discípulos de Jesús a decirle
a su Maestro: «Señor enséñanos a orar en forma que añadamos
peticiones a las bendiciones al nombre de Dios a las que estamos
acostumbrados desde la niñez». Y vemos que, en efecto, Cristo les
enseña una oración que consta únicamente de peticiones y en la
que se omite toda doxología, e incluso el Amén.
III. Cristo les instruyó a este respecto conforme a la norma que
ya había apuntado en el Sermón del monte (Mt. 6:9 y ss.). Todo lo
que pudieran pedir se encuentra resumido en estas pocas frases,
como en breves epígrafes que ellos podrían después rellenar con
sus propias palabras.
1. Hay algunas diferencias en esta oración, entre la forma en que
aparece aquí y en Mateo. Así, en la cuarta petición, dice en Mateo
(6:11): «Danos hoy nuestro pan cotidiano». En Lucas dice
literalmente: «Continúa dándonos cada día nuestro pan cotidiano»
con lo que se expresa mejor nuestra continua dependencia de Dios
en cuanto a nuestro sustento como los hijos con respecto a sus
padres. De este modo, podemos hallarnos cada mañana ante una
perspectiva siempre nueva en el cumplimiento de nuestras
obligaciones conforme lo requiere cada día, puesto que recibimos
de Dios también el sustento y la gracia cotidianos, conforme lo
requiere la necesidad de cada día. También encontramos alguna
diferencia en la quinta petición. En Mateo (6:12), dice: «Y
perdónanos nuestras deudas como también nosotros perdonamos
…». En Lucas, dice: «Y perdónanos nuestros pecados, porque
también nosotros perdonamos…». Éste es un buen requisito para
obtener el perdón y, si Dios ha obrado en nosotros esa gracia,
podemos apelar a ella para dar mayor fuerza a nuestra petición
para que Él nos perdone también a nosotros; como si le dijéramos:
«Señor, perdónanos, ya que Tú nos has puesto en el corazón el
perdonar a todos los que nos deben». Aquí vemos también otra
pequeña diferencia entre Mateo y Lucas, pues en Mateo leemos: «a
nuestros deudores», en general, mientras que en Lucas se
especifica: «a todo el que nos debe» (lit.). También se omiten en
Lucas la doxología y el Amén que muchos MSS traen en Mateo,
como si en Lucas quisiera dejar un cierto vacío que los cristianos
hemos de llenar con un «gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo».
2. No obstante, la sustancia de la oración es la misma en ambos
evangelistas; y de ella vamos a deducir aquí algunas lecciones
generales:
(A) Que en la oración debemos llegarnos a Dios como los hijos al
Padre, un Padre común de todos cuantos hemos llegado a ser Sus
hijos (Jn. 1:13; Ro. 8:14 y ss.; etc.). La idea, tan corriente, de que
Dios es Padre de todos los hombres es totalmente contraria a las
Escrituras (v. por ej. Jn. 8:41–44).
(B) Que, al mismo tiempo y en las mismas peticiones que
dirigimos a Dios a favor nuestro, hemos de incluir a todos cuantos
son, como nosotros, hijos de Dios, puesto que Jesús nos enseñó a
pedir: «Padre nuestro …», no: «Padre mío». Un principio
fundamental de amor católico, es decir, universal, debe animar
nuestro corazón cada vez que recitamos la oración que el Señor
nos enseñó.
(C) Que, para robustecer en nosotros el hábito de dirigir nuestros
pensamientos al Cielo (comp. con Col. 3:1–3), hemos de dirigir allá
los ojos de la fe, ya que hablamos a nuestro Padre que está en los
Cielos.
(D) Que en nuestra oración hemos de buscar primero el reino de
Dios y su justicia, y dar honor a Su santo nombre y al poder de Su
justo gobierno. ¡Oremos que tanto Su honor como Su poder se
manifiesten más y más!
(E) Que los principios y las prácticas del mundo invisible (al que,
por tanto, sólo por fe podemos llegarnos de momento) son el gran
original—o arquetipo—al que debemos desear que se ajusten más
y mejor los principios y las prácticas del mundo visible; ya que la
frase «como en el cielo, así también en la tierra» puede aplicarse a
las tres primeras peticiones.
(F) Que quienes fiel y sinceramente tienen el pensamiento
ocupado en las cosas de Dios pueden esperar humildemente que
todas las demás cosas les serán añadidas (Mt. 6:33) y orar así con
fe segura por ellas. Si nuestro principal deseo es que el nombre de
nuestro Padre sea santificado, que venga Su reino y que se cumpla
Su santa voluntad, podemos también acudir con toda confianza al
trono de la gracia (He. 4:16) a pedir a Dios que nos conceda lo
necesario para el sustento cotidiano.
(G) Que en nuestras oraciones por las bendiciones temporales
hemos de ser moderados y ajustarnos a las necesidades de cada
día, pues «le basta a cada día su propio mal» (Mt. 6:34) y, por otra
parte, al pedir el pan de cada día reconocemos nuestra constante
dependencia del Padre Celestial.
(H) Que los pecados son deudas que contraemos cada día y por
las que, por consiguiente, hemos de orar cada día que se nos
perdonen. Cada día aumenta nuestro déficit en la cuenta del
pecado, y es un milagro de la divina misericordia el que se nos
otorgue el denuedo necesario para acercarnos cada día al trono de
la gracia para orar por el perdón de los pecados que, en nuestra
debilidad, cometemos diariamente. Dios multiplica Su perdón
mucho más allá de setenta veces siete.
(I) Que no tenemos ninguna razón para esperar que Dios nos
perdone los pecados que cometemos contra Él, si nosotros no
perdonamos sinceramente a quienes de alguna manera nos hayan
afrentado o injuriado.
(J) Que la tentación al pecado debe infundirnos tanto temor como
la ruina del pecado. Debemos, pues, orar a Dios que no seamos
llevados a la tentación, como hemos de orar que seamos
prevenidos de caer en pecado y, por el pecado, en la ruina que el
pecado comporta (comp. con 1 Co. 8:11).
(K) Que hemos de depender de Dios para que nos libre de todo
mal o, más bien, del Malo, de Satanás, aun cuando esta última
frase, que vemos en Mateo 6:13, falta en bastantes e importantes
MSS de Lucas. Con la oración, han de ir unidas la vigilancia (Mt.
26:41; Mr. 14:38) y la resistencia al diablo (Stg. 4:7). Imitemos al
Señor Jesucristo en la forma con que venció las tentaciones del
Maligno.
IV. Jesús nos estimula a ser importunos, fervientes y constantes
en nuestras oraciones, pues nos muestra:
1. Que la importunidad obtiene buenos resultados en nuestro
trato con los hombres (vv. 5–8). Propone el caso de un hombre que,
en una súbita emergencia, se va a casa de un vecino a una hora
intempestiva como es la medianoche, para rogarle que le preste
una hogaza o dos de pan, no para él mismo, sino para un amigo
que ha llegado sin avisar de su llegada. El vecino se resistirá a
concederle el favor, porque le ha despertado con su llamada y le ha
puesto de mal humor, y tendrá muchas razones para excusarse.
Pero si el hombre continúa llamando e insiste en su petición y
rehúsa marcharse de la puerta del vecino mientras no obtenga el
favor que pide, el vecino se levantará de la cama y le concederá lo
que le pide, aunque no sea más que por quitárselo de encima: «Os
digo que, aunque no se levante a dárselos por ser su amigo, sin
embargo por su importunidad se levantará y le dará todo lo qué
necesite» (v. 8). Si así podemos prevalecer con los hombres por
medio de nuestra importunidad, aunque ellos se incomoden, ¿cómo
no prevaleceremos con Dios, quien está deseando que le
importunemos? Este símil, pues, nos anima a orar:
(A) Nos enseña a dirigirnos a Dios con libertad y confianza, para
pedirle lo que necesitemos, de la misma manera que un hombre va
a casa de un amigo íntimo, de quien espera ayuda segura en un
momento de apuro.
(B) Hemos de acudir en oración a Dios, a fin de pedirle algo
necesario, como es el pan.
(C) Hemos de acudir a Él para pedir por otros también, no sólo
por nosotros. El hombre del símil vino a pedir pan, no para sí, sino
para un amigo. Nunca seremos mejor recibidos en audiencia ante el
trono de la gracia que cuando vamos a pedir que Dios nos capacite
para hacer bien a otros.
(D) Hemos de acudir a Él con mayor confianza cuando nos
hallamos en un apuro en que no nos hemos metido por nuestra
necedad y descuido, sino porque la providencia de Dios nos ha
llevado a esa situación. Este hombre no habría necesitado el pan si
no hubiese sido porque el amigo vino a él inesperadamente. En
tales casos, la ansiedad que Dios pone en nuestro corazón
podemos descargarla con toda confianza sobre Él. Si no contesta
nuestras oraciones inmediatamente, lo hará a su debido tiempo si
continuamos importunándole.
2. Que Dios ha prometido darnos lo que le pidamos. No sólo nos
anima saber cuán bueno es, sino también que es fiel a Su palabra
(vv. 9–10): «Y yo os digo: Pedid, y se os dará …». Lo tenemos aquí
de los labios mismos de Jesús. Y no nos hemos de contentar con
pedir sino que hemos de buscar también, y unir la acción a la
plegaria; y, al pedir y buscar, hemos de continuar llamando a la
misma puerta, y así prevaleceremos al final. «Porque todo aquel
que pide, recibe», aunque sea el menor de los creyentes, con tal
que pida con fe. Esta importunidad consigue infalibles resultados
cuando pedimos a Dios las peticiones que el propio Jesús nos
enseñó (vv. 2–4).
V. Jesús nos estimula a orar con la consideración de que Dios es
nuestro Padre. Así lo hace:
1. Apela a las entrañas de los padres de la tierra: «¿Qué padre
de vosotros, si su hijo le pide pan, le dará una piedra?; ¿o si
pescado, en lugar de pescado, le dará una serpiente? ¿O si le pide
un huevo, le dará un escorpión?» (vv. 11–12). Todos sabemos que
sólo un padre degenerado o loco podría hacer con sus hijos tales
barbaridades.
2. Aplica esto a las bendiciones de nuestro Padre Celestial:
«Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan?» (v. 13). En Mateo 7:11, dice: «cosas
buenas»; pero aquí dice: «el Espíritu Santo». Obsérvese:
(A) La instrucción que nos da en cuanto a lo que hemos de pedir:
Hemos de pedir que nos de el Espíritu Santo, no sólo como algo
que necesitamos para saber orar como conviene, sino también
como resumen de todas las cosas buenas por las que hemos de
pedir.
(B) El ánimo que nos da en cuanto a la esperanza de una pronta
respuesta a nuestras oraciones: «Vuestro Padre Celestial dará …».
Está en Su poder darnos el Espíritu, y en Él darnos todas las demás
cosas; pero está también en Su promesa. Si nuestros padres de la
tierra, siendo malos (es decir, pecadores por naturaleza, no
precisamente mal inclinados hacia los hijos) y débiles, saben y
quieren dar cosas buenas a los hijos, cuánto más nuestro Padre de
los cielos, infinitamente bueno y sabio, nos dará cosas buenas y,
sobre todo, el mayor Don que tiene, que es el Espíritu Santo?
Versículos 14–26
La sustancia de estos versículos la tenemos en Mateo 12:22 y
siguientes. Cristo ofrece aquí una prueba general de Su divina
misión, mediante una prueba particular de Su poder sobre Satanás
juntamente con un anticipo del éxito de tal empresa. Le vemos aquí
que expulsa a un demonio que había dejado mudo al pobre poseso.
En Mateo se nos dice que era ciego y mudo. Tan pronto como el
demonio fue echado fuera por la palabra de Cristo, el mudo habló y
sus labios se abrieron para expresar sus alabanzas a Dios.
I. Algunos fueron afectados positivamente por este milagro. «La
gente se maravilló» (v. 14). Admiraban el poder de Dios.
II. Otros se ofendieron del milagro y sugerían que Jesús había
hecho esto en virtud de una especie de confederación con el
príncipe de los demonios (v. 15). Algunos, para corroborar esta
sugerencia y confrontar la evidencia del poder milagroso de Cristo
le retaban a que les diese una «señal del cielo» (v. 16) en
confirmación de Su poder y de su doctrina. Como si una señal del
cielo no pudiera serles dada también en connivencia o pacto con el
príncipe de la potestad del aire. La incredulidad obstinada siempre
hace por hallar una excusa, por absurda y frívola que sea. Cristo les
responde plena y directamente, mostrándoles:
1. Que un ser tan astuto como Satanás jamás podría llegar a
firmar un pacto que condujese directamente a la ruina de su propio
imperio (vv. 17–18). Jesús conocía los pensamientos de ellos, aun
cuando trataban de ocultarlos y viene a decirles: «Vosotros mismos
no tenéis más remedio que admitir la falta absoluta de fundamento
de vuestra suposición, pues es un proverbio comúnmente aceptado
que ninguna empresa internamente dividida puede subsistir y
permanecer, ni la empresa pública de un reino ni la empresa
privada de una casa o familia: cualquiera de las dos que esté
dividida contra sí misma, caerá y será arruinada completamente.
Por tanto, si Satanás entra en un pacto que tiende a que su poder
sobre los hombres se acabe, él mismo está acelerando su propia
ruina».
2. Que sólo la mala voluntad de ellos podía achacar a pacto con
Satanás por parte de Jesús aquello mismo que ellos aplaudían y
admiraban en otros de su misma nacionalidad (v. 19): «Pues si yo
echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿por quién los echan
vuestros hijos fuera?» Como si dijese: «Algunos de vuestros
familiares y seguidores se han dedicado a expulsar demonios en el
nombre del Dios de Israel, y nunca les habéis imputado tal coalición
infernal». Nótese que es una gran hipocresía condenar en quienes
nos reprenden lo mismo que aplaudimos en quienes nos adulan.
3. Que, al oponerse a ser convencidos por este milagro, se
hacían enemigos de sí mismos, pues rehusaban recibir el reino de
Dios (v. 20): «Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los
demonios, entonces el reino de Dios ha llegado a vosotros». En
Mateo 12:28 dice: «En virtud del Espíritu de Dios». Por donde
vemos que al Espíritu Santo se le llama «el dedo de Dios» (com.
con Éx. 8:19). En efecto, los dedos son la parte del brazo con la que
agarramos los objetos y ejecutamos toda clase de labores, lo cual
se aplica muy apropiadamente a la tercera persona de la Deidad,
que ha sido justamente apellidada «agente ejecutivo de la
Santísima Trinidad». El dedo indica también el arte, más bien que la
fuerza, para obrar. Satanás no necesita la potencia del brazo de
Dios para ser desposeído de su dominio; basta con un ligero toque
del dedo de Dios para destruir su imperio. Como dice el Apóstol
Juan: «Mayor es el que está en vosotros que el que está en el
mundo» (1 Jn. 4:4).
4. Que el expulsar a los demonios era realmente la destrucción
del poder y del dominio de Satanás (vv. 21–22). El hecho de que
Jesús arrojase al demonio daba a entender que era más fuerte que
él y que, por tanto, podía arrojarle, no por consentimiento de
Satanás, sino por la fuerza. Esto tiene aplicación, no sólo a las
victorias que Cristo obtuvo sobre Satanás en este mundo, sino
también a las que obtiene sobre el mismo Satanás en el corazón de
los seres humanos tanto arrebatándole presas por medio de la
conversión de pecadores perdidos, como robusteciendo a los
creyentes contra las tentaciones diabólicas. Observemos aquí:
(A) La miserable condición de un pecador inconverso: En su
corazón, hecho para ser templo de Dios, Satanás tiene su palacio; y
todos los poderes y las facultades del alma son bienes del diablo. El
diablo, fuerte armado, guarda su palacio, para disfrutar en paz de
sus posesiones. Todos los prejuicios con que el diablo endurece el
corazón de los hombres contra la verdad y la santidad son como
baluartes que erige para guardar su palacio. Hay una especie de
falsa paz, de necia seguridad, en el palacio de una persona
inconversa, cuando el diablo ha tomado posesión de ella. El
pecador suele tener buena opinión de sí mismo, trata de gozar de la
vida presente y olvidarse de lo que pueda sucederle después de la
muerte. Antes de la venida de Cristo, todo parecía estar en paz,
porque todos y todo iban por el mismo camino; pero la predicación
del Evangelio perturba la paz del palacio de Satanás.
(B) El cambio maravilloso que se opera en la conversión.
Satanás está fuertemente armado, pero Cristo es más fuerte que él,
cae sobre él por sorpresa y le desposee de todos sus bienes.
Véanse las pruebas de esta victoria: Primero «le quita todas sus
armas en que había confiado» (v. 22). Cristo desarma a Satanás.
Cuando el poder del pecado y de la corrupción es quebrantado en
un alma, se le quitan las armas a Satanás. En segundo lugar, Cristo
«reparte el botín» (v. 22b, comp. con Ef. 4:8); toma posesión de los
bienes, pues todas las facultades del alma y todos los órganos del
cuerpo quedan dedicados ahora al servicio del Señor; más aún,
hace un reparto entre Sus seguidores y otorga a todos los creyentes
el beneficio de tal victoria.
(C) De aquí infiere el Señor Jesús que, puesto que el objetivo de
Su doctrina y de Sus milagros era quebrantar el poder de Satanás,
todos tienen el deber de unirse a Él para recibir el Evangelio y
comprometerse con todo lo que el Evangelio comporta; porque, de
lo contrario, justamente serán reconocidos como pertenecientes al
bando del adversario: «El que no está conmigo, contra mí está» (v.
23).
5. Que hay una gran diferencia entre el marcharse el demonio
por la puerta y el ser expulsado por la fuerza. Cuando el Señor
echaba fuera los demonios, éstos nunca regresaban, así seguían el
mandato del Señor (v. Mr. 9:25); mientras que, cuando se va por
diferentes motivos, tan pronto como halla oportunidad de regresar,
vuelve a entrar en el poseso (vv. 24–26). Cristo, al derrotar al
enemigo totalmente, le derrota definitivamente. Tenemos:
(A) La condición del hipócrita, con su lado claro y su lado oscuro.
Su corazón es todavía casa de demonios, sin embargo, (a) el
espíritu inmundo se ha marchado; no ha sido echado, sino que se
ha ido por algún tiempo, de manera que el hombre no parece estar
bajo el poder de Satanás como lo estaba anteriormente; (b) la casa
está barrida de notorias poluciones por medio de una reforma
parcial, superficial. La casa está barrida, pero no está fregada. Un
barrido quita solamente la suciedad que está suelta pero deja
intacta la que está sólidamente apegada al corazón. La casa está
barrida de la suciedad que aparece a los ojos del mundo, pero no
está limpia de los ocultos pecados que anidan en los íntimos
recovecos del alma; (c) la casa está en orden con los dones y
gracias que son comunes a creyentes confesantes y a hipócritas
profesantes, pero no está amueblada con ninguna gracia genuina,
sino con cuadros y retratos de todas las gracias; todo es pintura y
barniz, sin realidad interior y permanente. La casa está en orden,
pero no ha cambiado de dueño, porque nunca ha sido realmente
entregada a Cristo.
(B) La condición del apóstata, en quien el demonio ha vuelto a
entrar después de haberse marchado: «Entonces va, y toma
consigo otros siete espíritus peores que él» (v. 26). Éstos entran sin
ninguna dificultad ni oposición. La naturaleza aborrece el vacío;
cuando el corazón humano parece estar reformado, como una casa
bien barrida y en orden, está pidiendo un inquilino; si el demonio se
marcha, debe ser habitada por el Espíritu Santo; porque, de lo
contrario el diablo volverá con mayor poder. No hay peor tragedia
que la reincidencia en el pecado (v. 2 P. 2:20–22). Por eso, la
hipocresía es el camino real hacia la apostasía: «Y el estado final
de aquel hombre viene a ser peor que el primero». Las formas
exteriores no se pueden guardar por tiempo indefinido. La hora de
la «prueba» es la que «prueba» la falsa condición del hipócrita
temporal y oportunista (v. Mt. 13:20–21; Mr. 4:16–17). El estado
final de tales personas es siempre peor que el primero, tanto en
cuanto al pecado como al castigo. Por eso, los apóstatas suelen ser
los peores hombres, puesto que su conciencia está cauterizada,
insensible a las llamadas de la gracia, y su corazón está más
endurecido en el pecado. En el día del gran Juicio recibirán mayor
condenación.
Versículos 27–28
Esta porción no aparece en los otros evangelistas.
I. El aplauso que una mujer afectuosa, honesta y bien
intencionada dio al Señor Jesús, al oír las enseñanzas tan
excelentes: «Mientras Él decía estas cosas, una mujer de entre la
multitud levantó la voz, sin poder contenerse de admiración, y le
dijo: Bienaventurado el vientre que te llevó, y los senos que te
criaron (lit. que mamaste)». Como si dijese: «Cuán feliz debe de ser
la mujer que te trajo al mundo y cómo me gustaría ser la madre de
un hombre que habla como jamás hombre alguno ha hablado (v. Jn.
7:46), con tanta gracia del Cielo y con tanta bendición para la
tierra». Ya la misma Virgen María había dicho que todas las
generaciones la llamarían dichosa (1:48). Para todos los que creen
la palabra de Cristo, la persona de Cristo es preciosa y de gran
honor (v. 1 P. 2:7).
II. La ocasión que, con motivo de estas frases, aprovechó Cristo
para declarar que quienes oyen la palabra de Dios y la guardan son
más bienaventurados todavía que la mujer que le llevó en su seno y
le crió: «Bienaventurados más bien los que oyen la palabra de Dios,
y la guardan» (v. 28). Esta frase tenía por objeto, por una parte,
poner a prueba la fe de la mujer, ya que ella ponía tanto énfasis en
los aspectos corporales de Cristo; y, por otra parte, estimularla a ser
tan bienaventurada como la propia madre de Cristo, si oía la
Palabra de Dios y la guardaba. Verdaderamente son
bienaventurados los que guardan la Palabra de Dios (comp. con
Sal. 119:9). No fue el ser madre de Cristo lo que hizo
bienaventurada a la Virgen María, sino su fe, su humildad, su
obediencia y su meditación de las cosas de Dios. Al profetizar,
cantó las alabanzas del Señor en 1:46–55 y, como fiel discípula de
su propio Hijo, fue llena del Espíritu Santo el día de Pentecostés
(Hch. 1:13–14; 2:1–4).
Versículos 29–36
I. Cuál es la señal que podemos esperar de Dios para
confirmación de nuestra fe. La prueba más grande y más
convincente de que Cristo era el Enviado de Dios fue Su
resurrección de entre los muertos.
1. Vemos que Cristo reprocha al pueblo el que pidan otras
señales diferentes de las que ya les habían sido mostradas
copiosamente: «Apiñándose las multitudes …» (v. 29); era una
vasta muchedumbre la que estaba escuchándole. Cristo sabía bien
qué es lo que les traía a donde Él estaba: «Buscan una señal»;
venían a contemplar algo muy espectacular de lo que pudiesen
hablar y ponderar cuando volvieran a sus casas.
2. Pero Cristo les dice que únicamente les será dada la señal de
Jonás el profeta, la cual simbolizaba y tipificaba la resurrección de
Cristo (v. Mt. 12:39–40). Y, si esta señal no les convence, no
pueden esperar otra cosa que una destrucción completa: «El Hijo
del Hombre lo será («una señal»; vv. 29, 30) para esta generación»;
una señal dirigida a ellos y contra ellos.
3. Con la promesa de la señal, Jesús les amonesta sobre la
gravedad del pecado que están cometiendo: «La reina del Sur (la
de Sebá; v. 1 R. 10:1 y ss.) se levantará en el juicio con los
hombres de esta generación y los condenará» (v. 31); es decir,
reprobará la falta de fe de ellos. Ella era extraña a los pactos de
Israel, pero «vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de
Salomón»; no sólo para satisfacer su curiosidad, sino para adquirir
información provechosa. «Y he aquí uno mayor que Salomón en
este lugar.» Con todo, estos perversos judíos no hacían caso
alguno de lo que les decía el Mesías que se hallaba en medio de
ellos. También los ninivitas se levantarán en el juicio y les
condenarán, «porque se arrepintieron ante la predicación de Jonás»
(v. 32), mientras que estas gentes no se arrepentían ante la
predicación de Cristo. El contraste adquiere mayor relieve cuando
se considera que Jonás sólo predicó destrucción (¡ni siquiera
arrepentimiento!; v. Jon. 3:4), mientras que Cristo predicó
arrepentimiento (Mr. 1:15) y vino a salvar lo perdido (19:10).
II. Cuál es la señal que Dios espera de nosotros como evidencia
de nuestra fe y de una vida consecuente con la doctrina que
profesamos creer:
1. Nosotros como ellos tenemos suficiente luz. Después de
encender la antorcha del Evangelio, Dios no la puso en un lugar
oculto ni debajo de un almud. Cristo no predicó en rincones
secretos, sino en público y a plena luz. La luz del Evangelio está
bien en alto como en un candelero, de modo que todos la puedan
ver. Y es nuestra gran responsabilidad, no sólo recibirla, sino
también vivirla de forma que los demás la vean a través de nosotros
y glorifiquen al Padre Celestial.
2. Al tener suficiente luz, ellos querían ver. Pero por muy claro
que aparezca un objeto, si el órgano de la visión no está sano, toda
claridad será en vano: «La lámpara del cuerpo es el ojo» (v. 34). La
luz del alma es la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo
falso, entre lo bueno y lo malo, entre lo conveniente y lo perjudicial.
Es el Evangelio de la gracia de Dios lo que nos proporciona esta
capacidad para distinguir los valores de las cosas y sacar provecho
de este sano discernimiento (v. He. 5:14). Ahora bien:
(A) Si el ojo del alma es sano (lit. sencillo, es decir, de visión
clara por el enfoque adecuado), si se dirige sólo a la verdad y
procede de un corazón dedicado a Dios (no dividido entre dos
señores), todo el cuerpo (¡toda la persona!) está lleno de luz. Si
nuestra mente y nuestro corazón admiten la luz del Evangelio sin
reservas y quedan llenos de ella, y no tienen parte de tinieblas
(comp. con 1 Jn. 1:5 y ss.), toda nuestra persona será luminosa,
«como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor» (v. 36).
Los creyentes, «en otro tiempo éramos tinieblas, mas ahora somos
luz en el Señor; por tanto, andemos como hijos de luz» (Ef. 5:8); es
decir, que la luz que somos se transparente en nuestra conducta. El
Evangelio penetra en aquellas almas cuyas puertas y ventanas
están abiertas de par en par para recibirlo.
(B) Pero si el ojo del alma es maligno (no está sano o la visión es
doble), no es extraño que la persona entera se halle en tinieblas (v.
34). Por eso, advierte Cristo con toda seriedad: «Mira pues, no
suceda que la luz que en ti hay, sea tinieblas» (v. 35). Seamos
sinceros en nuestra búsqueda de la verdad, prestos a recibir sin
obstáculos del corazón ni prejuicios de la mente la luz, el amor y el
poder de las verdades divinas. ¡No seamos como los hombres de
aquella generación a quienes Cristo predicaba! Los cuales nunca
deseaban conocer la voluntad de Dios ni estaban dispuestos a
ponerla por obra y, por consiguiente, no es de extrañar que
anduvieran en tinieblas.
Versículos 37–54
En esta porción, Cristo declara aquí a un fariseo y a sus
invitados, en conversación privada durante una comida, muchas de
las cosas que dijo después en el templo al público (Mt. 23), ya que
lo que decía en público coincidía con lo que decía en privado.
I. Vemos que Cristo se sienta a la mesa con un fariseo que muy
cortésmente le había invitado a comer en su casa (v. 37).
Desconocemos la intención de este fariseo al invitarle a comer pero,
fuese la que fuese, Cristo la conocía. Si su intención era mala,
pronto verá que Cristo no le teme; y, si es buena, verá que Cristo
está deseando hacerle bien. Así que Jesús aceptó la invitación. Los
discípulos de Cristo han de aprender de Él a ser sociables. Es cierto
que debemos ser cautos para ver con quién nos juntamos, pero no
necesitamos ser rígidos ni inabordables.
II. Vemos que el fariseo se ofendió porque Cristo no se había
lavado antes de comer (v. 38). Se extrañó de que un hombre tan
santo se sentase a la mesa sin haberse lavado antes las manos
pues no cabe duda de que él y sus invitados se habían lavado las
manos. La ley ceremonial consistía «en diversas abluciones» (He.
9:10), pero no incluía el lavarse las manos antes de comer y por
consiguiente, Jesús no quiso observar esta práctica, aun a
sabiendas de la ofensa que esta omisión había de producir.
III. La fuerte reprensión que Cristo dio a los fariseos:
1. Les reprende por dar tanta importancia a prácticas exteriores
que son objeto de común observación, mientras descuidaban, y
hasta anulaban, otras prácticas más importantes e interiores, que
caen bajo la mirada exclusiva de Dios (vv. 39–40). Les hace ver:
(A) Lo absurdo de las prácticas que observaban: «Vosotros los
fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero vuestro
interior está lleno de rapacidad y de maldad» (v. 39). No se puede
llamar limpios a los criados que lavan sólo lo exterior de copas y
platos y no se cuidan de lavar lo de dentro. En todo servicio del
culto al Señor, el estado de la mente y la intención del corazón
constituyen lo interior; la impureza de lo interior infecta todos los
servicios religiosos. Una conducta pecaminosa es una afrenta a
Dios, como lo sería si un criado sirviese a su amo con una copa
limpia de polvo exterior, pero llena de suciedad por dentro. La
codicia interior, la intención malvada y la rapacidad solapada son
los más peligrosos y condenables pecados de muchos que guardan
lo exterior de la copa limpio de pecados tan notorios como la
ebriedad o la prostitución.
(B) Lo necio del fundamento de dichas prácticas con olvido de lo
interior: «Necios, el que hizo lo de fuera, ¿no hizo también lo de
adentro?» (v. 40). Como si dijese: «El mismo Dios que, en la ley de
Moisés, ordenó diversas abluciones ceremoniales, ¿no ordenó
también que purificaseis el corazón? El que dio leyes para lo
exterior, ¿no intentó con eso mismo llegar hasta el interior? El que
hizo los cuerpos, ¿no hizo también las almas? Entonces, si hizo
ambas cosas, justamente ha de esperar que pongáis cuidado en
ambas; por consiguiente, no lavéis sólo el cuerpo, sino limpiad ante
todo el espíritu, ya que Dios es el Padre de los espíritus, y purificad
vuestro corazón de la lepra del pecado».
(C) Que hay una práctica sencilla, salida de lo interior con la que
todo queda limpio: «Pero dad limosna de lo que tenéis (o, de lo de
dentro), y entonces todo os es limpio» (v. 41). Esta frase podrá
sonar extraña a muchos, pero lo que Cristo quiere resaltar aquí es
el contraste entre la generosidad hacia el prójimo y la rapacidad
indicada en el versículo 39. Dice Bliss: «El Salvador no está desde
luego estableciendo plenamente el camino de la santificación, sino
sólo coloca en contraposición de la legalidad exterior de ellos, la
naturaleza espiritual, interior altruista y benéfica del servicio
aceptable a Dios. El amor es el cumplimiento de la ley» (Ro. 13:8).
Tenemos aquí una clara alusión a la ley de Moisés en la que se
proveía que ciertas porciones del fruto de la tierra se diesen «al
levita, al extranjero, al huérfano y a la viuda» (Dt. 26:12), y así lo
que reservasen para su propio uso sería limpio, por cuanto habían
obrado «conforme a todo lo que Dios había mandado» (Dt. 26:13).
Sólo cuando compartimos con el prójimo los bienes que Dios nos ha
otorgado, podemos disfrutar de ellos con limpia conciencia y alegría
de corazón, ya que lo que tenemos no es verdaderamente nuestro
si no damos a Dios lo que a Él le pertenece y lo que Él nos manda
compartir con otros. La liberalidad hacia el pobre es condición
necesaria para la libertad en el uso de los bienes con que Dios nos
ha prosperado.
2. Les reprende también por dar demasiada importancia a
menudencias, con descuido de los aspectos más relevantes de la
Ley (v. 42). Eran muy exactos en la observancia de leyes que
tenían que ver con los medios de la religión, mientras descuidaban
las leyes que implicaban lo esencial de la religión: «Pagáis el
diezmo de la menta, de la ruda, etc.». Con esto ganaban entre el
pueblo la reputación de fieles observantes de la Ley. Ahora bien,
Cristo no les condena por ser tan exactos en estas prácticas, sino
por omitir lo esencial: «Pasáis por alto la justicia y el amor de Dios.
Esto se debía hacer, sin dejar aquello». Es muy corriente que
quienes son demasiado minuciosos en detalles de poca
importancia, descuiden las obligaciones más graves y
fundamentales.
3. Les reprende igualmente por su orgullo y vanidad (v. 43):
«Amáis el primer asiento en las sinagogas, y los saludos
respetuosos en las plazas». Nótese que Cristo no reprueba el
sentarse en sitios de preferencia ni el recibir saludos respetuosos,
sino el codiciarlos.
4. Les echa en cara su hipocresía (v. 44): Sois como sepulcros
que no se ven, y los hombres que andan encima no lo saben». Un
sepulcro no señalizado u oculto bajo la maleza servía de lazo y
tropiezo a quienes, inadvertidamente, quedaban contaminados por
el contacto con las sepulturas. Estos fariseos estaban por dentro
llenos de abominación, como los cadáveres putrefactos de los
sepulcros, pero trataban de ocultar su maldad interior con tal
astucia, que su perversidad no era advertida, de forma que cuantos
conversaban con ellos y seguían sus enseñanzas, quedaban
infectados por su maldad, sin sospechar el peligro en que incurrían,
ya que, al no advertir el contagio, quienes contraían la enfermedad
se creían inmunes de la infección.
IV. El testimonio que dio también contra los escribas o intérpretes
de la ley, quienes claudicaban en la exposición de la Ley, así como
los fariseos claudicaban en la observancia de la ley. Vemos:
1. Que había allí un escriba que se resintió de lo que Jesús había
dicho a los fariseos: «Maestro, cuando dices esto también nos
insultas a nosotros» (v. 45). Es una necedad por parte de quienes
están apegados a sus pecados y están resueltos a no apartarse de
ellos, el tomar a mal las fieles amonestaciones y los amistosos
consejos que se les dan y tomar como reproche de ira lo que es
corrección amorosa. Este intérprete de la ley hizo suya la causa de
los fariseos y, por tanto, se hizo a sí mismo cómplice de los mismos
pecados.
2. No es, pues, de extrañar que Jesús dirigiera también sus
reproches contra los escribas: «¡Ay de vosotros, también,
intérpretes de la ley!» (vv. 46, 52). También los escribas se
reputaban justos por la estima y admiración de que disfrutaban
entre la gente, pero Jesús denuncia sus pecados con ayes similares
a los que había pronunciado contra los fariseos, pues Él veía lo que
los hombres no pueden ver. Quienes toman a mal los reproches
lanzados contra otros, dándose por aludidos en tales reprensiones,
reciben reproches especialmente dirigidos a ellos por obrar de ese
modo.
(A) Los escribas son reprendidos por hacer gravosos para los
demás los servicios de la religión, mientras tratan de hacer fáciles
para sí mismos las cargas que Dios les ha impuesto (v. 46):
«Cargáis a los hombres con cargas difíciles de llevar, pero vosotros
ni aun con un dedo tocáis las cargas». Como si dijera: (a) «Vosotros
no os cargáis con cosas tan pesadas, ni os sentís ligados con las
restricciones que imponéis a otros». (b) «Vosotros no aligeráis las
cargas ni las tocáis siquiera con un poco de compasión, al ver cuán
pesadas son para los hombros del pueblo». Ponían en acción
ambas manos para dispensarse a sí mismos de los mandamientos
de Dios, pero no ponían un dedo para mitigar el rigor de las
tradiciones de los ancianos.
(B) Les reprende también por la pretensión que mostraban de
venerar la memoria de los profetas a quienes sus padres habían
matado, y les hace ver que ellos mismos odiaban y perseguían a
quienes a la sazón les eran enviados con el mismo objetivo (vv. 47–
49). (a) Estos hipócritas edificaban los sepulcros de los profetas; es
decir, les erigían mausoleos encima de sus sepulcros, como para
honrar su memoria, cuando, por otra parte, eran acérrimos
enemigos de quienes en su tiempo venían a ellos con el mismo
espíritu y poder de los profetas de antaño, pues la sabiduría de Dios
(v. 49) ya había denunciado repetidamente la conducta del pueblo
en este sentido (v. 2 Cr. 24:19; 36:15–16; Mt. 23:34–36). (b) Por
eso, con toda razón les dará Dios otro significado a su pretensión
de edificar los sepulcros de los profetas: «De modo que sois
testigos y consentidores de los hechos de vuestros padres» (v. 48).
El verbo griego para consentidores es el mismo de Romanos 1:32 y
significa «complacerse juntamente con alguien». Por consiguiente
esta afectación hipócrita de honrar a los profetas mediante la
construcción de hermosos monumentos expresaba el deseo que
tenían de guardar bien seguros en sus sepulturas a los mismos
profetas a quienes sus padres se habían apresurado a llevar al
sepulcro. (c) Así que no podían esperar otra cosa, sino que se les
imputase el derramamiento de la sangre de todos los profetas
anteriores, puesto que colmaban la medida de tan sañuda
persecución contra los enviados de Dios (vv. 50–51). Toda esa
sangre «será demandada de esta generación» (v. 51b), cuyo
pecado al perseguir a Jesús y, después, a los apóstoles, superaría
la maldad de los pecados de sus padres; por lo que la destrucción
que los romanos llevaron a cabo en el año 70 d. de Cristo colmaría
también la medida de la venganza de Dios sobre una nación
perseguidora como era la nación judía de aquel tiempo.
(C) Les reprende igualmente por impedir el conocimiento del
Evangelio de Cristo (v. 52), ya que no explicaban fielmente al
pueblo, como era su obligación, las Escrituras del Antiguo
Testamento que apuntaban hacia la venida del Mesías. En lugar de
ello, de tal modo habían corrompido por medio de espurias glosas,
el sentido de tales porciones, que con tales exposiciones habían
quitado la llave del conocimiento. En lugar de usar correctamente
esta «llave» en beneficio del pueblo, la tenían escondida lejos del
alcance de la gente. Esto es lo que, en Mateo 23:13, se llama
«cerrar el reino de los cielos delante de los hombres». Ellos mismos
no aceptaban el Evangelio, aun cuando por el conocimiento que
tenían del Antiguo Testamento, deberían haberse percatado de que
el tiempo se había cumplido y el reino de Dios se había acercado
(Mr. 1:15). Y, lo que es peor, a quienes, a pesar de tan perversos
guías, hallaban algún modo de ir entrando en el reino de Dios, esos
mismos intérpretes de la ley hacían todo lo posible por impedírselo,
no sólo desanimándoles a seguir a Cristo, sino amenazándoles
incluso con expulsarlos de la sinagoga (v. Jn. 9:22). Grave pecado
es ocultar a la gente el mensaje del Evangelio, pero todavía es más
grave el impedir que los sinceros buscadores lo lleguen a conocer.
V. Finalmente, el capítulo se cierra (vv. 53–54) con el perverso
designio de escribas y fariseos de acosar al Señor, «procurando
cazar alguna palabra de su boca para acusarle». No podían
soportar estos reproches que tan atinadamente ponían el dedo en la
llaga (comp. Hch. 7:54), pues no sólo eran conformes a la verdad,
sino también al amor de Dios que les guiaba al arrepentimiento (v.
Ro. 2:4). En lugar de tomar a bien lo que Jesús decía, lo tomaban
tan a mal que procuraban urgirle a que hablase algo con lo que
pudiesen presentarle como odioso ante el pueblo, o como sedicioso
ante las autoridades, o como ambas cosas a la vez. Quienes son
fieles en reprender el pecado como amigos, han de esperar
granjearse muchos enemigos. Pero a fin de que podamos soportar
con paciencia tales pruebas, y pasar a través de ellas sin
menoscabo de la prudencia ni de la mansedumbre, hemos de
«considerar a aquel que ha soportado tal contradicción de
pecadores contra sí mismo» (He. 12:3).
CAPÍTULO 12
En este capítulo tenemos varios excelentes discursos del Señor
en diversas circunstancias; muchos de ellos coinciden en todo lo
sustancial con el informe que de los mismos hallamos en Mateo;
con ambas fuentes, disponemos de más detalles para concordar
unas Escrituras con otras y obtener un conocimiento más extenso y
profundo de las enseñanzas de nuestro bendito Salvador.
Versículos 1–12
I. Tenemos un numeroso auditorio, reunido para escuchar la
predicación de Cristo. Los escribas y fariseos buscaban la ocasión
de acusarle, pero el pueblo le admiraba, le escuchaba y le honraba.
«En esto» (v. 1), mientras todavía estaba en casa del fariseo, la
gente se reunió para oír un mensaje de sobremesa, pues Jesús
acababa de comer, pero no quiso decepcionarles. A pesar de que,
en el mensaje de la mañana, cuando se apiñaban las multitudes
(11:29), les había reprendido severamente, no por eso dejaron de
acudir a escucharle; por donde vemos que la gente escuchaba los
reproches de Jesús con mejor disposición que los fariseos. Cuanto
más se esforzaban los fariseos por apartar a las multitudes de
Cristo, tanto más acudía la gente a Él. Aquí vemos que la multitud
se reunió «por decenas de millares (lit.), tanto que unos a otros se
pisaban». Es una delicia ver a la gente tan dispuesta a escuchar la
Palabra de Dios. Cuando se echa la red entre una multitud tan
grande de peces, es de esperar que algunos sean capturados.
II. Las instrucciones que dio a sus seguidores:
1. Comenzó precaviéndoles contra la hipocresía. Esto lo dijo a
sus discípulos primeramente (según la lectura más probable). Ellos
estaban mayormente bajo su cuidado y por eso les amonestó en
especial, como hace un padre con sus hijos amados. Al haber
hecho una profesión de seguir al Maestro más cerca que los demás,
estaban en mayor peligro de caer en la hipocresía, la cual sería más
grave en ellos que en los demás. Hemos de suponer que los
discípulos de Cristo eran los hombres mejor dispuestos de aquella
generación; sin embargo, necesitaban ser prevenidos contra la
hipocresía. Por lo que indica el texto sagrado, Cristo dirigió esta
advertencia a sus discípulos a la vista de aquella enorme multitud,
para añadir así más peso a su amonestación y hacer que la gente
supiera que Él no estaba dispuesto a consentir la hipocresía ni en
sus propios apóstoles. Vemos aquí:
(A) La descripción del pecado contra el que les previene: Es «la
levadura de los fariseos». Como la levadura, también la hipocresía
se extiende, penetra hondamente en la persona y en todo lo que
ella hace; hincha y amarga como la levadura, pues llena a los
hombres de orgullo y planta en ellos raíces de amargura y hace que
todas sus prácticas religiosas sean inaceptables para Dios y
ofensivas para el prójimo. Esta era la levadura de los fariseos; es
decir, el pecado que mejor les caracterizaba. Y Jesús viene a decir
a sus discípulos: «Guardaos de imitarles, no copiéis en el
cristianismo lo que ellos hacen en el judaísmo».
(B) Les da una buena razón contra ese vicio: «Porque nada hay
encubierto que no haya de descubrirse» (v. 2). Tarde o temprano,
se sabrá (v. 3). «Por tanto, todo lo que habéis dicho en tinieblas
como en un rincón invisible del corazón, pero que no es
consecuente con lo que profesáis públicamente, en la luz se oirá».
De una u otra manera, llegará a descubrirse, y vuestra falsía y
necedad quedarán manifiestas. Si la fe que un hombre profesa no
tiene poder para dominar y curar la maldad de su corazón no
siempre le va a servir de capa con la que cubrirse, pues llegará el
día en que los hipócritas se verán despojados de sus hojas de
higuera. (La segunda parte del versículo, contra la opinión de Meyer
y del mismo M. Henry, entre otros, es meramente un paralelismo de
lo dicho en la primera parte. Nota del traductor.)
2. A esto añade Jesús una exhortación, extensible a todos sus
seguidores, de ser fieles a la verdad, sin traicionarla por maldad o
por cobardía, como diciéndoles: «Ya sea que los hombres os oigan
o no, decidles la verdad, toda la verdad y sola la verdad. Es muy
probable que vuestra causa comporte sufrimiento pero no será para
hundimiento; armaos, pues, de valentía, porque vuestros enemigos
no han de prevalecer contra vosotros. En efecto:
(A) El poder de vuestros enemigos es muy limitado: Yo os digo,
amigos míos (comp. con Jn. 15:15), como consejo de buen amigo:
No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden
hacer» (v. 4). Poco daño pueden hacernos quienes, por la causa de
Cristo, llegan incluso a matarnos, pues lo único que consiguen es
enviar más deprisa el cuerpo al reposo y el alma al gozo.
(B) «Hay que temer a Dios más que a los más poderosos
hombres de este mundo, pues sólo Dios, «después de haber
quitado la vida, tiene autoridad para echar en el infierno» (v. 5). Al
confesar a Cristo, se puede incurrir en la ira de los hombres; pero al
negar a Cristo, se incurre en la ira de Dios, que es infinitamente
más poderosa, como es infinita la diferencia entre el tiempo y la
eternidad. «Es cierto—dijo el obispo Hooper, mártir de la fe cristiana
—que la vida es dulce, y la muerte es amarga; pero la vida eterna
es más dulce, y la muerte eterna es más amarga.»
(C) La vida de los sinceros creyentes y de los fieles ministros de
Dios está bajo especial cuidado de la Providencia (vv. 6–7). La
Providencia de Dios toma nota de las criaturas más insignificantes,
incluso de los gorriones, que se vendían dos por un cuarto y aun se
añadía otro de propina («cinco por dos cuartos»). Si ni un gorrión es
olvidado por Dios, ¿cómo va a olvidarse Dios de sus fieles hijos? Si
ha podido decirse con razón que una sola alma vale más que todo
el Universo material (v. 1 P. 1:18–19), el Dios que cuida de un
animalito, ¿cómo va a descuidar a una persona ya santificada?
(comp. con 1 Co. 9:9–10). Por eso, añade Jesús: «Pues aun los
cabellos de vuestra cabeza están todos contados» (v. 7). Incluso
quienes poseen una espléndida cabellera, tienen cada uno de sus
pelos contados y numerados por Dios, aun cuando ni ellos mismos
los puedan contar. Si Dios cuenta así los cabellos, ¡cuánto más
contará nuestras lágrimas, las gotas de sudor en su servicio y las
gotas de sangre derramadas por amor a Cristo y por la causa del
Evangelio!
(D) Toda persona será reconocida o negada por Cristo ante el
Padre, de acuerdo con el reconocimiento o la negación que haya
hecho de Cristo en esta vida delante de los hombres (vv. 8–9). Por
caro que pueda costar confesar a Cristo delante de los hombres, es
dichosa en extremo la perspectiva de la futura confesión que de
nosotros hará Cristo delante de los ángeles de Dios. Jesús
declarará no sólo lo que Él padeció por nosotros, sino también lo
que nosotros hayamos padecido por Él. ¿Qué mayor honor se
puede recibir? Por el contrario, quienes nieguen a Cristo, aun
cuando sea por salvar esta vida temporal, van a sufrir una gravísima
pérdida en el cambio, pues serán negados delante de los ángeles
de Dios.
(E) Para destacar hasta qué extremo pueden llegar los hombres
en su oposición al Evangelio, Cristo añade aquí lo que, en forma
más completa, hallamos en Mateo 12:11–12 sobre la blasfemia
contra el Espíritu Santo. De este pecado dice Jesús que «no le será
perdonado», porque, como dice Lenski, «cierra toda posibilidad al
arrepentimiento. Otros pecados y otras blasfemias hacen que el
arrepentimiento sea posible. Es el Espíritu quien obra el
arrepentimiento, y el blasfemar contra Él te excluye así como a su
obra». Al ser el arrepentimiento condición necesaria para el perdón
de los pecados (v. Lc. 13:3, 5; Hch. 2:38), el que muere sin esa
condición, muere sin perdón (comp. Jn. 8:24). Una mala palabra
contra Cristo puede tener alguna excusa en la ignorancia de su
persona o de su obra: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (23:34), pero el pecado contra el Espíritu Santo no tiene
excusa en la ignorancia, pues sólo se comete cuando, con pleno
conocimiento, el hombre resiste deliberadamente a la convicción del
Espíritu Santo. Mientras dura esta resistencia, no hay posibilidad de
salvación; pero Dios es poderoso también para quebrantar esta
extrema resistencia; de ahí que a nadie se debe dar por perdido
definitivamente antes de la muerte (son de notar los cuatro verbos
en presente continuativo de Ro. 2:4–5).
(F) Cualesquiera sean las pruebas por las que tengan que pasar,
los discípulos de Cristo que no se avergüencen de confesar al
Señor serán completamente equipados para padecer, no sólo con
fortaleza, sino con gran honor (vv. 11–12). Los fieles mártires de
Cristo, no sólo tienen ante sí padecimientos que sufrir, sino
testimonios que dar; y han de darlos bien, a fin de que no sufra la
causa de Cristo aunque tengan ellos que sufrir por la causa; y si
ellos procuran dar buen testimonio, bien pueden descargar sobre
Dios toda ansiedad (1 P. 5:7); «Cuando os lleven a las sinagogas, y
ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis por cómo
o qué habréis de responder: (a) en defensa vuestra». Si Dios tiene a
bien honrarnos con la palma del martirio, será para su gloria (v. Jn.
21:19); y si no ha llegado nuestra hora, Él nos sacará adelante sin
que suframos ningún daño (comp. Hch. 12:6–11); (b) «o qué
habréis de decir, para responder al interrogatorio a que nos
sometan», pues no habrá motivo para estar perplejos, «porque el
Espíritu Santo os enseñará en esa misma hora lo que se debe
decir» (v. 12). Él es Espíritu de la verdad, de sabiduría y
conocimiento y nos sugerirá lo que hay que decir y el modo de
decirlo, a fin de que nuestro testimonio sirva para honor de Dios y
de su causa. Como ya hemos advertido en comentario a los lugares
paralelos a éste (Mt. 10:19–20; Mr. 13:11; v. también Lc. 21:13–15),
esta súbita y sabia enseñanza del Espíritu Santo ha de esperarse
sólo en los casos en que un creyente sea citado ante los tribunales
para dar testimonio de su fe, no para los casos en que un
predicador holgazán descuide la preparación del mensaje, y espere
que el Espíritu le dicte en el púlpito lo que ha de predicar, pues esto
último no es honrar a Dios, sino tentarle.
Versículos 13–21
I. Vemos ahora la apelación que uno de la multitud hace a Cristo:
«Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (v.
13). Este hombre aprovechó la pausa de Jesús para, como suele
decirse, «ir a lo suyo», y trató de interponer la autoridad de Jesús
en un asunto de familia, como acudían a rabíes y escribas para que
decidiesen lo que era según derecho en tales casos. No sabemos si
el hermano era quien quería apropiarse indebidamente de la parte
de herencia que no le correspondía, o si era el propio demandante
el que pretendía obtener ventaja en la disputa con su hermano. Lo
cierto es que Jesús se negó a entrar en el pleito y aprovechó la
ocasión para ofrecernos una lección de suprema importancia.
II. En efecto Cristo respondió, a lo que parece, con no velada
indignación: «Mas Él le dijo: Hombre, ¿quién me ha constituido
sobre vosotros como juez o repartidor?» (v. 14). Cristo no quiere
asumir, en cuestiones temporales, poderes judiciales ni ejecutivos, y
ojalá sus ministros se comportaran siempre del mismo modo que Él.
Así que corrige el gran error de este hombre. Si se hubiera llegado
a Jesús para que le instruyese sobre el modo de adquirir la herencia
del Cielo, Cristo le habría prestado toda la ayuda necesaria; pero,
en esta materia de herencia de la tierra, se negó a intervenir. Esto
nos enseña:
1. Que el reino de Cristo no es de este mundo (Jn. 18:36). Tiene
que ver con lo espiritual, no con los asuntos temporales, por eso, al
cristianismo no le compete interferirse en las materias que
corresponden a las autoridades civiles.
2. Tampoco se interfiere en el modo de establecer los derechos
civiles, aunque exige a todos que obren con justicia, de acuerdo con
las normas generales de equidad.
3. No estimula a nadie a obtener ventajas materiales por medio,
o con excusa, de observar las prácticas religiosas; esto exige, en
justa correspondencia, que el Estado no se entrometa en los
asuntos espirituales, sino que permita y proteja la libre expresión de
las creencias religiosas que no alteren la paz pública.
4. Condena los litigios entre hermanos (v. 1 Co. 6:1–8) y exhorta
a sufrir el daño, más bien que a demandar al prójimo o vengarse de
él (v. Ro. 12:17–21).
III. La ocasión que este incidente proporcionó a Cristo para dar a
sus discípulos una enseñanza muy importante, y provechosa para
todos:
1. La enseñanza va precedida de una seria amonestación:
«Mirad, y guardaos de la avaricia» (v. 15a); es decir—según indican
los dos verbos del original—, «observad, tened constantemente un
ojo puesto en el corazón, a fin de que no penetren solapadamente
en él pensamientos de avaricia, y custodiad, dominad con mano
dura vuestro corazón, a fin de que la avaricia no imponga en él sus
perversos criterios ni lo gobierne con sus malvadas normas».
2. Una razón de suprema sabiduría para que nos guardemos de
la avaricia: «Porque la vida del hombre no consiste en la
abundancia que tenga a causa de sus posesiones» (v. 15b). Esto
es, la felicidad que todo ser humano busca en este mundo no
depende de que tenga muchas riquezas materiales, las cuales no
pueden llenar ese abismo de anhelos y ansiedades que es el
corazón humano, ni pueden satisfacer las necesidades más
perentorias del espíritu. Ni siquiera la salud y el bienestar del cuerpo
dependen de la abundancia de riquezas materiales, puesto que hay
muchas personas que se contentan con manjares sencillos y gozan
de buena salud, mientras que muchas otras que nadan en dinero y
comen cosas exquisitas padecen diversas enfermedades o viven
miserablemente por amasar una fortuna cada vez más copiosa.
3. Jesús ilustra esta enseñanza por medio de una parábola cuya
intención es confirmar la advertencia de mirar y guardarse de la
avaricia. La parábola nos describe resumidamente la vida y la
muerte de un hombre muy rico, y deja a nuestra consideración el
juzgar si este hombre fue feliz o no.
(A) Nos describe primero la abundancia de riquezas de este
hombre: «La heredad de un hombre rico había producido mucho»
(v. 16). Su riqueza consistía en frutos del campo: tenía mucha tierra
y, además, le producía espléndidas cosechas.
(B) Luego vemos lo que pensaba en su corazón: « Y él pensaba
dentro de sí diciendo …». (v. 17a). El Dios de los cielos conoce y se
fija en todo lo que pensamos en nuestro interior, y de todo ello
hemos de darle cuenta. Observemos:
(a) Cuáles eran las preocupaciones de este hombre. Cuando se
dio cuenta de que la cosecha de aquel año era extraordinaria en
lugar de dar gracias a Dios por ello, o de regocijarse pensando en
las oportunidades que tendría de hacer el bien, se aflige con el
siguiente pensamiento: «¿Qué haré, porque no tengo dónde
almacenar mis frutos?» (v. 17b). Habla como quien sufre una
pérdida y está perplejo sobre la manera de remediarla: «¿Qué
haré?» El pordiosero más menesteroso de toda la nación, que no
supiese dónde encontrar un pedazo de pan no mostraría mayor
ansiedad que este hombre. Precisamente la abundancia era lo que
no dejaba dormir a este avaro desgraciado por tanto cavilar sobre lo
que tendría que hacer con la cosecha. «¿Qué haré?», parece
repetir una y otra vez en su interior. Pero, ¿qué problema tan
grande es ese? Si tiene mucho, ¡que busque un lugar donde
ponerlo, y se acabó!
(b) Cuál fue el proyecto que sacó en conclusión: «Esto haré:
derribaré mis graneros, y edificaré otros más grandes, y allí
almacenaré todos mis frutos y mis bienes» (v. 18). Obsérvese el
número de necedades que contiene este proyecto: (i) Habla de sus
frutos y bienes como si fuera dueño absoluto de ellos, cuando es
Dios el dueño de todo, y nosotros somos meros administradores de
lo que Él nos otorga; (ii) Piensa en almacenarlo todo para sí, sin
compasión para el pobre, el extranjero, el huérfano y la viuda; (iii)
Piensa en derribar los graneros que ya tiene y construir otros más
grandes, como si al año siguiente no pudiesen los campos rendirle
escaso fruto y resultarle demasiado grandes los graneros que había
edificado; (iv) Habla de derribar, en vez de ampliar, con lo que va a
salirle más caro el proyecto y van a aumentar las preocupaciones;
(v) Habla con falsa seguridad: «Esto haré», sin tener en cuenta lo
que leemos en Santiago 4:13–15. Expresiones como éstas son
insensatas, porque nuestros días están en manos de Dios, no en
las nuestras, y no sabemos ni siquiera si veremos el día de
mañana.
(c) Cuán cómoda y feliz era la vida que esperaba disfrutar en
adelante: «Y diré a mi alma: Alma tienes muchos bienes en reserva
para muchos años; descansa, come, bebe, diviértete» (v. 19).
¡Cómo se ve también aquí la tremenda necedad de este hombre: (i)
Necio, al dejar para después de finalizar sus ambiciosos proyectos
la comodidad de la que podría disfrutar ya ahora; (ii) más necio
todavía, al tener por seguro que los bienes en reserva le durarán
muchos años, como si no existieran peligros de robo, de incendio,
etc.; (iii) necio también al tener por seguro que la salud de que
disfrutaba al presente, había de durarle muchos años, cuando no
hay nada tan quebradizo como la salud corporal o mental; (iv) necio,
sobre todo, por el programa de vida que se había trazado para el
porvenir, al no pensar en otra cosa que holgar, comer, beber y
divertirse: «vivir para comer» no «comer para vivir» ¡Y esto se lo
dice a su alma! Si hubiese dicho: «Cuerpo, tienes muchos bienes,
etc.», quizá tendría sentido la frase, pero el alma no se sacia, ni con
un granero lleno de trigo, ni con un cofre lleno de oro. Si hubiese
tenido alma de cerdo, el programa habría sido muy apropiado. ¡Qué
absurdo tan grande es el que seres humanos, dotados de un alma
inmortal y de un espíritu potencialmente capacitado para goces de
un orden superior, celestial, parezcan conformarse con el manjar de
los cerdos! ¡Y ya es una gracia muy grande por parte de Dios, si
nadie se les da! (v. 15:16).
(C) Ahora viene el juicio de Dios sobre la necedad de este
hombre: El rico había dicho a su alma: «Descansa … diviértete» y
«para muchos años». Si Dios hubiese estado de acuerdo con él
quizás habría podido este hombre disfrutar de la tan deseada
felicidad; pero Dios no pensaba así: «Pero Dios le dijo: Necio, esta
misma noche vienen a pedirte tu alma» (v. 20). Esto se lo dijo
cuando el hombre se hallaba en la cima de la autosuficiencia
cuando no tenía otra preocupación que la de ensanchar sus
graneros y prometerse para después una vida de placer. Quizás
estaba ya dormido y soñando bellos ensueños, cuando Dios le dijo
eso. ¡Qué trágico despertar! Nótese:
(a) El epíteto que Dios le aplicó: «Necio» ¡Nabal! (véase 1 S.
25:3, 25). Es como si Dios aludiera a aquel otro Nabal, marido de
Abigail, de quien su propia mujer dijo a David: «Porque conforme a
su nombre, así es. Él se llama Nabal, y la insensatez está con él» (1
S. 25:25). (Aun cuando la versión hebrea de Lc. 12:20 emplea para
«necio» el vocablo kesil—necio por ser impío—, en vez de nabal—
impío por ser necio—, los términos son sinónimos. Nota del
traductor.) Nabal es el término que el Antiguo Testamento aplica al
«necio» de Salmos 14:1; 53:1, y a la mujer de Job (Job 2:10). En
efecto, las cosas carnales y mundanas son meras necedades, y día
vendrá en que Dios dirá: «¡Necio!» a todo el que se haya entregado
a ellas, y ellos mismos tendrán que reconocer que han sido necios.
(b) La sentencia que Dios pronunció contra él, y fue una
sentencia de muerte: «Esta noche vienen a pedirte tu alma y lo que
has provisto, ¿para quién será?» (v. 20). Pensaba el necio que
tendría bienes para muchos años, pero ha de despedirse de ellos
«esta noche»; y no sabe quién disfrutará de ellos. Notemos: (i) que
la muerte es representada aquí como un arresto, por sorpresa, del
alma: «Vienen a pedirte tu alma»; como si dijera: «¿para qué
quieres alma, si no sabes usarla mejor?» Quien está a bien con
Dios, no teme entregar el alma, pues se va alegremente a la
presencia del Señor; pero para el hombre mundano y apegado a las
cosas de este mundo, la muerte es como si le despedazaran el
alma por la fuerza, arrancándole de las cosas a las que su alma
estaba tan apegada. Tengamos siempre ante nosotros este
pensamiento: «Me van a pedir el alma cuando menos lo piense, y
me van a exigir cuentas de mi administración de las facultades de
mi alma. ¿Qué estoy haciendo con ella?» (ii) Que la muerte viene,
en este caso, a la hora más intempestiva: «Esta noche». Para un
creyente, la muerte siempre viene de día, porque es «hijo de luz e
hijo del día» (1 Ts. 5:5); pero para el hombre del mundo, la muerte
siempre es noche oscura, tenebrosa. Aquella misma noche, en la
que el necio se prometía tantas cosas agradables para muchos
años, tiene que entregar el alma. Lo que a él le parecía el principio
de una gran felicidad, es el final de toda esperanza y el comienzo
de una terrible eternidad. (iii) Que tiene que dejar tras de sí todas
las cosas por las que tanto se había afanado y de las que se creía
tan estupendamente provisto. Todos cuantos ponen su felicidad en
las cosas materiales edifican sobre arena y aun lo que quede del
edificio tendrán que dejarlo para otros cuando la muerte les
sorprenda. (iv) Que no sabe «para quién será» todo lo que sus
campos le han producido. Ciertamente, ya no serán para él; y, para
mayor congoja, no sabe lo que harán con todo ello quienes vengan
a reclamarlo, pues estaba tan seguro de que él mismo lo iba a
disfrutar, que no se había preocupado de dejar ningún documento
Para decir a quién tenía que ser adjudicada la herencia. Si tenía
hijos u otros familiares, no sabía si sería sabio o necio el que se
había de enseñorear de todo el trabajo en que se afanó (v. Ec.
2:18–19), ni si bendeciría su memoria o la llegaría a maldecir, si le
sería de provecho o de perjuicio. Si algunos supiesen de antemano
a quién irán a parar las cosas que han atesorado en su casa de
seguro que preferirían quemarla en lugar de adornarla y
embellecerla. ¡Ah, si tantos necios se esforzasen en allegar tesoros
en el cielo donde no se pueden perder ni echar a perder, en lugar
de afanarse en allegar tesoros en la tierra! (v. Mt. 6:19–20, comp.
con 1 P. 1:4).
(D) Finalmente, tenemos la aplicación general que el Señor hace
de la parábola: «Así es el que atesora para sí mismo y no es rico
para con Dios» (v. 21); es decir, así le ocurre a todo el que se
comporta como el rico necio. Vemos aquí, en general:
(a) La descripción de un mundano: «Atesora para sí mismo»,
para sí en oposición a Dios, para el «yo» que es preciso negar y
crucificar a fin de ser discípulo de Cristo para el «yo» carnal según
el cual toda la vida consiste en la abundancia de posesiones
terrenales (v. 15). Éste es el gran error de quienes tienen por tesoro
los placeres y las riquezas de este mundo, lo que agrada a la carne,
las cosas de esta vida, como si no tuviesen alma y no hubiera otra
vida en la que hay que pasar toda la eternidad. Pero el error más
grave de tales personas es que no son ricos para con Dios, no son
ricos en las cosas que son de Dios y que agradan a Dios. Muchos
que nadan en la abundancia de las cosas de este mundo están
completamente destituidos de lo que de veras enriquece a una
persona, de lo que hace ricos para Dios y para toda la eternidad.
(b) La condición de un mundano: «Así es él»: miserable y pobre
en medio de todas sus riquezas materiales, pues una persona es
rica o pobre, no por lo que tiene, sino por lo que es. Aquí nos
declara el Señor Jesús cuál será el final de toda persona que es
como aquel necio: le pedirán el alma cuando menos lo piense, y
tendrá que dejar para otros todas las cosas materiales que haya
allegado, sin poder llevar consigo ninguna cosa que le haga buena
compañía en su entrada por la puerta de la eternidad (comp. con
Ap. 14:13). No hay palabras bastantes para expresar la tremenda
necedad de quienes sólo se preocupan del cuerpo y de esta vida y
olvidan lo que es necesario para el alma y para la vida eterna.
Versículos 22–40
«Por tanto, porque hay tantos a quienes la avaricia arruina, os
digo a vosotros, mis discípulos, guardaos de ella.» Como dice
Pablo: «Mas tú oh hombre de Dios, huye de estas cosas» (1 Ti.
6:11 con referencia a los vv. 9–10 del mismo cap.), lo mismo que tú,
oh hombre del mundo. En la presente porción, Jesús exhorta a los
suyos a no afanarse por las cosas de la tierra y a disponerse para
las cosas del Cielo.
I. Les encarga que no se inquieten ni se afanen por las cosas
más necesarias para el sustento y el vestido: «No os afanéis por
vuestra vida» (v. 22). En la parábola anterior les había amonestado
contra la forma de avaricia más corriente entre los ricos. Ahora les
previene contra otra forma de avaricia más corriente entre los que
poseen pocas cosas en este mundo: la angustiosa solicitud por las
cosas necesarias para la vida temporal: «No os afanéis por vuestra
vida, qué comeréis, ni por el cuerpo, qué vestiréis». Es el mismo
tema que vimos en Mateo 6:25 y ss., y los argumentos que usa allí
se asemejan mucho a los de la presente porción:
1. Si Dios nos ha concedido lo principal, podemos depender de
Él en cuanto a lo secundario. Si nos ha dado la vida y el cuerpo bien
podemos dejar en sus manos el que nos provea de alimento para
sustentar la vida, y de vestido para defender el cuerpo.
2. Si Dios provee de lo necesario a las criaturas inferiores bien
podemos esperar nosotros, seres hechos a su imagen y semejanza,
que nos provea de todo lo necesario. Bien podemos depender, en
cuanto al alimento, del «Dios que alimenta a los cuervos que ni
siembran, ni siegan, ni tienen despensa ni granero» (v. 24). Y
añade: «¡Cuánto más valéis vosotros que las aves!» Igualmente
podemos depender de Dios en cuanto al vestido, pues Él viste
espléndidamente a los lirios del campo, que no trabajan ni hilan y
llegan a cubrirse de colores más vistosos que los de los regios
mantos de Salomón en el pináculo de su gloria. Si así viste a
efímeras plantas del campo, ¿cuánto más a nosotros, hombres de
poca fe? (vv. 27–28). Por donde vemos que la ansiedad de nuestras
preocupaciones se debe a la poquedad de nuestra fe, puesto que
una confianza práctica y filial en la todosuficiencia de nuestro Dios
sería bastante para derribar todos esos baluartes de perplejidad
perturbadora, levantados por una imaginación no dominada por la
fe.
3. Esas ansiedades innecesarias, además de mostrar falta de fe
en nuestro Padre Celestial, demuestran falta de sensatez, puesto
que con ellas no conseguimos otra cosa que turbar la paz de
nuestra alma: «¿Y quién de vosotros podrá con afanarse añadir a
su estatura un codo? Pues si no podéis ni lo más pequeño, ¿por
qué os afanáis por lo demás?» (vv. 25–26). Si somos incapaces de
crecer más de dos palmos por medio de autosugestión, ¿cómo
vamos a incrementar nuestra fortuna mediante la mera
preocupación? De modo que, así como hemos de conformarnos
con nuestra estatura y sacar el mejor partido de ella (¡cuántos se
libraron de la guerra civil en España por ser «cortos de talla»! Nota
del traductor), también hemos de estar satisfechos con nuestras
posesiones y sacar el mejor partido de ellas al confiar en Dios para
el mañana y trabajar honradamente en el día de hoy, porque con la
ansiedad y preocupación sólo conseguiremos perder el sueño y la
salud.
4. Esas ansiedades acerca de las cosas materiales, aun cuando
se trate de las cosas más necesarias para la vida son indignas de
los hijos de Dios (vv. 29–30): «Vosotros, pues, no andéis buscando
lo que habéis de comer, ni lo que habéis de beber, ni estéis en
ansiosa inquietud». Los discípulos de Cristo no han de andar
ansiosos por el pan de cada día, sino pedirlo con fe a su Padre que
está en los cielos, no dudando nada (comp. con Stg. 1:6), por
cuanto:
(A) Estas ansiedades son propias de la gente mundana: «Porque
todas estas cosas las buscan con afán las gentes del mundo» (v.
30a). Los que no tienen otra preocupación que por las cosas de
este mundo, es de esperar que se afanen por la comida y la bebida
como se afanan por la diversión (v. 19), pero los que han de poner
la mira, ante todo, en las cosas de arriba (Col. 3:1), no deben
afanarse por las cosas de abajo. Y si el afán por las cosas
materiales llega a dominarnos alguna vez, hemos de preguntarnos:
¿Soy cristiano o soy mundano? Y, si realmente soy cristiano,
¿cómo puedo rebajarme al nivel de los que se afanan por las cosas
materiales únicamente?
(B) No es necesario que se inquieten con preocupaciones sobre
las cosas necesarias para la vida: «Vuestro Padre sabe que tenéis
necesidad de estas cosas» (v. 30b). Al agradecer el donativo que,
por mano de Epafrodito, había recibido de los filipenses, les dice
Pablo: «Y mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades conforme
a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (Fil. 4:19). Él es nuestro
Padre y, por consiguiente, no permitirá que carezcamos de ninguna
cosa buena.
(C) Hay cosas más importantes en las que pensar y por las que
preocuparse: «Buscad más bien el reino de Dios, y todas estas
cosas os serán añadidas» (v. 31). Todos cuantos tienen almas que
salvar han de buscar primero el reino de Dios, que es lo único
necesario y sin lo cual de nada les va a servir todo el oro del
mundo. Si nos ocupamos con toda diligencia en las cosas del
espíritu podemos estar seguros de que Dios se encargará de que
no nos falten las cosas necesarias para el cuerpo.
(D) Hay igualmente mejores cosas en las que poner nuestra
esperanza: «No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre
le ha placido daros el reino» (v. 32). Sólo Lucas registra esta
consoladora frase de Jesús. Cuando nuestra imaginación nos
asuste con aprensión de males que nos puedan sobrevenir,
rechacemos vigorosamente esa tentación de desconfianza, al saber
que somos pueblo suyo, rebaño de su mano, ovejas de su pastoreo
(Sal. 74:1; 95:7; 100:3). Aquí vemos que los discípulos de Cristo
eran una manada pequeña, como un pequeño rebaño de ovejas en
medio de tantos lobos, pero no tenían por qué temer, por cuanto
estaban bajo el cuidado del Buen Pastor, que da la vida por sus
ovejas (Jn. 10:11). Deducir de este versículo que son pocos los que
se han de salvar, no tiene fundamento en la Escritura y bastaría
Apocalipsis 7:9–10 para refutarlo. Pero por muy pequeñas que se
sientan las manadas de creyentes en medio de un mundo lleno de
impiedad y corrupción, el Señor les declara que al Padre le ha
placido otorgarles de pura gracia las bendiciones espirituales del
reino de Dios, que son suficientes para cubrir todas las necesidades
y silenciar todos los temores. En efecto, «nada puede separarnos
del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro.
8:39).
II. Les encarga que hagan bueno el fruto de sus afanes y
labores, allegando tesoros en el cielo (vv. 33–34):
1. «Vended lo que poseéis, y dad limosna» (v. 33). Como muy
bien parafrasea Bliss: «En lugar de vivir pensando en lo que habréis
de conseguir, despojaos a vosotros mismos de lo que tenéis, de
esas cosas que distraen vuestra mente. Dándolas como limosnas,
no sólo dejan de ser un estorbo, sino que se convierten en una
fuente positiva de favor divino y de fruición eterna». ¡Cuántos
pobres podrían tener suficiente con lo superfluo de tantos ricos! La
Iglesia primitiva entendió bien este precepto (v. Hch. 4:32–35) y el
apóstol Juan hizo de ello el «test» del verdadero cristianismo (v. 1
Jn. 3:16–18), pero ¡cuán presto se olvidó! (v. por ej. 1 Co. 11:22;
Stg. 2:1–13). En la actualidad, una tercera parte de la población del
mundo se muere de hambre, mientras unos pocos millares de
supermillonarios derrochan en vicios y multitud de cosas
enteramente superfluas. Sin embargo, el Verbo de Dios, que no
puede engañarse en materia de finanzas, como en ninguna otra
materia, nos asegura que únicamente el Banco de los Cielos está
asegurado (v. 33), y sólo él rinde el más alto interés (v. 16:9).
2. «Haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos
que no se agote, adonde el ladrón no se acerca, ni la polilla corroe»
(v. 33b). La gracia irá con nosotros al otro mundo, pues está tejida
en nuestra alma, y las buenas obras seguirán con nosotros (Ap.
14:13). Éstos serán los tesoros que nos enriquecerán por toda la
eternidad, porque: (A) es un tesoro que no se agota (v. 1 P. 1:3–4),
porque es la herencia viva de un Padre eterno (v. Ro. 8:17–18); (B)
es un tesoro que no puede ser robado, pues en la Nueva Jerusalén
todo estará seguro y no habrá necesidad de cerrar las puertas,
porque allí entrarán solamente los que están inscritos en el libro de
la vida del Cordero (v. Ap. 21:24–27); (C) es un tesoro que no se
echa a perder con el paso del tiempo, así como no se gasta ni se
consume por el disfrute de su volumen, porque la polilla no lo corroe
y no hay ácido que pueda atacarle.
3. Por consiguiente, si tan excelente es el tesoro celestial, es en
el Cielo donde deben centrarse nuestros cuidados y adonde han de
dirigirse nuestros afanes: «Porque donde está vuestro tesoro, allí
estará también vuestro corazón» (v. 34). Todo aquello en que un
ser humano se interesa principalmente, es como un imán que atrae
su mente y su corazón. Lo vemos en los hombres de negocios, en
los deportistas y en los amigos de toda clase de hobbies: día y
noche tienen la mente y el corazón puestos en aquello que
constituye su máximo interés. Por eso, es una muestra de suma
prudencia y sabiduría poner nuestro corazón en algo que pueda
satisfacer plenamente y durar eternamente. Pablo dio a los fieles de
Filipos una hermosa lección de profunda psicología al escribir:
«Todo lo que es verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo
puro, todo lo amable, todo lo que es de buena reputación; si hay
virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8).
En efecto, así como el cuerpo se nutre de lo que come, así el
espíritu se nutre de lo que piensa. De todo hombre se puede decir
lo que la Escritura dice del avaro: «Porque cual es su pensamiento
en su corazón, tal es él» (Pr. 23:7). Con esta frase, Salomón se
adelantó más de nueve siglos a una frase similar del filósofo
Séneca, y unos veintiocho siglos al psicólogo A. Adler.
III. Les encarga que se preparen a estar listos para la Segunda
Venida del Señor (vv. 35–40). Vemos:
1. Que Cristo es nuestro amo, y nosotros somos sus criados no
sólo laborantes, sino también expectantes; ceñidos e iluminados en
todo momento, porque el dueño puede venir en cualquier momento.
2. Que nuestro Señor, aunque se marchó de nosotros, ha de
volver (v. Hch. 1:11). Los siervos de Jesucristo se hallan ahora en
estado de expectación: «Aguardando la esperanza bienaventurada
y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador
Jesucristo» (Tit. 2:13). Vendrá a pedir cuentas a sus siervos:
«Porque todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de
Cristo, para que cada uno recoja según lo que haya hecho mediante
el cuerpo, sea bueno o sea ruin» (2 Co. 5:10, trad. lit.).
3. Que el tiempo en que nuestro amo ha de regresar no lo
sabemos, puede venir antes o después de la medianoche (a la
segunda o a la tercera vigilia, v. 38), pero siempre a una hora en
que la mayoría suele estar durmiendo, excepto los pastores en el
campo o los sacerdotes en el templo. No todos son «pastores» en
la Iglesia, pero sí son todos «sacerdotes» (v. 1 P. 2:9). «Vosotros,
pues, también, estad preparados, porque a la hora que no Penséis,
el Hijo del Hombre vendrá» (v. 40). Esto nos da a entender la falsa
seguridad de la mayoría de los seres humanos, a quienes la Venida
del Señor ha de tomar por sorpresa, por cuanto no piensan, de
modo que, cuando Él venga, será cuando menos lo piensen.
4. Lo que el Señor espera de sus siervos es que, «al llegar Él y
llamar, le abran en seguida» (v. 36), porque estarán vestidos y
velando, con las lámparas encendidas (v. 35). Sobre el ceñir los
lomos, explica Lenski: «La vestidura oriental consistía en un manto
largo, suelto y flotante. Cuando se requería una rápida acción, tal
manto se quitaba totalmente, como lo hicieron los testigos cuando
arrojaron sus vestidos a los pies de Saulo, mientras apedreaban a
Esteban; o se sujetaban con un cinto alrededor de la cintura, como
cuando los israelitas comieron apresuradamente la primera Pascua,
listos para partir rápidamente de Egipto. Así, cuando iban de
camino, los hombres ceñían sus lomos; y los que servían a la mesa,
donde se requerían movimientos rápidos, también hacían lo
mismo».
5. Serán «dichosos aquellos siervos a los cuales su señor,
cuando venga, halle velando» (v. 37). Entonces tendrán por muy
bien empleado el tiempo que pasaron velando y aguardando listos
para abrir la puerta a la primera llamada del Señor. La dicha de
estos siervos se describe a continuación: «De cierto os digo que se
ceñirá [¡el Señor!], y hará que se sienten a la mesa, y, pasando
cerca de cada uno, les servirá». Que en un banquete de bodas, el
novio se incline para servirle a la novia, nada tiene de extraño (no
se olvide que la Iglesia es la Esposa de Cristo, 2 Co. 11:2, Ap. 19:7.
Nota del traductor), pero que el amo se incline a servir a sus
criados, no es normal (v. 17:7–8). Sin embargo, el Señor Jesucristo
condescendió a ceñirse y lavar los pies de sus discípulos (Jn. 13:4–
5). En ese inciso maravilloso de «pasando cerca de cada uno»
(según indicación del original), vemos que el Señor no nos ve «en
masa», sino a cada uno con singular atención. Cada uno de
nosotros, creyentes, puede decir como Pablo: «me amó y se
entregó a sí mismo POR MÍ» (Gá. 2:20b). ¡Por mí, y por cada
pecador arrependido, como si sólo yo existiese en su presencia! No
es extraño que, al citar a Bessen, diga Lenski al referirse a la
segunda parte de este versículo 37: «Tal como ningún israelita se
atrevía a mirar descubierto al Arca de la Alianza, así ninguno
debería contemplar este pasaje sin primero haberse envuelto
totalmente en el manto de la humildad».
6. Por consiguiente, a fin de que estemos siempre preparados,
se nos deja en la incertidumbre en cuanto al tiempo preciso en que
el Señor vendrá: «Pero sabed esto, que si supiese el padre de
familia a qué hora iba a venir el ladrón, velaría, y no permitiría que
horadaran su casa» (v. 39). Por descuidado que fuese, velaría.
Igualmente, nosotros, no sabiendo a qué hora será el toque de
alarma, debemos estar siempre de guardia. ¡Cuán miserable será el
caso de aquellos a quienes la Venida del Señor sorprenda sin estar
preparados! ¿Qué será de los incrédulos, qué de los endurecidos
en el pecado? Si los hombres tienen tanto cuidado de que sus
casas no sean horadadas y despojadas, ¿cómo estaremos
descuidados de lo que tiene que ver con nuestras almas por toda la
eternidad? «Vosotros, pues, también, estad preparados» (v. 40a);
tan preparados, por lo menos, como estaría el padre de familia si
supiera a qué hora iba a venir el ladrón.
Versículos 41–53
I. Al llegar a este punto, tenemos una pregunta de Pedro a
Jesús: «Señor, ¿diriges esta parábola a nosotros, o también a
todos?» (v. 41); es decir, «¿la diriges sólo a nosotros, los discípulos,
o a toda la multitud que nos rodea?». Pedro hablaba aquí, como en
otras ocasiones, en función de portavoz de los doce. Hemos de
bendecir a Dios por los que se apresuran a dar un paso adelante,
con tal de que quienes se atreven a tanto, se guarden del orgullo.
En Lucas no hallamos respuesta directa del Señor a esta pregunta,
pero sí en Marcos: «Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos:
Velad» (Mr. 13:37). Sin embargo, en Lucas, por el contexto, parece
ser que tiene en cuenta principalmente a los apóstoles. Podemos y
debemos, no obstante, cada uno aplicarnos la parábola, como todo
lo demás de la Escritura (v. 2 Ti. 3:15–17) y decir: «¿Qué tiene que
ver conmigo esta porción?»
II. La respuesta de Cristo a la pregunta de Pedro es
peculiarmente apropiada para los ministros de Dios, que son los
administradores en la casa de Dios (comp. con 1 Co. 4:1). Vemos:
1. Cuál es su deber como mayordomos y el encargo que el
Señor les encomienda: Son constituidos sobre la servidumbre, bajo
el mando del amo, que es Cristo; toda autoridad en la Iglesia es una
delegación del Señor, ante quien el pastor es responsable, y al
servicio de la comunidad eclesial. Allí está puesto el ministro de
Dios como el mayordomo encargado de «dar a todos, a su tiempo,
la ración conveniente» (v. 42); es decir, la Palabra, el consejo, la
exhortación, la reprensión y el consuelo que son apropiados para
cada uno y a su tiempo. Tacto, prudencia, competencia, fidelidad,
espiritualidad; he ahí las cualidades ideales de un ministro del
Señor, difíciles de hallar, todas juntas, en una sola persona. Por eso
dice la Palabra de Dios: «Donde no hay dirección sabia, caerá el
pueblo; mas en la multitud de consejeros hay seguridad» (Pr. 11:14,
comp. con 15:22 y 24:6). Se sobrentiende que los «consejeros»
están capacitados para dar consejo, porque la multitud de
consejeros incapaces no da ninguna seguridad; el consejo de un
experto es preferible al de cincuenta inexpertos.
2. Cuál será la felicidad de los que muestren ser mayordomos
fieles y prudentes: «Bienaventurado aquel siervo al cual, cuando su
señor venga, le halle haciendo así» (v. 43). Es decir: (A) Que está
actuando; no es un holgazán; (B) Que está haciendo así es decir
como es su deber: dedicado a su Señor y predicando el Evangelio.
(C) Que es hallado haciendo así cuando el Señor viene. La dicha de
este siervo fiel queda ilustrada en el siguiente versículo, donde
tenemos su promoción a un puesto de mayor privilegio y
responsabilidad: «En verdad os digo que le pondrá como encargado
de todos sus bienes» (v. 44). Desde luego, los ministros de Dios
que se han mostrado fieles en el desempeño de su ministerio
recibirán una recompensa especial en el día de Jesucristo. A ellos
pueden aplicarse las promesas que leemos en Daniel 12:3: «Los
entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento y los
que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua
eternidad» (comp. con 1 Co. 15:41–42).
3. Cuán terrible será el ajuste de cuentas que el Señor hará con
los siervos infieles y traidores (vv. 45–46). Ya consideramos esto en
el comentario a Mateo y, por tanto, aquí haremos notar solamente
que: (A) «Dice en su corazón: Mi señor tarda en venir». La
paciencia de Cristo (como la de Dios, v. 2 P. 3:4–9) es interpretada
con mucha frecuencia, como tardanza, con lo que se desaniman los
suyos, y se animan los enemigos. (B) Los perseguidores del pueblo
de Dios (e incluso los malos líderes del pueblo de Dios) se entregan
a su propia comodidad y hasta sensualidad: «Y comienza a golpear
a los criados y a las criadas, y a comer y beber y embriagarse», sin
querer percatarse de la maldad de su propio pecado ni del
sufrimiento que causa a sus hermanos y consiervos. No es
infrecuente el caso (los psicólogos podrían decir mucho sobre esto)
de que precisamente los líderes que más tiranizan a las
congregaciones sean demasiado indulgentes con sus propios
pecados. (C) La muerte y el juicio serán terribles para todos los
malvados, pero especialmente para los malvados ministros de Dios.
Serán tomados por sorpresa: «Vendrá el señor de aquel siervo en
un día que éste no espera, y a la hora que no sabe, y le cortará, y le
pondrá con los infieles» (v. 46).
4. Que el hecho de haber conocido su obligación y no haber
cumplido con ella será una circunstancia agravante de su pecado:
«Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no se
preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes.
Mas el que, sin conocerla, hizo cosas dignas de azotes, recibirá
pocos» (vv. 47–48a). Parece ser que tenemos aquí una velada
alusión a la distinción que hacía la Ley entre los pecados «por
yerro» y los que se cometen «con soberbia» (Nm. 15:24–30).
Vemos, pues, que: (A) La ignorancia de nuestra obligación, aun
siendo culpable es una circunstancia atenuante de nuestro pecado;
por eso, el siervo que no conocía la voluntad del señor «recibirá
pocos azotes», pero recibirá algunos, porque debía, y podía, haber
conocido mejor la voluntad de su señor; su ignorancia le excusa en
parte Pero no del todo, así fue como los judíos dieron muerte al
Señor (v. Hch. 3:17) y Pablo persiguió, antes de su conversión, a la
Iglesia (v. 1 Ti. 1:13). Por eso, el mismo Jesús oró por los que le
crucificaban, diciendo: «Perdónales, Padre, porque no saben lo que
hacen». (B) En cambio el conocimiento claro de nuestro deber es
una circunstancia que agrava nuestro pecado: «Aquel siervo …
recibirá muchos azotes». Con toda justicia castigará Dios con mayor
severidad a tal siervo, porque el conocimiento pleno de su deber
demuestra un grado más elevado de voluntariedad y contumacia en
su pecado (nótese el «voluntariamente» de He. 10:26; 2 P. 3:5). (C)
Y el Señor añade una buena razón: «Porque a todo aquel a quien
se haya dado mucho, mucho se le exigirá y al que mucho se le haya
confiado, más se le pedirá» (v. 48b). Quienes poseen mayor
capacidad y han recibido mayores dones que otros y que conocen
mejor la Palabra de Dios, tendrán un ajuste de cuentas más severo
que el de otros.
III. Jesús pasa luego a hablar de sus futuros padecimientos y de
los padecimientos de los suyos por causa de Él. Comienza el Señor
con una declaración general: «Fuego vine a echar en la tierra; y
¡qué deseo, si ya se encendió!» (trad. lit.). Muchos intérpretes al
sacar estas palabras de su contexto, han visto en esta frase un
deseo de Cristo de que todo el mundo se inflamase en el fuego del
amor de Dios de la predicación del Evangelio y del derramamiento
del Espíritu Santo. Pero, por el contexto, se ve que Cristo habla del
fuego de la persecución, del «escándalo de la Cruz», que había de
provocar persecución y división hasta en las familias. Cristo no es el
autor de este fuego como tampoco es Él quien esgrime la espada
de Mateo 10:34, sino los perseguidores; pero Él permite este
«incendio» a fin de que los suyos sean refinados en la persecución
como el oro en el crisol (v. 1 P. 1:7; 4:12). Vemos primeramente:
1. Que Él mismo ha de padecer mucho, pasando por este fuego
que Ya se encendió contra Él: «De un bautismo tengo que ser
bautizado» (v. 50). No nos extrañe el cambio de metáfora. Las
aflicciones son comparadas tanto al fuego como al agua (Sal.
66:12). Jesús llama «bautismo» a sus padecimientos, porque fue
totalmente sumergido en ellos, como Israel lo fue en el mar (1 Co.
10:2). Cristo los conocía de antemano y les pone un nombre que les
quita terribilidad; los llama «bautismo», no «inundación» (comp. con
Is. 43:2); le habían de cubrir, pero no le habían de ahogar. Con ello,
santificaba el nombre de bautismo y mostraba que, aun cuando
comportaba una sepultura, también indicaba resurrección (comp.
con Hch. 2:24–31; Ro. 6:3–11). Y Jesús añade: «Y ¡cómo me
angustio hasta que se cumpla!» (v. 50b). También esta frase ha
sido mal entendida, como si Cristo desease que la hora llegara,
cuando lo que Él deseaba es que la hora pasara, fuera consumada
(el verbo es el mismo de Jn. 19:30). Por otra parte, como hace notar
Bliss, el verbo «me angustio» es el mismo que Pablo usa en
Filipenses 1:23. Dice Bliss: «Los dolores de la muerte ya, en
anticipación, “se apoderaron de Él”, y la perspectiva era terrible para
el Hijo del Hombre. Pero, por otro lado, esa era la voluntad del
Padre, e igualmente la suya, de que Él así sufriera, y para esa hora
había venido al mundo» (v. Jn. 12:27). No hemos de perder de
vista, con todo, que estaba profetizado: «Verá el fruto de la aflicción
de su alma, y quedará satisfecho» (Is. 53:11, comp. con He. 12:2).
¡De tal forma deseaba Jesús el cumplimiento de la redención del
humano linaje mediante el sacrificio de la Cruz!
2. A continuación, Jesús declara los padecimientos que también
los Suyos habían de sufrir: «¿Pensáis que he venido para dar paz
en la tierra?» (v. 51). Se insinúa aquí que los discípulos abrigaban
esta suposición: que el Evangelio tendría una acogida universal,
que la gente lo recibiría unánimemente, y que todo sería paz y
tranquilidad. Pero Cristo viene a decirles: «Estáis equivocados; los
hechos probarán lo contrario y, por tanto, no os forjéis ilusiones
paradisíacas y sin fundamento, porque lo que realmente sucederá
es:
(A) Que el resultado de la predicación del Evangelio será
«división» (v. 51b). No es que el objetivo del Evangelio sea causar
división; todo lo contrario; su propia tendencia es «congregar en uno
a los hijos de Dios» (Jn. 11:52) y unirles con el vínculo de la paz,
que es el amor (Ef. 4:3; Col. 3:14). Si el mundo entero recibiera el
Evangelio, la paz sería el resultado (v. Is. 32:17); pero el hecho es
que hay muchos que no lo reciben, sino que se oponen a él, y esta
oposición es la que causa la división. Mientras el príncipe de este
mundo, como fuerte armado, domina el mundo desde su palacio,
todos sus bienes están en paz; también los muertos descansan en
paz; la paz de los cementerios es la paz del derrotado por el pecado
y por la muerte; pero la paz de Cristo es la paz de la vida de la
victoria sobre el pecado, de la que es fruto de la sumisión a la
voluntad de Dios y de la obra del Espíritu Santo en el corazón del
regenerado; no en vano, el «dominio propio» remata con broche de
oro la lista de los nueve aspectos del fruto del Espíritu (Gá. 5:22–
23). Sólo el que se domina a sí mismo, escapa del conflicto
espiritual en que se debate el hombre carnal. Notemos que los
filósofos de las diferentes escuelas en tiempo de Pablo estaban de
acuerdo en muchas cosas, también lo estaban los adoradores de
las diferentes deidades falsas; pero cuando les fue predicado el
Evangelio, y muchos fueron sacados del poder de Satanás e
introducidos en el reino de Dios, entonces comenzó la perturbación.
Algunos se distinguieron de los demás al abrazar el Evangelio (v.
Hch. 17:32–34), y otros hasta se enfurecían de la actitud de los
primeros. Sí, incluso entre los que han recibido al Señor ha habido,
y hay, división (v. por ej. 1 Co. 1:10–13), porque hay carnalidad y,
en consecuencia rivalidad. Pero si todos los creyentes imitásemos
al apóstol Pablo (v. por ej. Fil. 1:15–18), pronto desaparecerían
esas divisiones, pues dentro de la normal diferencia de pareceres,
habría amor, humildad y mansedumbre para dialogar y respetar las
opiniones ajenas que no afectan a los puntos fundamentales de
doctrina y práctica.
(B) «Que esta división alcanzaría también hasta el ámbito de la
familia»: «Estará dividido el padre contra el hijo, y el hijo contra el
padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre; la suegra
contra su nuera, y la nuera contra su suegra» (v. 53). Pues el que
se convierta al Evangelio estará deseoso de dar testimonio, antes
que nada, en su propia casa, y el que continúe inconverso se
sentirá provocado y odiará, y hasta perseguirá, al que, por su fe y
obediencia, testifica y, de este modo, condena implícitamente al que
persiste en su incredulidad y desobediencia. Incluso las madres y
las hijas, a las que el instinto natural suele mantener más unidas en
el afecto, se distanciarán la una de la otra y se odiarán. Como
vemos en el libro de Hechos, dondequiera llegaba el Evangelio,
surgía la persecución, se armaba «disturbio no pequeño» (Hch.
19:23) y «en todas partes se le contradecía» (Hch. 28:22). Por
tanto, los discípulos de Cristo no deben prometerse «paz terrenal en
la tierra».
Versículos 54–59
Al haber dado a los discípulos la lección que les correspondía,
Jesús se vuelve ahora a la multitud en general y les da la lección
que a ellos les corresponde (v. 54). En general, deseaba que fuesen
tan avisados en los negocios del alma como lo eran en los del
cuerpo.
I. Les convenía aprender a discernir el camino de Dios con
relación a ellos, para prepararse convenientemente a entrar por él.
Eran sabios en cuanto al clima, pues podían predecir cuándo
llovería y cuándo haría calor (vv. 54–55), fundados en las señales
del firmamento que habían observado una y otra vez. La
experiencia es madre de la ciencia y en Hebreos 5:14, se nos dice
que «los que han alcanzado la madurez» son «los que, por razón
de la costumbre, tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento
del bien y del mal». Todo el que es sabio, tanto para ciencia, como
«para salvación» (2 Ti. 3:15), observa atento, aprende solícito, y se
hace maduro en discernimiento, «para no ser llevado a la deriva por
todo viento de doctrina» (Ef. 4:14). Pero esta gente no tenía
sabiduría para discernir el cumplimiento del tiempo (Mr. 1:15).
1. En efecto, acertaban a presagiar el tiempo meteorológico:
«Cuando veis la nube que sale del poniente, aunque al principio no
sea mayor que “la palma de la mano de un hombre” (1 R. 18:44), al
instante decís: Viene lluvia; y así sucede. Y cuando sopla el viento
del sur, decís: Hará calor; y lo hace». Sin embargo, la naturaleza no
siempre obedece a los pronósticos de los meteorólogos (ni siquiera
en 1983. Nota del traductor); con todo, la gente se acomoda a tales
predicciones.
2. La consecuencia que Cristo infiere de esto contra ellos (v. 56):
«¡Hipócritas! Sabéis averiguar el aspecto del cielo y de la tierra; ¿y
cómo no averiguáis este tiempo? Como si dijese: «¿Cómo no
sabéis discernir esta oportunidad (lit.) que Dios os ofrece ahora y
que quizá no volváis a tener jamás?» «He aquí ahora el tiempo
favorable; he aquí ahora el día de salvación», grita a todos el
apóstol (2 Co. 6:2). «Ahora o nunca.» La locura y la ruina del ser
humano está en que no conoce su tiempo. Esa fue la causa de la
ruina de los hombres de aquella generación: «No conociste el
tiempo de tu visitación» (19:44). Jesús añade: «¿Y por qué no
juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (v. 57). Ante las
señales que de su mesianidad daba Jesús, deberían haber
pronunciado «veredicto de justicia» sobre lo que Cristo les
predicaba y enseñaba (comp. con Jn. 16:10; 1 Ti. 3:16 «Justificado
en el Espíritu». Esto podían juzgar «por sí mismos», sin depender
de las falsas doctrinas de los fariseos. Si los hombres se liberasen
de prejuicios y tuviesen la libertad de juzgar por sí mismos lo que es
justo, pronto se percatarían de que todos los preceptos y
enseñanzas de Jesucristo son rectos, sabios y convenientes, y que
no hay cosa tan puesta en razón como someterse a ellos de buen
grado.
II. Les convenía ponerse a toda prisa a bien con Dios, antes de
que fuese demasiado tarde (vv. 58–59). Esta misma advertencia la
comentamos en Mateo 5:25–26. Aun cuando allí el contexto parece
apuntar al hermano como adversario (lit. demandante ante un
tribunal), aquí el «adversario» no puede entenderse sino de
Jesucristo. La base del símil es la misma que en Mateo 5:25–26:
1. En los asuntos temporales, es señal de prudencia ponerse a
bien con un contendiente contra quien no podemos prevalecer ante
un tribunal: «Pues cuando vayas al magistrado con tu adversario, y
veas que vas a perder el pleito, la prudencia te aconsejará que
procures arreglarte con él en el camino». Quien es verdaderamente
prudente no deja que los pleitos lleguen a un extremo en que va a
salir perdedor, sino que se aviene a un arreglo o «conciliación», aun
cuando no esté dispuesto a una «reconciliación».
2. Si esto ocurre en los asuntos temporales, mucho más ha de
tenerse en cuenta en los asuntos espirituales, en los que el Juez
será inapelable, y la sentencia irrevocable por toda la eternidad. Por
el pecado, hemos hecho a Dios nuestro adversario: «Nuestras
iniquidades han hecho separación entre nosotros y nuestro Dios»
(Is. 59:2). Y Dios tiene todo derecho para ocultar de nosotros su
rostro, y todo poder para enviarnos al Infierno (Mt. 10:28). Cristo a
quien todo juicio ha sido encomendado (v. Jn. 5:22–29) es el
magistrado ante el que todos hemos de comparecer; aquel que, por
no haber escuchado su Palabra (v. Jn. 12:48), tenga perdida la
causa, será entregado al alguacil; es decir, al oficial encargado de
encerrar en prisión (comp. con Mt. 13:49–50). «De allí no saldrás
hasta que hayas pagado hasta el último céntimo» (v. 59) es decir
nunca. Dice Lenski: «Esta posibilidad tiene que ver sólo con el
lenguaje figurado de Jesús. No ilustra ninguna posibilidad real de
que un pecador halle escape después de la muerte y del juicio,
porque las Escrituras nada dicen de tal posibilidad». No sólo no
dicen nada de tal posibilidad, sino que la contradicen al declarar que
no hay salvación, sino por fe en la obra del Calvario, llevada a cabo
de una vez por todas (v. Ro. 3:21–28; He. 10:12–14). Esa fe es lo
único que impide que una persona muera en su pecado (Jn. 8:24).
Así que «el que no cree, ya ha sido condenado» (Jn. 3:18). Y en la
Biblia no aparece ninguna condenación parcial o temporal; o es
entera y eterna (v. Mt. 25:46; Ap. 14:11; 20:10) o es ninguna (Ro.
8:1): ni poca ni mucha.
3. Al considerar todo eso, démonos prisa a ponernos a bien con
el Juez Divino, para no caer en las manos de Dios como adversario
(comp. con He. 10:31), sino en los brazos de Dios como Padre; y
esto, «en el camino», mientras vamos de viaje por esta vida, pues
ahí es donde Jesús carga el énfasis. Mientras estamos con vida,
estamos en el camino. Ahora, pues es el tiempo de arreglarnos con
el adversario por medio de la fe y del arrepentimiento, antes de que
sea demasiado tarde. Ya vemos cómo Jesús nos ofrece la
oportunidad y nos promete la acogida (v. Jn. 6:35–37). Alarguemos
la mano de la fe y «tendremos paz para con Dios» (Ro. 5:1).
CAPÍTULO 13
El capítulo comienza con la exhortación de Jesús al
arrepentimiento, con ocasión de las noticias de una masacre
ordenada por Pilato. Jesús continúa con el mismo tema por medio
de la parábola de la higuera estéril. Sigue la curación en sábado de
una mujer que se hallaba en la sinagoga. Tenemos luego una
repetición de las parábolas del grano de mostaza y de la levadura.
Contesta Jesús a una pregunta sobre el número de los que se
salvan y termina el capítulo con el lamento del Señor sobre
Jerusalén.
Versículos 1–5
I. Aquí tenemos las noticias que le llegan a Cristo acerca de la
reciente muerte de algunos galileos, «cuya sangre Pilato había
mezclado con los sacrificios de ellos» (v. 1). Veamos:
1. Cuál era este trágico episodio. Se nos refiere aquí brevemente
y no se halla mencionado en ningún otro lugar, ni en la Biblia ni
fuera de la Biblia. Al ser los galileos súbditos de Herodes es
probable que este incidente ocasionase la enemistad entre Herodes
y Pilato, mencionada en 23:12. No se nos dice el número de las
víctimas; quizá eran unos pocos, pero la circunstancia agravante
era que Pilato había mezclado la sangre de ellos con la de los
sacrificios. Es de notar la bravura de estos galileos, de cuyo
supuesto «crimen» no hay referencia alguna, al ir con sus sacrificios
a Jerusalén, y ponerse así al alcance del impío gobernador. Ni la
santidad del lugar ni la de la obra que estaban llevando a cabo
estos galileos sirvieron para protegerlos de la furia de un injusto
juez, que no temía a Dios ni tenía compasión con los hombres. El
altar, que solía ser santuario y lugar de refugio, se convierte ahora
en una trampa y lazo, y en lugar de peligro y asesinato. Dice Bliss:
«Una circunstancia de ese castigo, la cual impresionó
peculiarmente la imaginación judía, fue la de que estaban
precisamente en los atrios del templo, ocupados en el ofrecimiento
de sacrificios en el momento en que fueron muertos, de modo que
su sangre, al salpicar algunas partes de la víctima, puede decirse
que se había mezclado con sus sacrificios».
2. Por qué fue llevada esta noticia a Jesús, precisamente en ese
mismo tiempo. Quizá fue meramente como noticia que los
informantes supondrían que Jesús no la sabía, como un suceso
lamentable para ellos y, por qué no, también para el Maestro, o
quizá como confirmación de lo que Jesús acababa de decir sobre la
necesidad de ponerse a bien con Dios antes de que fuera
demasiado tarde, como diciéndole: «Maestro, he aquí un caso
reciente de algunos que fueron súbitamente entregados al alguacil,
sorprendidos por la muerte cuando menos lo pensaban y, por tanto,
indicándonos que debemos estar siempre preparados». Siempre es
de gran provecho para los oyentes, cuando explicamos la Palabra
de Dios, confirmarla con ejemplos que nos suministran la
experiencia propia y la providencia de Dios. Al ser Jesús un profeta,
y de Galilea, pensarían los informadores que la noticia causaría
impacto en el ánimo de Jesús y quizás el Señor trataría de vindicar
ante Herodes la muerte de estos galileos, o desistiría de subir a
Jerusalén (v. 22), para no correr la misma suerte que habían corrido
aquellos galileos a manos de Pilato. La respuesta de Cristo da a
entender que los informadores, al contarle este episodio, insinuaban
que aquellos galileos debían de ser mala gente; de no ser así, Dios
no habría permitido que Pilato los asesinase de aquella manera tan
bárbara. Esta suposición no dejaba de ser maligna, por insinuar que
fueran malhechores, sin tener ninguna otra prueba, quienes habrían
podido ser tenidos por mártires de la religión patria.
II. Respuesta de Cristo a este informe:
1. A este informe sobre una muerte trágica a manos de un
gobernador malvado, añade Jesús la muerte trágica de unos judíos
a causa de un accidente natural. No hacía mucho que la torre de
Siloé había caído y causado la muerte de dieciocho personas (v. 4).
Era otro episodio triste, semejantes al cual ocurren cada día
algunos. Torres, como otros edificios, construidos para dar
seguridad, causan frecuentemente muerte y destrucción.
2. Con base en estos dos trágicos sucesos, Jesús amonesta a
sus oyentes a que no interpreten mal estos accidentes, como si
hubiéramos de suponer que los grandes sufrimientos son justo
castigo de grandes malhechores, pues tal suposición tiene un fondo
pagano, supersticioso (comp. con Hch. 28:4). «¿Pensáis—dice
Jesús—que esos galileos eran más pecadores que todos los
galileos porque padecieron tales cosas? Os digo: No …» (vv. 2–3a).
Quizá los que le habían comunicado la noticia eran judíos y, hasta
cierto punto, se alegraban de poder informar sobre un trágico
episodio sucedido precisamente a unos galileos, nativos de una
región despreciable (v. Jn. 7:52). Por eso, Jesús les replica con un
accidente ocurrido, no a galileos, sino precisamente a judíos de
Jerusalén: «O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en
Siloé, y los mató, cuando quizás estaban esperando ser sanados en
la piscina de aquel lugar, eran más culpables, más endeudados (lit.)
con la justicia de Dios, que todos los hombres que habitan en
Jerusalén? Os digo: No …» (vv. 4–5a). Repetimos que no se puede
juzgar de los pecados de los hombres a base de lo que puedan
sufrir en esta vida, porque muchos son arrojados al horno, no como
escoria que debe ser consumida, sino como oro que tiene que ser
refinado, por consiguiente, no hemos de apresurarnos a censurar a
quienes sufren más que sus semejantes, no sea que añadamos
aflicción al afligido. Si nos ponemos a juzgar, tendremos suficiente
que juzgar acerca de nosotros mismos. Al seguir una norma errada,
llegaríamos a concluir que cuantos opresores disfrutan de poder y
prosperidad han de contarse entre los mayores santos, mientras
que los oprimidos han de ser tenidos por los más perversos
pecadores. Recordemos siempre el precepto de Jesús: «NO
JUZGUÉIS, PARA QUE NO SEÁIS JUZGADOS» (Mt. 7:1).
3. Jesús aprovecha estos dos trágicos episodios para hacer un
llamamiento al arrepentimiento, y advierte sobre las graves
consecuencias que trae consigo la impenitencia: «Si no os
arrepentís, todos pereceréis igualmente» (vv. 3, 5). Con esto, viene
a decirnos a todos: (A) Que todos merecemos perecer igual que
ellos. A fin de que no censuremos fácilmente, hemos de tener en
cuenta, no sólo que somos pecadores, sino también que tenemos
de qué arrepentirnos tanto como lo que ellos hubieron de sufrir. (B)
Que, por consiguiente todos hemos de arrepentirnos, compungidos
por todo lo malo que hemos hecho y dispuestos a cambiar de
conducta. Los juicios de Dios sobre nuestros semejantes son
intimaciones que Dios nos hace en voz muy alta a que nos
arrepintamos. (C) Que el arrepentimiento es la única puerta por la
que escapar de la perdición, y que es una puerta segura. (D) Que,
si no nos arrepentimos, ciertamente pereceremos, como les ha
ocurrido a otros antes que a nosotros. A no ser que nos
arrepintamos, vamos a perecer eternamente, así como aquellos
perecieron temporalmente. El mismo Jesús que manda arrepentirse
porque el reino de Dios se ha acercado (Mr. 1:15), manda también
arrepentirse porque, de lo contrario, pereceremos. Así que ha
puesto delante de nosotros la vida y la muerte, el bien y el mal, la
bendición y la maldición; ¡escojamos, pues, la vida! (v. Dt. 30:15,
19).
Versículos 6–9
La parábola que hallamos en la presente porción está destinada
a reforzar la exhortación al arrepentimiento, que acabamos de
comentar: «Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente».
I. La parábola va dirigida primordialmente a Israel. Dios escogió a
la nación judía como pueblo escogido suyo, cercano a Él, y
esperaba de este pueblo fruto de obediencia; pero ellos no
correspondieron a la predilección que Dios les había mostrado, sino
que, en lugar de acreditar la profesión que habían hecho (v. Éx.
19:8), la desacreditaron. A consecuencia de ello, Dios determinó
justamente abandonarlos; pero, por intercesión de Cristo, como
otrora por la de Moisés, les concedió una tregua con prolongación
de misericordia, poniéndoles a prueba mediante el envío de sus
apóstoles entre ellos para invitarles al arrepentimiento, y ofrecerles
perdón en nombre de Cristo. Algunos fueron movidos a la
compunción y dieron frutos dignos de arrepentimiento; para éstos
no hubo castigo; pero el grueso de la nación continuó en una estéril
impenitencia, y vino sobre ellos la ruina sin remedio.
II. Pero la parábola va dirigida también, en general a despertar a
todos cuantos tienen los medios de gracia al alcance de la mano, a
fin de que los criterios de su mentalidad y el tenor de su vida
respondan a las oportunidades que la gracia de Dios les ofrece,
pues éste es el fruto que de ellos se espera. Al estudiar la parábola,
veamos:
1. Las ventajas de que disfrutaba esta higuera. El dueño la había
plantado en su viña, esto es, en el mejor terreno posible y donde iba
a recibir mayores cuidados que otras higueras plantadas cerca del
camino (v. Mt. 21:19). También nosotros somos como higueras
plantadas en la viña de Dios, lo cual constituye un gran favor.
2. Las esperanzas que el dueño abrigaba con respecto a esta
higuera: «Vino a buscar fruto de ella». No envió a sus criados, sino
que vino él en persona. Así Cristo vino a este mundo, vino a los de
su pueblo (Jn. 1:11), en busca de fruto. El Dios de los cielos
demanda y espera fruto de todos cuantos ocupan un lugar en su
viña. De nada le servirán los que son como hojas, diciendo: «Señor,
Señor» (6:46). Tampoco le servirán los que son como flores, que
prometen primores de hermosura y acaban en desechos de basura
(v. 12:27–28). Sólo el fruto de una vida santa le ha de satisfacer (v.
Ro. 6:22; Ef. 2:10; Tit. 2:14). El carácter cristiano está configurado
en los nueve aspectos del fruto del Espíritu (v. Gá. 5:22–23).
3. La decepción que el dueño experimentó en cuanto a las
esperanzas que tenía en relación con esta higuera: «Y no lo halló»;
no halló fruto, ni siquiera un higo. Da tristeza pensar cuántos son los
que disfrutan de los privilegios del Evangelio, pero no hacen nada
que sirva para el honor de Dios. Vemos que el dueño de la viña,
dirigiéndose al viñador que la trabaja: (A) Se queja de que, tras
larga espera, la higuera no le rinde ningún fruto: «Vengo a buscar
fruto en esta higuera, y no lo hallo» (v. 7). ¡Qué desilusión! (B) Se
queja de dos detalles que agravan la infructuosidad de la higuera:
(a) «Hace tres años que vengo a buscar fruto … y no lo hallo».
Pacientemente, año tras año, había venido personalmente en busca
de fruto sin encontrarlo. ¿Por cuánto tiempo se ha llegado Dios a
nosotros en busca de fruto, y no lo ha hallado? ¡Y cómo nos
aguanta Dios en su infinita paciencia! (b) Esta higuera no sólo no da
fruto alguno, sino que «inutiliza también la tierra» (v. 7b); es decir,
ocupa inútilmente el lugar de otra higuera que podría rendir fruto y
hace daño al resto del plantío, al chupar del suelo los elementos
que podrían beneficiar al viñedo. Así también, los que no hacen el
bien dentro de la iglesia, suelen hacer daño con la influencia de su
mal ejemplo. Y el daño es tanto mayor, y la tierra es tanto más
inutilizada, cuanto más alto y ancho es el lugar que ocupa el árbol,
especialmente cuando echa raíces y se hace viejo sin producir fruto.
4. La sentencia que contra la higuera pronuncia el dueño:
«Córtala». ¿Qué otra cosa puede esperarse de un árbol que no da
fruto año tras año? (comp. con 3:9). ¿Por qué motivo ha de
continuar inutilizando la tierra? ¿Qué razón hay para que ocupe en
la viña un lugar sin provecho?
5. La intercesión del viñador a favor de la higuera. Cristo es el
Gran Intercesor (Ro. 8:34; He. 7:25; 1 Jn. 2:1), pero también los
creyentes han de interceder unos por otros, especialmente, los
ministros de Dios, que tienen el deber de orar por aquellos a
quienes van a predicar. En cuanto a este viñador, vemos:
(A) Cómo intercede ante el dueño: «Señor, déjala todavía este
año» (v. 8a). No le dice: «Señor, no la cortes jamás», sino «No la
cortes todavía»; invoca dilación, no exención. Es una gran
misericordia de parte de Dios conceder tiempo para arrepentirse a
quienes rechazan la gracia para arrepentirse (comp. con 2 P. 3:9).
Sólo a la intercesión de Cristo se debe el que muchos árboles
infructuosos no sean cortados inmediatamente. Esto nos invita a
preguntarnos: ¿Soy yo como este árbol sin fruto para el Señor?
También nos invita a interceder ante el Señor a favor de otros:
«Señor, déjalos todavía este año». Así hemos de permanecer en la
brecha, para impedir que Dios descargue su ira sobre los árboles de
su viña. Pero tengamos en cuenta que las oraciones de otros
hermanos a favor de nosotros, aun cuando sirvan para demorar el
castigo que merecemos, no han de conseguirnos el perdón de
nuestros pecados, a menos que nosotros mismos reaccionemos
con fe, arrepentimiento y oración.
(B) Cómo promete trabajar con mayor esfuerzo, durante el año
de dilación, para mejorar la condición de la higuera: «Hasta que yo
cave alrededor de el/a, y la abone» (v. 8b). Nuestras oraciones por
otros han de ir acompañadas de nuestra acciones; al rogar por
otros, hemos de pedir a Dios gracia para cumplir con nuestro deber
de ayudar al hermano; de lo contrario, nuestras oraciones serían
una burla y mostrarían que no apreciamos en todo su valor la gracia
que requerimos para los demás. El viñador de la parábola se
comprometió a hacer lo que estaba de su parte, cavando en torno al
árbol y abonándolo. Así deben obrar también los ministros del
Señor, pues los creyentes infructuosos deben ser despertados de
su letargo mediante la corrección que quebrante la dureza del
terreno en barbecho, y estimulados mediante las promesas del
Señor, que son como el abono que nutre y enriquece el terreno;
ambos métodos han de usarse, pues el uno es preparación para el
otro.
(C) En qué términos deja el asunto: «Vamos a ver lo que
podemos hacer con ella por un año más y si da fruto, bien» (v. 9).
La palabra «bien» no se halla en el original, y queda la frase en
suspenso; pero lo que sigue da a entender claramente la alegría
que tanto el dueño como el viñador experimentarán si la higuera,
por fin, da el fruto que de ella se esperaba. Cuando un pecador
inconverso, o un creyente sin fruto, se arrepienten, se enmiendan y
dan fruto, todo trabajo se puede dar por bien empleado: habrá gozo
en el Cielo, Dios será glorificado, las manos de los ministros del
Señor quedarán reforzadas, la viña de Cristo quedará embellecida,
el resto del plantío participará del beneficio, y la higuera que antes
era estéril recibirá bendición de parte de Dios (He. 6:7); todo estará
bien.
Pero, «si no [da fruto], la cortarás después» (v. 9b). Ésta es la
posible sombría alternativa. Como comenta Bengel, «el hortelano
no dice: “Yo la cortaré”, pero consiente en que así se haga; él
cesará de protestar». La paciencia de Dios retrasa el castigo, pero
no lo levanta. El árbol estéril será finalmente cortado y arrojado al
fuego. Cuanto más se haya tardado Dios en castigar, tanto más
terrible será el castigo. Ser cortado después de tanto esfuerzo por
parte del viñador y de tanta paciencia por parte del dueño, es algo
muy triste. Cortar un árbol en el plantío del Señor (v. 1 Co. 3:9),
aunque sea una tarea que no se puede evitar, es algo en lo que
Dios no se complace. Y los que interceden a favor de higueras
estériles, si éstas persisten en su triste condición, estarán
finalmente de acuerdo con el justo juicio de Dios, cuando tales
árboles tengan que ser cortados.
Versículos 10–17
I. La curación de una mujer en día de sábado y en la sinagoga.
El Señor acudía a la sinagoga el sábado. De Él hemos de aprender
a no dejar de congregarnos (He. 10:25), y no excusarnos de ello al
pensar que igualmente podríamos pasar el día en casa leyendo un
libro que nos sirva de provecho espiritual, aun en el caso de que tal
libro sea la Biblia. Y, cuando acudía a la sinagoga en sábado, el
Señor aprovechaba la ocasión para enseñar allí (v. 10) y obrar
milagros de beneficencia en confirmación de su doctrina.
1. El objeto de su obra misericordiosa fue en esta ocasión una
mujer que se hallaba allí, y que desde hacía dieciocho años tenía
espíritu de enfermedad (v. 11), es decir, una enfermedad causada
por un espíritu maligno. La enfermedad era tal, que le hacía ir
encorvada, y en ninguna manera se podía enderezar, esto es,
nunca podía mantenerse en posición erecta. Sin embargo, acudía a
la sinagoga los sábados; lo cual nos enseña que, excepto cuando
nuestros achaques son de tal clase que nos impiden físicamente
asistir a los cultos, no deberíamos dejar de asistir, pues el Señor
puede ayudarnos y darnos una bendición que no esperábamos.
2. El que Cristo se ofreciera a curarla sin que ella se lo pidiera
nos habla de la misericordia y de la gracia preveniente del Señor:
«Cuando Jesús la vio, la llamó hacia sí» (v. 12). Antes que ella le
preguntara, respondió Él. Ella llegó allí para aprender y obtener
beneficio para su alma, pero Cristo le dio también alivio para el
cuerpo. Los que procuran obtener beneficio para su espíritu, son los
que, a la larga, obtendrán también beneficio para su cuerpo.
3. La curación llevada a cabo instantánea y completamente nos
habla del poder omnímodo del Señor: «Le dijo: Mujer, quedas libre
de tu enfermedad. Y puso las manos sobre ella; y ella se enderezó
al instante» (vv. 12b–13a). La que sólo podía mirar al suelo, pudo
enseguida levantar la cabeza. Esta curación representa la obra de
la gracia de Cristo en la conversión de los pecadores, cuyo corazón
no regenerado está bajo el poder de un espíritu de enfermedad, y
toda la persona se halla tan encorvada y retorcida que no puede
enderezarse para alzar la vista a Dios y a las cosas de arriba. Esas
almas encorvadas y retorcidas no pueden buscar a Cristo, pero
cuando Él las llama y las cura con su palabra, las libra de su
enfermedad y las endereza. La gracia de Dios puede hacer recto lo
que el pecado del hombre ha retorcido y encorvado El Espíritu de
Cristo, que es Espíritu de adopción, nos hace escapar del espíritu
de servidumbre (v. Ro. 8:15), como el que atenazaba a esta mujer.
4. El efecto inmediato que esta curación produjo, no sólo en el
cuerpo, sino también en el alma de esta mujer: «Y glorificaba a
Dios» (v. 13b). Cuando un corazón retorcido es enderezado por la
gracia de Dios, lo primero que debe salir de él ha de ser una
expresión de alabanza y gratitud a Dios.
II. A continuación se nos refiere el enojo del jefe de la sinagoga a
causa de este acto de misericordia de Jesús. Se enojó «de que
Jesús hubiese sanado en sábado» (v. 14). ¡Cómo ciega el
fanatismo, hasta oponerse a una luz tan clara y tan poderosa como
la que emanaba de las palabras y de los milagros de Jesús! «Pero
el principal de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiese sanado
en sábado, dijo a la gente: Seis días hay en que se debe trabajar;
en éstos pues, venid y sed sanados, y no en sábado.» Véase con
qué ligereza hablaba de los milagros de Cristo, como si fueran
obras comunes y rutinarias, como si dijese: «Podéis venir y ser
sanados en cualquier día de la semana, excepto el sábado». A los
ojos de este hombre, las curaciones de Cristo eran cosa corriente y
barata. Este milagro era evidentemente obra de Dios; y, si Dios nos
manda no trabajar en ese día, ¿acaso se obliga a Sí mismo a no
obrar salvación en ese día? (v. Jn. 5:17). La misma palabra (jesed)
que, en hebreo, significa misericordia, significa también piedad,
para darnos a entender que las obras de misericordia y caridad son,
de algún modo, obras de piedad y, por consiguiente, muy
apropiadas en el día de reposo.
III. Cristo se justifica por lo que acaba de hacer (v. 15):
«Entonces el Señor le respondió y dijo: Hipócrita». Es cierto que
nosotros hemos de juzgar caritativamente, porque sólo podemos
juzgar de acuerdo con lo que aparece al exterior, pero Cristo
conoce lo que hay en el hombre (Jn. 2:25), y veía en las palabras
del jefe de la sinagoga toda su enemistad contra la persona y el
Evangelio de Jesús, aunque tratase de esconderla bajo la capa de
un pretendido celo por la observancia del sábado. Cristo pudo
habérselo dicho así abiertamente, pero prefirió, en su
mansedumbre, razonar con él para hacerle ver su error:
1. Apela primeramente a la práctica común entre los judíos
nunca desaprobada, de abrevar el ganado en día de reposo: «Cada
uno de vosotros ¿no desata su buey o su asno del pesebre y lo
lleva a beber?» (v. 15). Sería un acto de crueldad no hacerlo así. No
dar de beber al ganado en sábado sería peor que hacer trabajar a
los animales ese día.
2. Aplica, a renglón seguido, al presente caso dicha práctica
comúnmente aceptada (v. 16): «Si hay que mostrar compasión con
un buey y un asno, desatándole y dándole de beber en sábado, ¿no
había de ser desatada ésta de una ligadura peor? Mirad que es hija
de Abraham y, por tanto, tiene derecho a las bendiciones
mesiánicas; es hermana vuestra y no le podéis negar un favor que
concedéis a un buey y a un asno de vuestra propiedad. Es una
mujer a quien Satanás tuvo atada durante dieciocho años; por
consiguiente, no sólo es un acto de misericordia con la pobre mujer,
sino también un acto de piedad con Dios, si se quebranta con ello el
poder de Satanás. Ha estado por tanto tiempo en esta situación
deplorable y, ahora que hay oportunidad de librarla de ella, no debe
dejarse para otro día; ¿qué haría cualquiera de vosotros, si se
hubiera hallado durante dieciocho años bajo una aflicción similar?»
IV. Los efectos diferentes que las palabras de Jesús causaron en
los oyentes (v. 17):
1. De confusión y vergüenza en sus perseguidores: «Al decir Él
estas cosas, se avergonzaban todos sus adversarios». No fue una
confusión que condujese al arrepentimiento, sino una vergüenza
que provocaba indignación.
2. De regocijo en la gente sencilla y sincera: «Pero todo el pueblo
se regocijaba por todas las cosas gloriosas hechas por Él». Lo
mismo que producía confusión en sus perseguidores, producía gozo
en sus seguidores. Las obras que Cristo llevaba a cabo eran
gloriosas, y todos deberíamos regocijarnos en ellas.
Versículos 18–22
I. Ahora se nos describe en dos parábolas (véase también Mt.
13:31–33) el progreso del Evangelio. Cristo quiere mostrar aquí a
qué es semejante el reino de Dios (vv. 18, 20). Será algo muy
diferente de lo que se suele pensar. La gente esperaba que
apareciera como cosa grande y llevada a perfección con toda
prontitud; pero estaban equivocados: «Es semejante al grano de
mostaza, cosa muy pequeña y que parece prometer muy poco, pero
creció, y se hizo árbol grande» (v. 19). Véase el comentario a Mateo
13:31–33 (con las dos escuelas de interpretación. Nota del
traductor). Añadamos que muchos tenían prejuicios contra el
Evangelio, porque su comienzo no presagiaba nada grande. Cristo
quería quitar estos prejuicios al asegurar que, aun cuando los
comienzos fueran pequeños, el crecimiento posterior sería grande,
tanto que las aves del cielo anidarían en sus ramas. Qué clases de
«pájaros» habían de hacer sus nidos en las ramas de la Iglesia
puede deducirse del contexto en Mateo 13:4, 19, así como por la
propia Historia Eclesiástica aun cuando no todos hayan sido
«cuervos», sino también «palomas». Algo parecido pasa con la
levadura (v. 21): Un poco de levadura hace fermentar toda la masa
(comp. con 1 Co. 5:6). También la doctrina de Cristo se extendió
rápida y milagrosamente (sin elocuencia, sin armas, sin dinero) por
todo el mundo, aunque falsos y ajenos elementos se introdujesen
junto al mensaje evangélico, tanto en la doctrina como en el culto y
en las estructuras.
II. Breve reseña del viaje de Jesús a Jerusalén: «Recorría Jesús
cada una de las ciudades y aldeas, enseñando, y prosiguiendo su
camino hacia Jerusalén» (v. 22). Aquí hallamos a Cristo que viaja a
Jerusalén para la fiesta de la Dedicación, la cual se celebraba en
invierno, en una estación del año en la que no resulta cómodo
viajar.
Versículos 23–30
I. Una pregunta que le hacen a Jesús. No se nos dice si quien se
la hizo era amigo o enemigo. La pregunta era: «¿Son pocos los que
se salvan?» (v. 23), y puede interpretarse de cuatro maneras:
1. Como una pregunta capciosa: Si decía que eran muchos
podían reprocharle de liberalismo o «manga ancha»; si decía que
pocos, le achacarían ser de «manga estrecha» o exclusivismo. En
nada muestran los hombres su ignorancia tanto como en el juicio
que hacen sobre la salvación de otras personas.
2. Como una pregunta curiosa: Hay muchos que están más
interesados en saber cuántos se salvarán y cuántos no se salvarán,
que en examinarse a sí mismos para saber lo que tienen que hacer
para salvarse ellos.
3. Como una pregunta temerosa: Quizá se habían dado cuenta
de que las normas de Cristo eran estrictas y el mundo era
demasiado malo para aceptarlas y, al comparar ambos extremos,
vienen a decir por boca del que hace la pregunta: «Si eso es así
¡cuán pocos se van a salvar!» (comp. con Mt. 19:25; Mr. 10:26).
Hay motivos para pensar así, cuando de entre los muchos que oyen
la Palabra de Dios, son tan pocos los que la mezclan con fe (He.
4:2, lit.).
4. Como una pregunta personal: «Señor, si son pocos los que se
salvan, ¿qué me pasará a mí? ¿Qué he de hacer para heredar la
vida eterna?» (comp. con 10:25).
II. Respuesta de Cristo a la pregunta. Nuestro Salvador no
contesta directamente porque no entraba en sus planes el satisfacer
curiosidades, sino el despertar conciencias. Por eso, no dice
cuántos se han de salvar, sino qué se ha de hacer para asegurar la
salvación. Así que:
1. Les da una exhortación estimulante: «Esforzaos a entrar por la
puerta angosta» (v. 24a). Vemos que responde en plural, porque es
algo que interesa a todos. Todo el que quiera ser salvo ha de entrar
por la puerta estrecha y someterse a la disciplina. Hay que
esforzarse para eso, porque la salvación no es un asunto de poca
importancia y que pueda ser tomado a la ligera, sino «lo único
necesario» y, por tanto, lo que requiere de nosotros todo interés,
todo cuidado y todo esfuerzo; es cosa de vida o muerte para toda la
eternidad.
2. Les da varias consideraciones despertadoras:
(A) «Pensad en los muchos que hacen algo por entrar por la
puerta estrecha de la salvación, pero no hacen bastante: Os digo
que muchos procurarán entrar, y no tendrán fuerza» (lit.). Son de
los que buscan pero no se esfuerzan. La razón por la que muchos
se quedan destituidos de la gracia y de la gloria es que se
contentan con una búsqueda perezosa, tienen buena opinión de la
felicidad y alguna estimación de la santidad, y dan algunos pasos
en buena dirección, pero sus convicciones son débiles, sus deseos
son fríos, sus esfuerzos son lánguidos, y sus resoluciones carecen
de firmeza y duración. Por eso, no llegan.
(B) «Pensad en el día de la diferenciación, día que se acerca con
rapidez, y en las decisiones de aquel día: El padre de familia se
levantará y cerrará la puerta» (v. 25). Ahora parece que da largas al
asunto, pero llegará el día en que se levantará y cerrará la puerta.
¿Qué puerta? Una puerta de distinción. Como en el templo de
Jerusalén, también dentro de las iglesias hay falsos profesantes que
adoran en el atrio exterior, y genuinos creyentes que adoran dentro
del velo; la puerta entre las dos estancias está ahora abierta, pero,
cuando el amo de la casa se levante, se cerrará la puerta entre
ambas estancias, y los que se hallan en el atrio exterior se
quedarán fuera; lo inmundo se quedará fuera (Ap. 21:27); sólo los
que siguen la santidad verán al Señor (He. 12:14). La puerta de la
misericordia y de la gracia está ahora abierta para todos, pero los
que no hayan entrado por ella, sino que hayan intentado llegar por
sus propios caminos, se verán excluidos del reino.
(C) «Pensad en los que han abrigado una falsa confianza o
presunción de ser salvos sin haber dado frutos dignos de
arrepentimiento, todos los cuales se verán rechazados en aquel
día.» En efecto, consideremos: (a) Hasta qué punto les llevó su
esperanza: hasta las mismas puertas, pues estarán «llamando a la
puerta» (son los «casi cristianos», comp. con Hch. 26:28),
«diciendo: Señor, Señor, ábrenos», como si tuvieran derecho a
entrar. ¡Cuántos han arruinado su eternidad por no haberse parado
a pensar si su camino era recto según Dios, y no según su propia
opinión (Pr. 21:2)! (b) Cuál era el fundamento de la presunción que
tenían de ir al Cielo: primero, que habían sido huéspedes de Cristo:
«Delante de ti hemos comido y bebido» (v. 26a); habían disfrutado
de muchos de los beneficios que Dios imparte a la Iglesia, incluso,
habían participado de la Mesa del Señor; segundo, que habían sido
oyentes de Cristo: «Y en nuestras plazas enseñaste» (v. 26b), como
si dijesen: ¿Tú que nos enseñaste, no nos vas a salvar? (c) Cómo
les engañó su confianza. Cristo les dirá: «No sé de dónde sois» (v.
25b). Y, de nuevo: «Os digo que no sé de dónde sois; apartaos de
mí todos vosotros, hacedores de maldad» (v. 27). En estas frases
vemos que el Señor (i) los desconoce, como ajenos a la familia de
Dios. «El Señor conoce a los que son suyos» (2 Ti. 2:19) pero a
éstos no les reconoce como de Él; (ii) los despide: «Apartaas de mí
todos vosotros» ¡Lejos de mi puerta! Aquí no hay nada para
vosotros (comp. con Mt. 25:41); (iii) los describe: «Vosotros,
hacedores de maldad»; ésta es la razón de su ruina: «que tienen
apariencia de piedad, pero niegan la eficacia de ella» (2 Ti. 3:5);
bajo la librea de Cristo, hacen la obra del diablo. (d) Cuán severo y
terrible será su castigo (v. 28): «Allí será el llanto y el crujir de
dientes», las más extremas señales de pesar y de indignación,
«cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas
en el reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera». Mientras
los santos del Antiguo Testamento estarán en el reino de Dios,
aunque vieron el día del Señor a distancia y se consolaron con ello
(v. Jn. 8:56; 12:41) los pecadores (no convertidos) del Nuevo
Testamento serán echados fuera del reino de Dios en confusión y
vergüenza, como quien no tiene parte ni suerte en este asunto
(Hch. 8:21). La visión de la gloria del santo servirá solamente para
agravar la miseria del pecador.
(D) «Pensad quiénes serán salvos, a pesar de todo: Y vendrán
del oriente y del occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la
mesa en el reino de Dios» (v. 29). Por lo que Cristo acababa de
decir se ve que son pocos los que se han de salvar de entre los que
podría pensarse que van por el camino de la salvación. Pero no
hemos de suponer que el Evangelio es predicado en vano, pues
serán muchos los que vendrán al reino desde los cuatro puntos
cardinales del orbe. Cuando el Señor venga, todo Israel habrá sido
salvo (Ro. 11:26), así como una multitud innumerable de todas
naciones, tribus, pueblos y lenguas (Ap. 7:9). Cuando lleguemos al
Cielo, veremos allí a muchos que no pensábamos ver, y echaremos
en falta a otros muchos que pensábamos ver allí. De alguna manera
podemos acomodar a esto lo que se nos dice en el versículo 30: «Y
he aquí que hay últimos que serán primeros, y primeros que serán
últimos»; aunque el sentido literal no se refiere a esto, sino a que
los «primeros», los judíos que estaban cerca, rechazaron en masa
el reino y fueron relegados al «último» lugar, mientras que los
gentiles, los que estaban lejos, los «últimos» en las promesas de
Dios, pasaron a primer lugar (v. Hch. 2:39; 13:46; Ef. 2:12–13, 17),
pues aceptaron la salvación en mayor número que los judíos, que
eran los «privilegiados» (v. Ro. 9:4–5). Esto demuestra, una vez
más, la necesidad de esforzarse a entrar por la puerta estrecha
pues los que lo buscaban desde cerca, por su propia justicia, no lo
alcanzaron (v. Ro. 11:7), mientras que, desde lejos, desde los
cuatro puntos cardinales, hubo quienes se esforzaron y llegaron
primero al reino de Dios. Hemos de preguntarnos cada uno a sí
mismo: «¿Perderé yo la oportunidad de llegar, habiendo
comenzado tan pronto y al estar tan cerca, cuando otros, que
parecen estar tan lejos, se están esforzando por entrar?» Digamos
como Agustín de Hipona, cuando se debatía entre el pecado y la
gracia, a la vista de tantos héroes de Cristo: «Lo que éstos y éstas,
¿por qué no yo?»
Versículos 31–35
I. Jesús recibe un mensaje acerca del peligro que corría su vida,
si permanecía en Galilea, territorio que caía dentro de la jurisdicción
de Herodes: «Aquel mismo día se acercaron unos fariseos,
diciéndole: Sal y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar» (v.
31). No cabe duda de que estos fariseos expresaban la mala
voluntad de Herodes hacia Jesús, pero ellos mismos exageraban la
nota, porque querían que Jesús se marchara a Judea, donde
tendrían mejores oportunidades para consumar sus malvados
planes contra el Salvador. Aunque la respuesta de Jesús parece dar
a entender que nada tiene que ver con ellos, la forma con que
replica al mensaje indica bien el desafío a Herodes, tanto como a
ellos mismos, quienes pensaban que iban a asustar a Jesús con
este recado.
II. Jesús responde de tal modo, que sus palabras equivalen a un
abierto desafío a las malévolas intenciones de sus perseguidores y
declara implícitamente que está decidido a someterse únicamente a
la voluntad del Padre: «Id, y decidle a ese zorro» (v. 32). Con este
epíteto, describe bien el carácter de Herodes Antipas, conocido por
su astucia traicionera y por su vileza rastrera. Y aunque es una
frase muy fuerte, estaba muy bien en labios de Cristo el Gran
Profeta, pues los profetas siempre tuvieron libertad y denuedo para
reprender con energía a los malos reyes y potentados. El mensaje
que les devuelve para Herodes es: «Yo echo fuera demonios y
hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra»;
como si dijera: «Id, y decidle que no le tengo miedo; ya sé que voy a
morir pronto, pero ni él ni otro alguno impedirá que yo lleve a cabo
la obra que el Padre me encomendó hasta la hora precisa en que la
haya consumado y yo sea sacrificado. Mientras tanto, continuaré
hoy y mañana y pasado mañana (v. 33) mi camino hacia Jerusalén,
donde debo morir como todo profeta, y seguiré con mi gran tarea de
beneficencia echando demonios y curando dolencias». Estas
palabras de Jesús son también un consuelo para nosotros, porque
nos declaran que, mientras sigamos llevando a cabo la obra que
nuestro Dios y Padre nos ha encomendado, no hemos de temer mal
alguno, sólo es menester que día a día cumplamos fielmente con
nuestro deber como creyentes, y Él se encargará de que nada nos
perjudique hasta la hora en que tenga a bien llamarnos a su
presencia. Por eso, Jesús no temía a Herodes no sólo porque su
hora exacta no había llegado, sino porque debía morir en Jerusalén,
fuera de la jurisdicción de Herodes, ya que sólo el sanedrín de
Jerusalén podía entonces encausar a un profeta y hacer que fuese
condenado a muerte.
III. A la sola mención de Jerusalén, Jesús prorrumpe a
continuación en un amargo lamento sobre la ciudad por la ira de
Dios que justamente se cierne sobre ella (vv. 34–35, comp. con Mt.
23:37–39). Vemos:
1. El patetismo con que Jesús habla del pecado y de la ruina de
la ciudad «santa»: «¡Jerusalén, Jerusalén!» (v. 34), con la
solemnidad que implica la repetición, como ya hemos comentado en
otro lugar con relación a personas. No hay cosa que tanto
entristezca al Señor como la perversidad de personas y lugares que
profesan exteriormente una relación más íntima con Dios.
2. La condenación en que incurren los que disfrutan de mayores
y más numerosos medios de gracia, si no se benefician de ellos. Si
la corrupción y los prejuicios de los hombres no son vencidos con la
fe sincera y la oración humilde, los favores divinos provocan mayor
endurecimiento del corazón y mayor almacenamiento de ira para el
día de la ira (Ro. 2:5).
3. La buena voluntad que Jesús había mostrado siempre hacia
todos los que quisiesen llegarse a Él: «¡Cuántas veces quise juntar
a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas!» Con
la misma ternura que una buena madre despliega hacia sus hijitos,
dándoles cobijo y calor, Jesús había hecho todo lo posible para
beneficiar a los habitantes de Jerusalén.
4. Pero sin resultado. Al «quise» de Jesús, tan repetido
«¡Cuántas veces!», la ciudad había contestado con pertinaz
resistencia: «¡Y no quisiste!» El afán salvador de Cristo agrava
tremendamente la resistencia del pecador.
5. Por tanto «vuestra casa» (Jesús ya no la conoce como suya);
es decir, la ciudad misma, incluido el templo «os es dejada
desierta», desolada (comp. con Lm. 1:1). Siempre queda desolada
una casa, cuando Jesús sale de ella. «Os es dejada» es decir
«haced lo que queráis de ella; yo ya no voy a impedir su ruina.»
6. Cristo se retira justamente de quienes hacen lo posible para
que Él se retire de ellos. Puesto que rehúsan ser reunidos por Él (v.
34), les asegura: «Os digo que de ningún modo me veréis».
7. Sólo el juicio del gran día de Jehová convencerá a los
incrédulos judíos que ahora no aceptan a su Mesías, pero para
muchos (judíos y no judíos) será demasiado tarde: «Hasta que
llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del
Señor» (v. 35b). A pesar de las referencias marginales que pueden
verse en nuestras versiones de la Biblia, estas palabras no aluden a
las aclamaciones del Domingo de Ramos, sino a la Segunda Venida
del Señor, como correctamente comenta Bliss: «Esto no puede
limitarse a la acogida que recibió de las multitudes cuando El entró
en Jerusalén poco tiempo después (Mt. 21:9; Mr. 11:9; Jn. 12:13;
comp. Lc. 19:38), porque los otros evangelistas atribuyen el mismo
dicho a Cristo después que su entrada en la ciudad había tenido
lugar. El dicho aquí señala a la Parousía, o Segunda Venida de
nuestro Señor. Antes de que tal cosa ocurra, la nación judía creería
en el Mesías y se volvería a Él (Ro. 11:25–27). Entonces, cuando
ellos estuvieran preparados para recibirlo con adoración penitente y
gozosa, verían otra vez al Hijo del Hombre que vuelve en gloria a
asumir dominio manifiesto y eterno. Véase cómo Pedro (Hch. 3:19–
21) urge a sus compatriotas a apresurar esta gloriosa consumación,
por medio de un pronto arrepentimiento y de fe».
LUCAS CAPÍTULO 14
En este capítulo, vemos la curación de un hidrópico, que Jesús
llevó a cabo en sábado. A continuación, dos lecciones de Jesús:
una, de humildad; otra, de caridad. Luego, el Señor expone una
parábola para expresar la urgente invitación a venir a Cristo para
recibir salvación, y termina el capítulo con la advertencia a sus
seguidores de que consideren el costo de una dedicación total al
Señor en una vida de abnegación y de servicio.
Versículos 1–6
8

I. Vemos aquí al Hijo del Hombre comiendo y bebiendo, para


conversar familiarmente con toda clase de personas. En esta
ocasión, era sábado y entró «para comer en casa de uno de los
principales de los fariseos» (v. 1). Obsérvese cuán generoso es
Dios con nosotros, otorgándonos tiempo, incluso en el día dedicado
especialmente a su servicio, para atender a nuestras necesidades

8Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1305
corporales, y cuán diligentes hemos de ser en no abusar de dicha
libertad. No hay razón para pensar que fuese un banquete especial,
sino una comida ordinaria. Aun en los días de mayor fiesta, hemos
de guardarnos de toda clase de excesos.
II. Incluso entonces, su mayor interés era hacer el bien: «Y he
aquí que estaba delante de Él un hombre hidrópico» (v. 2). Es muy
probable que su enfermedad se hallase en un estado muy
avanzado, pero ¡qué dicha tan grande es estar delante del Señor!
Cristo se anticipó a bendecir a este enfermo con su bondad
característica, antes de que el hidrópico se lo pidiera.
III. También aquí, Jesús hubo de soportar tal contradicción de
pecadores contra sí mismo (He. 12:3), pues «éstos [los fariseos] le
acechaban atentamente» (v. 1b). No podemos deducir a base del
texto sagrado cuál era la intención del dueño de la casa, pero sí la
de los fariseos que le acompañaban, como se ve por la actitud de
acecho (v. 1) y por el significativo silencio (v. 4) a la pregunta que
Jesús les dirigió: «¿Es lícito sanar en sábado?» (v. 3). No quisieron
responder ni sí ni no, porque el designio de ellos no era ser
informados por Él, sino informar acerca de Él. No querían decir: «Es
lícito», para no aprobar la conducta de Jesús. Pero tampoco se
atrevían a decir: «No es lícito», por no enemistarse con el enfermo
que tenían delante. De un modo semejante, muchos hombres
honestos y santos han sido censurados y perseguidos por hacer lo
que sus propios perseguidores no podían por menos de reconocer
tácitamente que era cosa legal y buena la que los perseguidos
habían llevado a cabo. El Evangelio nos muestra cuán a menudo
los judíos estaban prestos a arrojar piedras a Jesús, cuando Él
acababa de hacer buenas obras.
IV. Cristo no permitió que la mala voluntad de los fariseos
presentes le impidiera llevar a cabo una buena obra, sino que
«tomándole [al hidrópico], le sanó y le despidió» (v. 4), es decir, le
dejó marchar. Le agarró de la mano, como indica el verbo original,
le sanó instantáneamente, y le dejó marchar a continuación, para no
dar a los fariseos presentes mayor ocasión de enojo con la
presencia del hombre recién sanado.
V. Entonces se dirigió a los fariseos para justificar lo que
acababa de hacer y silenciar las objeciones que ellos pudiesen
abrigar (vv. 5–6). Respondió a los pensamientos de ellos, e hizo
que se callaran por vergüenza (v. 6) los que antes se habían callado
por maldad (v. 4). Y lo hizo al apelar a una obra que ellos mismos
llevaban a cabo en día de reposo: «¿Quién de vosotros, si su asno
o su buey cae en algún pozo, no lo sacará inmediatamente, aunque
sea en sábado?», es decir, con toda urgencia, sin diferirlo por
algunas horas, no sea que perezca. Aun cuando no lo hagan por
compasión hacia el animal, sino por su propio interés («su asno o
su buey»), ya que el reponer el animal perdido por otro les va a
costar dinero, por ahorrar el cual bien pueden dispensarse de la
obligación de descansar en sábado. Hay muchos que fácilmente se
dispensan de dar culto al Señor y de hacer bien a sus hermanos
pero no se dispensan de buscar su propio interés. La pregunta de
Cristo hizo callar a los fariseos: «Y no le podían replicar a estas
cosas» (v. 6). Cristo siempre queda justificado cuando habla (comp.
con Sal. 51:4b).
Versículos 7–14
El Señor Jesucristo nos ofrece ahora un ejemplo de
conversación provechosa para cuando estemos sentados a la mesa
en compañía de amigos. Cuando el Señor se hallaba en compañía
de extraños o enemigos que le acechaban, aprovechaba la ocasión
para reprenderles e instruirles. Cuando nos encontramos a la mesa,
no sólo hemos de evitar chistes de mal gusto y conversaciones
corrompidas, sino que, al sobrepasar el nivel anodino de pláticas
superficiales, hemos de tomar ocasión de la bondad de Dios en los
alimentos que nos procura, para darle gloria y alabanza por medio
de consideraciones espirituales, con la misma oportunidad que nos
brinda el compartir la mesa en fraternal comunión con nuestros
amigos. Esto es lo que el Señor hacía, y reprendía incluso, si el
asunto lo exigía, pues no tenía acepción de personas. Así vemos
que, en esta ocasión:
I. Reprende a unos invitados por el afán que mostraban de
ocupar los primeros puestos.
1. Observó que estos fariseos (v. 1) e intérpretes de la ley (v. 3)
«escogían los primeros asientos a la mesa» (v. 7). Ya anteriormente
(11:43) les había reprendido por este afán de «figurar». Aquí aplica
la reprensión al afán de ocupar los primeros puestos, es decir
(como hace notar Lenski), «los del extremo izquierdo de cada diván
(no los del centro, como algunos suponen), porque la persona que
se reclinaba allí, dominaba con la vista por completo toda la mesa y
a los demás huéspedes, mientras que quienes ocupaban el extremo
derecho tenían que darse la vuelta para ver». Notemos que, en las
acciones más comunes de la vida, los ojos del Señor nos observan
y tienen en cuenta todo lo que hacemos.
2. El prudente consejo que les dio, por medio de esa parábola,
fue que quienes se adelantan a sentarse en los primeros lugares, se
exponen a quedar avergonzados si llega después algún huésped
más distinguido que ellos, y el amo les hace ceder el asiento al que
acaba de llegar, mientras que el que se contente con el último lugar
no se verá avergonzado, sino que es probable que se vea
distinguido al ser invitado por el dueño a que se coloque en un lugar
superior. Mientras el orgullo suele acabar en vergüenza, la humildad
suele recibir alabanza. El tropezón o la caída de un señorón muy
encopetado suele provocar mayor hilaridad que la de un mendigo
borracho. Hay una parábola rabínica, semejante a la que aquí
propone Jesús, según la cual, tres hombres fueron invitados a una
fiesta; el primero se sentó en el lugar más alto, «porque—dijo—soy
un príncipe»; el segundo se sentó en el próximo lugar, «porque—
dijo—soy un sabio»; el tercero se sentó en el último lugar «porque—
dijo—soy persona de modesta posición». Entonces el rey que los
había invitado hizo sentar en el lugar más alto al humilde, y puso al
príncipe en el último lugar.
3. A continuación, Jesús dedujo una aplicación general, para que
todos aprendamos a no ser arrogantes ni jactanciosos. El orgullo y
la ambición conducen a la humillación, incluso entre los hombres,
mientras que la humildad y la abnegación siempre alcanzan buena
reputación: «Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y
el que se humilla, será enaltecido» (v. 11).
II. También aprovecha Jesús la ocasión para reprender al
anfitrión por haber invitado a tanta gente rica, cuando sería mejor
invitar a los pobres. Nuestro Salvador nos enseña aquí a usar en
obras de caridad lo que tenemos, más bien que en ostentosas
invitaciones.
1. «Dijo también al que le había convidado: Cuando hagas
comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes ni a vecinos ricos» (v. 12). Con esto, no prohíbe Jesús
cultivar la amistad ni reunirse con los parientes para comer o cenar,
sino el derroche innecesario en banquetes que sólo sirven para
hacer alarde de dinero o de arte culinaria, con lo cual malgastan su
fortuna por dar satisfacción a su fantasía. Además, estos alardes no
hacen sino provocar otros alardes similares en los que son
convidados, pues el propio orgullo les incitará a corresponder con
mayores gastos: «No sea que ellos a su vez te vuelvan a convidar,
y tengas ya tu recompensa». El intercambio de regalos costosos es
una de las mayores necedades con las que las gentes pagan su
orgullo y ostentación (v. Stg. 4:3, 16; 1 Jn. 2:16).
2. El mejor modo de gastar en la tierra y ahorrar para el Cielo (v.
16:9) es convidar a los menesterosos: «Antes bien, cuando hagas
banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos, a
los que no tienen de qué vivir ni pueden trabajar para ganarse el
sustento. Con éstos se gasta bien el dinero; a éstos les falta lo
necesario y no te exigirán golosinas; dales de comer y te
recompensarán con oraciones y darán gracias a Dios por ti. No
pienses que con eso vas a perder algo; al contrario, serás dichoso,
porque ellos no te pueden recompensar, pero te será
recompensado en la resurrección de los justos» (vv. 13–14). Las
obras de caridad no siempre son recompensadas en este mundo,
ya que las cosas de este mundo no son las mejores, pero serán
recompensadas en el otro mundo, donde todo tiene el máximo
valor. Entonces se verá que los viajes más largos producen los
mejores ingresos (o regresos).
Versículos 15–24
I. La parábola que Jesús expuso a continuación, fue ocasionada
por la exclamación de uno de los invitados, el cual comentó:
«Dichoso el que coma pan en el reino de Dios» (v. 15).
1. ¿Con qué objeto se expresó así este invitado? Como dice
Lenski, también en exégesis se puede pecar al hacer juicios
temerarios. Hay, en efecto comentaristas que tratan de presentar
como trivial o inoportuna esta exclamación, cuando lo más probable
es que, al oír de la recompensa futura, este escriba o fariseo
asociase las palabras de Jesús con las bendiciones del futuro reino
mesiánico. Tengamos en cuenta que, con frecuencia, lo que a
nosotros nos parece interrupción innecesaria, suscita en alguno de
los presentes una ulterior y provechosa enseñanza, conectada con
el tema que se venía comentando. Observemos que Jesús había
hecho una pausa, y este hombre la aprovecha para introducir una
frase que puede inclinar al Maestro a prolongar la enseñanza; y
piensa que nada mejor que mencionarle el reino de Dios.
2. Así que lo que dijo este hombre no sólo era una verdad grande
y reconocida, sino también muy apropiada en un momento en que
se hallaban reclinados a la mesa. ¿Qué mejores pensamientos
pueden ocupar nuestra mente, cuando estamos a la mesa, que
pensar en aquella otra mesa en que el Señor mismo, al pasar cerca
de cada uno de nosotros, nos servirá? (v. 12:37).
II. A continuación tenemos la parábola misma que propuso el
Señor (vv. 16–24). Parece como si Jesús respondiese al que había
pronunciado la exclamación: « ¡Bien dicho! Pero ¿quiénes gozarán
de ese privilegio? Vosotros los judíos lo rechazáis (v. Hch. 13:46);
así que los gentiles se van a llevar en él la mejor parte».
Observemos en la parábola los siguientes detalles:
1. La gracia libre y soberana de Dios, la cual brilla en el mensaje
de Cristo y se echa de ver:
(A) En la abundante provisión que ha hecho para todos los
hombres: «Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos» (v.
16). Llama al banquete «cena», porque en aquel tiempo y en los
países orientales, la comida principal del día se hacía al atardecer
en familia, pues el vocablo «cena» se deriva del griego koiné =
común.
(B) En la generosa invitación que nos hace a todos a participar
en tan abundante provisión. (a) Hay una invitación general:
«convidó a muchos». Cristo invitó a todo el pueblo de Israel a
participar de las bendiciones del reino y de los beneficios del
Evangelio. La casa de Cristo, no sólo es una casa muy buena, sino
también una casa abierta para todos. (b) La invitación es
apremiante: «Venid, que todo está ya preparado» (v. 17). Sí, «ahora
es el tiempo aceptable; ahora es el día de salvación» (2 Co. 6:2).
Como si dijera: «Todo está preparado; no tardéis; aceptad la
invitación, todos seréis bien recibidos» (v. Jn. 6:37). Jesús a nadie
rechaza; son los hombres los que no quieren venir a Él para que
tengan vida (Jn. 5:40).
2. La respuesta fría, descortés y despectiva que la gracia de Dios
recibe de los invitados: «Todos a una comenzaron a excusarse» (v.
18). Encontraron un pretexto u otro para no acudir a la cena. Así
respondió la nación judía a la llamada del Evangelio (Jn. 1:11).
Muchos no se atreven a rechazar de plano la invitación del
Evangelio, pero ponen toda clase de excusas para no entregarse al
Señor. «¡Todos a una se excusaron!» Unánimes en el rechazo,
aunque diferentes en las excusas:
(A) «El primero le dijo: He comprado un campo, y necesito ir a
verlo; te ruego que me excuses» (v. 18). ¡Frívola excusa! ¡Cómo si
no pudiese ir a ver el campo el día siguiente! Y, sin embargo, alega
«necesidad», cuando lo que tiene es falta de voluntad (v. el
comentario a 13:34 «no quisiste»).
(B) «Otro dijo: He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a
probarlos» (v. 19). El primero se excusaba y alega «necesidad»;
este otro se excusa y alega «inconveniencia»: ya está en marcha
a probar sus bueyes y le resulta incómodo cambiar sus planes.
¡Pobre excusa, cuando se trata de una invitación a participar en el
banquete mesiánico! En comparación de tal privilegio, ir a probar
cinco yuntas de bueyes no tenía la menor importancia, la excusa
indica aquí cierta convicción del deber, pero ninguna inclinación a
cumplirlo. Por aquí vemos que aun las cosas que de suyo son
legítimas pueden tener fatales consecuencias cuando de tal manera
absorben el interés, que dan ocasión a que el corazón se aparte de
lo primordial, «el reino de Dios y su justicia».
(C) «Y otro dijo: Acabo de casarme, y por tanto no puedo ir» (v.
20). Este es el más grosero y descortés de los tres, porque (a)
alega una falsa «imposibilidad»; los otros dos no podían llevar al
banquete su campo o sus bueyes, pero éste podía haber llevado
consigo a su mujer y ambos habrían sido bienvenidos, (b) los otros
dos han presentado excusas, aunque insuficientes; éste ni se
excusa. La Ley (Dt. 24:5) dispensaba, por un año, al recién casado
de ir a la guerra u ocuparse en un negocio absorbente, pero no de
asistir a un banquete. Comenta Lenski: «¡Cuántos son los que se
olvidan del Evangelio por los placeres de esta vida!»
3. El informe que el siervo trajo a su señor acerca de las
afrentosas excusas que dieron sus invitados para no asistir al
banquete, con las cuales mostraron la poca estima en que le tenían
(v. 21): «Regresó el siervo e hizo saber estas cosas a su señor», es
decir, le insinuó que tendría que comer su cena a solas, pues los
convidados se habían negado a venir. Podemos imaginar que el
siervo presentaría este informe con sorpresa y con tristeza, pero lo
hizo con fidelidad, sin poner las cosas mejor o peor de lo que eran.
Así es como han de acudir al trono de la gracia los ministros del
Señor. Si están alegres por haber visto fruto en su ministerio,
«satisfechos del fruto de la aflicción de su alma» (Is. 53:11), han de
acudir a Dios con gratitud y alegría. Si están tristes por parecerles
que sus labores han sido en vano, han de ir también a Dios para
derramar ante Él las quejas (v. He. 13:17) de su corazón, «porque
ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta».
Grande es la responsabilidad de los pastores, pero no hay que
descartar la responsabilidad de las ovejas.
4. La justa indignación del dueño de la casa, ante la afrenta que
se le hace: «Entonces, enojado el padre de familia …» (v. 21). La
ingratitud de quienes toman a la ligera la invitación del Evangelio y
el desprecio con que, de este modo tratan «las riquezas de la
benignidad de Dios» (Ro. 2:4), son una grandísima provocación
contra la justicia de Dios. El abuso de la misericordia divina conduce
a la más terrible de las miserias: «¡la ira del Cordero!» (Ap. 6:16).
Por eso, dice el padre de familia: «Os digo que ninguno de aquellos
hombres que fueron convidados, gustará mi cena» (v. 24). La gracia
despreciada es una gracia perdida, como la primogenitura de Esaú.
Los que no quieren recibir a Cristo cuando pueden, no podrán
tenerlo cuando querrían haberlo recibido.
5. El afán que puso el señor en que su mesa estuviese tan
rodeada de invitados como llena estaba de manjares: «Dijo a su
siervo: Sal inmediatamente por las plazas y las calles de la ciudad,
y trae acá a los pobres, los mancos, los cojos y los ciegos»; como si
dijera: «Ya que los autosuficientes no quieren venir, llama a los
necesitados y a los inválidos. «Y dijo el siervo: Señor, se ha hecho
como mandaste, y aún hay lugar» (v. 22). Muchos judíos
comenzaron a entrar en el reino, no de los escribas y fariseos, sino
de los publicanos y pecadores. Pero aún había lugar. Entonces,
«dijo el señor al siervo: Sal a los caminos y a los vallados y
fuérzalos a entrar para que se llene mi casa» (v. 23); como si dijese:
«Sal fuera de la ciudad, a los caminos donde los desocupados
vagabundean y las gentes sin hogar se extravían (comp. con Ef.
2:12, 19), y fuérzalos a entrar, no por la violencia bruta, sino por la
persuasión de la gracia (comp. con Jn. 6:44), haciéndoles saber,
aunque se sorprendan de ello, que esta maravillosa fiesta está
destinada también para ellos, los que eran extranjeros en cuanto a
los pactos de la promesa» (Ef. 2:12), así como para «lo necio, lo
débil, lo vil y lo menospreciado del mundo» (v. 1 Co. 1:27–28). Así
que:
(A) La provisión que para salvación de los hombres hace Dios
por medio del Evangelio, no ha sido en vano, pues, aun cuando
algunos la rechacen, otros la aceptarán con gratitud.
(B) Los más pobres e insignificantes según el mundo son
recibidos por Cristo igualmente que los ricos y potentados. La
compasión del Señor en favor de todas las almas debe estimular
nuestro interés por llevar almas a Cristo, sin acepción de personas.
(C) Muchas veces, el Evangelio obtiene los mayores éxitos entre
quienes nos parecería que son los peor dispuestos a beneficiarse
de él. Los publicanos y las prostitutas, según palabra del propio
Jesús, marchaban hacia el reino de Dios por delante de los escribas
y fariseos; «hay últimos que serán primeros, y primeros que serán
últimos» (13:30). Esto nos enseña a no confiar demasiado en los
que parecen prometer mucho, y a no desesperar de los que
parecen no prometer nada.
(D) Los ministros del Señor no han de contentarse con meros
consejos y frías exhortaciones, sino que deben importunar con
urgencia a entrar en el reino de Dios, según el mandato de nuestro
Dueño («Sal inmediatamente …», v. 21). y decid a todos: «Venid,
no perdáis tiempo, que ya todo está preparado» (v. 17).
(E) Por muchos que sean los que participen en los beneficios del
Evangelio, siempre hay lugar para más en la casa del Señor;
siempre hay en Cristo lo suficiente para todos, lo mismo que para
cada uno; y sólo quedan excluidos de su mesa los que se excluyen
a sí mismos.
(F) Los creyentes hemos de ser optimistas. La casa de Cristo,
aun cuando es muy grande, al final quedará llena.
Versículos 25–35
En la presente porción, Jesús se dirige a las multitudes que se
agolpaban en torno de Él y les exhorta a que comprendan y
consideren las condiciones que el discipulado cristiano impone.
Vemos:
I. Con qué interés escuchaban a Cristo las multitudes: «Grandes
multitudes iban con Él» (v. 25). Unos iban por afecto al Señor, otros
le seguían por interés, algunos le acompañarían por mera
curiosidad; era una multitud tan abigarrada como la que acompañó
a los hijos de Israel en su salida de Egipto (Éx. 12:38 «gran multitud
de toda clase de gentes»).
II. Con qué sinceridad les expuso el Señor lo que demanda de
los que deseen seguirle, para que no se llamen a engaño y se
preparen a lo peor que pueda sucederles.
1. Les viene a decir que el camino del cristiano no es un camino
de comodidad y de componendas. Algunos esperarían quizá que
dijera: «Si alguno viene a mí para ser mi discípulo, tendrá riqueza y
honores en abundancia». Pero Cristo les dice precisamente lo
contrario:
(A) Han de estar dispuestos a desprenderse de lo que más
quieran, antes que perder su interés por el Señor. No será sincero
en su propósito, ni constante en su resolución, a no ser que ame a
Cristo más que a nadie y más que a nada en este mundo. El padre,
la madre, la mujer, los hijos, los hermanos y las hermanas, y aun su
propia vida, han de ocupar en el corazón del creyente un lugar
inferior al de Cristo. Jesús no menciona aquí casas ni tierras porque
incluso la filosofía puede enseñar al hombre a mirar con desprecio
todas estas cosas; mas el cristianismo va más lejos: todo ser
humano ama a sus más íntimos familiares, no obstante si ha de ser
un buen discípulo de Cristo, ha de menospreciarlos, si es necesario;
en comparación con Él no es que haya de aborrecer literalmente a
nadie, sino que el consuelo y el apoyo que en ellos hallamos han de
subordinarse al amor que hemos de profesar al Señor. Así que,
cuando nuestro deber hacia los padres entra en competición con
nuestro deber evidente hacia el Señor, hemos de dar a Cristo la
preferencia. Si nos vemos en la alternativa de negar a Cristo o ser
negados y despedidos por nuestros familiares (como fue el caso de
muchos primitivos cristianos, y siempre lo ha sido), debemos optar
por perder el afecto y la compañía de éstos, antes que perder el
favor de Dios y la comunión con Cristo. Del mismo modo, todo
hombre ama su propia vida, no se odia a sí mismo; sin embargo, no
podemos ser discípulos de Cristo a menos que le amemos a Él más
que a nuestra propia vida. Esto puede sonar áspero y duro, pero
quien haya experimentado los goces de la vida espiritual y haya
avivado con fe su esperanza de la vida eterna, considerará fácil lo
que parece tan difícil. La prueba de esta opción radical por Cristo
suele presentarse en tiempos de tribulación o persecución, pero
hasta en días de «paz» puede ser sometida a prueba dicha opción.
Quienes se avergüenzan de confesar a Cristo por temor de ofender
a un amigo o de perder un cliente, dan motivo para sospechar que
aman al amigo o al cliente más que a Cristo.
(B) Han de estar dispuestos a sobrellevar lo que resulta muy
pesado (v. 27): «Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no
puede ser mi discípulo». Aunque no sea corriente el caso de que un
creyente sea literalmente crucificado, todo creyente, no obstante,
tiene que llevar su cruz y estar contento, no sólo resignado, de que
los mundanos le pongan nombres ignominiosos, pues no hay
nombre tan ignominioso como el «llevador de su propio patíbulo», a
quien los antiguos romanos llamaban Furcifer = llevador de la horca.
Es menester que el discípulo de Cristo lleve su cruz y siga así a
Cristo, es decir ha de llevarla en el camino de su deber
cuandoquiera se presente la ocasión; y ha de llevarla cuando Cristo
se lo ordene, con la esperanza viva de compartir después su gloria.
2. Les pide a continuación que se pongan a considerar el costo
del discipulado. Es mejor no comenzar que no seguir adelante
después de haber empezado; por consiguiente, antes de empezar
hemos de reflexionar sobre lo que significa el perseverar. Esto es
actuar razonablemente, como compete a seres humanos,
racionales. La causa de Cristo exige pasar un examen. Satanás
muestra el lado «rosa» de la vida, pero oculta lo peor. Esta reflexión
es, pues, necesaria para la perseverancia. Nuestro Salvador ilustra
esta enseñanza por medio de dos comparaciones:
(A) Estamos en la misma posición que un hombre que piensa
edificar una torre y, para ello, es preciso que considere el costo (vv.
28–30): «¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se
sienta primero y calcula los gastos?» Debe acomodar su proyecto a
su bolsillo, no sea que se rían de él por haber puesto el cimiento de
la torre, y no poder acabarla. Todos los que hacen profesión de su
fe es como si comenzaran a edificar una torre: han de comenzar por
abajo, profundizar en los cimientos, edificar sobre roca, asegurarse
de que el trabajo marcha bien y, luego, aspirar a que la torre se
eleve hasta el cielo. Quienes tratan de edificar esta torre deben
sentarse a calcular el gasto; es decir, lo que ha de costarles el llevar
una vida de abnegación, sacrificio y vigilancia. Es posible que les
cueste el perder su reputación entre los hombres y todas las demás
cosas de este mundo que les sean queridas, incluso la vida misma.
Pero, aun cuando nos llegue a costar todo eso, ¿qué es ello,
comparado con lo que le costó a Cristo? Muchos de los que
comienzan a edificar esta torre, no acaban, no siguen adelante, con
lo que muestran su necedad y locura. Es cierto que ninguno de
nosotros tiene en sí mismo los recursos suficientes para acabar
esta torre, pero Cristo ha dicho: «Bástate mi gracia» (2 Co. 12:9).
Con lo cual, no tienen excusa quienes, al haber comenzado, se
vuelven atrás (comp. con 2 Pedro. 2:20–22).
(B) Cuando nos disponemos a ser discípulos de Cristo somos
como un hombre que marcha a la guerra y, por tanto, ha de
considerar los riesgos que eso comporta (vv. 31–32). Un rey que
declara la guerra a otro rey considera primero si dispone de los
efectivos necesarios para derrotar a su adversario; de lo contrario,
la prudencia más elemental le aconseja que desista de tal proyecto.
Y, ¿no es el creyente un soldado enzarzado en una guerra? (v. Ef.
6:11–17; 1 Ti. 6:12; 2 Ti. 2:3–4; 4:7). Hemos de luchar en cada paso
que damos, puesto que nuestros enemigos espirituales nunca
cesan en su oposición. Por tanto, hemos de considerar si estamos
dispuestos a aguantar las dificultades que un buen soldado de
Cristo ha de esperar, antes de alistarnos bajo la bandera de Cristo.
Puestos en la alternativa, es preferible quedarse con el mundo a
tratar de aparentar que hemos renunciado a él, y volvernos después
al mundo. Aquel joven rico que no tuvo valor para dejar sus
posesiones y seguir a Cristo, hizo mejor en marcharse de Cristo con
tristeza que en quedarse con Él con disimulo.
Esta parábola se puede aplicar de un modo distinto, como
destinada a exhortarnos a que nos demos prisa a entregarnos al
Señor antes de que sea demasiado tarde; en este caso, significaría
algo semejante a lo que el Señor dice en Mateo 5:25: «Ponte a
buenas deprisa con el que te quiere llevar a los tribunales». Los que
persisten en continuar en el pecado están haciéndole la guerra a
Dios, pero el pecador más atrevido y orgulloso que pueda existir, es
incapaz de entablar contienda con el Omnipotente (comp. con 1 Co.
1:25; 10:22). Si tenemos en cuenta esto, haremos bien, por nuestro
propio interés, en estar en paz con Dios (Ro. 5:1). No necesitamos
para ello pedir condiciones de paz (v. 32), pues éstas nos son
ofrecidas gratis y en forma maravillosa (v. 2 Co. 5:19–21).
¡Acojámonos, pues, a ellas y estaremos en paz! ¡Hagámoslo
«cuando el otro está todavía lejos»!
Pero la aplicación general que hallamos al final (v. 33) es que
debemos estar dispuestos a ser totales en nuestra opción por
Cristo: «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo
que posee, no puede ser mi discípulo».
3. Les pone en guardia contra la apostasía, porque eso les
tornaría totalmente inútiles, inservibles (vv. 34–35). Los buenos
creyentes (especialmente, los buenos ministros del Señor) son la
sal de la tierra (v. Mt. 5:13). La sal es buena y de gran uso. Los
cristianos degenerados, que desacreditan su profesión de fe antes
que dejar las cosas del mundo que les apartan de Cristo, son como
la sal que se ha vuelto insípida, la cual es la cosa más inútil del
mundo pues no sirve para sazonar los alimentos y convierte en
estériles los campos; sólo sirve para ser hollada; se ha quedado sin
ninguna cualidad buena y, además, nunca puede recobrar su
antiguo sabor: «¿con qué se sazonará?»; como si dijese: «Si el
oficio de la sal es sazonar y no hay otro cuerpo que sazone, ¿cómo
podrá una sal insípida recobrar aquello para lo cual sólo ella tenía la
virtud necesaria? ¿Quién la salará?» Esto da a entender que es
extremadamente difícil, y aun casi imposible, que un apóstata se
recupere (v. He. 6:4–6 según la interpretación más corriente—
aunque es un pasaje muy difícil—. Nota del traductor). El fiemo o
estiércol es útil para abonar la tierra; pero la sal, no. Así también, el
más perdido criminal está más cerca del reino de Dios que el falso
profesante. Un tal hipócrita, cuya mente y conducta son
depravadas, es el más insípido animal que puede existir. Como no
sirve ni para Cristo ni para el mundo, todos lo arrojan fuera, ya que
no les sirve para nada; a un cristiano que es consecuente con su fe,
hasta los que le odian llegan a respetarle; pero al que no se
comporta conforme a lo que dice ser, ¿quién va a prestarle crédito?
Tales individuos deben ser puestos fuera de la iglesia, porque hay
peligro de que otros se contagien de ellos. El Señor concluye esta
porción con la misma seria advertencia que suele hacer en asuntos
de vital importancia: «El que tiene oídos para oír, oiga».
CAPÍTULO 15
En este capítulo, vemos cómo los escribas y fariseos murmuran
de la gracia del Señor, mientras que los tenidos por grandes
pecadores (entre ellos, los cobradores de impuestos) se acercan a
Jesús. Esto da al Señor la oportunidad de pronunciar tres hermosas
parábolas, la tercera de las cuales ha motivado gran número de
conversiones a lo largo de la Historia de la Iglesia.
Versículos 1–10
I. En esta porción, vemos en primer lugar la diligencia con que
los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle (v. 1).
Grandes multitudes de judíos iban con Él (14:25): algunos, con tal
seguridad de ser admitidos al reino de los cielos, que Jesús juzgó
necesario desengañarles, diciéndoles cosas que iban a trastornar
sus vanas esperanzas; pero aquí tenemos también multitudes de
cobradores de impuestos y de pecadores que se acercarían a Jesús
humildemente, quizá con cierto temor de ser rechazados, y fue
precisamente a éstos a quienes dirigió palabras de gran estímulo,
consuelo y aliento. Algunos cobradores de impuestos serían tal vez
malas personas, pero la gente abominaba de todos ellos
injustamente, a causa de los prejuicios que la nación judía abrigaba
contra los que, con este oficio, parecían servir a un poder extranjero
y pagano. A veces, se les nombra en compañía de las prostitutas
(Mt. 21:32); aquí, y en todas las demás porciones, se les asocia con
los pecadores. Éstos se acercaban a Jesús, no como otros que lo
hacían por curiosidad para verle, ni como otros que venían por
propia conveniencia para pedir que les sanase, sino para oírle, para
escuchar su maravillosa doctrina. Siempre que nos acerquemos a
Cristo hemos de tener presente esto, que nos acerquemos para oír
las instrucciones que nos de y sus respuestas a nuestras oraciones.
II. La ofensa que los escribas y fariseos recibieron por esto:
«Murmuraban diciendo: Éste recibe a los pecadores y come con
ellos» (v. 2). De modo que estos escribas y fariseos:
1. Se enojaban de que estos pecadores tuviesen a mano los
medios de gracia y fuesen estimulados a esperar el perdón de sus
pecados bajo condición de un sincero arrepentimiento.
2. Pensaban que no cuadraba bien con la dignidad del carácter
de Jesús el hacerse amigo de tales personas hasta el punto de
comer con ellas. Como no podían condenarle por predicarles, le
censuraban por comer con ellos, lo cual estaba en mayor
contradicción con las tradiciones de los ancianos.
III. La vindicación que Cristo hizo de su propia conducta, pues les
mostró que, cuanto peor es un pecador, mayor gloria recibe Dios y
mayor gozo hay en el Cielo, cuando uno de esos pecadores se
convierte mediante la predicación del Evangelio y por el
arrepentimiento obrado en el corazón por el Espíritu Santo. Dios y
los ángeles se complacen más viendo a los publicanos y pecadores
convertirse a una vida santa que al ver a los escribas y fariseos
continuar en su hipocresía. Esto lo ilustra Jesús mediante tres
parábolas, de las que analizamos en esta sección las dos primeras:
1. La parábola de la oveja perdida (v. también Mt. 18:12). En
Mateo, tiene por objeto mostrar cómo se cuida Dios de la
preservación de sus santos; aquí está destinada a mostrar el gozo
que Dios siente en la conversión de los pecadores. Aquí tenemos:
(A) El caso de un pecador extraviado en el pecado. Es como una
oveja perdida, descarriada (Is. 53:6); está perdida para Dios,
perdida para el rebaño y perdida para sí misma; no sabe dónde se
encuentra, vaga sin cesar, está continuamente expuesta a ser presa
de las fieras, sujeta a sustos y terrores, lejos del cuidado del pastor
y en grave necesidad de buenos pastos; además, la oveja es uno
de los pocos animales que son incapaces de hallar por sí mismos el
camino de vuelta al rebaño; exactamente lo mismo que le pasa al
pecador.
(B) El interés que el Dios de los cielos muestra en la salvación de
los pecadores que vagan por las extraviadas sendas del pecado. La
preocupación de un buen pastor se centra en la pérdida de una sola
oveja, aun cuando tenga otras noventa y nueve que estan a salvo.
Aun siendo una, no quiere perderla, sino que va en busca de ella, y
no descansa hasta haberla hallado. Del mismo modo, Dios va en
busca de cada pecador perdido, «no queriendo que nadie perezca»
(2 P. 3:9), y cuando le halla, la pone sobre Sus hombros gozoso,
llevándola con paciencia y ternura, hasta reconducirla al redil. Como
dice una estrofa del famoso himno litúrgico Dies irae:

«Buscándome, te sentaste fatigado (v. Jn. 4:6);


Me redimiste mediante tus padecimientos en la Cruz;
¡Haz que tan grandes fatigas no sean en vano!»

Agustín de Hipona (Confesiones, III, 11, 19, al final) escribe, a


este respecto, una de sus bellas frases: «Así cuidas de cada uno de
nosotros—le dice a Dios—, como si no tuvieras más que cuidar, y
así de todos como de cada uno». En efecto, Dios envió a su Hijo a
buscar y a salvar lo que estaba perdido (19:10). Cada uno de
nosotros estaba perdido, y no cabe duda que, aun cuando en el
mundo no hubiese sino un solo pecador (tú, o yo, o cualquier otro),
Cristo habría venido a morir en la Cruz para salvar a ese uno. De
Cristo estaba profetizado (Is. 40:11) que había de recoger en su
brazo los corderos y llevarlos en su seno, mostrando así su
compasión y su ternura, pero aquí se nos dice que los pone sobre
sus hombros, «una práctica—dice Bliss—familiar entre los pastores,
cuando el animalito está enfermo, fatigado o por cualquier motivo
incapacitado para andar con sus propias patitas». ¡Dichosos
quienes son alcanzados por las manos traspasadas de nuestro
bendito Salvador, porque nadie podrá arrancarlas de esas manos!
(v. Jn. 10:28–30).
(C) El gozo que el mismo Dios experimenta con el
arrepentimiento de los pecadores que vuelven al rebaño. Como
Buen Pastor, los lleva gozoso; tanto más cuanto más remota
parecía la esperanza de hallar a esa oveja perdida. «Y al llegar a
casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo»
(v. 6). Obsérvese que aun estando perdida la oveja la llama mi
oveja; por eso, se preocupa de ella como de algo propio y muy
personal, y dice: «He encontrado mi oveja»: no envió un ángel, un
criado, sino a su propio Hijo (Jn. 3:16; Ro. 8:32; Gá. 4:4), «el Pastor
y Guardián de nuestras almas» (1 P. 2:25. V. Jn. 10:11 y ss.; 1 P.
5:4) el cual hallará sin duda cuanto busque y será hallado por
quienes no le buscan (comp. con Ro. 10:20).
2. La parábola de la moneda perdida. Vemos los detalles
siguientes:
(A) Quien ha perdido esta moneda es una mujer. Tenía diez
monedas, quizá las arras de su matrimonio, y se le ha extraviado
una. Vemos aquí otra manera de exponer la misma verdad. Al citar
a Godet dice Bliss: «Así como la otra (parábola) demostró el
cuidado del Salvador por los pecadores abandonados por causa de
su lamentable estado, así ésta los presenta como propiedad de tal
valor para Él, que no puede cederla».
(B) Lo que ha perdido es una moneda de plata, de valor
intrínseco, no como el hierro o el plomo. En esa moneda, que es el
hombre, está estampada la imagen de Dios y su inscripción. Esta
moneda estaba ensuciada en el fango del pecado; pero aun
manchada, es de plata y Dios le da un valor tan grande que para
rescatarla ha pagado un precio infinito (v. 1 P. 1:18–19).
(C) Esta mujer no escatima tiempo ni esfuerzo para encontrar la
dracma perdida: «Enciende una lámpara, y barre la casa, y busca
con diligencia hasta encontrarla» (v. 8). Esto representa los varios
medios y diversos métodos que usa Dios para atraer hacia Sí (v. Jn.
6:44) a las almas perdidas: Ha encendido la luz del Evangelio, no
para hallar Él el camino hacia nosotros, sino para que nosotros
pudiésemos hallar el camino hacia Él; ha puesto en su corazón el
traernos a su casa.
(D) La mujer experimenta un gozo extraordinario por haber
hallado la moneda que tanto significaba para ella: «Reúne a sus
amigas y vecinas, diciendo: Gozaos conmigo, porque he encontrado
la dracma que había perdido» (v. 9). Quienes disfrutan de un gozo
santo desean que también otros se regocijen con ellos. La
agradable sorpresa de haber hallado la moneda que completaba el
número de sus diez arras excita a la mujer de tal manera que nos
parece oírla, arrebatada de gozo, repetir a sus amigas: «¡La hallé, la
hallé!»
3. En las dos parábolas hallamos el mismo resultado apetecido
por el Señor: «Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de
Dios por un pecador que se arrepiente» (v. 10). Aquí vemos (como
en v. 7):
(A) Que el arrepentimiento y la conversión de los pecadores en la
tierra son motivo de regocijo en los cielos. La posibilidad de
arrepentirse, con la gracia de Dios, está al alcance de los mayores
pecadores de este mundo; y, mientras hay vida en una persona,
hay esperanza de salvación para el mayor criminal (v. 23:43), pues
el carácter de Dios se muestra, ante todo, en su misericordia
siempre presta a perdonar (v. Éx. 34:5–7; Dn. 9:7–9). Por eso,
reviste tanta solemnidad la aseveración de Pablo: «Dios … manda a
TODOS los hombres en TODO lugar, que se arrepientan» (Hch.
17:30). Dios se complace en todas sus obras (v. Gn. 1:31), pero
especialmente en las obras de su gracia. Por eso, siente especial
complacencia cuando un pecador se convierte. Se alegra de la
conversión de las gentes, pero también de los pecadores
individuales, aun cuando sólo sea uno. Y los santos ángeles de
Dios se regocijan también en la conversión de los pecadores, por
eso, al anunciar el nacimiento del Redentor, «decían (no cantaban):
Gloria a Dios en lo más alto» (2:13–14).
(B) Que «hay mayor gozo en el cielo por un pecador que se
arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de
arrepentimiento» (v. 7). Es decir, mayor gozo por la conversión de
un pecador que se reconoce como tal: cobradores de impuestos,
prostitutas, paganos, etc. convertidos por la predicación de Cristo,
que por todas las hipócritas muestras de devoción y alabanza a
Dios («Dios, te doy gracias …», 18:11) de los fariseos y de los
demás judíos que no se sentían con necesidad de arrepentirse,
apoyados en su propia justicia (v. Ro. 10:1–3). Cristo les enseña
aquí que Dios es mejor alabado, y se siente más complacido, con el
arrepentimiento sincero de uno de esos despreciados y envidiados
pecadores, que con todas las largas oraciones de los escribas y
fariseos, quienes eran incapaces de hallar en sí mismos defecto
alguno; mayor gozo igualmente por la conversión de un gran
criminal que por la conducta «decente» de los que, en comparación,
no necesitan un arrepentimiento tan profundo. No es que sea
preferible extraviarse lo más lejos posible, sino que la gracia de
Dios se manifiesta con mayor fuerza y evidencia al reducir al buen
camino a los grandes pecadores, que al conducir por sendas
honestas a quienes nunca se marcharon tan lejos. Y lo cierto es
que, con mucha frecuencia, los que han sido grandes pecadores
antes de su conversión, se muestran después más fieles, dedicados
y celosos de buenas obras, pues a quien mucho se ha perdonado,
se le suele notar mayor amor. Nosotros mismos experimentamos
mayor gozo por la recuperación de algo que habíamos perdido, que
por la continua posesión de lo que siempre habíamos disfrutado,
por eso, estimamos más la salud después de una enfermedad que
una salud sin enfermedad. La normal perseverancia en la piedad es
de suyo, más laudable y de mayor valor espiritual que el extravío,
pero una súbita recuperación después de una gran caída rinde
también iguales, y aun mayores, frutos de santidad, especialmente
cuando el creyente se ha ido deslizando casi insensiblemente al
enfriamiento del primer amor (v. Ap. 2:4).
Versículos 11–32
Parábola del hijo pródigo. Jesús la pronunció con el mismo
objetivo que las dos anteriores, pero las circunstancias de esta
parábola explican mucho mejor las riquezas del Evangelio de la
gracia de Dios, por eso ha sido (y lo será, mientras el mundo exista)
de un inefable provecho para los pobres pecadores.
I. La parábola representa a Dios, primordialmente, como Padre
común de «justos y pecadores», de fariseos y publicanos, dentro
del pueblo de Israel, no de toda la humanidad, aunque lo es
«potencialmente» de todos los hombres (2 Co. 5:19–21). Para
demostrar esto, basta con comparar, por una parte Juan 1:12–13
con 8:41–44 y, por otra, el «varones hermanos» en boca de
israelitas (Hch. 2:37), con el «señores» en boca de un gentil (Hch.
16:30). Nuestro Salvador da a entender con esto que tanto los
orgullosos fariseos como los despreciados publicanos eran
hermanos, por cuanto tenían un Padre común y, por tanto, debían
alegrarse de que la gracia de Dios se manifestase en el perdón de
los pecadores como se manifestaba en la preservación de los
justos.
II. También representa a los hijos de los hombres como personas
de carácter y temperamento diferente. Este padre tenía dos hijos (v.
11) tan diferentes: uno de ellos, reservado y austero, sobrio, pero
malhumorado con cuantos le rodeaban; rígido como era, se adhería
a las normas en las que había sido educado, y difícilmente se le
podía apartar de ellas. El otro hijo era frívolo e inquieto, impaciente
y sin freno, vago y libertino, deseoso de hacerse con la herencia
para derrocharla en cuanto cayera en sus manos (de ahí le viene el
nombre de «pródigo» en su peor sentido—nota del traductor). Ahora
bien, este segundo hijo representa a los publicanos y pecadores y,
en un sentido más lejano, a los gentiles. El primero representa a los
escribas y fariseos y, en un sentido más lejano, a los judíos en
general. El hijo «menor de ellos» (v. 12) es el «pródigo». Veamos:
1. Su desenfreno y su extravío primeramente, con todas las
miserias que le sobrevinieron por su pecado. Se nos refiere:
(A) Cuál fue la requisitoria que presentó a su padre (v. 12): «Dijo
a su padre: Padre, dame …» Podía haber sido un poco más cortés
y decirle: «Te ruego que me des», o: «Si te parece bien, dame»;
pero, en tono de exigencia le dice imperiosamente: «Dame la parte
de los bienes que me corresponde»; apela a su padre como a quien
le debe algo. ¡Qué mala cosa es que los hombres consideren los
dones de Dios como algo que Dios les debe! La gran locura de los
pecadores está en contentarse con recibir las cosas buenas en esta
vida y disfrutarlas con urgencia, pues miran sólo las cosas que se
pueden ver y codician satisfacerse al presente con ellas, sin
preocuparse de las cosas espirituales que pertenecen a la eterna
felicidad. Y, ¿para qué deseaba este joven tener a la mano lo que le
correspondía de la herencia de su padre?
(a) Estaba cansado de obedecer a su padre, y deseoso de
alcanzar la falsa libertad. Véase por aquí la locura de tantos jóvenes
que no se creen libres hasta que no hayan quebrantado todos los
mandamientos de Dios y se hayan atado a sí mismos con las
cadenas de sus propias concupiscencias. Aquí se descubre el
origen y modelo de toda rebeldía contra Dios: No someterse al
gobierno de Dios, sino pretender ser como Dios (Gn. 3:5); y no
conocer otro bien y mal que el que a ellos les place.
(b) Deseaba escapar de la vigilancia de su padre. Como el
avestruz que esconde bajo tierra la cabeza, y piensa que, al no ver,
no será visto, también el pecador se esconde de Dios, olvidándose
de la omnisciencia divina, se hace así prácticamente ateo (v. Sal.
14:1), como si Dios no existiese ni se ocupase de él por no
ocuparse él de Dios.
(c) No tenía confianza en la administración de su padre; quería
tener sus bienes en sus propias manos, a fin de que su padre no le
frenara en el derroche de su fortuna ni le pusiera límite en la
extravagancia de sus caprichos.
(d) Estaba engreído, tenía una opinión muy alta de su propia
suficiencia. Pensaba que si tenía en sus manos la fortuna que le
correspondía, haría de ella mejor uso que el que su padre estaba
haciendo. No hay cosa que tanto arruine la vida de un joven como
su orgullo y suficiencia.
(B) Cuán amablemente condescendió su padre con él: «Y les
repartió los bienes» (v. 12b). Calculó lo que había de dejar de
herencia a cada hijo, y dio al menor lo que éste le pedía, mientras
ofrecía también al mayor lo que le correspondía; pero, por lo que se
ve, el mayor prefirió que su parte quedase por entonces en manos
de su padre, con lo que salió ganando (v. 31 «todas mis cosas son
tuyas»). De todas formas, el menor obtuvo lo que deseaba y quizá
más de lo que esperaba. Con esto vemos la amabilidad del padre y
la necedad de este hijo, la cual él iba a experimentar muy pronto al
derrochar toda su herencia de la manera más insensata. De un
modo semejante a este padre, se comporta Dios con el pecador, no
fuerza a nadie a quedarse en su casa, bajo su dominio suave y
paternal, sino entrega a los hombres a los deseos de sus propios
corazones (v. Sal. 81:12; Ro. 1:24, 26, 28; 2:4–11).
(C) Cómo administró los bienes cuando los tuvo en sus manos.
Se dio prisa a gastarlos cuanto antes, tanto que, en muy poco
tiempo, se convirtió a sí mismo en un miserable mendigo: «No
muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a
una provincia apartada; y allí malgastó sus bienes viviendo
perdidamente» (v. 13).
Ahora bien, la condición del pródigo en este extravío es un buen
ejemplo de la condición pecadora en la que todo hombre ha caído
pues:
(a) El estado del pecador es de apartamiento y distancia de Dios.
Es el pecado lo que nos separa de Dios (v. Is. 59:2). Así como el
hijo pródigo se fue lejos de la casa de su padre, también el pecador
se marcha lejos de Dios, tan lejos como puede. El mundo es como
la provincia apartada en la que el pecador fija su residencia. En esto
se resume y compendia la miseria del pecador, en apartarse más y
más de Dios. ¿Qué es, en efecto, el Infierno sino el estar apartados
de Cristo? (v. Mt. 25:41).
(b) El estado del pecador es de dispendio y derroche,
malgastando perdidamente los bienes que Dios nos concede como
hizo el pródigo «al consumir sus bienes con rameras» (v. 30), hasta
que lo gastó todo (v. 14) en poco tiempo. Sin duda, se compraría
espléndidos vestidos y se juntaría con muchos amigos que le
ayudasen a terminar pronto con la fortuna que había recibido por
herencia. Podemos aplicar esto espiritualmente: Los pecadores
derrochan su patrimonio, no sólo emplean mal los pensamientos y
las facultades de su alma, sino que los emplean en el mal; no sólo
entierran los talentos sino que los malgastan. Los dones de la
Providencia, destinados a que los hombres los empleen en el
servicio de Dios y en provecho propio y del prójimo, le sirven al
pecador de alimento y combustible para sus concupiscencias. El
hombre que se hace esclavo del mundo o de la carne, malgasta sus
bienes y vive perdidamente (en efecto, el vocablo griego asotos
significa lo contrario de salvación).
(c) El estado del pecador es de miseria y necesidad: «Y cuando
todo lo había gastado, vino una gran hambre en aquella provincia, y
comenzó a pasar necesidad» (v. 14). El derroche innecesario es el
padre de la necesidad miserable. Una vida de perdición conduce a
muchos hombres, rápidamente a veces, a carecer hasta de un
mendrugo de pan, especialmente cuando a una mala administración
se le junta una mala situación general. Esto representa la gran
miseria de los pecadores, quienes han malgastado las mercedes
divinas, derrochándolo todo por el placer de los sentidos y por las
vanidades del mundo, prestos a perecer de hambre cuando estas
cosas les llegan a faltar; carecen de lo más necesario, de lo único
necesario, pues les falta verdadera satisfacción en las cosas de
esta vida, y no les queda esperanza de las verdaderas
satisfacciones de la vida eterna. El estado del pecador es como el
de una provincia apartada, en la que reina el hambre; es un
miserable mendigo y, lo que es peor, se ha puesto a sí mismo
voluntariamente en tan triste condición.
(d) El estado del pecador es del más vil servilismo. Cuando este
desgraciado pródigo cayó en la necesidad, su necesidad le hizo
caer en la esclavitud: «Fue y se apegó (lit.) a uno de los ciudadanos
de aquella tierra» (v. 15). La consecuencia de haber vivido
perdidamente fue tener que servir vilmente. El verbo «se apegó» (el
mismo de Gn. 2:24 «se unirá») muestra que este joven cuando se
encontró ya sin un céntimo, «se le pegó» de tal forma a dicho
ciudadano acomodado económicamente, que no le soltó hasta que
le ofreciese algún trabajo, por bajo que fuese, con el que poder
sobrevivir. ¡Y cuán bajo fue el oficio que de él obtuvo este pobre
joven, que antes era un hacendado caballero! El que disponía y
disfrutaba libremente de lo mucho y bueno que había en la casa de
su padre, se vio obligado a servir a un amo duro, «el cual le envió a
sus campos para que apacentase cerdos» (v. 15); no ovejas, sino
cerdos ¡lo más bajo e ignominioso para un judío! Esto es lo que el
diablo da a quienes le sirven: provisión de carne para satisfacer sus
concupiscencias (Ro. 13:14), y convencerles de que no hay mejor
cosa que devorar suciedades y gruñir como los cerdos. ¿Cómo es
posible que almas inmortales se rebajen de tal forma, que lleguen a
codiciar la pitanza de los cerdos? Los espíritus selectos no se
nutren de bazofia.
(e) El estado del pecador es de perpetua insatisfacción: «Y
deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos»
(v. 16). ¡Un ser racional, apetecía el manjar más ordinario del más
bajo de los brutos animales! ¡Desear ávidamente ser comensal de
los cochinos puercos! Lo que los pecadores se prometen, cuando
se alejan de Dios y en lo que desean satisfacerse sólo ha de
servirles de desilusión. ¡Y ojalá les sirva de desengañó, por la
gracia de Dios! Porque están gastando su jornal en lo que no sacia
(Is. 55:2). El algarrobo de Palestina era un alimento adecuado para
cerdos, pero no para seres humanos, aunque de su fruto comían las
gentes más menesterosas. De igual manera, las riquezas y
diversiones de este mundo pueden agradar al cuerpo, pero ¿de qué
sirven a las almas que no tienen precio? Ni se adaptan a su
naturaleza, ni satisfacen sus deseos, ni cubren sus necesidades.
(f) El estado del pecador es tal que no puede esperar alivio de
ninguna cosa creada. Cuando el joven pródigo no pudo obtener el
sustento mediante su trabajo, lo buscó mediante sus ruegos; incluso
se contentaba con una ración de algarrobas de las que comían los
cerdos, «pero nadie le daba» (v. 16). Quienes se alejan de Dios no
pueden hallar ayuda en nadie ni en nada; en vano claman al mundo
y a la carne: el mundo no acoge a los menesterosos, la carne no
satisface a los hambrientos. Sólo les queda lo que emponzoña al
alma, no lo que la nutre.
(g) El estado del pecador es un estado de muerte: «Este mi hijo
estaba muerto» (vv. 24 y 32). El pecador, no sólo está muerto en
sentido legal, como quien está condenado a muerte, sino que está
ya espiritualmente muerto en sus delitos y pecados (Ef. 2:1, 5): no
está unido a Cristo ni vive para Dios, en quien está la fuente de la
vida; por tanto, está muerto, como el pródigo en la provincia
apartada estaba muerto para su padre, su familia y su propia alma .
(h) El estado del pecador es de perdición: «Este mi hijo … se
había perdido» (vv. 24, 32): perdido para todo lo bueno que había
en casa de su padre. Las almas que están separadas de Dios están
perdidas (v. comentario a 19:10); perdidas como un viajero que
vaga sin rumbo, extraviado, y que, si no lo remedia la misericordia
de Dios, se perderá para siempre y sin recuperación posible.
(i) El estado del pecador es un estado de locura y frenesí, lo cual
se insinúa por la expresión «volviendo en sí» del versículo 17, por la
que vemos que, antes de arrepentirse, estaba fuera de sí. Ya lo
estaba cuando se marchó de casa, pues, en frase profunda del
filósofo Malebranche, «Dios es el lugar de los espíritus, así como el
espacio es el lugar de los cuerpos»; todavía se alejó más y más de
sí mismo cuando se hundió en el cieno del pecado y, finalmente,
cuando se apegó a un ciudadano de aquella región apartada (comp.
con el: «¿Dónde estás tú?» de Gn. 3:9). Los pecadores, como los
locos, se destruyen a sí mismos con necias concupiscencias y, al
mismo tiempo, se engañan a sí mismos con falsas esperanzas.
2. Su arrepentimiento y su regreso después. Obsérvese aquí:
(A) Qué fue lo que motivó su conversión: Fue caer en la cuenta
de su miseria; cuando se vio en extrema necesidad, entonces volvió
en sí. De la misma manera, cuando el Espíritu Santo aplica a un
alma el fruto de la redención del Calvario, primero la convence de
su estado de miseria y de pecado, como los israelitas mordidos por
las serpientes venenosas (v. Nm. 21:9; Jn. 3:14–15). Las pruebas y
aflicciones, cuando van santificadas con la gracia divina, son un
medio admirable para hacer que el pecador se vuelva de sus
caminos extraviados. Cuando nos percatamos de la incapacidad de
las criaturas para hacernos felices y hemos probado en vano todos
los métodos posibles para aliviar la sed de nuestra alma, es
entonces el tiempo propicio para reflexionar razonablemente y
pensar en volvernos a Dios. Cuando vemos que todos los seres
humanos son incapaces de prestarnos ayuda, malos médicos para
curar el cáncer del pecado (comp. con Jer. 17:5 y ss.) es la hora de
volvernos a Cristo, único que puede curar y salvar, ningún otro nos
dará lo que necesitamos.
(B) Qué fue lo que preparó el camino de regreso: Fue la
reflexión. Vuelto en sí recobró el recto uso de su mente y pensó:
«¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de
pan!» (v. 17). La reflexión es el primer paso para la conversión.
Consideró cuán crítica era su situación: «¡Aquí perezco de
hambre!» (v. 17b). No sólo tenía hambre, sino que estaba a punto
de morirse de hambre. Así los pecadores no se ponen al servicio de
Cristo hasta que no se ven a sí mismos a punto de perecer al
servicio del diablo (comp. Ro. 6:23). Y, aun cuando parezca que
esto es ser llevados a Cristo por la fuerza, no es deshonroso ser
atraídos a Él para bien, sino más bien sumamente honroso ser
llevados al único que puede sanarnos en un caso desesperado.
Consideró el pródigo la abundancia de pan en casa de su padre. En
casa de nuestro Padre hay pan en abundancia para toda la familia y
hasta para compartir con los necesitados. Incluso las migajas que
caen de la mesa son suficientes para nutrir y estar agradecidos. Si
los jornaleros tienen abundancia de pan, ¿de qué carecerán los
hijos? Estas consideraciones deberían animar a todos los
pecadores que se han alejado de Dios a regresar a la casa del
Padre.
(C) Cuál fue la resolución que tomó el pródigo: Sus reflexiones
dieron paso a una correcta conclusión: «Me levantaré e iré a mi
padre» (v. 18a). Los buenos propósitos son cosa buena, pero sólo
las decisiones firmes sirven para algo. No basta con un «querría».
Se ha dicho que el Infierno está empedrado de buenas intenciones.
Este joven tomó una resolución firme, y la puso por obra enseguida:
«Y levantándose, marchó hacia su padre» (v. 20). Aunque se
hallaba en una provincia apartada, muy lejos de la casa del padre,
no dudo en regresar. Cada paso que se anda en dirección al
pecado, ha de ser desandado en dirección a Dios (comp. con Jer.
2:13). Y no sólo resolvió volver, sino que preparó meticulosamente
la confesión que iba a hacer ante su padre. El arrepentimiento
genuino comporta el levantarse y marchar hacia Dios pero también
exige que nos pongamos de acuerdo con lo que Dios manda, pues
no otra cosa significa el vocablo «confesar» en el original (v. 1 Jn.
1:9, homologomen = decimos lo mismo, lo mismo que Dios dice del
pecado y de la santidad). Veamos ahora lo que se propuso decir a
su padre:
(a) Declararle, sin excusas ni tapujos, su pecado: «Padre, he
pecado» (v. 18b). Por cuanto todos hemos pecado (Ro. 3:23), todos
hemos de reconocer que hemos pecado. La confesión del pecado
es la condición necesaria para restaurar nuestra comunión con Dios
(1 Jn. 1:7–10). Si no nos declaramos culpables, no podemos estar
en paz con Dios, sino que apareceremos culpables ante su tribunal.
«Dios te acusa,—dice Agustín de Hipona—; si tú te excusas, te
pones contra Dios; pero si te acusas, te pones de acuerdo con
Dios.» Y David dice: «Al corazón contrito y humillado no lo
desprecias tú, oh Dios» (Sal. 51:17b. Todo el salmo es un modelo
de confesión del pecado).
(b) Lejos de poner atenuantes a su culpa, el pródigo va a cargar
con toda la responsabilidad de su pecado: «He pecado contra el
cielo y ante ti» (vv. 18, 21). Esto debe enseñar a los hijos insumisos
desobedientes, que las ofensas contra sus padres son pecados
contra Dios, pues todo pecado es un desprecio a la autoridad de
Dios sea cual sea (v. Stg. 2:10–11). Vemos, pues, la malignidad del
pecado al atreverse a subir tan alto: «contra el Cielo», pero es una
malignidad necia y altanera, porque es impotente: nadie puede
hacer daño al Cielo. Más aún, lo que se arroja contra el Cielo viene
a caer sobre la cabeza del que lo arroja. Finalmente, vemos que el
pecado se comete ante la vista de Dios, cuya mirada todo lo
penetra: «y ante ti».
(c) Está dispuesto a reconocer que ha perdido todos los
derechos a disfrutar de los privilegios que competen a los hijos: «Ya
no soy digno de ser llamado hijo tuyo» (vv. 19, 21). No niega la
relación que le liga a su padre, puesto que la reconoce al llamarle
«Padre», pero admite que su padre no la reconozca, puesto que él
no lo merece. En realidad, a petición propia, ya había recibido la
porción de la herencia que le correspondía, y no podía exigir nada.
Por eso, es necesario que los pecadores se reconozcan indignos de
recibir ningún favor de Dios.
(d) Con todo eso, ruega un puesto dentro de la casa, aunque sea
en el oficio más bajo: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v.
19b). Como si dijese: «Con eso me conformo, pues ya es más que
suficiente para mí; si quieres imponerme como condición para
recibirme el que te sirva como uno más de los criados no sólo me
someteré a ello, sino que lo tendré por gran privilegio en
comparación con lo que hasta ahora he sufrido de hambre y de
humillación. Alquílame como jornalero, a fin de que yo pueda
mostrar que aprecio la casa de mi padre tanto como antes la
menosprecié».
(e) En todo este proceso de reflexión, el pródigo siempre pensó
en su padre como padre: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré:
Padre …» (v. 18). Si consideramos a Dios como nuestro Padre, nos
servirá de gran ayuda en nuestro arrepentimiento del pecado y en
nuestro regreso a su casa; eso hará que nuestro pesar sea sincero,
que nuestras resoluciones contra el pecado sean firmes, y nos
animará a esperar el perdón. A Dios le complace ser llamado Padre,
tanto por los penitentes como por los suplicantes.
(D) Cómo puso por obra su resolución: «Levantándose, marchó
hacia su padre» (v. 20). La buena resolución que había decidido, la
puso por obra sin demora alguna; como suele decirse «batió el
hierro cuando estaba candente». ¿Hemos prometido a Dios que
vamos a levantarnos del pecado e ir a Él? ¡Levantémonos
inmediatamente y vayamos! El joven pródigo no se paró a medio
camino, excusándose de estar ya cansado y no poder seguir
adelante, sino que, cansado y exhausto como estaba, no paró hasta
llegar a casa de su padre.
3. La acogida que le hizo su padre: «Marchó hacia su padre …»
¿Y cómo pensamos que su padre le recibió? No sólo le recibió, sino
que se anticipó a su llegada y le acogió como si no le hubiera dado
ya todo lo que le pertenecía. Esto ha de servir de ejemplo para los
padres, por si alguno de los hijos les ha sido desobediente o hasta
se les ha marchado de casa, a fin de que, si los hijos entran en
razón y se arrepienten de lo que han hecho no sean duros y
severos con ellos, sino que los traten con la sabiduría que es de
arriba …, condescendiente, benigna y llena de misericordia (Stg.
3:17). Pero la parábola está destinada, ante todo, a poner de relieve
la gracia y la misericordia de Dios hacia los pobres pecadores que
se arrepienten y se convierten a Él, y lo presto que está para
perdonarles. En este punto, hemos de observar:
(A) El gran afecto y amor con que el padre recibió a este hijo: «Y
cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a compasión
y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó efusivamente» (v. 20).
Expresó su amor y su perdón antes de que el hijo expresara su
arrepentimiento. Así también Dios nos responde antes de que le
llamemos, porque sabe lo que hay en nuestro corazón. ¡Cuán vívida
es la descripción que aquí se nos hace! Notemos todos los detalles:
(a) Aquí tenemos unos ojos de misericordia muy alertados:
«Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre»; como si de lo más alto
de una elevada torre hubiese estado mirando constantemente al
camino por el que se le marchó el hijo, y hubiese abrigado siempre
el pensamiento siguiente: «¡Oh, si yo pudiera algún día ver venir por
allí a ese desgraciado hijo mío que en mala hora se marchó!» Esto
nos da a entender el deseo de Dios de que se conviertan los
pecadores, y su presteza a salir al encuentro de los que vienen
hacia Él, pues es consciente de la primera consideración que ellos
se hagan al respecto.
(b) Aquí tenemos entrañas de misericordia, pues este padre
ansiaba volver a ver a su hijo: «Lo vio su padre, y fue movido a
compasión». La miseria es el pedestal de la misericordia, aunque
sea la miseria degradante del pecado y del crimen. Es cierto que es
el pecador quien es la causa de su propia miseria pero «al Señor
nuestro Dios compete el tener compasión y el perdonar, aunque
contra Él nos hemos rebelado» (Dn. 9:9).
(c) Aquí tenemos pies de misericordia, pies que el amor hace
presurosos: «Y corrió». El hijo pródigo venía despacio, bajo el peso
de la vergüenza y del temor, pero su tierno padre corrió a su
encuentro, espoleado por la ternura y el amor.
(d) Aquí tenemos brazos de misericordia; unos brazos bien
extendidos para abrazar al hijo: «Y se echó sobre su cuello».
Aunque era culpable y merecía ser azotado, aunque iba sucio de
apacentar a los cerdos, y harapiento por haber gastado sus bienes
y al vivir perdidamente, el amoroso padre le echó los brazos al
cuello y lo estrechó contra su pecho. Así son acogidos por Dios los
pecadores sinceramente arrepentidos; así son recibidos por el
Señor Jesús.
(e) Aquí tenemos labios de misericordia: «Y le besó
efusivamente». Con este beso, no sólo le aseguró una buena
acogida, sino que también selló el perdón más generoso y
completo; todas sus anteriores locuras serán perdonadas y
olvidadas, tanto que no hallamos aquí ni una sola palabra de
reproche.
(B) La sumisión y el arrepentimiento con que el pródigo se
expresó ante su padre (v. 21): «Y el hijo le dijo: Padre, he pecado».
Así como el amor del buen padre se echa de ver en que mostró su
ternura antes de que el hijo expresara su arrepentimiento, así
también el arrepentimiento del hijo halla su recomendación en que
lo expresó tan pronto como el padre le mostró tanta amabilidad.
Inmediatamente que el padre le recibió con el beso que sellaba su
perdón, le dijo el pródigo: «Padre, he pecado». Los que han recibido
fácilmente el perdón de sus pecados, deben guardar en su corazón
un profundo pesar de ellos. Cuanto mejor vemos la presteza de
Dios en perdonarnos, tanto más duros deberíamos ser nosotros en
no perdonarnos a nosotros mismos.
(C) La espléndida provisión que este amoroso padre preparó
para el regreso de su hijo perdido:
(a) No le dejó seguir adelante en la confesión que el hijo había
preparado. El hijo pensaba terminar su confesión diciendo a su
padre: «Hazme como a uno de tus jornaleros» (v. 19b); pero el
padre no le dejó continuar, pues tenía prisa por asegurarle de que
sería acogido, no como criado sino como hijo, como si dijese:
«Cállate, hijo mío, y sé bienvenido, pues, aun cuando no seas digno
de ser llamado hijo, serás tratado como hijo, y muy querido». En la
actitud del padre se transparentaba que el pródigo no tenía
necesidad de aspirar a un puesto de jornalero en la casa. Es
extraño que no hallemos aquí ni una sola palabra de reprensión de
parte del padre; por ejemplo: «No habrías vuelto jamás a la casa de
tu padre, si no te hubieses sentido azotado con tu propia vara».
¡Nada de eso! Con esto se nos da a entender lo que, por otra parte,
hallamos repetidamente en las Escrituras: Que cuando Dios
perdona los pecados, también los olvida por completo.
(b) Pero esto no es todo además de un perdón completo, el
padre le ofrece una recepción espléndida, regia; mucho mayor que
todo lo que él habría podido esperar ni imaginarse. Sin duda que él
pensaría que ya era más que suficiente el que su padre, después
de acogerle, le ordenase ir a la cocina y disfrutar del ordinario menú
del día; pero la forma con que su padre lo trató es un ejemplo del
modo como se conduce Dios con aquellos que se entregan en los
brazos de la divina misericordia: «Hace todas las cosas mucho más
abundantemente de lo que pedimos o pensamos» (Ef. 3:20). El
pródigo regresó a casa con una mezcla de esperanza y temor;
temor de ser rechazado y esperanza de ser recibido; pero su padre
mostró ser, no sólo mejor que sus temores, sino también mayor que
sus esperanzas. En efecto:
(1) El hijo vino a casa vestido de andrajos; y su padre le vistió
espléndidamente, pues «dijo a sus siervos: Sacad deprisa el mejor
vestido, y vestidle» (v. 22). Los vestidos de desecho de la casa le
habrían bastado a este harapiento, pero el padre pide para él no
sólo un buen vestido, sino el mejor y a toda prisa; sus ojos de padre
no le consentían por más tiempo ver a su hijo con aquellos harapos.
El griego carga énfasis en la clase de vestido al decir literalmente:
«un vestido, el de primera», con lo que los criados no tendrían duda
alguna sobre el vestido al que el amo se refería. Además les dice:
«Y poned un anillo en su mano», un anillo de sello con los blasones
de la familia, en señal de haber sido recibido de nuevo como
miembro del linaje. Llegó a casa descalzo, quizá con los pies
aspeados de la prolongada andadura, por eso, el padre mandó
ponerle «calzado en sus pies». De modo semejante, provee la
gracia de Cristo para los que están sinceramente arrepentidos: (i)
La justicia de Cristo es el vestido con que son cubiertos: son
revestidos de Cristo (Gá. 3:27). Una nueva naturaleza es mucho
más que un vestido, y eso es lo que reciben los que se convierten al
Señor. (ii) Las arras del Espíritu (Ef. 1:13–14) son el sello en la
mano del creyente, como recuerdo constante de la misericordia del
Padre, para que el cristiano no se olvide de ello. (iii) El apresto del
evangelio de la paz (Ef. 6:15) es el calzado para los pies, y nos da a
entender que hemos de andar alegres y resueltos en el camino de
la salvación, como va una persona con un calzado sólido, ligero y
bien ajustado a sus pies.
(2) El hijo vino a casa hambriento; y su padre, no sólo le dio de
comer, sino que le preparó un opíparo banquete (v. 23): «Traed el
becerro engordado y matadlo, y comamos y hagamos fiesta, ya que
éste es un gran día, porque este mi hijo estaba muerto y ha
revivido; lo dábamos por muerto y lo recobramos vivo, se había
perdido, y por perdido definitivamente lo teníamos, y ha sido
hallado» (vv. 23–24). Nunca fue mejor empleado el ternero cebado.
¡Qué cambio para el pródigo, quien hace poco deseaba llenar su
vientre de las algarrobas que comían los cerdos! (v. 16). ¡Cuán
dulces son las provisiones de Dios para los creyentes que antes
habían trabajado en vano por hallar satisfacción en las cosas
materiales! Ahora veía el pródigo colmadas sus esperanzas de
hallar en casa de su padre abundancia de pan (v. 17).
(D) Pero no fue sólo el pródigo quien disfrutó opíparamente de
esta fiesta, sino que toda fa familia, incluidos los criados (quizá
también otros parientes, amigos y vecinos), participó del banquete y
del regocijo: «Y comenzaron a regocijarse» (v. 25). La conversión
de un pecador es un milagro de la gracia divina; es un
acontecimiento cuya importancia nunca puede ser exagerada: de la
muerte y condenación eterna a la vida y felicidad eterna con el
Señor y sus santos; de una perdición segura a una salvación total
de todo el ser: espíritu, alma y cuerpo (v. 1 Ts. 5:23); es un cambio
total, grande, maravilloso y dichoso; muy superior al que se opera
sobre la faz de la tierra cuando del invierno se pasa a la primavera.
La conversión de los pecadores complace grandemente al Dios de
los cielos y debe causar regocijo a cuantos pertenecen a la familia
de Dios: los del cielo se regocijan; los de la tierra deberían también
regocijarse. Cuando un padre de familia prospera en el negocio,
toda la familia debe participar en el regocijo, de la misma manera
que participan de la prosperidad (comp. con Mt. 18:15 «… has
GANADO a tu hermano»).
4. Finalmente, tenemos la reacción de enojo y envidia del
hermano mayor, con la que se describe la actitud enojosa de
escribas y fariseos ante la acogida que Jesús dispensaba a
publicanos y pecadores. Nótese que, en esta porción Jesús no
carga las tintas en la pésima actitud de los fariseos, sino que
todavía les concede ser comparados al hermano mayor quien
disfrutaba de los privilegios de primogénito en la casa de su padre.
Con ello puede verse la mansedumbre del Señor, que trata de
suavizar el malhumor de los fariseos en contra de los publicanos.
Pero, en sentido más amplio podemos ver aquí también a todos los
relativamente buenos, que no se marchan de la iglesia y que en
comparación con los «pródigos», no necesitan de arrepentimiento
(v. 7). A éstos van dirigidas las palabras: «Hijo, tú siempre estás
conmigo, (v. 31), más bien que a los escribas y fariseos. En cuanto
a lo que la parábola nos dice de este hermano mayor obsérvese:
(A) Cuán necio y displicente se mostró ante la acogida dada a su
hermano menor, y el enojo que le causó la fiesta celebrada por tan
fausto suceso. Estaba en el campo (v. 25), cuando su hermano
llegó, y, al regresar a casa, oyó la música y las danzas. Entonces,
llamó a uno de los criados y le preguntó qué era aquello (v. 26). Se
le informó de que había llegado su hermano y de que su padre le
había preparado una fiesta para recibirle y celebrar el
acontecimiento, por haberlo recobrado sano y salvo (v. 27), los dos
adjetivos son una sola palabra en el original: hygiaínonta (de donde
se deriva el vocablo «higiene»), es decir, en perfecta salud corporal,
mental y espiritual; pues le había recibido vivo, vuelto en sí,
arrepentido y sanado de sus vicios, de lo contrario, no podría
decirse que le había recibido sano y salvo. Con esta noticia,
cualquiera podría con razón esperar que el hermano mayor se
alegrase, pero no fue así, sino que se enojó en grado sumo:
«Entonces se enojó, y no quería entrar» (v. 28). Con esto daba a
entender que su padre debió haber dado con la puerta en las
narices al hijo menor, que regresaba arrepentido y en condición
miserable. Esto es un ejemplo de lo que es un pecado demasiado
corriente:
(a) En las familias de los hombres. Quienes han disfrutado de
continuo del apoyo y sustento de sus padres, piensan que les
pertenece el monopolio de los favores paternos, y están de
ordinario inclinados a ser excesivamente duros con los demás
miembros de la familia que han transgredido en algo o han
cometido algún desliz.
(b) En la familia de Dios, es decir en la iglesia. Quienes se
sienten relativamente justos, rectos y cumplidores, raras veces se
muestran misericordiosos con los que se desmandan, aun cuando
estos últimos vuelvan sinceramente arrepentidos. El lenguaje que
usan es parecido al que usa aquí el hermano mayor: Primero, se
jacta de su virtud y obediencia: «He aquí que por tantos años te
vengo sirviendo, no habiéndote desobedecido jamás» (v. 29a). Es la
actitud descrita en Isaías 65:5. Además ¿no estaba exagerando en
lo de su «continua obediencia» cuando ahora se obstinaba en el
enfado contra su padre? Si, por la gracia de Dios, hemos sido
preservados de grandes pecados, no tenemos por qué jactarnos de
ello, sino que hemos de ser humildes, agradecidos a Dios y
compasivos con los hermanos más débiles. En segundo lugar, se
queja de su padre: «Nunca me has dado ni un cabrito para pasarlo
bien con mis amigos» (v. 29b). Muestra sin razón su mal humor
pues no hay duda de que, si hubiera pedido a su padre un cabrito,
al momento se lo habría concedido (v. 31b). El que matasen ahora
el becerro engordado es lo que le hizo pronunciar frases tan altivas
e injustas. Cuando la envidia ciega los ojos de una persona, un
ternero cebado parece inmensamente mayor que un cabrito que
cada día está al alcance de la mano. Quienes tienen alta opinión de
sí mismos y de los servicios que prestan a Dios, son proclives a
pensar bajo de las gracias que reciben y de la atención que se les
presta. Si reconociésemos nuestra indignidad, jamás nos
quejaríamos de ser postergados. Tercero, se siente de pésimo
humor contra su hermano. Esto no debe ocurrir en la iglesia, porque
no muestra el Espíritu de Cristo, sino la envidia del fariseo.
Observemos los detalles en el modo actual de proceder del
hermano mayor:
(1) «No quería entrar» (v. 28): no consentía en estar en el mismo
lugar que su hermano, aun cuando fuese en la casa de su padre.
Vio que su padre le había acogido, pero él no estaba dispuesto a
hacer lo mismo. Es cierto que hemos de evitar la compañía de
creyentes que son notorios pecadores (1 Co. 5:11), pero también es
cierto que hemos de acoger con amor a los sinceramente
arrepentidos (2 Co. 2:5–11). ¿Cómo rehusaremos acoger a quienes
han sido bien recibidos por Dios?
(2) No se digna darle el nombre de hermano, sino «este tu hijo»
(v. 30), lo cual demuestra, no sólo su arrogancia, sino también una
especie de insulto a su padre por el aprecio mostrado a un hijo que
había sido pródigo. ¡Llamemos a nuestros parientes con los
nombres que les corresponden! Es menester que los ricos llamen
hermanos a los pobres, y que los «dedicados» llamen penitentes a
los que son realmente tales, es decir, arrepentidos.
(3) Daba a los extravíos de su hermano los epítetos más duros:
«Ha consumido tus bienes con rameras». Es cierto que había
derrochado la porción que le correspondía, pero ni había acabado
con todos los bienes del padre, pues había gastado de lo que ya era
suyo y, además, al padre le quedaba suficiente hacienda para
mantener hijos y criados y celebrar grandes fiestas, ni se nos refiere
anteriormente que los gastase con rameras, pues, aun cuando
fuese probable, el hijo mayor se excedía en sus juicios al no tener
mayor información sobre la pasada vida de su hermano. Así vemos
cómo la persona envidiosa y resentida está inclinada a echar todo a
la peor parte y a ver los defectos ajenos con los más negros
colores, cuando nuestro Dios y Padre hace precisamente lo
contrario (1 Jn. 3:20), y el Señor Jesús excusó a los que le
crucificaron e insultaban (Lc. 23:24).
(4) Echó en cara a su padre la acogida que había dado al hijo
menor: «Has hecho matar para él el becerro engordado». Cosa muy
mala es, y la peor de las envidias, el que un cristiano lleve a mal el
que Dios tenga misericordia de los pecadores arrepentidos. Malo es
envidiar a quienes, bajo las disposiciones de la providencia de Dios,
disfrutan de mayores bienes materiales que nosotros pero mucho
peor es, pues denota una gran soberbia espiritual, tener a mal que
un gran pecador sea recibido a misericordia por el Dios que envió a
su Unigénito Hijo a morir en la Cruz para salvar lo perdido (19:10).
Notemos que, cuando el gran perseguidor de la Iglesia Saulo de
Tarso se convirtió y llegó a trabajar por el Señor más que todos los
demás Apóstoles (1 Co. 15:10), no sólo no le tuvieron éstos envidia,
sino que glorificaban a Dios por él (Gá. 1:24). Esto debe servirnos
de ejemplo, en lugar de seguir el ejemplo del hermano del pródigo.
(B) Veamos ahora cuán manso y conciliatorio se mostró el padre
hacia este hijo envidioso y gruñón. Su conducta presenta un
contraste sorprendente con la de su hijo mayor, y representa, a no
dudar que la gracia y la misericordia de nuestro Dios en Cristo brilla
en la mansedumbre y paciencia con que aguanta los humos de los
«santos», tanto como en la amorosa acogida que brinda a los
pecadores que se arrepienten. Los discípulos primeros de Cristo
tenían muchas faltas y debilidades y eran seres humanos «de
sentimientos semejantes a los nuestros» (comp. con Stg. 5:17,
referido al gran profeta Elías); sin embargo, el Señor los aguantó
pacientemente. Vemos:
(a) Que, cuando el hijo mayor no quería entrar, salió su padre y
le rogaba que entrase (v. 28). Con buenas palabras y con los
mejores deseos, le rogaba que entrara a la fiesta. El padre podía
justamente haber dicho: «Si no quiere entrar que se quede afuera
¿es que no es ésta mi casa? ¿No podré, entonces, hacer en ella lo
que quiera? ¿No es mío el becerro engordado? ¿No puedo, pues,
hacer de él lo que me plazca?» Pero el padre no se expresa de esta
manera, sino que, así como corrió a recibir al hijo menor, así
también condesciende en salir a rogar al mayor. Todo esto está
destinado a presentar ante nuestros ojos la suma bondad de
nuestro Dios. ¡A qué extremo tan extraño llega su benignidad para
con quienes llegan a extremos tan extraños de provocación!
También enseña esto a los que están en lugar de líderes y
superiores a que se comporten mansa y apaciblemente con los
inferiores, incluso cuando parece que tienen toda la razón para
mostrarse severos y duros con ellos. Incluso en tales casos deben
mostrar mansedumbre como exhorta la Palabra de Dios a los
padres a no exasperar a los hijos, para que no se desalienten (Col.
3:21, comp. con Ef. 6:4).
(b) Que, aun cuando estaba celebrando aquella fiesta por la
llegada del hijo menor «sano y salvo», no por eso quería hacerle de
menos a él: «Hijo, tú siempre estás conmigo, el recibirle a él no
significa rechazarte a ti, ni lo que para él proveo implica mengua
alguna en lo que para ti guardo: todas mis cosas son tuyas» (v. 31).
Si no le había dado ni un cabrito para pasarlo bien con sus amigos
(v. 29b), es porque él no se lo habría pedido; y, de todos modos
cada día comía con él a la mesa. Mejor es ser feliz con nuestro
Padre de los cielos que pasarlo bien con los amigos de este mundo.
Así que (1) los hijos de Dios son inefablemente felices al saber que
estarán siempre con Él (comp. con 1 Ts. 4:17) y que todo lo que es
de Dios, será también de ellos, pues, «si hijos, también herederos»
(Ro. 8:17). (2) Por consiguiente, no tenemos por qué envidiar la
gracia concedida a otros, porque nunca tendremos de menos por lo
que ellos tengan de más, ya que la herencia de Dios no se
disminuye con el número de los que la heredan, sino que, por el
contrario, es como si se multiplicara con el número de los que la
comparten, ya que no es participación, sino comunión (2 P. 1:4,
koinonoi). Si somos creyentes sinceros, todo lo que Dios es y tiene
es también nuestro: mío y de todos mis hermanos pasa lo mismo
que con la luz y el calor del sol, los cuales no se disminuyen con el
número de los que disfrutan de esa luz y de ese calor, sino que
cada uno disfruta de ellos si está solo, exactamente lo mismo que
cuando está muy acompañado.
(c) Que el padre dio al hijo mayor una muy buena razón para lo
que este hijo tomaba como una ofensa: «Era necesario hacer fiesta
y regocijarnos» (v. 32). Podía haber dado como única razón su
condición de padre de familia, dueño de los bienes de la casa y
haberle dicho: «Tuve a bien que mi familia estuviese de fiesta y se
alegrara». Pero no quiso expresarse así, sino darle una razón
inofensiva y persuasiva: «¡Era necesario …!» Lo exigía el regreso
del hijo muerto y perdido, más que la perseverancia del vivo y salvo;
aunque la permanencia del que queda en la casa sea de mayor
bendición para la familia, la vuelta del que se marchó es causa de
mayor alegría. Cualquier familia quedaría transportada de mayor
gozo por la resurrección de un hijo muerto, que por la vida y salud
continuas de muchos hijos que sobreviven.
(d) Que el padre corrigió suavemente la forma insultante con que
el hijo mayor se había referido a su hermano al decir: «este tu hijo»
(v. 30), pues, al dar razón de la necesidad de hacer fiesta añadió:
«este tu hermano». No se nos dice en el texto sagrado, pues no
hace al caso, si el hermano mayor accedió por fin al ruego del padre
y entró a participar de la fiesta que se celebraba por la llegada del
hermano menor. Podemos suponer, al juzgar piadosamente, que sí.
Al menos, ésta debe ser la correcta reacción de todo creyente que,
de alguna manera, se haya comportado como lo hizo este hermano
mayor. La gracia de Dios nos es necesaria a todos, tanto para evitar
la caída como la presunción.
CAPÍTULO 16
El objetivo de todo lo que enseña Jesús en este capítulo es
avivarnos y despertarnos para que de tal manera usemos todas las
posesiones y oportunidades de esta vida, que nos sirvan de
provecho y no de estorbo para la otra. Si usamos bien de ellas
recogeremos en la otra vida el fruto de lo que aquí hayamos
procurado. Pero, si las usamos para engolfarnos en los placeres de
este mundo, y hacemos que sirvan a nuestras concupiscencias, en
lugar de socorrer a los necesitados, ciertamente pereceremos para
siempre. Esta es la enseñanza que el Señor nos da por medio de
dos parábolas: la del mayordomo infiel (vv. 1–15), y la del rico y
Lázaro (vv. 19–31).
Versículos 1–18
Erraríamos grandemente si supusiéramos que las enseñanzas
de Cristo están destinadas a divertirnos con revelaciones de los
misterios divinos o a entretenernos con meros conceptos de las
divinas mercedes. ¡No!, la revelación que de los misterios y gracias
de Dios nos ofrece el Evangelio está destinada a despertarnos del
ocio y comprometernos en la práctica de los deberes cristianos: en
el deber de hacer el bien a quienes están necesitados de algo que
nosotros podamos ofrecerles o hacer por ellos, y en el deber de ser
fieles en la administración de los dones y bienes que el Señor nos
ha encomendado, pues somos administradores de la multiforme
gracia de Dios (1 P. 4:10). Será, pues, de nuestra parte una prueba
de sabiduría hacer que lo que tenemos en el mundo produzca
subido interés en el Banco de los Cielos. Si obramos sabiamente
seremos tan diligentes y laboriosos en las cosas que pertenecen a
la piedad y a la caridad, a fin de promover nuestro eterno bienestar
como lo son los mundanos en los negocios temporales, para que
les rindan el mayor provecho material posible.
I. Tenemos primero la parábola en la que los hijos de los
hombres son presentados como administradores o mayordomos de
las cosas que tienen en este mundo. Todo cuanto tenemos es
propiedad de Dios; nosotros somos, en realidad, usufructuarios de
los bienes que Dios nos presta.
1. La deslealtad de este mayordomo hacia su amo: «Fue
acusado ante él como disipador de sus bienes» (v. 1). Todos somos
reos de este cargo, pues no hemos empleado como deberíamos los
dones y los bienes que Dios nos ha encomendado en esta vida. Es
menester, pues, que nos examinemos a nosotros mismos, a fin de
que no seamos juzgados por nuestro Amo y Señor.
2. Vemos también que, por su deslealtad, fue despedido del
oficio que tenía. El amo «le llamó y le dijo: ¿Qué es esto que oigo
acerca de ti?» (v. 2). Habla como quien se siente decepcionado por
la confianza que había depositado en este mayordomo y lo que
ahora oía de él. Por otra parte, el mayordomo no podía negar el
cargo que se le hacía; por tanto, no tenía más remedio que hacer el
ajuste de cuentas y marcharse enseguida. Esto tiene por objeto
enseñarnos: (A) que todos hemos de dejar muy pronto nuestra
mayordomía en este mundo. Vendrá la muerte y nos hará dimitir,
queramos o no, del oficio que estemos desempeñando, y vendrán
otros a ocupar nuestro puesto. (B) Que la dimisión que la muerte
nos impone es justa y merecida, pues hemos malgastado los bienes
de nuestro Amo y Señor. (C) Que, cuando nuestra mayordomía nos
sea quitada, hemos de rendir cuentas de ella ante el Señor.
3. Vemos igualmente la sagacidad de este mayordomo. Ante la
requisitoria del amo, comenzó a reflexionar y «dijo para sí: ¿Qué
haré?» (v. 3). ¡Cuánto mejor le habría ido si se hubiese puesto a
reflexionar antes de que esto sucediera! Pero, mejor es tarde que
nunca. Ahora, tiene que pensar de qué va a vivir y: (A) Sabe que no
tiene experiencia ni fuerza para faenas duras como las del campo:
«Para cavar, no tengo fuerzas». ¿Era verdad que no tenía fuerzas,
o es que era demasiado perezoso como para ocuparse en tal
oficio? (B) Por otra parte, no sufre la humillación de mendigar:
«Mendigar, me da vergüenza». Le faltaba humildad, como le faltaba
laboriosidad y diligencia. Mayor razón tenía para avergonzarse de
engañar a su amo que de pedir limosna. (C) Pero he aquí que se le
ocurre una salida para esta situación tan difícil: «Ya sé lo que haré»
(v. 4). De los deudores de su amo va a hacer amigos para sí. Como
si dijese: «Los arrendatarios de mi amo me conocen y me aprecian
por algunos favores que les he hecho, ahora les voy a prestar un
favor tan grande, que me quedarán obligados a recogerme por
turno en sus casas; por lo menos, hasta que encuentre alguna otra
cosa mejor». Y, dicho y hecho, fue llamándolos uno por uno. «Al
primero le dijo: ¿Cuánto debes a mi amo?» (v. 5). «Él dijo: Cien
barriles de aceite. Y le dijo: Toma tu recibo, siéntate pronto y
escribe cincuenta» (v. 6). De modo que le redujo la cuenta a la
mitad. En ese «siéntate pronto», podemos ver la prisa que el
mayordomo tenía de arreglar la cuenta antes que el amo
sospechara de él e interviniese antes de tiempo. Llamó a otro que le
debía al amo cien medidas de trigo, y le pidió que escribiera
ochenta (v. 7). La proporción fue alterada aquí, ya fuese por mero
capricho del mayordomo o por ser las medidas de trigo mucho
mayores que las del aceite. La lección para nosotros es que las
posesiones de este mundo son en extremo inciertas, inseguras; y,
cuanto mayores son las posesiones, tanto más inseguras son
también. También se nos enseña aquí a desconfiar de quienes no
merecen que pongamos nuestros intereses en las manos de ellos.
Vemos aquí que este mayordomo, a pesar de ser despedido por
haber obrado deshonestamente, sigue todavía portándose con la
misma o mayor, deshonestidad. ¡Tan difícil es para los viciosos
desprenderse de sus malas costumbres!
4. La alabanza que el amo le tributó: «Y alabó el amo al
mayordomo injusto por haber obrado sagazmente» (v. 8). Nótese
que el amo no alaba la conducta del mayordomo para con él pues le
considera injusto, sino la sagacidad con que había obrado a favor
de sí mismo, al hacer los arreglos con los arrendatarios de tal
manera, que las deudas de éstos apareciesen en los libros del amo
mucho menores de lo que, en realidad, eran. El Señor Jesús saca
de esta parábola la siguiente conclusión: «Porque los hijos de este
siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos
de luz». La única interpretación correcta, a la vista del contexto, es
que los mundanos, dentro de su falta de escrúpulos de conciencia y
sin temor de Dios, son más sagaces para sacar provecho de sus
relaciones con otros hombres semejantes a ellos, que lo que los
hijos de Dios deberían ser, «sobria, justa y piadosamente» (Tit.
2:12), en sus relaciones con los hermanos en la fe que se hallan en
necesidad. Por donde vemos: (A) Que si, en las cosas temporales,
los hijos de este siglo son tan sagaces, ¡cuánto más sagaces y
reflexivos deberíamos ser nosotros en las cosas espirituales que
duran por toda la eternidad! (B) Que los mundanos parecen tener
mayor éxito en las cosas temporales que los hijos de Dios por la
sencilla razón de que los malos pueden jugar, como suele decirse,
«a dos barajas» (honesta o deshonestamente), mientras que los
creyentes genuinos sólo pueden conducir sus negocios de acuerdo
con la justicia y conforme a la voluntad de Dios. (C) Que si los
malos saben hacer favores a sus amigos aun cuando éstos sean
igualmente malvados, ¡cuánto mejor deberíamos los creyentes
portarnos con nuestros hermanos, y aun con todos nuestros
prójimos! (v. Gá. 6:9–10).
II. La aplicación de la parábola, y las inferencias que Jesús saca
de ella (v. 9): «Y yo os digo …»; es decir, «a vosotros, mis
discípulos» (pues a ellos iba dirigida la parábola; v. 1). Viene a
decirles: «Aunque sea poco lo que poseáis en este mundo,
procurad sacar de ello el mayor provecho posible para la vida
eterna». Aquí hemos de observar:
1. A qué nos exhorta aquí el Señor Jesús: «Ganad amigos por
medio de las riquezas injustas» (v. 9). La sagacidad de los hombres
de mundo consiste en llevar sus negocios de tal manera que les
rindan beneficios seguros y duraderos, aun cuando algún día
tendrán que dejar a otros todos estos beneficios materiales. Pero la
prudencia o sagacidad de los creyentes consiste en hacer tal uso de
las riquezas, que los beneficios adquiridos por medio de ellas
perduren por toda la eternidad. Vemos: (A) Que el Señor llama
injustas (lit. de injusticia) a las riquezas materiales porque, como
dice Bliss, «en muchos casos, su adquisición y su uso implican
tanta iniquidad que quien haya visto esto en sus más profundas
honduras y en su anchura sin límite, bien pudiera referirse a ello
llamándolo “riqueza de maldad”». (B) Que es muestra de gran
sabiduría el sacar provecho eterno de aquello mismo—el dinero—
de lo que la mayoría de los mortales abusa «para gastar en sus
deleites» (Stg. 4:3). (C) Que, por mucho que los hombres se
esfuercen en asegurarse riquezas materiales, al fin tendrán que
dejarlas. Es notable el verbo que usa el original, pues significa
«eclipsarse»; pues, ¿qué mayor eclipse que la muerte? Todo lo que
en este mundo tiene algún brillo, se eclipsa y se acaba en el
sepulcro. En este sentido, la muerte es el fracaso y la bancarrota
irreversibles. (D) Que el mejor modo de sacar provecho de estas
riquezas materiales es socorrer a los hermanos necesitados, a fin
de que, cuando hayamos de dejar aquí todo lo que es de este
mundo, hallemos en el Cielo amigos que nos reciban con los brazos
abiertos por los favores que aquí les dispensamos en sus
necesidades materiales. ¡No hay mejor inversión que ésta! Ninguna
sociedad humana puede ofrecer un interés tan subido, seguro y
duradero. El mejor comentario a este versículo podemos hallarlo en
1 Timoteo 6:17–19.
2. Con qué argumentos corrobora el Señor su exhortación:
(A) Si no hacemos buen uso de los dones comunes de la
Providencia, ¿cómo haremos buen uso de los dones de la gracia?
Nuestra infidelidad en el uso de lo ordinario, donde incluso los
mundanos pueden portarse correctamente nos incapacita para
recibir del Señor gracias copiosas que nos otorgarían «amplia
entrada en el reino eterno» (2 P. 1:11). Las riquezas de este mundo
son «muy poco»; las riquezas espirituales son «lo mucho» (v. 10).
Si no somos fieles en lo «muy poco», ¿cómo lo seremos en «lo
mucho»? Quien sirve a Dios y al prójimo con el dinero de su bolsillo,
es seguro que les servirá con la piedad del corazón; pero quien
entierra el talento de la generosidad también enterrará los cinco
talentos de la espiritualidad. Por otra parte, si no somos fieles en las
riquezas injustas y pasajeras; es decir, falsas, ¿cómo seremos
fieles en las riquezas espirituales, que son lo verdadero? (v. 11).
Sólo lo que conduce a la eternidad es verdadero, pues nos hace
ricos por dentro y para siempre (v. 12:15); lo demás, si nos es
necesario y conveniente nos será añadido (Mt. 6:33). Finalmente si
no somos fieles «en lo ajeno»; es decir, en los bienes de este
mundo, pues son de Dios, y nosotros somos solamente
«mayordomos» de ellos, ¿cómo se nos dará «lo que es nuestro» es
decir, lo espiritual, «la buena parte, que no nos será quitada?»
(10:42). Si hacemos nuestras las promesas de Cristo, el Cielo y el
mismo Señor, entonces seremos ricos con una herencia
incorruptible, incontaminada e inmarcesible (v. 1 P. 1:3 y ss.), que
nadie podrá arrebatarnos.
(B) No hay otro modo de demostrar que somos fieles servidores
de Dios, sino entregándonos de tal manera a Él, que todas nuestras
posesiones materiales estén completamente al servicio del Señor.
De lo contrario, en lugar de servirnos de las riquezas, estamos
siendo siervos de ellas lo cual es incompatible con la dedicación
total que le debemos a Dios, nuestro único Amo y Señor (v. 13):
«Ningún siervo puede servir a dos señores, etc.» (v. lo dicho en el
comentario a Mt. 6:24, lugar paralelo a éste).
3. A continuación se nos refiere de qué manera recibieron los
fariseos estas enseñanzas de Cristo:
(A) Las ridiculizaron perversamente (v. 14): «Y oían también
todas estas cosas los fariseos, que eran avaros, y se burlaban de
Él». Ya que no podían contradecirle, se burlaban de Él. El verbo
original significa «resoplar la nariz, sonarse las narices o hacer
gestos de burla con la nariz», lo cual muestra el desdén de los
fariseos contra estas enseñanzas del Salvador. Esto no es de
extrañar, dada la codicia de estos fariseos. Seguramente que dirían:
«¿Qué sabrá éste de finanzas? ¡Como si no fueran compatibles las
riquezas con la piedad! ¡Mayordomía! ¡Como si no diéramos al
Señor el diezmo de todo lo que ganamos!» En estos o parecidos
términos se expresarían en su interior, sin querer percatarse de que
aquellos diezmos no podían ser agradables a Dios, cuando ellos
estaban «devorando las casas de las viudas» (20:47. También Mt.
23:14; Mr. 12:40). Así que los fariseos se burlaban de Él por ir en
contra de la opinión común entre los mundanos: «el dinero es mío, y
puedo hacer de él lo que quiera». Por desgracia, no son sólo los
mundanos quienes hablan así. Nuestro Señor Jesucristo, no sólo
hubo de soportar la contradicción, sino también la burla de los
pecadores (comp. con He. 12:3). Quien habló como jamás hombre
alguno ha hablado (Jn. 7:46) fue despreciado y ridiculizado, para
que sus ministros fieles, de cuya predicación se burlan injustamente
muchos, no se descorazonen por ello. No es ninguna desgracia que
se rían de uno, sino el merecer que se rían.
(B) Pero el Señor Jesús les reprendió justamente, por cuanto
ellos se estaban engañando a sí mismos, al fiarse de sus propias
apariencias de piedad (v. 15). En efecto, vemos :
(a) Su engaño exterior, puesto que, primeramente, se justificaban
a sí mismos delante de los hombres; pretendían que se les tuviera
por personas de singular santidad y devoción; en segundo lugar,
eran muy estimados de los hombres. Engañados por las
apariencias, los hombres los estimaban y aplaudían, no sólo como a
personas buenas, sino como a las mejores.
(b) Su odioso interior sólo conocido de Dios quien conocía el
corazón de ellos, el cual era abominación. Es una necedad el
pretender justificarse delante de los hombres, y aparentar ser muy
santos, si nuestro corazón no es puro en la presencia de Dios, a
quien nada puede quedar oculto. También es una necedad juzgar a
las personas por lo que los hombres dicen de ellas, siguiendo sin
discernimiento la opinión del vulgo, porque, con mucha frecuencia,
«lo que los hombres tienen por muy estimable, delante de Dios es
abominación». Hay, por el contrario, muchas personas a quienes
los hombres desprecian y condenan, que son aprobadas y
aceptables a los ojos de Dios (2 Co. 10:18).
(C) De ahí pasa el Señor a ocuparse de los publicanos y
pecadores, en quienes la predicación del Evangelio producía
mejores frutos que entre los escribas y fariseos (v. 16): «La ley y los
profetas eran hasta Juan; desde entonces, desde que apareció
Juan el Bautista, se predica la Buena Nueva del reino de Dios, y
todos se esfuerzan por entrar en él » (comp. con Mt. 11:12). La
predicación del Bautista había producido una gran excitación entre
el pueblo y «todos», es decir, de todas las clases sociales y
raciales, tanto gentiles como judíos, se apresuraban a participar del
reino de Dios. Ahora que la predicación de las Buenas Nuevas abría
los ojos del pueblo, la gente se abría paso con santa violencia para
participar de las bendiciones prometidas. Toda persona que sea
consciente de que tiene un alma que salvar, debe darse prisa a
entrar en el reino, no sea que llegue cuando la puerta esté ya
cerrada. Quienes deseen ir al Cielo deben ser esforzados, nadar
contra corriente y abrirse paso, como a empujones, por entre la
riada de mundanos que marchan en sentido contrario.
(D) Pero, precisamente para que no pensasen que, con la
predicación del Evangelio, ya estaba todo cumplido, o que la
inauguración del Nuevo Pacto anulaba todo lo que la Ley mandaba,
Jesús añade: «Más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se
frustre (lit. caiga) una tilde de la ley». Con esto daba a entender
Jesús dos cosas: (a) Que todo lo profetizado había de cumplirse; (b)
que los aspectos morales (no los ceremoniales) de la Ley lejos de
ser abrogados, serían sublimados y perfeccionados en el Evangelio,
el cual estaba destinado a atacar con mayor fuerza a las raíces del
pecado para arrancarlas de cuajo, ya que con la nueva luz que la
gracia de Cristo iba a derramar, los hombres adquirirían mayor
libertad (v. Jn. 8:32–36), y mayor poder del Espíritu Santo, para
luchar victoriosamente contra las corrompidas concupiscencias que
anidan en el corazón (v. Ro. 7:24–25). Un caso concreto es el del
divorcio (v. 18), que ya vimos en Mateo 5:32; 19:9.
Versículos 19–31
Así como la parábola del hijo pródigo ponía ante nuestros ojos la
gracia presente, así ahora la del rico y Lázaro pone ante nuestra
vista la ira venidera, y tiene por objetivo despertarnos. El designio
del Evangelio de Cristo es doble: inducirnos a aceptar la pobreza y
las aflicciones y armarnos contra las tentaciones de mundanidad y
sensualidad; y esta parábola muestra bien a las claras ese doble
designio del Evangelio. No se parece a las otras parábolas de Cristo
en las que las cosas espirituales están representadas en
semejanzas prestadas de las cosas materiales, como el grano de
trigo, la mostaza, la levadura, etc., sino que esas mismas cosas
espirituales se presentan aquí en un relato o descripción de la
diferencia que existe entre este mundo y el otro mundo en cuanto a
la dicha y a la desdicha de los seres humanos. Es un hecho
cotidiano que las personas piadosas que son pobres de bienes
materiales aquí, salen de sus miserias por las puertas de la muerte
para entrar en la felicidad celestial, mientras que los ricos epicúreos,
que viven en el lujo y el placer, sin tener compasión de los
necesitados, entran por las puertas de la muerte en un lugar de
insoportables y eternos tormentos. Aun cuando se trata de una
parábola como se ve por los detalles que no cuadran con la realidad
de la otra vida, la intención de nuestro Salvador está clara:
presentar la justa retribución de ultratumba, que trastorna los
criterios mundanos sobre el bien y el mal (v. 25), y dar a entender
con la mayor claridad e insistencia que la condición de los humanos
tras la muerte es irreversible (v. 26). Otros elementos, como la
conversación del rico con Abraham, y el aparente interés del rico
por la conversión de sus hermanos, están puestos «de relleno» en
la parábola, a fin de añadir dramatismo a la idea principal.
Observemos:
I. La diferente condición en que se encontraban en este mundo
«un hombre rico», pero malvado, y «un mendigo», pero piadoso.
Los judíos estaban inclinados a pensar que la prosperidad material
era una de las señales indefectibles de bendición celestial, de forma
que a duras penas podían tener buen concepto de un mendigo.
Cristo se propone aquí, como en otras ocasiones, sacarles de su
error.
1. Vemos primero un malvado, el cual va a ser eternamente
miserable, que goza en este mundo de la mayor prosperidad (v. 19):
«Había un hombre rico». Como el vocablo latino para «rico» es
dives, se le suele llamar con este nombre, pero lo cierto es que
Jesús no le pone nombre alguno; algo muy significativo, cuando el
mendigo es llamado por su propio nombre. Lo que se nos dice de
este rico es lo siguiente:
(A) «Que se vestía de púrpura y de lino fino», símbolos ambos
de «la soberbia de la vida» (1 Jn. 2:16) u ostentación vanidosa: La
púrpura mostraba su pertenencia a la nobleza principesca, el lino
fino, el lujo propio de los palaciegos (v. 7:25).
(B) Que «celebraba todos los días fiestas espléndidas». Su mesa
estaba provista ¡cada día! de las más variadas y delicadas viandas
que la naturaleza y el arte pueden proporcionar. Podemos
imaginarnos lo suntuoso de su vajilla, las libreas de los que servían
a la mesa, la categoría y número de los invitados, etc. «¡Bien!—dirá
alguno—, y ¿qué mal hay en todo eso?» No es pecado ser rico, ni
lo es vestirse de púrpura y lino fino, ni disfrutar de una buena mesa,
si le alcanza para ello su fortuna. Tampoco se nos dice que hubiese
obtenido dicha fortuna por medio del fraude, de la explotación, de la
extorsión o del soborno; ni que se embriagase o emborrachase a
otros. Todo su pecado—implícito, pero bien notorio en la parábola—
(v. 21a) consistía en su falta de compasión hacia los pobres. Pero
no cabe duda de que Cristo da a entender aquí también los peligros
que una vida de lujo y molicie trae a los ricos: (a) Este hombre
habría sido, a fin de cuentas, más feliz si no hubiese tenido tantas
posesiones ni hubiese disfrutado de tantos placeres. (b) Dar tanta
importancia a lo que satisface al cuerpo y proporciona deleite y
comodidad es ocasión de ruina para muchas personas, pues añade
combustible al orgullo y a la sensualidad tan metidos en nuestro
corazón perverso y engañoso (Jer. 17:9). (c) Cristo quería poner de
relieve aquí que una persona puede disfrutar de toda clase de
comodidades en esta vida y, con todo, perecer para siempre bajo la
ira y la maldición de Dios. De la fortuna que un hombre posea, y de
la comodidad con que la disfrute, no podemos deducir ni que Dios
los ame especialmente al darles tanto, ni que ellos amen a Dios por
recibir tanto de Él.
2. Luego tenemos a un mendigo que, aunque piadoso, se hallaba
en el extremo de la aflicción y adversidad (v. 20): «Había también
un mendigo llamado Lázaro». «Lázaro» es la forma griega del
hebreo «Eleazar» («Dios ayuda» parecido a Eliezer = «Dios es mi
ayuda» o «Ayuda de mi Dios»). Este hombre se hallaba reducido a
la mayor miseria que puede suponerse en este mundo. En efecto:
(A) Su cuerpo estaba «lleno de llagas», como el de Job. Ser un
mendigo ya es aflicción, estar además enfermo, es mayor aflicción;
pero estar lleno de llagas es máxima aflicción, tanto por el dolor que
causan al paciente, como por el asco que provocan en quienes le
rodean.
(B) En estas míseras condiciones se veía obligado a mendigar
echado (el verbo original es muy fuerte; literalmente significa «había
sido arrojado») a la puerta del rico: alguien, pariente o amigo,
pechando con la repugnancia que su estado provocaba, era lo
suficientemente compasivo para dejarlo echado a la puerta del rico,
quizá con la esperanza de que éste se viese movido a compasión y
le prestase algún socorro. Esto nos enseña que, quienes no
disponen de dinero para aliviar la situación de un necesitado,
pueden echarle una mano que le sitúe en posición de cercanía a
quien pueda prestar el socorro oportuno. Pero:
(a) Las esperanzas de alivio material resultaban fallidas (v. 21):
«y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico».
No suspiraba por ocupar un puesto en la mesa del rico, aun cuando
bien podían haberle sacado un plato de comida, sino que se
contentaba, y estaría sumamente agradecido, con las migajas que
caían de la mesa, de las cuales hasta los perrillos salían
beneficiados (Mt. 15:27; Mr. 7:28), pero nadie se las daba (comp.
con 15:16). Este detalle es puesto de relieve en la parábola para
mostrar: primero, cuál era la interior disposición de este mendigo,
que, al ser pobre (en dinero y en el espíritu de las
bienaventuranzas) no yacía allí querellándose ni gritando o
maldiciendo, sino que esperaba humildemente y en silencio a que
alguien tuviese de él la suficiente compasión para darle lo que hasta
a los perros de la casa les sobraba. Aquí vemos a un hijo de ira y
heredero del infierno que está mullidamente sentado a una opípara
mesa y, por otra parte, a un hijo de amor y heredero del cielo que
está echado, hambriento y dolorido, a la puerta del primero. Y
¿quién podría juzgar, con base en las apariencias exteriores, del
estado espiritual de uno y otro? En segundo lugar, vemos cuál era
la actitud del rico hacia este mendigo: no se nos dice que le
insultase ni que lo echase de su puerta malhumorado pero se nos
da a entender bien a las claras que lo menospreciaba y no quería
saber nada de él. Aquí tenía el rico una ocasión próxima, y bien
conmovedora, de hacer el bien sin andar mucho: en su propia
puerta. Con muy poco esfuerzo podía hacer un bien tan grande
pero no se preocupó del mendigo, sino que lo dejó allí hambriento,
dolorido y yacente. No se piense que ya es suficiente no hacer el
mal a nadie; la Palabra de Dios tiene por pecado el no hacer el bien
que se conoce (Stg. 4:17). Por eso, la razón más poderosa para
condenar al castigo eterno es: «tuve hambre y no me disteis de
comer …» (Mt. 25:42). Me pregunto cómo es que tantos ricos, de
los que leen el Evangelio y se llaman creyentes, pueden seguir tan
despreocupados de las necesidades y miserias que otros (incluso
de los «de la familia de la fe») están padeciendo.
(b) El servicio que le prestaban los perros: «y aun los perros
venían y le lamían las llagas». Todavía discuten los comentaristas si
estos perros proporcionaban al mendigo una mayor aflicción o le
prestaban algún alivio, esto último es lo más probable. Como dice
Lenski: «Estos perros lamían las úlceras del mendigo como
hubieran lamido las suyas propias, para limpiarlas y aliviarlas con su
lengua. Los perros hacen esto, y nadie más que ellos lo haría». Con
ello se muestra que los perros, no los perrillos del amo (como
algunos piensan), sino los perros callejeros y vagabundos, los
verdaderamente despreciados de los judíos, eran más compasivos
que el rico epulón y los criados de su casa.
II. La diferente condición de ambos hombres, el rico y el
mendigo, a la hora de la muerte y en el más allá:
1. Ambos murieron (v. 22): «murió el mendigo …; murió también
el rico». La muerte no respeta a ricos ni pobres, ya sean piadosos o
malvados. Los santos mueren para poner término a sus miserias y
darles entrada a los verdaderos goces. Los malvados también
mueren, pero para despedirse de sus comodidades y entrar en los
eternos tormentos. Así que ricos y pobres deben prepararse para la
muerte, porque la muerte les está esperando a todos. Como
escribió Abd-El-Kader, «la muerte es un camello negro que se
arrodilla a la puerta de todos».
2. El mendigo, por lo que el texto insinúa, murió primero. A
menudo, Dios se lleva del mundo a los suyos «prematuramente»,
mientras deja que los impíos sigan prosperando. Pero nótese que
nada se nos dice del entierro del mendigo. La muerte es, para los
creyentes, «sueño».
3. En cambio, del rico se nos dice, no sólo que murió, sino que
se añade también el detalle de que «fue sepultado» con lo cual
podría indicarse, no solamente que en el sepulcro se acabó todo lo
que había disfrutado, sino también que tuvo un pomposo funeral;
quizá su ataúd iba seguido, o precedido, de músicos y de coronas
de flores, alguien se encargaría de pronunciar una «oración
fúnebre», encomiando las buenas cualidades del difunto. ¡Es tan
fácil comentar: «era un santo», cuando ya no molesta! Pero ¿de
qué le servía ya al rico la pompa de su funeral?
4. El mendigo murió «y fue llevado por los ángeles al seno de
Abraham». ¡Cuánto mayor honor recibió el mendigo en su funeral al
ser llevado al Cielo en brazos de los ángeles, que el que había de
recibir el rico al ser acompañado su cadáver de tanta pompa,
mientras su alma descendía al Infierno! Vemos:
(A) Que el alma del mendigo existía en su estado de separación
del cuerpo. No murió, ni cayó en un sueño, con el cuerpo. Y todo el
contexto, así como 23:43; 2 Corintios 5:6–8; Filipenses 1:21–23,
nos muestra que dicha existencia del alma, en el estado intermedio,
es consciente.
(B) Su alma fue llevada a otro mundo, retornó a Dios que se la
dio, a su lugar nativo. El espíritu del hombre tiende, tan pronto como
se ve libre de las ataduras del pecado, hacia arriba.
(C) Fue llevado por los ángeles, pues ellos son espíritus
enviados para servir a los que heredan la salvación (v. He. 1:14), no
sólo mientras éstos viven, sino también cuando mueren. Aun
cuando el alma que ha sido liberada de las cadenas del pecado
posee como la elasticidad de un resorte, por el que tiende hacia
arriba tan pronto como sale del cuerpo, el Señor no la deja, por eso
entregada a su natural poder, sino que envía sus ángeles como
mensajeros que la traigan a Él, porque los santos deben ser
llevados a la casa del Padre, no sólo con seguridad, sino también
honorablemente. Aunque los que llevaban el féretro del rico fuesen
personas del más alto rango, ¿qué eran en comparación con los
que se llevaron a Lázaro?
(D) Fue llevado al seno de Abraham. Abraham era el padre de
los creyentes; por tanto, ¿adónde habían de ir las almas de los
creyentes difuntos sino a él? Fue llevado a su seno, es decir, a
recostarse en su pecho en el banquete celestial, pues los que van
de todas partes al Cielo, «se sientan con Abraham, Isaac y Jacob».
(Mt. 8:11). Abraham fue grande y muy rico, pero no se desdeña de
recostar al pobre Lázaro junto a su pecho. Los creyentes, tanto
ricos como pobres, se encuentran todos en el Cielo. En el seno de
Abraham se recuesta el mismo a quien el rico glotón cerraba la
puerta, dejándole sin más asistencia que la de los perros que le
lamían las llagas.
5. La próxima noticia acerca del rico es que, en el Hades, alzó
sus ojos, estando en tormentos (v. 23). De modo que:
(A) Su estado era miserable sobremanera. El Hades señala en el
Nuevo Testamento la parte del Seol en que las almas de los impíos
son atormentadas hasta su reunión con los cuerpos inmediatamente
antes del Juicio Final. Así como las almas de los justos, tan pronto
como son descargadas del peso de la carne, entran en el gozo y la
felicidad del Cielo, así también las almas de los impíos, tan pronto
como son arrebatadas de las comodidades de la carne, se hallan en
miseria y tormentos sin remedio, sin pausa y sin fin. El rico había
dedicado su vida al mundo de los sentidos; por tanto no era apto
para el mundo de los espíritus; para una mente carnal como la
suya, el mundo de los espíritus no tendría ningún atractivo, así que
justamente es excluido de él.
(B) La miseria de su estado se agrava con la contemplación de la
felicidad de que Lázaro disfruta ahora: «Vio de lejos a Abraham, y a
Lázaro en su seno». Ahora comienza a percatarse del lugar en que
se halla el mendigo. No le halla en el mismo lugar en que él está,
no, sino que lo ve allá a lo lejos, recostado en el seno de Abraham.
(a) Ver a Abraham debería causar alegría, pero verlo de lejos sólo
sirve para aumentar el tormento. (b) Ver a Lázaro en el seno de
Abraham le traería a las mientes la forma tan cruel y bárbara con
que él se había portado con el mendigo, así, el ver ahora a Lázaro
en tanta felicidad le servía solamente para hacer más desgraciada
su actual miseria.
III. A continuación se nos refiere el diálogo que entablaron el rico
y Abraham en este estado intermedio, aunque estaban separados el
uno del otro.
1. El rico rogó primeramente a Abraham que hiciese algo para
atenuar los tormentos que padecía (v. 24): «Dando voces (es decir,
a gritos), dijo: Padre Abraham, ten compasión de mí, etc. El que
solía mandar con imperio, ruega ahora a gritos. Las canciones de
sus orgías se han vuelto lamentación de sus miserias. Obsérvese
aquí:
(A) El título que da a Abraham: «Padre Abraham» (comp. con Jn.
8:39). Seguramente que habrá en el Infierno muchos que llamarán
«padre» a Abraham. No sirve de nada ser hijos de Abraham según
la carne, si no se es hijo de él según el espíritu, es decir, conforme
a la fe de Abraham (Gá. 3:7). A este rico, de poco le sirvió ser
descendiente de Abraham, puesto que no siguió la conducta de
Abraham (comp. por ej. con Gn. 13:9; 14:22–23). Día llegará en que
los malvados reclamarán parentesco con los santos (comp. con
13:26–27), pero de nada les valdrá. Es «ahora», es «hoy», cuando
se ha de procurar la hermandad con los hijos de Dios, al nacer de
nuevo para pertenecer a la familia, y haber pasado de muerte a vida
lo cual se demuestra con el amor al hermano (v. 1 Jn. 3:14; 5:1).
(B) La forma en que expresa la deplorable condición en que se
halla: «Estoy atormentado en esta llama». Se queja del tormento
que sufre en su alma. El verbo original significa «estar en angustia
dolorosa», por lo que se aplica también a los dolores de parto, como
puede verse en Romanos 8:22, Gálatas 4:19. La llama es, ante todo
símbolo del remordimiento que el rico siente por haberse conducido
de una forma que le ha llevado a este lugar. Asegurar que esta
llama es literalmente de fuego material equivale a asegurar que el
alma del rico tenía lengua, y el alma del mendigo tenía dedo. Son
modos de hablar corrientes en la Escritura. Por otra parte el detalle
de que el rico reconociera a Abraham en el otro mundo, añade
nueva fuerza al detalle histórico de la aparición de Moisés y Elías
junto al Señor en el monte de la Transfiguración, al ser al instante
reconocidos por los discípulos. Quienes opinan que, en la otra vida,
no nos reconoceremos mutuamente, carecen de todo fundamento
en la Biblia.
(C) La petición que hace a Abraham: «Ten compasión de mí». El
que no tuvo en vida ninguna compasión de Lázaro, espera ahora
que Abraham tenga compasión de él por medio de Lázaro, a quien
reconoce como más compasivo que lo que él mismo fue. Y el favor
que le pide es: «Envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo
en agua y refresque mi lengua». (a) Se queja especialmente del
tormento de la lengua. La lengua es el órgano principal y
representativo del habla, y seguramente que este rico habría dicho
muchas cosas blasfemas contra Dios, ofensivas para su prójimo y
sucias para todos, por sus palabras es condenado (Mt. 12:37) y, en
consecuencia, en la lengua es especialmente atormentado. La
lengua es también órgano del sentido del gusto, del que tanto abusó
el rico; por tanto, el tormento de la lengua le recordará el placer
desordenado que con ella se procuró. (b) Se contenta con una gota
de agua para refrescar su lengua. Pide lo mínimo que puede
pedirse para un refresco, pero ni eso le será concedido. (c) Desea
que sea Lázaro quien le procure el agua. Le nombra, lo cual es
señal de que le conocía, y piensa que Lázaro será tan bueno con él
como piadoso había sido con Dios, a pesar de lo mal que él se
había portado con Lázaro. Día llegará en que los que han odiado y
perseguido a los hijos de Dios, desearán poder recibir favores de
ellos, aunque ya no sea posible.
2. La respuesta que le dio Abraham. En general, le negó lo que
el rico le pedía. Así vemos cuán justamente se le pagaba a este
hombre con la misma moneda. A quien había rehusado dar una
migaja, se le niega ahora hasta una gota de agua. Mientras se dice
«hoy», se dará a quien pida; pero, pasado este «hoy», habrá
pasado la oportunidad de recibir favores divinos que no se hayan
procurado en esta vida. Observemos:
(A) Que Abraham le llama hijo; según la carne, como en
respuesta al título que el rico le había dado («padre», también
según la carne). Aun cuando era hijo carnal, se había portado como
hijo rebelde y, con toda razón, se hallaba ahora abandonado y
desheredado.
(B) Le hace recordar cuál había sido su condición en este mundo
en comparación con la de Lázaro: «Hijo, acuérdate», esta palabra
había de penetrarle hasta lo más profundo del alma. Es en esta vida
cuando el recuerdo de los beneficios que Dios nos imparte y de las
ofensas con que le hemos agraviado, puede conducir al
arrepentimiento y al perdón; en la otra vida, el recuerdo añade
remordimiento, pero ya no puede llevar al arrepentimiento. Lo que
aquí quiere Abraham que el rico recuerde es: «Que recibiste tus
bienes en tu vida». No le recuerda lo que pecó sino lo que recibió;
como diciéndole: «Recuerda qué gran bienechor fue Dios para ti;
por eso, no puedes decir que te debe nada, ni siquiera una gota de
agua. Lo que Él te dio, tú lo recibiste, y no hay más; ya tienes toda
tu recompensa. Fuiste como un sepulcro donde los favores divinos
quedaron enterrados, no como un buen terreno donde quedaron
sembrados. Las cosas que recibiste eran buenas para ti, las únicas
buenas; pero las usaste mal y no te preocupaste por las mejores
cosas del Cielo. Así que el día de las cosas buenas se ha pasado
para ti» (comp. con Mt. 6:2, 5, 16). También le recuerda que
«Lázaro, del mismo modo (es decir, en contraste similar), ha
recibido males), no de parte de Dios, sino por la perversa condición
de los hombres, aun cuando esos males fueron, en manos de la
Providencia, medios que le preservaron de caer en los pecados del
rico, y le refinaron como al oro en el crisol. Un detalle pequeño, pero
de suma importancia, es que al rico le dice Abraham que ya había
recibido en esta vida sus bienes, pero, en cuanto a Lázaro, no dice
sus males. La razón es que los bienes del rico le habían sido
concedidos por Dios, y eran suyos, pero Dios no había causado los
males de Lázaro, no se los había dado; por eso, no eran, en
realidad, suyos no le pertenecían.
(C) Asimismo le hace notar que ahora se han vuelto las tornas:
«Pero ahora éste es consolado aquí y tú atormentado». El Cielo es
un lugar de consuelo mientras que el Infierno es un lugar de
tormento; en el Cielo hay gozo y felicidad, en el Infierno,
lamentación y crujir de dientes. Cuando los justos quedan dormidos
en Cristo, podemos asegurar: «Ahora son consolados; todas sus
lágrimas han sido enjugadas». Pero, por el contrario, cuando
mueren los impíos, se perdió todo consuelo, porque se perdió toda
esperanza. Dante Alighieri, en su Divina Comedia, pone el siguiente
cartel sobre la puerta del Infierno: «Dejad toda esperanza los que
aquí entráis».
(D) Le asegura que el alivio que él espera de los dedos de
Lázaro, no sólo es inmerecido, sino imposible de obtener (v. 26):
«Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y
vosotros». El más bondadoso santo del Cielo no puede visitar la
morada de los condenados, ni prestar alivio allí a nadie, ni aun al
mayor amigo que haya podido tener en este mundo: «De manera
que los que quisieren pasar de aquí a vosotros, no pueden, ni de
allá pasar acá». El más fuerte y atrevido morador del Infierno es
impotente para abrirse paso a través de las puertas de aquella
prisión. En este mundo, gracias sean dadas a Dios, no hay ninguna
sima entre el estado de naturaleza y el de la gracia; así que
fácilmente se puede pasar del uno al otro, del pecado a la gracia; de
la ira de Dios, al amor de Dios. Pudo haberlo hecho en esta vida
pero ahora ya no tenía remedio por toda la eternidad. El cerrojo
echado a la puerta del Infierno no volverá jamás a ser removido
para atrás.
3. Negada esta petición, el rico hace un nuevo ruego a su «padre
Abraham». Ya que al menos puede conversar con él, y a pesar de
que no puede aliviar su propia condición le pide ahora un favor para
los hermanos que había dejado en este mundo. Este detalle, como
ya hemos insinuado previamente, está puesto como relleno de la
parábola con la clara intención de refutar a quienes piden milagros
en confirmación de las enseñanzas de Cristo cuando nos basta con
lo que Dios nos dice por medio de su Palabra. Si los condenados
pudieran albergar algún deseo genuino de que otros se salven, no
estarían en el Infierno, pues allí no cabe el verdadero amor, ni a
Dios ni al prójimo.
(A) El rico pide ahora que Lázaro resucite y vuelva a este mundo:
«Te ruego, pues, padre [dice a Abraham], que le envíes a la casa
de mi padre …» (v. 27). De nuevo acude a Abraham, y le vuelve a
llamar «padre», con la esperanza de que ahora acceda a su
petición. Y, ¿para qué quiere que vaya Lázaro a la casa de su
padre? Porque Lázaro debe de conocer bien la casa, así como a los
cinco hermanos del rico. Ellos le reconocerán y le harán caso.
Lázaro debe «prevenirles seriamente a fin de que no vengan ellos
también a este lugar de tormento» (v. 28). No le pide a Abraham
que le deje salir a él (el rico), pues (a) del lugar en que él está es
imposible salir; (b) los hermanos del rico recibirían con la visita de
su hermano condenado un susto tan aterrador que podría sacarles
de su sano juicio; (c) en cambio, el mensaje de un justo, como
Lázaro, les resultaría menos aterrador, pero lo suficientemente
eficaz para atemorizarles con el juicio de Dios y hacer que se
convirtiesen de su mala vida.
(B) Pero Abraham le niega también este favor. En el Infierno no
se reciben ya más favores: «Y Abraham le dijo: A Moisés y a los
profetas tienen, ¡que los oigan!» (v. 29). En la Escritura hallarán los
hermanos del rico el privilegio de los oráculos de Dios y la norma a
la que ajustar su conducta. ¡Que mezclen la palabra con fe (He.
4:2), y con eso tendrán suficiente para no venir a este lugar de
tormento!
(C) Pero el rico insiste (v. 30): «No, padre Abraham; es cierto que
tienen a Moisés y a los profetas, pero si alguno va a ellos de entre
los muertos, se arrepentirán; un hecho tan extraordinario hará en
ellos tremenda impresión y se convencerán de su mal estado. Ya
están muy acostumbrados a leer a Moisés y a los profetas; pero
esto sería algo nuevo y extraordinario; seguramente que esto les
persuadiría a que se arrepintieran». Los necios piensan que pueden
enmendarle la plana a Dios e inventar mejores métodos de
convencer a los pecadores que los que Dios ha dispuesto y
ordenado.
(D) Por tanto, Abraham insiste también en su negativa (v. 31):
«Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán
aunque alguno se levante de los muertos». La misma corrupción del
corazón humano que le impide ser persuadido al arrepentimiento
por medio de la Palabra de Dios, le impedirá también ser
persuadido ante la visita de un difunto. Podrá decir que ha sido una
alucinación o hallar cualquier otra excusa para seguir en el camino
de sus pecados. Por la experiencia de los fariseos, sabía Jesús
que, cuando alguien se niega a creer ante las pruebas
convincentes, inventa las más inverosímiles razones para no prestar
atención a las palabras del Señor. La lección es también para
nosotros: La Biblia es el método ordinario usado por Dios para
decirnos sus propósitos y lo que de nosotros espera, y esto ha de
ser suficiente. Quienes apelan a «visiones» o «voces audibles»,
suelen, de ordinario, ser víctimas de su propia sugestión, o desean,
más o menos conscientemente, presentarse ante los demás como
«privilegiados» con tales favores sobrenaturales, lo cual es un
género especial de solapada soberbia espiritual.
CAPÍTULO 17
En este capítulo, el Señor pone de relieve la maldad del pecado
de escándalo y la necesidad de perdonar las injurias; exhorta a sus
discípulos a orar para que se les aumente la fe y les enseña que
deben ser humildes. Luego tenemos la curación de diez leprosos.
Termina el capítulo con las enseñanzas que da a los fariseos y a los
discípulos sobre el tiempo y las circunstancias de la venida del
Reino.
Versículos 1–10
I. Vemos que dar ocasión de tropiezo o escándalo es un gran
pecado (vv. 1–2). Dada la condición humana, es «imposible, es
decir, inevitable, que no vengan tropiezos (griego skándala)»; por
ello, hay que estar en guardia para no poner ante nadie ningún
tropiezo que le haga caer, porque «¡ay de aquel por quien vienen!»
La sentencia contra los que incitan a pecar (con estímulos, falsas
razones o malos ejemplos) a otros es terrible: «Mejor le sería que
se le atase al cuello una piedra de molino y se le arrojase al mar»
para perecer así, porque el peso de su culpabilidad es mayor que el
de una gran piedra de molino. Esto implica un «¡ay!»: 1. A los
perseguidores que produzcan cualquier daño al menor de los
pequeñuelos de Cristo. 2. A los seductores, que corrompen las
verdades de Cristo y perturban así la mente de los discípulos de
Cristo. 3. A los que viven escandalosamente y, de esta manera,
debilitan las manos y entristecen el corazón de los hijos de Dios.
II. Vemos después que el perdón de las ofensas es un gran
deber: (v. 3): «Tened cuidado de vosotros mismos». La frase puede
conectarse con lo que antecede, con lo que sigue, o con ambos
contextos a la vez, puesto que el que no reprende ni perdona está
también poniendo un tropiezo delante de su hermano.
1. «Si tu hermano peca, repréndele» (v. 3. En Mt. 18:15 y ss. se
hallan más detalles). En vez de callar o resentirse, se nos manda
hacer que el hermano reconozca su falta, pero hacerlo con
humildad y mansedumbre (v. Gá. 6:1), lo cual requiere elevada
espiritualidad y, por eso, escasea tanto el correcto cumplimiento de
esta norma divina: o se hace la vista gorda o se reprende con
humor destemplado y, muchas veces, en público cuando debería
comenzarse por hacerlo en privado. El que reprende ha de ser
también prudente en sus juicios, no sea que haya tomado a mal
algo que se ha cometido sin mala intención o por ignorancia;
entonces, quien debe pedir perdón al otro es el que se pone a
reprender, aun cuando lo haga por las buenas.
2. «Y, si se arrepiente, perdónale.» Perdónale y olvida la ofensa;
no vuelvas a rumiarla ni a mencionarla, pues eso demostraría que
no hubo verdadero perdón. No se nos dice aquí lo que se ha de
hacer si no se arrepiente, pero sí en Mateo, donde se especifican
los pasos que hay que dar en este caso.
3. El deber de perdonar no se agota con la primera ofensa: «Y si
peca contra ti siete veces al día, y vuelve a ti siete veces al día
[nótese esta importante variante en Lucas] diciendo: Me arrepiento;
perdónale» (v. 4). Una ofensa repetida siete veces en un solo día
parece ser algo indignante y fruto de una manifiesta negligencia;
pero, si el ofensor muestra un sincero arrepentimiento, el deber de
perdonar continúa de igual manera. Cristo quería poner de relieve
que los suyos habían de ser seguidores de su propio ejemplo e
imitadores de Dios (v. Ef. 4:32; 5:1; Col. 3:13), de espíritu
perdonador, dispuestos a pensar bien si no hay evidencia de ofensa
(v. 1 Co. 13:7) y a no guardar resentimiento ni tener espíritu de
venganza.
III. A continuación, el Señor, al tomar pie de un ruego de sus
Apóstoles, les muestra el poder de la fe, aunque ésta sea pequeña
en cantidad, pero genuina en calidad.
1. Vemos primero la petición de los discípulos: «Auméntanos la
fe» (v. 5). Los Apóstoles mismos reconocían la pequeñez de su fe y
veían la necesidad que tenían de la gracia del Señor para que su fe
se incrementase y fortaleciese. Los creyentes deberíamos desear
con todo fervor el aumento de nuestra fe. Notemos que los
Apóstoles le hicieron esta petición al Señor cuando Él acababa de
exhortarles al perdón de las injurias. Como si le dijeran: «Señor
auméntanos la fe; de lo contrario, nunca podremos cumplir con un
deber tan difícil como ese». La fe en la gracia perdonadora de Dios
nos capacitará para vencer las grandes dificultades que nos salen al
encuentro cuando debemos perdonar a nuestros hermanos.
2. Cristo les asegura sobre la eficacia maravillosa de una fe que
sea genuina (v. 6): «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, tan
pequeña como esa insignificante semilla, pero tan picante y acre
como la mostaza, una fe que diese vigor y fuerza a todas las demás
gracias, nada de lo que pueda conducir a la gloria de Dios a la
edificación de la Iglesia, y a vuestro propio provecho espiritual, sería
demasiado difícil para vosotros, pues incluso podríais decir a este
sicómoro: Desarráigate y plántate en el mar, y os obedecería». Así
como nada hay imposible para Dios (1:37; 18:27 y, probablemente,
Mt. 19:26; Mr. 10:27), así también, «todo es posible para el que
cree» (Mr. 9:23).
IV. Que, por mucho que hagamos en el servicio del Señor
siempre hemos de mantenernos en humildad. Incluso los Apóstoles,
que hicieron por Cristo mucho más que otros, no debían pensar que
el Señor les era deudor de algo. Porque:
1. Eran siervos de Dios. Todos nosotros somos esclavos de
Dios, quien nos ha dado todo cuanto somos y tenemos; por tanto
todo nuestro tiempo y todas nuestras fuerzas deben emplearse al
servicio de Él.
2. Como siervos de Dios, debemos emplear con diligencia todo el
tiempo en el cumplimiento de nuestros deberes, sin permanecer
ociosos y sin fruto (2 P. 1:8) en el servicio de nuestro Amo y Señor.
Hasta el criado que pasa el día arando o apacentando el ganado, al
volver él del campo, no se sienta a descansar, sino que se dispone
a servir a la mesa a su señor (vv. 7–8).
3. Nuestro principal interés ha de centrarse en cumplir el deber
que tenemos en relación con el Señor, y dejar en Sus manos el
tiempo, el modo y la medida de los consuelos que tenga a bien
otorgarnos, ya que ningún criado puede esperar que su amo le diga
enseguida: «Pasa y siéntate a la mesa». Sólo podemos descansar y
sentarnos a la mesa cuando hayamos servido a nuestro Señor. Si
llevamos a cabo con toda diligencia nuestro trabajo, la recompensa
vendrá a su debido tiempo.
4. Es natural y razonable que Cristo sea servido antes que
nosotros: «Sírveme hasta que haya comido y bebido; y después de
esto, puedes comer y beber tú».
5. Cuando los siervos de Cristo hayan de servir a su Señor
deben primeramente ceñirse, es decir, liberarse de todo lo que
pueda atarles y pesarles. Sin embargo, el Señor Jesucristo no
insistió en que los Apóstoles hicieran esto por Él, sino que más bien
fue Él quien se ciñó para lavarles los pies a ellos (Jn. 13:4 y ss.),
pues no había venido a ser servido, sino a servir (Mt. 20:28).
6. Los siervos de Cristo no han de pensar que merecen algo por
lo que hacen en servicio del Señor; ni siquiera merecen que se les
de las gracias (v. 9). No hay obras buenas nuestras que, de suyo,
puedan merecer ninguna atención de parte de Dios, pues «todas
nuestras obras justas son como trapos de inmundicia» (Is. 64:6).
7. Todo cuanto hagamos por Cristo es únicamente el
cumplimiento de un deber, no un favor que se le presta. Nada hay
de supererogatorio en hacer todo lo que nos ha sido ordenado (v.
10); ¡ay, si pudiésemos decir que hemos cumplido con todo lo que
nos ha sido ordenado! ¡En cuántas cosas quedamos por debajo del
nivel debido y, especialmente, en el primero y gran mandamiento de
amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con
toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas!
8. Los mejores y más santos siervos del Señor han de confesar
con toda humildad que son «siervos inútiles». No quiere decir con
esto el Señor que seamos sin provecho o que no sirvamos para
nada, sino que, por mucho que hagamos, no le damos a Dios más
de lo que tiene, ni más de lo que Él mismo nos ha dado, ni más de
lo que estamos obligados a darle; en otras palabras, que nunca
podemos hacer a Dios deudor nuestro. Por consiguiente, no hemos
de llamarnos a nosotros mismos siervos útiles, sino que hemos de
llamar servicio provechoso el que a Él le tributamos.
Versículos 11–19
Se nos refiere aquí la curación de diez leprosos, episodio que no
hallamos en ninguno de los otros evangelistas. La lepra era, en
opinión de los judíos, una enfermedad que, más que ninguna otra,
era señal del desagrado de Dios. Por eso, Jesucristo, que vino a
quitar el pecado del mundo (Jn. 1:29), puso especial empeño en
sanar a los leprosos que se cruzaban en su camino. En esta
ocasión, el Señor se hallaba de viaje a Jerusalén, y como a medio
camino de distancia a la ciudad, en la frontera misma que separaba
Samaria de Galilea.
I. La petición que le hicieron a Cristo estos leprosos. Eran diez e
iban juntos, puesto que, aun cuando estaban excluidos de la
sociedad en general, los que estaban infectados de la enfermedad
podían conversar libremente unos con otros. 1. Salieron al
encuentro de Jesús cuando el Señor entraba en una aldea. Aunque
ya estaba fatigado del viaje, no le dejaron descansar y tomar algún
refrigerio, sino que se fueron hacia Él tan pronto como le vieron. No
por eso dejó Jesús de atenderles. 2. «Se pararon a distancia.»
Cuando nos acercamos a Cristo, deberíamos hacerlo conscientes
de nuestra lepra espiritual y, por lo tanto, con la mayor humildad.
¿Quiénes somos nosotros para poder acercarnos al que es
infinitamente puro? 3. Le importunaron unánimemente con su
ruego: «Alzaron la voz diciendo: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de
nosotros!» (v. 13). Quienes esperen ayuda del Señor deben
invocarle como a Maestro de ellos, Él es Maestro, Dueño y
Salvador. No le ruegan en concreto que les sane de la lepra, sino
sólo le dicen: «¡Ten compasión de nosotros!» Es suficiente con que
apelemos a las compasiones de Cristo, pues no nos faltarán.
II. Cristo les mandó presentarse a los sacerdotes, para que éstos
les inspeccionasen según la Ley. No les dice explícitamente que
serán curados (v. 14); basta con que le obedezcan. Con ello,
mostraron su fe en Jesús, pues fueron como Él les mandó. Puesto
que la ley ceremonial estaba todavía en vigor, Cristo procuró que
fuese observada. Esto nos enseña que quienes esperan recibir los
favores de Cristo, han de obtenerlos de acuerdo con el modo y el
método que Él establezca.
III. «Y aconteció que mientras iban, fueron limpiados» (v. 41b).
Debemos esperar que la misericordia de Dios nos salga al
encuentro cuando vamos por el camino de nuestro deber. Si
hacemos lo que Él nos manda, Dios no dejará de hacer por
nosotros lo que nosotros no podemos hacer por nosotros mismos.
Aunque los medios no nos curen por sí mismos, Dios nos curará en
el uso diligente de tales medios.
IV. Uno de ellos, sólo uno de diez, volvió para darle las gracias
(v. 15). «Viendo que había sido sanado, volvió, glorificando a Dios a
gran voz.» Quiso que fuese dada gloria y alabanza al Señor que le
había curado. Y vemos que lo hizo con grandes muestras de afecto
y agradecido de corazón: «a gran voz». Quienes reciben favores
divinos, deben dar testimonio de ello ante otros. Pero este
exleproso no se contentó con dar gracias al Señor; nótense los
detalles del versículo 16: «Y se postró rostro en tierra a sus pies,
dándole gracias; y éste era samaritano». Esto nos enseña a ser
muy humildes en la expresión de nuestra gratitud al Señor, como lo
hemos de ser en nuestras oraciones.
V. Cristo dio mucha importancia a la actitud de este samaritano
que de tal manera se había distinguido de los otros nueve que
habían sido curados, quienes, por lo que se da a entender, eran
judíos. La actitud de este hombre era tanto más de encomiar cuanto
que los samaritanos no tenían, de la naturaleza de Dios y del modo
correcto de adorarle, un conocimiento tan puro como los judíos. Con
todo, fue un samaritano quien volvió para dar las gracias y glorificar
a Dios, lo cual olvidaron los nueve judíos. Véase:
1. Cómo puso Cristo en contraste la actitud de este hombre con
la ingratitud de los que habían compartido con Él el mismo favor:
Sólo este extranjero había vuelto para dar gracias y glorificar a Dios
(vv. 17–18). (A) ¡Cuán ricamente dispensa Jesús sus favores! «¿No
son diez los que fueron limpiados?» ¿Cabe una curación más
completa? Todo un hospital, curado con una sola voz. Nunca
tendremos menos gracia por el hecho de que otros la compartan
con nosotros. (B) Cuán pobremente respondemos nosotros a los
favores divinos: «Y los otros nueve, ¿dónde están?» La ingratitud
es un pecado muy común. De los muchos que son beneficiarios de
la misericordia divina, hay pocos, muy pocos, que se muestren
agradecidos a Dios. (C) ¡Y cuántas veces demuestran ser más
agradecidos aquellos de quienes menos se esperaba! Vuelve uno
de Samaria a dar las gracias, mientras que nueve de Judea parecen
haber olvidado el favor recibido. Esto sirve de circunstancia
agravante en la ingratitud de los judíos a los que Jesús se refiere.
2. Cómo animó Cristo a este samaritano agradecido (v. 19). Los
otros recibieron curación, y no les fue revocada, pero la curación de
éste quedó especialmente confirmada: «Tu fe te ha sanado». Los
otros nueve habían sido curados por el poder de Cristo,
compadecido de la situación de ellos; pero éste fue sanado de un
modo especial por su fe, la cual vio Jesús que era muy superior a la
de los otros.
Versículos 20–37
I. Pregunta que los fariseos hacen a Cristo sobre el tiempo en
que «había de venir el reino de Dios» (v. 20). Por la predicación de
Cristo de que el reino de Dios estaba cerca (Mr. 1:15), y al saber
quizá que había enseñado a sus discípulos a orar por la venida del
Reino, se atrevieron a preguntarle sobre ello, como si dijesen:
«¿Cuándo se van a cumplir esas gloriosas realidades?»
II. Cristo contesta a esta pregunta, dirigiéndose primero a los
fariseos, y después a sus discípulos (v. 22). Y lo que dijo a ellos,
nos lo dice también a nosotros:
1. Que el reino mesiánico había de ser principalmente un reino
espiritual. Y en cuanto al tiempo en que había de venir, les dice que
«no viene con advertencia» (v. 20); es decir no ha de venir con gran
despliegue de aparato externo, como pasa con los reinos de este
mundo, los cuales son precedidos de cambios y revoluciones que
ocupan con grandes letras las primeras planas de los periódicos.
Cuando el Mesías-Rey venga a inaugurar su reino, no se dirá:
«Aquí está, o: Allí está», como cuando un príncipe viene a visitar
sus territorios. El reino de Cristo no está confinado a un lugar. Del
mismo modo, el cristianismo no está confinado a un lugar; y los que
intentan hacer de su propia iglesia o denominación un monopolio o
un reducto, lo mismo que quienes pretenden que se reconozca a la
verdadera Iglesia por medio de la pompa y de la ostentación,
cometen un grave error y un gran desacato al Rey. El reino de Dios
se abre paso por medio de una influencia espiritual, pues no es de
este mundo (v. Jn. 18:36). «El reino de Dios está en medio de
vosotros» (v. 21); es decir, no dentro de los fariseos, quienes
rechazaban la predicación de Jesús, sino en la esfera o cercanía de
ellos, donde el Rey se movía y ponía los fundamentos espirituales
del reino mesiánico, sin los cuales el disfrute de las promesas
temporales no tendría efecto. Por eso la recepción del reino ha de
comenzar por un cambio de mentalidad o arrepentimiento, el cual
se lleva a cabo en el interior del corazón, no en fenómenos externos
destinados a excitar la fantasía de los hombres. Para recibir el reino
es preciso cumplir las condiciones que tan admirablemente se
exponen y resumen en Sofonías 3:12–13.
2. Que la iniciación de este reino era una obra que había de
encontrar mucha oposición por parte de los hombres (v. 22):
«Vendrán días en que ansiaréis ver uno de los días del Hijo del
Hombre, y no lo veréis». Los discípulos de Cristo han de pasar por
muchas pruebas y tribulaciones que les hagan suspirar por la
Venida del Señor. La Iglesia iba a cosechar al principio grandes
triunfos; incluso tres mil personas serían añadidas en un solo día
(Hch. 2:41); pero pronto comenzarían las persecuciones. Los
ministros de Jesucristo y las iglesias cristianas pasan muchas veces
por momentos de gran apuro; es precisamente entonces cuando
más propicia se presenta la ocasión para elevar los ojos al Cielo y
esperar de allí a nuestro Salvador. Dios nos enseña así a dar el
debido valor a sus gracias, pues es en la necesidad cuando mejor
se aprecian los verdaderos valores de las cosas: en la enfermedad
se aprecia mejor el valor de la salud; en la pérdida de la madre, se
echa de menos lo que ella era para nosotros. Lo peor que le puede
pasar a un creyente o a una iglesia, no son las aflicciones que
vienen de fuera, sino la decadencia que se apodere del interior. Es
entonces cuando hemos de suspirar y orar por tiempos mejores en
que el Señor nos de la victoria por medio de su Espíritu Santo.
3. Que Cristo y su reino no se han de esperar en éste o aquel
lugar concreto, pues su aparición será general y en todos los
lugares a la vez (vv. 23–24), de la mima manera que «el relámpago
al fulgurar, resplandece desde un extremo del cielo hasta el otro».
Todos deben, pues, estar apercibidos, porque el día en que Cristo
venga, va a estar cercano a todos.
4. Que, antes de que el Hijo del Hombre venga de nuevo, «es
necesario que padezca mucho y sea desechado por esta
generación» (v. 25). Y, si Él ha de ser tratado así, sus discípulos no
han de esperar mejor trato (v. Jn. 15:18–20). A la corona y a la luz,
hemos de ir pasando por la cruz.
5. Que la venida del reino mesiánico será precedida de una
catástrofe sin precedentes. Obsérvese:
(A) Lo que ocurrió en épocas de corrupción general, como lo fue
universalmente cuando el diluvio, y regionalmente en la Pentápolis.
En ambos casos, los seres humanos fueron advertidos del castigo
que les sobrevendría si no se arrepentían, pero no hicieron caso ni
de Noé cuando el diluvio, ni de Lot cuando la destrucción de
Sodoma y Gomorra. Sólo se preocupaban de lo material: comer,
beber y divertirse. Y así continuaron, hasta que el castigo les tomó
por sorpresa.
(B) Lo mismo ocurrirá en los días que precedan a la Venida del
Señor Jesucristo (v. 30). Los pecadores tienen aquí la advertencia
de Jesús y de sus Apóstoles, como consta en el Nuevo Testamento,
y aun en las profecías del Antiguo; pero será en vano. Todo lo que
ocurre en estos últimos años del siglo XX nos hace ver que la
Venida del Señor está cerca, pues la humanidad está, en general,
comportándose de manera parecida a los tiempos previos al diluvio
y a los días de Sodoma y Gomorra; y ¿cuántos son los que
atienden al mensaje del Evangelio? Muy pocos, especialmente en
los países que gozan de la mayor prosperidad material.
6. Que los discípulos de Cristo han de distinguirse de todos los
incrédulos de su generación. Al contrario que la mujer de Lot, que
perdió la vida por su lentitud en escapar del fuego que devoró a las
ciudades nefandas, los creyentes tendrán que escapar por su vida.
La tentación de volverse a mirar atrás es un peligro que siempre
asedia al creyente. Y el mirar atrás conduce muchas veces a
volverse atrás. Mejor es dejarlo todo que arriesgar la vida misma (v.
33).
7. Que la Venida de Cristo dividirá en dos partes las familias y las
compañías (vv. 34–36). Todo esto ha sido explicado en detalle en el
comentario a Mateo 24:23–28, 37–41.
8. Los discípulos (v. 22) desconcertados por estas revelaciones,
le preguntan a Jesús: «¿Dónde, Señor?» (v. 37). Es decir, ¿en qué
lugar se llevarán a cabo estos acontecimientos extraordinarios?
Jesús responde con una frase proverbial: «Donde esté el cuerpo,
allí se juntarán también las águilas». Aunque esta frase tenga
aplicación meramente devocional a la atracción que Jesús ejerce
sobre los suyos, la interpretación literal (ya dada en el comentario a
Mt. 24:28) sólo puede referirse a los enemigos de Cristo al final de
la Gran Tribulación, los cuales serán muertos «con la espada que
salía de la boca del que montaba el caballo [Jesucristo], y todas las
aves se saciaron de las carnes de ellos» (Ap. 19:21). Estas aves
son las «águilas» aquí mencionadas, aunque con este nombre se
significa el buitre negro o buitre «monje» de aquellas latitudes. A
pesar de que Lucas usa el término griego soma = cuerpo, que se
trata de la carroña de los enemigos derrotados y muertos se
muestra por el lugar paralelo de Mateo, quien usa el término
«ptoma» = cadáver, lo cual de ningún modo puede aplicarse a
Cristo, resucitado para no volver a morir.
CAPÍTULO 18
9

Comienza el capítulo con la parábola de la viuda importuna;


sigue con la parábola del fariseo y el publicano, destinada a

9Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1320
enseñarnos la humildad en la oración. Tras un paréntesis en que
Jesús bendice a unos niños pequeñitos, viene el episodio del joven
rico que no se decidió a renunciar a sus riquezas para seguir a
Cristo. Después, Jesús predice de nuevo sus sufrimientos y muerte.
Termina el capítulo con la curación de un ciego cerca de Jericó.
Versículos 1–8
Esta parábola tiene su clave o llave pendiendo de la cerradura de
la puerta, ya que el texto nos dice que Jesús la profirió para enseñar
«sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar» (v. 1). Da por
supuesto que el pueblo de Dios es un pueblo orante. Orar es para
nosotros, un privilegio, un honor y un deber; es también una labor
constante: hemos de orar siempre, y no desfallecer hasta que la
respuesta a la oración nos haga prorrumpir en himnos de alabanza.
En esta porción, la exhortación a orar está destinada en especial a
perseverar en nuestras súplicas para obtener las gracias necesarias
a fin de soportar victoriosamente la lucha contra nuestros enemigos
espirituales, nuestras concupiscencias y corrupciones; seguros de
que no buscaremos el rostro de Dios en vano.
I. Cristo muestra, mediante una parábola, el poder de la
importunidad entre los hombres. Se trata de un caso en que una
causa justa triunfó finalmente ante un juez injusto, no por la fuerza
de la equidad ni de la compasión, sino de la importunidad. Vemos:
1. El mal carácter de un juez que había en una ciudad: «ni temía
a Dios, ni respetaba a hombre» (v. 2). No reconocía ningún deber ni
hacia Dios ni hacia sus semejantes; tanto la piedad como el honor
le eran totalmente ajenos. No nos extrañe el que quienes no tienen
temor de Dios no tengan tampoco respeto a los hombres, porque
donde no hay temor de Dios, nada bueno puede esperarse. Tal
carencia de piedad y de respeto es mala en cualquier persona, pero
es pésima en un juez. En lugar de hacer el bien con el poder que
tiene en su oficio, siempre habrá peligro de que haga perjuicio.
2. El caso triste de una pobre viuda. Sin duda, la razón estaba de
su parte; pero, según parece, no se había atenido a las complicadas
formalidades de la ley, quizá por falta de asesoramiento; a falta de
esto, demandaba personalmente ante el juez día tras día diciéndole:
«Hazme justicia de mi adversario» (v. 3). Es deber peculiar de los
magistrados, no sólo no engañar ni robar a la viuda, etc. (Jer. 22:3)
sino también «reprimir al opresor …, amparar a la viuda» (Is. 1:17).
3. La dificultad y el desaliento consiguiente que experimentó en
la presentación de su causa ante el juez, el cual «no quiso [hacerle
justicia] por algún tiempo» (v. 4). Conforme a su mala costumbre, no
hizo caso alguno de la viuda, ya que ésta no era para él persona
importante ni le daba dinero para sobornarlo.
4. El éxito que, por fin, consiguió ella por medio de su continua
importunidad. Dijo para sí el juez: «Aunque ni temo a Dios, ni tengo
respeto a hombre, sin embargo, porque esta viuda me es molesta,
le haré justicia, no sea que viniendo de continuo, me agote la
paciencia« (vv. 4–5). Así que esta mujer, al no dejar en paz al juez,
consiguió lo que deseaba.
II. Cristo saca de aquí una aplicación para animar al pueblo de
Dios en sus oraciones.
1. Les asegura que, a la larga, Dios les cumplirá sus deseos:
«¿Y acaso Dios no hará justicia a sus escogidos …?» (v. 7).
Nótese:
(A) Lo que el pueblo de Dios desea y espera: Que Él haga
justicia a sus escogidos. Hay en el mundo personas que son
escogidas de Dios; y Él tiene la vista fija en sus elegidos para
preservarles y protegerles en medio de los problemas y de la
oposición que encuentren en este mundo, pues los adversarios son
muchos (1 Co. 16:9).
(B) Lo que Dios requiere de su pueblo: Que clamen a Él día y
noche. Este es nuestro deber; y a su cumplimiento ha prometido Él
gracia y misericordia. Debemos orar en particular para no ser
vencidos por nuestros enemigos espirituales, como lo hacía esta
pobre viuda. Clamemos: «Señor, dame fuerza para mortificar esta
corrupción; haz que me arme contra esta tentación, etc.». También
hemos de interesarnos por los creyentes que son perseguidos y
oprimidos, y orar para que Dios les haga justicia. Hemos de clamar
con insistencia día y noche, y luchar con Dios como Jacob. Como
Isaías en favor de Sion, nosotros hemos de importunar a Dios: «Los
que hacéis que Jehová recuerde, no reposéis, ni le deis tregua,
hasta que restablezca a Jerusalén, y la ponga por alabanza en la
tierra» (Is. 62:6–7).
(C) Los desalientos que quizá sufriremos en nuestras oraciones.
A veces, Dios tarda en responder. Como dice G. Thibon: «Dios
alarga nuestras preguntas, cuando quiere darles una respuesta
infinita». Así como tiene paciencia con los adversarios de su pueblo,
también quiere ejercitar la paciencia de los suyos.
(D) La seguridad que les da de que, al final, será concedida la
gracia, aunque se demore la concesión. Si esta viuda prevaleció por
su importunidad, mucho más prevalecerán los escogidos de Dios,
pues: (a) Esta viuda era ajena al juez, pero el pueblo de Dios es su
elegido; Dios conoce y ama a los suyos. (b) La viuda era una, pero
los elegidos de Dios son muchos. Los santos en la tierra ponen
asedio al trono de Dios en el Cielo cuando unen sus oraciones en
comunión fraternal. (c) Ella apelaba a un juez que se mantenía a
distancia, mientras que nosotros acudimos a un Padre que nos pide
que nos acerquemos a Él (v. He. 4:16). (d) Ella acudía a un juez
injusto; nosotros acudimos a un Padre justo. (e) Ella acudía al juez
sólo para obtener justicia en su propia causa, mientras que Dios
está comprometido en la misma causa por la que solicitamos su
ayuda. (f) Ella no tenía ningún amigo que intercediera por ella;
nosotros tenemos Abogado para con el Padre, pues es su propio
Hijo (1 Jn. 2:1), el cual vive siempre para interceder por nosotros
(He. 7:25). (g) Ella no disponía de ninguna promesa de que sería
escuchada, nosotros tenemos promesa de que, si continuamos
pidiendo, se nos dará. (h) Ella sólo podía acudir al juez a ciertas
horas; nosotros podemos acudir a Dios a cualquier hora, día y
noche porque nuestro Padre no duerme. (i) La importunidad de la
viuda molestaba al juez, pero la nuestra le agrada sumamente a
Dios, de ahí nuestra esperanza segura de que nuestra oración
ferviente, eficaz, tiene mucha fuerza (Stg. 5:16b).
2. Les insinúa que, no obstante estas seguridades, día llegará en
que comenzarán a cansarse de la espera: «Pero cuando venga el
Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?» (v. 8). La respuesta
parece ser un rotundo «¡No!» El mismo Señor lo está viendo de
antemano:
(A) Nos hace suponer que lo que principalmente está buscando
el Señor es fe. No dice: «¿hallará inocencia?», sino: «¿hallará fe?»
(B) También da a entender que, si hubiera fe, aun cuando fuera
poca, Él la hallaría.
(C) Se nos predice que cuando Cristo venga otra vez hallará
poca fe. (a) En general, hallará poca gente piadosa. Tal vez habrá
muchos que tengan la apariencia de piedad, pero pocos que tengan
fe genuina, que sean honestos y puros. (b) En particular, hallará
pocos que tengan fe en su Venida. Con ello se nos insinúa que
Cristo podría diferir su Venida mientras, primero, los malvados
continúen burlándose de la promesa de su Venida (v. 2 P. 3:3–9);
esta demora podría servir para endurecerles en su impiedad;
segundo, mientras incluso los suyos comiencen a desesperar de su
Venida. Pero ha de servirnos de consuelo y estímulo el que, cuando
se cumpla el tiempo fijado, será manifiesto que la incredulidad de
los hombres no ha podido invalidar la promesa de Dios.
Versículos 9–14
También el objetivo de esta parábola está a la vista desde el
principio. Va destinada «a unos que confiaban en sí mismos como
justos, y menospreciaban a los demás» (v. 9). 1. Éstos tenían muy
alta opinión de sí mismos; pensaban que ya eran tan santos como
debían ser, y más santos que todos sus vecinos. 2. Tenían exceso
de confianza al presentarse ante Dios, pues se apoyaban en su
propia justicia: «confiaban en sí mismos como justos» y por
consiguiente, creían que Dios les era deudor. 3. «Menospreciaban a
los demás.» A esto llama el texto sagrado «parábola», aunque es
un hecho real que se repite cada día.
I. Tenemos a dos hombres que se dedican a la oración al mismo
tiempo y en el mismo lugar (v. 10): «Dos hombres subieron al
templo a orar». No era el tiempo de la oración pública, sino que
fueron allá para llevar a cabo sus devociones personales. Ambos, el
fariseo y el cobrador de impuestos o publicano, fueron al templo a
orar. Entre los adoradores de Dios, hay una mezcla de buenos y
malos. El fariseo, con todo su orgullo, no se creyó seguro sin la
oración; el publicano, con toda su humildad, no se creyó excluido de
la oración. El fariseo vino al templo a orar porque era un lugar
público en el que otras personas podrían verle; éste es el carácter
que Cristo describió acerca de ellos cuando dijo que todo lo hacían
para ser vistos de los hombres. Hay muchos también hoy día a
quienes vemos en el templo, pero de los que es de temer que no los
veremos en el último día a la diestra de Dios. El fariseo vino al
templo a orar por cumplimiento, el publicano vino a orar por
necesidad. El fariseo, por ostentación; el publicano, para petición.
Dios ve con qué disposiciones y objetivo nos presentamos ante Él.
II. Vemos luego cómo se dirige a Dios el fariseo (no podemos
llamar a esto «oración»): «Puesto en pie oraba consigo mismo» (v.
11): se apoyaba en sí mismo con el ojo puesto en sí mismo, no en
la gloria de Dios. Por lo que él mismo dice consigo mismo, vemos:
1. Que confiaba únicamente en su propia justicia, pues dijo
muchas cosas buenas de sí mismo, y podemos suponer que decía
la verdad: no era un opresor, no era injusto con los demás, no hacía
mal a nadie, no era un adúltero. No sólo eso, sino que hacía más de
lo que la ley le requería, pues ayunaba dos veces a la semana, al
ser así que la ley no requería ningún ayuno semanal; y daba
diezmos de todo lo que ganaba, cuando lo que estaba mandado era
dar el diezmo únicamente de los productos del campo. Con esto,
pensaba cumplir con exceso sus deberes en cuanto al modo de
dominar los apetitos de su cuerpo y en cuanto a la administración
de sus bienes temporales. Pero, aun así, todo eso no fue acepto a
Dios. ¿Por qué? (A) Su gratitud a Dios era un mero formalismo. No
dice, como Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Co.
15:10), sino simplemente: «Dios, te doy gracias». (B) ¿Y por qué le
da gracias? por lo que Dios ha hecho por él? ¡No!, sino por lo que él
ha hecho por Dios. Ha venido al templo únicamente para decirle a
Dios las muchas y buenas cosas que ha hecho él mismo. (C) Con
eso se apoya únicamente en su propia justicia (v. Ro. 10:3). (D) No
hallamos ni una sola palabra de verdadera oración en lo que este
fariseo le está diciendo a Dios. «Subió al templo a orar» (v. 10),
pero parece ser que se le olvidó para qué había subido. Pensó que
no necesitaba ninguna cosa, ninguna gracia de Dios que mereciera
la pena de pedírsela.
2. Que despreciaba a los demás, pues: (A) Pensaba que era
mejor que el resto de la humanidad: «Te doy gracias porque no soy
como los demás hombres» (v. 11). Podemos dar gracias a Dios por
no ser, por su gracia, tan malos como algunos; pero hablar como si
fuésemos los mejores es orgullo refinado, irreverencia a Dios e
insulto a nuestros prójimos. (B) No se contenta con tenerse por
mejor que los demás, sino que, para mayor complacencia en sí
mismo, se compara con el cobrador de impuestos que estaba
también allí orando. Sabía que este hombre era un publicano y, por
tanto, le suponía ladrón, injusto, etc. Supongamos que fuera verdad,
¿qué le iba a él en lo de otra persona? ¿Acaso no podía orar sin
lanzar reproches contra su prójimo? ¿O es que estaba tan
complacido de la maldad de otro cuanto lo estaba de su propia
bondad? Como ha dicho un escritor de nuestros días: «Hay quienes
necesitan ver pecar a otros para sentirse justificados ellos mismos».
III. Veamos, en cambio, la oración del publicano, la cual era lo
contrario precisamente de la del fariseo, pues estaba llena de
humildad, tanto como lo estaba de orgullo la del fariseo; tan llena de
arrepentimiento, como lo estaba de ostentación la del otro; tan
deseosa de perdón y misericordia, como lo estaba de confianza en
sí mismo la del fariseo
1. Primero, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que
hizo:
(A) Se mantuvo a bastante distancia (v. 13). Con un profundo
sentimiento de indignidad propia, el publicano no se atrevía a
acercarse a Dios. Así reconocía que no merecía el favor de Dios, y
que ya era un gran favor el que Dios le permitiese orar a distancia.
(B) «No quería ni aun alzar los ojos al cielo.» Elevaba su corazón
y sus deseos humildemente, pero, abrumado de confusión y
vergüenza, no se atrevía a levantar la vista con santa audacia. La
vista puesta en el suelo era indicación del pesar de su corazón ante
su conciencia de pecado.
(C) «Se golpeaba el pecho.» El corazón del pecador le golpea
primero a él con el siguiente reproche: «¿Qué has hecho?»
Entonces él golpea su corazón, diciendo: «¡Miserable hombre de
mí!» (Ro. 7:24).
2. Segundo, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que
dijo: Su oración fue breve, pues los gemidos y suspiros le
entrecortaban la voz, pero lo poco que dijo no pudo ser más
atinado: «Dios, sé propicio a mí, pecador». ¡Y bendito sea Dios
porque está registrada en el texto sagrado la respuesta benévola
del Señor a esta oración!
(A) Vemos que se reconoce a sí mismo como pecador delante de
Dios. El fariseo se negaba a reconocerse pecador y aun se tenía
por el mejor de los hombres, pero el publicano se describe a sí
mismo con esta sola palabra: pecador.
(B) No apela a ninguna otra cosa sino al favor de Dios, obtenido
mediante la propiciación del sacrificio en el altar, donde la sangre
era tipo de la única sangre que podía propiciar por nuestros
pecados (v. Ro. 3:25; 1 Jn. 2:2). No hay misericordia posible por
parte de Dios sin la necesaria propiciación por parte de Cristo. De
ahí que la versión «ten misericordia de mí», que en este lugar
presentan muchas versiones, es textual y teológicamente falsa.
Aunque el publicano mantenía su vista puesta en el suelo, el
incienso del sacrificio que habría llevado subía al Cielo, junto con su
oración. Mientras el fariseo insistía en sus propios méritos, el
publicano acudía en urgente demanda de perdón como si dijese:
«La justicia me condena; sólo confío en tu gracia».
(C) Se dirige, pues, a Dios como un mendigo menesteroso a
quien puede socorrerle con una limosna, ya que es plenamente
consciente de su indigencia espiritual (v. Ro. 3:23): «Dios, sé
propicio a mí». Probablemente, repitió varias veces esta humilde
oración.
IV. Finalmente, vemos la aceptación que el publicano halló ante
Dios. Según los pensamientos de los hombres, muchos habrían
ensalzado grandemente al fariseo, y habrían menospreciado y
hasta reprochado a este pobre publicano. Pero nuestro Señor
Jesucristo no pensaba así (v. Is. 55:8), sino que asegura que éste el
cobrador de impuestos, despreciado por el fariseo, pero humilde y
arrepentido, descendió a su casa justificado más bien que aquel
fariseo. El orgulloso fariseo pensaría que si alguien había de
descender a casa justificado, de seguro sería él, no aquel infame
cobrador de impuestos, pero el Señor dice: «No es así, sino que es
el publicano más bien que el fariseo el que descendió a su casa
justificado». De modo que el orgulloso fariseo es rechazado por
Dios; no es aceptado por justo, según él mismo se tenía por tal,
puesto que se apoyaba en su propia justicia; en cambio, el
publicano obtiene la remisión de sus pecados y aquel a quien el
fariseo no desearía contar ni siquiera entre los perros de su rebaño,
es contado por Dios entre los miembros de su familia. Y el Señor
concluye diciendo: «Porque cualquiera que se enaltece, será
humillado, y el que se humilla será enaltecido». Cuando los
soberbios se enaltecen a sí mismos, se convierten en rivales de
Dios y, por consiguiente, serán abatidos por Él, mientras que
quienes se humillan a sí mismos, se someten a Dios y, por tanto,
serán enaltecidos por Él. Así que el castigo es la respuesta al
pecado, del mismo modo que la recompensa es la respuesta al
deber cumplido. Véase también el gran poder de Dios, en su gracia,
al sacar tanto bien de tanto mal: el publicano había sido un gran
pecador, pero de la grandeza de su pecado surgió la grandeza de
su arrepentimiento; y de la grandeza de su arrepentimiento, la
grandeza del perdón de Dios. Buena cosa era el que el fariseo no
fuese un ladrón, injusto ni adúltero; pero el diablo le hizo orgulloso
de todo ese bien y, con ello, le llevó a la ruina.
Versículos 15–17
1. Quienes somos bendecidos por Dios, deberíamos desear que
también nuestros hijos sean bendecidos por Él. Las personas que
aquí se nos refieren «traían a Él [Jesús] hasta los niños de pecho».
Los traían porque ellos eran demasiado pequeños para venir por sí
solos. Pero ninguno es demasiado pequeño para que no sea traído
a Jesús.
2. Un pequeño toque de Jesús haría felices a nuestros niños:
«Le traían los niños para que los tocase».
3. No es cosa rara el que quienes vienen a Jesús para rogarle
por sí mismos o por sus hijos, encuentren obstáculos en el acceso
al Señor, debidos a interferencias de otras personas: «Al verlo los
discípulos, les reprendieron».
4. Pero también vemos que a muchos a quienes los discípulos
reprenden, Jesús les invita: «Mas Jesús los llamó» (v. 16).
5. Cristo desea que los niños pequeños le sean llevados: «Dejad
a los niños venir a mí, y no se lo impidáis». Es decir: «Que nada les
impida acercarse, pues serán tan bien recibidos como los demás».
6. El Señor añade: «Porque de los tales [es decir de los que son
como ellos] es el reino de los cielos». Tanto en este lugar, como en
los paralelos (Mt. 19:14; Mr. 10:14) el original no dice «de ellos»,
sino «de los tales»; es decir, de quienes imitan a los niños en las
cualidades buenas que todos admiramos en ellos: consciencia de
su pequeñez y dependencia sumisa de los mayores. Hay quienes
deducen de aquí que los niños pequeños ya son salvos, lo cual es
falso: (a) pues eso equivale a que hayan nacido sin pecado (contra
Sal. 51:5; Ef. 2:1 y ss.); (b) en ese caso, tampoco necesitarían
convertirse al llegar a mayores, a no ser que se admita que la
salvación puede perderse. (c) Es cierto que los niños que mueren
antes del uso de razón son salvos, pero no por haber nacido sin
pecado, sino porque se les aplica, en el momento de la muerte el
fruto de la redención de Cristo sin que tengan que ejercitar
personalmente la fe, como tampoco se adhirieron personalmente al
pecado «a la manera de la transgresión de Adán» (Ro. 5:14); de lo
contrario, el pecado de Adán tendría mayor eficacia para condenar,
que la redención de Cristo para salvar (contra Ro. 5:20–21).
7. Al reino de Dios son admitidos todos cuantos se hacen como
niños en la humildad y dependencia absoluta de Dios: «De cierto os
digo, que el que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará
en él» (v. 17). A no ser que el hombre adulto tome esta actitud de
infancia espiritual, reconociéndose deudor a los beneficios de Dios y
dispuesto a guiarse únicamente por las normas de nuestro Padre
Celestial, no puede en modo alguno entrar en el reino de Dios.
Versículos 18–30
I. Conversación de Jesús con un joven principal que parecía
dispuesto a tomar el camino que el Señor le señalase para ir al
Cielo.
1. Lucas hace notar que este joven era un hombre principal.
Pocos de los principales judíos de aquel tiempo tenían interés en
escuchar al Maestro, pero aquí tenemos uno que estimaba la
persona y las enseñanzas de Cristo.
2. La pregunta que hizo al Señor no pudo ser más seria e
importante. Cada uno debe hacerse la misma pregunta pues no hay
asunto tan vital como éste: «¿Qué haré para heredar la vida
eterna?»
3. Quienes deseen heredar la vida eterna, deben acudir a
Jesucristo como a su Maestro, tanto en lo que enseñe como en lo
que ordene. No hay otro método para ir al Cielo que no sea el que
se aprende en la escuela de Jesucristo.
4. Los que vienen a la escuela de Cristo han de creer, no sólo
que Jesús vino con una misión divina, sino también que su bondad
era divina: «Jesús le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay
bueno, es decir, total y esencialmente bueno, sino sólo Dios» (v.
19). Como si dijese: «O me adulas sin creer lo que dices, y eso
sería hipocresía, o lo dices de veras, y entonces tendrás que estar
dispuesto a seguirme cueste lo que cueste».
5. Nuestro Maestro Jesucristo no ha alterado el camino del Cielo,
haciéndole diferente del que era antes de que Él viniese a este
mundo, pero sí lo ha hecho más llano, más suave, más fácil, pues
su yugo es cómodo y ligera su carga (Mt. 11:30). Su mandamiento
nuevo es el amor (v. Jn. 13:34–35), el cual hace ligeras todas las
cosas pesadas (1 Jn. 5:3).
6. Jesús hace que el joven recuerde los mandamientos (v. 20),
pero sólo le menciona los de la segunda tabla de la Ley, excepto el
último, el cual penetra hasta el interior del hombre. Por otra parte,
quien ama al prójimo, ya ha cumplido la Ley (Ro. 13:8), pues por el
amor al hermano, se muestra también el amor a Dios (1 Jn. 4:20).
Veremos si el joven ha cumplido con todo esto.
7. Por la respuesta del joven, vemos que se creía justificado:
«Todo esto lo he guardado desde mi juventud» (v. 21). Los hombres
se creen inocentes cuando son ignorantes. Así es como este joven
se jacta de haber cumplido la Ley, y desde bien joven: había
comenzado pronto y bien, y continuaba sin transgredir un solo
mandamiento de la Ley. Si se hubiera percatado de las exigencias
de la ley divina, y de las inclinaciones perversas de todo corazón
humano (v. Jer. 17:9), y si hubiese sido discípulo de Cristo por
algún tiempo, no habría hablado así, sino que habría dicho: «Todo
eso lo he quebrantado desde mi juventud».
8. Lo más importante en la vida es nuestra actitud ante Cristo y
nuestros hermanos, ante las cosas de este mundo y las del otro. Si
este joven tiene verdadero afecto a Cristo, vendrá y le seguirá,
cualquiera sea el precio que haya de pagar. No se puede heredar la
vida eterna si no está uno dispuesto a seguir al Cordero por
dondequiera que vaya (Ap. 14:4). Y si tiene verdadero afecto a su
prójimo, también estará presto a repartir sus bienes entre los
pobres. Si tiene en poco las cosas de este mundo, no se le pegará
el corazón a las cosas temporales. Y si alberga un alto concepto
acerca de las cosas del otro mundo, no deseará otro tesoro que el
de los Cielos.
9. Hay muchas personas con cualidades suficientes para
hacerlas simpáticas y recomendables, y sin embargo perecen por
falta de alguna cosa (v. 22). Así le pasó a este joven: desistió de
seguir Cristo, porque tenía el corazón apegado a las riquezas.
10. Hay igualmente personas que sienten pesar por no decidirse
a seguir a Cristo, pero son vencidas por alguna concupiscencia y,
en ese conflicto entre dos atracciones, se inclinan hacia lo que les
va a causar perdición por no seguir al único que puede dar, con la
salvación, la paz de la conciencia y la verdadera felicidad.
II. A continuación tenemos el discurso de Jesús a sus discípulos,
a raíz de este triste episodio; en él podemos observar:
1. Que las riquezas son, para muchos un gran obstáculo en el
camino del Cielo. Jesús vio que el joven se había entristecido
mucho (v. 24), y dijo, entristecido también Él: «¡Cuán difícilmente
entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» Al ser
sumamente rico (v. 23), una fortuna tan grande influyó
decisivamente en el joven para que escogiera dejar a Cristo, antes
que contraer la obligación de repartir sus bienes entre los pobres.
Cristo afirma con el mayor énfasis la dificultad que tienen los ricos
en entrar por el camino de la salvación: «Porque es más fácil que
un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en
el reino de Dios» (v. 25).
2. En realidad, el camino del Cielo resulta difícil para todos; así lo
entendieron los discípulos, al comentar: «Entonces, ¿quién puede
ser salvo?» (v. 26). Para los que tienen mucho les es difícil
desprenderse de todo; para los que no tienen nada, les es difícil no
codiciarlo todo. Los discípulos no piensan que lo que Cristo pide
sea demasiado duro o que no sea razonable, sino que al conocer
cómo se pega el corazón del hombre a las cosas de este mundo
llegan a preguntarse si incluso ellos pueden llegar a este nivel de
perfección.
3. Hay tales dificultades en el camino de la salvación que no
podrían ser superadas si no fuese por la gracia del Dios
Omnipotente: «Lo que es imposible para los hombres, es posible
para Dios (o, mejor, junto a Dios. V. el comentario a Mr. 10:27). La
gracia de Dios y la operación del Espíritu Santo en el corazón del
hombre tienen fuerza más que suficiente para inclinarle al
seguimiento de Cristo y a renunciar a todo lo del mundo; ésta es
una fuerza que ningún poder humano puede suministrar.
4. Aun las personas que siguen al Señor suelen pensar y hablar
como si hubiesen hecho grandes cosas y renunciado a muchas
comodidades por seguir a Cristo. Esto se ve en lo que dice Pedro:
«He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido»
(v. 28). Como si dijera: «Ya ves qué bien nos hemos portado
nosotros dejándolo todo (¿cuánto?), en comparación con ese
joven». Cierto que no era tanto lo que habían dejado, pero también
es cierto que habían dejado la oportunidad de tener más, y Jesús
tiene en cuenta esto al responder.
5. Por mucho que sea lo que hayamos dejado por seguir a
Cristo, será siempre más lo que de Él recibiremos a cambio, no sólo
en la vida eterna, sino incluso en esta vida: «No hay nadie que haya
dejado comodidades y parientes por el reino de Dios, que no haya
de recibir mucho más en este tiempo, y en el siglo venidero la vida
eterna» (vv. 29–30). En esta vida tendrá paz de conciencia,
comunión con Dios y con muchos hermanos en la fe ventajas que
superarán con mucho a todo aquello a que hayamos renunciado; y,
sobre todo, la vida eterna en la que el joven rico tenía puestos los
ojos, pero no se decidió a alcanzarla por el camino que el Señor le
señalaba.
Versículos 31–34
I. Jesús anuncia de nuevo a sus discípulos los sufrimientos y la
muerte que le esperan junto con el glorioso final de su obra
redentora. Dos detalles hallamos aquí que no se encuentran en los
otros evangelistas:
1. Los sufrimientos de Cristo son presentados aquí como
cumplimiento de las Escrituras: «Y se cumplirán todas las cosas
escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre» (v. 31). Esto
demuestra que las Escrituras son la Palabra de Dios, puesto que
tuvieron exacto y total cumplimiento; y que Jesucristo era el enviado
de Dios, puesto que tuvieron su cumplimiento en Él. Esto hace que
cese el escándalo de la Cruz (Gá. 5:11) para los que ven el honor
que Dios ha puesto sobre ella: «Así está escrito, y así era necesario
que el Cristo padeciese» (24:46).
2. Las ignominias que Cristo había de padecer aparecen aquí
con mayor detalle. Los otros evangelistas habían dicho que sería
escarnecido (Mt. 20:19); burlado y escupido (Mr. 10:34); pero aquí
se añade que será afrentado (v. 32), donde se resumen todas las
ignominias posibles. Pero un dato que siempre se añade al
recuento de los futuros sufrimientos de Cristo es que «al tercer día
resucitará» (v. 33) con lo que el horror de los sufrimientos queda
suficientemente compensado con la perspectiva de su gloriosa
resurrección y de su triunfal ascensión a los Cielos (v. Is. 53:11; Fil.
2:9–11; He. 12:2).
II. La confusión que se apoderó de los discípulos al oír estas
cosas. Este anuncio de Jesús era tan contrario al concepto que
ellos tenían del Mesías y del reino mesiánico, que «nada
comprendieron de estas cosas» (v. 34). Tan fuertes eran los
prejuicios de ellos, que les impedían entender literalmente este
anuncio; así que «estas palabras les quedaban ocultas», como si un
velo no de castigo, sino de misericordia, se interpusiera entre ellas y
los ojos de los pobres discípulos. Más tarde, el Espíritu Santo
descorrería este velo, y no sólo las entenderían, sino que «estarían
gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por
causa del Nombre» (Hch. 5:41). Hasta que el descenso del Espíritu
se llevara a cabo, la mente de los apóstoles estaba tan ocupada por
la gloria que los profetas habían predicho acerca del Mesías, que no
entendían las otras profecías que hablaban de los sufrimientos del
Mesías antes que entrase en la gloria con la que ha de aparecer en
su Segunda Venida. En el mismo error incurren todos los que leen
la Biblia por mitades, al ser así tan parciales en lo que corresponde
a la Ley como en lo que respecta al cumplimiento de las profecías.
Una importante regla de hermenéutica hemos de tener siempre en
cuenta: De la misma manera que las profecías ya cumplidas lo
fueron literalmente, así será con las que todavía quedan por
cumplir.
Versículos 35–43
Cristo vino, no sólo a traer luz a un mundo en tinieblas, y poner
así ante nuestros ojos los objetos a los que hemos de dirigir nuestra
mirada, sino también a dar vista a las almas ciegas, a fin de que
estén capacitadas para contemplar dichos objetos en la perspectiva
debida. Aquí tenemos el relato de la curación de un ciego cerca de
Jericó. Marcos nos ha guardado su nombre (Mr. 10:46). Mateo
habla de dos (Mt. 20:30). Ambos dicen que eso ocurrió saliendo de
Jericó mientras que Lucas dice que «aconteció al acercarse Jesús a
Jericó» (v. 35). La aparente discordancia ha sido explicada ya en
nuestro comentario a dichos lugares paralelos.
I. Este pobre ciego «estaba sentado junto al camino,
mendigando». Se ve, pues, que no sólo era ciego, sino también
pobre, un buen ejemplo de la humanidad a la que Cristo vino a
curar y salvar. Estaba mendigando porque, al estar ciego, no podía
ganarse la vida con su trabajo. Los semejantes nuestros que yacen
junto al camino no deben ser objeto de menosprecio o negligencia
de nuestra parte, sino que hemos de imitar a Cristo, quien se
interesó por un pobre mendigo ciego.
II. «Al oír pasar a una multitud, preguntó qué era aquello» (v. 36).
Es un detalle que nos ha conservado Lucas y nos enseña a ser
buenos observadores de las oportunidades que nos salen al
encuentro, pues, tarde o temprano, hallaremos el beneficio
apetecido. Quienes carecen de vista deben afinar el oído; ya que no
pueden usar sus propios ojos, han de inquirir y preguntar a otros, y
hacer así uso de los ojos ajenos. Así lo hizo este ciego, y de este
modo se enteró de «que pasaba Jesús nazareno» (v. 37).
III. Su petición estaba llena de fe y fervor: «Entonces dio voces,
diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!» (v. 38).
Vemos que tiene fe en que el Mesías puede socorrerle y apela con
fervor a la compasión de Jesús, porque la compasión de Jesús es la
fuente de todos los demás beneficios que podamos recibir de su
mano.
IV. Quienes, con fe y fervor, acuden a Cristo en demanda de
favor y socorro, no serán impedidos de recibir lo que desean, por
muchos y grandes que sean los obstáculos que se les crucen en el
camino. Aquí vemos que «los que iban delante le increpaban para
que callase», pues, al hablar según sus propios sentimientos,
pensaban que también Jesús se sentía molesto por las voces de
este pobre ciego. Pero la reprensión que le daban, sólo le sirvió al
ciego para redoblar su petición y sus voces: «Pero él clamaba
mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
V. Cristo anima entonces al ciego «deteniéndose y mandando
traerle a su presencia» (v. 40). Con esto, muestra Jesús más
ternura y compasión por los necesitados que ninguno de los que le
acompañaban. Así que los mismos que reprendían al ciego para
que callase, tienen que echarle ahora una mano para que se
acerque a Jesús.
VI. Aun cuando Cristo conoce todas nuestras necesidades,
quiere que se las expongamos personalmente; por eso, le dijo al
ciego: «¿Qué quieres que te haga?» (v. 41). Entonces, el pobre
ciego abrió su corazón delante de Jesús y le dijo: «Señor, que
recobre la vista» (v. 41b).
VII. La oración de fe nunca es pronunciada en vano (v. 42):
«Jesús le dijo: Recóbrala, tu fe te ha salvado». De esta frase, como
de otras parecidas (v. por ejemplo, 8:48 y 50), no puede deducirse
la salvación eterna, sino la sanación del cuerpo, aunque es cierto
que, en muchos casos, dentro y fuera del texto sagrado, la curación
del cuerpo prepara para la del alma. De ahí que el griego original
emplee el mismo verbo (sozo) para la una y para la otra; lo cierto es
que el Hijo del Hombre vino a salvar cuerpos y almas: «todo lo que
estaba perdido» (19:10). Con todo, es necesario distinguir entre la
fe en el poder de Cristo para curar como es el caso de este ciego, y
la fe en la gracia de Cristo para salvar eternamente (v. Ef. 2:8).
VIII. El ciego, ya curado, correspondió con agradecimiento a la
merced que había recibido del Señor, pues «le seguía, glorificando
a Dios» (v. 43). La mejor manera de agradar a Cristo cuando hemos
sido curados por Él, es glorificar a Dios por ello; así como el mejor
modo de agradar a Dios es alabar a Cristo y tributarle el honor que
se merece. También el pueblo reaccionó correctamente ante el
beneficio otorgado a un semejante: «Y todo el pueblo, cuando vio
aquello, dio alabanza a Dios».
CAPÍTULO 19
Aquí se nos refiere la admirable conversión de Zaqueo, jefe de
los cobradores de impuestos en Jericó. A continuación, Jesús
expone la parábola de las diez minas. Vemos después su entrada
triunfal en Jerusalén y su llanto posterior sobre la ciudad ante la
presciencia de la ruina que había de sobrevenir cuarenta años más
tarde. Termina el capítulo con la purificación que llevó a cabo Jesús
en el templo.
Versículos 1–10
No hay duda de que hubo muchas conversiones a la fe de Cristo
de las que no se nos dice nada en los Evangelios; pero Lucas nos
ha conservado el caso de una conversión extraordinaria como es la
de Zaqueo. Cristo pasaba a través de Jericó (v. 1). Esta ciudad
había sido edificada bajo maldición, pero Cristo la honró con su
presencia, porque su Evangelio quita la maldición (v. Gá. 3:13).
Veamos:
I. Quién era este Zaqueo. Su nombre (hebreo, de una raíz que
significa puro) da a entender claramente que era judío (v. el Zacay
de Esd. 2:9; Neh. 7:14).
1. En cuanto al oficio que desempeñaba, se nos dice «que era un
jefe de los cobradores de impuestos» (v. 2). Ya sabemos que Jesús
se relacionaba con los cobradores de impuestos, pero aquí es uno
de los jefes de tal profesión. Así vemos que Jesús vino a salvar al
jefe de los publicanos del mismo modo que vino a salvar al primero
de los pecadores (1 Ti. 1:15).
2. En cuanto a su posición económica, se nos dice que era
«rico». Cristo había declarado recientemente cuán difícil es que un
rico entre en el reino de los cielos, pero aquí vemos el caso de un
rico que se había perdido y fue encontrado, y no precisamente
como el hijo pródigo, quien volvió en sí después de verse reducido a
la mayor necesidad.
II. Cómo llegó a encontrarse con Cristo:
1. Tenía gran curiosidad por «ver quién era Jesús» (v. 3). Es
cosa natural que los hombres deseen ver, si les es posible, a
aquellos cuya fama han oído; así pueden decir después que
conocen personalmente a tal y tal señor. Pero a quien debemos
desear ver, más que a nadie, es a Jesús. Como los griegos aquellos
de Juan 12:21, hemos de decir: «Señor, queremos ver a Jesús». Si
ahora procuramos verle con los ojos de la fe, después podremos
disfrutar de su presencia, con cuya vista seremos inmensa y
eternamente felices (v. 1 Jn. 3:2).
2. No podía satisfacer esta curiosidad por los medios normales,
«pues era pequeño de estatura», y la multitud era grande. Cristo no
hacía milagros para mostrarse, sino que, como uno de nosotros, iba
mezclado con la multitud. Pero muchos que son pequeños de
estatura son grandes de corazón y altos de miras.
3. Para no quedar defraudado en su curiosidad, Zaqueo como si
fuese un niño, «corriendo delante, subió a un sicómoro para verle»
(v. 4). Quienes sinceramente quieren ver a Cristo, usarán los
medios apropiados para obtener alguna visión de Él. Quienes se
ven a sí mismos pequeños han de aprovechar todas las
oportunidades posibles para levantarse, por medio de la meditación
y de la oración, a las alturas desde las que se divisa la persona de
nuestro amado Salvador.
III. Cómo se percató Cristo de él, hasta llamarle por su nombre
(v. 5) y la eficacia de este llamamiento (v. 6). Vemos que:
1. Cristo se invitó a Sí mismo a casa de Zaqueo: «Mirando hacia
arriba, le vio y le dijo: Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy
tengo que hospedarme en tu casa». Zaqueo se había subido al
sicómoro para ver a Jesús, pero poco se podía figurar que Jesús se
anticipó a Zaqueo con las bendiciones de su bondad, sobrepujó la
expectación que Zaqueo tenía de verle y le animó en los pequeños
comienzos que en él veía. El que albergue algún deseo de conocer
a Cristo, será conocido de Él (comp. con 1 Co. 8:3). El que sólo
deseaba ver a Cristo, fue admitido a conversar familiarmente con Él.
A veces, aquellos que vienen a oír la Palabra de Dios sólo por
curiosidad, sienten que su conciencia es despertada y se marchan
con el corazón cambiado. Cristo le llama por su nombre: «Zaqueo»,
y le pide que se apresure a descender del árbol; no debe dudar ni
quedarse parado, sino darse prisa, porque Cristo desea hospedarse
en su casa y pasar algunas horas con él.
2. Zaqueo se sintió inundado de alegría al recibir tal honor de
hospedar a Jesús en su casa: «Entonces él descendió aprisa, y le
recibió gozoso» (v. 6). Y la recepción que le tributó a Jesús en su
casa era buen presagio de la que le iba a tributar en su corazón.
¡Cuántas veces nos ha dicho Jesús: Ábreme (Cnt. 5:2), y nosotros
sólo hemos buscado excusas para no abrirle! La presteza de
Zaqueo debería llenarnos de vergüenza.
IV. La ofensa que el pueblo recibió por esta invitación de Jesús a
Zaqueo. Aquellos judíos prontos siempre a censurar a Jesús
«murmuraban, diciendo: Ha entrado a hospedarse con un hombre
pecador» (v. 7). ¿Acaso no eran ellos pecadores? ¿No era el
objetivo de Cristo buscar y salvar a los perdidos pecadores? Estos
murmuradores no tenían ninguna razón para hablar así: 1. Porque,
aun cuando Zaqueo era publicano, y muchos de los cobradores de
impuestos eran malos, no se seguía que todos lo fueran; 2. Aun
cuando había sido pecador, no se podía asegurar que todavía lo
fuera. Sólo Dios conoce el corazón y puede juzgar; nosotros no
podemos ni debemos juzgar (Mt. 7:1). Además, Dios ofrece a todos
lugar y tiempo para arrepentirse (v. Hch. 17:30) y también nosotros
debemos orar y esperar que otros lleguen al arrepentimiento. 3. Aun
cuando todavía fuera pecador, no podían reprochar a Jesús por ir a
casa de él, pues ¿adónde ha de ir el médico sino a casa del
enfermo?
V. Las pruebas que Zaqueo dio públicamente de que ya estaba
sinceramente arrepentido (v. 8). Por sus buenas obras podemos
juzgar de la sinceridad de su fe y de su arrepentimiento. «Puesto de
pie», como quien quiere dar a sus palabras firmeza y solemnidad,
pronuncia como si fuera un voto a Dios y dirigiéndose al Señor, no a
la gente, dio evidencia del cambio que se había producido en su
corazón, a juzgar por el cambio que anuncia en su conducta para el
futuro.
1. Zaqueo había amasado una buena fortuna (v. 2), lo que no es
de extrañar siendo jefe en un negocio de suyo próspero, pero
resuelve emplear su fortuna conforme a la voluntad de Dios, y hacer
el bien a sus semejantes: «Mira, Señor—dice Zaqueo—, voy a dar a
los pobres la mitad de mis bienes» (v. 8. «Doy …», dice el original
con un presente ingresivo, como es obvio, no como algo que ya
venía haciendo). Como si dijese: «Desde este momento, hago firme
propósito de dar la mitad de los bienes a los pobres a quienes hasta
ahora había tratado sin compasión; de esta forma quiero
compensarles por haber descuidado durante tanto tiempo mi deber
de amar al prójimo como a mí mismo». Zaqueo promete así dar a
los pobres la mitad de su fortuna, lo que le obligaría a privarse de
dispendios innecesarios. Esto lo menciona como fruto de su
arrepentimiento.
2. Zaqueo es consciente de que no todo lo que tiene lo ha
adquirido por medios honestos; por eso, promete restituir lo mal
obtenido: «Y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo
cuadruplicado». Así:
(A) Viene a confesar paladinamente que ha obrado mal. Los que
están arrepentidos de veras, han de reconocerse culpables, no sólo
ante Dios en general, sino también en particular, por lo que han
defraudado, perjudicado o injuriado al prójimo en el desempeño de
sus oficios y en la forma como han llevado los negocios de este
mundo con desdoro de la honradez y de la justicia.
(B) Admite que ha defraudado, seguramente mediante falsa
acusación, puesto que tenían de su parte el poder al que servían lo
cual les daba la oportunidad de satisfacer sus deseos de revancha
mediante falsas acusaciones (v. 3:13).
(C) Promete restituir el cuádruplo, yendo mucho más allá de lo
que la Ley demandaba en tales casos (v. Nm. 5:6–7). Notemos que
no dice: «Si me obligan ante los tribunales, haré restitución» (hay
quienes parecen honrados cuando no tienen escape), sino que lo
hará espontánea y libremente. Todos cuantos están convencidos de
que han causado perjuicio en la persona o en los bienes del
prójimo, no pueden demostrar la sinceridad de su arrepentimiento
de otro modo que haciendo restitución. Zaqueo no piensa que ya
estará perdonado su pecado de extorsión con su promesa de dar a
los pobres la mitad de sus bienes; dar de lo que no es nuestro no es
caridad, sino hipocresía. Y no es nuestro lo que no ha llegado a
nuestras manos por medios honestos.
VI. Cristo da por buena la conversión de Zaqueo (vv. 9–10).
1. Cristo declara que Zaqueo es ahora un hombre dichoso: «Hoy
ha venido la salvación a esta casa». Una vez convertido, es ya
salvo. Cristo ha venido a esta casa y con sola su venida ha traído
salvación consigo. Pero esto no es todo: «Hoy ha venido la
salvación a esta casa». (A) Al convertirse Zaqueo, va a ser, más
que nunca, bendición para su casa, pues va a traer a su casa los
medios de gracia; al ser caritativo con los pobres va a atraer
bendiciones a toda su familia. (B) Al ser Zaqueo llevado a Cristo, su
familia entra también en relación con el Salvador, «por cuanto
también Él es ahora, con toda propiedad, hijo de Abraham»; así que
la bendición otorgada al gran patriarca de los creyentes, la cual se
extiende incluso a los gentiles (v. Gá. 3:6–9), se extiende, en primer
lugar, a los creyentes hijos de Israel (v. Hch. 2:39; 13:46; etc.), y
este Zaqueo, aunque publicano, es israelita. Ya era, por nacimiento,
hijo de Abraham según la carne; pero, al ser cobrador de
impuestos, era tenido por gentil (comp. con Mt. 18:17). Sin
embargo, al hacerse creyente con sincero arrepentimiento se hace
tan verdadero hijo de Abraham como si nunca hubiese sido
publicano.
2. Lo que Cristo ha hecho, al entrar en casa de Zaqueo, estaba
muy en consonancia con el objetivo que le había traído a este
mundo (v. 10). Es la misma razón que había expresado para
justificar su trato con los publicanos en otra ocasión (Mt. 9:13). Allí
dice: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores al
arrepentimiento». Aquí dice: «Porque el Hijo del Hombre vino a
buscar y a salvar lo que se había perdido» (v. 10). Por donde
vemos: (A) El deplorable estado de los humanos: estábamos
perdidos. Todo el mundo, tras la caída original, es un mundo
perdido, como se pierde un viajero al errar su camino en un desierto
o como se pierde un enfermo cuya enfermedad es incurable. (B) El
misericordioso designio del Hijo de Dios: vino a buscar y a salvar;
es decir, a buscar para salvar; pues una cosa se puede perder de
dos maneras: cuando está fuera de su lugar, y cuando se echa a
perder en el lugar donde está. De las dos maneras estábamos
perdidos: fuera de nuestro lugar (v. Gn. 3:9; Is. 53:6; Lc. 15:17
«volviendo …») y echados a perder (v. Gn. 3:6–7; Is. 53:5; Ef. 2:1 y
ss.). Por eso, Jesús emprendió, para salvarnos, un largo viaje (Mt.
18:11–12) en tres largas etapas: del cielo, a la tierra; de este
anonadamiento, a la humillación más profunda de la Cruz (Fil. 2:6–
8); de la Cruz, a la gloria (Fil. 2:9–11). Cuando nuestra causa
estaba perdida sin remedio, el Gran Abogado intervino para
ganarnos el pleito (1 Ti. 2:5; 1 Jn. 2:1–2). Cuando nuestra
enfermedad estaba desahuciada de todos los médicos, el Gran
Especialista en Medicina General y en Cirugía Personal entró en el
quirófano. Su designio, desde el principio, fue salvar (JESÚS =
JEHOVÁ SALVA. V. Mt. 1:21); y, para salvar, vino a buscar lo que
necesitaba ser salvo, Y empleó todos los medios posibles y
necesarios para tal objetivo. Y, como en el caso presente de
Zaqueo, vino a buscar y a manifestarse a los que no le buscaban ni
preguntaban por Él (Ro. 10:20). De modo que, si alguno no se
salva, no puede achacarlo a negligencia o desamor por parte de
Cristo, pues Jesús podría decirle, como dijo Dios a Israel: «¿Qué
más se podía haber hecho a mi viña, que yo no lo haya hecho en
ella?» (Is. 5:4).
Versículos 11–27
Ahora, el Señor Jesús se halla de viaje hacia Jerusalén para
asistir a la última Pascua que iba a celebrar, y en la que había de
ser sacrificado como la gran Víctima Pascual (1 Co. 5:7). Vemos:
I. Cómo se elevó la expectación de sus amigos en esta ocasión
(v. 11): «Pensaban que el reino de Dios iba a manifestarse
inmediatamente». También los fariseos lo esperaban para este
tiempo (v. 17:20). Los discípulos pensaban que el Maestro lo iba a
introducir inmediatamente con pompa y poder temporales.
Jerusalén por supuesto, había de ser la sede de su reino; por
consiguiente, ahora que va directamente allá, no cabe duda de que
pronto le van a ver sentado allí en su trono. También los buenos
están expuestos a equivocarse en cuanto al reino de Cristo (incluso
los que se expresan así. Nota del traductor).
II. Cómo quedaron fallidas estas expectaciones de los discípulos,
y rectificados sus errores. Esto lo hace Jesús en cuanto a tres
cosas:
1. Ellos esperaban que el Maestro apareciera en su gloria de
inmediato, pero Él les dice que habrá que esperar bastante tiempo
hasta que sea instalado en su reino. Es como «un hombre noble
que se fue a un país lejano, para recibir un reino» (v. 12). Debe
recibir primero el reino, «y volver». Cristo volverá en aquel gran día,
que aguardamos en esperanza de bienaventuranza y manifestación
gloriosa (Tit. 2:3). ¡Mantengamos viva y activa esta expectación!
2. Esperaban que, al ser los apóstoles de Cristo y sus servidores
más cercanos serían promovidos a los puestos del más alto rango,
pero Él les declara que, en lugar de pensar en honores, se pongan
a trabajar, y negociar con el tesoro que pone en sus manos. Ellos
soñaban con sentarse a la derecha y a la izquierda del Rey (Mt.
20:21; Mr. 10:37), pero Cristo les hace despertar a la dura realidad
de los próximos trabajos, en lugar de animarles en los sueños de
glorias todavía lejanas. Les viene a decir:
(A) Que tienen un gran trabajo que llevar a cabo al presente. El
Señor les entrega, como a los siervos de la parábola (v. 13), un
tesoro con el que han de negociar hasta que Él venga. En la
parábola, los siervos son diez, lo mismo que las minas que se
entregan a cada uno (cada mina equivalía a 560 dólares oro) por
ser «diez» el número base para formar un grupo; de ahí que, en las
sinagogas judías, no se comience el servicio propiamente dicho
hasta que asistan, por lo menos, diez miembros varones (así se
entiende mejor Gn. 18:32; Rt. 4:2). Esta parábola se distingue de la
de los talentos (Mt. 25:14 y ss.) en que allí el talento significa la
capacidad de cada siervo (v. 15) y la retribución es, por
consiguiente, proporcional a la capacidad; mientras que aquí la
mina es la misma para todos, pues representa el tesoro de los
medios de gracia (en especial, la Palabra de Dios) con que los
siervos han de negociar. De ahí que, con un tesoro igual, los
resultados son diferentes, mientras que en Mateo 25:14 y ss., a
dones diferentes corresponden premios comparativamente iguales.
Por eso, esta parábola nos exhorta a echar mano, con la mayor
diligencia posible, de los medios que Dios nos proporciona, los
cuales no están limitados a los pastores de almas ni a los
predicadores de la Palabra de Dios, sino a todo creyente que debe
«estar siempre preparado para presentar defensa con
mansedumbre y respeto ante todo el que le demande razón de la
esperanza» (1 P. 3:15). En el verdadero cristianismo no hay
«profesionales» de la religión, sino que todo creyente ha de ser
«hombre de Dios», y todo hombre de Dios ha de estar «bien
pertrechado [de las Escrituras] para toda buena obra» (2 Ti. 3:16–
17).
(B) Que tienen una gran cuenta que rendir en breve, pues se les
llamará, para saber lo que ha negociado cada uno (v. 15). Los que
hayan trabajado fielmente, saldrán ganadores. Muchos negociantes
salen perdedores con su negocio, por mucha diligencia que pongan
en él; pero en este negocio, nadie que trabaje fielmente saldrá
perdedor, aun cuando muchas veces no vea el fruto de su trabajo.
Cada alma que se convierte mediante un buen testimonio del
Evangelio es una clara ganancia para Jesucristo y también para el
siervo de Dios, por cuyo medio ha sido presentado el mensaje (v.
por ej. 2 Ti. 4:7–8). Vemos en la parábola:
(a) La buena cuenta que rindieron algunos de estos diez siervos
y la aprobación que recibieron del amo (vv. 16, 19). Los dos que
aquí se mencionan habían obtenido ganancias, aunque no iguales,
ya que la mina del uno había producido diez, mientras que la del
otro había producido cinco. Ambos habían sido fieles, aunque no
habían tenido éxito igual. Por el contexto, no podemos aventurarnos
a pensar que el uno había puesto más diligencia que el otro, sino
que había encontrado menos dificultad en el desempeño del
negocio. Ambos también reconocen que el tesoro no era de ellos,
sino del amo, pues dicen: «tu mina» (vv. 16, 18). A ambos dice el
amo: Está bien (lit. muy bien, o ¡bravo!), buen siervo (v. 17; implícito
en el «también» del v. 19). Ha de importarnos, ante todo, lo que
diga el Señor de nuestro trabajo, no lo que piensen o digan los
demás (v. 1 Co. 4:3–5). En cuanto a la recompensa, dice Lenski:
«¿Qué son esas “diez ciudades”, y qué significa estar sobre ellas?
Todo lo que somos capaces de decir es que aquí se muestra el más
alto grado de gloria para los fieles en el cielo. Más allá de esto,
hemos de esperar hasta que llegue el gran día. Así Jesús podía
hablar de estas realidades sólo por medio de figuras, porque ningún
lenguaje humano es capaz de expresar las realidades». Lo único
claro aquí es que, así como los castigos no serán iguales para
todos (v. 12:47–48), así tampoco las recompensas serán iguales
(comp. con 1 Co. 3:12–15).
(b) La mala cuenta que rindió uno de los siervos y la sentencia
que el amo pronunció contra él (v. 20). También éste reconoció que
la mina no era suya («tu mina», v. 20), pero pensaba que, al no
haber malgastado el dinero, ya había cumplido con el encargo del
amo. Este siervo representa a los que se tienen por «creyentes»,
pero nunca aprovechan la oportunidad de dar un buen testimonio,
como si tuvieran el mensaje envuelto en un pañuelo. ¡Y todavía se
atreve a excusarse con la expresión injuriosa de que el amo es
«exigente» (en el griego, «austero») y que quiere «segar donde no
sembró», como si la Palabra de Dios no fuera una «semilla»
destinada a producir cosecha! (v. Mr. 4:14, 26–28). El jesuita
portugués Vieyra hubo de confesar, en una célebre homilía que la
única causa por la que la gente no se vuelve a Dios es «porque en
los púlpitos no se siembra la Palabra de Dios». ¿Qué predicamos, a
Cristo Crucificado (1 Co. 1:23; 2:2) o a nosotros mismos (2 Co.
4:5)? Pero la mala excusa se volvió contra el mal siervo, pues el
amo le dijo: «Por tu propia boca te juzgo» (v. 22). Si pensaba que el
amo era exigente, tanto mayor razón para que él fuese diligente.
Además, con haber puesto el dinero en el Banco, se conformaba el
amo (v. 23); eso, pocos sudores había de costarle al siervo. Aquí
vemos que las razones del holgazán son siempre sinrazones (v. Pr.
20:4; 26:13–16). Así que le es quitada la mina, y entregada al que
mejor había negociado (v. 24), puesto que todo amo prudente
promueve al que mejor le sirve en el negocio, y despide al que no le
es útil, esto es lo que significa la respuesta del amo en el versículo
26. (Véase también Mt. 13:12, con el comentario a dicho lugar.)
¡Triste condición la de un creyente (y, especialmente, la de un
ministro de Dios) que, al tener tales tesoros en su mano (v. 2 Co.
4:7), no los aprovecha para la gloria de Dios y la salvación de almas
inmortales!
3. Esperaban, en fin los apóstoles que simultáneamente con la
pronta aparición del reino de Dios, el grueso de la nación judía
entraría sin dificultad en él, pero Cristo les dice que, cuando Él se
marche, la generación de aquel tiempo persistiría en su rebeldía y
obstinación. Lo cual se muestra en esta parábola:
(A) En el mensaje que los ciudadanos enviaron al señor, luego
que Él se marchó: «No queremos que éste reine sobre nosotros» (v.
14). Podemos ver este grito en la boca de los principales sacerdotes
el día de la crucifixión del Señor (Jn. 19:15) pero la profecía de
Jesús se cumplió especialmente después de su ascensión a los
cielos, pues desde entonces hasta la fecha, la mayoría inmensa de
los judíos se han negado a creer que Jesucristo es el Mesías;
menos aún, que es el Hijo de Dios. Podría incluso preguntarse si
muchos de los que creen en Cristo como Salvador, están
dispuestos a someterse al yugo que Él impone como Rey. No se
puede olvidar que el mismo que es Jesús y Cristo, es también
Señor (v. por ej. Hch. 2:36; Col. 2:6).
(B) En la sentencia que el señor pronuncia a su vuelta (v. 27):
«Pero a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinase
sobre ellos, traedlos acá, y degolladlos delante de mí». Cuando los
fieles siervos del Señor hayan sido recompensados, será el tiempo
de que el Señor tome venganza de sus enemigos. La porción de
todos los que persistan en su enemistad con Cristo será una ruina
total (v. Mt. 10:28). En esta «política» no caben neutrales: los que
no se sometan al suave yugo del Rey eterno, serán contados por
enemigos declarados del Soberano Divino. Todo el que rehúse ser
gobernado por la gracia de Cristo, será arruinado sin escape ni
remedio por la ira del Cordero (Ap. 6:16–17).
Versículos 28–40
Episodio, referido también por los otros tres evangelistas, de la
entrada, como en triunfo, de Jesús en Jerusalén.
I. Jesucristo estaba dispuesto y decidido a sufrir y morir por
nosotros. Marchó hacia Jerusalén a sabiendas de las cosas que le
iban a acontecer allí y, sin embargo, no por eso le retrasaba el
miedo, sino que «iba delante», con todo ánimo (v. 28, comp. con
Mr. 10:32). Parecía como si tuviera prisa por llegar, cuando iba a
sufrir tanto. ¿Y seremos nosotros perezosos para servirle, cuando
tan presto estuvo Él para morir por nosotros?
10

II. Al entrar de este modo triunfal en la ciudad, Jesús no era


inconsecuente con su humildad ni con el estado de humillación que
había asumido el encarnarse el Hijo de Dios, ya que con esta
manera de entrar en Jerusalén, daba cumplimiento a las profecías
(v. Mt. 21:4–5) y, por otra parte, cuanto más triunfal apareciese esta
entrada, más ignominiosa aparecería su Pasión y Muerte cinco días
después.
III. Cristo es el Dueño y Señor de todas las criaturas. Por eso,
pudo ordenar que desatasen y le trajesen un pollino ajeno cuando
tuvo necesidad de él (v. 34) para este servicio. Esa frase, tan
común y prosaica en apariencia, tiene aplicaciones profundas que
pueden pasar desapercibidas en una lectura superficial del
Evangelio. Si Jesús tuvo necesidad de un asno, ¿habrá algún
creyente que se sienta inútil en la Iglesia de Dios? Cuando se
estudia el capítulo 15 de Juan, se insiste (¡y nunca demasiado!) en
que «separados de Jesús, nada podemos» (Jn. 15:5b), pero ¿nos
hemos parado a meditar en la primera mitad del mismo versículo,

10Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1324
donde vemos que la vid da fruto precisamente en los pámpanos, no
en la cepa? Es cierto que, sin Cristo, nada podemos, pero también
es cierto que (por voluntad de Dios) Cristo ha limitado su acción a la
instrumentalidad del ministerio, de tal manera que (digámoslo con
toda reverencia) no tiene otros labios que los nuestros para predicar
su Palabra; otras manos que las nuestras para llevar pan, ayuda y
consuelo; otros pies que los nuestros para llevar el Evangelio hasta
los últimos confines de la tierra; otros ojos que los nuestros para ver
las miserias humanas y no hacer la vista gorda ante las injusticias
del mundo ni ante los pecados notorios de los mismos creyentes.
Sólo así pueden entenderse las enérgicas palabras de Pablo en
Colosenses 1:24. Sí, es cierto que Cristo lo consumó todo en el
orden de la redención; pero nosotros hemos de completarlo en el
orden de la aplicación de la redención (comp. con Gá. 2:20).
IV. Cristo tenía (y tiene) bajo su vista y en sus manos los
corazones de todos los hombres. Así es como pudo influir sin
coacción ni violencia de ninguna clase en la voluntad de los dueños
del pollino (vv. 33–35). Tan pronto como les dijeron que el Señor lo
necesitaba, lo cedieron sin formular ninguna objeción ni protesta.
V. Todos cuantos están dispuestos a cumplir sin demora ni
excusa la voluntad del Señor, verán que todo les sale conforme Él
ha predicho y prometido (v. 32): «Fueron los que habían sido
enviados, y lo hallaron tal como les había dicho». Es un consuelo
para los mensajeros de Dios saber que han de traer lo que Dios
tiene en sus designios que se le haya de traer, y en esa confianza
ha de descansar y gozarse nuestra obediencia.
VI. Los buenos discípulos de Cristo no se contentan con traerle
lo que Él les manda, sino que, además de hacerlo de buena gana,
han de adornar la obediencia, del mismo modo que tienen que
adornar la doctrina de Dios (Tit. 2:10). Así vemos que estos
discípulos que fueron enviados a traer el pollino, no se contentaron
con traerlo, sino que también, «habiendo echado sus mantos sobre
el pollino, montaron a Jesús encima de él» (v. 35).
VII. Los triunfos de Cristo son tema de las alabanzas de los
discípulos. Cuando Cristo se acercaba a Jerusalén, Dios puso de
súbito en el corazón de toda la multitud de los discípulos, no sólo de
los doce, alabar con alegría a Dios (v. 37), y tender sus mantos por
el camino (v. 36), como expresión del gran gozo que sentían.
Obsérvese cuál era el motivo del gozo y de las alabanzas de la
multitud: Alababan a Dios por todas las maravillas que habían visto,
especialmente por la resurrección de Lázaro, de lo que hallamos
mención en Juan 12:17–18. Véase cómo expresaban esos
sentimientos: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor!»
(v. 38). Es decir: «¡Bendito sea! ¡Démosle alabanzas y que Dios le
prospere!» «Paz en el cielo», porque Dios va a consumar ahora la
obra de la redención, va a reconciliar al mundo consigo (2 Co. 5:19),
«y gloria en las alturas», ya que Dios va a ser glorificado de un
modo especial con la obra del Calvario. Es una porción parecida a
2:14 pues ambas coinciden en glorificar a Dios en lo más alto, en el
cielo empíreo donde Dios reina desde su Trono (comp. Is. 6:1–2).
Los ángeles decían, en Lucas 2:14; «Paz en la tierra», porque, con
el nacimiento de Jesús, descendía a la tierra el cúmulo de
bendiciones que el vocablo «paz» comporta para un judío; en
cambio, la multitud gritaba ahora: «Paz en el cielo», por la «paz con
Dios» (Ro. 5:1) que el sacrificio del Calvario iba a conseguir.
VIII. Los triunfos de Cristo y las alabanzas de los discípulos eran,
para los orgullosos fariseos, motivo de gran enfado: «Algunos de los
fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus
discípulos» (v. 39). Pensaban que Jesús no debía aceptar tales
aclamaciones y, por ello, esperaban que reprendiese a quienes las
proferían. Pero Cristo acepta las alabanzas de los humildes del
mismo modo que desprecia el menosprecio de los soberbios.
IX. Sea que los hombres alaben y aclamen o no a Cristo, Él debe
ser, y será, alabado (v. 40): «Os digo que si éstos callan, las piedras
clamarán». Los fariseos querían silenciar las alabanzas que la
multitud tributaba a Cristo, pero no podrían impedirlo porque, del
mismo modo que Dios puede suscitar de las piedras hijos a
Abraham (3:8), también podría suscitar de las piedras alabanzas a
Cristo, si las bocas de los discípulos callaran. La frase de Jesús
tiene un alcance más largo, como muestra Lenski: «Jesús habla
proféticamente de un tiempo en que “éstos”, ciertamente cesarán de
aclamarle, y entonces las piedras inertes “clamarán” ciertamente,
con gritos penetrantes cuando no quede piedra sobre piedra en la
misma Jerusalén. Tal grito será la voz de condenación por rechazar
al Rey-Mesías. Al querer que los discípulos permanecieran en
silencio, estos fariseos estaban pidiendo que este grito de las
piedras empezara ya».
Versículos 41–48
El gran Embajador del Cielo hace ahora su entrada pública en
Jerusalén, no para ser respetado allí, sino para ser rechazado
Véanse aquí dos ejemplos del amor que tenía a esta ciudad y de la
tristeza que le embargaba ante la presciencia de lo que le iba a
ocurrir a Jerusalén.
I. Las lágrimas que derramó por la inminente ruina de la ciudad:
«Y cuando llegó cerca, al ver la ciudad, lloró sobre ella» (v. 41).
Desde lo alto de la colina, dominaba el panorama de la ciudad. La
vista espléndida de Jerusalén, asociada con la multitud de
recuerdos históricos y con sus propias experiencias personales
afectó de tal modo al corazón del Salvador, que prorrumpió en
sollozos. El verbo del original no es el «derramar silencioso de
lágrimas» de Juan 11:35, sino el llanto audible y clamoroso, en el
que las frases de los versículos 42–44 saldrían entrecortadas.
Veamos aquí:
1. Cuán tierno era el corazón de Jesucristo: tres veces le
hallamos llorando; nunca riéndose.
2. Que Jesús se puso a llorar cuando todos los que le rodeaban
estaban regocijándose, para mostrar así cuán poco enaltecido se
sentía con los aplausos y las aclamaciones de la multitud.
3. Que lloró sobre Jerusalén. Hay ciudades que requieren
lamento, pero ninguna tanto como Jerusalén, tan privilegiada y tan
ingrata. Pero ¿por qué lloró Cristo a la vista de Jerusalén? Él mismo
nos da la razón de sus lágrimas:
(A) Jerusalén no ha aprovechado el día de su gran oportunidad:
«¡Si también tú conocieses, Y DE CIERTO EN ESTE TU DÍA, lo que
es para tu paz! Mas ahora está oculto a tus ojos» (v. 42). (Para ver
la importancia de la frase enfatizada, v. mi libro Escatología II, pp.
167–168. Nota del traductor.) Lamentablemente, la ciudad «no
conoció el tiempo de su visitación» (v. 44). El modo de hablar de
Jesús es abrupto: «¡Si conocieses …!»; algo parecido a lo de la
higuera de 13:9: «Y si da fruto …» ¡Cuán feliz habría sido la ciudad
amada si se hubiera percatado de quién, y para qué, entraba aquel
día por sus puertas! Jesús culpa a la propia ciudad de la ruina
inminente, y de ello hemos de sacar lecciones para nosotros
mismos: (a) Hay cosas que son para nuestra paz cuyo conocimiento
nos interesa grandemente: son las cosas que afectan a nuestro
verdadero bienestar presente y futuro. (b) Hay un tiempo de
visitación que debemos conocer y para el que debemos estar
alertados; son días en que el mensaje de la Palabra penetra con
fuerza en nosotros, y la gracia de Dios llama urgente e
insistentemente a la puerta de nuestro corazón. (c) Los que por
largo tiempo han descuidado el tiempo de su visitación, si por fin,
abren los ojos y reflexionan, todo les irá bien, pues no serán
rechazados aun cuando vengan a la viña a la hora undécima. (d) Es
una gran locura, cuando los medios de gracia están al alcance de la
mano desaprovechar las oportunidades que Dios nos otorga.
Cuando se nos declaran las cosas que son para nuestra paz, ¡no
les cerremos los ojos! ¡Metámoslas en el corazón! Si no las
recibimos cuando es el tiempo aceptable, el día de salvación (2 Co.
6:2) estamos en peligro de perecer a causa de nuestro lamentable
descuido. No hay peor ciego que el que no quiere ver, porque cree
que ve cuando no ve (v. Jn. 9:41). (e) El pecado y la locura de
quienes persisten en despreciar la gracia del Evangelio causan gran
tristeza al Señor Jesús, y nos la debería causar también a nosotros.
Así como Él mira con ojos nublados por las lágrimas a las almas
perdidas, puesto que rehúsan arrepentirse, así también nosotros
habríamos de llorar y orar, y obrar, sobre tantos semejantes
nuestros que se pierden cada día.
(B) Jerusalén no escapará de la desolación que se cierne sobre
ella. El día de la salvación estaba oculto a los ojos de los judíos. Es
cierto que el Evangelio fue predicado después allí mismo por los
apóstoles, con lo que grandes multitudes fueron convencidas y se
convirtieron (v. Hch. 2:38 y ss.); pero, en cuanto al grueso de la
nación y, en especial, a sus líderes, podemos decir que quedaron
sellados bajo incredulidad. Por haber rechazado la gran salvación
que se les ofrecía, fueron justamente entregados a la ceguera y al
endurecimiento de los justos juicios de Dios: (a) Durante aquella
misma generación, vinieron los romanos, rodearon la ciudad con
vallado, la sitiaron, y la estrecharon por todas partes (v. 43); (b) más
aún, Tito mandó a sus soldados derribar a tierra y cavar toda la
ciudad hasta allanarla por completo, con la excepción de tres torres;
los mismos ciudadanos («tus hijos dentro de ti») fueron cruelmente
asesinados, y quedaron en el suelo al nivel de la ciudad desolada;
escasamente quedó piedra sobre piedra. Y todo ello, «por cuanto
no conociste el tiempo de tu visitación (v. 44).
II. El celo que mostró por la presente purificación del templo:
1. Cristo lo limpió de quienes lo profanaban. Se fue derecho al
templo, «y comenzó a echar fuera a todos los que vendían y
compraban en él» (v. 45). La gloria del templo estaba en su pureza
más bien que en su riqueza. Cristo explicó el motivo por el cual
obraba así: «Escrito está: Mi casa es casa de oración» (v. 46 comp.
con Is. 56:7). El templo es casa de oración, destinada a la comunión
con Dios, los que vendían y compraban lo convertían en «cueva de
ladrones», a causa de los contratos fraudulentos que allí se
llevaban a cabo; además, eso constituía una distracción para los
que iban allí a orar.
2. En cambio Él usaba el templo de la mejor manera posible,
pues allí «enseñaba cada día» (v. 47). Obsérvese que, cuando
Cristo enseñaba en el templo, (A) los líderes religiosos sólo
maquinaban persecución y muerte contra Él: «pero los principales
sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo procuraban
matarle». (B) En cambio, el pueblo sencillo le respetaba y le
escuchaba con agrado: «todo el pueblo estaba en suspenso
oyéndole» (v. 48). La palabra de Cristo mantenía arrobados a sus
oyentes sencillos; y los enemigos del Señor «no hallaban nada que
pudieran hacerle» (v. 48a). Hasta que llegara su hora, el interés que
Él mostraba en el pueblo ordinario era para Él una protección, ya
que ese pueblo correspondía con su atención e interés por la
persona del Salvador; pero, cuando llegó su hora, la influencia de
los principales sacerdotes sobre el pueblo llevó a la gente a pedir a
Pilato que sentenciase a Jesús a morir en la Cruz.
CAPÍTULO 20
Cristo responde con una prudente evasiva a quienes le requerían
una explicación por la limpieza que había hecho en el templo. Por
su parte, Él expuso al pueblo la parábola de los viñadores
homicidas. Viene luego otra de las trampas en que los principales
sacerdotes y los escribas pensaban hacer caer al Señor. Defiende
después ante los saduceos la doctrina de la resurrección general.
Ahora es Él quien hace una pregunta a la que nadie supo
responder. Termina el capítulo con la advertencia que dio a sus
discípulos para que se precavieran de los escribas.
Versículos 1–8
En esta porción no hallamos nada que no se halle en los otros
evangelistas, excepto en el versículo 1, donde se nos dice:
I. Que «estaba Él enseñando al pueblo en el templo y
anunciando el evangelio». Cristo era predicador de su propio
Evangelio. No sólo nos obtuvo la salvación, sino que nos la predicó
también. Con esto, honró grandemente a los predicadores del
Evangelio, especialmente a los que, como Él, se adaptan bien a la
capacidad de los oyentes.
II. Que sus enemigos volvieron a la carga contra Él: «se llegaron
a Él los principales sacerdotes y los escribas, con los ancianos». Es
la única vez que en los evangelios se registra dicho verbo con
referencia al Salvador, y da a entender:
1. Que pensaron tomarle de sorpresa, al presentarle la pregunta:
«cayeron sobre Él de sorpresa»; esto es lo que el griego indica.
2. Que pensaron asustarle con la pregunta. De este episodio
hemos de aprender:
(A) Que no nos ha de extrañar el que, incluso las verdades más
evidentes, sean llevadas a discusión por quienes se empeñan en
cerrar los ojos a la luz. Los milagros de Cristo mostraban bien a las
claras «con qué autoridad hacía Él estas cosas» (v. 2).
(B) Quienes pongan en duda la autoridad de Cristo harán que su
propia necedad quede manifiesta ante la humanidad entera. Cristo
replicó a estos sacerdotes y escribas haciéndoles a su vez una
pregunta acerca del bautismo de Juan: «¿Era del cielo o de los
hombres?» (v. 4). Tal pregunta les inquietó, les derrotó y los expuso
a la vergüenza delante de todo el pueblo. Ya sabían que «era del
cielo», pero se negaban a declararlo públicamente, porque de esta
manera se condenaban a sí mismos.
(C) No es extraño que quienes se dejan dominar por el «qué
dirán» y por ambiciones bastardas, detengan con injusticia (comp.
con Ro. 1:18) las verdades más claras, como les pasaba a estos
sacerdotes y escribas, los cuales no querían reconocer que el
bautismo de Juan fuese «del cielo» y, por otra parte, tampoco se
atrevían a mentir públicamente y decir que «era de los hombres»,
porque temían que el pueblo les apedreara (v. 6). ¿Qué cosa buena
puede esperarse de hombres de tal temple y maldad?
(D) Los que entierran el conocimiento que tienen, justamente
merecen que se les niegue un conocimiento superior de las
verdades divinas (vv. 7–8).
Versículos 9–19
Cristo expuso la presente parábola contra los que se negaban a
reconocer su autoridad.
I. La parábola no añade aquí nada a lo que vimos ya en los
lugares paralelos de Mateo y Marcos (v. Mt. 21:33–46; Mr. 12:1–
12). Tiene por objetivo mostrar cómo provocó a Dios la nación judía
y Dios la abandonó a la ruina. Aquí se nos enseña:
1. Que quienes disfrutan de los privilegios cristianos son como
arrendatarios que tienen a su cargo el cuidado de una viña y han de
pagar la renta correspondiente (v. 9). El trabajo en esta viña del
Señor es laborioso, necesario y constante; pero es también
agradable y provechoso. Es menester presentar al Señor los frutos
de esta viña, y rendir los servicios que el cuidado de la viña
comporta.
2. Que la obra de los ministros de Jesucristo consiste en llamar
la atención de los que disfrutan de los privilegios de la iglesia, a fin
de que rindan al Señor los frutos espirituales que les son exigidos.
Son como los siervos enviados a los labradores (vv. 10–12).
3. Que, con bastante frecuencia los fieles siervos del Señor han
encontrado resistencia y abuso de parte de muchos miembros de
las congregaciones, puesto que los que rehúsan cumplir con su
deber para con Dios, llevan a mal el que se les amoneste a
comportarse debidamente.
4. Que Dios envió a su Hijo a este mundo a recoger los frutos de
la viña. Los profetas hablaron como siervos, pero Cristo habló como
el Hijo (v. He. 1:1 y ss.). Habría de pensarse que, al ser enviado el
propio Hijo de Dios (v. Ro. 8:32; Gá. 4:4), le tendrían respeto y le
entregarían los frutos que se le debían.
5. Que quienes rechazan a los fieles ministros de Dios están
rechazando al propio Señor (v. 10:16). Los labradores malvados
dijeron: «Éste es el heredero; venid, matémosle» (v. 14). Dirían
entre ellos: «Si seguimos matando siervos, siempre puede tener
otros de repuesto; pero si matamos al hijo único, no tiene otro hijo
que enviarnos, y así podremos tomar pacífica posesión de la viña».
Y, dicho y hecho, «le echaron fuera de la viña, y le mataron» (v. 15).
6. Que el dar muerte a Jesús colmó la medida de la perversidad
de los judíos. ¿Qué otra cosa podía esperarse sino que Dios
destruyera a estos labradores? (v. 16). Quienes viven descuidando
sus deberes para con Dios no se dan cuenta del grado de su
culpabilidad y de la tremenda ruina que se acarrean a sí mismos.
II. A la aplicación de la parábola, se añade en Lucas la reacción
de los oyentes: «Cuando ellos oyeron esto, dijeron: ¡Que no suceda
tal cosa!» (v. 16b). Véase en qué forma se engañaban a sí mismos
con un simple «¡Que no suceda!», cuando nada hacían para
precaverse de la inminente catástrofe. Obsérvese ahora lo que
Cristo les dijo:
1. Primero, les miró fijamente (v. 17a). Es un detalle que sólo
Lucas nos ha conservado. Fue una mirada penetrante, escrutadora,
más bien que una mirada de ternura.
2. Los confrontó a continuación con las Escrituras: «Qué es,
pues, esto que está escrito?: La piedra que desecharon los
edificadores ha venido a ser piedra angular» (lit. cabeza de ángulo,
v. 17 comp. con Sal. 118:22). Dice Bliss: «Esta última frase es un
hebraísmo para una piedra tan apropiada y puesta de tal manera,
que al formar parte de dos paredes, las enlaza en una esquina,
dando seguridad a toda la estructura». Después hallamos en
Efesios 2:20; 1 Pedro 2:6 otro término todavía más expresivo:
akrogoniaios, el cual añade, al concepto de cabeza de esquina, el
de cúpula o remate (akros = punta), con lo que el Señor Jesús es
para nosotros como una roca excavada en la que hallamos sólido
fundamento y cobijo seguro.
3. Les amenazó con el terrible destino de todos aquellos que se
opongan al señorío supremo que el Padre va a conferir a Jesús:
«Todo el que caiga sobre aquella piedra, todo el que tropiece en
esta piedra angular que Dios ha colocado como fundamento del
nuevo santuario de Dios, será quebrantado en su lamentable caída;
mas sobre quien ella caiga (sobre quien se atreva a concitar contra
sí mismo la ira del Cordero), le desmenuzará: quedará
desmenuzado, esparcido y aventado como el tamo que arrebata el
viento del Salmo 1:4» (v. 18).
III. Finalmente, se nos dice cuán exasperados quedaron con esta
parábola los principales sacerdotes y los escribas (v. 19) «porque
comprendieron que contra ellos había dicho esta parábola». Se
llenaron de furia y «procuraban echarle mano». Si no lo hicieron en
esta ocasión, es porque «temieron al pueblo». Con esto mostraban
que estaban dispuestos, como los malos viñadores de la parábola,
a cumplir lo de: «Éste es el heredero; venid, matémosle» (v. 14).
Cristo viene a decirles que, en lugar de besar al Hijo (Sal. 2:12, lit.),
le matarían. Con su furia desmedida, vienen a responderle: «¡Sí,
eso es lo que vamos a hacer!» Así que, a renglón seguido de pedir
que tal cosa no suceda, ya proyectan lo que va a determinar que tal
cosa suceda.
Versículos 20–26
Tenemos a Cristo evadiéndose de una trampa que sus enemigos
intentan tenderle mediante una pregunta sobre el tributo.
I. El complot que tramaron tenía por objeto «entregarle al poder y
autoridad del gobernador» (v. 20b). Como no podían lograr sus
propósitos mediante un simple recurso a los tribunales, esperaban
obtener éxito si provocaban la ira del gobernador contra Él. Así
había de cumplirse la palabra de Jesús de que había de ser
entregado en manos de los gentiles.
II. Las personas de que se valieron para llevar a cabo su
designio: «Enviaron espías que se fingiesen justos, a fin de
sorprenderle en alguna palabra» (v. 20a). Así es como los lobos se
visten con piel de oveja; los espías no pueden actuar a cara
descubierta, sino que deben fingir. Estos espías habían de
aparentar que apreciaban las enseñanzas, el denuedo y la
imparcialidad de Jesús, y que deseaban recibir su consejo en un
asunto delicado de conciencia.
III. Ahora vemos la pregunta que le hacen, precedida de una
presentación en extremo cortés: «Maestro, sabemos que dices y
enseñas rectamente» (v. 21). Con esta adulación, pensaban que le
dispondrían favorablemente a que, incautamente, se expresase con
toda libertad y sin reservas. ¡Cómo se equivocaban al pensar que
así podrían influir sobre el humilde, pero infinitamente sabio, Jesús!
Es cierto que no hacía acepción de personas, no tenía favoritismos,
pero también es cierto que conocía el corazón del hombre (Jn.
2:24–25), y no se fiaba de ellos, por muy justos y amables que se
presentasen. Sí, era cierto que enseñaba el camino de Dios con
verdad, pero también sabía que ellos eran indignos de recibir la
enseñanza de tal camino, puesto que, en lugar de recibir sus
palabras, venían a enredarle en sus palabras. El caso que venían a
consultarle era muy digno de consideración: «¿Nos es lícito dar
tributo a César, o no?» (v. 22). Nótese ese «Nos», que sólo Lucas
refiere. Su orgullo y codicia les llevaba a ser remisos en el pago de
los tributos, ¡y ahora vienen a preguntar si es lícito o no el pagar
tributo! Ahora bien, si Cristo decía que era lícito, el pueblo lo
tomaría a mal; y si decía que no era lícito, tendrían algo de que
acusarle ante el gobernador.
IV. Pero Cristo evadió maravillosamente la trampa que le
tendían: «Comprendiendo la astucia de ellos» (v. 23), no les dio
respuesta directa, sino que les reprendió por la mala voluntad que
mostraban hacia Él: «¿Por qué me tentáis?» Y, con la calma y
mansedumbre que le caracterizaban, añadió: «Mostradme una
moneda» (v. 24a). Después de mirarla, les preguntó: «¿De quién
tiene la imagen y la inscripción?» Como si dijese: «¿Quién es el
dueño de ella?» (v. el comentario a los pasajes paralelos: Mt.
22:15–21; Mr. 12:13–17). Ellos no tuvieron más remedio que
contestar: «De César». «¡Muy bien!—vino a decirles Cristo—;
entonces deberíais primero haberos preguntado si era lícito
comerciar entre vosotros con lo que es de César, y admitir que os
servís de ello como instrumento para vuestro negocio e interés. Así
que «dad a César lo que es de César». Pero en las cosas sagradas,
sólo Dios es vuestro Rey: «Y a Dios lo que es de Dios».
V. La confusión en que se hallaron ante la sabia respuesta de
Jesús: «Y no pudieron sorprenderle en palabra alguna delante del
pueblo, sino que maravillados de su respuesta, callaron» (v. 26). No
pudieron menos de asombrarse de la excepcional discreción con
que les respondió. Cerraron la boca y no se atrevieron a preguntarle
ninguna otra cosa, por miedo a quedar nuevamente avergonzados.
Muchos que se ven maravillados y confundidos por las palabras del
Evangelio, carecen de la humildad y de la sinceridad necesarias
para sacar provecho de las Sagradas Escrituras, que nos pueden
hacer sabios para salvación (2 Ti. 3:15).
Versículos 27–38
I. En todas las épocas han existido hombres de mente
corrompida, quienes se han empeñado en subvertir los principios
fundamentales de la religión revelada, como «los saduceos, los
cuales sostienen que no hay resurrección» (v. 27), ni estado futuro,
ni mundo de los espíritus, ni estado de recompensa y castigo por lo
que hemos hecho mediante el cuerpo (2 Co. 5:10). Si se niegan
estas verdades, toda religión cae por su base.
II. Es cosa corriente entre los que están predispuestos a negar
las verdades divinas tratar de ridiculizarlas. Así hicieron estos
saduceos para debilitar la fe del pueblo en la resurrección de los
muertos. Presentaron un caso en que una mujer había tenido siete
maridos; todos ellos eran hermanos que al no dejar descendencia
se sucedían unos a otros en tener aquella mujer ya que a ello les
obligaba la ley del levirato (v. Dt. 25:5). El caso era fingido, sin duda
alguna; porque, tras la muerte del tercero o el cuarto, qué hombre
en su sano juicio se atrevería a tomarla por esposa, al ver lo que les
había ocurrido a los anteriores? La pregunta de los saduceos era,
de todas formas: «En la resurrección, pues, ¿de cuál de ellos era
mujer?» (v. 33).
III. Jesús viene a decir que la condición de los hijos de Dios en el
cielo, después de la resurrección, será muy diferente de la
condición de los hijos de Dios en este mundo. En efecto:
1. «Los hijos de este siglo; es decir, en este mundo, se casan
[ellos] y se dan en casamiento [ellas]». Uno de los quehaceres más
obvios y necesarios en esta vida es fundar hogares y proveer para
las familias. La naturaleza, el mandato de Dios y el mismo instinto
nos inducen a gozarnos en la compañía de nuestra esposa y de los
hijos; el matrimonio está destinado a hacer más llevadera la vida
presente.
2. Pero el mundo venidero es otra cosa, es llamado también
«siglo» (v. 35) por contraste y para resaltar sus ventajas. Jesús
declara:
(A) Quiénes serán los habitantes del otro mundo: «Los que sean
tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo» (comp. con Hch.
13:46b). No es que tengan derechos legales, sino la dignidad que el
Evangelio confiere a quienes reciben la Palabra con fe y
arrepentimiento. Es una dignidad que se nos confiere para
glorificación, así como nos fue imputada la justicia de Dios para
salvación. Por gracia somos hechos dignos de obtener la vida
eterna. El verbo alcanzar insinúa cierta dificultad, no por parte de la
misericordia de Dios, sino a causa de la perversidad del hombre;
por eso, es menester correr (v. 1 Co. 9:24; Gá. 5:7; Fil. 2:16; He.
12:1) para alcanzar aquel siglo mediante una gloriosa resurrección.
(B) Cuál será el feliz estado de los habitantes de aquel siglo no
podemos concebirlo y, menos aún, expresarlo (v. 1 Co. 2:9). Véase
lo que dice Cristo aquí:
(a) Que «ni se casan ni se dan en casamiento». Las nupcias son
cosa de este mundo, no del otro.
(b) La primera razón que Cristo da de esta diferencia es que ya
no pueden morir (v. 36); por tanto, no hace falta la reproducción,
mediante la cual los que mueren dejan su lugar a los que nacen,
con lo que se perpetúa en la tierra la especie humana. Donde no
hay muerte, no se necesita sucesión. Aquí reina la muerte (Ro.
5:17), pero allí sólo reinará la vida inmortal (Ro. 2:7).
(c) Allí los seres humanos serán «como ángeles». No dice que
serán ángeles, pues el cuerpo resucitado y glorioso no dejará de ser
cuerpo, mientras que los ángeles son espíritus incorpóreos. Lo de
«cuerpo espiritual» de 1 Corintios 15:44 no significa que el cuerpo
haya de ser convertido en espíritu, sino que será totalmente
gobernado y movido por el espíritu. Así como los ángeles son una
especie de aborígenes del cielo, pues aquella es su patria nativa,
los justos resucitados serán naturalizados en ella, ya que, al tener
allí su ciudadanía (Fil. 3:20), es natural que gocen de los privilegios
que tal ciudadanía comporta.
(d) «Y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección». Al haber
nacido de Dios (Jn. 1:13) mediante la Palabra y el Espíritu (Jn. 3:5),
Dios les resucitará mediante el mismo Espíritu para que habiten allí,
pues son sus herederos (Ro. 8:11, 17). Los justos son hijos de Dios,
del mismo modo que los ángeles son llamados también (v. Job 1:6;
2:1, etc.) hijos de Dios (en cuanto a Gn. 6:2, v. el comentario en su
lugar).
IV. Es una verdad indudable que existe otra vida después de
ésta: «Pero que los muertos resucitan, aun Moisés lo enseñó en el
pasaje de la zarza (v. Éx. 3:6), cuando llama al Señor, Dios de
Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob» (v. 37). Cuando Dios dijo
las frases que leemos en Éxodo 3:6, Abraham, Isaac y Jacob
estaban ya muertos para este mundo desde hacía muchos años;
¿cómo, pues, pudo decir Dios, no «Yo era», sino «Yo soy el Dios …
de Abraham»? Por tanto, debemos concluir que Abraham, Isaac y
Jacob estaban entonces en el otro mundo, «porque Dios no es Dios
de muertos, sino de vivos» (v. 38). Lucas añade aquí una frase de
Jesús, que sólo él nos ha conservado: «pues para Él [Dios] todos
viven». Como si dijese: «No importa lo que los hombres digan de
los fieles difuntos, pues para Dios están vivos, están en su
presencia y cercanía; muertos al pecado para siempre, para
siempre viven para Dios», a quien para siempre servirán reinando
(v. Ro. 6:10–11; Gá. 2:19; Ap. 22:3, 5). Y no sólo viven para Dios,
sino que Dios mismo vive para ser su escudo y su galardón
sobremanera grande (Gn. 15:1). ¡Cómo no andamos en anhelo de
alcanzar aquel siglo!
Versículos 39–47
Los escribas eran estudiosos de la Ley, pues habían de
exponerla al pueblo; eran hombres que gozaban de reputación y
honor como «sabios», pero la mayoría de ellos eran enemigos de
Cristo y de su Evangelio.
I. Aquí los tenemos que aplauden la respuesta que Jesús había
dado a los saduceos: «Respondiéndole algunos de los escribas,
dijeron: Maestro, bien has respondido» (v. 39). Hasta los escribas
aplaudieron su manera sabia de responder, y admitieron que lo
había hecho bien. Algunos que se precian del nombre de
«cristianos» no llegan a este nivel.
II. A continuación, Lucas nos dice (también Mt. 22:46; Mr. 12:34)
que «ya no se atrevían a preguntarle nada» (v. 40). Se había
apoderado de ellos una especie de pavor ante la excepcional
sabiduría que mostraba en sus enseñanzas y, especialmente, en
sus respuestas. En efecto, de aquí en adelante, ya no le preguntan
más sus enemigos, sino sólo sus discípulos (Lc. cap. 21 y ss.; Jn.
cap. 14 y ss.) y Pilato, durante la comparecencia del Señor ante el
tribunal del gobernador.
III. Ahora es Él quien les aturde y derrota con una pregunta sobre
el Mesías (v. 41). Estaba claro, con base en numerosas porciones
de la Escritura, que Cristo había de ser el hijo de David; incluso el
ciego de 18:39 lo sabía, pero, por otra parte, estaba también claro
que David llamó al Mesías «mi Señor» (vv. 42, 44), conforme al
Salmo 110:1: «Dijo el Señor a mi Señor». Ahora bien, si era su hijo,
¿cómo le llama «mi Señor»? Y, si era su Señor, ¿cómo podía ser su
hijo? Ellos no podían hacer compatibles ambas afirmaciones.
Nosotros, gracias a Dios, podemos hacerlo, pues sabemos que, en
cuanto Dios, Jesús era el Señor de David, pero, en cuanto hombre,
era hijo de David.
IV. Los versículos 45–47 nos describen a los escribas con los
más negros colores. Cristo exhorta a sus discípulos a que se
guarden de los escribas. Viene a decirles:
1. «No os dejéis engañar por la exhibición que ellos hacen de
piedad; no os contagiéis de su espíritu; no sigáis su ejemplo.»
2. «Guardaos de ellos, no sea que os causen problemas, pues
os perseguirán, os entregarán a los tribunales, os expulsarán de las
sinagogas» (v. Mt. 10:17).
3. «Guardaos de los escribas, que gustan de pasearse con ropas
largas, túnicas rozagantes distintivas de su oficio, mediante las
cuales exigen respeto y reverencia, pues son orgullosos y altivos.»
4. «Guardaos de los escribas, pues siempre están ávidos de
ocupar las primeras sillas en las sinagogas, los asientos de honor, y
los lugares de preferencia en los banquetes, desde los cuales
pueden ver a todos y oír todo lo que se dice y ocurre.»
5. «Guardaos de los escribas, pues siempre van a lo suyo,
avaros y opresores, sabios en su propia opinión y
menospreciadores de los demás; hacen de la religión un mero
pretexto para cubrir sus maldades: devoran, consumen hasta
dejarlas en la miseria, las casas de las viudas, y por cubrir las
apariencias hacen largas oraciones» (v. 47).
6. «Guardaos de los escribas, porque es trágico el final que les
espera: ésos tendrán una sentencia más rigurosa (lit. más
abundante)» Los hipócritas tendrán doble condenación, porque el
disimulo de la piedad es doble iniquidad.
CAPÍTULO 21
En este capítulo se nos refiere la ofrenda de la pobre viuda que
mereció la admiración y alabanza del Salvador. Después, la
predicción que Jesús hizo de la destrucción del templo y de la
Venida del Hijo del Hombre. Termina el capítulo con una breve
referencia de lo que era la ocupación principal de Cristo cada día y
cada noche, así como de la asistencia de todo el pueblo a su
predicación.
Versículos 1–4
La presente porción se halla también en Marcos 12:41–44. Está,
pues, registrada dos veces para enseñarnos:
1. Que la caridad hacia los pobres es una obligación importante
para todo creyente. Nuestro Señor Jesucristo no desaprovechó
ninguna ocasión que tuvo para recomendarla.
2. Que Jesús tiene puestos en nosotros sus ojos para observar lo
que damos a los pobres. Aun cuando estaba dedicado a la
predicación, «levantando los ojos vio lo que se echaba en el tesoro»
(v. 1). Él observa si damos mucho o poco, en proporción a la forma
en que hemos sido prosperados (1 Co. 16:2). Esto debería
estimularnos a ser generosos. Él ve en lo secreto y nos
recompensará en público.
3. Que Jesús observa y acepta de un modo especial la caridad
de los que son pobres. Los que no tienen nada que dar pueden
todavía hacer mucho al servir a los pobres y ayudándoles de
diversas maneras. Aquí tenemos el caso de una pobre viuda que, al
echar sólo dos monedas, echó más que todos los ricos, en opinión
del Salvador, puesto que, de su pobreza echó todo el sustento que
tenía (vv. 2–4). Cristo no la reprende por indiscreción o
prodigalidad, sino que la alaba por su liberalidad, la cual procedía
de una fe firme en la providencia de Dios.
4. Que, en lo que toca a las ofrendas para el Señor, debemos
estar dispuestos a dar con alegría (2 Co. 9:7), conforme a nuestras
fuerzas, y aun más allá de nuestras fuerzas (1 Co. 8:3).
Versículos 5–19
Véase:
I. Con qué admiración hablaban algunos de la externa
magnificencia del templo, y hacían ver a Jesús que el templo
«estaba adornado de hermosas piedras y ofrendas votivas» (v. 5).
Pensaban que el Maestro quedaría tan impresionado como ellos de
todas aquellas cosas. Cuando hablamos de algún hermoso lugar de
reunión, deberíamos pensar, antes que nada, en la presencia del
Señor entre nosotros.
II. Por contraste, Cristo les habló de la ruina y desolación del
templo, que tendría lugar no muchos años después: «De esto que
estáis contemplando, días vendrán en que no quedará piedra sobre
piedra que no sea derribada» (v. 6).
III. Ellos, entonces, mostraron gran curiosidad por saber cuándo
sucedería esto: «Maestro, ¿cuándo será esto?» (v. 7a). Es natural
el deseo de conocer el futuro, especialmente cuando no nos lleva a
ello la mera curiosidad, sino el anhelo de saber cuáles son nuestros
deberes ante el anuncio de tales cosas y cómo hemos de
prepararnos para ellas. Por eso, ellos preguntan también: «¿Y qué
señal habrá cuando estas cosas estén a punto de suceder?» (v.
7b). No piden una señal presente que confirme la predicción de
Jesús, sino las futuras que anunciarán la inminencia del
cumplimiento de la predicción.
IV. Veamos con qué claridad y lujo de detalles contesta Jesús a
estas preguntas:
1. Han de esperar que aparezcan falsos Cristos y falsos profetas
que usurparán el nombre y el carácter del Mesías, diciendo: «Yo
soy» (lit) y: «El tiempo está cerca» (v. 8), es decir el tiempo en que
va a ser restaurado el reino a Israel (v. Hch. 1:6). El Señor les
previene: «Mirad que no seáis engañados». Los más deseosos de
conocer el futuro son los más expuestos a ser engañados por
personas amigas de llamar la atención y conocedoras de la general
propensión de los humanos hacia el sensacionalismo. Fechas,
nombres, acontecimientos, se comentan, se barajan, se acomodan,
sólo para satisfacer la insana curiosidad; con frecuencia, todo eso
causa descrédito a las verdaderas enseñanzas de la Palabra de
Dios. Cristo advierte de nuevo: «No vayáis en pos de ellos». Una
cosa es cierta: Si estamos seguros de que Jesús es el Mesías y el
Hijo de Dios, y de que su doctrina es el único y verdadero Evangelio
de Dios, hemos de hacernos el sordo a cualquier anuncio de otros
Cristos y de otros Evangelios.
2. Han de esperar grandes conmociones en las naciones:
guerras, sediciones y catástrofes extraordinarias de toda clase (vv.
9–11). Dios tiene muchos medios de castigo para quienes le
provocan a ira. Aun cuando en la era presente los juicios más
temibles son de orden espiritual ello no impide que, a veces, Dios
castigue a la humanidad con calamidades de orden temporal. Pero
el Señor anima a los suyos, y les dice: «No os alarméis» (v. 9). En
el griego clásico, este verbo indica el susto de un animal que se
espanta ante algo inusitado. Es como si el Señor les dijera: «Otros
se espantarán ante lo que ha de suceder, pero vosotros no debéis
asustaros, sino conservar la calma, pues vuestro Padre cuida de
vosotros. ¡Tened plena confianza en Él!»
3. Ellos mismos han de servir de señal y testimonio ante los
hombres: «Pero antes de todas estas cosas os echarán mano, os
perseguirán, etc.» (v. 12). Aquí se echa de ver, tanto el martirio
glorioso de los perseguidos como el terrible pecado de los
perseguidores. (Las opiniones de los exegetas se dividen en la
interpretación de este capítulo. Véase lo dicho en el comentario al
cap. 24 de Mateo, así como la lección 18a de mi libro Escatología II.
Nota del trad.) En efecto:
(A) Cristo les anuncia las pruebas por las que han de pasar por
causa de su nombre. Así que han de sentarse a calcular el costo.
Como los primeros cristianos eran, en su mayoría, judíos, habían de
esperar lo peor de parte de las autoridades judías: «os entregarán a
las sinagogas, para ser azotados allí, y a las cárceles». Pero eso les
servirá para dar testimonio «ante reyes y gobernadores». Hasta los
mismos parientes les traicionarán (v. 16). Más aún: «seréis
aborrecidos por todos a causa de mi nombre» (v. 17). Los que
aborrecen la luz, por fuerza han de aborrecer también a los hijos de
luz (v. Jn. 3:17–21; 1 Ts. 5:5). El mundo perverso se niega a ser
reformado y, por eso, odia a Cristo y a los sinceros seguidores de
Cristo. Todo esto se ha cumplido a lo largo de la Historia, ya desde
el principio del cristianismo, pero en ninguno se han cumplido todas
estas cosas tanto como en el Apóstol Pablo según registran el libro
de Hechos y sus propias Epístolas. Es muy significativa la frase de
Jesús a Ananías acerca de Pablo en Hechos 9:16 «porque yo le
mostraré cuánto es menester que padezca por mi nombre».
(B) Cristo les anima a que soporten con buen ánimo las pruebas
y lleven a cabo la obra que les ha de encomendar ya que, por
medio de los sufrimientos de ellos, Dios será glorificado (v. Jn.
21:19; Fil. 1:12–14; 28:29, entre otros lugares). El ser llevados ante
reyes y gobernadores les dará ocasión de predicar el Evangelio
ante ellos (v. Hch. 26, en especial).
(C) Les promete la asistencia divina, a fin de que no tengan que
preocuparse por lo que han de decir en tales ocasiones (v. 14)
porque Cristo mismo les dará «boca y sabiduría» (v. 15, lit.), de
forma que los adversarios no sepan qué responder al testimonio
que ellos les presenten. Viene a decirles: «Dios estará a vuestro
lado, os ayudará, os pondrá en la boca lo que habéis de decir:
Proponed en vuestros corazones no preparar de antemano vuestra
defensa; no dependáis de vuestro ingenio y talento; no desconfiéis
de la ayuda presta que os deparará la gracia divina; yo os lo
prometo, y os daré las palabras sabias, exactas, precisas, con que
habéis de dar testimonio de mí; vuestros enemigos serán incapaces
de contradeciros» (vv. 14–15. Comp. con Hch. 6:10).
(D) Les promete igualmente que, aun cuando algunos de ellos se
jugarán la cabeza por causa del Evangelio (v. Hch. 12:2, comp. con
Lc. 9:9), «ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (v. 18) sin el
permiso de Dios, pues todos los cabellos de vuestras cabezas están
contados (12:7). Además, «todo el que pierda su vida por causa de
mí la salvará» (9:24). No se pierde la vida cuando se entrega por
una causa que vale más que la vida misma; y el cuerpo que cae en
la tumba por el nombre de Cristo no perece, sino que es puesto a
buen seguro para la resurrección del último día.
(E) Por consiguiente, el deber y el interés de todo buen discípulo
de Cristo han de ser mantenidos con toda serenidad y sinceridad,
con lo que la paz del alma no será turbada: «Con vuestra paciencia
ganaréis vuestras almas» (v. 19). Es una promesa, no un
mandamiento como algunas traducciones vierten en imperativo.
«Paciencia aquí—dice Bliss—como es común en el Nuevo
Testamento es el sufrimiento perseverante contra los obstáculos en
el ejercicio de la fe.» «Poseer el alma» es, en cierto sentido, ser
hombres de verdad, dominarse a sí mismo y guardar la calma
interior, sin dejarse perturbar por ninguna adversa circunstancia ni
ser tiranizado por los tumultos de la pasión o los primeros impulsos
imprudentes del instinto. Los que disfrutan de la paz que Cristo da
(Jn. 14:27), no tienen por qué turbarse ni tener miedo.
Versículos 20–28
En esta porción, Jesús les anuncia cuál será el fin que le espera
a Jerusalén; será una terrible calamidad; un día de juicio, tipo y
figura de lo que ocurrirá inmediatamente antes de la Venida del
Señor.
I. Les predice que Jerusalén será rodeada de ejércitos (v. 20) y
que, cuando esto suceda, su desolación ha llegado.
II. Les previene, mediante esta señal, para que escapen a fin de
salvar la vida (v. 21): «Entonces los que estén en Judea, huyan a
los montes; y los que en medio de ella, váyanse». Los que se hallen
fuera de la ciudad, no deben regresar a ella, sino que han de dejar y
abandonar una ciudad que ha sido entregada por Dios a su propia
ruina.
III. Les predice también que éstos serán los días de venganza,
de justa retribución para una nación de dura cerviz rebelde a las
tiernas intimaciones de Dios, para que se cumplan todas las cosas
que están escritas (v. 22). Es día de ira, no de compasión. Días
especialmente terribles para las embarazadas y las que estén
criando, impedidas de escapar aprisa por causa del precioso peso
que les retardará la huida (v. 23).
IV. Les predice la tremenda masacre que el pueblo sufrirá a
manos de la soldadesca romana: «caerán a filo de espada» (v. 24).
El resto será llevado a la cautividad y dispersado entre las naciones.
Y, para colmo de males, «Jerusalén será pisoteada por los gentiles,
hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan» (comp. con Dn.
12:7; Ro. 11:25).
V. Les describe el terror que se apoderará de la gente en
general, pues ocurrirán terribles fenómenos astronómicos, así como
en el mismo planeta, con lo que la gente será sobrecogida de
angustia, perplejidad y gran desmayo (vv. 25–26. Este último verbo
es muy expresivo, pues significa algo así como «salírseles el
alma»). A tan grandes terrores por lo que estará ocurriendo, se
añadirán los grandes temores por «la expectación de las cosas que
sobrevendrán en la tierra». Los mismos «poderes de los cielos», es
decir, las fuerzas misteriosas que mantienen el Universo en
equilibrio, serán conmovidos, dislocados, como descoyuntados,
toda la naturaleza parecerá sacudida y hundiéndose en ruinas ante
la vista de la Segunda Venida del Hijo del Hombre. Lo que fue la
destrucción de Jerusalén para los incrédulos judíos, será para los
incrédulos de todo el mundo el día de la Venida del Salvador.
VI. «Entonces verán al Hijo del hombre, que vendrá en una nube
con poder y gran gloria» (v. 27). La nube que representa la gloria de
la presencia de Dios o shekinah, será el trono y la señal del Hijo del
Hombre (v. Mt. 17:5; 24:30; Mr. 9:7; 13:26; 14:62; Lc. 9:34; 21:27;
Hch. 1:9; Ap. 1:7; 14:14). Será una visión de inmenso gozo y alegría
para los que hayan puesto en el Señor su confianza, pero ¡qué
terrible para los que hayan rechazado a Cristo y al mensaje del
Evangelio! ¡Cómo temblará Caifás delante del Gran Trono Blanco,
al recordar, ya sin remedio para él, el episodio de Mateo 26:62–66!
¿Y quién no temblará, si no se ha puesto a bien con Dios (v. 2 Co.
5:20), ante esta predicción?
VII. En cambio, Jesús estimula y anima a los suyos con esta
misma predicción, pues ellos no tienen nada que temer; más aún
deben erguirse y mantener en alto la cabeza, porque su completa
redención está al alcance de la mano (v. 28). Para comprender el
sentido del término «redención» en este contexto, véase Romanos
8:23; Efesios 1:14; 4:30 y aun 1 Corintios 1:30. Jesús no dice
«Cuando todo esto haya ocurrido», sino: «Cuando estas cosas
COMIENCEN a suceder». Cuando Cristo vino al mundo por primera
vez, vino a salvar lo perdido (19:10). Cuando venga por segunda
vez, ya no tendrá que hacer nada en cuanto a la expiación de los
pecados (He. 9:28), sino que vendrá a completar la salvación, es
decir, a impartir la glorificación final a cuantos le esperan, así como
a tomar venganza de los que le rechazan. Los creyentes levantarán
la cabeza para contemplar la hermosura del Salvador; los
incrédulos desearán esconder la cabeza, pidiendo a los montes y a
las peñas que caigan sobre ellos para esconderlos (sin conseguirlo)
del rostro del que está sentado sobre el trono, y de la ira del
Cordero (Ap. 6:16–17).
Versículos 29–38
I. En esta porción Cristo exhorta a sus discípulos a que observen
«las señales de los tiempos» (Mt. 16:3), para que disciernan el
tiempo de la Segunda Venida. Lo hace mediante la exposición de
una parábola: Del mismo modo que los brotes de los árboles
indican que el invierno ha pasado y que ya ha venido la primavera,
así también las señales que acaba de predecir serán el anuncio
claro de que «está cerca el reino de Dios» (vv. 29–31). Así como en
el reino de la naturaleza hay un encadenamiento de causas y
efectos, así también el reino de la divina providencia está regido por
una secuencia de acontecimientos que se siguen unos a otros.
Cuando vemos que la ruina de los perseguidores se apresura,
podemos inferir que el reino de Dios se apresura también.
II. Jesús encarga a sus discípulos a que tengan por seguras y
cercanas estas cosas: seguras porque «el cielo y la tierra pasarán
(v. Ap. 21:1), pero mis palabras de ningún modo pasarán» (v. 33);
cercanas: «De cierto os digo, que no pasará esta generación hasta
que todo esto acontezca» (v. 32). (No estará de más, sin embargo,
advertir que el sentido más probable de «esta generación» es que
se refiere a la raza judía, no a una generación de 40 años. Nota del
traductor.)
III. Jesús alerta a sus discípulos contra la falsa seguridad y la
sensualidad (vv. 34–35). Ésta es una advertencia aplicable a todos
los creyentes de todas las épocas. Sólo podemos estar seguros
cuando estamos a salvo del pecado. En todo tiempo hemos de velar
para ello, pero hay tiempos que requieren una especial vigilancia.
Jesús especifica aquí estos peligros:
1. El peligro de no estar alertados para la venida de aquel gran
día. Es lamentable que ese día pueda venir de improviso sobre una
persona, cazándole por sorpresa «como un lazo», sin esperarlo ni
prepararse para él.
2. El peligro de entregarse a satisfacer los deseos de la carne y
permitir que el corazón se cargue de libertinaje (v. 34. Lit. se vuelva
pesado con la crápula) y embriaguez, etc. Atinadamente señala
Lenski: «En todos los alborotos y convulsiones del mundo, tanto
como en todas las dificultades ordinarias, los hombres recurren a la
bebida para ahogar sus dificultades». En Aragón se dice: «ahogar
las penas en vino». ¡Qué triste es que los seres humanos busquen
en las sombras de la inconsciencia un falso remedio para los males
de que les acusa la conciencia! Cuando más alerta deberían estar,
se sumen en el sopor; cuando más preocupados deberían estar por
la salvación, se cargan de libertinaje y de las preocupaciones de
esta vida. Este último suele ser el lazo peculiar de los hombres de
negocios que no se preocupan de lo único necesario.
IV. Les aconseja que se preparen y estén listos para el gran día
(v. 36). Vemos:
1. Cuál debe ser el objetivo principal que han de tener en mente:
«que sean tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que
vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre» (v. 36). Así
escaparán de todas esas calamidades y, especialmente de los
pecados que causan dichas calamidades; así también podrán estar
en pie, es decir, sin confusión e incólumes ante el tribunal del Hijo
del Hombre. Para lo de «dignos», véase el comentario a 20:35. El
mejor modo de ser tenidos por dignos es ser conscientes de nuestra
propia indignidad.
2. Cuál debe ser el comportamiento con que han de conducirse:
«Velad, pues, en todo tiempo orando …». Cuantos deseen disfrutar
de gozo en aquel día, han de velar y orar: (A) Para estar en guardia
contra el pecado y el peligro. (B) Para mantenerse en íntima
comunión con el Señor. Sólo los que vivan una vida de oración en
este mundo tendrán una vida de gloria y alabanza en el otro.
V. En los últimos versículos de este capítulo (vv. 37–38), se nos
refiere brevemente cómo pasó el Señor los tres o cuatro días que
mediaron entre su entrada triunfal en Jerusalén y la noche en que
fue entregado:
1. «Enseñaba de día en el templo.» Jesús era un predicador
infatigable; contra viento y marea, frente al cansancio físico y la
oposición de sus adversarios que le acechaban para echarle mano
Él no cesaba de proclamar el Evangelio.
2. «Y salía a pasar las noches en el monte que se llama de los
Olivos.» Aunque en el griego clásico, el verbo «pasar la noche»
significaba «dormir a la intemperie», lo más probable es que Jesús
pasase la noche, no precisamente orando toda la noche, sino
hospedado en Betania, ya que esta villa estaba un poco más allá de
la cima del Olivete.
3. Por las mañanas temprano, Jesús estaba de nuevo
enseñando en el atrio del templo, adonde «el pueblo venía para
oírle» (v. 38). Era el pueblo sencillo, no los jefes, los que venían a
oír las enseñanzas de Jesús. Muchas veces, el llamado
despectivamente «vulgo» tiene, para las cosas de Dios, la mente
más receptiva y el gusto más refinado que los distinguidos
«expertos» en los conocimientos de este mundo.
CAPÍTULO 22
Todos los evangelistas nos ofrecen sus detalles peculiares sobre
la Pasión y Muerte de nuestro bendito Salvador, pero es Lucas
quien añade detalles muy interesantes que no hallamos en los
demás, como veremos en el estudio que sigue a continuación.
Versículos 1–6
Vemos cómo Cristo fue entregado cuando «estaba cerca la fiesta
de los panes sin levadura, que se llama la pascua» (v. 1). Nótese:
I. El complot de sus enemigos conjurados para acabar con Él (v.
2): «Los principales sacerdotes y los escribas buscaban cómo
acabar con Él, pues temían al pueblo». Por Mateo 26:4–5, sabemos
que, con toda astucia, los enemigos de Jesús planearon ejecutar
sus designios después que terminara el festival y se dispersaran los
peregrinos que acudían a la gran fiesta de la Pascua, pero la
inesperada oferta de Judas precipitó los acontecimientos.
II. En efecto, «uno del número de los doce», Judas Iscariote que
de Apóstol se había convertido en el más abominable traidor,
escuchó la sugerencia de Satanás (v. 3): La entrega de Cristo fue
una obra satánica. Quienquiera que traiciona a Cristo, o a las
verdades del Evangelio, obra a las órdenes del diablo. Judas sabía
muy bien cuán deseosos estaban los sumos sacerdotes de tener a
Jesús en sus manos; así que se fue a ellos y se ofreció a
entregarles al Señor (v. 4), con la consiguiente alegría de los
enemigos de Cristo, quienes lo último que podían imaginarse era
que uno de los doce más íntimos discípulos de Cristo se ofrecería a
traicionar al Maestro que tal confianza había puesto en él.
III. El convenio que los sumos sacerdotes concertaron con Judas
(vv. 5–6). Ellos «convinieron en darle dinero», alegres con el
ofrecimiento del traidor, quien también se alegraría, pues el amor al
dinero era su flaco principal (v. Jn. 12:6), y el que le llevó a
traicionar a Jesús. Así que Judas «buscaba una oportunidad para
entregárselo a espaldas del pueblo» (v. 6), lo cual no le sería difícil,
puesto que podría hacerlo de noche y, por otra parte, «conocía
aquel lugar [Getsemaní], porque Jesús se había reunido allí muchas
veces con sus discípulos» (Jn. 18:2). Así que podía señalarles, no
sólo el tiempo oportuno, sino también el lugar seguro.
Versículos 7–20
I. La preparación de la Pascua, para que la comiera Jesús con
los Apóstoles el preciso «día de los panes sin levadura, en el cual
se debía sacrificar el cordero de la pascua» (v. 7). El Señor envió a
Pedro y a Juan para que preparasen la Pascua (v. 8), y les dio las
instrucciones necesarias para que pudieran llevar a cabo el encargo
que les encomendaba (vv. 9–10): debían seguir a un hombre que
les saldría al encuentro llevando un cántaro de agua, y este hombre
les serviría de guía para entrar en la casa. Les instruyó de esta
manera para enseñarles a depender de la Providencia en cada
paso. Una vez que llegasen a la casa, habían de pedir al amo que
les mostrase el aposento (v. 11), lo cual haría él de buena gana (v.
12). Los dos discípulos hallaron el guía, la casa y el aposento
justamente como les había dicho Jesús (v. 13). Y allí prepararon la
Pascua.
II. Celebración de la Pascua: «Cuando llegó la hora, Jesús se
sentó a la mesa, y con Él los apóstoles» (v. 14). Los doce, sin
exceptuar a Judas, se sentaron a la mesa con Él. Aun cuando
Judas era culpable de un delito de alta traición, al no ser aún
conocido públicamente su crimen, Cristo le admitió a la mesa junto
con los demás para comer la Pascua. Obsérvese:
1. Cómo había deseado Jesús comer con ellos esta pascua
antes de padecer (v. 15). Sabía que era el prólogo de sus
padecimientos y, por eso precisamente, lo deseaba a fin de dar
cumplimiento a la redención del género humano para gloria de Dios
el Padre. ¿Y seremos nosotros remisos en servir a quien tan
decidido estuvo para la obra de nuestra salvación? Nótese cuánto
amaba a sus discípulos: deseaba comer la Pascua con ellos, para
conversar con ellos en privado por unas horas. Iba a partirse pronto
de ellos, pero estaba deseoso de comer con ellos esta Pascua
antes de padecer, como si esta intimidad le confortase para ir más
alegremente al encuentro de su Pasión y Muerte.
2. Cómo aprovechó esta oportunidad para despedirse de todas
las pascuas: Porque os digo que no la comeré ya más, hasta que se
cumpla en el reino de Dios» (v. 16). Vemos que esto tuvo un doble
cumplimiento, y le espera todavía otro doble cumplimiento:
(A) Se cumplió primeramente cuando «nuestra pascua, que es
Cristo, ya fue sacrificada por nosotros» (1 Co. 5:7).
(B) Se ha cumplido y se sigue cumpliendo siempre que se
celebra la Cena del Señor, en la que se conmemora la muerte del
Señor hasta que venga de nuevo. Todos los creyentes están
invitados a esta Pascua, y puede decirse que Cristo la celebra y
come con nosotros, por la comunión espiritual que mantiene con
nosotros en dicha ordenanza.
(C) Como dan a entender los tres evangelistas sinópticos (Mt.
26:29; Mr. 14:25; Lc. 22:18), Jesús volverá a celebrarla en el futuro
reino mesiánico milenario, según la opinión de muchos intérpretes.
(D) Ciertamente tendrá un cumplimiento final por toda la
eternidad en el reino de la gloria celestial.
3. Lo que dice aquí de comer el cordero pascual, lo repite
también de beber el vino pascual: la copa de bendición (v. 1 Co.
10:16) o de acción de gracias, de donde le viene el nombre griego
«eucaristía» como algunos la llaman. Todo lo que precede
pertenece a la cena pascual, como distingue Lucas perfectamente.
La institución de la Cena del Señor viene después, pero, por Mateo
26:27; Marcos 14:23, sabemos que también en la institución de la
Cena dio gracias Jesús sobre la copa.
III. Institución de la Cena del Señor (vv. 19–20). La Pascua era,
por una parte, un memorial de la liberación de Egipto; por otra, un
tipo profético de la muerte de Cristo en la Cruz, mediante la cual
obtendríamos la libertad del pecado, de la muerte y de la tiranía de
Satanás. Por eso, la Cena del Señor está destinada a recordar la
muerte de Cristo hasta que Él venga.
1. El quebrantamiento del cuerpo de Cristo como sacrificio de
expiación por nuestros pecados es aquí conmemorado mediante el
partimiento del pan (v. 19. Comp. Hch. 2:42; 1 Co. 10:16; 11:24,
26): «Esto es mi cuerpo que por vosotros es dado», es decir,
entregado a la muerte (comp. con Jn. 3:16, Gá. 2:20b). El pan que
como alimento básico, nos es dado para nutrir el cuerpo, es símbolo
del cuerpo de Cristo, «pan vivo bajado del Cielo» (Jn. 6:51),
destinado a nutrir espiritualmente nuestra alma. Partimos ese pan
«en memoria de Él». Nótese que el griego del Nuevo Testamento
usa siempre el término «anámnesis» = recuerdo, el acto de
recordar, nunca «mnemósunon» = memorial, recordatorio, el objeto
de recuerdo, para darnos a entender que la Cena del Señor como
ordenanza y medio de gracia, no ejerce su virtualidad por lo que el
pan es en sí (mucho menos, en una supuesta transustanciación),
sino por la fe del creyente, suscitada por el símbolo representativo
de lo que Cristo hizo por nosotros. Por esa fe, entramos en
comunión espiritual (Jn. 6:63) con el fruto del quebrantamiento del
cuerpo de Cristo en la Cruz (1 Co. 10:16, a la vista del contraste del
contexto—comunión con los demonios—).
2. El derramamiento de la sangre de Cristo, sin el cual no hay
remisión de pecados (He. 9:22), está representado en la copa de
vino. Así como las uvas fueron estrujadas para formar el vino, así
también Jesús fue estrujado («Getsemaní» = lugar de la prensa) de
forma que toda su sangre fuese derramada para sellar así el Nuevo
Pacto del Dios misericordioso con la humanidad miserable (v. 20.
Comp. con He. 9:11–22). Levítico 17:11 (v. clave) declara
solemnemente que sólo la sangre puede hacer «expiación sobre el
altar por vuestras almas». Que la Cruz fue ese único «altar», está
explícito en Hebreos 13:10, a la vista del contexto posterior. Juan
3:14–15 nos enseña claramente, con palabras del propio Jesús, que
la mirada de fe a ese altar es el medio subjetivo por el que nos es
aplicada la gracia de la salvación (comp. con Ef. 2:8). Quien tenga
presente esta enseñanza fundamental de la Escritura no se dejará
engañar por falsas doctrinas.
Versículos 21–38
En esta porción tenemos el discurso de Jesús a sus discípulos
después de la institución de la Santa Cena. Lucas nos ha
conservado detalles que no hallamos en los otros evangelistas; pero
Juan (caps. 13–17) es el que con mayor detalle nos refiere lo que
Cristo habló en esta ocasión.
I. El primer tema que aquí hallamos en su discurso es la traición
de Judas.
1. Jesús les da a entender que el traidor está allí entre ellos y
que es uno de los doce (v. 21). Al colocar esta parte del discurso
después de la institución de la Cena, aunque en Mateo y en Marcos
aparece delante, Lucas parece dar a entender que Judas participo
de la Santa Cena. Sin embargo, Juan 13:30 no deja lugar a dudas
de que Judas salió del Aposento Alto inmediatamente después de
«tomar el bocado», es decir, el pedazo de pan mojado en salsa o
charoseth. Como puede verse también por el versículo 24, que
refiere algo ya ocurrido antes de la Cena, hacemos nuestra la
observación de Lenski: «Hemos visto que Lucas no tiene en cuenta
la relación del tiempo en gran número de narraciones, y que arregla
sus materiales de acuerdo con los contenidos de las secciones
comprendidas».
2. Les predice que la traición se llevará a efecto (v. 22): «Y en
verdad, el Hijo del Hombre se va, según lo que está determinado;
pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!» Estaba
determinado por Dios que Cristo muriese en la Cruz para redimirnos
(v. Hch. 2:23). Además, Cristo no fue a la muerte por la fuerza, sino
que puso su vida voluntariamente (Jn. 10:18), aun cuando lo hizo en
obediencia a la voluntad del Padre. El que halle en esto alguna
dificultad es que no ha comprendido todavía que la obediencia a
Dios es la suprema libertad. Pero, aunque el plan de Dios se había
de llevar a cabo mediante el sacrificio de Cristo, y Él mismo fue
voluntariamente a la muerte, ello no es óbice para que la
culpabilidad de Judas en su traición, así como el papel que Caifás,
Pilato, etc., jugaron en la muerte del Señor, fuesen el mayor crimen
que se ha cometido en la historia de la Humanidad. Aquí tocamos
fondo en el misterioso problema de la conjugación de la acción
divina con la responsabilidad humana, pero ahí están las palabras
de la Escritura, y la pequeñez de nuestra comprensión no debe
permitirnos poner objeciones a la infinita sabiduría de Dios.
3. Con esta declaración, Jesús provocó en sus discípulos un
serio examen de conciencia dentro de sí mismos como nos consta
por Mateo 26:22; Marcos 14:19. Lucas solamente refiere que
«entonces ellos comenzaron a discutir entre sí quién de ellos sería,
pues, el que iba a hacer esto» (v. 23).
II. Después, en la narración de Lucas, se refiere al altercado que
surgió entre los discípulos sobre precedencia o supremacía.
1. La discusión versaba «sobre quién de ellos parecía ser
mayor», es decir, superior en rango o autoridad a los demás. ¡Qué
inexplicable contraste nos ofrece esto con lo que acabamos de leer
en los versículos anteriores! Cristo había hablado de su extrema
humillación, ellos mismos habían estado inquiriendo sobre quién
sería el traidor, y ahora discuten sobre quién debía ser el jefe.
¡Cuán lleno de contradicciones está el perverso y engañoso
corazón humano! (Jer. 17:9).
2. Veamos lo que Cristo dice sobre el tema de este altercado. No
se muestra duro con ellos, como se merecían, sino que les muestra
humildemente la culpabilidad y la necedad de tal discusión, ya que:
(A) Ello equivalía a pretender ser como «los reyes de los
gentiles» (v. 25), o «de las naciones», los cuales «se enseñorean
de ellas», es decir, gobiernan sobre ellas como «supremos
señores» a quienes ha de rendirse pleitesía y obediencia
incondicional (el verbo usado por Pedro en 1 P. 5:3 es todavía más
fuerte ¡buen profeta!); «y los que sobre ellas tienen autoridad son
llamados bienhechores» continúa diciendo Jesús. Nótese ese «son
llamados». Uno de los Ptolomeos de Egipto era apellidado
Euergetes = Bienhechor; algunos emperadores romanos eran
llamados Soter = Salvador. ¡Pura adulación, hipocresía y
autoexaltación!
(B) Jesús declara tajantemente: «Mas no así vosotros» (v. 26). Al
contrario, «el mayor entre vosotros sea como el más joven; y el que
dirige (gr. hegoumenos: el mismo vocablo que en He. 13:7, 17, 24,
del que procede el término “hegemonía”), como el que sirve»
(diakonon). Con estas palabras no abolía Jesús toda «autoridad»
(en sentido de «facultad delegada por el Señor») en su Iglesia, ya
que Hebreos 13:17 exhorta a obedecer y someterse a los pastores
(lit. dirigentes), pero daba a entender con toda claridad que no hay
otra «jerarquía» que la de la humildad, el amor y el servicio a los
hermanos. El único «señorío» en la Iglesia es propio del Señor de
su Palabra y de su Espíritu, a los que todos (dirigentes y dirigidos)
deben someterse. El Señor pregunta a continuación: «Porque ¿cuál
es mayor, el que se sienta a la mesa, o el que sirve? ¿No es el que
se sienta a la mesa? Mas yo estoy entre vosotros como el que
sirve» (comp. con Mt. 20:28; Jn. 13:12–17). ¡El Gran Siervo de
JEHOVÁ fue también el Gran Servidor de los hombres!
(C) Jesús les dice también que no tienen por qué altercar sobre
honores y grandezas de este mundo, porque Él les tiene reservados
un reino, un banquete y un trono más valiosos que todo lo de este
mundo (vv. 28–30).
(a) Primero, Jesús les agradece la fidelidad con que le han
seguido: «Pero vosotros sois los que habéis permanecido conmigo
en mis pruebas» (v. 28). Cuando Jesús era perseguido, burlado,
calumniado, allí estaban sus discípulos junto a Él, participando de
algún modo en sus penas y en sus alegrías; poco era el alivio que
podían, sabían o querían prestarle pero Él apreciaba el que, al
menos, no le habían abandonado cómo los discípulos mencionados
en Juan 6:66. ¡Cómo agradece el Señor Jesucristo todo lo que se le
hace, por poco que sea! Los Apóstoles tenían muchos defectos,
eran tardos para entender, débiles para ayudar, cobardes para
defender; pero Jesús no tiene en cuenta nada de eso, sino sólo:
«habéis permanecido conmigo en mis pruebas». Cuando va a partir
de este mundo, Jesús no guarda ningún resentimiento para los
suyos, aun previendo que le abandonarían tras el prendimiento en
Getsemaní, sino que, al conocer el interior del corazón (Jn. 2:25),
sólo menciona lo mejor que halla en ellos. ¡Qué ejemplo para
nosotros, que estamos inclinados a ver lo peor del prójimo!
(b) Luego les anuncia la recompensa que les tiene reservada por
esa fidelidad: «Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo
asignó a mí» (v. 29). No siempre van a ser súbditos; un día serán
reyes (v. Ap. 22:5), pero ese reino no será como los de este mundo:
será una participación del mismo reino que le ha sido asignado al
Señor Jesús. En consecuencia, participarán con Jesús en el
banquete mesiánico, que simboliza una felicidad inmensa y una
estrecha intimidad con el Señor (v. 30). Finalmente, les conferirá
una dignidad especial, pues serán jueces de las tribus de Israel. (El
juicio al que se refiere aquí Jesús es, con la mayor probabilidad, el
anunciado en Ez. 20:33–38; Mal. 3:2–6; Mt. 25:1–30. Nota del
traductor.) El Señor no dice aquí «doce tronos», en contraste con
Mateo 19:28. La razón es que aquí sólo hay once Apóstoles, ya que
Judas no cuenta, y Matías no le ha sustituido todavía. Dice Bliss:
«El sentarse sobre tronos y el número doce son una parte de la
estructura de su idea, pero la esencia de ella es que en el día del
juicio su testimonio acerca de la verdad del Evangelio y de su poder
indispensable para salvar, condenará a la masa de judíos
incrédulos quienes ahora lo condenan a Él y a ellos. En este
versículo está el único caso en que Jesús llama al “reino de Dios” y
del “cielo”, “mi reino”. Él está pensando en aquel estado en que Él
aparecerá como el verdadero Rey».
III. Ahora se refiere a la futura negación de Pedro.
1. Sólo en Lucas hallamos la referencia que Cristo hace al
intento del diablo de zarandear a Pedro y a los demás discípulos
durante la gran prueba que se aproximaba: «Simón, Simón (nótese
la repetición, cuyo significado ya hemos explicado en otros lugares),
he aquí que Satanás ha solicitado poder para zarandearos como a
trigo» (v. 31). Notemos aquí que: (a) Pedro que solía ser como la
«boca» por la que hablaban los demás Apóstoles, es aquí como el
«oído» por el que los demás deben oír. Y así como Pedro se
adelantaba a hablar por los demás, también se iba a adelantar en
sucumbir a la tentación de Satán con su triple negación del Maestro.
(b) Satanás no tiene, para tentar, otro poder que el que Dios le
permite, como vemos aquí, lo mismo que en Job 1:12; 2:6. Esto ha
de darnos una confianza muy grande en nuestro Dios «que no
permitirá que seamos tentados más de lo que podemos resistir, sino
que proveerá también juntamente con la tentación la vía de escape,
para que podamos soportar» (1 Co. 10:13). Si sucumbimos, como
Pedro, es porque no buscamos esa «vía de escape» que Dios
provee siempre para nosotros (v. también Stg. 4:7; 1 P. 5:8–9).
2. Jesús asegura a Pedro que aun cuando va a ser un cobarde,
no va a ser infiel: «Yo he rogado por ti, que tu fe no falle» (v. 32).
Aunque los creyentes tengan muchos defectos y fallos en su
conducta, es un consuelo saber que, por la intercesión de nuestro
Abogado junto al Padre, la fe de los genuinos creyentes, aun
cuando a veces sea sacudida, nunca quedará extinguida, porque
serán guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar
la salvación (1 P. 1:5). (En una oración del ritual romano para
recomendar el alma del creyente moribundo, se dice de él al Señor:
«no ha negado tu fe». Nota del traductor.)
3. Jesús encarga a Pedro que, cuando se recobre de la caída, su
fe, renovada y robustecida por la triste experiencia, le sirva para
ayudar a sus hermanos cuando la fe de éstos se halle en peligro.
Podemos hacernos aquí dos preguntas, muy atinadamente
propuestas y resueltas por Lenski. La primera es: por qué no
alcanzó esta oración a Judas. La respuesta es que la oración de
Jesús es eficaz en intercesión por los suyos, pero los incrédulos
obstaculizan con su maldad el efecto de la oración, aunque no se
puede negar a la gracia de Dios la fuerza necesaria para vencer
muchas veces la rebeldía del hombre como se ve por la conversión
fulminante de Saulo (Hch. 9), en la que es muy probable que
tuviese su influencia la oración de Esteban (Hch. 7:60). La segunda
pregunta es: ¿por qué oró Jesús por la fe de Pedro, y no por la de
todos los Apóstoles como en Juan 17:21? A esta pregunta responde
así Lenski: «La respuesta no es la que dan los romanistas: porque
Pedro había de ser el primer papa; y no la de muchos otros: porque
fue el más connotado de los apóstoles y su líder. La respuesta es
casi lo contrario. Porque él cayó profundamente, cayó como
ninguno de los demás cayó; por tanto, cuando se convirtiera, era él
quien podía ayudar a los otros por medio de su propia y triste
experiencia, y podía hacer que la fe vacilante de los otros se
afirmara de nuevo, de modo que tal fe no se perdiera, como casi se
perdió completamente la suya». Es como si Jesús le dijera a Pedro:
«Cuando tu fe se haya robustecido, haz lo posible para que también
la de tus hermanos se robustezca; y cuando hayas hallado gracia y
misericordia de Dios, anima a los demás a esperar que también
ellos alcanzarán gracia y perdón». Por donde vemos que los que
han caído en pecado, deben ser convertidos o «vueltos» (v. 32) de
él; y que los que han sido restaurados por la gracia de Dios, han de
hacer todo lo posible para enseñar a los transgresores los caminos
de Dios y ayudar a los pecadores para que se conviertan a Dios
(Sal. 51:11–13).
4. Al oír esto, Pedro declara que está resuelto a seguir a Cristo,
aunque ello le cueste la vida: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo
no sólo a la cárcel, sino también a la muerte» (v. 33). Fue ésta una
gran declaración, y no cabe duda de que Pedro la hizo con toda
sinceridad, pero pensó equivocadamente que tendría por sí mismo
la fuerza necesaria para llevarla a cabo. Es una declaración que
todo creyente sincero ha de estar dispuesto a hacer, con tal de que
no confíe en sus propias fuerzas, sino sólo en la gracia de Dios. Por
los demás evangelistas sabemos que los demás Apóstoles hicieron
las mismas protestas de fidelidad al Señor.
5. Inmediatamente, Cristo predice las negaciones de Pedro:
«Pedro, te aseguro que el gallo no cantará hoy antes que tú hayas
negado tres veces que me conoces» (v. 34). El informe más
detallado y preciso de esta afirmación se halla en Marcos 14:30,
quien, con la mayor probabilidad, lo oyó de labios del mismo Pedro.
El Señor nos conoce mucho mejor que nosotros mismos. Y es una
bendición para nosotros el que Jesús conozca mejor que nosotros
cuáles son nuestros puntos más débiles y, por tanto, adónde acudir
con gracias más abundantes.
IV. Finalmente, Jesús se refiere a la condición de los discípulos
en general.
1. Les recuerda primero cómo les había ido cuando le habían
servido con fidelidad: «Cuando os envié sin bolsa, sin alforja y sin
calzado, ¿acaso os faltó algo?» (v. 35). Reconoce Jesús que les
había enviado en condiciones muy precarias. Si Dios nos envía al
mundo de una forma parecida, recordemos en qué condiciones
fueron enviados los primeros discípulos de Cristo. A pesar de ello,
no les faltó nada; ellos mismos lo reconocieron al responder al
Maestro: «Nada». Nos conviene refrescar a menudo la memoria, y
repasar los muchos casos en que la providencia de Dios nos ha
subvenido en las mayores necesidades y nos ha prevenido o
sacado de los mayores apuros y dificultades. Cristo es muy buen
amo, y servirle a Él es muy buen servicio; por muchos y grandes
que sean los aprietos por los que sus siervos hayan de pasar,
saben que han de contar con su ayuda omnipotente. Así como a
ellos no les faltó nada, así también nosotros podemos estar seguros
de que no nos faltará lo necesario para la vida, aunque no gocemos
de muchas comodidades.
2. Les hace saber a continuación el gran cambio que se va a
operar en las circunstancias que les aguardan. El que era su
Maestro iba a entrar ahora en los padecimientos que con tanta
frecuencia les había predicho: «Es necesario que se cumpla todavía
en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos» (v.
37, comp. con Is. 53:12). Estas cosas tenían que cumplirse en Él;
cuando hayan sido cumplidas, dirá: «Consumado está» (Jn. 19:30).
Es un consuelo para los cristianos que sufren, como lo fue para
Cristo, saber que sus padecimientos estaban también predichos, y
como los de Cristo, llegarán a su fin: un final eternamente dichoso.
Ahora debían sufrir algo, hasta cierto punto, con su Maestro; y
cuando el Maestro partiera, habían de esperar sufrir como Él (v. Ro.
8:17; 2 Co. 1:7; Fil. 1:29; 3:10; Col. 1:24). No deben esperar que
sus amigos y parientes se porten con ellos con la misma amabilidad
de antes; por consiguiente, «el que tiene bolsa, tómela» (v. 36). Han
de esperar igualmente que sus enemigos se porten con ellos con
mayor fiereza que antes y, por eso, necesitarán proveerse de lo
necesario: «… y también la alforja». Jesús añade: «Y el que no
tenga, venda su manto y compre una espada». Hay autores, como
Lenski, que interpretan literalmente lo de la «espada», para poder
conseguir los víveres (y defenderse de los enemigos) por la fuerza.
Pero es contrario, no sólo al contexto general del Nuevo
Testamento, sino también al contexto próximo (v. 38, comp. con vv.
49–51 y, especialmente Mt. 26:52). Es, por tanto, un símbolo de la
hostilidad general contra los creyentes, pues la única espada
(«espada corta» o «daga defensiva») que los cristianos han de
manejar es la «espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (Ef.
6:17; He. 4:12). Si Cristo sufrió por nosotros con toda mansedumbre
(Is. 53:7; 1 P. 2:21–25), nosotros hemos de tener los mismos
sentimientos (Fil. 2:5 y ss.) y depender enteramente de la
providencia de nuestro Padre Celestial; así estaremos preparados
mejor que si vendiéramos el manto para comprar una espada.
Vemos que los discípulos entendieron mal las palabras de Cristo y
hallaron que tenían allí «dos espadas». Por Juan 18:10, sabemos
que una de las espadas estaba en manos de Pedro, quien la usó
imprudente y peligrosamente (v. Jn. 18:26). El Señor les cortó en
seco con una sola palabra: «¡Basta!» (Es curiosa la interpretación
que de este pasaje hizo el papa Bonifacio VIII— 1303—, para
afirmar que las dos espadas: el poder espiritual y el temporal, están
en manos del papa, supuesto sucesor de Pedro, y que el Señor no
dijo: «Es demasiado», sino: «Es suficiente». Huelga el comentario.
Nota del traductor). Quienes tienen a Dios por «escudo de su
socorro y espada de su triunfo» (Dt. 33:29), no necesitan más
armas para su defensa.
Versículos 39–46
Pavoroso relato de la agonía de Cristo en el huerto de
Getsemaní. En ella, entró Jesús en liza con los poderes de las
tinieblas y los venció.
I. Lo que tenemos ante nuestra vista en la presente porción es lo
siguiente:
1. Que cuando Cristo salió, «sus discípulos (excepto Judas quien
ya se había marchado) también le siguieron» (v. 39). Como habían
permanecido con Él en sus pruebas (v. 28), no le iban a dejar solo
ahora.
2. Que llegó a un lugar al que solía ir: al monte de los Olivos
(comp. con Jn. 18:2). No siempre habría ido con sus discípulos
pues se nos dice en Mateo 14:23; Juan 6:15 que estaba orando en
el monte solo o a solas. Así nos enseñaba Jesús con el ejemplo lo
que había enseñado antes de palabra (v. Mt. 6:6).
3. Que exhortó a sus discípulos a orar que, aun cuando la prueba
era insoslayable, no entrasen en tentación (v. 40). Causa tristeza el
ver que ellos no obedecieron y se dejaron vencer del sueño (vv. 45–
46).
4. Que Él «se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de
piedra» (v. 41a). Mateo 26:36 y siguientes y Marcos 14:32 y
siguientes añaden nuevos detalles. En cambio, Lucas dice que
Jesús «oraba puesto de rodillas», quizás antes de postrarse rostro
en tierra, según refieren Mateo y Marcos (Juan no menciona la
agonía del huerto sólo vemos una leve referencia en 12:27).
5. La petición al Padre (v. 42) coincide fundamentalmente con el
relato de Mateo y Marcos: Jesús se somete a la voluntad del Padre,
a pesar de la repugnancia que su naturaleza humana sentía hacia
los padecimientos que se aproximaban.
6. Que los discípulos estaban durmiendo mientras el Maestra
estaba orando (v. 45). Aun cuando los discípulos desobedecieron
de una manera tan indigna a la exhortación de Jesús véase el
detalle delicado, que no hallamos en los otros evangelistas, de que
estaban durmiendo «a causa de la tristeza». Esto nos enseña a no
echar a mala parte las debilidades de nuestros hermanos, sino a
excusar con amor (v. 1 Co. 13:7), cuando no hay evidencias en
contra, los defectos ajenos.
7. Que, cuando les despertó del sueño, continuó exhortándoles a
orar (v. 46). Siempre que nos encontremos metidos en tentación por
no velar ni orar, es menester que nos levantemos y oremos,
diciéndole al Señor: «Padre, ayúdame en esta hora de necesidad».
II. Hallamos en esta porción tres detalles que no se encuentran
en los demás Evangelios:
1. Que, cuando Cristo entró en la agonía, «se le apareció un
ángel del cielo para fortalecerle» (v. 43). Aunque no fue librado de
los sufrimientos, fue fortalecido y consolado para que los soportara,
no sólo con resignación, sino con gozo (comp. con Is. 53:11; He.
12:2), lo cual arroja una luz enorme para entender Hebreos 5:7b
«fue oído a causa de su piedad». Recordemos que Cristo poseía
una naturaleza humana como la nuestra, excepto el pecado; por
consiguiente, su actitud de cada momento estaba influida por el
juego de las motivaciones psíquicas, en las que el Espíritu Santo
actuaba de un modo decisivo (v. He. 9:14, según la interpretación
más probable). Esto nos enseña que Dios proporciona y equilibra el
peso de la carga conforme a la fuerza de nuestros hombros, por lo
que no tenemos razón para quejarnos, sea cual sea la prueba por la
que nos haga pasar. Los ángeles ministraban al Señor durante sus
pruebas y sufrimientos. Pudo haber tenido a su disposición legiones
de ángeles para que le rescataran de aquella «hora» pero sólo hizo
uso de ellos para que le fortalecieran.
2. Que, «estando en agonía, oraba más intensamente» (v. 44).
Conforme su pavor y su tristeza iban en aumento, su oración se
hacía más intensa. La oración nunca está fuera de sazón, pero es
especialmente necesaria cuando estamos en gran aprieto y cuanto
más agudo sea el conflicto, tanto más fervientes y frecuentes han
de ser nuestras oraciones.
3. Que, en esta agonía, «era su sudor como grandes gotas de
sangre engrumecidas que caían sobre la tierra» (v. 44b). Discuten
los exegetas sobre el sentido de estas frases. Dice acertadamente
Bliss: «Este fenómeno no consistió solamente en sudor ni
solamente en sangre. Esto queda suprimido por la palabra como, lo
primero, por el hecho de que habría muy poca fuerza en comparar
al sudor con la sangre, con respecto meramente a su forma como
de gotas, o en cuanto a su tamaño. Es el color también, causado
por el filtrarse la sangre a través de la piel, coagulándose como tal,
de modo que el sudor fue semejante a cuajarones de sangre
(thromboi, de donde viene “trombosis”. Nota del trad.), no
meramente gotas, que ruedan hacia el suelo». (En mi libro La
Persona y la Obra de Jesucristo, pp. 186–187, digo lo siguiente:
«Es muy de notar que Lucas refiere el sudor de sangre no antes,
sino después de la llegada del ángel para confortar a Jesús. Por
donde vemos que este sudor singular fue efecto de una reacción
tremenda, por la que la sangre que se había retirado al corazón,
como ocurre en todos los casos de pavor al agudizarse el clímax de
la agonía, con la compensación del consuelo angélico, se vino en
tremendo rebote hacia la periferia, lo que hizo saltar las plaquetas y
colarse finalmente a través de la epidermis» (Nota del traductor.) No
es el único caso en que tal fenómeno ha ocurrido, pero en el caso
del Salvador es una muestra del extremo a que llegó su agonía, del
mismo modo que su amor había llegado también al extremo (v. Jn.
13:1). No nos ha de extrañar, a la vista de este amor, que Pablo
diga: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema» (1 Co.
16:22. Y lo escribe de su propia mano—v. 21).
Versículos 47–53
En esta porción vemos:
I. La forma en que Judas consuma su traición. «Mientras Jesús
estaba todavía hablando», se presentó un grupo de gente, a cuya
cabeza iba Judas (v. 47). Ellos no habrían sabido dónde hallar a
Jesús, pero Judas se encargó de conducirlos hasta el lugar en que
Él se hallaba; cuando llegaron allá, siendo de noche, no habrían
acertado fácilmente a identificarle pero Judas les había dicho que:
«Al que yo bese, ése es; prendedle» (Mt. 26:48). Así que «se
acercó hasta Jesús para besarle». Tanto Mateo (26:49) como
Marcos (14:45) dicen que Judas besó efusiva (o aparatosamente) a
Jesús; sin duda, para señalarle claramente y para dar tiempo a que
le apresasen prontamente. Lucas calla este detalle, pero en cambio,
nos ha conservado la frase de Jesús a Judas: «Judas, ¿con un
beso entregas al Hijo del Hombre?» (v. 48), frase que no hallamos
en los otros evangelistas. ¿Y va a ser uno de sus discípulos el que
le entregue? ¿Y precisamente con un beso? ¿Puede darse mayor
desecración y abuso de una señal de afecto?
II. Los esfuerzos que hicieron sus discípulos para protegerle:
«Viendo los que estaban con Él lo que había de acontecer, le
dijeron: Señor, ¿heriremos a espada?» (v. 49). Como si diijesen:
«Nos has permitido tener dos espadas, ¿haremos ahora uso de
ellas?» Pero estaban demasiado nerviosos y acalorados para
esperar la respuesta. Pedro arremetió contra uno de los criados del
sumo sacerdote con la clara intención de abrirle la cabeza, pero
erró el golpe, y le cortó la oreja derecha (v. 50, comp. con Jn.
18:10). Los otros evangelistas nos refieren la reprensión que Jesús
dio a Pedro por esto, pero Lucas nos dice:
1. La moderación y mansedumbre con que Cristo reaccionó:
¡Dejad! ¡Basta ya!» (v. 50a). Quizás es ésta la única traducción que
hace sentido, pues la frase griega es muy concisa y enigmática.
Puede significar dos cosas: (A) «Basta de intentar defenderme por
estos medios»; más probablemente: (B) «Permitidme aun esto»
(dicho a los que venían a prenderle).
2. La bondad con que sanó la herida producida por Pedro: «Y
tocándole la oreja, le sanó» (v. 50b). Ya fuera que la oreja quedase
desprendida o colgando de la piel, Jesús la restauró sana en su
lugar. Cristo nos enseñó así a devolver bien por mal, al usar su
poder para curar al enemigo, en lugar de destruirle. Malco llevaría
hasta su muerte, en la cicatriz de la oreja curada, el recuerdo de la
bondad y del poder de Cristo. ¿Le serviría de algo para la vida
eterna? No lo sabemos. Fue probablemente a raíz de este milagro
de Jesús que mostraba su disposición a no resistirse a ser prendido
y llevado a la muerte, cuando sus discípulos huyeron y le dejaron
solo.
III. Vemos a continuación la forma en que Jesús quiere hacer ver
a quienes venían a prenderle lo absurdo de aquel alarde de fuerza
(vv. 52–53). Lucas nos refiere que Jesús se dirigió «a los principales
sacerdotes, a los jefes de la guardia del templo y a los ancianos» (v.
52). Así que todos ellos eran «gente de iglesia», como diríamos
hoy, guardas y oficiales del templo. ¡Y en qué servicio estaban
empleados ahora!
1. Cristo trata de razonar con ellos acerca del modo con que
actúan. ¿Qué motivo había para venir contra Él a medianoche con
espadas y palos? Sabían que Jesús no era de los que se defienden
violentamente. ¿Por qué venían contra Él «como contra un ladrón»?
Sabían que Jesús no era de los que se solían esconder, pues
«estaba cada día en el templo» (v. 53), en medio de ellos.
2. A continuación les explica el motivo por el cual está ocurriendo
todo esto: «Pero ésta es vuestra hora, y la potestad de las
tinieblas». Como si dijese: «Por duro que parezca todo esto, me
someto a ello, pues así está determinado para mí. Ahora es cuando
al poder de las tinieblas, al príncipe de las tinieblas, Satanás, le es
permitido su último intento contra mí. Dejemos que consume su
perversidad». Si así atacó Satanás a Jesús, no nos ha de
sorprender que nos ataque también a nosotros (v. 1 P. 5:8–9), pero
sabemos que, así como Cristo le venció, también nosotros le
venceremos, si le resistimos con fe (comp. con Stg. 4:7).
Versículos 54–62
Triste episodio de las negaciones de Pedro. Por la forma en que
Lucas se expresa, parece ser que los que arrestaron a Jesús,
aprensivos por el milagro que acababan de presenciar y con prisa
de tenerle a buen recaudo, se apresuraron con cierta confusión a
llevarle al tribunal del sumo sacerdote. Juan aporta más detalles
que los sinópticos a este respecto. Parece ser que Anás y Caifás
vivían en la misma casa, de modo que era fácil llevar al Señor de un
aposento a otro sin salir a la calle. «Y Pedro seguía de lejos.»
I. Caída de Pedro.
1. Ya comenzó mal, por seguir a Cristo de lejos. Pensó quizá
que, con este método, satisfacía a su conciencia siguiendo a Jesús,
a la vez que salvaba su reputación siguiéndole de lejos.
2. Siguió peor pues se juntó con los enemigos de Jesús, los
criados del sumo sacerdote: «Y después de encender fuego en
medio del patio, y de sentarse juntos, Pedro se sentó entre ellos»
(v. 55), como si fuera uno de ellos. En tales circunstancias, el
peligro de caída era inminente y previsible, pues al adverso
ambiente se unía la cobardía y la depresión interior de Pedro.
3. Acabó pésimamente. A la simple observación de una criada,
Pedro negó abiertamente a Jesús, pues declaró que no le conocía
(vv. 56–57). Poco después uno de los hombres que allí estaban
dijo: «Tú también eres de ellos». Pedro volvió a negar (v. 58). Por
tercera vez, «Pasada como una hora, otro insistía diciendo:
Verdaderamente también éste estaba con Él, porque también es
galileo» (v. 59). Pedro negó por tercera vez (v. 60). Por Mateo 26:73
sabemos que «su manera de hablar le descubría». Pedro no pudo
ocultar su acento galileo. Mateo y Marcos añaden que esta tercera
vez, Pedro añadió maldiciones y juramentos a su negación, en su
esfuerzo desesperado por convencer a los presentes que no le
ligaba ninguna relación con Jesús.
11

II. Recuperación de Pedro. Véase también cuán rápida y dichosa


fue la forma en que Pedro se recobró de su caída:
1. El gallo cantó (por segunda vez), «mientras él todavía estaba
hablando» (v. 60), como Cristo le había predicho. Esto despertó a
Pedro de su letargo espiritual y le hizo reflexionar. Es admirable
cómo la providencia de Dios se sirve muchas veces de
circunstancias al parecer insignificantes para hacer que los
creyentes vuelvan en sí.
2. «El Señor se volvió y miró a Pedro» (v. 61). Sólo Lucas nos ha
conservado este precioso detalle. Aunque Pedro acababa de
negarle tres veces, y Él mismo se hallaba como reo ante el tribunal
del sumo sacerdote, Jesús, olvidado de sí como siempre, y al
pensar solamente en Pedro, se dignó dirigirle una mirada de tristeza
y de ternura, lo suficiente para llegarle a Pedro al corazón. Aunque
Pedro acababa de negar a Jesús, Jesús no iba a negar a Pedro.
¡Qué consuelo es para nosotros saber que, aun cuando nosotros
seamos infieles, Él permanece fiel (2 Ti. 2:13). Bastó una mirada de
Jesús para enternecer a Pedro. Sólo Pedro podía conocer el
alcance de esta mirada:

11Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1334
(A) Era una mirada de reconvención, como si dijese: «¿De veras
que no me conoces, Pedro? Pues yo sí te conozco a ti. ¿Y cómo
has podido negarme, precisamente tú, que fuiste el primero en
confesarme como a Mesías e Hijo de Dios, y que prometiste, antes
y más solemnemente que los otros, que no me negarías?
(B) Era una mirada de compasión, como si dijese: «¡Pobre
Pedro! ¡Cómo has caído! ¿Qué sería de ti si no te ayudase yo a
levantarte?»
(C) Era una mirada de dirección, pues así guiaba Jesús con la
vista a Pedro para que se retirase a reflexionar por unos momentos
sobre lo que acababa de hacer.
(D) Era una mirada de gracia. El canto del gallo no habría sido
suficiente para suscitar el arrepentimiento de Pedro, a no ser por la
gracia que Cristo podía conferir para que el corazón de Pedro se
diese completamente la vuelta.
3. «Pedro se acordó de la palabra del Señor, como le había
dicho: Antes que el gallo cante, me negarás tres veces» (v. 61).
Todo buen arrepentimiento comienza por un recuerdo (comp. con
15:17; Ap. 2:5, etc.). Este recuerdo será, cuando no haya remedio,
uno de los mayores tormentos del Infierno (v. 16:25).
4. «Y saliendo afuera, lloró amargamente» (v. 62. V. el
comentario a Mr. 14:72, para mayor detalle). Una sola mirada de
Cristo hizo que el corazón de Pedro se derritiera en lágrimas de
arrepentimiento por su pecado.
Versículos 63–71
I. Ahora vemos de qué forma tan inhumana trataron a Jesús los
criados del sumo sacerdote: «se burlaban de Él y le golpeaban» (v.
63). Los sufrimientos de Él servían de juego burlón a los que le
tenían preso: «Y vendándole los ojos, le golpeaban el rostro y le
preguntaban, diciendo: ¡Adivina! (lit. profetiza) ¿Quién es el que te
ha golpeado? (v. 64) ¡Cuán fácil le habría resultado a Jesús decirles
quién era el que le golpeaba! ¡Qué tentación tan grande! Pero Jesús
estaba decidido a someterse al plan del Padre. Lucas añade que
«le decían otras muchas cosas injuriándole» (v. 65).
II. Cómo fue acusado y condenado ante el gran Sanedrín, el cual
constaba de «los ancianos del pueblo, de los principales sacerdotes
y de los escribas» (v. 66). Tuvieron prisa en reunirse tan pronto
como «se hizo de día», para proseguir con el intento que llevaban
entre manos. No se habrían levantado tan temprano para ninguna
obra buena.
1. Le preguntaban: «Si tú eres el Cristo, dínoslo» (v. 67). Le
urgen a que se identifique claramente y sin rodeos. Dice Lenski:
«Esta es parte de la pregunta que le fue formulada por Caifás en la
noche (Mt. 26:63). Él había contestado afirmativamente a tal
pregunta, y sobre tal afirmación había sido decretada su muerte.
Pero el asunto es ahora enteramente distinto cuando se divide la
pregunta y a Jesús se le interroga sólo en cuanto a si Él es “el
Cristo”, el Mesías. Afirmar o negar esta pregunta no es en manera
alguna confirmar o retractarse de la respuesta que Jesús dio en la
sesión de la noche. La pregunta se hace para que el Sanedrín
pueda oír ahora, una vez más, la respuesta, y pueda así saber si ha
de confirmar o no su primer veredicto».
2. Jesús se queja justamente de que la forma en que llevan el
juicio hace inútil el que Él procure responderles, pues bien se ve
que no están dispuestos a creerle: «Si os lo digo, de ningún modo lo
creeréis» (v. 67). Como si dijese: «¿Para qué voy a responder sobre
lo que ha sido ya prejuzgado? Y también si os pregunto qué tenéis
que objetar a las pruebas abundantes que ya he presentado o haya
de presentar, no por eso me responderéis ni me soltaréis» (v. 68).
3. A continuación, Jesús vuelve a referirse a su Segunda Venida
como prueba suprema y última de su gloria y de su poder
mesiánicos: «Pero desde ahora en adelante el Hijo del Hombre
estará sentado a la diestra del poder de Dios» (v. 69). Como si
dijese: «Entonces no tendréis necesidad de preguntarme si soy el
Cristo o no».
4. De aquí pudieron ellos inferir que Jesús se tenía por el Hijo de
Dios, y le preguntaron: «¿Luego tú eres el Hijo de Dios?» (v. 70). Él
se había llamado a sí mismo el Hijo del hombre, refiriéndose a la
visión de Daniel (Dn. 7:13–14), pero ellos vieron que esto era algo
más que una afirmación de mesianismo, y entendieron que no sólo
se tenía por Hijo del Hombre, sino también por el Hijo de Dios.
5. Jesús no se calla ante la pregunta, sino que abiertamente se
declara el Hijo de Dios: «Y Él les dijo: Vosotros lo decís; lo soy» (v.
70b). Como en otras ocasiones, la expresión significa: «Así es,
como vosotros mismos decís».
6. Ante esta confesión abierta, el gran Sanedrín confirma el
veredicto de la noche anterior: «Entonces ellos dijeron: ¿Qué
necesidad tenemos ya de testimonio?, porque nosotros mismos lo
hemos oído de su boca» (v. 71). Si Él mismo lo declara
abiertamente, no necesitan de testigos, pues nadie requiere testigos
para probar lo que el propio reo confiesa. Ellos tenían bastante con
lo que consideraban una blasfemia digna de muerte. Pero esta
acusación de nada les había de servir ante el tribunal del
gobernador.
CAPÍTULO 23
Este capítulo continúa y concluye la historia de los padecimientos
y muerte del Salvador. Aquí tenemos detalles sumamente
interesantes que sólo Lucas nos ha conservado y merecen especial
consideración.
Versículos 1–12
Nuestro Señor fue condenado por blasfemo ante el tribunal
religioso de la nación. Pero sus enemigos sabían muy bien que no
podrían conseguir que fuese condenado a muerte por ese motivo.
Así que siguieron otro procedimiento.
I. Le acusaron ante Pilato: «Levantándose entonces la
muchedumbre de ellos, le condujeron a Pilato», y demandaron que
se le condenara a muerte no como blasfemo (esto no habría servido
ante el tribunal romano), sino como desafecto al régimen político, lo
cual (¡tremenda ironía!) no era para los acusadores ningún crimen
en absoluto.
1. Notemos el delito que alegan contra Él (v. 2). Lo presentan:
(A) Como un sedicioso que solivianta al pueblo contra César. Es
cierto, y Pilato lo sabía que era general el desasosiego del pueblo
bajo el yugo del poder romano; pero los enemigos de Jesús querían
persuadir a Pilato de que el Salvador era un gran fautor del
descontento general: «Hemos hallado a éste pervirtiendo a la
nación». Cristo había dicho claramente que se había de pagar
tributo a César y, sin embargo, se le acusa ahora falsamente de
prohibir dar tributo a César. Por aquí vemos que cuando hay mala
intención, la inocencia no es una firme barricada contra la calumnia.
(B) Como rival de César, aunque lo cierto es que lo rechazaban
porque no se había ofrecido a hacer nada contra César; sin
embargo, le acusan de decir «que Él mismo es Cristo rey».
2. Lo que Jesús declaró a Pilato: «Entonces Pilato le preguntó,
diciendo: ¿Eres tú el rey de los judíos?» (v. 3). A lo que Jesús
respondió: «Tú lo dices», esto es, «así es, como tú lo dices». El
reino de Cristo tiene raíces espirituales y no se interfiere en la
jurisdicción de César. Todos cuantos conocían a Jesús sabían que
nunca había intentado hacerse rey de los judíos en competencia
con César.
3. Pilato vio clara la inocencia de Jesús: «Y Pilato dijo a los
principales sacerdotes y a la gente: Ningún delito hallo en este
hombre» (v. 4).
4. Pero ellos continuaron en su furia ultrajante contra Jesús (v.
5). En lugar de aplacarse ante la moderación de Pilato, quien
ningún delito veía en el Salvador, se exasperaron todavía más ante
la declaración que el gobernador había hecho de la inocencia de
Jesús. Es evidente que no tenían ningún cargo particular de qué
acusarle, pero estaban resueltos a proseguir el proceso con toda
audacia y confianza: «Pero ellos porfiaban diciendo: Solivianta al
pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea
hasta aquí» (v. 5). No soliviantaba, sino que estimulaba al pueblo a
todo cuanto es virtuoso y digno de alabanza. Enseñaba, pero no
podían acusarle de que enseñase nada que tendiera a perturbar la
paz pública.
II. Después le llevan a Herodes (vv. 6–12).
1. Pilato, «al percatarse de que era de la jurisdicción de Herodes,
le remitió a Herodes» (v. 7). Como los acusadores habían
mencionado Galilea (v. 6), esto le sirvió al gobernador para intentar
quitarse de encima este enojoso caso y cargárselo a Herodes, que
por aquellos días se encontraba en Jerusalén (v. 7).
2. Herodes se alegró mucho de que se lo trajeran, pues tenía
muchos deseos de verle (v. 8), no para aprender de Él y recibir el
Evangelio, sino para satisfacer su curiosidad con la esperanza de
que Jesús obrase algún milagro en su presencia. Así que «le hacía
muchas preguntas, pero El nada le respondió» (v. 9). Jesús no
hacía los milagros para satisfacer la curiosidad del público, no
practicaba la magia. Si el mendigo más menesteroso le hubiese
rogado un milagro para sacarle de la necesidad, no se lo habría
negado; pero a este orgulloso y corrompido monarca, no le dirigió ni
una sola palabra. Herodes podía haber visto los milagros de Jesús
en Galilea, pero no le interesó entonces; ahora que quería verlos, le
eran negados, pues no había conocido el día de su visitación. Los
milagros de Dios no son una baratija al alcance de los potentados
de este mundo.
3. Los perseguidores de Jesús le acusaron también ante
Herodes: «Y estaban los principales sacerdotes y los escribas
acusándole con gran vehemencia (v. 10); es decir, a porfía y con
desvergüenza, como indica el vocablo griego.
4. Herodes al ver que Jesús no le hacía ningún caso, le trató con
todo desprecio, vistiéndole «de una ropa espléndida», no como
regalo de aprecio, sino en son de burla, como a un loco que se finge
rey. Del texto no puede colegirse el color de la ropa, pero puede
pensarse que sería rojo púrpura pues éste era el color de la nobleza
y de la realeza. Así enseñaba Herodes a los soldados de Pilato
cómo habían de tratarle después.
5. Sin acompañarle de ninguna nota, Herodes remitió a Jesús al
gobernador, lo cual sirvió para que se hicieran «amigos Pilato y
Herodes aquel día; porque antes estaban enemistados entre sí» (v.
12, comp. con Hch. 4:27). La historia se repite: Los enemigos
públicos y privados se coligan para oponerse a Dios, a Cristo y al
Evangelio (v. Sal. 2:2). Lo paradójico es que tanto Pilato como
Herodes no tuvieron más remedio que reconocer la inocencia de
Jesús; en esto estuvieron de acuerdo, al haber estado enemistados
por otros motivos.
Versículos 13–25
Ahora tenemos a Jesús menospreciado y ultrajado por las
turbas, y llevado al patíbulo entre el alboroto popular.
I. Pilato declara solemnemente que a su parecer, Jesús no ha
hecho cosa alguna digna de muerte ni aun de prisión. Pero si de
veras lo creía debía haberle soltado sin más. Era, sin embargo, un
hombre perverso y cobarde; por no desagradar al pueblo, cometió
contra Jesús la más flagrante injusticia. Al convocar a los líderes del
pueblo, declaró que ni él ni Herodes habían encontrado en Jesús
nada digno de condenación (vv. 13–15).
II. Por consiguiente, se propone soltarle: «Le soltaré, pues,
después de castigarle» (v. 16). Véase la extraña lógica de Pilato:
«Es inocente; luego voy a castigarle». Con estas medias tintas a
caballo entre la sentencia de muerte y la inmediata suelta del preso,
piensa que los acusadores quedarán satisfechos con unos cuantos
azotes aun cuando no habría sido el primer caso en que un reo
falleciese a consecuencia de una prolongada flagelación.
III. Para soltarle sin dificultad, Pilato recurre a una costumbre:
«Tenía necesidad de soltarles uno en cada fiesta» (v. 17); es decir,
en cada Pascua. A pocos metros de donde Pilato y Jesús estaban
se hallaba preso un famoso criminal: «Barrabás, el cual había sido
echado en la cárcel por sedición ocurrida en la ciudad y por un
homicidio» (vv. 18–19). Pilato pensó que, en la alternativa, el pueblo
pediría que les soltase a Jesús. Pero el cálculo le salió mal al
gobernador. Ante su asombro, el pueblo le pidió que les soltase a
Barrabás (v. 18). Ante la insistencia de Pilato en querer soltar a
Jesús, la gente persistía y gritaba contra Jesús: «¡Crucifícale,
crucifícale!» (v. 21).
IV. Por tercera vez quiso Pilato razonar con ellos con intención
de soltar a Jesús (v. 22). «Mas ellos instaban a grandes voces,
pidiendo [ya no rogaban, sino que demandaban] que fuese
crucificado. Y las voces de ellos y de los principales sacerdotes
prevalecían» (v. 23); es decir, comenzaban a tener más fuerza los
gritos que las razones. El tiempo imperfecto da a entender que los
acusadores de Jesús no habían ganado todavía la batalla. Entre el
versículo 23 y el 24, es preciso intercalar todo lo que Juan detalla
en Juan 19:1–15.
V. Por fin Pilato cedió y pronunció la sentencia que los enemigos
de Cristo deseaban con tanto afán: «Entonces Pilato sentenció que
se hiciese lo que ellos pedían» (v. 24). Lo cual se repite en el
versículo 25, con la circunstancia agravante de la suelta de
Barrabás: «Y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel
por sedición y homicidio, a quien habían pedido; y entregó a Jesús
a la voluntad de ellos». No pudo hacer cosa más bárbara que
entregar a Jesús «a la voluntad de ellos», ya que sabía cuán terrible
y perversa era esa voluntad.
Versículos 26–31
Es de notar la presteza con que se llevó a cabo el juicio de
Jesús. Fue llevado ante el Sanedrín «cuando se hizo de día»
(22:66); después, a Pilato luego, a Herodes; de nuevo, a Pilato;
vemos después la lucha entre el gobernador y los acusadores de
Jesús, con los diversos procedimientos que usó Pilato para ver de
soltarle; el diálogo repetido con Jesús; la flagelación, la coronación
de espinas y la burla que los soldados hicieron de Jesús; y, «a la
hora sexta»; es decir, entre las nueve y las doce de la mañana, ya
le vemos en la cruz. Esto quiere decir que, en el espacio máximo de
seis horas, se llevó a cabo todo el proceso. Podemos decir que, en
el proceso de Jesús, se batieron todas las marcas de injusticia y de
velocidad. Al llevarlo al Gólgota, hemos de notar:
I. Un personaje al que mencionan los cuatro evangelistas: «Y
cuando lo llevaban, tomaron a cierto Simón de Cirene, que venía
del campo, y le pusieron encima la cruz para que la llevase tras
Jesús» (v. 26). Era costumbre que los ajusticiados llevasen su
propia cruz hasta el lugar del suplicio. En este caso, no fue por
compasión, sino por temor de que se les muriese en el camino, por
lo que los enemigos de Jesús hicieron que Simón llevase la cruz,
después que el cortejo había pasado la puerta de la ciudad, como
sabemos por Mateo. Dice Lenski: «Estamos en lo cierto al creer que
Jesús cayó bajo el peso de la carga; se desplomó tan
completamente que aun sus ejecutores vieron que ni sus golpes ni
sus maldiciones podían mantenerle en pie». Y, para ellos, habría
sido una verdadera lástima no verle morir en la Cruz.
II. Sólo Lucas menciona el episodio que sigue a continuación (vv.
27–31). No todos eran enemigos de Jesús: «Y le seguía gran
multitud del pueblo, y de mujeres que se dolían y se lamentaban por
Él» (v. 27). Como hace notar Lenski, estas mujeres no eran
precisamente discípulas de Jesús: se lamentaban de Él como se
hace duelo de alguien que ya está muerto, pero no lloraban por los
pecados de los gobernantes, ni por los de la nación, ni siquiera por
sus propios pecados. Hay muchos que se lamentan de los
sufrimientos de Cristo, pero no le aman de veras ni creen en Él para
salvación (basta con presenciar las famosas procesiones de
Semana Santa en España. Nota del traductor). Cristo se volvió
hacia estas mujeres y les dijo que no se lamentaran por Él, sino por
ellas mismas (v. 28).
1. «Hijas de Jerusalén»—les dice—, no de Galilea sino de la
capital de Judea; «cesad de llorar por mí» (lit. de acuerdo con la
regla del presente), «sino dirigid ese llanto hacia vosotras mismas y
hacia vuestros hijos.» Cuando, con los ojos de la fe, vemos a Jesús
en la Cruz, debemos llorar, no por Él, sino por nosotros, pues la
cruz de Cristo no está destinada a suscitar en nosotros sentimientos
de lástima, sino lágrimas de arrepentimiento por nuestros pecados,
y de fe gozosa por el perdón que, a la vista de ese sacrificio, se nos
pone al alcance de la mano (v. 2 Co. 5:19–21). La muerte de Cristo
significaba la victoria sobre nuestros enemigos, y nuestra libertad
del pecado, de la muerte y del Infierno, con el rescate de una vida
eterna para nosotros (1 P. 1:18–19).
2. A continuación, Jesús explica a estas mujeres la razón por la
que deben llorar por ellas mismas y por sus hijos: Se acercan horas
particularmente tristes para los judíos de aquella generación. Hacía
poco que el Maestro había llorado sobre Jerusalén (19:41–44) y
ahora les pide a estas mujeres que hagan lo mismo. Jesús predice
la caída de la ciudad y lo hace mediante dos dichos proverbiales
que expresan algo extremadamente terrible: quedar sin hijos y ser
sepultadas vivas: (A) «Porque he aquí que vendrán días en que
dirán: Dichosas las estériles, y los vientres que no concibieron y los
pechos que no criaron» (v. 29). Envidiarán precisamente lo que toda
mujer judía temía sobremanera: la esterilidad.
(B) «Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre
nosotros; y a los collados: Cubridnos» (v. 30, comp. con Ap. 6:16).
Desearán pasar desapercibidas en las más oscuras cavernas e
incluso, sepultadas por las rocas, para estar a salvo de estas
calamidades, aun cuando corran el riesgo de quedar
despedazadas.
3. Les muestra también cuán fácil es adivinar con base en los
sufrimientos que Él iba a padecer ahora, la desolación inminente de
la ciudad: «Porque si en el leño verde hacen estas cosas ¿qué
sucederá con el seco?» (v. 31). Cristo era el leño verde, florido y
fructífero; si en Él, pues, hacía tales estragos el fuego de la justicia
divina, ¿qué le habría ocurrido a toda la raza humana, si Él, Cordero
sin mancha, no se hubiera interpuesto; y qué les sucederá a esos
árboles continuamente secos, no obstante todo lo que el Señor ha
llevado a cabo a fin de hacerlos fructíferos? La consideración de los
amargos sufrimientos del Salvador debería estimularnos a una
actitud de temor y reverencia frente a la justicia de Dios. Los más
grandes santos, comparados con Cristo, son como árboles secos; y
si Él sufre, ¿cómo no vamos a esperar también nosotros sufrir con
Él?
Versículos 32–43
I. Aquí hallamos ciertas porciones acerca de los sufrimientos del
Señor, las cuales hallamos también en Mateo y Marcos. Vemos, en
efecto:
1. Que «llevaban también a otros dos que eran malhechores
para ser ejecutados con Él» (v. 32). Éstos iban por ser malhechores
pero Jesús era inocente, aunque Dios le hizo pecado por nosotros
(2 Co. 5:21).
2. Que fue crucificado en un lugar llamado Cráneo (v. 33. Lit.);
seguramente, por su forma. La crucifixión era el tormento más
penoso e ignominioso de todos.
3. Que fue crucificado «en medio de los dos ladrones: uno a la
derecha y otro a la izquierda» (v. 33; Jn. 19:18). No sólo fue
considerado transgresor, sino también «contado con los pecadores»
(Is. 53:12) y puesto en medio, como el principal de ellos.
4. Que los soldados a cuyo cargo corría la ejecución se hicieron
con las vestiduras de Jesús, pues eran como la propina que se les
daba por tan macabra tarea: «Y repartieron entre sí sus vestidos,
echando suertes» (v. 34b).
5. Que tuvo que soportar las befas y los ultrajes de los que le
contemplaban: «El pueblo estaba de pie, mirando; y aun los
gobernantes se burlaban de Él» (v. 35). Le retaban a que se salvara
a sí mismo, y bajase de la cruz. Pero no podía salvarse a sí mismo,
si nosotros habíamos de ser salvos. «También los soldados le
escarnecían … diciendo: Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti
mismo» (vv. 36–37).
6. Que la inscripción puesta sobre su cabeza decía: «ÉSTE ES
EL REY DE LOS JUDÍOS» (v. 38). Con base en el relato de los
otros evangelistas, puede fácilmente hallarse la inscripción
completa. Se le daba muerte por pretender—según sus enemigos—
hacerse rey; pero Dios intentaba, al permitirlo, que se declarase
públicamente, en las tres lenguas del imperio, la verdadera realeza
de Cristo, de modo que todos los hombres pudiesen conocerle
como a tal.
II. Pero hay dos pasajes, y de gran importancia, que sólo se
hallan en Lucas: Uno es la oración por los que le crucificaban, el
otro es la conversión de uno de los dos ladrones que estaban
crucificados junto a Él.
1. En el versículo 34a, tenemos la oración de Jesús por sus
enemigos: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen».
Siete importantes palabras (o frases) pronunció Jesús desde la
Cruz antes de morir, y ésta es la primera de ellas. Tan pronto como
fue levantado en la Cruz, o poco después de haber sido clavado en
ella, pronunció Jesús esta plegaria, en la que podemos observar:
(A) La petición misma: «Padre, perdónales». El pecado del que
eran culpables, justamente podría ser tenido por imperdonable. Sin
embargo, Cristo intercedió por ellos (v. Is. 53:12). Pero los dichos
de Jesús, en general, y los que pronunció sobre la Cruz, en
particular, tienen alcance universal. No sólo a quienes le
crucificaban, sino también a todos nosotros alcanza la oración del
Salvador: Todo el que se arrepienta y crea en el Evangelio,
obtendrá el perdón que Jesús pidió para sus perseguidores. Su
sangre «habla mejor que la de Abel» (He. 12:24): la de Abel pedía
venganza; la de Jesús, perdón.
(B) La razón que alega: «Porque no saben lo que hacen». Pablo
explica que si lo hubiesen sabido, «no habrían crucificado al Señor
de la gloria» (1 Co. 2:8). Este texto sería bastante para excusar de
«deicidio» a los contemporáneos de Jesús. Hay una clase de
ignorancia que excusa, aunque no del todo, la culpabilidad del
pecado: la que alguien sufre por falta de medios de conocimiento, o
por falta de capacidad para recibir instrucción. Los que crucificaron
al Salvador eran mantenidos en la ignorancia por parte de los
gobernantes de la nación, y compartían los prejuicios de éstos
contra la persona y la doctrina de Jesús; por lo cual, pensaban que
estaban rindiendo a Dios un servicio grato (comp. con Jn. 16:2; Hch.
3:17; 1 Ti. 1:13). Tales personas son dignas de lástima y hemos de
orar por ellas. Y, al orar, hemos de llamar Padre a nuestro Dios; y la
mayor gracia que podemos pedirle, tanto para nosotros como para
otros, es que nos perdone los pecados. Hemos de orar, como
Jesús, por nuestros enemigos (6:28, comp. con Mt. 5:44). Si Cristo
oró por tales enemigos, ¿qué enemigos podemos tener nosotros
por quienes no hayamos de orar?
2. La conversión de uno de los dos ladrones que estaba en cruz
junto al Señor. Cristo fue crucificado entre dos ladrones y en ellos
están representados los diferentes efectos que la Cruz de Cristo
había de producir en los hijos de los hombres. La Cruz de Cristo y
su mensaje son: para unos, «olor de muerte para muerte»; para
otros, «olor de vida para vida» (2 Co. 2:16).
(A) Aquí tenemos a uno de los malhechores crucificados que se
endureció hasta el final. Estando cerca de la cruz de Cristo, «le
injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a
nosotros» (v. 39). A pesar de que se hallaba en medio de
tremendos dolores y en la agonía, no humilló su perverso corazón ni
aprendió a hablar bien, como hacía su compañero de suplicio.
Retaba a Cristo a que se salvase a sí mismo y a ellos. Hay quienes
aun en medio de los mayores sufrimientos, tienen la imprudencia de
injuriar al Señor y, al mismo tiempo, esperar que se apiade de ellos
y los salve.
(B) Pero el otro malhechor, aun cuando parece ser (Mt. 27:44)
que comenzó injuriando también al Señor, se ablandó en el suplicio.
Es muy probable que, bajo la operación misteriosa de la gracia, este
hombre llegase a percatarse de que aquel extraño personaje que
pendía también de una cruz como él, fuese realmente «rey», como
se leía en la inscripción que figuraba en la cabecera de la cruz del
Salvador. La forma en que Jesús sufría el tormento y, quizá, la
grandiosa majestad con que se dirigía a Dios su padre para pedir
perdón a favor de los que le crucificaban, debieron de influir
poderosamente sobre este otro malhechor. Lo cierto es que ha
llegado a ser un monumento de la divina misericordia. Como
alguien ha escrito: «Uno de los malhechores se condenó para que
así nadie se atreva a menospreciar la justicia divina; pero el otro se
salvó, a fin de que nadie llegue a desesperar de la salvación». Con
esto aprendemos que nunca es tarde para un verdadero
arrepentimiento, aunque sería un loco quien dejase el
arrepentimiento para tan tarde. Parece ser que este hombre no
había tenido antes la oportunidad de escuchar a Jesús ni se le
había ofrecido la gracia del Evangelio hasta ahora; pero estaba
destinado a ser un ejemplo singular del poder de la gracia del
Espíritu Santo. Cristo, tras conseguir la gran victoria contra Satanás
en la destrucción de Judas y en la preservación de Pedro, añade a
su triunfo este maravilloso trofeo de su gracia. Para percatarnos de
lo extraordinario del caso, observemos lo siguiente:
(a) La extraordinaria operación de la gracia de Dios sobre este
hombre, la cual se hace patente en lo que Él dijo: Primero, al otro
malhechor (vv. 40–41): (1) «Le reprendía diciendo: ¿Ni siquiera
temes tú a Dios, viendo que estás bajo la misma sentencia de
condenación? (v. 40). Esto insinúa que fue el temor de Dios lo que
le frenó para no seguir injuriando a Jesús como lo hacían los
demás. Viene a decir al otro: «Si tuvieses un poco de temor a Dios y
de humanidad hacia quien está en el mismo suplicio que tú, no te
atreverías a insultarle. Estás, como él, a punto de morir ¿y no temes
comparecer ante la presencia de Dios?» (2) Reconoce que ellos
están sufriendo lo que se merecían: «Nosotros a la verdad,
justamente padecemos, porque estamos recibiendo lo que
merecieron nuestros hechos» (v. 41). Los verdaderos penitentes
reconocen la justicia de Dios en todo lo que sufren a causa de sus
pecados. Dios hace justicia; nosotros hemos obrado inicuamente.
(3) Por el contrario, asegura que Jesús «no ha hecho nada
impropio» (lit. nada fuera de lugar). Los principales sacerdotes
habían hecho crucificar a Jesús como a gran criminal, ajusticiándole
entre dos malhechores; pero este ladrón tenía un sentido más fino
que ellos, al proclamar la inocencia completa de Jesús.
Segundo, al Señor Jesús: «Señor, acuérdate de mí cuando
vengas en tu reino» (v. 42). Ésta es la oración de un pecador
moribundo a un Salvador moribundo. Fue un gran honor para Cristo
el que este hombre le hiciese esta petición. Y fue una gran dicha
para el ladrón el orar de ese modo. Como alguien ha dicho: «Fue
tan buen ladrón que murió robando el Cielo». Quizás este hombre
no había orado jamás en su vida; sin embargo, fue oído ahora y
salvo poco antes de exhalar el último suspiro. Obsérvese la fe que
muestra en su oración. Al confesar sus pecados (v. 41), había
mostrado arrepentimiento para con Dios; en esta oración, mostró su
fe en el Señor Jesucristo (v. Hch. 20:21). Reconoce que Jesús es
Señor y que posee un reino y que va ahora a ese reino y que serán
dichosos los que participen de las bendiciones de ese reino. Creer y
reconocer esto, precisamente en aquel día y en aquella hora, fue
algo realmente extraordinario, pues ello suponía la creencia en otra
vida después de ésta y deseaba ser dichoso en esa vida, no ser
salvo de la cruz presente, como el otro ladrón pedía, sino bien
provisto para la eternidad mediante el fruto de la Cruz de Cristo.
Obsérvese también su humildad en la oración: Todo lo que pide al
Señor es un recuerdo, al hacer referencia al reino de Cristo. Y
Cristo hizo mucho más que acordarse de él. Hay cierto aire de
urgencia e importunidad en la plegaria de este hombre. Parece
como, si al salírsele ya el alma, viniese a decir a Jesús: «Señor
acuérdate de mí; no deseo más; en tus manos encomiendo mi
caso». Ser recordados por Cristo, ahora que está como Soberano a
la diestra del Padre, es algo que deberíamos pedir y desear
ardientemente, eso será suficiente para asegurar nuestro bien en
esta vida y en la hora de la muerte.
(b) El extraordinario favor que Jesús concedió a este hombre:
«Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo: Hoy estarás conmigo en
el Paraíso» (v. 43). Jesús pone su Amén («De cierto») a esa
oración y le concede mucho más de lo que había pedido el ladrón
moribundo. Éste se contentaba con un recuerdo para el futuro;
Cristo le asegura una posesión para aquel mismo día, antes de que
se pusiera el sol. Notemos:
Primero, a quién son dichas esas consoladoras palabras: al
ladrón arrepentido. Aun cuando Cristo se hallaba ahora bajo los
mayores tormentos físicos y próximo a la muerte, tuvo una palabra
del mayor consuelo para un pobre moribundo arrepentido. Los más
grandes pecadores, si se arrepienten sinceramente, obtendrán, por
medio de Jesucristo, no sólo el perdón completo de todos sus
pecados, sino también un lugar en el paraíso de Dios.
Segundo, quién dice esas palabras. El Salvador del mundo, el
único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre (1 Ti.
2:5); con esa frase, declaró Jesús el verdadero propósito y
significado de sus propios sufrimientos: Así como moría para
alcanzarnos el perdón de los pecados (v. 34), así también moría
para alcanzarnos la vida eterna. Por esas palabras entendemos que
Jesucristo murió para abrir las puertas del reino de los cielos a
todos los creyentes arrepentidos. (1) Cristo nos hace saber que va
derecho al paraíso Él mismo. Por la Cruz a la Luz, a la corona de
gloria, y nosotros no podemos ir al Cielo por otro camino que el que
Jesús recorrió. (2) Hace saber a todos los creyentes arrepentidos
que, cuando mueran, irán a su presencia, para gozar con Él por
toda la eternidad. Las normas gramaticales y el sentido común nos
hacen rechazar la interpretación de adventistas y «testigos de
Jehová» que puntúan así la frase: «De cierto te digo hoy: Estarás
conmigo en el Paraíso», pues ese «hoy» quedaría completamente
fuera de lugar, en una necia e inútil tautología. (3) En cuatro
palabras, como advierte Bossuet, condensa el Señor la mayor dicha
posible: «Hoy» ¡qué prontitud! «estarás» qué seguridad! «conmigo»
¡qué compañía! «en el Paraíso» ¡qué felicidad!
Versículos 44–49
I. Vemos ahora los prodigios que acompañaron a la muerte de
Jesús. 1. El oscurecimiento del sol a mediodía: «Cuando era como
la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora
novena» (v. 44), es decir, hasta las tres de la tarde. «El sol se
oscureció» (v. 45a) contra las leyes de la naturaleza, pues era el
mediodía y en tiempo de luna llena, cuando es físicamente
imposible un eclipse de sol. 2. «Y el velo del templo se rasgó por la
mitad» (v. 45b). Por los otros evangelistas sabemos que se rasgó
«de arriba abajo» (v. comentario a Mt. 27:51; Mr. 15:38). El primer
prodigio se obró en el Cielo, este otro, en el templo; pues ambos
aparecen en la Biblia como «casa de Dios». Con la rasgadura del
velo se daba a entender la supresión de la ley ceremonial y de
todos los demás obstáculos que impedían el acercamiento confiado
al trono de la gracia y de la misericordia (He. 4:16).
II. Lucas pasa rápidamente a referirnos el último suspiro de
Jesús, juntamente con la séptima y última palabra que pronunció en
la Cruz: «Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (v. 46).
Cuando, con las palabras del salmista, había gritado su desamparo,
había dicho: «Dios mío, Dios mío» (v. Mt. 27:46; Mr. 15:34, comp
con Sal. 22:1); pero ahora, también con palabras de David (Sal.
31:5) le llama «Padre». En todo caso, Cristo murió con las palabras
de la Escritura en su boca. Cristo, inmediatamente antes de exhalar
el último suspiro, expresó en estas palabras su función de
Mediador. Es ahora cuando consumaba su holocausto (He. 13:12),
hacía su expiación por el pecado (Is. 53:10), y daba su vida en
rescate por muchos (Mt. 20:28). Con esas palabras, venía a
depositar el sacrificio en el altar de la Cruz (He. 13:10) y en manos
de Dios, a quien todo sacrificio ha de ofrecerse. La voluntad del
oferente era un requisito indispensable para la aceptación del
sacrificio, y así lo hizo Jesús desde su entrada en este mundo (He.
10:5–9, en cuanto al holocausto), y ahora (en cuanto a la
expiación). Como escribió Bossuet: «Lo más grande del mundo es
Cristo; lo más grande de Cristo, su Pasión y Muerte; lo más grande
de su Pasión, su último suspiro, pues en Él se consumó la obra de
la Redención». Así, pues, Cristo puso en manos del Padre su
espíritu, para recobrarlo al tercer día en su gloriosa resurrección. Al
tomar la frase del Salmo 31:5, Cristo adaptó las palabras de David
para uso de los creyentes moribundos; con ellas, hemos de mostrar
que entregamos libremente nuestra vida en manos del Señor y que
creemos firmemente en la vida venidera, al decirle a Dios: «Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu».
III. La impresión que la muerte de Cristo hizo en quienes la
presenciaban:
1. El centurión que había estado al mando del pelotón de
ejecución, se vio tremendamente afectado por lo que vio: «Cuando
el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo:
Realmente este hombre era justo» (v. 47). Era romano, un pagano;
sin embargo, «dio gloria a Dios», y testificó de la inocencia de
Jesús. Por Mateo y Marcos, sabemos que su testimonio fue mucho
más allá, al confesar: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mt.
27:54; Mr. 15:39). La opinión de que, con estas palabras, el
centurión confesaba la deidad de Cristo no es sostenible. En boca
del centurión y de los demás espectadores, había de tener el mismo
sentido que en labios de Caifás—Mt. 26:63—, a saber del Mesías
profetizado como se deducía del Salmo 110:1. Con todo, es lo más
probable que las palabras del centurión constituyan una declaración
de fe salvífica. (Nota del trad.)
2. El resto de los espectadores quedó igualmente afectado: «Y
toda la multitud de los que habían acudido a este espectáculo
viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho»
(v. 48). Sólo Lucas refiere este detalle. Es probable que la multitud
ésta fuese la misma que, por la mañana de aquel día había gritado
a Pilato: «¡Crucifícale, crucifícale!», y la que había insultado al
Salvador con burlas y denuestos cuando Él estaba en la cruz; pero
ahora sus bocas estaban cerradas, y sus conciencias estaban
sobrecogidas de espanto: «se volvían golpeándose el pecho»,
conscientes de que algo terrible había acontecido, y temerosos de
la venganza de Dios; pero no se entrevé que tuviesen verdadero
arrepentimiento, y hay razón para temer que la mayoría de ellos
olvidasen pronto lo sucedido. Así pasa con muchos que se sienten
momentáneamente conmovidos al oír o leer el relato de la Pasión y
Muerte del Salvador, pero esto hace muy poca mella en sus vidas.
Pueden llegar a la admiración, pero no al sincero arrepentimiento ni
a la fe genuina.
3. Sus amigos y seguidores se vieron obligados a mantenerse a
cierta distancia, «mirando estas cosas» (v. 49), aunque unos pocos
de ellos estuvieron (al menos, durante algún tiempo) al pie de la
cruz, como vemos por Juan 19:25–27. Lucas dice que allí, de pie y
a distancia, estaban «todos sus conocidos y las mujeres que le
habían seguido desde Galilea».
Versículos 50–56
Ahora refiere Lucas el sepelio de Jesús.
I. Quiénes le sepultaron. Expresamente se nombra aquí a «un
hombre llamado José» (v. 50), y se nos describe su carácter y
posición social: «el cual era miembro del consejo [es decir, del
Sanedrín], varón bueno y justo», esto es, hombre de reputación
irreprochable por su virtud y piedad, no sólo justo para con todos,
sino también bueno para todos los que le necesitaban. Era persona
de alto rango, uno de los ancianos de la asamblea de Israel.
Aunque pertenecía al consejo de los que habían condenado a
muerte al Señor, él «no había consentido en el acuerdo ni en los
hechos de ellos» (v. 51). Y no sólo no había consentido con ellos,
sino que estaba de parte del Señor, por cuanto «también estaba
esperando el reino de Dios». Hay muchos que, aunque no hacen
alarde exterior de su profesión cristiana, están más dispuestos a
prestar servicio al Señor que otros que hacen mayor ostentación y
meten más ruido.
II. Qué es lo que llevó a cabo a fin de dar decente sepultura al
Señor: 1. «Fue a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús» (v. 52). Dice
Bliss: «El acto fue algo extraño, ya que rarísimas veces alguna
persona mostraba preocupación con respecto al cuerpo de alguien
que hubiera sido colgado en una cruz. Más todavía, el hecho
requería una considerable intrepidez en tal tiempo, para mostrar
interés en el cuerpo de ese hombre». 2. «Y descolgándolo [al
parecer con sus propias manos. Por Juan 19:39–40 sabemos que
en está tarea le ayudó Nicodemo], lo envolvió en una sábana» esto
es, en una tela de lino, como acostumbraban los judíos amortajar a
sus difuntos (v. Jn. 11:44).
III. Dónde fue sepultado: «En un sepulcro excavado en roca en el
cual aún no se había puesto a nadie». Esto es lo que Mateo quiere
dar a entender, al decir que «lo puso en un sepulcro nuevo» (Mt.
27:60). El sepulcro era propiedad de José de Arimatea, y estaba sin
estrenar.
IV. Cuándo fue sepultado: «Era el día de la Preparación [de la
Pascua], y estaba para comenzar el sábado» (v. 54). Esta es la
razón por la que se dieron tanta prisa: porque estaba para
comenzar el día de reposo. Aunque estaban de duelo por la muerte
de Cristo, debían prepararse para la santificación del sábado.
V. Quiénes asistieron al funeral: ninguno de los apóstoles, sino
solamente «las mujeres que habían venido con Él desde Galilea»
(v. 55), las cuales, así como estuvieron cerca de Él mientras estaba
colgado en la cruz, «siguieron también, y vieron el sepulcro, y cómo
fue puesto su cuerpo». No las llevaba allá la curiosidad, sino el
afecto que profesaban al Señor.
VI. La preparación que hicieron para embalsamar el cuerpo del
Maestro, después de la sepultura: «Y regresando, prepararon
especias aromáticas y ungüentos» (v. 56), lo cual mostraba el amor
que le tenían más bien que la fe en su resurrección porque, si
hubiesen recordado y creído que había de resucitar al tercer día, se
habrían ahorrado el dinero y el esfuerzo. Pero a pesar de este
preparativo, «descansaron el sábado, conforme al mandamiento».
CAPÍTULO 24
En este capítulo de su Evangelio, Lucas nos refiere la triunfante
resurrección del Señor, con muchos detalles que no hallamos en los
otros evangelistas.
Versículos 1–12
Las pruebas infalibles de la resurrección de Jesús son «cosas
reveladas que nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos» (Dt.
29:29). En estos versículos hallamos algunas de esas pruebas.
I. Vemos primero el afecto y el respeto que las buenas mujeres
que habían seguido a Cristo mostraron a su cuerpo después de
haber sido sepultado (v. 1). Tan pronto como les fue posible, a
saber, tan pronto como pasó el día del sábado, «el primer día de la
semana [con esta frase designa siempre el Nuevo Testamento al
domingo], muy de mañana vinieron al sepulcro, trayendo las
especias aromáticas que habían preparado» a fin de embalsamar el
cadáver, ungirle la cabeza y el rostro, y quizá también las heridas
de las manos y los pies, y esparcir las especias aromáticas por el
cuerpo del Señor. Vemos el continuo celo de estas mujeres por
servir al Señor. Las especias que, a toda prisa, habían preparado la
tarde anterior al sábado las llevaron al sepulcro tan pronto como
alboreó el primer día de la semana. Por Juan (Jn. 20:1) sabemos
que salieron «siendo aún oscuro»; por Marcos (Mr. 16:2) que
llegaron al sepulcro «cuando había salido el sol». Entre las varias
mujeres que acudieron al sepulcro aquella mañana (vv. 1, 10),
Lucas menciona por su nombre a «María Magdalena, Juana y María
madre de Jacobo» (v. 10). Por los relatos de los cuatro
evangelistas, vemos que la más prominente de todas fue María la
Magdalena. Juana es la mencionada en 8:3 como «mujer de Cuzá».
En cuanto a María, madre de Jacobo, no puede referirse a Jacobo
el Mayor, por cuanto su madre, como de Juan, era Salomé;
tampoco de Jacobo el hermano del Señor, porque nunca aparece la
Virgen María en una frase semejante (siempre se dice «la madre de
Jesús»). Hay quienes la identifican con la hermana de la Virgen (v.
Jn. 19:25), mientras que otros, como Bliss, sostienen que es la
«mujer de Cleofás» (Jn. 19:25) y madre de Jacobo el Menor.
II. La sorpresa que las mujeres se llevaron al ver «que había sido
retirada la piedra del sepulcro», y que éste estaba vacío (vv. 2–3).
Estaban «perplejas por esto» (v. 4). Muchas veces, los buenos
cristianos se quedan perplejos acerca de cosas y circunstancias
que más bien deberían prestarles aliento y consuelo.
III. El claro informe que dos ángeles les dieron acerca de la
resurrección del Señor. Mateo menciona sólo uno (Mt. 28:2) al que
Marcos llama «joven … vestido con una túnica blanca» (Mr. 16:5).
Esta aparente discrepancia se explica fácilmente si se tiene en
cuenta que la apariencia del ángel (ser espiritual, invisible) era la de
un joven vestido de blanco (comp. con Jn. 20:12); por otra parte, es
corriente en los evangelios la mención de un solo personaje, que
hace de protagonista, aun cuando sean dos los que se hallan allí
(comp. con el relato de la curación del ciego Bartimeo en Mr. 10:46,
a la vista de Mt. 20:30). Cuando las mujeres vieron a los ángeles, se
llenaron de miedo y bajaron el rostro a tierra (v. 5), no para mirar al
sepulcro, sino en señal de respeto y reverencia, como lo da a
entender el participio de presente, que indica una acción continua.
Los ángeles les dicen entonces: «¿Por qué buscáis entre los
muertos al que vive?» Aquí se nos da testimonio consolador de que
nuestro Señor está vivo y glorioso (v. Ap. 1:18; 5:6 «en pie»). Como
Job, podemos decir: «Yo sé que mi Redentor vive» (Job 19:25). Y,
porque Él vive, nosotros viviremos también (Jn. 14:19; Ro. 6:8). Al
mismo tiempo, los ángeles lanzan un reproche a todos los que
buscan a Jesús entre los muertos. (¿No es un síntoma el que, en
las iglesias católico-romanas, predominen las estatuas de Cristo
yacente, en vez de Resucitado? Nota del trad.) De nuevo, con otras
palabras, los ángeles dan a las mujeres seguridad de la
resurrección del Señor: «No está aquí, sino que ha resucitado» (v.
6). Y les refrescan la memoria con la predicción que el propio Señor
había hecho repetidas veces (vv. 6–8). Por aquí vemos que estos
ángeles no traen del Cielo un evangelio «nuevo» (comp. con Gá.
1:7–8), sino el mismo que el Señor había proclamado.
IV. La alegría que las mujeres sintieron al oír estas buenas
nuevas: «Entonces ellas se acordaron de sus palabras y, volviendo
del sepulcro, refirieron todas estas cosas a los once, y a los demás»
(vv. 8–9). Un oportuno recuerdo de las palabras de Cristo puede
ayudarnos mucho a entender correctamente los designios
misteriosos de la providencia de Dios. Pero no se quedaron allí
paradas paladeando la buena noticia, sino que corrieron a
comunicarla a los discípulos.
V. La forma en que los apóstoles recibieron la noticia: «Mas a
ellos les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían» (v.
11). Pensaron que todo aquello era producto del sentimentalismo y
de la imaginación calenturienta de unas pobres mujeres. Es que
también ellos habían olvidado las palabras de Jesús. No podemos
menos de asombrarnos de la estupidez de estos hombres; habían
profesado creer que Cristo era el Hijo de Dios, le habían oído decir
tantas veces que era preciso que muriese y resucitase al tercer día,
le habían visto resucitar a otros, ¡y todavía eran tan tardos para
creer! Deberían haberse avergonzado más bien de que unas
mujeres les hubiesen ganado en valentía y amor al Maestro.
VI. Pedro, como siempre, toma la iniciativa en la acción, al oír el
informe de María Magdalena (v. Jn. 20:1–2, donde hallamos más
detalles de esta visita de Pedro y Juan al sepulcro). Vemos que:
1. «Pedro se levantó y corrió al sepulcro» (v. 12). Conociéndole,
podemos aventurarnos a pensar que no habría ido al sepulcro si las
mujeres no le hubieran informado que la guardia puesta junto al
sepulcro se había dado a la fuga. Muchos que tienen los pies
ligeros cuando no hay peligro, son lentos y cobardes cuando asoma
el menor peligro.
2. Llegado al sepulcro, Pedro «se asomó y vio las vendas de
amortajar puestas allí solas»; es decir, como estaban después de
amortajar el cadáver, pero sin el cuerpo (comp. con Jn. 20:6–7). Se
ve que tuvo mucho esmero en percatarse de estos detalles. Parece
como si no creyese a sus propios ojos, aun después del anuncio de
los ángeles. Así de lento era Pedro para creer en la resurrección del
Señor.
3. «Y se fue a casa asombrado de lo que había sucedido». Lo
que a cualquier lector asombra es este asombro de Pedro, quien
todavía no sabe qué pensar de todo ello. Sin embargo, podemos
aplicar aquí lo que uno de los escritores eclesiásticos de los
primeros siglos aplicó a Tomás: «Más nos convence la duda de
Tomás y la perplejidad de Pedro que la fe de las mujeres que fueron
al sepulcro, porque ello demuestra contundentemente que la
resurrección de Cristo no es un invento de unos discípulos
fanatizados por la admiración a su Maestro, sino un hecho histórico
que se impuso a la incredulidad persistente de los seguidores de
Jesús».
Versículos 13–35
El delicioso episodio que sigue, sólo se halla brevísimamente
resumido en Marcos 16:12, pero Lucas nos lo ha conservado con
todo lujo de detalles. Ocurrió el mismo día de la resurrección del
Señor. Uno de los dos discípulos aquí mencionados era Cleofás (v.
18). Al ser éste un nombre al parecer común es muy problemático
tratar de identificarlo con el esposo de la «María» de Juan 19:25, sin
negar que pueda ser el mismo. En cuanto al otro, se han barajado
muchas hipótesis sin fundamento (¡hay quienes han tratado de
identificarlo con el propio Lucas!). Sin duda, eran discípulos
asociados con los apóstoles.
I. Vemos a estos dos discípulos caminando a Emaús y
«hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido»
(vv. 13–14). Emaús distaba «sesenta estadios», es decir, unos once
kilómetros, «de Jerusalén» (v. 13). El tema que les ocupaba no era
sólo la muerte del Señor, sino las noticias de su resurrección que
los ángeles habían comunicado a las mujeres, y el informe
subsiguiente de las mujeres a los discípulos—entre los que estos
dos es seguro que se hallaban—(vv. 22–24). Parece ser que
discutían perplejos sobre las probabilidades de tal resurrección.
II. De improviso, y de incógnito, se les acerca el propio Señor.
«Sucedió que, mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo
se acercó y se puso a caminar con ellos» (v. 15), como un forastero
que, al ver que iban por el mismo camino que Él, les haría saber
que se sentía a gusto yendo en compañía de ellos. Conforme a su
promesa, dondequiera que dos de los suyos se hallan tratando de
las cosas de Dios, Cristo se unirá a ellos como un tercero en
compañía y concordia. Así que estos dos debilitados antes en su fe
y en su amor, quedaron fortalecidos como «cordel de tres hilos que
no se rompe fácilmente» (Ec. 4:12). Ellos discutían entre sí sobre
Cristo, y Él viene a poner fin a las dudas de ellos. Todos cuantos de
veras buscan a Cristo, con toda certeza le hallarán. Pero aun
teniendo a Cristo con ellos no le reconocieron al principio: «Mas los
ojos de ellos estaban velados (lit. eran retenidos), para que no le
conociesen» (v. 16). Si comparamos esto con el versículo 31 y con
Marcos 16:12, nos percataremos de que este impedimento fue
ordenado por el propio Señor a fin de que se expresasen con mayor
libertad.
III. Vemos a continuación la conversación que Cristo mantuvo
con ellos, mientras no le reconocían, aunque Él sí les reconocía a
ellos.
1. La primera pregunta que Cristo les hace es acerca de la
tristeza que se traslucía en el rostro de ellos: «Y les dijo: ¿Qué
discusiones son éstas que tenéis entre vosotros mientras camináis?
Y se pararon con aspecto sombrío» (v. 17, lit.). Vemos pues:
(A) Que su aspecto era sombrío. Habían perdido a su Maestro y,
en su aprensión, estaban desilusionados de las esperanzas que
habían puesto en Él. Dispuestos a abandonar la causa que habían
seguido, no sabían qué nuevo rumbo tomar. Aunque Jesús había
resucitado y ellos tenían suficiente información al respecto, se
negaban a creerlo, al pensar quizá que era demasiado hermoso
para ser verdadero. Como ellos, también los discípulos de Cristo en
todas las edades, están a menudo tristes y sombríos cuando
deberían estar contentos y animosos. Pero al menos, hablaban de
Cristo. Cuando los creyentes gustan de conversar, no sólo acerca
de Dios y su providencia, sino también de Cristo, de su gracia y
amor, encontrarán en esas pláticas un excelente antídoto contra el
desánimo y la melancolía. Al desahogar las penas se pueden aliviar
las cargas. Quienes se comunican a la recíproca los problemas y
las pesadumbres, han de comunicarse también los consuelos y las
soluciones.
(B) Que Cristo les pregunta acerca del tema de su conversación:
«¿Qué discusiones son éstas que tenéis entre vosotros …?»
Aunque el Señor había salido ya de su estado de humillación,
condesciende tiernamente a interesarse por los problemas de los
suyos. El Señor Jesucristo toma buena cuenta de la tristeza y del
pesar de sus discípulos, y es afligido con las aflicciones de ellos.
Con esto nos enseña a conversar amablemente, y poner verdadero
interés en los asuntos y problemas de nuestros prójimos. No les va
bien a los cristianos la morosidad o la timidez, sino que han de
deleitarse en las buenas compañías. También nos enseña el Señor
aquí a ser compasivos. Cuando vemos a nuestros amigos en
apuros y tristeza deberíamos, como Cristo aquí, aportar el consuelo
y el remedio que estén en nuestra mano.
2. En respuesta a la pregunta de Cristo, contestan ellos con otra
pregunta: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no te has
enterado de las cosas que en ella han acontecido en estos días?»
(v. 18). Cleofás habla cortésmente. Debemos ser corteses con
quienes nos preguntan cortésmente. Notemos que eran días de
peligro para los discípulos de Cristo; con todo, Cleofás no sospecha
de este forastero, ni piensa que sirva de espía para denunciarles.
Todos sus pensamientos están ocupados en los padecimientos y en
la muerte de Cristo, y se asombra de que alguien no tenga la mente
ocupada en lo mismo. Como si dijese: «¡Cómo! ¿Eres tú tan
forastero en Jerusalén, que no te has enterado de lo que le han
hecho a nuestro Maestro?» Y se muestra dispuesto a informar sin
tapujos a este forastero acerca del Señor. No iba a permitir que
ningún ser humano estuviese ignorante de lo que le había
acontecido a Jesús. Es curioso sobremanera que estos discípulos,
que tan dispuestos estaban a informar al forastero, ¡iban a ser
informados por Él! Así pasa con todo el que tiene y usa lo que tiene:
se le dará más. Por lo que Cleofás dice, la muerte de Cristo ha sido
el suceso más importante de la semana en Jerusalén, por eso, no
puede imaginarse que haya alguien en la ciudad tan retirado de la
sociedad como para no tener ni idea de algo tan extraordinario.
3. Como respuesta, Jesús aparenta no saber a qué se refiere
Cleofás, y vuelve a preguntar: «¿Qué cosas?» (v. 19a). Con esta
pregunta, el Señor aparecía todavía más como forastero. Parece
como si Jesús, «por el gozo puesto delante de Él» (He. 12:2),
tuviese en poco los padecimientos pasados. ¡Cómo no iba a saber
Él qué cosas eran las que habían acontecido aquellos días, cuando
eran tan amargas, tan penosas, y le habían acontecido a Él! Sin
embargo, pregunta: «¿Qué cosas?» Quiere informarse de ellas por
los labios de ellos, y luego les explicará Él el significado y objetivo
de esas cosas.
4. Ellos, entonces, le dieron un informe completo, aunque
resumido, acerca de Cristo. Obsérvese cómo le refieren los
pormenores:
(A) Tenemos aquí un compendio de la vida y del carácter de
Jesús: Se trataba de Jesús nazareno, que fue un varón profeta (lit.)
un maestro de parte de Dios, como lo confirmó con sus muchos
milagros, prodigios gloriosos de gracia y de misericordia, de modo
que había sido poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de
todo el pueblo (v. 19). Gozaba de gran aceptación por parte de
Dios, y de gran reputación en todo el país. Hay muchos que gozan
de reputación ante la gente, pero no tienen aceptación delante de
Dios, pero Jesús había sido acepto a Dios y a los hombres. Quienes
no conociesen esto eran verdaderos forasteros en Jerusalén.
(B) Añaden una breve narración de los padecimientos y de la
muerte del Señor: «Y cómo le entregaron los principales
sacerdotes, así como nuestros gobernantes, a sentencia de muerte
y le crucificaron» (v. 20). Podemos notar lo parsimonioso de esta
declaración, sin lanzar juicios severos contra los que habían
cometido tal crimen al crucificar al Señor de la gloria.
(C) Dan a entender la desilusión que ellos mismos han sufrido
con todo esto, como motivo de la tristeza que les embarga: «Pero
nosotros esperábamos que Él era el que iba a liberar mediante
rescate (lit.) a Israel» (v. 21). ¿Y no es Él quien redime a Israel?
¿No ha pagado con su muerte el precio de la redención de Israel?
Pero ellos no se daban cuenta de ello, por su corazón tardo en
creer. Esperaban de Él grandes cosas y, decepcionados ahora en
sus esperanzas, la tristeza les quebrantaba el corazón. Si hubiesen
creído a las mujeres, estarían contentos y más dispuestos que
nunca a confiar en el que había efectuado ya la redención de Israel.
(D) A continuación, expresan su asombro: «Ciertamente, y
además de todo esto hoy es ya el tercer día desde que esto ha
acontecido» (v. 21b). Como si dijesen: «Éste es el día en que se
esperaba que resucitase y se mostrase públicamente en honor,
después de haberse mostrado durante tres días en deshonor; pero
nada sucede». Con todo, se ven obligados a admitir que hay
informes de que ha resucitado, pero parecen tomar dichos informes
muy a la ligera. «Y también nos han asombrado unas mujeres de
entre nosotros, las que de madrugada fueron al sepulcro; y como no
hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que también habían visto
visión de ángeles, los cuales dicen que Él vive» (vv. 22–23). Ellos,
sin embargo, piensan que son fantasías de mujeres, sentimentales
e impresionables. Reconocen que también algunos de los apóstoles
habían visitado el sepulcro y lo habían hallado vacío (v. 24); «pero a
Él no le vieron»—añaden—, como si dijesen: «No le vieron; por
tanto, tenemos motivos para temer que no haya resucitado, porque
de haber resucitado seguramente que se habría mostrado a ellos.
Nuestras esperanzas quedaron clavadas en la Cruz y sepultadas en
su tumba».
5. Al llegar a este momento, el Señor Jesús, aunque no había
sido reconocido de ellos por el rostro, se manifiesta a ellos de
palabra:
(A) Les reprocha por la debilidad de su fe en las Escrituras del
Antiguo Testamento: «Entonces Él les dijo: ¡Oh insensatos y tardos
de corazón para creer!» (v. 25). Los llama insensatos, no en el
sentido de impíos (comp. con Sal. 14:1), sino de débiles. Su
insensatez consiste en su tardanza para creer, como pasa a
quienes los prejuicios les impiden examinar imparcialmente los
hechos y las razones y, en especial, por la tardanza en creer las
Escrituras; en particular, las de los profetas. Si estuviésemos más
familiarizados con las Sagradas Escrituras, con las instrucciones,
los consejos y las exhortaciones que en ellas encontramos, no
estaríamos expuestos a las perplejidades que con tanta frecuencia
nos atormentan.
(B) Les muestra a continuación que Jesús debía entrar en la
gloria a través de los padecimientos de su Pasión, y que no había
otra alternativa en los designios de Dios: «¿No era necesario que el
Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?» (v. 26).
El «escándalo de la Cruz» era algo que los discípulos no podían
digerir. Pero Él les muestra ahora dos cosas que ayudan a superar
dicho «escándalo»: (a) «Era necesario que el Mesías padeciera
estas cosas». Por consiguiente, sus padecimientos no eran una
objeción contra su mesianidad, sino más bien una prueba
contundente de la misma: No habría podido ser Salvador sin haber
sido Sufriente. (b) «De este modo debía entrar en su gloria», como
lo hizo por su resurrección y ascensión a los cielos. Se llama «su
gloria»: la que había tenido junto al Padre desde antes de la
fundación del mundo (v. Jn. 17:5), pero ahora acrecentada por su
obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz (v. Fil. 2:8–9). Con
esto nos enseñaba que hemos de estar dispuestos a llevar, como Él
la corona de espinas antes de llevar, con Él, la corona de gloria (1
P. 5:4).
12

(C) Les explicó después las Escrituras del Antiguo Testamento, y


les mostró cómo se habían cumplido en Jesús de Nazaret (v. 27):
«Y comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas,
se puso a explicarles en todas las Escrituras lo referente a Él». Les
mostró así que los padecimientos sufridos por Él en aquellos días,
eran el cumplimiento de las Escrituras. En todos los libros de la
Biblia hallamos cosas referentes a Cristo; no se puede ir muy lejos
en la lectura de la Palabra de Dios, sin topar con quien es la
Palabra personal del Padre (Jn. 1:1, 14): alguna profecía, o
promesa, oración o tipo; un hilo de oro en la gracia del Evangelio
enhebra toda la trama del Antiguo Testamento. También se nos
enseña aquí que las cosas referentes a Cristo deben ser
explicadas. En el Antiguo Testamento aparecen oscuramente,
conforme convenía a tal dispensación; pero ahora que el velo que

12Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1339
las cubría ha sido removido, el Nuevo Testamento ilumina las
revelaciones del Antiguo. Jesucristo mismo es el mejor expositor de
las Escrituras, especialmente de las que le conciernen a Él. Al
estudiar las Escrituras, debemos hacerlo con método, pues el foco
de la revelación aumenta progresivamente desde el principio, y es
conveniente observar cómo «Dios, habiendo hablado en muchos
fragmentos (lit.) y de muchas maneras en otro tiempo a los padres
por los profetas, al final de estos días (lit.) nos ha hablado en el
Hijo» (He. 1:1–2). Hay quienes estudian la Biblia y comienza por
donde debían acabar, lo cual es desastroso.
IV. Finalmente vemos en qué forma se manifestó Jesús a estos
dos discípulos. ¡Qué precio tan alto pagaríamos por tener una copia
del mensaje que Cristo les predicó por el camino y de la exposición
que les hizo de las Sagradas Escrituras! Los discípulos quedaron
tan encantados con la plática de Jesús, que la jornada se les hizo
demasiado corta; y así «llegaron a la aldea adonde iban» (v. 28), es
decir, a Emaús. Entonces:
1. Invitaron cortésmente a Jesús a que se quedara con ellos: «Él
hizo como que iba más lejos». Nótese que no dijo que fuera más
lejos, sino que aparentó como que iba a pasar de largo, y de largo
habría pasado, si no le hubieran invitado a quedarse. Quienes
deseen hospedar a Cristo, han de invitarle e importunarle a que se
quede con ellos, pues con eso mostramos cuánto nos agrada y nos
conviene su compañía. «Mas ellos le constriñeron diciendo:
Quédate con nosotros, porque atardece, y el día ya ha declinado»
(v. 29). Los que han experimentado el gozo y el provecho de la
comunión íntima con el Señor, no pueden menos de codiciar más
su compañía y rogarle insistentemente que se quede con ellos, no
sólo durante el día, sino especialmente al atardecer de la vida,
cuando se alargan las sombras, y la cercanía de la noche, de la
muerte (v. Jn. 9:4), nos avisa de que debemos prepararnos para
venir al encuentro de nuestro Dios (Am. 4:12).
2. Cristo aceptó la invitación: «Entró, pues, a quedarse con ellos»
(v. 29b). Él ha prometido: «Si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo» (Ap. 3:20). Y, una vez
que entró, luego se manifestó a ellos (vv. 30–31). Podemos suponer
que allí continuó la plática que había tenido con ellos durante el
camino, mientras se preparaba la cena, lo cual se haría pronto para
una mesa seguramente frugal. Pero todavía no le conocían, hasta
que se dio a conocer a ellos mediante un gesto inconfundible: «Y
aconteció que estando sentado con ellos a la mesa tomó el pan y lo
bendijo; y partiéndolo, les dio» (v. 30). Ya sea que la mansión fuera
la propia casa de estos discípulos, o que se tratara de una especie
de «pensión», como opinan algunos, lo cierto es que a estos
discípulos hubo de extrañarles que este «forastero» hiciese de
anfitrión y pronunciase la bendición que competía al que ocupaba la
cabecera de la mesa. Como dice Lenski: «La imaginación ha
convertido esto en el Sacramento. Un sacramento extraño, en
verdad, interrumpido en su primer acto y nunca completado». En
efecto, estos discípulos no habían asistido a la institución de la
Cena del Señor en el Aposento Alto; por tanto, no podían interpretar
en este sentido el partimiento del pan en las manos del Salvador.
Fue, sin duda, su manera peculiar de hacer la bendición del pan lo
que abrió los ojos de estos discípulos. Así, pues, esta cena no fue ni
una cena milagrosa, como en la multiplicación de los panes, ni una
cena «sacramental», como en la institución de la Cena, sino una
cena ordinaria. La compañía de Jesús les duró así solamente lo que
duró el partimiento del pan, pero con eso aprendemos que,
cuandoquiera nos sentemos a comer pan, hemos de creer que el
Señor es nuestro divino Huésped y que se halla a la cabecera de
nuestra mesa; hemos de tomar los alimentos como bendecidos por
su mano, comer y beber para su gloria, y contentarnos con gratitud
con lo que Él haya provisto para nosotros. «Entonces les fueron
abiertos los ojos [una vez más notamos que un poder divino les
había velado los ojos] y le reconocieron» (v. 31a). Se disipó la
neblina, se les retiró el velo, y ya no tuvieron dudas de que se
hallaban ante su Maestro. Él pudo haber tomado la forma de otro;
pero ningún otro podía haber tomado la forma de Él; por tanto, no
había duda de que era Él. Véase cómo, por medio de su gracia y de
su Espíritu, se nos da a conocer Jesús. La obra queda completa
cuando se iluminan los ojos de nuestro corazón (Ef. 1:18). Si
tenemos la revelación del Hijo, pero carecemos de la iluminación
del Espíritu, todavía estamos en la oscuridad.
3. Inmediatamente, Jesús desapareció de la vista de ellos (v.
31b. Lit. se volvió invisible para ellos). Tan pronto como ellos
recibieron un rayo de luz de la gloria del Resucitado, Él se marchó
no precisamente de la presencia de ellos, sino, como se advierte
claramente en el original, de la vista de ellos. Podemos pensar que,
de acuerdo con su estado glorioso, entró, por decirlo de algún
modo, en otra dimensión. (Es opinión del que esto escribe que no
es imposible la presencia física de Jesús a nuestro lado, aunque
sea invisible a los ojos de la carne. Nota del traductor.)
V. En los versículos siguientes, tenemos la reflexión de estos dos
discípulos sobre lo que acababa de acontecerles, así como el
informe que de ello dieron a sus hermanos de Jerusalén.
1. La reflexión que cada uno de ellos expresó sobre el influjo que
la conversación de Jesús había ejercido en ellos: «Y se dijeron el
uno al otro: ¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de
nosotros, mientras nos hablaba en el camino, cuando nos abría las
Escrituras?» (v. 32). Con esto vemos que no estaban revisando
notas del sermón, sino recordando el fuego que ardía en el corazón
de ellos cuando les explicaba las Escrituras. Hallaron poder en el
mensaje, aun antes de reconocer al predicador. Les puso las cosas
llanas y claras y, lo que es más, les metió en el alma un calor divino
junto a la luz que iluminaba la mente de ellos. ¡Qué ejemplo para
todo predicador del Evangelio! Ahora se percataban de que nadie,
sino Jesús mismo, pudo ser el que les estuvo hablando durante
todo el viaje. Véase aquí:
(A) Qué clase de predicación es la que puede hacer bien a los
oyentes: una predicación llana y clara como la de Cristo, «mientras
nos hablaba en el camino»; y bíblica: «cuando nos abría las
Escrituras». Los ministros de Jesucristo deben hacer de la Biblia el
tema de su predicación, para que la gente saque de la Escritura la
fuente de su conocimiento y la fundación de su fe, así como la
norma de su vida.
(B) Qué clase de atención al mensaje es la que da provecho a
los oyentes: la que pone ascuas en el corazón, después de
ponerlas en la cabeza (v. Ro. 12:20). Cuando somos íntimamente
afectados por las cosas de Dios, especialmente por el amor que
mostró Cristo al morir por nosotros, y sentimos que nuestro corazón
es atraído a amarle a Él en justa correspondencia, y resulta todo
ello en santos deseos y devociones, y en firmes resoluciones de
una conducta digna de un verdadero cristiano, entonces es cuando
nuestro corazón arde dentro de nosotros.
2. El informe que llevaron a los hermanos que estaban en
Jerusalén (v. 33): «Levantándose en aquella misma hora …».
Estaban de tal modo transportados de gozo por la manifestación
que de Sí mismo les había hecho el Señor, que no pudieron
terminar la cena, sino que, a pesar de lo intempestivo de la hora,
regresaron a toda prisa a Jerusalén. Ahora que habían visto al
Señor, ya no podían descansar mientras no hubiesen llevado a los
discípulos las buenas noticias tanto para robustecer la fe de ellos
como para consuelo de su espíritu atribulado. Es un deber para
quienes han disfrutado de la manifestación del Señor hacer
partícipes a otros de su experiencia. Estos discípulos estaban tan
llenos de las cosas del Señor, que no podían contener el gozo que
les embargaba y se veían constreñidos a compartirlo con sus
hermanos en la fe. Y, a continuación vemos:
(A) Cómo les hallaron comentando otra prueba de la resurrección
de Jesús. Allí estaban los once apóstoles reunidos, y otros
hermanos con ellos, los cuales «decían: Ha resucitado el Señor
verdaderamente, y se ha aparecido a Simón» (vv. 33–34). Que se
apareció a Pedro antes que a los demás discípulos se confirma en 1
Corintios 15:5, donde dice Pablo: «y que se apareció a Cefas, y
después a los doce» (nótese que el apóstol cita como número
«cerrado» los «doce», aunque sólo hubo doce después de la
elección de Matías). También vimos que el ángel ordenó a las
mujeres que lo dijesen especialmente a Pedro (Mr. 16:7), no
precisamente por ser el «jefe» de la Iglesia, sino porque Pedro
necesitaba más que los demás este consuelo, por haber negado al
Maestro y estar, por consiguiente, desconsolado más que el resto
pues no podría quitarse del pensamiento la idea de que, con
aquellas negaciones, se había hecho indigno del apostolado. En
esta perspectiva ha de leerse también Juan 21:15–17. Seguramente
que el mismo Pedro habría referido a los demás esta visión del
Señor, no para jactarse de ella, sino para confirmar la fe de los
hermanos, los cuales hablan ahora llenos de exultación: «Ha
resucitado el Señor verdaderamente, y se ha aparecido, no sólo a
las mujeres, sino también a Simón».
(B) Cómo confirmaron el informe que recibían de los discípulos
con el relato de lo que a ellos mismos les había sucedido:
«Entonces ellos contaban las cosas que les habían acontecido en el
camino, y cómo le habían reconocido al partir el pan» (v. 35). Las
palabras que el Señor les había hablado en el camino, son llamadas
aquí «las cosas», porque las palabras de Dios no son meros
términos gramaticales, sino realidades eficaces y llenas de
contenido (comp. con He. 4:12). Estas «cosas» nos acontecen
muchas veces mientras vamos por el camino, divinas
«casualidades», mejor llamadas «providencias», que nos salen al
encuentro cuando menos las esperamos.
Versículos 36–49
Cinco veces fue visto el Señor el mismo día en que resucitó: por
María Magdalena en el huerto (Jn. 20:14), por las mujeres mientras
iban a dar las nuevas a los discípulos (Mt. 28:9), por Pedro solo, por
los dos discípulos que iban a Emaús, y ahora a la noche por los
once y los que estaban con ellos. Vemos ahora:
I. La gran sorpresa que se llevaron los allí reunidos, cuando se
les apareció el Señor mientras comentaban estas cosas: «Mientras
ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de
ellos» (v. 36), poniendo así fin a los comentarios con la prueba
contundente de su propia presencia. Observemos:
1. El consuelo que les dio el Señor con su saludo: «Paz a
vosotros» (v. 36b). Con esto les daba a entender que era una visita
de afecto, de amistad y de consuelo. Puesto que no prestaban
pleno crédito a quienes le habían visto, se presentaba Él
personalmente. Les había prometido que, después de su
resurrección, le verían en Galilea. Pero estaba tan deseoso de
verles, que adelantó el encuentro, y vino a verles en Jerusalén.
Cristo es a veces mejor que su palabra, pero nunca es peor. Con su
saludo inicial, daba bien a entender el Señor que no venía a altercar
con Pedro por haberle negado repetidamente, ni a los demás
apóstoles por haber huido vergonzosamente en el huerto, sino que
vino a ellos con toda amabilidad y mansedumbre, para darles a
entender que les perdonaba completamente.
2. El susto que ellos se llevaron: «Entonces, espantados y
atemorizados creían ver un espíritu» (v. 37) puesto que lo vieron en
medio de ellos antes de que pudieran apercibirse de su llegada. El
vocablo usado en Mateo 14:26 es phántasma = espectro, aparición
o fantasma; pero el usado aquí es pneuma = espíritu, en el sentido
de alma desencarnada.
II. La gran satisfacción que obtuvieron, al oír el discurso del
Señor, en el que tenemos:
1. El reproche que les dirigió por el espanto que mostraban:
«¿Por qué estáis turbados, y se suscitan en vuestro corazón estos
pensamientos?» (v. 38). Obsérvese:
(A) Que, siempre que estamos turbados, se suelen suscitar en
nuestro corazón pensamientos que nos hacen daño. Muchas veces,
la turbación misma es efecto de los pensamientos que se suscitan
en nuestro interior. Otras veces, los pensamientos que se suscitan
son efecto de la turbación (v. 2 Co. 7:5: «de fuera, conflictos, de
dentro, temores»).
(B) Que muchos de los pensamientos que nos producen
turbación se deben a nuestro equivocado concepto del carácter de
nuestro Salvador. Aquí vemos a estos discípulos asustados al
pensar que veían un espíritu, cuando estaban viendo a Jesús
resucitado. Cuando Cristo, por medio de su Espíritu, nos convence
y nos humilla por medio de las pruebas que la providencia de Dios
nos envía, adquirimos un concepto errado de Él, como si fuera su
intención hacernos daño, y esto nos asusta.
(C) Que todos los pensamientos de miedo que surgen en nuestro
interior son conocidos del Señor, lo cual ha de llenarnos de
consuelo. Jesús regaña a los suyos por tales pensamientos, para
enseñarnos a regañarnos a nosotros mismos por darles cabida en
nuestro corazón.
2. La prueba que les dio de su resurrección, tanto para silenciar
el miedo que tenían, como para fortalecerles la fe en la que
flaqueaban. Dos son las pruebas que aquí les da:
(A) Les muestra su cuerpo, en particular «sus manos y sus pies»
(v. 39a). Como si dijese: «Ya veis que tengo manos y pies y, por
tanto, un cuerpo verdadero; no soy, pues, un espíritu desencarnado;
y podéis ver igualmente las marcas de los clavos en las manos y en
los pies; es, por consiguiente, mi propio cuerpo; el mismo que
visteis crucificado, no es otro cuerpo prestado». Y establece el
siguiente principio: «Porque un espíritu no tiene carne ni huesos,
como veis que yo tengo» (v. 39b). Y apela: (a) a la vista: «Mirad mis
manos y mis pies, que soy yo mismo». Retuvo en sus manos y pies
las señales de la crucifixión, no sólo como prueba de su identidad,
sino también como garantía de su intercesión a nuestro favor en el
Cielo. Una semana después mostró estas señales a Tomás, quien
no se hallaba presente en la aparición que comentamos (v. Jn.
20:24). Si Él no tuvo empacho en mostrar las señales de sus llagas
menos motivo tenemos nosotros para avergonzarnos de ellas, o de
las que suframos por Él. (b) Apela también al tacto, sentido al que
no se resisten las alucinaciones: «Palpad y ved». Como apóstoles
que debían dar por todo el mundo un testimonio sin par del Señor
resucitado, son invitados a palpar las llagas del Señor (comp. con 1
Jn. 1:1), a fin de que puedan proclamar la resurrección del Señor
como testigos de primera mano y estar contentos por sufrir a causa
de esta proclamación (v. Hch. 5:41). Hubo herejes en los primeros
tiempos de la Iglesia, que afirmaron que Cristo nunca había tenido
verdadero cuerpo humano, sino sólo apariencia de cuerpo
(docetismo) y, por tanto, ni había nacido de veras de una mujer, ni
había padecido de veras en la Cruz. ¡Bendito sea Dios, porque esta
herejía quedó sepultada hace muchos siglos! Nosotros sabemos
con certeza que Jesucristo no era un espíritu o aparición, ni antes ni
después de su muerte, sino que tuvo siempre un cuerpo humano,
real y verdadero, incluso después de su resurrección.
(B) También come con ellos, para confirmar que su cuerpo era
real y verdadero. Pedro enfatizó mucho este detalle cuando dijo:
«Dios … le concedió hacerse visible … a nosotros que comimos y
bebimos con Él después que resucitó de los muertos» (Hch. 10:40–
41). Obsérvese que:
(a) Aun después de mostrarles las manos y los pies, «todavía
ellos, de gozo, no lo creían, y estaban asombrados» (v. 41). Su fe
se había debilitado de tal manera después de la muerte del Señor
que ahora se mostraban sumamente reacios a creer en su
resurrección. Esta dureza y tardanza en creer, de parte de los
discípulos, es para nosotros, como ya apuntamos anteriormente, la
mayor prueba de la verdad de la resurrección. Lejos de haber
robado el cuerpo, como les calumniaban (v. Mt. 28:13–15), y decir:
«Ha resucitado» sin que fuera verdad, están decididos a pensar una
y otra vez: «No ha resucitado», cuando en realidad había
resucitado. Así que cuando después lo creyeron lo proclamaron y
se jugaron la vida por ello, lo hicieron sobre la prueba más
contundente que pueda tenerse de la realidad de un
acontecimiento. Pero hemos de añadir que, aun cuando se debiese
a su debilidad la tardanza en creer, era, con todo, una debilidad
excusable, pues no era debida a menosprecio de la evidencia que
se les ofrecía sino a causa del gozo que les embargaba. Creían que
era demasiado bello para ser verdadero. «Y estaban asombrados»,
es decir pensaban que, no sólo era demasiado bueno, sino también
demasiado grande, para ser creído.
(b) Para mejor convencerles y animarles, «les dijo: ¿Tenéis aquí
algo de comer?» (v. 41b). Así, pues, «le dieron parte de un pez
asado, y un panal de miel. Y Él lo tomó, y comió a la vista de ellos»
(vv. 42–43). Con esto mostraba que poseía un cuerpo verdadero,
pues podía comer, aun cuando no necesitase de este alimento. Si
los cuerpos glorificados pueden ejercer las funciones vegetativas es
una mera curiosidad que Dios no ha tenido a bien revelarnos.
Después lo hemos de saber por propia experiencia, si no nos
hemos mantenido de meras curiosidades.
3. La inteligencia que les impartió de la Palabra de Dios: (A)
Primero les refresca la memoria: «Éstas son las palabras que os
hablé, estando aún con vosotros» (v. 44a). Como si dijese: «Ya os
lo tenía dicho. Por tanto, deberíais recordarlo y creer sin dificultad».
Para entender lo que Cristo nos dice, es menester que recordemos
lo que ya tiene dicho en el Evangelio. El Señor se refiere a
continuación al testimonio de las Escrituras que debían cumplirse
con respecto a Él: «que era necesario que se cumpliese todo lo que
está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los
salmos» (v. 44b). Alude así a las tres secciones en que los judíos
dividían las Escrituras del Antiguo Testamento, para dar a entender
que toda la Escritura apuntaba a las cosas que se habían de
cumplir en Jesús, aun las más duras y penosas. Igualmente se han
de cumplir las que se refieren a su Segunda Venida en gloria. (B)
Después, les ilumina el entendimiento: «Entonces les abrió la mente
para que comprendiesen las Escrituras» (v. 45). En su conversación
con los dos discípulos de Emaús, Jesús les retiró el velo que
ocultaba la inteligencia de los textos sagrados, abriéndoles la
mente. Jesús, por medio de su Espíritu actúa directamente en la
mente y el corazón de los hombres, pues tiene acceso inmediato a
nuestro interior y puede iluminarnos y calentarnos desde dentro. No
es que de luz a la Palabra, pues ésta tiene luz propia, sino que
ilumina nuestros ojos (Ef. 1:18) para verla y nuestra mente para
entenderla. Incluso los hombres más santos necesitan esta
iluminación, pues, aun cuando no sean ellos tinieblas, sino luz en el
Señor (Ef. 5:8), están todavía, con respecto a muchas cosas, en
cierta oscuridad (v. 1 Co. 13:12). El método con que Cristo actúa
para llevarnos a la fe salvífica es mediante la apertura de nuestra
mente, pues la vida divina comienza por luz (v. Jn. 1:4: «En Él
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres»). Como alguien
ha escrito: «La luz entra por la ventana de la mente aunque sea la
voluntad la que abre la ventana». Por eso, «les abrió la mente», a
fin de que con la puerta abierta, pudiese entrar la luz de la Palabra.
El objetivo, pues, de esta apertura de la mente es que podamos
entender las Escrituras, «las cuales nos pueden hacer sabios para
salvación» (2 Ti. 3:15), ya que ésta es la verdadera sabiduría, sin la
cual de poco nos puede servir todo lo que sepamos acerca de las
cosas de este mundo. No es para que seamos sabios carnalmente,
para «propasarnos de lo que está escrito» (1 Co. 4:6), sino para ser
más sabios en lo que está escrito. Los alumnos de Cristo nunca
saben más que su Biblia en este mundo, sino que siempre han de
estar aprendiendo más y más de su Biblia.
4. Las instrucciones que les dio como a mensajeros y testigos
suyos en todo el mundo (comp. con Hch. 1:8): Deben predicar en
todas partes el Evangelio del que son testigos: «Y vosotros sois
testigos de estas cosas» (v. 48), para que hagan partícipes de ellas
a todas las naciones. Aquí vemos:
(A) Lo que deben predicar: Han de predicar el Evangelio; deben
tomar consigo su Biblia y mostrar al pueblo lo que está escrito allí
acerca del Mesías, de sus sufrimientos, de sus glorias y de sus
gracias, así como del reino venidero, y demostrarles que todo eso
tiene su cumplimiento en el Señor Jesucristo. El compendio de todo
el Evangelio está en los hechos salvífico de la muerte y resurrección
del Señor (v. 46, comp. con 1 Co. 15:1–4): «Así está escrito, y así
era necesario que el Cristo padeciese». Como si dijese: «Id y
decidle a todo el mundo que Cristo padeció, como estaba escrito de
Él. Id y predicad a Cristo crucificado, no os avergoncéis de la Cruz;
no os avergoncéis de un Jesús sufriente. Decidles que era
necesario que Él padeciera, que eso era menester para quitar el
pecado del mundo. Decid también que resucitó al tercer día de
entre los muertos; que también en esto se cumplieron las
Escrituras. Id y decidles que el que estuvo muerto está vivo y vive
para siempre, y tiene las llaves del sepulcro y del Hades». Dentro
de la predicación del Evangelio, entra también que se predique en
su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados» (v. 47).
Como si dijese: «Id y predicad a todas las naciones que, para
alcanzar el perdón de los pecados y la vida eterna, es preciso que
cambien de mentalidad, que su corazón y su vida experimenten un
cambio radical mediante el nacimiento de arriba de Dios en Cristo, a
cuyo servicio han de dedicarse por completo en sacrificio vivo,
santo y agradable a Dios». El gran privilegio del perdón de los
pecados es ofrecido por el Evangelio a todos cuantos se
arrepientan y den crédito a la buena noticia del amor misericordioso
de Dios: «Id y decidles a todos los hombres, miserables pecadores,
que hay para ellos esperanza segura de salvación al alcance de la
mano» (v. Mr. 1:15).
(B) A quiénes han de predicar: (a) «a todas las naciones». Han
de dispersarse por todo el mundo, y llevar consigo esta luz a
dondequiera que vayan. Los profetas habían predicado
arrepentimiento y remisión a los judíos, pero los apóstoles han de
predicar a todo el mundo. Nadie quedará exento de la obligación
que el Evangelio impone de arrepentirse, ni excluido de los
inestimables beneficios que el Evangelio ofrece. (b) Deben
«comenzar por Jerusalén» (comp. con Hch. 1:8). Allí debe
comenzar la predicación del Evangelio. ¿Por qué? Primero, porque
así está escrito y, por consiguiente, ese es el método que ha de
seguirse: «Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra
de Jehová» (Is. 2:3). Segundo, porque allí se verificaron las
transacciones o hechos salvífico sobre los que el Evangelio tiene su
fundamento y, por consiguiente allí deben ser testificados
primeramente. Tan fuerte y tan brillante era el primer resplandor de
la gloria del Redentor resucitado, que había de darles en la cara a
los enemigos que se habían atrevido a llevar a Jesús al suplicio;
esa luz iba a lanzarles el supremo reto. Tercero, para darnos un
ejemplo sublime del perdón a los enemigos. El primer ofrecimiento
de la gracia del Evangelio ha de ser hecho a la Jerusalén aquella
«que mataba a los profetas y apedreaba a los que le eran
enviados» (13:34). Y fue tan viva aquella luz, que en un solo día
tres mil personas fueron añadidas a los discípulos del Señor (v.
Hch. 2:41), hechas partícipes de la gracia del Evangelio.
(C) Con qué ayuda contarían en su predicación: «He aquí que yo
voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre [es decir, el
Espíritu Santo—v. Hch. 1:4–5, 8—] … y seréis revestidos de poder
desde lo alto» (v. 49). Aquí Jesús les asegura que, dentro de poco,
será derramado sobre ellos el Espíritu Santo en mayor medida que
en cualquier otro momento anterior de la Historia de la Salvación y,
por este medio, serán equipados de todos los dones y gracias que
son necesarios para el desempeño de tan Gran Comisión. Todos
los que reciben el Espíritu Santo son revestidos de poder desde lo
alto. Los apóstoles de Cristo no habrían podido jamás plantar el
Evangelio y establecer el reino espiritual de Dios en la tierra, como
lo hicieron, si no hubiesen sido revestidos de un poder tal. Este
poder era una promesa del Padre y, por tanto, podemos estar
seguros de que la promesa es inviolable, y de que la cosa
prometida es inestimable (no tiene precio. Comp. con Hch. 8:20).
Notemos que los embajadores de Cristo (v. 2 Co. 5:20) han de
permanecer quietos hasta que reciban sus poderes. Aunque podría
pensarse que nunca hubo cosa que demandase tanta prisa como la
predicación del Evangelio, lo cierto es que los predicadores del
Evangelio han de esperar hasta que sean revestidos de poder
desde lo alto. En vano tratará un predicador o misionero de hacer
impresión con sus mensajes y sus campañas evangelísticas, si
antes no ha sido revestido de este poder del Espíritu.
Versículos 50–53
En estos últimos versículos del Evangelio de Lucas se nos ofrece
un breve relato de la ascensión del Señor a los cielos. Vemos:
I. Cuán solemnemente se despidió Jesús de sus discípulos.
Había de llevar a cabo su obra en ambos mundos el de aquí abajo y
el de arriba; así como descendió del Cielo a la tierra mediante su
encarnación, para llevar a cabo en este mundo la obra que el Padre
le había encomendado (Jn. 4:34; 17:4), una vez consumada ésta
(Jn. 19:30) había de volver al Cielo para residir allí (v. Jn. 16:28).
Obsérvese:
1. Desde dónde ascendió: Desde el monte de los Olivos (véase
Hch. 1:12), cercano a Betania (v. 50). Allí estaba el huerto donde
sufrió su agonía y comenzaron sus padecimientos. Además, el
hebreo Bethaniah significa «casa del gemido» (comp. con He. 5:7).
Con esto se nos enseña que quienes deseen ir al Cielo, han de
ascender allá desde la casa del sufrimiento y del gemido. Cerca de
aquí, había pasado Jesús el día de su entrada en Jerusalén (19:29).
2. Quiénes fueron los testigos de su ascensión: sus discípulos;
«los sacó fuera …» (v. 50a). Los discípulos no le vieron salir del
sepulcro, porque la resurrección podía probarse mediante la
evidencia de contemplarlo vivo después de su muerte, pero le
vieron ascender a los cielos, porque no habrían podido de otro
modo tener demostración ocular de su ascensión.
3. Cuál fue la despedida que les dio: «Y alzando sus manos, les
bendijo» (v. 50b). No se marchó con enfado, sino con amor
dejándoles su bendición para mostrar una vez más que, «habiendo
amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el
fin» (Jn. 13:1).
4. De qué forma se partió de ellos: «Y aconteció que mientras los
bendecía, se fue alejando de ellos» (v. 51a). Así les daba a
entender que su partida no ponía fin a sus bendiciones. Comenzó a
bendecirles estando todavía en la tierra, y así continuó
bendiciéndoles hasta su entrada en el Cielo.
5. Cómo nos es descrita su ascensión: (A) Alejándose de ellos.
Así pasa con los seres a quienes amamos: los que nos instruyen,
nos aman y oran por nosotros, llega un día en que tienen que
marcharse de nuestro lado. Los que hasta ahora habían conocido al
Señor «según la carne, de ahora en adelante ya no le iban a
conocer según la carne» (v. 2 Co. 5:16). (B) «E iba siendo llevado
arriba al cielo» (v. 51b). No necesitó carros de fuego ni caballos de
fuego, como los que se llevaron a Elías (v. 2 R. 2:11), pues conocía
bien el camino (v. Jn. 14:2–4). Este pasaje, que los exegetas
liberales tratan de «desmitologizar», ha de ser tomado literalmente,
si hemos de ser consecuentes con una correcta hermenéutica: El
Señor Jesucristo ascendió visiblemente al Cielo y se halla
localmente allí, aun cuando no sea estrictamente necesario poner el
Cielo «más allá» del Universo conocido o por conocer, sino que
puede hablarse sencillamente de la entrada en una dimensión
diferente, lejos del alcance de nuestra vista corporal.
II. Cuán gozosamente bajaron los discípulos del monte en el que
habían visto al Señor ascender al Cielo. Vemos:
1. Lo que ellos hicieron al verle ascender: «Le adoraron» (v.
52a). Le prestaron el homenaje de adoración que, como a Señor e
Hijo de Dios, le debían, y correspondieron, de este modo
agradecidos, a la bendición que Él les impartía. La nube que le
ocultó de sus ojos (Hch. 1:9), no le ocultó de la adoración y del
servicio que ellos le prestaban.
2. «Después de haberle adorado, se volvieron a Jerusalén con
gran gozo» (v. 52b). Volvieron a la ciudad, y volvieron con gran
gozo. ¡Qué cambio tan maravilloso! Cuando Cristo les dijo que tenía
que marcharse de ellos, la tristeza les llenó el corazón (Jn. 16:6);
sin embargo, ahora que le habían visto marchar, se volvían llenos
de gozo. Dice Bliss: «El Salvador había entrado en su gloria, y ellos
estaban seguros de participar de la misma gloria cuando Él volviera
a tomarlos consigo».
3. Vueltos a Jerusalén, abundaban en actos de devoción
mientras esperaban la promesa del Padre (v. 53): «Estaban siempre
en el templo, alabando y bendiciendo a Dios», es decir, acudían
asiduamente al templo a las horas de oración. Frecuentaban el
templo, como el Maestro lo había frecuentado. Sabían que los
sacrificios del templo quedarían abolidos por el sacrificio de Jesús
en el Calvario, pero la adoración y las alabanzas a Dios nunca
habían de ser abolidas. No hay cosa que mejor prepare los
corazones para recibir la gracia y el poder del Espíritu Santo que la
oración y la alabanza gozosa. Con ello se silencian los miedos, se
endulzan las penas y se robustece la esperanza. (El «Amén» con
que se cierra el Evangelio en nuestra Reina-Valera no tiene la
garantía de los principales MSS. Nota del traductor).
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13Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1345

14Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1330

15Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1314
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19

16Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1310

17Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1299

18Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1297

19Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1264

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