MARCOS

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MARCOS

El segundo relato de la doctrina y de los milagros de nuestro Señor Jesucristo, según


el orden en que aparece en nuestras Biblias es el Evangelio según San Marcos, aunque,
con toda probabilidad es el primero que se escribió.
En cuanto a la persona del que redactó este Evangelio, su nombre, como acabamos
de decir, era Juan Marcos. Juan era su nombre hebreo, y Marcos su nombre romano, de
la misma manera que Saulo (Saúl) era el nombre hebreo del apóstol de las gentes, y
Pablo (Paulo) era su nombre romano. Era sobrino de Bernabé, y disgustó a Pablo que se
apartase de ellos desde Panfilia (Hch. 15:37–38) pero después mostró su amabilidad
hacia él, y no sólo ordenó que las iglesias lo recibieran (Col. 4:10), sino que envió a
traerle con el encomio de «porque me es útil para el ministerio» (2 Ti. 4:11) y, en
Filemón 24, lo cuenta entre sus colaboradores. Pedro lo llama «mi hijo» (1 P. 5:13) y es
tradición muy antigua que Marcos escribió su Evangelio bajo la dirección de Pedro. Ya
en la primera mitad del siglo II, Papías llama a Marcos «el intérprete de Pedro». Medio
siglo después, Tertuliano detalla que «Marcos, el intérprete de Pedro, puso por escrito lo
que Pedro había predicado». Jerónimo añade que, después de escribir su Evangelio,
marchó a Egipto, y fue el primero en predicar el Evangelio en Alejandría, y fundó allí
una iglesia, en la que él mismo fue un ejemplo de vida santa.
En cuanto al Evangelio que escribió, es el más breve de los cuatro, pero está lleno de
detalles interesantes que faltan en los otros y dan una viveza especial al relato. No se
detiene tanto como los otros en los Discursos del Señor, sino que se fija más bien en los
milagros que realizó. Si Mateo escribió principalmente para los judíos, Marcos lo hizo
primordialmente para los romanos, y si Mateo presenta a Jesús como al Mesías-Rey,
Marcos lo presenta como al Siervo Sufriente de Jehová. Aunque lo escribió con toda
probabilidad en Roma, lo hizo en griego, con algunas palabras latinas que sólo en él se
encuentran (6:27; 7:4; 12:42, etc.). Se escribió no más tarde del año 50 de nuestra era.
Contiene dieciocho milagros, de los que dos no se hallan en ningún otro Evangelio; y
cuatro parábolas, una de las cuales se halla solamente aquí.
CAPÍTULO 1
El relato de Marcos no comienza desde el nacimiento de Jesús, como lo hacen
Mateo y Lucas, sino con el ministerio del Bautista. En este primer capítulo, se nos habla
de lo que estaba profetizado del Bautista, de su ministerio, del bautismo de Jesús y de su
tentación en el desierto, así como del comienzo del ministerio del Señor, del
llamamiento de Sus discípulos y de varios milagros que llevó a cabo en Galilea.
Versículos 1–8
I. Lo que es el Nuevo Testamento: Es el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (v.
1). 1. Es «evangelio», es decir, «buenas noticias»: «palabra fiel, y digna de toda
aceptación». 2. Es el evangelio «de Jesucristo». El de Mateo comenzaba con «Libro de
la genealogía de Jesucristo». Eso eran los preliminares. Marcos va directamente al
ministerio. 3. Este Jesucristo es el «Hijo de Dios». Esta verdad es el fundamento sobre
el que se edifica el Evangelio, y el Evangelio se ha escrito para demostrar dicha verdad.
II. Cuál es la relación del Nuevo Testamento con el Antiguo. Tan pronto como
leemos «Principio del Evangelio, etc.», a renglón seguido vemos (v. 2): «Como está
escrito en Isaías el profeta», lo cual era muy adecuado y de singular poder para los
judíos, quienes creían que los antiguos profetas fueron enviados por Dios, pero es
también útil para todos nosotros, pues nuestra fe se apoya tanto en el Antiguo
Testamento como en el Nuevo.
Las citas que aquí tenemos están tomadas, una de Isaías, la otra de Malaquías, y
ambos a una hablaron con el mismo propósito acerca del «principio del Evangelio de
Jesucristo» en el ministerio de Juan.
1. Malaquías habló con toda claridad (3:1) acerca del Bautista: «He aquí, yo envío
mi mensajero delante de tu faz» (Mr. 1:2). Cristo mismo confirmó esto, aplicándolo a
Juan (Mt. 11:10), el cual era el mensajero de Dios, enviado para preparar el camino de
Cristo.
2. Isaías, el mayor «evangelista» de todos los profetas, empieza la parte
evangelística de su profecía, que apunta hacia este «principio del Evangelio de
Jesucristo», por las palabras: «Voz de uno que clama en el desierto» (Is. 40:3; Mr. 1:3).
También Mateo lo había notado y lo había aplicado a Juan (Mt. 3:3). Tal es la
corrupción del mundo, que es menester hacer algo para preparar lugar donde el Hijo de
Dios pueda posar sus pies. Cuando Dios envió a Su Hijo al mundo, hizo también que
hubiera una preparación para Él; y cuando lo envía al corazón de una persona, también
hace que se prepare el camino para Él. Es preciso que se rectifiquen los errores de
nuestros juicios y que se enderecen las sendas torcidas de nuestros afectos; entonces hay
lugar para que Cristo deposite su gracia, su poder y su consuelo. Es en un desierto, pues
tal es el mundo, donde se prepara el camino de Cristo, y desierto es para los que siguen
a Cristo, como lo fue para Israel cuando marchaba hacia la Tierra Prometida. Por eso,
quienes son enviados a preparar el camino del Señor en medio de este desierto donde
braman y aúllan las fieras, necesitan clamar.
III. Cuál fue el principio de este Evangelio: «Apareció Juan bautizando …» (v. 4).
El Evangelio comienza con Juan el Bautista, y, precisamente, bautizando. Su bautismo
era la aurora del día del Evangelio.
1. En la forma de vida del Bautista estaba el comienzo del espíritu del Evangelio,
puesto que su vida expresaba gran abnegación, mortificación de la carne, santo
desprecio de las cosas mundanas y ausencia de componendas con el mundo. Cuanto
menos condescendemos con los instintos de la carne y cuanto más nos elevamos por
encima de las cosas mundanales, tanto mejor preparados estamos para Jesucristo.
2. En la predicación y el bautismo de Juan, tenemos el comienzo de las doctrinas y
de las ordenanzas del Evangelio. (A) Predicaba para perdón de pecados, lo cual
constituye el gran privilegio del Evangelio. (B) Predicaba arrepentimiento, para obtener
tal privilegio. Le decía a la gente que es necesario renovar el corazón para poder
reformar la vida. (C) Predicaba a Cristo (v. 7), exhortaba a sus oyentes a esperar a
quien pronto aparecería después de él, y a esperar grandes cosas de Él. En efecto, (a)
predicaba que Cristo era tan superior a él, tan grande, tan sublime, que Juan se tenía por
incompetente para servir a Jesús con el más bajo de los servicios: inclinarse para
desatar la correa de sus sandalias; (b) predicaba el gran poder de Cristo: «viene
después de mí», en cuanto hombre, en el tiempo, pero «es más poderoso que yo»,
porque «es antes de mí» (Jn. 1:27, 30), en cuanto Dios, en la eternidad; y, además, tiene
poder «para bautizar con el Espíritu Santo» (v. 8). (c) Aquí tenemos la gran promesa
que Cristo hace a quienes se arrepienten y tienen perdonados así sus pecados: serán
bautizados con el Espíritu Santo (v. Hch. 1:5). Finalmente, (D) a quienes recibían su
predicación y se sometían a sus demandas Juan los bautizaba con agua, como lo hacían
los judíos al admitir prosélitos, en señal de que quedaban purificados de su condición
anterior por medio del arrepentimiento y de la reforma de vida, y de que Dios les había
purificado por medio del perdón de los pecados y por medio de la santificación.
3. En el fruto de la predicación del Bautista con los discípulos que obtenía por
medio del bautismo, había un principio de la iglesia en el Evangelio. Aunque bautizaba
en el desierto, «salían a Él toda la región de Judea, y todos los de Jerusalén» (v. 5). Se
hacían sus discípulos y se vinculaban a su disciplina; en señal de lo cual confesaban sus
pecados y Él los admitía por discípulos, en señal de lo cual los bautizaba. Muchos de
ellos se hicieron después seguidores de Cristo, y predicadores de Su Evangelio, hasta
que unos pocos granos sirvieron para una gran cosecha.
Versículos 9–13
Breve relato del bautismo de Cristo y de su tentación en el desierto.
I. Su bautismo, que constituyó su primera aparición pública, después de haber
vivido oscuramente por largo tiempo en Nazaret.
1. Vemos cuán humildemente reconoció Él a Dios, al venir para ser bautizado por
Juan. Aunque era perfectamente puro y sin mancha, sin embargo fue lavado como si se
hubiera contaminado.
2. Vemos cuán honrosamente le reconoció Dios, al someterse Él al bautismo de
Juan:
(A) «Vio que se rasgaban los cielos» así fue reconocido como el Señor de los cielos.
Mateo dice «que los cielos le fueron abiertos» (Mt. 3:16), pero Marcos puntualiza que
«vio que se rasgaban los cielos» (v. 10). Los cielos están abiertos para recibir a muchos
pero hay muchos que no ven los cielos abiertos.
(B) Vio «al Espíritu como paloma que descendía sobre Él». « La forma de la
paloma—dice Lenski—se proponía transmitir la benignidad del Espíritu» (comp. Gn.
1:2). En efecto, Dios se presenta en el Antiguo Testamento como «águila» (Éx. 19:4;
Dt. 32:11), ave de presa y gran poder, para proteger a Su pueblo contra los enemigos,
pero en el Evangelio toma la forma de la mansa paloma y de la gallina protectora y
recogedora de sus polluelos (v. Mt. 23:37; Lc. 13:34).
(C) Oyó una voz destinada a animarle a comenzar su ministerio público. Y la voz
decía: «Tú eres mi Hijo amado [el escogido] en ti tengo complacencia». El Padre estaba
complacido en Él, y tan complacido en Él, que tiene complacencia con nosotros en Él
(v. Lc. 2:14; Ef. 1:4, 5, 9; Fil. 2:13).
II. Su tentación. El mismo Espíritu bueno que descendió sobre Él le impulsó al
desierto (v. 12). El retiro del mundo es una buena oportunidad para conversar más
libremente con Dios y, por ello, es conveniente practicarlo algunas veces. Marcos hace
notar el detalle de que «estaba con las fieras» (v. 13). Fue un ejemplo del cuidado que
Dios tenía de Él, el que fuese preservado de ser despedazado por las bestias salvajes.
Una protección especial de Dios es como las arras de una provisión especial de gracias.
En aquel desierto:
1. Los malos espíritus trataban de hacerle daño, mientras las fieras permanecían
mansas: «siendo tentado por Satanás» (v. 13). Cristo mismo fue tentado, no sólo para
enseñarnos que no es pecado ser tentado, sino también para indicarnos adónde hemos
de dirigirnos en busca de socorro cuando somos tentados: al que sufrió y fue tentado
(He. 2:18; 4:15–16), pero sin pecado. El pecado no está en ser tentado, sino en ceder a
la tentación. Como muy bien se ha dicho: «no puedes impedir que un pájaro revolotee
en torno a tu cabeza, pero sí puedes impedir que haga su nido en tu cabello».
2. Los espíritus buenos le servían. El ministerio que los santos ángeles ejercen a
nuestro favor (v. He. 1:14) es motivo de gran consuelo frente a los malvados designios
de los espíritus malignos contra nosotros.
Versículos 14–22
I. Breve descripción de la predicación de Cristo en Galilea.
1. Cuándo comenzó Cristo a predicar en Galilea: Después que Juan fue encarcelado
(v. 14). Después que Juan terminó su testimonio, comenzó Jesús el suyo.
2. Qué es lo que predicaba: El Evangelio del reino de Dios. Cristo comenzó a
establecer el reino de Dios entre los hombres mediante la predicación de su Evangelio, y
con el poder que le acompañaba. (A) Las grandes verdades que Cristo predicaba: «El
tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado» (v. 15). Cristo les comunica
una importante noticia: El tiempo fijado por Dios está ahora al alcance de la mano y,
con Él, se nos hacen maravillosas revelaciones de la luz, de la vida y del amor de Dios.
Dios es siempre puntual; guarda Su tiempo, que no es el de nuestros relojes sino el de
Sus oportunidades (el término original no es khrónos, sino kairós, como en Ef. 5:16;
Col. 4:5), que siempre llegan a su tiempo. Cuando ese tiempo de Dios se llena (como
dice el griego), el reino de Dios está al alcance de la mano.
(B) Las grandes responsabilidades que de esa predicación se derivan. Cristo les dio
a entender los signos de los tiempos a fin de que Israel se percatase de lo que debía
hacer. Ellos esperaban con ansia que apareciera el Mesías con pompa y aparato externo
y, en consecuencia, pensaron que, si el reino de Dios estaba al alcance de la mano,
debían prepararse para la guerra y para la victoria. Pero Cristo les dice que, a la vista del
reino que se acercaba, debían arrepentirse y creer en el evangelio. El arrepentimiento
significaba literalmente un «cambio de mentalidad»; la fe respondía al anuncio de la
buena noticia de que Dios estaba en buena disposición para perdonarles los pecados por
Su buena voluntad hacia los hombres (comp. Lc. 2:14; Jn. 3:16). Fe y arrepentimiento
son dos caras de la misma moneda, pues creer sin arrepentirse sería una falsa profesión,
y arrepentimiento sin fe supondría quedarse a medio camino, sin llegar a los pies de la
Cruz (v. Jn. 3:14–15). Es notable que en la predicación a los judíos, domina la nota de
arrepentimiento o cambio de mentalidad, pues los judíos creían en el Dios verdadero,
pero su mentalidad estaba equivocada en cuanto al Mesías; en cambio, en la predicación
a los gentiles, predomina la nota de fe por cuanto no conocían al Dios verdadero (v. por
ej., Hch. 2:38, comp. con Hch. 16:31, y ambos con Hch. 20:21).
II. Al aparecer Cristo como Maestro, pronto viene el llamamiento de sus discípulos
(vv. 16–20). Obsérvese: 1. Que Cristo tiene Sus seguidores. Si abre una escuela, tendrá
alumnos; si levanta Su bandera, tendrá soldados; si se pone a predicar, tendrá oyentes. 2.
Los instrumentos que Cristo escogió para inaugurar Su reino eran lo débil y lo necio del
mundo (1 Co. 1:27); no los buscó en el gran Sanedrín o en las escuelas de los rabinos,
sino que los tomó de junto al mar (v. 16): un grupo de pescadores. 3. Aunque Cristo no
necesita que los hombres le ayuden, le plugo echar mano de ellos para comenzar a
establecer Su reino. 4. Cristo honra a quienes trabajan con diligencia y colaboran con
amor; así eran aquellos a quienes ahora llamó; los halló ocupados, echando juntos una
red en el mar. La unidad y la ocupación son algo bueno y agradable y, por eso, es en
ellos donde Cristo imparte Su bendición y encarga Su comisión. 5. La ocupación de los
ministros del Señor es pescar hombres (v. 17), y ganarlos para Cristo. Al predicar el
Evangelio, echan la red al mar. Algunos de los oyentes son atraídos al Señor (Jn. 6:44) y
vienen a entrar en la red del Evangelio, pero son muchos más los que se escabullen de
ella. A veces, el obrero de Dios no parece haber pescado nada, pero ha de seguir en su
ocupación, porque, aunque de Dios es meter las almas en la red, el deber del ministro es
echar la red. 6. Aquellos a quienes el Señor llama a trabajar para Él «a tiempo
completo»—como suele decirse—, han de dejarlo todo (vv. 19–20) para seguirle y Su
gracia les inclinará a que lo hagan. En todo caso, hemos de soltarnos de todo lo que es
mundano y dejar cualquier cosa que nos impida cumplir nuestros deberes con el Señor.
Marcos nos ha conservado el detalle de que Jacobo y Juan, no sólo dejaron a su padre
(lo cual vemos también en Mateo), sino también a sus jornaleros, aun cuando eran sus
colaboradores y, sin duda, serían buenos compañeros; cuando es necesario seguir a
Cristo, hay que renunciar, no sólo a los lazos familiares, sino también a los lazos de la
amistad que, a veces, son más fuertes que los de la sangre, pues, como dice nuestro
refrán castellano: «no con quien naces, sino con quien paces».
III. A continuación encontramos la narración de una de las predicaciones de Cristo
en Capernaúm. 1. Cuando Cristo entró en Capernaúm, pronto puso manos a la obra, y
aprovechó la primera oportunidad que tuvo para predicar allí el Evangelio (v. 21). Si
consideramos la cantidad de mies que hay delante de nosotros, el pequeño número de
obreros, y el poco tiempo de que disponemos para trabajar por el Señor, de seguro que
no perderemos el tiempo sin lanzarnos a la obra. 2. Vemos también que Cristo
observaba el sábado. Desde el principio de la Iglesia, los cristianos se reunían el primer
día de la semana (Hch. 20:7) para oír la Palabra de Dios y partir el pan. Estas son las
asambleas que no hemos de dejar (He. 10:25). 3. Cristo no enseña como los escribas,
quienes exponían la Ley de Moisés «para cumplir»: por rutina y de memoria; no les
salía del corazón y, por eso, no hablaban con poder ni autoridad. Pero Cristo enseñaba
como quien tiene autoridad (v. 22).
Versículos 23–28
Tan pronto como comenzó a predicar, comenzó Jesús también a hacer milagros para
confirmar Su doctrina.
I. Le vemos primero echando el demonio de un poseso en la sinagoga de
Capernaúm: «Y había en la sinagoga de ellos un hombre con espíritu inmundo» (v. 23).
Se llamaba así a los demonios, porque la posesión diabólica era considerada
contaminadora. El demonio le tenía dominado y le llevaba cautivo a voluntad.
¡Y este hombre estaba en la sinagoga! Y no había entrado allí para aprender ni para
ser curado. Obsérvese:
1. La rabia con que el espíritu inmundo se expresó ante la presencia de Cristo: «dio
voces», como quien se siente angustiado. En el versículo 24 se nos narra lo que dijo. (A)
Le llama «Jesús nazareno» por lo que sabemos, fue el primero en dirigirse a Él con tal
epíteto. (B) No tiene más remedio que confesar que es «el Santo de Dios». Por aquí
vemos que se puede tener una noción correcta de Cristo (comp. con Stg. 2:19), sin tener
la fe ni el amor que conducen a Cristo, es una profesión que no llega más allá de la de
los demonios. (C) De hecho, reconoce que no puede aguantar la presencia ni el poder
del Señor: «¿Qué tenemos que ver contigo? ¿Has venido a destruirnos? No quiere tener
nada que ver con Jesús, porque no tiene esperanza alguna de ser salvo por Él, sino temor
de ser destruido por El. ¡Gracias a Dios, mientras un ser humano alienta en este mundo,
siempre se le ofrece gratuitamente el agua de la vida, con tal de que tenga sed! (Ap.
22:17).
2. Vemos también la victoria que el Señor Jesús obtuvo sobre el espíritu inmundo.
En vano es que Satanás diga: «Déjame quieto», su poder va a ser quebrantado, y el
pobre poseso va a ser libertado. (A) Jesús le conminó (v. 25). El Señor no ruega, sino
que manda. Así como enseñaba con autoridad, así también curaba con autoridad. (B)
Además, hizo callar al demonio con un vocablo que literalmente significa: «¡Sé
amordazado!» Cristo tiene una mordaza para ponérsela a este espíritu inmundo, lo
mismo cuando éste adula que cuando aúlla. Y eso no es todo, sino que además de
hacerle callar, le manda salir del hombre. (C) El espíritu inmundo no tiene más remedio
que obedecer (v. 26), pero, ya que no podía hacer nada contra el Señor, se desahoga con
aquella pobre criatura, «haciéndole agitarse convulsivamente». Así, cuando Cristo, por
medio de Su gracia, libra a las pobres almas del poder y de las manos de Satanás,
acontecen a veces graves tumultos y convulsiones dentro del corazón. «Salió de él
dando un gran grito», para asustar a los espectadores en cuanto estaba de su parte; pero,
en la lengua del poseso, fue un grito de gozo, al experimentar tan maravillosa
liberación.
II. La impresión que hizo en los espectadores este milagro (vv. 27 y 28).
1. Les llenó de asombro: «todos quedaron atónitos» (v. 27). Les tomó tan de
sorpresa, que comenzaron a discutir entre ellos y preguntarse: ¿Qué es esto?
Ciertamente, Su doctrina tenía que venir de Dios, al ser confirmada con semejante
portento. Los exorcistas judíos pretendían echar (y quizás echaban, v. Mt. 12:27), por
medio de invocaciones los espíritus inmundos, pero esto era muy diferente: «Da
órdenes incluso a los espíritus inmundos, y le obedecen». De seguro nos conviene tener
por amigo a quien tiene el control de los espíritus infernales.
2. Hizo que se elevase su reputación entre quienes habían presenciado el hecho: «Y
muy pronto se extendió su fama por toda la comarca circunvecina de Galilea» (v. 28).
El relato de lo sucedido pronto pasó de boca en boca con la misma exclamación: «¡Una
enseñanza nueva, expuesta con autoridad!» Así que fue universalmente admitido por
aquella región que era un Maestro venido de Dios (Jn. 3:2). Así fue Cristo preparando
ahora Su propio camino, una vez que Juan, Su Precursor, había sido encarcelado.
Versículos 29–39
En estos versículos tenemos:
I. El relato de otro milagro que Cristo obró, al curar a la suegra de Pedro.
1. Después que Cristo obró el milagro a causa del cual se extendió Su fama por toda
aquella región, no cesó de obrar, como hacen los que siguen el conocido refrán: «Cobra
buena fama y échate a dormir», sino que continuó haciendo el bien (Hch. 10:38).
Quienes han obtenido ya buena reputación, necesitan mantenerse ocupados para que no
decaiga su buen nombre.
2. «Inmediatamente después de salir de la sinagoga» (v. 29), donde había enseñado
y obrado el milagro con su divina autoridad, se vino a conversar familiarmente con los
pobres pescadores que le acompañaban. Entró en casa de Pedro y Andrés,
probablemente invitado para tener algún refrigerio, aunque fuese el que un pobre
pescador podía ofrecer al Señor del Universo, y Él lo aceptó.
3. Además, sanó a la suegra de Pedro que estaba acostada con fiebre (v. 30).
Dondequiera que Cristo entra, viene para hacer el bien, y de seguro recompensa con
buena moneda cualquier obsequio que se le hace. La misma mano que curó a la mujer,
la levantó también para darle fuerza, de forma que pudo servirles. Para eso somos
sanados por el Señor: a fin de capacitarnos para la obra.
II. Luego viene una relación general de las muchas curas que obró: todos los
enfermos y endemoniados que le traían (vv. 32–34). Esto era «cuando se puso el sol»,
es decir, pasado ya el sábado. Quizá muchos habían tenido escrúpulo de traerle sus
enfermos mientras era todavía sábado.
1. Vemos primero cuán numerosos eran los pacientes: «Toda la ciudad estaba
agolpada a la puerta» (v. 33), como mendigos que vienen a pedir una limosna. Aquella
sola curación que había obrado en la sinagoga fue la que ocasionó este agolpamiento en
torno suyo. El ver a otros caminar rápidamente con Cristo en la vida espiritual debería
despertar nuestro deseo de conocerle mejor. La gente acudió al Señor en una casa
particular, lo mismo que lo habían hecho en la sinagoga. Dondequiera que Jesús entra,
también sus siervos y sus pacientes han de entrar.
2. Vemos después cuán poderoso era el médico; curó a cuantos le presentaron,
aunque eran muchos (v. 34). Y no era sólo una enfermedad particular la que Él se puso a
curar, sino que curaba a los que estaban enfermos de diversas enfermedades. Cristo es
un especialista, no sólo en «Medicina General», sino en cada una de las dolencias
particulares. Y el milagro que había obrado en la sinagoga, lo repitió aquella noche en la
casa, pues allí expulsó muchos demonios y no dejaba hablar a los demonios, porque
sabían quién era. Lucas dice que los demonios gritaban: «¡Tú eres el Hijo de Dios!»
(Lc. 4:41). Cristo no les dejaba hablar porque, si les hubiera dejado, habrían declarado a
gritos la Deidad y la Mesianidad de Cristo, cuando el pueblo no estaba en disposición de
recibir esta enseñanza (v. Jn. 6:14–15).
III. Se retiró después a orar (v. 35), y se fue solo, dándonos ejemplo de lo que Él
mismo enseñó en el Sermón del monte (Mt. 6:6). Aunque como a Dios, hay que orarle
a Él, en cuanto hombre, Él tenía que orar a Dios. Siempre encontró tiempo para tener
comunión con el Padre, orando a solas.
1. Veamos primero el tiempo en que Cristo oró: (A) Fue de madrugada, cuando
estaba aún muy oscuro (v. 35); era la madrugada del domingo. Hemos de acercarnos al
trono de la gracia todos los días de la semana. Aquella mañana era la del primer día de
la semana, que después Él mismo santificó y lo hizo memorable mediante otro modo de
levantarse temprano en Su Resurrección. (B) Era muy temprano, ya que estaba aún
muy oscuro. Mientras los demás dormían en el lecho, Él oraba en su retiro. Cuando
nuestro espíritu está más fresco y despierto, es cuando debemos tomarnos tiempo para la
oración, antes de que las ocupaciones del día nos lo estorben con la distracción que
acarrean.
2. Veamos después el lugar donde oró: «Se fue a un lugar solitario». La oración
privada ha de hacerse en privado. Quienes están más ocupados en público, y con mayor
razón cuanto más elevada es la ocupación, deben pasar más tiempo a solas con Dios.
IV. Su retorno al ministerio público. Los discípulos se imaginarían que estaban
buscándolo muy temprano, pero se encontraron con que Él había salido antes que ellos;
«salieron en busca suya» (v. 36) y le hallaron orando. Seguramente se supondría dónde
estaba (v. Jn. 18:2). Le dijeron cómo le echaba la gente en falta: «Todos te buscan» (v.
37). Estarían orgullosos de que su Maestro se había hecho ya tan popular, y querrían
que volviese a aparecer en público; y especialmente en aquella ciudad, porque era la
ciudad de ellos. Pero Cristo les dijo: «¡No!», «Vámonos a otro lugar, a los pueblos
vecinos, para que predique también allí; porque para eso he salido» (v. 38); es decir,
para eso había descendido del Cielo a la tierra: para hacer el bien por todas partes.
Lucas lo aclara, al decir: «Porque para esto he sido enviado» (Lc. 4:43 comp. con el
«Salí del Padre», en Jn. 16:28). Así que, «salió a recorrer toda la Galilea, predicando
en las sinagogas de ellos» y, para ilustrar y confirmar Su doctrina, también «expulsaba
los demonios» (v. 39).
Versículos 40–45
Relato de la curación de un leproso. Ello nos enseña:
I. Cómo hemos de acercarnos a Cristo: como lo hizo este leproso:
1. Con gran humildad este leproso vino «suplicándole y arrodillándose» (v. 40).
Esto nos enseña que, para recibir gracia y misericordia de Cristo, hemos de acercarnos
con humildad y reverencia.
2. Con una fe firme en su poder: «Tú puedes limpiarme». Lo cree, no sólo en
general, sino aplicándoselo a sí mismo en particular: «limpiarme» (comp. con Jn.
11:22). Si de veras creemos en el poder de Cristo, hemos de demostrarlo aplicándolo a
nuestras personales miserias y necesidades.
3. Con entera sumisión a la voluntad del Señor: «Si quieres». Con la modestia que
debe caracterizar a un pordiosero y enfermo humanamente incurable, le expone
humildemente su caso, y deja el resultado a la buena voluntad de Él.
II. Qué hemos de esperar de Cristo: Que se nos haga de acuerdo con nuestra fe. El
leproso se había dirigido a Cristo exponiéndole el caso, pero sin hacerle una petición
explícita; sin embargo, el Señor responde como si se le hubiera rogado. Aquí vemos
que:
1. Jesús fue movido a compasión (v. 41). Este detalle es añadido por Marcos, para
mostrar que el poder de Cristo es usado por su compasión para llevar consuelo y alivio a
los pobres mortales. Nuestra miseria nos constituye en objetos de Su misericordia. Y lo
que hace por nosotros, lo hace con la mayor ternura posible.
2. «Extendió la mano y le tocó». Al tocar las almas, Cristo las sana. Tocar a un
leproso era contaminante, pero el Médico Divino puede tocar la lepra, como puede tocar
el pecado, sin contaminarse, porque Su infinita pureza y Su infinito poder curan y
salvan todo lo que tocan.
3. «Y le dijo: Quiero, ¡queda limpio!» El pobre leproso puso un «si» porque, aunque
no dudaba del poder de Cristo no estaba seguro de si querría; pero ese «si» pronto queda
borrado por el amor del Señor: «Quiero». Cristo está siempre dispuesto a querer otorgar
Sus favores a quienes están dispuestos a ponerse bajo la voluntad de Él. El leproso se
había referido al poder de Cristo, y Cristo muestra de qué manera Su poder es puesto en
acción por la fe de los Suyos: «¡Queda limpio!» Por efecto de Su sola palabra salió de
Él el poder para completar la curación en un instante: «Al instante le dejó la lepra, y
quedó limpio» (v. 42), sin que quedara rastro alguno de la enfermedad.
III. Qué hemos de hacer cuando hemos recibido de Cristo un favor de Su
misericordia: Junto con Sus favores recibir también Sus preceptos. Después que le curó,
Cristo «le advirtió severamente» (M. Henry opina que estas palabras implican algo
parecido a lo que Cristo dijo al paralítico de Jn. 5:14, pero es mucho más probable que
se refieran a lo que viene después.—Nota del traductor—). Cristo le ordenó:
1. «Mira que no digas nada a nadie.» No convenía a los planes del Señor una
propaganda imprudente en aquel lugar y en aquel tiempo. No es, pues, que no quisiera
seguir haciendo el bien, sino precisamente impedir que se le pusieran trabas para no
hacer todo el bien que deseaba.
2. «Sino ve, muéstrate al sacerdote etc.» El leproso debe ir pacíficamente a ver al
sacerdote, para que la realidad de la curación quede atestiguada y el sacerdote pueda
obrar en conformidad con la ley de Levítico 14.
3. «Pero él salió y comenzó a proclamarlo abiertamente y a divulgar el hecho» (v.
45). Dice Broadus: «Con gratitud desacertada, el hombre desobedece y se producen
muchas inconveniencias. Jesús por algún tiempo no puede entrar en la ciudad, como no
sea muy privadamente, por miedo de que la apiñada población llegue a excitarse
demasiado y piense en el levantamiento político en contra de los romanos, más bien que
en la instrucción y salvación espiritual».
CAPÍTULO 2
1

En este capítulo, hallamos la curación de un paralítico, el llamamiento de Leví


(Mateo), y la vindicación que de Sus discípulos hace Jesús en dos ocasiones distintas.
Versículos 1–12
Después de haber predicado por algún tiempo fuera de las ciudades, Cristo regresa a
Capernaúm, donde por entonces tenía Su «cuartel general».
I. Qué pronto se corrió la voz de Su llegada (v. 1). Aunque no estaba en la calle,
sino en una casa, la gente vino a Él tan pronto como se supo que estaba en la ciudad.
Inmediatamente «se reunieron muchos» (v. 2). Donde está el rey, allí se reúne la corte.
«Tanto que ya no quedaba sitio ni aun delante de la puerta». ¡Dichosa visión! ¡Qué
bendición cuando vemos que la gente acude presurosamente, como una nube, a la casa
de Cristo!
II. Qué bien respondió Cristo a la expectación de ellos: «Y les hablaba la palabra».
Muchos de ellos acudirían solamente en busca de curación, y algunos quizá por mera

1Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1211
curiosidad, pero, cuando todos estuvieron reunidos, Él les predicó la palabra, al pensar
que era una buena oportunidad, aun cuando no era sábado ni estaban en la sinagoga. No
hay lugar impropio, ni tiempo inoportuno, cuando se trata de exponer a las almas el
camino de la salvación.
III. «En esto, llegan unos hombres trayéndole un paralítico» (v. 3). El pobre hombre
estaba impedido de acercarse a Jesús por sí mismo; por eso, era «llevado por cuatro de
ellos». Llevado en camilla, como si fuera en un ataúd, allí estaba él con toda su miseria,
pues necesitaba ser llevado, pero era una muestra de gran caridad por parte de los que le
llevaban. Estos buenos parientes o vecinos pensaban que, si se lo llevaban a Jesús, no
tendrían que molestarse más en volverlo a acarrear, y por eso hicieron todo lo posible
por presentarlo ante Cristo, y recurrieron al único medio posible: «abrieron un boquete
en el techo encima de donde Él estaba» (v. 4). Al no poder abrirse paso a través del
gentío que se agolpaba hasta la puerta, quitaron algunas de las losas de la azotea que
servía de techo a la habitación en que Jesús se hallaba, «y, por la abertura hecha,
bajaron la camilla en que yacía el paralítico». Esto mostraba a las claras, no sólo la fe
de ellos, sino también su fervor. Se ve que estaban decididos a no marcharse sin la
bendición de Cristo (comp. Gn. 32:26).
IV. Las amables palabras que Cristo dirigió al pobre paciente: «Al ver Jesús la fe de
ellos …» (v. 5): esto es, de los que trajeron al paralítico. Encomió la fe de ellos, por
haberse tomado tanta molestia en traerle al hombre aquel. La fe genuina y fuerte puede
obrar de muchas maneras, ya que vence unas veces las objeciones de la razón; otras
veces, las objeciones de los sentidos; pero, cualquiera sea el modo con que se
manifieste, será aceptada y aprobada por el Señor Jesús. Cristo dice al paralítico: «Hijo,
tus pecados te son perdonados». ¡Cuán tiernamente se dirige a él! «Hijo». Cristo
reconoce en los suyos, no sólo a «hermanos» (v. He. 2:10–18), sino a «hijos», al tener
en cuenta que la palabra griega no indica una situación legal, sino, como dice Lenski,
«un amor tiernísimo, como el cálido abrazo de una madre». ¡Hijo, y paralítico! Pero las
palabras que siguen son muy dulces: «tus pecados te son perdonados». Cristo quería
desviar los pensamientos del enfermo, de su enfermedad que era el efecto, hacia la
causa que es el pecado, para que, concentrándose en esto, se dispusiera mejor al perdón;
porque el curarse de una enfermedad es de veras una gracia cuando conduce al perdón y
curación del pecado. La mejor forma de remover el efecto es atacar a la causa. El
perdón de los pecados afecta a la raíz de todas las enfermedades, ya sea para curarlas, ya
sea para alterar sus propiedades.
V. La cavilación de los escribas sobre lo que Cristo acababa de decir. Eran
expositores de la Ley, y su doctrina era verdadera; pero la aplicación que de ella hacían
era falsa. Es cierto que «sólo Dios puede perdonar los pecados» (v. 7), pero es falso que
Cristo no pueda perdonarlos. La consecuencia debería deducirse en el sentido contrario:
«Luego Cristo es Dios». En efecto Cristo demostró ser Dios, no sólo al perdonar los
pecados, ni sólo al curar al paralítico, sino también al conocer los pensamientos de ellos:
«Jesús, conociendo en Su espíritu que razonaban de esta manera dentro de sí mismos
…» (v. 8). Quien así penetraba en los pensamientos, de cierto podía perdonar pecados.
Pero, para que un milagro oculto quede demostrado por otro manifiesto, prueba su
poder de perdonar, mediante el poder de sanar, al ser esto último más fácil que lo otro
(vv. 9–11). No habría pretendido hacer lo uno, si no hubiera tenido poder para hacer lo
otro: «Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para
perdonar pecados, tú, el paralítico, levántate, toma tu camilla, y vete a tu casa». No
habría podido curar lo que era el efecto, si no hubiese tenido poder para atacar a la
causa. «¿Qué es más fácil?» (v. 9). Para quien no ve el interior, decir que perdona el
pecado es cosa más fácil que decirle a un paralítico que se levante donde la eficacia o
ineficacia de la palabra se pone pronto de manifiesto, pero sólo el que puede hacer lo
primero con efectividad (comp. con He. 4:12), puede hacer también lo segundo.
VI. La impresión que causó la curación del paralítico (v. 12). No sólo se levantó el
hombre, sino que cargó también con su camilla (tan rápidamente se le fortificaron las
extremidades) y salió a la vista de todos. ¡Tantos testigos, cuantos eran los
espectadores! «De manera que todos se asombraron, y glorificaban a Dios diciendo:
Nunca hemos visto nada como esto». En verdad, los milagros de Cristo no tenían
precedente. Cuando vemos lo que hace al sanar las almas, debemos reconocer que
nunca hemos visto cosa semejante.
Versículos 13–17
I. Ahora hallamos a Cristo predicando a la orilla del mar (v. 13), adonde se dirigió
en busca de lugar más apto para predicar a las multitudes. Por esto podemos deducir que
el Señor Jesús poseía una voz potente, de la cual hacía buen uso para ser oído hasta por
los que ocupaban las últimas filas.
II. «Y al pasar, vio a Leví» (v. 14). Leví, que es el apóstol Mateo, tenía en
Capernaúm su oficina de cobrador de impuestos o «publicano» como leemos en muchas
versiones. La oficina tendría una espléndida vista al mar, pero fue mucho más preciosa
la vista de Jesús cuando le miró «al pasar». El hecho de que Mateo fuese un cobrador
de impuestos, al ser judío, nos inclina a pensar que era un joven algún tanto
extravagante. Pero Cristo le llamó diciendo: «Sígueme». Y él respondió prontamente al
llamamiento del Señor. En Dios, mediante Cristo, hay misericordia suficiente para
perdonar los pecados más grandes, y suficiente gracia para santificar a los más infames
pecadores. Mateo, tras su odioso oficio de cobrador de impuestos a favor del poder
opresor, llegó a ser uno de los doce apóstoles y redactor humano del Evangelio que
lleva su nombre. El mayor de los crímenes no es barrera suficiente para la más elevada
santidad cuando la gracia eficaz de Dios toca el corazón del ser humano; más aún, Dios
queda más glorificado por la conversión de un Leví o de un Saulo, que por la de un
honrado fariseo como Nicodemo, aunque la gracia sea la misma e idénticos los
resultados. En la sanación del cuerpo, Cristo fue, de ordinario, buscado; pero en la
sanación del alma, «fue hallado por los que no le buscaban» (Is. 65:1; Ro. 10:20);
puesto que éste es el mayor mal y el más grave peligro de la enfermedad del pecado,
que quienes la padecen no sienten deseo de ser curados de ella.
III. Luego vemos con qué familiaridad trata y conversa con los cobradores de
impuestos y pecadores notorios (v. 15). Aquí se nos dice: 1. Que Cristo estaba sentado
a la mesa de él (Leví), ya que Mateo había invitado a Jesús y a Sus discípulos al
banquete de despedida que iba a celebrar con sus colegas y amigos, después de haber
aceptado la invitación de Jesús a seguirle. 2. Que dichos cobradores de impuestos y
pecadores notorios «estaban también sentados a la mesa juntamente con Jesús y sus
discípulos» en casa de Leví; y que «había muchos, y le seguían»; por supuesto, seguían
a Jesús, no a Mateo, aunque Mateo quiso aprovechar aquella ocasión para que muchos
de sus colegas y amigos conociesen de cerca al Salvador. La fama de «pecadores» que
los publicanos tenían se debía a dos factores: (A) A que generalmente lo eran, por lo
corriente de la corrupción en el ejercicio de tal oficio, ya que solían exigir mayores
cuotas de las debidas legalmente, se prestaban al soborno y recurrían a veces a falsas
acusaciones de insolvencia, con lo que se enriquecían de forma totalmente pecaminosa;
(B) A que los judíos, especialmente los zelotes, les tenían enorme antipatía al considerar
que su oficio era una vergüenza, por traición a las libertades de la nación; así que
juzgaban escandaloso estar en compañía de tales personas. Tales eran estas personas
con las que plugo al Señor conversar y comer, cuando apareció «en semejanza de carne
de pecado» (Ro. 8:3).
IV. El escándalo que la conducta de Jesús causó a «los escribas del partido de los
fariseos» (v. 16). No vinieron a oírle predicar con lo que habrían podido ser convictos
de pecado y edificados espiritualmente, sino que vinieron a espiarle y sentirse
provocados por su actitud de estar allí sentado con aquella clase de gente. Y en lugar de
dirigirse directamente a Jesús, trataron de que los discípulos de Cristo sintieran
desafecto hacia el Maestro; así que les dijeron: «¿Qué es esto, que Él come y bebe con
los cobradores de impuestos y pecadores?»
V. La vindicación que Jesús hace de Su propia conducta (v. 17). Se mantuvo en su
actitud y no se avergonzó de estar en tal compañía. Hay quienes están tan atentos a
preservar su buen nombre, que por no ofender a personas muy «buenas», declinan el
hacer una buena obra. Pero Cristo no se comporta de esa manera. Los escribas pensaban
que los cobradores de impuestos eran dignos de odio, pero Cristo les responde que son
dignos de compasión, porque están enfermos y necesitan un médico, son pecadores y
necesitan un Salvador. Ellos pensaban que Cristo, si era justo, debía separarse de los
pecadores; pero Cristo responde: «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los
enfermos. No he venido a llamar a justos sino a pecadores». Es a un mundo pecador a
donde el Hijo de Dios fue enviado, y por eso su mayor ocupación había de ser buscar
cuanto antes a los mayores pecadores. Por otra parte, Jesús indirectamente les advierte
que, todo el que se tiene por justo, está fuera del alcance de la salvación que Él vino a
traer. ¡No hay peor enfermo que el que se cree sano sin estarlo! (Comp. con Jn. 9:41).
Aquellos publicanos que seguían a Jesús tenían, al menos, conciencia de su indignidad
y, con ello, se les abría el camino hacia el Salvador.
Versículos 18–28
Después de eso, vemos que Jesús tiene ocasión de vindicar a Sus propios discípulos
de otra acusación.
I. Les justifica primero por no ayunar ¿Por qué ayunaban los fariseos y los
discípulos de Juan? Los fariseos ayunaban dos veces por semana (v. Lc. 18:12) y
probablemente lo hacían también los discípulos del Bautista. Así es como algunos
estrictos profesantes hacen de sus prácticas una norma general, y condenan y censuran a
todos cuantos no llegan al nivel del ascetismo que ellos observan. Los que aquí tenemos
ante nuestros ojos, sugieren envidiosamente que, si Cristo come con los pecadores para
hacerles bien los discípulos de Jesús, sin embargo, aprovechan la oportunidad para dar
rienda suelta a su gula, sin saber los beneficios espirituales que trae el ayunar. Los mal
pensados siempre sospechan lo peor.
Cristo alega dos excusas para sus discípulos por no ayunar:
1. Que estaban en días de fiesta y, por eso, no era el tiempo oportuno para ayunar
como lo sería después (vv. 19–20). Cada cosa requiere su tiempo (Ec. 3:1–8).
2. Que era demasiado temprano para ellos, pues no estaban preparados para los
ejercicios severos de la religión como lo estarían después. Los fariseos estaban muy
acostumbrados a tales actividades; y Juan el Bautista no comía ni bebía (Mt. 11:18).
Pero no era ese el caso de los discípulos de Jesús, pues el propio Maestro comía y bebía
(Mt. 11:19), y no había ejercitado aún a Sus discípulos en las prácticas difíciles de la
religión. Ponerles a ayunar de inmediato les habría desanimado de seguirle, y habría
sido como «poner un remiendo de paño burdo en un vestido viejo» o como «echar un
vino nuevo en odres viejos» (vv. 21–22). Dios, que conoce la fragilidad de los neófitos
en la fe, pues son débiles y tiernos, los trata con paciencia y amor; y lo mismo debemos
hacer nosotros. No se debe esperar más que el trabajo de cada día en su día; y, en ese
día, de acuerdo con las fuerzas que se tienen. Los cristianos que son aún débiles no
deben cargarse con cargas demasiado pesadas, ni hacer del yugo de Cristo lo que no es,
pues su yugo es fácil, dulce y ligero.
II. Jesús justifica también a Sus discípulos por arrancar espigas de trigo en día de
sábado, lo cual, con toda certeza, los discípulos de los fariseos no se habrían atrevido a
hacer, puesto que era directamente contrario a la tradición de los ancianos. Consideran
estos fariseos que la escuela de Jesús es demasiado fácil, puesto que, en opinión de
ellos, permite tales desmanes. Es cosa muy común entre los que niegan la eficacia de la
piedad el guardar celosamente la apariencia de ella (2 Ti. 3:5), y censurar a los que no
guardan las formas de ellos. Obsérvese:
1. Qué desayuno tan frugal tenían los discípulos de Jesús en aquella mañana del
sábado, cuando seguramente se dirigían a la sinagoga: «comenzaron a abrirse camino
arrancando las espigas» (v. 23), pues esto era lo único que tenían a mano. Tan atentos
estaban al alimento espiritual que el Maestro les procuraba, que se olvidaban hasta del
necesario sustento del cuerpo.
2. Cómo aun esto desagradó tanto a los fariseos, bajo suposición de que el arrancar
espigas equivalía al oficio servil de segar, lo cual estaba prohibido en la Ley (Éx.
20:10): «Mira, ¿por qué hacen en sábado lo que no es lícito?» (v. 24). Los ojos de los
fariseos estaban puestos, más que en los discípulos de Jesús, en Jesús mismo, como
recriminándole de que no reprendiese a Sus discípulos. Pero en esto, los fariseos no
seguían la Ley, sino las ridículas interpretaciones de algunos rabinos estrictos, para
quienes arrancar espigas era una manera de segar. Es curioso que, cuando los fariseos
juzgaron que Cristo se comportaba indebidamente, se dirigieron a los discípulos; y
ahora que piensan que son los discípulos los que se comportan indebidamente, no se
dirigen a ellos, sino al Señor.
3. Vemos a continuación cómo les defiende Jesús: (A) Cita un notable precedente,
en lo que David había hecho en una ocasión parecida, cuando comió de los panes de la
proposición, que estaban reservados a los sacerdotes (vv. 25–26): «¿Nunca habéis
leído?» Los fariseos habían leído, sin duda, el relato de 1 Samuel 21:3–6, pero no
habían acertado a relacionarlo con Éxodo 20:10. Jesús les echa en cara el
desconocimiento de las Escrituras, a pesar de todo el empeño que ponían en aprenderlas
de memoria (Comp. con Jn. 5:39–40). Aquí aprendemos que las observancias rituales
deben dejar paso a las necesidades físicas lo mismo que a las obligaciones morales. (B)
Da una muy buena razón: «El sábado fue instituido para el hombre, y no el hombre
para el sábado» (v. 27). El sábado es una institución sagrada y divina, pero ha de
observarse como un beneficio y un privilegio, no como una carga insoportable. Dios
nunca se propuso que fuera una imposición y tampoco nosotros debemos tomarlo así ni
imponerlo a otros. El ser humano fue hecho para Dios, para Su honor y servicio, no
para el sábado. Por eso, quiso que el sábado fuera para el hombre, para su beneficio y
descanso. En ello Dios mostró su preocupación por la salud de nuestro cuerpo, y quiso
que descansásemos de nuestro trabajo del resto de la semana, pero tuvo mucho más
interés en la salud de nuestra alma: El sábado fue hecho día de descanso, a fin de que
pudiésemos dedicarnos a una obra santa, obra de alabanza y de acción de gracias, de
comunión más íntima con Dios. Véase en esto, (a) cuán bueno es el Maestro a quien
servimos, ya que todas Sus instituciones son para beneficio nuestro. No es Él, sino
nosotros, quienes ganamos con servirle, (b) a qué debemos dedicarnos en el sábado. Si
el sábado ha sido hecho para el hombre deberíamos preguntarnos a la noche de ese día:
¿En qué he mejorado hoy? (c) cuánto hemos de cuidar de que los ejercicios religiosos
no resulten una carga ni para nosotros ni para otros, cuando Dios ha ordenado que nos
sean de bendición. Consideremos quién es el autor del sábado: «el Hijo del hombre es
también señor del sábado» (v. 28). Los sábados son días del Hijo del Hombre si Él es el
Señor de este día, en Su honor debe ser observado. El haber pasado a ser ahora el primer
día de la semana, ha sido porque todo es nuevo después de la resurrección del Señor;
por eso, el sábado cristiano, esto es, el domingo, ha venido a llamarse, como indica su
etimología, el día del Señor (aunque sin fundamento alguno en la Biblia, pues la
referencia de Ap. 1:10, como en todos los demás lugares de las Escrituras, no significa
el domingo, sino el día escatológico: «el día de Jehová»—nota del traductor—). Todos
los días son del Señor.
CAPÍTULO 3
En este capítulo vemos a Cristo curando a un hombre que tenía una mano encogida
por parálisis. Después, la multitud que viene a Él a fin de que sane a los enfermos.
Luego Jesús forma el grupo de los doce apóstoles, responde adecuadamente a los
escribas que le imputaban tener pacto con el diablo para expulsar demonios, y el
capítulo termina con las frases en que el Señor reconoce como sus familiares más
íntimos a «cualesquiera que hacen la voluntad de Dios».
Versículos 1–12
Vemos al Señor Jesús atareado, primero en la sinagoga y, después, a la orilla del
mar; así nos enseña que Su presencia no está limitada a la una o a la otra, sino que,
dondequiera hay algunos congregados en Su nombre, allí está Él en medio de ellos (Mt.
18:20).
I. Cuando entró en la sinagoga (v. 1), aprovechó para hacer el bien la oportunidad
que allí tenía.
1. El caso del paciente, en esta ocasión, era patético: «tenía seca una mano», por lo
que estaba incapacitado para ganarse el sustento con el trabajo de sus manos. Esto nos
hace ver cuánta necesidad tienen de ser ayudados los que no pueden ayudarse a sí
mismos.
2. Los espectadores se portaron muy mal, tanto con el enfermo como con el Médico;
en lugar de interceder a favor de un prójimo inválido, hicieron cuanto pudieron para
impedir que fuese sanado, pues llegaron a insinuar («le acechaban …», v. 29) que, si
Cristo le sanaba ahora en día de sábado, le acusarían de ser quebrantador del sábado.
3. Cristo se portó mansamente con los espectadores, y se dirigió primeramente a
ellos, por si era posible impedir que se ofendieran. Así que:
(A) Trató de convencerles de su error. Pidió al paciente que se levantara y se
pusiera en medio (v. 3), a fin de que, al verle, se sintieran movidos a compasión. E
inmediatamente apela a la conciencia de ellos: «¿Es lícito en sábado hacer bien, o
hacer mal? ¿Salvar una vida, o matar?» (v. 4). ¿Qué mejor cosa podía preguntar? Pero,
como vieron que el responder les iba a comprometer, se callaron.
(B) Al verlos rebelarse contra la luz, Jesús «se entristeció por la dureza de sus
corazones» (v. 5), después de echarles una mirada que les abarcó a todos: «una mirada
alrededor con ira». El pecado con que Sus ojos se encontraron en seguida fue la dureza
de sus corazones. Nosotros oímos lo mal dicho, y vemos lo mal hecho; pero Cristo mira
directamente al corazón, de donde brota la raíz de amargura (He. 12:15): la ceguera de
la mente y la dureza del corazón. Vemos, pues: (a) de qué forma le provocó el pecado:
les echó una mirada alrededor y fue una mirada con ira, la ira se reflejó,
probablemente, en Su semblante. El pecado desagrada terriblemente a Jesucristo; y la
forma de reaccionar con ira y, no obstante, sin pecar (Ef. 4:26), es imitar a Jesús, cuya
ira es santa y justa, (b) de qué forma sentía compasión por los pecadores, pues se
entristeció por la dureza de sus corazones. Causa al Señor una inmensa tristeza ver a los
pecadores inclinados a lo que les va a arruinar, puesto que Él no quiere que nadie
perezca (2 P. 3:9). Esto nos enseña cuánta razón tenemos para entristecernos por la
dureza, tanto de nuestro propio corazón como del corazón de nuestros semejantes.
4. Cristo trató muy amablemente al pobre paciente. «Le dijo: extiende tu mano» (v.
5). «Y él la extendió, y la mano le quedó restablecida.» Con esto nos enseña Cristo a
seguir adelante con toda determinación en el camino de nuestro deber, por muy violenta
que sea la oposición que nos salga al encuentro en dicho camino. No debemos pasar por
alto la oportunidad de servir a Dios y hacer el bien a nuestro prójimo, aun cuando haya
quien se ofenda injustamente por ello. Nadie puso mayor empeño en no ofender a nadie
que Jesucristo; con todo, antes que despedir sin curación a este pobre enfermo, se
aventuró a ofender a todos los escribas y fariseos que le rodeaban. Con esta curación, el
Señor nos da una lección espiritual sobre la curación de nuestras almas mediante su
gracia; nuestras manos están secas espiritualmente, el poder de nuestra alma está
debilitado por el pecado; pero, aunque así sea y no podamos extender por nosotros
mismos nuestras manos, a una orden de Su boca, debemos alzarlas a Dios en oración,
extenderlas para asirnos de Cristo a fin de alcanzar la vida eterna, y emplearlas después
en buenas obras (Ef. 2:10); si así lo hacemos, con la voz de Cristo nos viene también Su
poder, y con Él la salud del alma. Pero, si no extendemos las manos, la culpa será
nuestra si no alcanzamos la salud.
5. Los enemigos de Cristo se comportaron con Él de un modo salvaje. Una obra tal
de misericordia y gracia habría debido moverles a amarle, y, al ser una obra portentosa,
milagrosa, les debería haber movido a poner su fe en Él. Pero, en lugar de eso, «los
fariseos comenzaron en seguida a tramar con los herodianos contra Él para ver cómo
destruirle» (v. 6).
II. Cuando se retiró al mar (v. 7), también allí hizo el bien. Se retiró prontamente,
para enseñarnos que, cuando soplan vientos de tribulación o persecución, hemos de
apresurarnos a ponernos a salvo.
1. Vemos cómo «le siguió gran multitud» de todas las partes de la nación (vv. 7–8).
Aunque algunos le tenían tal enemistad, que le querían ver fuera de su región otros, por
el contrario, le seguían adondequiera se dirigía. (A) Lo que movió a estas multitudes a
seguirle fue que se habían «enterado de todo cuanto Jesús estaba haciendo» (v. 8).
Algunos querían ver al que había hecho grandes cosas, y otros esperaban que les hiciera
a ellos esas grandes cosas. La consideración de las grandes cosas que Jesús ha hecho
debería estimularnos a llegarnos a Él. (B) Vemos, en efecto, por qué le seguían:
«Porque había sanado a muchos; hasta el punto de que cuantos padecían dolencias, se
le echaban encima para tocarle» (v. 10). Las dolencias son llamadas aquí, en el
original, «azotes» o «plagas». Quienes estaban afectados por estos «azotes» venían a
Jesús; éste es el designio que las enfermedades tienen: despertarnos para que busquemos
a Jesús y recurramos así al Médico de nuestras almas. Se le echaban encima, para ver si
podían acercarse a Él antes que otros y, así, ser servidos primero. Se conformaban con
tocarle; tenían fe en que eso sería suficiente, pues con tocarle ellos, Él les tocaría con
Su poder. (C) De qué echó mano Jesús, a fin de estar en condiciones de atender a todos:
«Les dijo a sus discípulos que le tuviesen lista una barca» (v. 9), a fin de poder ser
llevado de un lado a otro en la misma orilla del mar, y evitar, al mismo tiempo, ser
estrujado por las turbas que le seguían por mera curiosidad. Los prudentes evitan, en
cuanto les es posible, ser distraídos por las turbas.
2. Cuán abundante fue el bien que hizo en este retiro. No se retiró por pereza, ni
despidió malamente a quienes se agolpaban por acercársele cuando Él se retiró, sino que
lo tomó a bien y les otorgó lo que de Él esperaban, pues jamás dijo a quien le buscaba
con sinceridad y diligencia: «En vano me buscáis» (Is. 45:19). (A) Las dolencias
quedaban sanadas completamente: «Había sanado a muchos». (B) Los demonios eran
totalmente derrotados (v. 11) y hacían que los pobres posesos gritaran y cayeran
delante de Él, no para suplicar favores, sino para prevenir furores de Su ira. (C) Cristo
no buscaba el aplauso por el bien que hacía, sino que les advertía seriamente que no
manifestasen quién era (v. 12). La razón por la que obraba así ha sido explicada en otro
lugar.
Versículos 13–21
I. La elección que Jesús hizo de Sus doce apóstoles, para que constantemente le
siguieran y sirvieran.
1. La introducción para este llamamiento de los doce: «Subió al monte» (v. 13).
Sabemos que fue al monte «a orar, y pasó la noche entera en oración a Dios» (Lc.
6:12).
2. La norma por la que se guió para hacer la elección fue su libre voluntad: «llamó
junto a sí a los que Él quiso» (v. 13). No a quienes nosotros habríamos pensado que
debían ser promocionados, sino a los que Él consideró conveniente llamar, y a los que
determinó equipar para el servicio que les había de encomendar. Cristo llama a quienes
quiere.
3. La eficacia de este llamamiento. Les llamó a separarse de la multitud y seguirle,
«y vinieron a Él. «A los que quiso llamar, hizo que quisieran venir.
4. El objetivo de este llamamiento: «para que estuviesen con Él, y para enviarlos a
predicar» (v. 14); habían de estar constantemente con Él (v. Hch. 1:21), para que fuesen
testigos de su doctrina, de su conducta y de su paciencia, estando así en condiciones de
conocerle bien, y de recibir de Él las instrucciones necesarias para poder predicar e
instruir a otros (2 Ti. 2:2). Equiparles para tal designio requería tiempo. Los ministros
de Cristo deben pasar con Él suficiente tiempo, para poder ser útiles en su ministerio.
5. El poder que les dio de hacer milagros. Los preparó para que «tuviesen autoridad
para sanar enfermedades y para expulsar demonios» (v. 15). Esto mostraba que el
poder que Cristo tenía para obrar tales milagros no era un poder delegado, sino propio;
que no era «un criado, sino como hijo sobre su casa» (He. 3:5–6). El Señor Jesús tenía
«vida en sí mismo» (Jn. 5:26), y «el Espíritu sin medida» (Jn. 3:34). Por eso pudo
otorgar Su poder, incluso a «lo débil y lo necio de este mundo» (1 Co. 1:27).
6. Número y nombres de los apóstoles: «Y designó a doce» (v. 14), conforme al
número de las doce tribus de Israel. Aunque no se les nombra aquí en el mismo orden
que en Mateo, en ambos lugares, sin embargo, Pedro figura el primero, y Judas Iscariote
el último. Aquí aparece Mateo delante de Tomás; pero en el catálogo de Mateo, él
mismo se pone detrás de Tomás. Pero el detalle peculiar de Marcos en esta lista es que
sólo él menciona que Cristo apellidó a Jacobo y Juan «Boanerges, es decir, Hijos del
Trueno» (v. 17). Quizá por el celo impetuoso de que estaban poseídos (ver Lc. 9:54).
Quizá también por su voz estentórea, muy a propósito para predicadores con «voz de
trueno». No obstante, aun cuando Juan era uno de estos «Hijos del trueno», estaba lleno
de amor y ternura, como lo muestra en sus Epístolas, y fue también «el discípulo
amado».
7. Con ellos se retiró Jesús a una casa (v. 20). Así comenzaban a estarle más
estrechamente unidos y mejor agrupados entre sí, dando evidencia de la efectividad de
su llamamiento.
II. La persistencia de las multitudes en seguir a Jesús: «Y se aglomeró de nuevo la
multitud» (v. 20). Sin haber sido convocadas, y en muy mala oportunidad, se volvieron
a agolpar de nuevo en torno de Jesús, «hasta el punto de que no podían ni probar
bocado». A pesar de ello, no les cerró la puerta ni los despidió con cajas destempladas,
sino que los acogió amablemente. Los que tienen el corazón ensanchado (v. 2 Co. 6:11)
en la obra del Señor, fácilmente soportan molestias e inconveniencias, con tal de seguir
adelante en tan sagrada tarea. Dicha es, y no pequeña, que oyentes celosos encuentren
predicadores también celosos, para poder estimularse así recíprocamente. Era una gran
oportunidad, y Cristo no la iba a desaprovechar. Como dice el conocido refrán: «A
hierro candente, batir de repente».
III. La preocupación de Sus familiares acerca de Él (v. 21). Al enterarse sus
parientes en Capernaúm (v. Mt. 4:13) de la conmoción que la obra de Jesús producía en
todas partes y ver cuán poco se preocupaba de Sí mismo, «salieron para hacerse cargo
de El» y llevárselo a casa, pues decían: «Está fuera de sí». Tengamos en cuenta que los
hermanos de Jesús no creyeron en Él hasta después de Su resurrección (Jn. 7:1–8) y
seguramente indujeron a María, la madre, a ir en busca de Él. Ella, como buena madre,
se preocuparía por la salud y el bienestar de su hijo, mientras que los hermanos se
dejaban llevar, a no dudar, por los celos o la envidia. Lo cierto es que este incidente dio
ocasión para que el Señor pronunciase una hermosa definición de Su familia espiritual
(vv. 34–35). Quienes trabajan con vigor y celo en la obra de Dios deben esperar que se
les presenten obstáculos, no sólo de parte de la desafección hostil de sus enemigos, sino
también del equivocado afecto de sus parientes y amigos.
Versículos 22–30
2

I. La desvergonzada e impía acusación que los escribas de Jerusalén hicieron a Jesús


de que expulsaba los demonios por el poder del diablo (v. 22). Parece ser que hicieron
este largo viaje con el único objeto de impedir el maravilloso resultado de la doctrina
del Señor. Viniendo de Jerusalén, donde se hallaban los escribas más eruditos y mejor
entrenados, eran los mejor capacitados para producir el mayor daño. La reputación de
los escribas de Jerusalén ejercería su influencia, no sólo entre la gente de la comarca,
sino también entre los escribas de la comarca. No podían negar que expulsaba
demonios, pero decían que Beelzebú estaba de su parte, y que «en nombre del príncipe
de los demonios era como Jesús expulsaba los demonios». En realidad, no le nombran,
sino que se refieren a Él anónimamente, como señalándole simplemente con el dedo. En
este caso, habría trampa en este juego: Satanás no era echado de los posesos, sino que
se iba por su propio consentimiento.
II. La respuesta, tan bien razonada, que Jesús dio a esta objeción.
1. Satanás es demasiado astuto como para permitir que desaparezcan sus posesiones
con su consentimiento, porque «si Satanás expulsa a Satanás, su reino está
internamente dividido y no puede seguir en pie)» (vv. 23–26). Todos saben que Satanás
no es tonto ni tan loco como para actuar directa y voluntariamente contra sus propios
intereses. Lo cierto es que la doctrina de Jesús hacía la guerra al reino de Satanás y tenía
la fuerza suficiente para quebrantar su poder, y estaba claro que la expulsión de los
demonios de los cuerpos de los posesos confirmaba la fuerza de esta doctrina.
2. Cristo tiene la sabiduría y el poder suficientes para atacar las fuerzas del enemigo
dondequiera que se encuentren, ya sea en los cuerpos o en las almas de los hombres (v.
27). Está claro, pues, también que el objetivo de Jesús es entrar en la casa del forzudo
para apoderarse de los bienes del forzudo (v. Ef. 4:8; Col. 2:15). Por consiguiente, es
natural suponer que su primer objetivo es atar al forzudo y mostrar así que le ha ganado
la batalla.
III. La tremenda advertencia que Jesús les hizo de que considerasen bien las
peligrosas palabras que habían pronunciado; por muy a la ligera que las hubiesen dicho,
si persistían en este modo de pensar, aunque se llame librepensamiento, les sería de
fatales consecuencias; sería un pecado contra el último remedio y, por tanto,
imperdonable. Sí, es cierto, como ha escrito H. Kung, que «el único pecado
imperdonable es el rechazamiento del perdón»; pero lo que conduce a rechazar el
2Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1215
perdón es negarse a ser convencido por el Espíritu Santo. Y quienes ante tales muestras
de poder del Espíritu Santo en Jesús (comp. Is. 61:1 y ss.), se atrevían a buscar una
excusa tan infame para no creer, ellos mismos se cerraban obstinadamente el camino del
perdón. Es como el enfermo que sólo puede curarse con un remedio por vía oral, pero su
estómago se niega a recibirlo; su muerte es segura. Es cierto también que el Evangelio
promete, porque la muerte de Cristo lo ha provisto, perdón para los más graves pecados
de los peores criminales (v. 28), y muchos de los que insultaban a Cristo cuando pendía
de la Cruz hallaron misericordia; el propio Señor oró: «Padre, perdónales», pero esto
era blasfemar contra el Espíritu Santo es decir, hablar mal de Él al achacar a «un
espíritu inmundo» (v. 30) lo que se hacía por el poder del Espíritu, «el dedo de Dios»
(v. Lc. 11:20), y quienes rechazan este «dedo», se niegan fatalmente a ser salvados por
el «brazo» Omnipotente de Dios (comp. con Is. 59:1–2).
Versículos 31–33
1. La falta de respeto que los parientes de Cristo según la carne mostraron hacia Él,
cuando vinieron a echarle mano precisamente mientras estaba predicando; no sólo «se
quedaron afuera», sino que también «enviaron a llamarle» (v. 31). Una de las penas
más profundas que un ministro de Dios puede sentir en su corazón es que sus propios
familiares pongan, de alguna manera, obstáculos a su ministerio.
2. El respeto que Cristo mostró en esta ocasión hacia sus familiares según el
espíritu. Como en otras ocasiones, también aquí mostró algo semejante a un relativo
menosprecio de Su madre (v. Lc. 2:49; Jn. 2:4), si bien lo hacía solamente para que se
percatara de que Él tenía que estar «en las cosas de su Padre». Jesús se volvió hacia los
que le escuchaban y «mirando en torno a los que estaban sentados en corro a su
alrededor», pronunció que ellos eran «Su madre y Sus hermanos» (v. 34). Los que no
sólo oyen la Palabra de Dios, sino que la ponen por obra (v. Stg. 1:25), «hacen la
voluntad del Padre» (v. 35) y, por ello, son de la familia de Jesús pues se nutren del
mismo alimento que Él (Jn. 4:34); son estimados, amados y cuidados como sus
parientes más próximos. Ésta es una buena razón para que honremos a los que temen a
Dios (Sal. 15:4), a fin de que podamos compartir con los santos este honor.
CAPÍTULO 4
En este capítulo tenemos dos parábolas del sembrador, una del grano de mostaza, y
el milagro con que Cristo calmó una tempestad en el lago de Genesaret.
Versículos 1–20
El capítulo anterior comenzaba con la entrada de Cristo en la sinagoga; el actual
comienza con la enseñanza de Cristo junto al mar. Así variaba Él sus métodos de
enseñanza, para atender de este modo a la diversidad de los oyentes y de las
circunstancias. Hallamos aquí una novedad: Él se sentó en una barca para enseñar,
mientras la gente estaba de pie en tierra escuchándole. Vemos, pues:
I. La forma en que Cristo enseñaba a la multitud: «Les enseñaba muchas cosas en
parábolas» (v. 2), pues ese era el método más apto para que le escucharan, ya que a la
gente le gusta que le hablen en su propio lenguaje, y muchos oyentes despreocupados se
vuelven atentos cuando se les propone una ilustración tomada de las cosas comunes de
la vida. Estas ilustraciones son útiles para recordarlas mejor y, en especial, para hacer
pensar, aunque para los no interesados en las cosas del espíritu, sólo les sirven de
diversión, pues no se toman la molestia de profundizar en ellas: «por mucho que sigan
mirando, ven, pero no perciben» (v. 12). Cierran voluntariamente los ojos contra la luz
y, por ello, justamente pone Cristo su enseñanza bajo la oscura linterna de una parábola,
la cual tiene su lado luminoso para los que están prestos a aplicarse la enseñanza a sí
mismos, pero para aquellos que sólo la toman como un juego, sólo les da un pequeño
rayo de luz de vez en cuando, con lo que se marchan más oscuros que vinieron.
II. La forma en que explicaba las enseñanzas a Sus discípulos: «Cuando se quedó
solo» (v. 10), no solamente los doce, sino también algunos otros que le rodeaban,
tuvieron la oportunidad de preguntarle el significado de las parábolas. Y Él les dijo cuán
grande era su privilegio de poder entender el misterio del reino de Dios (v. 11).
Mientras otros sólo encontraban diversión éstos hallaban instrucción. Quienes conocen
el misterio del reino de los cielos, han de reconocer que les es dado; que han recibido
del Señor Jesús, tanto la luz como la vista.
1. Tenemos primero la parábola del sembrador que vemos también en Mateo 13:3 y
ss. Comienza con «Oíd» (v. 3), y acaba con «El que tiene oídos para oír, que oiga» (v.
9). Las palabras de Cristo exigen atención. Debemos atender con todo esmero, incluso a
lo que todavía no comprendemos totalmente o correctamente. En las palabras de Cristo
hallaremos mucho más de lo que al principio sospechábamos.
2. Vemos luego la explicación que hizo de ella a los discípulos. Tenemos aquí una
pregunta que les hizo antes de la explicación, la cual no se halla en Mateo: «¿No
entendéis esta parábola? ¿Cómo, pues, entenderéis todas las demás?» (v. 13). Como
diciendo: «Si no entendéis ésta que es tan sencilla, no tendréis la clave para entender el
resto de las parábolas que he de exponeros». Antes de explicar la parábola: (A) Cristo
muestra cuán triste era el caso de quienes no disfrutaban del privilegio de penetrar en el
significado de las enseñanzas del Señor: «A vosotros os ha sido dado», pero no a ellos.
Esto debería despertarnos para orar y esforzarnos a adquirir conocimiento de las cosas
de Dios. Si no llegamos a entender las verdades sencillas del Evangelio, ¿cómo
podremos entender los pasajes más difíciles? Esta parábola nos enseña precisamente a
poner atención en la Palabra de Dios y aplicárnosla, pues así es como penetraremos
mejor en ella. Consideremos cuán grande es nuestro privilegio de ser discípulos de
Cristo y cuán miserable es la condición de quienes carecen de tales gracias, «no sea que
se conviertan, y se les perdone» (v. 12), pues sólo quienes se convierten tienen sus
pecados perdonados. ¡Misterio grande! Pero no hemos de pensar que esa ceguera les
viene a los incrédulos sin culpa de su parte, pues sólo son cegados los que «detienen con
injusticia la verdad» (Ro. 1:18). (B) Cristo muestra también a Sus discípulos qué
vergüenza era para ellos el necesitar explicación especial de lo que habían oído, por no
haberlo entendido a la primera. Quienes deseen avanzar en el conocimiento de la
doctrina, deben primero reconocer su ignorancia.
Así, pues, les da la explicación de la parábola, como la vimos ya en Mateo.
Observemos aquí: (a) Que, en el amplio campo cubierto por el mensaje la Palabra de
Dios cae sobre todos sin discriminación: «El sembrador siembra la palabra» (v. 14), la
arroja a la ventura, sin saber a ciencia cierta dónde penetrará ni qué fruto producirá. La
esparce para que se multiplique. Cristo estuvo ejerciendo este oficio por algún tiempo,
cuando pasaba predicando y enseñando, ahora lo hace por medio de Sus ministros y la
siembra mediante las manos de éstos. (b) Que, de entre todos los que reciben la palabra
por el oído, son relativamente pocos los que la reciben en el corazón, de forma que
venga a producir fruto en ellos; aquí hay solamente uno, de cuatro, con buen resultado.
Da mucha tristeza pensar qué cantidad tan grande de la preciosa semilla que es la
Palabra de Dios, se siembra en vano y se pierde; pero llegará un día en que se pedirá
cuenta a los hombres por los mensajes no escuchados (v. Jn. 12:48). (c) Que muchos se
sienten conmovidos, por un poco de tiempo, por la palabra, pero no reciben de ella un
beneficio permanente. Son emociones súbitas que terminan en una frialdad culpable
«como el crepitar de las zarzas debajo de la olla» (Ec. 7:6). Los representados aquí por
«los que fueron sembrados en pedregales, reciben la palabra con gozo» (v. 16), pero
terminan en nada por faltarles la raíz de convicción (v. 16). (d) Que la causa de que la
palabra no produzca una impresión eficaz y permanente en la mente de los que oyen, no
está en la semilla, sino en ellos: unos no ponen atención, de forma que les entra por un
oído y les sale por el otro; otros se intimidan a la primera prueba o contrariedad; en
otros las corrupciones pueden más que las convicciones. No hay fruto que permanezca.
(e) Que el diablo está muy atento a la predicación de la palabra, no para sacar provecho
de ella, sino para impedir que los demás saquen ese provecho, pues viene velozmente,
como las aves de presa más veloces, y se la lleva antes de que le presten consideración
(v. 15). El gran enemigo de las almas no pierde tiempo en quitarles oportunidades de
salvación. (f) Que muchos no sacan provecho de la predicación porque el corazón les
rebosa de mundanidad: riquezas, placeres, preocupaciones excesivas de negocios
terrenales etc., que ahogan la semilla. Sólo Marcos registra la frase «y los deseos de las
restantes cosas» (v. 19): un apetito necio y desordenado de cosas que agradan a los
sentidos o simplemente a la fantasía. ¡Triste cosa es que una persona se arruine por
aferrarse a lo que posee, pero es más triste que no poseyendo nada se arruine por la
ambición de poseer! (g) Que, finalmente, lo que Dios espera es fruto, no hojas; y fruto
que corresponda a la especie de la semilla: una mentalidad y una conducta de acuerdo
con el Evangelio. Por otra parte, no puede esperarse buen fruto si no se ha sembrado
buena semilla. Es aquí donde los predicadores y maestros de la Palabra han de
examinarse a sí mismos, para ver si lo que siembran es Palabra de Dios o mero producto
de su erudición.
Versículos 21–34
I. El Señor pasa después a insinuar que los que son buenos deben hacer el bien, lo
que equivale a producir fruto. Dios espera que los dones y las gracias que nos otorga, se
aprovechen y le devuelvan el servicio y la gloria que se merece (v. 21), porque «¿Acaso
se trae la lámpara para ponerla debajo del almud, o debajo de la cama?» ¡No! Se ha
de poner sobre el candelero. Todo creyente, así como ha recibido más luz, debe
difundirla. Aunque sólo sean como candelas; comparados con el Sol de justicia, deben
arder y alumbrar, aunque sea por un tiempo (Jn. 5:35). Tanto mayor razón para brillar
lo más y mejor posible. Una candela da luz a un pequeño espacio y por un poco tiempo,
fácilmente se la puede apagar de un soplo, y está continuamente gastando aceite o cera y
dando humo y mal olor; pero, por pobre y manchada que esté, debe brillar y no ha de
esconderse bajo falsas excusas. «El “almud”—dice el profesor Trenchard—es una
medida para grano, así que puede significar el comercio, pues la luz del testimonio del
creyente suele esconderse muy a menudo porque da demasiada importancia a las
preocupaciones materiales; la “cama” simboliza la pereza, que también ahoga el
testimonio.»
Jesús da la razón de esto al añadir que «no hay nada oculto sino para ser
manifestado» (v. 22). No hay, de parte de Dios, tesoros de dones y gracias, otorgados a
un ser humano, sino con el designio de ser comunicados; el Evangelio no estaba
destinado a ser un secreto reservado a los apóstoles, sino «para salir a la luz» y ser
divulgado en todo el mundo (v. Hch. 1:8). Aunque Jesucristo explicó en privado las
parábolas a sus discípulos Su designio, sin embargo, era que ellos lo expusieran
públicamente: eran enseñados para enseñar.
II. Los que escuchan la palabra del Evangelio tienen que esmerarse en atender a
ella. Por eso, después de haber dicho: «El que tiene oídos para oír, que oiga» (v. 23),
añade: «Atended a lo que oís» (v. 24). Lo que oímos no nos aprovecha a menos que lo
consideremos; y si deseamos que otros nos oigan con atención, debemos primero
atender nosotros a lo que Dios nos dice. En este sentido también, lo anterior empalma
con lo que sigue: «con la medida con que midamos, nos será medido». Y, en la medida
en que usemos bien los dones que Dios nos ha concedido, se aumentará también nuestra
capacidad. Si hacemos buen uso del conocimiento que ya poseemos, nuestros
conocimientos aumentarán pero, si escondemos el talento que nos ha sido prestado,
pronto se tornará inútil; el hierro que no se usa, presto se oxida. Así se entiende lo que
dice el Señor: «Porque al que tiene, se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene se le
quitará» (v. 25). Es decir, al que hace buen uso de los dones que se le han
encomendado, se le entregarán nuevos dones con las nuevas responsabilidades, pero al
que no se ha responsabilizado lo suficiente con el don que tenía, es natural que se le
quite lo que tenía ocioso y sea entregado a otro que haga buen uso de él. Lo contrario
sería moralmente injusto, pues equivaldría a medir con medida falsa.
III. De aquí, pasa el Señor a exponer otra parábola que sólo se halla en Marcos, y
viene a ser como el complemento de la otra parábola del sembrador. Ahora vemos una
simiente que ha caído en buen terreno, y el Señor quiere enseñarnos ahora que el
crecimiento de la semilla no se puede forzar, sino que es el poder interior del Espíritu
Santo el que produce el inicio del proceso, así como el progreso y la consumación de la
obra al poner en sazón la cosecha. Es lo mismo que viene a decir el apóstol en 1
Corintios 3:6 y ss.: el ministro de Dios (y lo mismo digamos de cada creyente) se limita
a plantar y regar, pero el crecimiento interior lo da Dios. Así como tendríamos por loco
al hortelano que saliese al campo a estirar las hojas de las lechugas para que crecieran
antes, así también «no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene
compasión» (Ro. 9:16). Así, sin ruido, sin prisa y sin pausa, entra el reino de Dios en
una persona (vv. 26–29). Veamos la descripción que de esto hace Jesús:
1. Primero, la semilla brota. Aunque parezca perdida y sepultada bajo los terrones,
se abrirá paso a través de ellos. Cuando un campo está sembrado de trigo, ¡cuán pronto
se altera su faz! ¡qué aspecto tan agradable y hermoso presenta cuando está cubierto de
verde!
2. El labrador no puede describir cómo se realiza ese portento: «la semilla brota y
crece de un modo que él mismo no sabe» (v. 27). De la misma manera, nosotros no
sabemos cómo actúa el Espíritu, por medio de la Palabra, para cambiar un corazón; es
como el soplar del viento, cuyo sonido oímos, pero no sabemos de dónde viene ni
adónde va (Jn. 3:5–8).
3. Una vez que sembró la semilla, el labrador no hace nada para que nazca y crezca:
«ya duerma, ya se levante, de noche y de día» y, aunque quizá no vuelva a pensar en
ella, «la tierra da el fruto por sí misma» (gr. automate de donde viene la palabra
«automáticamente»); es decir, al seguir espontáneamente el curso de la naturaleza. Así
también la palabra de gracia, cuando se recibe con fe, se convierte en el corazón en una
obra de gracia.
4. Crece, no de una vez, sino gradualmente: «primero el tallo, luego la espiga,
después grano abundante en la espiga» (v. 28). Una vez nacida, sigue su curso; la
naturaleza tiene su curso, y también la gracia lo tiene. El interés de Cristo es, y será, un
interés creciente; y aunque los comienzos sean pequeños, el final será muy grande. Aun
cuando al principio se vea solamente un tierno tallo que la escarcha puede mustiar o la
planta del pie aplastar, con todo crecerá hasta convertirse en una espiga y, después,
granos maduros en la espiga. La obra de Dios progresa sin ruido y de un modo
insensible, pero avanza a través de los obstáculos sin detención ni fracaso.
5. Finalmente, llega a su perfección y se pone en sazón (v. 29): «Cuando el fruto lo
admite, en seguida mete la hoz, porque ha llegado la siega». Del fruto que el Evangelio
produce en el corazón Cristo recoge una cosecha. Cuando llegue el tiempo final de las
siembras, los justos serán recogidos como trigo en el granero de Dios (Mt. 13:30).
IV. En otra parábola, cuyo sentido es muy discutible, el Señor muestra la forma en
que la semilla crece en el reino de Dios (vv. 30–32). Una cosa es cierta: La semilla del
grano de mostaza, a pesar de la pequeñez de su tamaño da origen a un arbusto tan
grande que las aves del cielo pueden cobijarse bajo su sombra. Esta parábola se halla
también en Mateo 13:31–32, con la variante de que «vienen las aves del cielo y hacen
nidos en sus ramas». Contra la opinión de muchos comentaristas, y de la mano de
grandes expertos de la Palabra de Dios, creemos que este crecimiento no es normal.
Dice Trenchard: «Una legumbre que se hace árbol no es un proceso natural, y el
simbolismo de “las aves” no significa nada bueno». En Mateo, como en Marcos 4:4, 15,
«las aves» simbolizan la obra del diablo; estas aves «hacen sus nidos» (Mt. 13:32) en
las ramas de este árbol, es decir, se aposentan en él, sólo para aprovecharse de su altura.
En cuanto al cobijo bajo su sombra (Mr. 4:32), el propio Lenski, que echa a buena parte
el sentido de la parábola, confiesa lo siguiente: «Las aves del campo que se abrigan bajo
su sombra no son ciudadanos del Reino; su permanencia en las ramas es sólo pasajera.
Estas aves del campo son los hombres en general que viven en todas partes, y
encuentran que la Iglesia es útil, y gozan de su sana influencia en el mundo».
V. El escritor sagrado, al omitir aquí otras parábolas narradas por Mateo, dice: «Con
muchas parábolas como éstas les hablaba la palabra conforme a lo que podían oír» (v.
33), es decir en la medida en que eran capaces de entenderla. Por eso tomaba sus
ilustraciones de las cosas con que los oyentes estaban familiarizados. Su manera de
expresarse era, pues, fácil y, por otra parte, lo bastante profunda para que después la
meditasen y rumiasen para su edificación. Al usar un paralelismo antitético, frecuente
en la Biblia, Marcos añade, como Mateo (13:34), que «sin parábolas no les hablaba»
(v. 34). Pero a sus discípulos les explicaba todo en privado. ¡Cómo desearíamos que
nos hubiesen llegado las explicaciones que Jesús dio a todas estas parábolas como lo
hizo con la parábola del sembrador! Con todo, Sus propios discípulos no entendieron
plenamente muchas cosas hasta el día de Pentecostés, después de la resurrección y
ascensión del Señor (v. por ej., Jn. 2:22; 12:16).
Versículos 35–41
El milagro que a continuación se nos narra, con el que llevó la tranquilidad a los
discípulos, al calmar la tormenta del lago, lo hallamos también en Mateo 8:23 y ss., pero
aquí se refiere más en detalle.
1. Sucedió «aquel mismo día, al atardecer» (v. 35). Después de haber trabajado
durante todo el día en continua enseñanza, en lugar de reposar, se expuso al peligro.
Muchas veces, el final de un trabajo es el comienzo de una sacudida.
2. Él mismo propuso hacerse a la mar: «Pasemos al otro lado». Allí también había
trabajo por hacer. Cristo pasó haciendo el bien, y no había obstáculo que le impidiese
seguir adelante con Su obra.
3. No se hicieron a la mar sino después de haber despedido a la multitud (v. 36).
Despedir no significa despachar, sino dejarles ir con sus necesidades satisfechas y sus
preguntas respondidas, porque el Señor nunca permitió que alguien se marchase de Él
quejándose de haber acudido a Él en vano (comp. con Jn. 6:35–37).
4. Le tomaron «tal como estaba», sin ninguna preparación y rendido como estaba de
tanto trabajo (comp. con Jn. 4:6). Quizá, sin el manto que le abrigase al bajar la
temperatura con la brisa de la tarde.
5. La tempestad que se levantó era «tan violenta, que las olas irrumpían en la
barca, de tal manera que ya se estaba llenando» (v. 37). Al ser una barca pequeña, las
olas la zarandeaban malamente hasta inundarla.
6. «Había otras barcas con Él», las cuales, seguramente, estarían pasando el mismo
peligro y suscitando idéntica inquietud. La multitud se había ido tranquilamente, cada
uno a su casa, pero había quienes se aventuraban a seguirle incluso en el mar. Bien
puede uno hacerse a la mar en compañía de Cristo, sin miedo alguno, aun cuando
puedan avizorarse las más fuertes tormentas.
7. «Él estaba en la popa, durmiendo sobre un cabezal» (v. 38); es decir, estaba en el
lugar del piloto, junto al timón. Allí había un cabezal, sobre el que dormía plácidamente
para poner a prueba la fe de Sus discípulos y, también, para incitarles a orar; en la
prueba, la fe de ellos resultó débil pero sus oraciones fueron fuertes. A veces, cuando la
Iglesia está sufriendo bajo una tormenta, parece como si Jesús estuviera dormido, sin
preocuparse de los problemas de los Suyos e, incluso, como si no escuchase sus
oraciones, pero, a pesar de las apariencias, «el que guarda a Israel, no dormirá ni se
adormecerá» (Sal. 121:3–4). Jesús dormía, pero Su corazón estaba despierto.
8. A pesar de que su fe era débil, los discípulos sacaron fuerzas de flaqueza al tener
presente al Maestro, y apelaron al remo de la oración cuando los remos del barco no les
servían. Su último recurso era despertar al Maestro, aun cuando una barca que llevaba a
Cristo, por mucho que las olas la zarandearan no podía hundirse. Además, el propio
Jesús les había asegurado del éxito de la travesía al decirles: «Pasemos al otro lado» (v.
35). De todos modos, cuando Cristo parece dormido en medio de una tempestad, es
despertado por las oraciones de los Suyos; podemos estar en el extremo de nuestro
ingenio o de nuestras fuerzas, pero no en el extremo de nuestra fe, al tener tal Salvador a
quien acudir. La forma en que se dirigen ahora al Señor no puede ser más apremiante:
«Maestro, ¿no te importa que estemos pereciendo?» (v. 38). Confieso que esto me
suena demasiado áspero, más como regañándole por dormirse, que pidiéndole
despertarse. No hallo excusa para este lenguaje, excepto que la situación en que se
hallaban les atemorizaba hasta tal punto que no sabían lo que decían. Quien sospeche
que Cristo no tiene cuidado de Su pueblo cuando ocurren graves problemas, ya sea en la
Iglesia o en la vida del creyente, le hace al Señor una grave injuria.
9. Escuchemos la voz de mando con que Cristo reprendió a la tempestad, y que no
hallamos en Mateo. Le dijo: ¡Calla, enmudece!» (v. 39). Que cese de rugir el viento, y
de bramar el mar. El ruido es amenazador y terrorífico ¡que no se oiga más de él! Esto
es, (A) una voz de mando para nosotros; cuando nuestro perverso corazón, «como el
mar en tempestad, no puede estarse quieto» (Is. 57:20), pensemos que estamos oyendo
la voz de Cristo que dice: ¡Calla, enmudece! No pensemos en medio de la confusión, no
hablemos sin premeditación. Simplemente callemos y calmémonos; (B) una voz de
consuelo para nosotros, sabiendo que, por fuerte, temible y ruidosa que sea la tormenta
Jesucristo puede calmarla con una sola palabra de Su boca. Quien hizo el mar, le puede
hacer callar.
10. La reprensión que dio Cristo a Sus discípulos por haber cedido al miedo, se halla
aquí con más detalles que en Mateo 8:26. Allí leemos. «¿Por qué teméis, hombres de
poca fe?» En Marcos 4:40, vemos: «¿Por qué sois tan miedosos? ¿Cómo es que no
tenéis fe?» No es que los discípulos carecieran de fe por completo, pero en esta ocasión
su miedo prevalecía de tal modo, que parecían no tener ninguna, ya que no les servía
para nada. Quienes piensen que Cristo no se preocupa de los Suyos cuando están en
peligro, deben abrigar fundadas sospechas acerca de su fe.
11. Finalmente, la impresión que este milagro hizo en los discípulos está aquí
expresado de modo diferente al que hallamos en Mateo 8:27. Allí leemos: «Y los
hombres se maravillaron» mientras que Marcos dice: «Ellos se aterraron mucho» (v.
41). Ahora, su miedo se volvió hacia otra dirección, rectificado por su fe. Cuando, antes,
tenían miedo del viento y del mar, era por la falta de reverencia que deberían haber
tenido hacia Cristo. Pero ahora que habían visto una demostración tan maravillosa del
dominio de Jesús sobre el viento y el mar, temieron a éstos menos, y a Jesús más.
Primero tuvieron miedo del poder y de la ira del Creador en la tempestad, y ese miedo
les ofuscaba y atormentaba, pero ahora temían el poder y la gracia del Redentor en la
calma; y esto les llenaba de temor reverencial, pero también de gozo y satisfacción. «Se
decían unos a otros: ¿Pues quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?»
Seguramente, más que un mero hombre.
CAPÍTULO 5
En este capítulo, tenemos la expulsión de la legión de demonios, efectuada por Jesús
a favor de un desdichado poseso, y la subsiguiente entrada de los demonios en los
cerdos, con lo que toda la piara se precipitó al mar. Después vemos la curación de la
mujer que sufría de una hemorragia incurable, curación que Jesús llevó a cabo cuando
se dirigía a casa de Jairo para devolver la vida a su hija.
Versículos 1–20
3

Otro ejemplo del poder de Cristo sobre el «hombre forzudo». Este milagro fue
llevado a cabo cuando habían llegado «al otro lado del mar» (v. 1), adonde llegó a
través de una tempestad. Su objetivo era ahora rescatar a esta pobre criatura de las
manos de Satanás.
I. La miserable condición en que este hombre se hallaba: «poseído de un espíritu
inmundo» (v. 2). Su estado era lamentable, con accesos de locura tan violentos, cuales
no se vieron en ningún otro de los posesos que fueron curados por el Señor.
1. «Tenía su morada entre los sepulcros» (v. 3), en un lugar donde yacían los
muertos. Estos sepulcros estaban apartados de las ciudades, en lugares desiertos. Quizás
el demonio lo llevaba allá. Tocar un sepulcro comportaba contaminación. Los espíritus
inmundos llevan a las personas a lugares y compañías que contaminan, y de este modo
los mantienen bajo su poder. Al rescatar a las almas del poder de Satanás, Cristo salva a
los vivos de entre los muertos.
2. Este hombre poseía una fuerza formidable y nadie le podía domeñar: «nadie
podía atarle ni con cadenas». No sólo no servían de nada las cuerdas, por fuertes que
fueran, sino que ni aun los grilletes y las cadenas podían sujetarle, puesto que rompía y
destrozaba todo ello (vv. 3–4). Esto muestra la triste condición de las almas que caen
bajo el dominio del diablo. Algunos pecadores notoriamente voluntarios son como este
loco. Los mandamientos y las maldiciones de la Ley son como cadenas y grilletes,
destinados a refrenar a los pecadores de sus caminos perversos, pero ellos quiebran
estas ataduras (Sal. 2:3; Jer. 5:5).
3. Sólo servía de terror y tormento, tanto a sí mismo como a cuantos le rodeaban (v.
5). El diablo es un amo muy cruel. Esta desdichada criatura «andaba continuamente, de
noche y de día, entre los sepulcros y por los montes, dando gritos y cortándose con
piedras» ¿Qué es el hombre, cuando la razón es destronada, y Satanás es entronizado en
él?
II. Su contacto con el Señor (v. 6): «Al ver de lejos a Jesús, corrió y se postró ante
Él». Este hombre acostumbraba correr hacia otros con rabia, pero hacia Cristo corrió
con reverencia. Por la acción invisible de las manos de Jesús se pudo dominar a quien
ni las cadenas ni los grilletes podían sujetar; su rabia y su furia amainaron en un instante
y, aunque su gesto no significa propiamente adoración, sí que es un homenaje prestado
obligadamente ante la presencia y el poder de un superior.
III. La palabra de mando que le dirigió Cristo: «Sal del hombre, espíritu inmundo»
(v. 8). El mismo Señor que hizo que el hombre corriese hacia Él y se postrara a Sus
pies, hizo también que alcanzase alivio mediante la expulsión de sus atormentadores. Si
Cristo actúa en nosotros para orar de corazón por ser libertados de Satanás, actuará
también por nosotros para conseguirnos esa liberación.

3Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1218
IV. El miedo que el diablo tenía de Cristo. Usando la lengua del endemoniado, dijo
el diablo «gritando con gran voz: ¿Qué tengo yo que ver contigo?» (v. 7). Notemos en
este versículo: 1. Que llama al Señor «Jesús», que significa «Dios salva». 2. Llama a
Dios «Altísimo», esto es, superior a todos los demás pretendidos dioses. 3. Reconoce
que Jesús es el «Hijo del Dios Altísimo». Con esto vemos que no es extraño oír las
mejores palabras de las peores bocas. Una piedad de dientes para afuera es cosa fácil. El
hipócrita mejor hablado no puede decir cosas mejores que éstas. ¡Y las dijo el diablo! 4.
Al mismo tiempo, viene a decirle a Jesús: «¿Qué tengo yo que ver contigo?» (v. 1:23);
como si dijera: «No te metas conmigo, pues yo no me meto contigo»: es una de las
mentiras del diablo, inspirada aquí por el miedo. 4. Por eso, añade: «Te conjuro por
Dios que no me atormentes». También Caifás se atrevió a conjurarle por el Dios
viviente (v. Mt. 26:63). El demonio reconoce abiertamente el poder absoluto de Jesús y
le suplica que, en caso de salir del poseso, no le envíe de inmediato al abismo.
V. El siguiente diálogo de Jesús con los demonios no se halla en Mateo. Cristo
pregunta al demonio: «¿Cuál es tu nombre?» La respuesta es: «Mi nombre es legión,
porque somos muchos» (v. 9). Esto insinúa: 1. Que los demonios están organizados
paramilitarmente (comp. con Ef. 6:12). Las huestes diabólicas hacen guerra contra Dios
y Su gloria, contra Cristo y Su Evangelio, contra los hombres y su santidad, tanto como
contra su felicidad. 2. Que son numerosos. Una legión romana constaba de unos 6.000
soldados. Aunque no fuese precisamente ese el número de los demonios que habían
tomado posesión de este hombre, lo cierto es que eran muchos. 3. Que actuaban de
común acuerdo, como una legión alistada bajo la misma bandera y para la misma causa
perversa. 4. Que son poderosos y temibles. ¿Quién puede hacer frente a una legión?
Con nuestras propias fuerzas, somos incapaces de luchar con éxito contra un enemigo
tan formidable pero en el Señor, y con el poder de Su fuerza, podemos resistir a
nuestros enemigos espirituales.
VI. La súplica que esta legión de demonios hizo a Cristo, de que les permitiera
entrar en una piara de cerdos que «pacía en la ladera del monte» (v. 11). La petición
era: 1. «Que no los enviara fuera de la región» (v. 10) no sólo que no les atormentara
antes de tiempo, sino que no les expulsara de la región. Parece ser que tenían especial
afición (o, más bien, especial desprecio) a la región aquella. 2. Que les permitiera entrar
en los cerdos (v. 12).
VII. El permiso que Cristo les dio de entrar en los cerdos y la subsiguiente perdición
de la piara (v. 13). «Él les dio permiso». Inmediatamente, «los espíritus inmundos,
saliendo, entraron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, corrió a precipitarse por el
acantilado al mar, y se ahogaron en el mar». Los espíritus inmundos entraron en los
cerdos, que eran animales inmundos según la Ley. Los hombres que, como los cerdos,
se deleitan en el fango de los placeres sensuales, son morada apta para habitación de
Satanás. ¡Triste final el de aquellos cerdos, pero más triste el de los hombres que gustan
de ensuciarse en el pecado, precipitándose así de cabeza en el Infierno, a menos que se
lleguen a Jesús con fe y arrepentimiento!
VIII. Lo sucedido se divulgó rápidamente por toda la comarca. Los que apacentaban
a los cerdos se dieron prisa en comunicar a sus amos lo ocurrido (v. 14). Eso reunió a
mucha gente y la incitó a venir por ver lo que había pasado. Esta gente, precisamente
cuando vieron al endemoniado sentado, vestido y en su sano juicio, les entró miedo (v.
15). ¡Es asombroso! Ahora, que es cuando menos motivo había para tener miedo en
aquel lugar, una vez curado el que sembraba el terror en aquellos contornos, es cuando
tienen miedo ¡de Jesús! Dice Lenski: «En lugar de ser atraídos a Jesús, se apartan de Él.
No veían su misericordia; sólo temían su poder. Esta reacción era enteramente anormal
y sin razón, como lo son todas las reacciones de la incredulidad». Entretanto, el que
había sido poseído por la legión de demonios, estaba vestido y en su sano juicio. Una
vez que el diablo fue expulsado, el hombre recobró su sano juicio, «volvió en sí» (comp.
Lc. 15:17), para ser su «verdadera persona» (v. Ec. 12:13). Quienes se someten, en amor
y obediencia, al poder de Cristo, no sólo se ven libres del poder de Satanás, sino que
están capacitados para vivir «sobria, justa y piadosamente» (Tit. 2:12).
IX. A continuación, contemplamos una de las escenas más tristes que los
evangelistas nos han legado (v. 17). La gente aquella, al ver lo que había ocurrido al
endemoniado y a los cerdos «comenzaron a rogarle» (lo cual muestra que los dueños de
los cerdos eran judíos, pues, de haber sido gentiles le habrían echado la culpa de la
pérdida, y le habrían exigido) «que se alejara de los confines de ellos». La liberación
del endemoniado y del peligro que su anterior condición constituía, no significaba nada
para esta gente; lo único que ellos lamentaban era la pérdida de los cerdos. ¡Así se
comportan todos los materialistas! Puestos a escoger entre Cristo y los cerdos, prefieren
a éstos. Así que los demonios se salieron con la suya, puesto que su mayor deleite
consiste en ver a los pecadores satisfechos con el amor del mundo (comp. 1 Jn. 2:15). Si
estos hombres hubiesen dejado su grosero materialismo, Jesús tenía para ellos vida y
felicidad genuina, pero al no estar dispuestos a renunciar al pecado ni a perder sus
puercos, prefirieron abandonar al Salvador. No se puede servir a dos señores.
X. Finalmente, se nos dice cómo se comportó el pobre poseso después de su
liberación. 1. «Le rogaba [a Jesús] que le dejara quedarse con Él» (v. 18). 2. «Pero no
se lo permitió» tenía para él otra labor que desempeñar: «Vete a tu casa, adonde los
tuyos, y cuéntales todo cuanto el Señor ha hecho por ti, y cómo tuvo compasión de ti»
(v. 19). De esta manera, sus parientes, sus amigos y sus vecinos podían ser edificados
por el testimonio de él e invitados a creer en Jesucristo. Debe poner un énfasis especial
en la compasión de Jesús más aún que en su poder, al tener en cuenta el miserable
estado en que antes se encontraba. 3. El hombre, en un transporte de alegría comenzó a
proclamar por toda la comarca «cuánto había hecho Jesús por él» (v. 20). El resultado
fue que «todos se admiraban». Ahí termina el relato. Es de temer que muy pocos fuesen
algo más lejos de esa admiración. Entonces, como ahora, muchos admiran a Cristo
como a un gran Maestro, un buen hombre, incluso un mártir de una causa justa, pero no
se entregan a Él como al único Salvador personal, necesario y suficiente.
Versículos 21–34
Como los gadarenos no deseaban que Cristo permaneciera en la comarca de ellos, Él
no se quedó para molestarles por más tiempo, sino que marchó enseguida por el mar «a
la otra orilla» (v. 21), y allí «se aglomeró junto a Él una gran multitud». Aunque
algunos rechazan a Cristo, otros, en cambio, le reciben y le acogen con gozo.
I. Tenemos a uno que viene a suplicarle en público que vaya a sanar a su hija
enferma; es nada menos que «uno de los dirigentes de la sinagoga» (v. 22). Su nombre
no se halla en Mateo, pero aquí se le nombra como Jairo o Jair (v. Jue. 10:3). Se dirige
a Cristo con gran humildad y reverencia: «al verle, cae ante sus pies» y, como quien se
halla en gran apuro, «le suplica con insistencia» (v. 23). Tiene una «hijita», de unos
doce años (v. 42); a no dudar, la predilecta de la familia; y «está a punto de morir»;
pero cree que, si Cristo viene y «pone las manos sobre ella», la niña volverá aun de las
puertas mismas del sepulcro. En Mateo, el padre dice un poco más tarde: «Mi hija
acaba de morir» (Mt. 9:18). Pero aun así, él continúa con su petición. Jesús accede de
buen grado y marcha con él (v. 24).
II. En esto, otra persona se interpone para robarle clandestinamente (valga la
expresión) la curación de una enfermedad, y se lleva lo que deseaba. Esta curación fue
llevada a cabo por Jesús mientras iba de camino a la casa de Jairo para devolverle la
vida a la hija de éste. Jesús pronunció muchos de Sus discursos y realizó muchos de Sus
milagros mientras iba de camino. También nosotros habríamos de procurar hacer el
bien, no sólo cuando estamos sentados en casa, sino también cuando vamos de camino.
1. El lastimoso caso de esta pobre mujer. Padecía de un constante flujo de sangre,
una continua hemorragia desde hacía doce años (v. 25). Había consultado a cuantos
médicos pudo visitar y había seguido fielmente las prescripciones que ellos le habían
recetado, pero «había gastado todos sus bienes sin provecho alguno sino que, por el
contrario, había empeorado» (v. 26). Podemos, pues decir que estaba desahuciada. Es
bastante corriente el caso de que la gente no acuda a Cristo sin que antes haya procurado
en vano encontrar alivio en otras personas, para percatarse finalmente de que son
médicos que de nada sirven. Sin embargo, Cristo demostrará que es refugio seguro
incluso para quienes le buscan como último refugio.
2. La estupenda fe que esta mujer tenía en el poder de Cristo para sanarla: «Porque
decía: Si toco aunque sólo sea su manto, seré curada» (v. 28). Deseaba una curación en
secreto, y su fe era adecuada para su caso.
3. El maravilloso efecto que su fe consiguió: «Inmediatamente cesó su hemorragia»
(v. 29). El flujo de sangre se secó al instante, y ella misma «sintió en su cuerpo que
había quedado curada de su aflicción». Aquellos a quienes Cristo sana de ese terrible
flujo del mal, que es el pecado, no pueden menos de experimentar en sí mismos un
cambio favorable.
4. La pregunta de Jesús sobre la secreta paciente y el ánimo que le dio. Cristo «se
percató en su interior de que había salido de El un poder» (v. 30). Deseoso de conocer
a Su paciente, preguntó, no con desagrado, como quien ha sido afrentado, sino con
ternura, como quien está interesado: «¿Quién ha tocado mis vestidos?» Los discípulos
casi se burlaron de esta pregunta: «Estás viendo que la multitud te apretuja, y dices:
¿Quién me ha tocado?» (v. 31). Pero Cristo no cesó por eso en su investigación, sino
que «continuaba mirando en torno suyo para ver a la que lo había hecho» (v. 32); no
para reprenderla de presunción, sino para alabar su fe y, con Su palabra y Su acción,
garantizar y corroborar la curación. Lo mismo que los pecados secretos, también los
actos secretos de virtud son conocidos del Señor Jesús y caen bajo Su mirada. La pobre
mujer, al darse cuenta de las pesquisas de Jesús, se presentó ante Él «temerosa y
temblando» (v. 33), al no saber a ciencia cierta cómo le habría sentado su acción al
Maestro. Los pacientes de Cristo están muchas veces temblando cuando deberían estar
triunfando. Podía haberse acercado con toda confianza, «sabiendo lo que le había
ocurrido»; a pesar de ello, tiene miedo y tiembla. Era una sorpresa, una bendita sorpresa
y, sin embargo, parecería que era una desagradable sorpresa. De todos modos,
«echándose a sus pies, le dijo toda la verdad». No hay mejor cosa para quienes tienen
miedo y temblor que echarse a los pies de Jesús. Alguien ha dicho muy bien: «¿Tienes
miedo de Dios? ¡Échate en Sus brazos!» También nosotros debemos decirle a Jesús
toda la verdad; no debemos avergonzarnos de nuestras transacciones secretas con Jesús,
sino, por el contrario, cuando se presente la ocasión, mencionemos lo que Él ha hecho
por nosotros y la experiencia que tenemos de la virtud curativa que se deriva de Él.
¡Cuánto ánimo le dieron a la mujer las palabras de Jesús: «Hija, tu fe te ha sanado» (v.
34). La gracia de Dios pone su «Amén» a nuestras oraciones: « Así sea (o, “así será”)
para ti». Por tanto, «vete en paz».
Versículos 35–43
Después de haber sanado una enfermedad incurable, Cristo triunfa ahora sobre la
muerte.
I. A Jairo le llegan las tristes nuevas de que «su hija ha muerto» (v. 35). Mientras
hay vida hay esperanza, solemos decir; hay que recurrir a todos los medios posibles;
pero cuando se acabó la vida, se acabó la esperanza: «¿Por qué molestas aún al
Maestro?» De ordinario, en casos como éste, el pensamiento apropiado es: «La cosa
está decidida, se ha cumplido la voluntad de Dios y me someto a ella: Jehová me lo dio
y Jehová me lo quitó (Job 1:21)». Pero el presente caso es extraordinario: la muerte de
esta niña no pone punto final a la narración.
II. Cristo anima al afligido padre para que no pierda la esperanza: «no haciendo
caso de lo que se hablaba» (trad. literal), y aunque se había detenido en el camino para
realizar de paso una curación, Cristo le asegura a Jairo que no ha emprendido aquel
viaje en vano, y que no va a perder nada por lo que otros han ganado: «No temas, cree
solamente» (v. 36). Podemos suponer que Jairo, al oír la triste noticia, se quedaría
perplejo por un momento, y no sabría Si pedirle al Señor que siguiera con El o no; pero
¿es que no tenemos la misma oportunidad para la gracia y los consuelos de Dios,
cuando hay luto en casa, que cuando hay enfermedad? Por eso, Cristo deja bien clara su
determinación: «No temas que mi presencia no sirva para nada; cree solamente que yo
puedo hacer que todo acabe bien». Tengamos confianza en Cristo y dependamos
siempre de Él, y Él hará para nosotros lo mejor (comp. con Sal. 37:5). Creamos en la
resurrección, y no habrá por qué temer.
III. Al llegar a la casa, Cristo se sacudió la multitud y entró en la habitación de la
niña acompañado únicamente de cinco personas: «Pedro, Jacobo y Juan» (v. 37) y «al
padre de la niña y a la madre» (v. 40); es decir, a los discípulos predilectos de Él, y a
los familiares más directos de la difunta.
IV. Inmediatamente procedió a devolver la vida a la muchacha. En ello podemos
observar:
1. Que la niña era muy estimada y querida, pues los parientes y vecinos «lloraban y
daban grandes alaridos» (v. 38).
2. Que la niña estaba realmente muerta. Lo confirma el hecho mismo de que se
burlaran de Jesús por haber dicho: «La niña no está muerta, sino que duerme» (v. 39).
3. Que Cristo no quiso que fueran testigos del milagro quienes de tal manera
ignoraban las cosas de Dios, que no entendían lo que quiso decir al hablar de la muerte
como dormición, o eran tan burlones que «se reían de Él».
4. Que tomó a los padres de la muchacha para que fueran testigos del milagro y
consolarles, ya que ellos se dolían verdaderamente, al dolerse calladamente.
5. Que Cristo resucitó a la niña mediante «la palabra de su poder» (cf. He. 1:3), la
cual se nos da aquí en la propia expresión original del arameo que Jesús hablaba, y que
Marcos traduce al griego, ya que su Evangelio no iba dirigido primordialmente a judíos:
«Talithá cumi, que traducido significa: Muchacha, levántate» (v. 41). Este
imperativo no es sólo un mandato, ya que los muertos no tienen en sí mismos el poder
para levantarse; con el mandato del Señor, va también el poder para hacerlo efectivo.
Cristo obra lo que manda, y obra mediante el mandato y, por ello, puede mandar lo que
le plazca, incluso que se levante un muerto. Lo mismo hace el Evangelio con los que
por naturaleza están muertos en sus pecados y delitos y, por su propio poder, no son
capaces de levantarse de su estado, como tampoco esta muchacha podía levantarse de su
lecho de muerte.
6. Que la muchacha, tan pronto como volvió a la vida, «se levantó y se puso a
caminar» (v. 42). La vida espiritual se muestra en levantarse del lecho de la pereza y
despreocupación, y ponerse a caminar santamente en el nombre y con el poder de
Cristo.
7. Que todos cuantos presenciaron el milagro, «quedaron fuera de sí, llenos de
asombro». (v. 43). No pudieron menos de reconocer que había allí algo realmente
extraordinario que ellos no podían explicar ni entender.
8. Que Cristo se esforzó por mantener secreto lo sucedido: «Les dio órdenes
estrictas de que nadie se enterara de esto». Ya hemos expuesto en otros lugares la razón
de ello: los judíos de aquel tiempo necesitaban cambiar de mentalidad con respecto a
Jesús pues esperaban un Mesías politicomilitar que les libertase del yugo de los
romanos.
9. Que Cristo se preocupó de que a la muchacha se le diese algo de comer (v. 43).
Con ello se mostraba que la muchacha había vuelto, no sólo a la vida, sino también a un
estado de salud perfecto, al sentir apetito por la comida. Igualmente, cuando Cristo
imparte la vida espiritual, provee también el sustento para la vida eterna, y nunca
abandona la obra de Sus manos, sino que lleva a feliz término lo que ha comenzado
(comp. con Fil. 1:6).
CAPÍTULO 6
Vemos a Cristo despreciado por sus paisanos. También vemos el poder que otorgó a
Sus apóstoles. A continuación, se nos refiere incidentalmente la muerte del Bautista, y
los milagros que Jesús obró después, entre los que destacan la alimentación de los cinco
mil y el andar sobre las aguas del lago de Genesaret.
Versículos 1–6
I. Cristo hizo una visita «a su pueblo»; es decir, a Nazaret, donde se había criado y
donde estaban sus parientes más próximos. Si esta visita es distinta de la que narra
Lucas en su Evangelio (Lc. 4:16 y ss.), como muchos creen es admirable que Jesús
condescendiera en visitar de nuevo Nazaret, al haber estado en tal peligro allí (Lc. 4:29).
II. «Cuando llegó el sábado, comenzó a enseñar en la sinagoga» (v. 2). En el día en
que nos reunimos para alabar al Señor y celebrar la Cena del Señor, debe predicarse la
Palabra de Dios, conforme al ejemplo de Cristo.
III. «Muchos que le escuchaban estaban asombrados», reconociendo como no
podían menos de hacer, algo que era muy honroso con respecto a Él: 1. Que hablaba con
gran sabiduría. 2. Que obraba grandes milagros (o poderes, como dice el original). Con
ello, reconocían de modo implícito las dos grandes pruebas del origen divino de Su
Evangelio: la sabiduría divina y el poder divino; sin embargo, aunque no podían negar
las premisas, no querían admitir la conclusión.
IV. Trataban de desacreditarle. Toda su sabiduría y todos aquellos milagros no son
tenidos en cuenta: «¿No es éste el carpintero?» (v. 3). En Mateo le echan en cara que es
«el hijo del carpintero» 1. Esto nos enseña cómo se humilló a sí mismo al tomar la
forma de siervo (Fil. 2:7). 2. También nos enseña a odiar la pereza y a encontrar algo
que hacer en este mundo. No hay cosa que sea tan perniciosa para los jóvenes como
adquirir el hábito de hacer el vago. Los judíos tenían una buena norma para evitar esto:
hacer que los jóvenes que se preparaban para los estudios aprendieran también algún
oficio, para que tuvieran algo que hacer en el tiempo que no dedicaban al estudio. Así
vemos que el apóstol Pablo hacía tiendas de campaña. 3. De esta manera, daba prestigio
a los oficios manuales, también llamados serviles, porque los griegos y los romanos los
encomendaban a los esclavos. Jesús no desdeñó asumir el decreto ordenado a nuestro
primer padre después de la caída, de «comer el pan con el sudor de su frente» y con el
trabajo de sus manos.
Otra cosa que le echaban en cara era la baja posición social de Sus parientes más
próximos: «el hijo de María, etc.». Jesús, con María Su madre y con Sus hermanos, se
habían trasladado a Capernaúm, pero las hermanas se habrían casado probablemente y
habitarían en Nazaret; quizá se hallaban entre los oyentes, pues la frase: «¿Y no están
Sus hermanas aquí con nosotros?» (v. 3) admite ambos sentidos. Por el hecho de
conocer personalmente a Sus familiares, de posición baja y sin estudios «superiores», a
pesar de asombrarse de Su doctrina y de Sus milagros «se escandalizaban a causa de
Él». Les servía, no sólo de tropiezo sino de caída. Dice Lenski: «Ponerse en contacto
con Jesús, reconocer su palabra y su poder, es una cosa fatal para quienes, al sentir este
contacto, experimentan una reacción de incredulidad».
V. Veamos cómo reaccionó Jesús ante esta actitud.
1. En parte, la excusó: «No hay profeta sin honra, excepto en su propio pueblo» (v.
4). Sin duda, muchos han podido vencer este prejuicio, pero es cierto que,
ordinariamente, los ministros de Dios raras veces tienen en su propio pueblo la misma
aceptación que entre forasteros; la familiaridad en los días de la juventud engendra
cierto desprecio, y el progreso o el éxito posterior de alguien que tuvo un origen oscuro
llevan casi inevitablemente a la envidia. Difícilmente aguantan los hombres el tener por
guías de sus almas a aquellos cuyos padres eran comparados «a los perros del ganado»
(Job 30:1).
2. A pesar de todo, Jesús hizo el bien allí también, superando con el bien el mal,
pues «sanó a unos pocos enfermos poniendo las manos sobre ellos» (v. 5).
3. Pero no pudo hacer allí tantas maravillas como en otros lugares, a causa de la
incredulidad que predominaba entre la gente. Es una expresión extraña, pues parece
como si la incredulidad atara las manos mismas de la omnipotencia. Como dice
Trenchard: «El poder fluye según las leyes espirituales, y la incredulidad de los hombres
impone una barrera infranqueable a su operación». De esta manera, renunciaron al
honor y al privilegio de los milagros que habría podido hacer entre ellos. Esto es
«detener con injusticia la verdad» (Ro. 1:18).
4. «Y se asombró de la incredulidad de ellos» (v. 6). Dos veces se asombró Jesús de
la fe, y precisamente de dos gentiles: el centurión (Mt. 8:10) y la mujer cananea (Mt.
15:28); ahora se asombra de la incredulidad de sus propios paisanos.
5. «Y recorría las aldeas enseñando». Si no podemos hacer el bien donde queremos,
hagámoslo donde podemos, aunque sea en modestos villorrios. A menudo, el Evangelio
de Cristo encuentra mejor acogida en las aldeas rurales que en las ciudades populosas.
Versículos 7–13
I. La comisión que Jesús dio a los doce apóstoles, de predicar y obrar milagros.
Hasta ahora habían convivido con Cristo, sentados a Sus pies, y habían escuchado Sus
enseñanzas y visto Sus milagros. Pero habían recibido para dar; habían aprendido para
enseñar; y, por eso, ahora «comenzó a enviarlos» (v. 7). No siempre debían estar en la
academia para alcanzar conocimientos. Aun cuando no estaban todavía tan preparados
como lo habían de estar después, no obstante, deben comenzar a ser lanzados a la obra
de acuerdo con la capacidad y preparación actuales, y esforzarse por progresar después.
1. Cristo los envió «de dos en dos». Es un detalle que Marcos nos ha conservado. De
este modo, podían tener alguna compañía cuando estuviesen entre extraños, reforzarse
mutuamente las manos, animarse el corazón y ayudarse mutuamente en todo. Es
máxima bien probada que «dos es mejor que uno». De esta manera, Cristo quería
enseñar a Sus ministros a asociarse y prestarse mutuo apoyo.
2. «Y les daba autoridad sobre los espíritus inmundos». Les comisionó para atacar
el reino del diablo y les dio poder para expulsar los demonios de los cuerpos de los
posesos.
3. «Les encargaba que no tomasen nada para el camino» (v. 8), ni vituallas ni
dinero, para que se mostrasen, dondequiera que estuviesen, como pobres. Cuando
después les ordenó que tomasen bolsa y alforja (Lc. 22:36), no quiso dar a entender que
hubiese disminuido el cuidado que tenía de ellos, sino que iban a encontrarse en peores
condiciones y circunstancias que cuando comenzaron su ministerio. Sólo deben tomar
un bastón en que apoyarse como peregrinos. En Mateo 10:10; Lucas 9:3, les prohíbe
incluso el bastón, pero probablemente se refiere a no tomar otro de repuesto. (M. Henry
opina que les permitió llevar bastón para apoyarse, pero no para defenderse; sin
embargo, la palabra en el griego es la misma—nota del traductor—.) Deben ir calzados
con sandalias, y sin llevar túnica de repuesto. Si alguna otra cosa necesitaban, debía
serles provista por aquellos a quienes iban a predicar.
4. Les ordenó igualmente que «dondequiera que entrasen en una casa»,
estableciesen allí, por así decir, su «cuartel general», sin ir de casa en casa para
hospedarse (v. 10). Puesto que iban en una misión lo bastante digna como para que les
acogiesen con gozo, era muy apropiado que se quedasen en la primera casa donde
fuesen invitados en primer lugar, pues es muy probable que allí no serían recibidos
como una carga. Hay otra razón de suma prudencia, y es que, cuando se anda de casa en
casa, existe el peligro de una especie de competencia y rivalidad entre los diversos
anfitriones, y hasta de chismes y cuentos.
5. Pronuncia una sentencia muy fuerte sobre los que rechacen el Evangelio que les
va a ser predicado: «Y cualquier lugar que no os reciba o no os escuchen, sacudid el
polvo de la planta de vuestros pies, en testimonio contra ellos» (v. 11). Ese polvo, como
el polvo de Egipto (Éx. 9:9), se tornará para ellos en una plaga; y la condenación que
sufrirán en el gran día, será más pesada que la de Sodoma y Gomorra.
II. La forma en que los apóstoles desempeñaron esta comisión. Aun cuando eran
conscientes de su propia debilidad, en obediencia a su Maestro y al depender de la
fuerza de Él, se fueron de allí (v. 12) como Abraham, sin saber lo que les esperaba.
1. La doctrina que predicaron: «proclamaron que se arrepintiesen», que cambiaran
de mentalidad y reformarán su vida. El gran objetivo de la predicación y, por tanto, de
los predicadores es, y debe ser, conducir a los hombres al arrepentimiento, a conseguir
un corazón nuevo y un nuevo camino. No han de divertir a la gente con elaboradas
especulaciones ni con historias que entretengan, sino decirles sin rodeos, directamente,
que deben arrepentirse de sus pecados y volverse a Dios.
2. Los milagros que obraron: El poder que Cristo les había conferido para imponerse
a los espíritus inmundos no quedó sin efecto, no lo recibieron en vano, sino que lo
usaron rectamente, pues «expulsaban muchos demonios» y, además, «ungían con aceite
a muchos enfermos, y los sanaban» (v. 13).
Versículos 14–29
I. Ahora vemos las extrañas ideas que la gente se había formado acerca de Jesús (v.
15). Sus propios paisanos se habían negado a creer cosas grandes acerca de Él,
únicamente porque conocían la oscuridad de Su parentela; pero otros estaban dispuestos
a creer cualquier otra cosa que no fuese la verdad. Unos pensaban que era Elías, a quien
se esperaba como Precursor del Mesías (Mal. 4:5); otros, que era un profeta surgido
ahora, como los profetas de la antigüedad.
II. La opinión de Herodes acerca de Él. «Decía: Juan el Bautista ha sido resucitado
de entre los muertos … al que yo decapité» (vv. 14, 16). Pensaba que Juan había
resucitado con mayor poder que el que antes tenía: «por eso actúan en Él estos poderes
milagrosos»; pues antes, «Juan, a la verdad, ninguna señal hizo» (Jn. 10:41). Por aquí
vemos que:
1. Donde hay una fe ociosa, suele haber una fantasía laboriosa. El pueblo creía (v.
Mt. 16:14) que era un profeta resucitado de entre los muertos; Herodes, que era Juan el
Bautista, resucitado. Parece ser, pues, que el que un profeta resucitara y llevase a cabo
milagros portentosos, no era tenido por imposible, ni siquiera por improbable,
precisamente cuando no era verdad, pero después cuando Cristo resucitó
verdaderamente, lo negaron obstinadamente. Esto muestra que quienes más
deliberadamente se niegan a creer la verdad, suelen ser los más propensos a creer los
errores y las fábulas.
2. Quienes luchan contra la causa de Dios, se verán aturdidos, incluso cuando se
crean vencedores.
3. Una conciencia culpable no necesita más acusador o verdugo que a sí misma: «al
que yo decapité», dice Herodes, aterrado al pensar que Jesús pueda ser Juan resucitado.
Temía a Juan cuando éste vivía, y ahora le teme diez veces más cuando está muerto. El
miedo a duendes y fantasmas puede acosar a la gente más de lo que su mala conciencia
les puede acusar.
4. Puede haber terrores de fuerte convicción donde no hay evidencias de genuina
conversión.
III. Aquí Marcos intercala el relato de la muerte del Bautista. Se nos dice:
1. La gran estima y veneración que, por algún tiempo, tuvo Herodes hacia Juan el
Bautista, detalle que sólo Marcos nos ha conservado (v. 20):
(A) «Tenía temor de Juan, sabiendo que era un hombre justo y santo.» Por aquí se
ve la posibilidad de que algunas personas sientan gran respeto hacia los buenos,
especialmente hacia los buenos ministros de Dios; sí, incluso por lo que en ellos ven de
bueno; y, sin embargo, continúan siendo malas personas. (a) Juan era «un hombre justo
y santo»; para que una persona sea perfectamente buena, es preciso que sea justa y
santa; santa, para Dios; justa, para el prójimo. (b) Herodes lo sabía esto por experiencia,
por la relación personal con Juan. Dios deja sin excusa a los malos, precisamente
cuando éstos, a pesar de su propia maldad, son capaces de discernir la justicia y la
santidad en otros. (c) Por eso, Herodes temía y honraba a Juan. Los que son justos y
rectos, precisamente por su valentía en no contemporizar con los malos, se ganan, si no
el aprecio, por lo menos el respeto de parte de ellos.
(B) «y le guardaba seguro», no porque temiese que Juan tratara de escaparse, sino
más bien para tenerlo lejos del alcance de Herodías.
(C) «y, al oírle muchas cosas, se quedaba perplejo» (trad. literal). Le oía
extensamente. Muchos MSS leen: «y al oírle, hacía muchas cosas» (por la semejanza
de los vocablos griegos eporei = estaba perplejo, y epoiei = hacía). Aunque la
primera lectura es la más probable, no cabe duda de que, después de oír a Juan, Herodes
llevaba a cabo algunas cosas buenas; no era un mero oidor de la palabra, sino también
hacedor, pero en parte. Y Santiago pone de relieve que «cualquiera que guarda toda la
ley, pero ofende en un punto, se hace culpable de todos» (Stg. 2:10).
(D) «Pero le escuchaba con gusto.» Era un gusto pasajero, como los que reciben la
semilla en terreno pedregoso (v. Lc. 8:13). Dice Lenski: «Le hubiera gustado seguir la
buena senda que Juan le señalaba, pero no podía resolverse a romper con su vida
pasada». Estos escrúpulos atormentaban, sin duda, a Herodes, mientras que Herodías no
sentía ningún escrúpulo.
2. La fidelidad con que Juan servía a Herodes al declararle su pecado, por tomar por
esposa a la mujer de su hermano Felipe: «No te es lícito tener la mujer de tu hermano»
(v. 17). Ésta era la mayor iniquidad de Herodes, de la cual no podía desprenderse, a
pesar de hacer muchas cosas buenas que Juan le aconsejaba. Aunque Herodes era rey,
Juan no tenía más empacho en hablarle con toda franqueza, como lo había hecho Elías
con Acab. A Pesar del peligro que corría al reprender a Herodes, y más aún por la
ofensa contra Herodías, Juan no dudó en correr el riesgo antes que faltar a su deber. Los
ministros del Señor que son fieles en la obra de Dios, no deben temer el rostro de los
hombres.
3. El resentimiento que Herodías le guardaba a Juan por ello: «Y Herodías le tenía
un profundo rencor y deseaba matarle, pero no podía» (v. 19). Ya que no podía
matarle, había conseguido que «fuese encadenado en la prisión» (v. 17). Hay gente que
aparenta honrar a los profetas, con tal que no pongan el dedo en la llaga; les gusta la
buena predicación, con tal que el predicador se mantenga lejos del pecado que ellos, con
tanto afecto, acarician. Pero es preferible que los pecadores persigan ahora a los
ministros de Dios por su fidelidad, más bien que el que les maldigan eternamente por su
infidelidad.
4. El complot para decapitar al Bautista. «Pero llegó un día oportuno» (v. 21).
Oportuno para Herodías, aunque trágico para el propio Herodes, pues ya no pudo
mantenerse a caballo de su perplejidad. Llegó el cumpleaños del rey y hubo baile en la
corte. Para festejar la solemnidad, debía bailar en público la hija de Herodías. Anfitrión
e invitados, con los ojos enrojecidos de vino y de lascivia, quedaron encantados del
baile de la muchacha: «agradó a Herodes y a los que se sentaron con él a la mesa» (v.
22). En esa turbia inconsciencia que produce el alcohol (v. Ef. 5:18a), el rey hizo a la
muchacha la más extravagante promesa: «Cualquier cosa que pidas, te la daré, hasta la
mitad de mi reino» (v. 23). Y para que el regalo tuviese doble garantía, «le juró»: se lo
prometió interponiendo juramento. La muchacha fue a pedir consejo a su madre (en Mt.
14:8, debe leerse «instigada», no «instruida de antemano»—nota del traductor—).
Marcos nos refiere con toda claridad que la muchacha salió para consultar a su madre,
aunque no cabe duda de que ésta esperaba una oportunidad para vengarse del Bautista.
5. Así que, de acuerdo con el consejo de Herodías, la muchacha «entró a toda prisa
ante el rey con su petición, diciendo: Quiero que me des ahora mismo en una bandeja
la cabeza de Juan el Bautista» (v. 25. Nótese, de paso la riqueza de detalles en este
versículo). Para que el rey no se arrepintiese, quizá, de su descabellada promesa, la
muchacha «entró a toda prisa», pidiendo que le fuese dada «ahora mismo», y «en una
bandeja». Mateo (14:8) dice: «Dame aquí» lo cual indica que la muchacha llevaba ya
preparada la bandeja para no perder tiempo ni desaprovechar, con dilaciones inútiles, la
ocasión.
6. Herodes accedió a la petición, y la ejecución de Juan se llevó a cabo
inmediatamente. Pero: (A) «el rey se puso muy triste». ¡Cómo desearía no haber
prometido inconscientemente! ¡Por todo el oro del mundo no lo habría hecho, si no
hubiera sido sorprendido en un instante por una necia pasión! No pudo hacerlo sin gran
repugnancia. Cuando queda en el malvado un poco de conciencia, hay pecados que no
se pueden cometer sin sufrimiento. (B) «pero no quiso rehusárselo, a causa de los
juramentos». Se siente ligado por su propio juramento, hecho en un momento de
precipitación y acerca de algo que era totalmente injusto y perverso, como era el
decapitar al «justo y santo» Juan. Los votos y juramentos sobre cosas pecaminosas no
obligan así que hay que arrepentirse de ellos y no llevarlos a la práctica. Éste fue,
aunque en otras circunstancias, el caso de Jefté (Jue. 11:30–39): malo fue su voto; y
peor aún su cumplimiento, pues no hay voto alguno que pueda anular la obligación de
observar el precepto de no cometer homicidio. (C) «y en atención a los comensales». Le
pareció que quedaría en ridículo con los invitados, si se volvía atrás de la promesa que
había hecho con juramento. Así es como los reyes se hacen esclavos de aquellos cuyo
respeto y adulación codician. «El rey envió un verdugo», un soldado de su guardia «y le
ordenó traer la cabeza de Juan». Los tiranos crueles tienen siempre servidores
dispuestos a cumplir las órdenes más crueles y extravagantes de sus amos.
7. El resultado de todo esto fue que la perversa corte de Herodes tuvo su día de
triunfo y gloria: el verdugo «trajo la cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha,
y la muchacha se la dio a su madre» (v. 28). Por su parte, los entristecidos discípulos
del Bautista, «cuando se enteraron vinieron a recoger su cadáver, y lo pusieron en una
tumba» (v. 29). Una vez consumado el crimen, y quitado de en medio el que estorbaba a
Herodías, parece ser que nadie se preocupó en palacio del descabezado cuerpo del
Bautista.
Versículos 30–44
I. El regreso de los apóstoles que Cristo había enviado a predicar y expulsar
demonios (v. 7). «Se reunieron con Jesús, y le contaron todo cuanto habían hecho y
enseñado» (v. 30). Los ministros del Señor habrán de darle cuenta de lo que han hecho y
enseñado. El orden de los verbos que es el mismo que Lucas aplica a Jesús en Hechos
1:1: «… hice mención de todas las cosas que Jesús comenzó a HACER y ENSEÑAR».
Es menester hacer y enseñar lo que podemos referir a Jesús sin quedar avengonzados. Y
de poco servirá el enseñar cosas muy buenas si no las hacemos (v. Jn. 13:17). Como
dijo un creyente a cierto predicador: «Las obras de usted hablan tan alto que no me
dejan escuchar sus palabras».
II. La ternura con que Cristo les recibió, después de la fatiga que su comisión les
había proporcionado «Entonces les dice: Venid vosotros mismos a un lugar solitario y
descansad un poco» (v. 31). Al parecer, los discípulos de Juan vinieron a Cristo con las
tristes nuevas de la muerte de su maestro (v. Mt. 14:13) casi al mismo tiempo en que los
propios discípulos de Jesús volvieron de su expedición. Cristo tiene en cuenta la
pesadumbre de unos y la fatiga de otros y provee para ambas clases de discípulos el
alivio adecuado: descanso para los fatigados y refugio para los apenados. ¡Con qué
amabilidad y compasión les dice: «Venid … y descansad»! Los más activos siervos de
Cristo no pueden estar siempre bregando, pues tienen un cuerpo que necesita relajarse y
descansar. Y el Señor es para el cuerpo, considera de qué estamos hechos, y no sólo nos
concede tiempo para descansar, sino que dispone nuestra mente para el descanso.
Quienes trabajan con diligencia y fidelidad, han de retirarse gozosamente a descansar.
Vemos que: 1. Cristo les llama para que «vengan aparte». Si han de descansar como es
debido, han de retirarse a un lugar apropiado. 2. Les invita, no a lugar de diversión, sino
«a un lugar solitario». No ha de extrañarnos que, quien hizo de una barca su cátedra de
predicación, haga de un desierto el lugar de descanso. 3. Les pide que vengan a
descansar «un poco», sólo para respirar libremente y volver de nuevo al surco. 4. La
razón para ello: «Pues eran muchos los que iban y venían, y ellos no tenían tiempo
conveniente ni aun para comer». Cada cosa a su tiempo, como dice el refrán, y así se
puede llevar a cabo mucho sin fatigarse demasiado; pero si la gente no para de ir y
venir, hasta los pequeños trabajos se hacen con grandes molestias. 5. Para evadirse más
fácilmente de la multitud, «se marcharon en la barca» (v. 32). Yendo por mar les
resultaría menos fatigoso que yendo por tierra.
III. El empeño que las multitudes ponían por seguir a Jesús. No se les reprende aquí
por eso, ni se les despide para que se vayan, sino que todos son bien acogidos. Una falta
de buenos modales en quienes siguen a Cristo, fácilmente será excusable si se comete
en medio de la abundancia de los buenos afectos. Le seguían «desde todas las
ciudades» (v. 33), y dejaban sus casas y sus quehaceres. Y le seguían «a pie», aunque Él
se había marchado por mar. Y no sólo iban a pie, sino que «corrieron allá en tropel … y
llegaron antes que ellos». Le siguieron, a pesar de que se iba a un lugar retirado, porque
la presencia de Cristo es capaz de tornar en paraíso un desierto.
IV. La forma en que Cristo los acogió (v. 34): «Salió Él, y vio una gran multitud;
pero, en lugar de incomodarse por su presencia «se le enterneció el corazón de
compasión hacia ellos» pues su situación espiritual era lamentable, ya que «eran como
ovejas que no tienen pastor». Parecían bien inclinados, fácilmente gobernables, como
las ovejas, pero sin pastor que les guiase y condujese por el camino recto. La oveja es
precisamente el animal más propenso a desviarse sin guía, y el más torpe para hallar por
sí misma el camino de vuelta si no hay quien la conduzca. Así que, no sólo «sanó de
ellos a los que estaban enfermos» (v. Mt. 14:14), sino que también «comenzó a
enseñarles muchas cosas».
V. La provisión que hizo para todos ellos. Aunque estaban en un desierto, Jesús se
convirtió en anfitrión de todos sus oyentes, y allí les puso mesa espléndida. Y lo llevó a
cabo por medio de un gran milagro.
1. Los discípulos le insinuaron que debía despedirlos: «El lugar es solitario, y la
hora es ya muy avanzada; déjalos marchar …» (vv. 35–36). Esto es lo que los
discípulos sugerían, pero no vemos que la multitud tuviera intención de marcharse. Los
discípulos pensaban que se les hacía un favor con despedirlos. Sin embargo ellos tenían
por mayor favor seguir escuchando las enseñanzas de Cristo. Cuando hay voluntad, el
tiempo que se pasa en las cosas buenas nunca se hace largo.
2. Cristo ordenó que se les diese de comer (v. 37). Para enseñarnos a ser cariñosos
con quienes nos pueden resultar incómodos, ordenó que se les proveyese de alimento a
base del pan que Él y Sus discípulos habrían llevado consigo al retirarse al desierto. Tan
inclinado estaba el Señor a la hospitalidad que no le importaba tener que compartir el
pan que habían llevado para comerlo allí tranquilamente. Después de nutrirles con el
alimento espiritual de la palabra, no quería dejar que les faltase el alimento necesario
para el cuerpo. El camino del deber, así como es el camino de la seguridad, también es
el camino de la provisión. Cuando no se tienta, pero se confía en ella, la Providencia de
Dios nunca desampara a ninguno de Sus fieles siervos, sino que brinda refrigerio en el
momento oportuno, aun por medios extraordinarios.
3. Los discípulos objetaron que eso no era posible: «¿Iremos a comprar pan por
doscientos denarios y les daremos de comer?» (v. 37). En lugar de esperar a que Cristo
les diese instrucciones, se enredan en sus propios fallidos proyectos. Cristo permite que
reconozcan su propia necedad al hacer previsiones por su cuenta, a fin de que concedan
mayor valor a la provisión que Él tiene dispuesta para la multitud.
4. Y, para satisfacción de todos, Cristo efectúa Su provisión. Después que le son
presentados los cinco panes y los dos peces que tenían a mano, Cristo lleva a cabo el
gran milagro. La provisión a mano, escasamente servía para que Él y los discípulos
pudiesen probar un bocado, pero aun eso tienen que darlo. Vemos con frecuencia al
Señor invitado a comer por otras personas, pero aquí es Él quien invita a comer, a Sus
propias expensas, a una gran muchedumbre. Vemos:
(A) Que la provisión era ordinaria. No se trata de golosinas. Si tenemos lo que
necesitamos, no importa que no tengamos para halagar el gusto o la vista. La promesa
para los que temen al Señor es que tendrán para comer, no para banquetear.
(B) Que el orden en que los huéspedes fueron colocados era perfecto: «Él les dio
instrucciones para que todos se acomodaran sobre la verde hierba. Y se acomodaron
por grupos de ciento y de cincuenta» (vv. 39–40), pues Dios no es Dios de confusión,
sino de orden (v. 1 Co. 14:33, 40).
(C) La comida fue precedida de bendición divina: «levantó los ojos al cielo y
bendijo» (v. 41). Cristo no llamó a uno de sus discípulos para que implorara una
bendición, sino que la dio Él mismo; y, en virtud de esta bendición, el pan se multiplicó
de un modo asombroso, y lo mismo los peces, pues «comieron todos, y quedaron
satisfechos», a pesar de que «los que comieron de los panes eran cinco mil hombres»
esto es sin contar las mujeres ni los niños (v. Mt. 14:21). Notemos que dice
«satisfechos», no «hartos», pues la hartura es un obstáculo para la verdadera
satisfacción. Vemos, pues, que Cristo vino al mundo, no sólo para ser el gran sanador,
sino también el gran alimentador; y en Él hay bastante para alimentar a todo el que a Él
se allegue, pues Él es «el pan vivo que descendió del cielo» (Jn. 6:51). Sólo quien viene
a Cristo lleno de sí mismo, se marcha de Cristo vacío.
(D) Cristo se cuida incluso de los fragmentos que sobraron pues «recogieron doce
canastas llenas de trozos de pan y de pescado) (v. 43). Con esto nos enseñaba a no
malgastar, por mucho que tengamos a nuestra disposición. Dice admirablemente Lenski:
«Doce cestas llenas, una para cada uno de los doce, ninguna para Jesús, lo que significa
que quien fue creador de esta abundancia proporcionaba a los doce la oportunidad de
compartir con Él algo de sus abundantes provisiones. De todo lo que El te da, tú tienes
el privilegio de devolverle un poco. ¿Qué sentirían los doce, cuando al acercarse la
noche, rodearon a Jesús con sus cestas repletas de alimento?»
Versículos 45–56
I. Dispersión de la multitud. Inmediatamente, Jesús «obligó a sus discípulos a subir
a la barca» (v. 45) a fin de ir por mar a Betsaida. La gente no tenía prisa por marcharse
pues ahora que habían disfrutado de una buena cena, nada les inquietaba para que se
separaran de Él.
II. «Y después de despedirse de ellos, se fue al monte a orar» (v. 46). Jesús pasaba
mucho tiempo en oración: oraba muchas veces y oraba mucho. Se marchó a orar a solas,
para darnos ejemplo y animarnos a dirigirnos a Dios en secreto, no sólo en oraciones
comunitarias. Un buen creyente nunca está menos solo que cuando está a solas con
Dios.
III. Los discípulos se encontraron con dificultades en el mar: «El viento les era
contrario» (v. 48); por lo cual «se fatigaban remando». Esto era un anticipo de las
dificultades por las que habían de pasar después cuando el Maestro los enviase a
predicar el Evangelio por todo el mundo. La Iglesia es muchas veces como una barca en
medio del mar, zarandeada por las tempestades y sin alivio; podemos tener a Cristo con
nosotros y, sin embargo, con el viento y el oleaje en contra de nosotros; pero siempre es
un consuelo para los discípulos de Cristo en medio de una tormenta, saber que su
Maestro está en el monte de los cielos, e intercede por ellos.
IV. Cristo vino hacia ellos sobre las aguas. Quiso venir en ayuda de ellos de la
manera más cariñosa posible, y por eso se llegó a ellos personalmente. Vemos que:
1. No vino a ellos hasta «la cuarta vigilia de ta noche» (v. 48); es decir, hasta las
tres de la madrugada; pero, por fin, vino. Aunque las visitas de Cristo a los Suyos se
demoren, Él no dejará de venir.
2. «Vino hacia ellos caminando sobre el mar». El mar estaba ahora agitado por las
olas y, sin embargo, Cristo vino andando sobre él. No hay dificultad que pueda impedir
el que Cristo se manifieste con amor a los Suyos. Siempre es capaz de hallar, o abrir por
la fuerza a través del más tempestuoso mar, el camino que conduzca a la liberación de
los Suyos.
3. «Quería pasarles de largo». Es decir les habría pasado de largo, a no ser que le
hubieran invitado a subir con ellos a la barca. Muchas veces, la Providencia de Dios
actúa como si pasase de largo, aunque tiene la intención decidida de ayudar al pueblo de
Dios. Dios es poderoso para socorrer al que no se lo pida, pero quiere que se lo
pidamos, y mostremos así que somos conscientes de nuestra necesidad y que deseamos
recibir Su ayuda.
4. «Pero ellos … pensaron que era un fantasma, y gritaron» (v. 49). Se asustaron al
verle, y pensaron que era una aparición (v. 50). ¡Cuántas veces nos asustamos de
muchas cosas, como si fueran fantasmas temibles, cuando son solamente producto de
nuestra propia imaginación! Bien se ha dicho que el 99% de los disgustos que nos
llevamos, nos lo produce únicamente nuestra imaginación.
5. Jesús les animó e hizo cesar el terror que ellos sentían, diciéndoles: «Tened
ánimo, soy yo, no temáis» (v. 50). No conocemos a Cristo hasta que Él mismo se revela
a nosotros. Y el conocerle cómo es en Sí, y saber que está cerca de nosotros, basta para
alegrar a los discípulos de Cristo, incluso en medio de la más recia tormenta, al silenciar
así todos sus temores. Por densa que sea la oscuridad en torno nuestro, aunque negras
nubes se ciernan amenazadoras sobre nosotros, una sola palabra de Jesús basta para
aquietar nuestro ánimo. No les dice quién es, sino sólo: «soy yo», pues eso era bastante
para que le reconocieran por la voz, como reconocen las ovejas a su pastor por la voz
(Jn. 10:4). Cuando Cristo dijo a los que venían a arrestarle: «Yo soy» (Jn. 18:6), ellos
cayeron por tierra. Pero cuando dice a los que quieren asirse de Él por fe: «Yo soy» Él
mismo los levanta y los conforta.
6. «Y subió a la barca, adonde ellos» (v. 51). Con tal de tenerle consigo en la barca
todo irá bien. Y tan pronto como Él subió a la barca, «amainó el viento». La furia del
viento cesó de repente. Aun cuando no lleguemos a oír Su voz de mando, si notamos
que cesa la tempestad y sobreviene la calma en nuestro corazón, podemos estar seguros
de que llevamos a bordo al Señor.
7. «Quedaron sumamente asombrados», más de lo que podía esperarse de ellos ¿Y
por qué un asombro tan desproporcionado? Sencillamente, «porque no habían
comprendido lo de los panes» (v. 51). No se habían dado cuenta de que el milagro de la
multiplicación de los panes, aun cuando había sido llevado a cabo de una forma
silenciosa, sin ningún afán de exhibicionismo, requería el mismo poder que este otro de
apaciguar instantáneamente el viento. A veces, nos asombra la forma maravillosa con
que Dios cuida de nosotros, y nos olvidamos de que en otras ocasiones nos ha cuidado
del mismo modo extraordinario.
V. Cuando, terminada la travesía, llegaron a la otra orilla del lago, «en seguida le
reconoció la gente» (v. 54) y se alegraron de Su llegada, al saber que obraba grandes
milagros dondequiera se hallaba y, por otra parte, que no solía detenerse por mucho
tiempo en un mismo lugar. Por eso, «recorrieron apresuradamente toda aquella
comarca» (v. 55), a fin de llegar a tiempo para presentarle «a los enfermos en sus
camillas». No temían que pudiesen éstos agarrar un resfriado, puesto que pronto iban a
ser curados completamente por el Maestro. Así que «dondequiera que entraba, en
aldeas, ciudades o alquerías, ponían a los enfermos en las plazas» (v. 56), de forma
que, al pasar Él por allí, tuvieran la oportunidad de «tocar siquiera el borde de su
manto; y cuantos lo tocaban quedaban sanos». No se nos dice que desearan aprender
algo de Él, sino sólo ser curados. Tampoco se nos dice que Él les predicara, pero sí que
curaba a todos cuantos le tocaban con fe. Si los ministros de Dios curasen ahora las
enfermedades del cuerpo ¡qué muchedumbres acudirían a ellos! Da tristeza pensar que
la mayoría de los hombres están mucho más interesados en la salud de su cuerpo que en
la de su alma.
CAPÍTULO 7
Disputa de Cristo con los escribas y fariseos sobre lo de comer sin lavarse las
manos, y las necesarias instrucciones que dio al pueblo sobre esta materia. Viene
después la curación de la hija de la mujer cananea y la de un sordomudo.
Versículos 1–23
Uno de los grandes objetivos de la venida de Cristo a este mundo fue la abolición de
la ley ceremonial y, para preparar el camino en esta dirección, comienza por las leyes
ceremoniales que los hombres habían inventado, añadiéndolas a la ley de Dios. De estos
escribas y fariseos con quienes Cristo tuvo esta discusión, se nos dice que eran «venidos
de Jerusalén» (v. 1). Habían recorrido unos 150 km sólo para querellarse contra el
Salvador.
I. Vemos aquí cuál era la tradición de los ancianos: «no comer, a menos de lavarse
las manos cuidadosamente» (v. 3). Ésta es una norma de higiene, y no hay nada malo en
ello; pero los escribas y fariseos la habían convertido en un «tabú» religioso. Se
escudaban en la pretendida autoridad de los ancianos e imponían esta costumbre bajo
pena de excomunión. Habían de lavarse las manos antes de pronunciar la bendición
sobre el pan; de lo contrario, quedaban contaminados. Ponían especial cuidado en esto,
si se trataba de algo «que viene del mercado» (v. 4), es decir, de todo lugar público
donde había gente de todos los colores y era posible que se hallasen allí gentiles, o
judíos bajo contaminación ceremonial, con lo que ellos mismos podían quedar
igualmente contaminados. A esto añadían un esmerado lavado de «copas, jarros, vajilla
de cobre y divanes para comer». Es cierto que, bajo la ley de Moisés, había casos que
requerían estos lavados; pero ellos habían añadido por su cuenta muchos otros y los
imponían para «observarlos obligatoriamente», como si se tratase de preceptos divinos.
II. Cuál era la norma que observaban los discípulos de Cristo: Sabían lo que
mandaba la Ley y también las costumbres imperantes; pero «comían el pan con manos
impuras» (v. 5), es decir, sin lavárselas. Es probable que los discípulos se dieran cuenta
de que los fariseos los estaban espiando, pero, a pesar de ello, no querían observar estas
tradiciones farisaicas; con esto, aun cuando comieran con manos sin lavar, y aparecer
así como muy por debajo de la pureza de escribas y fariseos, su justicia, no obstante,
superaba a la de los escribas y fariseos (Mt. 5:20).
III. La ofensa que los fariseos recibieron por tal actitud: Se fueron hacia Jesús con su
queja, y esperaban quizá que el Maestro iba a reprender a Sus discípulos y ordenarles
que se atuvieran a la tradición imperante. No le preguntan: Por qué obran así tus
discípulos? sino: «¿Por qué no andan tus discípulos conforme a la tradición de los
ancianos?» (v. 5).
IV. La vindicación que de Sus discípulos hizo el Señor. Vemos que:
1. Discute con los fariseos sobre la autoridad por la que se impuso esta ceremonia.
Pero esto no lo hizo en público, como se ve por el versículo 14, no fuera que pareciese
querer incitar al pueblo a la rebelión, sino que se dirigió a los que imponían la
costumbre.
(A) Les echa en cara su hipocresía por pretender honrar a Dios, cuando en realidad
no era ese su designio al guardar esas costumbres ceremoniales (vv. 6–7): «Este pueblo
me honra con los labios», es decir aparentan honrarme de labios para fuera, «pero su
corazón está lejos de mí». Descansaban en el exterior de todos sus ejercicios religiosos,
y su corazón no estaba dirigido hacia Dios en ellos; con eso, adoraban a Dios en vano,
puesto que ni Él estaba satisfecho con esa caricatura de devoción, ni ellos sacaban
ningún provecho de una actitud vacía de contenido.
(B) Les reprocha poner religión en las invenciones y preceptos de sus ancianos y
jefes religiosos: «En vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos de
hombres»; es decir, imponían cosas inventadas por hombres como si fuesen
mandamientos divinos, y juzgaban con base en tales «cánones» si una persona se
comportaba como verdadero judío o no, sin tener en cuenta si esa persona obedecía de
corazón a las leyes divinas o no. En lugar de suministrar la sustancia, la sustituían por
meras externalidades, muy preocupados por lavar copas y jarros. Y Jesús añade: «y
hacéis muchas otras cosas semejantes» (v. 8). La superstición es una cadena que no
tiene fin.
(C) Les reprende por «dejar el mandamiento de Dios», y pasarlo por alto hasta
quebrantarlo descaradamente, como si ya no estuviera vigente, precisamente para
mantener en vigor una tradición inventada por ellos (v. 9). Dejaban así sin efecto la Ley
de Dios: «anulando la palabra de Dios con vuestra tradición que habéis transmitido»
(v. 13). Este es el peligro de las imposiciones humanas, que, con mucha frecuencia, los
que más celosamente las observan, menos celo tienen por guardar los deberes esenciales
de la religión. A los escribas había sido encomendada la exposición de la Ley y el
hacerla cumplir, y valiéndose de esa misma autoridad violaban la Ley y quebrantaban
los vínculos de ella.
(D) Les pone un ejemplo concreto de esto en la flagrante violación del mandamiento
de honrar a los padres, que ellos cometían con una de esas tradiciones humanas. No
sólo la ley natural, sino también la Ley de Moisés, mandaba honrar al padre y a la
madre y: «El que hable mal de padre o madre, que muera sin remisión» (v. 10). Es un
deber de los hijos, si los padres son pobres, socorrerles en la medida de sus
posibilidades; y, si deben morir los hijos que maldicen a sus padres, ¡cuánto más los que
los dejan que se mueran de hambre! Pero estos escribas habían inventado un expediente
para zafarse de la obligación impuesta por tal mandamiento (v. 11): Juraban, por el oro
del templo, o por la ofrenda del altar, ofrecer a Dios todo aquello de lo que deberían
proveer para sus padres en caso de que éstos lo necesitasen; y, en caso de que los padres
les pidiesen ayuda en caso de necesidad, podían responder tranquilamente que no
podían hacerlo en conciencia, porque ya lo habían ofrecido a Dios con juramento.Así,
con un voto tan perverso, se descargaban de una obligación sagrada. Y vuelve Jesús a
decir: «y hacéis muchas cosas semejantes a éstas» (v. 13). Dónde pararán los hombres,
una vez que han subordinado la Palabra de Dios a una tradición inventada por ellos? Se
comienza quitando peso al mandamiento de Dios en comparación con las tradiciones y
se acaba quitándole vigencia cuando se halla en competición con las tradiciones
2. A continuación, Jesús instruye a la multitud sobre los principios mismos en que
tales ceremonias se fundaban. Era necesario que esta parte de Su discurso fuese
conocida por todos: «Escuchadme todos y entended». Para el común de los hombres, no
es bastante con que oigan es menester también que entiendan lo que oyen. El mejor
modo de corregir las malas costumbres es rectificar las falsas nociones. Y, a
continuación, Jesús pasa a exponer dónde se halla realmente la polución de la que
corremos peligro de contaminarnos (v. 15): (A) No en lo que comemos, lo cual nos
viene de fuera y pasa simplemente a través de nuestro organismo corporal, sino (B) en
lo que vertemos del fondo de nuestro corazón. Nos hacemos odiosos a Dios por lo que
sale fuera del corazón: nuestros malvados pensamientos, afectos, proyectos, palabras,
acciones; todo eso es lo que nos contamina, y sólo eso. Nuestro primordial cuidado debe
ser, pues, lavar nuestro corazón de toda iniquidad.
3. Después, da a Sus discípulos en privado una explicación de lo que había dicho a
la multitud: «le preguntaban sus discípulos acerca de la parábola» (v. 17), esto es,
acerca de la comparación que había puesto. Entonces Él, (A) les reprende por su torpeza
de entendimiento: «¿También vosotros estáis tan faltos de entendimiento?» (v. 18). No
es que esperase de ellos que entendiesen las cosas más profundas, pero ¿tampoco esto?
(B) Con toda paciencia, les da la explicación: (a) lo que comemos y bebemos no nos
puede contaminar en el plano religioso, como para tener que purificarnos con una
ceremonia religiosa; se trata de una función orgánica que no puede contaminar
espiritualmente, ya que no afectan al espíritu, sino al cuerpo; (b) en cambio, lo que sale
por la boca, no en forma de vómito o eructo, sino en forma de expresión verbal, eso sí
contamina al hombre, puesto que sale del corazón; y «la boca habla de lo que el
corazón hace rebosar» (Lc. 6:45). Esto es lo que requiere un lavado espiritual, «porque
de adentro, del corazón de los hombres, de esa fuente corrompida (v. Jer. 17:9), salen
todas las perversidades». Jesús enumera aquí trece de ellas. En Mateo 15:19, enumera
sólo siete, pero entre ellas se halla una que no encontramos aquí: «los falsos
testimonios»; por contrapartida, aquí hallamos siete que no se encuentran allí: 1)
avaricias (pues está en plural) o, según el sentido del original, deseos inmoderados de
tener más de la riqueza y del placer, sin quedar nunca satisfechos, sino pidiendo
siempre: «dame, dame»; 2) perversidades, malas voluntades y malas acciones contra el
prójimo, deseos de hacer daño y gozarse en hacerlo; 3) engaño, que es una perversidad
encubierta y disfrazada para poder cometerla con mayor seguridad y efectividad; 4)
lascivia, la desvergüenza y el exhibicionismo que el apóstol menciona entre las obras de
la carne (Gá. 5:19), en lo que se incluyen también las orgías desenfrenadas; 5) el ojo
maligno, es decir, la envidia, al codiciar el bien que otros tienen y sentir pesar por el
bien ajeno. Por algo decía Bossuet que la envidia vuelve el corazón del revés, puesto
que nos hace querer el mal de los demás y aborrecer su bien; 6) arrogancia, o
exaltación de sí mismo con desprecio de los demás y como mirándoles por encima del
hombro, 7) estupidez, la falta de prudencia y de consideración. Notemos que el pensar
mal va a la cabeza porque es la fuente de todo lo malo que cometemos; y la estupidez, o
no pensar, va al final, porque es como la fuente de todo lo que omitimos. Como
conclusión, añade Jesús: «todas estas maldades salen de adentro y contaminan al
hombre» (v. 23); esto es, proceden de nuestra naturaleza corrompida y nos hacen
indignos de tener comunión con Dios, por cuanto ensucian nuestra conciencia.
Versículos 24–30
I. Cuán humildemente quiso el Señor permanecer oculto. Nadie como Él fue tan
solicitado en Galilea y, sin embargo, «se levantó de allí y marchó a las cercanías de
Tiro» (v. 24). Quería así enseñarnos a no ir en busca del aplauso popular. En aquellos
lugares era poco conocido, y «entró en una casa», pues «deseaba que nadie supiese»
que estaba allí. Hay tiempo de aparecer y tiempo de desaparecer y retirarse, hay «tiempo
de callar y tiempo de hablar» (Ec. 3:7). Allí estaba entre gentiles, a quienes no quería
manifestarse por ahora (v. Mt. 15:24).
II. No obstante, vemos cuán benignamente llegó a manifestarse allí también.
Aunque no llevó consigo una gran cantidad de curaciones milagrosas para llevarlas a
cabo en aquellos lugares, todavía se dejó caer una que nos es referida aquí, así como en
Mateo 15:21 y ss. «No pudo quedar oculto», porque, aun cuando una candela puede
esconderse debajo de un almud o de una cama, el sol no puede esconderse de la misma
manera. Además, Cristo era demasiado famoso como para quedar oculto en ningún
lugar. Vemos, pues, aquí:
1. La petición que le hizo una pobre mujer que se hallaba en gran aflicción. Era
gentil, «griega, de raza sirofenicia» (v. 26); por ello, «extranjera en cuanto a los pactos
de la promesa» (Ef. 2:12), y tenía una hija poseída del demonio (v. 25). Pero se llegó a
Cristo (A) con humildad: «había oído hablar de Él … vino, y se postró a sus pies».
Cristo nunca arrojó de sí a quienquiera se llegase a Él y cayese a Sus pies, lo cual puede
hacer toda persona que va a Él temblando, pues no tiene la confianza suficiente para
arrojarse en Sus brazos; (B) con decisión: le dijo lisa y llanamente lo que deseaba: «Y le
rogaba que arrojase de su hija al demonio» (v. 26). La mayor bendición que podemos
pedirle al Señor por nuestros hijos es que quebrante el poder de Satanás, es decir, el
poder del pecado, en las almas de ellos.
2. El desánimo que Jesús le dio: «Deja primero que se sacien los hijos» (v. 27); deja
que los judíos tengan todos los milagros que es menester hacer entre ellos, que no
pierdan ninguna oportunidad de disfrutar de las bendiciones que están destinadas para
ellos, los hijos del pacto, en vez de derrocharlas concediéndolas a quienes son como los
perrillos falderos. Cuando Cristo sabe que hay una fe fuerte, le gusta ponerla a prueba.
Como ha escrito G. Thibon: «Dios hace muchas veces que se alarguen nuestras
preguntas, porque quiere darles una respuesta eterna». Pero la frase que aquí aparece:
«Deja primero …», sugería que tenía alguna bendición en reserva para los gentiles, y
esto era alentador para una gentil. Los judíos comenzaban ya a quedar hartos del
Evangelio de Cristo, y algunos ya habían deseado que se alejara de su región. Los hijos
comienzan a jugar con el alimento, y lo que estaba sobrando sería una fiesta para los
gentiles.
3. La forma en que la mujer replicó a Jesús, llena de sabiduría y determinación:
«Cierto, Señor; pero también los perrillos debajo de la mesa comen las migajas de los
hijos» (v. 28). Como si dijese: «Ya sé que no pertenezco a los hijos, ya sé que el pan de
los hijos no debe echarse a los perros, pero nadie niega a los perrillos las migajas, pues
se les permite que se coloquen debajo de la mesa para que coman de lo que cae; no pido
una hogaza sino una migaja; no me la niegues». Al hablar así, engrandece la abundancia
de curaciones milagrosas con las que ella misma había oído que los judíos tenían un
gran festín, en comparación de las cuales la curación de su hija no era más que una
simple migaja. Quizá se había enterado del milagro de la multiplicación de los panes y
pensaría que, en aquella ocasión, forzosamente quedaron muchas migajas para los
perrillos.
4. Al oír esto, Cristo le concedió su petición: «Por lo que has dicho, vete; el
demonio ha salido de tu hija» (v. 29). Como si dijese: «Ya tienes lo que tanto
deseabas». Esto nos anima a orar y no desfallecer, no dudando que, si perseveramos en
la oración, prevaleceremos con Dios. La palabra de Cristo tuvo efecto inmediato; más
aún, expresaba lo que ya había sucedido en virtud de un acto de Su voluntad: «ya HA
SALIDO» (el perfecto griego indica una acción pasada, cuyo efecto continúa). Y así fue,
como Cristo había dicho, pues, cuando la mujer llegó a casa, «encontró a la niña
echada en la cama, y que el demonio había salido» (v. 30). Cristo puede vencer a
Satanás a distancia. Así que la mujer halló a su hija, no agitada como antes, sino echada
en la cama reposando y esperando que su madre regresara para regocijarse con ella de
encontrarse ya perfectamente bien.
Versículos 31–37
Nuestro Señor Jesús rara vez se detuvo por mucho tiempo en un mismo lugar.
Después de sanar a la hija de la mujer cananea, esto es, de haber hecho lo que tenía que
hacer en aquel lugar, regresó «al mar de Galilea» (v. 31). No vino por el camino más
corto, sino dio un rodeo, «por en medio de la región de la Decápolis», que cae
mayormente al otro lado del Jordán.
Relato de una curación que Cristo llevó a cabo, y que no es referida por ningún otro
de los evangelistas. Es el caso de un sordomudo.
I. Su caso era muy triste (v. 32): Era «sordo» y, «además, hablaba con dificultad».
Así, pues no podía mantener una conversación normal, estaba privado, por consiguiente,
tanto del placer como del provecho del habla; no tenía la satisfacción de oír lo que la
gente decía, ni de comunicarles adecuadamente lo que él pensaba o deseaba. Al llegar a
este punto aprovechemos la oportunidad para dar gracias a Dios por habernos
preservado el sentido del oído, especialmente para poder escuchar la Palabra de Dios,
así como la facultad de hablar, especialmente para poder expresar las alabanzas de Dios.
Quienes trajeron este hombre a Jesús «le suplican que ponga la mano sobre él» (v. 32).
No se nos dice que le pidieron que lo curase, sino que pusiera la mano sobre él; es decir,
que tuviese conocimiento del caso y, luego, ejerciese su poder sobre el enfermo del
modo que mejor le pareciese.
II. Su curación fue realizada con mucha solemnidad, y algunas de las circunstancias
son muy singulares.
1. Cristo «lo tomó a solas, apartado de la multitud» (v. 33). De ordinario llevaba a
cabo sus milagros públicamente pero esta vez lo hizo en privado. Aprendamos de Cristo
en este caso a hacer el bien, incluso donde no hay otros ojos que nos vean sino los
Suyos.
2. Al hacer la curación, realizó acciones más significativas que de costumbre: (A)
«metió sus dedos en los oídos de él» como para abrírselos; (B) «y escupiendo le tocó la
lengua», como para desatarla y capacitarla para las divinas alabanzas. No eran causas
que físicamente contribuyeran a su curación, sino sólo señales o símbolos con los que
corroborar la fe del enfermo y de quienes lo habían presentado a Jesús.
3. «Alzó los ojos al cielo» (v. 34), y dio así a entender que la curación era llevada a
cabo con el poder divino. Con este gesto Cristo enseñaba también al hombre a dirigir
sus ojos al cielo porque, aunque no podía oír, sí que podía ver, de dónde le venía el
socorro.
4. «Lanzó un hondo suspiro», no como si hallase alguna dificultad en llevar a cabo
el milagro, sino para expresar su simpatía con el enfermo, ya que la oración es un
gemido (v. Ro. 8:26), pero aquí es algo más: es una demostración de que Cristo se
compadecía, y se compadece, de nuestras debilidades (He. 4:15).
5. «Dijo: Efatá, es decir, ábrete.» Marcos nos ha conservado la palabra original que
Jesús pronunció en arameo, y cuya traducción literal es: «sé abierto», e indicaba los dos
sentidos que necesitaban curación, como diciendo: «Que sean abiertos sus oídos y sus
labios, a fin de que pueda oír y hablar libremente». Y el efecto de la palabra de Jesús fue
inmediato: «Y se abrieron sus oídos, se le soltó la atadura de la lengua, y comenzó a
hablar correctamente» (v. 35). ¡Qué felicidad la de tener tan cerca de sí a Jesús con
quien poder hablar, tan pronto como recibió el uso perfecto del oído y del habla! Con
esta curación, Jesús demostró ser el Mesías, pues del futuro reino mesiánico estaba
profetizado: «… los oídos de los sordos se destaparán … y cantará la lengua del mudo»
(Is. 35:5–6). Pero era también un símbolo de la obra que el Evangelio lleva a cabo en la
mente de los hombres. El gran mandamiento del Evangelio, y de la gracia de Cristo a
los pobres pecadores es: Efatá: Sé abierto, pues el Señor abre el corazón, para que el
oído esté atento a la palabra de Dios (v. Hch. 16:14) y también abre los labios para
que nuestra lengua publique Sus alabanzas (v. Sal. 51:15).
6. «Les ordenó que no lo dijesen a nadie» (v. 36); pero, en vano: «cuanto más se lo
ordenaba, tanto más ampliamente lo publicaban ellos». Siempre vemos que
contravenían esta orden de Jesús, quien, como hemos dicho más de una vez, tenía muy
buenas razones para ordenar que no se publicasen estos milagros. El versículo 27 parece
poner un detalle atenuante de esta desobediencia: «Estaban sumamente atónitos», es
decir, de tal manera les asombraba y les sacaba fuera de sí el contemplar estos milagros
tan estupendos de Jesús, que olvidaban la prohibición de divulgarlos. «Decían: Todo lo
ha hecho bien». Dice R. A. Cole: «El paralelismo con Génesis 1 (v. 31, especialmente)
pudo pasar inadvertido para el común de los oyentes, pero es difícil que escapase a la
percepción de la Iglesia primitiva. Toda la creación de Dios fue una obra perfecta, y la
manifestación del poder del Hijo de Dios era asimismo perfecta. No sólo Dios vio que
era bueno (Gn. 1:4), sino que, en esta ocasión, también los hombres lo vieron».
CAPÍTULO 8
Cristo alimenta ahora milagrosamente a cuatro mil hombres. Rehúsa después dar a
los fariseos una señal del Cielo y amonesta a Sus discípulos contra la doctrina de los
fariseos. Luego, cura a un ciego en Betsaida, escucha la confesión de Pedro y anuncia
Su Pasión y Muerte, como lo vemos también en Mateo 16.
Versículos 1–9
Ya vimos antes el relato de un milagro muy parecido a éste en este Evangelio (6:35),
y de este mismo milagro en Mateo 15:32.
I. Vemos otra vez que seguía a Jesús «mucha gente» (v. 1); la gente del pueblo, más
sencilla y honesta que los jefes de la nación tenían también más sabiduría, propiamente
dicha, que ellos, y albergaban sobre Jesús una opinión más elevada. No es extraño,
pues, que Jesús hablase más con ellos, pues se sentía a gusto en su compañía; lo cual
debe animar a los que se consideran poco importantes a que se alleguen a Jesús «para
que tengan vida» (Jn. 5:40). Vemos que:
1. A Jesús se le enternecía el corazón sobre la multitud: «Hace ya tres días que
permanecen conmigo, y no tienen qué comer» (v. 2). ¡Que no digan los fariseos que «los
discípulos de Jesús no ayunan»! Pero, aun así, permanecían con Él, y no pensaban
dejarle mientras Él no los despidiera. Cuando hay verdadero amor a Cristo, no importan
las dificultades que se presenten en el camino del deber. Hay un refrán castellano que,
para ensalzar el amor genuino de los cónyuges, dice: «Contigo, pan y cebolla».
2. Cristo expresa su inquietud por el estado físico de la multitud: «Se me enternecen
las entrañas (trad. literal) sobre la multitud». Aquellos mismos a quienes los fariseos
miraban con olímpico desdén, eran para Jesús objeto de compasión y ternura. Pero lo
que, de modo especial, le preocupa es que «no tienen qué comer». Cuando, por amor a
Cristo y a la causa del Evangelio, tenemos que pasar por dificultades y pérdidas
materiales podemos estar seguros de que Él tendrá cuidado de nosotros de un modo u
otro. Obsérvese con cuánta comprensión y compasión dice: «y si los despido en ayunas
a sus casas, desfallecerán en el camino, y algunos de ellos son de muy lejos». Se
percataba de que algunos de ellos estaban a gran distancia de sus casas y les era, por
ello, más difícil procurarse alimento. Cuando vemos a la gente oír la Palabra de Dios, es
un consuelo pensar que el Señor sabe de dónde ha venido cada uno, aunque nosotros no
lo sepamos. Cristo no puede sufrir que algunos desfallezcan en el camino, que se
marchen de Él vacíos quienes, con toda sinceridad, vinieron a llenar su alma de las
divinas enseñanzas.
II. Las dudas de los discípulos de Cristo sirven a menudo para que el poder del
Señor se haga más manifiesto y pueda ser así engrandecido. Los apóstoles no se
imaginaban cómo se podía dar de comer a tanta gente en un lugar solitario: «¿De dónde
podrá alguien, en este despoblado, sacar suficiente pan para satisfacer a éstos?» (v. 4)
¿Alguien? ¿Tampoco Jesús? ¿Tan pronto se habían olvidado de la alimentación
milagrosa de los cinco mil? Resulta extraño que Lenski intente echar a buena parte la
pregunta de los discípulos, cuando más tarde (vv. 14–21) hallamos en ellos la misma
torpeza de memoria y entendimiento. Dice muy atinadamente Trenchard: «¿Eran estos
hombres más torpes e incrédulos que todos los hombres de la tierra? En ninguna
manera, sino que representan la tendencia de los creyentes en todo tiempo de olvidarse
de las grandes liberaciones de Dios a su favor, cuando de nuevo se les presentan
problemas que, aparentemente no tienen solución». Pero Cristo no se desanima por esta
torpeza de los doce, sino que vuelve a repetir el milagro anterior.
1. Les pregunta: «¿Cuántos panes tenéis?» (v. 5). Cuando las cosas llegan a un
extremo en que las posibilidades humanas se han acabado, es llegado el momento
adecuado para que Cristo actúe en ayuda de los Suyos. Tenían que demostrar que no le
habían seguido por los panes (Jn. 6:26), antes de darles de comer cuando ya estaban
exhaustos y en grave necesidad de comer.
2. La munificencia de Cristo es inagotable. Cristo repitió el milagro de la
multiplicación de los panes. Sus favores y misericordias se renuevan al ritmo de
nuestras necesidades (ver Lm. 3:22–23). En el milagro anterior, Cristo usó todo el pan
que tenía a mano, esto es, cinco hogazas, y con ellas alimentó a todos los huéspedes que
tenía, que eran cinco mil. Podría haber dicho: «Si cinco panes bastaron para cinco mil,
cuatro bastarán para cuatro mil». Pero tomó los siete panes, y con ellos alimentó a los
cuatro mil, para enseñarnos a usar lo que tenemos y sacar el mejor partido posible de
ello.
3. En la casa de nuestro Padre hay abundancia de pan (ver Lc. 15:17). Quienes
tienen a Cristo en su vida, no han de temer que les falte lo necesario para la vida.
4. A quienes siguen a Cristo, les conviene mantenerse juntos (Sal. 133:1). Cristo
alimentó a una multitud reunida. Las ovejas de Cristo han de permanecer en el rebaño,
y entonces hallarán pastos (Jn. 10:9).
Versículos 10–21
Terminada la alimentación de los cuatro mil, no por eso se pone Cristo a descansar,
sino que continúa actuando y se va «a la región de Dalmanuta (v. 10). Pero, al
encontrarse allí con gente discutidora, y no con oportunidades de hacer el bien, «se
embarcó de nuevo y se fue a la otra orilla» (v. 13). Vemos que:
I. No quiso satisfacer los deseos de los fariseos, quienes le pedían «una señal del
cielo» (v. 11). Vinieron a Él para discutir con Él, a fin de «ponerle a prueba», es decir,
tenderle una trampa.
1. Le piden señal del cielo, como si no fueran suficientes las que les había dado en
la tierra. Y se la piden para tentarle, no con la esperanza de que vaya a acceder a su
ruego, pues así podrán imaginarse que tienen excusa en su incredulidad.
2. Él rehusó hacer lo que le pedían, después de haber gemido en Su espíritu (v. 12).
El gemido expresaba el dolor del corazón de Cristo por la incredulidad de ellos. Le
causa pesadumbre a Cristo el que los pecadores cierren así los ojos a la luz y levanten
una barrera contra el Evangelio en sus puertas. Se queja de sus interlocutores por la
dureza de sus corazones: «¿Por qué pide esta generación una señal?» «Esta
generación, tan indigna de que se le traiga el Evangelio, y de que se le haga una señal
para confirmarlo; esta generación, que ha tenido tal abundancia de señales palpables y
misericordiosas en la curación de tantos de sus enfermos, ¿no es un absurdo el que
pidan todavía una señal del cielo?» «En verdad os digo que no se dará señal a esta
generación». Y los dejó, como personas de las que nada podía sacar con hablarles. Si no
quieren convencerse con lo que es evidente, ¡que se queden con sus propias ilusiones!
II. Cómo amonestó a Sus discípulos para prevenirlos contra las enseñanzas de los
fariseos y de los herodianos.
1. Cuál fue el encargo: «Mirad bien que os guardéis de la levadura de los fariseos»
(v. 15). Mateo (15:6) añade: «y de los saduceos». Marcos añade: «y de la levadura de
Herodes». Las tres levaduras eran de la misma especie: se negaban a creer en Jesús, y
por eso se sentían insatisfechos con los muchos milagros que el Señor había obrado. (Si
se tiene en cuenta que los fariseos estaban aferrados a sus tradiciones, los saduceos a
sus razones, y los herodianos a las cosas del mundo, el lector me permitirá una
acomodación personal de las tres medidas de Mt. 13:33 a las tres corrupciones de Col.
2:8—nota del traductor—.)
2. Qué mal entendieron los discípulos esta advertencia: Sólo pensaban en que «se
habían olvidado de proveerse de panes, y no tenían consigo en la barca sino un solo
pan» (v. 14). «Razonaban entre sí» (v. 16) qué significaban las palabras del Maestro, y
sacaron como conclusión: «Es que no tenemos panes». «Razonaban», discutían; uno
decía: «tú tienes la culpa»; otro decía, «no, sino que la tienes tú, de que no tengamos
panes», etc. Así es como la desconfianza en Dios hace que Sus hijos se peleen entre sí.
3. La reprensión que Cristo les echó por su falta de discernimiento en esta materia,
aunque fue una reprensión mezclada de ternura, pues conocía el corazón de ellos y sabía
que necesitaban ser regañados de esa manera: «¿Aún no entendéis ni os dais cuenta?
¿Tenéis embotada vuestra inteligencia? (Lit. corazón). Teniendo ojos, ¿no veis? y
teniendo oídos, ¿no oís?» (vv. 17–18). ¡Qué estúpidos y sin sentido sois! «Y no
recordáis …» (vv. 19–20). Sí que lo recordaban, y podían decirle sin titubeos que en la
primera multiplicación de los panes, habían recogido doce cestas llenas de fragmentos;
y en la segunda, siete canastas. «Y continuaba [Jesús]: ¿Todavía no os dais cuenta?»
(v. 21). Como si el que había multiplicado cinco panes, y después siete, no pudiera
multiplicar uno. Parecían imaginarse que este uno no era suficiente para sacar de él lo
necesario para trece personas. Como si no fuera lo mismo para el Señor salvar con
muchos que con pocos, y tan fácil alimentar con un pan lo mismo a cinco que a cinco
mil. Por eso era necesario traerles a la memoria, no sólo lo que bastó en las otras dos
ocasiones, sino también lo que sobró. Las experiencias que ya hemos tenido de la
bondad de Dios hacia nosotros en el camino del deber agravan grandemente nuestra
desconfianza en Él. El no entender el designio y el significado de los favores que Dios
nos concede, equivale, por parte de nosotros, a no recordarlos. En consecuencia, nos
vemos abrumados ahora con problemas, preocupaciones y desconfianza, sencillamente
por no entender ni recordar lo que hemos conocido y visto del poder y de la bondad de
nuestro Señor Jesucristo. Cuando de esta manera nos olvidamos de las obras de Dios y
desconfiamos de Él, debemos ser severamente reprendidos por ello, como Cristo hizo
aquí con Sus discípulos.
Versículos 22–26
La curación que viene a continuación es referida únicamente por Marcos.
I. Se trata de un ciego, no de nacimiento, sino que había perdido la vista. Se lo traen
a Cristo los amigos del ciego, «suplicándole que lo toque» (v. 22). Aquí vemos la fe de
aquellos hombres. Pero, al parecer, el ciego mismo no mostró tanto deseo, ni tanta
expectación, de ser curado como el que mostraron otros ciegos. En todo caso, si los que
están espiritualmente ciegos, no se sienten con fuerzas para orar ellos mismos, pero
permiten que sus parientes y amigos oren por ellos, no hay duda de que Cristo se
complacerá en tocarlos con Su gracia.
II. Es Cristo el que aquí «toma de la mano al ciego y lo saca fuera de la aldea» (v.
23). No pidió a los amigos del ciego que lo llevaran sino que Él mismo lo tomó de la
mano y lo condujo. Nunca antes había tenido el pobre ciego un Guía semejante. Lo sacó
fuera de la aldea. Si la intención del Señor hubiera sido solamente curarlo en privado,
podía haber ido con él a una casa, y curarle en el aposento interior. Quizá se lo llevó
fuera de la aldea, a campo abierto, a fin de que el hombre pudiese comprobar mejor la
calidad de su visión después del milagro, que si se hallase entre cuatro paredes o en una
calle estrecha.
III. A continuación se nos refiere con todo detalle el milagro mismo. En esta
curación podemos observar:
1. Que Cristo usó una señal simbólica: «Le escupió en los ojos», con los párpados
cerrados, con lo cual le indicaba que hacía algo por su ceguera, mientras «ponía las
manos sobre él», en señal del gran favor que le iba a conceder. Podía haberle curado
como hizo a otros, con una simple palabra de Su boca pero quiso hacerlo de este modo,
al atender al estado espiritual de este hombre cuya fe era débil.
2. Que es la única vez en que el Señor obró un milagro en dos etapas. Después del
primer toque de la saliva y de las manos, preguntó al ciego «¿Ves algo?» Como
acontece normalmente al recobrar la visión después de mucho tiempo, el hombre veía
las cosas invertidas: «Él alzó los ojos y dijo: Veo los hombres como árboles, pero los
que veo que andan» (v. 24). Se refería, sin duda a los discípulos de Jesús que estaban
moviéndose cerca de él, y no podía distinguirles bien, excepto que se movían como algo
parecido a un árbol, pero con la cabeza abajo, y los brazos y pies más arriba cual ramas
confusas de árboles.
3. Jesús completó la curación inmediatamente, pues nunca deja las cosas a medio
hacer: «le puso otra vez las manos sobre los ojos» (v. 25), a fin de que el hombre
adquiriese una visión clara y normal. Entonces, «él miró fijamente y quedó restablecido,
y comenzó a ver todas las cosas con claridad». Cristo obró de esta manera (A) Porque
no quería sujetarse a un método fijo. No curaba por rutina. La Providencia usa
diferentes métodos para llegar al mismo objetivo, para que nuestra fe capte mejor las
distintas formas en que actúa; (B) Porque el poder de Cristo obraba conforme a la fe, y
la fe de este hombre parecía débil en un principio; con esta curación gradual, su fe se
fortalecería al recibir una impresión más profunda de lo que Jesús estaba haciendo con
él; (C) Para mostrar que los que, por naturaleza, son espiritualmente ciegos, necesitan a
menudo recibir una luz como la del amanecer, pues sus conocimientos son todavía
confusos; pero, a medida que son tocados por la gracia del Señor, la luz que adquirieron
va brillando más y más, hasta alcanzar la claridad del mediodía, cuando podrán ver
todas las cosas mucho mejor que en un principio.
IV. La orden que dio Cristo al hombre a quien había curado: «Le envió a su casa,
diciendo: Ni siquiera entres en la aldea, ni se lo digas a nadie en el pueblo» (v. 26). Era
suficiente con que se enterasen los de la familia y alabasen juntos a Dios por el
beneficio concedido. La gente le habría preguntado cómo había sido curado, etc., lo cual
serviría para aumentar el fanatismo de que estaban poseídos.
Versículos 27–38
Ya hemos visto lo suficiente de la doctrina que Cristo predicó y de los milagros que
llevó a cabo. Es hora de hacer una pausa y ponderar lo que todo esto significa. ¿Qué
pensamos de todo ello? ¿Se han escrito estas cosas solamente para entretenernos, o para
proveernos de materia sobre la que meditar? Ciertamente, «estas cosas se han escrito
para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jn. 20:31). Tres cosas son
las que aquí se nos enseñan como para ser inferidas de los milagros que Cristo obró.
I. Esos milagros demuestran que es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo; ésta es
la fe que profesan aquí Sus discípulos, quienes fueron testigos de vista de tales milagros.
1. Cristo les pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (v. 27). Aunque
importa poco lo que los hombres piensen de nosotros, nos hace bien a veces saber lo
que la gente dice de nosotros, no para buscar nuestra propia gloria, sino para percatarnos
de los defectos que no acertamos a ver en nosotros.
2. El informe que los discípulos le dieron, y que reflejaba la elevada opinión que la
gente tenía de Cristo. Aun cuando no llegaban al conocimiento pleno de la personalidad
de Jesús, estaban, sin embargo, convencidos, por los milagros que hacía, de que era un
personaje extraordinario, con una comisión muy especial de parte de Dios. Ninguno de
los encuestados respondió que era un impostor, sino que era Juan el Bautista, o Elías u
otro cualquiera de los antiguos profetas (v. 28). Todos coincidían implícitamente en que
era un profeta resucitado de entre los muertos.
3. Cristo les pide entonces a los discípulos que expresen ellos su propia opinión al
respecto: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 29). Aquí, como en Mateo 16:16,
Pedro se adelanta a responder por todos ellos: «Tú eres el Cristo», el Mesías tan
prometido y esperado. Esto es lo que sabían bien y habían de mantener y publicar más
tarde; pero, por ahora, habían de guardarlo en secreto (v. 30), hasta que la suprema
prueba de Su resurrección se hubiese llevado a cabo, y ellos estuviesen capacitados por
el Espíritu para entenderla y proclamarla.
II. Pero estos milagros parecían quitar «el escándalo de la cruz» (Gá. 5:11), pues
nos presentan a Cristo como Conquistador, no como el Siervo Sufriente, el gran
Sustituto por nuestros pecados. Por eso, ahora que los discípulos están convencidos de
que Jesús es el Mesías, es preciso que consientan en oír de Sus padecimientos (v. 31).
1. «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho.» Aunque
habían superado el error común de una inmediata instauración del reino mesiánico, en el
que Cristo había de libertarles del yugo de los romanos por medio de la fuerza, todavía
esperaban una inmediata restauración del Reino a Israel (Hch. 1:6). Pero Cristo quiere
sacarles de este error, diciéndoles que va a «ser rechazado por los ancianos, por los
principales sacerdotes y por los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres
días». Les dijo esto «con toda franqueza» (v. 32). No les doró la píldora, como suele
decirse, ni arropó la realidad con expresiones ambiguas. No hablaba como quien está
aterrorizado por lo que le va a suceder, sino con la misma naturalidad con la que
esperaba que ellos recibieran la noticia. Podía hablar de esta manera tan franca porque
sabía que debía morir, pero «nadie le quitaba la vida, sino que Él la ponía de Sí
mismo», en gozosa sumisión a la voluntad del Padre (Jn. 10:18).
2. Pedro se opuso a ello: «Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reprenderle»
(v. 32). Aquí mostró Pedro más amor que discreción; celo por Cristo pero no conforme
a conocimiento. Le tomó aparte, como si fuese a pararle los pies y a impedir que llevase
a cabo lo que acababa de anunciar. No era el lenguaje de la autoridad, sino el del afecto.
Es cierto que Jesús permitía a Sus discípulos que se sintieran libres con Él, pero Pedro
se pasó de la raya en esta ocasión.
3. Pero inmediatamente fue Cristo quien reprendió a Pedro en presencia de los
demás: «volviéndose y mirando a sus discípulos» (v. 33), para ver si los demás estaban
de acuerdo con lo que Pedro decía, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» Poco
se figuraba Pedro que iba a recibir tan terrible reprimenda, sino que más bien pensaría
que el Señor le iba a alabar ahora por su amor como antes le había alabado por su fe.
Cristo sabe de qué espíritu somos, aun cuando no lo sepamos nosotros mismos. (A)
Pedro habló como quien no entendía correctamente los designios de Dios. Pensaba que
la muerte de Cristo era un martirio innecesario que a toda costa había de ser impedido.
No se percataba de que la muerte de Cristo era necesaria para la gloria de Dios, la
destrucción de Satanás y la salvación de los hombres pues el Autor y Capitán de nuestra
salvación tenía que ser perfeccionado por medio de padecimientos (He. 2:10). La
sabiduría humana es una completa locura cuando pretende poner modo y medida a los
planes de Dios. La cruz de Cristo es para unos locura; para otros escándalo. (B) Pedro
habló como quien no entiende la naturaleza del reino de Dios. Pensó que era político y
material no celeste y espiritual: «no tienes en mente—le dice Jesús—las cosas de Dios,
sino las de los hombres», Pedro mostraba así una mentalidad demasiado «humana».
Como dice el profesor Trenchard: «Los hombres no pueden concebir un “Reino” sino
en términos de la fuerza carnal de ejércitos, dinero, sabiduría humana, etc., pero el
Señor tenía que enseñar a los discípulos que el Reino no podía “venir con poder” en un
mundo de pecado, sino a través de una muerte expiatoria». Pensar como los hombres en
contra de los pensamientos de Dios es un gran pecado y raíz de muchos pecados (v. Is.
55:8) y, por desgracia, es cosa bastante común entre los discípulos de Cristo. Huir de lo
que no nos agrada parece lógico al hombre carnal, pero si, para ello, tenemos que huir
del deber, resultará al final muy ilógico y necio.
III. Los milagros de Cristo deben estimularnos a todos a seguirle, cueste lo que
cueste, no sólo porque son pruebas de Su misión, sino también porque son
explicaciones de Su propósito. Y de la misma manera que curaba los cuerpos de
cuantos acudían a Él en busca de remedio para sus males físicos, también quería, como
buen Médico de nuestras almas, curar nuestros corazones ciegos, sordos, cojos y
leprosos, etc. Por eso, «llamó a la multitud, así como a sus discípulos», para que todos
escuchasen la importante lección que sigue.
1. No deben tener contemplaciones con la vida del cuerpo, sino que «Si alguien—
dice—quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo», viva una vida de abnegación, no
pretenda ser su propio médico, no satisfaga los deseos de su propio «yo», sino «tome su
cruz, y sígame» (v. 34). Los que quieran ser sanados por Cristo, han de acudir a Él,
conversar con Él, recibir las instrucciones, remedios y dietas que Él les prescriba, y
resolverse a no abandonarle jamás.
2. No deben estar solícitos por la vida del cuerpo, cuando no pueden guardarla sin
renunciar al Salvador (v. 35). ¿Nos invitan las palabras y las obras de Cristo a seguirle?
Sentémonos y calculemos el costo, para ver si nos trae más ventajas seguir a Cristo o ir
en pos de nuestros propios deseos. Pero tengamos en cuenta que, cuando el diablo
quiere apartar de Cristo a los hombres, les propone ventajas efímeras y les oculta lo peor
(v. Ro. 6:23a). En cambio, cuando Cristo nos invita a ir en su seguimiento, no nos
oculta las desventajas, sino que nos dice de antemano los problemas y peligros que
hemos de arrostrar en el servicio de Dios, porque, a quien es lo bastante sabio para
poner imparcialmente en la balanza las ventajas de servirle con los inconvenientes que
ello comporta, resulta evidente que «esta leve tribulación momentánea nos produce en
una medida que sobrepasa toda medida, un eterno peso de gloria» (2 Co. 4:17), y «que
las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que ha de
manifestarse en nosotros» (Ro. 8:18). Por tanto:
(A) No debemos temer la pérdida de la vida por la causa de Cristo: «Cualquiera que
desee salvar su vida, negándose a seguirle o renegando de Él después de haber hecho
profesión de fe cristiana, la perderá», así como toda esperanza de vida eterna; tal será la
insensata operación comercial, o compraventa que realizará. En cambio, «cualquiera
que haya de perder su vida, que esté dispuesto a perderla cuando no puede conservarla
sin negar a Cristo, la salvará», será un inefable ganador. Quienes mueren por la patria o
por el rey, reciben alguna clase de recompensa póstuma, con grandes honores y
provisión material para sus familiares, pero ¿qué es eso en comparación con la
recompensa de la vida eterna que Cristo otorga a cuantos dan la vida por Él?
(B) Lo que de veras hemos de temer es la pérdida de nuestra alma, es decir, la
perdición eterna de nuestra persona entera: «Porque, ¿qué provecho hay en que una
persona gane el mundo entero, por negar a Cristo, y que pierda su alma?» (v. 36).
Como dijo el obispo Hooper, la noche anterior a su martirio: «Es cierto que la vida es
dulce y la muerte es amarga, pero la muerte eterna es más amarga, y la vida eterna es
más dulce». En efecto, «¿qué puede dar el hombre a cambio de su alma?» (v. 37). La
ganancia de todo el mundo con pecado, no es bastante para contrarrestar la ruina del
alma por el pecado. El dinero puede comprarlo todo en este mundo menos la vida
misma; ¡cuánto menos podrá comprarse con todo el oro del mundo la eternidad!
(C) El Señor termina diciendo lo que hacen los hombres para salvar su vida y ganar
el mundo, a costa de su alma y de la eternidad: «Porque quienquiera que se avergüence
de mí y de mis palabras, en medio de esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del
Hombre también se avergonzará de él» (v. 38). La desventaja en que la causa de Cristo
se halla en este mundo es que hay que mantenerla y profesarla en medio de una
generación adúltera y pecadora. Hay épocas y lugares en que el pecado abunda más
que en otros tiempos y lugares, como ocurrió en tiempo de Cristo; en tales
circunstancias, la causa de Cristo encuentra tal oposición, tantos ataques y tan fiera
persecución, que quienes la profesan están expuestos al desprecio, al ridículo, al
ostracismo y aun a la muerte. Y hay muchos que, aun reconociendo que la causa de
Cristo es justa y digna, se avergüenzan de ella; con lo cual, se avergüenzan de Cristo;
no pueden aguantar el desprecio, la burla o la persecución y, por consiguiente, reniegan
de su profesión cristiana. Pero llegará un día en que la causa de Cristo se manifestará
tan espléndida e ilustre cuanto ahora aparece como despreciable y sin importancia. Y no
compartirán entonces la gloria de Cristo quienes ahora no están dispuestos a llevar el
vituperio de Cristo (He. 11:26; 13:13).
CAPÍTULO 9
En este capítulo se nos refiere la transfiguración del Señor; la expulsión de un
demonio que los discípulos no pudieron echar, una nueva predicción de Sus
padecimientos y muerte, las lecciones que dio a los discípulos acerca de la humildad y
en contra de la rivalidad. Termina con las advertencias sobre las ocasiones de tropiezo
que pueden dañar, tanto a otros como a nosotros mismos.
Versículos 1–13
I. Una predicción del reino mesiánico venidero (v. 1), en la que se dice: 1. Que el
reino de Dios vendrá, y que vendrá de una forma que será visto. 2. Que vendrá con
poder, y echará por tierra toda oposición que se le presente. 3. Que vendrá, de algún
modo, viviendo aun los que estaban presentes. Varias interpretaciones se han dado de
esto, pero pueden reducirse a dos: primera, que el poder del reino de Dios se
manifestaría en el año 70 de nuestra era en la destrucción de Jerusalén, etc., suceso que
tendría lugar en vida de algunos de los a la sazón presentes; por lo menos, de Juan. Así
piensan autores como Broadus y Lenski, entre otros. Pero no entendemos cómo puede
alguien identificar la venida del Reino de Dios con poder, con la destrucción de
Jerusalén y del Templo, la horrible matanza de tantos miles de judíos y la expulsión de
Palestina de casi todos los que quedaron; segunda, que el Señor se refería a la
Transfiguración que «algunos», tres en concreto, de los que allí estaban, iban a
presenciar. Esto es lo más probable, porque, en efecto:
II. La Transfiguración de Cristo, «seis días después» de tal predicción (v. 2), fue un
anticipo de la venida gloriosa del Reino de Dios. Con ella, dio Jesús a Sus tres apóstoles
favoritos un vislumbre de Su gloria, para mostrar que Sus futuros padecimientos eran
voluntarios y prevenirles así contra «el escándalo de la Cruz».
1. Ocurrió en la cima de un monte alto. La tradición enseña que fue el monte Tabor.
2. Los testigos de vista fueron Pedro, Jacobo y Juan. Así como hay favores
especiales que se otorgan a los discípulos y no al mundo, así también hay favores
especiales que se otorgan a unos discípulos y no a otros. Todos los santos son personas
cercanas a Cristo, pero algunos se recuestan en Su pecho (Jn. 21:20). Jacobo fue el
primero de los doce en morir por Cristo, y Juan les sobrevivió a todos ellos, para ser el
último testigo ocular de Su gloria: «Y vimos Su gloria» (Jn. 1:14). También Pedro la vio
(2 P. 1:16–18).
3. La forma en que ocurrió: «Se transfiguró delante de ellos». Por aquí se puede ver
de qué cambio tan grande son capaces los cuerpos humanos cuando Dios quiere
otorgarles honor (ver 1 Co. 15:43–44). «Y sus vestiduras se volvieron resplandecientes,
sumamente blancas, cuales ningún lavador de este mundo puede emblanquecerlas así»
(v. 3).
4. Le acompañaban en esta manifestación de gloria Moisés y Elías (v. 4):
Aparecieron «conversando con Jesús», para dar testimonio de Él. Moisés y Elías
vivieron a gran distancia de tiempo el uno del otro, pero eso no quebranta las leyes
temporales del Cielo, donde somos como uno en Cristo, y muchos primeros serán
últimos, mientras que muchos últimos serán primeros.
5. El gozo y deleite que los discípulos experimentaron con esta visión, conforme lo
expresó Pedro, al decir a Jesús: «Rabí, es bueno que nos quedemos aquí» (v. 5). Aunque
Cristo estaba transfigurado y conversaba con Moisés y Elías, permitió que Pedro le
hablara. Hay muchos que, cuando se hallan en el pináculo del poder o de la fama,
obligan a sus amigos a mantenerse a distancia, pero los verdaderos creyentes siempre
tienen franco acceso al Jesús glorificado. Incluso en medio de aquella conversación
celestial, hubo lugar para que Pedro introdujese algunas frases, pues añadió: «Hagamos
tres enramadas (o tiendas de campaña); una para ti, otra para Moisés, y otra para
Elías». Los creyentes sinceros dan tanto valor a la comunión con el Señor y a estar en el
monte con Él, que se olvidan de sí mismos. Pedro no dice nada de hacer cobijo para sí y
para los otros dos discípulos que estaban con él; se sentía tan anonadado por la visión
celestial, que daba por bien empleado quedarse a la intemperie con tal de seguir
disfrutando de aquella experiencia maravillosa. Si tan delicioso es ver a Cristo
transfigurado en una montaña y acompañado de Moisés y Elías, ¡qué será estar en el
Cielo con Cristo glorificado y en compañía de todos los elegidos!
6. Pero, sin embargo, es menester observar que, mientras Pedro quería continuar allí,
olvidaba cuán necesaria era abajo en el valle la presencia de Cristo, pues en aquellos
mismos momentos los otros discípulos echaban grandemente en falta al Maestró (v. 14).
Cuando nos van bien las cosas, somos propensos a olvidarnos de los demás. Fue una
debilidad por parte de Pedro el preferir la comunión personal con Dios a la utilidad
pública. Además quería levantar tres tiendas, cuando una sola podía cobijar a todos,
especialmente cuando estaban conversando juntos. Pero los evangelistas se apresuran a
comentar que Pedro «no sabía lo que decía» (Lc. 9:33). Marcos (v. 6) comenta: «Pues
no sabía qué responder» (trad. literal), es decir, cómo reaccionar sensatamente ante tal
situación inesperada, «ya que les había entrado gran espanto».
7. La voz que vino del Cielo en testimonio de la mediación de Cristo (v. 7):
«Entonces se formó una nube que les hizo sombra». Según Mateo (17:5), la nube era
«luminosa», lo cual era símbolo de la presencia bondadosa de Dios. Mientras Pedro
hablaba de hacer «tiendas de campaña» para Jesús, Moisés y Elías, como si en medio
de aquella gloria, necesitasen de cobijo material, Dios puso el símbolo de Su
tabernáculo: la nube de la shekinah o presencia gloriosa de Dios. «Y de la nube salió
una voz: Éste es mi Hijo, el Amado, escuchadle.» La voz es como la de 1:11, pero aquí
se añade: «escuchadle». Dios reconoce a Jesús como Hijo Suyo Predilecto (el
agapetós del griego equivale al hebreo yedidí = escogido, no sólo «amado»), y,
como al único Mediador entre Dios y los hombres (1 Ti. 2:5), pide a todos que escuchen
a Jesús, porque Él «habla las palabras de Dios» (Jn. 3:34).
8. Desaparece la visión: «Y de pronto, mirando en torno suyo, ya no vieron a nadie,
excepto a Jesús solo con ellos» (v. 8). Sólo Jesús quedó con ellos pero no ya
transfigurado, sino como solía estar. Cristo no abandona a los Suyos, aunque
desaparezcan los consuelos y gozos extraordinarios. Los discípulos de Cristo siempre le
tienen, y le tendrán, consigo «hasta el fin del mundo» (Mt. 28:20). Demos gracias a
Dios por el pan de cada día, y no esperemos un banquete continuo mientras caminamos
por este mundo.
9. La conversación entre Jesús y Sus discípulos mientras bajaban del monte:
(A) «Les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto, excepto cuando el Hijo
del Hombre se levantara de los muertos» (v. 9). Ni siquiera a los otros nueve apóstoles
habían de comunicar lo sucedido por la misma razón por la que tantas veces prohibía
Jesús que se divulgasen Sus milagros, a causa de las ideas de grandeza terrenal, sin
pasar por «el escándalo de la Cruz», que, no sólo el pueblo, sino los mismos apóstoles
se habían formado. Sin embargo, como hace notar Lenski, «la Transfiguración, y cuanto
en ella sucedió, fue parte del gran fundamento de nuestra fe» (v. 2 P. 1:16); «el Padre
selló todo lo ocurrido con Su testimonio personal».
(B) Los discípulos estaban todavía desconcertados, «debatiendo entre ellos qué era
eso de levantarse de los muertos» (v. 10). Y aún había otro detalle que también les
desconcertaba: «¿Por qué dicen los escribas que Elías debe venir primero?» (v. 11).
Pero Elías acababa de marcharse, y Moisés también. Más aún, si Elías tenía que venir
para preparar el camino a Jesús, ¿por qué tenía el Señor necesidad de padecer, morir y
resucitar? Dice Lenski: «Lo que aumenta la perplejidad de los discípulos es que no
deben decir nada de lo que han visto, nada ni aun de Elías. Si la aparición de Elías que
los discípulos acaban de presenciar, era la esperada por Israel, de acuerdo con la
profecía, parece que debería ser públicamente proclamada en vez de silenciarla».
(C) Cristo les dio una clave para interpretar la profecía referente a Elías (vv. 12–13):
«Es cierto que Elías viene primero a restaurar todas las cosas, como está escrito del
Hijo del Hombre que tiene que sufrir mucho y ser tenido en nada. Pero os digo que
Elías ha venido ya, e hicieron con él cuanto quisieron, tal como está escrito de él» (vv.
12–13). Conforme a Mateo 17:13, los discípulos se dieron cuenta de que Jesús les
hablaba de Juan el Bautista, quien vino «con el espíritu y el poder de Elías» (Lc. 1:17),
aun cuando él mismo negó rotundamente (Jn. 1:21) ser Elías en persona. Que la venida
del Bautista no agotaba el sentido de la profecía de Malaquías 4:5–6 (nota del traductor)
resulta evidente para el que esto escribe no sólo por el texto de dicha profecía, sino
porque la «restauración» mencionada es puesta por Pedro claramente en futuro en
Hechos 3:21. Es miopía exegética dar por acabada la venida de Elías, puesto que ello
comportaría también dar por acabada la venida del Señor, y aun pasajes como
Apocalipsis 11:6 deberían hacernos más cautos. Con todo, no sólo la semejanza
temperamental, sino la semejanza de circunstancias en que tuvieron que dar testimonio,
hacen del Bautista una especie de «doble» de Elías, pues lo que éste hubo de sufrir a
manos de Acab y Jezabel, lo tuvo que sufrir Juan a manos de Herodes Antipas y
Herodías. Se trata, pues, de uno de los casos de cumplimiento «parcial» de la profecía,
similar al de Isaías 61:2 y Joel 2:28–32, compárese con Hechos 2:17 y ss.
Versículos 14–29
Cristo expulsa al demonio de un muchacho.
I. Al descender Cristo del monte de la transfiguración, halla a Sus discípulos en gran
apuro. El estado glorioso del Señor no le impide ocuparse de los apuros que los Suyos
pasan aquí abajo (v. 14). Y podemos ver cuán oportunamente llegó. Les había sido
presentado un muchacho poseído del demonio y no podían hacer nada por él, con lo que
los escribas tenían su día. Pero si los discípulos recibieron con alegría la oportuna
llegada de Cristo, los escribas la consideraron, sin duda, muy inoportuna. Pero no
debemos pasar por alto la actitud general de la gente: «Tan pronto como toda la
multitud le vio quedaron llenos de sorpresa y corrían a saludarle» (v. 15). Resulta fácil
hallar la razón por la que se alegraban de verle, pero ¿por qué «llenos de sorpresa»?
Tanto M. Henry como Trenchard opinan que algo del brillo de la Transfiguración se
transparentaba todavía en el rostro de Jesús, pero es mucho más probable la opinión de
Lenski y de Broadus de que la sorpresa se debía a la inesperada y oportuna llegada de
Jesús, después de una ausencia algo prolongada, pues, como hace notar Lenski, el brillo
del rostro, como en el caso de Moisés, habría inclinado a la multitud a apartarse de
Jesús, más bien que a correr hacia Él.
II. El caso que dejaba perplejos a los discípulos fue presentado a Jesús. El Señor
pregunta a los escribas, como se ve por el original: «¿De qué estáis discutiendo con
ellos?» (v. 16). Los escribas no respondieron pues quedaron confusos ante Su presencia,
los discípulos tampoco dijeron nada, pues quedaron aliviados y dejaron el asunto a
Jesús. Pero el padre del poseso le presentó el caso (vv. 17–18). 1. Su hijo está poseído
por un espíritu que le enmudece, le convulsiona y casi le hace pedazos, con lo que el
muchacho se halla quebrantado en su salud, como hace notar el médico Lucas (9:39).
Seguramente, el pobre muchacho se estaba quedando como un esqueleto. 2. Los
discípulos no podían prestarle ningún alivio: «Les dije a tus discípulos que lo
expulsaran, pero no fueron capaces» (v. 18b). «No tuvieron fuerza», como dice el
original y el padre había sido testigo de la inutilidad de los esfuerzos de los discípulos.
III. ¿A quién va dirigida la reprensión del Señor en el versículo 19? Hay autores,
como Lenski, que achacan la falta de fe a los discípulos; otros, a la multitud; otros, al
padre del muchacho pero la reprensión es para todos los presentes, como hace notar M.
Henry y, especialmente, Trenchard, cuyo magistral comentario a esta porción es digno
de leerse. La tristeza, y aun la indignación, del Señor son explicables por la incredulidad
general de una generación privilegiada con las enseñanzas y los continuos portentos
obrados por Jesús y, sin embargo, todavía incrédula; «¿Hasta cuándo …?»
IV. La deplorable condición en que se hallaba el muchacho cuando fue presentado a
Cristo, y la lastimera exposición del caso por parte del padre del poseso. «Y cuando el
espíritu vio a Jesús, al instante sacudió con violencia al muchacho, y cayendo en tierra,
se revolcaba echando espumarajos» (v. 20). Parecía como si el demonio desafiara a
Cristo, al ejercitar todo su poder contra el poseso, como si el Señor fuera incapaz, como
lo habían sido los discípulos, de llevar a cabo el exorcismo. Jesús preguntó al padre del
muchacho cuánto tiempo hacía que esto le venía sucediendo (v. 21); no es que Cristo no
lo supiera, pero quería oírlo de labios del padre, para que quedase bien claro que, a
pesar de ser un caso tan inveterado como extremo, para Él no había nada imposible.
V. El padre del muchacho contestó que eso le sucedía «desde la niñez», y se
extendió en la explicación de otros detalles que agravaban la triste condición del
muchacho (v. 22), y terminó con una angustiosa súplica: «Si tú puedes hacer algo,
muévete a compasión sobre nosotros y ayúdanos». El leproso de 1:40 había dicho a
Jesús: «Si quieres, puedes …». Estaba seguro del poder de Cristo, y sólo ponía el «si»
en la voluntad del Señor. Pero este hombre parece no dudar de la voluntad
misericordiosa de Jesús pero pone el «si» en su poder, lo que mostraba una fe muy
débil.
VI. La respuesta que le dio Cristo (v. 23), donde los mejores MSS dicen
literalmente: «A lo de “si puedes” todo es posible para el que cree». La lectura «si
puedes creer», de poco ánimo puede servir a nadie, pues aunque la fe no pueda
ejercitarse sin la gracia de Dios, lo cierto es que su posibilidad está implícita en la frase
«todo aquel que cree en Él» de Juan 3:15–16, sin lo que la declaración de 1 Timoteo 2:4
sería un mero sarcasmo, con perdón para los que opinen de manera diferente. En efecto,
Cristo achaca el fracaso únicamente a la falta de fe, no a la capacidad de la persona; con
ello, quedan sin excusa quienes dicen que no pueden, así como es un gran consuelo para
todos los que quieren sencillamente creer. «Cree solamente», había dicho Jesús a Jairo
(5:36). «Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo», dijeron Pablo y Silas al tembloroso
carcelero de Filipos (Hch. 16:31). La fe no es algo fuera del alcance de nosotros (v. Ro.
10:8–18). ¿Quieres creer? Por muy pequeña que sea tu fe, si es genuina, siempre hay
posibilidad de que tu corazón se ablande y se curen tus dolencias espirituales.
VII. La profesión de fe que el pobre padre hizo ante las palabras de Jesús: «Al
instante, el padre del muchacho dijo a gritos: Creo; ven en auxilio de mi poca fe» (v.
24). Como si dijese: «Si es cuestión de voluntad, la expreso a gritos: “Creo”; no quiero
que la curación de mi hijo sea impedida por mi falta de fe; y si el caso es difícil porque
mi fe es todavía pequeña, te pido, Señor, que tú la aumentes. ¡Que tu gracia se haga
fuerte donde mi fe es todavía débil!» (v. 2 Co. 12:9–10).
VIII. La curación del muchacho. Jesús vio «que se agolpaba rápidamente una
multitud» (v. 25), y no quiso tenerlos más tiempo en suspenso, sino que «reprendió al
espíritu inmundo». Veamos:
1. La orden que dio Jesús al demonio: «Espíritu mudo y sordo, yo te ordeno, sal de
él y no entres más en él» (v. 25b). No sólo lo expulsa, sino que le prohíbe el retorno,
para evitar así las temibles recaídas. Cuando Cristo sana a una persona, la sana de veras:
de modo efectivo y permanente. El demonio puede marcharse y volver otra vez; pero
cuando Cristo lo expulsa, pierde el visado de regreso.
2. Cómo tomó el demonio la orden de Jesús: Se enfureció sobremanera, pues «salió
gritando y agitando [al muchacho] con muchas convulsiones», como quien se resiste a
salir y, al no poder impedirlo, se venga con toda su rabia. La furia con que trató al
muchacho, al salir de él, fue tal, que el gentío pensaba que había quedado muerto.
3. «Pero Jesús le tomó de la mano y le levantó, y él se puso en pie» (v. 27). Nótese
la semejanza con 5:41–42, aunque entonces la muchacha había muerto de muerte
natural, y aquí el muchacho estaba «como muerto» (v. 26) por la acción del demonio. El
alivio del padre del muchacho no es fácil describirlo pues sólo podrá comprenderlo
quien haya pasado por una situación semejante.
IX. La razón que Jesús dio a Sus discípulos del fracaso que ellos habían tenido en
sus esfuerzos por expulsar al demonio: «Esta clase [de demonios] no puede salir con
nada, sino con oración» (v. 29, lo de «y ayuno» falta en los mejores MSS). Fue «en
privado», después de «entrar en casa», cuando los discípulos le preguntaron: «¿Por qué
no pudimos expulsarlo nosotros? (v. 28). Al decir «esta clase», Jesús da a entender que
hay unos demonios más peligrosos que otros, y que el poder para expulsarlos se alcanza
con «la oración de fe» (v. Stg. 5:15). Los discípulos de Cristo no deben pensar que su
trabajo va a ser siempre fácil, hay ocasiones en que es menester pasar la noche, como
Jacob (Gn. 32:24) en lucha con el Señor, hasta recibir la bendición apetecida. Es
entonces cuando Dios pone a prueba el concepto que tenemos sobre la oración, así
como el hábito de practicarla.
Versículos 30–40
4

I. Cristo predice de nuevo los padecimientos que le esperan. «Iba pasando por
Galilea, y no quería que nadie se enterase» (v. 30). Se acercaba el tiempo de sus
padecimientos y, por eso, quería conversar únicamente con Sus discípulos, a fin de
prepararlos para la prueba final (v. 31). «Les decía: El Hijo del Hombre es entregado
(es decir, está a punto de ser entregado) en manos de hombres, y le matarán». Que los
hombres, que tienen la facultad de razonar y deberían tener amor, de tal manera vayan a
comportarse con el Hijo del Hombre, quien vino a redimir y a salvar a los hombres, es
inexplicable. Pero puede notarse que, siempre que habló Cristo de Su muerte habló
también de Su resurrección. «Pero ellos no entendían este dicho, y tenían miedo de
preguntarle» (v. 32). Las palabras de Jesús eran lo suficientemente claras, pero ellos no
se hacían a la idea de que el Mesías tuviera que morir, y tenían miedo de preguntar
precisamente lo que no podían comprender. Muchos se quedan en la ignorancia porque
tienen miedo o vergüenza de preguntar.
II. A continuación, Jesús reprende a los discípulos por la ambición que cada uno
tenía de adquirir supremacía sobre los demás. Cuando llegaron a Capernaúm, les
preguntó en privado qué era lo que habían discutido por el camino (v. 33). Lo que
hablamos entre nosotros y, en especial, lo que discutimos mientras vamos por el camino
de la vida, no le pasa desapercibido al Señor, y un día tendremos que dar cuenta de todo
ello «ante el tribunal de Cristo» (Ro. 14:10; 2 Co. 5:10). Y, de todas las disputas, Cristo
pedirá especialmente cuenta de las que tengamos sobre precedencias y superioridades
de unos sobre otros. Este era el tema de discusión en el caso presente: «habían discutido
entre sí quién era mayor» (v. 34). No hay nada tan contrario a las dos grandes normas
de Cristo, que son la humildad y el amor, como el deseo de preferencia en este mundo,
y las disputas sobre ello. Por eso, el Señor se ocupó siempre de atacar estos flancos
débiles de Sus discípulos. «Pero ellos se callaban» (v. 34). Así como no preguntaban
(v. 32), porque estaban avergonzados de su ignorancia, así tampoco respondían, porque
4Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1228
estaban avergonzados de su orgullo. El Señor, no obstante, estaba dispuesto a
corregirles con calma y, por eso, «se sentó» (v. 35), como quien va a pronunciar una
lección solemne y completa. «Llamó a voces a los doce, y les dijo»:
1. Que la ambición, en lugar de ser un medio de ganarles preferencia en Su reino,
sólo servía para posponerla: «Si alguien desea ser el primero, que sea el último de
todos»; «Cualquiera que se ensalce a sí mismo, será humillado» (Mt. 23:12; Lc. 14:11;
18:14).
2. Que lo que verdaderamente cuenta no es la preferencia sino las oportunidades de
servir a los demás: «y sea el servidor de todos». Hay la nobleza de la sangre, la nobleza
del dinero, la del poder y la del talento, pero, por encima de todas ellas, está la
verdadera nobleza: la de la virtud, la del amor que se expresa en el servicio; ella es
también la nobleza de la genuina libertad (v. Gá. 5:13).
3. Que los más humildes y abnegados son también los que más se parecen a Cristo,
y a ellos les prestará Él un especial reconocimiento: «Y tomando a un niño lo puso en
medio de ellos, lo tomó en sus brazos, y les dijo: Cualquiera que me recibe a mí, no me
recibe a mí [sólo], sino al que me envió» (vv. 36–37). Dice muy bien Lenski: «Esto, por
supuesto, implica que la persona tratará al niño que así ha recibido como lo demandan la
revelación y la enseñanza de Jesús, que incluyen especialmente tierno cuidado
espiritual».
III. Mientras que han estado disputando entre sí sobre quién será el mayor (v. 34),
no permiten ni el último lugar entre ellos a quienes no les siguen (v. 38). En efecto,
tenemos a continuación:
1. El informe que Juan da al Maestro sobre «uno que estaba expulsando demonios
en nombre de Jesús». Juan y los que con él estaban, hicieron lo posible por impedírselo.
La razón era: «porque no nos seguía». Lucas dice: «porque no sigue con nosotros» (Lc.
9:49), es decir, no es del grupito que te acompaña por todas partes. Aquí asoma en Juan
ese sectarismo tan corriente en todos los círculos religiosos (no sólo «evangélicos», pero
más condenable en éstos), de tener por «mal cristiano», y hasta por «hereje», a quien no
piense como nosotros o no pertenezca a nuestra denominación. Pero «el Señor conoce a
los que son suyos» (2 Ti. 2:19). Esto no quiere decir que el comportamiento del
individuo en cuestión fuera correcto, pues es extraño que uno que tenía poder para
expulsar a los demonios en nombre de Jesús, no se uniera a los que seguían a Jesús, a no
ser que tuviese repugnancia a dejarlo todo para seguirle. Sin embargo, nosotros no
somos competentes para juzgar, sin más, quién es del Señor y quién no.
2. La reprensión que Jesús les dio: «No se lo impidáis» (v. 39). El que es bueno, y
en lo que es bueno, no debe ser impedido de hacer el bien que hace, aunque nos parezca
hallar algún defecto y alguna irregularidad en la manera de hacerlo. Pablo tenía un
espíritu muy diferente del que aquí muestra Juan, cuando dice en Filipenses 1:18 que,
con tal de que Cristo sea predicado, él se regocijará, aun en el caso de que quien
predique, lo haga por rivalidad contra el apóstol. Dos razones da Cristo para explicar
por qué no se le había de impedir lo que estaba haciendo: (A) Porque los que hacen
buen uso del nombre de Jesús al realizar milagros no es de suponer que vayan a hablar
mal del Señor, como lo hacían los escribas y fariseos; (B) porque los que difieren en su
modo de pensar, o de seguir a Cristo, deben ser considerados como hermanos,
luchadores bajo la misma bandera contra las huestes de Satanás «pues el que no está en
contra de nosotros, está a favor de nosotros». Por supuesto, esta amplitud de miras, que
Jesús recomienda en esta ocasión no excusa doctrinas u opiniones antibíblicas o
equívocas en cuanto a la persona y la obra de Jesús pues esto equivaldría a estar en el
bando de Satanás, no en el de Cristo. Por eso, el Señor completa con esta enseñanza lo
que había dicho en otra ocasión, según lo refiere Mateo: «El que no está conmigo, está
contra mí» (Mt. 12:30).
Versículos 41–50
I. Cristo promete recompensa a cuantos se porten amablemente, de algún modo, con
Sus discípulos: «Cualquiera que os de a beber un vaso de agua por el hecho de que sois
de Cristo, en verdad os digo que de ninguna manera perderá su recompensa» (v. 41).
Es un honor y una dicha para los cristianos pertenecer a Cristo, pues llevan Su librea
como pertenecientes a Su familia; más aún, son miembros de Su cuerpo. Por eso, aliviar
a los pobres de Cristo en sus aflicciones es una buena obra; Él la recibe como hecha a Sí
y Él la recompensará. Lo que se hace a favor de los necesitados, ha de hacerse por
Cristo, y por el hecho de que son de Cristo, pues eso es lo que santifica el bien que se
les hace. Ésta es la razón por la que no hemos de ver con malos ojos ni desanimar a
quienes trabajan en la obra del Señor, aunque no piensen ni obren en todo igual que
nosotros. Si Cristo reconoce como hecho a nosotros todo lo bueno que a Él se hace,
también nosotros debemos reconocer como hecho a Él todo lo bueno que se nos hace,
aun cuando eso sea hecho por quienes no siguen con nosotros.
II. Cristo amenaza a quienes ofenden a Sus pequeñuelos (v. 42). Cualquiera que
sirva de tropiezo a un creyente verdadero aun de los más débiles, ya sea impidiéndole
hacer el bien o sirviéndole de ocasión para cometer algún pecado, «mejor le sería que le
ataran al cuello una piedra de molino (grande, de las que mueve un asno, según el
original), y que le echaran al mar».
III. Después previene a los Suyos contra el peligro de arruinarse a sí mismos. La
caridad debe empezar por la propia casa; si hemos de cuidar de no hacer nada que sirva
de tropiezo a otros mucho más hemos de evitar todo aquello que nos impida cumplir
con nuestro deber o nos induzca a cometer pecado; en esto, no hemos de andar con
contemplaciones, sino que hemos de desprendernos de ello por muy aficionados que
estemos a ello. Obsérvese:
1. El caso supuesto de que una mano, un pie o un ojo nuestros nos sirva de tropiezo;
es decir, que aquello que nos arruina en el plano espiritual nos sea tan querido y útil
como una mano, un pie o un ojo. Supongamos que algún ser querido se ha convertido
para nosotros en un pecado, o que hayamos hecho de un pecado un ser querido.
Supongamos también que nos vemos en la alternativa de abandonar eso o abandonar a
Cristo y a una buena conciencia.
2. El deber que se nos prescribe en tal caso: «córtate la mano o el pie y sácate el
ojo» (vv. 43, 45, 47): haz morir (v. Ro. 8:13) eso que tanto amas y tanto te daña;
crucifícalo (v. Gá. 5:24). ¡Arroja lejos de ti como cosa detestable ése ídolo que te resulta
tan deleitable! Es necesario que el miembro gangrenado sea amputado en aras de la
preservación de la propia vida. Hay que negarle al «yo» lo que sólo sirve para
destruirlo.
3. La necesidad de hacer esto. Es menester mortificar la carne, a fin de que pueda
entrar en la vida (vv. 43, 45) y en el Reino (v. 47). Aun cuando, de momento, al
abandonar el pecado nos sintamos como si estuviéramos mutilados, es en orden a
conservar la vida, y «todo lo que el hombre tiene, dará por su vida» (Job 2:4). Esa
especie de mutilaciones serán después como «las marcas del Señor Jesús» (Gá. 6:17);
en el Reino de los cielos, serán cicatrices de honor.
4. El peligro que se corre en no hacer esto. La materia de que tratamos llega a un
punto en que, o debe morir el pecado o vamos a morir nosotros. Si permitimos que el
pecado reine sobre nosotros, es inevitable que nos ha de arruinar. ¡Qué tremendo
énfasis carga Cristo (especialmente en la triple repetición que registran muchos MSS)
en el terror que debe despertar en nosotros el pensamiento del Infierno, «donde su
gusano no se muere, y el fuego no se apaga» (seguro, en v. 48; probable, en vv. 44 y
46). La frase está tomada de Isaías 66:24, y los dos miembros se complementan, pues el
«gusano» es algo interno y, por eso, aunque no se dice en el texto, suele interpretarse
como los remordimientos que atormentarán la conciencia del condenado por las
oportunidades de salvación que dejó pasar y que ahora ya no tienen remedio por toda la
eternidad; y el «fuego» es algo que atormenta desde fuera, y es símbolo de la ira divina
que gravitará eternamente sobre el pecador que se negó a creer (v. Jn. 8:24). ¡Un Dios
eterno, eternamente airado contra un malvado que sólo vivirá para estar muriendo
eternamente! «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (He. 10:31).
5. Los versículos 49 y 50 han causado mucha discusión entre los intérpretes por no
atender al doble «filo» de los vocablos «sal» y «fuego». Por una parte, sabemos que
todo sacrificio del Antiguo Testamento tenía que ser salado con sal no para preservar la
carne, sino para que fuese aceptable en la mesa del altar de Dios. Igualmente, la
naturaleza humana, al estar de suyo corrompida—por eso se la llama «carne»—, debe
ser salada de algún modo para adquirir sazón (comp. con Col. 4:6) y ser así sacrificio
agradable para Dios (Ro. 12:1). Hemos de tener en nosotros el buen sabor de gracia; y
no sólo tenerlo, sino también manifestarlo al exterior («ser sal de la tierra», Mt. 5:13).
Si esa sal preserva de corrupción nuestro corazón, «ninguna palabra corrompida saldrá
de nuestra boca» (Ef. 4:29). Pero esa misma sal que sazona el sacrificio de una vida
santa, agradable para Dios, también impide que los condenados al Infierno sean
destruidos y aniquilados; serán atormentados en perpetua «conserva» (v. Ap. 14:11;
20:10; 21:8). Lo mismo pasa con el «fuego»: «Dios es un fuego consumidor» (He.
12:29); pero sólo «consume» lo que es puro desecho, lo que no sirve para la vida eterna;
por eso, consumirá eternamente, sin aniquilarlos, a los condenados al Infierno; en
cambio, sirve para purificar («la zarza que ardía y no se consumía», Éx. 3:2) a los hijos
de Dios (Mal. 3:2, comp. con 1 Co. 3:13–15; 1 P. 1:7). Finalmente, observemos (v. 50)
que la misma sal que nos preserva de corrupción, nos ayuda a convivir en paz, sin poner
tropiezo, unos con otros (para más detalles, véase el comentario a Mt. 5:13 y Col. 4:6).
CAPÍTULO 10
Vemos al Señor que disputa con los fariseos acerca del divorcio, e imparte, después,
Su bendición a unos niños. Luego tenemos la triste historia del joven apegado a sus
riquezas, con las consecuencias que de ello dedujo Jesús dirigiéndose a Sus apóstoles.
Viene después un nuevo anuncio que Cristo hace de Sus padecimientos y muerte y la
petición, tan inoportuna, de los hijos de Zebedeo. Finaliza el capítulo refiriéndonos la
curación del ciego Bartimeo.
Versículos 1–12
Como hemos dicho otras veces, nuestro Señor Jesús no permanecía por mucho
tiempo en un mismo lugar, pues toda la tierra de Palestina era, por así decirlo, Su
«parroquia» y, por tanto, quería visitar cada parte de ella. Ahora le tenemos
«levantándose de allí [de Capernaúm], y yéndose al distrito de Judea y al otro lado de
Jordán» (v. 1). Así cerraba su circuito como el del sol, de cuya luz y de cuyo calor nada
se esconde. Allí:
I. «De nuevo se aglomera una multitud en torno a Él y, como era su costumbre les
enseñaba una vez más.» Mateo (19:2) nos dice: «los sanó allí». El que sanaba los
cuerpos, sanaba las almas con Su enseñanza. «Una vez más.» Tal es la riqueza de las
enseñanzas de Cristo, que siempre hay algo más que aprender en Su escuela; y tan
olvidadizos somos, que siempre es menester que se nos recuerde lo que ya sabemos.
II. Se acercan luego unos fariseos para ponerle a prueba (v. 2).
1. Comienzan preguntándole sobre el divorcio: «le preguntaban si es lícito a un
hombre repudiar a su mujer». Le tentaban a fin de sorprenderle en alguna falta,
cualquiera que fuese su opinión sobre la cuestión que le proponían. Los ministros de
Dios siempre deben estar en guardia, no sea que, bajo pretexto de pedirles consejo, les
tiendan una trampa.
2. Cristo les responde con una pregunta: «¿Qué os ordenó Moisés?» (v. 3). Así les
habló para mostrar Su respeto por la Ley de Moisés y para que al poner la ordenación de
Deuteronomio 24:1 en su debido contexto, quedasen ellos mismos confundidos.
3. Ellos contestaron citando correctamente: «Moisés permitió escribir un certificado
de divorcio, y repudiarla» (v. 4). En Mateo 19:7, les vemos que dicen: «mandó», pero
no hay contradicción entre el «permitió» y el «mandó», porque en la Ley de
Deuteronomio 24:1 hay un permiso y un mandato: permiso de repudiarla, pero mandato
de darle la carta de divorcio.
4. Al replicar a esto, Cristo se atiene a la explicación que ya vimos en Mateo 5:31–
32; 19:1–12, con una variante digna de consideración: tanto en Mateo 5:32 como en
Mateo 19:9 se incluye un inciso («excepto por causa de fornicación») que no aparece
aquí en Marcos 10:11. Esto refuerza la opinión va expuesta en el comentario a Mateo,
de que dicha cláusula se refiere a las uniones ilegítimas, por haber sido contraídas en
grado de parentesco prohibido por la Ley, cosa que afectaba a los judíos, para quienes
fue escrito principalmente el Evangelio de Mateo, mientras que el de Marcos iba
especialmente dirigido a griegos y romanos, para quienes el divorcio por causa de
adulterio era cosa bien conocida y admitida, por lo cual, se calla aquí, e indican que el
Señor no admitía el adulterio como motivo para el divorcio vincular y que la única
causa por la que fue permitido en la ley mosaica era «la dureza de vuestro corazón» (v.
5), pero que el propio Moisés dejó consignado (Gn. 1:27; 2:24) que habría un solo varón
para una sola mujer, y que ambos llegarían a ser como una sola persona. De esta
manera, en Marcos 10:5–9, lo mismo que en Génesis 1:27; 2:24, quedan fijadas las dos
propiedades del matrimonio: unidad e indisolubilidad. Además, el matrimonio no es una
institución inventada por los hombres, sino por Dios: «Por tanto, lo que Dios unió (lit.
unció juntamente, de donde procede el vocablo “cónyuge” = uncido al mismo yugo),
que no lo separe el hombre». La elección de cónyuge puede ser desacertada si no se ha
hecho con oración y discreción pero la unión matrimonial es obra de Dios y, por eso, no
hay desacierto anterior que justifique su ruptura, mientras Dios no tenga a bien romperla
con la muerte de uno de los cónyuges.
5. La conversación que Cristo mantuvo en privado con Sus apóstoles «cuando
volvieron a la casa» (v. 10). Fue una ventaja para ellos el tener oportunidad de
conversar personalmente con el Maestro, no sólo acerca de los misterios del Evangelio,
sino también de los deberes morales. De esta conversación, sólo sabemos lo que queda
consignado en los versículos 11–12, donde Cristo restableció la ley primitiva sobre el
matrimonio: cualquiera de los dos cónyuges que se separe del otro y se atreva a atentar
una nueva unión matrimonial es un adúltero. Si la prudencia y la gracia, la santidad y el
amor reinan en el corazón, resultará suave y ligero el yugo (v. Mt. 11:30; 1 Jn. 5:3) que
para el hombre carnal puede resultar intolerable.
Versículos 13–16
El tener consideración y afecto a los niños es señal de un carácter tierno y amable, y
de esta buena disposición dio pruebas admirables nuestro Señor Jesús, lo cual es un gran
estímulo no sólo para los niños pequeños a fin de animarles a llegarse a Cristo, sino
también para los mayores que sean conscientes de su debilidad y se sientan, a veces,
desvalidos e inútiles, como los niños pequeños.
I. «Le traían niños para que los tocase» (v. 13). No se nos dice que necesitasen de
curación ni que fueran capaces de recibir enseñanza. Pero quienes los traían a Jesús,
deseaban para ellos lo mejor: alguna bendición especial de parte del Maestro para sus
almas, ya que el toque de Jesús puede llegar directamente hasta el corazón, mientras que
sus padres nada podían decirles o hacer por ellos, especialmente en tan tierna edad, que
llegase directamente al santuario interior de la persona, lo cual es privilegio exclusivo
del Creador. Así nosotros debemos presentar nuestros hijos al Señor, que ahora está en
el Cielo, y encomendarlos con fe a Su gracia, siempre rica y abundante, puesto que las
promesas divinas son «para nosotros y para nuestros hijos» (Hch. 2:39).
II. «Pero los discípulos los reprendieron» (v. 13b). Los apóstoles, al pensar que tal
cosa era una molestia para el Maestro, desanimaban a quienes traían los niños. ¡Cuán
triste es que muchas veces los hombres y aun los ministros de Dios, desanimen a
quienes están siendo secretamente animados por el Espíritu Santo a acercarse a Cristo y
al Evangelio! ¡Más triste aún, cuando los que así desaniman, son tenidos por «grandes
expertos de la Palabra»! ¡Percatémonos de que la esencia misma de la espiritualidad
consiste en la imitación de Cristo (v. 2 Co. 3:18; He. 12:2, así como 1 Co. 11:1; Ef. 5:1;
1 Ts. 1:6), y se muestra en el fruto del Espíritu (Gá. 5:22–23), cuyas tres facetas
centrales—las que se refieren al trato con los demás—son (lit.) «longanimidad,
benignidad y bondad».
III. En contraposición a la actitud de los discípulos, Cristo animaba a los que traían
los niños, pues tomó muy a mal el que los apóstoles tratasen de impedirlo. «Cuando
Jesús vio esto, se indignó y les dijo. Dejad que los niños vengan a mí» (v. 14). Los
niños son bienvenidos al Trono de la gracia cuando vienen con sus «Hosannas».
Además, el Señor puntualizó que el reino de Dios ha de recibirse con corazón infantil
(vv. 14–15); en otras palabras, en relación al reino de los cielos, debemos estar en la
misma disposición en que los niños están en relación a sus padres, maestros, tutores y
nodrizas. La mente de un niño es como un papel en blanco, sobre el cual puede uno
escribir lo que le plazca; así deben estar nuestras mentes con respecto a la pluma del
Éspíritu Santo. Los niños están bajo la disciplina y el gobierno de otros; así debemos
estar también nosotros. Los niños dependen del cuidado y de la prudencia de sus padres,
son llevados en brazos y toman lo que otros proveen para ellos; así hemos de recibir el
reino de Dios, echándonos en brazos del Señor y dependiendo humildemente de Él.
Jesús recibió a los niños y les concedió lo que rogaban que hiciera por ellos: «Y los
tomó en sus brazos y los bendecía poniendo las manos sobre ellos» (v. 16). «En su
brazo recogerá los corderos, y en su seno los llevará» (Is. 40:11). Hubo un tiempo en
que Cristo mismo fue tomado en brazos por Simeón (Lc. 2:28). Ahora Él tomó en
brazos estos niños, no quejándose de la carga, sino complacido de llevarla. No hay
dicha mayor para nuestros hijos que el ser llevados en brazos del Mediador entre Dios y
los hombres.
Versículos 17–31
I. Encuentro esperanzador entre Cristo y un joven. Marcos solamente dice: «uno».
Mateo le llama «joven» (19:20, 22); Lucas (18:18) le llama «príncipe» o «gobernante»
(gr. arkhon).
1. Marcos añade el detalle de que vino hacia Jesús «corriendo»; echó a un lado la
gravedad y la majestad de un príncipe para manifestar su prisa y anhelo; «corrió» como
quien se apresura a obtener algo, a pedir un favor o suplicar socorro en una necesidad.
Tenía la gran oportunidad de consultar a este gran profeta sobre algo de sumo interés y
no quería desperdiciar la ocasión.
2. Vino hacia Jesús cuando éste «salía para ponerse en camino» en compañía de
otras personas; al menos, de Sus discípulos; «y cayó de rodillas ante Él», en señal de la
gran estima y veneración en que le tenía, y del anhelo que abrigaba de oír Sus
enseñanzas.
3. La pregunta que hizo a Jesús era seria y de suma importancia: «Maestro bueno,
¿qué haré para heredar la vida eterna?» Considera posible heredar la vida eterna, como
algo que está frente a nosotros y que nos es ofrecido. La mayoría de los hombres se
interesa por el bien que se puede tener en este mundo, pero él pregunta por el bien que
se debe hacer en este mundo; en otras palabras, pregunta sobre una felicidad que se
obtiene por la vía del deber. Ahora bien, ésta era:
(A) Una pregunta muy seria. Cuando una persona comienza a preguntar
sinceramente sobre lo que es menester para ir al Cielo, empieza también a brillar un
rayo de esperanza con respecto a su salvación.
(B) Fue propuesta a la persona adecuada para poder responderla, ya que era el
Camino, y la Verdad, y la Vida, y vino del Cielo para abrir el camino del Cielo y
mostrarlo después a los hombres. Mostrar este camino a los hombres es lo que todo
predicador del Evangelio debe hacer.
(C) Fue propuesta con buena intención: para ser instruido sobre una materia de la
mayor importancia. En Lucas 10:25 hallamos la misma pregunta, hecha a Jesús por un
«intérprete de la ley», pero con mala intención, pues era «para ponerle a prueba». No
son buenas palabras lo que Cristo requiere, sino sincera intención.
4. Cristo le animó a proseguir, inquiriendo, ayudando (y también poniendo a
prueba) a la fe del joven (v. 18). Éste había llamado a Jesús «Maestro bueno». Cristo le
hace ver que, en tal caso, está dando a entender que le tiene Por Dios, pues sólo Dios es
absolutamente bueno, por ser la bondad infinita y en su fuente misma. Además, dirige la
atención del joven hacia la práctica, al mencionar los seis mandamientos que pertenecen
a la segunda tabla de la Ley, es decir los que se refieren a nuestra relación con el
prójimo (v. 19), omite el décimo del que todos los otros seis son el fruto, y pone en
cambio en último lugar el quinto, el cual, por referirse al honor que debemos a los
padres, está a caballo entre las dos partes del Decálogo por el contenido de piedad que
incluye.
5. El joven parece bien preparado para heredar la vida eterna, ya que estaba libre de
grave violación de los mandamientos divinos: «Maestro, todas estas cosas las he
guardado desde mi juventud» (v. 20). Pensaba sinceramente que había observado
escrupulosamente todo ello. Y lo mismo pensaban también, sin duda, sus vecinos acerca
de él.
6. «Jesús le miró y sintió afecto por él» (v. 21). Cristo no puede menos de mirar con
afecto a jóvenes que preguntan por el camino del Cielo y tratan de dirigirse rectamente
hacia Él; especialmente, cuando son jóvenes ricos, más expuestos a sucumbir a la
fascinación de lo terrenal, por disponer de suficientes recursos económicos para
satisfacer sus deseos pecaminosos.
II. Ahora tenemos una triste retirada del joven ante las demandas que el seguimiento
de Cristo impone.
1. Como cuando un dentista pone la aguja en el nervio de la muela cariada, así
Cristo aplica al corazón del joven la piedra de toque. Los frutos del amor al prójimo
parecían evidentes en la observancia de los mandamientos de la segunda tabla de la Ley,
pero el Señor investiga la raíz: ¿está el corazón tan desprendido del afecto de Mamón
(v. Mt. 6:24) como para atreverse a vender cuanto tiene y darlo a los pobres para ir en
seguimiento de Cristo, y heredar así la vida eterna? (v. 21). ¿Era verdad que
sinceramente anhelaba la vida eterna a toda costa? «Se veía palpablemente—dice
Trenchard—que la quería como algo adicional a sus tesoros, pero que aún no se había
visto desnudo ante la terrible realidad de la eternidad». ¿Creía realmente que hay «un
tesoro en el cielo», suficientemente atractivo como para desprenderse de todos los
tesoros de la tierra? ¿Estaba dispuesto a confiar en Cristo por fe, sin ver? ¿Le daría el
crédito que se merece, hasta pechar con la cruz presente, en expectación de la corona
futura? Aquí viene a cuento mencionar una equivocación muy frecuente entre los
cristianos de que, si uno se convierte al Señor, va a tener una experiencia feliz. H. A.
Sevener, presidente del American Board of Missions to the Jews escribió en un
artículo (junio 1983) contra esta falsa idea. La noción de un «plan maravilloso, lleno de
éxitos en tu vida, etc», es falsa. «La prosperidad material—dice Sevener—era una de las
bendiciones condicionales de la sociedad teocrática del Antiguo Testamento y lo será en
el futuro Reino mesiánico. Pero en la era presente a la Iglesia no se le ha prometido
prosperidad, éxito y aceptación social … Jesús no prometió a Sus discípulos un
maravilloso plan para sus vidas, sino un plan divino, que incluiría sufrimientos,
aflicción, hambre, pérdida de amigos y cargos y hasta la posibilidad de una muerte
cruenta … un plan que nos asegura que, aunque el mundo nos odie, Dios continuará
amándonos y protegiéndonos. Vivimos en una época en que el cristianismo organizado
se ha vuelto muy cómodo … Jesús dijo que hemos de ser la sal de la tierra, pero, en
lugar de eso, la Iglesia ha procurado ser rica en posesiones materiales y convertirse en
azúcar del mundo. El resultado es una Iglesia débil y sin poder. No debemos olvidar
jamás que es Satanás quien promete a sus discípulos un plan maravilloso para sus vidas:
un plan que incluye los reinos de este mundo.»
2. La espantada del joven ante el requerimiento de Jesús: «Pero él se puso triste al
oír estas palabras y se marchó apesadumbrado, porque tenía muchas posesiones» (v.
22). Se puso triste de no poder seguir a Cristo por un camino más fácil, echando mano
de la vida eterna y conservando, al mismo tiempo, sus posesiones temporales. Pero,
como no podía alcanzar ambas cosas a la vez, fue lo suficientemente sincero para no
pretenderlo hipócritamente: «se marchó». Aquí se palpó la verdad de aquello que Cristo
dijo: «No podéis servir a Dios y a Mamón» (Mt. 6:24). Al adherirse a Mamón, el joven
despreció automáticamente a Cristo. Ha preguntado por lo que le gusta en el mercado,
pero se marcha triste y lo deja, porque no se lo puede llevar al precio que él se
imaginaba.
III. A continuación, vemos el discurso de Cristo a Sus discípulos acerca de este
tema. Estamos tentados a desear que el Señor hubiese endulzado Sus palabras y
rebajado un poco el precio que había puesto al mandamiento de seguirle; una cruz
menos pesada. Pero Él conocía a fondo el corazón humano (Jn. 2:25, etc.) y no iba a
rebajar del precio por el hecho de que fuese un gobernante joven y rico el postor. Las
bendiciones divinas no están sometidas a vulgar regateo. Lo toma o lo deja. Si quiere
marcharse, que se marche. Cristo no quiere tener consigo a nadie contra su voluntad.
1. La dificultad de la salvación de quienes poseen muchos bienes de este mundo.
Quienes tienen mucho que dejar, hallan mucha dificultad en dejarse persuadir a que lo
dejen por Cristo.
(A) «Entonces Jesús mirando en derredor, les dice a sus discípulos: ¡Cuán
difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas!» (v. 23). Los ricos
tienen muchas tentaciones que vencer, y muchas dificultades que superar, que los
pobres no necesitan arrostrar. Pero, en el versículo 24, Jesús explica que el peligro no
está en poseer riquezas, sino en poner en ellas la confianza. Quienes tal estima otorgan a
la riqueza material como para hacer de ella la base de sustentación (gr. hypóstasis, en
He. 11:1) de su vida, nunca apreciarán en su debido valor la gracia de Cristo y la gloria
del Cielo. Los que tienen mucho, pero no ponen su confianza en ello, ya han obviado la
gran dificultad; pueden fácilmente seguir a Cristo. Mientras que quienes tienen poco,
pero ponen su corazón en eso, les apartará eso, aun siendo poco, del seguimiento de
Cristo.
(B) Cristo refuerza su enseñanza con una ilustración muy fuerte: «Es más fácil que
un camello pase a través del ojo de la aguja, que el que un rico entre en el reino de
Dios» (v. 25). Hay quienes opinan que Cristo se refería a un portillo de entrada en el
muro de Jerusalén, llamado «el ojo de la aguja», por el que podía pasar con dificultad
un camello arrodillado y descargado de parte de su peso a cuestas. Así también podría
un rico entrar en el Cielo, al cumplir con algunas ceremonias de humildad religiosa y
descargándose de parte de sus bienes en favor de los necesitados. Otros sugieren que el
vocablo «camello» puede significar una gruesa soga, trenzada de muchas hebras, la cual
sería símbolo del rico en comparación con el único hilo del pobre; esa soga no puede
pasar por el ojo de la aguja, a no ser que se la destrence. Así también el rico debe
soltarse y destrenzarse de sus riquezas, a fin de que hebra por hebra, pueda pasar por el
ojo de la aguja, de lo contrario, sólo sirve para sujetar anclas en puertos de este mundo.
Ambas opiniones son falsas en sus intentos de atenuar la dificultad, la cual ha de
resolverse en una perspectiva diferente.
(C) «Los discípulos estaban atónitos ante sus palabras» (v. 24). «Pero ellos se
asombraban aún más, y decían entre ellos: Entonces, ¿quién puede ser salvo?» (v. 26).
Conocían las abundantes promesas de bienes temporales, según el Antiguo Testamento.
Sabían también que los que poseen bienes materiales tienen mayores oportunidades de
hacer el bien y, por eso se asombraban al oír que fuera tan difícil para los ricos entrar en
el Cielo.
(D) Cristo les da la necesaria y oportuna explicación: «Con [los] hombres,
imposible; pero no con Dios porque con Dios todo es posible» (v. 27. Trad. literal). En
otras palabras, para el que está en genuina comunión con Dios, confía en Él y depende
de Su gracia, no hay nada imposible; por tanto, también los ricos pueden entrar en el
reino de Dios si cumplen esa condición. Nótese que el original no dice que todas las
cosas son posibles para Dios, lo cual no habría pasado de ser una perogrullada para la
mentalidad judía, como ha mostrado con toda contundencia Martin Buber, sino que
«todo es posible en compañía de Dios», ya que la obediencia a la voluntad divina
implica una participación en la omnipotencia de Dios.
2. La grandeza de la salvación de los que, por poco que posean en este mundo, están
dispuestos a dejarlo por seguir a Cristo. Esto lo asegura el Señor con ocasión de las
palabras de Pedro (v. 28): «Mira, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».
Dice el Crisóstomo: «¿Qué todo es ese bienaventurado Pedro? ¿La caña, la red, la
barca, el oficio? ¿Eso es lo que nos quieres decir con la palabra todo? Sí, nos contesta.
Pero no lo digo con vanagloria, sino que en mi pregunta quiero meter a toda la
muchedumbre de los pobres. Había, en efecto, dicho el Señor: Si quieres ser perfecto
vende lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Ahora bien,
porque ningún pobre pueda decir: ¿Luego si no tengo nada que vender no puedo ser
perfecto?, pregunta Pedro al Señor, para que así te des cuenta, pobre, que nada pierdes
por eso». El Señor responde a Pedro en los versículos 29–30 y viene a decirle: «Bien
hecho, Pedro; se te recompensará con abundancia, y no sólo a ti que has dejado tan poca
cosa, sino también a quienes han dejado mucho, tanto como lo que ese joven posee».
(A) Se supone que la pérdida es muy grande. Cristo había hablado de riquezas
materiales (gr. khrémata), y ahora especifica: en primer lugar, casa (donde habitar);
en último lugar, campos (de donde mantenerse); en medio, menciona los parientes más
próximos: hermanos, hermanas, madre, padre, hijos. Sin todo eso, el mundo es como
un desierto; con todo, cuando nos vemos en la alternativa de despedirnos de todo eso o
de Cristo, hemos de recordar que nuestro parentesco con Cristo es más cercano que el
de ningún ser creado. La mayor prueba de la constancia de una buena persona tiene
lugar cuando su amor a Cristo entra en competición con otro amor que, no sólo es
bueno, sino también obligatorio. Para una persona así, no es difícil renunciar al placer
por Cristo; pero renunciar a Padre, madre o esposa por Cristo, ya es más difícil. Y, con
todo, debe hacerlo si no puede de otra manera seguir a Cristo.
(B) Pero, al mismo tiempo, la ventaja es todavía mayor que la pérdida. Recibirá
«cien veces más ahora en este tiempo …, y en la era venidera, vida eterna» (v. 30).
Tendrá suficiente compensación mientras viva. Aun en medio de los sufrimientos el
cristiano tendrá el ciento por uno en consuelos del Espíritu Paráclito (el «Consolador»),
para compensar los frágiles y efímeros consuelos de las criaturas. Marcos es el único
que registra la añadidura de Jesús: «con persecuciones». Aun cuando serán ganadores
con Cristo, han de esperar no obstante, ser sufridores con Él. «Y en la era venidera,
vida eterna.» Al recibir el ciento por uno en este mundo, habríamos de pensar que no se
les va a estimular a esperar algo más. Pero, como si todo lo demás fuera poco, se les
promete como añadidura lo principal, a la inversa de Mateo 6:33, puesto que así como
al que busca lo principal se le añadirá lo accesorio, así también al que deja por Cristo lo
que es accesorio, se le añadirá lo principal.
(C) «Pero muchos primeros serán últimos y los últimos, primeros» (v. 31). Esto
admite dos sentidos: (a) Muchos que son «príncipes» como el joven rico, pasarán a ser
«siervos», y viceversa; (b) muchos que llegaron primero, serán desbancados a favor de
otros que llegarán después.
Versículos 32–45
5

I. Cristo predice de nuevo Sus padecimientos.


1. Véase la bravura del Señor. Ahora que iban subiendo a Jerusalén, Jesús iba
delante de ellos (v. 32). Jesús se dirige resueltamente a Jerusalén, a sabiendas de lo que
allí le esperaba, e iba delante, como conduciendo a Sus discípulos en aquella marcha.
«Ellos estaban atónitos.» Se espantaban de lo que le podía suceder al Maestro y, tanto
ellos como otros «que le seguían, tenían miedo», pues comenzaban a considerar en qué
peligro se metían ellos mismos acompañándole en ese viaje. Por eso, para darles ánimo,
«Jesús iba delante». Cuando nos vemos abocados al sufrimiento, es alentador ver a
nuestro Maestro ir delante de nosotros (v. He. 12:2).
2. Véase también la cobardía de los discípulos: «y los que le seguían tenían miedo».
La valentía del Maestro debía haberles infundido ánimo. Pero no juzguemos a los
apóstoles con precipitación. Algo había en el rostro del Maestro, quizás un rictus de
amargura en Sus labios que les causaba asombro, temor y preocupación a un mismo
tiempo.
3. Véase el método que usó para silenciar el miedo de ellos. No intentó dorarles la
píldora ni pintarles con colores más suaves la situación que se avecinaba, sino que
«tomó de nuevo aparte a los doce y comenzó a decirles lo que estaba a punto de
sucederle». Él conocía lo peor, lo más amargo y, por eso mismo se mostraba tan
decidido antes de comunicarles también a ellos lo peor. Al final de las frases que
parecen entrecortadas por la emoción, parece decirles: «no tengáis miedo … a los tres
días resucitará» (v. 34). El resultado de aquellos padecimientos sería glorioso para Él y
ventajoso para todos los Suyos. La forma y los matices de los sufrimientos de Cristo se
expresan aquí con mayor detalle que en ninguna otra de las predicciones. Cristo tenía
perfecto conocimiento no sólo de Su muerte futura, sino de todas las circunstancias que
la habían de hacer tan penosa; sin embargo, marchó al encuentro de ella con toda
valentía.

5Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1233
II. El episodio que sigue contrasta más señaladamente a continuación del sombrío
anuncio de Jesús. «Se acercan a Él Jacobo y Juan, los dos hijos de Zebedeo, y le dicen:
Queremos que hagas por nosotros lo que te pidamos» (v. 35). La historia es la misma
de Mateo 20:20, aunque allí se especifica que hicieron la petición por medio de la
madre. Aunque la Biblia no nos dice si era o no hermana de María, la madre de Jesús, la
tradición asigna a Salomé ese parentesco. Si a eso unimos que los dos hijos pertenecían,
con Simón Pedro, al círculo de los íntimos de Jesús, se explica que, con la idea
predominante entre el pueblo de que el Mesías instauraría pronto el reino de Israel sin
pasar por el Calvario la madre tuviese prisa por asegurar para sus dos hijos los puestos
de más alto rango en dicho reino. Notemos la presunción con que piden: «Queremos
que hagas por nosotros lo que te pidamos». Es cierto que, como dice Pablo, Dios «es
poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o
pensamos» (Ef. 3:20), pero hemos de dejar al amor y a la sabiduría de Él concedernos lo
que más nos convenga sin imponerle de antemano condiciones. Además, hay que ser
cautos al hacer promesas demasiado generales. «Él les dijo: ¿Qué queréis que haga por
vosotros?» (v. 36). Les deja seguir adelante con su presunción, para que puedan después
avergonzarse de ella. Si hubiesen buscado la preeminencia del amor, en lugar de
ambicionar la del honor … Nuestra debilidad y miopía se echan de ver en nuestras
oraciones tanto como en otras cosas. Es insensato prescribir a Dios por adelantado, en
lugar de suscribir lo que Él nos asigne. El Señor quiere que estemos preparados para los
sufrimientos y le dejemos a Él otorgarnos las recompensas.
III. La indignación de los demás apóstoles: «Al oír esto, los diez comenzaron a
indignarse con respecto a Jacobo y Juan» (v. 41). Se indignaron con ellos por buscar
preferencias, no porque pensasen que era inoportuno pedirlas, sino porque cada uno la
deseaba para sí, con lo que los diez mostraron también su ambición, al indignarse contra
los dos hermanos. Cristo aprovechó la ocasión para amonestarles a todos (vv. 42–44).
Les llamó adonde Él estaba de un modo familiar y en señal de condescendencia; y les
mostró.
1. El abuso que del dominio se hace ordinariamente en el mundo: «Sabéis que los
que se tienen por gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos» (v. 42). En otras
palabras, el interés de los gobernantes de este mundo suele ser, no lo que pueden y
deben hacer por sus súbditos, sino el apoyo que de ellos esperan para prosperar su
propia ambición y grandeza.
2. Que eso no debía ocurrir en la Iglesia: «Pero entre vosotros no es así» (v. 43).
Como si dijese: «los que han de ser puestos a cargo vuestro han de ser como ovejas al
cuidado de un pastor que las ha de servir, cuidar y alimentar, no como súbditos a
quienes hay que dominar, sujetar y oprimir para sacarles el jugo». Los oficios en la
Iglesia no son puestos de dominación, sino responsabilidades de servicio (v. Hch. 20:28;
1 P. 5:2–3). Los que ahora son más serviciales y, por ello, más útiles, son los más
honorables ya, y serán glorificados después.
3. Para persuadirles de ello, se pone a Sí mismo como modelo: «Porque aun el Hijo
del Hombre no vino a ser servido, sino a servir, y a dar su vida como rescate por
muchos» (v. 45). Él tomó la forma de siervo (Fil. 2:7) y vino a servir, no a ser servido.
En lugar de exigir homenaje, pompa y grandeza, «se hizo obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz» (Fil. 2:8). De esta forma, puso su vida «en rescate por muchos». Los
rescatados se llaman «muchos» no para excluir a otros, sino en contraste con el uno que
murió por todos (v. 1 Ti. 2:6). Para una fraseología semejante, véase Romanos 5:12–19.
Versículos 46–52
El episodio que sigue se halla también en Mateo 20:29 y ss.; Lucas 18:35 y ss., con
la diferencia de que, en Mateo, son dos los ciegos; en Marcos y Lucas, uno. Mateo
estaba presente, y no hay duda de que eran dos, pero Marcos y Lucas mencionan sólo a
uno porque éste era, sin duda, el que más se destacaba en sus gritos y en su excitación.
Marcos ha recogido su nombre: «el hijo de Timeo, Bartimeo» (v. 46). Una vez más,
Marcos traduce para sus lectores, ya que Bartimeo significa en arameo «hijo de Timeo».
I. Este ciego «estaba sentado junto al camino» mendigando. Quienes están
incapacitados para ganarse la vida, son los más dignos de atención y cuidado por parte
de sus parientes y, en general, de la sociedad.
II. «Comenzó a gritar y a decir: ¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!» (v.
47). Acude a Jesús, porque la miseria es el objeto y la ocasión de la misericordia.
III. Cristo le animó, pues «se detuvo y dijo: Llamadle» (v. 49). No debemos
considerar como un obstáculo en nuestro camino el detenernos cuando es para hacer el
bien. Quienes al principio «le increpaban para que se callara» (v. 48), es muy probable
que fuesen los mismos que ahora le decían: «¡Ánimo, levántate, que te llama!» Cuando
el Señor nos invita a llegarnos a El, nos confirma en nuestra esperanza de que
obtendremos lo que hemos venido a suplicarle.
IV. Ante esta invitación, el mendigo ciego «arrojó de sí su manto, dio un salto y se
fue hacia Jesús» (v. 50). Echó fuera de sí lo que podía serle un impedimento para
llegarse al Señor. En esto, Bartimeo obró de muy diferente manera que el joven rico en
los versículos 17–22. Como dice E. Trenchard, «la capa era tan importante para el ciego
como las fincas y las casas para el joven, pero no dudó un momento en abandonarla con
tal de llegar más aprisa a los pies del Señor». También nosotros hemos de despojarnos
del manto de nuestra autosuficiencia, «de todo peso y del pecado que nos asedia» (He.
12:1), para ir en seguimiento de Jesús.
V. El favor que el ciego pidió al Señor fue, podemos suponerlo, «que recobre la
vista» (v. 51), a fin de estar así capacitado para ganarse la vida sin ser una carga para
otros. Aquí tenemos a un necesitado que «pide con fe, no dudando nada» (Stg. 1:6). Su
ruego perseverante le obtuvo lo que más deseaba en este mundo.
VI. «Y Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha sanado» (v. 52). No le dice: «tu
importunidad», sino «tu fe»; la fe que dio a Cristo la ocasión de realizar el milagro, o,
más bien, la gracia de Cristo que puso en acción la fe del mendigo. Además de fe,
vemos en el mendigo un sincero agradecimiento a Jesús, pues «le seguía por el
camino». Tan pronto como recobró la vista, hizo muy buen uso de ella. No es suficiente
llegarse a Cristo para recibir la salud espiritual, sino que, una vez curados, hemos de
continuar en Su seguimiento. Quienes reciben la vista espiritual, contemplan la belleza
del Señor que les atrae eficazmente para correr tras Él (v. Cnt. 1:4).
CAPÍTULO 11
Entramos ahora en la semana de la Pasión del Señor y en los grandes
acontecimientos de dicha semana. Jesús entra triunfalmente en Jerusalén. Maldice a la
higuera estéril. Arroja fuera del Templo a los que hacían de él un lugar de mercado.
Conversa con Sus discípulos acerca de la higuera que se secó y responde a quienes le
pedían cuentas por lo que había hecho en el Templo
Versículos 1–11
Aquí tenemos el relato de la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén. Llegó a la
ciudad en esta forma: 1. Para mostrar que no tenía miedo al poder y a la maldad de Sus
enemigos en Jerusalén. No quiso entrar de incógnito en la ciudad, como quien no se
atreve a dar la cara. 2. Para mostrar que no se sentía deprimido o turbado ante el
pensamiento de los inminentes padecimientos. No sólo llega en público, sino también
con rostro sereno y tranquilo, triunfal.
I. El aspecto externo de este triunfo era muy modesto, pues entró sentado en un
pollino prestado. Nació en un establo prestado, navegó en una barca prestada, comió la
Pascua en un aposento prestado, fue sepultado en un sepulcro prestado y entró montado
en un pollino prestado. Que no se avergüencen los creyentes de ser deudores a otros
hermanos ni de pedir prestado cuando lo necesiten, pues su Maestro no se avergonzó de
ello. Tampoco disponía de una montura suntuosa, sino que echaron sobre el pollino sus
mantos (v. 7), a fin de que Jesús pudiese cabalgar con cierta comodidad. Se cumplía así
la profecía de Zacarías 9:9. Al no disponer tampoco de ricas alfombras para los pies de
su cabalgadura, «muchos extendieron sus mantos en el camino» (v. 8). Otros tendían
por el camino ramas que habían cortado de los árboles, como acostumbraban los
antiguos hacerlo en las pompas solemnes (1 Mac. 13:51; 2 Mac. 10:7); como aun hoy
siembran de flores y hierbas aromáticas, en algunos lugares, las calles por las que van a
pasar personas pertenecientes a la realeza. Esto nos enseña, por una parte, a no buscar
por nosotros mismos recepciones y acogidas suntuosas, sino condescender con lo que
nos presentan con buena voluntad; por otra, a recibir con alegría al Señor que viene a
nosotros en humildad, como dice el Crisóstomo, «no para que le temamos por su poder,
sino para que le amemos por su mansedumbre».
II. El lado interior de este triunfo era muy grande. Cristo mostró Su conocimiento
de cosas distantes y Su poder sobre la voluntad de los hombres, cuando envió a Sus
discípulos para que le trajeran el pollino (vv. 1–3). Mostró Su dominio sobre las
criaturas al montar un animal «sobre el cual todavía no se sentó ningún hombre» (v. 2).
El original da a entender que el lugar donde se hallaba atado el pollino era un recodo o
encrucijada de dos calles, donde era difícil que alguien se lo llevase sin que lo advirtiera
el dueño. Es un detalle que confirma, una vez más, que Marcos escribía informado por
Pedro, quien era, con gran probabilidad uno de los dos discípulos que fueron a buscar el
pollino. No deja de ser conmovedora y alentadora la frase que, acerca del pollino, dice
Jesús: «Si alguien os dice: ¿Por qué estáis haciendo eso?, decid: El Señor lo necesita»
(v. 3). ¿Puede algún creyente sentirse inútil, cuando el Señor de cielos y tierra, para
entrar triunfalmente en Jerusalén, tuvo necesidad de un pollino? Dice ingeniosamente P.
Charles: «Este pobre asno no ha dejado reliquia siquiera.
«No podría yo consolarme de ser como él, bastante gris y sin relieve, porque
también de mí tenéis necesidad para vuestra obra? Cuando el descorazonamiento me
abruma, cuando arrastro detrás de mí esta idea pesada de que, no teniendo mucho valor,
no podré hacer nunca algo que valga la pena; cuando el demonio mismo me predique
una falsa humildad y me diga que basta con resignarse …, ¿no debería desechar con un
gesto todos esos consejeros de derrota, todos esos pensamientos de capitulación y
acordarme de que hay un medio de prestar servicio hasta la muerte, y que Él es el
resumen de la Ley y de los Profetas?»
III. Veamos ahora cómo recibió Jesús los gozosos «hosannas» de la gente y que
el mismo Dios puso en el corazón de la multitud, como unos días después puso el diablo
en el corazón de muchos el grito de «¡Crucifícale!»
1. Aclamaron Su persona (v. 9): «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!»
¡Bendito el tan prometido y tan esperado! Así hemos de darle nuestro aplauso, pero
sobre todo, nuestro corazón. Es un bendito Salvador, que viene a traernos bendiciones.
Pero ¡qué responsabilidad! «Mirad que no desechéis al que habla» (He. 12:25). El
Crisóstomo amonesta al pecador de la manera siguiente: «Prefieres obedecer al diablo
para ser castigado, que no a Cristo para salvarte (comp. con Ro. 6:23). ¿Puede haber
locura de peor linaje que ésta? El uno os conduce al infierno; el otro, al reino de los
cielos. Y, sin embargo dejáis a Cristo y seguís al diablo. Al uno, que os sale al
encuentro, le rechazáis; al otro, que está lejos le llamáis. Es como si un rey vestido de
púrpura y ceñido de diadema no lograra persuadiros, y os persuadiera un bandido
blandiendo su puñal y amenazándoos de muerte».
2. Le desearon parabienes en Su empresa: «¡Bendito el reino venidero de nuestro
padre David!» (v. 10). Creían que Jesús tenía un reino, y que ese reino era de Su padre
David; un reino y un rey venidos en nombre del Señor. ¡Bendito reino! Oremos por su
venida: «Venga a nosotros tu reino» (Mt. 6:10; Lc. 11:2). Apresuremos su llegada (2 P.
3:12), ya que reinaremos con Él (Ap. 5:10; 20:4; 22:5).
IV. Cristo, así acogido y aplaudido, vino a la ciudad y entró en el templo (v. 11).
Miró todo alrededor, aunque, por entonces, no dijo nada ni tocó cosa alguna hasta la
mañana siguiente. Hay quienes piensan que Dios no existe porque está callado y no
hace milagros para desbaratar los planes de los impíos. Ésta fue la tentación de Asaf en
Salmos 73:2 y ss. Pero, dichoso es quien, como él (v. 25), puede decirle al Señor: «¿A
quién tengo yo en los cielos sino a ti? Estando contigo, nada me deleita ya en la tierra».
Tengamos confianza en que Dios ve toda la maldad que hay en el mundo, como ve todo
lo bueno y lo malo que hacemos. Aunque sea un Dios silencioso, no es un Dios
silenciado. Su silencio no es impotencia, sino «paciencia para con nosotros, no
queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento» (2 P. 3:9).
Hecha la meticulosa inspección en el Templo, Jesús se retiró con Sus discípulos a
Betania, donde pasó la noche.
Versículos 12–26
I. A la mañana siguiente estaba la mente de Cristo tan ocupada en el trabajo que
pensaba hacer aquel día, que ni se detuvo en Betania a desayunar. Así que, tan pronto
como salió de allí «tuvo hambre» (v. 12). En esto, vio una higuera (v. 13) tan bien
adornada de hojas, que pensó encontrar en ella algún fruto, como era de esperar. Pero
«al llegar cerca de ella, no encontró nada sino hojas» (comp. con Mt. 21:19). Marcos
añade el detalle de que «no era tiempo de higos». Sin embargo, no podemos decir que
Jesús fingiese, o intentase deliberadamente tener hambre con el único propósito de
hacer de todo ello una parábola, aun cuando el hecho de la higuera sin fruto le sirviese
de parábola. El detalle de Marcos nos hace pensar que, o la higuera ostentaba
anormalmente llevar el fruto que era de esperar de ella por el hecho de haber producido
las hojas que salen simultáneamente con las brevas o como piensa Trenchard, la higuera
estaba «revestida de un follaje prematuro». Lo cierto es que el Señor aprovechó la
ocasión para hacer de ello una aplicación al formalismo religioso de los escribas y
fariseos, carentes del fruto de la fe, del arrepentimiento y del amor. Los discípulos de
Cristo pudieron escuchar claramente la maldición de Cristo sobre la higuera: «Que
nadie vuelva a comer jamás fruto de ti» (v. 14). Dice Trenchard: «La acción del Señor
expresa dramáticamente lo que se efectuaba en aquella semana trágica: La nación que
no quiso llevar fruto, y que no supo reconocer a su Rey, quedaría en tales condiciones
que no podría llevar fruto, y pasaría el testimonio a otros. Esto no excluye una
conversión nacional futura con la reanudación de la misión de Israel». En efecto, al
comparar esto con Mateo 21:43; Lucas 13:6–9; 14:24, parecería que Dios ha desechado
a perpetuidad a Israel, pero una ojeada a Romanos 11:11–33 debe hacernos cautos para
no equiparar «cortar» con «arrancar».
II. Vemos después que, al llegar a Jerusalén y entrar en el templo, Jesús «comenzó a
echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el templo». Hambriento como
estaba, se fue derechamente al templo para corregir aquellos abusos de los que había
tomado nota el día anterior. Por aquí vemos que no vino a destruir el templo, como se le
acusó muy pocos días después, sino a purificarlo.
1. No sólo arrojó del templo a los que hacían de él un lugar de mercado, sino que
«volcó las mesas de los cambistas, y los asientos de los que vendían palomas». Y lo
llevó a cabo sin oposición, con lo que se manifestaba que era justo y recto lo que hacía,
y que así lo reconocían tácitamente incluso los que hacían la vista gorda ante el
latrocinio por la ganancia que obtenían en el negocio. Pudo incluso alentar a algunos de
los reformadores celosos que quizás estarían enojados con lo que se hacía, pero no se
atrevían a denunciar el tráfico por temor a la autoridad de los jefes religiosos. Esto nos
muestra que la reforma de los abusos y la purga de las corrupciones que se introducen a
veces, incluso en las iglesias, no sólo siguen la pauta que marcó el Salvador, sino que
algunos golpes dados a tiempo pueden resultar más efectivos de lo que se esperaba.
2. «Y no permitía que nadie transportase mercancías pasando por el templo» (v.
16). Los judíos reconocían que una de las muestras de honor debidas al templo era no
hacer del monte santo o de los atrios del templo lugar de paso común o de acarreo de
objetos. El hacer del atrio un cómodo pasadizo de un lado a otro, era ya profanar el
templo.
3. Jesús dio la razón de su proceder con las siguientes palabras: «¿No está escrito:
Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis
hecho cueva de ladrones» (v. 17). Notemos bien estas palabras:
(A) El templo es una casa de oración. Se podría pensar que el templo era, ante todo,
casa de sacrificios, como lo parecía indicar la compraventa de bueyes y palomas, pero,
al citar de Isaías 56:7 el Señor lo llama casa de oración y con toda razón, pues el altar
del incienso (símbolo de la oración) estaba más cercano al Trono de la gracia que el de
los holocaustos; por eso, aquél era de oro, mientras que éste era de bronce.
(B) Que así había de ser para todas las naciones, y no sólo para los judíos, puesto
que «todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Ro. 10:13). Cuando, al
principio de Su ministerio, arrojó Jesús del templo a los que traficaban allí, dijo: «No
hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» (Jn. 2:16). Pero ahora les acusa de
convertirla «en cueva de ladrones». Quienes entretienen pensamientos mundanos
mientras se hallan en sus devociones, convierten la casa de oración en lugar de
mercado; pero quienes devoran las casas de las viudas y, como pretexto, profieren
largas oraciones, la convierten en cueva de ladrones.
4. Los escribas y los fariseos se irritaron enormemente por esto (v. 18). Le odiaban
y, por otro lado «le tenían miedo», no fuese que también les volcase a ellos las sillas y
los arrojase del templo. Se daban cuenta de que «toda la multitud estaba asombrada de
su enseñanza» y que todo lo que Él decía era para la gente un oráculo o una ley; y con el
apoyo del pueblo, ¿cómo no podía Él atreverse a hacer aquello? Por tanto, buscaban, no
cómo hacer las paces con Él sino «cómo destruirle». La razón de su odio no era otra que
el temor de perder su autoridad a medida que crecía la de Jesús y, a fin de mantenerse
en sus puestos de explotación y dominio no reparaban en los medios con tal de llevar a
cabo sus perversos designios.
III. Viene ahora la conversación del Señor con Sus discípulos a propósito del
resultado de la maldición pronunciada sobre la higuera el día anterior. «Cuando cayó la
tarde salieron fuera de la ciudad» (v. 19), como de costumbre. Y a la mañana siguiente
«cuando pasaban de camino, vieron que la higuera se había secado desde las raíces»
(v. 20). La maldición había sido: «Que nadie vuelva a comer jamás fruto de ti» (v. 14),
pero el efecto fue más profundo: «se había secado desde las raíces». Si no llevaba
fruto, que no llevase tampoco hojas, para no poder así engañar a nadie. El fruto de las
obras (v. Gá. 5:22; Ef. 2:10) nace de la raíz de la fe; es cierto que la raíz alimenta al
fruto, no viceversa; pero también es cierto que, donde no hay fruto es porque la raíz no
está viva (Stg. 2:14–26). Por tanto, ya que a los fariseos les falta la raíz de la fe, pronto
va a ser también destruido el lugar donde pronuncian esas oraciones que son mera
hojarasca.
1. Vemos cuán afectados quedaron los discípulos. «Pedro, acordándose, le dice:
Rabí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado» (v. 21). Las maldiciones del Señor
tienen efecto sorprendente, pues hacen que se marchite en un momento lo que parece
tan verde como el laurel. Los discípulos parecen sorprendidos ante algo extraño; no se
imaginaban que la higuera se secase tan rápidamente; pero esto, sucede cuando, por
rechazar a Cristo, alguien es rechazado por Él.
2. La provechosa enseñanza que, con ocasión de este sorprendente hecho, les dio,
pues incluso una higuera seca proporcionó fruto de útil instrucción.
(A) Cristo saca primero de ahí una lección de fe: «Tened fe en Dios» (v. 22). Ellos
se admiraban del poder que la palabra de Cristo tenía para hacer maravillas, y Él viene a
decirles que una fe viva es capaz de poner en nuestras oraciones un poder semejante, no
sólo para secar una higuera, sino hasta para arrojar al mar una montaña (v. 23). Es una
fe tan fuerte, que da por hecho lo que pide: «Por eso os digo que todo cuanto rogáis y
pedís, creed que lo estáis recibiendo, y lo tendréis» (v. 24). Así lo hacía el Señor Jesús
(v. Jn. 11:41–42). Por medio del poder de Dios en Cristo, las mayores dificultades serán
quitadas de en medio. Por supuesto que si un creyente quiere remover con la oración de
fe una montaña literal deberá asegurarse de que ésa es la voluntad de Dios, de lo
contrario, podría caer en el ridículo e, incluso, hacer que el nombre de Dios quede en
mal lugar; en otras palabras, sería tentar a Dios; pero las palabras de Jesús expresan una
locución proverbial para designar un gran obstáculo; pueden aplicarse: (a) a la fe
obradora de milagros, con la que los apóstoles removieron montañas de incredulidad en
la predicación del Evangelio; (b) al milagro de la fe, mediante la cual somos justificados
(Ro. 5:1) y montañas de pecados son arrojadas al mar (Mi. 7:19); (c) también purifica
el corazón (Hch. 15:9), y remueve así montañas de corrupción. Por la fe es conquistado
el mundo (1 Jn. 5:4), se apagan los dardos encendidos de Satanás (Ef. 6:16), y nuestro
«yo» es crucificado y, sin embargo, estamos vivos (Gá. 2:20).
(B) Pero, además de la fe, es necesaria otra condición para que nuestras oraciones
sean escuchadas: «Y siempre que os pongáis en pie para orar, perdonad, si tenéis algo
contra alguien para que también vuestro Padre, el que está en los cielos, os perdone
vuestras transgresiones» (v. 25). Jesús inculca aquí con insistencia esta condición,
como lo había hecho en Mateo 5:23–24; 6:12, 14–15. El valor de esta condición se echa
de ver, primero, en lo difícil que a muchos les resulta en la práctica; segundo, por su
misma eficacia, como lo expresan las propias palabras de Jesús; tercero, porque muestra
en el que perdona una disposición de perfección en el amor (v. Mt. 5:48; Ro. 12:10, 19–
21; 1 Jn. 3:10–18; 4:7–12, 16–21). Otros lugares que destacan la importancia del perdón
son Mateo 18:21 y ss.; Lucas 6:37; 11:4; Efesios 4:32 y Colosenses 3:13, entre otros.
Siempre deberíamos tener presente esta condición cuando nos ponemos a orar, pues una
de las peticiones que siempre hemos de elevar al Trono de la gracia es que Dios nos
perdone nuestros pecados, sin cuya confesión sincera no se reanuda nuestra comunión
con Dios (v. 1 Jn. 1:5–10). Jesús insiste tanto en este amor fraternal, porque quería
hacer de él el núcleo de la nueva Ley y la «supernota» del cristianismo (v. Jn. 13:34–
35).
Versículos 27–33
Jesús es examinado por el gran Sanedrín acerca de Su autoridad. Vinieron a Él
«mientras andaba por el templo» (v. 27). En aquellos atrios del templo, donde Cristo
solía enseñar, es donde le preguntan: «¿Con qué autoridad estás haciendo estas cosas?»
(v. 28). Vemos aquí:
I. Cuán determinados estaban a acorralarle y, si podían, ponerle en ridículo y
desacreditarle ante el pueblo. Si pudiesen demostrar en público que el Señor no era
enviado de Dios, no estaba autorizado, no estaba legítimamente «ordenado», podrían
decirle a la gente que no le debían escuchar. En su obstinada incredulidad, estaban
resueltos a sorprenderle en alguna falta, como en el último refugio para su propia
defensa y la de sus bastardos intereses. Esta es, en realidad, una pregunta que todo el
que actúa, ya sea como magistrado o como ministro, debe estar dispuesto a responder
con fundamento: «¿Con qué autoridad hago esto?», porque, «¿cómo predicarán si no
son enviados?» (Ro. 10:15).
II. Cómo fue Cristo quien los acorraló a ellos y les desacreditó públicamente,
poniéndoles, a su vez, otra pregunta, donde se ve la admirable estrategia de la sabiduría
divina. Cristo exhortó a los Suyos a ser «prudentes como las serpientes y sencillos como
las palomas» (Mt. 10:16), y aquí nos dejó un buen ejemplo: «Jesús les dijo: Os
preguntaré una sola cosa; respondedme, y os diré con qué autoridad estoy haciendo
estas cosas: El bautismo de Juan ¿provenía del cielo o de los hombres? Respondedme»
(vv. 29–30). La pregunta era formidable por su contenido teológico y por las
consecuencias de todo tipo que podía acarrear la respuesta, ya que el propio Bautista
había dado un claro y elocuente testimonio a favor de la divinidad de Jesús. El caso es
que ellos sabían muy bien la respuesta, pues no podían negar que Juan había sido
enviado por Dios. Pero lo difícil era responder ahora. Con lo cual, la culpabilidad de
ellos en no creer en Jesús se agravaba irremediablemente (v. Jn. 5:33–47) ¿Qué dirían,
pues?
1. Si respondían que el bautismo de Juan (en lo que se incluía su predicación y su
testimonio) era del Cielo, se expondrían a la pública vergüenza, pues Jesús podría
replicarles: «Entonces, ¿por qué no le creísteis?» (v. 31). No podían aguantar que Cristo
les replicase así, pero aguantaban con todo cinismo la acusación de su propia
conciencia.
2. Si respondían: «de los hombres» (v. 32), se exponían a la ira del pueblo, «porque
todos a una tenían a Juan como que realmente era un profeta». Hay un temor carnal,
«servil», es decir, propio de esclavos, común en los súbditos, pero del que tampoco los
gobernantes se ven libres, los unos, por débiles, los otros, por viles. En estos sacerdotes,
escribas y ancianos (v. 27), era su propia vileza la que les hacía temer a la gente.
3. Se vieron, pues, forzados a una vergonzosa retirada, al pretender ignorancia: «No
sabemos» (v. 33). Lo que Cristo hizo con Su sabiduría, lo podemos hacer nosotros con
nuestra buena conducta. «haciendo enmudecer la ignorancia de los hombres
insensatos» (1 P. 2:15). Por su mala voluntad, los examinadores no merecían respuesta,
así que Jesús les dijo: «Tampoco yo os digo con qué autoridad estoy haciendo estas
cosas» (v. 33). Tampoco Jesús tenía necesidad de decirlo, pues las señales que hacía
demostraban contundentemente que Dios estaba con Él (v. Jn. 3:2).
CAPÍTULO 12
Este capítulo se divide en siete secciones: 1) La parábola de los viñadores malvados;
2) la pregunta sobre el pago del tributo a César; 3) La pregunta de los saduceos sobre la
resurrección; 4) La contestación a un escriba sobre el principal mandamiento de la Ley;
5) La pregunta de Cristo sobre Sí mismo como hijo y, a la vez, Señor, de David; 6) La
advertencia al pueblo para que se guardaran de los escribas; y 7) El encomio que Jesús
hizo de la viuda pobre que echó en el tesoro del templo dos moneditas.
Versículos 1–12
Cristo había explicado anteriormente en parábolas la forma en que Su reino había de
instaurarse. Ahora explica también en parábolas por qué el reino iba a ser retirado del
pueblo judío, para entregarlo a los gentiles.
I. Los que gozan del privilegio de ser los escogidos de Dios, tienen a su cargo una
viña que Él les ha encomendado; y de ellos se espera que entreguen a su tiempo los
frutos que pertenecen al amo de la viña. Los miembros de la Iglesia son administradores
de Dios, y tienen así un buen Amo y un negocio próspero, con el que pueden vivir
cómodamente a no ser que se porten infielmente en la administración de lo que les ha
sido encomendado.
II. Aquellos a quienes Dios arrienda Su viña han de rendir cuentas a quienes de parte
de Dios se las pidan, para que tengan siempre presente lo que de ellos justamente se
espera (v. 2).
III. Da tristeza pensar cuán vilmente han sido tratados, de ordinario, en todas las
épocas, los ministros fieles de Dios. Los profetas del Antiguo Testamento fueron
fieramente perseguidos: les golpearon, y les enviaron de vacío (v. 3). Mal estuvo eso.
Les hirieron en la cabeza y les insultaron afrentosamente (v. 4). Eso estuvo peor. Y,
finalmente, llegaron a tal grado de perversidad que mataron a otros (v. 5).
IV. No es extraño que quienes así trataron a los profetas, tratasen también mal a
Jesucristo. Como último recurso, Dios les envió su Hijo amado (v. 6). Podía esperarse
con toda razón que aquel a quien el Amo amaba, le amaran también ellos o, al menos,
lo respetaran: «Respetarán a mi hijo». Pero, en lugar de respetarle por ser el hijo y
heredero, por eso precisamente lo odiaron hasta el punto de matarle, y esperar así
hacerse con la herencia: «¡Venid, matémosle, y la herencia será nuestra!» (v. 7). Había,
sí, una herencia que habría sido de ellos, una herencia celestial (y también terrenal) si
hubieran reverenciado al Hijo (Sal. 2:12). Pero, en lugar de ello, «le mataron y le
echaron fuera de la viña» (v. 8). En efecto, Cristo, al ser el holocausto por nuestros
pecados, «padeció fuera de la puerta» (He. 13:12). Y nosotros hemos de correr la
misma suerte, «llevando su vituperio» (He. 13:13).
V. Por una conducta tan perversa y vergonzosa, no se puede esperar otra cosa que
una terrible sentencia: «¿Qué hará el dueño de la viña?» (v. 9).
1. «Vendrá y destruirá a los labradores.» Al haber matado a los siervos del Amo, y
al propio Hijo Suyo, Él determinó destruirlos a ellos; lo cual se cumplió el año 70 de
nuestra era con la destrucción de Jerusalén.
2. «Y dará la viña a otros.» Esto se cumplió con la entrada de los gentiles en el
reino (v. Hch. 13:46) y con el fruto creciente que el Evangelio comenzó a llevar en todo
el mundo (Col. 1:6). Los propósitos de Dios nunca fracasan y, cuando un candelero es
removido por no dar la luz que de él se esperaba, otro es colocado en su lugar. Si un
obrero del Señor no trabaja con la fidelidad que de él esperaba el Señor, la obra se
llevará por otros cauces, aunque él mismo sufra pérdida (1 Co. 3:15).
3. Por eso, la oposición que estos perversos viñadores ofrecieron contra el propio
Hijo del Amo de la viña, no fue impedimento para que, precisamente por Su muerte, se
convirtiese en piedra angular del nuevo edificio: «La piedra que desecharon los
constructores, ha venido a ser hecha piedra angular» (v. 10). Dios pondrá a Cristo
como Rey sobre el santo monte de Sion (Sal. 2:6), y todo el mundo verá y reconocerá
que eso ha sido obra del Señor: «Esto ha sucedido de parte del Señor, y es maravilloso
a nuestros ojos» (v. 11).
VI. El efecto que la parábola hizo en los principales sacerdotes y escribas: «Se
dieron cuenta de que la parábola la había dicho refiriéndose a ellos» (v. 12). No
pudieron menos de ver su propio rostro en ella como en un espejo. Así que:
1. «Procuraban prenderle», arrestarle inmediatamente y cumplir así precisamente lo
que Cristo acababa de decir que harían con Él (v. 8).
2. Nada les refrenaba de hacerlo, excepto que «tuvieron miedo de la multitud». No
respetaban a Cristo ni tenían temor de Dios, sino únicamente miedo al pueblo.
3. Así que «dejándole, se marcharon». Ya que no podían de momento hacerle daño,
decidieron no recibir de Él ningún bien y se fueron para no escuchar la doctrina que Él
enseñaba. Cuando los prejuicios de los hombres no son vencidos por la evidencia de la
verdad, quedan por ella más profundamente arraigados. Cuando el Evangelio no es
«olor de vida entre los que se salvan», se convierte en «olor de muerte entre los que se
pierden» (2 Co. 2:15–16).
Versículos 13–17
Vemos cómo algunos de los fariseos y de los herodianos tientan (o atentan tentarle)
a Jesús, con una pregunta sobre la licitud de pagar tributo a César (v. 13).
I. Con dos grupos tan distintos, esperaban hacer que Jesús cayera en la trampa. Los
fariseos se alzaban a sí mismos como los grandes campeones de la libertad de la nación
judía y, por eso, si el Señor decía que era lícito dar tributo a César encenderían el odio
popular contra Él. En cambio los herodianos eran los grandes campeones a favor del
poder romano; de modo que si decía que no había de darse tal tributo a César, podían
denunciarle ante el gobernador romano. No es cosa nueva el que, quienes son enemigos
entre sí, se confabulen contra Cristo.
II. El pretexto para su perverso designio fue que deseaban plantear ante Él un caso
de conciencia (v. 14). Son dignas de notarse las viles muestras de adulación con que se
expresaron. Le llaman «Maestro», «que enseña el camino de Dios con verdad», y que
no se deja sobornar por «el aspecto exterior de las personas»; declaraciones tan falsas
en los labios de ellos como verdaderas en su contenido, con lo que se volvían contra
ellos mismos, pues, al saber que Cristo enseñaba el camino de Dios con verdad,
rechazaban en contra de sí mismos el propósito de Dios.
III. La pregunta que le hacen es: «¿Es lícito dar tributo a César, o no?» (v. 14b).
Parecen deseosos de conocer su deber cuando en realidad lo único que deseaban era ver
cómo respondía, con la esperanza de que, cualquiera que fuese su respuesta tuviesen la
oportunidad de acusarle. Parecen dejar a Cristo la decisión sobre la materia, y le urgen a
responder: «¿Hemos de dar, o no?» Diríase que están resueltos a seguir la pauta que
Jesús les señale. Por cierto, es muy corriente el caso de quienes acuden al ministro de
Dios a pedir consejo, sólo con la esperanza de que les confirme en la decisión que
previamente han tomado, y echarle después la culpa si la cosa les sale mal.
IV. Cristo responde sabiamente, y escapar de la trampa (vv. 15–17). «Sabedor de su
hipocresía.» Por muy bien que se represente la comedia, la farsa no puede quedar oculta
a los ojos de Jesús. Él ve perfectamente el feo rostro que se esconde tras la linda
máscara. Sabía que deseaban tenderle una trampa y resolvió la cuestión de tal forma que
era Él quien les tendía ahora la trampa a ellos. Les hizo reconocer que la moneda
corriente en la nación era romana, al tener la imagen del emperador en una cara, y la
inscripción del emperador en la otra. Al ser ello así:
1. César podía imponerles el tributo para el beneficio público «lo de César,
devolvédselo a César» (v. 17). La forma misma de la moneda muestra que es de César;
César es como la fuente de la que procede la circulación de la moneda y, por tanto, a él
debe volver.
2. César no siempre intenta imponerse a nuestras conciencias, ni pretendía hacerlo
en este caso. Por consiguiente, «pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo»
(Ro. 13:7); pero aseguraos también de dar «a Dios lo de Dios». Hay muchos que se
esmeran en dar a los hombres lo que les pertenece, pero no se cuidan de dar a Dios la
gloria debida a Su santo nombre.
V. «Y quedaban admirados de Él.» Todos cuantos escuchaban a Cristo se
maravillaban de sus respuestas, pero habría que preguntarse cuántos eran persuadidos
por ello de cómo debían darle a Dios lo que a Dios se debe. Hay muchos que ensalzan al
predicador, pero se niegan a seguir la ruta marcada por la predicación.
Versículos 18–27
Ahora son los saduceos, los deístas de aquel tiempo, quienes atacan a Jesús. Como
decía un predicador, «tan pronto como lo dejan las derechas, vienen contra Él las
izquierdas». Estos no eran fanáticos ni perseguidores, sino escépticos e incrédulos. No
venían a comprometerle con el César ni con el pueblo, sino a burlarse de Sus
enseñanzas. No creían en la resurrección, ni en los ángeles ni en la vida futura con sus
recompensas y castigos. Cristo enseñaba todas estas doctrinas que ellos negaban y, por
eso, venían a ponerle objeciones, según ellos, insolubles.
I. Véase el método que siguen para enredarle. Citan de la ley de Moisés (Dt. 25:5),
según la cual, si un casado moría sin dejar descendencia, el hermano del difunto estaba
obligado a casarse con la viuda (v. 19); y fingen un caso en que, de acuerdo con tal ley,
siete hermanos se casaron sucesivamente con la misma mujer sin dejar hijos (vv. 20–
22). Es probable que dichos saduceos intentasen burlarse de dicha ley. Los incrédulos,
incapaces de captar las cosas que son del Espíritu de Dios (1 Co. 2:14), tienden a poner
ridículas objeciones contra la Palabra de Dios, con el propósito de encontrar pretextos
para no creer. El designio de los saduceos era, en este caso, presentar la enseñanza sobre
la resurrección como si fuera un absurdo, ya que, o la mujer en cuestión tendría siete
maridos en la vida celestial, o no se sabría de cuál de ellos era mujer. Dice el
Crisóstomo: «A mi parecer, se trata de una pura invención. Porque, al haber visto
muertos a dos maridos, el tercero no habría tomado la mujer, y menos que el tercero, el
cuarto y el quinto; y, en fin, si hasta cinco la hubieran tomado, el sexto y el séptimo la
habrían tenido a la mujer aquella como de mal agüero».
II. Véase ahora el método que sigue Jesús para clarificar y exponer esta materia. Era
un punto doctrinal importante y, por eso, Cristo no trata sobre él de ligero, sino que se
extiende en su exposición.
1. Acusa a los saduceos de error, y atribuye este error a ignorancia: «¿No es por
eso por lo que estáis equivocados?» (v. 24). «No podéis menos de admitir que lo estáis,
y la causa de ese error es:
(A) «Por no entender las Escrituras.» No es que los saduceos no leyeran las
Escrituras; quizá las escudriñaban también, según el sentido más probable de Juan 5:39,
sin embargo no se puede decir que las entendieran, pues desconocían el verdadero
sentido de ellas, por las falsas opiniones con que las adobaban. Un conocimiento
correcto de la Palabra de Dios, como depósito de la religión revelada (v. 1 Ti. 6:20) y
norma única de fe y conducta, es el mejor preservativo contra el error. Los antiguos
solían decir: ¡Guarda el orden, y el orden te guardará a ti! Pero nosotros podemos decir
con mucha más razón: ¡Guarda la verdad de las Escrituras, y ellas te guardarán a ti!
(B) «Por no entender … el poder de Dios.» No podían menos de conocer que Dios
es omnipotente, pero no aplicaban dicha verdad al asunto en cuestión, con lo que, en la
práctica sacrificaban la verdad a las objeciones prejuzgadas contra ella. Él poder de
Dios evidente en el retorno de la primavera (Sal. 104:30), en la reviviscencia del grano
de trigo (Jn. 12:24), en la restauración nacional de un pueblo caído de tal modo, que era
como un montón de huesos secos (Ez. 37:12–14), en la resurrección milagrosa de
muchos tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo y, especialmente, en la
resurrección de Cristo (Ef. 1:19–20), es como arras y garantía de nuestra resurrección en
virtud del mismo poder; «en virtud del poder que tiene también para someter a sí
mismo todas las cosas» (Fil. 3:21).
2. Desvirtúa también la fuerza de la objeción de ellos y pone en su verdadera luz la
doctrina del estado futuro de los creyentes: «Pues cuando resucitan de entre los
muertos, ni ellos se casan, ni ellas son dadas en casamiento, sino que son como ángeles
en los cielos» (v. 25). No es extraño que los hombres se confundan con los más necios
absurdos, cuando miden las realidades del mundo de los espíritus con las ideas que
tienen de los negocios de este mundo de los sentidos materiales.
III. Finalmente, Cristo fundamenta la doctrina del estado futuro, y de la
bienaventuranza de los justos en tal estado, en el pacto de Dios con Abraham, a quien
Dios reconoce como vivo, incluso después de la muerte física (vv. 26–27). En esto apela
a la Escritura: «¿No habéis leído en el libro de Moisés?» Éllos se habían referido a la
ley de Moisés (Dt. 25:5), y Él los refiere igualmente a Moisés (Éx. 3:6), en lo de la
zarza, donde Dios dice: «Yo soy el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob»
(v. 26). Efectivamente, Dios no dice: «Yo era», sino «Yo soy». Es un absurdo pensar
que la relación de Dios con Abraham continúe, y sea solemnemente reconocida, si
Abraham no existiese más, o que el Dios viviente pudiese ser la porción y la felicidad
de un hombre que está muerto y no volverá jamás a estar vivo. De forma que es
menester sacar la conclusión: 1. De que Abraham existe y está activo, aun cuando su
alma esté separada del cuerpo, 2. De que, por consiguiente, tarde o temprano, el cuerpo
de Abraham ha de resucitar. Y, para remachar la argumentación, concluye otra vez:
«Andáis muy equivocados». Quienes niegan la resurrección están, en efecto, muy
equivocados, y así hay que decírselo.
Versículos 28–34
Sólo aquí tenemos el caso de un escriba que, haber escuchado a Jesús discutir con
los saduceos y al ver cuán bien les había respondido, se atrevió a preguntarle con toda
sinceridad acerca de algo que le preocupaba: «¿Cuál mandamiento es el más importante
de todos?» (v. 28). Mateo (22:35) dice que preguntó «por tentarlo». Algunos autores
(entre ellos Trenchard) toman el vocablo en mal sentido, como si el escriba se hubiera
acercado a Jesús con intención aviesa, y cambiado después al oír las sabias
contestaciones del Maestro, tanto a los fariseos como a los saduceos; pero es mucho
más probable, atendiendo a la construcción gramatical del original y al doble sentido del
verbo, que lo hiciese, como dice Broadus por «probar el poder de Jesús para contestar
preguntas difíciles). Lenski explica que la inclusión del inciso en Mateo se debe por la
referencia a todo el grupo de fariseos que acompañaban al escriba. A primera vista,
puede parecernos una pregunta necia o superflua la del escriba, ya que la respuesta
estaba clara en el famoso shemá de Deuteronomio 6:4–9, pero hemos de tener en
cuenta la posibilidad de confusión en un intérprete de la Ley con las complicadas reglas
que habían inventado para determinar la categoría, mayor o menor, de los 613 preceptos
de la Ley, 248 de ellos positivos, tantos—decían—como huesos tiene el cuerpo
humano, y 365 negativos, tantos como los días del año. Así, pues, no hemos de pensar
que viniese a Jesús con mala intención, sino en buscar sinceramente instrucción.
I. Al preguntar cuál era «el primer mandamiento de todos» (trad. lit.), no se refería
el escriba a la prioridad de orden, sino de peso, dignidad e importancia. No es que haya
mandamientos pequeños y grandes, pero es cierto que hay algunos más importantes que
otros (por ejemplo, los morales son más importantes que los rituales), de la misma
manera que hay pecados más graves que otros (comp. Stg. 2:10 con Jn. 19:11). El
escriba, pues quería saber cuál era el mandamiento más importante de todos.
II. Jesús le responde directamente: «El más importante es: Escucha, Israel: El
Señor, nuestro Dios, es un solo Señor, etc.» (vv. 29–31). Notemos que Jesús no le dice:
«¿Por qué me tientas?», como a los fariseos; ni tampoco: «Yerras por ignorancia»,
como a los saduceos; sino que reconoce la sinceridad de la pregunta, y la responde clara
y sencillamente. A quienes sinceramente desean ser instruidos acerca de sus deberes, el
Señor les mostrará sus caminos y les enseñará sus sendas (Sal. 25:4). Jesús le dice al
escriba:
1. Que el mandamiento más importante de todos, porque, en realidad, los incluye a
todos, es «amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con
todas las fuerzas» (v. 30). Cuando este mandamiento impera en nuestro espíritu,
engendra una disposición correcta para cumplir cualquier otro deber. El amor es en el
corazón el afecto conductor de los demás; el amor de Dios es la gracia conductora en un
alma regenerada. Cuando esto existe, todo va bien; cuando esto falta, de nada sirve lo
demás (v. 1 Co. 13:1–3). Si amamos a Dios con todo nuestro corazón, no habrá lugar
para rivales de Dios en el trono de nuestro ser. Ningún otro mandamiento será gravoso,
si somos llevados en alas del amor (v. 1 Jn. 5:3). En Marcos, el Señor coloca delante del
primer mandamiento la gran verdad doctrinal en que aquél se apoya: «el Señor Dios es
UNO» (v. 29). Si creemos esto firmemente, se seguirá como lógica consecuencia, que
hemos de amarle con todo nuestro corazón, pues, al no haber otro Dios, no puede existir
rival que comparta con Él el trono.
2. Que el segundo gran mandamiento es: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
(v. 31), y debemos mostrarlo haciendo a los demás lo que queremos que los demás nos
hagan (Mt. 7:12). Debemos amar a Dios más que a nosotros mismos, pues Él es el
Señor de todos, y hemos de amar al prójimo como a nosotros mismos, porque es de la
misma naturaleza que nosotros; ¿no nos ha creado un mismo Dios? Y si se trata de un
hermano en la fe, la obligación es todavía más fuerte (v. Jn. 13:34–35); ¿no nos ha
redimido un mismo Salvador? Bien pudo añadir Jesús: «No hay otro mandamiento
mayor que éstos». Más aún, así como el amor a Dios es el fundamento del amor al
prójimo (v. 1 Jn. 5:2), así también el amor al hermano es la garantía visible de nuestro
amor a Dios (v. 1 Jn. 4:20). Por eso, leemos que «el que ama al prójimo, ha cumplido la
ley» (Ro. 13:8; Gá. 5:14). Si en ese mandamiento se cumple la ley, hemos de tomar
conciencia de su importancia y ver de cumplirlo en cada situación, pues todas las demás
situaciones de obediencia se contemplarán a la luz de esta lógica consecuencia.
III. El escriba estuvo de acuerdo con lo que Cristo decía (vv. 32–33).
1. Vemos que encomia la forma en que Jesús ha contestado a la pregunta: «Bien,
Maestro; con verdad has dicho …». Como evidencia contra los que persiguieron a
Cristo y le tacharon de impostor, se levanta la confesión sincera de uno de ellos, y
asegura que Cristo dijo la verdad y que la dijo bien. Así debemos suscribir nosotros
todos los dichos de Jesús, y al sellar con nuestro testimonio la verdad de los mismos.
2. No sólo asiente a lo que Jesús ha dicho, sino que comenta sobre ello, y dice: «Con
verdad has dicho que hay un solo Dios, y que no hay otro sino Él» (v. 32). También
comenta sobre el amor al prójimo, diciendo: «y el amar al prójimo como a sí mismo es
más que todos los holocaustos y sacrificios» (v. 33). Había quienes sostenían que la ley
de los sacrificios era el mandamiento más importante de todos; pero este escriba está
completamente de acuerdo con nuestro Salvador en esto: que la ley del amor a Dios y a
nuestro prójimo es más importante que la del sacrificio, incluso más que la ley de los
holocaustos.
IV. Cristo aprueba lo que el escriba acaba de decir y le anima a seguir adelante en su
anhelo de conocer la verdad (v. 34).
1. Jesús reconoce que el escriba ha entendido bien hasta ahora: «Y Jesús, viendo que
le había contestado con sensatez …». El Señor se agradó de ello tanto más, cuanto que
recientemente se había encontrado con muchos que habían contestado insensatamente;
en cambio, éste había contestado como quien tiene seso, pone empeño en conocer la
verdad y carece de prejuicios que le trastornen la visión.
2. Jesús reconoce también que el escriba se halla en buena disposición para hacer
buenos progresos: «No estás lejos del reino de Dios»; esto es, del reino de la gracia y de
la gloria. Quienes hacen buen uso de la luz que tienen y caminan tan lejos como esa luz
les alumbra, es de esperar que, por la gracia de Dios, serán conducidos más cerca de la
verdad completa. No se nos dice qué fue de este escriba más tarde, pero «hemos de
esperar—dice Trenchard—que, como aquél (Nicodemo), llegaría a percibir «la puerta
estrecha» que daba entrada al Reino después de la tremenda revelación de la Cruz y de
la Resurrección. No se salvaría por “no estar lejos”, ni por comprender intelectualmente
cómo era el Reino, sino por humillarse como un niño para recibir la vida eterna de
Jesucristo». Si no llegó a entrar en el Reino, no nos ha de extrañar, pues hay muchos
que «no están lejos del Reino de Dios» y, sin embargo, nunca entran en él (comp. con
Hch. 26:28).
3. La porción termina diciéndonos que, después de esto, «nadie se atrevía más a
hacerle preguntas». Los que deseaban aprender, tenían vergüenza de preguntarle; y los
que deseaban tenderle trampa, tenían miedo de preguntarle.
Versículos 35–40
I. Cristo muestra al pueblo cuán débil y defectuosa era la enseñanza de los escribas,
y cuán incapacitados estaban para resolver las dificultades que ocurren en el Antiguo
Testamento. Presenta un ejemplo de esto, cuyo relato se halla en Mateo con más detalle.
1. Los escribas enseñaban al pueblo que el Mesías había de ser «hijo de David» (v.
35) y, en esto, estaban en lo cierto. El pueblo lo tomaba como dicho por los escribas,
pero las verdades de Dios han de ser tomadas de la Palabra de Dios, más bien que de los
ministros de Dios, porque sólo la Biblia es la fuente y depósito de dichas verdades.
2. Pero los escribas no podían explicar cómo David pudo llamar al Mesías su Señor,
como lo hace en el Salmo 110:1. Le habían enseñado al pueblo que el Mesías sería
vástago de la familia real, lo cual sería un honor para la nación; pero no se habían
interesado en enseñar que habría de ser también el Hijo de Dios, como era necesario que
lo fuera para que David le llamara «mi Señor». Si alguien les hubiera preguntado, como
ahora lo hacía Jesús, «de qué parte es hijo suyo?» (v. 37), no le habrían sabido
responder. Nótese que, quienes son incapaces de responder, en alguna medida, a las
preguntas que sus mensajes suscitan, aun cuando prediquen bien, no son dignos de
sentarse en la cátedra de Moisés.
A los escribas, por cierto, no les agradaría que Jesús expusiera a la pública
vergüenza la ignorancia de ellos, pero «la gran multitud le escuchaba con gusto». Lo
que Jesús predicaba les asombraba y les entraba muy adentro, y nunca jamás habían
oído predicar de aquella manera. Es probable que este «gusto» de la multitud se debiera
sólo a la fuerza y gracia de la elocuencia de Jesús y a la verdad contundente de Sus
enseñanzas y, especialmente, a la singular maestría con que hacía callar a sus oponentes,
pero, con todo eso, no leemos que ninguno de ellos llegase a creer en Él y seguirle. Y
quizás algunos de ellos gritaron, pocos días después, «¡crucifícale!» También vemos
que Herodes oía «con gusto» al Bautista y, sin embargo, mandó decapitarle.
II. A continuación, Jesús precave al pueblo contra las imposiciones de los escribas:
«Y en su enseñanza decía: Guardaos de los escribas» (v. 38), porque:
1. Afectan superioridad, pues usan amplio ropaje, como los príncipes y jueces,
gustosos de orgullosa ostentación (v. 1 Jn. 2:16, original). No que sea pecado el llevar
ropaje largo, sino el gusto por ostentarlo. Jesús desea que los Suyos gusten, ante todo,
de «ceñir sus lomos con la verdad» (Ef. 6:14, comp. con Éx. 12:11).
2. Afectan santidad, pues «recitan largas oraciones» (v. 40). Ponían sumo cuidado
en que los viesen orando largamente, pero lo hacían «para disimular» (lit. por pretexto,
vocablo que significa «tejido de antemano», como la tela de araña para cazar moscas),
es decir, para aparentar que eran personas muy devotas.
3. Ambicionan aplauso: «gustan … de que los saluden aparatosamente en las
plazas, y de ocupar los principales asientos en las sinagogas y los lugares de honor en
los banquetes» (vv. 28–29). Pensaban que con todo eso recibían honor y estima de parte
de quienes les conocían, y se ganaban el respeto y la reverencia de parte de quienes no
les conocían.
4. Ambicionan riqueza: «devoran las casas de las viudas» (v. 40). Era precisamente
para escudarse de toda sospecha de deshonestidad, por lo que se ponían la máscara de
piedad; ponían empeño en parecer tan buenos como los mejores, para que nadie pensara
que eran—¡y lo eran!—tan malos como los peores. Las oraciones, por muy largas que
sean, no deben ser tenidas en poco, si se hacen con humildad y sinceridad, por el hecho
de que algunos abusen de ellas. Pero la iniquidad, revestida de esta «forma de piedad«
(2 Ti. 3:5), es doble iniquidad y, por ello, su condenación será doblemente pesada:
«Éstos recibirán una sentencia más severa». Refiriéndose a este versículo, dice
Trenchard, con una de sus cáusticas pullas: «¡Todavía no se ha exterminado la especie!»
Versículos 41–44
La porción que sigue no se halla en Mateo, pero aparece aquí y en Lucas, se trata del
encomio que hizo Jesús de la pobre viuda que echó las dos moneditas en el tesoro del
templo.
I. Había en el templo un Arca o caja de fondos para los pobres. En el atrio de las
mujeres, este lugar constaba de trece arquillas con bocas en forma de pabellón de
trompeta, con cuyo nombre se las llamaba en hebreo; en griego se llamaba
gazofilacio, es decir, «guarda del tesoro», por el destino que tenían. Las obras de
caridad y las de piedad están siempre muy cerca las unas de las otras; por eso, hallamos
con frecuencia unidas las oraciones y las limosnas, como en Hechos 10:2, 4. Bueno es
que «cada uno de nosotros ponga aparte algo, según haya prosperado» (1 Co. 16:2), a
fin de ofrecerlo para la obra del Señor y para socorrer a los pobres de la iglesia.
II. Jesús estaba «observando» (v. 41): «se sentó frente por frente del Arca del tesoro
y observaba cómo echaba la multitud monedas de cobre en el Arca del tesoro». Nuestro
Señor se da cuenta de cuánto y cómo contribuimos para los usos piadosos y caritativos,
de si damos con generosidad o con tacañería; de si lo damos para que lo vean los
hombres, o como para el Señor.
III. Vio Jesús que «muchos ricos echaban mucho»; y era, por cierto, buena cosa ver
a gente rica que era caritativa; ver a muchos ricos, y verlos echando mucho. Los que
tienen mucho, deben dar mucho. Si Dios nos da con abundancia, ha de esperar que
nosotros demos también con abundancia.
IV. «Llegó también una viuda pobre y echó dos moneditas, que es una cuarta parte
del así» (v. 42), que venía a ser la sesenta y cuatroava parte de un denario, pues el
denario tenía 16 ases (recuérdese que un denario equivalía al salario de un día de un
obrero). A pesar de ser una cantidad tan pequeña, mereció la aprobación, y hasta la
admiración, de Jesús: «Llamó hacia sí a sus discípulos» (v. 43), como rogándoles que
tomasen buena nota de ello y les dijo que aquella pobre viuda había echado «más que
todos los que estaban echando en el Arca del tesoro». A los ojos humanos, eso era muy
poca cosa, pero a los ojos de Dios valía más que todo lo que echaban los ricos, aun
siendo muchos y echando mucho, «porque todos echaron de lo que les sobra; pero ésta
ha echado, de su pobreza, todo cuanto poseía, todo su sustento» (v. 44).
Ahora bien, es probable que algunas personas estuvieran prontas a censurar a esta
viuda, y dijesen: «¿por qué echa para otros lo que necesita para sí? La caridad bien
entendida comienza por uno mismo, como dice el refrán». En realidad, es tan raro hallar
alguien que no censure a esta viuda, que no nos resultará extraño que no haya nadie que
la imite; sin embargo, el Salvador la alaba. De ahí podemos aprender:
1. Que dar limosna es algo excelente y muy agradable a los ojos de Dios; Él la
acepta siempre, aun cuando en algunas circunstancias es posible que falte lo que el
mundo llama discreción.
2. Que los que tienen poco, deben dar limosna de ese poco. En algunos casos,
deberíamos apretarnos un poco el cinturón para subvenir a las necesidades ajenas; esto
es amar al prójimo como a sí mismo y, si se trata de hermanos, con mucha mayor razón
y hasta un extremo semejante al de Jesús (Jn. 13:1; 1 Jn. 3:16–18).
3. Que debemos apoyar los proyectos de caridad pública e incluso en casos en que la
administración de fondos deja algo que desear, debemos aportar nuestra cuota.
4. Que, aun cuando sólo podamos dar un poco, el Señor lo aceptará, pues Él lo
demanda, no según lo que uno no tiene, sino según lo que tiene (2 Co. 8:12). Dos
céntimos serán contados por Dios, si se dan con generosidad y alegría, como si fueran
dos millones.
5. Especial gracia de Dios se manifiesta cuando «espontáneamente se da conforme a
las posibilidades, y aun más allá de las posibilidades», como la iglesia de Macedonia,
cuya «extrema pobreza abundó en riquezas de generosidad» (2 Co. 8:1–25). Podemos
estar seguros de que Dios ha de proveer para nosotros de muchas otras maneras, a veces
sorprendentes.
CAPÍTULO 13
Este capítulo contiene el sermón profético que el Señor pronunció en el Olivete, y
del que los otros dos Evangelios Sinópticos nos hablan igualmente (v. Mt. 24 y Lc. 21).
Versículos 1–4
I. Vemos cómo muchos de los discípulos de Cristo tienden a idolatrar cosas que
parecen grandes y que por largo tiempo han sido consideradas como sagradas. Uno de
ellos le dijo al Maestro: «Mira qué piedras tan enormes y qué construcciones tan
magníficas» (v. 1). Al ser Marcos quien escribe esto, y callándose el nombre del
discípulo, es muy probable que fuera Pedro quien le hizo la pregunta. Es como si dijera:
«Como esto, no tenemos en Galilea nada. ¡Que Dios nos conserve una cosa tan
preciosa!»
II. Vemos también cuán poco valor otorga Jesús a la pompa exterior, donde falta la
pureza interior: «Jesús le dijo: ¿Ves estas grandiosas construcciones? Se acerca el
tiempo en que no quedará ni una piedra sobre otra que no sea totalmente derruida» (v.
2). Jesús mira con gran compasión la ruina de las almas y llora sobre ellas porque en
ellas ha puesto un gran valor, notorio en el gran precio que por ellas pagó (v. Lc. 19:41;
1 P. 1:18–20), pero no leemos que llorase por la demolición de un grandioso edificio
cuando la presencia de Dios se había de apartar de allí por causa del pecado. Con qué
falta de interés predice que «no quedará ni una piedra sobre otra». Mientras queda algo
en pie, puede esperarse alguna restauración, pero ¿qué esperanza cabe donde no queda
una piedra sobre otra?
III. Vemos asimismo cuán natural es el deseo de conocer el futuro y, a ser posible,
las fechas concretas. Ponemos mayor interés en eso que en cumplir con nuestros deberes
presentes, de los cuales somos tan propensos a evadirnos, refugiándonos en los
recuerdos del pasado o en las ilusiones del porvenir. Los discípulos no sabían cómo
digerir las palabras de Jesús y estaban ansiosos de tomarle a solas para preguntarle más
acerca de aquello. Por eso, cuando regresaban a Betania, «estando Él sentado en el
monte de los Olivos frente por frente del templo», cuatro de ellos acordaron
«preguntarle en privado» (v. 3), qué quería decir con aquello de la destrucción del
templo. Es probable que la respuesta de Cristo se hiciese en presencia de los doce, pero
aparte de la multitud y, por eso, en privado. La pregunta era doble: (A) «¿Cuándo serán
estas cosas?» (B) «¿Cuál será la señal cuando todas estas cosas estén para
cumplirse?» (v. 4). (Véase el comentario a Mateo 24 y Lucas 21 para toda esta porción.)
Versículos 5–13
Nuestro Señor Jesucristo, en respuesta a la pregunta de Sus discípulos, no va a
satisfacer la curiosidad, sino a alertar la conciencia, y les expone las precauciones que
serán necesarias cuando sucedan los acontecimientos a los que va ahora a hacer
referencia.
I. «Mirad que nadie os engañe» (v. 5). Vendrán seductores y engañadores que, de
una u otra manera, usurparán el nombre de Dios para hacerse escuchar e, incluso,
pretenderán ser el Cristo reencarnado, como ocurre actualmente (1983). En todo caso,
podemos incluir entre los falsos «Mesías» a los fundadores de las falsas religiones, los
cuales han proliferado copiosamente en los siglos XIX y XX. Cuando se rechaza al
Cristo, Hijo del Dios viviente, hay que forjarse otros «Cristos» o desfigurar el carácter
del verdadero Cristo, y hacer de Él un libertador social, más bien que un Redentor total.
Lo cierto es que, cuando tantos, hasta de los sinceros estudiosos de la Biblia, son
engañados por falsos maestros, debemos estar alerta «practicando la verdad en amor y
asiéndonos de la Cabeza-Cristo» (Ef. 4:15–16).
II. «Cuando oigáis de guerras y de rumores de guerras, no os alarméis» (v. 7). La
guerra es un producto constante del orgullo nacional y de la ambición de los jefes de las
naciones, pero guerras, mundiales o locales, y «guerrillas», nunca han proliferado tanto
como en los últimos cincuenta años. Cristo vino al mundo durante la época llamada de
la «paz octaviana», pero no mucho después de Su muerte comenzaron otra vez las
guerras, guerras de todas las clases: religiosas, políticas, sociales, de partidos y de
clases, frías y calientes, etc. A las guerras se suman los frecuentes terremotos, las
erupciones volcánicas, el hambre y toda suerte de accidentes y de calamidades públicas
(v. 8). Pero los creyentes sinceros no han de turbarse por eso. En realidad, son el
«principio de los dolores de alumbramiento» (v. 8). Para los judíos esta frase expresaba
las aflicciones y calamidades que precederían a la Venida del Mesías. Eso «tiene que
ocurrir, pero todavía no es el fin» (v. 7). Si del soldado romano pudo escribirse:
«Aunque el orbe se desplome hecho pedazos, las ruinas le hallarán impávido», cuánto
más impávido ha de estar el cristiano, al saber que «todas las cosas cooperan para el
bien de quienes aman a Dios» (Ro. 8:28). Ni han de tomarles por sorpresa, pues están
profetizadas, ni les han de infundir terror, pues están divinamente controladas.
Bismarck decía, no sabemos con qué sinceridad: «Quien teme a Dios, no teme a los
hombres». Cuando Cristo va en la barca de nuestro corazón no hay tormenta que deba
amilanarnos.
III. Lo único que debe preocuparles es su propia fidelidad: «Pero vosotros estad
alerta sobre vosotros mismos» (v. 9). No por eso, ha de pensar el creyente que su vida
va a transcurrir en paz y prosperidad. El mundo no nos dejará en paz (Jn. 15:18–21),
pero si tenemos la paz de Cristo que es fruto del Espíritu (Jn. 14:27; Gá. 5:22), no
hemos de turbarnos. «En el mundo tendréis aflicción; pero tened ánimo, yo he vencido
al mundo» (Jn. 16:33). Como decía el apóstol: «Es menester que pasemos por muchas
tribulaciones para entrar en el reino de Dios» (Hch. 14:22). Por tanto, estemos alerta
sobre nosotros mismos, porque hay muchos ojos fijos en nosotros: «Hemos llegado a
ser espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres» (1 Co. 4:9), podemos decir
con Pablo.
1. Cuál es la tribulación que les espera: «Seréis aborrecidos de todos por causa de
mi nombre» (v. 13). ¡Ya es bastante aflicción esa! El pensamiento de ser aborrecido es
muy penoso para los espíritus sensibles e inocentes, pero es un título de honor y de
gloria ser odiados por nuestra identificación con Cristo. Los mismos parientes los
odiarán a muerte; los jefes religiosos los excomulgarán y los azotarán, no sólo en los
lugares públicos, sino «en las sinagogas» (v. 9). Más aún, «quien os mate, pensará que
rinde culto a Dios» (Jn. 16:2). La Iglesia oficial y el Estado, como Caifás y Pilato, se
coligarán para perseguir a los verdaderos creyentes como a «herejes» y «sediciosos».
2. Cuál es la consolación que les confortará: Saber que:
(A) La tarea a que son llamados ha de tener éxito final: «Pero primero debe ser
proclamado el evangelio a todas las naciones» (v. 10). Es un gran consuelo para los que
sufren por causa del Evangelio saber que, aunque a ellos los persigan y martiricen, el
Evangelio no ha de sucumbir, sino que ha de ir ganando terreno.
(B) Los padecimientos que han de soportar, en lugar de ser un obstáculo para la
obra, servirán para garantizarla y hacerla triunfar: «Os harán comparecer ante
gobernadores y reyes por causa de mí, para testimonio a ellos» (v. 9); es decir,
testimonio para ellos, pues habrá así oportunidades para predicar el Evangelio a reyes y
gobernadores; y testimonio contra ellos, porque no tendrán excusa ante un testimonio
sellado con sangre. Este fue el caso frecuente en la vida del apóstol Pablo, como vemos
por el libro de Hechos. El Evangelio es un testimonio acerca de Cristo y del Cielo. Si lo
recibimos, es un testimonio para nosotros, pues por él seremos salvos (Ro. 1:16); pero
si lo rechazamos, será un testimonio contra nosotros en el gran día (Jn. 12:48).
(C) Cuando sean presentados ante reyes y gobernadores por causa de Cristo,
recibirán del Cielo una asistencia especial: «Y cuando os conduzcan para entregaros no
os preocupéis de antemano por lo que vais a hablar, sino hablad lo que se os
comunique en aquel momento; porque no sois vosotros los que estáis hablando, sino el
Espíritu Santo» (v. 11). Esta promesa tiene cumplimiento en una situación muy
concreta: cuando un creyente es llevado por causa del Evangelio, ante los tribunales.
Hay predicadores ignorantes que citan este pasaje como excusa para no preparar los
mensajes y esperan que les venga en el púlpito la «inspiración» de Dios; eso no es
confianza humilde en la asistencia divina, sino ignorancia o frescura, que equivale a
tentar a Dios.
(D) La constancia en el sufrimiento tendrá la bendición más grande, pues asegurará
la corona en la cabeza del vencedor (v. Ap. 3:11; 4:4): «el que persevere hasta el final,
éste será salvo» (v. 13b). Este versículo y sus paralelos son mal interpretados por
lectores ligeros. Dice D. W. Burdick: «Puesto que las condiciones descritas en 13:5–13
están en términos de vida personal, “el final” no se refiere aquí hasta el fin del siglo,
sino hasta el fin de la vida o de la persecución. Será salvo. En este contexto, no puede
tratarse de salvar la vida física. La promesa es que el que persevere será salvo
espiritualmente. Sin embargo, la perseverancia no es la base de la salvación. Conforme
a la enseñanza general del Nuevo Testamento la perseverancia ha de considerarse como
el resultado del nuevo nacimiento (cf. Ro. 8:29–39; 1 Jn. 2:19). Una persona que ha
nacido de nuevo y, por eso, persevera, experimentará con toda certeza la consumación
de todo el ciclo de la salvación».
Versículos 14–23
Al rebelarse contra los romanos, y al perseguir a los cristianos, los judíos atrajeron
sobre sí la ira de Dios y de los hombres. Aquí tenemos una predicción de la ruina que
vino sobre ellos en menos de cuarenta años después de esta profecía. Digamos de
entrada que son muchos los intérpretes que ven un doble cumplimiento de esta
predicción del Señor. Dice Trenchard: «El sitio y la destrucción de Jerusalén, con los
sufrimientos de entonces, no agotan el sentido de este párrafo (vv. 14–23), que se
relaciona claramente con la “consumación del siglo”». Veamos:
I. Lo que se nos dice aquí concerniente a dicha predicción:
1. Que los ejércitos romanos vendrán contra la nación y embestirán contra Jerusalén,
la ciudad santa. Con esto comenzará la «abominación de desolación», predicha en
Daniel según el mismo Señor. Daniel 9:27 dice en el original: «en el alero de
abominaciones uno que hace desolación». Los judíos habían rechazado a Cristo como si
fuera «abominación» (comp. Dt. 21:23 con Gá. 3:13 y 1 Co. 12:3 «Jesús es maldito»),
cuando Él había venido para salvarles (Mt. 1:21); y ahora Dios iba a traer sobre ellos
una abominación que había de desolarles. Este ejército erigiría la abominación donde
no debía, en la ciudad santa y en el lugar santo, al que los gentiles no debían tener
acceso. El pecado abre la brecha por la que entra la abominación humana y sale la
presencia divina.
2. Que cuando los ejércitos enemigos vinieran sobre la ciudad, el único remedio
para escapar de la ruina sería huir de allí. Los cristianos, aleccionados por esta
predicción, escaparon de Jerusalén antes de que la ciudad quedara sitiada y huyeron a
Pella en la Decápolis. Era menester, en tales circunstancias, «huir a los montes» (v. 14).
Si la persecución sorprendía a alguien «en la azotea» de la casa y entretanto, los espías
entraban en la casa, no debían bajar a llevarse nada, sino simplemente marcharse con lo
puesto, a fin de no perder tiempo (v. 15). Si les sorprendía en el campo, no debían
volver a casa para recoger el manto, aunque hiciera frío y tuvieran que pasar la noche al
raso, pues el hombre no puede dar nada a cambio de su vida (8:37).
3. Que serían días muy duros para las mujeres encinta y las que estuvieran
amamantando entonces (v. 17), puesto que no podrían correr como las demás. Hay
tiempos en que los seres más queridos y los mayores consuelos pueden convertirse en
las mayores cargas. También resultaría muy incómodo si sucediera en invierno (v. 18)
por tener que soportar el frío a la intemperie. Cuando las aflicciones son inevitables,
hemos de desear y orar que las circunstancias sean dispuestas por Dios en forma que la
tribulación sea más llevadera; y cuando las cosas marchan mal, hemos de resignarnos
con el pensamiento de que podrían todavía marchar peor.
4. Que la tribulación sería tan grande, que no habría de tener paralelo en la historia:
«Porque aquellos días serán una tribulación tal como no la hubo desde el principio de
la creación que Dios hizo hasta ahora, ni la habrá jamás» (v. 19). Al hablar de lo que
aconteció en los años 68–70 de nuestra era, en el asedio de Jerusalén por los ejércitos de
Roma, dice Flavio Josefo: «Ninguna otra ciudad padeció jamás semejantes calamidades,
y ninguna generación jamás existió que fuera más prolífera en crímenes». Sin embargo
es muy probable que la predicción de Jesús tenga un segundo cumplimiento durante la
persecución que el Anticristo desencadenará «contra los santos» (Ap. 13:7). Sin duda,
se trata en último término del «tiempo de angustia para Jacob» (Jer. 30:7), aparte de la
muchedumbre innumerable de Apocalipsis 7:9 y ss., martirizada también, como los
judíos de Apocalipsis 12:17, por «el testimonio de Jesucristo». Esta masacre
sobrepasará con mucho a la que los romanos llevaron a cabo en Jerusalén en el año 70
de nuestra era, la cual por cierto, ya ha sido sobrepasada con creces por Hitler.
5. Pero, en medio de la ira, Dios tendrá misericordia (Hab. 3:2) y, «en atención a
los escogidos que eligió, acortó los días» (v. 20). El Señor habla en pasado de lo que
era (y es) futuro, (A) porque, en Su presciencia, lo veía como sucedido; (B) para darnos
a entender que todo lo que ha de suceder está decretado en los propósitos eternos de
Dios. Había promesa de que se salvaría un remanente (Is. 10:22, comp. con Ro. 9:27–
28). Los escogidos de Dios claman a Él día y noche (Lc. 18:7, comp. con Ap. 6:10), y
Dios oirá los clamores de ellos para acortar los días de la Gran Tribulación. Por amor a
los Suyos, muchas veces acorta Dios las calamidades públicas, de lo cual se benefician
también los malos, aun cuando ellos no se den cuenta, como no se daban cuenta los
habitantes de Sodoma y Gomorra de la lucha que Abraham estaba entablando con Dios
en oración para salvar a las ciudades nefandas (Gn. 18:23–33). Entonces no se hallaron
en ellas diez justos, con lo que no pudieron escapar de la destrucción; pero ahora hay
muchos más «justos» (incluso en Israel, v. Ro. 11:4; y, después, v. Ap. 7:1–8), en
atención a los cuales Dios no descarga sobre el mundo su ira, como lo merecen las
iniquidades de los hombres.
II. Las instrucciones que Cristo da a Sus discípulos con respecto a esos días.
1. Ya les había dicho (v. 14) que escaparan por su vida, sin demorar la partida por
ningún motivo. Cuando un barco se hunde, no hay otro remedio que tirarse al agua.
2. Ahora añade que escapen también de todo engaño que pueda poner en peligro sus
almas: «Si alguien os dice: Mira, aquí está el Cristo; o: Mira, allí está, no lo creáis» (v.
21).
3. La razón es que entonces se levantarán muchos falsos cristos y falsos profetas y
harán señales y prodigios a fin de extraviar, de ser posible, a los elegidos (v. 22). Tan
plausibles parecerán sus enseñanzas y tan convincentes las señales con que tratarán de
confirmarlas, que sólo los elegidos, por la gracia de Dios, escaparán del engaño. Vemos
aquí que la seguridad de la perseverancia de los hijos de Dios, y las advertencias contra
los engaños y la apostasía de los falsos maestros, son enteramente compatibles. Un
mismo versículo que demuestra ambas cosas es 1 Juan 2:19. Y Apocalipsis 13:8–18;
17:8 nos muestran hasta qué punto los discursos y las señales del falso profeta
engañarán a todos aquellos cuyos nombres no estén escritos desde la fundación del
mundo en el libro de la vida. Es de notar en Marcos 13:22, que el original dice de los
falsos cristos y de los falsos profetas que «serán levantados», lo cual demuestra el
control que la providencia tiene sobre todo lo que sucede; esta interpretación concuerda
con lo que leemos, una y otra vez, en el libro del Apocalipsis, donde es constante la
expresión «se le dio» (por ej. Ap. 13:5). No hay nada que tome por sorpresa a Dios, lo
cual es un grandísimo consuelo para Sus hijos.
Versículos 24–27
Estos versículos apuntan a la Segunda Venida de Cristo. Los discípulos habían
unido en su pregunta la destrucción del templo con el final de los tiempos, porque, para
un judío, ambos acontecimientos (la destrucción de la ciudad santa y el gran juicio de la
Venida del Mesías) iban de la mano. Jesús les va a sacar de esta confusión, y les
predice:
1. La final disolución de la actual estructura del mundo: el sol se oscurecerá y la
luna no dará su resplandor, y las estrellas estarán cayendo del cielo (vv. 24–25), como
las hojas de los árboles en otoño, y serán dislocadas las fuerzas que mantienen en sus
órbitas a los astros: «los poderes que hay en los cielos serán sacudidos».
2. La aparición visible del Señor Jesús, al cual ha sido encomendado el juicio (v. 26,
comp. con Jn. 5:22, 27). «Todo ojo le verá» (Ap. 1:7). Sin descartar una intervención
milagrosa de Dios el moderno invento de la televisión y de la transmisión por satélite
hace perfectamente posible que todo el mundo pueda ver al Señor viniendo en las nubes
con gran poder y gloria (v. 26).
3. La reunión de los «elegidos, desde los cuatro vientos», por ministerio de los
ángeles (v. 27). Este versículo ha de interpretarse a la luz de Isaías 56:8; 60:8–9; Mateo
13:36–43 a fin de no confundir los tiempos ni los «elegidos». Dice Trenchard: «Este
versículo no ha de identificarse con el “recogimiento” de los santos a su Señor en el
rapto de la Iglesia, ni hay indicio alguno de que los “escogidos” de este pasaje hayan de
ser arrebatados a un encuentro con el Señor en esferas supraterrenales. Se trata
sencillamente del cumplimiento de las muchísimas profecías del Antiguo Testamento
que prometen una gran “reunión” de la nación de Israel, dispersada por todo el mundo.
Serán los fieles convertidos al Señor durante el tiempo de la tribulación, o por la
contemplación del Señor en gloria». La frase «desde el extremo de la tierra hasta el
extremo del cielo», sirve para enfatizar más lo de «desde los cuatro vientos». Dice
Lenski: «La idea bíblica sobre la forma de la tierra es que tiene cuatro puntos cardinales,
las cuatro direcciones de donde el viento sopla, y por tanto «de los cuatro vientos» es la
expresión que se usa, que fue hallada también por Deissmann en los papiros, así como
en Zacarías 11:6». Todo fiel israelita será transportado a salvo, como por mano de
ángeles, aun cuando sea desde el último rincón de la tierra de esclavitud hasta el
extremo más empinado de la tierra de promisión.
Versículos 28–37
Aplicación práctica de este mensaje profético.
I. En cuanto a las señales indicadoras de la Venida del Señor la alegoría de la
higuera nos da a entender que, así como los tiernos brotes de la higuera nos anuncian la
proximidad del verano así también las señales indicadas por Cristo serán el preludio de
la «consumación del siglo». Si recordamos, por 11:12–14, que la higuera era símbolo de
la nación de Israel, podremos entrever que los brotes nuevos de la higuera son el
anuncio de una vida renovada en la nación judía, como lo estamos viendo en nuestros
días. Más aún, en la perspectiva de Ezequiel 37, podemos decir que el valle de huesos
secos se ha convertido en el valle de huesos recubiertos de tendones, carne y piel (Ez.
37:8), pero les falta el espíritu, para que «de los cuatro vientos» sople sobre ellos el
Espíritu Santo (Ez. 36:26–27; 37:9–10) y se conviertan al Señor, pues los judíos que
habitan actualmente la nación de Israel, no sólo son inconversos en su casi totalidad,
sino que, en gran mayoría, son agnósticos o ateos (aun los que se saben de memoria la
Biblia). En cuanto a la «generación» del versículo 30, repetimos lo dicho en otros
lugares: Con toda probabilidad, se refiere a la raza judía, la cual, por un milagro de la
divina providencia, había de ser conservada hasta la consumación del siglo, a pesar de
todas las persecuciones habidas y por haber. Y Jesús confirma esta verdad con la frase:
«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (v. 31).
II. En cuanto al tiempo en que esto ha de suceder, no se pueden hacer predicciones,
y todo el que se aventura a poner fechas, no sólo comete una imprudencia, sino que va
directamente contra las palabras de Jesús: «Nadie sabe, ni los ángeles en el cielo, ni el
Hijo, sino sólo el Padre» (v. 32). Esta frase puede compararse con Mateo 11:27; Hechos
1:6–7. Hay dos interpretaciones ortodoxas a esta frase tan chocante («¡NI EL HIJO!»), y
otras dos heterodoxas. Las interpretaciones heterodoxas son: (a) «el Hijo no es igual al
Padre y, por eso, no posee la omnisciencia del Padre»; es la herejía arriana, que ningún
evangélico sostiene; (b) «el Hijo limitó Sus atributos divinos al tomar la naturaleza
humana; entre ellos, la omnisciencia». Esta herejía, claramente «monofisita», es
sostenida (por ignorancia o por tradición) por bastantes comentaristas, entre los que se
hallan los editores de la edición castellana del Marcos de Broadus (p. 135. Nota de los
editores). Las interpretaciones ortodoxas son: (a’) «ni el Hijo, en cuanto hombre», ya
que Lucas 2:52 nos presenta a Jesús «progresando en sabiduría …» y muchos lugares
de los Evangelios nos muestran claramente que la mente humana de Jesús no lo sabía
todo; por eso, preguntaba y se admiraba (¡no estaba haciendo comedia!). Esta es la
opinión más corriente (la de M. Henry y la del propio Broadus, entre otros); pero tiene
dos graves inconvenientes: 1) el texto no cualifica (no dice «el Hijo del Hombre» o
«Jesús»); 2) según las reglas correctas de locución que impone la unión hipostática (una
sola persona en dos naturalezas), una frase negativa no puede aplicarse a Cristo, si es
cierta en una de las dos naturalezas, como es el caso aquí; queda, pues, (b’) la
interpretación más probable: «ni el Hijo, en cuanto Revelador del Padre». Ésta es la
exégesis que soluciona todas las dificultades. Dice Trenchard: «En vista de todo lo
dicho, comprendemos que la frase “ni el Hijo” no pertenece a la esencia de la Deidad
del Hijo, como Segunda Persona en la Santísima Trinidad, sino que señala una situación
relacionada con su misión especial de Revelador». Ya, en su tiempo, dijo Agustín de
Hipona: «Se dice en los Evangelios que ni el Hijo sabe la hora que el Padre se reserva,
no porque absolutamente la ignore, sino que no la sabe para comunicarla a los
hombres».
III. En cuanto a nuestro deber, ante esta predicción del Señor: «Estad atentos, velad
y orad» (v. 33). Hemos de estar atentos a que nada nos indisponga para la Venida del
Señor (por ej. 1 Ts. 5:23; Tit. 2:12–13; 2 P. 3:14); hemos de velar para que Su Venida
nunca nos tome por sorpresa; y hemos de orar para obtener la gracia que nos prepare
una amplia entrada en el reino (2 P. 1:11) y no nos sintamos avergonzados en Su
presencia (1 Jn. 2:28). Al no saber el tiempo señalado, debemos estar preparados en
todo tiempo para recibir dignamente a Quien puede venir en cualquier tiempo. El Señor
ilustra esto con una parábola:
1. Nuestro Señor se marchó (Hch. 1:11), nos dio ciertas facultades y «a cada uno su
tarea» (v. 34). A quienes comunicó «autoridad» (trad. lit.), atribuyó mayor
responsabilidad; y a quienes encargó mayor trabajo, comunicó mayor autoridad o
facultad para llevarlo a cabo. «Y encargó al portero que velara.» Esta frase no significa
que haya una persona encargada de velar por los demás, sino que cada uno de nosotros
hemos de ser como el «portero que vela» para abrir la puerta al amo, cualquiera que sea
la hora a que éste venga.
2. Es precisamente el hecho de no saber cuándo viene el dueño (v. 35) lo que nos ha
de estimular a velar siempre. Esto es aplicable, no sólo al tiempo de su Segunda Venida,
sino al encuentro con Él a la hora de nuestra muerte. La vida presente es para nosotros
como el tiempo de vela nocturna para un pastor o para un soldado; no sabemos a qué
hora, durante qué tiempo de vigilia, nos llamará el Señor. Marcos especifica los cuatro
tiempos de vela de tres horas cada uno, que van desde las seis del atardecer hasta las
seis del amanecer no hay por qué alegorizar cada una de estas vigilias; la alusión es, con
la mayor probabilidad, al tiempo en que el presidente del Templo venía,
aproximadamente a la hora del «canto del gallo», a distribuir, por suerte, los oficios de
los sacerdotes; esta hora variaba notablemente por lo que el portero del Templo debía
estar velando. El canto del gallo fue, para Pedro, la hora de las lágrimas de
arrepentimiento. Pero, ya que Jesús dijo esas palabras «a todos» (v. 37), cada uno de
nosotros ha de velar en torno a esa hora, aun cuando a unos les sorprenda la muerte en
la niñez (antes del canto); a otros, en la madurez (en el canto); a otros, en fin, en la vejez
(después del canto, v. Ec. 12:4, cuando «todas las hijas del canto serán abatidas»). En
todo caso, comenzar a vivir es comenzar a morir. Lo importante es que el Señor no nos
sorprenda durmiendo, en el sentido del versículo 36, comparar con 1 Tesalonicenses
5:6.
CAPÍTULO 14
En este capítulo, Marcos nos refiere los acontecimientos de la Pasión del Señor,
desde el complot de los principales sacerdotes y de los escribas para matarle, hasta el
canto del gallo, por el que Pedro «comenzó a llorar».
Versículos 1–11
Aquí tenemos casos, muy opuestos, de la actitud de diversas personas hacia Jesús.
Primero:
I. De la perversidad de los enemigos de Cristo:
1. Los principales sacerdotes y los escribas consultaban sobre el momento más
oportuno para darle muerte (vv. 1–2): «No durante la fiesta». Sin embargo, ante la
proposición de Judas (vv. 10–11), cambiaron de parecer. Así, en la fiesta (v. 12), el
verdadero «Cordero Pascual» iba a ser sacrificado, (A) para que Sus padecimientos y
muerte fuesen testificados por mayor número de personas, (B) para que el antitipo
correspondiera mejor al tipo. Cristo, nuestra Pascua, fue sacrificado (1 Co. 5:7),
cuando el cordero pascual era sacrificado y con ello se conmemoraba la liberación de la
esclavitud del pecado. Vemos que los que sólo deseaban la alabanza de los hombres son
los mismos que sólo temen la furia de los hombres.
2. Judas, el peor enemigo, por ser uno de los doce y llevar la máscara de amigo, se
compromete con los enemigos de Jesús. Veamos:
(A) Lo que les propuso: «entregarlo a ellos a traición» (v. 10) sin levantar tumulto
entre el pueblo, que era lo que ellos temían. ¿Acaso sabían que Judas estaba pensando
en prestarles ese servicio? ¡Nada de eso! No podían imaginarse que uno de los más
íntimos de Jesús llegase a tal extremo de vileza. El espíritu que actúa en todos los hijos
de desobediencia, sabe cómo moverlos (Ef. 2:2–3) de forma que ayuden unos a otros en
la maquinación de todo proyecto inicuo.
(B) Lo que se propuso: ganar dinero en el trato: «Ellos … prometieron darle plata»,
como dice el griego (v. 11). La avaricia era el punto más flaco de Judas, y por ahí se lo
llevó el diablo hasta la acción más abominable (Jn. 6:70–71; 12:4–6). El mismo cargo
que el Señor le confió al hacerle el «bolsero» (Jn. 13:29) o «ministro de finanzas» del
Colegio Apostólico, fue el que precipitó ahora su traición y, con ella, su propia
perdición. Por aquí vemos cuán diferentes pueden ser los fines para los que se usa el
dinero.
(C) Lo que dispuso hacer, una vez cerrado el contrato: «andaba buscando la manera
de entregarlo en un momento oportuno» (v. 11). Véase aquí cuánto cuidado hemos de
tener en no caer en el lazo de compromisos pecaminosos. La pendiente del pecado es
resbaladiza y, por ser hacia abajo, nos hace descender, según la ley de la gravedad, «con
movimiento uniformemente acelerado». Una vez metido en el pecado, cada paso
adelante añade nueva dificultad a la marcha atrás.
II. De la amabilidad de los amigos de Cristo. Jesús tenía algunos amigos incluso en
Jerusalén y sus alrededores que le amaban de tal forma, que nunca les parecía
demasiado cualquier cosa que hacían por Él.
1. Aquí tenemos un amigo suyo que fue tan amable como para invitarle a comer (v.
3). Por donde vemos que aun cuando Jesús sabía que estaba cercana la hora de Su
muerte, no se abandonó al retiro de toda compañía o a la melancolía.
2. También tenemos otra persona amiga que fue tan amable como para ungir Su
cabeza con un perfume de mucho precio, mientras Él estaba a la mesa. Fue una muestra
extraordinaria de respeto y aprecio a Jesús por parte de una mujer que no pensó que
fuese demasiado caro un perfume para Jesús, cuando uno de Sus apóstoles lo había
estimado demasiado barato a él mismo como para venderlo por treinta monedas de
plata (v. Mt. 26:15, comp. con Zac. 11:12–13). Cuando Él derramó por nosotros toda Su
sangre (1 P. 1:18–19), ¿consideraremos alguna cosa demasiado preciosa como para no
concedérsela? Notemos que no sólo derramó todo el perfume sobre Cristo, sino también
que «quebró el vaso de alabastro». Un golpe seco, de algo que se quiebra, y María de
Betania se ha incapacitado a sí misma para volver a sellar el frasco o reservarse para sí
misma algunas gotas siquiera del exquisito perfume; ésta es la técnica de la entrega
total. Dice P. Charles: «La mayoría no comprenden estos sacrificios absolutos, no
comprenden por qué una persona da más de lo necesario, ni por qué lo da de una vez, ni
por qué se incapacita para recobrar algo de lo que ha dado y volver a llenar el frasco de
la vida con una nueva esencia perfumada». Cristo debe ser honrado con todo lo que
tenemos, no sólo porque Él se dio por nosotros totalmente (Mt. 20:28; Jn. 6:48–58;
10:11, 1 Ti. 2:6; 1 Jn. 3:16, etc.), sino también porque es nuestro Dios, a quien hemos
de amar con todo el corazón, toda el alma, toda la mente, todas las fuerzas. Notemos
con respecto a esta acción de María:
(A) Que hubo allí quienes murmuraron de ella, y hablaron de derroche: «¿Para qué
se ha hecho este derroche de perfume?» (v. 4). Piensan que se habría ganado más con
venderlo y dar el dinero a los pobres (v. 5). Muchas veces, los que más invocan la
fraternidad y la filantropía, son los más duros e indiferentes en los casos concretos de
necesidad.
(B) Pero el Señor mismo encomió la acción como un gran acto de fe y de amor: «Se
ha anticipado a ungir mi cuerpo para el sepelio» (v. 8). Véase cómo la mente de Cristo
estaba llena con pensamientos de Su muerte y cuán familiarmente habló de ella en
tantas ocasiones. Ha habido, y hay, personas que, aun no estando condenadas a muerte
violenta, han querido tener preparados sus ataúdes en vida y dejar dispuestos todos los
detalles de su funeral. Pero nadie afrontó la muerte con la misma decisión y valentía que
Jesús; nunca entró en triunfo, cabalgando y escoltado, en Jerusalén, sino cuando entraba
allá a padecer y morir; Su cabeza sólo fue ungida para el sepelio. Y ya que esto era
irrevocable, pues era mandamiento de Dios para nuestra salvación (v. Jn. 10:18), todo
intento para salvarle la vida era en vano; más aún, sólo los secuaces del diablo le
gritaban que se salvase a Sí mismo (comp. 8:32–33; 15:30–32). Pero, al menos, era
posible «ungirle para el sepelio»; por eso, dijo Jesús: «Ella ha hecho lo que ha podido»
(lit. hizo lo que tuvo). Cuando no podamos hacer todo lo que queremos, hagamos
siquiera todo lo que podemos. Dios no nos pide más.
(C) Tanto agradó a Cristo la acción de María, que predijo la publicación del hecho
dondequiera que se predicase el Evangelio: «Y en verdad os digo: Dondequiera que se
proclame el evangelio, en el mundo entero, se dirá también en memoria de ella lo que
ha hecho» (v. 9). Ni Marcos ni Mateo (26:13) nombran a la mujer, pero por Juan 12:3,
sabemos que era María, la hermana de Marta y Lázaro. La razón por la que Mateo y
Marcos omiten su nombre es, sin duda, porque escribieron sus respectivos relatos antes
de la destrucción de Jerusalén y es muy probable que María viviese todavía, con lo que
la habrían expuesto a la ira y a la persecución de los judíos. En cambio, cuando Juan
escribió su Evangelio, no existía ya tal peligro; por eso, él no necesita añadir la promesa
de Jesús pero añade que «la casa se llenó de perfume» (Jn. 12:3). Este hecho llenó de
«suave olor» la Iglesia y el mundo entero e, incluso, ha escrito W. N. Clarke, «aun para
los pobres, María hizo mucho más con este acto de afecto y simpatía que lo que habría
podido hacer vendiendo el ungüento para beneficio de ellos, porque ese acto amoroso ha
inspirado diez mil hazañas de abnegación». En cuanto a «la casa de Simón el leproso»
(v. 3 comp. con Mt. 26:6), a quien Juan no nombra, algunos han especulado que era el
marido de Marta, pero el texto no nos da pie para ello. Lo más probable es que se
llamase así por haber sido leproso y, con la mayor probabilidad, curado por Jesús; y la
cena se celebró en su casa, porque en casa de María no habría lugar para tantos
convidados. Digamos para terminar esta sección que, desde los primeros siglos de la
Iglesia (¡incluso el Crisóstomo!) hasta ahora, son muchos los comentaristas que
identifican esta mujer con María de Magdala y con la mujer pecadora de Lucas 7:36–50,
pero el texto sagrado da a entender que se trata claramente de tres mujeres distintas.
Versículos 12–31
I. Jesús come la Pascua con Sus discípulos en la noche anterior a Su muerte. Con
eso nos enseñaba que ningún temor ni sobresalto debe impedirnos el tomar parte en las
ordenanzas sagradas.
1. Cristo comió la Pascua en el tiempo acostumbrado por los judíos: durante «la
fiesta de los panes sin levadura» (v. 12), «cuando estaban sacrificando el cordero
pascual»; esto último no lo hace notar Mateo, pero sí Lucas.
2. El Señor dio instrucciones a Sus discípulos a fin de que hallasen el lugar
apropiado para la celebración e hiciesen los preparativos pertinentes. Dice Trenchard:
«El Maestro no señaló la calle y el número de la casa a sus mensajeros, sino que les dio
la señal del “hombre llevando un cántaro de agua” a quien habían de seguir.
Normalmente, el trabajo de traer agua a casa tocaba a las mujeres, y nos gusta pensar
que se trataba de un humilde discípulo que ya había aprendido que el Señor puede
santificar todo servicio, por insignificante que sea». No cabe duda de que los habitantes
de Jerusalén tendrían aposentos adecuados para que los que venían de otros lugares del
país pudieran celebrar la Pascua. Probablemente fue a un lugar donde no era muy
conocido a fin de poder celebrar la Pascua con los discípulos sin que vinieran a
molestarle y por eso, en vez de indicarles una dirección fija, les dio aquella señal. Un
cántaro de agua pura y purificadora es muy buena introducción para la cena a que Cristo
nos invita (Ap. 3:20).
3. Allí, «en un aposento grande en el piso superior, provisto de divanes (trad. lit.) y
preparado», es donde comieron la Pascua (v. 15). Al comer una comida corriente,
escogió Jesús hacerlo sentado al aire libre; pero, para celebrar la Pascua, quiso usar un
aposento lo mejor posible. La suposición de que este aposento coincide con el
«aposento alto» de Hechos 1:13 y con la casa de María, la madre de Marcos (Hch.
12:12), no tienen fundamento en el texto sagrado. Es probable que el amo de la casa
fuera un discípulo de Cristo, pero «escondido» al estilo de Nicodemo y José de
Arimatea. Lenski da una razón convincente de la reticencia de Jesús en señalar la casa y
nombrar al dueño de ella: impedir que Judas se enterase de antemano del lugar (con lo
que el arresto de Jesús habría tenido lugar antes de hora); por eso también, destacó a dos
discípulos, los cuales sabemos por Lucas 22:8 que eran Pedro y Juan.
4. Comió con los doce (v. 17), incluido Judas, que era el que le iba a entregar (vv.
18–20). No se ausentó por no hacerse sospechoso antes de hora. Es de admirar la
mansedumbre, la paciencia y el amor de Cristo: no excluyó a Judas de la fiesta, aunque
conocía bien la perversidad de él, porque todavía no se había hecho pública.
II. El discurso de Cristo a los discípulos mientras comían la Pascua.
1. Aunque estaban muy complacidos con la presencia de su Maestro, éste les dice
que, de momento, les va a dejar: «En verdad os digo que uno de vosotros me
traicionará» (v. 18). Si es entregado a traición, la siguiente noticia es que será
crucificado y muerto: «El Hijo del Hombre se va, tal como está escrito de Él» (v. 21).
2. Aunque estaban muy complacidos con la mutua compañía de unos con otros,
Cristo echa un jarro de agua fría sobre ese gozo, y dice: «… me traicionará, el que está
comiendo conmigo» (trad. lit.). Lo dijo para ver si se agitaba la conciencia de Judas y se
despertaba en él algún sentimiento de pesar, por el que pudiera retirarse del borde del
precipicio. Pero, por lo que se deduce del texto sagrado, el más aludido era el que
menos se daba por aludido, mientras que todos los demás «comenzaron a entristecerse»
(v. 19); eran las hierbas amargas de la Pascua, simbolizadas en aquellas otras que
estaban comiendo. Y comenzaron a sospechar de sí mismos, diciendo: «¿Acaso [soy]
yo?» Esto lo decían «uno por uno». Cada uno sospechaba de sí mismo más que de los
demás, conforme manda la ley del amor (v. 1 Co. 13:5–7); escrutando su propia
conciencia, no encontraban allí la traición, pero sí la capacidad de traicionar que cada
corazón alberga en sus más recónditos pliegues (v. Jer. 17:9). Por eso, creían más a las
palabras del Señor que a sus mismas conciencias; no dicen: «De seguro que no soy yo,
Señor», sino: «¿Acaso soy yo, Señor?» (Mt. 26:22).
3. En respuesta a esta pregunta de los discípulos, Cristo dijo lo necesario para
clarificar la situación: «Uno que moja conmigo en el plato» (v. 20). Por Juan 13:26–30,
vemos que Judas salió tan pronto como tomó el bocado, pero los demás quedaron
seguramente tan estupefactos, que no tuvieron tiempo de reaccionar y percatarse de la
situación. Esto muestra hasta qué punto tan perfecto llevó Judas su hipocresía. Mucho
se ha discutido sobre si Judas participó de la Santa Cena. Lo que acabamos de decir, y
una comparación del lugar citado de Juan con los versículos 18–21 de Marcos, y la
detallada exposición de Lucas 22:14–20, en la que se distingue la Cena Pascual de la
institución de la Cena del Señor propiamente dicha, nos dan a entender que Judas no
participó de ésta. Podríamos pensar que la respuesta de Jesús habría hecho que Judas
enrojeciera de vergüenza, especialmente al oír: «¡Ay de aquel hombre por medio del
cual es traicionado el Hijo del Hombre! Más le valdría a ese hombre no haber nacido»
(v. 21). ¡Terribles palabras! ¿Pensó quizá Judas que con esas palabras, quedaba
justificada su intervención en la muerte de Jesús? «Si está escrito que ha de morir, y Él
mismo ha dicho que así se cumplirían las Escrituras, seguramente Dios no iba a hallar
falta en quien sirviera de instrumento para que todo eso se cumpliera», diría para sí,
obcecado por su avaricia. Sí, es cierto que «fue entregado por el determinado designio y
previo conocimiento de Dios», pero esto no obsta para que su prendimiento y muerte se
llevase a cabo «por manos de inicuos» (Hch. 2:23). De parte de Dios, la muerte de
Cristo fue el único sacrificio agradable de veras, y el medio ineludible de la
reconciliación que el Padre efectuaba con el mundo (v. 2 Co. 5:19); pero de parte de los
hombres, fue el crimen más horrendo de toda la historia de la Humanidad. Quizás en
ningún otro acontecimiento como en éste, se aprecia la conjugación de la soberana
intervención de la gracia de Dios con la tremenda responsabilidad del albedrío del
hombre.
III. Viene a continuación la institución de la Santa Cena.
1. Fue instituida al final de una cena. Cristo aprovechó las sobras del pan y del vino
para instituir esta sagrada ordenanza. No es un «postre» para el cuerpo, sino sólo un
alimento para el alma. Por eso, para celebrarla es suficiente con un poco de lo que entra
en el cuerpo, basta con lo que sirve de señal simbólica.
2. Fue instituida dándonos ejemplo el mismo Señor; seguimos en esto la práctica del
Maestro mismo, porque Él la instituyó para quienes son ya sus discípulos.
3. Fue instituida con bendición y acción de gracias (vv. 22–23). Si los dones de la
providencia ordinaria de Dios han de tomarse así, ¡cuánto más los especiales medios de
gracia!
4. Fue instituida en recuerdo de la muerte del Señor. Por eso partió el pan (v. 22),
para mostrar cómo «Jehová quiso quebrantarlo» (Is. 53:10), y simbolizó en el vino, que
es como la sangre de la uva, «mi sangre del pacto, que es derramada en favor de
muchos» (v. 24). Pedro menciona la «sangre preciosa de Cristo, como de un cordero
sin mancha», como el precio con que «fuimos rescatados» (1 P. 1:18–19). Se dice que
«es derramada por muchos», porque, (A) «sin derramamiento de sangre no hay
remisión de pecados» (He. 9:22); (B) porque «la vida está en la sangre … y la misma
sangre hará expiación de la persona» (Lv. 17:11); (C) porque tenía que «llevar muchos
hijos a la gloria» (He. 2:10). Y, por muchos que sean los que en esa sangre laven sus
ropas (v. Ap. 7:9–14), siempre queda la fuente abierta (v. Ap. 22:17). ¡Cuán consolador
es pensar que la sangre de Cristo fue derramada por muchos! Si por muchos, ¿por qué
no por mí? Si por pecadores, y aun por el primero en la fila de los pecadores (1 Ti.
2:15) ¿qué pecador habrá que no se atreva a entrar en esa fila para alcanzar el perdón?
5. Fue una señal de la aplicación a nosotros de esos beneficios, los cuales fueron
comprados para nosotros por medio de la muerte de Cristo. Por eso, partió el pan para
dárseles (v. 22), y les dijo: «Tomad». Igualmente les dio la copa; «y bebieron de ella
todos» (v. 23).
6. Fue instituida apuntando al banquete con Cristo en el reino futuro, con lo que se
estimula grandemente nuestra esperanza en las dichosas realidades, reservadas para
nosotros en los últimos tiempos, como preludio de la eternidad bienaventurada: «En
verdad os digo que no beberé ya más del fruto de la vid hasta aquel día cuando lo beba
nuevo en el reino de Dios» (v. 25). Aunque la íntima esencia del reino de Dios «no es
comida ni bebida» (Ro. 14:17), no hay por qué descartar la interpretación literal de este
versículo (es opinión personal del traductor).
7. La cena pascual se cerró con «un himno» (v. 26). Este himno era el llamado «gran
Hallel», que comprende los Salmos 115 al 118. Para Jesús, que pronto iba a entrar en Su
agonía de Getsemaní, era como «el canto del cisne». Dice Trenchard: «La lectura
cuidadosa de los salmos de referencia revela cuán apropiados eran a la ocasión de la
víspera de la Pasión, y nos conmueve meditar en lo que serían los pensamientos íntimos
de nuestro amado Salvador al guiar a los Suyos en la entonación de la estrofa: “¡Atad
víctimas con cuerdas a los cuernos del altar!” Pronto después había de dejar que los
malhechores liasen sus manos con cuerdas, y aun sujetar su santo cuerpo con clavos al
madero, pero las cuerdas que le retenían allí no eran aquéllas, sino la fuerza de su amor
hacia nosotros».
IV. Discurso de Cristo a Sus discípulos, cuando regresaban por el camino que lleva
a Betania; iban, a la luz de la luna llena hacia el monte de los Olivos. En las faldas del
monte, en un determinado sitio del olivar, había un lugar llamado Getsemaní (v. 32),
que significa «lugar de la prensa de olivas». La noche en que comieron la primera
Pascua, les fue prohibido a los israelitas salir de sus casas por la noche, para que no les
dañara la espada del ángel exterminador. Pero Jesús, pastor y cordero, salió para ser
herido y se expuso voluntariamente a la acción de la espada. Los israelitas evadieron al
exterminador, pero Cristo lo conquistó.
1. Cristo les anuncia que, en medio de Sus sufrimientos, será abandonado de ellos:
«Todos sufriréis tropiezo» (v. 27). Cristo lo sabía ya antes, y sin embargo los había
admitido a Su mesa. Tampoco nosotros debemos abstenernos de la Mesa del Señor por
temor de recaer en pecado después; por el contrario, cuanto mayor es el peligro, mayor
necesidad tenemos de robustecernos por medio del uso diligente y concienzudo de las
sagradas ordenanzas. Jesús les dice que van a escandalizarse de Él aquella noche (v. Mt.
26:31). Hasta entonces, habían sufrido los tropiezos con Él, pero ahora iban a sufrir
tropiezo en Él: «pues está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas» (v. 27).
El rebaño entero sufre, cuando el pastor es herido. Pero Cristo les anima con la promesa
de reunirlos otra vez y guiarlos como buen pastor: «Pero después de que haya sido
resucitado, iré delante de vosotros a Galilea» (v. 28).
2. Jesús predice a Pedro en particular que aquella misma noche, él (Pedro, el de la
magnífica confesión de Mt. 16:16) le iba a negar (vv. 29–31). Aunque Judas ya no se
encontraba entre ellos Jesús les muestra a todos, y a Pedro en particular, que no tenían
razón alguna para jactarse de su propia suficiencia. Aunque Dios nos guarde de ser
peores de lo que somos, deberíamos avergonzarnos de no ser mejores de lo que somos.
(A) Pedro está totalmente confiado en que él no se portará tan mal como el resto de
los apóstoles (v. 29): «Aunque todos sufran tropiezo, yo no». Da por supuesto que él
solito tendrá suficiente fuerza para aguantar el embate de cualquier tentación y
superarla; para estar firme, aunque nadie se mantenga firme junto a él. Todos estamos
tentados a pensar bien de nosotros mismos y confiar en nuestro propio corazón.
(B) Pero Cristo le dice que él se va a portar peor que todos los demás. Los demás le
abandonarán, pero él le negará y no una sola vez, sino tres. Marcos, el intérprete de
Pedro, da la profecía de Jesús con más detalle que ningún otro evangelista: «En verdad
te digo que hoy, esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, me negarás
tres veces» (v. 30). Más prisa se dará Pedro para negar, que el gallo para cantar.
(C) A pesar de la predicción del Señor, Pedro insiste más todavía: «Aunque tenga
que morir contigo, de ninguna manera te negaré (v. 31). No hay duda de que pensaba
sinceramente. Judas no hizo ninguna declaración como ésta, cuando Jesús le anunció su
traición. Judas pecó con toda premeditación; a Pedro, la tentación le tomó por sorpresa.
Con todo, estuvo muy mal contradecir al Maestro. Si, al menos, hubiera dicho con
temor y temblor: «Señor, dame gracia para que no llegue a negarte», quizás habría
escapado del peligro. Pero todos los que antes preguntaban tímidamente, con una oculta
sospecha de sí mismos: «¿Acaso soy yo?», ahora confiaban excesivamente en sus
propias fuerzas: «Lo mismo decían también todos» (v. 31b). Lejos del temor de
traicionar a Cristo, ya estaban seguros de que no le abandonarían. Pero «el que piensa
estar firme, mire que no caiga» (1 Co. 10:12).
Versículos 32–42
Cristo al entrar en agonía, palabra que significa lucha o conflicto, pues el supremo
conflicto entre la carne y el espíritu de Cristo se libró en Getsemaní, no en el Calvario.
En la Cruz, Sus padecimientos físicos fueron mayores, pero el miedo, el pavor y la
angustia de Getsemaní superaron con mucho al Calvario. En Getsemaní, Cristo hizo Su
gran decisión: «no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieras» (v. 36).
I. Cristo se retira a orar, mientras deja al grueso de Sus discípulos a cierta distancia:
«Sentaos aquí hasta que yo haya orado» (v. 32). Hacía muy poco que había orado con
ellos (Jn. 17), pero ahora, dice Trenchard, «todo cambia y en las sombras del huerto
iluminado por la luz de la Luna pascual, se enfrenta con su HORA y recibe la COPA de
las manos de Su Padre».
II. Pero, incluso hasta ese lugar de retiro, lleva consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan
(v. 33), tres testigos competentes de esta parte de Su humillación. Notemos que
precisamente estos tres se habían jactado más que los demás de su capacidad para sufrir
con Jesús, Pedro, en este mismo capítulo; Jacobo y Juan, en 10:39. Por eso, y no sólo
por ser los del círculo íntimo, Jesús les hace estar cerca de Él para que vean la lucha que
Él mismo va a afrontar, para que se convenzan de que no sabían lo que decían. Es
conveniente que quienes se sienten más confiados en sí mismos, sean los primeros en
ser puestos a prueba, para que mejor se percaten de su necedad y debilidad.
III. Jesús comienza a ser presa de tremenda agitación: «comenzó a sentir pavor» (v.
33), expresión que Mateo no usa, pero que es muy significativa, pues indica algo
parecido al horror de la gran oscuridad que cayó sobre Abraham (Gn. 15:12). Nunca
antes había sufrido Jesús tal emoción; sin embargo, no había en ello ningún desorden,
ninguna irregularidad, porque su naturaleza no estaba corrompida como lo está la
nuestra. Cuando un vaso de agua tiene sedimento de barro, aun cuando parezca clara el
agua mientras el vaso está quieto, luego se enturbia tan pronto como es agitado el
recipiente; pero el agua pura en un vaso limpio, por mucho que se la agite, continúa
clara; esto es lo que pasaba en la mente y en el corazón de Cristo.
IV. Cristo comentó tristemente ante Sus discípulos su estado de ánimo: «Mi alma
está abrumada de una tristeza mortal (lit. rodeada de tristeza, hasta la muerte)» (v. 34).
Quien «por nosotros fue hecho pecado» (2 Co. 5:21), sufrió por nosotros la pesadumbre
del pecado; conocía a fondo la malignidad de los pecados por los que había de sufrir, y
amaba a Dios en el supremo grado en que un corazón creado le puede amar, a la vez que
conocía mejor que nadie el daño que el pecado hace a los hombres a quienes tanto
amaba, se explica que el solo pensamiento de cargar sobre sí «el pecado del mundo»
(Jn. 1:29, con el denso sentido del verbo original) le llenara de horror y consternación.
«Fue hecho maldición por nosotros» (Gá. 3:13): todas las maldiciones de la Ley le
fueron transferidas a Él como a nuestro Representante y Sustituto. Había de gustar la
muerte en lugar, y en provecho, de todos nosotros (He. 2:9), y no sólo la gustó, sino que
bebió hasta las heces la copa mientras paladeaba todas las amarguras que la muerte en
su sentido pleno, lleva consigo. Esta consideración de los sufrimientos de Cristo en Su
agonía debe conducirnos:
1. A amargar nuestros pecados. ¿Podemos nosotros considerar favorablemente, o
ligeramente, el pecado, al ver la impresión que nuestros pecados hicieron en el Señor
Jesús? ¿Se aposentarán cómodamente en nuestro corazón, cuando tan pesadamente
gravitaron sobre el Suyo? Cuando pasó el Señor, el Santo de Dios por tal agonía a causa
de nuestros pecados, ¿no tendremos nosotros ningún pesar por ellos? Si así sufrió Cristo
por el pecado, «haya pues, entre nosotros los mismos sentimientos que hubo también en
Cristo Jesús» (Fil. 2:5); ¡Tengamos la mente de Cristo! (1 Co. 2:16).
2. A endulzar nuestras penas. Si alguna vez nos sentimos abrumados de tristeza,
recordemos que nuestro Maestro fue delante de nosotros, pues «el siervo no es mayor
que su Señor» (Jn. 13:16; 15:20). No tenemos por qué alejar de nosotros todo pesar
cuando Cristo se sometió a él por nosotros; más aún, al someterse a él, le quitó el
aguijón y puso en él tal virtud, que no sólo lo hizo provechoso, sino también dulce. Por
eso, pudo decir el Apóstol Pablo: «me gozo en mis padecimientos» (Col. 1:24).
V. Jesús ordenó a Sus discípulos que permaneciesen con Él: «Permaneced aquí y
velad» (v. 34). A los otros ocho, había dicho únicamente: «Sentaos aquí hasta que yo
haya orado» (v. 32), pero a éstos les pide más, porque espera de ellos más que de los
demás.
VI. Se dirigió al Padre en oración: «Cayó en tierra, y comenzó a orar» (v. 35).
Hacía poco, había «levantado los ojos al cielo» (Jn. 17:1). Pero ahora, se postró en
tierra, y pidió que, «si era posible, pasara de Él aquella hora». Tenemos, al comienzo
de Su oración, la palabra misma que, en el arameo que hablaba corrientemente, dirigió
al Padre: «Abbá», para insinuar el énfasis que, en medio de tales sufrimientos, ponía en
esa Palabra: «Padre». Y añadió: «todo es posible para ti» (v. 36). Debemos creer que
Dios puede hacer todo; incluso, lo que no podemos esperar que haga por nosotros; así
que, cuando nos sometemos a Su voluntad, ha de ser con un reconocimiento explícito de
Su omnipotencia. Más que en ninguna otra virtud, debemos imitar al Señor en esta
disponibilidad con la que se sometió a la voluntad del Padre: «pero no se haga lo que yo
quiero, sino lo que tú quieras» (v. 36).
VII. Luego se fue a los tres discípulos y los halló dormidos, mientras Él había estado
en intensa angustia y ferviente oración (v. 37). Esta falta de vigilancia era un funesto
presagio de otro pecado mayor que iban a cometer al abandonarle. Especialmente, se
dirige a Pedro, que había prometido estar al lado del Maestro con mayor bravura que los
demás: «Simón, ¿estás durmiendo? ¿No tuviste fuerzas para velar por una sola hora?»
No le había pedido Jesús que velara con Él durante toda la noche, sino sólo durante una
hora. El Señor nunca nos impone cargas más pesadas que las que podemos soportar.
¿Hemos tenido que resistir hasta derramar sangre? (He. 12:4). ¿Han pensado los que
nos rodean en apedrearnos, como a David? (1 S. 30:6). Así como «el Señor al que ama,
disciplina» (He. 12:6), y lo reprende y corrige (Ap. 3:19), así también consuela y
conforta a los que reprende; por eso, les dice con toda mansedumbre y comprensión:
«Velad y orad, para que no entréis en tentación; pues el espíritu es animoso, pero la
carne es débil» (v. 38). Malo fue que no velasen con Cristo en Su agonía, pero si no se
despertaban y se ponían en oración, habrían de temer cosas peores. Y así pasó, pues
todos le abandonaron después. Por parte de Cristo, fue como una tierna excusa el
decirles que la carne es débil, aun cuando el espíritu esté animoso, pero esa misma
debilidad de la carne debía espolearlos más (y también a nosotros) a velar y orar para
no caer en la tentación.
VIII. De nuevo repitió Su oración al Padre: «Se fue otra vez y oró, diciendo las
mismas palabras» (v. 39). Y así lo hizo por tercera vez. Esto nos enseña, como el
mismo Jesús había dicho, que era menester «orar siempre, y no desmayar» (Lc. 18:1).
Aunque Dios tarde en responder nuestras oraciones, hemos de renovar nuestras
peticiones. Pablo, cuando se sintió abofeteado por un mensajero de Satanás, rogó al
Señor tres veces, como Cristo lo hizo aquí al Padre, antes de escuchar la respuesta que
le tranquilizó (2 Co. 12:78). Es preciso ir al Señor en oración por segunda y por tercera
vez, porque las visitas de la gracia de Dios, en respuesta a nuestras plegarias, siempre
llegan, antes o después, según Su infinita Sabiduría y Su santa voluntad.
IX. Jesús repitió las visitas a Sus discípulos. Así nos mostró un ejemplo del
continuo cuidado que tiene de los Suyos en la tierra, incluso cuando están dormidos:
«De nuevo vino y los encontró durmiendo» (v. 40). Véase cómo las debilidades de los
discípulos retornan a ellos y se apoderan de ellos, y qué impedimento constituye nuestro
cuerpo para nuestro espíritu. Esta vez, aunque les habló como antes, «no sabían qué
contestarle». Como quien está medio dormido y medio despierto, no sabían a punto fijo
ni dónde se encontraban ni qué decir. Pero a la tercera vez les permitió que durmieran si
querían: «Dormid, pues, y descansad» (v. 41). En Mateo 26:45, esta frase empalma con
la advertencia de que «ya ha llegado la hora». Pero Marcos, más detallista, inserta la
frase: «¡Ya basta!», por la que podemos colegir que pasó algún lapso de tiempo en que
les fue permitido a los discípulos dormir más tranquilamente, hasta que el Señor
percibió el ruido de la comitiva que se acercaba subiendo la cuesta después de cruzar el
arroyo, y les dijo: «¡Ya basta! Ha llegado la hora; mirad, el Hijo del Hombre es
entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos! ¡Vamos! Mirad, el que me entrega
está aquí» (vv. 41b–42).
Versículos 43–52
Arresto del Señor Jesús a manos de los oficiales de los principales sacerdotes. Antes
había sufrido en Su alma; pero ahora comenzaba a sufrir en Su cuerpo.
I. Se acerca una banda de malandrines encargados de prender al Señor: «una
multitud con espadas y palos» (v. 43). A la cabeza de todos ellos venía Judas, «uno de
los doce». No es cosa nueva, entre los que han profesado hipócritamente la fe de Cristo,
el que acaben en una vergonzosa y fatal apostasía.
II. Hombres de tanto rango como los «principales sacerdotes, los escribas y los
ancianos» (v. 43b), que pretendían esperar al Mesías y estar dispuestos a darle la
bienvenida, son los que han alquilado a estos malhechores para que prendiesen al
verdadero Mesías, con el fin de quitarlo de en medio dándole muerte.
III. Judas entregó al Maestro con un beso (v. 45), después de llamarle repetidamente
Rabí. Para quitarle a uno para siempre las ganas de ser llamado Rabí (v. Mt. 23:7), basta
con este saludo lleno de hipocresía y traición, con que Judas entregó al Señor. Ese beso
traicionero era precisamente la consigna que Judas había dado a los que le
acompañaban, para que le reconociesen inmediatamente (v. 44).
IV. «Entonces ellos le echaron las manos y le prendieron» (v. 46). Que este
prendimiento no tuvo nada de fino, sino que es probable que se hiciese con alguna
brutalidad, se explica, además de como represalia por lo de Juan 18:4–9, por la pronta
reacción de Pedro.
V. Pedro, como sabemos por Juan 18:10 fue ese «uno de los que estaban cerca»,
según Marcos (v. 47), y el que «sacó la espada e hirió al siervo del sumo sacerdote
(quien, también según Juan, se llamaba Malco), y le cortó (lit. quitó) la oreja». La razón
por la que Marcos calla los nombres, mientras que Juan los publica, la hemos dado al
explicar 14:3. Habría sido muy peligroso para Pedro que se publicase su nombre antes
de la destrucción de Jerusalén. Aun así es muy probable que su acción temeraria
contribuyera a ser reconocido más fácilmente (v. 67), cuando estaba en el patio del
sumo sacerdote. No cabe duda que su intención era partirle la cabeza pero erró el golpe.
La contestación de Jesús a este acto absurdo y temerario la hallamos en Mateo 26:52–
54. Por aquí vemos cuánto más fácil es luchar por Cristo que dar la vida por Él; pero
los verdaderos soldados de Cristo vencen al enemigo, no quitando la vida a otros (así lo
han hecho, en nombre de la religión, todos los «cruzados»), sino sufriendo penalidades
(v. 2 Ti. 2:3) y dando la propia vida por Cristo y el Evangelio.
VI. Cristo muestra a los que le prenden lo absurdo del procedimiento que usan
contra Él:
1. Se dirige a ellos y les dice primeramente: «¿Como contra un salteador habéis
salido con espadas y palos a prenderme?» (v. 48). Al ser inocente de todo crimen,
como ellos mismos (Jn. 7:46) y sus propios jefes (Jn. 8:46) habían reconocido
tácitamente, y como el buen ladrón (Lc. 23:41) y el propio centurión que mandaba el
pelotón de ejecución (Lc. 23:47) expresaron públicamente, le van a prender como a
bandido criminal.
2. Les dice a continuación que no hay razón para prenderlo en privado y a
escondidas, cuando ha estado enseñando públicamente en el templo (v. 49). No era uno
de los malhechores que odian la luz y no vienen a la luz para que sus obras no sean
redargüidas (Jn. 3:20), sino un buen árbol, como lo mostraban Sus buenas obras y Sus
doctrinas iluminadoras y libertadoras (Jn. 8:32). Venir a prenderle así, de noche y a un
lugar retirado, era una vileza y una cobardía.
3. Pero esto no era todo; venían a Él con espadas y palos como si fuera un sedicioso,
alguien que se levanta en armas contra las autoridades de la nación o del Imperio. No
había razón para tal despliegue de fuerza; pero ellos lo hicieron así, (A) para defenderse
del furor de algunos, puesto que «temían al pueblo» (v. el v. 2); (B) para exponerle a Él
al furor del pueblo, ya que, al venir a Él con aquel aparato bélico, lo presentaban a la
gente como un agitador peligroso y turbulento.
VII. Jesús añade la razón profunda, que ellos no entendían ni querían entender, del
ignominioso tratamiento que ellos le daban, así como de la mansedumbre con que Él
mismo se entregaba a ellos sin resistencia: «pero es así para que se cumplan las
Escrituras» (v. 49b). Véase, por aquí, el respeto que el Señor tenía a la Palabra de Dios;
estaba dispuesto a sufrir cualquier cosa, antes que permitir que no se cumpliese la más
pequeña de las letras de la Biblia Hebrea, o aun la tilde o rayita con que unas letras se
diferencian de otras (v. Mt. 5:18). Veamos también el uso que hemos de hacer del
Antiguo Testamento, pues también allí podemos encontrar a Cristo como tesoro
escondido en el campo.
VIII. En esto, los discípulos de Cristo abandonaron a su Maestro: «Entonces, todos
le abandonaron y huyeron» (v. 50). Habían confiado tanto en que le serían fieles, pero
ni siquiera los buenos saben lo que van a hacer cuando sean puestos a prueba. Para
Jesús, había sido un gran consuelo la compañía de Sus discípulos: «Pero vosotros sois
los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas» (Lc. 22:28). Por eso, era tanto
mayor la tristeza que la presente deserción de todos ellos le ocasionaba, precisamente en
la más grave de las pruebas. ¡Que no tengan por extraño los que sufren por Cristo el que
los demás les abandonen, y si todo el rebaño se retrae del ciervo herido. Cuando Pablo
se hallaba en el peligro extremo, ninguno estuvo a su lado, sino que todos le
desampararon (2 Ti. 4:16).
IX. El ruido turbó la paz del vecindario, como vemos en el episodio que solamente
Marcos narra (vv. 51–52). Se nos habla de «cierto joven que le seguía, cubierto
solamente con una sábana sobre su cuerpo desnudo» (v. 51). No se nos dice si era o no
discípulo de Jesús; tal vez seguía por curiosidad, por ver qué ocurría o qué hacían de
Jesús. Muchos comentaristas piensan que este muchacho era el propio Marcos y que por
eso detalla lo que parecería un incidente sin importancia. Quizá sea lo más prudente
confesar que no sabemos nada acerca de esta persona. El hecho de que Marcos calle su
nombre se debe a la misma razón por la que calla los nombres de quienes todavía vivían
cuando él escribía, para no comprometerlos. Pedro pudo recordar bien el incidente y
referirlo a Marcos. Naturalmente, si fuera cierta la hipótesis de que el muchacho era el
propio Marcos, tendríamos una razón más poderosa para la inserción del episodio
dentro del drama de la Pasión del Señor. En todo caso, este pasaje nos enseña dos
lecciones importantes:
1. La primera es que los discípulos de Cristo escaparon con mucha dificultad de caer
en manos de los que prendieron a Jesús, de las que sólo les libró el cuidado que Jesús
tenía de ellos (Jn. 17:12; 18:8–9).
2. La segunda es que los que siguen a Cristo, no por fe y conciencia pura, sino sólo
por curiosidad, al no comprometerse en serio, fácilmente escapan de las manos de los
hombres, aunque nadie escapará de las manos de Dios (He. 2:3).
Versículos 53–65
En estos versículos, tenemos el proceso de Jesús ante el Sanedrín, cuyo presidente
era Caifás, el sumo sacerdote, el mismo que hacía pocos días había decretado que Jesús
había de morir, fuese o no culpable (Jn. 11:50). Por aquí podemos ver qué imparcialidad
podía caber en el presidente de dicho tribunal.
I. Vemos cómo conducen a Cristo a casa de Caifás, aunque Juan menciona que
primeramente lo llevaron a casa de Anás, el suegro de Caifás (Jn. 18:19). Al atender a
Lucas 3:2, por la influencia que Anás seguía teniendo mientras su yerno era sumo
sacerdote, es probable que ambos habitasen en la misma casa, aunque en distinta
habitación, lo cual basta para explicar el relato de Juan. Sería quizá la medianoche, con
lo que una reunión de esta clase era totalmente ilegal. Allí se habían reunido «todos los
principales sacerdotes, los ancianos y los escribas» (v. 53), a la espera de recibir la
presa que tanto codiciaban.
II. «También Pedro le siguió de lejos» (v. 54). Pero cuando llegó al palacio del
sumo sacerdote, «se sentó con los guardias, calentándose junto a la lumbre». De esta
forma, se metía Pedro en la tentación de la que tan mal parado iba a salir, puesto que ni
la lumbre del sumo sacerdote era el lugar apropiado para él, ni los guardias y criados del
sumo sacerdote eran su adecuada compañía.
III. A continuación, vemos con qué empeño andaba el sanedrín entero buscando,
sin contar en los medios, un testimonio para dar muerte a Jesús (v. 55). Le habían
prendido como a malhechor, pero ahora que le tenían en sus manos, no podían presentar
contra Él ningún cargo; de ahí que sólo conseguían contra Jesús testimonios falsos, y
aun así, «los testimonios no concertaban» (v. 56), lo cual no es de extrañar, porque la
mentira no es de suyo consistente; por eso dice el refrán castellano que «antes se coge a
un mentiroso que a un cojo». El caso es que, según la Ley (Dt. 19:16–17), estaba a
cargo de los sacerdotes castigar a quienes dieran falso testimonio, y ahora ¡los propios
sacerdotes buscaban testigos falsos contra Jesús! ¿Qué podemos hacer, sino clamar:
«Señor, socórrenos», cuando los médicos de un país son los que propagan las
enfermedades, y cuando los guardianes de la paz y de la equidad son los que corrompen
ambas?
IV. Finalmente, se levantaron algunos (dos, según Mt. 26:60–61) que dieron falso
testimonio contra Él tergiversando las palabras que Jesús había pronunciado en Su
primera purificación del templo (v. Jn. 2:19). «Pero ni aun así era idéntico el testimonio
de ellos» (v. 59). Ni coincidían los testigos ni presentaban cargo alguno que fuera
suficiente para condenar a muerte a Jesús.
V. Es entonces, cuando todos los demás recursos habían fracasado, cuando el sumo
sacerdote, decidido a apresurar el proceso y conseguir que Cristo sea condenado a
muerte, interviene personalmente: «Entonces se levantó el sumo sacerdote, y
adelantándose al centro, interrogó a Jesús, diciendo: ¿No respondes nada?» (v. 60).
Dijo esto como si pretendiese hacer justicia en un proceso normal, pero con el
verdadero propósito de tenderle una trampa y poder acusarle. Podemos imaginarnos con
qué aire de orgullo y desdén preguntaría Caifás a Jesús, espoleado por el mismo silencio
del Señor, quien tantas veces había silenciado a sus oponentes. «Pero Él callaba y no
respondía nada» (v. 61), para darnos ejemplo: 1. De paciencia, bajo calumnias y falsas
acusaciones. 2. De prudencia, ya que su respuesta habría significado que se hallaba ante
un proceso normal y ante un tribunal al que debía rendir cuentas de Su actuación.
VI. «Volvió a preguntarle el sumo sacerdote, diciendo: ¿Eres tú el Cristo, el Hijo
del Bendito?» (v. 61b). Por Mateo 26:63, sabemos que Caifás conjuró a Cristo, bajo
invocación del nombre de Dios, a que respondiese, a lo que el Señor no pudo negarse.
Es curioso notar que, al revés que Mateo, quien, al escribir especialmente para judíos,
sustituye por otros sinónimos el nombre sagrado de Dios, es Marcos quien aquí nos da
el sustituto («Bendito») que, sin duda usó Caifás. Jesús respondió: «Yo soy, y veréis al
Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder (he aquí otro vocablo sustituto de
“Dios”) y viniendo en las nubes del cielo». Cuando Pablo se hallaba ante Félix, el
gobernador, y le habló «de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero, Félix se
aterrorizó y dijo: Vete por ahora» (Hch. 24:25). Pero Caifás no se inmutó al oír sobre la
Segunda Venida del Señor con poder y gloria, «para ejecutar juicio» (Jn. 5:27). Tan
ciega estaba su mente, y tan duro su corazón, que lo que habría bastado para suspender
el proceso, sólo sirvió para acelerar la sentencia.
VII. Ante la valiente y sobrecogedora confesión de Cristo, Caifás se rasgó las
vestiduras, no por terror, como Félix, sino con horror, como quien ha escuchado una
blasfemia y ejecuta el gesto prescrito por la Ley; y efectivamente, le acusó de blasfemia
(vv. 62–63). Si cuando Saúl rasgó el manto de Samuel, ello sirvió de señal de que
Jehová había rasgado de Saúl el reino de Israel (v. 1 S. 15:27–28), mucho más el
rasgarse la vestidura de Caifás significaba: 1. Que el sumo sacerdocio le sería quitado
para siempre. 2. Que el velo del templo, por el cual se ocultaba a todos, menos al sumo
sacerdote, la visión del Lugar Santísimo, se había de rasgar a la muerte del Señor, a fin
de que todos tuviéramos acceso libre y confiado al Trono de la gracia y de la
misericordia (He. 4:16).
VIII. Todo el Sanedrín estuvo de acuerdo con Caifás en su veredicto de blasfemia:
«Y todos le condenaron, diciendo que era reo de muerte» (v. 64). Por Lucas 23:51
sabemos que José de Arimatea, miembro del Sanedrín, no consintió en el acuerdo, por
lo que no cabe duda de que no asistió a la reunión de lo contrario se habría encontrado
en una situación muy embarazosa, con el peligro de traicionar sus creencias y negar al
Señor como Pedro. Lo mismo hemos de decir de Nicodemo, aunque éste se había
mostrado ya más audaz (v. Jn. 7:50–52).
IX. A continuación comienzan los abusos físicos que los esbirros del tribunal
comenzaron a realizar contra Jesús (v. 65). El texto da a entender que incluso algunos
de los miembros del Sanedrín, de tal modo se olvidaron de su rango y de la dignidad
que habría de caracterizarles, que ellos mismos acompañaron a los guardias en las
burlas y golpes que se lanzaban contra Jesús. Esta fue su diversión hasta que llegó la
mañana. Si ellos pensaron que no se rebajaban al afrentar así a Cristo, ¿acaso
pensaremos nosotros que nos rebajamos al tributarle todo el honor que se merece?
Versículos 66–72
Marcos narra la historia de las negaciones de Pedro.
I. Recordemos que Pedro comenzó por seguir de lejos a Cristo (v. 54). Quienes
siguen a Cristo de lejos, como quienes se avergüenzan de Él, están ya en camino de
negarle, si se presenta la ocasión.
II. La ocasión se presentó al juntarse con los guardias del sumo sacerdote. Quienes
piensen que es peligroso estar en compañía de los discípulos de Cristo, porque esto
puede llevarles a sufrir por Él, han de hallar, a la larga, mucho más peligroso estar en
compañía de los enemigos de Cristo, porque allí es muy probable que se hallen pecando
contra Él..
III. La tentación llegó cuando alguien le acusó de ser discípulo de Cristo: «También
tú estabas con Jesús el nazareno» (v. 67). Marcos dice que la criada se lo dijo «después
de mirarle fijamente», como quien quiere asegurarse de reconocerle bien antes de
hablar. «Quería—dice Lenski—que todos los presentes supieran que ella estaba al tanto
de algo que los demás ignoraban.» Ante la primera negación de Pedro, y el primer canto
del gallo, viene otra criada (v. Mt. 26:71, aunque la construcción de Mr. 14:69 podría
sugerir que es la misma), también un hombre (Lc. 22:58) y algunos de los que estaban
junto al fuego (Jn. 18:25), le reconocieron igualmente: Éste es de ellos» (v. 69). Pedro
niega ahora «con juramento» (v. 70a, comp. con Mt. 26:72). El pecado de Pedro se
acrecienta en cada negación. Por fin, «los que estaban allí volvieron a decirle a Pedro:
De seguro que tú eres de ellos, pues de cierto eres galileo, y tu manera de hablar es
semejante» (v. 70). Cuanto más hablaba Pedro, más se delataba, pues se notaba más y
más su acento galileo. A veces, la causa de Cristo parece que cae de tal modo del lado
de los perdedores, que todos tienen alguna piedra que lanzar contra los seguidores de
Jesús y del Evangelio. Pero ¡dichosos aquellos a quienes hasta su acento galileo delata
que «han estado con Jesús»! (Hch. 4:13). Cuando pase lo más recio de la tentación y el
Maestro los cubra con Su amorosa mirada de perdón, también ellos comenzarán a llorar
(v. 72) arrepentidos.
IV. El pecado de Pedro fue muy grave: Negó a Cristo delante de los hombres (Mt.
10:33; Lc. 12:9), precisamente cuando más necesario era confesarle. Cristo había
anunciado muchas veces a Sus discípulos que era necesario que padeciese, etc. Pero,
cuando llegó el momento, Pedro se sorprendió y se aterrorizó de ello como si nunca lo
hubiera oído. Cuando todos admiraban a Cristo y le seguían, a Pedro no le costó nada
reconocerle como a Mesías e Hijo de Dios; pero ahora que le veía abandonado,
despreciado y escarnecido, se avergonzaba de Él y no quería admitir ninguna conexión
con Él.
V. Pero también su arrepentimiento fue rápido. Repitió tres veces su negación, y la
tercera fue la peor de todas, pues la acompañó con maldiciones y juramentos (v. 71). ¡El
pescador de Galilea no había olvidado su abominable léxico de «lobo de mar»! Pero
cuando el gallo cantó por segunda vez (v. 72), justamente después de la negación, Pedro
no pudo menos de recordar la predicción del Maestro. «Y, al darse cuenta, comenzó a
llorar.» A esto se añadió la tierna mirada de Jesús (Lc. 22:61), al ser llevado desde las
habitaciones superiores a la planta baja. Aunque Mateo y Lucas dicen: «lloró
amargamente», este «comenzó a llorar» de Marcos es todavía más expresivo, puesto
que indica una acción que iba a continuar por mucho tiempo. La leyenda (¿o tradición?)
dice que, todas las mañanas, al canto del gallo, Pedro no podía reprimir las lágrimas
hasta tal punto, que se le formaron en las mejillas dos surcos, cómo el álveo de un
arroyo, formado por un constante aluvión. Ya que todos, alguna vez, hemos negado al
Señor de alguna manera, imitemos a Pedro también en este llanto, digno de un corazón
amoroso y sinceramente arrepentido.
CAPÍTULO 15
6

6Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1243
En este capítulo se nos refiere la continuación del proceso del Señor, así como su
crucifixión y sepelio.
Versículos 1–14
I. De nuevo tenemos aquí al Sanedrín reunido para poner por obra la decisión que
habían tomado unas horas antes. No les importó acortar el descanso de la noche, con tal
de llevar a cabo cuanto antes la criminal determinación de dar muerte a Jesús. La
diligencia infatigable que los hijos de las tinieblas muestran para hacer el mal, debería
avergonzar nuestra pereza y poco entusiasmo para hacer el bien.
II. «Después de atar a Jesús, se lo llevaron y lo entregaron a Pilato» (v. 1). Cristo
fue atado y, al serlo, rompió nuestras ataduras de pecado y nos capacitó, como a Pablo y
Silas, para cantar incluso cuando nos hallemos físicamente atados e impedidos para
hacer por Él cualquier otra buena obra. ¡No olvidemos al que así fue atado por nosotros!
Atado se lo llevaron por las calles de Jerusalén, exponiéndolo así al desprecio y
vituperio de la gente. Traicionaron voluntariamente al que era la corona de Israel (Is.
28:5; 62:3), ante aquellos que soportaban el yugo de Israel (Hch. 15:10).
III. «Y Pilato le interrogó: ¿Eres tú el rey de los judíos?»: «Sí, respondió Cristo, así
es, como tú dices» (v. 2). Cristo confesó así que era «Rey», precisamente cuando iba a
morir; así lo reconoció el buen ladrón (Lc. 23:42), y así apareció inscrito en el título que
figuraba sobre la Cruz, «y estaba escrito en hebreo, en griego y en latín» (Jn. 19:20). Es
cierto que Jesús explicó: «Mi reino no es de este mundo … no es de aquí» (Jn. 18:36);
es decir, no tiene aquí sus raíces, ni se ejerce como los reinos de este mundo. Deducir de
aquí, como hacen muchos expositores, que el futuro Reino milenario es una pura
invención de exegetas con prejuicios o con mala información, es ir demasiado lejos a la
vista de tan copioso cúmulo de profecías. Hechos 1:6–7 es suficiente para hacernos
sumamente cautelosos a este respecto.
IV. «Y los principales sacerdotes le acusaban de muchas cosas» (v. 3). Por Lucas
23:2, sabemos que las acusaciones eran principalmente tres: que era un sedicioso, que
prohibía dar tributo al César y que se declaraba rey. De las dos primeras, no hizo caso
Pilato, «porque sabía que por envidia le habían entregado» (v. 10; Mt. 27:18). Pero la
tercera atrajo su curiosidad, sea porque atañía directamente al poder imperial (y un
descuido en esto podía costarle caro a Pilato), sea por la misma atmósfera que se había
creado en torno al Hijo de David (Jn. 12:13). Vemos:
1. Cómo se cumple el adagio latino de que «la corrupción de lo mejor resulta en lo
peor»; los malos sacerdotes son aquí los peores hombres de la nación.
2. Cuando estos duros y rudos sacerdotes acosan a Jesús con preguntas, Él no
responde nada. Tampoco respondió a Pilato cuando éste le pidió que clarificara su
situación (vv. 4–5). Pero respondió clara y directamente a las preguntas del gobernador
cuando las respuestas daban testimonio de la verdad (Jn. 18:37). Es cierto que Pilato
mostró su escepticismo, típico de la clase alta romana, en cuanto a la verdad, o a lo que
era verdad en este asunto pero, aun en medio de su cobardía, su actitud no fue tan
culpable como la de Caifás (v. Jn. 19:11).
V. Vemos después la propuesta que Pilato hizo a los judíos (vv. 6–10), cuando éstos
le pidieron «lo que solía hacerles» (v. 8). Pilato, como hemos dicho, se percató de que
no era algún crimen, sino la bondad de Cristo precisamente, lo que excitaba la envidia
de los principales sacerdotes (v. 10), y al pensar que el pueblo sería más cuerdo y menos
envidioso que los jefes religiosos, se dirigió a la multitud, diciendo: ¿Queréis que os
suelte al Rey de los judíos?» (v. 9). ¡Cuándo se iba a imaginar el gobernador que se le
iba a pedir que soltase a un sedicioso y asesino como Barrabás! No le cabría ninguna
duda de que, en la competición por el favor anual, Cristo sobrepasaría con mucho en
votos a su rival.
VI. Ante el asombro de Pilato, la multitud soliviantada por los principales
sacerdotes pidió «que les soltase en cambio a Barrabás» (v. 11). ¡En cambió! ¡Dejar
libre a un criminal asesino en cambio del inocente sanador de los hombres! Y sorpresa
sobre sorpresa, cuando Pilato vuelve a preguntar: «¿Qué haré, pues, con el que llamáis
Rey de los judíos?» (v. 12), ellos responden a grito pelado: «¡Crucifícale!» (vv. 13, 14),
sin atender al llamamiento de Pilato a que declaren «qué mal ha hecho» (v. 14). Los
principales sacerdotes, en su astucia satánica, inventaron dos argucias para inclinar a
Pilato a condenar a muerte a Jesús:
1. Hacerle convencerse de que Cristo era culpable ya que tan unánime era contra Él
el veredicto del pueblo. «Seguramente—llegaría a pensar Pilato—tiene que ser una mala
persona, cuando todo el mundo está contra Él.» Siempre ha sido un artificio ordinario
de Satanás el persuadir a la gente de que Cristo y la religión son algo que va contra el
bienestar personal o contra los intereses de la comunidad. Esto pasa por juzgar de las
personas y de las cosas por lo que de ellas dicen los hombres, en vez de juzgarlas por
sus frutos.
2. Inducirle a condenar a Cristo, a fin de agradar al pueblo; o, mejor dicho, por
miedo a desagradar al pueblo. Aunque su juicio no era tan débil como para hacerle ver
que Cristo fuese culpable, su voluntad era lo bastante perversa como para dejarse llevar
de la cobardía (v. Ap. 21:8) y condenar a Cristo, a pesar de saber que era inocente. El
mismo Señor que murió en sacrificio por muchos fue sacrificado a manos de muchos.
Versículos 15–21
I. Pilato, para complacer a la perversidad de los jefes judíos «resolviendo dar
satisfacción a la multitud, les soltó a Barrabás y entregó a Jesús, después de azotarle,
para que fuera crucificado» (v. 15). Le había azotado por ver si con esto se aplacaba la
furia de la multitud (Lc. 23:16), para soltarle después del castigo pero al ver que no
ganaba nada con eso, se dejó acobardar gradualmente hasta firmar contra Cristo la
sentencia de crucifixión. Más de mil años antes, David había profetizado que sería
crucificado (Sal. 22:16) y, al ser el «Cordero de Dios», destinado al sacrificio (Is. 53:7;
Hch. 8:32) en la Pascua (1 Co. 5.7), no se le podía quebrar ningún hueso (Éx. 12:46;
Nm. 9:12; Jn. 19:39). Es éste un maravilloso ejemplo de la inspiración de las Escrituras,
pues los romanos, sin saber nada de la profecía del Salmo, hacía muy pocos años que
habían retirado a los judíos la facultad de ejecutar la pena de muerte, la cual era por
apedreamiento, con lo cual se le habrían roto huesos a Cristo, pero no habría derramado
Su sangre como lo hizo en la Cruz. Así que la crucifixión de Cristo fue:
1. Un sacrificio sangriento porque «sin derramamiento de sangre no hay remisión
de pecados» (He. 9:22). Si la sangre tiene que hacer expiación (Lv. 17:11), Cristo había
de dar Su vida por nosotros y, por tanto, derramar Su sangre.
2. Una muerte muy dolorosa. Los escritores de aquella época hablan de la
crucifixión como de la muerte más horrible que un hombre podía sufrir. Cristo murió
sintiéndose morir entre tormentos indecibles, y salió así al encuentro de la muerte en su
aspecto más aterrador, a fin de vencerla en el centro mismo de su feudo.
3. Una muerte ignominiosa: la muerte propia de esclavos y de los más viles
malhechores; cruz y vergüenza iban de la mano. Cristo hizo expiación por nuestros
pecados sometiéndose al vilipendio más grande y a la mayor ignominia. Pero faltaba lo
peor de todo:
4. Una muerte maldita; así era descrita por la Ley (Dt. 21:23) y, por eso, leemos que
«Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición por
nosotros, porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero» (Gá.
3:13). Así es como nosotros hemos podido alcanzar la bendición de Abraham, al ser
gentiles.
II. Para satisfacer el humor burlón de los soldados romanos Pilato entregó a Cristo al
arbitrio de ellos, y los soldados «convocan a la cohorte entera» (v. 16), cuyo número
oscilaba entre los 600 y los 1.000 hombres, para burlarse de Jesús, lo cual hicieron
ignominiosamente, tratando al Salvador como a un «rey de farsa», porque:
1. ¿No llevan los reyes mantos de púrpura o escarlata? Pues también a Él «le visten
de púrpura» (v. 17a).
2. ¿No llevan los reyes corona? «Después de trenzar una corona de espinas, se la
ciñen» (v. 17b). Una corona de paja o de ramas habría bastado para la burla, pero ¡no!
tenía que ser también punzante. Así Él llevó la corona de espinas que nosotros
merecíamos, pues por el pecado surgieron los espinos (Gn. 3:18), a fin de que nosotros
pudiéramos llevar «la corona incorruptible de gloria» (1 P. 5:4), que Él mereció.
3. ¿No son aclamados por sus súbditos los reyes? También ellos aclamaron a Jesús
con el grito de «¡Salve, rey de los judíos!» (v. 18), que equivale al de «¡Viva el rey!».
4. ¿No llevan los reyes cetro en su mano? Pues también ellos colocaron «una caña»
por cetro en las manos de Jesús (v. 19, comp. con Mt. 27:29), y con la misma caña «le
golpeaban en la cabeza», con lo que las espinas le punzarían todavía más. Quienes
desprecian la autoridad del Salvador es como si le pusieran en las manos una caña por
cetro; más aún, como si le hirieran con la caña.
5. Cuando los súbditos juran lealtad a sus reyes, les besan la mano (Sal. 2:12, trad.
lit.); pero a Jesús «le escupían» (v. 19).
6. A los reyes se les rinde homenaje doblando las rodillas. También esto se lo
hicieron a Jesús en son de burla (v. 19). Igualmente, «se prosternaban ante Él» para
reírse de Él y provocar la risa de los demás soldados. Así se burlaron de Él, pero no
cuando llevaba «sus propios vestidos» (v. 20), sino vestidos ajenos, para darnos a
entender que no sufría por Sus propios pecados, sino por los nuestros; el crimen era
nuestro; la vergüenza, suya. Quienes doblan la rodilla ante Cristo, pero no inclinan ante
Él el corazón, le hacen la misma afrenta que aquellos soldados le hicieron.
III. A la hora señalada, «le conducen fuera para crucificarle» (v. 20b). Cuando le
llevaban al lugar de la ejecución, obligaron a Simón de Cirene, que pasaba por allí
viniendo del campo a que llevara la cruz de Jesús (v. 21). Dice Lenski: «Indudablemente
tenemos razón al pensar que Jesús desfalleció bajo el peso de su carga y se debilitó a tal
grado que aun sus ejecutores, los soldados, vieron que ni los puntapiés, ni los golpes, ni
las maldiciones, podían obligarle a seguir adelante». El hecho de que Marcos mencione
a sus hijos, muestra que éstos eran conocidos de los primeros cristianos. Quizá toda la
familia llegó un día a convertirse a Cristo. La cruz era algo muy pesado de llevar, pero a
este hombre le cupo el honor de llevarla por unos minutos, cuando menos se lo pensaba
(y es seguro que no le gustaría la imposición), y el honor adicional de ser mencionado
por su nombre y su patria chica en los tres Evangelios Sinópticos. Como dijo Jesús de
María de Betania, también de este Simón podemos decir que «dondequiera que se
predique el Evangelio, también se dirá esto en recuerdo de él».
Versículos 22–32
Llegamos aquí a la crucifixión del Señor. Y vemos:
I. El lugar en que fue crucificado: era llamado «Gólgota, que traducido significa:
Lugar de la Calavera» (v. 22). No cabe duda de que se llamaba así por tener la forma de
un cráneo, y es muy probable que se trate de una colina redondeada, que termina fuera
de las murallas en el norte de una cadena de cerros, entre los que se hallaba el templo.
Una cosa es cierta: Al estar fuera de la ciudad (Jn. 19:20; He. 13:12), no pudo ser el
lugar donde se halla ahora la «Iglesia del Santo Sepulcro», ya que ésta se encuentra al
norte del monte Sion y dentro de los muros de la ciudad. El nombre de la colina no
puede significar que era un lugar de calaveras, puesto que ello habría hecho que el lugar
fuese ceremonialmente inmundo.
II. El tiempo en que se llevó a cabo la crucifixión: «Era la hora tercera cuando le
crucificaron» (v. 25); es decir, entre las nueve y las doce de la mañana.
III. Otras vilezas que cometieron contra Jesús, cuando le crucificaron:
1. «Le daban vino mezclado con mirra», como era costumbre de dar a los
condenados a muerte, para aliviarles la agonía, ya que esta pócima actuaba como
estupefaciente. Jesús la probó, porque era amarga, «pero Él no la tomó» (v. 23), porque
quería morir con el pleno uso de sus sentidos y facultades.
2. «Se reparten sus vestiduras, echando suertes sobre ellas para ver lo que cada
cual habría de llevarse» (v. 24). Las ropas de los ajusticiados eran como la propina que
se daba a los verdugos encargados de la ejecución. Juan especifica que «hicieron cuatro
partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica la cual era sin costura» y
echaron suertes sobre ella, para que se cumpliese lo del Salmo 22:18 (Jn. 19:24–25).
3. «Y estaba puesta encima la inscripción de la causa de su condena: EL REY DE
LOS JUDÍOS» (v. 26). Es éste uno de los detalles en que mejor se ve cómo los relatos
de los cuatro Evangelistas se complementan mutuamente, como puede verse en el
siguiente cuadro:
Mateo: ÉSTE ES JESÚS, REY DE LOS JUDÍOS.
Marcos: EL REY DE LOS JUDÍOS.
Lucas: ÉSTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS.
Juan: JESÚS NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS.
TOTAL: ÉSTE ES JESÚS NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS.
Lo curioso es que, en este título, no se alega ningún cargo para sentenciarle, sino
que se reconoce explícitamente la soberanía y la realeza de Cristo. Tanto es así que Juan
(19:20–21) nos refiere que los principales sacerdotes, al leer el título, protestaron ante
Pilato a fin de que lo corrigiera en el sentido de que Él (Jesús) decía ser rey de los
judíos, pero no lo era. A lo que Pilato replicó: «Lo que he escrito, he escrito»; es decir,
«escrito tiene que quedar». Muchos comentaristas han visto en estas palabras de Pilato
un remanente de valentía, después de tantas humillaciones de parte de los judíos, y
como compensación a la cobardía por la que había firmado la sentencia de muerte de
Jesús. Por cierto, es de notar, como puede verse en el cuadro anterior, que los cuatro
Evangelistas registran la frase «REY DE LOS JUDÍOS». Pilato no se dio cuenta del
alcance de lo que había escrito, como Caifás tampoco se había dado cuenta de la frase
proferida unos días antes: «nos conviene que un solo hombre muera por el pueblo» (Jn.
11:50–52), pero la soberana providencia de Dios hizo así que se proclamase,
precisamente desde el patíbulo de la cruz, que Jesús es el rey de Israel, «y su reino no
tendrá fin» (Lc. 1:33). Oigamos lo que dice el Espíritu Santo, primordialmente a los
reyes amotinados contra Jehová y contra su Ungido, pero también a todos nosotros:
«Besad al Hijo, para que no se enoje, y perezcáis en el camino; pues se inflama de
pronto su ira («¡la ira del Cordero!», Ap. 6:16). Bienaventurados todos los que en Él se
refugian» (Sal. 2:12, trad. lit.).
4. «Y con Él crucifican a dos salteadores uno a su derecha y otro a su izquierda»
(v. 27), y a Jesús en medio de ellos, como enfatiza Juan (19:18). Mientras vivió en este
mundo, solía estar en compañía de pecadores para hacerles bien; ahora, en Su muerte,
«fue contado con los pecadores» (Is. 53:12), porque «Cristo Jesús vino al mundo (y
salió de él por la muerte) para salvar a los pecadores» (1 Ti. 1:15). Marcos toma buena
nota de que, en esto, se cumplió la profecía de Isaías.
5. Los espectadores, en lugar de condolerse de la ignominia con que trataban a
Jesús, añadían insultos infames contra Él:
(A) Incluso «los que pasaban por allí le injuriaban» (v. 29). Movían la cabeza con
gesto de burla; ante el desvalimiento completo que veían en Jesús, repetían la acusación
de los falsos testigos («¡Ah! Tú que destruyes el templo …»; v. 29) y le decían en son de
mofa: «sálvate a ti mismo bajando de la cruz» (v. 30). Al consultar los relatos de los
cuatro Evangelistas, nos percatamos de que, de los cinco grupos de personas que
aparecen dirigiéndose a Jesús cuando Él estaba en la cruz, únicamente el buen ladrón no
le pidió que se salvara a sí mismo, sino que se acordara de él. Este ladrón fue el único
que vio claro y no le pidió a Cristo un imposible, sino un recuerdo que Cristo
recompensó con la más preciosa promesa.
(B) Incluso «los principales sacerdotes («tomados de entre los hombres … a favor
de los hombres … pudiendo sentir compasión»; He. 5:1–2), burlándose entre ellos con
los escribas, decían: A otros salvó; a si mismo no puede salvarse» (v. 31). ¡Gran verdad
dentro de tal sarcasmo! Si Cristo se hubiese salvado a Sí mismo de la muerte, bajando
milagrosamente de la Cruz, todos nosotros «estaríamos aún en nuestros pecados» (1
Co. 15:17), pues no se habría hecho expiación por ellos (He. 9:22). Querían ver para
creer; pero si hubieran creído antes, como debían y podían, habrían visto ahora lo que
no podían ver.
(C) Incluso «los que habían sido crucificados con Él, le insultaban» (v. 32b) Esta
«pluralidad» queda confirmada por Mateo 26:44. Por tanto, a la vista de Lucas 23:39 y
siguientes, hemos de concluir que el «buen» ladrón comenzó insultando también a
Jesús, pero, al percatarse de la actitud del Señor y tocado por la gracia y la operación del
Espíritu Santo, terminó confesando sus pecados y la inocencia absoluta de Jesús.
Versículos 33–41
Llegamos ya al relato de la muerte de Jesús.
I. Llegado el mediodía, «hubo oscuridad sobre toda la tierra» (v. 33) hasta las tres
de la tarde. Precisamente cuando el sol se hallaba en su cenit, y en luna llena, cuando es
físicamente imposible un eclipse de sol, se extendió la oscuridad sobre toda la región,
no necesariamente sobre todo el orbe; en este sentido ha de interpretarse la frase de
Lucas 23:45 «el sol se oscureció». Los judíos habían demandado a Jesús una señal del
cielo (8:11) ¡Ahora la tenían! Pero de tal naturaleza, que, en lugar de abrirles los ojos,
era un indicio de la ceguera de ellos (v. Jn. 9:39–41). Era también señal de la oscuridad
que se cernía sobre el futuro próximo de la nación. Lo que era para la paz de ellos
estaba ahora oculto a sus ojos (Lc. 19:42). Estaban bajo el poder de las tinieblas, y
estaban llevando a cabo las obras de las tinieblas.
II. A las tres de la tarde, en la hora precisa de la oración principal del día, y del
sacrificio vespertino, «gritó Jesús con fuerte voz: Eloí, Eloí, ¿lamá sabactani? Que,
traducido, es: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿a qué fin me desamparaste?» (v. 34. Trad. lit.).
Marcos usa la forma aramea (Eloí, Eloí), en vez del hebreo Elí, Elí de Mateo 27:46, y
conserva el resto arameo. En la traducción griega que aporta, usa el mismo verbo y
tiempo de Mateo (enkatélipes = dejaste sujeto y encerrado). Aparte de ser una cita
del Salmo 22:1 nunca se considera demasiado la tremenda profundidad de este grito de
Jesús, por el que se explica que, mientras tantos mártires cristianos han muerto llenos de
gozo, «el autor de nuestra salvación» (He. 2:10) fue quebrantado por nosotros de tal
manera, que llegó a sentir el desamparo del Padre y ver rota la comunión espiritual
mientras se mantenía irrompible, por contraste, la unión hipostática, lo que hacía más
insufrible aquel tremendo y singular desamparo. No nos resistimos a copiar las bellas
frases de Lenski a este respecto: «Debemos notar la diferencia entre el Getsemaní y el
Gólgota. En el huerto de Getsemaní, Jesús tiene un Dios que le oye y le fortalece; en la
cruz, este Dios parece haberle vuelto la espalda completamente. Durante estas tres
negras horas Jesús fue hecho pecado por nosotros (2 Co. 5:21), fue hecho maldición por
nosotros (Gá. 3:13), y así Dios le volvió completamente la espalda. En Getsemaní, Jesús
luchó consigo mismo y llegó a la decisión de hacer la voluntad del Padre; en la cruz,
luchó con Dios y sencillamente soportó. Él clama a Dios con su fortaleza moribunda y
ya no ve en Él al Padre, porque un muro de separación se ha levantado entre el Padre y
el Hijo, a saber el pecado del mundo y la maldición que ahora pesa sobre el Hijo. Jesús
tiene sed de Dios, pero Dios se ha alejado. No es el Hijo quien ha dejado al Padre, sino
el Padre al Hijo. El Hijo clama al Padre, y el Padre no le responde». La oscuridad
significaba la densa tiniebla en que la mente de Jesús se había encontrado durante las
tres horas previas. Notemos que fue precisamente al cesar la oscuridad, cuando Jesús
profirió su grito alusivo al pasado («¿… me desamparaste?»), pues, mientras se hallaba
bajo lo más tremendo del desamparo, el pavor le impedía incluso pedir auxilio. Se le
negó la luz del sol para indicar que se le negaba la luz del rostro de Dios. El dolor fue
tan grande que, no habiéndose quejado de ninguna otra cosa, ni siquiera del abandono
de sus discípulos, estaba completamente a oscuras en cuanto al objeto, al motivo
(«¿para qué …?, dice el original, no: ¿por qué? lo cual sonaría más bien a rebelión).
Estos síntomas de la ira de Dios eran como el fuego del cielo, enviado otras veces para
consumir los sacrificios, es el fuego que debía haber caído sobre nosotros los pecadores
(v. He. 12:29), si no hubiera sido aplacado Dios por la muerte de Cristo; por eso cayó
sobre Cristo, ya que Él fue sacrificado por nuestros pecados (1 Co. 5:7 He. 10:12).
Cuando Pablo estaba para ser sacrificado en servicio de los santos, pudo gozar y
regocijarse (Fil. 2:17), pero una cosa es ser sacrificado por el servicio de los santos, y
otra muy diferente ser sacrificado por el pecado de los pecadores.
III. El grito mismo de angustia de Cristo sirvió también de burla a los que estaban
allí: «Mira, está llamando a Elías (v. 35). Dice Broadus: «Los circunstantes parecen
haberse divertido con el pensamiento de que este pretendido Mesías, ahora, en un apuro
irremediable, estaba pidiendo al predicho precursor del Mesías (Mal. 4:5) que viniese en
su ayuda». Y, mientras uno de los que estaban allí empapó una esponja en vinagre y le
dio a beber (v. 36 después que Jesús dijo: «Tengo sed», v. Jn. 19:29), el mismo que le
había dado la bebida (¿por compasión o por mayor escarnio?) añadió burlonamente:
«Dejad, veamos si viene Elías a descolgarle» como dando a entender: «y si no viene,
estará claro que también Elías le ha desamparado».
IV. «Tras emitir, de nuevo, un gran grito, Jesús expiró» (v. 37). Ahora estaba
encomendando su espíritu al Padre (v. Lc. 23:46). Con este grito, que Mateo (27:50) y
Lucas (23:46) registran, demostró Jesús que no moría por mero debilitamiento de sus
fuerzas, sino porque ponía voluntariamente la vida (Jn. 10:18). Lo mismo da a entender
Juan (19:30b), como veremos en su lugar. No cabe ninguna duda de que Cristo murió
realmente, como explícitamente refieren los cuatro Evangelios; además, cuando el
soldado le abrió el costado con la lanza, salió el suero («agua») separado de la «sangre»
(Jn. 19:34). W. Hendriksen cita el testimonio de uno de los más eminentes médicos de
Estados Unidos, el doctor Stuart Bergsma, quien apoyándose, no sólo en la ciencia
médica, sino también en Salmos 69:20 «El escarnio ha quebrantado mi corazón», dicho
del Mesías, arguye que, si el versículo siguiente se cumplió literalmente, no hay razón
para negar el cumplimiento literal del anterior; por lo que opina que Cristo murió de
rotura del corazón. Esto explicaría mejor dos cosas: (a) el grito anterior a la muerte,
registrado por los evangelistas; (b) el asombro de Pilato ante una muerte que se le
antojaba «prematura» (v. 44).
V. Justamente al tiempo en que Cristo murió en el Calvario, «el velo del templo se
rasgó en dos de arriba abajo» (v. 38) ¡Qué terror se apoderaría de los sacerdotes que,
en aquel momento, estaban oficiando en el templo! ¡Ver abierto el Lugar Santísimo, en
el que sólo el sumo sacerdote, una vez al año, podía entrar! Se rasgó de arriba abajo, lo
que dio a entender: (a) que no era rasgado por mano de hombres, sino por Dios mismo,
«de arriba abajo»; (b) que, con la muerte expiatoria de Jesús, quedaba abierto el acceso
libre al Lugar Santísimo (He. 4:15–16); (c) que el sacerdocio levítico tocaba a su fin y,
con él, toda la ley ceremonial.
VI. El centurión que mandaba el destacamento de soldados y había supervisado la
ejecución de la sentencia, quedó convicto y confeso de que Jesús era el «Hijo de Dios»
(v. 39) Pero ¿qué motivos tenía para decir eso? 1. Tenía motivo para decir que Jesús
había sufrido injustamente. Había muerto por confesar que era el Hijo de Dios; así que,
si había sufrido injustamente entonces era verdad que Jesús era el Hijo de Dios. 2. Al
ver «que había expirado de esa manera», tenía razón para pensar que Jesús era
predilecto del Cielo, puesto que el Cielo le tributó tal honor cuando moría.
«Seguramente—pensó el centurión—que éste debe ser persona divina, altamente
estimado de Dios.» Aun en lo más profundo de sus padecimientos y de su humillación,
nuestro Señor Jesucristo era el Hijo de Dios, y así fue declarado serlo «con poder» (Ro.
1:4).
VII. Había allí algunos de sus amigos especialmente unas buenas mujeres, que le
habían servido y seguido, y le estaban observando de lejos (vv. 40–41), porque los
soldados y los mismos jefes del Sanedrín no dejarían acercarse a nadie que pretendiese
dar a Jesús el menor alivio. Pero, por Juan 19:25, sabemos que, posteriormente, se
permitió que estuviesen «de pie junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su
madre María mujer de Cleofás, María Magdalena y (vv. 26–27) el discípulo a quien Él
[Jesús] amaba)». María Magdalena estaba muy agradecida al Maestro, pues a Él le
debía toda su paz y su bienestar, ya que «de ella había arrojado siete demonios» (16:9).
También estaba allí «María la madre de Jacobo el menor y de José»; por la alusión de
Juan, vemos que esta María era la esposa de Cleofás o Alfeo y hermana de la madre de
Jesús. Se nombra también a Salomé, evidentemente la misma que «la madre de los hijos
de Zebedeo» (Mt. 27:56), de donde deducimos que el padre había muerto. Todas estas
mujeres le habían seguido desde Galilea (aunque sólo los varones estaban obligados a
asistir a la fiesta de Pascua), con lo que probaban bien el afecto que tenían al Maestro.
Ver en la cruz a quien esperaban ver en el trono hubo de ser para ellas una gran
desilusión, pero no causa de desafecto. Quienes siguen a Cristo de cerca, no deben
esperar grandes cosas de este mundo por seguirle (v. Jn. 15:18–21; 16:33), para no
quedar decepcionados.
Versículos 42–47
Ahora llegamos ya al funeral del Señor Jesús. Veamos:
I. Cómo fue requerido el cuerpo de Jesús. El cadáver quedaba a merced de los
soldados, quienes habrían arrastrado su cadáver junto con los de los dos malhechores
ejecutados con Él, para echarlo en la misma fosa pero había de cumplirse la profecía de
Isaías 53:9: «Y se dispuso con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su
muerte».
1. Cuándo pidieron el cuerpo de Jesús: «ya al atardecer, como era el día de la
Preparación, es decir, la víspera del sábado» (v. 42). No harían falta más pruebas para
demostrar que Cristo murió en la tarde del viernes. Los judíos eran más estrictos en la
observancia del sábado que en la de cualquier otra fiesta, y, por eso, aun cuando este día
era también «fiesta» («día de la Preparación»), la celebraban como «víspera del
sábado». Esto nos enseña a los cristianos que el día antes del domingo, en que nos
reunimos para culto y comunión, deberíamos ya prepararnos especialmente para una
gozosa y provechosa celebración del día siguiente; más aún, la semana entera debería
dividirse entre el fruto sacado del domingo anterior y la preparación concienzuda del
domingo posterior.
2. Quién pidió el cuerpo de Jesús: «José de Arimatea, miembro respetable del
Sanedrín» (v. 43), persona de gran dignidad y distinción; pero más respetable todavía,
porque «también él estaba aguardando el reino de Dios». Quienes aguardan el reino de
Dios y esperan participar de los privilegios que el reino comporta, deben mostrar su
interés siendo valientes para defender la causa del Rey. Dios escogió a este hombre para
este servicio singular al Señor, cuando ninguno de los apóstoles pudo, o se atrevió a
hacerlo. José de Arimatea lo hizo «armándose de valor», con una bravura de la que
antes había carecido (v. Jn. 19:38). El verbo griego indica que se esforzó para atreverse.
3. La sorpresa de Pilato al oír que Jesús ya había muerto (v. 44). El gobernador
quería asegurarse de que el ajusticiado había muerto, pues habían pasado ocho horas
escasas desde la ejecución, y la muerte tardaba ordinariamente mucho más en llegar; a
veces, tres o cuatro días. Por eso quiso informarse del centurión para ver si era verdad
(v. 45). El centurión podía informarle bien, pues él estaba presente cuando Jesús expiró
(vv. 37–39). Hubo en ello una providencia especial de Dios, para que nadie se atreviese
a decir que lo habían sepultado vivo, o que José hizo que lo descolgaran vivo para tratar
de reanimarle y que llegara a sospecharse que la resurrección de Cristo había sido una
impostura. Así es como la verdad de Cristo adquiere confirmación, a veces, hasta de
parte de sus propios enemigos.
II. Cómo fue sepultado el cuerpo de Jesús. Pilato dio permiso a José para que se
llevase el cadáver y hacer con él lo que le pareciera mejor. Vemos a continuación que:
1. José «compró una pieza nueva de lino» para envolver el cadáver, cuando
pensaríamos que un lienzo viejo habría sido suficiente para tal menester. Pero el respeto
al Maestro sugirió a José envolverlo en un lienzo nuevo, así como iba a sepultarlo en un
sepulcro también nuevo.
2. «Descolgó», pues, el cadáver, y «lo envolvió en el lienzo» (v. 46), como quien
envuelve un tesoro de grandísimo valor. Por Juan 19:39–40, sabemos que, en esta tarea,
como en la de embalsamarle, le ayudó «Nicodemo», el cual recordaría quizá lo que el
Señor le había dicho: «Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así también
tiene gue ser levantado el Hijo del Hombre» (Jn. 3:14).
3. José «lo colocó en un sepulcro que había sido excavado en la roca» (v. 46); era
una tumba privada, perteneciente al propio José. Abraham sólo poseyó una tumba en la
tierra de Canaán, pero Cristo no tuvo ni siquiera tumba propia, pues nació, vivió y
murió de prestado. Este sepulcro fue excavado en la roca, para recordarnos que Cristo
murió para hacer que el sepulcro fuese para los creyentes un lugar, no de espanto, sino
de refugio y resguardo para los santos.
4. «Hizo rodar una piedra frente a la entrada del sepulcro» (v. 46b), pues así es
como los judíos cerraban la entrada de los sepulcros. Esto se hacía para evitar que
entraran los ladrones o los animales de rapiña.
5. «Y María Magdalena, y María la de José observaban dónde quedaba puesto» (v.
47). Estas buenas mujeres asistían al funeral, para ver dónde dejaban el cadáver del
Señor y poder venir, pasado el sábado, a ungir el cuerpo, ya que ahora no disponían del
tiempo necesario para ello. Cuando nuestro gran Mediador fue sepultado, hubo gran
interés en observar y tomar nota de su sepultura, porque había de resucitar. Y el
cuidado que se tuvo en envolver y ungir Su cuerpo nos habla del cuidado e interés que
Él tuvo con respecto a su cuerpo que es la Iglesia. Nuestras consideraciones acerca del
sepelio de Cristo nos deben llevar a la consideración de nuestro propio sepelio y hacer
que la tumba nos resulte familiar, para que ese último lecho en la oscuridad de la muerte
nos resulte cómodo y placentero, pues los creyentes tenemos el dominio de todo,
incluso de la muerte (1 Co. 3:22).
CAPÍTULO 16
Llegamos en este último capítulo del Evangelio de Marcos a una breve narración de
la resurrección y ascensión del Señor. Un ángel es el encargado de notificar la
resurrección a las mujeres que venían al sepulcro para ungir su cadáver. Tras su
aparición a la Magdalena, a los dos discípulos que iban a Emaús y a los once, se nos
refiere su ascensión a los cielos.
Versículos 1–8
Nunca hubo un día de reposo como éste, desde que fue instituido el sábado; durante
todo este sábado, reposó en el sepulcro el cuerpo del Señor. Para Él fue un sábado de
descanso, pero un sábado silencioso; para sus discípulos fue un sábado de melancolía
pasado en lágrimas y temores. Bien, este sábado ya pasó, y el primer día de la semana es
el primer día de un nuevo orden de cosas.
I. La afectuosa visita que las buenas mujeres hicieron al sepulcro donde se hallaba el
cuerpo del Señor. «Pasado el sábado … muy de madrugada, el primer día de la
semana, llegan al sepulcro cuando había salido el sol» (vv. 1–2). Habían comprado
«especias aromáticas para ir a ungirle» (v. 1), pues querían que, sobre el cadáver de
Jesús, no sólo cayese el rocío de sus lágrimas, sino también el perfume de sus aromas
(v. 1). «También Nicodemo … vino trayendo un compuesto de mirra y áloe, como cien
libras» (Jn. 19:39). Pero estas buenas mujeres pensaron que eso no era bastante; por eso
trajeron especias aromáticas para ungirle. El respeto que otros muestran al nombre y a la
causa de Cristo, lejos de suscitar en nosotros los celos, debe suscitar en nosotros una
santa emulación.
II. La preocupación que estas buenas mujeres tenían acerca de la piedra del
sepulcro, conscientes de que ellas no la podrían mover, pues era extremadamente
pesada: «era grande en demasía» (v. 4). De ahí que se preguntasen por el camino:
«¿Quién nos hará rodar la piedra de la entrada del sepulcro?» (v. 3). Había otra
dificultad mayor, en la que ellas parecen no haber pensado: la guardia de soldados
encargada de vigilar el sepulcro, los cuales si ellas hubieran llegado antes de que ellos
quedaran atemorizados por la resurrección del Señor, habrían sido ellos quienes les
hubieran infundido temor a ellas. Pero el mucho amor que tenían al Señor las llevó al
sepulcro, y cuando ellas llegaron allá, ambas dificultades habían desaparecido: los
soldados se habían marchado, y, «alzando los ojos, observan que la piedra ha sido ya
rodada de nuevo para atrás» (v. 4a. Trad. lit.). Quienes buscan diligentemente a Cristo,
se percatarán de que las dificultades que se cruzan en su camino se desvanecen de un
modo sorprendente, y que una mano invisible les ayuda más allá de lo que esperaban.
III. La seguridad que el ángel les dio de que el Señor había resucitado de entre los
muertos y le había dejado a él allí, para que comunicase, las alegres nuevas a todos los
que se llegasen a preguntar por Él.
1. Entraron en el sepulcro (v. 5), y vieron que el cuerpo del Señor no estaba allí. El
que, mediante su muerte, pagó nuestra deuda, en su resurrección abolió nuestra carta de
pago (Ro. 4:25; Col. 2:14), y todo el asunto en discusión quedó zanjado por la
incontestable evidencia de que Él era el Hijo de Dios.
2. «Vieron a un joven sentado en el lado derecho» del sepulcro (v. 5). El ángel se
apareció en semejanza de hombre joven, porque los ángeles no envejecen. Estaba
«vestido con una túnica blanca», una túnica que le llegaba hasta los pies. Al verlo, en
lugar de quedar animadas y gozosas, «quedaron atónitas de espanto». Un
acontecimiento sobrenatural, como en Isaías 6:1 y ss., siempre produce espanto, aun en
las personas más santas. Dice Trenchard: «Tal es la debilidad de la naturaleza humana,
que a menudo nos quedamos asustados ante la misma acción libertadora por la cual el
Omnipotente contesta nuestras oraciones y satisface nuestros anhelos».
3. El ángel acalla los temores de ellas, asegurándolas de que no hay motivo para el
espanto, sino para el gozo triunfal: «Dejad de asustaros» (v. 6); no tenéis ningún
motivo para espantaros, pues:
(A) «Estáis buscando a Jesús nazareno» y, porque le buscáis con amor, en lugar de
quedar confundidas, deberíais estar consoladas. Sí, es cierto que Él es el crucificado,
pero también es el resucitado (v. Ap. 1:18; 5:6). La crucifixión es cosa del pasado y,
aunque siempre ha de estar ante nuestra vista, para recordar el precio que fue pagado
para nuestro rescate (1 Co. 11:23–26), nunca ha de abrumarnos hasta el punto de que
nos incapacite para gozar del triunfo de su resurrección. Fue crucificado pero es
glorificado.
(B) «No está aquí; mirad el lugar donde le pusieron» (v. 6b). Después de entrar en
la gloria, nunca puso un velo que cubriera el recuerdo de sus padecimientos. Podemos
considerar el lugar donde reposó su cadáver: ya no está allí; no lo robaron, ni los
amigos ni los enemigos; simplemente: «ha resucitado». Así que, «han de ser para
vosotras buenas noticias el que, en lugar de tener que ungir a un muerto, podáis
regocijaros de saber que está vivo».
4. El ángel les ordena a continuación que se den prisa a comunicar a los discípulos
la noticia. Así estas mujeres fueron hechas «apóstoles», es decir, enviadas a los
apóstoles mismos, lo cual fue una recompensa al amor que mostraron al Señor, tanto
junto a la Cruz como hasta el sepulcro y en el sepulcro. Las primeras en llegar fueron
las primeras en ser servidas, pues ningún apóstol se atrevió a llegarse al sepulcro de
Jesús antes que ellas unas débiles mujeres que, ni aun uniendo sus fuerzas, podían
remover la piedra que cerraba el sepulcro.
(A) «Id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos» (Mt.
28:7). Ellos estaban atemorizados y en horas de gran desmayo, pues su querido Maestro
estaba muerto, y con Él habían quedado sepultadas en la tumba todas sus esperanzas y
todos sus gozos. «Id pronto—dice el ángel—, decidles que ha resucitado, para que no
caigan en la desesperación.» Vemos cómo Cristo no se avergüenza de sus discípulos, ni
siquiera cuando ellos se avergüenzan de Él. Aunque son estas mujeres las que se han
atrevido a ir al sepulcro y no ellos, Jesús no lo tiene en cuenta y quiere que vayan
rápidamente a notificar su resurrección a los apóstoles. Si nuestros corazones están
correctamente dirigidos hacia Él, no va Él a ser puntilloso en señalar todo lo que es
impropio en nuestra conducta.
(B) Deben decírselo, sobre todo, «a Pedro». Marcos, que escribía con la
información suministrada por Pedro, es el único que registra este detalle. «Decídselo a
Pedro, porque, (a) será una noticia muy buena para él, más que para ningún otro, pues él
está apenado por su pecado; (b) además, él estará temeroso de que el gozo de tan buena
noticia no le pertenezca a él.» Si el ángel hubiera dicho escuetamente: «Id, decidlo a sus
discípulos», el pobre Pedro habría quizá suspirado, diciendo para sí: «Dudo si puedo
contarme entre ellos, pues yo le negué y, por tanto, merezco que Él también me niegue a
mí». Para salir al paso de estos justificados temores, el ángel especifica: «y a Pedro»,
como si dijese: «Id a Pedro, y decidle que está invitado, igual que los otros, a verme en
Galilea». Así como la visión de Cristo es una gran bendición para un creyente
arrepentido, así también un creyente verdaderamente arrepentido será siempre invitado
a una especial visión del Señor, porque hay gran gozo en los cielos cuando «un pecador
se arrepiente» (Lc. 15:7, 10).
(C) Deben decir a los discípulos, Pedro incluido, que «Va delante de ellos a Galilea;
allí le verán, como Él dijo» (v. 7). Lo había dicho antes de padecer (Mt. 26:32), y ahora
lo iba a cumplir. Todas las reuniones de Cristo con los suyos es Él quien las fija; y a Él
nunca se le olvidan: ni la cita, ni el tiempo ni el lugar; más aún, Él siempre se adelanta
en llegar: «Va delante de vosotros».
IV. El informe que las mujeres llevaron a los discípulos: «Ellas salieron y huyeron
del sepulcro, pues las apresaba un gran temblor y espanto» (v. 8. Trad. lit.). En el
camino, Jesús les salió al encuentro y renovó el mandato que les había dado el ángel (v.
Mt. 28:9–10). «Y no dijeron nada a nadie»; no quiere decir que fueran infieles a la
comisión que se les había encargado, sino que no decían nada a nadie por el camino,
para ir más presto a cumplir con el mandato. Por los otros evangelistas sabemos que
María de Magdala fue la primera en reaccionar del miedo que tenían (v. 8b) y se había
apresurado a llevar las noticias a Pedro y a Juan.
Versículos 9–13
Breve referencia de dos apariciones de Jesús. (Es de alguna importancia advertir a
los lectores que todo lo que sigue, desde el versículo 9 hasta el final de este Evangelio,
está muy diversamente atestiguado por los MSS existentes y, por consiguiente, no tiene
una autoridad tan clara como todo lo que precede. Esto ha de notarse, especialmente,
con respecto a los versículos 17–20, sobre los que muchos creyentes mal informados se
confunden y crean confusión. Nota del traductor.)
I. «Se apareció primero a María Magdalena» (v. 9). Por Juan 20:14, sabemos que
fue en el huerto donde estaba el propio sepulcro, ya vacío, del Señor (v. Jn. 19:41). «De
la que había arrojado siete demonios.» Ella le amaba mucho, por cuanto era mucho lo
que el Señor había hecho por ella (comp. con Lc. 7:47). Y Jesús le hizo este gran honor
de ser la primera persona que vio a Cristo después de su resurrección (el silencio de 1
Co. 15:5 y ss. se explica por la sencilla razón de que, en aquel tiempo, las mujeres no
eran tenidas por «testigos competentes»). Cuanto más íntima sea nuestra comunión con
el Señor, antes le veremos a Él, y más veremos de Él.
7

1. «Ella fue a anunciarlo a los que habían estado con Él, que estaban de duelo y
llorando» (v. 10). Esto evidenciaba el amor que tenían al Maestro. Pero después que su
duelo y su llanto habían durado dos noches y un día, vino el consuelo, como el mismo
Señor les había anunciado: «Os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón» (Jn. 16:22).
Ninguna noticia mejor pudo ser llevada a los apóstoles llorosos que la noticia de la
resurrección de su Maestro.
2. «Ellos, al oír que está vivo y que ella lo ha visto, no lo creyeron» (v. 11). Esta
previa incredulidad de los discípulos es uno de los argumentos más formidables a favor
de la resurrección del Señor, es precisamente esta «incredulidad» la que incrementa
nuestra «fe». No nos hallamos aquí ante un grupo de personas propensas a la sugestión
o a la alucinación personal o colectiva, sino todo lo contrario: Los Evangelios, los
cuatro Evangelios, nos han dejado el informe incontestable de que los discípulos de
Jesús no sólo no esperaban la resurrección del Crucificado, sino que ni siquiera la
creyeron, después de sucedida. Contra esta muralla todos los argumentos de los
incrédulos y de los teólogos liberales quedan triturados y barridos por el viento.
II. «Después de esto, fue manifestado bajo diferente forma a dos de ellos que iban
camino hacia la campiña» (v. 12). Los detalles de este encuentro se hallan en Lucas
24:13 y ss. «Bajo diferente forma» no puede significar únicamente que la «forma» de su
cuerpo resucitado era diferente de la anterior a su muerte (v. 1 Co. 15:42–44) pues
entonces el inciso en cuestión debería estar en el versículo 9, sino que el Señor, para
acomodarse a las condiciones de los discípulos (v. Lc. 24:16) ocultaba su verdadera
7Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224
TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1250
identidad bajo formas diferentes, manifestándose claramente cuando lo creía
conveniente (comp. con Jn. 20:15).
1. Estos dos testigos «fueron y lo comunicaron a los demás» (v. 13); es decir, dieron
testimonio de la resurrección de Jesús. Satisfechos con el encuentro estaban deseosos de
que los demás discípulos compartiesen la satisfacción de ellos y por eso corrieron a
darles la noticia; con ella, quedarían consolados y confortados como ellos lo habían sido
por el Señor (v. 2 Co. 1:3–4).
2. Pero no pudieron convencerles: «Tampoco a éstos les creyeron» (v. 13b). Como
ya hemos insinuado, hubo una providencia especial de Dios en que las pruebas de la
resurrección de Cristo fueran dadas gradualmente, y admitidas así cautelosamente. Así
tenemos motivo para creer tanto más aprisa, cuanto ellos creyeron más despacio. Si
todos se lo hubieran tragado enseguida, habrían sido tenidos por demasiado crédulos, y
su testimonio habría perdido contundencia, pero su previa incredulidad muestra que sólo
una perfecta convicción les indujo a creer.
Versículos 14–18
I. Vemos la convicción que Cristo dio a sus apóstoles de su propia resurrección:
«Fue manifestado a los once, estando ellos reclinados a la mesa» (v. 14. Trad. lit.). Se
apareció a ellos cuando estaban juntos y comiendo lo cual le dio a Él una oportunidad
para comer y beber con ellos, y darles así plena satisfacción (v. Lc. 24:41–43; Hch.
10:41). «Y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón.» Las pruebas de la
verdad del Evangelio son tantas y tan evidentes, que bien merecen un fuerte reproche
los que no las reciben a causa de su incredulidad debida a su dureza de corazón, es
decir, a su falta de sensibilidad y a su estupidez. Aun cuando ellos mismos no le habían
visto, les acusa de «no haber creído a los que le habían visto después de haber
resucitado» (v. 14b). En el día del juicio, nadie podrá excusarse y decir: «Yo no le vi
resucitado», puesto que debió haber creído el testimonio de quienes le vieron resucitado,
y lo pusieron después por escrito bajo la inspiración de Dios.
II. Vemos luego la comisión que les dio: «Id por todo el mundo y proclamad el
Evangelio a toda criatura» (v. 15). Aquí vemos:
1. A quiénes había de ser predicado el Evangelio. Hasta ahora, el anuncio del reino
había sido proclamado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel», y a los discípulos se
les había prohibido ir «por el camino de los gentiles» y aun entrar en alguna «ciudad de
los samaritanos», pero ahora se les autoriza a «ir por todo el mundo y proclamar el
evangelio a toda criatura», tanto a gentiles como a judíos; a toda criatura humana que
sea capaz de recibirlo. Estos once discípulos no pudieron proclamarlo a todo el mundo,
mucho menos, a toda criatura; pero ellos y los demás discípulos y los que habían de ser
añadidos después a ellos (v. Hch. 2:41, 47), se habían de dispersar: «Pero los que
fueron esparcidos iban por todas partes anunciando las Buenas Nuevas de la palabra»
(Hch. 8:4). La tarea primordial de sus vidas ha de ser llevar a todo el mundo esas
Buenas Nuevas con toda fidelidad y cuidado, no como una diversión o un
entretenimiento, sino como el mensaje más solemne de Dios a los hombres y como el
medio que Dios ha programado para hacer verdaderamente felices a los hombres,
incluso en medio de las mayores aflicciones.
2. Cuál es el compendio del Evangelio que han de proclamar: Poner delante de todos
como hizo Dios con Israel por medio de Moisés, «la vida y el bién, la muerte y el mal»
(Dt. 30:15): «El que crea y sea bautizado, será salvo; pero el que no crea, será
condenado» (v. 16). En otras palabras:
(A) Que, si creen el Evangelio y se hacen discípulos de Cristo; si renuncian al
diablo, al mundo y a la carne y se dedican a Cristo, serán salvos de la culpa y del poder
del pecado; el pecado ya no reinará sobre ellos ni los arruinará. Cristiano es el que ha
sido salvo por medio de Cristo. El bautismo será la señal que expresará la identificación
con el Señor (v. Ro. 6:3 y ss.). Hay quienes, al no entender la sintaxis del Nuevo
Testamento han confundido el bautismo de agua con el medio de la salvación (v.
también Hch. 2:38, junto al arrepentimiento). Dice muy bien Broadus: «Era una cosa
natural que el que creyera fuera bautizado, como reconocida confesión pública de Cristo
y símbolo de lealdad a Él. En todos los casos descritos en los Hechos y en las Epístolas,
esto se hizo inmediatamente al creer. Está, por tanto, naturalmente asociado aquí con el
creer, como su manifestación propia y esperada. Pero la salvación al ser espiritual, está,
estrictamente hablando, condicionada sobre el acto espiritual de creer (compárese la
enseñanza de Pablo), y no sobre el acto ceremonial que manifiesta la creencia. Un
creyente que rehusara cumplir con el acto ceremonial tan expresamente ordenado,
estaría desobedeciendo gravemente al Señor».
(B) Que, «si no creen, serán condenados», por la sentencia misma de la palabra que
se les predicó (v. Jn. 12:48). El desprecio al Evangelio se añade aquí al quebrantamiento
de un mandato. Nótese que en la segunda parte del versículo no se añade «y no sea
bautizado», para distinguir así la necesidad de la fe (necesidad de medio) de la
necesidad del bautismo (necesidad de precepto). Así que este evangelio que es buenas
noticias para los que se salvan, sigue siendo buenas noticias para todos, en el sentido de
que nos asegura de que solamente la incredulidad puede llevar a la condenación, ya que
es un pecado contra el mismo remedio fijado «en exclusiva» para salvar.
3. Cuál es el poder con que fueron investidos ellos y, en su esencia, todos cuantos
proclamen fielmente y crean sinceramente el Evangelio de Jesucristo: «Y estas señales
acompañarán a los que crean»: Harán maravillas en el nombre de Cristo (v. 17), el
mismo nombre en el que han sido bautizados, en virtud del poder recibido de Él, y
alcanzado en cada caso mediante la oración. Son mencionadas algunas señales en
particular:
(A) «Expulsarán demonios»; este poder era, en los tiempos apostólicos más común
que ningún otro.
(B) «Hablarán en nuevas lenguas», lenguas que nunca habían estudiado ni
aprendido; esto era, a la vez, un milagro para confirmar la verdad del Evangelio, y un
medio para proclamar el Evangelio entre las naciones que no habían oído nada de Él.
(C) «Tomarán serpientes en sus manos» (v. 18). Esto se cumplió en el apóstol
Pablo, que no fue herido por la víbora que «se le prendió en la mano» (Hch. 28:3),
hecho que fue reconocido por los nativos de Malta como un prodigio extraordinario.
(D) «Si beben algo mortífero, no les hará ningún daño», como había prometido el
Señor en Lucas 10:19.
(E) «Impondrán las manos sobre los enfermos y sanarán». No solamente serán ellos
preservados de recibir algún daño, sino que serán capacitados para hacer el bien a otros.
Muchos ancianos de la Iglesia primitiva tenían este poder, como se colige por Santiago
5:14, donde se habla de «ancianos de la iglesia que oran sobre el enfermo, ungiéndole
con aceite en el nombre del Señor» ¡Con qué seguridad de no fracasar pueden ir a
cumplir su comisión, teniendo tales credenciales que poder presentar!
Pero aparte de la advertencia hecha al comienzo del comentario sobre el versículo 9
del presente capítulo, bueno será leer lo que escribe sobre los versículos 17 y 18 el
profesor Trenchard: «Antes de formarse el canon del Nuevo Testamento y conocerse
ampliamente los hechos de la Vida y la Muerte del Señor, los mensajeros que
anunciaban el Evangelio necesitaban “credenciales” cuando se presentaban ante los
judíos y los paganos, anunciándoles la salvación en Cristo, y así el Señor les concedía
que hiciesen milagros o “señales” que testificaban del poder de Dios que obraba por
ellos para la bendición de los humildes. Los milagros, durante el ministerio de los
apóstoles, se manifestaban en ciertas épocas, cuando así lo requería el momento, pero
nunca se hacían normales, pues en tal caso cesarían de llamar la atención al poder de
Dios que se manifestaba. Es evidente por el estudio de los Hechos y de las Epístolas,
que Dios no interviene siempre de forma milagrosa para salvar a los Suyos de las
dificultades y de las enfermedades, pues aun el apóstol Pablo tenía que sufrir el “aguijón
en la carne”, ya que era necesario para la disciplina de su vida espiritual. Pudo, sin
embargo, sacudir la serpiente venenosa en la isla de Malta, porque así se abrió la puerta
al Evangelio entre los habitantes de aquella tierra». Y no olvidemos que tenía que ir a
Roma, para ser presentado ante el Emperador.
Versículos 19–20
I. Vemos, finalmente, cómo Cristo fue recibido, después de hablar estas cosas,
«arriba en el cielo» (v. 19. V. También Lc. 24:51; Hch. 1:2, 9, 11), «y se sentó a la
diestra de Dios» (comp. con He. 1:3; 10:12). Ahora es glorificado con la gloria que tuvo
junto al Padre antes que el mundo existiese (Jn. 17:5).
II. Cristo fue tambien recibido en este mundo inferior, puesto que aquí tenemos:
1. A los apóstoles trabajando diligentemente por Él: «Y ellos saliendo, predicaron
(lit. proclamaron) en todas partes» (v. 20), a los de cerca y a los de lejos. Aun cuando
la doctrina que predicaban iba directamente contra el espíritu y el genio del siglo, aun
cuando desde entonces se ha encontrado con abundante oposición, los apóstoles, sin
embargo, y todos los fieles predicadores después, ni se atemorizaron ni se
avergonzaron (v. Ro. 1:16).
2. A Dios colaborando eficazmente con ellos, a fin de que tuviesen fruto en sus
labores, y confirmando la palabra por medio de las señales que la acompañaban (v.
20b) Esto lo hacía, y lo hace, Dios el Padre, en nombre del Hijo, mediante la operación
del Espíritu Santo, tanto mediante los milagros que se llevaban a cabo en los cuerpos de
las personas, como por la influencia decisiva en las mentes de los oyentes. Las
verdaderas señales, frutos al mismo tiempo de la acción del Evangelio eran: la
regeneración de los pecadores arrepentidos, la destrucción de la idolatría, la conversión
de los malvados y el consuelo de los santos; estas señales siempre acompañan por todas
partes a la predicación del Evangelio.
Algunos MSS terminan este Evangelio con un «Amén», como si Marcos nos
exhortara a rubricar con ese «Amén» una ferviente oración a nuestro Padre que está en
los cielos, para que, mediante la predicación del Evangelio en honor de Cristo y en bien
de la humanidad, su nombre sea santificado, venga su reino y se cumpla en todo el
Universo su santísima voluntad.
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8Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1254

9Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1236

10Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1224
11

11Henry, Matthew ; Lacueva, Francisco: Comentario Bı́blico De Matthew Henry. 08224


TERRASSA (Barcelona) : Editorial CLIE, 1999, S. 1221

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