Oscar Varsavsky
Oscar Varsavsky
Comenzaremos analizando la actitud ante la ciencia que prevalece entre los científicos argentinos.
En pocos campos es nuestra dependencia cultural más notable que en éste, y menos percibida. Eso ocurre en buena parte porque
el prestigio de la Ciencia –sobre todo de la ciencia física, máximo exponente de este sistema social- es tan aplastante, que parece
herejía tratar de analizarla en su conjunto con espíritu crítico, dudar de su carácter universal, absoluto y objetivo, pretender juzgar
a las tendencias actuales, sus criterios de valoración, su capacidad para ayudarnos a nosotros, en este país, a salir de nuestro
‘subdesarrollo’.
Se toleran, sí –con sonrisas de superioridad comprensiva- las inofensivas críticas contra la bomba atómica, o el ‘despilfarro’ de
dinero en viajes espaciales, o las añoranzas de un supuesto pasado feliz precientífico: son cosa de fósiles.
Pero los científicos del mundo no dudan de su institución: ellos están mucho más unidos que los proletarios o los empresarios;
forman un grupo social homogéneo y casi monolítico, con estrictos rituales de ingreso y de ascenso, y una lealtad completa –como
en el ejército o la iglesia- pero basada en una fuerza más poderosa que la militar o la religiosa: la verdad, la razón.
Este grupo es realmente internacional; atraviesa cortinas de cualquier material (por ahora el bambú sigue siendo algo
impermeable), pero acepta incondicionalmente el liderazgo del hemisferio Norte: los Estados Unidos, Europa, la URSS. Allí es
donde se decide –o mejor dicho se sanciona, porque no hay decisiones muy explícitas- cuáles son los temas de mayor interés, los
métodos más prometedores, las orientaciones generales más convenientes para cada ciencia, y allí se evalúa en última instancia
la obra de cada científico, culminando con premios Nobel y otros reconocimientos menos aparatosos pero igualmente efectivos
para otorgar ‘status’. Allí está la élite de poder del grupo.
Este liderazgo es aceptado por dos motivos contundentes: allí se creó y desarrolló la ciencia más exitosa, y el grupo no constituye
una casta cerrada ya que cualquier estudiante puede aspirar a fama científica. La ciencia del Norte es la que creó las
precondiciones tecnológicas para una sociedad opulenta, la que obligó a los militares a pedir ayuda y tiene a la religión a la
defensiva. Y por si fuera poco, es la que generó las ideas, conceptos y teorías que son obras cumbres de la humanidad, capaces
de producir emociones tan profundas como la revelación mística, el goce estético o el uso del poder, para decirlo de la manera
más modesta posible.
Los medios de difusión de nuestra sociedad ensalzan estas virtudes de la Ciencia a su manera, destacando su infalibilidad, su
universalidad, presentando a las ciencias físicas como arquetipo y a los investigadores siempre separados del mundo por las
paredes de sus laboratorios, como si la única manera de estudiar el mundo científicamente fuera por pedacitos y en condiciones
controladas, ‘in vitro’.
Su historia se nos presenta como un desarrollo unilineal, sin alternativas deseables ni posibles, con etapas que se dieron en un
orden natural y espontáneo y desembocaron forzosamente en la ciencia actual, heredera indiscutible de todo lo hecho, cuya
evolución futura es impredecible pero seguramente grandiosa, con tal que nadie interfiera con su motor fundamental: la libertad de
investigación (esto último dicho en tono muy solemne).
Es natural, pues, que todo aspirante a científico mire con reverencia a esa Meca del Norte, crea que cualquier dirección que allí se
indique es progresista y única, acuda a sus templos a perfeccionarse, y una vez recibido su espaldarazo mantenga a su regreso –
si regresa- un vínculo más fuerte con ella que con su medio social. Elige alguno de los temas allí en boga y cree que eso es
libertad de investigación, como algunos creen que poder elegir entre media docena de diarios es libertad de prensa.
¿Qué puede tener esto de objetable? Es un tipo de dependencia cultural que la mayoría acepta con orgullo, creyendo incluso que
así está por encima de ‘mezquinos nacionalismos’ y que además a la larga eso beneficia al país. Ni siquiera tiene sentido, se dice,
plantear la independencia con respecto a algo que tiene validez universal; más fácil es que los católicos renieguen de Roma.
¿Puede haber diferentes tipos de Ciencia? Es indudable que sí. Basta una diferente asignación de recursos –humanos,
financieros y de prestigio- para que las ramas de la ciencia se desarrollen con diferente velocidad y sus influencias mutuas
empiecen a cambiar de sentido. Eso da una Ciencia diferente.
El predominio de las ciencias naturales sobre las sociales es una característica histórica de nuestra sociedad, pero no es una ley
de la naturaleza: pudimos haber tenido una Ciencia de otro tipo.
Pero hemos llenado de elogios a la Ciencia que tenemos. Su prestigio es tan grande que seguramente está bien como está. ¿Qué
necesidad hay de otro tipo de Ciencia cuando esta ha tenido tantos éxitos?
Y sin embargo –observación trivial que ha perdido fuerza por demasiado repetidamente sus éxitos no figura la supresión de la
injusticia, la irracionalidad y demás lacras del sistema social. En particular no ha suprimido sino aumentado el peligro de suicidio
de la especie por guerra total, explosión demográfica o, en el mejor de los casos, cristalización en un ‘mundo feliz' estilo Huxley.
Esta observación autoriza a cualquiera a intentar la crítica global de nuestra Ciencia. Algo debe andar mal en ella.
La clásica respuesta es que esos no son problemas científicos: la ciencia da instrumentos neutros, y son las fuerzas políticas
quienes deben usarlos justicieramente.
Si no lo hacen, no es culpa de la ciencia. Esta respuesta es falsa: la ciencia actual no crea toda clase de instrumentos, sino sólo
aquellos que el sistema le estimula a crear.
Para bienestar individual de algunos o muchos, heladeras y corazones artificiales, y para asegurar el orden, o sea la permanencia
del sistema, propaganda, la readaptación del individuo alienado o del grupo disconforme. No se ha ocupado tanto, en cambio, de
crear instrumentos para eliminar esos problemas de fondo del sistema: métodos de educación, de participación, de distribución,
que sean tan eficientes, prácticos y atrayentes como un automóvil.
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¿Cómo se hace una reforma agraria eficientemente? (…) Es un problema que requiere un análisis científico en profundidad, con
integración de muchas ciencias particulares. Los pocos estudios que se hacen son una gota de agua frente al mar necesario y,
peor aún, su espíritu es el de la sociología norteamericana: descripción, correlaciones y alguna que otra recomendación inocua.
Sirven para presentar informes ante las fundaciones y gobiernos que la pagan. Nunca van al fondo del problema, a decir
claramente qué hay que hacer; muchas veces para no lesionar intereses poderosos, pero sobre todo porque no pueden hacerlo; la
ciencia actual no tiene una teoría capaz de resolver ese problema concreto e importantísimo. No sólo Bolivia y Venezuela
procedieron empíricamente; también Cuba y China improvisaron, y lo que sucedió en la URSS es historia trágica. Lo curioso es
que estos países creen haber actuado científicamente, porque crearon instituciones de planificación agraria y contrataron
economistas, agrónomos y sociólogos egresados de las mejores universidades. Pero es que allí no les enseñaron a enfrentar en
serio ese problema. (El problema del hambre mundial).
Se hacen estudios de todos los temas imaginables, pero la intensidad no está distribuida como le interesaría al nuevo sistema,
sino al actual. Basta comparar el esfuerzo intelectual que se dedica a mejorar la enseñanza primaria con el que se dedica al
análisis de mercados y la propaganda comercial, para comprender que no sólo hace falta una revolución política sino una
científica, y que es poco eficiente esperar la primera para iniciar la segunda; hasta ahora ésta no parece haber comenzado en
ningún país del mundo.
Esta distribución del esfuerzo científico está determinada por las necesidades del sistema. La sociedad actual, dirigida por el
hemisferio Norte, tiene un estilo propio que hoy se está llamando ‘consumismo’. Confiesa tener como meta un ‘bienestar’ definido
por la posibilidad de que una parte cada vez más grande de la población consuma muchos bienes y servicios siempre novedosos
y variados. (…).
Al mismo tiempo está obligada a imponer gustos, costumbres y valores homogéneos a toda su clientela potencial: la humanidad;
cosa no tan bien vista ni siquiera por sus defensores. Dijo De Gaulle: “A partir del momento en que todos los hombres leen lo
mismo en los mismos diarios; ven desde un rincón a otro las mismas películas; oyen simultáneamente las mismas informaciones,
las mismas sugestiones e idéntica música a través de la radio, la personalidad última de cada uno, el propio ser, la libre elección,
dejan de contar absolutamente. Se produce una especie de mecanización general en la que, sin un notable esfuerzo de
salvaguardia, el individuo no puede impedir su destrucción”. (Discurso en la Universidad de Oxford).
Para hacer esto posible es necesaria una altísima productividad industrial, con rápida obsolescencia de equipos por la continua
aparición de otros nuevos y por la continua aparición de nuevos productos. Esto requiere una tecnología física muy sofisticada,
que a su vez se basa en el desarrollo rápido de un cierto tipo de ciencia, que tiene como ejemplo y líder a la Física.
Se perfeccionan entonces ciertos métodos: estandarización, normas precisas, control de calidad, eficiencia y racionalización de las
operaciones, estimación de riesgos y ganancias, que a su vez implican entronizar los métodos cuantitativos, la medición, la
estadística, la experimentación en condiciones muy controladas, los problemas bien definidos, la súper-especialización, métodos
que no tienen por qué ser los mejores para otros problemas.
La investigación y sus aplicaciones dejan de ser aventuras creativas para transformarse en una inversión rentable que figura en la
cuenta de capital de las empresas con su etiqueta masificadora –R&D: Research and Development- y se hace con empleados,
con subsidios a universidades o con institutos y hasta universidades propias. No se ha demostrado que esto sea lo más eficiente
para toda la ciencia.
La productividad del hombre que fabrica, diseña o descubre, se estimula mediante la ética de la competitividad, empresarial o
stajovanista. El hombre tiene sólo dos facetas importantes: producir y consumir en el mercado (capitalista o socialista). Sea artista,
científico, campesino o militar, lo que produzca será puesto en venta en algún mercado, si es que satisface las normas del
sistema, y su éxito dependerá, tanto o más, de la propaganda o de las relaciones públicas que de su valor intrínseco. Y como
consumidor está sujeto a las mismas presiones.
Basta examinar los anuncios de un número cualquiera del Scientific American para darse cuenta del tamaño del mercado científico
para instrumental y libros. Estos equipos son tan variados y cambiantes como los modelos de automóviles, y no hay dinero que
alcance para estar al día. Ocurre entonces que, como en cualquier empresa, los problemas financieros terminan siendo decisivos,
con las consecuencias que luego veremos.
Muchos científicos son sirvientes directos de estos mercados y dedican sus esfuerzos a inventar objetos. Los resultados son a
veces muy útiles: computadoras, antibióticos, programación lineal; pero no podemos esperar que se dediquen a inventar métodos
para difundir ideas sin distorsionarlas, antídotos contra el lavado de cerebro cotidiano que no hacen los medios de difusión masiva,
estímulos a la creatividad, criterios para juzgar la importancia de las noticias que aparecen en primera página y en la última o la
justicia, implicaciones y motivos de los actos de autoridad que allí se anuncian.
La investigación y sus aplicaciones dejan de ser aventuras creativas para transformarse en una inversión rentable que figura en la
cuenta de capital de las empresas con su etiqueta masificadora –R&D: Research and Development- y se hace con empleados,
con subsidios a universidades o con institutos y hasta universidades propias. No se ha demostrado que esto sea lo más eficiente
para toda la ciencia.
Esto se acepta como trivialidad: nadie espera que las empresas paguen a sus científicos para trabajar contra los intereses. Es
cierto pues que la ciencia aplicada no es libre sino dirigida, y que por lo tanto podría ser de otro tipo si se la dirigiera hacia otros
fines, como por ejemplo los que hemos mencionado inicialmente.
Pero no se acepta lo mismo para la ciencia pura o básica, para la investigación académica. Es ésta, se afirma, la que tiene ese
carácter universal, absoluto, independiente del sistema. ¿Por qué la teoría Cuántica, o la de la Evolución, deberían estar más
ligadas a la sociedad de consumo que a cualquier otra? ¿Y quién se atreve a proponer otro ‘tipo de ciencia’, donde tal vez no se
habría desarrollado la teoría de la medida o la de los reflejos condicionados?
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Para responder a esto dejamos por el momento de lado el caso de estas Grandes Ideas –con mayúscula- y examinemos la
actividad científica corriente.
No es novedad que el sistema influye sobre la ‘ciencia pura’ de diversas maneras. Un nuevo sistema social formado en oposición
a éste, tendrá concebiblemente menos interés por el psicoanálisis, la topología algebraica y la electrodinámica cuántica que por
las teorías de la educación, del equilibrio ecológico general del planeta, de la imaginación creadora o de la ética. Esto produce una
reasignación de recursos, y por lo tanto un tipo distinto de ciencia.
La objeción a esto proviene de la falacia triangular: la ‘reasignación de recursos’ se interpreta como un acto totalitario mediante el
cual se fuerza despiadadamente a los científicos a abandonar los temas de investigación a los que dedicaron todas sus vidas o se
les imponen métodos, directivas o teorías ideadas por un déspota para consolidar su régimen. Se presupone que ‘dejado en
libertad’, el investigador escoge espontáneamente –porque la misma Ciencia se lo sugiere- los temas actualmente de moda; y si
no puede hacerlo, pierde creatividad. El resultado de la reasignación forzosa no es entonces un nuevo tipo de ciencia, sino la
desaparición o decadencia de la ciencia.
El progreso científico pues, sólo estaría garantizado por la ‘libertad de investigación’.
El sistema social actual cumpliría este requisito, como lo prueban los éxitos de su ciencia, y todo está como es debido. Este
argumento, tan típicamente del ‘libre empresariado’, convence ya a muy pocos científicos (…).
Está claro que son cada vez menos los que eligen su tema sin presiones, los que hacen ‘ciencia por la ciencia misma’ o los que
pueden decir “me ocupo de esto porque me divierte, y si no sirve para nada, mejor”. Algo de esto se ve todavía en los
matemáticos, y en grado menor en los físicos teóricos. El que quiere hacer de la ciencia un juego termina rápidamente aislado.
Hoy se exige que todo trabajo tenga una motivación, es decir, alguna vinculación con otros trabajos o con aplicaciones prácticas.
Gracias a eso, el sistema actual influye activamente sobre su ciencia y fija sus prioridades, aunque por supuesto con guante de
terciopelo, pues no es Totalitario.
Las aplicaciones industriales generan multitud de problemas teóricos que estimulan las ramas correspondientes de la ciencia. Los
transistores promueven estudios de física de sólidos, y la propaganda, de Psicología Social, también a nivel de científicos
académicos o ‘puros’.
¿Cómo influye el sistema sobre éstas, las más puras y desinteresadas de las actividades científicas?
El sistema no fuerza; presiona. Tenemos ya todos los elementos para comprender cómo lo hace: la élite del grupo, la necesidad
de fondos, la motivación de los trabajos, el prestigio de la ciencia universal.
La necesidad de dinero es general en todas las ramas de la ciencia. Sin contar las enormes sumas que requieren la investigación
espacial o la subatómica, todas las ciencias naturales emplean costosos equipos de laboratorio. Pero también las ciencias
sociales tienen presupuestos de apreciable magnitud, para sus encuestas y demás trabajos de campo.
Antes, para el que no quería trabajar en empresas o en las fuerzas armadas, el único Mecenas disponible era la Universidad, pero
en los últimos años ha tomado preponderancia otro factor de poder: la Fundación, pública o privada, dedicada específicamente a
promover y financiar la investigación ‘pura’ o básica.
Entre estas Fundaciones incluimos a los consejos Nacionales de Investigaciones, donde los hay, pero las más típicas e influyentes
son las grandes fundaciones de alcance internacional, ligadas a las corporaciones industriales que caracterizan esta etapa del
sistema o directamente al gobierno norteamericano.
Ford, Rockefeller, Carnegie, National Science Foundation, National Institute for Health, BID, AID y varias otras instituciones más
ricas que muchos países, subsidian directamente a investigadores, o indirectamente a través de universidades y otros centros de
trabajo. (…) Queremos destacar el carácter empresarial de estas instituciones. Ellas manejan y distribuyen enormes cantidades de
dinero, de las cuales tienen que dar cuenta a los donantes privados o al gobierno. Tienen que mostrar resultados, para probar que
están administrando bien los fondos. Tienen que presentar un Informe Anual. Esto crea una burocracia de la cual no vamos a
ocuparnos, aunque bien lo merecería.
Este espíritu empresarial se ha contagiado también a las universidades, en parte porque deben pedir ayuda a fundaciones y
empresas por insuficiencia de fondos propios, en parte por querer demostrar también su ‘eficiencia’, y sobre todo porque están
dirigidas por el mismo grupo de personas: la élite científica.
Es lógico entonces que se hayan impuesto los criterios empresariales para evaluar esas inversiones. Las élites y la burocracia
asignan importancia –y fondos- a los temas de investigación según los resultados que de ellos esperan.
Los temas y equipos ya sancionados como eficientes –los de la élite, muchos de los cuales provienen de la época ‘pre-financiera’-
reciben alta prioridad, y se toman como puntos de referencia para juzgar a otros candidatos, dándose entonces preferencia a
ramificaciones de estos temas, avalados como interesantes por los equipos, y en general iniciados por colaboradores que se van
independizando parcialmente. De tanto en tanto se apoya algún tema nuevo, casi siempre cuando está motivado por alguna
aplicación industrial, médica o militar.
Invertir en proyectos nuevos es un riesgo, y eso lleva a desequilibrios, sobre todo en países pequeños, donde las ‘novedades’
pueden ser temas de importancia práctica ya reconocida en otras partes pero no bien percibidas por la élite científica local.
En la Argentina el CNICT (Consejo Nacional de Investigaciones) siguió casi siempre esa política: el dinero va a los equipos que
ya son fuertes y por lo tanto dan seguridad a los resultados, y es insignificante lo que se dedica a desarrollar ramas donde todavía
no hay investigadores que hayan demostrado su calidad. Pesa menos la necesidad que puede tener un país que la falta de
‘garantías’ para la inversión.
Pronto ocurre un fenómeno muy usual en nuestra sociedad: los equipos que reciben fondos y gastan mucho dinero van cobrando
por ese solo motivo mayor importancia – con tal de mantener un nivel normal de producción- y eso atrae fondos.
Los administradores, por su parte, se sienten inclinados a defender sus decisiones, y ‘promueven’ la importancia de los temas que
apoyaron.
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Esta realimentación positiva produce una especie de selección natural de temas, en la que las nuevas ‘especies’ están
desfavorecidas con respecto a los temas ya establecidos como una nueva empresa frente a corporaciones gigantes; sólo los que
responden a una nueva necesidad imperiosa del sistema podrán competir. Y esas necesidades son poco visibles en el campo de
la ciencia básica, pues se refieren al futuro. Para plantearlas se requiere un criterio general, ideológico o filosófico como el que
motiva estas páginas, y eso es pecado totalitario.
Las fuerzas que determinan el tipo de ciencia no son, pues, puramente internas y basadas en el genio creador y la libertad de
pensamiento. También en la ‘ciencia pura’ es esencial la asignación de recursos financieros, que se efectúa según los resultados
esperados.
Como hemos dicho, los temas de investigación rara vez surgen ‘del aire’; tienen casi siempre una historia que los vincula con
muchos otros trabajos, teóricos y aplicados. No es difícil para un científico apreciar si un trabajo nuevo significa algo, si está
suficientemente motivado. (…) En la práctica, un resultado o un tema nuevo en ciencia básica es más importante que otro cuando
así lo estima el consenso de los científicos importantes. A largo plazo la realidad mostrará si esa opinión era acertada o no, pero
mientras tanto hay que guiarse por ella.
La evaluación de resultados recientes de ciencia básica es, pues, en gran parte, evaluación de hombres. Debemos comprender
cómo se asigna su importancia a cada científico, desde que comienza su carrera hasta que ingresa a una élite que es un tribunal
de última instancia..., hasta que el tiempo da su propia opinión, y en la que incluimos no sólo a los sabios de más fama, sino a
todos los asesores de fundaciones, referees y comentaristas de revistas especializadas cuyos nombres generalmente no son
conocidos fuera de su propio campo.
Indudablemente, para ser aceptado como científico no se requiere haber hecho un descubrimiento histórico. Incluso los premios
Nobel se adjudican hoy en su mayor parte por trabajos que sólo especialistas recuerdan. ¿Quién sabe por qué es premio Nobel
Bernardo Houssay, aún en Argentina?
El valor de un científico debería medirse por la calidad de su trabajo, la originalidad de sus ideas y la influencia que ellas tienen
sobre sus colegas, por su capacidad de formar y estimular a otros más jóvenes, de crear escuela, por la intensidad y continuidad
de su esfuerzo.
Todo esto es muy difícil de medir, de contabilizar, y hay que hacerlo no para centenares de casos, sino para millones de jóvenes
aspirantes a ingresar en este grupo. (…) El sistema ha resuelto este problema de una manera muy acorde con su ideología,
usando como instrumento principal el paper, artículo publicado en una revista científica.
El paper tiene una cantidad de ventajas, aparte de exponer los resultados del trabajo en forma concreta e inteligible. Se puede
contar cuántos publica cada científico por año, de qué tamaño son y en qué categoría de revistas ha aparecido. El número de
veces que un paper es citado por otros mide su influencia; la lista de coautores ya da un principio de jerarquización; permite
mencionar la institución que proveyó los fondos para el trabajo, etcétera.
La lista de papers publicados es el argumento más directo y palpable para demostrar el éxito de un subsidio o la importancia de un
currículum vitae. Gracias a ellos la investigación científica puede contabilizarse.
Sin exagerar demasiado, podemos decir que lo que el investigador produce para el mercado científico es el paper.
Importantes, pero no tanto, son la asistencia y comunicaciones a reuniones y congresos, las invitaciones a dar cursos en
instituciones prestigiosas, y sobre todo el reconocimiento personal de los que ya pertenecen a la élite.
Pero lo fundamental es el paper.
De ahí la ansiedad por publicar, sobre todo al comienzo de la carrera científica. El número de artículos publicados es tan
importante como su contenido, y a veces más, pues dado los miles de especialidades existentes es imposible hacer una
evaluación seria de todo lo que se publica. Se admite que la aceptación por una revista especializada es garantía suficiente de
calidad, y así aumenta el poder de los editores y de los referees de esas revistas.
En base a eso se ha creado un mecanismo (criterio universalista, objetivo) de ingreso y movilidad interna en este grupo social de
científicos, controlado por una élite cuya autoridad le deriva en parte de sus antecedentes científicos y en parte cada vez mayor de
su influencia sobre fundaciones y otros proveedores de fondos. (…) El paper es esencial para ascender, para justificar los
subsidios obtenidos, para renovar los contratos con las universidades ‘serias’. (…) Este tipo de mecanismo revela la influencia de
las filosofías de tipo neopositivista, surgidas del éxito de las ciencias físicas y del triunfo del estilo consumista. Aun los científicos
que se proclaman antipositivistas aplican esta filosofía al actuar en su profesión. El ‘método científico’ –criterios de verdad,
validación empírica, observables, definiciones operacionales, medición- coincide en la práctica con el método de las ciencias
físicas, por la importancia de éstas en nuestro estilo de vida, y el deseo de cuantificar se convierte en necesidad extrema.
Esta tendencia a usar sólo índices cuantificables –como el número de papers- es ya mala en Economía, peor en Sociología y
suicida en Metaciencia, pero se usa porque es ‘práctica’. Así un informe de UNESCO (1968) afirma que los países
subdesarrollados necesitan un científico cada mil habitantes como mínimo, observación tan vacía como decir que un hombre
necesita respirar x moléculas por hora, sin especificar de qué moléculas se trata. Si nuestros científicos llegasen a importar
científicos norteamericanos medios hasta completar esa cuota, estaríamos perdidos por varias generaciones.
El hecho concreto es, pues, que los logros científicos tienden cada vez más a medirse por criterios cuantificables, lo cual supone
ser sinónimo de ‘objetivo’ y ‘científico’.
Un resultado natural es la masificación de la ciencia: cualquiera que se las haya arreglado para cumplir formalmente con esos
criterios, debe ser admitido en el grupo. Pero es bien sabido que el cumplimiento de requisitos fijos requiere una habilidad poco
relacionada con la inteligencia y la sabiduría. Estas no molestan, al contrario, pero no son indispensables, pues se trata sólo de
realizar ciertos actos o rituales específicos que, como veremos, no son muy difíciles.
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Muchos creen aún que la capacidad de hacer un paper publicable es capacidad suficiente de ‘sabiduría’, aunque aceptan que
tener un diploma de médico no es garantía de saber curar. He tenido que leer demasiados papers en mi vida para compartir esa
opinión. (…) No es garantía de tener espíritu crítico ni ideas originales.
Piénsese en lo trillado y nítido del camino que tiene que seguir un joven para llegar a publicar. Apenas graduado se lo envía a
hacer una tesis a perfeccionarse al hemisferio Norte, donde entra en algún equipo de investigación conocido. Tiene que ser
rematadamente malo para no encontrar alguno que lo acepte. Para los graduados de los países subdesarrollados hay
consideraciones especiales, becas, paciencia.
Allí le enseñan ciertas técnicas de trabajo –inclusive a redactar papers-, lo familiarizan con el instrumental más moderno y le dan
un tema concreto vinculado con el tema general del equipo, de modo que empieza a trabajar con un marco de referencia claro y
concreto. Es difícil para los no investigadores darse cuenta de la ventaja que esto último significa. Se le especifica incluso qué
tipos de resultados se esperan, o qué hipótesis debe probar o refutar. Puede consultar con sus compañeros –a veces también con
el jefe del equipo, pero es más raro que sea accesible, porque está de viaje, o con problemas administrativos, o porque es
demasiado excelso para que se lo moleste-, dispone de la bibliografía y tecnología necesarias, escucha los comentarios de los
visitantes, y puede dedicarse a su trabajo tiempo completo. Cuando consigue algún resultado, la recomendación de su jefe basta
para que su trabajo sea publicado en una revista conocida, y ya ha ingresado al club de los científicos.
Nótese que en todos estos pasos la inteligencia que se requiere es más receptiva que creativa, y receptiva en el tema de que se
trata, nada más (en cuanto se tiene un poco más que eso, ya empieza uno a destacarse). Poca diferencia hay entre esto y sus
estudios universitarios, salvo la dedicación. Aquello de “90% de transpiración...” sigue valiendo, pero con 99,9.
Si en el curso de algunos años ha conseguido publicar media docena de papers sobre la concentración del ión potasio en el axón
del calamar gigante excitado, o sobre la correlación del número de diputados socialistas y el número de leyes aprobadas, o sobre
la representación de los cuantificadores lógicos mediante operadores de saturación abiertos, ya puede ser profesor en cualquier
universidad, y las revistas empiezan a pedirle que sirva de referee o comentarista.
Pero aunque hubiera no uno, sino cien de estos científicos por cada mil habitantes, los problemas del desarrollo y el cambio no
estarían más cerca de su solución. Ni tampoco los grandes problemas de la ciencia ‘universal’.
Los más capaces, los más creativos, sufren también la influencia de este mecanismo, y sometidos a la competencia de la mayoría
se ven presionados a dedicar sus esfuerzos a cumplir esos requisitos formales, para los cuales, justamente muchas veces no
tienen habilidad. Y aunque el sistema deja todavía muchos resquicios y oportunidades para los más inteligentes, podemos decir
por lo menos que no estimular la creatividad y las grandes ideas, sino el trabajo metódico (útil pero no suficiente para el progreso
de la ciencia y la adaptación a normas establecidas).
No es de extrañar que la masa cada vez mayor de científicos esté absorbida por la preocupación de esa competencia de tipo
empresarial que al menor desfallecimiento puede hacerle perder subsidios, contratos y prestigio, y se deje dominar por la
necesidad de vender sus productos en un mercado cuyas normas es peligroso cuestionar. Y eso ocurre aunque políticamente está
a veces en contra del sistema social del cual el mercado científico es un reflejo.
Y no es de extrañar tampoco que estos últimos 35 años –una generación- no hayan visto la aparición de ninguna idea del calibre
que nos dieron Darwin, Einstein, Pasteur, Marx, Weber, Mendel, Pavlov, Lebesgue, Gödel, Freud o la pléyade de la mecánica
cuántica.
La ciencia de la sociedad de consumo ha producido innumerables aplicaciones de gran importancia, desde computadoras hasta
órganos artificiales, pero ninguna de esas ideas emocionantes, verdaderos momentos estelares de la humanidad, a que nos
referimos más arriba.
(…) Y es verdad que la ciencia actual avanza mucho en extensión. Lo que yo afirmo es que avanza menos que antes en
profundidad (creo que la metáfora es clara, ya que no científica). Faltan grandes ideas –o al menos hay escasez de ellas-, sobre la
diversidad y detalle. La calidad se ha transformado en cantidad.
Dado el tamaño de este volumen estoy obligado a pintar la situación en blanco y negro, admito que la realidad no es tan
extremista y presenta posibles excepciones. Hay casos discutibles que pueden ser propuestos como contraejemplos. La biología
molecular ha logrado hermosos resultados; la economía debe mucho a Leontiev y a la investigación operativa; se habla mucho de
Cibernética y teoría de la información como armas revolucionarias para todas las ciencias.
Sin entrar en la discusión seria de estos casos, repetimos sin embrago que son discutibles. La biología molecular, en el terreno de
las grandes ideas, ha hecho poco más que confirmar y completar viejas afirmaciones de la Bioquímica clásica, llegando al análisis
completo de muchos procesos y sustancias complicadas y dando los mecanismos de biosíntesis de algunas de ellas. Ha
producido ideas importantes como la doble hélice y el mecanismo genético para la síntesis de proteínas, pero que no están en las
categorías mencionadas más arriba. Tal vez cuando se proponga una teoría de la memoria o de las mutaciones grandes se podrá
hablar de contraejemplos, pero por ahora se ve más ingenio que genio y, por supuesto, mucha laboriosidad.
La Cibernética, inventada por los norteamericanos y adoptada por los rusos con fervor –después de haberla rechazado al principio
por motivos ideológicos- es un concepto muy amplio y que da poco ‘jugo’. No hay allí ninguna idea sino la sola observación de que
el control se consigue eficientemente por realimentación; muy poco más que eso –a nivel general-, aunque, por supuesto, es una
observación que se aplica a casi todos los mecanismos (físicos o fisiológicos) que andan por ahí. Más útil que saber que uno
habla en prosa, no llega a compararse en importancia siquiera con ideas como la de usar principios variacionales, en el mismo
orden de generalidad.
La teoría de la información es un caso análogo: salvo en la ingeniería de comunicaciones –campo para el cual fue inventada-, lo
único que se usa de ella es su definición cuantitativa de información como entropía negativa, lo cual ‘viste’ mucho, pero es un
concepto muy limitado para tan pretencioso nombre. Tanto ésta, como la Cibernética (y la teoría de los juegos) son síntomas
claros en la ciencia actual. Nacidas legítimamente para resolver problemas concretos, han sido prácticamente comercializadas por
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los que quieren disimular la falta de ideas afectando sofisticación matemática o física, como el médico cubría su ignorancia con
latinajos.
Los físicos y químicos no pueden enorgullecerse de ideas y teorías al nivel de la investigación operativa o de la biología molecular,
aunque sí de muchos descubrimientos importantes hechos con los nuevos aparatos de los que disponen. La mayoría de sus
resultados están en la categoría de lo que los franceses llaman ‘burro que trota’: si se persevera se llega, sin necesidad de mucha
inteligencia, porque el camino está claro gracias a las grandes ideas en la actividad teórica de los físicos.
En las ciencias humanas el panorama es más desolador todavía. El uso indiscriminado de la estadística y la imitación acrítica de
los métodos de las ciencias físicas no permiten tener grandes esperanzas para el futuro próximo. (Toynbee hace mucho tiempo
hizo observaciones muy similares con respecto a los historiadores).
Intentos ambiciosos como la teoría de la acción de Parsons, no parecen haber justificado las esperanzas que despertaron. No hay
ideas nuevas en psicología (la escuela de Piaget se inició en el primer tercio de nuestro siglo), y sólo la introducción de modelos
matemáticos de aprendizaje da algo de frescura a este campo. La mayor vitalidad y originalidad se encuentra en los críticos de la
sociedad actual en su forma más moderna, el nuevo estado industrial. Galbraith, Wright Mills, Marcuse y varios otros son
precursores del estudio científico del cambio de la sociedad, que debería ser, así lo espero, el semillero de las nuevas grandes
ideas.
Esta escasez de genio –ideas que son cualitativamente distintas- asume su verdadera proporción cuando se la compara con la
superabundancia de medios disponibles.
Hoy hay más científicos vivos que en toda la historia previa de la humanidad, y disponen de recursos en cantidad más que
proporcional a su número. Con esos recursos adquieren aparatos y materiales maravillosos, asistentes bien entrenados,
bibliografía completa y rápida. Disfrutan de gran prestigio y de sueldos nada despreciables. ¿Qué han producido con todas esas
ventajas? Toneladas de papers y muchos objetos, pero menos ideas que antes.
Así, pues, insisto: a pesar de la frenética actividad, el superejército de los científicos
de esta generación ha producido en el estilo consumista, gran cantidad de bienes para su mercado, de calidad buena pero nada
extraordinaria. Son los tecnólogos los que han brillado, creando extraordinarios bienes materiales para consumo de las masas, los
ejércitos, las empresas y los científicos: computadoras, televisión, esapcionaves, bevatrones, y cada año, modelos de
automóviles. Ramas de la ciencia vegetan sin desarrollarse, y entre éstas la que más nos interesa: la ciencia del cambio de la
estructura social.
Y es muy importante notar que este fenómeno no está ligado a la propiedad de los medios de producción (otra falacia de
simplicidad en el estudio de sociedades). Los científicos soviéticos no han producido ideas comparables a las del mundo
occidental y ni siquiera comparables a las que concibieron Mendeliev, Pavlov, Chevichev, Lomonosov, en la época feudal zarista.
Su ciencia natural actual es indistinguible de la norteamericana, y su ciencia social –campo en la cual se suponía que el método y
la teoría marxista les darían amplias ventajas- es un desierto silencioso.
Por supuesto los otros países socialistas son demasiado nuevos para poder juzgar su producción científica. No puede descartarse
que cuando se sepa bien en qué consiste la ‘revolución cultural’ china, resulte contener algún concepto importante para la
sociología y la ciencia política.
Huelga aclarar que estas opiniones no son populares entre los científicos, y que serán rechazadas enfáticamente por superficiales,
subjetivas, parciales y no científicas en general. Las discusiones serán largas y engorrosas, entre otras cosas, porque una de las
tantas lagunas de la ciencia actual es no haber desarrollado una teoría de la importancia, ni siquiera de la importancia, ni siquiera
a la altura de la enclenque teoría de la verdad de los epistemólogos.
Admito que si alguien prefiere creer que esta escasez de grandes ideas es un fenómeno inevitable producido por el propio
desarrollo en profundidad de la etapa anterior –así como un profundo avance militar requiere un largo tiempo de operaciones
menos espectaculares de consolidación- está en su derecho. Pero esa será una creencia basada en analogías mucho menos
científicas que la esquemática explicación causal aquí intentada.
De todos modos me parece que queda demostrado que una distinta asignación de los escasos recursos humanos de alta calidad
intelectual que existen habría dado otro tipo de ciencia. Nuestra ciencia está moldeada por nuestro sistema social. Sus normas,
sus valoraciones, sus élites, pueden ser cuestionadas; existen no por derecho divino ni ley de la naturaleza sino por adaptación de
la sociedad actual, y pueden estar completamente inadaptados a una sociedad futura.
Hay bastantes motivos para confiar en que una nueva sociedad favorecerá el florecimiento de grandes ideas, y no sólo por su
interés en nuevas ramas de la ciencia sino porque permitirá nuevos modos de trabajo.
Si los grandes pensadores se pusieran a pensar en cómo recuperar a los muchos grandes pensadores en potencia que hoy se
pierden por ser como es este sistema social, el efecto multiplicador sería inimaginable.
Si pudieran dedicar un esfuerzo equivalente al costo de la propaganda comercial a organizar un sistema inteligente de
recuperación de la información científica producida en todo el planeta –tarea que llevaría muchos años y conceptos originales-
habríamos ascendido a otro nivel de eficiencia.
Pero este sistema social, si bien no excluye explícitamente ninguna de estas actividades, las hace prácticamente imposibles,
porque violan sus métodos habituales de funcionamientos y amenazan poner en descubiertos sus defectos más profundos. Lo que
actúas más eficazmente es el mecanismo de autocensura: el sistema tiene todavía muchos resquicios que podrían aprovecharse
(cada vez menos), pero el temor en caer en desgracia, a hacer el ridículo, es suficiente para alejar a la mayoría de los
investigadores de los temas que los mismos consideran que puedan ser considerados de peligrosos por el sistema o de poco
serios por sus colegas.
6
La tarea de investigar al sistema en su totalidad es, por ahora, dominio casi exclusivo de los ideólogos de partido, rápidamente
detectados y etiquetados por los científicos, que con ese sólo juicio descartan todos sus argumentos, entre los cuales siempre hay
algunos muy válidos.
La mayoría de las veces encuentran justificación en el carácter dogmático y poco realista de estos ideólogos. Estos a su vez
achacan justificadamente a los científicos indiferencia ante los problemas sociales, y el resultado es una separación muy neta
entre ambos, que no estimula por cierto el estudio serio del cambio.
Todo este conjunto de características de la investigación científica actual es lo que podríamos llamar ‘cientificismo’. Resumiendo,
cientificista es el investigador que se ha adaptado a este mercado científico, que renuncia a preocuparse por el significado social
de su actividad, desvinculándola de los problemas políticos, y se entrega de lleno a su ‘carrera’, aceptando para ella las normas y
los valores de los grandes centros internacionales, concentrados en un escalafón.
El cientificismo es un factor importante en el proceso de desnacionalización que estamos sufriendo; refuerza nuestra dependencia
cultural y económica, y nos hace satélites de ciertos polos mundiales de desarrollo.
El cientificista en un país subdesarrollado es un frustrado perpetuo. Para ser aceptado
en los altos círculos de la ciencia debe dedicarse a temas más o menos de moda, pero como las modas se implantan en el Norte,
siempre comienza con desventaja de tiempo.
Si a esto se agrega el menor apoyo logístico (dinero, laboratorios, ayudantes, organización) es fácil ver que se ha metido en una
carrera que no puede ganar. Su única esperanza es mantener lazos estrechos con su Alma Mater –el equipo científico con quien
hizo su tesis o aprendizaje-, hacer viajes frecuentes, conformarse con trabajos complementarios o de relleno de los que allí se
hacen, y en general llegar a una dependencia cultural total.
Algo más felices son aquellos cuyo campo tiene un aspecto local esencial. Geólogos, biólogos, antropólogos, cuando se
conforman en describir características locales, renuncian para siempre a la primera categoría científica, pero en cambio realizan
una tarea de recolección de datos muy apreciadas por aquellos que los utilizarán como materia prima en el Norte, y sin riesgos de
competencia por parte de esos centros más avanzados.
Este tipo de investigador no es un cientificista puro, aunque comparte muchas de sus características. Más le corresponde el
nombre de ‘subdesarrollado’, porque aunque utilice las técnicas más modernas, su labor se reduce a suministrar materia prima –
datos empíricos- para ser elaborada en los centros internacionales.
Ellos también usan el paper como medida de su trabajo, y aquí eso tiene algún sentido, pues son pocas las ideas, y el trabajo
rutinario –aunque sea de calidad- se mide bastante bien por la cantidad producida.
Innumerables papers se han publicado en este país sobre mediciones de isótopos radiactivos, estructura molecular por resonancia
paramagnética, descripciones de especies biológicas, análisis de aceites esenciales, cartas geológicas, composición de las