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No sectaria, la escuela deberá defender con vigor su independencia
de todo dogma religioso, de todo dogma político, de todo dogma
económico, de todo dogma científico, de todo dogma literario; en
una palabra, de todo dogma. Religión, Moral, Derecho, Estado,
Sociedad, Literatura, todo es progresivo, porque todo es expresión de
una fatalidad biológica que ha sujetado y sujeta á la ley de su propio
desarrollo á todos los seres, y triplemente progresivo el sér de razón,
de conciencia y de sociabilidad reflexiva.
Edificante, la escuela ha de educar en vista y previsión continua de
su propio objeto moral y del objeto que tiene en la vida y en la
humanidad el niño. El niño es la promesa del hombre, el hombre la
esperanza de alguna parte de la Humanidad: la escuela tiene por
objeto moral la preparación de conciencias. Así, por su objeto como
por el del niño que va á ser hombre, la escuela ha de edificar en el
espíritu del escolar, sobre cimientos de verdad y sobre bases de bien,
la columna de toda sociedad: el individuo.
Si la sociedad, concibámosla como la concibamos, es de todos
modos un compuesto de individuos, y si experimentalmente se
prueba que las sociedades más sanas son las compuestas de
individuos menos corrompidos; y si la corrupción del individuo
empieza por la ignorancia de la realidad, sigue por el fanatismo de
cualquier orden de creencias y acaba por el olvido sistemático de la
propia conciencia y del deber que la mejora, es lógico inducir que allí
donde empieza el individuo social, que es en la escuela, empieza la
tarea de moralizarlo socialmente, como empieza en el hogar, su
primer centro, la tarea de moralizarlo individualmente.
Para que la escuela moralice, se repite, será fundamental, y
suministrará los fundamentos precisos de cuantos conocimientos
positivos están organizados en ciencia y son capaces de educar á la
razón en el amor de la verdad; será no sectaria y educará el
sentimiento y la voluntad, no en dogmas religiosos, ó morales, ó
políticos, ó científicos, ó literarios que sean germen de fanatismo
exclusivista, sino en el ejercicio de lo bello bueno y del bien concreto,
en la práctica de todas las tolerancias y en los horizontes abiertos del
sentir y del querer, que no son fuerzas para puestas al servicio de
sistemas deleznables, sino para manifestar la eficacia de las leyes
inconmovibles de la Naturaleza; será edificante la escuela, y edificará
hombres de conciencia y de deber, para la familia, para la patria y
para la humanidad. Los edificará para la familia, que es la base moral
de la patria; los edificará para la patria, que es el fundamento moral
del amor á la humanidad; los edificará para la Humanidad, que es el
centro moral de atracción á que convergen y sobre el cual gravitan
todos los seres de razón consciente.
CAPÍTULO XXVIII

LA MORAL Y LA IGLESIA CATÓLICA

Como si el mundo viejo estuviese todavía por derruir, una porción de


zapadores retardados están aún en las postrimerías del siglo que sólo
por su espíritu constructivo se inmortalizará en la memoria de la
Historia zapando y derruyendo.
Los unos zapan con el hacha prehistórica: son los representantes
póstumos de la teología y de los sistemas à priori; los otros zapan
con la zapa volteriana, son los sobrevivientes del enciclopedismo y
del racionalismo sistemático.
Los primeros se han estacionado en la edad de oro de la Iglesia
católica, aunque á la verdad el catolicismo no ha pasado todavía de la
edad de bronce. Los otros han hecho parada en el siglo XVIII y en la
Revolución francesa.
Los primeros tratan de derruir la obra secular de la razón humana;
y hoy, como en el período de la reacción contra la Reforma, se
esfuerzan desesperadamente por aniquilar la civilización
contemporánea, hechura del hombre en consorcio con la Naturaleza.
El Sillabus, el dogma de la concepción inmaculada, el de la
infalibilidad, las colonizaciones, la acerba lucha por la reconquista
del poder temporal, son otros tantos arietes puestos contra la
dolorosa construcción de los progresos humanos, contra la fábrica de
verdades de la Biología y de la Fisiología, contra el monumento de la
ingenuidad levantado por el positivismo y por la Antropología á la
verdad, cuando reconocen, declaran y acatan la falibilidad necesaria
y la providente limitación de la razón humana; contra la obra
cooperativa de la Moral, del Derecho, de la libertad y del gobierno
constitucional, cuando condena los esfuerzos de Irlanda por cumplir
con el deber de ser patria de sus hijos, cuando anatematiza los
derechos individuales, cuando pasa todo el siglo en apoyar tiranos
contra pueblos, y cuando, por fin, quiere restaurar el gobierno
temporal, que no sólo ha sido una inmoral contradicción, sino que
volvería á ser el peor ejemplo de autócratas, déspotas y usurpadores.
Los segundos, como si lo único que compete á la razón
contemporánea fuera demoler los restos del edificio de errores
teológicos, ó como si pudiera prescindirse del orden de la vida social
y ejecutar de la noche á la mañana el noble, pero ilusorio ideal de
poner una nueva sociedad sobre la antigua sociedad, un mundo
nuevo sobre el mundo viejo, una nueva humanidad sobre la antigua
humanidad, el bien sobre el mal, el derecho sobre el privilegio, la
libertad sobre la esclavitud, la civilización sobre la barbarie, la razón
sobre el absurdo, la conciencia sobre la inconciencia, pierden en
pulverizar sillares ó capiteles del edificio derruido, el tiempo precioso
que necesitamos para seguir poniendo piedra sobre piedra en el
nuevo edificio apenas comenzado, y en el cual, para ser bueno, han
de entrar elementos arquitectónicos del antiguo, porque todo edificio
social ha sido en todo tiempo, y en todo tiempo será, obra de la
misma humanidad que mezcla errores con verdades, bienes con
males, y de la mezcla hace el cimiento secular de sus largas
construcciones.
Á los zapadores del pasado no les hablará en nombre de ella
misma la Moral: les hablará en nombre de los intereses de la Iglesia.
Á los zapadores del porvenir, armados por la misma Moral en su
momento de olvido en sí misma, ella será quien les hable, los
persuada y los desarme.
El catolicismo, como la Humanidad, no tiene su edad de oro por
detrás; la tiene por delante. Llegará en cuanto llegue al gobierno de
la Iglesia un Papa reflexivo. Con éste le bastará para acatar como
hecho consumado la abolición del Papado temporal, y para reconocer
en ese hecho uno de los más grandes beneficios que han podido ideas
religiosas recibir de la necesidad y la razón. Entonces, desistiendo
concienzudamente de reinar sobre ilotas prosternados, desechando
la majestad postiza por la connatural majestad del imperio sobre
conciencias, establecerá de hecho el gobierno espiritual, el imperio
inmaterial á que Buda aspiró, que deseó Jesús, que Comte presentó
como uno de los medios necesarios del ideal social, que á tientas, á
traspiés y bamboleando busca á través de la Historia la sociedad
inquieta, y que á ciegas, sin plan, sin método, sin perseverancia,
realizan en parte la democracia, la Ciencia, la Literatura, el
periodismo, el arte, cuantas actividades fundamentales y cuantas
instituciones complementarias del Derecho y de la asociación natural
trabajan por reproducir en la sociedad la armónica coexistencia de lo
uno y lo vario que nos admira, nos encanta, nos doctrina en la
Naturaleza.
Así, elevándose desde el gobierno temporal al gobierno espiritual,
el Papado consumará la reforma religiosa más transcendental,
porque será la que hará compatible la religión con la razón en
Occidente, y porque preparará el tránsito de las religiones de
tradición á las religiones de razón, y el advenimiento de una sociedad
suficientemente abandonada á sí misma por la Iglesia y el Estado
para que distinga y separe por su cuenta lo temporal de lo espiritual,
clasifique en dos grupos de vocaciones las varias aptitudes de que ha
menester la sociedad para vivir, y funde un orden más natural, y, por
tanto, más estable, que el incierto hoy existente.
Los demoledores bien intencionados, que en nombre del porvenir
y de la Moral zapan los cimientos seculares que aún resisten á la
demostración, como ayer resistieron á la burla, piensen que, si
resisten, por alguna fuerza virtual será; piensen que el propósito no
es destruir por destruir, sino por reconstruir; piensen que para
reconstruir es preciso contar con los materiales intactos de la obra
demolida y con las fuerzas virtuales que sirvieron para ella. La fuerza
que resistió al ingenio del siglo XVIII y que resistió á la ciencia del
siglo XIX, ¿no es la conciencia religiosa? Pues esa es una fuerza
constructiva que es preciso utilizar como la utilizó la Reforma, como
quiso utilizarla el pensador que, por su fuerza de concepción
orgánica, ha sido en nuestros días más digno de completar con la
idea de una renovación de la Filosofía por la Ciencia, una renovación
de las religiones por la Filosofía.
La descomposición molecular de las religiones hasta mostrar la
inanidad de organización en todas ellas, obra es hecha, y no ha sido
obra difícil, aunque haya sido larga y lenta. Pero la aniquilación del
elemento religioso es imposible: las raíces no se arrancan sin matar
la planta, y raíz de la conciencia, como fin que es de vida humana, es
el elemento religioso en toda vida. Se puede llegar, se llega, y es
bueno llegar individualmente, á desasirse de toda divinidad
tradicional, á fabricar por sí mismo la suya, á hacer de la Humanidad
un sér divino y de la civilización un culto, ó á convertir la actividad de
la propia conciencia en religión, y en culto los deberes de la vida;
pero suprimir la conciencia de las causas, que hace del principio de
causalidad en todos los procedimientos empleados por la razón como
una de las cuatro piedras angulares de toda construcción intelectual,
una de las células del sér consciente, además de imposible es inútil.
Lo útil es aprovechar ese género de composición y de organización
social. Además de lo útil, es lo necesario. El individuo puede
evolucionar, en una vida tan rápida como la suya, desde el sistema de
ideas hereditario que se recibe de cada época al nacer, hasta el
sistema de ideas propio que forman, labrando su propia materia
intelectual, los pocos que á eso llegan; pero una sociedad, pero la
sociedad, pero la humanidad de un tiempo dado, no puede llegar de
ningún modo. Ver ese hecho es ver la necesidad de atemperarse á él.
Á él se atempera la moral social cuando hace descender al fondo de
la conciencia colectiva, y muestra en ella el triste desarreglo
producido por la corriente de las ideas religiosas y por la
contracorriente de las ideas científicas. El desarreglo resulta de la
fuerza con que arraigan las unas en el sistema de ideas heredado, y
del ímpetu que llevan, al arraigarse, las ideas adquiridas. La lucha en
cada conciencia es lucha en todas, porque la misma resistencia que
hacen en la conciencia individual las creencias tradicionales, la hacen
en la conciencia colectiva. Pero como el resultado de la lucha en ésta
no es parcial, sino total, y afecta á la sociedad universal de un tiempo
dado, la resistencia es desesperada: el brahmanismo, vencido como
idea por el budismo, como hecho social prevaleció sobre la primera
doctrina redentora; el confucismo, tan superior como doctrina á la
religión de los espíritus y al budismo degenerado, ha tenido que
pactar y coexistir con una y otra; el judaísmo sobrevive á la Judea.
Si lo que se quiere es lo que se debe querer, esto es, concordar el
régimen de la conciencia con el régimen de la razón, para que
aquélla, en vez de violar su ley y su destino, obstando al desarrollo de
la razón humana, se someta á su destino y su ley de desarrollo, que es
subsidiario del desenvolvimiento racional, ¿qué es más moral:
prolongar el desarreglo de conciencia y el desorden social que lo
subsigue, ó resignarse á los hechos, atenerse á la ley del proceso, de
las ideas en la razón colectiva, y siguiendo reflexivamente el ejemplo
que por instinto ha seguido en toda reforma el sér social, imitar al
arquitecto que, reducido á contar con materiales viejos, busca entre
ellos y entresaca los buenos, los intactos, los incorruptibles, los útiles
para indefinidas construcciones?
Si lo que se quiere es tranquilizar la conciencia de la sociedad para
que, descartados de su vida activa los problemas embarazosos, se
entreguen en cuerpo y alma á mejorarse, á perfeccionarse, á
realmente civilizarse, incluyendo la civilización de su conciencia en
las de todas las fuerzas naturales del hombre, ¿qué conduce más
rectamente á ese propósito? ¿Destruir ó construir?
Ya en la obra de reconstrucción del orden social se ha adelantado
bastante: las ciencias positivas, oponiendo el mundo natural al
sobrenatural, han sentado las bases de ese orden; la filosofía
positiva, la historia de las religiones y la antropología ante-histórica,
mostrando inductiva y deductivamente la invariabilidad del
procedimiento seguido por la Humanidad, bosquejan ese orden; el
protestantismo, tan desconocido por sus detractores y por eso tan
calumniado, pero tan vivo y tan activo en su incansable evolución,
que ha llegado en el unitarismo y en el universalismo á tocar en los
lindes de las religiones filosóficas, da en negativa la confusa imagen
del orden que se busca.
Si, pues, las verdades demostradas por las ciencias naturales, la
realidad revelada por las ciencias sociales y la evolución que á
nuestra vista se consuma de una religión positiva convirtiéndose
cada vez en más racional y en más acorde con la evolución
intelectual, demuestran que hay elementos y medios para un orden
nuevo, el progreso no está en desconocer que hay una sociedad
occidental de europeos y americanos, compuesta quizás de
trescientos millones de seres, más ó menos racionales, que se
obstinan, los unos por ignorancia, los otros por amor á la tradición,
éstos por indolencia intelectual, aquéllos por astucia social, en ser
católicos. El progreso, es decir, el movimiento necesario, consiste en
ver que no se puede aniquilar esas conciencias, que no se debe
aniquilarlas, aunque se pudiera, y que el deber consiste en construir
con ellas y con sus creencias: primero, una religión activa y
progresiva, como el protestantismo, un orden social para los pueblos
católicos, semejante al de los pueblos protestantes, que
indudablemente son superiores en moralidad pública y privada, en
dignidad política y en fuerza civilizadora, á los pueblos que se
sustrajeron á la Reforma.
Para hacer del catolicismo una religión progresiva se ha dado con
la separación del papado temporal el primer paso; el segundo se
deducirá necesariamente del primero, separando los intereses de la
Iglesia de los intereses del Estado; el tercero y el cuarto lo está dando
la sociedad más efectivamente católica del mundo. Francia, al
secularizar la Escuela y al resolver por medio del derecho común el
problema del celibato de los curas; el paso más avanzado lo dan
Secchi, Moigno, Mignan, Lambert, Bourgeois, Delannay, Desnoyer y
cuantos jesuítas como el primero, obispos como el tercero,
presbíteros como los restantes, que al aceptar los procedimientos y
las verdades de la más antigua y la más nueva de las ciencias, sin por
eso derrumbar la religión que profesaran ó profesan, han aceptado
que la Ciencia es una base de orden religioso. Así como para el
Japón, en donde el budismo, semejante en todo al catolicismo, había
de antiguo establecido un papado temporal junto á una soberanía
monárquica, la abolición de la soberanía papal fué la víspera de la
conversión al progreso occidental, así para los pueblos católicos será
primer día de una civilización más completa, porque será más moral,
el día en que el jefe de la Iglesia católica, tomando realmente la
dirección espiritual de los pueblos de su secta, favorezca las reformas
que han de poner al catolicismo al nivel de la civilización, y prepare
el advenimiento del orden moral no impuesto.
CAPÍTULO XXIX

LA MORAL Y EL PROTESTANTISMO

Es natural que el protestantismo esté más adelantado en la evolución


religiosa que el catolicismo.
En primer lugar, la razón de la Protesta era, por sí sola, un
movimiento hacia adelante, que en vano hubiera querido contener el
mismo Lutero cuando, descontento del espíritu que él llamaba
mundano, y que no era más que la primera florescencia de la vida al
franco ambiente del libre examen, se mostraba casi arrepentido de su
obra.
En segundo lugar, el ejercicio de la iniciativa individual, que desde
los primeros días de la Reforma llevó de la guerra abierta contra la
actividad jerárquica á la sustitución de la misma autoridad mental
con la que llamaron “inspiración personal” los puritanos, no podía
menos de fructificar activamente en el desenvolvimiento del nuevo
germen religioso que, de un modo un poco inconsciente, había la
Protesta depositado en el seno de la nueva sociedad.
En tercer lugar, la transplantación del protestantismo al nuevo
mundo, en donde halló desde el primer momento un suelo
completamente virgen, y en donde su propia virtualidad formó un
espíritu social tan expansivo y un campo de batalla religiosa tan
activo, que todas las sectas se mejoraron, depuraron y fortalecieron
por la lucha.
En último lugar, no el último en jerarquía, sino en orden
cronológico, la tendencia filosófica del protestantismo germánico,
que puesto como la ciencia y como la conciencia contemporáneas,
delante del problema religioso de la época, en vez de encerrarse,
como el catolicismo, en la afirmación obstinada de los fundamentos
dogmáticos que el mismo vulgo de la época rechaza por opuestos á la
razón, ó como el protestantismo ortodoxo (el luteranismo), que entre
la Biblia y una afirmación concreta de la ciencia contemporánea opta
por la Biblia; en vez de encerrarse, repetimos, en el círculo de
dogmas de donde parte, va poco á poco rompiendo el círculo y
entrando en la atmósfera, en la esfera y en la vida de la civilización
contemporánea. Al revés del papismo y del luteranismo, el
protestantismo progresivo acepta franca y resueltamente el progreso
moderno, el fundamento científico de ese progreso, las
consecuencias que de él se desprenden, y la obra que ha empezado y
continúa así en el orden material como en el inmaterial.
Lo que ha hecho en Alemania la vocación filosófica, muy de más
antiguo ha estado en América haciendo para el protestantismo la
potencia biológica de esa más nueva que ninguna otra sociedad,
porque es la más ingenuamente entregada á los procedimientos y
resortes de la vida nueva. Aunque no se sabe á punto fijo si es el
protestantismo quien da esos frutos, ó si los frutos de la vida nueva
son los que han dado en la completamente nueva sociedad anglo-
americana el protestantismo progresista y positivista, el hecho
evidente es que allí, fuera de toda tendencia especulativa, libre de
toda influencia metafísica, sin cuidarse para nada de sintetizar à
priori sus ideas y la razón del movimiento ascendente, de menos
racionales á cada vez más racionales, el protestantismo ha llegado en
los Estados Unidos á las mismas conclusiones que el protestantismo
liberal de Alemania y al mismo rompimiento definitivo, por
substancial, que hubo entre el paulismo, en cuanto dogma, y el
protestantismo de Lutero, Melanchton y Calvino.
Ya, para que la evolución religiosa esté más adelantada en los
Estados Unidos que en parte alguna, no hay ninguna secta
protestante que abjure de la Ciencia como el catolicismo ó de
verdades contradictorias de la Biblia, como el luteranismo, ó de las
consecuencias jurídicas de la Protesta, como el protestantismo
conservador de Alemania. Al contrario, aprovechando, no ya sólo la
libertad, sino la educación de la libertad, los protestantes norte-
americanos utilizan omnímodamente cada día las ventajas prácticas
que les ofrece el manejo y dominio de los derechos naturales, y en
vez de encerrarse en alianzas académicas como el Protestantverein
de Alemania, que liga y alía ideas en formación más bien que fuerzas
vivientes de la sociedad, los progresistas del protestantismo se
fortalecen de continuo en la predicación popular de sus ideas, en la
transformación de éstas al paso de la necesidad de transformación, y
lejos de encerrarse en alianzas tan útiles para la especulación cuanto
inútiles para la propaganda, no usan de la asociación sino para
constituir focos y núcleos de irradiación.
Así es como allí se ha llegado á las dos últimas expansiones
actuales de la Reforma: el unitarismo y el universalismo, que
contienen entre ambas todas las resultantes especulativas del
liberalismo protestante de Alemania, y que tienen sobre éste, para la
evolución religiosa del mundo, la inmensa ventaja de haber hecho
positivas y vivas sus ideas en dos secciones poderosas del
protestantismo.
Cuando se compara la obra general del protestantismo con la
particular á que la Iglesia católica ha estado consagrada desde Sixto
V hasta León XIII, ciego de razón, ó necio de intención, ó loco de
fanatismo se ha de ser para no preferir la obra educadora de la una á
la de tenaz reacción contra todo adelanto mental, jurídico y moral de
la otra.
Las sectas protestantes, el espíritu jurídico del protestantismo, fué
el que adelantó en tres siglos la civilización política de Inglaterra; su
fuerza especulativa, la que desarrolló la vocación filosófica de
Alemania; su ingenuidad científica, la que nos dió el método
experimental; su juvenil actividad en la competencia de los credos, la
que ya, desde la Colonia, bosquejó la más viva, más activa, más
fuerte y poderosa de cuantas sociedades han existido en el mundo.
Ellas, dando su impulso intelectual, serán por fin las que, mientras la
Iglesia católica desperdicia en nonadas su fuerza y su influencia, van
aproximándose cada vez más á la solución del problema religioso.
Ante la Moral, cuya aspiración final es el establecimiento de un
orden voluntario, del orden de la voluntad, á que deliberada y
voluntariamente concurran todos los seres morales, á sabiendas de
que concurren y á sabiendas de los medios que emplean para
concurrir y de los deberes que cumplen al concurrir á él; ante la
Moral, la obra comparada de protestantismo y catolicismo hace del
primero un instrumento de orden moral que no ha sido el último.
Pero es imposible que un coeficiente substancial de orden social
como es, en definitiva, toda religión positiva, pueda sustraerse
indefinidamente al cumplimiento de su fin, y siga obstinándose
impunemente en servir de rémora á la verdad, de obstáculo al
Derecho, de impedimento al deber que todos los hombres tienen de
desenvolver en todos sentidos las fuerzas naturales que recibieron
para eso.
Es imposible. La fuerza misma de la evolución religiosa concluirá
por arrastrar á la Iglesia católica hasta la reforma y la protesta de sí
misma. La abolición definitiva del papado temporal y la tendencia
sorda de los cismáticos, que con el nombre de viejos católicos
aparecen, desaparecen y reaparecen periódicamente, como los
cometas periódicos, para atestiguar la acción fija de un centro de
atracción, son ya señales de que la evolución va á comenzar.
Mas aun cuando no hubiera esos y los otros signos del tiempo que
ya hemos mencionado, la resuelta evolución del protestantismo
concluirá por bastar, para aunque sólo sea por competencia religiosa,
que es tan decisiva como la industrial, mover, conmover y promover
al catolicismo.
Si esto no bastare, el hecho de la transformación verificada en el
mismo espíritu del judaísmo, que es ya en sus altas personificaciones
más liberal, más progresista y más humano que el catolicismo de la
pluralidad de los católicos, será un nuevo motivo.
Y si aún no bastare, la Iglesia católica se moverá por la fuerza, por
la fuerza de las ideas que arrastran fatalmente á las instituciones que
no quieren ni deben perecer antes de tiempo.
La fuerza de las ideas nos ha traído á la actual situación religiosa,
que se describe por sí misma: pérdida de eficacia por parte de las
doctrinas teológicas del cristianismo, tanto ortodoxo como
heterodoxo, aunque indudable y utilizable influencia de su principio
orgánico (potencia redentora del dios humanizado) en el fondo social
de las naciones protestantes y católicas; ganancia paralela de la
eficacia de la verdad demostrada, en proporción de su acción
indirecta sobre el bienestar físico por medio de la industria y de su
acción directa sobre la razón colectiva por medio de la educación;
tendencia universal en todos los directamente beneficiados por la
educación científica y literaria de la época, á concordar las creencias
religiosas con las científicas, para lo cual tienen que acomodar las
verdades indemostrables á las verdades demostradas; alejamiento
cada vez más numeroso de indiferentes, de volterianos y de
incrédulos, no ya de toda religión positiva, sino hasta del propósito
ordenador que todas han tenido en su principio; corriente
reconstructiva del pensamiento sociológico que, al considerar las
religiones como fenómenos biológicos de la Humanidad, las
convierte en elementos de orden y organización, que las hace dignas
de consideración y aun de cooperación para todos aquellos que han
entrado en esa benéfica corriente de ideas.
El protestantismo, que ve con claridad la situación y que, en sus
más altos derivados, la arrostra con la humana resolución de no
obstar con su estancamiento al proceso de las ideas contemporáneas,
llegará probablemente á aquel grado de evolución en que la religión
positiva más racional concierte con la religión filosófica que más en
cuenta haya tenido el movimiento evolutivo de los dogmas.
De aquí allá, tiempo hay largo. El catolicismo debería
aprovecharlo.
CAPÍTULO XXX

LA MORAL Y LAS RELIGIONES FILOSÓFICAS

La Moral no quiere que se destruya inútilmente; pero no quiere


tampoco que se construya sobre ruinas sin antes examinarlas
pericialmente, someter á prueba los cimientos, separar los
escombros y clasificarlos, para utilizar los utilizables y arrojar los
inútiles.
Esa, que es la obra del libre examen, se lleva á cabo por pensadores
reflexivos y por irreflexivos entusiastas. Los primeros son
reconstructores, los segundos son demoledores. Los unos, los
pensadores de la verdad, aspiran, poseídos de la íntima buena fe de
la verdad, á mostrar tal cual es el maderamen y armazón de todas las
religiones positivas, mostrando, de un lado, la invariable unidad del
germen religioso en todos los sistemas que han convertido la idea de
causa inicial y universal en ciencia de la divinidad; de otro lado, la
reverenda autoridad y la veneranda fuerza social de un propósito que
ha servido de guía á las civilizaciones más completas en la China, en
la India, en la Persia, en Egipto, en Judea, en Fenicia, en Grecia, en
Roma, en Islandia, entre los aztecas, entre los incas, en los siglos
medios, en el Renacimiento, antes de la Reforma, después de la
Reforma, antes del racionalismo, después del racionalismo, antes del
período revolucionario, durante el período revolucionario, en todos
los grados de racionalidad hasta ahora alcanzados por el hombre
histórico, desde el salvaje en su selva hasta el civilizado en su ciudad;
en todas las gradaciones industriales, en todas las edades del hombre
antehistórico, desde la de piedra hasta la de hierro.
Los otros, los entusiastas del progreso, viendo que la vieja idea se
presenta siempre revestida del mismo ropaje tenebroso y con las
mismas formas misteriosas y con idéntico séquito de nociones
contrarias al sentido común, á los sentidos externos y al interno,
revelada en todas partes, exclusivista en todas partes, milagrera en
todas partes, absorbente, fanática, supersticiosa; velada, guardada,
resguardada y corrompida por el mismo cuerpo viviente de
intérpretes ungidos y consagrados que, brahmines, levitas, magos,
bonzos, augures, curas de almas, santones ó pastores, constituyen
siempre el mismo sacerdocio hostil á toda expansión del sér humano
en sus afectos, en sus inclinaciones, en sus ideas, en su conciencia, se
niegan á toda transacción con la idea por no aceptar ninguna
transacción con los símbolos, sus formas y sus representantes.
No se dirá en absoluto que estos entusiastas del progreso hacen
mal, porque es mucho el mal de que hay todavía que despojar á la
idea religiosa, y divulgarlo, como lo divulgan esos escandalizados; es,
cuando menos, una protesta de la Moral contra la inmoralidad, que
se impone más extensamente y con más fuerza; pero mucho más
útiles serían al generoso fin que se proponen, si en vez de enemistar
á los hombres de bien con los de mal que usurpan la dirección de los
sencillos, se persuadieran con la experiencia y se convencieran con el
raciocinio de lo inútil que es la tentativa de arruinar errores y
perversiones que son índole de toda institución privilegiada, sin
antes arruinar la institución, y de lo útil que sería la tarea de
patentizar la compatibilidad de cualquier forma de creencia, siempre
que se subordine al movimiento actual de la razón y la conciencia
colectiva, en vez de querer subordinarlas.
Con su pésimo designio y con su viciosa organización, con sus
errores y torpezas, con sus perversiones y con su fatal inclinación á la
pendiente por donde se precipitan todas las instituciones humanas
que desconocen la moralidad de su destino, todas las religiones
positivas, empezando por el ya viejo brahmanismo y acabando por el
casi recién nacido cristianismo, que sólo aparece en las últimas
transformaciones del protestantismo, todas las religiones positivas
tienen vida larga por delante: de seguro vivirán lo que vivan las
tradiciones de raza, tribu, estirpe, familia que las han modelado á su
sistema de pensar y de vivir. Las religiones son inmortales: dicho es,
no en el sentido vano y tonto en que se suele emplear esa palabra,
dándole alcance metafísico ó poético, sino en el sentido histórico y
humano; son inmortales, no porque sean revelación, pues entonces
ninguna sería falsa ó todas serían verdaderas, sino porque son una
de las construcciones de la actividad genial del sér humano en todos
los momentos de su tránsito por el tiempo y el espacio.
Por lo que hace al catolicismo, que sólo al mahometismo, al
nanakismo y protestantismo cede en juventud, religión de ayer,
esfuerzo de diez y nueve siglos, trabajo de poco más de cien
generaciones, todavía tiene savia suficiente que convertir en tronco y
ramas, y sobre todo substancia bastante con que entretener la
maravillosidad de las racionalidades y las conciencias inferiores que
forman la base fundamental de las civilizaciones, al modo que las
vidas inferiores forman la base fundamental de la escala zoológica.
Todo el trabajo de la civilización actual se reducirá en lo futuro á
difundir de Oeste á Este y de arriba á abajo la razón adquirida:
siguiendo la primera dirección llamará en su ayuda á los pueblos de
Oriente que hasta ahora le sirven de aisladores; siguiendo la segunda
penetrará en las capas, senos y sinuosidades de cada sociedad
civilizada, llamando á más razón y más conciencia á las multitudes
parias que viven debajo de la superficie de la civilización. De ahí no
pasará. Mas sin pasar de ahí podrá, con el simple ascenso intelectual
de las capas inferiores, hacer ascender también la idea católica, hasta
que, reformadas las instituciones que la han organizado, y cumplida
la ya más adelantada evolución del protestantismo, se prepare un
tránsito social de la religión positiva á la filosófica.
Hablo en singular y no en plural, porque la religión positiva que
me parece más llamada á la transformación es una sola: el
catolicismo; y la religión filosófica que más previsoramente se ha
organizado para preparar y aprovechar esa transformación es
también una sola: el humanismo.
El humanismo, religión de la Humanidad ó positivismo religioso,
es, en la altísima mente de su fundador, un catolicismo filosofado; es
decir, despojado, por esfuerzos de razón y de sistema, de conciencia y
de moral, de todo dogma transcendental, de todo símbolo teológico,
de toda urdimbre metafísica y escolástica.
Tiene dogma, tiene culto y tiene rito; pero toda la fábrica religiosa
está fundada tan radicalmente en el dogma filosófico del progreso y
ascenso continuo de la Humanidad, mediante un esforzarse y un
sacrificarse tan sin tregua: en un dogma sociológico tan constructivo
como la idea de que el orden se genera necesariamente de la división
del trabajo temporal y espiritual, santificados ambos por el progreso
y por el bien; en un dogma moral tan generoso como el altruísmo
que, del hecho de que la vida de la Humanidad es un continuo
sacrificio por y en favor de cada uno de sus hijos, se eleva á la idea de
que es necesario amar al prójimo más que á uno mismo; en una
palabra: la religión de la Humanidad es una tan noble tentativa de
conciliación, no ecléctica, sino armónica; no metafísica, sino
científica; no casual, sino causal, que es muy posible, y hasta es muy
de desear que se vaya haciendo el ensayo de la transición del
catolicismo al positivismo religioso por todos los descontentos del
extravío de la religión de cuna, aunque sólo fuera para experimentar
el poder orgánico de una religión fabricada sobre una nueva filosofía,
sobre un nuevo dogma moral y sobre una nueva idea del orden
social.
Ni el deísmo, ni el panteísmo ni el naturalismo tienen la fuerza
sociológica ni la fuerza moral que podría desplegar el positivismo
religioso, porque todas ellas son eflorescencias metafísicas ó
científicas que llevan las consecuencias del pensar metafísico, ó del
inducir científico, hasta una afirmación arbitraria las primeras, ó
hasta una afirmación comprobada la última; pero de ahí no pasan.
En tanto el humanismo es una afirmación con pruebas, una
confirmación con datos y una fabricación consolidada con
confirmaciones y afirmaciones de verdad.
Tiene, sobre las meras especulaciones religiosas de la Filosofía y de
la Ciencia, la ventaja de ser accesible á multitudes que vivirán
privadas del pensar y el sentir especulativo mientras no llegue á ellas
la corriente intelectual de la ciencia contemporánea, de ofrecerles
una transición menos violenta que la á que continuamente se ven
forzadas las generaciones que pasan de la creencia á la ciencia, y de
proporcionar á las conciencias atribuladas por su orfandad religiosa,
el consuelo, el estímulo y la fuerza de una organización en la que han
entrado á la par el espíritu del pasado, la ciencia del presente y el
propósito del porvenir.
Todo ese conjunto de esfuerzos es acepto á la Moral; pero lo que
más estima ella en el positivismo religioso es que, como las religiones
positivas en su período de milicia, propaganda, iniciación é
incubación social, está sembrado de deberes.
Las religiones filosóficas no ligan. Cada pensador, ó soñador, ó
lucubrador religioso desarrolla á su modo el germen de idea que ó
concibió por sí mismo ó concibió de otro pensamiento ya formado, y
todo su deber, grande y noble, sin duda, pero íntimo y sólo exigible
por la propia conciencia, consiste en ajustar la vida á la noción
individual. Los free-thinkers de los Estados Unidos, siguiendo el
torrente de asociación que allí fortalece tan rápidamente toda
manifestación de vida humana, son los únicos pensadores de orden
religioso á quienes el autor ha visto reunidos en periódicas sesiones y
conferencias normales con objetivo un poco más vasto y orgánico
que el mero discutir, y con una idea de deber un poco más eficaz que
la simple comunicación de ideas.
Fuera de esa secta, las otras que tienen por objeto la formación de
ideas religiosas, son esfuerzos aislados que no ofrecen á la Moral el
medio de intervención y acción que el positivismo religioso le
presenta con su verdadera organización de deberes.
CAPÍTULO XXXI

LA MORAL Y LA CIENCIA

Es la ciencia probablemente la actividad humana en que se despliega


mayor fuerza conscia y en que los individuos viven de un modo más
conforme al orden moral.
La razón de esa conformidad, ó conformidad aproximada, es
triple: ante todas (para buscar y presentar la que á un mismo tiempo
opera fisiológica y psicológicamente), el ejercicio de los mismos
órganos de actividad que, por el ejercicio, van gradualmente
desarrollándose, transmitiendo su fuerza y produciendo la
generalización de la fuerza que, una vez desarrollada, constituye la
costumbre; después, el esfuerzo sistematizado en la indagación de la
verdad, que necesariamente concluye por hacer biológica la
necesidad de verdad, así objetiva como subjetiva; por último, el
incesante experimento de las propiedades, correlaciones y
dependencias de los dos órganos supremos de la personalidad
humana, la razón y la conciencia.
Si se quiere una razón adicional, la da el desinterés. Ningún
hombre efectivamente consagrado á la ciencia por la ciencia misma,
es decir, á la verdad por la verdad en sí, puede tener en la vida de
relación ningún interés perturbador: el mismo interés de la gloria
debe serle liviano, por la insuficiencia de la gloria en cuanto incapaz
de satisfacer su necesidad de verdad subjetiva, por lo contagiada de
mentira y vanidad que anda la gloria, ni su necesidad de verdad
objetiva, porque la gloria es afanosa y sus afanes ofuscan á la razón y
perturban á la conciencia. Hay, pues, una que podemos denominar
moralidad complexional de la ciencia, que se transmite á sus
cultivadores y los hace espontáneos factores de moral.
En la historia pasada hay alguno que otro nombre científico que es
odioso á la Moral; pero en el movimiento coetáneo de la Historia no
hay nombres más puros ni más limpios ni más honrosos para la
Humanidad que los de las personificaciones de la Ciencia.
Así como antiguamente, y aun hoy, se hacía y se hace de los
filósofos, por su desapego de los intereses vulgares de la vida, la
encarnación del desapasionamiento y la impasibilidad, así puede
hacerse de los científicos la representación viviente de la moral
activa.
No por eso dejan de vivir expuestos á dos influencias malévolas.
Una de ellas es resultante del espíritu de secta, que también hay
sectas en la Ciencia; la otra resulta del espíritu de intolerancia social.
Ambas influencias son dignas de atención, observación y análisis.
El espíritu de secta en la Ciencia es el que niega la posibilidad de
descubrimientos que alteran la noción é interpretación que se tenía
de un orden dado de fenómenos. Cuantas veces un hombre de
ciencia niega à priori la verdad que contradice, aparentemente ó en
realidad, lo conocido por él obedece á ese espíritu de secta, aunque
sólo sea sectario de sí mismo. Cuantas veces una corporación
científica se resiste á incluir en los cánones de la verdad
sistematizada una que no cabe en el sistema de pensamiento ya
formado, ó que de pronto no se puede ó se sabe clasificar entre las
que concurren á formarlo, el espíritu de secta científica es quien hace
el mal.
Cuando Tycho-Brahe niega categóricamente la realidad y la verdad
de las leyes del movimiento planetario á que Kepler da su nombre,
por no haberlo llevado sus minuciosos cálculos al descubrimiento
que hizo con ellos mismos su discípulo, contraría la Moral. Cuando
Cuvier, teniendo por infalible la inducción que le había guiado en sus
pasmosas reconstrucciones de las figuras antediluvianas, se obstina
en todos los tonos, hasta el de la burla y el desdén, en negar y
desautorizar el principio de las transformaciones espontáneas que ha
hecho del nombre de Lamarck y Saint-Hilaire, sus dos ofendidos
competidores, un nombre más glorioso que el suyo ante la verdad y
la justicia de los méritos, incurría en la odiosa inmoralidad de
sacrificar el egoísmo de su gloria científica á dos amigos leales que
habían sido además sus protectores.
Si se descarta de ellas el interés religioso, hostilidad científica,
oposición del sistema de pensamiento á sistema de pensamiento, fué
el que motivó las persecuciones que hicieron á Copérnico tan tímido,
que no se atrevió en vida á publicar la obra que trastornaba el
sistema de Ptolomeo; á Galileo tan inconsciente, que perdió la
conciencia de la verdad que había descubierto.
Los dos tribunales científicos, el de Portugal y el de España, ante
quienes se mandó á Colón para que les sometiera el principio en que
se fundaba su proyecto de ir al Este por el Oeste, aún más que al
miedo de contrastar fundamentos religiosos, obedecieron al miedo
de admitir una verdad que echaba por tierra todo el sistema de
pensamiento que tenían.
El desorden moral que produce ese espíritu de secta científica,
acaso el más patente de todos porque transciende de un modo más
patente á estancamientos ó retrocesos sociales, no ha cesado todavía,
á pesar de las repetidas victorias que el pensamiento nuevo ha
obtenido y obtiene en sus luchas con el pensamiento viejo. Así es
como el nacimiento de la verdad que más hondamente ha de
revolucionar el cuerpo entero de la Antropología y de la Sociología,
se ha señalado por la tenaz oposición hecha por una corporación
científica al fundador práctico y teórico de los estudios que tienen
por objeto el conocimiento de la edad del hombre en el planeta.
Pero las luchas de la Moral con las fuerzas ciegas de la tradición
científica, de ninguna manera se presentan tan malignas, al par que
tan dramáticas, como cuando combaten en las relaciones continuas
de la vida el afán de verdad con la intolerancia de la sociedad.
La sociedad no puede todavía tolerar que haya un deseo de verdad
tan profundo y tan sincero que no se detenga ante ninguna
revelación de la realidad, por formidable que ella sea para el sistema
de pensamiento usual, que es, en cada momento de la Historia, el
heredado de los momentos anteriores. No siempre en el registro de
la realidad se encuentra la verdad, como no siempre se encuentra oro
en el registro de un filón aurífero. Esto, que concluirá por hacer
tolerante con la Ciencia á las sociedades todas, porque concluirá
también por hacer más perfecto el método experimental, debiera hoy
mismo hacerla más propicia al esfuerzo de la razón por aumentar su
caudal de conocimientos positivos. ¿Qué es, en la vida que dentro de
lo absolutamente relativo consumimos los hombres en la tierra, lo
que puede negarse ó afirmarse con perjuicio del bien, que es el fin
práctico de la existencia humana? ¿Las hipótesis acerca de lo
absoluto? Pero si todo lo que los seres relativos podemos, en virtud
del principio de causalidad, es afirmar que debe y puede haber una
causa general de todos los efectos, ¿qué daño puede hacerse al orden
social ateniéndose á un principio de razón, cuando, siendo seres de
razón los asociados, de la característica de nuestro sér hemos de
vivir, fabricando con ella nuestra vida colectiva con todas las
manifestaciones de esa vida?
Esa, que es la más grave, y también la más ociosa de las luchas, es
también la que diariamente origina inmoralidades más repugnantes,
tanto de parte de los que niegan lo que no se puede afirmar ni negar
en conciencia de verdad, cuanto de parte de los que afirman, y en
nombre de la tradición, de la autoridad y del orden que ha resultado
del sistema de pensamiento que sostienen, imponen ó quieren
imponer como una verdad su afirmación. Por parte de los primeros,
esa tendencia científica se hace inmoral, si lastima expresamente, y
por loca ó enfermiza vanidad, las creencias ingenuas y los
sentimientos candorosos. Por parte de la sociedad entera se falta á la
Moral y se coadyuva ciegamente al desorden moral, poniendo un
veto á la actividad de un órgano tan precioso para la realización de la
vida humana como es el órgano de la verdad.
Que se someta á examen la realidad. ¿Qué mal hay en examinar lo
que nuestra naturaleza racional y consciente nos llama con voz
imperativa á examinar y conocer? En cambio, ¿no es un verdadero
mal, un mal sistemático, una inmoralidad de todos, una conspiración
de todos para prolongar el desorden moral, negarse todos, y querer
obligar á algunos á que se nieguen á contemplar, observar, examinar,
escrutar, reconocer y conocer la realidad en que vivimos sumergidos?
Eso no puede hacerse ya en nombre de la religión, porque hay
también una ciencia de las religiones que ha enseñado á respetarlas
como obra secular del sér humano, y una ciencia social que enseña á
tratar de utilizarlas como elemento sociológico.
Si se hace en nombre del sistema de pensamiento que nos lega
cada generación pensante, también hacemos mal, también esa es
obra de inmoralidad, causa también de inútil lucha. No obstante lo
poco que ha pensado el hombre histórico, cuya vida ha transcurrido
en combatir el no pensamiento al pensamiento, la no razón á la
razón, la no conciencia á la conciencia, el esfuerzo de los que han
pensado en la Historia junto con el desarrollo fatal, fisiológico, de la
razón humana, ha hecho que ésta llegue al segundo período, y, tal vez
más exactamente, al primer momento de su segundo período
funcional. En virtud de ese grado de evolución estamos en las
primeras inducciones. Sólo unas cuantas horas, las transcurridas
desde la mañana de este florecimiento, sólo unas cuantas horas
históricas hace que hemos llegado á conocer que la realidad externa é
interna es la fuente de conocimientos á que ha de ir la razón en busca
de la verdad, y sólo unas cuantas horas hace que empezamos á
aplicar el método natural de la inducción, reforzado por el
procedimiento experimental, al estudio de la Naturaleza y al ascenso
de lo conocido á lo desconocido, de la realidad á la verdad, del hecho
al principio, del efecto á la causa. Aún han transcurrido menos horas
históricas desde que sabemos, con Comte, que el órgano de la verdad
es limitado, y que, en consecuencia, la verdad que puede conocer se
limita á las realidades cognoscibles. Aún menos momentos han
pasado desde que se ha pensado en la posibilidad de otro
descubrimiento, que se refiere también al proceder funcional de la
razón.
Y cuando acabamos de llegar á un período de razón, y cuando
todavía no conocemos el órgano mismo de que nos servimos para
descubrir la verdad, ¿habremos de faltar á nuestra naturaleza, al
deber que nuestra naturaleza nos impone, desistiendo de
conocernos, de utilizar nuestros medios de conocimiento, y de
conocer la realidad en que vivimos, y donde reside la verdad que
podemos conocer? Consentirlo sería una inmensa inmoralidad;
querer obligarnos á que consintamos es una inmoralidad aún más
inmensa. Esas son, sin embargo, las horcas caudinas que amenazan
de continuo al pensamiento científico, y por donde él ha de pasar
salvando su moralidad, ó bajo las cuales ha de humillarse,
humillando la Moral.
Felizmente, la edad de las inducciones es edad de firmeza de
razón, y aun suponiendo que los hombres de ciencia no tuvieran la
necesaria para resistir la intolerancia social, que de todo
descubrimiento substancial de la razón humana se escandaliza ó
finge que se espanta, bastará la necesidad de inducir para que
volvamos, cuantas veces nos retiren de ella, á la realidad permanente
de la Naturaleza, en donde hemos de buscar y estamos buscando los
hechos que sirven, que ya han servido y están sirviendo para elevarse
por la cadena de efectos y de causas que liga á la Naturaleza con sus
leyes.
Ese esfuerzo, esa obstinación de la razón humana en sus esfuerzos
es eminentemente moral, porque con ellos concurre al cumplimiento
de los fines humanos, entre los cuales es la verdad tan alto, que sería
el más alto si el hombre no hubiera de probar con el bien y la justicia
de su vida que ha comprendido la alteza de su destino.
Obstar al orden moral es ser inmoral. Quien quiera, individuo,
grupo, sociedad, que sea obstáculo al cumplimiento de su fin por la
razón, es factor de desorden y debe ser condenado por la moral
social.
¡Limitar en sus límites naturales á la razón, y hacerla funcionar
según sus funciones, es inmoralidad, y oponerse al orden natural de
la razón es moralidad! ¿Parece una aberración? Pues tan olvidada
vive la Moral, que eso puede afirmarse y en eso puede fundarse la
intolerancia social para mortificar en el jugo, ya que no puede en la
carne.
CAPÍTULO XXXII

LA MORAL Y EL ARTE

En el Arte, todos son principios para la Moral.


Mientras el artista—y cuanto más inconscio de sí mismo, tanto
mejor para ese fin—se mantiene en la contemplación estética,
ninguna fuente de moral más fácil y abundante que la
contemplación, la admiración y el culto de lo bello. Trae de continuo
á la realidad, porque la realidad es el campo de lo bello, y en esa
operación provoca y facilita la observación y examen del aspecto y las
propiedades externas de las cosas. Haciendo eso, el Arte es
moralizador, porque es educador de muchas fuerzas subjetivas: la
sensación, la atención, la imaginación.
Del culto silencioso de lo bello el artista pasa también en silencio al
amor reflexivo de lo bello, y educa fuerzas no menos subjetivas y aún
más poderosas en el desenvolvimiento de la vida práctica; la
sensibilidad física, la íntima y la sensibilidad estética, forma privativa
de sensibilidad, en que al par se dan el gusto y la originalidad, que
tanto vale como decir comunidad é individualidad. Todo lo que en
este sentido hace el Arte es también favorable á la Moral, por ser
favorable á la cultura de actividades y aptitudes que pueden
concurrir al bien social.
Cuando de la realidad externa entra en la interna, el artista
contempla con arrobamiento un mundo lleno de encantos que más lo
atrae cuanto más penetra en él, y de donde saca los gritos
desgarradores de la lírica, los contrastes patéticos de la dramática,
los cuadros solemnes de la épica, la olímpica expresión de Júpiter, la
austera de Moisés, la virginal de los niños de la Concha, la
completamente humana del cómico de Velázquez ó de los bebedores
de Ticiano; es decir, traduciendo lo interno por lo externo, expresa y
aprende á expresar con exactitud las relaciones que hay entre el
hombre que se ve por fuera y el hombre que vive por dentro.
Los templos-criptas de la India, las titánicas pagodas que tan
sugestiva expresión plástica son del misterio de Brahma y de su
estupenda obra social; las diminutas pagodas, que reproduciendo en
pequeño el recinto del dios grande, lo disminuyen como el dios se
disminuye al mostrarse en alguno de sus atributos accidentales; el
terso, sencillo, inestudiado templo de Confucio, que tan sólidamente
retrata con formas y elementos materiales el pensamiento y la
doctrina también tersos, sencillos é inestudiados del Maestro chino;
aquella iglesia budista de la capital de Birmán, que resulta de la
asombrosa yuxtaposición de construcciones sobre construcciones,
todas idénticas en plan y forma, todas distintas en tamaño, y que
sugieren todas juntas la idea de la poderosa iniciativa y del potente
empeño del reformador; los templos politeístas de griegos y
romanos; la catedral gótica; la mezquita mahometana; el muchas
veces persuasivo templo protestante; la ruca cónica del araucano,
que á millares de millas se reproduce en el bohío primitivo del
yucayo de las Antillas, y con cimiento y materiales de hielo se
presenta entre los esquimales de Groenlandia; la vivienda cúbica que
sirve de modelo á todas las civilizaciones; las imitaciones
arquitectónicas de la Naturaleza, que en fustes, capiteles, cariátides y
metopas se esfuerzan por reunir en el recinto de los dioses, de las
ideas ó de los hombres, la triple encarnación de la vida en el vegetal,
en el animal y en el hombre; castillos feudales, fortalezas, quintas,
museos, bibliotecas, universidades, capitolios, acueductos, viaductos,
puentes, toda la fecundidad artística de la Arquitectura, es una doble
oblación á la Moral; primero, porque consagra á la actividad social de
las ideas, de los sentimientos y de los deberes; segundo, porque
consagra al trabajo y nos presenta en una pirámide de Egipto, en un
teocalí de Méjico, en la calzada monumental de Quito á Chile, el
incesante y devoto sacrificio del trabajo humano, unas veces debido á
la tiránica necesidad de subsistir, otras veces á la brutal arbitrariedad
de los tiranos.
Hasta aquí, la acción social del artista es bienhechora, no porque
siempre sea obra de bien la á que concurre, sino porque el mal de
que sea instrumento de su genialidad estética, culpa no es suya, sino
de las perversiones de sentimientos, ideas ó corrupciones de la
sociedad.
Mas tan pronto como el artista sale de la contemplación subjetiva
de lo bello ó de la ejecución objetiva que corresponde á
manifestaciones de desarrollo social, su papel de moralizador
degenera en papel de corruptor.
El artista, séalo de la palabra ó del sonido, séalo de la paleta ó del
buril, es como aquellos encantadores pedazos de tierra, paisajes
semovientes, que la corriente del Paraná arranca de sus márgenes y
conduce al Plata, de donde van á perderse en las ignoradas lejanías
del Atlántico; van con musgo, hierbas, arbustos, árboles y flores,
pájaros y sierpes, jaguares y lagartos, sombra y luz, islas flotantes
que el morador de la ribera, al verlas pasar tan bellas, tan animadas,
tan incitantes, tan risueñas, suspende extasiado la penosa labor de
cada día, las sigue con mirada anhelante hasta que se desvanecen en
la semitiniebla del horizonte, y creyendo que ha vuelto á perder el
siempre soñado paraíso, suspira y sin lágrimas solloza. Como los
edenes flotantes del Paraná y del Plata, los artistas de todos los
tiempos y países son juguetes de dos corrientes: la una, parecida en
su curso á la del blando Paraná, es la suave, pero vagabunda
corriente de la imaginación y el sentimiento; la otra, dura, rápida,
procelosa como la del Plata, casi siempre azotada por el pampero
atronador, es la corriente de la popularidad. Ambas lo llevan, y
ninguna de las dos lo lleva á fin moral. Por la primera corriente se va
y se llega al culto de lo bello por lo bello, y lo bello por sí mismo no es
moral, antes es sacrificio de medios morales por efectos estéticos.
Por la corriente de la popularidad se va y se llega á la resonancia del
nombre, á la vanagloria y hasta al espejismo de la sana gloria, que
sólo con la muerte se conquista y sólo en la Historia, y no siempre,
irradia; pero á fin moral, es decir, á perfecta realización de la
dignidad humana en el sér individual, ni se va ni se llega por ahí.
El artista va al aplauso como la corriente del río va á la mar. Y ¡ay
del aplaudido! Podrá no ser casquivano, y salvará su moralidad
individual; podrá no ser envidioso, y se evitará faltas y culpas; podrá
no ser sensual, y su vida no será una orgía repugnante; podrá no ser
codicioso, y no sacrificará su dignidad á su peculio; podrá no ser
ingrato, y no afrentará ese vicio á su memoria; pero la moralidad
resultante de su vida no corresponderá nunca ó casi nunca á la
generosidad de su vocación, ni á la grandeza de su profesión, ni á la
dignidad de razón y de conciencia que debe y está llamada á producir
una tan elevada dirección de las fuerzas creadoras como las que da el
artista á su sensibilidad, á su percepción y á su imaginación.
Cultivan las facultades representativas, no las constructivas, y hay
cierta fatalidad en la desproporción que inmediatamente se nota
entre su personalidad intelectual y su personalidad moral.
Ha habido y hay, especialmente en las dos más nobles artes, la
Poesía y la Oratoria, personalizaciones esplendentes del alto fin
moral que tan placentero y tan lógico es presuponer á artes tan
humanas; pero la alegría de las excepciones confirma la tristeza de la
regla general.
Es verdad, por otra parte, que no son tales excepciones los grandes
poetas y grandes oradores que han sido verdaderos grandes
hombres, se quiere decir hombres de constante fin moral, porque las
sumas personificaciones en cualquier actividad de razón lo son por
ser grandes conciencias. También es verdad que ciñéndose al
momento en que vivimos, las influencias desmoralizadoras que
arrastran á oradores y poetas están en razón directa de la fuerza y la
universalidad que el periódico y el telégrafo han dado á la corriente
de popularidad. Apenas en nuestros días hay quien resista á la
corriente, ó quien dejándose arrebatar por ella, conserve presencia
de ánimo bastante para no esclavizarse á la vanidad y para saber que
en las corrientes de la opinión, como en las de las aguas
continentales, todo pasa á medida que pasa la corriente.
No estando en la naturaleza de poetas y oradores el recordarlo,
todo el afán de su vida está en dejarse llevar de esa corriente.
¿Quién no sacrifica á la vanidad? Es natural que seamos todos,
pues la misma vanidad, en cuanto exponente de probatividad, como
llamaron los frenólogos al prurito de aprobación que inquieta á
todos, es un coeficiente de moralidad. Pero, ¿quién sacrifica á su
vanidad sus sentimientos, su voluntad, sus ideas, sus principios, sus
juicios, sus deberes, que merezca el respeto reservado para los que, al
contrario, saben sacrificar su vanidad á su conciencia?
Vanidad, probatividad y espíritu de conservación ponen el germen
de la envidia en todos los corazones, menos en aquellos que
necesitan verse caídos á los golpes de la envidia para convencerse de
que existe. Pero, ¿qué noble corazón cede á la envidia? ¿Qué
conciencia llena de deber puede acceder á sus inicuas sugestiones?
Hechuras de la vanidad y de la envidia, hoy centuplicadas por la
fuerza de expansión que les da el ímpetu de la publicidad, los
artistas, para ser en lo moral tan dignos como con frecuencia son en
lo intelectual, no tienen otro recurso que seguir los impulsos de
vigorosa iniciación en la verdad que lleva nuestro tiempo y ponerse
de buen grado con tanto desinterés del fin exclusivo del Arte como
quepa y cabe en una noción más elevada del Arte, á seguir en su
desarrollo el ideal humano. Ese ideal, que nada tiene de vago, que
nada tiene de informe, que nada tiene de sombrío, que vale por sí
mismo más que el ideal del Arte, puesto que el Arte es también una
parte del ideal humano, contiene abundantemente cuanto el artista
necesita para ser elemento activo de civilización, de moralización, de
humanidad.
Indicios hay de que el Arte vislumbra su destino. ¡Ojalá, para su
bien y el de los fines morales de toda actividad humana que lo vea!
CAPÍTULO XXXIII

LA MORAL Y LA LITERATURA.—LA NOVELA

Nadie pretenderá que es digna de un tiempo de razón creciente una


literatura tan reacia como la de casi todo el siglo XIX. Se excluye la
poesía lírica, no porque haya sido menos corruptora, pues lo exacto
sería decir que los más grandes líricos del siglo han sido los más
grandes corruptores de su tiempo, sino por haberla incluído ya en el
examen de los gérmenes de inmoralidad connatural que lleva el Arte.
Se excluyen también la literatura científica y la histórica: la
primera, por ya tácitamente examinada al hablar de la Ciencia en
general; la segunda, porque reclama un análisis particular.
Por Literatura, para nuestro propósito, no entendemos ahora más
que la novela y la dramática. La novela ha sustituído al devocionario,
y es la lectura de la mitad del género humano que lee en los países de
civilización occidental; la dramática es la escuela de moral objetiva á
que asisten con menos repugnancia los niños, sus padres, sus
deudos, sus sirvientes, sus auxiliares en las mil industrias de la vida,
y sus mil guías directos é indirectos, desde el maestro de las primeras
letras hasta el de la última ciencia, y desde el concejal del
Ayuntamiento hasta el consejero del primer magistrado.
No se puede, por tanto, dar influencia más extensa que la ejercida
por esas dos ramas de la Literatura general.
La novela es necesariamente malsana. Lo es dos veces; una, para
los que la cultivan; otra, para los que la leen. En sus cultivadores
vicia funciones intelectuales, ó, para ser puntualmente exacto,
operaciones capitales del funcionar intelectual. En los lectores vicia,
á veces de una manera profunda, irremediable, mortal, la percepción
de la realidad. En unos y otros determina un estado enfermizo, que
se caracteriza por un apetito desarreglado de sensaciones y por una

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