Autora: Maria del Carmen de la Fuente: Directora de la Fundación Migra Studium y coordinadora del Servicio Jesuita a Migrantes en España
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Esta afirmación, que ya conocíamos, la hemos podido confirmar tras un año marcado por la pandemia de la Covid-19. Por un lado, por la extensión del virus por cada rincón del planeta sin que nada haya podido detenerlo. Por otro, porque las medidas de limitación de la movilidad para intentar frenar su propagación, la obligación de no movernos, han provocado un desconcierto y un sufrimiento que muchas personas no habíamos sentido antes. Y en último lugar, porque las consecuencias de este paro involuntario y repentino son de un alcance tal que aún no podemos dimensionar adecuadamente, del cual es difícil hacernos cargo y que afecta a todos los niveles (social, político, económico, psicológico...).
Centrando la mirada en el hecho de la movilidad humana, diríamos que este tiempo hemos constatado lo que la historia ya nos había mostrado: el movimiento es inherente a la condición humana, de modo que cuando algo nos impide movernos, perdemos algo esencial e, incluso, sentimos nuestra existencia amenazada. La humanidad ha estado siempre en movimiento; de hecho, el mundo que tenemos hoy es fruto de una sucesión de desplazamientos producidos de forma continuada en el tiempo, fruto de los movimientos migratorios. Los grupos humanos en general, y las personas en particular, han dejado sus casas, sus lugares de origen, para establecerse en otros territorios por razones diversas como las relacionadas con la supervivencia, el reencuentro con seres queridos, la mejora de las condiciones de vida o la búsqueda de un futuro diferente, los cambios demográficos, los conflictos, la violencia o las persecuciones de grupos sociales o personas. Hasta el punto que nosotros, todos y todas, podemos hablar de la experiencia de migrar como propia, ya sea porque lo hemos vivido en primera persona o porque lo han hecho otros en nuestra familia, hace más o menos tiempo.
Los datos corroboran que, hoy, la humanidad sigue en movimiento. En el mundo hay 281 millones de migrantes internacionales, es decir, personas que viven en un país distinto de su país de origen. Esta cifra es la más elevada de los últimos años (aunque en 2021 se espera un cambio de tendencia causado por la pandemia de la Covid-19) y supone el 3,6% de la población mundial.[1] De todos los migrantes internacionales, el 31% se encuentra en Europa, el 31% en Asia, el 26% en el continente americano, el 9% en África y el 3% en Oceanía. La edad media de las personas migrantes en el mundo es de 39 años, el 48% son mujeres y el 73% se encuentra en “edad de trabajar” (entre los 20 y los 64 años).
Pero si aceptamos el movimiento como inherente a la humanidad, si lo reconocemos presente a lo largo de la historia, si es una constante que llega hasta nuestros días y con vocación de continuidad, nos surgen algunas preguntas: ¿por qué decimos que las migraciones son un hecho relevante de nuestro tiempo? ¿Por qué seguimos cuestionando el derecho de las personas a moverse? ¿De dónde surgen los discursos que asocian migraciones a amenaza? ¿Por qué los estados dedican tantos recursos a evitarlas? ¿Por qué tantas personas siguen muriendo durante el trayecto migratorio? Aunque no existe una respuesta fácil y clara para estas preguntas, podemos aportar algunas claves que nos permitan acercarnos a estas cuestiones y nos ayuden a comprender por qué la movilidad humana es un reto de la sociedad actual.
Vivimos en un mundo desigual, donde la distancia entre las personas que disponen de más recursos para vivir y las que disponen de menos es cada vez mayor (el 1% más rico de la población posee más del doble de riqueza que 6.900 millones de personas).[2] Esta desigualdad tiene consecuencias, como el hecho de que la vida en algunos lugares del planeta haya devenido imposible, porque hemos aceptado descartar territorios enteros y con ellos, a las personas que los habitan. Se trata de situaciones injustas, puesto que en muchas ocasiones la inhabitabilidad tiene que ver con causas externas a la población que vive en ellas, un ejemplo claro son los desplazamientos por causas relacionadas con los desastres naturales y el clima, que en el año 2019 afectaron a 24,9 millones de personas.[3] Al mismo tiempo, es un cambio climático que hemos aceptado como "necesario" o "inevitable" para sostener nuestros niveles de consumo y de vida. Es decir, para que una parte del mundo pueda vivir como quiere vivir, otra parte no puede vivir, y lo que es más preocupante, no parece que haya alternativas ni voluntad para generar un cambio.
Esta desigualdad se da en un mundo globalizado donde todo circula (los recursos y mercancías, las personas, la información) y donde todo se exhibe. No es una situación que se pueda o se quiera ocultar, al contrario, cada vez es más fácil que las personas desde cualquier lugar del mundo tengan información instantánea de lo que sucede en cualquier otro lugar. Y de esta manera está al alcance de todos comparar formas y condiciones de vida, valorar las oportunidades disponibles y proyectar las que podríamos tener en otros lugares. Es decir, es una desigualdad conocida y reconocida, tanto para quien la genera como para quien la padece.
En este escenario de desigualdad visible y falta de alternativas, se dan dos movimientos: por un lado, la sociedad “descartada” busca la forma de cambiar su situación ya menudo, la forma de hacerlo es a través de iniciar un proceso migratorio; por otro lado, la sociedad “privilegiada” siente la necesidad de proteger su bienestar y a menudo, la forma de hacerlo es construyendo muros. Estos muros toman formas diversas y son más o menos visibles:
Tienen por objetivo frenar físicamente la entrada de personas en un territorio. En Europa tenemos un claro ejemplo en la Frontera Sur, pero este es uno más de los muros que existen hoy en el mundo y que, de hecho, no han dejado de construirse: en los últimos 30 años se han multiplicado por 10 los muros en las fronteras de todo el mundo.[4] La realidad nos dice que estos muros son incapaces de frenar a las personas que han tomado la decisión de migrar, pero también las obligan a buscar vías alternativas para poder cruzar las fronteras, rutas migratorias a menudo controladas por mafias y en las que se ven obligadas a arriesgar su vida (en 2020 las muertes en las rutas migratorias hacia España aumentaron un 143% respecto al año anterior).[5]
Las personas que consiguen llegar a su destino no terminan en este punto su proceso migratorio, al contrario, siguen encontrándose con fronteras, que son invisibles, pero que dificultan hacer realidad su proyecto vital. Centrándonos en el caso de España (que es similar al de otros países) estas fronteras toman forma de normas y leyes que, en lugar de poner en el centro la vida, someten a las personas a verdaderas carreras de obstáculos para conseguir algo básico como ejercer sus derechos y disfrutar de una vida digna. El resultado es que estas personas viven abocadas a la exclusión social y la supervivencia, tal y como lo indican algunos datos de nuestro contexto:[6]
- Entre la población de origen migrante que vive en España, y que representa el 16,32% del total de la población, las tasas de riesgo de pobreza y de paro de la población de origen inmigrante (59% y 23%) superan alas de la población española (23% y 17%).
- El 75% de los trabajadores inmigrantes realizan tareas que se sitúan en la parte más baja de la estructura ocupacional, en sectores como el trabajo de los hogares y los cuidados, la construcción, la hostelería o la agricultura (por otra parte, definidos como esenciales). Solamente el 25% están ocupados en el sector de los servicios de media o alta calificación.
- El 11% de las personas inmigrantes trabajan informalmente (sin contrato) y el 40% lo hace con contratos temporales (el doble que en el caso de las personas españolas).
La situación se agrava para las personas en situación administrativa irregular, las que acostumbramos a llamar “sin documentación” o “sin papeles” y que, aunque en España no existe ningún registro y por tanto no sabemos cuántas son, en el año 2019 se calculaba que llegaban a ser entre 390.000 y 470.000 personas.[7] Vivir en la irregularidad conlleva vivir en una desprotección total, con el miedo de ser expulsado y sin recursos económicos por la imposibilidad de acceder a un contrato de trabajo. Esta situación es difícil de superar, ya que para ello hay que esperar un mínimo de tres años para acceder al procedimiento llamado "de arraigo social", que entre otras condiciones requiere que la persona disponga de una oferta de trabajo para un año y a jornada completa (una cuestión que cada vez es más difícil).
Cuando las personas migrantes llegan a las ciudades y pueblos, lo hacen con sus ideas, patrones culturales, creencias y valores. Es decir, las personas que migran no lo hacen solo con su capacidad de trabajo, lo hacen con toda su vida y también con su historia. Esto conlleva un incremento de la diversidad que no siempre es vista como oportunidad y que puede generar como respuesta la indiferencia o el rechazo. Ambas respuestas tienen como origen el miedo. El miedo al que es diferente, al que viene de lejos y, en el fondo, el miedo a que “mi mundo” cambie, a perder lo que tengo por tener que ceder a quien viene de fuera.
El miedo es una emoción legítima, pero se puede alimentar o deconstruir. Hacer una cosa o la otra posibilitará construir una sociedad diferente y permitirá imaginarnos como un nosotros o mantenernos en el “nosotros” y “ellos”. Es una cuestión urgente preguntarse cuál es el futuro que deseamos. ¿Queremos vivir teniendo miedo a las personas con las que convivimos y con las que conviviremos? Más aún, ¿queremos vivir teniendo miedo a lo que somos, humanidad en movimiento?
[1] Portal de Datos Mundiales sobre la Migración del International Organizations for Migration (OIM) https://migrationdataportal.org/
[2] Lawson, M., Parvez, A., Harvey, R., Sarosi, D., Coffey, C., Piaget, K., & Thekkudan, J. (2020). Tiempo para el cuidado. Oxfam Internacional. https://www.oxfam.org/es/informes/tiempo-para-el-cuidado
[3] Observatorio de Desplazamiento Interno (IDMC). (2020). INFORME MUNDIAL SOBRE DESPLAZAMIENTO INTERNO. https://www.internal-displacement.org/sites/default/files/inline-files/G...
[4] Ruiz Benedicto, A., Akkerman, M., & Brunet, P. (2020). Mundo amurallado, hacia el Apartheid Global (Informe 46). Centre Delàs d’Estudis per la Pau, Transnational Institute (TNI), Stop Wapenhandel y Stop the Wall Campaign.
[5] Colectivo Caminando Fronteras. www.caminandofronteras.org
[6] Rua, A. (2021). Un arraigo sobre el alambre. Fundación FOESSA.
[7] Fanjul, G., Fundación porCausa, Universidad Carlos III de Madrid, & Gálvez-Iniesta, I. (2020). Extranjeros, sin papeles e imprescindibles: Una fotografía de la inmigración irregular en España. https://porcausa.org/wp-content/uploads/2020/07/RetratodelairregularidadporCausa.pdf
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