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La ira de los caídos
La ira de los caídos
La ira de los caídos
Libro electrónico174 páginas3 horas

La ira de los caídos

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Información de este libro electrónico

Llevan siglos vagando entre nosotros. Privados de sus recuerdos, de su identidad. Solo son instrumentos con un macabro fin.

Quizás te hayas topado con alguno de ellos; cuidado, esconden un oscuro secreto en su interior.

Ven conmigo, yo te lo mostraré.

Descubre el amor, la traición, la venganza. Vive la rebelión.

¿Qué dice la crítica?

Reseña en el blog "Del lapicero al teclado": Lo que más destaco de esta novela es el tratamiento de la trama: me impresionó mucho cómo todos los personajes, aparentemente inconexos, que aparecen en las primeras páginas iban encajando poco a poco en la historia... El texto en sí, la narración, está también muy cuidado: tiene un estilo sencillo de leer (dicen que esta es la manera más difícil de escribir) y sin artificios.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento12 mar 2015
ISBN9781310159008
La ira de los caídos

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La ira de los caídos - Daniel Granados Rodriguez

LA IRA DE LOS CAÍDOS

DANIEL GRANADOS RODRÍGUEZ

© 2014 Daniel Granados Rodríguez.

1ª edición

Impreso en España / Printed in Spain

Todos los derechos reservados

Exp: 1403170373711

https://resources.safecreative.org/work/1403170373711/label/barcode2-150

Capítulo I

Sombra miró a la figura que descansaba sobre la cama, sumida en un sueño agradable y sereno. La oscuridad no le permitía ver el rostro de aquella mujer, aunque sabía que era joven. Demasiado joven para morir de aquella manera.

Tocó con la punta de los dedos el collar que el hombre de negro había colocado sobre su cuello hacía unas horas. Se concentró unos segundos en el placentero peso del cristal; el calor que irradiaba sobre su piel, como el sol de invierno después de una tormenta. Sin embargo, esa paz que transmitía el cristal no conseguía mitigar el dolor de la incertidumbre.

<< ¿Quién soy?>>, se preguntó a sabiendas de que no obtendría respuestas. Sus recuerdos estaban sepultados bajo un manto de tinieblas. Quizás hubiese tenido hijos en otro tiempo, una familia... Ahora no podía recordar nada de aquello, ni siquiera su nombre.

Cuando intentaba buscar en los rincones de su memoria, solo acertaba a verse como un vagabundo alcohólico que se arrastraba por las calles; durmiendo bajo cartones, pidiendo limosnas para comprar otra botella que calmase su dolor.

Tenía algunos amigos, o al menos, conocidos con los que compartir algún que otro fuego para combatir el intenso frío de la noche. Hombres y mujeres como él, desechos que nadie echaría de menos si algún día se quedaban dormidos entre cartones para no volver a despertar. Personas que no tenían nombre, solo apodos que se habían labrado en la calle. El Rata, el Navajas, la Gata... Ellos habían decidido olvidar sus nombres para cortar con todo lo que pudiera recordarles que en otros tiempos habían tenido una vida mejor; sin embargo, la Sombra, como le había apodado el Rata porque nunca hablaba y se limitaba a observar desde algún rincón oscuro, no había elegido olvidar su nombre; al contrario que los demás, él se arrastraba por el mundo corroído por la necesidad de saber quién era.

El fuego que le abrasaba la sangre le sacó de sus pensamientos. Notó el impulso en su interior, la necesidad de hacer lo que debía; lo único de lo que estaba seguro era de que debía matar a aquella mujer, aunque no sabía el porqué.

Dio un par de pasos hacia la cama y pudo ver el rostro de la chica en la penumbra. No debía tener más de treinta años. Sus rasgos eran suaves y delicados y un gesto de serenidad acompañaba sus sueños. A Sombra le pareció hermosa.

La observó durante unos segundos, intentando retrasar lo inevitable; sin embargo, cuanto más cerca estaba de ella más le ardía el pecho, como si alguien le clavase un hierro al rojo vivo. Suspiró con fuerza y alzó el cuchillo. El reflejo de la hoja de cristal cortó la oscuridad; era lo que debía hacer, no podía luchar contra los designios del hombre de negro. Él se lo había susurrado al oído y su palabra era la ley. Su palabra...

La puerta de la habitación se abrió de golpe y la luz se encendió. Quedó cegado durante unos segundos, aunque pudo ver fugazmente a un niño pequeño en la puerta del dormitorio, chillando y llorando. Aquello distrajo su atención el tiempo necesario para que la mujer se incorporase alarmada y le diera un empujón. Cayó al suelo y observó a la chica desaparecer corriendo; los tatuajes del brazo le escocían con mucha más intensidad y el pecho parecía a punto de estallarle. Su mente, nublada y borrosa, sabía lo que debía hacer para calmar aquel dolor.

Bajó la escalera como un perro rabioso. La puerta de entrada estaba abierta, salió corriendo y oteó la oscuridad de la noche. A unos cincuenta metros vio una figura corriendo calle abajo.

Helen corría todo lo rápido que sus piernas le permitían. Llevaba a Thomas entre sus brazos, iba descalza y los pies le dolían a cada paso que daba; pero no podía detenerse, tenía que seguir corriendo, debía hacerlo para poner a salvo a su pequeño.

No había tenido tiempo de llamar a la policía. Solo pudo pensar en correr, escapar de la casa y llegar a un lugar seguro. Su única opción era llegar al Paradise Market, un pequeño comercio que abría las veinticuatro horas.

Las pisadas del hombre se oían con más claridad a su espalda. <>.

Llegó hasta el final de la calle principal y dobló hacia la derecha. Las casitas de madera que flanqueaban la calle, con sus preciosos jardines y sus vallas de abeto, proyectaban sombras alargadas sobre el suelo. Aquel barrio residencial, que siempre le había resultado tan cálido y acogedor, ahora le parecía un lugar frío y solitario.

Thomas lloraba sobre su hombro. Se obligó a ignorar el dolor que atenazaba sus pies, ensangrentados por el roce con el asfalto y aligeró el paso todo lo que pudo. No entendía lo que estaba pasando, no conocía a aquel hombre y no encontraba ningún motivo para que quisiese asesinarla; supuso que los psicópatas no necesitaban ninguna razón para querer matar.

Pudo escuchar las pisadas muy cerca, lo tenía encima.

Volvió a girar al final de la calle y pudo ver las luces del Paradise Market brillando en la oscuridad. A Helen no le gustaba aquella tienda, ni la clase de clientes que tenía a esas horas de la madrugada; sin embargo, en esos momentos, le parecieron la cosa más bonita que había visto en su vida.

Chilló todo lo fuerte que pudo, con la esperanza de que el dependiente pudiese oírla, pero sabía que aquello era inútil. No podría oír sus gritos desde esa distancia; aún así, volvió a gritar sin dejar de correr.

Casi podía acariciar las luces cuando algo la golpeó en las piernas y cayó de bruces. Se incorporó como pudo y se arrastró a cuatro patas sobre el pequeño cuerpecito de Thomas, que había salido despedido a un par de metros. El niño la miró con el rostro cubierto de lágrimas.

La sombra de aquel hombre, alargada y siniestra, cubrió su rostro. Helen le miró con los ojos vidriosos, encharcados en lágrimas.

<<¿Por qué...?>>, se preguntó Sombra mientras observaba a la chica tirada sobre el asfalto, con el rostro deformado por el miedo, agarrando a su hijo como si le fuese la vida en ello. Todo su cuerpo le incitaba a matarla de inmediato; sin embargo, una voz dentro de su cabeza se negaba a hacerlo. Aunque no era una voz clara; era un eco que nacía en el interior de su mente, un susurro apagado que le causaba dolor. Alguien encerrado dentro de su cabeza.

— Lo siento —acertó a decir.

Un sentimiento de rabia e impotencia le recorrió desde la cabeza a los pies; debía hacerlo, la sangre le hervía. Su cuerpo y sus manos no le pertenecían.

— Él vivirá —dijo apartando al niño de un empujón—. Solo me llevaré tu alma.

Helen miró a su hijo intentando tranquilizarlo. Sabía que Thomas no moriría aquella noche y con eso le bastaba para afrontar la muerte. Una última lágrima recorrió la mejilla de Helen mientras el cuchillo surcaba el aire. Su cuello se tiñó de rojo y un instante después se desplomó sobre el suelo, dibujándolo de un intenso color carmesí.

Sombra se marchó sin mirar atrás. A su espalda, pudo oír a Thomas intentando despertar a su madre.

<>.

Como cada mañana, la vida bullía inquieta por los rincones de la universidad; encarnada en risas, conversaciones, amores y desamores de unos jóvenes que apenas estaban empezando a vivir.

Dos chicos con ropa deportiva se afanaban en decidir quién era el mejor jugador del equipo de básquet. Varias chicas gesticulaban y cuchicheaban sin apartar la mirada de ellos. Junto a la puerta del conserje, un estudiante con el pelo largo y un cierto aire retro colgaba panfletos sobre el calentamiento global.

Eva le observó con aire divertido mientras terminaba de guardar los libros en su taquilla. Un segundo antes de cerrarla, una mano le apretó con fuerza el hombro. Dio un respingo y el corazón le latió más fuerte de lo normal durante unos segundos.

— Vas a matarme un día de estos —protestó al ver a Linda tras ella.

— Solo tienes veinte años y ya eres una vieja gruñona.

Varios chicos saludaron a Linda al pasar. Esta sonrió con la alegría y seguridad de quien se siente cómodo en su cuerpo. Eva les miró, pero ninguno la saludó.

Linda tenía los ojos muy grandes, color miel, en forma de pequeñas almendras ligeramente rasgadas. Su piel oscura y sus rasgos afroamericanos le conferían un aire exótico que no dejaba indiferente a nadie. Su pelo, negro azabache y ligeramente ondulado, caía en una graciosa cola sobre su espalda. No había duda de que era una chica muy guapa, aunque Eva sabía que el carácter extrovertido y alegre de Linda era lo que marcaba la diferencia entre ellas dos.

Eva no era muy habladora, incluso a veces podía parecer fría y distante. Linda era su única amiga de verdad y, aunque a veces la envidiaba por la facilidad que tenía para hacer amistades, en el fondo la quería como si fuese su hermana.

— ¿Hay alguien a quien no conozcas? —replicó Eva con rencor.

Cerró la taquilla y comenzó a andar hacia el aula de Historia.

— Vamos —contestó Linda mientras la seguía por el pasillo—. Tú eres muy antipática con los chicos. Te vendría bien salir más, conocer a otras personas.

Eva bajó la cabeza y clavó la mirada en el suelo.

Recordó aquella ocasión en que Walter la invitó al baile del instituto. En aquellos tiempos, ella estaba loquita por él. Llevaba varios meses sin poder dejar de lanzarle miradas furtivas, deleitándose con cada gesto de su cara, estudiando su sonrisa con precisión milimétrica; sin embargo, jamás fue capaz de hablar con él.

Y así fueron pasando los meses: ella espiándole en silencio; él, ignorante de que aquella chica de ojos azules y larga melena rubia sería capaz de vender su alma al diablo para que le dedicase tan solo unas palabras amables.

Entonces ocurrió lo que Eva nunca hubiese llegado a imaginar ni en el mejor de sus sueños: un par de días antes de la fiesta de fin de curso, el chico de pelo revuelto y profundos ojos grises la invitó al baile.

Cuando le tuvo delante, se puso tan nerviosa que casi se olvidó de respirar. El corazón se le aceleró y las manos se le empaparon con un sudor frío y desagradable. Se sintió como una niña pequeña que observa extasiada el vuelo de una pompa de jabón; deseando poder cogerla, pero temerosa de reventarla si la toca. Deseaba con todo su corazón ir al baile con Walter, pero el miedo a defraudarlo y la inseguridad que crecía en su interior como una mala hierba le impedían disfrutar de aquel momento que tanto había esperado...

... Finalmente le dijo que no.

Eso fue hacía un par de años, días antes de la graduación; desde entonces no había vuelto a ver a Walter.

— No necesito conocer a nadie.

— Esta noche Casie va a celebrar una fiesta en su casa —respondió Linda cogiéndola del brazo—. Voy a ir y tú vendrás conmigo.

Eva la miró fijamente. Quería estudiar, leer un rato... Estar sola, como siempre. Pero Linda era su mejor amiga, su única amiga, y sabía que si seguía rechazando sus invitaciones la perdería.

— No sé si será buena idea...

— Vamos, vendrá Walter... Supongo que no lo has olvidado.

Eva abrió mucho los ojos. El corazón le latió tan fuerte que pensó que el eco retumbaría en los pasillos del campus. Un remolino de sensaciones encontradas comenzó a agitarse en su interior: quería ver a Walter, pero por otro lado le daba vergüenza encontrárselo cara a cara. La bola de hielo que se había formado en su estómago la incitaba a huir de aquella situación, a esconderse en la tranquilidad de su habitación; pero no quería rechazar de nuevo a su amiga...

— Está bien —contestó dudando de que aquello fuese buena idea.

Linda dio dos saltitos y aplaudió con una efusividad que a Eva le pareció exagerada.

— ¿Te recojo?

— No hace falta Linda, puedo ir sola.

— Vale, a las diez en casa de Casie. Si tienes algún problema o quieres que vaya a buscarte, llámame.

Eva asintió y entró en el aula de Historia. Llegaba unos minutos tarde y, lo peor, estaba algo aturdida por los nervios que aún se empeñaban en enroscarse en su estómago. Respiró hondo e intentó centrarse en las explicaciones del señor Brown. Iba a ser un día muy largo.

Lo cierto es que no se sentía cómoda rodeada de gente, y por otro lado estaba Walter. Aquel chico le gustaba de verdad,

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