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En brazos del enemigo: Nuevas vidas (5)
En brazos del enemigo: Nuevas vidas (5)
En brazos del enemigo: Nuevas vidas (5)
Libro electrónico183 páginas3 horas

En brazos del enemigo: Nuevas vidas (5)

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Información de este libro electrónico

La creía culpable de un delito... y aun así la deseaba más que a nada en el mundo

El detective Bryce Collins iba a atrapar al culpable de haber vendido medicinas de manera ilegal... aunque todo indicara que la responsable no era otra que su novia del instituto, la doctora Mari Bingham. Aquella mujer ya le había roto el corazón una vez y Bryce no estaba dispuesto a permitir que lo hiciera de nuevo. Pero mientras la perseguía en busca de respuestas, se dio cuenta de que no estaba preparado para la ternura de sus besos, la emoción que reflejaban sus ojos o el efecto de su confesión. Porque si Mari estaba diciendo la verdad... significaba que nunca había dejado de amarlo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 nov 2012
ISBN9788468711812
En brazos del enemigo: Nuevas vidas (5)
Autor

Pamela Toth

When she was growing up in Seattle, USA bestselling author Pamela Toth planned to be an artist, not a writer. She majored in graphic design at the University of Washington. It was only after her mother, a librarian, had given her a stack of Harlequin romances that Pam began to dream about a writing career. Her plans were postponed while she raised two daughters and worked full time. After being laid off from her job, fate stepped in. A close friend was acquainted with mystery writer Meg Chittenden, who wrote for the Superromance line at the time. Meg steered Pam to a fledgling local chapter of Romance Writers of America, but it still took three years and several false starts before her first book sale. For the next 20 years, she belonged to a close-knit group of published writers while penning romances for several lines at Harlequin and Silhouette. A year after her divorce, a chance remark by an acquaintance led her to a coffee date with her boyfriend from high school. After spending three decades apart, they are now happily married in a condo near Seattle with a view of Mt. Rainier and a new Birman kitten named Coco. When Pam isn't traveling with her husband, who recently retired, she loves spending time with her two grown daughters, serving on the board of her condo association, antiquing, gardening, cross-stitching and reading. The stack of books beside her chair includes thrillers, mysteries, women's fiction and biographies as well as romances by her favorite authors. Her future plans include a cruise to Alaska and learning to quilt - and writing more romances, of course.

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    En brazos del enemigo - Pamela Toth

    Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2004 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

    EN BRAZOS DEL ENEMIGO, Nº 1529 - noviembre 2012

    Título original: In the Enemy’s Arms

    Publicada originalmente por Silhouette® Books

    Publicada en español en 2005

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

    Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

    ® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    I.S.B.N.: 978-84-687-1181-2

    Editor responsable: Luis Pugni

    Conversión ebook: MT Color & Diseño

    www.mtcolor.es

    Capítulo 1

    Qué hace «él» aquí?

    Mientras Mari Bingham se quitaba los guantes, miró al detective que había al otro lado de la mampara de cristal. Tenía la impresión de que cada vez que se daba la vuelta, incluso en la clínica de obstetricia de la que era directora, Bryce Collins estaba allí, observándola. Si no fuera policía, lo habría demandado por acoso.

    —Está esperando para hablar con usted —la recepcionista bajó la voz—. ¿Va todo bien, doctora Bingham?

    —Claro, Heather. Todo va bien —Mari forzó una sonrisa. Había llegado a la clínica a las dos de la madrugada y ya era medio día. Aunque era la directora, seguía viendo a pacientes. El júbilo de ayudar a traer al mundo a un bebé sano compensaba la escasez de horas de sueño, pero ese parto había sido largo y las últimas semanas habían sido duras para ella.

    Mari tenía la intención de encararse al detective Collins, pero no allí, ni en ese momento, y no sin una dosis de cafeína que agudizara sus sentidos.

    Tras salir del paritorio, había ido derecha a buscar un café, sin arreglarse. Debía tener un aspecto horrible: el rostro pálido y brillante, el moño deshecho y la bata verde manchada y arrugada.

    Sabía, por experiencia previa, que un aspecto impecable no habría evitado la actitud defensiva que le provocaba el hombre que se acercaba a ella con la determinación de un puma acechando a una gacela. Llevaba semanas persiguiéndola.

    A pesar de los rumores y las conjeturas que la rodeaban, ella se negaba a cooperar y hacer el papel de víctima. Anhelaba que se acabara la investigación, que encontraran a los culpables y limpiaran su reputación.

    —Por favor, lleva al detective a mi oficina —le dijo a Heather, viendo a Bryce a punto de tropezar con un niño que empujaba un carrito de la compra por la sala de espera—. Iré en un minuto.

    Le daba igual cuánto tiempo llevase esperándola. Tras su último intento de interrogarla, debía saber que la Clínica Obstétrica Foster era un lugar muy ajetreado. Necesitaba desesperadamente un café y un bollo. Aparte de las diminutas pastillas de menta que siempre llevaba encima, no había comido nada desde la noche anterior.

    Mientras escapaba, Mari ahogó un bostezo. Hacía tiempo que no dormía bien, ni siquiera las noches que no tenía que atender un parto de madrugada. La estaba agotando la preocupación de que alguien de la clínica estuviera robando medicamentos estupefacientes y además intentase que la inculparan a ella. Lo último que necesitaba era otra visita de Bryce Collins.

    Sabía que él había dejado de amarla mucho tiempo atrás, pero le parecía imposible que aún estuviera tan resentido como para enviarla a la cárcel, por algo de lo que no era culpable.

    El detective Collins había estado observando a Mari a través de la mampara de cristal. Vio cómo la recepcionista de pelo color azul eléctrico le daba la poco grata noticia de su presencia. Mientras se ponía en pie, su mirada se cruzó con la de Mari. Parecía cansada.

    Se preguntó si su obvia fatiga se debía a su profesión. Él no había apoyado su deseo de estudiar Medicina y convertirse en obstetra. De hecho, cuando eran jóvenes, Bryce había hecho todo lo posible por disuadirla. A juzgar por su aspecto en ese momento, su trabajo le estaba pasando factura.

    Bryce admitió para sí que quizá «su» investigación también tuviera parte de culpa. Se preguntó si serían los remordimientos de conciencia los que le quitaban el sueño. Tal vez sentía lástima por las pacientes que habían sido víctimas de un cambio en su medicación, o simplemente temía que la atraparan suministrando drogas al mercado negro.

    Estaba empeñado en encontrar respuestas, por eso llevaba una hora esperándola, rodeado de mamás, bebés y niños que gateaban y corrían por la sala. Uno de ellos acababa de restregarle una galleta por el pantalón.

    Habría preferido estar persiguiendo a un sospechoso por un callejón oscuro lleno de perros de presa.

    En vez de esperarlo, Mari se alejó apresuradamente. Maldiciendo entre dientes, estuvo a punto de derribar a dos niños mientras corría hacia ella. La recepcionista de pelo azul lo detuvo. Bryce miró el nombre que llevaba prendido en la bata.

    —Heather, te dije que quería hablar con la doctora Bingham —dijo, intentando controlar su impaciencia.

    —Me pidió que la esperase en su despacho. Lo acompañaré allí y la doctora se reunirá con usted.

    —Fantástico —contestó él, dejando que su enfado saliera a relucir—. No tengo nada mejor que hacer con mi tiempo. Me encantan las manchas de galleta babeada.

    Los ojos de Heather se abrieron con sorpresa. Soltó un resoplido y giró sobre sus talones, sin dejarle otra opción que seguirla.

    El caso estaba recibiendo mucha publicidad y él había crecido en Merlyn County, así que todos lo reconocían. Ignoró las miradas curiosas de las pacientes y las de desaprobación del personal, y centró su mente en entrevistar a su principal sospechosa.

    Heather abrió una puerta con una placa que decía: Marigold Bingham, Directora. Le cedió el paso y lo miró con ojos fríos como el hielo, pero él pensó que hacían juego con el tono azul de su pelo.

    —Puede esperar aquí —le dijo—. ¿Quiere café?

    Cualquier cosa que sirvieran en la clínica tenía que ser mejor que la bazofia de la comisaría, pero Bryce se resistió a la tentación, no quería distraerse.

    —No, gracias —rechazó, a su pesar.

    A ella parecía preocuparle que curioseara en la mesa de Mari, porque se quedó parada con la mano en la puerta. Finalmente, se marchó cuando él se sentó y sacó su cuaderno de notas del bolsillo.

    Por desgracia, no podía tener en cuenta la obvia lealtad de los empleados de la doctora Bingham como indicativo de su inocencia. La cruda realidad era que alguien de la clínica estaba robando Orcadol, un moderno y potente analgésico que se prescribía con receta, y vendiéndolo en el mercado negro. Desde un punto de vista personal, y porque conocía a Mari desde hacía años, le costaba creer que pudiera estar involucrada en algo tan despreciable como el tráfico de estupefacientes. Pero su deber, como detective de la oficina del sheriff de Merlyn County, era investigar la evidencia que apuntaba inequívocamente en su dirección.

    Se pasó la mano por la mandíbula rasposa, necesitaba afeitarse. Había estado trabajando desde el amanecer, investigando un soplo relacionado con otro caso, pero los sospechosos no habían aparecido. Algunas veces su trabajo era insoportable.

    El sheriff Remington empezaba a impacientarse con la falta de progresos en el caso del Orcadol. Esa misma mañana le había pedido un informe, pero él no había tenido mucho que decir.

    A lo largo de su carrera, Bryce había visto muchas veces los estragos que causaban las drogas; vidas echadas a perder, crímenes cometidos para financiar el vicio, familias destrozadas y niños que nacían afectados por la drogadicción. Le parecía imposible que alguien como Mari, que se había comprometido a salvar vidas, fuera responsable del incremento del tráfico ilegal de Orcadol, Orquídea, como lo llamaban en la calle.

    Ya nada sorprendía a Bryce. La avaricia era una motivación poderosa, y se decía que Mari estaba desesperada por obtener dinero para la construcción del proyecto de sus sueños, un centro de investigación biomédica. Lo corroía el pensar hasta qué punto estaba dispuesta a llegar para conseguirlo.

    Para no perjudicar su propia carrera, no tenía otra opción que dejar a un lado sus dudas personales y tratarla exactamente igual que a cualquier otro sospechoso. En su opinión, siempre sería preferible investigarla él a dejar el caso en manos del otro detective de Merlyn County, Hank Butler. Al menos, eso la protegería de ser víctima de conductas policiales descuidadas, atajos cuestionables o, aunque eran rumores no probados, la falsificación de evidencia incriminatoria.

    —Doctora Bingham a Neonatal, doctora Mari Bingham acuda a Neonatal, aviso urgente.

    Mari estaba en el umbral del despacho cuando oyó el aviso que la reclamaba en el hospital, contiguo a la clínica.

    —Lo siento, pero tengo que ir al hospital —le dijo, a Bryce, que empezaba a ponerse en pie. Sintió alivio por la excusa pero también preocupación.

    Esa misma mañana, Milla Johnson, una de las comadronas, le había hablado de uno de sus casos. La paciente, embarazada de apenas veinticuatro semanas, tenía pinchazos. Su marido iba a llevarla para un reconocimiento y Milla estaba preocupada.

    —¡No te vayas! —ordenó Bryce—. Ya llevo demasiado tiempo esperando.

    —Por lo visto no, detective —lo contradijo ella—. Volveré en cuanto pueda —ignoró su maldición y se apresuró por el pasillo hacia el corredor de cristal que unía la clínica y el hospital.

    Tiempo atrás, él se había negado a esperarla, era justicia histórica que lo hiciera ahora.

    Bryce se dejó caer de nuevo en la silla y empezó a revisar sus notas, deseando no haber rechazado la taza de café. Hizo un par de llamadas desde su móvil, paseando por el despacho como un oso enjaulado. Después de un buen rato, salió al vestíbulo principal para enterarse de cuánto más podía tardar en regresar Mari.

    No vio a Heather, así que fue al puesto de enfermeras. Una mujer mayor, con auriculares y sentada ante un ordenador, sonrió al verlo.

    —¿Ha regresado ya la doctora Bingham del hospital?

    —Me temo que no —dijo ella, echando un vistazo a la placa que Bryce le enseñó—. Una paciente ha llegado con indicios de parto prematuro —bajó el tono de voz—. Han tenido que trasladarla a urgencias neonatales. Es probable que la doctora Bingham tarde bastante en regresar.

    —Iré a la cafetería a por un bocadillo —masculló él, mirando su reloj y rechazando la idea de rendirse—. Si ve a la doctora antes que yo, dígale que la espero.

    —Eso haré, detective. Disfrute del almuerzo.

    Cuando regresó a la clínica, después de comer un bocadillo de albóndigas y unas patatas fritas, fue en busca de la misma mujer.

    —La doctora Bingham sigue en el hospital, pero puede ir allí a esperarla —dijo ella—. La forma más rápida de llegar es el puente de comunicación.

    Bryce le dio las gracias y se encaminó en la dirección que le había indicado. No le interesaban los bebés, y menos los prematuros arrugados, que parecían ancianos diminutos, pero tenía que asegurarse de que Mari no lo eludiera de nuevo. El sheriff le había dejado muy claro que esperaba respuestas la siguiente vez que hablaran del caso.

    —Dios, ojalá hubiera seguido ahí dentro un par de semanas más —masculló Mari, mirando con tristeza al recién nacido—. Estaba muy poco desarrollado.

    Si la madre hubiera ido antes, habrían tenido más opciones. Los medicamentos, el suero y el reposo absoluto podían detener las contracciones; pero cuando comenzaba la dilatación, era casi imposible evitar el parto.

    Nadie contestó a su comentario.

    El hospital, que atendía a la población de tres condados, tenía tres plantas y contaba con una unidad de cuidados intensivos neonatales. Con más tiempo, podrían haber salvado al bebé trasladándolo al hospital de investigación de la universidad de Kentucky.

    Mari sentía dolor de corazón, pero tenía que ser fuerte y ocultar sus sentimientos al resto del equipo. Milla, la comadrona que la había alertado sobre el caso, estaba embarazada y era obvio que la tragedia la había afectado.

    El bebé había nacido con problemas pulmonares, cardíacos y del sistema nervioso. Una parada respiratoria y una serie de convulsiones habían ganado la partida. A pesar de los esfuerzos de todo el equipo, había fallecido.

    —Gracias a todos —dijo Mari con voz suave, admitiendo la derrota. Tenía la garganta atenazada por las lágrimas que no se atrevía a derramar.

    Milla soltó un suspiro tembloroso, un médico residente maldijo para sí y otro salió de la unidad sin decir una palabra.

    Mari los ignoró, consciente de la frustración, tristeza y dolor que sus colegas experimentaban cuando ocurría algo así. Antes de poder rendirse a esas mismas emociones en privado, había una tarea pendiente.

    —Hay que informar a los padres —le recordó a Milla, deseándole fuerza—. ¿Te sientes capaz? —si las lágrimas que brillaban en los ojos de Milla empezaban a derramarse, no se creía capaz de mantener la compostura.

    —Sí —Milla parpadeó rápidamente varias veces y se aclaró la garganta—. Puedo hacerlo.

    Mari asintió y fueron juntas hacia la habitación donde esperaban los padres, rezando para que un milagro salvara a su hijo. No era la primera vez que Mari tenía que romper el

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