Distrito Federal: Historias de un secuestro
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Un inicio explosivo, que no dará tregua al lector durante toda la novela, en la que las luces de patrullas y sirenas de ambulancias golpean la mirada que se asoma al bullicio en una tarde con tráfico en la ciudad de México, mientras una adolescente agoniza sobre el asfalto con un disparo fatal en el pecho, un padre que busca revivirla y que tendrá que atravesar su particular travesía en su vano intento por lograrlo, y un par de jóvenes a los que secuestran por accidente los mismos criminales culpables del asesinato.
Entre todos se dibuja un itinerario soberbio de casualidades, afectos y ultrajes que van más allá de cada gesto. En el interior de cada uno de ellos fluye la misma vida líquida y desesperada, con sus miserias y contradicciones, pero también corre el amor y la ternura que todo lo abarcan en una urbe desmesurada, un territorio de exploración humana cuyos límites exceden la extraña geografía del alma.
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Distrito Federal - Francisco J. Cortina
I
DERIVAS Y NAUFRAGIOS
1
El corazón de Alfonso Ruiz se detuvo. La sangre dejó de circular. Su cuerpo fue abandonado a merced del frío atroz, del que se vale la muerte para llevarse consigo a sus elegidos.
Al igual que su auto, la mente de Alfonso Ruiz corría a toda velocidad. «A lo mejor se pasó una luz roja o el poli quería dinero y por eso me llamó. ¿Y si chocó? ¿Y si atropelló a alguien? Dios no lo quiera. Como sea. Si se necesita, le consigo a un abogado, el más perro de todos, pero a mi Ale no se la llevan a la cárcel. ¿Le hablaré a su mamá? Mejor no, se va a poner histérica, lo más seguro es que sea una pendejada. Pero ¿por qué el policía me marcó desde su teléfono y no ella misma?»
Hacía unos minutos había abandonado precipitadamente su oficina en lo más alto de un edificio en la calle de Masaryk, el equivalente mexicano del Rodeo Drive. Aquella lacónica llamada del policía había interrumpido su viaje hacia El Rincón Argentino, el restaurante en donde acostumbraba a citar a sus clientes para cerrar tratos. Así transcurría su existencia como empresario exitoso.
Rodeado de sus pensamientos, llegó en pocos minutos sin darse cuenta. Las luces azules y rojas de dos patrullas protegían el lugar, el estómago de Ruiz se encogió. Detuvo el auto y salió lentamente del mismo, tratando de ubicarse.
Alcanzó a ver el coche de su hija Alejandra y fue corriendo hacia el lugar. El corazón le latía a mil mientras el viento lo empujaba hacia atrás, la policía contenía al grupo de mirones que siempre acompañan estas ocasiones. Reconoció el VW Beetle verde; la puerta del auto estaba abierta, vidrios en el suelo. Como colofón, tendida en el suelo había una silueta tapada con una cobija. Parecía un mal sueño, de esos que raramente visitaban a Alfonso Ruiz.
El llanto de Gabriela, la amiga de Alejandra, le hizo levantar la vista. Temblaba histérica, los paramédicos la atendían y un policía intentaba comunicarse con sus familiares. Podía verse al oficial como en uno de aquellos documentales sin sonido, con un celular rojo en la mano y dirigiéndose a la joven para tratar de obtener alguna pista del número que debía marcar.
Alfonso Ruiz se sintió mareado, todo empezó a pasar en cámara lenta, en blanco y negro, las caras de los policías con la mirada baja, la calle llorando, gestos lúgubres o de susto. En tan solo veinte minutos su vida se esfumó, succionada a partir de esa llamada. Ojalá nunca hubiera contestado. Habría logrado vivir unos cuantos minutos más. Nadie le cerró el paso, nadie le preguntó nada, nadie le sostuvo la mirada, su semblante servía de identificación, no había duda: era el padre de la chica.
Se arrodilló rogando a Dios que fuera una equivocación, que la forma que daba cuerpo a la frazada fuera de otra persona, cualquiera menos su pequeña Alejandra. Por un momento dudó en levantar la manta; titubeante, la tomó por una orilla con delicadeza. Apartó el cobertor con cuidado y el rostro surgió poco a poco, dormido, como ajeno a los terribles momentos que acababa de vivir. Era una muñeca blanca y perfecta, tirada en el suelo, olvidada sin querer.
Alfonso le tomó a su hija las dos manos, las sostuvo con una de las suyas y con la otra le acarició el cuello, buscándole el pulso mientras observaba la gran mancha oscura que le rodeaba el pecho. Sintió cómo Alejandra se iba enfriando poco a poco, y él junto a ella.
Entonces entendió que aquella pesadilla era real. Se agarró la cabeza como si fuera a estallar y tuvo ganas de vomitar. Intentó dominarse pero no pudo: arrodillado, emitió un mudo alarido que atravesó calles, edificios, coches y murmullos, un grito que dejó la ciudad en completo silencio. Eran las dos veinte de la tarde, hora exacta en la que la vida de Alfonso Ruiz se había detenido para siempre y, lo peor de todo, tenía que seguir viviéndola.
Aquella había sido una formidable mañana de primavera; un sol arrogante iluminaba la ciudad de México, llenándola de brillos y sombras en su camino hacia el cenit. Era viernes, el día rayaba en lo perfecto y reinaba la paz en aquella casa de paredes altas y reja electrificada en la colonia Vista Hermosa; enormes árboles escoltaban el jardín, una alfombra de pasto invitaba a rodar por ella y a no levantarse de ahí en toda la jornada.
Reunida en la cocina, la familia Ruiz desayunaba; algo poco común, pues la diversidad de horarios complicaba la coincidencia familiar. Alejandra en la universidad, la mamá en sus quehaceres y, finalmente, el padre: un hombre de complexión mediana pero cuya personalidad y posición hacían que la mayoría de amigos y familiares lo percibieran más alto. Alfonso Ruiz, abogado y empresario, decidido y perseverante. La vida no se había atrevido a negarle nada.
—No deberías tomar tanto café, Alejandra. Ya párale, es muy temprano, luego andas insoportable todo el día —le recriminó Emilia, la madre.
—¡Ay, ya! Me sigues tratando como a una niña. Se te olvida que desde este año soy mayor de edad. Ya puedo votar, manejar, casarme, tomarme mis cubas…
—Y también puedes ir al bote —atajó el padre.
Al verse rodeada por dos frentes, Alejandra reaccionó rápido.
—Por eso estudio Derecho, para ser una respetable abogada que sacará de apuros a quien me lo pida, incluso a mí misma si es necesario —contestó divertida, haciendo un gesto como si se acomodara una toga imaginaria.
—Cría cuervos… —comentó el padre, cuando instintivamente levantó la mirada hacia el reloj que colgaba en la pared de la cocina como una moneda gigante—. ¡Chin! —dijo, dando un trago apresurado al jugo, mientras se levantaba y se ponía el saco a toda prisa—. Nos vemos. Las quiero. No vengo a comer —les mandaba telegráficamente sus mensajes.
—¿Dónde vas a comer? —preguntó Emilia, mientras bajaba el volumen del televisor con el control remoto.
—¡Con unos clientes en el restaurante argentino de Polanco, al que siempre vamos! —gritó él cuando tenía medio cuerpo fuera de la casa.
—Pensé que íbamos a salir juntos… Primero nos cambias las vacaciones, luego no me sacas a comer —murmuró Emilia desilusionada, hablando más para sí que para continuar la conversación con su marido.
Alfonso, quien alcanzó a escuchar lo de las vacaciones, regresó tratando de excusarse.
—Por favor, no hagas drama. Piensa que para el próximo sábado vamos a estar en el crucero. A ver si se nos atraviesa el Bulgari ese al que le traes ganas. —Trató de suavizar la frustración de su esposa ofreciéndole algo de carnada a cambio. Pero Emilia se encontraba absorta, encerrada en su autismo.
—Oye. ¡Espera! —gritó Alejandra.
Malhumorado, regresó por enésima vez a la puerta que comunicaba la cocina con el garaje.
—¿Ahora qué? —clamó ansioso.
Alejandra se tocaba insistentemente el cachete con su dedo índice.
—¿Mi besito?
La expresión de su padre sufrió un viraje de ciento ochenta grados y soltó un sonoro beso a su hija.
—Y tú, ¿qué vas a hacer?
—Voy a salir con Gabriela a comprar un regalo para su novio.
Padre e hija intercambiaron una mirada de complicidad. Alejandra le daba de comer una galleta a su enorme perro labrador, que portaba un paliacate rojo amarrado al cuello y movía la cola feliz como un ventilador a la máxima potencia.
Pasada la media mañana, Alejandra hizo sonar la bocina de su VW Beetle frente a la casa de su amiga, quien salió volando, azotando la puerta de su casa.
—¿Qué onda? ¿Adónde vamos a ir por tu regalo, Dulcinea? ¿A Santa Fe? —preguntó Alejandra.
—No. A Santa Fe no, por favor, me la vivo ahí —suplicó Gabriela—. Ya hasta creen que soy empleada de El Palacio de Hierro…
—Entonces, ¿adónde?
—¿Qué tal Antara? Hay un chorro de tiendas; además está al aire libre, para que aprovechemos el solecito entre tienda y tienda —argumentó Gabriela.
—A donde la niña ordene —contestó Alejandra haciendo el saludo militar mientras pisaba el acelerador. En cuestión de minutos se encontraban rodando avenida de las Palmas abajo, en dirección a la colonia Polanco.
Ya hacia mediodía, tras comprar el regalo y después de una parada obligatoria para tomarse un café en Starbucks, las dos amigas se hallaban inmersas en el tráfico de la hora de comer. Despreocupadas, las jóvenes cantaban al ritmo de la música que salpicaba a través del estéreo; se veían radiantes y sonrientes, perfectas para un comercial de Volkswagen.
Repetían al unísono las estrofas de Belanova, con unas paletitas de dulce que hacían las veces de micrófonos. Su karaoke particular continuaba, sus lenguas rojas cantaban a una cámara imaginaria, los vidrios bajados, las caras felices.
El tráfico rodaba lentamente, a ritmo de viernes; el sol insistía con su pegada calcinante a todo aquel que osara andar por la calle. Concluida la canción, Alejandra y su amiga, contagiadas de la monótona lentitud con la que se desplazaban por la ciudad, se sumergieron en sus propios pensamientos, en silencio, una con la mente en su novio, la otra con ganas de escapar del desesperante tráfico.
Se detuvieron detrás de un taxi en un semáforo en rojo, en un cruce en medio del congestionamiento.
—¿Crees que le guste la cartera? —preguntó la amiga a Alejandra, mirando la elegante cajita color vino, con la marca Ferragamo impresa varias veces a lo largo del listón.
Una enorme nube oscura y densa cruzó el cielo, arrojando su gran cobija en forma de sombra por toda la calle.
En ese instante, del taxi de enfrente se bajaron dos jóvenes que corrieron hacia el coche de Alejandra. Apenas en unas milésimas de segundo estaban uno a cada lado del vehículo.
—¡Órale, pendejas, bájense del carro! —bramó uno de ellos, apuntando a la cabeza de Alejandra con una pistola automática. Desde el interior del coche, el arma se veía del tamaño de un cañón.
Las dos se quedaron pasmadas, su cerebro resultaba incapaz de procesar lo que estaba sucediendo. El cómplice, apostado en el lado de la amiga, le soltó a esta un golpe con la pistola, con lo que la chica despertó de su parálisis.
—¿Qué no oístes? ¡Que te salgas!
Hasta ese momento, ambas cayeron en la cuenta de lo que ocurría: un asalto. Se quedaron heladas. Alejandra parecía una figura de cera en medio de aquel horno.
—Dame tu celular, el reloj, y saca el dinero de tu puta bolsa y te me largas a la chingada si no quieres que las trepemos atrás —ladró sin dejar de apuntar a Alejandra el joven que, nerviosamente, luchaba por mantener firme la pesada cuarenta y cinco milímetros.
Las glándulas salivales de Alejandra se secaron del susto, su boca era un trapo, no podía articular palabra; empezó a sudar frío, su corazón latía desbocado.
Por su cabeza pasó que aquello fuera una pesadilla, pero no tuvo suerte, era la vida de verdad, no la podía hacer desaparecer pellizcándose como otras veces; volteó a ver a su amiga y su cara de espanto le confirmó la realidad.
Las milésimas de segundo parecían horas, los jóvenes delincuentes se veían como dos desquiciados con los ojos inyectados de un rojo explosivo, ninguna persona en la calle se acercaba, nadie sabía qué estaba pasando.
—Está bien, está bien —alcanzó a articular Alejandra en tono conciliador, sin voltear a mirar al asaltante—. Pero, por favor, cálmate.
En el nerviosismo del momento tomó la bolsa de mano por una sola de las asas, esta se volteó y vació todo su contenido en el piso del coche. Quiso recogerlo, pero el cinturón de seguridad la bloqueó. Trató de zafarse de la forma más inútil, empujándose con fuerza, de tal suerte que se ladeó hacia la puerta, golpeando su mano izquierda contra la base de la ventana.
El asaltante, nervioso, no fue capaz de entender que Alejandra se había atorado. Una llamarada roja asomó por la boca del cañón. Se oyó un estruendo. Alejandra sintió un dolor inmediato en su brazo izquierdo, como si estuviera hirviendo por dentro. Después del impacto se volteó hacia el lado donde se ubicaba el asaltante, quien con cara de niño aterrado era incapaz de combinar sus decisiones con sus miedos.
Apretó de nuevo el gatillo.
—¡No mames, cabrón! —gritó el compañero del delincuente, mientras corría hacia el taxi detenido delante, volteando a los lados, verificando que nadie se acercara.
El asaltante, que disparó por tercera vez, se quedó petrificado viendo a su víctima devolverle una mirada aterrada y suplicante.
Alejandra sintió una opresión en el pecho, un dolor paralizante en medio de su ser. Sufría una enorme dificultad para respirar y su playera verde era presa de una voraz mancha negra que avanzaba como marea sin control hasta llegar al borde, en donde se formaba una irreparable gotera roja.
Tosió, se escuchó una resonancia gutural generada por el esfuerzo inútil de jalar aire de donde ya no había, de mantener la vida en donde esta se escurría.
El conductor del taxi gritó algo al joven delincuente al ver que este no se movía, se bajó del auto y corrió a recoger al muchacho, que no podía despegarse de la escena, atrapado en una cárcel mental que le impedía mover ni un solo músculo.
Aquel corvo individuo lo empujó hacia adentro del taxi, para inmediatamente arrancar, mezclarse entre los miles de coches que intentaban circular por las arterias que cruzaban la zona y perderse por la ciudad.
Alejandra se sintió terroríficamente sola, apenas entendía lo que había pasado. Ya no sentía dolor, su mano derecha se apoyaba en el pecho empapado de sangre, su debilidad iba en aumento.
—¡Llamen a la policía! ¡Una ambulancia! —gritaba alguien.
—¡Les acaban de disparar a esas chavitas justo ahora! —clamaba desesperado un joven a su compañero, quien contemplaba la escena incrédulo.
—Pinche ciudad. ¿Adónde vamos a llegar? A plena luz del día. ¡¿Dónde está la ambulancia?! —preguntaba con la voz entrecortada un señor de pelo blanco y bigote.
Unas adolescentes uniformadas, que acababan de salir de una escuela cercana, lloraban mientras se cubrían el rostro para evitar ver la escena. La gente se empezaba a acercar.
Alejandra oía el murmullo, al principio agolpado, miles de voces lanzándose de un lado a otro; después lo fue sintiendo más lejano, la sangre se rehusaba a llegar hasta el cerebro. Una repentina placidez, impropia de la situación, la invadió. Escuchó unas sirenas. Cuanto más se acercaban, más lejanas las oía; estas dejaron de sonar, hasta que la luz se apagó. Por completo.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no avanzan? Llevamos diez minutos parados, vamos a llegar tarde. ¡Carajo!
—Cálmate, hombre, no seas desesperado —regañó la acompañante, abandonando la lectura de una libreta en donde guardaba unos apuntes sobre la reunión que acababan de sostener—. A lo mejor se le descompuso el coche a alguien —añadió. La muchacha era Anna Martínez, la estrella más joven del área de mercadotecnia en IBM. Una chica aferrada a unos lentes que le ayudaban a protegerse del exterior, guardada en unos jeans y con esa inusual combinación de ser atractiva e intelectual a la vez.
—Déjame ir a ver qué onda —dijo su amigo Héctor, quien estaba al volante.
—¿Le sabes a la mecánica?
—No —contestó Héctor.
—A ver, me bajo contigo —agregó Anna.
La escena que vieron un poco más adelante la recordarían ambos por el resto de sus vidas: tres paramédicos de rodillas en el suelo se esforzaban en salvar a Alejandra mientras un cuarto revisaba e intentaba calmar a una joven histérica. Por la cara de los primeros, quedaba claro que no había mucho por hacer.
Alejandra lucía un contraste escalofriante entre la palidez de su cara y el color rojo negruzco que la rodeaba.
—¡Ay, no! Pobre chava —dijo estupefacta Anna, mientras se acomodaba sus lentes, empujándolos hacia su cara como para que se quedaran ahí fijos para siempre, en un vano intento por borrar lo que había visto—. ¡Vámonos, por favor! —dijo con una voz a punto de quebrarse.
Regresaron al coche en silencio y dieron una vuelta en U, regresándose por donde habían venido. Héctor hacía esfuerzos por ubicar otra ruta para llegar a la oficina; Anna era incapaz de apartar de su mente el cuerpo de la joven tirada en el suelo.
—Detén el coche. Creo que voy a vomitar —dijo Anna con la cara descompuesta.
Obediente, el conductor se estacionó en la entrada de una casa habilitada como oficinas. Anna abrió la puerta del vehículo. Pasaron unos minutos y Héctor le ofreció un pañuelo. El color empezaba a regresar tímidamente a la cara de la muchacha.
—¿Te das cuenta —tartamudeaba ella, con la mirada perdida— de que pudimos haber sido nosotros los que estuviéramos tirados en el piso desangrándonos? ¿Que solo por minutos nuestras vidas se pudieron haber acabado en un instante?
—Sí, Anna, pudimos haber sido nosotros; sin embargo, no lo fuimos.
—¿Te fijaste que la pobre se parecía a mí? —preguntó Anna.
—Estás alucinando, esa chica se podría parecer a ti como a un millón más.
Anna continuó como en trance, sin abandonar del todo el shock. No intercambiaron palabra alguna en el trayecto hacia la oficina, hasta que a los quince minutos volvieron a quedar varados en otro embotellamiento.
—Y ahora, ¿qué chingaos pasa? —volvió a quejarse Héctor.
Saúl Sánchez, el Jefe, como lo llamaban los miembros de su banda, observaba la escena recargado en la pared de la cocina, desde donde podía escuchar perfectamente lo que ocurría en el resto de la diminuta casa gracias a los gritos de su hermano Leonel.
Saúl era una persona a la que le sobraban respuestas; su astucia sobrepasaba los límites de lo normal. Podía tomar decisiones difíciles en segundos para escapar de situaciones en las que otros delincuentes hubieran perdido la libertad o la propia vida.
Mientras los gritos de Leonel rebotaban por toda la casa, Saúl Sánchez se acomodaba hacia atrás el pelo en una pequeña coleta detenida por una liga, acción del todo innecesaria, ya que de mantener su cabello chino a raya se encargaba la gran cantidad de gel que se ponía todas las mañanas. Tal vez deseaba compensar su baja estatura con algo de personalidad que le brindara una apariencia pulcra.
—¡Si serán pendejos! Eso me pasa por poner a trabajar a puros pinches mocosos —clamaba Leonel Sánchez.
Los dos jóvenes tenían la cabeza gacha. El que había matado a la chica cargaba un remordimiento espeluznante.
—¿Cómo chingados fue que le soltaste un plomazo a la escuincla, eh? —gritó Leonel enfurecido.
Nadie contestaba, nadie se movía. Un invisible Saúl continuaba contemplando la escena. Ni siquiera el inevitable chasquido que surgía de su boca cuando algo no le parecía denunciaba su presencia.
—¿Pues no que muy cabrones y que sí sabían? ¿No que ya se habían chingado varios carros sin broncas? El primer encargo que les paso a ustedes dos y la cagan. ¡Par de idiotas!
Leonel caminaba furioso de un lado a otro de la sala con un cigarrillo prendido a punto de consumirse que parecía que acabaría quemándole los dedos.
—¡Digan algo!
—La vieja se puso al pedo —contestó el que no había disparado.
—¿Tú te la chingaste, güey?
—No, no. Yo no fui.
—¡Entonces qué putas madres hablas, pendejo! ¡Si no sabes, mejor cállate el pinche hocico! —Parecía que en cualquier momento Leonel empezaría a arrojar espuma por la boca.
—La neta es que se me salieron los plomazos —respondió el otro joven, con la voz cortada y ganas de soltarse a llorar.
—¿Se te salieron los plomazos, pendejo? Si las pistolas no tienen vida, cabrón, si no aprietas el gatillo no se dispara. ¿Qué, a poco te dio miedo la chamaca? Además, después de chingártela, te quedaste como pendejo ahí paradote. Si no es por el Jorobado, que dejó el volante para meterte al coche, todavía estarías ahí como un pinche palo. ¿Qué esperabas, a que llegara la tira o qué?
—No, no —musitaba el joven asesino, totalmente abrumado, no tanto por el regaño como por la mirada de su víctima antes de morir, que recordaba obsesivamente una y otra vez, sin que pudiera borrarla de su cabeza.
Un chasquido llamó la atención de Leonel, quien volteó a ver el rincón oscuro en donde apenas se dibujaba la silueta de su hermano Saúl. Encontró su mirada. Sin poder evitarlo, atraído como un pedazo de metal hacia un enorme imán, Leonel se dirigió hacia donde se encontraba aquel.
—Hasta aquí llegó esto —exclamó Saúl Sánchez, con ese tono calmado e inflexible que lo caracterizaba.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Estamos especializados en otro rollo. Te di chance de que manejaras tu negocito y ve, acabó muy mal. Vas a conseguir que nos acaben guardando a todos. Corre a ese par, mañana dejamos esta casa; se ven tan verdes que la judicial los va a agarrar.
Leonel agachó la cabeza; si su hermano Saúl lo había decidido, de nada servía alegar para una nueva oportunidad.
—¿Quieres que me los truene para que no hablen? Le digo al Jorobado o al Rata y los desaparecemos esta misma noche.
—No, no la embarres más. Dales para una botella y que se larguen.
Aquella extraña clemencia era inusual en Saúl Sánchez, quien desde muy temprana edad había perdido toda capacidad de distinguir entre el bien y el mal; para él, solo existía su hermano Leonel y su propia alma… O lo que quedaba de ella.
—A ver, tú —le dijo Leonel a uno de ellos—. Toma doscientos varos y vayan a chingarse un pomo de Bacardí, a ver si así se les baja lo pendejo. —Y se dio la vuelta a título de despedida.
Antes de abandonar la casa, el Jorobado, quien no les había quitado la mirada de encima ni un solo segundo desde que llegaron, les hizo llegar un último consejo.
—Mucho cuidadito con abrir el hocico, ¿eh? Que en la peda, se aflojan las lenguas.
Los dos lo voltearon a ver y respondieron al mensaje con sus miradas: les quedaba claro que cualquier desliz lo pagarían muy caro.
Saúl Sánchez y su hermano continuaron dialogando en la cocina. El mayor hablaba en voz baja; Leonel se limitaba a asentir, nunca lo había contradicho y aquella no iba a ser la primera vez.
El sol caía sobre el mar coloreando en tonos naranja el cielo que cubría la playa de Rosarito. La brisa soplaba con gran exquisitez, modulando la temperatura de aquel día.
Sentado en una silla de plástico con el emblema de Corona que descansaba en la arena de la playa, Jaime Settler observaba el cuadro que se dibujaba a cada segundo enfrente de él. Sus pensamientos estaban sumergidos en el recuerdo cada vez más difuminado de su madre, mientras de manera automática lanzaba diminutas piedritas, tratando de atinarle a una roca que reposaba en la base de una palmera.
—¿Qué onda, Jaime? ¿No quieres otra chela? —le preguntó el mesero, un joven moreno con el pelo largo, trenzado al estilo rasta.
—No, gracias, debo manejar de regreso a San Diego.
—Te veo pensativo. ¿Tas enamorado o qué acción?
—No —contestó Jaime sonriendo.
—¿Quieres que nos echemos una partida de ajedrez?
—Al rato, quizás —dijo Jaime mientras veía cómo llegaba una pareja a sentarse en una de las mesas. El mesero le hizo una seña de que al rato volvería.
Jaime Settler regresó a su meditación, disfrutando del atardecer. Recordaba sus andanzas cuando estudiante en la Universidad de San Diego, las fiestas con su grupo de compañeros en las que irremediablemente acababan al otro día en la mañana en la playa, dándose un chapuzón, ellos y ellas revueltos, divertidos hasta no poder más. Se quedaban a dormir en la casa de uno de los amigos que vivía a dos cuadras del mar y cuyos padres raramente estaban.
El recuerdo le dibujó una amplia sonrisa, mientras el delirante paisaje le iluminaba la cara con su reflejo.
Se acordó de aquella chica que conoció en la universidad y del escaso año que estuvieron saliendo juntos; la relación no había funcionado, habían terminado como siempre acababa Jaime las relaciones: como amigos; y es que en cada relación, Jaime buscaba a su madre en lo más profundo de su pareja, en un inconsciente deseo de recuperarla y engañar al tiempo para repetir su vida desde los siete años.
El joven rasta regresó a los cinco minutos.
—Toma, pa que no te aburras. Lo dejaron ayer unos chilangos que vinieron a comer —le dijo mientras le extendía un periódico arrugado que no podía esconder las muchas lecturas previas de que había sido objeto.
Jaime lo hojeó. Faltaba la sección de deportes, así que tomó al azar la de las noticias locales de México, D. F.
Las leyó con detenimiento, le sonaban muy distintas a las que estaba acostumbrado; todo aquello se percibía tan lejano... Una de las notas atrajo la atención de Jaime:
Sábado 22 de marzo del 2014. Otro asalto mortal en Polanco. Hija de prominente empresario asesinada de dos tiros al resistirse a ser despojada de su automóvil.
Jaime recordó los planes que tenía uno de los socios del despacho de Los Ángeles de mandarlo a la ciudad de México en caso de concretarse un asunto de buena cuantía en un negocio de uno de sus clientes de allá.
18 años (…) estudiante de Derecho (…) acompañada de una amiga de la misma edad (…) dos sujetos armados (…) a plena luz del día y enfrente de testigos, algunos menores (…) nada pudieron hacer los paramédicos (…) el padre de la víctima acudió desolado a la escena del crimen (…) los delincuentes lograron eludir el cerco policial (…) tercera víctima en la zona en tan solo una semana (…)
Jaime Settler trató de imaginar cómo habría sido esa pobre chica, sintió escalofríos y una extraña tristeza que ocupaba parte de su alma, como si esa noticia le quisiera comunicar algo más de lo que decían sus palabras.
Se levantó de golpe y se dirigió a su auto, estacionado muy cerca de allí. Levantó la mano para devolver el saludo del mesero sin detenerse en su camino. Se introdujo en el convertible color plata, arrancó y los más de doscientos setenta caballos de potencia del Mustang 1966 lo saludaron. Jaime aceleró para salir de allí a gran velocidad. Había tenido un extraño presentimiento y deseaba huir de él.
2
Llamaba la atención de las mujeres a donde fuera: superaba el 1,85 de estatura, rubio, de cara atractiva con un aire a lo Rob Lowe; de espalda ancha, acompañada a cada lado de brazos fuertes sin caer en lo tosco. Tenía una cicatriz horizontal casi imperceptible justo abajo del ojo derecho, producto de una pelea cuando joven. La manía de Jaime Settler de defender a los débiles le había obsequiado ese recuerdo que le daba un cierto aire de hombre duro y sexy.
Al llegar al aeropuerto de la ciudad de México tuvo una extraña sensación, un miedo natural a lo desconocido que se fue convirtiendo en cierta felicidad, como la de aquel que regresa a casa. Jaime se sentía cómodo en su biculturalidad, tan mexicano como americano; nada le debía impresionar, al menos era eso lo que él pensaba. Faltaba la prueba final: vivir en el D. F.
Había escuchado tantas cosas sobre la ciudad: la delincuencia, el crecimiento incontrolable, la contaminación… Relatos que le habían llegado tanto de los que la amaban como de los que la odiaban; aquel