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"Si algo nuevo se puede encontrar en la literatura actual es la voz de estas mujeres jóvenes que retuercen los viejos temas hasta iluminarlos con un fulgor nuevo. Escritura potente, descarada, nacida de una fuerza elemental donde cerebro y pasión se trenzan. Poética y genital. Si algo nuevo había que decir son estos cuentos, si algo esperábamos los lectores es el deslumbramiento que produce una generación a la que pertenece Isabel González", Clara Obligado.
"Las frases cortas de Isabel, sus imágenes, tienen algo de dentellada por sorpresa, de clavo que atraviesa la carne y nos recuerda, a cada golpe, lo que significa estar vivos. Cuidado, lector, si entras en estos cuentos, porque saldrás temblando", Patricia Esteban Erlés.
"Admiro a Isabel González por su capacidad de hacer alta literatura con las mínimas torpezas cotidianas. Su escritura inesperada, original, nos demuestra que la imaginación está aquí, en este mundo, acechándonos. Me siento muy honrada de darle la bienvenida a su primer libro", Ana María Shua
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Casi tan salvaje - Isabel González
Isabel González
Casi tan salvaje
Isabel González, Casi tan salvaje
Primera edición digital: mayo de 2016
ISBN epub: 978-84-8393-529-3
© Isabel González, 2012
© De la fotografía de solapa: Ismael Martínez, 2012
© De la fotografía de cubierta: Laci Kuskulic, 2011
© De esta portada, maqueta y edición: Editorial Páginas de Espuma, S. L., 2016
Voces / Literatura 168
Nuestro fondo editorial en www.paginasdeespuma.com
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A mi hermano Ángel
Abro otra vez la puerta y salgo al mismo incorregible futuro del que vengo. Se dignifica en la distancia el caos; de cerca, es un maldito basurero de normas.
José Manuel Caballero Bonald,
«Contribución a la perplejidad», Laberinto de fortuna
Sueña con su calavera y viene un perro y se la lleva.
Roberto Iniesta (Extremoduro),
«Standby», Yo, minoría absoluta
No es amor lo que se pide
No es amor lo que se pide. Son muchas cosas pequeñas y sin descanso. Una tras otra. No sé por qué lo llaman amor. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso. Creo que podría ajustar mi vida a ello. ¡Se ha acabado el queso rallado!, descubro el paquete vacío. Me alarmo. Pero hay queso en la despensa y un rallador en el armario y he perdido la costumbre de aunarlos.
Hoy me he levantado a las seis, he planchado, he enviado dos correos y he contemplado a mis hijos mientras dormían. Aunque no me reclamaban, les he arrancado la sábana y los he despertado. Porque, a veces, también es lo que no se pide. Sobre todo, lo que no se pide. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide. El verbo dar. Un estadio primitivo. Ni siquiera precursor del trueque. Sacarse una muela y que consista en entregar una muela. Sacarse un hijo y que consista en entregar un hijo. La entrega. Una mujer que se llama Marisa y que llama Marisa a su taza. Marisa, al aparador. Marisa, a su calle y a su coche. «¿Marisa marisa?», pregunta a los vecinos. Los vecinos le sonríen como si fuera estúpida. No se dan cuenta de que, hablen de lo que hablen, también ellos están siempre hablando de ellos.
Y, sin embargo, no basta la entrega.
No basta la empatía.
La simbiosis.
La historia de ese hombre gordo que se rodeó de cosas enormes para atenuar su gordura. Cosas voluminosas. Palacios. Balaustradas de caoba. Mil hectáreas de terreno. Todos sus criados eran gordos. Todos sus consejeros. Comía mucho. Codornices en el desayuno. El zumo de cien melones.
Un día, un hombre flaco se internó por descuido en su bosque. Traía las costillas esculpidas. Bayas y arándanos. Las manos llenas de diminutas moras. Hacía tiempo que el hombre gordo no veía a nadie tan escuálido. «¿Tienes hambre?», le preguntó. «No es el hambre lo que me mueve, señor –contestó el hombre flaco–. Podría comer corzos y jabalíes. Soy un buen cazador. Pero sólo robo frutos pequeños para atenuar mi delgadez».
Y se alejó con su corona de mosquitos.
Porque no basta disponer de un bosque, de mosquitos o de un calendario laboral al que adaptarse. No sé por qué no lo llaman muchas cosas pequeñas y sin descanso y también lo que no se pide; nunca un bosque ni mosquitos; tampoco un calendario laboral al que adaptarse.
¿Sabes qué ha sucedido? Que no había queso rallado, que los niños dormían y que tú no estabas. Que quise ponerme el vestido de seda y que ya no había vestido; que al retirar la funda, encontré mil larvas adheridas a la percha; los botones por el suelo como ojos de plástico. Podría hervir los capullos e hilar de nuevo el tejido. Podría haberme preparado una infusión de pomelo y larvas. Pero me he asustado y he cerrado la puerta de golpe. Sigo aquí. Sentada. Quieta mientras las vainas crepitan.
El establo
Lo esperó durante horas en un establo del año dos mil diez. Sin abrir el bolso con la ropa interior negra. Lo esperó así, sentada al borde de la cama, con las piernas juntas y el bolso sobre las rodillas. Lista para coger el autobús a una ciudad extraña. Echó un vistazo a las serigrafías colgadas en la pared de piedra. «Chillida», leyó en las plaquitas. Kentias en el pesebre. De modo que en esto se habían convertido los establos. Habían llevado los burros al zoo y habían devuelto los leones a África por cuestiones ecológicas. El resultado es que ahora los zoos eran una cosa aburrida llena de asnos y de conejos, y que ella ocupaba el lugar exacto donde pació una mula. Aparearse en la habitación pija de una casa rural restaurada. Lo que había venido a hacer. Con esos cuadros que no le gustaban y que tanto se parecían a las argollas suspendidas sobre la cama. Donde no estaba la cabecera. Donde se amarraba a las bestias.
Por supuesto, pensó que aquel no era su sitio. Claro que quiso marcharse. Pero huir requería demasiadas gestiones con las que no había contado. Encender el móvil, llamar a un taxi, inventar excusas. Volvió a mirarse el reloj y sus zapatos inapropiados. Se descalzó. Un sistema de calefacción bajo el suelo templaba las baldosas de pizarra. Resultaba agradable. Podría esperar así otras cuatro horas. Cuarenta horas. Cuarenta años desde aquel fuego. Contaban chistes y el chico del ciclo superior quemó las suelas de sus botas. El chico del ciclo superior saltaba sobre las llamas, imitaba a una grulla y bebía de dos botellas a un tiempo. Cualquier sandez a la que está dispuesto un adolescente por llamar la atención. Y lo conseguía y era un orgullo que, entre todas las chicas, fuera a ella a quien cogiera de la mano. Hubo abucheos, silbidos, gestos inequívocos, la constatación de que algo se avecinaba. La pareja se alejó de la lumbre y caminó por la orilla del pantano bajo otra luz. La de la enorme luna que dibujaba las eneas. El chico del ciclo superior no la arrastró sin embargo hacia su tienda. Porque allí hacía frío. Porque los borrachos tropezaban con los vientos y soltaban las piquetas. Dejaron atrás la zona de acampada y se encaminaron hacia su coche. Él le abrió la puerta. Ella subió tiritando. «¿Tienes frío?». Arrancó el motor y la radio. «¿Te gusta?». Los pies arriba y la cabeza abajo. El tacto extraño, los dedos ajenos y ese olor a gata recién parida de los lugares cerrados donde se practica sexo.
Cada vez que lo recordaba, la mujer añadía o suprimía un detalle. Esta vez incorporó las eneas. Le resultaba difícil distinguir lo real de lo auténtico. Lo real: el mismo día que aprendió a fumar corrió sin bragas por la orilla del pantano. «Necesito ir al baño», pronunció. Abrió la puerta y ahí se quedó él. Esperando. En comparación con aquello, dos horas de retraso carecían de significado. Lo imaginó en pleno atasco, maniobrando en un desvío para dar la vuelta. Lo imaginó arrepintiéndose. O ni siquiera eso: tecleaba en su oficina, levantaba la vista hacia el reloj y, al llegar la hora acordada, dejaba sin más que su pulso se acelerara un poco. Llegados a este punto, la mujer pudo haber llorado, pero el llanto medía las emociones como una cinta métrica, así que suspiró, volvió a calzarse y salió a cenar con el desconcierto de una tejedora a quien en el mismo acto le quitan las agujas y le entregan la lana. Manos diligentes con las labores y manos torpes para sostener el menú. Qué hacer con tanta mano. Desdoblar la servilleta, colocarla sobre las piernas, alisarla, mirar al frente, recogerla de nuevo, volver a plegarla sobre el mantel. En el comedor sólo había otra mesa ocupada. Un congreso de algo que les obligaba a colgarse tarjetas identificativas. Veinte hombres que la miraron por turnos. Una señora que cena sin compañía. Una señora más redonda que vertical. No parecía una furcia ni una terrorista. No parecía una famosa. Pero inclinaron la cabeza y la saludaron con respeto porque, para estar sola, alguien tenía que ser. A la espera de sus boletus, la no furcia ni famosa ni terrorista reparó en un cuadro bordado, minucioso, hermoso de verdad. Un caballo negro relegado al espacio muerto entre el paragüero y la cocina. Expuesto a las salpicaduras de lluvia y de grasa. Rigor en la puntada y flexibilidad en las crines. Soltura de las articulaciones. Acceder a la