En cinco minutos levántate María
Por Pablo Ramos
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En cinco minutos levántate María - Pablo Ramos
En cinco minutos
levántate María
Pablo Ramos
A mi madre
Miro alrededor,
heridas que vienen, sospechas que van,
y aquí estoy
pensando en el alma que piensa
y por pensar no es alma.
Desarma y sangra.
CHARLY GARCÍA
Soñé que iba a quedarme dormida, que se paraba el reloj despertador porque no le había dado cuerda e iba a quedarme dormida. Abrí los ojos y era verdad: el reloj estaba parado. Lo tomé sin encender la luz, para no despertar a este hombre, pero la cuerda se trabó a la segunda vuelta y por más que intenté destrabarla dándole un poco para el otro lado no hubo caso, la forcé y estoy segura de que acabo de romperla. Otra vez. Las agujas marcan las dos de la mañana pasadas. Las puedo ver en la oscuridad porque son fosforescentes. Tienen un resplandor verdusco que se carga con la claridad del día, o con la luz de la lámpara, y que se va apagando, poco a poco, durante la noche. Todavía se puede diferenciar la aguja larga de la cortita, y están casi juntas, inclinadas hacia la derecha sobre el número dos. Tal vez el reloj se paró hace más de media hora.
No pude volver a dormirme. Lo intenté, me di vuelta de un lado y del otro, varias veces. Pero algo pasó, escuché algo, clarito, algo que me arrasó el sueño. La radio estaba con el volumen muy alto, aunque no me pareció tan alto en el momento de dormirme. Por un instante no supe si en verdad estaba despierta, y si eso que había escuchado, más la radio, más el asunto del reloj, no eran más que otro sueño adentro del sueño. A veces me pasa eso de soñar doble. También lo de quedarme entre el sueño y la vigilia, en una especie de duermevela que me mantiene como estúpida. Me pasa porque la oscuridad de esta pieza es profunda, tan profunda por la falta de una ventana. Me ahoga esta oscuridad y algunas veces tardo mucho en dormirme mientras que otras no termino de despertarme nunca. Me quedo en ese limbo del medio. Pero no creo que haya sido eso. Esta vez fue real, muy real, puedo sentirlo, lo tengo vivo en el cuerpo todavía. Esta vez fue una sensación de lo más extraña, de frío, de ausencia. «Gabriel, Gabriel» es lo que escuché, clarito, nomás abrí los ojos. Primero me distraje con el reloj, y el volumen de la radio, pero enseguida me di cuenta de que era la voz de Gabriel susurrando su propio nombre. Me dio frío, el frío del que hablo, y me confundió un poco. La ausencia es otra cosa, vino después, no por Gabriel, sino por lo que no quiero nombrar, lo que no puedo nombrar, no por ahora. Traté de serenarme, de que bajara esa pelota de la garganta, la voz del locutor me estaba enloqueciendo. No aguanté más, metí la mano entre la cabecera de la cama y la pared para desenchufar la radio y me pasó lo de la corriente. Parece mentira, todo junto, hace unos minutos; y ahora estoy así: susurrándole a la oscuridad, en una noche sin tiempo porque el tiempo se detuvo a las dos y diez de la mañana en mi reloj. Una noche que se me figura larga, que tiene ganas de ocuparlo todo. La noche más larga del mundo, de mi mundo, de mi casa, de esta pieza.
Si llego a contar lo de la corriente van a pensar que ésta es una casa de locos. Ya bastante me critica mi cuñada por no usar un despertador a pilas. No soporto la alarma de los despertadores a pilas; es eso, ni más ni menos. Pero si supieran, ella o Gabriel, que este hombre duerme toda la noche con la radio encendida, seguro que me dirían de todo. Supongo que lo hace para no pensar o para no soñar. Supongo, porque lo que es él ni abre la boca. Para colmo hace un año que está medio sordo y entonces la lucha que empezó para que apague la radio ahora es para que al menos la baje. Nunca la apagó. Muy pocas veces la baja. ¿Le tendrá miedo a sus pensamientos? Será, pero es insoportable dormirse así, con ese ruido de fritura a todo volumen. Pero si logro dormirme la radio ya no me molesta. Me estaré acostumbrando. El problema es cuando me despierto en la noche: me resulta insoportable y, a los tirones, la desenchufo. Y habrá sido que de tanto tirar algo se quebró y habrán quedado los cables pelados y para afuera porque hoy casi me electrocuto. Y este hombre que no se despierta ni que le pase una locomotora por encima. Sería capaz de dormir conmigo carbonizada al lado una semana, capaz hasta de saludar a mi cadáver y levantarse como si nada a gritar desde la cocina que le cebe unos mates.
—Y vos hasta muerta le harías caso, mamá.
La voz de Gabriel es inevitable. Hay veces en que me gustaría ahogar esa voz de sabelotodo, en el pensamiento quiero decir. La verdad muchas veces es hiriente, y puede ser calumniadora. Una vez yo también le dije una verdad a Gabriel, delante de no me acuerdo quién. Naranja amarga, le dije, porque con ese mal humor que tiene está siempre envenenando la vida de los demás. Me arrepentí tanto de haberle dicho esa verdad, la cara que puso mi querido. No está acostumbrado a que lo venzan con las palabras, justo con las palabras, justo a él que lee tanto.
Alejandro no se queda atrás, no. Es que ellos creen tener la razón pero en realidad no saben casi nada ni de mí ni del padre. Ninguno sabe. Ay, Dios, estos chicos. Este hombre. Tu marido, nena, sí, este hombre. Hay veces en que me cuesta llamarlo marido, no sé, antes no era así; no siempre las cosas fueron así.
Me falta un poco el aire. Mi habitación nunca tuvo ventanas. Es que la hicimos en el espacio que quedó entre la pieza de los chicos y la pieza y la cocina de mi suegra. Ella adelante, nosotros atrás. Dios la tenga en la gloria pero no la devuelva nunca. Me la hizo difícil, bien difícil. Y ¿para qué? Si a todos nos espera la misma cosa. Los gusanos nos esperan. Pobres gusanos, al menos hubieran puesto unas verduras alrededor de la vieja. María, María, la boca se te haga a un lado. Pero me la hizo difícil. Quince años de matrimonio y este hombre seguía pasando primero por la cocina de la madre antes de venir y saludarnos a nosotros. Para él, así se lo había metido ella en la cabeza, la familia empezaba allá: en la cocina de su madre, por no decir la palabra que se me viene a la mente. Cocina de la conchinchina cochina de su madre. Dicen que el demonio entra por la cabeza y sale por la boca.
Será, pero que la lluvia se larga en cualquier momento es un hecho. ¡Qué truenos tan terribles! Los relámpagos habrán iluminado toda la cuadra. Cuando hay truenos también me da insomnio, y cuando me da insomnio yo me levanto enseguida. Pero lo que escuché, me refiero a su voz, tan clara, llamándose a sí mismo, no sé, no me dejó moverme de la cama. Nunca me gustó esto de estar despierta y seguir en la cama, parece de enferma, o lo que es mucho peor, de perezosa. En un ratito mejor me levanto y me tomo unos mates porque no fue más que mi imaginación. Pero en un ratito, ahora necesito cinco minutos para juntar fuerzas porque siento como si no hubiera descansado nada, como si nunca hubiera descansado nada. Total, hay tiempo, hay mucha noche por delante hasta la hora de levantar a mi familia. Esa voz de Gabriel me angustió. Habrá sido un sueño.
¿Qué será ese ruidito? Espero que no haya un ratón en la pieza. Algo saltó sobre la cama. Pero algo más chico que un ratón, seguro. ¿Será una cucaracha? Dios mío, destelló. Si destella otra vez… ¡una luciérnaga! Qué belleza. Es enorme. ¿Adónde se metió ahora? Ahí, sólo estaba apagada en la oscuridad, perdida tal vez, y ahora volvió a encenderse. Qué linda luz, es increíble. Nunca había visto una luciérnaga tan grande, ni en el campo de tío Héctor. ¿Vendrá desde la costa del río? La habrá traído la lluvia: el miedo a la lluvia. Cuánto ilumina. Es increíble lo que puede iluminar una luz débil cuando la oscuridad es profunda. ¿Se podrá meter en un frasco de vidrio? ¿Qué habrá que darle de comer? Una luz celeste, no: rojiza y celeste. Una luz justo a tiempo, diría yo. Me gustaría guardarla en una cajita de cristal y soltarla cada noche para que ilumine rincones de esta pieza o de la pieza de Luli y Alejandro o del alma de Gabriel.
Últimamente no puedo pensar más que en Gabriel y en este hombre. Están tratando de acercarse pero siguen lejos, tan lejos. Este hombre enfermo, y este chico como enceguecido. ¿Qué es lo que puedo hacer para iluminarte el alma, Gabriel? Tal vez decirte que te entiendo, que desde chico entendí tu mirada, entendí ese espíritu distinto que soplaba en vos. Que sopla, querido, aunque quieras negarlo, aunque intentes apagar un fuego con otro fuego.
Una luciérnaga es lo más parecido a un hada que yo imagino. Tal vez sean hadas a las que llamamos luciérnagas. Por qué no, tal vez su interior sea profundamente inteligente, sea sincero y guarde la esperanza de un mundo mejor. Eso guarda: la luz de los hombres. Entonces una luciérnaga-hada es lo que yo siempre quise ser, para este hombre y para nuestros hijos. Pero lo único que logré es ser un destello intermitente. Supongo que encenderse es consumirse, es dejar la vida en cada intento, y por último una se queda sin combustible, sin poder sacar ni una gota más de eso que lleva adentro. Y es lo mismo que apagarse. Lo mismo. Aunque más doloroso. Ojalá mis hijos me recuerden así, encendida, algún día. Será, pero hay una luciérnaga en esta habitación, en esta casa. Se cambió ahora de lugar pero sigue encendiéndose. Creo que está posada sobre la foto de papá o cerca de la foto de papá.
De vez en cuando me parece ver sin ver. Empezó hace mucho tiempo, antes de cumplir los cinco años, mucho antes de que mamá se fuera de casa, de que se separara de papá definitivamente. Estar en la cama sin moverme es lo mismo que la enfermedad, que aquella enfermedad que tuve. La «muerte negra», la llamaron. Qué nombre tan horrendo. No sé bien qué enfermedad fue, o una difteria fuerte o una peste. Fue para finales de los años cuarenta. Oscuridad, inmovilidad y miedo. Por eso se me anudó la garganta. Yo estuve un año ciega y paralizada casi por completo. No puedo recordar mucho pero acabo de recordar esto: oscuridad, inmovilidad y miedo. Tratar de escuchar, de armarse una idea de lo que pasaba alrededor y pensar, pensar mucho y muy claro, aunque era muy chica. Era eso: pensamientos dentro de un tiempo que se hacía infinito, cada segundo infinito, cada minuto muchos infinitos que se unían. Flotando en la oscuridad, no sentía las piernas ni la cadera, y apenas podía tragar lo que identificaba como un líquido tibio que le daba placer a un tubo sensible, una parte viva de mí, pero de todas maneras ajena. ¿Será ese recuerdo esta angustia? Tal vez un recuerdo del cuerpo. Salí de la enfermedad como voy a salir de esta cama, tengo la idea de que fue mi propia decisión de salir adelante, de vivir, lo que me curó. Nadie entiende cómo no tengo ni una secuela de todo eso, ni una. El doctor Lozano me llama «la sobreviviente de la muerte negra». Parecía una gripe común y corriente, pero cuando las madres se percataban de que algo andaba mal ya era tarde. Lo mío fue grave, muy grave, pero sobreviví y al final la enfermedad me hizo más fuerte. Es verdad, te hizo más fuerte, María, y recién hoy, en esta madrugada tan extraña, te venís a dar cuenta. Estuve tan cerca de la muerte, varias veces, pero acá estoy, con sesenta y pico de años, cuatro hijos y cinco nietos. Sesenta y pico pero no voy a pensar en el pico. Todavía falta para los setenta. Dios existe: no hay peor ciego que el que no quiere ver.
Hace unas semanas que Gabriel salió de la última internación. Esta vez fue cortita, un mes. Según Manuel se internó limpio, sólo porque se sentía en riesgo. Pero Manuel le cree todo a su hermano; claro, Gabriel es una figura fuerte para ese chico que parece de quince años en muchas cosas. Manuel es muy inteligente pero frágil, lleno de inocencia, y a Gabriel lo tiene tan alto que no le cuestionaría nada. No sé, no confío mucho. Tengo que llamarlos para hablar de este tema. Por lo menos esto de que Manuel se haya mudado con el hermano es algo bueno. A Gabriel lo va a controlar más. Alejandro también está mejor, lleva poco más de un año sobrio, los grupos de adictos vinieron a ayudar mucho en esta casa. A este hombre no, él nunca te reconocería que toma más de lo normal, nunca. Yo pido tanto porque no haya alcohol ni drogas en mi familia. Pero esta internación de Gabriel me removió una espina. Este último tiempo se parece a la calma que antecede a las grandes tormentas. Lo viví muchas veces ya para no reconocerlo. Desde el borrón y cuenta nueva este hombre y Gabriel están acercándose. Pero ésa no es manera de hacer las paces porque las heridas parecen curadas, pero sólo están cerradas por fuera y se pudren más y más por adentro. Este hombre está muy enfermo, Gabriel lo sabe. Ni manejar bien puede, no calcula las distancias, no sé, está como apagado, y muchas veces se pierde, por unos segundos, en casa o en la calle. El sábado pasado yo volvía de la panadería y lo encontré en la esquina: miraba el cartel de nuestra cuadra, lo estaba leyendo. Le pregunté si le pasaba algo y puso cara de alivio, como si mi voz lo hubiese rescatado de una confusión angustiante.
—Nada, nena, estaba mirando una cosa de la pintura de esa pared, el color, ¿viste?
—Sí, vi, Negro —le contesté, pero me di cuenta de todo.
Gabriel sabe de estas cosas, yo misma se las conté. Y sabe también que yo soy el puente entre él y su padre. Pero ¿de qué sirve ser un puente que nadie quiere transitar? Gabriel es igual al padre, nunca lo reconocería, pero es igual. Prefiere ir por el medio del agua que ir por un camino desconocido por más prometedor que parezca. Y tengo miedo de que también se me vaya a ahogar.
Es que lo que pasó, no sé, es todo tan confuso en mi mente… Es como si yo hubiera borrado sólo lo