Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Desde $11.99 al mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Lujuria: Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres
Lujuria: Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres
Lujuria: Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres
Libro electrónico253 páginas4 horas

Lujuria: Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres

Calificación: 3.5 de 5 estrellas

3.5/5

()

Leer vista previa

Información de este libro electrónico

"Hace tiempo que estudio nuevos documentos confidenciales, escuchas telefónicas de la fiscalía italiana y de las fiscalías extranjeras y los informes de comisiones internacionales. He conocido a sacerdotes y monseñores que me aseguran que, además de los delitos financieros, siguen cometiéndose otros tantos sexuales. [...] Que los abusos de menores no se han erradicado, sino que en los tres primeros años de pontificado de Bergoglio han sido presentadas ante la Congregación para la Doctrina de la Fe 1.200 denuncias de abusos "verosímiles" a niños y niñas de medio mundo. Al parecer, no solamente no se ha castigado a los encubridores, sino que muchos de ellos han sido ascendidos."

Así comienza la nueva y explosiva investigación de Emiliano Fittipaldi. De Australia a México, de España a Chile, de Como a Sicilia, cada año hay centenares de denuncias de delitos y comportamientos inaceptables por parte del clero. Entre quienes, con palabras o con hechos, lo han ocultado hay cardenales –como tres de los componentes del más algo grupo de poder en el Santa Sede, George Pell, Óscar Rodríguez Maradiaga y Francisco Errázuriz–, prelados importantes –como Carlo Maria Viganò, Tarcisio Bertone o Timothy Dolan– y muchos obispos, con la ayuda de la guía vaticana y de la CEI, que aún hoy no preven una denuncia obligatoria ante los casos de violencia sexual de sus sacerdotes.

Hasta la fecha, nadie había juntado datos, casos concretos, declaraciones doctrinales e investigaciones judiciales para mostrar el desconcertante y turbador sistema de una Iglesia presa aún del pecado de lujuria y presta a tapar cada escándalo, a proteger al "lobby gay" del Vaticano, a evitar el compensar a las víctimas, y a perdonar y ayudar a los verdugos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 may 2017
ISBN9788416842117
Lujuria: Pecados, escándalos y traiciones de una Iglesia hecha de hombres

Relacionado con Lujuria

Libros electrónicos relacionados

Historia para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Lujuria

Calificación: 3.3333333333333335 de 5 estrellas
3.5/5

3 clasificaciones1 comentario

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Muy bueno. Me parece bien que exponga el contenido de forma breve y clara. Quisiera leer el libro que el autor escribió antes de este: Avaricia. Imagino que será igual de interesante.

Vista previa del libro

Lujuria - Emiliano Fitipaldi

editorial]

Capítulo I

La sombra que amenaza a Francisco

Emma y Katie Foster no se imaginaban el desastre que anunciaban los refrescos de Coca-Cola que les había ofrecido el padre Kevin después de las clases de inglés y de geografía en los jardines de la escuela católica de primaria del Sagrado Corazón, y que conducirían a Emma al suicidio y a Katie a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.

Don Kevin O’Donnell no tardó mucho en fijarse en las dos niñas que iban al colegio de Oakleigh, un suburbio de Melbourne, en Australia. La escuela donde Anthony y Christine Foster habían inscrito a sus hijos se encontraba a pocos metros de distancia de la iglesia donde vivía y oficiaba misa el párroco. El padre Kevin era el director de la institución escolar desde hacía algunos años y se le veía a menudo prodigar sonrisas y caricias a sus pupilos por los pasillos. Pero, tras las gafas, sus ojos se movían veloces para avistar a las presas ocultas en el aula. Algunos años después, Christine recordaría cómo al sacerdote le gustaba sentarse a observar a los niños desde un banco del patio de recreo. Mientras ellos jugaban, él esperaba el momento apropiado. Para comenzar su cacería.

Estamos a mitad de los años ochenta, y el anciano sacerdote es dueño y señor del Sagrado Corazón. Es un hombre respetado por profesores y tutores que le confían sin temor a los menores. Un sacerdote homenajeado por padres y bedeles por su integridad ética y su autoridad moral. Nadie sospecha que ha violado a una docena de niños y que su carrera de monstruo en serie continuaría durante una treintena de años más, gracias al silencio que por temor y vergüenza guardaron las víctimas, y a la omertà de sus superiores, quienes –pese a los testimonios y las quejas que ponían en entredicho la integridad del sacerdote–, prefirieron mirar para otro lado por sistema, consintiendo el traslado de O’Donnell a otras parroquias, para acallar de este modo algún que otro rumor persistente y solitario.

Cuando Kevin vio por primera vez a Emma y Katie trepar por los cubos de madera del parque de la escuela, ya era uno de los pederastas en serie más prolíficos de la historia de Australia. Los Foster conocen bien la escuela católica y al prelado que la dirige, y están convencidos de que sus hijas y el pequeño al que acaban de matricular, Aimee, están en buenas manos. No hay nada de qué preocuparse. Las primeras sospechas llegarán años más tarde, cuando las dos niñas ya han completado la mitad de su formación educativa en la institución.

Es el año 1995. Christine acaba de organizar una fiesta por el decimotercer cumpleaños de Emma. Una mañana, mientras desayuna, sus ojos se posan casi por casualidad en un artículo de un diario local. El titular le corta la respiración: «Padre O’Donnell investigado por la policía del estado de Victoria», reza el título, por haber sido acusado de abusar sexualmente de doce menores. El sacerdote admite los delitos y es arrestado: «He abusado de once niños y de una niña, de entre ocho y catorce años de edad. He cometido abusos desde el año 1946, la última vez en 1977», explica en el interrogatorio. Miente, como lo ha hecho siempre. Hoy sabemos que su cacería no tuvo fin.

Cuando Christine les preguntó a sus hijas si habían sido objeto de la atención del sacerdote, ambas lo negaron. Sin embargo, semanas más tarde, cuando las madres del Sagrado Corazón comienzan a interrogar a sus hijos para saber si habían sido abusados, Emma deja de improviso de comer. El almuerzo del comedor se le queda frío y el fiel de la balanza empieza a inclinarse hacia el otro lado. En junio de 1995 la pequeña termina por primera vez en un hospital, donde le diagnostican anorexia y depresión aguda. En septiembre, la menor reconoce ante su médico de cabecera que alberga pensamientos de suicidio y que ha intentado quitarse la vida mediante la ingesta de antidepresivos, lo cual conduce a su ingreso en la unidad de psiquiatría infantil. Antes de la Navidad de ese año, Emma intentaría suicidarse otras dos veces.

A principios de 1996, tras una tercera sobredosis de antidepresivos, la psiquiatra de Emma le explica a Anthony que su hija tiene todos los síntomas de «alguien que ha sido víctima de abuso sexual». Otro psicólogo se muestra todavía más rotundo: «Estoy seguro de que han abusado de ella», se lee en el primer informe sobre el caso Foster publicado por la Royal Commission (Comisión Real) del Gobierno de Canberra en 2014, así como en la gran investigación nacional establecida por el Ejecutivo australiano con objeto de examinar miles de casos de pederastia por parte del clero católico. «En realidad, su comportamiento sugiere que ha sido violada de forma repetida.»

La madre no quiere creérselo. No acaba de entender cómo es posible que su hija haya podido ser víctima de un maniaco. Casi por casualidad, durante una salida de la familia, descubre la verdad: «¿Sabes mamá que esta Coca-Cola no me emborracha como la que nos dan en la escuela? La de la escuela me mareaba, me dolían los oídos y escuchaba un pitido. Pero esta es buena». Algunos días más tarde, Anthony Foster se pone en contacto con un oficial de policía que está investigando el caso O’Donnell, quien le confirma las sospechas y sume a la familia en un abismo. «Sí, parece ser que Don Kevin daba a sus víctimas bebidas en las que disolvía algún tipo de droga. Era su modus operandi.»

El 27 de marzo de 1996, los señores Foster reciben una nueva llamada de la clínica psiquiátrica para informarles de un nuevo intento de suicidio de su hija. Emma ha intentado quitarse la vida cortándose las venas. Y le ha confesado a la enfermera que le paraba la hemorragia que fue violada por el viejo sacerdote. El informe de la Comisión Real recoge las palabras de la menor, repetidas ante un psicólogo: «Recuerdo que había una puerta con el símbolo de la ducha detrás de la sala parroquial. Me dijo que entrara, me sentó en sus rodillas y me hizo cosas horribles». Unos días más tarde, Katie, la benjamina, dice que también ha sido abusada. En el colegio. «Por el padre Kevin.»

Para la familia se trata del inicio de una pesadilla de la que nunca despertarán: los abusos, la depresión y el alcoholismo comienzan a minar la psique de las adolescentes. Emma, la mayor, muere sola en su habitación en 2008, con veintiséis años, por sobredosis de heroína. Katie, la menor, que había empezado a beber para intentar olvidar los abusos sufridos, es arrollada en mayo de 1999 en estado de embriaguez por un automóvil fuera de control, un accidente que la dejó en silla de ruedas y que le provocó daños cerebrales por los que necesita ser atendida las veinticuatro horas del día.

Sin piedad

Pero el viejo caso Foster aún no ha terminado. Hoy amenaza con golpear el corazón del Vaticano. El fantasma de Emma y las acciones legales de la Comisión Real perturban las noches del cardenal George Pell, mano derecha del papa Francisco y jefe del dicasterio de la Secretaría de Economía. En la jerarquía eclesiástica, Pell es, desde 2013, número tres de la Santa Sede, por detrás del pontífice y del secretario de Estado Pietro Parolin. Un nombramiento a dedo de Francisco, quien lo apodó el «Ranger» australiano, pidiéndole que se trasladara desde Sidney para moralizar a la corrupta curia romana y llevar a cabo la reforma de las estructuras económicas del Vaticano.

Nadie le contó a Francisco las duras críticas que Pell había recibido en su país, ni que se había convertido en el blanco de investigadores sobre casos de pederastia. En 1995, el actual cardenal era auxiliar del arzobispo de Melbourne, Thomas Little, a quien sustituiría en su cargo al año siguiente. Pell ha gestionado en los últimos veinte años el escándalo de los pederastas australianos. Y es el hombre que creó un protocolo de indemnización para las víctimas, la «Melbourne Response», la cual, según la investigadora Judy Courtin, «en realidad fue un sistema ideado para controlar a las víctimas, encubrir centenares de abusos y proteger a la Iglesia. Un formulario destinado a minimizar los delitos, ocultar la verdad, manipular, intimidar y explotar a las víctimas».

A juzgar por los millares de páginas de la Comisión Real, las pruebas inéditas aportadas por la acusación y la defensa, la correspondencia secreta de la diócesis y los interrogatorios a sacerdotes y familias, parece que los detractores del cardenal tengan razón y que el papa Francisco haya elegido como su principal hombre de confianza al sacerdote equivocado.

La gestión de la tragedia de los Foster es emblemática. Volvamos a 1997, cuando los padres de Emma y Katie deciden buscar justicia y resarcimiento a través de la «Melbourne Response» (el padre O’Donnell falleció poco después de salir de la cárcel, tras cumplir quince meses en prisión, sin que la policía lograra imputarlo por los delitos cometidos contra las hermanas de Oakleigh).

El 18 de febrero de 1997, el señor y la señora Foster están sentados junto a la pequeña Emma en el sofá de su salón burgués. Hay té con pastas sobre la mesa. Esperan una visita importante. El arzobispo, tras un tira y afloja, ha aceptado verlos. Para organizar la cita fueron necesarias dos negociaciones preliminares: al principio, el «Ranger» se mostró muy reticente a celebrar un cara a cara. «Un encuentro con la familia Foster significaría que tendría que ver a todas las familias. Mi tiempo es muy limitado. ¿Por qué su caso es diferente a los demás?», pregunta a sus abogados en una carta inédita del 18 de noviembre de 1996, donde expresaba su temor a que se creara un precedente ante el resto de familias destruidas por los delitos de decenas de sacerdotes que la policía estaba investigando en todo el Estado.

La Comisión Real recoge el testimonio del encuentro, «uno de los más difíciles de mi vida», afirma Pell. «La señora Foster recordó que el marido», según escriben los jueces de Canberra en el informe preliminar, «dijo al arzobispo Pell que consideraban el protocolo Melbourne una tentativa para ahorrar dinero a la Iglesia católica a costa de las víctimas. La señora Foster consigna estas palabras del arzobispo: Si no te gusta cómo lo estamos haciendo, llévanos a juicio». Según los jueces, además de los Foster, Pell aceptó en los días siguientes ver a otras víctimas de O’Donnell. Pero «estos encuentros no ayudaron ni a los Foster ni al resto de familias, puesto que se quedaron con la sensación de que la Iglesia no se había tomado en serio sus preocupaciones, pese a estar fundadas». Durante el encuentro con Pell, la señora Foster recuerda haberle hecho una pregunta en relación a algunos conocidos pederastas que aún servían en las parroquias de Mel­bourne, a lo que el arzobispo respondió: «Son chismes hasta que no se aporten pruebas al tribunal. Yo no presto atención a los chismes».

No por nada Anthony Foster declaró ante la Comisión Real que, en el momento de relatar los horrores de su tragedia a Pell, este mostró una «falta sociopática de empatía, un rasgo que ha caracterizado las reacciones y la actitud de la jerarquía de la Iglesia». Mientras daba estas respuestas a quienes lo estaban interrogando a finales de 2012, el padre de Emma y Katie no podía imaginarse que, unos meses más tarde, Pell se convertiría en uno de los hombres más poderosos del Vaticano. Quién sabe si, de haberlo sabido, habría podido contener las lágrimas. «Nos preguntamos algo tan sencillo y ético como por qué los restos del padre O’Donnell, conservados en la cripta de la iglesia del cementerio de Melbourne, todavía son homenajeados. Por qué hay una lápida en su memoria en nuestra parroquia. Por qué es tan difícil para la Iglesia expulsar del sacerdocio a quien ha abusado de menores durante más de treinta años, delitos de los que él mismo se ha declarado culpable.»

Pell ha sido interrogado cuatro veces por la Comisión Real. La última vez en Roma, por videoconferencia, en marzo de 2016. «Admito haber utilizado la palabra chismes y estoy convencido de que toda denuncia de abuso tiene que ser estudiada con sumo cuidado», explicó en 2013. «No está bien que se pida a los sacerdotes tomar partido cuando se menciona el nombre de alguien en un encuentro público. ¿Los Foster? No tenía ningún motivo para dudar de que O’Donnell había abusado de Emma. La intención de mi encuentro con ellos fue la de escucharlos y hacer lo que estuviera en mi mano para ayudarles. No lo he logrado y lo lamento.»

No parece, en realidad, que el cardenal haya querido ayudar a los Foster. Cuando, en marzo de 1997, la familia decide recurrir a la «Melbourne Response», creada por él, Pell pone en marcha una oposición férrea que pronto se convertiría en una guerra total con armas psicológicas y legales. El 26 de agosto de 1998 remite una carta a la principal víctima, la pequeña Emma –cuyo tratamiento es muy costoso–, donde le hace una oferta formal de indemnización formulada por el abogado de confianza de la diócesis, Richard Leder. Le ofrece, como compensación a todos los abusos sufridos, 50.000 dólares australianos, unos 30.000 euros. «La indemnización es la oferta del arzobispo con la esperanza de que pueda contribuir a su recuperación y como alternativa realista a un contencioso legal en el que nos defenderemos infatigablemente.» Los Foster leen la carta una y otra vez, con un nudo en el estómago e incapaces de contener su rabia: 30.000 euros por cerrar definitivamente el asunto, y la amenaza, en caso de rechazar la oferta, de que la Iglesia se defendería «infatigablemente» de cualquier otra solicitud de indemnización más en consonancia con la magnitud de los daños. La misiva sintetiza perfectamente la filosofía de Pell ante los actos impuros de los sacerdotes, puesto que parece centrarse en la mera reducción del daño. No el sufrido por las víctimas y sus familias, sino el de la Iglesia, que ha de ser preservada. A toda costa. Su imagen, por supuesto, y sus arcas. «Desde un punto de vista legal, no creo que una compañía de transporte o sus dirigentes puedan ser considerados responsables en el caso de que uno de sus conductores suba a una niña al camión para luego abusar de ella», declaró ante la Comisión Real en agosto de 2014, comparando a los sacerdotes pederastas con camioneros y la Santa Iglesia Romana con una empresa de transportes que debe considerarse, frente a los horrores de sus sacerdotes, «jurídicamente no perseguible». Una frase que todavía hoy asombra a Nicky Davis, responsable de una de las organizaciones de víctimas: «Pell ha demostrado que no tiene ni idea de lo que es un comportamiento apropiado o inapropiado, no sabe qué es apropiado decir a las víctimas. Se ha visto que lo único que le preocupa es protegerse a sí mismo y justificar comportamientos imperdonables».

Carta firmada por Pell que acompaña a la oferta de indemnización para la familia Foster. (véase traducción [1])

La carta del abogado del cardenal Pell a los Foster: se propone una indemnización de 30.000 euros para la hija que había sido objeto de abusos. (véase traducción

¿Disfrutas la vista previa?
Página 1 de 1