El ministerio de la felicidad suprema
Por Arundhati Roy
4/5
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El regreso de Arundhati Roy a la ficción veinte años después del éxito mundial de El dios de las pequeñas cosas: una historia de amor y guerra cautivadora y profundamente humana, y uno de los libros más esperados durante muchos años.
¿Cómo contar una historia hecha añicos?
Convirtiéndote poco a poco en toda la gente.
No.
Convirtiéndote poco a poco en todo.
El ministerio de la felicidad suprema es la deslumbrante nueva novela de la mundialmente famosa autora de El dios de las pequeñas cosas. Nos embarca en un viaje íntimo de muchos años por el subcontinente indio, de los barrios masificados de la Vieja Delhi y las carreteras de la ciudad nueva a los montes y valles de Cachemira y más allá, donde la guerra es la paz y la paz es la guerra.
Es una dolorosa historia de amor y una contundente protesta, una historia contada entre susurros, a gritos, con lágrimas carentes de sentimentalismo y a veces con una risa amarga. Cada uno de sus personajes está imborrable, tiernamente retratado. Sus protagonistas son gente rota por el mundo en el que vive y luego rescatada, recompuesta por actos de amor, y por la esperanza.
La historia empieza con Anyum –que antes se llamaba Aftab– desenrollando una raída alfombra persa en un cementerio al que llama hogar. Nos encontramos con la extraña e inolvidable Tilo y los hombres que la amaron, incluido Musa, novio y exnovio, amante y examante: sus destinos están tan entrelazados lo estaban y estarán para siempre sus brazos. Conocemos al casero de Tilo, un antiguo pretendiente, en la actualidad oficial de inteligencia destinado en Kabul. Y conocemos a las dos Miss Yebin: la primera es una niña que nace en Srinagar y es enterrada en el atestado Cementerio de los Mártires; a la segunda la encuentran a medianoche, abandonada en la acera en el corazón de Nueva Delhi.
A medida que esta novela cautivadora y profundamente humana trenza estas vidas complejas, reinventa lo que una novela puede hacer y ser. El ministerio de la felicidad suprema demuestra en cada página las milagrosas dotes de Arundhati Roy como contadora de historias.
Arundhati Roy
(Shillong, 1959) debutó en la narrativa con El dios de las pequeñas cosas, que ganó el Premio Booker en 1997, se tradujo a más de cuarenta idiomas y se convirtió en un acontecimiento literario en todos los países donde se publicó. También es autora de diversos libros de no ficción, como los excelentes y combativos ensayos políticos El final de la imaginación o El álgebra de la justicia infinita (Premio José Luis López de Lacalle), ambos en Anagrama. Vive en Nueva Delhi.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Una novela de una profunda belleza y una sensibilidad que azoran. El lector se sumerge que es la India, ese cúmulo de dolores que es su historia (que es toda historia). Es evidente la preocupación social que mueve a Arundhati Roy, la activista, a lo largo de la novela, pero es la novelista quien lleva escribe y en ningún momento sus páginas se tornan un panfleto. La novela profundiza en la forma en que las personas sobreviven y se mantienen en los conflictos, en los rostros terribles que los hacen mostrar esos conflictos. La condición humana es retratada sin concesiones y, aunque muestra de lo que somos capaces de hacer, tampoco se regodea en la miseria y en la capacidad de producir dolor del ser humano. La novela está llena de dolor, la atraviesa, sin embargo no es una novela del dolor, si no de sobrevivir a él, de resistir y encontrar en las pequeñas cosas, en salir del mundo y construir un mundo propio, la forma de resistir a ese dolor. Anyum, la hijra de la vieja Delhi y la posada que construye en un cementerio se vuelve un personaje y un mundo que no quiere uno abandonar; mientras que conocemos también a Tilo y los hombres que la amaron y cómo terminó en la lucha por la independencia de Cachemira; ellas son los polos en torno a los cuales Arundhati construye su novela y en torno a quienes giran el resto de los personajes, con una niña encontrada en la calle como la forma en que se unen.
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El ministerio de la felicidad suprema - Cecilia Ceriani
Índice
PORTADA
1. ¿ADÓNDE VAN A MORIR LOS PÁJAROS VIEJOS?
2. LA JWABGAH
3. LA NATIVIDAD
4. EL DOCTOR AZAD BHARTIYA
5. UNA PERSECUCIÓN LENTA PERO SEGURA
6. ALGUNAS CONSIDERACIONES PARA MÁS ADELANTE
7. EL CASERO
8. LA INQUILINA
9. LA MUERTE PREMATURA DE MISS YEBIN PRIMERA
10. EL MINISTERIO DE LA FELICIDAD SUPREMA
11. EL CASERO
12. GUIH KYOM
AGRADECIMIENTOS
PERMISOS
CRÉDITOS
NOTAS
Para
los Desconsolados
Lo que quiero decir es que todo depende de tu corazón...
NAZIM HIKMET
A la hora mágica, cuando el sol se ha ido pero su luz no, un ejército de zorros voladores se descuelga de las ramas de los banianos del viejo cementerio y sobrevuela como una nube de humo la ciudad. Cuando los murciélagos se van, los cuervos vuelven al hogar. Ni siquiera todo el alboroto de su regreso logra llenar el silencio que han dejado los gorriones ausentes y los buitres dorsiblancos que han sido barridos de la tierra después de custodiar a los muertos durante más de cien millones de años. Los buitres murieron envenenados con diclofenaco. El diclofenaco es un relajante muscular, una especie de aspirina para las vacas, que se les administra para reducir sus dolencias e incrementar la producción de leche, pero actúa (actuó) sobre los buitres como un gas nervioso. Las vacas y las búfalas que producían abundante leche y que murieron químicamente relajadas se convirtieron en carroña envenenada para los buitres. A medida que las vacas se volvían mejores máquinas de producción y que la ciudad consumía más helados, caramelos de azúcar y mantequilla, barritas Nutty Buddy y chips de chocolate, y a medida que se bebían más batidos de mango, los buitres empezaron a doblar el pescuezo como si estuviesen cansados y les costara mantenerse despiertos. Del pico les caían hilillos de baba plateada. Uno a uno, fueron desplomándose, muertos, de las ramas de los árboles.
No fueron muchos los que notaron la desaparición de esas antiguas y amigables aves. Había tantísimas cosas con las que ilusionarse.
1. ¿ADÓNDE VAN A MORIR LOS PÁJAROS VIEJOS?
Ella vivía en el cementerio como si fuese un árbol más. Al alba veía a los cuervos partir y a los murciélagos regresar. Al anochecer, hacía lo contrario. Entre turno y turno, departía con los fantasmas de los buitres que vagaban por sus ramas más altas. Sentía la suave opresión de sus garras como un dolor en un miembro amputado. Llegó a la conclusión de que no eran tan infelices por haberse despedido y ausentado de la historia.
Nada más mudarse allí, soportó meses de crueldad gratuita como lo haría cualquier árbol, sin inmutarse. No se volvió para ver cuál era el niño que le había lanzado una piedra, no alargó el cuello para leer los insultos garabateados en su corteza. Cuando la gente se mofaba de ella (llamándola «payasa sin circo, reina sin palacio»), dejaba pasar el agravio entre sus ramas como si fuese una brisa y el susurro que esta levantaba entre las hojas era la música que le servía de bálsamo para aliviar su dolor.
Solo cuando Ziauddin, el imán ciego que una vez dirigiera los rezos de la Fatehpuri Masjid, se hizo amigo suyo y empezó a visitarla, el vecindario decidió que ya era hora de dejarla en paz.
Tiempo atrás un hombre que sabía inglés le dijo que su nombre escrito al revés (en inglés) era Maynu. En la versión inglesa de la historia de Laila y Maynu, Maynu se llamaba Romeo y Laila, Julieta. Aquello le pareció gracioso.
–¿Quieres decir que soy un khichdi de sus historias? –preguntó–. ¿Qué harán cuando descubran que en realidad Laila podría ser Maynu y que Romi era Juli?
La siguiente vez que se encontraron, el Hombre Que Sabía Inglés le dijo que se había equivocado. Que su nombre escrito al revés sería Muyna, que no era ningún nombre y que no quería decir nada. A lo que ella respondió:
–No importa. Yo soy todos ellos, soy Romi y Juli, soy Laila y Maynu. Y, ¿por qué no?, Muyna. ¿Quién dijo que mi nombre es Anyum? No soy Anyum, soy Anyuman, soy un mehfil, una reunión. De todos y de nadie, de todo y de nada. ¿Hay alguien más a quien te gustaría invitar? Están todos invitados.
El Hombre Que Sabía Inglés le dijo que esa era una idea muy ingeniosa. Dijo que a él jamás se le hubiese ocurrido. Ella respondió:
–¿Cómo se te iba a ocurrir con tu nivel de urdu? ¿Qué te crees? ¿Que eres inteligente solo por saber inglés?
Él se rió. Ella se rió de su risa. Compartieron un cigarrillo con filtro. Él se quejó del tamaño de los cigarrillos Wills Navy Cut. Demasiado finos y cortos, demasiado caros para lo que eran. Ella contestó que los prefería a los Four Square o a los Red & White, tan masculinos.
Ya no recordaba cómo se llamaba aquel hombre. Quizá nunca lo supo. Hacía tiempo que el Hombre Que Sabía Inglés se había marchado, al lugar adonde tuviera que irse. Y ella vivía en el cementerio, detrás del hospital público. Su única compañía era un armario metálico de la marca Godrej, donde guardaba su música (discos rayados y cintas), un viejo armonio, ropa, joyas, los libros de poesía de su padre, sus álbumes de fotos y unos pocos recortes de prensa que habían sobrevivido al fuego de la Jwabgah. Llevaba la llave del armario colgada al cuello con un cordel negro junto a su mondadientes de plata curvado. Dormía sobre una raída alfombra persa que guardaba bajo llave durante el día y desenrollaba entre dos tumbas cuando llegaba la noche (como gracia, nunca repetía dos noches seguidas las mismas tumbas). Todavía fumaba. Todavía Navy Cut.
Una mañana, mientras le leía el periódico en voz alta al viejo imán, este, al ver que no le estaba prestando atención, le preguntó de pasada:
–¿Es verdad que a los indios que son como tú no los incineran sino que los entierran?
Viendo venir el problema, contestó con evasivas.
–¿Verdad? Verdad, ¿qué? ¿Qué es la Verdad?
Resistiéndose a que desviaran su línea de interrogatorio, el imán farfulló una respuesta mecánica.
–Sach Khuda hai. Khuda hi Sach hai. –La Verdad es Dios. Dios es la Verdad. Era la típica muestra de sabiduría que podía verse pintada en la parte trasera de los camiones que rugían por las autopistas. Entonces, el imán entrecerró sus ojos verdiciegos y preguntó en un susurro verditaimado–: Dime, cuando muere la gente como tú, ¿dónde os entierran? ¿Quién lava vuestros cuerpos? ¿Quién eleva las plegarias?
Durante un largo rato, Anyum permaneció en silencio. Después, se inclinó hacia delante y contestó también con un susurro nada arbóreo:
–Dígame, imán sahib, cuando las personas hablan de los colores, del rojo, del azul, del naranja, cuando describen el cielo al atardecer o la salida de la luna durante el Ramadán, ¿qué pasa por su mente?
Después de herirse ambos de esa forma tan profunda y casi mortal, se mantuvieron callados, uno junto al otro, sentados sobre la tumba soleada de alguien, desangrándose. Finalmente, fue Anyum quien rompió el silencio.
–Dígamelo usted –dijo–. Usted es el imán sahib, no yo. ¿Adónde van a morir los pájaros viejos? ¿Se precipitan sobre nosotros como piedras caídas del cielo? ¿Tropezamos con sus cadáveres en las calles? ¿No cree que el Todopoderoso, el Omnisciente que nos puso en este mundo habrá hecho los arreglos pertinentes para nuestra partida?
Aquel día la visita del imán concluyó más temprano de lo habitual. Anyum lo observó marcharse, tan-tan-tanteando el camino entre las tumbas, sacando música con su bastón de ciego de las botellas de alcohol vacías y de las jeringuillas usadas que salpicaban su recorrido. No le detuvo. Sabía que volvería. No importaba su complicado disfraz, Anyum reconocía la soledad nada más verla. Tenía la sensación de que, de un modo extraño y tangencial, el imán necesitaba su sombra tanto como ella necesitaba la de él. Y la experiencia le había enseñado que la Necesidad era un almacén que podía acumular una cantidad considerable de crueldad.
Aunque la partida de Anyum de la Jwabgah había estado lejos de ser cordial, sabía que no podía revelar unos sueños y unos secretos que no le pertenecían solo a ella.
2. LA JWABGAH
Ella era la cuarta de cinco hijos, nacida una fría noche de enero a la luz de un farol (hubo un apagón) en Shahjahanabad, la ciudad amurallada de Delhi. Ahlam Baji, la comadrona que atendió el parto y la puso en brazos de su madre envuelta en dos chales, dijo: «Es un niño.» Dadas las circunstancias, su error era comprensible.
Ya en el primer mes de su primer embarazo, Yahanara Begum y su marido decidieron que, si era niño, lo llamarían Aftab. Tuvieron tres hijas, una tras otra. Durante seis años estuvieron esperando a su Aftab. La noche que dio a luz a un varón fue la más feliz en la vida de Yahanara Begum.
A la mañana siguiente, cuando el sol estaba alto y la habitación tibia y hermosa, la madre desenvolvió al pequeño Aftab. Inspeccionó sin prisas su cuerpecito (ojos nariz cabeza cuello axilas deditos de las manos deditos de los pies) con embeleso. Fue entonces cuando descubrió, rebuscando bajo sus partes varoniles, una parte pequeñita, informe, pero, sin lugar a dudas, femenina.
¿Es posible que una madre se aterrorice ante su propio bebé? Yahanara Begum estaba aterrorizada. Su primera reacción fue sentir que se le encogía el corazón y sus huesos se volvían cenizas. Su segunda reacción fue volver a mirar para asegurarse de no estar equivocada. Su tercera reacción fue apartarse de lo que había creado mientras se le retorcían las entrañas y un hilillo de mierda le caía por las piernas. Su cuarta reacción fue considerar la posibilidad de asesinar al bebé y después suicidarse. Su quinta reacción fue coger al bebé en brazos y estrecharlo contra su pecho mientras se precipitaba al abismo abierto entre el mundo que conocía y otros mundos de los que ni siquiera sabía su existencia. En medio del vacío, despeñándose en la oscuridad, todo aquello que había tenido por certeza hasta entonces, cualquier cosa, desde la más insignificante hasta la más importante, dejó de tener sentido para ella. En urdu, el único idioma que conocía, todas las cosas, no solo los seres vivos sino todas las cosas (alfombras, ropa, libros, bolígrafos, instrumentos musicales) tenían un género. Todo era masculino o femenino, macho o hembra. Todo menos su bebé. Sí, claro que sabía que existía una palabra para los que eran como él: hijra. De hecho, había dos: hijra y kinnar. Pero dos palabras no constituyen un lenguaje.
¿Era posible vivir fuera del lenguaje? Por supuesto que esa pregunta no surgió en su interior con palabras ni la expresó con una frase única y lúcida. Surgió en su interior como un aullido embrionario y mudo.
Su sexta reacción fue lavarse y decidir no contárselo a nadie por el momento. Ni siquiera a su marido. Su séptima reacción fue tumbarse junto a Aftab y descansar. Como hizo el Dios de los cristianos después de crear el Cielo y la Tierra. Solo que Dios descansó después de dar sentido al mundo que había creado y Yahanara Begum descansó después de que aquello que ella había creado trastocara su sentido del mundo.
Después de todo, no era una auténtica vagina, se dijo para sus adentros. Los conductos no estaban abiertos (lo había comprobado). No era más que un apéndice, cosas de los bebés. Puede que se cerrase o se curase o desapareciera como fuese. Ella rezaría en todos los lugares sagrados que conocía y le pediría misericordia al Todopoderoso. Él se la otorgaría. Estaba segura de que lo haría. Y quizá lo hizo, de una forma que ella no llegaría a comprender del todo.
El primer día que logró reunir fuerzas para salir, Yahanara Begum llevó al bebé Aftab al santuario construido sobre la tumba de un hombre santo, el dargah de Hazrat Sarmad Shahid, que quedaba a apenas diez minutos andando de su casa. Ella no conocía entonces la historia de Hazrat Sarmad Shahid y no tenía ni idea de por qué encaminó sus pasos tan decididamente en dirección a aquel lugar sagrado. Quizá fuese él quien la convocó. O quizá la atrajo la gente rara que había visto acampada por allí cuando solía pasar rumbo al Bazar Mina, ese tipo de gente que en su vida anterior ni siquiera se hubiese dignado mirar, a menos que se le cruzasen en el camino. De repente se convirtieron en la gente más importante del mundo.
No todos los visitantes del dargah de Hazrat Sarmad Shahid conocían la historia de aquel hombre santo. Algunos sabían parte de ella; otros, nada, y otros inventaban sus propias versiones. La mayoría sabía que era un mercader judío-armenio que había llegado a Delhi procedente de Persia en busca del amor de su vida. Pocos sabían que el amor de su vida era Abhay Chand, un joven hindú que había conocido en Sind. La mayoría sabía que había renunciado al judaísmo y abrazado el islam. Pocos sabían que su búsqueda espiritual le llevó con el tiempo a renunciar también al islam ortodoxo. La mayoría sabía que había vivido como un faquir desnudo en las calles de Shahjahanabad antes de ser ejecutado públicamente. Pocos sabían que la razón de esa ejecución no fue la ofensa resultante de su desnudez pública sino la ofensa resultante de su apostasía. El emperador de aquel entonces, Aurangzeb, convocó a Sarmad ante su corte y le pidió que demostrase que era un auténtico musulmán recitando la Kalima: la ilaha illallah, Muhammad ur rasul Allah (No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta). Sarmad permaneció de pie, desnudo, en la corte real del Fuerte Rojo ante un jurado de cadíes y ulemas. Las nubes se detuvieron en el cielo, los pájaros se congelaron en mitad del vuelo y dentro del fuerte el aire se tornó denso e impenetrable cuando comenzó a recitar la Kalima. Pero nada más empezar, se detuvo. Lo único que dijo fue la primera frase: la ilaha. No hay más dios. Eso era todo lo que podía recitar, dijo, hasta no haber completado su búsqueda espiritual y poder abrazar a Alá con toda su alma. Hasta que no llegase ese momento, dijo, recitar la Kalima sería simular un rezo. Aurangzeb, respaldado por los cadíes, ordenó la ejecución de Sarmad.
A raíz de esto sería erróneo inferir que aquellos que iban a presentar sus respetos a Hazrat Sarmad Shahid sin conocer su biografía lo hacían por pura ignorancia, sin consideración alguna por los hechos o la historia. Porque dentro del dargah, el espíritu rebelde de Sarmad, intenso, palpable y más auténtico que lo que pueda ser cualquier acumulación de hechos históricos, se aparecía a aquellos que iban en busca de su bendición. Se celebraba (pero nunca se predicaba) la virtud de la espiritualidad por encima del sacramento, de la simplicidad por encima de la opulencia y la virtud del amor extático y tenaz incluso ante la perspectiva de la aniquilación. El espíritu de Sarmad permitía que los que acudían a él tomaran su historia y la transformaran hasta hacer de ellos lo que ellos necesitaban que fuese.
Cuando Yahanara Begum se convirtió en una figura conocida en el dargah, escuchó (y después propagó) la historia de cómo Sarmad fue decapitado en la escalinata de la mezquita Jama Masjid, ante un verdadero mar de gente que lo amaba y que se había reunido para despedirse de él. O cómo la cabeza de Sarmad continuó recitando sus poemas de amor, incluso después de haberle sido cercenada del cuerpo, y cómo Sarmad recogió su cabeza parlante, con la misma naturalidad con la que un motorista recogería hoy su casco, subió las escaleras, entró en la Jama Masjid y después, con la misma naturalidad, fue directo al cielo. Yahanara Begum decía (a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharla) que por eso en el diminuto santuario de Hazrat Sarmad (que se levanta como una lapa aferrada al pie de la escalinata oriental de la Jama Masjid, el lugar exacto donde su sangre derramada fue cayendo hasta formar un charco) el suelo es rojo, las paredes son rojas y el techo es rojo. Yahanara Begum decía que, a pesar de haber pasado más de trescientos años, nunca pudieron lavar la mancha de sangre de Hazrat Sarmad. Repetía que daba igual el color con el que pintaran su dargah, con el tiempo se volvía rojo de nuevo.
La primera vez que se abrió paso entre la multitud (vendedores de aceites esenciales o ittars y de amuletos, custodios de los zapatos de los peregrinos, tullidos, mendigos, personas sin hogar, cabras que estaban cebando para sacrificar en Eid y un grupo de eunucos silenciosos y ya entrados en años, que habían establecido su residencia bajo una lona impermeable junto al santuario) y entró en el diminuto recinto rojo, Yahanara Begum sintió que la inundaba la paz. Los ruidos de la calle se atenuaron hasta parecer que provenían de muy lejos. Se sentó en un rincón con su bebé dormido sobre el regazo y observó a la gente, a musulmanes así como a hinduistas, los veía entrar de uno en uno y de dos en dos, y atar hilos rojos, pulseras rojas y notitas de papel a la reja que rodeaba la tumba, suplicándole a Sarmad que los bendijera. Solo cuando notó la presencia de un anciano traslúcido, con la piel reseca como el papel y una barba rala que brotaba como hilos de luz, sentado en un rincón, meciéndose hacia delante y hacia atrás, llorando en silencio como si tuviese el corazón roto, solo entonces, Yahanara Begum permitió que fluyeran también sus propias lágrimas. Este es mi hijo Aftab, le susurró a Hazrat Sarmad, lo he traído hasta ti. Cuídalo. Y enséñame a amarlo.
Hazrat Sarmad lo hizo.
Durante los primeros años de la vida de Aftab, el secreto de Yahanara Begum se mantuvo a salvo. Mientras esperaba que la parte de niña de su hijo sanara, no se apartaba de él y lo protegía con fiereza. Incluso después de que naciese su siguiente varón, Saqib, no permitía que Aftab se alejase mucho de ella. Su comportamiento no fue considerado inusual en una madre que había esperado tanto y tan ansiosamente el nacimiento de ese hijo.
Cuando Aftab cumplió cinco años comenzó a acudir a la madrasa urdu-hindi para niños en Chooriwali Gali (en la calle del vendedor de brazaletes). Al año ya podía recitar buena parte del Corán en árabe, aunque no estaba claro cuánto entendía, algo que también podría decirse de los demás niños. Aftab era un alumno por encima de la media y ya desde muy joven quedó claro que tenía un don especial para la música. Cantaba con voz dulce y firme y podía reproducir una melodía con solo oírla una vez. Sus padres decidieron mandarlo a estudiar con Ustad Hameed Kan, un músico joven y excepcional que enseñaba música clásica indostánica a un grupo de niños en su populoso barrio de Chandini Mahal. El pequeño Aftab jamás faltó a una sola clase. Con nueve años cumplidos podía cantar veinte minutos largos de bada jayal en las diferentes escalas melódicas, los ragas yaman, durga y bhairav y lograba que su voz destacase tímidamente por encima de la monotonía de la nota rekhab de los ragas pooriya dhanashree como una piedra que rebota en la superficie de un lago. Podía cantar chaitis y thumris con el talento y la elegancia de una cortesana de Lucknow. Al principio le hacía gracia a la gente e incluso le animaban, pero pronto empezaron las burlas y las risillas de los demás niños: Él es ella. Él no es él ni ella. Él es él y ella. Ella-Él. Él-Ella. ¡Ela! ¡Ela! ¡Ela!
Cuando las burlas se volvieron insoportables, Aftab dejó de ir a las clases de música. Pero Ustad Hameed, que lo adoraba, se ofreció a darle clases particulares. Así que las clases de música continuaron, pero Aftab se negó a seguir yendo a la escuela. A esas alturas, Yahanara Begum había perdido casi todas las esperanzas. No había ningún indicio de cura. Había logrado posponer unos años la circuncisión de Aftab mediante una serie de ingeniosos pretextos. Pero le estaba llegando el turno de ser circuncidado al joven Saqib y la madre sabía que se le acababa el tiempo. Al final, hizo lo que tenía que hacer. Juntó coraje y se lo dijo a su marido. Se vino abajo y lloró de dolor y, a la vez, de alivio por tener, por fin alguien con quien compartir aquella pesadilla.
Su marido, Mulaqat Ali, era un hakim, un médico especializado en plantas medicinales, y un apasionado de la poesía urdu y persa. Toda su vida había trabajado para la familia de otro hakim, Hakim Abdul Majid, creador de un famoso elixir llamado Rooh Afza (que significa «Elixir del alma» en persa). Se suponía que el Rooh Afza era un tónico que estaba hecho de semillas de khurfa (verdolaga), uvas, naranjas, sandía, menta, zanahorias, un poco de espinaca, kus kus (semillas de amapola), loto, dos clases de lirios y un destilado de rosas de Damasco. Pero la gente descubrió que dos cucharadas grandes de aquel jarabe de color rubí brillante en un vaso de leche fría o simplemente de agua no solo se convertía en una bebida deliciosa sino que, además, era muy eficaz a la hora de combatir el abrasador verano de Delhi y las fiebres extrañas provocadas por los vientos del desierto. En un abrir y cerrar de ojos, lo que había nacido como una medicina pasó a ser el refresco más conocido de la comarca. Rooh Afza se convirtió en una empresa próspera y en una marca conocidísima. Dominó el mercado durante cuarenta años y el producto se exportó desde su casa central en la antigua Delhi a ciudades tan lejanas como Hyderabad, en el sur del país, y a países como Afganistán, en el oeste. Entonces llegó la Partición. En la nueva frontera entre India y Pakistán a Dios se le reventó la carótida y un millón de personas murieron a causa del odio. Los vecinos se enfrentaron como si nunca se hubiesen conocido, como si nunca hubiesen asistido a las bodas de los demás, como si nunca hubiesen cantado las canciones de los demás. La ciudad amurallada se quebró con violencia. Las viejas familias (musulmanas) huyeron. Llegaron las nuevas (hindúes) y se asentaron en las inmediaciones de las murallas. Rooh Afza sufrió un serio retroceso, pero pronto se recuperó y abrió una sucursal en Pakistán. Un cuarto de siglo después, tras el holocausto en Pakistán Oriental, abrió otra sucursal en el flamante país de Bangladesh. Pero finalmente, el Elixir del Alma que había sobrevivido a las guerras y al nacimiento sangriento de tres nuevos países fue derrotado, como muchas otras cosas en el mundo, por la Coca-Cola.
Aunque Mulaqat Ali era un empleado apreciado y de confianza de Hakim Abdul Majid, el salario que percibía no era suficiente para llegar a fin de mes. Por eso solía atender pacientes en su casa fuera del horario laboral. Yahanara Begum contribuía a los ingresos familiares tejiendo gorrillos gandhianos de algodón blanco que vendía al por mayor a los tenderos hindúes de Chandni Chowk.
Según Mulaqat Ali su linaje familiar entroncaba directamente con el emperador mongol Gengis Kan, ya que descendía de Chagatai, el segundo hijo del emperador. Poseía un detallado árbol genealógico pintado sobre un pergamino cuarteado y un baúl pequeño de hojalata lleno de papeles endebles y amarillentos que, según él, certificaban su afirmación y explicaban cómo los descendientes de los chamanes del desierto de Gobi, devotos del Eterno Cielo Azul, considerados en el pasado enemigos del islam, fueron los ancestros de la dinastía mogol que gobernó la India durante siglos y cómo la familia de Mulaqat Ali, descendientes de los mogoles suníes, se convirtieron en chiíes. De vez en cuando, quizá una vez cada pocos años, abría su baúl y le enseñaba los papeles a algún periodista que no solía prestar demasiada atención ni tomarle en serio. Como mucho, la larga entrevista merecía una mención maliciosa y jocosa en algún suplemento de fin de semana sobre la Vieja Delhi. Si el artículo era a doble página, podía incluir una foto de Mulaqat Ali junto a algunos primeros planos de platos de la gastronomía mogol, fotos tomadas desde lejos de mujeres musulmanas con sus burkas surcando las calles estrechas y mugrientas en rickshaws y, por supuesto, la foto panorámica obligatoria de miles de musulmanes tocados con sus gorritos de oración blancos, alineados en perfecta formación e inclinados durante el rezo en la Jama Masjid. Algunos lectores interpretaban dichas fotografías como una prueba del avance hacia el laicismo y la tolerancia del pluralismo religioso en la India. Otros las recibían con cierto alivio al ver que la población musulmana de Delhi parecía bastante conforme en su animado gueto. Sin embargo, otros las interpretaban como una prueba de que los musulmanes no deseaban «integrarse» y estaban ocupados multiplicándose y organizándose para volver a ser una amenaza para la India hinduista. La influencia de quienes defendían esta opinión crecía de forma alarmante.
Más allá de lo que apareciese o no apareciese en los periódicos, Mulaqat Ali, ya casi senil, siguió recibiendo a los visitantes en sus diminutas habitaciones con la trasnochada cortesía de un noble. Hablaba del pasado con dignidad, pero jamás con nostalgia. Describía cómo, en el siglo XIII, sus antepasados habían dominado un imperio que se extendía desde países ahora llamados Vietnam y Corea hasta nada menos que Hungría y los Balcanes, y desde el norte de Siberia hasta la meseta del Decán, en la India, el mayor imperio que haya existido jamás. Solía finalizar la entrevista recitando un pareado urdu de uno de sus poetas preferidos, Mir Taqi Mir:
Jis sar ko ghurur aaj hai yaan taj-vari ka
kal us pe yahin shor hai phir nauhagari ka
La testa de cuya corona hace hoy soberbia ostentación
aquí mismo mañana se ahogará en su aflicción.
La mayoría de sus visitantes, emisarios presuntuosos de una nueva clase dirigente, apenas conscientes de su arrogancia juvenil, no comprendían totalmente las segundas lecturas del pareado que acababa de ofrecérseles como un refrigerio, acompañado de una tacita del tamaño de un dedal de té dulce y espeso. Comprendían, por supuesto, que se trataba de un lamento por la caída de un imperio cuyas fronteras internacionales acabaron reducidas a un gueto mugriento, circunscrito por las ruinosas murallas de una ciudad vetusta. Y sí, se daban cuenta de que también era un comentario afligido por las penosas circunstancias del propio Mulaqat Ali. Lo que se les escapaba era que el pareado era un aperitivo malicioso, una samosa¹ pérfida, una advertencia envuelta en luto, ofrecida con falsa humildad por un erudito que tenía una confianza absoluta en el desconocimiento del urdu por parte de sus oyentes. El urdu era un idioma que, como casi todos los que lo hablaban, estaba cada vez más marginado.
La pasión de Mulaqat Ali por la poesía no era simplemente una afición al margen de su trabajo como hakim. Estaba convencido de que la poesía tenía propiedades curativas o que, al menos, era una gran ayuda para la cura de casi todas las dolencias. Recetaba poemas a sus pacientes de la misma forma que otros hakims recetaban remedios. Era capaz de extraer de su formidable repertorio el pareado apropiado para cada enfermedad, cada ocasión, cada estado de ánimo y cada cambio delicado en la situación política. Esa costumbre hacía que la vida a su alrededor pareciese más profunda y al mismo tiempo más difusa de lo que realmente era. La impregnaba de una leve sensación de parálisis, la sensación de que todo lo que ocurriese ya había ocurrido antes. De que ya había sido escrito, cantado, comentado y registrado en el inventario de la historia. Que nada nuevo era posible. Aquella podía ser la razón por la que los jóvenes cercanos a él solían huir, riendo tontamente, cuando intuían que estaba a punto de recitar un pareado.
Cuando Yahanara Begum le contó la realidad de Aftab, Mulaqat Ali, por primera vez en su vida, no encontró un pareado adecuado para la ocasión. Le llevó un rato superar la impresión inicial. Cuando lo hizo, regañó a su mujer por no habérselo dicho antes. Los tiempos han cambiado, dijo. Estamos en la Era Moderna. Estaba seguro de que existiría una sencilla solución médica para el problema de su hijo. Buscarían un médico en Nueva Delhi, lejos de las habladurías y del chismorreo de los mohallas o vecindarios de la ciudad vieja. El Todopoderoso ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos, le dijo a su mujer con cierta severidad.
Una semana después, ataviados con sus mejores galas, con un desdichado Aftab emperifollado con un traje pastún masculino de color gris acero, con un chaleco negro bordado, un gorrito y calzado con unas jootis con las puntas curvadas hacia arriba como góndolas, partieron rumbo a Nizamuddin Basti en un carruaje tanga tirado por caballos. El propósito aparente de aquel viaje era comprobar las cualidades de una posible novia para su sobrino Aijaz, hijo de Qasim, el hermano mayor de Mulaqat Ali, que se había mudado a Pakistán después de la Partición y trabajaba para la sucursal de Rooh Afza en Karachi. La verdadera razón era que tenían una cita con un tal doctor Ghulam Nabi, que se autodenominaba «sexólogo».
El doctor Nabi se vanagloriaba de ser un hombre franco, de carácter meticuloso y científico. Después de examinar a Aftab declaró que el niño no era, desde el punto de vista médico, un hijra (una mujer atrapada en un cuerpo masculino), aunque podría usarse dicho término por razones prácticas. Dijo que Aftab era un raro ejemplo de hermafroditismo con características tanto masculinas como femeninas, aunque aparentemente las características masculinas eran las dominantes. Dijo que podía recomendarles un cirujano que le cerraría la parte femenina, que se la cosería. También podía recetarle unas pastillas. Pero dijo que el problema no era solo superficial. Aunque estaba seguro de que el tratamiento sería de ayuda, aflorarían ciertas «tendencias hijras» que posiblemente nunca desaparecerían. (Fitrat fue la palabra que usó para «tendencias».) No podía garantizar un éxito completo. Mulaqat Ali, dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo, estaba eufórico. «¿Tendencias?», dijo. «Las tendencias no representan ningún problema. Todo el mundo tiene alguna tendencia... Las tendencias siempre pueden manejarse.»
A pesar de que, tras la visita al doctor Nabi, no obtuvieran garantías de solución para lo que Mulaqat Ali consideraba el mal de Aftab, aquello sirvió de gran ayuda para el desorientado padre. Le proporcionó coordenadas para establecer su posición, para estabilizar el barco que cabeceaba peligrosamente en un océano de desconcierto y sin ningún pareado al que aferrarse. A partir de entonces, podía convertir su angustia en un problema práctico y centrar su atención y sus energías en algo que entendía bien: ¿qué hacer para reunir el dinero necesario para la intervención quirúrgica?
Redujo los gastos de la casa y confeccionó listas de amigos y familiares a los que podía pedir dinero prestado. Al mismo tiempo, se embarcó en el proyecto cultural de inculcarle masculinidad a Aftab. Le transmitió su amor por la poesía y lo apartó del canto de los thumris y chaitis. Se quedó despierto hasta tarde contándole historias sobre sus antepasados guerreros y su valor en el campo de batalla. Los relatos no lograron conmover a Aftab. Pero cuando escuchó la historia de cómo Temujin (Gengis Kan) obtuvo la mano de su hermosa esposa Borte Katun, cómo ella fue secuestrada por una tribu rival y cómo Temujin tuvo que enfrentarse, prácticamente solo, a un ejército entero para rescatarla porque la amaba con locura, lo que Aftab sintió fue que le hubiera gustado ser ella.
Mientras sus hermanas y su hermano iban al colegio, Aftab pasaba las horas en el balconcito de su casa mirando Chitli Qabar, el diminuto santuario de la cabra manchada que fue famosa en vida por sus poderes sobrenaturales, y la ajetreada calle sobre la que se encontraba, que desembocaba en Matia Mahal Chowk. Aprendió rápidamente la cadencia y el ritmo del vecindario, compuestos esencialmente de una sarta de improperios (me voy a follar a tu madre, anda a follarte a tu hermana, la polla de tu madre), interrumpidos cinco veces al día por la llamada a la oración desde la Jama Masjid y desde muchas otras mezquitas más pequeñas de la ciudad vieja. Mientras, día tras día, Aftab mantenía su estricta vigilancia sobre nada en particular, la sombra de Gudu Bhai, el pescadero madrugador y mordaz que aparcaba su carro lleno de reluciente pescado fresco en el centro del mercado, se alargaba (con la misma regularidad que el sol sale por el este y se pone por el oeste) para caer sobre Wasin, el naan khatai wallah, cuya sombra se encogía a su vez sobre Yunus, el frutero bajito y enjuto, quien, a última hora de la tarde, proyectaba su sombra ancha e inflada sobre Hasan Mian, el corpulento vendedor del mejor biryani de cordero de Matia Mahal, cuyas porciones servía directamente de una enorme olla de metal. Una mañana de primavera Aftab vio a una mujer alta y de caderas estrechas que llevaba los labios pintados de un rojo brillante, sandalias doradas de tacón alto y una túnica salwar kamiz de raso verde satinado, que estaba comprando pulseras en el puesto de Mir, el vendedor de bisutería que también trabajaba como vigilante del santuario de Chitli Qabar. Todas las noches guardaba las pulseras dentro de la tumba antes de cerrar el santuario y el puesto. (Se las había ingeniado para hacer coincidir los horarios de ambos trabajos.) Aftab jamás había visto a nadie como aquella mujer alta de labios pintados. Bajó las empinadas escaleras corriendo, salió a la calle y la siguió discretamente mientras ella compraba manitas de cabra, guayabas, horquillas para el pelo y esperaba a que le arreglasen las cintas de unas sandalias.
Aftab quería ser como ella.
La siguió calle abajo hasta la Puerta de Turkman y se quedó un largo rato mirando la puerta azul por la que había desaparecido. A ninguna mujer común y corriente se le hubiera permitido pasearse por las calles de Shahjahanabad vestida así. Las mujeres comunes y corrientes de Shahjahanabad vestían burkas o, al menos, se cubrían la cabeza y todo el cuerpo, excepto manos y pies. La mujer a la que Aftab siguió podía vestirse como se vestía y pasearse como lo hacía solo porque no era una mujer. Fuera lo que fuese, Aftab deseaba ser como ella. Deseaba ser como ella incluso mucho más de lo que había deseado ser Borte, la Katun de los mongoles. Deseaba pasearse igual que ella, resplandeciente, delante de los puestos de carne donde colgaban los cadáveres desollados de cabras enteras como enormes murallas de carne; deseaba sonreír con afectación al pasar delante del Salón de Peluquería para Hombres Nuevo Estilo de Vida, donde Ilyaas, el peluquero, le cortaba el pelo a Liaqat, el carnicero joven y delgado, y se lo abrillantaba con Brylcreem. Deseaba estirar una mano con las uñas pintadas y una muñeca cubierta de pulseras para levantar delicadamente la agalla de un pescado y comprobar si estaba fresco antes de regatear el precio. Deseaba alzar delicadamente el borde de su salwar al pasar por encima de un charco, apenas lo suficiente para dejar ver sus tobilleras de plata.
No eran los genitales femeninos lo único que le sobraba a Aftab.
Empezó a repartir su tiempo entre las clases de música y las guardias que montaba delante de la puerta azul de la casa situada en Gali Dakotan, donde vivía la mujer alta. Averiguó que se llamaba Bombay Silk y que había otras siete como ella: Bulbul, Razia, Hira, Baby, Nimo, Mary y Gudiya, que vivían juntas en el haveli² de la puerta azul y que tenían una ustad, una gurú, llamada Kulsum Bi, mayor que ellas, que era la cabeza de la casa. Se enteró de que el haveli se llamaba Jwabgah, la Casa de los Sueños.
Al principio echaban a Aftab de allí, ¡fuera!, ¡fuera!, porque todo el mundo, incluidas las residentes de la Jwabgah, conocían a Mulaqat Ali y no querían contrariarlo. Pero a pesar de todos los rapapolvos y castigos que pudieran aguardarle, Aftab volvía a apostarse tercamente en el mismo lugar día tras día. Dentro de su mundo, aquel era el único lugar donde sentía que el aire le hacía sitio. Como si se desplazara cada vez que él llegaba, como si se echara a un lado, igual que un compañero de colegio haciéndole sitio en un banco. Después de unos pocos meses, tras hacerles recados a las residentes, cargar con sus bolsas e instrumentos musicales cuando efectuaban sus rondas por la ciudad y masajearles los pies cansados al final de un día de trabajo, Aftab logró ganarse a las moradoras de la Jwabgah. Por fin, llegó el día en que le permitieron entrar. Se internó en aquella casa vulgar y destartalada como si traspasase las puertas del Paraíso.
La puerta azul daba a un patio enlosado con muros altos y una bomba de mano para extraer agua en una esquina y un granado en la otra. Había dos habitaciones situadas detrás de una ancha galería con columnas estriadas. El tejado de una de las habitaciones se había desplomado y las paredes desmoronadas formaban un montón de escombros donde vivía una familia de gatos. La habitación que seguía en pie era muy amplia y estaba en unas condiciones bastante buenas. Contra las desconchadas paredes de color verde claro se alineaban seis armarios Godrej, cuatro de madera y dos de metal. Todos estaban cubiertos con fotos de estrellas de cine: Madhubala, Wahida Rehman, Nargis, Dilip Kumar (cuyo nombre verdadero era Muhamad Yusuf Jan), Guru Dutt y la estrella local: Johnny Walker (Badruddin Jamaluddin Kazi), un humorista capaz de hacer sonreír a la persona más triste del mundo. Uno de los armarios tenía un desvaído espejo de cuerpo entero en la puerta. En otro rincón había un tocador viejo y gastado. Del alto techo colgaba una araña con desconchones en la que solo funcionaba una bombilla y un ventilador de largas aspas marrones. El ventilador tenía cualidades humanas (era reticente, de humor cambiante e impredecible). También tenía un nombre femenino, Usha. Usha ya no era joven y a menudo había que engatusarla y darle unos golpecitos con el palo de la escoba para que funcionase y se pusiera a girar como una despaciosa bailarina alrededor de una barra fija. Ustad Kulsum Bi dormía en la única cama del haveli, sobre la que colgaba una jaula con su periquito Birbal. Si Kulsum Bi no estaba cerca de él durante la noche, Birbal chillaba como si lo estuviesen matando. Cuando estaba despierto era capaz de soltar improperios letales que siempre iban precedidos de un Ai Hai! medio sarcástico, medio coqueto, que había aprendido de sus compañeras de casa. El insulto preferido de Birbal era el que más solía escucharse en la Jwabgah: Saali Randi Hijra (hijra, puta cabrona). Birbal se sabía todas sus variantes. Podía susurrarlo, decirlo en tono coqueto, de guasa, afectuoso o con una ira auténtica y llena de resentimiento.
Las demás moradoras dormían en la galería y por la mañana enrollaban las colchonetas y la ropa de cama formando con ellas unos enormes almohadones cilíndricos. En invierno, cuando hacía frío y había demasiada humedad en el patio, se apiñaban juntas en la habitación de Kulsum Bi. Para entrar en el aseo había que atravesar la habitación derrumbada. Se turnaban para lavarse con la bomba de agua del patio. Una escalera estrecha y empinada conducía a la cocina del primer piso. Desde la ventana de la cocina se veía la cúpula de la iglesia de la Santísima Trinidad.
Mary era la única cristiana entre las residentes de la Jwabgah. No iba a misa, pero llevaba una crucecita colgada al cuello. Gudiya y Bulbul eran hinduistas y a veces visitaban alguno de los templos en los que se les permitía entrar. El resto eran musulmanas. Iban a la Jama Masjid y a todos los dargahs de la ciudad en cuyas cámaras interiores podían entrar (porque, a diferencia de las mujeres biológicas, no eran consideradas impuras puesto que no menstruaban). Sin embargo, la persona más masculina de las que habitaban la Jwabgah sí menstruaba. Bismillah dormía en el piso de arriba, en la terraza de la cocina. Era una mujer de piel oscura, menuda y enjuta y con un vozarrón como la bocina de un autobús. Se había convertido al islamismo y se había mudado a la Jwabgah hacía pocos años (no había relación entre una cosa y otra), después de que su marido, un conductor de autobuses que trabajaba en Transportes Delhi, la echara de casa por no darle hijos. Por supuesto, al marido jamás se le ocurrió que él podía ser el responsable de que no tuvieran hijos. Bismillah (antes llamada Bimla) se ocupaba de la cocina y guardaba la Jwabgah de intrusos indeseables con la ferocidad implacable de un verdadero gángster de Chicago. Los muchachos jóvenes tenían terminantemente prohibida la entrada sin su expreso consentimiento. Incluso los clientes habituales, como el futuro cliente de Anyum (el Hombre Que Sabía Inglés), no podían entrar y tenían que organizar las citas por su cuenta. La compañera que compartía la terraza con Bismillah era Razia, que había perdido la cabeza y la memoria y ya no recordaba quién era ni de dónde venía. Razia no era un hijra. Era un hombre al que le gustaba vestirse de mujer. Sin embargo, no quería que la confundieran con una mujer, quería ser visto como un hombre que quería ser mujer. Hacía mucho que había desistido de intentar explicarle a la gente (incluso a los hijras) cuál era la diferencia. Razia pasaba sus días alimentando a las palomas en la azotea y desviando tercamente la conversación hacia su tema preferido: un programa secreto, aún sin aplicar (dao-pech, lo llamaba), que el gobierno tenía para los hijras y gente por el estilo y que él había descubierto. Según tal programa, vivirían todos juntos en una urbanización, recibirían una pensión del Estado y ya nunca más tendrían que ganarse la vida comportándose con lo que él describía como badtameezi (mala conducta). El otro tema obsesivo de Razia era el de las subvenciones públicas para los gatos callejeros. Por lo que fuera, su mente desvariada y desmemoriada viraba infaliblemente hacia los programas del gobierno.
La primera amiga de verdad que tuvo Aftab en la Jwabgah fue Nimo Gorajpuri, la más joven del grupo y la única que había terminado la enseñanza secundaria. Nimo había huido de su hogar en Gorajpur, ciudad donde su padre era un alto funcionario de la Oficina Central de Correos. Aunque Nimo aparentaba ser mucho mayor, en realidad solo tenía seis o siete años más que Aftab. Era bajita y regordeta, con el pelo grueso y rizado, unas cejas impresionantes, curvadas como un par de cimitarras, y unas pestañas increíblemente pobladas. Su rostro hubiera sido precioso si no fuese por el abundante vello facial que azulaba sus mejillas por debajo del maquillaje, incluso recién afeitada. Nimo estaba obsesionada con la moda femenina occidental y era tremendamente posesiva con su colección de revistas de moda que compraba en