Lena
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Y aunque quizá fue la casualidad la que cruzó su vida con el Posibilista, tal vez no fue tanta la coincidencia de asumir la condición humana de matar por encargo. Porque si algo estaba escrito no era su vocación, sino su amor demente por Lena, esa escritora fatal amada —y renegada— por sus semejantes.
Asumir la identidad de Knopfler y los infinitos riesgos que conllevaba ser un criminal no fueron para Martín un impedimento, porque su objetivo final, Lena, era el regalo. Y es que, a fin de cuentas, Lena es la historia de amor a lo largo del tiempo entre un asesino a sueldo y una novelista.
Daniel Vázquez Sallés no juega con el lector, pero sí lo acompaña en un recorrido vital lleno de curvas y de guiños a la ciudad de Barcelona y a algunos personajes que en algún momento de sus vidas se han cruzado con el autor.
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Lena - Daniel Vázquez Sallés
1
No es fácil admitir una adicción, pero me convertí en un asesino a sueldo por una mujer y, con casi cincuenta años, admito mi condición de hombre existencialmente bipolar.
Soy un ser con dos vidas. La de asesino frío y despiadado, y la de padre rumiante de una familia de apocados. Mi primera vida es auténtica y llegué a ella desnudo con el único deseo de ser amado. La segunda, la del honrado padre de familia, es una tapadera, una falacia que me sirve como puerto al que recalar antes de volver a zarpar en busca de la mujer que me abrió las puertas de su jardín secreto.
Como ejecutor a sueldo que ha alcanzado el cum laude en una profesión exigente, se me considera un aristócrata del crimen a pesar de mis orígenes humildes. No me gusta demasiado emplear armas blancas, si hubiera querido ser un matarife habría abierto una carnicería, y pocas veces he utilizado el lazo para darles el pasaporte a mis víctimas. No hay mejor preámbulo del adiós que el gatillo y el silenciador.
Me llamo Martín, el nombre que me dio mi madre y el que uso para deambular por la sociedad nívea, pero en la profesión me conocen bajo el alias de Knopfler. Si hablara de mí mismo en tercera persona del singular, diría que ese hombre bueno está casado con Irene, y que tiene dos hijos gemelos: Luis, nombre elegido en recuerdo de su padre, y Miguel, nombre de un suegro que ahora vive en las tinieblas del alzhéimer. Martín no suele hablar mucho de sus vástagos. Están en pleno tránsito entre la adolescencia y la sumisión, y sus méritos son escasos para dedicarles grandes elogios.
Martín tiene un trabajo ficticio en una empresa ficticia con sede en un país ficticio. Representante de maquinaria industrial, sale a las ocho de casa, vuelve a las siete fingiendo que está agotado por la responsabilidad del trabajo, y cuando viaja por cuestiones estrictamente laborales se lleva una maleta con un par de calzoncillos, dos calcetines, dos camisas, un neceser, una corbata de recambio y un best seller comprado en una librería cualquiera. Una vida de ficción que funciona como la maquinaria de un reloj suizo: el tic y el tac nunca pierden la cadencia siguiendo la estela de las fantasías de un homo faber.
El esposo de Irene y padre de Luis y de Miguel vive en una casa pareada a otra casa pareada situadas en un barrio pareado a una colina por cuyos caminos corren hombres y mujeres unidos por la obsesión de eliminar grasas y potenciar su peso muscular. Por la ventana de su dormitorio, el cuadro de atletas urbanos es enternecedor.
Punto y final a la fábula.
—Saca a los niños de la bañera y que se pongan el pijama —me decía Irene cuando yo llegaba del trabajo a una hora cristiana.
Yo, Martín el bueno, el benigno, el clemente, el piadoso, sacaba a los niños de la bañera y los envolvía con una toalla, con la mejor expresión de un padre responsable. El recuerdo de esos dos infantes humeantes es difuso. Luis y Miguel acaban de cumplir dieciocho años y creo, y me santiguo en el nombre de Jesús, el revolucionario nazareno, que haber matado dos pájaros de un tiro es una bendición divina. A mi yo verdadero, Knopfler el ejecutor, solo le gusta follar con la mujer que ama, y a la madre de mis hijos nunca la ha amado. Hace dieciocho primaveras que follo una vez al año con Irene. A ella le gusta referirse al acto de la penetración como «hacer el amor», expresión que desmiembra al más erecto de los miembros. Irene quería ser madre y con Luis y Miguel ha cumplido sus expectativas vitales.
Recuerdo una canción que me cantaba mi madre cuando era un niño de corta edad:
Sammy el Heladero es un pingüino feliz y gordito
Vive en su patria de hielo
bebiendo helados y empujando su carrito
Los helados que Sammy vende
los hace con agua y con risa
a veces les pone leche
nueces molidas y un poco de Brisa
Sammy un día partió al África empujando su carrito
los animales salvajes comieron sus helados
y quedaron fresquitos
Para el león helado de limón
para el tigre feroz un helado con arroz
para el elefante un helado gigante
para toda la pandilla un helado de vainilla
Sammy el Heladero quiso volver a su patria de hielo
los animales salvajes del África lo tomaron prisionero
Sammy en su calabozo lloraba gritaba y pataleaba
y a los helados echaba clavos molidos y pimienta mojada
Pero por fin lo soltaron
porque se cansaron de oírle sus gritos
y Sammy el Heladero volvió a su patria
empujando su carrito
Para el león helado de limón
para el tigre feroz un helado con arroz
para el elefante un helado gigante
para toda la pandilla un helado de vainilla
Perdí a mi madre a la edad de seis años en un accidente doméstico y guardé las andanzas de Sammy el Heladero en un baúl que he mantenido sellado desde que soy huérfano. Es curioso, y a los tenebrosos recovecos de la mente humana debo el fenómeno crepuscular, que hoy haya recordado la letra de una cantinela para niños.
Jamás he pretendido ser como Richard Kuklinski, alias el Hielero, un hombre a sueldo de la mafia reconvertido tras su jubilación en un asesino en serie que amaba congelar a sus víctimas después de descuartizarlas.
La vida es un hermoso refugio para maleantes.
Richard Kuklinski, alias el Hielero, contra Sammy el Heladero. En la piel de Knopfler me siento como ese vendedor de helados:
Para el león una bala de limón
para el tigre feroz una bala con arroz
para el elefante una bala gigante
para toda la pandilla una bala de vainilla
2
Huérfano de una madre relegada en la memoria, cada vez que vuelvo a mi patria de hielo me siento atado a la mujer que amo y que hoy, día de expiación, voy a matar como el último acto de tres vidas que agonizan.
A lo largo de los años que llevamos practicando nuestros juegos amatorios, me he ganado el privilegio de llamarla Lena. En realidad se llama Elena Cohen y es escritora, o quizás debería llamarla literata, novelista, prosista, creadora, autora o cuentista especializada en convertir la realidad en el reflejo de la ficción. No tengo alma de exorcista, pero Lena me ha traicionado.
Mi amada Lena, la de piel blanca, sonrisa serena, mirada feroz, es una escritora que quiso vender su alma al diablo del éxito. Pero el éxito fluctúa en el mercado de valores de los lectores, y Lena lleva años tratando de buscar otra alma que vender con el fin de recuperar una popularidad extraviada.
Durante los últimos años he tratado de templar su desazón, desbocada por una sequía creativa que la había marginado de la memoria de los lectores. Los críticos buscaron las razones de su caída: «Sus novelas se repiten, su estilo narrativo ha entrado en un círculo reiterativo que la ha convertido en una escritora acomplejada». El negro sobre blanco es hierro candente para la retina de todo escritor que es expulsado de los premios literarios, de los paraísos de la tertulias, del circuito de conferencias, de los jurados literarios, del club de los lectores, y Lena lloraba con la cabeza apoyada en el vértice de mis piernas, incapaz de controlar las lágrimas que le había ocasionado el destierro intelectual.
—Ya no me queda nada que contar, nada —repetía con los ojos entornados y el cuerpo atrincherado tras los pliegues de las sábanas.
—Tienes que hacer como yo —le decía—. Si uno se lo propone, puede llegar a reinventarse para seguir ganando todas las batallas.
Elena Cohen, la dulce Lena, ha hecho caso a mis consejos y se ha reinventado de la manera más rastrera, contando mis dos vidas enfrentadas en una novela que ha titulado La rana y el escorpión.
Dícese que había una rana descansando a orillas de un río, cuando un escorpión se le acercó.
—Ranita —le dijo el escorpión—. ¿Me puedes ayudar a cruzar el río llevándome a tus espaldas?
—¿Que te lleve a mi espalda? Ni pensarlo —contestó la rana—. Te conozco. Si te llevo a mis espaldas, sacarás el aguijón y me picarás.
—Pero, ranita, no seas tonta —le respondió el escorpión—. Si te pico con mi aguijón, nos hundiremos los dos y, como no sé nadar, me ahogaré.
Después de pensar un ratito, la rana dijo:
—De acuerdo. Te ayudaré a cruzar el río, sube.
El escorpión subió a su espalda y, cuando habían llegado a la mitad del trayecto, el escorpión sacó el aguijón y lo clavó en el costado de la rana. Con el veneno mortal extendiéndose por sus venas, la rana sacó las últimas fuerzas que le quedaban y le preguntó al escorpión:
—Pero ¿por qué has hecho eso? ¡Ahora moriremos los dos!
—Lo siento mucho, ranita, no he podido evitarlo, esa es mi naturaleza —contestó el escorpión, mientras se hundían bajo las aguas.
Fin de la fábula.
La moraleja de esa historia inventada por Esopo me produce el vómito. ¿Somos lo que somos aunque intentemos ser otra persona? Porque ¿quién eres tú, mi querida Lena? O ¿quién soy yo? Y si tú llevaras la razón y yo fuera el escorpión y tú la rana que me ha ayudado a cruzar el río, ¿por qué has sido tú la que ha inoculado el veneno que nos ha convertido en los ahogados en este río sin retorno?
No he podido dormir en toda la noche. Miraba el techo de la habitación marital y era incapaz de crear una constelación de ideas en la superficie blanca mientras Irene yacía a mi lado, ajena a la tragedia. «Duerme, dulce madre, duerme, pequeña viuda», me decía, odiando la respiración serena de esa rumiante. Por la ventana de la habitación, la luna era una vieja oronda y fulgente, y los ciudadanos sudorosos se habían retirado a sus cuarteles. La noche es un territorio hostil para los atletas urbanos, no para mí.
Cuando llegué a casa, Luis y Miguel estaban en la habitación encerrados en sus estudios, e Irene miraba la televisión como quién observa un cuadro tratando de encontrar un significado del que carece.
—Tienes la cena en el horno —me dijo mirándome de soslayo.
Los tagliatelle yacían desmayados en un plato que recogí con las manos protegidas con dos guantes de cocina y el hambre justa. Irene no sabe cocinar, y a mí me aburre perder el tiempo tratando de ser un genio del fuego. En eso coinciden Martín y Knopfler, que consideran la cocina un simple proceso físico y químico.
Pensemos en la pasta, una masa cuyo ingrediente básico es la harina mezclada con agua, y a la que se puede añadir sal, huevo u otras sustancias, conformando un producto que generalmente se cuece en agua hirviendo. Luego, y este fue el caso de los tagliatelle que me había preparado Irene, se mezcla con una salsa y listos.
En el caso de la salsa boloñesa que bañaba los tagliatelle, había dejado la vajilla manchada del color de la hemoglobina, una heteroproteína de la sangre. Como ya he dicho, todo lo que nos rodea es el resultante de un proceso físico y químico que transforma los productos en otros productos.
En pintura, como en las utopías, los pigmentos se dividen en inorgánicos derivados de minerales, tierras, sales u óxidos con los que se consiguen los colores de tierras ocres y sienas, y los orgánicos derivados de vegetales o animales obtenidos por cocción de semillas o calcinación y por vía sintética como anilinas también obtenidas de compuesto orgánico. Los orgánicos suelen ser menos estables que los inorgánicos. La suma del pigmento y el aglutinante permite alcanzar la fluidez acuosa o grasa y conseguir la adhesión de la pintura en la superficie.
En los asesinatos, el pigmento es la sangre, un tejido conectivo líquido que circula por capilares, venas, arterias, aurículas y ventrículos de todos los vertebrados. Su color rojo, como las lágrimas oleosas de la salsa boloñesa, se debe a la presencia del pigmento hemoglobínico, ubicado en los eritrocitos.
La sangre es adictiva, y de tener la oportunidad de volver a nacer me hubiera gustado ser un vampiro. Lo sé todo sobre ese tejido de constitución compleja. La sangre tiene una fase sólida, que incluye a los eritrocitos o glóbulos rojos, los leucocitos o glóbulos blancos y las plaquetas, y una fase líquida, representada por el plasma sanguíneo. Estas fases son también llamadas «componentes sanguíneos», los cuales se dividen en el componente sérico, fase líquida, y en el componente celular, fase sólida.
La función de la sangre, el pigmento de mis cuadros criminales, es la logística de distribución e integración sistémica, cuya contención en los vasos sanguíneos admite su distribución hacia prácticamente todo el organismo.
Física y química. Crimen y castigo.
Horas antes de transportar los tagliatelle en una bandeja y sentarme en el sofá con las rodillas a un metro y medio de la pantalla de la televisión, había estado en el piso nodriza de mis operaciones.
Un encargo, llegado por las vías habituales, me había mantenido ocupado recabando información. Los motivos de una misión nunca han sido de mi incumbencia. De lo contrario, sería un profesional permeable a los sentimentalismos morales, y un buen asesino a sueldo nunca debe anteponer los valores morales a los profesionales. Del objetivo, un alemán de tez cetrina y que responde al nombre de Wolfang Peters, sé que es soltero, empresario y disciplinado, un católico de rosario entrelazado en los dedos, tres padres nuestros y una paja nocturna, y que ha abrazado las bondades del ovolactovegetarianismo como quien adora a un nuevo cristo nuestro señor clorofílico. Peters es un hombre recto, invisible en una sociedad opulenta, pero los motivos para que tenga que entrar puntual en el Reino de los Cielos solo estaba en manos de Dios. Yo soy un simple interventor.
Hay encargos que me ilusionan, y la misión de asesinar a Wolfang Peters me entusiasmaba por el lugar en el que tenía que llevar a cabo el crimen: Roma. Y mientras preparaba mi viaje, pensaba en llamar a Lena, e invitarla a pasar dos noches en el hotel Raphael, un albergue en el que suelen hospedarse los políticos y las amantes junto a las que suelen pasearse con unas gafas de sol, un sombrero y la vergüenza bien guardada en la cartera por la vecina Piazza Navona.
Antes de volver para cumplir mis deberes en el nombre de Martín, lo dejé todo preparado. La pistola con el silenciador, dos billetes de avión con fecha «Jueves, 11.30», un coche biplaza alquilado en el aeropuerto de Fiumicino, una suite con un gran ramo de rosas rojas al pie de la cama y las palabras justas en la maleta para que Lena se sintiera amada. Todo bajo control. Apagué las luces, eché un vistazo a la cama y corroboré que la pistola estaba junto a los billetes.
De los cinco elementos, la pistola con el silenciador es el más frío pero el que mayor placer nos ha dado en los juegos amatorios. Si Roma no fuera ya una quimera, Lena hubiera disfrutado del crimen de Wolfang Peters con la misma exaltación con la que los lectores siguen las peripecias del malvado Mortimer. Tendida en la cama de la suite, la señora Cohen me hubiera recibido con los ojos ansiosos, dispuesta a iniciar el juego erótico de siempre. El olor de la muerte es un ungüento para sus sentidos. A Lena, la escritora que ha cautivado a miles de lectores con sus historias de mujeres justas en sociedades injustas, le gusta que ubique la pistola en el canalillo sudoroso que separa sus senos, y yo me siento Moisés separando las aguas carnosas del mar Rojo. Algunos investigadores afirman que no fue Moisés sino el viento nocturno el que hizo retroceder las aguas. Sin las ínfulas de Moisés, me conformo con ser un mero profeta, el de Lena, y tras cosquillear sus pezones tiesos con la boca del silenciador, comienzo el lento desliz del metal hasta unas fronteras carnosas y empapadas.
La fachada del hotel Raphael está cubierta de una red tentacular de hojas perennes. Detrás de los muros de pámpanos, los clientes sufren el proceso químico de la fotosíntesis, conversión de la materia inorgánica en materia orgánica gracias a la energía que aporta la luz solar. Con el deseo cargado de voltios, a Lena le hubiera reventado el coño y mi corazón se hubiera fundido por el alto voltaje.
—Hoy entrevistan a esa escritora que te gusta —me dijo Irene cuando, sentado en el sofá, me disponía a enrollar los tagliatelle con el tenedor.
—¿A qué escritora? —le pregunté tratando de reconocer a los tertulianos que ocupaban la superficie enmarcada del plasma.
—Elena Cohen. ¿No es esa la escritora que te gusta? Te has leído todos sus libros.
Dejé el cubierto con la pasta enrollada sobre el plato.
—¿Elena Cohen? —respondí.
Reconozco que mi respuesta tuvo un deje a la defensiva. Hablé con Lena el lunes y no me dijo nada de que fuera a ser entrevistada en un programa de prime time, cuando entre ella y yo no existen secretos. Me engullí el orgullo y traté de salir del paso ante el examen al que me estaba sometiendo Irene.
—Me gusta leer a muchos escritores, no solo a Elena Cohen. Además —enfaticé, para quitar tensión a mis palabras—…, su estilo narrativo ha entrado en un círculo reiterativo que la ha convertido en una escritora acomplejada.
Irene me miró con cierta desgana. Nunca le han gustado las frases enmarañadas, es una mujer que odia la adjetivación y prefiere la simpleza lingüística.
—No sé si he tenido una buena idea. Como no echan nada interesante en la tele, he pensado que te gustaría ver la entrevista. Empieza ahora —dijo.
Dejó el mando a dos palmos de mi mano.
Suspiré.
Uno de los principales activos de un buen asesino a sueldo es la capacidad interpretativa, una facultad innata, y dejé suspendida una mirada vaporosa, un gesto estudiado que había plagiado a Michael Caine en Dressed to Kill. Odio a los travestidos, pero el psiquiatra Robert Elliott mostraría un interés relativo por Elena Cohen antes de rasgarle la yugular, y así lo hice.
Volví a suspirar, recogí el mando y contenté un deseo muy bien disimulado.
—Si no echan nada interesante, veamos la entrevista —contesté llevándome el bocado de tagliatelle a la boca.
—La entrevista es en el Canal 7.
Soy un gourmet poco escrupuloso y el mimo del paladar va intrínsecamente ligado a los ágapes compartidos con Lena. A la escritora le gusta comer cantidades irrisorias comparado conmigo, pero el maltrato al estómago no forma parte de su genética. Le viene de casta, los Cohen, familia aristócrata, mitad ilustrada, mitad corrupta, con mayordomo y criadas abnegadas a su servicio. Los Cohen eran la nata montada en la España del estraperlo y la achicoria reconvertida en el café del populacho. Si Lena Cohen no fue la mujer que me hizo perder la virginidad testicular, sí fue la primera en educar mi paladar de esparto. Un viaje gustativo en el que recorrí la distancia que separa la sequedad del huevo duro a la melosidad del caviar.
Un ejemplo.
Antes de llevarse a la boca una cucharilla holgada de huevas, Lena me apunta con el cubierto y me dice que lo que yo gano con los crímenes debo gastarlo en placeres.
—Por respeto a unas víctimas que jamás volverán a experimentar el hedonismo —añade.
—Tengo una familia a la que mantener —contesto.
Lena me mira con el atisbo desdeñoso con el que suele recordar mis orígenes de perdedor social, un arma con la que me deja desarmado. ¿A quién le gusta que lo miren con desprecio? Los pormenores de mi oficio me han convertido en un hombre engreído. Me he acostumbrado a las miradas amedrentadas. Odio a los pusilánimes. «Ave, Caesar, morituri te salutant.» Y en mi proceso de formación espiritual y ante el temor de que Lena me mirara con desprecio, aprendí a distinguir