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Cómo cambiar el mundo antes de los 30
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Libro electrónico278 páginas5 horas

Cómo cambiar el mundo antes de los 30

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Antes de que el sol haya dado treinta vueltas alrededor de la Tierra a partir del momento en que naces, hay tiempo más que suficiente como para alcanzar la cima, descubrir cómo funciona algo que jamás se había comprendido, concebir un invento que revolucionará la historia para siempre o incluso sentar las bases de cómo será el futuro. La prueba de ello son las vidas que se recogen en este libro. Vidas tan brillantes como supernovas, y en algunos casos igual de efímeras.
Para comprender cómo llegaron hasta donde lo hicieron, la aproximación a estas biografías de hombres y mujeres extraordinarios aspira a ser una radiografía de las vicisitudes de sus primeros años de vida más que un listado desapasionado de sus logros profesionales o su legado posterior. De esta manera, a través de un relato cómplice y cercano, no solo contemplaremos el contexto histórico y social en el que se criaron estas mentes privilegiadas, sino las pequeñas anécdotas cotidianas que los hicieron más humanos y menos divinos y que, en suma, probablemente determinaron la idiosincrasia de cada uno de ellos.
IdiomaEspañol
EditorialNext Door
Fecha de lanzamiento15 mar 2018
ISBN9788494781025
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    ahora que hemos acabado de leer este libro, toca interiorizarlo, para que dentro de un breve tiempo, la lista se expanda, y con suerte, un lector acabe volviéndose parte del libro
    Ricardo Rosas, IFI

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Cómo cambiar el mundo antes de los 30 - Sergio Parra

Adelante.

Oliva Sabuco, la mujer que se adelantó a la Revolución Científica

(1562 - 1622)

Qué duda cabe de que Aristóteles fue un genio de su época. Sin embargo, de tanto invocarlo como argumento de autoridad, a veces olvidamos que Aristóteles, como todos sus coetáneos, era una persona atrapada en una coyuntura histórica y cultural. En otras palabras: en la actualidad, Aristóteles sería considerado un ignorante en gran parte de las áreas del conocimiento.

El problema de la falacia de autoridad, sobre todo en el caso de Aristóteles y otros sabios de la Antigua Grecia, estriba en que sus afirmaciones se repitieron durante siglos y siglos sin que nadie, jamás, las comprobara por sí mismo. Afirmaciones como que la sangre de la mujer es más oscura y espesa que la del hombre. Que la mitad izquierda del cuerpo es más fría que la derecha. Que nuestro cerebro no recibe sangre, porque es la parte más fría del organismo y sirve, cual frigorífico, para atemperar el resto del cuerpo. Aristóteles incluso se burló de los pensadores que valoraron la posibilidad de que la Tierra se desplazara por el universo con esta afirmación propia de un alumno de primaria: «¡Qué ocurrencia! ¿Qué pasaría con los pájaros que vuelan si la Tierra se moviera?».

Otro personaje considerado un sabio incuestionable fue Galeno, el médico más importante de la Antigüedad, con permiso de Hipócrates. Dada la prohibición expresa de la práctica de la disección humana, los conocimientos anatómicos que tenía Galeno sobre el ser humano fueron meras extrapolaciones de lo que aprendió diseccionando monos y cerdos, lo que perpetuaría toda clase de disparates: identificó un supuesto hígado de cinco lóbulos, el doble conducto biliar o el esternón de siete segmentos. Además, llegó a la conclusión de que el exceso de sangre era la razón precursora de la mayoría de las enfermedades, lo que popularizaría las ineficaces y perjudiciales sangrías. Incluso consideró que el pus era imprescindible para la curación de las heridas y llegó a citar diversos crecepelos, como un ungüento que debía aplicarse en la calva y estaba confeccionado a base de excrementos de ratón, tal y como señala el historiador de la Universidad de Wisconsin, J. C. McKeown, en Gabinete de curiosidades romanas (2011).

En tal tesitura, pues, resulta particularmente llamativa la reflexión en forma de libro que publicó una mujer llamada Oliva Sabuco de Nantes Barrera en 1587 (fue hija de Francisca Cózar y de Miguel Sabuco, pero los dos últimos apellidos los tomó de sus madrinas). El libro se tituló Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos, la cual mejora la vida y salud humana. Compuesta por doña Oliva Sabuco. Un título quizá demasiado pomposo que, sin embargo, planteaba un paradigma del todo revolucionario para la época: que el conocimiento se adquiría por la experiencia, desafiando precisamente las afirmaciones presuntamente doctas de la Antigüedad grecolatina, como las de Aristóteles y Galeno. Por ejemplo, Oliva señalaba que el pensamiento y las emociones no residían en el corazón, como se había creído hasta entonces, sino en el cerebro.

Aquella obra, además, no solo era singular por la época, pues se adelantaba a algunas ideas sobre las que se asentó la Revolución Científica, sino porque había sido concebida por una mujer. Por ello no hay que quitarle ni un ápice de razón a la apreciación que hacía la propia Oliva a propósito de su obra, por muy grandilocuente que se nos antoje: «mayor, en calidad, que cuantas habían hecho los hombres».

Revolución

Fijar el inicio de la ciencia moderna es una empresa tan esquiva como localizar la posición exacta de un electrón, pero la mayoría de historiadores coinciden en que esta dio comienzo entre 1572 (cuando Tycho Brahe atisbó una nova o estrella nueva en el firmamento) y 1704 (cuando Newton publicó su Opticks, donde demostraba que la luz blanca está constituida por luz de todos los colores del arcoíris). Hasta entonces, lo que se llamaba «ciencias» carecía de teorías complejas basadas en evidencias sustanciales y era incapaz de realizar predicciones fiables, a excepción, quizá, de la astronomía.

El advenimiento de esta nueva ciencia propugnaría un programa de investigación basado en experimentos, en demostraciones empíricas y en explicar cómo se sabía lo que se sabía. Todo ello en el marco de una comunidad de expertos que se vigilaran unos a otros para evitar en la medida de lo posible el fraude y una continua supervisión de cualquier afirmación científica: si se encontraba un error o una explicación más convincente, se sustituía la primera por la segunda. Esta forma de afrontar la adquisición de nuevos conocimientos, aunque en apariencia nos resulte obvia, no había sido moneda común en ningún momento de la historia, desde que aparecieron los Homo sapiens hace doscientos mil años hasta los siglos xvii-xviii. Hasta hace apenas cuatrocientos años, el progreso del conocimiento y del cambio tecnológico fue extremadamente lento, y a menudo ambivalente. Durante miles de años, casi todo lo que atesoraba un ser humano eran creencias. Hace apenas cuatrocientos años, por primera vez, empezó a acumular conocimientos sobre conocimientos, tal y como refiere el historiador David Wootton en su libro La invención de la ciencia (2016):

Entre 1600 y 1733 (aproximadamente; el proceso estaba más avanzado en Inglaterra que en otras partes) el mundo intelectual de la élite educada cambió más rápidamente que en ningún otro momento de la historia previa, y quizá que en ningún otro momento antes del siglo XX. La magia fue sustituida por la ciencia, el mito por los hechos, la filosofía y la ciencia de la Antigua Grecia por algo que todavía es reconocible como nuestra filosofía y nuestra ciencia.

Francis Bacon y su Novum Organon, en 1620, constituyeron otra punta de lanza de esta nueva ciencia moderna. Esta nueva perspectiva se concretaría en uno de los instantes más significativos de la historia de Gran Bretaña: tuvo lugar en Londres en 1645, cuando los filósofos naturales (científicos) Robert Boyle y Robert Hooke y el arquitecto Christopher Wren emprendieron la construcción del llamado Colegio Invisible. En realidad, no había ninguna construcción física que emprender porque el colegio no tenía paredes, por eso era invisible. En verdad, el Colegio Invisible no era ningún edificio, ni siquiera una institución o estamento que tuviera una ubicación física: solo era una manera de proceder y de administrar el conocimiento, y de permitir que se propagara entre todo el mundo, abandonando los inexpugnables muros de las universidades tradicionales. Así pues, Hooke, Boyle y Wren se comprometieron a adquirir conocimientos nuevos a través de medios experimentales y a exponer los descubrimientos de unos y otros para que el ojo ajeno descubriera errores o inconsistencias.

Justo la filosofía contraria a la que los sabios de la Antigüedad habían propiciado: en vez de argumentos de autoridad, el conocimiento se basaría en una red de intercambio de ideas entre intelectuales. Tal y como lo explica Clay Shirky, profesor adjunto de la Universidad de Nueva York y experto en redes sociales, en Excedente cognitivo (2010):

¿Qué tenía el Colegio Invisible que faltara a los alquimistas? No eran sus herramientas, pues tanto los químicos como los alquimistas empezaron con viales, braseros y balanzas. Tampoco era su perspectiva, puesto que ni una sola figura hizo un repentino avance en química, como ocurrió con Newton y la física. La Universidad Invisible tenía una gran ventaja con respecto a los alquimistas: se tenían los unos a los otros.

El Colegio Invisible acabó siendo tan importante para el desarrollo de la ciencia británica que sus componentes formaron el núcleo de la Royal Society, una organización mucho menos invisible constituida en 1662 y que todavía sigue en activo hoy en día. El Colegio Invisible, pues, fue uno de los gérmenes de la ciencia moderna. Y se sustentaba en un paradigma que ya había esbozado Oliva en un libro atípico en la historia de España.

Libro

Oliva nació en una villa de la provincia albaceteña de Alcaraz, en 1562. En esos años, articulada en el Concilio de Trento, se materializó la Contrarreforma en toda la península, lo que frenaría el avance de las doctrinas protestantes y retrasaría la Revolución Científica que ya empezaba a alumbrarse en otros países. En este caldo de cultivo en el que las órdenes religiosas regresaban a sus orígenes más oscuros y también se creaba la Santa Inquisición (tres años antes del nacimiento de Oliva se había quemado en la hoguera a más de treinta personas en los autos de fe de Valladolid y Sevilla), nacía una niña que no solo sería una rara avis por su condición de mujer y docta, sino porque presentaría algunos de los ingredientes de la Revolución Científica antes de que esta tuviera lugar en todo su esplendor.

Poco se sabe de la vida personal de Oliva, pero probablemente no recibió educación académica de ningún tipo. Si acaso, puede que recibiera su primera educación en el colegio para niñas de las madres dominicas en su ciudad natal. Sin embargo, como hija de un regidor y boticario de Alcaraz que había estudiado leyes en la Universidad de Alcalá, el bachiller Miguel Sabuco, tuvo acceso a la biblioteca del convento dominico que se encontraba justo al lado de su casa. Su instrucción en medicina seguramente estuvo a cargo del padrino de Oliva, el doctor Heredia. También se sabe que, a los dieciocho años, contrajo matrimonio con Acadio de Buedo. La educación de Oliva la completaron otros eruditos amigos de la familia que le enseñaron latín.

Todas estas materias estaban reservadas para los hombres, pero a Oliva le interesaban a pesar de que no estuviesen asignadas a su sexo, como en el caso de los preparados que elaboraba su padre en la botica. También prestaba muchísima atención a las charlas que mantenían los parroquianos más cultos. Y siempre que podía, fisgaba en los libros que había por casa. Todas estas raras costumbres propiciaron que su padre la enviara a aprender «latinidades» con Pedro Simón Abril, un hombre considerado sabio en el pueblo. Simón Abril tenía un gran conocimiento del griego y llegó a traducir a Aristóteles. Este guía en el camino del saber de Oliva fue el primero en señalarle que todos los conocimientos de la humanidad debían ser repasados y repensados, no fuera que se hubieran colado errores, imprecisiones o recetas que, si bien antaño fueron fructíferas, entonces quizá no lo fueran tanto. Oliva tomó buena nota mental de todo ello. Sin embargo, no entendía por qué Simón Abril estaba dispuesto a poner en entredicho cualquier conocimiento a excepción de la medicina. ¿Acaso la salud no dependía de la medicina y precisamente por ello debía estar continuamente revisándose? Simón Abril, no obstante, sostenía que la medicina iba por buen camino y no requería mayores cuestionamientos.

Oliva se refugia en su propia soledad, absorbe todo el conocimiento que la rodea, aprende de todos cuantos tienen algo que decirle y, sobre todo, medita y conecta en su cabeza distintos bloques de conocimiento aparentemente aislados entre sí. No en vano, suya fue la frase: «En la soledad se halla lo que muchas veces se pierde en la conversación».

Oliva fue la quinta de ocho hermanos. Años después quedó huérfana de madre y su padre contrajo matrimonio en segundas nupcias con otra mujer, también de Albacete, que tenía la misma edad que Oliva.

Finalmente, cumplidos los veinticuatro años, envió su obra, Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada por los grandes filósofos antiguos, a El Escorial, residencia del rey Felipe II, pues estaba dedicada al mismo con estas palabras recogidas en una carta:

La humilde sierva y vasalla, hincadas las rodillas en ausencia, pues no puede en presencia, osa hablar. Diome esta osadía y atrevimiento aquella antigua ley de alta caballería, a la cual los grandes señores y caballeros de alta prosapia se quisieron atar y obligar, que fue favorecer siempre a las mujeres en sus aventuras.

En la carta advierte al monarca que este quizá haya leído muchos libros de los más ilustres autores, y tal vez hasta alguno escrito por una mujer, pero que el presente le resultaría interesante como pocos. Oliva aspiraba así a que el libro no solo fuera reconocido, sino protegido de la quema: en 1546 se había publicado el primer índice expurgatorio de libros prohibidos por la Inquisición. Afortunadamente, pasó la criba censora y el libro sería editado en 1587.

La obra tiene siete partes. Cinco coloquios entre varios pastores y un médico (uno de los pastores representa a la propia Oliva, que responde a las preguntas de los demás a la vez que expone sus ideas) y dos partes más escritas en latín que son una síntesis de lo anteriormente presentado de forma deslavazada. Esta suerte de diálogos socráticos en los que exponía sus conocimientos, pues, no aspiraban a ser compendiosos, sino a desplegar la tendencia divagatoria de las conversaciones, o a emular a esos narradores que, poco a poco, van templando y preludiando el tono del relato para instilar ideas que escapan a cualquier formulación.

La medicina y la psicología son el tema objeto de glosa en el primer coloquio, «Coloquio del conocimiento de sí mismo». Aquí es donde leemos las críticas más explícitas contra Aristóteles, Galeno e Hipócrates, representantes del conocimiento tradicional: para Oliva, la ciencia debe fundamentarse en la experimentación, no en la autoridad de quien presenta una teoría. También aquí se apuntan ideas acerca de las enfermedades psicosomáticas, es decir, afecciones que nacían o empeoraban de resultas de una mala salud psíquica o un estado de ánimo alicaído. Se considera que Descartes fue el primero en pensar que existía una relación entre el alma y el cuerpo que determinaba la salud de ambos. Sin embargo, Oliva ya había afirmado esto, con la prioridad del cerebro en esa relación, medio siglo antes que el filósofo francés.

También considera la musicoterapia y la higienización como métodos útiles de curación. De un modo aún rudimentario, incluso hace alusión a conceptos similares a lo que hoy conocemos como neurotransmisores y afirma que los hijos no heredaban únicamente los caracteres del padre, como se solía sostener, sino también de la madre.

El segundo coloquio aborda la astronomía y la filosofía natural con el mismo grado de heterodoxia bajo el título «Coloquio en que se trata la compostura del mundo», aunque aquí todavía defenderá el geocentrismo (la Tierra es el centro del universo) a pesar de que la teoría heliocentrista de Copérnico ya era conocida. Oliva también se atreve a describir eclipses, las estaciones y la formación de tormentas, entre otros fenómenos naturales.

El tercer coloquio, bajo el epígrafe «Coloquio de las cosas que mejorarán este mundo y sus repúblicas», aborda la construcción del estado y expone algunas propuestas renovadoras en lo tocante a lo político y lo social. Una idea que Oliva articula, a pesar de ser muy avanzada para su época, es que las personas no han de tener un estatus o un rango por nacimiento o familia, sino que esos son rasgos que deben ganarse con el comportamiento a lo largo de la vida. Esta idea, pues, confrontaba directamente con la más generalizada: que la categoría social se heredaba en la cuna.

En el cuarto coloquio, «Coloquio de los auxilios o remedios de la vera medicina», resuenan ecos del filósofo griego Heráclito, que decía: «Al mismo río entras y no entras, pues eres y no eres», ya que Oliva escribe aquí sobre lo efímero de cualquier situación o hecho y de cómo el tiempo cambia las cosas. Oliva sostenía que el ser humano no siempre es la misma persona, no existe un individuo, sino que es un fluido que cambia no solo por el tiempo, sino también por las circunstancias.

«Se sintió deslumbrado de que un simple trozo de cristal le permitiera distinguir lo que no se podía ver a simple vista».

El quinto coloquio, «Vera medicina y vera filosofía, oculta a los antiguos, compuesta en dos diálogos», se atreve a rechazar toda la medicina existente por estar sustentada en falacias de autoridad, ideas no probadas empíricamente y supercherías. A su juicio, pues, lo mejor para combatir una enfermedad era llevar una vida saludable: evitar comer copiosamente, realizar ejercicio moderado y vivir en un ambiente agradable. Al menos, ello resultaría mucho más eficaz que muchos de los remedios que prescribían los médicos, lo cual no distaba mucho de la realidad si tenemos en cuenta que Oliva vivía en una época en la que no se conocían medidas de higiene y asepsia y eran habituales las sangrías y las trepanaciones. Oliva también propone una descripción para la «pena negra», que se adelanta a las descripciones médicas de la depresión.

Los dos últimos coloquios, escritos en latín, son un conjunto de adagios o dichos breves sentenciosos sobre la naturaleza del hombre como raíz de la medicina, así como un estudio acerca de la naturaleza de los mitos.

Con todo, quizá una de las ideas más revolucionarias expuestas en esta obra es que tanto hombres como mujeres eran iguales, y que el funcionamiento del cerebro era el mismo con independencia del sexo de quien lo usara. Por lo tanto, Oliva rechaza de plano que la mujer tuviera que estar sometida al hombre.

Todas estas observaciones tan avanzadas para su época, sagaces como pocas y, sobre todo, originales en el sentido de que no dependían de la supuesta sabiduría de nuestros antepasados para defenderse, recibieron encendidos elogios incluso de Lope de Vega, que calificó a Oliva como «la décima musa». El mismo título que José María Merino le puso a una novela histórica que recupera esta figura casi borrada del Siglo de Oro.

Toda aquella mixtura de medicina, filosofía e higiene de la obra de Oliva también recibió parabienes al respecto de su estilo literario, que llegó a ser comparado con el de Miguel de Cervantes. La acumulación de conocimientos de Oliva, pues, era insólita, y constituyó un gran hito para el pensamiento y la ciencia españoles desde una óptica humanista que recordaba a otro genio español de la ciencia del siglo xvi: Miguel Servet (en este caso, no fue su obra la que ardió en la hoguera, sino él mismo, condenado por la Inquisición).

A pesar de que estuvo muchos años en el Índice, el listado de la Inquisición de libros prohibidos, la Nueva filosofía tuvo tal éxito que al año siguiente ya se había hecho una segunda edición a la que siguieron siete reediciones hasta 1734, e incluso traspasó fronteras para publicarse en Europa y América.

¿Hombre?

Como también explica Eduardo Ruiz Jaren en su libro Olivia Sabuco: filosofía y salud, la figura de esta pensadora adelantada a su tiempo no está libre de polémica a propósito de la autoría de su obra. Algunos sostienen que el verdadero autor fue el padre de Oliva, Miguel Sabuco. Con el fin de evitar que lo condenaran por hereje, habida cuenta del contenido de aquel libro, Miguel Sabuco habría cedido la autoría a su hija. Más tarde, de hecho, cuando el libro triunfó, intentó recuperar la autoría. Hay quien opina que quizá aquello tenía solo un trasfondo económico: su segunda esposa lo habría presionado para hacerse con el libro y sus derechos, y tampoco era el primer pleito que Miguel Sabuco mantenía con alguno de sus hijos por motivos también económicos.

Aunque el padre de Oliva no ganara este pleito y el libro continuara siendo de su autoría durante tres siglos, en 1903 se encontró un documento en el que el padre declaraba que era el autor original, una adenda de última hora en su testamento en el que profería juramentos e invectivas hacia su hija a lo rey Lear, lo que finalmente propició que la Biblioteca Nacional atribuyera la autoría a Miguel Sabuco en vez de a Oliva. Actualmente, pues, si buscamos la Nueva filosofía en la Biblioteca Nacional, para poder encontrar la obra por autor tenemos que buscarla por el nombre de su padre, Miguel Sabuco. Oliva fue borrada de la historia por una simple prueba documental frente a decenas de pruebas históricas.

En realidad, solo se dispone de este documento privado para inclinar el fiel de la balanza hacia el padre y no hacia Oliva, así que la autoría, si aspiramos a ser rigurosos, no debería adjudicársele a él, pues hay muchas más evidencias históricas que avalan la autoría de Oliva. Incluso hay una evidencia grafológica, aducida por una organización llamada Sociedad Oliva Sabuco que reivindica la autoría de Oliva: una comparación de

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