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La mujer de mi amigo
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La mujer de mi amigo
Libro electrónico137 páginas2 horas

La mujer de mi amigo

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La mujer de mi amigo: "El lujoso comedor presentaba un aspecto muy agradable, acogedor, familiar, dulcísimo... Ricardo Herraiz dejó el cubierto sobre la mesa, utilizó la servilleta y bebió un vaso de oporto. Después elevó un poco los ojos y miró a su hija a través de la montura de sus lentes de oro. — Mary, tengo que darte una sorpresa. — ¿De veras, papá? — De veras, hijita."
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 feb 2017
ISBN9788491622710
La mujer de mi amigo
Autor

Corín Tellado

Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela de amor. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, cuenta con varias novelas eróticas. Es la dama de la novela romántica por excelencia, hace de lo cotidiano una gran aventura en busca del amor, envuelve a sus protagonistas en situaciones de celos, temor y amistad, y consigue que vivan los mismos conflictos que sus lectores.

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    La mujer de mi amigo - Corín Tellado

    CAPÍTULO PRIMERO

    El lujoso comedor presentaba un aspecto muy agradable, acogedor, familiar, dulcísimo...

    Ricardo Herraiz dejó el cubierto sobre la mesa, utilizó la servilleta y bebió un vaso de oporto. Después elevó un poco los ojos y miró a su hija a través de la montura de sus lentes de oro.

    — Mary, tengo que darte una sorpresa.

    — ¿De veras, papá?

    — De veras, hijita.

    La muchacha, frágil, bonita, ojos color turquesa, pelo negro y dientes muy blancos, contempló a su padre con ansiedad.

    — ¿Qué es ello, papá?

    Intervino la madre. Raquel San Juan era una mujer hermosa, de porte arrogante, mirada firme y rostro terso e interesante. Tendría, aproximadamente, unos treinta y cinco años, aunque era evidente que no los aparentaba. Tenia el cabello muy negro como el de su hija, ondeado suavemente, muy corto. Los ojos azules, de mirada penetrante. Mary era más frágil, menos mujer, pero era preciso anotar sus diecisiete años.

    — ¿Qué nuevo capricho vas a proporcionarle, Ricardo?— preguntó, con voz grave—. No me agrada en absoluto que mi hija se convierta en un ser mecánico de la moda.

    — ¡Qué tontería! — exclamó el caballero, sonriendo —. No he dicho un capricho, sino una novedad.

    — Mamá es muy austera, papaíto, no le hagas caso.

    Raquel San Juan inclinó la cabeza y continuó comiendo con indiferencia.

    — Quizá no te agrade la noticia — dijo el caballero, sonriendo cariñosamente—, pero como sé que eres una ferviente admiradora de todos los jugadores del Club Millonarios, de Bogotá...

    Los ojos color turquesa rutilaron de un modo indescriptible. ¿Los jugadores del Club Millonarios? Los admiraba a todos, los amaba a todos, los envidiaba a todos.

    — Continúa, por favor, papaíto. ¿Qué ha sucedido? ¿Fichó alguno para nuestro club?

    — No, querida. La noticia que voy a proporcionarte no es tan interesante como lo que tú supones. Por ahora habremos de conformarnos con Di Stéfano y gracias, pero...

    — ¿A qué fin ese apasionamiento por el fútbol? — preguntó la dama, con enojo.

    Era evidente que aquella conversación le hacía daño, un daño profundo, y, no obstante, su esposo y su hija siempre estaban discutiendo sobre fútbol. ¿Por qué? ¿Por qué se atormentaba de aquella manera? Ya todo había pasado... ¡Hacía tanto tiempo de aquello! Además, ella estaba casada, tenía un hombre que la respetaba y la quería, y una hija fruto de aquella unión.

    — Mamá, por Dios. Siempre te descompones cuando nosotros hablamos de fútbol. Yo tengo que confesar que me apasiona, que lo prefiero a cualquier otra diversión, y disfruto lo indecible cuando ganamos.

    — Perfectamente, hija. No hagas caso a tu madre. Ella no entiende de estas cosas: Y la prueba la tienes en que jamás fui capaz de llevarla a un partido. Recuerdo que una vez ambos nos hallábamos en Bilbao y yo le supliqué, le pedí por favor, incluso me enojé, y no pude llevarla a San Mamés.

    — Es un deporte brutal.

    — ¡Qué tontería, querida Raquel!

    Se volvió hacia su hija y añadió suavemente:

    — La noticia, querida Mary, se reduce a que ayer ha llegado a Madrid uno de los mejores jugadores del mundo. Últimamente pertenecía al Club Millonarios, pero ahora...

    — ¿Jugará en España?

    — No, hijita, se ha retirado definitivamente. Tiene treinta y seis años de edad y muchos millones. Además, es español. Fuimos buenos amigos cuando él tenía dieciocho años y pertenecía al Barca. Después se fue y jamás quiso jugar a favor de sus compatriotas.

    El rostro de Raquel San Juan se hallaba un poco más pálido que de costumbre. Por supuesto, las palabras de su esposo le producían un nerviosismo indescriptible que procuraba disimular. Aparentemente, no escuchaba la conversación, pues tras de tomar el café había cogido una revista, con la cual tapaba parte de su rostro. No obstante, era evidente que oía con ansiedad, no perdiendo una sola palabra de las que pronunciaba su marido con voz pausada, un poco bronca.

    — ¡Oh, papá, qué interesante es todo eso! Cuéntame, papá.

    — Me refiero a Julio Mora.

    Las manos que sostenían la revista temblaron visiblemente. Una ráfaga extraña cruzó por los ojos azules de Raquel San Juan. ¡Julio Mora! ¡Cuántos recuerdos agolpados en un momento en su corazón y en su mente! ¡Cuántos sufrimientos! (Cuántas desazones!

    — ¿Julio Mora? — gritó la muchacha, admirada—. ¡Oh, papa! Ese hombre es mi ídolo, te lo aseguro.

    Raquel mordióse los labios.

    Ricardo Herraiz sonrió indulgente.

    — Eres una muchacha romántica — dijo, cariñoso — Julio Mora, en efecto, es el ídolo de muchas mujeres, pero nuestro amigo hace mucho tiempo que renunció al amor.

    — Por favor, papá, cuéntame todo lo relacionado con ese fenómeno.

    — Yo iré a verle esta misma tarde. Ya te he dicho que fuimos grandes amigos. Cuando aquello...

    — ¿Qué fue aquello, papaíto?

    Raquel se puso en pie bruscamente.

    Ni el padre ni la hija notaron su falta. Ella se alejó en dirección al saloncito contiguo, dejóse caer en una butaca, cerró los ojos y echando la cabeza hacia atrás, permaneció muy quieta. De súbito, algo húmedo resbaló de sus ojos y se cuajó entre los labios muy apretados. A través de la puerta abierta llegaba a sus oídos la voz bien timbrada de su marido:

    — Todos los hombres, Mary, tenemos una era sentimental en nuestra vida. Unos primero, otros después. La de Julio Mora tuvo lugar cuando comenzaba a triunfar. Era un muchacho, buen mozo, inteligente y muy arrogante, pero no pertenecía a una gran familia. Por el contrario, sus padres eran simples labradores de tierras que no les pertenecían. El muchacho odiaba el campo, las labores rudas y la vida mezquina a que se veían obligados sus padres. Un día salió de su pueblo extremeño y se vino a Madrid. Seis meses después conoció a un señor que lo llevó a Barcelona y lo recomendó al club. Estos pormenores no tienen gran importancia, puesto que al final, Julio Mora era el mejor jugador del Barcelona. Ganó mucho dinero, se ambientó y conoció a una mujer.

    Raquel San Juan aspiró con ansia. Le faltaba el aire. Oyó la voz de su hija y de nuevo se estremeció perceptiblemente.

    — ¿Y qué mujer era ésa, papá?

    — Nunca lo supe, hijita. Sé tan sólo que tenía mucho dinero y aun cuando no pertenecía a una familia aristocrática, se relacionaba bien, y claro, los padres se opusieron tenazmente a aquellos amores.

    — ¿Y ella?

    — Dicen que estaba muy enamorada de Mora, pero no debía ser muy sólido su amor cuando de la noche a la mañana lo dejó plantado:

    — Esa mujer no tenía corazón, papaíto.

    Raquel crispó las manos sobre el brazo del sillón.

    — Tal vez, querida — admitió Ricardo, con picardía —. Pero es que tú eres una mujer desinteresada, tienes tu criterio propio y una gran voluntad. La mujer que amaba nuestro amigo Mora es seguro que no tenía ni criterio propio ni voluntad. Por otra parte. Mora era un muchacho de dieciocho años y ella tendría, quizá, unos diecisiete. A esa edad se es niña aún.

    — Yo tengo esa edad y no le hubiera dejado.

    — Perfectamente, Mary, pero ya hemos dicho que tú eres una muchacha única. De todos modos, hay que tener en cuenta que aquella chiquilla ignoraba de la forma que era amada, como lo ignoraban todos, puesto que cuando se supo, Julio Mora había salido de España y fichaba por el Vasco de Gama, brasileño. Jamás regresó a España, jamás quiso saber nada de los españoles y despreció todas las ofertas que se le hicieron a este respecto. Los familiares de aquella muchacha pintáronle con horribles colores el porvenir al lado del jugador internacional, y ella, débil de voluntad, terminó por hacerles caso, y un día, como ya te he dicho, lo dejó plantado sin grandes explicaciones. Esto fue un rudo golpe para el jugador, pero lo fue más lo que sucedió después.

    — ¿Qué sucedió, papá?

    — Los periodistas se cebaron en él. La noticia produjo gran revuelo entre los aficionados y los reporteros aprovecharon para llenar sus cuartillas. Creyeron, quizá, que proporcionaban popularidad al jugador y no tuvieron en cuenta el corazón del hombre, ¿comprendes? Se vio ridiculizado, humillado en su honor de hombre, escarnizado sin motivo, y vejado como el peor de los labriegos. Repito que no fue ése el propósito de mis colegas, pero el mundo lo vio de otro modo, y Julio Mora renegó de su patria y creo que de las mujeres.

    — ¿Y el nombre de ella?

    — Tenía mucho dinero, Mary. Y sus padres cuidaron de que no saliera a relucir en las planas de los periódicos. Nosotros, los amigos de Mora, sabíamos que estaba enamorado, que sostenía relaciones con una chica, pero nunca pregunté quién era ni cómo se llamaba. Y por otra parte, cuando surgió aquello, se nombraba a una mujer, pero no se dijo el nombre de ella ni el de su familia.

    — Yo desprecio a esa mujer, papá.

    Ricardo sonrió. Miró el reloj y se puso en pie.

    — He de marcharme, querida. Mañana conocerás a Julio Mora. Voy a ir a verle y le invitaré a comer.

    Fue hacia el saloncito y se inclinó para besar a su esposa.

    — Estás fría, querida — murmuró, cariñoso—. Y pálida. ¿Qué tienes?

    — Me duele un poco la cabeza.

    Luego besó a Mary, y cogiendo el sombrero y el abrigo, salió hacia la calle.

    Era un hombre de unos cuarenta años, de pelo entrecano,

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