Sonrisas en Navidad
Por Helen Brooks
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Cuando Kay Sherwood apareció en el despacho de Mitchell Grey con su ajustado traje de ciclista, él se quedó boquiabierto. De hecho se quedó tan impresionado que le pidió inmediatamente que cenara con él.
Hasta entonces el magnate sólo había tenido aventuras sin compromiso, pero la irrefrenable pasión que había surgido entre ellos le daba miedo. Intimar más con una madre soltera como Kay era demasiado peligroso. Pero Mitchell no había contado con la llegada de la Navidad, una época mágica en la que hasta el más empedernido soltero podía cambiar...
Helen Brooks
Helen Brooks began writing in 1990 as she approached her 40th birthday! She realized her two teenage ambitions (writing a novel and learning to drive) had been lost amid babies and hectic family life, so set about resurrecting them. In her spare time she enjoys sitting in her wonderfully therapeutic, rambling old garden in the sun with a glass of red wine (under the guise of resting while thinking of course). Helen lives in Northampton, England with her husband and family.
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Sonrisas en Navidad - Helen Brooks
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Helen Brooks
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sonrisas en navidad, n.º 1546 - mayo 2019
Título original: The Christmas Marriage Mission
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises
Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-891-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
LA oficina era muy lujosa. Estaba decorada en tonos ocres y amarillos y el suelo era de madera. Kay podía percibir una leve sensación de urgencia tras las puertas de cristal que iba dejando a los lados mientras se dirigía al despacho del jefe, pero a pesar de eso reinaba un aire de tranquilidad.
Llamó a una puerta con la placa «Srta. Jenna Wright. Secretaria del Sr. Grey», y esperó hasta que la mujer apartó la vista del ordenador y se levantó a abrirle la puerta. Aquel rostro frío no le devolvió la sonrisa, y era tan poco amigable que Kay se limitó a decir:
–Tengo un paquete para el señor Grey. Me han dicho que es urgente.
La mujer extendió el brazo y recogió el sobre con unas maneras insultantes. Debía de considerar que hablar con un mensajero era rebajarse, pensó Kay mientras sentía cómo examinaba detalladamente su cazadora de motorista y sus pantalones de cuero. Luego dejó el sobre en la bandeja de «urgente» y habló por primera vez:
–Espere fuera hasta que el señor Grey lo haya examinado.
Qué encantadora. Kay se giró bruscamente, con las mejillas ardiendo de rabia, y salió del despacho sin decir una palabra. Se dirigió a una sala de espera para las visitas y al llegar se sentó en un enorme sofá y se enfrascó en una de las lujosas revistas que había por allí. La empresa que la había contratado para llevar unos documentos a Grey Cargo Internacional le había dicho que obtendría respuesta en el momento, así que tenía que esperar. ¡Que la secretaria del señor Grey se molestara en ir a buscarla!
Estaba absorta leyendo la revista cuando sintió que no estaba sola. Levantó los ojos esperando ver la inmaculada figura de la secretaria, y se quedó paralizada mientras una voz aterciopelada le preguntaba divertida:
–¿Interesante?
Era un hombre alto, por lo menos un metro ochenta y cinco, y tremendamente guapo, de una hermosura dura, fría, con unos ojos azul metálico y pelo negro que no invitaban a la dulzura ni a la calidez, y un imponente cuerpo musculoso sin un gramo de grasa.
–¿Perdone?
Fue lo único que pudo decir mientras intentaba reponerse de la impresión que la mantenía pegada al asiento.
–La revista –respondió él, señalándola con impaciencia–. ¿Qué es eso tan fascinante: el desfile más reciente o un nuevo peinado?
Su tono condescendiente fue como una inyección de adrenalina para ella. Se puso en pie rápidamente y trató de poner orden en su montón de rizos pelirrojos, que al quitarse el casco de la moto siempre se rebelaban. Respiró hondo.
–Ninguna de las dos cosas –contestó gélidamente–. Era un artículo sobre lo cerdos que pueden ser los hombres, y que me perdonen los cerdos.
Después de una breve pausa, Kay percibió con satisfacción que tanto el tono divertido como la condescendencia habían desaparecido cuando el hombre preguntó:
–Usted es la mensajera, ¿verdad?
–Sí –contestó, con el corazón acelerándosele al caer en la cuenta de que aquél debía de ser Mitchell Grey en persona.
Volvieron a quedar en silencio, pero los ojos de él lo decían todo. Kay era consciente de que su delgada figura de un metro sesenta y cinco no era la típica de una mensajera pero, como su empresa sólo se dedicaba al envío de documentos, cartas y paquetes pequeños, no necesitaban a gente fuerte. Su vieja y querida moto de 125cc atravesaba todos los atascos, que era lo realmente importante.
–¿Cuánto tiempo lleva trabajando en Sherwood Delivery?
Las palabras eran inofensivas, el tono era lo que sugería que la empresa debía de estar loca por haberla contratado. Por eso Kay sintió una enorme satisfacción cuando le contestó:
–Trabajo en ella desde que la monté hace tres años.
Sabía que lo había sorprendido, pero tenía que admitir que aquel hombre poseía un gran control de sí mismo, ya que ni siquiera parpadeó; la observó un momento y luego se encaminó hacia ella.
Kay se sintió muy pequeña, lo que no era agradable, así que levantó la barbilla instintivamente mientras esperaba a que él hablara.
–Tome asiento, señorita…
–Sherwood. Señora Sherwood.
Juego, set y partido para mí, pensó triunfante. Eso le enseñaría a aquel hombre a no sacar conclusiones precipitadas. Vio que observaba sus manos sin anillos mientras se sentaba frente a ella, pero no iba a darle ninguna explicación. No era asunto suyo.
–Tres años –dijo él, recostándose en el asiento de una manera muy masculina–. ¿Cómo es que no había oído hablar de su empresa antes de hoy?
Mantén la calma, se dijo Kay. Aquel hombre conocía perfectamente la atmósfera intimidatoria que creaba, pero no iba a asustarla, ¡ni por un minuto!
–Seguramente porque somos muy pequeños –respondió, tratando de no alterarse–. Trabajamos con documentos, cartas, fotografías… ese tipo de cosas.
–¿Su marido es socio de la empresa? –preguntó él cuidadosamente.
–No.
Ésa era toda la explicación que pensaba darle pero, como el silencio se alargaba, acabó por soltar más información.
–Estoy divorciada. Creé la empresa después de separarnos, él nunca participó en ella.
Y mirando el sobre que tenía él en las manos, añadió como sin importancia:
–Si el documento está listo, me lo llevaré ya, ¿le importa? Me han dicho que es urgente.
Él hizo caso omiso y preguntó con su aterciopelada voz:
–Me gustaría saber cómo empezó, señora Sherwood. Crear una empresa es fascinante, ¿no le parece? ¿Qué fue lo que la animó a dar un paso tan inusual?
Kay lo contempló con sus enormes ojos castaños, sin que desvelaran nada de la confusión que había en su mente. El paso inusual había venido por la necesidad de sobrevivir.
Por un segundo, estuvo tentada de levantarse, agarrar el sobre y salir corriendo, pero el sentido común prevaleció. No le gustaba cómo la miraba, y estar sentada en aquella lujosa oficina frente a un hombre que lo menos iba vestido de Armani, mientras ella llevaba sus gastados pantalones de cuero, no era su idea de diversión. Él la hacía sentirse insignificante, pero no iba a darle la satisfacción de demostrarle que la ponía nerviosa. Le contaría la historia en líneas generales, no necesitaba conocer nada personal.
Estaba a punto de comenzar a hablar cuando el hombre la sorprendió:
–¿Qué edad tiene usted, si no es indiscreción?
Era una indiscreción, y muy grande, pensó ella. La invadió el resentimiento, pero logró que su voz no la traicionara.
–Tengo veintiséis años –respondió resueltamente, callándose un «y eso a usted qué le importa».
–No parece mayor de dieciocho –apuntó él.
Le habían dicho lo mismo tantas veces, y ella lo odiaba tanto… Sus rasgos delicados y menudos, junto con las pecas sobre su nariz, le daban el aspecto de una adolescente, y cada vez que intentaba remediar la situación, acababa pareciendo una niña que juega a disfrazarse de mayor.
Se recordó a sí misma que el cliente siempre tenía la razón, aunque por experiencia sabía que habitualmente no era así, y respiró hondo.
–Me ha preguntado cómo empecé –recordó–. Fue casi por casualidad. Un día alguien me pidió que llevara una carta a otra persona que vivía en la misma calle que yo.
–¿Quién se lo pidió? –interrumpió él.
–Mi jefe –respondió ella cortante.
–Y usted trabajaba en… –continuó, ignorando el tono de ella.
–En una pequeña gestoría.
Había odiado cada segundo en esa empresa, pero necesitaba el trabajo desesperadamente. Cuando se licenció en Ciencias Económicas y Empresariales quiso sacar partido a sus conocimientos, pero desde el primer momento sintió que no encajaba en aquella empresa.
–El caso fue –continuó ella, tratando de ignorar aquella penetrante mirada– que empecé a pensar sobre ello. Pregunté por aquí y por allá y encontré que muchas empresas mandaban documentos urgentes por taxi o incluso por empresas de coches, a veces incluso con chófer. Yo soy más rápida y más barata.
–De eso estoy seguro, señora Sherwood –contestó él secamente.
Kay siguió con la narración:
–Redacté y diseñé un folleto promocional y una imprenta local me lo hizo.
–¿Qué ponía?
Se lo quedó mirando. Odiaba que la interrumpieran, y ya era la segunda vez en unos segundos. Él la observaba burlonamente, sentado cómodamente en el sofá, con los brazos cayendo a ambos lados. Iba a contestarle ásperamente, pero las palabras se le atragantaron al percibir, como un relámpago, el magnetismo sexual que destilaba aquel hombre.
Hubo un breve silencio, que para Kay fue tenso, hasta que logró recomponerse y responder.
–Ponía algo acerca de que ofrecíamos un servicio rápido, directo y puerta a puerta, de entrega de documentos, cartas y demás, en el área de Romford. Garantizábamos la entrega en el día y atención inmediata por teléfono.
–¿Cuántas personas eran?
–Por entonces, mi hermano estaba sin trabajo, así que podía atender el teléfono y así sabríamos si mi idea podía funcionar. Y funcionó: dos meses después dejé