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No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy
No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy
No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy
Libro electrónico428 páginas6 horas

No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy

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Información de este libro electrónico

¿Te gustan las historias de amor, tan reales como la vida misma?

Si la respuesta es afirmativa, sigue leyendo.

¿Y si a eso le añadimos un toquecito de humor, de ese que se paladea tras una carcajada espontánea?

¿He oído sí a eso? De acuerdo, continúa.

Como condimento había pensado aderezarlo todo con algo picante, como ese gustito tan interesante que provoca el sexo.

¿Te sigue apeteciendo? Ya me imaginaba, ya.

Para rematar, lo cocinaré a alta temperatura y lo sazonaré con una buena dosis de pasión, algo de superación personal, una madre un poquito especial, un italiano seductor dispuesto a enredarlo todo, unos vecinos algo escandalosos en la alcoba, una hermana que se convierte en compañera de piso, un descubrimiento masculino sumamente interesante y unas amigas candidatas a formar parte del manicomio más próximo...

Y como guinda del pastel, un viaje loco y totalmente atípico en un barco donde la poca ropa y el placer son los protagonistas.
¿Alguna vez se te ha pasado por la cabeza coger a tu grupo de amigas íntimas y embarcarte en un crucero liberal? A las protagonistas de esta novela, sí.
Si te sigue picando el gusanillo por descubrir qué esconden estas páginas, Cristina te espera para contarte todos los detalles jugosos de su vida... Porque ¿quién no encuentra satisfacción en mirar por una rendija y ponerse en la piel de otra persona, aunque sólo sea durante unas horas?
IdiomaEspañol
EditorialZafiro eBooks
Fecha de lanzamiento23 may 2019
ISBN9788408209553
No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy
Autor

Maca Ferreira

Maca Ferreira nació un frío mes de diciembre de 1985 en Sevilla (España) y es la pequeña de su casa, aunque casi siempre ha sido la primera en todo. Felizmente casada con su marido y su hipoteca (con esta última no tan felizmente), vive en un pueblo del Aljarafe sevillano acompañada de su marido, sus mascotas, su preciosa hija, Paola, y su bebé, Álvaro, los grandes motivos que la hacen sonreír cada día. Independiente, metódica y algo impulsiva, estudió gestión administrativa y marketing comercial, y ejerce en ambas ramas desde que comenzó su carrera laboral. Lectora empedernida y, durante muchos años, bloguera y reseñadora, utilizó su blog para dar a conocer su faceta de escritora compartiendo uno de sus relatos. Gracias a los mensajes de apoyo y de ánimo que recibió, siguió escribiendo, hasta que en mayo de 2015 se animó a autopublicar su primera novela, Descubriendo a Valentina, que más tarde se reeditó en el sello Zafiro y, posteriormente, publicó Conquistando a Rebeca. No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy es su última publicación, pero en su cabeza ya existen otras historias que comienzan a correr por sus dedos, y promete que pronto regresará para hacernos reír y disfrutar. Encontrarás más información de la autora y su obra en sus redes sociales y en su página web, donde además podrás leer algunos de sus relatos de manera gratuita: https://www.facebook.com/maramacbel http://maramacbel.wixsite.com

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    No dejes para mañana las ganas que me tienes hoy - Maca Ferreira

    Capítulo 1

    —Caca, mami.

    Dirigí la mirada hacia abajo y sonreí al pequeño, que me miraba con una expresión angustiada en la cara debido a su situación.

    —Ven aquí, campeón. —Lo aupé en mis brazos y le di un beso en su regordeta mejilla, apreciando el olor que despedía su cuerpecito—. Vamos a quitarte ese pañal y a convertirte de nuevo en un príncipe que huele fenomenal.

    —¡Príncipe no! —exigió el niño de forma contundente—. Soy un dragón.

    Contuve la sonrisa y, haciendo gala de toda la solemnidad que las circunstancias me permitían, le hablé mientras comenzaba con la labor de limpieza.

    —¡Oh...! Serás entonces mi dragón guardián, que me protegerá de los príncipes que vengan a rescatarme. Porque yo soy la princesa que está encerrada en la torre del castillo.

    El pequeño, tumbado en la superficie y con las piernecitas hacia arriba, asomó la cabeza hacia un lado y me miró confundido.

    —A las princesas les gustan los príncipes...

    Puse un gesto reflexivo y, terminando de colocarle el pantaloncito, obvié la punzada que me había dado en el estómago al hablar sobre cuentos de hadas. Me acerqué a su cara y le dije sonriendo:

    —Yo prefiero a los dragones grandes y fuertes como tú. —Besé su barriguita por encima de la camiseta roja que llevaba puesta y él sonrió orgulloso—. Y ahora, mi dragón custodio, vamos a recoger tus cosas, que tu mamá está al llegar.

    Lo bajé del cambiador y me acerqué a la pared, donde las cabecitas de los niños, a través de sus fotografías, señalaban la percha de cada uno de ellos. Noté entonces un tirón en mi bata de lunares de colores y miré hacia abajo mientras agarraba su mochila.

    —Mami, ¿qué es custodio? —preguntó desde su escasa estatura.

    Me agaché hasta quedar a su altura y lo miré con cariño a sus expresivos ojos marrones. Me encantaba estar en la clase de los mayores, aunque ese término resulte algo cómico para describir a los chiquitines de apenas tres años que asistían al último curso de la escuela infantil en la que trabajaba. Sobre todo me gustaban mis turnos en la clase Ciempiés, porque podía interactuar con ellos como si fueran pequeños adultos, y Nicolás era un chiquillo con una gran imaginación que hablaba cuidadosamente bien para su edad.

    —Custodio significa defensor, y tú serás el que proteja mi castillo para que ningún príncipe se acerque a él, ¿vale? —Le besé la cabecita al ponerme de pie y asintió, satisfecho con su nuevo cargo—. Ah..., y los dragones más fuertes y valientes me llaman «seño» —le susurré cómplice, para ver si así conseguía que no me llamase «mami», como había hecho más de un niño desde que entré de auxiliar en el centro infantil Piececitos, hacía ya dos años.

    —¡Soy el más fuerte y valiente, seño!

    Le sonreí y eché la cabeza hacia atrás, fingiendo asombro.

    —¡Qué suerte he tenido entonces! —Agarré su manita al oír el timbre de la entrada, apagando la luz tras nosotros, ya que éramos los últimos en abandonar las aulas.

    Nicolás se soltó de mí al ver a su madre a través del cristal de la puerta y corrió a su encuentro, esperando que yo llegase hasta él dando nerviosos saltitos y saludando con la mano. Al acercarme y abrir, éste chilló entusiasmado, brincando hacia ella, que lo recibió con los brazos abiertos para abrazarlo y besarle la cara repetidas veces.

    —Hola, peque —lo saludó con cariño—. ¿Qué tal el día?

    —¡Bien, mami! —Se soltó de su agarre, exaltado—. Soy un dragón costudio y protejo a la seño de los príncipes.

    Su gesto de suficiencia infantil nos hizo reír a las dos y la madre del pequeño se puso de pie, saludándome y dándome las gracias al entregarle la mochila.

    —Hola, Cristina. ¿Todo bien? —me preguntó con una radiante sonrisa que aumentaba el atractivo de su cara, enmarcada por una corta melena rubia espectacular.

    —Muy bien. —Asentí—. Ha sido un campeón hoy. ¡Hasta mañana, Nicolás!

    Nos despedimos oyendo la retahíla de explicaciones del chiquillo y cerré la puerta al fin, sonriendo al verlos caminar hacia la salida del recinto.

    Recorrí el pasillo revisando las clases a ambos lados, comprobando que estuviesen todas recogidas y arregladas tras la visita, después del mediodía, de las dos chicas que se encargaban de la limpieza del centro. Entré en el comedor para apagar las luces y cerrar las ventanas, sintiendo al traspasar la puerta el olor particular que dejaba la comida infantil que, cada día, nos hacían llegar desde la empresa de catering para los niños. No importaba el menú que tocase; cuando finalizaba la jornada, esa mezcla de olores característica se impregnaba en mi ropa y en mi pelo.

    Al contrario de lo que podría parecer, me encantaba esa marca que mi trabajo dejaba en mí. Había luchado mucho para conseguir estar donde estaba, estudiando mientras trabajaba de teleoperadora en un departamento de incidencias telefónicas que agotaba mi paciencia y minaba mi moral, y compaginándolo además con los contratos temporales de guía turística que me mataban físicamente. Mi vocación eran los niños y siempre había querido trabajar con ellos. Ya desde bien jovencita me encargaba de cuidar a los hijos de los vecinos de mis padres en épocas de vacaciones.

    Y no fue fácil conseguir la titulación...

    Siempre había sido una persona independiente y que requería su espacio; por eso, cuando mi novio de aquel entonces, que con el tiempo pasaría a ser mi ex, me propuso compartir piso, vi el cielo abierto para marcharme de casa de mis padres y no me paré a pensar en que la propuesta no era todo lo romántica que quizá debería haber sido o que toda mujer recién estrenada en su etapa adulta hubiese esperado.

    La expresión compartir piso parece una broma de mal gusto para describir lo que hicimos Iván y yo durante los años que duró nuestra convivencia.

    Un par de meses después de terminar la carrera de turismo en la que lo había conocido y gracias a la cual habíamos iniciado nuestra relación, me embarqué en la apasionante e impredecible vida en pareja —nótese la ironía en mi tono—. A mí me acababan de admitir en una empresa de rutas turísticas en autobús por la ciudad, donde me tenían prácticamente explotada y cobrando una miseria. Iván tuvo más suerte y entró a trabajar en la agencia de su tía, con un horario más digno y menos responsabilidades.

    Y, puestos a pensar en ese período de mi vida, habría cabido esperar que fuese él quien, pasando más tiempo en el limitado piso que compartíamos, se hubiese encargado de las labores básicas para mantener aseados y adecentados los escasos cincuenta metros cuadrados que tenía la vivienda.

    Craso error.

    Cuando llegaba a las tantas de la noche, cansada, con los pies en carne viva por los tacones que me hacían usar, quemada por el sol o congelada de frío según la época, y con el único deseo de llevarme algo a la boca y acostarme a dormir, me lo encontraba o con la consola y un par de amigos, o viendo un partido de fútbol con toda la mesa como un estercolero, o, en el mejor de los casos, dormido en el sofá con una caja de pizza vacía a sus pies, de la que no se había dignado ni dejarme un mísero trozo.

    Sin embargo, aguanté...

    Pasamos así más de cuatro años, en los que las discusiones fueron creciendo conforme el pasotismo de Iván se iba haciendo cada vez más evidente, y mi paciencia, cada vez más limitada. Pero lo quería, o al menos eso creía.

    Por eso, el mérito de haber conseguido trabajar en lo que de verdad me llenaba era mayor para mí, una persona a la que no le importaba percibir la burla en el tono despectivo con el que su pareja, esa persona que supuestamente debía apoyarme en todo lo que me hiciese feliz, utilizaba cuando decía que era auxiliar de guardería... o la manera en la que, cuando me acercaba a él para darle un beso al llegar de trabajar a una hora más decente de la que nunca había tenido, me repelía por mi supuesto olor a caca de bebé.

    Yo no apestaba a caca de bebé.

    Olía a mis niños; a inocencia y ratos de diversión; a manchas de comida y pintura de dedos... y, bueno, puede que también un poco a pañal... Pero, ¡leches!, no comprendía cómo no respetaba el hecho de que me sintiese realizada profesionalmente y feliz, aunque mi olor no fuese el más atractivo para él.

    Pero eso Iván no podía entenderlo, porque simplemente no era el indicado para mí. Y aunque había motivos para que cambiase mi situación y empezase a hacerme querer algo más, no podía cortar con todo. Simplemente no me veía capaz.

    Así fue cómo la incómoda comodidad de nuestra relación me había estancado en una situación que se me vino encima el día que llegué a casa y lo encontré con otra en nuestro sofá.

    El maldito sofá que había comprado con mi primer sueldo en la guardería.

    El puñetero sofá en el que la noche anterior habíamos mantenido una conversación algo más profunda de la cuenta, en la que le pedí que se involucrase más en nuestra relación, ya que no era ni su madre ni su criada, y él me prometió que iba a cambiar e intentarlo.

    Yo le creí... y él se la estaba tirando encima de esos cojines.

    Definitivamente iba a cambiar, sí... pero de condición sexual, porque en ese momento lo que más me apeteció fue meter sus testículos en la boca a la otra chica y hacerla masticar muy fuerte, hasta hacerlos puré.

    Maldito mentiroso.

    Terminado el repaso de toda la escuela, cerré con llave y salí. Arranqué mi moto y me puse el casco mientras seguía dándole vueltas al fin de mi relación, hacía ya varios meses.

    Había varias cosas que me echaba en cara a mí misma con respecto a ello, pero lo que más me molestaba era el hecho de no haber tenido la confianza necesaria y el coraje suficiente para cortar por lo sano cuando supe que no iba a tener solución. Porque, saberlo, lo sabía, aunque siempre intentaba encontrar motivos para seguir luchando por lo nuestro.

    Uno de esos porqués era mi madre.

    Para ella, Adela, Iván era su debilidad desde que lo conoció. En las señaladas ocasiones en las que le contaba alguna discusión o pelea que hubiésemos tenido, ella se posicionaba en el bando de él. La tenía más engañada que a mí, eso estaba claro... pues, incluso tras explicarle lo que había ocurrido ese día al llegar a casa y encontrarlo en una actitud comprometida con otra mujer, mi madre intentó excusarlo diciendo que quizá había sido yo la que había desatendido la relación y no le había dado lo que él necesitaba como hombre.

    Tócate las narices...

    A pesar de que, después de cinco meses, parecía que había cesado un poco el acoso y derribo hacia mí, reprochándome haberlo dejado escapar a la más mínima oportunidad, convivir bajo su mismo techo de nuevo me tenía en un constante estado de colapso mental.

    Mi madre era agotadora.

    —Ya estoy aquí —anuncié, dejando las llaves y el casco de la moto encima del mueble de la entrada y quitándome el chaquetón que me había resguardado en mi viaje.

    —Hola, hija —me saludó mi padre desde su rincón del salón, dejando un libro encima de la mesita auxiliar que tenía al lado—. ¿Qué tal ha ido el día?

    Me acerqué a él y le di un beso en la mejilla perfectamente afeitada y que olía a él. Desvié la vista hacia la mesa y miré el título del libro, para sonreír seguidamente: Crepúsculo.

    —¿Han vuelto a ganar las chicas?

    —Por poco se me forma una rebelión en clase cuando ha salido elegido. —Miró la portada y se encogió de hombros, levantándose de la butaca—. Pero reconozco que no es de lo peor que hemos leído este año. La novela del mes pasado aún me tiene los pelos de punta.

    Mi padre era un firme defensor de la lectura y abogaba por leer lo que apeteciese a cada edad. No creía en el método impuesto por el sistema educativo, en el que los títulos no llamaban la atención de sus chicos sobrehormonados. Desde hacía varios años, tenía carta blanca para que, una vez al mes, eligiesen una lectura libre entre los alumnos y la pusieran a debate en la clase de literatura, analizando no sólo la historia, sino la manera de contarla, su vocabulario, fallos, términos que habían tenido que buscar para entender y demás.

    Él quería que el placer de leer se amasase desde pequeños, y la verdad era que no le iba nada mal con el procedimiento.

    Para mi padre, no importaba el libro, siempre que fuese adecuado a sus edades. Leonardo los leía a la misma vez que sus alumnos, e incluso nos había recomendado algunos en casa tras descubrirlos.

    Me reí y fui con él hasta la cocina, donde Teresa y mi madre estaban delante de los fogones.

    —Hola, pitufa —saludé cariñosamente a mi hermana pequeña con un beso, arrimando luego la nariz a la cazuela en la que algo estaba cociéndose—. Humm, esto huele que alimenta. ¿Qué es?

    —Cristina, saca la cabeza inmediatamente de la cena y ve a lavarte las manos —me reprendió mi madre como si tuviese doce años.

    —Te acompaño —me dijo Teresa, cariñosa.

    Las dos salimos y subimos la escalera mientras yo resoplaba hastiada.

    —No sé cómo aguantas esto todo el día —dije admirándola—. Mamá está en un plan que cada día se me hace más cuesta arriba estar aquí.

    —Ya sabes cómo es —me contestó dulce—, pero a ella, que vuelvas a vivir con nosotros, la hace muy feliz.

    Bufé irónica.

    —Pues no se nota nada de nada. —Entré en mi cuarto con ella detrás y me comencé a desnudar, para ponerme luego un pantalón deportivo y una sudadera más cómoda para estar en casa—. Estoy buscando piso, pero la verdad es que no encuentro nada. Lo que me gusta es demasiado caro para mí sola y lo que es barato se cae a pedazos o la zona no me parece del todo segura...

    Me acerqué al espejo mientras hablaba y me fui haciendo una trenza, recogiendo mi melena morena en un lateral. Teresa se apoyó en el tocador y me observó mientras lo hacía, sonriendo.

    —He estado pensado en algo, pero no sé qué opinarás tú —anunció en su habitual tono calmado de voz.

    —Eres la más lista de las dos, aunque tengas cinco años menos que yo, así que seguro que me parece bien —le contesté, revolviéndole el pelo cuando acabé con el mío.

    —¿Qué te parecería irnos a vivir juntas?

    La miré con las cejas alzadas, procesando la información.

    Mi hermana aún estaba cursando el último año de carrera y no disponía de ingresos para poder emanciparse.

    —Pues me encantaría, pero lo cierto es que, con mi sueldo, a duras penas subsisto yo —contesté con pesar—. Dudo que pueda mantenernos a las dos.

    Teresa me colocó un mechón del largo flequillo por detrás de la oreja.

    —Bueno, hablé con papá hace unos días sobre este asunto... Me vendría muy bien estar en una zona más cercana a la facultad y así no tener que perder tanto tiempo en el trayecto. Sin carné de conducir es complicada la combinación desde aquí y estoy cansada de que mamá me lleve y me traiga cada día. —Respiró vacilante—. Tengo veinticinco años, quizá sea hora de volar...

    Mi hermana me sonrió, encogiéndose de hombros.

    —¿Y qué les ha parecido la idea? —dudé, mirándola.

    —Papá me ha dicho que me apoya y que costeará mi parte del alquiler y la comida —aclaró—... siempre que sea contigo con quien viva, claro. Dice que, aunque sabe que soy responsable, no quiere que haya otros factores que me despisten en esta recta final de la carrera por la que tanto me he esforzado.

    Me reí.

    —Por factores se refiere a chicos o amigas que te saquen continuamente...

    —Lo sé —se rio conmigo.

    —¿Y mamá?

    —Papá me dijo que se encargaría de ella si aceptabas. —Juntó las manos delante de su cara a modo de rezo y me miró con sus preciosos ojos de largas pestañas como un cachorrito abandonado.

    Le di un pequeño y divertido empujón.

    —¡No me mires así, pitufa! Sabes que consigues conmigo lo que quieres cuando me pones esa cara de gatito de Shrek.

    —¿Eso es un «sí, quiero»? —preguntó esperanzada.

    Analicé los pros y los contras a una velocidad de vértigo y sentí que la decisión que iba a tomar iba a ser acertada. No podía ser peor de lo que ya era, por lo que me lancé a la aventura sin dudar.

    —Es la propuesta más romántica que me han hecho en los últimos años, así que... sí, quiero.

    Teresa me dio un abrazo y dejó escapar un pequeño grito eufórico, saliéndose de su habitual comedimiento. Solté una carcajada y respiré hondo, sabiendo que el tiempo en casa de mi madre estaba a punto de llegar a su fin...

    Nunca quise volver a vivir allí, en ese chalet a las afueras de Sevilla en el que habíamos crecido, y no porque no quisiera a mi familia, sino porque mi progenitora podía resultar demasiado cargante e intensa, y odiaba tener que estar continuamente excusando mi comportamiento a mis treinta años recién cumplidos.

    La propuesta de Teresa me había cogido por sorpresa, pero realmente iba a ser interesante convivir con mi hermana. Era responsable, ordenada y nos conocíamos más que bien. Además, se pasaba el día estudiando en su habitación o en la biblioteca de su facultad de derecho, así que la convivencia seguro que resultaría fácil.

    Lo menos fácil iba a ser comunicárselo a mi madre y que ésta aceptase que sus dos hijas volasen del nido...

    Capítulo 2

    La tarde anterior había sido agotadora. Teresa y yo habíamos visitado, junto con el agente de la inmobiliaria con la que habíamos contactado, varios pisos que no habían acabado de convencernos, y ese cansancio se había reflejado en mí esa mañana de viernes en la escuela. Había estado lenta de reflejos, trayendo como consecuencia que una de las pequeñas de la clase de los bebés se hubiese hecho daño al caer contra una de las puertas del armario cuando intentaba caminar más de tres pasos seguidos.

    Me sentía fatal por ello...

    —¿Puedes cambiar esa cara de ajoporro que tienes desde que has llegado? —me pidió mi amiga Inma con su habitual y marcado acento—. Cualquiera diría que te encuentras en un velatorio en lugar de ser viernes y estar en la reunión del convento.

    —No he tenido un buen día —aclaré desganada, apoyándome sobre el mostrador y soltando el aire sonoramente.

    —¿Qué te ha pasado? —me preguntó María, acariciándome la espalda de forma reconfortante.

    Mis amigas intentaban entenderme y lo comprendía, pero no me apetecía hablar... María era la más fraternal del grupo y siempre tenía unas palabras cariñosas para las demás, aunque no siempre las mereciéramos.

    —Será que llevas demasiado tiempo metida en la despensa, como las uvas pasas que intentó hacer Erika hace un par de meses y le acarrearon una plaga de mosquitos en su cocina... —comentó Rosa, dándole luego un bocado a la pizza.

    Reí sin demasiado entusiasmo, recordando los hechos que había mencionado. Ese día, como cada viernes, seguimos nuestra tradición; nos reuníamos en la librería de Inma cuando llegaba la hora de comer y cometíamos varios pecados, porque nuestro grupo, que se hacía llamar «el convento», tenía una dispensa papal gracias a la cual ese día se nos permitía comer comida basura, hablar acerca de pecados, sexo y hombres, y decir todo tipo de burradas a puerta cerrada y fuera del horario de apertura del establecimiento.

    —Pues sigo pensando que el problema de mi experimento vino cuando Pablo dejó abierta la alacena toda la tarde mientras yo estaba en casa de mi madre. Esas uvas estaban haciendo el proceso de conversión a pasa estupendamente hasta entonces —contestó Erika convencida, sin querer bajarse del burro.

    Jessica, la más joven de todas, entró por la puerta justo cuando estaba hablando de eso y puso los ojos en blanco; a continuación soltó el bolso en la silla y se sirvió un vaso de Coca-Cola.

    —Eri, cariño... Ya te dijimos que tu marido no había tenido la culpa..., que lo que les hacía falta era sol... y encerradas en el armario de la cocina lo que estaban era descomponiéndose.

    La aludida hizo un gesto con la mano, restándole importancia al hecho.

    —Me niego a debatir otra vez sobre esto —se quejó Rosa—. No nos desviemos del tema... ¿Qué te pasa, Cris?

    Jugueteé con el trozo de bacón de mi pizza y hablé apática.

    —Me voy a ir a vivir con mi hermana Teresa y ayer estuvimos toda la tarde buscando piso por la zona de su facultad —comencé a contar—. Estoy cansada, agotada en realidad, y no ha hecho más que empezar. Y, sólo de imaginarme otra tarde acompañada del bigote del agente inmobiliario, me da una grima que se me quitan las ganas hasta de comer. —Miré mi plato con cierta repulsión.

    —Aj... —exclamó Inma con asco—. A mí, los pelos de los tíos, en la cabeza. El resto del cuerpo bien rasuradito, por favor.

    Nos reímos por su obsesión en cuanto a las cabezas masculinas plagadas de pelo y María me miró cariñosa.

    —No te preocupes, cielo. Seguro que lo encontrarás pronto. Nosotras, si nos enteramos de algo, te avisaremos para que vayáis a verlo, ¿vale?

    Asentí no muy convencida pero queriendo cambiar de tema. Cuando estaba así, no me gustaba ser el centro de atención; prefería despejarme escuchando las batallitas de las demás durante esa semana, así que recordé algo que aún no habíamos mencionado.

    —Jessica, ¿qué ha pasado al final con el examen?

    Al hacer la pregunta, todas las demás lo recordaron y se lanzaron a intervenir.

    —¡Eso!

    —Ah, es verdad.

    —¿Ha habido suerte?

    La mencionada masticó el trozo de comida que tenía en la boca y se limpió con la servilleta. Cuando acabó, nos miró con una sonrisa y dio un grito triunfal.

    —¡Lo tengo! ¡Ya soy una mujer motorizada!

    Todas la felicitamos, contentas, pues sabíamos lo que había tenido que pasar para conseguir el carnet de conducir, ahorrando desde hacía tiempo y teniendo la mala suerte de suspender en tres ocasiones por los nervios que el momento le ocasionaba.

    —Ea, pues ahora ya tenemos quien nos lleve por las noches durante los próximos doce meses como mínimo, y así podremos beber el resto —soltó Inma, resuelta.

    —¡Eh! Eso no vale... —protestó Jessica.

    —Hombre, con la tontería de que no tenías carnet, no te has privado ni un fin de semana de beber como una cosaca, bonita..., así que ahora te toca joderte y hacer de chófer una buena temporada.

    Refunfuñando, terminó por aceptar, aunque reticente, después de pedir que al día siguiente hubiese salida del convento y ella no fuera la que condujese, para poder disfrutar así de la celebración de su aprobado. Accedimos y continuamos hablando de otros temas hasta que llegó la hora de abrir la librería.

    *  *  *

    Esa noche, la del sábado, el punto de quedada sería el piso de Rosa, donde iría a arreglarme para salir directamente desde allí, pudiendo dejar mi moto en su garaje. Mi Vespa roja modelo VXL 150 no era lo más adecuado para salir de noche si pretendía beber, así que, tanto ella como yo, nos quedaríamos a dormir en casa de Rosa si no había un plan más suculento.

    Pasé por casa de mi madre para darme una ducha y arreglarme el pelo antes de marcharme a la de mi amiga. Estuve tentada a dejarle caer algo sobre nuestra pronta emancipación cuando hizo referencia a que utilizaba su vivienda como un hotel, pero me mordí la lengua, porque sabía que iba a tener una discusión con ella y, además, le había prometido a Teresa que le daríamos la noticia juntas después de que mi padre le hubiese comentado algo. Mi hermana quería tener el piso elegido para que así no tuviéramos que aguantar sus comentarios autodestructivos, lamentándose porque sus propias hijas no quisieran estar con ella, blablablá.

    Recogí todas las cosas que iban a hacerme falta para arreglarme y pasar la noche fuera de mi cama, y me despedí de mis padres, que fingían ver una película en el salón, aunque mi madre estaba enfrascada en una de sus labores de costura y mi padre se había dormido hacía rato.

    Cuando monté en la moto y aceleré, noté el frío de la noche en mis mejillas, pues había tenido que coger el casco calimero que únicamente cubría mi cabeza por no encontrar el integral que siempre utilizaba.

    Al llegar a la puerta del garaje del piso de Rosa, me detuve y la llamé por teléfono. A los pocos segundos el gran portón se hizo a un lado y pude entrar para guardar la moto y subir. Antes de poner un pie en su casa, ya se oían las voces de Inma y Rosa desde el rellano. Sonreí y empujé la puerta, que estaba entornada, accediendo a un recibidor color naranja muy moderno y alegre.

    —¿Chicas? —pregunté, para ubicarlas dentro del espacio—. Se os oye desde la calle...

    —Los vecinos tienen que estar contentos con ésta cuando se trae a algún maromo. —Me llegó la voz de Inma desde el dormitorio.

    —Cuando quiero, puedo ser muy silenciosa —replicó la aludida.

    Entré y vi a Rosa encima de la cama, sentada con las piernas en posición de loto, y a Inma delante del tocador, aplicándose mil potingues en la cara.

    —Deberías cobrarnos por eso —señalé con la cabeza a Inma cuando solté mi bolsa a los pies del armario—. ¿Tu jefe no se extraña de que gastes tantas muestras?

    —Mi jefe no se queja porque soy la que más vendo a nivel nacional, así que, todo lo que pido, le parece bien —aclaró Rosa, segura de sí misma.

    Trabajaba de comercial para una marca de cosméticos y productos para el cuidado de la piel. Tenía que viajar a menudo por toda España, pues tenían un acuerdo con una cadena de hoteles de lujo tanto para comercializar sus productos como para impartir cursos de maquillaje, cuidados y cosmética en general, pero todos sabíamos que Rosa era capaz de venderle arena a alguien en el desierto; todos lo teníamos claro, incluido su jefe, así que a nosotras nos venían geniales sus dotes comerciales para estar a la última en cuanto a maquillaje se refería.

    Me senté en la cama junto a mi amiga y revisé mi teléfono móvil; vi un mensaje en el grupo que acababa de llegar, hacía menos de un minuto.

    —¿Habéis leído lo que ha puesto Erika? —planteé, y ambas negaron—. Dice que Pablo se ha puesto malo y que no puede venir esta noche porque le da pena dejarlo en casa solo.

    Inma resopló y soltó la barra de labios a medio usar.

    —Siempre hace igual —se quejó—. Parece que le moleste que su mujer salga a divertirse, joder.

    Rosa asintió y agregó:

    —Ella se da cuenta de que lo hace adrede, pero en parte se siente culpable por su situación y que decida quedarse con él es totalmente respetable. Pablo no es mal tío.

    —¿Qué situación? —pregunté, perdida.

    —Pues llevar meses en paro y que tenga que ser él quien se haga cargo de todos los gastos... —explicó—. El mes pasado hablé con ella después de que él le jodiese el viaje que iba a hacer conmigo a Valencia, aprovechando que yo tenía que ir al hotel Las Arenas. Simplemente iba a pasarse por casa de su prima y estar unos días con ella y los niños, pero al final no pudo ser. Cuando le mencioné que no me parecía justo que tuviese que quedarse cuidando a su suegra de un simple catarro por decisión de Pablo, me dijo que se sentía mal cuando salía o entraba porque le tenía que pedir dinero a él y que, aunque no le decía nunca que no de manera directa a ninguno de sus planes, se daba cuenta de que, cada vez que él ponía una pega de ese tipo, era su manera de oponerse a que los hiciese.

    —Hombres... —reprochó Inma—. Cada día que pasa estoy más cómoda con mi decisión de vivir de mí misma y darme un homenaje

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