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Haku - Emy Fernández-Luna Abellán
Contraportada
Se dice que el origen de la mitología nórdica proviene de la isla sagrada del norte, la misteriosa Tulle. Al principio, érase el frío y el calor, la vida surgió al encontrarse el fuego y el hielo. Después, nacieron los dioses, los aesir. Pero uno de ellos murió, y de su cuerpo se creó la tierra; de su sangre, el mar; de su cráneo, el cielo; de sus huesos, las montañas; de su pelo, los bosques, y de su cerebro, las nubes. En esta nueva tierra crearon el mundo de los hombres y lo llamaron Midgard.
Freyja
Había sido construido en tiempos de los aesir, de centelleante cristal y de robusto mármol, el imponente palacio de Folkwang refulgía bajo la cálida luz del atardecer. Allí, entre sus marmóreas paredes, en la estancia más apartada de todas, la más hermosa de las diosas descansaba en su esponjoso lecho de plumas. Recostada delicadamente, con los pies descalzos y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, derramaba su exuberante belleza sobre el mullido lecho dorado. Recordaba cómo en otros tiempos las lágrimas que ahora inundaban sus sonrosadas mejillas habían sido fruto de colmada dicha y anhelo. Sin embargo, ahora, cuando dirigía su pétrea mirada hacia el mundo de los hombres, el caos y las tinieblas inundaban cada rincón de Midgard, un mundo que parecía exhalar un último suspiro.
Eran tiempos oscuros para el hombre, execrables criaturas desafiaban el acero de las espadas, sembrando devastación y aflicción por cuantos territorios hallaban a su paso. La hambruna se cernía sobre los míseros poblados, despojando de sus precarias vidas a los desdichados que sucumbían a su lúgubre llamada. La escasez de lluvia, que azotaba sin piedad la árida tierra, había convertido los campos en terrenos baldíos, y la siniestra presencia de la parca hacía mella en el ánimo de los campesinos, que debido a la carencia de alimentos apenas si contaban con víveres para alimentar a sus paupérrimas familias.
Mientras, los más jóvenes eran reclutados en el ejército de Visran, la única ciudad que aún conservaba a su rey, para proseguir, pese a los funestos augurios, la ancestral lucha contra uno de los más feroces enemigos que jamás había conocido el hombre: los indestructibles dragones. Feroces seres, ávidos de fresca sangre con la que apaciguar sus primarios y sanguinarios instintos. Los cadáveres de dragones y seres humanos se entremezclaban entre los despojos de las aldeas, que eran arrasadas por el poderoso fuego que escupían de sus fauces. La desolación enmarcaba un paisaje de familias destrozadas, desamparados huérfanos y viviendas asoladas.
A la memoria de la escultural Freyja había venido el indeleble recuerdo del trágico final de su querido Balder. La precavida madre de Balder, Frigg, había hecho jurar a todos los seres que habitaban la tierra que ninguno haría jamás daño alguno a su adorado hijo. A todos menos al muérdago, que por un fatídico descuido no había sido preguntado.
Este hecho convirtió al joven Balder, ya desde sus primeros sollozos, en un ser prácticamente invulnerable. De ahí que, casi a diario, el entretenimiento favorito de sus joviales semejantes fuese el de propiciar pequeñas torturas con las más diversas y estrafalarias armas, que no tenían otro destinatario que el indestructible Balder.
El único aesir que nunca había gustado de participar en tan macabros divertimentos era Hodur, pues su ceguera le impelía a buscar otros placeres con los que saciar sus horas de hastío. Pero una mañana, instigado con insidiosas maquinaciones, Hodur fue conminado a participar en los fúnebres juegos, compeliéndole a utilizar para tal fin una flecha hecha de muérdago, algo que el incauto desconocía. Hodur cargó divertido la mortífera flecha, mientras el resto de los aesir allí congregados bromeaban sobre cuál sería la próxima arma que habrían de arrojar contra el invencible aesir.
El majestuoso salón de los caídos de Asgard albergaba los bulliciosos juegos de los aesir. Sus cincuenta y dos imponentes columnas de resplandeciente alabastro dotaban a la fastuosa estancia de un ilusorio resplandor que contrastaba con los dorados escudos que forraban el techo como ecos de batallas pasadas. Alrededor del Valhalla moraban plácidamente el ciervo Eikþyrnir y la cabra Heiðrún, que pacían del follaje del milenario árbol Læraðr.
La mortuoria flecha atravesó velozmente la espaciosa estancia perforando el costado derecho de un desprevenido Balder que, ante la estupefacción del resto de los insensatos participantes, veía con pavor cómo la sangre fluía de un desconcertado aesir que había iniciado ya su involuntario viaje hacia el reino de Hel. La conmoción por el trágico suceso se extendió entre sus semejantes como un amenazador recuerdo de su propia mortalidad, ensombreciendo los errantes corazones de la mayoría de los aesir.
La desesperación de Frigg por la pérdida de su amado hijo la sumió en un desconsolado duelo. Sus dorados cabellos se tiñeron de nieve bajo el peso de la aflicción, y en su apacible rostro solo podía vislumbrarse ya la amargura de su arbitraria pérdida. Tal era el letárgico estado al que el fallecimiento de Balder la había abocado, que uno de sus hijos, el que se hacía llamar Hermod, decidió cabalgar a lomos de Sleipnir hasta el Niflheim, en el submundo de Hel, para pedir a la diosa de las tinieblas que permitiese el regreso de Balder.
El submundo de Hel se hallaba en la parte más profunda, oscura y lúgubre de Niflheim, uno de los nueve mundos del Yggdrasil. Oculto entre las sombras del abismo y el interminable lamento de las almas condenadas a habitar entre las tinieblas, se alzaba el infranqueable Niflheim.
Hermod había llegado tras nueve días cabalgando hasta las puertas del palacio Eljudner con el firme propósito de recuperar a su hermano Balder y retornar con él al mundo de los vivos.
—¿Quién cabalga en penoso viaje a través de los mundos para aguardar la muerte ante sí? ¿Quién he aquí que no se postra ante mí? —bramaba con voz iridiscente la reina de la oscuridad.
Hel había sido expulsada por el Padre de todos al escabroso submundo subterráneo en el que el llanto y la queja campaban por doquier, y entre cuyos muros, revestidos de ponzoñosas serpientes, escupían incesantemente veneno llenándolo todo con sus vapores tóxicos. Allí, en ese oscuro paraje, su existencia discurría triste y sombría. Su lóbrego aspecto rezumaba maldad, pues la mitad de su blanquecino rostro era humano, pero la otra mitad era negruzca como la pez, porque estaba vacía.
—Soy Hermod, el aesir alado, y traigo un mensaje del Padre de todos, a quien hasta tú, Hel, has de obedecer. He venido a reclamar el regreso de Balder, aquel que fue traicionado por su propia sangre, y al que debes dejar marchar de tus sombríos dominios —replicó el aesir.
—El destino es caprichoso, nada puedo hacer contra los sinos que disponen los maléficos sueños de un aesir, ¿para quién se sembrarían los bancos?, ¿para quién se engalanaron? ¿Acaso los gemidos de una madre podrán hacer que renazca lo que ya está perdido? —declamaba Hel.
—No permitiré que burles con tu parloteo la encomienda que me ha sido dada —tronó Hermod, irritado por el tono desafiante de la temible diosa.
—Solo podría haber un modo… —musitó la diosa—. Si todo lo que tiene vida derrama dolientes lágrimas por el crimen cometido, Balder podrá abandonar el Niflheim y regresar junto a sus hermanos. Pero, de no cumplirse, no será hasta el día del ocaso final, aquel en el que dé comienzo el Ragnarök, cuando Balder podrá renacer de nuevo.
—¿Cómo te atreves a desafiar así la voluntad de aquel al que debes la vida? —vociferó Hermod.
—Los bancos estarán sembrados, las quinientas cuarenta puertas serán abiertas, las valquirias servirán el hidromiel de la cabra sagrada, y yo y mi ejército de cadáveres retornaremos cuando el cuerno de Heimdall anuncie la llegada del fin de la tiranía del poderoso aesir —chilló la monstruosa doncella de la oscuridad mientras se escabullía por entre las sombras de su tenebroso reino.
Pero algo allí abajo, más allá de sus celestiales dominios, había llamado la atención de la seductora Freyja, deshaciendo la evocación del recuerdo del luminoso Balder, el más sabio de los aesir.
Céfiro
Su nombre era Céfiro, y había permanecido neutral en la sangrienta contienda sin encarar batalla con los hombres. Mitad dragón, mitad serpiente marina, sus orígenes se remontaban al germen de los tiempos, cuando todo lo que había sobre la faz de la tierra comenzaba a ser creado, era el último descendiente directo del temible Fafnir.
Fafnir había sido el hijo del rey de los enanos, Hreidmar, el más avaro y mísero de cuantos podían hallarse. Los enanos vivían en el mundo subterráneo de Niðavellir, y habían sido engendrados de los gusanos que devoraban la pútrida carne del gigante Ymir. Tenían espesas barbas y la piel pálida como los blanquecinos huesos de los cadáveres, porque los de su raza no podían dejarse alcanzar por los rayos del sol. Eran grandes herreros y expertos forjadores, pues fueron un par de enanos quienes crearon el Mjölnir, el poderoso martillo de Thor.
El rey Hreidmar había perpetrado, mediante sombrías maquinaciones y valiéndose de su regio origen, un calamitoso error, pues se había apoderado del oro de Andvari, un fastuoso tesoro maldito tiempo atrás por la vieja hechicera Gullveig bajo el sortilegio de conducir a la demencia a todos aquellos desventurados que algún día osaran contemplarlo.
El hijo de Hreidmar, Fafnir, también había sucumbido bajo el irresistible embrujo del codiciado tesoro. Incapaz de soportar el deseo de poseer tan inagotable fuente de riqueza, se había confabulado con sus hermanos para acabar con la vida de su padre. Ese fatídico día habían atraído a Hreidmar hasta Alvheim, el hogar de los elfos de la luz, con el pretexto de asistir al fastuoso banquete que el rey de los elfos, Freyr, celebraba anualmente para conmemorar su victoria sobre los elfos oscuros.
La cruenta batalla había tenido lugar en el bosque de acero, un estremecedor paraje de metal en el que árboles, arbustos y demás formas vegetales habían transmutado su natural forma por metálicas figuras que conformaban un gélido paisaje. En ese extraño e inhóspito lugar se libró la prolongada batalla que condujo finalmente a los elfos de la luz a la victoria sobre los elfos oscuros bajo el mando del rey Freyr.
Ambos bandos habían combatido fieramente, pero, a medida que las relucientes corazas de los elfos de la luz comenzaban a refulgir con más virulencia, los árboles, arbustos y demás matorrales metálicos que les rodeaban devolvían los destellos de los dorados blindajes como si toda la claridad de los astros se hubiese arrojado con violencia sobre el tenebroso ejército de los elfos oscuros. Aquello propició que la oscuridad que desprendían las fuerzas tenebrosas contra las que se batían fuese perdiendo su vigor, mermando inexorablemente la energía de los elfos oscuros, que se vieron finalmente abocados a huir, desperdigándose por la superficie de Midgard, para finalmente acabar refugiándose en sus oscuras cuevas ante la aplastante derrota sufrida, mientras aguardaban el día en que habrían de emerger de las sombras de nuevo.
Hreidmar, al igual que todos los de su linaje, gozaba con estas ostentosas celebraciones en las que ingentes cantidades de suculentos manjares eran servidos para deleite de los comensales, mientras la espumosa nabid regaba incesantemente las gargantas de tan ilustres invitados.
Los codiciosos enanos detestaban a los gigantes, pero toleraban a los aesir, a quienes en ocasiones prestaban ayuda. Una de esas veces se había presentado con motivo de la envergadura que había adquirido Fenrisul, el monstruoso hijo alumbrado por Angerboda. Un ser semejante a un gigantesco lobo de pelaje rojizo.
Fenrisul había llegado a Asgard siendo un cachorro para que los dioses lo vigilaran, pero pronto su descomunal tamaño convirtió las tareas más nimias en quehaceres harto complicados, tanto por las descomunales dimensiones del animal como por su mal carácter. Los aesir trataron entonces de atarle con dos cadenas distintas, pero Fenrisul las rompió fácilmente. Al final, los aesir decidieron acudir a los enanos herreros en busca de ayuda.
Los habilidosos enanos forjaron una indestructible cadena con seis ingredientes: las pisadas de un gato, la barba de una virgen, las raíces de una montaña, los sueños de un oso, el aliento de un pez y el escupitajo de un pájaro. A partir de ese día, entre ambos se instituyó una frágil alianza.
El palacio de Alvheim consistía en unas laberínticas estancias encastradas sobre las imponentes copas del bosque de Alvheim, a las que se accedía mediante unas esmirriadas escalerillas de madera, entretejidas con las irrompibles cuerdas de los plateados hilos de las crines de Svaoilfari.
Las mesas habían sido dispuestas describiendo una extraña