De los viñedos de la eternidad
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De los viñedos de la eternidad - José María Vargas Vilas
Saga
De los viñedos de la eternidad
Cover image: Shutterstock
Copyright © 1916, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726680829
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
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VARGAS VILA
Diversa y multiforme, como la de Voltaire, Víctor Hugo y D’ Annunzio, la obra de Vargas Vila, comprende: novelas, cuentos, ensayos históricos y políticos, filosofía y versos. Pensador robusto y profundamente original, es, ante todo, poeta en el sentido verdadero y pleno de la palabra, temperamento esencialmente romántico, cultor ferviente del ritmo; no se hace mal, juzgándolo bajo este doble aspecto. Hay tanto contenido poético en muchos de sus pensamientos y en algunas de sus sugestivas fantasías del Ritmo de la Vida, y más aún en los de El Huerto Agnóstico, como en su único volumen de versos, y muchas entre las consideraciones morales o sociales que abundan en sus novelas, estarían muy bien—y casi siempre lo están—bajo forma más o menos varia en sus volúmenes de pensamientos.
Continuador feliz de Leopardi, de Nietzsche, de Schopenhauer y de Vigny—y de los dos primeros, más que de los otros—, Vargas Vila va en cierto sentido mucho más allá que ellos, y su pesimismo casi deja aterrorizado a quien tiene el sereno valor de seguirlo hasta sus últimas conclusiones. Porque verdaderamente ante una concepción de tal manera negativa y desconsolada de la Vida, ningún lector, por muy propenso que sea—y el caso no es frecuente—a dar su asentimiento a ciertas teorías, podrá nunca abstenerse de pedir para sí algún consuelo, después del sacrificio de tantas creencias, después del estrago de tantas ilusiones, sin las cuales nuestra vida aparece privada de todo valor y de toda significación. Ahora la filosofía toda budística de Schopenhauer aconseja como ideal supremo y único medio de escapar al dolor, la contemplación y el desprecio de los bienes terrestres; es decir, el ascetismo y, en definitiva, una transformación completa de la naturaleza corrompida del hombre. Semejante filosofía no se puede ciertamente llamar la filosofía de la desesperación absoluta. Además, quien a Schopenhauer metafísico, prefiera el moralista, encontrará en sus Aforismos sobre la Sabiduría una serie y casi una colección de consideraciones y de máximas que si no constituyen—ni podrían hacerlo—un manual de eudaimología, deja, por lo menos, entrever la posibilidad de adaptarse a la vida, y de soportar los hombres, sin sufrir demasiado; conclusión esta que contradice abiertamente, como el autor mismo se apresura a advertirlo, los principios fundamentales de su sistema. Muy semejante es el caso de Leopardi, del cual muchos de sus pensamientos más notables, muchas páginas de sus Escritos inéditos y mucho del Zibaldoni están en sus cantos, como los Aforismos en el Opus Magnum del filósofo tudesco. No más imágenes poéticas, no más arrebatos de pasión o de desesperación, no más imprecaciones, nada, en suma, que recuerde ni aun lejanamente La Ginestra, o Bruto el Menor, antes bien, un frío y tranquilo razonar, una serie de observaciones minuciosas o profundas, alternando con exhortaciones y consejos prácticos, acaso demasiado prácticos algunas veces, y de los cuales no parece haber hecho uso para su propia ventaja el hombre cuya vida fué toda nobleza y toda orgullo.
Nada de todo eso hay en la obra de Vargas Vila. Dada la índole de su crítica exclusiva y despiadadamente demoledora, que en toda cosa humana descubre y apercibe inmediatamente el ridículo y la miseria, ¿cómo maravillarse si el único pensamiento dulce y capaz de reconciliar al autor con el destino, es el pensamiento de la muerte, la muerte su aspiración más sincera y su única religión? No le basta, como a Leopardi, a Baudelaire, a Leconte de l’ Isle, el hacerla aceptable y amable con belleza de frases, con oportunidad y gracia de similitudes, logrando, por lo menos, despojarla en gran parte de aquel horror, del cual nuestra imaginación continúa en circundarla: «Bello es ver caer las hojas en otoño, y pensar que podrán servirnos de sudario... Yo las he oído murmurar, pero no he comprendido aún su divino lenguaje... llegará, llegará para mí la hora de interpretarlo y su secreto llenará mi corazón.» Y, en otra parte: «Nuestra tumba está tal vez allí, a pocos pasos, detrás de aquel rosal que da sus últimas rosas...; bello y consolador es pensar serenamente en la muerte, y verla venir hacia nosotros como una novia afectuosa ofreciéndonos el lirio mágico del Reposo, cortado en los jardines de la Eternidad.» Imágenes dignas de un poeta lleno de melancolía y abandono. Estamos aún lejos del tono trágico y taciturno que el cansancio de la vida asume en otros libros suyos, y que se resuelve en violentas insinuaciones al suicidio, como cuando dice: «Suponeos tener cerca a vosotros una arma pequeña y gentil como un dije de mujer; si estáis dispuestos a morir, esa arma está pronta a matar el mundo, porque el mundo no existe sino en vosotros y, como una refracción de vuestro yo, pronto a desvanecerse y a desaparecer; la Vida, la terrible Vida que os amenazaba y os atormentaba hasta hace un momento, tiembla ahora cerca de vosotros, porque sabe que estáis dispuestos a destruirla. Delante de vosotros el infinito, virgen de todo vuelo, está abierto a la fantasía de las alas. El infinito sin Dios, porque cuando hayáis reducido a cenizas vuestro cerebro, habréis matado a Dios; Dios no vive sino allí, y es una creación de vuestro cerebro. Vencedores de la vida, vencedores de Dios, ¡qué oculta fuerza se apodera entonces de vosotros!»
Es de notarse que para cohonestar el suicidio el autor, no sólo se abandona a su estro, sino que echa también mano de la filosofía y razona no sin originalidad y sin agudeza. Pero no a todos es dado saber examinar ciertas argumentaciones, parangonarlas con otras, descubrir su lado débil o, por lo menos, discutible, y, al contrario, son muchos los lectores, y especialmente si son jóvenes poco expertos de la vida y poco familiarizados con el dolor, a quienes la magia del estilo seduce irresistiblemente, y la novedad de una exposición de tal género basta a deslumbrarlos y a hacerles perder todo dominio de sí mismo. Así no es de extrañar el caso de aquellos dos agentes de Policía de la República del Panamá, sobre cuyos cadáveres fueron encontrados dos billetes conteniendo las siguientes palabras: «Búsquense las causas de nuestro suicidio en la página 229 de «Ibis», de Vargas Vila.»
Este hecho no permaneció ignorado del autor; pero él, que en muchas páginas de sus libros se muestra tan sensible a las miserias humanas, parece no haberse impresionado mucho de ello, y sólo dijo: «La vida es terrible, pero la muerte, en cualquiera forma que sea, no debe inspirar miedo a nadie»; y poco después, respondiendo a las extrañas observaciones que le hacían a ese respecto, concluyó diciendo: «Destruir, es más glorioso que crear.»
Aquel círculo de suicidas que desde hace más de once años funciona activamente en Petroburgo, y sobre el cual los diarios han dado más de una vez curiosas informaciones; que ha electo por decir así como patronos suyos a Schopenhahuer y a Hartmann, las obras de los cuales están de continuo entre las manos de sus miembros y cuyos retratos penden de las paredes de la fúnebre morada, aquel círculo, decíamos, ignora indudablemente hasta el nombre del insigne escritor colombiano. Si no lo ignorase y si de sus libros tuviese alguna noticia, en él, y no en otros, habría encontrado aguijón y ánimo para perserverar en su obra; en Vargas Vila, y no en los dos filósofos tudescos, saludaría al apóstol y al maestro.
Nadie en ningún caso podrá acusar a este último de poca coherencia. Las conclusiones de su filosofía no podrían para quien bien mire sus premisas, ser diversas de lo que son. Quien, como él, admite que el hombre no tiene deberes, sino sólo derechos, y aquél, ante todo, que absorbe todos los otros, el de gozar y ser feliz, y reconoce, deplorándolo, que la vida no ofrece nada capaz de asegurar, no ya la alegría y la felicidad, sino un estado tolerable de ella; que las religiones no han cumplido una sola de sus promesas, ni aliviado uno solo de los dolores del mundo, y no son por eso sino una cruel ironía y un estorbo del cual debemos libertarnos; que no ve en la filosofía sino un ameno juego de palabras o, para decirlo con Byron, la más fútil de nuestras vanidades, y haría buena cara al epicureísmo, si los dictámenes de Epicuro pudiesen tener algún significado para la inmensa mayoría de los hombres, y ser seguidos por éstos; que juzga una vulgaridad la celebridad, y la gloria una quimera, y afirma que el amor sentimental, el ascetismo, el misticismo, no son sino formas diversas de la sensualidad; que sabe bien cuántas amarguras inútiles trae al hombre el consagrarse a un ideal cualquiera—patria, ciencia, familia, etc.—y de cuántos lamentos son seguidas semejantes inmolaciones; ¿quien así piensa y argumenta de tal manera, a qué conclusiones puede lógicamente llegar, que no sea la ya indicada? No es necesario profundizar tan graves cuestiones para sentir cuanto de absoluto y excesivo hay en la doctrina expuesta. Volúmenes se han escrito y aun bibliotecas para confutarla, y otros se podrían escribir para ilustrar aquella parte, no pequeña por cierto, que se puede sostener sin el menor temor de caer en el absurdo. Nos limitamos aquí a una simple observación. A diferencia de Nietzsche—y recordaríamos a Flaubert, si se tratase en este momento de literatura—, Vargas Vila no es, afortunadamente, un impasible. Y si para nuestras angustias él tiene palabras de sincera y profunda piedad, la hipocresía, la mentira, la intriga, la violencia, en suma, todas las degradaciones morales, le inspiran, como a todo espíritu selecto, un disgusto que no trata de ocultar, impulsándolo a huir lo más que puede del contacto de sus semejantes. ¿Pero el embeberse poco a poco de todas aquellas doctrinas y obrar en el sentido que ellas indican, no haría a éstos peores de lo que son? Si el acogerlas puede parecer y es de hecho perfectamente compatible con la superioridad de la inteligencia y las más nobles cualidades del carácter, si puede quien lo profesa resignarse melancólicamente a la vida, buscando y encontrando consuelo en la contemplación de lo bello y en la dulce embriaguez de la creación, ¿cuántos se encontrarán en este caso?, ¿cuántos lo querrán y lo podrán? No puede disimularse quien reflexiona bien, que el hombre es generalmente mucho más necio y maléfico que infeliz, y que no es de incentivos al egoísmo y a la lujuria, que tiene necesidad, ni de estímulos a la protervia y a la maldad, sino de freno, de corrección y de mortificación.
Por último, si es verdad, como dice Vinet, que «toda filosofía seria es y no puede ser sino pesimista», si como tal debe tenerse la de Vargas Vila, ¿cómo conciliar esta tendencia con el concepto todo materialista y todo optimista de la felicidad terrestre? Para nosotros, que persistimos en juzgar el budismo como la única conclusión lógica y aceptable del pesimismo, es muy grave esta contradicción, en la cual no ha reflexionado Vargas Vila,