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La prima Phillis
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Libro electrónico132 páginas2 horas

La prima Phillis

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A los diecisiete años, Paul Manning, de Birmingham, llega a la pequeña población de Eltham como ayudante del ingeniero del ferrocarril. No muy lejos, en una granja, viven unos parientes de su madre: el pastor de la Iglesia Independiente Holman, su mujer y su hija, a los que a regañadientes se ve obligado a visitar. Sin embargo, la vida pausada que allí descubre, regida como en las Geórgicas de Virgilio por el calendario de las labores del campo, y el conocimiento de su prima Phillis.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 may 2021
ISBN9791259714466
La prima Phillis
Autor

Elizabeth Gaskell

Elizabeth Gaskell (1810–1865) was a British novelist and short-story writer. Her works were Victorian social histories across many strata of society. Her most famous works include Mary Barton, Cranford, North and South, and Wives and Daughters.

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    La prima Phillis - Elizabeth Gaskell

    PHILLIS

    LA PRIMA PHILLIS

    CAPÍTULO I

    Es maravilloso para un joven disponer por primera vez de un alojamiento para él solo. Creo que nunca me he sentido tan satisfecho y orgulloso como el día en que, a los diecisiete años, me senté en un pequeño cuarto triangular encima de una pastelería de Eltham, la capital del condado. Mi padre se había despedido de mí aquella tarde después de dictarme unas cuantas normas elementales de conducta que me sirvieran de guía en mi nueva vida. Yo iba a trabajar con el ingeniero del ferrocarril encargado de la construcción del pequeño ramal de Eltham a Hornby. Mi padre me había conseguido ese empleo, que estaba un poco por encima de su categoría; aunque tal vez debería decir, por encima de la posición en que había nacido y crecido, pues la gente le trataba cada vez con mayor consideración y respeto. Era mecánico de oficio, pero tenía cierto talento para la invención, además de mucha perseverancia, y había ideado importantes mejoras para la maquinaria del ferrocarril. No lo hacía por dinero, aunque, como es lógico, aceptase el que le llegaba merced al curso natural de las cosas. Desarrollaba sus ideas porque, como él decía, «hasta que no les daba forma, le obsesionaban día y noche». Pero no hablaré más de mi querido padre; un país es afortunado cuando tiene muchos hombres como él. Era un espíritu independiente por ascendencia y por convicción; y eso fue, creo, lo que le empujó a alquilarme una habitación encima de la pastelería. La tienda era de dos hermanas del pastor de nuestra comunidad, lo cual se consideró una especie de salvaguarda de mi moralidad cuando me acosaran las tentaciones de una capital de condado, con un salario de treinta libras anuales.

    Mi padre se había tomado dos días libres, un tiempo precioso para él, y se había puesto el traje de los domingos para llevarme a Eltham y acompañarme primero a la oficina, donde me presentaría a mi nuevo jefe (que estaba un poco en deuda con mi padre por ciertas sugerencias), y después, a visitar al pastor de la Iglesia independiente[1] de la pequeña congregación de Eltham. Y luego se marchó; y, aunque sentí despedirme de él, empecé a saborear el placer de ser mi propio dueño. Saqué las cosas de la cesta que me había dado mi madre, y olí los botes de conservas con el deleite del propietario que podía abrirlos en el momento en que lo deseara. Cogí y sopesé en mi imaginación el jamón curado en casa, que parecía prometerme unos festines interminables; y me regocijó saber que podía comerme aquellas exquisiteces cuando me diera la gana, sin depender de persona alguna, por indulgente que ésta fuera. Guardé mis víveres en la pequeña esquinera; en aquel cuarto no había más que esquinas, y todo estaba colocado en ellas: la chimenea, la ventana, el armario. Yo parecía ser lo único que estaba en medio, y apenas si cabía. La mesa era una hoja abatible bajo la ventana, que daba a la plaza del mercado; así que existía el riesgo de que mis estudios —que habían llevado a mi padre a pagar un dinero extra para que yo dispusiera de un lugar donde sentarme— se desviaran de los libros para

    centrarse en hombres y mujeres. Yo haría mis comidas con las dos ancianas señoritas Dawson, en la salita que había tras la pastelería triangular del piso de abajo; al menos el desayuno y el almuerzo, pues, como mis horarios vespertinos serían probablemente intempestivos, tomaría el té o cenaría por mi cuenta.

    Después de todo aquel orgullo y satisfacción, me invadió el desconsuelo. Era la primera vez que salía de casa, y no era más que un niño; y, aunque la máxima de mi padre fuera «la letra con sangre entra», siempre me había tenido un gran cariño y, sin ser consciente de ello, me había tratado con mucha más ternura de la que él creía —o habría considerado apropiada—. Mi madre, sin ser severa, era mucho más estricta conmigo: es posible que las faltas de un muchacho la sacaron más de quicio a ella; aunque, ahora que acabo de escribir estas palabras, recuerdo cómo salió en mi defensa una vez que, ya de adulto, quebranté el sentido paterno de la justicia.

    Pero eso no viene a cuento ahora. Es de la prima Phillis de quien voy a ocuparme, y creo que ya ha llegado el momento de explicar quién era.

    Los primeros meses que pasé en Eltham, mi nuevo empleo y mi nueva independencia acapararon todos mis pensamientos. Estaba en mi puesto a las ocho, almorzaba en casa a la una y volvía a la oficina a las dos. El trabajo de la tarde era menos rutinario que el de la mañana; unas veces era el mismo, pero otras tenía que acompañar al señor Holdsworth, el ingeniero jefe, a algún lugar del ramal entre Eltham y Hornby. Esto siempre me gustaba, por el cambio que suponía y por lo hermoso que era el paisaje agreste que atravesábamos, y además me daba la oportunidad de estar con el señor Holdsworth, todo un héroe en mi imaginación juvenil. Era un joven de unos veinticinco años, y tanto su posición social como su educación eran superiores a las mías. Había viajado por el continente, y llevaba mostachos y patillas en sintonía con una moda extranjera. Me sentía orgulloso de que me vieran con él. Era un tipo excelente en muchos sentidos, y yo podría haber caído en peores manos.

    Todos los sábados escribía a casa para contarles lo que había hecho esa semana, pues mi padre había insistido en ello; pero mi vida era tan poco variada que solía tener dificultades para llenar una sola hoja. Los domingos iba dos veces a la iglesia, y subía los escalones oscuros y estrechos de la entrada para escuchar los monótonos himnos, las largas plegarias y el interminable sermón que dirigía el pastor a una pequeña congregación, de la que yo era, con mucho, el miembro más joven. De vez en cuando, el señor Peters me invitaba a tomar el té después del segundo servicio religioso. Era un honor que temía, pues me pasaba la tarde sentado en el borde de una silla, respondiendo a las preguntas solemnes que él me formulaba con su voz grave y profunda, hasta que a las ocho, la hora de la oración en familia, aparecía la señora Peters, alisándose el delantal, seguida de la criada para todo. Después de un sermón y de la lectura de un capítulo, rezábamos arrodillados una larga oración improvisada, hasta que algún instinto le decía al señor Peters que era hora de cenar, y los cuatro nos poníamos en pie muertos de hambre. Mientras comíamos, el pastor contaba un

    par de chistes sin ninguna gracia, como si quisiera demostrar que los clérigos, después de todo, eran seres humanos. A las diez me iba a casa, y, antes de acostarme, daba rienda suelta en mi habitación de tres esquinas a los bostezos hasta entonces reprimidos.

    Dinah y Hannah Dawson —ésos eran los nombres que figuraban en el letrero de la entrada de la tienda, aunque yo las llamara siempre señorita Dawson y señorita Hannah— consideraban mis visitas a casa del señor Peters el mayor honor que podía tener un joven; y evidentemente pensaban que, si después de semejante privilegio, no buscaba la salvación, era una especie de Judas Iscariote de nuestros días. Por el contrario, movían la cabeza reprobadoramente al ver mi relación con el señor Holdsworth. Éste había sido tan amable conmigo que, cuando empecé el jamón, di vueltas a la idea de invitarle a tomar el té, sobre todo porque se celebraba la feria anual en la plaza del mercado de Eltham, y los tenderetes, tiovivos, animales salvajes y demás pompas rurales resultaban (a mis diecisiete años) un espectáculo fascinante. Pero, cuando me atreví a mencionar vagamente mi deseo, la señorita Hannah me cogió por banda para decirme que era pecaminoso mirar aquello, y algo sobre revolcarse en el fango, y luego saltó a Francia y empezó a criticar el país y a todos los que alguna vez habían puesto los pies en él; y cuando comprendí que su ira se centraba en un punto, y que ese punto era el señor Holdsworth, decidí acabar mi desayuno y dejar lo antes posible de oír su voz. Casi me extrañó ver después cómo contaba alegremente con su hermana las ganancias de la semana, diciendo que una pastelería en la plaza del mercado no era un mal negocio la semana de la feria de Eltham. Sin embargo, nunca me atreví a invitar a casa al señor Holdsworth.

    No hay mucho que contar sobre el primer año que pasé en Eltham. Pero cuando estaba a punto de cumplir diecinueve años, y empezaba a pensar en mis propios bigotes y patillas, conocí a la prima Phillis, cuya existencia había ignorado hasta entonces. El señor Holdsworth y yo habíamos pasado todo el día en Heathbridge, trabajando de firme. Heathbridge estaba cerca de Hornby, pues ya se había construido más de la mitad de nuestra línea ferroviaria. Por supuesto, una salida de un día entero era algo magnífico para mis cartas semanales, y me puse a describir el paisaje, defecto del que no solía poder culpárseme. Hablé a mi padre de los pantanos, cubiertos de mirto silvestre y suave musgo; y de la desigual firmeza del terreno por el que debíamos llevar las vías; de cómo el señor Holdsworth y yo (que habíamos pasado allí dos días y una noche) habíamos almorzado en Heathbridge, un pueblo precioso de las cercanías; y de cómo esperaba volver a menudo, pues la inestabilidad de aquel terreno movedizo estaba volviendo locos a nuestros ingenieros: en cuanto lograban afianzar una parte de la vía, el otro extremo se hundía. (Como puede verse, no pensaba en los intereses de los accionistas: teníamos que construir una línea nueva en un terreno más firme antes de terminar aquel ramal). Le conté todo esto con mucho detalle, dando gracias a Dios por haber conseguido llenar la página. A vuelta de correo me enteré de que una prima segunda de mi madre estaba casada con el

    pastor de la Iglesia independiente de Hornby, un tal Ebenezer Holman, y que vivía en Heathbridge; el mismo Heathbridge del que yo les había hablado, o eso creía mi madre, pues nunca había visto a su prima Phillis Green, una especie de rica heredera (según decía mi padre), ya que era hija única y el viejo Thomas Green debía de haberle dejado una propiedad de cerca de cincuenta acres. Los sentimientos familiares de mi madre parecieron exaltarse con la mención de Heathbridge, pues mi padre me comunicó su deseo de que, si volvía a ese lugar, preguntara por el reverendo Ebenezer Holman; y, si éste residía allí, averiguara si estaba casado con una tal Phillis Green. En caso de que las dos respuestas fueran afirmativas, tenía que ir y presentarme como el hijo único de Margaret Manning, de soltera Moneypenny. Cuando comprendí lo que se me venía encima, me enfurecí conmigo mismo por haber hablado de Heathbridge. Un pastor de la Iglesia independiente, me dije, era suficiente para cualquier hombre; y yo ya conocía al señor Dawson (para ser más exactos, había aprendido el catecismo con él los domingos por la mañana), el pastor de mi pueblo, y tenía que ser muy educado con el anciano Peters en Eltham, y comportarme cinco horas seguidas cuando me invitaba a tomar el té. Y justo ahora, mientras sentía

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