Eva encadenada: Violencia sexual contra las mujeres en el mundo
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Eva encadenada - Marta Gómez Casas
Prólogo: La cadena de Adán
Eva ha pasado a la historia como la «mala del paraíso», y su maldad se ha hecho eterna al romper los límites de la mitología para adentrarse en la realidad, y al superar los obstáculos del tiempo para hacerse infinita.
Si pudiéramos analizar la esencia de esa perversidad, comprobaríamos que no nace del barro ni del aire respirado. El ADN de esa maldad está en el código cultural que ha elaborado el machismo, un mensaje capaz de definir a las personas con más fuerza que los propios genes, y que, no por casualidad, el patriarcado ha situado directamente en la «primera mujer» para que esta dejara la maldad como herencia al resto de sus descendientes. De ese modo, nadie puede dudar de que la maldad de las mujeres es parte de su esencia y no el producto de un accidente de la evolución o de una mutación inesperada.
Y resulta curioso cómo esa misma cultura androcéntrica ha dejado en un segundo plano a su representante en el paraíso, al joven Adán, quizá para no destacar las constantes «humillaciones» a las que se vio sometido en el tiempo que tuvo que convivir con Eva. Primero le quitan una costilla para poder crearla, luego se pone a hablar con cualquier animal sin su permiso y encima la timan, después los desahucian de su vivienda y lugar de residencia por su culpa al más puro estilo bancario y, finalmente, le obliga a ponerse a trabajar mientras ella se queda en casa al cuidado de Caín y Abel, por cierto, nada bien a tenor del resultado del primer fratricidio de la «historia». Y mientras que de Eva y sus hijas se habla cada día, de Adán y los suyos nadie se acuerda.
Pero del mismo modo que la cultura ha situado el origen de la maldad y la perversidad de las mujeres en la primera de ellas, en Eva, podríamos decir que el origen de la violencia contra las mujeres está en Adán, en ese primer hombre que responsabilizó de todos sus males y problemas a la mujer, y que trasladó su ira en forma de violencia a través del tiempo.
Si dejamos la mitología y nos situamos en la historia y la prehistoria, los hallazgos arqueológicos, algunos de ellos muy recientes, muestran evidencias de cómo las mujeres fueron utilizadas por los primeros humanos como botín de guerra en los enfrentamientos que se producían, con el objeto de utilizarlas como «esclavas sexuales» y garantizar la continuidad de su grupo frente a los vecinos. A pesar de ello, los «hijos de Adán» han permanecido invisibles tras la normalidad y la necesidad para el grupo, o detrás de la provocación de las mujeres que con su maldad se hacían merecedoras de aquello que les ocurría, incluso de la violencia sufrida.
Las mujeres han sido sometidas por los hombres y por el hábitat que se han dado para organizar su convivencia, un espacio distinto al natural y marcado por las referencias que daban las razones y creaban las oportunidades para poder llevar a cabo las conductas consideradas necesarias para perpetuar el escenario y sus valores. Ese hábitat humano es la cultura, y esa cultura es patriarcal, androcéntrica, machista... como queramos llamarla, pero con unas características que pivotan alrededor de los hombres y de lo masculino como universal.
La consecuencia es clara, si observamos el planeta Tierra desde las perspectivas más diferentes, climática, animal, orográfica, vegetal... su imagen es diversa y muestra grandes contrastes entre regiones, en cambio, si lo analizamos desde el punto de vista de la esencia de las culturas, todo el planeta aparece uniforme con diferentes intensidades, pero sin variación en su color. Ese aspecto monocromático es el machismo en cada una de las culturas.
El machismo es el que hace que en cualquier lugar del planeta exista violencia contra las mujeres al amparo de la normalidad, y que la violencia sexual sea una de las formas que los hombres utilizan para atacar a las mujeres en cualquiera de los contextos de su relación, tanto en el ámbito privado de las relaciones de pareja y familiares, como en el espacio público de la vida en sociedad. Además, al hacerlo bajo las justificaciones de la propia cultura, se permite que los agresores siempre dispongan de razones y motivaciones de lo más diverso. Esta situación refrenda lo que ya ocurrió con Adán en su momento, pasar desapercibido, quedar oculto bajo la sombra del árbol mientras Eva tomaba la manzana, y alcanzar la presencia en su invisibilidad para negar la realidad. Si Dios hizo el mundo en siete días, el hombre invisibilizó el suyo en una semana y lo convirtió en su «pequeño paraíso terrenal».
El 70% de las mujeres sufren violencia física y sexual por parte de los hombres en algún momento de su vida, nos lo dicen Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud en su último informe sobre violencia de género (2013), que indica que el 8’7% de las mujeres sufre violencia sexual por hombres ajenos a la relación de pareja.
A pesar de esa realidad, del drama de su resultado y de la gravedad de su significado, la sociedad permanece ausente en la solución, incluso en la conciencia y consecuencias del problema, limitando la realidad a los pocos casos que se conocen de ella para justificarla después sobre determinadas circunstancias particulares, nunca entendiendo la situación como un problema común que se manifiesta de diferentes formas.
Y en este sentido es en el que el libro de Marta Gómez llega para agitar las conciencias, única forma de hacer caer del árbol neuronal del conocimiento todos los prejuicios, las ideas, los valores y las estrategias que han dado como fruto de la cultura machista la negación de la realidad.
Adentrarse en esa realidad más allá de lo evidente, como ha hecho Marta Gómez, sin perderse ni caer en la tentación de abandonar o de negar, requiere disponer de dos referencias sólidas. La primera de ellas es saber que la violencia sexual está formada por conductas de naturaleza sexual que satisfacen necesidades no sexuales, pues uno de los mitos que la cultura ha creado es presentar a los violadores como hombres enfermos o con problemas para mantener relaciones sexuales consentidas, cuando en verdad se trata de hombres sin problema alguno que habitualmente mantienen otro tipo de relaciones sexuales, pero que recurren a la violencia para satisfacer sus fantasías y dar respuesta a una serie de intereses vinculados a una posición de poder. La violencia sexual es poder, no sexo, y todo lo que se mueve cerca de ella se rige por esas referencias. La otra cuestión es la invisibilidad de unos hechos terribles. El 80-85% de los casos de violencia sexual no es denunciado, como demuestran diferentes trabajos, entre ellos el de Myhill y Allen (2002); y esto sucede porque la misma cultura que da razones para llevar a cabo la agresión, da argumentos para justificar lo ocurrido bajo la provocación de la víctima o el descontrol del agresor, pero siempre restando trascendencia a los hechos y ocultando el significado de la violencia.
El estudio del ICM Research (2005) puso de manifiesto las actitudes de la sociedad al responsabilizar a las mujeres de la violencia que sufren. Entre otros resultados, recoge que el 33% de la población piensa que si la mujer flirtea con el hombre que luego la viola, ella es responsable; el 26% sitúa esa responsabilidad en vestir ropa sexy, y el 30% en beber hasta «ponerse un poco alegre». No es de extrañar que en una cultura que responsabiliza a las mujeres de la violencia sexual que sufren el 99% de los agresores sean hombres, tal y como publicó el US Bureau of Statistics (1999). Todo ello se traduce en impunidad. Una impunidad que nace en el hecho de la no denuncia contra los agresores, y en la no condena de los casos denunciados al ser valorados e interpretados bajo los prejuicios y estereotipos que la cultura ha situado entre la realidad y su significado. De hecho, el British Crime Report (2008) publicó que el porcentaje de casos convictos por violación es el 1%, lo cual significa que si se denuncia un 15-20%, las condenas respecto al total de casos suponen aproximadamente un 0’2%. O lo que es lo mismo, que el 99’8% de los violadores quedan impunes.
Invisibilidad, impunidad y normalidad significan riesgo y más violencia contra las mujeres. Estas son las cadenas que nos trae Marta Gómez en su Eva encadenada, porque las cadenas que atan a las mujeres a la violencia y a los lugares donde la sufren no son de acero ni de titanio; están hechas de la aleación más dura conocida, la que forman las ideas, los valores y las creencias del machismo. A partir de esta mezcla la historia ha ido construyendo eslabones de invisibilidad e impunidad que han retenido a las mujeres en sus espacios, tiempos y funciones asignadas. Esa es la cadena de Adán que aún hoy, a pesar de los siglos y del dramático resultado de la violencia sexual contra las mujeres, ata la cultura al machismo para que el silencio tome la palabra y la mirada se pierda en un futuro prometido hacia el que no se camina.
Violencia sexual en la familia y en la sociedad, violencia en la guerra y en la paz, violencia en el matrimonio y en la soltería, violencia en la infancia y en la edad adulta, violencia en nombre de Dios y en el de los hombres, violencia bajo la ley y fuera de la ley... Ese es el panorama que nos describe Marta Gómez con el rigor y la sensibilidad de la periodista que conocemos desde hace muchos años, y ese es el panorama al que se enfrentan las mujeres a lo largo de su vida... ¿Qué camino elegir?, ¿qué decisión tomar?
Marta nos muestra que no hay salida, que la propia cultura es una trampa para las mujeres, y que el mayor depredador para ellas son los hombres que las ven como objetos o como «piezas» que cobrarse para satisfacer sus deseos y sentirse más hombres, da igual que sean parte de su familia y que convivan en el mismo hogar, o que se encuentren en zonas de guerra o en campos de refugiados, en todos los escenarios la víctima es una mujer y el agresor un hombre que utiliza su posición de poder para llevar a cabo la agresión.
Pero Marta Gómez también nos revela el mapa para encontrar la ruta hacia la paz, la convivencia y la igualdad, un mapa en el que el camino ha de ser recorrido por toda la sociedad, no por determinados hombres dispuestos a comportarse de forma violenta ni por las mujeres que están cerca de ellos. La solución a la violencia de género y a la violencia sexual como parte de ella está en borrar del mapa al machismo que la origina. Y Marta nos lo enseña en su Eva encadenada.
Miguel Lorente Acosta
Introducción
Vankadarath Saritha pasará a la historia por ser la primera conductora de autobuses en la India, en una ruta que circulará por el centro de Delhi. Y este es, sin duda, un gran logro para un país en el que una mujer es forzada cada veinte minutos. Saritha llevará este autobús por una de las ciudades más pobladas y caóticas del mundo, el mismo escenario donde su compatriota Amanat, una joven de 23 años, fue violada en diciembre de 2012 por seis hombres, muriendo poco después. Raro es el día en el que la prensa no recoge algún hecho similar. Normalmente no hay protestas porque las víctimas suelen ser niñas y mujeres de las castas más bajas que viven en zonas rurales, pero el crimen de Amanat sentó un precedente y la gente se echó a la calle al tratarse de una estudiante de clase media que volvía del cine. Su muerte fue una más de las injusticias que quedan impunes en India, un país con una economía emergente que, sin embargo, figura en los primeros puestos del ranking de lugares más peligrosos para las mujeres.
El siglo XX ha sido uno de los periodos más sangrientos de la historia de la humanidad. Se calcula que 191 millones de personas perdieron la vida como consecuencia directa o indirecta de la guerra y los conflictos armados, de las cuales, bastante más de la mitad eran civiles. En la actualidad, miles de personas siguen muriendo cada año en enfrentamientos violentos, sin contar las que resultan heridas, quedan discapacitadas y mutiladas o son objeto de violaciones y torturas. Si hablamos de mujeres, la realidad es todavía más cruda: según la ONU, siete de cada diez sufren violencia física o/y sexual en algún momento de su vida, pero hay zonas geográficas donde estas agresiones son especialmente atroces y se producen con total impunidad.
El problema es que, según la organización Human Rights Watch, muchos de los casos no se denuncian nunca, entre otros motivos, por el estigma que conllevan para sus propias comunidades, la falta de acceso a la justicia y la respuesta poco enérgica de los gobiernos. Los marcos jurídicos y las normas sociales de muchos países exacerban a menudo esta violencia, como sucede por ejemplo en Afganistán, donde las víctimas pueden ser juzgadas penalmente por «delitos contra la moral», e incluso pueden llegar a perder la vida como resultado de los llamados «crímenes de honor».
Antes de proseguir, quizá habría que precisar qué es una violación. Los estándares internacionales han establecido una definición bastante amplia: cualquier relación entre dos partes que no haya sido acordada en condiciones de igualdad, no solo aquella que se ejerce con el uso de la fuerza o las amenazas, también cuando se emplea la intimidación, el temor o el abuso de poder. Esto es muy importante porque en el caso de los menores, muchas veces las agresiones no implican la fuerza. Además abarca más allá de la mera penetración vaginal, también se considera violación todo lo que tenga que ver con introducir en cualquier parte del cuerpo de la víctima órganos sexuales del violador o la apertura de los orificios genitales o anales de la persona con objetos. La definición es amplia en cuanto al acto físico y a cómo se ejerce esa violencia y no distingue si es o no dentro del matrimonio, si la víctima era o no virgen, ni tampoco el género. Ese estándar es al que tienen que tender las legislaciones nacionales, algo muy importante para no justificar estas prácticas con la excusa del relativismo cultural: para que en México la violación de una hija adolescente por parte de su padre deje de considerarse voluntaria hasta que se demuestre lo contrario, o para que los inician al sexo a las jóvenes guatemaltecas no sean sus hermanos, padres, tíos o primos con la excusa de que pertenecen a la familia.
Después de definir el fenómeno habría que analizar cuáles son las circunstancias en las que se produce y qué es lo que lo motiva. No hace falta escarbar mucho para descubrir que en la base de la violencia contra las mujeres está, indudablemente, la desigualdad de género, que se acentúa en aquellas sociedades donde las mujeres no tienen acceso a la educación, a la salud reproductiva y sexual, al trabajo, a elegir libremente a su pareja, a la participación política y social y, en resumidas cuentas, al control sobre su propia vida. Las decisiones sobre los aspectos relevantes de su existencia son tomadas por otras personas: padres, maridos y hermanos, familiares o desconocidos que, en nombre de la tradición, los buenos usos y costumbres, o directamente por la fuerza, eligen lo que deben o no hacer, cómo tienen que vestirse, casarse, procrear, tener relaciones sexuales, prostituirse o, simplemente, vivir.
En la base de esta pirámide injusta construida a lo largo de la historia se encuentra la educación. En el mundo hay 757 millones de personas analfabetas y dos tercios son mujeres. Entenderemos entonces que las oportunidades para ellas de coger las riendas de su futuro resulten casi inexistentes. A veces esta violencia se ha enmascarado bajo formas poco visibles y se ha ocultado en los discursos de índole científica, artística, moral o psicológica imperantes en el seno de la cultura, destinados a controlar el cuerpo femenino, objeto de disputa de poder entre los varones.
Como apunta la catedrática Ángeles de la Concha en su libro El sustrato cultural de la violencia de género[1], el halago a la feminidad ha reducido muchas veces a las mujeres a una figura simbólica con una función social estrechamente delimitada, que ha sustentado la sociedad patriarcal y una violencia sistémica contra ellas. Han sido desvalorizadas en el arte y en la cultura, y para eso se les ha representado como ideal quimérico, dándoles el papel de musas y recompensas del protagonista masculino, siempre portavoz del sistema de valores del grupo.
De la Concha cita al antropólogo Pierre Bourdieu, quien dice que la violencia simbólica con la que hemos crecido es «esa violencia que arranca sumisiones que ni siquiera se perciben como tales». Así se ha invisibilizado, según este autor, «cualquier tipo de opresión femenina, proponiendo identidades modélicas que respondieran al discurso patriarcal y recompensando a las heroínas con premios trampa: el más popular, el del matrimonio con el héroe atractivo que le prometía el reinado sobre su corazón y, alternativamente, diseñando una panoplia de castigos: desde la soltería y el abandono hasta la muerte para aquellas mujeres que, por debilidad o por rebeldía, no pudieran o no quisieran acomodarse al modelo».
No es una casualidad que la literatura y la pintura estén plagadas de espacios claustrofóbicos, carcelarios, de violaciones y de mujeres sometidas y castigadas. La profesora del departamento de Filologías extranjeras y sus lingüísticas de la UNED, Marta Cerezo Moreno, explica en este mismo libro que «la mujer es considerada como pecadora, como naturalmente inclinada al mal, lo que exige su necesaria domesticación a través del castigo corporal. Su naturaleza inferior es destacada en numerosos discursos de diversa índole. Trasladando este mensaje a lo cotidiano, durante la Edad media seguía vigente el código de Justiniano que imponía una sanción económica al marido que sin motivo justificado pegara a su esposa con un látigo o barra». Claro, en este punto habría que definir lo que se consideraba como justificado. Según explica Marta Cerezo, tanto en esta época como en el Renacimiento posterior, «el orden doméstico se basa en una serie de prácticas disciplinarias dirigidas hacia todos los miembros de la familia, considerados como propiedades del monarca. En consecuencia, la supremacía del marido, imagen terrenal de la autoridad divina, le autoriza a domesticar a su esposa a través de la disciplina corporal. A ella le corresponde, por tanto, soportar esa violencia con paciencia, sumisión, constancia y humildad, ya que es su única vía de salvación espiritual».
El hecho de que la propia Eva fuera creada después de Adán, y a partir de él, hace que se la presente en términos bíblicos como imperfecta, subordinada y al servicio del hombre. Según De la Concha, «si leemos el Génesis vemos cómo se ha transformado el sentido inicial de esta figura. Se la ha convertido en la tentadora, en la mala, cuando realmente lo que muestra es una aspiración a la sabiduría y a la ética, por querer comer de la manzana del árbol del bien y del mal. Dios los hizo a su imagen y semejanza, luego qué mejor que asemejarse a quien te ha creado. Eva quiere esa sabiduría y aspira al conocimiento, por eso coge la manzana, y precisamente por esa soberbia es castigada y se la penaliza en su ser creador, en su ser de mujer: parirás con dolor,