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Los años rotos - Dacia Maraini
Los años
rotos
I
Vino a abrirme el padre de Cesare. Llevaba un batín gris forrado de franela roja. Me saludó moviendo ligeramente su gran cabeza entrecana y me sonrió alegremente, como de costumbre, apartándose con aire malicioso.
—¿Buscas a Cesare?
—Sí.
—Espera, que lo llamo.
Cesare ya me había oído llegar y le gritó a su padre que me hiciera pasar a su habitación.
—Está estudiando —dijo el padre, guiñando un ojo—. Exámenes dentro de un mes.
Me acompañó hasta la habitación de su hijo y allí se detuvo, con los dedos en la manilla.
—¡Qué bueno es! Estudia mucho —dijo, sin decidirse a abrir.
—Bien, pues me voy a leer el periódico —añadió con una sonrisa tímida—. No tengo otra cosa que hacer: el periódico, la radio y, de vez en cuando, un café.
Por fin abrió la puerta y me dejó pasar. Luego volvió a cerrarla con delicadeza y lo oí alejarse arrastrando las pantuflas.
—Llevo media hora esperándote —dijo Cesare.
—Tenía cosas que hacer.
—¿Qué cosas?
Me encogí de hombros. Cesare me miró arrugando la frente. Se observó las manos alargadas y bien cuidadas, con las yemas planas.
—Espera un momento, que termino el capítulo. Siéntate.
La habitación estaba abarrotada de muebles. Las contraventanas estaban entrecerradas. Había un olor denso a humo y a polvo. Cesare estudiaba en bata, con los codos apoyados en el escritorio. Tenía la mesa llena de libros.
La luz le aclaraba el pelo, que llevaba largo sobre la nuca. Un mechón rubio le resbaló sobre la frente. Se lo echó hacia atrás con los dedos y volvió a mirar el libro con ojos atentos.
—No puedo —dijo poco después apartando el libro.
La bata se le abrió sobre el pecho liso y sin vello.
—¿Te apetece? —añadió, cambiando el tono de voz.
—Sí.
—¿Por qué no has venido antes? No puedo estudiar cuando te espero.
—Mi padre. Con sus seguros —dije.
—Ya estás con lo de siempre.
Me quité el abrigo y la bufanda.
—Deberías vestirte mejor cuando vienes a verme. No me gusta verte siempre con el mismo jersey sucio.
—¿Quieres decir el vestido azul?
—Ese u otro. Pareces una andrajosa. Mírate —dijo levantándose y señalándome el espejo del armario.
Vi el cuello del jersey dado de sí y los cercos descoloridos por el sudor bajo las axilas. Agaché la cabeza.
—¿A que sí?
Asentí.
—No me irás a decir que tu padre no tiene dinero para comprarte un jersey nuevo. Uno de mil liras en el Upim.1
—Mi padre ni se entera de estas cosas —dije, y reí—. Mi padre trabaja en una compañía de seguros. Piensa solamente en sus cosas. A la familia, ni la ve. Pero lo de debajo está limpio. La ropa interior me la lavo yo misma.
—Desnúdate —dijo Cesare, y cerró el armario. Acercó su gran cabeza rubia a la mía. Tenía los ojos azules, grises y amarillos, como los de un gato. Y los dientes anchos y cortos.
Nos desnudamos y nos metimos bajo las sábanas.
—Se me ha olvidado cerrar la puerta con llave —dijo, apoyándose sobre un codo—. ¿Me levanto yo?
—Pero tu padre no vendrá —añadí.
—Vete a saber. A veces pienso que me espía por el ojo de la cerradura. Papá es como un niño.
—¿Por qué mira?
—Por curiosidad. Le divierte.
Sentía sus pies fríos contra mis tobillos. Me apretó hasta dejarme sin respiración. Acabó en seguida, se echó a un lado y se durmió. Yo me puse a mirar el techo, que parecía un bordado. Tenía dibujos rosas, violetas y negros, flores grandes como bandejas y hojas brillantes y rectas como espadas. Conté los pétalos de una de esas flores. Eran doce, ya lo sabía. Pero siempre volvía a contarlos, como si no estuviera segura. Bajo mi brazo notaba el hombro suave y caliente de Cesare, que se alzaba y descendía con cada respiración.
De las paredes colgaban enmarcadas unas fotos de Holanda. Un molino, un canal, prados grandes y verdes, un mar agitado y gris con veleros y gabarras llenas de flores amontonadas.
El teléfono sonó junto a la cama. Cesare alargó una mano y se llevó el auricular a la oreja.
—¿Dígame?
Rápidamente puso una voz dulce y habló como si estuviera solo. Era su novia.
—Sí, estoy estudiando. No, esta tarde tengo que estudiar. Mañana a las cinco, ¿vale? Sabes que te adoro. Te mando un beso, sí. Mándame tú otro.
Cuando dejó el teléfono se volvió hacia mí, con una sonrisa avergonzada.
—¿Te molesta?
—No.
—¡Qué cosa más estúpida, el matrimonio! —dijo apretándome contra él.
—¿Por qué te casas con ella?
—Ya ves. No lo sé ni yo.
—¿Cuándo es la boda?
—En abril. Tendremos que dejarnos, ya lo sabes.
—Ya me lo habías dicho.
—¿Y si después me sigue apeteciendo estar contigo?
—No sé qué decirte.
—De todos modos, no tendré tiempo. Tengo que terminar la carrera este año. Me gustaría ganar algo de dinero, no quiero que se diga que me he casado con una rica para que me mantenga.
Bajó de la cama, se puso la bata y se la remangó sobre sus brazos rubios, donde se veían las venas azuladas. Se llevó las manos a la garganta. Dijo que le dolía.
—He fumado demasiado estos días. Pero ¿cómo se puede estudiar sin fumar? —Encendió un cigarrillo y me lo pasó—. ¿Quieres?
Negué con la cabeza. Le dio una calada y expulsó el humo por la nariz y por la boca, lentamente.
—Vístete. Ahora ya puedo ponerme a estudiar con más calma. Necesito concentrarme.
Abrió la puerta y asomó la cabeza.
—No veo a mi padre. A lo mejor ha salido. Bueno, yo voy a la cocina a prepararme un café. Ven, te preparo una taza a ti también —dijo, y se dirigió hacia el fondo del pasillo.
Encontramos a su padre en la cocina, sentado junto a la ventana, con la mirada fija en el periódico, aunque parecía que dormía. Nos sonrió y volvió a leer el periódico.
—Pescado contaminado por las radiaciones. Es de locos —dijo de pronto, alzando la cabeza.
—¿Quieres café, papá?
—Sí, un poco. «El pescado, descargado ayer en el puerto de Génova…» —leyó—. Muy bonito —dijo, golpeando la hoja del periódico con la mano abierta—. Como para envenenarnos a todos —añadió, y le dio un sorbo al café.
—Un poco más de azúcar. Muy bien, Cesare —continuó mientras alzaba la vista del periódico—, preparas el café mejor que yo.
En cuanto acabó de bebérselo, Cesare me empujó hacia la puerta de entrada, ignorando al padre, que seguía comentando en voz alta las noticias del día.
—Adiós, bonita —me gritó desde la cocina el padre.
—Pero ¿tu padre no se da cuenta de lo que hacemos? —pregunté.
—Hace como que no se entera. A él, con que no le molesten, le basta.
—Es discreto —dije.
—¡Qué va!
Cerró la puerta detrás de mí y yo bajé por las escaleras despacio, recordando su cuerpo caliente y nervioso durante el sexo y sus gestos bruscos, entre la rabia y la timidez.
Mi padre no estaba en casa cuando llegué. Poco después llegó mamá. Cansada, de mal humor, se fue directamente a su habitación y se tumbó en la cama.
—¿Te ha dicho algo? —me gritó de pronto, ansiosamente, a través de la puerta abierta.
—No.
—Tienes que ser más lista. Haz que te desee. Y, sobre todo, no le concedas nada. ¿Está claro?
—Sí.
Mamá empezó a desnudarse en su habitación fría y sin adornos, a la débil luz de una pequeña bombilla sin pantalla, y de vez en cuando me gritaba algo acerca de Cesare.
—¿Qué?
—Digo que deben de tener una buena posición esos Rapetto. Nunca me has contado cómo es la casa. ¿Cuántas habitaciones tiene?
—No lo sé.
Procuré no mirarla mientras se quitaba el corsé y buscaba la bata en el armario. Me hacía pensar que un día me volvería como ella, gorda, con las carnes flácidas y llena de arrugas.
—Tú nunca sabes nada. Deberías mostrarle más respeto a tu madre. ¿Se te olvida que te llevo cuarenta años? Sé de la vida más que tú, así que te conviene hacerme caso si no quieres acabar mal. ¿Me has entendido?
No le importaba mucho si le respondía o no. Mientras me hablaba así, se examinaba minuciosamente la piel en el espejo e, inclinando la cabeza, se cogió un mechón de pelo con los dedos para comprobar si el tinte aún aguantaba. Luego se sentó en la cama y se puso a masajearse los pies cuchicheando para sí misma.
—¿Has estudiado? —preguntó, por fin, tras un largo silencio.
—No.
—Me gustaría saber cómo piensas sacarte el título si no estudias nunca.
No le contesté. Fue a coger mis libros y me los abrió sobre la mesa.
—Estudia —insistió, empujándome hacia la silla.
II
Salí de casa encogida dentro del abrigo, que me quedaba pequeño. Tenía un agujero en la suela del zapato por el que me entraba agua. Sentí un escalofrío en la espalda. Me envolví el cuello con la bufanda. La calle estaba vacía. La lluvia había ahuyentado a la gente. Ya no llovía y el agua fluía hacia las alcantarillas bajo las aceras. Yo caminaba mirando al suelo, atenta a no meter el zapato agujereado en algún charco. Entré en la papelería y compré un cuaderno para taquigrafía. El propietario, un hombre flaco y bajito que se parecía a mi padre, me sonrió con aire bonachón mientras contaba las monedas para darme las vueltas.
—Que estudies bien —dijo alegremente.
Salí de la tienda y caminé hasta la avenida XXI de Abril siguiendo los raíles del tranvía. Me detuve y, después de dudar un instante, crucé la calle para ir a telefonear desde el bar Mocambo, en la acera de enfrente.
—Cesare no está —me respondió la voz de su padre—. Pero si quieres puedo darle el recado cuando vuelva —continuó, amable y afectuoso.
—No, gracias. Pero ¿cuándo vuelve? —pregunté yo.
—Ah, no lo sé, hija. Ha salido a eso de las tres. Habrá ido a estudiar a casa de algún amigo —dijo.
«Habrá ido donde su novia», pensé, y colgué. Cuando salí, llovía otra vez. Me cubrí la cabeza con el pañuelo y caminé pegada a la pared. Oí el tranvía a mis espaldas y luego lo vi detenerse a pocos pasos de mí. Apenas había puesto el pie en el estribo cuando volvió a arrancar bruscamente.
Mientras trataba a duras penas de abrirme paso, noté que alguien me agarraba del brazo.
—Hola, Enrica.
—Hola —dije. Era un compañero de clase.
—¿Qué haces?
—No sé.
Se echó a reír.
—Yo voy a bailar. ¿Por qué no vienes conmigo?
—¿Adónde?
—A casa de un amigo, de Giordani, ¿te acuerdas de él?
Negué con la cabeza.
—Uno alto con gafas. Está en la clase de al lado de la nuestra.
—Ah, sí. ¿Y dónde vive?
—En la calle Marsala.
—¿Cerca de la escuela?
—Dos edificios más allá.
Olía intensamente a impermeables mojados y los paraguas goteaban sobre los pies de la gente. Miré a mi amigo: no me acordaba de su nombre. Tenía la cara angulosa, con los pómulos prominentes y los labios finos.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté.
—Yo veinte. ¿Y tú?
—Diecisiete.
—Entonces qué, ¿vienes?
—Vale.
Cuando nos bajamos me agarró de la mano y se puso a correr bajo la lluvia. El barro me salpicaba las piernas y el abrigo, notaba el pelo mojado que se me pegaba en la frente.
—¡Qué manera de llover! —dijo él.
Pasamos por delante del escaparate de la zapatería donde me paraba siempre al salir de clase. Los zapatos parecían más bonitos detrás del cristal brillante. Me paré también esta vez, fascinada. Él me dio un tirón y seguimos corriendo hasta el final de la calle.
No nos detuvimos hasta quedar resguardados de la lluvia, en un portal oscuro que apestaba a orín de gato.
—¿Cansada?
—Un poco.
Me apretó la mano. Se la retiré y me arreglé el pelo mojado. El pañuelo estaba empapado. Sentía en los pies la humedad de los zapatos calados.
—¡Me he puesto perdido! —dijo él mientras se miraba los bajos de los pantalones, que habían cambiado de color.
La escalera estaba a oscuras y los escalones eran altos. Llegamos al último piso sin aliento.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras esperábamos delante de la puerta cerrada.
—Carlo.
Vino a abrirnos Giordani, vestido de oscuro, con los ojos azules y miopes abiertos de par en par detrás de unos gruesos vidrios.
—Hola.
—Buenas tardes.
—¡Menudo chaparrón!
El recibidor era húmedo y estrecho, y estaba lleno de fotos enmarcadas.
—Al coronel Giordani, el general Giossi —leí en voz alta.
Carlo se acercó hasta la foto envejecida en su pesado marco dorado.
—Al coronel Giordani, pero la firma es ilegible —corrigió, pedante. Seguimos a Giordani hasta el salón. Era una gran habitación asimétrica con una gran lámpara de cristal y hierro forjado que colgaba del centro del techo.
Vi a un montón de chicas apiñadas unas contra otras en un sofá; delante de ellas, de pie, algunos chicos fumaban torpemente.
—¿Queréis una limonada? ¿Un poco de anís? —Giordani alzó el vaso y la botella ante sus ojos de miope y vertió en el vaso un poco de aquel licor blanco y viscoso.
Junto al gramófono, colocado sobre un viejo mueble con adornos de taracea, había una pila de discos. Carlo se puso a ojearlos. Eran pequeños discos de cuarenta y cinco revoluciones: todo canciones americanas y francesas. La música salía por el altavoz, unas veces ronca y agresiva, otras veces suave y empalagosa. Carlo seguía el ritmo con el pie.
—¿Cómo se llama Giordani?
—No me acuerdo. Su padre es coronel —dijo, complacido—. Ahora está retirado. Ha estado en no sé cuántas guerras y tiene un montón de medallas. —Hizo un ruido despectivo con la boca.
Giordani iba de un lado para otro con la botella en la mano, ofreciendo bebida a todo el mundo. Y, cuando se acercaba con el vaso, rogaba a todos que bailaran.
—¿No os divertís? —preguntaba incómodo—. Bailad, por favor —insistía.
Pero nadie bailaba. Hasta que él mismo fue a sacar a una chica y le hizo dar vueltas por el salón.
—Es un rocanrol, no lo sé bailar —dijo al final, secándose el sudor de la frente. La chica se reía. Alguien dijo que no era un rocanrol. Carlo sacó un disco de la funda y lo puso en lugar del otro. Algunos chicos comenzaron a bailar.
—Mucho mejor —dijo Giordani mientras se me acercaba.
—Era cuestión de un poco de tiempo —dijo Carlo, y le guiñó un ojo.
Vino hacia mí una chica que se llamaba Gabriella. Era una de mi clase. Llevaba el cabello pelirrojo suelto sobre la espalda. Tenía una cara pequeña y blanca, llena de pecas, que se le perdía entre el pelo. La miraban todos porque llevaba un vestido ajustadísimo ceñido sobre su cuerpo pequeño y bien formado.
—Hola, Enrica —dijo, y empezó a hablarme de la escuela. Dijo que la profesora Aiuti había descubierto a dos besándose en el baño y que había montado un numerito.
¡Qué idiotas! —dijo—. ¿No podían hacerlo fuera? Ahora lo sabe todo el mundo y les toman el pelo. Los llaman «los novietes del váter». Con lo fea que es Elisa. ¿Qué le habrá visto él a ese callo?
Carlo la cogió por la cintura y bailaron muy apretados. Yo apuré mi vaso y me acerqué a la ventana. Fuera seguía lloviendo. La calle estaba poco iluminada y las gotas caían densas y luminosas ante el halo de la farola, que oscilaba por el viento.