El olvido que me habita
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El olvido que me habita recrea las vicisitudes de una existencia de la que tuvo noticia el autor a través de su entorno familiar; a partir de las impresiones recibidas, se dió a la tarea de transformarla en materia de cultura escrita, reafirmando su vitalidad al dotarla de nuevas implicaciones simbólicas, plasmadas en los múltiples cauces que sugiere para la interpretación de sus pasajes.
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El olvido que me habita - Jorge Pacheco Zavala
Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda
y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser.
William Faulkner
Advertencia
Lo que estoy por contar, forma parte de una etapa importante de mi vida. Durante mi infancia, tuve el privilegio de crecer cerca del personaje principal. Las fuentes para esta novela breve son tres, que a continuación enumero. Uno: fui testigo directo de muchos de los acontecimientos narrados aquí. Dos: mi madre, quien vio al padre Rafael vivo por última vez, antes de vestirlo para su sepultura, obtuvo de mano propia del padre, un diario devocional que puso en mis manos, sin que yo pudiera imaginar entonces, cuál sería su utilidad. Tres: algunos sucesos que se cuentan en la historia, son ficticios y no tienen ningún fundamento para llegar a creer que pudieron haber sucedido. Por lo tanto, dejo al lector la libertad de elegir entre las cosas ficticias y las reales.
J.P.Z
La Historia Detrás de La Historia
Si yo me atrevo a contar esta historia, tal vez sea porque sé que nadie más la contará. Y es que las historias concernientes a hombres valiosos, pero cuyas vidas fueron de bajo perfil, tienden a perderse en el pasado, y debido a que su labor ha sido la de servir, no resuenan lo mismo que las de aquellos que sin hacer gran cosa, encontraron la forma de brillar sin tener luz propia...
La historia que cuento se resiste a quedar en el olvido. Y esa es buena señal, puesto que esta historia me ha seguido por los últimos 40 años. Siempre me ha parecido triste, que la importancia de un hombre o mujer en nuestras vidas, se mida bajo estándares equivocados, puesto que muchas de estas personas, probablemente poseían el mejor regalo que un ser humano puede tener: el de dar y darse a los demás...
El tiempo es tan sólo un concepto, pero es también un testigo que nos observa mientras nos reinventamos tratando de ser diferentes. Es esa diferencia que imaginamos a modo de aspiración, la que nos orilla muchas veces a perdernos en nuestro propio olvido.
Era el año de 1920 en la pequeña ciudad de Ulm, Alemania, y Rafael, con tan sólo siete años de edad, se ganaba la vida en la zapatería de su abuelo, a quien, sin falta, ayudaba al salir de la escuela. Educado bajo el rigor de la doctrina protestante, pasaba su tiempo libre coleccionando escarabajos. A diferencia de los otros niños de su edad, su carácter y personalidad, casi siempre lo llevaban a la contemplación, o a actividades mucho más meticulosas en las que pasaba desde horas, hasta días enteros; principalmente cuando no debía asistir al colegio.
Su madre de origen mexicano, coincidió con su marido en que debían ponerle el nombre del abuelo materno, y que, debido a la distancia, sería prudente que al menos, el nombre fuese un recordatorio de su línea sanguínea. La llamada Gran Guerra, estalló un año después del nacimiento de Rafael en el mes de julio.
Aún estaban por descubrir y experimentar los estragos del conflicto bélico europeo. Al cumplir los cinco años, los sonidos del cañón y la metralla habían enmudecido para dar lugar a un silencio mortecino. Sus padres se alegraron cuando lo vieron por primera vez; ya desde el nacimiento su sonrisa cautivaba a cualquiera. Sin embargo, en aquellos aciagos días, y bajo la República de Weimar, toda Alemania permanecía sumergida en una profunda crisis, y por esa causa, su padre tuvo que salir a ganarse la vida lejos de casa.
A partir de esa infancia rodeada de muerte y dolor, quedaría en su memoria una marca distintiva relativa al silencio, como una evidencia final del desastre.
El silencio, ese gesto adusto que el destino muestra de tanto en tanto.
Aquel mes de julio de 1920, unos días antes de su cumpleaños número siete, el pequeño vería por última vez a su padre. Su madre, embarazada y llena de consternación, lo despidió con tristeza y en clara oposición a que se fuera. Su padre iba y venía en el pequeño espacio de la casa, sus pasos eran señal inequívoca de que las circunstancias y el destino estaban a punto de