Sangre por la herida: Saga rituales, #2
Por Alejandro Soifer
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Luego haber ayudado a resolver el misterio de los crímenes rituales en una comunidad judía ortodoxa en Rituales de sangre, Mario Quiroz se involucra como guardaespaldas de Walter "el Inca" Ayala, un narco peruano que ha conquistado el bajo mundo del tráfico de drogas. El momento no podría ser peor: Ayala y su antiguo socio, Franklin "el Loco" Bautista, acaban de entrar en una guerra de bandas signada por las traiciones mutuas y la violencia.
A pesar de todo, el nuevo trabajo de Quiroz parece ir bien. Esto es hasta que una noche, Ayala le pide que siga a su novia, una tal Lucía Zabala, de la que sospecha que le está siendo infiel. Entonces las cosas se complicarán. Pronto habrá un cadáver al que luego se le sumarán varios más y así Mario Quiroz se encontrará a la fuga, escapando de una venganza, intentando salvar su vida y la de quienes aprenderá a querer muy a su pesar en una aventura llena de violencia y acción.
Sangre por la herida es una historia independiente en el mundo de la saga Rituales que se ubica temporalmente entre Rituales de sangre y Rituales de lágrimas.
Alejandro Soifer
Alejandro Soifer (Buenos Aires, 20 de septiembre de 1983) se recibió de licenciado y profesor de Letras por la Universidad de Buenos Aires. Como periodista colaboró con diversos medios gráficos (Radar y Radar Libros de Página/12, revista Ñ, Brando, Rumbos, THC, entre otros) y digitales. Publicó los libros de investigación periodística Los Lubavitch en la Argentina (Sudamericana, 2010) y Que la fuerza te acompañe (2012), y la novela Rituales de sangre (Suma de Letras, 2014). www.ajsoifer.com
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Sangre por la herida - Alejandro Soifer
Capítulo 01: El .38
Nada como tener el caño de un calibre .38 apuntándote directo a la cabeza para replantearte un trabajo.
Esperaba una noche tranquila. Una noche más de trabajo. No esto.
El adicto que me apunta me grita y en el grito escupe baba y mueve el brazo nervioso, el pecho desnudo, la espalda encorvada, el pelo sobre la cara, el cejo fruncido en una expresión de furia, los ojos inyectados en sangre, los calzoncillos rotos y sucios, las medias blancas con las que pisa el pasto mojado ennegrecidas.
La chica está adentro, del otro lado de la ventana. También grita. Se tapa el cuerpo desnudo con las sábanas que no disimulan sus curvas. Esta mierdita que me apunta no la merece. Y no es suya.
Siento algo de pena por este infeliz. Cometió dos errores: se acostó con la mujer de mi jefe y me está apuntando al parietal derecho.
Trato de pensar con claridad pero no puedo sino recordar cómo es que llegué acá.
Imágenes de la noche: un bar decadente lleno de borrachos melancólicos; una banda de rock donde el tipo que me apunta y me grita cantó unas baladas desgarradas y deprimentes, un par de mesas alrededor del escenario y Lucía, la morocha que ahora llora detrás de la ventana y que se tapa los pechos con las sábanas desparramada sobre la cama, tomando algo, relajada, asintiendo con placer ante las melodías, la única interesada en el triste espectáculo de la banda.
Después la pelea cuando un borracho arrojó una botella, la salida del escenario de los músicos y Lucía que se levantó y siguió hasta el fondo a Charly Brun, el tipo a quien ahora le quedan apenas unos minutos de vida aunque no lo sepa.
Si yo estuviera del otro lado sosteniendo la .38 también me creería el dueño de la situación. Pero este nene de papá no me conoce, no sabe de lo que es capaz Mario la Iguana
Quiroz.
Cosas del trabajo. ¿Mi trabajo? Guardarle las espaldas a Walter Ayala. Una pequeña basura peruana que vino a este país para exprimirle billetes a los adictos al polvo blanco.
El trabajo paga bien, a veces tiene vértigo, como esta noche pero más que nada me permite olvidarme de mi otra vida, cuando fui Policía. Una vida que se terminó hace un año.
Entonces me tranquilizo. La adrenalina destapa mis sentidos, me vuelve rápido, ágil, despierto, me hace olvidar.
Es fácil saber cuando una persona nunca antes le disparó a otro hombre: su pulso es tembloroso, su cuerpo se sacude al ritmo de los nervios, la transpiración corre por su cara y su voz vacila. Una persona que nunca mató a otra prefiere amenazar antes que disparar. Más cuando tiene mucho que perder.
Este chico tiene todo para perder. Esta casita sencilla de barrio residencial tranquilo, cercano a las vías de comunicación rápida con la ciudad, el esfuerzo de toda una vida de trabajo y sacrificio; su banda de rock, sus amigos, las seguidoras que se arrastran a su cama. Como Lucía. Estoy seguro de que Charly no sabe quién es Lucía.
—Estoy trabajando, no te pongas así.
—¡Dame la cámara!
Hay un momento en el que hay que decidir si vale la pena arriesgarse. Hasta qué punto se puede tensar la cuerda. En qué momento el que nunca le disparó a otro hombre se siente dispuesto a ensuciarse las manos por primera vez. Mi trabajo muchas veces consiste en aprovecharme de las dudas de los tipos como él.
La casa gana, el cliente pierde.
—Vendo las fotos.
Está por disparar.
—A una revista de espectáculos.
Afloja los músculos un milímetro.
Soy un mercenario, en eso no miento.
La tranquilidad se disipa pronto, apenas le di un poco de ánimo. Sí, a mí
piensa llegué a las revistas
. Pero por muy drogado, borracho y empapado de lujuria que esté, todavía le queda algo de seso en esa cabeza rapada que sólo parece servirle para transportar la cara con la que no oculta una mezcla de egolatría y miedo.
—A mi no me vas a cagar, dame la cámara.
—No puedo.
Tiembla. Duda. Podría intentar terminar con esto acá, pero todavía necesito a la chica. Y las fotos, claro. Necesito mostrarle a Wally Ayala que su novia estuvo revolcándose con este tipo.
No hago preguntas. Ese no es mi trabajo. Yo ejecuto órdenes. Esta noche el peruano me ordenó que la siguiera, que sospechaba que estaba con otro y que lo comprobara para él. Y acá estoy.
Casi nunca hay sorpresas. No existe tal cosa como la sospecha de una infidelidad
. Existe la certeza y la necesidad de no creerlo. Para eso estamos los detectives privados: por una retribución hacemos el trabajo sucio de confirmar eso que el damnificado niega en su cabeza para no tener que aceptarlo.
—Hagamos esto simple: bajá el arma, salgo de tu propiedad y nos olvidamos del asunto.
Mira para todos lados. La etapa paranoica después del subidón.
—Vamos, podemos dejarlo acá.
—Callate —grita.
La chica llora más fuerte. Lucía. Es una hermosa mujer y me gustaría que no se encontrara en esta situación. Ella sabe lo que va a pasar. Conoce lo suficiente al Inca Ayala.
Entonces veo que la .38 se agita acelerada en la mano temblorosa de Charly Brun. Subestimar una situación es el error que más vidas se cobra entre los que estamos en este negocio. Y en este momento siento que la situación se me está escurriendo entre los dedos.
Tengo que recuperar el control.
—¿Por qué no nos tranquilizamos un poco? Hablemos, haceme pasar a tu casa, nos sentamos, te muestro las fotos que saqué…
Duda.
—¿Vas a borrar las fotos?
—Las que vos me digas.
—Mostrame.
—Vamos adentro y te las muestro con tranquilidad. No vas a querer que algún vecino nos vea acá, así como estás.
Vuelve a dudar. Piensa que en su territorio, en su casa, puede tener mejor control.
—Entrá —dice sin dejar de apuntarme.
Paso por la puerta con los brazos en alto. Lucía corre hasta el living con la sábana atada al cuerpo.
—¿Qué hacés? ¿Cómo lo dejaste entrar?
—CALLATE —le grita.
Lucía se abalanza encima suyo intentando manotearle el revolver.
—¿Estás loco? ¿No sabés quién es? Trabaja para el Inca.
El tipo le cruza la cara con el revés de la mano con la que sostiene la .38. La chica cae al piso con un hilo de sangre rajándole la comisura de los labios.
Lucía. Que hermosa sos Lucía. La sábana que la cubre parece una mortaja que envuelve su cuerpo pálido. Sus ojos son dos pequeñas piedras de jade en medio de las manchas negras del rimmel barato corrido por las lágrimas y la transpiración.
Le paso la cámara encendida al tipo.
La toma entre sus manos y empieza a pasar las fotos. Charly Brun en su mejor hora; su mejor performance. La .38 especial ya no me apunta, mira al techo.
Toda una noche de trabajo en fotos: Lucía saliendo de un departamento, entrando al bar donde tocó la banda, la salida acompañada, el viaje en auto hasta acá, cuando aspiraron la coca, sus cuerpos desnudos y el sexo hasta el momento en que él se levantó de la cama y salió de la escena. Entonces son fotos de Lucía sola, fumando, satisfecha hasta que apareció el infeliz en el jardín a los gritos con su Smith & Wesson modelo 19 especial calibre .38.
—Esto es lo que vamos a hacer —me dice —voy a borrar estas fotos, me voy a quedar con la cámara por la molestia y la próxima vez que te vea por el barrio te voy a meter un cuetazo en una rodilla —levanta la vista con una sonrisa de triunfo entre los labios.
Su cara cambia de expresión en el instante mismo en el que ve que ahora soy yo el que lo apunta con una Browning Hi-Power Mark III de 9 mm. Soy un sentimental pero a la hora de confiar mi vida a una pistola prefiero la fría precisión de una semiautomática belga.
Disparo. Una bala directo al pecho. Cae de espaldas al piso.
—No —le digo.
Lucía grita. Me llevo el dedo índice a los labios para que se calle. Llora. Se arrastra por el piso desnuda.
El tipo se agita en un charco de su propia sangre. Parece como si fuese un pez al que se acaba de sacar del agua, intentando que le entre aire a los pulmones agujereados. Su pecho sube y baja en un último esfuerzo desesperado por seguir respirando, sus ojos suplican piedad, intenta decir algo, abre la boca y escupe sangre.
Me paro al lado suyo con cuidado de que su sangre no manche mis zapatos.
—Principante —digo y le meto un tiro en la cabeza.
Capítulo 02: El charquito
¿Matarías a tu propia madre? Trabajo para un tipo que se dice que lo hizo. El que me está pagando para que le lleve a Lucía.
Se llama Walter Ayala y le dicen El Inca
.
El Inca Ayala nació hace veintisiete años en Celendín, una ciudad mediana de pintoresca arquitectura colonial asentada en un valle al norte de Perú.
Como en toda región andina empobrecida donde la naturaleza es más gentil en prodigios que en material humano, Celendín se convirtió en las últimas décadas en un centro de producción de hoja de coca. Los peruanos la cultivan, producen la pasta base y la meten en nuestras fronteras donde se termina de procesar y se despacha para afuera directo a las fosas nasales de jóvenes de buenas familias en otras partes del mundo.
Ayala es un tipo que no genera miedo de entrada: tiene complexión liviana y aspecto inocente pero las apariencias engañan y el peruano es un depredador. Dicen que no nació exactamente en Celendín, que su madre lo fue a parir al monte bajo un rito chamánico y que eso es lo que le da la fuerza y la inteligencia sobrehumana que lo caracterizan. La realidad es que apenas es el hijo de una prostituta que lo parió en una de las callejuelas de tierra laterales que salen a la plaza de armas, una noche solitaria bajo el pálido reflejo de la luna sobre las cúpulas azules de la Catedral. ¿Acaso no es esa una imagen de sórdida belleza? La leyenda y el hombre se confunden.
Quizás fue eso lo que llevó a Lucía a caer en su trampa. No fue la única. Antes estuvo Natalí, pero ya estaba muerta cuando lo conocí. Algunas mujeres huelen el poder y el dinero con el enamoramiento con el que las moscas huelen la mierda.
¿Conocerá Lucía la historia del Tómbola? A mi me tocó conocerlo y despedirlo durante mi primer día en este trabajo.
¿En que se parecen las mujeres a los cangrejos?
¿La respuesta?
En que son solo piernas y en el cerebro tienen porquería.
¿No causa gracia? Diría que hay que preguntarle al Tómbola a ver qué le pareció. Se lo puede ir a buscar a tres metros bajo tierra.
Ayala reía tras contar el chiste junto a los hermanos Edgar y William Flores, sus dos manos derechas, y un poco más alejado de la ronda estaba Ángel Quispe. Le decían El Tómbola y era uno más de la banda de Wally Ayala. Fiel y cumplidor, había estado siempre con él desde el comienzo y nunca lo había traicionado. Al menos eso era lo que todos creían. Pero El Inca no creía lo mismo. En este negocio saber o no saber algo puede significar la diferencia entre vivir una noche más o no.
Ese día Quispe no se rió con el chiste de Walter y eso no le gustó al capo.
Lo encaró al Tómbola.
— ¿Qué pasa? ¿te molestan mis chistes?
— Es que no estoy de humor.
El que no estaba de humor era El Inca. Se rumoreaba que el Tómbola había traicionado a Walter con un viejo enemigo, el Samurai.
No respondió a la provocación del grandote. Al menos no lo hizo con palabras. La siguiente escena se sucedió a partir del impacto de su puño cerrado contra la nariz del Tómbola. Recuerdo el ruido de su tabique rompiéndose, la sangre salpicando para todas partes como si lo estuviese viendo y escuchando ahora mismo. Ángel Quispe se tambaleó atontado pero sin perder todavía el equilibrio, era robusto, le sacaba una cabeza a Wally Ayala. El jefe no lo dejó reaccionar y conectó de inmediato un derechazo que le descolocó la mandíbula y lo mandó contra la pared. Los puños del Inca se movieron como una ráfaga que convirtió la cara del pobre diablo en una masa sanguinolienta irreconocible.
Cuando estuvo muerto en el piso, Ayala se volvió hacia los hermanos Flores y dijo:
— ¿Saben por qué las mujeres son electrizantes?
William y Edgar alzaron los hombros sin respuesta.
— Por lo corriente — dijo Ayala y rieron todos juntos.
Vuelvo a mirar a la chica un instante. Tiene la cara estropeada de maquillaje corrido, la ropa arrugada, el pelo revuelto y sucio.
— Sabés quién soy — afirmo.
No me responde, pero me dedica una mirada desafiante.
Ayala creció en los barrios bajos de Celendín. Su madre nunca dejó la prostitución y cuando el futuro capo tuvo edad de entender por qué tantos hombres distintos pasaban por la casilla precaria donde convivía con ella sintió un asco tal que lo llevó a irse. Durmió en las calles una semana, viviendo de limosna, pidiendo frente a la Catedral. Una tarde su madre lo encontró y lo llevó de vuelta de las orejas a ese cuarto dividido por una cortina que hacía de mampara.
Lo que pasó después también se perdió en la nebulosa de la leyenda y lo que Ayala oculta de su propia vida. La versión más difundida dice que la madre borracha le apuntó a la cabeza con una pistola.
— ¿Por qué me dejaste? ¿acaso no entiendes el sacrificio que hago por nosotros?
El chico lloraba.
— Ahora voy a tener que disparar. Si tan solo me hubieras dado otra posibilidad…
Entonces lo hizo. Le disparó a su propio hijo en la cabeza, pero el arma estaba descargada.
Una línea líquida serpenteó por los pantalones del chico y terminó en un charquito debajo de sus piernas.
— ¡Te measte! — gritó la madre envuelta en la alegría de una carcajada sádica.
Todo el cuerpo de Walter temblaba. Su madre le tomó la mano con delicadeza, la apoyó contra una mesada, la acarició y sin aviso le descargó un culatazo en el dedo meñique que fracturó el hueso.
Durante dos meses el chico vivió encerrado en la casa de dónde su madre no lo dejaba salir ni siquiera para ir a la escuela hasta que volvió a encontrar la oportunidad para huir. Supo que tenía que intentar algo diferente si no quería que su madre volviera a llevarlo de las orejas.
Atravesamos a toda velocidad el asfalto de la autopista. El tablero indica 120 km/h.
Walter Ayala tenía doce años cuando se perdió en el cerro escapando de su madre.
El hambre y la sed lo atormentaron durante dos días pero cada vez que estaba a punto de rendirse y regresar a su casa se miraba el dedo meñique. Había tardado dos meses en volver a