Cuentahílos: Elogio del editante
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Confieso que los editores me fascinan. Como lector busqué inconscientemente primero, y muy comprometido con ciertos catálogos después, su guía y su confianza. Son sin duda el gremio cultural más profesional, más brillante, mejor formado, más culto, más curioso, y el más humilde precisamente por saberse el más grande. En el Cuentahílos , Santiago Hernández ha sabido observar y vampirizar a los maestros del gremio que ha tenido cerca. Su universo, su obsesión y la vitamina de su clarividencia son los libros. En las generaciones que tenemos motivos para temer el ocaso de la cultura impresa y sentimos el crepúsculo de la Ilustración, jóvenes editantes como él consiguen contagiarnos esperanzas en un humanismo renovado, en la tranquilidad que supone saber que muchos se darán cuenta de que, al despertar de cualquier pesadilla distópica que escupan sin cesar nuestros dispositivos, el libro sigue y continuará todavía ahí.
Prólogo de Jesús Ruiz Mantilla.
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Cuentahílos - Santiago Hernández Zarauz
íncipit
El editante apareció como consecuencia de las reflexiones surgidas durante el trabajo de fin de máster en SUR. Acompañado de Paz Olivares y el artista plástico Jaime Vallaure, lo que en un inicio parecía ser el texto que cerraba un ciclo de estudios se terminó convirtiendo en una serie de ensayos y pensamientos que se salieron de su propia frontera inicial. Me gusta imaginar que todas esas reflexiones en movimiento se iban alineando en la mesa de mi scriptorium como el atlas que imaginó Aby Warburg en su inmensa biblioteca, o las fotos que colocó André Malraux en el piso de una habitación para construir el temperamento de su museo imaginario. Un mosaico en el que las conexiones y vasos comunicantes se miran con claridad desde la distancia, donde se pueden ir trazando líneas de pensamiento alrededor del ejercicio de edición, en el collage de instantáneas que se me fueron apareciendo para ensayar en tinta. Reflexiones que en un principio podrían parecer lejanas pero que desde esa disposición terminan encontrando coincidencias para dialogar entre sí.
Este texto, por ende, no tiene una vocación académica ni pretende trazar una cronología histórica de la edición. Lejos de tratarse de un ejercicio de microhistoria, este Cuentahílos fue construyéndose durante los últimos tres años, en donde hubo pensamientos que llegaron a publicarse en revistas como Nexos y Letras Libres en la Ciudad de México, y Texturas en Madrid. Un libro en el que intento sostener y mirar con atención ideas, referencias, circunstancias y coyunturas actuales con el ánimo de dibujar un amplio abanico de escenarios para conversar, a fin de cuentas, sobre libros. Algo así como una poética de la edición desde una mirada editante.
¿Qué tanto cambió en verdad el universo literario después de la peste del Covid? ¿Es evidente alguna transformación en la manera de hacer libros? ¿Cuál? Más allá de que cerraran las librerías, que incluso se impusiera otra gestualidad para poder saludarnos, me interesa mucho revisar si es que existen prácticas actualizadas en el universo de la edición y también escuchar las conversaciones que acompañan al quehacer editorial. Me intriga revisar constantemente las decisiones que se toman en el catálogo para publicar ciertas ideas, así como también me parecen fascinantes los materiales que dan cuerpo a un libro. A partir de imaginar una noción editante del oficio, apareció una posibilidad palpable para contar con una herramienta, un término pues, para enfocar de qué hablo cuando hablo de edición. Más allá de pensar al editante como una palabra cerrada o una definición precisa de quien hace libros, como de su hechura, me parece que sí se trata de una idea que puede mirarse desde la lente del cuentahílos para acercarse de manera minuciosa a la pasión por la vocación editorial.
Replicando una acción de la poeta Amaranth Borsuk en su libro The Book, incluyo en las últimas páginas de este texto libros a propósito de la edición que se fueron sumando durante el proceso de escritura del Cuentahílos. Una especie de camino de migas de pan para adentrarse en este bosque fantástico y también para encontrar una posible ruta de salida. Son muchas situaciones las que aún siguen pidiendo largo aliento en la reflexión de un libro como este, mismas que se quedaron germinando dentro de mis libretas: la historia del Fondo de Cultura Económica con Daniel Cosío Villegas a la cabeza de su fundación; el ímpetu editorial de Carlos Barral; la agudeza de Carmen Balcells para tejer un discurso generacional conciso desde la trinchera de su agencia; la visión editorial de T. S. Eliot y Ezra Pound, poetas y editores; el catálogo bilingüe de Ediciones Toledo con libros impresos en zapoteco y castellano; o incluso la intuición de un lector como Alan Lane, que hizo de Penguin Books una colorida posibilidad asequible para la sociedad londinense. Se trata en todo momento de un ecosistema que no deja de crecer y en donde me siento lejano a una definición clásica de «editor». Sin embargo, intento acotar un marco de pensamientos para establecer los puntos y razones que me hacen pensar en una posibilidad, más bien, de editante. Aprovecho los pensamientos aquí escritos y la historia misma del término «editor» para intentar entender con claridad esa profesión tan particular, a veces ambigua, de hacer libros en un panorama en el que puede ser complicado encontrar las herramientas para concentrarse en una sola idea. Es así que las preguntas que dan cuerpo a este libro estén dispuestas alrededor de las muchas condiciones y acciones que podrían definir a quien edita.
En una inolvidable conversación con el escritor Jesús Ruiz Mantilla en la que hablamos largo rato del amor, la música, la fe y el oficio de escribir, Chus me regaló una anécdota tan entrañable como apabullante: a un cercano amigo suyo, el torero José Tomás –después de haber triunfado en un festejo–, le firmó una fotografía con la siguiente dedicatoria: «Si te vas a atar los machos y te vas a vestir de luces, no olvides poner los pies donde queme la arena». Haz lo que quieras con esa frase, me dijo Jesús. Este libro es también una manera sincera de honrar esa conversación.
Para terminar el máster en SUR, el editante se presentó a manera de performance vía Zoom, a las 5:30 de la mañana de México. Atorado por el panorama que provocó la peste Covid, terminé mis clases en la madrugada mexicana y también me enfrenté a un tribunal académico en un estado de ebriedad onírica que recuerdo de manera borrosa. Jaime Vallaure siempre ha dicho con humildad y atino que la performance también se puede entender como una disciplina en la que se mezclan el arte y la vida cotidiana alrededor de una simple ecuación en la que convergen el tiempo, el espacio y la acción. Aunque el editante atravesó todo un proceso de reflexión, escena, evaluación y lectura en el Círculo de Bellas Artes de Madrid y la Universidad Carlos III, este libro confirma que el término permite abrir toda una serie de ventanas para continuar encontrando su propia materialidad y también para poner en tela de juicio su existencia.
Afortunadamente la lista de personas y momentos que dieron fondo y forma a la anatomía de este libro es muy larga. Confío en que todas ellas se reconocerán en los párrafos del Cuentahílos. Naturalmente, esto es por y para ellas. Me gusta hablar de los prólogos o íncipits como textos pórticos que se abren para permitir la entrada al libro. Arquitectura literaria que marca el primer momento del camino y que invita, si la tanda está bien dada, a continuar andando sintiendo cada granito de arena entre los dedos de los pies.
Durante el periodo incunable de los libros, se empezaron a utilizar íncipits, que escribían los impresores y los copistas, para advertir de qué trataba el libro que se abría. Algunos diseños incluso emulaban pórticos y fachadas, dando origen etimológico al «frontispicio» como texto que inaugura el cuerpo de algún ejemplar. Como marca una antigua tradición, al comenzar a escribir este ensayo pinté un ojo en el daruma japonés que tenía en mi escritorio como promesa a cumplir. El estrabismo de la figura me recordaba cada mañana cuando me sentaba frente a la pantalla que yo era deudor de su ceguera al no terminar de cuajar los párrafos, «meter más chicha» como me dijo en su momento un editor, o dejarme la piel para que estos ensayos terminaran siendo un libro. Hoy, por primera vez, el daruma amaneció con dos puntitos en el lagrimal.
el largo silencio
Caminando por los pasillos del monasterio, fray Agustín toma rumbo hacia el dormitorio, se detiene y nota que hay algo extraño en una de las celdas. Se siente, se ausculta de arriba a abajo. Da palmadas alrededor de su cuerpo pero no identifica en dónde nace su confusión. No percibe ningún ruido y sin embargo hay algo en el silencio que le incomoda. Que lo perturba. Parecería que todo marcha con tranquilidad, sin ninguna sorpresa, que la extrañeza que siente no es más que una corazonada malentendida. Al retroceder unos pasos para cerciorarse de no haber arrojado nada al suelo, mira de reojo y descubre que fray Ambrosio lee las páginas de un libro sin cantar lo que se va leyendo. Agustín lo mira atónito. No entiende por qué su amigo no recita lo que sus ojos van leyendo en papel. Un susto le recorre el cuerpo y el acto provoca un escalofrío prolongado: Ambrosio está leyendo en silencio, callado, y san Agustín teme que el mal ronde entre los pasillos de la abadía.
En el siglo de aquellos santos, la lectura no podía hacerse sin cantar o recitar en voz alta las líneas que iba siguiendo la mirada. Sabiendo que muchos libros habían sido prohibidos por la Iglesia, se leía en voz alta para que los frailes y feligreses en los templos escucharan lo que estaban leyendo los demás hermanos y hubiera completa certeza de que el texto que se estudiaba correspondía con las palabras consideradas sagradas, y que estas no alimentaran alguna perversión como la risa o cualquier otra insinuación carnal. ¿Sería digna cuestión de debate considerar que la palabra escrita sin compartirse en voz alta estimula el pecado?
La palabra escrita trae consigo ideas que nutren la conciencia y despiertan la imaginación. La palabra en tinta apuntala la memoria y transmite ideas, información y conocimiento. La Iglesia lo entendía perfectamente bien y concentró el saber escrito dentro de las bibliotecas de las abadías y obligaba a los lectores a cantar lo que se leía, como también mantenía a los copistas trabajando larguísimas jornadas en ejemplares encadenados a los scriptoriums de las salas de lectura. La imaginación no estaba permitida, o bien se limitaba su uso, y más aún la interpretación de la palabra. Acceder a un libro era prácticamente imposible a menos que uno decidiera profesar su fe dentro de la Iglesia y dedicar su vida al servicio de Dios. Se leía no por ocio sino para alcanzar la virtud.
Siglos después del susto que viviera san Agustín, el impresor alemán Johannes Gutenberg desarrolló y estandarizó en 1440 una máquina que cambiaría cada coma, punto y párrafo de los libros. La imprenta de tipo móvil aglutinaba en su función una serie de técnicas y prácticas que permitían capturar el contenido de un libro más rápido de lo que tardaba en hacerlo un copista a mano en algún monasterio. Por primera vez desde la lectura callada de Ambrosio, el libro vivió un cambio sustancial y revolucionario: Gutenberg no solo aceleró la forma de copiar un texto para imprimir su famosa Biblia, sino que también provocó que en muchas cabezas se comenzara a cocinar la idea –como en caldero hirviente de sopa– de acceder por primera vez a un libro.
Con la imprenta ya en marcha, el teólogo y fraile alemán Martín Lutero, gran conocedor de la Biblia, se percató de que muchos de los sacerdotes no predicaban lo que en realidad escribían las Sagradas Escrituras, sino que más bien propagaban información buscando obtener un beneficio para sus propios bolsillos y para las arcas de la Iglesia; justificando indulgencias y diezmos que se vendían como bonos garantizados para la salvación de las almas cuando en realidad se trataba de un bulo para ganar algunas monedas de oro. Lutero, consciente de ello, creía también que el conocimiento y la lectura de la Biblia tenían que ser accesibles para todas las personas. La Biblia no solo tenía que ser leída en voz alta y en latín, sino que cualquier persona merecía leerla en su lengua materna para poder entender la palabra de Dios. Quien leyera por sí mismo las Sagradas Escrituras descubriría que aquellas indulgencias y demás engaños no eran palabra de Dios.
En 1517 Lutero proclamó 95 tesis que clavó en el portón de la iglesia del palacio de Wittenberg, entre las cuales destacaba particularmente la que exigía que no se necesitaba de una autoridad eclesiástica para leer e interpretar la Biblia. Es decir, abría la posibilidad de prescindir de un intermediario para poder leer. Naturalmente el ímpetu luterano manifestado en las 95 tesis también abrió un camino frondoso para la traducción, puesto que apareció por primera vez la posibilidad de que la Biblia fuese traducida a una lengua distinta del latín. Lutero y sus tesis no solo revolucionaron la concepción de la Biblia y la