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El suplicio de las noches
El suplicio de las noches
El suplicio de las noches
Libro electrónico210 páginas3 horas

El suplicio de las noches

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Información de este libro electrónico

"La anécdota de esta historia me fue relatada por mi abuela María Recchi, hija de campesinos que se establecieron en Arminda, provincia de Santa Fe. Los padres llegaron de Italia y ella fue la primera generación de argentinos. El relato se desarrollaba sobre aquello que le había sucedido a una vecina, muy misterioso para todos los que vivían en el pueblo. Una chica de dieciséis años, hija de un colono, estaba embarazada de seis meses. ¿De quién?, era la pregunta que todos se hacían. Un día, a la chica ya no se la vio más en ninguna parte, y comenzaron las suposiciones".

Patricia Suárez, con la maestría narrativa que le conocemos, toma esta anécdota y la desarrolla en El suplicio de las noches. Julia, la protagonista, será testigo y víctima: una sobreviviente de los estragos de su hogar natal. Pero la novela cuenta también, sin prejuicios, la épica de los primeros colonos en la Pampa Gringa, o mejor dicho, narra una anti-épica que se anima a inmiscuirse en las profundas oscuridades del corazón humano, el de los inmigrantes que llegaron a poblar las tierras de la llanura santafesina.
IdiomaEspañol
EditorialPalabrava
Fecha de lanzamiento16 abr 2024
ISBN9789874156723
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    El suplicio de las noches - Patricia Suárez

    Imagen de portada

    El suplicio de las noches

    Ilustración

    El suplicio de las noches

    Patricia Suárez

    Ilustración

    Índice de contenido

    Portadilla

    Legales

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    El comienzo

    Los adioses

    Alegrías incompletas

    A lágrima viva

    Matriarca

    La ciudad

    SEGUNDA PARTE

    El regreso

    La maldición

    Amor mío

    Locura frenética

    La muñeca

    Aparición y huida

    Final

    Epílogo

    Ilustración

    El suplicio de las noches

    Patricia Suárez

    Editorial Palabrava

    Diagonal Maturo 786

    Santa Fe

    [email protected]

    www.editorialpalabrava.com.ar

    Colección nordeste

    Directora de colección: Patricia Severín

    Coeditoras: Viviana Rosenzwit y Susana Ibáñez.

    Diagramación: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

    Diseño de Colección y Tapa: Álvaro Dorigo y Noelia Mellit

    Santa Fe www.sugoilab.com

    Digitalización: Proyecto 451

    Redes socialesIlustración

    Para Claudia Ruiz

    Una sombra parecía.

    Y la quisiste abrazar.

    Y era yo.

    PEDRO SALINAS

    Prólogo

    Mi nombre es Nilde Disastro. Disastro, que en buen italiano quiere decir desastre.

    Nilde porque fue la muñeca que me prometió y me compró mi papá.

    Algunos lo confunden y me dicen Nilda; yo nunca los corrijo y tampoco explico lo de la muñeca. Lo de la muñeca es cosa mía y queda para mí: no tengo por qué predicarlo a nadie.

    Quizá tenga cincuenta años o quizá más. No nací en Caucete, San Juan, el año del terremoto, como he dicho a muchos. Nací en un pueblo de nombre San Gabriel, que casi ya se borró del mapa, y del que tampoco quiero volver a acordarme.

    No podía seguir siendo aquí la que nació allá, así que tuve que inventarme una nueva mujer. Soy la señora de López, y mucho me temo que, estando su salud como está, no dure mucho tiempo. Voy a la iglesia Santa Rosa de Lima y le encargo novenas por mi marido, el pobre Felipe, que en mi vida ha sido y es un completo santo.

    Vez tras vez, yo, todos, nos preguntamos. Una se pregunta cuando las cosas pasan en el pueblo, en la vida, cómo es que pasan las cosas malas. Nunca queremos preguntarnos sobre el origen, la semilla de la cosa mala, porque creemos que pensar mucho en ella podría atraerla de nuevo. Como si fuera un cometa que pasa cada cien años, o cada tres días durante el verano, o que puede llegar un día. Algunos dicen que ya pasó y que puede repetirse y partir la Tierra a la mitad. Partirla a una por la mitad. Si pensamos en las cosas malas que pasan y en por qué pasan, tal vez podrían pasar de nuevo. Podrían venir reptando como una culebra chiquita entre las dalias de un bonito jardín, y nadie la vería hasta que hiciera un destrozo. Dicen que no todas las serpientes son venenosas, pero yo no me lo creo.

    Igual pensar tanto en lo mismo una y otra vez, una y otra vez, puede resultar enfermizo. Debe ser eso que llaman los demonios, que acechan a la hora del desvelo y del estupor.

    Mi nombre es Nilde Disastro, repito, y tengo demasiados años. Quizá, quién sabe, hasta tenga cien. Hay una edad del cuerpo y hay una edad del alma.

    Fui hecha de tal manera que, en la balanza de la palabra, la escucha y el habla pesan igual. A veces pesa más la escucha, y a veces, la palabra. Aquello de que el silencio es oro y la palabra es plata tampoco me lo creo del todo. A veces basta un grito. ¡Detenete! Incluso, aunque no llegara a conformar las sílabas, los sonidos suficientes para armar una palabra, el grito, una onomatopeya apenas, un aullido, un bramido bastaría para cambiar el curso de las cosas hediondas que se cuelan en nuestra vida. Que la empapan.

    Me gusta creer que hasta los malos fueron buenos alguna vez. Que hasta los tiranos pidieron besos a sus madres cuando eran niños. Que el sol se esconde y no salen los monstruos de caza en la noche. Que no hay duendes que atacan y preñan a las niñas en la siesta. Que sólo existen la luna, las Tres Marías, las Siete Cabritas, la Cruz del Sur y el olor de los eucaliptos llenando el aire, como si los árboles hubieran sido creados únicamente para eso, para llenar el aire con su fragancia. Que hay la manzanilla. Que hay el diente de león, el girasol y su semillita, el ratón centinela que huye rápido y no abandona a los suyos. Que hay un hombre que es el amor, que es el padre, que tiene los brazos fuertes y que llora porque el jornal es poco y no alcanza las más de las veces.

    Me gusta creer en las historias que cuenta la radio, en las radionovelas. Pasiones para siempre que nacieron de un solo vistazo, lo que se llama amor a primera vista, y eso es tan hermoso y mágico como creer en las hadas.

    Me gustan los libros. Toda la vida me gustaron los libros, aun cuando nunca había visto uno ni lo había sostenido entre las manos, ni me había enamorado como una loca perdida del olor a tinta. Me hablaban de un objeto que existía. Había sido creado para una acción específica que era leer, la lectura. Ese objeto rectangular, lleno de papel por dentro y de signos que había que interpretar, estaba allí, en algunos lugares, esperando por mí. Creaba un camino, un mapa del tesoro. Me esperaba. Los libros suelen esperar a que una llegue en el momento justo.

    Un día, tuve la chance. Un niño me impulsó a escribir. El mío, el que nunca estuvo conmigo. El primero de los tres, el más grande, hizo que me dieran ganas de escribir mi historia, que es la suya también. ¿Quién sabe? A lo mejor llegue hasta él allá lejos, en el medio del monte que embruja Crisálida Reyes, reina del Congo, y la pueda leer. O la pueda escuchar.

    Él. Quién sabe cuál será su nombre. Para mí, es sólo el Niño.

    Allá, allá más lejos que el horizonte, está lleno de libros. Hay una torre de libros que se pueden leer y tal vez expliquen lo malo y lo bueno, lo cruel y lo compasivo, lo desesperado y lo egoísta. Todo eso tiene para contar el libro, mi libro, hecho de papel. ¡Y el papel está hecho de algo tan noble como son los árboles que crecen a la vera del camino, en el pueblo!

    Ya sabía yo cuál era mi sendero cuando la caricia en el muslo se me volvió un fuego y de los ojos me saltaron lágrimas de un ácido negro, negro, negro igual que la tinta.

    PRIMERA PARTE

    Ilustración

    El comienzo

    Hasta donde llegaban los ojos era el campo: el horizonte, una línea verde con un borde amarillo y luego el cielo, casi siempre celeste y sin una sola nube. Era un horizonte de mentira, porque si se iba más allá, una legua o dos, o quince, el horizonte era el mismo. A esa tierra la llamaban la pampa, y como estaba habitada desde hacia un siglo por colonos italianos y de la Europa corridos por la guerra, era la pampa gringa.

    Cómo habían llegado al país era un cuento de nunca acabar.

    Que los gobiernos les habían prometido prosperidad y unas parcelas de tierra. Que los gobiernos les habían hablado de aquí, donde había paz. Que podías profesar el culto de los ancestros, porque había libertad. Que donde tirabas una semilla, el trigo crecía alto, la espiga embriagada de dignidad se alzaba hacia los cielos. Había lino, maíz, alfalfa, cebada, centeno. Las vacas eran gordas por naturaleza, y mansas. Las ovejas, lanudas. Los conejos, las liebres, los patos, los gansos estaban al alcance de la mano.

    En suma, que podías venir y hacerte la América, porque sobre todo este sitio era América. El continente nuevo, el continente que recibía a cuanto desharrapado venía de allá, de las Europas, y lo vestía, le enseñaba su lengua, lo amparaba y le daba una educación a él y a sus hijos. Acá los que venían, si se nacionalizaban, podían votar, podían elegir a sus mandatarios. ¡Ay, qué alegría! No había monarcas, reyes. No había caprichos de los nobles, duques, marqueses, barones. Todos esos títulos quedaban arrinconados en el arcón de los cuentos de viejas.

    Vinieron españoles, italianos, alemanes, suizos, judíos. Sobre todo italianos. Piamonteses, genoveses, calabreses, marchigianos, sicilianos. En fin, de todas las regiones de Italia. Al final, al parecer, ni Humberto I, ni Garibaldi habían resultado demasiado convincentes para los naturales de allá si tenían que mandar a sus hijos al ejército a hacer la guerra o a batallar con Garibaldi para ganar la guerra, o lo que fuera. Porque perdían un hijo y en el fondo daba igual quién ganara, si ya no tenían más al hijo. Y en el sur estaba la mafia y debían obedecerles, porque si no, si no le daban lo que les pedían, la mafia o la camorra, según el lugar, los pasaban por las armas. Así que todos a subirse al barco y viajar a este país generoso, de oportunidades, y donde el sol cada vez que salía, salía y brillaba para todos.

    Y a rezar:

    Bendito sea Dios y los gobiernos que nos ayudaron a embarcar, a zarpar.

    Bendita Santa Bárbara, que intercedió ante Dios por nosotros para que no nos muriésemos entre las tormentas y las grandes olas.

    Bendito San Roque, que intercedió ante Dios para que no cayéramos apestados en la bodega, en tercera, que fue el boleto que apenas pudimos pagar.

    Bendito el Hotel de Inmigrantes, que nos recibió, y el oficiante que escribió las más de las veces mal nuestro nombre y nuestro apellido.

    Bendito el pan húmedo y la sopa rala que nos dieron para que no desmayáramos en nuestro destino.

    Bendito el camino.

    Bendita la carreta y bendita la desolación que nos acogió cuando llegamos.

    Todo eso era América.

    Y rezaban.

    El pueblo al que llegaron estaba dedicado a un santo, así que luego, muchos de ellos, la primera generación nacida en la tierra extranjera, llevaron de nombre de bautismo el del santo. El bendito en cuestión era San Gabriel, el ángel que se le apareció a la Virgen María el día de la Anunciación. Cuando le pusieron nombre al pueblo, deseaban ponerle Santo Gabriele, pero así se llamaba en italiano, y en esta tierra se hablaba español, y el idioma español, en realidad, aquí, se llama castellano. El nombre castellano de Gabrielle es Gabriel, su traducción. Había, además, problemas teológicos que resolver. ¿Gabriel era un santo, un ángel o un arcángel? ¿Los ángeles participan de la santidad del Señor?

    Había problemas teológicos, es cierto, pero ¿a quién le tocaba resolverlos? El de catastro del gobierno de la provincia no parecía muy católico, disimulaba mal, y todos comprendían que era de esa clase de gente que come santo y caga diablo. El problema era el tracto digestivo del señor oficiante del gobierno, y para no hacer del problema un problemón, una montaña de problemas, respondía que él no sabía si acaso el ángel o arcángel Gabriel era santo aparte de ángel. Pero no se lo creía del todo, y estaba seguro por demás de que la opinión de un humilde funcionario era, al fin y al cabo, compartida con el papa Pío X en el Vaticano, determinaba arrogante. No hay como estos argentinos para la arrogancia. Y finalmente dijo que no creía que estuvieran ofendiendo a los ángeles o a Dios en lo Alto, llamando santo al ángel Gabriel. De manera que el oficiante de catastro de la provincia autorizó a quien loteó la tierra grande en la pampa, don Ludovico Mignolo, a llamarlo San Gabriel, en castellano.

    El pueblo pasó a llamarse entonces San Gabriel. Y más adelante, mucho más adelante, dos generaciones después, aproximadamente cuando el ferrocarril se trazó y cruzó el pueblo, como estaba ubicado sobre una loma, según los ingleses que hicieron el mapa, lo llamaron San Gabriel de la Loma. Don Ludovico Mignolo compró la mayor parte de las tierras y las arrendó a los paisanos. Cuando arrendó, decía: Nosotros los colonos. Cuando cobró un poco en dinero y otro poco en un porcentaje de lo recogido en la cosecha, en cambio, decía: Ustedes los campesinos.

    ¿Cómo era la geografía de San Gabriel de la Loma? La llamada pampa no era sino un cráter fértil, plano y tan ancho que no podía verse como cráter más que desde un aeroplano que circundara todo el terreno. A su alrededor, las lomas, que no llegaban a la altura de una sierra, no tendrían cada una más de doscientos metros en su punto más alto, y en las faldas de esa loma crecía el monte silvestre. Arbustos, zarzales, muchos de ellos arrancados de cuajo por los colonos para plantar coníferas, pinos, y crear bosques que protegieran el sembrado de los vientos que asolaban la región.

    Había dos. El viento norte, que a nadie dejaba cuerdo cuando soplaba si lo encontraba fuera de su casa, era caliente. A veces cargaba polvo y arena, hacía a los caballos corcovear y pararse en dos patas, para voltear de la montura al jinete. El otro era la sudestada, pero venía de más lejos, de otra provincia. Era helado, aunque de tanto caminar se había ido calentando un poco. En un invierno crudo, la sudestada podía ser peligrosa porque escarchaba el sembrado. Cuando el trigo se hiela, por ejemplo, no tiene arreglo. Iban después los colonos damnificados a pedir a don Ludovico Mignolo que les permitiera pagarle con los quintales acordados más adelante, en la siguiente cosecha. A don Ludovico Mignolo le gustaba mostrarse generoso, que el pueblo lo viera como a un héroe de las colonias en las pampas argentinas. A veces perdonaba, y después por la noche, cuando apoyaba la cabeza en la almohada, lo corroía la duda y la avaricia. ¿Quién sabe cuándo será otra cosecha?, se preguntaba. ¿Quién sabe si ese campesino muerto de hambre no decide dejar el pagaré inconcluso y marcharse en lo oscuro, a la buena de Dios, a otra parte, otro pueblo o de regreso a Italia? ¿O pegarse un tiro en la frente con el trabuco? ¿Quién sabe? ¿Quién lo sabe? Cuando lo torturaba la duda, don Mignolo saltaba de su catre al alba e iba hasta el campesino perdonado y le quitaba el perdón.

    —Pero, don Ludovico, ¿acaso no sabe que voy a cumplir?

    —Cosas que pasan, que han pasado y pueden volver a pasar…

    —Don Ludovico, usted es para mí un padre. ¿Cómo le voy a fallar?

    —Las cosas cuando pasan, pasan, y es mejor que no pasen. Busque la forma de darme lo arreglado en cereal o en plata.

    En ocasiones, el padrino de cada uno de los nacidos en el pueblo era el mismo dueño de las tierras, don Ludovico. Don Ludovico Mignolo, el pionero, que había venido solo y compró grandes extensiones para la siembra con ayuda del gobierno, que quería a los inmigrantes para engrandecer el país y aumentar la población. Al principio, ayudaba. Así contaban todos. Después, don Ludovico fue vendiendo pequeñas parcelas de tierra al paisano que le caía en gracia, al medio pariente, al que prometía lealtad, al que parecía decente, o bien, al que traía un toco de liras escondidas en la zapatilla. En agradecimiento por sus gestiones, o para lamerle las botas, lo nombraban padrino del primogénito que les nacía. Medio pueblo se llamaba Ludovico, y don Ludovico caminaba orondo, contento, con el rebenque en la mano, seguro de estar haciendo el bien a los demás, haciéndose rico él.

    En la taberna, en la fonda, los diálogos se precipitaban y todo resultaba confuso con dos vasos de vino patero. Por ejemplo, el fondero clamaba:

    —Ludovico, no te voy a servir más caña. Ya me debes cinco de la semana pasada.

    —Yo te las pagué, Santino —gritaba un Ludovico airado desde un extremo del mostrador.

    —No. El otro Ludovico, el de la pata coja.

    —¿Yo, Santino?

    —Sí, que me debes cinco cañas y no te pienso servir una gota más. Que cuando te emborrachás, no pagás ni media.

    —Yo te pagué. Estás mentando al otro Ludovico, al hijo de Bisignani. Como me vuelvas a llamar ladrón, Santino, te arranco un ojo.

    Al dueño de la fonda

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