Los Continentes del Adentro
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Dieciséis años más tarde, el descubrimiento de los diarios de su abuela hace que Sofía parta en su busca. Confundida entre la fascinación y la lástima que siente por esa personaje-fantasma, llega a una Salos impensada: una isla habitada y comandada por mujeres, donde la libertad y los muros conviven; un paraíso en ruinas donde las Sirenas son bienvenidas, para bien y para mal.
Esta novela, que ha sido publicada previamente en Brasil y llega ahora a las librerías en castellano, marca el estreno de la guionista y escritora María Elena Morán como novelista.
María Elena Morán
María Elena Morán (Maracaibo, 1985) es una escritora y guionista venezolana radicada en Brasil. Es graduada en Periodismo por la Universidad del Zulia, estudió guion en la EICTV, en Cuba, y es doctora en Escritura Creativa por la Pontifícia Universidade Católica do Rio Grande do Sul. Es autora de la novela Los Continentes del Adentro.
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Los Continentes del Adentro - María Elena Morán
los
CONTINENTES
del
ADENTRo
María Elena Morán
Los Continentes del Adentro
Primera edición, 2021
Del original portugués Os Continentes de Dentro,
Porto Alegre 2021, © Editora Zouk.
© María Elena Morán
Diseño de portada:
© Sandra Delgado
Fotografía de portada:
© Rafael Trindade
Diseño del mapa:
© Maria Williane
© Editorial Ménades, 2021
www.menadeseditorial.com
ISBN: 978-84-123354-8-4
en colaboración con
Agradecimientos
En la historia de este libro caben varias décadas, países, lenguas, árboles genealógicos, áreas de conocimiento, incontables personas. Tengo, por lo tanto, una deuda vital tan grande que no logra ser rastreada, mucho menos nombrada; una deuda circular, que solo puedo pagar escribiendo páginas-homenajes que la multiplican.
Pero hubo también ofrendas cercanas, como la de mi papá, Rodolfo Morán, sonrisa rodeada de hombre, a quien le agradezco por enseñarme a amar la vida y los libros, y por escribir Dulce Naufragio, regalándome, sin saber, la idea de esta novela. Sé que me estás leyendo desde el Adentro.
A Marisela Atencio y Oriana Morán, mis mujeres, les soy grata hoy y siempre por ser, además de mi madre y mi hermana, lectoras atentas, universos y diálogos posibles.
A Los Atencio y a La Moranera, dejo aquí mi reverencia; ustedes son mi fuente inagotable de motivos.
Tengo una deuda grande con mi profesor y amigo, Luiz Antonio de Assis Brasil, por el incentivo y por la generosidad de acompañar la creación de esta novela de inicio a fin.
Agradezco los apuntamientos imprescindibles de Ciro Nogueira, Marianela Díaz Cardoso, Maria Eunice Moreira y Byron Vélez, primeros lectores de esta novela, junto con Julia Dantas.
Infinitas gracias a Taiane Santi Martins, Ángela Cuartas, Arthur Telló y Davi Boaventura, por las conversas sobre el libro en nuestra asamblea literaria particular. A mis amigos de siempre, Jesús Salvador Millán, Neomar Semprún y Ana Lourdes Colina, por apoyar mi trabajo de las más diversas y amorosas maneras.
Toda mi gratitud y admiración para las Ménades, por creer en mí y en mis Continentes.
Cierro esta lista de deudas con la mayor de todas, la que tengo con Rafael Trindade, mi amor, por el apoyo incesante, el diálogo sincero y el encaje siempre fascinante de su abrazo, que hizo este recorrido infinitamente más leve y feliz. Por eso, y por todo lo que no cabe en este texto condenado a la insuficiencia, gracias, mi amor. Hicimos este libro juntos.
Los Continentes del Adentro
Para mi papá
explicar con palabras de este mundo
que partió de mí un barco llevándome.
Alejandra Pizarnik
1.
De aquel episodio maldito yo recordaba retazos, fragmentos sueltos que mi familia supo completar con miedo. Dijeron que Ella intentó matarme y no admitieron atenuantes. La extirparon de nuestra vida y quedó decidido que yo debía odiarla. Entre el silencio y los años, lograron este olvido cruel y conveniente, más cómodo que el odio.
—Ella tenía tu edad cuando empezó a volverse loca —dijo mi madre, cuando le conté que buscaría a mi abuela Aída.
Y como Ella no se mencionaba, no se recordaba, no se invocaba, Ella sonó a bofetada. Pues Ella era escombro y de escombros nadie hablaba porque hablar de ellos hacía que un cierto olor a naftalina, cucaracha o alcanfor impregnara todo lo que aún sobrevivía y con esos olores nadie aguantaba existir. Por eso Ella debía continuar silente en el cadalso al que la mandamos, a pesar del descubrimiento de esos papeles pretéritos, súbitamente futuros, que ahora yo tenía en las manos.
Mi día había comenzado en la casa del abuelo Ignacio, que estaba mudándose para un apartamento más moderno y más fácil de mantener. Fui allí con una maleta, dispuesta a llevarme apenas lo que cupiera en ella, y salí con el peso de un aniquilamiento. Abuelo quería deshacerse de la insana cantidad de muebles y chécheres acumulados. Por chécheres, léase: libros. Aquellos que en una era previa a la tragedia fueron el tesoro de la casa, habían sido inútiles durante todos esos años y ahora la verdad era que estorbaban. Por fin, el abuelo asumía el carácter decorativo de las centenas de títulos que cubrían las paredes de la sala desde que Ella no estaba para leerlos.
A mi madre le daba igual lo que él hiciera con los libros, se había ofrecido para donarlos a alguna biblioteca local, pero antes tuvo la inusitada delicadeza de dejarme escoger los que yo quería para mí. Ella y yo sabíamos, aunque ninguna lo dijera, que esos libros eran el último rastro de la presencia de Ella en nuestras vidas.
Como yo estaba viviendo en un apartamento compartido desde que me separé de Franco, no quería llevarme muchas cosas, pues acabarían atiborrándome el cuartico que había alquilado. Los doce tomos de la Enciclopedia Salvat quedaron de inmediato excluidos de mi selección. Los bajé por grupos, les sacudí un poco el polvo y los metí en una de las cajas para donaciones. El peso del último trío de tomos me sorprendió; mis músculos estaban preparados para levantar el mismo peso que ya habían levantado otras tres veces, pero se quedaron con las ganas. La levedad inesperada, sumada al impulso innecesario que mis brazos prepararon, me desequilibró. Libros, silla y yo acabamos en el piso.
Libros caídos, abiertos, desnudos. Libros preñados de hojas ajenas. Mutilados con sumo cuidado, cada uno de los volúmenes conservaba el borde de todas las hojas intacto, pero el cuadrado central había sido removido, haciendo de cada obra un cofre y de cada cofre un lamento textual de la innombrable que, dieciséis años después, se atrevía a convocarme.
Diccionario Enciclopédico Salvat
Varios autores, 1972
Hojas en libro cofre
17/09/1981
Todo lo que sabes del mundo es mentira y te lo voy a probar. Mi secreto es secreto de Estado. El doctor Urbino quiere que le cuente por escrito lo que no le digo en las consultas. Pero mi secreto es secreto de Continentes. Los habitantes de los Continentes del Afuera no sabrían lidiar con lo que yo sé. El doctor Urbino no es estúpido. Si él quiere saber es porque quiere evitar que mi misión tenga éxito. Pero en caso de que eso ocurra, lo cual es muy probable, será mejor dejarle orientaciones a mi Sirena. Doctor Urbino, contaré por escrito lo que no cuento en las consultas, pero usted nunca sabrá leerme. Hoy le parezco una persona incompetente para la vida. Si usted supiera, si supieran todos, que mis capacidades son gigantes y no paran de crecer. Doctor Urbino, usted hace bien su trabajo. Por eso, usted nunca conocerá mi caligrafía.
Sofía, mi Sirena, estas páginas que él quiere para sí, son solo tuyas. Hablan de ti y de mí, pero son tuyas. Para que, si yo fracaso, sepas cómo llegar a casa. Yo soy tu Centinela de Mar. Ha sido una tarea ingrata y tengo miedo de lo que puedan hacer conmigo, pero, sobre todo, temo lo que puedan hacer contigo. Como sé que es difícil de entender, voy a empezar por el comienzo. Por aquel día en que dejé de ser Aída, la señora de Montiel, y volví a ser Aída Rojo, comisionada para grandes hechos y mujer con derecho a su alegría completa. A.
17/09/1981
Era una noche caliente a pesar de ser invierno. Un viaje a Argentina y Brasil que debía ser lindo. Pero no lo era. Estábamos ahí solo para que se me olvidara lo de mis cuadros. Lo de la fogata que tu abuelo hizo con mis cuadros cuando Anselmo dijo que había una galería interesada en ellos. Íbamos de la mano, pero yo iba sola. Mi marido, el navegante. Su mujer, pintora de la puerta para adentro. Pasamos días caminando por las playas, conociendo Florianópolis. Y a mí a veces se me olvidaba la fogata. Ignacio es Ignacio, para lo bueno y para lo malo. Ignacio es un cobarde. Paseamos en barco al atardecer. Ignacio no me pidió perdón. Pero yo lo miraba y ahí estaba mi Ignacio. Él cree que tiene razón, pero se arrepiente de la fogata. Todo en silencio. Callada, le dije que la vida seguía y que él era mi Ignacio. Volvimos al hotel y entonces comenzó todo. Yo pregunté si en Florianópolis había metro e Ignacio dijo que no. Entonces qué será ese murmullo. A.
17/09/1981
Veníamos de conocer Buenos Aires, de revisitar Montevideo, de amar Porto Alegre. Hacía dos días que estábamos en Floripa, como los brasileños llaman a Florianópolis. Era temporada baja. Mejor, porque no nos gustan las multitudes. Sin embargo, un gentío ya debía saber que hacía calor en ese sábado de invierno en Santa Catarina. Ya se escuchaba. Ignacio decía que no se escuchaba nada, que la playa era solo nuestra. Que no, que ya están cerca, vienen como de allá. Que no viene nadie de allá ni de ningún lugar y que en el horizonte no hay ni un barquito pesquero. Entonces qué será ese murmullo que viene de abajo. A.
17/09/1981
Nos fuimos para Curitiba antes de lo planeado porque no me gustaron los sonidos de Floripa. Ignacio dijo que eso pasaba porque yo nunca había estado en una isla y no estaba acostumbrada a estar rodeada del arrullo del mar desde todos los puntos cardinales. Si Ignacio lo decía, debía ser verdad. Concordar y sonreír. Concordar, sonreír y no joder. Tres consejos de mi madre. Curitiba, qué ciudad bonita, Aída, mira qué moderna, mira qué buen gusto. Y yo, que solo quería decir escucha la multitud, escucha cómo habla la gente de abajo, concordé, sonreí y no jodí. Pero si en Curitiba no hay metro ni hay agua en todos los puntos cardinales, entonces qué será ese murmullo que viene de abajo, como del propio centro de la tierra. Exijo silencio. Yo soy Aída Rojo. Mujer de Ignacio, el navegante. Madre de una hija que dejó de necesitarme rápido de más. Ama de casa impecable. Pintora incendiada. Yo soy Aída Rojo y exijo silencio. Yo soy Aída Rojo y bajo ningún concepto puedo volverme loca. A.
18/09/1981
Cuando desperté Ignacio ya no estaba en la cama. No estaba tampoco en el desayuno. Recordé que dijo algo sobre ir a pescar. Me senté en una de las bancas del jardín del hotel. Un espectáculo de verdes. A mi alrededor, una extensión enorme de grama podada, tan uniforme que parecía artificial. Una variedad impresionante de plantas que ya empezaban a florecer, confundidas con ese invierno caluroso. Me olvidé de Ignacio, quería apenas quedarme ahí y que el sol me terminara de despertar. Yo soy Aída Rojo y no debo escuchar lo que estoy escuchando. Qué boba, son huéspedes y funcionarios en el desayuno. No, no son. Son mis oídos. No son tus oídos. Algo les pasa a mis oídos, que me están jugando una broma pesada. No son tus oídos, Aída. No tengas miedo, solo escúchame. Yo soy Aída Rojo y no tengo derecho a volverme loca. Pronto vas a entender todo y vas a sentir tu alegría completa. Yo soy Aída Rojo. Eres Aída Rojo y, aunque el mundo diga lo contrario, tienes derecho a tu alegría completa. Tengo derecho a mi alegría completa. Hasta que al fin nos entendemos, Aída.
Ino es el nombre de ella, la voz que me habla desde ese momento. Ella dice que esto que he estado experimentando se llama «escucha activa». Es un talento que escasas personas poseen y que todas envidian. La mediocridad funciona así. Ellos están al tanto de que tu percepción es mucho más fértil que las piscinas de pelotas en las que ellos arrastran sus pensamientos. Tu marido, por ejemplo, dice que te ama, pero te anestesia la inteligencia desde hace años. Ignacio me ama, me entiende y casi siempre me ha estimulado. Tu marido te ama, es un buen Vigía de Tierra y hace su trabajo tan bien que ni tú ni él lo perciben. A.
18/09/1981
Dos semanas atrás, yo era una artesana, un ama de casa con pasatiempo, una pintora aficionada a pesar de todos mis empeños. A pesar de los cursos. A pesar de la práctica cada vez más intensa. Después de la quema de mis cuadros, fui volviéndome artista, importante. Fui prohibida de tan peligrosa. Fui insoportablemente buena. Tanto, que tu marido teme que te le pierdas en giras por Europa. Por Europa o por los pantalones de los grandes pintores del mundo, que bajarán sus pinceles ante tu genialidad. Ino concuerda conmigo y ahora sentimos juntas lástima de Ignacio. Pero Ino no se conforma con que yo deje a Ignacio ser lo que él es. Ino tiene prisa por hacerme revelaciones y para eso exigió que volviéramos a casa, entonces fastidié hasta que Ignacio adelantó el viaje. Después sigo, que viene gente. A.
18/09/1981
En el vuelo desde São Paulo hasta Caracas le dije a Ignacio que no me hablara, que quería dormir. Ignacio creyó que aún era por la fogata y, hasta cierto punto, tenía razón. Pero era, sobre todo, para escuchar lo que Ino me decía. Mi escucha activa no daba tregua. Estaba aterrada pero maravillada, como si mi vida estuviera bajo una lupa, ya no para examen, sino para reparación. Soy Aída Rojo, mujer bienaventurada y talentosa, escogida por autoridades del Mundo Inicial. Soy Aída Rojo y, apenas ahora, soy capaz de Ver.
Llegamos a casa y allí estabas tú con Taís esperando ansiosa. Me esperabas incluso con un regalo, un pequeño lienzo que pintaste para mí en el kinder. Tu madre me explicó los cambios que había hecho en mi casa, sin mi permiso, como si fueran una gracia. Y mientras tanto, todo lo que Ino dice tiene sentido, ella tiene acceso a cosas de mí que yo no sabía y todavía no sé encontrar. Yo estoy todavía un poco anestesiada. A ti también te costará al principio. El primer paso es aprender a entender no solo con la cabeza, sino también con la piel, que está llena de millones de receptores espíritu conceptuales.
La noticia que no me esperaba es que Ignacio es nuestro enemigo. Taís también. Y también tu padre. Pero yo quiero