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Hitler, un pecado colectivo
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Libro electrónico759 páginas10 horas

Hitler, un pecado colectivo

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¿Existe el pecado colectivo? ¿Condena este pecado colectivo el pecado individual? Terán analiza las teorías antisemitas modernas desde sus orígenes, exponiendo y condenando con severidad y sin concesiones a las grandes mentes del siglo XX que contribuyeron a lograr una ciega adhesión de las masas al régimen nacionalsocialista alemán. Los datos perturbadores de celoso rigorismo histórico, los colosales números de una matanza sin precedentes son, paradójicamente, los elementos con los que esta lectura apasionante conduce al lector a recuperar y redimensionar la trascendencia del individuo, a redescubrir el incalculable valor que subsiste en cada vida humana aun dentro de un océano de víctimas de las proporciones del holocausto judío. La amnesia colectiva deliberada y consensuada nos ha llevado una y otra vez a minimizar responsabilidades en pos de salvaguardar la propia integridad, justificando y relativizando peligrosamente la gravedad de nuestras conductas más aberrantes. En un mundo hiper comunicado, Terán nos alerta sobre el peligro latente de la manipulación informativa y la propaganda.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 ago 2024
ISBN9789874425737
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    Hitler, un pecado colectivo - Sisto Terán Nougués

    Primera Parte:

    El régimen Nazi

    I

    Livingstone

    1.

    Livingstone

    Robert Livingstone

    Obersalzberg, abril de 1939

    Adolf Hitler. Llevo ya veinte largos días esperando entrevistarlo, y las dilaciones se multiplican disfrazadas con pretextos tan vacíos que ya no pretenden siquiera serlo.

    Mi nombre es Robert Livingstone y soy un periodista de cierta relevancia. Mis empleadores me enviaron con una misión, entrevistar al hombre más importante del mundo, o al menos el que despierta una fascinación inusual entre nuestros lectores interesados en los acontecimientos de la política internacional, cuya complejidad amenaza con desatar tormentas apocalípticas.

    Hace apenas unos días, el primero de abril, ha concluido la que es tenida por la guerra civil más sangrienta de la historia. España toda ha sido sacudida por un terremoto de violencia y el derramamiento de sangre causa un cierto espanto curioso. El número de muertos es incalculable y la crueldad de ambos bandos inimaginable. Triunfadores y vencidos configuran una común argamasa de horror y desolación. Cuesta creer que el ser humano haya sido capaz de tamaña perversidad.

    Sin embargo, hay quienes dicen que esa conflagración ha sido un mero campo de ensayo para un conflicto aún más terrible y se ciernen sobre Europa sombríos nubarrones que no presagian nada bueno.

    En el epicentro mismo de lo que podría suceder se encuentra el enigmático personaje al que aspiro conocer.

    ¿Es Hitler un enigma o una importación de un personaje subido a su propia construcción mítica para sostener un poder que detenta férreamente desde hace seis años en Alemania? ¿Qué grado de veracidad tienen sus declamaciones violentas contra algunas minorías, particularmente judías, son meros argumentos políticos de conveniencia coyuntural, o se trata de convicciones íntimas, profundas, que se piensan genuinamente llevar hasta las últimas consecuencias?

    Esos y muchos otros interrogantes me han traído a este pintoresco Obersalzberg donde el Führer tiene su residencia a la que llaman Berghof.

    La ciudad montañosa es un lugar hermoso rodeado de chalets residenciales, donde por todos lados resuena el taconeo persistente de las botas de los militares y el ruido amenazante de vehículos infestados de soldados fuertemente armados. La población civil ha ido desapareciendo de a poco para ir dejando lugar a los allegados del Jefe de Estado, los que fueron apropiándose del entorno cercano, porque es bien sabido que esa cercanía anhelada al poder derrama siempre beneficios y privilegios de toda índole.

    Siendo precisos, este fenómeno de sustitución de los pobladores locales por allegados destacados del régimen nacional socialista no tuvo nada de espontáneo. En 1935, Martin Bormann recibió la orden de expropiar todo lo que rodeaba la residencia de su jefe y mandó a construir algunos chalets para amigos y funcionarios, entre los que se destacaba el propio o el que construyera el arquitecto Albert Speer, el hombre en cuyo talento arquitectónico confiaba ciegamente Hitler para proyectar ediliciamente los sueños de grandeza alemana.

    Desde que llegué, fui alojado en un cómodo hotel ubicado relativamente cerca de la residencia a la que aspiraba infructuosamente ingresar, muñido de mis credenciales periodísticas irreprochables.

    Dicen que no es posible servir a dos señores, pero en mi caso particular me divertía pensar que intentaría jugar tres roles diferentes, dos con compensación pecuniaria y uno estrictamente profesional y personal.

    El primero y obvio era cumplir con un trabajo que me había sido encomendado. Un importante relacionista público que representaba a muchas grandes empresas norteamericanas, con evidentes intereses económicos en Alemania, pretendía que se escribiera un artículo que de alguna manera describiera de manera amigable al líder del gobierno germano, como una manera de atenuar el rechazo profundo que inspiraba en la poderosa comunidad judíoamericana, que trabajaba incesantemente para desacreditarlo ante la opinión pública estadounidense. Cuando recibí la propuesta, mi primer impulso fue rechazar enérgicamente algo que se daba de bruces con mi pretendida dignidad profesional. Advertía que lo que se pretendía era utilizar mi prestigio periodístico para determinados fines económicos que me eran totalmente ajenos. Hice un encendido descargo de mi probidad profesional sin que mi interlocutor pareciera preocuparse en absoluto por el contenido de mis dichos.

    Tiene usted libertad de escribir lo que quiera, solo le pedimos imparcialidad y tener la exclusividad y confidencialidad de su informe. Luego estará en manos nuestras decidir o no la publicación de su trabajo, el que no podrá ser entregado a la prensa sin nuestro previo consentimiento, me dijo acompañando sus palabras con una sonrisa que quería ser amigable.

    Estaba a punto de replicar, cuando aquel hombre silenciosamente extendió su mano entregándome un cheque cuyo monto solucionaba muchos de mis inocultables problemas económicos. Ser un periodista muy reconocido no implicaba necesariamente estar a salvo de las contingencias materiales que a todos nos afligen.

    Con tristeza debo reconocer que ese cheque fue el empujón que me llevó a dejar de lado todo tipo de consideraciones morales. Al fin y al cabo se trata de un encargo, de un trabajo que cumpliría con la mayor puntillosidad posible, y si no lo hacía yo, con facilidad encontrarían rápidamente alguien mejor predispuesto y con menos escrúpulos.

    Cuando sellamos el acuerdo con un cálido apretón de manos no pude menos que sentir un sabor agridulce, quizás vendía mi alma al diablo, pero al menos lo hacía por un buen dinero.

    Nos adentramos luego en los aspectos logísticos del tema y se me entregó un pasaje con destino a Berlín. Tenía una semana para prepararme.

    A paso vivo me dirigí hacia la Biblioteca Nacional y de inmediato pedí acceso a la hemeroteca. Debía investigar a toda velocidad a mi futuro entrevistado. Busqué y rebusqué cientos de artículos que oscilaban entre los panegíricos más burdos y las denostaciones más crueles.

    Adolf Hitler no era un hombre que pasara desapercibido. La edición del año 1938 de la prestigiosa revista Times lo había elegido como el Hombre del Año. Evidentemente toda Europa estaba subyugada por la figura de este personaje carismático, cuya fuerte presencia había devuelto a Alemania al selecto círculo de las naciones más importantes del mundo después de la vergonzosa postración consagrada en los humillantes apartados del Tratado de Versalles. Los informes contradictorios que leía sobre el personaje escondían sin dudas las posiciones ideológicas y los intereses económicos inocultables de sus autores. Parecía no haber términos medios.

    Decidí conseguir su autobiografía Mi lucha para indagar más profundamente.

    Estaba inmerso en mi investigación y no pude advertir la presencia sigilosa de un hombre que se había instalado en una silla justo al frente mío. El individuo se mantuvo en silencio y esperó con paciencia para no interrumpir mi trabajo. Al cabo de un rato no pude menos que mirarlo directamente a los ojos y preguntarle en voz muy queda si necesitaba algo.

    Buen día señor Livingstone, me dijo y me entregó una tarjeta que lo identificaba como Frank Langsby, funcionario de una agencia gubernamental cuyas siglas y existencia yo desconocía por completo.

    Sabemos que está viajando la semana que viene a Berlín y queríamos simplemente pedirle un favor.

    La situación era un tanto ridícula, pero no podía salir de mi asombro.

    –Y usted, ¿cómo lo sabe? –pregunté.

    No tiene mucha importancia, lo que importa es que estamos al tanto de su viaje y necesitamos que, a su regreso, nos informe pormenorizadamente de todo lo que haya visto en Alemania, respondió.

    Lo lamento, tengo un acuerdo de confidencialidad, si quiere acceder a mi trabajo deberá acudir a mis empleadores, cuyo nombre tampoco estoy autorizado a suministrarle. Dicho esto, hice un gesto invitándole a dar por terminada la conversación.

    Langsby permaneció sentado y en silencio, como escudriñando en su cerebro en busca de encontrar las palabras adecuadas para convencerme.

    Finalmente se levantó y me dijo: Continúe trabajando, le espero en una hora en la cafetería de la Biblioteca, almorzamos y nos pondremos de acuerdo. Se fue sin estrecharme la mano y en su gesto imaginé la sugerencia de algún tipo de amenaza encubierta que me produjo cierta inquietud.

    Llegado el tiempo previsto y urgido por una mezcla de curiosidad y temor me dirigí a paso resuelto hacia el Café.

    Frank me esperaba fumando un cigarrillo y bebiendo algo que parecía ser un té o un café.

    Me senté y le miré inquisitivamente.

    Muchas gracias por venir y doblemente agradecido por su puntualidad, es una cualidad que aprecio profundamente, me saludó.

    Voy a ser breve. Al gobierno de los Estados Unidos le interesa profundamente conocer todo lo que pueda contarnos a su regreso. Imagino que usted comprende la importancia capital que tiene estar informados sobre las personas que deciden el curso de los acontecimientos del mundo. Va a tener usted un privilegio inusual, se entrevistará personalmente con un hombre cuyas acciones pueden marcar el destino del futuro próximo de buena parte de la humanidad. Y nosotros necesitamos conocer de primera mano las impresiones que su persona y el ambiente que le rodea le generen a un intelecto agudo y suspicaz como el suyo.

    Le agradezco el alto concepto que me tiene, pero debo reiterarle que mi reportaje está protegido por una relación contractual que no puedo soslayar bajo ningún concepto.

    No nos interesa su reportaje, nos interesa usted. Si quiere no escriba nada. Lo que necesitamos es que registre mentalmente todo lo que vea. Cuando vuelva nos cuenta simplemente lo que vio y retorna luego a su vida normal. Acompañó su frase depositando sobre la mesa un cheque que extendió hacia mí, sin que ningún gesto alterara la impasibilidad de su rostro.

    Sus honorarios. Un valor igual recibirá luego de conversar con nosotros.

    Guardé el cheque en el bolsillo interior de mi chaqueta y me levanté sin haber almorzado.

    Ya tenía dos señores a servir en una misma expedición.

    Y había más, el verdadero e inocultable motivo que me impulsaba a aceptar todos los encargos. Mi curiosidad, mi afán de saber, mi deseo de investigar la razón de los hechos históricos era un gen insobornable en mi esencia, y ese jefe, mi otro yo, era el más despótico de los tres señores a los que me había propuesto servir.

    Llegué a Berlín el veintisiete de marzo de 1939 para un viaje que pensaba iba a durar un par de días, y que terminó extendiéndose por casi seis meses, dejando una huella indeleble en mi alma, cruel cicatriz nunca cerrada del todo.

    Al llegar, inmediatamente me puse en contacto con las personas que habrían de propiciar la entrevista. Me recibieron en unas sobrias oficinas de una de las empresas más importantes de Alemania dedicada a la fabricación de automóviles. Muy vinculados al gobierno, se decía que habían desarrollado el vehículo que se conocía con el nombre de Volkswagen, el auto del pueblo, un desarrollo tecnológico que habría contado con la participación del mismísimo Führer. Verdadero o falso contribuía al mito y como tal se lo difundía.

    Con preocupación se me informó que Hitler había decidido súbitamente trasladarse a su residencia privada de Berghof y que no iba a estar disponible en Berlín, por lo que se me invitaba a pasar unos días en la capital alemana mientras se organizaban para garantizar mi traslado, a los fines de concretar la audiencia que se había gestionado.

    Sin poder replicar nada me condujeron a mi hotel, donde tuve la posibilidad de concluir la lectura de la autobiografía del líder Alemán. Su lectura me llenó de inquietud, más allá de algunos insulsos datos biográficos seguramente distorsionados por la percepción subjetiva del autor, la pregunta que cabía formularse era hasta qué punto determinadas consignas políticas eran mero artilugio retórico para convencer a las masas de otorgarle el poder, o acaso se trataba de convicciones fundamentalistas que el protagonista estaría dispuesto a llevar a cabo hasta sus últimas consecuencias.

    Me encontraba inmerso en rememorar mi corta estadía en Berlín, cuando alguien golpeó discretamente mi puerta.

    Sin resquemor la abrí de par en par. Sabía con certeza que se trataba de Franz Ritter, el edecán de uno de los más importantes jerarcas del régimen que había sido asignado a mi custodia o servicio, como prefiriera definirlo cada cual.

    Franz me saludó con un taconeo marcial, no podía evitar estas formas militares que le habían sido impuestas hasta convertirse en su segunda naturaleza.

    ¿Novedades?, pregunté.

    Vamos a tomar una cerveza, contestó imperturbable. No sería ese día el que llegaría a ver al Führer. Resignado me puse un abrigo y juntos nos dirigimos al bar del hotel.

    II

    Ritter

    2. Ritter

    Franz Ritter

    Berlín, marzo de 1939

    Hacía mucho frío en el aeropuerto de Berlín esa mañana del 27 de marzo de 1939. Mis superiores me habían encomendado la recepción de un periodista norteamericano y tenía que acompañarle y vigilarle, ambas cosas parecían siempre consistir en lo mismo, no dejarle solo ni un instante anotar meticulosamente todas y cada una de sus actividades para elevarlas formalmente a un superior que seguramente se lo enviaría a alguien más, hasta ir a parar a algún ignoto archivo donde las anotaciones morirían de muerte natural, ignoradas por completo, salvo que resultase menester volver a ellas por alguna razón que yo no podía llegar a imaginar.

    Tengo veinticuatro años de edad, y contaba con solo dieciocho años cuando en 1933 Adolf Hitler llegó al poder y con él la esperanza retornó al pueblo Alemán. Fue entonces que me sumé a las juventudes del partido nacional socialista y me sentí tremendamente orgulloso de transformarme prontamente en uno más de los múltiples engranajes humanos que reconstituiríamos la grandeza de nuestra Nación.

    Un encuentro fortuito con un pariente de mi padre hizo que me recomendaran ante el poderoso Heinrich Himmler.

    Todavía recuerdo con intensidad la primera vez que me encontré con el legendario jefe de las SS. Corría el año 1931 y mi padre recibió una llamada de un primo hermano suyo, con el que mantenía una gran amistad e inclusive habían llegado a ser socios en un par de experiencias comerciales muy exitosas, invitándole a él y toda nuestra familia a cenar esa noche en su casa.

    La cena, restringida y familiar, contaba con la presencia estelar de Himmler, amigo personal del pariente de papá. Literalmente toda la conversación aquella noche giró en torno a los padecimientos de una Alemania sumida en el caos y la desesperanza, gobernada por incompetentes, con una economía destrozada y una violencia latente que de tanto en tanto explotaba en alguna esquina, con fuertes y sangrientas confrontaciones entre militantes políticos de distintas extracciones ideológicas.

    Al finalizar la cena, los hombres se retiraron a una sala contigua donde se fumaba y bebía con cierta solemnidad y con exclusiva presencia masculina, como era habitual. Himmler hizo un gesto, y mirándome directamente a los ojos, me indicó que los acompañara. Nadie objetó la silenciosa orden del hombre más importante de aquella velada, y mi corazón se desbocaba de orgullo y agradecimiento infinito por la distinción recibida.

    En la sala Himmler se puso de pie, me indicó que me pusiera a su lado y me puso una mano en el hombro, dando inicio a un formidable discurso que duró casi una hora, sin que nadie se atreviera a interrumpirle.

    Nos habló de la gran esperanza nacional que representaba el partido nacional socialista y nos instaba a colaborar con toda nuestra energía con ese proceso de transformación que requeriría la inexcusable participación de todos los buenos alemanes. Nos habló de la supremacía de la raza aria, comprobada y avalada científicamente, citando nombres de filósofos, psiquiatras, médicos y científicos que daban una autoridad de sentencia a sus afirmaciones. Nos comunicó (obviamente) que tendríamos que enfrentar dificultades y enemigos variados, mezquinos e intrigantes, muchos de ellos infiltrados en el seno de nuestra propia sociedad como un peligroso veneno que había que extirpar de cuajo, sin piedad. Todos estábamos impregnados de un entusiasmo fervoroso y el futuro que se nos describía nos parecía promisorio y esperanzador. Señalándome, me identificó como el prototipo de alemán perteneciente a esa raza de superhombres que habríamos de cambiar el destino del Estado, y yo no pude evitar ruborizarme ante el encendido elogio que hacía de mi persona.

    Cuando finalmente dejó de hablar, mi futuro ya estaba decidido. Trabajaría con ese hombre formidable y así se lo hice saber de inmediato, para gran sorpresa de mi padre.

    Al día siguiente me transformaría en su asistente personal.

    Las SS eran un pequeño cuerpo conformado por menos de trescientos efectivos en 1929, y la decisión de mi jefe era la de escindirse de la subordinación que al menos en los papeles debía prestar a las SA.

    Un mes antes de mi ingreso a mi nuevo trabajo Himmler había reclutado como su segundo a un personaje con una increíble tenacidad y una feroz capacidad de trabajo, Reinhard Heydrich. Quien en breve se convertiría en su adjunto. Juntos formaban un equipo formidable. Incansables y tenaces no ahorraron esfuerzos detrás del objetivo de transformar a las SS en un cuerpo policíaco paramilitar cada vez más omnipresente y poderoso. Nada podía ni debía escapar a sus tentáculos, que de a poco se iban extendiendo por todo el cuerpo público y privado del estado alemán.

    Mi trabajo tenía la intensidad que mi jefe exigía, no había horario regular, ni sábados ni domingos, debía estar disponible al extremo que tuve que mudarme a un pequeño departamento muy cerca de mi lugar de trabajo.

    Mi orgullo era infinito y total por aquellos tiempos. No cuestionaba ni intentaba cuestionar ninguna orden que recibiera, estaba entrenado y la grandeza de nuestros objetivos justificaba con creces cualquier accionar.

    Recibí instrucción militar y pronto anduve por las calles berlinesas uniformado y armado, impecable de pies a cabeza, genuino y arquetípico ejemplar ario de aspecto saludable y entusiasta.

    Sin embargo, nunca había tenido hasta ese momento que hacer otra cosa que un pesado trabajo burocrático. Papeles y más papeles. Todo debía quedar consignado por escrito, clasificado y archivado por orden de importancia. El cuerpo de dactilógrafas y los empleados de archivo representaban ya un número casi tan importante como el de las fuerzas de choque que iba cobrando notoriedad a medida que sus actos violentos se hacían públicos.

    Himmler y Heyndrich tenían muy claro que infundir temor era esencial para la consecución de sus proyectos, y a todos nos parecía extremadamente lógico que se aplicaran metodologías extremas, aunque en mi caso personal por razones que ignoro se me había mantenido hasta entonces al margen de esas actividades.

    Un día, sin presentación ni anuncio previo, hizo acto de presencia en nuestras oficinas Adolf Hitler: legendario referente y conductor. A primera vista el hombre no impresionaba mucho, pero cuando uno le miraba a los ojos detectaba en ellos una fuerza magnética que afectaba de inmediato a todos, incluso a los más poderosos. Ingresó sin pedir permiso a la oficina donde Himmler y Heydrich estaban reunidos y detrás de él ingresaron un grupo de personas que debían ser sus allegados más cercanos. Todos los rostros estaban serios y destilaban un aura de determinación y fiereza que impresionaba. Haciendo resonar los tacos de mis botas saludé a la leyenda viviente sin que pareciera este siquiera apercibirse de mi presencia. Himmler con un gesto que denotaba algo parecido al temor me hizo un gesto perentorio que interpreté fácilmente. Debía retirarme de inmediato. Y así lo hice.

    Era el veintisiete de febrero de 1933 y hacía menos de un mes que Hitler había sido nombrado canciller de Alemania por el presidente de la nación Paul von Hindenburg, inaugurando un gobierno de coalición entre el nacionalsocialismo y el Partido Nacional Alemán.

    Mientras se desarrollaba la imprevista reunión, las oficinistas empezaron a murmurar y algunas se precipitaron a la calle.

    Preso de curiosidad las seguí, y al salir y con ojos asombrados divisé a corta distancia de donde estábamos los signos exteriores claros de un feroz incendio que consumía implacable un edificio importante en pleno centro de Berlín. Después conocería que se trataba de un atentado que destruyó el Reichstag.

    Himmler me contaría unos días después con inocultable orgullo que aquella noche había sido él quien sugiriera aprovechar este incidente y transformarlo en la razón de ser que justificara la toma absoluta del poder. Para ello había que encontrar un culpable y redactar un decreto que debía firmar el presidente Hindenburg, otorgando plenos poderes para castigar a los enemigos del estado que habían perpetrado tan aberrante atentado.

    Hitler reaccionó velozmente, aprobó la idea y ordenó a un grupo que se dirigiera de inmediato al Reichstag y encontraran de inmediato al culpable de los hechos. Nadie preguntó cómo harían para encontrarlo, salieron de allí con una misión y la llevarían adelante con eficacia. Otro grupo se abocó de inmediato a la redacción del decreto. El líder lo quería redactado de inmediato. Los más versados en Derecho y Administración redactaron un texto que debieron corregir varias veces hasta que satisfizo a Hitler. Una vez definida la redacción final, el canciller salió velozmente acompañado de sus funcionarios rumbo a la residencia personal del presidente.

    Hindenburg no se sorprendió al ver la llegada del contingente de miembros del gabinete encabezados por Hitler. Ya estaba acostumbrado a las formas intempestivas de su canciller al que secretamente había aprendido a temer profundamente. Sin oponer mucha resistencia, firmó el llamado decreto del incendio del Reichstag, cuya ley habilitante dio al gabinete, y en concreto a Hitler, plenos poderes legislativos, convirtiendo al país de facto en una dictadura. El decreto suspendía los derechos básicos y permitía la detención sin juicio o proceso judicial alguno de todo aquel que fuera considerado enemigo del estado.

    Mientras tanto los esbirros enviados al efecto habían detenido a Marinus van der Lubbe, un albañil neerlandés de veinticuatro años que había llegado desempleado hacía un mes a Alemania. Sometido a tortura confesó prontamente su filiación al partido comunista, y admitió ser el responsable del atentado. Fue acusado de inmediato de conspiración y sentenciado a muerte. Sería ejecutado diez meses después.

    Con satisfacción Himmler me dijo que había sido providencial tan veloz hallazgo de un culpable tan conveniente a los fines de la causa nacional socialista. Puede decirse que ese día empezó a consolidarse el Tercer Reich y el futuro venturoso había encontrado en estos episodios el resquicio necesario para filtrarse y hacerse realidad.

    Desde ese día no quedó duda alguna de que Adolf Hitler era el verdadero y único poder real en Alemania. Y también a partir de aquel día ya no me sería posible quedar al margen de los acontecimientos. Debía hacer, y lo haría, cosas imposibles de conciliar con la buena conciencia, pero en ese entonces no lo sabía todavía.

    Mis pensamientos estaban discurriendo por esos terrenos complejos cuando fueron interrumpidos por un americano de rostro desenfadado y juvenil, apenas unos años más grandes que yo. Por todo equipaje llevaba una mochila bastante pesada. En su interior había una pequeña máquina de escribir, resmas de papel, papel carbónico y una muda de ropa.

    Sonreí, y me dije para mis adentros que el pobre infeliz creía que regresaría pronto.

    Su estadía dependería de mi evaluación, mi informe y mi omnipotente voluntad.

    III

    Villegas

    3. Villegas

    Benjamín Villegas

    Yala, Jujuy, Argentina, septiembre de 1990

    Hacía mucho que no viajaba a Jujuy, más precisamente desde mis tiempos universitarios, cuando solía escaparme para participar en las celebraciones del día del estudiante, que por aquellos tiempos tenían una importancia notable y convocaban a miles de jóvenes de todo el país. Desde mi Tucumán natal el viaje era de unas tres horas y media en automóvil, así que casi lo consideraba un paseo. Todo Jujuy era una fiesta y los jóvenes transitábamos infatigables de un lado a otro en busca del mejor lugar y el mejor momento para divertirnos, y el momento estelar del desfile de carrozas y la elección de la reina de los estudiantes eran motivo de algarabía y festejo.

    Regresaba después de más de diez años, y ya en plan más sosegado, invitado por un colega excompañero de la Facultad de Derecho que celebraba su cumpleaños. El evento era en una espaciosa casa quinta propiedad de la familia del agasajado ubicada en Yala, a unos cuantos kilómetros de la capital jujeña. La reunión era muy variopinta, y conocía a muy pocas personas, por lo cual me sentía un poco fuera de contexto. Un grupo de jóvenes tocaba la guitarra y cantaba mientras los demás se juntaban en pequeños grupos que parecían hablar en simultáneo.

    El día era espectacular y me dirigí al jardín a contemplar la magnificencia de las montañas que nos rodeaban y, de paso, alejarme del bullicio. Sorteando los automóviles que estaban estacionados por todas partes (me preocupé de antemano por saber cómo diablos iba a sacar el mío de ese atolladero), para mi sorpresa me encontré con una chica que tenía aspecto extranjero. Su piel blanca nívea y su cabellera color fuego la distinguían como foránea, o al menos así lo supuse. Nos sonreímos al descubrir que nuestra decisión de aislarnos había quedado trunca por obra y gracia de la casualidad. Intenté un saludo y la joven me respondió que no hablaba español. Mi inglés no era bueno, pero sí lo suficiente para entablar una conversación a la que la barrera del idioma hacía desafiante. Luego supe que su español era al menos tan bueno como mi inglés, por lo que nuestras charlas futuras se fueron desarrollando con una simpática torpeza bilingüe. Me contó que su nombre era Anne Livingstone y estaba graduada en filosofía y había emprendido una especie de año sabático, previo a dedicarse a las tareas docentes y de investigación a las que planeaba dedicar su vida.

    La jornada transcurrió, inevitable como todas las de nuestras vidas, y casi sin darnos cuenta la noche nos sorprendió hablando de filosofía, mi verdadera pasión y nunca consagrada en estudios académicos, pero cultivada vorazmente en mi calidad de lector autodidacta.

    Al saber de mi afición literaria casi ilimitada, me contó que ella tenía en su poder unas memorias no publicadas de su abuelo, quien aún vivía en un condominio en Fort Lauderdale acercándose a los noventa años, y había confiado en su nieta para su corrección y eventual publicación. Al parecer Robert Livingstone llegó a ser un periodista notable en su tiempo, varias veces nominado por sus investigaciones para el premio Pulitzer, sin que jamás lograra ganarlo. Reímos cuando hice un paralelismo con Jorge Luis Borges, eternamente postulado y jamás consagrado como Premio Nobel de Literatura.

    En ese mismo instante resolví prolongar unos días mi estadía en Jujuy, y le pedí que me mostrara ese manuscrito y a cambio la invitaba a cenar en el mejor restaurante de Jujuy. Había llegado a la fiesta en compañía de unas amigas y me pidió si la podía acercar a su hotel, que casualmente era también donde estaba alojado, el otrora famoso Alto de la Viña, que vivía de glorias pasadas y estaba costando mucho resucitar su viejo esplendor.

    Después de múltiples maniobras que pusieron varias veces en peligro la integridad de mi automóvil, nos fuimos rumbo al hotel. Dejábamos detrás la fiesta sin saludar al anfitrión, que había bebido ya lo suficiente como para que nuestra ausencia le tuviera sin cuidado.

    Tras la ducha, nos reunimos en el comedor del hotel. Enorme y espacioso, había escasos comensales y el menú se limitaba a unos muy pocos y rudimentarios platos. Pedimos dos milanesas con papas fritas, en esos casos suele ser la opción más segura, y una botella del mejor vino tinto que pudieron ofrecernos.

    Anne trajo una versión dactilografiada del manuscrito. Me contó que había crecido fascinada por el personaje de su abuelo, que había sido corresponsal de guerra y cuyos artículos le habían dado notoriedad y un buen pasar económico. Una vez retirado se dedicó a escribir sus memorias, pero jamás las publicó. Su extraordinaria versatilidad de escritor de textos cortos, un artículo periodístico requería una refinada mezcla de síntesis tropezaba sin embargo cuando se proponía abordar sus recuerdos. Las crónicas de guerra eran descripciones, las investigaciones, información recopilada en ambos casos con un exterior objetivo narrado por un sujeto. En las memorias el sujeto debe desnudarse al lector, y su subjetividad en la apreciación de los hechos campea a sus anchas por todo el texto, y así debe ser, porque lo que importa es el personaje por encima de la narrativa. El periodista conspiraba sin saberlo contra el escritor, y el texto nunca vio la luz. Cansado de fracasar, una navidad regaló a su nieta mayor lo que había escrito y con un gesto cansado, de anciano que ha vivido mucho y tiene conciencia cabal del final de su tiempo, la desafió para ver si era capaz de encontrarle algo útil.

    Anne dedicó mucho tiempo a ordenar los papeles y no tardó en encontrar una pequeña joya, que esa noche trajo para que la leyéramos juntos. El título era por demás sugestivo: Mi entrevista con Adolf Hitler, el artículo que nunca publiqué.

    Ella me lo leyó despaciosamente en inglés y muchas veces soportó con paciencia mis interrupciones en procura de aclaraciones que íbamos desgranando de a dos. Cuando los mozos nos indicaron con impaciencia que el restaurante cerraba, continuamos la lectura en uno de los múltiples apartados vidriados del hotel desde donde podíamos divisar las luces de la ciudad. Nos terminamos el vino de a cortos sorbos, y no pude evitar sentirme fascinado por la situación y fuertemente atraído por esta chica extranjera que acababa de conocer.

    Cuando casi había empezado a despuntar el alba creímos prudente dejar de leer y fuimos hasta su habitación. En la puerta no pude evitar darle un beso que ella respondió apasionadamente por un breve lapso de tiempo. Luego me apartó con un gesto y no me dejó entrar a su habitación.

    Lleno de pensamientos encontrados me fui a dormir. No sabía que estaba empezando una historia fascinante.

    IV

    Livingstone

    4.

    Livingstone

    Robert Livingstone

    Berlín, marzo de 1939

    Una de las razones por las que mis empleadores me habían escogido para mi trabajo y estaban dispuestos a pagar extraordinariamente bien mis servicios era mi dominio impecable del alemán, producto de una madre germana que se había empeñado desde mis primeros años por inculcarme el conocimiento de su lengua materna. Además, el apellido de mi madre era de un origen indiscutiblemente ario, hasta contenía un Von que le precedía confiriendo cierta aura de nobleza. Muy orgullosa de sus orígenes, había abandonado su Múnich natal a los diecinueve años para casarse con mi padre, un agregado cultural de la embajada de Estados Unidos en Alemania al que había conocido a través de amigos comunes.

    Mi papá era un hombre muy culto e intentó aficionarme a la lectura, lo que consiguió a medias, pero no pude evitar dejar de leer a sus instancias algo de Nietzsche, cuyo Así habló Zaratustra había causado conmoción en mi alma todavía ingenua de cristiano norteamericano, para el cual la mera negación de la existencia de Dios era causal de condena a fuegos eternos, y en vano había leído Ser y Tiempo, del que era considerado el filósofo más renombrado del siglo, Martín Heidegger, cuyas definiciones tautológicas y abstractas me costaron muchísimo y, para desdicha paterna, tuve que confesarle que no completé la lectura. No obstante, no pude ser inmune a la profunda admiración que mi padre profesaba por todo aquello que había producido la cultura germana. El talento de sus músicos, juristas y filósofos no me era desconocido, y la sola mención de nombres ilustres me llenaba de respeto por ese pueblo alemán, al cual estaba indisolublemente ligado por vía materna.

    Aprovechando mi habilidad lingüística estreché con firmeza las manos del joven que había ido a recibirme y le saludé efusivamente. Era sin dudas apenas unos años menor que yo y se esforzaba por mantener en toda su postura una actitud marcial y seria que se resistía a abandonar por muy simpático que yo pretendiera mostrarme. Su pelo rubio cortado al ras, unos ojos increíblemente celestes y su uniforme negro impecable eran el retrato perfecto del prototipo germano que podía uno presuponer, y sus botas negras brillantes de lustre no podían evitar causar un sonido acompasado que le acompañaba por doquier a cada paso que daba.

    Se sorprendió un poco al escucharme hablar fluidamente en su idioma, pero aun así mantuvo el gesto adusto, y con cierta solemnidad me condujo al exterior del aeropuerto donde nos esperaba un vehículo negro conducido por un joven que parecía recién salido de su pubertad.

    Intenté iniciar una conversación que fue interrumpida de manera brusca por el hombre que me entregó un papel escrito en inglés donde se me daban las indicaciones del hotel donde me hospedaría, y el nombre y apellido de la persona a cuyo cargo estaría mi atención durante mi estadía, que supuse que se trataría del mismo hombre con el que estaba hablando, en lo cual acerté cuando al preguntarle su nombre contestó Franz Ritter, coincidiendo con los datos consignados en la nota que me estaba entregando.

    Franz hablaba un buen inglés, pero creo que se sintió más cómodo cuando comprendió que iba a resultar más sencillo comunicarnos en su lengua nativa.

    Al llegar al hotel me indicó que fuera a mi habitación y que descansara un poco, en un par de horas regresaría para llevarme a almorzar. Me pareció un magnífico plan, ya que mi cuerpo fatigado por el viaje pedía a gritos una buena ducha y un descanso previo a cualquier actividad.

    En conserjería tomé un periódico y nos separamos cada uno a sus menesteres.

    Después de ducharme con un agua que no estaba tan caliente como hubiera deseado, me tumbé en la cama y me puse a leer el periódico hasta quedarme dormido.

    Me despertó el timbre agudo del teléfono, que me sacó abruptamente de la placidez del sueño. Era Franz: me esperaba para ir a almorzar y armar la agenda del día. En verdad me urgía cumplir mi trabajo y regresar pronto a disfrutar mis honorarios, a fin de cuentas nunca se me había pagado tanto por tan poco, o al menos eso creía en ese momento.

    Mi custodio alemán me esperaba imperturbable como siempre y con cara de pocos amigos. Ya vería cómo podría desbloquear la muralla de antipatía que el hombre parecía sentir por mi persona.

    Le pregunté dónde íbamos y me explicó que una empresa de fabricación de automóviles había decidido agasajarme con un lunch y que allí recibiríamos instrucciones de los pasos a seguir.

    Camino a la reunión pensé cómo podía hacer para acercarme a él pero solo obtuve respuestas parcas de mi compañero y guardián. Estaba implícito que no iba a poder moverme a mis anchas por Berlín sin la compañía atenta y vigilante de mi cancerbero. Pero bueno, poco importaba eso si, como tenía previsto, en un par de días iba a estar volando de nuevo rumbo a casa.

    Cuando llegamos me di con la sorpresa de que el pretendido agasajo no era tal. Simplemente se trataba de una forma cortés de recibirme y despacharme de vuelta a mi hotel con las manos vacías y sin fecha cierta de concreción de mi audiencia. Lleno de incertidumbre retorné sin tener muy en claro los pasos a seguir.

    Inquieto le indiqué a mi acompañante que iba a dar un paseo por Berlín y que le relevaba de la molestia de mi compañía forzada hasta tanto nos definieran la fecha de mi encuentro con el Führer.

    Mi planteo posibilitó la aparición en el rostro de mi custodio la primera sonrisa desde que lo conocí, a pesar que el rictus pretendía ser irónico, era al menos una muestra de humanidad en aquel semblante artificialmente adusto.

    No es ninguna molestia, replicó, con un tono amable pero firme, sin dejar lugar a dudas que sería mi sombra mientras permaneciera en su patria.

    ¿Qué quiere hacer?, yo haré lo que corresponda para que pueda hacerlo, dijo, y su cuerpo pareció adoptar una actitud más relajada.

    Bueno, lo primero que me gustaría es que tenga a bien comunicarse con sus superiores para pedirles el favor de agilizar los trámites para que pueda llevar a cabo mi trabajo.

    Por supuesto, contestó.

    Mientras tanto qué le parece si asistimos a una conferencia que dará el filósofo Martin Heidegger, propuse con entusiasmo. Había leído en el periódico que el prestigioso pensador estaba de paso en Berlín donde recibiría un galardón y disertaría. Suponía que conseguir acceso al evento no representaría un gran problema para un oficial de las SS como Franz.

    La idea le pareció magnífica, evidentemente era un admirador del filósofo existencialista, y, sin quererlo mucho, la propuesta aflojó la tensión que existía entre nosotros.

    No sabía que le interesaba la filosofía, dijo, abriendo por fin las compuertas a un diálogo más humano y menos profesional.

    En realidad mi padre era un admirador de los filósofos alemanes y me hizo leer a muchos de ellos, y la posibilidad de escuchar a quien era ya tenido por la eminencia filosófica más importante del siglo XX despertaba mi curiosidad intelectual y me parecía una magnífica manera de emplear el tiempo de espera, cuya prolongación aún no conocía.

    Franz me dejó en el bar del hotel mientras se dirigió a hacer el necesario trámite de llamadas telefónicas y pedidos de favores para conseguir el objetivo, que le puse más complejo cuando con el tono más humilde que pude encontrar en mi repertorio personal literalmente le supliqué que intentara que Heidegger me concediera un reportaje.

    Regresó y se sorprendió al verme hojeando Mi lucha.

    Hay que conocer profundamente al entrevistado, dije a modo de explicación.

    En toda casa alemana hay un ejemplar de ese libro, me dijo con algo de orgullo, pero me pareció también advertir alguna nota falsa en su voz que me resultó imposible descifrar.

    ¿Qué opina?, me preguntó mirándome fijamente con esos ojos tan celestes que no parecían humanos. Por primera vez había captado enteramente su atención y parecía genuinamente interesado en mi respuesta.

    Traté de ser lo más benévolo posible, no resultaba sencillo darle una contestación franca a un oficial alemán sin incurrir en algún riesgo.

    Interesante, muy interesante.

    Me miró con algún dejo de insatisfacción ante mis dichos, lo que me permitió continuar diciendo:

    En verdad literariamente no me satisface, los datos biográficos son insuficientes y su redacción no es muy feliz. Pero lo que resulta apasionante es el plexo de ideas que constituyen la base del pensamiento nacionalsocialista. Desde el punto de vista estrictamente periodístico su lectura es invalorable para mi entrevista, ya que me permitirá ahondar cuáles de estas ideas subsisten como esquema de acción política ahora que finalmente se encuentra en el poder, ese poder que persiguió durante tantos años.

    Franz quedó un instante en silencio, meditando cuidadosamente sus próximas palabras, parecía que íbamos a iniciar una conversación interesante pero dio un giro repentino a la charla y me informó que ya teníamos acceso a la conferencia y que fuera a prepararme. El evento era en una hora y teníamos unos buenos diez minutos de traslado hasta el lugar.

    En cuanto a la posibilidad de la entrevista la veríamos directamente in situ, ya tenía él los datos de la persona que podría procurarnos el contacto directo con Heidegger.

    Entusiasmado subí a mi habitación y busqué lápiz y papel para tomar nota de todo lo que iba a escuchar esa noche.

    En el automóvil, Franz me dijo solemnemente: Antes que retorne a su país hablaremos si usted quiere sobre el libro del Führer y los postulados políticos del partido.

    En silencio, recorrimos las calles de Berlín mientras mis ojos se esforzaban por construir una imagen visual de la ciudad que solo transitaría como se dice vulgarmente a vuelo de pájaro.

    V

    Ritter

    5. Ritter

    Franz Ritter

    Múnich, marzo de 1933

    Tras el incidente del incendio del Reichstag que tendría consecuencias enormes en la historia alemana, la actividad en las oficinas de la SS adquirió dramatismo y un ritmo frenético. Himmler y Heydrich disparaban órdenes unas después de otras sin descanso y con una precisión matemática que producía asombro.

    Se había tomado la decisión de extirpar de cuajo la actividad de los enemigos del pueblo, particularmente el peligroso accionar de los anarquistas y comunistas cuya febril efervescencia tendría que ser acallada pronto y brutalmente.

    Los grupos se dividieron, sin que se especificara el rótulo, en aquellos que se lanzaron a las calles para organizar lo que se denominaban los métodos de acción directa y los encargados del establecimiento de la logística necesaria para contar con la infraestructura para responder a las agresiones, reclutar personal y proveer de armamentos a nuestra gente. Los primeros se dedicaron a lo que en la práctica significaba erradicar por fuerza y con violencia a aquellos grupos de activistas que conspiraban contra el poder establecido. Los segundos, entre los que me contaba, empezamos a llenar papeles y más papeles, a cursar pedidos de informes y requerimientos de los más diversos a los distintos estamentos del estado, comenzamos así a construir un espacio de poder que haría en corto tiempo legendaria a las SS y a sus jefes.

    El líder de la facción violenta era Theodor Eicke, un exjefe de seguridad del importantísimo conglomerado empresario conocido con el nombre de IG Farben, cuyos dueños, si bien mantenían una relación de amistad y complicidad con las autoridades más encumbradas del partido nacional socialista, se vieron forzado a despedirlo cuando a principios de 1932 fue acusado de preparar atentados con bombas contra sus adversarios políticos y en julio del mismo año fue condenado a dos años de prisión. Sin embargo, sus relaciones con el partido y algunos funcionarios gubernamentales afines políticamente le permitieron eludir la condena y siguiendo expresas directivas de Himmler se exilió a Italia.

    Eicke acababa de regresar del exilio apenas unos días atrás y ya había sido distinguido por mis jefes como el líder del grupo de choque; aplicaba a su trabajo toda la diligencia, eficacia y ferocidad de la que propios y extraños le sabían muy capaz.

    El equipo burocrático y de tareas administrativas fue confiado a mi dirección, lo que representaba todo un honor dada mi corta edad. En tal carácter ese día dos de marzo fui citado con premura al despacho de mi jefe.

    Habíamos llegado de Berlín el día anterior porque Himmler fue designado jefe de la policía de Múnich por el gobernador de Baviera, que tenía mi mismo nombre pero con el cual no tenía relación de parentesco alguno. En realidad cada vez que podía no aclaraba bien el tema, era siempre más provechoso ser considerado allegado de tan importante personaje.

    Himmler estaba sentado en su escritorio y no me invitó a sentarme, sino que me hizo escuchar todo un monólogo sin posibilidad de interrupción alguna de pie y en silencio.

    Franz, tienes que saber que finalmente el partido nacionalsocialista ha llegado al poder y el Führer necesita nuestra eficacia más absoluta para contribuir a recuperar el prestigio nacional y hacer de Alemania la nación más próspera e importante de la tierra. Necesitamos hombres dispuestos a dejar la vida detrás de estos sagrados objetivos. Cada uno de nosotros debe cumplir su trabajo con eficacia y celeridad, y uno de los objetivos más importantes es consolidar las SS como el grupo de personas más allegados y más dispuestos a sacrificarnos por el Führer. Tenemos enemigos internos y enemigos externos que enfrentar sin piedad, ya que la piedad nos hace dudar y no tenemos espacios para ningún tipo de dudas. Hemos empezado un proceso indefectible para transformarnos en el aparato de poder más importante del nuevo estado nacionalsocialista, cuyos momentos fundacionales estamos viendo en estos momentos. Somos hoy ya cincuenta y dos mil y seleccionados entre lo más selecto de nuestro pueblo, respetando los principios de pureza étnica más estrictos y apuntando a lograr los criterios de eficacia y responsabilidad más altos que nunca se hayan podido alcanzar. La dependencia funcional que tenemos con las SA (Sturmabteilung o Camisas Pardas) debe desaparecer y ya estamos trabajando en eso. Mientras tanto, el Führer nos ha pedido que en los próximos veinte días tengamos dispuesta una nueva cárcel modelo donde albergaremos a los enemigos del pueblo. He pensado en usted como encargado del tema. Tiene cuarenta y ocho horas para traerme una propuesta. Confío plenamente en su capacidad. Dicho esto, me despidió con un seco ademán.

    Me retiré haciendo sonar ruidosamente los tacos de mis botas como correspondía y sentí una enorme satisfacción. A mi corta edad, difícilmente había ninguna persona a la que se le hubiera encomendado una responsabilidad de ese tipo.

    Sonreí pensando que ese honor se lo debía más a mi aspecto que a mi capacidad. Estaba claro que mi jefe me tenía una estima particular, ya que encarnaba muy acabadamente el prototipo ario que se consideraba el ideal del ser humano en el pensamiento nazi.

    El treinta y uno de diciembre de 1931, Himmler introdujo la llamada Orden Matrimonio, la que requería que los hombres de la SS que desearan contraer matrimonio debían redactar el árbol genealógico de ambos contrayentes y demostrar que en ambas familias tenían origen ario, al menos remontándose hasta el año 1800. No tenía previsto casarme, al menos no todavía, pero tenía la certeza que la pureza de mi sangre superaría cualquier registro genealógico que se hiciera sobre mi persona y mi familia. La rigurosidad del examen genealógico era tomada con extrema puntillosidad y, ante el menor vestigio de encontrar algún antepasado no ario, el hombre en cuestión era automáticamente excluido de las SS. El requisito de la pureza de sangre lejos de incomodarnos nos daba una sensación de superioridad embriagadora y nos transformaba en una élite dentro de nuestra sociedad.

    Lo paradójico es que si alguien no cumplía los requisitos físicos externos para ser considerado perteneciente a la raza superior, ese alguien era Himmler. Claro está que nadie pensaba decirlo, ni siquiera entre susurros y mucho menos se atrevería a controvertir la pureza racial de nuestro jefe directo.

    Me dirigí hacia una oficina que se me había asignado ese mismo día y convoqué a los integrantes de mi grupo que me inspiraban más confianza profesional y personal para que nos reuniéramos de inmediato. Solicité además que me enviaran urgentemente planos de la zona con una reseña especial de instalaciones y predios que pudieran ser utilizados prontamente con la finalidad de prisión modelo.

    Cuando estuvimos todos expliqué sucintamente la misión que nos había sido encomendada, y desplegados los mapas empezamos a formular sugerencias de todo tipo.

    Finalmente encontramos tres opciones posibles, todas a relativa corta distancia de Múnich, lo que permitiría una rápida inspección previa.

    Seleccioné un arquitecto y un ingeniero y esa misma tarde nos dirigimos a Dachau, a unos trece kilómetros de Múnich, donde habíamos detectado la existencia de una fábrica de pólvora en desuso. El predio a primera vista contaba con las dimensiones adecuadas. Restaba inspeccionar el estado de las instalaciones y evaluar qué tipo de obras habría que realizar para el logro del objetivo propuesto.

    Llegados al lugar, sentimos casi al unísono una gran alegría, todo parecía estar acondicionado de una manera que con muy poco esfuerzo lograríamos establecer aquí el centro modelo de detención que nos había sido asignado como misión.

    Al día siguiente, por puro celo profesional, visitamos las otras dos opciones, las que descartamos no sin antes hacer los relevamientos pertinentes, por si acaso nuestros superiores nos lo requirieran.

    Rápidamente solicité al personal técnico que hicieran los primeros bosquejos y las estimaciones previas de materiales y recursos que hicieran falta para poner en condiciones inmediatas de funcionamiento la prisión.

    Muy orgulloso pedí una audiencia con Himmler para mostrarle mis avances antes del vencimiento del plazo perentorio de cuarenta y ocho horas que me había sido concedido.

    Fui convocado esa misma noche. Llegué acompañado solo por un ayudante que transportaba mapas y croquis que me parecía indigno transportar por mis propios medios. Me hicieron esperar en la antesala un par de minutos antes de hacerme ingresar a la sala de reuniones.

    Dentro de la misma había tres personas: Himmler, Heyndrich y Eicke.

    Mi ayudante fue despachado sin ninguna contemplación y quedamos los cuatro en la sala.

    Quisieron presentarme a Eicke, quien se apresuró a decir que ya nos conocíamos. Theodor está contándonos que acaba de detectar un grupo de comunistas que planeaban ejecutar un atentado y con su gente los atrapó y los aniquiló, dijo Himmler.

    Tres muertos y doce detenidos que ya están siendo interrogados y que delatarán sin dudas toda la red de activistas, dijo Eicke no pudiendo ocultar la satisfacción que sentía.

    Los otros le miraban con respeto y admiración. Ellos estaban acostumbrados a dar órdenes que implicaban violencia y hasta crueldad, pero no las ejecutaban personalmente, o al menos no de manera habitual. Eicke era un animal salvaje y todos en la habitación le teníamos algún grado inconsciente de temor.

    Me apresuré a felicitarle calurosamente por la eficacia de sus acciones para estar rápidamente a tono con el clima de euforia contenida que tenían los presentes. La aniquilación del enemigo debía ser siempre motivo de festejo, aunque en mi fuero íntimo me costaba un poco celebrar la muerte.

    Bien, pasemos a otro tema, veamos que nos tiene preparado Franz, dijo Himmler con su habitual tono perentorio.

    Eicke hizo el amague de retirarse, pero cortésmente le pidieron que permaneciera con nosotros. Al fin y al cabo era él quien había aportado la nota más destacada de la jornada.

    Mostré entonces fotografías de la fábrica de pólvora ubicada en Dachau, y empecé a responder las preguntas que me formularon intentando ser lo más incisivo posible. Me sentía cómodo respondiendo porque había preparado concienzudamente mi trabajo y había anticipado casi todos los interrogantes que me iban haciendo.

    Llegamos pronto a la conclusión inequívoca de que el lugar escogido era el ideal y empezamos a analizar las obras que habría que hacer, los tiempos y cantidad de trabajadores necesarios. Desplegué en una mesa los croquis hechos por los arquitectos a quienes había comisionado la tarea.

    Para mi fastidio y sorpresa, Eicke empezó a mostrar debilidades en mis proyecciones, y no tuve posibilidad de rebatirlo. Por eficaz que era mi trabajo, no estaba preparado en tan poco tiempo para responder en el nivel de detalle que me estaba exigiendo.

    Implacable, Eicke me fue acorralando hasta el extremo de casi ridiculizarme y a medida que avanzaba la conversación mis nervios me impedían pensar con claridad.

    Heydrich puso fin a mis tribulaciones y me felicitó por mi trabajo.

    Sonriendo me abrazó efusivamente y reiteró su aprecio por mis esfuerzos, que eran valorados como me lo merecía. Himmler respaldó su criterio y también me saludó afectuosamente, aunque con mayor formalidad, no dejando a Eicke otra salida que asociarse a las congratulaciones.

    Acto seguido y previo un intercambio sugestivo de miradas entre mis jefes, cuya unidad de acción y pensamiento era conocida por todos aquellos que trabajábamos con ellos, Himmler me acompañó a la puerta, no sin antes decir en alta voz para cerciorarse que lo escuchaba:

    Theodor quedas a cargo del tema, queremos operativo el centro de detención antes de fin de mes.

    Dicho esto cerró las puertas a mis espaldas.

    La humillación me hizo salir apresuradamente del edificio sin reparar en mi ayudante, que me esperaba pacientemente en la antesala.

    Al llegar a la calle, mis ojos se llenaron de lágrimas de frustración. Sentí un odio furibundo contra Eicke y juntaba fuerzas para explicar a mi gente que habíamos sido desplazados de todo por mi culpa, al exponer nuestros planes sin la debida solvencia.

    Solo mucho tiempo después supe que esa noche el destino me había salvado, no el alma, pero al menos la vida.

    VI

    Livingstone

    6.

    Livingstone

    Robert Livingstone

    Berlín, marzo de 1939

    Evidentemente Franz era un hombre de cierta cultura para sus pocos años y parecía entusiasmado ante la perspectiva de escuchar a Heidegger. Su parquedad se diluyó un poco y se puso a hablar con entusiasmo sobre su obra trascendente, Ser y Tiempo, con un cierto afán infantil por demostrarme su nivel de instrucción en la materia.

    A fuerza de ser sincero, el joven alemán se manejaba con mucha mayor comodidad que yo en el discurso críptico del gran pensador.

    Mi aptitud filosófica era bastante menor, y en verdad me interesaba mucho más el personaje que su pensamiento. Mi intelecto superficial no pretendía incursionar en honduras, solo quería aprovechar la oportunidad de conocer personalmente a ese hombre al filo de los cincuenta años. Su obra ya encontraba discípulos y detractores por todos lados y se le consideraba el líder de una corriente filosófica que ya por entonces recibía un nombre sugestivo, el Existencialismo.

    Sin saberlo, Franz iba refrescando aquella lectura nunca concluida y siempre sugerida por mi padre hace ya varios años. Sonreí pensando la alegría de papá cuando le contara del encuentro imprevisto que iba a tener esa misma tarde.

    Arribamos a la Universidad donde se efectuaría la entrega del premio y luego el dictado de la conferencia, con bastante antelación.

    La idea era entrevistarnos antes con los responsables del acto para intentar coordinar la posibilidad de un inesperado, hasta ese día, reportaje a Heidegger.

    El uniforme SS de Franz abría las puertas de par en par y yo sentía de alguna manera cómo las miradas eran atraídas magnéticamente hacia nosotros, con una indescifrable mezcla de curiosidad y sorpresa, no exentas de algo que intuí como aproximado a un sentimiento de temor.

    Obviamente sabía yo a esa altura de las circunstancias la importancia adquirida por las SS, pero una cosa era el conocimiento a distancia, y otra muy distinta era percibir in situ la aureola de miedo que parecía flotar en derredor del joven germano: paso decidido que simulaba ignorar el efecto que su presencia generaba en quienes le veían.

    Nos dirigimos directamente a la oficina principal del director general del establecimiento universitario, quien nos recibió inmediatamente.

    El hombre era más bien delgado, no muy alto, como de unos setenta años, el pelo completamente canoso y su labio superior ostentaba un rudo bigote blanco impecablemente recortado. Vestía un traje convencional, camisa blanca, corbata y zapatos negros y la única nota colorida de su atuendo era un brazalete que se distinguía claramente en uno de sus brazos. Reconocí de inmediato la esvástica. Nos saludó muy sobrio, pero aparentemente muy feliz de contar con nuestra presencia en ese momento de gloria personal.

    Franz rápidamente le informó quién era yo, y al hacerlo me dio la impresión que había hecho muy bien sus deberes. Conocía mejor que yo mis antecedentes periodísticos, y hasta se explayó respecto de algunos artículos míos, lo que no dejó de sorprenderme.

    Explicó además que quería ver si era posible aprovechar la oportunidad para mantener un encuentro con el filósofo, encuentro que quedaría plasmado en un reportaje que resaltaría la obra del maestro en los Estados Unidos.

    Me resultó obvio colegir que todo esto había sido conversado previamente, porque sin ninguna demora se me informó que una señorita encargada de la recepción y organización de la agenda del pensador durante su breve estadía en Berlín se encontraba en el antedespacho a los fines de coordinar el encuentro.

    El director se puso de pie e hizo entrar a su despacho a una joven de facciones delicadas, pelirroja, tez nívea y muy alta.

    Su frescura contrastaba con tanta solemnidad del

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