Bidart Campos, German J. - Manual de La Constitución Reformada - Tomo I
Bidart Campos, German J. - Manual de La Constitución Reformada - Tomo I
Bidart Campos, German J. - Manual de La Constitución Reformada - Tomo I
Hemos decidido publicar este Manual de la Constitución Reformada para ofrecer en un texto
actualizado del mejor modo que nos es posible, la visión completa de la constitución que nos rige
desde el 24 de agosto de 1994.
Hay consenso en que un Manual debe ser breve y claro. Esta pauta nos es difícil en el caso,
porque fundamentalmente militan dos aspectos: por un lado, la brevedad y la claridad no deben
sacrificar explicaciones que, sobre todo para los estudiantes, hacen más comprensible lo que el
autor quiere transmitir; por otro lado, todo lo que hemos considerados factible suprimir queda
necesariamente reemplazado por las modificaciones surgidas en la reforma constitucional.
Por ende, este nuevo Manual conserva muchos contenidos del Tratado Elemental que en sus
tomos I y II habíamos puesto al día en 1993, y añade los que la mencionada reforma obliga a
incorporar.
Esperamos no defraudar, con este primer tomo, a cuantos tomen en sus manos este libro.
EL AUTOR
CAPÍTULO I
Un reparto es, en el sentido más simple del término, una adjudicación o distribución. ¿De qué? ¿Qué es lo que
se adjudica o distribuye en un reparto? Se adjudica potencia e impotencia. Potencia es, en una aproximación
sumamente simplificada, todo lo que significa beneficio o ventaja. Impotencia es lo contrario: todo lo que significa
una carga o un perjuicio. (Normativamente, a la “potencia” se la suele ver como derecho, y a la “impotencia”
como deber u obligación.)
4. — Cuando el legislador impone una contribución, realiza un reparto; o sea cumple una conducta de reparto.
En ese reparto adjudica a los contribuyentes la “impotencia” de pagar el impuesto, y al fisco, la “potencia” de
recau-darlo. Cuando el constituyente reconoce el derecho de asociación, cumple una conducta de reparto. En ese
reparto, adjudica a todos los hombres la “potencia” de formar una o varias asociaciones, de administrarlas, de
obtener el reconocimiento estatal de las mismas, etc., y adjudica también al estado y a los otros hombres —
recíprocamente— la “impotencia” de no impedir la formación de la asociación, de reconocerla, etcétera.
De alguna manera, retrocedemos a la vieja noción de que el derecho es “res” (cosa): “ipsa res iusta”, la misma
cosa justa, según los escolásticos. Sólo que nosotros no exigimos que esa cosa (que es conducta humana) sea
necesariamente justa (puede ser injusta), bastándonos que tenga dirección relacional al valor justicia (o sea, que
de ella pueda predicarse que es justa o injusta).
a) Las conductas que interesan a la dimensión sociológica del derecho constitucional son las
conductas (justas o injustas), que se consideran “modelo”. ¿Qué significa “conducta-modelo”?
Significa una conducta que se considera y propone como “modelo” para ser imitada o repetida en
casos análogos futuros, o que tiene aptitud para ello. El ser “modelo” implica que se la reputa
“ejemplar” (que adquiere “ejemplaridad”) para obtener “seguimiento” (imitación o repetición) en
situaciones similares.
Las conductas que no alcanzan a cobrar ejemplaridad, no forman parte del orden de
conductas, pero sí de la realidad constitucional.
b) Las conductas ejemplares tienen vigencia sociológica. Se generalizan con aptitud para
servir de modelo y para reiterarse en otros casos similares. La vigencia sociológica es equivalente
a “derecho vigente”.
c) El orden de conductas ejemplares tiene también naturaleza temporal. Ello quiere decir que
“aquí” y “ahora” funciona, en tiempo presente y actual (no “ha sido” ni “será” sino que “es”).
Este carácter presente y actual coincide con la vigencia sociológica que lo hace ser “derecho
vigente”.
d) “Derecho positivo” equivale a “derecho vigente” (sociológica-mente).
e) Si “derecho constitucional positivo” es igual a “derecho constitucional vigente
sociológicamente”, el derecho constitucional positivo y vigente es lo que llamamos la
constitución material o real, es decir, la que funciona y se aplica actualmente, en presente.
7. — Las normas pueden estar formuladas expresamente, o no estarlo. La formulación expresa más difundida
es la escritura (normas escritas), pudiendo no obstante existir normas formuladas expresamente sin estar escritas
—por ej.: las que se grabaran en un disco magnetofónico—. Por ser la escritura la manera habitual de formulación
expresa, hablamos normalmente de normas escritas, o de derecho escrito.
Hay también normas no escritas o no formuladas expresamente. Tradicionalmente se las ha llamado
consuetudinarias.
El valor es objetivo y trascendente, porque no es creado ni inventado por los hombres, sino únicamente
descubierto y conocido por los hombres. Por este carácter direccional y relacional hacia el hombre, el valor vale o
es valor para el hombre. Descubierto y conocido el valor por el hombre, el hombre realiza o puede realizar el valor
temporalmente.
El valor no es autoejecutorio, lo que en otros términos significa que el valor no se realiza solo,
ni lleva a cabo repartos, ni distribuye nada a nadie. El valor señala desde su deber-ser-ideal o
deber ser puro cómo deben ser las conductas. Este deber ser ideal equivale a la “valencia
intrínseca” del valor. El valor vale por sí mismo y por sí solo, y vale aunque no se realice con
signo positivo en el mundo jurídico.
El deber ser ideal o puro del valor justicia es un deber ser dikelógico (porque dikelogía es la
ciencia de la justicia).
9. — Hay quienes sostienen que el único valor jurídico es la justicia; otros, al contrario,
postulan que existe un plexo o conjunto de valores jurídicos, a los que encabeza y preside la
justicia. Entre esos otros valores podemos citar la libertad, la cooperación, la solidaridad, el
orden, la seguridad, la paz, el desarrollo, etc.; y cabe decir que el mismo bien común y el poder
son también valores. Todos ellos se hallan en corriente circulatoria, y los más inferiores (o menos
valiosos) sirven de apoyo a los superiores (o más valiosos).
Conviene advertir que los valores tienen su contravalor o su disvalor; así, “justicia-injusticia”; “seguridad-
inseguridad”, etc. A veces, un valor tiene en contraposición más de un disvalor; el valor poder tiene, por defecto, el
disvalor anarquía, y por exceso el disvalor opresión (o absolutismo, o autoritarismo, o totalitarismo).
Los valores jurídicos son, a la vez, en el campo del derecho constitucional, valores políticos, porque guardan
relación con el estado, con la politicidad, con la organización política que llamamos estado.
Los valores jurídicos no son el techo último. Aunque lo sean en el mundo jurídico, ellos deben propender a un
valor ético que es más elevado todavía que la misma justicia, y es el valor “personalidad” propio de todo ser
humano o de la persona humana, a cuyo desarrollo y crecimiento en plenitud se enderezan el derecho y la política.
El valor “personalidad” sirve de orientación y de base al estado democrático, que respeta y promueve la
dignidad del hombre.
11. — El deber ser ideal del valor es un deber ser ideal valente (que vale) y exigente (que exige). Cuando las
conductas realizan el valor con signo positivo, decimos que en el mundo jurídico se fenomeniza una
manifestación, que es la realización actual de la justicia (con toda la limitación e imperfección del obrar humano).
Cuando el valor no se realiza con signo positivo, hay una injusticia (signo negativo). Tal injusticia engendra un
“deber de actuar” para suprimirla, no bien alguien está en condiciones de obrar para que esa injusticia
desaparezca.
Esto demuestra que el valor penetra al ámbito del mundo jurídico o derecho positivo, y que no queda sin
contacto con él. Además, con el mismo valor valoramos como justas o injustas a las conductas y a las normas que
forman los otros dos sectores del mundo jurídico, y que se convierten en el material estimativo del valor (lo que el
valor valora).
Es claro que la referencia a la constitución escrita, cuando la hay, es importante, para tener noticia de si el
régimen político se ajusta o no a ella; es decir, si la constitución material le proporciona vigencia sociológica, o
discrepa con sus normas.
13. — El contenido del derecho constitucional es más estrecho o más amplio según la
perspectiva que se adopta.
a) Si usamos la del derecho constitucional formal, decimos que tal contenido está dado
también formalmente por la constitución escrita o codificada; y en los estados donde ella no
existe, por las normas constitucionales dispersas que tiene formulación también escrita.
b) Si empleamos la perspectiva del derecho constitucional material, el contenido se vuelve
mucho más abundante. No nos encasillamos en el texto de la constitución formal, sino que nos
desplazamos a la dimensión sociológica.
14. — Una vez que tenemos los dos ángulos de perspectiva, hemos de averiguar cuál es la
materia o el contenido del derecho constitucional material.
La materia o el contenido están dados por dos grandes ámbitos o partes: a) la que se refiere al
poder, sus órganos, sus funciones, y las relaciones entre órganos y funciones; b) la que se refiere
al modo de situación política de los hombres en el estado, sea en las relaciones del hombre con el
propio estado, sea en las relaciones con los demás hombres.
La primera parte se llama parte orgánica, o “derecho constitucional del poder”. La segunda se
llama parte dogmática, y en el constitucionalismo moderno (que define la situación política del
hombre por el reconocimiento de su libertad y sus derechos) se puede llamar también “derecho
constitucional de la libertad”.
La constitución formal
15. — El derecho constitucional formal se maneja con una constitución también formal. Si la
pensamos en su tipo clásico de constitución escrita o codificada, podemos describirla conforme a
las siguientes características:
a) La constitución es una ley.
b) Por ser la ley suprema, se la considera como super ley.
c) Esa ley es escrita.
d) La formulación escrita está codificada, cerrada, o reunida en un texto único y
sistematizado.
e) Por su origen, se diferencia de las leyes ordinarias o comunes en cuanto es producto de un
poder constituyente que, también formalmente, aparece elaborándola.
De este esquema deducimos que la constitución formal pone el acento fundamentalmente en el aspecto
normativo.
La constitución material
El bloque de constitucionalidad
En el derecho constitucional argentino después de la reforma de 1994, damos por alojados en el bloque de
constitucionalidad a los tratados internacionales de derechos humanos a que hace referencia el art. 75 inc. 22 (ver
Cap. V, nº 9).
La fuerza normativa del derecho de la constitución no quiere decir que sus normas consigan por sí solas y
automáticamente el cumplimiento debido. Las normas por sí mismas no disponen de tal capacidad para lograr que
las conductas se ajusten a la descripción que de ellas hacen aquellas normas, pero su fuerza normativa obliga a que
se adopten todos los condicionamientos necesarios —de toda clase— para alcanzar ese resultado.
En suma, la fuerza normativa está en las normas del derecho de la constitución, pero se dirige a realizarse en
la dimensión sociológica de las conductas. Es decir, apunta a alcanzar la efectividad de las normas escritas en la
vigencia sociológica.
La coincidencia, discrepancia u oposición entre la
constitución formal y la constitución material
19. — La constitución material puede coincidir con la constitución formal. Ello acontece
cuando la constitución formal tiene vigencia sociológica, funciona, y se aplica.
La constitución material puede no coincidir con la constitución formal en todo o en parte. Ello
acontece cuando la constitución formal, total o parcialmente, no tiene vigencia sociológica, ni
funciona, ni se aplica.
Una constitución formal o parte de ella puede no tener vigencia actual porque la tuvo y la
perdió; o puede no haberla adquirido nunca (todo ello por violación ejemplarizada o por desuso).
Cuando la constitución formal, en todo o en parte, no tiene vigencia, hay siempre una constitución
material vigente que es la constitución real que funciona y se aplica.
Todo estado tiene su constitución material, porque está “constituido” u organizado de una
manera determinada. En los estados que carecen de constitución formal, hay por ello, siempre y
necesariamente, una constitución material.
20. — La constitución material o el derecho constitucional mate-rial son siempre más amplios
que la constitución formal o el derecho constitucional formal. Y eso aunque pensemos la hipótesis
de que la constitución material y la formal coincidan.
¿Por qué? Porque aunque se dé esta coincidencia, con ella sólo queremos señalar el hecho de que la
constitución formal tiene vigencia sociológica, funciona y se aplica con eficacia. Pero la constitución material la
excede porque en ella siempre hay contenidos incorporados al margen y fuera de la formal, por la actividad de
diversas fuentes que estudiaremos después.
21. — La palabra “fuentes” del derecho es multívoca. Muchos distinguen las fuentes de “las
normas” (o del orden normativo) y las fuentes “materiales”. Nosotros abordaremos la dualidad
(fuentes del orden normativo, y fuentes del derecho constitucional material).
a) Fuentes de las normas puede significar:
a’) la “manifestación” o “constancia” de la norma, por la que sabemos que en el orden
normativo “hay” una norma; en este sentido, la fuente parece ser la misma norma;
a”) el “acto de creación” o de establecimiento de la norma;
a’’’) el conjunto de ideas, valoraciones, normas, realidades, etc., que sirve de inspiración para
el contenido de la norma.
b) Fuentes del derecho constitucional material, en cambio, alude a todo canal o carril por el
cual ingresa y se incorpora —o emigra— un contenido en la constitución material; todo cuanto en
ella encontramos proviene de una fuente que engendra un derecho vigente en la dimensión
sociológica (no una norma sin aplicación ni eficacia).
Con este enfoque es fácil admitir que el derecho constitucional material recibe, o puede recibir, contenidos
reales de diversas fuentes: de la misma constitución formal, cuando ella funciona y se cumple; de leyes con
contenido constitucional en igual caso; de tratados internacionales en las mismas condiciones; del derecho no
escrito (consuetudinario y espontáneo); del derecho judicial, etc.; el derecho internacional no contractual (es
decir, surgido de la costumbre, y no de tratados y convenciones) funciona también como fuente del derecho
constitucional material.
Por consiguiente, decimos que en el orden de las fuentes formales o de constancia, la primera
fuente es la propia constitución formal.
A ella añadimos:
a) Normas escritas dispersas, como lo son las leyes dictadas por el congreso (ordinarias en
cuanto a origen y forma) que regulan materia constitucional; a título de ejemplo, señalamos la ley
de acefalía, la de ministerios, la de partidos políticos, la electoral, la de amparo, la de
expropiación, la de ciudadanía, etc. Las llamamos “leyes constitucionales” (por su materia o
contenido).
La reforma de 1994, que ha dado a la constitución una textura muy abierta, derivó
expresamente al congreso la competencia para dictar numerosas leyes de complementación,
determinación o reglamentación de normas constitucionales.
b) Tratados internacionales, como los que versan sobre derechos humanos, sobre la
integración a organizaciones supraestatales, el Acuerdo de 1966 con la Santa Sede, la Convención
de Viena sobre derecho de los tratados, etcétera.
La reforma constitucional de 1994 ha introducido una importante modificación en este
ámbito, cuando el art. 75 inc. 22 reconoce a determinados tratados de derechos humanos la misma
jerarquía de la constitución.
El derecho espontáneo
23. — Al derecho no escrito lo venimos llamando hasta ahora, para conservar la denominación tradicional,
derecho consuetudinario. Esta terminología proviene de atribuir a la costumbre carácter de fuente material.
Trabajado el tema en el derecho privado, se ha exigido para el reconocimiento del derecho consuetudinario
una serie de condiciones: a) muchos casos análogos; b) repetición o frecuencia de conductas análogas en casos
similares durante mucho tiempo; c) el “animus” o convicción de su obligatoriedad.
En el derecho constitucional material nos topamos a veces con un derecho no escrito que responde a esa
tipología consuetudinaria. No sería difícil admitir que buena parte de la constitución no escrita o dispersa de Gran
Bretaña es consuetudinaria.
En otras muchas situaciones, la fuente material es creadora de derecho constitucional con
modalidades que no responden al tipo privatista del derecho consuetudinario. Una o pocas
conductas, durante un lapso breve, engendran o pueden engendrar derecho constitucional.
¿Cómo? ¿Por qué? La respuesta exige un resumen rápido de su caracterización.
La conducta que, desde su origen o posteriormente, se torna en modelo y se ejemplariza, por
la pauta o el criterio de valor que lleva adosados, sabemos que por el seguimiento o la viabilidad
de seguimiento es una conducta vigente, que tiene vigencia sociológica. Si la ejemplaridad
funciona en poco tiempo, o a través de un lapso prolongado, o si proviene de una sola conducta,
de pocas o de mu-chas, no interesa. Basta que exista. Cuando existe, podemos captar lógicamente
como norma general la descripción de la conducta ejemplarizada. La normatividad extralegal o no
escrita aparece rápidamente.
¿De dónde viene la aceleración del proceso? Es muy simple. De que habitualmente las conductas que se
ejemplarizan, no obstante ser conductas individuales cumplidas por hombres, tienen como autores a hombres con
una calidad muy especial: la de ser titulares o detentadores del poder, a quienes en el orden de las normas
visualizamos como órganos del poder o del estado. El uso y ejercicio del poder permite que esas conductas se
socialicen y generalicen muy pronto, se erijan en modelo, tengan aptitud de incitar al seguimiento o a la imitación,
y se revistan de ejemplaridad.
Para denotar con más precisión la naturaleza del fenómeno de aceleración en la fuente
material, preferimos hablar de derecho espontáneo, y reservar el adjetivo consuetudinario para los
casos clásicos de mucha frecuencia y largo tiempo.
24. — El derecho espontáneo —al igual que el consuetudinario— puede ser enfocado desde el triple ángulo
de la costumbre secundum legem, praeter legem, y contra legem.
La primera se da cuando la norma escrita remite a ella; la segunda, cuando la costumbre viene a cubrir o
completar la insuficiencia o inexistencia de normas escritas; la tercera, cuando la costumbre es violatoria de la
norma escrita.
Aplicando el esquema al derecho constitucional, vemos fundamentalmente al derecho espontáneo o
consuetudinario en un doble posible funcionamiento: a) sin oponerse a la constitución, en cuyo caso puede
proporcionar vigencias constitucionales que completan, rellenan y exceden a la constitución formal; b)
contrariando a la constitución.
En este último caso, la ejemplaridad de las conductas infractorias, al adquirir vigencia sociológica, priva de
vigencia sociológica a la constitución formal en la parte violada.
Con nuestra terminología decimos que el derecho espontáneo o consuetudinario puede crear derecho
constitucional material en oposición al formal, destituyendo a este último de vigencia sociológica, pero sin
validez.
25. — En nuestro derecho constitucional hay numerosos ejemplos de esta fuente material del derecho
espontáneo. Así, de conductas ejemplarizadas captamos la existencia de normas no escritas de derecho
espontáneo, como las siguientes: a) cuando el congreso declara la necesidad de la reforma constitucional trabaja
con cada una de sus cámaras reunidas separadamente (pero podría ejemplarizar la conducta de hacerlo con ambas
reunidas en asamblea); b) en la misma ocasión, el acto declarativo toma forma de ley (sin ser en su esencia
función legislativa); c) el quórum de dos tercios de votos favorables se computa sobre la totalidad de los miembros
de cada cámara por separado; d) la convención especial que toma a su cargo la reforma se compone de miembros
elegidos por el cuerpo electoral. Todo ello es derecho espontáneo en torno del art. 30 de la constitución.
Fuera de él, podemos mencionar como normas no escritas: a) la que establece que el congreso cumple sus
funciones dictando leyes, aunque muchas de esas funciones no tengan naturaleza legislativa; b) la que establece
que no se convoca a nuevas elecciones para designar vicepresidente cuando la vicepresidencia queda vacante por
sucesión presidencial del vicepresidente; c) la que entre 1928 y 1958 establece que se elige nuevo vicepresidente
cuando la vicepresidencia queda vacante por causas distintas a la asunción del poder ejecutivo por el
vicepresidente; d) la mayor parte de las vigentes en períodos de facto (disolución del congreso, ejercicio de sus
facultades por el presidente de facto, destitución de jueces por el presidente de facto, etc.).
Por uso contrario o por desuso, normas de la constitución escrita no tuvieron o no tienen vigencia
sociológica; hasta la reforma de 1994, no la tuvo la que exigía permiso del congreso para que el presidente de la
república saliera de la capital federal (esta norma se eliminó del texto en 1994); siguen sin tener vigencia
sociológica las normas que fijan una renta anual para ser presidente, vicepresidente y senador, y las que prevén el
juicio por jurados.
Hemos asimismo de prestar atención a otro fenómeno que tiene su origen en el derecho no
escrito (espontáneo o consuetudinario). Se produce cuando, sin que claramente pueda sostenerse
que una conducta ejemplarizada viola una norma de la constitución escrita, le imprime mediante
la llamada mutación por interpretación (ver Cap. II, nº 38 c) una modalidad en su funcionamiento
que no surge directamente de la misma norma.
Un ejemplo —ya citado— es el ejercicio de todas las competencias del congreso mediante el dictado de leyes,
aunque el contenido de los actos no siempre sea legislativo en sentido material; otro, hasta la reforma de 1994, la
intervención federal a una provincia tanto por decreto del poder ejecutivo, como por el congreso.
26. — Debe quedar bien aclarado que cuando el derecho espontáneo opuesto a la constitución
formal priva a ésta de vigencia sociológica en la parte respectiva, la norma de la constitución for-
mal subsiste en el orden normológico y mantiene su capacidad de recuperar vigencia sociológica,
no bien se desplace la ejemplaridad de la conducta infractoria. Es decir que no queda “derogada”
ni su-primida.
El derecho judicial
27. — El derecho judicial funciona como fuente a través de un proceso similar al del derecho
espontáneo. La diferencia radica en que la conducta es cumplida por uno o varios hombres que
administran justicia —o sea, que en el orden de normas visualizamos como órganos del poder
judicial (jueces). Esa conducta es la que lleva a cabo el juez al resolver una causa. La norma
individual que describe el reparto del caso es la sentencia.
La conducta de reparto cumplida al sentenciar una causa puede actuar como modelo, provocar
seguimiento, ejemplarizarse, y servir de precedente para resolver en el futuro casos semejantes en
igual sentido. Con ello, la sentencia se proyecta más allá del caso y se generaliza
espontáneamente por imitación. La norma individual se generaliza.
El derecho judicial nos obliga a preguntarnos si sus normas están o no formuladas expresamente por escrito.
Las sentencias como normas individuales tienen esa forma de constancia. Pero la norma general que extraemos
por proyección de la sentencia ejemplarizada, no está escrita como tal norma general.
28. — La creación de derecho constitucional material por vía de fuente judicial cuenta con un
factor decisivo: el control judicial de constitucionalidad, sobre todo cuando está a cargo de la
Corte Suprema de Justicia. Observamos que sus sentencias: a) obtienen seguimiento habitual por
el propio tribunal, que reitera sus precedentes; b) obtienen similar seguimiento por parte de
tribunales inferiores; c) originan muchas veces la reforma o derogación de normas que la Corte
declaró inconstitucionales; d) sirven de pauta a normas futuras del derecho escrito.
Nuestro derecho constitucional ofrece multiplicidad de normas del derecho judicial. Rastreando solamente
algunas, citamos: a) la que establece que las llamadas cuestiones políticas no son judiciables por los tribunales; b)
la que establece que la actividad jurisdiccional de la administración pública requiere ulterior control judicial
suficiente; c) la que establece que la doble instancia no es requisito constitucional del debido proceso o de la
defensa en juicio; d) la que establece que los jueces tienen que calificar judicialmente la huelga cuando resuelven
litigios laborales derivados de una huelga; e) la que establece que los actos y las medidas en ejecución del estado
de sitio, que inciden en derechos y libertades están sujetos a control judicial de razonabilidad, etc. Buena parte del
derecho espontáneo en materia de doctrina de facto ha recibido también consagración por parte del derecho
judicial.
Aparte de estas normas judiciales proponemos solamente tres contenidos fundamentales de nuestro derecho
constitucional material surgidos del derecho judicial elaborado por la Corte: a) la creación jurisprudencial del
amparo, desde 1957 hasta la legislación de 1966 y1967; b) la elaboración de los contenidos del derecho de
propiedad en sentido constitucional; c) la elaboración de la doctrina sobre arbitrariedad de las sentencias.
29. — No nos debe sorprender que el derecho judicial cambie, a veces diametralmente, o con frecuencia, y
sustituya una interpretación jurisprudencial por otra, a partir de una sentencia que se ejemplariza.
Esta movilidad no obsta a decir que mientras una norma de él mantiene su vigencia sociológica, ése es el
derecho judicial vigente. Lo que ocurre es que tal vigencia puede perderse o sustituirse cuando se opera un sesgo
distinto en el derecho judicial, provocado por la ejemplarización de sentencias posteriores que generalizan una
interpretación diferente.
También aparece el mismo fenómeno en el derecho espontáneo, y en el derecho legislado; en éste, una ley
puede, de un momento para otro, modificar o suplantar al derecho escrito anterior.
30. — Conviene puntualizar primero algunas acepciones de las palabras validez y vigencia.
En tanto del valor como deber ser ideal predicamos la “valencia” (el valor vale), del derecho positivo se
puede predicar la “validez”.
La validez como cualidad posible del derecho positivo proviene de su ajuste o conformidad a los valores
jurídicos puros, especialmente al valor justicia. El derecho positivo justo goza de validez, en tanto el derecho
positivo injusto (que sigue siendo derecho), es inválido, o carece de validez, aunque tenga vigencia sociológica.
Cuando la constitución es justa, la validez del derecho infraconstitucional se tiene por cierta si se adecua a la
constitución, pues a través de ésta viene a realizar el valor justicia.
31. — A la vigencia la podemos desdoblar para hablar de: a) una vigencia normológica; b)
una vigencia sociológica. Normalmente, cuando se emplea el término vigencia sin calificativo
alguno, se suele aludir a la vigencia sociológica.
a) La vigencia normológica es la de las normas (u orden normativo), y consiste en que una
norma sea “puesta” en el mundo jurídico, y permanezca en él sin un acto formal de derogación,
abrogación, eliminación o supresión.
b) La vigencia sociológica se da en la dimensión sociológica del mundo jurídico, y requiere la
conducta ejemplarizada y la norma descriptiva (escrita o no escrita) con funcionamiento y
eficacia.
La interrelación de vigencia y validez
32. — El problema de la vigencia sociológica se conecta con el de la validez del derecho. No todo derecho
que posee vigencia sociológica es válido. En el derecho constitucional argentino decimos que, además de la
vigencia sociológica que lo hace ser derecho positivo, hace falta: a) conformidad con la constitución escrita y, a
través de ella; b) concordancia con los valores jurídicos, especialmente con el valor justicia.
a) El derecho contrario a la constitución formal que, pese a esa oposición, tiene vigencia sociológica, quita
dicha vigencia a la constitución formal en la parte infringida.
La pérdida de vigencia sociológica —total o parcial— de la constitución formal, apareja la pérdida de la
validez. Ello es claro si partimos de la idea de que la validez es una cualidad del derecho positivo, y si por falta de
vigencia sociológica el derecho positivo deja de ser “positivo”, desaparece el sustrato jurídico (apoyo) de la
validez.
Esto no impide que las normas de la constitución que pierden vigencia sociológica, y con ella su validez
como derecho positivo, puedan recobrar aquella vigencia cuando empiecen a funcionar. Esto es posible porque
siempre mantienen la aptitud para ser aplicadas, y porque siguen “puestas” en el texto constitucional (u orden
normológico).
b) ¿Se puede admitir la validez del derecho que ha cobrado vigencia sociológica en contra de la constitución
formal? Cabe decir que se “convalida” o adquiere validez si concurren todas las siguientes condiciones: a)
imposibilidad de alegar la infracción, o resultado inexitoso del alegato producido; b) justicia material intrínseca
del derecho engendrado; c) ejemplaridad generalizada del mismo. A esta formulación corresponde nuestro
principio sobre la llamada “norma de habilitación”.
c) La “convalidación” a que nos referimos en el inciso anterior no impide que, en un momento dado, la
infracción originaria que privó de vigencia sociológica y de validez a la parte conculcada de la constitución
formal, sea descalificada como inconstitucional mediante el control de constitucionalidad, y que de ahí en más se
restaure la vigencia sociológica y la validez de la constitución formal en la parte que había quedado desplazada.
d) Cuando con el afán de priorizar y dejar inmune al derecho escrito se dice que la “costumbre contra legem”
(derecho consuetudinario o espontáneo) no “deroga” a la constitución escrita, lo que en realidad se está
expresando es que, a pesar de privarla de vigencia sociológica, deja “puestas” e intactas a las normas transgredidas
dentro del orden normológico; o sea, permanecen en la “letra” de la constitución con vigencia normológica.
Además, siempre podrá acusarse, en principio, como inválido —aunque vigente sociológicamente— al
derecho surgido en oposición a la constitución.
Monismo y dualismo procuran explicar el modo de penetración o incorporación del derecho internacional en
el derecho interno. Por eso decimos que se trata de un problema referido a las fuentes. La cuestión de la jerarquía
entre derecho internacional y derecho interno aparece en segundo término.
Primero hay que resolver cómo se incorpora el primero al segundo, y luego, qué lugar ocupa en el derecho
interno el derecho internacional incorporado.
El monismo afirma que entre derecho internacional y derecho interno existe unidad de orden
jurídico y, por ende, unidad en el sistema de fuentes. Las fuentes del derecho internacional son
automáticamente y por sí mismas fuentes del derecho interno, con lo cual el derecho internacional
penetra y se incorpora directamente en el derecho interno.
El dualismo afirma que hay dualidad de órdenes jurídicos, e incomunicación entre ambos.
Cada uno posee su propio sistema de fuentes, con lo que las fuentes del derecho internacional no
funcionan directamente como fuentes del derecho interno. Para que se opere la incorporación del
primero al segundo, hace falta que una fuente interna dé recepción al derecho internacional. La
fuente de derecho interno hace de colador o filtro para dejar pasar al derecho internacional, y en
ese tránsito produce la novación o conversión del derecho internacional en derecho interno.
En materia de derecho internacional consuetudinario, no hay mayor inconveniente por parte de los estados en
aceptar el monismo. En cambio, en materia de derecho internacional contractual, el dualismo sigue jugando una
influencia muy marcada.
34. — Nuestra constitución se ocupa de los tratados en numerosos artículos (27, 31, 43, 75
incisos 22, 23 y 24, 99 inc. 11, 116). Al derecho internacional consuetudinario no hace referencia,
salvo la mención marginal del derecho de gentes en el art. 118; pero hay leyes que aluden a él: ya
la ley 48 estableció que la Corte Suprema debía proceder en las causas de su competencia
originaria concernientes a embajadores, etc., de acuerdo al derecho de gentes. El decreto ley
1285/58 ha repetido el principio para las mismas causas, en las que la Corte interviene “del modo
que una Corte de justicia puede proceder con arreglo al derecho de gentes”. Y para corroborar que
nuestro país no descarta el derecho internacional consuetudinario, observamos que el art. 21 de la
ley 48, al enunciar las normas que deben aplicar los jueces y tribunales federales, cita
separadamente a los “tratados internacionales” y a los “principios del derecho de gentes”,
remitiendo con esta última terminología al derecho internacional no contractual o consuetudinario.
35. — En el mecanismo clásico de celebración de los tratados ha-llamos diversas etapas, que
nuestro derecho constitucional regula:
a) la negociación, a cargo del poder ejecutivo;
b) la firma, también a cargo del poder ejecutivo;
c) la aprobación del tratado por el congreso (si en vez de aprobación hay rechazo, el proceso
no sigue adelante);
d) la ratificación del tratado en sede internacional, a cargo del poder ejecutivo.
36. — La vigencia del tratado en el orden internacional arranca normalmente de la
ratificación. La ratificación es un acto de declaración de voluntad de los estados ratificantes, en el
sentido de tener al tratado como de cumplimiento obligatorio.
Para el dualismo, el congreso protagonizaría dos intervenciones: una al aprobar el tratado antes de su
ratificación; otra, después de ratificado, para incorporarlo al derecho interno.
Hay razones para reconocer que nuestra constitución es monista. Por un lado, ella no
establece en ninguna parte que haga falta una ley de recepción después de la ratificación del
tratado. Por otra parte, el art. 31 brinda un buen argumento: en su orden de prelación se cita a la
propia constitución, a las leyes del congreso, y a los “tratados”; la mención separada de los
“tratados” y de las “leyes” significa que los tratados ingresan al derecho interno como tratados, o
sea sin perder su naturaleza y sin necesidad de una ley de incorporación; si fuera menester dicha
ley, sería redundante citar a los tratados separadamente de las leyes, puesto que la ley de recepción
o incorporación los convertiría en “ley”, y los dejaría com-prendidos y subsumidos en la mención
de las “leyes” del congreso.
Observamos, por fin, que el art. 116 vuelve a citar a los tratados separadamente de las leyes.
38. — La solución monista no queda perturbada ni desmentida cuando se encara el caso de tratados que no
son autoejecutorios u operativos.
Un tratado puede ser operativo o ser programático. Depende de la formu-lación de sus normas. Ejemplo de
tratado operativo (self-executing) sería el que dispusiera: “los estados partes establecen que la jornada de trabajo
en las minas no excederá de cinco horas”. Ejemplo de tratado programático sería el que dispusiera: “los estados
partes se comprometen a adoptar medidas en su derecho interno para reducir a cinco horas la jornada de trabajo
en las minas”.
El primer tratado fija directamente el horario laboral, y se vuelve automáti-ca y directamente aplicativo en el
derecho interno. El segundo no, porque sola-mente consigna una obligación de los estados-parte para limitar ese
horario, lo cual torna necesario que adopten medidas al respecto en su derecho interno.
Que el tratado programático requiera de ley para que se cumplan sus previsiones en el derecho interno sólo
significa que no es operativo, y que demanda su complementación normativa. De ningún modo significa que la ley
interna “reglamentaria” sea una “fuente interna de recepción” del tratado.
39. — En el caso “Merck Química Argentina c/Gobierno Nacional”, fallado en 1948, nuestra Corte Suprema
sostuvo que monismo significa supremacía del derecho internacional sobre la constitución, y dualismo,
supremacía de la constitución sobre el derecho internacional. Tal criterio definitorio, seguido por algunos
internacionalistas, no es el que nosotros hemos acogido; monismo y dualismo no se enredan en torno de un
problema de supremacía, sino de unidad o dualidad de orden jurídico y de los sistemas de fuentes.
Hecha la distinción por la Corte, el tribunal siguió diciendo que en tiempos de paz nuestro estado es dualista,
porque impone la supremacía de la constitución por encima de los tratados, pero que en tiempos de guerra nuestro
estado es monista, porque coloca a los tratados por encima de la constitución.
El enfoque de la Corte, adoptando una solución para época de paz y otra para época bélica, deriva de suponer
que estando prevista la guerra en nuestra constitución, está también habilitado el derecho internacional de guerra
con todas sus soluciones, y marginada la aplicación de la constitución en las partes que se opongan o no coincidan
con el derecho internacional de guerra.
40. — Una indagación útil en el actual derecho judicial de la Corte Suprema la proporcionó la
sentencia dictada el 7 de julio de 1992 en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich”, en el que se disputaba
el derecho de réplica previsto en un tratado internacional (art. 14 del Pacto de San José de Costa
Rica). La tesis que extraemos del fallo favorece y acoge el monismo, en cuanto da por incorporado
el tratado a nuestro orden interno después de cumplidas las etapas para su formación.
Dijo la Corte que un tratado internacional constitucionalmente celebrado, incluyendo su
ratificación internacional, es orgánicamente federal y es “ley suprema de la nación”, con lo que, a
nuestro juicio, dio por cierto que para ingresar al derecho interno no hace falta que después de la
ratificación internacional por el poder ejecutivo se dicte una ley.
Es más, en el caso citado la Corte sostuvo que el mentado art. 14 del Pacto de San José de
Costa Rica es operativo.
41. — Es muy importante adelantar un tema posterior que trataremos al abordar la relación del derecho
internacional con la constitución. En el derecho internacional rige el principio básico de su prelación sobre todo
el derecho interno, y aunque ello hace referencia a la supremacía y no a las fuentes, hay que tenerlo en cuenta,
porque si nuestra constitución presta recepción a la fuente de derecho internacional, lo lógico y coherente sería, a
nuestro criterio, que en orden a la supremacía lo hiciera asumiendo la prioridad, cosa que no acontece, como lo
veremos después (cap. V, nº 17).
42. — Podemos dividir las fuentes históricas en tres clases: a) fuentes ideológicas o
doctrinarias, que son el conjunto de ideas, doctrinas y creencias que gravitó sobre el constituyente
para componer el complejo cultural de la constitución; b) fuentes normativas (o del derecho
constitucional escrito), que son los textos y las normas previos a 1853-1860 que sirvieron de
inspiración y antecedente al articulado de la constitución; c) fuentes instrumentales, que apuntan
al proceso político-jurídico que condujo al establecimiento de la constitución, y que dan noticia de
cómo, por qué, y cuándo, se incorporan a ella sus contenidos fundamentales.
La ideología, los principios fundamentales, las normas, los contenidos de la constitución,
tienen —como la constitución toda— una génesis histórica. Han surgido de alguna parte, y han
entrado de algún modo en la constitución. Tal es el tema de las fuentes históricas, que nos lleva al
hontanar donde el constituyente se inspiró, y a los cauces que utilizó para plasmar positivamente,
desde y con esas fuentes históricas, nuestra constitución.
En primer término, cabe señalar que pese a las influencias recibidas desde afuera —o sea, a
las fuentes extranjeras—, la constitución asume una solución propia, que no es copia ni adopción
automática de modelos foráneos, sino en todo caso una imitación que acomoda lo extraño a lo
vernáculo.
Por una parte, la base ideológica e institucional española con que se maneja la Revolución de
Mayo permanece como fermento que conduce en 1853 a la organización constitucional. Por otro
lado, la emancipación acuña desde 1810 algunas pautas fundamentales que componen el ideario
de Mayo.
Desde Estados Unidos de Norteamérica nos llega el rol de ejemplaridad de su constitución de
1787. La república y el federalismo nos sirven de inspiración, pero se institucionalizan en forma
autóctona.
Los ensayos constitucionales desde 1810 hasta la constitución de 1826 —cuya cita no nos
incumbe ahora— hicieron también su aporte, cuajando en el proyecto elaborado por Alberdi en las
“Bases”. Ideológicamente, es factor de primer orden el pensamiento de la generación de 1837
expresado en las palabras simbólicas del Dogma Socialista, y el ideario oriental formulado
principalmente por Artigas.
43. — El proceso constitucional argentino que confluye a la constitución de 1853 se compone a través de la
interinfluencia del medio, del hombre y de la ideología.
a) En el medio (influencia mesológica) ubicamos a las ciudades, a las provincias y a Buenos Aires. Las
ciudades dan origen a zonas que, con el tiempo, demarcarán las jurisdicciones provinciales. Y las provincias
librarán su lucha por su existencia y supervivencia política, para asegurar su personalidad histórica en un sistema
federal. Buenos Aires, por fin, actuará como polo centralizador y unificante, para atraer como por un plano
inclinado, hacia la unidad de un solo estado, a las catorce provincias mesológicamente susceptibles de entrar en su
radio de acción.
b) Estas influencias del medio se intercalarán con las del hombre. El hombre dará a la vida, a las ideas, a las
costumbres de cada provincia, un estilo sociológico y cultural propio, que será la razón de ser de las autonomías
locales. El hombre será el pueblo, serán los caudillos, será Artigas.
c) Del hombre situado en el medio surgirá la ideología. Sin la fuerza ideológica, el medio y el hombre
hubieran sido estériles, no hubieran llegado por sí solos a la coyuntura constitucional de 1853. La ideología de
emancipación, de democracia, de gobierno republicano, de federalismo, germinó en una estructura constitucional
pensada y creada por el hombre en un medio físico y geográfico.
La disposición e interinfluencia de los elementos humanos, ideológicos y mesológicos fue lograda por los
pactos interprovinciales. El proceso pactista o contractual fue el cauce a través del cual se preparó e instrumentó
la organización constitucional de las provincias que tuvieron a Buenos Aires como foco territorial y vínculo físico
de integración.
El primer antecedente de los pactos preexistentes con gravitación importante es la Convención de la Provincia
Oriental del Uruguay, celebrada el 19 de abril de 1813 entre Artigas y Rondeau. Podemos mencionar luego el
Tratado del Pilar, la Liga de Avalos, el pacto de Benegas, el Tratado del Cuadrilátero y el pacto Federal de 1827.
En relación más inmediata con la constitución hallamos en 1831 el Pacto Federal, y en 1852 el Acuerdo de San
Nicolás. Un último pacto, el de San José de Flores de 1859, facilitará el ingreso de Buenos Aires a la federación.
CAPÍTULO II
LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN
I. LOS TIPOS Y LA CLASIFICACIÓN DE LAS CONSTITUCIONES.
- Los tres tipos puros. - Las clases de constitución. - II. LA
TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN FORMAL ARGENTINA.
- Su caracterización general. - El preámbulo. - El orden
normativo de la constitución formal. Normas “operativas” y “programáticas”. Normas que no son
susceptibles de reglamentación. - III. LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA DESPUÉS DE LA REFORMA DE
1994. - ¿Es una “nueva” constitución? - El techo ideológico. - La vigencia normológica de las normas no
reformadas. - ¿Las leyes complementarias sólo pueden dictarse una vez? - La rigidez. - Las cláusulas
transitorias. - IV. LA DINÁMICA DE LA CONSTITUCIÓN. - La constitución en la movilidad del régimen político. El
reflejo de las normas de la constitución formal en la constitución material. - Las
mutaciones constitucionales.
1. — Para comprender la tipología de nuestra constitución, necesitamos hacer previamente un breve esquema
de los tipos y las clases de constitución que manejan la doctrina y el derecho comparado.
Encontramos un tipo racional-normativo, cuya caracterización puede lograrse de la siguiente forma:
a) define a la constitución como conjunto de normas, fundamentalmente escritas, y reunidas en un cuerpo
codificado;
b) piensa y elabora a la constitución como una planificación racional, o sea, suponiendo que la razón humana
es capaz de ordenar constitucionalmente a la comunidad y al estado;
c) profesa la creencia en la fuerza estructurada de la ley, es decir, en que las normas son el principio
ordenador del régimen constitucional y de que tienen en sí mismas, y en su pura fuerza normativa, la eficacia para
conseguir que la realidad sea tal como las normas la describen;
d) la constitución es un esquema racional de organización, un plan o programa formulado con pretensión de
subsumir toda la dinámica del régimen político en las previsiones normativas.
El tipo racional-normativo propende a obtener: racionalidad, seguridad, estabilidad. Tales efectos se
consideran el resultado de la planificación predeterminada en las normas.
El tipo racional-normativo se supone apto para servir con validez general a todos los estados y para todos los
tiempos. Históricamente, responde a la época del constitucionalismo moderno o clásico, iniciado a fines del siglo
XVIII.
El tipo racional-normativo apunta fundamentalmente a la constitución formal.
2. — El tipo historicista, en oposición al racional normativo, responde a la idea de que cada constitución es el
producto de una cierta tradición en una sociedad determinada, que se prolonga desde el pasado y se consolida
hasta y en el presente. Cada comunidad, cada estado, tiene “su” constitución así surgida y formada. La
constitución no se elabora ni se escribe racionalmente, la constitución es algo propio y singular de cada régimen.
Por eso descarta la generalidad y la racionalidad del tipo racional-normativo, para quedarse con lo individual, lo
particular, lo concreto.
3. — El tipo sociológico contempla la dimensión sociológica presente. Diríamos que enfoca a la constitución
material tal cual funciona “hoy” en cada sociedad, como derecho con vigencia actual, en presente. No le preocupa
que la vigencia sociológica provenga o no de una línea precedente de tradición histórica, o que sea reciente.
Así como el tipo historicista pone el acento en la legitimidad de la constitución a través del tiempo y del
pasado, el sociológico encara la vigencia sociológica de la constitución material presente.
4. — Se puede decir que el tipo historicista y el tipo sociológico se apartan (total o parcialmente) de la
planificación racional y abstracta, porque ven a la constitución como un producto del medio social, o sea, como
constitución material.
Su caracterización general
Es importante y necesario hacer historia política y constitucional de todo el proceso que desembocó en la
constitución de 1853-1860 para comprender cuál ha sido su “por qué” y su “razón histórica” y, con ello, dar por
cierto que constituir un nuevo estado estuvo muy lejos de crearlo de la nada y de prescindir de su génesis.
7. — La constitución argentina amalgama también —por eso— algunos caracteres del tipo
tradicional-historicista, porque plasmó contenidos que ya estaban afincados en la comunidad
social que la preexistía, y los legitimó a título de la continuidad y permanencia que acusaban en la
estructura social. De todo un repertorio de ideas, principios y realidades que la tradición histórica
prolongaba —por lo menos desde 1810—, nuestra constitución consolidó implícitamente
determinados contenidos a los que atribuimos carácter pétreo.
Decir que hay contenidos pétreos en nuestra constitución significa afirmar que mientras se mantenga la
fisonomía de nuestra comunidad y mientras la estructura social subyacente siga siendo fundamentalmente la
misma, dichos contenidos no podrán ser válidamente alterados o abolidos por ninguna reforma constitucional.
Podrán, acaso, ser objeto de modificación y reforma, pero no de destrucción o supresión.
Entre los contenidos pétreos citamos: a) la democracia como forma de estado, basada en el
respeto y reconocimiento de la dignidad del hombre, de su libertad y de sus derechos; b) el
federalismo como forma de estado, que descentraliza al poder con base territorial; c) la forma
republicana de gobierno, como opuesta a la monarquía; d) la confesionalidad del estado, como
reconocimiento de la Iglesia Católica en cuanto persona de derecho público.
La ideología constitucional se conecta: a) con el orden del valor en la dimensión dikelógica, ya que la
fórmula ideológica que proyecta e inspira los fines del estado toma al valor como orientación desde su deber ser
ideal, y hace valoraciones —o sea, juicios de valor—, así como las hace para escoger las soluciones que a dichos
fines se encaminan; b) con el orden de las conductas (o dimensión sociológica), ya que las ideas, los principios y
los valores encarnan y se realizan en el régimen político —o sea, la ideología está organizando al régimen—; c)
con el orden normativo, en cuanto la constitución formal descri-be las pautas ideológicas, los fines del estado, etc.,
en la dimensión normoló-gica.
Si bien la jurisprudencia de nuestra Corte advierte que el preámbulo no puede ser invocado para ensanchar los
poderes del estado, ni confiere “per se” poder alguno, ni es fuente de poderes implícitos, no podemos dejar de
admitir que suministra un valioso elemento de interpretación. La propia Corte ha dicho de algunas de sus
cláusulas (por ej., la de “afianzar la justicia”) que son operativas, y les ha dado aplicación directa en sus
sentencias.
11. — El preámbulo no ha de ser tomado como literatura vana, porque los fines, principios y valores que
enuncia en su proyecto obligan a gobernantes y a gobernados a convertirlos en realidad dentro del régimen
político.
Por otra parte, esos mismos fines y valores mantienen permanente actualidad, son aptos para encarnarse en
nuestra sociedad contemporánea, y además gozan de suficiente consenso por parte de la misma sociedad.
Diríamos, por eso, que goza de legitimidad sociológica.
13. — De inmediato, cuando consigna que la constitución se establece “con el objeto de…”,
el enunciado abarcador de seis fines, bienes o valores, condensa la ideología de la constitución y
el proyecto político que ella estructura: a) unión nacional; b) justicia; c) paz interior; d) defensa
común; e) bienestar general; f) libertad.
a) Constituir la unión nacional significaba, al tiempo de la constitución, formar la unidad
federativa con las provincias preexistentes; o dicho de otro modo, dar nacimiento a un estado
(federal) que hasta entonces no existía. Pero ese objetivo inmediato mantiene y recobra su
propuesta para el presente, en cuanto se dirige a perfeccionar ahora y siempre el sistema
originariamente creado, y a cohesionar la unidad social (que no significa uniformidad opuesta al
pluralismo).
b) Afianzar la justicia es reconocerla como valor cúspide del mundo jurídico-político. No se
trata solamente de la administración de justicia que está a cargo del poder judicial, ni del valor
justicia que dicho poder está llamado a realizar. Abarca a la justicia como valor que exige de las
conductas de gobernantes y gobernados la cualidad de ser justas. La Corte ha dicho que esta
cláusula es operativa, y que obliga a todo el gobierno federal.
c) Consolidar la paz interior fue también, a la fecha de la constitución, un propósito tendiente
a evitar y suprimir las luchas civiles, y a encauzar los disensos dentro del régimen político. Puede
haber adversarios, pero no enemigos. Hoy se actualiza significando la recomposición de la unidad
social, de la convivencia tranquila, del orden estable, de la reconciliación.
d) Proveer a la defensa común no es sólo ni prioritariamente aludir a la defensa bélica. La
comprende, pero la excede en mucho. El adjetivo “común” indica que debe defenderse todo lo
que hace al conjunto social, lo que es “común” a la comunidad; en primer lugar, defender la
propia constitución, y con ella, los derechos personales, los valores de nuestra sociedad, las
provincias, la población, el mismo estado democrático, el federalismo.
e) Promover el bienestar general es tender al bien común público; la Corte ha dicho que el
bienestar general del preámbulo coincide con el bien común de la filosofía clásica. Este bienestar
contiene a la prosperidad, al progreso, al desarrollo, con todos sus ingredientes materiales e
inmateriales que abastecen la buena convivencia humana social. Es el “estar bien” o “vivir-bien”
los hombres en la convivencia compartida en la sociedad políticamente organizada.
f) Asegurar los beneficios de la libertad presupone que la libertad es un bien que rinde
beneficio. La libertad es un valor primordial, como que define a la esencia del sistema
democrático. Exige erradicar el totalitarismo, y respetar la dignidad del hombre como persona,
más sus derechos individuales. La libertad forma un circuito con la justicia: sin libertad no hay
justicia, y sin justicia no hay libertad.
Por otra parte, todos estos objetivos, que son fines, bienes y valores, se hallan en reciprocidad: unos
coadyuvan a que se realicen los otros.
14. — Cuando el preámbulo enuncia: “para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los
hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”, hemos de interpretar varias cosas:
a) una pretensión de durar y permanecer hacia y en el futuro; b) una indicación de que los fines y
valores de su proyecto político deben realizarse ya y ahora, en cada presente, para “nosotros”, los
que convivimos “hoy”, sin perjuicio de su prolongación para los que nos sucedan en el tiempo; el
futuro no relega ni amputa al presente; c) una apertura humanista y universal de hospitalidad a los
extranjeros.
15. — Finalmente viene la invocación a Dios, “fuente de toda razón y justicia”. Para el
constituyente, la medida de lo razonable y de lo justo proviene de Dios; los valores que el
preámbulo contiene hunden su raíz última en Dios, Sumo Bien. Nuestro régimen no es ateo ni
neutro, sino teísta. Y el patrón o standard para el derecho positivo justo es el derecho natural (o
valor justicia).
16. — La enunciación de los valores contenidos expresamente en el preámbulo no niega ni desconoce a otros,
que podemos considerar incluidos implícitamente, como el orden, la cooperación, la solidaridad, etc.
17. — El preámbulo comparte la fuerza normativa de la constitución, y como síntesis que es,
no agota el arsenal de pautas, principios y valores que luego se completan en el articulado integral
del texto constitucional.
19. — Hay doctrina que afirma (por ej., Vanossi) que todas las normas de la constitución son normas de
competencia, y no sólo las que organizan al poder y prevén los actos de los mismos. En tal sentido, también se
contempla a las normas que declaran derechos y garantías como normas de competencia, en cuanto significan
limitaciones o deberes para los órganos de poder (omitir, dar o hacer algo en relación con los titulares de derechos
y garantías).
Preferimos, más bien, con independencia de la divisoria tradicional en una parte orgánica y otra dogmática,
afirmar que en cualquiera de ambas los principios, los valores y las normas que toman en consideración a la
persona humana, confieren a ésta la centralidad que es fundamento y núcleo de toda la constitución.
Visualizar en la normativa de la constitución, como panorama común a todo su texto, a todas las normas
como normas de competencia puede dejar la impresión de que aquella centralidad situada en la persona se esfuma,
para resaltar, en cambio, al poder.
20. — Las normas de la constitución pueden ser consideradas asimismo como indisponibles o disponibles.
Las primeras impiden disponer discrecio-nalmente de ellas; como ejemplo, valga las referentes a la formación y
composición de los órganos de poder, al deber de respeto de los derechos personales, etc. Las segundas dejan su
cumplimiento a discreción de los destinatarios; por ejemplo, las que facultan a establecer impuestos (sin
obligación de establecerlos), o la del art. 35 que libra opción para el uso de los nombres oficiales del estado.
En las normas disponibles no hemos de entender que está ausente la fuerza normativa que impera su
obligatoriedad, porque ésta se advierte en cuanto impiden que las facultades potestativas se ejerzan por un órgano
al que no se les ha discernido, o que se transfieran a otro, o que se trabe su uso. Vinculan, además y siempre, en
cuanto la disponibilidad no permitir que, al utilizarla, se pueda violar el plexo de principios, valores y derechos.
Como principio, se ha de interpretar que las normas de la constitución que declaran derechos personales
fundamentales, son operativas, y deben ser aplicadas aunque carezcan de reglamentación. Esta pauta fue expuesta
por la Corte Suprema al fallar en 1957 el caso “Siri”, sobre amparo, en el que deparó la vía procesal sumaria de
protección, sin reglamentación legal que la regulara, para tutelar la libertad de expresión a través de la prensa.
22. — El problema más arduo se suscita —por eso— cuando nos preguntamos si antes de su
reglamentación las normas programáticas de la constitución que declaran derechos personales
pueden ser: a) invocadas por los titulares de esos derechos; b) aplicadas por los jueces.
Una primera respuesta negativa afronta así la cuestión: a’) los titulares de tales derechos no
pueden invocar la norma programática para pretender el reconocimiento o el ejercicio del derecho
y, por ende, no tienen acción disponible; b’) los jueces no pueden aplicarlas si los titulares invocan
sus derechos, porque la división de poderes les impide suplir la ausencia de ley reglamentaria de
la norma programática.
A ambas respuestas negativas replicamos en sentido opuesto: a”) los titulares de derechos
declarados en normas programáticas pueden invocarlos judicialmente, alegando que la omisión de
ley reglamentaria se convierte, después de un lapso razonable, en omisión inconstitucional (el
congreso, al no dictar la ley reglamentaria, viola la constitución porque frustra el funcionamiento
de la norma programática y del derecho que ella contiene); b”) los jueces pueden acoger ese
alegato, y declarar que hay inconstitucionalidad por omisión, la que ha de recibir remedio en
causa judiciable mediante integración de la carencia de norma legal (laguna legislativa), haciendo
aplicación directa de la norma programática constitucional que acusa esa carencia reglamentaria;
ello significa que la sentencia ha de crear, “para el caso” a resolver, una norma individual que
tome en cuenta a la norma constitucional programática, y que supla la falta de ley reglamentaria a
través de la integración del orden legal lagunoso.
La inconstitucionalidad por omisión ha sido recogida en la constitución de la provincia de Río Negro de 1988,
que en su art. 207 arbitra soluciones mediante acción judicial.
23. — Es interesante también hacer aplicable una pauta que surge de la jurisprudencia del
Tribunal Constitucional de España para sostener que cuando una norma de la constitución necesita
desarrollo legislativo y éste no ha sido suministrado por el legislador, la norma constitucional
tiene —por lo menos y mientras tanto— un contenido esencial que siempre es aplicable y siempre
debe ser aplicado.
24. — Además, en ese mismo intervalo, las normas programáticas surten los siguientes
efectos: a) impiden que se dicten normas opuestas, a las que, en todo caso, convierten en
inconstitucionales; b) la falta de vigencia sociológica (por desuso o por no reglamentación en
tiempo razonable) no les quita la vigencia normológica, cuya subsistencia permite aplicarlas en
cualquier momento; c) sirven como pautas de interpretación para aplicar el derecho vigente.
En consecuencia: a’) sería inconstitucional —por ej.— una ley que prohibiera la participación en las
ganancias; b’) el congreso puede en cualquier momento dictar la ley de juicio por jurados; c’) un tribunal puede
utilizar la norma sobre condiciones dignas y equitativas de trabajo para considerar que hay conducta patronal
injuriosa para el trabajador al que se lo obliga a prestar servicios en un lugar pequeño sin ventilación.
25. — Hay cláusulas programáticas que, por su formulación, dejan plazo al congreso para que
las reglamente; en tanto otras demuestran que el constituyente ha impuesto el deber de
reglamentación inmediata.
La diferencia se advierte si se coteja la redacción del art. 118 con la del art. 14 bis. El art. 118 dice que los
juicios criminales se terminarán por jurados “luego que se establezca en la república esta institución”. La frase
permite inferir que la voluntad del constituyente consiente dilatar el funcionamiento del jurado hasta que el
congreso lo implante, cuando lo considere oportuno. En cambio, si se lee el art. 14 bis, se observa que los verbos
que emplea no dejan margen para que el congreso postergue a su arbitrio la reglamentación que complete sus
cláusulas programáticas; en efecto, allí se ordena, con una impera-tividad sin plazo, que las leyes “asegurarán”
tales derechos, que la ley “esta-blecerá” tales cosas, que el estado “otorgará” los beneficios de la seguridad so-cial.
La demora, en estos supuestos, consuma la inconstitucionalidad por omisión legislativa reglamentaria.
26. — Vale comentar que hay normas de la constitución que implícitamente prohíben su
reglamentación en ciertos aspectos. Así: a) la competencia originaria y exclusiva de la Corte en el
art. 116 no puede ser ampliada ni disminuida por ley; b) no se puede añadir requisitos y
condiciones a los establecidos taxativamente por la constitución para ejercer funciones cuyo
desempeño tiene asignado los recaudos de elegibilidad o designación (presidente y vicepresidente
de la república, diputados, senadores, jueces de la Corte); c) los funcionarios pasibles de juicio
político no pueden ser ampliados por ley; d) la causal de mal desempeño para el juicio político no
admite ser reglamentada por una ley que establezca en qué supuestos se debe tener por
configurada; e) la opción para salir del país, que prevé el art. 23, no puede quedar sujeta a normas
que establezcan condiciones, plazos, formalidades, etc.
El texto que entró a regir el 24 de agosto de 1994 no aclara demasiado el tema, porque a veces alude a esta
“reforma” y otras a “esta constitución”, pero no podemos estancarnos solamente en el vocabulario utilizado. Lo
que ocurre es que, al ser extensas las enmiendas, el texto ha sufrido a partir de su art. 35 un cambio de numeración
en el articulado, y fue el conjunto íntegro lo que, unitariamente, se publicó oficialmente en forma reordenada y se
puso en vigor.
En él hallamos:
a) normas anteriores que permanecen intactas;
b) normas que fueron modificadas;
c) normas nuevas,
más:
d) desaparición normológica de normas que fueron suprimidas.
El techo ideológico
28. — Este único complejo normativo no suprimió, ni alteró, ni cambió el techo ideológico
originario. Las añadiduras y actualizaciones que innegablemente ha recibido se integran al
históricamente primitivo, acentuándole los rasgos del constitucionalismo social y conservando su
eje de principios y valores.
Si acaso se supone que estos agregados componen un nuevo techo ideológico, hay que afirmar que al no
haber dos constituciones sino una sola —la reformada— la nueva vertiente se unifica en un único techo ideológico
con el heredado de 1853-1860.
29. — Con respecto a las normas del texto anterior a la reforma que, después de ésta, subsisten en su versión
originaria, tampoco creemos admisible sostener que han sido “puestas” nuevamente y por segunda vez en la
constitución por la convención constituyente que, en 1994, las retuvo incólumes.
El texto “ordenado” de la constitución reformada surgió de la “reordenación” que se le introdujo a raíz de las
enmiendas, pero las normas anteriores que no tuvieron enmiendas (porque tampoco la convención recibió
competencia para efectuarlas cuando el congreso declaró la necesidad de la reforma por ley 24.309) conservan su
vigencia normológica originaria a partir de la fecha en que el respectivo autor las insertó a la constitución (1853,
1860, 1866, 1898, 1957).
30. — Ya adelantamos que el texto surgido de la reforma es extenso y con muchas cláusulas abiertas. Que son
abiertas significa —en comparación con la constitución histórica— que numerosas normas exigen ser “cerradas”
en su desembocadura mediante ley del congreso, porque el constituyente solamente dejó trazado un esquema
global que necesita completarse. A veces, hasta han sido escasos los parámetros que las normas constitucionales
nuevas proporcionan al legislador.
Por esta fisonomía, algunos autores interpretan que la reforma constitucional quedó inconclusa, lo que deja
margen a que las leyes que deben dictarse para darle desarrollo complementario puedan reputarse como leyes
orgánicas, a tenor de la terminología que explícitamente emplean algunas constituciones extranjeras para calificar
a determinados ámbitos de la legislación.
Toda la serie de leyes requeridas por este fenómeno de la textura abierta de la constitución reformada, habilita
al congreso para dictarlas más de una vez, o sea, para ir introduciendo innovaciones o reemplazos en la primera
legislación reglamentaria posterior a la reforma.
No obstante, a algún sector de la doctrina se le ha creado el interrogante acerca de si la primera ley que
reglamenta a cada norma constitucional abierta queda definitivamente impedida de modificaciones o sustituciones
ulteriores. Personalmente creemos que no.
La rigidez
Además, en la medida en que cada una de esas leyes requieran un procedimiento legislativo agravado en
relación con el resto de la legislación común, se puede pensar que la rigidez de la constitución (en el supuesto de
afirmarse la delegación de poder constituyente al congreso, o el carácter compartido de su ejercicio entre el
congreso y la convención) se ha debilitado pero no reemplazado lisa y llanamente por la flexibilidad.
En todo caso, proponemos sostener que se mantiene la rigidez dispuesta en el art. 30, y se le
ha acoplado un procedimiento menos rígido a cargo del congreso en todas las cláusulas
constitucionales que remiten a leyes a dictarse con quórum agravado o especificado para cada
caso.
Si se extremara la duda, la cuestión llevaría a decir que, de haberse perdido la rigidez en
algunos ámbitos de la constitución, la eventual flexibilidad sería parcial (solamente en esos
ámbitos), subsistiendo en el resto la rigidez emanada del art. 30.
Para culminar, preferimos apostar a que el principio de rigidez de nuestra constitución, aunque
acaso haya adquirido alguna fisonomía distinta y atenuada, sigue adscripto a su tipología. Dicho
negativamente: la constitución no se ha transformado en flexible.
33. — En orden a los tratados de derechos humanos del art. 75 inc. 22, nuestro criterio se
refuerza cuando, con toda seguridad personal, aseveramos que el revestir jerarquía constitucional
no los hace formar parte del texto de la constitución, porque están fuera de ella, aunque
compartiendo su misma supremacía, situados en lo que denominamos el bloque de
constitucionalidad (ver cap. I, nº 17).
Las cláusulas transitorias
No se hallan en un plano inferior, ni más débil que el resto del articulado. Se advierte bien con la disposición
17, que para nosotros reviste definitividad y permanencia, cuando afirma que el texto ordenado sancionado por la
convención reemplaza al anterior.
Por consiguiente, la constitución actual —toda ella con idéntica jerarquía normativa— se
integra con:
a) el preámbulo,
b) 129 artículos (que son 130 porque subsiste intercalado en su sanción de 1957 el art. 14 bis),
y
c) 17 disposiciones denominadas “transitorias”.
35. — La dinámica constitucional puede ser enfocada desde dos ángulos: a) en relación con la
constitución material; b) en relación con la constitución formal.
La constitución material equivale a un régimen político, y régimen denota movilidad y
proceso. La vigencia sociológica de la constitución material es la que expresa la actualidad
permanente de la misma, que transcurre y se realiza en la dimensión sociológica; como jamás le
falta al estado una constitución material, y ésta es dinámica, cabe decir que el estado “está siendo”
lo que a cada momento “es” en la vigencia de su derecho constitucional material.
La constitución formal argentina tiene pretensión de dinamismo, porque encierra la aspiración
y la exigencia de adquirir vigencia sociológica en la constitución material, de realizarse, de
funcionar. Esto se enlaza con su futuridad y su permanencia, que explicamos al tratar el
preámbulo (ver nº 14). También con la fuerza normativa (ver cap. I, nº 18).
Hablar de la dinámica de la constitución, tanto de la formal como de la material, nos reenvía
nuevamente a verificar comparativamente en qué medida la constitución formal tiene vigencia
sociológica en la material, o no; cuáles son las desfiguraciones, violaciones, o coincidencias, y a
través de qué fuentes se producen todos estos fenómenos.
36. — Las normas de la constitución formal así vistas en la dimensión sociológica de la constitución material
brindan un vasto panorama, algunos de cuyos perfiles son los siguientes: a) hay algunas que tienen vigencia
sociológica, es decir, que son eficaces y se cumplen o aplican; b) hay otras que pasan por el fenómeno de
mutaciones constitucionales, que en seguida analizaremos; c) hay algunas que son programáticas y se hallan
bloqueadas por omisión reglamentaria; d) en este supuesto, los derechos que esas normas pueden reconocer suelen
quedar sin posibilidad de ejercicio, porque el derecho judicial es renuente a suplir la omisión legislativa.
Cada una de estas situaciones puede ser permanente, o tener una duración transitoria. Lo importante radica en
reiterar que, a nuestro juicio, las normas de la constitución formal mantienen su vigencia normológica mientras no
son objeto de reforma (supresión, sustitución, modificación, etc.) y que, por ende, cualquiera sea el reflejo de que
pueden ser objeto en la constitución material, conservan la supremacía que da pie para su aplicación inmediata.
Cuando el cambio se incorpora mediante reforma a la constitución formal, ya no cabe hablar, a partir del
momento de tal reforma, de mutación constitucional, sino precisamente de “reforma” o enmienda.
38. — Las transformaciones mutativas a que nos venimos refiriendo pueden acontecer, en una
gruesa tipología, de la siguiente manera:
a) La primera mutación es la mutación por adición. En ella, se incorpora o agrega a la
constitución material un contenido nuevo que carece de norma previsora en la constitución
formal.
Un ejemplo típico lo encontramos en el derecho constitucional argentino con los partidos políticos, sobre los
cuales la constitución antes de la reforma de 1994 carecía de norma expresa, y que hallaron recepción en la
constitución material por fuente de derecho espontáneo, de ley, y de derecho judicial.
Podemos proponer dos ejemplos: b’) entre el Acuerdo con la Santa Sede de 1966 y la reforma de 1994 (que
suprimió las normas sobre patronato, pase y admi-sión de órdenes religiosas) dichas normas perdieron vigencia
sociológica en virtud del citado Acuerdo; b”) el juicio por jurados nunca adquirió vigencia sociológica porque
tampoco el congreso dictó la legislación de desarrollo para aplicarlo.
En el derecho comparado, se cita el caso de la constitución alemana de Weimar, de 1919 que, sin ser
reformada ni derogada, fue sustituida por una constitución material divergente durante el régimen
nacionalsocialista.
39. — Algunas mutaciones pueden ser violatorias de la constitución formal, y otras pueden
no serlo. Hay que observar, en cada caso, si representan oposición o deformación, respecto de la
constitución formal, o si al contrario se ubican en una zona donde la permisión o la interpretación
de la constitución formal dejan margen para considerarlas compatibles con ella.
Por último, también resulta de interés, cuando se detectan mutaciones, indagar cuál es la fuente del derecho
constitucional que les da origen.
CAPÍTULO III
LA INTERPRETACIÓN Y LA INTEGRACIÓN
DE LA CONSTITUCIÓN
I. LA INTERPRETACIÓN. - Algunas pautas preliminares. - La interpretación “de” la constitución y “desde” la
constitución. - Qué es interpretar. Las clases de interpretación. - II. LA INTEGRACIÓN. - La carencia de normas.
Los mecanismos de integración. - La relación de confluencia entre integración e interpretación. - La carencia
dikelógica de normas y la supremacía de la constitución. Las leyes injustas. - III. LAS PAUTAS DE LA
INTERPRETACIÓN. - IV.
LA INTERPRETACIÓN, Y EL CONTROL CONSTITUCIONAL. - Sus relaciones.
I. LA INTERPRETACIÓN
Esta noción de una interpretación “de” la constitución, y una interpretación “desde” la constitución se vuelve
importante cuando se vincula el tema de la interpretación constitucional con el del control constitucional. En
efecto, cuando en función de control se averigua si normas inferiores a la constitución están o no de acuerdo con
ella, es fácil comprender que en la comparación entre normas infraconstitucionales y normas de la constitución se
hace imprescindible —primero— interpretar la o las normas de la constitución y, de ahí en más, desplazarse
“desde” la constitución hacia la o las normas inferiores cuya interpretación congruente con la constitución requiere
haber transitado antes todo el recorrido que, de modo desdoblado, acabamos de sintetizar.
Qué es interpretar
La interpretación puede realizarse con un mero fin especulativo de conocimiento, o con un fin práctico de
aplicación de las normas. Lo primero hacemos cuando estudiamos. Lo segundo, cuando repartidores estatales o
particulares deben dar solución a un caso real o reparto en virtud de las normas de la constitución.
La voluntad es del autor de la norma —hombre— y no de la norma —ente lógico—. Es esa voluntad real o
histórica del autor de la norma, la que tiene que desentrañar el intérprete. Y es esa misma voluntad la que debe ser
realmente respetada cuando el intérprete hace funcionar la norma.
5. — La interpretación literal, con ser útil, impide detenerse en ella. Hay que dar el salto a la
voluntad histórica del autor de la norma, a fin de descubrir lo que quiso ese autor. Tal es la
interpretación histórica.
Puede ocurrir que la norma no refleje bien esa voluntad, y que el intérprete se encuentre con una divergencia
entre lo que quiso formular el autor de la norma, y lo que realmente formuló. Tal discrepancia entre lo gramatical
y lo histórico nos conduce a hablar de norma infiel; la infidelidad radica en que la descripción que la norma hace,
no coincide con la voluntad del autor. Al contrario, la norma es fiel si describe con acierto esa misma voluntad.
Volvemos a repetir que de surgir la discrepancia apuntada, el intérprete debe preferir la voluntad real e
histórica del autor, a la formulación hecha en la norma; o sea, ha de prevalecer la interpretación histórica sobre la
literal. Si la norma dice más de lo que quiso describir la voluntad de su autor, la interpretación ha de achicar o
encoger la norma, para ajustarla a la voluntad del autor; esto se llama interpretación restrictiva. Si la norma dice
menos de lo que quiso describir la voluntad de su autor, la interpretación ha de ensanchar la norma, también para
acomodarla a la voluntad del autor; esto se llama interpretación extensiva.
En tales casos, se advierte que la interpretación histórica toma en cuenta el fin propuesto y querido por el
autor de la norma; se trata de ensamblar —por eso— la interpretación finalista.
Nos parece hallar un ejemplo de interpretación restrictiva frente a la norma que impone el refrendo
ministerial de los actos del presidente de la república (art. 100); literalmente, interpretaríamos que todos esos actos
requieren refrendo; históricamente, en cambio, creemos que la voluntad del autor ha sido eximir de refrendo
algunos actos presidenciales personalísimos —por ej.: su renuncia—.
Un caso de interpretación extensiva descubriríamos en la norma del art. 73, que impide a los gobernadores de
provincia ser miembros del congreso por la provincia de su mando. Es menester ampliar la norma para dar cabida
a la voluntad del autor, que suponemos ha sido la de prohibir que un gobernador sea miembro del congreso no sólo
por su provincia, sino por cualquier otra.
6. — La Corte Suprema tiene dicho que “por encima de lo que las leyes parecen decir literalmente, es propio
de la interpretación indagar lo que ellas dicen jurídicamente y que en esta indagación no cabe prescindir de las
palabras de la ley, pero tampoco atenerse rigurosamente a ellas cuando la interpretación razonable y sistemática así
lo requiriere”. También afirmó, que “la primera regla de interpretación de las leyes es dar pleno efecto a la
intención del legislador, computando la totalidad de sus preceptos de manera que armonicen con el ordenamiento
jurídico restante y con los principios y garantías de la constitución”.
El respeto fiel a la voluntad del autor de las normas no impide la interpretación dinámica de la constitución,
que también fue querida por su voluntad.
7. — Hasta acá hemos supuesto que hay normas, y que dichas normas tienen formulación expresa —o sea,
normalmente, escrita—. Sería el caso de nuestra constitución formal, y de todas las normas de contenido
constitucional que están fuera de dicha constitución. Es en este ámbito del derecho escrito donde más se ha
trabajado la interpretación. Pero ello no significa que deba descartársela en el derecho no escrito; el derecho
espontáneo y el derecho judicial, en el cual hay normas no formuladas expresamente, proporcionan materia a la
interpretación, bien que erizando el terreno de mayores dificultades, precisamente porque la falta de formulación
expresa de la norma traba el análisis literal y la búsqueda de la voluntad del autor.
II. LA INTEGRACIÓN
La carencia de normas
8. — Hemos de pasar ahora al supuesto en que no hay norma. Para ello damos por cierto que
en el área de las fuentes formales encontramos vacíos, huecos o lagunas. El orden de normas es
lagunoso. Ello quiere decir que hay carencia de normas, y a tal carencia la calificamos como
“histórica”, porque es el autor de las normas quien omitió formular una o varias.
Decir que el orden de normas tiene vacíos o lagunas es muy compatible con la teoría egológica en cuanto ésta
admite que es materialmente imposible cubrir la vida humana en su totalidad con normaciones, y que la cantidad
de normas positivas está sumamente restringida.
El intérprete debe, entonces, crear una norma con la cual salvar la omisión de norma y
rellenar la laguna. Este proceso de fabricación o elaboración de normas que cubren el orden
normativo lagunoso se denomina integración.
Como siempre es posible integrar el orden normativo, decimos que el mundo jurídico en su
plenitud es hermético.
10. — La integración se lleva a cabo de dos maneras: a) cuando acudimos a soluciones del
propio orden normativo existente —o sea a la justicia formal— hablamos de autointegración; b)
cuando la solución se encuentra fuera del propio orden normativo, recurriendo a la justicia
material —diríamos: al deber ser ideal del valor— hablamos de heterointegración.
La autointegración se maneja con la analogía y con la remisión a los principios generales del
mismo orden normativo que debe integrarse. La heterointegración prescinde del orden normativo
y salta a la justicia material.
La autointegración y la heterointegración son utilizables tanto frente a la carencia histórica como a la carencia
dikelógica de normas. Primero hay que acudir siempre a la autointegración, y sólo cuando el recurso fracasa, saltar
a la heterointegración.
11. — Por fin, sin encuadrar ni en la autointegración ni en la heterointe-gración, cabe decir que la
interpretación y la integración constitucionales pueden desentrañar el sentido de las normas o colmar las lagunas
mediante el recurso al derecho extranjero. En la interpretación e integración de nuestra constitución, autores y
jurisprudencia reenvían a menudo al derecho constitucional norteamericano. Un viejo ejemplo lo hallamos en
materia de control judicial de constitucionalidad.
12. — Bien que interpretación e integración difieren, no hay que desconectarlas, porque
siempre que se lleva a cabo la integración de carencias normativas (tanto históricas como
dikelógicas) se traba un nexo con la interpretación.
En efecto, cuando se descubre la ausencia de norma para deter-minado caso concreto, la
integración que se endereza a colmar el vacío mediante la elaboración de una norma sucedánea
que resuelva el citado caso, debe confluir a “interpretar” si esa norma sustitutiva de la que falta
guarda congruencia con la constitución, o no. Ade-más, para dilucidar tales extremos, también hay
que hacer interpretación “de la constitución”, porque no se puede saber si la norma fabricada
mediante la integración es compatible con la constitución sin conocer, a la vez, el sentido de la
constitución en la parte de ésta que se relaciona con la carencia normativa que se integra, y con la
norma que se crea en su reemplazo.
Cuando encaramos la carencia dikelógica de norma y descartamos la aplicación de una norma
existente por su injusticia, la interpretación también aparece. En primer lugar, no se puede valorar
una norma como injusta si antes no se la interpreta, ya que de tal interpretación emerge la
aprehensión de su injusticia. En segundo término, cuando desaplicada la norma injusta se integra
la carencia que de ese modo se provoca, la cuestión funciona de modo equivalente al caso de
integración de la carencia histórica de norma, en la que ya vimos la conexión entre integración e
interpretación.
13. — Como principio general, podemos decir que si aceptamos la supremacía de la constitución formal, no
es fácil admitir en ella casos de carencia dikelógica de normas. En efecto, si la constitución formal contiene una
norma, no podemos dejar de aplicarla porque nos parezca injusta, ni elaborar la norma sustitutiva mediante el salto
a la justicia material. Sustituir una norma existente en la constitución y provocar la carencia dikelógica de norma
porque a la que existe se la margina a causa de su injusticia, parece, prima facie, sublevación contra la voluntad
histórica del autor de la constitución. El procedimiento sólo sería viable excepcionalmente —y también como
principio— en alguno de los casos extremos que justificaran una revolución, o el derecho de resistencia pasiva.
15. — La segunda postura es la que nosotros compartimos, y nos obliga a profundizarla. Como el derecho
judicial de la Corte tiene establecido que los jueces no pueden prescindir de las normas vigentes que resultan
aplicables a las causas que han de sentenciar, salvo cuando a esas normas las declaran inconstitucionales, hemos
de aceptar que para desaplicar una norma injusta el juez tiene que declararla inconstitucional. ¿Cómo lo logra?
Su primer intento ha de procurar encontrar en la constitución algún principio o algún artículo a los que la
norma injusta transgreda, y por tal transgresión declarar que la norma injusta vulnera a la constitución en tal o cual
parte o dispositivo; si fracasa en esa tentativa, creemos que le basta al juez declarar que la norma injusta que
desaplica viola a la constitución en su preámbulo, cuando éste enuncia la cláusula de “afianzar la justicia”.
Podemos agregar, todavía, que conforme al derecho judicial de la Corte los jueces están obligados a lograr en
cada sentencia la solución “objetivamente justa” del caso que resuelven. Y tal solución justa no queda alcanzada
si la norma que aplica el juez es intrínsecamente injusta, pues la injusticia de la misma norma contagia a la
aplicación que de ella se hace para solucionar el caso que se somete a sentencia.
III. LAS PAUTAS DE LA INTERPRETACIÓN
La fidelidad al fin o los fines previstos en la constitución impide interpretarla en contra de esos fines, pero no
veda acoger, con un enfoque de dinamismo histórico, fines no previstos que no se oponen a los previstos.
Interpretar la voluntad del autor como inmutable y detenida en la época originaria de la constitución es atentar
contra la propia voluntad de futuro y de perduración con que el autor la ha plasmado.
Quiere decir que mientras no incurramos en contradicción con la constitución, ella misma habilita y asume su
propia interpretación e integración dinámica, histórica, progresiva y flexible. Esta regla se liga, en alguna medida,
con la anterior.
El cambio de valoraciones sociales puede servir como criterio de interpretación dinámica, y hasta para
engendrar una inconstitucionalidad sobreviniente en normas que, a partir de cierto momento, pugnan frontalmente
con esas nuevas valoraciones circulantes en la sociedad. Pero esta hipótesis ha de manejarse con suma prudencia y
mucha objetividad. Entendemos que un simple cambio en esas valoraciones —de por sí difusas— no habilita para
dar por consumada una inconstitucionalidad sobreviniente en torno de una determinada cuestión cuando sobre ésta
nos falta alguna pauta definitoria y clara en la constitución. Un ejemplo lo dilucida. Es viable interpretar que
existiendo en la constitución una pauta de tipo favorable sobre la igualdad, se vuelven inconstitucionales las
normas que chocan con los contenidos que nuevas valoraciones sociales consideran exigibles e incorporados a la
igualdad (ver cap. V, nº 37 d).
c) Una tercera regla nos enseña que las normas de la constitución no pueden interpretarse en
forma aislada, desconectándolas del todo que componen. La interpretación debe hacerse, al
contrario, integrando las normas en la unidad sistemática de la constitución, relacionándolas,
comparándolas, coordinándolas y armonizándolas, de forma tal que haya congruencia y
compatibilidad entre ellas.
d) La cuarta regla predica la presunción de validez y constitu-cionalidad de los actos
emanados de los órganos de poder. Da origen a la teoría de la ejecutoriedad del acto
administrativo, y en materia de control de constitucionalidad al principio de que la inconstitucio-
nalidad sólo debe declararse cuando resulta imposible hacer compatible una norma o un acto
estatales con las normas de la constitu-ción; por eso, antes de declarar la inconstitucionalidad hay
que hacer el esfuerzo de procurar la interpretación que concilie aquellas normas o actos estatales
con la constitución.
El derecho judicial de la Corte dice que la declaración de inconstitucionalidad es una “última
ratio” del orden jurídico, o sea, un recurso o remedio extremo, que debe usarse con suma cautela.
e) En el campo de la interpretación que hacen los jueces, hay una regla enunciada por la corte, que aparece
como importante. Según ella, debe tomarse en cuenta el resultado axiológico (que es el del valor), de manera que
el juez necesita imaginar las consecuencias naturales que derivan de una sentencia, porque la consideración de
dichas consecuencias es un índice que le permite verificar si la interpretación que lleva a cabo para dictar la
sentencia es o no es razonable, y si la misma interpretación guarda congruencia con el orden normativo al que
pertence la disposición que trata de aplicar en la misma sentencia.
Sus relaciones
17. — En el capítulo V abordaremos el tema del control constitucional. Hemos, no obstante, de anticiparnos a
él porque al hablar de interpretación descubrimos una relación inesquivable con el control.
En verdad, creemos que cuando se lleva a cabo el control de constitucionalidad de normas
infraconstitucionales y se las compara con la constitución para decidir si son inconstitucionales (contrarias a la
constitución) o si son constitucionales (compatibles con la constitución), se verifica indudablemente una doble
interpretación: de las normas inferiores a la constitución, y de las normas de la constitución que guardan relación
con ellas. Es el tema ya desbrozado de la interpretación “de” la constitución y de la interpretación “desde” la
constitución (hacia el plano infraconstitucional). (Ver nº 2).
Tanto cuando en función de control constitucional se desemboca en la decisión de que una norma
infraconstitucional es inconstitucional, cuanto en el caso de que se la declare conforme a la constitución, se ha
realizado interpretación constitucional, en el plano superior de la constitución y en el inferior de la
infraconstitucionalidad.
Con un sentido amplio, proponemos considerar que también implica control constitucional la pura
interpretación que solamente recae en una norma de la constitución y que no tiene por objeto confrontarla con
otra inferior a ella. Es así porque el sentido que se atribuye a la norma constitucional queda fijado como un
parámetro —en cuanto interpretación “de” la constitución— para, desde su nivel, llevar a cabo la interpretación
“desde” la constitución hacia aba-jo y, de este modo, controlar la constitucionalidad del derecho
infraconstitucional.
Si asumimos el dato de que la interpretación “de” la constitución por la Corte engendra fuente de derecho
judicial en el orbe constitucional cuando sus sentencias tienen calidad de “sentencia-modelo” y engendran
seguimiento a causa de su ejemplaridad, se entiende mejor por qué al caso de la pura interpretación “de” la
constitución le atribuimos —cuando emana de la Corte Suprema— la naturaleza simultánea de un control
constitucional.
a) normas de la constitución
b) normas infraconstitucionales
(sea que se las descalifique o
que se las compatibilice) Hay
Interpre- control
tación por consti-
consti- tucio-
tucional b’) declaración de nal
de: inconstitucionalidad simul-
táneo
con- o
flicto-
b”) declaración de
constitucionalidad
19. — Finalmente, hay otro desglose posible: a) hay cosas que la constitución prohíbe hacer, y que si se
hacen irrogan violaciones a la constitución; b) hay cosas que la constitución manda hacer, y que si no se hacen,
implican asimismo violaciones (por omisión); c) hay ámbitos donde la constitución no prohíbe, ni manda, sino que
permite o deja opciones y alternativas, y en esos espacios es menester elegir lo mejor y no lo peor, para
aprovechar las permisiones y opciones, y no esterilizar su oferta (por lo que es necesario no tomar la postura de no
hacer nada).
CAPÍTULO IV
Su sentido
Es fácil coincidir en que el plexo de valores y de principios compone el llamado techo ideológico de la
constitución, que es tanto como decir su filosofía política y su “espíritu”. Este espíritu tiene que alimentar a la
“letra” de la constitución, o sea, a su texto, desde el “con-texto” en el que se sitúan los princi-pios y valores.
Muchos de ellos figuran explícitamente en las normas de la constitución, pero la circunstancia de que consten
en su “letra” no riñe con la afirmación de que, en unidad con los implícitos, hacen parte de un “con-texto” que se
afilia al techo ideológico, y que desde este último debe dárseles desarrollo aplicativo.
Por supuesto que los valores y principios guardan relación íntima con los fines que la constitución propone y
exige alcanzar en la dinámica del régimen político. De este modo, la visión valorativa-principista se enlaza con la
visión finalista de la constitución.
2. — Todo ello, a su vez, encuentra una explicación en la raíz histórica de la constitución. La
constitución, además de un “para qué” (fines), tiene un “por qué”, que encuentra su razón de ser
en la citada raíz histórica. Por eso, la indagación de todo el proceso político-institucional que ha
dado origen a la constitución es muy útil para comprender cabalmente el sentido de la
constitución.
4. — Cuando recorremos este amplio paisaje es menester alejarse de la creencia de que todo
tiene que estar escrito en las normas de la constitución, porque hay muchas cosas que, sin
formularse en esas normas, se hallan alojadas en los silencios de la constitución o en las
implicitudes de la constitución; es decir, que faltan las nor-mas, no obstante lo cual hemos de
auscultar los silencios e implici-tudes para ver si en lo que la constitución calla o en lo que sugiere
implícitamente nos está significando algo que carece de una norma específica. Para así proceder,
recurrir al “con-texto” puede ser suma-mente útil.
6. — Hay otros valores que no figuran en el texto del preámbulo, y sin embargo sería
equivocado negarlos o darlos por no incluidos en los silencios y las implicitudes. Así: el orden, la
solidaridad, la cooperación, la dignidad del ser humano, el pluralismo sociopolítico, etc.
Esto es lo que permite ir deparando acogida a derechos nuevos y a contenidos nuevos de derechos viejos. Es,
por otra parte, lo que ocurrió con la libertad de “prensa” (derecho a expresar libremente las ideas por la “prensa”
sin censura previa, conforme al art. 14), que fue cobrando holgura para incorporar a otros medios de expresión
distintos de la prensa a medida que fueron progresando los inventos y las tecnologías: cine, radio, televisión,
comunicaciones satelitales, etc.
8. — No es fácil captar las diferencias entre lo que son los valores y lo que son los principios
que anidan en nuestro derecho constitucional; lo que sí cabe afirmar es que cuando, aun sin
rotularlos con esas denominaciones, los reconocemos formulados en el texto —como en el
ejemplo que dimos del preámbulo— hay que admitir que los valores y los principios son normas,
desde que normas son los textos en los cuales constan y quedan expresados. Otra cosa distinta es
el contenido de las normas que consignan a los valores y principios, porque ese contenido con
enunciado normativo es el propio de cada valor y de cada principio que las normas enuncian, y es
ese contenido el que no proviene de un invento o una creación voluntarista del autor de la
constitución.
Es sencillo entenderlo si recurrimos a otro ejemplo: una norma que reco-noce un derecho personal es una
norma, pero el contenido enunciado en ella es el propio del derecho al que la norma se refiere. Lo mismo podemos
decir de las normas que organizan al poder y a sus funciones, competencias y rela-ciones.
Cuando desde el “con-texto” de la constitución inferimos que también hay valores y principios que no
cuentan con una constancia normativa explícita —o sea, cuando no están en la letra de la constitución—
igualmente hemos de explayar su aplicación al orden infraconstitucional, porque desde el techo de la constitución
aquellos valores y principios sin norma explícita han de funcionar y jugar su papel para alimentar al citado orden
infraconstitucional.
10. — Que el papel a desempeñar por los principios y valores descienda de la constitución
hacia abajo —“desde” lo constitucional hacia el derecho infraconstitucional— está muy lejos de
querer decir que los valores y principios constitucionales quedan sin función dentro de la misma
constitución. No es así, ya que todas las normas que integran la constitución, así como las
carencias de normas en su texto, han de iluminarse, interpretarse y rellenarse acudiendo al plexo
valorativo-principista. Por eso habíamos adelantado que la interpretación de la constitución —de
su letra— tiene que hacerse desde su “con-texto”.
El ejemplo más claro creemos encontrarlo en un principio clásico que no es privativo del derecho argentino
sino común a todo el derecho comparado. Nosotros lo tenemos incluido en el código civil, y sin embargo es un
principio netamente constitucional que no figura en la letra de la constitución, pero al que debemos considerarlo
como un presupuesto básico en su “con-texto”: es el principio según el cual los jueces no pueden negarse a fallar
por ausencia o por oscuridad de la ley. Cuál es la vía y la fuente a la que han de recurrir para dictar la sentencia
cuando el caso carece de norma previsora, o cuando la que hay es oscura, no interesa comentarlo aquí (ver cap. II:
La integración). Lo que importa es reivindicar el deber judicial de no inhibir la administración de justicia cuando
el orden normológico presenta un vacío, o varios, y el deber recíproco de encontrar la solución justa que se adecua
al caso de que se trata.
11. — Con la reforma de 1994 descubrimos algo que se nos hace muy interesante.
Normalmente, cuando dividimos a la constitución en una parte dogmática dedicada a derechos,
libertades y garantías, y otra parte orgánica destinada a la estructura del poder, solemos dar por
cierto que es en la primera parte —y también en el preám-bulo que precede a las dos— donde se
acumulan los valores y los principios.
Pues bien, por razones que ahora obviamos, la reforma de 1994 incorporó a la parte orgánica
—especialmente en el sector destinado a las competencias del congreso (art. 75)— numerosos
valores y prin-cipios, y hasta derechos personales que, aunque no queden así rotula-dos, surgen de
normas con suficiente claridad. (Ver nos 13 a 15).
12. — El registro se hace extenso, y vamos luego a hacer una síntesis, pero previamente
retrocederemos a dar la razón por la cual es factible efectuar una casi unidad identificatoria con
los valores y los principios, para lo cual el ejemplo de la norma civilista que obliga a fallar aunque
no haya norma, se nos hace muy claro.
Si en la constitución hay un valor, hay también algo a lo que se le reconoce valiosidad, y si es
así, no cabe mayor duda de que ese mismo valor se erige en un principio al que hay que prestar
desarrollo y aplicación para que el valor se realice con signo positivo.
En el ejemplo citado, el principio que impone el deber de dictar sentencia aun a falta de ley y el de colmar el
vacío legal, es equiparable al valor propio de la administración de justicia, al que por el preámbulo existe la
obligación de afianzar (afianzar la justicia como valor). Sería disvalioso —e injusto— que un juez se negara a
dictar sentencia porque careciera de ley, y le dijera a los justiciables de ese proceso que se abstiene de fallar
porque no tiene una norma expresa con la que encuadrar y resolver el caso que esos justiciables le han propuesto
en el juicio. Por ende, el principio apunta a la realización del valor que toma en cuenta.
13. — Al preámbulo ya le hemos dirigido una mirada (ver nos. 5 y 6). A los artículos donde —
desde el 1º al 43— se condensan las declaraciones, derechos y garantías, hemos de explicarlos
después con detenimiento. Ahora nos detenemos sólo en la parte orgánica, para verificar la
curiosidad de que, fuera de la parte dogmática, la reforma de 1994 también ha expandido valores,
principios y derechos.
El artículo 75
14. — Veamos el art. 75, sin seguir un orden referido a sus 32 incisos. Es la norma que
enumera las competencias del congreso.
— Igualdad real de oportunidades y de trato (inc. 23);
— pleno goce y ejercicio de los derechos reconocidos en la constitución, en los tratados
internacionales vigentes sobre derechos humanos, y en las leyes (inc. 23);
— tratados de derechos humanos, e instrumentos internacionales en la misma materia, que
tienen jerarquía constitucional (inc. 22);
— adopción de medidas de acción positiva para cuanto indica el inc. 23 (inc. 23);
— particular protección respecto de niños, mujeres, ancianos y discapacitados (inc. 23);
— régimen especial e integral de seguridad social en protección del niño desamparado y de la
madre, en la forma y situaciones previstas en el inc. 23 (inc. 23);
— desarrollo humano (incs. 17 y 19);
— progreso económico con justicia social (inc. 19);
— productividad de la economía nacional (inc. 19);
— generación de empleo y formación profesional de los trabajadores (inc. 19);
— defensa del valor de la moneda (inc. 19);
— investigación, desarrollo científico y tecnológico, más su difusión y aprovechamiento (inc.
19);
— crecimiento armónico de “la nación” y poblamiento de su territorio (inc. 19);
— políticas diferenciadas para equilibrar el desigual desarrollo desparejo de provincias y
regiones (inc. 19);
— respeto de las particularidades provinciales y locales en la educación (inc. 19);
— responsabilidad indelegable del estado y participación de la familia y la sociedad en la
educación (inc. 19);
— valores democráticos, igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación en la
educación (inc. 19);
— gratuidad y equidad de la educación pública estatal (inc. 19);
— autonomía y autarquía de las universidades nacionales (inc. 19);
— identidad y pluralidad cultural (inc. 19);
— libre creación y circulación de las obras del autor (inc. 19);
— patrimonio artístico y espacios culturales y audiovisuales (inc. 19);
— reconocimiento, respeto y garantía a los pueblos indígenas argentinos y a los derechos que
enuncia el inc. 17 (inc. 17);
— distribución de los recursos emergentes del régimen de coparticipación impositiva del inc.
2º en forma equitativa y solidaria, con prioridad a favor de un grado equivalente de desarrollo,
calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio (inc. 2º);
— integración en organizaciones supraestatales, que respeten el orden democrático y los
derechos humanos (inc. 24);
Todo este esquema que hemos recorrido en un itinerario de la parte orgánica de la constitución se acopla a
cuanto luego explicaremos acerca de la parte dogmática, lo que nos evidencia que desde las normas incluidas en el
ámbito de la organización del poder hay claros reenvíos al contenido que es propio de la parte primera de la
constitución —Declaraciones, Derechos y Garantías en el capítulo I, y Nuevos Derechos y Garantías en el capítulo
II surgido de la reforma de 1994—.
Conclusión
18. — Del plexo total de valores, principios y derechos que se inserta en las dos partes de la constitución —la
dogmática y la orgánica— hemos de recordar que:
a) hay que reconocerle la dualidad de fuentes: la interna y la internacional (derecho internacional de los
derechos humanos);
b) tiene silencios e implicitudes —cuyo ejemplo más notable es el art. 33— a los que debemos depararles
atención para interpretar e integrar a la consti-tución;
c) hay que predicar el carácter vinculante y obligatorio que reviste, para que no se suponga que solamente
acumula una serie retórica de consejos, simples orientaciones o proyectos sin fuerza normativa, y para que no
quede a merced de lo que discrecionalmente crean o quieran sus destinatarios, tanto operadores gubernamentales
como particulares.
CAPÍTULO V
LA SUPREMACÍA Y EL CONTROL DE
LA CONSTITUCIÓN
I. LA FORMULACIÓN CLÁSICA DE LA DOCTRINA Y SUS ALCANCES. - Su caracterización general. La actualización
contemporánea. La jerarquía normativa. Supremacía y reforma constitucional. La supremacía en el tiempo. El
control de constitucionalidad: su significado. El control constitucional y la interpretación. - La doctrina de la
supremacía constitucional y la inconstitucionalidad “dentro” de la constitución. - II. LOS REAJUSTES
CONTEMPORÁNEOS DE LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL. - La doctrina de la supremacía constitucional de cara al nuevo
derecho internacional. - La incidencia en el control interno de constitucionalidad. - La modificación de la
doctrina de la supremacía constitucional en el actual derecho constitucional argentino. La tesis que
rechazamos. Las tesis que sostenemos. - III. LAS RELACIONES ENTRE LA SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y EL CONTROL DE
CONSTITUCIONALIDAD. - El panorama después de la reforma de 1994. - Las materias controlables. Una diferencia
entre “cuestión constitucional”, “cuestión política” y control. El control del derecho extranjero aplicable en
jurisdicción argentina. - El control de constitucionalidad “a favor” del estado por “acto propio”. - La
supremacía y el derecho judicial de la Corte Suprema. - La inconstitucionalidad como efecto de actividad lícita
del estado. - La inconstitucionalidad en el tiempo. - La inconstitucionalidad “por omisión” y su control. - IV.
LA ORGANIZACIÓN DEL CONTROL. - Los sistemas posibles de control. - Los sistemas de control en nuestro derecho
constitucional (federal y provincial). Las variables del control en el derecho público provincial. - La
legitimación procesal. - El marco de condicionamiento y las bases de control. - El alcance, los caracteres y las
posibilidades del control. - V. LA SUPREMACÍA EN RELACIÓN
CON EL DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO. - Constitución, tratados, leyes.
Su caracterización general
La teoría de la fuerza normativa de la constitución —y, mejor aún, del “derecho de la constitución”— viene
hoy a completar a la doctrina de la supremacía, en cuanto aquélla postula que la constitución posee en sí misma el
vigor de la normatividad jurídica para surtir el efecto de su aplicabilidad, exigibilidad y obligatoriedad y, así,
asegurar su efectividad en la dimensión sociológica del mundo jurídico (ver cap. I, nº 18).
La actualización contemporánea
6. — La doctrina de la supremacía tiene también alguna cabida en los estados de constitución flexible. En la
actualidad, hemos elaborado la idea de que una constitución flexible, al poder reformarse mediante una ley
ordinaria, impide que las “leyes” en desacuerdo con la constitución formal sean consideradas o declaradas
inconstitucionales, pues cuando están en desacuerdo u oposición, implican una enmienda válida a esa constitución;
pero, no obstante, las normas y los actos infralegales admiten que, en caso de pugnar con la constitución, sean
reputados inconstitucionales. De tal modo la inconstitucio-nalidad en los estados con constitución flexible
funcionaría en los estratos del orden jurídico inferiores a la ley.
La supremacía en el tiempo
El leading case “Marbury c/Madison”, del año 1803, ha sido el antecedente inmediato en Estados Unidos de
la doctrina de la supremacía y del control constitucionales, y con su ejemplaridad suscitó seguimiento o imitación
dentro y fuera de los Estados Unidos. De allí se trasplantó a nuestro derecho.
9. — En el derecho constitucional argentino, la doctrina de la supremacía y del control
constitucionales ha cobrado vigencia sociológica a través de fuente judicial: la jurisprudencia o
derecho judicial la han hecho efectiva. Está pues en la constitución material, pero deriva de
principios formulados en la constitución formal.
Dada la estructura federal de nuestro estado, la supremacía constitucional reviste un doble
alcance: a) la constitución prevalece sobre todo el orden jurídico-político del estado; b) la
constitución, en cuanto federal, prevalece también sobre todo el derecho provincial (y dentro de
esta segunda supremacía, prevalece juntamente con la constitución federal todo el derecho federal
—leyes, tratados, etc.—); esto se verifica leyendo los arts. 5º y 31.
El principio de supremacía se completa con los principios del art. 27 (para los tratados que
sólo tienen prelación sobre las leyes), del art. 28 (para las leyes), y del art. 99 inc. 2º (para los
decretos del poder ejecutivo que reglamentan a las leyes).
Después de la reforma de 1994, es imperioso asimismo tener presente una añadidura de suma
trascendencia: en virtud del art. 75 inc. 22 hay tratados internacionales de derechos humanos que
tienen jerarquía constitucional por figurar en la enumeración que se hace en dicha norma, y otros
que pueden alcanzarla en el futuro conforme a la misma. Por consiguiente, tales tratados revisten
igual supremacía de la constitución, y aunque no forman parte del texto de la constitución, se
hallan fuera de él a su mismo nivel en el bloque de constitucionalidad federal (ver cap. I, nº 17).
10. — El control judicial de constitucionalidad cuenta con la fórmula acuñada por la Corte
Suprema desde su fallo del 5 de diciembre de 1865, la cual, si bien se refiere expresamente a las
leyes, se torna extensiva a normas y actos distintos de las leyes. Dicha fórmula dice así: “Que es
elemento de nuestra organización constitucional, la atribución que tienen y el deber en que se
hallan los tribunales de justicia, de examinar las leyes en los casos concretos que se traen a su
decisión, comparándolas con el texto de la constitución para averiguar si guardan o no su
conformidad con ésta, y abstenerse de aplicarlas, si las encuentra en oposición con ella,
constituyendo esta atribución moderadora uno de los fines supremos y fundamentales del poder
judicial nacional y una de las mayores garantías con que se ha entendido asegurar los derechos
consignados en la constitución, contra los abusos posibles e involuntarios de los poderes
públicos”.
12. — Hay doctrinas que dentro de la misma constitución efectúan una gradación o un escalonamiento de sus
contenidos en planos subordinantes y planos subordinados.
Por ejemplo, cuando a los principios y valores que contiene la constitución se los erige por encima del resto
de sus normas. Se habla, así, de relaciones intrajerárquicas.
El resultado es éste: si dentro de la constitución suprema hay cláusulas o normas que prevalecen sobre otras
de su mismo articulado, estas últimas son inconstitucionales (aunque formen parte de la constitución) cuando
infringen a las superiores.
Es verdad que en nuestra constitución reconocemos que, además de simples normas, hay, implícitamente,
principios y valores (ver cap. IV), pero tenemos hasta hoy por cierto que todos sus contenidos —en cuanto normas
— comparten la misma jerarquía suprema o, en otros términos, que dentro de la constitución no existe un orden
jerárquico de planos diferentes, por lo que no creemos que dentro de la misma constitución una norma de ella
pueda ser inconstitucional por incompatibilidad o contradicción con algún principio o algún valor contenidos en el
conjunto normativo de la constitución.
Más adelante tratamos la otra hipótesis de la inconstitucionalidad de una norma de la constitución que
mediante reforma constitucional se incluyera en su texto en violación a un tratado internacional que, con
anterioridad, ha limitado al poder constituyente (ver nº 27).
14. — Si ahora pasamos a las constituciones provinciales, es evidente e indudable que, dentro
de nuestra estructura federal, pueden contener normas inconstitucionales cuando éstas resultan
lesivas de las pautas que desde la constitución federal se les impone a los ordenamientos
provinciales. (El tema de la relación de subordinación en virtud de la cual acontecen tales
eventuales incons-titucionalidades nos ocupará al explicar el federalismo.)
15. — La teoría de la supremacía fue elaborada y estructurada —para la doctrina y para su aplicación práctica
— en un contexto universal en el que bien cabe decir que los estados eran concebidos como unidades políticas
cerradas y replegadas sobre sí mismas, dentro del contexto mundial. Desde hace años (podríamos hacer cronología
situando los tiempos desde la segunda postguerra de este siglo) el derecho internacional público ha avanzado
mucho en comparación con épocas precedentes. La política internacional también. Es indudable que la forma de
instalación de los estados en el ámbito internacional cobra hoy nuevos perfiles.
Los estados siguen existiendo. Sus ordenamientos internos también. Sus constituciones también. Pero se les
filtran contenidos que provienen de fuentes heterónomas o externas, o sea, colateralmente. Entre ellas, el derecho
internacional de los derechos humanos y el derecho comunitario —recién citados— cobran relevancia.
Quiere decir que, en virtud de principios generales del derecho internacional, de tratados internacionales
sobre derechos humanos, y de la integración estatal en comunidades supraestatales que engendran su propio
derecho comunitario, los estados incorporan a su derecho interno contenidos que derivan de aquellas fuentes
heterónomas o externas; esas fuentes no están por “encima” del estado, sino en sus “costados”, en su periferia;
“afuera” del orden jurídico interno; por eso las denominamos fuentes “heterónomas” o externas. Pero que
condicionan y limitan al derecho interno, incluso a la constitución, no puede negarse.
16. — ¿Se ha extraviado o dejado de existir la supremacía de la constitución?
Más bien, cabría sostener que hay un reacomodamiento de la misma.
Los modos de adecuar la supremacía constitucional a esta nueva realidad son variables y propios de cada
estado. Los hay que colocan al derecho interna-cional con prioridad sobre todo el derecho interno, incluida la
misma constitución. Los hay que confieren al derecho internacional de los derechos humanos el mismo nivel de la
constitución. Otros, sólo dan prelación a ese derecho respecto de las leyes.
No es aventurado aseverar que tales soluciones parcialmente diferentes provienen de una decisión interna, sea
del poder constituyente, sea de la incorporación del estado a un tratado internacional, o a un sistema de integración
comunitaria. En todas esas ocasiones, hay una previa prestación de consentimiento estatal expresado mediante
procedimientos que, de alguna manera, también dependen de su derecho interno.
17. — Lo que no podemos omitir es el siguiente punto de vista personal: teniendo presente
que en el derecho internacional hay un principio básico que es el de su prelación sobre el derecho
interno, juzgamos incoherente que el estado que da recepción al derecho internacional en su
ordenamiento interno lo coloque por debajo de la constitución y no por encima —o, al menos, a
su mismo nivel—. En efecto, parece elemental decir que si el estado consiente el ingre-so
del derecho internacional, es de muy escasa congruencia que no lo haga aceptando aquel principio
de su primacía sobre el derecho interno.
Argentina, al ratificar y prestar recepción a la Convención de Viena sobre derecho de los
tratados, se ha obligado a acatar su art. 27, en el que se define y reafirma que ningún estado parte
puede invocar su derecho interno para incumplir un tratado.
No es coherente, por eso, que la reforma constitucional de 1994 sólo haya reconocido a los
tratados un rango supralegal, manteniendo como principio general (con la excepción de los
tratados de derechos humanos de jerarquía constitucional) el criterio de que los tratados son
infraconstitucionales (ver cap. I, nº 41).
18. — Hay que ver ahora qué ocurre con esta reciente fenomenología de la supremacía constitucional en
orden al control constitucional.
Las hipótesis son varias y diversas.
A) cuando en el derecho interno se otorga prioridad al derecho internacional por sobre la constitución, es
indudable que no hay control constitucional sobre el derecho internacional. Dicho de otro modo, el derecho
internacional no es susceptible de ser declarado inconstitucional.
En cambio, si la constitución, después de haberle cedido su rango al derecho internacional, exhibe alguna
contradicción con él, el contenido de la constitución que se le opone queda sometido a control y se torna
inconstitucional.
Lo mismo ocurre con todo el derecho infraconstitucional (leyes, reglamen-tos, sentencias, actos de
particulares).
B) Cuando en el derecho interno se reconoce al derecho internacional un nivel de paridad con la
constitución, tampoco hay control constitucional ni inconstitucionalidad en ninguno de ambos planos, porque los
dos comparten igual rango y se complementan.
El derecho infraconstitucional discrepante con el bloque unitario que componen el derecho internacional y la
constitución parificados queda sometido a control y es inconstitucional.
C) Cuando enfrentamos al derecho comunitario que es propio de un sistema de integración, las decisiones de
los órganos de la comunidad, y el derecho comunitario proveniente de ellos, quedan exentos de control
constitucional, porque es presupuesto de la integración que el estado que se hace parte en ella inhibe su control
interno de constitucionalidad, ya que si éste funcionara podría llegarse a declarar inconstitucional cualquier
contenido del derecho comunitario, y tal resultado dislocaría la existencia, el funcionamiento y la coherencia de la
comunidad supraestatal y de su derecho comunitario que, como uniforme a toda ella y a los estados miembros, no
tolera que éstos se opongan a la aplicación de sus normas en sus jurisdicciones internas, ni las descalifiquen por
contradicción con su derecho interno. Tanto la constitución como las normas infraconstitucionales, en cambio, son
inconstitucionales si colisionan con el derecho comunitario.
19. — Para aplicar las pautas recién esbozadas al derecho constitucional argentino, hay que
tomar en cuenta las innovaciones que desde el 24 de agosto de 1994 ha introducido la reforma de
la constitución.
El art. 75 inc. 22 sienta, como principio general, el de la supralegalidad de los tratados
internacionales de toda clase: los tratados prevalecen sobre las leyes, con una sola excepción.
La modificación ha de verse así:
a) en concordancia con el viejo art. 27, los tratados están por debajo de la constitución, pero
b) por encima de las leyes, y de todo el resto del derecho interno.
Este principio implica el abandono de la jurisprudencia de la Corte Suprema vigente hasta
1992, que no reconocía el rango supralegal de los tratados.
La excepción viene dada para los tratados de derechos humanos, de la siguiente manera:
a) El mismo art. 75 inc. 22 inviste directamente de jerarquía constitucional a once
instrumentos internacionales de derechos humanos que enumera taxativamente, pero además
b) prevé que mediante un procedimiento especial otros tratados de derechos humanos puedan
alcanzar también jerarquía constitucional.
En los dos supuestos, tales tratados no entran a formar parte del texto de la constitución y
quedan fuera de él, en el bloque de constitucionalidad federal, y comparten con la constitución su
mis-ma supremacía. O sea, no son infraconstitucionales como los otros.
En cuanto a los tratados de integración a organizaciones supra-estatales, el art. 75 inc. 24
debe entenderse como remitiendo al prin-cipio general del inc. 22 que sólo confiere a los tratados
prelación sobre las leyes. Este principio vuelve a enunciarse en el inc. 24 con referencia a las
normas dictadas en consecuencia del tratado de integración (es decir, con relación al derecho
comunitario emanado de los órganos de la comunidad supraestatal).
21. — Un primer diagrama explicativo, que anticipa nuestra opinión personal, puede dibujarse
así:
Derecho infra-
constitucional
La parte del inc. 22 que más conflicto interpretativo provoca en muchos autores es la que dice
que los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional “no derogan artículo alguno de
la primera parte de esta constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y
garantías por ella reconocidos”.
22. — Una interpretación que no compartimos considera que la “no derogación” de los
artículos de la primera parte de la constitución significa que esa primera parte —con el plexo de
derechos y garantías— tiene prelación sobre los tratados de jerarquía constitucional.
En tanto, la segunda parte de la constitución se ubicaría por debajo de tales tratados.
Tal esquema viene a acoger la tesis, por nosotros rechazada, de relaciones intrajerárquicas dentro de un
sistema de normas que revisten jerarquía constitucional.
A’)
Primer plano subordinante: la primera parte de la
A) Bloque de constitución
constitucio-
nalidad fede- A”)
ral (Jerarquía Segundo plano subordinado: los instrumentos inter-
constitucional) nacionales del inciso 22
B) Derecho infraconstitucional
En este gráfico habría dos planos, que serían los siguientes: “A” (bloque) subdividido en A’ y
A”. (El plano B ya no pertenece al bloque).
La tesis que sostenemos
23. — Lejos de estos desdoblamientos, afirmamos sintéticamente que toda la constitución (su
primera parte más el resto del articulado) en común con los once instrumentos internacionales
sobre derechos humanos de jerarquía constitucional (más los que la adquieren en el futuro)
componen un bloque que tiene una igual supremacía sobre el derecho infraconstitucional.
Dentro de ese bloque no hay planos superiores ni planos inferiores; o sea, forman una
cabecera en la que todas sus normas se encuentran en idéntico nivel entre sí.
Lo diseñamos gráficamente así:
A A”)
CONSTITUCIÓN INSTRUMEN- Cúspide
A) Bloque de TOS INTERNA- del orde-
constituciona- — Primera parte MÁS CIONALES namiento
lidad federal — Segunda parte del inciso 22 jurídico
B) Derecho infraconstitucional
24. — Se nos dirá que la cláusula de “no derogación” de la primera parte de la constitución
por los instrumentos internacionales de jerarquía constitucional ha de tener algún sentido y tener
algún efecto.
No obstante, tomemos en cuenta que, a continuación, dicha cláusula enuncia que tales
instrumentos internacionales son comple-mentarios.
¿Qué podemos inferir de la coordinación entre las dos pautas: la “no derogación” y la
“complementariedad”?
a) Vamos a resumirlo. ¿Qué significa la “no derogación”?
Es una pauta hermenéutica harto conocida la que enseña que en un conjunto normativo (para
el caso: la constitución “más” los instrumentos dotados de jerarquía constitucional) que comparte
un mismo y común orden de prelación dentro del ordenamiento jurídico, todas las normas y todos
los artículos de aquel conjunto tienen un sentido y un efecto, que es el de articularse en el sistema
sin que ninguno cancele a otro, sin que a uno se lo considere en pugna con otro, sin que entre sí
puedan oponerse irreconciliablemente. A cada uno y a todos hay que asignarles, conservarles y
aplicarles un sentido y un alcance de congruencia armonizante, porque cada uno y todos quieren
decir algo; este “algo” de uno o de varios no es posible que quede neutralizado por el “algo” que
se atribuye a otro o a otros.
b) Pasemos a la “complementariedad”.
La tesis que pregona la inaplicación de cualquier norma de un tratado con jerarquía
constitucional a la que acaso se impute oposición con alguno de los artículos de la primera parte
de la constitución hace una ligazón entre la “complementariedad” de los tratados respecto de
dichos artículos, y la “no derogación” de éstos por aquéllos. De este modo, le asigna a la palabra
“complementarios” un sentido equívoco de accesoriedad y hasta supletoriedad, que riñe con la
acepción del vocablo “complemento” y del verbo “complementar”.
Complemento es lo que hace falta agregar a una cosa para que quede completa, pero no lo que se ubica en un
plano secundario respecto de otro superior. Para nada hemos de imaginar que el nivel de lo complementario es
inferior al nivel de aquello a lo que complementa. De ahí que sostener que los tratados, debido a su
complementariedad respecto de los artículos de la primera parte de la constitución, no derogan a ninguno de ellos,
jamás tolera aseverar que éstos pueden llegar a excluir la aplicación de un tratado ni que, en vez de conciliar lo
que pueda parecer incompatible, hay que hacer prevalecer indefectiblemente las normas que integran la primera
parte de la constitución.
26. — Después de la quizá minuciosa explicación antecedente, hay que trasladar conclusiones
desde nuestro enfoque de la supremacía al del control de constitucionalidad. Todo ello, a la luz de
la reforma de 1994.
a) La paridad que asignamos a todo el conjunto normativo de la constitución con los
instrumentos internacionales de jerarquía constitucional (los once enumerados en el art. 75 inc.
22 más los que la adquieran en adelante) impide declarar inconstitucionales:
a’) a norma alguna de la constitución (en cualquiera de sus partes) en relación con
instrumentos internacionales de derechos humanos de jerarquía constitucional;
a”) a norma alguna de dichos instrumentos en relación con normas de la constitución (en
cualquiera de sus partes);
a’’’) por ende, toda aparente oposición ha de superarse a tenor de una interpretación
armonizante y congruente, en la que se busque seleccionar la norma que en su aplicación rinda
resultado más favorable para el sistema de derechos (integrado por la constitución y los
instrumentos internacionales de jerarquía constitucional), en razón de la mayor valiosidad (pero
no supremacía normativa) que el sistema de derechos ostenta respecto de la organización del
poder.
b) El bloque encarado en el anterior inc. a) y sus subincisos obliga a controlar todos los
sectores del derecho infraconstitucional, y a declarar inconstitucional toda norma que en él sea
infractoria de la constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos con
jerarquía constitucional.
c) Los tratados internacionales que no gozan de jerarquía constitucional, como inferiores que
son, quedan sometidos a control (aun cuando en nuestra tesis, ello sea incoherente y discrepante
con el principio de primacía del derecho internacional sobre todo el derecho interno, que
expusimos en el nº 17).
d) Por lo dicho en el precedente inc. c), también son controlables los tratados de integración a
organizaciones supraestatales, y las normas que son consecuencia de ellos —derecho comunitario
— (con igual reserva personal que en el inc. c).
e) Todo el derecho infraconstitucional, a partir de las leyes, también debe ser controlable en
relación con los tratados sin jerarquía constitucional, porque el principio general aplicable a este
supuesto es el de la superioridad de los tratados sobre las leyes y, por ende, sobre el resto del
ordenamiento sublegal.
27. — Una vez que tenemos en claro que entre los tratados internacionales la reforma de 1994 ha introducido
el desdoblamiento entre algunos que —ver-sando sobre derechos humanos— tienen la misma jerarquía que la
constitución, y otros —de cualquier materia— que solamente son superiores a las leyes (y, por ende, inferiores a la
constitución), es menester que hagamos otra reserva personal.
Siempre hemos estado acostumbrados a verificar y detectar la inconstitu-cionalidad cuando normas de nivel
inferior se oponen y violan a normas de un plano superior que las subordinan. En nuestro ejemplo reciente, una
norma de nivel inferior —tratado— engendraría inconstitucionalidad en normas de un plano superior —
constitución—.
El fenómeno se asimila fácilmente cuando con agilidad se concede a los tratados la naturaleza de una fuente
que, al ingresar su producto al derecho interno, implanta en él un límite heterónomo que alcanza hasta condicionar
al propio poder constituyente.
Nuestra tesis puede, en suma, resumirse así: Fuentes externas al estado como son, en cuanto
fuentes internacionales, los tratados, introducen su contenido en el derecho interno, y aun cuando
dentro de éste tal contenido se sitúe en un nivel inferior al de la constitución, funciona como un
límite heterónomo que es capaz de invalidar por inconstitucionalidad a normas superiores que
sean violatorias del tratado.
28. — La innovación que esta tesis introduce en la teoría de la supremacía de la constitución y en el concepto
del poder constituyente es trascendental; la supremacía constitucional ya no da pie para negar
inconstitucionalidades que puedan provenir de violación a un tratado internacional por parte de enmiendas que el
poder constituyente incorpore a un posterior texto constitucional.
29. — Averigüemos ahora sobre qué materias (normas y actos) opera el control en cada rubro.
Previamente, debemos señalar que, en general, nadie niega que la constitución en cuanto fuente primaria
prevalece sobre todo el orden jurídico-político del estado. En cambio, hay doctrina y jurisprudencia que niegan el
control en algunas materias. Esto significa que, para tales materias exentas de control de constitucionalidad (que se
llaman “cuestiones políticas” no judiciables), si bien se afirma el principio de la supremacía constitucional, no se
remedia la eventual violación a la misma. Las materias controlables son:
30. — Las interpretaciones que han retraído el control en materias donde nosotros creemos que debería
ejercerse, significan mutaciones constitucionales que, en la constitución material, retacean la eficacia del principio
de supremacía, y declinan la función judicial de revisión de constitucionalidad.
Cuando la doctrina y la jurisprudencia que criticamos afirman que una cuestión queda exenta de control
constitucional porque es política y, en consecuencia, también es “no judiciable”, no fundamentan la no
justiciabilidad con el argumento de que en esa área la constitución carezca de supremacía, pero de todas maneras
dicha supremacía queda menoscabada al no existir el instrumento garantista de revisión para juzgar si ha sido o no
violada.
31. — Un supuesto que conviene aclarar como muy excepcional, y que no nos merece rechazo, difiere de los
anteriores en los que la judiciabilidad y el control se descartan so pretexto de la cuestión “política”.
Este nuevo supuesto se configura cuando, con claridad, se advierte que una determinada competencia del
congreso o del poder ejecutivo le ha sido conferida por la constitución para que la ejerza de modo definitivo, final
y último, sin interferencia alguna del poder judicial.
Un ejemplo lo dio la Corte Suprema cuando en 1994 juzgó el caso “Nicosia”. Un juez federal destituido por
el senado dedujo ante ella recurso extraordinario, a raíz de lo cual el tribunal dejó sentado que la decisión de fondo
que adoptó el senado al destituir era facultad que la constitución le otorga de manera definitiva; pero, al contrario,
sostuvo que caía bajo control judicial de constitucionalidad la cuestión referente a la existencia de dicha facultad, a
la extensión de su ejercicio, y a las formas y los requisitos que la constitución le prescribe para ello.
32. — En primer lugar, cuando postulamos que (sobre la base clara del art. 116) en “toda” causa que versa
sobre puntos regidos por la constitución hay “cuestión judiciable” (o materia sujeta a decisión judicial)
presuponemos que la “cuestión constitucional” sometida a decisión judicial debe hallarse inserta en un proceso
judicial (“causa”). La “cuestión constitucional” es, por ende, una cuestión que por su materia se refiere a la
constitución, y que se aloja en una “causa” judicial.
En segundo lugar, y por lo dicho, creemos que no debería denominarse “cuestión política no judiciable” a
aquella cuestión en la que falta la materia propia de la cuestión constitucional. ¿Y cuándo falta? Es bueno
proponer un ejemplo. Si digo que la declaración y el hecho de la guerra internacional no son judiciables, quiero
seguramente decir que los jueces no pueden declarar que la guerra es inconstitucional. Si, en cambio, digo que la
declaración y la puesta en vigencia del estado de sitio debe ser judiciable, quiero decir que los jueces pueden y
deben (aunque la Corte lo niega) examinar en causa judiciable si, al declararlo y ponerlo en vigor, se ha violado o
no la constitución.
¿Por qué esa diferencia? Ocurre que en el caso de la guerra, la constitución solamente exige que la declare el
ejecutivo con autorización del congreso, pero nada dice sobre los casos, causas, oportunidades y condiciones que
hacen procedente la declaración y realización de la guerra; entonces, cuando constitucionalmente la guerra está
bien declarada, los jueces no tienen materia que sea objeto de su control.
En cambio, en la declaración del estado de sitio (y en la intervención), las normas de la constitución (art. 23 y
6º, respectivamente) marcan un cuadro bien concreto de causas, ocasiones, condicionamientos (aparte de la
competencia decisoria de los órganos llamados a declarar el estado de sitio o a intervenir una provincia —art. 75
incs. 29 y 31, y art. 99 incs. 16 y 20—). De ahí que si tales órganos hacen la declaración o intervienen violando
aquel marco condicionante, violan también la constitución; y en ese campo aparece, claramente, la “cuestión
constitucional”, sobre la cual recae —en causa judicial— la función de controlar si la constitución ha sido o no
transgredida.
33. — Mientras se acepta que el derecho internacional privado interno está subordinado a la constitución, y
recibe el control judicial de constitucionalidad, hay opiniones que no admiten ese control sobre el derecho
extranjero llama-do por aquél a aplicarse en jurisdicción argentina por nuestros tribunales. Nosotros entendemos, a
la inversa, que normas del derecho extranjero que de acuerdo al derecho internacional privado se tornan aplicables
por nuestros tri-bunales, deben someterse al control de constitucionalidad, y en caso de incom-patibilidad con
nuestra constitución deben ser declaradas inconstitucionales, con el efecto consiguiente de desaplicación.
34. — El control de constitucionalidad es, primordialmente, una garantía de los particulares “contra” o
“frente” al estado, para defenderse de sus actos o normas inconstitucionales. Es poco concordante con su sentido
y su finalidad que el estado arguya la inconstitucionalidad de sus propios actos y normas contra los particulares,
porque no es una garantía del estado frente a los gobernados. La doctrina y el mecanismo del control no se
instituyeron con ese alcance.
Hay jurisprudencia de la Corte —reiterada en el caso “Ribo, Carlos A. c/Estado Nacional”, del 28 de julio de
1988— en la que el tribunal sostiene que el estado no está legitimado para plantear la inconstitucionalidad de una
norma dictada por él mismo.
35. — Mucho más adelante explicaremos que, en nuestra opinión, la interpretación judicial que de la
constitución hace la Corte Suprema en sus sentencias cuando aplica sus normas, tiene el mismo rango de la
constitución interpretada. Decimos que, en el derecho constitucional material, se trata de la constitución “más” la
interpretación que de ella hace el derecho judicial de la Corte. Este “más”implica componer una unidad con la
sumatoria.
De ahí en adelante, son numerosos los efectos que cabe proyectar. Sólo los insinuamos.
Puede —por ejemplo— afirmarse que el derecho judicial participa de la misma supremacía de la constitución
a la que interpreta y aplica; que ningún tribunal en sede interna puede declarar inconstitucional la interpretación
constitucional de la Corte; que las leyes no pueden prescindir de ella o violarla (suprimiendo, por ejemplo, el
amparo, o el control judicial de la actividad jurisdiccional de la administración); que los tribunales inferiores
(federales y provinciales) tienen que prestar seguimiento a la misma interpretación constitucional, etc. (ver nº 54).
36. — Hasta ahora la doctrina de la supremacía constitucional, y su efecto aplicativo, que es el control de
constitucionalidad y la eventual declaración de inconstitucionalidad, han tomado como presupuesto necesario, o al
menos habi-tual, que las violaciones a la constitución y las consiguientes inconstitucionali-dades implican
infracciones, ilicitudes, antijuridicidad, nulidad, etc.
No obstante, concurre una hipótesis distinta, a la que sucintamente hay que prestarle atención.
Es el caso de normas o actividades lícitas y legítimas que en sí mismas no son inconstitucionales, pero cuyos
efectos pueden, en algún caso, causar daño a derechos de terceros. No es errado afirmar, entonces, que en ese
efecto dañino hay una inconstitucionalidad derivada de una norma o una actividad lícitas.
En estos supuestos el estado debe responder por su actividad lícita, reparando el daño mediante adecuada
indemnización a favor de quien lo sufre.
Un interesante caso en que la Corte Suprema acogió el resarcimiento por parte del estado a favor de una
persona que, por el cambio producido con la adopción de una nueva política económica —en sí lícita—, sufrió
perjuicio en derechos adquiridos al amparo de la política anterior que fue sustituida por otra, se registra en la
sentencia recaída con fecha 15 de mayo de 1979 en los autos “Cantón Mario c/Gobierno Nacional”.
Estas tesis puede darse por incorporada a nuestro derecho constitucional material.
Tal vez no resulte tan curiosa si se piensa que la expropiación prevista en el art. 17 de la constitución es, sin
duda, una actividad legítima del estado expropiante, no obstante lo cual, por la afectación que como efecto origina
a la propiedad del expropiado, éste tiene derecho a indemnización.
La inconstitucionalidad en el tiempo
37. — Cuesta imaginar que la constitucionalidad y la inconstitucionalidad varíen en el tiempo. Sin embargo,
son muchos los casos en que el fenómeno acontece. Veremos solamente algunas hipótesis.
a) Una norma puede ser constitucional tanto cuando se la “pone” en el orden normológico como durante
cierto lapso posterior, y después volverse inconstitucional. Por ejemplo, por un cambio en la realidad económica,
una ley que fija porcentajes o coeficientes para actualizar deudas en una época de inflación que luego, al
agudizarse, agrava la depreciación monetaria y hace insuficientes tales porcentajes o coeficientes porque no
mantiene el valor real de la suma a pagar.
b) Una norma puede ser simultáneamente constitucional e inconstitucional según el ámbito donde se aplica.
El ejemplo típico es el de la ley provincial que obliga a efectuar un reclamo administrativo antes de demandar a la
provincia; la norma es constitucional cuando se trata de demandar a la provincia ante sus propios tribunales
provinciales, y es inconstitucional cuando la demanda contra la provincia debe entablarse ante la jurisdicción
federal (porque una ley local no puede condicionar la justiciabilidad de las provincias en jurisdicción federal, ya
que la regulación de tal jurisdicción escapa a la competencia local).
c) Otros casos de inconstitucionalidad sobreviniente pueden configurarse cuando: c’) se realiza una reforma
constitucional, y normas anteriores que son incompatibles con el nuevo texto constitucional se vuelven
inconstitucionales, aunque no lo hayan sido con respecto a la constitución antes de su enmienda; c”) se ratifica un
tratado internacional, porque leyes anteriores que son incompatibles con él también se tornan inconstitucionales.
d) El cambio temporal de las valoraciones sociales en torno de determinadas cuestiones también es capaz de
convertir en inconstitucional una norma que antes no lo era porque coincidía con las valoraciones de su época.
Pero para que esto ocurra creemos que acerca de la cuestión enfocada por tales valoraciones sucesivamente
distintas hace falta que haya en la constitución alguna pauta normativa. Así, habiendo normas constitucionales
sobre la igualdad, bien pudo decirse que cuando las valoraciones colectivas reputaron que el monopolio del
sufragio por los varones privaba a las mujeres de un igual derecho electoral, la ley negatoria del voto femenino fue
susceptible de reprobarse como inconstitucional (ver cap. II, nº 16 b).
Por lo menos en las omisiones inconstitucionales que lesionan derechos subjetivos (por ej., si no se
reglamentan las cláusulas constitucionales programáticas que los reconocen) es menester divulgar la idea de que
sobre tales omisiones debe recaer el control de constitucionalidad que las subsane, en resguardo de la supremacía,
y en beneficio del titular del derecho que por la misma omisión sufre perjuicio.
La inconstitucionalidad por omisión ha sido objeto de previsión en la constitución de la provincia de Río
Negro de 1988, cuyo art. 207 contiene el supuesto remedio mediante acción judicial.
El control constitucional por omisión tal como lo pretendemos nosotros no funciona con
ejemplaridad en nuestro derecho constitucional material.
Acabamos de citar como excepción a la constitución rionegrina. También conviene advertir que, de alguna
manera, ha operado cuando la Corte Suprema ha dispuesto en juicios de amparo actualizar las remuneraciones de
los jueces que, a causa de la inflación, vieron disminuido su valor económico; en este caso, al ordenar el reajuste,
tenemos que entender que reputó inconstitucional la omisión configurada mientras dicho reajuste no había sido
arbitrado espontáneamente por los órganos de poder competentes.
Cuando en 1992 la Corte Suprema encaró el tema de los tratados interna-cionales dentro de nuestro derecho
interno, tuvo ocasión en la sentencia recaída el 7 de julio de ese año en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” de
puntualizar pautas que, en alguna forma, guardan conexión con la omisión inconstitucional. Dijo entonces la
Corte: “La violación de un tratado internacional puede acaecer tanto por el establecimiento de normas internas que
prescriban una conducta manifiestamente contraria, cuanto por la omisión de establecer disposiciones que hagan
posible su cumplimiento. Ambas situaciones resultarían contradictorias con la previa ratificación internacional del
tratado; dicho de otro modo, significaría el incumplimiento o repulsa del tratado, con las consecuencias
perjudiciales que de ello pudieran derivarse”.
De esto inferimos que como los tratados prevalecen sobre las leyes, el incumplimiento de un tratado por
omisión legislativa puede asimilarse a una omisión inconstitucional.
IV. LA ORGANIZACIÓN DEL CONTROL
A) 40. — Por el órgano que toma a su cargo el control, los dos sistemas principales son:
a) El político, en el que dicho control está a cargo de un órgano político (por ej.: el Consejo
Constitucional en la constitución de Francia de 1958, o el senado en la de 1852 del mismo país).
b) El jurisdiccional, en el que dicho control se moviliza dentro de la administración de justicia
o poder judicial. El sistema jurisdiccional puede, a su vez, subdividirse en:
b’) difuso, cuando cualquier órgano jurisdiccional —y todos— pueden ejercer el control (por
ej. en Estados Unidos);
b’’) concentrado, cuando hay un órgano jurisdiccional único y específico, al que se reserva la
competencia exclusiva de ejercer el control (por ej.: Italia, Uruguay, España, etc.); (a veces, ese
órgano jurisdiccional no forma parte del poder judicial, sino que se considera un órgano
extrapoder, como en Italia);
b’’’) mixto, cuando tanto un tribunal constitucional como los jueces ordinarios invisten
competencia, cada cual mediante diversas vías procesales (por ej.: Perú y Colombia).
B) 41. — Las vías procesales mediante las cuales puede provocarse el control constitucional
de tipo jurisdiccional son fundamentalmente las siguientes:
a) La vía directa, de acción o de demanda, en la cual el proceso se promueve con el objeto de
atacar la presunta inconstitucionalidad de una norma o un acto.
b) La vía indirecta, incidental o de excepción, en la cual la cuestión de constitucionalidad se
articula o introduce en forma incidental dentro de un proceso cuyo objeto principal no es la
posible declaración de inconstitucionalidad, sino otro distinto.
c) La elevación del caso efectuada por el juez que está conociendo de un proceso, a un órgano
especializado y único para que resuelva si la norma que debe aplicar es o no inconstitucional.
Trasladando tales vías a un supuesto hipotético decimos que si —por ej.— en un país se dicta una ley
estableciendo un impuesto a los propietarios de automotores, la vía directa permite a quien se considera agraviado
por dicha ley deducir una demanda de inconstitucionalidad aun antes de tener que cumplir con la obligación fiscal,
para que en ese proceso se declare si la ley es o no inconstitucional; la vía indirecta requiere, al contrario, que el
presunto agraviado pague el impuesto o se deje demandar por el fisco, y que en ese proceso se articule
incidentalmente y a modo de defensa la cuestión de constitu-cionalidad para obtener el reintegro de lo pagado o
para que se lo exima del pago pretendido; la vía por elevación del caso implica que el mismo planteo señalado en
el supuesto de la vía indirecta obliga al juez de la causa a desprenderse transitoriamente de la misma elevándola al
órgano único de jurisdicción concentrada que tiene a su cargo el control, el que una vez emitido el
pronunciamiento sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de la ley a aplicarse devuelve el proceso al
juez de origen para que dicte sentencia.
Dentro de la vía directa cabe la variante de la llamada acción popular, en la cual quien
demanda puede ser cualquier persona, aunque no sufra agravio con la norma impugnada.
42. — Interesa también averiguar cuál es el sujeto que está legitimado para provocar el
control. Ese sujeto puede ser:
a) El titular de un derecho o un interés legítimo que padece agravio por una norma o un acto
inconstitucionales.
b) Cualquier persona (una sola o un número mínimo exigido por el régimen vigente), en cuyo
caso la vía es directa y se llama acción popular.
c) El ministerio público.
d) Un tercero que no es titular de un derecho o interés legítimo personalmente afectados, pero
que debe de algún modo cumplir la norma presuntamente inconstitucional, que no lo daña a él
pero que daña a otros relacionados con él (por ej.: el empleador que debe retener del sueldo de su
empleado una cuota destinada como contri-bución sindical a una organización gremial, podría
impugnar la constitucionalidad de la norma que lo obliga a actuar como agente de retención, aun
cuando el derecho patrimonial afectado no es el del empleador sino el del empleado). (Ver nº 51).
e) El propio juez de la causa que la eleva en consulta al órgano encargado del control para que
resuelva si la norma que ese juez debe aplicar en su sentencia es o no constitucional.
f) El defensor del pueblo u ombudsman.
g) Determinados órganos del poder o, de ser éstos colegiados, un determinado número de sus
miembros.
h) Las asociaciones cuyo fin atiende a la defensa de derechos o intereses de personas o
grupos.
Esta enumeración obliga a individualizar en cada sistema cuál es la vía procesal para la cual se habilita a uno
o más sujetos como legitimados para provocar el control.
43. — Fuera de causas judiciables, en los regímenes donde existen otros tipos de control, se admiten
consultas o requerimientos formulados al órgano encargado del control por otro órgano, a fin de que se pronuncie
sobre la constitucionalidad de normas o actos. En ese supuesto, el órgano que puede solicitar el control es también
un sujeto legitimado para provocarlo.
C) 44. — Por fin, los efectos del control pueden agruparse en dos grandes rubros:
a) cuando la sentencia declarativa de inconstitucionalidad sólo implica no aplicar la norma en
el caso resuelto, el efecto es limitado, restringido o “inter-partes” (“entre partes”), dejando
subsistente la vigencia normológica de la norma fuera de ese caso;
b) cuando la sentencia invalida la norma declarada inconstitucional más allá del caso, el
efecto es amplio, “erga omnes” (“contra todos”) o “extra-partes”. Este efecto puede revestir dos
modalidades:
b’) que la norma inconstitucional quede automáticamente derogada; o,
b’’) que la sentencia irrogue la obligación de derogar la norma inconstitucional por parte del
órgano que la dictó.
Sin estar institucionalizado el sistema de efecto amplio o erga omnes, puede ocurrir que la sentencia
declarativa de inconstitucionalidad, cuyo efecto se limita al caso, adquiera ejemplaridad y funcione como modelo
que suscite seguimiento, en cuyo caso la fuente judicial, sin derogar la norma, consigue que el precedente se
reitere, o que voluntariamente el órgano que dictó la norma la derogue. De existir un sistema de jurisprudencia
vinculatoria, que obliga a determinados órganos judiciales a acatar la sentencia dictada en un caso, se acentúa el
rigor del efecto que acabamos de mencionar.
46. — Nuestro régimen conoció transitoriamente un sistema de control político parcial entre 1853 y 1860. En
efecto, el texto originario de 1853, hasta su reforma en 1860, atribuía al congreso federal la revisión de las
constituciones provinciales antes de su promulgación, pudiendo reprobarlas si no estaban conformes con los
principios y disposiciones de la constitución federal. Tal mecanismo era político en cuanto al órgano que
controlaba —el congreso—, y parcial en cuanto a la materia controlada —únicamente las constituciones
provinciales—.
47. — El control constitucional y la declaración de inconstitucionalidad como propios del poder judicial
plantean el problema de si los tribunales administrativos pueden, en ejercicio de su función jurisdiccional, ejercer
ese control y emitir declaraciones de inconstitucionalidad desaplicativas de las normas que descalifique, pese a no
formar parte del poder judicial. En nuestra opinión sólo pueden hacerlo si una ley los habilita.
B) 48. — En cuanto a las vías procesales utilizables en el orden federal, no existe duda de que
la vía indirecta, incidental o de excepción es hábil para provocar el control. Lo que queda por
dilucidar es si se trata de la única vía, o si juntamente con ella es posible emplear la vía directa o
de acción en algunas de sus modalidades.
Para esclarecer el punto, creemos útil trazar una divisoria cronológica en el derecho judicial
de la Corte. Nos parece que esa línea gira en torno del año 1985.
Hasta esa fecha, era común afirmar que la única vía para promover el control era la indirecta,
con base en que el art. 2º de la ley 27 prescribe que los tribunales federales sólo ejercen
jurisdicción en “casos contenciosos”.
El perfil que se daba entonces al “caso contencioso” de la ley 27 era muy rígido; sólo configuraba un caso de
esa índole —en el que incidental e indirectamente podía promoverse el control— aquél en que partes
contrapuestas disputaban intereses contrarios con posibilidad de llegarse a una sentencia “de condena” que
reconociera un derecho a cuya efectividad obstaran las normas que se impugnaban como inconstitucionales (la
expresión “sentencia de condena” no se limitaba a la que imponía una condena penal).
49. — Si nos atenemos al vocabulario usado en la actual jurisprudencia de la Corte, empezamos recordando
que ahora la Corte afirma que en el orden federal hay acciones de inconstitucionalidad. ¿Cuáles son?
La Corte las ejemplifica: a) la acción de amparo y de habeas corpus (que existían desde mucho antes de
1985, pero no eran expresamente definidas por la Corte como acciones de inconstitucionalidad); b) la acción
declarativa de certeza del art. 322 del código procesal civil y comercial (con esta acción la Corte consiente ahora
que puedan plantearse en forma directa cuestiones de inconstitucionalidad en el ámbito del derecho público, con
aptitud para ser resueltas por los jueces, y hasta la misma Corte la ha aceptado en jurisdicción originaria y
exclusiva de ella); con la acción declarativa de certeza es viable obtener una sentencia declarativa de
inconstitucionalidad de normas generales, la cual sentencia —por ser declarativa— no es una sentencia de
condena, lo cual modifica ya en mucho la primitiva jurisprudencia anterior a 1985, porque desde ahí en adelante se
interpreta que la acción declarativa de certeza impulsa la promoción de un “caso contencioso” entre las partes cuya
relación jurídica debe adquirir la certeza que no tiene; c) el juicio sumario de inconstitucionalidad; d) el incidente
de inconstitucionalidad que se forma de modo anexo a una denuncia penal para discutir en él una cuestión
constitucional.
50. — En síntesis, y de acuerdo a nuestra personal interpretación del derecho judicial actual,
decimos que: a) ahora se tiene por cierto que hay acciones de inconstitucionalidad; pero b) no
hay acciones declarativas de inconstitucionalidad pura, es decir, sigue no habiéndolas.
C) 51. — Como sujeto legitimado para provocar el control, ante todo se reconoce al titular
actual de un “derecho” (propio) que se pretende ofendido.
También es admisible reconocer legitimación al titular de un interés legítimo que no tiene
calidad de derecho subjetivo.
El interés que puede tener un tercero en impugnar como inconstitucional una norma que él debe cumplir (sin
que se agravie a un derecho “suyo”) no es aceptado por la Corte para investirlo de legitimación con la promoción
del control. (Ver, por ejemplo, el fallo de julio 26 de 1984 en el caso “Centro de Empleados de Comercio c/Mois
Chami S.A.”.) Estamos en desacuerdo con este criterio porque quien “debe” cumplir una norma (por ej., la que
obliga a actuar como agente de retención) ha de estar habilitado para cuestionar su constitucionalidad, aunque la
misma norma y su cumplimiento no le afecten en sus derechos personales, ya que el obligado tiene interés
“actual” en que su obligación no sea inconstitucional. (Ver nº 42 d.)
En 1992 el fallo de la Corte en el caso “Ekmekdjian c/Sofovich” introdujo una importante novedad al acoger
en un amparo el derecho de rectificación y respuesta a favor de quien se había sentido mortificado y agraviado en
sus convicciones religiosas por expresiones vertidas por un tercero en un programa de televisión. Allí admitió un
“derecho subjetivo de carácter especial y reconocimiento excepcional”, que también era indudablemente
compartido por muchos otros —ajenos al juicio— que participaban del mismo sistema de creencias religiosas
ofendidas, por lo que sostuvo que quien replicaba primero en el tiempo asumía una suerte de “representación
colectiva” de todos los demás.
52. — Con la reforma constitucional de 1994, el art. 43 que regula el amparo, el habeas data y
el habeas corpus, abre una interpretación holgada.
Es así, como mínimo, porque habilita la acción de amparo “contra cualquier forma de
discriminación y en lo relativo a los derechos que protegen al ambiente, a la competencia, al
usuario y al consumidor, así como a los derechos de incidencia colectiva en general”. De
inmediato señala quiénes son los sujetos legitimados para interponer la acción de amparo, y dice:
“el afectado,
el defensor del pueblo y
las asociaciones que propendan a esos fines…”.
Como según lo explicaremos a su tiempo, este párrafo del art. 43 prevé y da por reconocidos a
los llamados intereses difusos, intereses colectivos, intereses de pertenencia difusa, derechos
colectivos o, con la propia fórmula de la norma: “derechos de incidencia colectiva en general”.
A efectos de su tutela mediante amparo, la trilogía de sujetos legitimados para provocar el control por vía
directa amplía explícitamente lo que hasta entonces no siempre era admitido.
En efecto, “el afectado” no es el titular único y exclusivo del derecho o el interés que alega, porque es uno
entre varios o muchos, con quienes comparte lo que hay de común o colectivo en ese derecho o interés, y sólo
invoca su porción o “cuota-parte” en carácter de situación jurídica subjetiva dentro de la cotitularidad múltiple
(ver nº 59).
Se añade, como vimos, el defensor del pueblo, y las asociaciones. En cuanto a éstas, el
amparo denominado “colectivo” se asemeja a lo que en el derecho comparado se suele llamar
“acciones de clase”.
No obstante, la ejemplaridad de las sentencias de la Corte Suprema las proyecta normalmente más allá del
caso, no produciendo la derogación de las normas declaradas inconstitucionales, pero logrando reiteración del
precedente en la jurisprudencia de la propia Corte y de los demás tribunales.
Este efecto de imitación espontánea es el que intensifica el valor del derecho judicial como fuente.
54. — En nuestra particular opinión, creemos que cuando la Corte interpreta la constitución y cuando ejerce
control de constitucionalidad, los demás tribunales federales y provinciales deben acatar las normas generales que
surgen de su jurisprudencia (como derecho judicial vigente por su ejemplaridad) cuando fallan casos similares.
Aplicamos así el adagio que dice: “La constitución es lo que la Corte ‘dice que es’ ” (ver nº 35).
Las variables del control en el derecho público provincial
57. — El diseño precedente corresponde al control que en jurisdicción de las provincias y a cargo de sus
tribunales locales se ejerce sobre el derecho provincial inferior a la constitución también provincial.
Cuando en uno de esos procesos en jurisdicción de provincia y a cargo de sus tribunales se inserta también
una cuestión constitucional federal, hay que tener presente la muy lógica pauta obligatoria que tiene impuesta la
jurisprudencia de la Corte Suprema, en el sentido de que los tribunales provincia- les deben resolverla —y
así, por ejemplo, lo prevé la constitución de San Juan—, con el agregado de que si se pretende finalmente
acudir a la Corte Suprema mediante recurso extraordinario federal, es imprescindible que las instancias ante los
tribunales de provincia se agoten y concluyan con sentencia del Superior Tribunal provincial.
La legitimación procesal
58. — Repetidas veces en una serie de tópicos vamos a aludir a la legitimación. Por
legitimación entendemos, en sentido procesal, la capacidad, aptitud o idoneidad que se reconoce a
un sujeto para intervenir en un proceso judicial. Legitimación procesal activa es la que ostenta
quien actúa como actor o demandante. Legitimación procesal pasiva es la que corresponde a
quien resulta demandado por otro.
Con ser un problema procesal, tiene una honda raíz en el derecho constitucional. En efecto,
las leyes no pueden disponer discre-cionalmente quién está legitimado y quién no lo está. Y no
pueden porque, en último término, si los derechos personales tienen base en la constitución, la
legitimación para articular en un proceso judicial las pretensiones referidas a ellos cuenta con un
techo o canon constitucional.
Para el control constitucional se nos aparece como de primera importancia el problema de la legitimación
procesal, en un doble sentido: para ser reconocido como actor, como demandado, o como tercero; y para ser
reconocido, independientemente de cualesquiera de esas calidades, como promotor del control.
Si del derecho personal o del interés legítimo propio descendemos a otras categorías —como la de los
intereses difusos o colectivos— tenemos convicción personal afianzada en el sentido de que también hay que
reconocer legitimación procesal a quien tiene parte (“su” parte) en ese interés compartido por muchos o por todos,
con lo que esa misma legitimación lo debe capacitar para promover el control, sea que él inicie el proceso como
actor, sea que resulte demandado (ver nº 52).
Lo que tiene que quedar en claro es que estrangular la legitimación —o negarla— con el resultado de que uno
o más sujetos no puedan promover el control constitucional en tutela de derechos, intereses legítimos, o intereses
de pertenencia difusa que son propios de ese sujeto, implica inconstitucionalidad.
Incluso conviene desde ya tener en cuenta que en determinados procesos la legitimación tiene asimismo que
reconocerse y conferirse con amplitud a terceros que —como en el habeas corpus— interponen la acción y
formulan la cuestión constitucional en favor de otra persona que, por no estar en condiciones de hacerlo
directamente (por ej., por privación o restricción en su libertad ambulatoria) merece la gestión ajena.
60. — Tenemos que ocuparnos de describir el marco que condiciona y presta base al ejercicio
del control.
En primer lugar, hace falta una causa judiciable. Nuestro control se ejerce en el marco de un
proceso judicial, y se expresa a través de la forma normal de pronunciamiento de los jueces, que
es la sentencia. Este requisito surge del art. 116 de la constitución, que al armar la masa de
competencias del poder judicial federal, se refiere siempre a “causas” o “asuntos”. De tal modo, la
“cuestión constitucional”se debe insertar dentro de una “causa” (o proceso).
La jurisprudencia ciñe a veces demasiado el concepto de causa judicial, equiparándola a caso contencioso,
contradictorio o litigioso. (Ello deriva de una interpretación sobre el art. 2º de la ley 27.) Para nosotros aquel
concepto es más amplio. Basta que con referencia a una situación de hecho o de derecho, real y concreta, un sujeto
interesado plantee el asunto ante un juez, dé origen a un pro-ceso y provoque con él una decisión judicial en forma
de sentencia, para que haya causa judicial o judiciable, en la que puede incluirse la “cuestión constitucional”.
Por consiguiente, dejemos bien en claro que la exigencia de causa judicial debe entenderse del siguiente
modo: a) como el juez requiere que su jurisdicción sea incitada, no puede actuar de oficio; b) como la jurisdicción
incitada da nor-malmente origen al proceso, la forma habitual de pronunciamiento judicial es la sentencia; c) en
consecuencia, se detrae al juez todo lo que sea: consulta, dicta-men, declaración teórica, o general, o abstracta. En
suma, no puede ejercerse el control de constitucionalidad sin causa judiciable o al margen de la misma.
Las muy raras excepciones confirman la regla.
61. — Además de causa judiciable hace falta, en segundo término, y según la jurisprudencia,
que la ley o el acto presuntamente inconstitucionales causen gravamen al titular actual de un
derecho. Por “titular actual” se entiende quien realmente ostenta un interés personal y directo
comprometido por el daño al derecho subjetivo. (Por excepción, el ministerio público puede
provocar el control en causa judiciable. En el proceso de amparo, también el defensor del pueblo y
las asociaciones) (ver nos. 51 y 52).
Conforme al derecho judicial emergente de la jurisprudencia de la Corte Suprema, el agravio
constitucional no puede invocarse, o el control no puede ejercerse cuando:
a) el agravio deriva de la propia conducta discrecional del interesado;
b) ha mediado renuncia a su alegación;
c) quien formula la impugnación se ha sometido anteriormente sin reserva alguna al régimen
jurídico que ataca;
d) quien formula la impugnación no es titular del derecho presuntamente lesionado (salvo los
terceros legitimados para accionar).
e) no subsiste el interés personal en la causa, sea por haber cesado la presunta violación al
derecho, sea por haberse derogado la norma cuya inconstitucionalidad se alegaba, etc., con lo que
la cuestión judicial a resolver se ha tornado “abstracta”.
62. — La jurisprudencia exige que en la causa medie petición de parte interesada. El titular
del derecho agraviado (o el tercero legitimado para accionar) debe pedir la declaración de
inconstitucio-nalidad, y por eso se dice que el control no procede “de oficio”, entendiéndose acá
por “de oficio” como equivalente a “control sin pedido de parte” (en tanto también las afirmación
de que el control no procede de oficio quiere significar, en otro sentido, que no procede fuera o al
margen de causas judiciables).
Con este requisito, la jurisprudencia estima que el juez no puede conocer ni decidir cuestiones que las partes
no le han propuesto. Todavía más: en el principio judicial que comentamos creemos descubrir la noción de que si
el titular del derecho no peticiona el control de constitucionalidad, se presume la renuncia al derecho agraviado
(esta renuncia es reconocida por la Corte con respecto a derechos de índole patrimonial).
En orden a este principio de la petición de parte, hay algunas excepciones que confirman la regla. La Corte
considera que sin necesidad de petición de parte, puede declararse de oficio en causa judiciable la
inconstitucionalidad de normas que alteran los límites de su propia competencia —por ej.: para mantener en su
dimensión constitucional la competencia originaria y exclusiva del art. 117—.
63. — En la constitución material, presupuestos los condicionamientos y modalidades que limitan tanto al
“sistema” de control cuanto al “marco” y a las “bases” para su ejercicio, cabe observar que el control de
constitucionalidad funciona, o en otros términos, que reviste vigencia sociológica.
Ellas son —por ej.—: la declaración del estado de sitio, la intervención federal, la declaración de guerra, las
causas determinantes de la acefalía presidencial, el título del presidente de facto, la declaración de utilidad pública
en la expropiación, etc.
No obstante, hay casos en que para controlar la razonabilidad hay que incluir un juicio sobre la conveniencia,
y en que la propia Corte así lo ha hecho (por ej., en su sentencia del caso “Reaseguradora Argentina S.A. c/Estado
Nacional” del 18 de setiembre de 1990), lo que nos permite decir que cuando para juzgar la razonabilidad y
constitucionalidad de una norma, o de una medida adoptada en aplicación de ella, se hace necesario evaluar la
conveniencia de la norma y/o de la medida, el examen judicial de la conveniencia es propio de los jueces y hace
excepción al principio de que ellos no controlan la conveniencia, ni la oportunidad, ni el acierto de las normas y de
los actos que se someten a su revisión.
Para el control de razonabilidad de las normas generales estamos ciertos de que procede tanto cuando la
norma en sí misma —o sea, en su texto— es irrazonable, como cuando no lo es en sí misma pero sí lo es en los
efectos que produce su aplicación a un caso concreto.
La jurisprudencia de la Corte registra pautas que, en algunas de sus sentencias, limitan el control de
razonabilidad sólo al texto de la norma legal, so pretexto de que indagarla en sus efectos significaría introducir
elementos extraños a la norma misma. Personalmente, discrepamos con este criterio reductivo.
d) No pueden promoverse acciones declarativas de inconstitucionalidad pura mediante las cuales se pretenda
impedir directamente la aplicación o la eficacia de las leyes. Pero en el derecho judicial de la Corte posterior a
1985 hay ahora acciones de inconstitucionalidad que, a diferencia de la declarativa de inconstitucionalidad pura,
originan procesos asimilables al llamado “caso contencioso” de la ley 27 y son utilizables para ejercitar el control
constitucional (ver nº 48).
Pero nada obsta, a juicio nuestro, para que la ley introduzca la acción declarativa de inconstitucionalidad
pura, e incluso la acción popular.
e) Dado que las leyes y los actos estatales se presumen válidos y, por ende, constitucionales,
la declaración de inconstitucionalidad sólo se debe emitir cuando la incompatibilidad con la
constitución es absoluta y evidente.
Por eso, la Corte ha acuñado un principio cuya formulación surge de la sentencia cuyo párrafo dice así:
“Que, con arreglo a jurisprudencia de esta Corte, el análisis de la validez constitucional de una norma de
jerarquía legal constituye la más delicada de las funciones susceptibles de encomendarse a un tribunal de justicia y
es sólo practicable, en consecuencia, como razón ineludible del pronunciamiento que la causa requiere,
entendiéndose que por la gravedad de tales exámenes debe estimárselos como la “última ratio” del orden jurídico,
de tal manera que no debe recurrirse a ellos sino cuando una estricta necesidad lo requiera. Por lo tanto, cuando
existe la posibilidad de una solución adecuada del juicio por otras razones, debe apelarse a ella en primer lugar
(doctrina de Fallos, t. 260; p. 153, sus citas y otros).”
f) El derecho judicial de la Corte tiene establecido que: f’) los jueces no pueden dejar de
aplicar una norma vigente conducente a resolver el caso que fallan, salvo que la desaplicación se
fundamente en la declaración de su inconstitucionalidad; f”) cuando desaplican una norma vigente
que conduce a resolver el caso sin declararla inconstitucional, la sentencia que de esa manera
dictan queda descalificada como arbitraria; f’’’) pero hay que tener presente que, como siempre,
para que válidamente desapliquen una norma mediante declaración de su inconstitucionalidad
necesitan que se lo haya requerido la parte interesada en el respectivo proceso judicial.
g) La Corte también tiene establecido que los jueces no pueden prescindir de lo dispuesto expresamente por la
ley respecto al caso que fallan, so pretexto de la posible injusticia de esa ley. Ahora bien, como la propia Corte
señala que la única salida para que los jueces desapliquen una norma vigente es su declaración de
inconstitucionalidad, estamos ciertos que si un juez declara que una norma es inconstitucional en virtud de su
injusticia (razonando suficientemente el caso) la no aplicación de esa norma en nada conculca el primer principio.
En suma, el juez no puede dejar de aplicar una ley por ser injusta, pero sí puede dejar de aplicarla declarándola
inconstitucional a causa de su injusticia. De ello surge que para desaplicar una norma injusta, el juez debe
declararla inconstitucional (ver cap. III, nos. 14 y 15).
h) Conforme al derecho judicial de la Corte, no cabe la declaración de inconstitucionalidad en un fallo
plenario, porque por esa vía el tribunal que lo dictara vendría a crear una interpretación general obligatoria de
orden constitucional, que es ajena a las atribuciones del referido tribunal. No estamos de acuerdo con este criterio.
Pero la Corte ha hecho prevalecer su jurisprudencia por sobre un fallo plenario, no para dejar sin efecto el
plenario, pero sí para dejar sin efecto una sentencia que aplicó el plenario en vez de atenerse a un criterio contrario
a él que surgía de jurisprudencia de la Corte (caso “Sire” de agosto 8 de 1989).
i) La jurisprudencia de la Corte, aunque la doctrina la juzgue acaso violatoria de la constitución, no puede ser
declarada inconstitucional porque traduce la “última” interpretación posible del derecho vigente, y no hay vía
disponible para impugnarla.
j) El poder judicial no entra a juzgar del modo o procedimiento formal como se ha dictado la
ley.
Sin embargo, un fallo de la Corte del 9 de agosto de 1967 en el caso “Colella Ciriaco c/Fevre y Basset S.A.
y/u otro”, declaró la inconstitucionalidad de la “promulgación parcial” de la ley de contrato de trabajo, efectuada
por el poder ejecutivo después de un veto también parcial, con lo que entró a juzgar de una cuestión formal o de
procedimiento, cual es la de analizar si la promulgación fragmentaria de una ley, es o no un procedimiento válido
y constitucional.
k) Cualesquiera sea la naturaleza de los procesos judiciales (por ej., el de amparo, el de habeas
corpus, los juicios ejecutivos o sumarios, etc.), estamos seguros que ni la ley ni los propios
tribunales ante los que esos procesos tramitan pueden prohibir o inhibir en algunos de ellos el
control judicial de constitucionalidad sobre las normas y/o los actos relacionados con la decisión
que en ellos debe dictarse. Esa detracción del control es inconstitucional.
l) No hallamos óbice constitucional para que, por vía de ley, se extienda “erga omnes” el
efecto de las sentencias de la Corte Su-prema que declaran la inconstitucionalidad de normas
generales, con alcance derogatorio de éstas (o sea, “extra partes”). Con ley ex-presa, las referidas
sentencias de la Corte quedan habilitadas constitucionalmente para producir la pérdida de vigencia
normológica (y por consecuencia, sociológica) de las normas generales cuya in-constitucionalidad
declaran con el efecto general previsto en la ley.
m) La inconstitucionalidad de una ley parece contagiar necesariamente de igual defecto a su
decreto reglamentario (que se basa en ella), y aparejar la de éste, por lo que impugnada solamente
la primera, el control judicial de constitucionalidad debe comprender también al decreto.
65. — Se trata aquí de indagar en qué plano o estrato del derecho interno argentino se sitúa el
derecho internacional público después de incorporarlo a él. No es, por eso, un problema de fuentes
(¿cómo ingresa o penetra?) sino de lugar jerárquico (¿dónde se ubica?) una vez que está adentro.
La primera relación se traba entre la constitución y el derecho internacional. ¿Qué prevalece?
El monismo absoluto coloca al derecho internacional por encima de la constitución: es decir,
facilita la supremacía del derecho internacional.
Ya dijimos que la primacía del derecho internacional sobre el derecho interno es un principio
básico del derecho internacional, que hoy cuenta con una norma expresa en la Convención de
Viena sobre derecho de los tratados.
CAPÍTULO VI
EL PODER CONSTITUYENTE
I. EL PODER CONSTITUYENTE “ORIGINARIO” Y “DERIVADO”. - Su caracterización general. - El poder constituyente en el
derecho constitucional argentino. - II. LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN EN EL ART. 30. - La duda sobre la
rigidez. - La rigidez clásica: los requisitos formales y los contenidos pétreos. - Las etapas de la reforma, y sus
requisitos y alcances. Algunos efectos de la reforma. - La fijación del temario que el congreso deriva a la
convención para su reforma, y el caso de la reforma de 1994. Nuestra opinión frente a la ley 24.309. - Las
principales reformas: casos de 1949, 1957, 1972 y 1994. - III. EL PODER CONSTITUYENTE DE LAS PROVINCIAS. - Su
encuadre. - El novísimo ciclo constituyente provincial a partir de 1985. IV. EL CASO Y LA SITUACIÓN DE LA CIUDAD
DE BUENOS AIRES. - La reforma de 1994. - APÉNDICE:
Ley 24.309.
1. — Si por “poder” entendemos una competencia, capacidad o energía para cumplir un fin, y
por “constituyente” el poder que constituye o da constitución al estado, alcanzamos con bastante
precisión el concepto global: poder constituyente es la competencia, capacidad o energía para
constituir o dar constitución al estado, es decir, para organizarlo, para establecer su estructura
jurídico-política.
El poder constituyente puede ser originario y derivado. Es originario cuando se ejerce en la
etapa fundacional o de primigeneidad del estado, para darle nacimiento y estructura. Es derivado
cuando se ejerce para reformar la constitución.
Esta dicotomía doctrinaria necesita algún retoque, porque también cabe reputar poder constituyente
originario al que se ejerce en un estado ya existente (o sea, después de su etapa fundacional o primigenia) cuando
se cambia y sustituye totalmente una constitución anterior con innovaciones fundamentales en su contenido.
Queda la duda de si una “reforma total” que no altera esa sustancialidad de los contenidos vertebrales es o no una
constitución nueva emanada de poder constituyente originario. Diríamos que no, con lo que la cuestión ha de
atender más bien a la sustitución de los contenidos básicos que al carácter de totalidad que pueda tener la
innovación respecto del texto nor-mativo que se reemplaza.
Entendemos que el concepto de poder constituyente no puede limitarse al que formalmente se ejercita para
dictar una constitución escrita; si todo estado tiene constitución en sentido material (aunque acaso no la tenga
escrita), tal constitución material también es producto de un poder constituyente.
No obstante, la teoría del poder constituyente es casi tan reciente como las constituciones escritas. Ello
significa que se lo “vio” a través de su producto más patente, que es la codificación constitucional.
3. — Sin embargo, esa residencia o titularidad del poder constituyente en el pueblo sólo debe reconocerse “en
potencia”, o sea, en el sentido de que no hay nadie (ni uno, ni pocos, ni muchos) predeterminado o investido para
ejercerlo; y no habiendo tampoco una forma concreta predeterminada por Dios ni por la naturaleza para constituir
a cada estado, la decisión queda librada a la totalidad o conjunto de hombres que componen la comunidad.
El ejercicio “en acto” de ese poder constituyente se radica “en razón de la eficacia” en quienes, dentro del
mismo pueblo, están en condiciones, en un momento dado, de determinar con suficiente consenso social la
estructura fundacional del estado y de adoptar la decisión fundamental de conjunto.
Se dice que el poder constituyente originario es, en principio, ilimitado. Ello significa que no tiene límites de
derecho positivo, o dicho en otra forma, que no hay ninguna instancia superior que lo condicione. Ahora bien, la
ilimitación no descarta: a) los límites suprapositivos del valor justicia (o derecho natural); b) los límites que
pueden derivar colateralmente del derecho internacional público —por ej.: tratados—; c) el condicionamiento de
la realidad social con todos sus ingredientes, que un método realista de elaboración debe tomar en cuenta para
organizar al estado.
El poder constituyente derivado, en cambio, es limitado. Ello se advierte claramente en las constituciones
rígidas (cualquiera sea el tipo de rigidez). En las flexibles, que se reforman mediante ley ordinaria, tal
procedimiento común viene a revestir también carácter limitativo, en cuanto pese a la flexibilidad la constitución
sólo admite enmienda por el procedimiento legislativo, y no por otro.
En cuanto al poder constituyente derivado, cuya limitación siempre hemos destacado, hay que añadir que un
tipo de límite puede provenir asimismo de tratados internacionales que con anterioridad a la reforma
constitucional se han incorporado al derecho interno. Y ello aun cuando se hayan incorporado en un nivel
infraconstitucional, porque después de que un estado se hace parte en un tratado no puede, ni siquiera mediante
reforma de su constitución, incluir en ésta ningún contenido ni ninguna norma que sean incompatibles con el
tratado, o violatorias de él.
El texto originario de la constitución de 1853 impedía su reforma hasta después de diez años de jurada por los
pueblos, no obstante lo cual se hace una “reforma” antes de ese plazo —en 1860—. Si esta “reforma” hubiera sido
una enmienda en ejercicio de poder constituyente derivado, habríamos de considerarla inválida e inconstitucional,
por haberse realizado temporalmente dentro de un plazo prohibido por la constitución. Sin embargo, pese a su
apariencia formal de reforma, la revisión del año 1860 integra a nuestro juicio el ciclo del poder constituyente
originario, que quedó abierto en 1853.
Y abierto en cuanto elementos geográficos, culturales, mesológicos, tradicionales, históricos, etc.,
predeterminaban que la provincia de Buenos Aires debía ser parte de nuestro estado federal, con lo que hasta
lograrse su ingreso no podría considerarse clausurado el poder constituyente originario o fundacional de la
República Argentina. El propio Informe de la comisión de Negocios Constitucionales que elaboró el proyecto de
constitución en el Congreso de Santa Fe lo dejaba entrever al afirmar que “la comisión ha concebido su proyecto
para que ahora, y en cualquier tiempo, abrace y comprenda los catorce estados argentinos”.
Es correcto, por eso, mencionar a nuestra constitución formal como “constitución de 1853-1860”, y
reconocerla como constitución histórica o fundacional.
7. — Este poder constituyente originario fue ejercido por el pueblo. Social e históricamente, las condiciones
determinantes de la circunstancia temporal en que fue ejercido llevaron a que las provincias históricamente
preexistentes enviaran representantes al Congreso de Santa Fe, en cumplimiento de pactos también preexistentes
—el último de los cuales, inmediatamente anterior, fue el de San Nicolás de 1852—.
La fórmula del preámbulo remite a esta interpretación, dando por cierto que el titular del poder constituyente
que sancionó la constitución de 1853 es el pueblo. Pero el pueblo “por voluntad y elección de las provincias”, con
lo que a través de las unidades políticas provinciales se expresa en acto y eficazmente la decisión comunitaria de
organizar al estado.
El poder constituyente originario ejercido en 1853 fue ilimitado (en sentido de derecho positivo), porque no
estuvo condicionado por ninguna instancia positiva superior o más alta. Pero tuvo en cuenta: a) los límites
suprapositivos del valor justicia (o derecho natural); b) los pactos preexistentes; c) la realidad social de nuestro
medio.
Incluir a los pactos preexistentes, tal como lo veníamos haciendo y como lo mantenemos (sabiendo que el
propio preámbulo afirma que la constitución se dicta “en cumplimiento” de ellos), significa dar razón de que hay
límites colaterales también en el poder constituyente originario. Los pactos preexistentes tuvieron ese carácter. No
fueron una instancia superior o más alta, pero condicionaron colateralmente al poder constituyente originario.
Como la única norma expresamente referida a la reforma de la constitución sigue siendo el citado art. 30, más
allá del espacio que queda a la pluralidad de opiniones en torno de la rigidez, hemos ahora de centrar el estudio del
poder constituyente derivado en aquella cláusula.
9. — El art. 30 consagra la rigidez, tanto por el procedimiento de reforma como por el órgano
especial que habilita para realizarla. Veamos.
a) Dado el tipo escrito y rígido de la constitución formal, su revisión debe efectuarse mediante
un procedimiento especial, que es distinto al de la legislación ordinaria.
La rigidez de la constitución argentina se acentúa porque el mecanismo de reforma no sólo
difiere del legislativo común, sino que además está dirigido al establecimiento de una convención
especial para realizarla (órgano diferente al legislativo ordinario). Se trata, pues, de una rigidez
“orgánica”.
Lo que debemos decidir es si también la constitución pone límites a la reforma en cuanto a la
materia o al contenido susceptible de revisión. Ello se vincula con los contenidos pétreos.
Provisoriamente respondemos afirmativamente (ver nos 10 y 11).
b) Con esta primera caracterización de requisitos formales y materiales, obtenemos la
afirmación de que el poder constituyente derivado tiene límites de derecho positivo: unos en
cuanto a procedimiento, otros en cuanto a la materia.
Los límites al poder constituyente derivado están dirigidos: b’) al congreso —en la etapa de
iniciativa o declaración de la necesidad de la reforma—; b’’) a la convención —en la etapa de
revisión—, b’’’) a ambos; así el quórum de votos para declarar la necesidad de la reforma limita al
congreso; el temario de puntos que el congreso declara necesitados de reforma limita a la
convención; los contenidos pétreos limitan tanto al congreso como a la convención.
c) La existencia de límites conduce a sostener que cuando una reforma se lleva a cabo sin
respetarlos —sea porque en el procedimiento no se atiene a las formas preestablecidas, sea porque
en cuanto a las materias viola los contenidos pétreos— la enmienda constitucional es inválida o
inconstitucional.
d) Hoy también hemos de dejar establecido que los tratados internacionales incorporados a
nuestro derecho interno, muchos de los cuales tienen jerarquía constitucional, imponen un límite
he-terónomo, externo y colateral al poder constituyente derivado, por manera que si al reformarse
la constitución se incorpora a ella algún contenido violatorio de un tratado preexistente, ese
contenido que es producto de la reforma debe calificarse como inconstitucional.
e) Conforme a nuestro derecho vigente a través del derecho judicial, no hay control judicial
de constitucionalidad de la reforma, porque la jurisprudencia de nuestra Corte tiene establecido
que se trata de una cuestión política no judiciable; tal fue lo resuelto en el caso “Guerrero de
Soria, Juana A. c/Bodegas y Viñedos Pulenta Hnos.”, fallado el 20 de setiembre de 1963.
10. — El art. 30 dice que la constitución puede reformarse en el todo o en cualquiera de sus
partes. Una mera interpretación gramatical nos llevaría a decir que “toda” la constitución y
“todas” sus normas son susceptibles de reforma, y que nada le queda sustraído. Si así fuera,
¿negaríamos los contenidos pétreos?
Pero no es así. Que la constitución se puede reformar en el “todo” o en “cualquiera de sus
partes” significa que “cuantitativamente” se la puede revisar en forma integral y total. Pero
“cualitativamente” no, porque hay “algunos” contenidos o partes que, si bien pueden reformarse,
no pueden alterarse, suprimirse o destruirse. Precisamente, son los contenidos pétreos.
11. — En nuestra constitución, los contenidos pétreos no impiden su reforma, sino su abolición. Ellos son: la
forma de estado democrático; la forma de estado federal; la forma republicana de gobierno; la confesionalidad
del estado. Lo prohibido sería: reemplazar la democracia por el totalitarismo; reemplazar el federalismo por el
unitarismo; sustituir la república por la monarquía; suprimir la confesionalidad para imponer la laicidad.
Este endurecimiento que petrifica a los mencionados contenidos subsistirá mientras la estructura social de la
cual derivan conserve su misma fisonomía; en cuanto la estructura social donde se soporta un contenido pétreo
cambie fundamentalmente, el respectivo contenido pétreo dejará de serlo.
Por supuesto que nuestra interpretación reconoce que los contenidos pétreos no están explícita ni
expresamente definidos como tales en la constitución. Los valoramos como tales y los descubrimos implícitos, en
cuanto admitimos parcialmente una tipología tradicional-historicista de la constitución argentina. Al recoger del
medio geográfico, cultural, religioso, etc., ciertas pautas históricamente legitimadas durante el proceso genético de
nuestra organización, el constituyente petrificó en la constitución formal los contenidos expuestos, tal como la
estructura social subyacente les daba cabida.
Ver cap. II, nº 7.
Las etapas de la reforma, y sus requisitos y alcances
A) 13. — La de iniciativa está a cargo del congreso, al que el art. 30 le encomienda declarar
la necesidad de la reforma. No dice la norma cómo debe trabajar el congreso, ni qué forma debe
revestir el acto declarativo; sólo fija un quórum de votos.
a) Creemos extraer del derecho espontáneo —o sea, de la praxis ejemplarizada— lo que la
norma escrita ha omitido expresamente. a’) El congreso trabaja con cada una de sus cámaras por
separado; a’’) coincidiendo ambas, el congreso dicta una ley.
El acto declarativo tiene, entonces, forma de ley. ¿Está bien?
Creemos que no; en primer lugar, ese acto tiene esencia o naturaleza política, y hasta
preconstituyente; no es un acto de contenido legislativo y, por ende, no debe tomar la forma de la
ley; en segundo lugar, evitando la forma de ley, se deja bien en claro que el acto no es susceptible
de veto presidencial.
Pero si el derecho vigente por fuente material espontánea nos refleja el procedimiento antes señalado,
nosotros decimos que, ante el silencio del art. 30, el congreso también podría optar por: a) hacer la declaración con
sus dos cámaras reunidas en pleno (asamblea legislativa); b) no asignar a la declaración la forma de la ley.
b) El derecho espontáneo establece (con excepción de lo que se hizo en 1948) que al declarar
la necesidad de la reforma, el congreso debe puntualizar los contenidos o artículos que considera
necesitados de revisión. La fijación del temario demarca inexorablemente la materia sobre la cual
pueden recaer las enmiendas. La convención no queda obligada a introducir reformas en los
puntos señalados, pero no puede efectuarlas fuera de ellos.
Si la declaración de reforma tuviera carácter “total” (cuantitativamente, “toda” la constitución y “todas” sus
normas se propondrían a la enmienda) parece difícil que el congreso pudiera puntualizar el temario ya que éste
abarcaría todo el conjunto normativo de la constitución y quedaría indeterminado. Sin embargo, estimamos que
haría falta, lo mismo, que el congreso proporcionara algún lineamiento o marco de orientación y encuadre en torno
de los fines propuestos para la reforma, de sus políticas globales, etc. Y ello con la mayor precisión posible.
Para la novedad que en cuanto al temario fijado por el congreso presenta la reforma de 1994,
nos explayamos en nos. 18 a 22.
c) El acto declarativo requiere por la norma escrita del art. 30 un quórum especial. Es también
el derecho espontáneo el que señala la forma de computarlo. El art. 30 exige dos tercios de votos
de los miembros del congreso. ¿Sobre qué total de miembros se toma ese quórum: del total
“completo” de miembros, del total de miembros “en ejercicio”, o del total de miembros
“presentes”?
Nos parece que del total de miembros en cada cámara por separado (aun cuando las dos
sesionaran reunidas en asamblea); no sobre el total de los miembros en ejercicio, ni sobre el total
de los presentes. Ello porque interpretando la constitución en la totalidad de sus normas,
advertimos que cuando quiere que un quórum se compute sobre los miembros presentes, cuida
añadir en la norma respectiva el adjetivo “presentes” al sustantivo “miembros”. Y el art. 30 no
contiene el calificativo “presentes”.
d) El congreso puede fijar plazo a la convención. Es optativo, y a veces se ha establecido, y
otras veces no. El derecho espontáneo, entonces, habilita usar una solución y la otra. El art. 30,
con su silencio sobre el punto, consiente cualquiera de las dos.
B) 14. — Hasta acá la etapa de iniciativa. Viene luego la de revisión. Esta ya no pertenece al
congreso, ni siquiera con procedimiento agravado. La constitución la remite a un órgano ad-hoc o
especial, que es la convención reformadora. No tenemos reparo en llamarla convención
“constituyente”, desde que ejerce poder “constituyente” derivado.
a) El art. 30 tampoco dice cómo se compone tal convención, ni de dónde surge. El derecho
espontáneo determina que el cuerpo electoral es convocado para elegir convencionales
constituyentes. El congreso podría, sin embargo, arbitrar otro medio, estableciendo directamente
quiénes han de componer la convención convocada a efectos de la reforma. Lo que no puede es
integrar la convención con sus propios legisladores.
b) Si al declarar la necesidad de la reforma el congreso estableciera un plazo para que la
convención sesionara, el vencimiento del mismo provocaría automáticamente la disolución de la
convención, que perdería su habilitación para continuar trabajando o para prorrogar sus sesiones.
Si, al contrario, el congreso se abstiene de fijar aquel plazo al declarar la necesidad de la reforma,
la convención no está sujeta a lapso alguno, y nadie puede limitárselo después.
El plazo significa, asimismo, que las reformas efectuadas después de vencido, son inválidas o
inconstitucionales.
El plazo registra antecedentes en nuestro derecho constitucional. La convención de 1898 —por ej.— tuvo
plazo de treinta días a partir de su instalación conforme a la ley 3507 de 1897, que la convocó. La convención de
1860 y la de 1949 recibieron asimismo plazos por las respectivas leyes del congreso. También la que convocó la
ley 14.404, que no llegó a reunirse. La de 1957 lo tuvo fijado por el decreto de convocatoria. La de 1994, por la
ley 24.309.
c) La convención tiene límites: c’) en primer lugar, los contenidos pétreos; c’’) en segundo
lugar, el temario fijado por el congreso al declarar la necesidad de la reforma; no está obligada a
introducir reformas, pero sólo puede llevarlas a cabo dentro del temario señalado; c’’’) en tercer
lugar, el plazo, si es que el congreso se lo ha fijado.
Ha de tenerse presente que también hay un límite heterónomo proveniente de los tratados
internacionales preexistentes incorporados al derecho argentino.
Parte de la doctrina admite, con buen criterio, que las convenciones refor-madoras tienen poderes
“implícitos”, sobre todo en materia financiera (para sancionar su presupuesto, remunerar a sus integrantes, etc.).
C) 15. — Como nuestra constitución no añade la etapa de ratificación de la reforma constitucional, carece de
sentido la práctica de que órganos distintos a la propia convención constituyente dicten normas promulgando o
poniendo en vigor la enmienda. Ningún órgano de poder constituido inviste competencia para ello.
La reforma de 1994 entró en vigor (a partir de su publicación) con la sola sanción de su texto por la
convención.
Algunos efectos de la reforma
16. — La reforma constitucional, pese a situarse en el marco del poder “constituyente” (derivado), no puede a
nuestro juicio surtir algunos efectos. Así, a título enunciativo de mero ejemplo, no puede: a) modificar por sí los
períodos de duración de funciones del presidente, vicepresidente, diputados y senadores federales que fueron
designados conforme a normas constitucionales anteriores; b) privar de derechos adquiridos bajo la vigencia de la
constitución anterior a la reforma; c) investir de poder constituyente provincial a órganos provinciales distintos de
los que la constitución provincial prevé para su enmienda, o variar el procedimiento determinado por dicha
constitución.
Tampoco puede incorporar contenidos violatorios de tratados internacionales preexistentes incorporados al
derecho argentino.
17. — La doctrina —especialmente comparada— se hace cargo de una cuestión sumamente interesante, de
escasa aplicación en nuestro derecho constitucional: una reforma constitucional (o también una constitución
totalmente nueva) ¿deroga “per se” toda norma infraconstitucional anterior opuesta?; o, más bien, sin derogarla,
¿la vuelve inconstitucional? Sea que se responda una cosa u otra, lo cierto es que normas infraconstitucionales
anteriores que resultan incompatibles con las normas constitucionales surgidas de la reforma, no pueden tener
aplicación válida después que la reforma constitucional entra en vigor. Si esa aplicación se discute judicialmente,
hay materia para que el tribunal competente haga jugar una de ambas soluciones: a) o que las normas
infraconstitucionales anteriores han quedado derogadas por la reforma ulterior con la que no se compadecen (fin
de la vigencia normológica); b) o que a partir de la reforma se han tornado inconstitucionales por incompatibilidad
sobre-viniente con ella.
La fijación del temario que el congreso deriva a la convención para su reforma, y el caso de
la reforma de 1994
18. — Con base en los pactos que el justicialismo y el radicalismo convinieron en noviembre
y diciembre de 1993 para encauzar la reforma de la constitución, la ley declarativa de su
necesidad nº 24.309 presentó una novedad sorprendente, cual fue el llamado núcleo de
coincidencias básicas.
El conjunto de trece temas o puntos allí reunidos tuvo carácter indivisible y hermético.
Conforme al art. 2º, la ley 24.309 estipuló que “la finalidad, el sentido y el alcance de la
reforma… se expresa en el contenido del núcleo de coincidencias básicas…”.
Por un lado, se prohibió introducir reformas en los 35 primeros artículos de la constitución.
Por otro, el art. 5º de la ley 24.309 dispuso que el núcleo de trece puntos debía votarse sin división
posible y en bloque, todo por “sí” o por “no”. Por eso se lo denominó la cláusula “cerrojo”.
19. — Personalmente, nunca habíamos imaginado antes una hipótesis como la que nos puso por delante la ley
24.309 y, sin pretender legitimarla “in totum”, tratamos de repensar los esquemas tradicionales, en los que en
seguida insertamos nuevos criterios.
Los ejemplos que ante la inminencia de la reforma propusimos eran dos: a) en cuanto a establecer el “para
qué” finalista de una determinada enmienda, el congreso podía prescribir que consideraba necesario reformar la
norma prohibitiva de la reelección presidencial inmediata, añadiendo que era así para permitir una sola reelección,
con lo que la convención no podría habilitarla para autorizar dos o más, ni tampoco indefinidamente; b) en cuanto
a vincular la necesidad de una enmienda con otra y condicionar la validez de la reforma a que se respetara esa
relación con miras a una finalidad determinada, el congreso podía —por ejemplo— derivar a la convención la
reforma de la norma prohibitiva de la reelección inmediata para autorizar una sola reelección inmediata, “a
condición” de que, como equilibrio, también se atenuaran o moderaran las atribuciones presidenciales.
Hasta acá llegaba el consentimiento de nuestra interpretación. Más allá, no.
21. — Al “aggiornar” ahora el inventario de la comprensión interpretativa podemos decir que en la medida en
que juzgamos viable que el congreso adicione al temario los fines u objetivos de la reforma con efecto vinculante
para la convención, simultánea y recíprocamente decimos que el congreso también tiene un límite en su
competencia para declarar la necesidad de la reforma: tal límite consiste, en el caso, en que el congreso no puede
transferirle a la convención textos ya articulados para que los incorpore tal cual le son deferidos, o para que los
rechace.
Además, en la correlación de enmiendas pensamos que su ensamble condicionado tampoco tolera que el
congreso lo imponga mediante textos ya redactados que, de nuevo en este caso como en el anterior, sólo le dejan
margen a la convención para decir “sí” o “no”.
22. — Queda la impresión —por eso— de que al englobar de modo indiso-ciable e inseparable trece puntos
(muy extensos algunos, y varios con redacción preformulada en la ley 24.309) que la convención debía aceptar
íntegramente o rechazar también en conjunto, se le estaba en realidad limitando su competencia reformadora a una
simple ratificación en caso de aprobación.
Si el art. 30 de la constitución dispone que la reforma “no se efectuará sino por una convención convocada al
efecto”, parece que “efectuar” la reforma no equivale a tener que aceptar —o rechazar— una densa enmienda ya
preelaborada por el congreso y totalmente cerrada en su largo contenido, imposibilitado de todo desglose entre sus
partes.
Es cierto, por otra parte, que fuera de la cláusula “cerrojo” se derivó a la convención el tratamiento libre y
separado de otros dieciséis temas pero, de todas maneras, la severidad del lineamiento trazado a la convención
quedó reflejado en el art. 6º de la ley 24.309, que dispuso la nulidad absoluta de todas las modificaciones,
derogaciones y agregados que realizara la convención con apartamiento de la competencia que le establecía el
congreso.
De todas maneras, la convención constituyente esquivó el duro límite que la ley declarativa de la necesidad de
reforma le impuso. Lo hizo incluyendo en el reglamento interno por ella votado una norma equivalente a la que en
la ley 24.309 establecía la cláusula “cerrojo”.
De esta forma se dio la imagen de que era la propia convención la que adoptaba tal decisión, y que su
cumplimiento provenía de su voluntad y no de la del congreso.
23. — Excluida la reforma de 1860 (que para nosotros es ejercicio de poder constituyente
originario), se han realizado reformas a la constitución en 1866, 1898, 1949, 1957, 1972 y 1994.
En materia de poder constituyente, la constitución material contiene una mutación incompatible con la
formal. Tal mutación proviene de violaciones consumadas respecto del art. 30 en el ejercicio del poder
constituyente derivado y del poder constituyente derivado de las provincias, a veces en épocas de iure y otras en
épocas de facto. Consiste en dar habilitación fáctica a enmiendas efectuadas al margen del procedimiento
reformista de la constitución formal, y en dejar sin control judicial de constitucionalidad el resultado
eventualmente defectuoso.
De estas reformas, la de 1994 queda incorporada al presente libro.
La de 1949, que estuvo en vigor hasta su supresión por proclama de la Revolución Libertadora en 1956 fue
objeto, desde gestada con la ley declarativa de la necesidad de reforma, de múltiples objeciones de
inconstitucionalidad.
La de 1957 se llevó a cabo sobre el texto de la constitución histórica de 1853-1860. Fue realizada por una
convención surgida de elección popular, pero tuvo un vicio de origen cuando, por ser una época de facto, la
declaración de la necesidad de reforma no pudo ser efectuada por el congreso de acuerdo con el art. 30, y lo fue
por el poder ejecutivo de facto. La convención se desintegró antes de concluir su trabajo, y de ella quedó el art. 14
bis, que no alcanzó a ser renumerado y subsiste entre los anteriores artículos 14 y 15 con aquella denominación
(también se lo ha llamado art. 14 nuevo).
La reforma de 1972 fue transitoria, y rigió hasta el golpe de estado del 24 de marzo de 1976. Su vicio deriva
de haber sido realizada totalmente por el poder de facto, que dictó el denominado “Estatuto Fundamental” con el
contenido del texto modificado.
Su encuadre
24. — Dada la forma federal de nuestro estado, las provincias que lo integran como partes o
miembros son también estados, y disponen de poder constituyente para organizarse.
Que las provincias tienen capacidad para dictar sus respectivas constituciones es innegable.
Lo establece el art. 5º de la constitución como obligación: “cada provincia dictará para sí una
constitución…”.
Lo que queda en discusión es otra cosa: si cabe reconocer calidad de poder “constituyente” al
que en sede provincial establece una constitución local. Nosotros acabamos de afirmarlo, y
pensamos que no hay inconveniente en ello, pese a las características especiales de tal poder
constituyente.
El poder constituyente originario de las provincias que se ejercita cuando dictan su primera
constitución, tiene determinados límites positivos.
En esta característica de limitación en el poder constituyente originario de las provincias no estamos ante
límites heterónomos o colaterales o externos, porque no provienen de costado, sino de una instancia superior o
más alta, que es la constitución federal. En otros términos, el límite no viene de afuera, sino de adentro, del propio
ordenamiento estatal federativo en el que están instaladas las provincias, porque la limitación responde a la
supremacía federal y a la relación de subordinación, que impone coherencia y compatibilidad entre el
ordenamiento de los estados miembros y el del estado federal.
Aquella limitación y esta subordinación, que no llegan a destruir la naturaleza constituyente del poder en
cuestión, sirven en cambio para afirmar que el poder “constituido” de las provincias no tiene cualidad de
soberanía, sino de autonomía.
El poder constituyente de las provincias recibe sus límites de la constitución federal. Las
constituciones provinciales deben adecuarse: a) al sistema representativo republicano; b) a los
principios, declaraciones y garantías de la constitución federal; y c) deben asegurar; c’) el
régimen municipal, ahora con la explícita obligación de cubrir la autonomía de los municipios en
el orden institucional, político, administrativo, económico y financiero, a tenor del art. 123; c’’) la
administración de justicia; c’’’) la educación primaria. No deben invadir el área de competencias
federales.
En el texto de 1853, hasta la reforma de 1860, el poder constituyente provincial quedaba sometido a un
control de constitucionalidad político, a cargo del congreso federal.
Suprimido tal mecanismo de control político, las constituciones provinciales sólo son susceptibles de control
judicial de constitucionalidad, conforme al mecanismo de funcionamiento del mismo, con base en los arts. 31 y
116 de la constitución.
25. — Estamos ciertos que el estado federal no puede, ni siquiera a través de una convención reformadora de
la constitución federal, alterar lo que las constituciones provinciales disponen para su propia reforma.
26. — A partir de 1985 hemos asistido a un ciclo constituyente provincial muy curioso,
porque sin reformarse la constitución federal muchas provincias dictaron antes de 1994
constituciones nuevas, o reformaron sustancialmente las que tenían. La curiosidad consiste,
precisamente, en que este ciclo constituyente no tuvo su origen en la necesidad de adecuar a una
previa reforma de la constitución federal las constituciones provinciales, ya que hasta 1994 no
hubo tal reforma de la constitución federal. Se trata de un fenómeno inédito en nuestro proceso
federal, porque la iniciativa innovadora surgió en y de las propias provincias.
Después de la reforma a la constitución federal, otras provincias realizaron las suyas. Así,
Chubut, Buenos Aires, La Pampa, Chaco y Santa Cruz.
La reforma de 1994
27. — Sabemos que con la reforma de 1994 la ciudad de Buenos Aires ha adquirido un status
especial que la hace sujeto de la relación federal sin ser una provincia ni revestir su categoría
política (ver cap. VIII, acápite V).
La norma de base que se ha incorporado a la constitución es el art. 129, que integra el título
segundo dedicado a “Gobiernos de Provincia”. En dicha norma se consigna, para lo que acá
interesa, que el congreso debe convocar a los habitantes de la ciudad para que, mediante
representantes que elijan a ese efecto, dicten el Estatuto Organizativo de sus instituciones.
Hay que advertir que no se habla de “constitución”, ni de “convención” constituyente. El
vocabulario que desde la reforma se viene utilizando designa a ese cuerpo como “Estatuyente”,
porque tiene a su cargo dictar al Estatuto.
28. — Del contexto en que se inserta la autonomía de la ciudad de Buenos Aires mientras
mantenga su condición de capital federal surge claramente que la competencia para dictar su
Estatuto Orga-nizativo es más reducida y cuenta con más límites que el poder constituyente de las
provincias.
En efecto, consideramos suficientemente claro que:
a) la Estatuyente debe, analógicamente, tomar en cuenta el techo federal de los arts. 5º, 31 y
75 inc. 22 de la constitución; pero, además, y también,
b) la ley del congreso que el mismo art. 129 contempla para garantizar los intereses del
estado federal mientras la ciudad sea capital federal; se dictó ya vencido el plazo estipulado en la
disposición transitoria décimoquinta, y lleva el nº 24.588.
29. — No aparece, en cambio, ninguna limitación que pueda derivar de la ley del congreso convocando a
elecciones para integrar la Estatuyente y para designar jefe y vicejefe de gobierno. Dicha ley, nº 24.620, del 28 de
diciembre de 1995, estableció una serie de pautas que nada tienen que ver con la ley de garantía ni con los
intereses del estado federal (nº 24.588, del 27 de noviembre de 1995). Por ende, las limitaciones excesivas que
innecesariamente fijó la ley 24.620 invadieron competencias que por el art. 129 de la constitución están
discernidas a la Estatuyente de la ciudad de Buenos Aires.
Apéndice al capítulo VI
LEY 24.309
El Senado y Cámara de Diputados de la Nación Argentina reunidos en congreso, etc., sancionan con fuerza de
ley.
Art. 1º. — Declárase necesaria la reforma parcial de la Constitución Nacional de 1853 con las
reformas de 1860, 1866, 1898 y 1957.
B. Reducción del mandato de Presidente y Vicepresidente de la Nación a cuatro años con reelección inmediata
por un solo período, considerando el actual mandato presidencial como un primer período.
* Para lograr estos objetivos se aconseja la reforma del actual artículo 77 de la Constitución Nacional.
C. Coincidentemente con el principio de libertad de cultos se eliminará el requisito confesional para ser
Presidente de la Nación.
D. Elección directa de tres senadores, dos por la mayoría y uno por la primera minoría, por cada provincia y por
la ciudad de Buenos Aires, y la reducción de los mandatos de quienes resulten electos.
a) Inmediata vigencia de la reforma, a partir de 1995, mediante la incorpo-ración del tercer senador por
provincia, garantizando la representación por la primera minoría.
* Para llevar a cabo lo arriba enunciado se aconseja la reforma de los artículos 46 y 48 de la Constitución
Nacional.
b) Una cláusula transitoria atenderá las necesidades resultantes de:
1. El respeto de los mandatos existentes.
2. La decisión de integrar la representación con el tercer senador a partir de 1995. A tal fin, los órganos
previstos en el artículo 46 de la Constitución Nacional en su texto de 1853 elegirán un tercer senador, cuidando
que las designaciones, consideradas en su totalidad, otorguen representación a la primera minoría de la Legislatura
o cuerpo electoral, según sea el caso.
El Presidente y el Vicepresidente de la Nación serán elegidos directamente por el pueblo en doble vuelta,
según lo establece esta Constitución. A este fin el territorio nacional conformará un distrito único.
La elección se efectuará dentro de los dos meses anteriores a la conclusión del mandato del Presidente en
ejercicio.
La segunda vuelta electoral se realizará entre las dos fórmulas de candidatos más votadas, dentro de los
treinta días.
Sin embargo, cuando la fórmula que resulte ganadora en la primera vuelta hubiere obtenido más del cuarenta
y cinco por ciento de los votos afirmativos válidamente emitidos, sus integrantes serán proclamados como
Presidente y Vicepresidente de la Nación. También lo serán si hubiera obtenido el cuarenta por ciento por lo
menos de los votos afirmativos válidamente emitidos y, además, existiere una diferencia mayor a diez puntos
porcentuales, respecto del total de los votos afirmativos válidamente emitidos, sobre la fórmula que le sigue en
número de votos.
* A tales efectos se aconseja la reforma de los artículos 81 a 85 de la Constitución Nacional.
H. Consejo de la Magistratura.
Un Consejo de la Magistratura, regulado por una ley especial, tendrá a su cargo la selección de magistrados y
la administración del Poder Judicial.
El Consejo será integrado periódicamente, de modo que procure el equilibrio entre la representación de los
órganos políticos resultantes de la elección popular, de los jueces de todas las instancias, y de los abogados. Será
integrado, asimismo, por otras personalidades del ámbito académico y científico, en el número y la forma que
indique la ley.
Serán sus atribuciones:
1. Seleccionar mediante concursos públicos los postulantes a las magistraturas inferiores.
2. Emitir propuestas (en dupla o terna) vinculantes para el nombramiento de los magistrados de los tribunales
inferiores.
3. Administrar los recursos y ejecutar el presupuesto que la ley asigne a la administración de justicia.
4. Ejercer facultades disciplinarias.
5. Decidir la apertura del procedimiento de remoción de magistrados.
6. Dictar los reglamentos relacionados con la organización judicial y todos aquellos que sean necesarios para
asegurar la independencia de los jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia.
* Todo ello por incorporación de un artículo nuevo y por reforma al artículo 99 de la Constitución Nacional.
1. Los jueces de la Corte Suprema serán designadas por el Presidente de la Nación con acuerdo del Senado
por mayoría absoluta del total de sus miembros o por dos tercios de los miembros presentes, en sesión pública
convocada al efecto.
2. Los demás jueces serán designados por el Presidente de la Nación por una propuesta vinculante (en dupla o
terna) del Consejo de la Magistratura, con acuerdo del Senado en sesión pública en la que se tendrá en cuenta la
idoneidad de los candidatos.
La designación de los magistrados de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las mismas reglas, hasta tanto
las normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable.
* Por reforma al artículo 86, inciso 5º de la Constitución Nacional. Las alternativas que se expresan en el
texto quedan sujetas a la decisión de la Convención Constituyente.
1. Los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación serán removidos únicamente por juicio
político, por mal desempeño o por delito en el ejercicio de sus funciones, o por crímenes comunes.
2. Los demás jueces serán removidos, por las mismas causales, por un Jurado de Enjuiciamiento integrado
por legisladores, magistrados, abogados y personalidades independientes, designados de la forma que establezca la
ley.
La remoción de los magistrados de la ciudad de Buenos Aires se regirá por las mismas reglas, hasta tanto las
normas organizativas pertinentes establezcan el sistema aplicable.
* Por reforma al artículo 45 de la Constitución Nacional.
El control externo del sector público nacional, en sus aspectos patrimoniales, económicos, financieros y
operativos, es una atribución propia del Poder Legislativo.
El examen y la opinión del Poder Legislativo sobre el desempeño y situación general de la administración
pública está sustentado en los dictámenes de la Auditoría General de la Nación.
Este organismo, con autonomía funcional y dependencia técnica del Congreso de la Nación, se integra del
modo que establezca la ley que reglamente su creación y funcionamiento, que deberá ser aprobada por mayoría
absoluta de los miembros de cada Cámara; la Presidencia del organismo estará reservada a una persona propuesta
por el principal partido de la oposición legislativa.
Tendrá a su cargo el control de legalidad, gestión y auditoría de toda la actividad de la administración pública
centralizada y descentralizada, cualquiera fuere su modalidad de organización. Intervendrá en el trámite de
aprobación o rechazo de las cuentas de percepción e inversión de los fondos públicos.
* Se propone la incorporación a través de un artículo nuevo, en la Segunda Parte, Sección IV, en un nuevo
capítulo.
L. Establecimiento de mayorías especiales para la sanción de leyes que modifiquen el régimen electoral y de
partidos políticos.
Los proyectos de leyes que modifiquen el régimen electoral y de partidos políticos actualmente vigentes
deberán ser aprobados por mayoría absoluta del total de los miembros de cada una de las Cámaras.
* Por agregado al artículo 68 de la Constitución Nacional.
LL. Intervención federal.
La intervención federal es facultad del Congreso de la Nación. En caso de receso, puede decretarla el Poder
Ejecutivo Nacional, y simultáneamente, convocará al Congreso para su tratamiento.
* Por inciso agregado al artículo 67 de la Constitución Nacional.
B. Autonomía municipal.
D. Posibilidad de establecer el acuerdo del Senado para la designación de ciertos funcionarios de organismos de
control y del Banco Central, excluida la Auditoría General de la Nación.
E. Actualización de las atribuciones del Congreso y del Poder Ejecutivo Nacional previstas en los artículos 67 y
86, respectivamente, de la Constitución Nacional.
J. Garantías de la democracia en cuanto a la regulación constitucional de los partidos políticos, sistema electoral
y defensa del orden constitucional.
LL. Adecuación de los textos constitucionales a fin de garantizar la identidad étnica y cultural de los pueblos
indígenas.
Ñ. Implementar la posibilidad de unificar la iniciación de todos los mandatos electivos en una misma fecha.
Art. 4º. — La Convención Constituyente se reunirá con el único objeto de considerar las
reformas al texto constitucional incluidas en el núcleo de coincidencias básicas y los temas que
también son habilitados por el Congreso Nacional para su debate, conforme queda establecido en
los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración.
Art. 5º. — La Convención podrá tratar en sesiones diferentes el contenido de la reforma, pero
los temas indicados en el artículo 2º de esta ley de declaración deberán ser votados
conjuntamente, entendiéndose que la votación afirmativa importará la incorporación
constitucional de la totalidad de los mismos, en tanto que la negativa importará el rechazo en su
conjunto de dichas normas y la subsistencia de los textos constitucionales vigentes.
Art. 6º. — Serán nulas de nulidad absoluta todas las modificaciones, derogaciones y
agregados que realice la Convención Constituyente apartándose de la competencia establecida en
los artículos 2º y 3º de la presente ley de declaración.
Art. 8º. — El Poder Ejecutivo nacional convocará al pueblo de la Nación dentro de los ciento
veinte (120) días de promulgada la presente ley de declaración para elegir a los convencionales
constituyentes que reformarán la Constitución Nacional.
Art. 9º. — Cada provincia y la Capital Federal elegirá un número de convencionales
constituyentes igual al total de legisladores que envían al Congreso de la Nación.
Art. 10. — Los convencionales constituyentes serán elegidos en forma directa por el pueblo
de la Nación Argentina y la representación será distribuida mediante el sistema proporcional
D’Hont con arreglo a la ley general vigente en la materia para la elección de diputados nacionales.
A la elección de convencionales constituyentes se aplicarán las normas del Código Electoral
Nacional (t.o. decreto 2135/83, con las modificaciones introducidas por las leyes 23.247, 23.476 y
24.012); se autoriza al Poder Ejecutivo, a este solo efecto, a reducir el plazo de exhibición de
padrones.
Art. 11. — Para ser convencional constituyente se requiere haber cumplido 25 años, tener
cuatro años de ciudadanía en ejercicio y ser natural de la provincia que lo elija, o con dos años de
residencia inmediata en ella, siendo incompatible este cargo únicamente con el de miembro del
Poder Judicial de la Nación y de las provincias.
Art. 13. — La Convención Constituyente será juez último de la validez de las elecciones,
derechos y títulos de sus miembros y se regirá por el reglamento interno de la Cámara de
Diputados de la Nación, sin perjuicio de la facultad de la Convención Constituyente de
modificarlo a fin de agilizar su funcionamiento.
Art. 14. — Los convencionales constituyentes gozarán de todos los derechos, prerrogativas e
inmunidades, inherentes a los Diputados de la Nación, y tendrá una compensación económica
equivalente.
Art. 16. — Autorízase al Poder Ejecutivo nacional a realizar los gastos necesarios que
demande la ejecución de esta ley de declaración. También se lo faculta a efectuar las
reestructuraciones y modificaciones presupuestarias que resulten necesarias a este fin.
Dada en la Sala de Sesiones del Congreso Argentino, en Buenos Aires, a los veintinueve días del mes de
diciembre del año mil novecientos noventa y tres.
Decreto 2700/93
Por tanto:
Téngase por Ley de la Nación Nº 24.309, cúmplase, comuníquese, publíquese, dése a la Dirección Nacional
del Registro Oficial y archívese. — MENEM. — Carlos F. Ruckauf.
CAPÍTULO VII
EL ESTADO ARGENTINO Y SU
ENCUADRE CONSTITUCIONAL
I. INTRODUCCIÓN. - Los nombres del estado. - Los elementos del estado. - A) La población. - La nación. - B) El
territorio. - Jurisdicción, dominio y territorio. - II. LA NACIONALIDAD Y LA CIUDADANÍA. - Su caracterización
general. - La nacionalidad y la ciudadanía en nuestro derecho constitucional: sus clases. - La ley 346, y la
reforma constitucional de 1994. - La subsistencia de la identidad constitucional entre nacionalidad y
ciudadanía. - La nacionalidad “por naturalización”. - La pérdida de la nacionalidad. - La “pérdida” de la
“ciudadanía”. - La “unidad” de nacionalidad. - La doble nacionalidad. - La “ciudadanía” provincial. - La
nacionalidad por matrimonio. - Los tratados internacionales sobre derechos humanos. - La protección de
nacionales y extranjeros. - III. EL DERECHO CONSTITUCIONAL DE LOS EXTRANJEROS. - El ingreso y la admisión. - El
asilo político. - Los refugiados. - La inmigración. - La permanencia y la expulsión de extranjeros. - Los
tratados internacionales de derechos humanos. - Las personas jurídicas extranjeras. - IV. EL PODER Y EL
GOBIERNO. - La legitimidad “de origen” y “de ejercicio”. - Los gobernantes de facto. - La soberanía. - El
gobierno federal. - La república y la representación. - Las formas “semidirectas”. - V. LAS FORMAS DE
ESTADO. - El federalismo y la democracia. - VI. LAS OBLIGACIONES CONSTITUCIONALES. - Su encuadre. - Los deberes
del hombre: sus modalidades y clases. - La fuente de las obligaciones de los particulares. - Las obligaciones
correlativas de los derechos personales. - La objeción de con-
ciencia. - Las obligaciones del estado.
I. INTRODUCCIÓN
1. — El estado argentino surge en 1853 y se organiza con la constitución de ese mismo año.
Sin embargo, su ciclo de poder constituyente originario permanece abierto hasta 1860, en que
concluye y se clausura con la incorporación de la provincia de Buenos Aires (ver cap. VI, nº 6).
Nuestro estado recibe, a través de esa constitución, diversos nombres, todos ellos igualmente oficiales, que
derivan de la tradición y el uso histórico a partir de 1810. El art. 35 dice que: “las denominaciones adoptadas
sucesivamente desde 1810 hasta el presente, a saber: Provincias Unidas del Río de la Plata, República Argentina,
Confederación Argentina, serán en adelante nombres oficiales indistintamente…”. Pero en la formación y sanción
de las leyes el citado artículo obliga a emplear el nombre “Nación Argentina”. De estos cuatro nombres, el uso
actual mantiene sólo dos: República Argentina y Nación Argentina. La propia constitución, desde la reforma de
1860, emplea habitualmente el segundo.
De todos estos nombres oficiales, el que personalmente nos resulta más sugestivo es el de Provincias Unidas.
En primer lugar, tiene ancestro histórico muy significativo. En segundo lugar, es el que mejor se adecua a la
realidad federativa de nuestro estado porque, en verdad, ¿qué es la República Argentina? Una unión de provincias
—catorce preexistentes, y las demás surgidas dentro del mismo territorio originario por provincialización de
territorios naciona- les—. Hoy no queda ningún espacio geográfico que no sea provincial, y la ciudad de Buenos
Aires, que es sede de la capital federal, tiene un régimen de gobierno autónomo con la reforma de 1994.
2. — Nuestro estado se compone de los cuatro elementos que integran a todo estado, a saber:
población, territorio, poder y gobierno.
A) La población
4. — Ahora bien: la palabra habitante tampoco debe ceñirse a una rigurosa acepción literal. En un
determinado momento, en el que hipotética e imaginariamente hiciéramos un corte temporal, todos los hombres
que estuvieran físicamente en el territorio del estado, formarían su población de ese mismo momento; con ello
comprendemos que en el elemento humano o población en sentido lato podemos incluir a tres clases de hombres:
a) los que habitualmente y con cierta permanencia habitan en el territorio; b) los que residen en él sin
habitualidad permanente; c) los transeúntes.
El elemento humano que se denomina población también admite como término equivalente la
palabra pueblo. En sentido lato, población y pueblo coinciden. No obstante, haciendo una
depuración conceptual se puede llegar a admitir una serie de acepciones más restringidas.
A la población estable la podemos denominar “pueblo”. A la flotante meramente “población”.
Fuera ya de los hombres que, de alguna manera, componen en un momento dado la población, encontramos
excepcionalmente los supuestos en que la juris-dicción de nuestro estado alcanza —tanto a favor como en contra
— a hombres que no forman su población, pero que en virtud de algún punto de conexión con dicha jurisdicción,
la provocan. Sobre esto volveremos al tratar el ámbito territorial y personal de la declaración de derechos (ver cap.
IX, nº 42).
nativos
Argentinos
(nacionales
y ciudadanos) naturalizados (son originaria-
mente los ex-
tranjeros que
se naturalizan
Habitantes “argentinos”).
La nación
Hasta la reforma de 1860, la unidad política que ahora la constitución llama “Nación”, se denominaba
“Confederación”.
10. — En suma: la palabra y el concepto “Nación” tienen, en nuestra constitución dos sinonimias: a)
“Nación” como equivalente a estado; b) “Nación” como equivalente a la unidad política que federa a las
provincias; en este segundo caso “nacional” se opone a “provincial”.
Tratando de comprender y traducir a expresiones correctas las normas constitucionales alusivas de la nación,
proponemos:
a) En vez de “Nación Argentina”, debe leerse y decirse: República Argentina o Estado Argentino.
b) En vez de “Nación” como unidad integral compuesta por las provincias, pero distinta de ellas, debe
decirse: Estado federal.
B) El territorio
12. — Los límites del territorio, o fronteras internacionales, deben ser “arreglados” por el congreso, conforme
al art. 75 inc. 15 de la constitución.
13. — El territorio como elemento del estado abarca: a) el suelo; b) el subsuelo; c) el espacio
aéreo; d) un espacio marítimo a partir del litoral marítimo.
Es frecuente que hoy se haga una división del espacio marítimo que tiene efectos importantes. A las dos
partes de ese espacio se les llama “mar territo-rial” y “mar adyacente”. En el primero, inmediatamente a
continuación del litoral marítimo, se reconoce el dominio y la jurisdicción del estado costero; en el segundo, que
viene ubicado entre el mar territorial y el mar libre, sólo se reconoce jurisdicción parcial (y no dominio).
El derecho del mar utiliza también actualmente el concepto de “zona económica exclusiva” a favor de los
estados costeros, a fin de otorgarles “derecho” sobre los recursos naturales ubicados en ella, sean vivos o no vivos.
14. — Dada nuestra forma federal, hay dos problemas principales en relación con el espacio
marítimo: a) la fijación de sus límites; b) la pertenencia de dicho espacio al estado federal o a las
provincias.
Los límites del espacio marítimo implican establecer la dimensión de éste, porque su extensión va a encontrar
“límite” con el mar libre. Se puede decir que, por ello, se trata de un límite internacional, en cuanto, pese a no ser
límite estricto con el territorio de otro u otros estados, es límite con el mar que, por ser libre, queda en
disponibilidad para el uso de todos los estados y de la comunidad internacional. Como los límites internacionales
provocan competencia federal (del congreso) para su “arreglo”, sostenemos que es el congreso el que debe
delimitar el espacio marítimo.
Tal delimitación puede dar lugar a la concertación de tratados internacionales (multilaterales); y en tanto ello
no ocurre, el congreso puede establecer unilate-ralmente y en forma provisional la extensión y el límite del espacio
marítimo.
15. — Hemos de dilucidar ahora si el espacio marítimo integra el territorio federal o el de las
provincias costeras.
En el espacio marítimo sumergido que prolonga al territorio emergente, no nos cabe duda de
que aquel espacio es parte del terri-torio provincial, porque forma una unidad con la superficie
territorial. En el resto del espacio marino que ya no continúa a la tierra emergente, cabe aplicar
por accesoriedad el mismo principio.
a) La parte del espacio marítimo sobre la cual se reconoce “dominio”, es de dominio de la
provincia costera, y no de dominio federal.
En ese espacio, el estado federal sólo tiene “jurisdicción” limitada a los fines del comercio interprovincial e
internacional (en virtud del art. 75 inc. 13) y de la defensa y seguridad del estado, como asimismo en las causas
judiciales que por el art. 116 son propias de los tribunales federales (por ej., de almirantazgo, jurisdicción
marítima, y jurisdicción aeronáutica).
b) La parte del espacio marítimo en la que no hay dominio, sino sólo “jurisdicción” parcial,
ésta es también provincial, salvo en las cuestiones federales antes señaladas.
16. — El hecho de que sea el estado federal el que “arregla” los límites internacionales y el que “fija” los
interprovinciales no sirve de argumento para postular que, en uso de esas competencias, el estado federal puede
despojar a las provincias costeras de su espacio marítimo, porque decidir si éste integra el territorio federal o el
provincial no es un problema de límites (ni internacionales ni interprovinciales), sino de integridad territorial de
las provincias. Este problema halla sus propios principios no en las normas sobre límites sino en los arts. 3º y 13,
según los cuales el estado federal no puede desintegrar el territorio de las provincias sin el consentimiento de sus
legislaturas respectivas.
Si el territorio es un elemento del “estado”, y si las provincias son “estados”, el espacio marítimo que integra
el territorio no puede ser desmembrado en detrimento de las provincias y a favor del estado federal.
17. — En orden a la integración del espacio marítimo en el territorio de las provincias limítrofes con el mar,
el derecho constitucional ha registrado una mutación constitucional que, en la medida en que lo ha sustraído a las
provincias, ha violado la constitución formal.
También en el derecho constitucional material, la disponibilidad que el estado federal se ha arrogado respecto
del espacio marítimo, del subsuelo, y de los recursos naturales provinciales, significa otra mutación constitucional
lesiva de la constitución formal.
18. — El art. 124 incluido en la reforma de 1994 reconoce a las provincias el “dominio originario” de los
recursos naturales existentes en su territorio.
19. — Conviene aclarar que no siempre hay jurisdicción sobre todo el territorio, ni cada vez que hay
jurisdicción en un lugar puede decirse que ese lugar sea parte del territorio. No siempre hay jurisdicción sobre el
propio territorio porque: a) no la hay cuando se reconoce —conforme al derecho internacional— inmunidad de
cosas o personas (sedes diplomáticas, buques de guerra, personal diplomático, etc.) dentro del territorio de un
estado; b) no la hay —total o parcialmente— en casos de territorio ocupado conforme al derecho internacional de
la guerra. Viceversa, tampoco es territorio cualquier lugar en que el estado ejerce jurisdicción, porque no se
considera territorio el buque de guerra en aguas de otro estado, ni el buque mercante en mar neutro, ni las sedes
diplomáticas, etc.
Tampoco hay que identificar dominio y jurisdicción, porque puede existir uno sin la otra, y viceversa.
20. — Para comprender nuestro punto de vista, adelantamos desde ya que conviene distinguir:
a) la nacionalidad a secas, o si se quiere, nacionalidad “sociológica”, como realidad y vínculo
sociológicos y espontáneos, que no dependen del derecho positivo de los estados; b) la
“nacionalidad política ”, como calificación derivada del derecho positivo de los estados, y
adjudicada por él como cualidad a los individuos, pudiendo o no coincidir con la nacionalidad a
secas.
Sin embargo, como observamos que el derecho constitucional (tanto comparado como
argentino) regula la nacionalidad de los hombres, y que tal nacionalidad de un hombre depende
de lo que el derecho positivo establece, nos preguntamos: ¿qué es esta nacionalidad dependiente
de lo que el derecho prescribe?
21. — En primer término, si un hombre tiene una nacionalidad conforme al derecho vigente, esa nacionalidad
es una nacionalidad que, a falta de otra palabra, necesita que le adicionemos el calificativo de “política”.
24. — La ley 346, restablecida en su vigencia después de derogarse la 21.795 del año 1978,
reguló la nacionalidad (política) o ciudadanía, distinguiendo tres clases: a) por nacimiento; b) por
opción; c) por naturalización.
Después de la reforma de 1994, el actual art. 75 inc. 12 de la constitución, menciona entre las
competencias del congreso, la de “dictar leyes generales para toda la Nación sobre naturalización
y nacionalidad, con sujeción al principio de nacionalidad natural y por opción en beneficio de la
argentina”.
a) La nacionalidad por nacimiento, que se puede llamar también nativa, natural, o de origen,
proviene de una imposición de la cons-titución, cuyo art. 75 inc. 12 se refiere a la competencia del
congreso para legislar sobre “naturalización y nacionalidad, con sujeción al principio de
nacionalidad natural ”. Es el sistema del “ius soli” (en virtud del cual, por aplicación operativa y
directa de la constitución, son argentinos todos los nacidos en territorio argentino).
b) La nacionalidad por opción alcanza a los hijos de argentinos nativos que nacen en el
extranjero, y que “optan” por la nacionalidad paterna o materna argentina. La ley 346 asumió aquí
el sistema del “ius sanguinis” (por la nacionalidad de los padres) (ver nº 25).
c) La nacionalidad por naturalización es la que se confiere al extranjero que la peticiona de
acuerdo a determinadas condiciones fijadas por el art. 20 de la constitución, que admiten amplia
regla-mentación legal.
Hasta ahora, tal nacionalidad por opción proveniente de la ley 346 fue reputada por nosotros como
inconstitucional, por contrariar al principio del ius soli, pero a partir de ahora esa inconstitucionalidad se ha
subsanado. Ello configura una hipótesis inversa a la de la inconstitucionalidad sobreviniente, precisamente porque
la anterior inconstitucionalidad por discrepancia entre la ley y el texto constitucional previo a la reforma, ha
desaparecido en virtud de la última.
Es cierto que la variación de vocablo que ha introducido la reforma podría inducir a creer que se ha querido
distinguir —como es bueno hacerlo en el plano de la doctrina científica— entre nacionalidad y ciudadanía, y que
ahora nuestra constitución reformada diferencia una de otra, porque alguna razón tiene que haber inducido a
sustituir “ciudadanía” por “nacionalidad”. No obstante, como la constitución es un todo homogéneo cuyas normas
no deben comprenderse aisladamente ni desconectadas del contexto, al art. 75 inc. 12 no es válido atribuirle el
sentido de neutralizar ni arrasar la clara equivalencia de ambas voces que surge de normas no reformadas que
acabamos de citar.
En efecto, es imposible que el art. 20 haya dejado de significar que los derechos civiles quedan reconocidos
por la constitución a todos por igual; si acaso a partir de la reforma la ciudadanía fuera algo distinto de la
nacionalidad, al art. 20 habría que tenerlo como remitiendo a derechos civiles que recién se investirían cuando el
nacional se convirtiera en ciudadano, con la consecuencia de que el nacional que no fuera todavía ciudadano
quedaría destituido de esos derechos, lo cual es absurdo.
Lo mismo cabe decir del art. 8º.
En contra de este mantenimiento de la sinonimia constitucional entre ciu-dadanía y nacionalidad se podrá
levantar otro argumento de objeción, alegando que el nuevo art. 39 reconoce el derecho de iniciativa a los
“ciudadanos” (y no a los nacionales) pero bien puede armonizarse esta adjudicación de un derecho que es político
con la subsistencia en la constitución de la igualdad gramatical y conceptual entre ciudadanía y nacionalidad, y
decir entonces que el derecho “político” de iniciativa legislativa ha sido concedido por la reforma a los
“ciudadanos” con el sentido de que, por ser precisamente un derecho político, sólo le cabe a los nacionales que
están “en ejercicio” de los derechos políticos y no a quienes aún no son titulares de ellos, pese a ser también
ciudadanos en virtud de su nacionalidad.
La pérdida de la nacionalidad
28. — a) Tenemos convicción firme de que la nacionalidad “natural” (o por “ius soli”) que
impone nuestra constitución formal no puede perderse. Ello significa que ninguna ley puede
establecer causales ni mecanismos de privación o de pérdida de aquella nacionalidad. Estaríamos
ante soluciones inconstitucionales si ello ocurriera.
Esto es así porque, si bien la ley puede reglamentar la adjudicación de la nacionalidad natural (conforme al
art. 75 inc. 12), esta nacionalidad nace directa y operativamente de la constitución a favor de los nacidos en
territorio argentino, lo que quiere decir que la reglamentación tiene el deber de atribuir tal nacionalidad, y no
dispone de espacio para prever válidamente su pérdida.
Solamente admitimos que, de acuerdo al derecho internacional público, personas nacidas en Argentina
carezcan de nacionalidad argentina cuando concurren hipótesis de inmunidad diplomática (por ej., hijos de
miembros del servicio exterior extranjero) o de permanencia en nuestro territorio de sus padres extranjeros por
motivos de servicios asignados por su país de origen.
El extranjero que se naturaliza argentino pierde su nacionalidad extranjera en nuestro derecho interno, salvo
tratados internacionales de bi o multinacio-nalidad.
La “pérdida” de la “ciudadanía”
En cambio, es válido que mediante ley o tratados razonables se prevean causales de suspensión en el ejercicio
de los derechos políticos (porque ello no equivale a suspensión de la ciudadanía), tanto para los argentinos nativos
como para los naturalizados.
30. — Nuestro derecho interno acoge el principio de unidad de nacionalidad, o sea que una
persona sólo inviste “una” nacionalidad única, en virtud de lo cual es nacional por nacimiento,
por opción, o por naturalización (argentina), o es extranjera.
La doble nacionalidad
31. — No hallamos óbice constitucional para que Argentina admita en nuestro derecho interno la doble o
múltiple nacionalidad, cuya concertación más frecuente deriva de tratados internacionales. La única veda
constitucional es la que impide que en ellos se prevea, en tales casos, la pérdida de la nacionalidad argentina
nativa.
La “ciudadanía provincial”
32. — La nacionalidad (o ciudadanía) es una sola para todo el país. En nuestro derecho
constitucional no hay nacionalidad ni ciudadanía provinciales. Los ciudadanos de cada provincia
—dice el art. 8º de la constitución— gozan de todos los derechos, privilegios e inmunidades
inherentes al título de ciudadano en las demás.
Este principio significa que las provincias no pueden modificar la condición de ciudadano en
perjuicio de los ciudadanos de otras, ni en beneficio de los ciudadanos de ellas, porque en
definitiva todos tienen una sola ciudadanía (o nacionalidad), que no es provincial, sino “estatal” (o
federal).
Sin que se excepcione ni vulnere dicha regla, el derecho público de cada provincia puede, al regular sus
instituciones de gobierno, establecer que sólo los que han nacido o tienen residencia en ella reúnen la condición
para acceder a determinados cargos, como también asignar las inmunidades locales a determinadas funciones (por
ej., a la de legislador provincial). En cambio, el ciudadano de la provincia “A” no puede invocar en la provincia
“B” inmunidades que inviste en su provincia, ni aspirar a que la provincia “B” le confiera las que ésta otorga en su
jurisdicción.
De tal modo, el art. 8º ha de interpretarse como una norma que consagra la igualdad de todos
los ciudadanos en todas las provincias, conforme al “status” uniforme que proviene de la
nacionalidad única regulada por el estado federal.
El art. 9.1 de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer, que
tiene jerarquía constitucional en virtud del art. 75 inc. 22, sirve ahora de sustento a nuestra tesis.
34. — En los tratados internacionales sobre derechos humanos que por el art. 75 inc. 22
revisten jerarquía constitucional hay normas sobre nacionalidad que integran el plexo de nuestro
sistema interno de derechos.
Así, la Convención de San José de Costa Rica establece que toda persona tiene derecho a una
nacionalidad (art. 20.1), y que a nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad, ni del
derecho a cambiarla (art. 20.3); toda pesona tiene derecho a la nacionalidad del estado en cuyo
territorio nació, si no tiene derecho a otra (art. 20.2).
El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos enuncia en su art. 24.3 que todo niño
tiene derecho a una nacionalidad. En forma similar, el art. 7º.1 de la Convención sobre los
Derechos del Niño.
Normas sobre nacionalidad hay también en las dos convenciones sobre la eliminación de
todas las formas de Discriminación Racial y de Discriminación contra la Mujer (arts. 5º, d, iii, y
9.1 y 2., respectivamente.
35. — Nacionales y extranjeros gozan de los mismos derechos civiles; así surge del artículo
14, que al reconocer esos derechos los titulariza en los habitantes; y de la expresa afirmación del
art. 20: “los extranjeros gozan en el territorio de la nación de todos los derechos civiles del
ciudadano”.
La equiparación nos permite anticipar que en la población de nuestro estado todos los hombres son iguales; a)
en libertad jurídica, capacidad jurídica, y derechos; b) en su calidad de personas; y c) sin acepción de
nacionalidad, raza, religión, etc.
La protección a los extranjeros en territorio argentino alcanza a bienes y capitales radicados en su territorio,
aunque sus propietarios no sean habitantes. Alcanza asimismo a las personas colectivas o jurídicas (es decir no
físicas), tanto en el caso de que se acepte que dichos entes tienen nacionalidad como en el de admitirse que
solamente tienen domicilio.
También conviene destacar que, conforme a la jurisprudencia de la Corte, cualquier persona, sea habitante o
no, que por razón de los actos que realiza en el territorio del país queda sometida a su jurisdicción, queda también
y por ese solo hecho, bajo el amparo de la constitución y de las leyes del estado.
El ingreso y la admisión
Aunque el art. 14 se refiere al derecho de los “habitantes” de entrar al país (y el extranjero que nunca ha
entrado no es todavía habitante), debe reconocérsele que tiene ese derecho, incluso a tenor de la amplia
convocatoria que hace el pre-ámbulo a todos los hombres del mundo que quieran habitar en nuestro estado.
37. — En el derecho constitucional material se acepta que el estado que puede regular y controlar el ingreso
de extranjeros, puede expulsarlos. Incluso, ello se considera una norma del derecho internacional público
consuetudinario. Como lo explicaremos por separado, no estamos de acuerdo con tal criterio en materia de
expulsión.
El asilo político
38. — La admisión de extranjeros guarda cierta relación con el tema afín del asilo de exiliados políticos. No
obstante, las normas que rigen al asilo político son de naturaleza diferente y especial, habiéndose situado
normalmente en el campo del derecho internacional público.
El derecho a buscar y recibir asilo en territorio extranjero está reconocido en la Convención Americana sobre
Derechos Humanos (Pacto de San José de Costa Rica) en caso de persecución por delitos políticos o comunes
conexos con los políticos, de acuerdo al derecho interno de cada estado y a los tratados internacionales (art. 22.7).
Los refugiados
39. — Debe también tenerse en cuenta el llamado derecho de refugiados, que se refiere —como derecho
internacional que es— a la protección de personas que han debido abandonar su país de origen a causa de temores
fundados de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, u
opiniones políticas.
La Convención sobre Derechos del Niño contempla el caso del refugiado en el art. 22.
La inmigración
40. — La entrada y admisión de extranjeros se relaciona con la inmigración. Nuestra
constitución implanta una política inmigratoria amplia y humanista, a tono con las pautas del
preámbulo y con el pensamiento de Alberdi en la materia. El art. 25 impone al gobierno federal la
obligación de fomentar la inmigración, y prohíbe restringir, limitar o gravar con impuestos la
entrada de extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y
enseñar las ciencias y las artes.
¿Qué criterio es el que revela dicha fórmula de la constitución? Reparemos en que al propiciar la inmigración,
el mismo art. 25 ha calificado a esa inmigración como europea. Todo ello nos demuestra que la política
inmigratoria se dirige a estimular el ingreso de extranjeros que responden a un tipo de cultura y que vienen al país
con fines útiles. Diríamos, entonces: una inmigración calificada y útil, según la idea de progreso que anima a la
constitución, y al espíritu alberdiano que le sirvió de inspiración.
Cuando hablamos de inmigración europea, no debemos ceñir el adjetivo a una dimensión puramente
geográfica. El constituyente aludió a Europa porque era, en su época, la parte del mundo con la que reconocía
mayor afinidad de cultura y de estilo, y la parte del mundo de donde podían provenir los contin-gentes
inmigratorios. Pero manejando una interpretación histórica y dinámica de la constitución, hoy hemos de admitir
que en el art. 25 su autor pensó en una inmigración apta para el progreso moral y material de nuestra comunidad, y
que por ende, no se descarta la inmigración “no europea” que reúne similares condiciones de idoneidad que la
individualizada como europea en 1853.
Las pautas sobre inmigración son aplicables, en principio, no sólo a la inmigración masiva o
plural, sino también al ingreso individual de extranjeros.
41. — a) Los residentes “ilegales” son los que ingresan y permanecen en territorio argentino
sin haberse sometido a los controles de admisión reglamentarios y razonables, o que se quedan en
él después de vencer el plazo de la autorización de permanencia concedida al entrar.
Puede negárseles el ejercicio de algunos derechos (trabajar, comerciar, ejercer industria, abrir cuenta bancaria,
etc.), pero no otros; así, es imposible negar que gozan del derecho a la vida o a la salud (si alguien los mata o
lesiona, el acto es punible); como es imposible decir que si acaso se hacen parte en juicio se les pueda negar la
garantía del debido proceso y de la defensa; o que se pueda allanar sus domicilios; o confiscarles la propiedad que
posean (por ej., el dinero que llevan encima o tienen en su vivienda).
b) Los residentes “temporarios” son los que han recibido autorización para permanecer
legalmente durante un lapso determinado, a cuyo término deben salir del país si no se les renueva
la residencia o si no se los reconoce como residentes “permanentes”.
c) Los residentes “permanentes” (así considerados reglamenta-riamente) son habitantes,
porque su permanencia es legalmente regular.
El derecho judicial de la Corte permite interpretar que quien ingresa y/o permanece ilegalmente en nuestro
territorio puede bonificar el vicio y adquirir calidad de “habitante” si, no expulsado inmediatamente después de su
ingreso, acredita durante el lapso de permanencia ilegal su buena conducta.
42. — Latamente, puede involucrarse en el término “expulsión” toda salida de una persona
que se encuentra en territorio argentino, dispuesta coactivamente por el estado, tanto si su
presencia es legal como si es ilegal.
En realidad, en el caso del inc. c) no se trata de una expulsión en sentido genuino, sino de un control “a
posteriori” del ingreso ilegal o clandestino, que suple al que no pudo llevarse a cabo en el momento de la entrada
(por evasión u ocultamiento del extranjero, que no se sometió a las condiciones reglamentarias de ingreso o
admisión).
Entre los múltiples casos cabe citar: “Maciá y Gassol”, de 1928, “Deportados en el Transporte Chaco”, de
1932; “Argüello Argüello” y “Britos Silvestre”, de 1967; “Acosta W. c/Gobierno Nacional”, de 1970.
44. — Nuestra opinión acerca de la inconstitucionalidad de la expulsión de extranjeros abarca también los
supuestos en que la medida se adopta por delitos cometidos en la república, o por actividades peligrosas para la
tranquilidad y la seguridad públicas, y tanto si el extranjero se halla legalmente en el país como ilegalmente
(porque si su permanencia es ilegal, la salida compulsiva sólo se puede ordenar para suplir la falta de control en el
ingreso, pero no por actos cumplidos en el país después de entrar en él).
45. — El extranjero que se naturaliza “argentino” deja de ser extranjero y adquiere nacionalidad argentina,
por cuya razón es obvio que su situación no encuadra en el tema de expulsión de “extranjeros”.
46. — La salida compulsiva de extranjeros se vincula marginalmente con la extradición que, con respecto a
extranjeros que se encuentran en nuestro territorio, demandan otros estados. La extradición tiende a regularse
dentro del derecho internacional público, mediante tratados bilaterales y tratados colectivos.
48. — En otros tratados con jerarquía constitucional hay normas que para casos especiales limitan o prohíben
la facultad del estado para expulsar, extraditar o devolver personas a otro estado (por ej.: la convención contra la
tortura en el art. 3º y el propio Pacto de San José en el art. 22.8).
49. — Dentro del tema referente a los extranjeros, cabe hacer una alusión somera al derecho de extranjería de
las personas jurídicas o de existencia ideal o colectiva. ¿Se reconocen o no en nuestro derecho constitucional?
Respondemos afirmativamente. Prescindiendo de las normas del derecho civil en que se apoya tal reconocimiento,
creemos que a nivel constitucional hay un fundamento dikelógico del que participa la ideología política de nuestra
constitución formal, y que es el siguiente: el valor justicia impone tal reconocimiento extraterritorial por análogas
razones a las que aceptan la extraterritorialidad del derecho extranjero, y por respeto a la eficacia extraterritorial de
los actos jurídicos en virtud de los cuales se han creado o constituido fuera del país las personas jurídicas
extranjeras.
No parece dudoso que también se reconoce la extraterritorialidad de las asociaciones que, sin ser personas
jurídicas, son sujetos de derecho.
51. — Tradicionalmente se ha hablado, con referencia al poder, de una legitimidad de origen, y de una
legitimidad de ejercicio.
a) La legitimación de origen hace al título del gobernante, y depende concretamente del derecho positivo de
cada estado, como que consiste en el acceso al poder mediante las vías o los procedimientos que ese derecho tiene
preestablecidos.
En el estado democrático, se dice que el acceso al poder y la transmisión del poder operan mediante la ley y
no por la fuerza.
b) La legitimidad de ejercicio se refiere al modo de ejercer el poder. Genéricamente, podemos decir que si,
objetivamente, el fin de todo estado radica en la realización del bien común o valor justicia, la legitimidad de
ejercicio se obtiene siempre por la gestión gubernativa enderezada a aquel fin, y, viceversa, se pierde por el
apartamiento o la violación del mismo.
La pérdida de la legitimidad de ejercicio proporciona título, con base en la justicia material, y en
circunstancias extremas de tiranía o totalitarismo que producen la obturación de otras vías exitosas, para la
resistencia del pueblo contra el gobernante. Vamos con ello, en la teoría política, hacia el derecho de resistencia a
la opresión y en el derecho constitucional hacia el tema del derecho de revolución.
El derecho de resistencia está previsto en el art. 36 contra los que ejercen los actos de fuerza que la norma
nulifica e incrimina (ver nº 53).
52. — La legitimidad de origen sirve para explicar el gobierno de jure y el gobierno de facto.
a) Gobernante de jure es el que accede al poder de conformidad con el procedimiento que la constitución o las
leyes establecen. La legitimidad de origen radica en el título, sin perjuicio de que el gobernante de jure pueda
incurrir después en ilegitimidad “de ejercicio”.
b) Decimos, en cambio, que gobernante de facto es el que accede al poder sin seguir los procedimientos
preestablecidos en la constitución o en las leyes. El gobernante de facto tiene un título o una investidura
irregulares o viciados, precisamente por carecer de legitimidad de origen, pero tal título o investidura se pueden
considerar admisibles o plausibles en virtud de algún título de reco-nocimiento —por ej.: por razón de necesidad,
por consenso u obediencia de la comunidad, por el reconocimiento de otros órganos del poder de jure, etc.—.
El “reconocimiento” del gobernante de facto no purga a la delictuosidad del hecho que pueda haberle dado
acceso al poder.
El mero usurpador, a diferencia del gobernante de facto, es el que ocupa el poder sin lograr ningún título de
reconocimiento.
53. — La progresiva repulsión que en la sociedad argentina fue produciendo el recurso militar al
intervencionismo político y a la toma del poder por la fuerza indujo a un descrédito de la doctrina de facto, sobre
todo a partir de 1983, y a calificar a los golpes de estado como usurpaciones, con el efecto de reputar a los
gobernantes empinados en el poder más como usurpadores que como gobernantes de facto.
La soberanía
54. — En orden al tema del poder, no puede evitarse una referencia tangencial al de la
soberanía. Doctrinariamente, definimos la soberanía como la cualidad del poder que, al
organizarse jurídica y políticamente, no reconoce dentro del ámbito de relaciones que rige, otro
orden superior de cuya normación positiva derive lógicamente su propia validez normativa.
Como cualidad del poder que carece de ese vínculo de subordinación o dependencia, la soberanía no tiene
titular ni reside en nadie. El estado es o no es soberano según su poder tenga o no la cualidad de soberanía.
Nuestra constitución no ha incluido en su orden de normas formales ninguna definición de la soberanía, pero
aluden expresamente a ella los artículos 33 y 37.
55. — Conforme al concepto que hemos elaborado de soberanía, y careciendo ésta de un sujeto que la
titularice, la mención del pueblo como tal sujeto nos parece falsa a nivel de doctrina, e inocua en su formulación
normativa.
En cambio, estimamos correcto reconocer al pueblo como titular del poder constituyente originario.
56. — En otro orden de cosas, debe recordarse que, dada la forma federal de nuestro estado, la soberanía
como cualidad del poder pertenece al estado federal y no a las provincias, que sólo son autónomas.
El gobierno federal
57. — La estructura de órganos que nuestro derecho constitucional establece y contiene para
ejercer el poder del estado federal se denomina gobierno federal. La constitución lo individualiza
con ese nombre, y lo institucionaliza en la tríada clásica de “poder legislativo, poder ejecutivo, y
poder judicial”. El poder legislativo o congreso, el poder ejecutivo o presidente de la república, y
el poder judicial o Corte Suprema y tribunales inferiores, componen la clásica tríada del gobierno
federal.
La estructura tripartita de órganos y funciones dentro del gobierno federal se reproduce en sus lineamientos
básicos en los gobiernos provinciales.
58. — La constitución federal organiza únicamente al gobierno federal. Los gobiernos provinciales son
organizados por las constituciones provinciales. No obstante, la constitución federal traza algunas pautas: a) la
tipología de los gobiernos provinciales debe ser coherente con la del gobierno federal, conforme lo prescribe el art.
5º; b) la competencia de los gobiernos provinciales debe tomar en cuenta la distribución efectuada por la
constitución federal entre el estado federal y las provincias; c) los gobernadores de provincia son agentes naturales
del gobierno federal para hacer cumplir la constitución y las leyes del estado federal según lo estipula el art. 128;
d) deben respetarse el art. 31 y el art. 75 inc. 22.
Se ha de tener presente algo importante: los parámetros que, sin perjuicio de la autonomía de las provincias,
contiene para ellas la constitución federal, dan razón de que las normas que ella agrupa bajo el título de
“Gobiernos de Provincia ” componen como “título segundo” la “Segunda Parte” del texto constitucional, que se
denomina “Autoridades de la Nación ”, y cuyo “título primero” está dedicado al “Gobierno Federal”. Ello
significa que los gobiernos provinciales también son, junto con el gobierno federal, autoridad de nuestro estado.
59. — El gobierno federal reside en la capital federal. Así surge del art. 3º de la constitución.
Sin embargo, hay que aclarar que con respecto al poder judicial algunos de sus órganos —por ej.: jueces
federales y cámaras federales de apelación— residen en territorios de provincias.
La capital se establece —según el art. 3º de la constitución— en el lugar que determina el congreso mediante
una ley especial, previa cesión hecha por una o más legislaturas provinciales del territorio que ha de federalizarse.
La república y la representación
60. — El art. 1º de la constitución proclama que la nación (léase el estado federal) adopta para
su gobierno la forma representativa republicana federal. (Está mal la mención del federalismo
como forma del gobierno, porque es una forma de estado.)
Tradicionalmente, se ha delineado la forma republicana a través de las siguientes
características: a) división de poderes; b) elección popular de los gobernantes; c) temporalidad
del ejercicio del poder, o sea, renovación periódica de los gobernantes; d) publicidad de los actos
del gobierno; e) responsabilidad de los gobernantes; f) igual-dad ante la ley.
La forma representativa presupone, en el orden de normas donde se encuentra descripta, que
el gobierno actúa en representación “del pueblo”, y que “el pueblo se gobierna a sí mismo por
medio de sus representantes ”. Es la vieja tesis de la democracia como forma de gobierno, o
democracia “popular”.
Para nosotros, dicha forma no existe ni puede exitir. El pueblo no gobierna, el pueblo no es soberano, el
pueblo no es representable ni representado. No “es” ni “puede serlo”. Por consiguiente, la forma representativa no
tiene vigencia porque es irrealizable.
61. — Además de la declaración del art. 1º, el art. 22 recalca que el pueblo no delibera ni gobierna sino por
medio de sus representantes y autoridades creadas por la constitución.
De esta norma se desprende que para la constitución, el gobierno federal “gobierna en representación del
pueblo ”, y así lo enfatizó la Corte Suprema en el caso “Alem”, de 1893, en el que dijo: “En nuestro mecanismo
institucional, todos los funcionarios públicos son meros mandatarios que ejercen poderes delegados por el pueblo,
en quien reside la soberanía originaria”.
Del art. 22 surge también, por otra parte, en concordancia con el art. 44, que los diputados se consideran
representantes del pueblo o de la nación. Esta fórmula traduce en el orden normativo la ficción del mandato
representativo conferido por todo el pueblo a sus supuestos representantes.
El art. 22 termina diciendo que toda fuerza armada o reunión de personas que se atribuye los derechos del
pueblo y peticiona a nombre de éste, comete delito de sedición.
Esta fórmula permite sostener que la ruptura de la transmisión constitucional del poder por las vías que ella
arbitra (electoral para el presidente, vicepresidente, diputados y senadores) encuadra en el delito tipificado en el
art. 22. Ello porque la alusión a los “derechos del pueblo” da cabida a considerar que el “derecho” electoral activo
(o “a elegir”) queda ilícitamente impedido de ejercicio al ser autoasumida la formación de los órganos electivos
por el grupo (o fuerza armada) que accede al poder por la violencia. Ahora lo corrobora el art. 36 (ver nos. 51 y 53).
De estas formas, las que más a menudo conocen la doctrina y el derecho comparado son: el referéndum, el
plebiscito, el recall o revocatoria, la iniciativa popular, el veto popular, la apelación de sentencias, etc.
63. — Parte de la doctrina interpretó durante el tiempo anterior a la reforma de 1994 que la cláusula del art.
22 circunscribía la representación del pueblo a lo que en ella se enuncia: sólo “gobierna” por medio de las
autoridades representativas creadas por la constitución, y no puede “deliberar”.
Por ello, quienes así comprendían el texto constitucional calificaron de inconstitucional a la consulta popular
no obligatoria ni vinculante que se realizó en 1984 por el conflicto austral con Chile.
Para nosotros, la discusión siempre se simplificó bastante. No hay ni puede haber representación popular: el
pueblo no gobierna, ni directamente, ni por medio de representantes. Las formas semidirectas no tienen nada que
ver con el gobierno, ni con la deliberación, ni con la representación. Son meramente técnicas del derecho electoral
porque no implican gobernar ni deliberar, y como tales nunca las consideramos prohibidas.
Por su real naturaleza jurídico-política, las formas semidirectas significan expresar a través del sufragio “no
electivo”, una opinión política de quienes forman el cuerpo electoral, y este derecho a expresar opiniones políticas
ya podía considerarse implícito en el art. 33, mucho antes de 1994.
El federalismo y la democracia
65. — Forma de estado y forma de gobierno no son la misma cosa. El estado se compone de cuatro
elementos que son: población o elemento humano, territorio o elemento geográfico, poder y gobierno.
La forma de estado afecta al estado mismo como estructura u organización política. Es la forma del régimen,
que responde al modo de ejercicio del poder, y a la pregunta de “¿cómo se manda?”. En cambio, la forma de
gobierno es la manera de organizar uno de los elementos del estado: el gobierno. Responde por eso a la pregunta
de “¿quién manda?”. Mientras la forma de gobierno se ocupa de los titulares del poder y de la organización y
relaciones de los mismos, la forma de estado pone necesariamente en relación a dos elementos del estado: uno de
ellos es siempre el poder, y los que entran en relación con él son la población y el territorio.
a) El poder en relación con la población origina tres formas de estado posibles, todas ellas según sea el modo
como el poder se ejerce a través del gobierno en relación con los hombres: totalitarismo, autoritarismo y
democracia.
La democracia como forma de estado es la que respeta la dignidad de la persona humana y de las
instituciones, reconociendo sus libertades y derechos.
b) El poder en relación con el territorio origina dos formas de estado posibles: unitarismo y federalismo. La
una centraliza territorialmente al poder; la segunda lo descentraliza territorialmente.
Su encuadre
67. — La visión del estado en perspectiva constitucional hace aconsejable una incursión en lo
que denominamos “obligaciones constitucionales”, o sea, obligaciones que nacen de la
constitución y que ella impone. No todas están a cargo del estado, pero también las que son ajenas
a él lo involucran, porque el estado siempre ha de vigilar su cumplimiento y ha de arbitrar medios
y vías —incluso procesales— para que todo sujeto obligado, así sean los particulares, pueda ser
compelido.
69. — Cuando se sabe que la constitución no sólo organiza al poder, sino que define el modo
de instalación de los hombres en el estado, es fácil comprender que así como les reconoce
derechos también los grava con obligaciones, tanto frente al mismo estado como frente a los
demás particulares.
Nuestra constitución no contiene una formulación o declaración sistemática de los deberes del
hombre; algunas normas —sin embargo— consignan expresamente ciertos deberes, como por ej.,
el art. 41 para preservar el ambiente o el 38 en orden a los partidos políticos (ver nº 71).
Conforme a nuestro derecho constitucional, interpretamos que la norma del art. 16 de la constitución, al
consignar que la igualdad es la base de las cargas públicas, extiende la pauta de igualdad jurídica razonable en
materia de deberes públicos. O sea que debe mantenerse la razonabilidad en su dis-tribución y adjudicación, y no
incurrirse en trato de discriminación arbitraria.
70. — No hay duda de que del mismo modo como hay derechos implícitos, hay también
obligaciones implícitas. Nadie negaría que toda persona tiene un deber —como sujeto pasivo—
frente a otra u otras en cuanto éstas son titulares de derechos, sea para abstenerse de violárselos,
sea para hacer o dar algo en su favor (ver nº 71).
71. — Es posible dividir los deberes en dos grandes rubros: a) deberes de todos los
habitantes; b) deberes de los ciudadanos.
Los deberes de los habitantes incumben tanto a nacionales (o ciudadanos) como a extranjeros.
Los deberes de los ciudadanos, sólo a éstos, sean nativos o naturalizados.
72. — En algunos instrumentos internacionales de derechos humanos que por el art. 75 inc. 22 tienen
jerarquía constitucional se consignan expresamente determinados deberes personales.
Por otra parte, todo tratado internacional, con o sin jerarquía constitucional, obliga al estado en cuanto se hace
parte.
Así, la Convención Americana sobre Derechos Humanos de San José de Costa Rica dice en su art. 32.1, que
“toda persona tiene deberes para con la familia, la comunidad y la humanidad”. En el art. 32.2, se agrega que los
derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas
exigencias del bien común, en una sociedad democrática. De alguna manera hay en este enunciado una carga de
obligaciones que, como limitativas de los derechos, deben ser soportadas y cumplidas por los titulares de los
mismos.
73. — Conviene destacar que, según nuestro criterio, así como no hay derechos absolutos
(porque es posible limitarlos razonablemente) tampoco hay deberes absolutos que resulten
exigibles siempre y en todos los casos; al contrario, también existen obligaciones de las que
razonablemente cabe dar por liberadas a las personas según la particularidad de su situación
excepcional. (Para la objeción de conciencia, ver nº 76.)
74. — El art. 19 (cuando dice que ningún habitante puede ser obligado a hacer lo que la “ley” no manda ni
privado de lo que ella no prohíbe) no significa que solamente la “ley” sea fuente de obligaciones para los
particulares, porque por un lado la constitución habilita normas infralegales (que en su ámbito pueden mandar o
prohibir), y por otro, el contrato es una fuente extraestatal de obligaciones, en cuanto la constitución reconoce
implícitamente el derecho de contratar. (Para los tratados, ver nº 72.)
Ver cap. IX, nº 70.
75. — Es necesario poner énfasis en los derechos del hombre. Pero tan necesario como eso es acentuar la
importancia de las obligaciones que los sujetos pasivos tienen y deben cumplir frente a los titulares de aquellos
derechos. No hay derecho personal sin obligación recíproca. Esta obligación es susceptible de modalidades
diversas, pero con alguna de ellas nunca puede faltar. De ahí que lo que los sujetos pasivos deben omitir, deben
dar o deben hacer para satisfacer el derecho de un sujeto activo con quien tienen relación de alteridad, resulta
capital para el derecho constitucional.
La objeción de conciencia
78. — Como sugerencia ejemplificativa, llamamos a prestar atención acerca de lo siguiente: a) las
competencias de ejercicio imperativo irrogan la obligación de ejercerlas para el órgano al que pertenecen; b) las de
ejercicio facultativo o potestativo (establecer tributos,), no; c) las competencias (de una clase o de otra) que tienen
constitucionalmente señaladas las condiciones y/o la oportunidad de su ejercicio, también engendran la obligación
de atenerse —cuando se ejercen— a ese condicionamiento y/o a esa oportunidad; d) hay obligaciones cuyo
cumplimiento la constitución deja librado “temporalmente” al criterio del órgano, para que éste pondere en qué
momento debe cumplirlas (por ej., el art. 118 acerca del establecimiento del jurado).
De algún modo, la variedad de obligaciones y competencias estatales cobra modalidades según que las
normas de la constitución sean operativas o programáticas.
CAPÍTULO VIII
LA DESCENTRALIZACIÓN POLÍTICA
Y EL FEDERALISMO
I. LA ESTRUCTURA CONSTITUCIONAL DEL ESTADO FEDERAL. - El federalismo argentino. - El derecho “federal”. - La
supremacía del derecho federal. - Las tres relaciones típicas de la estructura federal. - La subordinación. - La
participación. - La coordinación. - El reparto de competencias. - II. LAS PROVINCIAS. - Su caracterización
general. - Las nuevas provincias. - Los límites y conflictos interprovinciales. - Los supuestos de
extraterritorialidad. -La unidad y la integridad territoriales. - III. EL RÉGIMEN MUNICIPAL. - Los municipios: de
1853-1860 a 1989. - El reconocimiento en la reforma de 1994. - IV. LA REGIONALIZACIÓN. - Su admisión expresa
en la reforma de 1994. - La competencia provincial y su alcance. - V. LA CIUDAD DE BUENOS AIRES. - Su
autonomía. - Cuál es la entidad política de la ciudad. - VI. LOS LUGARES DE JURISDICCIÓN FEDERAL. - Las
innovaciones con la reforma de 1994. -La ciudad capital. - Los “enclaves” en las provincias. - Los territorios
nacionales. - VII. LA INTERVENCIÓN FEDERAL. - La garantía federal. - El art. 6º y los tipos de intervención. - La
aplicación práctica de la intervención federal. - El acto de intervención. - El interventor o “comisionado”
federal. -VIII. LA DINÁMICA DEL FEDERALISMO. - Sus debilidades. - El federalismo concertado. - El principio de
lealtad federal. - IX. EL ESQUEMA DEL FEDERALISMO
DESPUÉS DE LA REFORMA DE 1994. - La nueva normativa.
El federalismo significa una combinación de dos fuerzas: la centrípeta y la centrífuga, en cuanto compensa en
la unidad de un solo estado la pluralidad y la autonomía de varios. El estado federal se compone de muchos
estados miembros (que en nuestro caso se llaman “provincias”), organizando una dualidad de poderes: el del
estado federal, y tantos locales cuantas unidades políticas lo forman.
Esta dualidad de poderes se triplica cuando tomamos en cuenta que con la reforma de 1994 no es posible
dudar de que, dentro de cada provincia, los municipios invisten un tercer poder, que es el poder municipal,
también autónomo; lo atestigua, en respaldo del viejo art. 5º, el actual art. 123.
El origen lógico (o la base) de todo estado federal es siempre su constitución. El origen histórico o
cronológico es, en cambio, variable y propio de cada federación; algunas pueden surgir a posteriori de una
confederación; otras, convirtiendo en federal a un estado unitario.
El federalismo argentino
2. — Nuestro estado federal surge con la constitución histórica de 1853. Se llama República
Argentina, y es un estado nuevo u originario. Sin embargo, histórica y cronológicamente, nuestro
federalismo no fue una creación repentina y meramente racional del poder constituyente, sino
todo lo contrario, una recepción de fuerzas y factores que condicionaron su realidad sociológica.
El derecho “federal”
Sin embargo hay que saber que dentro de este concepto amplio de derecho federal hay que desglosar el
llamado “derecho común”, que a fines tan importantes como su “aplicación” (art. 75 inc. 12) y como su
“interpretación” (dentro del marco del recurso extraordinario) se distingue del derecho “estrictamente” federal.
Hecha esta salvedad, decimos que el “derecho común ” es federal en cuanto emana del gobierno federal, y
prevalece sobre el derecho “provincial” (art. 31); pero no es “federal” para los fines de su “aplicación” (por
tribunales provinciales) ni para su “interpretación” por la Corte mediante recurso extraordinario.
Por ende, repetimos que con esta acepción cabe incluir en el derecho federal a las leyes de derecho común que
dicta el congreso, bien que no sean leyes “federales” en sentido estricto.
b) Derecho federal en cuanto abarca, dentro de la federación: b’) las relaciones de las
provincias con el estado federal; b’’) las relaciones de las provincias entre sí (interprovinciales); a
estos dos tópicos del inc. b) les podríamos asignar el nombre de “derecho intrafederal”. En él
hallamos las “leyes-contrato”, los convenios entre estado federal y provincias, los tratados
interprovinciales, etcétera.
6. — La trinidad del derecho latamente llamado “federal” a que se refiere el art. 31 cuando en
el término “ley suprema ” engloba a la constitución federal, a las leyes del congreso (federales y
de de-recho común), y a los tratados internacionales, prevalece sobre todo el derecho
provincial (incluida la constitución de cada provincia).
Después de la reforma constitucional de 1994, al art. 31 hay que coordinarlo con el art. 75
inc. 22 en lo que atañe a los tratados y declaraciones internacionales de derechos humanos que
tienen jerarquía constitucional.
Por ende, las constituciones provinciales, las leyes provinciales, los decretos provinciales, y la
totalidad de las normas y actos provinciales se subordinan a:
a) la constitución federal y los instrumentos internacionales que por el art. 75 inc. 22 tienen
jerarquía constitucional;
b) los demás tratados internacionales que por el art. 75 inc. 22 tienen rango superior a las
leyes, y las normas de derecho comunitario que derivan de tratados de integración a
organizaciones supraestatales, y que por el art. 75 inc. 24 también tienen nivel supralegal;
c) las leyes del congreso federal;
d) toda norma o acto emanado del gobierno federal en cuanto tal.
La subordinación
La relación de subordinación no permite decir que los “gobiernos” provinciales se subordinan al “gobierno”
federal, ni siquiera que las “provincias” se subordinan al “estado” federal, porque lo que se subordina es el “orden
jurídico” provincial al “orden jurídico” federal. Aquellas formulaciones no son, en rigor, correctas.
La participación
Cabe también incluir, con un sentido amplio de la relación de participación, todo lo que el llamado
federalismo concertado presupone en materia de negociación, cooperación, coordinación, y lealtad federal (ver nos.
64 y 65).
La coordinación
10. — La relación de coordinación delimita las competencias propias del estado federal y de
las provincias. Se trata de distribuir o repartir las competencias que caen en el área del gobierno
federal y de los gobiernos locales.
Para ello, el derecho comparado sigue sistemas diversos: a) todo lo que la constitución federal no atribuye al
estado federal, se considera reservado a los estados miembros; la capacidad es la regla para éstos, y la incapacidad
es la excepción, en tanto para el estado federal ocurre lo contrario: la incapacidad es la regla, y la capacidad es la
excepción; b) inversamente, todo lo que la constitución federal no atribuye a los estados miembros, se considera
reservado al estado federal, para quien, entonces, la capacidad es la regla y la incapacidad es la excepción; c)
enumeración de las competencias que incumben al estado federal y a los estados miembros.
El reparto de competencias
11. — Nuestra constitución ha escogido el primer sistema. Así lo estipula el art. 121: “las
provincias conservan todo el poder no delegado por esta constitución al gobierno federal, y el
que expresamente se hayan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación”.
Donde leemos “poder no delegado por esta constitución” debemos interpretar que la
delegación es hecha por las provincias “a través” de la constitución como instrumento originario
de formación y estructura de la federación. Son las “provincias” las que “mediante” la
“constitución” han hecho la delegación al gobierno federal.
La fórmula del art. 121, que mantiene la del anterior art. 104, ha merecido interpretación del derecho judicial
a través de la jurisprudencia de la Corte Suprema, en la que encontramos otros dos principios que la completan: a)
las provincias conservan, después de la adopción de la constitución, todos los poderes que tenían antes y con la
misma extensión, a menos de contenerse en la constitución alguna disposición expresa que restrinja o prohíba su
ejercicio; b) los actos provinciales no pueden ser invalidados sino cuando: b’) la constitución concede al gobierno
federal un poder exclusivo en términos expresos; b’’) el ejercicio de idénticos poderes ha sido prohibido a las
provincias; b’’’) hay incompatibilidad absoluta y directa en el ejercicio de los mismos por parte de las provincias.
Puede verse también este párrafo extractado de una sentencia de la Corte: “Es cierto que en tanto los poderes
de las provincias son originarios e indefinidos (art. 104, constitución nacional), los delegados a la nación son
definidos y expresos, pero no lo es menos que estos últimos no constituyen meras declaraciones teóricas, sino que
necesariamente han de considerarse munidos de todos los medios y posibilidades de instrumentación
indispensables para la consecución real y efectiva de los fines para los cuales se instituyeron tales poderes, en
tanto éstos se usen conforme a los principios de su institución. De no ser así, aquellos poderes resultarían ilusorios
y condenados al fracaso por las mismas provincias que los otorgaron. De aquí que las supra mencionadas
facultades provinciales no pueden amparar una conducta que interfiera en la satisfacción de un interés público
nacional (Fallos, 263-437), ni justifiquen la prescindencia de la solidaridad requerida por el destino común de la
nación toda (Fallos, 257-159; 270;11).”
En más reciente fallo del 15 de octubre de 1991, en el caso “Estado Nacional c/Provincia del Chubut”, la
Corte ha expresado que ella “tiene dicho que ‘si bien es muy cierto que todo aquello que involucre el peligro de
limitar las autonomías provinciales ha de instrumentarse con la prudencia necesaria para evitar el cercenamiento
de los poderes no delegados de las provincias, no lo es menos que el ejercicio por parte de la nación, de las
facultades referidas… no puede ser enervado por aquéllas, so pena de convertir en ilusorios los propósitos y
objetivos de las citadas facultades que fincan en la necesidad de procurar eficazmente el bien común de la nación
toda, en el que necesariamente se encuentran engarzadas y del cual participan las provincias’. A lo cual añadió la
Corte que ‘en ese orden de ideas debe subrayarse que, conforme al principio de que quien tiene el deber de
procurar un determinado fin, tiene el derecho de disponer de los medios necesarios para su logro efectivo y, habida
cuenta que los objetivos enunciados en el preámbulo y los deberes-facultades establecidos en los supra citados
incisos del art. 67 de la constitución nacional tienen razón de causa final y móvil principal del gobierno federal, no
cabe sino concluir que éste no puede ser enervado en el ejercicio de estos poderes delegados, en tanto se mantenga
en los límites razonables de los mismos conforme a las circunstancias; éste es, por lo demás, el principio de
supremacía que consagra el art. 31 de la constitución nacional’ (Fallos, 304-1187 y otros).”
(Las anteriores transcripciones de jurisprudencia de la Corte citan los artículos de la constitución con la
numeración de la época, antes de la reforma de 1994.)
Debemos dejar aclarado que las competencias exclusivas del estado federal no requieren estar taxativa ni
expresamente establecidas a su favor en la constitución, porque las hay implícitas. Dentro de estas competencias
implícitas, hay un tipo especialmente contemplado por la constitución que es el de los llamados “poderes
implícitos del congreso ”, reconocidos en el art. 75 inc. 32.
b) Entre las competencias exclusivas de las provincias, cabe incluir: dictar la constitución
provincial, establecer impuestos directos, dictar sus leyes procesales, asegurar su régimen
municipal y su educación primaria, etc. Esta masa de competencias se encuentra latente en la
reserva del art. 121, y en la autonomía consagrada por los arts. 122 y 123, con el añadido del
nuevo art. 124.
Como principio, las competencias exclusivas de las provincias se reputan prohibidas al estado federal.
Las competencias exclusivas de las provincias se desdoblan en: b’) las no delegadas al gobierno federal; b’’)
las expresamente reservadas por pactos especiales.
c) Entre las competencias concurrentes, o sea, las que pertenecen en común al estado federal y
a las provincias, se hallan: los im-puestos indirectos internos, y las que surgen del art. 125
concordado con el 75 inc. 18, más las del art. 41 y el art. 75 inc. 17.
d) Hay competencias excepcionales del estado federal, es decir, las que en principio y
habitualmente son provinciales, pero alguna vez y con determinados recaudos entran en la órbita
federal. Así, el establecimiento de impuestos directos por el congreso, cuando la defensa,
seguridad común y bien general lo exigen, y por tiempo determinado (art. 75 inc. 2º).
Hay competencias excepcionales de las provincias en iguales condiciones. Así, dictar los
códigos de fondo o de derecho común hasta tanto los dicte el congreso (art. 126), y armar buques
de guerra o levantar ejércitos en caso de invasión exterior o de un peligro tan inminente que no
admita dilación, dando luego cuenta al gobierno federal (art. 126).
e) Hay también facultades compartidas por el estado federal y las provincias, que no deben
confundirse con las “concurrentes”, porque las “compartidas” reclaman para su ejercicio una
doble decisión integratoria: del estado federal y de cada provincia participante (una o varias). Por
ej.: la fijación de la capital federal, la creación de nuevas provincias (arts. 3º y 13), etcétera.
En el derecho constitucional material se ha observado una marcada inflación de las competencias federales, a
veces en desmedro del reparto que efectúa la constitución formal. Hay pues, en este punto, una mutación que,
cuando implica violarla, es inconstitucional.
Su caracterización general
13. — Las provincias son las unidades políticas que componen nuestra federación.
Con el nombre de provincias nuestra historia constitucional y nuestro derecho constitucional
designan a los estados miembros del estado federal.
Las provincias no son soberanas, pero son autónomas. Que no son soberanas se desprende de
los arts. 5º y 31; que son autónomas se desprende de los arts. 5º, 122 y 123.
Las provincias son históricamente preexistentes al estado federal. Pero ¿cuáles provincias son
anteriores al estado federal? Solamente las catorce que existían a la fecha de ejercerse el poder
constituyente originario (1853-1860) y que dieron origen a la federación en esa etapa.
14. — Esto nos obliga a hacer una referencia importante. El estado federal puede crecer por
adición, aunque no puede disminuir por sustracción. Quiere decir que si ninguna provincia puede
segregarse, pueden en cambio incorporarse otras nuevas. ¿Por qué vía crece la federación?
Expresamente, el art. 13 y el art. 75 inc. 15 contemplan uno de los supuestos más comunes, y
el único hasta ahora configurado: mediante creación por el congreso, que provincializa territorios
nacionales. El crecimiento que así se produce es institucional, en el sentido de que un territorio
que no era provincia pasa a serlo, sumando un estado más a la federación; pero no es territorial,
porque la nueva provincia no agrega un mayor espacio geográfico al estado federal.
15. — Actualmente, todo el territorio de nuestro estado está formado por provincias. No queda ningún
territorio nacional o gobernación. El último, que era Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, fue
convertido en provincia y dictó su nueva constitución en 1991.
16. — La ciudad de Buenos Aires, que es sede de la capital federal, y que por la reforma de 1994 tiene un
régimen de gobierno autónomo, es un nuevo sujeto de la relación federal que se añade a la dual entre el estado
federal y las provincias.
17. — El art. 13 prevé que, mediante consentimiento del congreso federal y de la legislatura de las provincias
interesadas, puede erigirse una provincia en el territorio de otra u otras, o de varias formarse una sola.
Cuando la constitución así lo establece nos asalta la duda de si esa autorización es susceptible de funcionar
respecto de las provincias preexistentes al estado federal. Creemos que no, porque las catorce provincias
históricamente anteriores no pueden desaparecer, y de un modo más o menos intenso desaparecían como unidades
políticas si se fusionaran con otra, o si dentro de su territorio se formara una nueva. Por ende, pensamos que la
habilitación que en la cláusula citada contiene el art. 13 sólo tiene virtualidad de aplicación respecto de las nuevas
provincias creadas con posterioridad a 1853-1860.
18. — No concluye acá la incorporación hipotética de nuevas provincias. Fijémonos que, por
una parte, el art. 13 dice que podrán “admitirse” nuevas provincias, y que por otra, el viejo art.
104 (hoy 121) en el añadido final que le introdujo la reforma de 1860 consigna que, además de los
poderes no delegados por la constitución al go-bierno federal, las provincias retienen el que
expresamente “se ha-yan reservado por pactos especiales al tiempo de su incorporación”.
Históricamente, no cabe duda de que se está haciendo mención de la incorporación pactada
con Buenos Aires en San José de Flores en 1859. Pero ¿se agota la referencia en ese dato histórico
y ya pretérito al tiempo de efectuarse la reforma de 1860? Creemos que no, y que ese agregado
deja abierta la puerta que posibilita la incorporación de nuevas provincias mediante pacto.
La incorporación por pacto, insinuada en el final del viejo art. 104 (hoy 121), funcionaría —por ej.— en el
caso de que estados soberanos que no forman parte del nuestro, quisieran adicionarse a él como provincias. Y allí
sí crecería la federación territorialmente, y no sólo institucionalmente. Tal hipótesis, manejada en el
constitucionalismo norteamericano, no ha tenido vigencia en el nuestro, fuera del caso excepcional de la provincia
de Buenos Aires, en 1860.
19. — Las provincias nuevas que surgen por creación del congreso, a tenor de las vías
arbitradas por los arts. 13 y 75 inc. 15, no pueden pactar con el estado federal al tiempo de su
creación. O sea que cuando el congreso crea nuevas provincias, las erige en igualdad de status
jurídico y político con las catorce preexistentes al estado federal. La ley de creación no puede
disminuir ese status, porque si bien las provincias nuevas y posteriores a 1853-1860 no
concurrieron al acto constituyente originario, aparecen después integrándose en paridad e igualdad
de situación con las demás.
20. — a) Los límites interprovinciales son “fijados” por el congreso (art. 75 inc. 15).
Sin embargo, los conflictos de límites —cuando se trata de “fijar” esos límites— resultan ajenos a esa
competencia, porque no son en sí mismos justiciables, al tener establecida en la constitución su vía de solución a
cargo del congreso, que inviste la facultad para fijarlos. Pero, si la causa entre dos o más provincias, a pesar de
referirse a una cuestión de límites, no requiere fijarlos o modificarlos, sino solamente juzgar relaciones derivadas
de límites ya establecidos, la competencia de la Corte es plena.
21. — La Corte Suprema, en su fallo del 3 de diciembre de 1987 dirimió una “queja” planteada en forma de
demanda y reconvención entre las provincias de La Pampa y Mendoza por la interprovincialidad del río Atuel. Al
resolver el caso, la Corte Suprema, actuando en instancia originaria en función del en-tonces art. 109 de la
constitución (ahora 127), sostuvo que los conflictos inter-estatales en el marco de un sistema federal asumen —
cuando surten la compe-tencia originaria en el marco del citado artículo— un carácter diverso al de otros casos en
que participan provincias y cuyo conocimiento también corresponde al tribunal de manera originaria, por lo que
requieren que se otorguen a la Corte amplias facultades para determinar el derecho aplicable, el que en principio
será el derecho constitucional nacional o comparado y, eventualmente, si su aplicación analógica es posible, lo que
la Corte norteamericana llama “common law federal” y el derecho internacional público (en el caso, la Corte
desechó la aplicación del derecho privado invocado por La Pampa).
El doctor Fayt, por su parte, dijo en su voto que dirimir no es juzgar, por lo que ha de entenderse que el art.
127 crea esta peculiar competencia de la Corte para “ajustar, fenecer, componer” controversias entre provincias, y
convierte al tribunal en órgano de conciliación.
A) 22. — Los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia gozan de entera fe
en las demás, y el congreso puede determinar cuál será la fuerza probatoria de esos actos y proce-
dimientos, y los efectos legales que producirán, según consigna el art. 7º.
Conforme a la jurisprudencia de la Corte, tales normas exigen no solamente que se dé entera fe y crédito en
una provincia a los actos y procedimientos judiciales de otra debidamente autenticados, sino que se les atribuya los
mismos efectos que hubieran de producir en la provincia de donde emanaren (caso “Arabia Blas, suc.”, fallado por
la Corte en 1969).
Acreditada la autenticidad de un acto judicial cumplido en una provincia, las autoridades de otra en la que se
quiere hacer valer pueden examinar si el juez que lo ordenó obró con jurisdicción, pero no pueden juzgar de la
regula-ridad del procedimiento seguido. Las autoridades federales tampoco pueden desconocer las sentencias
firmes de tribunales provinciales.
En aplicación del art. 7º de la constitución, en concordancia con el de unidad de la legislación civil que emana
del art. 75 inc. 12, la Corte declaró la inconstitucionalidad de la ley 10.191 de la provincia de Buenos Aires sobre
normas notariales, sosteniendo que los actos públicos y procedimientos judiciales de una provincia, en cuanto
gozan de entera fe en las demás, exigen que se les dé el mismo efecto que hubieren de producirse en la provincia
de donde emanasen, no solo en cuanto a las formas extrínsecas, porque de no ser así tales actos quedarían sujetos a
tantas legislaciones distintas como jurisdicciones provinciales existan en el país (caso “Molina Isaac c/ provincia
de Buenos Aires”, del 19 de diciembre de 1986).
B) 23. — El art. 8º prescribe que los ciudadanos de cada provincia gozan de todos los
derechos, privilegios e inmunidades inherentes al título de ciudadano en las demás.
Esto no significa que el ciudadano de una provincia pueda pretender en otras las mismas prerrogativas,
ventajas y obligaciones que dependen de la constitución de la provincia a que pertenece, sino que los derechos que
una provincia otorga a sus ciudadanos han de ser la medida de los derechos que en su jurisdicción reconozca a los
ciudadanos de otras provincias.
La extradición de criminales es de obligación recíproca entre todas las provincias, y por surgir
directamente del art. 8º de la constitución no está sujeta a reciprocidad.
En las relaciones interprovinciales y de las provincias con el estado federal, la unidad territorial queda
resguardada mediante la prohibición constitucional de las aduanas interiores y de los derechos de tránsito. Los
arts. 10 a 12 liberan el tráfico territorial interprovincial, sea terrestre o por agua, y también ahora por aire.
26. — Sin pretender una enumeración exhaustiva, cabe decir que el principio de integridad
territorial de las provincias rescata a favor de éstas el dominio y la jurisdicción de sus recursos
naturales, su subsuelo, su mar territorial, su plataforma submarina, su espacio aéreo, sus ríos,
lagos y aguas, sus caminos, las islas (cuando el álveo es provincial), las playas marinas y las
riberas interiores de los ríos, etc. Las leyes del estado federal opuestas a estos principios deben
considerarse inconstitucionales.
Actualmente, el nuevo art. 124 reconoce a las provincias el domi-nio originario de los
recursos naturales existentes en su territorio.
27. — Debe quedar a salvo que en toda vía de comunicación interprovincial por tierra, por agua y por aire, la
jurisdicción es federal a los fines del comercio interjurisdiccional (interprovincial o internacional) y de la
circulación y navegación de la misma índole. Similar jurisdicción federal suele reconocerse implícitamente a los
fines de la defensa común.
28. — Respecto de la materia que venimos tratando, debemos decir que en el derecho constitucional
material se ha producido una grave mutación (constitucional) que ha habilitado al estado federal a disponer en
varios casos y materias de la integridad territorial de las provincias; valga como ejemplo el caso de las minas; así,
en el caso “Provincia de Mendoza c/Estado Nacional” del 2 de agosto de 1988 la Corte Suprema volvió a reiterar
el criterio del caso “Mina Cacheuta”, de 1979, en el sentido que la competencia del congreso para dictar el código
de minería confería validez constitucional a la ley 17.319 en cuanto a atribuir al estado federal el dominio de los
hidrocarburos, lo que según la Corte no atentaba contra la autonomía de las provincias en cuyo territorio se hallan
los yacimientos.
A pesar de ello, ontológicamente, siempre creímos que, más allá de la pauta proporcionada por el art. 5º, los
municipios tienen autonomía. Por otra parte, ya el código civil los incluía entre las personas jurídicas “de
existencia necesaria” (ahora, de derecho público).
30. — La jurisprudencia tradicional de la Corte sobre la autarquía de los municipios, quedó superada con el
fallo del 21 de marzo de 1989 en el caso “Rivademar c/Municipalidad de Rosario”, en el que se destacan diversos
caracteres de los municipios que no se avienen con el concepto de autarquía, y se sostiene que la existencia
necesaria de un régimen municipal impuesta por el art. 5º de la constitución determina que las leyes provinciales
no sólo no pueden omitir establecer municipios sino que tampoco los pueden privar de las atribuciones mínimas
necesarias para el desempeño de su cometido. Este nuevo sesgo del derecho judicial de la Corte, al abandonar uno
anterior ana-crónico, merece computarse como antecedente de la autonomía municipal.
31. — Más allá de las discusiones doctrinarias, el constitucionalismo provincial desde 1957 y 1985 a la
actualidad da un dato importante: los municipios provinciales integran nuestra estructura federal, en la que damos
por existente una trinidad constitucional: municipio-provincia-estado federal. Si bien las competencias
municipales se sitúan dentro del área de cada provincia, y los municipios no son sujetos de la relación federal, la
base última del municipio provincial arraiga en la constitución federal. Es ésta la que lo reconoce y exige; por eso,
cuando se habla de competencias “duales” (federales y provinciales) hay que incluir y absorber en las provinciales
las que pertenecen al sector autonómico del municipio que, no por esa ubicación constitucional, deja de formar
parte de la citada trinidad estructural del federalismo argentino.
Su equivalente era el art. 105, que solamente aludía al dictado de la propia constitución.
La norma nueva explaya lo que habíamos dado por implícitamente encap-sulado en el viejo art. 5º, en la parte
que obliga a la provincias a asegurar el régimen municipal en sus constituciones locales.
IV. LA REGIONALIZACIÓN
El regionalismo típico como forma de descentralización política de base territorial incuba, a su modo,
gérmenes de federalismo. No en vano parte de la doctrina —por ejemplo, Pedro J. Frías— denomina estado
“fédero-regional” al que, como en España e Italia, ofrece esa fisonomía.
Pero el regionalismo que escuetamente esboza la nueva norma incorporada por la reforma no
responde a esa tipología; en efecto, la constitución federal no intercala una estructura política en
la organización tradicional de nuestro régimen, en el que se mantiene la dualidad distributiva del
poder entre el estado federal y las provincias (y, dentro de las últimas, los municipios). Las
provincias siguen siendo las interlocutoras políticas del gobierno federal, y el nivel de reparto
competencial. Las eventuales regiones no vienen a sumarse ni a interponerse.
34. — Si difícil es definir con precisión lo que es una región, éstas que podrán surgir de la
aplicación del art. 124 no resultan más claras, salvo que sean las afinidades que provoca el
finalismo tendiente al desarrollo económico y social las que nos digan que ése es el criterio
exclusivo para su formación.
Por eso, parece cierto que la regionalización prevista solamente implica un sistema de
relaciones interprovinciales para la promoción del desarrollo que el artículo califica como
económico y social y, por faltar el nivel de decisión política, tales relaciones entre provincias
regionalizadas habrán de ser, en rigor, relaciones intergubernamen-tales, que no podrán producir
desmembramientos en la autonomía política de las provincias.
Si, por un lado, da la impresión de que las provincias que hayan de crear regiones sobrepasarán —con el
ejercicio de esa competencia y con sus efectos— los límites de sus territorios respectivos, por el otro resta
comprender que la regionalización puede no abarcar a todo el ámbito de una provincia sino solamente uno parcial,
incluyendo —por supuesto— a los municipios que queden comprendidos en el espacio que se regionalice.
Coordinando la visión, no creemos que la regionalización equivalga a una descentralización política, porque
ya dijimos que aun con los órganos que se establezcan para abastecer sus fines no queda erigida una instancia de
decisión política que presente perfiles de autonomía.
35. — No puede dudarse de que la competencia para crear regiones está atribuida a las
provincias pero —lo repetimos— al solo fin del desarrollo económico y social.
Al crear regiones, las provincias pueden establecer órganos con facultades propias.
No obstante, estos órganos no son niveles de decisión política; acaso —sí— asambleas de gobernadores,
comités de ministros, secretarías técnicas.
Creada una región, y asignados sus objetivos y sus políticas, la ejecución del plan es competencia de cada
provincia integrante de la región.
En cuanto a los órganos provinciales que pueden ser sujetos de la competencia para acordar la
regionalización, lo más sensato es remitirse a las prescripciones de la constitución local de cada una de las
provincias concertantes del tratado.
36. — Que estamos ante una competencia nítidamente provincial es difícil de negar. No en
vano la ubicación normativa del art. 124 corresponde al título que con el nombre de “Gobiernos
de Provincia” es el segundo de la segunda parte de la constitución.
Queda en duda —en cambio— si para este regionalismo concurre alguna competencia del
estado federal. Diciéndolo resumidamente, nuestra propuesta es la siguiente:
a) la competencia para crear las regiones previstas en el art. 124 es de las provincias;
b) el estado federal no puede crearlas por sí mismas, pero
b’) puede participar e intervenir en tratados entre las provincias y él, a los fines de la
regionalización;
b’’) el mecanismo del anterior subinc. b’) no tolera que primero el estado federal cree
regiones, y después las provincias adhieran a tenor de los mecanismos de una ley-convenio.
En definitiva, la vía posible es la de los tratados interjurisdic-cionales del actual art. 125,
correspondiente al anterior art. 107.
37. — El engarce que ahora sobreviene obliga a vincular el art. 124 con el art. 75 inc. 19
segundo párrafo. ¿Por qué?
Porque si bien la competencia para crear regiones pertenece a las provincias, el citado inc. 19
deja un interrogante, en cuanto confiere al congreso la facultad de “promover políticas
diferenciadas para equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y re-giones ”.
Entonces, queda la impresión de que la regionalización que acuerden crear las provincias para
el desarrollo económico y social en ejercicio de sus competencias deberá coordinarse —y, mejor
aún: concertarse — para que la regionalización guarde armonía y coherencia con las políticas
federales diferenciadas del art. 75 inc. 19, todo ello en virtud de que las competencias provinciales
siempre se sitúan en el marco razonable de la relación de subordinación que impone la
constitución federal.
Tal pauta no decae en el caso porque, quizá con más razón que en otros, la creación de regiones por las
provincias y el establecimiento de órganos para cumplir el fin de desarrollo económico y social proyecta una
dimensión que excede al espacio geográfico y jurisdiccional de cada provincia para extenderse a uno más amplio o
interrelacionado, de forma que no satisfaría a una coherente interpretación constitucional de los arts. 124 y 75
inciso 19 un ejercicio provin-cial y federal, respectivamente, que pusiera en incompatibilidad o contradicción a las
competencias en juego.
En suma, lo que hay de convergencia en orden al desarrollo no arrasa la diferencia dual de competencias, pero
acá también, en vez de un federalismo de contradicción u oposición, hace presencia un federalismo de
concertación.
38. — En resumen: ¿qué sería esta especie de “regionalización” a cargo del estado federal a
tenor del inc. 19 del art. 75? Solamente una demarcación territorializada que, en los
agrupamientos que surjan de ella, tendrá la exclusiva finalidad de lograr el ya aludido equilibrio
en el desigual desarrollo entre provincias y regiones, para propender al crecimiento armónico y al
poblamiento territorial. Estamos ante políticas federales sobre la base del “mapa” regional que ha
de trazar el congreso, sin usurpar a las provincias la facultad propia para crear regiones.
Su autonomía
Por similitud, puede pensarse (a los efectos de la jurisdicción federal) en el status de los lugares a que alude el
ahora inc. 30 del art. 75, que ha reemplazado al anterior inc. 27 del art. 67 (ver nº 43).
Si hasta la reforma de 1994 nuestra estructura federal se asen-taba en dos pilares, que eran el
estado federal y las provincias —más un tercero dentro de las últimas, que eran sus
municipios— ahora hay que incorporar a otra entidad “sui generis”, que es la ciudad de Buenos
Aires.
No alcanza la categoría de provincia, pero el citado art. 129 le depara un régimen autonómico
que, de alguna manera, podemos ubicar entre medio del tradicional de las provincias y el propio
de la autonomía municipal en jurisdicción provincial (ver nº 41).
40. — Un buen indicio de que no es errada nuestra interpretación viene dado, seguramente, por la previsión
de intervención federal a la ciudad de Buenos Aires —como tal, y no como capital federal mientras lo siga siendo
— (artículos 75 inciso 31 y 99 inciso 20).
Creemos que individualizar a la ciudad —que por el art. 129 debe ser autó-noma— ayuda a argumentar que si
puede ser intervenida es porque su territo-rio no está federalizado y porque, a los fines de la intervención federal,
se la ha equiparado a una provincia. Si la ciudad mantuviera su federalización mien-tras fuera capital, tal vez
pudiera pensarse que, aun con autonomía, no fuera susceptible de intervención en virtud de esa misma
federalización territorial.
Creemos de mayor asidero imaginar que el gobierno autónomo de la ciudad de Buenos Aires en un territorio
que, aún siendo sede del gobierno federal y capital de la república, ya no está federalizado, es susceptible de ser
intervenido porque, en virtud de este status, puede incurrir —al igual que las provincias— en las causales previstas
en el art. 6º de la constitución.
42. — El inc. 30 del art. 75, sustitutivo del inc. 27 que contenía el anterior art. 67, está
redactado así:
“Ejercer una legislación exclusiva en el territorio de la capital de la Nación, y dictar la
legislación necesaria para el cumplimiento de los fines específicos de los establecimientos de
utilidad nacional en el territorio de la República. Las autoridades provinciales y municipales
conservarán los poderes de policía e imposición sobre estos establecimientos, en tanto no
interfieran en el cumplimiento de aquellos fines”.
La ciudad capital
43. — En virtud de esta norma, el congreso continúa reteniendo su carácter de legislatura local de la capital
federal —que hoy es la ciudad de Buenos Aires, pero que podría ser otra en el futuro—. Como la ciudad de
Buenos Aires tiene previsto su ya explicado régimen autonómico en el art. 129, entendemos que mientras retenga
el carácter de capital federal el congreso sólo podrá legislar para su ámbito específico con el objetivo bien
concreto de garantizar los intereses del estado federal, conforme al citado art. 129.
De tal modo, la “letra” del art. 75 inc. 30, en cuanto otorga al congreso la competencia de “ejercer una
legislación exclusiva en la capital de la Nación”, debe entenderse así:
a) mientras la ciudad de Buenos Aires sea capital, esa legislación del con-greso no puede ser “exclusiva”,
porque el art. 129 confiere a la ciudad “facultades propias de legislación”;
b) la “exclusividad” de la legislación del congreso en la capital federal sólo regirá cuando la capital se
traslade a otro lugar que no sea la ciudad de Buenos Aires;
c) lo dicho en los incs. a) y b) se esclarece bien con el párrafo primero de la disposición transitoria
décimoquinta.
Ver acápite V.
44. — Para los enclaves que tienen naturaleza de establecimientos de utilidad nacional en el
territorio de la república, el inc. 30 ha reajustado la letra del anterior inc. 27. En efecto, ya no
habla de legislación “exclusiva” sino de legislación “necesaria”, habiendo además eliminado la
mención de que los establecimientos aludidos se emplazan en “lugares adquiridos por compra o
cesión” en las provincias. Esa legislación necesaria queda circunscripta a los fines específicos del
establecimiento, y sobre ellos las provincias y los municipios conservan sus poderes de policía e
impositivos, en tanto no interfieran en el cumplimiento de aquellos fines.
La redacción actual supera en mucho a la anterior, y se adecua a los parámetros del derecho
judicial emanado de la Corte Suprema, impidiendo que su jurisprudencia pueda retornar a la
interpretación que sentó en 1968, y que siempre juzgamos equivocada por no compadecerse con
nuestro federalismo.
45. — Cuando el ex inc. 27 del art. 67, ahora modificado, deparaba al congreso la competencia de dictar una
legislación “exclusiva” en los lugares adquiridos por compra o cesión en territorio de las provincias para situar
establecimientos de utilidad nacional, la citada jurisprudencia sostuvo hasta 1968 que tales lugares no quedaban
federalizados, y que la “exclusividad” de la legislación del congreso se limitaba a la materia específica del
establecimiento allí creado, subsistiendo en lo demás la jurisdicción provincial.
Entre 1968 y 1976 la Corte varió su criterio, y dio por cierto que los lugares eran de jurisdicción federal
amplia y exclusiva, tanto para legislar como para ejecutar y juzgar.
Desde 1976, la Corte retomó su jurisprudencia anterior a 1968, y así prosiguió manteniéndola en sentencias
de los años 1984, 1986, 1989 y 1991. Este derecho judicial vino a consolidar una continuidad que, seguramente,
indujo a que la reforma constitucional de 1994 desembocara en la norma citada del inc. 30 del art. 75.
46. — No obstante que el inc. 15 del art. 75 sigue previendo, con la misma redacción que tuvo como inc. 14
del art. 67 antes de la reforma de 1994, la competencia del congreso para legislar sobre la organización,
administración y gobierno que deben tener los territorios nacionales que queden fuera de los límites asignados a
las provincias, hay que recordar que actualmente no existe ninguno de esos territorios —también denominados,
mientras los hubo, “gobernaciones”—.
El territorio que hoy forma parte de nuestro estado se compone, exclusiva-mente, de provincias, más la
ciudad de Buenos Aires con su régimen autonómico propio según el art. 129, y su status de capital federal.
El último territorio nacional fue provincializado con el nombre de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del
Atlántico Sur, y en 1991, como provincia nueva, dictó su primera constitución.
47. — En cuanto al sector antártico argentino, que forma parte de la provincia de Tierra del Fuego, Antártida
e Islas del Atlántico Sur, debe tenerse presente que se trata de un territorio sometido internacionalmente al Tratado
Antártico de 1959, del que es parte Argentina, y que en lo que aquí interesa congela el “statu quo ante”, de modo
que si bien no implica renuncia o menoscabo de los estados contratantes a cualquier fundamento de reclamación
de su soberanía territorial en la Antártida, impide formular nuevos reclamos, y crea una serie de limitaciones (no
militarización, prohibición de ensayos nucleares y eliminación de desechos radiactivos, etc.).
VII. LA INTERVENCIÓN FEDERAL
La garantía federal
La garantía federal significa que el estado federal asegura, protege y vigila la integridad, la autonomía y la
subsistencia de las provincias, dentro de la unidad coherente de la federación a que pertenecen. La propia
intervención federal es el recurso extremo y el remedio tal vez más duro que se depara como garantía federal.
El art. 5º declara que el gobierno federal garantiza a cada provincia el goce y ejercicio de sus
instituciones bajo las precisas condiciones que consigna: a) adecuación de la constitución
provincial a la forma representativa republicana, y a los principios, declaraciones y garantías de
la constitución federal; b) aseguramiento de la administración de justicia, del régimen municipal
y de la educación primaria por parte de las provincias.
Se exterioriza así el condicionamiento de la garantía federal a través de la relación de
subordinación típica de los estados federales.
49. — El art. 6º regula la llamada intervención federal. Ciertos dislocamientos o peligros que
perturban o amenazan la integración armónica de las provincias en la federación, dan lugar a la
intervención federal con miras a conservar, defender o restaurar dicha integración. Y ello tanto en
resguardo de la federación “in totum”, cuanto de la provincia que sufre distorsión en la unidad
federativa.
Hay que tener en cuenta que el citado art. 6º habla de intervenir “en” el “territorio” de las provincias, y no
de intervenir “a” las provincias, o “las provincias”, lo que da pie para interpretar que la constitución no impone
necesaria ni claramente que la intervención haga caducar, o sustituya, o desplace, a las autoridades provinciales.
Sin embargo, con la reforma de 1994, el art. 75 en su inc. 31 establece: “Disponer la intervención federal “a”
una provincia o a la ciudad de Buenos Aires.
Se puede entonces advertir comparativamente que mientras el art. 6º habla de intervenir “en el territorio de las
provincias”, el inc. 31 —y su correlativo 20 del art. 99— mencionan la intervención “a una provincia o…”.
Además, se ha previsto la viabilidad de la intervención federal a la ciudad de Buenos Aires, debido al régimen
autonómico que le asigna el nuevo art. 129.
a) sedición
2) Con pedido de a) sostenerlas si han (dentro de
las autoridades PARA o sido des- la provincia)
de la provincia b) restablecerlas tituidas POR o
(o ame- b) invasión de
nazadas) otra provincia
Las causas de la intervención federal se pueden superponer. Así, si la sedición local destituye a los miembros
de la legislatura, y el gobernador, en represalia, disuelve o clausura la legislatura, se acumulan dos causas de
intervención: la destitución de autoridades constituidas, y la alteración de la forma republicana de gobierno.
El supuesto de intervención para repeler una “invasión extranjera” a una provincia puede superponerse a la
declaración del estado de sitio por causa de “ataque exterior”; y la alteración de la “forma republicana”, la
“sedición”, o la “invasión por otra provincia” pueden, según el caso, coincidir con la “conmoción interior” para
encuadrar una hipótesis de estado de sitio.
51. — La primera intervención es dispuesta por el gobierno federal “motu proprio”, es decir,
sin pedido de la provincia afectada.
Responde a dos causas:
a) garantizar la forma republicana de gobierno, lo que supone una alteración en ella;
b) repeler invasiones exteriores, lo que supone un ataque actual o inminente.
La forma republicana de gobierno no puede reputarse alterada por cualquier desorden doméstico o conflicto
entre los poderes provinciales. Tan sólo la tipifican: a) los desórdenes o conflictos que distorsionan gravemente la
separación de poderes, el régimen electoral, etc.; b) el incumplimiento de cualquiera de las tres obligaciones
provinciales de asegurar: el régimen municipal, la administración de justicia, la educación primaria; c) la violación
grave de los principios, declaraciones y garantías de la constitución federal.
De existir duda acerca de la calidad de una autoridad provincial para saber si es o no constituida, debe
atenderse al hecho de que tal autoridad haya sido reconocida oficialmente por alguna autoridad federal.
Si acaso ninguno de los tres órganos titulares del poder pudiera de hecho pedir la
intervención, la acefalía total permitiría al gobierno federal presumir la requisitoria para intervenir
sin solicitud expresa.
Si hay una causal de intervención por la que el gobierno federal puede intervenir “por sí
mismo” y se le acumula otra por la que puede intervenir “a requisición” de las autoridades
provinciales, creemos que el gobierno federal tiene suficiente competencia interventora “de
oficio”, aunque falte el requerimiento provincial.
Nuestro derecho constitucional material ha conocido también un tipo de intervención que bien podemos
llamar preventiva, o sea, que alcanza no sólo a las autoridades provinciales en ejercicio, sino a las futuras que ya
han sido electas. El caso se configuró en 1962, a raíz del triunfo de candidatos provinciales de filiación peronista,
y las intervenciones entonces dispuestas afectaron a las autoridades que se hallaban en el poder y paralizaron la
asunción de las futu-ras.
La intervención preventiva del tipo comentado parece no sólo invocar la alteración de la forma republicana en
el momento de disponerse, sino sobre todo presumir que análoga alteración se configuraría en el caso de instalarse
en el poder las nuevas autoridades electas.
El acto de intervención
La praxis en la constitución material acusaba ejercicio de la competencia interventora por el ejecutivo, a veces
en receso del congreso, y otras también mientras se hallaba en período de sesiones. Ahora se introduce un
deslinde, y el titular nato de esa competencia es el congreso, invistiéndola limitadamente el ejecutivo durante el
receso congresional, y debiendo convocarlo simultáneamente. Es así para que disponga de andamiento funcional
la siguiente previsión del mismo inc. 31, en la parte donde añade que el congreso aprueba o revoca la intervención
decretada durante su receso por el poder ejecutivo.
La cláusula así formulada nos parece suficientemente ortodoxa con la mejor interpretación doctrinaria que se
vino efectuando antes de la reforma. A la vez, ha alcanzado precisión el otorgamiento de la facultad de
intervención que el art. 6º hace globalmente al gobierno federal.
55. — El acto de intervención, cualquiera sea el órgano que lo emita, es siempre de naturaleza
política. Cuando lo cumple el congreso, se reviste de forma de ley.
El órgano que dispone la intervención es el que pondera si existe la causa constitucional para
ella.
La intervención federal es una medida de excepción y, como tal, ha de interpretársela con
carácter restrictivo. La prudencia del órgano interviniente se ha de extremar al máximo. Su
decisión, pese a ser política, debe quedar, a nuestro criterio, sujeta a revisión judicial de
constitucionalidad si concurre causa judiciable donde se impugna la intervención. Sin embargo, la
jurisprudencia de la Corte Suprema tiene resuelto, desde el famoso caso “Cullen c/Llerena”, de
1893, que el acto de intervención constituye una cuestión política no judiciable y que, por ende,
no puede discutirse judicialmente la inconstituciona-lidad o invalidez de dicho acto.
Sin perjuicio de mantener nuestra opinión propicia a la judiciabilidad del acto de intervención en sí mismo,
estamos ciertos que su no judiciabilidad queda referida y circunscripta, en la jurisprudencia de la Corte, a las
causas o los motivos que se han invocado para fundar la intervención, pero que son y deben ser judiciables las
cuestiones referentes a la competencia del órgano federal que puede intervenir. Así lo entendieron en 1992 los
votos disidentes de la Corte Suprema cuando se plantearon impugnaciones a la intervención por decreto del
ejecutivo en el poder judicial de la provincia de Corrientes.
57. — Vimos ya que en el funcionamiento práctico, la intervención ha mostrado desde hace tiempo que el
interventor reemplaza a la autoridad provincial a la que se ha dado por cesante (según que la intervención se
disponga a los tres órganos de poder, a dos, o a uno). Cuando abarca al ejecutivo, el gobernador cesa en su cargo y
es reemplazado por el interventor. Cuando abarca a la legislatura, ésta se disuelve. Cuando abarca al poder
judicial, el interventor no suplanta a la totalidad de jueces y tribunales provinciales ni ejerce sus funciones, sino
que se limita a reorganizar la administración de justicia, a remover jueces y a designar otros nuevos.
No obstante, si la intervención al poder judicial deja subsistentes a auto-ridades provinciales que poseen —y
pueden ejercer— la competencia para el nombramiento de jueces, el interventor no debe designarlos por sí mismo,
y tiene que atenerse al mecanismo previsto en el derecho provincial.
Cuando se disuelve la legislatura por intervención al órgano legislativo, nosotros reconocemos al interventor
ciertas competencias para reemplazarla, incluso dictando decretos-leyes, pero sólo para suplir el no
funcionamiento de la misma legislatura, por analogía con el criterio restrictivo de la doctrina de facto (en esa
competencia se incluye todo lo relacionado con el fin de la intervención federal).
(La facultad legislativa del interventor puede quedar condicionada, si así lo dispone el gobierno federal, a
previa autorización de éste en cada caso, en algunos, o en todos, o a aprobación del mismo gobierno federal.)
58. — La intervención no extingue la personalidad jurídica de la provincia, ni suprime su
autonomía. El interventor debe respetar la constitución y las leyes provinciales, apartándose sólo
y excepcionalmente de ellas cuando debe hacer prevalecer el derecho federal de la intervención, y
ello, por la supremacía de la constitución. Los actos cumplidos por las autoridades provinciales en
el lapso que promedia entre el acto que dispone la intervención y la asunción del interventor son,
en principio, válidos.
En la medida en que caducan autoridades provinciales y sus funciones son asumidas por el
interventor, éste es, además de funcionario federal, un sustituto de la autoridad provincial, y en
este carácter local puede proveer a las necesidades locales, según lo ha reconocido la
jurisprudencia de la Corte Suprema.
59. — El derecho judicial derivado de la jurisprudencia de la Corte Suprema tiene resuelto que el interventor
o comisionado federal es representante directo del poder ejecutivo federal y asume toda la autoridad conducente a
los fines de la intervención. Ejerce los poderes federales expresos y transitorios que se le encomiendan, y su
nombramiento, sus actos y sus responsabilidades esca-pan a las leyes locales. No es admisible, por ende, la
impugnación de actos del interventor so pretexto de no ajustarse al derecho local; ello porque en
aplicación del art. 31 de la constitución, el derecho federal prevalece sobre el derecho provincial (véase el célebre
caso “Orfila Alejandro” —fallado en 1929—).
En la misma jurisprudencia de la Corte encontramos asimismo esta otra afirmación: “el tribunal ha declarado,
con cita de antiguos precedentes, que los interventores federales, si bien no son funcionarios de las provincias,
sustituyen a la autoridad local y proveen al orden administrativo de ellas, ejerciendo las facultades que la
constitución nacional, la provincial, y las leyes respectivas les reconocen”.
60. — Las precauciones que han tomado algunas provincias en sus constituciones, circunscribiendo y
limitando las facultades de los interventores federales, o estableciendo el efecto de las ejercidas una vez que la
intervención ha concluido, obedecen al recelo suscitado por la experiencia de intervenciones poco o nada
constitucionales. Pero pensando ortodoxamente en una intervención dispuesta dentro del espíritu y la letra de la
constitución federal, conforme a causas reales, y sin exceder de ese marco, creemos que las provincias no pueden
dictar normas que obsten a la intervención federal. La suerte de tales disposiciones en cuanto a su validez y
constitucionalidad no sería exitosa si se las impugnara judicialmente. No resulta objetable, en cambio, el principio
que consiente la revisión provincial ulterior de los actos del interventor que se cumplieron con apartamiento de
normas locales preexistentes.
61. — Aun cuando hemos dicho que conforme al derecho judicial vigente el acto de intervención no es
judiciable, sí son justiciables los actos de los interventores; toda cuestión judicial que se suscita acerca de medidas
adoptadas por ellos en ejecución de la intervención, es ajena a la competencia de los tribunales provinciales, ya
que por la naturaleza federal de la intervención debe intervenir la justicia federal.
Se exceptúan los actos llevados a cabo por los interventores como autoridad local —por ej., las normas de
derecho provincial que dictan, o los actos administrativos que cumplen en reemplazo del gobernador—.
Sus debilidades
62. — Nuestro régimen federal ha transcurrido por la dinámica propia de casi todos los
federalismos. Esa dinámica no significa sólo movimiento y transformación, sino a veces también
perturbación y crisis, llegando en algunos casos a violación de la constitución. Se habla, en esos
supuestos, de desfederalización.
Por un lado, es frecuente observar en las federaciones una tendencia progresiva a incrementar las
competencias del gobierno federal, lo cual sin destruir necesariamente la estructura federal, inclina el platillo de la
balanza hacia la centralización. Por otro lado, necesidades económicas, situaciones de emergencia, el liderazgo del
poder ejecutivo, etc., son proclives a robustecer las competencias federales. En esta tensión entre la fuerza
centrípeta y la centrífuga, entre la unidad y el pluralismo, no siempre la declinación del federalismo obedece al
avance del gobierno federal; en muchos casos, los estados miembros debilitan su fuerza y hasta delegan sus
competencias sin mayor oposición, al gobierno federal, a quien a menudo acuden asimismo en demanda de
subsidios o soluciones.
El federalismo concertado
64. — En la dinámica de nuestro federalismo, Pedro J. Frías ha sido el introductor de una imagen atrayente: la
del federalismo “concertado”.
Hacia 1958 se inicia un federalismo de negociación, que una década des-pués entra en el ciclo de la
“concertación”. Se trata del arreglo interjurisdiccional de numerosas cuestiones para viabilizar un federalismo
posible en el cual, sin desfigurar el esquema de la constitución formal, las convergencias se procuran alcanzar con
base contractual.
Se trata de comprender al federalismo más allá del cuadro estricto de la constitución formal, pero de manera
muy compatible con su espíritu, como un “modo” y una “técnica” de encarar los problemas que rondan el reparto
de competencias, a las que ya no se interpreta como solitarias o inconexas, sino como concertables
coordinadamente. No se trata, en cambio, de alterar el reparto constitucional, porque las competencias derivadas
de él no resultan susceptibles de transferencia, delegación ni intercambio pactados. Se trata, sí, de no aislar ni
oponer competencias, sino de coordinarlas. Y ahí está el campo de la concertación. El derecho que hemos llamado
“intrafederal” suministra los instrumentos o vías.
65. — La doctrina conoce, con cierta similitud respecto de doctrina y jurisprudencia alemanas, el principio
denominado de lealtad federal o buena fe federal. Sintéticamente trasvasado a nuestro derecho constitucional,
supone que en el juego armónico y dual de competencias federales y provinciales que, para su deslinde riguroso,
pueden ofrecer duda, debe evitarse que tanto el gobierno federal como las provincias abusen en el ejercicio de esas
competencias, tanto si son propias como si son compartidas o concurrentes; en sentido positivo, implica asumir
una conducta federal leal, que tome en consideración los intereses del conjunto federativo, para alcanzar
cooperativamente la funcionalidad de la estructura federal “in totum”.
Hay alguna relación entre el federalismo concertado y la lealtad federal. Al menos implícitamente, la lealtad
federal presupone una cooperación recíproca entre el estado federal y las provincias. Y como la concertación
también es una forma de cooperación, el acercamiento entre el federalismo concertado y la lealtad federal
cooperativa sugiere algunos nexos.
Hemos de recordar asimismo que la adjudicación a la ciudad de Buenos Aires de un status autonómico
intercala en la estructura constitucional de descentralización política una nueva entidad que, sin ser provincia,
tampoco es un municipio sino, tal vez, lo que aproximadamente se podría denominar una “ciudad-estado”, o un
“municipio federado”.
Lo demás, en orden a materia impositiva, aparece en el art. 75 inc. 2º sobre coparticipación;
en tanto, con relación al desarrollo y al progreso económico que vienen aludidos en el primer
párrafo del inc. 19 del mismo art. 75 hay que computar el párrafo segundo en cuanto obliga a
proveer al crecimiento armónico de “la nación” y al poblamiento de su territorio, y a promover
políticas diferenciadas que equilibren el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones. En
este arco normativo parece hacer presencia federal una igualdad de oportunidades, de
posibilidades y de trato a favor de las provincias, similar a la que otras normas nuevas diseñan
respecto de las personas físicas.
Si empalmamos lo expuesto con la distribución de recursos que en la coparticipación federal
impositiva impone el citado art. 75 inc. 2º hallamos menciones a la equidad y solidaridad en el
reparto, tanto como a la prioridad que ha de darse al logro de un grado equivalente de desarrollo,
calidad de vida e igualdad de oportunidades. ¿Para quién o para quiénes? Para todas las entidades
políti-cas que componen la unidad territorial federativa —según lo permite dar a entender el art.
75 inc. 19—, y para todas las personas, in-cluidos en este último sector las que integran a los
pueblos indígenas aludidos en el inc. 17.
67. — Veamos un somero paisaje de lo que en la letra del texto reformado creemos que puede
sintetizarse de la siguiente manera:
a) Se esboza un federalismo de concertación y participación —sobre todo en el art.
75 inc. 2º—.
b) Se introduce la novedad de que el senado debe ser cámara de origen para ciertos proyectos
relacionados con el federalismo —art. 75 incs. 2º y 19—.
c) La antigua cláusula del progreso (ex art. 67 inc. 16, ahora art. 75 inc. 18) con la añadidura
del inc. 19 en el art. 75 se endereza a un desarrollo que tenga equilibrio provincial y regional y
que atienda al pluralismo territorial de situación, de modo semejante a como lo insinúa también el
inc. 2º en materia de coparticipación, reparto, transferencia de competencias, servicios y
funciones, y diseño del organismo federal de control y fiscalización.
d) Lo dicho en el anterior inc. c) permite delinear los principios de solidaridad y lealtad
federales.
e) En aplicación a la materia educativa, se pone atención en las particularidades provinciales
y locales (art. 75 inc. 19), a tenor de lo que hemos señalado en los precedentes incisos c) y d).
f) Se aclara que en los establecimientos de utilidad nacional en el territorio del país, las
provincias y los municipios retienen sus poderes de policía y de imposición en tanto no interfieran
en el cumplimiento de los fines de dichos establecimientos (art. 75 inc. 30).
g) Se reconoce a las provincias el dominio originario de los recursos naturales que existen en
sus territorios (art. 124).
h) Se les concede la facultad de conservar organismos locales de seguridad social para sus
empleados públicos y para los profesionales (art. 125).
i) Se especifican explícitamente algunas competencias concurrentes entre estado federal y
provincias —por ejemplo, en los artículos 75 inc. 2º; 41; 75 inc. 17; 125 (tanto en el párrafo
primero que mantiene la redacción del ex art. 107, como en el párrafo segundo agregado por la
reforma, donde se reconoce la facultad local para promover el progreso económico, el desarrollo
humano, la generación de empleo, la educación, la ciencia, el conocimiento y la cultura).
j) Se reconoce expresamente la autonomía de los municipios provinciales (art. 123).
k) Se prevé la facultad de las provincias para crear regiones (art. 124).
l) Se autoriza a las provincias a concertar ciertos acuerdos internacionales en forma limitada
(art. 124).
m) El reconocimiento expreso de los pueblos indígenas argentinos permite que las provincias
ejerzan en su jurisdicción las competencias que invisten en concurrencia con el congreso federal
(art. 75 inc. 17).
CAPÍTULO IX
EL SISTEMA DE DERECHOS
I. LA PARTE DOGMÁTICA DE LA CONSTITUCIÓN. - La evolución del constitucionalismo clásico. Las tres generaciones
de derechos. Los derechos humanos. - Las declaraciones de derechos: su génesis histórica e ideológica. El
“fundamento” de los derechos. Las normas. - El sistema de derechos al despuntar el siglo XXI. II. LOS
DERECHOS EN NUESTRO ACTUAL DERECHO CONSTITUCIONAL . -El sistema de derechos y la reforma de 1994. Los tratados
internacionales de derechos humanos. - La democracia y el sistema de valores en la reforma de 1994. - Listado
de los derechos personales. - Un agrupamiento de materias relacionadas con los derechos. - Los derechos
humanos y la inter-pretación. III. LA CARACTERIZACIÓN DE LOS DERECHOS Y DE SU DECLARACIÓN. - Las pautas
fundamentales. Los derechos y la responsabilidad del estado. - El sujeto activo (o titular) de los derechos. - El
sujeto pasivo de los derechos. - Las obligaciones constitucionales que reciprocan a los derechos. Los derechos
“por analogado” y la obligación “activamente universal”. - El ámbito territorial y personal de aplicación de la
declaración de derechos. - Las situaciones jurídicas subjetivas que no son derechos subjetivos. IV. EL DERECHO
INTERNACIONAL DE LOS DERECHOS HUMANOS. - Su encuadre y sus características. - El estado, sujeto pasivo. - El
derecho internacional y el derecho interno. - El rango del derecho internacional de los derechos humanos en el
derecho interno argentino. - Las obligaciones del estado. - El derecho humanitario y de refugiados. - Las
obligaciones de las provincias. V. EL DERECHO PÚBLICO PROVINCIAL Y LOS DERECHOS HUMANOS. -El posible
acrecimiento de los derechos del plexo federal. VI. LOS DERECHOS Y LA LEGITIMACIÓN PROCESAL. - La legitimación,
problema constitucional. La legitimación para promover el control constitucional. - El juez y la legitimación.
VII. LOS PRINCIPIOS DE LEGALIDAD Y DE RAZONABILIDAD. - La formulación y la finalidad del principio de legalidad. El
tránsito del principio de legalidad al de razonabilidad. La regla de la razonabilidad. La
formulación y finalidad del principio.
2. — El constitucionalismo clásico o moderno, surgido a fines del siglo XVIII con la independencia de las
colonias inglesas de Norteamérica y con la constitución de los Estados Unidos, tuvo el carácter de una reacción
contra las formas de organización política que fueron propias del absolutismo monárquico, y colocó como eje a la
libertad y a los derechos civiles que, en esa perspectiva, fue habitual calificar como derechos “individuales”.
Se trata de una categoría que cobró naturaleza de derechos públicos subjetivos del hombre
“frente” o “contra” el estado. El sujeto pasivo era el estado, y la obligación fundamental que había
de cumplir para satisfacer aquellos derechos era la de omisión: no debía violarlos, ni impedir su
goce, ni interferir en su ejercicio. Por eso se lo diseñó como un estado abstencionista.
Paulatinamente, el horizonte se fue ampliando, hasta: a) considerar que también los
particulares son sujetos pasivos, junto con el estado, obligados a respetar los derechos del
hombre; b) añadir a la obligación de omitir violaciones, la de dar o de hacer algo en favor del
titular de los derechos.
Conforme a la cosmovisión liberal de la época, este primer constitucionalismo de la etapa inicial se denomina
constitucionalismo liberal, y el estado por él organizado: estado liberal.
4. — La democracia liberal pasa a ser democracia social; el estado liberal avanza hacia el
estado social (o social y democrático de derecho); la igualdad formal ante la ley adiciona la
igualdad real de oportunidades; los derechos ya no van a quedar satisfechos solamente con el
deber de abstención u omisión a cargo del sujeto pasivo, sino que muchos de ellos van a ser
derechos de prestación, de crédito o de solidaridad, en reciprocidad con obligaciones de dar y de
hacer por parte del sujeto pasivo; y el estado no limitará su papel frente a los derechos en el
reconocimiento, el respeto y la tutela, sino que deberá además promoverlos, es decir, moverlos
hacia adelante para hacer posible su disponibilidad y su acceso a favor de todas las personas,
especialmente de las menos favorecidas.
Ello significa que ha de estimularlos, ha de depararles ámbito propicio, ha de crear las condiciones de todo
tipo para hacer accesible a todos su efectivo goce y ejercicio. Es decir, se trata de facilitar su disfrute en la
dimensión sociológica, o, de otro modo, de que alcancen vigencia sociológica. La formulación escrita en el orden
normativo ya no basta.
Se alega, con razón, que los derechos “imposibles” (es decir, los que un hom-bre no alcanza a ejercer y
gozar) necesitan remedio. El adjetivo “imposibles”, que a veces se sustituye por “bloqueados” o “castrados”, alude
a derechos que, por deficientes condicionamientos sociales, económicos, culturales, políticos, etc., resultan
inaccesibles para muchos hombres. No lograr trabajo, vivienda, remuneración suficiente, posibilidad de atender la
salud o de educarse, etc., son ejemplos de derechos imposibles cuando el obstáculo impeditivo es ajeno a la
voluntad del hombre y proviene de malas o injustas situaciones sociales.
La constitución de Italia declara en su art. 3º que “incumbe a la república remover los obstáculos de orden
económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno
desarrollo de la persona humana y la efectiva participación de todos los trabajadores en la organización política,
económica y social del país”.
Fórmulas equivalentes registra el derecho comparado —por ejemplo, la constitución de España— y también
el derecho público provincial argentino.
Las tres generaciones de derechos
6. — Originariamente, los derechos del hombre han solido denominarse “derechos individuales”.
Actualmente, conviene más aludir a la persona humana y no al individuo por múltiples razones, especialmente de
índole iusfilosófica, y ha cobrado curso la locución “derechos humanos ” como otra categoría histórica, propia del
sistema democrático.
Los derechos humanos imponen la exigencia de su plasmación y vigencia sociológica en el derecho
constitucional, en el que, una vez positivizados, parte de la doctrina los apoda “derechos fundamentales ”.
8. — Es esta normativa la que recibe el nombre de declaración de derechos. Los derechos “se
declaran”.
El fenómeno es histórico, porque tiene cronologías que dan tes-timonio de su aparición y de
su seguimiento. Lo que con anteriori-dad al constitucionalismo no existía, empezó a existir con él
en las constituciones escritas, que también fueron novedad respecto del pasado.
En alguna medida, cabe asimismo afirmar que los derechos en sí mismos son históricos
porque, por más ascendencia o fuente suprapositiva o extrapositiva que se les reconozca, son
captados, pretendidos, propuestos, valorados y formulados normativamente como derechos de
acuerdo a las necesidades humanas y sociales en cada circunstancia de lugar y de tiempo,
conforme a las valoraciones colectivas, y a los bienes apetecidos por una determinada sociedad.
9. — ¿De dónde surge, o cuál es el origen de la inscripción formal de los derechos en las constituciones
modernas?
Para ello debemos distinguir dos aspectos: a) una cosa es el origen o la fuente ideológica que han dado
contenido a la declaración de derechos; b) otra cosa distinta es la fuente u origen formales de su
constitucionalización escrita.
En orden a lo primero, creemos que la línea doctrinaria del derecho natural a través de todas sus vertientes —
greco-románica, cristiana, racionalista, liberal, y con mayor proximidad histórica, hispano-indiana, norteamericana
y francesa— amasó progresivamente el contenido de la declaración de derechos como reconocimiento
constitucional del derecho natural.
En orden a lo segundo, la aparición histórica de textos escritos donde se declaran los derechos parece derivar
de las colonias inglesas de Norteamérica y de los Estados Unidos; o sea, que la filiación de la forma legal de la
declaración es americana y no francesa, precediendo en varios años a la famosa declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano de la revolución de 1789. Por eso, Jellinek ha podido decir que sin los Estados Unidos
acaso existiera la filosofía de la libertad (ideario o sustrato ideológico de la declaración de derechos), pero no la
legislación de la libertad (formalidad constitucional de su inscripción positiva).
En este rastreo sobre la génesis de la declaración de derechos se acusa, simultáneamente, la evolución en el
contenido de la misma, lo que equivale al tema de su fuente ideológica. Desde los albores del constitucionalismo
moderno hasta hoy, puede consentirse —en una apreciación global— que el trasfondo doctrinario del contenido y
de la formulación de la declaración de derechos está dado por una valoración positiva de la persona humana.
Podría aludirse al personalismo humanista. Pero el modo histórico-temporal de valorar al hombre no ha sido el
mismo en el siglo XVIII, en el XIX y en el actual. El plexo de derechos se ha ido incrementando con el transcurso
del tiempo, al acrecer las pretensiones colectivas y ampliarse las valoraciones sociales.
El fenómeno apunta a la apertura, optimización y maximización del sistema de derechos humanos que, sin
incurrir en exageraciones inflacionarias, debe ser tenido muy en cuenta para conferir holgura progresiva a los
derechos.
10. — Que la declaración donde constan constitucionalmente los derechos surge de una
decisión del poder constituyente que es autor de la constitución no equivale a decir que los
derechos son una dádiva graciosa que el constituyente hace voluntariamente porque
discrecionalmente así lo quiere. Los derechos no son “lo que” el estado dice que son, ni son “los
que” el estado define como siendo derechos. Hay que descartar este positivismo voluntarista que
encadena los derechos a la voluntad del estado, y afirmar —a la inversa— que la constitución
“reconoce” los derechos, pero no los “constituye” como derechos.
Bien puede, una vez marginado el positivismo voluntarista, hacerse referencia a un fundamento de los
derechos que calificamos como “el objetivismo”. El objetivismo en sus múltiples variantes diferenciables —
algunas sumamente distanciadas de otras— encuentra siempre algún fundamento “objetivo” que se halla fuera de
la subjetividad valorativa de cada uno y de la voluntad indi-vidual.
11. — Si hiciéramos una enumeración de los posibles fundamentos objetivos de los derechos, para luego
afirmar que el derecho constitucional tiene que remitirse a uno o más de ellos a fin de hacer aterrizar en su ámbito
a los derechos humanos, podríamos confeccionar el siguiente listado:
a) el derecho natural o el orden natural;
b) la naturaleza humana;
c) la idea racional del derecho justo;
d) la ética o moral;
e) los valores objetivos y trascendentes —sea que se los repute valores morales o que se los predique como
valores jurídicos—;
f) el consenso social generalizado;
g) la tradición histórica de cada sociedad;
h) las valoraciones sociales compartidas que componen el conjunto cultural de la sociedad;
i) el proyecto existencial que cada sociedad se propone para su convivencia;
j) la mejor solución posible que en cada situación concreta es valorada objetivamente como posible;
k) las necesidades humanas en cada situación concreta.
Las normas
12. — Otra cosa de suma trascendencia, una vez que se asume todo lo anteriormente
propuesto, radica en afirmar que un sistema de derechos tiene que existir y funcionar con normas
y sin normas (escritas) en la constitución o en la ley. “Con normas y sin normas” significa que en
los espacios que la constitución deja en silencio o en la implicitud hemos de auscultar con fino
sentido para dar cabida a derechos (como a la vez a valores y principios) que no cuentan con un
enunciado normativo expreso.
Para eso, ayuda mucho la cláusula de los derechos implícitos del art. 33; y el antecedente de la constitución
estadounidense de 1787 nos lo atestigua con claridad meridiana, como todavía hasta hoy también lo demuestra el
constitucionalismo de Gran Bretaña, que ignora a la constitución escrita.
13. — A esta altura del tiempo histórico en que vivimos, no podemos omitir dos afirmaciones
mínimas:
a) un sistema de derechos en un estado democrático —y, por ende, en nuestro derecho
constitucional— debe abastecerse de dos fuentes: la interna, y la internacional (derecho
internacional de los derechos humanos); este principio ha quedado formalmente consagrado con el
inc. 22 del art. 75 en la constitución reformada en 1994, dando jerarquía constitucional a una
serie de instrumentos internacionales que allí vienen enumerados, y abriendo la posibilidad de que
otros la adquieran en el futuro; pero aun sin reconocimiento de su nivel constitucional, todos los
tratados de derechos humanos incorporados al derecho interno argentino han de funcionar como
fuente internacional del sistema de derechos;
b) entre las tres generaciones de derechos que hemos mencionado en el nº 5 hay
indivisibilidad, lo que implica que en ese conjunto forman un bloque dentro del sistema de
derechos que no puede incomunicarse ni escindirse, porque el estado social de derecho exige que
los derechos de las tres generaciones —con o sin normas ex-presas— tengan efectividad en la
vigencia sociológica.
14. — No nos cuesta sostener que aun antes de la reforma de 1957, que añadió el art. 14 bis con un eje sobrio
de derechos sociales, y de la de 1994, nuestra constitución histórica de 1853-1860 era permeable al
constitucionalismo social, y susceptible de interpretarse e integrarse a tenor de sus contenidos, a condición de que
se le fuera asignando temporalmente una dinámica histórica acorde con las evoluciones y valoraciones
progresivas, y que lejos de toda visión estática que la detuviera en el siglo XIX, se comprendiera que su techo
ideoló-gico también era capaz de absorber los valores, principios y derechos que se hallaban en afinidad y simetría
con el personalismo humanista que —con la cosmovisión de hace casi ciento cincuenta años— ya pergeñó el
constituyente originario.
La reforma de 1994 ha impregnado a la constitución, según nuestro punto de vista, de fuertes y claros perfiles
de constitucionalismo social. En la vigencia normológica, el texto y su “con-texto” acusan una indudable
recepción.
17. — Para comprender el actual sistema de derechos, no es vano un somero paseo por las
expresiones lexicales introducidas con la reforma. Sin aferrarse a una exagerada interpretación
gramatical, la “letra” traduce un “espíritu”, un ideario, un conjunto princi-pista-valorativo.
Ya el primer artículo nuevo, que es el 36, intercala la locución “sistema democrático ”, a
continuación de la mención del “orden institucional ”. Parecería que “orden institucional” y
“sistema democrático” definieran una axiología: para la constitución, “su” orden institucional está
programado como democrático, y sin sistema democrático se le inflige un vaciamiento.
No estamos ante una expresión aislada. Vuelve —por ejemplo— a aparecer en el nuevo art.
38, en la referencia a los partidos como instituciones fundamentales del sistema democrático, y a
la garantía que se les depara en su funcionamiento democrático.
Los “valores democráticos ” deben quedar asegurados también en las leyes de organización y
de base de la educación, según el art. 75 inc. 19.
El mismo art. 75 en su inc. 24, alusivo a la integración supraestatal mediante tratados, prevé
transferir competencias y jurisdicción a organizaciones propias de dicha integración, con el
requisito —entre otros— de que respeten el “orden democrático ”.
La palabra “orden” venía adjetivada en el ya citado art. 36 como “institu-cional”, y ahora como
“democrático”, lo que corrobora nuestra noción de que el orden institucional es únicamente tal si tiene naturaleza
democrática y si incardina valores también democráticos.
18. — Veamos la participación. Sin emplear el término, ha inspirado a los artículos 39 y 40,
sobre derecho de iniciativa legislativa y sobre consulta popular. Pero la encontramos en el art. 75,
cuyo inc. 17 sobre los pueblos indígenas obliga a asegurar su “participación” en la gestión
referida a sus recursos naturales y a los otros intereses que los afecten; y cuyo inc. 19, relativo a
las leyes sobre educación, establece el deber de asegurar la “participación” de la familia y de la
sociedad.
En otras normas se ha reforzado el énfasis utilizando la locución “acción positiva”, como para dar a entender
que allí se sitúan obligaciones bien concretas de hacer algo para alcanzar el fin al que tiene que dirigirse esa
acción. Por ejemplo, en los arts. 37 (sobre derechos políticos), 75 inc. 23 (para garantizar la igualdad real de
oportunidades y de trato), y cláusula transitoria segunda (correspondiente al art. 37).
20. — El derecho a la identidad y al pluralismo viene aludido en el art. 75 inc. 17 (referido a
los pueblos indígenas); inc. 19 (sobre leyes en materia cultural); y sin empleo explícito de la
terminología, en todas las normas ya apuntadas que, por atender a la igualdad de oportunidades,
de posibilidades y de trato, y a la no discriminación, han de comprenderse como garantes de la
identidad —y de las diferencias— así como del pluralismo, porque no existe igualdad real cuando
tales aspectos dejan de computarse, si es que la igual-dad equipara a quienes se hallan en similares
situaciones y contempla con respeto y de manera distinta a quienes se encuentran en
circunstancias disímiles (ver cap. X, nos. 22 y 23).
21. — Es suficiente este rastreo para clausurar el recorrido del plexo principista-valorativo
que aquí importa rescatar.
Si en un retorno a la constitución histórica hacemos referencia a la etapa anterior a la reforma de 1994 y
prescindimos de los textos por ella adicionados, encontramos también un buen anclaje. En efecto, el respeto y la
tutela de los derechos personales configuran el contenido fundamental y básico del bien común, que coincide con
el bienestar general del preámbulo. La vigencia sociológica de los derechos personales es, por otra parte, el
aspecto definitorio y esencial de la democracia como forma de estado. El sistema integral de nuestra constitución
—según fórmula del derecho judicial de la Corte— reposa en el respeto sustancial de aquellos derechos, por lo
que la filosofía de la misma constitución se opone a la del totalitarismo.
22. — A sólo título de síntesis nos parece útil un panorama global que indique el contenido
actual del plexo de derechos. Esta vez, para no amputarlo, incluiremos también los contenidos que
ya hacían parte de la constitución histórica antes de la reforma de 1994.
Las citas pueden ser las siguientes, en agrupamientos tentativos:
23. — Especialmente en temas que explícitamente se incorporan como nuevos al texto constitucional, y sin
perjuicio de citar conjuntamente otros que ya contaban con alguna referencia anterior, creemos útil esbozar
linealmente algunos agrupamientos que faciliten la búsqueda de coincidencia o de afinidad en determinadas
cuestiones vinculadas con el sistema de derechos.
Las menciones se limitan a los artículos de la constitución, pero hay que tener muy en claro que en cada una
de las citas también hay —o puede haber— similares referencias en el articulado de los instrumentos
internacionales que vienen aludidos en el art. 75 inc. 22 como de jerarquía constitucional. En atención a esta
igual supremacía que la constitución les reconoce, no queremos silenciar esta reflexión, porque tanto en los
derechos enumerados como en los implícitos, el actual sistema de derechos se nutre e integra con dos fuentes: la
interna y la internacional.
a) Educación: arts. 14; 41 segundo párrafo; 75 inc. 17; 75 inc. 18; 75 inc. 19; 125.
b) Investigación, obras de autor, desarrollo científico y tecnológico: arts. 17; 75 inc. 17; 75
inc. 19 párrafos primero y cuarto; 125.
c) Progreso y desarrollo: arts. 41 primer párrafo; 75 inc. 17 segundo párrafo; 75 inc. 18; 75
inc. 19 primero y segundo párrafos; 125.
d) Información: arts. 38 segundo párrafo; 41 segundo párrafo; 42 primer párrafo; 43 tercer
párrafo.
e) Protecciones especiales: arts. 14 bis; 20; 75 inc. 17; 75 inc. 23 primero y segundo párrafos;
disposición transitoria primera.
f) Expresión y difusión de ideas y de cultura: arts. 14; 38 segundo párrafo; 75 inc. 19 párrafos
primero y cuarto.
g) Minorías: art. 75 inc. 17; disposición transitoria primera.
h) Ambiente: arts. 41; 43 segundo párrafo.
i) Consumidores y usuarios: arts. 42; 43 segundo párrafo.
j) Seguridad social arts. 14 bis; 75 inc. 12; 75 inc. 23 segundo párrafo; 125.
k) Igualdad: arts. 8º; 16; y para igualdad de oportunidades (a veces con el calificativo de
“real” y otras con la añadidura “de posibilidades” y “de trato”); 37; 75 inc. 19 tercer párrafo; 75
inc. 23 primer párrafo.
l) Salud: arts. 41 y 42.
m) Familia: arts. 14 bis; art. 75 inc. 19 tercer párrafo.
n) Extranjeros: arts. 20; 21; 25; disposición transitoria primera.
ñ) Propiedad: arts. 14; 14 bis; 17; 75 inc. 17 segundo párrafo.
o) Patrimonio cultural, natural, artístico: arts. 41; 75 inc. 17; 75 inc. 19 cuarto párrafo.
p) Identidad cultural: arts. 75 inc. 17; 75 inc. 19 cuarto párrafo.
24. — Sabemos que en la constitución hay dos partes: la que organiza al poder, y la que
emplaza políticamente al hombre en el estado. “Parte orgánica” y “parte dogmática” integran en
pie de igualdad a la constitución formal, por manera que las normas de una parte y otra gozan de
igual jerarquía normativa dentro de la supremacía total del texto completo.
No obstante, los valores que hacen a la persona humana y a sus derechos son más eminentes
que los que se refieren a la estructura del poder. De ahí que la interpretación coherente y armónica
de toda la constitución debe reconocer a la parte orgánica un valor instru-mental respecto de la
parte dogmática.
Es muy buena la pauta que ha dado el derecho judicial de la Corte, en el sentido de que cuando una cuestión
envuelve conflicto entre valores jurídicos contrapuestos, no es dudosa la preferencia en favor del que tiene mayor
jerarquía. Los derechos del hombre la tienen respecto del poder.
En consonancia con esta regla, el mismo derecho judicial nos ofrece otras: a) para preservar los derechos
reconocidos por la constitución, la interpretación de las leyes se ha de hacer (en cuanto el texto en cuestión lo
permita sin violencia) de la manera más acorde con los principios y garantías constitucionales; b) los jueces deben
interpretar las leyes de modo que concuerden con esos principios y garantías, teniendo que preferir, en la
interpretación de la ley, la que mejor concilie con los derechos y garantías constitucionales; c) hay que evitar que
la aplicación mecánica e indiscriminada de las normas conduzca a vulnerar derechos fundamentales de las
personas.
25. — El actual derecho internacional de los derechos humanos sintoniza muy bien con la
constitución democrática. Con su reforma de 1994, numerosos instrumentos internacionales sobre
derechos humanos han alcanzado la misma jerarquía de la constitución suprema, operando como
fuente externa —en común con la interna— del sistema de derechos (ver nos. 13 a, y 16).
26. — Por ahora nos limitamos a sugerir que para la interpretación de los derechos humanos a
partir de la incorporación a nuestro derecho interno de tratados sobre derechos humanos, tengan o
no jerarquía constitucional, conviene propiciar algunas pautas como las siguientes:
a) los derechos contenidos en la constitución se han de interpretar de conformidad con el
derecho internacional de los derechos humanos que hace parte del derecho argentino, al modo
como —por ejemplo— lo estipulan las constituciones de España (1978) y de Colombia (1991);
b) en la medida de lo posible, y para esa compatibilización y coordinación, se ha de arrancar
de una presunción: la de que las cláusulas de los tratados sobre derechos humanos son operativas;
c) cuando acaso los derechos contenidos en los tratados internacionales no figuren en la
constitución, u ofrezcan mayor amplitud, o presentes modalidades parcialmente diferentes, hay
que esforzarse en considerar que los derechos emergentes de los tratados tienen hospedaje en la
cláusula constitucional de los derechos implícitos (art. 33);
d) Si todos los tratados internacionales, de cualquier materia o contenido, son ahora
superiores a las leyes según principio general del art. 75 inc. 22 en su texto surgido de la reforma
de 1994, hay tratados de derechos humanos que tienen jerarquía constitucional, lo que los coloca
a su mismo nivel en el vértice de nuestro derecho interno;
e) las resoluciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuya jurisdicción ha
consentido nuestro estado al ratificar el Pacto de San José de Costa Rica en 1984, han de ser
tomadas en cuenta como orientación valorativa para su aplicación posible, tanto si la referida
Corte ha actuado en jurisdicción contenciosa como en jurisdicción consultiva.
d) Los derechos que la constitución reconoce no son absolutos sino relativos. Ello quiere decir
que son susceptibles de reglamentación y de limitación, sea para coordinar el derecho de uno con
el derecho de otro, sea para que cumplan su funcionalidad social en orden al bien común, sea para
tutelar el orden y la moral públicos, sea por razón del llamado poder de policía, etc.
La relatividad de los derechos surge: d’) del propio art. 14, que se refiere al goce de los mismos “conforme a
las leyes que reglamenten su ejercicio”; d’’) del principio ínsito en la constitución de que la determinación de sus
normas habilita la reglamentación por parte de los órganos del poder (arts. 14 bis, 18, etc., en cuanto prevén leyes
que reglamenten derechos); d’’’) del art. 28, que consigna la reglamentación razonable; d’’’’) del derecho judicial,
en cuanto la jurisprudencia de la Corte Suprema tiene establecido de modo tradicional y uniforme que no hay
derechos absolutos. La relatividad tiene, no obstante, y a su vez, su propio límite: toda reglamentación que limite a
los derechos debe ser razonable, conforme al art. 28; d’’’’’) los tratados internacionales de derechos humanos
también aluden a limitaciones y a deberes.
Parte de la doctrina y la jurisprudencia de la Corte entienden que las limitaciones a los derechos se imponen a
título de ejercicio del “poder de policía”.
e) En orden a la interpretación de los derechos la Corte Suprema tiene dicho que la igual
jerarquía de las cláusulas constitucionales requiere que los derechos fundados en cualquiera de
ellas deban armonizarse con los demás que consagran los otros preceptos constitucionales, ya sea
que versen sobre los llamados derechos individuales o sobre atribuciones estatales (ver nº 24).
f) La igual jerarquía de todas y cada una de las normas constitucionales, a que aludimos en el
inciso anterior, permite decir que todas las que declaran derechos gozan de igual rango, no
obstante lo cual los derechos “en sí” no son todos iguales, porque hay unos más “valiosos” que
otros (la vida “vale” más que la propiedad, por ejemplo). De ahí que para completar la regla del
inc. e) haya que afirmar, con el derecho judicial de la Corte, que si hay conflicto entre valores
jurídicos contrapuestos, se debe preferir el de jerarquía mayor (ver nº 24).
f’) Similar interpretación debe hacerse con los derechos que surgen de tratados que, por revestir jerarquía
constitucional, tienen el mismo rango normativo de la constitución.
f’’) Los tratados de derechos humanos obligan a una interpretación que no limite, menoscabe o suprima
derechos mejores o más amplios que surgen del derecho interno.
f’’’) Ni los tratados con jerarquía constitucional derogan normas constitucionales sobre derechos de la
primera parte de la constitución, ni ésta deroga o hace inaplicables normas de dichos tratados, porque éstas son
“complementarias” de las constitucionales según el art. 75 inc. 22.
f’’’’) Nuestra constitución no contiene en su texto la dualidad que a veces distingue el derecho comparado
cuando divide a los derechos en unos que se llaman “fundamentales” y otros que no lo son (ver j’).
i) El derecho internacional que se incorpora al derecho interno puede, según la índole de las
normas respectivas, crear derechos y obligaciones directas para los particulares, además de las que
sea susceptible de engendrar interna e internacionalmente para el esta-do que es parte en el
tratado.
Así, los derechos declarados en convenciones, pactos o tratados sobre derechos humanos invisten
directamente de titularidad a los habitantes del estado que se hace parte en el acuerdo, cuando las cláusulas que
contienen aquellos derechos son operativas. Si son programáticas, hacen recaer en el estado la obligación de
adoptar las medidas de derecho interno que permitan su funcionamiento. (En general, cabe decir sobre estas
cláusulas programáticas lo mismo que hemos explicado al tratar ese tema en relación con la constitución.)
j) En cuanto a la protección de los derechos por parte del poder judicial, es muy importante
destacar que, conforme al derecho judicial emanado de la Corte Suprema, “cualquiera sea el
procedimiento mediante el cual se proponga a decisión de los jueces una cuestión justiciable,
nadie puede sustraer al poder judicial la atribución inalienable y la obligación que tiene de hacer
respetar la constitución nacional y, en particular, las garantías personales que reconoce”,
considerándose que excluir compulsivamente del conocimiento de los jueces una cuestión
justiciable donde se debate un derecho subjetivo importa agravio a la garantía de la defensa en
juicio.
j’) Al no existir en la constitución la dualidad de derechos “fundamentales” y otros que no lo son, tampoco
hay una protección más fuerte y distinta a favor de los primeros; nuestro sistema garantista dispensa vías tutelares
diferentes según la gravedad de la lesión que se infiere a los derechos y no tanto según su naturaleza (ver f’’’’).
28. — La relatividad de los derechos presta base constitucional a la teoría del abuso del derecho, desde que
dicha teoría presupone admitir que los dere-chos tienen o deben cumplir una función social, lo cual no es más que
reconocer que todo derecho subjetivo arraiga y se ejerce en el marco de una convivencia social, donde la
solidaridad impide frustrar la naturaleza social del derecho.
29. — Hay un interesante punto a esclarecer. El derecho judicial de la Corte admite que puede existir
responsabilidad indemnizatoria del estado cuando su actividad ha sido lícita o legítima (y no solamente cuando ha
sido ilícita o ilegítima). Tal responsabilidad por actividad lícita procede si con su ejercicio se ha originado un
perjuicio a los particulares (por ej., una modificación de la política económica del estado que afecta a contratos
válidamente celebrados durante la vigencia de un sistema anterior distinto, como en el caso de no dejarse entrar a
plaza mercadería importada del exterior sobre la base de un contrato realizado cuando dicha mercadería podía ser
introducida). (Puede verse en tal sentido el fallo de la Corte en el caso “Cantón c/Gobierno Nacional”, del
15/V/1979). (Ver cap. V, nº 36).
El deslinde que debe hacerse se aproxima al siguiente lineamiento: a) como principio, la actividad lícita no
ofende (precisamente por su licitud) a la constitución; b) incluso, si versa sobre políticas gubernamentales, pueden
éstas escapar al control judicial en cuanto a su conveniencia, oportunidad, etc.; c) pero si se afecta un derecho
adquirido o se causa daño, la actividad lícita engendra responsabilidad del estado para indemnizar.
El principio de que el estado debe reparar los perjuicios causados a los derechos mediante su actividad lícita
cubre tanto el supuesto en que el estado actúa como administrador, cuanto aquéllos en que actúa como legislador.
En el área de la actividad administrativa, incluye también la denominada actividad discrecional.
En cuanto a la responsabilidad del estado por error judicial (que en nuestro derecho cuenta con normas
favorables del Pacto de San José de Costa Rica —art. 10— y del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos —art. 14.6—) la Corte Suprema ha interpretado en el caso “Vignoni Antonio S. c/Estado de la Nación
Argentina”, del 14 de junio de 1988, que como principio aquella responsabilidad sólo procede cuando el acto
jurisdiccional que causa daño es declarado ilegítimo y es dejado sin efecto, por cuanto sin ese requisito no se
puede reputar incursa en error a una sentencia con fuerza de cosa juz-gada.
30. — Los derechos que comenzaron denominándose “individuales” y que hoy se llaman
“derecho humanos ” son derechos de la persona humana. Por eso también se los apodó “derechos
del hombre ” (no por referencia al sexo masculino, sino a la especie humana).
De esta manera queda individualizado el titular o sujeto activo.
A renglón seguido hay que añadir que las personas que para nuestro derecho constitucional
titularizan derechos son los habitantes, o sea, quienes integran la población de nuestro estado y,
excepcionalmente, quienes sin formar parte de ella, tienen un punto de conexión suficiente con la
jurisdicción argentina (ver nº 42).
En el derecho internacional de los derechos humanos, el principio general y básico es el que
centraliza en la persona humana (o persona física) la titularidad de los derechos que reconocen las
declaraciones internacionales y los tratados. Solamente por excepción hay en ellos normas
expresas que extienden algunos pocos derechos a entidades colectivas (ver nº 31 b).
El derecho argentino, en cambio, reconoce a tales entes algunos de los derechos de la persona,
en la medida en que por analogía deben proyectárseles (ver nº 31).
31. — El avance de la concepción social de los derechos llega a captar que, si bien el hombre
es el sujeto primario y fundamental de los mismos, los derechos reconocidos constitucionalmente
son susceptibles asimismo de tener como sujeto titular o activo a una asociación a la que se
depara la calidad de sujeto de derecho (insti-tución, persona moral, persona jurídica, etc.). De este
modo, cabe reputar que el titular de los derechos es doble: a) el hombre; b) una entidad con
determinada calidad de sujeto de derecho.
En el caso “Kot”, de 1958, la Corte acogió la vía del amparo para proteger —bajo el nombre de derechos
humanos— a derechos cuyo titular era una sociedad de responsabilidad limitada.
En cambio, como principio, es importante destacar que conforme a la jurisprudencia de la Corte Suprema, los
derechos contenidos en la constitución y acordados a los hombres contra el estado, no pueden ser titularizados por
el estado, “sin perjuicio de que éste, cuando actúa en un plano de igualdad con aquéllos, pueda invocar algunas de
las garantías constitucionales, como ocurre por ejemplo, con la defensa en juicio”.
a) Antes de la reforma de 1994, la constitución formal no aludía a entes colectivos cuando titularizaba
derechos, salvo en el reconocimiento a los “gremios” en el art. 14 bis.
Después de la reforma, las remisiones que efectúan muchos artículos a dichos entes son susceptibles de
emplearse para reconocerles determinados derechos. Tales menciones aparecen, por ej., en el art. 38 (partidos
políticos); en el art. 42 (asociaciones de consumidores y usuarios); art. 43 (asociaciones que propenden a los fines
tutelados mediante la acción de amparo del segundo párrafo de la norma); también art. 43 (asociaciones o
entidades que poseen registros o bancos de datos públicos, o privados que están destinados a proveer informes,
según el párrafo tercero dedicado al habeas data); art. 75 inc. 17 (personería jurídica de comunidades indígenas);
art. 75 inc. 19 (universidades nacionales citadas en el párrafo tercero).
b) El hecho de que tratados internacionales sobre derechos humanos incor-porados al derecho argentino sólo
reconozcan derechos a las personas físicas no desvirtúa la doble titularidad de que hablamos en el derecho interno,
por cuanto: a) el derecho internacional de los derechos humanos es un derecho míni-mo y subsidiario, que nunca
disminuye mejores derechos y situaciones que pue-dan surgir del derecho interno; y b) el Pacto de San José de
Costa Rica consigna expresamente en las normas del art. 29 para su interpretación, que ninguna de sus cláusulas
ha de interpretarse como limitativa de derechos que emanan del derecho interno.
Cuando nuestro derecho interno confiere holgura para extender derechos a favor de entidades colectivas, los
tratados sobre derechos humanos asumen y respaldan esta solución.
32. — Debe asimismo computarse en el punto el principio de hospitalidad que nuestro derecho constitucional
depara a los entes colectivos extranjeros, de modo análogo a como reconoce los derechos civiles a favor de las
personas físicas extranjeras en el art. 20.
La extraterritorialidad de las personas jurídica extranjeras ofrece diversas variantes que regula el derecho
privado.
33. — El sujeto activo de los derechos reviste importancia por diversos motivos: a) en cuanto
a la promoción del control de consti-tucionalidad, desde que la jurisprudencia tiene establecido
que sólo el titular actual del derecho que se pretende violado puede peticionar y obtener el
ejercicio de aquel control; b) en cuanto a la renuncia, ya que el titular puede, en principio,
renunciar a su derecho, habiendo admitido la jurisprudencia que ello es viable en materia de
derechos patrimoniales, e interpretando que la renuncia se presume si el titular del derecho no
articula la cuestión de constitucionalidad en defensa de su derecho presuntamente agraviado.
34. — El sujeto pasivo es aquél ante quien el sujeto titular o activo hace valer u opone su
derecho para que haga, dé u omita algo.
Los derechos existen frente a un doble sujeto pasivo: a) el estado (federal y provincial); b) los
demás particulares. Por eso se los considera ambivalentes o bifrontes.
La trascendencia de esta dualidad en el sujeto pasivo radica en que: a) cualquier actividad —
proveniente del estado, o de personas o grupos privados— que lesiona derechos, es
inconstitucional; b) las garantías se deparan para proteger derechos tanto cuando su violación
proviene de actividad estatal como cuando emana de actividad privada.
No hay en la constitución una norma expresa que genéricamente establezca cuál o cuáles son los sujetos
pasivos de los derechos. Hay que inducir en cada caso y en cada derecho cuál es la naturaleza y el contenido de un
derecho para situar debidamente a quien, frente al titular, debe cumplir como sujeto pasivo una obligación.
No obstante, algunas normas facilitan tal individualización; por ej., cuando el art. 41 consigna el derecho a un
ambiente sano, dice que todos los habitantes tienen el deber de preservarlo, y que las autoridades han de proveer
a su protección, queda claro que tanto el estado como todos los particulares son, cada cual desde su posición,
sujetos pasivos —a veces con obligaciones positivas, y otras con obligación de omitir daño o amenaza—;
igualmente, es fácil en el art. 42 detectar como sujetos pasivos en la relación de consumo a quienes proveen bienes
en el mercado al consumidor o prestan servicios al usuario.
Además conviene tener presente, con carácter general: a) que existiendo las garantías frente al estado, todos
los órganos del poder están obligados a deparar y respetar esas garantías, en la medida en que ellas atañen o
incumben a cada órgano; b) que existiendo control judicial de constitucionalidad, las presuntas lesiones a los
derechos subjetivos son aptas para componer causas judiciales donde se pretende tutelarlos.
Por último, recuérdese el doble deber del estado de: a) promover el goce de los derechos; b)
subsanar los llamados derechos “imposibles” (ver nº 4).
36. — La circunstancia de que tratados internacionales sobre derechos humanos incorporados al derecho
argentino sólo permitan acusar o denunciar en la jurisdicción supraestatal las violaciones perpetradas contra
aquellos derechos responsabilizando por ellas únicamente al estado (federal en el caso argentino) no significa que,
en el orden interno, las provincias y los particulares dejen de ser sujetos pasivos obligados frente al titular de los
derechos, sino únicamente imputar la referida responsabilidad internacional al estado federal.
37. — El sujeto pasivo cargado con una obligación de dar, hacer u omitir es muy importante
para visualizar con acierto tanto al derecho del sujeto activo como a la prestación debida por el
sujeto pasivo.
A veces un determinado derecho es exigible frente a todos (tanto en relación con el estado
como con los demás particulares), al menos cuando todos son sujetos pasivos obligados a no
violar ese derecho, a no impedir su goce, a no interferir en su ejercicio. Otras veces, ocurre que un
derecho solamente es exigible frente a un sujeto pasivo determinado o a varios, pero no en
relación con otros ni con todos. Por fin, hay casos en que un derecho es doblemente exigible: a)
frente a todos, en cuanto nadie debe impedir su ejercicio, y b) frente a un sujeto pasivo
determinado o a varios, en cuanto deben cumplir en favor del titular con una obligación concreta
de dar o de hacer, como ocurre con el derecho de trabajar, que a) debe ser respetado por el estado
y los particulares, y b) además obliga al empleador a ciertas prestaciones (salario, vacaciones,
descanso, etc.) y al estado para que mediante leyes fije las condiciones mínimas en favor de los
trabajadores.
Cuando nunca es posible encontrar ni situar a un sujeto pasivo que tenga a su cargo una
obligación concreta, hay que resignarse a decir que en el derecho constitucional tampoco hay un
derecho.
Asimismo, cuando la presencia de uno o más sujetos pasivos identifica la de un derecho, el
titular de éste necesita —cuando no le es reconocido o le es violado— la vía para provocar el
cumplimiento de la obligación o su sustitución reparatoria, y la legitimación para acceder a esa
vía.
Ontológicamente, pues, no hay derecho personal sin obligación correlativa. Los derechos no resultarían
accesibles, disponibles, susceptibles de goce y ejercicio, si no hubiera una o más obligaciones a cargo de uno o
más sujetos pasivos, o si habiéndolas quedaran sin cumplimiento.
39. — Cuando se dice que los clásicos derechos civiles de la primera generación (por ej., de asociarse, de
profesar el culto, de reunirse, de circular, de trabajar, etc.) implican para los sujetos pasivos una obligación de
omisión, se quiere significar que ese sujeto y esa obligación han de dejar expedito el ejercicio del derecho por su
titular, absteniéndose de impedírselo, de interferírselo, de violárselo.
Cuando se dice que los derechos sociales de la segunda generación aúnan obligaciones de dar y de hacer, se
entiende que los sujetos pasivos tienen que cumplir obligaciones positivas de dar y de hacer; por ej., pagar el
salario justo; prestar un servicio de salud; otorgar descanso diario, semanal y anual al trabajador, etc. Por eso, tales
derechos se llaman también “derechos de crédito ” o “derechos de prestación ”.
A veces, derechos civiles de la primera generación, como el derecho a la vida, a la salud, a la educación, etc.,
exhiben en primer plano la correspondencia de una obligación de omisión a cargo del sujeto pasivo; así, no matar,
no lesionar, no impedir la opción por el tipo de enseñanza que el titular del derecho escoge, etc. Pero cuando el
visor se amplía, es fácil que actualmente se añadan obligaciones de dar y de hacer, como en el caso de la vida y de
la salud que, además de abstenciones para no padecer violación, requieren que no se contamine el ambiente, o las
aguas; que se provea de atención sanitaria preventiva, curativa y rehabilitante; o en el caso de la educación, que
haya disponibilidad efectiva de acceso a establecimientos educacionales, etc.
40. — La afirmación de que a todo derecho de un sujeto activo le corresponde una obligación
a cargo de un sujeto pasivo nos coloca ante cierta dificultad cuando examinamos algunas
situaciones que, por íntima conexidad con necesidades humanas fundamentales, valoramos como
derechos, y denominamos derechos. No hay más que pensar en la alimentación, la vivienda, la
indumentaria, el trabajo, para sólo citar algunos ejemplos.
Comprendemos que quien no puede proveerse por sí mismo la satisfacción de necesidades elementales como
son el alimento, la vivienda, la indumentaria, la actividad lucrativa, ve comprometida su subsistencia. Y sin vacilar
decimos que tiene “derecho a” alimentarse, vestirse, vivir en un hábitat decoroso, poder trabajar.
Pero de inmediato nos asalta la ardua pregunta: ¿cuál o quién es el sujeto pasivo obligado a
facilitarle alimento, vivienda, indu-mentaria, trabajo? ¿Es acaso el estado? ¿Lo es algún sujeto
particular, o varios? La búsqueda no acierta a encontrar a ese sujeto pasivo. Y entonces parecería
que si no se lo encuentra, si no existe, si no lo hay, tampoco hay alguien que como sujeto pasivo
deba cumplir la obligación de suministrar todo lo que la satisfacción de los men-tados derechos
requiere.
41. — Sin embargo, es posible afirmar que estos derechos son derechos “por analogado”,
por analogía con los otros derechos en los que la determinación concreta del sujeto pasivo y de su
obligación se consigue fácilmente, porque también se detecta la relación intersubjetiva de
alteridad entre el titular del derecho y quien (o quienes) como sujeto pasivo, tiene frente a él una
obligación bien particularizada a cumplir en su favor.
¿Cuál es el sujeto pasivo y cuál la obligación en los derechos por analogado?
Para captarlo, partimos de la premisa de que entre cada persona que titulariza un derecho por
analogado, y el sujeto pasivo, no hay una relación interindividual y personalizada (digamos, de
“A” y “B”). Hay, en cambio, un sujeto pasivo que frente a todos (y no a cada uno en particular)
tiene una obligación. Tal obligación, por existir frente a todos (los sujetos activos) debe llamarse
universal. Y porque esa obligación consiste en hacer algo (y mucho), la apodamos “activamente”
universal. Obligación activamente universal (de hacer frente a todos).
El sujeto pasivo es el estado, y su obligación de hacer consiste en desarrollar políticas
concretas de bienestar en el vasto campo de la alimentación, de la vivienda, de la indumentaria,
del trabajo, de la salud, de la educación, etc., para que a través de ellas los titulares de los
derechos por analogado obtengan —mediante su participación en el bienestar común o general
que aquellas políticas promuevan— la satisfacción de las necesidades vinculadas con los citados
derechos por analogado.
Muchas de estas políticas, sobre todo después de la reforma de 1994, aparecen en la parte
orgánica de la constitución y hacen parte del sistema de valores.
42. — El estado tiene un ámbito territorial de validez y vigencia de su ordenamiento jurídico, que
corresponde al de su elemento geográfico o territorio. Por concomitancia, todas las personas que se hallan en ese
espacio donde rige el citado ordenamiento quedan sujetas a la jurisdicción del estado mientras allí se encuentran, y
ello tanto para titularizar derechos como obligaciones.
Estamos remitiéndonos al concepto amplio de población (permanente o estable, flotante, y transeúnte) (ver
cap. VII nº 3).
No obstante, personas que no están en territorio del estado pero tienen con él y en él lo que llamamos un
“punto de conexión”, se hallan en condiciones de invocar los derechos que nuestro ordenamiento contiene, y
quedan sujetas a la vez a las obligaciones correspondientes.
Así, por ej., si un extranjero domiciliado en el extranjero tiene bienes en Argentina, puede invocar a su favor
el derecho individual de propiedad que la constitución declara inviolable. Si extranjeros domiciliados en el
extranjero deben pleitear ante tribunal argentino conforme a normas de jurisdicción del derecho internacional
privado, pueden invocar a su favor el derecho de la defensa en juicio. Si un extranjero domiciliado en el extranjero
publica sus ideas por la prensa en nuestro país, puede invocar a su favor el derecho de hacerlo sin cesura previa.
43. — Los tratados internacionales sobre derechos humanos corroboran la misma solución. Por un lado, su
finalidad es, precisamente, la de aplicarse di-rectamente en la jurisdicción interna de los estados-parte,
engendrando la obligación interna e internacional de que los hagan efectivos en esa jurisdicción. Por otro lado,
suelen consignar expresamente —como el Pacto de San José de Costa Rica y el Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos—, que la referida obligación estatal tiene por objeto garantizar los derechos a las perso-nas que
componen la población del estado y que están sujetas a su jurisdicción.
44. — La jurisprudencia de nuestra Corte también ha sentado dicho principio al sostener que las personas
sometidas a la jurisdicción del estado, sean o no habitantes, que por razón de los actos que realizan en el territorio
quedan sometidas a jurisdicción de nuestro estado, están por eso mismo bajo el amparo de la constitución y de las
leyes.
Con esta comprensión, los derechos reciben un marco o perímetro de validez y vigencia personales en cuanto
a quiénes son los sujetos activos y pasivos.
45. — Más allá del lenguaje y de los debates iusfilosóficos, queremos destacar con énfasis
que el orbe genérico de lo que habitualmente llamamos “derechos” debe alojar —y aloja—
situaciones jurídicas subjetivas que no presentan los rasgos típicos del clásico derecho subjetivo
(o derecho público subjetivo).
Si, por ej., el derecho a un ambiente sano y equilibrado ha recibido el nombre de “derecho” en el art. 41, que
también emplea el art. 42 para mencionar el plexo que se refiere a los consumidores y usuarios, parece que ya no
cabe discutir la categoría en la que incluimos esos “derechos” (si en la tradicional de derecho subjetivo, o en la de
derechos de la tercera generación, o en la de derechos de incidencia colectiva, o en la de intereses difusos).
46. — La lista de intereses difusos es extensa. A título enunciativo podemos citar: a) los relativos al ambiente,
o al equilibrio ecológico; b) los propios de los consumidores; c) los que atañen a los administrados en relación con
la prestación de servicios públicos; d) los vinculados al patrimonio cultural, histórico y artístico; e) los
pertenecientes a grupos étnicos, religiosos, nacionales, etc., para preservar su idiosincrasia, su idioma, su sistema
de creencias, sus símbolos, etc.
47. — Con un perfil o con otro, con mención expresa en la constitución o con hospedaje en
nuestra cláusula de los derechos implícitos del art. 33, hemos de afirmar que estas situaciones
jurídicas subjetivas no esfuman ni pierden la naturaleza de tales por la circunstancia de que cada
uno de los sujetos que las titularicen componga un grupo o conjunto humano al que le es común
ese mismo interés. La subjetividad no desaparece por el hecho de que cada uno entre muchos
tenga una porción o parte en lo que es común a otros y a todos. La afectación del interés perjudica
al conjunto, y por eso mismo también a cada persona que forma parte de él. La “parte individual”
en el interés común o en el “derecho de incidencia colectiva” diseña la situación jurídica
subjetiva, pero “lo común” diseña la pertenencia que se le atribuye al conjunto total. No
corresponde en modo alguno decir que, por ser de todos, no es de nadie o de ninguno, porque les
pertenece a todos, y, en virtud de esa coparticipación, cada uno inviste su parte como situación
subjetiva de él. El no haber “pertenencia exclusivamente individual” está lejos de significar que
no haya subjetividad jurídica en la parte que cada cual tiene —al igual que los demás— en el
interés colectivo de “pertenencia común” o en el derecho de “incidencia colectiva”.
Lo podemos situar cronológicamente a partir de la segunda guerra mundial cuando, concluida ésta, ya la
Carta de las Naciones Unidas alude a derechos y libertades fundamentales del hombre para preservar la paz
mundial.
Se advierte que la organización internacional asume, por ende, la preocupación de los derechos personales
como propia de la jurisdicción internacional y del derecho internacional. Sería largo transitar los hitos
posteriores, pero valga someramente citar la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, y la
Declaración Universal de los Derechos del Hombre, una de la OEA, otra de la ONU, ambas del año 1948. De ahí
en más, tratados y pactos internacionales van a contener declaraciones (parciales o totales) de derechos, libertades
y garantías.
49. — Este derecho internacional de los derechos humanos ostenta perfiles que lo distinguen
del derecho internacional común, general o clásico. Los tratados sobre derechos humanos, bien
que responden a la tipología de los tratados internacionales, son tratados destinados a obligar a los
estados-parte a cumplirlos dentro de sus respectivas jurisdicciones internas, es decir, a respetar en
esas jurisdicciones los derechos que los mismos tratados reconocen directamente a los hombres
que forman la población de tales estados. El compromiso y la responsabilidad internacionales
aparejan y proyectan un deber “hacia adentro” de los estados, cual es el ya señalado de respetar en
cada ámbito interno los derechos de las personas sujetas a la jurisdicción del estado-parte.
50. — La fuerza y el vigor de estas características se reconocen fundamentalmente por dos
cosas: a) que las normas internacionales sobre derechos humanos son ius cogens, es decir,
inderogables, imperativas, e indisponibles; b) que los derechos humanos forman parte de los
principios generales del derecho internacional público.
Actualmente, no vacilamos en afirmar, además, que:
a) la persona humana es un sujeto investido de personalidad internacional;
b) la cuestión de los derechos humanos ya no es de jurisdicción exclusiva o reservada de los
estados, porque aunque no le ha sido sustraída al estado, pertenece a una jurisdicción concurrente
o compartida entre el estado y la jurisdicción internacional;
c) nuestro derecho constitucional asimila claramente, a partir de la reforma de 1994, todo lo
hasta aquí dicho, porque su art. 75 inc. 22 es más que suficiente para darlo por cierto.
51. — Es bueno trazar un paralelo entre derecho internacional y derecho interno. El artículo 103 de la Carta
de las Naciones Unidas —que sin enumerar los derechos humanos aludía a los derechos y libertades
fundamentales del hombre— proclama su prioridad sobre todo otro tratado, pacto o convención en que se hagan
parte los estados miembros de la organización. Quiere decir que tales estados no pueden resignar ni obstruir a
través de tratados la obligación de respetar y cumplir los derechos y libertades fundamentales del hombre. De
modo análogo, cuando una constitución suprema que encabeza al orden jurídico interno contiene un plexo de
derechos, éste participa en lo interno de la misma supremacía de que goza la constitución a la que pertenece. Hay,
pues, una afinidad: el derecho internacional de los derechos humanos sitúa a los derechos en la cúspide del
derecho internacional, y el derecho interno ubica de modo equivalente a la constitución que incorpora los derechos
a su codificación suprema.
Esto último exhibe el carácter abierto de los tratados y la tendencia a la optimización de los derechos, tanto
como el carácter mínimo y subsidiario del derecho internacional de los derechos humanos, ya que los tratados
procuran que su plexo elemental no sirva ni se use para dejar de lado otros derechos, o los mismos (quizá mejores,
más amplios, más explícitos), que sean oriundos del derecho interno.
En correspondencia, no es vano observar en los tratados de derechos humanos un residuo de derechos que, al
estilo del lenguaje constitucional, cabe denominar implícitos.
Todo ello guarda paralelismo con las frecuentes alusiones que los tratados de derechos humanos efectúan a lo
que llaman una sociedad democrática.
El rango del derecho internacional de los derechos humanos en el derecho interno argentino
Vale reiterar que las normas de los tratados de derechos humanos, tengan o no jerarquía constitucional —pero
especialmente si la tienen— se deben interpretar partiendo de la presunción de que son operativas, o sea,
directamente aplicables por todos los órganos de poder de nuestro estado.
55. — Cada artículo que declara un derecho o una libertad debe reputarse operativo, por lo menos en los
siguientes sentidos: a) con el efecto de derogar cualquier norma interna infraconstitucional opuesta a la norma
convencional; b) con el efecto de obligar al poder judicial a declarar inconstitucional cualquier norma interna
infraconstitucional que esté en contradicción con la norma convencional, o a declarar que la norma convencional
ha producido la derogación automática; c) con el efecto de investir directamente con la titularidad del derecho o la
libertad a todas las personas sujetas a la jurisdicción argentina, quienes pueden hacer exigible el derecho o la
libertad ante el correspondiente sujeto pasivo; d) con el efecto de convertir en sujetos pasivos de cada derecho o
libertad del hombre al estado federal, a las provincias, y en su caso, a los demás particulares; e) con el efecto de
provocar una interpretación de la constitución que acoja congruentemente las normas de la convención en
armonía o en complementación respecto de los similares derechos y libertades declarados en la constitución.
En materia de tratados sobre derechos sociales, muchas de sus cláusulas —al contrario— suelen ser
programáticas e, incluso, depender para su eficacia de condicionamientos culturales, económicos, políticos, etc.,
que exceden el marco semántico del enunciado normativo del derecho.
Lo que debe quedar en claro es que aun tratándose de cláusulas programáticas, si la ley que conforme a ellas
debe dictarse no es dictada en un lapso razonable, la omisión frustratoria de la cláusula programática merece
reputarse inconstitucional (inconstitucionalidad por omisión).
Cuando un tratado como el Pacto de San José de Costa Rica obliga a los estados-parte a adoptar las medidas
legislativas “o de otro carácter” que resulten necesarias para la efectividad de los derechos, hay que dar por cierto
que entre esas medidas “de otro carácter” como alternativas o supletorias de las legislativas, se hallan las
sentencias, porque los jueces —en cuanto operadores— tienen la obligación de dar aplicación y eficacia a los
derechos reconocidos en los tratados sobre derechos humanos.
56. — En el derecho internacional de los derechos humanos bien cabe aludir al llamado “derecho
internacional humanitario ”, que está destinado a aplicarse en los conflictos bélicos para, fundamentalmente,
tutelar a personas y bienes a los que afecta ese conflicto.
Es menester tomar además en cuenta el “derecho internacional de los refugiados” que protege los derechos de
personas a las que se les reconoce la calidad de refugiados, con el mismo efecto que acabamos de señalar en el
ámbito del derecho internacional humanitario.
57. — Los tratados sobre derechos humanos que forman parte del derecho argentino obligan
a las provincias, cualquiera sea su rango jerárquico. Ello surge claramente del art. 31 de la
constitución. Además, hay tratados que expresamente prevén igual situación en una cláusula
federal destinada a los estados que, siendo de estructura federal, se hacen parte en ellos (así, el
Pacto de San José de Costa Rica, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el de
Derechos Económicos, Sociales y Culturales).
60. — Este muy sintético esbozo mínimo, así condicionado, desemboca en una sugerencia
que personalmente nos complace. Así como ya hemos dicho que el sistema de derechos de un
estado democrático necesita abastecerse de dos fuentes (la interna y la internacional ), añadimos
ahora que, dentro de la fuente interna, la constitución federal acoge como posible a la fuente
provincial a efectos de mejorar el sistema de derechos.
El paisaje, en tal caso, sería éste:
a) fuente internacional;
b) fuente interna, desdoblada en: b’) constitución federal y derecho derivado de ella; b’’)
constituciones provinciales y derecho derivado de ellas.
De este modo la unidad solidaria de las dos fuentes internas (federal y provincial) asume de
alguna manera la misma opción preferencial que, en cada caso, hay que hacer entre la fuente
inter-nacional y la interna en busca del resultado más favorable para la persona humana y el
sistema de derechos.
61. — Puede servir de instrumento, a tono con la concertación federal, el régimen de tratados
interjurisdiccionales —entre provincias, y entre éstas y el estado federal—.
62. — Conviene recordar que la reforma de 1994 ha previsto facultades concurrentes entre el estado federal y
las provincias en dos interesantes aspectos:
a) para los derechos de los pueblos indígenas, en el art. 75 inc. 17;
b) para los derechos referidos al ambiente, en el art. 41, estableciendo que corresponde al congreso dictar las
normas con los presupuestos mínimos para su protección, y a las provincias las necesarias para complementarlas.
Determinar quién puede actuar en el proceso como parte actora (legitimación activa ) y frente a quién puede
actuar (legitimación pasiva ) es una cuestión que, de alguna manera, exige ahondar en el derecho constitucional
para averiguar varias cosas: entre ellas, la correspondencia del derecho que se hace valer con el sujeto que
pretende hacerlo valer o, dicho en otros términos, la pertenencia o titularidad del derecho por parte de quien lo
pretende en el proceso; también hay que ver si el sujeto ante quien se pretende hacer valer el derecho es el
obligado a satisfacerlo con una prestación (de omisión, de dar, o de hacer), y si entre ambos sujetos existe una
relación jurídica sustancial con el objeto del proceso.
Pero aquí no concluye la perspectiva: hay que encontrar la llave que habilite a formular la
pretensión. Si la aptitud procesal para hacerlo (usar la llave) no es reconocida, o es denegada,
seguramente quien titulariza un derecho no podrá reclamar judicialmente, porque el derecho
procesal no lo investirá de legitimación. Y habrá entonces una defectuosidad, una anomalía. A lo
mejor, una incons-titucionalidad.
La lección mínima, pero básica, que nos queda es ésta: desconocer, negar, o estrangular la
legitimación procesal, privando de llave de acceso al proceso a quien quiere y necesita formular
pretensiones en él para hacer valer un derecho que cree titularizar es inconstitucional.
64. — Preside estas reflexiones una idea de base: si se trata de la procura de una defensa
idónea de los derechos que contiene la constitución, ahora se suma algo más; y ese algo más
proviene del derecho internacional de los derechos humanos. Una vez que nuestro estado se ha
hecho parte en tratados sobre derechos humanos, algunos con jerarquía constitucional por el art.
75 inc. 22, ha ingresado a nuestro derecho interno una exigencia suplementaria. Es la de que los
derechos, libertades y garantías que tales tratados reconocen, se hagan efectivos en nuestra
jurisdicción interna y, por ende, cuenten doblemente con vías idóneas de acceso a los tribunales
judiciales y con la indispensable legitimación de sus titulares para postular su defensa.
66. — Hay situaciones en que, sin ley o con ley, la legitimación tiene que ser reconocida, porque se juega en
su reconocimiento una cuestión constitucional que sólo el derecho constitucional debe tomar a su cargo. Pero
agregamos más: hay casos en que, aunque la ley niegue legitimación a alguien, el juez también tendrá que
reconocérsela “contra ley”, porque si se la niega en mérito a que ésa es la solución que arbitra la ley, cumplirá la
ley pero violará la constitución. Tal ocurre cuando es evidente que en un proceso determinado y con un objeto
también determinado, alguien que ostenta derecho e interés en la cuestión no puede intervenir en el proceso, no
puede plantear la cuestión, está privado del derecho a formular su pretensión y a obtener resolución judicial sobre
ella, y tampoco puede promover el control constitucional.
La inconstitucionalidad que se tipifica en esos supuestos radica, en su última base, en la violación del derecho
a la jurisdicción como derecho de acceder a un tribunal judicial, o derecho a la tutela judicial efectiva.
71. — Se llama “zona de reserva” de la ley el ámbito donde la regulación de una materia es
de competencia legislativa del con-greso.
72. — El principio de legalidad se complementa con el que enuncia que todo lo que no está prohibido está
permitido. Aplicado a los hombres significa que, una vez que la ley ha regulado la conducta de los mismos con lo
que les manda o les impide hacer, queda a favor de ellos una esfera de libertad jurídica en la que está permitido
todo lo que no está prohibido.
75. — El principio de razonabilidad no se limita a exigir que sólo la ley sea razonable. Es
mucho más amplio. De modo general pode-mos decir que cada vez que la constitución depara una
competencia a un órgano del poder, impone que el ejercicio de la actividad consi-guiente tenga un
contenido razonable. El congreso cuando legisla, el poder ejecutivo cuando administra, los jueces
cuando dictan sen-tencia, deben hacerlo en forma razonable: el contenido de los actos debe ser
razonable.
La jurisprudencia de la Corte Suprema ha construido toda una fecunda doctrina sobre la
arbitrariedad de las sentencias, exigiendo que éstas, para ser válidas en cuanto actos
jurisdiccionales, sean razonables.
También los actos de los particulares deben satisfacer un conte-nido razonable.
76. — El sentido común y el sentimiento racional de justicia de los hombres hacen posible vivenciar en cada
caso la razonabilidad, y su opuesto, la arbitra-riedad. La constitución formal suministra criterios, principios y
valoraciones que, integrando su ideología, permiten componer y descubrir en cada caso la regla de razonabilidad.
Para ello es útil acudir a la noción de que en cada derecho hay un reducto que configura, como mínimo, su núcleo
esencial, y que este núcleo no tolera ser suprimido, alterado o frustrado porque, de ocurrir algo de esto, se incurre
en irrazonabilidad, arbitrariedad e inconstitucionalidad.
77. — La regla de razonabilidad está condensada en nuestra constitución en el art. 28, donde
se dice que los principios, derechos y garantías no podrán ser alterados por las leyes que
reglamenten su ejercicio. La “alteración” supone arbitrariedad o irrazonabilidad.
La irrazonabilidad es, entonces una regla sustancial, a la que también se la ha denominado el
“principio o garantía del debido proceso sustantivo ”.
El principio de razonabilidad tiene como finalidad preservar el valor justicia en el contenido
de todo acto de poder e, incluso, de los particulares.
El derecho judicial emanado de la Corte Suprema en materia de control judicial de la razonabilidad, se limita
a verificar si el “medio” elegido para tal o cual “fin” es razonablemente proporcionado y conducente para alcanzar
ese fin; pero no entra a analizar si ese “medio” elegido pudo o puede ser reemplazado por otro que, igualmente
conducente y proporcionado al mismo “fin”, resulte menos gravoso para el derecho o la libertad que se limitan.
La Corte no efectúa esa comparación entre diversos medios posibles, porque estima que pertenece al
exclusivo criterio de los órganos políticos (congreso y poder ejecutivo) seleccionar el que a su juicio le parezca
mejor o más conveniente. Basta que el escogido guarde razonabilidad suficiente en relación al fin bus-cado.
Nosotros creemos que el control judicial de la razonabilidad debe analizar si entre diversos medios
igualmente posibles para alcanzar un fin, se optó por el más o menos restrictivo para los derechos individuales
afectados; y que, realizada esa confrontación, debe considerar irrazonable la selección de un medio más severo en
lugar de otro más benigno que también sería conducente al fin perseguido.
O sea que para dar por satisfecha la razonabilidad hacen falta dos cosas: a) proporción en el medio elegido
para promover un fin válido; b) que no haya una alternativa menos restrictiva para el derecho que se limita.
CAPÍTULO X
1. — Cuando la constitución en su parte dogmática se propone asegurar y proteger los derechos individuales,
merece la denominación de derecho consti-tucional “de la libertad”. Tan importante resulta la postura que el
estado adopta acerca de la libertad, que la democracia, o forma de estado democrática, consis-te,
fundamentalmente, en el reconocimiento de esa libertad.
Podemos adelantar, entonces, que el deber ser ideal del valor justicia en el estado democrático exige adjudicar
al hombre un suficiente espacio de libertad jurídicamente relevante y dotarlo de una esfera de libertad tan amplia
como sea necesaria para desarrollar su personalidad. Es el principio elemental del humanismo personalista.
Con el ejercicio de esa libertad jurídica, lo que yo hago u omito bajo su protección es capaz de producir
efectos jurídicos, o sea, efectos que el derecho recoge en su ámbito.
Los contenidos de la libertad jurídica
El Pacto de San José de Costa Rica (arts. 1º y 3º) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos
(art. 16), por su parte, prescriben que todo ser humano (persona) tiene derecho al reconocimiento de su
personalidad jurídica.
Si fuera necesario que cada conducta humana tuviera que estar autorizada, la nómina de permisiones se
elevaría hasta el infinito, y siempre dejaría lagunas. Hay que partir, por eso, desde una base de libertad jurídica,
que demarca como zona permitida (libre) toda el área de conductas no prohibidas.
Este principio se deduce de nuestra constitución del mismo art. 19 en la parte que consagra el principio de
legalidad, porque si nadie puede ser privado de hacer lo que la ley no impide, es porque “lo no prohibido está
permitido”.
5. — El Pacto de San José de Costa Rica explaya diversos aspectos del derecho a la libertad,
abarcando supuestos como el de detención, privación de libertad (arts. 5º y 7º), y prohibición de la
esclavitud, la servidumbre, y los trabajos forzosos y obligatorios (art. 6º). En paralelo, el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos (arts. 9º, 10 y 8º).
No hay que descuidar las normas equivalentes de la Convención sobre Derechos del Niño
(arts. 37 b, y 40), y todas las que se incluyen en otros tratados de jerarquía constitucional, como la
convención sobre la tortura.
La libertad física
6. — La libertad corporal o física es el derecho a no ser arrestado sin causa justa y sin forma
legal. Apareja, asimismo, la libertad de locomoción. En otro sentido, descarta padecer cierto tipo
de retenciones corporales forzosas, o realizar prestaciones forzosas valoradas como injustas: por
ej.: los trabajos forzados, o sufrir restricciones ilegítimas.
Aun quienes padecen privación legítima de su libertad, tienen derecho a que no se agrave su
situación con restricciones ilegítimas.
La libertad de locomoción se vincula también con la libertad de circulación.
Nuestra constitución protege estos contenidos cuando en el art. 18 establece que nadie puede
ser arrestado sin orden escrita de autoridad competente; cuando en el art. 14 consagra el derecho
de entrar, permanecer, transitar y salir del territorio; y cuando en el art. 17 dispone que ningún
servicio personal es exigible sino en virtud de ley o de sentencia fundada en ley.
La garantía que protege la libertad corporal o física es el habeas corpus.
7. — Para las normas de los tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional,
remitimos al nº 5.
La libertad de circular cuenta con previsiones en el Pacto de San José de Costa Rica (art. 22),
en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (art. 12), en la convención sobre
Discriminación de la Mujer (art. 15.4), en la convención sobre Discriminación Racial (art. 5º) y
en la convención sobre Derechos del Niño (art. 10).
La libertad de intimidad
El art. 1071 bis del código civil, por la protección que depara a la intimidad o privacidad, puede tenerse como
una reglamentación de la norma constitucional citada.
Con encuadre en el art. 19, estamos acostumbrados personalmente a tener como sinónimos el derecho a la
“intimidad” y el derecho a la “privacidad”; la intimidad sería la esfera personal que está exenta del conocimiento
generalizado de terceros, y la privacidad sería la posibilidad irrestricta de realizar acciones privadas (que no dañan
a otros) por más que se cumplan a la vista de los demás y que sean conocidas por éstos. Se trata siempre de una
zona de reserva personal, propia de la autonomía del ser humano.
9. — No se ha de creer, por eso, que en la intimidad se aloje y proteja únicamente a las acciones que de
ninguna manera se exteriorizan al público. El derecho judicial de la Corte anterior a 1984 pudo inducir a ese error
cuando se refirió a las conductas que permanecen en la “interioridad” del hombre. Y no es así. Conductas y
situaciones que pueden ser advertidas por terceros y ser conocidas públicamente admiten refugiarse en la
intimidad cuando hacen esencialmente a la vida privada: tales, por ej., las que se refieren al modo de vestir, de usar
el cabello, a asistir a un templo o a un lugar determinado.
10. — En el caso “Ponzetti de Balbín”, fallado el 11 de diciembre de 1984, la Corte, mejoró y aclaró su
doctrina. Veamos el siguiente párrafo: “en relación directa con la libertad individual protege (el derecho a la
privacidad e intimidad) un ámbito de autonomía individual constituida por sentimientos, hábitos y costumbres, las
relaciones familiares, la situación económica, las creencias religiosas, la salud mental y física y, en suma, las
acciones, hechos o datos que, teniendo en cuenta las formas de vida aceptadas por la comunidad están reservadas
al propio individuo y cuyo conocimiento y divulgación por los extraños significa un peligro real o potencial para
la intimidad. En rigor, el derecho a la privacidad comprende no sólo a la esfera doméstica, el círculo familiar y de
amistad, sino otros aspectos de la personalidad espiritual o física de las personas, tales como la integridad corporal
o la imagen, y nadie puede inmiscuirse en la vida privada de una persona ni violar áreas de su actividad no
destinadas a ser difundidas, sin su consentimiento o el de sus familiares autorizados para ello, y sólo por ley podrá
justificarse la intromisión, siempre que medie un interés superior en resguardo de la libertad de otros, la defensa de
la sociedad, las buenas costumbres o la persecución del crimen”.
11. — Es muy importante destacar que la intimidad resguardada en el art. 19 frente al estado, goza de igual
inmunidad frente a los demás particulares. Así la valoró e interpretó la Corte en el citado caso “Ponzetti de
Balbín”, del 11 de diciembre de 1984.
b) En otra faceta, puede relacionársela con el derecho “al silencio” y “al secreto”. El derecho
al silencio es la faz negativa del derecho a la libre expresión, y al igual que el derecho al secreto,
implica la facultad de reservarse ideas, sentimientos, conocimientos y acciones que el sujeto no
desea voluntariamente dar a publicidad, o revelar a terceros, o cumplir.
c) El derecho a la intimidad o privacidad aloja sin dificultad a la relación confidencial entre
un profesional y su cliente (secreto profesional), que debe ser protegida también y además como
una manifestación del derecho al silencio o secreto dentro de la libertad de expresión (en su faz
negativa de derecho a no expresarse).
El secreto de los periodistas e informadores o comunicadores sociales les impide revelar tanto las fuentes de
las cuales han obtenido la información, como la identidad de quien se las ha suministrado. Protege, por ende, las
grabaciones, cintas, escritos y toda otra constancia de datos, con la finalidad de amparar al informante, asegurarle
el mayor ámbito de libertad en el ejercicio de su actividad, y mantener la confianza pública de las gentes en la
confidencialidad de cuanto le transmite a los periodistas.
El art. 43, al prever la garantía del habeas data, resguarda el secreto de las fuentes de información en una
norma que se debe interpretar ampliamente en todos los demás casos a favor del secreto periodístico.
d) Existe un derecho al secreto fiscal; con esto queremos decir que si bien el fisco puede
revelar públicamente quiénes incumplen sus obligaciones tributarias, no puede en cambio dar a
publicidad la identidad de quienes, cumpliéndolas, sufren afectación en su privacidad por la
difusión informativa de su patrimonio, o de sus ganancias, o de los montos oblados.
Cartas misivas, legajos, fichas e historias clínicas de clientes o enfermos que reservan los profesionales, libros
de comercio, etc., quedan amparados en el secreto de los papeles privados.
Con la técnica moderna consideramos que la libertad de intimidad se extiende a otros ámbitos:
comunicaciones que por cualquier medio no están destinadas a terceros, sea por teléfono, por radiotelegrafía, por
fax, etc. Este último aspecto atañe simultáneamente a la libertad de expresión: la expresión que se transmite en uso
de la libertad de intimidad no puede ser interferida o capturada arbitrariamente. La captación indebida tampoco
puede, por ende, servir de medio probatorio.
16. — Sería extenso enumerar otros contenidos que quedan amparados en la intimidad, y sobre los cuales
sólo puede avanzar una ley suficientemente razonable con un fin concreto de verdadero interés. Así, el secreto
financiero y bancario, el propio retrato o la imagen, etc.
17. — Los medios que sin el consentimiento de la persona interesada tienden a extraer de su intimidad
informaciones, secretos, declaraciones —por ej.: el narcoanálisis y las drogas de la verdad— son allanamientos
injustos de su fuero íntimo, que no pueden emplearse ni siquiera en un proceso judicial con miras al
descubrimiento de un delito.
Las formas más torpes de coacción, como los castigos corporales o las presiones sicológicas y morales de
cualquier tipo que tienden a debilitar o anular la voluntad para obtener la confesión, revelación o declaración de
cualquier dato padecen de similar inconstitucionalidad. La garantía del debido proceso, que nuestra constitución
contiene y asegura, da pie para avalar dicho criterio de inconstitucionalidad, en correlación con el derecho a la
intimidad.
18. — Hay conductas que, aunque se deciden por más de una persona (en común con otra) y aunque por ende
no pertenecen a una sola, se resguardan en la intimidad, como la decisión de una pareja para procrear o no, para
elegir el método procreativo, para decidir el número de hijos y el modo de su regula-ción, etc.
De modo análogo, la elección que hacen ambos padres por un modelo educativo para sus hijos sin
discernimiento suficiente.
19. — El derecho a la intimidad alcanza también a los menores de edad. Si bien es verdad que hay que
conjugarlo con los derechos que emergen de la patria potestad, hemos de admitir que cuando el menor alcanza la
edad del discernimiento debe quedar en disponibilidad para ejercer derechos que hacen a su intimidad.
Esta coordinación entre derechos de los padres y derecho a la intimidad de sus hijos, parece desprenderse
suficientemente de la Convención sobre Derechos del Niño, que tiene jerarquía constitucional, y que obliga a la
vez a respetar los derechos paternos para impartir dirección al niño en el ejercicio de su derecho de modo
conforme a la evolución de sus facultades, y que reconoce el derecho del niño a la libertad de pensamiento, de
conciencia y de religión (todo ello en el art. 14) así como el de no ser objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en
su vida privada (art. 16).
La “juridicidad” de la intimidad
20. — A veces se ha pretendido que la zona de privacidad que el art. 19 preserva es un ámbito
“extrajurídico” o “ajurídico”, que quedaría fuera o al margen del derecho. Y no es así. El área de
intimidad, como parte del derecho de libertad, es jurídica, y cada vez que el poder judicial le
depara tutela está demostrando que lo que en esa área se preserva es un bien jurídico amparado
por el derecho (ver nº 3).
21. — La libertad de intimidad se halla enfocada en el Pacto de San José de Costa Rica y en
el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos cuando disponen que nadie puede ser
objeto de injerencias arbitrarias o abusivas en su vida privada, en la de su familia, en su domicilio
o en su correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra o reputación y que toda persona tiene
derecho a la protección de la ley contra esas injerencias o esos ataques (arts. 11 y 17,
respectivamente).
Similar norma contiene el art. 16 de la Convención sobre los Derechos del Niño, que también
obliga al estado a respetar y preservar la identidad de los menores en el art. 8º.
22. — Es reciente la elaboración del derecho que se da en denominar a la “identidad personal”. La doctrina y
la jurisprudencia italianas pueden considerarse vanguardistas.
Aspectos de la identidad que podríamos llamar estática —como el nombre, la filiación, el estado de familia,
la nacionalidad— ya venían suficientemente acogidos, hasta dentro del plexo de los derechos personalísimos.
Faltaba extender la identidad a su proyección dinámica, social, existencial, como verdad biográfica de cada
persona, que vive su vida a través de un proceso de autocreación.
a) El derecho a la identidad en orden hacia la propia persona, hacia su modo personal de vivir
“su” vida, hacia su “mismidad” y su verdad personal, ofrece un ámbito muy ligado —si es que no
resulta lo mismo— al derecho a la intimidad.
Bien puede hablarse por eso del derecho frente a los otros de “ser uno mismo” conforme a la
propia opción.
b) Este “ser uno mismo” y tener “su identidad” en la vida biográfica y en su dinamismo
existencial se externaliza en una imagen social. Estamos ante el segundo aspecto del derecho a la
identidad personal, en cuanto cada persona tiene derecho a presentarse en la convivencia
societaria como “el que es”, en la ya referida “mismidad” auténtica, y a que así se la reconozca, se
la respete y se la tolere.
Se comprende que en esta vertiente no aludimos a los rasgos físicos, biológicos o estáticos de la persona
identificada, sino a una multiplicidad de caracteres dinámicos y manifestaciones concretas que componen un
bagaje o patrimonio inmaterial: lo somático, lo espiritual, lo ideológico, lo profesional, lo religioso de cada uno.
Con este acervo cada sujeto se distingue de cualquier otro ser humano: es una unidad irrepetible y única, diferente
a todo otro prójimo; es lo que lo individualiza y especifica como “el que es”, en su “yo” y en su “mismidad”.
Por eso corresponde hablar de la imagen que la identidad personal proyecta, traslada y exhibe hacia afuera,
ante los otros.
El derecho a la diferencia
El habeas data
24. — La acción de habeas data, que por el art. 43 de la constitu-ción se encarrila a través de
la acción de amparo, protege aspectos fundamentales de la intimidad, la privacidad y la identidad
personales, en relación con la llamada libertad informática y los registros o bancos de datos.
La estudiaremos al tratar las garantías.
Su concepto
La igualdad no significa igualitarismo. Hay diferencias justas que deben tomarse en cuenta, para no incurrir
en el trato igual de los desiguales.
El derecho a la identidad y el derecho a ser diferente obligan, desde la igualdad, a tomar en cuenta lo que en
cada ser humano y en cada grupo social hay de diferente con los demás, al modo como —por ej.— lo hace el art.
75 inc. 17 (ver nº 23).
Lo mismo que la libertad, la igualdad merece verse como un principio general y un valor en nuestra
constitución: el principio de igualdad y el valor igualdad.
Conviene advertir que la igualdad elemental que consiste en asegurar a todos los hombres los
mismos derechos requiere, imprescindiblemente, algunos presupuestos de base:
a) que el estado remueva los obstáculos de tipo social, cultural, político, social y económico,
que limitan “de hecho” la libertad y la igualdad de todos los hombres;
b) que mediante esa remoción exista un orden social y económico justo, y se igualen las
posibilidades de todos los hombres para el desarrollo integral de su personalidad;
c) que a consecuencia de ello, se promueva el acceso efectivo al goce de los derechos
personales de las tres generaciones por parte de todos los hombres y sectores sociales.
La reforma de 1994
29. — Toda esta red elocuente de principios, valores, derechos y obligaciones constitucionales
demuestra el sentido actual del derecho a la igualdad jurídica real y efectiva, asumiendo que:
a) las acciones positivas significan prestaciones de dar y de hacer en favor de la igualdad;
b) el verbo promover (en el inc. 23 del art. 75) implica adoptar y ejecutar políticas activas que
den impulso al acceso a la igualdad real y efectiva;
c) para tales logros, se admite sin duda la llamada discriminación inversa (incisos 17, 19 y 23
del art. 75, y art. 37);
d) se reconoce claramente el derecho a la identidad, a la diferencia y al pluralismo en
diversos ámbitos: d’) para los pueblos indígenas (inc. 17 del art. 75); d’’) en las políticas
diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de provincias y regiones (inc.
19 segundo párrafo); d’’’) en materia cultural (inc. 19 cuarto párrafo); d’’’’) en protección de
niños, mujeres, ancianos y discapacitados (inc. 23 primer párrafo); d’’’’’) para dictar un régimen
de seguridad social especial e integral para el niño en situación de desamparo, desde el embarazo
hasta el fin del período de enseñanza elemental, y para la madre durante el embarazo y el tiempo
de lactancia (inc. 23 segundo párrafo);
e) en materia impositiva, también el art. 75 inc. 2º incluye entre las pautas que deben presidir
la coparticipación federal, la prioridad de la igualdad de oportunidades en todo el territorio del
estado;
f) para los tratados de integración en organizaciones supraesta-tales el inc. 24 del art.75
prescribe que la transferencia de competencias y jurisdicción a las mismas debe hacerse en
condiciones de reciprocidad e igualdad;
g) a su modo, el art. 38 sobre los partidos políticos exhibe una manifestación del pluralismo
democrático y del derecho de las minorías a estar representadas.
31. — Nuestro derecho judicial considera que no corresponde a los jueces juzgar del acierto o conveniencia
de la discriminación en su modo o en su medida, pero en cambio les incumbe verificar si el criterio de
discriminación es o no razonable, porque el juicio acerca de la razonabilidad proporciona el cartabón para decidir
si una desigualdad viola o no la constitución.
a) Es interesante en materia de igualdad reseñar el caso “E., F.E.” resuelto por la Corte el 9 de junio de 1987,
en el que abierto el juicio sucesorio del causante fallecido después de incorporado al derecho argentino el Pacto de
San José de Costa Rica, pero antes de que nuestra ley interna 23.264 cumpliera el deber por él impuesto a nuestro
estado de equiparar las filiaciones matrimoniales y extramatrimoniales, el tribunal sostuvo que el art. 17 de dicho
Pacto resulta programático y no igualó automática ni directamente ambas filiaciones, por lo que remitiéndose a la
anterior legislación argentina (ley 14.367) vigente al morir el padre, afirmó que no se violaba la igualdad por el
hecho de que una discriminación acorde con la pauta jurisdiccional de razonabilidad entre hijos matrimoniales y
extramatrimoniales a los efectos sucesorios colocara a los segundos en situación hereditaria distinta frente a los
primeros;
b) en aplicación de la igualdad constitucional de derechos civiles entre extranjeros y nacionales, la Corte
Suprema declaró inconstitucional la normativa que en la provincia de Buenos Aires exigía la nacionalidad
argentina para el ejercicio de la docencia en establecimientos privados (caso “Repetto, Inés M.”, del 8 de
noviembre de 1988).
c) en 1966 la Corte hizo lugar en el caso “Glaser” a la excepción de servicio militar impetrada por un
seminarista judío, extendiéndole el beneficio acordado a los seminaristas católicos. Interpretamos el criterio del
caso como un modo de no discriminación por causa de la religión, y como una igualación razonable de situaciones
semejantes.
32. — A mero título enunciativo, recordamos que conforme a la jurisprudencia de la Corte Suprema, la
igualdad no queda violada: a) por la existencia de fallos contradictorios dictados por tribunales distintos con
relación a situaciones jurídicas similares en aplicación de las mismas normas legales; b) por la variación de la
jurisprudencia en el tiempo; c) por la existencia de regímenes procesales diferentes en el orden federal y en el
provincial; d) porque la ley permita la excarcelación para unos delitos y la niegue para otros; e) por la existencia
de fueros reales o de causa; f) por la existencia de regímenes jubila-torios diferenciales según la índole de la
actividad que cada uno comprende; g) por la existencia de diferentes regímenes laborales según la índole de la
actividad; h) por la variación del régimen impositivo en el tiempo; i) por la exis-tencia de regímenes legales
diferentes en materia de trabajo según las características distintas de cada provincia, etcétera.
33. — Es constante el derecho judicial de la Corte en decir también que: a) la desigualdad inconstitucional
debe resultar del texto mismo de la norma; b) que por eso, no es impugnable la desigualdad que deriva de la
interpretación que de ella hagan los jueces al aplicarla según las circunstancias de cada caso.
34. — Es muy importante advertir que, también en el derecho judicial emanado de la Corte Suprema,
funcionan dos principios básicos acerca de la igualdad: a) sólo puede alegar la inconstitucionalidad de una norma
a la que se reputa desigualitaria, aquél que padece la supuesta desigualdad; b) la garantía de la igualdad está dada a
favor de los hombres contra el estado, y no viceversa.
La discriminación
La discriminación “inversa”
36. — Algo que aparentemente puede presentarse como lesivo de la igualdad y, muy lejos de ello, es o puede
ser un tramo razonable para alcanzarla, es la llamada discriminación “inversa”. En determinadas circunstancias
que con suficiencia aprueben el test de la razonabilidad, resulta constitucional favorecer a determinadas personas
de ciertos grupos sociales en mayor proporción que a otras, si mediante esa “discriminación” se procura
compensar y equilibrar la marginación o el relegamiento desigualitarios que recaen sobre aquellas personas que
con la discriminación inversa se benefician. Se denomina precisamente discriminación inversa porque tiende a
superar la desigualdad discriminatoria del sector perjudicado por el aludido relegamiento.
Un ejemplo reciente está dado por la ley que fijó el cupo o porcentaje mínimo de mujeres que los partidos
deben incluir en las listas de candidatos a cargos que, en el orden federal, se disciernen por elección popular. La
reforma de 1994 la constitucionalizó en el art. 37 y en la disposición transitoria segunda.
Pueden citarse, además, como previsoras de la discriminación inversa para darle posible cabida, las normas
que aluden a medidas de acción positiva en el art. 75 inc. 23, y a los pueblos indígenas en el inc. 17.
37. — La llamada ley antidiscriminatoria nº 23.592, de 1988, contiene disposiciones que sancionan civil y
penalmente las conductas discriminatorias arbitrarias que impidan, obstruyan, o de algún modo menoscaben el
pleno ejercicio sobre bases igualitarias de los derechos y garantías fundamentales reconocidos en la constitución.
Se reputan especialmente como actos u omisiones discriminatorios los basados en motivos tales como raza,
religión, nacionalidad, ideología, opinión política o gremial, sexo, posición económica, condición social, o
caracteres físicos.
La igualdad ante la ley: su insuficiencia - La plenitud de igualdad jurídica
38. — La constitución habla en su art. 16 de igualdad “ante la ley”. La norma hace recaer en
el legislador una prohibición: la de tratar a los hombres de modo desigual. O sea que cuando el
estado legisla no puede violar en la ley la igualdad civil de los habitantes. Además, el texto
reformado en 1994 agrega al deber de no violarla, el de promoverla en numerosos ámbitos (ver n os
28 y 29).
Pero si estancamos aquí el sentido de la igualdad, pecamos por insuficiencia; por eso
propiciamos lo que llamamos igualdad jurídica, con alcance integral y de la siguiente manera:
a) igualdad ante el estado; a’) ante la ley; a’’) ante la administración; a’’’) ante la jurisdicción;
b) igualdad ante y entre particulares: en la medida de lo posible y de lo justo.
41. — Siendo la ley la misma para todos, ¿sufre la igualdad cuando la misma ley es
interpretada en circunstancias similares de modo opuesto por tribunales distintos?
Nosotros creemos que sí, porque la sentencia como “derecho del caso y de las partes” es la
que acusa para cada uno la vigencia de la ley que esa sentencia aplica e interpreta y, por ende, si
una sentencia interpreta en un caso la ley con un sentido, y otra sen-tencia de otro tribunal
interpreta en otro caso análogo la misma ley con un sentido discrepante, ambos casos han sido
resueltos bajo la “misma ley” de “modo desigualitario”.
¿Cómo remediar esa desigualdad? Postulamos que, alegando la vulneración de la igualdad, se
utilice el recurso extraordinario para llegar a la Corte Suprema, y se pueda obtener así una
decisión que proporcione uniformidad a la jurisprudencia contradictoria.
Nuestro derecho constitucional material no acepta este criterio, y considera que esa
desigualdad no es inconstitucional, y que carece de remedio institucional.
La jurisprudencia de la Corte Suprema tiene establecido de manera uniforme que la desigualdad derivada de
la existencia de fallos contradictorios no viola la igualdad, y que es únicamente el resultado del ejercicio de la
potestad de juzgar atribuida a los diversos tribunales, que aplican la ley conforme a su criterio. La desigualdad
inconstitucional tiene que provenir del texto mismo de la norma, y no es tal la que resulta de la interpretación que
hacen los jueces cuando aplican esa norma según las circunstancias de cada caso. Como principio, pues, el recurso
extraordinario no sirve para acusar tal desigualdad ni para conseguir la unificación de la jurisprudencia divergente.
Ha de quedar claro que, a nuestro criterio, la jurisprudencia contradictoria viola la igualdad únicamente
cuando la misma ley se interpreta de modo opuesto en casos similares, en tanto no hay violación si esa
interpretación es discrepante en casos no similares, porque entonces la diferente interpretación responde
razonablemente a la “desigualdad” fáctica de tales casos entre sí.
La variación temporal en la interpretación y aplicación judiciales de la ley penal
42. — Entendemos que cuando en un tiempo determinado el derecho judicial tiene declarada inconstitucional
una norma penal, y posteriormente cambia esa jurisprudencia considerándola constitucional, quienes cometieron la
conducta atrapada por esa norma penal en el período en que estaba judicialmente declarada inconstitucional deben
ser absueltos, aunque al momento de sentenciarse sus causas ya esté en vigor la ulterior jurisprudencia opuesta.
Ello es así porque damos por cierto que el “derecho” vigente a la fecha de la conducta presuntamente delictuosa
por la que se los somete a proceso penal no era solamente la norma legal (que subsiste incólume en su vigencia
normológica) sino la “norma legal más la interpretación judicial” que la Corte hacía de ella declarándola
inconstitucional.
Esa unidad integrada por la sumatoria de “ley más derecho judicial” es el derecho penal más benigno porque
conduce a absolver y no a condenar. Por ende, de aplicarse el derecho judicial posterior más severo se vulneran
principios caros al derecho penal —por ejemplo, el de la ley previa (que no es sólo la letra de la norma penal sino
ella “más” el derecho judicial) así como el principio de igualdad (en cuanto todos los que cometieron el hecho en
la misma época en que la Corte tenía declarada la inconstitucionalidad de la norma penal deben obtener
judicialmente el mismo tratamiento absolutorio)—.
Para el tema pueden verse, en sentido contrario a lo que propiciamos, los fallos de la Corte Suprema y sus
disidencias en los casos “V., J.C.” del 9 de octubre de 1990, y “A., J.C.” del 10 de marzo de 1992.
43. — Resta decir algo sobre la igualdad en las relaciones priva-das, o sea, ante y entre
particulares.
Nuestra constitución consagra algunos aspectos de la igualdad privada. Así, en el art. 14 bis,
establece expresamente que se debe igual salario por igual trabajo, con lo que impide la
discriminación arbitraria del empleador entre sus dependientes en materia de remuneraciones.
Como principio general puede, también, decirse que si la regla de razonabilidad se extiende a los actos de los
particulares para obligar a que tales actos tengan un contenido razonable, todo trato arbitrariamente desigualitario
(o sea, irrazonable) que un particular infiere a otros particulares que frente a él se hallan en condiciones similares,
viola la igualdad en las relaciones privadas.
Pero también para estos cargos rige el requisito general de la idoneidad. Por eso, cuando se trata de cargos
que se disciernen por elección popular, los partidos que presentan candidaturas han de seleccionarlas
responsablemente tomando muy en cuenta la idoneidad.
b) En segundo lugar, para los demás empleos —que debemos entender referidos a los empleos
públicos— la idoneidad es la pauta exclusiva con que puede manejarse la forma y la selección de
los candidatos. Todo requisito exigible debe filtrarse a través de la idoneidad, o sea, configurar un
elemento que califique a la idoneidad.
El requisito de idoneidad, tal como viene impuesto por el art. 16, es exigible también en el
empleo público provincial.
Si en sentido lato puede hablarse de un derecho “al” empleo de todos los habitantes, ello sólo significa la
pretensión o expectativa de acceder a un empleo conforme a la idoneidad. No tratándose todavía de un verdadero
derecho subjetivo, la relación jurídica de empleo surge solamente cuando el ingreso se opera mediante
nombramiento u otra forma de incorporación a la administración pública; producido ese ingreso, surgen los
derechos “del” empleo.
45. — Si bien la idoneidad en cuanto “aptitud” depende de la índole del empleo, y se configura mediante
condiciones diferentes, razonablemente exigibles según el empleo de que se trata, podemos decir en sentido lato
que tales condiciones abarcan la aptitud técnica, la salud, la edad, la moral, etcétera.
Al contrario, y como principio, no son condición de idoneidad: el sexo, la religión, las creencias políticas,
etc., por lo que sería inconstitucional la norma que discriminara apoyándose en esos requisitos.
En lo que hace a la nacionalidad (o ciudadanía) entendemos que la condi-ción de argentino no es exigible con
carácter general, porque la constitución abre el acceso a los empleos a todos los “habitantes”, incluyendo
extranjeros. Por excepción, la condición de nacionalidad puede imponerse para ciertos em-pleos —por ej.: en el
servicio exterior—. Las normas que exigen ser argentino para ingresar a la administración nos parecen
inconstitucionales.
En el caso “Repetto, Inés M.” del 8 de noviembre de 1988 la Corte consideró inconstitucional la exigencia de
nacionalidad argentina para el desempeño de la docencia en establecimientos privados de la provincia de Buenos
Aires.
46. — Por último, el art. 16 estipula que la igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas. El
concepto de igualdad fiscal es, meramente, la aplicación del principio general de igualdad a la materia tributaria,
razón por la cual decimos que: a) todos los contribuyentes comprendidos en una misma categoría deben recibir
igual trato; b) la clasificación en categorías diferentes de contribuyentes debe responder a distinciones reales y
razonables; c) la clasificación debe excluir toda discriminación arbitraria, hostil, injusta, etc.; d) el monto debe ser
proporcional a la capacidad contributiva de quien lo paga, pero el concepto de proporcionalidad incluye el de
progresividad; e) debe respe-tarse la uniformidad y generalidad del tributo.
El mismo principio de igualdad de sacrificio impera en materia de cargas públicas, sean éstas en dinero, en
especie o en servicios personales.
Desarrollamos el tema al tratar la tributación fiscal.
CAPÍTULO XI
LA LIBERTAD RELIGIOSA
I. LA CONFESIONALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA. - La fórmula constitucional. - El status de la Iglesia Católica
Apostólica Romana. El derecho judicial. II. EL EJERCICIO DE LAS RELACIONES CON LA IGLESIA HASTA EL ACUERDO DE
1966 Y LA REFORMA DE 1994. III. EL EJERCICIO DE LAS RELACIONES CON LA IGLESIA DESDE EL ACUERDO DE 1966. IV. LAS
CONSTITUCIONES PROVINCIALES. V. LA LIBERTAD RELIGIOSA COMO DERECHO PERSONAL . - La definición de la Iglesia. -Los
contenidos constitucionales de la libertad religiosa. VI. LOS TRATADOS INTERNACIONALES. Apéndice: Acuerdo entre
la Santa Sede y la República Ar-
gentina.
La fórmula constitucional
La toma de posición del estado frente al poder espiritual o religioso puede definirse, esquemáticamente, a
través de tres posiciones tipo: a) la sacralidad o estado sacral en que el estado asume intensamente dentro del bien
común temporal importantes aspectos del bien espiritual o religioso de la comunidad, hasta convertirse casi en un
instrumento de lo espiritual; no se trata de que el estado cumpla una función espiritual, o desplace a la comunidad
religiosa (o iglesia) que la tiene a su cargo, sino de volcar a los contenidos del bien común público todos o la
mayor parte de los ingredientes del bien espiritual; b) secularidad o estado secular, en que el estado reconoce la
realidad de un poder religioso o de varios, y recoge el fenómeno espiritual, institucionalizando políti-camente su
existencia y resolviendo favorablemente la relación del estado con la comunidad religiosa (o iglesia) —una o
varias—; este modo de regulación es muy flexible, y está en función de la circunstancia de lugar y tiempo
tomando en cuenta —por ej.— la composición religiosa mayoritaria o pluralista de la sociedad; c) laicidad o
estado laico, en que sin reparar en la realidad religiosa que se da en el medio social, elimina a priori el problema
espiritual del ámbito político para adoptar —a lo menos teóricamente— una postura indiferente o agnóstica que se
da en llamar neutralidad.
3. — Cuando afirmamos que hay libertad de cultos pero no igual-dad de cultos, estamos muy
lejos de entender que la constitución introduce una discriminación arbitraria en orden a la libertad
religiosa de las personas y de las comunidades no católicas. Si así fuera, las valoraciones
imperantes a fines del siglo XX y el derecho internacional de los derechos humanos acusarían,
seguramente, a esa discriminación como incompatible con el actual sistema de derechos que
diseñan los tratados de derechos humanos.
La “no igualdad” de cultos y de iglesias, sin cercenar el derecho a la libertad religiosa en estricto pie de
igualdad para todas las personas y comunidades, significa únicamente que la relación de la República Argentina
con la Iglesia Católica Romana es diferente a la que mantiene con los demás cultos e iglesias, porque cuenta con
un reconocimiento especial. Por eso hemos hablado antes de “preeminencia”.
¿No podría, acaso, traducirse en el adagio latino “primus inter pares”?
4. — El por qué de esta toma de posición constitucional obedeció a diversas razones. Por un lado, la tradición
hispano-indiana y los antecedentes que obran en la génesis constitucional de nuestro estado (ensayos, proyectos,
constituciones, estatutos y constituciones provinciales, etc.). Por otro lado el reconocimiento de la composición
religiosa de la población, predominante y mayoritariamente católica. Y sobre todo, en la conjugación de los
factores citados, la valoración del catolicismo como religión verdadera. Este último punto surge definidamente del
pensamiento del convencional Seguí en la sesión del 21 de abril de 1853, al expresar que el deber de sostener el
culto incluía la declaración de que la religión católica era la de la mayoría o la casi totalidad de los habitantes, y
comprendía asimismo la creencia del Congreso Constituyente sobre la verdad de ella “pues sería absurdo obligar
al gobierno federal al sostenimiento de un culto que simbolizase una quimera”.
No llegamos a advertir que la Iglesia Católica sea una iglesia oficial, ni que la religión católica sea una
religión de estado. No obstante, para comprender la valoración constitucional contemporánea a los constituyentes,
es elocuente traer a cita el pensamiento de Vélez Sarsfield, jurista de esa generación, quien en el art. 14 inc. 1º de
su código civil torna inaplicables en nuestro país las leyes extranjeras opuestas a la “religión del estado ” (como
son —según lo puntualiza en la nota respectiva— las dictadas en odio a la Iglesia, o las que permiten matrimonios
que la Iglesia condena).
6. — El art. 2º tampoco tiene el alcance de establecer como una obligación del gobierno
federal la de subsidiar económicamente al culto católico.
Una fuerte corriente interpretativa dentro de nuestros autores ha creído reducir la pauta y el
deber emergentes del art. 2º a una mera ayuda financiera para los gastos del culto.
“Sostener”, en cambio, quiere decir dos cosas, que ya hemos adelantado: a) la unión moral del
estado con la Iglesia, y b) el reconocimiento de ésta como persona jurídica de derecho público.
La contribución económica del estado a la Iglesia por vía de un presupuesto de culto, que no es obligación
impuesta por la constitución, tuvo una razón histórica muy distinta: compensar precariamente a la Iglesia de la
expoliación de bienes que sufrió con la reforma de Rivadavia. Podría desaparecer esa contribución sin afectarse en
nada el deber del art. 2º.
7. — Cuando el art. 2º dice que “el gobierno federal sostiene…” hemos de interpretar que la atribución de ese
deber al “gobierno” federal significa que el sostenimiento está a cargo del “estado” federal, y que lo ha de
cumplir el “gobierno” que ejerce su poder y que lo representa.
Es útil hacer esta aclaración porque hay quienes entienden que estando asignado “únicamente” al gobierno
federal el deber de sostenimiento, la cláusu-la no obliga a las provincias ni a los gobiernos provinciales. A la
inversa, si sostenemos que el art. 2º impone una obligación al “estado” federal, y que contiene un “principio”
constitucional, aquélla y éste se trasladan a las provincias por imperio de los arts. 5º y 31, y descartan e invalidan
la fórmula de “laicidad” en las constituciones provinciales.
El derecho judicial
8. — En 1991 y 1992 la Corte hubo de resolver dos casos importantes que pusieron al día su jurisprudencia
en la materia.
El 22 de octubre de 1991 falló la causa “Lastra Juan c/Obispado de Venado Tuerto” en la que se planteaba un
embargo sobre un inmueble del Obispado donde se hallaban emplazadas la sede del mismo y la vivienda del
obispo y de varios clérigos de la diócesis. La Corte confirmó la inembargabilidad del bien, invocando el Acuerdo
de 1966 entre la Santa Sede y la República Argentina y el art. 2345 del código civil para retraer la jurisdicción
estatal. En lo funda-mental, sostuvo que el reconocimiento del libre y pleno ejercicio del culto y de su jurisdicción
en el ámbito de su competencia, que la República Argentina reconoce a la Iglesia Católica Apostólica y Romana
en el art. 1º del Acuerdo celebrado con la Santa Sede en el año 1966, implica la más plena referencia al
ordenamiento jurídico canónico para regir los bienes de la Iglesia destinados a la consecución de sus fines, en
armonía con la remisión específica que efectúa el art. 2345 del código civil en cuanto a la calificación y
condiciones para la enajenación de los templos y las cosas sagradas y religiosas correspondientes a las respectivas
iglesias o parroquias.
El 16 de junio de 1992 la Corte falló el caso “Rybar Antonio c/García Rómulo y/u Obispado de Mar del
Plata”, en el que se impugnaba una sanción canónica impuesta al actor. Tres jueces de la Corte consideraron que el
recurso extraordinario era inadmisible, pero otros cinco fundaron el rechazo en el argumento de que el ya citado
Acuerdo de 1966 garantiza a la Iglesia Católica el libre y pleno ejercicio de su jurisdicción en el ámbito de su
competencia, por lo que, con referencia a la sanción canónica discutida, la cuestión se reputó no judiciable.
De ambas sentencias puede inferirse una pauta, cual es la de que hay materias reservadas al derecho
canónico que, por conexidad íntima con los fines específicos de la Iglesia, quedan fuera de la jurisdicción del
estado. Acá hubo dos: el respeto a la inembargabilidad de ciertos bienes eclesiales, y la irrevisa-bilidad de una
sanción canónica de naturaleza espiritual. Sin generalizar exten-sivamente la pauta, queda en claro que, con esta
reciente jurisprudencia, el estado reconoce a la Iglesia en virtud de un tratado internacional (que es el Acuerdo de
1966) una esfera que le queda exclusivamente reservada, como propia del ordenamiento canónico que la rige y, lo
que es lo mismo, que el estado se abstiene de interferir en ella.
9. — En el texto de la constitución antes de su reforma de 1994, dos tipos de cláusulas atendían a la relación
con la Iglesia y con el catolicismo.
a) El primer grupo, encabezado por el todavía vigente art. 2º, acentuaba la preeminencia. Otras dos normas,
eliminadas en la reforma de 1994, encontrábamos en los arts. 67 inc. 15, y 76. El inc. 15, entre las competencias
del congreso, le otorgaba la de “promover” la conversión de los indios al catolicismo; el art. 76 incluía entre los
requisitos para ser presidente y vicepresidente de la república, el de “pertenecer” a la comunión católica
apostólica romana.
Ni el actual inc. 17 del art. 75 —sobre los pueblos indígenas argentinos— ni el art. 89 —en la nueva
numeración correspondiente al que era 76— mantie-nen las aludidas normativas;
b) El segundo grupo de cláusulas, al contrario, dio lugar a una aplicación que, en vez de contemplar la
preeminencia de la Iglesia y la religión católicas, consagró en su perjuicio un trato desigualitario en relación con
los demás cultos, al someter a la Iglesia a interferencias del poder estatal. Fueron clásicas en el regalismo del siglo
XIX, pero perdieron vigencia sociológica cuando, en 1966, la República Argentina y la Santa Sede celebraron el
Acuerdo concordatario que luego examinaremos; b’) El art. 67 inc. 19 de la constitución previó, entre las
competencias del congreso, la de “arreglar” el ejercicio del patronato. Sabemos que las cuatro veces que el
mismo artículo empleó el verbo “arreglar”, quiso significar con evidente precisión gramatical que se trataba de
una facultad referida a una cuestión bi o multilateral, en la que el estado no podía actuar unilateralmente
(arreglar: los límites internacionales, el pago de la deuda interior y exterior, las postas y correos, y el ejercicio del
patronato). De esta norma deducimos que sin arreglo previo, el ejercicio del patronato estaba inhibido, y que
puesto en funcionamiento dicho ejercicio sin el mismo arreglo, fue un ejercicio “desarreglado”. Todas las otras
normas constitucionales sobre patronato debían, entonces, considerarse de carácter hipotético y condicionado,
hasta concretarse el arreglo. Sin embargo, se aplicaron durante más de cien años; b’’) En este mismo sector de
normas del inc. b) la constitución estableció el patronato en la designación de los obispos para las iglesias
catedrales, asignando al presidente de la república, a propuesta en terna del senado, la presentación de los
candidatos a la Santa Sede. Asimismo, el presidente conce-día el pase, o retenía, con acuerdo de la Corte Suprema,
los decretos de los concilios, y los breves, rescriptos y bulas del Sumo Pontífice.
Por fin, entre las competencias del congreso figuraba la de admitir en el territorio nuevas órdenes religiosas a
más de las existentes.
Ha de recordarse que, aun antes del Acuerdo de 1966 con la Santa Sede, el ejercicio de estas competencias
había ido moderando paulatina y progresivamente su rigor.
c) La eliminación en la reforma constitucional de 1994 de todo el conjunto de normas que brevemente hemos
repasado —con excepción del art. 2º, que ha quedado subsistente— aconseja derivar ahora a la historia
constitucional las evoluciones que registró la praxis en su aplicación hasta el Acuerdo de 1966, y omitir su
tratamiento en un texto de derecho constitucional.
Antes de proceder al nombramiento de arzobispos y obispos residenciales (es decir, con gobierno de
diócesis), de prelados o de coadjutores con derecho a sucesión, la Santa Sede comunicará al gobierno argentino el
nombre de la persona elegida para conocer si existen objeciones de carácter político general en contra de la
misma: el gobierno argentino dará su contestación dentro de los treinta días, y transcurrido dicho término, el
silencio del gobierno se interpretará en el sentido de que no tiene objeciones para oponer al nombramiento; todas
estas diligencias se cumplirán en el más estricto secreto. Los arzobispos y obispos residenciales y coadjutores con
derecho a sucesión serán ciudadanos argentinos.
12. — El art. 2º dispone que la Santa Sede podrá erigir nuevas circunscripciones
eclesiásticas, así como modificar los límites de las existentes o suprimirlas, si lo considerase
necesario o útil para la asistencia de los fieles y el desarrollo de su organización.
Antes de proceder a la erección de una nueva diócesis o de una prelatura, o a otros cambios de
circunscripciones diocesanas, comunicará confidencialmente al gobierno sus intenciones y proyectos, a fin de
conocer si éste tiene observaciones legítimas, exceptuando el caso de mínimas rectificaciones territoriales
requeridas por el bien de las almas; la Santa Sede también hará conocer oficialmente en su oportunidad al
gobierno las nuevas erecciones, modificaciones o supresiones efectuadas, a fin de que éste proceda a su
reconocimiento por lo que se refiere a los efectos administrativos; asimismo serán notificadas las modificaciones
de los límites de las diócesis existentes.
14. — El art. 5º establece que el Episcopado Argentino puede llamar al país a las órdenes,
congregaciones religiosas masculinas y femeninas y sacerdotes seculares que estime útiles para el
incremento de la asistencia espiritual y la educación cristiana del pueblo.
Con posterioridad, encontramos fórmulas variadas. Así, la actual constitución de Río Negro, de 1988, dispone
que “la provincia no dicta ley que restrinja o proteja culto alguno, aun cuando reconoce la tradición cultural de la
fe católica, apostólica, romana”. Es buena la cláusula que trae la constitución de Córdoba de 1987 en el art. 6º: “La
provincia de Córdoba, de acuerdo con su tradición cultural, reconoce y garantiza a la Iglesia Católica Apostólica
Romana el libre y público ejercicio de su culto. Las relaciones entre ésta y el estado se basan en los principios de
autonomía y cooperación. Igualmente garantiza a los demás cultos su libre y público ejercicio, sin más
limitaciones que las que prescriben la moral, las buenas costumbres y el orden público”.
Sin descender a detalles que más bien son propios del derecho público provincial, queda por
reiterar que si la constitución federal conserva, después de su reforma de 1994, el art. 2º, marca
una pauta fundamental para las relaciones de la Iglesia y el estado argentino: tratándose de un
principio incorporado a la constitución federal, las provincias deben dictar sus constituciones de
conformidad con dicho principio, en virtud del art. 5º. En consecuencia, las normas de las
constituciones provinciales que no se ajustan al principio de confesionalidad de la constitución
federal son inconstitucionales.
La definición de la Iglesia
16. — Conforme a la Declaración “Dignitatis Humanae” del Concilio Vaticano II, la libertad religiosa es un
derecho civil de todos los hombres en el estado. El reconocimiento de este derecho importa adjudicar a las
personas la potencia de “estar inmune de coerción tanto por parte de personas particulares como de grupos
sociales y de cualquier potestad humana”, de manera que “en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra
su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro
de los límites debidos”. Esta potencia deber ser asignada tanto a las personas individualmente consideradas, como
cuando actúan en común, o sea, a las asociaciones y comunidades religiosas, no pudiéndose impedir a nadie que
ingrese en una de esas comunidades o que la abandone. Debe reconocerse a la familia el derecho “a ordenar
libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres”, a quienes “corresponde el derecho de
determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas”
(Declaración cit., 1, 2, 4, 5, 6).
La libertad religiosa requiere, como un contenido importante, la admisión estatal de la objeción de conciencia
en todos los campos donde su disponibilidad por el sujeto no arriesga ni perjudica intereses de terceros.
Es importante reconocer la objeción de conciencia en los deberes militares. En el caso “Portillo, Alfredo”, del
18 de abril de 1989, la Corte Suprema admitió —por mayoría— la objeción de conciencia en el cumplimiento del
deber militar que impone el art. 21 de la constitución, pero sólo parcialmente, en cuanto no eximió del servicio
militar a un objetor pero dispuso que lo efectuara sin el empleo de armas.
Para la satisfacción plena de la libertad religiosa, conciliada con el status preferente de la Iglesia Católica,
creemos que es menester que nuestro estado establezca: a) un régimen pluralista en materia de matrimonio,
reconociendo a los contrayentes el derecho de casarse conforme a su culto, y confiriendo al matrimonio religioso
de cualquier culto los efectos civiles; b) un régimen de matrimonio civil para quienes no poseen culto alguno, o
poseyéndolo no desean casarse conforme a él; c) un sistema de enseñanza que facilite y subsidie los
establecimientos de educación confesionales en los diversos niveles.
20. — Si bien la libertad religiosa es fundamentalmente un derecho personal en sentido
estricto —o sea que tiene como sujeto activo individual a la persona humana—, y así lo encaran
habitualmente los tratados internacionales sobre derechos humanos, es indispensable proyectarlo
desde el hombre hacia los grupos, comunidades, iglesias, o como se les llame, que configuran
asociaciones confesionales o cultos a los que el hombre pertenece o se integra según su
convicción libre.
Es cierto que el derecho a la libertad religiosa en los tratados internacionales de derechos humanos queda
reconocida a las personas físicas y no a las iglesias o asociaciones cultuales, no obstante que éstas derivan tanto
del ejercicio “individual” de la libertad de asociación como de la libertad religiosa de los particulares.
De todos modos, a tenor de la pauta que en el derecho internacional de los derechos humanos induce a elegir
y aplicar la norma que, aun perteneciendo al derecho interno, resulta más favorable para el sistema de derechos,
afirmamos que por imperio de nuestra constitución los derechos que ella reconoce son extensivos, en su titularidad
y ejercicio, a favor de las entidades colectivas. De tal forma, las iglesias y asociaciones religiosas también gozan
de la similar libertad que los tratados garantizan a las personas físicas.
22. — Entre las disposiciones que en la materia contienen los referidos tratados cabe citar al
art. 12 del Pacto de San José de Costa Rica; el art. 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles
y Políticos; y el art. 14 de la Convención sobre Derechos del Niño. A su modo, hay conexiones en
la Convención sobre Discriminación Racial (arts. 1º y 4 d vii) y en las dos Convenciones sobre
genocidio (art. II) y sobre la tortura (art. 1º).
Asimismo hay que tener en cuenta que: a) la protección que en tratados internacionales se
reconoce a las minorías abarca a las de origen o índole religiosas (por ej., art. 27 del Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos y art. 30 de la Convención sobre Derechos del
Niño); b) la imposición genérica del deber de respetar, hacer efectivos los derechos y
garantizarlos, impide discriminaciones que, entre otros motivos, se basen en la religión.
ÍNDICE GENERAL
Prefacio........................................................................................................ 9
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
LA TIPOLOGÍA DE LA CONSTITUCIÓN
CAPÍTULO III
I. LA INTERPRETACIÓN:
Algunas pautas preliminares............................................................. 311
La interpretación “de” la constitución y “desde” la consti-
tución................................................................................................ 312
Qué es interpretar............................................................................. 313
Las clases de interpretación....................................................... 313
II. LA INTEGRACIÓN:
La carencia de normas...................................................................... 315
Los mecanismos de integración.................................................. 316
La relación de confluencia entre integración e interpreta-
ción................................................................................................... 316
La carencia dikelógica de normas y la supremacía de la
constitución....................................................................................... 317
Las leyes injustas........................................................................ 317
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
EL PODER CONSTITUYENTE
CAPÍTULO VII
I. INTRODUCCIÓN:
Los nombres del estado.................................................................... 405
Los elementos del estado.................................................................. 406
A) La población.......................................................................... 406
La nación.................................................................................... 408
B) El territorio............................................................................ 409
Jurisdicción, dominio y territorio............................................... 411
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
EL SISTEMA DE DERECHOS
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
LA LIBERTAD RELIGIOSA
I. LA CONFESIONALIDAD DE LA CONSTITUCIÓN
ARGENTINA:
La fórmula constitucional................................................................. 541
El status de la Iglesia Católica Apostólica Romana......................... 543
El derecho judicial...................................................................... 544