William Faulkner - Las Palmeras Salvajes PDF

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LAS PALMERAS SALVAJES

WILLIAM FAULKNER

LAS PALMERAS
SALVAJES
Traduccin de Jorge Luis Borges
Prlogo de Juan Benet

EDHASA/Sudamericana

Ttulo original:
The Wild Palms

Primera edicin: mayo de 1983


William Faulkner, 1939
Editorial Sudamericana, 1962
Edhasa, 1970 y 1983
Avda. Diagonal, 519-521. Barcelona 29
Telfs. 239 51 04/05
ISBN: 84-350-0399-X
Depsito legal: B. 6.338-1983
Impreso por Romany/Valls
Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
Impreso en Espaa
Printed in Spain

PRLOGO

Con Las palmeras salvajes Faulkner provoc, con sus desafueros, uno de
aquellos pequeos escndalos que hacan las delicias y amarguras de sus
incondicionales. La obra se public por vez primera (en 1939, por Random House) en
la forma que definitivamente se ha adoptado para ella, tanto en ingls como en sus
traducciones: como a correlacin de dos historias diferentes, sin el menor
parentesco ni enlace aparente en el espacio o en el tiempo, que se suceden por la
alternancia de los cinco captulos en que cada una est dividida. Posteriormente y
cuando la crtica ya haba levantado todo el contradictorio syllabus para explicar
semejante discordia concors", al filo de una edicin de bolsillo de Signet Books en
que ambas narraciones Palmeras salvajes y El viejo se presentaron al
pblico reunidas y separadas, Faulkner con aquella malignidad que tan
sutilmente disfrazaba de indiferencia hacia el tratamiento de su obra y hacia los
comentarios que suscitaba vino a decir que probablemente se deba a un error (o
un azar) el que se hubieran editado como una obra nica. Semejante salida de tono
no pudo convencer a alguna gente la que no slo le lee sino que le estudia y
Faulkner recogi velas, en 1956, en la famosa entrevista con Jean Stein para la
Paris Review, dando una explicacin bastante cabal y extensa de cmo haba
confeccionado Las palmeras salvajes":
En un principio dijo haba un solo tema, la historia de Charlotte
Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que sacrificaron todo en aras del amor para luego
perderlo. Solamente despus de haber comenzado el libro comprend que deba
dividirse en dos relatos. Cuando conclu la primera parte de Palmeras salvajes,
advert que algo le faltaba porque la narracin necesitaba nfasis, algo que le diera
relieve, como el contrapunto en msica. Entonces me puse a escribir El viejo con el
que segu hasta que se elev el tono de nuevo. Abandon el relato de El viejo en
ese punto lo que es ahora su primer captulo para volver sobre Palmeras
salvajes. En cuanto perciba que volva a decaer, me obligaba a m mismo a
alcanzar de nuevo el tono alto mediante un nuevo captulo de su anttesis: la historia
de un hombre que encuentra el amor y huye de l una fuga que termina con el
libro, y que le lleva al extremo de volver voluntariamente a la crcel en busca de la
seguridad. Si finalmente hay dos historias diferentes, slo es por azar, tal vez por
necesidad. Pero en realidad la historia es la de Charlotte y Wilbourne
As pues, lo primero que cabe decir de Las palmeras salvajes es que se trata
de algo ms que la simple yuxtaposicin de dos narraciones diferentes y que aquel
que as lo entienda y atempere su lectura a cada una de ellas por separado, sin
buscar conexiones e interpretaciones no explcitas perder tal vez lo mejor de un
libro de notable profundidad. Por consiguiente aqu no es suficiente la lectura

narrativa, aquella que se conforma con la comprensin del relato y pasa por alto las
insinuaciones ms o menos veladas que el autor (consciente de que el lector es
dueo de tomar para s lo que ms le aproveche y responsable ante s mismo de
su derecho a formular la realidad de acuerdo con unos principios, no evidentes, que
pueden ser compartidos o no) deja a discrecin del lector. En cierto modo cabe
hablar de una obra de estructura sinttica, en el sentido en que la intencin de la
representacin hay que buscarla en ciertas relaciones no evidentes que entre s
guardan las partes de la composicin, tanto como en los datos de la percepcin
suministrada por aquella; si la relacin entre naturaleza y representacin se ha
complicado de tal suerte no es porque sta u otra cualquiera obra literaria trate de
investigar una cosa que est ms all de la realidad, sino porque adopta el mismo
mtodo sibilino de sta para manifestarse mediante ocultaciones.
Ambas narraciones no pueden ser, en un sentido lato, ms distantes: la
primera fechada en 1937, siguiendo de cerca una pasin que conlleva una
circunstancia itinerante y la segunda, ocurrida diez aos antes, y circunscrita a
ciertos hechos en torno a una inundacin; la una, el desesperado y quimrico intento
de una pareja libre en pos de una mayor y ms propia, ms individual
libertad, la otra, las vicisitudes de un hombre privado de libertad y arrojado a una
situacin de una mayor y ms intolerable opresin; en una, la pareja abjura de la
sociedad para buscar su campo en la naturaleza, mientras que en la otra ante el
acoso de la naturaleza, el penado celebra ser devuelto a la sordidez del campo de
reclusos; en trminos de conducta, la primera es la furiosa exaltacin de lo que ha
sido hallado por azar mientras que la segunda es la crasa aceptacin de lo que ha
sido negado por ley; un viejo cuento a la moderna, casi todo l aureolado por el
arrogante y sarcstico acento de un amor que pretende bastarse a s mismo, frente
a un cuento moderno a la manera antigua atemperado por el tono ms humilde
de una conciencia que, en medio de la catstrofe, slo reconoce el imperio de la
soledad. Y sin embargo... ambas historias no pueden ser ms afines, enlazadas por
su oposicin para formar la balanza y por un sinnmero de sugerencias por medio
de las cuales Faulkner parece decir que, en una y en otra historia, la realidad
deducida es la misma. Cuando la pareja inicia su aventura (me veo obligado a
transcribir las citas del texto traducido por Borges, por carecer de otra edicin),
Wilbourne se da cuenta del primer movimiento del tren (que parafrasea la corriente
que le ha de arrastrar) cuando el aire silb entre los frenos y l qued pensando...
mientras que para el grupo de penados que ha de colaborar en los trabajos de
salvamento, es el silbido del aire que sala por los frenos lo que les anuncia su
transporte a la zona siniestrada e inundada. Luego est esa constante, salvaje y
desafiante grave profundidad amarilla de la mirada de Charlotte en paralelismo
con el amarillo tumulto, el tranquilo mar amarillo, el torrente amarillo (que) se
extenda ante l con una calidad casi fosforescente, de las aguas que rodean al
esquife. En todo momento Charlotte (que no vacila en afirmar: Me gusta el agua. Es
un lugar para morir) se presenta como una corriente impetuosa e insoslayable que
arrastra a Wilbourne al desconocido e insostenible espacio sin ribera posible, el
mismo que rodea al penado que se debate contra ese, al parecer, inocente medio
que lo haba aprisionado en mviles y frreas convulsiones, contra ese agitado
pecho de las aguas que envuelve al esquife con su histrico matrimonio y que, al
recompensarle con la pesada carga de la embarazada, le lleva a pensar en volver
un da la espalda para siempre a toda preez y vida femenina. En el juego de la
balanza, por lo mismo que la pasin de Charlotte es una fuerza de la naturaleza de

poder devastador, las aguas practican con el esquife todos los juegos del amor.
El penado se reconoce una vctima de lo que en Amrica se llama pulp fiction,
lo que ahora se ha dado aqu en denominar literatura sub. Y son precisamente los
xitos de Wilbourne como escritor de pulp fiction, a su vuelta del lago a Chicago,
vendiendo relatos que comienzan A los diecisis aos yo era soltera y madre, los
que, al despejar el espectro de la miseria, al inocularle la mentalidad de Quiero que
mi esposa tenga lo mejor, insinan su transformacin en marido el gusano ciego
a toda pasin y muerta toda esperanza, el no-tu con el salario del sbado y su
casita suburbana llena de invenciones elctricas para ahorrarle trabajo y su
mantelito de verde para regar el domingo que ha de sacrificar su concepto del
amor, dictado por Charlotte, en el seno de una libertad elegida por oposicin. Para
no caer en eso, Wilbourne en pos de una idea huye a la mina de Utah,
desengaado por la pulp fiction; practica el desgraciado aborto, provoca la muerte
de su amante y es condenado a cincuenta aos de trabajos forzados, tras renunciar
al suicidio. Un origen opuesto pero una conclusin parecida al del penado alto
que, engaado por la misma clase de literatura, corri su aventura para no sacar en
limpio ms que quince aos de reclusin.
La pulp fiction deriva de la leyenda romntica; y bien, en toda la tragedia de
Faulkner alienta un cierto sarcasmo hacia la literatura heroica, hacia los perversos
modelos del hroe y del amor con que la imaginacin humana es capaz, por
regocijarse, como dice McCord, de querer implantar a una condicin que no los
puede imitar, hacia los vicios de toda conducta que se deja arrastrar por una
imagen del mundo ms leda que experimentada. En cierto modo, el penado alto es
un hombre ms sabio que Charlotte y Wilbourne por cuanto no le cabe esperar otra
cosa que la existencia monstica de fusiles y grilletes que lo defendieran de toda
pasin. El penado sabe de antemano lo que Wilbourne comprender cuando
Rittenmeyer le ofrezca el suicidio: que la esperanza conjura la realidad y, al ser un
mtodo abstracto de supervivencia, no aade ningn valor al objeto esperado. Por el
contrario, el amor de Charlotte y Harry resulta a la larga una tal falacia
engendrada en una idea tan abstracta como cualquiera de la pulp fiction, apoyada
en el mltiple, enrevesado y azaroso juego de los hallazgos, no slo del hombre y la
mujer sino de los iniciales y necesarios 1.200 dlares del basurero que el cnico
McCord no vacila en replicar (en un prrafo no s por qu censurado en la edicin
argentina de 1944): Buen Jess. Dulce coro de querubines. Si alguna vez soy tan
desgraciado de tener un hijo, en su dcimo aniversario le llevar a una limpia y
decente casa de putas.
Tal vez el espectculo de la literatura romntica sea el que ms le sorprende, la
transposicin de una naturaleza fija a palabras fijas. Y Las palmeras salvajes no
slo es una novela antirromntica pensada con toda malicia Contra los ideales
ms bien legendarios que alimentaran tan buen nmero de ttulos de su
generacin sino un testimonio de la rebelin, llevada a cabo palabra tras palabra,
contra el significado literario de las ms altisonantes. Para un escritor la revisin de
los valores lxicos, sintcticos y estilsticos, supone la no aceptacin de un
patrimonio comn. Y si la metfora invierte los trminos de la comparacin
sacrificando el nfasis de la diccin es porque para el escritor de fuste las
referencias a lo ledo no lograrn nunca imponerse a las de la experiencia.
Y Harry dice: Es la soledad, toda la humanidad que ha pasado por los
mismos trances apenas significa nada porque nadie puede decir qu se puede hacer
para sobrevivir. El tiempo slo existe cuando se puede afirmar yo soy, un efmero

acontecimiento como el de la prdida de la virginidad que slo cobra su


importancia en el momento en que se destruye, arrastrando consigo todo lo que no
puede durar para convertirse en ese yo fui durable en el no-tiempo, en el
mausoleo del amor, el catafalco hediondo del cadver llevado entre las formas
ambulantes y sin olfato. Es el mismo sta fue de Charlotte para su epitafio. Por
eso Wilbourne huye a la mina de Utah pues en el ao de gracia de 1938 ya no
hay lugar para el amor, porque tras haber superado el acoso del dinero y de la
decencia comprende como dir ms tarde el Dr. Martino que slo podr decir yo
soy mientras tenga miedo. Nada ms romntico que la idea de ese yo soy
anidada en la cabeza de un joven licenciado en medicina, arrastrado al amor por la
sacerdotisa de un culto implacable, que a los veintisiete aos an no ha probado
nada; nada ms antinmico con el no soy, no quiero ser del penado que a los
diecinueve slo aspira a renunciar a lo no probado, el indmito principio femenino
cuyo dogma primero expresado por Charlotte pero derivado de la tradicin
romntica se resume en la creencia en un amor que no puede morir, que incluso
abandona a la persona que no se demuestre merecedora de l, reducindola al
impersonal, el no t de Harry o el sta fue del epitafio. Y Faulkner desde
lejos observa el resultado de tan funesta creencia, destilando todo su sarcasmo no
slo hacia el final que les depara a sus protagonistas sino hacia el fundamento de
una literatura (que en ltimo trmino ha procreado la pulp fiction) que no acepta
otro cambio para determinadas palabras de curso legal que el establecido en sus
agencias.
Habl antes de una naturaleza sinttica de la obra literaria en la que por
comparacin con el juicio el predicado no se halla incluido en el sujeto. Si para
hacer comprensible la denominacin se establece la relacin entre la naturaleza
como sujeto y la obra literaria como predicado, es preciso retrotraerse a aquellas
letras de ndole analtica para comprender hasta que punto el conocimiento de la
realidad suministrado por la literatura es tanto ms preciso cuanto ms se
independiza el sentido de la proposicin de las categoras habituales del sujeto. Con
todo, no me atrevera yo a sugerir que el escritor ha de partir del a priori como una
base imprescindible para la formulacin de una proposicin sinttica original. Si la
naturaleza evidencia unos datos del conocimiento y la literatura se limita a ponerlos
de manifiesto en letras de imprenta, es obvio que sin abandonar el campo de la
analtica su mejor logro quedara limitado al registro del innumerable corpus de
determinaciones implcitas en la capacidad de variacin del sujeto dentro de sus
modalidades. Incluso el campo de variacin del hombre puede dar lugar a lo que la
lgica no admite (por estudiar una realidad invariable en el tiempo), esto es, la
analtica a posteriori, la inclusin del predicado en las categoras del sujeto a partir
del momento en que la experiencia obliga a aceptarlo as. Antes de ese momento la
naturaleza no suministra el dato pero una vez descubierto por el escritor lo
sustenta: la grave profundidad amarilla". E incluso acepta entrar a formar parte de
la metfora no como trmino comparante sino como comparado: En el viento negro
la casa era invisible; la vaga luz no estaba enmarcada por puerta o ventana alguna;
como una tira de vaga y desolada lanilla sucia y rgidamente inmvil en el viento." Y
bien se puede decir tan realidad es la luz como la lanilla; pero lo que es
homogneo en trminos fsicos o epistemolgicos deja de serlo con arreglo a ciertas
clusulas literarias que hasta que fue escrito ese prrafo no haban permitido
describir un elemento tan bsico y comparante como la luz mediante la comparacin
con un elemento ponderal.

La descriptiva ya no es la relacin de lo evidente y analtico; la narracin es


algo ms que el registro de los casos singulares a que da lugar el campo de
variacin de la conducta humana. Una vez que el dato del conocimiento puede ser
elaborado por el escritor con un sustento a posteriori por parte de la naturaleza
se pone en marcha una nueva disciplina humanstica espoleada por el apetito de
invencin que, a no dudar, crear sus prototypon; cuando stos, por el progreso de
la cultura naturans ms que por la extensin de una naturaleza naturata, reciben su
sancin por parte del propio legado literario quedan establecidos unos modelos a
seguir por la seguridad de las significaciones, por la fijeza de las palabras, por la
constancia de las relaciones entre sujetos y predicados que aprovecharn toda
clase de literaturas romnticas y de ideal para alimentarse a s mismas con sus
propios recursos y para sobre el caamazo de la naturaleza hacer prevalecer un
cuadro que ella no sanciona. La reaccin no se hace esperar cuando a todo trance se
hace preciso encontrar el refrendo; en cierto modo el mismo instinto que empuja al
escritor a mancillar y desprestigiar una idea del amor, le insina el uso menos
discriminado del lxico: Pero los das en s no haban cambiado. La misma
recapitulacin esttica de intervalos dorados entre el alba y el ocaso, los largos das
quietos, idnticos, la inmaculada jerarqua montona de mediodas llenos de la miel
caliente de sol, a travs de los cuales el ao decreciente se amontonaba en
retrasadas hojas de arce amarillas y rojas, errantes, yendo hacia la nada y ms
adelante: los soolientos lmites entre uno y otro amanecer, desentraando uno por
uno de la red inmvil de la soledad (spera como vino y quieta como miel) los martes
y viernes y domingos perdidos. Aquella juncin primordial descriptiva parece que
queda atrs, muy atrs, de esa inmaculada jerarqua montona de mediodas o de
la red inmvil de soledad que no parecen, a primera vista, datos suministrados
por la naturaleza; y sin embargo su poder metafrico tanto reside en la combinacin
de voces y conceptos no usuales como en la secreta y paradjica aquiescencia del
fenmeno natural al discurso que de forma inslita le conviene. Y en su
consecuencia, la naturaleza convencida por el nuevo discurso canjea sus
valores convencionales y acepta apoyar el nuevo dato del conocimiento, una vez
asumido el a posteriori sin esperar a la experiencia.
Pero el escritor da un nuevo salto adelante: piensa que de la misma forma que
la naturaleza no suministra pero sustentar el dato, el logos puede venir en apoyo
de su invencin, en casos excepcionales; slo puede contar con la literatura, ya como
correlato predicacional del sujeto natural, ya como mtodo de investigacin de
innegables resultados, una vez hecha la necesaria traslacin entre ambos sistemas.
Para semejante empeo, se cuenta por lo general con una afinidad, slo afinidad, a
todo lo largo del discurso, que permita el juego de los diferentes campos de libertad
porque ahora es en el seno del predicado literario donde es preciso encontrar tanto
el dato como su sustentacin. La naturaleza difcilmente puede ser reclamada para
que preste su testimonio: de la que emerga el terrapln del ferrocarril, intacto y
prstino en una especie de paradjica negacin y rechazo de cambios y prodigios.
Y aun cuando como en este caso a la postre despus de mucho cavilar se
avendr bajo ciertas condiciones a prestar su consenso, en muchos otros su primera
reaccin es negarse a ello: Dobl alegremente y rebas el atnito y ultrajado
instante en que el hombre entendi que giraba con demasiada facilidad."
Ya se ha dicho, es preciso remontarse a las letras inglesas isabelinas (porque
las republicanas fueron solemnes, pero muy respetuosas con el lxico) para
encontrar una potencia metafrica semejante a la de Faulkner, una tal audacia en el

uso de la palabra por su desprecio a la utilizacin convencional y discriminativa,


por su repudio de los lxicos especficos, una tal singularidad en la composicin.
En el ltimo ejemplo ni siquiera el logos sustenta el dato y ante la lectura de ese
atnito y ultrajado instante retrocede amilanado, sin decidirse a conceder la
sancin que el estilo presta diligente y voluntario. Y bien en el sujeto instante
nunca estar incluido el predicado atnito y ultrajado; y aun cuando en principio
en la relacin sujeto-predicado quepan todas las impertinencias que se le puedan
ocurrir al ms virulento poeta de medianoche, es lo cierto que el cmulo de
desmanes que la imaginacin del hombre ha combinado ha hecho avanzar bastante
poco el conocimiento de la naturaleza por la va literaria. Ante un logos amilanado,
la naturaleza se extraa e interroga; y se sentir sobrecogida cuando como en
este caso la incongruencia desemboca en el rigor, tras comprender que saltando
por encima del sistema de representacin para recoger los datos evidentes y
sustentados es posible desentraar las modalidades de su ser cuando no
haciendo renuncia completa a ellas se suspenden las reglas para esclarecer lo que
ocultan. En efecto, el atnito y ultrajado instante no conviene a las reglas del
discurso pero la naturaleza reconoce que el instante es as, slo as.
Juan Benet
agosto, 1970

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PALMERAS SALVAJES

Son otro aldabonazo, a la vez discreto y perentorio, mientras el doctor


bajaba las escaleras, y el resplandor de la linterna elctrica lo preceda en el hueco
(con manchas pardas) de la escalera y en el cubo (con manchas pardas) del
vestbulo.
Era una casita de playa, aunque tena dos pisos, alumbrada por lmparas de
petrleo o por una lmpara, que su mujer haba llevado al piso alto cuando
subieron despus de cenar. El doctor usaba camisn, no pyjama; por la misma
razn que fumaba en pipa, que nunca le haba gustado y que nunca le gustara,
entre el cigarro ocasional que le regalaban sus clientes, entre un domingo y otro
en los que fumaba tres cigarros que le pareca poda permitirse comprar, aunque
era propietario de la casita de la playa y de la casita vecina, y tambin de la
residencia con electricidad y paredes revocadas, en la aldea a cuatro millas de
distancia. Porque ahora tena cuarenta y ocho aos y haba tenido diecisis y
dieciocho y veinte en la poca en que el padre le deca (y l lo crea) que los
cigarrillos y los pyjamas eran para maricas y para mujeres.
Era despus de medianoche, aunque no mucho. Lo saba aunque no fuera
ms que por el viento, por el gusto y olor y sensacin del viento aun aqu tras las
cerradas y trancadas puertas y postigos. Porque aqu haba nacido, en esta costa,
no en esta casa sino en la otra, en la residencia de la ciudad, y haba vivido aqu
toda su vida, salvo los cuatro aos de la escuela de medicina en la Universidad del
Estado y los dos aos como interno en Nueva Orlens, donde (gordo hasta de
muchacho, con gordas y blandas manos de mujer, l, que nunca deba haber sido
mdico, que despus de unos seis aos metropolitanos. miraba desde el fondo de
un asombro incomunicado y provinciano a sus condiscpulos, los muchachos
flacos y fanfarrones con sus delantales de brin condecorados para l
implacable y jactanciosamente, con las infinitas caras annimas de las enfermeras
novicias, como trofeos florales) la haba aorado tanto. As se doctor, ms cerca
de los ltimos de la clase que de los primeros, aunque no el ltimo, y volvi a su
casa y en el ao se cas con la mujer que su padre le haba elegido y en cuatro
aos fue suya la casa que su padre haba edificado y tambin la clientela que se
haba formado su padre, sin perder ni aadir un cliente, y en diez aos no slo
posea la casa de la playa donde l y su esposa pasaban sus veranos sin hijos,
sino tambin la propiedad vecina, que alquilaba a veraneantes o a bandas de
personas que hacan picnics o a pescadores. En la tarde de la boda, l y su mujer
se fueron a Nueva Orlens y pasaron dos das en un cuarto de hotel, aunque
nunca tuvieron luna de miel. Y aunque dorman juntos en la misma cama desde
haca veintitrs aos, todava no tenan hijos.

Pero aparte del viento poda decir la hora aproximadamente, por el olor a viejo
del gumbo ya fro en la gran olla de barro sobre la hornalla fra, ms all de la
endeble pared de la cocina la gran olla que su mujer haba preparado esa
maana para mandar algo a sus inquilinos y vecinos de la casa de al lado: el
hombre y la mujer que haca cuatro das haban alquilado la casita y que
probablemente ni sospechaban que los donantes del gumbo eran no slo vecinos
sino tambin propietarios la mujer, de pelo negro, de duros y raros ojos
amarillos en una cara de piel estirada sobre maxilares salientes y pesada
mandbula (el doctor al principio la juzg chcara, luego aterrada), joven, que se
pasaba el da entero en un barato silln de playa mirando el agua, con un sweater
usado y un par de descoloridos pantalones de brin y zapatos de lona, sin leer, sin
hacer nada, sentada ah en esa inmovilidad completa que el doctor (o el doctor
dentro del Doctor) reconoci inmediatamente, sin necesidad de la corroboracin de
la piel tirante y de la inversa y vacua fijeza de los ojos aparentemente intiles,
como esa completa inmvil abstraccin de la que hasta el dolor y el terror estn
ausentes, en la que una criatura viviente parece escuchar y hasta vigilar alguno de
sus propios rganos cansados, el corazn, digamos, el secreto e irreparable curso
de la sangre; y el hombre, joven tambin, con un par de indecentes bombachas
caqui y una camiseta sin mangas, sin sombrero en una regin en que hasta los
chicos pensaban que el sol de verano era fatal, caminando descalzo por la playa a
la orilla del agua, volviendo con un haz de lea atado al cinturn, pasando delante
de la mujer inmvil en su silln de playa, sin recibir de ella signo alguno, ni un
movimiento de cabeza ni tal vez de los ojos.
Pero no es el corazn, se dijo el doctor. Lo decidi en aquel primer da, en que
sin intencin de espiar, observ a la mujer a travs del cerco de arbustos de adelfa
que separaba los terrenos. Pero esa suposicin de lo que no era, contena la clave,
la respuesta. Le pareci que vea la verdad, la indefinida nebulosa forma de la
verdad, como si slo estuviera separado de la verdad por un velo como estaba
separado de la mujer viva por una cortina de hojas de adelfa. No era que se
inmiscuyera, ni espiara; tal vez pens: tendr tiempo de sobra para saber qu
rgano est escuchando; han pagado el alquiler de dos semanas (tal vez en ese
mismo momento el doctor dentro del Doctor saba que no se necesitaban semanas
sino das) ocurrindosele que si requiriera cuidados sera una suerte que l,
casero, fuera tambin mdico, pero reflexion que probablemente ignoraban que l
era mdico.
El agente le haba telefoneado que se haba alquilado la casa.
La mujer usa pantalones le dijo. Es decir, no bombachas de seora,
sino pantalones, pantalones de hombre. Quiero decir, le quedan chicos justo en
los sitios donde a un hombre le gusta verlos chicos, pero no a una mujer, salvo
que sea ella misma quien los use. Apuesto que a Miss Martha no van a gustarle
mucho.
Ya le gustarn si pagan el alquiler puntualmente dijo el doctor.
No se aflijan dijo el corredor, ya me encargar. Hace tiempo que estoy
en el negocio. Le dije: hay que pagar adelantado, y contest: Muy bien, muy bien,
cunto?, como si fuera Vanderbilt, con esos pantalones sucios de pescador y
nada ms que una camisa debajo del saco, y sac un rollo y uno de los billetes era
de diez y del otro le di cambio, y no haba ms que dos para empezar y le dije:
Claro, que si toman la casa tal como est, con los muebles que tiene, les va a salir
baratsima. Muy bien, muy bien contest, cunto? Creo que pude haber

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sacado ms porque el hombre no quiere muebles, lo que quiere son cuatro paredes
para meterse adentro y una puerta para encerrarse. La mujer no se movi del taxi.
Se qued sentada, esperando, con sus pantalones que le quedaban chicos justo en
los sitios debidos.
Ces la voz; la cabeza del doctor estaba llena del zumbido telefnico, de la
inflexin creciente de un silencio irrisorio, hasta que dijo casi incisivamente:
Bueno. Necesitan ms muebles o no? No hay en la casa ms que una
cama y el colchn, no?
No, no precisan ms. Le dije que la casa tena una cama y una estufa, y
ellos trajeron una silla una de esas de lona que se desarman en el taxi. Ya est
arreglado.
La risa silenciosa del telfono volvi a llenar la cabeza del doctor.
Bueno dijo el doctor. Qu hay? Qu le sucede? aunque pareca
saber, antes que el otro hablara, lo que dira la voz.
Yo s una cosa que a Miss Martha le va a caer ms pesada al estmago que
esos pantalones. Creo que no son casados. Dijo que lo eran y no creo que mienta
sobre ella y tampoco sobre l. El inconveniente es que no estn casados entre s:
ella no es su mujer. Porque yo s oler un marido. Que me muestren una mujer
que no he visto nunca en las calles de Mobile o Nueva Orlens y puedo oler si...
Esa tarde tomaron posesin de la casa, de la casilla que contena la cama
sola, cuyo colchn y cuyos elsticos no eran muy buenos, y la cocina con su nica
sartn incrustada de pescado frito por generaciones, y la cafetera y la coleccin de
cucharas y tenedores de hierro descabalados y cuchillos y tazas y platillos y vasos
que alguna vez estuvieron llenos de mermeladas y jaleas de fbrica, y la silla
nueva de playa en que la mujer pasaba el da entero tirada como vigilando el crujir
de las hojas de las palmas con su salvaje, seco, amargo sonido contra el brillo del
agua, mientras el hombre acarreaba lea a la cocina. Dos maanas antes, el carro
de la leche que hace el camino de la playa se detuvo all y la seora del doctor vio
una vez al hombre volver por la playa desde un pequeo almacn de propiedad de
un portugus ex pescador, llevando un pan y una bolsa de papel, repleta. Y le dijo
al doctor que haba visto al hombre limpiando (o tratando de limpiar) un plato de
pescado en los escalones de la cocina, y se lo dijo al doctor con amarga y furiosa
conviccin era una mujer deformada aunque no gorda (ni siquiera tan gordita
como el mismo doctor), que haba empezado a volverse toda gris haca ya unos
diez aos, como si el pelo y el cutis se hubieran alterado sutilmente junto con el
tono de los ojos, por el color de sus trajes de casa que posiblemente ella elega
para hacer juego.
Y buen matete estaba haciendo! exclam. Un matete fuera de la cocina
y sin duda un matete en la cocina!
Tal vez ella sepa cocinar repuso el doctor tmidamente.
Dnde, cmo? Sentada afuera en el patio? Cuando l le alcance cocina y
todo...
Pero ese no era el verdadero agravio, aunque lo deca. No deca: no son
casados aunque era lo que los dos pensaban.
Saban que cuando lo dijeran en voz alta, despediran a los inquilinos. Por eso
se negaban a decirlo y con ms razn porque si los echaban tendran en
conciencia que devolverles el dinero del alquiler; adems de eso, el doctor pensaba:
Tenan slo veinte dlares. Y eso tres das antes. Y ella ha de estar enferma. El
doctor hablaba ahora ms alto que el protestante provinciano, que el metodista

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nato. Y algo (acaso tambin el doctor) hablaba ms alto que la metodista nata en
ella tambin, porque esa maana lo despert al doctor, llamndolo desde la
ventana donde estaba envuelta en su camisn de algodn como amortajada con su
pelo gris rizado en papelitos, para mostrarle al vecino volviendo de la playa a la
salida del sol con su haz de lea a la cintura.
Y cuando l (el doctor) volvi a casa a medioda, ella tena el gumbo hecho,
una enorme cantidad, como para una docena de personas, hecho con esa torva
diligencia samaritana de las mujeres buenas, como si tomara un placer torvo y
vindicativo y masoquista en el hecho de que la obra samaritana tendra como
recompensa los restos que se instalaran invencibles e inagotables en la cocina
(mientras se acumulaban los das) para ser calentados y recalentados y luego
vueltos a recalentar hasta que los consumieran dos personas a quienes no les
gustaban siquiera, que nacidos y criados a la vista del mar tenan, en materia de
pescado, predileccin por el atn, el salmn, las sardinas en lata, inmoladas y
embalsamadas a tres millas de distancia en el aceite de las mquinas del
comercio.
Llev la fuente l mismo un hombre bajo, descuidado, rechoncho, con ropa
interior no muy limpia, medio ladeado al atravesar el cerco de adelfas con la
fuente tapada por una servilleta de hilo ya arrugada (aunque era nueva y no se
haba lavado an), que prestaba un aire de torpe benevolencia hasta a aquel
smbolo de inflexible obra cristiana ejecutada no con sinceridad o con lgrima sino
por deber, y depositada (la mujer no se levant de la silla y slo movi los duros
ojos de gata) como si la fuente contuviera nitroglicerina, la mscara rechoncha sin
afeitar sonriendo tontamente, pero detrs de la mscara los ojos del doctor dentro
del Doctor taladraban, sin perder nada, examinaban sin sonrisa y sin timidez el
rostro de la mujer, que no era flaco sino demacrado, pensando: S. Uno o dos
grados. Tal vez tres. Pero no el corazn, y luego despertndose inquieto al percibir
los vagos y feroces ojos fijos en l, a quien apenas haban visto con ilimitado y
profundo odio. Era casi impersonal, como cuando la persona en quien ya vive la
dicha mira un poste o un rbol con placer y felicidad. l (el doctor) careca de
vanidad; el odio no iba dirigido a l. Es para todo el gnero humano, pens. O no,
no. Espere, espere. El velo estaba por rasgarse, la maquinaria de la deduccin por
funcionar. No al gnero humano sino al gnero masculino, al hombre. Pero, por qu
Por qu? Su mujer hubiera notado la dbil marca de la alianza ausente, pero l, el
mdico, vio algo ms: Ha tenido hijos pens. Uno, al menos; apostara mi ttulo.
Y si Cofer (era el corredor) est en lo cierto al decir que ste no es su marido y
debe estarlo, debe ser capaz de olerlo, como l dice, desde que est metido en el
negocio de alquilar casas de playa por la misma razn o bajo la misma obligacin o
necesidad delegada que impulsa a determinadas personas en las ciudades a
amueblar y facilitar piezas a nombres ficticios y clandestinos, digamos que ha de
odiar a los hombres hasta abandonar marido e hijo; bueno. Sin embargo, no slo ha
acudido a otro hombre, sino que manifiesta pobreza, y ella est enferma, realmente
enferma. O ha dejado marido e hijos por otro hombre y por la pobreza, y ahora,
ahora... Poda sentir y or la maquinaria zumbando, funcionando de prisa; senta
la necesidad de un tremendo apuro para estar a tiempo, un presentimiento de que
la ltima rueda estaba por engancharse y de que la campana de la comprensin
iba a sonar y que l no estara bastante cerca para ver y or: S, s. Qu pueden
haberle hecho los hombres para que ella me mire a m que soy un mero ejemplar
de los hombres como una manifestacin de eso, a m a quien nunca ha visto y a

14

quien no mirara dos veces si me hubiera visto, con el mismo odio que l debe
atravesar cada vez que vuelve de la playa con una brazada de lea para cocinar la
comida que ella come?
Ni siquiera se comedi a tomarle la fuente.
No es sopa, es gumbo dijo. Lo ha hecho mi esposa. Ella, nosotros...
Ella no se movi, pero segua mirndolo. l se inclin obesamente, con sus
ropas arrugadas sobre la cuidadosa bandeja; ni siquiera oy al hombre hasta que
ella le habl.
Gracias le dijo; llvalo adentro, Harry.
Ahora ya ni siquiera miraba al mdico.
Agradezca a su esposa le dijo.
Iba pensando en sus dos inquilinos al bajar la escalera detrs del brillante
haz de luz y entrar en el ya fro olor a gumbo viejo del vestbulo, hacia la puerta,
hacia los aldabonazos. No era por ningn presentimiento o premonicin de que
quien golpeaba era el hombre llamado Harry. Era porque haca cuatro das que no
pensaba en otra cosa. Este hombre envejecido, lleno de tabaco, con el camisn
arcaico (que es ahora uno de los sostenes nacionales de la comedia), salido del
sueo en la cama de su mujer estril y ya pensando (o quizs habiendo soado) en
el profundo y distrado fulgor de odio inmotivado, en los ojos de la forastera; y l
de nuevo con ese sentido de inminencia, de estar ms all de un velo, de andar a
tientas justo dentro del velo y de tocar y de ver (pero no del todo) la forma de la
verdad, de suerte que sin darse cuenta se par en seco en la escalera sobre sus
zapatillas anticuadas, pensando con rapidez: S, s. Algo que toda la raza de los
hombres, de los machos, le ha hecho, o ella cree que le ha hecho.
Los aldabonazos se repitieron como si el que llamaba se hubiera dado cuenta
de que lo haba detenido algn descalabro de la luz vista por la rendija de la
puerta y ahora volviera a llamar con esa modesta insistencia del forastero que
busca ayuda a altas horas de la noche, y el doctor ech a andar otra vez, no en
contestacin al nuevo llamado, que no le haca esperar nada, sino como si ste
hubiera coincidido con el peridico y viejo impasse de cuatro das de tanteo y de
frustracin, de capitular y de volver a capitular, como si el instinto lo guiara otra
vez, el cuerpo capaz de movimiento, no la inteligencia, creyendo que el avance
fsico lo acercara al velo en el instante de rasgarse y de revelar en inviolable
aislamiento esa verdad que l casi tocaba. As fue cmo abri la puerta sin
presentimiento alguno y mir afuera, alumbrando con su linterna a la persona que
llamaba. Era el hombre llamado Harry. Estaba ah en la oscuridad, en el fuerte y
firme viento del mar lleno del ruido seco de la invisible fronda de palmeras, tal
como el doctor lo haba visto siempre, con las bombachas manchadas y la
camiseta sin mangas, murmurando las convencionales disculpas por la hora y la
necesidad, rogando el uso del telfono, mientras el doctor, con el camisn flotando
sobre las flacas pantorrillas, lo miraba y pensaba con un feroz impulso de triunfo:
Ahora descubrir lo que pasa.
S dijo, no va a necesitar el telfono. Yo soy mdico.
Ah! dijo el otro. Puede venir ahora mismo, en seguida?
S. Un minuto para ponerme los pantalones. De qu se trata? As sabr lo
que hace falta.
Por un instante el hombre titube; esto tambin le era familiar al mdico, que
lo haba visto antes y crea conocer la causa: el innato e inextirpable instinto
humano de querer ocultar algo de la verdad hasta al mdico o al abogado cuya

15

destreza y cuyo saber se quiere comprar.


Est sangrando dijo. Cules son sus honorarios?
Pero el mdico no escuchaba. Se deca. Ah! S. Cmo no he... Los pulmones,
claro. Cmo no he pensado en eso?
S dijo, quiere esperarme aqu? O mejor adentro? Apenas tardar un
minuto.
Esperar aqu dijo el otro.
Pero el mdico tampoco le oy. Ya volva a subir corriendo la escalera; entr al
dormitorio, donde su mujer se enderez en la cama sobre el codo y lo mir lidiar
con los pantalones, su sombra proyectada por la lmpara de la mesa de noche,
grotesca sobre la pared, monstruosa, tambin la sombra (de ella) con algo de
Gorgona, a fuerza de los rgidos papelitos atormentndole el pelo gris, sobre la
cara gris, sobre el camisn de cuello alto que tambin pareca gris, como si cada
una de sus ropas participara de ese horrendo color fierro de su implacable e
invencible moralidad que, segn el doctor lo comprobara ms adelante, era casi
omnisciente.
S dijo ste, sangrando. Probablemente una hemorragia. Los pulmones.
Y cmo demonios yo no he...
Ms probable es que la haya herido o le haya pegado un tiro dijo la mujer
con amarga voz, fra y tranquila. Aunque por la mirada que tena, la nica vez
que la vi de cerca, yo hubiera dicho que la que iba a herir o pegar un tiro era ella.
Tonteras dijo l ponindose los tiradores, tonteras.
Porque ahora ni se diriga a su mujer.
S, qu imbcil! Traerla tan luego a este sitio. Al nivel del mar. A la costa
del Misisip. Quieres que apague la lmpara?
S. Probablemente demorars un buen rato si esperas a que te paguen.
Apag la lmpara y volvi a bajar la escalera detrs de la linterna. Su valija
negra estaba sobre la mesa del hall, al lado del sombrero. El hombre, Harry,
esperaba delante de la puerta.
Tal vez es mejor que tome esto ahora dijo.
Qu? dijo el doctor.
Se detuvo, mirando abajo, iluminando con la linterna el billete de banco en la
mano extendida del otro. Aunque no haya ganado nada, ahora slo tendr quince
dlares, pens.
No, despus dijo. Ser mejor apresuramos.
Se precipit siguiendo la zigzagueante luz de la linterna, casi corriendo
mientras el otro andaba, atravesando el patio cerrado y luego el cerco divisorio de
adelfas y envuelto en el libre viento del mar que golpeaba las palmas invisibles y
silbaba en el spero pasto salado del otro lote vaco; ahora ya vea en la otra casa
una vaga luz.
Sangrando, eh? dijo.
Estaba nublado; el viento invisible soplaba fuerte y constante entre las
palmeras invisibles, desde el mar invisible; un recio y constante sonido lleno del
murmullo de la marea sobre la barrera de las islas all afuera, las esculpidas
cicatrices de la arena fijada por los raquticos pinos estremecidos.
Hemorragia?
Qu? dijo el otro. Hemorragia?
No? dijo el doctor. Entonces est esgarrando un poco de sangre?
Escupiendo un poquito cuando tose, eh?

16

Escupiendo? dijo el otro.


Era el tono, no las palabras. No se diriga al doctor, estaba ms all de la risa,
como si aquel a quien se diriga fuera impermeable a la risa; no fue el doctor quien
se detuvo; el doctor an segua trotando sobre sus cortas piernas sedentarias, tras
la luz ajetreada de la linterna, hacia la indecisa luz que lo esperaba; era el
bautista, el provinciano, que pareca detenerse mientras el hombre, no ya el
mdico, pensaba sin escndalo, pero en una especie de asombro desesperado:
Habr de vivir siempre tras una barricada de perenne inocencia como un pollo en la
cscara?
Habl cuidadosamente en voz alta; el velo se descorra disolvindose, estaba a
punto de partirse ahora y l no quera ver lo que haba detrs; saba que para
eterna tranquilidad de su conciencia no se animaba, y saba que era ya demasiado
tarde y que no poda contenerse; oy a su voz hacer la pregunta que no quera y
recibir la respuesta que no quera:
Dice usted que est sangrando? Por dnde?
Por dnde sangran las mujeres? dijo el otro; grit con una voz irritada y
spera sin detenerse. Yo no soy mdico! Si lo fuera, cree que iba a gastar cinco
dlares en usted?
Tampoco oy esto el doctor.
Ah! dijo. S, ya veo, s. Y se detuvo. Crea no haber cesado de andar,
pues el oscuro y constante viento soplaba todava sobre l.
Porque estoy en la mala edad para esto, pens. Si tuviera veinticinco aos
dira: Gracias a Dios que no soy l porque sabra que hoy me he escapado y que tal
vez maana o el ao que viene sera mi turno y as tendr que envidiarlo.
Y si tuviera sesenta y cinco aos dira: Gracias a Dios, yo no soy l, porque
entonces sabra que soy demasiado viejo para que esto juera posible y que no me
servira envidiarlo porque tiene en el cuerpo una prueba de amor y de pasin y de
vida y de no estar muerto. Pero ahora tengo cuarenta y ocho y creo hubiera podido
ahorrarme esto.
Espere dijo, espere.
El otro se detuvo; quedaron cara a cara apoyados un poco por el viento
oscuro lleno del agreste ruido seco de las palmeras.
He ofrecido pagarle dijo el otro, cinco dlares no son bastantes? Y si
no son, quiere darme el nombre de alguien que no cobre ms y permitirme el uso
de su telfono?
Espere dijo el doctor. Entonces Cofer tena razn, pens. Usted no es
casado. Pero por qu tuvo que decrmelo?
Por supuesto no dijo eso; dijo:
Usted no ha... usted no es... Quin es usted? El otro, ms alto, apoyado en
el duro viento, miraba al mdico de arriba abajo con impaciencia, con rebelde
control. En el viento negro, la casa (la casilla) era invisible; la vaga luz no estaba
enmarcada por puerta o ventana alguna; como una tira de vaga y desolada lanilla
sucia y rgidamente inmvil en el viento.
Qu soy yo? dijo. Trato de ser pintor. Es eso lo que pregunta?
Pintor? Pero aqu no se edifica, no se trabaja. Eso se acab hace nueve
aos. Viene sin esperanza de trabajo, sin contrato?
Pinto cuadros dijo el otro. Al menos creo pintarlos. Bueno, puedo usar
o no su telfono?
Usted pinta cuadros dijo el doctor.

17

Hablaba en ese tono de tranquilo asombro que treinta minutos despus, y


maana, y maana vacilara entre el ultraje y el enojo y la desesperacin:
Bueno. Probablemente est sangrando todava. Vamos.
Prosiguieron. Entr delante: aun en ese momento comprendi que haba
precedido al otro, no como dueo de casa, no como propietario, sino porque ahora
estaba convencido que, de los dos, l slo tena derecho a entrar mientras la mujer
estuviera ah. Ya no los rodeaba el viento. El viento se apoyaba negro,
imponderable y firme contra la puerta que el hombre llamado Harry haba cerrado
tras ellos; y ahora y de golpe volvi a oler el mdico el olor a viejo gumbo fro.
Hasta saba dnde estaba; casi lo poda ver intacto. (Ni siquiera lo han probado,
pens. Y por qu lo habran de probar? Por qu, en nombre del cielo?) Sobre la
estufa fra, puesto que conoca bien la cocina la estufa rota, la escasa vajilla,
la pobre coleccin de cuchillos y tenedores y cucharas rotas, los receptculos que
contuvieron alguna vez encurtidos y dulces de fbrica, charramente rotulados.
Conoca muy bien toda la casa, era el propietario, la haba edificado, las endebles
paredes (no estaban siquiera machiembradas como las de su casa, sino
encimadas, y por las ensambladuras, curtidas y torcidas por el hmedo aire
salado, se escurra toda intimidad como por las medias y pantalones rotos)
rumorosas con los fantasmas de mil das y noches alquilados a los que l (no su
mujer) haba cerrado los ojos, slo insistiendo en que hubiera siempre un nmero
impar de personas en cualquier reunin mixta que pasara ah toda la noche, salvo
que la pareja fuera de forasteros que formalmente se presentaran como marido y
mujer, como stos, aunque l saba que no lo eran y saba que su mujer lo saba.
De ah el enojo, de ah el enojo y el ultraje que alternara maana con la
desesperacin. Por qu decrmelo?, pensaba. Los otros no me lo dijeron, no me
trastornaron, no trajeron aqu lo que trajo usted aunque no s lo que se habrn
llevado.
En seguida pudo ver la vaga luz de la lmpara ms all de la puerta abierta.
Pero aun sin luz no se hubiera equivocado de puerta: la puerta ms all de la cual
estara la cama, de la que su mujer deca que no la ofrecera ni a un negro; oa al
otro detrs, y por primera vez se dio cuenta de que el hombre llamado Harry
segua descalzo y que estaba por entrar primero y pens que l (el doctor), que
tena realmente derecho a entrar, iba a ceder y se tent de risa y pensando: Vea,
yo no s la etiqueta en estos casos porque cuando era joven y viva en las ciudades
donde suceden estas cosas, yo era tmido, muy tmido, y se detuvo porque el otro se
detuvo: as le pareci al doctor, en una firme y tcita iluminacin de verdadera
clarividencia (pero l no lo sabra nunca) porque los dos se haban detenido como
para permitir que la sombra del esposo ultrajado y ausente los precediera. Los
puso en movimiento un ruido que vena del cuarto el ruido de una botella contra
un vaso.
Un minuto dijo el hombre llamado Harry.
Entr rpidamente en el cuarto; el doctor vio tiradas sobre la silla de playa
las bombachas desteidas que le quedaban chicas a la mujer, precisamente en el
lugar necesario. Pero no se movi. Slo oy el rpido andar de los desnudos pies
del hombre en el suelo y luego su voz, tensa, baja, tranquila, muy suave: tanto,
que de pronto crey saber el doctor por qu no haba habido dolor ni terror en la
cara de la mujer: el hombre llevaba esa carga como llevaba la lea y (sin duda)
cocinaba la comida para ella.
No, Carlota dijo. No debes, no puedes. Ahora, a la cama.

18

Por qu no puedo? replic la voz de la mujer. Por qu demonios no


puedo? y el doctor los oy luchar. Djame ir, guacho, intil del diablo! (era
rata la palabra que el mdico crey or).
Lo prometiste, rata. Eso fue todo lo que ped y lo prometiste. Porque oye,
rata el doctor oa la voz insinuante, secreta ahora: No fue l, sabes. No ese
guacho de Wilbourne. Le dispar como a ti. Fue el otro. T no puedes, de todos
modos. A cuantos me interroguen les repetir lo que ahora te digo. Adems, nadie
sabe nunca cul es la verdad acerca de una ramera para condenar a nadie.
El doctor poda or los dos pares de pies descalzos; pareca como si estuvieran
bailando furiosa e infinitesimalmente y sin zapatos.
Ces el ruido y la voz ya no era secreta ni insinuante.
Pero dnde est la desesperacin?, pens el doctor Dnde el terror?
Harry, Harry! Lo prometiste.
Te tengo. Est bien. Vuelve a la cama.
Dame un trago.
No. Te he dicho que basta. Te he dicho por qu. Te duele mucho?
Jess, no s. No puedo decir, dame un trago, Harry. Quiz vuelva a
empezar.
No. Ahora no se puede. Es demasiado tarde para eso. Adems, aqu est el
mdico. Voy a ponerte el batn para que pueda entrar.
Y ensangrentar el nico camisn que tengo!
Por eso. Por eso tenemos el batn. Quiz vuelva a empezar. Vamos.
Y entonces, para qu el mdico? Para qu los cinco dlares? Oh, intil
del diablo...! No, no. no, no. Pronto. Empieza otra vez. Prame pronto. Me duele.
No lo puedo evitar. Oh!, demonio. Empez a rerse, no era una risa dura, ni
fuerte como toser o hacer arcadas. Ah est. Eso es. Es como los dados. Salen
siete. Salen once. Quiz si pudiera seguir contando...
l (el doctor) oa a los dos pares de pies descalzos sobre el piso, luego el
quejido mohoso del elstico de la cama, la mujer rindose despacio con esa misma
abstracta y furiosa desesperacin que haba visto en sus ojos ante la fuente de
gumbo, a medioda. Se qued parado, con su servicial valijita de cuero negro
usada, mirando los tiradores desteidos entre el confuso montn de otras ropas
sobre la silla de playa; vio al hombre llamado Harry aparecer y elegir de entre ellas
un camisn y desaparecer de nuevo; el doctor mir la silla. S, pens. Como la
lea. El hombre llamado Harry estaba en la puerta.
Ya puede entrar dijo.

19

EL VIEJO1

Una vez (en Misisip, en mayo, en 1927, ao de la inundacin) haba dos


penados. Uno de ellos tena unos veinticinco aos; era alto, flaco, sin barriga, con
una cara tostada y pelo negro de indio con plidos e indignados ojos de porcelana
una indignacin dirigida no a los hombres que haban frustrado su crimen, ni
siquiera a los abogados y jueces que lo haban mandado aqu, sino a los
escritores, los incorpreos nombres ligados a los cuentos, a las novelas por
entregas los Diamond Dick y Jesse James2 y otros de esa calaa que segn l
lo haban empujado a su condicin actual por su propia ignorancia y credulidad
acerca del medio en que traficaban y cobraban dinero, aceptando informacin en
la que estampaban sello de verosimilitud y autenticidad hecho tanto ms
criminal, cuanto que no adjuntaban una garanta legalizada y explotaban as la
tcita buena fe de quien, sin exigir certificado, esperaba una misma buena fe a
cambio del cobre o de los quince centavos que remita y revenda por dinero y que
al primer ensayo resultaba impracticable y (para el penado) criminalmente falso. A
veces detena su mula y su arado en la mitad de un surco (no hay crcel entre
muros en el Misisip: es una plantacin de algodn que trabajan los presos bajo
los rifles y fusiles de los guardianes) y meditaba con una especie de rabiosa
impotencia revolviendo la escoria que le haba dejado su sola y nica experiencia
con los tribunales, con la ley, revolviendo hasta que el insensato y difuso dictamen
tomaba forma al fin (l mismo haba buscado justicia en esa ciega fuente donde
haba encontrado justicia y lo haban rechazado y derribado): valindose de los
correos para defraudar; l, que senta haber sido defraudado por el sistema de
correos de segunda clase, no del craso y estpido dinero que no necesitaba
especialmente, sino de la libertad, y del honor y del orgullo.
Estaba condenado a quince aos (haba llegado poco despus de cumplir
diecinueve) por conato de robo en un tren. Haba urdido de antemano sus planes,
haba seguido su ley escrita (y falsa) al pie de la letra; haba acumulado folletines
durante dos aos, leyndolos y releyndolos, aprendindolos de memoria,
comparando y pesando cuentos y mtodos contra cuentos y mtodos, tomando lo
bueno de cada uno y descartando la escoria; mientras surga un mtodo factible;
dejando su mente alerta para los cambios sutiles de ltima hora, sin apuro y sin
impaciencia, aprovechando las indicaciones de las nuevas entregas que aparecan
peridicamente, como aprovecha una modista concienzuda las nuevas revistas de
moda para hacer modificaciones sutiles en un traje de presentacin a la corte. Y
1
2

Old Man: El Viejo: nombre familiar del ro Misisip.


Lase los Juan Moreira, los Hormiga Negra, etc.

luego, cuando lleg el da, ni siquiera tuvo oportunidad de recorrer los coches y
hacer colecta de relojes y anillos, de broches y de cinturones con dinero, porque lo
arrestaron en cuanto subi al coche del expreso donde deban estar el oro y la caja
de hierro. No haba muerto a nadie porque la pistola que le sacaron no era de las
pistolas que matan, aunque estaba cargada; ms tarde declar al fiscal que la
haba adquirido, as como la linterna sorda en la que arda una vela y el pauelo
negro para taparse la cara, anotando suscripciones a la Gaceta del Detective entre
los montaeses vecinos. De vez en cuando (tena tiempo para ello) se consuma
con rabiosa impotencia, porque haba algo que no pudo decirles en el proceso, que
no supo cmo decirlo.
No era dinero lo que quera. No eran las riquezas, no era el vulgar botn; eso
no hubiera sido ms que una baratija para adornar el pecho de su orgullo como la
medalla de los corredores olmpicos un smbolo, un distintivo para mostrar que
l era el primero en el juego elegido por l en el viviente y fluido mundo de su
poca. De suerte que al pisar la tierra negra que se desflocaba ricamente atrs del
arado, o al entrecortar con la azada, el algodn y el trigo, o al acostarse sobre sus
lomos resentidos en su cucheta despus de cenar, maldeca en una spera y firme
corriente sin arrepentimiento, no a los hombres vivientes que lo haban metido
donde estaba, sino a los que ni siquiera saba que eran seudnimos, a los que ni
siquiera saba que no eran hombres reales sino designaciones de sombras que
haban escrito sobre sombras.
El segundo penado era bajo y rechoncho. Casi pelado, de un color
blanquecino. Pareca algo que se ha expuesto a la luz al dar vuelto un leo podrido
o unas maderas o planchas y sobrellevaba tambin, aunque no en los ojos como el
primer penado, una conviccin de candente, intil indignacin. No se notaba y
nadie saba que estaba ah. Pero nadie saba mucho sobre l, ni siquiera los que lo
haban mandado a la crcel. Su indignacin no era contra palabras impresas sino
contra el hecho paradjico de haber sido obligado a venir aqu por su propia
voluntad y eleccin. Lo haban obligado a elegir entre la colonia penal del Estado
de Misisip y la Penitenciara Federal de Atlanta, y el hecho de que l, que pareca
un gusano pelado y plido, hubiera elegido el aire libre y el sol, era slo una
manifestacin del recndito enigma solitario de su carcter, como si algo
reconocible se hiciera momentneamente visible en lo ms hondo del agua
estancada y opaca, y se hundiera otra vez. Ninguno de sus compaeros de crcel
saba cul era su crimen, salvo que estaba condenado a 199 aos. Ese increble e
imposible perodo de castigo y de restriccin tena algo de vicioso y de fabuloso
cual si indicara que su motivo de encarcelamiento era tal que hasta los hombres
que lo haban condenado, esos pilares y paladines de la justicia y de la equidad, se
haban convertido al juzgarlo en ciegos apstoles no de mera justicia, sino de toda
la decencia humana; en ciegos instrumentos, no de equidad, sino de toda la
venganza y rencor humanos, obrando en un salvaje concierto personal, juez,
abogado y jurado, que sin duda abrogaba la justicia y quiz la ley. Tal vez slo el
fiscal saba cul era su crimen. Haba una mujer en su crimen y un automvil
hurtado, un surtidor robado, y el encargado, muerto a balazos. Haba habido otro
hombre en el coche y bastaba mirar una sola vez al penado (como lo hicieron los
dos fiscales) para saber que era definitivamente incapaz del coraje borracho de
disparar sobre alguien. Pero l y la mujer y el coche robado haban sido
capturados mientras otro hombre, sin duda el asesino, haba escapado, as que,

21

trado al fin al despacho del fiscal, deshecho, desgreado y regaando ante los
impecables y cruelmente alegres fiscales y la mujer furiosa entre dos policas en la
antecmara detrs, tuvo que elegir. Poda ser juzgado en la Corte Federal bajo el
acta de Mann y por el hurto del coche. Es decir, si elega pasar por la antesala
donde la mujer rabiaba, poda tener una oportunidad de ser juzgado por el crimen
menor en la Corte Federal; pero si aceptaba la sentencia de homicidio en la Corte
del Estado, podra salir por la puerta trasera, sin pasar delante de la mujer.
Eligi: enfrent el tribunal y oy a un juez (que lo miraba con desprecio como
si el fiscal del distrito hubiera dado vuelta con la punta del pie una tabla podrida y
lo hubiera puesto a la vista) sentenciarlo a 199 aos en la prisin del Estado. Por
eso (tena tiempo de sobra; haban tratado de ensearle a arar sin conseguirlo, lo
pusieron en la herrera y el mismo capataz pidi que lo sacaran; de suerte que
ahora, con un largo delantal como de mujer, cocinaba y barra y sacuda en las
casillas de los guardas) cavilaba tambin, con ese sentimiento de impotencia y
despecho aunque no lo demostraba como el otro preso, ya que no se apoyaba de
repente sobre la escoba.
Fue este segundo preso quien, a fines de abril, empez a leer en voz alta los
peridicos a los otros penados que, engrillados tobillo con tobillo y arreados por
guardianes armados, volvan del campo y cenaban y se recogan en el galpn. Era
el diario de Menfis que los capataces haban ledo en el almuerzo; el penado lo lea
en voz alta a sus compaeros por ms que a stos no les interesaba mucho el
mundo exterior y algunos de ellos eran incapaces de leerlo y ni siquiera saban
dnde estaban las fuentes del Oho y del Misuri, y otros no haban visto nunca el
ro Misisip aunque en pocas pasadas que oscilaban entre unos pocos das y 10,
20 y 30 aos (y pocas futuras que oscilaran entre unos meses y toda la vida)
haban arado y plantado y comido y dormido a la sombra del terrapln, sabiendo
que haba agua ms all slo de odas y porque a veces sentan la bocina de los
vapores a lo lejos, y durante la ltima semana haban visto las chimeneas y las
cabinas de los pilotos desplazndose contra el cielo, sesenta pies sobre sus
cabezas.
Pero escuchaban, y pronto aquellos que como el penado ms alto no haban
visto probablemente ms agua junta que la de un bebedero de caballos, saban lo
que era un exceso de 30 pies de calado en Cairo o en Menfis y podan (y solan)
hablar corrientemente de bancos de arena. Quiz lo que realmente les interesaba
eran los relatos de las levas de conscriptos, blancos y negros mezclados,
trabajando en dobles turnos contra la porfiada marea; cuentos de hombres que,
aunque negros, eran obligados como ellos a trabajar sin recibir otro sueldo que
una pobre racin y un lugar en una carpa de tierra apisonada para dormir
imgenes, cuadros que brotaban de la voz del penado retacn: los hombres
blancos embarrados con las inevitables escopetas, las filas de negros como
hormigas cargados de bolsas de arena, resbalando y trepando la empinada
superficie del revestimiento para volcar su ftil carga en las fauces de la
inundacin y volver por otra. O quiz era algo ms. Quiz vean acercarse el
desastre con la misma atnita e incrdula esperanza de los esclavos los leones y
osos y elefantes, los lacayos y baeros y reposteros que miraban el creciente
incendio de Roma desde los jardines de Enobarbo. Pero seguan escuchando y
lleg mayo y los peridicos del capataz dieron en hablar con titulares de 2
pulgadas de alto esos palotes de tinta negra que, juraramos, hasta los
analfabetos pueden leer: La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil

22

fugitivos en la cuenca de Ro Blanco. El gobernador llama la Guardia Nacional.


Se declara el estado de sitio en los siguientes distritos. Tren de la Cruz Roja sale
de Washington esta noche con el presidente Hoover; tres das despus (haba
llovido todo el da no los vividos chaparrones con truenos de abril y mayo, sino
la lenta y continua lluvia gris de noviembre y diciembre que precede al fro viento
norte. Los hombres no haban salido al campo en todo el da y el optimismo de
segunda mano de las noticias atrasadas de 24 horas pareca llevar su propia
refutacin): La ola ya est debajo de Menfis. Veintids mil refugiados en
Vicksburg. Ingenieros del ejrcito dicen que los diques aguantarn.
Eso quiere decir que van a reventar esta noche dijo uno de los penados.
Bueno, quiz esta lluvia durar hasta que las aguas lleguen aqu dijo
otro.
Convinieron todos en eso porque lo que queran decir, lo que pensaban y no
decan, era que si el tiempo se aclaraba, tendran que volver a los campos y
trabajar aunque los diques se rompieran y la inundacin alcanzara la granja. No
haba nada paradjico en eso, aunque no podan expresar la razn que perciban
por instinto; el hecho de que la tierra que trabajaban y lo que produca esa tierra
no era de ellos ni de quienes, fusil en mano, los obligaban a trabajar y que a todos
penados o guardianes igual les dara sembrar piedritas en el suelo y cosechar
espigas de cartn. Entre la sbita y vaga esperanza y el ocioso da y los titulares
de la tarde, dorman con inquietud bajo el sonido de la lluvia en el techo de cinc
cuando los despert a medianoche el resplandor de las bombillas elctricas y las
voces de los guardas y oyeron el latir de los tractores que esperaban.
Salgan de aqu! grit el capataz. Estaba completamente vestido: botas de
goma, impermeable y fusil. El dique cedi en Mounds Landing hace una hora.
Salgan de aqu!

23

PALMERAS SALVAJES

Cuando el hombre llamado Harry conoci a Carlota Rittenmeyer, era interno


en un hospital de Nueva Orlens. Era el menor de tres hijos nacidos de la segunda
mujer de su padre, en la vejez de su padre; haba una diferencia de diecisis aos
entre l y la menor de sus medias hermanas. Qued hurfano a los dos aos y su
media hermana mayor lo haba criado. Su padre haba sido mdico como l. Haba
(el padre) empezado y concluido sus estudios mdicos en una poca en que el
ttulo de doctor en medicina involucraba todo, desde farmacologa y diagnstico
hasta ciruga, y cuando no se poda pagar la carrera con dinero, se pagaba con
prctica o trabajo. El viejo Wilbourne haba sido celador de los dormitorios y haba
servido la mesa y haba completado sus cuatro aos de carrera con un desembolso
total de doscientos dlares. Cuando se abri su testamento, el ltimo prrafo
deca:
A mi hijo Enrique Wilbourne y comprendiendo que han cambiado las
condiciones as como el valor intrnseco del dinero y que por consiguiente no cabe
esperar que obtenga su diploma de mdico cirujano mediante el mismo desembolso
de dinero que bastaba en mi poca, lego y deposito la suma de 2.000 dlares, para
emplearse en los gastos de su carrera y en la adquisicin de su diploma y prctica
de medicina y ciruga, creyendo que dicha suma bastar ampliamente a ese fin.
El testamento estaba fechado dos das despus del nacimiento de Harry en
1910 y su padre muri dos aos despus de una intoxicacin al chupar una
mordedura de vbora de la mano de una criatura en un rancho. Su media
hermana lo tom a su cargo. Tena hijos y estaba casada con un hombre que
muri siendo an dependiente de almacn en una pequea ciudad de Oklahoma;
as que cuando lleg el momento de que Harry pudiera ingresar en la escuela de
medicina, esos 2.000 dlares que deban estirarse durante cuatro aos, aun en la
modesta y bien reputada escuela que escogi, no eran mucho ms que los 200 con
que cont su padre. Eran menos, porque en los dormitorios haba calefaccin y el
colegio era servido por un restaurante que no requera mozos y el nico modo en
que un alumno poda ganar algo era alcanzando la pelota en el ftbol o deteniendo
al hombre que la llevaba. La hermana lo ayudaba un giro ocasional de uno o
dos dlares o algunos sellos de correos cuidadosamente doblados en una carta.
Esto le pagaba los cigarrillos y suprimiendo el tabaco durante un ao economiz
bastante para su cuota de socio de la mutual de estudiantes. No le quedaba nada
para salir con muchachas (la escuela era mixta) pero tampoco tena tiempo para
eso; bajo la aparente serenidad de su vida monstica libraba una continua batalla,
tan despiadada como cualquiera en un rascacielos de Wall Street, al equilibrar su
menguante cuenta corriente con las ledas pginas de sus libros de texto. Pero lo

hizo y hasta le qued un saldo para volver al pueblo de Oklahoma y presentar su


diploma a su hermana, o para ir directamente a Nueva Orlens y asumir el
internado, pero no para las dos cosas. Eligi Nueva Orlens. O ms bien, no haba
otro remedio; escribi a su hermana y a su marido una carta de agradecimiento,
con un recibo por el monto total de los sellos y los giros, con intereses (tambin
mand su diploma con sus latines y su intrincado exordio en relieve y las torcidas
firmas de los profesores, entre las cuales su hermana y su cuado slo descifraron
su nombre) y lo expidi y compr su billete y viaj catorce horas en un coche
diurno. Lleg a Nueva Orlens con una valija y dlar 36 centavos.
Haca casi dos aos que estaba en el hospital. Viva en los pabellones de
internos con otros que como l carecan de recursos particulares; fumaba una vez
por semana, un atado de cigarrillos para el fin de semana, y estaba pagando la
deuda que haba reconocido a su media hermana: los giros de uno y dos dlares
que volvan ahora a su fuente de origen; la nica valija contena an todo lo que
posea, incluyendo sus uniformes blancos de hospital sus 26 aos, los 2.000
dlares, el billete de tren a Nueva Orlens, el dlar 36 centavos en esa nica valija,
en el rincn de un cuarto como un cuartel con camas militares de hierro; en la
maana de su vigesimosptimo cumpleaos. Se despert y mir su cuerpo tendido
hacia el escorzo de los pies y le pareci ver los veintisiete irrevocables aos como
disminuidos y escorzados detrs, como si su vida flotara sin esfuerzo y sin
voluntad por un ro que no vuelve. Le pareca verlos: los aos vacos en que haba
desaparecido su juventud los aos para la osada y las aventuras, para los
apasionados, trgicos, suaves, efmeros amores de la adolescencia, para la
blancura de la muchacha y del muchacho, para la torpe, fogosa, importuna carne,
que no haba sido para l; acostado, pensaba, no exactamente con orgullo y no
con la resignacin que supona, sino ms bien con una paz de eunuco ya entrado
en aos que considera el tiempo muerto que precedi a su alteracin, que
considerara las formas borrosas y (al fin) desdibujadas que slo habitan en la
memoria y no ya en la carne: He repudiado el dinero y por consiguiente el amor. No
abjurado, repudiado. No lo necesito; el ao que viene o de aqu a dos aos o cinco
sabr que es cierto lo que ahora creo que es cierto: ni siquiera querr desearlo.
Esa tarde, cumpli con algn retraso su guardia; al pasar frente al comedor
oy ruido de voces y de cubiertos, y los cuartos de los internos estaban vacos. No
haba ms que un hombre llamado Flint que con pantalones y camisa de etiqueta
se anudaba la corbata negra delante del espejo y se dio vuelta al entrar Wilbourne
y seal un telegrama sobre su almohada.
Est abierto, estaba sobre mi cama dijo Flint. Tena prisa por vestirme
y no tuve tiempo de mirar la direccin, lo tom y lo abr. Disculpe.
Est bien dijo Wilbourne. Demasiadas personas ven un telegrama para
que sea algo privado.
Sac la hoja amarilla del sobre. Estado decorado con smbolos, guirnaldas y
espirales; era de su hermana; uno de sus mensajes de cumpleaos que la
compaa telegrfica manda a cualquier punto de los Estados Unidos por 25
centavos. Se dio cuenta que Flint lo estaba mirando.
Entonces hoy es su santo? dijo Flint. Se festeja?
No dijo Wilbourne, no me parece.
Oiga, voy a una reunin en el barrio francs; por qu no me acompaa?
No dijo Wilbourne. Pero le agradezco. No haba pensado an, por qu
no? No estoy invitado.

25

No importa. No es una reunin de sas. Es un estudio. Un pintor. Un


montn de gente en el suelo sentados en las faldas, bebiendo. Vamos. No se va a
quedar aqu solo.
Ahora ya pensaba: Y por qu no? De veras, por qu no? y casi vea al
guardin de la vieja disciplinada paz y resignacin empuando las armas, el
adusto Moiss, sin recelo, impermeable al recelo pero fanticamente prohibitivo;
esculido y prohibiendo: No, no irs. Ya tienes algo. Ya tienes paz; qu ms
quieres?
Adems, no tengo traje de noche.
No es necesario. A lo mejor el dueo de casa estar en salida de bao.
Usted tendr un traje oscuro?
No.
Bueno dijo Flint, Montigny tiene un smoking. Es de su estatura. Voy a
traerlo. Fue hasta el guardarropa que usaban en comn.
Pero no... dijo Wilbourne.
Bueno dijo Flint.
Dej el segundo traje de vestir sobre la cama y se baj los tiradores y empez
a sacarse los pantalones.
Yo usar el traje de Montigny, y usted el mo. Tenemos los tres la misma
medida.
Una hora despus, en un traje prestado, su primer traje de etiqueta, l y Flint
se detuvieron en una de las estrechas, borrosas, embalconadas calles entre la
plaza Jackson y la calle Real en el Vieux Carr una pared de suave ladrillo sobre
la que explotaban los harapos de la cresta de una palmera ms all de la cual
vena un pesado olor a jazmines que pareca verse tendido en el inmvil aire
opulento ya impregnado con el olor de azcar y bananas y camo del puerto,
como inertes hilachas de neblina o de pintura. Una puerta de madera entornada,
un poco torcida, con un cordn de alambre que al tirn de Flint produjo un remoto
y dulce tintineo. Oan un piano, algo de Gershwin.
Bueno dijo Flint. No se preocupe por esta reunin. Desde ac se siente
el aguardiente de preparacin casera. Gershwin poda haberle pintado los
cuadros. Slo que Gershwin podra pintar lo que Crowe llama sus cuadros, mejor
que Crowe tocar lo que Gershwin llama su msica.
Flint volvi a tirar de la campana, pero nadie contest.
No est cerrado dijo Wilbourne.
No lo estaba, y entraron; un patio pavimentado con el mismo suave ladrillo,
tranquilamente deshacindose. Haba una fuente de agua estancada con una
figura de terracota, un macizo de alhucemas, la palmera, las hojas gruesas,
opulentas, y las pesadas estrellas blancas del jazminero, iluminadas por la luz de
las puertas abiertas, y el balcn del patio las paredes de los mismos ladrillos
reforzados elevando una muralla rota y desnivelada contra el resplandor de la
ciudad en el cielo bajo, eternamente nublado; y cubrindolo todo, quebradiza,
desafinada y efmera, la espuria adulteracin del piano como smbolos
garabateados por adolescentes en un viejo sepulcro ruinoso donde hacen de
basureros las ratas. Atravesaron el patio y entraron en el ruido el piano, las
voces de un cuarto alargado, de piso desigual, de paredes cubiertas de cuadros
sin marco que al pronto se descargaron sobre Wilbourne con el inextricable y total
efecto de un carteln de circo visto de repente a quemarropa, cuya visin hace
retroceder consternados los globos oculares. No haba muebles, salvo un piano al

26

que estaba sentado un hombre en salida de bao. Quiz haba una docena de
personas paradas o sentadas en el suelo con vasos en la mano; una mujer con un
traje de hilo sin mangas grit:
Dios mo, dnde es el entierro? y vino con su vaso a besar a Flint.
El doctor Wilbourne, chicos y chicas! dijo Flint; mrenlo. Tiene un libro
de cheques en el bolsillo y un escalpelo en la manga.
El dueo de casa ni se dio vuelta, pero al rato una mujer le trajo una copa.
Aunque nadie se lo dijo, era la duea de casa; se qued hablando con l un
momento, o ms bien a l, porque l ya no escuchaba, atareado en mirar los
cuadros de la pared; ahora estaba solo ante la pared, con la copa en la mano.
Haba visto fotografas y reproducciones de tales cosas en revistas y las haba
mirado sin ninguna curiosidad y sin ninguna fe, como un palurdo que mira la
figura de un dinosaurio. Pero ahora el palurdo estaba delante del monstruo y
Wilbourne miraba los cuadros: absorto. No lo que representaban, el procedimiento
o el colorido; no le decan nada. Era con un asombro sin entusiasmo ni envidia
ante las circunstancias que pueden dar a un hombre los medios y el ocio
necesarios para pasar sus das pintando cosas semejantes y sus noches tocando el
piano y dando de beber a gente que no conoca (y, en un caso, al menos) cuyos
nombres ni se molestaba en or. Segua de pie cuando alguien dijo:
Aqu estn Rat y Charley segua de pie cuando Carlota le habl a su lado:
Qu piensa de todo esto, seor?
Se dio vuelta y vio una muchacha bastante ms baja que l y que al pronto le
pareci gorda hasta que se dio cuenta que no lo era sino con esa ancha, sencilla,
profundamente delicada conformacin femenina de las yeguas rabes: una mujer
de menos de veinticinco aos, con un traje de algodn estampado, con un rostro
que ni siquiera finga ser lindo y que no usaba afeites ms que en la boca grande,
con una plida cicatriz como de una pulgada en una mejilla que l reconoci como
una vieja quemadura: sin duda, de la niez.
Todava no ha decidido, verdad?
No dijo l. No s.
No sabe qu pensar, o qu es lo que trata de pensar?
S, eso es. Y usted qu piensa de eso?
Malvavisco con rbanos silvestres! dijo, demasiado pronto. Yo tambin
pinto agreg. Me permito decirlo. Y tambin me permito decir que lo hago
mejor.
Cmo se llama, y por qu se ha vestido as para documentarse? Para que
todos sepamos que ha venido a documentarse?
l le explic y ella lo mir y l vio que sus ojos no eran avellana sino
amarillos, como de gato, y que lo miraba con una sobriedad especulativa como la
de un hombre: profundos, ms all de la mera audacia, especulativos ms all de
la fijeza.
Me han prestado el traje. Es la primera vez en mi vida que lo llevo.
Luego dijo sin querer, sin saber que lo iba a decir, pareca que naufragaba su
voluntad en esa mirada amarilla:
Hoy es mi santo. Cumplo veintisiete aos.
Ah! dijo ella.
Se dio vuelta, lo agarr de la mueca, un simple apretn, implacable y firme,
arrastrndolo tras ella.
Vamos.

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La sigui con torpeza, para no pisarle los talones, luego lo solt y camin
delante a travs del cuarto hasta donde tres hombres y dos mujeres rodeaban la
mesa con vasos y botellas. Se detuvo, volvi a asirle la mueca y lo acerc a un
hombre de su misma edad, con un traje oscuro cruzado; de pelo rubio, crespo, que
empezaba a ralear, de cara que no llegaba a ser hermosa y que era normalmente
insensible, y ms astuta que inteligente, pero en conjunto ms bien suave,
aplomada, victoriosa y corts.
ste es Rat dijo ella. Es el decano de los ex recin llegados a la
Universidad de Alabama. Por eso lo llamamos Rat. Usted tambin puede decirle
Rat. A veces lo es.
Ms tarde era despus de medianoche y Flint y la mujer que lo bes se
haban ido estaban los dos en el patio al lado del jazminero.
Tengo dos hijos, dos nias dijo ella; era raro, porque en mi familia
todos eran varones salvo yo. El que ms me gustaba era mi hermano mayor pero
una no se puede acostar con su hermano y como l y Rat tenan el mismo cuarto
en el colegio me cas con Rat y ahora tengo dos nias y cuando tena siete aos
me ca en la chimenea peleando con mi hermano y sa es la cicatriz. La tengo
tambin en el costado y en la cadera y he tomado la costumbre de contarlo a la
gente antes de que me lo pregunten, y todava lo hago aunque ya no importa.
Lo cuenta a todo el mundo? En seguida?
Lo de los hermanos, lo de la cicatriz?
Las dos cosas, tal vez la cicatriz.
No, es raro. Lo haba olvidado. No lo haba dicho a nadie por aos. Cinco
aos.
Pero me lo ha contado a m.
S. Y esto es dos veces raro. No, tres veces. Escuche. Le he mentido. No
pinto. Trabajo en arcilla y a veces en cobre y una vez en un pedazo de piedra con
cincel y maza. Sienta.
Le tom la mano y le pas las yemas de los dedos por la base de la otra
palma, la ancha, comba, fuerte mano de dedos giles con uas tan cortas como si
se las comiera; el cutis de la base y las coyunturas inferiores de los dedos no
precisamente callosas sino parejamente endurecidas y resistentes como un tobillo.
Esto es lo que hago: algo que se puede tocar, levantar, algo que pese en la
mano, que se pueda mirar de atrs, que desplace aire y desplace agua y que si
uno lo suelta, el pie es el que se rompe y no l. No hurgando un pedazo de tela con
un cuchillo o un cepillo como si se tratara de combinar un acertijo con un palo
podrido entre los barrotes de una jaula. Por eso dije que yo le ganaba a los
cuadros.
Ni se movi, ni siquiera indic con un movimiento de cabeza el cuarto detrs
de ellos.
No algo para hacerle cosquillas un segundo en el paladar y tragarlo y ni
siquiera pegarse a las entraas, sino evacuarlo ntegro y hacerlo correr por la
maldita cloaca. Quiere venir a cenar maana?
No puedo. Maana estoy de guardia.
Pasado maana entonces? O cundo?
Y usted no tiene compromisos?
Pasado maana tengo algunas personas, pero no lo molestarn. Lo
mir. Bueno, si no quiere un montn de gente, les avisar que no vengan.
Pasado maana a la noche? A las siete? Quiere que vaya a buscarlo al hospital,

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en el coche?
No. No haga eso.
Puedo, sabe?
Ya s dijo l. Ya s. Escuche.
Vmonos dijo ella. Me voy a casa. Y no use eso. Pngase su propia
ropa. Quiero verla.
Dos noches despus fue a comer. Hall un modesto pero cmodo
departamento en un barrio irreprochable cerca de Audubon Park, una sirvienta
negra, dos criaturas nada extraordinarias de dos y cuatro aos, con el pelo de la
madre pero en lo dems parecidas al padre (que con otro traje oscuro cruzado,
evidentemente caro, prepar un cocktail que nada tena tampoco de extraordinario
e insisti en que Wilbourne lo llamara Rat) y ella en un traje que evidentemente
haba adquirido como traje de media gala y que usaba con la misma implacable
indiferencia con que llevaba el otro la primera vez que la vio, como si los dos
fueran overalls.
Despus de la comida, que era muy superior a los cocktails, se retir con la
mayor de las nias, que haba comido en la mesa pero volvi luego a fumar
acostada en el divn, mientras Rittenmeyer segua haciendo preguntas a
Wilbourne, de esas que el presidente de una sociedad estudiantil suele hacer a un
miembro de la escuela de medicina. A las diez, Wilbourne dijo que tena que irse.
No le dijo ella, todava no.
Se qued; a las diez y media Rittenmeyer dijo que tena que trabajar
temprano, que iba a acostarse, y los dej. Ella entonces apag el cigarrillo, se
levant y vino donde l estaba parado frente a la chimenea apagada y se qued,
mirndolo.
Qu? Te llaman Harry? Qu hacemos, Harry?
No s. Nunca he estado enamorado.
Yo s. Pero tampoco s. Quieres que te llame un coche?
No se dio vuelta; ella atraves el cuarto a su lado. Caminar.
Ests tan pobre? Djame pagar el coche. No puedes caminar hasta el
Hospital. Hay tres millas.
No es lejos.
No es su dinero, si eso es lo que te molesta. Tengo un poco mo. Lo he
estado ahorrando para algo, no s para qu.
Le alcanz el sombrero y se detuvo con la mano en el picaporte.
Tres millas no es mucho. Caminar.
Bueno dijo ella.
Abri la puerta. Se miraron. La puerta se cerr entre los dos. Estaba pintada
de blanco. No se dieron la mano.
En las seis semanas siguientes se encontraron cinco veces ms. Se
encontraron en la ciudad para almorzar, porque l no quiso volver a entrar en la
casa del marido, y su destino o su suerte (o mala suerte, de otro modo hubiera
descubierto que el amor es como la luz del da y est nicamente en un lugar y en
un momento y en un cuerpo fuera de toda la tierra, de todo el tiempo y de toda la
viva humanidad que da el sol) no le trajeron ms invitaciones de segunda mano.
Era en lugares del Vieux Carr, donde podan almorzar por dos dlares semanales
que antes le mandaba a su hermana para saldar la deuda. Al tercer encuentro dijo
ella, bruscamente, a propsito de nada:
Se lo he dicho a Rat.

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Qu le has dicho?
De los almuerzos. Que hemos estado vindonos.
Fue la ltima vez que nombr al marido.
La quinta vez no almorzaron. Fueron a un hotel, lo haban arreglado la
vspera. l descubri que no saba casi nada del procedimiento adecuado, fuera de
imaginaciones e hiptesis porque en su ignorancia crea que haba un secreto para
la ejecucin feliz de esa cosa, no una frmula secreta sino una especie de magia
blanca: una palabra o algn infinitesimal y trivial movimiento de la mano como el
que abre un cajn o un tablero secreto. Hasta pens preguntrselo a ella porque
estaba seguro que deba saberlo, tan cierto como que no se vera perdida en nada
que ella emprendiera, no slo a causa de su absoluta coordinacin sino porque
aun en este corto tiempo haba llegado a comprender esa intuitiva e infalible
destreza de todas las mujeres en la prctica de los asuntos de amor. Pero no le
pregunt, porque se dijo que cuando ella le indicara lo que seguramente hara y
con precisin, podra algn da creer que antes lo haba hecho y, aunque as fuera,
l no quera saberlo. Por eso consult a Flint.
Demonio dijo Flint. Est tomando alas, no es as? Ni siquiera saba
que tuviera una mujer.
Wilbourne casi poda ver a Flint pensando rpidamente, recapitulando.
Fue en el entrevero de lo de Crowe? En fin, se es asunto suyo. Es muy
fcil. Tome una valija con un par de ladrillos envueltos en una toalla para que no
hagan ruido, y adelante. Por supuesto que yo no elegira el Saint Charles o el
Roosevelt. Elija uno de los hoteles ms chicos, no demasiado chico tampoco. Uno
de los que hay cerca de la estacin. Envuelva los ladrillos separadamente, luego
envulvalos juntos. Y no se olvide de llevar un sobretodo o un impermeable.
S. No ser mejor decirle a ella que tambin lleve un abrigo?
Flint se rio, una slaba breve, no fuerte.
Me parece intil. No va a precisar instrucciones, ni mas ni suyas. Mire
dijo rpidamente. No alborote. No la conozco. No hablo de ella. Hablo de
mujeres. Podra aparecer con una valija y un abrigo y un velo y un taln de un
billete de Pullman pegado en su valija de mano y eso no querra decir que lo haba
hecho antes. As son las mujeres. Ni don Juan ni Salomn podran dar
instrucciones sobre estos lances a una jovencita de catorce aos recin salida de
la cscara.
No importa dijo. Tal vez ni venga.
Se dio cuenta de que realmente lo crea as. Y aun lo crea cuando el coche
apareci en la esquina donde l esperaba con la valija. Ella llevaba abrigo pero no
velo ni valija. Baj rpidamente del coche cuando l abri la portezuela; su rostro
era duro, grave, los ojos extraordinariamente amarillos, la voz ronca:
Bueno, dnde?
Se lo dijo.
No es lejos. Podemos...
Ella volvi a subir al coche.
Podemos ir a pie.
Maldito pobretn le dijo. Sube, aprate.
Subi, el coche ech a andar. El hotel no estaba lejos. Un portero negro tom
la valija. Entonces le pareci a Wilbourne que nunca en su vida antes ni despus
estara tan consciente de ella como en este momento, de pie, en medio del oscuro
vestbulo que haban fatigado los sbados de los viajantes de comercio y de los

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carreristas pobres, mientras l escriba en el registro los dos nombres ficticios y


entregaba al empleado el sexto par de dlares que deba mandar a su hermana
pero que no mand. All estaba esperndolo, sin esfuerzo alguno para borrarse,
tranquila, reservada, y con un dejo profundamente trgico que l adivinaba
(adelantaba con rapidez) no era peculiar de ella sino el atributo de todas las
mujeres en ese instante de sus vidas, que les concede una dignidad, casi una
modestia, que perdura y llega a la posicin horizontal, levemente cmica, de la
rendicin final. La sigui por el corredor y franquearon la puerta que abri el
portero; lo despach y cerr la puerta alquilada y la mir cruzar el cuarto y llegar
a la turbia ventana, para luego volver sin detenerse (siempre con su abrigo y
sombrero puestos) exactamente como un nio jugando al rescate, los ojos
amarillos, el rostro que l haba llegado a encontrar hermoso, duro y fijo.
Dios mo, Harry! se golpe el pecho con los puos apretados. Dios mo!
As no!
Bueno le dijo l. Quieta.
Le agarr y sujet las muecas y los puos cerrados contra su pecho
mientras ella forcejeaba por libertarlas para volver a golpearse el pecho.
S, pens l. As nunca.
Quieta.
As no, Harry. No bajo cuerda. Siempre le he dicho: pase lo que pase, haga
lo que haga, pero no bajo cuerda. Si slo se tratara de alguien cuyo fsico me
hubiera calentado de golpe y en quien yo no hubiera pensado ms all de su
cuello. Pero nosotros no, Harry. T no, t no.
Quieta le dijo l. Bueno.
La llev hasta el borde de la cama y se inclin sobre ella, siempre sujetndole
las muecas.
Ya te he dicho cmo me gusta hacer las cosas; cmo me gusta tomar el
limpio metal duro o la piedra y cortarlos, por duros que sean, por ms tiempo que
tomen, modelarlos en algo hermoso, que se pueda mostrar con orgullo, que se
pueda tocar, levantar, que se pueda mirar de atrs, y cuyo hermoso peso slido se
pueda sentir en la mano y que si uno lo suelta no es la cosa la que se rompe, es el
pie, salvo cuando no es el pie, es el corazn, si es que yo tengo corazn. Pero, Dios
mo! Harry, cmo me he degradado por ti.
Extendi la mano. l comprendi lo que ella quera y escurri las caderas,
antes de que ella lo tocara.
Yo estoy bien le dijo. No tienes que preocuparte por m. Quieres un
cigarrillo?
Gracias.
Le dio un cigarrillo y fuego, mirando el corte inclinado de su nariz y
mandbulas, mientras lo encenda.
Bueno dijo ella. As es. Y no hay divorcio.
No hay divorcio?
Rat es catlico. Y no lo har.
Quieres decir que l...
Le he dicho. No que nos bamos a encontrar en un hotel. Slo le dije,
supongamos que lo hiciera, y l repiti que no haba caso.
Y t no puedes pedir el divorcio?
Con qu motivos? l pleiteara. Y tendra que ser aqu, con un juez
catlico.

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Slo queda una solucin. Y para sa parece que yo no sirvo.


Que no sirves?
S dijo l. Tus hijos.
Lo mir, por un momento, fumando.
No pensaba en ellos. Quiero decir que ya he pensado en ellos. Ahora ya no
necesito pensar en ellos porque ya s la respuesta y s que no puedo cambiar la
respuesta y creo que no puedo cambiarme porque la segunda vez que te vi supe
que era verdad lo que haba ledo en libros y lo que nunca cre; que amor y dolor
son una sola cosa y que el valor del amor es la suma de lo que se paga por l y
cada vez que se consigue barato uno se est engaando. Por eso no tengo que
pensar en los hijos. Ya lo he decidido hace tiempo. Estaba pensando en el dinero.
Mi hermano me manda veinticinco dlares para Navidad y hace cinco aos que los
guardo. Te dije la otra noche que no saba para qu los haba guardado. Tal vez
era para esto, y tal vez esto es lo ms cmico: que he ahorrado cinco aos y no son
ms que ciento veinticinco dlares, apenas para el viaje a Chicago de dos
personas. Y t no tienes nada.
Se inclin hacia la mesa de luz y apag el cigarrillo con infinito y lento
cuidado y se levant.
As es. Y esto es todo.
No dijo l. Que antes me maten.
Y t vas a seguir as como un angelito en el cielo? Ella tom su
impermeable de la silla y se lo colg en el brazo y esper.
Quieres irte antes? dijo l. Esperar unos treinta minutos, y luego...
Y vas a cruzar solo por el pasillo llevando la valija para que el empleado y
el negro se ran porque me han visto salir antes de tener tiempo siquiera de
quitarme la ropa, y menos de volver a ponrmela?
Fue a la puerta y puso la mano en la llave. l levant la valija y la sigui. Pero
no abri en seguida la puerta.
Oye. Vuelve a decirme que no tienes dinero. Dilo. Para que mis odos
puedan or algo que les d alguna idea, aunque no entienda. Alguna razn, para
que yo... que yo pueda aceptar como la verdadera razn innegable aunque no
puedo creer ni entender que pueda ser eso, dinero, nada ms que dinero. Vamos,
dilo.
No tengo dinero.
Bueno, es una razn. Tiene que ser una razn. Tendr que ser una razn.
Empez a estremecerse, no a temblar, a sacudirse como alguien con un
terrible chucho de fiebre; hasta los huesos parecan estremecerse silenciosos y
rgidos dentro de la carne.
Carlota le dijo. Dej la valija en el suelo y se dirigi hacia ella. Carlota!
No me toques! murmur en una especie de ataque de furor. No me
toques!
Pero l crey por un instante que ella vena hacia l; pareca doblarse hacia
adelante, dio vuelta la cabeza y mir la cama con desesperacin, con enajenacin.
Luego gir la llave, se abri la puerta y sali de la pieza.
Se separaron en cuanto encontraron un coche. Estuvo por subir con ella,
para llegar al centro hasta la playa de estacionamiento donde ella haba dejado su
auto. Entonces, por la primera de las dos veces en sus vidas, la vio llorar. Se
sent, la cara hosca y retorcida y salvaje bajo las lgrimas brotadas como gotas de
sudor.

32

Oh, pobretn, maldito pobretn, candoroso imbcil! Otra vez el dinero.


Despus de pagar al hotel los dos dlares que debas mandar a tu hermana y no
sacarles nada, ahora quieres pagar este coche con lo que tienes para sacar otra
camisa del lavadero y no obtener nada en cambio sino el privilegio de transportar
mi maldito cuerpo, que a ltima hora rehus, y que rehusar siempre.
Se inclin al chauffeur.
Vamos! dijo con furia. Andando! Al centro!
El coche se alej con rapidez; casi en el acto desapareci, aunque l no lo
miraba. Despus de un rato dijo tranquilamente, en voz alta a nadie: es intil
cargar con los ladrillos. Se dirigi a un depsito de basura en la orilla de la acera y
mientras los transentes lo miraban con curiosidad o apenas o nada, abri la
valija y sac los ladrillos de la toalla y los tir al depsito. Contena ste un
montn de diarios viejos y cscaras de fruta, los fortuitos desperdicios annimos
de personas annimas que pasaban por ah durante las doce horas del da como la
suciedad de pjaros volando. Los ladrillos golpearon el montn sin hacer ruido; no
hubo ningn zumbido premonitorio, los bordes de los diarios se abrieron y
descargaron, con la mgica precipitacin con que el pequeo torpedo de metal
conteniendo el cambio emerge de su tubo en una tienda, una cartera de cuero.
Contena los talones de cinco billetes de Washington Park, la cdula de
identificacin de un cliente de un trust de gasolina y otra de una logia y sociedad
de socorros mutuos de Longview, Texas, y 1.278 dlares en billetes.
Verific la cantidad exacta despus de llegar al hospital, donde, sin embargo,
su primer pensamiento fue: Puedo guardar un dlar como recompensa, mientras se
diriga a la sucursal de correos, luego (el correo quedaba slo a seis cuadras, estaba
en direccin opuesta al hospital): Puedo tambin guardar para el taxi, y no podrn
quejarse. No es que yo quiera andar en taxi, pero debo hacerlo durar, debo hacer
que todo dure para que no haya huecos entre ahora y las seis de la tarde cuando
volver a esconderme detrs de mi guardapolvo y estirar la vieja rutina sobre mi
cara y mi cabeza como estiran los negros la frazada cuando se acuestan.
Luego se detuvo ante las aceradas puertas de sbado a la tarde en la
sucursal de correos y eso tambin lo haba olvidado, y pens mientras guardaba la
cartera en el bolsillo trasero cmo al despertarse el nombre de ese da haba
estado escrito en letras de fuego, y volvi a andar, con la valija, vaca, las doce
cuadras intiles, pensando: pero yo he hecho ms: estoy ahorrndome por lo menos
cuarenta y cinco minutos de tiempo que de otro modo hubieran estado llenos de no
hacer nada.
El dormitorio estaba vaco. Guard la valija y busc y encontr una caja
chata de cartn decorada con ramitas de murdago en que su hermana le haba
mandado un pauelo bordado a mano la ltima Navidad; encontr tijeras y un
frasco de engrudo y fabric con la cartera un prolijo paquete de cirujano, copiando
clara y prolijamente la direccin de una de las cdulas de identidad y
cuidadosamente lo puso bajo la ropa en su cmoda y ahora ya estaba hecho.
Acaso yo s leer, pens. Luego maldijo, pensando: As es la cosa. Todo sucede al
revs. Deberan ser los libros, debera ser la gente de los libros la que nos inventara
y leyera: los fulanos y menganos y Wilbourne y Smith, machos y hembras pero sin
sexo.
Entr de guardia a las seis. A las siete lo relevaron para que cenara. Mientras
estaba comiendo, una de las enfermeras entr y le dijo que lo llamaban por

33

telfono. Ser larga distancia, pens. Sera su hermana: no le haba escrito desde
que le mand el ltimo giro de dos dlares haca cinco semanas, y ahora lo
llamaba, le costara dos dlares, no para reprocharle (Tiene razn, pens, pero no
se refera a su hermana. Es cmico. Es ms que cmico. He fracasado con la mujer
que amo y soy un fracaso para la mujer que me ama), sino para saber cmo estaba.
As, cuando la voz en el telfono dijo: Wilbourne pens que era su cuado
hasta que Rittenmeyer habl de nuevo:
Carlota quiere hablarle.
Harry? dijo ella. La voz era rpida y serena. Le he dicho a Rat lo de
hoy y que fue un fiasco. Ahora es su turno. Me ha dado una oportunidad y no la
aprovech. Ahora lo justo es darle a l una oportunidad y lo decente es decirte
cmo andan las cosas, slo que decente es una palabra tan embromada para que
la usemos t y yo...
Carlota dijo. Oye, Carlota.
Entonces, adis, Harry. Buena suerte. Y que el demonio. ..
Oye, Carlota. Me oyes?
S. Qu hay?
Oye. Es raro. He esperado que me llamaras, toda la tarde, pero recin ahora
me doy cuenta. Hasta s ahora por qu saba que era sbado todo el tiempo que
iba al correo. Me oyes? Carlota?
S, s.
Tengo mil doscientos setenta y ocho dlares, Carlota.
A las cuatro de la maana siguiente, en el laboratorio desierto, destroz la
cartera y las cdulas de identidad con una navaja de afeitar y quem las tiras de
papel y de cuero y tir las cenizas en la cloaca del cuarto de bao. El siguiente da
a las doce, con dos billetes para Chicago y el resto de los 1.278 dlares metidos en
el bolsillo y una sola valija en el asiento de enfrente, mir por la ventanilla
mientras el tren se detena en la estacin de Carrollton Avenue. All estaban los
dos, marido y mujer, l con su traje oscuro correcto, falsamente modesto,
prestando con su cara inexpresiva de profesor de escuela, aire de impecable y
ceremoniosa rectitud al acto paradjico de entregar la esposa al amante, casi
idntico al convencional teje y maneje de padre y novia en un casamiento religioso;
ella a su lado con un traje oscuro bajo el abrigo abierto, escrutando las ventanillas
del tren con intensidad pero sin nerviosidad ni vacilacin de modo que Wilbourne
volvi a pensar en esa instintiva aptitud para la mecnica de la cohabitacin que
tienen todas las mujeres, hasta las ms bisoas e inocentes esa serena
confianza en sus destinos amorosos como la de los pjaros en sus alas, esa
tranquila fe implacable en una merecida e inmediata ventura personal que las
impele aladas e instantneas desde el puerto de la respetabilidad, al desconocido e
insostenible espacio sin ribera visible (no el pecado, pens. No creo en el pecado. Es
perder el paso. Uno nace sumergido en el avance annimo de las pululantes
multitudes annimas de su tiempo y generacin; basta perder el paso una vez,
vacilar una vez, y lo pisotean hasta la muerte) y ello sin alarma o terror y por
consiguiente sin coraje ni fortaleza; slo una total y completa fe en areas y
frgiles y no probadas alas, los frgiles y areos smbolos del amor que les haban
fallado una vez, desde que por asentimiento y aceptacin universal se haban
abierto sobre la misma ceremonia, que ahora al alzar vuelo rechazaban. Pasaron y
se desvanecieron. Wilbourne vio agacharse al marido y alzar la valija y
desaparecer; el aire silb entre los frenos y l qued pensando: Vendr con ella,

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tendr que hacerlo, y no querr hacerlo, como tampoco yo (ella?) quiero que lo
haga, pero tendr que hacerlo lo mismo que tiene que usar esos trajes oscuros que
no creo que quiera usar tampoco; lo mismo que tena que quedarse en esa reunin
esa noche y beber tanto como cualquiera de los otros, pero no sentarse en el suelo
con una mujer (la suya o la de otro) estirada sobre sus rodillas.
Al rato alz los ojos y estaban los dos al lado de su asiento. Se levant y ah
estaban los tres, cerrando el paso a otros pasajeros que los atropellaban
esperando que se movieran, Rittenmeyer llevando la valija ese hombre que de
ordinario no hubiera subido a un tren con una valija delante de un portero de
Pullman como tampoco se hubiera levantado en un restaurante para buscar un
vaso de agua. Mirando la helada cara impecable sobre la impecable camisa y
corbata, Wilbourne observ con una especie de asombro: Pero, est sufriendo, est
sufriendo realmente, y pens que tal vez no sufrimos con el corazn, ni siquiera
por la sensibilidad, sino por nuestra capacidad de vanidad o de autoengao o tal
vez de simple masoquismo.
Vamos dijo Rittenmeyer. Salga del pasillo. Su voz era spera, agria,
su mano casi ruda al empujar a su mujer al asiento, y colocar la valija junto a la
otra.
Acurdate bien. Si no tengo noticias alrededor del diez de cada mes, dar
parte al detective. Y nada de mentiras, oyes?, nada de mentiras.
Se dio vuelta, a Wilbourne ni siquiera lo mir, apenas sacudi la cabeza hacia
el fondo del coche.
Necesito hablarle dijo con esa hirviente voz retenida. Vamos.
Cuando llegaron al centro del coche, el tren empez a andar y Wilbourne
esperaba que el otro se apresurara a bajar y pens: Est sufriendo, hasta las
circunstancias, hasta un trivial horario de ferrocarril est convirtiendo en una
comedia esta tragedia que debe representar hasta el amargo final o morir.
Pero el otro no se apresur. Sigui tranquilamente, descorri la cortina del
cuarto de fumadores y esper que Wilbourne entrara. Pareci leer la momentnea
sorpresa en la cara de Wilbourne. Tengo un billete hasta Hammond dijo
speramente. No se preocupe por m.
La pregunta no formulada pareci irritarlo; Wilbourne poda verlo casi luchar
fsicamente para bajar la voz.
Preocpese de usted, sabe?, de usted, oh, por Dios...!
Volvi a moderar la voz, sujetndola con una especie de freno, como a un
caballo, espolendola; sac una cartera.
Si usted dijo. Si se atreve...
No puede decirlo, pens Wilbourne. Ni siquiera se anima a decirlo.
Si no soy bueno con ella, suave con ella? Eso es lo que quiere decir?
Lo sabr dijo Rittenmeyer. Si no recibo noticias de ella el 10 de cada
mes, le dir al detective que proceda. Y tambin sabr si quieren engaarme, oye?
Estaba temblando, el impecable rostro congestionado bajo el pelo impecable
que pareca una peluca.
Tiene 125 dlares propios y no quiere llevar ms. Pero tampoco le van a
servir para nada. Ya los tendr cuando los necesite. Oiga sac de la cartera un
cheque y se lo dio. Era un cheque al portador por 300 dlares, pagaderos a la
Pullman Company of America y endosado en una esquina con tinta roja: Por un
billete de tren a Nueva Orlens, Luisiana.
Estaba por hacer eso con mi dinero dijo Wilbourne.

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Al demonio con eso dijo el otro. Y es para el billete. Si se cobra, vuelve


al Banco, y si no se ha comprado ningn pasaje con l, lo har arrestar por estafa.
Oye? Lo sabr.
Entonces, usted quiere que vuelva? La recibira? Pero no necesit mirar
la cara del otro; dijo rpidamente: Disculpe, retiro eso. Es ms de lo que
cualquier hombre puede contestar.
Dios mo dijo el otro. Dios mo! Deba abofetearlo. Y aadi con un
tono de atnita incredulidad: Por qu no lo hago? Puede decrmelo? No
entiende que un mdico, cualquier mdico, es una autoridad en glndulas
humanas?
De pronto Wilbourne oy su propia voz hablando con asombrada y quieta
incredulidad. Le pareci que los dos estaban alineados en orden de batalla y
sentenciados y perdidos, ante el entero principio femenino:
No s. Tal vez le hara bien.
Pero pas el momento. Rittenmeyer se dio vuelta y extrajo un cigarrillo del
bolsillo y sac a tientas un fsforo de la caja pegada a la pared. Wilbourne lo mir
la espalda elegante; se sorprendi preguntndose si el otro deseaba que se
quedara y lo acompaara hasta que el tren llegara a Hammond. Pero de nuevo
Rittenmeyer pareci adivinar su pensamiento.
Vaya le dijo. Vyase al demonio y djeme solo.
Wilbourne lo dej parado mirando por la ventanilla y volvi a su asiento.
Carlota no lo mir, sentada inmvil, mirando por la ventanilla, con un cigarrillo
apagado entre los dedos. Ahora corran al lado del gran lago, pronto empezaran a
cruzar el viaducto entre Maureps y Pontchartrain. El pito de la mquina volva
atrs, el tren se aquietaba, y por debajo del sonido vena la hueca reverberacin
del viaducto. El agua se extenda ahora a ambos lados, entre pantanos, sin
horizonte, limitada por embarcaderos de madera podrida a los que estaban atados
sucios botecitos.
Me gusta el agua dijo ella. Es un lugar para morir. No en el aire
caliente, sobre el suelo caliente, y esperar horas para que se enfre la sangre y uno
pueda dormir, y semanas para que el pelo deje de crecer. El agua, el fresco, para
enfriarlo, tan pronto que uno pueda dormir para borrar del cerebro y de los ojos y
de la sangre todo lo que se ha visto y pensado y sentido y necesitado y negado.
Est en la sala de fumar, verdad? Puedo ir un momento a hablarle, un minuto?
Puedes... Hammond es la prxima estacin.
Pero es tu marido, estuvo a punto de decir, pero se contuvo.
Est en el compartimiento de los hombres dijo. Tal vez sera mejor que
yo...
Pero Carlota se haba levantado y segua adelante; l pens: Si se para y me
mira querr decir que est pensando. Ms tarde sabr que al menos le dije adis, y
se detuvo y se miraron y ella sigui. El agua se alejaba, el ruido de los frenos ces,
la mquina silb de nuevo y el tren se apresur y atravesaron casi en seguida un
arrabal de casas pobres que deba ser Hammond, y l dej de mirar por la
ventanilla mientras el tren pas; se detuvo y volvi a andar; ni siquiera tuvo tiempo
de levantarse mientras ella se desliz a su lado en el asiento.
As que has vuelto dijo l.
T no lo creas, ni yo tampoco.
Pero no hemos concluido. Si vuelve al tren con un billete hasta Slidell
Se dio vuelta mirndolo pero sin tocarlo.

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No hemos concluido. Hay que darle un corte.


Un corte?
Si tus ojos te ofenden, arrncalos, muchacho, y quedars sano. Eso es. Del
todo sano. Del todo perdido: es algo. Yo le he dado un corte. El saln de atrs est
vaco. Busca al conductor y tmalo hasta Jackson.
El saln? Pero eso costar...
Tonto dijo ella.
Ahora no me quiere, pens l. Ahora no quiere a nadie.
Ella habl en un intenso murmullo, golpendole la rodilla con el puo.
Tonto!
Se levant.
Espera dijo l agarrndole la mueca. Lo har.
Dio con el conductor en el vestbulo al final del coche, no tard mucho.
Muy bien dijo l.
Ella se levant en el acto, tomando su valija y su abrigo.
El mozo va a venir dijo l.
Ella no se detuvo.
Djame llevarla dijo l tomndole la valija y luego la suya, siguindola por
el corredor.
Ms tarde recordara esa ida interminable entre los asientos abarrotados de
gente que no tenan nada que hacer sino mirarlos pasar, y le pareca que su
historia no era desconocida de nadie y que desparramaban un aura de impureza y
catstrofe como un olor. Entraron en el saln.
Cierra la puerta dijo ella.
l dej las valijas y cerr la puerta. Nunca antes haba estado en un
compartimiento tanteando la cerradura un buen rato. Cuando se dio vuelta, ella
se haba sacado el vestido: yaca en un espeso crculo en torno a sus pies y ella
estaba con la escasa ropa interior de 1937; la cara entre las manos. Luego separ
las manos y l comprendi que no era por vergenza ni por modestia (no lo
esperaba) y vio que no eran lgrimas.
Luego sali del vestido y se aproxim y empez a desatarle la corbata
haciendo a un lado sus dedos de pronto inhbiles.

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EL VIEJO

Al romper el alba lluviosa, los dos penados con veinte ms iban en un


camin. Dcil manada arreada por dos guardias armados. Dentro del camin
destechado y alto, parecido a un corral, estaban los presos amontonados como
fsforos en una caja vertical o como las filas de explosivos en forma de lpices en
una granada, engrillados por los tobillos a una sola cadena que serpenteaba entre
los pies inmviles y las piernas oscilantes y un desorden de picos y de palas, y que
estaba remachada en los extremos al cuerpo de hierro del camin.
Entonces, y de golpe, vieron la inundacin sobre la cual haba estado leyendo
el penado rechoncho y que haban escuchado durante dos semanas o ms. El
camino iba al sur. Estaba construido en un terrapln, llamado en el lugar un
dump, a unos ocho pies sobre la llanura, orillado de un lado y otro por las zanjas
de donde haban excavado la tierra para el terrapln.
Estas zanjas contenan agua de las lluvias de todo el invierno, sin hablar de
las lluvias de ayer, pero ahora vieron que la zanja de cada lado del camino haba
desaparecido para dejar lugar a una lmina inmvil de agua parda que se estiraba
por los campos ms all de las zanjas, deshilachada en largas tiras inmviles en el
fondo de los surcos arados y brillando apenas en la luz gris como las barras de un
enorme enrejado. Y despus (el camin avanzaba a una buena velocidad) mientras
miraban tranquilamente (nunca haban conversado mucho, pero ahora iban
silenciosos y serios, desplazndose y asomndose para mirar al lado occidental del
camino) las aristas de los surcos desaparecieron tambin y ahora vean una vasta
lmina color acero e inmvil, donde los postes telefnicos y los cercos derechos
que marcaban lneas seccionales parecan fijos y rgidos como hechos de concreto.
Era perfectamente inmvil, perfectamente lisa. Pareca, no inocente, sino benvola.
Pareca casi reservada. Pareca que se pudiera caminar encima. Pareca tan quieta
que no advirtieron que se mova hasta llegar al primer puente. Haba una zanja
bajo el puente, un riacho, pero zanja y riacho eran invisibles ahora, slo indicados
por las hileras de cipreses y zarzas que marcaban su curso. Aqu vieron y oyeron
movimiento la lenta, profunda, oriental y retrgrada direccin. (Est corriendo
para atrs observ un penado) de la todava rgida superficie, de la cual
emerga un dbil estruendo, remoto y subacutico que (aunque nadie en el camin
pudo haber formulado la imagen) retumbaba como un tren subterrneo, pasando
muy hondo bajo la calle con horrenda y secreta velocidad. Era como si el agua
misma formara tres napas, separadas y distintas, la untuosa y lenta superficie
llevando una espumosa basura y detritus minsculo de ramillas y encubriendo
como por un clculo perverso el mpetu y la furia de la inundacin, y debajo de la
inundacin el riacho primitivo, el hilo de agua, murmurando en direccin opuesta,

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siguiendo imperturbable e inconsciente su rumbo sealado y sirviendo su fin


liliputiense, como un caminito de hormigas entre los rieles por los que pasa un
tren expreso, tan ignorantes (las hormigas) de su furia y de su poder como si se
tratara de un cicln devastando Saturno.
Ahora haba agua a ambos lados del camino y ahora, como si el hecho solo de
percibir el movimiento del agua hiciera que sta no intentara engaarlos, les
pareca verla escalar los flancos del terrapln; rboles de altos troncos que pocas
millas atrs dominaban el agua, ahora parecan brolar de la superficie al nivel de
las ramas ms bajas como arbustos decorativos en pelousses rasuradas. El
camin pas por una cabaa de negros. El agua alcanzaba hasta el borde de la
ventana. Una mujer prendida de dos chicos estaba acurrucada en el mojinete, un
hombre y un muchacho, con el agua a la cintura, alzaban un cerdo gritn al
oblicuo techo de un granero, en cuyo mojinete haba una hilera de pollos y un
pavo. Cerca del granero haba una parva con una vaca atada por una soga a la
estaca, mugiendo sin parar; un muchacho negro, dando alaridos en una mula sin
ensillar a la que azotaba de firme apretndole la panza con sus piernas y con el
cuerpo tirando de una cuerda atada a otra mula, se acerc a la parva, salpicando
y manoteando. La mujer en el techo empez a chillar al paso del camin: su voz
llegaba dbil y melodiosa sobre el agua parda y se haca ms dbil a medida que el
camin se alejaba, cesando al fin a causa de la distancia o porque dej de gritar;
los del camin no llegaron a saberlo.
El camino desapareci. No se perciba el declive; se haba metido sbitamente
bajo la superficie parda sin un embate, sin un surco, como una fina hoja
introducida oblicuamente en la carne por una mano delicada, como si hubiera
existido as durante aos, como si lo hubieran construido as. Par el camin. El
capataz baj del pescante; volvi y sac dos palas del fondo, golpeando con los
filos la cadena que se enroscaba en los tobillos.
Qu pasa? dijo uno. Qu se propone hacer?
El capataz no contest. Volvi al pescante, del que haba bajado uno de los
guardianes, sin la escopeta. Ese guardin y el capataz, de botas los dos y con una
pala cada uno, se metieron cautelosamente en el agua, explorando y tanteando
con el mango de las palas. El mismo penado volvi a hablar. Era un hombre de
mediana edad, con un mechn rebelde de pelo gris y una cara media alocada.
Qu demonios estn haciendo? dijo.
Tampoco le contestaron. El camin se movi y entr en el agua detrs del
guardin y del capataz, proyectando una lenta y espesa cresta de agua viscosa
color chocolate. Entonces el penado de pelo gris, empez a gritar: Dios mo,
abran las cadenas!
Empez a forcejear dando violentos golpes, empujando a los hombres que lo
rodeaban hasta llegar al pescante, golpeando el techo con los puos, chillando.
Dios mo, sultennos, sultennos! Hijos de puta! chillaba sin dirigirse a
nadie en particular. Nos vamos a ahogar, abran las cadenas!
Pero a juzgar por la respuesta que consigui, los hombres al alcance de su
voz podan estar muertos. El camin sigui arrastrndose, el capataz y el guardin
buscando el camino con los mangos de las palas, el segundo guardin en el
volante, los veintids penados empaquetados como sardinas en el fondo del
camin y engrillados por los tobillos al cuerpo del camin. Cruzaron otro puente,
dos paradjicos y delicados rieles de hierro emergiendo del agua, siguiendo un
trecho paralelo a ella, luego sumergindose con una monstruosidad casi

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significativa aunque aparentemente insensata, como alguna cosa en un sueo que


no es del todo una pesadilla. El camin prosigui.
A medioda llegaron a una ciudad, su destino. Las calles estaban
pavimentadas; ahora las ruedas del camin hacan un ruido como de seda
rasgada. Iban ahora ms de prisa, el guardin y el capataz de nuevo en el
pescante, la ola que haca el camin rebasaba las aceras sumergidas y los
canteros contiguos, besando los prticos de las casas donde haba personas entre
pilas de muebles. Atravesaron el barrio de los negocios; un hombre de botas
emerga de un almacn con el agua a la rodilla, arrastrando una chalana que
llevaba una caja de hierro.
Llegaron por fin al ferrocarril. Cruzaba la calle en ngulo recto, cortando la
ciudad en dos. Estaba en un terrapln, ocho o diez pies sobre el nivel de la ciudad,
la calle al pie del terrapln y doblaba en ngulos rectos hasta una hilandera de
algodn y una plataforma para fardos en soportes al nivel de la puerta de un carro
de carga. En esa plataforma haba una carpa militar y un centinela con uniforme
de la Guardia Nacional, rifle y bandolera.
El camin dobl y emergi del agua y subi por una rampa que usaban los
vagones de algodn, y donde camiones y coches particulares con enseres
domsticos venan y descargaban en la plataforma. A los penados los haban
soltado de la cadena en el camin y los haban engrillado en parejas, tobillo a
tobillo. Subieron as a la plataforma y entre un inextricable enredo de camas y
bales, estufas elctricas y a gas, radios y mesas y sillas y cuadros que una
cadena de negros bajo la vigilancia de un hombre blanco sin afeitar, en traje de
pana embarrado y botas, llevaba bultos uno por uno dentro de la hilandera, a
cuya puerta haba otro guardin con su rifle. Los penados no se detuvieron ah,
pero fueron arreados por los dos guardianes con sus fusiles, al oscuro y cavernoso
edificio, donde entre apilados muebles heterogneos brillaban las puntas de los
fardos de algodn y los espejos de tocadores y aparadores con una igual
concentracin muda y opaca de luz plida. Salieron a una plataforma donde
estaban la carpa militar y el primer centinela. Esperaron ah. Nadie les dijo por
qu o para qu. Mientras los dos guardianes conversaban con el centinela delante
de la carpa, los penados estaban sentados en fila al borde de la plataforma como
caranchos en un cerco, con los pies engrillados bambolendose sobre la oscura
napa inmvil (de la que emerga el terrapln del ferrocarril, intacto y prstino en
una especie de paradjica negacin y rechazo de cambios y prodigios), sin hablar,
slo mirando con tranquilidad ms all de la va donde la otra mitad del pueblo
amputado pareca flotar, casa, rbol y arbusto ordenados como un espectculo sin
movimiento sobre la ilimitada llanura lquida, bajo el espeso cielo gris. Al rato,
llegaron los otros cuatro camiones de la granja, llegaron en un solo racimo
pegados radiador y luz trasera, con sus cuatro ruidos distintos de seda rasgada y
se perdieron ms all de la hilandera. Despus, los de la plataforma oyeron los
pies y el sordo golpear de los grillos. El primer contingente del camin sali de la
hilandera, el segundo, el tercero; ahora eran ms de cien, overalls y tricotas, y
quince o veinte guardianes con sus fusiles y rifles. El primer lote se par y se
mezclaron, enlazados, apareados por sus rechinantes y ruidosos cordones
umbilicales.
Empez a llover, una continua y lenta llovizna gris como de noviembre y no
de mayo. Pero ninguno se movi hacia la puerta abierta de la hilandera. Ni
siquiera la miraron, con anhelo, o esperanza o sin ella. Si algo pensaron, saban

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sin duda que el espacio disponible era para muebles si es que no estaba lleno.
Saban, tal vez, que aunque hubiera espacio, no era para ellos, no porque los
guardianes quisieran que se mojaran, sino porque a los guardianes no se les
ocurrira retirarlos de la lluvia. Se quedaron callados y con los cuellos de las
tricotas subidos, engrillados en yunta como perros en una cacera, inmviles,
pacientes, casi rumiantes, con los lomos contra la lluvia como las ovejas y la
hacienda.
Al rato advirtieron que los soldados eran ahora una docena o ms, abrigados
y secos bajo ponchos impermeables, un oficial con su pistola al cinto; luego sin
acercarse empezaron a oler comida y al dar vuelta para mirar vieron una cocina de
campaa instalada dentro de la puerta de la hilandera. Pero no se movieron,
esperaron hasta que los arrearan en fila, se adelantaron, con las inclinadas
cabezas pacientes en la lluvia y recibieron cada uno un tazn de guiso, un jarro de
caf y dos rebanadas de pan. Lo comieron bajo la lluvia. No se sentaron, porque la
plataforma estaba mojada; se pusieron en cuclillas como los campesinos,
inclinados hacia adelante, tratando de defender los tazones y los jarros en los que,
sin embargo, caa y salpicaba la lluvia como en estanques minsculos y empapaba
invisible y sin ruido el pan. Despus de haber pasado tres horas en la plataforma
vino un tren a buscarlos.
Los que estaban ms cerca del borde lo vieron, lo observaron un coche de
pasajeros que pareca andar por s mismo y arrastrando una nube de humo de
una invisible chimenea, una nube que no se levantaba y que se desplazaba
lateralmente con torpe lentitud y yaca sobre la superficie de la acuosa tierra de
un modo ingrvido y totalmente exhausto. Lleg y se detuvo, un solo coche
antiguo de madera que se abra por detrs, acoplado a una mquina remolcadora
mucho ms chica. Los arrearon dentro y los amontonaron en la otra punta donde
haba una estufita de hierro fundido. No estaba encendida, pero se amontonaron
alrededor. El fro y silencioso bloque de hierro tena manchas, antiguas de tabaco
y lo envolvan los espectros de mil excursiones domingueras a Menfis o Moorhead:
manes, bananas, ropas ensuciadas de chicos. Los penados se acurrucaron
alrededor.
Vamos, vamos grit uno de los guardianes. Sintense ahora.
Al fin, tres guardianes, dejando los fusiles, se abrieron paso y disolvieron el
grupo hacindolos retroceder hasta los asientos. No haba asientos para todos. Los
ms se quedaron en el corredor. Estaban tensos, oyeron el silbido del aire que
sala de los frenos, la mquina silb cuatro veces, el coche se puso en movimiento
con una sacudida brusca, la plataforma, la hilandera huyeron con violencia,
mientras el tren pasaba de la inmovilidad a la plena velocidad con ese mismo dejo
irreal con que haba aparecido, retrocediendo ahora con la mquina adelante como
antes haba adelantado, con la mquina atrs.
Cuando la va se meti bajo la superficie del agua, los penados ni lo supieron.
Sintieron que el tren se paraba, oyeron que la mquina daba una larga pitada que
gimi sin eco y sin esperanza por la desolacin, y ni siquiera sintieron curiosidad:
sentados o de pie detrs de las ventanas chorreando lluvia mientras el tren volva
a arrastrarse tanteando ahora su camino como antes el camin, mientras el agua
parda se encrespaba entre los rieles y entre los rayos de las ruedas y lama con
vapor nebuloso la arrastrada panza, llena de fuego, de la mquina; volvi a lanzar
cuatro cortas roncas pitadas, llenas de triunfo salvaje y desafo, pero tambin de
repudio y hasta de adis, como si el mismo acero articulado supiera que no se

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atreva a detenerse y que no volvera. Dos horas despus, en el crepsculo, vieron


por las ventanas chorreantes la casa de una plantacin incendiada. Yuxtapuesta a
ninguna parte, lindera con nada, se elevaba una clara y firme llama como una
pira, rgidamente huyendo de su reflejo y ardiendo en el crepsculo sobre la
acuosa desolacin con algo paradjico, a la vez desaforado y estrafalario.
Poco despus de oscurecer, el tren se detuvo. Los penados no saban dnde
estaban. No lo preguntaron. No se les ocurri preguntarlo, como tampoco por qu
y para qu. Ni siquiera vean, pues el vagn no estaba alumbrado y las ventanas
estaban empaadas afuera por la lluvia y adentro por el calor que emanaba de los
cuerpos amontonados. No podan ver sino un lechoso y arbitrario brillo de
antorchas. Oan gritos y rdenes, luego los guardianes dentro del vagn se
pusieron a gritar; los arrearon hasta la puerta, las cadenas de los tobillos
chocando y rechinando. Bajaron a un zumbido feroz de humo entre harapientas
rfagas de humo que orillaban el coche.
A lo largo del tren y con apariencia de tren haba una pesada y chata lancha
a motor que remolcaba una cadena de botes y de chalanas. Haba ms soldados;
las linternas reverberaban en los caones de los rifles y en las hebillas de las
bandoleras y chispeaban en los grillos de los penados, que descendan
cautelosamente con el agua a la rodilla y entraban en los botes; luego vagn y
mquina se perdieron entre el vapor al apagar los hombres el fuego.
Al cabo de una hora se vieron luces una dbil fila ondulante de puntitos
rojos que abarcaba medio horizonte y que penda muy bajo en el cielo. Pero
necesitaron otra hora para alcanzarlos mientras los presidiarios acurrucados y
empapados en los botes (ya no sentan la lluvia como gotas aisladas) miraban
acercarse las luces hasta que al fin la cresta del terrapln se dibuj; ya podan
distinguir una fila de carpas a lo largo y gente acurrucada ante las hogueras,
cuyos ondulantes reflejos, dilatndose sobre el agua, revelaban una compleja
masa de otros botes atados al terrapln que ahora se cerna sobre ellos alto y
oscuro. Brillaban y oscilaban reflectores a lo largo de su base, entre los botes
amarrados; la lancha, ahora silenciosa, busc su puesto.
Cuando llegaron a la cima del terrapln vieron la larga lnea de carpas color
caqui, cortada de fogatas a cuyo alrededor la gente hombres, mujeres, nios,
negros y blancos agachada o parada entre informes fardos de ropa, con las
cabezas vueltas y los ojos reflejando las llamas, miraban silenciosamente los trajes
rayados y las cadenas; ms all, apiadas, sin manear, haba una recua de mulas
y dos o tres vacas. Entonces el penado ms alto tuvo la conciencia de otro sonido.
No lo oy de golpe, sbitamente se dio cuenta que haba estado oyndolo siempre;
un ruido tan superior a su apariencia y a su facultad de asimilacin, que hasta
entonces haba estado inconsciente de l como una pulga o una hormiga del
sonido del alud que la transporta; haba viajado por agua desde el comienzo de la
tarde y durante siete aos haba arrastrado su arado y su rastrillo y su pala a la
misma sombra del terrapln sobre el cual estaba, pero no reconoci en seguida ese
profundo, grave susurro que vena del otro lado. Se detuvo. La fila de penados de
atrs se le vino encima como una fila de vagones de carga que se detiene con un
ruido de hierros.
Sigan grit el guardin.
Qu es eso? dijo el penado.
Un negro sentado en cuclillas ante la fogata ms cercana le contest:
Es l. Es el Viejo.

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El viejo dijo el penado.


Sigan! Sigan por ah! grit el guardin.
Siguieron; pasaron otra recua de mulas con los ojos saltones, con las largas
caras cavilosas entrando en la luz o en la sombra; las dejaron atrs, llegaron a
una seccin de carpas vacas, carpas livianas de campaa, hechas para dos
hombres. Los guardianes los arrearon adentro, tres hombres engrillados juntos a
cada carpa.
Entraron gateando como animales en perreras angostas y se acomodaron. La
carpa se calent con los cuerpos. Se sosegaron y luego todos se quedaron
escuchando el hondo susurro profundo y poderoso.
El viejo? dijo el ladrn de trenes.
S dijo el otro. l no necesita compadrear.
Al alba los guardianes los despertaron patendoles las plantas de los pies,
que salan afuera. Frente al desembarcadero barroso y a los botes amontonados,
se haba armado una cocina de campaa: ya olan el caf. Pero el penado ms alto,
aunque la vspera slo haba comido una vez (y eso al medioda en la lluvia) no se
movi en seguida hacia la cocina. En cambio, por primera vez mir el ro bajo cuya
sombra haba pasado los ltimos siete aos de su vida, pero que nunca haba
visto; se qued quieto y azorado mirando la rgida superficie color acero, no
deshecha en olas sino apenas ondulante. Se dilataba desde el terrapln en que
estaba l, ms all; de lo que abarcaba la vista una extensin como de chocolate
espumoso rizaba lenta y pesadamente, slo rota como a una milla por una delgada
lnea de apariencia tan frgil como un cabello, que al cabo de un momento
reconoci.
Es otro terrapln, pens. As nos vern desde all. As vern el terrapln sobre
el cual estoy.
Lo empujaron de atrs; una voz de un guardin le lleg:
Adelante! Vamos, vamos! Ya habr tiempo de sobra para mirar!
Recibieron el mismo guiso y caf y pan que el da anterior; se acurrucaron de
nuevo con sus tazones y jarros, como la vspera, aunque no llova todava.
Durante la noche, un galpn intacto de madera vino flotando. La corriente lo haba
encajado contra el terrapln y una nube de negros pululaba encima aserrando las
planchas y los tirantes y subindolos por la ribera; comiendo quieto y sin apuro, el
penado ms alto miraba el galpn bajar rpidamente hasta el nivel del agua y
desaparecer como una mosca muerta bajo la industria pertinaz de un enjambre de
hormigas.
Acabaron de comer. Otra vez empez a llover como a una seal, mientras
ellos seguan parados o acurrucados con sus vestidos speros que no se haban
secado en la noche y slo eran ahora un poco ms calientes que el aire. Al rato los
hicieron levantar y los dividieron en dos grupos, y a uno de esos grupos lo
armaron de embarrados picos y palas que sacaron de una pila y lo hicieron subir
por el terrapln. Poco despus la lancha a motor con su tren de botes atraves lo
que probablemente haba sido un campo de algodn, quince pies bajo su quilla;
los botes hasta el tope de negros con unos cuantos blancos que tenan bultos en
las faldas. Cuando la mquina se call, el dbil rasgueo de una guitarra vino
desde el agua. Los botes fueron remolcados y descargados; los penados vieron los
hombres, mujeres y nios que fatigosamente trepaban la fangosa barranca,
llevando pesados fardos y atados envueltos en frazadas. El son de la guitarra no
haba cesado y los presidiarios lo vieron un negro joven, delgado de caderas, la

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guitarra colgada al cuello con una cuerda de algodn. Trep el terrapln,


tandola. No traa nada ms, ni comida, ni muda de ropa, ni siquiera un saco.
El penado ms alto estaba distrado mirando y no oy al guardin hasta que
ste se par a su lado gritndole su nombre. Despirtese! grit el guardin.
Saben ustedes remar?
Remar dnde? dijo el penado alto.
En el agua dijo el guardin. Dnde demonios se imaginan?
Yo no voy a remar hasta all dijo el penado alto, torciendo la cabeza hacia
el ro invisible ms all del terrapln.
No, no es de ese lado dijo el guardin.
Se detuvo rpidamente y abri la cadena que una el penado alto y el gordo
pelado.
Es apenas un trecho, camino abajo.
Se enderez. Los dos penados bajaron con l hasta los botes.
Sigan los postes del telfono hasta un surtidor. Pueden reconocerlo, el
techo est fuera del agua. Est en una escala: las copas de los rboles salen fuera.
Sigan la cala hasta un islote de cipreses con una mujer encima. Recjanla y luego
doblen al oeste hasta una hilandera con un tipo sentado en el molinete se dio
vuelta, mir a los dos penados que estaban inmviles, contemplando primero el
bote y despus al agua con intensa calma.
Bueno, qu esperan?
Yo no s remar dijo el penado gordo.
Entonces, ya es tiempo que aprenda le dijo el guardin. Adentro.
El alto empuj al otro adelante.
Entra le dijo. El agua no te va a lastimar. Nadie va a obligarte a tomar
un bao.
Mientras, el gordo en la proa y el otro en la popa, se alejaban del terrapln,
vieron otras parejas desengrilladas tripular los otros botes.
Quien sabe cuntos de estos tipos estn viendo tanta agua por primera vez
en la vida dijo el penado alto.
El otro no contest. Se arrodill en el fondo del bote, picoteando tmidamente
el agua con el remo. La forma misma de su pesada y blanda espalda pareca
expresar preocupacin.
Poco despus de medianoche, un barco de salvamento lleno hasta el tope con
hombres y mujeres y nios sin hogar atrac en Vicksburg. Era un vapor, de poco
calado.
El da entero haba andado metido entre calas atascadas de cipreses y
gomeros y cruzando campos de algodn (donde sola arrastrarse en vez de flotar)
recogiendo su triste cargamento de los techos de las casas y galpones y hasta de
los rboles y ahora remolcaba esta improvisada ciudad de los desesperados y de
los tristes donde luces de kerosene humeaban en la llovizna y focos elctricos
apresuradamente instalados destacaban las bayonetas de policas marciales y los
brazales de la Cruz Roja de mdicos, enfermeras y cantineros. Arriba, la barranca
estaba compacta de carpas, pero haba ms gente que techos; sentados o
acostados, solos o en familias enteras, bajo el amparo que haban podido
encontrar y a veces bajo la lluvia, yacan en la muerte chica del agotamiento
profundo mientras los mdicos, las enfermeras y los soldados andaban entre ellos
o encima.
Entre los primeros que desembarcaron estaba uno de los directores de la

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crcel, seguido de cerca por el penado ms gordo y por otro hombre blanco un
hombrecito con flaca y descolorida cara sin afeitar que no haba perdido su
expresin de indignacin incrdula. El director pareca saber exactamente dnde
iba. Seguido de cerca por sus acompaantes se abri rpidamente camino entre
las pilas de muebles y los cuerpos dormidos y se detuvo en una oficina
improvisada, agresivamente alumbrada, casi un comando militar, donde el jefe de
la Penitenciara estaba instalado con dos oficiales del ejrcito con palmas de
mayor. El delegado director habl sin prembulo.
Hemos perdido un hombre dijo.
Nombr al penado alto.
Perdido? repiti el jefe.
S, ahogado.
Sin darse vuelta habl al penado gordo.
Cuntele dijo.
Fue el que dijo que saba remar dijo el gordo. Yo nunca. Se lo dije a l
indic el guardin con un movimiento de cabeza. No saba. As, cuando
llegamos a la cala...
Qu es eso? dijo el jefe.
La lancha trajo la noticia dijo el delegado. Mujer en una saliente de
cipreses en la cala, entonces este tipo indic al tercer hombre; el director y los
dos oficiales lo miraron en una hilandera. No haba sitio en la lancha para
recogerlos. Siga.
Llegamos adonde estaba la cala continu el penado gordo con una voz del
todo montona, sin ninguna inflexin. Luego el bote se alej de l. No s lo que
pas. Yo estaba sentado ah porque l estaba tan seguro de poder remar. No vi
ninguna corriente. De repente el bote gir, empez a retroceder ligersimo como si
estuviera enganchado a un tren y volvi a girar y yo mir y vi una rama sobre mi
cabeza y me prend a tiempo y al bote lo arrancaron de un tirn como quien
arranca una media y lo vi una vez ms patas arriba y a ese tipo que dijo que saba
remar prendido con una mano y todava con el remo en la otra.
Se call. No haba en su voz ninguna cadencia final, simplemente ces. El
penado se qued mirando a un cuarto de whisky que haba sobre la mesa.
Cmo sabe que se ahog? dijo el jefe al delegado.
Cmo sabe que no vio una ocasin de escapar y la aprovech?
Escaparse a dnde? dijo el otro. El delta entero est inundado. Hay 50
millas y 15 pies de agua hasta la sierra. Y el bote estaba patas arriba.
El tipo se ahog dijo el penado gordo. No se aflijan por l. Ha obtenido
su perdn; nadie tendr que molestarse para firmarlo.
Y nadie ms lo vio? dijo el jefe. Qu fue de la mujer en el rbol?
No s dijo el delegado. Todava no la encontramos. Calculo que algn
otro bote la recogi. Pero ste es el sujeto de la hilandera.
De nuevo el jefe y los dos oficiales miraron al tercer hombre, al frentico
rostro demacrado que todava guardaba un viejo terror, una vieja mezcla de miedo,
impotencia y rabia.
Nunca fue por usted? dijo el jefe. Nunca lo vio?
Nadie vino a buscarme dijo el refugiado. Empez a temblar aunque al
principio habl bastante tranquilo. Estaba ah en esa hilandera de mierda
esperando que el agua se la llevara a cada momento. Vino la lancha y despus los
botes y nunca haba lugar para m. Llenos de negros guachos y uno de ellos

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tocando la guitarra, pero no haba lugar para m. La guitarra! grit y empez a


dar alaridos, temblando, babeando, con el rostro convulsionado y vibrante.
Lugar para la guitarra de un negro guacho, pero no para m...
Quieto dijo el jefe. Quieto ahora.
Dele algo de beber dijo uno de los oficiales. El jefe le sirvi de beber. El
delegado le alcanz el vaso y el hombre lo tom con las dos manos temblorosas y
trat de llevarlo a la boca. Lo observaron durante veinte segundos y entonces el
delegado le tom el vaso y lo sostuvo mientras beba, pero aun as un fino hilo
corra por cada lado de la boca, hasta la maraa de la barba.
Entonces le recogimos a l y a... el delegado nombr al penado gordo,
justo antes de que oscureciera y nos vinimos. Pero el otro haba desaparecido.
S dijo el jefe. Bueno. No he perdido un solo preso en diez aos, y ahora
de golpe... los voy a hacer volver a la granja maana. Notifique a la familia y haga
llenar la hoja en seguida.
Muy bien dijo el delegado. Y oiga, jefe. No era un mal tipo y no tena
obligacin de estar en ese bote. Pero dijo que saba remar. Oiga. Pongamos que
escribo en su hoja: ahogado tratando de salvar vidas en la gran inundacin de
1927, y la mando al Gobernador para que la firme. Ser algo lindo para su familia,
para colgar en la pared cuando tengan visitas o cualquier cosa. Tal vez le den un
cheque a la familia porque al fin y al cabo lo haban mandado a la granja a recoger
algodn y no a loquear en un bote en una creciente.
Bueno dijo el jefe. Yo me encargo. Lo importante es borrar su nombre
de los libros como muerto antes que algn poltico trate de apoderarse del dinero
para su racin.
Bueno dijo el delegado.
Se dio vuelta y arre fuera a sus acompaantes. En la oscuridad lluviosa
volvi a decir al penado gordo:
Bueno, su socio le gan. Est en libertad. Ya ha cumplido su condena, pero
a usted le queda un buen trecho que andar.
S dijo el penado gordo. Libre, que le aproveche.

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PALMERAS SALVAJES

La segunda maana en el hotel de Chicago, Wilbourne al despertarse


descubri que Carlota se haba vestido y haba salido con abrigo y cartera,
dejndole una esquela con una letra grande, torpe, garabateada, de esas que al
primer vistazo parecen de hombre y que se revelan casi en seguida como
profundamente femeninas: Volver a medioda. C. Despus de la inicial: o quiz
ms tarde.
Volvi antes del medioda, l dorma todava; ella se sent en el borde de la
cama, con la mano metida en el pelo de l hacindole rodar la cabeza por la
almohada para despertarlo, con el abrigo puesto y el sombrero echado atrs,
mirndolo con esa grave profundidad amarilla, que ahora lo haca meditar en esa
eficacia de las mujeres para la mecnica, para la instalacin de la convivencia. Ni
economa, ni buena administracin, sino algo ms profundo que (toda su raza)
emplea con instinto infalible, una relacin del todo inconsciente para el tipo y
naturaleza del socio masculino y la situacin, o la fra tacaera de la celebrada
granjera de Vermont o la extravagancia fantstica de las coristas mantenidas de
Broadway, sin cuidado por el valor intrnseco del dinero que ahorran o dilapidan y
con poco ms cuidado o pena por la chuchera que adquieren o que les falta,
usando la presencia y la ausencia de joyas o de cuenta corriente, como peones en
un juego de ajedrez, cuyo premio no es la seguridad sino la decencia en el medio
en que viven, sometiendo el clandestino nido de amor a un orden y a un
esquema... Pens: No las atrae lo romntico del amor ilcito, ni el concepto
apasionado de dos almas perdidas, condenadas, juzgadas y aisladas para siempre
contra el mundo y Dios, ni lo irrevocable que arrastra a los hombres; es porque ven
en el amor ilcito un desafo, porque tienen un irresistible deseo (idntico a la
conviccin de que son capaces, cada una de ellas, de manejar con xito una casa de
pensin) de hacer respetable el amor ilcito, de tomar al mismo don Juan y reducir
los licenciosos rulos que les sedujeron al aparente decoro del puchero de cada da y
de los trenes suburbanos.
Ya lo encontr dijo ella.
Encontraste qu?
Un departamento. Un atelier. Donde yo tambin podr trabajar.
Tambin?
Ella le sacudi otra vez la cabeza con distraccin frentica, hasta hacerle
doler un poco. Volvi a pensar: Hay algo en ella que no quiere a nadie ni a nada, y
despus de un hondo y silencioso relmpago, una claridad blanca, raciocinio,
instinto, quin sabe qu Ella est sola. No solitaria, sola. Tena un padre y luego
cuatro hermanos idnticos al padre y luego se cas con un hombre idntico a los

cuatro hermanos y es posible que no haya tenido un cuarto propio en toda su vida y
as ha vivido toda su vida en una soledad completa y ni siquiera lo sabe, como el
nio que no ha probado nunca un bizcochuelo no sabe lo que es bizcochuelo.
S, tambin. Piensas que mil doscientos dlares durarn para siempre?
Uno vive en el pecado; pero no puede vivir de l.
Ya lo s. Ya pens en eso antes de decirte por telfono aquella noche que
tena mil doscientos dlares. Pero estamos en la luna de miel; ms tarde ser.
Tambin lo s.
Le volvi a tironear del pelo, hacindole mal otra vez y ahora l saba que ella
saba que le haca mal.
Oye, ser siempre luna de miel. Siempre. Eternamente hasta que muera
uno de los dos. No puede ser de otro modo. O cielo o infierno: nada de cmodo y
pacfico purgatorio intermedio para que nos alcancen la buena conducta, la
abstinencia, o la vergenza o el arrepentimiento.
Entonces no crees en m; en quien confas, es en el amor. Ella lo mir.
No soy yo; cualquier hombre.
S, es el amor. Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es
cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece
bastante. No muere; uno es el que se muere. Es como el ocano: si uno no sirve, si
uno empieza a apestar en l, lo escupe en alguna parte para que se muera. Uno se
muere de cualquier modo, pero yo prefiero ahogarme en el ocano a que me
escupa a una faja de playa muerta, y que el sol me reseque hasta convertirme en
una manchita sucia sin nombre, slo Esta fue, como epitafio. Arriba. Le dije al
hombre que nos mudaramos hoy.
En menos de una hora dejaron el hotel con sus valijas, en un coche; subieron
tres pisos. Ella hasta tena la llave; le abri la puerta para que entrara; l saba
que ella no miraba el cuarto sino a l.
Bueno? Dijo. Te gusta?
Era un cuarto grande, alargado, con un ventanal en la pared norte, obra
manual de algn fotgrafo muerto o en quiebra o quiz de algn antiguo inquilino
escultor o pintor, con dos chiribitiles para bao y cocina. Ha alquilado ese
ventanal, pens reflexionando, como, en general, las mujeres alquilan
esencialmente cuartos de bao, slo accidentalmente hay lugares para dormir y
para cocinar. Ella ha elegido un sitio no para cobijarnos sino para cobijar el amor; no
ha corrido de un hombre a otro; no se ha limitado a canjear el pedazo de arcilla con
el que ha modelado un busto por otro. Se movi ahora y pens: Quiz yo no la
abrazo, quiz ms bien yo me prendo de ella porque hay algo en m que no admite
que no sabe nadar o que no cree que sabe nadar.
Est muy bien dijo l. Es lindo. Ya somos invencibles.
Durante los seis das siguientes hizo una gira por los hospitales,
entrevistando (o siendo interrogado) por presidentes y directores. Eran entrevistas
breves. Estaba listo a hacer cualquier cosa y tena algo que ofrecer su ttulo
otorgado por una buena Facultad, sus veinte meses de internado en un hospital
conocido, pero a los tres o cuatro minutos suceda algo. Saba lo que era, aunque
se lo explicaba de otro modo (sentado, al cabo de la quinta entrevista, en el
soleado banco de un parque entre los atorrantes y jardineros municipales y
nieras y nios): Es porque en realidad no pongo bastante empeo, porque en
realidad no me he penetrado de la necesidad de luchar, porque he aceptado
enteramente sus ideas sobre el amor; miro al amor con la misma fe ilimitada de que

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va a vestirme y a alimentarme, con que mira la religin el paisano recin convertido


de Misisip o Luisiana, convertido la semana pasada por los gritos de un predicador,
sabiendo que no era esa la razn; que eran los veinte meses de internado en vez de
veinticuatro, pensando: Me derrota la muchedumbre pensando que resulta ms
decoroso morir en el olor de mediocridad que ser salvado por un apstata de las
convenciones.
Al fin encontr un empleo. No era gran cosa; trabajo de laboratorio en un
hospital de caridad en el barrio de los inquilinatos de negros, donde venan a
parar vctimas del alcohol o heridas de bala o de arma blanca, trados en general
por la polica, y su tarea consista en reacciones rutinarias para sfilis.
No necesito microscopio ni frmula Wasermann le cont a Carlota esa
noche. No se necesita ms que luz para saber de qu raza son.
Ella haba armado un par de tablas sobre caballetes. Bajo la vidriera que
llamaba su mesa de trabajo, haca tiempo que se atareaba con un paquete de
arcilla de la tienda de 10 centavos, aunque l no fijara mucha atencin en lo que
ella haca. Ahora estaba inclinada sobre su mesa con un pedazo de papel y un
lpiz y l observaba la dcil mano corta garabatear grandes cifras rpidas.
Ganars tanto al mes ella dijo. Y nos cuesta vivir tanto al mes. Y
tendremos que sacar tanto para cubrir la diferencia.
Las cifras eran fras, irrefutables; los rasgos mismos del lpiz tenan aire
desdeoso e inexpugnable; de paso ella dispuso que l hiciera ahora no slo los
acostumbrados giros semanales a su hermana sino que le remitiera tambin la
suma equivalente a los almuerzos y al frustrado hotel durante las seis semanas en
Nueva Orlens. Luego escribi una fecha al lado de la ltima cifra; era para
principios de septiembre.
En este da ya no nos quedar dinero.
Entonces l repiti algo que haba pensado ese mismo da sentado en un
banco del parque.
Todo andar bien. Slo tengo que acostumbrarme al amor. Nunca lo haba
probado antes; t ves: tengo un atraso de diez aos. An no estoy adiestrado. Muy
pronto lo estar.
S dijo ella. Arrug el papel y lo puso de lado. Pero eso no importa. Es
cuestin de elegir entre lomo y carnaza y aqu no hay hambre. Le golpe la
barriga con el dorso de la mano. Es tu vieja entraa rezongando. Aqu est el
hambre le toc el pecho. No lo olvides nunca.
No lo olvidar.
Quin sabe. Has sentido hambre aqu, en la entraa, y por eso ests
asustado. Porque siempre ests un poco asustado de lo que has debido aguantar.
Si hubieras estado enamorado alguna vez, no hubieras venido al tren esa tarde.
Hubieras venido?
S dijo l. S, s.
No basta entonces adiestrar tu cerebro en recordar que el hambre no est
en el vientre. Tu vientre, tus entraas mismas, tienen que creerlo. Tus entraas
lo creen?
S dijo l.
Pero ella no est tan segura, se dijo, porque tres das despus al volver del
hospital encontr la mesa de trabajo cubierta de pedacitos de alambre retorcidos y
frascos de pegote y cola y viruta, unos cuantos tubos de pintura y una vasija con
un montn de papel de seda empapada en agua, que dos tardes despus se

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convirtieron en una serie de figuritas ciervos y lebreles y caballos y hombres y


mujeres, flacos, epicenos, intelectuales y extravagantes, con un aire fantstico y
perverso; a su vuelta, la tarde siguiente, ella y las figuras haban desaparecido.
Ella volvi una hora despus, con los ojos amarillos brillando como los de un gato
en la oscuridad, no de triunfo o de entusiasmo, sino de afirmacin feroz y con un
billete nuevo de 10 dlares.
Los tom todos dijo y nombr una gran tienda conocida. Y me permiti
arreglar una de las vidrieras. Tengo un encargo por cien dlares, figuras histricas
de Chicago, de esta parte del oeste. Sabes? Mrs. OLeary con cara de Nern y la
vaca con ukelele, Kit Carson con piernas como las de Niyinsky y sin cara, justo
dos ojos y un saliente de frente para hacerles sombra, bfalos con cabeza y ancas
de yeguas rabes. Y todas las dems tiendas de Michigan Avenue. Aqu est.
Toma.
l lo rehus.
Es tuyo. Lo has ganado.
Ella lo mir la fija mirada amarilla en la que l pareca vacilar y tantear
como una mariposa de noche, como un conejo ante el resplandor de una antorcha;
una envoltura casi lquida, un precipitado qumico en el que toda la borra de
pequeas mentiras y sentimentalismos se disolva. A m no...
No te gusta pensar que tu mujer ayuda a mantenerte, no es eso? Oye. No
te gusta lo que tenemos?
Sabes que s.
Entonces, qu importa lo que te cuesta, lo que pagamos, o cmo? Has
robado el dinero que tenemos, no lo volveras a hacer? No vale la pena, aunque
todo se desmoronara maana y tuviramos que pasar la vida pagando intereses?
S. Pero no va a desmoronarse maana. Ni el mes que viene. Ni el ao que
viene...
No Mientras seamos dignos de conservarlo. Mientras tengamos fuerzas.
Mientras tengamos capacidad. Mientras seamos dignos de que se nos permita
conservarlo, de obtener lo que quiera del modo ms decente posible, y despus
guardarlo.
Se acerc y lo abraz, fuerte, apretando su cuerpo contra l, fuerte, no una
caricia sino como lo agarraba del pelo para despertarlo del sueo.
Eso es lo que har. Lo que tratar de hacer. Me gusta revolver y hacer cosas
con las manos. No creo que sea demasiado pedir el desear, el tener y el conservar.
Gan esos cien dlares, trabajando de noche, despus que l se acostaba, a
veces despus que l se haba dormido. En las cinco semanas siguientes gan 28
dlares ms, luego un encargo por 50. Luego no hubo ms encargos, no pudo
obtener ms. Sin embargo, sigui trabajando, siempre de noche, porque estaba
fuera todo el da con sus muestras, sus figuras concluidas, y trabajaba ahora con
espectadores, pues su departamento se haba convertido en una especie de club
nocturno. Empez con un periodista llamado Mc Cord que haba trabajado en un
diario de Nueva Orlens durante el breve tiempo en que el hermano menor de
Carlota (de un modo ineficaz y diletante, comprendi Wilbourne) haba trabajado
all. Carlota lo encontr en la calle, vino a comer una noche y los invit a comer
una noche; tres noches despus apareci en el departamento con tres hombres y
dos mujeres y cuatro botellas de whisky, y despus Wilbourne no saba nunca con
quin iba a encontrarse al volver a casa, salvo que no estara sola Carlota, que
indiferente a quien estuviera ah ocioso, segua trabajando (aunque la mala racha

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haba durado semanas y luego un mes y el verano estaba casi encima) en un


overall barato ya inmundo como el de cualquier pintor de casas y un vaso de
whisky aguado entre los pedazos de alambre y tarros de cola y pintura y arcilla
que se transformaban continua e infinitamente, bajo las manos diestras e
infatigables, en elegantes, extraas, fantsticas y perversas efigies.
Luego hizo una venta final, una venta chica, y acab. Ces tan abrupta e
inexplicablemente como empez. Es la estacin de verano, le decan en las tiendas:
los turistas y los ciudadanos se van al campo para huir del calor.
Pero esto es una mentira dijo. Ha llegado el punto de saturacin le
dijo a l, les dijo a todos.
Era de noche y haba regresado tarde con la caja de cartn repleta de figuras
rehusadas, de modo que los visitantes nocturnos ya haban llegado.
Pero yo lo esperaba, porque stos no son ms que caprichos. Sac las
efigies de la caja y las volvi a alinear en la mesa. Como algo creado para vivir
slo en la oscuridad sin aire, sea en la bveda de un Banco o quiz en un pantano
venenoso, no en el alimenticio aire rico nacido de los desages llenos de legumbres
de Oak Park y Evanston: As es y punto final. Y ahora ya no soy una artista y
estoy cansada y tengo hambre y me voy a acurrucar con uno de nuestros buenos
libros y uno de nuestros mendrugos. Entonces cada uno y todos adelntense a la
mesa y elijan un recuerdo de esta ocasin, y abur.
Todava podemos comer un mendrugo le dijo l.
Y adems todava no est vencida, pens. Todava no ha renunciado, nunca
renunciar, pensando como haba pensado antes que algo haba en ella que nadie
ni l ni Rittenmeyer haban alcanzado, que ni siquiera amaba al amor. En menos
de un mes crey tener la prueba; volvi y la encontr en su mesa otra vez, en una
profunda excitacin que l no haba visto nunca, una excitacin sin entusiasmo
pero con cierto implacable y tremendo empuje irresistible mientras ella le hablaba.
Era uno de los hombres que Mc Cord haba llevado, un fotgrafo. Ella tena que
hacer muecos, fantoches y l fotografiarlos para tapas de revistas y avisos; tal vez
ms adelante utilizaran los muecos en charadas, cuadros un saln alquilado,
una barraca, algo, cualquier cosa.
Es mi plata le dijo. Los 125 dlares que nunca pude hacerte aceptar.
Trabaj con intensa y absorta furia. Estaba en su mesa de trabajo cuando l
se iba a dormir y se despertaba a las dos o tres de la maana y la inexorable luz
laboriosa segua encendida. Ahora al volver (primero del hospital, luego del banco
de la plaza donde pasaba los das despus de haber perdido su empleo, saliendo y
regresando a las horas acostumbradas para que ella no sospechara) se encontraba
con las figuras casi del tamao de niitos un Quijote con una demacrada,
desordenada y enloquecida cara soadora, un Falstaff con la cara gastada de un
barbero sifiltico y espeso de carne (una sola figura, pero le pareca ver dos: el
hombre y la espesa carne como un enorme oso y su frgil tuberculoso guardin; le
pareca que poda ver al hombre forcejear con la montaa de tripas como el
guardin luchara con el oso, no para vencerlo, sino para eludirlo, para librarse de
l, como uno hace con los animales atvicos en las pesadillas); Roxana con rizos
en tirabuzn y un bulto de chewinggum como la pianista de una tienda de todo a
veinte; Cyrano con una cara de judo de zarzuela y la nariz como una llamarada
que cesaba en el preciso instante de volverse molusco, con un pedazo de queso en
una mano y un libro de cheques en la otra acumulndose en el departamento,
abarrotando con increble rapidez todos los espacios disponibles de piso y paredes,

51

frgiles, perversas y molestas, iniciados, proseguidos y completados una rfaga


continua de furioso trabajo un espacio de tiempo, no calculado en sucesivas
noches y das, sino un simple intervalo interrumpido slo para comer y dormir.
Acab la ltima figura y ahora sala todo el da y la mitad de la noche; l volva a la
tarde y encontraba un mensaje garabateado en una tira de papel, o en el
arrancado margen de un diario o hasta en la gua del telfono: No me esperes,
como afuera; lo que haca y volva a meterse en cama y a veces se dorma hasta
que ella se deslizaba desnuda (nunca usaba camisn, le haba dicho que jams
haba tenido uno) en la cama para despertarlo y animarlo a escuchar con un duro
movimiento de lucha, cindolo con sus brazos duros mientras hablaba en una
airada, quieta voz rpida, no de dinero ni de su falta, no detallando los adelantos
diarios de las fotografas, sino de sus vidas y situacin como si fueran un todo sin
pasado ni futuro en el cual ellos como personas, la necesidad del dinero, las
figuras que haba hecho, fueran partes de un cuadro vivo o de un rompecabezas,
ninguna ms importante que otra; aun acostado y laxo en la oscuridad mientras
ella lo abrazaba sin tratar de saber si tena o no los ojos abiertos, le pareca ver su
vida comn como un globo frgil, una burbuja que ella mantena equilibrada e
intacta sobre la ruina como una foca amaestrada lo hace con su pelota. Est peor
que yo, pensaba. Ni siquiera sabe lo que es esperanza.
Luego el negocio de los muecos se acab, tan completa y sbitamente como
el del arreglo de vidrieras. l volvi una noche y la encontr en casa, leyendo. El
overall inmundo con el que haba vivido por muchas semanas (estaban ahora en
agosto) haba desaparecido y luego vio que el banco de trabajo no slo estaba
limpio de su anterior desorden de alambre y pintura, sino que haba sido
arrastrado al medio del cuarto y se haba convertido en una mesa con una faja de
cretona atestada de las revistas y libros que antes andaban por el suelo y sobre las
sillas desocupadas, y, lo ms sorprendente de todo, con un jarrn de flores.
He trado algunas cosas dijo. Vamos a comer en casa para cambiar.
Tena costillas y cosas as, prepar la comida con un curioso y frvolo
delantal, tambin nuevo como la cretona de la mesa; l pens que haba
reaccionado de su desastre como un hombre, investida ahora de una especie de
digna humildad, y sin embargo mostrando una cualidad que no le haba conocido
antes, algo no slo de mujer sino profundamente femenino. Comieron, luego
levant la mesa. l ofreci ayudarla pero rehus. Entonces se sent con un libro al
lado de la lmpara, la oy en la cocina durante un rato, luego salir y entrar al
dormitorio. No la oy cuando sali del dormitorio porque sus pies desnudos no
hacan ruido en el suelo; al levantar los ojos la vio parada a su lado la compacta
sencilla rectitud de las lneas de su cuerpo, la serena, intensa mirada amarilla. Le
tom el libro y lo puso en la mesa nueva.
Scate la ropa le dijo.
Pero l no le dijo lo del empleo sino dos semanas despus. Ya no lo retena el
temor de que esa noticia destruyera la tranquilidad que requera su obra ni
tampoco la posibilidad de que l encontrara otra cosa, pues haba tratado y
fallado, ni la fe a lo Micawber de los indolentes; quiz lo retena parcialmente la
conviccin de que muy tarde sera siempre muy pronto; pero tambin (no trataba
de engaarse a s mismo) una fe profunda en ella. No en ellos, en ella. Dios no la
dejar morir de hambre, pensaba. Vale demasiado. La ha hecho demasiado bien.
Hasta el que hizo todas las cosas prefiere algunas lo bastante para querer
guardarlas.

52

As cada da dejaba el departamento a la hora acostumbrada y se sentaba en


su banco en la plaza hasta el momento de volver. Y una vez al da sacaba la
cartera y miraba la tira de papel en la que llevaba cuenta de la merma del dinero,
como si esperara cada vez que la suma hubiera cambiado o que la hubiera mirado
mal la vspera, encontrando que no era as las cifras netas, los 182,00 dlares
menos 5 10 dlares, con la fecha de cada resta; para el da de pago no habra
con qu pagar el trimestre de alquiler el primero de setiembre. A veces sacaba el
otro papel, el cheque rosa con su letrero perforado: Slo trescientos dlares. Haba
algo de ceremonioso en ello, como la preparacin del adepto a su pipa de opio, y
despus, cuando renunciaba a toda realidad como el fumador de opio, inventaba
cien maneras de gastarlo, alterando los varios componentes de la suma y sus
compras equivalentes aqu y all como un rompecabezas, sabiendo que esto era
una forma de masturbacin (pensando, porque estoy an y probablemente lo estar
siempre, en la pubertad del dinero), que si fuera posible cobrar el cheque, y usar el
dinero, l ni siquiera se atrevera a jugar con la idea.
Entonces una tarde, al regresar, la encontr otra vez en su banco de trabajo.
Todava era mesa, todava en el medio del cuarto; slo haba doblado la cretona y
amontonado los libros y revistas en una punta, y llevaba el delantal y no el overall
y trabajaba ahora con una especie de perezosa sorpresa como alguien que pasara
el tiempo con un mazo de barajas. La figura no tendra ms que tres pulgadas de
alto un viejito informe con un desorganizado rostro alocado, el rostro de un
inofensivo payaso imbcil.
Es un Mal Olor dijo. l comprendi.
Eso es todo, slo un mal olor. No es un lobo a la puerta. Los lobos son cosas.
Violentas e implacables. Fuertes, aunque sean cobardes. Pero esto es slo un mal
olor porque aqu no hay hambre.
Otra vez le golpe la barriga con el dorso de la mano.
El hambre est aqu arriba. No tiene este aire. Parece un cohete o una
lluvia de estrellas o al menos una de aquellas luces de Bengala pata chiquilines,
que chisporrotean en una ascua viva que no teme morir. Pero esto lo mir.
l previo lo que vendra.
Cunto dinero nos queda?
Ciento cuarenta y ocho dlares. Pero est bien. Yo...
Ah, entonces has pagado el prximo trimestre.
Ya est, ya era demasiado tarde.
Mi broma es que cada vez que digo, ya sea una verdad o una mentira, parece
que antes me vendo.
Mrame. Quiere decir que no has ido al hospital desde hace dos meses.
Fue el detective. Estabas atareada entonces, fue el mes en que dejaste de
escribir a Nueva Orlens. l no quera embro... no quera que me echaran. Pero no
saba nada de ti y estaba preocupado. Quera averiguar si estabas bien. No fue l,
fue el detective el que meti la pata. Entonces me echaron. Tiene gracia. Me
echaron de mi puesto cuya razn era torpeza moral, por razones de torpeza moral.
Pero realmente no fue as, por supuesto. El empleo se acab, como saba yo que se
acabara.
Bueno dijo ella. Y no tenemos nada que beber en casa. Baja al almacn
y compra una botella mientras yo... No, espera. Bueno. Vmonos a comer y beber
fuera los dos. Adems, tenemos que buscar un perro.
Un perro? Desde donde estaba poda verla en la cocina, sacar de la

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heladera las dos costillas de la cena y volver a envolverlas.


Pero sin duda, amigo dijo. Toma tu sombrero.
Era de tarde, el caliente agosto, los avisos elctricos ardan, chispeaban entre
cadavricos e infernales, sobre las caras en la calle y sobre la de ellos tambin
mientras andaban, llevando, ella, las dos costillas envueltas en el grueso y
pegajoso papel de carnicero. Antes de llegar a la esquina encontraron a Mc Cord.
Perdimos el trabajo le dijo ella. As que andamos buscando un perro.
Al rato ya le pareca a Wilbourne que ese perro invisible se hallaba entre ellos.
Estaban ahora en un bar, uno donde solan encontrarse deliberada o casualmente
dos veces por semana con el grupo que Mc Cord haba introducido en sus vidas.
All estaban cuatro de ellos.
Perdimos el empleo les dijo Mc Cord.
Los siete se sentaron alrededor de una mesa puesta para ocho, una silla
vaca, un hueco vaco, las dos costillas desenvueltas ahora y en un plato junto a
un vaso de whisky puro entre los cocktails.
Todava no haban comido; dos veces Wilbourne se inclin a decirle:
No es mejor que comamos? Est bien; yo puedo...
S, est bien, es magnfico no le hablaba a l. Tenemos cuarenta y ocho
dlares de ms; imagnense. Ni los Armour tienen cuarenta y ocho dlares de ms.
Bebed, armorosos hijos. No perdis el perro.
S dijo Mc Cord. Drink up, ye armourous sons in a sea of hemingwaves.3
Los avisos luminosos relampagueaban, y brillaban las luces del trfico,
parpadeaban del verde al rojo y de nuevo al verde, sobre los enronquecidos taxis y
las fnebres limousines. No haban comido todava pero faltaban dos miembros de
la reunin, eran seis en el taxi, sentados unos encima de otros, mientras Carlota
llevaba las costillas (haba perdido el papel) y Mc Cord llevaba el perro invisible; lo
llamaban Adems por la Biblia, por la mesa del pobre.
Pero oigan dijo Mc Cord, oigan un minuto. Doc y Gillespie y yo somos
propietarios, Gillespie est ah, pero tiene que regresar a la ciudad para el primero
y quedar vaca. Pueden tomar sus cien dlares...
No eres prctico dijo Carlota, ests hablando de seguridad; no tienes
alma! Cunta plata tenemos, Harry?
l mir el taxmetro. Ciento veintids dlares.
Pero oigan dijo Mc Cord.
Est bien dijo ella. Pero ahora no es el momento de charlar. Te has
hecho la cama; acustate en ella. Y estira las cobijas hasta la cabeza.
Estaban ahora en Evanston; se haban detenido en una droguera y tenan
una linterna. El taxi se arrastraba a lo largo de una suburbana y opulenta acera
mientras Carlota, apoyada en Mc Cord, diriga la linterna sobre los momentneos
canteros de medianoche.
Ah hay uno dijo.
No lo veo dijo Mc Cord.
Mira la empalizada. Han visto nunca un cerco de hierro, una guirnalda de
pensamientos que no tenga dentro un perro de hierro? La casa tiene tambin una
bohardilla.
No veo casa ninguna dijo Mc Cord.
Retrucanos ms bien intraducibles a la manera de James Joyce. Armourous =
Armour + Amorous, hemingwaves = waves + Hemingway.
3

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Yo tampoco. Pero mira el cerco.


Par el taxi, se bajaron. La luz de la linterna recorri el cerco de hierro con
espirales terminadas en lanzas colocadas en concreto; haba hasta un poste en
forma de negrito junto al portoncito en espiral.
Tienes razn dijo Mc Cord, debe haber uno aqu.
No usaban ahora la linterna, pero a la vaga luz de las estrellas lo podan ver
claramente al San Bernardo de hierro colado con una cara de emperador
Francisco Jos y de banquero de Maine en 1859. Carlota coloc las costillas sobre
el frontis de hierro, entre los pies de hierro y volvieron al coche.
Oigan dijo Mc Cord. Est completamente equipado tres cuartos y
cocina, ropa de cama, vajilla de cocina, lea abundante; hasta pueden baarse si
quieren. Y todas las otras casitas estarn vacas despus del primero de setiembre
y nadie los molestar; y derecho al lago; pueden tener pescado por un tiempo an,
y sus 100 dlares para comer, y el fro no vendr hasta octubre y quiz hasta
noviembre; se pueden quedar ah hasta Navidad y todava por ms tiempo si no les
importa el fro...
Mc Cord los llev hasta el lago en la noche del sbado antes del Da del
Trabajo, los cien dlares de comida las latas, las habas y arroz y caf y sal y
azcar y harina en la trasera del coche. Wilbourne contemplaba el equivalente
de su ltimo dlar con cierta gravedad.
Uno no se da cuenta de la flexibilidad del dinero hasta que lo cambia por
algo dijo; quizs esto es lo que los economistas entienden por rendimientos
decrecientes.
T no quieres decir flexible dijo Mc Cord, quieres decir voltil. Eso es lo
que entiende el Congreso por una circulacin fluida. Si llueve antes de poner bajo
techo estas cosas, ya vers. Estas habas y arroz nos van a hacer saltar del coche
como tres fsforos en un balde de cerveza casera.
Tenan una botella de whisky y Mc Cord y Wilbourne se turnaban para
manejar mientras Carlota dorma. Llegaron a la casita justo al amanecer cien
acres perdidos de agua rodeados por una plantacin de abetos, cuatro claros con
una cabaa en cada uno (una de las chimeneas humeaba todava).
se es Bradley dijo Mc Cord, pens que ya se haba ido.
Un corto muelle en el agua. Haba una estrecha faja de playa con un gamo
parado, rosado en el alba del domingo, con la cabeza erguida, observndolos un
instante antes de huir con su colita blanca arquendose en largos saltos mientras
Carlota, saltando del coche con la cara hinchada de sueo, corra al borde del
agua chillando:
Eso es lo que yo trataba de hacer. No los animales, los perros, los ciervos y
caballos: el movimiento, la carrera.
Seguro dijo Mc Cord, vamos a comer.
Descargaron el coche, llevaron las cosas adentro y encendieron la cocina, y
mientras Carlota haca el almuerzo, Wilbourne y Mc Cord se fueron con la botella
hasta el agua y se sentaron en cuclillas. Bebieron de la botella, brindando.
Dejaron un trago.
El de Carlota dijo Mc Cord; puede brindar a la larga sequa, a la
prohibicin.
Ahora estoy contento dijo Wilbourne, s exactamente adonde voy. Es
derechito entre dos hileras de latas y bolsas, valor de cincuenta dlares a cada
lado. No es una calle, porque faltan casas y gentes. Es una soledad. Luego el agua,

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la soledad ondulando despacio mientras uno. est acostado y la mira.


En cuclillas y con la botella casi vaca en una mano, meti la otra en el agua,
en el quieto lquido que respiraba aurora con la temperatura del agua helada
sinttica de los cuartos de hotel y alrededor de su mueca crecan las olitas. Mc
Cord lo mir.
Y despus viene el otoo, el primer fro, la cada lnguida de las primeras
hojas coloradas y amarillas, las hojas dobles, el reflejo ascendiendo hacia la hoja
que cae hasta que se tocan y se hamacan un poco y no acaban de encontrarse. Y
despus uno puede abrir los ojos un minuto si quiere, si se acuerda de abrirlos y
mirar la sombra de las hojas vacilantes en el pecho a su lado.
En nombre de Jesucristo Schopenhauer dijo Mc Cord, qu
ramplonera de novena clase es sta? Todava no has tenido tu parte de hambre?
Todava no has hecho tu aprendizaje de indigencia? Si no te cuidas vas a espetar
esos desatinos a algn tipo que los va a creer y te alcanzar la pistola y te obligar
a usarla. Deja de pensar en ti y piensa un momento en Carlota.
Estoy hablando de eso. Pero no usar la pistola de ningn modo. Porque he
empezado demasiado tarde. Todava creo en el amor.
Entonces le dijo a Mc Cord lo del cheque.
Si no creyera en el amor te dara el cheque y la mandara contigo esta
noche.
Y si creyeras en l tanto como dices, hubieras hecho pedazos el cheque
hace ya tiempo.
Si lo rompo, nadie podr nunca cobrar el dinero. Ni l puede sacarlo del
banco.
Que lo lleve el diablo. No le debes nada. No le has sacado de las manos su
mujer? Eres un rico tipo. No tienes siquiera el valor de tus fornicaciones.
Mc Cord se levant.
Vamos. Huelo el caf.
Wilbourne no se movi, con la mano an en el agua.
Yo no le he hecho mal y agreg: s le he hecho. Si yo no la hubiera
marcado, yo...
Qu?
Rehusara creerlo.
Por un buen momento Mc Cord se par a mirar al otro en cuclillas con la
botella en una mano y la otra en el agua hasta la mueca.
Demonios! dijo.
Carlota entonces los llam desde la puerta. Wilbourne se levant.
No usar la pistola dijo, tomar esto.
Carlota no bebi. Puso la botella sobre la chimenea.
Para que nos recuerde nuestra perdida civilizacin cuando nos empiece a
cubrir el pelo dijo ella.
Comieron. Haba dos catres de hierro en cada uno de los dormitorios, dos
ms en la terraza. Mientras Wilbourne lavaba los platos, Carlota y Mc Cord
tendieron los catres con ropa del armario; cuando vino Wilbourne, Mc Cord ya
estaba acostado en un catre sin los zapatos, fumando.
Vamos dijo, tmelo. Carlota dice que no quiere dormir ms.
Ella sali en ese momento trayendo un rollo de papel, una taza de lata y una
caja nueva, barnizada de pinturas.
Nos queda un dlar y medio, aun despus de pagar el whisky dijo. Tal

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vez volver el ciervo.


Toma un poco de sal para ponerle en la cola dijo Mc Cord. Tal vez
quiera posar para ti.
No quiero que pose. Es justamente lo que no quiero. No quiero copiar un
ciervo. Cualquiera puede hacerlo.
Sali golpeando la puerta. Wilbourne no la mir. Tambin estaba acostado
fumando con las manos bajo la nuca.
Oye le dijo Mc Cord. Tienes un montn de comida, hay una cantidad de
lea y abrigo para cuando venga el fro, y cuando empiecen a abrirse las tiendas
en la ciudad quiz yo pueda vender alguna de las cositas que ella hizo, conseguir
encargos...
No me aflijo. Te digo que soy feliz. Nada me puede quitar lo que ya he
tenido.
Bueno, qu monada! Oye, por qu no me das ese maldito cheque y la
mandas conmigo y t puedes comer con tus cien dlares y despus mudarte a los
bosques y comer hormigas y hacer de San Antonio en un rbol, y para Navidad
puedes tomar una concha de almeja y regalarte tus propias ostras? Voy a dormir.
Se dio vuelta y pareci dormirse en seguida, y pronto Wilbourne se durmi
tambin. Se despert una vez y vio por el sol que era ms de medioda y que ella
no estaba en la casa. Pero no se inquiet: acostado, despierto por un momento, no
eran los veintisiete aos estriles lo que vea, y ella no andara lejos. La senda
recta y vaca y quieta entre las dos filas de cincuenta dlares de latas y sacos
donde ella lo esperara. Si esto tiene que ser, ella esperar, pens. Si tenemos que
estar as, ser juntos en la indecisa soledad a pesar de Mac y de su cursilera de
novena clase que se acuerda una barbaridad de lo que lee la gente, bajo la roja y
amarilla cada del ao declinante, bajo el innumerable besarse de las hojas
repetidas.
El sol daba justo sobre los rboles cuando ella volvi. La hoja exterior del
rollo estaba intacta, pero haba usado las pinturas.
Eran tan malas? dijo Mc Cord.
Estaba atareado en la cocina con habas y arroz y orejones de damasco una
de esas especialidades culinarias que todos los solterones poseen, y que algunos
hasta elaboran, aunque no Mc Cord, uno hubiera dicho a primera vista.
Tal vez un pajarito le dijo lo que ests haciendo con cincuenta centavos de
nuestras provisiones y por eso ha vuelto dijo Wilbourne.
La mezcla estuvo lista al fin.
No es tan mala admiti Wilbourne. Slo que no s si no es mala, o si es
una especie de instinto: lo que saboreo no es esto sino los cuarenta o cincuenta
centavos que representa. Es como si tuviera una glndula de cobarda en el
paladar o en el estmago.
l y Carlota lavaron los platos; Mc Cord sali y volvi con una brazada de
lea y la arregl en la chimenea.
No la vamos a necesitar esta noche dijo Wilbourne.
No te va a costar sino la lea dijo Mc Cord. Cuando necesites ms,
tienes para surtirte hasta la frontera del Canad. Puedes hacer que todo el norte
de Wisconsin pase por esta chimenea, si quieres.
Despus se sentaron ante el fuego, fumando y sin hablar mucho, hasta el
momento en que Mc Cord deba irse. No quiso quedarse, fuera o no fiesta maana.
Wilbourne le acompa hasta el coche y subi, mirando a Carlota contra el fuego,

57

en la puerta.
S dijo, no tienes que preocuparte ms que una vieja que cruza la calle
acompaada por un vigilante o por un boy scout. Porque cuando atropelle, el
automvil no va a reventar a la vieja, sino al vigilante o al boy scout. Cudate.
Que me cuide?
S. Hasta para estar el da entero muerto de miedo hay que hacer fuerza.
Wilbourne volvi a la casa. Era tarde; sin embargo, ella no haba empezado a
desnudarse. Volvi a meditar, no en la adaptabilidad de las mujeres a las
circunstancias, sino en la habilidad de las mujeres para adaptar lo ilcito, y aun lo
criminal, a un molde burgus de decencia. La observaba descalza, andar por el
cuarto, haciendo esos cambios sutiles en los objetos de este hogar temporal como
lo hacen en los cuartos de hotel que se toman por una sola noche, sacando de uno
de los bales, que l crea lleno de provisiones, objetos de su departamento de
Chicago que l no slo no saba que ella conservara an, sino que hasta haba
olvidado que los tuvieran los libros que haban comprado, una fuente de cobre,
hasta la cretona de su ex banco de trabajo, y despus de una caja de cigarrillos
que ella haba convertido en un cajoncito que pareca un fretro, la figurita del
viejo, el Mal Olor. La mir colocarlo en la chimenea y contemplarlo un momento,
tambin meditando, luego tomar la botella con la porcin que le dejaron y, con la
gravedad ritual de un nio jugando, volcar el whisky en la chimenea.
Los lares y penates dijo; yo no s latn pero ellos sabrn lo que
significa.
Durmieron en la galera en dos catres y luego, al amanecer, cuando empez a
hacer fro en uno, sus pies desnudos en las tablas, el duro hundirse de codo y
cadera lo despertaron al meterse ella entre las sbanas oliendo a tocino y a
blsamo. Haba sobre el lago una luz gris y cuando oy al haragn, se dio cuenta
exactamente de lo que era, hasta de lo que pareca, escuchando la voz ronca,
pensando cmo slo el hombre, entre todos los seres, atrofia deliberadamente sus
sentidos naturales y eso a expensas de los dems sentidos, como el cuadrpedo
obtiene toda su informacin por el olfato, por la vista y por el odo y desconfa de lo
dems, mientras el bpedo slo cree en lo que lee.
A la maana siguiente el fuego era agradable. Mientras ella lavaba los platos
del almuerzo, l cort ms lea detrs de la cabaa. Se sac el sweater; ahora el
sol decididamente picaba, pero l no se dejaba engaar, pensando que en estas
latitudes el Da del Trabajo y no el equinoccio marcaban la expiracin del verano,
el largo suspiro hacia el otoo y el fro, cuando oy que ella lo llamaba desde la
casa. Entr; en medio del cuarto estaba un desconocido que cargaba, balanceada
en el hombro, una gran caja de cartn: un hombre no mayor que l, descalzo, en
bombachas caqui descoloridas y camiseta sin mangas, tostado, con ojos azules y
pestaas quemadas y rizos simtricos de pelo color paja la perfecta coiffure
pensativa, mirando tranquilamente la efigie sobre la chimenea. Por la puerta
abierta detrs de l, Wilbourne vio una canoa atracada.
ste es dijo Carlota. Cmo dijo que era su nombre?
Bradley dijo el desconocido.
Mir a Wilbourne con los ojos casi blancos contra la piel como un negativo de
kodak, balanceando la caja en el hombro mientras alargaba la otra mano.
Wilbourne dijo Carlota, Bradley es el vecino. Hoy se va. Nos trae las
provisiones que dejan.
Intil cargarlas de nuevo dijo Bradley. Su esposa me dice que se

58

quedarn un tiempo y yo pens...


Le dio a Wilbourne un insensato y breve y violento y abrumador apretn de
manos de ex universitario.
Muy amable de su parte. Nos alegramos de tenerlo. Permtame...
Pero el otro ya haba puesto la caja en el suelo; estaba repleta. Carlota y
Wilbourne se cuidaron de mirarla.
Un milln de gracias. Cuanto ms tengamos en casa, ms difcil le ser al
lobo entrar.
O echarnos cuando entre dijo Carlota.
Bradley la mir. Se rio, con los dientes. Los ojos no se rieron, los ojos
confiados y rapaces de campen universitario.
No est mal dijo, usted...?
Gracias dijo Carlota. Quiere un poco de caf?
Gracias. Ya me he desayunado. Nos hemos levantado al alba. Tenemos que
estar esta noche en la ciudad.
Volvi a mirar la efigie sobre la chimenea.
Con permiso. Se acerc a la chimenea.
Lo conozco? Me parece.
Espero que no dijo Carlota.
Bradley la mir.
Esperamos que todava no, quiere decir Wilbourne dijo.
Pero Bradley sigui mirando a Carlota, las plidas cejas cortsmente
interrogando sobre los ojos rapaces que no sonrean cuando la boca sonrea.
Es el Mal Olor dijo Carlota.
Ah, ya veo! Mir a la efigie.Usted la hizo. Yo la vi dibujando ayer. De la
otra orilla del lago.
Ya s.
Tocado dijo. Puedo disculparme? No estaba espiando.
No estaba escondindome.
Bradley lo mir y Wilbourne vio por primera vez las cejas y la boca de
acuerdo, burln, sardnico, implacable, todo l emanando una especie de crasa e
insolente suficiencia.
Seguro dijo.
Suficientemente dijo Carlota. Se dirigi a la chimenea y tom la efigie.
Es una lstima que se vayan antes de que podamos devolver la visita a su esposa.
Pero tal vez quiera aceptar esto como un recuerdo de la suya.
No, verdaderamente.
Tmelo dijo Carlota amablemente. Usted ha de necesitarlo mucho ms
que nosotros.
Bueno, gracias.
Tom la figura.
Gracias. Tenemos que estar en la ciudad esta noche. Pero quiz podamos
saludarlos al pasar. Mrs. Bradley estar...
Hgalo dijo Carlota.
Gracias dijo l. Se volvi hacia la puerta. Gracias otra vez.
Gracias, otra vez tambin dijo Carlota.
Sali; Wilbourne lo mir empujar la canoa y embarcarse. Entonces volvi y se
inclin sobre la caja.
Qu vas a hacer? dijo Carlota.

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Voy a devolverla, tirrsela en la puerta.


Oh, no seas imbcil! le dijo ella. Se le acerc. Prate. Vamos a comerlo.
Arriba, como un hombre!
Se levant contra ella con salvaje impaciencia contenida.
Cundo vas a crecer, boy scout demoledor de hogares? No sabes todava
que no parecemos casados, gracias a Dios, ni siquiera a los brutos?
Lo apret fuerte contra s, echndose atrs, con sus caderas contra l,
movindose apenas mientras lo miraba, con la mirada amarilla, inescrutable y
burlona y con ese algo que l haba llegado a reconocer esa inexorable y casi
intolerable sinceridad.
Como un hombre dijo, sujetndole fuerte y burlona contra sus caderas
que se movan aunque no era necesario.
No necesita tocarme, pens. Ni el sonido de su voz, ni siquiera el olor, basta
una zapatilla, una de esas frgiles instigaciones al amor tirada en el suelo.
Vamos. Est bien, mucho mejor. Muy bien. Solt una mano y empez a
desabrocharle la camisa.
Pero dicen que antes de medioda esto trae mala suerte. O no?
S dijo l.
Ella empez a desabrocharle el cinturn.
O es el modo con que suavizas tus insultos? O te vas a acostar conmigo
porque alguien te ha hecho acordar que soy una mujer?
S dijo l, s.
Despus, en la maana, oyeron partir el auto de Bradley. Boca abajo y medio
atravesada sobre l (se haba dormido, su cuerpo pesado y laxo, su cabeza junto a
la barba de l, su aliento lleno y pausado) se enderez, un codo en su estmago y
la manta deslizndose de los hombros, mientras se perda el ruido del coche.
Bueno, Adn dijo ella.
Pero ellos siempre haban estado solos dijo l.
Siempre, desde la primera noche. Aquel cuadro. No podamos estar ms
solos, por ms personas que se fueran.
Ya s. Quiero decir, voy ahora a nadar.
Se desliz de abajo de la frazada. l la observaba, el grave cuerpo simple un
poco ms ancho, un poco ms macizo que los anuncios de Hollywood-aceite de
bacalao, los pies desnudos chapoteando en las tablas speras, hacia la puerta
celosa.
Hay trajes de bao en el armario dijo l.
Ella no contest. Son la puerta. Ya no poda verla, slo levantando la cabeza.
Nadaba todas las maanas; los tres trajes de bao todava no se haban
tocado en el armario. l se levantaba para el desayuno, volva al corredor y se
acostaba en el catre para or los pies desnudos cruzar el cuarto y luego el
corredor; quiz observara el firme y suave cuerpo tostado cruzar el corredor.
Entonces se volva a dormir (escasamente una hora despus de dormitar, una
costumbre que haba adquirido en los seis primeros das) para despertar despus
y mirar afuera y verla acostada en el muelle, boca abajo o de espaldas, los brazos
cruzados sobre la cabeza o debajo de ella; a veces se quedaba an, no durmiendo
ya y ni siquiera pensando, slo existiendo en una somnolencia de feto, pasiva y
casi inconsciente en la matriz de la paz y de la soledad. Cuando ella volva, l se
mova lo suficiente para que sus labios besaran la cadera con un impacto de sol al
detenerse junto al catre, saboreando el sol en su carne. Un da, algo le sucedi.

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Setiembre haba pasado, las noches y las maanas eran decididamente


frescas; ella se baaba despus del almuerzo y no despus del desayuno y
hablaban de cuando tuvieran que mudar las camas de la galera al cuarto de la
chimenea. Pero los das en s no haban cambiado. La misma recapitulacin
esttica de intervalos dorados entre el alba y el ocaso, los largos das quietos,
idnticos, la inmaculada jerarqua montona de mediodas llenos de la miel
caliente del sol, a travs de los cuales el ao decreciente se amontonaba en
retrasadas hojas de arce rojas y amarillas, errantes, yendo hacia la nada. Todos
los das ella se iba en seguida de nadar y de su bao de sol, con el rollo y la caja
de pinturas, dejndolo a l andar por la casa vaca y al mismo tiempo sonora con
el duro impacto de la presencia de Carlota los pocos vestidos, el murmullo de
sus pies desnudos en las tablas... mientras se crea preocupado, no por el
inevitable da en que se les acabaran las provisiones, sino por el hecho de que no
pareca preocuparse por ello; curioso estado de nimo que ya haba experimentado
una vez cuando el marido de su hermana le haba reprochado, un verano, que se
negara a ejercer su voto. Recordaba cmo su exasperacin se convirti en rabia
mientras trataba de dar razones a su cuado, comprendiendo al fin que hablaba
ms y ms ligero no para convencer a su cuado sino para justificar su propia
rabia como si en una floja pesadilla sujetara sus pantalones cados; pues ni
siquiera estaba hablando con su cuado sino consigo mismo.
Se le volvi una obsesin; comprendi con tranquilidad que oculta, quieta y
decentemente se haba vuelto un poco loco. Ahora pensaba constantemente en las
menguantes filas de latas y bolsas contra las que iba emparejando en razn
inversa los das crecientes, pero no quera ir a la despensa y mirarlas, contarlas.
Recordaba cmo sola ir al banco de un parque y sacar su cartera y de ella la tira
de papel y restar un nmero de otro, mientras ahora, todo lo que poda hacer era
echar un vistazo a una fila de latas en un estante; poda contar las latas y saber
exactamente cuntos das ms les quedaban, poda tomar un lpiz y marcar el
estante en das y ni siquiera tendra que contar las latas, pues al dar un vistazo al
estante leera la situacin en el acto, como en un termmetro. Pero ni siquiera
miraba la despensa. Saba que durante esas horas estaba loco y a veces luchaba
con esa idea, creyendo que haba conquistado la locura, pero acto seguido, las
latas, salvo por una conviccin trgica de que ellas tampoco importaban, estaban
tan fuera de su mente como si nunca hubieran existido y miraba el ambiente
familiar con profunda desesperacin, sin saber siquiera que estaba ahora
preocupado, tan horriblemente preocupado que ni siquiera lo saba; miraba con
una especie de horrorizado asombro la soledad llena de sol por donde ella haba
andado haca un momento pero donde an estaba y a la que regresara y se
reintegrara al aura que haba dejado detrs, lo mismo que poda reintegrarse a un
vestido y encontrarlo a l en el catre, no durmiendo ahora ni leyendo, costumbre
que haba perdido junto con la costumbre del sueo y decirse ntimamente:
Estoy aburrido. Estoy aburrido hasta la muerte. Aqu nada me necesita. Ni
siquiera ella. He cortado ya bastante lea para que dure hasta Navidad y ya no
tengo nada que hacer aqu.
Un da le pidi que dividiera con l el rollo y los colores. Lo hizo y encontr
que tena daltonismo y no lo saba. Todos los das se acostaba de espaldas en un
claro asoleado que haba encontrado, en medio del* fuerte olor astringente del
blsamo, fumando la pipa barata (la provisin que hizo antes de dejar Chicago,
para enfrentar el da en que le faltaran las provisiones y el dinero), su medio rollo

61

de papel y su lata de sardinas convertida en caja de pintura intacta y prstina a su


lado. Un da resolvi hacer un calendario, una idea inocentemente concebida no
por la mente, no por el deseo de un calendario, sino por el mero tedio muscular y
llevada a efecto con el puro quieto placer sensual de un hombre esculpiendo una
canasta en un carozo de durazno o el padrenuestro en la cabeza de un alfiler; lo
dibuj prolijamente en el papel de dibujo, numerando los das, proyectando el
empleo de varios colores apropiados para domingos y feriados. Descubri en
seguida que haba perdido la cuenta de los das, pero eso slo contribuy a la
expectativa prolongando el trabajo, haciendo ms intrincado el placer: la canasta
de durazno doble, la oracin cifrada. Retrocedi a aquella primera maana, cuyo
nombre y fecha saba, en que l y Mc Cord estaban en cuclillas al borde del agua,
luego cont adelante, reconstruyendo de memoria los soolientos lmites entre uno
y otro amanecer, desentraando uno por uno de la red inmvil de la soledad
(spera como vino y quieta como miel) los martes y viernes y domingos perdidos;
cuando se le ocurri de pronto que poda verificar sus nmeros, reducir a una
verdad matemtica el hueco intemporal y asoleado en el que se haban
desvanecido los das individuales, por las fechas y los intervalos entre los perodos
de Carlota y se sinti como debi sentirse un viejo contemplador de cayado en las
antiguas cumbres de Siria, recorridas de ovejas, luego de tropezar por casualidad
con alguna frmula alejandrina que demostrara las verdades estelares que haba
observado todas las noches de su vida y cuya verdad conoca, pero no cmo ni por
qu.
Fue entonces cuando la cosa le sucedi. Se sent a mirar lo que haba hecho
en un alegre y asombroso divertimiento ante la astucia desplegada por l al obligar
a Dios, a la naturaleza (a la no matemtica superfecunda naturaleza, a esa
naturaleza primordial y desordenada derrochadora, ilgica y sin plan) a resolver
su problema matemtico, cuando descubri que haba adjudicado seis semanas al
mes de octubre y que el da de hoy era el 12 de noviembre. Le pareci que poda
ver el nmero irrefutable y solitario, en la idntica annima jerarqua de los das
perdidos; le pareci ver la fila de latas del estante hasta una media milla, las
dinmicas slidas formas de torpedo que hasta ahora haban cado una a una,
silenciosas y sin peso, en ese tiempo estancado que no adelantaba y que de algn
modo encontrara alimento para sus dos vctimas como les encontraba aliento, a la
inversa del tiempo, del tiempo que ahora se mueve, lento e irresistible, borrando
las latas una a una en progresin constante como ensombrece el suelo una nube
que pasa. S, pens. El veranillo de San Martn tiene la culpa. He sido seducido a un
imbcil paraso por una vieja ramera; he sido sofocado y exhausto de fuerza y
voluntad por la vieja fatigada Lilith del ao.
Quem el calendario y volvi a la cabaa. Ella no haba vuelto todava. Se fue
a la despensa y cont las latas. Faltaban dos horas para la puesta del sol; cuando
mir hacia el lago, vio que no haba sol y que una masa de nubes como algodn
sucio cruzaba del este al noroeste y que la clase y sabor del aire haban cambiado
tambin. S, pens. La vieja perra. Me ha traicionado y ahora no necesita fingir. Por
fin la vio acercarse, rodeando el lago, con un par de pantalones suyos y un viejo
sweater que haba encontrado en el armario con las frazadas. Sali a su encuentro
Dios mo dijo ella. Nunca te he visto tan feliz. Has pintado un cuadro o has
descubierto al fin que el gnero humano no debe siquiera tratar de producir arte.
l andaba ms rpido de lo que pensaba; cuando le ech los brazos
alrededor, su mero contacto fsico la detuvo; rechazada, lo mir con verdadero y no

62

fingido asombro.
Vamos a amorear un rato.
S.
Sin duda, amigo dijo inmediatamente.
Luego se volvi para mirarlo otra vez.
Qu es esto? Qu est pasando aqu?
Tendrs miedo de quedarte sola esta noche? Empez a desasirse.
Djame. No veo claro.
La solt, aunque se arregl para encontrar la fija mirada amarilla a la que
nunca hasta ahora haba conseguido engaar.
Esta noche?
Es el doce de noviembre.
Bueno, y qu? lo mir. Ven. Vamos a casa a averiguar bien todo esto.
Volvieron: de nuevo se detuvo y lo mir.
Ahora dime qu quieres.
Acabo de contar las latas. De medir el...
Lo mir con esa dura, casi severa impersonalidad.
Tenemos comida para seis das ms.
Bueno. Y qu?
Era el buen tiempo. Como si el tiempo se hubiera detenido y nosotros con l
como dos ramitas en un estanque. Por eso no pens en inquietarme, en vigilar.
Voy a ir caminando a la aldea. Est a slo doce millas. Puedo estar de vuelta
maana a medioda. Ella lo mir.
Una carta de Mc Cord, debe estar ah.
Has soado que est ah? Lo has descubierto en la cafetera cuando
medas las provisiones?
Estar ah.
Bueno. Pero espera a maana para ir. No puedes andar doce millas antes
que oscurezca.
Comieron y se acostaron. Esta vez fue derecho a la cama con l, tan sin
cuidado del duro y doloroso codo que lo pinchaba como lo hubiera sido por su
propia cuenta si las posiciones se hubieran invertido, como lo estaba de la mano
dolorida que asa el pelo del hombre y le sacuda la cabeza con desenfrenada
impaciencia.
Dios mo! Nunca he visto a nadie en mi vida luchar tanto por parecer un
marido. Escchame: si fueras un marido con xito y alimento y cama y lo que
necesitara, por qu demonios crees t que estara aqu en vez de volver all
donde lo tengo?
Es cierto.
Entonces, por qu afligimos? Es como afligirnos por la necesidad de
baarnos justo en el momento en que van a cortar el agua.
Luego se levant y salt del catre con la misma violencia brusca; l la mir
llegar a la puerta, abrirla y mirar fuera. Sinti la nieve antes que ella hablara.
Est nevando.
Ya s. Lo saba esta tarde. Ella comprendi que todo estaba perdido.
Cerr la puerta.
Esta vez se fue a acostar en el otro catre.
Trata de dormir. Vas a tener maana una dura caminata, si nieva mucho.
Estar de todos modos.

63

Si dijo ella.
Bostez, dndole la espalda.
Pero ah estar. S dijo, har una o dos semanas que est.
Dej la cabaa un poco despus de aclarar. Haba cesado la nieve y haca
bastante fro. Lleg a la aldea en cuatro horas y encontr la carta de Mc Cord.
Contena un cheque por veinticinco dlares; haba vendido uno de los muecos; y
tena promesa de empleo para Carlota en un departamento de tienda durante las
vacaciones.
Era muy entrada la noche cuando regres.
Puedes poner todo en la olla dijo. Tenemos veinticinco dlares y Mc
Cord te ha encontrado trabajo. Vendr el sbado a la noche.
El sbado a la noche?
Le he telegrafiado. Esper la respuesta. Por eso me he demorado.
Comieron y esta vez se meti despacito en el estrecho catre de l y esta vez
hasta se acurruc contra l como nunca la haba visto hacerlo en ningn
momento.
Voy a sentir mucho irme.
De veras? le dijo l, tranquila, pacficamente, acostado de espaldas, los
brazos cruzados sobre el pecho como una efigie de piedra en un sepulcro del
siglo X.
Probablemente te gustar volver, una vez que ya ests ah. Volver a ver
gente, Mc Cord y los otros que te gustan, Navidad y todo eso. Puedes lavarte la
cabeza otra vez y manicurarte las uas.
Esta vez no se movi, ella que tena la costumbre de asaltarlo con ese mpetu
fro y despreocupado, sacudindolo y tironendolo no slo en la conversacin sino
por mero nfasis. Esta vez, yaca en perfecta calma, sin respirar siquiera, su voz
llena, no con suspiros sino con absoluta y atnita incredulidad.
Te gustar cuando ests, cuando puedas, Harry, qu quieres decir?
Que he telegrafiado a Mc Cord que venga a buscarte. T tendrs trabajo;
eso te bastar hasta despus de Navidad. He pensado que puedo quedarme aqu
con la mitad de los veinticinco dlares. Quiz Me pueda encontrar algo para m
tambin; aunque sea un trabajo cualquiera. Entonces yo volvera a la ciudad y
podramos...
No! grit ellaNo, no! Dios mo, no! Apritame, apritame fuerte,
Harry! Es para esto, todo es para esto, eso es lo que estamos pagando; para poder
estar juntos, dormir juntos todas las noches; no comer y defecar y dormir
abrigados para levantarnos y comer y defecar para volver a dormir abrigados!
Apritame! Apritame fuerte! Fuerte! l la agarr, sus brazos rgidos, su rostro
quieto vuelto hacia arriba, sus labios separados de los dientes rgidos.
Dios, pens. Dios aydala, Dios aydala.
Dejaron la nieve en el lago, aunque antes de llegar a Chicago haban
alcanzado un poco del fin del veranillo que viajaba hacia el sur. Pero ya no dur y
era ya invierno en Chicago; el viento canadiense hel la nieve en el lago y sopl a
los caones de piedra florecidos de murdago con la inminente Navidad
achicharrando y helando las caras de los vigilantes y dependientes y mandaderos
y gente de la Cruz Roja y del Ejrcito de Salvacin vestidos de Santa Claus, los
das finales, muriendo en neolux sobre los rostros en flor enmarcados de pieles de
las esposas e hijas de millonarios, ganaderos, madereros y de las queridas de
polticos llegados de Europa y de las estancias de lujo para pasar las fiestas en los

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vertiginosos opulentos inquilinatos sobre el lago de hierro y la rica ciudad


desparramada antes de la partida a Florida, y de los hijos de especuladores de
Londres y de aristcratas improvisados de los condados centrales y senadores
sudafricanos venidos a visitar Chicago porque haban ledo a Whitman y Masters y
Sandburg en Oxford o Cambridge miembros de esa raza que sin vocacin para
exploraciones y armados de libretas y cmaras fotogrficas y bolsas impermeables
eligen para pasar la estacin de las fiestas cristianas las mordidas y tenebrosas
selvas de los salvajes. El empleo de Carlota era en una de las tiendas que le haba
comprado sus primeras estatuitas. Inclua tambin el arreglo de vidrieras y
vitrinas, de modo que su da a veces empezaba de tarde cuando se cerraba la
tienda y cuando el da de los otros empleados haba concluido. As que Wilbourne,
y a veces Mc Cord, la esperaban en un bar de la esquina donde hacan una
comida temprana. Luego Mc Cord se despeda para empezar su inverso da en el
peridico, y Carlota y Wilbourne volvan a la tienda que ahora asuma una vida
invertida, extravagante e infernal la caverna de vidrio cromado y mrmol
sinttico que por ocho horas haba estado llena del duro murmullo voraz de
compradores suntuosos y de las fijas morisquetas regimentadas de vendedoras
como muecas vestidas de raso, ahora vaca de ruido, resplandeciendo quieta y
resonante de cavernoso silencio, empequeecida, llena ahora con una torva, tensa
furia como una nocturna clnica vaca en que un puado de cirujanos y
enfermeras pigmeos luchan en un decoroso semitono por una oscura vida
annima, en la que Carlota tambin se iba a desvanecer (no desaparecer: la vera
de tiempo en tiempo, consultando por seas con alguien sobre algn objeto, que
uno de ellos tena, o entrando o saliendo de una vidriera) en cuanto entraban. l
tendra un diario de la tarde y por dos o tres horas se sentara en sillas frgiles
rodeado por figuras sin coyunturas con suaves cuerpos sin rganos y caras
serenas casi increbles, adornadas de brocado y ceques o del brillo de lentejuelas,
mientras aparecan fregonas arrodilladas empujando baldes ante s como si fueran
de otra especie, salidas, como topos, de algn tnel u orificio, nacidas de las
entraas de la misma tierra y sirviendo un oscuro principio sanitario, no al brillo
atenuado que apenas miraban sino a las regiones subterrneas a las que volvern
a arrastrarse antes del alba. Despus a las once y a medianoche y como Navidad
se acercaba, aun ms tarde se iran a casa, al departamento que no tena banco
de trabajo ni claraboya, pero que era nuevo y limpio en un barrio nuevo y limpio,
cerca de una plaza (desde donde, entre su primer y segundo sueo diario, oa las
movientes voces de nios perseguidos por nieras), donde Carlota se iba a la cama
y l se volvera a sentar a la mquina de escribir ante la que haba pasado todo el
da, la mquina prestada primero por Mc Cord, luego alquilada a una agencia,
luego comprada de ocasin entre las pistolas inofensivas y guitarras y dientes
orificados en una casa de empeos, en la que escriba y venda a las revistas de
confesiones, cuentos que empezaban as: Yo tena el cuerpo y los deseos de una
mujer, pero en conocimiento y experiencia del mundo era slo una nia, o Si
hubiera tenido el amor de una madre para protegerme en aquel da fatal
cuentos que escriba ntegros desde la primera mayscula hasta el punto final en
un solo mpetu continuado y frentico, como el half-back que agarra la pelota (el
Albatros, su Viejo del Mar, que es su verdadero enemigo ms que el team contrario
o que los irrefutables signos de tiza que son profundamente aterradores y sin
sentido, como la pesadilla de un idiota) y corre hasta acabar el juego vencido o a
travs de la lnea del goal, lo mismo da, despus se acostaba, con el alba a veces

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ms all de la ventana abierta del fro cuartito de dormir, para meterse en cama
junto a Carlota, quien sin despertarse a veces se daba vuelta hacia l,
murmurando algo hmedo e incomprensible desde el sueo, y acostarse otra vez
apretndola como en la ltima noche del lago, bien despierto, cuidadosamente
quieto y rgido, sin deseos de dormir, esperando exhalar el olor y el eco de su
ltima hornada de papilla de imbciles.
En general, estaba despierto mientras ella dorma, y viceversa. Ella se
levantaba, cerraba la ventana, se vesta y haca el caf (el desayuno que mientras
eran pobres, cuando ignoraban de dnde vendra la prxima provisin de caf,
preparaban y tomaban juntos y cuya loza lavaban y secaban juntos de pie ante la
pileta) y se iba sin que l lo supiera. A su tumo se despertaba y oa pasar los
chicos mientras el caf guardado se calentaba, y lo beba y se sentaba ante la
mquina de escribir, entrando sin esfuerzo y sin lstima en la anestesia de su
montono inventar. Al principio hizo una especie de rito de su almuerzo solitario,
eligiendo los tarros y rebanadas de carne y cosas de la noche antes, como un
chiquiln con un nuevo traje de Daniel Boone, haciendo sonar crackers en un
armario de plumeros convertido en bosque. Pero ltimamente, desde que compr
la mquina de escribir (haba renunciado a su rango de amateur, se dijo; ya no
tena que fingir que era una broma) empez a prescindir del almuerzo, de la tarea
de comer, y escriba firme, no detenindose ms que para descansar los dedos con
un cigarrillo quemando el borde de la mesa alquilada, mirando, pero no viendo las
dos o tres lneas visibles de su ltima ficcin rudimental para imbciles, su
pastilla de goma sexual; luego, recordando el cigarrillo lo levantaba y refregaba
intilmente en la nueva quemadura antes de ponerse a escribir otra vez. Luego
llegaba la hora y con la tinta apenas seca en la estampilla y el sobre dirigido a l
mismo con el ltimo cuento que empezaba: A los 16 aos yo era soltera y madre,
dejaba el departamento y caminaba por las calles repletas, en las indecisas tardes
menguantes del ao que mora, hasta el bar donde se encontrara con Carlota y
Mc Cord.
Tambin era Navidad en el bar, ramitas de acebo y murdago entre las
resplandecientes pirmides de vasos, repetidas en los espejos, los espejos
remedando las grotescas chaquetas de los mozos, los humeantes boles de ron
caliente y whisky, que los parroquianos miraban y se recomendaban unos a otros,
mientras tenan en las manos los mismos cocktails y highballs hechos que haban
estado bebiendo todo el verano. Luego, Mc Cord en la mesa acostumbrada, con lo
que ellos llamaban almuerzo un cuarto de cerveza y casi otro cuarto de pretzels
o manes salados o cualquier cosa equivalente, y Wilbourne tomaba la nica
bebida que se permita antes de la llegada de Carlota. (Puedo permitirme ahora
templanza, sobriedad le deca a Mc Cord. Puedo pagar vuelta a vuelta por el
privilegio de rehusar.) Y esperaban la hora en que las tiendas se vaciaran, las
puertas de vidrio se abrieran hacia afuera para eructar en el tierno resplandor
helado de los avisos elctricos, los rostros entre pieles y acebo, los desfiladeros
esculpidos de viento alegres y frgiles con los buenos deseos y augurios de las
claras voces perdindose en aliento visible y la escalera mecnica de las
empleadas despidiendo el regimiento de raso negro, los pies hinchados por el largo
estar de pie, las caras doloridas por la larga rgida mueca.
Luego Carlota entraba: dejaban de hablar y la miraban acercarse
ingenindose y ladendose al pasar el gento en el bar y entre los mozos y las
abarrotadas mesas, su abrigo abierto sobre el limpio uniforme, su sombrero

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echado atrs, descubriendo la frente segn la moda corriente, aun ms echado


atrs como si lo hubiera empujado con un golpe del antebrazo, el inmemorial gesto
femenino de inmemorial lasitud femenina, acercndose a la mesa, el rostro plido
y fatigado, aunque movindose tan enrgicamente y segura como siempre. Los ojos
tan serios e incorregiblemente sinceros como siempre sobre la fuerte nariz, la
ancha plida boca sin sutileza.
Raros los hombres deca luego dejndose caer en la silla que uno de ellos
le ofreca. Bueno, pap.
Entonces coman, a la hora indebida, la hora en que el resto del mundo
empezaba a prepararse para comer.
Me siento como tres osos enjaulados un domingo a la tarde deca ella
comiendo la comida que ninguno apeteca para dirigirse luego, Mc Cord al
peridico, Carlota y Wilbourne a la tienda otra vez.
Dos das antes de Navidad, al entrar al bar traa un paquete. Eran regalos de
Navidad para sus dos hijas. No tena ahora mesa de trabajo ni claraboya. Los
desenvolvi y los envolvi sobre la cama, la inmemorial el banco de trabajo para
engendrar nios a ciegas convertido ahora en altar para el oficio del Nio, sentada
ella en el borde rodeada de papel estampado de acebo y del pretencioso y frgil
cordoncito colorado y verde y etiquetas engomadas, los dos regalos que haba
elegido razonablemente costosos, pero sin apariencia, mirndolos con una especie
de torvo asombro en las manos, ella que en casi todos los actos humanos era
directa y rpida.
Ni siquiera me han enseado a hacer paquetes dijo. Chicos. No es una
funcin para nios, en verdad. Es para adultos: una semana de permiso para
volver a la infancia, para dar algo que uno no necesita a alguien que tampoco lo
necesita, y pedir que se lo agradezcan. Y los nios hacen el canje, se cambian con
uno. Abandonan la puerilidad y aceptan el papel que uno deja no porque tengan el
menor deseo de ser adultos, sino por esa inexorable piratera de los nios que
harn uso de cualquier cosa (decepcin o representacin o misterio) para corregir
cualquier cosa. Algo, cualquier cosa, cualquier chuchera. Los regalos no
significan nada para ellos hasta que son lo bastante grandes para calcular su
costo aproximado. Por eso a las mujercitas les interesan ms los regalos que a los
varones. Toman lo que uno les da, no porque prefieren aceptar eso en vez de nada,
sino porque es todo lo que esperan de los bueyes estpidos entre los que por
alguna razn tienen que vivir... Me han propuesto que siga en la tienda.
Qu? dijo l. No haba estado escuchndola. Haba estado oyendo, pero
no escuchando, mirando las cortas manos entre desperdicios de papel, pensando:
Ahora es el momento de decir, ve a tu casa. Pasa la noche de maana con ellas.
Qu?
En la tienda me dan trabajo hasta el verano.
Esta vez escuch y oy; pas por el mismo trance que cuando reconoci la
fecha en el calendario; ahora saba cul era la zozobra que lo haba preocupado
todo el tiempo, por qu yaca rgido y precavido junto a ella al amanecer, creyendo
que la razn de su desvelo era que esperaba que el olor de sus prostitucin
literaria se desvaneciera, por qu se detena ante una pgina inconclusa, creyendo
que no pensaba en nada, creyendo que slo pensaba en el dinero, cmo siempre
tena la suma equivocada y que les pasaba con el dinero lo que a algunas personas
desdichadas con el alcohol: o nada o demasiado. Era la ciudad en lo que pensaba,
se dijo. La ciudad y el invierno juntos, una coalicin demasiado fuerte para

67

nosotros, aun por un tiempo el invierno que acorrala la gente entre los muros
dondequiera que est, pero invierno y ciudad a un tiempo, una crcel, hasta el
pecado hecho rutina, absolucin del adulterio.
No dijo l. Porque nos iremos a Chicago.
Irnos?
S, del todo. Ya no trabajars ms, por dinero. Espera dijo con rapidez,
ya s que hemos llegado a vivir como si llevramos cinco aos de casados, pero no
te hablo ahora como el marido pesado. S que me sorprendo pensando. Quiero que
mi esposa tenga lo mejor, pero no todava. No quiero que mi mujer trabaje. No es
esto. Es para la consecuencia del trabajo, es por habernos acostumbrado a
trabajar antes de saber para qu, casi demasiado antes de saberlo. Recuerdas lo
que me dijiste all en el lago cuando yo insinu que te fueras mientras podas irte
y me contestaste: Esto es lo que hemos comprado, lo que estamos pagando: estar
juntos y comer juntos y dormir juntos? Y ahora mira. Cuando estamos juntos en
un bar o en un tranva o caminando por una calle repleta y cuando comemos
juntos es en un restaurante lleno, en la hora que te conceden en la tienda para
que puedas comer y mantenerte fuerte a fin de sacar provecho del dinero que te
pagan todos los sbados, y no dormimos juntos, sino por turno, mirndonos
dormir; cuando te toco, s que ests demasiado cansada para despertarte y t
ests probablemente demasiado cansada para pensar en tocarme.
Tres semanas despus, con una direccin garabateada en el arrancado
margen de un peridico doblado en el bolsillo del saco, entr en una casa de
escritorios y subi veinte pisos hasta una puerta de vidrio opaco que deca:
Gallagham Mines, y entr y pas con alguna dificultad una empleada de pelo
teido y se encar al fin ante un escritorio lustrado y completamente vaco, salvo
un telfono y un mazo de barajas, listas para un solitario, con un hombre
colorado, de mirada fra, de unos cincuenta aos, con la cabeza de un salteador de
caminos y el cuerpo de un jugador de ftbol de 220 libras de peso, en un traje de
tela cara, que sin embargo pareca haber obtenido en un saldo con la pistola al
pecho, a quien Wilbourne trat de dar un resumen de sus ttulos mdicos y de su
experiencia.
Eso no interesa le interrumpi el otro. Puede atender los accidentes
comunes a que estn expuestos los trabajadores en una mina?
Yo le estaba diciendo...
Ya he odo. Yo le pregunto otra cosa. He dicho atenderlos.
Wilbourne lo mir.
Yo no creo... empez.
Cuidar la mina. A los propietarios. Los que han puesto all su dinero. Los
que le pagarn un salario mientras usted lo gane. No me importa un bledo cunta
o ninguna ciruga o farmacologa sepa usted o no sepa o cuntos ttulos tenga y de
dnde. A nadie all le importar; no habr inspectores del Estado para pedirle su
diploma. Quiero saber si podemos confiar en usted para proteger la mina, contra
enredos. Contra pleitos de gringos y de checos y de chinos a quienes se les puede
ocurrir canjear una mano o un pie por una pensin o por un pasaje de vuelta a
Cantn o a Hong Kong.
Ah! dijo Wilbourne. Ya veo; s, puedo hacerlo.
Muy bien. Le darn en seguida lo necesario para ir a la mina. Su sueldo
ser...
Dijo una suma.

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No es mucho dijo Wilbourne.


El otro lo mir con los fros ojos incrustados en grasa. Wilbourne le devolvi
la mirada.
Tengo un ttulo de una buena universidad, una conocida facultad de
medicina. Slo me faltaban unas semanas para concluir mi internado en un
hospital que tiene un...
Entonces no necesita este empleo. Este empleo no est a la altura de sus
condiciones y, me atrevo a decir, de sus mritos. Muy buenos das.
Los fros ojos lo miraron; no se movi.
He dicho: muy buenos das.
Necesito gastos de viaje para mi esposa dijo Wilbourne.
Su tren parti dos das despus a las tres de la maana. Esperaron a Mc
Cord en el departamento donde haba vivido dos meses sin dejar otra marca que
las quemaduras de cigarrillo en la mesa.
Ni siquiera amor dijo l. Ni la dulce rpida msica de pies desnudos
que en la penumbra se apresuran hacia la cama, ni sbanas, que impacientan la
espera. Slo el crujir de los elsticos, la operacin matinal de un matrimonio de
diez aos. Estbamos atareados; tuvimos que alquilar y sostener un cuarto para
dos autmatas.
Vino Mc Cord y bajaron el equipaje, las dos valijas con las que haban dejado
Nueva Orlens, y la mquina de escribir. El encargado dio la mano a los tres y
expres un sentimiento por la disolucin de lazos domsticos mutuamente
agradables.
Slo nosotros dos dijo Wilbourne. Ninguno de nosotros es andrgino.
El encargado parpade, pero slo una vez.
Ah! dijo. Buen viaje. Tienen coche?
Tenan el coche de Mc Cord; subieron en un dbil resplandor de plata baja,
los avisos finales y el retumbar del cambio de luces; el changador condujo las dos
valijas y la mquina de escribir al portero en el vestbulo del Pullman.
Tenemos tiempo de tomar algo dijo Mc Cord.
T y Harry podis tomarlo dijo Carlota. Yo me voy a la cama.
Fue y abraz a Mc Cord con la cara levantada.
Buenas noches, Mc.
Entonces Mc Cord se adelant y la bes. Ella entr y se dio vuelta, la miraron
entrar al vestbulo y desaparecer. Entonces Wilbourne supo tambin que Mc Cord
saba que no la volvera a ver.
Y, tomamos algo? dijo Mc Cord.
Fueron al bar de la estacin y encontraron una mesa y luego se sentaron otra
vez como en tantas otras tardes mientras esperaban a Carlota las mismas caras
bebiendo, los mismos sacos blancos de los mozos y barmen, los mismos vasos
amontonados y centelleantes, slo faltaban el acebo y los humeantes boles (la
Navidad, haba dicho Me, es la apoteosis de la burguesa, la estacin en que segn
una brillante historia el Cielo y la Naturaleza, de acuerdo por una vez, dictan y
postulan que todos somos maridos y padres cuando frente a un altar en forma de
bebedero enchapado en oro el hombre puede impunemente postrarse en una orga
de efusiva obediencia sentimental al cuento de hadas que conquist el Occidente
en que durante siete das el rico se hace ms rico y el pobre ms pobre: el lavar de
una semana estipulada dejando la pgina en blanco y prstina otra vez para la
crnica de la nueva equina venganza Aqu est el caballo, deca Mc Cord y

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odio) y el mozo vena como sola venir; la misma manga blanca, la annima cara
de mozo sin facciones que uno no advierte nunca.
Cerveza dijo Mc Cord; y t?
Ginger ale dijo Wilbourne.
Qu?
Soy abstemio.
Desde cundo?
Desde anoche. No puedo sostener el vicio.
Mc Cord lo mir.
Demonio dijo Mc Cord; trigame entonces un vaso grande.
El mozo se fue.
Parece que te tienta.
Mc Cord segua mirando a Wilbourne.
Escucha dijo; ya s que ste no es asunto mo. Pero quisiera saber lo
que hay. Estabas aqu ganando bastante, y Carlota tena un buen empleo; tenan
una buena casa para vivir. Y de repente te vas, haces que Carlota renuncie a su
empleo para irse en febrero a meterse en el pozo de una mina de Utah, sin
ferrocarril o telfono y ni siquiera una cucaracha, con un sueldo de...
Eso es. se es el porqu. Me haba vuelto...
Se call. El mozo dej las bebidas sobre la mesa y se fue. Wilbourne levant
su ginger ale.
A la libertad.
Brindo gru Mc Cord. Probablemente vas a poder beber bastante
antes de verla. Y con agua tambin, ni siquiera con sifn. Y quiz en un sitio
ms estrecho que ste. Porque ese tipo es venenoso. Yo s algo de l. Es un
impostor. Si la verdad sobre l se escribiera en una lpida no sera un epitafio,
sera un prontuario de polica.
Bueno dijo Wilbourne. Al amor, entonces.
Haba un reloj sobre la puerta de entrada la cara ubicua y sincronizada,
oracular, admonitoria e insensible; aun le quedaban 22 minutos. En dos minutos
dir a Mc Cord lo que tard meses en descubrir, pens.
Me haba convertido en un marido dijo. Eso es todo. Yo no lo saba
siquiera hasta que ella me dijo que en la tienda le propusieron que se quedara. Al
principio tena que observarme cada vez que tena que decir mi esposa o Mrs.
Wilbourne, luego descubr que me haba vigilado meses para no decirlo; hasta me
haba sorprendido dos veces desde que volvimos del lago, pensando quiero que mi
esposa tenga lo mejor exactamente como un marido con el salario del sbado y su
casita suburbana llena de invenciones elctricas para ahorrar trabajo y su
mantelito de verde para regar el domingo por la maana, que sern suyos si no lo
despiden o si no es atropellado por un coche en los diez aos subsiguientes el
gusano ciego a toda pasin y muerta toda esperanza y que ni siquiera lo sabe,
olvidadizo e inconsciente ante la tiniebla total, ante la oscuridad toda despectiva
que lo fulminar a su hora. Hasta haba dejado de avergonzarme de la manera
como ganaba el dinero; ya no me avergonzaban mis cuentos; como el empleado
que est comprando por mensualidades la casita propia donde su mujer tendr lo
mejor, no se avergenza de su emblema, el destapador de goma para letrinas, que
lleva consigo. En efecto, hasta me gustaba escribirlos, aun aparte de la ganancia,
como el muchacho que nunca ha visto hielo y que se enloquece por patinar en
cuanto aprende. Adems, despus de empezar a escribirlos me di cuenta de que

70

no haba sospechado los abismos de depravacin de que la invencin humana es


capaz, lo que siempre es interesante...
De los abismos en que la invencin humana se regocija, querrs decir
dijo Mc Cord.
S. Eso es... Decencia, eso era lo que me decidi. Hace poco descubr que la
haraganera engendra nuestras virtudes, nuestras ms tolerables cualidades;
contemplacin, ecuanimidad, pereza, dejar en paz al prjimo; buena digestin
mental y fsica; la sabidura de limitarse a placeres carnales: comer y defecar y
fornicar y sentarse al sol, porque no hay nada mejor, comparable, ninguna cosa
mejor en este mundo sino vivir por el corto tiempo en que se nos presta aliento,
estar vivo y saberlo ah, s, ella me ense eso, me marc tambin para
siempre nada, nada. Pero hace poco he visto claro, sacando la conclusin lgica,
que una de las virtudes primordiales ahorro, aplicacin, independencia
engendra todos los vicios fanatismo, entrometimiento, suficiencia, miedo y lo
peor de todo, decencia. Nosotros, por ejemplo. Porque el hecho de ser solventes por
primera vez, de saber con seguridad de dnde vendra la comida de maana (el
maldito dinero, demasiado: de noche nos quedbamos despiertos planeando cmo
gastarlo; para la primavera ya andaramos con prospectos de compaas de
vapores en los bolsillos) me haba esclavizado y entregado a la decencia como
cualquiera.
Pero no ella dijo Mc Cord.
No, pero ella es ms hombre que yo. Ya lo dijiste como cualquier hombre
a la bebida o al opio. Me haba convertido en el perfecto dueo de casa. No me
faltaba ms que la sancin oficial en la forma de un nmero en el registro de
Seguridad Social como cabeza de familia. Vivamos en un departamento que no
era bohemio, que no era un nido de amor culpable, ni siquiera en esa parte de la
ciudad sino en un vecindario dedicado por las ordenanzas municipales y por su
arquitectura al segundo ao de matrimonio entre el montn de quienes ganan
cinco mil al ao. Me despertaba por la maana el ruido de los chicos que pasaban;
cuando llegaba la primavera y las ventanas tenan que estar abiertas, escuchaba
todo el da los gritos furiosos de nieras suecas en la plaza, y cuando el viento
vena de ese lado tomaba el olor de los orines de los chicos y de los clackers. Yo le
deca a eso mi casa, haba un rincn que llambamos mi estudio; hasta compr al
fin la maldita mquina de escribiralgo de que haba prescindido durante
veintiocho aos hasta el punto de que ni siquiera la conoca, algo demasiado
pesado y macizo para llevar, pero que no me atreva a dejar.
Todava la tienes, he notado dijo entonces Mc Cord.
S. Una buena porcin de valor es un descreimiento sincero en la suerte.
Me haba atado de pies y manos en una tirita de cinta entintada, diariamente me
vea ms y ms enredado en ella como una mosca en una tela de araa; todas las
maanas, para que mi esposa pudiera llegar a tiempo a su empleo, yo lavaba la
cafetera y la pileta y dos veces por semana (por la misma razn) compraba a la
misma carnicera las verduras necesarias y las costillas que cocinaramos los dos
el domingo; un poco ms y nos hubiramos vestido y desvestido en nuestros
kimonos delante uno de otro y hubiramos apagado la luz antes de hacer el amor.
As es. No son las circunstancias las que eligen nuestras vocaciones, es la
decencia la que nos convierte en quiromantes y dependientes y pegadores de
carteles y motoristas y escritores de novelones.
Haba un altoparlante en el bar, sincronizado tambin; en ese momento, una

71

voz impersonal y cavernosa bramaba deliberadamente una frase de la que se


distingua una que otra palabra, tren, luego otras que la mente reconoca uno o
dos segundos despus, como nombres de ciudades esparcidas en el continente,
ciudades vistas ms que nombres odos, como si el oyente (tan enorme era la voz)
estuviera suspendido en el espacio mirando el globo terrqueo girar pausadamente
entre las nubes y revelar en fragmentarios vistazos las evocativas y extraas
divisiones de la esfera restituyndolas a la nube y a la neblina antes que la visin
y el entendimiento pudieran percibirlas del todo.
Mir de nuevo el reloj; le quedaban catorce minutos, catorce minutos para
tratar de decir lo que ya he dicho en cinco palabras, pens.
Y entindelo bien, me gustaba. Nunca lo he negado. Me gustaba. Me gustaba
el dinero que ganaba y me gustaba la manera de ganarlo: las cosas que haca,
como te dije: No fue por eso que un da me sorprend refrenando el pensamiento:
Mi esposa debe tener lo mejor. Fue porque un da descubr que tena miedo. Y al
mismo tiempo, descubr que seguir teniendo miedo, haga lo que haga, que
seguir temiendo mientras ella viva o yo viva.
Todava tienes miedo.
S. Y no por cuestin de dinero. Al demonio con el dinero. Puedo ganar todo
el dinero necesario; no hay lmites, ciertamente, a lo que puedo inventar sobre el
tema de las desdichas del sexo femenino. No es eso, ni tampoco Utah. Somos
nosotros. Es el amor, si quieres. Porque no puede durar. No hay lugar para l en el
mundo, ni siquiera en Utah. Lo hemos eliminado. Nos ha tomado largo tiempo,
pero el hombre es ilimitado en invenciones, y nos hemos librado del amor como
nos hemos librado de Cristo. Tenemos la radio en lugar de la voz de Dios y en vez
de ahorrar valor emotivo por meses y aos para merecer una oportunidad de
gastarlo entero por amor, lo subdividimos en cobres y nos excitamos en cualquier
quiosco de peridicos, como quien extrae barritas de chewinggum o de chocolate
de las mquinas automticas. Si volviera Jess lo crucificaramos en seguida en
defensa propia, para justificar y preservar la civilizacin que hemos trabajado y
sufrido y matado gritando y maldiciendo con rabia e impotencia y terror por dos
mil aos para crearla y perfeccionarla a imagen y semejanza del hombre; si
volviera Venus sera un hombre que se masturba en una letrina de subterrneo
mirando tarjetas postales francesas...
Mc Cord se volvi en su silla y llam al mozo con un solo reprimido ademn
violento. El mozo apareci; Mc Cord seal su vaso. Al rato la mano del mozo dej
el vaso lleno otra vez en la mesa y se retir.
Bueno dijo Mc Cord. Y qu?
Yo estaba en eclipse. Empez aquella noche en Nueva Orlens cuando le
dije a ella que tena mil doscientos dlares y dur toda la noche en que me dijo
que en la tienda queran retenerla. Yo estaba fuera del tiempo: todava estaba
ligado a l, sostenido por l en el espacio como t has estado desde que hubo un
no-t para que t existieras, y estars ah hasta que se acabe el no-t que te
ha permitido existir esto es inmortalidad, sostenido por l, eso es todo, justo
encima, no conductor, como el gorrin aislado por sus duros pies muertos noconductores de la lnea de alta tensin, la corriente del tiempo que corre por el
recuerdo, que existe slo en relacin a la escasa realidad (tambin he aprendido
eso) que conocemos; fuera de eso el tiempo no existe. T sabes: yo no era. Luego
yo soy, y empieza el tiempo, retroactivo, era y ser. Luego yo fui y ahora no soy y
no ha existido el tiempo. Era como el instante de la virginidad, era el instante de la

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virginidad: la condicin, el hecho que slo existe en el instante en que uno sabe
que lo est perdiendo; dur tanto porque yo era demasiado viejo, porque esper
demasiado; veintisiete aos es demasiado esperar para librar al sistema de lo que
deba haberse visto libre a los catorce o quizs a los quince o aun antes el
inquieto, apresurado tanteo de dos aficionados bajo los escalones del frente, o en
un pajar al atardecer. Te acuerdas: el precipicio, el oscuro precipicio; toda la
humanidad ha pasado por ah antes que t y todos los que vengan tambin, pero
esto no significa nada para ti porque no te lo pueden decir, porque no pueden
decirte lo que debes hacer para sobrevivir. Es la soledad. Tienes que hacerlo en
soledad y uno puede aguantar slo cierta dosis de soledad y sobrevivir, como de
electricidad. Y durante un segundo o dos estars completamente solo; no antes ni
despus porque nunca estars solo entonces; en ambos casos ests seguro y
acompaado en un millonario e inextricable anonimato; en uno, polvo entre el
polvo; en otro, gusano entre gusanos. Pero ahora vas a estar solo, lo debes, lo
sabes, as debe ser, as sea; arreas el animal que has montado toda la vida, la
mansa yegua de siempre hasta el precipicio...
Ah est el maldito caballo dijo Mc Cord, Lo he estado esperando. A los
diez minutos hablamos como Freno y espuela. No conversamos, nos sermoneamos
mutuamente como dos predicadores que hacen la misma gira.
Tal vez pensabas todo el tiempo que cuando viniera el momento podras
sofrenarla y salvar algo, el instante llega y sabes que no puedes, sabes que ya
sabas que no podas y no puedes; eres una sola sencilla afirmacin, un simple s
que surge del terror al que entregas la voluntad, la esperanza, todo la oscuridad,
la cada, el trueno de la soledad, la conmocin, la muerte, el momento cuando
detenido fsicamente por el barro sientes que toda tu vida mana de ti a la
inmemorial, saturada, ciega matriz receptiva, al fundamento fluido, ciego, caliente,
seno de la tumba, o tumba del seno, es igual. Pero vuelves; tal vez lo sabas todo el
tiempo, pero vuelves, quizs alcances a cumplir tus setenta aos o lo que sea, pero
siempre sabrs que para siempre has perdido algo, que mientras dur ese
segundo o dos segundos estabas presente en el espacio, pero no en el tiempo, que
no tienes los setenta aos que te han acreditado y que debers reembolsarlo algn
da para hacer el balance, sino sesenta y nueve aos y treinta y seis das y
veintitrs horas y cincuenta y ocho segundos...
Dulce Jess dijo Mc Cord. Dulces querubines. Si me toca la desgracia
de tener un hijo...
Eso es lo que me sucedi dijo Wilbourne. Esper demasiado. Lo que
hubieran sido dos segundos a los catorce o quince aos fueron ocho meses a los
veintisiete. Estaba en eclipse y casi tocamos fondo en aquel lago helado de
Wisconsin con nueve dlares y veinte centavos de provisiones entre nosotros y el
hambre. Venc, eso lo cre. Yo crea que me haba despertado a tiempo y vencido;
volvimos aqu y pens que nos iba esplndidamente hasta esa noche antes de
Navidad cuando ella me habl de la tienda y me di cuenta a lo que bamos, que el
hambre no era nada, no poda hacer nada ms que matamos, pero que esto era
peor que la muerte o la separacin; era el mausoleo del amor, el catafalco
hediondo del cadver llevado entre las formas ambulantes y sin olfato de las
insensibles divinidades que piden carne antigua.
El altoparlante habl de nuevo; se levantaron al mismo tiempo; en el mismo
momento el mozo apareci y Mc Cord le pag.
Y ahora tengo miedo dijo Wilbourne. Entonces no tena miedo porque

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estaba en eclipse, pero ahora estoy despierto y puedo tener miedo gracias a Dios.
Porque en este ao de gracia de mil novecientos treinta y ocho no hay lugar para el
amor. Me atacaban con su dinero mientras dorma porque era vulnerable en el
dinero. Luego despert y rectifiqu el dinero y pens que los haba vencido hasta
esa noche en que descubr que Ellos me atacaban con su decencia y eso era ms
difcil de vencer. Pero ahora ya no soy vulnerable ni en la decencia ni en el dinero,
as que ahora tendran Ellos que encontrar alguna otra cosa para forzarnos a
aceptar el molde de la vida humana que ahora ha evolucionado hasta prescindir
del amor aceptar o morir.
Se acercaron a los andenes a la oscuridad cavernosa donde la perenne
electricidad que no distingue el da de la noche arda plidamente hacia el alba
invernal de hierro entre jirones de vapor, entre los cuales la larga fila inmvil de
coches pullman oscurecidos pareca estar hundida hasta la rodilla, asentada y
detenida para siempre en hormign. Pasaron las paredes de hierro saturadas de
holln, los apretados cubculos llenos de ronquidos, hasta el vestbulo abierto.
Por eso tengo miedo. Porque ellos son astutos, malignos. Tendr que serlo;
si nos dejaran vencerlos sera como permitir el asesinato y el robo no descubierto.
Claro que no podemos vencerlos; estamos destinados a la derrota; por eso tengo
miedo. Y no por m. Recuerdas aquella noche en el lago cuando me dijiste que yo
era una vieja que cruzaba la calle llevada por un vigilante o por un boy-scout y que
cuando el coche borracho viniera no sera la vieja, sera...?
Pero por qu disparar a Utah en febrero para vencer? Y si no puedes
vencer, por qu demonios ir a Utah?
Porque yo...
El vapor, el aire, silbaban detrs de ellos en largo suspiro; el changador
apareci repentinamente de quin sabe dnde, lo mismo que el mozo.
Bueno, seores dijo. Nos vamos.
Wilbourne y Mc Cord se dieron la mano.
Quiz te escriba dijo Wilbourne. Carlota lo har de todos modos. Ella es
ms caballero que yo.
Dio un paso hacia el vestbulo y se volvi, el changador detrs, la mano en el
picaporte, esperando; l y Mc Cord se miraron, con las dos cosas no dichas entre
ellos, sabiendo cada uno que no las diran. No te volver a ver y No. No nos
volvers a ver. Porque los cuervos y los gorriones son cazados a tiros en los rboles
o son ahogados en inundaciones o muertos por huracanes e incendios, pero no los
halcones. Yo ser un gorrin, pero tal vez soy la pareja de un halcn. El tren se
encogi; el principio, el comienzo del movimiento, de la partida, volvi atrs coche
por coche y pas bajo sus pies.
Y algo que me dije arriba en el lago dijo. Que hay algo en m de que ella
no es la querida sino la madre. Bueno, he dado un paso ms.
El tren arranc, l se asom. Mc Cord caminaba para seguir a su lado.
Que hay algo en m que t y ella prohijaron, algo cuyo padre eres t. Dame
tu bendicin.
Recibe mi maldicin dijo Mc Cord.

74

EL VIEJO

Como el penado bajo lo declar, el alto, cuando sali a la superficie, an


conservaba lo que el bajo llamaba el remo. Se agarraba a l, no instintivamente
para el momento en que estuviera de nuevo en el bote y lo necesitara, porque l no
crea volver nunca al esquife o a nada que lo sostuviera, sino porque no haba
tenido tiempo de pensar en soltarlo. Las cosas haban andado demasiado rpidas
para l. No haba sido advertido, haba sentido el primer tirn arrebatado de la
corriente, haba visto el esquife empezar a remolinear, y a su compaero
desaparecer violentamente hacia arriba como una parodia de Isaas, luego l
mismo estaba, en el agua, luchando contra el tirn del remo que no saba que an
empuaba, cada vez que trataba de subir a la superficie y se agarraba al esquife
giratorio que en un instante se alejaba diez pies y en el siguiente se cerna sobre
su cabeza como si quisiera aturdido, hasta que por fin se agarr a la popa, y el
peso de su cuerpo fue como un timn para el esquife. Entonces los dos, hombre y
bote con el remo perpendicular sobre ellos como un asta de bandera,
desaparecieron de la vista del penado bajo (que haba desaparecido de la vista del
alto con idntica celeridad aunque en sentido vertical) como un cuadro arrancado
intacto, de la escena con increble rapidez.
Estaba ahora en el canal de una charca, un bayou, en el que hasta hoy
probablemente no haba corriente alguna, desde la antigua catstrofe subterrnea
que haba creado el pas.
Sin embargo, ahora haba bastante correntada; tras el oleaje de la popa le
pareca ver los rboles y el cielo pasar corriendo con vertiginosa rapidez, mirndolo
desde arriba entre las fras gotas amarillas con lgubre y triste asombro. Pero
estaban firmes y asegurados en algo, pens recordando en un solo instante de
rabia desesperada la tierra firme, fija y plantada con fuerza y cimentada y estable
para siempre por las generaciones de laborioso sudor, en algn lugar debajo de l,
ms all del alcance de sus pies, cuando, y otra vez sin advertirle, la popa del
esquife le asest un golpe aturdidor en el puente de la nariz. El instinto que le
haba hecho agarrarse al bote lo impeli ahora a lanzar el remo dentro del bote
para agarrar la borda con ambas manos justo al girar el esquife y zafarse otra vez.
Con las manos libres ahora se arrastr sobre la popa y se tir boca abajo,
chorreando sangre y agua y jadeante no de extenuacin sino con esa ira furiosa
que es la reaccin del pnico.
Pero tuvo que levantarse en seguida porque crea que haba andado mucho
ms veloz (y as ms lejos). Se levant del acuoso charco escarlata en que yaca,
chorreando, el empapado brin pesando como hierro sobre sus miembros, el pelo
negro pegado al crneo, el agua sanguinolenta rayando su camiseta. Arrastr su
antebrazo cautelosamente y presurosamente sobre la parte inferior de su cara y
mir luego; asi el remo y trat de remontar el esquife contra la corriente. Ni se le
ocurri que no saba dnde estaba su compaero, en qu rbol entre todos los que
haban pasado o podan pasar. Ni siquiera reflexion en eso por la simple razn de
que saba incontestablemente que el otro estaba aguas arriba y despus de su
reciente experiencia la mera connotacin del trmino aguas arriba era de tal
violencia y fuerza y rapidez, que concebirlo de otro modo que una lnea recta era
algo que la inteligencia, o la razn, rehusaba acoger como la idea de una bala de

75

rifle que tuviera la anchura de un algodonal.


La proa puso rumbo aguas arriba. Dobl alegremente y rebas el atnito y
ultrajado instante en que el hombre entendi que giraba con demasiada facilidad;
haba flotado sobre el arco y se tumbaba de costado en la corriente y volva a
empezar aquel maldito baile, mientras l estaba ah con los dientes fuera en el
ensangrentado rostro chorreante, mientras los brazos agotados agitaban el
imponente remo hacia el agua, ese, al parecer, inocente medio que lo haba
aprisionado en mviles y frreas convulsiones como una anaconda, pero que ahora
no ofreca ms resistencia al empuje de su avance que el aire, que la atmsfera; el
bote que lo haba amenazado y que acab por golpearlo en la cara con la
estupefaciente violencia del casco de una mula, ahora se posaba ingrvido como
una flor de cardo, girando como una veleta mientras l agitaba el agua y pensaba
y evocaba a su compaero a salvo, inactivo y cmodo en el rbol sin nada que
hacer ms que esperar, cavilando con impotente furia aterrada en esa
arbitrariedad de los asuntos humanos que haba destinado a uno el rbol seguro y
al otro el histrico bote inmanejable por la razn de que entre los dos, l solo hara
alguna tentativa para volver y rescatar a su compaero.
El esquife haba partido y otra vez navegaba con la corriente. Haba pasado
nuevamente de la inmovilidad a una increble rapidez y pens que deba estar a
muchas millas del lugar en que su compaero lo dej, aunque slo haba descrito
un gran crculo desde que volvi al esquife y el objeto (un grupo de cipreses,
ahogado de leos flotantes y desperdicios) en que ahora iba a chocar era el mismo
que antes haba chocado cuando la popa lo golpe. l no lo saba porque todava
no haba mirado ms arriba de la proa del bote. No mir ms arriba, slo vio que
iba a chocar; le pareci sentir correr por entre la insensible fbrica del esquife una
corriente de ardiente, gozosa, mala incorregible arbitrariedad y l, que no haba
dejado de agitar el agua blanda y traicionera con lo que consideraba el lmite de
sus fuerzas, ahora, de quin sabe dnde, de una ltima absoluta reserva, atrajo
una medida final de resistencia, una voluntad de perduracin que reaviv sus
msculos y sus nervios, y le hizo manejar el remo hasta el momento de chocar,
completando un ltimo trecho, por un puro movimiento reflejo desesperado, como
un hombre que resbala en el hielo sujeta su sombrero y su cartera, mientras el
esquife lo golpeaba y lo tiraba otra vez de bruces en el fondo.
Esta vez no se levant en seguida. Qued echado de bruces, como boleado y
en una postura casi apacible, en una especie de abyecta meditacin. Alguna vez
tendra que levantarse, ya lo saba, porque toda la vida consiste en tener que
levantarse tarde o temprano y tener que acostarse tarde o temprano despus de
un rato. Y no estaba precisamente agotado y no estaba del todo sin esperanza y no
tema especialmente levantarse. Le pareca que accidentalmente estaba en una
situacin en que el tiempo y el ambiente, no l, estaban encantados; era el juguete
de una corriente que no iba a ninguna parte; bajo un da que no declinara en
ningn caso, cuando hubiera acabado con l lo vomitara de nuevo al mundo
relativamente seguro del que haba sido arrebatado, y mientras tanto no tena
mayor importancia lo que haca o dejaba de hacer. Por eso se qued de bruces, no
slo sintiendo sino tambin oyendo el fuerte y quieto zumbido de la corriente en
las planchas de los costados, un rato ms.
Entonces levant la cabeza y esta vez llev la mano cautelosamente a la cara
y mir la sangre y se empin en los talones, e inclinndose sobre la borda se
apret la nariz entre el ndice y el pulgar y ech una gota de sangre y estaba

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secndose los dedos en el costado cuando una voz un poco ms arriba de su lnea
de visin dijo tranquilamente:
Se ha tomado un buen rato.
Y l, que hasta ese momento no haba tenido tiempo ni motivo para levantar
los ojos ms all de la proa, mir arriba y vio, sentada en un rbol y mirndolo,
una mujer. Estaba a menos de diez pies de distancia. Estaba sentada en la rama
inferior de uno de los rboles, afirmada en los acuados tablones con los que
haba chocado, con un batn de percal, una chaqueta de soldado raso, y una
gorra de sol, una mujer que ni siquiera se tom el trabajo de examinar, que en la
primera atnita ojeada le haba revelado ampliamente todas las generaciones de
su vida y origen, una mujer que poda ser su hermana si l tuviera una hermana,
su mujer si l no hubiera ingresado a la penitenciara apenas salido de la
adolescencia y con menos edad que aquella en que suele casarse su prolfica y
monogmica especie una mujer que estaba agarrando el tronco del rbol, con
sus pies sin medias metidos en un par de zapatones de hombre desatados, a
menos de una yarda sobre el agua, una mujer que era probablemente la hermana
de alguien y casi seguramente (o ciertamente) la esposa de alguien, aunque l
haba ingresado tan joven en la penitenciara que slo tena un conocimiento
terico de esas cosas.
Cre por un instante que usted no pensaba volver.
Volver?
Despus de la primera vez. Despus de meterse en esa pila de lea la
primera vez y meterse en el bote y seguir.
l mir alrededor, tocndose de nuevo la cara con suavidad; poda muy bien
ser el mismo sitio donde el bote le haba golpeado la cara.
S dijo. Aqu estoy, sin embargo.
No podra acercar el bote un poco ms? Me he dado una buena torcedura
para subir aqu; quiz sera mejor...
l no escuchaba; acababa de descubrir que el remo se le haba perdido; esta
vez, cuando el esquife lo haba impelido, haba arrojado el remo, no dentro, sino
fuera.
All est sobre las copas de los rboles dijo la mujer. Puede alcanzarlo.
Tome. Agrrese a eso.
Era una parra. Haba crecido enredada al rbol y la inundacin la haba
desarraigado. La mujer se la haba envuelto en la parte superior del cuerpo, ahora
la solt y la estir para que l la alcanzara. Agarrado a la punta de la rama coste
la basura con el esquife, recogi el remo y lo remolc bajo el tronco. Vio que la
mujer se mova, disponindose pesada y cuidadosamente a bajar esa pesadez
que no era dolorosa sino atrozmente cuidadosa, esa profunda y casi letrgica
torpeza que nada aada a la suma de se primer horrorizado asombro que ya
haba servido de catafalco del invencible sueo, pues hasta en la prisin haba
continuado (y hasta con la antigua avidez, aunque haba causado su ruina)
consumiendo las imposibles fbulas rudimentarias, cuidadosamente veladas y
cuidadosamente contrabandeadas en la penitenciara; y quin dira a qu Helena
de Troya, a qu viviente Garbo no haba soado rescatar de qu escabrosa cima
guardada por dragones, cuando l y su compaero se embarcaron en el esquife. l
la miraba, sin otro esfuerzo para ayudarla que mantener el esquife furiosamente
quieto mientras ella se dejaba caer de la rama el cuerpo entero, la deforme
hinchazn del vientre inflando el percal, colgada de los brazos, pensando. Y esto es

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lo que me toca. Esto, de toda la carne de mujer que anda por el mundo, es lo que me
toca en un bote huido.
Dnde est la hilandera? dijo l.
Hilandera?
Con el hombre encima. El otro.
No s. Hay una cantidad de hilanderas por aqu con gente encima.
Ella lo examinaba.
Est todo ensangrentado como un cerdo le dijo. Parece un penado.
S dijo gruendo. Me siento como si ya me hubieran ahorcado. Bueno,
tengo que recoger mi socio, y luego dar con esa hilandera.
Zarp, es decir, se solt de la parra. Era todo lo que tena que hacer, porque
mientras la proa del esquife se cerna sobre los leos entreverados y hasta cuando
lo sostena con la parra en el agua relativamente quieta detrs del entrevero,
senta firme y constante susurrar la fuerte correntada a una pulgada de las
dbiles tablas en que se agazapaba y que, tan pronto como solt la parra, se hizo
cargo del esquife, no con un poderoso y nico envin, sino con una serie de ligeros
golpes, tanteadores y felinos; comprendi ahora que haba alimentado una especie
de infundada esperanza de que el aumento de peso hara ms manejable al
esquife. Durante los primeros momentos tuvo una loca (e infundada) creencia de
que as era; haba logrado dirigir la proa contra la corriente y la mantena en un
tremendo esfuerzo continuado aun despus de descubrir que viajaban con
bastante rectitud pero con la popa delante y continuado de algn modo aun
despus que la proa empez a cansarse y a girar: el viejo irresistible movimiento
que l tan bien conoca, demasiado bien para luchar en contra, de modo que dej
hamacarse la proa corriente abajo con la esperanza de utilizar la propia inercia del
esquife para que diera la vuelta entera y traerlo de nuevo aguas arriba. El esquife
navegaba de costado, luego de popa, luego de costado otra vez, cruzando el canal
diagonalmente hacia el otro muro de rboles sumergidos; empez a huir debajo de
l con rapidez aterradora; estaban en un remolino pero l no lo saba; no tena
tiempo de llegar a ninguna conclusin ni aun de asombrarse; se agach, los
dientes desnudos con el rostro hinchado y sucio de sangre, los pulmones
reventados, el remo golpeando el agua mientras los rboles se encorvaban
enormemente sobre l. El esquife golpe, gir, golpe otra vez; la mujer medio
acostada en la popa, agarrada a la borda, como si tratara de ocultarse de su
propia preez; l golpe ahora no el agua sino a la viviente lea con savia: su
deseo no era ir a ninguna parte, ni llegar a ninguna meta, sino impedir que el
esquife se hiciera pedazos contra los troncos de los rboles. Entonces algo revent,
esta vez contra su nuca, y los enormes rboles y el agua vertiginosa, la cara de la
mujer y todo, huyeron y desaparecieron en un luminoso y mudo relmpago. Una
hora despus el esquife se enderez lentamente por un viejo camino de leos y
sali as del fondo, del bosque, y dentro (o sobre) un algodonal una gris e
ilimitada desolacin ya libre de violencia, slo rota por una delgada lnea de postes
telefnicos como un ciempis que la vadeara. La mujer remaba quieta y
deliberadamente, con extrao cuidado letrgico, mientras el presidiario, agachado
con la cabeza entre las rodillas, trataba de restaar con sorbos de agua la nueva y
al parecer inagotable hemorragia de su nariz. La mujer ces de remar, el esquife
segua aquietndose mientras ella mir a su alrededor.
Estamos fuera dijo.
El penado levant la cabeza y mir tambin.

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Fuera de dnde?
Cre que tal vez usted lo supiera.
Ni siquiera s dnde estbamos. Aunque supiera dnde est el norte, no
sabra si es ah adonde quiero ir.
Se ba otra vez la cara y baj la mano y mir su jaspeado sanguinolento, no
con melancola, no con inquietud, sino con una especie de sardnica y maligna
satisfaccin. La mujer le miraba la nuca.
Tenemos que llegar a alguna parte.
Acaso lo s? Un tipo en una hilandera. Otro en un rbol. Y ahora esa cosa
en su vientre.
Se ha adelantado. Quiz porque ayer tuve que trepar a ese rbol tan rpido
y estarme ah toda la noche. Hago lo que puedo. Pero ser mejor que lleguemos
pronto a algn lado.
S dijo el penado. Yo tambin quera ir a algn lado pero no he tenido
suerte. Elija usted un lugar y probaremos. Deme ese remo.
La mujer se lo alcanz. El esquife era de dos puntas; no tuvo ms que hacerlo
girar.
Qu camino piensa tomar? dijo la mujer.
No se preocupe. Siga aguantando.
Empez a remar, a travs del algodonal. Empez a llover, pero no fuerte al
principio.
S dijo l. Pregntele al bote. Estoy en l desde la hora del almuerzo y
no he sabido adonde pienso ir ni adonde estoy yendo.
Esto era como a la una. Hacia el fin de la tarde, el esquife (estaban de nuevo
en una especie de canal, haca rato; haban entrado antes de saberlo y demasiado
tarde para salir de l, si es que haba alguna razn para salir; para el penado, al
menos, no haba ninguna, y el hecho de que en velocidad hubiera aumentado otra
vez era razn suficiente para quedarse) desemboc en una ancha extensin de
agua llena de basura que el penado reconoci como un ro, y por su tamao, el
Yazoo, aunque bastante poco haba visto de este pas, del que no haba faltado un
solo da en los ltimos siete aos de su vida. Lo que ignoraba era que ahora estaba
retrocediendo. As, en cuanto el esquife indic el rumbo de la corriente, empez a
remar en esa direccin que l crea aguas abajo, donde saba que haba ciudades
Yazoo, y en ltimo caso Vicksburg, si su suerte era tan mala, o si no, ciudades
ms chicas cuyos nombres no conoca pero donde haba gente, casas, algo,
cualquier cosa donde llegar y dejar su carga y volver la espalda para siempre a
toda preez y vida femenina, para siempre y volver a aquella existencia monstica
de fusiles y grillos que lo defendieran de eso. Ahora con la inminencia de
poblaciones, de librarse de ella, ni siquiera la odiaba. Cuando mir el hinchado e
inmanejable cuerpo que tena delante, le pareci que no era la mujer sino ms
bien una separada, implorante, amenazadora, inerte aunque viviente masa de la
cual eran igualmente vctimas l y ella; pensando, como haba pensado en las
ltimas tres o cuatro horas, en esa aberracin visual o manual de un minuto...
no, de un segundo que bastara para precipitarla en el agua y hundirla hasta
matarla con esa inservible piedra de molino que a su vez ni tendra que sufrir. Ya
no senta ningn ardor de venganza hacia ella, que era la guardiana de esa cosa:
ms bien le daba lstima como dara lstima la lea viva en un granero que es
preciso quemar para librarlo de parsitos.
Remaba, siguiendo la corriente, segura y fuertemente, con una calculada

79

economa de esfuerzo, hacia lo que l crea era aguas abajo, ciudades, personas,
algo donde pararse, mientras de tiempo en tiempo la mujer se enderezaba para
arrojar la lluvia acumulada en el esquife. Ahora llova seguido aunque no fuerte,
todava sin pasin el cielo, el da disolvindose sin pena, el esquife se mova en un
nimbo, un aura de gasa gris que se confunda casi sin lmite con la revuelta agua
espumosa, atascada de basura.
Ya el da, la luz, definitivamente se acababan y el penado se permiti uno o
dos movimientos extra de esfuerzo porque de pronto le pareci que la marcha del
esquife disminua. As era realmente, aunque el penado no lo saba. Lo consider
meramente fenmeno de la creciente oscuridad, o a lo ms un resultado del
continuo esfuerzo de todo el da sin comida, complicado por el flujo y reflujo de
ansiedad e impotente rabia por su gratuita psima situacin. Entonces detuvo su
golpe de remo, no alarmado, al contrario, desde que l haba recibido ese aliento
con la mera presencia de una corriente conocida, un ro conocido por su
indestructible nombre a generaciones humanas que haban sido atradas a vivir a
su lado como lo han sido siempre los hombres a vivir junto al agua, aun antes que
tuvieran un nombre para el agua y el fuego, atrados a las corrientes de agua, el
curso de su destino y hasta su apariencia fsica rgidamente determinados y
postulados por ella. As que no estaba alarmado. Remaba, aguas arriba sin
saberlo, ignorando que toda el agua que por cuarenta horas se haba desbordado
por la rotura del dique al norte estaba en alguna parte delante de l, en su vuelta
al ro.
Ya haba oscurecido. Esto es, era plena noche, el vago cielo gris haba
desaparecido pero la visibilidad de la superficie se haba agudizado en razn
inversa, como si la luz que la lluvia de la tarde haba lavado del aire se hubiera
acumulado sobre el agua como la misma lluvia lo haba hecho, de modo que el
torrente amarillo se extenda ahora ante l con una calidad casi fosforescente,
hasta el preciso punto donde alcanzaba la visin. De hecho, la oscuridad tena sus
ventajas: ahora poda dejar de ver la lluvia. l y sus ropas estaban mojadas desde
haca ms de veinticuatro horas y haca rato que no lo senta; ahora que tampoco
la vea, la mojadura haba cesado para l. Adems, no tena ahora que esforzarse
para no ver el bulto del vientre de su pasajera. Remaba, pues, fuerte y firmemente,
no alarmado ni preocupado sino rabioso porque no haba empezado a ver ningn
reflejo en las nubes que le indicara la ciudad o ciudades a las que crea acercarse,
pero que estaban ahora a muchas millas detrs, cuando oy un ruido. No saba lo
que era porque nunca lo haba odo antes y no esperaba or otro semejante, pues
no es dado a todos los hombres orlo y a nadie orlo ms de una vez en la vida. Y
tampoco estaba alarmado porque no haba tiempo, pues aunque la visibilidad
delante de l, con toda su luz, no se extenda muy lejos, al inmediato instante de
or vio tambin algo que nunca haba visto antes. Era que la ntida lnea donde el
agua fosforescente se juntaba a la oscuridad estaba ahora diez pies ms alta de lo
que estaba un momento antes y se rizaba hacia delante sobre s misma como una
capa de masa enrollada para una torta. Se empinaba, dilatndose; en cresta se
rizaba como la crin de un caballo al galope y, fosforescente tambin, herva y
fluctuaba como el fuego. Y mientras la mujer se amontonaba en la proa,
consciente o inconsciente, el penado no lo saba; l, con la cara hinchada y
estriada de sangre, abriendo la boca con expresin de aterrado e incrdulo
asombro, sigui remando directamente hacia eso. De nuevo no haba tenido
tiempo de ordenar que cesaran a sus msculos hipnotizados por el ritmo. Sigui

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remando aunque el esquife haba dejado de adelantar y pareca suspendido en el


espacio mientras el remo se extenda, entraba, se encoga y se extenda otra vez;
pero, en lugar del espacio, el esquife estaba rodeado de un brusco remolino de
despojos fugitivos, tablas, pequeas construcciones, cuerpos de animales
ahogados pero risibles, rboles enteros brincando y sumergindose como
marsopas sobre las que el esquife pareca revolotear en liviana y area indecisin
como un pjaro sobre el campo que huye, un pjaro que ignora dnde posarse o si
posarse o no, mientras el penado an en cuclillas repeta los movimientos del
remo, esperaba una oportunidad de gritar. No la encontr. Por un instante el
esquife se mantuvo erecto en la popa y se lanz araando y trepando como un
gato por el rizado muro de agua y se elev por encima de la misma y qued
suspendido en el alto aire en las ramas de un rbol, desde cuya bveda de retoos
y hojas nuevas y ramas el penado, como un pjaro en su nido y aun esperando su
oportunidad de gritar y haciendo los ademanes de remar aunque ya no tena el
remo, miraba abajo a un mundo convertido en movimiento furioso y en increble
retroceso. Hacia la medianoche, acompaado por un continuo caoneo de truenos
y relmpagos como una batera entrando en accin, como si despus de cuarenta
horas de constipacin los elementos y el firmamento mismo descargaran en
palmoteos y brillantes salvas su aquiescencia final al desesperado y furioso
movimiento, el esquife pas ante Vicksburg, siempre con su arreo de vacas
muertas y mulas y galpones y ranchos y gallineros. El penado no lo supo. No
miraba muy alto por encima del agua: todava se agazapaba, agarrndose a las
bordas y echando miradas furiosas al amarillo tumulto a su alrededor, del cual
emergan rboles enteros, agudos aleros de casas, largas cabezas tristes de mulas,
que l sorteaba con una larga tabla astillada que haba recogido al pasar no saba
dnde (las cabezas parecan mirarlo llenas de reproches con sus ojos sin vista, con
bocas abiertas de incrdulo asombro) subiendo y bajando, el esquife navegando
ahora adelante, ora de lado, ora de popa, a veces en el agua, a veces jineteando
sobre techos de casas y rboles y hasta sobre los lomos de las mulas como si
hasta en la muerte no pudieran escapar de ese destino de carga al que su raza
eunuca est condenado. Pero l no vio a Vicksburg; el esquife navegando a una
velocidad de expreso estaba en una entraa hirviente entre tablas levantadas y
vertiginosas con un resplandor encima, pero l no lo vio; vio los despojos delante
de l dividirse violentamente y empezar a trepar sobre s mismos, subiendo. Fue
absorbido en el hueco producido, demasiado a prisa para reconocer el trbede de
un puente de ferrocarril; por un horrible instante el esquife pareci suspendido en
esttica indecisin ante el enorme costado de un buque, como indeciso de trepar
encima a sumergirse debajo, despus un recio viento helado, lleno del olor y del
gusto y del ambiente de la hmeda e ilimitada desolacin, sopl sobre l: el esquife
dio un largo salto cuando el estado natal del penado lo vomit, en un paroxismo
final, al agitado pecho del Padre de las Aguas.
As lo cont siete semanas despus, sentado en nuevas ropas de cama,
afeitado y con el pelo rapado de nuevo, en su arcn de las barracas.
Durante las tres o cuatro horas que siguieron a los truenos y los relmpagos,
el esquife corri en total oscuridad por una revuelta extensin que, aunque l
hubiera podido verla, apareca ilimitada. Invisible y salvaje se agitaba y se alzaba
alrededor y bajo el bote, surcada de sucia espuma fosforescente y llena de restos
de destruccin, objetos sin nombre, invisibles y enormes que golpeaban y
agotaban el esquife y se arremolinaban. No saba que estaba ahora en el ro. En

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esos momentos hubiera rehusado creerlo, aunque lo hubiera sabido. Ayer haba
sabido que estaba en un canal por la regularidad del espacio entre los rboles que
lo bordeaban. Ahora, desde que aun a la luz del da no poda ver lmites, el ltimo
lugar bajo el sol (o ms bien bajo el cielo chorreante) donde hubiera sospechado
estar era en un ro, si alguna conjetura hubiera hecho acerca de su ubicacin
actual sobre la geografa debajo de l, hubiera supuesto, meramente, que viajaba a
una vertiginosa e inexplicable rapidez sobre el algodonal ms grande del mundo; si
l, que ayer haba sabido que estaba en un ro, hubiera aceptado el hecho de
buena fe y sinceramente, y luego hubiera visto ese ro dar vuelta sin aviso y caer
sobre l con furioso y mortfero intento como un frentico padrillo en un prado
si hubiera sospechado por un segundo que la extensin ilimitada y salvaje en que
estaba ahora era un ro, su conciencia lo hubiera negado sencillamente; se
hubiera desmayado. Cuando la luz del da un alba gris, harapienta, llena de
impulsivas borrascas entre aguaceros helados vino y pudo ver otra vez, supo que
no estaba en un algodonal. Supo que el agua salvaje en que el esquife se sacuda y
corra no flotaba sobre un suelo dcilmente pisado por el hombre, detrs del tenso
y enarcado trasero de una mula. Entonces se le ocurri que su condicin presente
no era un fenmeno de una dcada sino que los aos intermedios en los cuales
haba consentido en sostener sobre su flccido y sooliento seno el frgil
mecanismo de los torpes artificios del hombre era lo raro y esto lo anormal y que el
ro haca ahora su gusto y haba esperado pacientemente diez aos para hacerlo,
como una mula que trabaja para uno diez aos por el privilegio de patearlo una
vez. Y tambin aprendi algo sobre el miedo, algo que no lleg a descubrir en
aquella otra ocasin en que estuvo asustado de veras esos tres o* cuatro
segundos de aquella noche en su juventud cuando dos veces vio chispear los
disparos del cao de la pistola del aterrado empleado de correos antes que lo
persuadieran que su pistola (la del penado) no daba fuego, aprendi que si uno
puede aguantar, llega un momento en el miedo en el que ya no es agona sino una
especie de horrible picazn rabiosa.
Ahora no tena que remar, slo timoneaba (l que no haba comido desde
haca veinticuatro horas y no haba dormido en cincuenta) mientras el esquife
corra a travs de esa hirviente desolacin donde haca tiempo haba empezado a
no atreverse a pensar que estaba, donde no poda dudar que estaba, tratando con
su fragmento de madera astillada de mantener intacto el esquife a flote entre las
casas, los rboles y los animales muertos (pueblos, almacenes, residencias,
parques y corrales, que saltaban y jugueteaban alrededor como pescados) sin
tratar de llegar a ninguna parte, slo tratando de mantener el esquife a flote
mientras pudiera. Necesitaba tan poco! No necesitaba nada para l. Slo quera
verse libre de la mujer, la panza, y trataba de hacerlo de la mejor manera, no por
l sino por ella.
Podas ponerla sobre otro rbol en cualquier momento. O podas haber
saltado del bote y dejarla ahogarse dijo el penado gordo.
Entonces te hubieran condenado a diez aos por fuga y luego te hubieran
ahorcado por asesinato y hubieran hecho pagar el bote a tu familia.
S dijo el penado alto. Pero no lo haba hecho. Quera hacer bien las
cosas, encontrar alguien, cualquiera a quien pudiera entregarla, algo slido donde
depositarla y luego volver a saltar al ro, si eso pudiera agradar a alguien. Era todo
lo que necesitaba, slo llegar a algo, a cualquier cosa. No era mucho pedir. Y no lo
pudo hacer.

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Cont cmo el esquife segua...


No encontraste a nadie? dijo el penado gordo. Ni un vapor, nada?
No s dijo el alto, trataba slo de mantenerme a flote hasta que la
oscuridad disminuyera y se levantara y revelara...
Oscuridad? dijo el penado gordo. Cre que habas dicho que era de da.
S dijo el alto. Estaba arrollando un cigarrillo echando el tabaco
cuidadosamente de un paquete nuevo dentro del papel plegado. ste era otro.
Pasaron varios mientras yo estaba afuera.
El esquife an andaba rpido por un sinuoso corredor bordeado de rboles
ahogados que el penado volvi a reconocer como un ro que volva a correr en la
direccin que, hasta dos das antes, era aguas arriba. No fue precisamente el
instinto lo que le advirti que este ro, como el de haca dos das, corra al revs,
aunque no lo hubiera sorprendido encontrar que lo crea existiendo ahora, como
antes y aparentemente como despus durante un incierto perodo, en un estado
en el cual era juguete y pieza de una perversa e inflamable geografa. Comprendi,
simplemente, que estaba otra vez en un ro, con todas las subsecuentes
inferencias de una comprensible, aunque no familiar, parte de la superficie de la
tierra. Crea ahora que todo lo que tena que hacer era remar lejos hasta llegar a
algo horizontal y fuera del agua aunque no seco, y quizs abstenerse de mirar a la
mujer; a esa incontrovertible y aparentemente inexplicable presencia de su
pasajera, que regresaba con el alba, y que haba cesado de ser un ser humano y
uno poda aadir veinticuatro horas a las primeras veinticuatro y las primeras
cincuenta, aun contando la gallina. Estaba muerta, ahogada, agarrada por un ala
bajo un tejado que haba logrado momentneamente junto al esquife y l haba
comido un poco de su carne cruda, pero la mujer no haba querido y en vez se
haba vuelto slo en vientre sensible, inerte, monstruoso del cual crea que,
dejando de mirarlo, y mantenindolo alejado, desaparecera, y que si pudiera dejar
de posar su mirada en el sitio que haba ocupado, no volvera. Era lo que estaba
haciendo cuando descubri que volva la ola. Ni siquiera supo cmo descubri que
volva atrs. No sinti ningn ruido, no haba nada que or, ni que ver. Ni siquiera
crey que el hecho de hallarse el esquife en agua mansa el curso de la corriente
que, mal o bien, haba al menos sido horizontal, se haba ahora detenido y haba
asumido una direccin vertical era suficiente para advertirlo. Era quiz una
invencible y casi fantica fe en la inventiva e innata maldad de aquel medio en que
su destino estaba ahora encauzado, al parecer para siempre; una sbita
conviccin (ms all del horror o la sorpresa) de que haba llegado el momento de
hacer lo que tena que hacer. Hizo girar el esquife, lo hizo girar como un caballo en
plena carrera, y luego, invertido, ni siquiera pudo distinguir el canal que haba
remontado. No supo si simplemente no poda verlo, o si haba desaparecido haca
rato sin que l se diera cuenta, o si el ro se haba perdido en un mundo
sumergido, o si el mundo se haba sumergido en un ro sin orillas. Ahora no poda
decir si corra delante de la ola o cortando su lnea de ataque; todo lo que poda
hacer era mantener detrs de s esa sensacin de vertiginosa y creciente ferocidad
acumulada y remar tan rpido como sus rendidos y ahora entorpecidos msculos
le permitieran y tratar de no mirar a la mujer, de desviar de ella la mirada y seguir
desvindola hasta encontrar algo plano y fuera del agua. As, demacrado, con los
ojos hundidos, impulsando y tironeando casi fsicamente los ojos como si fueran
dos de esas flechas de goma absorbentes de los fusiles de juguete, sus rendidos
msculos obedeciendo ahora, no a la voluntad sino a esa afinacin ms all de la

83

mera estimacin que, mesmrica, puede ms fcilmente continuar que cesar,


volvi a lanzar el esquife sobre algo que no pudo esquivar y proyectado
impetuosamente qued encogido sobre sus manos y rodillas, mirando con su
salvaje cara hinchada al hombre con la escopeta y dijo con una spera voz ronca:
Vicksburg? Dnde est Vicksburg?
Hasta cuando trataba de contarlo, hasta despus de siete semanas y l a
salvo, seguro, remachado, certificado y doblemente garantido por los diez aos que
haban agregado a su sentencia por tentativa de huida, algo del viejo incrdulo
horror volva a su rostro, a su voz, a sus palabras. Nunca alcanz siquiera el otro
bote. Contaba cmo se colg de una plancha (era un sucio y despintado vapor con
un resto borracho de cao de lata), que estaba en movimiento cuando l choc y
que no haba cambiado de rumbo aunque las tres personas de a bordo deban
haber estado observndolo todo el tiempo otro hombre descalzo y con el pelo y
barba enmaraados, y luego, no saba cunto tiempo, una mujer recostada en la
puerta, trajeada con un inmundo surtido de ropas de hombre, observndolo con la
misma frialdad y cmo fue arrastrado violentamente, tratando de formular y
explicar sus sencillos (para l al menos) razonables deseos y necesidades;
contndolo, tratando de contarlo, volva a sentir la vieja inolvidable afrenta como
un ataque de fiebre al ver al malogrado tabaco llover, continua y dbilmente, entre
sus manos temblorosas y luego el papel mismo romperse con una seca y dbil
descarga:
Quemar mi ropa? grit el penado. Quemarla?
Cmo diablo espera escapar con esos carteles? dijo el hombre de la
escopeta.
El penado trat de decir, de explicar como haba tratado de explicar no slo a
las tres personas sino a todo el mbito agua desolada y desamparados rboles y
cielo no como justificacin, porque no la necesitaba, y saba que sus oyentes, los
otros penados, no la requeran tampoco, sino como luchando, antes de agotarse,
lnguida e incrdulamente con un ahogo. Le dijo al hombre de la escopeta como l
y su compaero haban recibido el bote yendo a buscar a un hombre y a una
mujer, cmo haba perdido a su compaero y no haba dado con el hombre y cmo
ahora todo su deseo era algo plano en que dejar a la mujer hasta encontrar un
funcionario, un alcalde. Pens en el hogar, en el lugar en que haba vivido casi
desde la niez, en los amigos de aos cuyas costumbres conoca y que conocan
las suyas, en los campos familiares donde haca trabajos, que haba aprendido a
hacer bien y que le gustaban, en las mulas con caracteres que conoca y respetaba
como conoca y respetaba los caracteres de ciertos hombres; pens en los galpones
de la noche, con alambre tejido contra los bichos en verano y buenas estufas en
invierno y alguien encargado de servir la comida y el combustible; los partidos de
pelota los domingos y las funciones de cinematgrafo cosas que con excepcin
de los partidos de pelota, no haba visto antes. Pero ante todo, su propia
reputacin (haca dos aos le haban ofrecido ser capataz. Ya no tendra que arar o
que alimentar el ganado, slo seguir a los que lo hacan con un fusil cargado; pero
rehus).
Prefiero seguir arando dijo, sin pizca de humorismo. Ya una vez us un
arma de fuego.
Su buen nombre, su responsabilidad no solamente ante quienes eran
responsables de l, sino consigo mismo, su propio honor en hacer lo que le pedan,
su orgullo en poder hacerlo, fuera de lo que fuese. Pensaba en eso y oa al hombre

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del fusil hablando de escaparse y le pareci, ah colgado, arrastrado violentamente


(fue ah donde por primera vez not las barbas del chivo, de musgo, en los rboles;
aunque hara varios das que estaban, dio la casualidad que recin las notara),
que iba a estallar.
No comprenden ustedes que lo que menos quiero es escaparme! grit.
Pueden quedar ah con su fusil y custodiarme; les doy permiso. Lo que quiero es
dejar esta mujer.
Y yo le digo que ella puede subir a bordo dijo el hombre del fusil con su
voz reposada. Pero no hay lugar en un barco mo para nadie a la caza de un
alcalde y menos con traje de penado.
Cuando suba a bordo, dele un golpe en la cabeza con la culata del fusil
dijo el hombre en la draga. Est borracho.
No va a subir a bordo dijo el hombre del fusil.
Est loco.
Entonces habl la mujer. No se movi, recostada en la puerta, en un par de
overalls desteidos, remendados y sucios como los de los dos hombres:
Denle algn alimento y dganle que salga de aqu.
Ech a andar, cruz la cubierta y mir a la compaera del penado con su fra
cara malvola.
Cunto le falta todava?
No espero hasta el mes que viene dijo la mujer en el bote. Pero yo...
La mujer del overall se volvi hacia el hombre del fusil.
Deles algo de comer dijo.
Pero el hombre con el fusil estaba todava mirndola.
Venga dijo al penado. Trigala a bordo y vyase.
Y qu le va a suceder dijo la mujer en overall cuando trate de
entregarla a un oficial? Cuando est ante un alcalde y el alcalde le pregunte
quin es?
El hombre del fusil segua sin mirar, cambi el fusil sobre el brazo y golpe a
la mujer en la cara con el dorso de la otra mano, fuerte.
Hijo de perra! dijo ella.
Pero el hombre del fusil ni la mir.
Bueno? dijo al penado.
No ve que no puedo? grit el penado. No lo ve?
Ahora dijo no hay nada que hacer.
Estaba condenado. Es decir, ahora saba que estaba condenado desde el
principio a no librarse nunca de ella, como los que lo haban mandado con el
esquife saban que nunca se dara por vencido; cuando reconoci que uno de los
objetos que la mujer de los overalls estaba tirando al esquife era una lata de leche
condensada, crey que era un presagio, gratuito e irrevocable como el telegrama
que anuncia una muerte, de que ni siquiera dara con una superficie plana,
estacionaria, para que naciera el nio. Entonces cont cmo haba sostenido el
esquife al costado del vapor mientras le ayudaba el envin impulsivo de la
segunda ola que se form tras l, mientras la mujer de los overalls iba y vena
entre la cmara y la baranda, tirando las provisiones el zoquete de carne salada,
el roto y sucio acolchado, los pedazos quemados de pan fro que echaba en el
esquife de una fuente colmada, como vaciando basura mientras l se prenda a
la plancha contra el tirn creciente de la corriente, la nueva ola que por el
momento haba olvidado porque todava estaba tratando de anunciar la suma

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sencillez de su deseo y necesidad hasta que el hombre del fusil (el nico de los tres
que llevaba zapatos) empez a patearle las manos, que l retiraba alternativamente
para evitar los pesados golpes, volviendo a agarrar la barra hasta que el hombre
del fusil le pate la cara, y l se hizo a un lado para evitar el zapato y as solt la
barra y su peso hizo derivar el esquife hacia la corriente en aumento, de modo que
fue dejando el vapor detrs, y empez a remar otra vez, violentamente, como un
hombre que se apresura hacia el precipicio al que se sabe predestinado, mirando
detrs el otro barco, la tres caras malvolas, despectivas y ceudas y achicndose
rpidamente a travs del agua ensanchada y al fin, apopltico, sofocado por el
hecho intolerable no de que lo hubieran rechazado sino de que le hubieran negado
tan poca cosa, a l que haba necesitado tan poco, pedido tan poco, y que le
hubieran pedido en cambio un precio fuera de todo alcance que (ellos deban
saberlo) si hubiera podido pagarlo, no estara donde estaba, pidiendo lo que peda,
levantando el remo y agitndolo y echndoles maldiciones aun despus que
dispararon la escopeta y que la carga pas a flor de agua a un lado del bote.
Ah se qued dijo, agitando el remo y gruendo, cuando de pronto
record esa otra ola, el segundo muro de agua lleno de casas y mulas muertas
levantndose detrs de l en el pantano. As que dej de gritar y volvi a remar. No
trataba de ganarle. Ya saba por experiencia que cuando lo alcanzara, tendra que
seguir en la misma direccin, lo quisiera o no, y cuando ya lo hubiera alcanzado,
se empezara a mover demasiado rpido para detenerse fuera cual fuese el sitio en
que pudiera dejar la mujer, desembarcarla a tiempo. Tiempo: esa era ahora su
idea fija; su nica oportunidad era mantenerse adelante todo lo posible y alcanzar
algo antes que lo alcanzaran a l. Sigui arreando el esquife con msculos tan
cansados que ya no los senta, como un hombre que ha tenido mala suerte por
tanto tiempo que ya no cree que es mala, y menos que es suerte. Hasta cuando
coma los pedazos quemados del tamao de una pelota, y del peso y la
consistencia de hulla grasa, aun despus de yacer en el fondo del esquife donde la
mujer del vapor los haba arrojado los objetos como hierro y pesados como
plomo que ningn hombre hubiera reconocido como pan fuera de la sartn
quemada y costrosa en que haban sido cocinados lo haca con una mano,
restndole slo eso al remo.
Trat de decir eso tambin aquel da cuando el esquife corra entre los
rboles barbados, cuando de tanto en tanto pequeos tranquilos tentculos
preliminares salan de la ola y jugaban con el esquife, ligeros y curiosos, luego
seguan con un leve suspirar sibilante, casi una risa ahogada, y el esquife segua
sin otra cosa que ver que los rboles, agua y soledad: hasta que despus de un
rato ya no le pareca que trataba de ganar terreno detrs o acortar distancia y
espacio delante, sino que ambos (l y la ola) estaban ahora suspendidos,
simultneamente e inmviles en el tiempo, sobre una desolacin de sueo en la
que remaba no con ninguna esperanza de alcanzar algo sino slo para guardar
intacta la pequea distancia del largo del esquife entre l y la inerte masa
inescapable de carne femenina delante; luego la noche y el esquife apresurndose,
rpidos, ya que cualquier carrera sobre lo invisible e incgnito es siempre
demasiado rpida. Nada haba ante l; detrs, s, la terrible idea de un volumen de
agua en movimiento, precipitndose, con la cresta espumante y hecha tiras como
garras y despus el alba de nuevo (otro de esos cambios como de sueo, de la luz
a la oscuridad, y luego vuelta a la luz, con esa calidad trunca, anacrnica e irreal
del menguar y crecer de las luces en la escena de un teatro) y el esquife

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emergiendo ahora con la mujer ya no inclinada sobre su propio abrigo encogido y


empapado sino audaz y erguida, agarrando la borda con las dos manos, los ojos
cerrados y el labio inferior entre los dientes y l manejando el palo astillado
furiosamente, mirndola con su cara salvaje, hinchada, sin sueo, gritando,
graznando:
Aguante! Por amor de Dios, aguante!
Estoy tratando dijo. Pero apresrese!
Apresrese!
Le cost lo increble, apuro, prisa: el hombre que se cae de una montaa y a
quien le dicen que se agarre de algo y se salve; la misma narracin surgiendo
nebulosa y burlesca, irrisoria, cmica y loca, desde una fiebre de intolerable olvido
ms soadoramente furiosa que cualquier fbula tras las luces del proscenio:
Ahora estaba en un abra.
Un abra? dijo el penado gordo.
S dijo speramente el hombre alto, estirando las manos.
Con un supremo esfuerzo las soseg lo bastante para soltar los dos pedacitos
de papel de cigarrillo y verlos flotar en ligero revoloteo indeciso hasta caer entre
sus pies; junt las manos inmviles an por un momento ms un abra, un
ancho, tranquilo mar amarillo que abruptamente tena un aire ordenado, y que
pareca hasta un momento, habituado al agua y no a la inmersin total; hasta
recordaba el nombre que le dijeron dos o tres semanas despus: Atchafalaya.
Lusiana? dijo el penado gordo. Eso quiere decir que ya estabas fuera
del Misisip? Demonios del infierno!
Se qued mirando al penado alto.
Historias dijo. Eso queda justo enfrente de Vicksburg.
Nunca hablaron de ningn Vicksburg donde yo estaba dijo el alto.
Hablaban de Bton Rouge.
Y empez ahora a hablar de una ciudad, una pequea limpia ciudad blanca,
anidada entre enormes rboles muy verdes, que apareca bruscamente en el
cuento como tal vez apareca en la realidad, abrupta y airosa y como un
espejismo, e increblemente serena detrs de un montn de botes amarrados a
una fila de vagones de carga parados con el aguas hasta las puertas. Y ahora
trataba de contar tambin eso: cmo estuvo con el agua a la cintura, un momento,
mirando de arriba abajo el esquife en que yaca la mujer recostada, con los ojos
cerrados, los nudillos blancos en la borda y un hilito de sangre corrindole por el
mentn desde los labios mordidos, mirndola con una especie de furiosa
desesperacin.
Hasta dnde tendr que andar? dijo ella.
No s, le digo grit. Pero hay tierra en alguna parte por all; hay tierra,
casas...
Si trato de moverme, no va a nacer en un bote siquiera dijo ella, tendr
usted que acercarse.
S le grit, furioso, desesperado, incrdulo. Espere. Ir a entregarme,
entonces tendrn...
No acab, no esper para acabar, tambin lo cont: chapoteando, tropezando,
tratando de correr, sollozando, agitando los brazos, chillando.
Quiero rendirme, quiero rendirme!
Contemplando no con terror sino con asombro y absolutamente insoportable
indignacin cmo un pelotn agazapado de figuras caqui se separaba y vio la

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ametralladora, la boca gruesa y roma inclinarse y caer y buscar hacia l mientras


l segua gritando con su alarido enronquecido.
Me rindo, me rindo! No me oyen?
Continuando sus gritos aunque se arremolinaba y hunda, chapoteando,
zambullndose, yndose al fondo y oyendo las balas, tuck-tuck-tuck en el agua
sobre l y l todava araando el fondo, tratando de gritar aun antes de hacer pie y
aun sumergido todo salvo las inconfundibles nalgas hundidas, el grito airado,
burbujeando de su boca y de su cara ya que slo quera entregarse. Entonces
estaba al abrigo, fuera de alcance, aunque no por mucho tiempo. Es decir (no
deca por qu ni dnde), hubo un momento en que se detuvo, respir un momento
antes de seguir corriendo, remontando la corriente hacia el esquife por el momento
aunque an poda or los gritos a su espalda y un tiro de vez en cuando, y l
anhelante, sollozando, con un tremendo rasgun sobre una mano, hecho no
saba dnde ni cundo, y desperdiciando su precioso aliento, ya sin hablar a nadie
como el grito del conejo moribundo no se dirige a odos humanos sino ms bien es
una acusacin de todo lo que alienta; de su tontera y su padecer, de esa infinita
capacidad para las tonteras y los dolores que parece su nica inmortalidad.
Todo lo que quiero en el mundo es entregarme.
Volvi al esquife, se embarc y empu su tabla astillada. El relato, a pesar
de la furia elemental que lo coronaba, se hizo aqu muy sencillo: el hombre hasta
lig otro papel de fumar entre los dedos que no temblaban ya y lo llen de tabaco
de la tabaquera sin dejar caer ni una hojita, como si hubiera pasado del fuego
denso de la ametralladora a un refugio ms all de cualquier asombro, de modo
que el final del relato pareca llegar a sus oyentes a travs de un cristal
ligeramente lechoso aunque transparente, como algo no odo sino visto una
serie de sombras ilimitadas pero precisas, lisamente lgicas y serenas y sin hacer
ruido. Estaban en el esquife en el centro de la ancha plcida tina que no tena
lmites y donde el bote desvalido y minsculo hua irresistiblemente obligado por
una corriente que iba una vez ms quien sabe adonde con los remotos, los
pequeos pueblos limpitos enmarcados de robles inalcanzables como virajes y
aparentemente sin sostn alguno sobre el areo y perenne horizonte. No le crea,
no importaba, l estaba ya sentenciado; era menos que ficciones de humo o de
delirio, y prosegua su remar incesante sin destino ni esperanza, mirando de vez
en cuando a la mujer sentada con las rodillas levantadas y apretadas y todo el
cuerpo una sola tensin aterradora mientras hebras de saliva sanguinolenta
manaban del labio inferior donde se hundan los dientes. No iba a ninguna parte y
no hua de ninguna parte: prosegua remando porque haba remado tanto que
crea que si dejaba de remar los msculos le iban a gritar de dolor. Cuando
sucedi no fue una sorpresa. Oy el sonido que tan bien conoca (una sola vez lo
haba odo, es verdad, pero ningn hombre necesita orlo ms) y lo haba
esperado; mir hacia atrs, y lo vio, coronado como de paja con los restos
nufragos de rboles y animales muertos. Lo mir por encima del hombro un
minuto con salvaje e invulnerable curiosidad desde una extenuacin donde el
sufrimiento, donde su capacidad de sentirlo, haban cesado. Desde ah conjetur
con salvaje e invulnerable curiosidad qu inventaran ahora para que soportara,
hasta que la ola volviera a levantarse sobre su cabeza en su tonante clamor. Slo
entonces volvi la cabeza. Su remar no vacil, no disminuy ni aument; remando
siempre con esa cansada, hipntica firmeza, vio el ciervo nadando. No saba lo que
era, ni que haba alterado el curso del esquife, para seguirlo, slo miraba la cabeza

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delante, cuando la ola se derram y el esquife materialmente se irgui del viejo


modo familiar en un remolino de rboles agitados y de casa y puentes y cercos, y
l siempre remando aun cuando el remo no encontraba otro sostn que el aire y
segua remando cuando l y el ciervo disparaban adelante, lado a lado, a una
braza de distancia, mirando l ahora al ciervo, mirando al ciervo salir del agua casi
todo el cuerpo hasta correr por la superficie, subiendo an ms, cernindose casi
fuera del agua, desapareciendo vuelto al cielo en un muriente crescendo de
zambullidas y ramas astilladas, el rabo mojado brillando arriba, todo el animal
desvanecindose en lo alto como el humo se desvanece. Y ahora el esquife choc y
volc y l fue lanzado afuera, encajado hasta las rodillas, saltando y cayendo de
rodillas, revolvindose, mirando indignado al ciervo desaparecido.
Tierra! gru, tierra; aguante, aguante! Agarr a la mujer por
debajo de los brazos, arrastrndola fuera del bote, hundindose y jadeando tras el
ciervo desaparecido.
Ahora apareci la costa una cuesta suave y rpida y escarpada, extraa,
slida e increble; un tmulo indio, y l hundindose en la fangosa ladera,
resbalndose, la mujer forcejeando en sus manos embarradas.
Pngame en el suelo! gritaba. Pngame en el suelo!
Pero l la sostena, jadeando, sollozando, y volva a repechar la pendiente
fangosa. Casi haba alcanzado la cima plana con su fardo violento e inmanejable
ya, cuando un tallo bajo el pie se le enred con apretada y convulsiva rapidez. Es
una serpiente, pens al sentir sus pies huir debajo de l y con l sin duda su
ltima esperanza; medio empuj, medio tir la mujer sobre la costa, mientras l
recay cabeza abajo en aquel medio en el que haba vivido ms das y noches de
las que poda recordar y del que nunca haba emergido del todo, como si su propia
carne fracasada y exhausta estuviera tratando de salvar su furiosa voluntad tenaz
de librarse a cualquier precio, aun el de ahogarse, de la carga a la que haba sido
condenado, sin eleccin. Despus le pareci que haba llevado consigo bajo la
superficie el eco del primer vagido del nio.

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PALMERAS SALVAJES

Ni el administrador de la mina ni su esposa los recibieron, pareja aunque


ms joven bastante ms recia, de cara al menos, que Carlota y Wilbourne. Su
apellido era Buckner; uno al otro se llamaban Buck y Bill.
Mi nombre es Billie, i-e deca la seora Buckner con una voz ronca del
Oeste. Yo soy del Colorado pronunci el nombre a la espaola, Buck es de
Wyoming.
Un perfecto nombre de puta, verdad? amablemente dijo Carlota.
Qu quiere decir con eso?
Eso no ms. No he querido ofenderla. Sera una buena puta. Eso es lo que
yo tratara de ser.
Mrs. Buckner la mir. (Buckner y Wilbourne estaban en la intendencia,
consiguiendo las frazadas y los sacos de cuero de oveja, ropa interior de lana y
zoquetes.)
Ustedes no son casados, verdad?
Qu le hace pensar eso?
No lo s. Es algo que se ve.
No, no somos casados. Espero que a ustedes no les importar, ya que
vamos a vivir juntos en la misma casa.
Por qu habra de importarme? Yo y Buck pasamos un tiempo sin
casarnos. Ahora todo est en regla.
Su voz no era triunfante, sino satisfecha.
Y yo lo he escondido en lugar seguro. Ni Buck sabe dnde. No porque eso
haga diferencia alguna. Buck es un tipo derecho. Pero a una chica le conviene
estar segura.
Qu ha escondido?
El papel, el certificado.
Ms tarde (mientras cocinaba la cena y Wilbourne y Buckner estaban todava
en el can, en la mina) dijo:
Haga que se case con usted.
Puede ser que lo haga dijo Carlota.
Hgalo. Es mejor as. Especialmente cuando estn peleados.
Y ustedes estn peleados?
S. Hace como un mes.
En efecto, cuando el tren de la mina una falsa locomotora sin cola ni
cabeza, con tres coches y un cubculo de cocina como una estufa lleg a la
estacin abarrotada de nieve, no se vea un alma, salvo un gigante tiznado a quien
tomaron de sorpresa, con un tiznado abrigo forrado de cuero de oveja, con ojos

plidos que parecan no haber dormido haca tiempo, en una cara tiznada que no
haba sido afeitada y seguramente no haba sido lavada haca rato un polaco,
con un orgulloso aire feroz y salvaje y un poco histrico, que no hablaba ingls,
murmurando una jerigonza, gesticulando violentamente hacia el muro opuesto del
can donde pendan una media docena de casas, casi todas de chapas de cinc
con ventanas llenas de nieve. El can no era ancho, era un zanjn, una zanja,
que se cerna, que se precipitaba. La nieve prstina, sucia y manchada achicaba la
entrada de la mina, el montn de basura, las pocas casas; ms all de los bordes
del can los inalcanzables picos se alzaban, envueltos en las nubes de algn
viento increble, en el cielo sucio.
Ser bellsimo en la primavera dijo Carlota.
Y la falta que le hace dijo Wilbourne. Ser. Ya lo es. Pero vmonos. Un
minuto ms y me hielo.
De nuevo Wilbourne se dirigi al polaco.
Administrador dijo, cul casa?
S, patrn dijo el polaco.
Seal con la mano el muro frente al can; se mova con rapidez increble
para su tamao y habindose Carlota echado atrs por un momento, antes de
sostenerse, l le seal los delgados zapatos hundidos en la nieve hasta los
tobillos, luego tom las dos solapas de su abrigo en sus manos tiznadas y se las
levant hasta el cuello y la cara con casi la suavidad de una mujer, con sus
plidos ojos inclinndose sobre ella con una expresin a la vez feroz, salvaje y
tierna; la empuj hacia adelante, palmendola, y hasta le dio una buena en el
trasero.
Corra dijo, corra.
Vieron entonces la senda que cruzaba el estrecho valle y entraron. No era
precisamente una senda exenta de nieve o de nieve aplastada por las pisadas; era
sencillamente un nivel ms bajo de nieve, del ancho de un solo hombre, entre dos
orillas de nieve que en cierto modo protegan del viento.
Quiz vive en la mina y slo viene para fin de semana dijo Carlota.
Pero tiene mujer, me han dicho. Cmo hace?
Quizs el tren de la mina viene tambin una vez por semana.
No habrs visto al maquinista.
Tampoco habrs visto a la mujer dijo ella. Hizo un murmullo de
disgusto. Eso no es siquiera gracioso. Perdn, Wilbourne.
Como quieras.
Perdn, montaas. Perdn, nieve. Creo que voy a helarme.
Por lo menos no estaba esta maana dijo Wilbourne.
Tampoco estaba el administrador. Eligieron una casa, no al azar, ni porque
era la ms grande, no lo era, ni siquiera porque tena un termmetro (marcaba
catorce grados bajo cero) al lado de la puerta, sino sencillamente porque era la
primera casa que encontraron y porque haban intimado con el fro, profunda e
inextricablemente por primera vez en la vida, un fro que dejaba una marca
indeleble e inolvidable en algn rincn del espritu y de la memoria como la
primera experiencia sexual o la experiencia de matar a un hombre. Wilbourne
llam a esa puerta con una mano que ni senta la madera, y no esper una
respuesta. La abri y empuj a Carlota dentro de un cuarto nico donde un
hombre y una mujer, sentados con idnticas camisas de lana y pantalones de cut,
calzando zuecos de madera frente a un mazo de cartas grasientas, tendidas para

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algn juego en una tabla sobre un barril, los miraron atnitos.


Dicen que l los manda.
El mismo Callaghan? dijo Buckner.
S dijo Wilbourne.
Poda or a Carlota y a Mrs. Buckner desde donde estaba Carlota sobre el
calorfero a unos diez pies (era a gasolina; cuando le aplicaban un fsforo, cosa
que suceda slo cuando lo apagaban para llenar el depsito, pues estaba
encendido constantemente, noche y da, se encenda con una llamarada y un
estampido a los que acab por acostumbrarse Wilbourne sin apretar los dientes
antes que le saltara el corazn) conversando:
Esa es toda la ropa que han trado? Van a helarse. Buck tendr que ir al
depsito.
S dijo Wilbourne. Por qu? Quin ms me iba a mandar?
Usted, ah!... no ha trado nada? Una carta o algo?
No. Dijo que yo...
Ah!, comprendo. Usted ha pagado el pasaje. Los gastos del tren.
No. l los pag.
Bueno, que me ahorquen dijo Buckner. Dio vuelta la cabeza hacia su
mujer.
Has odo, Bill?
Qu? dijo Wilbourne. Qu sucede?
No importa dijo Buckner. Iremos a la proveedura y arreglaremos para
que duerma aqu y le darn algunas ropas ms abrigadas que las que tiene. No le
dijo siquiera que se comprara un par de sacos de piel de carnero?
No dijo Wilbourne. Pero djeme primero calentarme.
Ac no se va a calentar nunca le dijo Buckner. Si se sienta al lado de la
estufa con esa idea, a esperarlo, no se va a mover de ah. Se morir de hambre, ni
siquiera va a poder levantarse para llenarla cuando se apague. Hay que hacerse a
la idea de que siempre va a tener un poco de fro, aun en cama, y hay que seguir
trabajando. Despus de un tiempo uno se acostumbra y se olvida y ni siquiera se
da cuenta que tiene fro porque se olvida lo que es calor.
Venga. Tome abrigo.
Y usted qu va a hacer?
No es lejos. Tengo una tricota. Traer las cosas nos va a calentar.
La proveedura era un solo cuarto de cinc lleno de un fro frreo y alumbrado
por el mitigado resplandor frreo de la nieve a travs de una sola ventana. El fro
ah dentro era un fro de muerte. Era como gelatina, casi impenetrable: el cuerpo
se rebelaba como si fuera excesivo pedirle que viviera, que respirara ah. A ambos
lados haba estantes de madera, oscuros y vacos salvo los ms bajos, como si ese
cuarto fuera a la vez un termmetro no para medir el fro sino la moribundez, un
incontrovertible centgrado (Hubiera trado al Mal Olor, pensaba Wilbourne), un
falso mercurio de engao que ni siquiera era grandioso. Cargaron con las frazadas,
los sacos de cuero de oveja, las cosas de lana y los zapatos de goma; al tocarlos
estaban fros como hielo, como hierro, rgidos; al llevarlos a la cabaa los
pulmones de Wilbourne (haba olvidado la altura) se cansaban con el aire rgido
que entraba en ellos como fuego.
Entonces usted es mdico dijo Buckner.
Soy el mdico dijo Wilbourne.
Estaban afuera, Buckner volvi a cerrar la puerta. Wilbourne mir a travs

92

del can, hacia el muro opuesto con su dbil cicatriz inerte de entrada a la mina
y su montn de basuras.
Qu hay de malo aqu?
Ya se lo dir despus. Es usted mdico?
Wilbourne lo mir.
Acabo de decrselo. Qu quiere decir?
Entonces tendr algn documento que lo acredite. Diploma, o como lo
llaman...?
Wilbourne lo mir.
Qu es lo que pretende? Soy responsable ante usted de mis capacidades
o ante el hombre que me paga el sueldo?
Sueldo?
Buckner se ri de un modo desagradable. Luego se detuvo.
Veo que estoy equivocado. No he querido ofenderlo. Cuando un hombre
viene a mi pas y se le ofrece un trabajo y dice que sabe andar a caballo,
necesitamos la prueba de que sabe y el hombre no se enfurece cuando se lo
pedimos. Hasta le damos un caballo para probarlo, aunque no el mejor que
tenemos; salvo que tuviramos slo uno, y fuera un buen caballo, no se lo
daramos. Y si no tenemos caballo que darle, nos conformamos con preguntar. Es
lo que ahora estoy haciendo.
Mir a Wilbourne, grave y atento, con ojos avellana en un rostro esculido
como msculo de carne cruda.
Oh! dijo Wilbourne. Ya veo. Tengo un diploma de una buena facultad
mdica. Casi he concluido mis cursos prcticos en un hospital conocido. Despus
me habra recibido, esto es, habran admitido pblicamente que s lo que
cualquier mdico sabe y tal vez ms que algunos. Al menos as lo espero. Eso le
basta?
S dijo Buckner. Est bien. Se dio vuelta y sigui. Usted quera
saber lo que aqu anda mal. Vamos a dejar las cosas en la cabaa e iremos a
recorrer la mina y le mostrar.
Dejaron las mantas y ropa de abrigo en la cabaa y atravesaron el can, la
senda que no era senda, como la Proveedura no era proveedura, sino una
especie de indicador como una palabra cifrada junto al camino.
En ese tren de carga vinimos dijo Wilbourne. Qu lleva cuando baja al
valle?
Estaba cargado dijo Buckner. Tiene que venir cargado. Salir cargado de
aqu de todos modos. Tengo que ver eso. No quiero que me corten el pescuezo sin
saberlo.
Cargado de qu?
Ah! dijo Buckner.
La mina no era un pozo, era un tnel que se meta directamente en las
entraas de la roca un tubo redondo como la boca de un obs, bordeado de
troncos y lleno del muriente resplandor de la nieve a medida que avanzaban, y con
el mismo fro de gelatina que haba en la proveedura y surcado por dos reles de
trocha angosta donde al entrar ellos (velozmente se hicieron a un lado para que no
los atropellara) lleg una zorra empujada por un hombre a la carrera que
Wilbourne reconoci como polaco, aunque era ms bajo, ms espeso, ms retaco
(ya se dara cuenta que ninguno de ellos eran los gigantes que parecan, que la
ilusin del tamao era un aura, una emanacin de esa salvaje inocencia infantil y

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credulidad que posean en comn), con los mismos ojos plidos, la misma cara
tiznada, sin afeitar, sobre el mismo abrigo inmundo de piel de oveja.
Crea... Wilbourne empez. Pero no lo dijo.
Siguieron; palideci el ltimo fulgor de la nieve y entraron en un lugar que
pareca una escena del Dante concebida por Einsenstein. La galera se convirti en
un pequeo anfiteatro, ramificada en galeras menores como dedos abiertos de
una mano, alumbrado por una increble extravagancia de luz elctrica como para
una fiesta, una extravagancia de focos sucios que tenan, aunque en sentido
inverso, el mismo aire de simulacro y moribundez que el grande y casi pelado
edificio rotulado Proveedura, con sus tremendas letras nuevas a cuya luz, ms
hombres tiznados y agigantados con abrigos de cuero de oveja y ojos que
ltimamente no haban dormido mucho, trabajaban con picos y azadas con el
mismo ardor del hombre que corra tras la zorra con gritos e interjecciones en una
lengua que Wilbourne no entenda, casi exactamente como un equipo colegial de
baseball animndose unos a otros, mientras que las galeras ms pequeas,
donde an no haban penetrado y donde las lmparas elctricas brillaban entre el
polvo y el aire helado, venan ecos o gritos de otros hombres, insensatos y
turbadores, llenando el aire pesado como ciegos pjaros errantes.
Me dijo que ustedes tenan chinos y tambin italianos dijo Wilbourne.
S dijo Buckner, se fueron. Los chinos se fueron en octubre. Me
despert una maana y se haban ido. Todos. Bajaron, supongo, con los faldones
de la camisa colgando y zapatillas de paja. Pero no haba mucha nieve en octubre.
No por todo el camino... Los gringos lo olfatearon.
Lo olfatearon?
Desde setiembre no haba rdenes de pago aqu...
Ah! dijo Wilbourne. Ya entiendo. S. Lo olfatearon. Como los negros.
No s. Nunca ha habido catinga por aqu. Los gringos hicieron ms barullo.
Se declararon en huelga, formalmente. Tiraron sus picos y azadas y se fueron.
Haba una... cmo se dice?, una delegacin?... que se me present. Mucho
palabreo muy fuerte y un montn de manos, las mujeres fuera, en la nieve,
levantando sus nenes para que yo los viera. Entonces abr la proveedura y les di a
cada uno una camisa de lana: a hombres, mujeres y chicos (si los hubiera visto,
los chicos con camisa de hombre, los que ya podan andar, quiero decir, las
usaban por encima como sobretodos) y un tarro de habas por cabeza y los flet en
el tren de carga. Quedaban todava muchas manos, puos ahora, y los pude or
por un buen rato despus que el tren se perdi de vista. Hogben (l maneja el tren
de carga; le paga el ferrocarril) slo usa la mquina para frenar; as que no hace
mucho barullo. Menos, en todo caso, que el que hacan ellos. Pero los polacos se
quedaron. Por qu? No s.
Se dieron cuenta de que todo se vena abajo?
No entienden bien. Pueden or perfectamente; los gringos les podan hablar;
uno de los gringos era el intrprete. Pero son gente rara; no entienden la picarda.
Estoy seguro que cuando los gringos trataron de explicarles, no pudieron entender
que un hombre haga trabajar a las personas sin intencin de pagarles. Ahora
creen que hacen trabajo suplementario. Hacen todo el trabajo. No son mecnicos
ni mineros, son dinamiteros. Hay algo en el polaco que gusta de la dinamita. Tal
vez sea el ruido. Pero ahora lo hacen todo. Quieren tambin colocar a sus mujeres.
Comprend eso despus de un tiempo y lo imped. Por eso no duermen mucho.
Piensan que maana cuando llegue el dinero, ser para ellos. Creen,

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probablemente, que usted lo ha trado y que el sbado a la noche van a recibir


miles de dlares cada uno. Son como chicos. Creen cualquier cosa. Por eso cuando
se dan cuenta que usted los ha engaado, lo matan. No con un cuchillo en la
espalda y ni siquiera con un cuchillo; van derecho a usted, ponen el cartucho de
dinamita en el bolsillo y lo sujetan con una mano, mientras encienden la mecha
con la otra.
Y usted no se lo ha dicho?
Cmo? No puedo hablarles; el intrprete era uno de los gringos. Adems,
el patrn tiene que fingir que la mina est funcionando y esa es mi tarea. As
puede ir vendiendo sus acciones. Por eso usted est aqu un mdico. Cuando le
dijo que no haba inspeccin mdica que lo molestara por el ttulo, le dijo la
verdad. Pero hay aqu inspectores de minas, leyes y reglamentos para administrar
las minas que dicen que debe haber un mdico. Por eso les ha pagado a usted y a
su esposa los gastos de viaje. Adems, puede ser que venga el dinero. Cuando lo vi
a usted esta maana cre que lo haban trado. Bueno? Ha visto bastante?
S dijo Wilbourne.
Volvieron hacia la entrada; de nuevo se hicieron a un lado rpidamente para
dejar pasar una zorra de carga, empujada a la carrera por otro tiznado y frentico
polaco. Salieron al fro vivo de la nieve inmaculada, del da que se apagaba.
No lo creo dijo Wilbourne.
Lo ha visto, no es as?
Quiero decir la razn de que usted est aqu todava. Usted no espera
dinero.
Quizs estoy esperando una ocasin de escaparme. Y estos demonios ni
duermen de noche para no drmela. Demonio dijo, esto es tambin una
mentira. Espero todava porque es invierno y lo mismo estoy aqu que en cualquier
otra parte, mientras quede comida en la proveedura y con qu calentarme. Y
porque saba que tena que mandar otro mdico pronto; va a venir l mismo y
decirme a m, y a esos hijos de perra de ah dentro, que se cierra la mina.
Bueno, aqu estoy dijo Wilbourne. Mandar otro mdico. Qu quiere
usted de un mdico?
Por un buen rato Buckner lo mir con los duros ojillos que servan para
juzgar y para mandar hombres de cierta clase, de cierto tipo, o no estara donde
estaba; los duros ojos que tal vez nunca antes haban estado frente a la necesidad
de contemplar un hombre que slo aseguraba ser mdico. Escuche dijo.
Tengo un buen empleo, pero no me han pagado desde setiembre. Hemos ahorrado
unos trescientos dlares para salir de aqu cuando esto reviente, y para vivir hasta
que encuentre alguna cosa. Y ahora resulta que Bill est embarazada de un mes y
no podemos pagarnos un chico. Y usted asegura que es mdico y yo le creo. Qu
le parece?
No dijo Wilbourne.
Es mi riesgo, asumo la responsabilidad.
No dijo Wilbourne.
Quiere decir que no sabe hacerlo?
S muy bien. Es bastante sencillo. Uno de los compaeros lo hizo en el
hospital una vez un caso de urgencia quiz para mostrarnos lo que nunca
haba que hacer. No necesitaba mostrrmelo.
Le dar cien dlares.
Tengo cien dlares dijo Wilbourne.

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Ciento cincuenta. Es la mitad. Ya lo ve, no puedo hacer ms.


Tengo ciento cincuenta tambin. Tengo ciento ochenta y cinco dlares. Pero
aunque no tuviera ms que diez...
Buckner se dio vuelta.
Tiene suerte. Vamos a comer.
Se lo cont a Carlota. No en la cama, donde solan hablar, porque todos
dorman en el mismo cuarto la cabaa no tena ms que uno, con una divisin
para las necesidades ms ntimas sino fuera de la cabaa donde, hundidos en la
nieve hasta las rodillas, ya con botas, vean enfrente el muro del can y ms all
los dentados picos envueltos en nubes, donde Carlota indomablemente volvi a
decir:
Ser bellsimo en la primavera
Y dijiste que no dijo. Por qu? Eran los cien dlares?
T sabes que no es eso. Y eran ciento cincuenta. Habr descendido pero no
tanto. No, es porque yo...
Tienes miedo?
No. No es nada. Es muy sencillo. Un toque con la lanceta para que entre el
aire. Es porque yo...
Las mujeres se suelen morir de eso.
Porque el operador no es bueno. Una, quizs, en diez mil. Por supuesto no
hay estadstica. Es porque yo...
Est bien. No es porque el precio sea poco, o porque tenas miedo. Eso es
todo lo que quera saber. T tampoco. Nadie puede obligarte. Bsame. Adentro ni
siquiera podemos besarnos y menos todava...
Los cuatro (Carlota ahora dorma con ropa interior de lana, como los otros)
dorman en un cuarto, no en camas sino en colchones, en el suelo. (Es ms
caliente as explicaba Buckner; el fro viene de abajo) y la estufa de gasolina
estaba constantemente encendida. Ocupaban rincones opuestos, pero aun as
Wilbourne y Carlota no podan hablar ni murmurar. Eso no les importaba tanto a
los Buckner, aunque tenan pocos preliminares de conversacin y murmullos; a
veces a los cinco minutos de apagada la lmpara, Wilbourne y Carlota oan la
violenta marejada en la otra cama, la agitacin amortiguada por las frazadas,
muriendo en los quejidos de la mujer, aunque eso no era para ellos. Un da el
termmetro salt de catorce a cuarenta y uno bajo cero y entonces juntaron los
colchones y durmieron como una unidad, las mujeres al medio, y a veces apenas
apagada la luz (u otras los despertaba) sobrevena el implacable impacto sin decir
una palabra, como si se atrajeran del sueo puro con la violencia del acero y el
imn, y tampoco eso era para ellos.
Haca un mes que estaban ah, era casi marzo y la primavera que Carlota
esperaba estaba ms cercana cuando una tarde Wilbourne volvi de la mina
donde los sucios e insomnes polacos trabajaban an, con ese feroz espritu
embaucado y las ciegas e incomprensibles voces de pjaros revoloteaban entre los
polvorientos y extravagantes focos de luz, y encontr a Carlota y a Mrs. Buckner
mirando a la puerta de la cabaa por donde l entr y supo lo que iba a suceder y
tal vez supo que ya estaba vencido.
Oye, Harry dijo ella. Van a irse. Tienen que irse. Aqu ya no hay nada
que hacer y slo tienen trescientos dlares, para llegar adonde piensan ir y vivir
hasta que l encuentre trabajo. Tienen que hacer algo antes que sea demasiado
tarde.

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Nosotros tambin dijo l, y no tenemos trescientos dlares.


Tampoco tenemos un beb. No hemos tenido mala suerte. T dices que es
muy sencillo, que slo muere una de diez mil, que sabes hacerlo y que no tienes
miedo. Y ellos quieren correr el riesgo.
Necesitas tanto cien dlares?
Los he necesitado alguna vez? He hablado alguna vez de dinero salvo de
los ciento veinticinco dlares mos que no quisiste aceptar? T lo sabes. Lo mismo
que yo s que t no aceptars su dinero.
Perdname. No quera decir... Es porque yo...
Es porque estn en un apuro. Supn que furamos nosotros. S que
tendrs que sacrificar algo. Pero hemos sacrificado mucho, lo hemos hecho por
amor y no nos pesa.
No dijo l. No nos pesa. Nunca.
Eso tambin es por amor. No como el nuestro, quiz. Pero por amor.
Se dirigi al estante en que guardaban sus efectos personales y tom la
mezquina caja de instrumentos con que lo haban equipado antes de dejar
Chicago, junto con los dos pasajes del tren.
Le agradar saber, si lo llega a saber: que la nica vez que la has usado ha
sido para separar al administrador de su mina. Qu ms necesitas?
Buckner apareci junto a Wilbourne.
Convenido? dijo. Yo no tengo miedo y ella tampoco. Porque usted es
un buen tipo. No en vano lo he observado todo un mes. Tal vez si usted hubiera
accedido rpido, en el acto, aquel primer da, yo no lo hubiera permitido. Hubiera
tenido miedo. Pero ahora no. Correr el riesgo y recordar mi promesa: asumir la
responsabilidad y no son cien, son ciento cincuenta.
Trat de decir. No. Hizo un esfuerzo; s, pens tranquilamente, he sacrificado
muchas cosas, pero no esto. Honestidad en materia de dinero, seguridad, ttulo y
luego en un instante terrible pens: Quizs hubiera sacrificado el amor lo primero;
pero se detuvo a tiempo, dijo:
No tendra bastante dinero aunque su nombre fuera Callaghan. En cambio,
asumir toda la responsabilidad.
Tres das despus atravesaron con los Buckner el can hacia el tren de
carga. Wilbourne haba rehusado rotundamente los cien dlares, aceptando al fin
cien dlares de los futuros sueldos a cobrar a Buckner, que ambos saban no se
pagaran jams, para gastar su equivalente en comida de la proveedura cuya llave
Buckner le haba cedido.
Me parece una estupidez dijo Buckner. La proveedura es suya de todos
modos.
Los libros quedarn en regla dijo Wilbourne.
Siguieron la senda, que no era senda, hasta el tren, la mquina sin pies ni
cabeza, los tres vagones de carga, el furgn de juguete, Buckner mir desde abajo
la mina, el bostezante orificio, el montn de basura manchando la prstina nieve.
El tiempo era claro, el sol bajo y tenue sobre los cortados picos rosados en un cielo
de increble azul.
Qu pensarn cuando descubran que usted se ha ido?
Quiz piensen que he ido por el dinero. As lo espero, para bien suyo.
Despus dijo:
Aqu estn mejor. No hay que pensar en el alquiler y en cosas como
emborracharse y luego estar frescos, y hay bastantes provisiones para mantenerse

97

hasta la primavera. Y tienen algo que hacer, para llenar los das y noches, para
meterse a la cama y calcular los trabajos suplementarios. Un hombre va muy lejos
con el dinero que piensa que va a ganar. Y todava l puede mandar dinero.
Y usted lo cree?
No dijo Buckner. Y usted tampoco lo crea.
Yo nunca lo he credo dijo Wilbourne. Ni siquiera aquel da en la
oficina. Quiz menos entonces que nunca.
Se mantenan a alguna distancia de las dos mujeres.
Mire, cuando se vaya y tenga una oportunidad, hgala ver con un mdico.
Uno bueno. Dgale la verdad.
Para qu? dijo Buckner.
Lo preferira as. Estara ms tranquilo.
No dijo el otro. Est bien. Porque usted es bien. Si yo no lo supiera,
cree que habra dejado que lo hiciera?
Ya era tiempo, la locomotora dio un agudo silbido de locomotora de manisero;
los Buckner entraron en el vagn abierto, que comenz a moverse. Carlota y
Wilbourne lo miraron slo un momento. Carlota se volvi ya corriendo. Casi se
haba puesto el sol, los picos suaves e inefables, el cielo mbar y azul; por un
instante Wilbourne oy las voces en la mina, salvajes, dbiles e incomprensibles.
Dios mo! dijo Carlota, no comamos esta noche. De prisa. Corre ella
corri, luego se detuvo y se volvi, la ancha, roma cara rosada por el rojo reflejo,
los ojos ahora verdes sobre el cuello informe de cuero de oveja del informe abrigo.
No dijo. Corre t adelante, as podemos desnudarnos los dos en la
nieve. Pero corre.
Pero l no se adelant, no corri siquiera, camin para poder verla achicarse
por el sendero, que no era sendero, repechando luego la otra ladera en direccin a
la cabaa. Salvo por el hecho de que llevaba los pantalones con el mismo descuido
con que usaba los vestidos, poda no haberlos usado nunca. Wilbourne entr en el
cuarto para encontrarla desnudndose hasta de sus lanas interiores.
Apresrate le dijo. Apresrate. Seis semanas. Casi he olvidado cmo.
No dijo, nunca lo olvidar. Uno nunca se olvida de eso, gracias a Dios.
No se levantaron para preparar la cena. Despus de un rato se durmieron;
Wilbourne se despert en la frgida noche y se encontr con la estufa apagada y el
cuarto helado. Pens en la ropa que Carlota haba tirado al suelo; iba a
necesitarla, deba ponrsela. Pero estara helada como un hierro y pens en
recogerla y llevarla a la cama a deshelarla, calentndola bajo su cuerpo hasta que
ella se la pudiera poner, y al fin encontr fuerzas para moverse; pero en el acto
Carlota se agarr a l.
Adnde vas?
Se lo dijo. Se agarr a l con ms fuerza.
Cuando me enfre, siempre puedes cubrirme t.
Todos los das visitaba la mina, donde el frentico y constante trabajo
prosegua. La primera vez los hombres lo miraron no con curiosidad o sorpresa
sino sencillamente con interrogacin, evidentemente buscando a Buckner. Pero
nada ms sucedi y comprendi que tal vez ni siquiera saban que era slo el
mdico oficial de la mina, que slo reconocan a otro americano (casi pensaba un
blanco), otro representante de aquel remoto, indescifrable y ureo Poder en que
tenan una confianza y una fe ciegas. Con Carlota discuti como decirlo, tratando
de hacerlo. Pero para qu? dijo. Buckner tena razn. Hay bastante comida

98

para ellos durante el invierno y con seguridad no habran ahorrado nada


(admitiendo que estuvieran en regla con la proveedura y aun en el caso que les
hubieran pagado bastante para ahorrar) y como Buckner deca, uno puede vivir
muy feliz, por mucho tiempo, de ilusiones. Quiz ms feliz que nunca. Es decir, si
uno es un polaco que no ha aprendido ms que a calcular lo que tarda una mecha
en estallar quinientos pies bajo tierra. Y otra cosa. Tenemos todava tres cuartas
partes de provisiones por cien dlares, y si todos se van alguien lo sabr y pueden
mandar a buscar las otras tres latas de habas.
Y algo ms tambin dijo Carlota; no pueden irse ahora. No pueden irse
a causa de la nieve. Lo has notado?
He notado qu?
El trencito no ha vuelto desde que llev a los Buckner. Hace dos semanas.
No lo haba notado; no saba si volvera; entonces convinieron que a su
prxima llegada no esperaran ms, les diran (o trataran de decirles) a los
hombres de la mina. Dos semanas despus el tren haba vuelto. Cruzaron el
can donde los rsticos hombres, inmundos, charlatanes, haban empezado a
cargar los vagones.
Y ahora? dijo Wilbourne. No les puedo hablar.
S puedes. De algn modo. Creen que t eres el patrn y nadie ha dejado
nunca de entender al hombre que considera su patrn. Trata de llevarlos a la
proveedura.
Wilbourne se adelant sobre la plataforma cargada donde el primer vagn
estaba jadeando, y levant la mano.
Los hombres se detuvieron, mirndolo con ojos plidos en las esculidas
caras.
Proveedura! grit, almacn! sealando con el brazo el otro lado
frente al can; ahora record la palabra que el primero, aquel que trajo el abrigo
para Carlota el primer da, haba empleado:
Correr! dijo ;correr!
Se miraron un momento ms, silenciosamente, con los ojos redondos bajo el
terrorfico arco semianimal de cejas descoloridas, con expresin ardiente, intrigada
y feroz. Luego se miraron unos a otros, se atropellaron hablando en su spera
lengua incomprensible. Luego se dirigieron a l en masa.
No, no les dijo, todos. Seal la entrada de la mina. Todos ustedes.
Alguien comprendi en seguida esta vez; casi en el acto el hombre retaco que
Wilbourne haba visto trotando detrs de la vagoneta en su primera visita a la
mina se desprendi del grupo y subiendo el declive nevado con sus fuertes piernas
robustas se perdi en el orificio y reapareci, seguido por los dems de la infinita
cuadrilla. Se mezclaron con el primer grupo, charlando y gesticulando. Luego se
aquietaron y miraron a Wilbourne, obedientes y sumisos.
Mira, mira esas caras dijo ste. Dios mo, detesto tener que hacerlo.
Que el demonio se lleve a Buckner.
Ven dijo Carlota. Acabemos con eso.
Cruzaron el valle seguidos por los mineros increblemente sucios sobre la
nieve con las caras de una troupe de cantores tiznados, mediocremente
maquillados y hambrientos hasta la proveedura.
Wilbourne abri la puerta. Entonces vio al final del grupo cinco mujeres. Ni l
ni Carlota las haban visto antes; parecan haber brotado de la nieve, todas
embozadas; dos de ellas traan nios, uno de los cuales no poda tener ni un mes.

99

-Dios mo dijo Wilbourne. Ni siquiera saben que soy mdico. Ni siquiera


saben tampoco que se supone que hay un mdico y que la ley ordena que lo
tengan.
l y Carlota entraron. En la penumbra, despus del resplandor de la nieve,
los rostros desaparecieron y los ojos miraban como desde la nada, sueltos,
sumisos, pacientes, obedientes, sinceros y salvajes.
Y ahora qu hago? volvi a decir.
Empez a observar a Carlota y todos miraron (las cinco mujeres tambin se
haban puesto en primera fila) como Carlota sujetaba con cuatro tachuelas,
sacadas de algn rincn, una hoja de papel en la punta de una seccin de
estantes donde caa la luz de la nica ventana y empez a dibujar con uno de los
trozos de carboncillo que haba trado de Chicago la altura de una pared
cruzada por una ventana enrejada, que era sin lugar a duda, una ventanilla de
pago cerrada, tambin sin lugar a duda, a un lado de la ventana un montn de
gente, sin lugar a duda, mineros (hasta haba incluido la mujer con el nene); al
otro lado de la ventana un hombre enorme (nunca haba visto a Callaghan, se lo
haban descrito apenas, pero el hombre era Callaghan) sentado detrs de una
mesa abarrotada de brillantes monedas que el hombre iba pasando a una bolsa
con su enorme mano, en la que brillaba un diamante del tamao de una pelota de
ping-pong. Entonces se hizo a un lado. Por un buen momento no se oy una voz.
Luego se levant un grito indescriptible, feroz pero no fuerte, en el que sobresalan
las agudas voces de las mujeres. stas se volvieron unnimes hacia Wilbourne,
con los plidos ojos frenticos y centelleantes y a la vez con incrdula ferocidad y
profundo reproche.
Esperen! grit Carlota, esperen!
Se detuvieron, siguieron otra vez el movimiento del lpiz, y ahora al fin de la
cola que esperaba ante la ventanilla cerrada, Wilbourne reconoci su propio rostro
emergiendo bajo la lnea de carboncillo; cualquiera poda reconocerlo; los mineros
lo hicieron en seguida. Cesaron las voces, miraron a Wilbourne y se miraron unos
a otros. Luego volvieron a mirar a, Carlota mientras sacaba el papel de la pared y
pona una hoja nueva; esta vez uno de ellos se adelant para ayudarla; tambin
Wilbourne observaba el lpiz ligero. Ahora l, indudablemente l mismo e
indudablemente un mdico, cualquiera se dara cuenta los anteojos de carey, el
delantal de hospital, todo enfermo pobre, todo polaco destripado por la voladura
de una roca, o por el acero o por la dinamita, y acudiendo a puestos de emergencia
los ha visto, en la mano una botella que es sin duda alguna medicina de la que
ofrece una cucharada o un hombre que es a un tiempo cada uno de ellos, que es
cada hombre que ha trabajado en las entraas de la tierra: el mismo aspecto
descuidado y salvaje, hasta el cuello de piel de oveja, y detrs del doctor la
misma mano enorme con su pesado brillante en el acto de sacar del bolsillo del
mdico un rollo delgado como un papel. De nuevo las miradas se volvieron hacia
Wilbourne, sin reproches ahora, quedando slo la ferocidad pero no para l. Les
hizo un ademn hacia los estantes llenos que quedaban. Pudo alcanzar a Carlota
en el barullo y tomarla del brazo.
Vamos le dijo, salgamos de aqu.
Ms tarde haba vuelto el trencito, donde Hogben, que era todo el personal,
estaba sentado en la estufa al rojo del furgn no mayor que un armario para
escoba.
Volvern de aqu a treinta das dijo Wilbourne.

100

Tengo que hacer un viajecito de ms de treinta das para obtener la


franquicia dijo Hogben. Mejor que saque ahora a su esposa.
Esperaremos dijo Wilbourne.
Luego volvieron a la cabaa y l y Carlota se pararon en la puerta a mirar la
muchedumbre salir de la administracin con su miserable botn y cruzar el can
y subir al trencito, llenando los tres vagones descubiertos. La temperatura no era
ahora de cuarenta y un grados, pero no suba de catorce. El tren empez a andar;
podan ver las caras delgadas mirando a la entrada de la mina, el montn de
basura con incrdulo asombro, una especie de pena increble y ofendida; al
arrancar el tren una rfaga de voces les lleg a travs del can, dbil por la
distancia, triste, cansadora y salvaje. Wilbourne dijo a Carlota.
Gracias a Dios pusimos a salvo nuestras provisiones.
Quiz no son nuestras dijo ella con calma.
De Buckner, entonces. Tampoco le pagaron.
Pero l se escap. Ellos no.
Estaba ms cerca la primavera; cuando el tren de carga hiciera la prxima y
vaca visita ritual, quiz veran el comienzo de la primavera montaesa que
ninguno de ellos haba visto y que ignoraban que no apareca hasta el tiempo que
para ellos era el principio del verano. Hablaban de eso por la Roche, con el
termmetro marcando a veces cuarenta y uno. Pero al menos podan conversar en
cama, en la oscuridad, donde bajo las mantas Carlota, despus de muchos
forcejeos y contorsiones (esto tambin ritual), se despojaba de sus ropas de lana y
dorma segn su antigua costumbre. No las tiraba fuera de las frazadas: las
guardaba debajo, en macizo acolchado, encima y abajo y alrededor del cual
dorman, para conservarlas calientes hasta la maana. Una noche, dijo:
No has sabido nada de Buckner, todava? Pero claro, cmo vas a saber?
No dijo l, sbitamente serio, ojal supiera. Le dije que la llevara a un
mdico en cuanto llegaran. Pero probablemente... Prometi escribirme.
Yo querra que t le escribieras.
Puede ser que recibamos carta cuando el trencito venga a buscarnos.
Si viene.
Pero l no tuvo sospechas, aunque ms adelante le pareca increble que no
las hubiera tenido, aunque al mismo tiempo no podan decir por qu ni por qu
causa. Pero no las tuvo. Una semana antes de la fecha fijada para la vuelta del
tren, llamaron a la puerta y al abrir se encontr con un hombre de tipo montas,
que llevaba un fardo y un par de botas para la nieve al hombro.
Usted es Wilbourne? dijo. Tengo una carta para usted un sobre
escrito con lpiz todo manoseado, fechado tres semanas atrs.
Gracias dijo Wilbourne. Entre y coma algo. Pero el otro rehus.
Uno de esos aeroplanos grandotes ha cado por aqu justo antes de
Navidad. No oy ni vio nada?
Yo no estaba aqu entonces dijo Wilbourne. Es mejor que coma antes.
Hay una recompensa. No quiero demorarme.
La carta era de Buckner. Deca: Todo O. K.-Buck. Carlota se la tom y se
qued mirndola.
Es lo que dijiste. Dijiste que era muy sencillo, verdad? Ahora ya ests
tranquilo.
S dijo Wilbourne. Es un alivio.
Carlota mir la carta, las cuatro palabras, contando la O y la K como dos.

101

Una en diez mil. Todo lo que tienes que hacer es tener mucho cuidado,
verdad? Hervir los instrumentos, y todo eso. No importa a quin se lo hagas?
Tienen que estar...
Se detuvo. La mir, pens rpidamente. Algo me est por suceder. Espera,
espera.
Hacerlo a quin?
Ella mir la carta.
Era una tontera, no es as? Quizs he estado confundiendo con incesto.
Ahora le suceda. Se puso a temblar, temblaba an antes de agarrarla por el
hombro y obligarla a mirarlo.
Hacerlo a quin?
Ella lo mir, siempre con la hoja rayada de pesada escritura, la serena mirada
con ese tono verdoso que le daba la nieve. Habl en cortas frases brutales como de
cartilla.
Esa noche. Esa primera noche solos. Cuando ni pudimos esperar a
preparar la cena.
Y todas las veces desde entonces no has...
He debido saberlo. Siempre he sido muy cmoda, demasiado cmoda.
Recuerdo que alguien me dijo una vez, era joven entonces, que cuando la gente se
quiere, cuando realmente se quiere, no tiene hijos. Quiz lo crea. Necesitaba
creerlo. O quiz lo esperaba. De cualquier modo est hecho.
Cundo? dijo sacudindola, temblando. Desde cundo te falta?
Ests segura?
Segura que no me viene? S, por cierto, diecisis das.
Pero no ests segura le dijo precipitadamente, sabiendo que se hablaba a
s mismo; todava no es seguro. A veces no le viene a cualquier mujer. No se
puede estar segura hasta dos...
Crees eso? le dijo tranquilamente. Eso es cuando se desea un hijo. Y
yo no lo deseo ni t tampoco, porque no podemos. Yo puedo morirme de hambre y
t puedes morirte de hambre, pero no l. Debemos, Harry...
No! grit no!
Dijiste que era sencillo. Tenemos la prueba, no es nada, es como extirpar
una ua encarnada. Soy fuerte y sana como ella, no lo crees?
Ah! grit, lo ensayaste con ella. Por eso queras saber si se morira o no.
Por eso me sugestionaste cuando yo haba dicho que no...
Sucedi la noche despus que se fueron, Harry. Pero s, quise saber
primero lo que le suceda. Ella hubiera hecho lo mismo si a m me hubiera
ocurrido primero. Yo hubiera querido que lo hiciera. Yo hubiera querido que ella
viviera aunque yo me salvara o no, igual que ella querra que yo viviera aunque
ella se salvara o no. Lo mismo que yo quiero vivir!
S dijo l, yo s. No quiero decir eso. Pero t... t...
Est bien, es muy simple. Lo sabes ahora por experiencia propia.
No, no!
Bueno dijo tranquilamente. Quizs encontremos un mdico que lo haga
cuando nos vayamos la semana entrante.
No dijo, gritando, aferrado a su hombro, sacudindola. Me oyes?
Quieres decir que ningn otro lo har, y t no quieres?
S! Eso es lo que quiero decir! Justo lo que digo.
Tanto miedo te da?

102

Si dijo. S!
Pas una semana. Le dio por andar capoteando a veces con la nieve hasta la
cintura para no verla, porque no puedo respirar ah adentro, se repeta; una vez
subi hasta la mina; la galera abandonada, oscura, ahora sin los extravagantes e
intiles focos, aunque le pareca estar oyendo las voces, los pjaros ciegos, los
ecos de aquel incomprensible y desaforado lenguaje humano que perduraban
pendientes como los murcilagos y quiz cabeza abajo entre los muertos
corredores hasta que su presencia los ahuyent. Pero tarde o temprano el fro
algo lo rechazaba a la cabaa y no disputaban slo porque ella no quera
embarcarse en ninguna disputa y l volva a pensar. Ella no es slo un hombre
mejor y mejor caballero que yo, es (en todo y para siempre) mejor que yo. Coman
juntos, cumplan juntos la rutina del da, dorman juntos para no helarse; a veces
la posea (y ella lo aceptaba) en una especie de frentica inmolacin, diciendo,
gritando:
Al menos ya no importa, al menos ya no tienes que levantarte en el fro.
Y vena el da de nuevo; llenaba el tanque cuando la estufa se apagaba, tiraba
en la nieve las latas que haban abierto para la ltima comida y ya no haba bajo
el sol nada ms que hacer, para l. As que caminaba (haba en la cabaa un par
de zapatos para la nieve, pero nunca se los prob) entre los torbellinos de nieve
que todava no haba aprendido a evitar a tiempo, rodando y hundindose,
pensando, hablndose en voz alta, pensando mil recursos: Ciertas pldoras,
pensaba... esto, un mdico avezado: las usan las rameras, se supone que actan,
deben actuar, debe haber algo; no puede ser tan caro. Y no creyndolo y sabiendo
que nunca podra hacrselo creer a s mismo, pensando: Y ste es el premio de
veintisis aos, de dos mil dlares que estir hasta ms de cuatro, pasando sin
fumar, conservando mi virginidad hasta que casi me ech a perder, el dlar y los
dos dlares por semana o por mes que mi hermana no poda mandarme; haberme
privado de toda esperanza de anestesia de pldoras ni panfletos. Y ahora todo lo
dems se acab.
Slo queda una cosa dijo en alta voz, en una especie de serenidad, como
la que sucede a un vmito deliberado; slo queda una cosa. Nos iremos adonde
haya calor, donde no sea muy cara la vida, donde pueda encontrar trabajo y donde
podamos sostener un nio, y si no hay trabajo, asilos, orfelinatos, umbrales. No,
no, ni orfelinatos, ni umbrales. Podemos hacerlo, debemos hacerlo. Encontrar
algo, cualquier cosa. S! pensaba, gritaba en la desolacin inmaculada, con
spera y terrible irona: me instalar como especialista en abortos.
Entonces volva a la cabaa y no se peleaban porque ella quera, y no por
indulgencia real o fingida, no porque ella estuviera sometida o asustada sino
simplemente, porque (y eso l lo saba tambin y se acusaba por eso tambin en la
nieve) ella saba que uno de los dos tena que conservar la cabeza y saba de
antemano que no sera l.
Entonces lleg el trencito. Wilbourne haba empaquetado en una caja las
provisiones restantes, por los cien dlares tericos de Buckner. La cargaron junto
con las dos valijas que trajeron de Nueva Orlens haca casi exactamente un ao,
y subieron en el vagoncito de juguete. Al llegar al empalme vendi los tarros de
habas y salmn y tocino, las bolsas de azcar y de caf y de harina, a un pequeo
almacn, por veintin dlares. Viajaron dos noches y un da en coches diurnos y
dejaron detrs la nieve y encontraron mnibus ms baratos. Dormida o despierta,
la cabeza de Carlota iba atrs contra el pao del respaldo, su rostro de perfil

103

contra el huidizo oscuro campo sin nieve, y los pueblecitos perdidos, las luces
elctricas, los comedores con robustas muchachas del oeste vestidas como en las
revistas de Hollywood (de Hollywood que ya no est en Hollywood sino tatuado por
un enorme ardiente gas de colores sobre la faz de la tierra americana) para
parecerse a Joan Crawford.
Llegaron a San Antonio, Texas, con ciento cincuenta y dos dlares y unos
centavos. Haca calor, era casi como Nueva Orlens, los rboles de la pimienta
haban estado verdes casi todo el ao y las adelfas, los aromos y las retamas ya
estaban en flor y algunas palmeras se abran modestamente en el aire tibio como
en Luisiana. Tenan un solo cuarto con un decrpito calentador a gas; se entraba
por un corredor en una pobre casa de madera. Y ahora se peleaban.
No ves? deca ella, el mes deba venirme ahora, maana. Es el
momento indicado. Como se lo hiciste a ella... cmo se llamaba?, el nombre de
puta? Bill, Billie. No debas haberme enseado tantas de esas cosas. No hubiera
sabido elegir el momento para fastidiarte, entonces.
Las has aprendido sin ninguna ayuda de mi parte le dijo, tratando de
contenerse, maldicindose a s mismo: Canalla, ella es la que est embromada, no
t.
Ya est decidido. He dicho no. T eres quien... se detuvo, se refren.
Escucha. Hay unas pldoras. Las tomars cuando deba venirte. Tratar de
conseguirlas.
Tratars dnde?
Dnde las conseguir? Quines las necesitan? En un prostbulo. Dios
mo! Carlota! Carlota!
Ya s le dijo, no podemos evitarlo. Esto no es nosotros. Es eso: no
ves?, quiero volver a ser nosotros, pronto, pronto. Tenemos tan poco tiempo. En
veinte aos ya no podr y en cincuenta estaremos muertos los dos. As, aprate.
Apresrate.
Wilbourne jams haba estado en un prostbulo y jams haba buscado uno:
descubri lo que muchos han descubierto: la dificultad de dar con alguno; cmo
se vive enfrente diez aos antes de descubrir que las seoras que se acuestan
tarde no son telefonistas nocturnas. Al fin se le ocurri lo que el ltimo palurdo
sabe desde que respira: le pregunt a un chfer, que lo llev a una casa bastante
parecida a la que habitaba y apret un botn que no oy, pero una cortina de
estrecha ventana junto a la puerta cay un segundo antes que l pudiera jurar
que alguien lo haba mirado. Se abri la puerta, una sirvienta negra lo condujo por
un vago vestbulo a un cuarto donde haba una mesa enchapada con una
ponchera de imitacin cristal cortado y marcada con redondeles blancos de los
vasos mojados, una pianola con una ranura para monedas, y doce sillas alineadas
contra las cuatro paredes, en perfecto orden, como lpidas en un cementerio
militar, donde la sirvienta lo dej sentado mirando una litografa de un perro San
Bernardo salvando a un nio de la nieve, y otra del presidente Roosevelt, hasta
que entr una mujer con doble papada, de edad indefinida, arriba de los cuarenta,
con el pelo rubin y una bata de raso lila no del todo limpia.
Buenas tardes! dijo, forastero?
S le contest, le pregunt a un chfer. l...
No se disculpe le replic, los chferes son todos amigos mos.
Record el ltimo consejo del conductor: La primera persona blanca que vea,
invtela con cerveza, as lo atendern.

104

No quiere un poco de cerveza? le dijo.


Por qu no? Gracias le dijo la mujer, nos va a refrescar.
Inmediatamente (Wilbourne no haba odo campanilla alguna) entr la
sirvienta.
Dos cervezas, Luisa dijo la mujer.
La sirvienta sali. La mujer se sent tambin.
As que usted es forastero en San Tone. Bueno, algunas de las ms dulces
amistades que he visto se han hecho en una noche o despus de una sesin entre
dos personas que nunca se haban visto una hora antes. Tengo muchas
americanas o espaolas (a los forasteros les gustan las espaolas, por una vez, al
menos. Es la influencia del cine, yo digo siempre) y una italianita que es una luz...
La sirvienta entr con dos jarros de cerveza. No poda haber estado mucho
ms lejos de donde estaba parada cuando la mujer de violeta haba tocado la
campanilla que Wilbourne no lleg a ver. La sirvienta se fue.
No dijo, no necesito... he venido... yo...
La mujer lo estaba mirando; empez a levantar el jarro. Lo volvi a poner
sobre la mesa, mirndolo.
Estoy en un apuro dijo con calma; espero que usted pueda ayudarme.
La mujer retir la mano del jarro y Wilbourne vio que sus ojos, si no eran
menos turbios, no eran menos fros que el brillante grande que tena en el pecho.
Y qu le hizo pensar que yo poda o querra ayudarlo en un apuro? El
chfer tambin le dijo eso? Cmo era? Le tom el nmero?
No dijo Wilbourne, yo...
No importa. En qu apuro est?
l se lo dijo sencillamente, tranquilamente, mientras ella lo observaba.
Hm dijo, as que usted, un forastero, encontr un chfer que lo trajo
aqu derecho para que yo le encontrara un mdico que pudiera atender su caso.
Bueno, bueno.
Llam la campanilla, no violentamente, pero bien fuerte.
No, no, yo no... (Hasta tiene un mdico en la casa pens) yo no...
Sin duda dijo la mujer es una equivocacin. Usted va a volver al hotel o
donde sea y ver que ha soado que su mujer estaba en aprietos o que usted tiene
mujer.
Ojal! dijo Wilbourne, pero yo...
Se abri la puerta y entr un hombre, un hombre grandote, bastante joven,
con la ropa un poco chica, que desde sus calientes ojos pardos rodeados de carne,
bajo el lacio pelo pueril partido al medio, ech a Wilbourne una mirada caliente,
abrasadora, casi amorosa y sigui mirndolo sin parar. Tena la nuca afeitada.
se es? le dijo por encima del hombro a la mujer de violeta, en una voz
enronquecida por el prematuro abuso del whisky, pero que sin embargo era la voz
de una disposicin alegre, feliz, hasta jubilosa.
Ni esper la contestacin, vino derecho a Wilbourne, y antes que ste pudiera
moverse lo arranc de la silla con una mano ajamonada.
Qu quiere, hijo e perra, entrando a una casa decente y portndose como
un hijo de perra? Hable! Mir a Wilbourne alegremente. Fuera! dijo.
S dijo la mujer de violeta, despus quiero encontrar a ese chfer.
Wilbourne empez a luchar. En el acto el joven se volvi sobre l con una
alegra de enamorado, radiante.
Aqu no dijo la mujer, severamente. Fuera, como le he dicho, mono.

105

Me voy dijo Wilbourne. Puede soltarme.


S, seguro, hijo e perra dijo el muchacho. Te acompaar hasta la puerta.
Por aqu...
Estaban en el hall otra vez, haba un hombrecito moreno de pelo negro, con
un pantaln sucio y una camisa azul sin corbata: una especie de sirviente
mejicano. Siguieron hasta la puerta, la espalda del traje de Wilbourne agarrada
por la pesada mano del muchacho. El muchacho la abri. El bruto tiene que
pegarme una vez, pens Wilbourne. O va a reventar, a estallar. Pero est bien. Muy
bien.
Quiz me podra decir dijo. Lo que necesito es...
S, seguro dijo el muchacho. Tal vez tendr que pegarle, Pedro. Qu te
parece?
Dale dijo el mejicano.
Ni siquiera sinti el puo. Sinti el umbral que le golpeaba la espalda, luego
el pasto ya hmedo de roco, antes de empezar a sentir la cara.
Quiz me pueda decir... dijo.
S, seguro dijo el muchacho con su ronca voz satisfecha, adivina,
adivinador...
Son un portazo; despus de un rato Wilbourne se levant. Ahora senta un
ojo, todo un lado de la cara, la cabeza entera, el lento doloroso martillar de la
sangre; aunque en el espejo de la farmacia (estaba en la primera esquina que
encontr: entr; estaba aprendiendo rpido las cosas que deba haber sabido
antes de tener diecinueve aos) vio que todava no haba moretn. Pero se vea la
marca, algo se vea porque el dependiente le dijo:
Qu le pas con la cara, seor?
Una pelea. Le pegu a mi mujer. La he embarazado. Quiero algo para eso.
Por un momento el dependiente lo mir fijo. Luego dijo:
Le cuesta cinco dlares.
Me lo garantiza?
No.
Bueno. Lo llevar.
Era una cajita de lata. Sin rtulo. Contena cinco objetos que podan ser
granos de caf.
Me dijo que el whisky ayudara, y estar en movimiento. Dijo que tomaras
dos esta noche y que fueras a bailar por ah.
Tom las cinco, y salieron y consiguieron dos botellas de whisky y
encontraron al fin una sala de baile llena de luces de colores y uniformes caqui, y
compaeros o compaeras de baile a tanto la pieza.
Bebe un poco tambin dijo ella; te duele mucho la cara?
No dijo l, bebe, bebe todo lo que puedas.
Dios mo! dijo ella, t no puedes bailar, verdad?
No dijo l. S, s puedo bailar.
Empezaron a moverse por el piso, atropellados y sacudidos y atropellando y
sacudiendo, sonmbulos y a veces siguiendo el comps, durante cada breve fase
de msica histrica. Hacia las once, Carlota haba bebido casi la mitad de una de
las botellas, pero slo haba logrado hacerla vomitar.
l esper hasta que saliera del lavabo, con la cara color masilla, y los
amarillos ojos indmitos.
Habrs devuelto las pldoras tambin le dijo.

106

Dos. Tuve miedo de perderlas, as que las lav en la palangana y las volv a
tragar. Dnde est la botella?
Tenan que salir afuera para beber y luego volvieron. A las doce casi haban
acabado la primera botella y las luces se haban apagado, salvo un foco encendido
en un globo giratorio de vidrio de colores, as que los bailarines se movan con
caras de muertos en un rodar de tomos de colores parecidos a una pesadilla
marina. Haba un hombre con un megfono; era un concurso de baile y ellos lo
saban; la msica retumbaba y cesaba, las luces brillaban y la pareja vencedora se
adelantaba.
Estoy indispuesta otra vez dijo Carlota.
Una vez ms la esper la cara color masilla, los ojos indomables.
Las volv a lavar dijo, pero no puedo beber ms. Vamos. Cierran a la
una.
Quizs eran granos de caf porque nada haba sucedido a los tres das; a los
cinco, tuvo que admitir que el momento haba pasado. Ahora disputaban; l se
maldeca por ello mientras se pasaba sentado en los bancos de las plazas leyendo
avisos de trabajo en las columnas de peridicos sucios, recogidos de cajones de
basura, mientras esperaba que su ojo negro, su ojo en compota, desapareciera,
para buscar trabajo, maldicindose porque ella haba aguantado tanto tiempo y
estara lista a seguir aguantando si l no la cansaba, sabiendo que la haba
cansado, jurando que cambiara. Pero al volver al cuarto (ella estaba ms delgada
y haba algo en sus ojos; lo que las pldoras y el whisky haban conseguido era
poner algo en sus ojos que no tenan antes) era como si no hubiera jurado nada.
Ella lo maldeca y le pegaba con los puos duros y luego se contena y se le
prenda, gritando:
Dios mo, Harry, hazme parar, hazme callar! Rmpeme el alma!
Despus se acostaban abrazados, completamente vestidos, en una especie de
paz momentnea.
Todo andar bien le deca l. Mucha gente tiene que hacerlo en estos
tiempos. Los asilos no son malos. Despus encontraremos alguien que se haga
cargo del nio hasta que yo pueda...
No. Eso no sirve, Harry. No sirve.
Ya s que parece duro al principio. Caridad. Pero la caridad no es...
Al diablo con la caridad! He preguntado nunca de dnde viene el dinero,
dnde o cmo vivamos b tenamos que vivir? No es eso. Duelen demasiado.
Ya lo s. Pero las mujeres han estado concibiendo hijos. T misma has
tenido dos.
Al diablo con el dolor tambin! Soy blanda para recibir y dura para parir,
pero, al diablo con eso! Estoy acostumbrada a eso, eso no me importa. Dije que
dolan demasiado.
Entonces l comprendi, supo lo que ella quera decir; pens tranquilamente,
como haba pensado antes, que ella conocindolo apenas haba abandonado
mucho ms de lo que l pudiera poseer para abandonar y recordar las viejas,
probadas, verdaderas, incontestables palabras: Carne de mi carne, sangre de mi
sangre, y hasta memoria de mi carne y de mi sangre y de mi memoria. No puedes
vencer eso. No puedes vencerlo con facilidad. Estaba por decir: Pero ste va a ser
nuestro, cuando se dio cuenta que as era, que era eso exactamente.
Pero an no poda decir s, no poda decir Bueno. Se lo poda decir l mismo
en los bancos de las plazas, poda estirar la mano sin temblar. Pero no poda

107

decrselo a ella; se acostara a su lado, abrazndola mientras dorma, y observara


el ltimo resto de su coraje y de una hombra que le dejaba. Est bien, sola
repetirse en voz baja. Pronto va a entrar en el cuarto mes, entonces me puedo
decir: s que es ya tarde para intentarlo; aun ella lo comprender. Luego se
despertaba y todo empezaba de nuevo los razonamientos sin salida que
degeneraban en disputas, y despus las maldiciones, hasta que ella se refrenaba y
se le prenda al cuello gritando en una desesperacin frentica:
Harry! Harry!, qu estamos haciendo? Nosotros, nosotros, nosotros!
Hazme callar! Pgame! Golpame!
Esta ltima vez l la contuvo hasta que se calm.
Harry, quieres que hagamos un convenio?
S dijo l, fatigado, lo que quieras.
Un convenio. Y mientras dure, no mencionaremos el embarazo dijo la
fecha en que debera venirle su prximo mes; faltaban trece das; es el mejor
momento; despus de eso se cumplirn cuatro meses y ser demasiado tarde para
arriesgarlo. As, desde ahora hasta entonces ni siquiera hablaremos de eso; tratar
de facilitar las cosas mientras t buscas un empleo, un buen empleo que pueda
sostener a tres...
No! dijo l, no, no!
Espera le dijo ella, lo has prometido... Entonces, si no has encontrado
trabajo, lo hars, me lo sacars.
No! grit, no quiero. Nunca!
Pero lo prometiste dijo ella, tranquilamente, dulcemente.
Se repeta lo de Chicago: las primeras semanas cuando iba de hospital en
hospital, las entrevistas que languidecan y se borraban tranquilamente a un
mismo momento dado, l presintindolo y esperndolo y recibiendo decentemente
esa muerte. Pero no ahora, no esta vez. En Chicago, sola pensar: Pienso que voy a
fracasar y fracasaba; ahora saba que iba a fracasar y rehusaba aceptar una
negativa; hasta casi lo amenazaban con violencia fsica. No slo ensayaba
hospitales, ensayaba cualquier mentira; llegaba a las citas, sugera sueldos con
una frentica, fra determinacin manitica que comportaba su propia negacin;
prometa a cualquiera que poda y hara cualquier cosa; una tarde, recorriendo
solo las calles vio por pura casualidad la chapa de un mdico y entr y propuso
provocar a mitad de precio cualquier aborto que se presentara, aleg su
experiencia y (se dio cuenta ms tarde al recobrar parcialmente la lucidez) slo su
despedida a la fuerza le impidi mostrar la carta de Buckner como testimonio de
su destreza.
Un da volvi a la casa a media tarde. Se detuvo ante la puerta por largo rato
antes de abrirla. Y aun al hacerlo no entr: se qued en el umbral con un barato
gorro blanco de picos con una cintilla amarilla la solitaria insignia de un
celador y con el corazn quieto y helado por una pena y desesperacin que eran
casi sedantes.
Me dan diez dlares por semana dijo.
Ah, mono! le dijo ella.
Entonces por ltima vez en su vida la vio llorar.
Bastardo! Bastardo maldito!
Se acerc y le arranc el gorro y lo arroj a la chimenea (una hornalla rota
colgando de un lado y llena de papel arrugado descolorido que alguna vez haba
sido rojo o amarillo) y luego, prendida a l, llorando a mares, las lgrimas tristes

108

brotando y corriendo:
Bastardo, maldito bastardo, maldito, maldito, maldito.
Hirvi el agua ella misma y busc los pobres instrumentos con que le haban
provisto en Chicago y que haba usado slo una vez, y acostndose en la cama lo
mir...
No es nada. Es muy sencillo. Ya lo sabes; ya lo has hecho.
S dijo l, sencillo. No hay ms que dejar entrar el aire. Todo lo que hay
que hacer es dejar entrar el aire...
Empez a temblar otra vez.
Carlota, Carlota.
Eso es todo. Un pinchazo. Luego entra el aire y maana habr pasado todo
y estar bien y volveremos a ser nosotros por siempre y siempre.
S, siempre y siempre. Pero tendr que esperar un minuto hasta que mi
mano... Mira. No quiere parar. No la puedo hacer parar.
Bueno. Esperaremos un minuto. Es sencillo. Es gracioso. Nuevo, quiero
decir. Ahora. Tu mano est quieta.
Carlota dijo l. Carlota...
Est bien. Ya sabemos cmo. Qu me contaste que decan las negras?
Lbrame, Harry.
Ahora, sentado en su banco del Parque Audubon, charro, verde y brillante
como el pleno verano de Luisiana, aunque junio no haba llegado an, y lleno de
gritos de nios y ruido de ruedas de cochecitos como antes en el departamento de
Chicago, miraba entre los prpados el coche (le haban dicho que esperara)
detenindose ante la limpia e insignificante pero del todo irreprochable puerta y a
ella bajndose del coche con su vestido oscuro con ms de un ao de uso, por ms
de tres mil millas, con la valija de la primavera pasada, subiendo la escalera.
Y ahora la campanilla, quiz la misma sirvienta negra: Usted, seorita!
luego nada, recordando quin pagaba el sueldo, aunque posiblemente no, puesto
que en general los negros dejan un empleo si hay una muerte o un divorcio. Y
ahora el cuarto, como lo vio la primera vez, el cuarto en que ella le dijo: Harry
lo llaman Harry?, qu vamos a hacer? (Bueno, lo hice, pens. Ella tiene que
admitirlo.) Poda verlos, a los dos: Rittenmeyer con su saco cruzado (sera ahora de
franela, pero franela oscura, imponiendo suavemente su corte impecable y su
costo); los cuatro, Carlota aqu y los otros ms lejos, las dos nias insignificantes,
las hijas, una con el pelo de la madre y nada ms, la otra, la menor, sin nada,
sentada quizs en las rodillas del padre, la otra, la mayor, recostada en l; los tres
rostros, uno impecable, los dos invencibles e irrevocables, el segundo fro, sin
parpadear, el tercero slo sereno; poda verlos, orlos:
Ve a hablar a tu madre, Carlota. Lleva a Ana contigo.
No quiero!
Ve, lleva a Ana de la mano.
Los oa, los vea: Rittenmeyer poniendo a la pequea en el suelo, la mayor
tomndole la mano y acercndose. Y ahora ella tomaba la mano, acercndose. Y
ahora ella tomaba a la pequea en su regazo, mirndola tranquila con su intenso
absoluto desinters de las criaturas, la mayor inclinndose hacia ella, obediente,
fra, soportando las caricias, apartndose antes que el beso se completara y
volviendo a su padre; un momento despus Carlota ve llamar a la menor, ve la
subrepticia violenta pantomima. As que Carlota vuelve a depositar la niita en el
suelo y sta vuelve a las rodillas de su padre, levantando la colita hasta las faldas

109

de su padre, mirando a Carlota con despego vaco hasta de curiosidad.


Que se vayan deca Carlota.
Quieres que se vayan?
S, quieren irse.
Las nias se van. Y ahora la oye; no es Carlota. Eso lo sabe como nunca lo
sabr Rittenmeyer.
Eso es lo que les has enseado.
Yo ensearles? Yo no les he enseado nada! grit. Nada. No he sido yo
quien...
Ya s. Perdona. No quera decir eso. No he... Han estado bien?
S. Como te escrib. Como recordars, por algunos meses no tuve direccin.
Me devolvan las cartas. Puedes verlas cuando quieras, si lo deseas. T no pareces
muy bien. Es por eso que vuelves a casa? O vuelves del todo?
Para ver a las nias. Y para darte esto. Saca el cheque, con la doble firma
perforada contra cualquier intriga o maquinacin, el pedazo de papel que cuenta
ms de un ao, doblado e intacto y slo un poco gastado.
Vuelves a casa con su dinero, entonces? Entonces le perteneces?
No, es tuyo.
Rehus aceptarlo.
l tambin.
Entonces qumalo. Destryelo.
Por qu? Por qu quieres perjudicarte? Por qu te gusta sufrir, cuando se
puede hacer tanto con eso? Dselo a las nias. Un legado, si no mo, de Ralph.
Todava es su to. l no te ha hecho ningn mal.
Un legado? dijo l. Entonces ella se lo dijo.
Ah, s, se dijo Wilbourne, ella se lo va a decir; poda verlos, orlos las dos
personas entre las cuales algo parecido al amor haba existido una vez, o que al
menos haban conocido juntos el esfuerzo fsico en que la carne trata de guardar
ese poquito que saba del amor. Ah! le dir ella; l poda verla y orla cmo
dejaba el cheque sobre la mesa a su alcance dicindole:
Hace un mes. Estaba bien, pero he seguido perdiendo sangre y pareca
bastante mal. De pronto, hace dos das, ha parado la prdida as que algo debe
andar mal, que puede ser algo peor, cmo se llama? toxemia, septicemia? No
importa eso lo estamos observando, esperando.
Los hombres que pasaban por delante del banco en que estaba sentado
tenan trajes de hilo, y l empez a notar un xodo general desde el parque las
nieras negras que infundan algo charro y deslumbrante a sus almidonados
uniformes azules con cruces blancas, los nios que atravesaban el csped con
frgiles gritos, desaparecan al azar como ptalos. Se aproximaba el medioda;
Carlota se haba demorado en la casa ms de media hora. Por qu le tomar todo
ese tiempo?, pens, vindolos y oyndolos: l est tratando de convencerla que
vaya a un hospital en seguida, el mejor hospital con los mejores mdicos; l cargar
con toda la culpa, dir todas las mentiras, insiste, sereno, nada importuna, y con
decisin.
No, Har... l conoce un lugar. En a costa del Misisip... Iremos ah. Si es
necesario consultaremos un mdico...
La costa del Misisip. A qu diablos la costa del Misisip? Un mdico de
pueblo en un villorrio perdido del Misisip, cuando en Nueva Orlens estn los
mejores.

110

A lo mejor no precisaremos de un mdico. Y ah podremos vivir ms barato


hasta saber...
Entonces tienes dinero para veranear en la costa.
Era el exacto medioda: el aire estaba muerto, las sombras manchadas yacan
inmviles en sus rodillas, sobre los seis billetes en su mano, los dos de veinte, el
de cinco, los tres de uno, oyndolos, vindolos:
Toma el cheque otra vez, no es mo.
Ni mo. Djame hacer lo qu quiero, Francis. Hace un ao me dejaste elegir y
eleg. Me quedo con eso. No quiero que te retractes, que rompas tu promesa. Pero
quiero pedirte una cosa.
A m, un favor?
Si quieres. No espero una promesa. Quiz lo que trato de expresar no es ms
que un deseo. No una esperanza!, un deseo. Si algo me sucede...
Si algo te sucede. Qu quieres que haga?
Nada.
Nada?
S. Contra l. No lo pido por l ni siquiera por m. Lo pido por... por... ni
siquiera s lo que quiero decir. Lo pido por todos los hombres y todas las mujeres
que vivieron y erraron pero con los mejores propsitos y por todos los que vivirn y
errarn pero con los mejores propsitos. Acaso por ti, ya que t sufres tambin, si
hay algo que realmente es sufrir, si alguno de nosotros ha sufrido, si alguno de
nosotros ha sufrido con bastante fuerza y con bastante bondad para ser digno de
amar o de sufrir. Quiz lo que quiero decir es justicia?
Justicia?
Ahora escuchaba la risa de Rittenmeyer, que no se haba redo nunca porque
la risa es la barba escasa de ayer, el neglig de las emociones.
Justicia? Eso a m? Justicia?
Ahora ella se levanta; l tambin, se enfrentan.
No he pedido una promesa dice ella, hubiera sido demasiado pedir.
A m.
A cualquiera. A cualquier hombre o a cualquier mujer. No slo a ti.
Pero soy yo el que no te promete nada. Recuerda, recuerda. Yo dije que
podas volver cuando quisieras y que yo te recibira en mi casa a lo menos. Pero
puedes esperar eso otra vez, de algn hombre? Dime, has hablado de justicia; dime
eso.
No te espero. Ya te dije que lo que trataba de decir era esperanza.
Ahora se dar vuelta, se dijo, aproximndose a la puerta, y quedarn
mirndose como Mc Cord y yo en la estacin de Chicago esa noche, el ao... se
detuvo. Estaba por decir el ao pasado... y se detuvo y dijo en voz alta con un
tranquilo asombro:
No hace cinco meses de esa noche.
Y saben los dos que no se volvern a ver en la vida y ninguno de los dos lo
dir. Adis, Rat, le dice ella. Y l no contestar, pens l. No. l no contestar, ese
hombre de ultimtum, sobre el cual anualmente por el resto de su vida recaer la
necesidad de mandatos que de antemano sabe que no podr sostener, que ha
negado la promesa que ella no le ha pedido pero que ejecutar en el acto y ella lo
sabe bien, demasiado bien, demasiado bien ese rostro impecable e invencible
sobre el cual toda la luz existente del cuarto se habr acumulado como en una
bendicin, en una afirmacin no de rectitud sino de derecho, habiendo sido

111

consistentemente e incontrovertiblemente recto; y sin embargo trgico tambin,


porque no hay consuelo de paz en tener razn.
Ahora sera tiempo. Se levant del banco y sigui la curva de descoloridas
cscaras de ostras entre el macizo follaje de adelfas, de jazmines y de naranjos,
hacia la salida y la calle, bajo el medioda. El coche se acerc, acortando el paso al
alcanzar la vereda; el conductor abri la puerta.
A la estacin dijo Wilbourne.
Union Station.
No. La estacin para Mobile. La costa.
Entr. La puerta se cerr; el coche prosigui; los troncos ascendentes de las
palmeras empezaron a huir a los lados.
Las dos estaban bien? pregunt.
Oye dijo ella. Iremos a alcanzarla?
Alcanzarla?
Ya lo sabrs.
No alcanzaremos nada. Te voy a sostener, no te he sostenido hasta ahora?
No seas un imbcil. Ya no hay tiempo. Ya lo sabrs. Djame sola, oyes?
Sola?
Promteme. No sabes lo que te harn? T no sabes mentir aunque
quieras. Y no puedes ayudarme. Pero ya lo sabrs. Llama por telfono a una
ambulancia o a la polica o a algo y telegrafa a Rat y djame sola. Promteme.
Voy a sostenerte dijo, eso es lo que te prometo.. Las dos estaban bien?
Si dijo ella.
Los ascendentes troncos de las palmeras huan constante mente a los lados.
Las dos estaban bien.

112

EL VIEJO

Cuando la mujer le pregunt si tena un cuchillo, el penado (con la


chorreante ropa de cut que lo haba hecho balear, la segunda vez por una
ametralladora, en las dos ocasiones en que haba visto un ser humano desde que
dej la plataforma haca cuatro das) se sinti exactamente igual que cuando en el
esquife fugitivo la mujer indic que era mejor apresurarse. Sinti la misma
indignacin injuriada de carcter puramente moral, la misma impotencia rabiosa
para encontrar una respuesta; as, dominndola desde su altura, agotado,
ahogado y sin articular palabra, pas un minuto largo antes de comprender que
ella ahora estaba gritando: La lata, la lata en el bote.
No presinti para qu la quera; ni siquiera lo imagin ni se detuvo a
preguntarlo. Se dio vuelta corriendo; esta vez, pens: Es otra serpiente cuando el
grueso cuerpo se dobl en ese torpe movimiento reflejo que no surga de la alarma
sino de la vitalidad, y l ni siquiera cambi el paso aunque saba que su pie ya
lanzado caera apenas a una yarda de la cabeza chata. La borda del esquife estaba
bien arriba en la ladera donde la ola la haba plantado y haba otra serpiente
metindose en la proa, y al agacharse para alcanzar la lata vio otra cosa que
nadaba hacia el terrapln: una cabeza, un cara en el vrtice de un ngulo de olas.
Levant la lata; por la mera yuxtaposicin con el agua la sac llena.
Volvi a ver al ciervo, o a otro ciervo. Esto es, vio un ciervo una mirada
lateral, el liviano fantasma color humo que desapareca en una perspectiva de
cipreses. No se detuvo a mirarlo, como a la mujer y se arrodill para acercarle la
lata a los labios hasta que ella le dijo basta. Haba contenido un cuarto de habas o
tomates, algo hermticamente cerrado y abierto por cuatro golpes de hacha con la
hoja de metal hacia afuera y los bordes desiguales agudos como navajas. Ella le
ense y l la us en lugar de cuchillo; se sac uno de los cordones de los zapatos
y lo cort en dos con la lata filosa. Despus ella pidi agua caliente.
Si tuviera un poquito de agua caliente dijo con una dbil voz serena sin
mucha esperanza.
Slo cuando l se acord de los fsforos fue como cuando le pidi un cuchillo,
hasta que ella registr el bolsillo de la encogida casaca (tena una doble costura en
un puo y un manchn ms oscuro en el hombro donde haban arrancado las
jinetas y un emblema, pero esto no significaba nada para l) y sac un yesquero
hecho de dos cartuchos vacos. Cuando la alej del agua fue a juntar un poco de
lea seca para quemar, pensando esta vez: Es otra serpiente, pero, dijo, hubiera
debido pensar diez mil serpientes ms; y ahora saba que no era el mismo ciervo
porque vio tres a un tiempo, no saba si machos o hembras porque ninguno tena
astas en mayo y adems nunca haba visto ninguno en ninguna parte salvo en

una tarjeta de Navidad; y despus del conejo, ahogado, muerto, de todos modos,
ya desollado, con el pjaro, el buitre parado encima la cresta erguida, la dura
cruel nariz patricia, el intolerante omnvoro ojo amarillo y le dio un puntapi, y
lo arroj al aire, tambaleante, con la alas abiertas.
Cuando volvi con la lea y el conejo muerto, el nene envuelto en la casaca
yaca acuado entre dos troncos de ciprs y la mujer no se vea pero mientras el
penado se arrodill en el fango, soplando y avivando la dbil llama, vino ella lenta
y lnguidamente desde el lado del agua. Una vez calentada el agua ella sac de
alguna parte que l no conocera nunca y que ella tal vez ignoraba tambin hasta
que lleg el momento, de una parte que tal vez ninguna mujer conoce pero que no
asombra a ninguna mujer, ese cuadrado de algo, entre arpillera y seda. En
cuclillas, acurrucndose, sus ropas humeando al calor del fuego, la vio baar al
nio con salvaje curiosidad e inters que se convirtieron en incrdulo asombro,
hasta que se par y los mir desde arriba a los dos, a la mujer y a la diminuta
criatura color terracota que no se pareca a nada, y pens: Y esto es todo. Esto me
arranc violentamente de todo lo que yo conoca y que no quera dejar y me arroj a
un elemento que yo nac para temer y que me ha dejado en un lugar que nunca he
visto antes y donde ni siquiera s dnde estoy.
Luego volvi al agua y llen de nuevo el tarro. Iba aproximndose al ocaso (o
lo que hubiera sido el ocaso sin el nublado predominante) de este da cuyo
principio ni siquiera recordaba, cuando volvi donde el fuego arda en la oscuridad
entrelazada de los cipreses. Aun despus de tan corta ausencia, se haba hecho la
noche definitiva como si hasta la oscuridad se hubiera refugiado sobre esas pocas
varas cuadradas de terrapln, esa Arca terrestre salida del Gnesis, esa vaga
hmeda desolacin ahogada por los cipreses y rebosante de vida, cuyo rumbo y
cuya ubicacin ignoraba como ignoraba el da del mes, y que ahora con la puesta
del sol se tenda de nuevo sobre las aguas.
Guis el conejo en pedazos mientras el fuego arda ms y ms rojo en la
oscuridad donde los tmidos ojos salvajes de bestezuelas una vez la alta dulce
mirada atnita de uno de los ciervos brill y desapareci y volvi a brillar.
Despus de cuatro das sin comer, el caldo le pareci caliente y fuerte; le pareca
or el rugir de su propia saliva, viendo a la mujer chupar la primera racin. l
bebi despus; comieron los otros pedazos que haban estado tostndose en ramas
de sauce; era noche cerrada.
Es mejor que usted y l duerman en el bote dijo el penado. Maana
zarparemos al alba.
Empuj la proa del bote hacia el agua para nivelarlo, alarg el cable con un
sarmiento y volvi a la hoguera y se at la rama a la cintura y se acost. Se acost
sobre el barro, pero abajo era slido, era tierra, no se mova; si uno se caa encima
poda romperse los huesos contra su irrefutable pasividad, pero no lo reciba
incorpreamente, sofocndolo a uno sin fin; era difcil a veces pasarle un arado, lo
agotaba y lo renda a uno, lo haca maldecir su insaciable exigencia que dura lo
que dura la luz, pero no lo arrancaba a uno violentamente de todo lo conocido y lo
empujaba como un dspota das y das.
No s dnde estoy, no s el camino para volver, adonde quiero ir, pens. Pero al
menos el bote se ha detenido lo bastante para darme una oportunidad de hacerlo
volver.
Se despert al alba, una leve luz, el cielo color junquillo; sera un hermoso
da. El fuego se haba apagado; al otro lado de las cenizas fras yacan tres

114

serpientes inmviles y paralelas y en la creciente luz otras parecan materializarse:


la tierra, que un momento antes era mera tierra, estall en inmviles lazos, las
ramas que un momento antes eran slo ramas eran ahora inmviles festones de
ofidios, mientras el penado pensaba en comida, en algo caliente antes de partir.
Pero se decidi contra esa idea, contra perder tiempo en eso, ya que todava
quedaban en el bote algunos objetos como piedras que la mujer de la cabaa
haba tirado dentro; adems (pensndolo), por ms ligero o con ms xito que
buscara, nunca podra acumular bastantes provisiones que les alcanzaran hasta
donde queran ir. Volvi al esquife ayudndose con el cable reforzado por el
sarmiento, volvi al agua sobre la que haba una neblina baja, espesa como
algodn (aunque no pareca alta ni profunda) en la cual la popa del esquife haba
empezado a desaparecer aunque la proa casi tocaba el terrapln. La mujer se
despert, se agit.
Ahora zarpamos? pregunt.
S dijo el penado.
No est pensando tener otro esta maana, verdad?
Fue y despeg el esquife de tierra que en seguida empez a disolverse en la
neblina.
Alcnceme el remo dijo por encima del hombro, sin darse vuelta.
El remo?
Se dio vuelta.
El remo. Est acostada encima.
Pero no era as, y por un instante durante el cual el terrapln, la isla, seguan
disolvindose en la neblina que pareca rodear el esquife de una liviana lana
impalpable como si ste fuera una preciosa o frgil alhaja, el penado se agach sin
consternacin pero con la frentica y atnita indignacin del hombre que acaba de
evitar que lo aplaste una caja de hierro y a quien lo golpea el aprieta papel que
haba encima: hecho tanto ms intolerable porque saba que nunca en su vida
tena menos tiempo que perder. No vacil. Empuando el extremo del sarmiento
salt al agua, desapareciendo en la agitacin de trepar y reapareci, siempre
trepando, y (l, que nunca haba aprendido a nadar) zambull y se meti hacia el
terrapln casi invisible atravesando el agua que lo cubra como el ciervo haba
hecho ayer y repech la ribera fangosa y se qued alentando y rendido, siempre
con el sarmiento en el puo. Lo primero que hizo fue elegir lo que le pareci el
rbol ms adecuado (por un instante en que reconoci que estaba loco, pens en
abatirlo con el borde de la lata) e hizo un fuego.
Despus fue a buscar comida. Pas seis das buscndola, mientras el rbol se
quemaba y caa y segua quemndose hasta la altura deseada, y l cuidando
constantes, expertas llamitas, a lo largo de los flancos de la madera para darle
forma de remo, cuidndolas tambin, de noche mientras la mujer y el nio (coma;
lo amamantaba ahora; l le daba la espalda y hasta se iba al bosque cada vez que
ella se dispona a abrir la casaca desteida) dorman en el esquife.
Aprendi a vigilar los halcones al acecho y encontr as ms conejos y dos
veces zorros; comieron algunos pescados ahogados que les produjeron urticaria y
despus una violenta diarrea y una vbora que la mujer confundi con una tortuga
y que no les hizo mal y una noche llovi y l se levant y junto leitas (sacudiendo
las vboras, ya no pensaba: Es otra serpiente; se haca a un lado cuando le daban
tiempo) con el antiguo sentimiento anterior de invulnerabilidad personal y arm
un refugio y en seguida par la lluvia y no recomenz y la mujer regres al esquife.

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Y una noche el lento, fastidioso leo carbonizado era casi un remo, una
noche ya estaba en cama, su cama de la crcel y haca fro, trataba de arroparse
pero su mula no lo dejaba, hociqueando y golpendolo, tratando de meterse en la
estrecha cama con l, y la cama estaba fra y mojada y l trataba de levantarse
pero la mula no lo dejaba y lo agarraba por el cinturn con los dientes
empujndolo y arrinconndolo contra la cama fra y mojada, e inclinndose le
pasaba por la cara la fra musculosa lengua flexible, y se despert y se encontr
sin fuego, sin carbn, hasta debajo del casi concluido remo y una cosa alargada y
framente flexible pas rpidamente sobre su cuerpo que yaca en cuatro pulgadas
de agua mientras la proa del esquife alternativamente tironeaba el sarmiento
atado a su cintura y lo golpeaba y lo empujaba de nuevo dentro del agua. Despus
vino otra cosa y empez a golpearle el tobillo: era el leo, el remo. l empez
frenticamente a tantear el esquife, oyendo un ligero crujido ac y all dentro del
casco mientras la mujer empez a moverse y gritar:
Ratas! Est lleno de ratas!
Estese quieta! le grit. Son culebras! No puede quedarse quieta hasta
que encuentre el bote?
Lo encontr, se meti dentro con el remo sin concluir; otra vez: el grueso
cuerpo musculoso convulso bajo su pie; no golpe; no le hubiera importado,
mirando a popa donde poda ver algo la dbil luminosidad exterior del agua
abierta. Rumbe hacia el agua, apartando las ramas con serpientes, el fondo del
esquife sonando dbilmente con gruesos slidos ruidos, la mujer chillando
constantemente. El esquife se libr de los rboles, del terrapln, y ahora poda
sentir los cuerpos azotndoles los tobillos y or el roce cuando saltaban la borda.
Arrastr dentro el leo y rasp con l el fondo del bote hacia adelante, arriba y
afuera; contra el agua plida pudo ver tres serpientes ms que se retorcan a
golpes al desaparecer.
Cllese! grit. Quisiera ser una culebra para poder salir.
Cuando de nuevo la plida y frgida oblea del primer sol mir al esquife (el
penado ignoraba si se movan o no) en su nimbo de fino algodn, el penado estaba
oyendo aquel sonido que haba odo dos veces antes y que nunca olvidara, aquel
sonido de agua deliberada e irresistible y monstruosamente agitada. Pero ahora no
poda decir de dnde vena. Pareca estar en todas partes, aumentando y
disminuyendo; era como un fantasma detrs de la neblina, a muchas millas en un
instante, luego rebasando el esquife en el prximo segundo; de pronto, en el
momento en que crea (todo su cansado cuerpo iba a saltar y gritar) que iba a
estrellar el esquife contra l con el remo a medio hacer del color y la apariencia de
ladrillo oscuro como algo rodo, de una vieja chimenea, por castores y que pesara
veinticinco libras, arremolineaba el esquife furiosamente y encontraba el sonido
muerto delante de l. Algo rugi tremendamente sobre su cabeza, oy voces
humanas, tintine una campana y ces el ruido y la niebla desapareci como
cuando uno pasa la mano por un vidrio helado, y el esquife repos sobre un brillo
de agua oscura a una distancia de treinta yardas de un vapor. Los puentes
estaban llenos y repletos de hombres, mujeres y nios (sentados o parados en
montn entre una aglomeracin casera de muebles apresurados) que miraban
silenciosa y tristemente el esquife, mientras el penado y el hombre con un
megfono en la cabina del piloto se hablaban en minsculos gritos y alaridos
sobre el jadeo de las mquinas.
Qu demonios quiere hacer? Suicidarse?

116

Por dnde se va a Vicksburg...?


Vicksburg? Vicksburg? Atraque y suba a bordo.
Pueden llevar tambin el bote?
El bote, el bote?
Ahora el megfono empez a maldecir, las rugientes olas de blasfemias y
suposiciones biolgicas, vacas, cavernosas e incorpreas por tumo, como si el
agua, el aire, la neblina las hubieran dicho, rugiendo las palabras y volvindolas
luego a tomar sin hacer dao, sin dejar marca ni insulto en ninguna parte.
Si yo tomara a bordo todas las latas de sardinas flotantes que ustedes,
hijos de perra y ratas de albaal, quieren encajarme, no tendra lugar ni para el
piloto. Suban a bordo! Quiere tenerme aqu malgastando carbn hasta que se
hiele el infierno?
Yo no subir sin el bote dijo el penado.
Habl otra voz, tan serena y moderada y sensata que por un momento
pareci ms extranjera y fuera del lugar que la incorprea y vociferante insolencia
del megfono.
Adonde est tratando de ir?
No estoy tratando dijo el penado. Voy a Parchman.
El hombre que habl ltimo se dio vuelta y pareci conversar con un tercero
en la cabina del piloto. Luego volvi a mirar el esquife.
Carnarvon?
Qu? dijo el penado. Parchman?
Bueno. Vamos por ah. Lo dejaremos donde pueda ir a casa. Suba.
Tambin el bote?
S, s. Venga. Estamos gastando carbn para conversar con usted.
El penado atrac el bote y los mir ayudar a la mujer con el nio a saltar la
baranda y l mismo subi a bordo, aunque agarrando an la punta del sarmiento
aadido al cable hasta que el esquife fue izado a la cubierta de mquinas.
Dios mo dijo el hombre suave, es eso lo que ha usado como remo?
S dijo el penado, perd el tabln.
El tabln dijo el hombre suave (el penado cont que hablaba en un
susurro), el tabln. Bueno. Venga a comer algo. Su bote est bien ahora.
Me parece que voy a esperar aqu dijo el penado. Porque, ahora les
sigui contando, not por primera vez que los dems, los dems refugiados que
llenaban la cubierta, que haban formado un tranquilo crculo al bote volcado en el
que estaban l y la mujer, con el cable y el sarmiento dndole muchas vueltas en
la mueca y prendido a su mano, que miraban a l y a la mujer con extraa,
clida, doliente intensidad, no eran blancos.
Quieres decir negros? dijo el penado gordo.
No, no eran americanos.
No eran americanos? Es decir que no estabas en Amrica?
No s dijo el alto; lo llamaban Atchafalaya, porque al rato dijo Qu? al
hombre y el hombre hizo otra vez, goble-goble.
Goble-Goble? dijo el gordo.
As hablaban dijo el alto, goble, goble, whang, caw-caw-to-to.
Y se qued mirndolos lengetear entre s y luego volviendo a mirarlo, hasta
que se hicieron atrs y el hombre suave (llevaba un brazal de la Cruz Roja) entr
seguido de un mozo de comedor con una bandeja de comida. El hombre suave
traa dos vasos de whisky.

117

Beba esto dijo el hombre suave. Esto lo va a calentar.


La mujer tom el vaso y lo apur, pero el penado cont cmo mir el suyo
pensando: No he probado whisky en siete aos. No lo haba probado sino una vez;
fue en una hondonada entre los pinos: tena diecisiete aos, haba ido con cuatro
compaeros, dos de ellos ya hombres, uno de veintids o veintitrs aos, el otro de
unos cuarenta; lo recordaba. Esto es, recordaba una tercera parte quiz de aquella
tarde un barullo feroz a la luz del fuego color infierno, el choque de golpes en su
cabeza (tambin de sus propios puos en huesos duros), luego el despertar bajo
un sol rajante y enceguecedor, en un lugar, un pesebre que nunca haba visto y
que result estar a veinte millas de su casa. Dijo que se acord de eso y mir las
caras que lo observaban y dijo:
Creo que no.
Vaya, vaya dijo el hombre suave, bbalo!
No quiero.
Tonteras dijo el hombre suave, soy un mdico. Vamos. Luego puede
comer.
Tom el vaso y aun entonces vacil, pero el hombre suave volvi a decir:
Vamos, trguelo, todava nos est entreteniendo con esa voz quieta y
suave pero aguda tambin, la voz de un hombre que puede ser calmoso y afable
porque no est acostumbrado a que lo contradigan, y bebi el whisky y aun entre
el segundo que sinti el dulce fuego ardiente en la panza y cuando empez a
suceder, trataba de decirles: Yo trat de decirles! Yo trat! Pero era demasiado
tarde en el plido resplandor del dcimo da de terror y desesperanza y
desesperacin e impotencia y rabia e indignacin y volvi a ser l y la mula, su
mula (le haban permitido que le pusiera nombre: John Henry) que ningn hombre
ms que l haba llevado a arar en cinco aos y cuyas manas y costumbres
conoca y respetaba y que a su vez conoca y respetaba las de l de modo que se
prevean los movimientos e intenciones mutuamente; era l y la mula, las caritas
huyendo delante de ellos, los duros huesos familiares del crneo chocando con
sus puos, su propia voz gritando:
Vamos, John Henry, ara hondo, trgalo muchacho en el preciso instante
en que la brillante clida ola roja se volc. Sali jubilosamente a su encuentro, la
rechaz con un alarido triunfal y sinti el golpe aniquilador en la nuca: qued
tirado en la cubierta de espaldas, maniatado y lcido otra vez. Le sangraba la
nariz, el hombre suave se inclinaba sobre l y detrs de los finos lentes sin aros lo
miraban los ojos ms fros que el penado haba visto ojos que no lo miraban a l
sino a la efusin de la sangre con pleno inters unipersonal. Bravo dijo el
hombre suave. Puede vivir un siglo, eh? Buena sangre roja tambin? Nadie le
ha dicho alguna vez que era hemoflico?
Qu? dijo el penado gordo, hemoflico? Sabes lo que quiere decir?
El penado fumaba con ganas el cigarrillo, su cuerpo calzado en el espacio
como un fretro entre las cuchetas superiores e inferiores, flaco, limpio, inmvil, el
humo azul anillndose sobre su flaco oscuro afeitado rostro aquilino.
Eso quiere decir un ternero que es toro y vaca a un tiempo.
No; no es eso dijo un tercer penado, es un ternero o un potrillo que no
es ninguno de los dos.
Demonios dijo el gordo, tiene que ser uno de los dos para no irse al
diablo.
No haba cesado de mirar al alto en la cucheta; ahora le volvi a hablar:

118

Dejaste que te llamara eso?


El alto lo haba hecho. No contest nada al doctor (en ese momento dej de
considerarlo hombre suave). No poda moverse tampoco, aunque se senta
esplndidamente, mejor que lo que se haba sentido en diez das. Lo ayudaron a
pararse y lo sujetaron de arriba abajo en el bote volcado, junto a la mujer, donde
se sent inclinado hacia adelante, codos y rodillas en la actitud inmemorial,
mirando su propia sangre carmes que manchaba la cubierta fangosa hasta que la
pulida cuidada mano del doctor apareci bajo sus narices con un frasco.
Huela dijo el doctor fuerte.
El penado aspir, la ardiente sensacin del amonaco le quem las narices y
la garganta.
Otra vez dijo el doctor.
El penado aspir obediente. Esta vez se ahog y escupi una gota de sangre;
la nariz no tena ms sensacin que una ua, pero la senta del tamao de una
pala de diez pulgadas, y tan fra.
Le pido que me disculpe dijo, yo no quera...
Por qu? dijo el doctor; peleo muy bien contra cuarenta o cincuenta
hombres. Dur hasta dos segundos. Ahora puede comer algo. Cree usted que se
va a enloquecer otra vez?
Los dos comieron, sentados en el esquife, las caras no los miraban ahora, el
penado mordiendo lenta y dolorosamente el espeso sandwich, agobiado, con la
cara inclinada oblicuamente a la comida y paralela a la tierra como un perro que
masca; el vapor sigui. A medioda hubo tazones de sopa caliente y pan y ms
caf; comieron esto tambin, sentados juntos en el esquife, con el sarmiento an
envuelto en la mueca del penado. El nio se despert, mam y se volvi a dormir
y ellos conversaron tranquilamente:
Es a Parchman donde dijo que nos llevara?
Ah le dije yo que quera ir.
A m no me son como a Parchman. Me pareci que deca otra cosa.
El penado haba pensado eso mismo. Haba estado pensando en eso con
alguna lucidez desde que subieron al vapor y sobre todo desde que not el tipo de
los otros pasajeros, esos hombres y mujeres decididamente ms bajos que l y con
una piel de pigmentacin un poco diferente a cualquier quemadura de sol, aunque
los ojos eran a veces azules o verdes, que hablaban entre s una lengua que jams
haba odo y que parecan no entender la suya, personas que no se parecan a
nadie de Parchman o de ninguna otra parte y que no crea fueran de all ni de ms
lejos tampoco. Pero de acuerdo con la costumbre de sus pagos y de su clase, no lo
preguntara, porque para personas criadas como l, pedir informes es pedir un
favor y no se piden favores a desconocidos; si ellos lo ofrecen, tal vez se acepten y
se agradezcan con una insistencia casi intolerable, pero no se piden. Observara y
esperara, como haba hecho antes, y obrara o tratara de obrar lo que su mejor
criterio le dictara.
Esper, y al promediar la tarde el vapor embisti un abra entorpecida de
sauces y sali de ah y el penado conoci que era el ro. Ahora poda creerlo la
tremenda extensin, amarilla y soolienta en la tarde (porque es demasiado
grande les dijo gravemente. No hay creciente en el mundo que sea capaz de hacer
otra cosa que levantarlo un poquito para que pueda mirar atrs dnde est la pulga,
dnde hay que rascarse. Son los arroyitos, los riachos, los que van un da para
atrs y otro para adelante y vienen a atropellar a un hombre, llenos de mulas

119

muertas y gallineros) y el vapor remontndolo (como una hormiga atravesando un


plato, pensaba el penado sentado junto a la mujer en el esquife dado vuelta. El
beb volvi a mamar, al parecer, tambin mirando por sobre el agua, donde a una
milla de cada lado, las lneas paralelas del terrapln parecan hilos flotantes) y se
avecinaba el ocaso y empez a or, a distinguir las voces del doctor y del hombre
que primero le haba gritado por el megfono, gritando de nuevo desde la cabina
del piloto sobre su cabeza:
Parar? Parar? Acaso estoy manejando un tranva?
Pare entonces por la novedad dijo la suave voz del doctor.
No s cuntos viajes de ida y vuelta usted ha hecho all lejos ni cuntos de
los que usted llama ratas de albaal ha recogido. Pero sta es la primera vez que
usted tiene dos personas no, tres que no slo saben el nombre de un lugar
adonde quieren ir sino que estaban tratando de ir.
El penado esper mientras el sol declinaba ms y ms y el vapor-hormiga se
arrastraba firme a travs de ese vaco y gigantesco plato que se volva ms y ms
cobrizo. Pero no pregunt, esper.
Quiz fue Carrollton lo que dijo, pens. Empezaba con C. Pero no lo crey, no
saba dnde estaba, pero saba que no estaba cerca de Carrollton, que recordaba
desde aquel da haca siete aos, cuando maniatado por las esposas con el
delegado del fiscal, lo atraves en tren el lento, espaciado, repetido golpear
quebradizo de empalmes, donde dos ferrocarriles se cruzaban, una dispersin al
azar de casas blancas tranquilas entre rboles en verdes colinas lustrosas por el
verano, una espira apuntando, el dedo de la mano de Dios. Pero ah no haba ro.
Y uno no puede haberse acercado a este ro sin reconocerlo, pens. No me importa
dnde uno est ni dnde ha estado toda su vida. Entonces la proa del vapor
empez a hamacarse al cruzar la corriente, hamacndose tambin su sombra,
viajando mucho antes que ella por el agua, hacia la desierta cresta de tierra
ensauzada, vaca de toda vida. No haba all absolutamente nada, el penado no
pudo ver ni siquiera tierra o agua detrs, ms all; era como si el vapor fuera a
estrellarse lentamente a travs de la frgil barrera baja de sauces y embarcarse en
el espacio, o a falta de esto, a volver y a desembarcarlo a l en el espacio, si es que
iban a desembarcarlo, si es que ste era el lugar que no estaba cerca de Parchman
y que tampoco era Carrollton, aunque empezara con C. Dio vuelta y vio al doctor
inclinado sobre la mujer, levantando el prpado del nio con su ndice,
examinndolo.
Quin ms estaba cuando naci? pregunt el doctor.
Nadie dijo el penado.
Hicieron todo ustedes solos?
S dijo el penado.
El doctor se enderez y mir al penado.
se es Carnarvon dijo.
Carnarvon? dijo el penado. No, no es... luego se detuvo, call.
Y ahora cont todo los atentos ojos tan desapasionados como hielo tras los
vidrios sin aro, la cara modelada, fcil al enojo, que no estaba habituada a que la
contrariaran o le mintieran.
S dijo el penado gordo. Esto es lo que trataba de pedir. Luego ropas.
Nadie los reconocera. Pero si ese mdico era tan vivo como sostienes t...
Haba dormido con ellas diez noches, muchas en el fango dijo el alto.
Haba remado desde medianoche con ese remo nuevo que haba tratado de

120

quemar y al que no tuve tiempo de sacarle el tizne. Pero estar asustado y afligido y
otra vez asustado y afligido das y das, con la misma ropa, cambia el aire de la
ropa. No me refiero slo a los pantalones no se ri.
Tu cara tambin. Ese doctor saba.
Bueno dijo el gordo, sigue.
Lo s dijo el doctor. Lo descubr mientras usted estuvo tendido en
cubierta antes de volver en s. Ahora no me mienta. No me gustan las mentiras.
Este barco va a Nueva Orlens. Por qu lo encerraron? Le peg ms fuerte de lo
que pensaba?
No. Trat de robar un tren.
Reptalo.
El penado lo repiti.
Bueno, siga. No puede decir eso en el ao mil novecientos veintisiete y
quedarse callado, hombre.
Entonces el penado le cont, desapasionadamente lo de las revistas, la
pistola que no hizo fuego, la mscara y la linterna sorda (conseguida con las
suscripciones) que no estaba arreglada para que la vela se mantuviera prendida,
as que se apag casi al mismo tiempo que el fsforo, pero aun as se calent tanto
el metal que no se poda agarrar. Pero no son mis ojos ni mi boca lo que est
observando, pens. Ms bien el modo en que crece el pelo en mi cabeza.
Ya veo dijo el doctor, pero algo sali mal. Ha tenido desde entonces
bastante tiempo para pensarlo. Para decidir lo que anduvo mal, cul fue la causa
del fracaso.
S dijo el penado, he pensado bastante.
As que la otra vez no se equivocar.
No s dijo el penado, no habr otra vez.
Por qu?, si usted sabe el porqu del fracaso no lo van a agarrar otra vez.
El penado mir al doctor fijamente. Se miraron fijamente uno al otro; los dos
pares de ojos no eran tan distintos.
Creo comprender lo que usted quiere decir dijo el penado, yo tena
entonces dieciocho aos. Ahora tengo veinticinco.
Ahora... dijo el doctor.
Ahora (el penado trataba de contarlo) el doctor no se movi, se qued quieto
mirando al penado. Sac un atado de cigarrillos baratos.
Fuma? pregunt.
No me tientan dijo el penado.
Bueno dijo el doctor con aquella afable, modulada voz.
Guard los cigarrillos.
Ha sido conferida a mi raza (la raza Mdica) tambin el poder de unir y de
separar, si no por Jehov, ciertamente por la Asociacin Mdica Americana en
la cual, por lo dems, en este da del Seor, apostara mi dinero, contra cualquier
ventaja, cualquier cantidad, en cualquier momento. Ignoro si me estoy excediendo,
pero voy a hacer la prueba.
Ahuec la mano contra la boca, hacia la cabina del piloto:
Capitn! grit, vamos a desembarcar a estos tres pasajeros.
Se volvi de nuevo al penado.
S dijo, pienso que dejar a un Estado nativo lamer su propio vmito.
Tome.
De nuevo sac la mano del bolsillo, esta vez con un billete.

121

No dijo el penado.
Vamos, vamos: no me gusta que me contraren.
No dijo el penado. No puedo devolverlo.
Le he pedido que me lo devuelva?
No, yo tampoco le peda que me lo prestara.
De nuevo pis la tierra seca. Dos veces ya haba jugado con l ese irrisorio y
concentrado poder del agua, una vez ms que las que puede tolerar un solo
hombre, en una sola vida, pero le estaba reservada otra increble recapitulacin: l
y la mujer parados en el terrapln desierto, el nio dormido envuelto en la casaca
desteida y el cable con el sarmiento an atado a la mueca del penado, mirando
el vapor que volva a arrastrarse otra vez sobre la extensin de agua desierta
(comparable a un plato) bruida hasta parecerse al cobre, con su rastro de humo
disolvindose en lentas gotas de borde cobrizo adelgazndose a lo largo del agua,
desapareciendo a travs de la vasta serena desolacin, el barco achicndose ms y
ms hasta que ya no pareca arrastrarse sino colgar inmvil en el areo inmaterial
ocaso, disolvindose en una nada como una bolita de barro flotante.
Entonces se dio vuelta y por primera vez mir a su alrededor, detrs de s, y
retrocedi, no de miedo sino por un puro reflejo, no fsico sino del alma, el
espritu, esa profunda lcida atencin alerta del hombre montas que no quiere
preguntar nada a desconocidos, ni siquiera informacin, pensando
tranquilamente: No, esto tampoco es Carrollton. Porque ahora miraba abajo el casi
perpendicular declive a pico del terrapln a travs de sesenta pies de espacio
absoluto, sobre una superficie, un terreno chato como un barquillo y del color de
un barquito o quiz del pelo de un caballo moro en verano y con la misma apilada
densidad de una alfombra o una piel, extendida sin ondulacin, pero con una
curiosa apariencia de incalculable solidez, como un fluido, rota aqu y all por
espesas motas de verde arsnico que sin embargo no parecan poseer altura, y por
retorcidas venas color tinta que l sospech que era agua, pero con juicio
reservado, juicio reservado aun cuando caminaba sobre ellas. Eso es lo que l
deca, cont. Siguieron. No cont cmo levant el esquife solo, sin ninguna ayuda
por sobre el revestimiento y a travs de la cima y bajando el declive, sesenta pies;
slo dijo que sigui en una arremolinada nube de mosquitos como cenizas
calientes, cortando y atravesando la paja brava que era ms alta que l y que le
castigaba los brazos y la cara como con hojas flexibles de cuchillos, arrastrando
por el cable y el sarmiento el esquife con la mujer sentada, tambalendose y
tropezando hundido hasta la rodilla en algo que era menos tierra que agua,
siguiendo uno de esos negros, suntuosos canales, con menos agua que tierra: y
entonces (ahora estaba l tambin en el esquife, remando con el leo chamuscado,
porque el fondo haba cedido bruscamente haca treinta minutos, dejando slo
burbujas llenas de aire de la espalda de la tricota flotando ligeramente en el agua
crepuscular, hasta que sali a la superficie y se trep al esquife) la casa, la
cabaa, un poquito mayor que un pesebre, de tablas de cipreses y con techo de
cinc, levantada en pilotes de diez pies, finos como patas de araas, como una
lamentable y moribunda (quiz ponzoosa) criatura rastrera que hubiera llegado
hasta ah en el desierto llano y muerto sin nada a su alcance o a su vista para
acostarse, una piragua atada al pie de una tosca escalera, un hombre parado en la
puerta abierta levantando una linterna (ya era oscuro) por sobre su cabeza,
diciendo cosas incomprensibles. Le cont de los ocho o nueve o diez das, no se
acordaba cul, durante los cuales los cuatro l, la mujer, el beb y el nervioso

122

hombrecito con dientes picados, y dulces, salvajes ojos brillantes como un ratn o
una ardilla, cuyo lenguaje ninguno de ellos poda entender vivan en un cuarto y
medio. No lo cont as, como tampoco haba considerado que vala la pena gastar
aliento en contar cmo haba subido por s solo el esquife que pesaba ciento
sesenta libras, atravesando y bajando el terrapln de sesenta pies. Slo dijo:
Despus de poco llegamos a una casa y nos quedamos ocho o nueve das,
pero volaron el terrapln con dinamita y tuvimos que irnos. Eso fue todo.
Pero lo recordaba, ahora quietamente, con el cigarro, el buen cigarro que le
haba dado el director (no encendido an) en su tranquila mano firme, recordando
esa primera maana cuando se despert en el delgado colchn al lado de la mujer
y el beb (tenan la nica cama) con el fuerte sol filtrndose por las torcidas
planchas rsticas de la pared, y se par en el corredor tembleque, mirando el
fecundo, blanco desierto, ni tierra ni agua, donde hasta los sentidos dudaban cul
era cul, cul era rico aire macizo y cul maciza e impalpable vegetacin, y pens
sosegadamente: l debe hacer algo para comer y vivir, pero no s qu. Y hasta que
pueda irme, hasta que pueda saber dnde estoy y cmo pasar esa ciudad sin que
me vean, tendr que ayudarlo en lo que haga, para poder comer y vivir tambin, y
no s cmo. Y se cambi la ropa, casi en seguida en esa primera maana, no
contando nada ms del esquife y del terrapln, cmo haba pedido, prestado o
comprado al hombre que no haba visto doce horas antes y con quien en el da que
lo vio por ltima vez no pudo cambiar palabra, el par de pantalones de lona que
hasta el isleo habra desechado como inservibles, inmundos, sin botones, las
piernas cortajeadas, desgarradas, con flecos como los de una hamaca de 1890,
desnudo de la cintura para arriba, y dndole a la mujer la tricota y el overall duros
de barro y manchas de holln, al despertarse en su primera maana en el tosco
reparo, en un rincn y lleno de pasto seco, dicindole:
Lvelos, bien. Quiero que salgan todas las manchas. Todas.
Pero la tricota... dijo ella, no tendr tambin una camisa vieja? Ese sol
y los mosquitos...
Pero l ni contest, y ella no dijo nada ms, aunque cuando l y el isleo
volvieron, al oscurecer, las ropas estaban limpias, un poco manchadas todava del
viejo barro y del holln, pero limpias, parecindose a lo que se supona deban
parecer (los brazos y la espalda del hombre eran un rojo fuego, que maana
estaran ampollados). Desdobl las ropas y las examin y luego las envolvi
cuidadosamente en un diario viejo de seis meses atrs, de Nueva Orlens, y tir el
paquete detrs de una viga, donde qued mientras los das seguan a los das y las
ampollas de la espalda le reventaron y supuraron y l lo pasaba sentado con el
rostro inexpresivo como una mscara de madera bajo el sudor, mientras el isleo
le untaba la espalda con algo en un trapo inmundo mojado en un plato inmundo,
ella quieta sin decir palabra desde que, sin duda, saba cul era la razn no por
esa relacin de personas casadas que les haban conferido sino por las dos
semanas compartidas en que juntos haban sufrido crisis emotivas, sociales,
econmicas, y hasta morales que no siempre ocurren en cincuenta aos de
casados (los viejos casados, usted los ha visto, en las reproducciones fotogrficas,
las miles de idnticas parejas de caras con un cuello o un fich de Luisa Alcott
para distinguir el sexo, con el aire de una pareja de perros ganadores de un
concurso, entre las apretadas columnas de desastres y alarma y de infundado
aplomo y desesperanza e increble insensibilidad y aislamiento del porvenir,
apuntalados por mil azucareros o cafeteras; o solos hamacndose en corredores o

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sentados al sol bajo galeras manchadas de tabaco en mil juzgados, como si con la
muerte del otro hubiera heredado una especie de rejuvenecimiento, de
inmortalidad; viudos toman una nueva racin de alimento y parecen vivir para
siempre, como si esa carne que la vieja ceremonia o ritual haba purificado
moralmente y hecho legalmente una, realmente fuera una con el largo hbito
cansador y l o ella que volvieron primero a la tierra se la llevaran toda, dejando
slo el viejo permanente hueso sufrido, libre y sin trabas) no por eso sino porque
ella tambin proceda del mismo vago Abraham creado en las montaas.
As el paquete permaneci detrs de la viga y los das siguieron a los das,
mientras que l y su socio (se haba asociado ahora con su husped, cazando
caimanes a medias)...
A medias? dijo el penado gordo. Cmo podas arreglar negocios con
un hombre con el que segn dices no podas ni hablar?
Nunca tuve que hablar con l dijo el alto; (El dinero no tiene ms que
un idioma) partamos al alba cada da, al principio juntos en la piragua pero
despus separados, uno en la piragua, el otro en el esquife, uno con el golpeado y
marcado rifle, el otro con el cuchillo y un pedazo de soga anudado y un garrote del
tamao y peso de una maza de Turingia, rastreando sus pesadillas antediluvianas
por los secretos canales que sinuosamente surcaban la tierra plana color bronce.
Recordaba tambin eso: esa primera maana cuando dndose vuelta frente al
sol naciente desde la endeble plataforma vio el cuero clavado secndose en la
pared y se par de golpe mirndolo sosegadamente pensando sosegada y
sensatamente: Entonces es eso... Eso es lo que hace para comer y vivir, sabiendo
que era un cuero, pero de qu animal, por asociacin, raciocinio o aun recuerdo de
cualquier figura de su muerta juventud, no lo saba, pero sabiendo que eso era la
razn, la explicacin, de la casita perdida de patas de araa (que ya se est
muriendo, que ya se estaba pudriendo de las piernas para arriba antes que le
clavaran el techo) puesta en esa pululante y millonaria desolacin, encerrada y
perdida entre el furioso abrazo de la desbordada yegua tierra y del padrillo sol,
adivinando por pura afinidad de bondad de especie con especie, de gorrin y
nutria, los dos nicos e idnticos por el mismo mezquino lote, destino de duro e
incesante trabajo, no para ganar una seguridad futura, un saldo en un Banco o en
una lata enterrada para una perezosa y cmoda vejez, sino justo el permiso de
perseverar y perseverar para comprar aire para sentir y sol para beber durante el
breve tiempo de cada uno; pensando (el penado): Bueno, de cualquier modo
averiguar qu es, antes de lo que pensaba, y lo hizo, volvi a la casa donde la
mujer se acababa de despertar en el nico triste colchn de paja que el isleo le
haba cedido y tom el desayuno (arroz, un matete semilquido violento de
pimienta y, ordinariamente, pescado bastante pasado, el caf espeso de achicoria)
y, sin camisa, sigui al disparador, vacilante hombrecito de ojos vivos y dientes
picados que bajaba la rudimentaria escalera y se meta en la piragua. Nunca haba
visto una piragua y crea que no se podra mantener derecha no porque fuera
liviana y precariamente balanceada con el costado abierto hacia arriba sino porque
haba algo inherente en la madera, en el leo mismo, alguna incesante y dinmica
ley natural, alguna voluntad, que su posicin actual violaba y ultrajaba... pero
aceptndolo tambin, como haba aceptado el hecho de que ese cuero haba
pertenecido a algo mayor que cualquier ternero o cerdo y que cualquier cosa que
se pareciera como esa por afuera tendra probablemente dientes y garras,
admitiendo esto, en cuclillas en la piragua, prendido de la borda, rgidamente

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inmvil como si tuviera en la boca un huevo relleno de nitroglicerina y respirando


apenas y pensando: Si es as yo tambin puedo hacerlo, aunque no me pueda decir
cmo, yo puedo aprender observndolo. Y lo hizo, lo recordaba, siempre,
tranquilamente, pensando, que esa era la manera de hacerlo y pienso y creo que
as lo pensara si tuviera que hacerlo por la primera vez... el da broncneo ya feroz
sobre su espalda desnuda, el canal retorcido como un hilo arrollado de tinta, la
piragua, siguiendo el movimiento del remo, que penetraba y sala del agua sin
ruido; luego la sbita cesacin del remo detrs de l y la feroz vociferacin
sibilante de isleo a su espalda y l en cuclillas anhelante y con esa intensa
inmovilidad de completa lucidez de un ciego que escucha mientras la frgil
cscara de madera prosegua en el pice muriente del agua cortada por ella.
Despus record tambin el rifle el enmohecido fusil de un solo cao con una
culata y una boca en la que hubiera cabido un corcho de whisky, que el mestizo
haba trado al bote pero no ahora; ahora estaba en cuclillas agazapado, inmvil,
respirando con un cuidado infinitesimal, su lcida mirada yendo aqu y all
constantemente mientras pensaba: Qu? Qu? No slo ignoro lo que busco, ni
siquiera s dnde buscarlo. Sinti entonces el movimiento de la piragua al moverse
el mestizo y luego la intensa vociferacin, caliente, rpida y contenida, contra su
nuca y su oreja, y mirando hacia abajo, vio proyectndose contra su propio brazo
y su cuerpo la mano del isleo con el cuchillo, y mirando hacia arriba vio el espeso
y chato pedazo de fango, que se dividi y se convirti en un espeso leo color
fango, que, siempre inmvil, pareci saltar contra su retina en tres no, en
cuatro dimensiones, volumen, solidez, forma y otra: no temor sino una intensa y
pura especulacin. l no pensaba: Parece peligroso; pensaba, parece grande;
pensaba, quiz una mula en un terreno baldo le parezca muy grande a un hombre
que nunca se acerc a una mula con un cabestro; pensaba. S, si pudiera decirme
ganaramos tiempo y la piragua se acercaba y le pareca or el contenido aliento del
otro y le arranc el cuchillo de la mano y lo hizo sin pensar, porque todo sucedi
en seguida, un relmpago; no fue una rendicin, una resignacin, fue algo
demasiado tranquilo, una parte de l, algo que haba bebido en la leche de su
madre, y que le haba acompaado toda su vida: despus de todo, un hombre no
slo debe hacer lo que tiene que hacer con lo que tiene que hacer, con lo que sabe
hacer. Un cerdo es siempre un cerdo, con cualquier aspecto que tenga. Ah va, y
esper un instante hasta que descendi la liviana proa de la piragua y se detuvo
un instante mientras las palabras: de veras parece grande, se detuvieron justo un
segundo, triviales y sin nfasis, en algn punto donde pudo seguirlas algn
fragmento de su atencin, y se agach y hundi el cuchillo y agarr la pata
delantera, en el mismo instante en que la cola vertiginosa le asest un horrible
golpe en la espalda. Pero el cuchillo no haba fallado y eso lo saba l, de espaldas
en el barro, con el peso del furioso animal encima, con el lomo dentado prendido a
su estmago, el cogote rodeado por su brazo, la hirviente cabeza contra su
mentn, la furiosa cola golpeando y azotando, el cuchillo en la otra mano
pulsando la vida y encontrndola, el caliente chorro feroz: y ahora sentado junto a
la profunda carroa panza arriba, pensaba (de nuevo la cabeza entre las rodillas
mientras su propia sangre reavivaba la otra que lo empapaba): Otra vez me sangra
la nariz. Se qued sentado, la cabeza, la cara chorreante, agachada entre las
rodillas en una actitud no de decaimiento sino profundamente absorta,
contemplativa, mientras la voz chillona del mestizo pareca zumbar desde una
enorme distancia, despus de un momento hasta mir arriba la irrisoria figura

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esculida, rebotando histricamente, la cara salvaje y gesticulante, la voz


atropellada y atiplada; mientras el penado, con la cara cuidadosamente inclinada
para que la sangre corriera libremente, lo miraba con la fra intensidad de un
conservador o guardin que se detiene ante una de sus colecciones, el isleo tir
su rifle al aire, gritando:
Bum, bum, bum! lo tir al suelo e hizo una pantomima de la reciente
escena y volvi a agitar las manos, gritando: Magnifique! Magnifique! Cent
dargent! Mille dargent! Tout largent, sous le ciel de Dieu!
Pero el penado miraba al suelo otra vez, levantando a su cara el agua color
caf, mirando cmo se tea de brillante carmn, pensando: Es un poco tarde para
decirme eso ahora, y ni siquiera pensndolo por mucho rato, porque estaban de
nuevo en la piragua, el penado otra vez en cuclillas con esa rigidez suspensa,
como si estuviera tratando de retener el aliento para disminuir su propio peso, el
cuero ensangrentado en la proa delante de l, y mirndolo y pensando: Y ni
siquiera puedo preguntarle cunto ser la mitad que me corresponde.
Pero esto tampoco dur mucho, porque, como le contara despus al penado
gordo, el dinero no tiene ms que un lenguaje. Record tambin eso (ahora
estaban en la casa, el cuero estirado en la plataforma, donde, para beneficio de la
mujer, el isleo hizo de nuevo su pantomima), el fusil inservible; la batalla cuerpo
a cuerpo; por segunda vez el invisible caimn fue abatido entre gritos, el vencedor
se levant y encontr que ni siquiera la mujer lo miraba. Estaba mirando a la cara
otra vez hinchada e inflamada del penado.
Es decir que le ha pateado bien la cara dijo.
No dijo el penado, ronca, salvajemente, no necesit patearme tambin
recordaba eso, pero no trat de contarlo. Quiz no hubiera podido contarlo
cmo dos personas que ni pueden hablarse una a la otra hicieron un convenio que
los dos no slo entendan sino que cada uno saba que el otro mantendra y
protegera (quiz por esta razn) mejor que cualquier contrato escrito y testificado.
Hasta discutieron y convinieron de algn modo que cazaran separados, cada uno
en su embarcacin, para duplicar las oportunidades de encontrar caza. Pero esto
era fcil: el penado casi entendi las palabras que el isleo dijo:
Usted no me necesita a m y al rifle; slo le estorbaramos, estaramos en su
camino.
Y ms que esto, se pusieron de acuerdo sobre el segundo rifle, que haba
alguien, no importa quin amigo, vecino, tal vez alguien en el mismo negocio,
a quien podan alquilar un segundo rifle; en sus dos dialectos, uno ingls
bastardo, el otro francs bastardo el uno entusiasta con salvajes ojos brillantes y
la boca voluble llena de pedazos de dientes, el otro grave, casi torvo, con la cara
hinchada y con la espalda desnuda ampollada y escoriada, como carne cruda
discutieron esto, en cuclillas, a cada lado del cuero estaqueado, como dos
miembros de una corporacin frente a frente con una mesa de caoba entre ellos, y
decidieron en contra.
Me parece que no dijo. Me parece que si supiera bastante para usar un
fusil, lo usara. Pero desde que ya he empezado a cazar si un fusil no hay que
cambiar.
Porque era una cuestin de dinero, en trmino de tiempo, de das. (Era raro,
pero era la nica cosa que el isleo no pudo decir, cunto sera la mitad. Pero el
penado saba qu era la mitad). Eran tan pocos das. Tendra que irse pronto (el
penado). Todas estas estupideces van a acabar pronto y podr volver, y de repente

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se dio cuenta que estaba pensando: Tendr que volver, y se qued inmvil y mir el
rico y extrao desierto que lo rodeaba, en el que temporalmente estaba perdido en
la paz y la esperanza y en el cual los ltimos siete aos se haban fundido como
piedritas triviales en un estanque, sin arrugar la superficie y pens
tranquilamente, con una especie de sorpresa absorta: Se me haba olvidado lo que
es ganar dinero. Poder ganar dinero.
No usaba fusil: suyas eran la cuerda anudada y la maza turingia, y todas las
maanas l y el isleo tomaban rumbos opuestos en los dos botes para explorar y
rastrear los secretos canales que rodeaban la tierra perdida de la cual brotaban de
vez en cuando otros hombres oscuros de un cuarto de altura, de repente y como
por magia, de ninguna parte, en otros leos ahuecados, para seguirlo
tranquilamente y observarlo en sus combates individuales hombres que se
llamaban Tie y Toto y Theule, que no eran mucho mayores y se parecan a los
castores que el isleo (el husped tambin lo haca, aprovisionaba la cocina, lo
expres como el asunto del rifle en su propia lengua, comprendindolo tan bien el
penado como si hablara en ingls. No se preocupe por la comida. Oh, Hrcules
caza-caimanes! yo alimentar la olla) cazaba de vez en cuando como quien saca un
lechn del chiquero y era un cambio del eterno arroz y pescado (el penado cont
esto: cmo de noche, en la cabaa con la puerta y una ventana con listones de
madera contra los mosquitos una frmula, un rito tan vaco como hacer una
cruz con los dedos o golpear madera sentado junto a la linterna con un remolino
de bichos alrededor, sobre la mesa de tablas, en una temperatura igual a la de la
sangre, mirando el pedazo de carne nadando en su plato y pensando: Debe ser
Theule. Es el gordo) da tras da, sin nfasis e idnticos, cada uno parecido al
anterior y al siguiente, mientras iba subiendo su mitad terica de una suma que l
no saba si corresponda a peniques, dlares o decenas de dlares las maanas
en que sala al encuentro de su pequeo grupo de fieles y corteses piraguas, como
el matador al encuentro de los aficionados, los duros mediodas cuando rodeado
en semicrculo por inmviles barquitos, libraba sus combates solitarios, las tardes
al regreso, las piraguas partiendo una a una por abras y pasajes que en los
primeros das ni distingua, luego la plataforma al crepsculo donde ante la mujer
esttica, a menudo amamantando al nio y el cuero o dos cueros ensangrentados
de la jornada, el isleo representaba su ritual pantomima victoriosa ante las dos
filas crecientes de marcas de cuchillo en una de las tablas de la pared; luego las
noches cuando la mujer y el nio dorman en la nica cama y el isleo ya
roncando en el colchn y la humeante linterna cerca, l (el penado) se sentaba
sobre los talones desnudos, sudando a mares, la cara tranquila y fatigada,
hundida e indomable, la encorvada espalda spera y salvaje como carne cruda
bajo las viejas ampollas supuradas y las feroces cicatrices de los colazos y
trabajaba y afinaba el tronco que casi era un remo, detenindose de vez en cuando
para levantar la cabeza mientras la nube de mosquitos a su alrededor zumbaba y
se arremolinaba, para mirar la pared delante de l hasta que despus de un rato
las tablas toscas se disolvan y dejaban que las atravesara su vaca mirada, a
travs de la rica olvidadiza oscuridad, ms all quiz de los siete aos perdidos
durante los cuales, acababa de comprenderlo, le haban permitido extenuarse,
pero no trabajar. Luego se retiraba, daba una ltima mirada al envoltorio detrs
de la viga y apagaba la linterna para acostarse, como estaba, al lado de su socio
roncando, a tenderse sudando (de barriga, no poda sentir nada en la espalda) en
la gimiente oscuridad de horno llena de melanclico mugido de los caimanes, no

127

pensando: no me dieron tiempo de aprender, sino: haba olvidado qu lindo es


trabajar. En el dcimo da sucedi por tercera vez.
Al principio rehusaba creerlo, no porque sintiera que ya haba cumplido su
aprendizaje de desdicha, que haba con el nacimiento del nio alcanzado y
superado la cspide de su Glgota y que ahora menos por permiso que por desdn
le permitiran descender la ladera opuesta libremente. No era ese su sentir. Lo que
rehusaba aceptar era el hecho de que un poder, una fuerza que haba sido lo
bastante consistente para concentrarse sobre l con mortal puntera durante
semanas, pudiera con todos sus recursos de violencia csmica y de desastres,
mostrarse tan estril de invencin e imaginacin, tan pobre de orgullo artstico y
artesano como para repetirse dos veces. Una vez haba aceptado, dos haba
perdonado, pero la tercera sencillamente no lo crey, particularmente, cuando se
persuadi al fin de que esta tercera vez era instigada no por la ciega potencia de
volumen y movimiento sino por direccin y manos humanas: que ahora el
bromista csmico, chasqueado dos veces, se haba rebajado en su concentracin
vengativa al empleo de la dinamita. No cont eso. Sin duda no saba cmo sucedi,
lo que sucedi. Pero sin duda recordaba (pero tranquilamente sobre el grueso
prstino cigarro de color en su mano firme y limpia) lo que saba, lo que adivinaba.
Era de noche, la novena noche, l y la mujer frente al lugar vaco del husped en
la cena, l oyendo las voces de afuera, pero sin dejar de comer, mascando an
regularmente porque era lo mismo que si lo estuvieran viendo... las dos o tres o
cuatro piraguas flotando en el agua oscura bajo la plataforma donde estaba el
husped, las voces charlando y vociferando incomprensibles y llenas, no de alarma
y no precisamente de rabia, ni siquiera tal vez de absoluta sorpresa, ms bien de
mera cacofona como las voces de aves asustadas de los pantanos, l (el penado)
sin cesar de mascar mirando tranquilamente y tal vez sin mayor interrogacin o
sorpresa cuando irrumpi el isleo y se par ante ellos, enloquecido, los ojos
chispeantes observando (el penado) cmo el isleo ejecutaba su violenta
pantomima de violenta evacuacin, expulsin, vaciando algo invisible de sus
brazos y arrojndolo fuera hacia abajo y en el instante de completar el ademn
pasando de instigador a vctima de aquello que haba puesto en movimiento
pantommico, agarrndose la cabeza y abatido e inmvil pareca barrido y
arrastrado gritando: Bum!, bum!, bum!, y el penado mirndolo, con las
mandbulas ociosas, aunque por slo ese momento, pensando: Qu est tratando
de decirme?; pensando (esto es un destello, tambin porque no hubiera podido
expresarlo y ni siquiera saba lo que haba pensado) que aunque su vida haba
sido arrojada aqu, circunscrita por ese ambiente, aceptado por este ambiente y
aceptndolo a su vez (y le haba ido bien aqu, mejor que en parte alguna, pues
haba ignorado hasta ahora qu bueno era trabajar y ganar dinero), sta no era su
vida, todava y siempre no sera ms que el insecto sobre la superficie del
estanque, cuya perpendicular y secreta profundidad nunca conocera, sin otro
contacto verdadero con l que los insectos cuando en solitarios y rutilantes
pantanos bajo el despiadado sol y semirodeado por su inmvil absorto semicrculo
de piraguas curiosas, aceptaba el gambito que no haba elegido, penetraba en el
vertiginoso radio de las colas armadas y golpeaba la azotadora y sibilante cabeza
con su maza y si fallaba el golpe abrazaba sin vacilacin el cuerpo acorazado con
su frgil red de carne y hueso en la que caminaba y viva y buscaba la frentica
vida con una hoja de cuchillo de ocho pulgadas.
l y la mujer se limitaban a mirar al isleo representar la pantomima de la

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expulsin: el hombrecito gesticulante y furioso, con su sombra histrica saltando y


cayendo sobre el spero muro mientras representaba la pantomima de abandonar
la cabaa, juntando con ademanes sus pobres enseres en paredes y rincones
objetos que ningn otro hombre necesitaba y que slo podra arrebatarle algn
poder o fuerza como el agua ciega o un terremoto o un incendio.
La mujer tambin lo miraba con la boca ligeramente abierta sobre una masa
de comida mascada, con una expresin de plcido asombro, diciendo:
Qu?, qu est diciendo?
No s dijo el penado, pero me parece que si es algo que debemos saber,
lo sabremos cuando llegue el momento.
Porque no estaba alarmado, aunque ahora haba penetrado bastante bien lo
que el otro quera decirles. Ha resuelto irse, pens. Me est diciendo que me vaya
tambin esto ms tarde cuando se haban levantado de la mesa y el isleo y la
mujer se haban acostado, y el isleo haba vuelto a levantarse del jergn y se
haba acercado al penado y otra vez represent su pantomima de abandonar la
cabaa, esta vez como quien repite un discurso que ha sido interpretado mal,
tediosamente, repetido cuidadosamente como a un nio, como si agarrara al
penado con una mano mientras gesticulaba, hablaba, con la otra, gesticulando
como deletreando, el penado (en cuclillas, el cuchillo abierto y el remo casi
concluido en su regazo) observaba, moviendo la cabeza y hablando en ingls:
S, seguro. Claro que s. Entiendo...puliendo otra vez el remo, pero no
ms ligero, ni con ms prisa que en cualquier otra noche, sereno en su creencia de
que cuando llegara el momento de saber lo que haba de saber, lo sabra, habiendo
ya, y sin saberlo aun antes de que se produjera la posibilidad, la pregunta,
rehusando aceptar aun el pensamiento de irse tambin, pensando en los cueros,
pensando: Si de algn modo pudiera decirme dnde llevar mi parte para recibir el
dinero, pero pensando esto slo por un momento entre dos delicados golpes de la
hoja porque casi en seguida pens: Creo que mientras pueda cazarlos no me
costar mucho trabajo encontrar quien los compre.
A la maana siguiente ayud al isleo a cargar sus pocas pertenencias el
rifle desvencijado, un envoltorio de ropa (de nuevo canjearon, ellos que ni siquiera
podan conversar, las pocas cacerolas, unas cuantas trampas mohosas y algo
circunstante y abstracto que comprenda la estufa, la cama, la casa o su
ocupacin algo por un cuero de caimn) en la piragua; luego, como dos nios
que se reparten palitos, se repartieron los cueros, apartndolos en dos pilas: unopara-m-y-uno-para-ti, dos-para-m-y-dos-para-ti y el isleo carg su parte y zarp
de la plataforma y volvi a detenerse aunque esta vez se redujo a soltar el remo, a
recoger algo invisible con las dos manos y a lanzarlo hacia arriba con violencia
gritando Bum? bum? bum? con reflexin creciente moviendo la cabeza
violentamente hacia el hombre semidesnudo y atrozmente llagado en el
embarcadero que lo mir con una especie de torva ecuanimidad y le dijo: Claro,
bum! bum! bum! Entonces el isleo parti, no mir atrs. Lo miraron remar
rpidamente, o la mujer lo mir: el penado ya se haba dado vuelta.
Tal vez nos quera decir que nos furamos dijo ella.
S dijo el penado, anoche pens eso. Alcnceme el remo.
Se lo trajo, el tronco que haba estado puliendo por las noches, no del todo
acabado, una noche ms bastara (haba estado usando uno que le sobraba al
isleo). El otro se lo haba ofrecido, para aadir quiz con la estufa y la cama y el
uso de la cabaa, pero el penado haba rehusado. Quiz lo haba computado por el

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volumen contra tanto cuero de caimn, ste contra una noche ms de trabajar con
la molesta y minuciosa hoja y parti tambin con su cuerda anudada y la maza,
en direccin opuesta como si no contento con resistirse a abandonar el lugar
contra el cual le haban prevenido, necesitara establecer y afirmar la irrevocable
finalidad de su negativa penetrando en l an ms lejos y ms hondo. Y entonces
imprevisiblemente la alta somnolencia feroz de la soledad se repleg y le dio un
golpe. No hubiera podido contarlo aunque hubiera tratado esta mediada
maana en la que andaba solo por vez primera, sin una piragua que apareciera
para seguirlo, pero l haba previsto esa ausencia; l saba que los dems tambin
se habran ido; no era esto, era su propia soledad, su desolacin que era ahora de
l solo y plena desde que haba elegido quedarse; la sbita cesacin del remo, el
esquife prosiguiendo un momento mientras l pensaba: Qu?, qu?, luego no,
no, no... mientras el silencio y la soledad y el vaco rugan sobre l con un bramido
de burla; y ahora girando, el esquife vir con violencia, y l, traicionado, volvi
furiosamente hacia la plataforma donde saba que ya era demasiado tarde, hacia
la ciudadela donde la justificacin y esencia de su vida, el permiso de trabajar y
ganar dinero, ese derecho y privilegio que crea haberse ganado sin ayuda, sin
pedir favor a nadie ni a nada salvo el derecho de que le dejaran ejercer su voluntad
y su fuerza contra el protagonista saurio de una tierra, de una regin, en la que no
haba pedido que lo lanzaran estaba amenazado y manejando el remo casero con
torva furia, lleg al fin a la plataforma y vio la lancha a motor atracada, sin
ninguna sorpresa, ms bien con una especie de placer por la justificacin de su
indignacin y temor, el privilegio de decir Yo le dije, a su propia afrenta, navegando
hacia all en un estado como de sueo en el que pareca que no adelantaba, en el
que sin trabas y sofocado, luchaba visionariamente con un remo sin peso, con
msculos sin fuerza o elasticidad, en un medio sin resistencia, parecindole mirar
al esquife arrastrarse infinitesimalmente sobre el agua soleada hacia la plataforma
donde un hombre en la lancha (eran cinco) le mascull algo en ese mismo idioma
que haba odo constantemente por diez das y del que an no entenda una
palabra, mientras otro hombre, seguido por la mujer con el beb y vestida otra vez
para la partida con la blusa descolorida y la gorra de sol, sali de la casa llevando
(el hombre llevaba otras cosas, pero el penado no vio nada ms) el envoltorio de
papel que el penado haba puesto detrs de la viga haca diez das y que mano
alguna haba tocado desde entonces. El penado ahora en la plataforma, con el
cable del esquife en una mano y el rudo remo en la otra, consigui al fin hablar a
la mujer con una voz soolienta, ahogada e increblemente tranquila:
Qutele eso y vulvalo a guardar en la casa.
Usted habla ingls, entonces? dijo el hombre en la lancha. Por qu no
sali como le dijeron anoche?
Salir? dijo el penado.
Otra vez mir, furioso, al hombre en la lancha, consiguiendo de nuevo
controlar su voz:
No tengo tiempo para paseos, estoy ocupado y volvi a dirigirse a la
mujer, con la boca ya abierta para repetir y entonces le lleg la voz soolienta y
zumbadora del hombre y l se dio vuelta una vez ms con exasperacin terrible y
del todo intolerable gritando:
Inundacin? Qu inundacin? Ya van dos veces que me arrastra! Se
acab. Qu inundacin?
Esto no lo pens en palabras tampoco, pero lo supo, sufra esa fulmnea

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revelacin de su propio carcter o destino: cmo haba una peculiar cualidad de


reincidencia en su suerte actual, cmo no slo las crisis casi seminales se repetan
con cierta monotona, sino que hasta las circunstancias fsicas seguan un dibujo
estpidamente imaginativo.
El hombre de la lancha dijo:
Agrrenlo y se mantuvo de pie algunos minutos ms, pegando y luchando
en anhelante furia, luego otra vez de espaldas en duras tablas resistentes mientras
los cuatro hombres pululaban sobre l en una ola feroz de huesos duros y
palpitantes imprecaciones y al fin el cierre de las esposas.
Condenado, est loco dijo el hombre en la lancha; no comprende que
van a volar con dinamita ese terrapln hoy a medioda? Vmonos dijo a los
otros, embrquenlo. Vmonos de aqu.
Necesito mis cueros y el bote dijo el penado.
Al demonio con sus cueros dijo el hombre de la lancha.
Si no vuelan en seguida el terrapln podr cazar muchos ms en las
escaleras del Capitolio en Bton Rouge. Y no hay ms bote que ste, y basta.
No me voy sin mi bote dijo el penado.
Lo dijo serenamente con una decisin final, tan tranquilo, tan rotundo, que
por casi un minuto nadie le contest; se quedaron mirndolo quietamente abajo
acostado, medio desnudo, ampollado y llagado, indefenso y maniatado de pies y
manos, de espaldas, presentando su ultimtum con una voz pacfica y quieta
como la de quien habla a su compaero de cama antes de dormirse. Entonces el
hombre de la lancha se par; escupi tranquilamente sobre la borda y dijo con
una voz tan pacfica y quieta como la del penado:
Bueno, triganle su bote.
Ayudaron a la mujer, con el beb y el envoltorio de papel, a subir a bordo.
Despus ayudaron al penado a ponerse en pie y entrar a la lancha, con un repique
de hierros en las muecas y en los tobillos.
Se los voy a sacar si promete portarse bien dijo el hombre.
El penado no contest.
Quiero tener la cuerda dijo.
La cuerda?
S dijo el penado, la cuerda.
Entonces lo bajaron a la popa y le dieron la punta del cable y partieron. El
penado no mir atrs, pero tampoco mir adelante, se qued medio despatarrado,
las piernas engrilladas hacia adelante, la punta del cable del esquife en una mano
engrillada. La lancha hizo dos paradas ms; cuando la borrosa oblea del sol
intolerable empez a subir una vez ms sobre sus cabezas, haba quince personas
en la lancha, y entonces el penado, estirado e inmvil vio que la llana costa de
bronce se levantaba y se volva una masa negra verdosa de pantanos, barbados y
desordenados, y que sta se cortaba a su vez y se dilataba ante l una extensin
de agua abrasada por una azul disolucin de costa reverberando finamente bajo el
medioda, mayor que la que l haba visto antes. El ruido de la mquina ces, el
casco se desliz detrs de la descomposicin de la ola que trazaba la proa.
Qu est haciendo? dijo el jefe.
Es medioda dijo el timonel, creo que podemos or la explosin.
As que todos escucharon: la lancha perdi del todo el movimiento,
hamacndose ligeramente, las olitas chispeantes golpeando y murmurando contra
el casco, pero ni un sonido, ni siquiera un temblor vino de parte alguna, bajo el

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feroz cielo brumoso; el largo momento se reconcentr y se volvi y el medioda ya


haba pasado.
Bueno dijo el jefe, vamos.
La mquina empez a andar, el casco empez a ganar velocidad. El jefe vino a
la popa y se inclin sobre el penado, llave en mano:
Me parece que ahora tendr que portarse bien, quiralo o no dijo,
abriendo las esposas. Qu le parece?
S dijo el penado.
Siguieron; poco despus la costa se perdi por completo y hubo un poco de
marejada. El penado estaba libre ahora, pero segua acostado como antes, con la
punta del cable del esquife en la mano, enrollado ahora tres o cuatro veces a su
mueca; se daba vuelta de vez en cuando para mirar al esquife a remolque
mientras ste cabeceaba con el andar de la lancha; de vez en cuando hasta miraba
sobre el lago, moviendo slo los ojos, el rostro grave e inexpresivo, pensando: sta
es la ms grande inmensidad de agua, de prdida y desolacin que he visto nunca,
quiz no; pensando tres o cuatro horas despus la lnea de la costa apareci de
nuevo y se rompi en una multitud de chalupas marineras y guardacostas: Hay
aqu ms barcos que los que yo so que existieran, una raza martima de la que
tampoco tuve conocimiento o quiz no pensndolo sino viendo a la lancha penetrar
en el abarrotado canal con el humo bajo la ciudad detrs, luego un muelle, la
lancha entrando despacio; una tranquila muchedumbre mirando con esa
melanclica pasividad que haba visto antes y cuya raza reconoci aunque no
haba visto a Vicksburg cuando lo pasaron, la marca, el inconfundible sello de los
violentamente expsitos y l que lo era ms que cualquiera, no hubiera tolerado
que ningn hombre lo llamara uno de ellos.
Muy bien dijo el jefe. Aqu est.
El bote dijo el penado.
Ah lo tiene, qu quiere que haga, que le d un recibo?
No dijo el penado. Quiero el bote.
Tmelo. Pero necesitara una correa o algo para llevarlo.
Llevarlo dijo el penado gordo, llevarlo, adnde tenas que llevarlo?
l (el alto) cont eso: cmo l y la mujer desembarcaron y cmo uno de los
hombres lo ayud a sacar el esquife del agua y cmo l se qued con la punta del
cable amarrado a su mueca y el hombre lo urgi, diciendo:
Muy bien! El que sigue! El que sigue!...
Y cmo le cont al hombre del bote y el hombre grit:
Bote? bote?...
Y como l (el penado) los acompa cuando subieron al bote y lo acomodaron
con los dems y cmo se fij en un aviso de Coca-Cola y en el arco de un puente
levadizo para encontrar pronto el esquife a la vuelta y cmo a l y a la mujer (l
con el envoltorio) los arrearon en un camin y cmo al rato el camin empez a
avanzar por el trnsito, entre casas cerradas y despus haba un edificio grande,
un arsenal.
Un arsenal? dijo el gordo. Querrs decir una crcel.
No. Era una especie de depsito con personas y paquetes tirados en el
suelo. Y cmo pens que su socio tal vez estuviera ah y cmo hasta lo busc al
isleo mientras esperaba una oportunidad de acercarse a la puerta, donde estaba
el soldado, y cmo lleg al fin a la puerta, la mujer detrs de l y su pecho contra
el rifle.

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Vamos, vamos... dijo el soldado, atrs. En seguida les darn ropa. No


pueden andar as por las calles. Y tambin les darn algo de comer. Tal vez sus
parientes vengan a buscarlos entonces.
Y tambin cont cmo la mujer dijo:
Tal vez si le dijera que tiene parientes aqu nos dejen salir.
Y cmo l no lo hizo: no poda haber expresado eso tampoco, era una cosa
demasiado honda, demasiado innata; nunca haba tenido que pensarlo en
palabras a travs de todas las largas generaciones de s mismo su sensato y
celoso respeto de montas no por la verdad sino por el poder, por la fuerza de la
mentira, no ser avaro con la mentira pero s usarla con respeto y aun con
cuidado, delicada, rpida y fuerte, como un hermoso y fatal acero. Y cmo le
trajeron ropa una tricota azul y un overall y despus comida (una animada
muchacha almidonada, diciendo Pero hay que baar al beb, asearlo. Se va a morir
si no lo hace. Y la mujer diciendo: S, seora. Podra ponerse a llorar, nunca se ha
baado antes. Pero es un buen beb).
Y ahora era de noche, las luces sin pantallas crudas y salvajes y desoladas
sobre los roncadores y l levantndose, tocando y despertando a la mujer y luego
la ventana. Cont eso: cmo haba un montn de puertas que daban no saba
dnde, pero haba tenido un gran trabajo para encontrar una ventana que les
sirviera pero encontr una al fin, llevando l el envoltorio y el beb tambin,
mientras saltaba l primero.
Debas haber roto una sbana y bajarte por ella dijo el penado gordo.
Pero l no necesitaba sbanas, senta las piedras bajo sus pies en la opulenta
oscuridad. La ciudad estaba ah pero l no la haba visto y no la vera bajo el
constante resplandor; Bienville4 tambin se haba detenido ah, haba sido la
invencin de un marica que se haca llamar Napolen pero nada ms; Andrs
Jackson5 la haba encontrado a su paso de la avenida Pensilvania. Pero el penado
necesit bastante ms de un paso para llegar al canal y al esquife, el anuncio de la
CocaCola estaba ahora borroso, el arco levadizo arquendose como una araa
contra el cielo juntillo del alba; y no cont, como tampoco haba contado del
terrapln de sesenta pies, cmo volvi a echar el bote al agua. El agua estaba
ahora detrs de l; no quedaba ms que un rumbo. Cuando vio el ro lo reconoci
en seguida. Tena que ser as; era ahora una parte inseparable de su pasado, de
su vida; sera una parte de lo que l legara si eso le estaba reservado. Pero cuatro
semanas despus tendra un aire distinto, y as fue: l (el Viejo) se haba
repuesto de su orga, otra vez en las riberas, el viejo 6 cabrilleando tranquilamente
hacia el mar, oscuro y pesado como chocolate entre terraplenes cuyas caras
internas estaban arrugadas como en helado y espantado asombro, coronadas con
el suntuoso verde veraniego de los sauces; ms all, sesenta pies ms abajo,
hbiles mulas se agachaban contra la abonada tierra que no necesitaba que la
plantaran, bastaba mostrarle una semilla de algodn para que brotara; ah
estaban las simtricas millas de fuertes tallos en julio, florecidos de prpura en
agosto, en setiembre los negros campos nevados, el aire caliente cargado con el
Jean Baptiste le Moyre, Sieur de Bienville (1680-1768). Fund en 1718 la ciudad
de Nueva Orlens.
5 Andrs Jackson (1767-1845). Sptimo presidente de los Estados Unidos. Derrot a
las tropas inglesas en Nueva Orlens, a principios de 1815.
6 Old Man (el Viejo), el Misisipi.
4

133

quejido de las mquinas, el aire de setiembre, entonces, ahora el de junio pesado


de langostas y (en las ciudades) el olor de pintura fresca y el olor agrio del engrudo
que pega el empapelado las ciudades, las aldeas, los pequeos
desembarcaderos de madera en pilotes en la cara interna de los terraplenes, los
pisos bajos brillantes y fragantes bajo la pintura fresca y el papel y hasta las
marcas en los pilotes y postes y rboles de la altura de la creciente en mayo
desapareciendo bajo cada soplo plateado de la fuerte e inconstante lluvia de
verano; haba un almacn en el saliente del terrapln, unas cuantas mulas
ensilladas con riendas de soga en el polvo sooliento, unos cuantos perros, un
puado de negros sentados en los escalones, bajo los avisos de tabaco y remedios
para la malaria, y tres blancos, uno de ellos suplente del comisario, solicitando
votos para derrotar a su superior (que le haba dado el empleo) a principios de
agosto, todos esperando ver el esquife salir del brillante resplandor del agua en la
tarde y acercarse y atracar, una mujer desembarcando con un nio, despus un
hombre, un hombre alto, que al acercarse result vestido con un traje de
presidiario desteido, pero recin lavado y bien limpio, detenindose en el polvo
donde las mulas dormitaban y miraban con plidos, fros ojos sin humorismo,
mientras el suplente del comisario iniciaba con lentitud ese ademn hacia la axila
que debi florecer en un revlver inmediatamente pero que no lleg a nada. Fue
suficiente sin embargo para el recin venido.
Usted es un funcionario? le dijo.
Ya lo ver dijo el comisario. Djeme sacar esta pistola de porquera.
Est bien dijo el otro, ah est su bote y aqu est la mujer. Pero no di
con ese hijo de perra en la hilandera.

134

PALMERAS SALVAJES

Esta vez el doctor y el hombre llamado Harry salieron juntos del cuarto, al
corredor oscuro, en el oscuro viento lleno del choque de palmeras invisibles. El
doctor traa el whisky la botella de una cuarta por la mitad: quiz ni saba que la
tena en la mano, quiz fue slo la mano y no la botella la que sacudi ante la
invisible cara del hombre. Su voz era fra, precisa y convincente, el puritano que
segn algunos estaba por hacer lo que tena que hacer porque era puritano, que
quiz crea que estaba por hacerlo para proteger la tica y santidad de la profesin
que haba elegido, pero que realmente iba a hacerlo, pues aunque no era viejo
para esto, demasiado viejo para que lo despertaran a medianoche y lo arrastraran
desprevenido y todava torpe de sueo, a esto, a esta viva pasin salvaje que no lo
haba tocado cuando era joven, cuando era digno de ella y a cuya prdida crea no
slo haberse resignado sino que haba tenido suerte en haberla perdido.
La ha asesinado le dijo.
S dijo el otro, casi impaciente: esto lo not el doctor, slo esto. El
hospital. Quiere telefonear o...
S, la ha asesinado. Quin hizo esto?
Yo lo hice. No se quede aqu hablando. Quiere decirme. ..
Quin hizo eso?, digo. Quin oper? Quiero saberlo.
Yo, le digo. Yo mismo. En el nombre de Dios, hombre!
Agarr el brazo del doctor, lo apret, el doctor lo sinti, sinti la mano, oy su
propia voz tambin.
Qu? dijo. Usted, usted lo hizo? Usted mismo? Pero yo crea que
usted era el...
Yo crea que usted era el amante, era lo que quera decir. Yo crea que usted era
el que... pues lo que estaba pensando era... Es demasiado! Hay reglas! Lmites! A
la fornicacin, al adulterio, al aborto, al crimen... y lo que quera decir era: A la
porcin de amor y de pasin y de tragedia a que estn reducidos todos los hombres
para que sean como Dios, que ha padecido todo lo que puede saber Satans. Hasta
dijo algo de esto al fin, rechazando con violencia la mano del otro, no precisamente
como si fuera una araa o un reptil o un poco de basura, sino como si hubiera
encontrado pegado a su manga un fragmento de propaganda atea o comunista
algo que no violara sino que afrentara ese profundo y ahora inmortal espritu
disecado que haba conseguido refugiarse en pura moralidad.
Esto es demasiado! grit. No se mueva! No trate de escaparse. No se
puede esconder donde no lo encuentre!
Escaparme? dijo el otro. Escaparme? Quiere telefonear por la
ambulancia, en nombre de Dios?

Telefonear, no tenga miedo! grit el doctor.


Ahora estaba en la tierra bajo el corredor, en el duro viento negro, ya en
movimiento, empezando a correr de pronto y pesadamente sobre sus gruesas
piernas sedentarias.
No trate de escaparse! grit por encima del hombro. No lo trate.
Todava tena la linterna: Wilbourne mir la luz saltando hacia el cerco de
adelfas como si ella tambin, la ftil lucecita de lucirnaga, luchara contra el peso
continuo del negro viento cruel. De eso no se olvid, pens Wilbourne, mirando la
luz. Pero probablemente l no ha olvidado nada en su vida salvo que alguna vez
estuvo vivo, que naci vivo al menos. Luego, con esa palabra, se dio cuenta de su
corazn, como si todo el terror profundo hubiera aguardado que l diera la seal.
Sinti el duro viento negro mientras vislumbraba la incierta luz que atraves el
cerco y desapareci; parpade fuertemente en el viento negro, sin poder evitarlo.
Mis vlvulas no funcionan, pens, oyendo su rugiente y atareado corazn. Como si
bombeara arena y no sangre, no lquido, pens. Como si tratara de bombearla. Ese
viento; creo que no me deja respirar, no es que realmente no pueda respirar,
encontrar algo en alguna parte para respirar, porque se ve que el corazn puede
soportar cualquier cosa, cualquier cosa, cualquier cosa...
Se dio vuelta y atraves el corredor. Esta vez como antes, l y el firme viento
negro eran como dos seres que tratan de pasar por la misma entrada. Pero
realmente no quiere entrar, pens. No necesita entrar. No quiere entrar. Est
interviniendo de puras ganas de embromar.
Poda sentirlo en la puerta al tocar el pestillo, luego, cerca, poda orlo
tambin, un silbido, un murmullo. Era irrisorio, era casi una risa ahogada,
apoyando su peso contra la puerta junto con el peso del hombre contra la puerta,
haciendo su peso sensible slo cuando cerr la puerta y esta vez demasiado fcil
porque era tan firme, irrisorio y reidor y realmente no quera entrar. Cerr la
puerta viendo a la dbil luz proyectada en el hall por la lmpara del dormitorio
reducirse, temblar y recobrarse como si el poco viento que hubiera podido
quedarse en la casa si hubiera querido, hubiera sido encerrado al cerrar la puerta,
y se dio vuelta para escuchar, la cabeza inclinada un poco hacia la puerta del
dormitorio, para escuchar. Pero ningn ruido vena de ah, ningn ruido en el hall
sino el viento murmurando contra la puerta del desmantelado hall alquilado donde
se hallaba, inmvil de tanto escuchar, pensando quietamente: He adivinado mal.
Es increble, no que haya tenido que adivinar sino que haya adivinado tan mal; no
refirindose al mdico, sin pensar ahora en el mdico (con una parte de su mente)
que no usaba, ahora poda verlo; el otro pulcro vestbulo, apretado, manchado de
marrn, a prueba de viento, la linterna an encendida sobre la mesa junto a la
apresurada valija, las gruesas, abultadas varicosas pantorrillas, como las vio
primero bajo el camisn, plantadas de un modo escandalizado y convencido y del
todo implacable; poda hasta or la voz alta sino un poco chillona y tambin
implacable, en el telfono. Y un agente. Un agente. Dos si es necesario, oye? La
va a despertar tambin, pens, viendo tambin el cuarto de arriba, la mujer con
cabeza de medusa, con su bata gris de cuello alto enderezndose sobre el codo en
la ftida cama gris, la cabeza estirada para or, para or sin sorpresa lo que haca
cuatro das esperaba or. Ella volver con l si es que l vuelve, pens. Si no se
queda afuera con el revlver para bloquear las salidas. Y quizs ella tambin est
con l). Porque esto no importaba, era como echar una carta al buzn, el buzn no
importaba, solamente importaba que hubiera esperado tanto tiempo para

136

despachar la carta. Yo he arruinado hasta esa parte de mi vida que he desechado,


pens, inmvil en el irrisorio susurro del no apresurado viento expectante, la
cabeza vuelta ligeramente hacia la puerta del dormitorio, escuchando: pensando
con esa capa trivial de su mente que no necesitaba usar: No es slo el viento lo que
no puedo aspirar y tal vez para siempre he conseguido, he ganado, un poco de
sofocacin, y empez a respirar no ms rpido sino ms hondo; no poda parar,
cada aspiracin ms playa y ms playa y dura y ms dura y ms cerca y ms
cerca del vrtice de sus pulmones hasta que en un momento rebasara del todo los
pulmones y para siempre no quedara aliento en ninguna parte. Parpade fuerte y
dolorosamente a la sbita granulacin de sus prpados como si la arena negra
privada de toda humedad que su fuerte corazn excavaba y extraa, fuera a
reventar por todos sus poros como el sudor de la agona: y pens: Quieto ahora.
Cuando ella vuelva esta vez tendr que empezar a aguantar. Cruz el hall hacia la
puerta del dormitorio. Ni un ruido todava, salvo el viento (haba una ventana, que
no cerraba bien; el viento negro murmuraba en ella pero no entraba, no quera
entrar, no necesitaba entrar). Carlota estaba de espaldas, con los ojos cerrados, el
camisn (esa prenda que nunca haba tenido, que nunca haba usado) arrollado a
su pecho bajo los brazos, el cuerpo no desparramado, no en abandono* sino al
contrario, un poco tenso. El susurro del viento negro llenaba el cuarto pero no
vena de ninguna parte, de modo que al rato empez a parecerle que el ruido era
ms bien el zumbido de la lmpara sobre un cajn al lado de la cama, el crujido y
murmullo de la dbil luz mediocre en su carne la cintura an ms estrecha de
lo que haba credo, anticipado, las caderas apenas ms anchas, pues tambin
eran chatas, el elegante y ntido corte del vientre y nada ms, ninguna agazapada
sombra de inextirpable negrura, ninguna forma de muerte encornudndolo; nada
para ver, pero ah estaba, y no le era dado presenciar su propia cornudera. Y
despus no pudo respirar y empez a retroceder desde la puerta, pero era
demasiado tarde, porque ella estaba acostada en la cama mirndolo.
No se movi. No poda dominar su aliento pero no se movi, una mano en el
marco de la puerta y un pie ya levantado para el primer paso atrs, los ojos de ella
bien abiertos sobre l, aunque profundamente vacos de sensibilidad. Luego vio
empezar el yo. Era como ver la ascensin de un pez en el agua un punto, una
mojarra y todava aumentando, en un segundo no habra ms laguna sino pura
sensibilidad. En tres pasos lleg a la cama, ligero pero quieto, le puso su mano
abierta en el pecho, su voz quieta y grave; insistente:
No, Carlota. Todava no. Me puedes or. Vuelve, vuelve, ahora. Todo est
bien ahora quieta y urgente y contenida por su necesidad, como si la partida
siguiera al adis, y el adis no fuera algo que precediera la ida.
Est bien dijo. Vuelve. No es tiempo todava. Yo te dir cuando sea
tiempo.
Y ella lo oy desde alguna parte, porque en seguida el pez se volvi mojarra y
luego punto; en un segundo ms los ojos estaran vacos y vacuos. Pero la perdi.
Lo vio: el punto creciendo demasiado rpido esta vez, no una mojarra, sereno, sino
un remolino de pupila perceptora en la mirada fija amarilla que se volva negra
mientras l miraba, la sombra negra no en el vientre sino en los ojos. Los dientes
le apretaron el labio inferior, lade la cabeza y quiso levantarla, luchando con la
mano abierta de l contra su pecho.
Estoy sufriendo. Jess, dnde est? Dnde se ha ido? Dile que me d
algo!, rpido!

137

No dijo l. No puedes. Tienes que aguantar.


Ahora deba estar rindose; no poda ser otra cosa. Ella se ech de espaldas, y
empez a sacudirse de lado a lado; an se sacuda cuando le sac el camisn y lo
levant y la tap.
Pens que me habas dicho que t ibas a aguantar.
S. Pero t tambin tienes que soportar un momento. Un momento. La
ambulancia estar pronto aqu, pero tienes que quedarte y sufrir ahora. Me oyes?
Ahora no puedes volver atrs.
Entonces toma el cuchillo y crtamelo. Todo. Hondo. As no quedar ms
que una cscara para contener el aire, fro, el fro...
Sus dientes resplandeciendo con la luz de la lmpara, mordieron de nuevo el
labio inferior: un hilo de sangre apareci en la comisura de la boca.
l tom un pauelo manchado y se inclin sobre ella, pero ella retir la
cabeza de su mano.
Bueno dijo, estoy aguantando. Dices que viene la ambulancia?
S. En un minuto la oiremos. Djame...
De nuevo ella apart la cabeza del pauelo.
Bueno, ahora vete. Lo has prometido...
No. Si te dejo no podrs aguantar. Y tienes que aguantar.
Estoy aguantando. Estoy aguantando para que te vayas; vete antes que
vengan. Me lo has prometido. Quiero ver que te vayas. Quiero verte...
Bueno, pero no quieres antes decirme adis?
Bueno, pero por el amor de Dios, no me toques. Es un fuego, Harry. No
duele. Es un fuego. No me toques.
l se arrodill junto a la cama; dej ella quieta la cabeza, sus labios se
aquietaron bajo los labios de Wilbourne por un momento, calientes y secos, con el
fino gusto dulzn de la sangre. Ella le apart la cabeza con la mano, tambin seca
y caliente, l le oa el corazn, aun ahora, un poco demasiado ligero, un poco
demasiado fuerte.
Dios mo!, nos hemos divertido, no es verdad?, en el fro, en la nieve. En
esto estoy pensando. A eso me agarro ahora: la nieve, el fro. Pero no duele: es
como un fuego, es como... Ahora vete. Pronto.
Volvi a mover la cabeza. l se puso de pie.
Bueno. Me voy. Pero tienes que aguantar. Tienes que aguantar un rato
largo. Puedes hacerlo?
S. Pero vete. Pronto. Tenemos bastante dinero para que llegues a Mobile.
Ah te puedes perder ligero. Ah no te podrn encontrar. Pero vete. Vete pronto de
aqu, por el amor de Dios.
Esta vez, cuando los dientes mordieron, la fina sangre brillante corri hasta
la barbilla. l no se movi en seguida. Trataba de recordar algo de un libro haca
aos, de Owen Wister, la prostituta con su traje de baile rosa que bebi el
ludano, y los cow-boys turnndose para pasearla de arriba abajo, sostenindola,
mantenindola viva, recordando y olvidndolo al mismo tiempo, ya que no le serva
para nada. Empez a andar hacia la puerta.
Bueno dijo, me voy ahora. Pero recuerda, tienes que aguantar sola
entonces. Me oyes, Carlota?
Los ojos amarillos estaban fijos en l, afloj los labios y al volver de la cama
oy sobre el rumor ahogado del viento dos voces en la puerta de entrada, en el
corredor la alta, casi chillona voz del doctor de gordas pantorrillas, la de la gris

138

mujer-gorgona, fra e igual, con un tono de bartono mucho ms viril que la voz del
hombre, las dos inorientables a causa del viento, como voces de dos fantasmas
peleando por nada y l (Wilbourne) las oa y las perda al mismo tiempo que se
inclin sobre la amarilla mirada abierta de la cabeza que haba cesado de moverse,
sobre el cado labio sangrante.
Carlota! dijo. Ahora no puedes retroceder. Te est doliendo. Te est
doliendo. No te deja retroceder. Me oyes?
La golpe rpido, con dos palmadas de la misma mano.
Te duele, Carlota.
S dijo ella. T con tus mejores doctores en Nueva Orlens. Cuando
bastaba cualquiera con un termmetro. Vamos, Rat. Dnde estn?
Ya vienen. Pero ahora tiene que dolerte. Ahora te est doliendo.
Muy bien. Estoy aguantando. Pero no tienes que arrestarlo. Eso es todo lo
que ped. No fue l. Oye, Francis ves? te he llamado Francis. Si te mintiera
crees que te llamara Francis, en lugar de Rat?... Oye, Francis ves?, te he
llamado Francis. Si te mintiera, crees que yo iba a permitir que ese bastardo
chambn que ni siquiera acab su prctica me anduviera con un cuchillo?...
La voz se detuvo; no haba nada en los ojos aunque seguan abiertos ni
mojarra, ni siquiera punto, nada. Pero el corazn, pens l. El corazn. Puso el
odo en su pecho, buscando el pulso en la mueca con una mano; poda orlo
antes que su oreja la tocara, lento, bastante fuerte todava, pero en cada latido
haba una curiosa reverberacin hueca como si el corazn mismo se retirara,
viendo al mismo tiempo (tena la cara hacia la puerta) entrar al doctor, llevando
todava la valija en una mano y en la otra un revlver barato, niquelado, como se
puede encontrar en casi cualquier casa de empeo y que, en lo que concierne a la
utilidad, poda haberse quedado all y seguido por la mujer de cara gris con cabeza
de Medusa envuelta en un chal. Wilbourne se levant, dirigindose al doctor, la
mano ya extendida hacia la valija.
Durar esta vez dijo, pero el corazn... Deme la valija. Qu ha trado?
Estricnina?
Vio desaparecer la valija detrs de la gruesa pierna; a la otra mano ni siquiera
la mir levantarse, slo un momento despus vio la pistola barata apuntando a
nada y sacudida en su cara por el doctor como antes la botella de whisky.
No se mueva! grit el doctor.
Baja eso dijo la mujer, con la misma voz fra de bartono. Ya te dije que
no lo trajeras. Dale la valija si le hace falta y puede hacer algo con ella.
No grit el doctor. Yo soy mdico. l no. Ni siquiera es un hbil
criminal!
Ahora la esposa gris habl a Wilbourne tan bruscamente que por un
momento ni siquiera entendi que se diriga a l:
Hay algo en esa valija que pueda curarla?
Curarla?
S. Levantarla y sacarlos a los dos de esta casa.
El doctor se encar con ella, hablando con esa voz chillona que pareca que
iba a quebrarse:
No comprendes que esta mujer se est muriendo?
Que se muera. Que se mueran los dos. Pero no en esta casa. No en este
pueblo. Hazlos salir de aqu y deja que se tajeen uno al otro y que se mueran como
les d la gana.

139

Ahora Wilbourne miraba al doctor agitando la pistola en la cara de su mujer


como la haba agitado en la suya.
No quiero que te metas! grit. Esta mujer est murindose y este hombre
debe pagar las consecuencias.
Pagar el demonio dijo la mujer. Te has enloquecido porque ha usado un
bistur sin tener diploma, o porque ha hecho algo que la Facultad de Medicina
prohbe. Baja eso y dale cualquier cosa para que pueda levantarse. Despus dales
dinero y llama un taxi, no una ambulancia. Dales algo de mi dinero si no quieres
darles del tuyo.
Ests loca? grit el doctor. Ests trastornada?
La mujer lo mir framente con la cara bajo las mechas de pelo gris.
As que lo ayudaras y lo apoyaras hasta el fin? No es cierto? No me
sorprende. Todava no he visto un hombre que no apoye a otro.
Otra vez ella se volvi sobre Wilbourne con la fra brusquedad que por un
instante lo dej sin saber que a l se diriga.
Usted no ha comido, creo. Voy a calentar un poco de caf. Probablemente le
har falta cuando ste y los otros acaben con usted.
Gracias dijo Wilbourne. No puedo...
Pero ella ya se haba ido. Se contuvo cuando iba a decirle: Espere, la voy a
llevar, luego lo olvid sin tener que pensar que ella conocera la cocina mejor que
l, desde que era la propietaria. Se hizo a un lado mientras el doctor se diriga a la
cama, lo sigui, lo vio dejar la valija y luego descubrir la pistola en su mano y
buscar algo donde ponerla antes de recordar, luego recordando y volviendo sobre
el hombro su cara desgreada.
No se mueva! grit. No se atreva a moverse!
Busque un estetoscopio dijo Wilbourne. He pensado algo ahora, pero
quiz sea mejor esperar. Porque va a volver en s una vez ms, no es cierto? Se
reanimar otra vez. Claro que s! Vamos. Squelo!
Poda haber pensado en eso antes!
El doctor miraba a Wilbourne, furioso, empuando la pistola mientras l
abra la valija y sacaba el estetoscopio; entonces, todava con la pistola meti la
cabeza en los tubos dentados y se inclin, pareciendo olvidar la pistola porque
ahora la dej sobre la cama, con la mano todava encima, apenas soportando su
peso, porque ahora haba paz en el cuarto, la furia se haba ido; Wilbourne poda
or a la esposa gris junto a la estufa en la cocina, y poda or el viento negro,
irrisorio, burln, constante, distrado, y hasta le pareci que poda or el salvaje,
seco entrechocarse de las palmeras. Luego oy la ambulancia, el primer, dbil
quejido ascendente, lejano an, desde la carretera de la aldea, y casi
simultneamente la mujer entr con una taza.
Aqu est la taza del estribo dijo. No ha tenido tiempo de calentarse.
Pero ser algo en su estmago.
Muchas gracias dijo Wilbourne. De veras le agradezco. Pero no se va a
quedar dentro.
Tonteras. Bbalo.
De veras le agradezco.
La ambulancia gema ms fuerte, vena de prisa, ya estaba cerca, el quejido
hundindose en un rezongo al declinar, luego elevndose hasta un gemido otra
vez. Pareca que ya estaba en la puerta de la calle, fuerte y perentoria y con una
ilusin de rapidez y prisa, aunque Wilbourne saba que apenas repechaba el

140

callejn entorpecido de maleza que suba de la carretera a la casa; esta vez cuando
se hundi en el gemido estaba frente a la casa. El sonido, ahora, tena un
frustrado tono grun casi como la voz de un animal grande, asustado, quiz
herido.
De veras le agradezco, comprendo que siempre es inevitable una limpieza al
desocupar una casa. Sera tonto que la ensuciramos ms...
Ahora oy los pasos en el corredor, lo oy sobre su corazn, el profundo,
fuerte, incesante playo dragar del aire, el aliento a punto de escapar del todo de
sus pulmones; ahora (no llamaron) estaban en el hall, las pisadas fuertes,
entraron tres hombres, vestidos de civiles: un joven con una cortada pelambre de
cabello ensortijado, con una camisa de polo y sin medias, un hombre limpio como
de alambre, de cualquier edad y tan plenamente vestido, hasta usaba anteojos de
carey empujando una camilla y detrs de ellos un tercero con la marca
inconfundible de diez mil subcomisarios del sur, urbanos y suburbanos el
sombrero partido, los ojos de sadista, el saco ligero e inequvocamente abultado,
con aire no exactamente fanfarrn sino de brutalidad previamente impune. Los
dos hombres con la camilla la rodaron hasta la cama con aire entendido; fue al
oficial a quien se dirigi el doctor, sealando con la mano a Wilbourne, y
Wilbourne se dio cuenta que el otro haba olvidado realmente que tena la pistola
en la mano.
Ese es el preso dijo el doctor. Yo har cargos formales contra l en
cuanto lleguemos a la ciudad. En cuanto pueda.
Mire, Doc... Buenas Miss Martha dijo el oficial. Baje eso. Puede
dispararse en cualquier momento. Ese individuo a quien usted lo sac pudo haber
apretado el gatillo antes de entregrselo.
El doctor mir la pistola, a Wilbourne le pareca recordarlo colocndola en la
valija junto con el estetoscopio, le pareci recordarlo porque haba seguido la
camilla hasta la cama.
Con cuidado ahora dijo. No la levante. No puede...
Yo me encargo de eso dijo el doctor, con esa voz cansada que al fin se
haba tranquilizado como si se hubiera gastado, pero que podra levantarse si
fuera preciso, si se renovara, si reviviera la injuria.
Este caso se me ha entregado, recurdelo. Yo no lo he pedido.
Se acerc a la cama (ahora a Wilbourne le pareca recordarlo poniendo la
pistola sobre la valija) y levant la mueca de Carlota.
Vaya con tanto cuidado como pueda. Pero de prisa. El doctor Richardson
estar all y yo los sigo en mi coche.
Los dos hombres pusieron a Carlota en la camilla. Tena ruedas de goma; con
el joven sin sombrero, empujando, pareci cruzar el cuarto y desaparecer en el hall
con increble rapidez como si fuera aspirada y no empujada (las ruedas mismas
hacan un ruido de aspiracin en el suelo) por ninguna cosa humana sino quiz
por el tiempo, por alguna caera por la cual los segundos irrevocables huan y se
atropellaban; hasta la noche misma.
Est bien dijo el oficial. Cul es su nombre? Wilson?
S dijo Wilbourne.
Atraves el hall por el mismo camino, aspirando tambin; donde el hombre de
alambre tena ahora una linterna; el irrisorio viento negro se ahogaba y
murmuraba en la puerta abierta, echando su peso contra l como una tentacular
mano negra, y l se apoyaba contra el viento. Ah estaba el corredor, ms all los

141

escalones.
Es liviana dijo Wilbourne con una dbil voz ansiosa. Ha perdido mucho
peso ltimamente. Podra llevarla si ellos...
Ellos pueden tambin dijo el oficial. Adems estn pagados para eso.
Clmese.
Ya lo s. Pero ese bajo, ese pequeo con la luz...
Guarda sus fuerzas para esto. Le gusta. No hay que herir sus sentimientos.
Clmese.
Mire dijo Wilbourne suavemente, en un murmullo, por qu no me
pone las esposas?, por qu?
Las necesita? dijo el oficial.
Y ahora la camilla sin detenerse fue aspirada por el corredor, al espacio, toda
en el mismo plano paralelo, como si poseyera desplazamiento pero no peso; ni
siquiera se par, la camisa blanca y los pantalones del joven parecan apenas
caminar detrs cuando se mova en pos de la luz de la linterna, hacia la esquina
de la casa, hacia lo que el hombre que haba alquilado la casa llamaba la alameda.
Poda or ahora el chocar de las palmeras invisibles, el salvaje ruido seco que
hacan.
El hospital era un edificio bajo, vagamente espaol (o californiano), de estuco,
casi escondido por una maciza profusin de adelfas. Tambin haba algunas
palmeras raquticas, la ambulancia entraba a la carrera, el gemir de la sirena
muriendo en un gruido de animal herido, las llantas secas y sibilantes en la
conchilla; cuando l sali de la ambulancia pudo or las palmeras susurrando y
silbando otra vez como si estuviera tandolas un soplador de arena, y pudo an
oler el mar, el mismo viento negro, ya no tan fuerte, pues el mar estaba a cuatro
millas, la camilla saliendo ligera y suave de nuevo como aspirada, las precisas
pisadas de los cuatro hombres en la seca conchilla; y ahora en el corredor empez
a parpadear a causa de la arena, dolorosamente, en la luz elctrica, la camilla
chupada, las ruedas murmurando en el linleo, de modo que entre dos prpados
vio que la camilla era ahora empujada por dos enfermeras de uniforme, una alta y
otra baja. l pens que realmente en el mundo no hay una pareja equilibrada,
pues todas las camillas del mundo deben ser llevadas no por dos cuerpos fsicos
parejos sino por dos voluntades de estar presentes y de ver lo que pasa. Luego vio
una puerta abierta y feroz de luz; un cirujano ya vestido para operar junto a la
puerta, la camilla aspirada por la puerta y el cirujano que lo mir una vez, no con
curiosidad sino como quien quiere retener una cara, y luego se volvi y sigui la
camilla en el mismo instante en que Wilbourne iba a hablarle. Silenciosamente le
cerraron la puerta en la cara (tambin la puerta pareca provista de neumticos).
Casi le golpearon la cara; el oficial le dijo:
Clmese.
Haba otra enfermera, no la haba odo, ella ni siquiera lo mir y dijo unas
palabras al oficial.
Muy bien dijo el oficial. Toc el codo de Wilbourne, adelante. Clmese.
Pero, permtame...
Seguro. Clmese.
Haba otra puerta, la enfermera se hizo a un lado, las faldas secas y sibilantes
tambin como conchilla, ella no lo mir. Entraron, una oficina, un escritorio, otro
hombre con gorro esterilizado y uniforme, sentado en el escritorio, con un
formulario blanco y una estilogrfica. Era mayor que el primero. Tampoco mir a

142

Wilbourne.
Nombre?
Carlota Rittenmeyer.
Seorita?
Seora.
El hombre en el escritorio escribi en el papel.
Marido?
S.
Nombre?
Francis Rittenmeyer.
Luego tambin dio la direccin.
Flua la pluma, lisa y limpita. Ahora es la estilogrfica la que no me deja
respirar, pens Wilbourne.
Puedo,..
Ser notificado. Ahora el hombre del escritorio lo mir. Usaba lentes, las
pupilas detrs parecan ligeramente deformadas y completamente impersonales.
Cmo se lo explica? Instrumentos no esterilizados?
Estaban esterilizados.
Usted lo cree.
Lo s.
Su primera prueba?
No, la segunda.
La otra result? Pero usted no lo sabr...
S, lo s. Result.
Entonces, cmo se explica este fracaso?
Pudo haber contestado as: La amaba. Pudo haber dicho: Un avaro quiz
fallara al querer forzar su caja de hierro. Tendra que recurrir a un profesional, a un
ladrn a quien no le importara, que no quisiera los flancos de hierro que guardan el
dinero.
Pero no dijo nada, y despus de un momento el hombre en el escritorio baj
la vista y volvi a escribir, la pluma viajando blandamente por la tarjeta. Dijo, sin
dejar de escribir, sin levantar los ojos.
Espere afuera.
No lo llevo ahora? dijo el oficial.
No el hombre en el escritorio tampoco alz la vista.
Podra... dijo Wilbourne, quisiera usted...
La pluma se detuvo, pero por un momento ms el hombre en el escritorio
mir la tarjetita, quiz leyendo lo que haba escrito. Entonces levant la vista.
Por qu? Ella no lo reconocera.
Pero puede reaccionar. Puede volver en s otra vez. Entonces yo podra,
podramos...
El otro lo mir. Los ojos eran fros. No eran impacientes, no palpablemente
impacientes. Slo esperaban que la voz de Wilbourne cesara. Entonces habl al
hombre del escritorio.
Usted cree que volver... doctor?
Por un momento Wilbourne mir dolorosamente la prolija tarjeta garabateada
bajo la lmpara con luz de da, la limpia mano del cirujano sosteniendo al lado la
estilogrfica.
No dijo tranquilamente.

143

El hombre del escritorio baj los ojos otra vez a la tarjeta; la mano con la
pluma se movi hacia ella y escribi de nuevo.
Le notificarn sigui escribiendo firmemente sin levantar los ojos y dijo al
oficial: Eso es todo.
Mejor ser que me lo lleve antes que venga ese marido con un revlver, no
le parece, doctor? dijo el oficial.
Le notificarn repiti el hombre del escritorio sin alzar la vista.
Muy bien, Jack dijo el oficial.
Haba un banco de listones y duro, como los antiguos tranvas abiertos.
Desde ah poda ver la puerta con llantas de goma. Era lisa, pareca final e
inexpugnable como el rastrillo de hierro de un puente levadizo; vio con una especie
de asombro que hasta de ese ngulo penda en el marco de un solo lado,
ligeramente, as que por las tres cuartas partes de su circunferencia haba una
lnea continua de luz Klieg.
Pero ella podra pens. Podra...
Jess dijo el oficial. (Tena en la mano un cigarrillo sin encender,
Wilbourne haba sentido el movimiento contra sus codos.) Jess, cmo dijo que
se llamaba? Webster?
S dijo Wilbourne.
Podra llegar. Podra darle una zancadilla si fuera necesario y llegar. Porque yo
sabra. Yo. Seguramente/ ellos no.
Usted obr a lo brbaro. Con un cuchillo. Soy a la antigua; el modo viejo
me basta. No quiero novedades.
S dijo Wilbourne.
No haba viento aqu, ni ruido de viento, aunque le pareca oler, si no el mar,
al menos su seca y porfiada prolongacin en la conchilla de la avenida; y luego el
corredor se llen bruscamente de ruido, los millares de voces del miedo y del
sufrimiento humano que conoca y recordaba los desinfectados huecos de linleo
y suelas de goma como entraas en los que se refugian seres humanos, ante algn
suplicio o ms bien terror, para entregar en pequeas celdas monsticas todo el
fardo de lujuria y deseo y orgullo, hasta de independencia funcional, para volverse
como embriones por un tiempo, pero siempre guardando partculas de la antigua
incorregible corrupcin terrenal el ligero sueo de todas las horas, el
aburrimiento, el despertador y enojadizo tocar de campanillas entre las horas de la
medianoche y la aproximacin lenta del alba (quiz encontrando al menos este
buen empleo para el dinero barato que ahora abarrota y ahoga al mundo; esto por
un tiempo, para renacer, para resurgir renovados, para soportar el peso del
mundo mientras les durara el coraje. Poda orlos de arriba abajo en el corredor...
el repique de los timbres, el cercano silbido de las suelas de goma y de las faldas
almidonadas, el quejoso murmullo de voces intiles. Lo conoca bien; y ahora otra
enfermera baj al hall, mirndolo de lleno, detenindose al pasar, mirndolo, con
la cabeza dada vuelta al pasar como si fuera una lechuza, los ojos bien abiertos
llenos de algo ms all de la oscuridad sin nada de encogimiento u horror. El
oficial revolva la lengua contra los dientes como buscando restos de comida;
posiblemente haba estado comiendo cuando llamaron. Todava tena el cigarrillo
sin encender.
Estos mdicos y enfermeras dijo. Lo que uno oye decir de los
hospitales. No s si habr tantos enredos como se dice.
No dijo Wilbourne. No hay en ninguna parte.

144

As es. Pero imagnese un fugar como un hospital. Lleno de camas por


todos lados. Y toda la gente de espaldas y no pueden molestar. Y al fin y al cabo
los mdicos y las enfermeras son hombres y mujeres. Y vivsimos, o no seran
mdicos y enfermeras. Usted sabe lo que son las cosas.
S dijo Wilbourne. Usted lo dice...
Porque despus de todo, pens, son caballeros. Tienen que serlo. Son ms
fuertes que nosotros. Muy por encima de todo esto, muy por encima de farsas. Les
basta con ser caballeros.
Y ahora el segundo mdico o cirujano el de la estilogrfica sali de la
oficina y atraves el corredor con las faldas del guardapolvo golpeando atrs. No
mir a Wilbourne, aunque Wilbourne, mirndolo a la cara, se levant a su pas y
se dirigi a l, con idea de hablar. El oficial se levant tambin apresuradamente.
El doctor se detuvo lo bastante para lanzar al oficial una sola fra mirada irascible
a travs de los lentes.
No est ese hombre a su cargo? dijo.
Claro, doctor dijo el oficial.
Entonces qu pasa?
Vamos, Watson dijo el oficial, clmese, le digo.
El doctor se dio vuelta; apenas se haba detenido.
No fuma, doctor?
El doctor no contest nada. Sigui con el guardapolvo volando.
Vamos dijo el oficial. Sintese antes que le d un ataque o algo.
Otra vez la puerta retrocedi sobre sus resortes de goma y volvi, batida
silenciosamente con esa frrea finalidad y esa ilusin de frrea inexpugnabilidad
que era tan falsa, ya que desde aqu se vea que penda del marco por un solo
lado, de modo que un nio, un soplo, podan moverla.
Escuche dijo el oficial. Clmese, la van a salvar. Es el doctor
Richardson en persona. Har tres aos trajeron un negro de un aserradero donde
alguien le haba atravesado los intestinos con una navaja en un juego de dados.
Bueno, qu hizo el doctor Richardson? Lo abri, le cort las tripas que no
servan, peg las dos puntas como quien vulcaniza un tubo de goma, y el negro ya
est en su trabajo. Por supuesto que no le queda ms que una tripa de unos dos
pies de largo y tiene que salir disparando para las caas casi antes de tragar. Pero
est lo ms bien. El doctor la va a salvar lo mismo. No es eso mejor que nada?
Eh?
S dijo Wilbourne, s. Usted cree que podremos salir afuera un poco?
El oficial se levant con entusiasmo, el cigarrillo an sin encender en la
mano.
Buena idea. Podremos fumar.
Pero entonces Wilbourne no pudo moverse.
Vaya usted. Yo no me mover de aqu. No me voy a ir. Usted lo sabe.
Bueno, no s. Quiz puedo estar afuera en la puerta y fumar.
S. Usted me puede vigilar desde ah.
Mir el corredor de arriba abajo, a todas las puertas, una a una.
No sabe dnde podr ir si me indispongo?
Si se indispone?
Si tuviera que vomitar.
Voy a llamar a una enfermera para preguntarle.
No. No importa. No lo necesito. Creo que no tengo nada que echar. Nada

145

que valga la pena. Me quedar aqu hasta que me llamen.


El oficial bajo al corredor, rebas la puerta con los tres feroces tajos de luz,
hacia la entrada por donde ellos llegaron. Wilbourne miraba encenderse el fsforo
bajo la ua de su pulgar y brillar contra su cara bajo el ala del sombrero, cara y
sombrero inclinados sobre el fsforo (no una cara desagradable, la cara de un
muchacho de catorce aos que tena que usar la navaja, que haba empezado
demasiado joven a llevar el autorizado revlver), la puerta de entrada an abierta,
porque el humo (su primera bocanada) volvi por el corredor, disolvindose; y
Wilbourne descubri que de veras poda oler el mar, el negro playo golfo sooliento
sin resaca, cruzado por el viento negro. En el corredor, ms all de un recodo, oa
las voces de dos enfermeras, dos enfermeras no dos enfermas, dos hembras no
necesariamente dos mujeres, luego ms all del mismo recodo son una de las
campanillas, irritada, perentoria; las dos voces siguieron murmurando, luego las
dos se rieron, dos enfermeras rindose no dos mujeres, la quejumbrosa
campanilla se volvi irascible y furiosa, la risa continu por medio minuto ms
sobre la campanilla, luego las suelas de goma en el linleo, silbando bajo y rpido;
ces la campanilla. Era el mar lo que ola; ah estaba el sabor de la playa negra
que el viento soplaba en sus pulmones, cerca del vrtice de sus pulmones, ah
estaba otra vez esa sensacin que l haba esperado, cada rpido fuerte aliento se
volva ms y ms playo como si el corazn hubiera al fin encontrado un
receptculo; un vaciadero para la arena negra que aspiraba y dragaba: y ahora se
par l tambin, sin ir a ninguna parte, se levant sin pensarlo; el oficial, a la
entrada, se dio vuelta en seguida, dando vuelta el cigarrillo para atrs. Pero
Wilbourne no hizo ningn movimiento y el oficial se detuvo, hasta se detuvo en la
puerta tajeada de luz y aplast su sombrero contra ella, contra la rendija por un
momento. Luego avanz. Avanz, pero Wilbourne lo vio; vio al oficial como uno ve
un farol que est entre uno y la calle, porque la puerta con resortes de goma se
haba vuelto a abrir, hacia afuera esta vez. (Han apagado las luces Klieg, pens.
Las han apagado, las han apagado ahora), y los dos mdicos aparecieron, la
puerta se golpe sin ruido detrs de ellos y oscil vivamente una vez pero se volvi
a abrir antes de entrar en la inmovilizacin para dar paso a dos enfermeras,
aunque l slo las vio con esa parte de visin que todava vea al oficial, porque
estaba mirando las caras de los dos mdicos que se acercaban por el corredor,
hablando entre s con voces cortadas a travs de sus bocas vendadas, sus
guardapolvos aleteando prolijamente como las faldas de dos mujeres pasando
delante de l sin mirarlo siquiera, y l se volvi a sentar porque el oficial, tocndole
el codo, dijo:
Est bien. Clmese.
Se encontr sentado mientras los dos mdicos se alejaban con la cintura
ajustada como dos seoras, las faldas de los guardapolvos agitndose detrs de
ellos, y una de las enfermeras pas tambin, con la cara vendada tambin, sin
mirarlo tampoco, tambin con un zumbido de faldas almidonadas, y l (Wilbourne)
escuchaba, sentado en el duro banco, y por un instante el corazn lo abandon;
latiendo fuerte y firmemente pero de una manera remota, dejndolo en una esfera
de silencio, en un vaco circular donde slo murmuraba el viento recordado, donde
slo perduraban las sibilantes suelas de goma. La enfermera se detuvo al fin junto
al banco y al rato l la mir.
Usted puede entrar ahora dijo ella.
Est bien dijo l. Pero no se movi en seguida.

146

Es la misma que no me mir, pens. Ahora no me mira. Pero ahora me est


mirando. Entonces, se levant; estaba bien, el oficial se levant tambin, la
enfermera lo miraba ahora.
Quiere que vaya con usted...?
Bueno.
Estaba bien. Tal vez un soplo bastara, pero cuando apoy la mano en la
puerta descubri que todo su peso no bastaba: es decir, no pudo apoyar su peso y
la puerta pareca una chapa de hierro clavada en la pared, salvo cuando
bruscamente se abri y vio el brazo y la mano de la enfermera y la mesa
operatoria, con la forma del cuerpo de Carlota, apenas indicada y curiosamente
aplanada bajo la sbana. Las luces Klieg estaban apagadas y slo arda una luz
cenital y haba otra enfermera l no recordaba que hubiera cuatro secndose
las manos en una pileta. Pero en ese momento ella dej caer la toalla en un cesto y
pas de largo, es decir, entr y sali de su campo visual. Haba tambin un
ventilador que funcionaba cerca del cielo raso, invisible o a lo menos oculto,
camuflado. Luego lleg a la mesa: sali la mano de la enfermera y dobl la sbana,
y despus de un momento l mir ms all, parpadeando seca y penosamente,
hacia donde el oficial estaba en la puerta.
Est bien ahora dijo, ahora puede fumar, no?
No dijo la enfermera.
No importa dijo l. Es cuestin de un rato. Entonces usted...
Venga dijo la enfermera. No tiene ms que un minuto.
Pero no era un viento fresco soplando dentro del cuarto sino caliente, y que
sala, as que no tena olor de arena negra. Pero era viento, firme, poda sentirlo y
verlo, un mechn del oscuro pelo salvajemente corto agitndose en l,
pesadamente porque el pelo todava estaba mojado, todava hmedo entre los ojos
cerrados y el prolijo nudo de cirujano en la venda que sostena la mandbula
inferior. Pero era ms que esto. Era ms que un aflojamiento de coyunturas y de
msculos, era el derrumbamiento del cuerpo entero como se derrumba el agua sin
dique, detenida por un momento para que la mirara pero todava buscando ese
profundo y primitivo nivel mucho ms bajo que el de estar erguido y andar, ms
bajo que el nivel horizontal de la muerte chica que se llama sueo, ms bajo an
que la fina suela que rechaza la tierra; la misma tierra plana y aun sta; no
bastante baja, desparramada, desapareciendo, despacio al principio, luego
aumentando y al fin con increble rapidez: ida y desvanecida sin dejar rastro sobre
el polvo insaciable. La enfermera le toc el brazo.
Venga dijo.
Espere dijo, espere.
Pero tuvo que dar un paso atrs; vino ligero como antes, la misma camilla
con sus ruedas de goma, el hombre de alambre ahora sin sombrero, el pelo partido
prolijamente con agua, cepillado adelante, luego levantado para atrs en la frente
como el de un barman de antes, la linterna en el bolsillo de atrs, y los bordes del
abrigo atados atrs, la camilla abordando rpidamente la mesa mientras la
enfermera volva a subir la sbana.
No tendr que ayudar a esos dos dijo, verdad?
No dijo la enfermera.
No haba una forma determinada bajo la sbana ahora y pas a la camilla
como si tampoco tuviera peso. La camilla murmur al ponerse en movimiento de
nuevo, silbando al rodar, aspirada por la puerta otra vez, donde se hallaba el

147

oficial con el sombrero en la mano, luego desapareci. Pudo orla por un momento
an.
Luego ya no. La enfermera estir el brazo hasta la pared, son un botn y
ces el zumbido del ventilador. Fue cortado en seco como si hubiera chocado con
una pared, borrado por un tremendo silencio que rugi sobre l como una ola, un
mar, donde no tuviera nada de qu agarrarse, levantndolo y sacudindolo y
bramando, dejndolo parpadeando fuerte y dolorosamente con sus secos prpados
irritados.
Venga dijo la enfermera. El doctor Richardson dice que puede beber
algo.
Seguro, Morrison el oficial se ech el sombrero para atrs. Clmese.
La crcel era parecida al hospital, salvo que tena dos pisos, cuadrada, y no
tena adelfas. Pero ah estaba la palmera. Justo fuera de su ventana: ms grande,
ms pobretona; cuando l y el oficial pasaron debajo para entrar, sin viento para
causarlo empez un repentino furioso golpear como si ellos lo hubieran iniciado y
dos veces ms durante la noche mientras l esperaba, cambiando sus manos de
tiempo en tiempo cuando el pedazo de reja que apretaban se calentaba y
empezaban las palmas a sudar, golpe otra vez en esa breve inexplicable
precipitacin. Luego la marea empez a bajar en el ro y pudo oler eso tambin
el olor agrio de las saladas llanuras donde las conchillas y las cabezas de los
camarones se pudran, y el camo y las estacas. Luego rompi el alba (haca rato
que haba odo zarpar los botes de camarones) y de pronto contra el cielo que
palideca vio el puente giratorio que atravesaba el ferrocarril a Nueva Orlens y oy
el tren de Nueva Orlens y mir el humo acercndose desde el mismo tren que se
arrastraba por el puente, alto y como un juguete y rosado, como algo extravagante
para decorar una torta, contra el sol horizontal que ya calentaba. Luego
desapareci el tren, el humo rosado. La palmera de la ventana empez a
murmurar, seca y firme, y l sinti la brisa fresca de la maana que vena del mar,
firme y saturada de sal, limpia y yodada dentro de su celda, tapando el olor de
cresota y escupitajos de tabaco y antiguos vmitos; el agrio olor de los bajos se
fue y ahora haba un brillo en el agua agitada por la marea, los peces
haraganamente subiendo y bajando entre la basura flotante. Luego oy pasos en
la escalera y el carcelero entr con un jarro de lata con caf y un pedazo de
factura.
Quiere algo ms? dijo. Un poco de carne?
Gracias dijo Wilbourne. Slo el caf. O si pudiera conseguirme unos
cigarrillos. No he fumado desde ayer.
Le voy a dejar esto hasta que salga. El carcelero sac de su camisa una
tabaquera de tela y papelitos. Sabe armarlos?
No s dijo Wilbourne. S. Gracias. Magnfico.
Pero no le result muy bien. El caf era flojo, demasiado dulce y caliente,
demasiado caliente para beberlo o siquiera tenerlo en la mano, con una dinmica,
inherente, inagotable cualidad de renovable calor impenetrable hasta su feroz
radiacin. As que dej el jarrito en su banco y se sent en el borde de la cucheta;
sin comprender que haba asumida la actitud inmemorial de toda miseria,
agazapado cernindose no en la pena sino en pura concentracin visceral sobre un
mendrugo, un hueso que requiere ser protegido no de ninguno de los seres erectos
sino de criaturas que se mueven en plano paralelo al protector y a lo protegido,
parias tambin listos a mordisquear y a pelear con el protector en el polvo. Ech el

148

tabaco de la bolsa de tela en el papel arrugado como poda, sin poder recordar en
absoluto cundo y dnde haba visto ese proceso, mirando con leve alarma cmo
el tabaco se volaba del papel con el viento ligero que soplaba en la ventana, dando
vuelta su cuerpo para proteger el papel, dndose cuenta que su mano haba
empezado a temblar aunque eso no le preocupaba, poniendo la tabaquera
cuidadosa y ciegamente a un lado, mirando el tabaco como si estuviera
sosteniendo los granos en el papel con el peso de sus ojos, poniendo la otra mano
en el papel y viendo que las dos temblaban ahora, y que de pronto se le escapaba
el papel con una casi perceptible descarga.
Las manos le tiritaban ahora; llen el segundo papel con un terrible esfuerzo
de voluntad, no por el deseo del tabaco sino por hacer el cigarrillo;
deliberadamente levant los codos de las rodillas y mantuvo el papel ante su
tranquila semiafeitada cara, un poco huraa, esperando cesara el temblor. Pero
apenas las soltaba para enrollar el tabaco dentro del papel volvan a temblar de
nuevo, pero esta vez ni siquiera se detuvo; envolviendo cuidadosamente el tabaco
en el papel sigui enrollndolo mientras de los dos extremos segua cayendo el
tabaco lenta y firmemente.
Tena que apretarlo con las dos manos, para pasarle la lengua y en cuanto la
lengua tocaba el papel la cabeza se contagiaba del mismo dbil incontrolable
sacudirse y se sent por un momento, mirando lo que haba hecho el achatado,
enredado tubo ya medio vaco y casi demasiado hmedo para encenderse. Tom el
fsforo con ambas manos para acercarle el fuego, y no fumar ms que una dbil
lanza de calor, de verdadero fuego, que se le meti en la garganta. No obstante,
con el cigarrillo en la mano derecha y la izquierda apretando la mueca derecha,
dio dos pitadas antes que se carbonizara el lado seco del papel para acercarlo y
tirarlo, y pisarlo antes de recordar, de notar que estaba descalzo y lo dej
consumirse mirando al caf con una especie de desesperacin que no haba
demostrado antes y que tal vez no haba sentido an; despus, levantando el jarro,
sostenindolo como haba sostenido el cigarrillo, con la mueca en la mano, lo
acerc a la boca, concentrndose no en el caf sino en el beber y as olvid quiz
que el caf estaba demasiado caliente para beberlo, entrando en contacto con el
borde del jarro y su mano constante y dbilmente temblorosa, tragando el casi
hirviente lquido, rechazado cada vez por el calor, parpadeando, tragando de
nuevo, una cucharada de caf escapndose del jarro y cayendo en el suelo,
derramndose sobre sus pies y tobillos como un puado de agujas o de partculas
de hielo, comprendiendo que estaba parpadeando otra vez y colocando el jarro
cuidadosamente necesit las dos manos para alcanzar el banco tambin en el
banco y sentndose de nuevo, agachndose un poco y parpadeando fuertemente
por esa granulacin adentro de los prpados, oyendo los dos pares de pies en la
escalera aunque esta vez ni mir hacia la puerta hasta que la oy abrir y volverse
a golpear, mirando entonces al levantar los ojos, el saco cruzado (ahora era un
palm-beach gris, la cara recin afeitada pero tampoco haba dormido, pensando
(Wilbourne): Tiene tanto que hacer. Yo slo tena que esperar. l ha tenido que salir
sin aviso y buscar alguien que se quedase con las nias. Rittenmeyer traa la valija
aquella que haba sacado de debajo de la cama en el internado haca un ao y
que haba ido a Chicago y Wisconsin y Chicago y Utah y San Antonio y Nueva
Orlens y otra vez y ahora a la crcel y vino y la puso al lado de la cama. Pero
aun entonces la mano que sala de la blanda manga gris no temblaba, la mano
que ahora se meta en el saco.

149

Ah est su ropa dijo. He dejado una fianza, lo dejarn salir esta


maana.
La mano sali y sac del saco un rollo de billetes de banco prolijamente
doblados.
Son los mismos trescientos dlares. Usted los ha tenido bastante para
ganar derecho de posesin. Lo pueden llevar lejos, bastante lejos, de todos modos.
Yo dira Mjico, pero usted puede esconderse en cualquier parte si tiene cuidado.
Pero ya no habr ms. Entindalo. Esto es todo.
Huir? dijo Wilbourne, huir bajo fianza?
S dijo Rittenmeyer violentamente. Vyase de ac al demonio. Le
comprar un billete de ferrocarril y se lo mandar...
Lo siento dijo Wilbourne.
Nueva Orlens; puede embarcarse...
Lo siento dijo Wilbourne.
Rittenmeyer ces. No miraba a Wilbourne; no miraba a nada. Despus de un
momento dijo con tranquilidad:
Piense en ella.
Quisiera no pensar. Quisiera, si pudiera. No, no puedo. Quizs es por eso.
Quizs esa es la razn...
Quiz era eso; era la primera vez en que casi la alcanzaba. Pero no an: y eso
tambin estaba bien; volvera; l la buscara, la guardara, cuando llegara el
momento.
Entonces piense en m dijo Rittenmeyer.
Quisiera no pensar en eso tampoco. Siento...
Yo no! dijo el otro, con sbita violencia otra vez; no me tenga lstima;
ve?, ve?
Y haba algo ms pero no lo dijo, no pudo o no quiso. Empez a temblar
tambin, en su limpio, oscuro, sobrio, hermoso traje, murmurando:
Jess, Jess, Jess.
Quiz le tengo lstima porque usted no puede hacer nada. Y s por qu.
Cualquier otro sabra por qu no puede. Pero eso no sirve para nada. Y yo podra
hacerlo y eso ayudara algo, no mucho quiz, pero algo. Pero tampoco puedo. Y s
por qu no puedo, tambin. Creo que s. Pero no...
Ces tambin. Dijo con tranquilidad:
Lo siento.
El otro dej de temblar; habl con tanta tranquilidad como Wilbourne.
As que no quiere irse.
Quiz si usted pudiera decirme por qu dijo Wilbourne.
Pero el otro no contest. Sac un pauelo inmaculado del bolsillo de arriba y
se sec la cara cuidadosamente y Wilbourne not tambin que la brisa marina de
la maana se haba calmado, haba desaparecido, como si la brillante copa todava
rodeada de nubes, del cielo y de la tierra fuera un globo vaco, una campana
neumtica, y como si el viento contenido en l no pudiera llenarlo sino correr
dentro para atrs y para adelante sin horario, sin obedecer ninguna ley,
imprevisible, saliendo y yendo a ninguna parte, como una manada de caballos
sueltos en una planicie vaca. Rittenmeyer fue a la puerta y la golpe, sin mirar
hacia atrs. El carcelero apareci y quit la llave. l no iba a mirar hacia atrs.
Se le ha olvidado el dinero dijo Wilbourne.
El otro se volvi y tom el prolijo fajo de billetes. Despus de un momento

150

mir a Wilbourne.
Entonces no quiere hacerlo dijo. No quiere?
Lo siento dijo Wilbourne.
Slo si me hubiera dicho por qu, pens Wilbourne. Quiz lo hubiera hecho.
Pero saba que no lo habra hecho. Pero continu pensndolo de vez en cuando en
los ltimos das de junio y cuando vino julio... las madrugadas mientras
escuchaba el pesado latido de las lanchas a motor bajando por el ro hacia el
Golfo, la breve hora fresca de la maana con el sol en la espalda, el largo ardor de
los atardeceres de bronce cuando el sol impregnado de salitre golpeaba la ventana
con plenitud de ferocidad, imprimiendo en su cara y en su torso los barrotes a que
se agarraba... y hasta haba aprendido a dormir y a veces se quedaba dormido
entre dos cambios de la posicin de las manos en los sudorosos barrotes. Luego
dej de pensar en ello. No supo cundo; ni siquiera record que se le haba
olvidado del todo la visita de Rittenmeyer.
Un da... llegaba el ocaso, no saba cmo no lo haba visto antes, haca veinte
aos que estaba ah... vio, ms all del chato borde del ro, del otro lado del ro y
hacia el mar, el casco de cemento de uno de los barcos de emergencia construidos
en 1918 y nunca terminados, el casco, la cscara; nunca se haba movido; las vas
se le haban podrido haca muchos aos, dejndolo inmvil en una cinaga junto
al resplandor de la desembocadura del ro con una soga de ropa tendida en la
cubierta. El sol se pona detrs y l ya no poda distinguir bien, pero a la maana
siguiente descubri la saliente inclinada de un cao de chimenea humeante y
distingui el color de las ropas agitadas por el matutino viento del mar y vio
despus una pequea figura que reconoci como una mujer que sacando las ropas
de la soga, y creyendo distinguir el ademn con que se pona los apretadores de
ropa, uno por uno, en la boca, y pens: Si hubiramos sabido tal vez hubiramos
podido vivir ah los cuatro das y ahorrado diez dlares. Pensando: Cuatro das. Es
imposible que slo hayan sido cuatro das. Es imposible; y mirando, una tarde vio
la lancha atracar y el hombre subir la escalera con una larga madeja de red
derramndose del hombro que suba, frgil y ferica, y vio al hombre remendar la
red bajo el sol de verano, sentado en la toldilla, la red sobre las rodillas, el sol en el
laberntico tejido rojamente plateado. Y una luna suba y creca en la noche
mientras l estaba ah, y l estaba ah en la luz moribunda mientras noche a
noche menguaba la luna y una tarde vio las banderas, una sobre otra, rgidas y
flameantes desde el esbelto mstil sobre la estacin del gobierno en la
desembocadura del ro, contra un liso nebuloso cielo color acero y toda esa noche
una boya, ro afuera, gema y muga y la palmera fuera de la ventana golpeaba y
retumbaba y justo antes del alba, en una brusca rfaga, la cola del huracn
golpe. No el huracn (el huracn estaba galopando en el Golfo); slo la cola, un
golpe seco de la crin al pasar, levantando en la costa diez pies de turbia y amarilla
marea que no decay por veinte horas y corriendo ferozmente por entre la furiosa
palmera salvaje, que todava pareca seca en el techo de la celda, de suerte que en
toda esa segunda noche oy retumbar el oleaje contra el malecn en la
estruendosa oscuridad y tambin la boya carraspeante entre los puentes; hasta le
pareca or el rugido del agua manando al surgir con cada grito ahogado, mientras
arreciaba la lluvia, sobre la ciudad prxima con menos furia ahora al cruzar las
tierras bajas ante el viento del este. Se aquietara an ms, tierra adentro, se
volvera slo un brillante murmullo plateado de verano entre los pesados rboles
graves, sobre el csped cortado; deba ser cortado; as se lo imaginaba, sera

151

parecido al parque donde l esperaba, quizs hasta con nios y nieras a veces, lo
mejor de lo mejor; habra pronto una lpida, en el tiempo preciso cuando lo
estipularan el decoro y la tierra restaurada sin decir nada; deba ser cortado y
verde y quieto, el cuerpo, su forma bajo la sbana rgida, achatado y pequeo,
movido en brazos de dos hombres, como sin peso, aunque lo tena, pero quieto y
paciente bajo el peso frreo de la tierra. Pero eso no puede ser todo, pens. No
puede. El gasto. No de carne, siempre hay bastante carne. Eso lo descubrieron hace
veinte aos manteniendo naciones y justificando lemas... si es que las naciones que
la carne mantuvo merecen ser mantenidas sin la carne. Pero la memoria. Sin duda
la memoria existe independiente de la carne. Pero eso era equivocado tambin.
Porque no sabra qu es memoria, pens. No sabra qu recordar. Tiene que ser la
vieja carne, la vieja frgil carne arrancable para que la memoria le haga cosquillas.
Esta segunda vez casi lo alcanz. Pero lo eludi. Pero l no se esforzaba; eso
no lo preocupaba; volvera cuando el tiempo madurase y estara a su lado. Una
noche le permitieron un bao, y un barbero (le haban sacado las hojas de afeitar)
vino temprano a la maana siguiente y lo afeit y con una camisa nueva y
esposado con un agente de un lado y con el defensor designado por la corte del
otro, atraves en el quieto sol matinal la calle donde la gente hombres paldicos
de los aserraderos de los pantanos y pescadores profesionales curtidos por el
viento y el sol se volvan para mirarlo, hacia el juzgado desde cuyo balcn ya
estaba gritando un ujier.
El juzgado era como la crcel, de dos pisos, del mismo estuco, con el mismo
olor a creosota y escupitajos de tabaco, pero no a vmitos, construido en un
terreno sin pasto, con media docena de palmeras y tambin con adelfas que
florecan rosadas y blancas sobre una baja masa espesa de alhucema.
Luego una entrada llena todava de sombras y con una frescura de stano, el
olor a tabaco ms fuerte, el aire lleno de un sonido humano continuo, que no era
exactamente lenguaje sino ese opaco zumbido que parece el autntico e insomne
murmullo incesante de poros activos. Subieron escaleras, una puerta; pas entre
bancos llenos de gente y de cabezas que se daban vuelta mientras la voz del ujier
segua clamando desde el balcn y se sent ante una mesa entre la gente y su
abogado y en seguida se puso de pie cuando el juez, sin toga, con un traje de hilo
y altos botines negros de viejo, entr con pasos decididos y rpidos y abri la
audiencia. Slo veintids minutos se requirieron para reunir el jurado, a pesar de
las recusaciones montonas de su abogado (un hombre joven con una redonda
cara de luna y ojos de miope detrs de los lentes, con un traje arrugado de brin);
slo veintids minutos, con el juez sentado en alto detrs de un escritorio de pino
imitacin caoba, y su cara no era cara de abogado sino de examinador de escuela
dominical metodista, de examinador que en los das hbiles era banquero y quizs
un buen banquero, un banquero listo, delgado, con peinado cabello y peinado
bigote y anticuados anteojos con armazn de oro.
Cul es la acusacin? dijo.
El escribiente la ley con una voz que pareca zumbar y dormirse entre el
palabreo redundante:
...contra la paz y dignidad del Estado de Misisip... homicidio...
Un hombre se levant en la otra punta de la mesa. Usaba un traje arrugado,
casi indecente, de hilo rayado. Era muy gordo y su cara era cara de abogado, una
hermosa cara, casi noble, hecha para las candilejas, forense, hbil, sagaz: el fiscal.
Creemos tener pruebas de asesinato, su seora.

152

A este hombre no se le acusa de asesinato, mster Gower. Usted debe


saberlo. Emplace al acusado. Se puso de pie el joven abogado rechoncho. No
tena o an no tena el vientre del otro ni cara de abogado.
Culpable, su seora dijo.
Wilbourne oy detrs un aliento largo, un suspiro.
Trata el acusado de despertar la piedad del tribunal? dijo el juez.
Me declaro culpable, su seora dijo Wilbourne.
Volvi a escuchar el largo suspiro, pero ya el juez golpeaba con su martillo de
croquet de juguete.
No hable desde ah! dijo. Quiere el acusado suplicar la piedad de este
tribunal?
S, su seora dijo el abogado joven.
Entonces no necesita formular una acusacin, mster Gower. Informar al
jurado...
Esta vez no era un suspiro. Wilbourne oy el aliento contenido, luego fue
como un rugido, no tan fuerte por supuesto, no an, el duro martillito de madera
furioso contra la madera y el ujier que tambin gritaba, y entonces, hubo un
movimiento, una especie de marejada de pasos y una voz que grit:
se es! Adelante! Mtelo! y Wilbourne vio el traje gris cerrado (el mismo)
caminando con firmeza hacia el estrado, la cara, la cara atroz, el hombre que sin
ningn aviso haba tenido que soportar el nico sufrimiento para el cual no estaba
capacitado, el hombre que aun ahora deba decirse: Pero por qu yo? Por qu?
Qu he hecho yo? Qu he podido hacer en mi vida?; viniendo con firmeza, luego
detenindose y empezando a hablar, el rugido cortado en seco cuando l abri la
boca:
Su seora... Si el tribunal quisiera...
Quin es ste? dijo el juez.
Soy Francis Rittenmeyer dijo Rittenmeyer.
Empez de nuevo el rugido, el martillo volvi a golpear, el juez gritaba ahora,
forzando el rugido a silencio:
Orden! Orden! Otro desorden y hago despejar la sala! Desarmen a ese
hombre!
No estoy armado dijo Rittenmeyer. Slo quiero... Pero ya el ujier y
otros dos hombres estaban sobre l, las suaves mangas grises sujetadas, mientras
lo palpaban.
No est armado, su seora dijo el ujier. El juez se volvi al fiscal, que
temblaba tambin, un hombre prolijamente arreglado, demasiado, viejo para esto.
Qu significa esta payasada, mster Gower?
No lo s, su seora. Yo no lo he...
Usted no lo ha citado?
No lo consider necesario, por consideracin, por su...
Si el tribunal lo permite dijo Rittenmeyer. Slo quiero hacer un...
El juez levant la mano; Rittenmeyer call. Estaba inmvil, la cara serena
como una escultura, con algo de las caras esculpidas en las catedrales gticas, los
plidos ojos con algo igual a la vaciedad de los mrmoles sin pupilas. El juez se
encar con el fiscal. El rostro del fiscal era ahora un rostro de abogado,
completamente atento, completamente alerta, el pensamiento rpido y secreto
detrs. El juez mir al joven abogado, el rechoncho, fijamente. Luego mir a
Rittenmeyer.

153

La causa est cerrada dijo. Pero si quiere hacer una declaracin, puede
hacerla.
Ahora no se oa sonido alguno, ni siquiera el alentar que Wilbourne oa, salvo
el propio y el del joven abogado junto a l, mientras Rittenmeyer se diriga al
banco de los testigos.
La causa est cerrada dijo el juez. El acusado est esperando la
sentencia. Haga desde ah su declaracin.
Rittenmeyer se detuvo. No miraba al juez, no miraba a ninguna parte, el
rostro sereno, impecable, atroz.
Quiero hacer una splica dijo.
Por un momento el juez no se movi, mirando a Rittenmeyer, el martillo
apretado en su puo como un sable, luego se inclin hacia adelante lentamente,
mirando a Rittenmeyer, y Wilbourne oy que comenzaba el largo alentar, la
acumulacin de asombro e incredulidad.
Usted qu? dijo el juez. Una qu? Una splica? Por este hombre?
Este hombre que voluntaria y deliberadamente hizo una operacin a su esposa,
que l saba que poda causarle la muerte y que la mat?
Y ahora el rugido, en olas, se renov; distingua los pasos y cada voz
individual de los que gritaban y los agentes del tribunal cargando contra el oleaje
como un equipo de ftbol; un remolino de furia y tumulto en tomo de la cara
quieta, inmvil y atroz sobre el suave bien cortado traje:
Ahrquenlos, ahrquenlos a los dos! Encirrenlos juntos! Que el hijo de
perra lo opere a l con el bistur!
Rugiendo sobre el pataleo y los gritos, declinando al fin, pero sin cesar del
todo, ahogado un rato ms all de las puertas cerradas, luego subiendo otra vez
desde afuera, el juez ahora de pie, los brazos afirmados en el estrado, apretando
an el martillo, la cabeza movindose y temblando, ahora de veras una cabeza de
viejo. Luego se ech atrs lentamente, la cabeza oscilando como los viejos. Pero la
voz del todo serena, fra.
Saquen del pueblo a ese hombre, bien custodiado. Que se vaya en seguida.
No creo que convenga que lo saquen ahora mismo, juez dijo el ujier.
Escchelos.
Pero nadie tena que escuchar para orlos, ya no histricos, sino indignados y
enojados.
No querrn colgarlos, pero quieren pegarles plumas con brea. Pero de todos
modos...
Est bien dijo el juez. Llvenlo a mi despacho. Tngalo ah hasta que
oscurezca. Hgalo salir del pueblo, despus. Caballeros del jurado, ustedes
encontrarn culpable al acusado por los cargos y darn su veredicto, que lleva
una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciara del Estado de Parchmann
por un perodo no menor de cincuenta aos. Pueden retirarse...
Me parece que no es necesario, juez dijo el presidente. Me parece que
todos estamos...
El juez se fue encima, con temblorosa y flaca furia de viejo:
Pueden retirarse! Quieren que los acuse de desacato?
Desaparecieron por menos de dos minutos, apenas el tiempo necesario para
que el ujier cerrara y luego abriera la puerta. Desde afuera el ruido golpeaba,
arreciando y disminuyendo.
Esa tarde llovi otra vez, una brillante cortina de plata, que sali de ninguna

154

parte, antes que se ocultara el sol, galopando como un potrillo suelto, yendo a
ninguna parte, luego, treinta minutos despus rugiendo de vuelta, brillante e
inofensiva en sus propias huellas humeantes. Pero cuando poco despus de
oscurecer, l hubo vuelto a su celda, el cielo estaba inefable y sin mancha sobre el
ltimo verde del crepsculo, arqueando la estrella de la tarde, la palmera apenas
susurrando tras los barrotes, los barrotes todava frescos a sus manos aunque el
agua, la lluvia, se haba evaporado haca tiempo. Comprendi lo que Rittenmeyer
quera decir y comprendi por qu. Oy los dos pares de pies otra vez, pero no se
volvi de la ventana hasta que la puerta se abri, golpe y se cerr y Rittenmeyer
entr y se qued un momento mirndolo. Luego sac algo del bolsillo y atraves la
celda, con la mano extendida.
Aqu tiene dijo.
Era una cajita de remedio sin rtulo. Contena una sola tableta blanca. Por
un momento Wilbourne la mir estpidamente, aunque slo por un momento.
Luego dijo tranquilamente:
Cianuro.
S dijo Rittenmeyer.
Se dio vuelta, ya se iba: el rostro sereno, atroz y firme, el hombre que siempre
ha procedido bien y que no tiene paz.
Pero yo no... dijo Wilbourne. Qu puede servir mi muerte...? Luego
crey entender. Dijo:
Espere...
Rittenmeyer lleg a la puerta y puso su mano en ella. A pesar de eso se
detuvo y mir atrs.
Es porque me he echado a perder. No pienso bien. Rpido.
El otro lo mir esperando.
Gracias. Gracias de veras. Quisiera estar seguro de que yo hubiera hecho lo
mismo por usted.
Entonces Rittenmeyer sacudi la puerta y volvi a mirar a Wilbourne el
rostro firme y recto y maldito para siempre. El carcelero apareci y abri la puerta.
No lo hago por usted dijo Rittenmeyer. Squese esa idea de la cabeza.
Luego sali, la puerta son; y no hubo un destello de comprensin, el proceso
fue demasiado quieto, hubo un dibujo enredado que se aclara. Por supuesto, pens
Wilbourne. Aquel ltimo da en Nueva Orlens. l se lo prometi. Dijo ella: No ese
bastardo chambn de Wilbourne, y l se lo prometi. Y as era. Eso era todo. La
cosa form un quieto dibujo y perdur lo bastante para que l lo viera, luego fluy,
se desvaneci, para siempre se fue de todo recuerdo, y slo qued la memoria,
para siempre e ineludible mientras hubiera carne que cosquillear. Y ahora estaba
por alcanzarlo, pensarlo en palabras, as que estaba bien ahora y volvi a la
ventana y agarrando la caja con cuidado y apretando la tableta en un papel de
cigarrillo doblado entre el pulgar y el ndice la redujo cuidadosamente a polvo en
uno de los barrotes ms bajos, recogiendo las sobras del polvo y limpiando el
barrote con el papel de cigarrillo, y vaci la caja en el suelo y con la suela de su
zapato la aplast en el polvo y en los viejos escupitajos y en la costra de creosota
hasta que desapareci por completo y quem el papel de cigarrillo y volvi a la
ventana. Ah estaba esperando, estaba bien; estaba al alcance de su mano cuando
llegara el momento. Ahora vea la luz en el casco de concreto, en la toldilla a babor
que desde muchas semanas l llamaba la cocina como si viviera ah, y ahora con
un susurro preliminar en la palmera la ligera brisa de la costa empez, trayendo el

155

olor de los pantanos y de los jazmines silvestres, soplando bajo el muriente ocaso
y el brillante lucero; lleg la noche. No era slo recuerdo. El recuerdo era apenas la
mitad de eso, no bastaba. Pero debe estar en alguna parte, pens. Ah est el
despojo. No yo. Al menos pienso que no quiero decir yo. Espero que no slo quiero
decir yo. Que sea cualquiera, recordando, rememorando, el cuerpo, las anchas
caderas y las manos que gustaban toquetear y hacer cosas. Pareca tan poco, tan
poco para necesitar, tan poco para pedir. Con todo el arrastrarse a la tumba, con
toda la arrugada y marchitada y derrotada adhesin no a la derrota sino a una
vieja costumbre; aceptando la derrota de que me permiten adherirme a la
costumbre, los pulmones asmticos, las penosas entraas incapaces de placer. Pero
despus de toda la memoria poda vivir en las viejas entraas jadeantes: y ahora la
tena a mano, irrefutable y clara, y serena, mientras la palmera golpeaba y
murmuraba, seca y salvaje, y dbil, y en la noche, pero l poda afrontar la
memoria, pensando: No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja
carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera juera de la carne no
sera memoria porque no sabra de qu se acuerda y as cuando ella dej de ser, la
mitad de la memoria dej de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejara de
ser. S, pens. Entre la pena y la nada elijo la pena.

156

EL VIEJO

Uno de los muchachos del gobernador lleg a la penitenciara la maana


siguiente. Es decir, era bastante joven (no volvera a ver los treinta aos aunque
sin duda no lo deseaba, porque haba algo en l que indicaba un carcter que
nunca haba deseado y que nunca deseara nada que no poseyera, o que no
estuviera a punto de poseer) un Phi-Beta-Kappa 7 de una universidad del este,
un coronel en el estado mayor del gobernador, que no haba pagado su grado con
una contribucin electoral, que haba estado con sus descuidados trajes de corte
correcto y su nariz arqueada y perezosos ojos insolentes en los corredores de una
cantidad de tienditas del oeste y haba contado sus ancdotas y recibido las
risotadas de sus oyentes de overall y escupida y con la misma mirada haba
acariciado nios bautizados en recuerdo de la ltima administracin y en honor (o
esperanza) de la prxima y tambin (se deca de l y sin duda alguna no era cierto)
haba acariciado al descuido los traseros de algunos que ya no eran nios aunque
no tenan edad para votar. Estaba en la oficina del director con una carpeta y al
rato lleg el comisario de guardia. De cualquier modo lo hubiera mandado buscar
aunque no todava, pero entr, sin llamar, con el sombrero puesto, llamando a
gritos al joven del gobernador con un apodo y palmendolo con la mano abierta en
el hombro y puso un muslo en el escritorio del director, casi entre el director y el
visitante, el emisario. O el visir con la orden, con la cuerda anudada, como se vio
en seguida.
Bueno dijo el muchacho del gobernador. Ustedes han hecho de las
suyas, verdad?
El director tena un cigarro. Haba ofrecido uno al visitante. Haba sido
rehusado, pero despus, mientras el director le miraba la nuca, una dura
inmovilidad y hasta un poco torvo, el comisario se ech para atrs y estir la mano
y abri el cajn y. sac uno.
Me parece bastante claro dijo el director. Fue arrastrado contra su
voluntad. Volvi tan pronto como pudo a entregarse.
Hasta trajo el maldito bote dijo el comisario. Si hubiera tirado el bote
hubiera podido volver caminando en tres das. Pero no, seor. Tena que devolver
el bote. Aqu est su bote y aqu est la mujer, pero no encontr ningn hijo de
perra en ninguna hilandera.
Se golpe la rodilla, rindose a carcajadas.
Los penados... Una mula tiene ms sentido comn.
7

1776.

Miembro de una sociedad de estudiantes, fundada en Williamsburg. Virginia, en

La mula tiene ms sentido comn que cualquier cosa, salvo una rata dijo
el emisario con su agradable voz. Pero se no es el inconveniente.
Cul es el inconveniente? dijo el director.
Ese hombre est muerto.
Qu va a estar muerto dijo el emisario. Est all arriba, en ese galpn,
mintiendo como loco seguramente. Lo voy a llevar y puede verlo.
El director miraba al comisario, y dijo:
Mire, Bledsoc trataba de decirme algo de la pata de la mula Kate. Mejor es
que vaya al establo y...
Ya me encargu de eso dijo el comisario. Ni siquiera mir al director.
Miraba y conversaba con el emisario.
No, seor. No va...
Pero ha recibido la baja oficial como muerto. No el perdn ni la libertad
condicional: la baja.
Est muerto o libre. En cualquier caso no tiene nada que hacer aqu.
Ahora el director y el comisario miraron al otro, la boca del comisario se abri
un poco, mientras blanda el cigarro para morderle la punta. El emisario habl
agradablemente, con mucha claridad:
Segn un parte de defuncin remitido al gobernador por el director de la
penitenciara.
El comisario cerr la boca, sin hacer otro movimiento.
Segn la declaracin oficial del agente encargado en ese momento del cuidado
y devolucin del cuerpo del prisionero a la penitenciara.
Ahora el comisario se meti el cigarro en la boca y baj despacio del
escritorio, haciendo rodar el cigarro entre los labios mientras hablaba:
sa es la cosa. Yo tengo la culpa, no? se ri brevemente, una risa
escnica, dos notas. Cundo tres veces yo he tenido razn bajo tres gobiernos
distintos? Esto est en un libro en alguna parte. Alguien en Jackson puede
encontrar eso. Y si no pueden, yo puedo demostrar...
Tres gobiernos? dijo el emisario. Bueno, bueno. Es muy bonito.
Claro que es bonito dijo el comisario. Los bosques estn llenos de gente
que no la tienen.
El director miraba otra vez la nuca del comisario.
Mire dijo. Por qu no sube a mi casa y saca esa botella de whisky del
aparador y la trae?
Bueno dijo el comisario. Pero es mejor que primero arreglemos esto. Les
voy a decir lo que haremos...
Lo arreglaremos ms pronto con una o dos copas dijo el director. Lo
mejor es que suba a su casa y busque un saco para que la botella...
Eso tomar demasiado tiempo dijo el comisario. No necesito un saco.
Se dirigi a la puerta, donde se detuvo y se dio vuelta.
Le dir lo que podemos hacer. Llame doce hombres aqu y dgale que es un
jurado no ha visto ms que uno y no se dar cuenta... y vulvalo a juzgar por el
robo del tren. Hamp puede ser el juez.
No se puede juzgar dos veces a un hombre por el mismo crimen dijo el
emisario. Eso lo sabr aunque no sepa reconocer un jurado cuando lo est
viendo.
Mire... dijo el director.
Muy bien. Digamos que es otro robo de tren. Digamos que sucedi ayer,

158

digmosle que asalt otro tren mientras no estaba aqu y que se ha olvidado. Lo
hizo sin querer. Adems, no le importar. Lo mismo le da estar adentro que
afuera. Si estuviera afuera no sabra adonde ir. Ninguno de ellos sabe. Suelte a
cualquiera y en Navidad los tiene de vuelta como si fuera una reunin o algo as,
por cometer el mismo delito que cometieron antes otra risotada. Esos
penados...
Mire dijo el director. Mientras usted est ah, por qu no abre la
botella y ve si la bebida es buena? Tome un trago o dos. Dese tiempo para
saborearla. Si no es buena es intil traerla.
O. K.dijo el comisario. Esta vez sali.
No puede cerrar la puerta con llave? dijo el emisario.
El director se retorci apenas. Esto es, cambi de posicin en la silla.
Despus de todo tiene razn dijo. Ha acertado tres veces ahora. Y est
emparentado con todo el mundo en Pittman Country, salvo los negros.
Quiz podamos trabajar ms rpido entonces.
El emisario abri la gaveta y sac un legajo de papeles.
Entonces ya est dijo.
Qu est?
Se escap.
Pero volvi voluntariamente y se entreg.
Pero se escap.
Bueno dijo el director. Se escap. Entonces?
Ahora el emisario dijo:
Mire. Es decir... dijo, escuche.
Si hay alguna oportunidad de que a alguien se le ocurra abrir una
investigacin sobre esto, vendrn diez senadores y veinticinco representantes, tal
vez en un tren especial.
Muy difcil impedir que alguno vuelva a Jackson va Menfis o Nueva
Orlens.
Bueno dijo el director. Qu dice que hagamos?
Esto. El hombre sali de aqu a cargo de un agente determinado. Pero fue
entregado por otro.
Pero l se entre...
Esta vez el director se interrumpi por s solo. Mir, casi fijo, al emisario.
Bueno, siga.
A cargo especial de un agente determinado que volvi y notific que el
cuerpo del preso no estaba ya en su poder; que, en realidad, no saba dnde
estaba el preso. No es as?
El director no dijo nada.
No es as? dijo el emisario agradablemente, insistentemente.
Pero usted no puede hacerle eso. Le digo que es pariente de medio...
Hemos pensado en eso. El jefe le ha reservado un empleita en la patrulla de
carreteras.
Demonio dijo el director. No puede manejar una motocicleta. Yo no le
dejo manejar ni un camin.
No tendr que hacerlo. Seguramente un asombrado y agradecido Estado
puede suministrar al hombre que adivin tres veces seguidas quin ganara en las
elecciones generales de Misisip, un coche para andar y alguien para manejarlo si
es necesario. Ni siquiera tendr que estar en l todo el tiempo. Que est lo

159

bastante cerca para que cuando un inspector vea el coche y pare y toque la
cometa pueda orlo y salir.
Todava no me gusta dijo el director.
A m tampoco. Su hombre nos hubiera ahorrado todo esto si se hubiera
ahogado, como les hizo creer a todos. Pero no lo hizo. Y el jefe dice que
procedamos as. Se le ocurre a usted algo mejor?
El director suspir.
No dijo.
Muy bien.
El emisario abri los papeles, destap la estilogrfica y empez a escribir.
Tentativa de fuga de la penitenciara, diez aos de condena adicional dijo. El
comisario Buckworth, transferido a la Patrulla de Carreteras. Si quiere diga que es
por mritos en el servicio. Lo mismo da. Listo?
Listo dijo el director.
Entonces puede mandarlo buscar. Acabemos. El director mand buscar
al penado alto y ste lleg, silencioso y grave, en su nuevo uniforme, las
mandbulas azules bajo la quemadura del sol, el pelo recin cortado y
cuidadosamente partido y oliendo vagamente a la pomada del barbero de la
prisin (el barbero estaba condenado a prisin perpetua por asesinato de su
mujer).
El director lo llam por su nombre.
Tiene mala suerte, verdad?
El penado no dijo nada.
Van a tener que aadir diez aos a su condena.
Est bien dijo el penado.
Mala suerte. Lo siento.
Est bien dijo el penado. Si sa es la ley.
As que lo condenaron a diez aos ms y el director le dio el cigarro y ahora
estaba, incrustado entre las dos cuchetas, el cigarro sin encender en la mano
mientras el penado gordo y otros cuatro lo escuchaban. O lo interrogaban, ms
bien, desde que todo estaba hecho, concluido ahora, y estaba sano y salvo otra
vez, y acaso no vala la pena hablar ms.
Est bien dijo el gordo. As que volviste al ro. Y despus?
Nada. Rem.
No era difcil remar contra la corriente?
El ro estaba crecido todava. Bastante correntoso. Durante una semana o
dos no anduve muy rpido. Despus fue mejorando.
Entonces de golpe y tranquilamente, algo la incomunicacin, la innata y
heredada repugnancia por la oratoria se disolvi y el hombre se encontr
escuchndose, contndolo tranquilamente, en palabras que no acudan rpidas,
pero s espontneamente a la lengua a medida que las necesitaba: Cmo haba
remado (descubri, ensayndolo, que poda andar con mayor rapidez, si eso se
poda llamar rapidez, cerca de la orilla esto despus de haber sido arrastrado
sbita y violentamente al medio del ro antes de poder evitarlo y encontrarse l y el
esquife, viajando de vuelta a la regin de la que acababa de huir y cmo pas
casi toda la maana volviendo contra la costa y remontando el canal otra vez del
cual haba salido al alba) hasta que vino la noche y se amarraron a la costa y
comieron algo de la comida que haba ocultado en su tricota antes de dejar el
arsenal en Nueva Orlens y la mujer y el nio durmieron en el bote como de

160

costumbre y cuando vino el otro da siguieron y se amarraron otra vez esa noche y
al da siguiente la comida se acab y lleg a un desembarcadero, un pueblo no
se fij en el nombre y encontr trabajo. Era una granja de caa...
Caa? dijo otro de los penados. A quin se le ocurre plantar caas?
La caa se corta. En mis pagos haba que destruirla. La queman para librarse de
ella.
Era caa dulce dijo el penado alto.
Caa dulce dijo otro. Toda una granja de caa dulce.
Caa dulce? Qu hacen con eso?
El alto no lo saba. No lo haba preguntado, haba subido al terrapln y haba
un camin esperando lleno de negros y un blanco le dijo:
Diga. Puede conducir un arado?
Y el penado dijo:
S.
Y el hombre dijo:
Suba entonces.
Y el penado dijo:
Tengo una...
S dijo el gordo. Esto es lo que he estado tratando de preguntar. Qu
ha...
El rostro del penado alto era grave; su voz tranquila un poco fra.
Tenan carpas para albergar las gentes. Estaban detrs.
El gordo parpade.
Crean que era tu mujer?
No s. Creo que s.
El gordo parpade.
No era tu mujer, como quien dice?
El alto no contest. Despus de un momento levant el cigarro y pareci
examinar algo suelto de la envoltura, porque despus le pas la lengua
cuidadosamente cerca de la punta.
Bueno dijo el gordo. Y entonces...?
Trabaj ah cuatro das. No le gustaba. Quiz fue por eso que no se interes
mucho en lo que l crea que era caa dulce. As que cuando le dijeron que era
sbado y le pagaron y el blanco le cont de alguien que se iba a Bton Rouge al da
siguiente en una lancha a motor fue a ver al hombre y tom los seis dlares que
haba ganado, compr comida y at el esquife detrs de la lancha y se fue a Bton
Rouge. No tardaron mucho en llegar y aun despus que lleg la lancha a Bton
Rouge y que volvi a remar le pareci que el ro bajaba y que la corriente no era
tan fuerte, tan rpida, as que fueron bastante ligero amarrando el bote por la
noche entre los sauces, la mujer y el nio durmieron en el bote como antes. Luego
se volvi a acabar la comida. Esta vez era un muelle para lea, la lea apilada y
esperando, con un carro que estaba descargando, tirado por una yunta. Los
carreros le hablaron del aserradero y lo ayudaron a bajar el esquife por el
terrapln; queran dejarlo ah pero l no quiso y lo cargaron en el carro y l y la
mujer subieron al carro tambin y fueron al aserradero. Le dieron una pieza
amueblada en una casa y dos dlares al da. El trabajo era duro; le gustaba; se
qued ocho das.
Si te gustaba tanto, por qu te fuiste? pregunt el gordo.
El penado alto volvi a examinar el cigarro, volvindolo para que la luz cayera

161

sobre el opulento flanco color chocolate.


Me met en un enredo dijo.
Qu enredo?
Mujeres. La mujer de un tipo.
Quieres decir que da y noche has recorrido el pas con una mujer, por
ms de un mes, y la primera vez que tienes la suerte de quedarte y tomar aliento
te enredas con otra?
El penado alto haba pensado en eso. Lo recordaba: cmo haba habido veces,
segundos, al principio, cuando si no hubiera sido por el beb hubiera intentado
algo. Pero slo fueron segundos porque inmediatamente todo su ser rechazaba la
idea en una especie de salvaje y horrorizada repulsin; se encontraba mirando
desde lejos a esa piedra de molino a la que lo haban amarrado la fuerza y el poder
del irrisorio y ciego movimiento, pensando, hasta diciendo en voz alta con ronco y
salvaje rencor (aunque haca dos aos que no tena mujer y la ltima fue una
negra ya no joven y annima, una vagabunda que haba agarrado al azar uno de
los domingos de visita, el hombre marido o novio a quien haba venido a ver,
haba sido muerto por un guardin haca ms o menos una semana y ella no lo
saba):
Pero ni para eso me sirvi.
Pero sta la conseguiste, no es cierto? dijo el gordo.
Sidijo el alto.
El gordo le gui el ojo.
Era buena?
Todas son buenas dijo uno de los otros. Y? Sigue. Cuntas ms
conseguiste al volver? Cuando un tipo empieza a conseguir ya no le falla aunque...
Eso fue todo les dijo el penado.
Dejaron rpido el aserradero, no tuvo tiempo de comprar comida hasta el otro
desembarcadero. Ah gast los diecisis dlares que haba ganado y siguieron
viaje. El ro haba bajado, sin duda, y diecisis pesos de comida pareca un
montn y pens que les alcanzara, que sera bastante. Pero tal vez el ro estaba
ms correntoso de lo que pareca. Pero esta vez era el Misisip, eran algodonales;
los brazos del arado se amoldaron de nuevo a sus palmas, el estirarse y
agazaparse de sus hbiles nalgas contra la hoja era lo conocido, aunque no le
pagaron ms que un dlar por da. Pero bastaba. Cont eso: le dijeron que era
sbado y le pagaron y cont eso tambin la noche, una linterna ahumada, en un
disco de deshecha tierra estril tan suave como plata, un crculo de figuras
agachadas, los murmullos importunos y las aclamaciones, las pobres pilas de
billetes gastados bajo las rodillas, los dados punteados sonando y rodando en la
tierra; bastaba.
Cunto ganaste? pregunt el segundo penado.
Bastante dijo el alto.
Pero cunto?
Bastante dijo el alto.
Era justo lo bastante; se lo dio todo al propietario de la segunda lancha a
motor (no necesitara comida entonces), l y la mujer en la lancha y el esquife a
remolque, la mujer con el beb y el envoltorio bajo su mano pacfica en sus
rodillas; casi en el acto l reconoci, no Vicksburg porque nunca haba estado en
Vicksburg, sino el caballete bajo el cual en su rugiente ola de rboles y casas y
animales muertos haba pasado en un soplo con acompaamiento de truenos y

162

relmpagos un mes y tres semanas antes; lo mir sin entusiasmo y hasta sin
inters al proseguir la lancha. Pero empez a observar la ribera, el terrapln. No
saba cmo iba a conocerla pero saba que lo hara, y entonces era temprano en la
tarde y sin duda haba llegado el momento y dijo al propietario de la lancha:
Creo que aqu est bien.
Aqu? dijo el propietario. Esto no me parece ninguna parte.
Creo que es aqu dijo el penado. Entonces la lancha fonde, ces el
motor, empuj y atrac al terrapln y el propietario desat el esquife.
Sera mejor que me dejase llevarlo hasta algn puerto dijo. Eso es lo
que he prometido.
Creo que aqu est bien dijo el penado.
Entonces bajaron y l se qued con el sarmiento en la mano mientras la
lancha empez a zumbar de nuevo y zarp ya, dando vuelta; no la mir. Dej el
envoltorio y at el cable a una raz de sauce, recogi el envoltorio y se dio vuelta.
No dijo una palabra, subi al terrapln, atraves la marca, la lnea de la vieja
creciente ahora seca y surcada por playas y vacas grietas como tontos
deprecatorios gestos seniles, y entr en un bosquecillo de sauces y se quit el
overall y la camisa que le dieron en Nueva Orlens y los tir sin mirar siquiera
dnde haba cado y abri el envoltorio y sac la otra ropa, la conocida, la deseada,
un poco desteida, manchada y usada, pero limpia, reconocible, y se la puso y
volvi al esquife y empu el remo. La mujer ya estaba adentro.
El penado gordo sigui mirndolo.
As que has vuelto dijo. Bueno, bueno.
Ahora todos miraban al penado alto mientras morda cuidadosamente y con
entera deliberacin la punta del cigarro y la escupa, y alisaba y humedeca con la
lengua la punta mordida y sacaba el fsforo del bolsillo y lo examinaba por un
momento como para asegurarse que era bueno, digno del cigarro tal vez, y lo
raspaba en el trasero con la misma deliberacin un movimiento casi demasiado
lento para encenderlo, parecera y lo sostena hasta que ardi la llama clara y
limpia de azufre y luego la acercaba al cigarro. El gordo lo observaba, parpadeando
rpida y regularmente.
Y te han dado diez aos ms por disparar. Eso est mal. Un tipo puede
acostumbrarse a lo que le den al principio, por ms que sea, aunque sean ciento
noventa y nueve aos. Pero diez aos ms! Diez aos ms encima. Cuando uno
no los esperaba. Diez aos sin sociedad, sin compaa femenina.
Parpade fuerte el penado alto. Pero l (el alto) haba pensado en eso tambin.
Haba tenido una novia. Es decir, haba ido a coros en la iglesia y a picnics con
ella una muchacha que tendra un ao menos que l, de piernas cortas, con
pechos duros y la boca pesada y ojos opacos como uvas maduras, que tena una
lata de polvos de hornear casi llena de aros y broches y anillos comprados (o
regalados por indirectas) de tiendas de diez centavos. Le haba revelado su plan, y
a veces, despus meditando se le ocurri que si no hubiera sido por ella tal vez no
lo hubiera puesto en prctica esto era un mero sentimiento, no expresado en
palabras, como tampoco poda enunciar este otro: quien sabe qu apoteosis
tenebrosa de novia de Al Capone ella no habra soado, qu automvil veloz lleno
de autnticos vidrios de color y ametralladoras, con faros poderosos. Pero todo eso
haba pasado y concluido cuando la primera idea se le ocurri y en el tercer mes
de su encarcelamiento ella vino a verlo. Tena aros y una pulsera o dos que nunca
le haba visto antes y l no acab de comprender cmo haba hecho ese viaje tan

163

largo, y llor violentamente los tres primeros minutos aunque despus (y sin que
l supiera exactamente cmo se separaron, o cmo ella trab relacin) la vio en
animada charla con uno de los guardianes. Pero lo bes antes de irse esa tarde y
dijo que volvera en la primera oportunidad, colgndosele, un poco sudada, oliendo
a perfume y a suave carne joven. Pero no volvi aunque l sigui escribindole y
siete meses despus tuvo contestacin. Era una tarjeta postal, una litografa en
colores de un hotel de Birmingham, con una X infantil, bien cargada de tinta
cruzando una de las ventanas, la gruesa escritura en el reverso, inclinada y como
de cartilla: Aqu estamos pasando nuestra Luna de Miel. Su amiga (Sra.) Vernon
Waldrip.
El penado gordo sigui parpadeando, fuerte y rpidamente.
S, seor dijo. Son esos diez aos ms los que duelen. Diez aos ms
sin una mujer, sin la mujer que un hombre necesita... Parpade fuerte y
rpidamente, observando al alto. El otro no se movi, incrustado entre las dos
cuchetas, grave y limpio, con el cigarro ardiendo lisa y ricamente en su limpia
mano firme, con el humo anillado ante la cara saturnina, grave y serena.
Diez aos ms...
Mujeres!... dijo el penado alto.

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Solapa de portada.
El ms intenso de los novelistas de nuestro tiempo es sin duda Faulkner. Las
pasiones y trabajos del hombre y los procedimientos de la novela le importan por
igual, y cada una de sus obras es un audaz experimento tcnico y un documento
trgico de casi intolerable violencia. En alguna de sus novelas vemos el argumento
a travs de los personajes que lo componen; en otra, se confunde o se invierte el
orden temporal y asistimos primero a una escena y luego a otra anterior que la
explica o la deforma. En Las Palmeras Salvajes hay dos argumentos distintos, que
no se encuentran pero que se algn modo se corresponden. El estilo es
apasionado, minucioso, alucinatorio.

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