William Faulkner - Las Palmeras Salvajes PDF
William Faulkner - Las Palmeras Salvajes PDF
William Faulkner - Las Palmeras Salvajes PDF
WILLIAM FAULKNER
LAS PALMERAS
SALVAJES
Traduccin de Jorge Luis Borges
Prlogo de Juan Benet
EDHASA/Sudamericana
Ttulo original:
The Wild Palms
PRLOGO
Con Las palmeras salvajes Faulkner provoc, con sus desafueros, uno de
aquellos pequeos escndalos que hacan las delicias y amarguras de sus
incondicionales. La obra se public por vez primera (en 1939, por Random House) en
la forma que definitivamente se ha adoptado para ella, tanto en ingls como en sus
traducciones: como a correlacin de dos historias diferentes, sin el menor
parentesco ni enlace aparente en el espacio o en el tiempo, que se suceden por la
alternancia de los cinco captulos en que cada una est dividida. Posteriormente y
cuando la crtica ya haba levantado todo el contradictorio syllabus para explicar
semejante discordia concors", al filo de una edicin de bolsillo de Signet Books en
que ambas narraciones Palmeras salvajes y El viejo se presentaron al
pblico reunidas y separadas, Faulkner con aquella malignidad que tan
sutilmente disfrazaba de indiferencia hacia el tratamiento de su obra y hacia los
comentarios que suscitaba vino a decir que probablemente se deba a un error (o
un azar) el que se hubieran editado como una obra nica. Semejante salida de tono
no pudo convencer a alguna gente la que no slo le lee sino que le estudia y
Faulkner recogi velas, en 1956, en la famosa entrevista con Jean Stein para la
Paris Review, dando una explicacin bastante cabal y extensa de cmo haba
confeccionado Las palmeras salvajes":
En un principio dijo haba un solo tema, la historia de Charlotte
Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que sacrificaron todo en aras del amor para luego
perderlo. Solamente despus de haber comenzado el libro comprend que deba
dividirse en dos relatos. Cuando conclu la primera parte de Palmeras salvajes,
advert que algo le faltaba porque la narracin necesitaba nfasis, algo que le diera
relieve, como el contrapunto en msica. Entonces me puse a escribir El viejo con el
que segu hasta que se elev el tono de nuevo. Abandon el relato de El viejo en
ese punto lo que es ahora su primer captulo para volver sobre Palmeras
salvajes. En cuanto perciba que volva a decaer, me obligaba a m mismo a
alcanzar de nuevo el tono alto mediante un nuevo captulo de su anttesis: la historia
de un hombre que encuentra el amor y huye de l una fuga que termina con el
libro, y que le lleva al extremo de volver voluntariamente a la crcel en busca de la
seguridad. Si finalmente hay dos historias diferentes, slo es por azar, tal vez por
necesidad. Pero en realidad la historia es la de Charlotte y Wilbourne
As pues, lo primero que cabe decir de Las palmeras salvajes es que se trata
de algo ms que la simple yuxtaposicin de dos narraciones diferentes y que aquel
que as lo entienda y atempere su lectura a cada una de ellas por separado, sin
buscar conexiones e interpretaciones no explcitas perder tal vez lo mejor de un
libro de notable profundidad. Por consiguiente aqu no es suficiente la lectura
narrativa, aquella que se conforma con la comprensin del relato y pasa por alto las
insinuaciones ms o menos veladas que el autor (consciente de que el lector es
dueo de tomar para s lo que ms le aproveche y responsable ante s mismo de
su derecho a formular la realidad de acuerdo con unos principios, no evidentes, que
pueden ser compartidos o no) deja a discrecin del lector. En cierto modo cabe
hablar de una obra de estructura sinttica, en el sentido en que la intencin de la
representacin hay que buscarla en ciertas relaciones no evidentes que entre s
guardan las partes de la composicin, tanto como en los datos de la percepcin
suministrada por aquella; si la relacin entre naturaleza y representacin se ha
complicado de tal suerte no es porque sta u otra cualquiera obra literaria trate de
investigar una cosa que est ms all de la realidad, sino porque adopta el mismo
mtodo sibilino de sta para manifestarse mediante ocultaciones.
Ambas narraciones no pueden ser, en un sentido lato, ms distantes: la
primera fechada en 1937, siguiendo de cerca una pasin que conlleva una
circunstancia itinerante y la segunda, ocurrida diez aos antes, y circunscrita a
ciertos hechos en torno a una inundacin; la una, el desesperado y quimrico intento
de una pareja libre en pos de una mayor y ms propia, ms individual
libertad, la otra, las vicisitudes de un hombre privado de libertad y arrojado a una
situacin de una mayor y ms intolerable opresin; en una, la pareja abjura de la
sociedad para buscar su campo en la naturaleza, mientras que en la otra ante el
acoso de la naturaleza, el penado celebra ser devuelto a la sordidez del campo de
reclusos; en trminos de conducta, la primera es la furiosa exaltacin de lo que ha
sido hallado por azar mientras que la segunda es la crasa aceptacin de lo que ha
sido negado por ley; un viejo cuento a la moderna, casi todo l aureolado por el
arrogante y sarcstico acento de un amor que pretende bastarse a s mismo, frente
a un cuento moderno a la manera antigua atemperado por el tono ms humilde
de una conciencia que, en medio de la catstrofe, slo reconoce el imperio de la
soledad. Y sin embargo... ambas historias no pueden ser ms afines, enlazadas por
su oposicin para formar la balanza y por un sinnmero de sugerencias por medio
de las cuales Faulkner parece decir que, en una y en otra historia, la realidad
deducida es la misma. Cuando la pareja inicia su aventura (me veo obligado a
transcribir las citas del texto traducido por Borges, por carecer de otra edicin),
Wilbourne se da cuenta del primer movimiento del tren (que parafrasea la corriente
que le ha de arrastrar) cuando el aire silb entre los frenos y l qued pensando...
mientras que para el grupo de penados que ha de colaborar en los trabajos de
salvamento, es el silbido del aire que sala por los frenos lo que les anuncia su
transporte a la zona siniestrada e inundada. Luego est esa constante, salvaje y
desafiante grave profundidad amarilla de la mirada de Charlotte en paralelismo
con el amarillo tumulto, el tranquilo mar amarillo, el torrente amarillo (que) se
extenda ante l con una calidad casi fosforescente, de las aguas que rodean al
esquife. En todo momento Charlotte (que no vacila en afirmar: Me gusta el agua. Es
un lugar para morir) se presenta como una corriente impetuosa e insoslayable que
arrastra a Wilbourne al desconocido e insostenible espacio sin ribera posible, el
mismo que rodea al penado que se debate contra ese, al parecer, inocente medio
que lo haba aprisionado en mviles y frreas convulsiones, contra ese agitado
pecho de las aguas que envuelve al esquife con su histrico matrimonio y que, al
recompensarle con la pesada carga de la embarazada, le lleva a pensar en volver
un da la espalda para siempre a toda preez y vida femenina. En el juego de la
balanza, por lo mismo que la pasin de Charlotte es una fuerza de la naturaleza de
poder devastador, las aguas practican con el esquife todos los juegos del amor.
El penado se reconoce una vctima de lo que en Amrica se llama pulp fiction,
lo que ahora se ha dado aqu en denominar literatura sub. Y son precisamente los
xitos de Wilbourne como escritor de pulp fiction, a su vuelta del lago a Chicago,
vendiendo relatos que comienzan A los diecisis aos yo era soltera y madre, los
que, al despejar el espectro de la miseria, al inocularle la mentalidad de Quiero que
mi esposa tenga lo mejor, insinan su transformacin en marido el gusano ciego
a toda pasin y muerta toda esperanza, el no-tu con el salario del sbado y su
casita suburbana llena de invenciones elctricas para ahorrarle trabajo y su
mantelito de verde para regar el domingo que ha de sacrificar su concepto del
amor, dictado por Charlotte, en el seno de una libertad elegida por oposicin. Para
no caer en eso, Wilbourne en pos de una idea huye a la mina de Utah,
desengaado por la pulp fiction; practica el desgraciado aborto, provoca la muerte
de su amante y es condenado a cincuenta aos de trabajos forzados, tras renunciar
al suicidio. Un origen opuesto pero una conclusin parecida al del penado alto
que, engaado por la misma clase de literatura, corri su aventura para no sacar en
limpio ms que quince aos de reclusin.
La pulp fiction deriva de la leyenda romntica; y bien, en toda la tragedia de
Faulkner alienta un cierto sarcasmo hacia la literatura heroica, hacia los perversos
modelos del hroe y del amor con que la imaginacin humana es capaz, por
regocijarse, como dice McCord, de querer implantar a una condicin que no los
puede imitar, hacia los vicios de toda conducta que se deja arrastrar por una
imagen del mundo ms leda que experimentada. En cierto modo, el penado alto es
un hombre ms sabio que Charlotte y Wilbourne por cuanto no le cabe esperar otra
cosa que la existencia monstica de fusiles y grilletes que lo defendieran de toda
pasin. El penado sabe de antemano lo que Wilbourne comprender cuando
Rittenmeyer le ofrezca el suicidio: que la esperanza conjura la realidad y, al ser un
mtodo abstracto de supervivencia, no aade ningn valor al objeto esperado. Por el
contrario, el amor de Charlotte y Harry resulta a la larga una tal falacia
engendrada en una idea tan abstracta como cualquiera de la pulp fiction, apoyada
en el mltiple, enrevesado y azaroso juego de los hallazgos, no slo del hombre y la
mujer sino de los iniciales y necesarios 1.200 dlares del basurero que el cnico
McCord no vacila en replicar (en un prrafo no s por qu censurado en la edicin
argentina de 1944): Buen Jess. Dulce coro de querubines. Si alguna vez soy tan
desgraciado de tener un hijo, en su dcimo aniversario le llevar a una limpia y
decente casa de putas.
Tal vez el espectculo de la literatura romntica sea el que ms le sorprende, la
transposicin de una naturaleza fija a palabras fijas. Y Las palmeras salvajes no
slo es una novela antirromntica pensada con toda malicia Contra los ideales
ms bien legendarios que alimentaran tan buen nmero de ttulos de su
generacin sino un testimonio de la rebelin, llevada a cabo palabra tras palabra,
contra el significado literario de las ms altisonantes. Para un escritor la revisin de
los valores lxicos, sintcticos y estilsticos, supone la no aceptacin de un
patrimonio comn. Y si la metfora invierte los trminos de la comparacin
sacrificando el nfasis de la diccin es porque para el escritor de fuste las
referencias a lo ledo no lograrn nunca imponerse a las de la experiencia.
Y Harry dice: Es la soledad, toda la humanidad que ha pasado por los
mismos trances apenas significa nada porque nadie puede decir qu se puede hacer
para sobrevivir. El tiempo slo existe cuando se puede afirmar yo soy, un efmero
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PALMERAS SALVAJES
Pero aparte del viento poda decir la hora aproximadamente, por el olor a viejo
del gumbo ya fro en la gran olla de barro sobre la hornalla fra, ms all de la
endeble pared de la cocina la gran olla que su mujer haba preparado esa
maana para mandar algo a sus inquilinos y vecinos de la casa de al lado: el
hombre y la mujer que haca cuatro das haban alquilado la casita y que
probablemente ni sospechaban que los donantes del gumbo eran no slo vecinos
sino tambin propietarios la mujer, de pelo negro, de duros y raros ojos
amarillos en una cara de piel estirada sobre maxilares salientes y pesada
mandbula (el doctor al principio la juzg chcara, luego aterrada), joven, que se
pasaba el da entero en un barato silln de playa mirando el agua, con un sweater
usado y un par de descoloridos pantalones de brin y zapatos de lona, sin leer, sin
hacer nada, sentada ah en esa inmovilidad completa que el doctor (o el doctor
dentro del Doctor) reconoci inmediatamente, sin necesidad de la corroboracin de
la piel tirante y de la inversa y vacua fijeza de los ojos aparentemente intiles,
como esa completa inmvil abstraccin de la que hasta el dolor y el terror estn
ausentes, en la que una criatura viviente parece escuchar y hasta vigilar alguno de
sus propios rganos cansados, el corazn, digamos, el secreto e irreparable curso
de la sangre; y el hombre, joven tambin, con un par de indecentes bombachas
caqui y una camiseta sin mangas, sin sombrero en una regin en que hasta los
chicos pensaban que el sol de verano era fatal, caminando descalzo por la playa a
la orilla del agua, volviendo con un haz de lea atado al cinturn, pasando delante
de la mujer inmvil en su silln de playa, sin recibir de ella signo alguno, ni un
movimiento de cabeza ni tal vez de los ojos.
Pero no es el corazn, se dijo el doctor. Lo decidi en aquel primer da, en que
sin intencin de espiar, observ a la mujer a travs del cerco de arbustos de adelfa
que separaba los terrenos. Pero esa suposicin de lo que no era, contena la clave,
la respuesta. Le pareci que vea la verdad, la indefinida nebulosa forma de la
verdad, como si slo estuviera separado de la verdad por un velo como estaba
separado de la mujer viva por una cortina de hojas de adelfa. No era que se
inmiscuyera, ni espiara; tal vez pens: tendr tiempo de sobra para saber qu
rgano est escuchando; han pagado el alquiler de dos semanas (tal vez en ese
mismo momento el doctor dentro del Doctor saba que no se necesitaban semanas
sino das) ocurrindosele que si requiriera cuidados sera una suerte que l,
casero, fuera tambin mdico, pero reflexion que probablemente ignoraban que l
era mdico.
El agente le haba telefoneado que se haba alquilado la casa.
La mujer usa pantalones le dijo. Es decir, no bombachas de seora,
sino pantalones, pantalones de hombre. Quiero decir, le quedan chicos justo en
los sitios donde a un hombre le gusta verlos chicos, pero no a una mujer, salvo
que sea ella misma quien los use. Apuesto que a Miss Martha no van a gustarle
mucho.
Ya le gustarn si pagan el alquiler puntualmente dijo el doctor.
No se aflijan dijo el corredor, ya me encargar. Hace tiempo que estoy
en el negocio. Le dije: hay que pagar adelantado, y contest: Muy bien, muy bien,
cunto?, como si fuera Vanderbilt, con esos pantalones sucios de pescador y
nada ms que una camisa debajo del saco, y sac un rollo y uno de los billetes era
de diez y del otro le di cambio, y no haba ms que dos para empezar y le dije:
Claro, que si toman la casa tal como est, con los muebles que tiene, les va a salir
baratsima. Muy bien, muy bien contest, cunto? Creo que pude haber
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sacado ms porque el hombre no quiere muebles, lo que quiere son cuatro paredes
para meterse adentro y una puerta para encerrarse. La mujer no se movi del taxi.
Se qued sentada, esperando, con sus pantalones que le quedaban chicos justo en
los sitios debidos.
Ces la voz; la cabeza del doctor estaba llena del zumbido telefnico, de la
inflexin creciente de un silencio irrisorio, hasta que dijo casi incisivamente:
Bueno. Necesitan ms muebles o no? No hay en la casa ms que una
cama y el colchn, no?
No, no precisan ms. Le dije que la casa tena una cama y una estufa, y
ellos trajeron una silla una de esas de lona que se desarman en el taxi. Ya est
arreglado.
La risa silenciosa del telfono volvi a llenar la cabeza del doctor.
Bueno dijo el doctor. Qu hay? Qu le sucede? aunque pareca
saber, antes que el otro hablara, lo que dira la voz.
Yo s una cosa que a Miss Martha le va a caer ms pesada al estmago que
esos pantalones. Creo que no son casados. Dijo que lo eran y no creo que mienta
sobre ella y tampoco sobre l. El inconveniente es que no estn casados entre s:
ella no es su mujer. Porque yo s oler un marido. Que me muestren una mujer
que no he visto nunca en las calles de Mobile o Nueva Orlens y puedo oler si...
Esa tarde tomaron posesin de la casa, de la casilla que contena la cama
sola, cuyo colchn y cuyos elsticos no eran muy buenos, y la cocina con su nica
sartn incrustada de pescado frito por generaciones, y la cafetera y la coleccin de
cucharas y tenedores de hierro descabalados y cuchillos y tazas y platillos y vasos
que alguna vez estuvieron llenos de mermeladas y jaleas de fbrica, y la silla
nueva de playa en que la mujer pasaba el da entero tirada como vigilando el crujir
de las hojas de las palmas con su salvaje, seco, amargo sonido contra el brillo del
agua, mientras el hombre acarreaba lea a la cocina. Dos maanas antes, el carro
de la leche que hace el camino de la playa se detuvo all y la seora del doctor vio
una vez al hombre volver por la playa desde un pequeo almacn de propiedad de
un portugus ex pescador, llevando un pan y una bolsa de papel, repleta. Y le dijo
al doctor que haba visto al hombre limpiando (o tratando de limpiar) un plato de
pescado en los escalones de la cocina, y se lo dijo al doctor con amarga y furiosa
conviccin era una mujer deformada aunque no gorda (ni siquiera tan gordita
como el mismo doctor), que haba empezado a volverse toda gris haca ya unos
diez aos, como si el pelo y el cutis se hubieran alterado sutilmente junto con el
tono de los ojos, por el color de sus trajes de casa que posiblemente ella elega
para hacer juego.
Y buen matete estaba haciendo! exclam. Un matete fuera de la cocina
y sin duda un matete en la cocina!
Tal vez ella sepa cocinar repuso el doctor tmidamente.
Dnde, cmo? Sentada afuera en el patio? Cuando l le alcance cocina y
todo...
Pero ese no era el verdadero agravio, aunque lo deca. No deca: no son
casados aunque era lo que los dos pensaban.
Saban que cuando lo dijeran en voz alta, despediran a los inquilinos. Por eso
se negaban a decirlo y con ms razn porque si los echaban tendran en
conciencia que devolverles el dinero del alquiler; adems de eso, el doctor pensaba:
Tenan slo veinte dlares. Y eso tres das antes. Y ella ha de estar enferma. El
doctor hablaba ahora ms alto que el protestante provinciano, que el metodista
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nato. Y algo (acaso tambin el doctor) hablaba ms alto que la metodista nata en
ella tambin, porque esa maana lo despert al doctor, llamndolo desde la
ventana donde estaba envuelta en su camisn de algodn como amortajada con su
pelo gris rizado en papelitos, para mostrarle al vecino volviendo de la playa a la
salida del sol con su haz de lea a la cintura.
Y cuando l (el doctor) volvi a casa a medioda, ella tena el gumbo hecho,
una enorme cantidad, como para una docena de personas, hecho con esa torva
diligencia samaritana de las mujeres buenas, como si tomara un placer torvo y
vindicativo y masoquista en el hecho de que la obra samaritana tendra como
recompensa los restos que se instalaran invencibles e inagotables en la cocina
(mientras se acumulaban los das) para ser calentados y recalentados y luego
vueltos a recalentar hasta que los consumieran dos personas a quienes no les
gustaban siquiera, que nacidos y criados a la vista del mar tenan, en materia de
pescado, predileccin por el atn, el salmn, las sardinas en lata, inmoladas y
embalsamadas a tres millas de distancia en el aceite de las mquinas del
comercio.
Llev la fuente l mismo un hombre bajo, descuidado, rechoncho, con ropa
interior no muy limpia, medio ladeado al atravesar el cerco de adelfas con la
fuente tapada por una servilleta de hilo ya arrugada (aunque era nueva y no se
haba lavado an), que prestaba un aire de torpe benevolencia hasta a aquel
smbolo de inflexible obra cristiana ejecutada no con sinceridad o con lgrima sino
por deber, y depositada (la mujer no se levant de la silla y slo movi los duros
ojos de gata) como si la fuente contuviera nitroglicerina, la mscara rechoncha sin
afeitar sonriendo tontamente, pero detrs de la mscara los ojos del doctor dentro
del Doctor taladraban, sin perder nada, examinaban sin sonrisa y sin timidez el
rostro de la mujer, que no era flaco sino demacrado, pensando: S. Uno o dos
grados. Tal vez tres. Pero no el corazn, y luego despertndose inquieto al percibir
los vagos y feroces ojos fijos en l, a quien apenas haban visto con ilimitado y
profundo odio. Era casi impersonal, como cuando la persona en quien ya vive la
dicha mira un poste o un rbol con placer y felicidad. l (el doctor) careca de
vanidad; el odio no iba dirigido a l. Es para todo el gnero humano, pens. O no,
no. Espere, espere. El velo estaba por rasgarse, la maquinaria de la deduccin por
funcionar. No al gnero humano sino al gnero masculino, al hombre. Pero, por qu
Por qu? Su mujer hubiera notado la dbil marca de la alianza ausente, pero l, el
mdico, vio algo ms: Ha tenido hijos pens. Uno, al menos; apostara mi ttulo.
Y si Cofer (era el corredor) est en lo cierto al decir que ste no es su marido y
debe estarlo, debe ser capaz de olerlo, como l dice, desde que est metido en el
negocio de alquilar casas de playa por la misma razn o bajo la misma obligacin o
necesidad delegada que impulsa a determinadas personas en las ciudades a
amueblar y facilitar piezas a nombres ficticios y clandestinos, digamos que ha de
odiar a los hombres hasta abandonar marido e hijo; bueno. Sin embargo, no slo ha
acudido a otro hombre, sino que manifiesta pobreza, y ella est enferma, realmente
enferma. O ha dejado marido e hijos por otro hombre y por la pobreza, y ahora,
ahora... Poda sentir y or la maquinaria zumbando, funcionando de prisa; senta
la necesidad de un tremendo apuro para estar a tiempo, un presentimiento de que
la ltima rueda estaba por engancharse y de que la campana de la comprensin
iba a sonar y que l no estara bastante cerca para ver y or: S, s. Qu pueden
haberle hecho los hombres para que ella me mire a m que soy un mero ejemplar
de los hombres como una manifestacin de eso, a m a quien nunca ha visto y a
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quien no mirara dos veces si me hubiera visto, con el mismo odio que l debe
atravesar cada vez que vuelve de la playa con una brazada de lea para cocinar la
comida que ella come?
Ni siquiera se comedi a tomarle la fuente.
No es sopa, es gumbo dijo. Lo ha hecho mi esposa. Ella, nosotros...
Ella no se movi, pero segua mirndolo. l se inclin obesamente, con sus
ropas arrugadas sobre la cuidadosa bandeja; ni siquiera oy al hombre hasta que
ella le habl.
Gracias le dijo; llvalo adentro, Harry.
Ahora ya ni siquiera miraba al mdico.
Agradezca a su esposa le dijo.
Iba pensando en sus dos inquilinos al bajar la escalera detrs del brillante
haz de luz y entrar en el ya fro olor a gumbo viejo del vestbulo, hacia la puerta,
hacia los aldabonazos. No era por ningn presentimiento o premonicin de que
quien golpeaba era el hombre llamado Harry. Era porque haca cuatro das que no
pensaba en otra cosa. Este hombre envejecido, lleno de tabaco, con el camisn
arcaico (que es ahora uno de los sostenes nacionales de la comedia), salido del
sueo en la cama de su mujer estril y ya pensando (o quizs habiendo soado) en
el profundo y distrado fulgor de odio inmotivado, en los ojos de la forastera; y l
de nuevo con ese sentido de inminencia, de estar ms all de un velo, de andar a
tientas justo dentro del velo y de tocar y de ver (pero no del todo) la forma de la
verdad, de suerte que sin darse cuenta se par en seco en la escalera sobre sus
zapatillas anticuadas, pensando con rapidez: S, s. Algo que toda la raza de los
hombres, de los machos, le ha hecho, o ella cree que le ha hecho.
Los aldabonazos se repitieron como si el que llamaba se hubiera dado cuenta
de que lo haba detenido algn descalabro de la luz vista por la rendija de la
puerta y ahora volviera a llamar con esa modesta insistencia del forastero que
busca ayuda a altas horas de la noche, y el doctor ech a andar otra vez, no en
contestacin al nuevo llamado, que no le haca esperar nada, sino como si ste
hubiera coincidido con el peridico y viejo impasse de cuatro das de tanteo y de
frustracin, de capitular y de volver a capitular, como si el instinto lo guiara otra
vez, el cuerpo capaz de movimiento, no la inteligencia, creyendo que el avance
fsico lo acercara al velo en el instante de rasgarse y de revelar en inviolable
aislamiento esa verdad que l casi tocaba. As fue cmo abri la puerta sin
presentimiento alguno y mir afuera, alumbrando con su linterna a la persona que
llamaba. Era el hombre llamado Harry. Estaba ah en la oscuridad, en el fuerte y
firme viento del mar lleno del ruido seco de la invisible fronda de palmeras, tal
como el doctor lo haba visto siempre, con las bombachas manchadas y la
camiseta sin mangas, murmurando las convencionales disculpas por la hora y la
necesidad, rogando el uso del telfono, mientras el doctor, con el camisn flotando
sobre las flacas pantorrillas, lo miraba y pensaba con un feroz impulso de triunfo:
Ahora descubrir lo que pasa.
S dijo, no va a necesitar el telfono. Yo soy mdico.
Ah! dijo el otro. Puede venir ahora mismo, en seguida?
S. Un minuto para ponerme los pantalones. De qu se trata? As sabr lo
que hace falta.
Por un instante el hombre titube; esto tambin le era familiar al mdico, que
lo haba visto antes y crea conocer la causa: el innato e inextirpable instinto
humano de querer ocultar algo de la verdad hasta al mdico o al abogado cuya
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EL VIEJO1
luego, cuando lleg el da, ni siquiera tuvo oportunidad de recorrer los coches y
hacer colecta de relojes y anillos, de broches y de cinturones con dinero, porque lo
arrestaron en cuanto subi al coche del expreso donde deban estar el oro y la caja
de hierro. No haba muerto a nadie porque la pistola que le sacaron no era de las
pistolas que matan, aunque estaba cargada; ms tarde declar al fiscal que la
haba adquirido, as como la linterna sorda en la que arda una vela y el pauelo
negro para taparse la cara, anotando suscripciones a la Gaceta del Detective entre
los montaeses vecinos. De vez en cuando (tena tiempo para ello) se consuma
con rabiosa impotencia, porque haba algo que no pudo decirles en el proceso, que
no supo cmo decirlo.
No era dinero lo que quera. No eran las riquezas, no era el vulgar botn; eso
no hubiera sido ms que una baratija para adornar el pecho de su orgullo como la
medalla de los corredores olmpicos un smbolo, un distintivo para mostrar que
l era el primero en el juego elegido por l en el viviente y fluido mundo de su
poca. De suerte que al pisar la tierra negra que se desflocaba ricamente atrs del
arado, o al entrecortar con la azada, el algodn y el trigo, o al acostarse sobre sus
lomos resentidos en su cucheta despus de cenar, maldeca en una spera y firme
corriente sin arrepentimiento, no a los hombres vivientes que lo haban metido
donde estaba, sino a los que ni siquiera saba que eran seudnimos, a los que ni
siquiera saba que no eran hombres reales sino designaciones de sombras que
haban escrito sobre sombras.
El segundo penado era bajo y rechoncho. Casi pelado, de un color
blanquecino. Pareca algo que se ha expuesto a la luz al dar vuelto un leo podrido
o unas maderas o planchas y sobrellevaba tambin, aunque no en los ojos como el
primer penado, una conviccin de candente, intil indignacin. No se notaba y
nadie saba que estaba ah. Pero nadie saba mucho sobre l, ni siquiera los que lo
haban mandado a la crcel. Su indignacin no era contra palabras impresas sino
contra el hecho paradjico de haber sido obligado a venir aqu por su propia
voluntad y eleccin. Lo haban obligado a elegir entre la colonia penal del Estado
de Misisip y la Penitenciara Federal de Atlanta, y el hecho de que l, que pareca
un gusano pelado y plido, hubiera elegido el aire libre y el sol, era slo una
manifestacin del recndito enigma solitario de su carcter, como si algo
reconocible se hiciera momentneamente visible en lo ms hondo del agua
estancada y opaca, y se hundiera otra vez. Ninguno de sus compaeros de crcel
saba cul era su crimen, salvo que estaba condenado a 199 aos. Ese increble e
imposible perodo de castigo y de restriccin tena algo de vicioso y de fabuloso
cual si indicara que su motivo de encarcelamiento era tal que hasta los hombres
que lo haban condenado, esos pilares y paladines de la justicia y de la equidad, se
haban convertido al juzgarlo en ciegos apstoles no de mera justicia, sino de toda
la decencia humana; en ciegos instrumentos, no de equidad, sino de toda la
venganza y rencor humanos, obrando en un salvaje concierto personal, juez,
abogado y jurado, que sin duda abrogaba la justicia y quiz la ley. Tal vez slo el
fiscal saba cul era su crimen. Haba una mujer en su crimen y un automvil
hurtado, un surtidor robado, y el encargado, muerto a balazos. Haba habido otro
hombre en el coche y bastaba mirar una sola vez al penado (como lo hicieron los
dos fiscales) para saber que era definitivamente incapaz del coraje borracho de
disparar sobre alguien. Pero l y la mujer y el coche robado haban sido
capturados mientras otro hombre, sin duda el asesino, haba escapado, as que,
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trado al fin al despacho del fiscal, deshecho, desgreado y regaando ante los
impecables y cruelmente alegres fiscales y la mujer furiosa entre dos policas en la
antecmara detrs, tuvo que elegir. Poda ser juzgado en la Corte Federal bajo el
acta de Mann y por el hurto del coche. Es decir, si elega pasar por la antesala
donde la mujer rabiaba, poda tener una oportunidad de ser juzgado por el crimen
menor en la Corte Federal; pero si aceptaba la sentencia de homicidio en la Corte
del Estado, podra salir por la puerta trasera, sin pasar delante de la mujer.
Eligi: enfrent el tribunal y oy a un juez (que lo miraba con desprecio como
si el fiscal del distrito hubiera dado vuelta con la punta del pie una tabla podrida y
lo hubiera puesto a la vista) sentenciarlo a 199 aos en la prisin del Estado. Por
eso (tena tiempo de sobra; haban tratado de ensearle a arar sin conseguirlo, lo
pusieron en la herrera y el mismo capataz pidi que lo sacaran; de suerte que
ahora, con un largo delantal como de mujer, cocinaba y barra y sacuda en las
casillas de los guardas) cavilaba tambin, con ese sentimiento de impotencia y
despecho aunque no lo demostraba como el otro preso, ya que no se apoyaba de
repente sobre la escoba.
Fue este segundo preso quien, a fines de abril, empez a leer en voz alta los
peridicos a los otros penados que, engrillados tobillo con tobillo y arreados por
guardianes armados, volvan del campo y cenaban y se recogan en el galpn. Era
el diario de Menfis que los capataces haban ledo en el almuerzo; el penado lo lea
en voz alta a sus compaeros por ms que a stos no les interesaba mucho el
mundo exterior y algunos de ellos eran incapaces de leerlo y ni siquiera saban
dnde estaban las fuentes del Oho y del Misuri, y otros no haban visto nunca el
ro Misisip aunque en pocas pasadas que oscilaban entre unos pocos das y 10,
20 y 30 aos (y pocas futuras que oscilaran entre unos meses y toda la vida)
haban arado y plantado y comido y dormido a la sombra del terrapln, sabiendo
que haba agua ms all slo de odas y porque a veces sentan la bocina de los
vapores a lo lejos, y durante la ltima semana haban visto las chimeneas y las
cabinas de los pilotos desplazndose contra el cielo, sesenta pies sobre sus
cabezas.
Pero escuchaban, y pronto aquellos que como el penado ms alto no haban
visto probablemente ms agua junta que la de un bebedero de caballos, saban lo
que era un exceso de 30 pies de calado en Cairo o en Menfis y podan (y solan)
hablar corrientemente de bancos de arena. Quiz lo que realmente les interesaba
eran los relatos de las levas de conscriptos, blancos y negros mezclados,
trabajando en dobles turnos contra la porfiada marea; cuentos de hombres que,
aunque negros, eran obligados como ellos a trabajar sin recibir otro sueldo que
una pobre racin y un lugar en una carpa de tierra apisonada para dormir
imgenes, cuadros que brotaban de la voz del penado retacn: los hombres
blancos embarrados con las inevitables escopetas, las filas de negros como
hormigas cargados de bolsas de arena, resbalando y trepando la empinada
superficie del revestimiento para volcar su ftil carga en las fauces de la
inundacin y volver por otra. O quiz era algo ms. Quiz vean acercarse el
desastre con la misma atnita e incrdula esperanza de los esclavos los leones y
osos y elefantes, los lacayos y baeros y reposteros que miraban el creciente
incendio de Roma desde los jardines de Enobarbo. Pero seguan escuchando y
lleg mayo y los peridicos del capataz dieron en hablar con titulares de 2
pulgadas de alto esos palotes de tinta negra que, juraramos, hasta los
analfabetos pueden leer: La ola pasa por Menfis a medianoche. Cuatro mil
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PALMERAS SALVAJES
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que estaba sentado un hombre en salida de bao. Quiz haba una docena de
personas paradas o sentadas en el suelo con vasos en la mano; una mujer con un
traje de hilo sin mangas grit:
Dios mo, dnde es el entierro? y vino con su vaso a besar a Flint.
El doctor Wilbourne, chicos y chicas! dijo Flint; mrenlo. Tiene un libro
de cheques en el bolsillo y un escalpelo en la manga.
El dueo de casa ni se dio vuelta, pero al rato una mujer le trajo una copa.
Aunque nadie se lo dijo, era la duea de casa; se qued hablando con l un
momento, o ms bien a l, porque l ya no escuchaba, atareado en mirar los
cuadros de la pared; ahora estaba solo ante la pared, con la copa en la mano.
Haba visto fotografas y reproducciones de tales cosas en revistas y las haba
mirado sin ninguna curiosidad y sin ninguna fe, como un palurdo que mira la
figura de un dinosaurio. Pero ahora el palurdo estaba delante del monstruo y
Wilbourne miraba los cuadros: absorto. No lo que representaban, el procedimiento
o el colorido; no le decan nada. Era con un asombro sin entusiasmo ni envidia
ante las circunstancias que pueden dar a un hombre los medios y el ocio
necesarios para pasar sus das pintando cosas semejantes y sus noches tocando el
piano y dando de beber a gente que no conoca (y, en un caso, al menos) cuyos
nombres ni se molestaba en or. Segua de pie cuando alguien dijo:
Aqu estn Rat y Charley segua de pie cuando Carlota le habl a su lado:
Qu piensa de todo esto, seor?
Se dio vuelta y vio una muchacha bastante ms baja que l y que al pronto le
pareci gorda hasta que se dio cuenta que no lo era sino con esa ancha, sencilla,
profundamente delicada conformacin femenina de las yeguas rabes: una mujer
de menos de veinticinco aos, con un traje de algodn estampado, con un rostro
que ni siquiera finga ser lindo y que no usaba afeites ms que en la boca grande,
con una plida cicatriz como de una pulgada en una mejilla que l reconoci como
una vieja quemadura: sin duda, de la niez.
Todava no ha decidido, verdad?
No dijo l. No s.
No sabe qu pensar, o qu es lo que trata de pensar?
S, eso es. Y usted qu piensa de eso?
Malvavisco con rbanos silvestres! dijo, demasiado pronto. Yo tambin
pinto agreg. Me permito decirlo. Y tambin me permito decir que lo hago
mejor.
Cmo se llama, y por qu se ha vestido as para documentarse? Para que
todos sepamos que ha venido a documentarse?
l le explic y ella lo mir y l vio que sus ojos no eran avellana sino
amarillos, como de gato, y que lo miraba con una sobriedad especulativa como la
de un hombre: profundos, ms all de la mera audacia, especulativos ms all de
la fijeza.
Me han prestado el traje. Es la primera vez en mi vida que lo llevo.
Luego dijo sin querer, sin saber que lo iba a decir, pareca que naufragaba su
voluntad en esa mirada amarilla:
Hoy es mi santo. Cumplo veintisiete aos.
Ah! dijo ella.
Se dio vuelta, lo agarr de la mueca, un simple apretn, implacable y firme,
arrastrndolo tras ella.
Vamos.
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La sigui con torpeza, para no pisarle los talones, luego lo solt y camin
delante a travs del cuarto hasta donde tres hombres y dos mujeres rodeaban la
mesa con vasos y botellas. Se detuvo, volvi a asirle la mueca y lo acerc a un
hombre de su misma edad, con un traje oscuro cruzado; de pelo rubio, crespo, que
empezaba a ralear, de cara que no llegaba a ser hermosa y que era normalmente
insensible, y ms astuta que inteligente, pero en conjunto ms bien suave,
aplomada, victoriosa y corts.
ste es Rat dijo ella. Es el decano de los ex recin llegados a la
Universidad de Alabama. Por eso lo llamamos Rat. Usted tambin puede decirle
Rat. A veces lo es.
Ms tarde era despus de medianoche y Flint y la mujer que lo bes se
haban ido estaban los dos en el patio al lado del jazminero.
Tengo dos hijos, dos nias dijo ella; era raro, porque en mi familia
todos eran varones salvo yo. El que ms me gustaba era mi hermano mayor pero
una no se puede acostar con su hermano y como l y Rat tenan el mismo cuarto
en el colegio me cas con Rat y ahora tengo dos nias y cuando tena siete aos
me ca en la chimenea peleando con mi hermano y sa es la cicatriz. La tengo
tambin en el costado y en la cadera y he tomado la costumbre de contarlo a la
gente antes de que me lo pregunten, y todava lo hago aunque ya no importa.
Lo cuenta a todo el mundo? En seguida?
Lo de los hermanos, lo de la cicatriz?
Las dos cosas, tal vez la cicatriz.
No, es raro. Lo haba olvidado. No lo haba dicho a nadie por aos. Cinco
aos.
Pero me lo ha contado a m.
S. Y esto es dos veces raro. No, tres veces. Escuche. Le he mentido. No
pinto. Trabajo en arcilla y a veces en cobre y una vez en un pedazo de piedra con
cincel y maza. Sienta.
Le tom la mano y le pas las yemas de los dedos por la base de la otra
palma, la ancha, comba, fuerte mano de dedos giles con uas tan cortas como si
se las comiera; el cutis de la base y las coyunturas inferiores de los dedos no
precisamente callosas sino parejamente endurecidas y resistentes como un tobillo.
Esto es lo que hago: algo que se puede tocar, levantar, algo que pese en la
mano, que se pueda mirar de atrs, que desplace aire y desplace agua y que si
uno lo suelta, el pie es el que se rompe y no l. No hurgando un pedazo de tela con
un cuchillo o un cepillo como si se tratara de combinar un acertijo con un palo
podrido entre los barrotes de una jaula. Por eso dije que yo le ganaba a los
cuadros.
Ni se movi, ni siquiera indic con un movimiento de cabeza el cuarto detrs
de ellos.
No algo para hacerle cosquillas un segundo en el paladar y tragarlo y ni
siquiera pegarse a las entraas, sino evacuarlo ntegro y hacerlo correr por la
maldita cloaca. Quiere venir a cenar maana?
No puedo. Maana estoy de guardia.
Pasado maana entonces? O cundo?
Y usted no tiene compromisos?
Pasado maana tengo algunas personas, pero no lo molestarn. Lo
mir. Bueno, si no quiere un montn de gente, les avisar que no vengan.
Pasado maana a la noche? A las siete? Quiere que vaya a buscarlo al hospital,
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en el coche?
No. No haga eso.
Puedo, sabe?
Ya s dijo l. Ya s. Escuche.
Vmonos dijo ella. Me voy a casa. Y no use eso. Pngase su propia
ropa. Quiero verla.
Dos noches despus fue a comer. Hall un modesto pero cmodo
departamento en un barrio irreprochable cerca de Audubon Park, una sirvienta
negra, dos criaturas nada extraordinarias de dos y cuatro aos, con el pelo de la
madre pero en lo dems parecidas al padre (que con otro traje oscuro cruzado,
evidentemente caro, prepar un cocktail que nada tena tampoco de extraordinario
e insisti en que Wilbourne lo llamara Rat) y ella en un traje que evidentemente
haba adquirido como traje de media gala y que usaba con la misma implacable
indiferencia con que llevaba el otro la primera vez que la vio, como si los dos
fueran overalls.
Despus de la comida, que era muy superior a los cocktails, se retir con la
mayor de las nias, que haba comido en la mesa pero volvi luego a fumar
acostada en el divn, mientras Rittenmeyer segua haciendo preguntas a
Wilbourne, de esas que el presidente de una sociedad estudiantil suele hacer a un
miembro de la escuela de medicina. A las diez, Wilbourne dijo que tena que irse.
No le dijo ella, todava no.
Se qued; a las diez y media Rittenmeyer dijo que tena que trabajar
temprano, que iba a acostarse, y los dej. Ella entonces apag el cigarrillo, se
levant y vino donde l estaba parado frente a la chimenea apagada y se qued,
mirndolo.
Qu? Te llaman Harry? Qu hacemos, Harry?
No s. Nunca he estado enamorado.
Yo s. Pero tampoco s. Quieres que te llame un coche?
No se dio vuelta; ella atraves el cuarto a su lado. Caminar.
Ests tan pobre? Djame pagar el coche. No puedes caminar hasta el
Hospital. Hay tres millas.
No es lejos.
No es su dinero, si eso es lo que te molesta. Tengo un poco mo. Lo he
estado ahorrando para algo, no s para qu.
Le alcanz el sombrero y se detuvo con la mano en el picaporte.
Tres millas no es mucho. Caminar.
Bueno dijo ella.
Abri la puerta. Se miraron. La puerta se cerr entre los dos. Estaba pintada
de blanco. No se dieron la mano.
En las seis semanas siguientes se encontraron cinco veces ms. Se
encontraron en la ciudad para almorzar, porque l no quiso volver a entrar en la
casa del marido, y su destino o su suerte (o mala suerte, de otro modo hubiera
descubierto que el amor es como la luz del da y est nicamente en un lugar y en
un momento y en un cuerpo fuera de toda la tierra, de todo el tiempo y de toda la
viva humanidad que da el sol) no le trajeron ms invitaciones de segunda mano.
Era en lugares del Vieux Carr, donde podan almorzar por dos dlares semanales
que antes le mandaba a su hermana para saldar la deuda. Al tercer encuentro dijo
ella, bruscamente, a propsito de nada:
Se lo he dicho a Rat.
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Qu le has dicho?
De los almuerzos. Que hemos estado vindonos.
Fue la ltima vez que nombr al marido.
La quinta vez no almorzaron. Fueron a un hotel, lo haban arreglado la
vspera. l descubri que no saba casi nada del procedimiento adecuado, fuera de
imaginaciones e hiptesis porque en su ignorancia crea que haba un secreto para
la ejecucin feliz de esa cosa, no una frmula secreta sino una especie de magia
blanca: una palabra o algn infinitesimal y trivial movimiento de la mano como el
que abre un cajn o un tablero secreto. Hasta pens preguntrselo a ella porque
estaba seguro que deba saberlo, tan cierto como que no se vera perdida en nada
que ella emprendiera, no slo a causa de su absoluta coordinacin sino porque
aun en este corto tiempo haba llegado a comprender esa intuitiva e infalible
destreza de todas las mujeres en la prctica de los asuntos de amor. Pero no le
pregunt, porque se dijo que cuando ella le indicara lo que seguramente hara y
con precisin, podra algn da creer que antes lo haba hecho y, aunque as fuera,
l no quera saberlo. Por eso consult a Flint.
Demonio dijo Flint. Est tomando alas, no es as? Ni siquiera saba
que tuviera una mujer.
Wilbourne casi poda ver a Flint pensando rpidamente, recapitulando.
Fue en el entrevero de lo de Crowe? En fin, se es asunto suyo. Es muy
fcil. Tome una valija con un par de ladrillos envueltos en una toalla para que no
hagan ruido, y adelante. Por supuesto que yo no elegira el Saint Charles o el
Roosevelt. Elija uno de los hoteles ms chicos, no demasiado chico tampoco. Uno
de los que hay cerca de la estacin. Envuelva los ladrillos separadamente, luego
envulvalos juntos. Y no se olvide de llevar un sobretodo o un impermeable.
S. No ser mejor decirle a ella que tambin lleve un abrigo?
Flint se rio, una slaba breve, no fuerte.
Me parece intil. No va a precisar instrucciones, ni mas ni suyas. Mire
dijo rpidamente. No alborote. No la conozco. No hablo de ella. Hablo de
mujeres. Podra aparecer con una valija y un abrigo y un velo y un taln de un
billete de Pullman pegado en su valija de mano y eso no querra decir que lo haba
hecho antes. As son las mujeres. Ni don Juan ni Salomn podran dar
instrucciones sobre estos lances a una jovencita de catorce aos recin salida de
la cscara.
No importa dijo. Tal vez ni venga.
Se dio cuenta de que realmente lo crea as. Y aun lo crea cuando el coche
apareci en la esquina donde l esperaba con la valija. Ella llevaba abrigo pero no
velo ni valija. Baj rpidamente del coche cuando l abri la portezuela; su rostro
era duro, grave, los ojos extraordinariamente amarillos, la voz ronca:
Bueno, dnde?
Se lo dijo.
No es lejos. Podemos...
Ella volvi a subir al coche.
Podemos ir a pie.
Maldito pobretn le dijo. Sube, aprate.
Subi, el coche ech a andar. El hotel no estaba lejos. Un portero negro tom
la valija. Entonces le pareci a Wilbourne que nunca en su vida antes ni despus
estara tan consciente de ella como en este momento, de pie, en medio del oscuro
vestbulo que haban fatigado los sbados de los viajantes de comercio y de los
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telfono. Ser larga distancia, pens. Sera su hermana: no le haba escrito desde
que le mand el ltimo giro de dos dlares haca cinco semanas, y ahora lo
llamaba, le costara dos dlares, no para reprocharle (Tiene razn, pens, pero no
se refera a su hermana. Es cmico. Es ms que cmico. He fracasado con la mujer
que amo y soy un fracaso para la mujer que me ama), sino para saber cmo estaba.
As, cuando la voz en el telfono dijo: Wilbourne pens que era su cuado
hasta que Rittenmeyer habl de nuevo:
Carlota quiere hablarle.
Harry? dijo ella. La voz era rpida y serena. Le he dicho a Rat lo de
hoy y que fue un fiasco. Ahora es su turno. Me ha dado una oportunidad y no la
aprovech. Ahora lo justo es darle a l una oportunidad y lo decente es decirte
cmo andan las cosas, slo que decente es una palabra tan embromada para que
la usemos t y yo...
Carlota dijo. Oye, Carlota.
Entonces, adis, Harry. Buena suerte. Y que el demonio. ..
Oye, Carlota. Me oyes?
S. Qu hay?
Oye. Es raro. He esperado que me llamaras, toda la tarde, pero recin ahora
me doy cuenta. Hasta s ahora por qu saba que era sbado todo el tiempo que
iba al correo. Me oyes? Carlota?
S, s.
Tengo mil doscientos setenta y ocho dlares, Carlota.
A las cuatro de la maana siguiente, en el laboratorio desierto, destroz la
cartera y las cdulas de identidad con una navaja de afeitar y quem las tiras de
papel y de cuero y tir las cenizas en la cloaca del cuarto de bao. El siguiente da
a las doce, con dos billetes para Chicago y el resto de los 1.278 dlares metidos en
el bolsillo y una sola valija en el asiento de enfrente, mir por la ventanilla
mientras el tren se detena en la estacin de Carrollton Avenue. All estaban los
dos, marido y mujer, l con su traje oscuro correcto, falsamente modesto,
prestando con su cara inexpresiva de profesor de escuela, aire de impecable y
ceremoniosa rectitud al acto paradjico de entregar la esposa al amante, casi
idntico al convencional teje y maneje de padre y novia en un casamiento religioso;
ella a su lado con un traje oscuro bajo el abrigo abierto, escrutando las ventanillas
del tren con intensidad pero sin nerviosidad ni vacilacin de modo que Wilbourne
volvi a pensar en esa instintiva aptitud para la mecnica de la cohabitacin que
tienen todas las mujeres, hasta las ms bisoas e inocentes esa serena
confianza en sus destinos amorosos como la de los pjaros en sus alas, esa
tranquila fe implacable en una merecida e inmediata ventura personal que las
impele aladas e instantneas desde el puerto de la respetabilidad, al desconocido e
insostenible espacio sin ribera visible (no el pecado, pens. No creo en el pecado. Es
perder el paso. Uno nace sumergido en el avance annimo de las pululantes
multitudes annimas de su tiempo y generacin; basta perder el paso una vez,
vacilar una vez, y lo pisotean hasta la muerte) y ello sin alarma o terror y por
consiguiente sin coraje ni fortaleza; slo una total y completa fe en areas y
frgiles y no probadas alas, los frgiles y areos smbolos del amor que les haban
fallado una vez, desde que por asentimiento y aceptacin universal se haban
abierto sobre la misma ceremonia, que ahora al alzar vuelo rechazaban. Pasaron y
se desvanecieron. Wilbourne vio agacharse al marido y alzar la valija y
desaparecer; el aire silb entre los frenos y l qued pensando: Vendr con ella,
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tendr que hacerlo, y no querr hacerlo, como tampoco yo (ella?) quiero que lo
haga, pero tendr que hacerlo lo mismo que tiene que usar esos trajes oscuros que
no creo que quiera usar tampoco; lo mismo que tena que quedarse en esa reunin
esa noche y beber tanto como cualquiera de los otros, pero no sentarse en el suelo
con una mujer (la suya o la de otro) estirada sobre sus rodillas.
Al rato alz los ojos y estaban los dos al lado de su asiento. Se levant y ah
estaban los tres, cerrando el paso a otros pasajeros que los atropellaban
esperando que se movieran, Rittenmeyer llevando la valija ese hombre que de
ordinario no hubiera subido a un tren con una valija delante de un portero de
Pullman como tampoco se hubiera levantado en un restaurante para buscar un
vaso de agua. Mirando la helada cara impecable sobre la impecable camisa y
corbata, Wilbourne observ con una especie de asombro: Pero, est sufriendo, est
sufriendo realmente, y pens que tal vez no sufrimos con el corazn, ni siquiera
por la sensibilidad, sino por nuestra capacidad de vanidad o de autoengao o tal
vez de simple masoquismo.
Vamos dijo Rittenmeyer. Salga del pasillo. Su voz era spera, agria,
su mano casi ruda al empujar a su mujer al asiento, y colocar la valija junto a la
otra.
Acurdate bien. Si no tengo noticias alrededor del diez de cada mes, dar
parte al detective. Y nada de mentiras, oyes?, nada de mentiras.
Se dio vuelta, a Wilbourne ni siquiera lo mir, apenas sacudi la cabeza hacia
el fondo del coche.
Necesito hablarle dijo con esa hirviente voz retenida. Vamos.
Cuando llegaron al centro del coche, el tren empez a andar y Wilbourne
esperaba que el otro se apresurara a bajar y pens: Est sufriendo, hasta las
circunstancias, hasta un trivial horario de ferrocarril est convirtiendo en una
comedia esta tragedia que debe representar hasta el amargo final o morir.
Pero el otro no se apresur. Sigui tranquilamente, descorri la cortina del
cuarto de fumadores y esper que Wilbourne entrara. Pareci leer la momentnea
sorpresa en la cara de Wilbourne. Tengo un billete hasta Hammond dijo
speramente. No se preocupe por m.
La pregunta no formulada pareci irritarlo; Wilbourne poda verlo casi luchar
fsicamente para bajar la voz.
Preocpese de usted, sabe?, de usted, oh, por Dios...!
Volvi a moderar la voz, sujetndola con una especie de freno, como a un
caballo, espolendola; sac una cartera.
Si usted dijo. Si se atreve...
No puede decirlo, pens Wilbourne. Ni siquiera se anima a decirlo.
Si no soy bueno con ella, suave con ella? Eso es lo que quiere decir?
Lo sabr dijo Rittenmeyer. Si no recibo noticias de ella el 10 de cada
mes, le dir al detective que proceda. Y tambin sabr si quieren engaarme, oye?
Estaba temblando, el impecable rostro congestionado bajo el pelo impecable
que pareca una peluca.
Tiene 125 dlares propios y no quiere llevar ms. Pero tampoco le van a
servir para nada. Ya los tendr cuando los necesite. Oiga sac de la cartera un
cheque y se lo dio. Era un cheque al portador por 300 dlares, pagaderos a la
Pullman Company of America y endosado en una esquina con tinta roja: Por un
billete de tren a Nueva Orlens, Luisiana.
Estaba por hacer eso con mi dinero dijo Wilbourne.
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EL VIEJO
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sin duda que el espacio disponible era para muebles si es que no estaba lleno.
Saban, tal vez, que aunque hubiera espacio, no era para ellos, no porque los
guardianes quisieran que se mojaran, sino porque a los guardianes no se les
ocurrira retirarlos de la lluvia. Se quedaron callados y con los cuellos de las
tricotas subidos, engrillados en yunta como perros en una cacera, inmviles,
pacientes, casi rumiantes, con los lomos contra la lluvia como las ovejas y la
hacienda.
Al rato advirtieron que los soldados eran ahora una docena o ms, abrigados
y secos bajo ponchos impermeables, un oficial con su pistola al cinto; luego sin
acercarse empezaron a oler comida y al dar vuelta para mirar vieron una cocina de
campaa instalada dentro de la puerta de la hilandera. Pero no se movieron,
esperaron hasta que los arrearan en fila, se adelantaron, con las inclinadas
cabezas pacientes en la lluvia y recibieron cada uno un tazn de guiso, un jarro de
caf y dos rebanadas de pan. Lo comieron bajo la lluvia. No se sentaron, porque la
plataforma estaba mojada; se pusieron en cuclillas como los campesinos,
inclinados hacia adelante, tratando de defender los tazones y los jarros en los que,
sin embargo, caa y salpicaba la lluvia como en estanques minsculos y empapaba
invisible y sin ruido el pan. Despus de haber pasado tres horas en la plataforma
vino un tren a buscarlos.
Los que estaban ms cerca del borde lo vieron, lo observaron un coche de
pasajeros que pareca andar por s mismo y arrastrando una nube de humo de
una invisible chimenea, una nube que no se levantaba y que se desplazaba
lateralmente con torpe lentitud y yaca sobre la superficie de la acuosa tierra de
un modo ingrvido y totalmente exhausto. Lleg y se detuvo, un solo coche
antiguo de madera que se abra por detrs, acoplado a una mquina remolcadora
mucho ms chica. Los arrearon dentro y los amontonaron en la otra punta donde
haba una estufita de hierro fundido. No estaba encendida, pero se amontonaron
alrededor. El fro y silencioso bloque de hierro tena manchas, antiguas de tabaco
y lo envolvan los espectros de mil excursiones domingueras a Menfis o Moorhead:
manes, bananas, ropas ensuciadas de chicos. Los penados se acurrucaron
alrededor.
Vamos, vamos grit uno de los guardianes. Sintense ahora.
Al fin, tres guardianes, dejando los fusiles, se abrieron paso y disolvieron el
grupo hacindolos retroceder hasta los asientos. No haba asientos para todos. Los
ms se quedaron en el corredor. Estaban tensos, oyeron el silbido del aire que
sala de los frenos, la mquina silb cuatro veces, el coche se puso en movimiento
con una sacudida brusca, la plataforma, la hilandera huyeron con violencia,
mientras el tren pasaba de la inmovilidad a la plena velocidad con ese mismo dejo
irreal con que haba aparecido, retrocediendo ahora con la mquina adelante como
antes haba adelantado, con la mquina atrs.
Cuando la va se meti bajo la superficie del agua, los penados ni lo supieron.
Sintieron que el tren se paraba, oyeron que la mquina daba una larga pitada que
gimi sin eco y sin esperanza por la desolacin, y ni siquiera sintieron curiosidad:
sentados o de pie detrs de las ventanas chorreando lluvia mientras el tren volva
a arrastrarse tanteando ahora su camino como antes el camin, mientras el agua
parda se encrespaba entre los rieles y entre los rayos de las ruedas y lama con
vapor nebuloso la arrastrada panza, llena de fuego, de la mquina; volvi a lanzar
cuatro cortas roncas pitadas, llenas de triunfo salvaje y desafo, pero tambin de
repudio y hasta de adis, como si el mismo acero articulado supiera que no se
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crcel, seguido de cerca por el penado ms gordo y por otro hombre blanco un
hombrecito con flaca y descolorida cara sin afeitar que no haba perdido su
expresin de indignacin incrdula. El director pareca saber exactamente dnde
iba. Seguido de cerca por sus acompaantes se abri rpidamente camino entre
las pilas de muebles y los cuerpos dormidos y se detuvo en una oficina
improvisada, agresivamente alumbrada, casi un comando militar, donde el jefe de
la Penitenciara estaba instalado con dos oficiales del ejrcito con palmas de
mayor. El delegado director habl sin prembulo.
Hemos perdido un hombre dijo.
Nombr al penado alto.
Perdido? repiti el jefe.
S, ahogado.
Sin darse vuelta habl al penado gordo.
Cuntele dijo.
Fue el que dijo que saba remar dijo el gordo. Yo nunca. Se lo dije a l
indic el guardin con un movimiento de cabeza. No saba. As, cuando
llegamos a la cala...
Qu es eso? dijo el jefe.
La lancha trajo la noticia dijo el delegado. Mujer en una saliente de
cipreses en la cala, entonces este tipo indic al tercer hombre; el director y los
dos oficiales lo miraron en una hilandera. No haba sitio en la lancha para
recogerlos. Siga.
Llegamos adonde estaba la cala continu el penado gordo con una voz del
todo montona, sin ninguna inflexin. Luego el bote se alej de l. No s lo que
pas. Yo estaba sentado ah porque l estaba tan seguro de poder remar. No vi
ninguna corriente. De repente el bote gir, empez a retroceder ligersimo como si
estuviera enganchado a un tren y volvi a girar y yo mir y vi una rama sobre mi
cabeza y me prend a tiempo y al bote lo arrancaron de un tirn como quien
arranca una media y lo vi una vez ms patas arriba y a ese tipo que dijo que saba
remar prendido con una mano y todava con el remo en la otra.
Se call. No haba en su voz ninguna cadencia final, simplemente ces. El
penado se qued mirando a un cuarto de whisky que haba sobre la mesa.
Cmo sabe que se ahog? dijo el jefe al delegado.
Cmo sabe que no vio una ocasin de escapar y la aprovech?
Escaparse a dnde? dijo el otro. El delta entero est inundado. Hay 50
millas y 15 pies de agua hasta la sierra. Y el bote estaba patas arriba.
El tipo se ahog dijo el penado gordo. No se aflijan por l. Ha obtenido
su perdn; nadie tendr que molestarse para firmarlo.
Y nadie ms lo vio? dijo el jefe. Qu fue de la mujer en el rbol?
No s dijo el delegado. Todava no la encontramos. Calculo que algn
otro bote la recogi. Pero ste es el sujeto de la hilandera.
De nuevo el jefe y los dos oficiales miraron al tercer hombre, al frentico
rostro demacrado que todava guardaba un viejo terror, una vieja mezcla de miedo,
impotencia y rabia.
Nunca fue por usted? dijo el jefe. Nunca lo vio?
Nadie vino a buscarme dijo el refugiado. Empez a temblar aunque al
principio habl bastante tranquilo. Estaba ah en esa hilandera de mierda
esperando que el agua se la llevara a cada momento. Vino la lancha y despus los
botes y nunca haba lugar para m. Llenos de negros guachos y uno de ellos
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PALMERAS SALVAJES
cuatro hermanos y es posible que no haya tenido un cuarto propio en toda su vida y
as ha vivido toda su vida en una soledad completa y ni siquiera lo sabe, como el
nio que no ha probado nunca un bizcochuelo no sabe lo que es bizcochuelo.
S, tambin. Piensas que mil doscientos dlares durarn para siempre?
Uno vive en el pecado; pero no puede vivir de l.
Ya lo s. Ya pens en eso antes de decirte por telfono aquella noche que
tena mil doscientos dlares. Pero estamos en la luna de miel; ms tarde ser.
Tambin lo s.
Le volvi a tironear del pelo, hacindole mal otra vez y ahora l saba que ella
saba que le haca mal.
Oye, ser siempre luna de miel. Siempre. Eternamente hasta que muera
uno de los dos. No puede ser de otro modo. O cielo o infierno: nada de cmodo y
pacfico purgatorio intermedio para que nos alcancen la buena conducta, la
abstinencia, o la vergenza o el arrepentimiento.
Entonces no crees en m; en quien confas, es en el amor. Ella lo mir.
No soy yo; cualquier hombre.
S, es el amor. Dicen que el amor muere entre dos personas. Eso no es
cierto. No muere. Lo deja a uno, se va si uno no es digno, si uno no lo merece
bastante. No muere; uno es el que se muere. Es como el ocano: si uno no sirve, si
uno empieza a apestar en l, lo escupe en alguna parte para que se muera. Uno se
muere de cualquier modo, pero yo prefiero ahogarme en el ocano a que me
escupa a una faja de playa muerta, y que el sol me reseque hasta convertirme en
una manchita sucia sin nombre, slo Esta fue, como epitafio. Arriba. Le dije al
hombre que nos mudaramos hoy.
En menos de una hora dejaron el hotel con sus valijas, en un coche; subieron
tres pisos. Ella hasta tena la llave; le abri la puerta para que entrara; l saba
que ella no miraba el cuarto sino a l.
Bueno? Dijo. Te gusta?
Era un cuarto grande, alargado, con un ventanal en la pared norte, obra
manual de algn fotgrafo muerto o en quiebra o quiz de algn antiguo inquilino
escultor o pintor, con dos chiribitiles para bao y cocina. Ha alquilado ese
ventanal, pens reflexionando, como, en general, las mujeres alquilan
esencialmente cuartos de bao, slo accidentalmente hay lugares para dormir y
para cocinar. Ella ha elegido un sitio no para cobijarnos sino para cobijar el amor; no
ha corrido de un hombre a otro; no se ha limitado a canjear el pedazo de arcilla con
el que ha modelado un busto por otro. Se movi ahora y pens: Quiz yo no la
abrazo, quiz ms bien yo me prendo de ella porque hay algo en m que no admite
que no sabe nadar o que no cree que sabe nadar.
Est muy bien dijo l. Es lindo. Ya somos invencibles.
Durante los seis das siguientes hizo una gira por los hospitales,
entrevistando (o siendo interrogado) por presidentes y directores. Eran entrevistas
breves. Estaba listo a hacer cualquier cosa y tena algo que ofrecer su ttulo
otorgado por una buena Facultad, sus veinte meses de internado en un hospital
conocido, pero a los tres o cuatro minutos suceda algo. Saba lo que era, aunque
se lo explicaba de otro modo (sentado, al cabo de la quinta entrevista, en el
soleado banco de un parque entre los atorrantes y jardineros municipales y
nieras y nios): Es porque en realidad no pongo bastante empeo, porque en
realidad no me he penetrado de la necesidad de luchar, porque he aceptado
enteramente sus ideas sobre el amor; miro al amor con la misma fe ilimitada de que
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en la puerta.
S dijo, no tienes que preocuparte ms que una vieja que cruza la calle
acompaada por un vigilante o por un boy scout. Porque cuando atropelle, el
automvil no va a reventar a la vieja, sino al vigilante o al boy scout. Cudate.
Que me cuide?
S. Hasta para estar el da entero muerto de miedo hay que hacer fuerza.
Wilbourne volvi a la casa. Era tarde; sin embargo, ella no haba empezado a
desnudarse. Volvi a meditar, no en la adaptabilidad de las mujeres a las
circunstancias, sino en la habilidad de las mujeres para adaptar lo ilcito, y aun lo
criminal, a un molde burgus de decencia. La observaba descalza, andar por el
cuarto, haciendo esos cambios sutiles en los objetos de este hogar temporal como
lo hacen en los cuartos de hotel que se toman por una sola noche, sacando de uno
de los bales, que l crea lleno de provisiones, objetos de su departamento de
Chicago que l no slo no saba que ella conservara an, sino que hasta haba
olvidado que los tuvieran los libros que haban comprado, una fuente de cobre,
hasta la cretona de su ex banco de trabajo, y despus de una caja de cigarrillos
que ella haba convertido en un cajoncito que pareca un fretro, la figurita del
viejo, el Mal Olor. La mir colocarlo en la chimenea y contemplarlo un momento,
tambin meditando, luego tomar la botella con la porcin que le dejaron y, con la
gravedad ritual de un nio jugando, volcar el whisky en la chimenea.
Los lares y penates dijo; yo no s latn pero ellos sabrn lo que
significa.
Durmieron en la galera en dos catres y luego, al amanecer, cuando empez a
hacer fro en uno, sus pies desnudos en las tablas, el duro hundirse de codo y
cadera lo despertaron al meterse ella entre las sbanas oliendo a tocino y a
blsamo. Haba sobre el lago una luz gris y cuando oy al haragn, se dio cuenta
exactamente de lo que era, hasta de lo que pareca, escuchando la voz ronca,
pensando cmo slo el hombre, entre todos los seres, atrofia deliberadamente sus
sentidos naturales y eso a expensas de los dems sentidos, como el cuadrpedo
obtiene toda su informacin por el olfato, por la vista y por el odo y desconfa de lo
dems, mientras el bpedo slo cree en lo que lee.
A la maana siguiente el fuego era agradable. Mientras ella lavaba los platos
del almuerzo, l cort ms lea detrs de la cabaa. Se sac el sweater; ahora el
sol decididamente picaba, pero l no se dejaba engaar, pensando que en estas
latitudes el Da del Trabajo y no el equinoccio marcaban la expiracin del verano,
el largo suspiro hacia el otoo y el fro, cuando oy que ella lo llamaba desde la
casa. Entr; en medio del cuarto estaba un desconocido que cargaba, balanceada
en el hombro, una gran caja de cartn: un hombre no mayor que l, descalzo, en
bombachas caqui descoloridas y camiseta sin mangas, tostado, con ojos azules y
pestaas quemadas y rizos simtricos de pelo color paja la perfecta coiffure
pensativa, mirando tranquilamente la efigie sobre la chimenea. Por la puerta
abierta detrs de l, Wilbourne vio una canoa atracada.
ste es dijo Carlota. Cmo dijo que era su nombre?
Bradley dijo el desconocido.
Mir a Wilbourne con los ojos casi blancos contra la piel como un negativo de
kodak, balanceando la caja en el hombro mientras alargaba la otra mano.
Wilbourne dijo Carlota, Bradley es el vecino. Hoy se va. Nos trae las
provisiones que dejan.
Intil cargarlas de nuevo dijo Bradley. Su esposa me dice que se
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fingido asombro.
Vamos a amorear un rato.
S.
Sin duda, amigo dijo inmediatamente.
Luego se volvi para mirarlo otra vez.
Qu es esto? Qu est pasando aqu?
Tendrs miedo de quedarte sola esta noche? Empez a desasirse.
Djame. No veo claro.
La solt, aunque se arregl para encontrar la fija mirada amarilla a la que
nunca hasta ahora haba conseguido engaar.
Esta noche?
Es el doce de noviembre.
Bueno, y qu? lo mir. Ven. Vamos a casa a averiguar bien todo esto.
Volvieron: de nuevo se detuvo y lo mir.
Ahora dime qu quieres.
Acabo de contar las latas. De medir el...
Lo mir con esa dura, casi severa impersonalidad.
Tenemos comida para seis das ms.
Bueno. Y qu?
Era el buen tiempo. Como si el tiempo se hubiera detenido y nosotros con l
como dos ramitas en un estanque. Por eso no pens en inquietarme, en vigilar.
Voy a ir caminando a la aldea. Est a slo doce millas. Puedo estar de vuelta
maana a medioda. Ella lo mir.
Una carta de Mc Cord, debe estar ah.
Has soado que est ah? Lo has descubierto en la cafetera cuando
medas las provisiones?
Estar ah.
Bueno. Pero espera a maana para ir. No puedes andar doce millas antes
que oscurezca.
Comieron y se acostaron. Esta vez fue derecho a la cama con l, tan sin
cuidado del duro y doloroso codo que lo pinchaba como lo hubiera sido por su
propia cuenta si las posiciones se hubieran invertido, como lo estaba de la mano
dolorida que asa el pelo del hombre y le sacuda la cabeza con desenfrenada
impaciencia.
Dios mo! Nunca he visto a nadie en mi vida luchar tanto por parecer un
marido. Escchame: si fueras un marido con xito y alimento y cama y lo que
necesitara, por qu demonios crees t que estara aqu en vez de volver all
donde lo tengo?
Es cierto.
Entonces, por qu afligimos? Es como afligirnos por la necesidad de
baarnos justo en el momento en que van a cortar el agua.
Luego se levant y salt del catre con la misma violencia brusca; l la mir
llegar a la puerta, abrirla y mirar fuera. Sinti la nieve antes que ella hablara.
Est nevando.
Ya s. Lo saba esta tarde. Ella comprendi que todo estaba perdido.
Cerr la puerta.
Esta vez se fue a acostar en el otro catre.
Trata de dormir. Vas a tener maana una dura caminata, si nieva mucho.
Estar de todos modos.
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Si dijo ella.
Bostez, dndole la espalda.
Pero ah estar. S dijo, har una o dos semanas que est.
Dej la cabaa un poco despus de aclarar. Haba cesado la nieve y haca
bastante fro. Lleg a la aldea en cuatro horas y encontr la carta de Mc Cord.
Contena un cheque por veinticinco dlares; haba vendido uno de los muecos; y
tena promesa de empleo para Carlota en un departamento de tienda durante las
vacaciones.
Era muy entrada la noche cuando regres.
Puedes poner todo en la olla dijo. Tenemos veinticinco dlares y Mc
Cord te ha encontrado trabajo. Vendr el sbado a la noche.
El sbado a la noche?
Le he telegrafiado. Esper la respuesta. Por eso me he demorado.
Comieron y esta vez se meti despacito en el estrecho catre de l y esta vez
hasta se acurruc contra l como nunca la haba visto hacerlo en ningn
momento.
Voy a sentir mucho irme.
De veras? le dijo l, tranquila, pacficamente, acostado de espaldas, los
brazos cruzados sobre el pecho como una efigie de piedra en un sepulcro del
siglo X.
Probablemente te gustar volver, una vez que ya ests ah. Volver a ver
gente, Mc Cord y los otros que te gustan, Navidad y todo eso. Puedes lavarte la
cabeza otra vez y manicurarte las uas.
Esta vez no se movi, ella que tena la costumbre de asaltarlo con ese mpetu
fro y despreocupado, sacudindolo y tironendolo no slo en la conversacin sino
por mero nfasis. Esta vez, yaca en perfecta calma, sin respirar siquiera, su voz
llena, no con suspiros sino con absoluta y atnita incredulidad.
Te gustar cuando ests, cuando puedas, Harry, qu quieres decir?
Que he telegrafiado a Mc Cord que venga a buscarte. T tendrs trabajo;
eso te bastar hasta despus de Navidad. He pensado que puedo quedarme aqu
con la mitad de los veinticinco dlares. Quiz Me pueda encontrar algo para m
tambin; aunque sea un trabajo cualquiera. Entonces yo volvera a la ciudad y
podramos...
No! grit ellaNo, no! Dios mo, no! Apritame, apritame fuerte,
Harry! Es para esto, todo es para esto, eso es lo que estamos pagando; para poder
estar juntos, dormir juntos todas las noches; no comer y defecar y dormir
abrigados para levantarnos y comer y defecar para volver a dormir abrigados!
Apritame! Apritame fuerte! Fuerte! l la agarr, sus brazos rgidos, su rostro
quieto vuelto hacia arriba, sus labios separados de los dientes rgidos.
Dios, pens. Dios aydala, Dios aydala.
Dejaron la nieve en el lago, aunque antes de llegar a Chicago haban
alcanzado un poco del fin del veranillo que viajaba hacia el sur. Pero ya no dur y
era ya invierno en Chicago; el viento canadiense hel la nieve en el lago y sopl a
los caones de piedra florecidos de murdago con la inminente Navidad
achicharrando y helando las caras de los vigilantes y dependientes y mandaderos
y gente de la Cruz Roja y del Ejrcito de Salvacin vestidos de Santa Claus, los
das finales, muriendo en neolux sobre los rostros en flor enmarcados de pieles de
las esposas e hijas de millonarios, ganaderos, madereros y de las queridas de
polticos llegados de Europa y de las estancias de lujo para pasar las fiestas en los
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ms all de la ventana abierta del fro cuartito de dormir, para meterse en cama
junto a Carlota, quien sin despertarse a veces se daba vuelta hacia l,
murmurando algo hmedo e incomprensible desde el sueo, y acostarse otra vez
apretndola como en la ltima noche del lago, bien despierto, cuidadosamente
quieto y rgido, sin deseos de dormir, esperando exhalar el olor y el eco de su
ltima hornada de papilla de imbciles.
En general, estaba despierto mientras ella dorma, y viceversa. Ella se
levantaba, cerraba la ventana, se vesta y haca el caf (el desayuno que mientras
eran pobres, cuando ignoraban de dnde vendra la prxima provisin de caf,
preparaban y tomaban juntos y cuya loza lavaban y secaban juntos de pie ante la
pileta) y se iba sin que l lo supiera. A su tumo se despertaba y oa pasar los
chicos mientras el caf guardado se calentaba, y lo beba y se sentaba ante la
mquina de escribir, entrando sin esfuerzo y sin lstima en la anestesia de su
montono inventar. Al principio hizo una especie de rito de su almuerzo solitario,
eligiendo los tarros y rebanadas de carne y cosas de la noche antes, como un
chiquiln con un nuevo traje de Daniel Boone, haciendo sonar crackers en un
armario de plumeros convertido en bosque. Pero ltimamente, desde que compr
la mquina de escribir (haba renunciado a su rango de amateur, se dijo; ya no
tena que fingir que era una broma) empez a prescindir del almuerzo, de la tarea
de comer, y escriba firme, no detenindose ms que para descansar los dedos con
un cigarrillo quemando el borde de la mesa alquilada, mirando, pero no viendo las
dos o tres lneas visibles de su ltima ficcin rudimental para imbciles, su
pastilla de goma sexual; luego, recordando el cigarrillo lo levantaba y refregaba
intilmente en la nueva quemadura antes de ponerse a escribir otra vez. Luego
llegaba la hora y con la tinta apenas seca en la estampilla y el sobre dirigido a l
mismo con el ltimo cuento que empezaba: A los 16 aos yo era soltera y madre,
dejaba el departamento y caminaba por las calles repletas, en las indecisas tardes
menguantes del ao que mora, hasta el bar donde se encontrara con Carlota y
Mc Cord.
Tambin era Navidad en el bar, ramitas de acebo y murdago entre las
resplandecientes pirmides de vasos, repetidas en los espejos, los espejos
remedando las grotescas chaquetas de los mozos, los humeantes boles de ron
caliente y whisky, que los parroquianos miraban y se recomendaban unos a otros,
mientras tenan en las manos los mismos cocktails y highballs hechos que haban
estado bebiendo todo el verano. Luego, Mc Cord en la mesa acostumbrada, con lo
que ellos llamaban almuerzo un cuarto de cerveza y casi otro cuarto de pretzels
o manes salados o cualquier cosa equivalente, y Wilbourne tomaba la nica
bebida que se permita antes de la llegada de Carlota. (Puedo permitirme ahora
templanza, sobriedad le deca a Mc Cord. Puedo pagar vuelta a vuelta por el
privilegio de rehusar.) Y esperaban la hora en que las tiendas se vaciaran, las
puertas de vidrio se abrieran hacia afuera para eructar en el tierno resplandor
helado de los avisos elctricos, los rostros entre pieles y acebo, los desfiladeros
esculpidos de viento alegres y frgiles con los buenos deseos y augurios de las
claras voces perdindose en aliento visible y la escalera mecnica de las
empleadas despidiendo el regimiento de raso negro, los pies hinchados por el largo
estar de pie, las caras doloridas por la larga rgida mueca.
Luego Carlota entraba: dejaban de hablar y la miraban acercarse
ingenindose y ladendose al pasar el gento en el bar y entre los mozos y las
abarrotadas mesas, su abrigo abierto sobre el limpio uniforme, su sombrero
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nosotros, aun por un tiempo el invierno que acorrala la gente entre los muros
dondequiera que est, pero invierno y ciudad a un tiempo, una crcel, hasta el
pecado hecho rutina, absolucin del adulterio.
No dijo l. Porque nos iremos a Chicago.
Irnos?
S, del todo. Ya no trabajars ms, por dinero. Espera dijo con rapidez,
ya s que hemos llegado a vivir como si llevramos cinco aos de casados, pero no
te hablo ahora como el marido pesado. S que me sorprendo pensando. Quiero que
mi esposa tenga lo mejor, pero no todava. No quiero que mi mujer trabaje. No es
esto. Es para la consecuencia del trabajo, es por habernos acostumbrado a
trabajar antes de saber para qu, casi demasiado antes de saberlo. Recuerdas lo
que me dijiste all en el lago cuando yo insinu que te fueras mientras podas irte
y me contestaste: Esto es lo que hemos comprado, lo que estamos pagando: estar
juntos y comer juntos y dormir juntos? Y ahora mira. Cuando estamos juntos en
un bar o en un tranva o caminando por una calle repleta y cuando comemos
juntos es en un restaurante lleno, en la hora que te conceden en la tienda para
que puedas comer y mantenerte fuerte a fin de sacar provecho del dinero que te
pagan todos los sbados, y no dormimos juntos, sino por turno, mirndonos
dormir; cuando te toco, s que ests demasiado cansada para despertarte y t
ests probablemente demasiado cansada para pensar en tocarme.
Tres semanas despus, con una direccin garabateada en el arrancado
margen de un peridico doblado en el bolsillo del saco, entr en una casa de
escritorios y subi veinte pisos hasta una puerta de vidrio opaco que deca:
Gallagham Mines, y entr y pas con alguna dificultad una empleada de pelo
teido y se encar al fin ante un escritorio lustrado y completamente vaco, salvo
un telfono y un mazo de barajas, listas para un solitario, con un hombre
colorado, de mirada fra, de unos cincuenta aos, con la cabeza de un salteador de
caminos y el cuerpo de un jugador de ftbol de 220 libras de peso, en un traje de
tela cara, que sin embargo pareca haber obtenido en un saldo con la pistola al
pecho, a quien Wilbourne trat de dar un resumen de sus ttulos mdicos y de su
experiencia.
Eso no interesa le interrumpi el otro. Puede atender los accidentes
comunes a que estn expuestos los trabajadores en una mina?
Yo le estaba diciendo...
Ya he odo. Yo le pregunto otra cosa. He dicho atenderlos.
Wilbourne lo mir.
Yo no creo... empez.
Cuidar la mina. A los propietarios. Los que han puesto all su dinero. Los
que le pagarn un salario mientras usted lo gane. No me importa un bledo cunta
o ninguna ciruga o farmacologa sepa usted o no sepa o cuntos ttulos tenga y de
dnde. A nadie all le importar; no habr inspectores del Estado para pedirle su
diploma. Quiero saber si podemos confiar en usted para proteger la mina, contra
enredos. Contra pleitos de gringos y de checos y de chinos a quienes se les puede
ocurrir canjear una mano o un pie por una pensin o por un pasaje de vuelta a
Cantn o a Hong Kong.
Ah! dijo Wilbourne. Ya veo; s, puedo hacerlo.
Muy bien. Le darn en seguida lo necesario para ir a la mina. Su sueldo
ser...
Dijo una suma.
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odio) y el mozo vena como sola venir; la misma manga blanca, la annima cara
de mozo sin facciones que uno no advierte nunca.
Cerveza dijo Mc Cord; y t?
Ginger ale dijo Wilbourne.
Qu?
Soy abstemio.
Desde cundo?
Desde anoche. No puedo sostener el vicio.
Mc Cord lo mir.
Demonio dijo Mc Cord; trigame entonces un vaso grande.
El mozo se fue.
Parece que te tienta.
Mc Cord segua mirando a Wilbourne.
Escucha dijo; ya s que ste no es asunto mo. Pero quisiera saber lo
que hay. Estabas aqu ganando bastante, y Carlota tena un buen empleo; tenan
una buena casa para vivir. Y de repente te vas, haces que Carlota renuncie a su
empleo para irse en febrero a meterse en el pozo de una mina de Utah, sin
ferrocarril o telfono y ni siquiera una cucaracha, con un sueldo de...
Eso es. se es el porqu. Me haba vuelto...
Se call. El mozo dej las bebidas sobre la mesa y se fue. Wilbourne levant
su ginger ale.
A la libertad.
Brindo gru Mc Cord. Probablemente vas a poder beber bastante
antes de verla. Y con agua tambin, ni siquiera con sifn. Y quiz en un sitio
ms estrecho que ste. Porque ese tipo es venenoso. Yo s algo de l. Es un
impostor. Si la verdad sobre l se escribiera en una lpida no sera un epitafio,
sera un prontuario de polica.
Bueno dijo Wilbourne. Al amor, entonces.
Haba un reloj sobre la puerta de entrada la cara ubicua y sincronizada,
oracular, admonitoria e insensible; aun le quedaban 22 minutos. En dos minutos
dir a Mc Cord lo que tard meses en descubrir, pens.
Me haba convertido en un marido dijo. Eso es todo. Yo no lo saba
siquiera hasta que ella me dijo que en la tienda le propusieron que se quedara. Al
principio tena que observarme cada vez que tena que decir mi esposa o Mrs.
Wilbourne, luego descubr que me haba vigilado meses para no decirlo; hasta me
haba sorprendido dos veces desde que volvimos del lago, pensando quiero que mi
esposa tenga lo mejor exactamente como un marido con el salario del sbado y su
casita suburbana llena de invenciones elctricas para ahorrar trabajo y su
mantelito de verde para regar el domingo por la maana, que sern suyos si no lo
despiden o si no es atropellado por un coche en los diez aos subsiguientes el
gusano ciego a toda pasin y muerta toda esperanza y que ni siquiera lo sabe,
olvidadizo e inconsciente ante la tiniebla total, ante la oscuridad toda despectiva
que lo fulminar a su hora. Hasta haba dejado de avergonzarme de la manera
como ganaba el dinero; ya no me avergonzaban mis cuentos; como el empleado
que est comprando por mensualidades la casita propia donde su mujer tendr lo
mejor, no se avergenza de su emblema, el destapador de goma para letrinas, que
lleva consigo. En efecto, hasta me gustaba escribirlos, aun aparte de la ganancia,
como el muchacho que nunca ha visto hielo y que se enloquece por patinar en
cuanto aprende. Adems, despus de empezar a escribirlos me di cuenta de que
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virginidad: la condicin, el hecho que slo existe en el instante en que uno sabe
que lo est perdiendo; dur tanto porque yo era demasiado viejo, porque esper
demasiado; veintisiete aos es demasiado esperar para librar al sistema de lo que
deba haberse visto libre a los catorce o quizs a los quince o aun antes el
inquieto, apresurado tanteo de dos aficionados bajo los escalones del frente, o en
un pajar al atardecer. Te acuerdas: el precipicio, el oscuro precipicio; toda la
humanidad ha pasado por ah antes que t y todos los que vengan tambin, pero
esto no significa nada para ti porque no te lo pueden decir, porque no pueden
decirte lo que debes hacer para sobrevivir. Es la soledad. Tienes que hacerlo en
soledad y uno puede aguantar slo cierta dosis de soledad y sobrevivir, como de
electricidad. Y durante un segundo o dos estars completamente solo; no antes ni
despus porque nunca estars solo entonces; en ambos casos ests seguro y
acompaado en un millonario e inextricable anonimato; en uno, polvo entre el
polvo; en otro, gusano entre gusanos. Pero ahora vas a estar solo, lo debes, lo
sabes, as debe ser, as sea; arreas el animal que has montado toda la vida, la
mansa yegua de siempre hasta el precipicio...
Ah est el maldito caballo dijo Mc Cord, Lo he estado esperando. A los
diez minutos hablamos como Freno y espuela. No conversamos, nos sermoneamos
mutuamente como dos predicadores que hacen la misma gira.
Tal vez pensabas todo el tiempo que cuando viniera el momento podras
sofrenarla y salvar algo, el instante llega y sabes que no puedes, sabes que ya
sabas que no podas y no puedes; eres una sola sencilla afirmacin, un simple s
que surge del terror al que entregas la voluntad, la esperanza, todo la oscuridad,
la cada, el trueno de la soledad, la conmocin, la muerte, el momento cuando
detenido fsicamente por el barro sientes que toda tu vida mana de ti a la
inmemorial, saturada, ciega matriz receptiva, al fundamento fluido, ciego, caliente,
seno de la tumba, o tumba del seno, es igual. Pero vuelves; tal vez lo sabas todo el
tiempo, pero vuelves, quizs alcances a cumplir tus setenta aos o lo que sea, pero
siempre sabrs que para siempre has perdido algo, que mientras dur ese
segundo o dos segundos estabas presente en el espacio, pero no en el tiempo, que
no tienes los setenta aos que te han acreditado y que debers reembolsarlo algn
da para hacer el balance, sino sesenta y nueve aos y treinta y seis das y
veintitrs horas y cincuenta y ocho segundos...
Dulce Jess dijo Mc Cord. Dulces querubines. Si me toca la desgracia
de tener un hijo...
Eso es lo que me sucedi dijo Wilbourne. Esper demasiado. Lo que
hubieran sido dos segundos a los catorce o quince aos fueron ocho meses a los
veintisiete. Estaba en eclipse y casi tocamos fondo en aquel lago helado de
Wisconsin con nueve dlares y veinte centavos de provisiones entre nosotros y el
hambre. Venc, eso lo cre. Yo crea que me haba despertado a tiempo y vencido;
volvimos aqu y pens que nos iba esplndidamente hasta esa noche antes de
Navidad cuando ella me habl de la tienda y me di cuenta a lo que bamos, que el
hambre no era nada, no poda hacer nada ms que matamos, pero que esto era
peor que la muerte o la separacin; era el mausoleo del amor, el catafalco
hediondo del cadver llevado entre las formas ambulantes y sin olfato de las
insensibles divinidades que piden carne antigua.
El altoparlante habl de nuevo; se levantaron al mismo tiempo; en el mismo
momento el mozo apareci y Mc Cord le pag.
Y ahora tengo miedo dijo Wilbourne. Entonces no tena miedo porque
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estaba en eclipse, pero ahora estoy despierto y puedo tener miedo gracias a Dios.
Porque en este ao de gracia de mil novecientos treinta y ocho no hay lugar para el
amor. Me atacaban con su dinero mientras dorma porque era vulnerable en el
dinero. Luego despert y rectifiqu el dinero y pens que los haba vencido hasta
esa noche en que descubr que Ellos me atacaban con su decencia y eso era ms
difcil de vencer. Pero ahora ya no soy vulnerable ni en la decencia ni en el dinero,
as que ahora tendran Ellos que encontrar alguna otra cosa para forzarnos a
aceptar el molde de la vida humana que ahora ha evolucionado hasta prescindir
del amor aceptar o morir.
Se acercaron a los andenes a la oscuridad cavernosa donde la perenne
electricidad que no distingue el da de la noche arda plidamente hacia el alba
invernal de hierro entre jirones de vapor, entre los cuales la larga fila inmvil de
coches pullman oscurecidos pareca estar hundida hasta la rodilla, asentada y
detenida para siempre en hormign. Pasaron las paredes de hierro saturadas de
holln, los apretados cubculos llenos de ronquidos, hasta el vestbulo abierto.
Por eso tengo miedo. Porque ellos son astutos, malignos. Tendr que serlo;
si nos dejaran vencerlos sera como permitir el asesinato y el robo no descubierto.
Claro que no podemos vencerlos; estamos destinados a la derrota; por eso tengo
miedo. Y no por m. Recuerdas aquella noche en el lago cuando me dijiste que yo
era una vieja que cruzaba la calle llevada por un vigilante o por un boy-scout y que
cuando el coche borracho viniera no sera la vieja, sera...?
Pero por qu disparar a Utah en febrero para vencer? Y si no puedes
vencer, por qu demonios ir a Utah?
Porque yo...
El vapor, el aire, silbaban detrs de ellos en largo suspiro; el changador
apareci repentinamente de quin sabe dnde, lo mismo que el mozo.
Bueno, seores dijo. Nos vamos.
Wilbourne y Mc Cord se dieron la mano.
Quiz te escriba dijo Wilbourne. Carlota lo har de todos modos. Ella es
ms caballero que yo.
Dio un paso hacia el vestbulo y se volvi, el changador detrs, la mano en el
picaporte, esperando; l y Mc Cord se miraron, con las dos cosas no dichas entre
ellos, sabiendo cada uno que no las diran. No te volver a ver y No. No nos
volvers a ver. Porque los cuervos y los gorriones son cazados a tiros en los rboles
o son ahogados en inundaciones o muertos por huracanes e incendios, pero no los
halcones. Yo ser un gorrin, pero tal vez soy la pareja de un halcn. El tren se
encogi; el principio, el comienzo del movimiento, de la partida, volvi atrs coche
por coche y pas bajo sus pies.
Y algo que me dije arriba en el lago dijo. Que hay algo en m de que ella
no es la querida sino la madre. Bueno, he dado un paso ms.
El tren arranc, l se asom. Mc Cord caminaba para seguir a su lado.
Que hay algo en m que t y ella prohijaron, algo cuyo padre eres t. Dame
tu bendicin.
Recibe mi maldicin dijo Mc Cord.
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EL VIEJO
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secndose los dedos en el costado cuando una voz un poco ms arriba de su lnea
de visin dijo tranquilamente:
Se ha tomado un buen rato.
Y l, que hasta ese momento no haba tenido tiempo ni motivo para levantar
los ojos ms all de la proa, mir arriba y vio, sentada en un rbol y mirndolo,
una mujer. Estaba a menos de diez pies de distancia. Estaba sentada en la rama
inferior de uno de los rboles, afirmada en los acuados tablones con los que
haba chocado, con un batn de percal, una chaqueta de soldado raso, y una
gorra de sol, una mujer que ni siquiera se tom el trabajo de examinar, que en la
primera atnita ojeada le haba revelado ampliamente todas las generaciones de
su vida y origen, una mujer que poda ser su hermana si l tuviera una hermana,
su mujer si l no hubiera ingresado a la penitenciara apenas salido de la
adolescencia y con menos edad que aquella en que suele casarse su prolfica y
monogmica especie una mujer que estaba agarrando el tronco del rbol, con
sus pies sin medias metidos en un par de zapatones de hombre desatados, a
menos de una yarda sobre el agua, una mujer que era probablemente la hermana
de alguien y casi seguramente (o ciertamente) la esposa de alguien, aunque l
haba ingresado tan joven en la penitenciara que slo tena un conocimiento
terico de esas cosas.
Cre por un instante que usted no pensaba volver.
Volver?
Despus de la primera vez. Despus de meterse en esa pila de lea la
primera vez y meterse en el bote y seguir.
l mir alrededor, tocndose de nuevo la cara con suavidad; poda muy bien
ser el mismo sitio donde el bote le haba golpeado la cara.
S dijo. Aqu estoy, sin embargo.
No podra acercar el bote un poco ms? Me he dado una buena torcedura
para subir aqu; quiz sera mejor...
l no escuchaba; acababa de descubrir que el remo se le haba perdido; esta
vez, cuando el esquife lo haba impelido, haba arrojado el remo, no dentro, sino
fuera.
All est sobre las copas de los rboles dijo la mujer. Puede alcanzarlo.
Tome. Agrrese a eso.
Era una parra. Haba crecido enredada al rbol y la inundacin la haba
desarraigado. La mujer se la haba envuelto en la parte superior del cuerpo, ahora
la solt y la estir para que l la alcanzara. Agarrado a la punta de la rama coste
la basura con el esquife, recogi el remo y lo remolc bajo el tronco. Vio que la
mujer se mova, disponindose pesada y cuidadosamente a bajar esa pesadez
que no era dolorosa sino atrozmente cuidadosa, esa profunda y casi letrgica
torpeza que nada aada a la suma de se primer horrorizado asombro que ya
haba servido de catafalco del invencible sueo, pues hasta en la prisin haba
continuado (y hasta con la antigua avidez, aunque haba causado su ruina)
consumiendo las imposibles fbulas rudimentarias, cuidadosamente veladas y
cuidadosamente contrabandeadas en la penitenciara; y quin dira a qu Helena
de Troya, a qu viviente Garbo no haba soado rescatar de qu escabrosa cima
guardada por dragones, cuando l y su compaero se embarcaron en el esquife. l
la miraba, sin otro esfuerzo para ayudarla que mantener el esquife furiosamente
quieto mientras ella se dejaba caer de la rama el cuerpo entero, la deforme
hinchazn del vientre inflando el percal, colgada de los brazos, pensando. Y esto es
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lo que me toca. Esto, de toda la carne de mujer que anda por el mundo, es lo que me
toca en un bote huido.
Dnde est la hilandera? dijo l.
Hilandera?
Con el hombre encima. El otro.
No s. Hay una cantidad de hilanderas por aqu con gente encima.
Ella lo examinaba.
Est todo ensangrentado como un cerdo le dijo. Parece un penado.
S dijo gruendo. Me siento como si ya me hubieran ahorcado. Bueno,
tengo que recoger mi socio, y luego dar con esa hilandera.
Zarp, es decir, se solt de la parra. Era todo lo que tena que hacer, porque
mientras la proa del esquife se cerna sobre los leos entreverados y hasta cuando
lo sostena con la parra en el agua relativamente quieta detrs del entrevero,
senta firme y constante susurrar la fuerte correntada a una pulgada de las
dbiles tablas en que se agazapaba y que, tan pronto como solt la parra, se hizo
cargo del esquife, no con un poderoso y nico envin, sino con una serie de ligeros
golpes, tanteadores y felinos; comprendi ahora que haba alimentado una especie
de infundada esperanza de que el aumento de peso hara ms manejable al
esquife. Durante los primeros momentos tuvo una loca (e infundada) creencia de
que as era; haba logrado dirigir la proa contra la corriente y la mantena en un
tremendo esfuerzo continuado aun despus de descubrir que viajaban con
bastante rectitud pero con la popa delante y continuado de algn modo aun
despus que la proa empez a cansarse y a girar: el viejo irresistible movimiento
que l tan bien conoca, demasiado bien para luchar en contra, de modo que dej
hamacarse la proa corriente abajo con la esperanza de utilizar la propia inercia del
esquife para que diera la vuelta entera y traerlo de nuevo aguas arriba. El esquife
navegaba de costado, luego de popa, luego de costado otra vez, cruzando el canal
diagonalmente hacia el otro muro de rboles sumergidos; empez a huir debajo de
l con rapidez aterradora; estaban en un remolino pero l no lo saba; no tena
tiempo de llegar a ninguna conclusin ni aun de asombrarse; se agach, los
dientes desnudos con el rostro hinchado y sucio de sangre, los pulmones
reventados, el remo golpeando el agua mientras los rboles se encorvaban
enormemente sobre l. El esquife golpe, gir, golpe otra vez; la mujer medio
acostada en la popa, agarrada a la borda, como si tratara de ocultarse de su
propia preez; l golpe ahora no el agua sino a la viviente lea con savia: su
deseo no era ir a ninguna parte, ni llegar a ninguna meta, sino impedir que el
esquife se hiciera pedazos contra los troncos de los rboles. Entonces algo revent,
esta vez contra su nuca, y los enormes rboles y el agua vertiginosa, la cara de la
mujer y todo, huyeron y desaparecieron en un luminoso y mudo relmpago. Una
hora despus el esquife se enderez lentamente por un viejo camino de leos y
sali as del fondo, del bosque, y dentro (o sobre) un algodonal una gris e
ilimitada desolacin ya libre de violencia, slo rota por una delgada lnea de postes
telefnicos como un ciempis que la vadeara. La mujer remaba quieta y
deliberadamente, con extrao cuidado letrgico, mientras el presidiario, agachado
con la cabeza entre las rodillas, trataba de restaar con sorbos de agua la nueva y
al parecer inagotable hemorragia de su nariz. La mujer ces de remar, el esquife
segua aquietndose mientras ella mir a su alrededor.
Estamos fuera dijo.
El penado levant la cabeza y mir tambin.
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Fuera de dnde?
Cre que tal vez usted lo supiera.
Ni siquiera s dnde estbamos. Aunque supiera dnde est el norte, no
sabra si es ah adonde quiero ir.
Se ba otra vez la cara y baj la mano y mir su jaspeado sanguinolento, no
con melancola, no con inquietud, sino con una especie de sardnica y maligna
satisfaccin. La mujer le miraba la nuca.
Tenemos que llegar a alguna parte.
Acaso lo s? Un tipo en una hilandera. Otro en un rbol. Y ahora esa cosa
en su vientre.
Se ha adelantado. Quiz porque ayer tuve que trepar a ese rbol tan rpido
y estarme ah toda la noche. Hago lo que puedo. Pero ser mejor que lleguemos
pronto a algn lado.
S dijo el penado. Yo tambin quera ir a algn lado pero no he tenido
suerte. Elija usted un lugar y probaremos. Deme ese remo.
La mujer se lo alcanz. El esquife era de dos puntas; no tuvo ms que hacerlo
girar.
Qu camino piensa tomar? dijo la mujer.
No se preocupe. Siga aguantando.
Empez a remar, a travs del algodonal. Empez a llover, pero no fuerte al
principio.
S dijo l. Pregntele al bote. Estoy en l desde la hora del almuerzo y
no he sabido adonde pienso ir ni adonde estoy yendo.
Esto era como a la una. Hacia el fin de la tarde, el esquife (estaban de nuevo
en una especie de canal, haca rato; haban entrado antes de saberlo y demasiado
tarde para salir de l, si es que haba alguna razn para salir; para el penado, al
menos, no haba ninguna, y el hecho de que en velocidad hubiera aumentado otra
vez era razn suficiente para quedarse) desemboc en una ancha extensin de
agua llena de basura que el penado reconoci como un ro, y por su tamao, el
Yazoo, aunque bastante poco haba visto de este pas, del que no haba faltado un
solo da en los ltimos siete aos de su vida. Lo que ignoraba era que ahora estaba
retrocediendo. As, en cuanto el esquife indic el rumbo de la corriente, empez a
remar en esa direccin que l crea aguas abajo, donde saba que haba ciudades
Yazoo, y en ltimo caso Vicksburg, si su suerte era tan mala, o si no, ciudades
ms chicas cuyos nombres no conoca pero donde haba gente, casas, algo,
cualquier cosa donde llegar y dejar su carga y volver la espalda para siempre a
toda preez y vida femenina, para siempre y volver a aquella existencia monstica
de fusiles y grillos que lo defendieran de eso. Ahora con la inminencia de
poblaciones, de librarse de ella, ni siquiera la odiaba. Cuando mir el hinchado e
inmanejable cuerpo que tena delante, le pareci que no era la mujer sino ms
bien una separada, implorante, amenazadora, inerte aunque viviente masa de la
cual eran igualmente vctimas l y ella; pensando, como haba pensado en las
ltimas tres o cuatro horas, en esa aberracin visual o manual de un minuto...
no, de un segundo que bastara para precipitarla en el agua y hundirla hasta
matarla con esa inservible piedra de molino que a su vez ni tendra que sufrir. Ya
no senta ningn ardor de venganza hacia ella, que era la guardiana de esa cosa:
ms bien le daba lstima como dara lstima la lea viva en un granero que es
preciso quemar para librarlo de parsitos.
Remaba, siguiendo la corriente, segura y fuertemente, con una calculada
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economa de esfuerzo, hacia lo que l crea era aguas abajo, ciudades, personas,
algo donde pararse, mientras de tiempo en tiempo la mujer se enderezaba para
arrojar la lluvia acumulada en el esquife. Ahora llova seguido aunque no fuerte,
todava sin pasin el cielo, el da disolvindose sin pena, el esquife se mova en un
nimbo, un aura de gasa gris que se confunda casi sin lmite con la revuelta agua
espumosa, atascada de basura.
Ya el da, la luz, definitivamente se acababan y el penado se permiti uno o
dos movimientos extra de esfuerzo porque de pronto le pareci que la marcha del
esquife disminua. As era realmente, aunque el penado no lo saba. Lo consider
meramente fenmeno de la creciente oscuridad, o a lo ms un resultado del
continuo esfuerzo de todo el da sin comida, complicado por el flujo y reflujo de
ansiedad e impotente rabia por su gratuita psima situacin. Entonces detuvo su
golpe de remo, no alarmado, al contrario, desde que l haba recibido ese aliento
con la mera presencia de una corriente conocida, un ro conocido por su
indestructible nombre a generaciones humanas que haban sido atradas a vivir a
su lado como lo han sido siempre los hombres a vivir junto al agua, aun antes que
tuvieran un nombre para el agua y el fuego, atrados a las corrientes de agua, el
curso de su destino y hasta su apariencia fsica rgidamente determinados y
postulados por ella. As que no estaba alarmado. Remaba, aguas arriba sin
saberlo, ignorando que toda el agua que por cuarenta horas se haba desbordado
por la rotura del dique al norte estaba en alguna parte delante de l, en su vuelta
al ro.
Ya haba oscurecido. Esto es, era plena noche, el vago cielo gris haba
desaparecido pero la visibilidad de la superficie se haba agudizado en razn
inversa, como si la luz que la lluvia de la tarde haba lavado del aire se hubiera
acumulado sobre el agua como la misma lluvia lo haba hecho, de modo que el
torrente amarillo se extenda ahora ante l con una calidad casi fosforescente,
hasta el preciso punto donde alcanzaba la visin. De hecho, la oscuridad tena sus
ventajas: ahora poda dejar de ver la lluvia. l y sus ropas estaban mojadas desde
haca ms de veinticuatro horas y haca rato que no lo senta; ahora que tampoco
la vea, la mojadura haba cesado para l. Adems, no tena ahora que esforzarse
para no ver el bulto del vientre de su pasajera. Remaba, pues, fuerte y firmemente,
no alarmado ni preocupado sino rabioso porque no haba empezado a ver ningn
reflejo en las nubes que le indicara la ciudad o ciudades a las que crea acercarse,
pero que estaban ahora a muchas millas detrs, cuando oy un ruido. No saba lo
que era porque nunca lo haba odo antes y no esperaba or otro semejante, pues
no es dado a todos los hombres orlo y a nadie orlo ms de una vez en la vida. Y
tampoco estaba alarmado porque no haba tiempo, pues aunque la visibilidad
delante de l, con toda su luz, no se extenda muy lejos, al inmediato instante de
or vio tambin algo que nunca haba visto antes. Era que la ntida lnea donde el
agua fosforescente se juntaba a la oscuridad estaba ahora diez pies ms alta de lo
que estaba un momento antes y se rizaba hacia delante sobre s misma como una
capa de masa enrollada para una torta. Se empinaba, dilatndose; en cresta se
rizaba como la crin de un caballo al galope y, fosforescente tambin, herva y
fluctuaba como el fuego. Y mientras la mujer se amontonaba en la proa,
consciente o inconsciente, el penado no lo saba; l, con la cara hinchada y
estriada de sangre, abriendo la boca con expresin de aterrado e incrdulo
asombro, sigui remando directamente hacia eso. De nuevo no haba tenido
tiempo de ordenar que cesaran a sus msculos hipnotizados por el ritmo. Sigui
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esos momentos hubiera rehusado creerlo, aunque lo hubiera sabido. Ayer haba
sabido que estaba en un canal por la regularidad del espacio entre los rboles que
lo bordeaban. Ahora, desde que aun a la luz del da no poda ver lmites, el ltimo
lugar bajo el sol (o ms bien bajo el cielo chorreante) donde hubiera sospechado
estar era en un ro, si alguna conjetura hubiera hecho acerca de su ubicacin
actual sobre la geografa debajo de l, hubiera supuesto, meramente, que viajaba a
una vertiginosa e inexplicable rapidez sobre el algodonal ms grande del mundo; si
l, que ayer haba sabido que estaba en un ro, hubiera aceptado el hecho de
buena fe y sinceramente, y luego hubiera visto ese ro dar vuelta sin aviso y caer
sobre l con furioso y mortfero intento como un frentico padrillo en un prado
si hubiera sospechado por un segundo que la extensin ilimitada y salvaje en que
estaba ahora era un ro, su conciencia lo hubiera negado sencillamente; se
hubiera desmayado. Cuando la luz del da un alba gris, harapienta, llena de
impulsivas borrascas entre aguaceros helados vino y pudo ver otra vez, supo que
no estaba en un algodonal. Supo que el agua salvaje en que el esquife se sacuda y
corra no flotaba sobre un suelo dcilmente pisado por el hombre, detrs del tenso
y enarcado trasero de una mula. Entonces se le ocurri que su condicin presente
no era un fenmeno de una dcada sino que los aos intermedios en los cuales
haba consentido en sostener sobre su flccido y sooliento seno el frgil
mecanismo de los torpes artificios del hombre era lo raro y esto lo anormal y que el
ro haca ahora su gusto y haba esperado pacientemente diez aos para hacerlo,
como una mula que trabaja para uno diez aos por el privilegio de patearlo una
vez. Y tambin aprendi algo sobre el miedo, algo que no lleg a descubrir en
aquella otra ocasin en que estuvo asustado de veras esos tres o* cuatro
segundos de aquella noche en su juventud cuando dos veces vio chispear los
disparos del cao de la pistola del aterrado empleado de correos antes que lo
persuadieran que su pistola (la del penado) no daba fuego, aprendi que si uno
puede aguantar, llega un momento en el miedo en el que ya no es agona sino una
especie de horrible picazn rabiosa.
Ahora no tena que remar, slo timoneaba (l que no haba comido desde
haca veinticuatro horas y no haba dormido en cincuenta) mientras el esquife
corra a travs de esa hirviente desolacin donde haca tiempo haba empezado a
no atreverse a pensar que estaba, donde no poda dudar que estaba, tratando con
su fragmento de madera astillada de mantener intacto el esquife a flote entre las
casas, los rboles y los animales muertos (pueblos, almacenes, residencias,
parques y corrales, que saltaban y jugueteaban alrededor como pescados) sin
tratar de llegar a ninguna parte, slo tratando de mantener el esquife a flote
mientras pudiera. Necesitaba tan poco! No necesitaba nada para l. Slo quera
verse libre de la mujer, la panza, y trataba de hacerlo de la mejor manera, no por
l sino por ella.
Podas ponerla sobre otro rbol en cualquier momento. O podas haber
saltado del bote y dejarla ahogarse dijo el penado gordo.
Entonces te hubieran condenado a diez aos por fuga y luego te hubieran
ahorcado por asesinato y hubieran hecho pagar el bote a tu familia.
S dijo el penado alto. Pero no lo haba hecho. Quera hacer bien las
cosas, encontrar alguien, cualquiera a quien pudiera entregarla, algo slido donde
depositarla y luego volver a saltar al ro, si eso pudiera agradar a alguien. Era todo
lo que necesitaba, slo llegar a algo, a cualquier cosa. No era mucho pedir. Y no lo
pudo hacer.
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sencillez de su deseo y necesidad hasta que el hombre del fusil (el nico de los tres
que llevaba zapatos) empez a patearle las manos, que l retiraba alternativamente
para evitar los pesados golpes, volviendo a agarrar la barra hasta que el hombre
del fusil le pate la cara, y l se hizo a un lado para evitar el zapato y as solt la
barra y su peso hizo derivar el esquife hacia la corriente en aumento, de modo que
fue dejando el vapor detrs, y empez a remar otra vez, violentamente, como un
hombre que se apresura hacia el precipicio al que se sabe predestinado, mirando
detrs el otro barco, la tres caras malvolas, despectivas y ceudas y achicndose
rpidamente a travs del agua ensanchada y al fin, apopltico, sofocado por el
hecho intolerable no de que lo hubieran rechazado sino de que le hubieran negado
tan poca cosa, a l que haba necesitado tan poco, pedido tan poco, y que le
hubieran pedido en cambio un precio fuera de todo alcance que (ellos deban
saberlo) si hubiera podido pagarlo, no estara donde estaba, pidiendo lo que peda,
levantando el remo y agitndolo y echndoles maldiciones aun despus que
dispararon la escopeta y que la carga pas a flor de agua a un lado del bote.
Ah se qued dijo, agitando el remo y gruendo, cuando de pronto
record esa otra ola, el segundo muro de agua lleno de casas y mulas muertas
levantndose detrs de l en el pantano. As que dej de gritar y volvi a remar. No
trataba de ganarle. Ya saba por experiencia que cuando lo alcanzara, tendra que
seguir en la misma direccin, lo quisiera o no, y cuando ya lo hubiera alcanzado,
se empezara a mover demasiado rpido para detenerse fuera cual fuese el sitio en
que pudiera dejar la mujer, desembarcarla a tiempo. Tiempo: esa era ahora su
idea fija; su nica oportunidad era mantenerse adelante todo lo posible y alcanzar
algo antes que lo alcanzaran a l. Sigui arreando el esquife con msculos tan
cansados que ya no los senta, como un hombre que ha tenido mala suerte por
tanto tiempo que ya no cree que es mala, y menos que es suerte. Hasta cuando
coma los pedazos quemados del tamao de una pelota, y del peso y la
consistencia de hulla grasa, aun despus de yacer en el fondo del esquife donde la
mujer del vapor los haba arrojado los objetos como hierro y pesados como
plomo que ningn hombre hubiera reconocido como pan fuera de la sartn
quemada y costrosa en que haban sido cocinados lo haca con una mano,
restndole slo eso al remo.
Trat de decir eso tambin aquel da cuando el esquife corra entre los
rboles barbados, cuando de tanto en tanto pequeos tranquilos tentculos
preliminares salan de la ola y jugaban con el esquife, ligeros y curiosos, luego
seguan con un leve suspirar sibilante, casi una risa ahogada, y el esquife segua
sin otra cosa que ver que los rboles, agua y soledad: hasta que despus de un
rato ya no le pareca que trataba de ganar terreno detrs o acortar distancia y
espacio delante, sino que ambos (l y la ola) estaban ahora suspendidos,
simultneamente e inmviles en el tiempo, sobre una desolacin de sueo en la
que remaba no con ninguna esperanza de alcanzar algo sino slo para guardar
intacta la pequea distancia del largo del esquife entre l y la inerte masa
inescapable de carne femenina delante; luego la noche y el esquife apresurndose,
rpidos, ya que cualquier carrera sobre lo invisible e incgnito es siempre
demasiado rpida. Nada haba ante l; detrs, s, la terrible idea de un volumen de
agua en movimiento, precipitndose, con la cresta espumante y hecha tiras como
garras y despus el alba de nuevo (otro de esos cambios como de sueo, de la luz
a la oscuridad, y luego vuelta a la luz, con esa calidad trunca, anacrnica e irreal
del menguar y crecer de las luces en la escena de un teatro) y el esquife
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PALMERAS SALVAJES
plidos que parecan no haber dormido haca tiempo, en una cara tiznada que no
haba sido afeitada y seguramente no haba sido lavada haca rato un polaco,
con un orgulloso aire feroz y salvaje y un poco histrico, que no hablaba ingls,
murmurando una jerigonza, gesticulando violentamente hacia el muro opuesto del
can donde pendan una media docena de casas, casi todas de chapas de cinc
con ventanas llenas de nieve. El can no era ancho, era un zanjn, una zanja,
que se cerna, que se precipitaba. La nieve prstina, sucia y manchada achicaba la
entrada de la mina, el montn de basura, las pocas casas; ms all de los bordes
del can los inalcanzables picos se alzaban, envueltos en las nubes de algn
viento increble, en el cielo sucio.
Ser bellsimo en la primavera dijo Carlota.
Y la falta que le hace dijo Wilbourne. Ser. Ya lo es. Pero vmonos. Un
minuto ms y me hielo.
De nuevo Wilbourne se dirigi al polaco.
Administrador dijo, cul casa?
S, patrn dijo el polaco.
Seal con la mano el muro frente al can; se mova con rapidez increble
para su tamao y habindose Carlota echado atrs por un momento, antes de
sostenerse, l le seal los delgados zapatos hundidos en la nieve hasta los
tobillos, luego tom las dos solapas de su abrigo en sus manos tiznadas y se las
levant hasta el cuello y la cara con casi la suavidad de una mujer, con sus
plidos ojos inclinndose sobre ella con una expresin a la vez feroz, salvaje y
tierna; la empuj hacia adelante, palmendola, y hasta le dio una buena en el
trasero.
Corra dijo, corra.
Vieron entonces la senda que cruzaba el estrecho valle y entraron. No era
precisamente una senda exenta de nieve o de nieve aplastada por las pisadas; era
sencillamente un nivel ms bajo de nieve, del ancho de un solo hombre, entre dos
orillas de nieve que en cierto modo protegan del viento.
Quiz vive en la mina y slo viene para fin de semana dijo Carlota.
Pero tiene mujer, me han dicho. Cmo hace?
Quizs el tren de la mina viene tambin una vez por semana.
No habrs visto al maquinista.
Tampoco habrs visto a la mujer dijo ella. Hizo un murmullo de
disgusto. Eso no es siquiera gracioso. Perdn, Wilbourne.
Como quieras.
Perdn, montaas. Perdn, nieve. Creo que voy a helarme.
Por lo menos no estaba esta maana dijo Wilbourne.
Tampoco estaba el administrador. Eligieron una casa, no al azar, ni porque
era la ms grande, no lo era, ni siquiera porque tena un termmetro (marcaba
catorce grados bajo cero) al lado de la puerta, sino sencillamente porque era la
primera casa que encontraron y porque haban intimado con el fro, profunda e
inextricablemente por primera vez en la vida, un fro que dejaba una marca
indeleble e inolvidable en algn rincn del espritu y de la memoria como la
primera experiencia sexual o la experiencia de matar a un hombre. Wilbourne
llam a esa puerta con una mano que ni senta la madera, y no esper una
respuesta. La abri y empuj a Carlota dentro de un cuarto nico donde un
hombre y una mujer, sentados con idnticas camisas de lana y pantalones de cut,
calzando zuecos de madera frente a un mazo de cartas grasientas, tendidas para
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del can, hacia el muro opuesto con su dbil cicatriz inerte de entrada a la mina
y su montn de basuras.
Qu hay de malo aqu?
Ya se lo dir despus. Es usted mdico?
Wilbourne lo mir.
Acabo de decrselo. Qu quiere decir?
Entonces tendr algn documento que lo acredite. Diploma, o como lo
llaman...?
Wilbourne lo mir.
Qu es lo que pretende? Soy responsable ante usted de mis capacidades
o ante el hombre que me paga el sueldo?
Sueldo?
Buckner se ri de un modo desagradable. Luego se detuvo.
Veo que estoy equivocado. No he querido ofenderlo. Cuando un hombre
viene a mi pas y se le ofrece un trabajo y dice que sabe andar a caballo,
necesitamos la prueba de que sabe y el hombre no se enfurece cuando se lo
pedimos. Hasta le damos un caballo para probarlo, aunque no el mejor que
tenemos; salvo que tuviramos slo uno, y fuera un buen caballo, no se lo
daramos. Y si no tenemos caballo que darle, nos conformamos con preguntar. Es
lo que ahora estoy haciendo.
Mir a Wilbourne, grave y atento, con ojos avellana en un rostro esculido
como msculo de carne cruda.
Oh! dijo Wilbourne. Ya veo. Tengo un diploma de una buena facultad
mdica. Casi he concluido mis cursos prcticos en un hospital conocido. Despus
me habra recibido, esto es, habran admitido pblicamente que s lo que
cualquier mdico sabe y tal vez ms que algunos. Al menos as lo espero. Eso le
basta?
S dijo Buckner. Est bien. Se dio vuelta y sigui. Usted quera
saber lo que aqu anda mal. Vamos a dejar las cosas en la cabaa e iremos a
recorrer la mina y le mostrar.
Dejaron las mantas y ropa de abrigo en la cabaa y atravesaron el can, la
senda que no era senda, como la Proveedura no era proveedura, sino una
especie de indicador como una palabra cifrada junto al camino.
En ese tren de carga vinimos dijo Wilbourne. Qu lleva cuando baja al
valle?
Estaba cargado dijo Buckner. Tiene que venir cargado. Salir cargado de
aqu de todos modos. Tengo que ver eso. No quiero que me corten el pescuezo sin
saberlo.
Cargado de qu?
Ah! dijo Buckner.
La mina no era un pozo, era un tnel que se meta directamente en las
entraas de la roca un tubo redondo como la boca de un obs, bordeado de
troncos y lleno del muriente resplandor de la nieve a medida que avanzaban, y con
el mismo fro de gelatina que haba en la proveedura y surcado por dos reles de
trocha angosta donde al entrar ellos (velozmente se hicieron a un lado para que no
los atropellara) lleg una zorra empujada por un hombre a la carrera que
Wilbourne reconoci como polaco, aunque era ms bajo, ms espeso, ms retaco
(ya se dara cuenta que ninguno de ellos eran los gigantes que parecan, que la
ilusin del tamao era un aura, una emanacin de esa salvaje inocencia infantil y
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credulidad que posean en comn), con los mismos ojos plidos, la misma cara
tiznada, sin afeitar, sobre el mismo abrigo inmundo de piel de oveja.
Crea... Wilbourne empez. Pero no lo dijo.
Siguieron; palideci el ltimo fulgor de la nieve y entraron en un lugar que
pareca una escena del Dante concebida por Einsenstein. La galera se convirti en
un pequeo anfiteatro, ramificada en galeras menores como dedos abiertos de
una mano, alumbrado por una increble extravagancia de luz elctrica como para
una fiesta, una extravagancia de focos sucios que tenan, aunque en sentido
inverso, el mismo aire de simulacro y moribundez que el grande y casi pelado
edificio rotulado Proveedura, con sus tremendas letras nuevas a cuya luz, ms
hombres tiznados y agigantados con abrigos de cuero de oveja y ojos que
ltimamente no haban dormido mucho, trabajaban con picos y azadas con el
mismo ardor del hombre que corra tras la zorra con gritos e interjecciones en una
lengua que Wilbourne no entenda, casi exactamente como un equipo colegial de
baseball animndose unos a otros, mientras que las galeras ms pequeas,
donde an no haban penetrado y donde las lmparas elctricas brillaban entre el
polvo y el aire helado, venan ecos o gritos de otros hombres, insensatos y
turbadores, llenando el aire pesado como ciegos pjaros errantes.
Me dijo que ustedes tenan chinos y tambin italianos dijo Wilbourne.
S dijo Buckner, se fueron. Los chinos se fueron en octubre. Me
despert una maana y se haban ido. Todos. Bajaron, supongo, con los faldones
de la camisa colgando y zapatillas de paja. Pero no haba mucha nieve en octubre.
No por todo el camino... Los gringos lo olfatearon.
Lo olfatearon?
Desde setiembre no haba rdenes de pago aqu...
Ah! dijo Wilbourne. Ya entiendo. S. Lo olfatearon. Como los negros.
No s. Nunca ha habido catinga por aqu. Los gringos hicieron ms barullo.
Se declararon en huelga, formalmente. Tiraron sus picos y azadas y se fueron.
Haba una... cmo se dice?, una delegacin?... que se me present. Mucho
palabreo muy fuerte y un montn de manos, las mujeres fuera, en la nieve,
levantando sus nenes para que yo los viera. Entonces abr la proveedura y les di a
cada uno una camisa de lana: a hombres, mujeres y chicos (si los hubiera visto,
los chicos con camisa de hombre, los que ya podan andar, quiero decir, las
usaban por encima como sobretodos) y un tarro de habas por cabeza y los flet en
el tren de carga. Quedaban todava muchas manos, puos ahora, y los pude or
por un buen rato despus que el tren se perdi de vista. Hogben (l maneja el tren
de carga; le paga el ferrocarril) slo usa la mquina para frenar; as que no hace
mucho barullo. Menos, en todo caso, que el que hacan ellos. Pero los polacos se
quedaron. Por qu? No s.
Se dieron cuenta de que todo se vena abajo?
No entienden bien. Pueden or perfectamente; los gringos les podan hablar;
uno de los gringos era el intrprete. Pero son gente rara; no entienden la picarda.
Estoy seguro que cuando los gringos trataron de explicarles, no pudieron entender
que un hombre haga trabajar a las personas sin intencin de pagarles. Ahora
creen que hacen trabajo suplementario. Hacen todo el trabajo. No son mecnicos
ni mineros, son dinamiteros. Hay algo en el polaco que gusta de la dinamita. Tal
vez sea el ruido. Pero ahora lo hacen todo. Quieren tambin colocar a sus mujeres.
Comprend eso despus de un tiempo y lo imped. Por eso no duermen mucho.
Piensan que maana cuando llegue el dinero, ser para ellos. Creen,
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hasta la primavera. Y tienen algo que hacer, para llenar los das y noches, para
meterse a la cama y calcular los trabajos suplementarios. Un hombre va muy lejos
con el dinero que piensa que va a ganar. Y todava l puede mandar dinero.
Y usted lo cree?
No dijo Buckner. Y usted tampoco lo crea.
Yo nunca lo he credo dijo Wilbourne. Ni siquiera aquel da en la
oficina. Quiz menos entonces que nunca.
Se mantenan a alguna distancia de las dos mujeres.
Mire, cuando se vaya y tenga una oportunidad, hgala ver con un mdico.
Uno bueno. Dgale la verdad.
Para qu? dijo Buckner.
Lo preferira as. Estara ms tranquilo.
No dijo el otro. Est bien. Porque usted es bien. Si yo no lo supiera,
cree que habra dejado que lo hiciera?
Ya era tiempo, la locomotora dio un agudo silbido de locomotora de manisero;
los Buckner entraron en el vagn abierto, que comenz a moverse. Carlota y
Wilbourne lo miraron slo un momento. Carlota se volvi ya corriendo. Casi se
haba puesto el sol, los picos suaves e inefables, el cielo mbar y azul; por un
instante Wilbourne oy las voces en la mina, salvajes, dbiles e incomprensibles.
Dios mo! dijo Carlota, no comamos esta noche. De prisa. Corre ella
corri, luego se detuvo y se volvi, la ancha, roma cara rosada por el rojo reflejo,
los ojos ahora verdes sobre el cuello informe de cuero de oveja del informe abrigo.
No dijo. Corre t adelante, as podemos desnudarnos los dos en la
nieve. Pero corre.
Pero l no se adelant, no corri siquiera, camin para poder verla achicarse
por el sendero, que no era sendero, repechando luego la otra ladera en direccin a
la cabaa. Salvo por el hecho de que llevaba los pantalones con el mismo descuido
con que usaba los vestidos, poda no haberlos usado nunca. Wilbourne entr en el
cuarto para encontrarla desnudndose hasta de sus lanas interiores.
Apresrate le dijo. Apresrate. Seis semanas. Casi he olvidado cmo.
No dijo, nunca lo olvidar. Uno nunca se olvida de eso, gracias a Dios.
No se levantaron para preparar la cena. Despus de un rato se durmieron;
Wilbourne se despert en la frgida noche y se encontr con la estufa apagada y el
cuarto helado. Pens en la ropa que Carlota haba tirado al suelo; iba a
necesitarla, deba ponrsela. Pero estara helada como un hierro y pens en
recogerla y llevarla a la cama a deshelarla, calentndola bajo su cuerpo hasta que
ella se la pudiera poner, y al fin encontr fuerzas para moverse; pero en el acto
Carlota se agarr a l.
Adnde vas?
Se lo dijo. Se agarr a l con ms fuerza.
Cuando me enfre, siempre puedes cubrirme t.
Todos los das visitaba la mina, donde el frentico y constante trabajo
prosegua. La primera vez los hombres lo miraron no con curiosidad o sorpresa
sino sencillamente con interrogacin, evidentemente buscando a Buckner. Pero
nada ms sucedi y comprendi que tal vez ni siquiera saban que era slo el
mdico oficial de la mina, que slo reconocan a otro americano (casi pensaba un
blanco), otro representante de aquel remoto, indescifrable y ureo Poder en que
tenan una confianza y una fe ciegas. Con Carlota discuti como decirlo, tratando
de hacerlo. Pero para qu? dijo. Buckner tena razn. Hay bastante comida
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Una en diez mil. Todo lo que tienes que hacer es tener mucho cuidado,
verdad? Hervir los instrumentos, y todo eso. No importa a quin se lo hagas?
Tienen que estar...
Se detuvo. La mir, pens rpidamente. Algo me est por suceder. Espera,
espera.
Hacerlo a quin?
Ella mir la carta.
Era una tontera, no es as? Quizs he estado confundiendo con incesto.
Ahora le suceda. Se puso a temblar, temblaba an antes de agarrarla por el
hombro y obligarla a mirarlo.
Hacerlo a quin?
Ella lo mir, siempre con la hoja rayada de pesada escritura, la serena mirada
con ese tono verdoso que le daba la nieve. Habl en cortas frases brutales como de
cartilla.
Esa noche. Esa primera noche solos. Cuando ni pudimos esperar a
preparar la cena.
Y todas las veces desde entonces no has...
He debido saberlo. Siempre he sido muy cmoda, demasiado cmoda.
Recuerdo que alguien me dijo una vez, era joven entonces, que cuando la gente se
quiere, cuando realmente se quiere, no tiene hijos. Quiz lo crea. Necesitaba
creerlo. O quiz lo esperaba. De cualquier modo est hecho.
Cundo? dijo sacudindola, temblando. Desde cundo te falta?
Ests segura?
Segura que no me viene? S, por cierto, diecisis das.
Pero no ests segura le dijo precipitadamente, sabiendo que se hablaba a
s mismo; todava no es seguro. A veces no le viene a cualquier mujer. No se
puede estar segura hasta dos...
Crees eso? le dijo tranquilamente. Eso es cuando se desea un hijo. Y
yo no lo deseo ni t tampoco, porque no podemos. Yo puedo morirme de hambre y
t puedes morirte de hambre, pero no l. Debemos, Harry...
No! grit no!
Dijiste que era sencillo. Tenemos la prueba, no es nada, es como extirpar
una ua encarnada. Soy fuerte y sana como ella, no lo crees?
Ah! grit, lo ensayaste con ella. Por eso queras saber si se morira o no.
Por eso me sugestionaste cuando yo haba dicho que no...
Sucedi la noche despus que se fueron, Harry. Pero s, quise saber
primero lo que le suceda. Ella hubiera hecho lo mismo si a m me hubiera
ocurrido primero. Yo hubiera querido que lo hiciera. Yo hubiera querido que ella
viviera aunque yo me salvara o no, igual que ella querra que yo viviera aunque
ella se salvara o no. Lo mismo que yo quiero vivir!
S dijo l, yo s. No quiero decir eso. Pero t... t...
Est bien, es muy simple. Lo sabes ahora por experiencia propia.
No, no!
Bueno dijo tranquilamente. Quizs encontremos un mdico que lo haga
cuando nos vayamos la semana entrante.
No dijo, gritando, aferrado a su hombro, sacudindola. Me oyes?
Quieres decir que ningn otro lo har, y t no quieres?
S! Eso es lo que quiero decir! Justo lo que digo.
Tanto miedo te da?
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Si dijo. S!
Pas una semana. Le dio por andar capoteando a veces con la nieve hasta la
cintura para no verla, porque no puedo respirar ah adentro, se repeta; una vez
subi hasta la mina; la galera abandonada, oscura, ahora sin los extravagantes e
intiles focos, aunque le pareca estar oyendo las voces, los pjaros ciegos, los
ecos de aquel incomprensible y desaforado lenguaje humano que perduraban
pendientes como los murcilagos y quiz cabeza abajo entre los muertos
corredores hasta que su presencia los ahuyent. Pero tarde o temprano el fro
algo lo rechazaba a la cabaa y no disputaban slo porque ella no quera
embarcarse en ninguna disputa y l volva a pensar. Ella no es slo un hombre
mejor y mejor caballero que yo, es (en todo y para siempre) mejor que yo. Coman
juntos, cumplan juntos la rutina del da, dorman juntos para no helarse; a veces
la posea (y ella lo aceptaba) en una especie de frentica inmolacin, diciendo,
gritando:
Al menos ya no importa, al menos ya no tienes que levantarte en el fro.
Y vena el da de nuevo; llenaba el tanque cuando la estufa se apagaba, tiraba
en la nieve las latas que haban abierto para la ltima comida y ya no haba bajo
el sol nada ms que hacer, para l. As que caminaba (haba en la cabaa un par
de zapatos para la nieve, pero nunca se los prob) entre los torbellinos de nieve
que todava no haba aprendido a evitar a tiempo, rodando y hundindose,
pensando, hablndose en voz alta, pensando mil recursos: Ciertas pldoras,
pensaba... esto, un mdico avezado: las usan las rameras, se supone que actan,
deben actuar, debe haber algo; no puede ser tan caro. Y no creyndolo y sabiendo
que nunca podra hacrselo creer a s mismo, pensando: Y ste es el premio de
veintisis aos, de dos mil dlares que estir hasta ms de cuatro, pasando sin
fumar, conservando mi virginidad hasta que casi me ech a perder, el dlar y los
dos dlares por semana o por mes que mi hermana no poda mandarme; haberme
privado de toda esperanza de anestesia de pldoras ni panfletos. Y ahora todo lo
dems se acab.
Slo queda una cosa dijo en alta voz, en una especie de serenidad, como
la que sucede a un vmito deliberado; slo queda una cosa. Nos iremos adonde
haya calor, donde no sea muy cara la vida, donde pueda encontrar trabajo y donde
podamos sostener un nio, y si no hay trabajo, asilos, orfelinatos, umbrales. No,
no, ni orfelinatos, ni umbrales. Podemos hacerlo, debemos hacerlo. Encontrar
algo, cualquier cosa. S! pensaba, gritaba en la desolacin inmaculada, con
spera y terrible irona: me instalar como especialista en abortos.
Entonces volva a la cabaa y no se peleaban porque ella quera, y no por
indulgencia real o fingida, no porque ella estuviera sometida o asustada sino
simplemente, porque (y eso l lo saba tambin y se acusaba por eso tambin en la
nieve) ella saba que uno de los dos tena que conservar la cabeza y saba de
antemano que no sera l.
Entonces lleg el trencito. Wilbourne haba empaquetado en una caja las
provisiones restantes, por los cien dlares tericos de Buckner. La cargaron junto
con las dos valijas que trajeron de Nueva Orlens haca casi exactamente un ao,
y subieron en el vagoncito de juguete. Al llegar al empalme vendi los tarros de
habas y salmn y tocino, las bolsas de azcar y de caf y de harina, a un pequeo
almacn, por veintin dlares. Viajaron dos noches y un da en coches diurnos y
dejaron detrs la nieve y encontraron mnibus ms baratos. Dormida o despierta,
la cabeza de Carlota iba atrs contra el pao del respaldo, su rostro de perfil
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contra el huidizo oscuro campo sin nieve, y los pueblecitos perdidos, las luces
elctricas, los comedores con robustas muchachas del oeste vestidas como en las
revistas de Hollywood (de Hollywood que ya no est en Hollywood sino tatuado por
un enorme ardiente gas de colores sobre la faz de la tierra americana) para
parecerse a Joan Crawford.
Llegaron a San Antonio, Texas, con ciento cincuenta y dos dlares y unos
centavos. Haca calor, era casi como Nueva Orlens, los rboles de la pimienta
haban estado verdes casi todo el ao y las adelfas, los aromos y las retamas ya
estaban en flor y algunas palmeras se abran modestamente en el aire tibio como
en Luisiana. Tenan un solo cuarto con un decrpito calentador a gas; se entraba
por un corredor en una pobre casa de madera. Y ahora se peleaban.
No ves? deca ella, el mes deba venirme ahora, maana. Es el
momento indicado. Como se lo hiciste a ella... cmo se llamaba?, el nombre de
puta? Bill, Billie. No debas haberme enseado tantas de esas cosas. No hubiera
sabido elegir el momento para fastidiarte, entonces.
Las has aprendido sin ninguna ayuda de mi parte le dijo, tratando de
contenerse, maldicindose a s mismo: Canalla, ella es la que est embromada, no
t.
Ya est decidido. He dicho no. T eres quien... se detuvo, se refren.
Escucha. Hay unas pldoras. Las tomars cuando deba venirte. Tratar de
conseguirlas.
Tratars dnde?
Dnde las conseguir? Quines las necesitan? En un prostbulo. Dios
mo! Carlota! Carlota!
Ya s le dijo, no podemos evitarlo. Esto no es nosotros. Es eso: no
ves?, quiero volver a ser nosotros, pronto, pronto. Tenemos tan poco tiempo. En
veinte aos ya no podr y en cincuenta estaremos muertos los dos. As, aprate.
Apresrate.
Wilbourne jams haba estado en un prostbulo y jams haba buscado uno:
descubri lo que muchos han descubierto: la dificultad de dar con alguno; cmo
se vive enfrente diez aos antes de descubrir que las seoras que se acuestan
tarde no son telefonistas nocturnas. Al fin se le ocurri lo que el ltimo palurdo
sabe desde que respira: le pregunt a un chfer, que lo llev a una casa bastante
parecida a la que habitaba y apret un botn que no oy, pero una cortina de
estrecha ventana junto a la puerta cay un segundo antes que l pudiera jurar
que alguien lo haba mirado. Se abri la puerta, una sirvienta negra lo condujo por
un vago vestbulo a un cuarto donde haba una mesa enchapada con una
ponchera de imitacin cristal cortado y marcada con redondeles blancos de los
vasos mojados, una pianola con una ranura para monedas, y doce sillas alineadas
contra las cuatro paredes, en perfecto orden, como lpidas en un cementerio
militar, donde la sirvienta lo dej sentado mirando una litografa de un perro San
Bernardo salvando a un nio de la nieve, y otra del presidente Roosevelt, hasta
que entr una mujer con doble papada, de edad indefinida, arriba de los cuarenta,
con el pelo rubin y una bata de raso lila no del todo limpia.
Buenas tardes! dijo, forastero?
S le contest, le pregunt a un chfer. l...
No se disculpe le replic, los chferes son todos amigos mos.
Record el ltimo consejo del conductor: La primera persona blanca que vea,
invtela con cerveza, as lo atendern.
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Dos. Tuve miedo de perderlas, as que las lav en la palangana y las volv a
tragar. Dnde est la botella?
Tenan que salir afuera para beber y luego volvieron. A las doce casi haban
acabado la primera botella y las luces se haban apagado, salvo un foco encendido
en un globo giratorio de vidrio de colores, as que los bailarines se movan con
caras de muertos en un rodar de tomos de colores parecidos a una pesadilla
marina. Haba un hombre con un megfono; era un concurso de baile y ellos lo
saban; la msica retumbaba y cesaba, las luces brillaban y la pareja vencedora se
adelantaba.
Estoy indispuesta otra vez dijo Carlota.
Una vez ms la esper la cara color masilla, los ojos indomables.
Las volv a lavar dijo, pero no puedo beber ms. Vamos. Cierran a la
una.
Quizs eran granos de caf porque nada haba sucedido a los tres das; a los
cinco, tuvo que admitir que el momento haba pasado. Ahora disputaban; l se
maldeca por ello mientras se pasaba sentado en los bancos de las plazas leyendo
avisos de trabajo en las columnas de peridicos sucios, recogidos de cajones de
basura, mientras esperaba que su ojo negro, su ojo en compota, desapareciera,
para buscar trabajo, maldicindose porque ella haba aguantado tanto tiempo y
estara lista a seguir aguantando si l no la cansaba, sabiendo que la haba
cansado, jurando que cambiara. Pero al volver al cuarto (ella estaba ms delgada
y haba algo en sus ojos; lo que las pldoras y el whisky haban conseguido era
poner algo en sus ojos que no tenan antes) era como si no hubiera jurado nada.
Ella lo maldeca y le pegaba con los puos duros y luego se contena y se le
prenda, gritando:
Dios mo, Harry, hazme parar, hazme callar! Rmpeme el alma!
Despus se acostaban abrazados, completamente vestidos, en una especie de
paz momentnea.
Todo andar bien le deca l. Mucha gente tiene que hacerlo en estos
tiempos. Los asilos no son malos. Despus encontraremos alguien que se haga
cargo del nio hasta que yo pueda...
No. Eso no sirve, Harry. No sirve.
Ya s que parece duro al principio. Caridad. Pero la caridad no es...
Al diablo con la caridad! He preguntado nunca de dnde viene el dinero,
dnde o cmo vivamos b tenamos que vivir? No es eso. Duelen demasiado.
Ya lo s. Pero las mujeres han estado concibiendo hijos. T misma has
tenido dos.
Al diablo con el dolor tambin! Soy blanda para recibir y dura para parir,
pero, al diablo con eso! Estoy acostumbrada a eso, eso no me importa. Dije que
dolan demasiado.
Entonces l comprendi, supo lo que ella quera decir; pens tranquilamente,
como haba pensado antes, que ella conocindolo apenas haba abandonado
mucho ms de lo que l pudiera poseer para abandonar y recordar las viejas,
probadas, verdaderas, incontestables palabras: Carne de mi carne, sangre de mi
sangre, y hasta memoria de mi carne y de mi sangre y de mi memoria. No puedes
vencer eso. No puedes vencerlo con facilidad. Estaba por decir: Pero ste va a ser
nuestro, cuando se dio cuenta que as era, que era eso exactamente.
Pero an no poda decir s, no poda decir Bueno. Se lo poda decir l mismo
en los bancos de las plazas, poda estirar la mano sin temblar. Pero no poda
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brotando y corriendo:
Bastardo, maldito bastardo, maldito, maldito, maldito.
Hirvi el agua ella misma y busc los pobres instrumentos con que le haban
provisto en Chicago y que haba usado slo una vez, y acostndose en la cama lo
mir...
No es nada. Es muy sencillo. Ya lo sabes; ya lo has hecho.
S dijo l, sencillo. No hay ms que dejar entrar el aire. Todo lo que hay
que hacer es dejar entrar el aire...
Empez a temblar otra vez.
Carlota, Carlota.
Eso es todo. Un pinchazo. Luego entra el aire y maana habr pasado todo
y estar bien y volveremos a ser nosotros por siempre y siempre.
S, siempre y siempre. Pero tendr que esperar un minuto hasta que mi
mano... Mira. No quiere parar. No la puedo hacer parar.
Bueno. Esperaremos un minuto. Es sencillo. Es gracioso. Nuevo, quiero
decir. Ahora. Tu mano est quieta.
Carlota dijo l. Carlota...
Est bien. Ya sabemos cmo. Qu me contaste que decan las negras?
Lbrame, Harry.
Ahora, sentado en su banco del Parque Audubon, charro, verde y brillante
como el pleno verano de Luisiana, aunque junio no haba llegado an, y lleno de
gritos de nios y ruido de ruedas de cochecitos como antes en el departamento de
Chicago, miraba entre los prpados el coche (le haban dicho que esperara)
detenindose ante la limpia e insignificante pero del todo irreprochable puerta y a
ella bajndose del coche con su vestido oscuro con ms de un ao de uso, por ms
de tres mil millas, con la valija de la primavera pasada, subiendo la escalera.
Y ahora la campanilla, quiz la misma sirvienta negra: Usted, seorita!
luego nada, recordando quin pagaba el sueldo, aunque posiblemente no, puesto
que en general los negros dejan un empleo si hay una muerte o un divorcio. Y
ahora el cuarto, como lo vio la primera vez, el cuarto en que ella le dijo: Harry
lo llaman Harry?, qu vamos a hacer? (Bueno, lo hice, pens. Ella tiene que
admitirlo.) Poda verlos, a los dos: Rittenmeyer con su saco cruzado (sera ahora de
franela, pero franela oscura, imponiendo suavemente su corte impecable y su
costo); los cuatro, Carlota aqu y los otros ms lejos, las dos nias insignificantes,
las hijas, una con el pelo de la madre y nada ms, la otra, la menor, sin nada,
sentada quizs en las rodillas del padre, la otra, la mayor, recostada en l; los tres
rostros, uno impecable, los dos invencibles e irrevocables, el segundo fro, sin
parpadear, el tercero slo sereno; poda verlos, orlos:
Ve a hablar a tu madre, Carlota. Lleva a Ana contigo.
No quiero!
Ve, lleva a Ana de la mano.
Los oa, los vea: Rittenmeyer poniendo a la pequea en el suelo, la mayor
tomndole la mano y acercndose. Y ahora ella tomaba la mano, acercndose. Y
ahora ella tomaba a la pequea en su regazo, mirndola tranquila con su intenso
absoluto desinters de las criaturas, la mayor inclinndose hacia ella, obediente,
fra, soportando las caricias, apartndose antes que el beso se completara y
volviendo a su padre; un momento despus Carlota ve llamar a la menor, ve la
subrepticia violenta pantomima. As que Carlota vuelve a depositar la niita en el
suelo y sta vuelve a las rodillas de su padre, levantando la colita hasta las faldas
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EL VIEJO
una tarjeta de Navidad; y despus del conejo, ahogado, muerto, de todos modos,
ya desollado, con el pjaro, el buitre parado encima la cresta erguida, la dura
cruel nariz patricia, el intolerante omnvoro ojo amarillo y le dio un puntapi, y
lo arroj al aire, tambaleante, con la alas abiertas.
Cuando volvi con la lea y el conejo muerto, el nene envuelto en la casaca
yaca acuado entre dos troncos de ciprs y la mujer no se vea pero mientras el
penado se arrodill en el fango, soplando y avivando la dbil llama, vino ella lenta
y lnguidamente desde el lado del agua. Una vez calentada el agua ella sac de
alguna parte que l no conocera nunca y que ella tal vez ignoraba tambin hasta
que lleg el momento, de una parte que tal vez ninguna mujer conoce pero que no
asombra a ninguna mujer, ese cuadrado de algo, entre arpillera y seda. En
cuclillas, acurrucndose, sus ropas humeando al calor del fuego, la vio baar al
nio con salvaje curiosidad e inters que se convirtieron en incrdulo asombro,
hasta que se par y los mir desde arriba a los dos, a la mujer y a la diminuta
criatura color terracota que no se pareca a nada, y pens: Y esto es todo. Esto me
arranc violentamente de todo lo que yo conoca y que no quera dejar y me arroj a
un elemento que yo nac para temer y que me ha dejado en un lugar que nunca he
visto antes y donde ni siquiera s dnde estoy.
Luego volvi al agua y llen de nuevo el tarro. Iba aproximndose al ocaso (o
lo que hubiera sido el ocaso sin el nublado predominante) de este da cuyo
principio ni siquiera recordaba, cuando volvi donde el fuego arda en la oscuridad
entrelazada de los cipreses. Aun despus de tan corta ausencia, se haba hecho la
noche definitiva como si hasta la oscuridad se hubiera refugiado sobre esas pocas
varas cuadradas de terrapln, esa Arca terrestre salida del Gnesis, esa vaga
hmeda desolacin ahogada por los cipreses y rebosante de vida, cuyo rumbo y
cuya ubicacin ignoraba como ignoraba el da del mes, y que ahora con la puesta
del sol se tenda de nuevo sobre las aguas.
Guis el conejo en pedazos mientras el fuego arda ms y ms rojo en la
oscuridad donde los tmidos ojos salvajes de bestezuelas una vez la alta dulce
mirada atnita de uno de los ciervos brill y desapareci y volvi a brillar.
Despus de cuatro das sin comer, el caldo le pareci caliente y fuerte; le pareca
or el rugir de su propia saliva, viendo a la mujer chupar la primera racin. l
bebi despus; comieron los otros pedazos que haban estado tostndose en ramas
de sauce; era noche cerrada.
Es mejor que usted y l duerman en el bote dijo el penado. Maana
zarparemos al alba.
Empuj la proa del bote hacia el agua para nivelarlo, alarg el cable con un
sarmiento y volvi a la hoguera y se at la rama a la cintura y se acost. Se acost
sobre el barro, pero abajo era slido, era tierra, no se mova; si uno se caa encima
poda romperse los huesos contra su irrefutable pasividad, pero no lo reciba
incorpreamente, sofocndolo a uno sin fin; era difcil a veces pasarle un arado, lo
agotaba y lo renda a uno, lo haca maldecir su insaciable exigencia que dura lo
que dura la luz, pero no lo arrancaba a uno violentamente de todo lo conocido y lo
empujaba como un dspota das y das.
No s dnde estoy, no s el camino para volver, adonde quiero ir, pens. Pero al
menos el bote se ha detenido lo bastante para darme una oportunidad de hacerlo
volver.
Se despert al alba, una leve luz, el cielo color junquillo; sera un hermoso
da. El fuego se haba apagado; al otro lado de las cenizas fras yacan tres
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Y una noche el lento, fastidioso leo carbonizado era casi un remo, una
noche ya estaba en cama, su cama de la crcel y haca fro, trataba de arroparse
pero su mula no lo dejaba, hociqueando y golpendolo, tratando de meterse en la
estrecha cama con l, y la cama estaba fra y mojada y l trataba de levantarse
pero la mula no lo dejaba y lo agarraba por el cinturn con los dientes
empujndolo y arrinconndolo contra la cama fra y mojada, e inclinndose le
pasaba por la cara la fra musculosa lengua flexible, y se despert y se encontr
sin fuego, sin carbn, hasta debajo del casi concluido remo y una cosa alargada y
framente flexible pas rpidamente sobre su cuerpo que yaca en cuatro pulgadas
de agua mientras la proa del esquife alternativamente tironeaba el sarmiento
atado a su cintura y lo golpeaba y lo empujaba de nuevo dentro del agua. Despus
vino otra cosa y empez a golpearle el tobillo: era el leo, el remo. l empez
frenticamente a tantear el esquife, oyendo un ligero crujido ac y all dentro del
casco mientras la mujer empez a moverse y gritar:
Ratas! Est lleno de ratas!
Estese quieta! le grit. Son culebras! No puede quedarse quieta hasta
que encuentre el bote?
Lo encontr, se meti dentro con el remo sin concluir; otra vez: el grueso
cuerpo musculoso convulso bajo su pie; no golpe; no le hubiera importado,
mirando a popa donde poda ver algo la dbil luminosidad exterior del agua
abierta. Rumbe hacia el agua, apartando las ramas con serpientes, el fondo del
esquife sonando dbilmente con gruesos slidos ruidos, la mujer chillando
constantemente. El esquife se libr de los rboles, del terrapln, y ahora poda
sentir los cuerpos azotndoles los tobillos y or el roce cuando saltaban la borda.
Arrastr dentro el leo y rasp con l el fondo del bote hacia adelante, arriba y
afuera; contra el agua plida pudo ver tres serpientes ms que se retorcan a
golpes al desaparecer.
Cllese! grit. Quisiera ser una culebra para poder salir.
Cuando de nuevo la plida y frgida oblea del primer sol mir al esquife (el
penado ignoraba si se movan o no) en su nimbo de fino algodn, el penado estaba
oyendo aquel sonido que haba odo dos veces antes y que nunca olvidara, aquel
sonido de agua deliberada e irresistible y monstruosamente agitada. Pero ahora no
poda decir de dnde vena. Pareca estar en todas partes, aumentando y
disminuyendo; era como un fantasma detrs de la neblina, a muchas millas en un
instante, luego rebasando el esquife en el prximo segundo; de pronto, en el
momento en que crea (todo su cansado cuerpo iba a saltar y gritar) que iba a
estrellar el esquife contra l con el remo a medio hacer del color y la apariencia de
ladrillo oscuro como algo rodo, de una vieja chimenea, por castores y que pesara
veinticinco libras, arremolineaba el esquife furiosamente y encontraba el sonido
muerto delante de l. Algo rugi tremendamente sobre su cabeza, oy voces
humanas, tintine una campana y ces el ruido y la niebla desapareci como
cuando uno pasa la mano por un vidrio helado, y el esquife repos sobre un brillo
de agua oscura a una distancia de treinta yardas de un vapor. Los puentes
estaban llenos y repletos de hombres, mujeres y nios (sentados o parados en
montn entre una aglomeracin casera de muebles apresurados) que miraban
silenciosa y tristemente el esquife, mientras el penado y el hombre con un
megfono en la cabina del piloto se hablaban en minsculos gritos y alaridos
sobre el jadeo de las mquinas.
Qu demonios quiere hacer? Suicidarse?
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quemar y al que no tuve tiempo de sacarle el tizne. Pero estar asustado y afligido y
otra vez asustado y afligido das y das, con la misma ropa, cambia el aire de la
ropa. No me refiero slo a los pantalones no se ri.
Tu cara tambin. Ese doctor saba.
Bueno dijo el gordo, sigue.
Lo s dijo el doctor. Lo descubr mientras usted estuvo tendido en
cubierta antes de volver en s. Ahora no me mienta. No me gustan las mentiras.
Este barco va a Nueva Orlens. Por qu lo encerraron? Le peg ms fuerte de lo
que pensaba?
No. Trat de robar un tren.
Reptalo.
El penado lo repiti.
Bueno, siga. No puede decir eso en el ao mil novecientos veintisiete y
quedarse callado, hombre.
Entonces el penado le cont, desapasionadamente lo de las revistas, la
pistola que no hizo fuego, la mscara y la linterna sorda (conseguida con las
suscripciones) que no estaba arreglada para que la vela se mantuviera prendida,
as que se apag casi al mismo tiempo que el fsforo, pero aun as se calent tanto
el metal que no se poda agarrar. Pero no son mis ojos ni mi boca lo que est
observando, pens. Ms bien el modo en que crece el pelo en mi cabeza.
Ya veo dijo el doctor, pero algo sali mal. Ha tenido desde entonces
bastante tiempo para pensarlo. Para decidir lo que anduvo mal, cul fue la causa
del fracaso.
S dijo el penado, he pensado bastante.
As que la otra vez no se equivocar.
No s dijo el penado, no habr otra vez.
Por qu?, si usted sabe el porqu del fracaso no lo van a agarrar otra vez.
El penado mir al doctor fijamente. Se miraron fijamente uno al otro; los dos
pares de ojos no eran tan distintos.
Creo comprender lo que usted quiere decir dijo el penado, yo tena
entonces dieciocho aos. Ahora tengo veinticinco.
Ahora... dijo el doctor.
Ahora (el penado trataba de contarlo) el doctor no se movi, se qued quieto
mirando al penado. Sac un atado de cigarrillos baratos.
Fuma? pregunt.
No me tientan dijo el penado.
Bueno dijo el doctor con aquella afable, modulada voz.
Guard los cigarrillos.
Ha sido conferida a mi raza (la raza Mdica) tambin el poder de unir y de
separar, si no por Jehov, ciertamente por la Asociacin Mdica Americana en
la cual, por lo dems, en este da del Seor, apostara mi dinero, contra cualquier
ventaja, cualquier cantidad, en cualquier momento. Ignoro si me estoy excediendo,
pero voy a hacer la prueba.
Ahuec la mano contra la boca, hacia la cabina del piloto:
Capitn! grit, vamos a desembarcar a estos tres pasajeros.
Se volvi de nuevo al penado.
S dijo, pienso que dejar a un Estado nativo lamer su propio vmito.
Tome.
De nuevo sac la mano del bolsillo, esta vez con un billete.
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No dijo el penado.
Vamos, vamos: no me gusta que me contraren.
No dijo el penado. No puedo devolverlo.
Le he pedido que me lo devuelva?
No, yo tampoco le peda que me lo prestara.
De nuevo pis la tierra seca. Dos veces ya haba jugado con l ese irrisorio y
concentrado poder del agua, una vez ms que las que puede tolerar un solo
hombre, en una sola vida, pero le estaba reservada otra increble recapitulacin: l
y la mujer parados en el terrapln desierto, el nio dormido envuelto en la casaca
desteida y el cable con el sarmiento an atado a la mueca del penado, mirando
el vapor que volva a arrastrarse otra vez sobre la extensin de agua desierta
(comparable a un plato) bruida hasta parecerse al cobre, con su rastro de humo
disolvindose en lentas gotas de borde cobrizo adelgazndose a lo largo del agua,
desapareciendo a travs de la vasta serena desolacin, el barco achicndose ms y
ms hasta que ya no pareca arrastrarse sino colgar inmvil en el areo inmaterial
ocaso, disolvindose en una nada como una bolita de barro flotante.
Entonces se dio vuelta y por primera vez mir a su alrededor, detrs de s, y
retrocedi, no de miedo sino por un puro reflejo, no fsico sino del alma, el
espritu, esa profunda lcida atencin alerta del hombre montas que no quiere
preguntar nada a desconocidos, ni siquiera informacin, pensando
tranquilamente: No, esto tampoco es Carrollton. Porque ahora miraba abajo el casi
perpendicular declive a pico del terrapln a travs de sesenta pies de espacio
absoluto, sobre una superficie, un terreno chato como un barquillo y del color de
un barquito o quiz del pelo de un caballo moro en verano y con la misma apilada
densidad de una alfombra o una piel, extendida sin ondulacin, pero con una
curiosa apariencia de incalculable solidez, como un fluido, rota aqu y all por
espesas motas de verde arsnico que sin embargo no parecan poseer altura, y por
retorcidas venas color tinta que l sospech que era agua, pero con juicio
reservado, juicio reservado aun cuando caminaba sobre ellas. Eso es lo que l
deca, cont. Siguieron. No cont cmo levant el esquife solo, sin ninguna ayuda
por sobre el revestimiento y a travs de la cima y bajando el declive, sesenta pies;
slo dijo que sigui en una arremolinada nube de mosquitos como cenizas
calientes, cortando y atravesando la paja brava que era ms alta que l y que le
castigaba los brazos y la cara como con hojas flexibles de cuchillos, arrastrando
por el cable y el sarmiento el esquife con la mujer sentada, tambalendose y
tropezando hundido hasta la rodilla en algo que era menos tierra que agua,
siguiendo uno de esos negros, suntuosos canales, con menos agua que tierra: y
entonces (ahora estaba l tambin en el esquife, remando con el leo chamuscado,
porque el fondo haba cedido bruscamente haca treinta minutos, dejando slo
burbujas llenas de aire de la espalda de la tricota flotando ligeramente en el agua
crepuscular, hasta que sali a la superficie y se trep al esquife) la casa, la
cabaa, un poquito mayor que un pesebre, de tablas de cipreses y con techo de
cinc, levantada en pilotes de diez pies, finos como patas de araas, como una
lamentable y moribunda (quiz ponzoosa) criatura rastrera que hubiera llegado
hasta ah en el desierto llano y muerto sin nada a su alcance o a su vista para
acostarse, una piragua atada al pie de una tosca escalera, un hombre parado en la
puerta abierta levantando una linterna (ya era oscuro) por sobre su cabeza,
diciendo cosas incomprensibles. Le cont de los ocho o nueve o diez das, no se
acordaba cul, durante los cuales los cuatro l, la mujer, el beb y el nervioso
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hombrecito con dientes picados, y dulces, salvajes ojos brillantes como un ratn o
una ardilla, cuyo lenguaje ninguno de ellos poda entender vivan en un cuarto y
medio. No lo cont as, como tampoco haba considerado que vala la pena gastar
aliento en contar cmo haba subido por s solo el esquife que pesaba ciento
sesenta libras, atravesando y bajando el terrapln de sesenta pies. Slo dijo:
Despus de poco llegamos a una casa y nos quedamos ocho o nueve das,
pero volaron el terrapln con dinamita y tuvimos que irnos. Eso fue todo.
Pero lo recordaba, ahora quietamente, con el cigarro, el buen cigarro que le
haba dado el director (no encendido an) en su tranquila mano firme, recordando
esa primera maana cuando se despert en el delgado colchn al lado de la mujer
y el beb (tenan la nica cama) con el fuerte sol filtrndose por las torcidas
planchas rsticas de la pared, y se par en el corredor tembleque, mirando el
fecundo, blanco desierto, ni tierra ni agua, donde hasta los sentidos dudaban cul
era cul, cul era rico aire macizo y cul maciza e impalpable vegetacin, y pens
sosegadamente: l debe hacer algo para comer y vivir, pero no s qu. Y hasta que
pueda irme, hasta que pueda saber dnde estoy y cmo pasar esa ciudad sin que
me vean, tendr que ayudarlo en lo que haga, para poder comer y vivir tambin, y
no s cmo. Y se cambi la ropa, casi en seguida en esa primera maana, no
contando nada ms del esquife y del terrapln, cmo haba pedido, prestado o
comprado al hombre que no haba visto doce horas antes y con quien en el da que
lo vio por ltima vez no pudo cambiar palabra, el par de pantalones de lona que
hasta el isleo habra desechado como inservibles, inmundos, sin botones, las
piernas cortajeadas, desgarradas, con flecos como los de una hamaca de 1890,
desnudo de la cintura para arriba, y dndole a la mujer la tricota y el overall duros
de barro y manchas de holln, al despertarse en su primera maana en el tosco
reparo, en un rincn y lleno de pasto seco, dicindole:
Lvelos, bien. Quiero que salgan todas las manchas. Todas.
Pero la tricota... dijo ella, no tendr tambin una camisa vieja? Ese sol
y los mosquitos...
Pero l ni contest, y ella no dijo nada ms, aunque cuando l y el isleo
volvieron, al oscurecer, las ropas estaban limpias, un poco manchadas todava del
viejo barro y del holln, pero limpias, parecindose a lo que se supona deban
parecer (los brazos y la espalda del hombre eran un rojo fuego, que maana
estaran ampollados). Desdobl las ropas y las examin y luego las envolvi
cuidadosamente en un diario viejo de seis meses atrs, de Nueva Orlens, y tir el
paquete detrs de una viga, donde qued mientras los das seguan a los das y las
ampollas de la espalda le reventaron y supuraron y l lo pasaba sentado con el
rostro inexpresivo como una mscara de madera bajo el sudor, mientras el isleo
le untaba la espalda con algo en un trapo inmundo mojado en un plato inmundo,
ella quieta sin decir palabra desde que, sin duda, saba cul era la razn no por
esa relacin de personas casadas que les haban conferido sino por las dos
semanas compartidas en que juntos haban sufrido crisis emotivas, sociales,
econmicas, y hasta morales que no siempre ocurren en cincuenta aos de
casados (los viejos casados, usted los ha visto, en las reproducciones fotogrficas,
las miles de idnticas parejas de caras con un cuello o un fich de Luisa Alcott
para distinguir el sexo, con el aire de una pareja de perros ganadores de un
concurso, entre las apretadas columnas de desastres y alarma y de infundado
aplomo y desesperanza e increble insensibilidad y aislamiento del porvenir,
apuntalados por mil azucareros o cafeteras; o solos hamacndose en corredores o
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sentados al sol bajo galeras manchadas de tabaco en mil juzgados, como si con la
muerte del otro hubiera heredado una especie de rejuvenecimiento, de
inmortalidad; viudos toman una nueva racin de alimento y parecen vivir para
siempre, como si esa carne que la vieja ceremonia o ritual haba purificado
moralmente y hecho legalmente una, realmente fuera una con el largo hbito
cansador y l o ella que volvieron primero a la tierra se la llevaran toda, dejando
slo el viejo permanente hueso sufrido, libre y sin trabas) no por eso sino porque
ella tambin proceda del mismo vago Abraham creado en las montaas.
As el paquete permaneci detrs de la viga y los das siguieron a los das,
mientras que l y su socio (se haba asociado ahora con su husped, cazando
caimanes a medias)...
A medias? dijo el penado gordo. Cmo podas arreglar negocios con
un hombre con el que segn dices no podas ni hablar?
Nunca tuve que hablar con l dijo el alto; (El dinero no tiene ms que
un idioma) partamos al alba cada da, al principio juntos en la piragua pero
despus separados, uno en la piragua, el otro en el esquife, uno con el golpeado y
marcado rifle, el otro con el cuchillo y un pedazo de soga anudado y un garrote del
tamao y peso de una maza de Turingia, rastreando sus pesadillas antediluvianas
por los secretos canales que sinuosamente surcaban la tierra plana color bronce.
Recordaba tambin eso: esa primera maana cuando dndose vuelta frente al
sol naciente desde la endeble plataforma vio el cuero clavado secndose en la
pared y se par de golpe mirndolo sosegadamente pensando sosegada y
sensatamente: Entonces es eso... Eso es lo que hace para comer y vivir, sabiendo
que era un cuero, pero de qu animal, por asociacin, raciocinio o aun recuerdo de
cualquier figura de su muerta juventud, no lo saba, pero sabiendo que eso era la
razn, la explicacin, de la casita perdida de patas de araa (que ya se est
muriendo, que ya se estaba pudriendo de las piernas para arriba antes que le
clavaran el techo) puesta en esa pululante y millonaria desolacin, encerrada y
perdida entre el furioso abrazo de la desbordada yegua tierra y del padrillo sol,
adivinando por pura afinidad de bondad de especie con especie, de gorrin y
nutria, los dos nicos e idnticos por el mismo mezquino lote, destino de duro e
incesante trabajo, no para ganar una seguridad futura, un saldo en un Banco o en
una lata enterrada para una perezosa y cmoda vejez, sino justo el permiso de
perseverar y perseverar para comprar aire para sentir y sol para beber durante el
breve tiempo de cada uno; pensando (el penado): Bueno, de cualquier modo
averiguar qu es, antes de lo que pensaba, y lo hizo, volvi a la casa donde la
mujer se acababa de despertar en el nico triste colchn de paja que el isleo le
haba cedido y tom el desayuno (arroz, un matete semilquido violento de
pimienta y, ordinariamente, pescado bastante pasado, el caf espeso de achicoria)
y, sin camisa, sigui al disparador, vacilante hombrecito de ojos vivos y dientes
picados que bajaba la rudimentaria escalera y se meta en la piragua. Nunca haba
visto una piragua y crea que no se podra mantener derecha no porque fuera
liviana y precariamente balanceada con el costado abierto hacia arriba sino porque
haba algo inherente en la madera, en el leo mismo, alguna incesante y dinmica
ley natural, alguna voluntad, que su posicin actual violaba y ultrajaba... pero
aceptndolo tambin, como haba aceptado el hecho de que ese cuero haba
pertenecido a algo mayor que cualquier ternero o cerdo y que cualquier cosa que
se pareciera como esa por afuera tendra probablemente dientes y garras,
admitiendo esto, en cuclillas en la piragua, prendido de la borda, rgidamente
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se dio cuenta que estaba pensando: Tendr que volver, y se qued inmvil y mir el
rico y extrao desierto que lo rodeaba, en el que temporalmente estaba perdido en
la paz y la esperanza y en el cual los ltimos siete aos se haban fundido como
piedritas triviales en un estanque, sin arrugar la superficie y pens
tranquilamente, con una especie de sorpresa absorta: Se me haba olvidado lo que
es ganar dinero. Poder ganar dinero.
No usaba fusil: suyas eran la cuerda anudada y la maza turingia, y todas las
maanas l y el isleo tomaban rumbos opuestos en los dos botes para explorar y
rastrear los secretos canales que rodeaban la tierra perdida de la cual brotaban de
vez en cuando otros hombres oscuros de un cuarto de altura, de repente y como
por magia, de ninguna parte, en otros leos ahuecados, para seguirlo
tranquilamente y observarlo en sus combates individuales hombres que se
llamaban Tie y Toto y Theule, que no eran mucho mayores y se parecan a los
castores que el isleo (el husped tambin lo haca, aprovisionaba la cocina, lo
expres como el asunto del rifle en su propia lengua, comprendindolo tan bien el
penado como si hablara en ingls. No se preocupe por la comida. Oh, Hrcules
caza-caimanes! yo alimentar la olla) cazaba de vez en cuando como quien saca un
lechn del chiquero y era un cambio del eterno arroz y pescado (el penado cont
esto: cmo de noche, en la cabaa con la puerta y una ventana con listones de
madera contra los mosquitos una frmula, un rito tan vaco como hacer una
cruz con los dedos o golpear madera sentado junto a la linterna con un remolino
de bichos alrededor, sobre la mesa de tablas, en una temperatura igual a la de la
sangre, mirando el pedazo de carne nadando en su plato y pensando: Debe ser
Theule. Es el gordo) da tras da, sin nfasis e idnticos, cada uno parecido al
anterior y al siguiente, mientras iba subiendo su mitad terica de una suma que l
no saba si corresponda a peniques, dlares o decenas de dlares las maanas
en que sala al encuentro de su pequeo grupo de fieles y corteses piraguas, como
el matador al encuentro de los aficionados, los duros mediodas cuando rodeado
en semicrculo por inmviles barquitos, libraba sus combates solitarios, las tardes
al regreso, las piraguas partiendo una a una por abras y pasajes que en los
primeros das ni distingua, luego la plataforma al crepsculo donde ante la mujer
esttica, a menudo amamantando al nio y el cuero o dos cueros ensangrentados
de la jornada, el isleo representaba su ritual pantomima victoriosa ante las dos
filas crecientes de marcas de cuchillo en una de las tablas de la pared; luego las
noches cuando la mujer y el nio dorman en la nica cama y el isleo ya
roncando en el colchn y la humeante linterna cerca, l (el penado) se sentaba
sobre los talones desnudos, sudando a mares, la cara tranquila y fatigada,
hundida e indomable, la encorvada espalda spera y salvaje como carne cruda
bajo las viejas ampollas supuradas y las feroces cicatrices de los colazos y
trabajaba y afinaba el tronco que casi era un remo, detenindose de vez en cuando
para levantar la cabeza mientras la nube de mosquitos a su alrededor zumbaba y
se arremolinaba, para mirar la pared delante de l hasta que despus de un rato
las tablas toscas se disolvan y dejaban que las atravesara su vaca mirada, a
travs de la rica olvidadiza oscuridad, ms all quiz de los siete aos perdidos
durante los cuales, acababa de comprenderlo, le haban permitido extenuarse,
pero no trabajar. Luego se retiraba, daba una ltima mirada al envoltorio detrs
de la viga y apagaba la linterna para acostarse, como estaba, al lado de su socio
roncando, a tenderse sudando (de barriga, no poda sentir nada en la espalda) en
la gimiente oscuridad de horno llena de melanclico mugido de los caimanes, no
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volumen contra tanto cuero de caimn, ste contra una noche ms de trabajar con
la molesta y minuciosa hoja y parti tambin con su cuerda anudada y la maza,
en direccin opuesta como si no contento con resistirse a abandonar el lugar
contra el cual le haban prevenido, necesitara establecer y afirmar la irrevocable
finalidad de su negativa penetrando en l an ms lejos y ms hondo. Y entonces
imprevisiblemente la alta somnolencia feroz de la soledad se repleg y le dio un
golpe. No hubiera podido contarlo aunque hubiera tratado esta mediada
maana en la que andaba solo por vez primera, sin una piragua que apareciera
para seguirlo, pero l haba previsto esa ausencia; l saba que los dems tambin
se habran ido; no era esto, era su propia soledad, su desolacin que era ahora de
l solo y plena desde que haba elegido quedarse; la sbita cesacin del remo, el
esquife prosiguiendo un momento mientras l pensaba: Qu?, qu?, luego no,
no, no... mientras el silencio y la soledad y el vaco rugan sobre l con un bramido
de burla; y ahora girando, el esquife vir con violencia, y l, traicionado, volvi
furiosamente hacia la plataforma donde saba que ya era demasiado tarde, hacia
la ciudadela donde la justificacin y esencia de su vida, el permiso de trabajar y
ganar dinero, ese derecho y privilegio que crea haberse ganado sin ayuda, sin
pedir favor a nadie ni a nada salvo el derecho de que le dejaran ejercer su voluntad
y su fuerza contra el protagonista saurio de una tierra, de una regin, en la que no
haba pedido que lo lanzaran estaba amenazado y manejando el remo casero con
torva furia, lleg al fin a la plataforma y vio la lancha a motor atracada, sin
ninguna sorpresa, ms bien con una especie de placer por la justificacin de su
indignacin y temor, el privilegio de decir Yo le dije, a su propia afrenta, navegando
hacia all en un estado como de sueo en el que pareca que no adelantaba, en el
que sin trabas y sofocado, luchaba visionariamente con un remo sin peso, con
msculos sin fuerza o elasticidad, en un medio sin resistencia, parecindole mirar
al esquife arrastrarse infinitesimalmente sobre el agua soleada hacia la plataforma
donde un hombre en la lancha (eran cinco) le mascull algo en ese mismo idioma
que haba odo constantemente por diez das y del que an no entenda una
palabra, mientras otro hombre, seguido por la mujer con el beb y vestida otra vez
para la partida con la blusa descolorida y la gorra de sol, sali de la casa llevando
(el hombre llevaba otras cosas, pero el penado no vio nada ms) el envoltorio de
papel que el penado haba puesto detrs de la viga haca diez das y que mano
alguna haba tocado desde entonces. El penado ahora en la plataforma, con el
cable del esquife en una mano y el rudo remo en la otra, consigui al fin hablar a
la mujer con una voz soolienta, ahogada e increblemente tranquila:
Qutele eso y vulvalo a guardar en la casa.
Usted habla ingls, entonces? dijo el hombre en la lancha. Por qu no
sali como le dijeron anoche?
Salir? dijo el penado.
Otra vez mir, furioso, al hombre en la lancha, consiguiendo de nuevo
controlar su voz:
No tengo tiempo para paseos, estoy ocupado y volvi a dirigirse a la
mujer, con la boca ya abierta para repetir y entonces le lleg la voz soolienta y
zumbadora del hombre y l se dio vuelta una vez ms con exasperacin terrible y
del todo intolerable gritando:
Inundacin? Qu inundacin? Ya van dos veces que me arrastra! Se
acab. Qu inundacin?
Esto no lo pens en palabras tampoco, pero lo supo, sufra esa fulmnea
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PALMERAS SALVAJES
Esta vez el doctor y el hombre llamado Harry salieron juntos del cuarto, al
corredor oscuro, en el oscuro viento lleno del choque de palmeras invisibles. El
doctor traa el whisky la botella de una cuarta por la mitad: quiz ni saba que la
tena en la mano, quiz fue slo la mano y no la botella la que sacudi ante la
invisible cara del hombre. Su voz era fra, precisa y convincente, el puritano que
segn algunos estaba por hacer lo que tena que hacer porque era puritano, que
quiz crea que estaba por hacerlo para proteger la tica y santidad de la profesin
que haba elegido, pero que realmente iba a hacerlo, pues aunque no era viejo
para esto, demasiado viejo para que lo despertaran a medianoche y lo arrastraran
desprevenido y todava torpe de sueo, a esto, a esta viva pasin salvaje que no lo
haba tocado cuando era joven, cuando era digno de ella y a cuya prdida crea no
slo haberse resignado sino que haba tenido suerte en haberla perdido.
La ha asesinado le dijo.
S dijo el otro, casi impaciente: esto lo not el doctor, slo esto. El
hospital. Quiere telefonear o...
S, la ha asesinado. Quin hizo esto?
Yo lo hice. No se quede aqu hablando. Quiere decirme. ..
Quin hizo eso?, digo. Quin oper? Quiero saberlo.
Yo, le digo. Yo mismo. En el nombre de Dios, hombre!
Agarr el brazo del doctor, lo apret, el doctor lo sinti, sinti la mano, oy su
propia voz tambin.
Qu? dijo. Usted, usted lo hizo? Usted mismo? Pero yo crea que
usted era el...
Yo crea que usted era el amante, era lo que quera decir. Yo crea que usted era
el que... pues lo que estaba pensando era... Es demasiado! Hay reglas! Lmites! A
la fornicacin, al adulterio, al aborto, al crimen... y lo que quera decir era: A la
porcin de amor y de pasin y de tragedia a que estn reducidos todos los hombres
para que sean como Dios, que ha padecido todo lo que puede saber Satans. Hasta
dijo algo de esto al fin, rechazando con violencia la mano del otro, no precisamente
como si fuera una araa o un reptil o un poco de basura, sino como si hubiera
encontrado pegado a su manga un fragmento de propaganda atea o comunista
algo que no violara sino que afrentara ese profundo y ahora inmortal espritu
disecado que haba conseguido refugiarse en pura moralidad.
Esto es demasiado! grit. No se mueva! No trate de escaparse. No se
puede esconder donde no lo encuentre!
Escaparme? dijo el otro. Escaparme? Quiere telefonear por la
ambulancia, en nombre de Dios?
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mujer-gorgona, fra e igual, con un tono de bartono mucho ms viril que la voz del
hombre, las dos inorientables a causa del viento, como voces de dos fantasmas
peleando por nada y l (Wilbourne) las oa y las perda al mismo tiempo que se
inclin sobre la amarilla mirada abierta de la cabeza que haba cesado de moverse,
sobre el cado labio sangrante.
Carlota! dijo. Ahora no puedes retroceder. Te est doliendo. Te est
doliendo. No te deja retroceder. Me oyes?
La golpe rpido, con dos palmadas de la misma mano.
Te duele, Carlota.
S dijo ella. T con tus mejores doctores en Nueva Orlens. Cuando
bastaba cualquiera con un termmetro. Vamos, Rat. Dnde estn?
Ya vienen. Pero ahora tiene que dolerte. Ahora te est doliendo.
Muy bien. Estoy aguantando. Pero no tienes que arrestarlo. Eso es todo lo
que ped. No fue l. Oye, Francis ves? te he llamado Francis. Si te mintiera
crees que te llamara Francis, en lugar de Rat?... Oye, Francis ves?, te he
llamado Francis. Si te mintiera, crees que yo iba a permitir que ese bastardo
chambn que ni siquiera acab su prctica me anduviera con un cuchillo?...
La voz se detuvo; no haba nada en los ojos aunque seguan abiertos ni
mojarra, ni siquiera punto, nada. Pero el corazn, pens l. El corazn. Puso el
odo en su pecho, buscando el pulso en la mueca con una mano; poda orlo
antes que su oreja la tocara, lento, bastante fuerte todava, pero en cada latido
haba una curiosa reverberacin hueca como si el corazn mismo se retirara,
viendo al mismo tiempo (tena la cara hacia la puerta) entrar al doctor, llevando
todava la valija en una mano y en la otra un revlver barato, niquelado, como se
puede encontrar en casi cualquier casa de empeo y que, en lo que concierne a la
utilidad, poda haberse quedado all y seguido por la mujer de cara gris con cabeza
de Medusa envuelta en un chal. Wilbourne se levant, dirigindose al doctor, la
mano ya extendida hacia la valija.
Durar esta vez dijo, pero el corazn... Deme la valija. Qu ha trado?
Estricnina?
Vio desaparecer la valija detrs de la gruesa pierna; a la otra mano ni siquiera
la mir levantarse, slo un momento despus vio la pistola barata apuntando a
nada y sacudida en su cara por el doctor como antes la botella de whisky.
No se mueva! grit el doctor.
Baja eso dijo la mujer, con la misma voz fra de bartono. Ya te dije que
no lo trajeras. Dale la valija si le hace falta y puede hacer algo con ella.
No grit el doctor. Yo soy mdico. l no. Ni siquiera es un hbil
criminal!
Ahora la esposa gris habl a Wilbourne tan bruscamente que por un
momento ni siquiera entendi que se diriga a l:
Hay algo en esa valija que pueda curarla?
Curarla?
S. Levantarla y sacarlos a los dos de esta casa.
El doctor se encar con ella, hablando con esa voz chillona que pareca que
iba a quebrarse:
No comprendes que esta mujer se est muriendo?
Que se muera. Que se mueran los dos. Pero no en esta casa. No en este
pueblo. Hazlos salir de aqu y deja que se tajeen uno al otro y que se mueran como
les d la gana.
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callejn entorpecido de maleza que suba de la carretera a la casa; esta vez cuando
se hundi en el gemido estaba frente a la casa. El sonido, ahora, tena un
frustrado tono grun casi como la voz de un animal grande, asustado, quiz
herido.
De veras le agradezco, comprendo que siempre es inevitable una limpieza al
desocupar una casa. Sera tonto que la ensuciramos ms...
Ahora oy los pasos en el corredor, lo oy sobre su corazn, el profundo,
fuerte, incesante playo dragar del aire, el aliento a punto de escapar del todo de
sus pulmones; ahora (no llamaron) estaban en el hall, las pisadas fuertes,
entraron tres hombres, vestidos de civiles: un joven con una cortada pelambre de
cabello ensortijado, con una camisa de polo y sin medias, un hombre limpio como
de alambre, de cualquier edad y tan plenamente vestido, hasta usaba anteojos de
carey empujando una camilla y detrs de ellos un tercero con la marca
inconfundible de diez mil subcomisarios del sur, urbanos y suburbanos el
sombrero partido, los ojos de sadista, el saco ligero e inequvocamente abultado,
con aire no exactamente fanfarrn sino de brutalidad previamente impune. Los
dos hombres con la camilla la rodaron hasta la cama con aire entendido; fue al
oficial a quien se dirigi el doctor, sealando con la mano a Wilbourne, y
Wilbourne se dio cuenta que el otro haba olvidado realmente que tena la pistola
en la mano.
Ese es el preso dijo el doctor. Yo har cargos formales contra l en
cuanto lleguemos a la ciudad. En cuanto pueda.
Mire, Doc... Buenas Miss Martha dijo el oficial. Baje eso. Puede
dispararse en cualquier momento. Ese individuo a quien usted lo sac pudo haber
apretado el gatillo antes de entregrselo.
El doctor mir la pistola, a Wilbourne le pareca recordarlo colocndola en la
valija junto con el estetoscopio, le pareci recordarlo porque haba seguido la
camilla hasta la cama.
Con cuidado ahora dijo. No la levante. No puede...
Yo me encargo de eso dijo el doctor, con esa voz cansada que al fin se
haba tranquilizado como si se hubiera gastado, pero que podra levantarse si
fuera preciso, si se renovara, si reviviera la injuria.
Este caso se me ha entregado, recurdelo. Yo no lo he pedido.
Se acerc a la cama (ahora a Wilbourne le pareca recordarlo poniendo la
pistola sobre la valija) y levant la mueca de Carlota.
Vaya con tanto cuidado como pueda. Pero de prisa. El doctor Richardson
estar all y yo los sigo en mi coche.
Los dos hombres pusieron a Carlota en la camilla. Tena ruedas de goma; con
el joven sin sombrero, empujando, pareci cruzar el cuarto y desaparecer en el hall
con increble rapidez como si fuera aspirada y no empujada (las ruedas mismas
hacan un ruido de aspiracin en el suelo) por ninguna cosa humana sino quiz
por el tiempo, por alguna caera por la cual los segundos irrevocables huan y se
atropellaban; hasta la noche misma.
Est bien dijo el oficial. Cul es su nombre? Wilson?
S dijo Wilbourne.
Atraves el hall por el mismo camino, aspirando tambin; donde el hombre de
alambre tena ahora una linterna; el irrisorio viento negro se ahogaba y
murmuraba en la puerta abierta, echando su peso contra l como una tentacular
mano negra, y l se apoyaba contra el viento. Ah estaba el corredor, ms all los
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escalones.
Es liviana dijo Wilbourne con una dbil voz ansiosa. Ha perdido mucho
peso ltimamente. Podra llevarla si ellos...
Ellos pueden tambin dijo el oficial. Adems estn pagados para eso.
Clmese.
Ya lo s. Pero ese bajo, ese pequeo con la luz...
Guarda sus fuerzas para esto. Le gusta. No hay que herir sus sentimientos.
Clmese.
Mire dijo Wilbourne suavemente, en un murmullo, por qu no me
pone las esposas?, por qu?
Las necesita? dijo el oficial.
Y ahora la camilla sin detenerse fue aspirada por el corredor, al espacio, toda
en el mismo plano paralelo, como si poseyera desplazamiento pero no peso; ni
siquiera se par, la camisa blanca y los pantalones del joven parecan apenas
caminar detrs cuando se mova en pos de la luz de la linterna, hacia la esquina
de la casa, hacia lo que el hombre que haba alquilado la casa llamaba la alameda.
Poda or ahora el chocar de las palmeras invisibles, el salvaje ruido seco que
hacan.
El hospital era un edificio bajo, vagamente espaol (o californiano), de estuco,
casi escondido por una maciza profusin de adelfas. Tambin haba algunas
palmeras raquticas, la ambulancia entraba a la carrera, el gemir de la sirena
muriendo en un gruido de animal herido, las llantas secas y sibilantes en la
conchilla; cuando l sali de la ambulancia pudo or las palmeras susurrando y
silbando otra vez como si estuviera tandolas un soplador de arena, y pudo an
oler el mar, el mismo viento negro, ya no tan fuerte, pues el mar estaba a cuatro
millas, la camilla saliendo ligera y suave de nuevo como aspirada, las precisas
pisadas de los cuatro hombres en la seca conchilla; y ahora en el corredor empez
a parpadear a causa de la arena, dolorosamente, en la luz elctrica, la camilla
chupada, las ruedas murmurando en el linleo, de modo que entre dos prpados
vio que la camilla era ahora empujada por dos enfermeras de uniforme, una alta y
otra baja. l pens que realmente en el mundo no hay una pareja equilibrada,
pues todas las camillas del mundo deben ser llevadas no por dos cuerpos fsicos
parejos sino por dos voluntades de estar presentes y de ver lo que pasa. Luego vio
una puerta abierta y feroz de luz; un cirujano ya vestido para operar junto a la
puerta, la camilla aspirada por la puerta y el cirujano que lo mir una vez, no con
curiosidad sino como quien quiere retener una cara, y luego se volvi y sigui la
camilla en el mismo instante en que Wilbourne iba a hablarle. Silenciosamente le
cerraron la puerta en la cara (tambin la puerta pareca provista de neumticos).
Casi le golpearon la cara; el oficial le dijo:
Clmese.
Haba otra enfermera, no la haba odo, ella ni siquiera lo mir y dijo unas
palabras al oficial.
Muy bien dijo el oficial. Toc el codo de Wilbourne, adelante. Clmese.
Pero, permtame...
Seguro. Clmese.
Haba otra puerta, la enfermera se hizo a un lado, las faldas secas y sibilantes
tambin como conchilla, ella no lo mir. Entraron, una oficina, un escritorio, otro
hombre con gorro esterilizado y uniforme, sentado en el escritorio, con un
formulario blanco y una estilogrfica. Era mayor que el primero. Tampoco mir a
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Wilbourne.
Nombre?
Carlota Rittenmeyer.
Seorita?
Seora.
El hombre en el escritorio escribi en el papel.
Marido?
S.
Nombre?
Francis Rittenmeyer.
Luego tambin dio la direccin.
Flua la pluma, lisa y limpita. Ahora es la estilogrfica la que no me deja
respirar, pens Wilbourne.
Puedo,..
Ser notificado. Ahora el hombre del escritorio lo mir. Usaba lentes, las
pupilas detrs parecan ligeramente deformadas y completamente impersonales.
Cmo se lo explica? Instrumentos no esterilizados?
Estaban esterilizados.
Usted lo cree.
Lo s.
Su primera prueba?
No, la segunda.
La otra result? Pero usted no lo sabr...
S, lo s. Result.
Entonces, cmo se explica este fracaso?
Pudo haber contestado as: La amaba. Pudo haber dicho: Un avaro quiz
fallara al querer forzar su caja de hierro. Tendra que recurrir a un profesional, a un
ladrn a quien no le importara, que no quisiera los flancos de hierro que guardan el
dinero.
Pero no dijo nada, y despus de un momento el hombre en el escritorio baj
la vista y volvi a escribir, la pluma viajando blandamente por la tarjeta. Dijo, sin
dejar de escribir, sin levantar los ojos.
Espere afuera.
No lo llevo ahora? dijo el oficial.
No el hombre en el escritorio tampoco alz la vista.
Podra... dijo Wilbourne, quisiera usted...
La pluma se detuvo, pero por un momento ms el hombre en el escritorio
mir la tarjetita, quiz leyendo lo que haba escrito. Entonces levant la vista.
Por qu? Ella no lo reconocera.
Pero puede reaccionar. Puede volver en s otra vez. Entonces yo podra,
podramos...
El otro lo mir. Los ojos eran fros. No eran impacientes, no palpablemente
impacientes. Slo esperaban que la voz de Wilbourne cesara. Entonces habl al
hombre del escritorio.
Usted cree que volver... doctor?
Por un momento Wilbourne mir dolorosamente la prolija tarjeta garabateada
bajo la lmpara con luz de da, la limpia mano del cirujano sosteniendo al lado la
estilogrfica.
No dijo tranquilamente.
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El hombre del escritorio baj los ojos otra vez a la tarjeta; la mano con la
pluma se movi hacia ella y escribi de nuevo.
Le notificarn sigui escribiendo firmemente sin levantar los ojos y dijo al
oficial: Eso es todo.
Mejor ser que me lo lleve antes que venga ese marido con un revlver, no
le parece, doctor? dijo el oficial.
Le notificarn repiti el hombre del escritorio sin alzar la vista.
Muy bien, Jack dijo el oficial.
Haba un banco de listones y duro, como los antiguos tranvas abiertos.
Desde ah poda ver la puerta con llantas de goma. Era lisa, pareca final e
inexpugnable como el rastrillo de hierro de un puente levadizo; vio con una especie
de asombro que hasta de ese ngulo penda en el marco de un solo lado,
ligeramente, as que por las tres cuartas partes de su circunferencia haba una
lnea continua de luz Klieg.
Pero ella podra pens. Podra...
Jess dijo el oficial. (Tena en la mano un cigarrillo sin encender,
Wilbourne haba sentido el movimiento contra sus codos.) Jess, cmo dijo que
se llamaba? Webster?
S dijo Wilbourne.
Podra llegar. Podra darle una zancadilla si fuera necesario y llegar. Porque yo
sabra. Yo. Seguramente/ ellos no.
Usted obr a lo brbaro. Con un cuchillo. Soy a la antigua; el modo viejo
me basta. No quiero novedades.
S dijo Wilbourne.
No haba viento aqu, ni ruido de viento, aunque le pareca oler, si no el mar,
al menos su seca y porfiada prolongacin en la conchilla de la avenida; y luego el
corredor se llen bruscamente de ruido, los millares de voces del miedo y del
sufrimiento humano que conoca y recordaba los desinfectados huecos de linleo
y suelas de goma como entraas en los que se refugian seres humanos, ante algn
suplicio o ms bien terror, para entregar en pequeas celdas monsticas todo el
fardo de lujuria y deseo y orgullo, hasta de independencia funcional, para volverse
como embriones por un tiempo, pero siempre guardando partculas de la antigua
incorregible corrupcin terrenal el ligero sueo de todas las horas, el
aburrimiento, el despertador y enojadizo tocar de campanillas entre las horas de la
medianoche y la aproximacin lenta del alba (quiz encontrando al menos este
buen empleo para el dinero barato que ahora abarrota y ahoga al mundo; esto por
un tiempo, para renacer, para resurgir renovados, para soportar el peso del
mundo mientras les durara el coraje. Poda orlos de arriba abajo en el corredor...
el repique de los timbres, el cercano silbido de las suelas de goma y de las faldas
almidonadas, el quejoso murmullo de voces intiles. Lo conoca bien; y ahora otra
enfermera baj al hall, mirndolo de lleno, detenindose al pasar, mirndolo, con
la cabeza dada vuelta al pasar como si fuera una lechuza, los ojos bien abiertos
llenos de algo ms all de la oscuridad sin nada de encogimiento u horror. El
oficial revolva la lengua contra los dientes como buscando restos de comida;
posiblemente haba estado comiendo cuando llamaron. Todava tena el cigarrillo
sin encender.
Estos mdicos y enfermeras dijo. Lo que uno oye decir de los
hospitales. No s si habr tantos enredos como se dice.
No dijo Wilbourne. No hay en ninguna parte.
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oficial con el sombrero en la mano, luego desapareci. Pudo orla por un momento
an.
Luego ya no. La enfermera estir el brazo hasta la pared, son un botn y
ces el zumbido del ventilador. Fue cortado en seco como si hubiera chocado con
una pared, borrado por un tremendo silencio que rugi sobre l como una ola, un
mar, donde no tuviera nada de qu agarrarse, levantndolo y sacudindolo y
bramando, dejndolo parpadeando fuerte y dolorosamente con sus secos prpados
irritados.
Venga dijo la enfermera. El doctor Richardson dice que puede beber
algo.
Seguro, Morrison el oficial se ech el sombrero para atrs. Clmese.
La crcel era parecida al hospital, salvo que tena dos pisos, cuadrada, y no
tena adelfas. Pero ah estaba la palmera. Justo fuera de su ventana: ms grande,
ms pobretona; cuando l y el oficial pasaron debajo para entrar, sin viento para
causarlo empez un repentino furioso golpear como si ellos lo hubieran iniciado y
dos veces ms durante la noche mientras l esperaba, cambiando sus manos de
tiempo en tiempo cuando el pedazo de reja que apretaban se calentaba y
empezaban las palmas a sudar, golpe otra vez en esa breve inexplicable
precipitacin. Luego la marea empez a bajar en el ro y pudo oler eso tambin
el olor agrio de las saladas llanuras donde las conchillas y las cabezas de los
camarones se pudran, y el camo y las estacas. Luego rompi el alba (haca rato
que haba odo zarpar los botes de camarones) y de pronto contra el cielo que
palideca vio el puente giratorio que atravesaba el ferrocarril a Nueva Orlens y oy
el tren de Nueva Orlens y mir el humo acercndose desde el mismo tren que se
arrastraba por el puente, alto y como un juguete y rosado, como algo extravagante
para decorar una torta, contra el sol horizontal que ya calentaba. Luego
desapareci el tren, el humo rosado. La palmera de la ventana empez a
murmurar, seca y firme, y l sinti la brisa fresca de la maana que vena del mar,
firme y saturada de sal, limpia y yodada dentro de su celda, tapando el olor de
cresota y escupitajos de tabaco y antiguos vmitos; el agrio olor de los bajos se
fue y ahora haba un brillo en el agua agitada por la marea, los peces
haraganamente subiendo y bajando entre la basura flotante. Luego oy pasos en
la escalera y el carcelero entr con un jarro de lata con caf y un pedazo de
factura.
Quiere algo ms? dijo. Un poco de carne?
Gracias dijo Wilbourne. Slo el caf. O si pudiera conseguirme unos
cigarrillos. No he fumado desde ayer.
Le voy a dejar esto hasta que salga. El carcelero sac de su camisa una
tabaquera de tela y papelitos. Sabe armarlos?
No s dijo Wilbourne. S. Gracias. Magnfico.
Pero no le result muy bien. El caf era flojo, demasiado dulce y caliente,
demasiado caliente para beberlo o siquiera tenerlo en la mano, con una dinmica,
inherente, inagotable cualidad de renovable calor impenetrable hasta su feroz
radiacin. As que dej el jarrito en su banco y se sent en el borde de la cucheta;
sin comprender que haba asumida la actitud inmemorial de toda miseria,
agazapado cernindose no en la pena sino en pura concentracin visceral sobre un
mendrugo, un hueso que requiere ser protegido no de ninguno de los seres erectos
sino de criaturas que se mueven en plano paralelo al protector y a lo protegido,
parias tambin listos a mordisquear y a pelear con el protector en el polvo. Ech el
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tabaco de la bolsa de tela en el papel arrugado como poda, sin poder recordar en
absoluto cundo y dnde haba visto ese proceso, mirando con leve alarma cmo
el tabaco se volaba del papel con el viento ligero que soplaba en la ventana, dando
vuelta su cuerpo para proteger el papel, dndose cuenta que su mano haba
empezado a temblar aunque eso no le preocupaba, poniendo la tabaquera
cuidadosa y ciegamente a un lado, mirando el tabaco como si estuviera
sosteniendo los granos en el papel con el peso de sus ojos, poniendo la otra mano
en el papel y viendo que las dos temblaban ahora, y que de pronto se le escapaba
el papel con una casi perceptible descarga.
Las manos le tiritaban ahora; llen el segundo papel con un terrible esfuerzo
de voluntad, no por el deseo del tabaco sino por hacer el cigarrillo;
deliberadamente levant los codos de las rodillas y mantuvo el papel ante su
tranquila semiafeitada cara, un poco huraa, esperando cesara el temblor. Pero
apenas las soltaba para enrollar el tabaco dentro del papel volvan a temblar de
nuevo, pero esta vez ni siquiera se detuvo; envolviendo cuidadosamente el tabaco
en el papel sigui enrollndolo mientras de los dos extremos segua cayendo el
tabaco lenta y firmemente.
Tena que apretarlo con las dos manos, para pasarle la lengua y en cuanto la
lengua tocaba el papel la cabeza se contagiaba del mismo dbil incontrolable
sacudirse y se sent por un momento, mirando lo que haba hecho el achatado,
enredado tubo ya medio vaco y casi demasiado hmedo para encenderse. Tom el
fsforo con ambas manos para acercarle el fuego, y no fumar ms que una dbil
lanza de calor, de verdadero fuego, que se le meti en la garganta. No obstante,
con el cigarrillo en la mano derecha y la izquierda apretando la mueca derecha,
dio dos pitadas antes que se carbonizara el lado seco del papel para acercarlo y
tirarlo, y pisarlo antes de recordar, de notar que estaba descalzo y lo dej
consumirse mirando al caf con una especie de desesperacin que no haba
demostrado antes y que tal vez no haba sentido an; despus, levantando el jarro,
sostenindolo como haba sostenido el cigarrillo, con la mueca en la mano, lo
acerc a la boca, concentrndose no en el caf sino en el beber y as olvid quiz
que el caf estaba demasiado caliente para beberlo, entrando en contacto con el
borde del jarro y su mano constante y dbilmente temblorosa, tragando el casi
hirviente lquido, rechazado cada vez por el calor, parpadeando, tragando de
nuevo, una cucharada de caf escapndose del jarro y cayendo en el suelo,
derramndose sobre sus pies y tobillos como un puado de agujas o de partculas
de hielo, comprendiendo que estaba parpadeando otra vez y colocando el jarro
cuidadosamente necesit las dos manos para alcanzar el banco tambin en el
banco y sentndose de nuevo, agachndose un poco y parpadeando fuertemente
por esa granulacin adentro de los prpados, oyendo los dos pares de pies en la
escalera aunque esta vez ni mir hacia la puerta hasta que la oy abrir y volverse
a golpear, mirando entonces al levantar los ojos, el saco cruzado (ahora era un
palm-beach gris, la cara recin afeitada pero tampoco haba dormido, pensando
(Wilbourne): Tiene tanto que hacer. Yo slo tena que esperar. l ha tenido que salir
sin aviso y buscar alguien que se quedase con las nias. Rittenmeyer traa la valija
aquella que haba sacado de debajo de la cama en el internado haca un ao y
que haba ido a Chicago y Wisconsin y Chicago y Utah y San Antonio y Nueva
Orlens y otra vez y ahora a la crcel y vino y la puso al lado de la cama. Pero
aun entonces la mano que sala de la blanda manga gris no temblaba, la mano
que ahora se meta en el saco.
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mir a Wilbourne.
Entonces no quiere hacerlo dijo. No quiere?
Lo siento dijo Wilbourne.
Slo si me hubiera dicho por qu, pens Wilbourne. Quiz lo hubiera hecho.
Pero saba que no lo habra hecho. Pero continu pensndolo de vez en cuando en
los ltimos das de junio y cuando vino julio... las madrugadas mientras
escuchaba el pesado latido de las lanchas a motor bajando por el ro hacia el
Golfo, la breve hora fresca de la maana con el sol en la espalda, el largo ardor de
los atardeceres de bronce cuando el sol impregnado de salitre golpeaba la ventana
con plenitud de ferocidad, imprimiendo en su cara y en su torso los barrotes a que
se agarraba... y hasta haba aprendido a dormir y a veces se quedaba dormido
entre dos cambios de la posicin de las manos en los sudorosos barrotes. Luego
dej de pensar en ello. No supo cundo; ni siquiera record que se le haba
olvidado del todo la visita de Rittenmeyer.
Un da... llegaba el ocaso, no saba cmo no lo haba visto antes, haca veinte
aos que estaba ah... vio, ms all del chato borde del ro, del otro lado del ro y
hacia el mar, el casco de cemento de uno de los barcos de emergencia construidos
en 1918 y nunca terminados, el casco, la cscara; nunca se haba movido; las vas
se le haban podrido haca muchos aos, dejndolo inmvil en una cinaga junto
al resplandor de la desembocadura del ro con una soga de ropa tendida en la
cubierta. El sol se pona detrs y l ya no poda distinguir bien, pero a la maana
siguiente descubri la saliente inclinada de un cao de chimenea humeante y
distingui el color de las ropas agitadas por el matutino viento del mar y vio
despus una pequea figura que reconoci como una mujer que sacando las ropas
de la soga, y creyendo distinguir el ademn con que se pona los apretadores de
ropa, uno por uno, en la boca, y pens: Si hubiramos sabido tal vez hubiramos
podido vivir ah los cuatro das y ahorrado diez dlares. Pensando: Cuatro das. Es
imposible que slo hayan sido cuatro das. Es imposible; y mirando, una tarde vio
la lancha atracar y el hombre subir la escalera con una larga madeja de red
derramndose del hombro que suba, frgil y ferica, y vio al hombre remendar la
red bajo el sol de verano, sentado en la toldilla, la red sobre las rodillas, el sol en el
laberntico tejido rojamente plateado. Y una luna suba y creca en la noche
mientras l estaba ah, y l estaba ah en la luz moribunda mientras noche a
noche menguaba la luna y una tarde vio las banderas, una sobre otra, rgidas y
flameantes desde el esbelto mstil sobre la estacin del gobierno en la
desembocadura del ro, contra un liso nebuloso cielo color acero y toda esa noche
una boya, ro afuera, gema y muga y la palmera fuera de la ventana golpeaba y
retumbaba y justo antes del alba, en una brusca rfaga, la cola del huracn
golpe. No el huracn (el huracn estaba galopando en el Golfo); slo la cola, un
golpe seco de la crin al pasar, levantando en la costa diez pies de turbia y amarilla
marea que no decay por veinte horas y corriendo ferozmente por entre la furiosa
palmera salvaje, que todava pareca seca en el techo de la celda, de suerte que en
toda esa segunda noche oy retumbar el oleaje contra el malecn en la
estruendosa oscuridad y tambin la boya carraspeante entre los puentes; hasta le
pareca or el rugido del agua manando al surgir con cada grito ahogado, mientras
arreciaba la lluvia, sobre la ciudad prxima con menos furia ahora al cruzar las
tierras bajas ante el viento del este. Se aquietara an ms, tierra adentro, se
volvera slo un brillante murmullo plateado de verano entre los pesados rboles
graves, sobre el csped cortado; deba ser cortado; as se lo imaginaba, sera
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parecido al parque donde l esperaba, quizs hasta con nios y nieras a veces, lo
mejor de lo mejor; habra pronto una lpida, en el tiempo preciso cuando lo
estipularan el decoro y la tierra restaurada sin decir nada; deba ser cortado y
verde y quieto, el cuerpo, su forma bajo la sbana rgida, achatado y pequeo,
movido en brazos de dos hombres, como sin peso, aunque lo tena, pero quieto y
paciente bajo el peso frreo de la tierra. Pero eso no puede ser todo, pens. No
puede. El gasto. No de carne, siempre hay bastante carne. Eso lo descubrieron hace
veinte aos manteniendo naciones y justificando lemas... si es que las naciones que
la carne mantuvo merecen ser mantenidas sin la carne. Pero la memoria. Sin duda
la memoria existe independiente de la carne. Pero eso era equivocado tambin.
Porque no sabra qu es memoria, pens. No sabra qu recordar. Tiene que ser la
vieja carne, la vieja frgil carne arrancable para que la memoria le haga cosquillas.
Esta segunda vez casi lo alcanz. Pero lo eludi. Pero l no se esforzaba; eso
no lo preocupaba; volvera cuando el tiempo madurase y estara a su lado. Una
noche le permitieron un bao, y un barbero (le haban sacado las hojas de afeitar)
vino temprano a la maana siguiente y lo afeit y con una camisa nueva y
esposado con un agente de un lado y con el defensor designado por la corte del
otro, atraves en el quieto sol matinal la calle donde la gente hombres paldicos
de los aserraderos de los pantanos y pescadores profesionales curtidos por el
viento y el sol se volvan para mirarlo, hacia el juzgado desde cuyo balcn ya
estaba gritando un ujier.
El juzgado era como la crcel, de dos pisos, del mismo estuco, con el mismo
olor a creosota y escupitajos de tabaco, pero no a vmitos, construido en un
terreno sin pasto, con media docena de palmeras y tambin con adelfas que
florecan rosadas y blancas sobre una baja masa espesa de alhucema.
Luego una entrada llena todava de sombras y con una frescura de stano, el
olor a tabaco ms fuerte, el aire lleno de un sonido humano continuo, que no era
exactamente lenguaje sino ese opaco zumbido que parece el autntico e insomne
murmullo incesante de poros activos. Subieron escaleras, una puerta; pas entre
bancos llenos de gente y de cabezas que se daban vuelta mientras la voz del ujier
segua clamando desde el balcn y se sent ante una mesa entre la gente y su
abogado y en seguida se puso de pie cuando el juez, sin toga, con un traje de hilo
y altos botines negros de viejo, entr con pasos decididos y rpidos y abri la
audiencia. Slo veintids minutos se requirieron para reunir el jurado, a pesar de
las recusaciones montonas de su abogado (un hombre joven con una redonda
cara de luna y ojos de miope detrs de los lentes, con un traje arrugado de brin);
slo veintids minutos, con el juez sentado en alto detrs de un escritorio de pino
imitacin caoba, y su cara no era cara de abogado sino de examinador de escuela
dominical metodista, de examinador que en los das hbiles era banquero y quizs
un buen banquero, un banquero listo, delgado, con peinado cabello y peinado
bigote y anticuados anteojos con armazn de oro.
Cul es la acusacin? dijo.
El escribiente la ley con una voz que pareca zumbar y dormirse entre el
palabreo redundante:
...contra la paz y dignidad del Estado de Misisip... homicidio...
Un hombre se levant en la otra punta de la mesa. Usaba un traje arrugado,
casi indecente, de hilo rayado. Era muy gordo y su cara era cara de abogado, una
hermosa cara, casi noble, hecha para las candilejas, forense, hbil, sagaz: el fiscal.
Creemos tener pruebas de asesinato, su seora.
152
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La causa est cerrada dijo. Pero si quiere hacer una declaracin, puede
hacerla.
Ahora no se oa sonido alguno, ni siquiera el alentar que Wilbourne oa, salvo
el propio y el del joven abogado junto a l, mientras Rittenmeyer se diriga al
banco de los testigos.
La causa est cerrada dijo el juez. El acusado est esperando la
sentencia. Haga desde ah su declaracin.
Rittenmeyer se detuvo. No miraba al juez, no miraba a ninguna parte, el
rostro sereno, impecable, atroz.
Quiero hacer una splica dijo.
Por un momento el juez no se movi, mirando a Rittenmeyer, el martillo
apretado en su puo como un sable, luego se inclin hacia adelante lentamente,
mirando a Rittenmeyer, y Wilbourne oy que comenzaba el largo alentar, la
acumulacin de asombro e incredulidad.
Usted qu? dijo el juez. Una qu? Una splica? Por este hombre?
Este hombre que voluntaria y deliberadamente hizo una operacin a su esposa,
que l saba que poda causarle la muerte y que la mat?
Y ahora el rugido, en olas, se renov; distingua los pasos y cada voz
individual de los que gritaban y los agentes del tribunal cargando contra el oleaje
como un equipo de ftbol; un remolino de furia y tumulto en tomo de la cara
quieta, inmvil y atroz sobre el suave bien cortado traje:
Ahrquenlos, ahrquenlos a los dos! Encirrenlos juntos! Que el hijo de
perra lo opere a l con el bistur!
Rugiendo sobre el pataleo y los gritos, declinando al fin, pero sin cesar del
todo, ahogado un rato ms all de las puertas cerradas, luego subiendo otra vez
desde afuera, el juez ahora de pie, los brazos afirmados en el estrado, apretando
an el martillo, la cabeza movindose y temblando, ahora de veras una cabeza de
viejo. Luego se ech atrs lentamente, la cabeza oscilando como los viejos. Pero la
voz del todo serena, fra.
Saquen del pueblo a ese hombre, bien custodiado. Que se vaya en seguida.
No creo que convenga que lo saquen ahora mismo, juez dijo el ujier.
Escchelos.
Pero nadie tena que escuchar para orlos, ya no histricos, sino indignados y
enojados.
No querrn colgarlos, pero quieren pegarles plumas con brea. Pero de todos
modos...
Est bien dijo el juez. Llvenlo a mi despacho. Tngalo ah hasta que
oscurezca. Hgalo salir del pueblo, despus. Caballeros del jurado, ustedes
encontrarn culpable al acusado por los cargos y darn su veredicto, que lleva
una sentencia a trabajos forzados en la Penitenciara del Estado de Parchmann
por un perodo no menor de cincuenta aos. Pueden retirarse...
Me parece que no es necesario, juez dijo el presidente. Me parece que
todos estamos...
El juez se fue encima, con temblorosa y flaca furia de viejo:
Pueden retirarse! Quieren que los acuse de desacato?
Desaparecieron por menos de dos minutos, apenas el tiempo necesario para
que el ujier cerrara y luego abriera la puerta. Desde afuera el ruido golpeaba,
arreciando y disminuyendo.
Esa tarde llovi otra vez, una brillante cortina de plata, que sali de ninguna
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parte, antes que se ocultara el sol, galopando como un potrillo suelto, yendo a
ninguna parte, luego, treinta minutos despus rugiendo de vuelta, brillante e
inofensiva en sus propias huellas humeantes. Pero cuando poco despus de
oscurecer, l hubo vuelto a su celda, el cielo estaba inefable y sin mancha sobre el
ltimo verde del crepsculo, arqueando la estrella de la tarde, la palmera apenas
susurrando tras los barrotes, los barrotes todava frescos a sus manos aunque el
agua, la lluvia, se haba evaporado haca tiempo. Comprendi lo que Rittenmeyer
quera decir y comprendi por qu. Oy los dos pares de pies otra vez, pero no se
volvi de la ventana hasta que la puerta se abri, golpe y se cerr y Rittenmeyer
entr y se qued un momento mirndolo. Luego sac algo del bolsillo y atraves la
celda, con la mano extendida.
Aqu tiene dijo.
Era una cajita de remedio sin rtulo. Contena una sola tableta blanca. Por
un momento Wilbourne la mir estpidamente, aunque slo por un momento.
Luego dijo tranquilamente:
Cianuro.
S dijo Rittenmeyer.
Se dio vuelta, ya se iba: el rostro sereno, atroz y firme, el hombre que siempre
ha procedido bien y que no tiene paz.
Pero yo no... dijo Wilbourne. Qu puede servir mi muerte...? Luego
crey entender. Dijo:
Espere...
Rittenmeyer lleg a la puerta y puso su mano en ella. A pesar de eso se
detuvo y mir atrs.
Es porque me he echado a perder. No pienso bien. Rpido.
El otro lo mir esperando.
Gracias. Gracias de veras. Quisiera estar seguro de que yo hubiera hecho lo
mismo por usted.
Entonces Rittenmeyer sacudi la puerta y volvi a mirar a Wilbourne el
rostro firme y recto y maldito para siempre. El carcelero apareci y abri la puerta.
No lo hago por usted dijo Rittenmeyer. Squese esa idea de la cabeza.
Luego sali, la puerta son; y no hubo un destello de comprensin, el proceso
fue demasiado quieto, hubo un dibujo enredado que se aclara. Por supuesto, pens
Wilbourne. Aquel ltimo da en Nueva Orlens. l se lo prometi. Dijo ella: No ese
bastardo chambn de Wilbourne, y l se lo prometi. Y as era. Eso era todo. La
cosa form un quieto dibujo y perdur lo bastante para que l lo viera, luego fluy,
se desvaneci, para siempre se fue de todo recuerdo, y slo qued la memoria,
para siempre e ineludible mientras hubiera carne que cosquillear. Y ahora estaba
por alcanzarlo, pensarlo en palabras, as que estaba bien ahora y volvi a la
ventana y agarrando la caja con cuidado y apretando la tableta en un papel de
cigarrillo doblado entre el pulgar y el ndice la redujo cuidadosamente a polvo en
uno de los barrotes ms bajos, recogiendo las sobras del polvo y limpiando el
barrote con el papel de cigarrillo, y vaci la caja en el suelo y con la suela de su
zapato la aplast en el polvo y en los viejos escupitajos y en la costra de creosota
hasta que desapareci por completo y quem el papel de cigarrillo y volvi a la
ventana. Ah estaba esperando, estaba bien; estaba al alcance de su mano cuando
llegara el momento. Ahora vea la luz en el casco de concreto, en la toldilla a babor
que desde muchas semanas l llamaba la cocina como si viviera ah, y ahora con
un susurro preliminar en la palmera la ligera brisa de la costa empez, trayendo el
155
olor de los pantanos y de los jazmines silvestres, soplando bajo el muriente ocaso
y el brillante lucero; lleg la noche. No era slo recuerdo. El recuerdo era apenas la
mitad de eso, no bastaba. Pero debe estar en alguna parte, pens. Ah est el
despojo. No yo. Al menos pienso que no quiero decir yo. Espero que no slo quiero
decir yo. Que sea cualquiera, recordando, rememorando, el cuerpo, las anchas
caderas y las manos que gustaban toquetear y hacer cosas. Pareca tan poco, tan
poco para necesitar, tan poco para pedir. Con todo el arrastrarse a la tumba, con
toda la arrugada y marchitada y derrotada adhesin no a la derrota sino a una
vieja costumbre; aceptando la derrota de que me permiten adherirme a la
costumbre, los pulmones asmticos, las penosas entraas incapaces de placer. Pero
despus de toda la memoria poda vivir en las viejas entraas jadeantes: y ahora la
tena a mano, irrefutable y clara, y serena, mientras la palmera golpeaba y
murmuraba, seca y salvaje, y dbil, y en la noche, pero l poda afrontar la
memoria, pensando: No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja
carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera juera de la carne no
sera memoria porque no sabra de qu se acuerda y as cuando ella dej de ser, la
mitad de la memoria dej de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejara de
ser. S, pens. Entre la pena y la nada elijo la pena.
156
EL VIEJO
1776.
La mula tiene ms sentido comn que cualquier cosa, salvo una rata dijo
el emisario con su agradable voz. Pero se no es el inconveniente.
Cul es el inconveniente? dijo el director.
Ese hombre est muerto.
Qu va a estar muerto dijo el emisario. Est all arriba, en ese galpn,
mintiendo como loco seguramente. Lo voy a llevar y puede verlo.
El director miraba al comisario, y dijo:
Mire, Bledsoc trataba de decirme algo de la pata de la mula Kate. Mejor es
que vaya al establo y...
Ya me encargu de eso dijo el comisario. Ni siquiera mir al director.
Miraba y conversaba con el emisario.
No, seor. No va...
Pero ha recibido la baja oficial como muerto. No el perdn ni la libertad
condicional: la baja.
Est muerto o libre. En cualquier caso no tiene nada que hacer aqu.
Ahora el director y el comisario miraron al otro, la boca del comisario se abri
un poco, mientras blanda el cigarro para morderle la punta. El emisario habl
agradablemente, con mucha claridad:
Segn un parte de defuncin remitido al gobernador por el director de la
penitenciara.
El comisario cerr la boca, sin hacer otro movimiento.
Segn la declaracin oficial del agente encargado en ese momento del cuidado
y devolucin del cuerpo del prisionero a la penitenciara.
Ahora el comisario se meti el cigarro en la boca y baj despacio del
escritorio, haciendo rodar el cigarro entre los labios mientras hablaba:
sa es la cosa. Yo tengo la culpa, no? se ri brevemente, una risa
escnica, dos notas. Cundo tres veces yo he tenido razn bajo tres gobiernos
distintos? Esto est en un libro en alguna parte. Alguien en Jackson puede
encontrar eso. Y si no pueden, yo puedo demostrar...
Tres gobiernos? dijo el emisario. Bueno, bueno. Es muy bonito.
Claro que es bonito dijo el comisario. Los bosques estn llenos de gente
que no la tienen.
El director miraba otra vez la nuca del comisario.
Mire dijo. Por qu no sube a mi casa y saca esa botella de whisky del
aparador y la trae?
Bueno dijo el comisario. Pero es mejor que primero arreglemos esto. Les
voy a decir lo que haremos...
Lo arreglaremos ms pronto con una o dos copas dijo el director. Lo
mejor es que suba a su casa y busque un saco para que la botella...
Eso tomar demasiado tiempo dijo el comisario. No necesito un saco.
Se dirigi a la puerta, donde se detuvo y se dio vuelta.
Le dir lo que podemos hacer. Llame doce hombres aqu y dgale que es un
jurado no ha visto ms que uno y no se dar cuenta... y vulvalo a juzgar por el
robo del tren. Hamp puede ser el juez.
No se puede juzgar dos veces a un hombre por el mismo crimen dijo el
emisario. Eso lo sabr aunque no sepa reconocer un jurado cuando lo est
viendo.
Mire... dijo el director.
Muy bien. Digamos que es otro robo de tren. Digamos que sucedi ayer,
158
digmosle que asalt otro tren mientras no estaba aqu y que se ha olvidado. Lo
hizo sin querer. Adems, no le importar. Lo mismo le da estar adentro que
afuera. Si estuviera afuera no sabra adonde ir. Ninguno de ellos sabe. Suelte a
cualquiera y en Navidad los tiene de vuelta como si fuera una reunin o algo as,
por cometer el mismo delito que cometieron antes otra risotada. Esos
penados...
Mire dijo el director. Mientras usted est ah, por qu no abre la
botella y ve si la bebida es buena? Tome un trago o dos. Dese tiempo para
saborearla. Si no es buena es intil traerla.
O. K.dijo el comisario. Esta vez sali.
No puede cerrar la puerta con llave? dijo el emisario.
El director se retorci apenas. Esto es, cambi de posicin en la silla.
Despus de todo tiene razn dijo. Ha acertado tres veces ahora. Y est
emparentado con todo el mundo en Pittman Country, salvo los negros.
Quiz podamos trabajar ms rpido entonces.
El emisario abri la gaveta y sac un legajo de papeles.
Entonces ya est dijo.
Qu est?
Se escap.
Pero volvi voluntariamente y se entreg.
Pero se escap.
Bueno dijo el director. Se escap. Entonces?
Ahora el emisario dijo:
Mire. Es decir... dijo, escuche.
Si hay alguna oportunidad de que a alguien se le ocurra abrir una
investigacin sobre esto, vendrn diez senadores y veinticinco representantes, tal
vez en un tren especial.
Muy difcil impedir que alguno vuelva a Jackson va Menfis o Nueva
Orlens.
Bueno dijo el director. Qu dice que hagamos?
Esto. El hombre sali de aqu a cargo de un agente determinado. Pero fue
entregado por otro.
Pero l se entre...
Esta vez el director se interrumpi por s solo. Mir, casi fijo, al emisario.
Bueno, siga.
A cargo especial de un agente determinado que volvi y notific que el
cuerpo del preso no estaba ya en su poder; que, en realidad, no saba dnde
estaba el preso. No es as?
El director no dijo nada.
No es as? dijo el emisario agradablemente, insistentemente.
Pero usted no puede hacerle eso. Le digo que es pariente de medio...
Hemos pensado en eso. El jefe le ha reservado un empleita en la patrulla de
carreteras.
Demonio dijo el director. No puede manejar una motocicleta. Yo no le
dejo manejar ni un camin.
No tendr que hacerlo. Seguramente un asombrado y agradecido Estado
puede suministrar al hombre que adivin tres veces seguidas quin ganara en las
elecciones generales de Misisip, un coche para andar y alguien para manejarlo si
es necesario. Ni siquiera tendr que estar en l todo el tiempo. Que est lo
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bastante cerca para que cuando un inspector vea el coche y pare y toque la
cometa pueda orlo y salir.
Todava no me gusta dijo el director.
A m tampoco. Su hombre nos hubiera ahorrado todo esto si se hubiera
ahogado, como les hizo creer a todos. Pero no lo hizo. Y el jefe dice que
procedamos as. Se le ocurre a usted algo mejor?
El director suspir.
No dijo.
Muy bien.
El emisario abri los papeles, destap la estilogrfica y empez a escribir.
Tentativa de fuga de la penitenciara, diez aos de condena adicional dijo. El
comisario Buckworth, transferido a la Patrulla de Carreteras. Si quiere diga que es
por mritos en el servicio. Lo mismo da. Listo?
Listo dijo el director.
Entonces puede mandarlo buscar. Acabemos. El director mand buscar
al penado alto y ste lleg, silencioso y grave, en su nuevo uniforme, las
mandbulas azules bajo la quemadura del sol, el pelo recin cortado y
cuidadosamente partido y oliendo vagamente a la pomada del barbero de la
prisin (el barbero estaba condenado a prisin perpetua por asesinato de su
mujer).
El director lo llam por su nombre.
Tiene mala suerte, verdad?
El penado no dijo nada.
Van a tener que aadir diez aos a su condena.
Est bien dijo el penado.
Mala suerte. Lo siento.
Est bien dijo el penado. Si sa es la ley.
As que lo condenaron a diez aos ms y el director le dio el cigarro y ahora
estaba, incrustado entre las dos cuchetas, el cigarro sin encender en la mano
mientras el penado gordo y otros cuatro lo escuchaban. O lo interrogaban, ms
bien, desde que todo estaba hecho, concluido ahora, y estaba sano y salvo otra
vez, y acaso no vala la pena hablar ms.
Est bien dijo el gordo. As que volviste al ro. Y despus?
Nada. Rem.
No era difcil remar contra la corriente?
El ro estaba crecido todava. Bastante correntoso. Durante una semana o
dos no anduve muy rpido. Despus fue mejorando.
Entonces de golpe y tranquilamente, algo la incomunicacin, la innata y
heredada repugnancia por la oratoria se disolvi y el hombre se encontr
escuchndose, contndolo tranquilamente, en palabras que no acudan rpidas,
pero s espontneamente a la lengua a medida que las necesitaba: Cmo haba
remado (descubri, ensayndolo, que poda andar con mayor rapidez, si eso se
poda llamar rapidez, cerca de la orilla esto despus de haber sido arrastrado
sbita y violentamente al medio del ro antes de poder evitarlo y encontrarse l y el
esquife, viajando de vuelta a la regin de la que acababa de huir y cmo pas
casi toda la maana volviendo contra la costa y remontando el canal otra vez del
cual haba salido al alba) hasta que vino la noche y se amarraron a la costa y
comieron algo de la comida que haba ocultado en su tricota antes de dejar el
arsenal en Nueva Orlens y la mujer y el nio durmieron en el bote como de
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costumbre y cuando vino el otro da siguieron y se amarraron otra vez esa noche y
al da siguiente la comida se acab y lleg a un desembarcadero, un pueblo no
se fij en el nombre y encontr trabajo. Era una granja de caa...
Caa? dijo otro de los penados. A quin se le ocurre plantar caas?
La caa se corta. En mis pagos haba que destruirla. La queman para librarse de
ella.
Era caa dulce dijo el penado alto.
Caa dulce dijo otro. Toda una granja de caa dulce.
Caa dulce? Qu hacen con eso?
El alto no lo saba. No lo haba preguntado, haba subido al terrapln y haba
un camin esperando lleno de negros y un blanco le dijo:
Diga. Puede conducir un arado?
Y el penado dijo:
S.
Y el hombre dijo:
Suba entonces.
Y el penado dijo:
Tengo una...
S dijo el gordo. Esto es lo que he estado tratando de preguntar. Qu
ha...
El rostro del penado alto era grave; su voz tranquila un poco fra.
Tenan carpas para albergar las gentes. Estaban detrs.
El gordo parpade.
Crean que era tu mujer?
No s. Creo que s.
El gordo parpade.
No era tu mujer, como quien dice?
El alto no contest. Despus de un momento levant el cigarro y pareci
examinar algo suelto de la envoltura, porque despus le pas la lengua
cuidadosamente cerca de la punta.
Bueno dijo el gordo. Y entonces...?
Trabaj ah cuatro das. No le gustaba. Quiz fue por eso que no se interes
mucho en lo que l crea que era caa dulce. As que cuando le dijeron que era
sbado y le pagaron y el blanco le cont de alguien que se iba a Bton Rouge al da
siguiente en una lancha a motor fue a ver al hombre y tom los seis dlares que
haba ganado, compr comida y at el esquife detrs de la lancha y se fue a Bton
Rouge. No tardaron mucho en llegar y aun despus que lleg la lancha a Bton
Rouge y que volvi a remar le pareci que el ro bajaba y que la corriente no era
tan fuerte, tan rpida, as que fueron bastante ligero amarrando el bote por la
noche entre los sauces, la mujer y el nio durmieron en el bote como antes. Luego
se volvi a acabar la comida. Esta vez era un muelle para lea, la lea apilada y
esperando, con un carro que estaba descargando, tirado por una yunta. Los
carreros le hablaron del aserradero y lo ayudaron a bajar el esquife por el
terrapln; queran dejarlo ah pero l no quiso y lo cargaron en el carro y l y la
mujer subieron al carro tambin y fueron al aserradero. Le dieron una pieza
amueblada en una casa y dos dlares al da. El trabajo era duro; le gustaba; se
qued ocho das.
Si te gustaba tanto, por qu te fuiste? pregunt el gordo.
El penado alto volvi a examinar el cigarro, volvindolo para que la luz cayera
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relmpagos un mes y tres semanas antes; lo mir sin entusiasmo y hasta sin
inters al proseguir la lancha. Pero empez a observar la ribera, el terrapln. No
saba cmo iba a conocerla pero saba que lo hara, y entonces era temprano en la
tarde y sin duda haba llegado el momento y dijo al propietario de la lancha:
Creo que aqu est bien.
Aqu? dijo el propietario. Esto no me parece ninguna parte.
Creo que es aqu dijo el penado. Entonces la lancha fonde, ces el
motor, empuj y atrac al terrapln y el propietario desat el esquife.
Sera mejor que me dejase llevarlo hasta algn puerto dijo. Eso es lo
que he prometido.
Creo que aqu est bien dijo el penado.
Entonces bajaron y l se qued con el sarmiento en la mano mientras la
lancha empez a zumbar de nuevo y zarp ya, dando vuelta; no la mir. Dej el
envoltorio y at el cable a una raz de sauce, recogi el envoltorio y se dio vuelta.
No dijo una palabra, subi al terrapln, atraves la marca, la lnea de la vieja
creciente ahora seca y surcada por playas y vacas grietas como tontos
deprecatorios gestos seniles, y entr en un bosquecillo de sauces y se quit el
overall y la camisa que le dieron en Nueva Orlens y los tir sin mirar siquiera
dnde haba cado y abri el envoltorio y sac la otra ropa, la conocida, la deseada,
un poco desteida, manchada y usada, pero limpia, reconocible, y se la puso y
volvi al esquife y empu el remo. La mujer ya estaba adentro.
El penado gordo sigui mirndolo.
As que has vuelto dijo. Bueno, bueno.
Ahora todos miraban al penado alto mientras morda cuidadosamente y con
entera deliberacin la punta del cigarro y la escupa, y alisaba y humedeca con la
lengua la punta mordida y sacaba el fsforo del bolsillo y lo examinaba por un
momento como para asegurarse que era bueno, digno del cigarro tal vez, y lo
raspaba en el trasero con la misma deliberacin un movimiento casi demasiado
lento para encenderlo, parecera y lo sostena hasta que ardi la llama clara y
limpia de azufre y luego la acercaba al cigarro. El gordo lo observaba, parpadeando
rpida y regularmente.
Y te han dado diez aos ms por disparar. Eso est mal. Un tipo puede
acostumbrarse a lo que le den al principio, por ms que sea, aunque sean ciento
noventa y nueve aos. Pero diez aos ms! Diez aos ms encima. Cuando uno
no los esperaba. Diez aos sin sociedad, sin compaa femenina.
Parpade fuerte el penado alto. Pero l (el alto) haba pensado en eso tambin.
Haba tenido una novia. Es decir, haba ido a coros en la iglesia y a picnics con
ella una muchacha que tendra un ao menos que l, de piernas cortas, con
pechos duros y la boca pesada y ojos opacos como uvas maduras, que tena una
lata de polvos de hornear casi llena de aros y broches y anillos comprados (o
regalados por indirectas) de tiendas de diez centavos. Le haba revelado su plan, y
a veces, despus meditando se le ocurri que si no hubiera sido por ella tal vez no
lo hubiera puesto en prctica esto era un mero sentimiento, no expresado en
palabras, como tampoco poda enunciar este otro: quien sabe qu apoteosis
tenebrosa de novia de Al Capone ella no habra soado, qu automvil veloz lleno
de autnticos vidrios de color y ametralladoras, con faros poderosos. Pero todo eso
haba pasado y concluido cuando la primera idea se le ocurri y en el tercer mes
de su encarcelamiento ella vino a verlo. Tena aros y una pulsera o dos que nunca
le haba visto antes y l no acab de comprender cmo haba hecho ese viaje tan
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largo, y llor violentamente los tres primeros minutos aunque despus (y sin que
l supiera exactamente cmo se separaron, o cmo ella trab relacin) la vio en
animada charla con uno de los guardianes. Pero lo bes antes de irse esa tarde y
dijo que volvera en la primera oportunidad, colgndosele, un poco sudada, oliendo
a perfume y a suave carne joven. Pero no volvi aunque l sigui escribindole y
siete meses despus tuvo contestacin. Era una tarjeta postal, una litografa en
colores de un hotel de Birmingham, con una X infantil, bien cargada de tinta
cruzando una de las ventanas, la gruesa escritura en el reverso, inclinada y como
de cartilla: Aqu estamos pasando nuestra Luna de Miel. Su amiga (Sra.) Vernon
Waldrip.
El penado gordo sigui parpadeando, fuerte y rpidamente.
S, seor dijo. Son esos diez aos ms los que duelen. Diez aos ms
sin una mujer, sin la mujer que un hombre necesita... Parpade fuerte y
rpidamente, observando al alto. El otro no se movi, incrustado entre las dos
cuchetas, grave y limpio, con el cigarro ardiendo lisa y ricamente en su limpia
mano firme, con el humo anillado ante la cara saturnina, grave y serena.
Diez aos ms...
Mujeres!... dijo el penado alto.
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Solapa de portada.
El ms intenso de los novelistas de nuestro tiempo es sin duda Faulkner. Las
pasiones y trabajos del hombre y los procedimientos de la novela le importan por
igual, y cada una de sus obras es un audaz experimento tcnico y un documento
trgico de casi intolerable violencia. En alguna de sus novelas vemos el argumento
a travs de los personajes que lo componen; en otra, se confunde o se invierte el
orden temporal y asistimos primero a una escena y luego a otra anterior que la
explica o la deforma. En Las Palmeras Salvajes hay dos argumentos distintos, que
no se encuentran pero que se algn modo se corresponden. El estilo es
apasionado, minucioso, alucinatorio.