Los Endemoniados Fyodor Dostoyevsky

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 1153

LOS

ENDEMONIADOS

Fiódor Dostoyevski

InfoLibros.org
SINOPSIS DE LOS ENDEMONIADOS

Los endemoniados, conocida también como Los demonios, es


una novela escrita por el autor ruso Fiódor Dostoyevski. Es
considerada una obra maestra del escritor tras su regreso del
exilio en Siberia, y representa una sátira política y social de la
sociedad zarista del siglo XIX.

La trama de la novela gira en torno al crimen del revolucionario


y nihilista Iván Ivanov a manos de su compañero Serguéi
Necháyev. La historia muestra cómo un grupo pequeño de
personas puede propiciar el caos en una ciudad y los motivos
por los cuales esta configuración social es posible.

Los endemoniados es un relato moral, pero también dotado de


complejidad y de un profundo análisis sobre lo más positivo y
negativo del alma humana. Para muchos, es una obra literaria
exquisita que trascendió su tiempo y con un significado
atemporal con respecto a la fe y el ateísmo.

Si deseas leer más acerca de esta obra puedes visitar el


siguiente enlace

Los endemoniados por Fiódor Dostoyevski en InfoLibros.org


Si deseas leer esta obra en otros idiomas, sólo tienes que
hacer clic sobre los enlaces correspondientes:

● Inglés InfoBooks.org: The devils author Fyodor Dostoyevsky

● Portugués InfoLivros.org: Os demonios autor Fyodor


Dostoyevsky

Si quieres leer y descargar más libros de Fyodor


Dostoyevsky en formato PDF te invitamos a que visites
está página:

● Libros de Fyodor Dostoyevsky en formato PDF en


InfoLibros.org

Si quieres acceder a nuestra biblioteca digital con más de


3.500 libros para leer y descargar gratis, te invitamos a
que visites está página:

● +3.500 libros gratis en formato PDF en InfoLibros.org


PRIMERA PARTE

COMO INTRODUCCIÓN: Algunos entretelones de la vida del


querido Stepan Trofimovich Verhovenski

Puestos a dar comienzo al relato de los recientes y muy


particulares sucesos ocurridos en nuestra ciudad —que hasta el
momento no ha recibido ni ha merecido el mote de notable—,
considero oportuno, por falta de pericia, retroceder hasta una
época algo anterior y aportar ciertos detalles biográficos a
propósito del querido e ingenioso Stepan Trofimovich
Verhovenski. Estos datos deben ser entendidos como una
introducción a la crónica que aquí se ofrece mientras queda
para más adelante la historia que me propongo referir.

Dicho sin rodeos: Stepan Trofimovich siempre había


desempeñado entre nosotros un rol en cierto modo especial y,
por así decirlo, cívico; rol que disfrutaba con pasión, hasta un
punto tal que me atrevo a decir que sin él no habría podido
vivir. No quiero decir con esto que fuera un histrión; Dios no lo
permita, ya que le tengo un gran respeto. Es posible que todo
sea cuestión de costumbre o, mejor dicho, de una propensión
suya, tan notable como pertinaz, a fantasear, desde la infancia
y con agrado, sobre lo bello y lo cívico de su posición. Por dar
un ejemplo, se vanagloriaba siempre de su condición de

4
«perseguido» y, si se permite la expresión, de «exiliado». Estas
dos palabritas encierran cierto fulgor clásico que lo había
deslumbrado de una vez para siempre y que, elevándolo
gradualmente en la opinión que de sí mismo tenía, terminó
ubicándolo en un pedestal tan alto como lisonjero para su
vanidad. Hay una escena en cierta novela satírica inglesa del
siglo pasado, en el que un tal Gulliver, que antes ha estado en el
país de los liliputienses donde los habitantes no pasaban de tres
pulgadas y media de altura, al volver a su tierra llegó a
considerarse como un gigante hasta el punto de que,
caminando por las calles de Londres, gritaba maquinalmente a
los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y
cuidasen de que no los atropellase, imaginándose que él seguía
siendo gigante y los otros liliputienses. Por eso se convirtió en el
hazmerreír y en objeto de tremendos improperios. Más de un
cochero zafio midió con su látigo las espaldas del gigante. ¿Eso
estaba bien? ¿Hasta qué extremos puede conducirnos la
costumbre? La costumbre llevó a un lugar similar al pobre
Stepan Trofimovich, pero de un modo más inocente e
inofensivo, si así cabe decirlo, porque se trataba de un buen
hombre.

Yo me inclino a creer que hacia el final todos y en todas partes


le olvidaron; y, sin embargo, no cabe decir que antes fuera
enteramente desconocido. No hay duda de que también él
compartió algún tiempo el glorioso ideal de algunos
prohombres de nuestra generación precedente y de que en

5
cierto momento —aunque sólo en un breve instante— muchos
irreflexivos de aquella época pronunciaban su nombre casi a la
par de los de Chaadayev, Belinski, Granovski y Herzen —éste
último acababa de irse a vivir al extranjero—. Ahora bien, la
actividad de Stepan Trofimovich concluyó casi en el minuto
mismo en que había empezado, como consecuencia, por así
decirlo, de un «torbellino de circunstancias coincidentes».
Bueno, ¿y qué? Pues que, como luego se vio, no solo no hubo
«torbellino» sino ni siquiera «circunstancias», al menos en esa
ocasión. Con gran asombro mío, pero de fuente absolutamente
fidedigna, supe hace días que Stepan Trofimovich no solo no
vivía entre nosotros, en nuestra provincia, en calidad de
exiliado, como solíamos creer, sino

que nunca estuvo vigilado. Después de esto, ¡júzguese de lo


vigorosa que es la propia fantasía! Durante toda su vida creyó
con sinceridad que era temido en ciertas esferas,
continuamente, que sin pausa se le seguían y contaban los
pasos, y que cada uno de los tres gobernadores que en nuestra
provincia se habían sucedido en los últimos veinte años ya traía
consigo, al llegar a ella para ocupar el cargo, cierta opinión
preconcebida respecto de él, sugerida «desde arriba» al dársele
posesión del gobierno. Si alguien hubiese asegurado entonces a
Stepan Trofimovich que nada tenía que temer, se habría
ofendido sin duda. Era, no obstante, hombre de aguda
inteligencia y dotes sobresalientes, hombre de ciencia, si cabe

6
definirlo así, aunque, bien mirado, en ciencia..., bueno, para
decirlo de una vez, en ciencia no había hecho gran cosa, y
según parece, nada en absoluto. Pero así sucede bastante a
menudo con los hombres de ciencia aquí en Rusia.

Regresó del extranjero y consiguió distinguirse como profesor


de una cátedra universitaria hacia fines de la década de los
cuarenta. No llegó a explicar más que unas pocas clases,
aparentemente sobre los árabes; pero alcanzó a defender una
brillante disertación sobre la creciente importancia civil y
hanseática de la ciudad alemana de Hanau entre los años 1413
y 1428, así como sobre los motivos oscuros y singulares de que
tal importancia no llegase a cuajar. La mentada disertación fue
un sutil y punzante ataque contra los eslavófilos de entonces,
entre los cuales se ganó al punto un sinfín de enemigos
acérrimos. Más tarde —después de perder la cátedra— logró
publicar (en cierto modo por venganza y para hacerles ver lo
que se habían perdido) en una revista progresista mensual, que
imprimía traducciones de Dickens y artículos de propaganda de
George Sand, el comienzo de un estudio sumamente profundo
sobre las causas, al parecer, de la insólita rectitud moral, o algo
por el estilo, de ciertos caballeros de no sé qué época. En fin,
que desarrollaba conceptos de alto vuelo y excelencia nada
común. Andando el tiempo se dijo que la continuación del
estudio había sido prohibida deprisa. Tal vez haya sido así y
también es posible que la revista misma hubiera sido
perseguida por haber publicado la primera mitad. Pensemos

7
que en aquellos tiempos todo era posible. Pero en el caso
presente lo más probable es que no fuese eso lo ocurrido, sino
que el autor mismo, por pura pereza, no llegara a concluir el
ensayo. Puso fin a sus lecciones de cátedra sobre los árabes
porque alguien (por lo visto uno de sus enemigos retrógrados)
había interceptado, no se sabe cómo, una carta a no se sabe
quién, en la que se exponían ciertas «circunstancias» en virtud
de las cuales alguna persona le pedía explicaciones. No sé si es
cierto, pero se afirmaba además que en Petersburgo había sido
descubierta por esas fechas una sociedad subversiva y
antigubernamental de gran alcance, compuesta de unas trece
personas, dispuesta a quebrantar los cimientos del Estado.
También se decía que habían proyectado traducir incluso las
obras del mismísimo Fourier. Sucedió que por aquel entonces
fue interceptado en Moscú un poema de Stepan Trofimovich,
escrito unos seis años antes en Berlín, en su primera juventud,
que circulaba manuscrito entre dos aficionados y un estudiante.
Ese poema lo tengo ahora en mi mesa. Lo recibí este año
pasado, manuscrito de puño y letra del propio Stepan
Trofimovich, con una dedicatoria suya y bellamente
encuadernado en marroquí rojo. Por lo demás, no carece de
lírica y hasta se vislumbra cierto talento; poema extraño, pero
entonces (a saber, en los años treinta) era parte del estilo. Me
resulta difícil explicar el argumento, porque, a decir verdad, no
lo comprendo. Se trata de una especie de alegoría en forma
lírico-dramática que recuerda la segunda parte de Fausto. La
escena se abre con un coro de mujeres,

8
al que sucede un coro de hombres, seguido a su vez de un coro
de cierta clase de espíritus y, al final, de todo un coro de almas
que no viven aún, pero que tienen ganas de vivir. Todos estos
coros cantan de algo indefinido, por lo general de la maldición
para algunas personas, pero con unos matices muy graciosos.
La escena cambia de pronto y se inicia un «Festival de la Vida»,
en el que hay hasta insectos que cantan, aparece una tortuga
con ciertas palabras sacramentales latinas y, si mal no
recuerdo, también canta sobre no sé qué un mineral, quiero
decir, algo aún enteramente inanimado. En general, todos
cantan a más y mejor, y si hablan es para injuriarse vagamente,
pero, repitámoslo, con cierto matiz de algo muy significativo.
Por último, la escena cambia una vez más: aparece un lugar
agreste y entre los riscos pasa corriendo un joven civilizado que
arranca y chupa unas hierbas y que preguntado por un hada
por qué chupa esas hierbas, responde que, sintiéndose
rebosante de vida, busca el olvido y lo encuentra chupando
esas hierbas, pero que su deseo principal es el de perder cuanto
antes la razón (tal vez también un deseo superfluo). Entonces
aparece de pronto un mancebo de belleza indescriptible
montado en un corcel negro y seguido de la imponente
muchedumbre de todos los pueblos. El mancebo representa la
Muerte y todos los pueblos van tras ella con ansia. Y, por último,
en la escena final surge la torre de Babel y unos a modo de
atletas que completan su arquitectura entre cantos de nueva

9
esperanza; y cuando la han terminado hasta la cúpula misma,
el señor (supongo que del Olimpo) se fuga de la manera más
ridícula y la humanidad, que adivina lo que pasa y ocupa su
puesto, inicia enseguida una nueva vida con una nueva mirada.
Ese poema también fue tildado de peligroso entonces. Yo
propuse el año pasado a Stepan Trofimovich que lo publicara,
dado que ahora sería considerado absolutamente inofensivo,
pero él rechazó la propuesta con evidente desagrado. La
opinión de que el poema era completamente inofensivo no le
gustó, y a ella achaco cierta frialdad que me mostró durante un
par de meses. Bueno, ¿y qué? Pues inopinadamente, y casi
cuando yo le proponía que lo publicase aquí, lo publicaron allá,
esto es, en el extranjero, en una de las colecciones
revolucionarias y sin decirle a Stepan Trofimovich. Tuvo miedo
al principio, fue muy asustado a encontrarse con el gobernador
y escribió a Petersburgo una carta dignísima de justificación
que me leyó dos veces, pero que no envió por no saber a quién
dirigirla. En resumen, que anduvo preocupado un mes entero;
pero yo estoy seguro de que en las recónditas entretelas de su
corazón se sentía extraordinariamente halagado. Casi dormía
con el ejemplar de la colección que se había procurado y de día
lo escondía bajo el colchón, sin permitir siquiera que la criada le
hiciese la cama; y que aunque de un día para otro esperaba la
llegada de un telegrama de Dios sabe dónde, miraba a todo el
mundo por encima del hombro. Ningún telegrama llegó. Se
amigó conmigo entonces y dejó demostrada su falta de rencor
y la bondad infinita que guardaba en su corazón.

10
2

No estoy diciendo que no sufriera. Sólo que ahora tengo la


plena seguridad de que hubiera podido seguir hablando de los
árabes cuanto hubiera querido a cambio de dar las
explicaciones necesarias. Pero entonces se subió a la parra y
con ligereza singular se persuadió de una vez para siempre de
que su carrera había sido desbaratada para toda la vida por «el
torbellino de las circunstancias». Pero, la verdad sea dicha, la
causa real de la interrupción de la carrera se encuentra en la
delicada propuesta, seguida antes y reiterada ahora, que le
hizo Varvara Petrovna Stavrogina, esposa de un teniente
general y conocida ricachona, de encargarse de la educación y
el desarrollo intelectual de su único hijo, en calidad de supremo
profesor y amigo y casi sin honorarios. Se lo había propuesto
primero en Berlín, para cuando Stepan Trofimovich había
enviudado por vez primera. Su primera mujer había sido una
muchacha frívola de nuestra provincia. Se habían casado muy
jóvenes; y, según parece, no lo había pasado bien con ella —
joven agraciada, por lo demás— por falta de medios para
mantenerla, amén de otros motivos algo delicados. Falleció en
París (estuvo los últimos tres años separada del marido), y le
dejó un hijo de cinco años, «fruto de un primer amor, gozoso y
aún limpio», como dijo el mismo Stepan Trofimovich en un
arranque de congoja. Al niño lo enviaron en seguida a Rusia,
donde se crió en lugar apartado bajo el cuidado de unas tías

11
lejanas. Stepan Trofimovich rehusó la propuesta hecha
entonces por Varvara Petrovna y volvió a casarse en seguida,
en menos de un año, con una berlinesa taciturna y, lo más
curioso, sin que mediara necesidad de hacerlo. Surgieron, sin
embargo, otros motivos para que renunciara a su puesto de
profesor. Lo subyugaba en esa época la fama clamorosa de un
profesor inolvidable, y él, a su vez, voló a la cátedra, para la que
se preparó con el fin de probar en ella sus propias alas de
águila. Y he aquí que, después de quemarse las alas, se acordó
naturalmente de la propuesta que una vez lo había hecho dudar
de aceptar o no. Con su segunda esposa no alcanzó a vivir un
año: ella murió de pronto, hecho que terminó de resolver la
cosa. Lo diré con elegancia: las cosas se resolvieron con viva
simpatía y gracias a la valiosa —clásica, podría decirse—
amistad que le profesó Varvara Petrovna, si es que así puede
hablarse de la amistad. Él se arrojó en brazos de tal amistad,
que se fue fortaleciendo durante más de veinte años. He usado
la expresión «se arrojó en brazos de tal amistad», pero Dios
perdone a quien piense en algo deshonesto o superfluo —esos
abrazos hay que entenderlos sólo en un sentido altamente
moral—. Un vínculo sumamente sutil y delicado unía a estos dos
notabilísimos seres —y los unía para siempre.

También aceptó el puesto de profesor porque la finca —muy


pequeña— que le había quedado en herencia de su primera
esposa estaba al lado de Skvoreshniki, magnífica hacienda
cercana a la ciudad que los Stavrogin tenían en nuestra

12
provincia. Así, pues, en el silencio del despacho y sin tareas
universitarias, cabía consagrarse al cultivo de la ciencia y
enriquecer el saber patrio con las más profundas
investigaciones. Esas investigaciones nunca se produjeron, pero
sí la posibilidad de considerarse el resto de su vida —más de
veinte años— como una especie de «reproche en persona» ante
la patria, según la expresión de un poeta popular:

Como reproche en persona te erguiste ante la patria,

..............................

¡oh, idealista liberal!

Tal vez la persona a quien se refiere el poeta popular tuviera


derecho a pretender estar, si así lo deseaba, con esa postura
erguida, por más aburrido que le resultara. Ahora bien, nuestro
Stepan Trofimovich no pasó de un imitador en comparación
con persona semejante; la postura erguida lo cansaba y se
acostaba a cada rato. Pero aun tirado, la personificación del
reproche se conservaba en posición yacente —hay que decirlo
en justicia— tanto más cuanto que ello bastaba a la sociedad
provinciana. ¡Si lo hubieran visto ustedes cuando se sentaba a
jugar a las cartas en el club! Su aspecto entero decía: «¡Cartas!
¡Me siento a jugar con ustedes a las cartas! ¿A esto he llegado?
¿Quién es el responsable de esto? ¿Quién ha destruido mi
carrera y la ha modificado en una partida de cartas? ¡Ah,

13
perezca Rusia!». Y con dignidad ganaba una mano con el as de
copas.

Y de veras que se desvivía por jugar a las cartas, lo que le


causó —y últimamente más que nunca— frecuentes y enojosas
escaramuzas con Varvara Petrovna, mayormente porque
perdía una vez y otra también. Pero quédese esto para más
tarde. Diré sólo que era un hombre escrupuloso (mejor dicho, de
vez en cuando) y que por ello se entristecía a menudo. Durante
los veinte años de amistad con Varvara Petrovna caía
regularmente tres o cuatro veces al año en lo que nosotros
solíamos denominar «melancolía cívica», o más sencillamente,
abatimiento, pero la frasecilla ésa agradaba a la muy
respetable Varvara Petrovna. Más adelante, además de caer en
esa melancolía, se zambulló en el champán, porque la vigilante
Varvara Petrovna lo protegió siempre de las tentaciones
vulgares. Y la verdad es que andaba necesitado de alguien que
lo protegiese, porque a veces se ponía muy raro: en medio de la
melancolía más refinada soltaba de pronto a reír del modo más
ordinario. A veces hasta empezaba a hablar de sí mismo en
tono zumbón. Ella era la mujer clásica, la mujer-Mecenas, que
obraba sólo guiada por los más altos pensamientos. Cardinal
fue la influencia que durante veinte años ejerció esta excelente
dama sobre su pobre amigo. A ella hay que consagrar un
comentario especial y a eso voy.

14
A veces existen unas amistades muy particulares en las que da
la impresión de que un amigo quiere devorar al otro y
viceversa, pasan así casi toda la vida y, sin embargo, nunca se
separan. Peor, la separación resulta inconcebible: el primero de
los amigos que se enfada y rompe el vínculo cae enfermo y
acaso muere cuando ello ocurre. Sé muy bien que algunas
veces, después de las más íntimas confidencias con Varvara
Petrovna, cuando ésta se retiraba, Stepan Trofimovich se
levantaba de un salto del diván y empezaba a dar puñetazos a
la pared.

Así como lo cuento, sucedía, hasta el punto de que una de esas


veces hizo saltar el estuco de la pared. Tal vez alguien quiera
saber cómo puedo conocer un detalle tan nimio. ¿Y qué, si yo
mismo fui testigo? ¿Y qué, si el propio Stepan Trofimovich lloró
más de una vez apoyado en mi hombro mientras describía en
vivos colores sus secretos? (¡Lo que no me contaría!). Pero he
aquí lo que pasaba casi siempre después de esos arrebatos: al
día siguiente estaba dispuesto a crucificarse a sí mismo por su
ingratitud. Me mandaba llamar aprisa y corriendo o venía
volando a verme con el solo fin de hacerme saber que Varvara
Petrovna era «un ángel de honorabilidad y delicadeza y él
justamente lo contrario». No sólo venía corriendo a verme, sino
que con frecuencia se lo decía a ella misma en cartas
elocuentes, con su firma y todo. Le confesaba que la víspera,
sin ir más lejos, había dicho a algún —pongamos por caso—
amigo que ella lo retenía por vanidad y lo envidiaba por su

15
sabiduría y talento; más aún, que lo odiaba y que no se atrevía
a manifestar abiertamente su odio por miedo a que él se fuera,
con lo que perjudicaría la reputación literaria de la dama; que
como consecuencia de esto se despreciaba a sí mismo y había
decidido darse muerte violenta y que esperaba de ella una
palabra final que lo resolviera todo, etc, etc, y así por el estilo.
Dicho lo cual, no resulta gran trabajo imaginarse hasta qué
punto de histeria llegaban a veces los ataques de este hombre,
el más inocente de todos los adolescentes de cincuenta años.
Yo mismo leí en cierta ocasión una de esas misivas, escrita a
raíz de un altercado entre ambos por un motivo baladí, pero
que fue envenenándose gradualmente. Quedé aterrado y le
supliqué que no enviase la carta.

—Imposible..., es más honorable..., el deber..., ¡me muero si no le


confieso todo, todo! —respondió casi enfebrecido. Y envió la
carta.

Allí estaba la diferencia entre ambos. Varvara Petrovna nunca


habría mandado carta semejante. Es cierto que a él le gustaba
con pasión escribir, que aunque vivía bajo el mismo techo que
ella le escribía, y en momentos de histeria hasta dos cartas al
día. Sé de buena fuente que ella leía las cartas con grandísima
atención, hasta cuando recibía dos al día, y después de leerlas
las encerraba en un cofrecillo especial pulcramente anotadas y
clasificadas; además, las apreciaba en alto grado. Luego, sin
responderle nada a su amigo en todo el día, volvía a reunirse
con él como si tal cosa, como si el día anterior no hubiera

16
ocurrido nada de particular. Con el tiempo llegó a domesticarlo
de tal modo que ni él mismo se atrevía a aludir a la víspera,
limitándose a mirar a su amiga fijamente durante algún tiempo.
Ella no olvidaba y él olvidaba a veces demasiado pronto, y
además, alentado por la calma que ella mostraba, volvía, a
veces el mismo día, a las risotadas y a los tumbos bajo los
efectos del champán si venían amigos de visita. ¡Con qué ojos
cargados de veneno lo miraba ella en tales ocasiones! Y él
seguía sin darse por aludido. Tal vez una semana más tarde, o
un mes, o a veces hasta seis meses, en un momento dado,
recordando de pronto alguna frase de la susodicha carta y
después la carta entera en todos sus

detalles, se sentía morir de vergüenza y su tormento llegaba a


producirle ataques de gastritis. Estos ataques, típicos en él,
eran a menudo la consecuencia natural de su tensión nerviosa y
un rasgo peculiar de su complexión física.

A decir verdad, lo probable es que Varvara Petrovna lo


aborreciera bastante a menudo. Él, sin embargo, nunca llegó a
percatarse de que había acabado por convertirse en hijo de
ella, en su creación, cabe decir que en su adquisición; que se
había hecho carne de su carne, y que no era sólo por

«envidia de su talento» por lo que ella lo mantenía consigo.


¡Cuán ofendida se habrá sentido! Ella encubría, por lo visto, un
amor intolerable por él, mezclado con odio continuo, celos y

17
desprecio. Lo resguardaba de todo grano de polvo, actuó como
su niñera durante veintidós años, y no habría pegado los ojos
noches enteras si hubiera creído que su fama de poeta, de
erudito y de prohombre público corría peligro. Era ella quien lo
había inventado y era la primera en creer su propia invención.
Era algo así como un sueño suyo. Pero a cambio de ello exigía
de él demasiado, a veces hasta esclavitud. Era rencorosa a más
no poder. A propósito de esto último voy a compartir aquí un
par de anécdotas.

Cuando los rumores de que se liberaría a los siervos


comenzaron a circular por Rusia, visitó a Varvara Petrovna un
barón que venía de Petersburgo, hombre muy relacionado en la
alta sociedad y muy cercano al gran acontecimiento. Varvara
Petrovna apreciaba mucho tales visitas, porque desde la
muerte de su marido sus contactos con la alta sociedad habían
ido languideciendo y habían acabado por interrumpirse por
completo. El barón estuvo tomando el té con ella. Estaban solos,
salvo por Stepan Trofimovich, a quien Varvara Petrovna había
invitado y deseaba exhibir. El barón ya había oído hablar algo
de él o fingió haber oído, pero durante el té habló poco con él.
Stepan Trofimovich quiso, por supuesto, quedar bien, amén de
que sus modales eran exquisitos. Aunque de familia no muy
encopetada, según parece, tuvo la suerte de criarse desde la
niñez en una casa humilde de Moscú y, por consiguiente, con

18
bastante esmero. Hablaba francés como un parisiense. De este
modo, el barón debió de comprender desde el primer momento
de qué clase de gente se rodeaba Varvara Petrovna aun en el
aislamiento de la provincia. Pero no fue así. Cuando el visitante
confirmaba sin reservas la absoluta autenticidad de los
primeros rumores que entonces empezaba a circular sobre la
gran reforma, Stepan Trofimovich no pudo contenerse, gritó de
pronto «¡Hurra!» e hizo con la mano un gesto de entusiasmo. No
fue un grito muy agudo ni careció de decoro. Tal vez el
entusiasmo fuese premeditado y el gesto ensayado ante el
espejo media hora antes del té; pero algo debió de fallarle,
porque el barón se permitió una ligera sonrisa aunque, al
momento y con exquisita cortesía, se puso a hablar de la
emoción general y natural que embargaba todos los corazones
rusos ante el magno acontecimiento. Poco después se despidió,
sin olvidar al marcharse alargar un par de dedos a Stepan
Trofimovich. De regreso a la sala, Varvara Petrovna se quedó
callada unos minutos como si buscara algo en la mesa hasta
que de pronto miró a Stepan Trofimovich, pálida y con ojos
centelleantes, y le dijo en voz baja:

—¡Nunca le perdonaré lo que ha hecho!

Al siguiente día se reunió con su amigo como si nada hubiera


pasado. Nunca aludió a lo ocurrido. Pero trece años después, en
un momento trágico, lo recordó y se lo reprochó de nuevo,
palideciendo como trece años antes cuando lo había dicho por
vez primera. Sólo dos veces en la vida le había dicho «¡Nunca le

19
perdonaré lo que ha hecho!». Lo del barón era ya la segunda;
pero la primera fue a su modo tan característica y vino, por lo
visto, a significar tanto en el destino de Stepan Trofimovich que
he decidido referirme a ella.

Ello sucedió en la primavera de 1855, en el mes de mayo,


justamente después de recibirse en Skvoreshniki la noticia del
fallecimiento del teniente general Stavrogin, viejo frívolo,
muerto de una afección al estómago cuando iba camino de
Crimea para incorporarse al servicio activo. Varvara Petrovna
quedó viuda y se puso de luto riguroso. Verdad es que no debió
de sentir mucho dolor porque, por incompatibilidad de
caracteres, llevaba cuatro años separada del marido, a quien
venía pasando una pensión (el teniente general contaba sólo
con centenar y medio de siervos y la paga militar, además de
una alta graduación y relaciones, porque todo el dinero, así
como Skvoreshniki, pertenecía a Varvara Petrovna, hija única
de un rentista riquísimo). Ello no obstante, quedó impresionada
con lo inesperado de la noticia y determinó vivir en completa
soledad. Ni que decir tiene que Stepan Trofimovich fue su
compañero inseparable.

Mayo estaba a pleno. Los atardeceres eran maravillosos.


Florecían los cerezos silvestres. Los dos amigos se reunían a
última hora de la tarde en el jardín y, sentados en el cenador
hasta entrada la noche, compartían sus ideas y pensamientos.
Había momentos poéticos. Afectada por el cambio de vida,

20
Varvara Petrova hablaba más que de ordinario. Parecía querer
apretarse contra el corazón de su amigo y así transcurrieron
varios días. De pronto se le ocurrió a Stepan Trofimovich un
pensamiento extraño: «¿No contaba con él la viuda
inconsolable y no esperaría de él una propuesta de matrimonio
al cabo del año de luto?». Era un pensamiento cínico, pero
cuando más excelso es un espíritu tanto más contribuye a la
preferencia por los pensamientos cínicos, tal vez sólo por las
múltiples posibilidades que ofrecen. Empezó a examinar el
asunto detenidamente y llegó a la conclusión de que así parecía
ser. Se decía «sí, es una hacienda enorme, pero...». En realidad,
Varvara Petrovna no tenía pizca de hermosa. Era alta, amarilla
de tez, huesuda, de rostro desmesuradamente largo con un no
sé qué caballuno. Stepan Trofimovich vacilaba cada día más, lo
atormentaba la duda y hasta lloró de indecisión un par de
veces (lloraba con bastante frecuencia). Sin embargo, a la
caída de la tarde, su semblante empezó a reflejar algo equívoco
e irónico, una pauta de coquetería al par que de altivez. Esto
sucede a menudo sin querer, involuntariamente, y es tanto más
perceptible cuanto más honrado es un hombre. Quién sabe
cómo juzgar el caso, pero lo más probable es que en el corazón
de Varvara Petrovna no hubiera nada que justificase las
sospechas de Stepan Trofimovich. Por otra parte, ella no habría
modificado el apellido Stavrogina por el de él, por muy famoso
que éste fuera. Tal vez todo se redujo a un pasatiempo de parte
de Varvara Petrovna, la revelación de una inconsciente
exigencia de mujer, muy natural en algunas circunstancias

21
excepcionales. Pero no puedo poner las manos en el fuego por
ello. Hasta hoy sigue siendo un misterio el corazón femenino.
Pero continúo con mi relato.

Es posible suponer que ella, más observadora y sagaz, adivinó


enseguida por detrás de la extraña expresión del semblante de
su amigo, que con frecuencia demostraba una inocencia
excesiva. No obstante, los encuentros vespertinos seguían su
curso acostumbrado y los coloquios eran igual de líricos e
interesantes. Ocurrió que en cierta ocasión, después de un
diálogo animado y poético, se separaron llegada la noche,
dándose un cordial apretón de manos a la puerta de la casita
en donde residía Stepan Trofimovich. Los veranos se instalaban
en esa dependencia, situada casi en el jardín de la enorme
mansión señorial de Skvoreshniki. Acababa de entrar en su
vivienda y, en desabrida meditación, se disponía a encender un
cigarro y, sin encenderlo aún, se había detenido vencido por el
cansancio, paralizado ante la ventana abierta, mirando las
nubes blancas y tenues como pulmón de ave que se desliza en
torno a la brillante luna. De pronto, un ligero susurro lo
sobresaltó. Allí estaba otra vez Varvara Petrovna, de quien se
había separado sólo cuatro minutos antes. El rostro amarillo de
la dama había tomado un matiz casi azulado y le temblaban las
comisuras de los labios apretados. Durante diez segundos por
lo menos le clavó la mirada, en silencio, con mirada dura e
implacable, y de pronto musitó con rapidez:

—¡Jamás le perdonaré lo que ha hecho!

22
Cuando transcurridos diez años de esta escena Stepan
Trofimovich me contaba su melancólica historia en voz baja y a
puerta cerrada, juraba que fue tal la impresión que aquello le
produjo que no vio ni oyó desaparecer a Varvara Petrovna.
Dado que más tarde ella no aludió jamás a lo ocurrido y las
cosas

siguieron como antes, llegó a pensar que todo había sido una
alucinación, un amago de dolencia, tanto más cuanto que esa
misma noche cayó en efecto enfermo y lo estuvo quince días, lo
que muy a propósito vino a interrumpir las entrevistas en el
cenador.

Pero lejos de pensar en una alucinación, todos los días de su


vida aguardó la continuación o, si se prefiere, el desenlace de
este acontecimiento. No creía que pudiese terminar así. Y si así
terminó, motivo tuvo para mirar de reojo a su amiga más de
una vez.

El traje que llevó siempre se lo había diseñado ella. Era elegante


y con estilo: levita negra de amplios faldones abrochada casi
hasta el cuello, pero que le sentaba muy bien; sombrero blando
(en verano de paja) de alas anchas; corbata blanca de batista
con nudo grueso y puntas colgantes; bastón con puño de plata;
y, como si esto fuera poco, cabello hasta los hombros. Era de

23
pelo castaño oscuro que sólo en los últimos años había
empezado a encanecer. Siempre afeitado por completo. Me han
dicho que cuando era joven era muy buen mozo, y según mi
opinión, aun en la vejez resultaba de veras impresionante.
¿Quién dice vejez a los cincuenta y tres años? Pero por cierta
coquetería de hombre público no sólo no presumía de joven,
sino que hasta hacía alarde de la solidez de sus años. Alto,
delgado, con su traje y el cabello hasta los hombros, se parecía
a un patriarca, o, mejor aún, al retrato del poeta Kukolnik,
litografiado allá por los años treinta con motivo de cierta
edición, sentado en un banco del jardín un día de verano, bajo
un lilo en flor, con las manos apoyadas en el bastón, un libro
abierto a su lado y entusiasmado poéticamente ante la puesta
de sol. En cuanto a libros diré que últimamente tenía la lectura
algo abandonada, pero sólo últimamente. Lo que leía sin
descanso eran periódicos y revistas, a los que en gran número
estaba suscripta Varvara Petrovna. Se interesaba también de
continuo por los éxitos de la literatura rusa, pero sin perder un
ápice de su dignidad. Hubo un momento en que estuvo a punto
de entusiasmarse por el estudio de nuestra alta política
contemporánea, de nuestros asuntos interiores y exteriores,
pero pronto abandonó la idea con un gesto de desdén. Ocurría
a veces que salía al jardín con un libro de Tocqueville y llevaba
oculto en el bolsillo otro de Paul de Dock. Pero esto no tiene
gran importancia.

24
Agregaré un paréntesis acerca del retrato de Kukolink. Varvara
Petrovna se encontró por primera vez con esa litografía cuando,
todavía muy joven, residía en un distinguido pensionado de
Moscú. Se enamoró del retrato en el acto, como es costumbre
entre jóvenes pensionistas, que se enamoran de lo primero que
se presenta y, en particular, de sus profesores, sobre todo de
los de caligrafía y dibujo. Pero lo curioso no es la manía de las
muchachas, sino que, ya en la cincuentena, Varvara Petrovna
conservaba aún esa litografía entre sus alhajas más preciadas,
de modo que tal vez por eso diseñó para Stepan Trofimovich un
traje algo semejante al del retrato. Pero, claro, esto también es
nimiedad.

En los primeros años, o, más precisamente en la primera mitad


de su residencia con Varvara Petrovna, Stepan Trofimovich
pensaba aún en alguna obra y todos los días se disponía
seriamente a escribirla. Pero hacia la segunda mitad pareció
olvidar hasta las cosas más sabidas. Con creciente frecuencia
nos decía: «Estoy, según creo, dispuesto para el trabajo, tengo
reunidos los materiales. No hago nada». Y bajaba la cabeza en
señal de gran preocupación. No hay duda de que esto lo
engrandecía ante nuestros ojos como un mártir de la ciencia,
pero él pensaba en otra cosa. «¡Me han olvidado; nadie me
necesita!», exclamaba más de una vez. Esta pronunciada
melancolía lo gobernó sobre todo al final de la década de los
cincuenta. Varvara Petrovna lo advirtió cuando el asunto ya era
grave. Además, no podía tolerar la idea de que su amigo

25
hubiera sido postergado y olvidado. Para conseguir distraerlo e
incluso hacer reverdecer sus laureles lo llevó entonces a Moscú,
donde ella contaba con algunas amistades entre eruditos y
hombres de letras; pero, por lo visto, la visita a Moscú tampoco
resultó satisfactoria.

Era aquélla una época singular. Despuntaba algo nuevo, algo


en nada análogo a la calma anterior, algo raro, perceptible por
doquier, incluso en Skvoreshniki. Circulaban rumores de toda
clase. Los hechos eran, por lo general, más o menos conocidos,
pero era evidente que iban acompañados de ciertas ideas y, lo
que era aún más significativo, en cantidad muy considerable.
Lo desconcertante era que no había medio de acomodarse a
esas ideas, de enterarse de en qué consistían precisamente.
Varvara Petrovna, por su condición de mujer, ansiaba averiguar
el secreto. Púsose a leer por su cuenta periódicos y revistas,
publicaciones extranjeras prohibidas, y hasta proclamas
revolucionarias que a la sazón empezaban a aparecer (pudo
agenciarse todo ello), pero sólo consiguió calentarse la cabeza.
Decidió entonces escribir cartas, pero recibió pocas respuestas.
Cuanto más tiempo pasaba, más incomprensible resultaba
todo ello. Invitó solamente a Stepan Trofimovich a que le
explicara

«todas esas ideas» de una vez para siempre, pero quedó muy
descontenta con sus explicaciones. La opinión de Stepan
Trofimovich sobre la totalidad del movimiento fue arrogante en

26
extremo: todo se reducía a que él había sido olvidado y a que
ya nadie lo necesitaba. Llegó por fin la hora de que hasta de él
se acordaban, primero en publicaciones extranjeras, como de
un mártir exiliado, y después en Petersburgo, como antigua
estrella de una constelación conocida. Llegaron a compararlo
con Radischev, vaya uno a saber por qué. Luego dijo alguien en
letras de molde que ya había muerto y prometió publicar su
necrología. Stepan Trofimovich resucitó al instante y levantó la
cresta. La altivez con que miraba a sus contemporáneos se
esfumó como por ensalmo y en su lugar surgió el ardiente afán
de sumarse al movimiento y patentizar sus fuerzas. Varvara
Petrovna recobró al punto su confianza y comenzó a trajinar sin
descanso. Quedó acordado que se trasladarían sin demora a
Petersburgo para ponerse al corriente de todo lo tocante al
movimiento, examinar las cosas personalmente y, de ser
posible, entrar en acción en cuerpo y alma, indivisiblemente.
Entre otras cosas, Varvara Petrovna se declaró dispuesta a
fundar su propia revista y consagrarle, desde luego, su vida
entera. Al ver hasta dónde iban las cosas, Stepan Trofimovich
se mostró aún más que arrogante y, ya en camino, empezó a
tratar a Varvara Petrovna casi con condescendencia, lo que ella
grabó en su corazón para no olvidarlo. Pero es el caso que ella
tenía otro motivo relevante para hacer el viaje, a saber: la
reanudación de relaciones con la alta sociedad. Era necesario,
en la medida de lo posible, hacerse recordar en el mundo, o al
menos intentarlo. El pretexto que venía a cuento era que el viaje

27
se haría por su necesidad de ver a su único hijo, que por
entonces terminaba sus estudios en el liceo de Petersburgo.

En Petersburgo pasaron todo el invierno. Pero al llegar la


Pascua de Resurrección todo se deshizo como una irisada
pompa de jabón. Los sueños se esfumaron y la confusión, lejos
de despejarse, se acentuó. Para empezar, las relaciones con la
alta sociedad no pasaron de mero conato, como mucho
digamos que fueron escasas y a costa de esfuerzos humillantes.
Ofendida, Varvara Petrovna se entregó de cuerpo y alma a las
«nuevas ideas» y abrió un salón. Hizo un llamamiento a los
literatos y acudió una muchedumbre de ellos. Luego acudieron
sin que nadie los llamara; unos traían a otros. Nunca había visto
ella a literatos como ésos. Eran increíblemente vanidosos, pero
a cara descubierta, como cumpliendo una obligación. Otros
(aunque no todos, ni mucho menos) llegaban borrachos, pero
como si reconocieran en ello un encanto singular descubierto
sólo la noche antes. Eran excesivamente orgullosos
absolutamente todos. En sus rostros se leía que acababan de
hallar algún secreto de fenomenal importancia. Reñían entre sí,
teniéndolo a mucha honra. Difícil era averiguar qué era
precisamente lo que escribían: había críticos, novelistas,
dramaturgos, satíricos, denunciadores de abusos. Stepan
Trofimovich consiguió ingresar en el más alto de sus círculos,
cabalmente en el que llevaba la dirección del movimiento. Se le

28
hizo muy difícil llegar a esas alturas, pero lo recibieron con
alborozo, aunque nadie, en realidad, sabía nada de él, ni había
oído decir nada de él, sino que «representaba una idea». Él se
las arregló para invitarlos, a pesar de sus aires olímpicos, al
salón de Varvara Petrovna un par de veces. Eran personas muy
serias y corteses, de porte muy decoroso. Los demás
visiblemente les tenían miedo, pero bien se notaba que no
tenían tiempo que perder. También se presentaron dos o tres
figuras literarias notables de años atrás que se hallaban por
casualidad en Petersburgo y con quienes Varvara Petrovna
mantenía desde hacía tiempo muy finas relaciones. Pero, con
asombro de la dama, a estas genuinas e indudables
notabilidades no les llegaba la camisa al cuerpo; algunas de
ellas no tenían reparo en hacer la rueda a esa nueva chusma y
adularla de manera vergonzosa. Al principio le fue bien a
Stepan Trofimovich; se adueñaron de él y empezaron a exhibirlo
en reuniones literarias públicas. La primera vez que subió a la
tribuna en uno de los recitales literarios para leer algo, fue una
ovación del público que duró unos cinco minutos. Nueve años
más tarde se acordaba de esta escena con lágrimas en los ojos,
aunque más por lo artístico de su pose que por su gratitud.
«¡Juro y apuesto —me confesó él mismo (pero sólo a mí y en
secreto)— que en todo ese público no había una sola persona
que supiera realmente de mí!». Confesión interesante, porque
bien se ve que el hombre tenía entendimiento agudo si en
aquella ocasión, en la tribuna, se dio tan clara cuenta de su
posición, a pesar del arrobamiento que debió de sentir; y, por

29
otra parte, bien se ve que carecía de entendimiento agudo:
años después no podía recordar estos hechos sin experimentar
un sentimiento de agravio. Le reclamaron que firmase dos o
tres protestas colectivas (sin que supiera contra qué se
protestaba) y firmó. A Varvara Petrovna también la conminaron
a firmar contra cierta «acción abominable», y ella también
firmó. Esto no quitaba que la mayoría de esa gente nueva que
visitaba a Varvara Petrovna se creyera obligada por algún
motivo a mirarla con desprecio y a reírse de ella en su
mismísima cara. Luego de unos años, me dio a entender Stepan
Trofimovich que ella le había tenido envidia desde entonces. La
dama sabía, por supuesto, que le era imposible alternar con
esas gentes, pero seguía recibiéndolas con ansia, con histérica
impaciencia femenina y —esto es lo principal— esperaba sacar
algún provecho de ello. En las

reuniones de su casa hablaba poco, aunque habría podido


hacerlo, pero prefería escuchar. Allí se charlaba de la abolición
de la censura y la reforma de la ortografía, de la sustitución del
alfabeto ruso por el latino, del destierro de Fulano de Tal
ocurrido el día antes, de algún escándalo en las galerías donde
estaban las tiendas de lujo, de la conveniencia de desmembrar
a Rusia en comarcas étnicas con libre organización federal, de
la abolición del ejército y la marina, de la reestructuración de
Polonia hasta el Dniéper, de la reforma agraria y propaganda
revolucionaria, de la abolición de la herencia, la familia, los hijos

30
y el clero, de los derechos de la mujer, de la casa de Krayevski,
cuya suntuosidad nunca se le perdonará a Krayevski, etc, etc.
Era evidente que en esa caterva había muchos pícaros, pero
también, sin duda, muchas personas honradas, más aún,
encantadoras, no obstante las sorprendentes diferencias de
carácter. Las honradas eran más incomprensibles que las
perversas y groseras, pero nadie sabía quién manipulaba a
quién. Cuando Varvara Petrovna declaró su intención de fundar
una revista, el número de visitantes aumentó, pero también es
cierto que al poco tiempo comenzaron a acusarla de capitalista
y explotadora del trabajo. El descaro de las acusaciones corría
parejo con lo inesperado de ellas. El anciano general Iván
Ivanovich Drozdov, antiguo amigo y compañero de servicio del
difunto general Stravrogin, hombre dignísimo (aunque a su
manera) y a quien todos conocíamos aquí, pero sobremanera
terco y atrabiliario, glotón consumado a quien espantaba el
ateísmo, riñó en una de las reuniones en casa de Varvara
Petrovna con un conocido joven. Éste, a la primera de cambio,
exclamó: «Por lo que dice, se ve que usted es general»,
queriendo significar que no había insulto mayor que ése. Iván
Ivanovich se encolerizó en grado sumo: «¡Sí, señor, soy general,
teniente general, y he servido a mi soberano, y tú eres un
mocoso y un ateo!». Se produjo un escándalo impresionante. Al
día siguiente apareció el suceso en letras de molde y se
procedió a la redacción de una queja colectiva contra la
«conducta abominable» de Varvara Petrovna por no haber
expulsado en el acto al general. Una revista ilustrada publicó

31
una caricatura en la que, junto a un maligno retrato satírico de
Varvara Petrovna, figuraban el general y Stepan Trofimovich
como tres amigos retrógrados. Acompañaban al dibujo unos
versos de un poeta popular, escritos ex profeso para tal
coyuntura. Yo añadiré por mi parte que hay, en efecto, muchas
personas en el generalato que tienen la ridícula costumbre de
decir:

«He servido a mi soberano...», esto es, como si no tuvieran el


mismo soberano que nosotros, simples súbditos, sino uno
especial para ellos.

Era, por supuesto, imposible continuar en Petersburgo, tanto


más cuanto que Stepan Trofimovich sufrió un descalabro final.
Sin poder contenerse, empezó a perorar sobre los derechos del
arte, con lo que la gente, por su parte, empezó a reírse más
ruidosamente de él. En su última conferencia decidió recurrir a
la oratoria cívica, creyendo tocar por este medio el corazón de
sus oyentes y contando con el respeto a su condición de
«perseguido». Se mostró desde luego conforme con la inutilidad
y comicidad de la palabra «patria» y con lo perjudicial de la
religión, pero afirmó enérgica y sonoramente que un par de
botas vale mucho menos que Pushkin, mucho menos. Lo
silbaron sin piedad, hasta el extremo de que allí mismo, ante el
público, sin bajar de la tribuna, rompió a llorar. «On m’a traité
comme un vieux bonnet de coton!», balbuceaba con desvarío.
Ella lo atendió toda la noche y hasta el amanecer estuvo

32
repitiendo en su oído: «Usted es útil todavía. Ya volverá a la
tribuna. Lo van a apreciar como se merece... en otro lugar».

A primera hora de la mañana siguiente se presentaron en casa


de Varvara Petrovna cinco literatos, tres de ellos enteramente
desconocidos y a quienes nunca había visto. Con semblante
severo le hicieron saber que habían estudiado el asunto de la
revista y llegado a un acuerdo. Por cierto Varvara Petrovna
nunca había encargado a nadie que estudiara ni acordara nada
acerca de su proyecto. El acuerdo consistía en que, una vez
fundada la revista, la señora se la entregaría a ellos con el
capital correspondiente, a título de libre asociación, y ella se
marcharía a Skvoreshniki, sin olvidarse de llevarse consigo a
Stepan Trofimovich, que «estaba pasado de moda». Por
delicadeza, convenían en reconocerle el derecho de propiedad y
en enviarle anualmente la sexta parte de los beneficios netos.
Lo más conmovedor de todo era que cuatro de los cinco
literatos no tenían probablemente interés mercenario en el
asunto y se aprestaban a la tarea sólo en nombre de la «causa
común».

—Nos fuimos como atontados —contaba Stepan Trofimovich—.


Yo no podía pensar en nada, y recuerdo que iba repitiendo unos
versos sin sentido al compás del traqueteo rítmico del vagón.
No sé qué diablos era, sólo que así fui hasta Moscú. No volví en
mí hasta llegar a Moscú, como si efectivamente fuera a
encontrar algo diferente allí. ¡Ay, amigos míos! —exclamaba a

33
veces, como inspirado, en nuestra presencia—. No pueden
figurarse la rabia y melancolía que se apodera del espíritu
cuando una idea grande, que uno viene venerando
solemnemente de antiguo, es arrebatada por unos necios y
difundida por esas calles entre otros imbéciles como ellos. Y
uno tropieza inopinadamente con ella en un baratillo, toda
desfigurada, cubierta de lodo, en ridículo atavío, de través, sin
proporción ni armonía, juguete de una chiquillería estúpida. ¡No,
no era así en nuestro tiempo! ¡No era a eso a lo que
aspirábamos! ¡No, no era eso, en absoluto! No reconozco nada...
Nuestro tiempo intentará una y otra vez apuntalar todo lo que
se bambolea. De lo contrario, ¿qué será del mundo?

Al poco tiempo de haber regresado de Petersburgo, Varvara


Petrovna decidió enviar a su amigo al extranjero «a descansar»,
ya que era evidente que necesitaba ausentarse por algún
tiempo. Stepan Trofimovich partió con gran alegría. «¡Voy a
resucitar allí! —decía a los cuatro vientos—. ¡Me podré
concentrar en mis estudios!». Pero ya en las primeras cartas que
envió desde Berlín empezó a entonar la canción de siempre:
«Tengo el corazón destrozado — escribió a Varvara Petrovna—.
No puedo olvidar nada. En Berlín todo me recuerda a mi
pasado, mis primeros entusiasmos, mis primeras penas. ¿Dónde
estará ella? ¿Dónde estarán las dos ahora? ¿Dónde, mis dos
ángeles que jamás merecí? ¿Dónde está mi hijo, mi hijo

34
idolatrado? ¿Dónde en fin, estoy yo, yo mismo, mi yo de antes,
fuerte como el arco cuando hoy día un Andreyev cualquiera, un
bufón barbudo y ortodoxo, peut briser mon existence en deux,
etc., etc.?». En cuanto al hijo, Stepan Trofimovich lo había visto
en total dos veces en su vida: la primera cuando nació, y la
segunda no hacía mucho en Petersburgo, donde el joven se
preparaba para ingresar en la Universidad. Como ya queda
apuntado, el muchacho se había criado desde su nacimiento en
casa de unas tías en la provincia de O* (a costa de Varvara
Petrovna), a setecientas verstas de Skvoreshniki. En cuanto a
Andreyev, era sencillamente un comerciante, nuestro tendero
local, un tipo raro, arqueólogo autodidacta, coleccionista
apasionado de antigüedades rusas, que a veces discutía con
Stepan Trofimovich por cuestiones de erudición y,
principalmente, por cuestiones de ideología. Este respetable
mercader, de barba gris y grandes anteojos de plata, debía aún
a Stepan Trofimovich cuatrocientos rublos por la tala de unas
hectáreas de arbolado en la finca de éste lindante con
Skvoreshniki. Aunque al enviar a su amigo a Berlín Varvara
Petrovna le había provisto generosamente de fondos, Stepan
había contado especialmente con esos cuatrocientos rublos
para el viaje, seguramente para sus gastos secretos, y estuvo a
punto de llorar cuando Andreyev le rogó que aguardara un mes,
prórroga a la que, de otro lado, tenía derecho, porque había
pagado los primeros plazos casi con medio año de antelación
para ayudar a Stepan Trofimovich, que entonces andaba
necesitado de dinero. Ávidamente leyó Varvara esta primera

35
carta y, después de subrayar con lápiz la frase «¿Dónde están
las dos ahora?», le puso un número y la metió en el cofre. Él, por
supuesto, se refería a sus dos mujeres difuntas. En la segunda
carta recibida de Berlín la canción se había modificado:
«Trabajo doce horas por día (“si al menos hubiera dicho once”,
protestó Varvara), hurgo en las bibliotecas, compulso datos,
tomo notas, corro de la ceca a la meca. He visitado a los
profesores. He vuelto a entablar relaciones con la excelente
familia Dundasov. ¡Qué encanto, incluso ahora, es Nadezhda
Nikolayevna! Le manda a usted saludos. Su joven marido y sus
tres sobrinos están todos en Berlín. Las noches las pasamos de
cháchara con la gente joven, hasta el alba; son casi noches
áticas, pero sólo por su belleza y refinamiento; todo se hace
como Dios manda: mucha música, motivos españoles,
rehabilitación de la humanidad entera, idea de la eterna
belleza, la madonna de la Capilla Sixtina, luz con estrías de
tiniebla, pero también manchas en el sol. ¡Oh, amiga mía! ¡Noble
y fiel amiga! Con el corazón estoy junto a usted, de una vez
para siempre, en tout pay y hasta dans le pays de Makar et de
ses Meaux, del que recordará usted que hablábamos
estremecidos en Petersburgo antes de la partida. Lo recuerdo
con una sonrisa. Aquí en el extranjero me siento a salvo,
sensación nueva, extraña, por vez primera al cabo de tantos
años...», etc., etc.

36
—¡Todas tonterías! —dijo Varvara guardando también esta
carta—.

¿Cuándo había escrito esto? ¿Bebido? ¿Y cómo se atreve esa


Dundasova a mandarme saludos? Bueno, que se divierta...

La frase «Dans le pays de Makar et de ses Meaux» quería decir


«A donde Makar no llevó nunca a sus carneros» (esto es,
Siberia). Stepan traducía a veces al francés, adrede y
tontamente, dichos y refranes rusos, aunque sin duda podía
entenderlos y traducirlos mejor; pero lo hacía por darse tono y
creyéndolo cosa de ingenio.

Pero no se divirtió mucho. Al cabo de cuatro meses no pudo


resistir más y volvió corriendo a Skvoreshniki. Sus últimas
cartas no fueron otra cosa que una efusión del más sentido
amor por la amiga ausente y llegaban literalmente
humedecidas por las lágrimas de la separación. Hay
personalidades tan caseras y apegadas al hogar como sólo
llegan a estarlo los perros caseros. Los amigos volvieron a
reunirse con entusiasmo. Al cabo de dos días todo volvió a ser
como antes, incluso más fastidioso que antes.

—Amigo mío —me dijo como quien guarda un secreto, unas


semanas más tarde—. Amigo mío, he descubierto... algo terrible
de mí: je suis un simple gorron et rien de plus! Mais r-r-rien de
plus!

37
A todo esto le siguió un lapso de prosperidad que se extendió
durante los últimos nueve años. Los arranques de histeria y
llanto, apoyado en mi hombro, que se sucedían a intervalos
regulares, no alteraron nuestro contento en lo más mínimo. Me
extraña que Stepan no engordara durante ese tiempo, pero sí
se le puso un poco colorada la nariz y aumentó su pachorra. Un
grupo de amigos que iba creciendo constituyó su apoyo. En
esos días poco a poco se fue apiñando en torno de él un
pequeño grupo de amigos. A Varvara, aunque apenas tenía
contacto con el grupo, la reconocíamos todos como nuestra
patrona. Después de la lección de Petersburgo vino a instalarse
definitivamente en nuestra ciudad, pasando el invierno en una
casa que en ella tenía y el verano en su finca de las cercanías.
Nunca logró tanto ascendiente e influencia en nuestra sociedad
como en los últimos siete años, esto es, hasta que fue
nombrado el que es ahora nuestro gobernador. El gobernador
anterior, el inolvidable y apacible Iván Osipovich, era pariente
cercano de ella y de ella había recibido en el pasado dádivas
considerables. Su esposa temblaba nada más que de pensar en
que no podría complacer en algo a Varvara, y la adoración de
la sociedad provinciana llegó al extremo de parecer
pecaminosa. Ello, por consiguiente, favoreció también a Stepan.
Era socio del club, perdía con dignidad a las cartas, y se hacía
merecedor de respeto, a pesar de que muchos lo consideraban
sólo «un erudito». Más adelante, cuando Varvara le permitió
vivir en otra casa, todos nos sentimos más libres. Nos
reuníamos con él un par de veces por semana y lo pasábamos

38
bien, sobre todo cuando no escatimaba el champán. El vino se
compraba en la tienda del susodicho Andreyev. La cuenta la
saldaba Varvara cada seis meses y el día del saldo era casi
siempre día de rabieta.

El más antiguo del grupo era Liputin, empleado de la


administración provincial, gran liberal, hombre maduro en años,
con fama de ateo en la ciudad. Estaba casado en segundas
nupcias con una joven bonita que le había aportado una dote.
Tenía además tres hijas crecidas. Educaba a toda la familia en
el encierro y el temor de Dios, era sobremanera avariento, y con
lo ahorrado del sueldo había comprado una casita y juntado
algún capital. Era hombre inquieto, no muy adelantado en su
carrera. En la ciudad se lo estimaba poco y no era recibido en la
mejor sociedad. Era, por añadidura, un chismoso impenitente,
castigado más de una vez, y castigado duramente, en una
ocasión por un militar y en otra por un terrateniente, respetable
padre de familia. Pero nosotros apreciábamos su agudo
ingenio, su curiosidad, su buen humor teñido de malicia.
Varvara no lo estimaba, pero él se las arreglaba para darle
gusto.

No era de su estima tampoco Shatov, que ingresó en el grupo


sólo este último año. Shatov había sido antes estudiante,
expulsado de la Universidad a raíz de ciertos disturbios. De niño
fue discípulo de Stepan. Había nacido siervo de Varvara, hijo de
su difunto ayuda de cámara Pavel Fiodorov, y la señora le
había dispensado su protección. No lo estimaba por su orgullo e

39
ingratitud, no podía perdonarle el que, al ser expulsado de la
Universidad, no acudiera inmediatamente a ella; peor aún, no
contestó siquiera a la carta que ella le escribió sobre el
particular, prefiriendo entrar al servicio de cierto comerciante
ilustrado como profesor de sus hijos. Con la familia del
comerciante hizo un viaje al extranjero, más como niñero que
como profesor, pero ya entonces con vivos deseos de ver
mundo. Para atender a los niños había también una institutriz
rusa, muchacha lista que había entrado en la casa poco antes
de la partida, dispuesta a trabajar por poco salario. Un par de
meses después el comerciante la despidió por «librepensadora».
Tras ella salió también Shatov y

se casaron al poco tiempo en Ginebra. Vivieron juntos unas tres


semanas, al cabo de las cuales se separaron como personas
libres, sin vínculo entre sí; y también, por supuesto, por falta de
medios. Durante algún tiempo anduvo Shatov vagabundeando
por Europa, viviendo Dios sabe cómo. Se decía que había
trabajado como limpiabotas callejero y como estibador en no
sé qué puerto. Por fin, hará cosa de un año recaló por aquí, su
nido natal, y fue a vivir con una tía anciana a la que dio
sepultura al cabo de un mes. Con su hermana Dasha, criada
también por Varvara, considerada por ésta como favorita y
tratada como una igual, Shatov sólo tenía relaciones ligeras e
infrecuentes. Entre nosotros se mostraba por lo común sombrío
y taciturno; pero de tarde en tarde, cuando le tocaban a las

40
ideas, montaba en cólera y revelaba una notable soltura de
lengua: «A Shatov hay que atarlo primero y discutir con él
después», dijo una vez en broma Stepan, pero a pesar de ello lo
estimaba. En el extranjero Shatov cambió radicalmente alguna
de sus antiguas ideas socialistas y pasó a tener otras
diametralmente opuestas. Era uno de esos rusos idealistas de
quienes se apodera de pronto una generosa idea que acaba
por esclavizarlos para siempre. Son incapaces de sobreponerse
a ella, la abrazan con pasión y pasan el resto de su vida como
en las últimas convulsiones bajo un peñasco que se ha
desplomado sobre ellos y los tiene medio aplastados. En su
aspecto físico, Shatov correspondía exactamente a sus
convicciones: era desmañado, velludo, rubio y crespo de
pelambre, corto de talla, ancho de hombros, grueso de labios,
hirsuto y blancuzco de cejas, fruncido de frente, hosco de
mirada, que tenía siempre baja como avergonzado de algo. Un
mechón nunca dócil al peine asomaba en punta entre sus
cabellos. Tendría veintisiete o veintiocho años. «No me choca
que le diera esquinazo su mujer», dijo en cierta ocasión Varvara
mirándolo fijamente. Hacía lo posible por vestir con decencia,
pese a su pobreza. Una vez más decidió rehuir la ayuda de
Varvara y se las arregló como pudo, trabajando para los
comerciantes. Una vez se colocó de dependiente en una tienda;
otra determinó ir como ayudante de un viajante de comercio en
un vapor fluvial, pero cayó enfermo en la víspera de la partida.
Era increíble su aguante para la pobreza; sencillamente había
dejado de pensar en ella. Cuando Varvara se enteró de su

41
enfermedad le mandó, en secreto y anónimamente, cien rublos.
Él, no obstante, adivinó el secreto, meditó el caso, aceptó el
dinero y fue a dar las gracias a su bienhechora. Ésta lo recibió
con simpatía, pero él la decepcionó: estuvo sólo cinco minutos,
sentado en silencio, con los ojos clavados en el suelo y
sonriendo estúpidamente. De improviso, sin escuchar hasta el
final lo que ella le decía, y en lo más entretenido de la
conversación, se levantó como aturdido, se inclinó un poco
torcidamente como si fuera chueco, tropezó en la mesa de
trabajo —cubierta de incrustaciones— de la señora, la
desbarató con estrépito, y salió más muerto que vivo. Liputin lo
colmó más tarde de reproches por no haber devuelto con
desprecio los cien rublos, donativo de su antigua y despótica
ama, y no sólo por haberlos aceptado, sino por haber ido
arrastrándose a dar las gracias. Shatov vivía solo, en un
extremo de la ciudad. No le gustaba que ninguno de nosotros
fuera a visitarlo. Asistía puntualmente a las reuniones
vespertinas en casa de Stepan y le pedía prestados libros y
periódicos.

También asistía a esas reuniones un joven de apellido Virginski,


funcionario local, que recordaba un poco a Shatov, aunque de
aspecto físico completamente diferente en todo respecto. Pero
él también era «hombre hogareño». Se trataba de un joven —
aunque, en realidad, había cumplido ya treinta años— parco de
palabras y digno de lástima, bien educado aunque

42
principalmente autodidacta. Era pobre, estaba casado,
trabajaba en la administración pública y mantenía una tía y una
cuñada. Su mujer, mejor dicho, las tres señoras, profesaban las
ideas más avanzadas, pero todo en ellas resultaba algo burdo,
«una idea con la que se tropieza en la calle», como dijo Stepan
alguna vez y con otro motivo. Lo sacaban todo de los libros, y al
primer rumor que llegaba de cualquier grupo progresista de
Petersburgo o Moscú estaban dispuestas a echarlo todo por la
ventana si así se lo aconsejaban. Madame Virginskaya
trabajaba de comadrona en nuestra ciudad. Antes de casarse
había vivido largo tiempo en Petersburgo. El propio Virginski
era hombre de insólita pureza de espíritu; raras veces he visto
un fervor emocional más acendrado. «Nunca, nunca
abandonaré estas luminosas esperanzas», decía siempre con
voz apagada, con dulzura, en un semimurmullo que parecía
sugerir un secreto. Era bastante alto, pero flaco y estrecho de
hombros, y de cabello muy ralo, de matiz rojizo. Recibía con
mansedumbre las burlas que, con tono de superioridad, hacía
Stepan de algunas de sus opiniones; a veces le objetaba con
mucha seriedad y a menudo lo dejaba aturdido. Stepan, que a
todos nos trataba con cierta paternidad, lo miraba también con
afecto.

—Todos ustedes son «los de medio pelo» —decía en broma a


Virginski—, todos los que son como usted, aunque en usted,
Virginski, no he notado la estrechez de miras que hallé en
Petersburgo chez ses séminaristes. No obstante, son ustedes

43
«los del medio pelo». Shatov bien quisiera ser «de pelo entero»,
pero él también es de «los de medio pelo».

—¿Y yo? —preguntó Liputin.

—Usted representa sólo el justo medio, que se encuentra a


gusto en todas partes..., a su manera.

Liputin se ofendió.

Se contaba de Virginski —y era, por desgracia, digno de


crédito— que su esposa, sin haber pasado un año de vivir con él
en coyunda legal, le anunció de repente que quedaba cesante y
que ella prefería a Lebiadkin. Este Lebiadkin, de paso en
nuestra ciudad, resultó después ser un sujeto muy sospechoso.
No era siquiera capitán ayudante, como se titulaba. Todo lo
que sabía era retorcerse el bigote, emborracharse y decir las
sandeces más desagradables que puede uno imaginarse. Con
una falta de delicadeza poco común, este hombre se instaló en
casa de los Virginski, contento de vivir a costa ajena; comía y
dormía allí, y acabó por tratar con altivez al dueño de casa. Se
aseguraba que, al declararle su mujer que quedaba cesante,
Virginski le contestó: «Querida, hasta ahora sólo te amaba;
ahora te respeto», pero, a decir verdad, parece que no fue
pronunciada tal frase, propia de un romano clásico; muy por el
contrario, se dice que rompió a llorar a lágrima viva. En otra
ocasión, unos quince días después de la cesantía, todos ellos,
«en familia», fueron, en compañía de unos amigos, a merendar
a un bosque de las afueras. Virginski se hallaba en un estado de

44
alegría febril, o algo semejante, y tomó parte en el baile; pero
de súbito, sin altercado previo de alguna clase, agarró del pelo
con ambas manos al gigante Lebiadkin, que estaba dando
zapatetas por su cuenta, lo obligó a agacharse y empezó a
arrastrarlo entre patadas, chillidos y lágrimas. El gigante estaba
tan acobardado que ni siquiera se defendía y guardó completo
silencio mientras lo arrastraban; pero más tarde, después del
arrastre, se defendió con todo el fervor que puede esperarse de
un hombre pagado de su honra. Virginski estuvo toda la noche
de rodillas pidiendo perdón a su mujer, pero su súplica no fue
atendida porque se negó a presentar excusas a Lebiadkin.

Fue acusado, además, por su corta imaginación y por su


notable estupidez, demostrada en el episodio en que se había
puesto de rodillas cierta vez para dar explicaciones a su mujer.
El capitán ayudante desapareció en un tris y no volvió a
aparecer en nuestra ciudad hasta hace poco, cuando llegó en
compañía de una hermana y con nuevos planes; pero de él se
hablará más adelante. Nada de extraño tiene que nuestro
«hombre hogareño» se desahogara con nosotros y hubiera
menester de nuestra compañía. De sus asuntos domésticos, sin
embargo, nunca hablaba en nuestra presencia. Sólo en una
ocasión, volviendo conmigo de visitar a Stepan, empezó a
aludir vagamente a su situación, pero, de pronto, agarrándome
del brazo exclamó con ardor:

45
—Eso no tiene importancia. No es más que un asunto privado
que de ninguna, repito, de ninguna manera afecta a la «causa
común».

Al grupo acudían también visitantes casuales: iba el judío


Liamshin, iba el capitán Kartuzov. Asistió durante algún tiempo
un anciano aficionado a hacer preguntas, pero murió. Liputin
trajo a un sacerdote polaco, un tal Sloczewski, que fue recibido
por una cuestión de principios pero con quien después de un
tiempo dejamos de tratarnos.

Hubo una época en la que cundió por la ciudad el rumor de que


nuestro grupo era un foco de librepensamiento, depravación y
ateísmo; y fue corriendo de boca en boca. Pero, la verdad, lo
que reinaba entre nosotros era una palabrería liberal muy
ingenua, amable y alegre, a la vez que muy rusa. El

«liberalismo de altura» y el «liberal de altura», el liberal sin


objeto de ninguna índole, son posibles únicamente en Rusia.
Como todo hombre de ingenio, Stepan necesitaba a alguien
dispuesto a escucharle y convencerlo de que cumplía con el
deber de propagar ideas. Necesitaba además, por supuesto, a
alguien con quien beber champán y con quien, entre trago y
trago, cambiar las consabidas impresiones halagüeñas sobre
Rusia y el «alma rusa», sobre Dios en general y el «Dios ruso» en
particular; y repetir por centésima vez esas historietas

46
escandalosas rusas que todos conocen y todos repiten.
Tampoco teníamos nada que objetar a los chismes que
circulaban por la ciudad, aunque de vez en cuando nos
permitiéramos los más severos juicios morales. Discurríamos
sobre cuestiones relativas a la humanidad en general;
meditábamos gravemente sobre el destino futuro de Europa y
del género humano; pronosticábamos dogmáticamente que,
después del cesarismo, Francia bajaría rápidamente al nivel de
una potencia de segundo orden y estábamos, en efecto,
convencidos de que ello podía suceder fácil y apresuradamente.
Al Papa, desde tiempo atrás, le habíamos profetizado el papel
de simple arzobispo en la unificación de Italia, y estábamos
plenamente persuadidos de que ese problema milenario
resultaba sólo trivial en nuestro siglo de humanitarismo,
industria y ferrocarriles. Pero, como es sabido, el

«liberalismo ruso de altura» ve las cosas un poco a la ligera.


Stepan hablaba a veces de arte, y muy bien por cierto, aunque
de un modo un tanto abstracto. Hacía mención de vez en
cuando de los amigos de su mocedad —todos ellos personajes
notables de la historia de nuestro progreso—; los recordaba con
ternura y veneración, pero también con algo así como envidia.

Si la reunión resulta aburrida, el judío Liamshin (empleado de


correos de poca categoría), cumplido pianista, se sentaba a
tocar y, entre pieza y pieza, hacía imitaciones del cerdo, de una
tormenta, de un parto en el primer grito de recién nacido, etc.,
etc. Sólo para eso se lo invitaba. Si se había bebido mucho — y

47
ello ocurría, aunque no a menudo— el entusiasmo se adueñaba
de nosotros, y hasta llegó a suceder que en una ocasión
cantásemos La Marsellesa acompañados al piano por Liamshin,
aunque no sé si resultó bien. El gran día del 19 de febrero, el de
la emancipación de los siervos, lo recibimos con júbilo y mucho
antes de su llegada empezamos a brindar por él. De esto hace
ya mucho tiempo, cuando aún no había venido Shatovni
Virginski, y cuando Stepan vivía en casa de Varvara. Algún
tiempo atrás, antes del gran día, Stepan tomó la costumbre de
murmurar para sus adentros unos versos tan conocidos como
inapropiados, escritos acaso por algún liberal de vieja cepa:

Van los campesinos con hachas en la mano, Algo tremebundo


sin duda pasará.

O algo así, según parece; no recuerdo exactamente. Varvara lo


oyó una vez y exclamó: «¡tonterías, tonterías!», y se largó
furiosa. Liputin, que por casualidad estaba presente, dijo con
sarcasmo a Stepan:

—Sería una lástima que los antiguos siervos dieran un disgusto


a los señores propietarios a la hora del triunfo.

Y se pasó la punta del dedo índice por el cuello.

48
—Cher ami —apuntó Stepan con dignidad—, créame que eso —
y repitió el gesto del dedo índice en el cuello— no será de
ninguna utilidad a nuestros terratenientes ni, en general, a
ninguno de nosotros. Sin cabeza no podremos construir nada,
aun teniendo presente que son nuestras cabezas las que por lo
común nos impiden comprender las cosas.

Debo señalar que en la ciudad muchos sospechaban que el día


de la proclamación ocurriría algo inaudito, por el estilo de lo
que vaticinaba Liputin; y eran, dicho sea de paso, los que se
consideraban peritos en asuntos del campesinado y del Estado.
Por lo visto, también Stepan compartía esa sospecha, hasta el
punto de que casi en vísperas del gran día empezó a pedir
permiso a Varvara para ir al extranjero; en suma, empezó a
intranquilizarse. Pero pasó el gran día, pasó algún tiempo más,
y una sonrisa altiva apareció de nuevo en los labios de Stepan.
Ante nosotros expuso algunas ideas capitales sobre el carácter
del hombre ruso en general y del campesinado ruso en
particular.

—Como gente apresurada que somos, hemos obrado con


demasiada prisa en lo que respecta a nuestro campesinado —
dijo, terminando con este aluvión de grandes ideas—; lo
pusimos de moda y, desde hace algunos años, todo un sector
literario lo trata como si fuera una piedra preciosa. Hemos
coronado de laurel cabezas piojosas. En mil años la aldea rusa
no nos ha dado más que la danza de Komarinski. Un conocido
poeta ruso, nada falto de ingenio, viendo por vez primera en

49
escena a la famosa Rachel, dijo, exaltado: «¡No cambio a
Rachel por un campesino ruso!». Yo estoy dispuesto a ir más
lejos. Yo daría y cambiaría a cada uno y todos los campesinos
rusos por una sola Rachel. Ya es hora de ver las cosas
sobriamente y de no confundir el alquitrán de nuestra
tierra con bouquet de l’impératrice.

Liputin asintió al instante, pero hizo notar con hipocresía que


elogiar a los campesinos había sido un modo de proceder
indispensable a la buena marcha del movimiento; que incluso
las damas de la alta sociedad habían llorado emocionadas ante
la novela de Grigorovich El desgraciado Antón y que algunas de
ellas habían escrito a sus administradores desde París
recomendando que en adelante trataran a los campesinos con
la mayor humanidad posible.

Como a propósito, después de los rumores sobre el caso de


Antón Petrov, sucedió que en nuestra provincia, y a sólo quince
verstas de Skvoreshniki, hubo un alboroto, y en la agitación del
momento fue enviado allá un pelotón de soldados. Esta vez la
alarma de Stepan fue tan grande que hasta a nosotros nos
asustó. Dijo a gritos en el club que hacían falta más soldados y
que debían ser llamados de otro distrito por telégrafo; corrió a
ver al gobernador para asegurarle que él no se había metido en
nada; pidió que no se le implicara por lo de antaño en el asunto
de ahora; y propuso escribir en el acto a quien fuera menester
en Petersburgo dando explicaciones. Por fortuna, todo ello pasó

50
y quedó en nada, pero confieso que me maravilló entonces la
conducta de Stepan.

Tres años más tarde, como es notorio, se empezó a hablar de


nacionalismo y surgió la «opinión pública». Stepan se reía
mucho.

—Amigos míos —nos aleccionaba—, nuestro nacionalismo, si


efectivamente ha nacido, como ahora aseguran por ahí los
periódicos, está todavía en la escuela, en alguna Peterschule
alemana, con un manual alemán delante, repitiendo su eterna
lección alemana; y el maestro alemán lo pone de rodillas
cuando le place. Para el maestro alemán no tengo sino
alabanzas. Pero es casi seguro que no ha sucedido nada ni ha
nacido nada, y que todo sigue como antes, es decir, como Dios
quiere. A mi modo de ver, eso es bastante para

Rusia, pour nôtre sainte Russie. Además, todos esos


paneslavismos y nacionalismos..., todo eso es demasiado viejo
para ser nuevo. Entre nosotros, el nacionalismo, con permiso de
ustedes, no ha existido nunca sino en forma de pasatiempo de
club de postín, mejor aún, de club moscovita. No hablo, por
supuesto, de los tiempos del príncipe Igor. Bien mirado, todo
resulta de la ociosidad. Aquí todo resulta de la ociosidad, lo
bueno tanto como lo bello. Todo resulta de nuestra sociedad
aristocrática, amable, culta y antojadiza. Vengo repitiéndolo

51
desde hace treinta mil años. No sabemos vivir de nuestro
trabajo.

¿Y qué es eso de armar barullo con esa opinión pública que ha


«surgido» ahora, así de repente, en un santiamén, como algo
llovido del cielo? ¿Es que no se dan cuenta de que para tener
opinión se necesita ante todo trabajar, el trabajo propio, la
propia iniciativa, la propia experiencia? Nada se obtiene de
balde. Trabajemos y tendremos opinión propia. Pero como no
trabajaremos nunca, quienes tendrán opinión serán los que
hasta ahora vienen trabajando en nuestro lugar, esto es, toda
esa Europa, todos esos alemanes, nuestros maestros de
doscientos años a esta parte. Encima de todo, Rusia es un
problema demasiado confuso para que podamos resolverlo
nosotros solos, sin alemanes y sin trabajo.

¡Ya son veinte años los que llevo tocando a rebato y llamando
al trabajo! ¡He consagrado mi vida a ese llamamiento y, como
loco que soy, tenía fe! Ahora ya no lo tengo, pero sigo tocando
a rebato y tocaré hasta el fin, hasta la tumba. Seguiré tirando
de la cuerda hasta que doblen las campanas por mi funeral.

¡Ay! Nos limitábamos a hacer coro. Aplaudíamos a nuestro


maestro, ¡y con qué fervor! Bueno, señores, ¿acaso no se oyen
ahora, y con frecuencia a veces, esas mismas majaderías, tan
«agradables», tan «ingeniosas», tan «liberales» y tan
sempiternamente rusas?

Nuestro maestro creía en Dios.

52
—No entiendo por qué todos me toman aquí por ateo —decía
alguna vez—. Creo en Dios, mais distinguons, creo en Él como
en un ser consciente de sí mismo sólo en mí. Yo no puedo creer
a la manera de mi criada Natasya, ni a la de un buen señor que
cree «por si las moscas», o como cree el bueno de Shatov...,
pero, no, Shatov no entra en la cuenta. Shatov cree a la fuerza,
como un defensor de la esclavitud de Moscú. En lo tocante al
cristianismo, no obstante mi sincero respeto por él, no soy
cristiano. Soy más bien un pagano de antaño, como el gran
Goethe, o como un griego antiguo. Por otra parte está el hecho
de que el cristianismo no ha comprendido a la mujer, cosa que
George Sand ha demostrado magistralmente en una de sus
novelas geniales. En cuanto al culto, los ayunos y todo lo
demás, no entiendo a quién puede importarle lo que hago. A
pesar de las maquinaciones de nuestros soplones locales, no
aspiro a ser jesuita. En 1847 Belinski mandó a Gogol desde el
extranjero aquella famosa carta en la que le reprochaba
vivamente creer «en cierta especie de Dios». Entre nous soit dit,
no puedo imaginar nada más cómico que el momento en que
Gogol (¡el Gogol de entonces!) leyó esa frase... y toda la carta.
Pero, risas aparte, y puesto que estoy de acuerdo con lo
esencial del caso, diré y probaré que esos eran hombres. Sabían
amar a su pueblo, sabían sufrir por él, sabían sacrificarlo todo
por él, y sabían al mismo tiempo mantener la distancia cuando
era menester, sin cortejar sus favores en ciertas materias.
¿Cómo podía Belinski buscar la salvación en el aceite de
Cuaresma o en los rábanos con guisantes?

53
Ahí saltó Shatov.

—Los hombres que menciona jamás amaron al pueblo, ni


sufrieron por él, ni le sacrificaron cosa alguna, aunque así lo
imaginasen para su propia

tranquilidad de ánimo —murmuró sombríamente, bajando los


ojos y removiéndose con impaciencia en la silla.

—¿Cómo que no amaban al pueblo? —vociferó Stepan—. ¡Oh,


cómo amaban a Rusia!

—¡Ni a Rusia ni al pueblo! —gritó también Shatov con ojos


chispeantes—.

¡Es imposible amar lo que no se conoce, y ellos no sabían ni jota


del pueblo ruso! Todos ellos, sin exceptuar a usted, hacían la
vista gorda en todo lo tocante al pueblo ruso. Y sobre todo
Belinski; su misma carta a Gogol lo demuestra. Belinski, como
«el curioso» de la fábula de Krylov, no vio al elefante en el
museo y se fijó únicamente en los insectos socialistas franceses.
De ahí no pasó. Y eso que era tal vez el más inteligente de
todos ustedes. A ustedes no les bastó con dar esquinazo al
pueblo; ustedes lo trataron con repugnante desprecio; y sólo
porque entendían por pueblo únicamente al francés, mejor
dicho, el parisiense, y les daba vergüenza que el pueblo ruso no
fuera como él. ¡Eso es así! ¡Y quien no tiene pueblo, no tiene
Dios! Que quede claro que aquellos que se alejan de su pueblo

54
también se alejan de la fe paterna y acaban siendo ateos o
indiferentes.

¡Digo la verdad! Está demostrado. ¡Es la razón por la cual todos


ustedes, y ahora todos nosotros, somos viles ateos o simple
canalla depravada y escéptica! ¡Usted también, Stepan! ¡Sepa
usted que no lo excluyo y que lo que he dicho lo he dicho por
usted!

De ordinario, tras monólogo semejante (y ello acontecía a


menudo), Shatov cogía la gorra y se lanzaba a la puerta,
plenamente convencido de que todo había concluido y de que
había roto para siempre sus relaciones amistosas con Stepan.
Pero éste lograba detenerlo a tiempo.

—Pero, Shatov, ¿no vamos a hacer las paces después de esta


amable discusión? —proponía alargándole la mano desde el
sillón.

El desmañado y tímido Shatov no reaccionaba ante blanduras.


Su tosquedad de aspecto ocultaba, al parecer, gran delicadeza
de espíritu, y aunque a veces se pasaba de la raya, era el
primero en sufrir las consecuencias. Murmurando algo entre
dientes en respuesta al ruego de Stepan y arrastrando los pies
como un oso, se sonreía levemente, inesperadamente, se
quitaba la gorra y volvía a su silla y a clavar de nuevo los ojos
en tierra. Debo acotar que en esas veladas aparecía entonces el
vino ante el cual siempre Stepan proponía un brindis acorde

55
con las circunstancias, por ejemplo, a la memoria de alguno de
los prohombres de antaño.

SEGUNDO CAPÍTULO: El Príncipe Harry. La casamentera

Varvara estaba tan ligada a Stepan como a otra persona en


este mundo: su único hijo, Nikolai Vsevolodovich Stavrogin. Fue
para éste para quien Stepan fue invitado como profesor. El
muchacho tenía entonces ocho años, y el irresponsable de su
padre, el general Stavrogin, vivía ya entonces separado de la
madre, de modo que el chico se crió enteramente bajo el
cuidado de ésta. Hay que ser justo con Stepan: supo ganarse la
adhesión de su discípulo. Y el secreto estaba en que él era
también un niño. Hasta el momento yo no había hecho mi
entrada en escena y él necesitaba en todo momento un amigo
de verdad. No dudó entonces en convertirse en amigo en
cuanto la criatura hubo crecido un poco. No había diferencia
entre ellos. Más de una vez durante la noche despertaba a su
amiguito de diez u once años con el solo objeto de desahogar
con él sus sentimientos lastimados o revelarle algún secreto
doméstico, sin parar mientes en que no debía ser tal cosa. Se
abrazaban y lloraban. El muchacho sabía que su madre lo
quería mucho, pero él no la quería tanto a ella. Ella hablaba
poco con él y raras veces lo estorbaba en lo que hacía, pero lo

56
seguía fijamente con la mirada, lo que producía en el chico una
sensación de malestar. Ahora bien, en todo lo concerniente a la
educación de éste y a su desarrollo moral la madre lo confiaba
plenamente en Stepan, en quien aún creía a pies juntillas. Es
inevitable pensar que el pedagogo afectó en alguna medida el
sistema nervioso de su discípulo. Cuando al cumplir los dieciséis
años lo llevaron al liceo era un chico pálido y endeble,
excesivamente callado y abstraído (más adelante se destacó
por su extraordinaria fuerza física). Cabe suponer, asimismo,
que los amigos lloraban en la noche, abrazados, y no sólo por
causa de alguna desavenencia doméstica. Stepan supo pulsar
las más recónditas fibras del corazón de su amigo y despertar
en él un temprano, y aun indefinido, sentimiento de ese eterno y
sagrado anhelo que, una vez gustado y conocido, los espíritus
selectos jamás cambiarán por una satisfacción vulgar. (Hay
también los que dan a ese anhelo un valor superior al de una
satisfacción completa, suponiendo que ésta fuera posible).
Pero, en todo caso, fue conveniente que maestro y discípulo
acabaran por separarse aunque no lo bastante pronto.

En sus dos primeros años de liceo el joven volvió a casa de


vacaciones. Cuando Varvara y Stepan estuvieron en
Petersburgo asistió algunas veces a las tertulias literarias de su
madre, y en ellas escuchaba y observaba. Hablaba poco y
seguía siendo silencioso y reservado. Trataba a Stepan con la
cariñosa consideración de antes, pero ahora con un poco de
encogimiento: estaba claro que rehuía hablar con él de temas

57
edificantes y de recuerdos del pasado. Después de concluir los
estudios, por deseos de la madre, sentó plaza y fue pronto
aceptado en uno de los regimientos de guardias montados más
prestigiosos. No vino a ver a su madre vestido de uniforme y
raras veces escribía desde Petersburgo. Varvara le enviaba
dinero sin regatear, a pesar de que con la emancipación de los
siervos las rentas de su hacienda habían mermado hasta el
punto de que al principio no percibía ni la mitad de lo de antes.
Gracias, sin embargo, a grandes economías había ahorrado un
capital de consideración. Le interesaban mucho los triunfos de
su hijo en la alta sociedad de Petersburgo: lo que ella nunca
pudo conseguir lo había conseguido el joven oficial, rico y con
esperanzas de serlo más. Él hizo amistades con las que ella ni
siquiera habría

podido soñar, y era recibido en todas partes con satisfacción.


Pero muy pronto empezó Varvara a oír rumores harto extraños.
El joven comenzó de improviso a vivir escandalosamente. No se
trataba de jugar o beber demasiado, se hablaba de cierto
desenfreno salvaje, de personas atropelladas por los caballos
que montaba, de su conducta brutal con una dama de la buena
sociedad con quien había estado en relaciones y a quien
después había insultado públicamente. Algo repugnante había,
sin duda, en este asunto. Como si ello no fuese bastante, se
afirmaba que era un matón que insultaba y provocaba a la
gente por el mero gusto de insultar. Varvara estaba

58
preocupada y triste. Stepan le decía que ésos eran sólo los
primeros arranques impetuosos de una naturaleza demasiado
pujante, que la naturaleza se calmaría y que todo ello hacía
pensar en la mocedad del príncipe Harry y sus francachelas con
Falstaff, Poins y mistress Quickly, según nos las pinta
Shakespeare. Esta vez Varvara no exclamó

«¡Tonterías, tonterías!», como solía hacer últimamente cuando


hablaba con Stepan; al contrario, escuchó atenta, pidió más
detalles y ella misma leyó puntualmente en Shakespeare la
crónica inmortal. Pero ni la crónica la tranquilizó ni halló mucha
semejanza entre los dos casos. Con ansiedad esperaba
respuesta a unas cartas suyas, que no se hizo esperar. Pronto
llegó la cruel noticia de que el príncipe Harry se había batido en
duelo dos veces, en rápida sucesión, que en ambas había sido
el culpable, que había dado muerte en el acto a uno de sus
adversarios y mutilado al otro, y que a resultas de tales
fechorías había sido procesado. El proceso concluyó con su
degradación a soldado raso, pérdida de derechos civiles y
traslado, en calidad de destierro, a un regimiento de infantería
de línea. Y aun eso fue muestra especial de clemencia.

En 1863 tuvo ocasión de distinguirse: se le concedió una cruz y


fue ascendido a suboficial, y poco después a oficial. Durante
ese tiempo Varvara escribió hasta un centenar de cartas a
Petersburgo con ruegos y súplicas. En tan insólita situación no
le importaba humillarse un tanto. Después del ascenso, el joven
pidió inopinadamente el retiro, pero tampoco esta vez regresó

59
a Skvoreshniki y cesó por completo de escribir a su madre. Por
vía indirecta se supo que estaba de nuevo en Petersburgo, pero
que ya no se lo veía en la sociedad de antes. Parecía como si
viviera oculto. Se averiguó que andaba en extraña compañía,
relacionado con la gente maleante de la capital, con empleados
andrajosos, con militares retirados que vivían de limosna, con
borrachos; que visitaba a sus miserables familias, que pasaba
días y noches en oscuros tugurios y en sabe Dios qué
madrigueras; que se rebajaba y envilecía y que, por lo visto, se
complacía en ello. No pedía dinero a su madre; tenía su
hacienda propia, una pequeña finca que había pertenecido al
general Stavrogin, arrendada, según se decía, a un alemán de
Sajonia y que le producía una exigua renta. Finalmente la
madre le suplicó que volviera a casa, y el príncipe Harry se
presentó en nuestra ciudad. Aquí tuve ocasión de verlo por
primera vez, pues hasta entonces no le había echado la vista
encima.

Era un joven de veinticinco años, de muy buen parecer, y


confieso que me impresionó. Yo esperaba encontrar un tipo
repulsivo, minado por el libertinaje y estropeado por la bebida.
Muy al contrario, era el gentleman más atildado que he
conocido en mi vida, vestido con gusto exquisito y con un porte
como sólo cabe esperar en un caballero habituado a la
respetabilidad más escrupulosa. No fui yo el único sorprendido;
quedó sorprendida también toda la ciudad, a la que, por
supuesto, le era conocida la biografía del señor Stavrogin, y aun

60
con tales pormenores que uno se preguntaba de dónde podían
proceder. Lo extraño era

que la mitad de ellos parecían ser verdad. Todas nuestras


damas perdieron la chaveta con la llegada del nuevo residente.
Dividiéronse netamente en dos facciones: una lo adoraba y otra
lo odiaba mortalmente; pero en cuanto a la chaveta las dos la
habían perdido por igual. A unas les subyugaba sobre todo la
creencia de que en el alma del recién llegado se escondía algún
secreto fatal; otras se estremecían al pensar que era un asesino.
Parecía, asimismo, que estaba muy bien educado y que poseía
conocimientos nada comunes. La verdad es que no hacían falta
muchos conocimientos para que nosotros nos maravillásemos,
pero el caso es que podía opinar sobre temas interesantes de
actualidad y con notable perspicacia. Subrayaré como
particularidad curiosa que casi desde el primer día todos lo
consideramos como hombre extraordinariamente juicioso.
Hablaba poco, era elegante sin afectación, sobremanera
modesto, pero al mismo tiempo osado y seguro de sí mismo,
más, en realidad, que ninguno de nosotros. Nuestros pisaverdes
le miraban con envidia y quedaban turulatos en su presencia.
Me impresionó también su semblante: tenía el cabello algo más
negro de lo conveniente, los ojos algo más claros y serenos de
lo que cabría desear, la piel algo más tierna y blanca y su tinte
algo más limpio y radiante de lo adecuado, los dientes como
perlas, los labios como el coral. Se diría que era el modelo del

61
hombre hermoso, pero al mismo tiempo con algo casi repulsivo.
Se decía que su rostro hacía pensar en una máscara, y entre las
muchas cosas que se comentaban de él se señalaba su insólita
fuerza física. Era más bien alto de talla. Varvara lo miraba con
orgullo, aunque siempre con zozobra. Pasó entre nosotros unos
seis meses, haciendo vida tranquila, distraída y un poco
sombría. Frecuentaba la sociedad y se adaptaba a nuestra
etiqueta provinciana con atención esmerada. Por línea paterna
estaba relacionado con el gobernador, en cuya casa era
recibido como pariente cercano. Pero al cabo de unos meses la
fiera mostró de pronto sus garras.

A propósito, diré ente paréntesis que el manso y amable Iván


Osipovich, nuestro gobernador anterior, tenía algo de comadre,
aunque de buena familia y bien relacionado, lo que explica que
estuviera tantos años entre nosotros sacudiéndose de encima
toda clase de asuntos oficiales. Por su largueza y hospitalidad
merecía haber sido decano de la nobleza en el buen tiempo
viejo y no gobernador en una época tan agitada como la
nuestra. En la ciudad se insistía en que no era él, sino Varvara,
quien tenía las riendas del gobierno, comentario sarcástico que
era, no obstante, mentira palpable. ¡Y cuántos chistes se
contarían en la ciudad sobre ese tema! Muy al contrario, en
estos últimos años Varvara se había alejado adrede de toda
función pública, a pesar del respeto excepcional que le rendía
toda la sociedad, y se había recluido voluntariamente dentro de
los límites que ella misma se había fijado. En lugar de ocuparse

62
en la administración pública empezó a dedicarse a la
administración de su hacienda, y en dos o tres años levantó los
ingresos de sus propiedades casi al nivel de antes. En lugar de
los entusiasmos poéticos anteriores (viaje a Petersburgo,
propósito de fundar una revista, etc.), comenzó a ahorrar y
suprimir gastos superfluos. Alejó de sí hasta al mismo Stepan,
permitiéndole alquilar un piso en otra casa (cosa que desde
tiempo atrás él mismo venía solicitando con varios pretextos).
Con frecuencia creciente Stepan la llamaba mujer prosaica, o,
más festivamente, «mi prosaica amiga». Huelga decir que se
permitía esas cuchufletas sólo con la mayor deferencia y
escogiendo cuidadosamente el momento oportuno. Todos
nosotros, los amigos más cercanos de Varvara, comprendíamos
—Stepan más agudamente que nadie— que el hijo venía ahora
a ser para ella algo así como una nueva esperanza, como

un nuevo ensueño. La pasión por el hijo empezó en la época en


que éste triunfaba en la sociedad de Petersburgo, y subió de
punto cuando se recibió la noticia de su degradación a soldado
raso. No obstante se veía que le tenía miedo y que se
comportaba ante él como una esclava. Pero cualquiera podía
advertir que había algo escondido, muy en el fondo, tal vez algo
que ni ella habría podido definir. Pero de pronto sacó las garras.

63
Sin aparente necesidad, nuestro príncipe hizo dos o tres
afrentas intolerables a otras tantas personas. Lo notable era
que tales afrentas resultaban totalmente fuera de todo lo que
se pudiese prever. Estaban fuera por completo de las pautas
usuales incluso en lo que a iniquidad respecta, afrentas
repugnantes y pueriles en sumo grado, y sabe dios con qué
propósito, pues carecían en absoluto de motivo. Uno de los
directivos más respetados de nuestro club, Piotr Pavlovich
Gaganov, hombre de edad avanzada y muy digno de estima,
había tomado la inocente muletilla que consistía en decir a
cada palabra con apasionamiento: «¡No señor, a mí no se me
lleva de la nariz!». Una tontería. Pero ocurrió que estando en el
club en ocasión de algún comentario el señor empleó este
aforismo ante un grupo de socios (todos ellos hombres de pro)
reunidos en torno de él. Nikolai, que estaba solo y algo
apartado y de quien nadie se ocupaba, se acercó de pronto a
Piotr y, vigorosa e inesperadamente, le pellizcó la nariz con dos
dedos y le hizo dar dos o tres pasos tras él por el salón. No
estaba movido por ningún odio ni rencor hacia el señor
Gaganov. Cabía pensar que era sencillamente una chiquillada,
imperdonable por supuesto. Más tarde se contaba, sin
embargo, que en el momento mismo del incidente Nikolai se
mostraba raro, con una actitud extraña, «como si hubiera
perdido el juicio»; pero la gente no se acordó de esto o lo tomó
en cuenta mucho después. En la indignación inicial recordaban
sólo el momento siguiente, cuando él seguramente se hizo
cargo de lo hecho y no solo abochornó, sino que sonrió con

64
malicia y regocijo, «sin ninguna muestra de arrepentimiento».
Fue un tremendo escándalo. Todos los presentes lo rodearon,
Nikolai giró sobre los talones y miró a su alrededor sin
contestar a nadie, pero ojeando con curiosidad a los que
gritaban. Por fin, como si volviese en sí —así, al menos, lo
contaban—, frunció las cejas, se acercó con paso firme al
injuriado Piotr, y con voz rápida y enojo ostensible dijo entre
dientes:

—Usted me perdonará, por supuesto... francamente no sé por


qué de pronto me entraron ganas de... una necedad...

La tibieza de la excusa equivalía a un nuevo insulto. La gritería


arreció aún más. Nikolai se encogió de hombros y salió del club.

Todo esto fue extremadamente estúpido además de


repugnante, de una repugnancia estudiada, calculada, como
pareció desde el primer momento. Por consiguiente, fue una
ofensa premeditada y sumamente provocativa a toda nuestra
sociedad. Así lo entendió todo el mundo. Se procedió en primer
lugar a la exclusión inmediata y unánime del señor Stavrogin de
la nómina de socios del club; se acordó en segundo lugar apelar
al gobernador en nombre de todo el club para que
inmediatamente (sin esperar a que el asunto pasara
formalmente a los tribunales), usando de la autoridad
administrativa que le estaba encomendada, parase los pies al
nocivo salvaje, al «matón cortesano», y protegiese así la
tranquilidad de las personas decentes de nuestra sociedad
contra infames agresiones. Con malicioso candor se agregaba

65
que «tal vez pudiera encontrarse alguna ley incluso para el
señor Stavrogin», frase dirigida con cálculo contra el
gobernador a fin de hostigarlo por su amistad con Varvara. Se
explayaron a sus anchas. Daba la casualidad de que, como
adrede, no estaba entonces en la ciudad; había ido a un lugar
cercano para apadrinar el bautismo del niño de una bonita
viuda que había quedado embarazada al morir su marido; pero
se sabía que regresaría pronto. Durante la espera hicieron
objeto al respetable y ofendido Piotr de una gran ovación. Toda
la ciudad se acercó a verlo. Proyectaron incluso una comida por
suscripción en su honor, proyecto

que fue abandonado a petición reiterada del interesado. Tal vez


los organizadores comprendieron que, al fin y al cabo, al buen
señor le habían tirado de la nariz y que, por consiguiente, no
había nada que celebrar.

Pero ¿cómo sucedió tal cosa? ¿Cómo pudo ocurrir? Lo curioso


del caso era que ninguno de nosotros, en la ciudad entera,
achacaba este brutal comportamiento a un acceso de locura;
ello hace pensar que tendíamos a esperar conducta semejante
de Nikolai hasta en su sano juicio. Yo, por mi parte, no sé hasta
la fecha cómo explicarlo, aun tomando en consideración el
incidente que ocurrió poco después, que acabó por explicarlo
todo y que, por lo visto, devolvió la calma a todo el mudo.
Añadiré que cuatro años después, en respuesta a una discreta
pregunta mía sobre ese incidente del club, Nikolai dijo:

66
«Sí, no estaba yo entonces muy bien de salud». Pero no hay por
qué adelantar las cosas.

Me pareció curiosa la explosión de aborrecimiento general de


que todos hicieron entonces objeto al «salvaje y matón
cortesano». Querían ver, sin duda, el propósito estudiado y la
intención preconcebida de ofender de un golpe a la sociedad
entera. Indudablemente, el joven no agradaba a nadie, antes
bien, se hacía odiar por todos, pero ¿cómo se las arreglaba
para ello? Hasta que se produjo ese incidente no había reñido
nunca con nadie ni a nadie había ofendido; al contrario, se
había mostrado cortés como un figurín de revista de modas, si
un figurín pudiese hablar. Supongo que lo detestaban por su
orgullo. Nuestras damas mismas, que habían comenzado por
adorarlo, lo denigraban mucho más que los hombres.

Varvara estaba con el alma en la garganta. Más adelante


confesó a Stepan que ella de algún modo sabía que algo de
esto iba a ocurrir en algún momento — confesión notable en
boca de una madre—. «¡Ya llegó el día!», pensó con un
escalofrío. A la mañana siguiente de la tremenda escena en el
club decidió pedir, discreta pero resolutamente, una explicación
a su hijo, pero la pobre estaba destruida a pesar de su
determinación. No pudo dormir en toda la noche. A primera
hora de la mañana fue a pedir consejo a Stepan, pero al llegar
no pudo contener el llanto, cosa que nunca había hecho en
presencia de nadie. Deseaba que Nikolai le dijera algo al
menos, que se dignara a dar una explicación. Siempre muy

67
cortés y respetuoso con su madre, Nikolai la escuchó un rato
con la frente fruncida, pero seriamente; de pronto se levantó sin
decir palabra, le besó la mano y se fue. Y ese mismo día, ya
entrada la noche, produjo un segundo escándalo, no tan
rimbombante como el primero, pero que dado el estado de
ánimo general no pudo menos de aumentar el enojo ciudadano.

Fue por entonces cuando hizo su ingreso nuestro amigo Liputin.


Se presentó a Nikolai inmediatamente después de la entrevista
de éste con su madre y le rogó con empeño que lo honrara con
su presencia ese mismo día en la recepción que ofrecía para
celebrar el cumpleaños de su esposa. Hacía tiempo que
Varvara había notado y había aborrecido las malas compañías
de Nikolai. Pero no se había animado a decirle nada. Aun sin
Liputin, contaba ya con algunos conocidos en ese tercer
estamento de nuestra sociedad y en otros más bajos aún, pero
tal era su inclinación. Hasta entonces no había estado aún en
casa de Liputin, aunque ya se conocían. Barruntaba que Liputin
lo invitaba a conciencia del escándalo del día anterior en el club
y que, como liberal local, se alegraba del alboroto, pensando
que así había que proceder con los directivos del club y que
todo ello había estado muy bien. Nikolai se rió y prometió
asistir.

Fueron muchos invitados, gente de medio pelo pero no del todo


reprobable. Fatuo y envidioso, Liputin no invitaba más que un
par de veces al

68
año, pero en ambas echaba la casa por la ventana. El invitado
de más campanillas, Stepan, no pudo asistir por estar enfermo.
Sirvieron té, gran variedad de fiambres y bebidas alcohólicas.
Se jugaba a las cartas en tres mesas, y la gente joven, en
espera de la cena, organizó un baile a los acordes de un piano.
Nikolai sacó a bailar a madame Liputina —joven muy bonita y
muy tímida ante su pareja—, dio un par de vueltas con ella, se
sentó a su lado, le dio conversación y le sacó unas cuantas
sonrisas. Al advertir la belleza que le daba a su rostro la alegría
la tomó de la cintura y delante del resto, la besó en los labios
tres veces con el mayor deleite. La pobre mujer, asustada, se
desmayó. Nikolai tomó el sombrero, se acercó al marido, que
estaba atónito en medio de la confusión general, murmuró en
voz baja «¡No se enfade!» y se fue. Liputin corrió tras él hasta el
vestíbulo, lo ayudó a ponerse el gabán y lo acompañó hasta la
escalera haciendo reverencia. Pero al día siguiente hubo una
continuación bastante festiva de este suceso —en realidad
inocente, relativamente hablando—

, continuación que desde entonces dio cierto prestigio a Liputin,


del que supo sacar muy buen partido.

Serían las diez de la mañana cuando se presentó en casa de


Varvara una sirvienta de Liputin, Agafya, mujer de treinta años,
desenvuelta, jovial y colorada de mejillas, enviada por su amo
con un recado para Nikolai, que deseaba dar «al señor mismo».
Éste salió a verla a pesar de tener un fuerte dolor de cabeza.

69
Por casualidad, Varvara estuvo presente cuando se daba el
recado:

—Sergei Vasilich —(esto es Liputin) anunció Agafya con


desenfado— me ha dicho que después de saludarle en su
nombre le pregunte por su salud: que cómo durmió usted y
como se siente después de lo de anoche.

Nikolai soltó una carcajada.

—Lleva un saludo mío a tu amo y dale las gracias, Agafya. Y


dile que es el hombre más juicioso de la ciudad.

—Sí, a eso ya me dio la orden —acotó Agafya con total


desparpajo— que conteste que ya lo sabe sin que usted se lo
diga, y que quisiera poder decir lo mismo de usted.

—¡Bueno! ¿Y cómo sabría lo que yo te iba a decir?

—Eso no lo puedo saber, lo que sé es que estaba yo saliendo y


estaba ya en la calle cuando advierto que me sigue, se acerca
jadeante sin su gorra, y me dice:

«mira, Agafya, si por casualidad te dice que me digas que soy


el más juicioso de la ciudad, tú le contestas, ¡no lo olvides!, que
yo ya lo sé muy bien y que quisiera poder decir lo mismo de él».

Se le dio además todo un discurso al gobernador. Cuando


nuestro amable y blando Iván Osipovich regresó por fin se

70
encontró con las quejas de los socios del club. Era menester, sin
duda, hacer algo, pero el hombre estaba confuso. Nuestro
hospitalario anciano parecía, como los demás, temer a su joven
pariente. Aun así decidió obligar al joven a que presentara una
disculpa pública en el club a la víctima de la ofensa. Una
disculpa que también debería darse por escrito. Determinó
también que se le persuadiría con buen modo de que
abandonara la ciudad y marchara, por ejemplo, a Italia en viaje
de estudios o a cualquier otro sitio del extranjero. En la sala
adonde salió a recibir en esta ocasión a Nikolai (que otras
veces, por derecho de parentesco, circulaba libremente por
toda la casa), un funcionario, Aliosha Teliatnikov, caballero
educado y buen amigo de la familia del gobernador, estaba
abriendo paquetes postales en una mesa que había en un
rincón; y en la habitación contigua, sentado junto a la ventana
más próxima a la puerta de la sala, se hallaba un visitante, un
coronel grueso y de aspecto saludable, amigo y antiguo
compañero de servicio de Iván Osipovich, que estaba leyendo
La Voz sin prestar atención, por supuesto, a lo que ocurría en la
sala; a decir verdad, estaba de espaldas a la puerta. Iván
empezó a hablar con rodeos, en voz muy baja, pero de manera
algo confusa. Nikolai parecía ofuscado, pálido, con la cabeza
gacha, y escuchaba con la frente arrugada como
sobreponiéndose a un fuerte dolor.

—Nikolai, has demostrado tener un noble corazón —dijo, en su


largo discurso el buen viejo—; regresas con una excelente

71
educación, te has relacionado con lo mejor de la sociedad, y
aun aquí mismo tu conducta hasta ahora ha sido ejemplar, con
lo que has tranquilizado a tu madre, tan querida de todos
nosotros... ¡Y he aquí que ahora, una vez más, las cosas vuelven
a empeorar aquí entre los tuyos! Te hablo como amigo de tu
casa, como alguien que te quiere, como alguien mayor que tú y
pariente tuyo con quien no cabe enfadarse por lo que te dice...
Dime, ¿qué es lo que te hace cometer actos tan insensatos, tan
fuera de las normas y convenciones aceptadas? ¿Qué significan
tales arrebatos, que parecen productos de delirio?

Nikolai escuchaba evidentemente nervioso hasta que de modo


imprevisto se dibujó en su semblante una expresión maligna y
burlona:

—Más vale que le diga lo que los causa —dijo sombríamente y,


mirando en torno, se inclinó al oído de Iván. Aliosha Teliatnikov,
como persona bien educada, dio tres pasos hacia la ventana y
el coronel tosió, oculto tras su periódico. El desventurado Iván
acercó rápida y confiadamente el oído como hombre
extremadamente curioso que era. En ese instante ocurrió algo
verdaderamente inconcebible, aunque en otro sentido harto
fácil de prever. El anciano pudo advertir enseguida que Nikolai
no se le había acercado para decirle ningún secreto sino para
pegarle un fuerte mordisco en la oreja.

—¡Nikolai! ¿Qué broma es ésta? —gimió maquinalmente con voz


que no parecía la suya, deformada por el dolor.

72
Aliosha y el coronel aún no habían tenido tiempo de enterarse
de lo que pasaba porque no lo veían, y creyeron hasta el fin que
el gobernador y su pariente cambiaban impresiones en voz
baja. Sin embargo, el rostro desesperado del anciano los
alarmó. Se miraron fijamente sin saber si correr en su auxilio,
como parecía indicado, o esperar un poco más. Nikolai,
notándolo tal vez, apretó aún más los dientes.

—¡Nikolai, Nikolai! —gimió la víctima otra vez—. ¡Basta ya de


bromas...!

Un momento más y el pobre hombre sin duda habría muerto de


espanto; pero el monstruo se ablandó y soltó la oreja. Ese
espanto mortal duró un minuto entero y fue seguido de una
especie de síncope que sufrió el anciano. Media hora después
Nikolai fue detenido y conducido de momento al cuerpo de
guardia, donde quedó encerrado en una celda especial con un
centinela especial a la puerta. Fue una decisión severa, pero a
nuestro benévolo jefe le entró una furia tal que determinó
cargar con la responsabilidad incluso frente a la mismísima
Varvara. Ante el asombro general, a esta señora, que fue
inmediatamente a ver al gobernador para pedir explicaciones,
le fue negada la entrada en la residencia y, sin apearse del
carruaje, tuvo que volver a su casa sin poder creer lo que veían
sus ojos.

73
¡Ahora sí se comprende todo! A las dos de la madrugada el
detenido, que hasta entonces había estado notablemente
tranquilo y hasta había logrado dormirse, armó de pronto un
estrépito infernal, golpeó la puerta con todas sus fuerzas,
arrancó con fuerza sobrehumana la rejilla metálica del tragaluz,
rompió el cristal y se cortó ambas manos. Cuando el oficial de
guardia llegó corriendo con las llaves acompañado de un
piquete de soldados y mandó abrir la celda para que cayeran
sobre el lunático y lo ataran, éste parecía víctima de una fiebre
cerebral. Lo llevaron a casa de su madre. Todo quedó aclarado
de una vez. Nuestros tres médicos estuvieron unánimemente de
acuerdo en que durante los tres días precedentes el enfermo
podía haber estado ya delirante y que, sin perder el
conocimiento, podía haber perdido el juicio y la voluntad, cosa
que, por otra parte, confirmaban los hechos. Así, pues, resultó a
la postre lo que Liputin había adivinado antes que nadie. Iván
Osipovich, hombre delicado y sensible, quedó avergonzado,
aunque, cosa rara, también él, por lo visto, juzgaba a Nikolai
capaz de una acción vesánica aún en su sano juicio. Los socios
del club se pusieron colorados a la vez que se preguntaban
cómo no habían advertido algo tan evidente y no habían dado
con la única explicación posible de tan extraños
acontecimientos. Ni que decir tiene que no faltaron los
escépticos, pero éstos no tardaron en cambiar de opinión.

Nikolai permaneció en cama algo más de dos meses hasta que


trajeron desde Moscú a un importante especialista. Toda la

74
ciudad visitó a Varvara y ella perdonó a cada uno. Cuando en la
primavera Nikolai quedó restablecido por completo y aceptó
sin chistar la propuesta de su madre de ir a Italia, ella le pidió
además que nos hiciera visitas de despedida a todos y
ofreciera sus disculpas donde fuera posible y necesario. Nikolai
accedió con sumo gusto. En el club se supo que había tenido
una delicadísima entrevista con Piotr en la casa de éste y que el
buen señor había quedado plenamente satisfecho. En sus
visitas, Nikolai estuvo muy serio y aun algo sombrío. Según
parece, todos lo recibieron con mucha simpatía, pero no sin
cierto encogimiento, y parecían contentos de que se fuera a
Italia. Iván hasta derramó alguna lágrima, pero no pareció
inclinado a abrazarlo en los últimos momentos de la despedida.
Verdad es que algunos seguíamos convencidos de que el truhán
se reía bonitamente de todo el mundo y de que la enfermedad
no había tenido nada que ver con el asunto. También fue a ver
a Liputin.

—Dígame —le preguntó—, ¿cómo pudo usted prever lo que yo


iba a decir de su buen juicio e indicarle a Agafya lo que tenía
que responder?

—Porque como, en efecto, le tengo a usted por hombre juicioso


— respondió Liputin riendo—, pude anticipar su respuesta.

75
—De todos modos, es una coincidencia extraña. Pero, por favor,
¿quiere eso decir que cuando mandó usted a Agafya me
consideraba usted cuerdo y no loco?

—Como muy cuerdo y racional, sólo que hice como si creyera


que no estaba usted en su sano juicio... Usted mismo adivinó en
seguida mis pensamientos de entonces y por conducto de
Agafya me envió prueba de mi agudeza de ingenio.

—Pues en eso se equivoca usted un tanto, porque estuve


definitivamente... enfermo... —murmuró Nikolai frunciendo las
cejas—. ¡Santo Dios! Pero ¿qué objeto tendría eso?

Liputin se desconcertó un poco y no supo qué contestar. Nikolai


palideció ligeramente o así lo creyó Liputin.

—En todo esto, tiene usted una manera de pensar muy


divertida — continuó Nikolai—. En cuanto a Agafya, lo que yo
pienso es que usted la mandó para que me rete.

—¿Y no para un duelo?

—¡Claro que no! Me han dicho que a usted no le gustan los


duelos...

—¿Para qué traducir del francés? —Liputin se desconcertó una


vez más.

—¿Usted prefiere las costumbres del país? Liputin parecía aún


más desconcertado.

—¡Bueno, bueno! ¿Qué ven mis ojos? —preguntó Nikolai al notar


de pronto en el sitio más visible de la mesa un ejemplar de

76
Considérant—. ¿Es usted por casualidad fourierista? No me
chocaría. ¿No es ésta una traducción del francés? —dijo riendo
y golpeando el libro con los dedos.

—No, esto no es una traducción del francés —replicó Liputin


algo enfurruñado—. Esto es una traducción de la lengua
humana universal y no solamente de la francesa. ¡De la lengua
de la república y armonía humanas y universales! ¡Es traducción
de eso y no sólo del francés!

—Bueno, hombre. ¡Pero si esa lengua no existe! —dijo Nikolai sin


dejar de

reír.

Hay veces que hasta el detalle más nimio se lleva la atención


del resto.

Falta contar lo más importante acerca de Nikolai; pero guiado


por la curiosidad subrayaré ahora que de todas las impresiones
que recibió durante el tiempo que pasó en nuestra ciudad, la
más indeleble fue la que le produjo la esmirriada y casi abyecta
figura de este empleaducho del Estado, marido celoso y tosco,
déspota de familia, avaro y prestamista, que encerraba bajo
llave restos de comida y cabos de vela, y que era, no obstante,
secuaz ferviente de sabe Dios qué venidera «armonía social»,
hombre que pasaba las noches extasiado ante imágenes
fantásticas de un futuro falansterio, en cuya inminente
implantación en Rusia y en nuestra provincia creía como en su
propia existencia. Y todo eso allí, donde había ahorrado lo

77
suficiente para hacerse una mísera casucha, donde se había
casado por segunda vez y tomado, junto con su mujer, unos
centenares de rublos de dote, y donde tal vez en cien verstas a
la redonda no había un solo hombre, empezando por él mismo,
remotamente semejante al futuro miembro de la «república y
armonía sociales y universales».

«Sabe Dios de dónde salen estos hombres», pensaba perplejo


Nikolai, recordando a veces al insólito fourierista.

Transcurrieron más de tres años durante los cuales nuestro


príncipe estuvo viajando y en su tierra casi se olvidaron de él.
Nos enteramos por Stepan de que recorrió toda Europa, que
estuvo incluso en Egipto y llegó hasta Jerusalén; a su vez
participó en una expedición científica a Islandia y llegó a pasar
una temporada allí. Se dijo también que un invierno estuvo
asistiendo a clases en una universidad alemana. Escribía poco a
su madre: una vez cada seis meses o menos aún, pero Varvara
ni se enfadaba ni se ofendía. Aceptaba sin una queja y con
humildad las relaciones que había establecido con su hijo de
una vez para siempre, echaba de menos a su Nikolai y soñaba
con él de continuo. No comunicaba a nadie sus sueños ni sus
quejas. Llegó hasta apartar un poco de sí a Stepan. Rumiaba
algunos planes, se volvió al parecer más tacaña que antes,

78
empezó a ahorrar con más ahínco y a enojarse cada día más
con las pérdidas de Stepan en el juego.

Por último, en abril del año en curso recibió una carta desde
París de una amiga de la infancia, Praskovya Ivanovna
Drozdova, viuda de un general. En su carta, Praskovya —a
quien Varvara no había visto y con quien no se había carteado
en los últimos ocho años— le decía que Nikolai había entablado
estrecha amistad con su familia y en particular con Liza (su hija
única) y pensaba acompañarlas en el verano a Suiza, a Verney-
Montreux, a pesar de que en la familia del conde K... (persona
muy influyente en Petersburgo), que a la sazón se hallaban en
París, se le recibía como si fuera hijo propio, hasta el punto de
que casi vivía con el conde. La carta era breve y descubría
claramente su propósito, aunque salvo los datos mencionados,
no contenía conclusiones de ninguna especie. Varvara no lo
pensó mucho; al momento tomó una determinación, hizo sus
preparativos y, acompañada de su protegida Dasha (hermana
de Shatov), fue a París a mediados de abril y luego a Suiza.
Volvió sola en junio, dejando a Dasha con la familia Drozdov;
ésta, según la noticia que trajo, prometía venir a nuestra ciudad
a fines de agosto.

Los Drozdov tenían también propiedades en nuestra provincia,


pero al general Iván Ivanovich (antiguo amigo de Varvara y
compañero de armas de su marido) el servicio activo le impedía
de continuo visitar su excelente finca. A la muerte del general,
ocurrida el año pasado, la inconsolable Praskovya marchó con

79
su hija al extranjero, con la mira, entre otras, de hacer una cura
en Verney- Montreux durante la segunda mitad del verano. Al
regresar pensaba instalarse definitivamente en nuestra
provincia. En nuestra ciudad tenían una casa grande y vacía
desde hacía muchos años. Era una familia de gente rica.
Praskovya (Rushina, por el apellido del primer marido) era,
como Varvara, compañera suya de pensionado, hija de un
contratista y había aportado a su matrimonio una rica dote.
Tushin, capitán de caballería en la reserva, era a su vez hombre
adinerado y no sin algún talento. A su muerte dejó a Lizaveta,
su hija única de siete años, un bonito capital. Ahora, cuando
Liza contaba cerca de veintidós años, se le podían suponer, sin
grave error, doscientos mil rublos de su propio peculio, sin
contar lo que le correspondería a la muerte de su madre, que no
había tenido hijos de su segundo matrimonio. Varvara quedó, al
parecer, muy contenta de su viaje. Creía haber llegado a un
entendimiento con Praskovya y a su regreso se apresuró a
contárselo todo a Stepan; más aún, estuvo con él muy
expansiva, algo que no sucedía desde hacía largo tiempo.

—¡Hurra! —exclamó Stepan aplaudiendo.

Estaba muy contento, sobre todo porque durante la ausencia


de su amiga se había sentido muy triste. Ella se había ido del
país sin despedirse como Dios

80
manda, ni había confiado a «esa comadre» ninguno de sus
movimientos por temor a que los echara a correr. Pero estando
todavía en Suiza sintió en su corazón que a su regreso tendría
que recompensar al amigo desatendido, dado que desde
tiempo atrás venía tratándolo con rigor. La repentina y secreta
separación afectó y desgarró al asustadizo corazón de Stepan
y, como si ello no bastara, descargaron sobre él otras
dificultades. Lo atormentaba una deuda muy considerable
contraída hacía tiempo, deuda que no podría saldar sin la
ayuda de Varvara. Por añadidura, en mayo de ese año llegó a
su término el gobierno de nuestro blando y amable Iván; fue
relevado y aun con ciertos pormenores desagradables.
Seguidamente, en ausencia de Varvara llegó nuestro nuevo
gobernador, Andrei Antonovich von Lembke, y al punto se
produjo un cambio perceptible en las relaciones de casi toda
nuestra sociedad provinciana con Varvara y, por lo tanto, con
Stepan. Por lo menos, éste tuvo ocasión de hacer algunas
observaciones desagradables aunque valiosas y, por lo visto, se
sintió intimidado por la presencia de Varvara. Sospechaba con
alarma que ya lo habían denunciado ante el nuevo gobernador
como sujeto peligroso. Se enteró positivamente de que algunas
de nuestras damas habían acordado dejar de visitar a Varvara.
De la futura gobernadora (que no llegaría hasta el otoño) se
decía que, aunque orgullosa, según lenguas, era una aristócrata
genuina y no

81
«una de tantas, como la pobre Varvara». De buena fuente se
sabía, y con todo detalle, que la nueva gobernadora y Varvara
ya se habían conocido en sociedad y se habían separado de tan
mal talante que bastaba sólo aludir a madame Von Lembke
para dar un sofoco a Varvara. El aire vigoroso y triunfante de
ésta, la indiferencia desdeñosa con la que se enteraba de la
opinión de nuestras damas y la conmoción de la sociedad,
resucitaron el desfallecido espíritu de Stepan, que cambió de
humor repentinamente. Con su peculiar gracejo, mitad gozoso,
mitad servil, empezó a pintar con varios colores la llegada del
nuevo gobernador.

—Usted conoce, sin duda, excellente amie —dijo coqueteando y


arrastrando con afectación las palabras—, lo que significa en
términos generales un administrador ruso y, en particular, un
administrador ruso de nueva hornada, es decir, recién cocido,
recién puesto a punto... ces interminables mots russes...! Pero a
duras penas podría usted saber lo que es en la práctica el
entusiasmo administrativo, lo que eso significa exactamente.

—¿El entusiasmo administrativo? No sé lo que es eso.

—Es decir... Vous savez, chez nous... En un mot, ponga usted a


una perfecta nulidad a vender unos miserables billetes de
ferrocarril y esa nulidad se cree al momento Júpiter y se porta
con usted como si de veras lo fuese cuando va usted a comprar
un billete, pour vous montrer son pouvoir. «¡Espera y verás quién
manda aquí...!». Y esto es lo que les produce entusiasmo
administrativo... En un mot, acabo de leer que el sacristán de

82
una de nuestras iglesias en el extranjero —mais c’est très
curieux!— expulsó, así como suena..., expulsó de la iglesia a una
distinguida familia inglesa, les dames charmantes, antes de
comenzar los oficios de Cuaresma —vous savez, ces chants et le
livre de Job... con el solo pretexto de que «el ir y venir de los
extranjeros por las iglesias rusas causa desorden, y que debían
volver a las horas indicadas...», lo que casi les hizo desmayarse...
Ese sacristán padecía un ataque de entusiasmo administrativo
et il a montré son pouvoit:...

—Un poco más rápido por favor, Stepan.

—El señor Von Lembke viaja ahora por la provincia. En un mot,


este Andrei, aunque ruso-alemán y hasta de religión ortodoxa
(eso se lo reconozco), y aunque hombre muy apuesto que anda
por la cuarentena...

—¿Quién le dijo que es apuesto? Tiene ojos de carnero.

—Me someto al parecer de nuestras damas...

—Basta, Stepan, se lo ruego. A propósito, ¿hace mucho que


lleva usted corbatas rojas?

—Pues... sólo hoy...

—¿Está haciendo su caminata diaria? ¿Recorre las seis verstas


diarias que le ha recomendado el médico?

—No, no siempre...

83
—¡Lo sabía! —exclamó irritada—. ¡Sepa que a partir de ahora
tendrá que recorrer no seis, sino diez verstas! ¡Está usted muy
abandonado, pero muchísimo! No ya sólo envejecido, sino
decrépito... Me quedé pasmada cuando lo vi hace rato, a pesar
de su corbata roja... quelle idée, rouge! Siga contando de Von
Lembke si, en efecto, hay algo que contar. Y acabe pronto, que
estoy cansada.

—En un mot, sólo quería decir que es uno de esos


administradores que debutan cuando llegan a la cuarentena; de
los que hasta esa edad han vivido sin pena ni gloria, y de
improviso hacen carrera por vía de un buen casamiento o por
otro medio igualmente deformado... Bueno, está ahora de
viaje..., lo que quiero decir es que ya le han ido con el cuento de
que soy un corruptor de la juventud y el vivero del ateísmo de la
provincia... empezó en seguida a tomar medidas...

—¿En serio?

—Yo también he tomado las mías. Cuando le dijeron que usted


«gobernaba la provincia», vous savez, se permitió declarar que
«eso no sucedería en adelante».

—¿Eso dijo?

—Que «no sucedería en adelante», y avec cette morgue... A su


esposa tendremos el gusto de verla por aquí a fines de agosto.
Viene directamente de Petersburgo.

—Del extranjero. Nos encontramos allí.

84
—¿Vraiment?

—En París y en Suiza. Es parienta de los Drozdov.

—¿Parienta? ¡Qué coincidencia tan extraña! Dicen que es


ambiciosa..., y parece que está bien relacionada.

—¡Bah, nada del otro mundo! Fue solterona hasta los cuarenta y
cinco años y sin tener dónde caerse muerta. Ahora le ha echado
el guante a Von Lembke con el único objeto, por supuesto, de
darle carrera. Los dos son unos intrigantes.

—Dicen que tiene dos años más que él.

—Cinco. Su madre me estuvo adulando en Moscú. Casi de


limosna me pedía que la invitara a los bailes que daba en casa
cuando vivía mi marido. Y la hija, Iulia, se pasaba la noche
entera sentada en un rincón sin que la sacaran a bailar, con su
mariposa de turquesa en la frente, hasta que a las tres de la
mañana, de pura lástima, le mandaba yo a su primera pareja.
Ya por entonces tenía sus veinticinco años y aún la traían y
llevaban vestida de corto, como una mocita. Daba vergüenza
recibirlas.

—Parece que ya la veo a esa mariposa.

—Le digo a usted que, nada más llegar, me vi envuelta en una


intriga. Usted acaba de leer la carta de la señora Drozdova,
¿hay nada más claro? ¿Y qué encontré? Que esa tonta de
Drozdova (toda su vida lo ha sido) me miraba como

85
preguntando a qué había venido. ¡Ya puede usted figurarse
cómo me quedé!

Miro y veo a esta Von Lembke haciéndose la desentendida y,


junto a ella, a ese pariente, sobrino del difunto Drozdov..., ¡todo
más claro que el agua! Huelga decir que al momento lo cambié
todo y que Praskovya está otra vez de mi parte.

¡Pero cuánta, cuánta intriga!

—Usted, sin embargo, ganó la partida. ¡Oh, es usted Bismarck!

—No seré Bismarck, pero soy capaz de reconocer la falsedad y


la estupidez cuando tropiezo con ellas. Lembke es la falsedad y
Praskovya la estupidez. Raras veces he conocido a una mujer
más floja. Y para colmo tiene las piernas hinchadas y es buena
persona. ¿Hay algo más estúpido que una buena persona
estúpida?

—Un imbécil mala persona, ma bonne amie, es aún más


estúpido —objetó Stepan noblemente.

—Tal vez tenga usted razón. ¿Recuerda usted a Liza?

—Charmant enfant!

—Ya no es una enfant, sino una mujer, y una de gran carácter.


Es generosa y apasionada, y lo que me gusta de ella es que no
se deja dominar por esa tonta crédula de la madre. Casi
llegamos a pelearnos por ese pariente.

86
—¡Pero, Dios santo, si no tiene ningún parentesco con Liza! ¿Es
que la mira con ojos tiernos?

—Mire, se trata de un joven oficial del ejército, muy reservado,


incluso modesto. Quiero ser justa siempre. Me parece que él se
opone a esa intriga, y que la única que anda embrollando es la
Von Lembke. Él respeta mucho a Nikolai. Ya comprenderá usted
que todo depende de Liza, pero la he dejado en excelentes
relaciones con Nikolai. Él, por su parte, me ha prometido venir
sin falta a vernos en noviembre. En fin, que la única intrigante
de este asunto es la Von Lembke y que Praskovya no es más
que una mujer ciega. De pronto va y me dice que todas mis
sospechas eran pura fantasía. Yo le dije en su mismísima cara
que era una tonta, y estoy dispuesta a confirmarlo en el Juicio
Final. De no haberme suplicado Nikolai que dejara el asunto por
el momento, no me habría venido sin quitarle la máscara a esa
mujer hipócrita. Trató de congraciarse con el conde K. por
medio de Nikolai, quería separar al hijo de la madre. Pero Liza
está de nuestra parte y con Praskovya llegaré a un acuerdo.
¿Sabe usted que Karmazinov es pariente de ella?

—¿Cómo? ¿Pariente de madame Von Lembke?

—Sí, de ella. Pariente lejano.

—¿Karmazinov?, ¿el novelista?

—Sí, el escritor. ¿De qué se asombra? Él, por supuesto, se


considera una gran persona. ¡Tipo más superficial! Ella vendrá
con él, pero por ahora, allá está, de acá para allá sirviéndolo.

87
Viene aquí con toda la intención de armar un salón, reuniones
literarias o algo así. Él viene por un mes y quiere vender lo que
queda de su finca. Estuve a punto de encontrarme con él en
Suiza, aunque maldita la gana que tenía de hacerlo. Por otra
parte, espero que se digne reconocerme aquí. En tiempos
pasados me escribió cartas y se alojó en mi casa. Quisiera que
se vistiese usted mejor, Stepan, está usted más desaseado
cada día... ¡Ay, cómo me atormenta usted! ¿Qué lee usted
ahora?

—Pues...

—¡Ah, entiendo! Antes que nada, los amigos; antes que nada, la
bebida, el club, las cartas y la fama de ateo. Esa fama no me
gusta nada, Stepan. No quisiera que lo tomasen a usted por
ateo, sobre todo ahora. Antes tampoco me gustaba, porque
eso no es más que hablar por hablar. No tengo más remedio
que decírselo.

—Mais, ma chère...

—Escuche, Stepan. En lo referente a erudición, yo, ni que decir


tiene, soy una ignorante comparada con usted. Pero cuando
venía he pensado mucho en usted y he llegado a una
conclusión.

—¿A cuál?

88
—Que no somos más inteligentes que el resto de los mortales y
que incluso hay mejores que nosotros.

—Brillante. Los hay más listos, digamos más justos que


nosotros; por lo tanto, también nosotros podemos
equivocarnos, ¿no es eso? Mais, ma bonne amie, pongamos que
me equivoco, pero ¿no sigo teniendo derecho a mi humana,
eterna y suprema libertad de conciencia? Sigo teniendo
derecho a no ser hipócrita ni fanático, si así lo deseo, y por ello
mucha gente me odiará por los siglos de los siglos. Et puis,
comme on trouve toujours plus de moines que de raison y como
yo estoy absolutamente de acuerdo con eso...

—¿Cómo? ¿Cómo dijo?

—He dicho que on trouve toujours plus de moines que de


raison... y que como yo con eso...

—Eso, por supuesto, no es de usted. Eso lo sacó de algún lado...

—Lo ha dicho Pascal.

—Ya sabía yo... que no podía ser usted. ¿Por qué no habla usted
así, usted mismo, de manera tan breve y precisa, en lugar de
estirar tanto las frases? Es mucho mejor que eso que decía
antes del entusiasmo administrativo...

—Ma foi, chère..., ¿que por qué no? Primero, probablemente,


porque a fin de cuentas no soy Pascal, et puis..., y segundo,
porque nosotros los rusos no sabemos decir nada en nuestra

89
propia lengua... al menos hasta ahora no hemos dicho nada
todavía...

—Bueno, eso tal vez sea verdad. De todos modos, debería usted
apuntar y recordar esas palabras para hacer uso de ellas,
¿sabe usted?, en la conversación... ¡Ay, Stepan, venía pensando
en hablar con usted seriamente, pero muy seriamente!

—Chère, chère amie!

—Ahora que estos Von Lembke y estos Karmazinov... ¡ay, Dios


mío, cómo está usted de desastrado! ¡Ay, cómo me atormenta!
Yo quisiera que esa gente le tuviera a usted respeto, porque no
vale lo que un dedo de usted, ni el meñique siquiera, y usted
¿cómo se presenta? ¿Qué van a decir? ¿Qué les voy a mostrar?
En vez de servir noblemente de ejemplo, de continuar la
tradición, vive usted ahora rodeado de esa chusma, ha tomado
unas costumbres imposibles, está avejentado, no puede
prescindir del vino y de los naipes, no lee más que a Paul de
Dock y no escribe nada, ahora que escribe todo el mundo. Se
pasa usted el día dándole a la sin hueso. Pero ¿es posible
alternar con gentuza como su inseparable Liputin?

—¿Por qué dice usted que es mío e indispensable? —respondió


Stepan con timidez.

—¿Dónde está ahora? —continuó severa y mordaz.

—Bueno... siente por usted un gran respeto. Ha ido a S* a


recoger una herencia, ya que ha muerto su madre.

90
—Ya se ve, no hace más que ir tras el dinero. ¿Y Shatov? ¿Como
siempre?

—Irascible, mais bon.

—No puedo aguantar a ese Shatov de usted. Es rencoroso y


piensa demasiado en sí mismo.

—¿Cómo va la salud de Daria Pavlovna?

—¿Dasha? ¿Por qué me pregunta por ella? —Varvara lo miró


con curiosidad—. Está bien. La dejé en casa de los Drozdov. En
Suiza oí decir algo del hijo de usted, nada bueno por cierto.

—Oh, c’est une histoire bien bête! Je vous attendais, ma bonne


amie, pour vous raconter...

—Basta, Stepan, déjeme en paz, que estoy destruida. Ya habrá


ocasión para hablar, sobre todo de lo malo. Empieza usted a
rociar de saliva a la gente cuando se ríe; señal de senilidad. ¡Y
qué manera más rara tiene usted ahora de reírse...!

¡Dios mío, qué malas costumbres ha tomado usted!


¡Karmazinov no irá a verle! De todos modos, aquí quedarán
contentos de todo... Ahora se revela usted como es. Bueno,
basta, basta, estoy cansada. ¡A ver si deja usted a una en paz!

Stepan «dejó a una en paz», pero se alejó muy nervioso.

91
Era cierto, en los últimos tiempos nuestro amigo había
adoptado muy malos hábitos. Se había echado a perder rápida
y visiblemente, y era verdad que llevaba un aspecto desaliñado.
Bebía más, se había vuelto más llorón y débil de nervios a la vez
que sensible en demasía a todo lo exquisito. Su rostro adquirió
la extraña facultad de alterarse con inusitada rapidez; pasaba,
por ejemplo, de la expresión más exaltada a la más ridícula y
aun estúpida. No podía aguantar la soledad y ansiaba
continuamente que lo entretuvieran. Era absolutamente
imprescindible contarle algún chisme, algún incidente de la
ciudad, y que fuera nuevo cada día. Si pasaba algún tiempo sin
que fueran a verlo, deambulaba tristemente por las
habitaciones, se acercaba a la ventana, se mordía abstraído los
labios, suspiraba hondamente y acababa llorando. Tenía
presentimientos, sentía miedo de algo inesperado e inevitable,
se volvió asustadizo y empezó a prestar cuidadosa atención a
los sueños.

Todo ese día, hasta llegada la noche, lo pasó en aguda


melancolía, me mandó llamar, estuvo muy agitado, habló largo
y tendido pero de manera inconexa. Varvara sabía ya desde
hacía tiempo que no tenía secretos conmigo. Se me figuró, por
último, que le preocupaba algo especial, algo que tal vez él
mismo no podía explicarse. Antes, por lo común, cuando
estábamos solos y empezaba a lamentarse, se traía una botella
al cabo de un rato y con ello se consolaba muy eficazmente. En

92
esta ocasión no había vino y se echaba de ver que más de una
vez reprimió el deseo de mandar por él.

—¿Por qué está enojada conmigo? —se quejaba a cada


instante, como un chicuelo—. Tous les hommes de gènie et de
progrès en Russie étaient, sont et seront toujours jugadores de
cartas y borrachines que beben como camellos..., y yo aún no
soy un jugador ni un bebedor de ésos... Me recrimina porque no
escribo nada. ¡Singular idea...! ¿Que por qué estoy acostado?
«Debiera usted (me dice) estar de pie como un ejemplo y un
reproche». Mais, entre nous sois dit, ¿qué puede hacer un
hombre predestinado a estar de pie como «un reproche» sino
sentarse? ¿Sabe ella eso?

Por fin me resultó patente el motivo de la principal y especial


congoja que de modo tan persistente lo atenaceaba en esa
ocasión. Varias veces esa noche se acercó al espejo y estuvo
ante él largo rato. Luego le volvió la espalda y me dijo con
extraño desaliento:

—Mon cher, soy un hombre echado a perder.

Y efectivamente, hasta entonces, hasta ese mismo día sólo de


una cosa había estado completamente seguro, a pesar de las
«nuevas opciones» y

«cambios de ideas» de Varvara, a saber, que seguía hechizando


su corazón de mujer, y no sólo como perseguido o como erudito
famoso, sino también como hombre guapo. Veinte años llevaba
arraigada en él esta lisonjera y tranquilizadora convicción, y tal

93
vez a ella, más que a otra ninguna, le costaba sumo trabajo
renunciar. ¿Presentía él esa noche la prueba colosal a que sería
sometido en un futuro muy próximo?

En este momento damos ingreso a la circunstancia, en un punto


divertida, con la que propiamente empieza mi crónica.

A fines de agosto regresó por fin la familia Drozdov. Su regreso


precedió en breves días a la llegada, largo tiempo aguardada
por toda la ciudad, de su pariente, nuestra nueva gobernadora,
y en general produjo una notable impresión en los medios
sociales. De estos curiosos acontecimientos hablaré, sin
embargo, más tarde; aquí me limitaré a decir que Praskovya
trajo a Varvara, que con tanta impaciencia la esperaba, sólo un
enigma enojoso: Nikolai se había separado de ellas en julio y,
habiéndose reunido en el Rin con el conde K., había ido con éste
y su familia a Petersburgo. (N. B.: las tres hijas del conde
estaban en edad de casarse).

—Dado el orgullo y la obstinación de Liza, nada pude sacar de


ella —dijo Praskovya—, pero pude ver con mis propios ojos que
entre ella y Nikolai algo había ocurrido. Desconozco la causa,
pero a mi parecer, querida Varvara, debe usted preguntársela a
su protegida Daria. Si no me equivoco, Liza estaba ofendida.
Estoy muy contenta de devolverle al fin a su protegida. Se la
entrego en propia mano y buen provecho le haga.

94
Estas palabras cargadas de ponzoña fueron pronunciadas con
gran irritación. Era obvio que «la floja» las había ensayado de
antemano y anticipaba con gusto el efecto que habían de
producir. Pero no era Varvara mujer que se dejase aturdir por
enigmas y efectos sentimentales. Exigió con severidad
aclaraciones más precisas y satisfactorias. Praskovya en
seguida amainó velas y acabó por romper a llorar y a
deshacerse en las efusiones más amistosas. Al igual que
Stepan, esta señora, tan irascible como sentimental, precisaba
de amistades sinceras, y la principal queja que tenía de su hija
Liza era que ésta

«no era para ella una amiga».

Pero de todas sus explicaciones y efusiones lo único que se


puso en claro fue que, efectivamente, había habido una
desavenencia entre Liza y Nikolai, pero ¿de qué género? De eso
Praskovya no tenía, al parecer, idea cabal. En cuanto a las
acusaciones que había hecho contra Daria, no sólo acabó por
retirarlas, sino que rogó que se desestimaran sus palabras
anteriores porque las había pronunciado «en un momento de
irritación». En resumen, había en todo ello algo oscuro, acaso
sospechoso. Según sus comentarios, el problema había sido
causado por ese carácter «terco y sarcástico» de Liza; «y el
orgulloso Nikolai, aunque muy enamorado, no pudo aguantar el
sarcasmo de ella y se puso sarcástico a su vez».

—Poco después conocimos a un joven que, por lo visto, es


sobrino del

95
«profesor» ése de usted y que tiene el mismo apellido...

—Hijo y no sobrino —corrigió Varvara.

Praskovya nunca podía recordar el apellido de Stepan y le


llamaba siempre

«el profesor».

—Bueno, hijo, mejor; da lo mismo. Un joven como cualquier otro,


muy desenvuelto y vivaz, pero nada del otro mundo. Pues bien,
Liza no se portó bien y trató de atraérselo para dar celos a
Nikolai. No creo que fuera nada serio: una cosa de chicas, lo
corriente, algo incluso bonito. Lo malo fue que, en vez de
ponerse celoso, Nikolai hizo amistad con el joven, como si no se
diera por entendido o no le importara. Liza se puso furiosa. El
joven se marchó poco después (tenía que irse corriendo a no sé
dónde) y Liza empezó a hostigar a Nikolai en toda ocasión
oportuna. Notó que él hablaba algunas veces con Dasha y le
entró una rabieta fenomenal. A mí me hizo la vida imposible.
Los médicos

me han prohibido que me enfade, y yo ya estaba tan harta de


aquel dichoso lago que me dolían las muelas por causa de él,
además de que cogí un reumatismo tremendo. He leído, sí, en
alguna parte, que el lago de Ginebra causa dolor de muelas;
parece ser una de sus peculiaridades. Y cabalmente entonces
Nikolai recibe una carta de la condesa, hace en un día los
preparativos para el viaje y se va. Se despidieron

96
amistosamente, y Liza, al decirle adiós, estaba alegre y
casquivana y riéndose a carcajadas. Aunque todo era para
despistar. Cuando él se marchó, se quedó muy ensimismada.
Dejó de hablar por completo de él y a mí tampoco me permitía
hacerlo. Yo aconsejo a usted, mi querida Varvara, que no diga
de momento nada a Liza sobre este asunto, porque lo echaría
todo a perder. Guarde silencio y ella misma será la primera en
hablar con usted. Así se enterará usted de más cosas. Si no me
equivoco, volverán a hacer pareja, con tal que Nikolai no tarde
en venir, como ha prometido.

—Le escribiré en seguida. Si así están las cosas, ha sido un


enfurruñamiento sin importancia, una fruslería. Y lo de Daria
también. La conozco demasiado bien.

—En cuanto a la buena Dasha, confieso que me he


sobrepasado. No fueron más que conversaciones corrientes y
hasta en voz alta. Pero todo eso me trastornó mucho entonces.
Yo misma vi que hasta Liza volvió a estar con ella tan
afectuosa como antes...

Ese mismo día Varvara le escribió a Nikolai pidiéndole que


llegara un mes antes de lo que éste había propuesto. En todo
caso, quedaba aún algo que le resultaba oscuro e inexplicable.
Estuvo devanándose los sesos toda esa tarde y esa noche. El
parecer de Praskovya se le antojaba demasiado inocente y
sentimental. «Praskovya ha sido toda su vida demasiado
sensible, desde los días del pensionado —pensaba—. No es
Nikolai de los que escurren el bulto a causa de las burlas de una

97
chicuela. Aquí hay otro motivo si, efectivamente, hubo un
disgusto entre ambos. Ese oficial, sin embargo, está aquí, ha
venido con ellas y en casa de ellas vive como miembro de la
familia. En lo de Daria, Praskovya se disculpó demasiado de
prisa. Lo probable es que se dejara algo dentro, algo de lo que
no quería hablar...».

Bien temprano a la mañana, Varvara maduró el proyecto de


poner fin a una perplejidad, proyecto digno de consignar aquí,
por lo inesperado. ¿Qué sentimientos albergaba en su corazón
cuando lo formuló? Difícil es decirlo, amén de que no me
comprometo a elucidar de antemano todas las contradicciones
de que estaba compuesto. Como cronista, me limito a presentar
los acontecimientos con fidelidad, exactamente como
ocurrieron, y no tengo la culpa de que parezcan improbables.
Sin embargo, debo certificar una vez más que de las sospechas
acerca de Dasha no quedaba huella alguna en la mañana; a
decir verdad, nunca las había tenido, de tan segura que estaba
de ella. Además, no le cabía en la cabeza que su Nicolas
pudiera enamorarse de ella..., de Dasha. Cuando ésta, en la
mañana, servía el té, Varvara la estuvo mirando larga y
fijamente, y tal vez por vigésima vez desde la víspera se dijo
con firmeza para sí:

«¡Tonterías!».

Llegó a notar que Dasha parecía algo cansada y que estaba


más sosegada que antes, más apática. Después del té, según
costumbre establecida de una vez para siempre, ambas se

98
sentaron a coser. Varvara le ordenó que le diera cuenta
detallada de sus impresiones en el extranjero, sobre todo del
paisaje, los habitantes, las ciudades, las costumbres, el arte, la
industria, etc., en suma, de todo lo que había tenido ocasión de
ver. No hizo una sola pregunta sobre la familia Drozdov o su
vida con ella. Dasha, sentada a la mesa de trabajo con su

señora, ayudaba a ésta con el bordado y llevaba ya contando


media hora con su voz igual, monótona y algo opaca cuando,
de pronto, Varvara la interrumpió:

—Daria, ¿algo para contarme?

—No, nada —dijo Dasha después de cavilar un momento y


mirando a Varvara con sus ojos claros.

—¿No hay nada en tu alma, en tu corazón, en tu conciencia?

—Nada —repitió Dasha con calma, pero con firmeza algo


sombría.

—Yo sabía ya que no. Has de saber, Daria, que nunca dudaré
de ti. Siéntate ahora y escucha. Múdate a esta silla y ponte
enfrente de mí, que quiero verte de cuerpo entero. Así, oye,
¿quieres casarte?

Dasha contestó con una larga mirada interrogante, pero no


muy atónita.

—Debes esperar y callar. Para empezar, hay una diferencia de


edad y muy grande, pero tú sabes mejor que nadie que eso es

99
insignificante. Eres una muchacha juiciosa y en tu vida no debe
haber errores. Además, es aún un hombre guapo... en una
palabra, se trata de Stepan, a quien tú siempre has respetado.
Bueno, ¿qué?

Dasha la miraba con ojos aún más inquisitivos, y esta vez no


sólo mostró asombro, sino que se ruborizó un tanto.

—Debes esperar y callar. No apurarte. Aunque te dejo dinero en


mi testamento, cuando yo muera ¿qué va a ser de ti aunque
tengas dinero? Te engañarán, te quitarán lo que tienes y te
dejarán sin nada. Con él serás la mujer de un hombre famoso.
Mira ahora el asunto desde otro punto de vista. Si yo muriera
ahora, aunque le he asegurado su porvenir, ¿qué sería de él? Yo
pongo mi esperanza en ti. Espera, que aún no he terminado. Él
es frívolo, irresoluto, insensible, egoísta, de costumbres ruines,
pero debes apreciarle, sobre todo porque los hay mucho peores
que él. No pienses que quiero deshacerme de ti casándote con
cualquier sinvergüenza. ¿O es que así lo piensas? Pero lo
principal es que lo apreciarás porque yo te lo pido —dijo,
cortando con irritación su prédica—, ¿me oyes? ¿Por qué me
miras con ese pasmo?

Dasha seguía callada y escuchando.

—Aguarda un poco más. Él es una comadre, pero tanto mejor


para ti; una comadre que da lástima. No merece ni tanto así
que una mujer lo quiera. Pero sí merece que se lo quiera por su

100
vulnerabilidad, y tú lo querrás porque es vulnerable. ¿Qué, me
entiendes? ¿Entiendes?

Dasha hizo con la cabeza un gesto de asentimiento.

—Ya lo sabía yo; no esperaba menos de ti. Él te querrá porque


debe quererte. Debe quererte. ¡Debe adorarte! —gritó Varvara
con redoblada irritación—. Pero es que, aun sin obligación de
hacerlo, se enamorará de ti; lo conozco bien. Además, yo misma
estaré allí. No te preocupes, que allí estaré siempre. Él se
quejará, te calumniará, murmurará de ti con el primero que se
presente, gimoteará..., gimoteará todo el santo día, te escribirá
cartas de una habitación a otra, hasta dos cartas al día, pero
no podrá vivir sin ti, y eso es lo principal. Haz que te obedezca;
si no lo haces eres una tonta. Dirá que quiere ahorcarse,
amenazará con hacerlo; no le creas, son tonterías suyas. No le
creas, pero, por si acaso, ten los ojos bien abiertos, porque a lo
mejor se ahorca. Con hombres así pasa eso: se cuelgan por
debilidad, no porque son fuertes. Por eso conviene no llevar las
cosas demasiado lejos; ésa es la primera regla del matrimonio.
Por encima de todo, me darás una gran satisfacción, y eso es lo
principal. No pienses que hablo por hablar; sé lo que me digo.
Soy una egoísta; sélo tu también. Pero no quiero violentarte,
todo está en tus manos. Lo que digas se hará. ¿Qué haces ahí
mano sobre mano? ¡Di algo!

101
—A mí me da igual, Varvara, si es absolutamente necesario que
me case — dijo Dasha con firmeza.

—¿A qué te refieres? —preguntó Varvara mirándola fijamente.


Dasha callaba, rayando con la aguja el marco del bastidor.

—Tú, aunque eres inteligente, dices muchas tonterías. He


pensado, sí, que es ahora cuando debes casarte, pero no es por
necesidad, sino sólo porque se me ha ocurrido, y únicamente
con Stepan. Si no fuera por él no hubiera pensado en casarte,
aunque ya tienes veintidós años... Bueno, ¿qué?

—Como usted diga, Varvara.

—Con eso se da por entendido que aceptas. Espera, calla, ¿por


qué tanta prisa? Todavía no he concluido. En mi testamento te
dejo quince mil rublos que te daré el día de tu boda. De esa
cantidad le darás a él ocho mil; mejor dicho, no a él, sino a mí.
Él tiene una deuda de ocho mil; yo se los pagaré, pero es
preciso que sepa que el dinero es tuyo. Te quedarán siete mil, y
de ésos nunca debes darle un céntimo. No le pagues nunca una
deuda, porque si lo haces una vez tendrás que hacerlo siempre.
De todos modos, yo estaré allí siempre. Cada uno de vosotros
recibirá de mí una pensión anual de mil doscientos rublos, más
un suplemento de mil quinientos, sin contar casa y comida, que
seguiré pagando igual que hasta ahora. La servidumbre correrá
de vuestra cuenta. El dinero anual te lo entregaré a ti, en propia
mano y todo de una vez. Pero sé buena con él: dale algo de vez
en cuando. Déjale recibir a sus amigos una vez por semana,

102
pero mándalos de paseo si vienen más a menudo. Pero yo
estaré allí.

Y si muero seguiréis recibiendo la pensión hasta la muerte de él,


¿me oyes?, sólo hasta la muerte de él, porque la pensión es de
él y no tuya. Y a ti, además de los siete mil ahora, que si no
haces tonterías seguirán intactos, te dejaré en mi testamento
ocho mil más. No recibirás un céntimo más de mí; te lo digo
para que lo sepas. ¿Qué, de acuerdo? ¿Tienes algo que decir?

—Lo dijo ya, Varvara.

—Sabes que se trata de tu voluntad. Se hará lo que tú quieras.

—Déjeme preguntarle una cosa, Varvara. ¿Es que Stepan ya le


ha dicho a usted algo?

—No, no me ha dicho nada, ni nada sabe... ¡Pero bien pronto


hablará!

Se levantó de un salto y se echó por los hombros el chal negro.


Una vez más Dasha se ruborizó ligeramente y siguió con
mirada interrogante a Varvara. De improviso ésta se volvió y
con el rostro rebosante de enojo, dijo:

—¡Eres tonta! —y cayó sobre Dasha como un halcón—. ¡Una


tonta ingrata!

¿En que estás pensando? ¿Crees por ventura que yo te


comprometería por cualquier cosa? ¿Por lo más mínimo? ¡Pero
si él mismo vendrá arrastrándose a pedir tu mano! ¡Si debería
morir de felicidad! ¡Si es así como se va a arreglar la cosa! ¡Si tú

103
bien sabes que siempre cuidaré de ti! ¿O es que crees que él
carga contigo por esos ocho mil rublos y que yo quiero
venderte cuanto antes? ¡Tonta, más que tonta, todos sois unos
tontos ingratos! ¡Dame el paraguas!

Salió corriendo hasta la casa de Stepan, tropezando en las


aceras enladrilladas cubiertas de humedad, subiendo y bajando
por los puentes de madera.

Era verdad que siempre iba a cuidar a Daria; más aún, en ese
momento se consideraba su bienhechora. Sentía en el alma una
noble y virtuosa indignación cuando, al ponerse el chal, vio
sobre sí la mirada incrédula y turbadora de su protegida. La
quería sinceramente desde que era niña. Praskovya tenía razón
en llamar a Daria la «favorita» de Varvara. Ésta había llegado
mucho antes a la conclusión de que «el carácter de Daria no se
parecía al de su hermano» (es decir, al de Iván Shatov), de que
era dulce y tranquila, capaz de los mayores sacrificios, de que
descollaba por su devoción, por su modestia nada común, rara
discreción y, principalmente, por su gratitud. Al parecer, Dasha
había justificado hasta entonces todas sus esperanzas. «En esta
vida no habrá equivocaciones», decía Varvara cuando la
muchacha no superaba aún los doce años. Y como era manía
suya la de aferrarse tenaz y apasionadamente a cada uno de
sus sueños seductores, a cada nuevo plan, a cada idea que

104
juzgaba luminosa, decidió al punto educar a Dasha como hija
propia. Para eso apartó inmediatamente una cantidad de
dinero, trajo a casa una institutriz, miss Griggs, que permaneció
en ella hasta que la educanda cumplió dieciséis años; entonces
la despidió, no se sabe por qué. Vinieron también profesores del
liceo, entre ellos un francés auténtico que enseñó el francés a la
muchacha; éste también fue despedido de improviso, y con
cajas destempladas. Una pobre señora forastera, viuda y de
buena familia, le dio lecciones de piano. Pero el maestro
principal fue Stepan. Fue él, en realidad, quien primero
descubrió a Dasha, quien empezó a instruir a esa niña apacible
cuando Varvara no pensaba aún en ella. Vuelvo a repetir que
era cosa de ver el apego que le tenían los niños. Liza estudió
con él desde los ocho hasta los once años (por supuesto, sin
remuneración alguna, pues nada habría aceptado de los
Drozdov). Él se encariñó con la encantadora niña y le contaba
leyendas sobre la creación del universo y de la tierra y sobre la
historia de la humanidad. Las lecciones acerca de los pueblos
primitivos y el hombre primitivo eran más sugestivas que los
cuentos árabes. Liza, a quien cautivaban esas narraciones,
hacía en casa imitaciones divertidísimas de Stepan. Éste se
enteró y en una ocasión la sorprendió. Liza, avergonzada, se
echó en sus brazos llorando, y él, por su parte, rompió a llorar
de deleite. Liza, sin embargo, se marchó pronto y quedó Dasha
sola. Cuando empezaron a venir profesores para dar lecciones
a ésta, Stepan interrumpió las suyas y poco a poco llegó a
desentenderse por completo de la chica. Así transcurrió largo

105
tiempo. Un día, cuando ella ya tenía diecisiete años, él cayó de
pronto en la cuenta de lo bonita que era. Esto ocurrió un día en
que estaba comiendo en casa de Varvara. Entabló
conversación con la muchacha, quedó muy satisfecho de sus
respuestas y acabó por proponerle un curso amplio y serio de
historia de la literatura rusa. Varvara lo colmó de
agradecimiento y alabanzas por tan excelente idea y Dasha
quedó entusiasmada. Stepan se preparó con especial cuidado
para sus lecciones y éstas comenzaron por fin. Empezaron con
la época antigua. La primera lección resultó muy bien. Varvara
estuvo presente. Cuando Stepan concluyó y anunció al salir que
en la reunión siguiente harían un análisis del Cantar de la hueste
de Igor, Varvara se levantó de repente y dijo que no habría más
lecciones. Stepan hizo una mueca de desagrado, pero guardó
silencio; Dasha se ruborizó; así, pues, terminó la empresa. Esto
ocurrió tres años justo antes del actual e inesperado antojo de
Varvara.

El pobre Stepan se hallaba solo, sentado en su cuarto, y no


presentía nada. Llevaba un rato junto a la ventana, en triste
meditación, mirando si iba a

visitarlo alguno de sus amigos. Pero nadie iría. Lloviznaba y


hacía frío; era preciso encender la estufa. Suspiró. De pronto se
alzó ante sus ojos una extraña visión: Varvara venía a verlo, con
el mal tiempo que hacía y a una hora tan intempestiva. ¡Y a pie!
Quedó tan atónito que olvidó cambiarse de atavío y la recibió

106
tal como estaba, a saber, en su vieja chaqueta acolchada color
de rosa.

—Ma bonne amie... —exclamó enérgicamente al ir a su


encuentro.

—Me alegro de que esté usted solo. ¡No aguanto a sus amigos!
¡No para usted de fumar! ¡Santo Dios, cómo está esto de humo!
¡No ha acabado usted con el té y son ya las doce! Para usted la
felicidad es el desorden y el placer es la mugre. ¿Qué hacen
esos papeles hechos pedazos en el suelo? ¡Nastasya, Nastasya!
¿Qué está haciendo Nastasya? ¡Mujer, abre la ventana, los
cristales, la puerta, todo de par en par! Y nosotros vamos a la
sala. Vengo a verlo para un asunto.

—¡El señor lo ensucia todo, señora! —chilló Nastasya con una


voz en la que había tanta queja como irritación.

—¡Pues tú barre, barre quince veces al día! Esta sala está


asquerosa —dijo cuando entraron en la habitación—. Cierre bien
la puerta, porque ésa se va a poner a escuchar. Hace falta
cambiar el papel. ¿No le mandé al empapelador con muestras?
¿Por qué no escogió? Siéntese y escuche. ¡Siéntese, vamos,
haga el favor! Pero ¿a dónde va usted? ¿A dónde va? ¿A
dónde?

—Yo... en seguida —gritó Stepan desde el cuarto vecino—. ¡Ya


estoy aquí otra vez!

—¡Ah, se ha cambiado usted de traje! —dijo mirándolo


burlonamente (se había puesto la levita encima de la

107
chaqueta)—. Eso va mejor con... el asunto de que vamos a
hablar. ¡Vamos, siéntese, por favor...!

Se lo explicó todo de un tirón, escueta y persuasivamente.


Aludió asimismo a los ocho mil rublos que necesitaba con tanta
urgencia. Habló detalladamente de la dote. Stepan, con ojos
desorbitados, se movía convulso. Lo oía todo, pero era evidente
que no comprendía nada. Quiso hablar, pero se le quebró la voz.
Sólo sabía que habría de ser como decía ella, que le iban a
casar sin remedio.

—M-mais, ma bonne amie, ¡por tercera vez y a mis años...! ¡Y


con una niña! —dijo por fin—. Mais, c’est une enfant.

—¡Una niña de veinte años, gracias a Dios! Por favor, no ponga


los ojos en blanco, se lo ruego, que no estamos en el teatro. Es
usted inteligente, pero de la vida no entiende usted nada; tras
usted tiene que ir siempre alguien que lo cuide. Si yo muero,
¿qué va a ser de usted? Ella lo cuidará admirablemente. Es una
chica modesta, decidida, juiciosa. Además, yo misma estaré allí,
pues no voy a morirme tan pronto. Es mujer de su casa, un
ángel de mansedumbre. Esta feliz idea se me ocurrió estando
todavía en Suiza. Pero ¿no lo ve? ¡Si le digo que es un ángel de
mansedumbre! —gritó de pronto con furia—. Esta casa está
espantosa; ella la limpiará, la pondrá en orden, la dejará como
un espejo... Santo Dios, pero ¿cree usted que voy a rogarle que
se case con un tesoro como éste?

108
¿Que cuente una por una las ventajas? ¡Pero si debiera usted
ponerse de rodillas...! ¡Ay, qué hombre tan inútil, tan inútil, qué
hombre tan apocado!

—¡Pero... si ya soy viejo!

—¿Qué significan cincuenta y cinco años? Cincuenta y cinco


años no son el fin, sino la mitad de la vida. Es usted un hombre
guapo, bien lo sabe. También sabe cuánto lo respeta ella. Si yo
muero, ¿qué será de ella? Casada con usted, ella quedará
tranquila y yo lo mismo. Usted es un hombre importante, lleva
un nombre conocido y tiene un corazón amante. Tendrá usted
una pensión, que considero que es mi obligación. Usted la
salvará, quizá la salvará, pero en todo

caso, la honrará. Podrá usted prepararla para la vida,


ensanchar su espíritu, guiar sus pensamientos. ¡Cuántos se
arruinan hoy día por falta de orientación en sus pensamientos!
Para entonces habrá terminado usted su libro y con ello
volverán a acordarse de usted de manera inmediata.

—A decir verdad —murmuró halagado por la hábil adulación de


Varvara—, a decir verdad, estoy preparándome ahora para
escribir mis relatos, basados en la historia de España...

—Bueno, pues ya lo ve usted...

—Pero ¿y ella? ¿Se lo ha dicho usted?

109
—De ella no tiene por qué preocuparse ni por qué querer saber
nada. Claro que usted mismo deberá pedírselo, suplicarle que le
haga a usted el honor...

¿entiende? Pero no se preocupe, que yo estaré allí. Además, la


quiere usted...

A Stepan la cabeza le daba vueltas y le parecía que las paredes


giraban. En todo aquello había una extraña idea con la que no
se sentía con fuerzas de lidiar.

—Excellente amie! —dijo con voz trémula—, ¡no puedo..., no


hubiera podido nunca suponer que usted alguna vez fuera a...
casarme... con otra mujer!

—No es usted una mocita, Stepan, y sólo casan a las mocitas.


Es usted mismo quien decide que se casa —dijo con encono
Varvara.

—Oui, j’ai pris un mot pour un autre. Mais... c’est égal —dijo
mirándola fijamente.

—Ya veo que c’est égal —pronunció ella con lentitud y


deliberación—. ¡Dios mío, se ha desmayado! ¡Nastasya,
Nastasya, trae agua!

Pero no hizo falta el agua. Volvió en sí. Varvara tomó su


paraguas.

—Veo que con usted no se puede hablar ahora...

—Oui, oui, je suis inlasable.

110
—Descanse y reflexione hasta mañana. Quédese en casa, y si
pasa algo mande recado aunque sea de noche. No me escriba
cartas, que no he de leerlas. Mañana a esta hora vendré yo
misma, sola. Espero una respuesta definitiva, y espero sea
satisfactoria. Vea usted el modo de que no haya nadie y de que
todo esté limpio, porque ahora todo está hecho una porquería.
¡Nastasya, Nastasya!

Ni que decir tiene que al día siguiente dio su consentimiento; y


no podía menos de darlo. Porque había además una
circunstancia singular...

Lo que hasta aquí hemos denominado «la finca de Stepan»


(cincuenta siervos según el sistema antiguo y lindando con
Skvoreshniki) en verdad no le pertenecía, había pertenecido a
su primera esposa y era ahora, por lo tanto, de su hijo, Piotr.
Stepan era sólo fideicomisario, y cuando su hijo llegó a la
mayoría de edad continuó, por autorización expresa de éste,
como administrador de la hacienda. El acuerdo resultó bueno
para el joven: recibía del padre hasta mil rublos de renta al año,
cuando, según el nuevo régimen, no daba quinientos (y quizá
menos). Sabe Dios cómo se había establecido tal relación.
Ahora bien, era Varvara quien pagaba la totalidad de estos mil
rublos, sin que Stepan contribuyera ni siquiera un poco. Muy por
el contrario, se embolsaba toda la renta que percibía por la

111
finca; y no sólo eso, sino que acabó por arruinarla, dándola en
arrendamiento a un industrial y, sin decir nada a Varvara,
vendiendo la madera, es decir, lo que en ella valía más. Hacía
ya tiempo que venía vendiendo la madera en lotes pequeños.
En conjunto valía por lo menos unos ocho mil rublos y él había
cobrado por ella sólo cinco mil. Lo que pasaba era que perdía
demasiado dinero en el club y no se atrevía a pedírselo a
Varvara. Cuando ésta por fin se enteró, se puso como una fiera.
Y ahora, de improviso, anunciaba el hijo que venía a vender su
finca por lo que le dieran y encargaba al padre que se
encargara de su rápida venta. Bien claro estaba que a Stepan,
por su honradez y escrupulosidad, lo avergonzaba haberse
portado así con ce cher enfant (a quien había visto por última
vez cuando el chico estudiaba en Petersburgo). Originalmente
la finca pudo valer unos trece o catorce mil rublos; ahora sería
difícil que dieran por ella cinco mil. No había duda de que
Stepan tenía pleno derecho, según la escritura de poder, de
vender el bosque, y habida cuenta de lo excesivo de los mil
rublos anuales que había señalado como renta y que durante
tantos años había enviado puntualmente a su hijo, habría
podido defenderse con éxito de toda acusación de fraude al
hacerse la liquidación final. Pero Stepan era honrado y de muy
elevados principios. Pero por su mente cruzó un pensamiento
bellísimo, a saber, que cuando llegase Petrusha le pondría
noblemente en la mesa quince mil rublos, lo que representaba el
valor absolutamente máximo de la finca, sin la menor alusión a
las cantidades enviadas hasta entonces, y luego estrecharía

112
contra su pecho a ce cher fils, con lo que quedarían saldadas
todas las cuentas. Ya hacía tiempo que venía esbozando
tentativamente ese cuadro a Varvara, apuntando que ello daría
un matiz noble y especial a las relaciones de amistad entre
ambos..., a su «idea», y que, por añadidura, presentaría a los
padres, y en general a la generación anterior, bajo un aspecto
irreprochable y magnánimo, en contraste con la nueva
juventud, frívola y socialista. Mucho más habló sobre el asunto,
pero Varvara guardaba obstinado silencio. Por fin le dijo con
sequedad que consentía en comprar el predio y dar por él el
precio máximo, es decir, seis o siete mil rublos (y se habría
podido comprar por cuatro). De los ocho mil restantes, que
habían volado con el bosque, no dijo una sola palabra.

Esto había sucedido un mes antes de la propuesta de


matrimonio. Stepan quedó desconcertado y empezó a cavilar.
Anteriormente podía haber tenido la esperanza de que el hijo
amado quizá no viniese, esto es, la esperanza que un extraño
hubiera podido tener; pero, como padre, Stepan habría
rechazado con indignación el mero pensar en tal esperanza.
Sea como fuere, lo cierto es que hasta entonces venían
llegándonos rumores muy extraños acerca de Piotr. Como
preámbulo, después de terminar sus estudios universitarios
hacía seis años, estuvo haciendo vida de holgazán en
Petersburgo sin aplicarse a ningún trabajo.

113
De pronto recibimos noticia de que había estado implicado en
la redacción de cierta propaganda clandestina y había sido
procesado. Más tarde se oyó decir que había aparecido de
repente en el extranjero, en Suiza, en Ginebra..., y tuvimos
miedo de que se hubiese dado a la fuga.

—Me parece raro —nos sermoneó entonces Stepan, sumamente


turbado—. Petrush, c’est une si pauvre tête! Es bueno, noble,
muy sensible, y yo en Petersburgo sentía gran satisfacción en
compararlo con los jóvenes de hoy día, pero c’est un pauvre sire
tout de même... ¿Y saben ustedes? Todo eso resulta de cierta
falta de madurez, de cierto sentimentalismo. Lo que los cautiva
no es el realismo, sino el lado sentimental, ideal, del socialismo,
su matiz religioso, por así decirlo, su poesía..., por supuesto,
todo de segunda mano. Y, sin embargo,

¡hay que ver lo que eso significa para mí! Tengo aquí tantos
enemigos, y aún más allá, que lo atribuirán a influencia del
padre... ¡Santo Dios! ¡Petrusha cabecilla revolucionario! ¡En qué
tiempos vivimos!

Pero Petrusha dio a conocer muy pronto desde Suiza su


dirección exacta para que se procediera al envío acostumbrado
de dinero; luego no era precisamente un refugiado político. Y he
aquí que ahora, después de vivir cuatro años en el extranjero,
reaparecía súbitamente en su país natal y anunciaba su llegada
inmediata; luego no se lo acusaba de nada. Más aún, se diría
que alguien se interesaba por él y lo protegía. Escribía ahora
desde el sur de Rusia, adonde había ido a gestionar un asunto

114
personal, pero importante, por encargo de alguien. Todo eso
estaba muy bien, pero ¿dónde encontrar los restantes siete u
ocho mil rublos para completar el «justo» precio de la finca? ¿Y
qué, si en vez de la escena magnánima, su hijo pusiera el grito
en el cielo y el asunto pasara a los tribunales? Algo le decía a
Stepan que el sentimental Petrusha no renunciaría a sus
intereses.

—¿Por qué, como he tenido ocasión de notar —me susurró


Stepan una vez—, por qué todos estos socialistas y comunistas
tan desesperados son al mismo tiempo avaros increíbles,
acaparadores, capitalistas y cuanto más socialista es uno de
ellos, cuanto más avanzadas son sus ideas, tanto más apegado
es a la propiedad privada? ¿Por qué será eso? ¿Por
sentimentalismo?

No sé qué fondo de verdad pueda haber en esa observación de


Stepan; sólo sé que Petrusha tenía algunos informes acerca de
la venta del bosque y de todo lo demás y que Stepan sabía que
los tenía. Tuve también ocasión de leer algunas cartas de
Petrusha a su padre; escribía muy raras veces, una vez al año o
menos todavía. Pero últimamente había mandado dos cartas
casi seguidas para anunciar su próxima llegada. Todas sus
cartas eran breves, secas; contenían sólo instrucciones. Como,
según era moda, padre e hijo se tuteaban desde los días de
Petersburgo, las cartas de Petrusha eran de un tono muy
semejante al de las que los antiguos señores escribían desde la
capital a los siervos que habían designado para administrar las

115
fincas. Ahora, inesperadamente, los ocho mil rublos que
solucionarían el apuro se venían a las manos en la propuesta de
Varvara Petrovna, que daba a entender, por otra parte, que no
podrían venir de ningún otro lado. Stepan dio, por supuesto, su
consentimiento.

No bien se hubo marchado Varvara, me mandó llamar y


durante ese día cerró su puerta a toda otra persona. Ni que
decir tiene que lloró, que habló mucho y bien, que desbarró a
menudo y de lo lindo, que hizo algún juego de palabras del que
quedó satisfecho; luego tuvo un ligero acontecimiento de
gastritis; en suma, todo siguió la pauta habitual. Después quitó
el retrato de su esposa alemana, muerta hacía ya veinte años, y
empezó a decirle: «¿Me perdonarás?». En general, parecía
confuso. Para calmar la pesadumbre bebimos

un poco. Pronto, sin embargo, se quedó dulcemente dormido. A


la mañana siguiente se anudó magistralmente la corbata, se
vistió con esmero y se acercó varias veces al espejo para
contemplarse. Roció ligeramente de perfume un pañuelo, pero
así que vio a Varvara por la ventana cogió otro y escondió el
perfumado debajo de la almohada.

—¡Excelente! —aprobó Varvara, al oír su consentimiento—. En


primer lugar, es una digna determinación, y luego, ha dado
usted paso a la razón, cosa que raras veces hace en nuestros
asuntos particulares. No hay, sin embargo, por qué apresurarse

116
—añadió examinando el nudo de la corbata blanca—: de
momento, guarde silencio y yo haré lo propio. Se acerca el día
del cumpleaños de usted y vendré entonces con ella. Dé una
pequeña fiesta a la caída de la tarde, pero, por favor, sin vino ni
cosas de comer; en fin, yo misma me encargaré de todo. Invite
a sus amigos; usted y yo escogeremos quiénes han de venir. La
víspera hablará usted con ella si es necesario; y en la fiesta no
diremos nada concreto ni haremos un anuncio oficial, sino sólo
alguna alusión, o lo daremos a conocer sin ninguna solemnidad.
Unos quince días después será la boda, sin ningún bullicio, si es
posible... Quizás incluso puedan ustedes irse de viaje por algún
tiempo después de la boda, a Moscú, por ejemplo. Quizá vaya
yo también con ustedes... Pero lo que importa es que guarde
silencio hasta entonces.

Stepan estaba asombrado. Balbuceó que no le era posible


obrar así, que necesitaba hablar con la novia, pero Varvara se
revolvió irritada:

—Y eso ¿a santo de qué? En primer lugar, puede ser que no


ocurra nada de lo dicho...

—¿Cómo que nada? —murmuró el novio, que seguía


completamente aturdido.

—Como lo digo. Ya veremos... de todos modos, todo se hará


según lo dicho. No se preocupe, que yo misma prepararé todo;
usted no tiene que meterse en nada. Se dirá y hará todo lo que
sea menester y usted no tiene por qué verla a ella. ¿Para qué?

117
¿Qué papel haría usted? No vaya usted por allí ni escriba
cartas. Y chitón, se lo ruego. Yo tampoco diré nada.

Era obvio que no quería dar ninguna explicación y que se


marchó molesta. Parece que la buenísima disposición de
Stepan le produjo asombro. ¡Ay, éste no se percataba, por
supuesto, de la situación, ni todavía había considerado el caso
desde otros puntos de vista! Al contrario, adoptó un nuevo tono
algo petulante y triunfador.

—¡Me gusta esto! —exclamó, plantándose ante mí y abriendo los


brazos—. Pero ¿ha oído usted? Ella quiere llevar las cosas al
extremo de que yo diga por fin que no me da la gana. Porque
yo también puedo perder la paciencia y...

¡decir que no me da la gana! «Siéntese, que no tiene usted que


ir por allá»; pero, en fin de cuentas, ¿por qué tengo yo que
casarme? ¿Sólo porque a ella se le ha metido en la cabeza una
ridícula fantasía? Yo soy un hombre serio y puede que no me dé
la gana de someterme a las ridículas quimeras de una mujer
extravagante. ¡Tengo obligaciones para con mi hijo... y para
conmigo mismo! Me sacrifico... ¿lo comprende ella? Puede que
yo haya consentido porque la vida me aburre y porque todo me
da igual; me ofenderé y me negaré a todo. Et en fin le ridicule...
¿Qué dicen en el club? ¿Qué dice... Liputin? «Quizá no ocurra
nada de lo dicho». ¡Vamos, anda! ¡Esto es el colmo! Pero esto...
¿esto qué es? ¡Je suis un forçat, un Badinguet, un hombre entre
la espada y la pared!

118
Y, sin embargo, a través de estas quejumbrosas exclamaciones
se vislumbraba algo frívolo y travieso. Esa noche volvimos a
beber.

TERCER CAPÍTULO: Pecados ajenos

Pasaron unos ocho días y las cosas empezaron a embrollarse


un poco. Notaré de paso que tuve que sobrellevar muchas
molestias durante esa desventurada semana, sin poder
apartarme un poco de mi pobre amigo, comprometido para
casarse, en mi calidad de confidente íntimo. Lo que más lo
apenaba era la vergüenza que sentía, aunque esa semana no
vimos a nadie y la pasamos solos; pero tenía vergüenza hasta
de mí, de tal modo que cuanto más me revelaba, más
contrariado se mostraba conmigo. Su suspicacia le hacía creer
que todo el mundo conocía ya el asunto, toda la ciudad, y en
consecuencia temía presentarse no sólo en el club, sino hasta
en el pequeño círculo de sus amigos. Incluso los paseos que
necesitaba para hacer ejercicio los daba entrada la noche,
cuando reinaba la completa oscuridad.

Al cabo de ocho días no sabía aún si efectivamente era «novio»,


y por mucho que lo intentó no consiguió saberlo con toda
seguridad. Todavía no se había entrevistado con la novia; más
aún, no tenía la certeza de que fuera su novia, ni sabía siquiera

119
si el asunto iba verdaderamente en serio. Por el motivo que
fuese, Varvara se negaba rotundamente a que se acercase a
ella. A una de sus primeras cartas (y le escribió muchas) ella
contestó con el ruego de que no la importunase por el momento
porque estaba ocupada; que ella tenía también muchas cosas
importantes de su propia cosecha que comunicarle, pero que
aguardaba para hacerlo a tener más tiempo libre del que con
entonces contaba, y que en su tiempo y sazón le diría cuándo
podía ir a verla. En cuanto a las cartas, aseguraba que se las
devolvería sin abrir porque eran sólo «un capricho inútil». Yo leí
esta nota de ella, que él mismo me enseñó.

Sin embargo, estas palabras tan bruscas como vagas no eran


nada comparadas con su preocupación cardinal, preocupación
que lo atormentaba de manera aguda e insistente y que lo hizo
enflaquecer y acobardarse. Era algo que lo avergonzaba más
que ninguna otra cosa, algo de lo que no quería hablar ni
siquiera conmigo; al contrario, cuando aludía a ello me mentía y
disimulaba como un chicuelo, lo que no impedía que me
mandase llamar a diario, que no pudiera pasar sin mí un par de
horas y necesitara de mí como del agua o del aire.

Semejante conducta hirió un poco mi amor propio. Valga decir


que yo había adivinado hacía tiempo su secreto principal y que
lo habría comprendido todo. Era entonces íntima convicción
mía la de que la revelación de este secreto de Stepan, de esa
preocupación cardinal, no redundaría en su honor, y, por lo
tanto, como hombre todavía joven, me indignaban las groserías

120
de sus sentimientos y la falta de delicadeza de algunas de sus
sospechas. En mi irritación del momento —y también, lo
confieso, por hastío de mi papel de confidente— quizá lo
censuraba demasiado. En mi insensibilidad quería que me lo
confesase todo, si bien, por otro lado, estaba dispuesto a
admitir lo difícil que sería confesar ciertas cosas. Él también
caló mis intenciones, es decir, se dio clara cuenta de que yo
había vislumbrado sus pensamientos y estaba, por eso, enojado
con él, y él, por su parte, estaba enojado conmigo porque yo lo
estaba con él y había vislumbrado sus pensamientos. Acaso mi
irritación fuese mezquina y absurda, pero cuando dos personas
conviven aisladas resulta perjudicada la amistad sincera. Desde
cierto punto de vista, él comprendía

rectamente algunos aspectos de su situación e incluso podía


definirla con precisión en aquello en que no era menester
mantener el secreto.

—¡Oh, qué diferente era ella entonces! —me decía alguna vez de
Varvara—.

¡Qué diferente era entonces, cuando hablábamos de todo...!


¿Querrá usted creer que entonces todavía sabía hablar?
¿Querrá creer que todavía tenía ideas propias? ¡Ahora todo ha
cambiado! Dice que esto no es más que palabrería anticuada.
Desprecia nuestro pasado... ahora tiene aire de dependienta de

121
comercio, de ama de casa, de mujer amargada, y está siempre
enfadada...

—¿Y por qué está enfadada ahora que ha hecho usted lo que
exige? —le pregunté.

Me miró de través.

—Cher ami, si no hubiera consentido se habría puesto furiosa


conmigo, fu- rio-sa, pero en todo caso menos ahora que he
consentido.

Quedó satisfecho con la paradoja, y esa noche dimos remate a


una botella entre los dos. Pero eso fue sólo un instante. Al día
siguiente se sentía más atribulado y abatido que nunca.

Sin embargo, lo que más me irritaba era que no se decidía a


hacer una visita a la recién llegada familia Drozdov para
renovar la amistad, algo que, según se decía, la familia misma
deseaba, pues habían preguntado por él, y algo que él, por su
parte, ansiaba un día tras otro. De Liza hablaba con un
entusiasmo que me resultaba difícil de entender. Sin duda
recodaba en ella a la niña a quien tiempo atrás había amado
tanto. Pero, además, se figuraba por algún motivo que junto a
ella encontraría en seguida alivio a todas sus penas de ahora y
quizás el medio de despejar sus dudas más angustiosas. En Liza
pensaba hallar una criatura de algún modo fuera de lo común.
Pero, a pesar de ello, no iba a visitarla, aunque todos los días se
disponía a hacerlo. Lo principal era que yo, por mi parte, tenía
grandísimo empeño en conocerla, para lo cual sólo podía contar

122
con Stepan. Por esos días me habían causado profunda
impresión mis encuentros casuales con ella, por supuesto en la
calle, cuando ella salía de paseo en un soberbio caballo, en traje
de amazona, acompañada por aquél a quien llamaban su
pariente, un apuesto oficial del ejército, sobrino del difunto
Drozdov. Mi ofuscación duró un instante y no tardé en
comprender lo imposible de mis sueños; pero sólo por un
instante. Es posible comprender mi enojo con mi pobre amigo
por su terca reclusión.

A todos los amigos se les había advertido oficialmente desde un


principio que Stepan no recibiría durante algún tiempo y se les
había rogado que no le importunasen de ningún modo. Él
insistió en que se les enviase una circular a tal efecto, a pesar
de que yo me opuse. A requerimiento de él fui a verlos a todos
para decirles que Varvara había encargado a nuestro «viejo»
(así le llamábamos entre nosotros) un trabajo arduo, a saber,
ordenar cierta correspondencia de varios años de duración; que
se había encerrado en casa y que yo lo estaba ayudando, etc.,
etc. Al único que tuve tiempo de encontrar fue a Liputin, y
decidí aplazarlo; en realidad, temía encontrarlo. Sabía de
antemano que no creería una sola palabra mía, que comenzaría
a gritar sin duda que allí había un secreto que sólo a él querían
ocultarle, y que no bien me apartara de él recorrería toda la
ciudad haciendo preguntas y propalando chismes. Así iba
cavilando cuando por casualidad tropecé con él por la calle.
Parecía haberse enterado ya de todo por medio de los amigos

123
a los que yo había avisado lo que pasaba. Pero, cosa rara, no
sólo no manifestó curiosidad ni hizo preguntas acerca de
Stepan, sino que, al contrario, me cortó la palabra cuando
empecé a disculparme por no haber ido antes en su busca y
pasó seguidamente a otro tema. Verdad es que tenía muchas

cosas que contar; estaba excitadísimo y muy contento de


tropezar con alguien que lo escuchara. Empezó contando las
noticias de la ciudad, la llegada de la gobernadora con «nuevos
temas de conversación», la oposición que se estaba formando
en el club, el hecho de que todo el mundo hablase de las nuevas
ideas aunque no a todos les iban bien, etc., etc. Estuvo
hablando un cuarto de hora y de manera tan divertida que no
podía apartarme de él. Aunque no podía aguantarlo, confieso
que tenía el don de hacerse escuchar, sobre todo si se ponía
furioso por algún motivo. A mi juicio, este hombre era un espía
auténtico y congénito. En todo momento sabía las últimas
noticias y los secretos de nuestra ciudad, con preferencia los
inconfesables, y era cosa de maravilla oír hasta qué punto
consideraba de su incumbencia cosas que nada tenían que ver
con él. Siempre pensé que el rasgo destacado de su carácter
era la envidia. Cuando esa misma tarde conté a Stepan mi
encuentro de la mañana con Liputin y la conversación que
tuvimos, aquél, con gran sorpresa mía, se alarmó sobremanera
y me hizo la absurda pregunta de si «Liputin sabía o no». Yo
traté de probarle que era imposible que lo supiera tan pronto y

124
que seguramente nadie se lo habría dicho, pero Stepan seguía
en sus trece.

—Piense usted lo que guste —dijo al fin inesperadamente—,


pero yo estoy convencido de que no sólo sabe todo lo tocante a
nuestra situación, y con todos los detalles, sino que sabe
todavía más, algo que ni usted ni yo sabemos y que quizá
nunca sabremos, o que sabremos cuando sea demasiado tarde
y la cosa ya no tenga solución.

Yo guardé silencio, pero esas palabras sugerían mucho.


Después de esto pasaron cinco días sin que mencionáramos
una sola vez el nombre de Liputin. Para mí estaba claro que
Stepan se arrepentía de haberme confesado tales sospechas y
de haberse ido demasiado de lengua.

Una mañana —siete u ocho días después de que Stepan diera


su consentimiento— alrededor de las once, cuando según
costumbre corría a reunirme con mi atribulado amigo, tuve una
aventura en el camino.

Tropecé con Kramazinov, el «gran escritor», como lo llamaba


Liputin.

Yo lo he leído desde la niñez. Sus novelas son conocidas de


todas las generaciones anteriores y aun de la actual. Yo gozaba
con ellas; fueron la delicia de mi adolescencia y juventud. Más

125
tarde mi interés por sus escritos se ha enfriado bastante; las
novelas de tesis, que eran lo único que escribía últimamente, no
me gustaban tanto como sus obras primeras, las tempranas,
tan rebosantes de poesía espontánea; y sus obras más
recientes no me gustaban nada.

Considerando el conjunto —si se me permite expresar una


opinión en materia delicada—, estos talentos nuestros de
segundo orden, a quienes por el común se mira en vida casi
como genios, no sólo se borran, cuando mueren, de la memoria
de todos sin dejar rastro y velozmente, sino que incluso en vida,
apenas surge una nueva generación y reemplaza a aquella otra
en que fueron influyentes, son arrinconados y olvidados con
rapidez increíble. Esto parece suceder entre nosotros casi de
manera instantánea, como si fuera un cambio de corazón en el
teatro. No ocurre, por supuesto, con los Pushkin, los Gogol, los
Molière, los Voltaire, con espíritus creadores, en suma, que
tienen algo nuevo que decir. Es verdad también que estos
talentos nuestros de segundo orden por lo común se agotan
lamentablemente como escritores en el respetable ocaso de sus
años y hasta sin darse cuenta de ello. A menudo resulta que el
escritor a quien durante largo tiempo se había atribuido una
insólita profundidad ideológica y de quien se esperaba un
hondo y serio influjo en los movimientos sociales delata al cabo
tal flojedad e insignificancia en su idea fundamental que nadie
se lamenta de que se haya agotado tan pronto. Ahora bien, los
viejos escritores no advierten esto y se enojan. Su amor propio,

126
sobre todo al final de su carrera literaria, llega a extremos
increíbles. Se diría que llegan a tomarse cuando menos por
dioses. De Karmazinov se contaba que estimaba sus relaciones
con gente de campanillas y con la alta sociedad casi más que
su propio espíritu. Se decía que si se topaba con usted,
pongamos por caso, se mostraba amable, lo atraía y cautivaba
con su sencillez, sobre todo si le era usted útil para algún
motivo y, por supuesto, si llevaba por delante una buena
recomendación. Pero si estando con él se presentaba un
príncipe, una condesa o cualquier persona que le infundiese
temor, consideraba deber sagrado desentenderse de usted de
la manera más ofensiva, como si fuera usted un guiñapo, una
mosca, antes de que tuviera usted tiempo de alejarse; y
juzgaba con perfecta seriedad que tal proceder era correcto e
impecable en sumo grado. No obstante el pleno dominio que de
sí tiene y su perfecto conocimiento de los buenos modales, su
vanidad llega a tal extremo de histeria que no logra disimular
su hipersensibilidad de autor incluso en los círculos sociales que
se interesan poco por la literatura. Si por ventura alguien se
muestra indiferente hacia él, se ofende morbosamente y
procura vengarse.

Hará cosa de un año que leí en una revista un artículo suyo


escrito con desagradables pretensiones de ingenua poesía y
aun de psicología. En él describía el naufragio que había
presenciado de un vapor cerca de la costa inglesa. El rescate de
los supervivientes y la recuperación de los cadáveres de los

127
ahogados. Todo el artículo, que era bastante largo y palabrero,
lo había escrito con el único fin de exhibirse a sí mismo. Entre
líneas podía leerse: «Fíjense en

mí; vean qué clase de hombre fui en ese momento. ¿Qué les
importan a ustedes el mar, la tempestad, los acantilados, el
casco destrozado del barco? Yo les he descrito de modo
suficiente eso con mi pujante pluma. ¿Por qué se fijan ustedes
en esa mujer ahogada, con el cadáver de un niño en sus brazos
muertos? Mejor es que se fijen en mí, que vean cómo no pude
soportar semejante escena y me aparté de ella. Le volví la
espalda; estaba espantado y no tenía valor para mirar tras de
mí; cerré los ojos. “¿Verdad que es interesante?”». Cuando
expresé mi opinión sobre el artículo, Stepan me dio la razón.

No hace mucho corrieron por la ciudad rumores de que había


llegado Karmazinov y me entró, por supuesto, grandísimo
deseo de verle y, de ser posible, de conocerle. Sabía que podía
lograrlo por medio de Stepan, pues habían sido amigos años
atrás. Y he aquí que tropecé con él al cruzar la calle. Lo reconocí
al momento. Me lo había mostrado tres días antes cuando
pasaba en coche con la gobernadora...

Era un viejo bajito y remilgado, aunque no tendría más de


cincuenta y cinco años, de rostro exiguo y rubicundo, pelo gris
rizado y espeso que asomaba bajo un sombrero redondo,
cilíndrico, y que circundaba unas orejitas limpias y rosadas. Su

128
rostro pulcro y pequeño no era muy atrayente; tenía los labios
largos, delgados y contraídos en un gesto de astucia; la nariz
algo carnosa, y los ojos inteligentes, pequeños y de mirada
aguda. Llevaba con cierto descuido una capa sobre los
hombros, de un corte que estaría de moda esa temporada en
Suiza o en el norte de Italia. Pero, por otra parte, todos los
artículos menudos de su atuendo eran sin duda de los que usa
la gente de gusto irreprochable: gemelos, cuello, botones,
anteojos de carey sujeto con una cintita negra y sortija de sello.
Yo estoy seguro de que en verano calza botines color uva
cerrados por una hilera de botones de nácar. Cuando nos
encontramos acababa de detenerse en el cruce de la calle y
miraba en torno con atención. Al notar que yo lo miraba con
curiosidad me preguntó, con una vocecita melosa, aunque un
poco aguda:

—¿Sería tan amable de decirme cuál es el camino más corto


para llegar a la calle Bykova?

—Sí, es aquí mismo, si se llega enseguida, —exclamé con


agitación desacostumbrada—. Todo derecho por esta calle y
luego la segunda bocacalle a la izquierda.

—Muchas gracias.

Maldito sea ese minuto. Por lo visto me azoré y tomé un aire


servil. Él se dio cuenta al momento, lo comprendió todo en
seguida, esto es, comprendió que yo sabía quién era, que lo
había leído y admirado en mi infancia, y que ahora estaba

129
azorado y había tomado un aire servil. Se sonrió, inclinó una vez
más la cabeza y prosiguió su camino hacia donde yo le había
indicado. No sé por qué me volví para seguirlo; no sé por qué
corrí unos pasos tras él. Él se detuvo de nuevo.

—¿Y no podría usted indicarme dónde podría encontrar un


coche de punto por aquí cerca? —volvió a preguntarme con su
voz chillona.

¡Chillido repelente, voz repelente!

—¿Un coche de punto? Muy cerca de aquí..., junto a la catedral;


allí siempre hay —y estuve a punto de ir corriendo a buscarle el
coche. Sospecho que eso era cabalmente lo que esperaba. Por
supuesto recapacité al momento y detuve mis pasos, pero él
interpretó bien mi movimiento y me siguió con la misma sonrisa
repelente. Entonces sucedió algo que nunca olvidaré. De pronto
dejó caer un bolso pequeño que llevaba en la mano izquierda;
en realidad no era un bolso, sino una caja, o quizás una cartera,
o, mejor aún, una retícula de ésas

que solían llevar las señoras. En fin, no sé lo que era; sólo sé


que, al parecer, corrí a recogerlo.

Estoy plenamente seguro de que no lo recogí, pero el primer


movimiento que hice fue inequívoco; no había modo de
ocultarlo y me ruboricé como un majadero. El muy taimado
sacó de la situación todo el partido posible.

130
—No se moleste, que yo mismo lo recojo —dijo seductoramente.
Cuando se dio perfecta cuenta de que yo no iba a recoger la
retícula, la levantó como anticipándoseme, hizo otra inclinación
de cabeza y siguió su camino dejándome en ridículo. Era lo
mismo que si yo, en efecto, lo hubiera recogido. Durante cinco
minutos me consideré deshonrado por completo y para
siempre; pero cuando llegué a casa de Stepan solté de pronto a
reír. El lance me pareció tan divertido que decidí entretener a
Stepan con su relación e incluso representarle la escena con
personajes y todo.

Para esta ocasión, con gran asombro mío, lo hallé


extremadamente turbado. Es verdad que, no bien entré, corrió
con ansia a mi encuentro y se dispuso a escucharme, peso su
semblante se veía tan aturdido que era evidente que al
principio no comprendía mis palabras. Sin embargo, cuando
pronuncié el nombre de Karmazinov se puso como loco.

—¡No me hable de él! ¡No pronuncie su nombre! —gritó casi


rabioso—,

¡vea, vea usted! ¡Lea, lea!

Trajo un cajón y arrojó sobre la mesa tres trocitos de papel


escritos a la ligera con lápiz, todos de Varvara. La primera nota
era de la antevíspera, la segunda de la víspera y la última había
llegado ese mismo día, apenas una hora antes. El contenido era

131
de lo más trivial, todo él sobre Karmazinov, y revelaba la
agitación ambiciosa y exigente con que Varvara veía la
posibilidad de que el escritor se olvidara de hacerle una visita.
He aquí la primera nota:

Si por fin se digna a visitarlo hoy; le ruego que no diga una


palabra de mí, ni haga la menor alusión. No le hable de mí ni le
recuerde que existo VS.

La segunda:

Si por fin decide hacerle una visita esta mañana, lo más


correcto a mi juicio es no recibirlo. Tal es mi opinión; no sé cuál
es la de usted VS.

La última, del mismo día:

Estoy segura de que en su casa hay mugre hasta el techo y


nubes de tabaco. Le mando a Mafra y Formushka; lo limpiarán
todo en media hora. Le envío una alfombra de Bokhara y dos
jarrones chinos; hace tiempo que quiero regalárselos; y, por
añadidura, mi cuadro de Teniers (éste sólo como préstamo).
Puede usted poner los jarrones en la repisa de la ventana y

132
colgar el Teniers encima del retrato de Goethe; allí se podrá ver
bien y hay siempre luz por la mañana. Si por fin se presenta,
recíbalo con estricta cortesía, pero procure hablar de fruslerías,
de algún tema erudito, y como si se hubieran separado ustedes
sólo la víspera. De mí, ni una palabra. Quizá vaya a echar un
vistazo a su casa esta tarde.

V. S. P. S. si no viene hoy, entonces ya no vendrá.

Leí y quedé sorprendido de que se turbara por tonterías


semejantes. Mirándolo con cuidado advertí que mientras yo
había estado leyendo él había trocado la sempiterna corbata
blanca por la roja. Su sombrero y su bastón se hallaban en la
mesa. Estaba pálido y hasta le temblaban las manos.

—¡No quiero saber nada de su agitación! —exclamó con frenesí


en respuesta a mi mirada interrogante—. ¡Tiene la frescura de
preocuparse por lo que hará él y ni siquiera contesta mis cartas!
Mire, mire esa carta mía que me devolvió ayer sin abrir; mírela,
ahí en la mesa, debajo del libro. ¿Qué me importa a mí que esté
intranquila por la causa de su idolatrado Nikolai? He escondido
los jarrones en el vestíbulo y el Teniers en la cómoda, y a ella le
he exigido que me reciba inmediatamente. ¿Me oye? ¡Exigido!
Le he mandado mi

propio papelito con Nastasya, escrito a lápiz y sin sellar, y estoy


esperando. Quiero que sea la misma Dasha la que se explique,

133
oír la explicación de sus propios labios ante la faz del cielo o,
por lo menos, ante usted. ¡No quiero ruborizarme, no quiero
mentir, no quiero, y no tolero, secretos en el asunto!

¡Que se me confíe todo con franqueza, con candor, con nobleza,


y entonces... quizá sorprenda a todos con mi magnanimidad...!
¿Soy o no soy un bribón, señor mío? —concluyó sin más,
mirándome amenazadoramente como si yo, en efecto, lo
tuviera por bribón.

Le rogué que bebiese un poco de agua; nunca lo había visto en


tal estado. Mientras hablaba, corría de un extremo a otro de la
habitación, pero de pronto se detuvo ante mí en postura
extraña:

—¿Es que cree usted... —empezó de nuevo con altivez histérica,


mirándome de pies a cabeza—, es que puede usted creer que
yo, Stepan, carezco de suficiente fuerza moral para coger mi
zurrón (mi zurrón de mendigo), echármelo sobre mis flojos
hombros e irme de aquí para siempre, cuando así lo exigen el
honor y el sagrado principio de la independencia? No sería la
primera vez que Stepan ha combatido el despotismo con la
magnanimidad, aun el despotismo de una mujer chiflada, esto
es, el despotismo más ultrajante y cruel que puede darse en el
mundo. Aunque usted, señor mío, parece que se ha sonreído de
mis palabras hace un momento. ¿Conque no cree que puedo
tener magnanimidad bastante para acabar mi vida como tutor
en casa de un comerciante o morir de hambre al pie de un
vasallo? ¡Contésteme, contésteme! Vamos, ¿lo cree o no lo cree?

134
Pero yo callaba adrede. Incluso puse cara de no querer
agraviarlo con una respuesta negativa, pero sin querer
contestar positivamente. En su irritación había algo que desde
luego me había ofendido, y no personalmente, ¡oh, no! Pero...
más tarde me explicaré.

Él se puso pálido.

—¿Es que se aburre usted conmigo, y acaso desea... no venir a


verme más?

—dijo con el tono de angustiado sosiego que de ordinario


precede a una insólita explosión. Yo di un respingo de alarma.
En ese momento entró Nastasya y, sin decir palabra, entregó a
Stepan un papelito en el que había algo escrito en lápiz. Él le
echo un vistazo y me lo alargó—. En el papel sólo había tres
palabras de puño y letra de Varvara: «quédese en casa».

Stepan cogió en silencio su sombrero y su bastón y salió


rápidamente de la habitación; yo, mecánicamente, salí tras él.
De improviso se oyeron en el pasillo voces y el ruido de pasos
apurados. Él se detuvo como alcanzado por un rayo.

—Es Liputin, estoy perdido —murmuró cogiéndome del brazo.


En ese mismo instante Liputin entró en la habitación.

Por qué se consideraba perdido con la llegada de Liputin era


algo que yo no sabía; además, tampoco daba mucho peso a

135
sus palabras, achacándolas a su estado de nervios, quelque
chose dans ce genre.

Stepan miró interrogativamente a Liputin, a quien acompañaba


un desconocido, que nos fue presentado como el ingeniero
Kirillov.

—Le agradezco mucho su visita, pero le tengo que confesar que


en este momento... no estoy en condiciones... Permítame, sin
embargo, preguntarle dónde se aloja.

—En la calle Bogoyavlenskaya, en casa de Filippov.

—¡Ah, ahí es donde vive Shatov! —dije involuntariamente.

—Justamente, en la misma casa —dijo Liputin—; ahora bien,


Shatov vive arriba, en el desván, y este señor vive abajo, en el
piso del capitán Lebiadkin. Este señor conoce también a Shatov
y a la mujer de Shatov. Tuvo una estrecha relación con ella en el
extranjero.

—¿De modo que sabe algo usted sobre el desgraciado


matrimonio de ce pauvre ami y esa mujer? —preguntó Stepan
dejándose arrastrar por la emoción—. Usted es el primero que
encuentro que la ha conocido personalmente; y si al menos...

—¡Qué tontería! —interrumpió el ingeniero soliviantado—. ¡Cómo


inventa usted, Liputin! No he visto a la mujer de Shatov, sólo
una vez y de lejos. A Shatov sí lo conozco. ¿Por qué inventa
usted todo eso?

136
Se revolvió abruptamente en el sofá, cogió el sombrero, lo
volvió a soltar y, tomando la postura anterior, fijó sus ojos
negros en Stepan con cierto aire provocativo. Yo no podía
explicarme insolencia tan grande.

—Perdón —observó Stepan gravemente—, comprendo que


puede tratarse de un asunto delicado.

—Aquí no hay asunto delicado alguno; y además es vergonzoso.


Lo de

«tonterías» no lo dije por usted, sino por Liputin y sus


invenciones. Sentiría que creyera que fue por usted. Conozco a
Shatov, pero no a la mujer. A ella no la conozco en lo más
mínimo.

—Lo comprendí, lo comprendí. Si insistí fue sólo porque quiero


mucho a nuestro pobre amigo y siempre me he interesado por...
Es hombre que, en mi opinión, ha cambiado radicalmente sus
ideas anteriores, quizás demasiado juveniles, pero en todo caso
justas. Ahora vocifera tanto acerca de nôtre sainte Russie que
yo hace tiempo que lo achaco a una crisis orgánica (no quiero
llamarla de otro modo), a una aguda tirantez familiar, más
precisamente, al fracaso de su matrimonio. Yo, que conozco a
mi pobre Rusia como la palma de mi mano y he sacrificado
toda mi vida al pueblo ruso, puedo asegurarle que él no conoce
al pueblo ruso y, además...

—Yo tampoco conozco al pueblo y... tampoco tengo tiempo


para estudiarlo

137
—el ingeniero interrumpió de golpe a Stepan Trofimovich en
medio de su discurso.

—Lo estudia, lo estudia —interpuso Liputin—. Ya empezó su


estudio y está escribiendo un curioso artículo sobre las causas
del número creciente de suicidios en Rusia y, más
generalmente, sobre las causas del aumento o disminución en
el número de suicidios en la sociedad. Ha llegado a
conclusiones sorprendentes —el ingeniero se mostró
terriblemente agitado.

—No tiene usted ningún derecho —balbuceó airado—. No hay


tal artículo... yo no me meto en necedades... Le hice a usted una
pregunta confidencial, por mera curiosidad. No hay artículo; yo
no publico... y usted ya no tiene derecho...

Estaba claro que Liputin se divertía.

—Lo siento. Quizás hago mal en llamar artículo al trabajo


literario de usted. Este señor recoge sólo observaciones sin
llegar al fondo de la cuestión o, por así decirlo, sin tocar
siquiera su aspecto moral. Más aún, rechaza la moralidad
misma y adopta el nuevo principio de la destrucción universal
como medio para lograr fines benéficos. Pide más de cien
millones de cabezas para implantar el sentido común en
Europa, más de las que se pidieron en el último Congreso de la
Paz. En este asunto Aleksei Nilych va mucho más lejos que los
demás.

138
El ingeniero escuchaba con una ligera sonrisa desdeñosa.
Durante algunos minutos todos guardamos silencio.

—Eso es estúpido, Liputin —dijo por fin el señor Kirillov con


cierta dignidad—. Si acaso le di algún detalle y usted lo cogió al
vuelo, buen provecho le haga. Pero no tiene usted derecho,
porque yo no digo nada a nadie. Detesto hablar... si hay
convicciones, entonces está claro que... pero ha obrado usted
estúpidamente. Yo no juzgo aquellos temas en que está todo
resuelto. No puedo aguantar los juicios... Nunca quiero juzgar
nada...

—Y quizá hace usted bien —dijo Stepan.

—Perdone, pero aquí no estoy enfadado con nadie —prosiguió


el visitante en tono rápido y acalorado—. He visto poca gente
durante cuatro años..., durante cuatro años he hablado poco y
he procurado no tropezar. Liputin se ha enterado de ello y se
ríe. Comprendo, y me da lo mismo. No soy quisquilloso, pero me
molesta la libertad que se toma. Si no expongo a ustedes mi
pensamiento —concluyó inesperadamente incluyéndonos a
todos en la mirada firme— no es porque tema que me
denuncien a las autoridades. ¡De ninguna manera! Por favor; no
vayan a creer necedad semejante...

Nadie respondió a estas palabras; nos limitamos a cruzar


miradas. Hasta Liputin olvidó reírse con su risa tonta.

139
—Señores, lo lamento mucho —dijo Stepan, levantándose del
sofá con decisión—, pero no estoy bien, me siento indispuesto.
Ustedes perdonen...

—¡Ah, usted quiere que nos vayamos! —secundó el señor Kirillov


cogiendo su gorra—. Hace usted bien en decirlo porque soy
distraído.

Se levantó y con gesto ingenuo alargó la mano a Stepan.

—Le deseo toda la suerte de triunfos —respondió Stepan


estrechándole la mano con benevolencia y sin prisa—.
Comprendo, por lo que dice, que si ha vivido tanto tiempo en el
extranjero, huyendo de la gente por el motivo que sea y
olvidando a Rusia, quizá nos mire usted a nosotros, que somos
rusos hasta los tuétanos, con la misma extrañeza con que
nosotros lo miramos a usted. Sólo me extraña una cosa: usted
quiere construir nuestro puente, pero al mismo tiempo asegura
que apoya el principio de la destrucción general. ¡No lo dejarán
construir el puente!

—¿Cómo? ¿Qué dice? ¡Demonio! —exclamó Kirillov sorprendido;


y de pronto soltó una carcajada sonora y alegre. Su semblante
tomó al momento una expresión infantil que le sentaba muy
bien. Liputin se frotó las manos de satisfacción al oír la frase de
Stepan. Y yo seguía cavilando por qué éste temía tanto a
Liputin y por qué había exclamado «¡Estoy perdido!» cuando lo
oyó entrar.

140
5

Ya había llegado ese momento en que el anfitrión y sus


invitados están en las últimas conversaciones antes de
separarse. Estábamos todos en el umbral de la puerta.

—La razón por la cual el señor Kirillov está hoy tan sombrío —
dijo Liputin volviéndose cuando ya salía de la habitación y, por
así decirlo, de pasada— es que acaba de enojarse mucho con el
capitán Lebiadkin por causa de la hermana de éste. El capitán
Lebiadkin golpea día y noche a su bella hermana, que está loca.
Parece que incluso llega a utilizar un auténtico látigo cosaco.
Por eso, para verse libre de todo, Aleksei Nilych ha alquilado
una casita junto a la casa de ellos. Bueno, señores, hasta la
vista.

—¿Una hermana? ¿Enferma? ¿Con un látigo? —gritó Stepan


como si fuera él a quién de repente dieran de latigazos—. ¿Qué
hermana? ¿Qué Lebiadkin?

Su terror de antes regresó intacto.

—¿Lebiadkin? Es un capitán de reserva. Antes sólo se llamaba a


sí mismo capitán de ayudante...

—¿Eh? ¿Qué importa su graduación? ¿Qué hermana? ¡Dios mío!


¿Dice usted que Lebiadkin? Pero si hubo aquí un Lebiadkin...

—Pues es el mismo, nuestro Lebiadkin. ¿Se acuerda usted? ¿En


casa de Virginski?

—¿Al que cogieron con billetes falsos?

141
—Pues ha vuelto hace casi tres semanas y en circunstancias
muy especiales.

—¡Pero si es un granuja!

—¿Es que no puede haber un granuja entre nosotros? —


preguntó de pronto Liputin con una sonrisa burlona y
escudriñando a Stepan con sus ojos furtivos.

—Ay, ¡Dios, no quise decir eso...! Aunque, por otra parte, estoy
en perfecto acuerdo con usted en lo de granuja; sobre todo con
usted. Pero ¿qué más hay, qué más? ¿Qué quería decir usted
con eso...? Porque sin duda usted quiso decir algo con eso.

—No son más que tonterías... Lo que quiero decir es que ese
capitán, según todas las apariencias, no se marchó entonces de
aquí por causa de unos billetes falsos, sino para buscar a su
hermana que, por lo visto, se esconde de él en alguna parte;
ahora la ha traído aquí...; ésa es la historia. ¿Por qué parece
usted asustado, Stepan? A fin de cuentas, repito sólo lo que él
me dijo cuando estaba borracho, porque cuando no lo está no
dice esta boca es mía. Es hombre irritable, ¿cómo diría yo?, un
militar con aires de esteta, pero de mal gusto. Y esa hermana
suya no sólo está loca, sino que es coja por añadidura. Parece
que alguien la sedujo y que desde hace muchos años Lebiadkin
recibe del seductor un tributo anual en compensación por su
mancillado honor. Al menos eso es lo que se saca de él cuando
está bebido, aunque a mi juicio no son más que despropósitos
de borracho, pura jactancia. Sin contar que esas componendas

142
pueden hacerse por mucho menos dinero. Ahora bien, que lleva
mucho dinero encima es indudable. Hace diez días andaba
descalzo y ahora tiene los billetes a puñados. Yo mismo lo he
visto. A la hermana le dan ataques a diario, se pone a chillar y
es entonces cuando la pone «en cintura» con el látigo. Dice que
hay que enseñarles a las mujeres a tener respeto. No
comprendo cómo Shatov puede seguir viviendo en la misma
casa que ellos. Aleksei aguantó sólo tres días. Se conocen desde
Petersburgo. Y ahora ha alquilado la casita para estar más
tranquilo.

—¿Es eso verdad? —Stepan se volvió al ingeniero.

—Habla usted por los codos, Liputin —murmuró Kirillov


enfadado.

—¡Enigmas! ¡Secretos! ¿Por qué hay de pronto tantos secretos


entre nosotros? —preguntó Stepan sin poder contenerse.

El ingeniero frunció el ceño, se puso colorado, se encogió de


hombros y salió de la habitación.

—Aleksei le quito el látigo, lo rompió y lo tiró por la ventana —


agregó Liputin—. Tuvieron además una riña formidable.

—¿Por qué cotorrea usted tanto, Liputin? ¡Eso es estúpido! ¿Por


qué? — preguntó Aleksei.

143
—Pero ¿qué se gana con ocultar por modestia los impulsos más
nobles del propio espíritu? Del de usted, quiero decir, porque no
hablo del mío...

—¡Qué estúpido es esto..., y además innecesario...! Lebiadkin es


un necio, un perfecto tarambana, inútil para la causa y...
enteramente perjudicial. ¿A qué viene tanta palabrería? Yo me
voy.

—¡Qué lástima! —exclamó Liputin con una ancha sonrisa—. ¡Y yo


que iba a hacerlo reír a usted, Stepan, con otra pequeña
anécdota! Venía incluso con intención de contársela, aunque
probablemente la ha oído usted ya. Bueno, otro día será. Aleksei
tiene tanta prisa... Hasta la vista. La anécdota tiene que ver con
Varvara. Me hizo reír mucho anteayer. Me mandó llamar
expresamente. ¡Qué divertido!

Pero Stepan literalmente lo atrapó. Lo agarró de los hombros, lo


hizo entrar de nuevo en la habitación y lo sentó en un silla.
Liputin se acobardó o poco menos.

—¿Que qué paso? —empezó, mirando con cautela a Stepan


desde su silla—. De repente me mandó a llamar para
preguntarme «confidencialmente» si, en mi opinión, Nikolai está
loco o cuerdo. Es para asombrarse, ¿no?

—¡Usted está loco! —murmuró Stepan; y de repente se puso


furioso—. Liputin, usted sabe demasiado bien que ha venido
aquí a contar alguna bajeza de esa índole... y quizás algo peor.

144
Al punto me vino a la memoria la sospecha que había
expresado de que Liputin no sólo sabía de nuestro asunto más
que nosotros, sino además algo que nosotros no sabríamos
jamás.

—¡Por favor, Stepan! —musitó Liputin como poseído de terror—.


¡Por favor...!

—Calle y empiece. Le ruego encarecidamente, señor Kirillov, que


también usted vuelva y esté presente, ¡muy encarecidamente!
Tome asiento. Y usted, Liputin, hable con franqueza y sencillez...
y sin excusas de ningún género.

—Si hubiera sabido que iba usted a ponerse así, no habría


empezado siquiera... ¡Y yo que pensaba que usted lo sabía todo
ya de Varvara!

—¡Usted no pensaba nada de eso! ¡Empiece, empiece, le digo!

—¡Al menos hágame el favor de sentarse también! No me


parece bien estar yo sentado y tenerlo a usted corriendo
delante de mí con tanto sofoco. Lo que tengo que decir me
saldría todo revuelto.

Stepan se detuvo y con aire imponente se dejó caer en el sillón.


El ingeniero fijó sombrío los ojos en tierra. Liputin nos miró a
todos con frenético regocijo.

—Vamos a ver por dónde voy a empezar... me tienen ustedes


tan azorados.

145
6

—Anteayer, me mandó decir con un criado que tenía que ir a


visitarla a las doce. ¿Lo pueden creer? Dejé lo que tenía
pensado hacer y ayer llamé a su puerta a las doce en punto. Me
hicieron pasar a la sala y al cabo de un minuto apareció ella,
me invitó a tomar asiento y se sentó frente a mí. Me senté sin
poder creer lo que veían mis ojos; usted sabe muy bien cómo
ella me ha tratado siempre. Empezó a hablar sin rodeos, según
su costumbre. «Recordará que ya hace unos cuatro años,
Nikolai, estando enfermo, hizo ciertas cosas extrañas que
causaron confusión en toda la ciudad hasta que quedaron por
fin aclaradas. Uno de esos hechos desgraciados tuvo que ver
con usted personalmente. Cuando se recuperó, Nikolai fue a
verlo, yo se lo exigí y además sé que varias veces él se había
entrevistado con usted antes. Le ruego que me diga
sinceramente cómo usted... (aquí titubeó un poco) cómo lo vio
usted entonces a Nikolai... ¿Qué opinión, en general, tenía
entonces de él? ¿Qué juicio pudo formarse de él entonces... y
qué juicio tiene ahora...?». Ahí ya titubeó más, hasta el punto de
que quedó callada un minuto entero, y de pronto se ruborizó.
Quedé sobrecogido de temor. Retomó al cabo su plática, no en
tono conmovedor, pero sí muy impresionante:

«Pretendo que pueda comprenderme bien: quise que viniera


porque lo considero una persona aguda y perspicaz, capaz de
formar impresiones imparciales (¡hay que ver qué cumplidos!).
Usted deberá entender que es una madre la que habla... Nikolai

146
ha tenido en su vida muchas desgracias y bastantes altibajos;
todo ello (dijo) puede haber influido en su estado de ánimo. Ni
que decir tiene (dijo) que no hablo de locura ¡eso es impensable!
(esto lo dijo con firmeza y orgullo). Pero quizás hubiera algo
extraño, peculiar, algún cambio de ideas, cierta preferencia por
opiniones fuera de lo común (éstas son sus palabras textuales y
quedé asombrado, Stepan, de la exactitud con la que Varvara
sabe explicar un asunto. ¡Qué inteligencia tiene la señora!). Yo al
menos (dijo) noté en él cierta inquietud, cierta inclinación a una
melancolía muy peculiar. Pero yo soy su madre y usted es un
extraño, es decir que usted, por su inteligencia, es capaz de
formar una opinión independiente. Le suplico (así lo dijo:
suplico), en fin, que me diga toda la verdad sin reticencias de
ninguna clase, y si, por añadidura, me promete no olvidar nunca
que he hablado con usted confidencialmente, podrá contar
siempre con mi completa disposición a recompensar su bondad
en toda posible ocasión». ¿Eh, qué le parece?

—Usted..., usted me deja tan asombrado... —murmuró Stepan—


que no lo creo...

—No, no. Note usted —insistió Liputin como si ni hubiera oído a


Stepan— cuál será su agitación e inquietud cuando, con todo lo
señora que es, hace semejante pregunta a una persona como
yo; y lo que es más, se rebaja a pedirme que guarde el secreto.
¿Qué significa eso? ¿Es que ha recibido alguna noticia
inesperada de Nikolai?

147
—No conozco... noticia alguna...; hace ya unos días que no nos
vemos, pero... le advierto —balbuceó Stepan tratando de poner
algún orden en sus ideas— que eso se lo ha dicho a usted
confidencialmente, y que ahora, delante de todos...

—¡Confidencialmente, sí, por completo! Pero que me muera si...;


y en lo de hablar aquí, ¿qué? ¿Es que no nos conocemos, aun
incluyendo a Aleksei?

—No soy de esa opinión. Sin duda tres de nosotros guardamos


el secreto, pero temo al cuarto, que es usted. No me fío de
usted un pelo.

—Pero ¿qué dice, señor? En realidad lo que quiero en este


particular es subrayar una circunstancia extraña, mejor dicho,
más psicológica que extraña. Ayer tarde, influido por la
conversación con Varvara (bien puede figurarse la impresión
que me produjo), hice a Aleksei una pregunta discreta: «Usted
(dije) conocía a Nikolai en el extranjero, y aún antes de eso en
Petersburgo, ¿qué idea tenía usted (dije) de su estado mental y
de sus facultades?». Él, según su costumbre, contestó
lacónicamente que es una persona de aguda inteligencia y
sano juicio. «¿Y no vio usted en el curso de los años (dije) algo
así como un descarrío en sus ideas, algún desvarío mental,
algún toque de locura, por así decirlo?». En resumen, repetí la
pregunta que me hizo Varvara. Pues verán ustedes: Aleksei se
puso pensativo y arrugó la cara, como ahora la tiene. «Sí (dijo),

148
a veces me parecía que le pasaba algo raro». Tengan ustedes
en cuenta, por lo tanto, que si a Aleksei le parecía que le
pasaba algo raro, podía, en efecto, pasarle algo raro, ¿no?

—¿Es cierto? —preguntó Stepan a Aleksei.

—Preferiría no hablar de eso —respondió Aleksei levantando de


pronto la cabeza y con ojos relampagueantes—. Liputin, quiero
que quede claro que en este asunto no tiene usted derecho
alguno a hablar de mí. No expresé toda mi opinión. Aunque
hace mucho tiempo lo conocí en Petersburgo y aunque lo he
visto hace poco, lo cierto es que apenas he tratado a Nikolai. Le
pido, pues, que me deje fuera del caso...; además, todo eso no
es más que chismorreo.

Liputin levantó los brazos con gesto de inocencia lastimada.

—¡Así que soy un chismoso! ¿Y qué tal si también soy un espía?


A usted, Aleksei, no le cuesta nada criticar, puesto que insiste
en quedarse fuera de todo. Stepan, no puede usted figurarse...,
en fin, lo imbécil que es el capitán Lebiadkin, que es tan imbécil
como... me da vergüenza decir lo imbécil que es. En ruso
tenemos una comparación que indica el grado de imbecilidad...;
pues bien, él también se considera ofendido por Nikolai, aunque
reconoce su agudeza mental: «Me maravilla ese hombre (dice);
es una serpiente sabia» (ésas son sus propias palabras). Yo le
pregunté (bajo esa influencia de ayer y después de mi
conversación con Aleksei): «Capitán (dije), ¿usted, qué opina?
¿Está loca esa serpiente sabia de usted o no?». Créame, fue

149
como si le hubiera propinado un latigazo en la espalda sin su
permiso. Se puso de pie en un brinco: «Sí... (dijo), sí; ahora bien,
eso no puede influir...»; pero no llegó a decir qué no podía influir,
y entonces se puso tan triste y tan hondamente pensativo que
hasta se le pasó la borrachera. Estábamos entonces en la
taberna de Filippov. Media hora después golpeó fuerte un
puñetazo en la mesa: «Sí (dijo), quizás esté loco, aunque eso no
puede influir...» sin decir una vez más en qué no podía influir.
Por supuesto, les estoy dando sólo un resumen de la
conversación, pero el pensamiento está claro: pregunte a
cualquiera, y a todos se les ocurre la misma idea aunque no se
les hubiera ocurrido antes: «Sí (dicen), loco; muy listo, pero
quizá también loco».

Stepan seguía pensativo en su asiento, y cavilaba furiosamente.

—Pero ¿qué sabe Lebiadkin?

—¿No sería más útil preguntárselo a Aleksei, que acaba de decir


que lo sabe? Yo, que soy un espía, no lo sé, pero Aleksei, que
sabe todos los secretos, se calla.

—No, no sé nada, o sé poco —replicó el ingeniero con la misma


irritación—

. Usted emborracha a Lebiadkin para enterarse. Y usted


también me ha traído aquí para que yo hable y usted se entere.
Por eso digo que es usted un espía.

150
—Aún no me ocupé de emborracharlo y no vale el dinero que
costaría hacerlo. He aquí lo que significan para mí todos sus
secretos; lo que significan para usted no lo sé. Era él quien
estaba derrochando el dinero cuando hace doce días vino a
pedirme prestados quince kopeks; y es él el que me emborracha
a mí con champán, y no yo a él. Pero me sugiere usted una
cosa, y es que si me parece necesario lo emborracharé; y
precisamente para enterarme de todos los secretos de ustedes,
y puede que me entere de ellos —exclamó Liputin despechado.

Stepan miraba confuso a los dos querellantes. Los dos se


delataban mutuamente y, además, sin ningún límite. Se me
ocurrió que Liputin había traído a Aleksei con el único propósito
de que entablara conversación, en provecho suyo, con una
tercera persona; ése era uno de sus trucos favoritos.

—Aleksei conoce demasiado bien a Nikolai —prosiguió


irritado—, aunque hace como que no. En cambio, a la pregunta
sobre el capitán Lebiadkin, diré que conoció a Nikolai antes que
todos nosotros, en Petersburgo, hará cinco o seis años, en esa
época casi desconocida, si así cabe decirlo, de Nikolai, cuando
ni siquiera pensaba todavía honrarnos con su visita. Es
necesario dar por sentado que nuestro príncipe reunía entonces
en torno de sí a gente extraña. Por lo visto fue entonces cuando
conoció también a Aleksei.

—¡Cuidado, Liputin! Le prevengo que Nikolai piensa venir pronto


y que sabe valerse por sí mismo.

151
—¿Y a mí qué me importa? Seré el primero en decir que se trata
de una persona de escrupuloso juicio; sobre ese particular
tranquilicé ayer por completo a Varvara. «Ahora también es
cierto (le dije), que no puedo responder por su carácter». Por su
parte, Lebiadkin repetía ayer: «He sufrido por causa de su
carácter». A usted, Stepan, le es fácil decir que eso es
chismorreo y espionaje, pero tenga en cuenta que es usted
quien me ha sonsacado todo, ¡y con qué curiosidad tan
exagerada! Ayer Varvara se fue derecha al tema. «Usted (dijo)
estuvo personalmente implicado en el asunto; por eso recurro a
usted». ¿Y acaso podía ser de otro modo? ¿Qué móviles podían
guiarme? ¿No fui yo quien tuvo que tragarse en público un
insulto personal de Su Excelencia? ¡Claro que tengo razones
para estar implicado, y no sólo por afición a los chismes! Hoy le
estrecha a usted la mano y mañana, porque sí, cuando está de
invitado en casa de usted, lo abofetea delante de todo el
mundo porque le da la gana. ¡Todo muy a su gusto! Lo principal
para estas mariposas y gallitos valientes es el bello sexo.

¡Hidalgos con alitas como cupidos antiguos!


¡Quebrantacorazones al estilo romántico! A usted, Stepan, que
es un solterón empedernido, le es fácil hablar así y llamarme
chismoso por decir cosas de Su Excelencia. Pero si se casara
usted, pues aún es bastante joven para hacerlo, con una mocita
guapa, quizás echaría usted el cerrojo a la puerta y levantaría
barricadas en su propia casa para que no entrara el príncipe. Si
esta mademoiselle Lebiadkina, la que recibe los latigazos, no

152
fuera loca ni cojitranca, yo pensaría que había sido víctima de
la pasión de nuestro príncipe, y que por eso ha sufrido el
capitán Lebiadkin «en su dignidad familiar», como él dice.
Quizás ello no vaya bien con el gusto exquisito de nuestro
príncipe, pero para personas como él eso no es obstáculo. Toda
fruta es buena cuando coinciden apetito y ocasión. Dice usted
que yo cuento chismes, pero ¿cree de veras que soy yo quien
los cuenta, cuando ya toda la ciudad está hablando de ello? Yo
sólo escucho y apruebo. Y no está prohibido aprobar.

—¿Dice que la ciudad está hablando? ¿De qué?

—Más concretamente, es el capitán Lebiadkin quien lo vocifera


por toda la ciudad cuando está borracho; pero ¿no es el
equivalente a la ciudad entera cuando está borracho? ¿De qué
soy culpable? Hablo de esto pero sólo entre

amigos, porque al fin y al cabo creo estar entre amigos —y nos


miró a todos con aire inocente—. Véanlo así: parece que Su
Excelencia ha enviado desde Suiza, para ser entregados al
capitán Lebiadkin, trescientos rublos con una muchacha muy
honrada y, como si dijéramos, huérfana modesta a quien tengo
el honor de conocer. Pero algún tiempo después Lebiadkin
recibió informes precisos (no diré de quién, pero sí que era
también una persona honradísima y, por lo tanto, digna de
crédito) según los cuales no habían sido trescientos, sino mil
rublos, los que se habían enviado. «Por consiguiente (clamaba

153
Lebiadkin), la muchacha me ha robado setecientos rublos». Y
aunque no quería reclamárselos recurriendo a la policía, sí
amenazaba con hacerlo y fue diciéndolo por toda la ciudad...

—¡Eso que dice usted es una vileza...! —exclamó el ingeniero,


levantándose de un salto.

—¡Pero si usted mismo es esa honradísima persona que dijo a


Lebiadkin de parte de Nikolai Vsevolodovich que se le habían
enviado mil rublos y no trescientos! ¡Si fue el capitán mismo el
que me lo dijo cuando estaba bebido!

—Eso..., eso es una confusión lamentable. Alguien se ha


equivocado, y el resultado es que... ¡Eso es absurdo, y lo que
usted dice es una vileza...!

—Quisiera creer que es absurdo. Me ha dado pena oírlo, porque,


dígase lo que se diga, está implicada una muchacha
absolutamente honrada; en primer lugar, en una cuestión de
setecientos rublos y, en segundo lugar, en una intimidad
evidente con Nikolai. Porque ¿qué le importa a Su Excelencia
poner en la picota a una muchacha honrada o difamar a la
esposa de alguien, como sucedió en mi propio caso? Si por
casualidad encuentra a una persona de buen corazón, tratará
de que cubra con su nombre intachable pecados ajenos. Eso ha
sido cabalmente lo que ha pasado en mi caso; hablo, por
supuesto, sólo de mí mismo...

—¡Cuidado, Liputin! —dijo Stepan Trofimovich levantándose a


medias de su sillón y palideciendo—. ¡No crean lo que dice!

154
Alguien se ha equivocado; y Lebiadkin es un borrachín... —
exclamó el ingeniero, presa de indecible agitación—. Todo
quedará aclarado; y yo ya no puedo..., considero infamante..., y
¡basta, basta!

Salió corriendo del cuarto.

—Pero ¿qué hace? ¡Si yo voy con usted! —gritó Liputin


alarmado, dando un salto y saliendo atrás de Aleksei Nilych.

Stepan Trofimovich se quedó parado, pensativo. Me miraba con


el rabillo del ojo, recogió su sombrero y su bastón y salió de la
habitación sin hacer ruido. Yo salí tras él, como lo había hecho
antes. Al pasar por la puerta del jardín y notar que iba
acompañándolo dijo:

—¡Ah, sí! Usted puede hacer de testigo... de l’accident. Vous


m’accompagnerez; n’est-ce pas?

—¿Otra vez va para allá, Stepan? Piénselo bien. ¿A qué puede


conducir

eso?

Con sonrisa patética y desalentada —sonrisa de vergüenza y de


auténtica

desesperación— murmuró, deteniéndose un instante:

—No puedo comprar «pecados ajenos».

155
Yo ya estaba esperando esas palabras. Por fin, después de una
semana entera de muecas y remilgos salía esa frase secreta,
esa frase que me venía ocultando. Yo perdí la paciencia:

—Pero ¿acaso es posible que un pensamiento tan ruin, tan...


villano pueda pasar por la mente de Stepan, con su sano juicio,
con su buen corazón... y que se le haya ocurrido aun antes que
a Liputin?

Me miró sin responder y siguió su camino. Yo no quise


quedarme atrás. Quería ser testigo de lo que pasase en
presencia de Varvara Petrovna. Perdonaría a Stepan que, por
su pusilanimidad de comadre, se hubiera enterado por Liputin,
pero ahora resultaba que él había llegado a sus conclusiones
mucho antes que Liputin, y que éste sólo había acentuado sus
sospechas y echado leña al fuego. No había tenido empacho en
sospechar de la muchacha desde el primer momento, cuando
aún no había fundamento para ello, ni siquiera el fundamento
sugerido por Liputin. Las acciones despóticas de Varvara las
interpretaba sólo como un afán desesperado de echar tierra
cuanto antes a los pecados aristocráticos de su idolatrado
Nikolai mediante el matrimonio de Dasha con un hombre
honrado. Yo quería que tuviera su castigo.

—Oh, Dieu qui est grand et si bon! ¡Oh, quién me consolará! —


exclamó, dando un centenar de pasos más y deteniéndose de
pronto.

156
—¡Vamos en seguida a su casa y se lo explicaré todo! —grité,
poniéndole a la fuerza en camino de su casa.

—¡Es él! ¡Stepan Trofimovich! ¿Es usted? ¿Usted? —se oyó tras
nosotros una voz joven, fresca y alegre como una música.

No vimos nada, pero de detrás de nosotros apareció de


improviso una amazona, Lizaveta Nicolayevna, con su
sempiterno acompañante. Ella detuvo su cabalgadura.

—¡Venga, venga aquí de prisa! —llamó en voz alta y gozosa—.


Hace doce años que no lo veo y lo he reconocido, pero él... Pero
¿no me reconoce usted?

Stepan Trofimovich tomó aquella mano entre las suyas y la


besó reverentemente. Miraba a Lizaveta como si estuviese
orando y no podía articular palabra.

—¡Me reconoció y está contento! ¡Mavriki Nikolayevich, está


encantado de verme! ¿Por qué no ha venido usted a verme en
estos quince días? La tía decía que estaba usted enfermo y que
no se lo podía incomodar. Pero bien sabía yo que la tía mentía.
Yo no hacía más que patalear y ponerle a usted como chupa de
dómine; y quería absolutamente, absolutamente, que fuese
usted el primero en venir y no tuviera que mandar a buscarle.
¡Santo Dios, no ha cambiado nada! — dijo escudriñándole de
cerca, inclinada desde la silla—. ¡Pero qué risa, si no ha
cambiado! ¡Ah, sí! Tiene arrugas, muchas arrugas, en los ojos y
en las mejillas, y

157
tiene canas, pero los ojos son los mismos de antes. Y yo, ¿he
cambiado? ¿He cambiado? Pero ¿por qué calla usted?

Allí fue que recordé haber oído decir que había estado enferma
cuando, a la edad de once años, la llevaron a Petersburgo; y
que durante su enfermedad había llorado y preguntado por
Stepan.

—Usted..., yo... —murmuró en voz quebrada por el júbilo—.


Estaba diciendo «¿quién me consolará?» cuando oí su voz... Lo
tengo por un milagro et je commence à croire.

—En Dieu? En Dieu, qui est là-haut et qui est si grand et si bon?
Vea cómo aprendí de memoria todas sus lecciones. ¡Mavriki
Nikolayevich, qué fe en Dios me predicaba entonces, en Dieu
qui est grand et si bon! ¿Y recuerda usted sus historias de cómo
Colón descubrió América y todos gritaban «¡Tierra, tierra!»? Mi
niñera Aliona Frolovna dice que después de eso tuve calentura
por la noche y gritaba en sueños «¡Tierra, tierra!». ¿Y se acuerda
de cómo transportaban a los pobres emigrantes de Europa o
América? Y nada de eso era verdad, porque después me enteré
de cómo los transportaban..., ¡pero qué mentiras tan bonitas me
contaba entonces, Mavriki... casi mejores que la verdad! ¿Por
qué mira usted de ese modo a Mavriki? Es el hombre más
bueno y más fiel de todo el mundo y no tiene usted más
remedio que quererlo como me quiere a mí. Il fait tout ce que je
veux. ¡Pero, Stepan, habrá vuelto usted a ser muy desdichado
cuando pregunta a gritos en medio de la calle quién lo
consolará! ¿Tan infeliz es usted?

158
¿Tan infeliz?

—Ahora soy feliz...

—¿Lo trata mal la tía? —siguió ella sin prestar atención—.


¡Siempre tan mala, tan injusta, siempre tan indispensable para
todos nosotros! ¿Y recuerda usted cómo venía corriendo a
abrazarme en el jardín y yo lloraba y lo consolaba...? No tema
usted a Mavriki; él lo sabe todo, todo lo referente a usted, desde
hace mucho tiempo. ¡Puede usted llorar cuanto quiera, con la
cabeza apoyada en su hombro, y él lo aguantará todo el
tiempo que sea preciso...! Levante su sombrero; quíteselo del
todo un momento, alce la cabeza, póngase de puntillas, que voy
a besarle la frente como lo besé una vez, cuando nos
despedimos. Mire, esa señorita lo está admirando desde la
ventana... Vamos, más cerca, más cerca. ¡Dios, cómo ha
encanecido! —e inclinándose desde la silla lo besó en la frente.

—¡Y ahora a casa de usted! Sé dónde vive. Allí voy ahora mismo,
en un momento. Voy a hacerle a usted, hombre testarudo, la
primera visita y luego le traeré a rastras a mi casa a pasar un
día entero. Vaya a prepararse para darme la bienvenida.

Y partió al galope con su acompañante. Nosotros volvimos a


casa. Stepan se sentó en el sofá y rompió a llorar.

—Dieu!, Dieu! —exclamaba—. Enfin une minute de bonheur!

No habían pasado diez minutos cuando, según lo prometido,


llegó ella acompañada de Mavriki.

159
—Vous et le bonheur, vous arrivez en même temps! —y se
levantó para ir a su encuentro.

—Aquí tiene un ramo de flores. Vengo de casa de madame


Chevalier, que tiene bouquets todo el invierno para las fiestas
onomásticas. Aquí tiene usted a Mavriki; quiero presentárselo.
Quería traerle una tarta en lugar de un bouquet, pero Mavriki
dice que eso va en contra del espíritu ruso.

El tal Mavriki era capitán de artillería, tenía treinta y tres años,


era muy alto, muy atractivo, irreprochablemente correcto,
fisonomía impresionante y a

primera vista severa, a pesar de su rara y exquisita bondad,


que todo el mundo advertía en el momento mismo de
conocerle. Era, no obstante, taciturno, parecía imperturbable y
no se esforzaba por hacer amistades. Más tarde dijo mucha
gente de nuestra ciudad que su inteligencia era de corto
alcance, juicio que no era enteramente exacto.

No voy a intentar describir la belleza de Lizaveta. Toda la


ciudad proclamaba esa belleza, si bien no faltaban señoras y
señoritas en desacuerdo con los que la proclamaban. Había
también quienes odiaban a Lizaveta: en primer lugar, por su
orgullo: madre e hija apenas habían empezado a hacer visitas,
lo que pareció ofensa, aunque la culpa de la demora eran los
achaques de Praskovya Ivanovna; en segundo lugar, la odiaban
porque era pariente de la gobernadora; y en tercer lugar,

160
porque se paseaba a caballo todos los días. Hasta entonces no
había habido amazonas en nuestra ciudad; era natural, pues,
que la aparición de Lizaveta paseándose a caballo sin haber
hecho todavía las visitas de cumplido ofendiera a nuestra
sociedad. Todos sabían, sin embargo, que montaba a caballo
por prescripción médica, lo que dio pie a que hablaran con
aspereza de su mal estado de salud. Estaba verdaderamente
enferma. Al primer golpe de vista se echaba a ver en ella una
inquietud enfermiza, nerviosa e incesante. ¡Ay!, la pobrecita
sufría mucho, como llegó a saberse andando el tiempo. Ahora,
cuando recuerdo el pasado, ya no diría que era la beldad que
entonces se me antojaba. Quizá ni siquiera era guapa. Alta,
delgada, aunque fuerte y cimbreante, impresionaba hasta por
lo irregular de sus facciones. Tenía los ojos un poco oblicuos,
como los de los mongoles; era pálida, de pómulos salientes,
morena de tez y enjuta de cara; pero en esa cara había algo
que atraía y cautivaba. Algo pujante se expresaba en la mirada
ardiente de sus ojos oscuros: había venido «como
conquistadora y a conquistar». Parecía orgullosa y a veces
hasta arrogante. No sé si pudo llegar a ser buena, pero sí sé
que quiso desesperadamente serlo y que sufrió mucho en su
afán de serlo por lo menos un poco. En un carácter como el
suyo había sin duda nobles esfuerzos y justas iniciativas, pero
se diría que en ella todo buscaba de continuo su nivel sin lograr
encontrarlo, que todo acababa siendo caos, agitación,
desasosiego. Quizás eran demasiado rigurosas las exigencias

161
que se imponía a sí misma y nunca pudo encontrar energía
bastante para satisfacerlas.

Se sentó en el sofá y recorrió la sala con la mirada.

—¿Por qué será que siempre me pongo triste en momentos


como éste?

¿Qué respuesta da usted a eso, usted que es tan sabio? Toda la


vida he pensado que me pondría la mar de contenta cuando lo
viera y me acordara de todo; y ahora no estoy ni pizca
contenta, a pesar de que lo quiero a usted... ¡Ay, Dios mío, pero
si tiene aquí colgado mi retrato! A ver, ¡lo recuerdo, lo recuerdo!

La excelente miniatura, en acuarela, de Liza a los doce años


había sido enviada por los Drozdov a Stepan desde
Petersburgo nueve años antes. Desde entonces había estado
colgada en la pared.

—¿De veras era yo una niña tan bonita? ¿De veras es ésta mi
cara? Se levantó y, retrato en mano, fue a mirarse en el espejo.

—¡Bueno, tómelo! —exclamó devolviendo el retrato—. No lo


cuelgue ahora; mejor después; no quiero ni mirarlo —volvió a
sentarse en el sofá—. Una vida termina, empieza otra y esta
otra termina; empieza una tercera, y así indefinidamente. Todos
los fines parecen como recortados con tijeras. Vea qué cosas
tan viejas digo, pero ¡cuánta verdad hay en ellas!

162
Me miró sonriendo. Había puesto ya los ojos en mí varias veces,
pero Stepan, en su agitación, había olvidado que había
prometido presentarme.

—¿Por qué ha colgado mi retrato bajo esas dagas? ¿Y por qué


tiene tantas dagas y sables?

Y así era. La pared estaba adornada con un par de yataganes,


no sé por qué, y sobre ellos una espada circasiana auténtica.
Cuando hacía esas preguntas me miraba tan directamente que
casi respondo algo, pero me contuve. Stepan se dio cuenta por
fin y me presentó.

—Lo conozco —dijo ella—. Encantada. Mamá también sabe de


usted. Por mi parte le presento a Mavriki. Es una excelente
persona. Me había hecho una idea absurda de su persona. ¿No
es usted el confidente de Stepan?

Ahí me ruboricé.

—¡Ay, mil disculpas! No es eso lo que quise decir. No es nada


absurdo, sino... —ahora era ella la que se ruborizaba y quedó
confusa—. Pero ¿por qué avergonzarse de que diga que es
usted una excelente persona? Bueno, ya es hora de que nos
vayamos, Mavriki. Stepan, lo esperamos en casa dentro de
media hora. ¡Dios mío, cuánto vamos a hablar! De ahora en
adelante soy yo su confidente; y para todo, para todo, ¿se
entera usted?

163
Stepan se asustó.

—¡Oh, Mavriki lo sabe todo! ¡No le haga usted caso!

—¿Qué sabe?

—¡Ay, no me diga! —exclamó ella asombrada—. ¡Pero si es


verdad que lo están ocultando! No quería creerlo. ¡Y también
están ocultando a Dasha diciendo que le dolía la cabeza!

—Pero..., ¿pero cómo lo supo?

—¡Ay, Dios mío, lo sé como lo sabe todo el mundo! ¿Qué creía?

—Entonces, ¿quizá todos...?

—¡Sin duda! Mamá, es verdad, se enteró primero por mi niñera


Aliona Frolovna. A ésta fue corriendo a contárselo la criada de
usted, Nastasya. ¿No se lo dijo usted a Nastasya? Ella dice que
usted mismo se lo dijo.

—Yo... le dije en una ocasión... —murmuró Stepan con el rostro


encendido—, pero... sólo una alusión... j'étais si nerveux et
malade et puis...

Ella se rió estrepitosamente.

—Y como en ese momento no había por allí un confidente echó


usted mano de Nastasya... ¡Eso fue bastante! Nastasya es
amiga de todos los chismorreros de la ciudad. Bueno, da lo
mismo. Si lo saben, tanto mejor. Venga cuanto antes, que
comemos temprano... ¡Ah, se me olvidaba! —añadió volviendo a
sentarse—. Diga, ¿qué clase de persona es Shatov?

164
—¿Shatov? Es hermano de Daria Pavlovna...

—Ya sé que es su hermano, sí. ¡Pero qué hombre! Lo que quiero


saber es cómo es.

—C’est un pense-creux d’ici. C’est le meilleur et le plus irascible


homme du monde...

—Me han dicho que es un tipo raro. Pero no es eso. Me


comentaron que domina tres idiomas, entre ellos el inglés, y que
puede trabajar en cosas literarias. Si es así, podría darle mucho
trabajo. Necesito un ayudante y cuanto antes mejor. ¿Acepta
trabajo o no? Me lo han recomendado.

—¡Oh, sin duda, et vous ferez un bienfait...!

—No se trata en absoluto de hacer un bienfait. De verdad estoy


necesitando un ayudante.

—Yo conozco bastante bien a Shatov —intervine yo— y si usted


me encarga que le diga algo, voy al momento.

—Dígale que venga a verme mañana a mediodía. ¡Magnífico!


Muchas gracias. Mavriki, ¿está usted listo?

Se marcharon. Yo, por supuesto, fui corriendo a buscar a


Shatov.

—Mon ami —dijo Stepan alcanzándome en el escalón de la


puerta—, venga sin falta a verme a las diez o las once, cuando

165
yo haya vuelto. ¡Ay, me siento culpable ante usted y... ante
todos, ante todos!

Pero Shatov no estaba en su casa; volví en dos horas y


tampoco estaba. Una vez más regresé a las ocho para al
menos dejarle una nota, y una vez más no le hallé. Su
departamento estaba cerrado; vivía solo, sin criado. Pensé en
dar una vuelta por el piso de abajo, el del capitán Lebiadkin, y
preguntar a éste por Shatov, pero también estaba cerrado; por
el silencio y la oscuridad que en él reinaban parecía desierto.
Pasé con curiosidad junto a la puerta de Lebiadkin a causa de
las historias recientes que sobre él había oído. A fin de cuentas
decidí volver a la mañana siguiente temprano. No confiaba
mucho en lo de dejar una nota: Shatov, hombre terco y tímido,
podía no hacer caso de ella. Maldiciendo iba de mi fracaso y ya
llegaba a la calle cuando tropecé con el señor Kirillov, que
entraba en la casa y me reconoció antes de que yo lo
reconociera a él. Como empezó a hacerme preguntas, le conté
a grandes rasgos de qué se trataba y le dije lo de la nota.

—Vamos —dijo—. Yo me encargo de todo.

Recordé que, según palabras de Liputin, había alquilado esa


mañana la casita de madera que daba al patio. En esa casa,
demasiado grande para él, vivía asimismo una vieja sorda que
le servía de criada. El dueño de la casa tenía una taberna en un

166
edificio nuevo de otra calle, y la vieja, al parecer pariente suya,
se había quedado al cuidado de la casa antigua. Las
habitaciones de la casita estaban bastante limpias, pero el
papel de las paredes estaba cubierto de mugre. En el cuarto en
que entramos los muebles eran de varias formas y tamaños y
todos de baratillo: dos mesas de jugar a las cartas, una cómoda
de madera de aliso, una mesa grande de pino procedente de
alguna cocina o cabaña campesina, un sofá y unas sillas con
respaldo de mimbre y duros cojines de cuero. En un rincón se
veía un ícono antiguo ante el cual la vieja había encendido una
lamparilla antes de nuestra llegada, y en las paredes colgaban
dos retratos al óleo grandes y oscuros: uno, del difunto
emperador Nicolás I, hecho, a juzgar por su aspecto, allá por
los años veinte, y el otro, de un obispo.

El señor Kirillov encendió una bujía al entrar. De un baúl que


tenía en un rincón y que estaba aún por vaciar sacó un sobre,
lacre y un sello de cristal.

—Selle la nota y escriba el sobre.

Le dije que no era necesario, pero él insistió. Hice el sobre y


recogí mi gorra.

—Me imaginé que querría té —dijo—. He comprado té. ¿Quiere?

No me pude negar. Enseguida vino la vieja con el té, mejor


dicho, trajo una tetera grande con agua hirviendo, otra más
pequeña con té muy fuerte, dos tazas grandes de loza cubiertas

167
de dibujos toscos, pan blanco y un plato hondo lleno de
terrones de azúcar.

—Me gusta mucho el té —dijo—; de noche. Ando de un lado para


otro y bebo; hasta el amanecer. En el extranjero es incómodo
beber té de noche.

—¿Y se acuesta al amanecer?

—Siempre. Desde hace mucho tiempo. Como poco, pero tomo


mucho té.

Liputin es astuto pero impaciente.

Me causó extrañeza que quisiera charlar. Decidí sacar partido


de la ocasión.

—Esta mañana salieron a relucir algunos malentendidos


desagradables — observé.

Frunció el ceño.

—Una estupidez. Importantes pavadas, puras pavadas.


Lebiadkin es un borracho. No le dije nada a Liputin; sólo le
expliqué esas tonterías porque

estaba desbarrando. Liputin es un fantasioso y ve gigantes


donde sólo hay molinos de viento. Yo ayer confié en Liputin.

—¿Y hoy en mí? —pregunté riendo.

—Bueno, usted ya lo sabe todo. Esta mañana Liputin se mostró


débil, o impaciente, o herido en su amor propio, o... envidioso.

168
Me sorprendió que dijera envidioso.

—Usted establece tantas categorías que nada tiene de


particular que entre en una de ellas.

—O en todas juntas.

—Sí, es verdad. Liputin es... ¡el caos! ¿No es cierto que mentía
esta mañana cuando dijo que usted quiere escribir algo?

—¿Por qué había de mentir? —dijo volviendo a fruncir el ceño y


fijando los ojos en el suelo.

Yo me excusé y traté de asegurarle que no quería meterme


donde no me llamaban. Él se puso colorado.

—Dijo la verdad. Estoy escribiendo. Pero lo mismo da.

Guardamos silencio un momento. De pronto se sonrió con la


sonrisa infantil de esa mañana.

—Lo de las cabezas no es de su propia cosecha; lo habrá


sacado de un libro. Fue él quien primero me lo dijo. No entiende
bien las cosas. Yo sólo busco el motivo de que las gentes no se
atrevan a suicidarse. Eso es todo. En fin, da lo mismo.

—¿Cómo que no se atreven? ¿Acaso hay pocos suicidios?

—Muy pocos.

—¿Usted cree?

No respondió. Se levantó y se puso a pasear meditabundo de


un extremo a otro de la habitación.

169
—Y, según usted, ¿qué es lo que impide a la gente suicidarse? —
pregunté.

Me miró distraídamente, como si tratase de recordar lo que


estábamos diciendo.

—Sé..., sé poco todavía... Dos prejuicios impiden a la gente, dos


cosas; sólo dos: una muy pequeña y otra muy grande. Ahora
bien, la pequeña es también grande.

—¿Cuál es la pequeña?

—El dolor físico.

—¿El dolor? ¿Es eso tan importante... en tales casos?

—Lo más importante. Hay dos clases: los que se matan por una
congoja aguda, o por despecho, o por locura, o por lo que sea...,
esos se matan de improviso. Esos apenas piensan en el dolor
físico, y se matan de improviso. Hay otros que lo hacen por
raciocinio...; ésos piensan mucho.

—Pero ¿de veras hay quienes lo hacen por raciocinio?

—Muchísimos. Si no fuera por el prejuicio que hay, habría más;


muchísimos; todos.

—¿Cómo que todos? Guardó silencio.

—¿Es que no hay modos de morir sin dolor?

—Figúrese —dijo parándose ante mí—, figúrese una piedra del


tamaño de una casa grande; está suspendida en el vacío y

170
usted debajo de ella; si se le cae encima, en la cabeza, ¿sentirá
usted dolor?

—¿Una piedra como una casa? Horrible, claro.

—No hablo de horror. ¿Le causará dolor?

—¿Una piedra como una montaña, con un peso de millones de


libras?

Claro que no lo causará.

—Pero si está usted debajo de ella mientras está suspendida


tendrá miedo de que le cause dolor. Todos tendrán miedo: el
mayor sabio del mundo, el mejor médico, todos. Todos sabrán
que no causará dolor y todos tendrán miedo de que lo cause.

—Bien, ¿y cuál es el motivo importante?

—El otro mundo.

—Es decir, el castigo.

—No importa eso. El otro mundo, nada más que el otro mundo.

—Pero ¿es que los ateos creen en el otro mundo? Se quedó


callado otra vez.

—¿Usted quizá juzga por usted mismo?

—Nadie puede juzgar por sí mismo —dijo encolerizado—. La


libertad completa existirá cuando dé lo mismo vivir que no vivir.
Esa es la meta que todo hombre persigue.

171
—¿La meta? Pero quizás entonces nadie querrá vivir...

—Nadie —sentenció sin vacilar.

—El hombre teme la muerte porque ama la vida; así es como lo


entiendo yo —apunté— y así es como lo ordena la naturaleza.

—Eso es ruin y ahí es donde está todo el engaño —dijo con ojos
chispeantes—. La vida es dolor, la vida es terror y el hombre es
desdichado. Ahora todo es dolor y terror. Ahora el hombre ama
a la vida porque ama el dolor y el terror, y ahí está todo el
engaño. Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un
hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo
vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el
dolor y el terror será por ello mismo Dios. Y el otro Dios dejará
de serlo.

—Entonces, según usted, ¿ese otro Dios existe?

—No existe, pero es. En la piedra no hay dolor pero sí lo hay en


el horror de la piedra. Dios es el dolor producido por el horror a
la muerte. Quien conquiste el dolor y el horror llegará a ser Dios.
Entonces habrá una vida nueva, un hombre nuevo, todo será
nuevo. Entonces la historia se dividirá en dos partes: desde el
gorila hasta la aniquilación de Dios y desde la aniquilación de
Dios hasta...

—¿Hasta el gorila?

—Hasta la transformación física de la tierra y el hombre. El


hombre será Dios y se transformará físicamente; y el mundo se

172
transformará, y se transformarán las cosas, y las ideas y todos
los sentimientos. ¿Qué piensa usted?

¿Se trasformará entonces el hombre físicamente?

—Si todo da lo mismo, vivir o no vivir, todos se matarán, y en


eso quizá consistirá la transformación.

—Da lo mismo. Matarán el engaño. Todo el que quiera la


libertad suprema debe tener el atrevimiento de matarse. Quien
se atreva a matarse habrá descubierto el secreto del engaño.
Más allá de eso no hay libertad; ahí está todo; más allá no hay
nada. Quien se atreve a matarse es un dios. Ahora cualquiera
puede hacer que no haya Dios y que no haya nada. Pero nadie
lo ha hecho hasta ahora.

—Ha habido millones de suicidas.

—Pero no ha sido por eso; ha sido por terror y no por eso; no ha


sido para matar el terror. Quien se mate sólo por eso, para
matar el terror, llega en ese instante mismo a ser Dios.

—Tal vez no tenga tiempo —observé yo.

—Da lo mismo —respondió con calma, con sosegado orgullo,


diría que con cierto desprecio—. Lo lamento, pero usted parece
reírse —agregó al rato.

—No comprendo muy bien el hecho de que esta mañana


estuviera usted tan irritado y que ahora esté tan tranquilo,
aunque habla acaloradamente.

173
—¿Esta mañana? Lo de esta mañana fue ridículo —contestó
sonriendo—. No me gusta lanzar improperios a la gente y no me
río nunca —añadió tristemente.

—Sí. Se ve que no pasa usted las noches muy alegremente con


eso de beber té —me levanté y recogí la gorra.

—¿Eso piensa? —se sonrió con un aire de sorpresa—. ¿Y por qué


no? No..., no sé —volvió a turbarse—, no sé de otros, pero yo
tengo la sensación de que no puedo hacer lo que hacen otros.
Cada cual piensa en algo y enseguida pasa a pensar en otra
cosa. Yo no puedo pensar en otra cosa; toda mi vida he
pensado en lo mismo. Dios me ha atormentado toda mi vida —
concluyó de pronto con notable candor.

—Pero dígame, por favor, ¿por qué habla el ruso tan


incorrectamente? ¿Es que lo olvidó durante los cinco años que
pasó en el extranjero?

—¿De veras incorrectamente? No sé. No, no es por haber vivido


en el extranjero. Lo he hablado así toda la vida...; da lo mismo.

—Tengo una pregunta más delicada. Le creo por completo


cuando dice que rehuye la compañía y que habla poco.
Entonces, ¿por qué ha hablado conmigo ahora?

—¿Con usted? Esta mañana estaba usted tan tranquilo en su


asiento y..., en fin, da lo mismo... Usted se parece mucho a un
hermano mío, mucho, muchísimo —prosiguió ruborizándose—.
Murió hace siete años; era mayor, mucho mayor.

174
—Por lo tanto, habrá tenido mucha influencia en la manera de
pensar de usted.

—N-no. Hablaba poco. No decía nada. Entregaré a Shatov la


nota de usted.

Me acompañó con un farol hasta la puerta de la valla para


cerrarla tras de mí. «Sin duda está loco», dije para mis adentros.
En la puerta tuve otro encuentro.

No había terminado de cruzar el umbral cuando sentí que una


mano poderosa me agarraba del pecho.

—¿Quién es? —tronó una voz—. ¿Amigo o enemigo? ¡Responda!

—¡Que es uno de los nuestros, de los nuestros! —gritó ahí mismo


la voz aguda de Liputin—. Es el señor G-v, joven que posee una
educación clásica y que está relacionado con la mejor sociedad.

—Me gusta eso de la sociedad clási..., es decir, que está muy


bien e-du-ca- do... capitán de reserva Ignat Lebiadkin, al
servicio de todo el mundo y de los amigos..., si son leales, leales,
¡granujas!

El capitán Lebiadkin, hombre de más de seis pies de altura,


grueso, carnoso, de pelo rizado, colorado de tez y
extraordinariamente ebrio, apenas podía tenerse de pie ante mí
y articulaba las palabras con dificultad. Yo, sin embargo, ya lo
había visto antes desde lejos.

175
—¡Ah, y ése también! —rugió de nuevo al ver a Kirillov, que
todavía no se había ido con su farol. Levantó el puño, pero lo
bajó al momento—. Lo per-do- no por su educación. Ignat
Lebiadkin es hombre edu-ca-dísi-mo...

Una bomba que pasión la inflama Ambos brazos a Ignat


arrancó; Con un doble dolor ahora mismo llora el sino de
Sebastopol.1

—Aunque no estuve en Sebastopol, ni soy manco. ¡Pero hay que


ver qué ritmo, qué ritmo! —dijo avanzando hacia mí su jeta de
borracho.

—¡Pero ahora está apurado! ¡Se va a su casa! —le decía Liputin


intentando persuadirlo—. Mañana se lo dirá a Lizaveta.

—¡Lizaveta...! —volvió a tronar—. ¡Espera, no te vayas! Aquí va


una variante:

Y una estrella que pronto desfila Cabalgando entre otras


beldades me sonríe con toda dulzura

y me obliga a pensar... necedades.2

1 Una traducción francesa:

176
L’obus d’un amour aussi brûlant que fol Avait éclaté dans le
cœur d’Ignace,

Et tristement séchait sur place Le manchot de Sébastopol.

Una traducción inglesa:

A bomb of love with stinging smart exploded in Ignaty’s heart.

In anguish dire I weep again the arm that at Sevastopol

I lost in bitter pain!

2 Una traducción francesa:

Passe au trot d’un cheval fringant

¡Este sí que es un himno! ¡Un himno, pedazo de burro! ¡A una


Estrella- Amazona! ¡Los gandules lo entienden! ¡Alto ahí! —me
agarró del gabán, aunque yo forcejeaba por escaparme por la
puerta—. Dile que soy un paladín del honor; y en cuanto a
Dasha..., esa sinvergüenza..., a Dasha, si llego a atraparla..., la
sierva miserable..., no se atreverá...

177
En ese momento se cayó al suelo porque yo, haciendo un
esfuerzo supremo, logré zafarme de sus garras y salir corriendo
a la calle. Liputin salió conmigo.

—Aleksei Nilych lo levantará. ¿Sabe usted lo que acaba de


decirme? — cotorreó con vivacidad—. ¿Ha oído usted los
versitos? Pues bien, esos versos a la Estrella-Amazona los ha
metido en un sobre y mañana se los envía a Lizaveta con su
firma y todo. ¡Qué hombre!

—Apuesto a que ha sido usted quien se lo ha sugerido.

—¡Pierde usted la apuesta! —dijo con una carcajada—. Está


enamorado, enamorado como un gato. Y, ¿sabe usted?, el
enamoramiento empezó siendo odio. Al principio detestaba a
Lizaveta porque se paseaba a caballo. Estuvo a punto de
decirle palabrotas en la calle; mejor aún, se las dijo. Anteayer se
las dijo cuando ella pasaba a su lado; afortunadamente no las
oyó... ¡Y hoy, de pronto, los versos! ¿Querrá usted creer que
piensa declararse? ¡En serio, en serio!

—Me asombra usted, Liputin. Dondequiera que hay un bribón


de esa ralea, allí está usted azuzándole —dije con encono.

—¡No me diga! ¡Ya va usted un poco lejos, señor G-v! ¿A que lo


que ocurre es que le pica a usted un poco el tener un rival?

—¿Qu-é-é dice usted? —grité haciendo alto.

—¡Pues para castigarlo no le voy a contar más cosas! ¡Y bien


quisiera usted oírlas! Sólo le diré que ese tío imbécil ya no es un

178
simple capitán, sino todo un propietario de nuestra provincia. Y
de bastantes campanillas, por cierto, porque Nikolai acaba de
venderle toda su finca, la que antes tenía doscientos siervos.

¡Bien sabe Dios que no miento! Acabo de enterarme, y de


fuente absolutamente fidedigna. Bueno, ahora entérese usted
del resto por su cuenta. No le digo más.

¡Adiós!

Une étoile que l’on admire;

Elle m’adresse un doux sourire, L’a-ris-to-cra-tique enfant.

«À une étoile-amazone».

Una traducción inglesa:

179
Among the Amazons a star, upon her steed she flashes by, and
smiles upon me from afar, the child of aris-to-cra-cy!

«To a Starry Amazon».

10

Stepan me estaba esperando impaciente. Hacía una hora que


había vuelto a casa. Estaba como embriagado y durante los
primeros cinco minutos pensé que efectivamente lo estaba. ¡Ay,
la visita a la familia Drozdov lo había sacado definitivamente
de las casillas!

—Mon ami! he perdido por completo el hilo... Liza..., quiero y


respeto a ese ángel lo mismo que antes, lo mismísimo que
antes; pero me parece que ambos me esperaban sólo para
hacerme hablar, sólo para sonsacarme algo; y luego, vaya
usted con Dios... Así fue.

—¿Cómo no le da a usted vergüenza? —grité sin poder


contenerme.

—Amigo mío, ahora estoy completamente solo. Enfin, c’est


ridicule. Figúrese, allí también no hay más que secretos. Me
molieron a preguntas sobre lo de las narices y las orejas y sobre
los secretos de Petersburgo. Ha sido aquí donde por primera
vez se han enterado ambas de esas aventuras locales de

180
Nikolai hace cuatro años. «Usted que estaba aquí, que lo vio
todo, diga: ¿es verdad que está loco?». No comprendo de
dónde puede haber salido esa idea.

¿Por qué desea tanto Praskovya que Nikolai esté loco? ¡Y lo


desea, vaya si lo desea! Ce Maurice, o como se llame... Mavriki
Nikolayevich, brave homme, tout de même, ¿no será acaso en
provecho suyo? Y ella fue, al fin y al cabo, la primera en escribir
desde París a cette pauvre amie... Enfin, esta Praskovya, como
se la llama cette chère amie, es un personaje de novela, es la
Korobochka de Gogol, la señora «Caja» de eterna fama, pero
una Korobochka malévola, una Korobochka provocativa e
infinitamente más grande de tamaño.

—Entonces será baúl más que «caja». ¿Dice usted que más
grande?

—O más pequeña, da igual. Pero no me interrumpa, porque


todo me está dando vueltas en la cabeza. Allí todos acabaron
por pelearse, excepto Liza, que no hacía más que decir: «Tía,
tía»; pero Liza es astuta y allí hay gato encerrado. Secreto. Riñó,
sin embargo, con la vieja. La verdad es que cette pauvre tía los
trata a todos tiránicamente... Y ahora tiene que vérselas con la
gobernadora, con la falta de respeto de la sociedad, con la
«falta de respeto» de Karmazinov. De pronto, también, esa idea
de la locura de su hijo, ce Liputine, ce que je ne comprends pas;
y dicen que se pone compresas de vinagre en la cabeza, y aquí
estamos nosotros, con nuestras quejas y nuestras cartas... ¡Ay,
qué malos ratos le he dado! ¡Y en una ocasión como ésta! Je

181
suis un ingrat! Imagínese, vuelvo a casa y encuentro una carta
de ella. ¡Lea, lea! ¡Oh, qué noble conducta la mía!

Me alargó una carta que acababa de recibir de Varvara. Ésta se


arrepentía, al parecer, del «quédese en casa», de esa mañana.
La carta era cortés y lacónica. Pedía a Stepan que fuese a verla
dos días después, el domingo, a las doce en punto, y le
aconsejaba que llevase consigo a cualquiera de sus amigos
(daba mi nombre entre paréntesis). Por su parte prometía
llamar a Shatov, como hermano de Daria Pavlovna. «Puede
usted recibir de ella la respuesta definitiva.

¿Tendrá usted bastante con eso? ¿No era ésa la formalidad que
buscaba usted con tanto ahínco?».

—Observe esa frase final llena de enojo acerca de la


formalidad. ¡Pobre, pobre mujer, amiga mía de toda la vida!
Confieso que la resolución repentina de mi destino me dejó sin
aliento... Confieso que aún tenía alguna esperanza, pero ahora
tout est dit y sé que todo ha concluido. C’est terrible! ¡Ah, si no
existiera ese domingo y todo quedara como antes! Usted
vendría a verme y yo estaría aquí...

—Esos chismes e indirectas con que ha venido Liputin hoy lo


tienen a usted trastornado.

—Amigo mío, con la mejor intención ha puesto usted su dedo en


otra dolorosa llaga. Esos dedos bienintencionados suelen ser
crueles y, a veces, torpes; pardon, pero créame que ya casi he

182
olvidado todo eso; mejor dicho, no lo he olvidado del todo, pero,
por estupidez mía, todo el tiempo que pasé en casa de Liza
traté de ser feliz y llegué a persuadirme de que lo era. Pero
ahora..., ahora pienso en esa mujer magnánima, generosa,
paciente con todos mis defectos... bueno, lo que se dice
paciente, no del todo, pero a fin de cuentas yo soy tan raro, con
este carácter tan frívolo y ruin que tengo... Soy un niño
consentido, con todo el egoísmo de un niño, pero sin su
inocencia, ella viene cuidándome desde hace veinte años como
una niñera, cette pauvre tía, como la llama Liza
afectuosamente. Y de improviso, al cabo de veinte años, el niño
quiere casarse y ¡hala, a casarse!; y carta tras carta y la cabeza
empapada de vinagre y miren lo que he conseguido, el
domingo estaré casado y ¡vaya broma!... ¿Y por qué insistí?
¿Por qué escribí esas cartas? ¡Ah, sí, se me olvidaba! Liza adora
a Daria, o al menos eso dice. Dice que «c’est un ange, sólo que
algo reservada». Ambos me aconsejaban que me casase,
incluso Praskovya, aunque, no, Praskovya no lo aconsejaba.
¡Oh, cuánto veneno hay encerrado en la «caja»! En realidad,
tampoco Liza me lo aconsejaba. «¿Para qué casarse cuando
tiene usted bastante con los placeres intelectuales?», se reía a
carcajadas, pero yo se lo perdoné porque a ella también le roe
algo en el corazón. Sin embargo (me decía), es imposible vivir
sin una mujer. Ya se acercan los achaques de la edad y ella
puede arroparlo o lo que sea... Ma foi, yo mismo, sentado aquí
con usted, estaba diciéndome que la Providencia me la enviaba
en el ocaso de mis años turbulentos y que ella podía arroparme,

183
o algo por el estilo..., enfin, que sería útil para llevar la casa. Por
todas partes tengo tanta basura, ¡mire cómo está todo lleno de
ella! Esta mañana envié a Natasya que arreglara la habitación
y todavía hay un libro en el suelo. La pauvre amie siempre
está enfadada conmigo por lo de la basura... ¡Y ahora ya no
volverá a oírse su voz! Vingt ans! Ellas, por lo visto, han recibido
cartas anónimas. Figúrese, se dice que Nikolai ha vendido su
finca a Lebiadkin. C’est un monstre; et enfin, ¿quién es ese
Lebiadkin? Liza escucha, escucha, ¡y cómo escucha! Yo le
perdoné su carcajada porque vi con qué cara estaba
escuchando y ce Maurice... No quisiera estar yo ahora en su
lugar, brave homme tout de même; aunque algo encogido; pero
allá se las arregle...

Calló, al fin, cansado y confuso. Se sentó con la cabeza gacha,


clavando en el suelo sus ojos fatigados. Yo aproveché la pausa
para hablarle de mi visita a la casa de Filippov, y clara y
secamente expresé mi opinión de que, en efecto, la hermana de
Lebiadkin (a quien no había visto) muy bien podía haber sido
alguna víctima de Nikolai, en un período misterioso de la vida
de éste, como decía Liputin, y que bien podía ser que Lebiadkin
recibiese dinero de Nikolai por algún concepto, pero que eso
era todo. En cuanto a los rumores acerca de Daria, eran
simplemente sandeces, despropósitos del canalla de Liputin; al
menos así lo afirmaba rotundamente Aleksei Nilych y no había
motivo para desconfiar de su palabra. Stepan escuchaba mis
razones con semblante distraído, como si nada tuviera que ver

184
con él. Yo, de paso, conté mi conversación con Kirillov y
agregué que quizá estuviese loco.

—Loco no está, pero es gente de ideas mezquinas —musitó


vagamente y a regañadientes—. Ces gens-là supposent la
nature et la société humaine autres que Dieu les faites et
qu’elles le sont réellement. Hay quien coquetea con esa gente,
pero Stepan no es de los que lo hacen. Ya los vi en Petersburgo,
en aquella ocasión, avec cette chère amie (¡oh, cuánto la ofendí
entonces!), y no me asusté

ni de sus insultos ni de sus alabanzas. Tampoco me asusto


ahora mais parlons d’autre chose... Me parece que he hecho
algo horrendo. Imagínese que ayer envié a Daria una carta... ¡y
cómo reniego de haberlo hecho!

—¿Sobre qué le escribió usted?

—Amigo mío, créame que lo hice con una noble intención. Le


dije que había escrito a Nikolai cinco días antes y también con
una noble intención.

—¡Ya caigo! —exclamé sulfurado—. ¿Y qué derecho tenía usted


de enlazar sus nombres de esa manera?

—Bueno, mon cher, no acabe usted por aplastarme del todo, no


me grite, que bien aplastado estoy ya, aplastado como..., como
una cucaracha; y, al fin y al cabo, sigo pensando que lo hice
con una noble intención. Supóngase que efectivamente hubo

185
algo... en Suisse... o que algo empezó allí. ¿No debo preguntar
de antemano a los corazones de ambos para... enfin, para no
entrometerme y no convertirme en un obstáculo en su
camino...? Lo he hecho sólo con una noble intención.

—¡Ay, Dios, qué estúpidamente ha obrado usted! —exclamé sin


querer.

—¡Estúpidamente! —confirmó hasta con ansia—; nunca ha dicho


usted cosa más sensata, c’etait bête, mais que faire, tout est
dit. De todos modos, me voy a casar, aun con «pecados
ajenos». Así pues, ¿a santo de qué escribir? ¿No es eso?

—¡Vuelta a lo mismo!

—¡Ah, ahora no me asusta usted con sus gritos! ¡Ahora tiene


usted delante a otro Stepan, el anterior está enterrado! Enfin,
tout est dit. ¿Y por qué grita? Sólo porque usted no tiene que
casarse y no necesita llevar el consabido adorno en la cabeza.
¿Qué? ¿Acusa usted el golpe? Pobre amigo mío, usted no
conoce a las mujeres y yo no he hecho más que estudiarlas. «Si
quieres conquistar el mundo entero, conquístate a ti mismo»,
eso es lo único que ha logrado decir bien otro romántico como
usted, Shatov, el hermano de mi prometida. Con gusto hago
mía esa máxima suya. Pues bien, yo también estoy dispuesto a
conquistarme a mí mismo y me casaré, pero ¿qué es lo que
conquisto con eso, en lugar del mundo entero? ¡Oh, amigo mío,
el matrimonio es la muerte moral de todo espíritu orgulloso, de
toda independencia! La vida conyugal me corromperá, agotará

186
mis energías, mi valor para servir a la causa común. Llegarán
los hijos, quizá no míos, por supuesto no míos; al sabio no le
aterra mirar la verdad cara a cara... Liputin habló esta mañana
de protegerse de Nikolai con barricadas. Liputin es un necio. La
mujer engañará al mismísimo ojo omnividente. Le bon Dieu ya
sabía, por supuesto, a lo que se exponía cuando creó a la mujer,
pero yo estoy seguro de que ella misma tomó cartas en el
asunto y se hizo crear de esa manera y... con esos atributos. De
otro modo, ¿quién habría querido echarse encima tantas
molestias de balde? Bien sé que Natasya puede enfadarse
conmigo por mi libre pensamiento, pero. Enfin, tout est dit.

No sería él si pudiese prescindir de ese librepensamiento barato


y sofístico tan en boga en su época, pero ahora por lo menos la
sofistica le servía de consuelo aunque no por mucho tiempo.

—¡Ay, si nunca llegase ese pasado mañana, ese domingo! —


exclamó de pronto, pero con desesperación genuina—. ¿Por qué
no podría haber una semana tan sólo, ésta, sin domingo... si le
miracle existe? ¿Qué le costaría a la Providencia borrar del
calendario este único domingo, aunque sólo fuera para
demostrar su omnipotencia a un ateo et que tout sois dit? ¡Oh,
cuánto la he amado! Veinte años, veinte años, nada menos, ¡y
nunca me ha comprendido!

—Pero ¿de quién habla? ¡No le entiendo! —pregunté


sorprendido.

187
—Vingt ans! ¡Y no me ha comprendido una sola vez! ¡Eso es
cruel! ¿Y pensará que me caso por terror, por necesidad? ¡Qué
error! Tía, tía, lo hago por ti... ¡Oh, que lo sepa, que sepa que ha
sido la única mujer que he adorado durante veinte años! ¡Debes
saberlo! ¡De lo contrario no habrá boda, como no me lleven
arrastrando a ce qu’on appelle el pie del altar!

Fue la primera vez que le oí esa confesión, y hecha con tanta


energía.

Confieso que me produjo muchas ganas de reír. Pero no tenía


razón.

—¡Ahora no me queda más que él, mi única esperanza! —dijo


abriendo de improviso los brazos como agitado por un nuevo
pensamiento—. Ahora sólo él, mi pobre muchacho, me podrá
salvar y... ¡Ay! ¿Por qué no viene? ¡Ay, hijo mío, mi Petrusha...!
Aunque soy indigno de llamarme padre y más bien debiera
llamarme tigre, pero... laissez-moi, mon ami, quiero echarme un
ratito a ver si pongo mi cabeza en orden. Estoy tan cansado..., y
también es hora de que se acueste usted... voyez-vous, son las
doce...

CUARTO CAPÍTULO: La cojita

188
Shatov no se mostró terco y, de acuerdo con mi nota, se
presentó a mediodía en casa de Lizaveta Nikolayevna.
Llegamos casi al mismo tiempo, porque yo también fui a hacer
mi primera visita. Todos ellos —a saber, Liza, su madre y Mavriki
Nikolayevich— estaban cenando en el salón y discutían
vivamente. La madre había pedido que Liza tocase al piano
cierto vals y cuando ésta empezó a tocarlo la madre dijo que no
era ése el que quería. Mavriki Nikolayevich, con su buena
voluntad habitual, se puso de parte de Liza y aseguró que sí lo
era, con lo que la vieja rompió a llorar de irritación. Estaba
enferma y apenas podía moverse. Se le habían hinchado las
piernas y desde días antes no hacía más que sulfurarse y echar
broncas a todo el mundo, a pesar del ligero temor que le
causaba Liza. Se alegraron de nuestra llegada. A Liza se le
coloreó el rostro de contento, me dijo merci evidentemente por
la venida de Shatov y se acercó a él mirándole con curiosidad.

Shatov, tímido como siempre, se había quedado en el umbral


de la puerta.

Después de darle las gracias por su venida, Liza le condujo a su


madre.

—Éste es el señor Shatov, de quien ya te he hablado; y éste es el


señor G-v, gran amigo de Stepan Trofimovich y mío. Mavriki
Nikolayevich ya le conoció ayer.

—¿Y quién es el profesor?

—No hay ningún profesor, mamá.

189
—Sí que lo hay. Tú misma dijiste que habría un profesor.
Seguramente es éste —dijo señalando a Shatov con desdén.

—Nunca te dije que habría un profesor. El señor G-v es


funcionario público y el señor Shatov ha sido estudiante.

—Estudiante, profesor, es lo mismo; gente de universidad. No


haces más que llevarme la contraria. Pero el de Suiza tenía
bigote y barbita.

—Es que mamá llama siempre profesor al hijo de Stepan


Trofimovich — dijo Liza llevando a Shatov a un diván al otro
extremo del salón—. Cuando se le hinchan las piernas siempre
se pone así, ¿comprende? Está enferma —dijo en voz baja a
Shatov sin dejar de mirar, con intensa curiosidad, el mechón en
lo alto de la cabeza.

—¿Es usted militar? —me preguntó la vieja, con quien Liza me


había dejado tan poco caritativamente.

—No, señora, soy funcionario...

—El señor G-v es gran amigo de Stepan —dijo Liza en voz alta.

—¿Trabaja usted con Stepan? ¿No es él también profesor?

—¡Ay, mamá! Usted por lo visto sueña de noche con profesores


—exclamó Liza exasperada.

—Bastantes hay en la vida real. No haces más que contradecir


a tu madre.

190
¿Estaba usted aquí hace cuatro años cuando vino Nikolai
Vsevolodovich?

Respondí que sí.

—¿Y no había un inglés con ustedes?

—No, no estaba. Liza se rió.

—Ya ves que no hubo ningún inglés; por lo tanto todo es


mentira. Varvara Petrovna y Stepan mienten. Todos mienten.

—Es que la tía, y ayer Stepan parece que hallaron cierta


semejanza entre Nikolai y el príncipe Harry del Enrique IV de
Shakespeare, y por eso dice mamá que hubo un inglés —nos
explicó Liza.

—Si no hubo Harry, no hubo inglés. Y Nikolai fue el único que


hizo tonterías.

—Les aseguro a ustedes que mamá dice eso a propósito, —Liza


creyó necesario explicar a Shatov—. Sabe muy bien quién es
Shakespeare. Yo misma le he leído el primer acto de Otelo. Pero
es que ahora siente fuertes dolores. Oiga, mamá, están dando
las doce y es hora de que tome su medicina.

—Ha llegado el médico —anunció la doncella desde la puerta.


La vieja se levantó y empezó a llamar a su perrita:

—¡Zemirka, Zemirka, vente tú al menos conmigo!

191
Zemirka, una perrita repulsiva, vieja y pequeña, no hizo caso y
se coló debajo del diván donde estaba Liza.

—¿No quieres? Pues yo tampoco te quiero conmigo. Adiós,


señor. No conozco su nombre —dijo volviéndose hacia mí.

—Antón Lavrentyevich...

—Es igual, porque me ha entrado por un oído y me ha salido por


el otro. No me acompañe, Mavriki Nikolayevich, que sólo he
llamado a Zemirka. Gracias a Dios, puedo valerme sola todavía
y mañana saldré a dar un paseo en coche.

Salió enfurruñada del salón.

—Antón, hable usted con Mavriki. Le aseguro que los dos


ganarán con conocerse mejor —dijo Liza sonriendo
amablemente a Mavriki, que se puso orondo al recibir la mirada
de ella. Yo no tuve más remedio que quedarme hablando con él.

Con gran sorpresa mía, el asunto del que Lizaveta Nikolayevna


quería hablar con Shatov era, en efecto, literario. No sé por qué
se me había ocurrido que le había llamado con otro propósito.
Nosotros, es decir Mavriki y yo, viendo que no ponían atención
a nuestra presencia y hablaban en voz alta, nos pusimos a
escuchar; más tarde nos llamaron a consulta. El asunto
consistía en que Lizaveta venía pensando desde hacía tiempo
en publicar lo que, a juicio suyo, sería un libro útil, para lo cual,

192
por falta de experiencia propia, precisaba de un colaborador.
La seriedad con que se dispuso a explicar su proyecto a Shatov
me sorprendió mucho. «Debe de ser una de estas mujeres
nuevas —pensé—; por algo ha estado en Suiza». Shatov
escuchaba atentamente, con la mirada clavada en el suelo, y
sin asombrarse en lo más mínimo de que una señorita
casquivana de la buena sociedad se ocupase de un negocio tan
extraño, al parecer, a su condición.

El proyecto literario era de la índole siguiente: se publican en


Rusia, así en la capital como en provincias, una multitud de
periódicos y revistas de toda laya, en los que a diario se da
cuenta de un gran número de acontecimientos. Al cabo de un
año esos periódicos se amontonan en los armarios, o se tiran, o
se destrozan, o se usan para envolver cosas o para otros fines.
Muchos de los hechos publicados causan impresión y quedan
grabados en la memoria de los lectores, pero acaban por
olvidarse en el transcurso de los años. Andando el tiempo
mucha gente quisiera enterarse de ellos, pero ¡hay que ver el
trabajo que supone rebuscar en ese mar de papel, a menudo
sin saber el día, ni el lugar, ni siquiera el año en que ha ocurrido
el caso de que se trate! No obstante, si se recogieran en libro
todos los hechos correspondientes a un año según un plan
determinado y una idea bien definidea, con títulos e índices,
ordenados por meses y días, esa colección podría bosquejar en
un solo volumen lo típico de la vida rusa durante un año entero,

193
a pesar de que sólo se publicaría una parte relativamente
pequeña de los hechos ocurridos en tal año.

—En vez de un montón de hojas habría unos cuantos tomos


gruesos; eso es todo —observó Shatov.

Pero Lizaveta justificaba ardorosamente su proyecto, no


obstante la dificultad e impericia con que lo describía.

—Debería haber sólo un tomo —insistía— y no muy grueso. Pero


aun si fuera grueso, debería ser de fácil manejo, pues lo
importante sería el plan general y el modo de presentar los
hechos. Por supuesto que no se recogería y publicaría todo.
Edictos, disposiciones gubernativas, reglamentos locales, leyes,
todo esto —aunque se trata de hechos, y aun muy
importantes— podría quedar excluido por completo de una
publicación de esa índole. Cabría omitir mucho y limitarse a
escoger aquellos acontecimientos que, en mayor o menor
medida, expresan la vida moral del pueblo, la personalidad del
pueblo ruso en un momento dado. Claro está que podrían
incluirse muchas cosas: sucesos curiosos, incendios,
suscripciones públicas, toda clase de acciones buenas y malas,
declaraciones y discursos, quizá también noticias de
inundaciones, quizás algunos decretos gubernativos, pero en
todo caso sería presentado desde un punto de vista concreto,
con indicaciones aclaratorias, con cierta intención, con una idea
que esclareciera todo el conjunto, la compilación entera. Y,
finalmente, el libro debería ser interesante como lectura ligera,
amén de ser indispensable como libro de consulta. Resultaría,

194
como si dijéramos, un cuadro de la vida espiritual, moral,
íntima, de Rusia durante un año.

—Es necesario que todo el mundo lo compre; es necesario que


se convierta en un libro de cabecera —afirmó Liza—.
Comprendo que todo depende del plan y por eso recurro a
usted —concluyó. Estaba enardecida, y aunque su explicación
había pecado de oscura e incompleta Shatov empezó a
entender.

—Es decir, que será algo con cierta tendencia, una selección de
hechos con una tendencia determinada —murmuró sin alzar
todavía la cabeza.

—No, en absoluto. No es menester hacer la selección con


intención tendenciosa. No es necesaria ninguna tendencia, sólo
imparcialidad; ésa es la tendencia.

—No hay nada malo en que tenga una tendencia —Shatov


comenzó a agitarse—. Será imposible evitarla en cuanto se
haga cualquier selección. En la selección de los hechos quedará
patente cómo hay que entenderlos. La idea de usted no está
mal.

—Entonces, ¿cree usted que un libro como ése sería posible? —


preguntó Liza muy contenta.

—Habrá que ver la cosa con cuidado. Se trata de un asunto de


mucho vuelo. Es imposible pensarlo de una vez; hace falta

195
experiencia. Y para cuando llegue el momento de publicar el
libro apenas habremos aprendido cómo hacerlo. Quizá después
de muchas tentativas. Pero la cosa vale la pena. Es una idea
útil.

Levantó por fin los ojos, que brillaban de satisfacción; tan


interesado estaba.

—¿Ha sido usted misma quien lo ha pensado? —preguntó a Liza


con ternura y con algo como timidez.

—No hay dificultad en pensarlo; lo difícil es el plan —Liza se


sonrió—. Yo entiendo poco, no soy muy lista y persigo sólo lo
que me resulta claro...

—¿Persigue?

—¿No es ésa la palabra? —preguntó Liza al punto.

—Puede que lo sea. Es igual.

—Ya en el extranjero se me figuraba que yo también podría ser


útil para algo. Tengo mi propio dinero, que está ahí, sin producir
nada. ¿Por qué no ponerme a trabajar para la causa común?
Además, esa idea se me vino por sí sola, de repente; ni siquiera
pensé en ella y me causó gran alegría. Pero comprendí en
seguida que resultaría imposible sin un colaborador, porque lo
que es saber, yo no sé nada. Ni que decir tiene que el
colaborador será también coeditor del libro. Iremos a medias:
de usted serán el plan y el trabajo; la idea original y los fondos
para la publicación serán los míos. ¿Se venderá el libro?

196
—Si lo preparamos con cuidado, se venderá.

—Le advierto que no lo hago por dinero, pero sí deseo que el


libro se venda y estaré orgullosa de ganar dinero con él.

—¿Y cuál será mi papel?

—Lo nombro colaborador... a medias. Usted piense en un plan.

—¿Por qué cree usted que soy capaz de pensarlo?

—Me han hablado de usted y he oído decir aquí..., sé que es


usted muy listo y... que trabaja en cosas útiles y... que piensa
mucho. Piotr Stepanovich Verhovenski me habló de usted en
Suiza —se apresuró a agregar—. Es un hombre muy inteligente,
¿verdad?

Shatov le dirigió una mirada fugaz y oblicua, pero en seguida


volvió a bajar los ojos.

—También me habló mucho de usted Nikolai... Shatov enrojeció


de pronto.

—A propósito, aquí están los periódicos —Liza se apresuró a


coger de una silla un paquete de periódicos preparados de
antemano—. He tratado de señalar los datos que puedan
incluirse, hacer algunas selecciones y numerarlas...; ya verá
usted.

Shatov tomó el paquete.

—Lléveselo a casa y repáselo. ¿Dónde vive?

197
—En la calle Bogoyavlenskaya, en casa de Filippov.

—¡Ah, sí! Según dicen, allí vive también, y por lo visto junto a
usted, un capitán, el señor Lebiadkin —dijo Liza hablando con la
rapidez de antes.

Shatov permaneció sentado un minuto entero, con el paquete


de revistas en la mano, mirando al suelo y sin decir palabra.

—Vale más que busque a otra persona para un asunto como


éste. Yo no serviría para ello —dijo por fin, bajando la voz de
manera extraña, casi al nivel de un murmullo.

Liza se crispó.

—¿De qué asunto habla usted? ¡Mavriki, traiga, por favor, la


carta de esta mañana!

Yo también me acerqué a la mesa con Mavriki.

—Mire esto —de pronto se volvió hacia mí, desplegando la carta


con gran agitación—. ¿Ha visto usted jamás algo parecido? Por
favor, léala en voz alta. Necesito que también lo oiga el señor
Shatov.

Con no poca consternación leí en voz alta la siguiente misiva:

A la señorita Lizaveta Tushina, dechado de belleza: Distinguida


señorita Lizaveta Nikolayevna:

¡Hay que ver qué bella está Lizaveta Tushina

cuando cabalga a la inglesa con su pariente y el viento juega


con los rizos de su frente,

198
o cuando cae con su madre en la iglesia de hinojos

y en ella convergen con devoción los ojos!

En espera del deleite nupcial me extasío y a ella y a su madre


una lágrima envío

(compuesto por un ignorante durante una discusión).

Distinguida señorita: Lo que más me apena es no haber perdido


un brazo en Sebastopol por amor a la gloria, pues ni siquiera
estuve allí, ya que hice toda la campaña como proveedor de
víveres de mala calidad, lo que tengo por oficio ruin.

Usted es una diosa de la antigüedad y yo no soy nada, pero


entreveo el infinito. Considérelos como versos, pero nada más,
porque al fin y al cabo los versos son una tontería y justifican lo
que en prosa se consideraría una insolencia. ¿Puede el sol
enfadarse con un infusorio si éste le escribe una poesía desde la
gota de agua donde hay tantos, si se mira por un microscopio?
Hasta la Sociedad Protectora de Animales de mayor tamaño,
que existe en la altas esferas de Petersburgo y que siente justa
compasión por el perro y el caballo,

desprecia al ínfimo infusorio y ni siquiera lo menciona porque


no es bastante grande. Tampoco lo soy yo. La idea del
matrimonio podría parecer ridícula, pero pronto seré

199
propietario de doscientos siervos según el cómputo antiguo,
que he obtenido de un hombre que odia a la humanidad y a
quien debe usted despreciar. Puedo revelar muchas cosas y
hasta enviar a alguien a Siberia, para lo cual tengo
documentos. La carta del infusorio es el poema.

Su muy atento servidor para lo que guste mandar.

CAPITÁN LEBIADKIN.

—Eso lo ha escrito un borracho y bribón —dije indignado—. Yo


lo conozco.

—Esta carta la recibí ayer —empezó a explicar Liza con voz


presurosa y rostro encendido— y comprendí al momento que
era de algún necio. Todavía no se la he enseñado a mamá para
evitarle más disgustos. Pero si él va a seguir con esto, no sé qué
voy a hacer. Mavriki quiere ir a verle para prohibirle que vuelva
a molestarme. Como yo veía en usted a un colaborador —dijo
volviéndose a Shatov— y como vive usted allí, quería
preguntarle qué cabe esperar todavía de él.

ésos.

200
—Es un borracho y un bribón —murmuró Shatov como a
regañadientes.

—¿Tan imbécil es?

—No. No es imbécil cuando no está borracho.

—Yo conocí a un general —observé riendo— que escribía versos


idénticos a

—Lo que más bien se echa de ver por esa carta es que es un
hombre astuto

—interpuso el taciturno Mavriki.

—Dicen que vive con una hermana —apuntó Liza.

—Sí, con una hermana.

—¿Y es verdad lo que dicen? ¿Que la maltrata?

Shatov volvió a mirar a Liza, frunció el ceño y murmurando «¿A


mí qué me importa?» se dirigió a la puerta.

—¡Ay, espere! ¿A dónde va usted? —preguntó Liza alarmada—.


¡Pero si aún nos queda mucho por hablar...!

—¿Hablar de qué? Yo mañana le daré a conocer...

—¡Pues de lo más importante, de la imprenta! Créame que no es


cosa de broma, que quiero trabajar en serio —aseguraba Liza

201
con alarma creciente—. Si decidimos publicar, ¿dónde imprimir?
Ésta es la cuestión más importante, porque para ello no iríamos
a Moscú y aquí las imprentas no son lo bastante buenas para
encargarse de una publicación como ésa. Yo ya decidí hace
tiempo adquirir una imprenta. La pondría a nombre de usted si
fuera necesario, porque sé que mamá daría su consentimiento
sólo si estuviera a nombre de usted...

—¿Cómo sabe que puedo trabajar de tipógrafo? —preguntó


Shatov en voz sorda.

—Porque en Suiza me habló precisamente de usted Piotr


Stepanovich. Dijo que usted podría encargarse de una
imprenta, que conoce el oficio. Quería incluso darme una nota
para usted, pero se me olvidó pedírsela.

Según recuerdo ahora, el semblante de Shatov cambió de color.

Permaneció inmóvil unos segundos más y de repente salió del


salón.

Liza se enojó.

—¿Se marcha siempre así? —me preguntó.

Yo iba a encogerme de hombros cuando Shatov volvió


inesperadamente, fue derecho a la mesa y depositó en ella el
envoltorio de periódicos que había tomado.

—No puedo ser su colaborador. No tengo tiempo...

202
—¿Por qué no? ¿Es que se ha enfadado? —inquirió Liza con voz
dolida y suplicante.

El sonido de esa voz pareció afectarlo. La miró fijamente unos


instantes como si deseara bucear en su alma.

—Es igual —murmuró—. No quiero... —y se marchó


definitivamente.

Liza quedó enteramente desconcertada, más, en verdad, de lo


que cabría esperar. Al menos así me lo pareció a mí.

«Raro», sin duda, pero en todo ello había mucho que no me


resultaba claro. Allí había algo de significado arcano. Yo,
sencillamente, no creía en el proyecto editorial de marras.
Luego, estaba esa carta estúpida en la que, sin embargo, se
aludía con harta claridad a cierta denuncia «con documentos»,
sobre la que todos guardaban silencio, pasando a hablar de
otra cosa. Por último, la cuestión de la imprenta y la repentina
partida de Shatov, justamente porque de una imprenta se
hablaba. Todo ello me hizo pensar que algo había ocurrido
antes de mi llegada, algo que yo ignoraba; que, por lo tanto, yo
estaba allí de sobra y que nada de aquello tenía que ver
conmigo. Era hora de irse, tiempo bastante para una primera
visita. Me acerqué a Lizaveta Nikolayevna para despedirme.

203
Parecía haberse olvidado de mi presencia en el salón y seguía
en el mismo lugar, junto a la mesa, sumida en reflexiones,
cabizbaja y mirando inmóvil un punto en la alfombra.

—¡Ah, usted también! Hasta la vista —dijo en el tono cordial que


le era habitual—. Salude de mi parte a Stepan... Antón se va.
Disculpe que mamá no salga a despedirse de usted...

Salí y ya había bajado la escalera cuando un criado me alcanzó


en la entrada de la casa.

—Señor, la señora quisiera que volviese usted...

—¿La señora o Lizaveta?

—Lizaveta, señor.

No hallé a Liza en el salón donde habíamos estado antes, sino


en un recibimiento contiguo. La puerta del salón, donde ahora
Mavriki se había quedado solo, estaba cerrada.

Liza me dirigió una sonrisa, pero estaba pálida. Se hallaba de


pie en medio de la habitación, evidentemente indecisa y en
lucha consigo misma, pero de pronto me cogió de la mano y me
llevó en silencio a la ventana.

—Quiero verla en seguida —dijo en voz baja y fijando en mí una


mirada ardiente, enérgica e impaciente que no admitía la
menor contradicción—. Tengo que verla con mis propios ojos y
le pido a usted que me ayude.

Estaba verdaderamente arrebatada, desesperada.

204
—¿A quién quiere ver, Lizaveta? —pregunté alarmado.

—A esa Lebiadkina, a esa coja... ¿Es verdad que es coja? Me


quedé asombrado.

—Yo no la he visto nunca, pero he oído decir que es coja. Ayer,


sin ir más lejos, lo oí decir —dije en rápido asentimiento y
también en voz baja.

—Tengo que verla en seguida. ¿Podría usted arreglarlo para


hoy?

—Eso es imposible —traté de convencerla—. Además, no tengo


idea de cómo arreglarlo. Iré a ver a Shatov...

—Si no lo arregla usted para mañana, iré yo sola a verla, porque


Mavriki se niega a ir conmigo. Confío en usted porque no tengo
a nadie más. Ha sido una estupidez lo que le he dicho a
Shatov... Estoy segura de que es usted un hombre honrado y
quizá me tiene buena voluntad. Por favor, arréglelo.

Sentí un deseo apasionada de ayudarla en todo.

—Mire lo que voy a hacer —dije después de pensar un


momento—. Iré yo mismo hoy, de seguro, y de seguro que la
veré. Me las arreglaré para verla, palabra de honor. Pero
permítame que recurra para ello a Shatov.

—Dígale que deseo verla, que no puedo esperar más, que no


estaba engañándolo hace rato. Puede que se haya ido porque
es honrado y no le gustó

205
lo que parecía un engaño de mi parte. No lo engañaba. Quiero,
efectivamente, publicar el libro y abrir un taller de imprenta...

—Es honrado, sí —afirmé con energía.

—Ahora bien, si la cosa no se arregla para mañana iré yo


misma, pase lo que pase, y aunque se entere todo el mundo.

—Yo no podré venir mañana antes de las tres —dije tomando


apenas conciencia de la enormidad de aquello.

—Quedamos, pues, que a las tres. ¿Verdad que no andaba


equivocada cuando pensaba ayer en casa de Stepan que
usted... me tiene bastante buena voluntad? —me alargó
sonriendo la mano en gesto rápido de despedida y fue
corriendo a reunirse con Mavriki.

Salí de la casa inquieto por la promesa que había hecho y sin


clara noción de lo que había ocurrido. Había visto una mujer
presa de verdadera desesperación, sin temor a comprometerse,
confiando en un hombre que le era casi desconocido. Su sonrisa
femenina en instantes tan penosos para ella, y la referencia a
haberse percatado de mis sentimientos el día anterior, las había
sentido como punzadas en mi corazón; sencillamente me daba
lástima, mucha lástima, de ella. Sus secretos habían llegado a
ser sagrados para mí; y si alguien tratara de revelármelos, en
este momento creo que me taparía los oídos y me negaría a
escuchar. Tenía un presentimiento de algo... Y, sin embargo, no
sabía cómo arreglar la cosa, más aún, ni siquiera hoy sé

206
exactamente lo que había que arreglar: si una entrevista, ¿qué
clase de entrevista? ¿Y cómo hacer para que se vieran?

Toda mi esperanza se cifraba en Shatov, aunque de antemano


sabía que no ayudaría en nada. Pero de todos modos fui
sonriendo a verlo.

No lo hallé en casa hasta el anochecer, cerca de las ocho. Me


sorprendió ver que tenía visita: Aleksei Nilych y otro sujeto que
me era conocido a medias, un tal Shigaliov, cuñado de
Virginski. Este Shigaliov llevaba al parecer un par de meses en
nuestra ciudad. Ignoro de dónde había venido; lo único que
había oído decir de él era que había publicado un artículo en
una revista progresista de Petersburgo. Virginski nos presentó
casualmente, en la calle. En mi vida he visto en el semblante de
un hombre tanta lobreguez, abatimiento y tristeza. Por su
aspecto se diría que aguardaba el fin del mundo, pero no en un
futuro incierto, según profecías que pudieran no cumplirse, sino
en fecha fija, por ejemplo, pasado mañana a las diez y
veinticinco en punto de la mañana. En esa ocasión, sin
embargo, apenas habíamos cruzado una palabra, limitándonos
a darnos la mano como dos conspiradores. Lo que más me
extrañó en él fueron las orejas, de tamaño colosal, largas,
anchas, y gruesas, que sobresalían de la manera más peculiar.
Era hombre de ademanes torpes y lentos. Si alguna vez Liputin

207
juzgó posible fundar un falansterio en nuestra provincia,
Shigaliov sabía seguramente el día y la hora en que ello tendría
lugar. Produjo en mí una impresión siniestra. Me pareció raro
encontrarlo en casa de Shatov, dado que éste no era amigo de
recibir visitas.

Ya desde la escalera se notaba que hablaban alto, los tres a la


vez y, a lo que parecía, en tono de querella; pero enmudecieron
en cuanto entré. Habían estado discutiendo de pie, pero ahora
se sentaron de improviso, por lo que yo también hube de
sentarme. Durante tres minutos por lo menos no se rompió el
estúpido silencio. Si bien Shigaliov me reconoció, hizo como si
nunca me hubiera visto, y no por hostilidad, sino por sabe Dios
qué motivo. Aleksei y yo nos saludamos, pero en silencio y sin
darnos la mano. Shigaliov se puso, por fin, a mirarme, severo y
hosco, en la creencia ingenua de que me levantaría y tomaría la
puerta. Por fin Shatov abandonó su asiento y los demás se
apresuraron a hacer lo propio. Salieron sin despedirse, pero
Shigaliov, desde la puerta, dijo a Shatov, que los acompañaba:

—Recuerde que está obligado a presentar informe.

—¡Al diablo con sus informes! ¡No estoy obligado a nada! —


contestó Shatov como despedida, cerrando la puerta con
cerrojo.

—¡Sabandijas! —exclamó, lanzándome una mirada y sonriendo


un poco oblicuamente.

208
Parecía irritado y me chocó que fuera el primero en hablar.
Antes, por lo común, cuando había ido a visitarlo (por cierto
raras veces), se sentaba en un rincón con gesto sombrío,
respondía de mala gana y sólo al cabo de un largo rato
empezaba a animarse y hablar con gusto. Sin embargo, a la
hora de despedirse volvía indefectiblemente a arrugar el ceño y
lo dejaba a uno marcharse como si se quitase de encima un
enemigo personal.

—Ayer estuve tomando el té con ese Aleksei Nilych —observé—.


Parece que se ha vuelto loco con el ateísmo.

—El ateísmo ruso no ha pasado de ser un juego de palabras —


murmuró Shatov poniendo una nueva vela donde antes no
había sino un cabo.

—No. Ese hombre, si no me equivoco, no está haciendo juegos


de palabras.

Sencillamente no sabe hablar; mal podría hacer juegos de


palabras.

—Es gente de papel. Todo eso resulta de sus pensamientos


serviles — comentó Shatov con calma, sentándose en un rincón
y apoyando ambas manos en las rodillas—. En eso también
anda el odio —agregó tras un momento de silencio—. Esos
hombres serían los primeros en llevarse una enorme desilusión

209
si Rusia llegara de algún modo a transformarse, incluso a gusto
de ellos; si de pronto llegara a ser superlativamente rica y feliz.
¡Entonces no tendrían nada que odiar, a nadie que insultar ni
cosa alguna de que burlarse! En ellos no hay más que un odio
animal e infinito a Rusia, un odio que les ha corroído las
entrañas... ¡Y ahí no es cuestión de lágrimas que brillan a través
de las sonrisas, lágrimas que el mundo no ve! ¡Nunca se han
pronunciado en Rusia palabras tan mendaces como esas
lágrimas invisibles! —dijo con ferocidad.

—Pero, hombre, ¿qué está haciendo? —pregunté riendo.

—Usted es un «liberal moderado» —dijo Shatov sonriendo a su


vez con ironía; y agregó al momento—: ¿Sabe usted? Puede que
lo que he dicho de

«pensamientos serviles» sea una tontería y que usted me


replique: «Eres tú y no yo el que nació de un lacayo».

—¡Vamos, hombre, yo nunca quise decir...!

—No se disculpe, que no me asusto. Entonces nací de un lacayo,


y ahora me he vuelto lacayo, tan lacayo como usted. Nuestro
liberal ruso es ante todo un lacayo que parece estar buscando a
alguien para limpiarle los zapatos.

—¿Qué zapatos? ¿Qué alegoría es ésa?

—¡Pero si no es una alegoría! Veo que se ríe usted... Stepan tiene


razón cuando dice que estoy debajo de un peñasco, estrujado

210
pero no despachurrado y haciendo contorsiones. Es una buena
comparación.

—Stepan dice que usted desatina en cuanto se habla de los


alemanes —dije riendo—. Sin embargo, les hemos sacado algún
provecho.

—Les hemos sacado unas cuantas monedas de cobre y les


hemos dado a cambio cien rublos.

Guardamos silencio unos instantes.

—Eso lo cogió cuando estaba tumbado en América.

—¿Quién? ¿Qué cogió?

—Hablaba de Kirillov. Él y yo pasamos cuatro meses allí,


tumbados en el suelo de una cabaña.

—Pero ¿fueron ustedes a América? —pregunté sorprendido—.


Nunca ha hablado de ello.

—No hay mucho que contar. Hace dos años, tres de nosotros
fuimos a Estados Unidos en un barco de emigrantes. Nos
gastamos hasta el último céntimo en «probar por nuestra
cuenta la vida del trabajador americano y verificar por
experiencia propia el estado del hombre en su situación social
más agobiante». Ése fue el objeto de ir allá.

—¡Santo Dios! —repliqué riendo—. Para eso mejor hubiera sido ir


a cualquier lugar de nuestra provincia en época de recolección.
Quiero decir, para eso de «verificar por experiencia propia»; y
no largarse a América aprisa y corriendo.

211
—Nos ajustamos para trabajar con un patrón de esos
explotadores que hay por allí. Éramos seis los rusos que
estábamos con él: estudiantes, propietarios que habían
abandonado su finca, oficiales del ejército... y todos con ese
mismo propósito loable. Pues bien, trabajamos, vivimos calados
hasta los huesos, hasta que Kirillov y yo nos fuimos por fin.
Estábamos enfermos, no podíamos aguantar aquéllo más. A la
hora de pagarnos, el patrón que nos explotaba nos engañó, y
en vez de los treinta dólares estipulados, me dio a mí ocho, y a
Kirillov quince. Además, nos zurraron más de una vez. Total, que
sin poder encontrar trabajo, Kirillov y yo pasamos cuatro meses
en un poblacho, durmiendo juntos en el suelo. Él pensaba en
una cosa y yo en otra.

—¿Cómo? ¿El patrón les pegaba? ¿Y eso en América? Me


imagino cómo debieron de insultarlo ustedes...

—No, señor; nada de eso. Al contrario. Kirillov y yo llegamos a la


conclusión de que «nosotros los rusos éramos como niños en
comparación con los americanos, y de que era preciso haber
nacido en América o, por lo menos, haber vivido allí muchos
años para estar al mismo nivel que ellos». Más aún, cuando por
algo que podía valer unos centavos nos pedían un dólar, lo
pagábamos no sólo con gusto sino con entusiasmo.
Alabábamos todo: el espiritismo, la ley de Lynch, los revólveres,
los vagabundos. Una vez, cuando estábamos de viaje, un sujeto
metió la mano en uno de mis bolsillos, me sacó el peine y

212
empezó a peinarse con él. Kirillov y yo sólo cambiamos una
mirada y decidimos que eso estaba bien y que nos gustaba
mucho...

—Es curioso cómo esas cosas no sólo las pensamos, sino que
también las hacemos —dije yo.

—Es gente de papel —repitió Shatov.

—Sin embargo, cruzar el mar en un barco de emigrantes para ir


a un país desconocido, aunque sea para «verificar por
experiencia propia», etc., revela sin duda un aguante nada
común... Pero ¿cómo lograron ustedes salir de allí?

—Escribí a un individuo en Europa que me mandó cien rublos.

Según su costumbre cuando hablaba, Shatov mantenía la vista


fija en el suelo, hasta cuando se enardecía. Pero ahora alzó de
pronto la cabeza.

—¿Quiere saber el nombre de ese individuo?

—¿Quién es?

—Nikolai Stavrogin.

Se levantó de improviso, fue a su escritorio de madera de tilo y


se puso a buscar algo en él. Hasta nosotros había llegado el
rumor, vago pero fidedigno, de que su mujer había sido durante
algún tiempo amante de Nikolai Stavrogin en París
precisamente dos años antes, y por lo tanto cuando Shatov se
encontraba en América. Era verdad que eso había ocurrido
mucho después de haber abandonado al marido en Ginebra. «Si

213
es así, ¿por qué sacar a relucir ahora el nombre de Stavrogin y
con tanto retintín?», me pregunté.

—Todavía no le he devuelto el dinero —dijo de pronto,


encarándose de nuevo conmigo; y, mirándome con fijeza, volvió
a sentarse en el sitio de antes, en el rincón. En tono diferente me
preguntó bruscamente:

—Usted, sin duda, ha venido para algo. ¿Qué necesita?

Al momento le conté todo, en riguroso orden cronológico, y


añadí que aunque había tenido ya tiempo de enfriarme la
cabeza después de mi primer entusiasmo, estaba más perplejo
que nunca. Me daba cuenta de que algo muy importante le iba
en ello a Lizaveta Nikolayevna y quería ayudarla en la medida
de mis fuerzas. El escollo estaba, sin embargo, en que no sabía
cómo cumplir la promesa que le había hecho; más aún, no sabía
ya qué era exactamente lo que había prometido. Por
añadidura, le repetí con firmeza que ella no quería ni pensaba
engañarlo, que había habido un equívoco y que había quedado
mortificada por la manera insólita en que él se había marchado
esa mañana.

Me escuchó muy atentamente.

—Bien. Puede ser que, como a menudo me pasa, haya metido la


pata esta mañana... Pero si ella no comprendió por qué me
marché de esa manera... tanto mejor para ella.

Se levantó, fue a la puerta, la abrió y se puso a escuchar en la


escalera.

214
—¿Usted mismo quiere ver a esa persona?

—Sí quiero, pero ¿cómo lograrlo? —dije saltando de mi silla con


alegría.

—Basta con que vayamos cuando está sola. Cuando él vuelva le


dará una paliza si se entera de que hemos ido a verla. Yo a
menudo entro a hurtadillas. El otro día reñí con él cuando se
puso a pegarle de nuevo.

—¡No me diga!

—Sí, señor. Lo aparté de ella tirándole del pelo. Él quiso


aporrearme, pero me tuvo miedo y con eso terminó la cosa.
Temo que si vuelve borracho se acordará y le dará un soberbio
vapuleo.

Fuimos sin más al piso de abajo.

La puerta de los Lebiadkin estaba cerrada, pero no con llave, y


entramos sin dificultad. La vivienda se componía en total de
dos habitaciones pequeñas y lóbregas de las que literalmente
colgaban tiras de papel mugriento. En ella había estado
instalada algún tiempo una taberna, hasta que su dueño,
Filippov, la trasladó a una casa nueva. Las demás habitaciones
de la antigua taberna estaban ahora cerradas con llave, y estas
dos habían sido alquiladas a Lebiadkin. El mobiliario contaba

215
sencillamente de bancos y mesas hechas de tablas, salvo un
viejo sillón al que le faltaba un brazo. En un ángulo de la
segunda habitación había una cama con una colcha de algodón
que era la de mademoiselle Lebiadkina, ya que el capitán se
tumbaba en el suelo, a menudo sin quitarse la ropa que llevaba
puesta. Donde quiera que se mirara no había más que migajas,
cochambre y humedad. En medio del suelo de la primera
habitación se veía un pingajo grande empapado de agua y,
junto a él, en el charco mismo en que yacía, una bota vieja
usada. Era evidente que allí nadie se ocupaba de la casa: no se
cargaba la estufa, no se preparaba la comida y, como después
me dijo Shatov, ni siquiera había un samovar. El capitán había
llegado como un mendigo, en compañía de su hermana, y
según Liputin, había ido, en efecto, de casa en casa pidiendo
limosna; pero habiendo recibido dinero inopinadamente se dio
en seguida a beber, con lo cual había perdido la cabeza, y la
facultad de atender el cuidado de la casa.

Mademoiselle Lebiadkina, a quien tanto deseaba ver, estaba


sentada tranquila y en silencio en un rincón de la segunda
habitación, en un banco junto a la mesa de pino de la cocina.
No expresó sorpresa alguna cuando abrimos la puerta ni se
movió de su sitio. Shatov me dijo que la puerta de la casa
nunca se cerraba con llave y que alguna vez había estado toda
la noche de par en par. A la leve luz de una flaca bujía sostenida
por un candelabro de hierro pude distinguir a una mujer de
unos treinta años, de una delgadez enfermiza, ataviada con un

216
viejo y oscuro vestido de algodón, con el largo cuello al
descubierto y los cabellos ralos y oscuros recogidos en la nuca
en un moño que no era mayor que el puño de una criatura de
dos años. Nos miraba con ojos bastante alegres. Además del
candelabro tenía frente a sí, en la mesa, un espejillo, una baraja
vieja, un manoseado libro de canciones y un panecillo alemán al
que ya había dado un par de bocados. Era de notar que
mademoiselle Lebiadkina usaba polvos y colorete y se pintaba
los labios. También se ennegrecía las cejas ya de por sí largas,
finas y oscuras. A pesar del maquillaje, tres largas arrugas se
dibujaban con bastante claridad en su frente alta y estrecha. Yo
ya sabía que era coja pero en esta ocasión no se puso de pie ni
dio un paso. En su temprana juventud ese rostro enlaciado
pudo ser bonito, e incluso ahora eran espléndidos los ojos
grises, serenos y tiernos. En la mirada, sosegada y casi gozosa,
brillaba algo ensoñador y sincero. Ese gozo sereno y tranquilo,
que también se translucía en su sonrisa, me sorprendió después
de lo que había oído decir acerca del látigo cosaco y las vilezas
del hermano. Es curioso que en lugar de la penosa aversión y
aun el temor que se siente de ordinario ante esas criaturas
abandonadas de Dios, me resultase casi agradable desde el
primer momento poner los ojos en ella. Lo que después sentí no
fue aversión, sino lástima.

—Mírela ahí sentada. Pasa días enteros absolutamente sola, así


como suena. No se mueve, echa las cartas o se mira en el
espejo —dijo Shatov mostrándomela desde el umbral—. El

217
hermano ni siquiera le da de comer. Menos mal que la vieja de
aquí al lado le trae algo de vez en cuando. ¡Cómo es posible que
la dejen sola con una bujía!

Me extrañó oír a Shatov hablar en voz alta, como si no hubiera


nadie en la habitación.

—¡Hola, Shatushka! —dijo mademoiselle Lebiadkina en tono


acogedor.

—Te traigo a un visitante, María Timofeyevna —dijo Shatov.

—Bueno, bienvenido. No sé quién es. No recuerdo haberlo visto


—me miró con fijeza desde detrás del candelera y
seguidamente se volvió de nuevo a Shatov (ya no se ocupó más
de mí durante el resto de la conversación; era como si no
estuviese junto a ella).

—Bien se ve que te aburrías paseando por tu camaranchón, ¿no


es eso? — preguntó riendo, con lo que descubrió dos hileras de
dientes magníficos.

—Me aburría y quería hacerte una visita.

Shatov acercó un banquillo a la mesa, se sentó e hizo que me


sentara a su

lado.

—Me alegro siempre de charlar, Shatushka, pero además me


das mucha

218
risa. Eres como un ermitaño. ¿Cuándo te peinaste la última vez?
Déjame que te peine —dijo sacando un peinecillo del bolsillo—.
Quizá no has vuelto a peinarte desde la última vez que yo te
peiné.

—Es que no tengo peine —dijo Shatov riendo.

—¿De veras? Pues yo te daré uno mío; no éste, sino otro. Pero
recuérdamelo.

Con semblante muy serio se puso a peinarlo, le hizo incluso la


raya a un costado, se echó un poco hacia atrás para ver si
quedaba bien y volvió a meterse el peine en el bolsillo.

—¿Sabes, Shatushka? —dijo sacudiendo la cabeza—. Puede que


seas una persona sensata y, sin embargo, te aburres. Me choca
ver a gente como vosotros. No comprendo cómo puede haber
gente que se aburre. La pena no es aburrimiento. Yo soy feliz.

—¿Eres también feliz con tu hermano?

—¿Lo dices por Lebiadkin? Ese es mi lacayo. Me da igual que


esté aquí o no. Yo le digo: «¡Lebiadkin, trae agua; Lebiadkin,
dame las botas!», y él lo hace corriendo. De vez en cuando no
puede una contener la risa mirándolo.

—Y eso es precisamente lo que pasa —volvió a decirme Shatov


en voz alta y sin disimulo—. Lo trata igual que a un lacayo. Yo
mismo la he oído gritar

«¡Lebiadkin, dame agua!» riéndose a carcajadas. Pero con una


diferencia, y es que él no lo hace corriendo, sino que le propina

219
una paliza. Ahora bien, ella no le tiene temor alguno. Le dan casi
a diario unos ataques de nervios que le hacen perder la
memoria, y después de ellos olvida todo lo que acaba de
pasarle. Nunca sabe a ciencia cierta la hora que es. Usted
pensará que se acuerda de cuando entramos; quizá, pero lo
probable es que lo haya cambiado ya todo según su entender y
que ahora nos tome por otros de los que somos, aunque bien
puede acordarse de que yo soy Shatov. No importa que hable
alto, porque se desentiende de quienes no hablan con ella y se
entrega a sus ensueños. Y hay que ver cómo se entrega a ellos.
Es una soñadora impenitente...; se pasa ocho horas o un día
entero sentada en un mismo sitio. Mire ese panecillo:
seguramente no le ha dado más de un mordisco desde esta
mañana y no lo terminará hasta mañana. Ahora empieza a
echar las cartas...

—Las echo, sí, una y otra vez, Shatushka, pero no sé por qué no
me salen bien —confirmó María Timofeyevna, que había oído la
última frase. Sin mirar, alargó la mano al panecillo (acaso
también porque había oído la referencia a él). Lo cogió, por fin,
pero después de tenerlo un rato en la mano izquierda, y

absorta en lo que nos estaba diciendo, lo puso otra vez en la


mesa sin darse cuenta y sin darle un solo bocado.

—Siempre me sale lo mismo: un viaje, un hombre malo, la


traición de no sé quién, la cama de un difunto, una carta de no

220
sé dónde, malas noticias..., tonterías todo eso, Shatushka. Y tú,
¿qué piensas? Si las personas mienten, ¿por qué no van a
mentir las cartas? —dijo barajándolas—. Eso fue lo que le dije
una vez a la madre Praskovya, una mujer muy buena que venía
a mi celda a que le dijera la buenaventura a hurtadillas de la
madre superiora. Y no era ella la única que venía. «¡Hay que
ver!», exclamaban sacudiendo la cabeza y hablaban por los
codos. Y yo ríete que te ríe. «Pero ¿cómo es que espera usted
una carta, madre Praskovya (le pregunté un día), si en doce
años no ha recibido ninguna?». A una hija suya la llevó el
marido a no sé dónde en Turquía y no había tenido noticias de
ella en doce años. Pues bien, al día siguiente, a última hora,
estaba yo tomando el té con la madre superiora (que era
princesa de nacimiento) y otra señora que estaba de paso (¡qué
mujer tan fantasiosa!) y además, sí, un monjecillo del monte
Atos que estaba de visita, hombre muy ocurrente, a mi parecer.
Bueno, pues ¿querrás creer, Shatushka, que ese monjecillo
había traído esa misma mañana a la madre Praskovya una
carta de Turquía? (¡Ahí sale la sota de oros!). Ya ves, noticias
inesperadas. Estábamos, pues, tomando el té cuando el
monjecillo del monte Atos dice a la madre superiora: «Ante
todo, reverenda madre, el señor ha bendecido vuestro convento
haciendo que en él se encuentre tan precioso tesoro». «¿De qué
tesoro se trata?», pregunta la madre superiora. «De la beata
madre Lizaveta». Esta bendita madre Lizaveta vivía en un jaula
empotrada en el muro de nuestro convento, una jaula de siete
pies de largo por cinco de alto y allí llevaba diecisiete años, tras

221
una reja de hierro, sin más que un camisón de cáñamo en
invierno y en verano, punzándose el camisón con una paja, o un
palillo, con cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin hablar
palabra, ni peinarse, ni lavarse, en diecisiete años. En el invierno
le metían por entre las barras una pelliza y, a diario, un
mendrugo de pan y un jarro de agua. Los peregrinos la
miraban, prorrumpían en gritos de admiración, suspiraban y
aflojaban el dinero. «¡Conque ése es el tesoro! (respondió la
madre superiora, que se había enfadado porque no podía
aguantar a Lizaveta), Lizaveta está metida allí sólo por malicia,
por pura terquedad, y todo eso no es más que pura hipocresía».
No me gustó lo que dijo, porque yo entonces también tenía
ganas de encerrarme:

«Pues, a mi modo de ver (dije), Dios y la naturaleza son una y la


misma cosa». Todos ellos dijeron a la vez: «¡Pues sí que está
bueno!». La madre superiora se echó a reír, dijo algo al oído de
la señora, me llamó a su lado, me acarició, y la señora me
regaló una cinta de rosa. ¿Quieres que te la enseñe? Bueno,
pues el monjecillo empezó a echarme un sermón. Hablaba muy
bien y con mucha humildad, y sabía además lo que decía. Yo
estaba sentada escuchándolo. «¿Ha comprendido usted?»,
preguntó. «No (le contesté), no he comprendido ni jota, y
déjeme usted en paz». Desde entonces, Shatushka, me dejaron
en paz. Y mientras tanto, una de las hermanas legas, una que
vivía en nuestro convento haciendo penitencia por dárselas de

222
profetisa, me preguntó en voz baja, cuando salíamos una vez
de la iglesia: «¿Qué es la Madre de Dios?». Y yo le contesté:

«Es la Madre Grande, la esperanza del género humano». «Sí, así


es (dijo). La Madre de Dios es la Gran Madre Tierra y en ello hay
un gran regocijo para la humanidad; y toda pena terrena y toda
lágrima terrena son un regocijo para nosotros; y cuando
empapes con tus lágrimas la tierra que pisas hasta la hondura
de un pie, te regocijarás de todo y tus penas se irán para no
volver. Ésa

(dijo) es la profecía». Esas palabras me llegaron muy hondo.


Desde entonces, cada vez que rezo y me inclino hasta el suelo
beso la tierra. La beso y lloro y oye lo que te digo, Shatushka:
no hay nada malo en esas lágrimas. Y no importa que no
tengas ninguna pena; tus lágrimas correrán de puro gozo.
Corren por sí mismas, así como lo digo. Iba yo a veces a la orilla
del lago: a un lado estaba nuestro convento, al otro una
montaña con su pico. Así la llamaban: la montaña del pico.
Subía a la montaña, volvía la cara al oriente, caía en tierra y
lloraba, lloraba, y no recordaba cuánto tiempo pasaba llorando,
y no recordaba nada entonces y no sabía nada. Luego me
levantaba para volver al convento y el sol se estaba poniendo
tan grande, tan brillante, tan glorioso... ¿Te gusta mirar el sol,
Shatushka? Es algo hermoso, pero triste. Volvía otra vez la cara
al oriente y veía cómo la sombra de nuestra montaña corría
como una flecha por el lago, larga y delgada, de una versta de

223
largo, hasta la isla que había en el lago y parecía que cortaba
esa isla rocosa por la mitad, y cuando la cortaba por la mitad,
el sol se ponía del todo y de pronto todo se apagaba. Entonces
empezaba a ponerme triste y volvía a recordar las cosas. Me da
miedo la oscuridad, Shatushka. Pero por lo que más lloraba era
por mi niño...

—Pero ¿tuviste un niño? —preguntó Shatov tocándome con el


codo. Su atención durante el relato había sido extraordinaria.

—Pues claro: pequeñito, sonrosadito, con unas uñitas tan


menuditas. Pero de lo que más pena me daba era de no
recordar si era niño o niña. Unas veces pensaba que era niño y
otras que niña. Y cuando lo parí, lo envolví en seguida en
batista y encaje, lo fajé con cintas de color rosa, lo cubrí de
flores, lo dejé preparado, le recé una oración y, todavía sin
bautizar, me lo llevé por el bosque. Le temo al bosque; me daba
mucho miedo y lo que más me hacía llorar era que, aunque
había tenido un niño, no sabía si estaba casada o no.

—Y quizá lo estuvieras, ¿no? —preguntó Shatov con cautela.

—¡Qué divertido eres, Shatushka! ¡Qué cosas dices! Quizá lo


estuviera, pero ¿qué más da si era como si no lo estuviera? ¡Ahí
tienes un acertijo fácil!

¡Adivínalo! —dijo ella riendo.

—¿A dónde llevaste a tu niño?

224
—Al estanque —contestó ella con un suspiro. Shatov me volvió a
tocar con el codo.

—¿Y qué si nunca hubieras tenido un niño y todo eso no fuera


más que un delirio?

—Me haces una pregunta difícil, Shatushka —respondió


pensativa y sin maravillarse en absoluto de la pregunta—. En
cuanto a eso, no puedo decirte nada. Quizá no lo tuviera. A mí
me parece que eso es sólo curiosidad tuya. De todos modos, no
paro de llorar por él. ¿Quieres decir que quizá sólo fuera un
sueño? —y en sus ojos brillaron gruesas lágrimas—. Shatushka,
Shatushka, ¿es verdad que te dejó tu mujer? —preguntó
poniéndole ambas manos en los hombros y mirándole con
lástima—. No te enfades, que a mí me pasó lo mismo.

¿Sabes, Shatushka? He tenido un sueño: que él vuelve otra vez,


me hace una seña y dice: «¡Gatita, gatita mía, vente conmigo!».
Lo que más me gusta es que me llame «gatita». Creo que me
quiere.

—Puede que vuelva de veras —murmuró Shatov a media voz.

—No, Shatushka, no es más que un sueño... No volverá nunca.


¿Conoces esta canción?

Quédate en tu casa alta,

que yo en mi celda me quedo;

225
viviré para salvarme y a Dios rogaré por ti.

—¡Ay, Shatushka, Shatushka querido! ¿Por qué nunca me


preguntas nada?

—Porque no me dirás nada; por eso no te pregunto.

—¡Y no diré nada, no lo diré! ¡Aunque me abras en canal no diré


nada! —se apresuró a afirmar—. ¡Aunque me prendas fuego no
diré nada! Y por mucho que haya sufrido no diré nada. ¡La
gente no se enterará!

—Bueno, ya ves que a cada uno le toca lo suyo —comentó


Shatov en voz todavía más baja y agachando aún más la
cabeza.

—Pero si me lo preguntaras quizá te lo diría; quizá —repitió


exaltada—.

¿Por qué no me lo preguntas? Pregunta, pregunta como Dios


manda y quizá te lo diga. Ruégame, Shatushka, para que pueda
consentir... ¡Ay, Shatushka, Shatushka!

Shatov, sin embargo, guardó silencio, y el silencio fue general


durante un minuto. Por el rostro empolvado de ella corrían
mansamente las lágrimas. Seguía sentada, con las manos
apoyadas en los hombros de él, pero ya sin mirarlo.

—Bueno, ¿y a mí qué me importa? No tengo por qué meterme


en tus cosas

226
—dijo Shatov levantándose de pronto—. Vamos, levántense —
dijo tirando del banco en que estábamos sentados, y alzándolo
lo colocó en donde había estado antes.

—Cuando llegue no debe sospechar nada. Y ya es hora de que


nos vayamos nosotros.

—¡Ah, conque sigues hablando de ese lacayo mío! —exclamó


entre risas María Timofeyevna—. Le tienes miedo. Bueno, adiós,
queridos visitantes. Escucha un momento lo que voy a decirte.
Esta mañana vinieron aquí ese Kirillov y el dueño de la casa,
Filippov, el de la barba roja grande, y llegaron justamente
cuando mi hermano iba a pegarme. Entonces el casero lo
agarró y lo arrastró por el cuarto, y mi hermano gritaba: «¡Yo no
tengo la culpa! ¡Estoy sufriendo por causa de una infamia
ajena!». ¿Querrás creer que nos partíamos todos de risa?

—Mira, María Timofeyevna, fui yo, y no el de la barba roja, el


que te lo quitó de encima arrastrándolo del pelo. El casero vino
anteayer a echaros una bronca. Estás confundida.

—Espera. Quizá, sí, esté confundida y puede que fueras tú. Pero
no hay que reñir por tonterías. A él le es igual que lo arrastre
éste o el otro —dijo riendo.

—Vamos, —Shatov me dio un empujón—. He oído chirriar la


puerta de fuera. Si nos encuentra aquí le da una paliza.

Apenas tuvimos tiempo de subir la escalera cuando sonó en la


puerta el grito de un borracho seguido de una sarta de

227
juramentos. Después de hacerme entrar en su casa, Shatov
cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Tendrá usted que aguardar un rato si no quiere quebraderos


de cabeza. Oiga cómo grita; parece un cochino. De seguro que
ha tropezado otra vez en el umbral. Cada vez que lo cruza se da
una costalada.

Sin embargo, no hubo modo de evitar los quebraderos de


cabeza.

Shatov, de pie junto a la puerta cerrada, escuchaba lo que


pasaba en la escalera. De pronto dio un salto atrás.

—¡Ya sabía yo que vendría aquí! —murmuró con rabia—. Ahora


temo que lo tengamos encima hasta medianoche.

Descargaron sobre la puerta unos puñetazos fortísimos.

—¡Shatov, Shatov, abre! —aulló el capitán—. ¡Shatov, amigo mío!

He venido a saludarte

porque el sol ya está en lo alto y con su luz cegadora

los bosques hace vibrar;

y a decir que estoy despierto

—y que te lleve el demonio—, Despierto bajo las ramas...

228
—¡Bien puede ser un abedul, ja ja!

Toda avecilla muere de sed

y ahora, amigo, a beber tocan..., beber..., pero ¡no sé qué!

...¡Bueno, al diablo con la estúpida curiosidad! Shatov, ¿te das


cuenta de lo hermoso que es vivir en este mundo?

—No conteste —susurró de nuevo Shatov.

—¡Vamos, abre! ¿Te das cuenta de que hay algo más noble que
la riña... entre los hombres? Hay momentos en la vida de una
persona hon-ra-da...

¡Shatov, que soy una buena persona! Te perdono... ¡Shatov, al


diablo con la propaganda política! ¿Eh, qué dices?

Silencio.

—¿Te das cuenta, so asno, de que estoy enamorado y de que he


comprado un frac? Míralo, el frac del amor, que me ha costado
quince rublos. El amor de un capitán exige buenos modales...
¡Abre! —rugió de pronto como una fiera, volviendo a golpear la
puerta con furia.

—¡Vete al infierno! —gritó Shatov a su vez.

—¡Es-cla-vo! ¡Esclavo miserable! ¡Y tu hermana también es una


esclava, una sierva... y una ladrona!

229
—¡Y tú vendiste a tu hermana!

—¡Mentira! Vengo aguantando esa acusación falsa cuando con


una sola palabra podría... ¿Te das cuenta de quién es ella?

—¿Quién? —Shatov se acercó con curiosidad a la puerta.

—¿Te das cuenta?

—Me la daré si me dices quién es.

—Pues me atrevo a decirlo. Nunca me muerdo la lengua en


público.

—Lo dudo —dijo Shatov provocativamente, haciéndome una


señal con la cabeza para que escuchara.

—¿Que no me atrevo?

—Digo que no.

—¿Que no me atrevo?

—Anda, habla, si no le tienes miedo a la vara de abedul de tu


amo. ¡Eres un cobarde, por muy capitán que seas!

—Yo..., yo..., ella..., ella es... —tartamudeó el capitán con voz


agitada y temblorosa.

—¡A ver! —Shatov aplicó el oído a la puerta. Durante medio


minuto por lo menos reinó silencio.

230
—¡Ca-na-lla! —retumbó al fin la voz detrás de la puerta. El
capitán se batió en retirada escaleras abajo, resoplando como
un samovar y tropezando estrepitosamente en cada escalón.

—No. Es hombre astuto y no hablará aunque esté borracho —


Shatov se apartó de la puerta.

—¿De qué se trata? —pregunté.

Shatov se encogió de hombros, abrió la puerta y se puso de


nuevo a escuchar si había ruido en la escalera. Estuvo
escuchando un rato y hasta bajó con cautela unos cuantos
escalones.

—No se oye nada —dijo al volver—. No hay paliza. Lo que


significa que se quedó dormido en cuanto llegó. Ya es hora de
que se vaya usted.

—Oiga, Shatov, ¿qué conclusión debo sacar de todo esto?

—Saque la que guste —respondió con voz de cansancio y hastío


al tiempo que se sentaba a su escritorio.

Me marché. En mi mente iba arraigando cada vez más una idea


inverosímil. De pensar en el día siguiente se me oprimía el
corazón...

Ese «día siguiente», es decir, ese domingo en que había de


decidirse irrevocablemente la suerte de Stepan, fue uno de los

231
más notables de mi crónica: día de sorpresas, día en que
concluyó lo antiguo y empezó lo nuevo, día de tajantes
explicaciones y de aun mayores confusiones. Por la mañana,
como ya sabe el lector, debía acompañar a mi amigo a casa de
Varvara por indicación expresa de ésta, y a las tres de la tarde
tenía que presentarme en casa de Lizaveta Nikolayevna para
decirle..., no sabía qué y ayudarla..., tampoco sabía cómo. Sin
embargo, las cosas terminaron de manera imprevista. En una
palabra, fue un día de acontecimientos extrañamente
coincidentes.

Comenzó del modo siguiente: cuando Stepan y yo llegamos a la


residencia de Varvara a las doce en punto, hora fijada por ella,
no la encontramos en casa; aún no había vuelto de misa. Mi
pobre amigo se hallaba en tal disposición — mejor dicho,
indisposición— de ánimo que esa circunstancia lo dejó
anonadado; y casi falto de fuerzas se dejó caer en un sillón de
la sala. Le ofrecí un vaso de agua, pero lo rechazó con dignidad
a pesar de la palidez de su rostro y el temblor de sus manos. A
propósito, en esta ocasión su atavío descollaba por un insólito
atildamiento: camisa bordada de batista, que no estaría mal en
un baile, corbata blanca, sombrero nuevo que no soltaba de las
manos, guantes nuevos de color pajizo y hasta un poquitín de
perfume. Ni bien nos hubimos sentado entró Shatov precedido
por el mayordomo; era evidente que también acudía por
invitación oficial. Stepan estuvo a punto de levantarse para
estrecharle la mano, pero Shatov, después de echarnos una

232
mirada escrutadora, fue a un rincón, se sentó y ni siquiera nos
saludó. Stepan, inquieto una vez más, fijó sus ojos en los míos.

En profundo silencio transcurrieron unos minutos. Stepan


empezó a decirme algo en voz baja y rápida, pero no
comprendí sus palabras, amén de que, agitado como estaba, él
mismo se interrumpió bruscamente. De nuevo entró el
mayordomo con el ostensible propósito de arreglar algo en la
mesa, pero seguramente para echarnos una ojeada. Shatov le
preguntó en voz alta:

—Aleksei Yegorovich, ¿sabe usted si Daria Pavlovna fue con la


señora?

—Varvara Pavlovna ha ido sola a la catedral, señor. Daria


Pavlovna se ha quedado arriba en su habitación porque no se
siente bien —informó el mayordomo en tono solemne y
edificante.

Mi pobre amigo volvió a dispararme una mirada tan rápida e


inquieta que acabé por volverle un poco la espalda. De
improviso se oyó el chirrido de un carruaje a la puerta de
entrada, y un ir y venir lejano en la casa nos hizo saber que su
dueña estaba de vuelta. Todos nos incorporamos en nuestros
asientos, pero he aquí otra sorpresa: el ruido de muchos pasos
delataba que la señora no volvía sola, lo que de por sí era harto
extraño, puesto que ella misma nos había señalado esa hora.
Por último, se oyó a alguien entrar apresuradamente, como a la
carrera, lo que no cabía esperar de Varvara; y esta misma entró

233
casi volando en la sala, jadeante y dando muestra de
extraordinaria agitación. Un poco detrás de ella y con mucha
más calma entró Lizaveta del brazo de ¡María Timofeyevna
Lebiadkina! Si lo hubiera soñado, no lo habría creído.

Para explicar este suceso inesperado hay que retroceder una


hora y relatar puntualmente la extraña aventura que tuvo
Varvara en la catedral.

En primer lugar, a la misa de la mañana había asistido casi


toda la ciudad, con lo que se quiere dar a entender la capa
superior de nuestra sociedad. Se sabía que estaría presente la
gobernadora, por primera vez desde su llegada. Mencionaré de
paso que, según los rumores que ya circulaban, era

librepensadora y profesaba «las nuevas ideas». Todas las


señoras harían alarde a su vez de lujo y atildamiento. Sólo
Varvara, como de costumbre, iba modestamente vestida de
negro riguroso: así lo venía haciendo invariablemente en lo
últimos cuatro años. Al llegar a la catedral se instaló en su sitio
habitual, la primera fila de la izquierda, y un lacayo vestido de
librea colocó ante ella un cojín de terciopelo a guisa de
reclinatorio. En suma, todo seguía la pauta acostumbrada. Se
observó, sin embargo, que en esta ocasión rezó con singular
fervor durante los oficios, y más tarde, cuando se recordaba el
caso, se afirmaba que incluso tenía lágrimas en los ojos.
Terminó, por fin, la misa y nuestro arcipreste, el padre Pavel,

234
salió a pronunciar un solemne sermón. A nosotros nos gustaban
sus sermones y los apreciábamos en sumo grado; tratábamos
de convencerlo de que los publicase, pero él no se resolvía a
hacerlo. Esta vez el sermón se alargó más de la cuenta.

Durante el sermón llegó a la catedral una señora en un coche


de alquiler de vieja estampa, uno de esos coches en que las
señoras pueden ir sentadas sólo de lado, agarradas a la faja del
cochero y balanceándose con cada vaivén del vehículo como
brizna de hierba azotada por el viento. Tales coches siguen
circulando todavía en nuestra ciudad. Deteniéndose en la
esquina de la catedral

—porque a la entrada de ella había una multitud de carruajes e


incluso gendarmes a caballo—, la señora se apeó ágilmente del
coche y dio al cochero cuatro kopeks de plata.

—¿Qué? ¿No es bastante, cochero? —preguntó al ver el gesto


torcido de éste—. Es todo lo que tengo —agregó con voz
quejumbrosa.

—Bueno, no importa. No le dije de antemano lo que costaría —el


cochero se encogió de hombros y la miró como diciéndose:
«Además no tendría perdón de Dios aprovecharse de alguien
como tú».

Y metiéndose el bolso de cuero en el chaquetón se alejó


seguido de las pullas de los demás cocheros que por allí
andaban. Las pullas y aun las exclamaciones de pasmo
acompañaron a la señora mientras se abría camino hasta el

235
pórtico de la catedral por entre los carruajes y los lacayos que
aguardaban la próxima salida de sus amos. A todos les parecía
singular y sorprendente la repentina aparición de aquella
persona de Dios sabe dónde, en la calle, entre la gente. Daba
lástima de ver lo demacrada que estaba; cojeaba, tenía la cara
cubierta de polvos y colorete, el largo cuello enteramente
desnudo, pues no llevaba pañoleta ni capota, sino sólo un viejo
pañuelo de color oscuro, no obstante ser un día de septiembre
frío y ventoso, aunque despejado. Tenía la cabeza descubierta
por completo, el pelo sujeto por un moño minúsculo en la nuca,
en el lado derecho del cual había prendido una rosa artificial de
las que se usan para adornar los querubes de hojas de palma
en Semana Santa. Cuando estuve en casa de María
Timofeyevna había visto en un rincón precisamente uno de esos
querubes, en una guirnalda de rosas de papel que estaba bajo
los iconos. Para completar el cuadro, la dama, si bien avanzaba
modestamente con la vista baja, tenía aire satisfecho y sonreía
afablemente. Si se hubiera retrasado un instante más quizá no
le habrían permitido entrar en la catedral... Pero tuvo tiempo de
escurrirse y, una vez dentro del templo, se abrió paso
imperceptiblemente hasta el altar mayor.

Aunque el sermón no iba más que mediado y la apretada


muchedumbre que llenaba la catedral lo escuchaba absorta,
algunos ojos se fijaron con curiosidad y sorpresa en la recién
llegada. Ésta cayó de rodillas ante las gradas del altar mayor y
tocó el pavimento con su cara empolvada. Permaneció en esa

236
postura largo rato, por lo visto llorando; pero levantó de nuevo
la cabeza, se

puso de pie y pronto recobró su animación y buen humor.


Alegremente, con gran satisfacción al parecer, paseó la vista
por los rostros de los feligreses y los muros de la catedral.
Miraba con especial curiosidad a algunas señoras, incluso
poniéndose de puntillas para verlas mejor, y hasta riéndose un
par de veces con risa extrañamente retozona.

Terminó el sermón y sacaron la cruz. La gobernadora fue la


primera en ir a besarla, pero después de algunos pasos se
detuvo con el claro propósito de dejar el camino libre a Varvara,
que, por su parte, iba derecho al mismo fin, como si no tuviera
nadie delante. La cortesía nada común de la gobernadora
suponía, sin duda, un desaire palmario pero sutil. Así lo
entendieron todos. Así, seguramente, lo entendió también
Varvara. Pero sin cuidarse todavía de nadie y con un inmutable
aire de dignidad besó la cruz y se encaminó directamente a la
salida. El lacayo de la librea le fue abriendo camino, aunque
todos se lo cedían naturalmente. Pero al llegar al pórtico, la
muchedumbre allí congregada le impidió momentáneamente
avanzar. Varvara se detuvo y, de improviso, una criatura
extraña, estrafalaria, una mujer con una rosa de papel en la
cabeza, se abrió paso entre la gente y cayó de rodillas a sus
pies. Varvara, que no se aturdía fácilmente y menos aún en
público, la miró grave y severa.

237
Me apresuro a hacer constar, con la mayor brevedad posible,
que aunque Varvara, según las malas lenguas, se había vuelto
ahorrativa en demasía y aun algo tacaña en los últimos años, a
veces no escatimaba el dinero, especialmente para obras de
caridad. Pertenecía a una sociedad de beneficencia de la
capital. En un año reciente de carestía había enviado quinientos
rublos a la junta central encargada de recoger fondos para las
víctimas del hambre, gesto del que se habló en nuestra ciudad.
Por último, poco antes del nombramiento del nuevo
gobernador, la señora había estado a punto de fundar una
junta de damas locales para llegar fondos en ayuda de las
parturientas más pobres de la localidad y la provincia. En la
ciudad se la tildaba de ambiciosa, pero la impetuosidad notoria
del carácter de Varvara, amén de su perseverancia, estuvieron
a punto de vencer todos los obstáculos: la nueva junta estaba
casi formada y la idea original fue adquiriendo cada vez mayor
amplitud en la mente exaltada de su creadora, que soñaba ya
con establecer una junta semejante en Moscú y extender
gradualmente las actividades de ésta a todas las provincias. El
repentino cambio de gobernadores puso, sin embargo, freno a
todo eso; y, según se decía, la nueva gobernadora se había
permitido hacer ya en los medios sociales algunas
observaciones agrias y, sin duda, sagaces y sensatas sobre lo
impráctico de la idea fundamental de semejante junta, lo que,
por supuesto, había sido repetido con adornos a Varvara. Sólo
Dios puede leer el fondo de los corazones, pero sospecho que
en esta ocasión Varvara se detuvo un tanto satisfecha en el

238
pórtico del templo sabiendo que junto a ella tendría que pasar
pronto la gobernadora y con ésta desfilarían los demás. «Que
vea —pensaba— por sí misma que no se me da un ardite de lo
que opina y de que me río de sus agudezas acerca de la
vanidad de mis obras de beneficencia. ¡Que se joroben todos!».

—¿Qué le pasa, querida? ¿Qué desea? —interrogó Varvara


fijándose con más atención en la que estaba arrodillada a sus
pies. Ésta, por su parte, la miraba con ojos tímidos,
avergonzados, pero casi reverentes. De pronto prorrumpió en la
risilla extraña de antes.

—¿Qué quiere? ¿Quién es? —Varvara incluyó a los circunstantes


en una mirada inquisitiva e imperiosa. Todos callaron.

—¿Es usted infeliz? ¿Necesita ayuda?

—Necesito..., he venido... —murmuró la «infeliz» con voz


entrecortada por la agitación—. He venido solamente para
besarle a usted la mano... —dijo con la misma risilla. Con la
expresión candorosa que adoptan los niños cuando quieren
pedir algo, se inclinó para coger la mano de Varvara, pero,
amedrentada, retiró de pronto las suyas.

—¿Ha venido usted sólo para eso? —Varvara se sonrió


compasiva, pero al momento sacó del bolso su monedero de
madreperla, extrajo de él un billete de diez rublos y se lo alargó
a la desconocida. Ésta lo tomó. Varvara mostraba gran interés

239
y al parecer no consideraba a la desconocida como una
mendiga común y corriente.

—¡Anda, le ha dado diez rublos! —dijo alguien entre el gentío.

—La mano también, por favor —murmuró la «infeliz» sujetando


con los dedos de la mano izquierda la punta del billete de diez
rublos que acababa de recibir y que el viento quería arrancarle.
Varvara frunció el ceño y con semblante grave y severo alargó
la mano. La desconocida la besó. Sus ojos agradecidos brillaron
de emoción. Y he aquí que en ese mismo instante llegó la
gobernadora y tras ella salió apresuradamente el enjambre de
nuestras damas y altos funcionarios. La gobernadora, a pesar
suyo, tuvo que detenerse un momento entre el gentío. Otros
muchos hicieron lo propio.

—Está usted temblando. ¿Tiene frío? —preguntó Varvara; y


quitándose la capota, que un lacayo cogió al vuelo, se quitó de
los hombros su chal negro (nada barato, por cierto) y con sus
propias manos rodeó con él el cuello desnudo de la joven, que
estaba de rodillas ante ella.

—¡Vamos, levántese, levántese, se lo ruego! —la joven se


levantó.

—¿Dónde vive usted? ¿Es que nadie sabe dónde vive? —Varvara
volvió a mirar con impaciencia en torno, pero ya no era el
mismo grupo de antes. Los que ahora contemplaban la escena
eran todos gente conocida, de la buena sociedad. Unos la veían
con asombro y reprobación, otros con curiosidad maliciosa a la

240
vez que con inocente deseo de escándalo, y otros, por último,
con un conato de hilaridad.

—Parece ser la hermana de Lebiadkin, señora —dijo por fin un


sujeto servicial en respuesta a la pregunta de Varvara. Éste no
era otro que nuestro respetable y apreciado Andreyev, el
comerciante, con sus anteojos, su barba gris, su gabán estilo
ruso y su sombrero redondo, cilíndrico, que llevaba en la
mano—. Viven en casa de Filippov en la calle Bogoyavlenskaya.

—¿Lebiadkin? ¿En casa de Filippov? Algo he oído decir...


Gracias, Nikon Semionovich. Pero ¿quién es ese Lebiadkin?

—Se titula a sí mismo capitán. Es hombre (en fin, hay que


decirlo) poco escrupuloso. Y ésta es seguramente su hermana.
Es de suponer que se ha escapado de su vigilancia —dijo Nikon
Semionovich bajando la voz y dirigiendo una mirada
significativa a Varvara.

—Comprendo. Gracias, Nikon Semionovich.

—Querida, ¿es usted la señora Lebiadkina?

—No, no soy la señora Lebiadkina.

—Entonces quizá Lebiadkin sea su hermano.

—Lebiadkin es mi hermano.

—Mire, querida, lo que voy a hacer. Ahora la voy a llevar a usted


a mi casa y desde allí la llevarán a la suya. ¿Quiere ir conmigo?

—¡Ay, sí, mucho! —dijo la joven batiendo palmas.

241
—¡Tía, tía! ¡Lléveme también a su casa! —exclamó Lizaveta
Nikolayevna.

Debo explicar que Lizaveta Nikolayevna había ido a misa con la


gobernadora y que Praskovya Ivanovna había salido mientras
tanto, por consejo del médico, a dar un paseo en coche
llevando como acompañante a Mavriki Nikolayevich. De pronto
Liza se separó de la gobernadora y fue corriendo a donde
estaba Varvara.

—Pero, preciosa, ya sabes que por mí, encantada, pero ¿qué


dirá tu madre?

—dijo Varvara con aire importante, pero calló confusa al


advertir la insólita agitación de Liza.

—¡Tía, tía, es absolutamente necesario que vaya con usted! —


imploró Liza besando a Varvara.

—Mais qu’avez-vous done, Lise? —preguntó la gobernadora con


evidente sorpresa.

—¡Oh, perdone, querida mía, chère cousine, voy a casa de la tía!


—Liza se volvió rápidamente a su chère cousine, que parecía
desagradablemente sorprendida, y la besó dos veces.

—Y dígale también a mamá que venga enseguida a buscarme a


casa de la tía. Mamá quería ir sin falta a verla a usted. Ella
misma me lo dijo esta mañana y se me ha olvidado darle a
usted el recado —prosiguió Liza agitada—. Lo siento. No se

242
enfade, Julie, chère cousine... ¡Tía, estoy lista! Si no me lleva
usted consigo salgo corriendo y gritando tras el coche —
murmuró rápida y desesperada al oído de Varvara. Menos mal
que nadie la oyó. Varvara dio un paso atrás y dirigió una
mirada penetrante a la enloquecida muchacha. Esa mirada fue
decisiva. Al momento resolvió llevar a Liza consigo.

—¡Esto se debe acabar ya! —escupió sin querer—. Bueno,


encantada de llevarte, Liza —agregó—, por supuesto, si Iulia
Mihailovna te da permiso para ir conmigo —dijo mirando a la
gobernadora con llaneza y dignidad.

—¡Oh, pues no faltaba más! No quiero privarla de esa


satisfacción, tanto más cuanto que yo misma... —murmuró de
pronto Iulia Mihailovna con notable amabilidad—, yo misma...
sé bien qué cabecita tan fantaseadora y despótica descansa en
estos hombros —Iulia Mihailovna sonrió seductoramente.

—Le estoy muy agradecida —repuso Varvara con una


inclinación cortés y ceremoniosa.

—Y me es especialmente grato —murmuró Iulia Mihailovna


medio enardecida y casi ruborizándose por la agradable
agitación que sentía— porque, además del placer de estar con
usted, Liza se siente movida por un sentimiento tan hermoso,
tan noble, por así decirlo, de compasión... —lanzó una mirada a
la

«infeliz»— y... en las gradas mismas del templo...

243
—Ese parecer la honra a usted —aprobó con magnanimidad
Varvara. En un arranque incontenible Iulia Mihailovna alargó la
mano y Varvara se apresuró a tocarla con sus dedos. La
impresión general fue muy positiva: los rostros de algunos de
los circunstantes brillaron de contento y hasta hubo algunas
sonrisas afectuosas y complacidas.

En resumen, todo el mundo se enteró de que no había sido Iulia


Mihailovna quien hasta entonces había hecho un desaire a
Varvara no yendo a visitarla, sino todo lo contrario: había sido
Varvara la que «había tenido a raya a Iulia Mihailovna, que
seguramente habría ido volando a aquélla si hubiera tenido la
seguridad de ser recibida». El prestigio de Varvara subió, pues,
como la espuma.

—Súbase, querida —dijo Varvara a mademoiselle Lebiadkina


cuando llegó el coche. La «infeliz» corrió gozosamente a la
portezuela y un lacayo la ayudó a subir.

—¿Cómo? ¿Cojea usted? —gritó Varvara aterrorizada y


poniéndose pálida. (Todos lo notaron entonces, pero nadie
comprendió... ).

El coche salió raudo hacia la casa de Varvara, situada a poca


distancia de la catedral. Liza me contó después que la
Lebiadkina se rió histéricamente durante todo el trayecto y que
Varvara iba «como hipnotizada». Ésas fueron las mismísimas
palabras de Liza.

244
QUINTO CAPÍTULO: La sabiduría de la serpiente

Fatigada, Varvara Petrovna se sentó en el sillón que estaba al


lado de la ventana inmediatamente después de hacer sonar la
campanilla.

—Siéntese, mi querida —le dijo a María Timofeyevna


mostrándole una butaca que estaba en el medio del salón, muy
cerca de la gran mesa redonda.

—Stepan Trofimovich, mire usted a esta mujer y dígame qué


significa esto.

—Yo..., yo... —apenas murmuraba Stepan Trofimovich... En ese


momento llegó un criado.

—Pronto, una taza de café. De prisa. No dejen que se vaya el


coche.

—Mais, chère et excellente amie, dans quelle inquiétude... —dijo


Stepan Trofimovich con voz claudicante.

—¡Oh, francés, en francés! ¡No hay duda de que se trata de


gente presumida! —María Timofeyevna aplaudió y extática
escuchó la conversación en francés. Espantada, Varvara
Petrovna la miró fijo.

245
En ese momento todos enmudecimos esperando algún
desenlace. Shatov no alzaba la cabeza y Stepan Trofimovich
estaba desalentado como si se sintiera culpable de todo. El
sudor le cubría las sienes. Miré a Liza (estaba sentada en un
rincón, casi junto a Shatov) y vi que su mirada examinadora iba
y venía entre Varvara Petrovna y la coja. Sus labios dibujaban
una sonrisa torcida y desagradable. Varvara Petrovna notó esa
sonrisa. Mientras tanto, María Timofeyevna disfrutaba a sus
anchas: observaba con deleite y sin inhibición el hermoso salón
de Varvara Petrovna, los muebles, las alfombras, los cuadros en
las paredes, el techo decorado a la antigua, el gran crucifijo de
bronce en un rincón, la lámpara de porcelana, los álbumes y los
adornos de la mesa.

—¡De modo que también tú estás aquí, Shatushka! —dijo de


repente—. Pero si te estoy viendo desde hace ya un buen rato,
te observaba y mientras lo hacía me decía: «No es él. No puede
ser él, ¿cómo podría haber venido aquí?» — dijo riendo
felizmente.

—¿Conoce usted a esta mujer? —preguntó Varvara Petrovna a


Shatov.

—Sí, señora —masculló éste, moviéndose nervioso sin levantarse


de la silla.

—¿Qué sabe usted de ella? Vamos, hable, por favor.

—Pues... —dijo tartamudeando y con una sonrisa innecesaria—


usted misma puede ver.

246
—¿Ver qué? Vamos, diga algo.

—Vive en la misma casa que yo... con su hermano..., un militar.

—¿Y qué más? Shatov titubeó.

—En verdad, no vale la pena hablar de eso... —gruñó y guardó


silencio mientras se ruborizaba.

—¡Ya lo sabía yo! De usted nada se puede esperar, nada de


nada —lo interrumpió indignada, Varvara Petrovna. Ahora se
daba cuenta de que todos sabían y temían algo a la vez; todos
esquivaban sus preguntas y todos le ocultaban algo.

Cuando el criado entró trayéndole en una bandejita de plata el


café que le había pedido, obedeció con naturalidad a una señal
suya y de inmediato se dirigió a María Timofeyevna.

—Usted, mi querida, tenía frío hace un rato. Tómese el café de


prisa y se sentirá mejor.

—Merci —María Timofeyevna alzó la taza y comenzó a reír


intempestivamente por haberle dicho merci a un criado. Pero en
seguida notó la mirada severa de Varvara Petrovna y
avergonzada puso la taza en la mesa.

—Por favor, tía, no se enoje usted conmigo —murmuró con


frívola picardía.

247
—¿Qué es lo que ha dicho? —exclamó Varvara Petrovna
enderezándose en su sillón—. ¿Qué es eso de llamarme tía?
¿Qué quiere decir con eso?

María Timofeyevna, que no esperaba semejante enojo,


comenzó a temblar compulsivamente y, como víctima de un
ataque, cayó contra el respaldo del sillón.

—Yo..., yo... lo siento, creí que así debía llamarla —murmuró


mirando a Varvara Petrovna con ojos muy abiertos—. Fue así
como Liza la llamó.

—¿Quién es Liza?

—Esa señorita que está ahí —María Timofeyevna la señaló con


el dedo.

—¿Y desde cuándo la llama usted Liza?

—Usted misma la ha llamado así hace un rato —María


Timofeyevna parecía haber cobrado un poco de ánimo—. Sólo
en sueños he visto a una señorita tan hermosa como ella —
sonrió naturalmente.

Varvara Petrovna, algo más calmada, sonrió ligeramente


cuando oyó la última frase de María Timofeyevna, quien, al
notar su sonrisa, se levantó del sillón y se acercó a ella cojeando
tímidamente.

—Tome, olvidé devolvérselo. Disculpe mi falta de cortesía —le


dijo mientras se quitaba el chal negro que le cubría los hombros
y que apenas un rato antes le había puesto Varvara Petrovna.

248
—Póngaselo de inmediato y guárdeselo para siempre. Ahora
vaya, vuelva a sentarse y tómese el café, y por favor le pido
que no me tenga miedo, que no se asuste usted de mí, mi
querida. Cálmese, que estoy empezando a comprenderla.

—Chère amie... —se permitió insinuar una vez más Stepan


Trofimovich.

—¡Ay, Stepan Trofimovich! Ahórrese sus comentarios, que ya


estoy bastante confundida aun sin ellos... Por favor, tire del
cordón de la campanilla que está junto a usted. Es la del cuarto
de las doncellas.

Todos callaron. Con una mirada suspicaz y un tanto irritada


Varvara Petrovna recorrió las caras de todos nosotros. Llegó
Agasha, su doncella favorita.

—Trae el chal a cuadros que compré en Ginebra. ¿Qué está


haciendo Daria Pavlovna?

—No se siente muy bien, señora.

—Ve y dile que venga. Y dile también que se lo pido con mucho
empeño, aunque no se sienta bien.

En ese momento pasos y voces fundidos en un ruido extraño


volvieron a escucharse en las habitaciones vecinas. De pronto,
apoyada en el brazo de Mavriki Nikolayevich, apareció en el
umbral, jadeante y «trastornada». Praskovya Ivanovna.

—¡Oh, Dios mío, vengo casi arrastrándome! Pero, Liza, ¿qué


modo es este de tratar a tu madre? —protestó y, según

249
acostumbran las personas débiles e irritables, puso en esa
protesta chillona toda la cólera de la que era capaz—. Querida
Varvara Petrovna, he venido a recoger a mi hija.

Varvara Petrovna la miró con enojo, apenas se levantó para ir a


su encuentro y, sin ocultar su fastidio, le dijo:

—¡Hola, Praskovya Ivanovna! Por favor siéntate. Te estaba


esperando.

A Praskovya Ivanovna no la sorprendió esa bienvenida. Estaba


acostumbrada. Siempre, desde que eran niñas, Varvara
Petrovna había tratado despóticamente a su antigua
compañera de pensionado. Pero, en este caso, además,
estaban viviendo una situación excepcional. Una verdadera
ruptura entre las dos casas se había producido en los últimos
días. Los motivos de la incipiente ruptura eran todavía un
misterio para Varvara Petrovna y por ello doblemente
ofensivos; pero lo peor era que Praskovya Ivanovna había
adquirido en los últimos tiempos un tono altivo y nada común.
Obviamente Varvara Petrovna se sentía agraviada. Mientras
tanto ya habían empezado a llegar a sus oídos rumores
peregrinos que acrecentaban, especialmente por lo imprecisos
que eran, su irritación. Varvara Petrovna tenía un carácter
recto, noble y franco, decidido, si se permite la expresión, a
tomar el toro por los cuernos. No toleraba de modo alguno las

250
acusaciones secretas, hechas a mansalva; prefería la guerra
abierta. Sean cuales fueran las razones, lo cierto era que estas
dos señoras hacía cinco días que no se veían. Había sido
Varvara Petrovna quien había hecho la última visita y quien
había salido ofendida y confusa de la casa de «esa tonta de
Drozdova». Puedo decir sin temor a equivocarme que
Praskovya Ivanovna había llegado a la casa ingenuamente
convencida de que Varvara Petrovna se asustaría ante ella, un
rictus en su rostro lo ponía en evidencia. Pero también era
evidente que Varvara Petrovna era capaz de alimentar el
demonio del orgullo más arrogante no bien sospechaba que la
suponían humillada. Praskovya Ivanovna, como tantas
personas débiles que durante largo tiempo se permiten ofender
impunemente a otros, descollaba por el notable ardor con que
se lanzaba al ataque al primer indicio de una ocasión propicia.
Cierto es que ahora estaba enferma y que la enfermedad había
acrecentado su irritabilidad. Agregaré, como conclusión, que
ninguno de los que estábamos en la sala podía molestar con su
presencia a estas dos amigas de la infancia si llegaba a surgir
una querella entre ambas, pues las dos nos consideraban
subalternos. Me alarmé un poco cuando noté esto. Stepan
Trofimovich, que estaba de pie desde la llegada de Varvara
Petrovna, se dejó caer agotado en una silla al oír el chillido de
Praskovya Ivanovna e intentó cruzar miradas conmigo casi con
desesperación. Shatov cambió rígidamente de postura en su
silla e incluso algo murmuró en voz baja. Me pareció que quería
levantarse e irse. Liza, por su parte, estuvo a punto de

251
levantarse, pero volvió a caer en su asiento sin prestar mucha
atención al grito de su madre, y no por «llevar la contra», sino
por hallarse, como era sabido, bajo los efectos de una
impresión aún más fuerte. Estaba distraída y tenía los ojos fijos
en el vacío, incluso hasta había dejado de mirar a María
Timofeyevna con el mismo interés de antes.

—¡Ah, este lugar! —y señalando un sillón que estaba junto a la


mesa y asistida por Mavriki Nikolayevich, Praskovya Ivanovna
se dejó caer en él—. Si no fuera por mis piernas, nunca me
sentaría en su casa, querida —agregó con una voz opaca.

Varvara Petrovna levantó apenas la cabeza y con semblante


crispado oprimió su sien derecha con los dedos, marca evidente
de un dolor punzante (tic douloureux).

—Veamos, Praskovya Ivanovna, ¿por qué motivo no te habrías


sentado en mi casa? He disfrutado y compartido durante toda
la vida de una amistad sincera con tu difunto marido y con tus
niñas y por si no lo recuerdas nosotras jugábamos a las
muñecas en el colegio.

Praskovya Ivanovna hizo un gesto desdeñoso con las manos.

—Ya lo sabía yo. Cuando se dispone usted a criticar, vuelve una


y otra vez con la misma cantinela del colegio. Es un truco. Pero

252
bien sé yo que esto no es más que un simple palabrerío. Ya no
hay quién soporte la historia del colegio.

—Parece que has llegado de pésimo humor. ¿Te duelen las


piernas? Aquí traen el café. Tómalo y no te enojes.

—Insiste usted, Varvara Petrovna en tratarme como si fuera


una niña. ¡No quiero café! —y con un gesto impasible rechazó el
café que le ofrecía el criado. También los otros rehusaron el
café, excepto Mavriki Nikolayevich y yo. Si bien Stepan
Trofimovich lo aceptó, de inmediato lo dejó en la mesa. María
Timofeyevna, aunque habría querido tomar otra taza y hasta
había estirado su mano para aceptarla, lo pensó mejor y la
rehusó con decoro, sintiéndose por demás satisfecha.

Varvara Petrovna se sonrió ambiguamente.

—¿Sabes, querida Praskovya Ivanovna? Seguramente has


vuelto a imaginarte algo y es con esa suposición con la que has
llegado a mi casa. Has imaginado cosas toda la vida. Te has
enardecido con lo del colegio. Pues bien,

¿te acuerdas de cómo llegaste un día y dijiste a toda la clase


que el oficial de húsares Shablykin te había hecho una
declaración de amor? ¿Y recuerdas cómo madame Lefebure
demostró que mentías? Pero el caso es que no mentías, sino
que sencillamente lo habías imaginado para divertirte. Bien,
veamos, ¿qué te traes ahora? ¿Qué has imaginado esta vez?
¿Por qué estás tan incómoda?

253
—Hablando de amores, ¿recuerda usted que se enamoró en el
colegio del clérigo que nos enseñaba doctrina cristiana? Vamos,
recuérdelo, ya que es usted tan memoriosa. ¡Ja, ja, ja!

Una carcajada malévola le produjo un acceso de tos.

—¡Ah, así que no has olvidado lo del clérigo...! —Varvara


Petrovna la miró con ira. Su cara se tiñó de verde. De pronto
Praskovya Ivanovna tomó un aire serio.

—No es momento para risas, querida. He venido para saber por


qué ha mezclado usted a mi hija en su escándalo ante toda la
ciudad.

—¿En mi escándalo? —Varvara Petrovna se incorporó


amenazadora.

—Mamá, te ruego yo también que hables con más moderación


—dijo Liza Nikolayevna.

—¿Qué es lo que has dicho? —preguntó la madre, decidida una


vez más a chillar, pero dominándose ante la fulminante mirada
de su hija.

—¿Cómo es posible que hables de escándalo, mamá? —dijo Liza


ruborizándose—. He llegado hasta aquí por mi propia voluntad,
con permiso de

Iulia Mihailovna, sólo porque quiero conocer la historia de esta


infeliz y ver si puedo serle útil en algo.

254
—«La historia de esta infeliz» —repitió despacio Praskovya
Ivanovna con risa maligna—. ¿Y por qué motivo tienes que
mezclarte en estas «historias»? Y en cuanto a usted, querida,
¡ya estamos hartos de su despotismo! —exclamó furiosa
volviéndose a Varvara Petrovna—. Decían por allí, no sé si con
razón o sin ella, que tenía usted a toda la ciudad en un puño,
pero noto evidentemente que ha llegado su hora.

Varvara Petrovna estaba tiesa en su asiento como flecha a


punto de salir disparada del arco. Durante diez segundos tuvo
los ojos clavados severamente en Praskovya Ivanovna.

—Agradécele a Dios, Praskovya, que todos los presentes sean


gente de confianza —dijo al fin con calma siniestra—. Tu lengua
ha ido demasiado lejos.

—Pues yo, querida, no le temo a la opinión ajena tanto como le


teme otra persona cuyo nombre no diré. Bien sé que, por
orgullo, usted tiembla ante el qué dirán. Y con respecto a que
ésta es gente de confianza, es mejor para usted que así sea.

—Te has vuelto más juiciosa esta semana, ¿verdad?

—No se trata de eso, no es que me haya vuelto más juiciosa,


sino que finalmente la verdad ha salido por fin a la luz esta
semana.

—¿Cuál verdad ha salido a relucir esta semana? Óyeme bien,


Praskovya Ivanovna, no hagas que pierda la calma. Explícate
ahora mismo, te lo pido encarecidamente: ¿qué verdad ha
salido a relucir y qué quieres dar a entender con ello?

255
—¡Ahí la tienes! ¡Ahí está sentada toda la verdad! —Praskovya
Ivanovna de pronto señaló con el índice a María Timofeyevna y
lo hizo con la osadía desesperada de quien ya no mide las
consecuencias y piensa sólo en satirizar a su adversario. María
Timofeyevna, que había estado mirándola todo ese tiempo con
alegre curiosidad, lanzó una gozosa carcajada al saberse
señalada por el dedo de la enfurecida visitante y se acomodó
feliz en su sillón.

—¡Jesucristo! ¡Señor mío! Pero ¿todos ustedes han perdido el


juicio? — exclamó Varvara Petrovna palideciendo y
apretándose contra el respaldo de su asiento.

Se puso tan pálida que produjo una conmoción en la sala. Fue


Stepan Trofimovich el primero en correr a su lado; yo también
me acerqué; hasta Liza se levantó de su sillón, aunque sin
apartarse de él. Pero la que más se asustó fue la propia
Praskovya Ivanovna. Lanzó un grito, se levantó cuanto pudo y
empezó a lamentarse con voz llorosa.

—¡Varvara Petrovna, amiga mía, perdone mi malicia y mi


necedad!

¡Vamos, pronto, que alguien le dé agua!

—¡Pero, por favor, Praskovya Ivanovna, no lloriquees, te lo


ruego! ¡Y ustedes, señores, apártense ya mismo, háganme el
favor! ¡No necesito agua! — dijo Varvara Petrovna con firmeza,
aunque con voz opaca y labios descoloridos.

256
—¡Varvara Petrovna, querida amiga mía! —prosiguió Praskovya
Ivanovna algo más tranquila—. Siento culpa por haber estado
hablando a tontas y a locas, pero es que me tienen
completamente trastornada esos anónimos con los que algún
infame me está bombardeando. Mejor fuera que se los
mandaran a usted, ya que es a usted a quien se refieren,
porque yo, al fin y al cabo, tengo una hija.

Varvara Petrovna la miró en silencio con ojos muy abiertos y la


escuchó con asombro. En ese instante se abrió silenciosamente
la puerta que había en un rincón y apareció Daria Pavlovna. Al
entrar se detuvo y miró a su alrededor;

nuestra turbación la dejó atónita. Evidentemente no notó la


presencia de María Timofeyevna, ya que nadie se la había
advertido. Stepan Trofimovich fue el primero en verla, hizo un
movimiento rápido, enrojeció y, no se sabe por qué, anunció en
voz alta: «¡Daria Petrovna!», logrando que todas las miradas
convergieran en la recién llegada.

—¡Así que ésa es Dasha! —exclamó María Timofeyevna—. ¡Mira,


Shatushka, no se parece a tu hermana! ¿Y cómo se atreve ese
hermano mío a llamar a esta muchacha encantadora «la sierva
Dasha»?

Mientras tanto Daria Pavlovna se había acercado a Varvara


Petrovna, pero sorprendida por la exclamación de María

257
Timofeyevna se volvió rápidamente y quedó plantada ante su
silla, clavando los ojos largamente en la chiflada.

—Siéntate, Dasha —dijo Varvara Petrovna con una calma


alarmante—. Más cerca, así, aún sentada desde donde estás
puedes ver a esa mujer. ¿La conoces?

—No, no la he visto nunca —respondió en voz baja Dasha; y tras


un silencio breve agregó—: debe ser la hermana enferma de un
tal señor Lebiadkin.

—Para mí también es la primera vez que la veo, querida,


aunque hace ya tiempo que quería conocerla. Noto además
que en cada uno de sus gestos se nota la buena educación —
exclamó María Timofeyevna con entusiasmo—. Y en cuanto a lo
de los insultos de ese lacayo mío, ¿cómo es posible que una
joven tan simpática y bien educada como usted le haya robado
dinero? ¡Porque es usted simpática, simpática, simpática! Así
como se lo digo —concluyó con ardor, remarcando cada una de
sus palabras y mientras sacudía su mano.

—¿Entiendes algo? —inquirió Varvara Petrovna con altiva


dignidad.

—Lo entiendo todo, señora...

—¿Has oído lo que te ha dicho del dinero?

—Se debe referir al dinero que, a pedido de Nikolai


Vsevolodovich, cuando estaba todavía en Suiza, me encargué

258
personalmente de entregarle al señor Lebiadkin, el hermano de
ella.

Hubo un momento de silencio.

—¿Fue el mismo Nikolai Vsevolodovich quien te pidió que lo


entregaras?

—Él tenía mucho deseo de hacer llegar ese dinero al señor


Lebiadkin: trescientos rublos en total. Y como no conocía su
dirección y sólo sabía que vendría aquí a nuestra ciudad, me
pidió que se lo entregara, si efectivamente venía el señor
Lebiadkin.

—¿Y qué es todo eso sobre el dinero... desaparecido? ¿Eso de lo


que hablaba hace un momento esa mujer?

—De eso no sé nada, señora. Yo también he oído decir que el


señor Lebiadkin anda diciendo por ahí, a quien quiera oírlo, que
no le di todo el dinero que le correspondía. Lo que dice no lo
comprendo. Eran trescientos rublos y le entregué trescientos
rublos.

Daria Pavlovna había recobrado ya casi por completo su


compostura; y advertiré que habría sido difícil confundir por
mucho tiempo a esta muchacha y sacarla de sus casillas,
cualesquiera que fueran sus sentimientos. Respondía ahora sin
apresurarse, contestaba enseguida y con precisión a cada
pregunta, tranquila y llanamente, sin la menor huella de su
primera y repentina agitación y sin el menor azoramiento que
pudiera sugerir conciencia alguna de culpabilidad. La mirada

259
de Varvara Petrovna no se desvió de ella un instante mientras
estuvo hablando. Varvara Petrovna reflexionó un momento.

—Si Nikolai Vsevolodovich —dijo finalmente con firmeza y en


beneficio de los presentes, aunque mirando sólo a Dasha— ni
siquiera recurrió a mí para su

encargo y te lo confió a ti, tendría sus razones para obrar así.


No tengo ningún derecho a averiguar cuáles pueden haber sido
sus motivos y si quería ocultármelos. Su participación me basta
y me tranquiliza sobre el particular. Ante todo quiero que
entiendas esto, Daria. Pero ya ves, hija, que aun con tu
conciencia limpia y por desconocimiento del mundo puedes
cometer alguna indiscreción; y la has cometido al aceptar ese
contacto con un sinvergüenza. Los rumores pregonados por ese
infame confirman tu indiscreción. Pero ya me informaré acerca
de él y, como soy tu protectora, sabré defenderte. Ahora lo que
hace falta es darle un final a todo esto.

—Lo mejor será que cuando él venga a verle a usted —


interrumpió de pronto María Timofeyevna inclinándose ahora
hacia delante en su sillón— lo envíe usted al cuarto de los
criados. Que juegue allí con ellos a las cartas, sobre un baúl,
mientras nosotros seguimos aquí tomando café. Se le puede
mandar una taza, aunque sólo siento por él un desprecio muy
grande —y sacudió la cabeza significativamente.

260
—Hace falta acabar con eso —repitió Varvara Petrovna
después de escuchar atentamente a María Timofeyevna—. Por
favor, Stepan Trofimovich, tire del cordón de la campanilla.

Stepan Trofimovich así lo hizo y dio un paso adelante con gran


agitación.

—Sí..., sí, yo... —masculló acalorado, ruborizándose, cortándose y


tartajeando—, sí, yo también he oído una historia canallesca o,
mejor dicho, una calumnia..., ha sido... con la mayor
indignación..., enfin c’est un homme perdu et quelque chose
comme un forçat évadé...

Se quedó cortado sin terminar la frase. Varvara Petrovna lo


miró de pies a cabeza con los párpados entornados. Entró el
ceremonioso Aleksei Yegorovich.

—El coche —ordenó Varvara Petrovna—. Y tú, Aleksei


Yegorovich, prepárate para conducir a la señorita Lebiadkina a
su casa. Ella misma te dirá dónde vive.

—El señor Lebiadkin lleva algún tiempo esperándola abajo y


pide encarecidamente que se le reciba, señora.

—Eso es imposible, Varvara Petrovna —dijo, adelantándose con


inquietud, Mavriki Nikolayevich, que hasta entonces había
guardado silencio—. Permítame decir que no es la clase de
hombre a quien se puede recibir en sociedad. Es..., es... un
hombre imposible, Varvara Petrovna.

261
—Que espere —dijo ésta a Aleksei Yegorovich. Éste
desapareció.

—C’est un malhonnête homme et je crois même que cest un


forçat évadé ou quelque chose dans ce genre —murmuró de
nuevo Stepan Trofimovich volviendo a cortarse y a ponerse
colorado.

—Liza, es hora de marcharnos —anunció con tono desdeñoso


Praskovya Ivanovna levantándose de su asiento. Parecía
arrepentida de haberse llamado a sí misma necia, impulsada
por el miedo. Mientras estuvo hablando Daria Pavlovna la había
escuchado con una mueca de altivez en los labios. Pero lo que
más me chocó fue el semblante de Lizaveta Nikolayevna desde
que entró Daria Pavlovna. Sus ojos expresaban odio y
desprecio a duras penas disimulados.

—Espera un momento, Praskovya Ivanovna, te lo ruego —dijo


Varvara Petrovna con la misma calma insólita de antes—. Por
favor, siéntate. Estoy empeñada en terminar con todo lo que
tengo que decir. Además, sé que te duelen las piernas. Así,
gracias. Hace un momento perdí la cabeza y te dije unas
cuantas palabras fuera de lugar. Debes perdonarme. He obrado
mal y quiero ser la primera en confesarlo porque deseo ser justa
en todo. Por supuesto, tú también te disparaste y aludiste a no
sé qué anónimo. Toda carta anónima es ya

262
merecedora de desprecio por el solo hecho de no estar firmada.
Si tú piensas de otro modo no te lo envidio. En todo caso, te
aconsejo que no te metas esa porquería en el bolsillo; yo no me
ensuciaría con ella. Y ya que eres la que ha empezado a hablar
de esto, te diré que yo también recibí hace seis días una carta
anónima y bufonesca. En ella me decía un bribón que Nikolai
Vsevolodovich se había vuelto loco y que yo, por mi parte,
debía tener mucho cuidado con cierta mujer coja que
«desempeñaría un papel extraordinario en mi vida»; me
acuerdo bien de la expresión. Como sé que Nikolai
Vsevolodovich tiene un sinfín de enemigos, mandé buscar a un
sujeto de aquí, el más vengativo, taimado y despreciable de
todos ellos, y de mi conversación con él saqué en claro de qué
fuente ruin procedía el anónimo. Y si a ti también, mi pobre
Praskovya Ivanovna, te han molestado por culpa mía con ese
género de cartas,

«bombardeándote» con ellas como decías, por supuesto que


soy la primera en lamentar el haber sido causa inocente de ello.
Eso es todo lo que quería decirte a manera de explicación.
Siento que estés tan cansada y tan irritada. ¡Ah, una cosa más!
He decidido aceptar enseguida a ese sujeto sospechoso de
quien Mavriki Nikolayevich ha dicho, con expresión no del todo
feliz, que es de ésos a quienes no se puede recibir. Liza, en
particular, no tiene nada que hacer aquí. Ven acá, Liza, niña
mía, y déjame que te dé otro beso.

263
Liza atravesó la sala y se paró en silencio delante de Varvara
Petrovna, que se puso a besarla, a abrazarla, la miró con ojos
de pasión, hizo sobre ella la señal de la cruz y volvió a besarla.

—Bueno, Liza, adiós —en la voz de Varvara Petrovna había casi


lágrimas—. Créeme que nunca dejaré de quererte, sea cual sea
la suerte que te depare el destino... Dios te bendiga, siempre he
acatado su santa voluntad...

Habría dicho algunas palabras, pero hizo un esfuerzo y guardó


silencio. Liza, siempre callada y como ensimismada, se dirigió a
su asiento, pero de pronto se plantó ante su madre.

—Mamá, yo no me voy todavía. Quiero quedarme un rato más


con la tía — dijo con voz tranquila, pero en sus palabras se
reflejaba una férrea determinación.

—¡Santo Dios! ¿Qué es todo esto? —exclamó Praskovya


Ivanovna, alzando los brazos en señal de impotencia. Sin
embargo, Liza no contestó y hasta parecía que no la había oído.
Se sentó en el mismo rincón de antes y se puso a contemplar de
nuevo algo invisible en el aire.

El rostro de Varvara Petrovna dibujó una expresión de triunfo y


orgullo.

—Mavriki Nikolayevich, le quiero pedir un gran favor. Tenga


usted la bondad de echar un vistazo a ese hombre que está
abajo, y si hay la menor posibilidad de aceptarlo, tráigalo aquí.

264
Mavriki Nikolayevich se inclinó y salió. Apenas un instante
después volvió acompañado del señor Lebiadkin.

Creo haber comentado ya algunos detalles sobre el aspecto


físico de este señor: un hombre de unos cuarenta años, alto,
grueso, con pelo rizado y un rostro algo hinchado y adiposo, de
amoratada tez y con unos cachetes que temblaban ante cada
movimiento de su cabeza. Sus ojos eran pequeños e inyectados
de sangre, pero a veces lo suficientemente astutos. Bigote,
patillas y una nuez un tanto desagradable que empezaba a
cubrirse de grasa. Pero lo que me sorprendió fue que se
presentó vestido de frac y con ropa blanca limpia.

«Hay personas en quienes la ropa limpia resulta incluso


indecente», dijo una vez Liputin como respuesta a una queja
burlona que acerca de su falta de aseo le había dirigido Stepan
Trofimovich. El capitán llevaba también guantes blancos: el de
la mano derecha sin ponérselo y el de la izquierda se lo había
calzado con dificultad, sin abrochárselo, y cubría la mitad de
esa garra carnosa en la que traía una galera nueva, flamante y
muy lustrosa, que seguramente había estrenado ese día.
Resultó, pues, que el «frac de amor» de que había hablado a
gritos la víspera a Shatov existía de veras. Todo ello, a saber, el
frac y la ropa blanca, había sido adquirido (como averigüé más
tarde) por consejo de Liputin para algunos fines inconfesables.

265
No había duda, había venido (en coche de punto) por
instigación ajena y recibiendo la ayuda de alguien. A él solo no
se le habría ocurrido la idea, sin contar el tener que vestirse,
prepararse y decidirse en tres cuartos de hora, aun suponiendo
que se hubiera enterado inmediatamente de lo sucedido en el
atrio de la catedral. No estaba ebrio, pero sí en el estado de
pesadez, torpeza y vaguedad de quien se despierta después de
varios días de borrachera. Parecía que con sólo darle un par de
palmadas en el hombro volvería a emborracharse.

Estaba a punto de entrar corriendo en la sala, pero de pronto


tropezó en la alfombra junto a la puerta. María Timofeyevna
empezó a reírse a carcajadas. Él le lanzó una mirada feroz y dio
unos pasos rápidos hacia Varvara Petrovna.

—He venido, señora... —exclamó como si hablara ayudado por


una bocina.

—Hágame el favor, señor mío —dijo Varvara Petrovna,


incorporándose—. Tome asiento ahí, en aquella silla. Le oigo
bien desde ahí y también puedo verlo mejor desde aquí.

El capitán hizo un alto, mirando estúpidamente ante sí, pero


hizo un giro sobre los talones y se sentó en el sitio indicado,
junto a la puerta. Su semblante delataba notable indecisión al
mismo tiempo que descaro, junto con cierta continua irritación.
Estaba terriblemente acobardado, nadie podía ponerlo en
duda, pero se sentía lastimado en su amor propio y cabía
sospechar que, por causa de ese amor propio herido, podía, si

266
llegaba el caso, atreverse a cometer cualquier desvergüenza a
despecho de la cobardía. Era evidente que se asustaba ante
cualquier movimiento que hiciera su desproporcionado cuerpo.
Sabido es que el mayor tormento por el que pasan las personas
de su calaña, cuando por algún motivo insólito deben
presentarse en sociedad, lo causan sus propias manos y la
imposibilidad de saber qué hacer con ellas. El capitán se quedó
inmóvil en la silla, con el sombrero y los guantes en las manos,
sin desviar su estúpida mirada del rostro severo de Varvara
Petrovna. Seguramente deseaba mirar a todos con cuidado,
pero aún no se atrevía. María Timofeyevna, que lo encontraba
por lo visto enormemente ridículo, volvió a reírse a carcajadas,
pero él no se movió. Varvara Petrovna lo tuvo cruelmente en
esa postura todo un minuto, escudriñándolo implacablemente.

—Primero quisiera oír de sus propios labios cuál es su nombre —


dijo con voz mesurada y firme.

—Capitán Lebiadkin —tronó el capitán—. He venido, señora... —


y de nuevo se acomodó en la silla.

—Permítame —Varvara Petrovna volvió a interrumpirlo—. Esta


persona lamentable que ha empezado a interesarme tanto, ¿es
hermana de usted?

—Hermana, señora; y temo que se ha escapado de mi


vigilancia, porque como está en estado... —volvió a cortarse y a
ponerse colorado.

267
—Quisiera que no interpretara mal mis palabras, señora —y
empezó a desvariar—. Su hermano carnal no manchará... en un
estado..., no quiero decir que es ese estado..., en sentido
perjudicial a su honra..., recientemente... — volvió a perder el
hilo.

—¡Pero señor mío! —Varvara Petrovna alzó la cabeza.

—¡Quiero decir en este estado! —concluyó él de un golpe,


tocándose la frente con el dedo. Hubo un breve silencio.

—¿Y hace mucho tiempo que lo padece? —preguntó titubeante


Varvara Petrovna.

—He venido, señora, a darle las gracias por tanta generosidad


que mostró usted en la iglesia, y he venido a hacerlo a la
manera rusa, fraternalmente...

—¿Fraternalmente?

—Mejor dicho, no fraternalmente; sólo en el sentido de que soy


el hermano de mi hermana, señora. Y créame, señora —y
empezó a hablar con rapidez y enrojeciendo de nuevo—,
créame que no estoy tan mal educado como puede parecer a
primera vista. Mi hermana y yo no somos nada en comparación
con el lujo que vemos aquí. Además, muchos son los enemigos
que me calumnian. Pero la reputación me importa un comino.
Lebiadkin, señora, tiene amor propio y..., y... he venido a dar las
gracias... Aquí tiene el dinero, señora.

268
Y, sin más preámbulos, sacó del bolsillo una cartera, extrajo de
ella un fajo de billetes y empezó a contarlos con dedos trémulos
y en un frenesí de impaciencia. Deseaba, al parecer, explicar
algo cuanto antes, y bien necesario era; pero sintiendo
seguramente que el trajín con el dinero le hacía parecer aún
más estúpido, perdió por completo el dominio de sí mismo. El
dinero no se dejaba contar, los dedos se le trababan y, para
colmo de males, un billete verde salió de la cartera y cayó
revoloteando en la alfombra.

—Veinte rublos, señora —dijo saltando con el fajo de billetes en


la mano y el rostro sudoroso de temor y confusión. Cuando vio
el billete caído, estuvo a punto de agacharse a recogerlo, pero
le dio vergüenza e hizo un gesto de desdén—: Para sus criados,
señora. Para el lacayo que lo recoja; para que se acuerde de
Lebiadkin.

—No permito eso de ninguna manera —se apresuró a decir, no


sin algún temor, Varvara Petrovna.

—En ese caso...

Se agachó, lo recogió, volvió a enrojecer y, acercándose de


pronto a Varvara Petrovna, le entregó el dinero contado.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, presa ya de miedo verdadero y


acurrucándose en su sillón. Mavriki Nikolayevich y yo dimos un
paso adelante.

269
—¡Por favor cálmense, cálmense, que no estoy loco, que juro
que no estoy loco! —clamaba, agitado, el capitán, encarándose
con todos.

—No, señor mío. Usted se ha vuelto loco.

—Señora, nada de esto es lo que usted se figura. Yo, por


supuesto, no soy más que un eslabón insignificante... ¡Oh,
señora! Sus salones están gustosamente amueblados, pero no
lo están los de María la Desconocida, mi hermana, de apellido
natal Lebiadkina, a quien por ahora llamaremos María la

Desconocida. Por ahora, señora, sólo por ahora, porque Dios no


permitirá que lo sea para siempre. Señora, usted le dio diez
rublos y ella los tomó, pero porque venían de usted, señora. ¿Me
oye, señora? De nadie más en este mundo los tomaría María la
Desconocida, porque, de hacerlo, se estremecería en la
sepultura su abuelo militar, que perdió la vida en el Cáucaso
ante los ojos del mismísimo general Yermolov. Pero de usted,
señora, tomaría cualquier cosa. Pero los toma con una mano y
con la otra le entrega a usted veinte rublos, en concepto de
donativo para una de las juntas de beneficencia de Petersburgo
a las que usted, señora, pertenece..., puesto que usted misma,
señora, anunció en la Gaceta de Moscú que tiene aquí nuestra
ciudad un libro de suscripciones a una sociedad de
beneficencia en el que puede apuntarse quien lo desee...

270
El capitán de pronto dejó de hablar. Ahora respiraba con
dificultad, como tras un penoso esfuerzo. Seguramente había
ensayado para su discurso, en especial todo aquello de la junta
de beneficencia, incluso con Liputin como mentor. Ahora
sudaba más que antes; las gotas de sudor se le agolpaban
literalmente en las sienes. Varvara Petrovna lo miraba
fijamente.

—Esa lista —dijo con severidad— está siempre abajo, en la


portería de mi casa, y allí puede inscribirse si así lo desea. Por
eso mismo le ruego que guarde usted su dinero y no continúe
agitándolo en el aire. Ahora bien, también le ruego que vuelva a
su asiento. Y debo decirle que siento mucho, señor mío,
haberme confundido en cuanto a su hermana y haberle dado
dinero por creerla pobre, cuando es tan rica. Lo que no entiendo
es por qué puede aceptar dinero sólo de mí y por nada del
mundo de otros. Usted ha insistido tanto en ese punto que
deseo una explicación lo más precisa posible.

—¡Señora, ése es un secreto que sólo en la tumba puede


encerrarse! — respondió el capitán.

—¿Pero por qué? —preguntó Varvara Petrovna con un tono que


ya no era tan firme.

—¡Señora, señora...!

Guardó silencio sombríamente, mirando fijamente el suelo y


apoyando la mano derecha en el corazón. Varvara Petrovna
esperaba que hablase sin apartar los ojos de él.

271
—¡Señora! —rugió de pronto el capitán—. ¿Me permite que le
haga una pregunta, sólo una, pero una pregunta franca,
directa, a la rusa, con el corazón en la mano?

—¡Hágala enhorabuena!

—¿Señora, ha sufrido usted en la vida?

—Lo que usted quiere decir es sencillamente que alguien le ha


hecho, o le hace, sufrir.

—¡Señora, señora! —y de nuevo se puso en pie de un salto,


probablemente sin percatarse de ello, y golpeándose el pecho—
. ¡Aquí, en este pobre corazón, se me ha ido acumulando tanto,
tanto, que Dios mismo se asombrará cuando se descubra el Día
del Juicio!

—Hum. Eso sí que es hablar recio.

—Estoy hablando en tono irritado, señora...

—No se preocupe, que bien sabré yo cuándo debo pararle los


pies.

—¿Puedo hacerle una pregunta más, señora?

—Hágala.

—¿Puede uno morirse a causa de la nobleza del propio espíritu?

—No lo sé. Nunca me he hecho semejante pregunta.

—¿Que no lo sabe? ¿Que nunca se ha hecho semejante


pregunta? —gritó el capitán con patética ironía—. Si es así, si es

272
así, ¡calla, corazón desesperado! — dijo golpeándose el pecho
con frenesí.

Una vez más volvió a deambular por la sala. Es natural en


individuos de su especie la incapacidad absoluta que tienen
para poner coto a sus deseos.

Por el contrario, sienten un irresistible afán de sacarlos a relucir


en toda su inmundicia tan pronto como surgen. No bien se
encuentran entre personas que no son de su laya, esos
individuos empiezan comportándose con cierta timidez, pero en
muy poco tiempo y cuando creen que han encontrado el
pretexto justo, saltan de un brinco a la grosería. El capitán
estaba enardecido, iba y venía, hacía ademanes, no atendía a
las preguntas que se le dirigían, hablaba de sí mismo con tanta
rapidez que se le trababa la lengua y, sin terminar una frase,
saltaba a la siguiente. Había perdido la serenidad. Allí estaba
también Liza Nikolayevna, en quien no fijó la vista ni una sola
vez, pero se notaba que su presencia lo angustiaba de modo
extraño. Esto, sin embargo, es apenas una conjetura. Sea como
fuere, algún motivo había para que Varvara Petrovna,
dominando la aversión que sentía, decidiera escuchar a un
sujeto como él. Praskovya Ivanovna se limitaba a temblar de
espanto, sin entender, por lo visto, de qué se trataba
exactamente. Stepan Trofimovich temblaba también, pero por
el motivo contrario, a saber, por su afición a entender siempre
más de la cuenta. Mavriki Nikolayevich se mantenía en la
postura de un hombre que siempre está dispuesto a salir en

273
defensa de alguien. Liza estaba algo pálida y no apartaba los
ojos, muy abiertos, del desaforado capitán. Shatov seguía
sentado en su actitud de antes. Lo más extraño, sin embargo,
era que María Timofeyevna no sólo había dejado de reír, sino
que se había puesto notablemente triste. Apoyada con el brazo
derecho en la mesa, seguía con larga y melancólica mirada las
idas y venidas de su hermano. Sólo Daria Pavlovna parecía
tranquila.

—Esto no es más que una charlatanería absurda —dijo Varvara


Petrovna acabando por enfadarse—. No ha contestado usted a
mi pregunta. Sigo aguardando la respuesta.

—¿Que no he contestado? ¿Cuál es la respuesta que usted


espera? —repitió el capitán con un guiño—. Esas palabrillas,
«por qué», han inundado el universo desde el mismísimo primer
día de la Creación, señora, y la naturaleza entera le grita a cada
instante a su Creador: «¿por qué?», y debo decirle que en siete
mil años no ha recibido respuesta. ¿Es que el capitán Lebiadkin
debe ser el único en contestar? ¿Es eso justo, señora?

—¡Esto es una tontería! Además, no se trata de eso —dijo


Varvara Petrovna, sulfurada e impaciente—. Eso es
charlatanería. Por añadidura, señor mío, habla usted
demasiado en confianza y eso me parece una insolencia.

—Señora —dijo el capitán sin escuchar—, me hubiera gustado


llamarme Ernest, pero estoy obligado a cargar con el nombre
vulgar de Ignat. ¿Podría decirme usted por qué? También me

274
hubiera gustado llamarme Príncipe de Mombart, pero sólo me
llamo Lebiadkin, derivado de lebed, «cisne». ¿Por qué ha de ser
así? Yo soy poeta, señora, poeta de corazón, y pudiera quizá
recibir mil rublos de un editor, pero me veo obligado a vivir en
una pocilga. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Señora, en mi opinión, Rusia
no es más que una broma de la naturaleza!

—Ya veo que usted no quiere decir nada en concreto.

—¿Puedo leerle mi poema La cucaracha, señora?

—¿Qué dice?

—Señora, le aseguro que todavía no estoy loco. Quizás llegaré a


estarlo, lo estaré de seguro, pero todavía no lo estoy. Señora, un
amigo mío, persona ho-

no-ra-bi-lísima, ha escrito una fábula de Krylov titulada La


cucaracha. ¿Puedo leerla?

—¿Quiere usted leer ahora una fábula de Krylov?

—No. No es una fábula de Krylov lo que quiero leer, sino una


mía, mía propia, una composición mía. Créame, por favor,
señora, y lo digo sin propósito de ofender, que no soy tan
ignorante o depravado que no sepa que Rusia cuenta con un
gran fabulista, Krylov, a quien el ministro de Cultura ha
levantado un monumento en el Jardín de Verano para recreo
de la gente menuda. Usted pregunta, señora: «¿Por qué?». ¡La

275
respuesta está en la entraña de esa fábula, escrita con letras de
fuego!

—Lea su fábula.

—Una gruesa cucaracha / desde su infancia más tierna / libre


vivió, hasta que un día / cayó, por su mala estrella / en un vaso
en que habitaban / muchas moscas carniceras...

—¡Dios mío! Pero ¿qué es esto? —exclamó Varvara Petrovna.

—Lo que quiero decir es que en el verano —se apresuró a


explicar el capitán haciendo muchos gestos y con la irritada
impaciencia que sufre alguien a quien interrumpen en la
lectura—, en el verano se cuelan las moscas en el vaso, de
donde resulta el canibalismo. No interrumpa, no interrumpa, y
ya verá, ya verá... —y seguía haciendo más gestos—. Las
moscas, apretujadas / Por esa inquilina nueva / Lanzaron un
grito agudo! / Para que Jove lo oyera. / Mientas tanto, Nikifor,
/ Un viejo de barba extensa... Todavía no la he terminado, pero
no importa. Lo diré en pocas palabras —el capitán siguió
divagando—. Nikifor toma el vaso y, sin hacer caso de los
gritos, vierte el contenido en un barril, las moscas y la
cucaracha todo junto, lo que debiera haber hecho mucho antes.
¡Pero observe, señora, observe que la cucaracha no se queja!
¡He ahí la respuesta a su pregunta «¿Por qué?»! —y exclamó
triunfante—

276
: ¡La cucaracha no se queja! En cuanto a Nikifor, representa la
naturaleza — agregó de prisa paseándose por la sala con aire
satisfecho.

Varvara Petrovna había llegado al colmo de la furia.

—Ahora permítame preguntarle: ¿qué es todo eso del dinero


que, según dice usted, le mandaba Nikolai Vsevolodovich y que,
según también dice usted, no ha recibido, por lo que ha tenido
la osadía de acusar a una persona de mi casa?

—¡Una calumnia! —rugió Lebiadkin alzando el brazo derecho en


ademán trágico.

—No. No es una calumnia.

—Señora, hay circunstancias que obligan a un hombre de bien a


soportar la deshonra de su familia antes que proclamar la
verdad a viva voz. ¡Lebiadkin no dirá lo que no debe decir,
señora!

Estaba ofuscado. Se sentía poseído de inspiración. Se daba


cuenta de su importancia. Seguramente había soñado algo por
el estilo. Ahora quería ofender, lastimar, hacer alarde de su
poder.

—Por favor llame a Stepan Trofimovich —dijo Varvara Petrovna.

—Lebiadkin es astuto, señora —dijo sonriendo con guiño


malicioso—.

¡Astuto sí, pero también tiene su lado débil, su puerta de acceso


a la pasión! Y esa puerta de acceso es la botella, la consabida

277
botella tan cara a los militares, a la que cantó Denis Davydov.
He ahí por qué cuando está en esa puerta le da por escribir una
carta en verso, una carta admi-ra-bi-lísima, pero que bien
quisiera recuperar con las lágrimas de toda su vida, porque con
ella se destruye el sentimiento de lo bello. Pero el pájaro voló y
ya no hay quién pueda atraparlo

por la cola. En esa misma puerta, señora, Lebiadkin puede


haber dicho algo que no debió decir acerca de una muchacha
honrada, como resultado de la noble irritación producida en su
espíritu por agravios recibidos, irritación de la que se han
aprovechado sus enemigos. ¡Pero Lebiadkin es astuto, señora! Y
en vano se alza sobre él el lobo siniestro, llenándole el vaso a
cada instante y aguardando el final. Pero Lebiadkin no dirá lo
que no debe decir. Y en el fondo de la botella lo que se halla
una y otra vez, en lugar de la revelación esperada, es ¡la astucia
de Lebiadkin! ¡Pero señora, basta ya, oh señora! Sus
espléndidas mansiones podrían pertenecer a la más noble de
las personas, ¡pero la cucaracha no se queja! ¡Tome nota,
señora, tome por fin nota de eso: no se queja y entonces...
reconozca la grandeza de su alma!

En ese momento se oyó abajo, en la portería, el sonido de una


campanilla, y casi al mismo tiempo se presentó Aleksei
Yegorovich, que respondía con cierto retraso a la llamada de
Stepan Trofimovich. El anciano y ceremonioso criado mostraba
una extraordinaria agitación.

278
—Acaba de llegar Nikolai Vsevolodovich y viene hacia aquí —
anunció en respuesta a la mirada interrogante de Varvara
Petrovna.

La recuerdo muy especialmente en aquel momento. Primero se


puso pálida, pero en seguida sus ojos comenzaron a chispear. Y
con aire de insólita determinación se acomodó en el sillón. En
realidad, todos quedamos atónitos. La llegada repentina de
Nikolai Vsevolodovich, a quien se esperaba un mes más tarde,
era extraña, no sólo por lo imprevista, sino por su fatal
coincidencia con el presente. Hasta el capitán quedó
petrificado en medio de la sala, con la boca abierta y mirando
la puerta con una expresión estúpida.

Desde la larga y ancha sala contigua, comenzaron a oírse


pasos cada vez más cerca, eran pasos cortos y muy rápidos.
Alguien parecía venir corriendo. Y quien entró de pronto en la
sala donde todos estábamos no fue Nikolai Vsevolodovich, sino
un joven a quien desconocíamos.

Ahora me tomaré cierta libertad para retratar, aunque sea a


grandes rasgos, a quien tan imprevistamente había llegado.

Era un joven de unos veintisiete años, de estatura algo más que


mediana, pelo largo, bastante largo, enrarecido y rubio. Tenía
barba y un bigote en greñitas que apenas despuntaban.
Aseado y hasta podría agregar que estaba a la moda, claro, sin

279
elegancia. A primera vista parecía un poco cargado de
espaldas y con ademanes un poco torpes, aunque en realidad
no era cargado de espaldas y su compostura era más bien
desenvuelta. Tenía aire de tipo raro, pero todos pudimos
cerciorarnos más tarde de que su conducta era correcta y sus
palabras siempre precisas y oportunas.

No podría decir que era feo, pero a nadie le gustaba su cara. Su


cabeza era por demás alargada y aplanada por los lados (lo
que agudizaba la expresión de su rostro), la frente alta y
angosta, pero de pequeños rasgos faciales; la nariz era
pequeña y en punta, los labios largos y delgados. La expresión
del semblante tenía algo de enfermizo, pero no era más que
una apariencia. En las mejillas y en torno de los pómulos se le
notaban arrugas como las de quien convalece de una penosa
enfermedad. Sin embargo, gozaba de excelente salud, era
robusto, y nunca había estado enfermo.

Se presentaba y se movía con celeridad, pero no se daba prisa


por llegar a ningún sitio. Parecería no confundirse ante nada y
lograba ser siempre el mismo en cualquier circunstancia y ante
cualquier grupo social. Tenía una gran seguridad, pero no se
daba la menor cuenta.

Hablaba con fluidez, apresuradamente, pero con aplomo y sin


morderse la lengua. Expresaba sus pensamientos con
parsimonia a pesar de lo cortante de sus ademanes, y lo hacía
de manera precisa y tajante, algo que se destacaba de modo
especial. Su enunciación era de maravillosa claridad: las

280
palabras rotaban de sus labios como las cuentas de un collar,
gruesas y pulidas, siempre bien escogidas y siempre aptas para
la ocasión. Pero lo que agradaba al principio, luego resultaba
repelente, sin duda debido a esa enunciación tan precisa y esa
racha de palabras siempre a flor de labios. Finalmente creíamos
que su lengua debía de tener una forma especial, que debía de
ser excesivamente larga y delgada, terriblemente roja y
terminada en una punta que se movía continua e
involuntariamente.

Pues bien, tal era el joven que ahora entraba volando en la sala
y, la verdad sea dicha, todavía me parece que ya había
empezado a hablar en la habitación contigua y, por tanto,
entraba hablando. De pronto se paró frente a Varvara
Petrovna.

—... Imagínese, Varvara Petrovna —dijo sin hacer una pausa—,


que llego pensando que él estaría aquí desde hace un cuarto de
hora. Porque llegó hace hora y media. Nos encontramos en
casa de Kirillov. Salió de allí hace media hora para venir
directamente aquí y me citó para dentro de un cuarto de hora.

—¿De quién está usted hablando? ¿Quién lo citó a usted aquí?


—preguntó Varvara Petrovna.

—¡Pues de quién iba a estar hablando! ¿Quién otro puede ser?


¡Nikolai Vsevolodovich! ¿De veras que usted acaba de
enterarse? ¡Supongo que al menos su equipaje habrá llegado ya
hace rato! ¿Es que no se lo han dicho a usted? Quiere decir

281
entonces que yo soy el primero en anunciarlo. Claro que se
podría mandar a alguien a buscarlo, pero seguramente vendrá
él mismo en un momento, justamente en el momento que mejor
le cuadre y, si no me equivoco, que mejor convenga a sus
propósitos.

En ese punto abarcó la sala con la vista y la fijó en el capitán


con atención especial.

—¡Ah, Lizaveta Nikolayevna! ¡Qué gusto encontrarla al primer


paso y darle un apretón de manos! —dijo corriendo a ella para
estrechar la que le alargaba la sonriente Liza—. Y, por lo que
veo, usted, estimada Praskovya Ivanovna, no ha olvidado a su
«profesor» ni está enfadada con él como siempre lo estaba en
Suiza. ¿Y cómo está usted aquí de las piernas, Praskovya
Ivanovna? ¿Tenían razón los médicos de allí al recomendarle el
clima de su tierra? ¿Cómo?

¿Fomentos? Deberían de sentarle muy bien. ¡Ay, Varvara


Petrovna —dijo volviéndose a ella de pronto—, cuánto siento no
haber podido verla en Suiza para ofrecerle personalmente mis
respetos! Además, ¡tenía tantas cosas que contarle...! Le escribí
a mi viejo aquí, pero, por lo visto, él, según su costumbre...

—¡Petrusha! —exclamó Stepan Trofimovich saliendo al momento


de su asombro y corriendo hasta donde estaba su hijo con los
brazos abiertos—

282
. Pierre, mon enfant, ¡pero si no te he reconocido! —lo abrazó
con fuerza derramando lágrimas.

—¡Bueno, basta de arrumacos, nada de gestos elocuentes!


¡Vamos, basta, basta, ya es suficiente! ¡Por favor! —se apresuró
a murmurar Petrusha mientras trataba de librarse de los
abrazos.

—¡Siempre, siempre me he sentido culpable ante ti!

—Basta, basta ya. Luego hablaremos. Ya me imaginaba que


ibas a hacer escenas. ¡Vamos, por favor, cálmate!

—¡Pero si han pasado diez años desde la última vez que te vi!

—Razón de más para no hacerte el sentimental...

—¡Mon enfant!

—¡Pero si te creo, sé que me quieres! ¡Pero suéltame! ¡Que estás


fastidiando a los demás...! ¡Pero si aquí está Nikolai
Vsevolodovich! ¡Pero, vamos, déjate de tonterías, te lo ruego!

En efecto, Nikolai Vsevolodovich ya estaba en la sala. Había


entrado sin hacer ruido y durante un momento se detuvo en la
puerta abarcando con mirada tranquila a la concurrencia.

Igual que cuatro años antes, cuando lo vi por primera vez,


ahora volví a quedar impresionado desde la primera mirada.
No lo había olvidado en lo más mínimo; pero hay fisonomías
que siempre que afloran parecen traer consigo, sin excepción,
algo nuevo, algo que previamente no habíamos notado aunque
las hayamos visto más de cien veces. Pero por lo que podía ver,

283
estaba exactamente igual que cuatro años atrás: igual de
elegante, igual de altivo y hasta podría decir que casi igual de
joven, sus entradas guardaban el mismo aire imponente de
entonces. Su ligera sonrisa revelaba la misma amabilidad oficial
y la misma satisfacción de sí mismo. Su mirada también era la
misma: severa, abstraída y algo solazada. En una palabra, se
diría que habíamos dejado de vernos en la víspera. Sin embargo
una cosa, no obstante, me llamó la atención: antes, aunque se
daba por sentado que era un hombre apuesto, su semblante
«parecía una máscara», como solían murmurar algunas damas
maliciosas de nuestra sociedad. Pero ahora, no sé por qué, me
pareció desde el primer golpe de vista positiva e
indiscutiblemente hermoso, de modo tal que habría sido
imposible decir que su semblante parecía una máscara.

¿El cambio se debía a que estaba un poco más pálido que


antes y quizás algo más delgado? ¿O simplemente era que en
sus ojos brillaba algún nuevo pensamiento?

—¡Nikolai Vsevolodovich! —exclamó Varvara Petrovna


enderezándose en el sillón, sin levantarse de él y deteniéndole
con gesto imperioso—. ¡Quédate donde estás un momento!

Ahora bien, para comprender la terrible pregunta que siguió de


inmediato al gesto y la exclamación —pregunta cuya
posibilidad yo ni siquiera habría podido sospechar de Varvara
Petrovna—, ruego al lector que recuerde cuál ha sido el carácter

284
de Varvara Petrovna durante toda su vida y la singular
impulsividad de ese carácter en momentos críticos. Ruego
asimismo que recuerde que, a despecho de la rara firmeza de
espíritu y los abundantes recursos de sensatez y destreza
práctica y, por así decirlo, administrativa que poseía, no
faltaban en su vida instantes en que se entregaba en cuerpo y
alma y, si se permite la expresión, sin freno alguno. Ruego, por
último, que el lector tenga en cuenta que el momento a que
hago referencia era de esos en que, a la manera de un haz de
luz, se concentraba en ella la esencia de toda su vida: pasado,
presente y acaso también el futuro. Por mi parte, recordaré,
además, el anónimo que había recibido, del que había hablado
con tanta irritación Praskovya Ivanovna hacía un rato,
omitiendo, según creo, toda referencia al contenido de la carta.
Puede que en ésta estuviera el secreto que hacía posible la
terrible pregunta que ahora, de improviso, dirigía a su hijo.

—Nikolai Vsevolodovich —repitió, recalcando su nombre con


voz firme en que vibraba un reto amenazador—, te ruego que
digas ahora mismo y sin moverte de ese sitio, si es verdad que
esta coja infeliz (ahí la tienes, está ahí, mírala), si es verdad que
es... tu esposa legítima.

Recuerdo muy bien ese instante. Él no se inmutó en absoluto y


miró a su madre fijamente. En su rostro no se reflejaba la menor
alteración. Por fin apareció en sus labios una sonrisa lenta y
condescendiente y, sin contestar palabra, se acercó
tranquilamente a su madre, le tomó una mano, la llevó

285
respetuosamente a los labios y la besó. Y era tan constante e
irresistible el ascendiente que ejercía sobre su madre que ésta
no se atrevió a retirar la mano. Se limitó a mirarlo, convertida
toda ella en pregunta, y su aspecto entero revelaba que no
podría soportar la incertidumbre un segundo más.

Pero él seguía sin hablar. Después de besar la mano volvió a


recorrer la sala con los ojos y, siempre sin apresurarse, se
dirigió a María Timofeyevna. Es muy difícil describir la fisonomía
de las personas en ciertos momentos. Recuerdo, por ejemplo,
que María Timofeyevna, muerta de espanto, se levantó al
acercársele él y extendió los brazos en un gesto como de
súplica. Y recuerdo además el éxtasis con que lo miraba, un
éxtasis insensato que casi le descomponía el rostro, un éxtasis
que resulta casi imposible de aguantar para quienes lo
observan. Puede que hubiera las dos cosas: espanto y éxtasis;
pero recuerdo que me acerqué a ella de un brinco (estaba casi
a su lado) porque me pareció que estaba a punto de
desmayarse.

—Usted no debería estar aquí —le dijo Nikolai Vsevolodovich


con voz suave y melodiosa; y en los ojos de él brilló una ternura
desacostumbrada. Se mantenía ante ella en la actitud más
respetuosa y cada movimiento suyo manifestaba la
consideración más sincera. La pobre mujer, jadeante, le susurró
impulsivamente:

—¿Quisiera, podría... ahora mismo... ponerme de rodillas ante


usted?

286
—No. No puede usted hacer eso —dijo él con sonrisa tan
espléndida que ella comenzó a reír alegremente.

Con la misma voz melodiosa y hablándole tiernamente como a


un niño, añadió con gravedad:

—No olvide que es usted doncella y que yo, aunque su amigo


más fiel, no dejo de ser para usted un extraño: ni marido, ni
padre, ni prometido. Déme la mano y nos iremos. La
acompañaré hasta el coche y, si me lo permite, la llevaré a su
casa.

Ella le escuchaba con la cabeza inclinada, como reflexionando.

—Vamos —dijo suspirando, y le dio la mano.

Pero en ese momento sufrió un leve infortunio. Sin darse cuenta


dio una vuelta sin fijarse en lo que hacía y tropezó en su pierna
coja, más corta que la sana; finalmente cayó sobre un lado del
sillón y, de no ser por éste, se habría desplomado en el suelo.
Nikolai Vsevolodovich de inmediato la levantó y la sostuvo
agarrándola fuerte por el brazo, y con aire preocupado la
escoltó cuidadosamente a la puerta. Era evidente que a ella la
había abrumado la caída. Turbada, se puso como la escarlata y
sintió una horrible vergüenza. Mirando silenciosa el suelo,
cojeando lamentablemente, iba renqueando tras él, casi
colgada de su brazo. Así salieron de la sala. Vi que Liza saltó de
pronto de su silla cuando ellos salían y que los fue siguiendo
tenazmente con la vista hasta la puerta misma. Luego volvió a

287
sentarse en silencio, pero en su cara se percibía un rictus
tembloroso como si hubiera tocado un reptil repugnante.

Mientras Nikolai Vsevolodovich y María Timofeyevna


protagonizaban la escena, todo el mundo estuvo callado,
subyugado y sin poder salir del asombro. En aquel momento,
hasta una mosca hubiera hecho ruido en el salón. Pero una vez
que salieron, todos comenzaron a hablar al mismo tiempo.

Decir que estaban hablando en realidad es faltar a la verdad,


gritaban. El estado de confusión es tan profundo que no es
posible precisar el orden de los acontecimientos. Algo dijo en
francés Stepan Trofimovich mientras agitaba los brazos,
Varvara Petrovna mientras tanto no le prestaba la menor
atención. Mavriki Nikolayevich por su parte murmuró algo
demasiado rápido y demasiado incoherente como para que se
entendiera. El más nervioso de todos era Piotr Stepanovich, que
intentaba desesperadamente convencer a Varvara Petrovna de
algo, con gestos ampulosos. Durante un largo tiempo no pude
comprender nada. Hablaba con vehemencia tanto a Praskovya
Ivanovna como a Lizaveta Nikolayevna y en su excitación
hasta gritó algo de pasada a su padre: esto es, iba y venía a lo
largo de la sala. Varvara Petrovna, enrojecida de ira, saltó de su
asiento y gritó a Praskovya Ivanovna: «Pero ¿has oído? ¿Has
oído lo que acaba de decir sobre ella?». No podía dar respuesta

288
alguna Praskovya Ivanovna, apenas murmuraba y gesticulaba
nerviosa. La infeliz muchas preocupaciones tenía a esa altura: a
cada momento volvía la cabeza del lado de Liza y fijaba en ésta
los ojos con un vago terror. Ya no osaba siquiera pensar en
levantarse e irse como no lo hiciera su hija. Mientras tanto el
capitán se aprestaba de seguro a escurrir el bulto. Yo me di
cuenta de ello. Se lo veía víctima de agudo e indiscutible pánico
desde el momento en que apareció Nikolai Vsevolodovich; pero
Piotr Stepanovich lo agarró del brazo y no lo dejó escaparse.

—Es indispensable, indispensable —Piotr Stepanovich seguía


arengando a Varvara Petrovna, con intención de convencerla.
Estaba de pie ante ella, que se había vuelto a sentar y lo
escuchaba con ansia. Él consiguió al cabo captar su atención.

—Es indispensable. Como usted misma puede ver, aquí hay un


equívoco. A primera vista hay mucho que parece extraño y, sin
embargo, el asunto está más claro que la luz del día y es más
sencillo que dos y dos son cuatro. Bien sé que nadie está
autorizado para hablar y que probablemente hago el ridículo
tratando de meter baza. Pero, en primer lugar, el propio Nikolai
Vsevolodovich no da importancia alguna a la cosa; y, sin
embargo, hay circunstancias en que le resulta difícil a un
hombre dar explicaciones por sí mismo y en que se ve obligado
a recurrir a un tercero para hablar de cosas delicadas. Créame,
Varvara Petrovna, que Nikolai Vsevolodovich no tiene la culpa
de no haber contestado al momento, categóricamente, a la
pregunta que usted le hizo, a pesar de lo trivial del caso. Yo lo

289
conozco desde Petersburgo. Por otra parte, toda esa historia
honra a Nikolai Vsevolodovich, si es necesario emplear una
palabra tan imprecisa como «honra»...

—¿Quiere decir que usted mismo fue testigo de algún lance del
que resultó este... equívoco? —preguntó Varvara Petrovna.

—Testigo y partícipe —afirmó sin titubear Piotr Stepanovich.

—Si me da usted su palabra de que esto no ofende los


delicados sentimientos de Nikolai Vsevolodovich para conmigo,
a quien nunca he ocultado nada... y si usted está seguro de que
con ello le complace usted...

—No cabe duda de que le agrado, porque, por mi parte, lo


considero una obligación agradable. Seguro estoy de que él
mismo me lo pediría.

El afán importuno de este caballero, de improviso llovido del


cielo, de contar historias ajenas era harto extraño y no entraba
en las normas usuales de la buena educación. Pero había
encontrado el punto flaco de Varvara Petrovna y

ya la tenía atrapada en sus garras. Entonces yo no conocía


todavía el verdadero carácter de ese hombre y mucho menos,
por supuesto, sus intenciones.

—Dígame —dijo Varvara Petrovna con cautela...

—No es cosa de gran importancia lo que hay para contar —


prosiguió Piotr Stepanovich con su parlamento—. No obstante,

290
un novelista sin mejor cosa que hacer podría sacar de ello una
novela. Es una bagatela bastante interesante, Praskovya
Ivanovna, y estoy seguro de que Liza Nikolayevna la oirá con
curiosidad, porque aunque nada tiene de particular, sí tiene
mucho de extravagante. Hará unos años, en Petersburgo,
Nikolai Vsevolodovich conoció a este señor, a este mismo señor
Lebiadkin que está aquí con la boca abierta y que hace un
minuto intentó escaparse. Disculpe, Varvara Petrovna. Le
aconsejo, estimado señor oficial retirado del cuerpo de
intendencia (ya ve usted que lo recuerdo muy bien), que no
trate de poner los pies en polvorosa. A mí y a Nikolai
Vsevolodovich nos son harto conocidas sus andanzas por aquí,
y le advierto que de ellas tendrá que responder. Una vez más
ruego que me disculpe, Varvara Petrovna. En aquel entonces
Nikolai Vsevolodovich llamaba a este señor su Falstaff: éste —
aclaró enseguida— debió de ser un personaje estrafalario de
otros tiempos de quien todos se burlaban y quien, por su parte,
permitía que todos se burlasen de él con tal de que se lo
pagaran. Nikolai Vsevolodovich llevaba entonces en
Petersburgo una vida, por así decirlo, burlesca. No puedo
calificarla de otro modo porque no es hombre propenso a la
melancolía y aquellos días no tenía nada en que ocuparse. Me
refiero sólo a aquella época, Varvara Petrovna. Este Lebiadkin
tenía una hermana, la misma que estaba aquí hace un rato. Los
hermanos no tenían casa y dormían en las que iban
consiguiendo. Recorría la Galería Comercial, siempre con su
uniforme viejo, molestando a los que andaban por allí pidiendo

291
monedas que se gastaba en bebida. La hermana ayudaba con
la limpieza y vivía de la calderilla que le entregaban. Era una
vida miserable y no quiero detenerme en describir su sordidez;
vida, no obstante, que por excentricidad atraía entonces a
Nikolai Vsevolodovich. Sigo hablando sólo de aquella época,
Varvara Petrovna. En cuanto a lo de «excentricidad», sólo repito
una palabra que él usaba. No es mucho lo que me oculta.
Mademoiselle Lebiadkina, que por entonces tuvo frecuente
ocasión de ver a Nikolai Vsevolodovich, quedó prendada de su
estampa. Diríamos que en ese fondo putrefacto que era su
vida, significaba un diamante pulido. Como no soy hábil en el
retrato de los sentimientos, dejaré el asunto; pero
inmediatamente empezó el maldito a burlarse de ella, con lo
que se puso triste. Lo cierto es que no era la primera vez que se
reía, siempre lo había hecho, ahora lo advertía, eso es todo. Ya
para entonces estaba ida, aunque no tanto como ahora; incluso
se podría decir que en su infancia había recibido cierta
educación, gracias a alguna señora que se interesó por ella.
Nikolai Vsevolodovich nunca le hizo el menor caso. Jugaba a
las cartas todo el día con unos empleados del Estado: una
baraja grasienta que le permitía ganar o perder un cuarto de
kopek en cada apuesta. Aun así, cierta vez que osaron
molestarla, él, ni corto ni perezoso, agarró a uno de los
jugadores por el cuello y lo tiró por la ventana de un primer
piso. No se busque aquí ni un poco de caballerosidad frente a la
inocencia agraviada; fue un paso de comedia en medio de la
risa general. El que más lo disfrutó fue el mismo Nikolai

292
Vsevolodovich. Cuando aquello acabó felizmente, todos
hicieron las paces y se pusieron a beber. Ahora bien, la
inocencia perseguida no se olvidó de ello. Por supuesto, el
incidente causó el trastorno definitivo de sus facultades
mentales. Repito que no sé describir sentimientos, pero lo que
en ello hubo sobre todo fue una alucinación.

Además Nikolai Vsevolodovich avivó el fuego. En lugar de


seguir la broma, empezó a tratar a mademoiselle Lebiadkina
con insólito respeto. Kirillov, que andaba entonces por allí
(hombre rarísimo, Varvara Petrovna, y muy brusco; tal vez se lo
llegue a cruzar ya que vive ahora aquí), bueno, pues, como
digo, ese Kirillov, que de ordinario no abre la boca, se acaloró
de pronto y dijo, si mal no recuerdo, que Nikolai Vsevolodovich,
tratando a esa señorita como si fuera una marquesa, le había
hecho perder el juicio por completo. Debo añadir que Nikolai
Vsevolodovich apreciaba bastante a ese Kirillov. ¿Qué piensa
que le contestó? «Si usted cree que me río se equivoca ya que
yo la idolatro pues sé que es mucho más que todos nosotros».
Lo dijo con una seriedad pasmosa. Sin embargo, durante esos
dos o tres meses, salvo buenos días y adiós, no cambió una
palabra con ella. Yo, que fui testigo, recuerdo que ella llegó a
tomarlo como si fuera su novio, un novio que no se atrevía a
«llevársela» sólo por los muchos enemigos que tenía, por
obstáculos familiares y otras cosas por el estilo. ¡No fue poca la
risa, que digamos! Aquélla concluyó con que Nikolai

293
Vsevolodovich, cuando tuvo que venir aquí, dispuso cómo
cuidar de ella señalándole, según creo, una pensión anual de
bastante cuantía, de trescientos rublos, si no más. En resumen,
pongamos que aquello fue un gesto absurdo, el capricho de un
hombre envejecido prematuramente..., en fin, como afirmaba
Kirillov, pongamos que aquello fue el nuevo experimento de un
hombre saciado de todo para averiguar hasta dónde podía
llegar con una mujer débil y maniática. «Usted (decía) a
propósito eligió a la más infortunada de las personas,
condenada al maltrato y a la injusticia durante toda su vida; y,
por si fuera poco, sabiendo que esa criatura está a sus pies,
usted se burla de ella sólo como parte de un caprichoso
experimento». Pero, al fin y al cabo, ¿qué culpa tiene un hombre
de las extravagancias de una loca con la que, ¡óigalo bien!,
apenas ha cambiado un par de frases en todo ese tiempo? Hay
cosas, Varvara Petrovna, de las que no sólo es imposible hablar
con sensatez, sino de las que es hasta insensato intentar hablar.
Pero, en fin, digamos que se trató de un ataque de
excentricidad, porque no cabe decir más. Y, mientras tanto, ha
habido rumores aquí sobre ello... Algo sé de lo que aquí pasa,
Varvara Petrovna...

Entonces interrumpió su prédica el narrador y estuvo a punto


de interpelar a Lebiadkin, pero Varvara Petrovna lo contuvo. Se
lo veía muy nervioso.

—¿Ya terminó? —preguntó.

294
—Me falta en realidad preguntarle algo a este señor... Ahora
verá usted de qué se trata, Varvara Petrovna.

—No. Después. Espere un momento, se lo ruego. ¡Oh, qué bien


hice en dejarlo hablar!

—Y, vamos a ver, Varvara Petrovna —dijo Piotr Stepanovich con


entusiasmo—, ¿es que Nikolai Vsevolodovich podía decir todo
eso hace un rato para responder a su pregunta tan tajante?

—¡Oh, es verdad!

—¿Y no estoy en lo cierto cuando digo que a veces es mejor que


alguien explique las cosas por nosotros?

—Sí, es cierto..., pero en algo se equivocó usted, y siento decir


que sigue en el error.

—¿En qué error?

—Se lo digo..., pero ¿por qué no se sienta, Piotr Stepanovich?

—¡Muy bien! Como quiera. Gracias. La verdad es que estoy


cansado...

Acercó un sillón y lo puso entre Varvara Petrovna, por un lado,


Praskovya Ivanovna, que estaba junto a la mesa, por otro, y
enfrente del señor Lebiadkin, de quien no había quitado la vista
ni un segundo.

—Usted se equivoca en llamar a lo ocurrido «excentricidad»...

—Si no es otra cosa...

295
—Un momento. Espere —Varvara Petrovna lo interrumpió, como
quien tiene mucho para decir. Así lo entendió Piotr Stepanovich
y concentró en ella su atención—. Excentricidad es poco. Era
algo de carácter sagrado, se lo aseguro. Un hombre orgulloso,
humillado muy temprano, que llega hasta el género de

«burla» que usted ha caracterizado de modo tan preciso..., en


suma, un príncipe Harry, como de manera tan elocuente lo
llamó entonces Stepan Trofimovich, lo cual sería cierto si no se
pareciese más a Hamlet, al menos a mi entender...

—Et vous avez raison —aprobó con firmeza y vivacidad Stepan


Trofimovich.

—Gracias, Stepan Trofimovich. Le doy las gracias por la


extrema confianza que siempre depositó en Nicolas, que incluso
llegó a fortalecer la mía cuando fue necesario.

—Chère, chère... —Stepan Trofimovich estuvo a punto de dar un


paso adelante, pero se quedó quieto, por entender que no era
conveniente interrumpir.

—Y si junto a Nicolas —Varvara Petrovna casi entonaba ahora—


hubiera habido un Horacio grande en su humildad (otra
hermosa expresión suya, Stepan Trofimovich), quizás se habría
salvado hace tiempo del triste e imprevisto «demonio de la
ironía» que lo ha atormentado toda su vida. (Eso del demonio
de la ironía es otra magnífica expresión que le pertenece,
Stepan Trofimovich). Pero Nicolas no ha tenido nunca Horacio
ni Ofelia. Sólo ha tenido a su madre, ¿y qué puede hacer una

296
madre sola en tales circunstancias? Sepa usted, Piotr
Stepanovich, que hasta me resulta fácil comprender que una
persona como Nicolas pueda frecuentar esos tugurios infames
que usted cuenta. Se me representa ahora con toda claridad
esa «burla» de la vida (nuevamente una frase feliz y de su
autoría), ese apetito insaciable de contraste, ese fondo
tenebroso de cuadro en el cual figura él como un diamante,
según la comparación de usted, Piotr Stepanovich. ¡Y he aquí
que un día tropieza allí con una criatura injuriada por todos,
coja y medio loca, y quizá dominada también por los más
nobles sentimientos!

—Bueno, supongamos que así fuera.

—¿Y después de eso no comprende usted que no se riera de ella


como los demás? ¡Ay, señor mío! ¿Y usted no comprende que la
proteja de quienes la ultrajan, que la trate con respeto «como a
una marquesa»? (Ese Kirillov debe tener un ojo clínico para la
gente, aunque tampoco comprendió a Nicolas). Cabalmente de
ese contraste salió, si usted quiere, el quebradero de cabeza
actual. Si la desgraciada hubiera estado en otra situación, quizá
no habría tenido esos sueños delirantes. Una mujer, únicamente
una mujer puede comprender esto, Piotr Stepanovich. ¡Qué
lástima que usted..., quiero decir, no que no sea usted mujer,
sino que esta vez no haya logrado usted comprender!

—Usted quiere decir que cuanto peor va todo, tanto mejor.


Comprendo bien, Varvara Petrovna. Es lo mismo que en
cuestiones de credo: cuanto peor es la vida para un hombre o

297
cuanto más oprimido o indigente está todo un pueblo, tanto
más cree en las promesas del paraíso; y si cien mil clérigos se
afanan con el fin de probar eso, atizando ese credo y
especulando sobre él, entonces... la entiendo a usted, Varvara
Petrovna, no se preocupe.

—Bueno, no es exactamente eso. Veamos: ¿es que para


ahuyentar el sueño de ese desgraciado organismo —por qué
Varvara Petrovna empleó entonces la palabra «organismo» es
algo que no pude comprender— debía él también reírse de ella
y tratarla como esos empleados? ¿Es que usted reprueba ese
alto sentimiento de simpatía, ese noble temblor de todo el
organismo con el que Nicolas respondió a Kirillov: «Yo no me
río de ella»? Respuesta excelsa, sagrada.

—Sublime —murmuró Stepan Trofimovich.

—Y le aclaro que no es tan rico como usted cree. La rica soy yo,
y en esa época no recibió de mí casi nada.

—Entiendo, Varvara Petrovna —dijo Piotr Stepanovich,


removiéndose con cierta impaciencia.

—¡Oh, ése es mi mismísimo carácter! Me reconozco en Nicolas.


Reconozco ese espíritu juvenil, esa inclinación a los impulsos
sombríos y turbulentos... Y si alguna vez llegamos a conocernos
mejor, Piotr Stepanovich, cosa que por mi parte deseo
sinceramente, tanto más cuanto que le estoy muy agradecida,
entonces quizá comprenderá...

298
—¡Oh, créame que también yo lo deseo! —prorrumpió Piotr
Stepanovich.

—Entonces podrá entender esta ofuscación fruto del deseo de


ayudar a alguien que aunque seguramente no lo merezca,
convertirla en el sueño, el ideal, concentrar en ella todas las
esperanzas, adorarla, amarla toda la vida, sin saber
exactamente por qué, acaso, cabalmente, porque no es digna
de ello... ¡Ay, cuánto he sufrido toda mi vida, Piotr Stepanovich!

Aparentemente conmovido, Stepan Trofimovich comenzó a


buscarme con los ojos; pero yo esquivé la mirada a tiempo.

—... Y todavía no hace mucho, no hace mucho... ¡Oh, qué injusta


he sido con Nicolas! No se imagina hasta qué punto me han
lastimado amigos y enemigos, conocidos e intrusos. Cuando me
mandaron el primer anónimo repugnante (no lo creerá usted,
Piotr Stepanovich) no encontré en mí bastante desprecio para
contestar a tanta vileza... ¡Nunca, nunca me perdonaré la
pusilanimidad que he mostrado!

—Ya he oído decir algo acerca de esos anónimos de aquí —dijo


Piotr Stepanovich animándose—. Esté segura de que encontraré
a quien escribió todo eso.

—¡No puede usted imaginarse las intrigas que se fueron


tejiendo! Hasta a nuestra pobre Praskovya Ivanovna la han
torturado, ¿por qué a ella? Puede que hoy haya sido demasiado
injusta contigo, mi querida Praskovya Ivanovna — agregó en

299
arranque de magnánima y honda emoción no exenta de cierta
triunfante ironía.

—Basta, querida —murmuró Praskovya Ivanovna a


regañadientes—. Por mí creo que es necesario poner punto a
esto. Ya se ha hablado demasiado... —y volvió a mirar
tímidamente a Liza, que tenía los ojos puestos en Piotr
Stepanovich.

—Y en cuanto a esa pobre criatura, tan desgraciada y sin juicio,


que lo ha perdido todo y sólo ha conservado su corazón, he
decidido adoptarla —exclamó de pronto Varvara Petrovna—. Es
un deber que pienso cumplir como Dios manda. A partir de este
momento queda bajo mi protección.

—Y será una bella acción, desde cierto punto de vista —


corroboró Piotr Stepanovich con vivacidad—. Perdone, pero no
he concluido todavía. Quiero hablar precisamente de la
protección. Figúrese que cuando en esa ocasión se marchó
Nikolai Vsevolodovich (y empiezo justamente donde acabé
antes,

Varvara Petrovna), ese caballero, sí, este mismo señor


Lebiadkin se arrogó inmediatamente el derecho de disponer a
su gusto de la pensión destinada a su hermana, de toda ella, y
así lo hizo. No sé a ciencia cierta cómo arregló entonces el
asunto Nikolai Vsevolodovich, pero al cabo de un año, ya desde
el extranjero, se enteró de lo que pasaba y se vio obligado a

300
proceder de otro modo. Repito que no conozco los detalles. Él
mismo los contará. Sólo sé que se hizo entrar a la interesada en
un convento lejano, donde vivía hasta con comodidad, pero
vigilada con dulzura, ¿entiende usted? ¿A que no sabe usted
qué se le ocurrió entonces al señor Lebiadkin? Se valió primero
de todos los medios habidos y por haber para averiguar dónde
habían metido a su fuente de ingresos, esto es, a su hermana;
no tardó mucho en lograr su propósito; la sacó del convento
alegando no sé qué derecho sobre ella y se la trajo
directamente aquí. Aquí no le da de comer, le da palizas, la
maltrata, y cuando por algún conducto recibe de Nikolai
Vsevolodovich una suma considerable se da a la bebida, y en
lugar de gratitud lanza retos arrogantes a Nikolai
Vsevolodovich, haciéndole demandas insensatas, amenazando
con acudir a los tribunales si no se le entrega la pensión en
propia mano. De esta manera, el donativo voluntario de Nikolai
Vsevolodovich lo considera como tributo. ¿Se da usted cuenta?
Señor Lebiadkin,

¿es verdad todo lo que acabo de decir?

El capitán, que seguía de pie, sin decir palabra y con los ojos
bajos, dio rápidamente dos pasos adelante y se puso como la
grana.

—Me está tratando con suma crueldad, Piotr Stepanovich.

—¿Por qué crueldad? Dejemos para más tarde la discusión


sobre crueldad y benevolencia. Ahora sólo le pido que conteste

301
a la primera pregunta: ¿es verdad todo lo que he dicho, sí o no?
Si juzga que no es verdad, debe usted dar explicaciones sobre
la marcha.

—Yo..., usted mismo sabe, Piotr Stepanovich... —murmuró el


capitán. Cortó la frase e hizo un silencio. Conviene señalar que
Piotr Stepanovich estaba sentado en un sillón, con las piernas
cruzadas, y que el capitán estaba de pie ante él en la actitud
más respetuosa.

Por lo visto, la irresolución del señor Lebiadkin no gustó nada a


Piotr Stepanovich. Su rostro se crispó en un espasmo maligno.

—¿Puede explicar algo de todo esto? —dijo mirando fijamente


al capitán—.

En tal caso, todo el mundo lo escucha.

—Bien sabe usted, Piotr Stepanovich, que no estoy en


condiciones de explicar nada.

—No, yo no sé eso; es la primera vez que lo oigo. ¿Y por qué? El


capitán callaba, con la mirada fija en el suelo.

—Permítame que me vaya, Piotr Stepanovich —dijo con voz


firme.

—Pero no antes de que dé respuesta a mi primera pregunta: ¿es


verdad todo lo que he dicho?

—Sí, señor —dijo sordamente Lebiadkin, alzando la vista a su


verdugo mientras una gota de sudor corría por su frente.

302
—¿Todo?

—Todo, señor.

—¿No tiene nada que añadir o señalar? Si le parece que somos


injustos, indíquelo; proteste, exprese en voz alta su
disconformidad.

—Nada que añadir.

—¿Amenazó usted hace poco a Nikolai Vsevolodovich?

—Eso..., eso fue producto del vino, Piotr Stepanovich —levantó


de pronto la cabeza—. Piotr Stepanovich, si el honor de la
familia y la ignominia

inmerecida piden a gritos retribución entre las gentes,


entonces..., ¿es que entonces tiene uno la culpa? —rugió de
nuevo perdiendo los estribos.

—¿Y ahora no está usted bebido, señor Lebiadkin? —Piotr


Stepanovich le dirigió una mirada penetrante.

—No..., no lo estoy.

—¿Qué quiere decir eso del honor de la familia y la ignominia


inmerecida?

—No lo he dicho por nadie, no pensaba en nadie. Hablaba


conmigo mismo... —el capitán desfallecía de nuevo.

—Por lo visto le ha sentado muy mal lo que he dicho de usted y


su comportamiento. Es usted excesivamente quisquilloso, señor

303
Lebiadkin. Permítame decirle, sin embargo, que aún no he
hablado de su comportamiento en su sentido real. Ya hablaré
del comportamiento de usted en su sentido real. Hablaré de él
(lo que puede muy bien suceder), pero todavía no he empezado
a hablar de él en su sentido real.

Lebiadkin se estremeció y miró asustado a Piotr Stepanovich.

—Piotr Stepanovich, sólo ahora empiezo a despertarme.

—Veo. ¿Y el que lo ha despertado he sido yo?

—Efectivamente, Piotr Stepanovich. Durante cuatro años he


estado viviendo bajo un cielo encapotado. ¿Puedo por fin
marcharme, Piotr Stepanovich?

—Puede irse salvo que Varvara Petrovna juzgue necesario... Ella


respondió con un gesto, podía irse.

El capitán se inclinó, dio dos pasos hacia la puerta, se detuvo


de pronto, se llevó la mano al corazón, quiso decir algo pero no
lo dijo, y salió. En la puerta tropezó con Nikolai Vsevolodovich.
Éste se apartó. El capitán pareció encogerse ante él y se quedó
plantado, sin apartar de él los ojos, como un conejo ante una
serpiente. Nikolai Vsevolodovich hizo alto un instante, lo apartó
suavemente con el brazo y entró en la sala.

Es posible que algo bueno le hubiera ocurrido, lo cierto es que


se lo veía muy bien, tranquilo y hasta alegre.

304
—¿Me perdonas, Nicolas? —Varvara Petrovna no pudo
contenerse y fue rauda a su encuentro.

—¡Era esto! —exclamó él en tono de broma indulgente—. Veo


que ya lo sabe usted todo. Cuando salí de aquí iba pensando en
el coche que quizá habría debido contarle mi aventura, por lo
extraño que fue el modo de irme. Pero recordé que aquí se
quedaba Piotr Stepanovich y me quedé tranquilo entonces.

Hablaba y recorría la sala con la vista.

—Piotr Stepanovich nos ha contado una historia antigua de


Petersburgo sacada de la vida de un hombre singular —declaró
triunfante Varvara Petrovna—, de un hombre antojadizo y loco,
pero de sentimientos siempre elevados, siempre caballeresco y
noble...

—¿Caballeresco? ¿Hasta eso hemos llegado? —dijo Nikolai


riendo—. De todos modos, agradezco mucho a Piotr
Stepanovich la prisa que se ha dado esta vez —aquí cambió con
él una mirada fugaz—. Debe usted saber, maman, que Piotr
Stepanovich es un pacificador universal: ése es su papel, su
enfermedad, su misión, y se lo recomiendo a usted muy
encarecidamente a ese respecto. Me figuro la clase de cuento
que le habrá estado contando. En efecto, parece como si
tomara apuntes cuando cuenta. Su cabeza es un archivo. Y
tenga usted presente que, como realista que es, no puede decir
mentiras y que aprecia la verdad más que el éxito..., salvo, por
supuesto, en casos especiales en que el éxito se cotiza más alto

305
que la verdad —al decir esto miró a su alrededor—. Así, pues,
maman, está claro que no es usted la que debe pedirme a mí
perdón, y que si en esto hay un poco de locura soy yo, por
supuesto, el responsable, lo que quiere decir, a fin de cuentas,
que soy yo el que está loco. Al fin y al cabo, debo mantener la
fama que aquí tengo...

Y abrazó tiernamente a su madre.

—En todo caso, ya es un asunto terminado —lo dijo recurriendo


a un ligero timbre de firmeza y sequedad. Varvara Petrovna
conocía ese timbre, pero su exaltación no se calmó, sino todo lo
contrario.

—Pensé que vendrías en un mes, Nicolas.

—Maman, ya te lo explicaré todo, por supuesto, pero ahora...

Se acercó a Praskovya Ivanovna quien apenas lo miró, a pesar


de que media hora antes se había quedado petrificada cuando
hizo su primera aparición. Pero tenía ahora otros motivos de
preocupación. Desde el instante mismo en que salió el capitán y
tropezó en la puerta con Nikolai Vsevolodovich, Liza había
estado riendo, sorda e intermitentemente al principio, pero la
risa fue creciendo cada vez más, haciéndose más ronca y
patente. Tenía el rostro encendido. El contraste con su aspecto
sombrío de hacía un rato era sorprendente. Mientras Nikolai
Vsevolodovich estuvo hablando con Varvara Petrovna, Liza
había hecho dos veces seña a Mavriki Nikolayevich de que se
acercara, como si fuera a decirle algo al oído, pero cuando éste

306
se inclinaba, ella al momento reventaba de risa; cabía suponer
que era precisamente del pobre Mavriki Nikolayevich de quien
se reía. Por otra parte, se veía que trataba de dominarse y se
llevaba un pañuelo a los labios. Nikolai Vsevolodovich, con aire
ingenuo e inocente, se acercó a ella para saludarla.

—Perdóneme, por favor —respondió ella con rapidez—. Usted...,


usted, por supuesto, ya ha conocido a Mavriki Nikolayevich...
¡Santo cielo, pero es usted imperdonablemente alto, Mavriki
Nikolayevich!

Y de vuelta a la risa. Mavriki Nikolayevich era alto, pero no lo


era

«imperdonablemente».

—¿Hace mucho que llegó? —murmuró ella dominándose de


nuevo, incluso turbándose, pero con los ojos chispeantes.

—Poco más de dos horas —contestó Nicolas mirándola con


fijeza. Debo advertir que era hombre sobremanera circunspecto
y cortés, pero aparte de la cortesía, parecía por completo
indiferente, hasta aburrido.

—¿Y dónde va a vivir?

—Aquí.

Varvara Petrovna observaba también a Liza, pero de pronto la


asaltó una

307
idea.

—¿Dónde has estado, Nicolas, durante esas dos horas y pico? —


preguntó—

. El tren llega a las diez.

—Llevé primero a Piotr Stepanovich a casa de Kirillov. Tropecé


con él en Matveyevo (a tres estaciones de aquí) y hemos venido
en el mismo vagón.

—Yo estaba esperando en Matveyevo desde el amanecer —


confirmó Piotr Stepanovich—. Durante la noche descarrilaron
los últimos vagones de nuestro tren y estuve a punto de
romperme las piernas.

—¡De romperse las piernas! —exclamó Liza—. ¡Mamá, mamá, y


nosotras que queríamos ir la semana pasada a Matveyevo!
¡También quizá nos habríamos roto las piernas!

—¡Dios santo! —dijo Praskovya Ivanovna persignándose.

—¡Mamá, mamá, por favor, no se asuste si de veras me rompo


las piernas! Eso puede muy bien sucederme. Usted misma me
vive diciendo que voy en mi caballo como una loca. Mavriki
Nikolayevich, ¿me llevará usted de paseo cuando esté coja? —
dijo de nuevo entre risas—. Si eso pasa, no permitiré a nadie
más que a usted sacarme de paseo. Se lo digo para que lo
tenga presente. Pero supongamos que me rompo sólo una
pierna... Sea amable y dígame que le gustaría...

308
—¿Que se rompiera una pierna? —preguntó con seriedad
Mavriki Nikolayevich frunciendo las cejas.

—¡Ahí sería usted quien me llevaría de paseo! ¡Sólo usted y


nadie más!

—Incluso en tal caso será usted la que me saque a mí, Lizaveta


Nikolayevna —murmuró Mavriki Nikolayevich más serio aún.

—¡Dios mío, pero si ha querido usted hacer un juego de


palabras! — exclamó Liza con terror fingido—. ¡Mavriki
Nikolayevich, no se atreva nunca a ir por ese camino! ¡Pero hay
que ver lo egoísta que es usted! Estoy convencida, y lo digo en
su honor, de que se calumnia usted a sí mismo. Al contrario. En
tal caso me dirá usted todo el santo día que con una pierna de
menos estoy más interesante. Habría algo, sin embargo, que no
tendría remedio: usted es excesivamente alto y yo, sin una
pierna, sería excesivamente baja. ¿Cómo podríamos ir del
brazo? Haríamos mala pareja.

Lanzó una carcajada. Las agudezas y alusiones no tenían


gracia, pero estaba claro que no era éxito lo que buscaba.

—¡Histeria! —me dijo por lo bajo Piotr Stepanovich—. ¡Pronto, un


vaso de agua!

Tenía razón. Un momento después todos acudieron a ella. Se


trajo agua. Liza abrazaba a su madre, la besaba con pasión,
sollozaba en su hombro y, a la vez, la apartaba de sí, le
observaba la cara, y se reía a carcajadas. También la madre se

309
puso a gimotear. Varvara Petrovna en seguida se llevó a las
dos a sus

habitaciones, saliendo por la misma puerta por la que antes


había entrado Daria Petrovna. Pero no estuvieron allí mucho
tiempo, cuatro minutos a lo sumo...

Estoy procurando recordar ahora todos los detalles de los


últimos momentos de esa mañana memorable. Me acuerdo de
que cuando nos quedamos solos, sin las señoras (salvo Daria
Pavlovna, que no se había movido de su sitio), Nikolai
Vsevolodovich fue saludando uno por uno a todos, excepto a
Shatov, que seguía sentado en su rincón, con la cabeza aún
más gacha que antes. Stepan Trofimovich empezó a decir
frases ingeniosas a Nikolai Vsevolodovich, pero éste se dirigió
al punto a Daria Pavlovna. Antes de llegar a ella, sin embargo,
Piotr Stepanovich lo llevó casi a la fuerza a una ventana, donde
se puso a decirle algo al oído con gran rapidez, algo al parecer
muy importante a juzgar por la expresión de su rostro y los
gestos que acompañaban a lo dicho. No obstante, Nikolai
Vsevolodovich lo escuchaba indolente y distraído, con su
sonrisa oficial, y por último casi con impaciencia, como
deseando zafarse. Se apartó de la ventana en el instante justo
en que volvían las señoras. Varvara Petrovna hizo sentar a Liza
en el mismo lugar de antes, diciéndole que debían quedarse y
descansar por lo menos diez minutos más, porque el aire fresco
quizá no sentaría bien a sus nervios agitados. Atendía

310
solícitamente a Liza y hasta tomó asiento a su lado. Junto a
ellas se plantó al momento Piotr Stepanovich, libre ya, e inició
una cháchara atropellada y alegre. Nikolai Vsevolodovich, por
su parte, se acercó con paso deliberado a Daria Petrovna, que
al verle venir empezó, sobresaltada, a agitarse en su asiento,
dando señales de turbación y poniéndose encendida.

—Al parecer, tengo que darle mis parabienes..., ¿o todavía no?


—dijo con una expresión peculiar en el rostro.

Dasha respondió algo difícil de oír.

—Disculpe la indiscreción —agregó él levantando la voz—, pero


sabrá usted que se me informó adrede. ¿Lo sabía usted?

—Sí, sé que se le informó adrede.

—Espero, sin embargo, no haber dado un paso en falso al


felicitarla —dijo riendo—, y si Stepan Trofimovich...

—¿Por qué debería felicitarla? —saltó al punto Piotr


Stepanovich—. ¿Por qué razón, Daria Pavlovna? ¡No me diga
que es lo que pienso! Se ha enrojecido y eso me lo confirma. Es
que es así, ¿por qué otra cosa habría que felicitar a nuestras
bellas y nobles mocitas? ¿Y de qué otra clase de felicitaciones
se ruborizarían tanto? Bueno, entonces la felicito y si acerté,
pague la apuesta que hicimos en Suiza cuando usted fue la que
aseguró que nunca se casaría. Ah, cómo es posible que me
haya olvidado nada menos que del objeto de mi visita: Suiza.
Dime —se dirigió a Stepan Trofimovich—, ¿cuándo vas a Suiza?

311
—¿A Suiza? —dijo Stepan Trofimovich maravillado y confuso.

—Y claro. ¿No ibas a Suiza a casarte?

—¡Pierre! —exclamó Stepan Trofimovich.

—¡No hay Pierre que valga...! Aquí estoy para decirte que no me
opongo si eso es lo que deseas en verdad. Si lo que quieres es
que «te salve» como me escribes y ruegas en la misma carta —
siguió la cháchara—, aquí estoy para lo que gustes mandar. ¿Es
verdad que se casa, Varvara Petrovna? —preguntó volviéndose
súbitamente a ella—. Espero no estar siendo indiscreto pero
repito lo que él me dijo en su carta, que toda la ciudad lo sabe y
que todos le dan la enhorabuena, hasta el punto de que para
evitarlo sale sólo de noche. Aquí en el bolsillo traigo la carta.
Pero ¿querrá usted creerme, Varvara Petrovna, que no entiendo
palabra de lo que dice? Dime sólo esto, Stepan Trofimovich,
¿hay que

felicitarte o hay que «salvarte»? ¡Hay que ver cómo, junto a


párrafos que expresan la mayor felicidad, hay otros de los más
desesperados! Para empezar pide perdón; bueno, sí, en eso
sigue su pauta habitual...; pero vamos a ver: imagínese que un
hombre que me ha visto dos veces en su vida, y eso por pura
casualidad, ahora cuando va a casarse por tercera vez se
figura que con ello infringe sabe Dios qué deberes paternos y
me ruega, a mil verstas de distancia, que no me enfade y que le
dé mi consentimiento. Por favor, no te ofendas, padre; son

312
cosas de la edad. Yo tengo la manga ancha y no te lo censuro;
quizás, incluso, redunde en honor tuyo, etc., etc.; pero lo que
importa al cabo es que no entiendo lo que importa en el asunto.
En la carta hablas de no sé qué «pecados en Suiza». Me caso,
dices, por no sé qué pecados o por pecados ajenos, en fin,
como sea, en suma, «pecados». La muchacha (escribe) es una
joya y, por supuesto, «él es indigno» de ella, ésas son sus
palabras. Pero ¿por qué pecados o circunstancias se ve
«obligado a casarse e ir a Suiza»? ¿Y por qué me pide que lo
deje todo y venga volando a salvarle? ¿Entiende usted algo de
esto? Pero..., pero por la cara que ponen ustedes —y dio una
vuelta en redondo, con la carta en las manos y una sonrisa
inocente en los labios— veo que, según mi costumbre, parece
que he metido la pata... por la estúpida franqueza mía o, como
dice Nikolai Vsevolodovich, por mi apresuramiento. Pero yo
pensaba que estaba entre amigos, quiero decir entre tus
amigos, padre, entre tus propios amigos, porque yo, al fin y al
cabo, soy un extraño aquí. Y veo..., veo que aquí todos saben
algo y que yo soy precisamente el que no sabe.

Seguía mirando a su alrededor.

—¿Entonces lo que está diciendo es que Stepan Trofimovich le


escribió diciendo que se casaba «por pecados ajenos
cometidos en Suiza» y que viniera usted volando a «salvarle»?
¿Eso escribió? —preguntó de pronto Varvara Petrovna,
acercándose a él amarilla de rabia, con la cara crispada y
temblorosos los labios.

313
—Bueno, en fin, si algo hay aquí que yo no he comprendido —
respondió Piotr Stepanovich como asustado y confundiéndose
con su propio discurso—, entonces, claro, es él quien tiene la
culpa por escribir de esa manera. Aquí está la carta. En
realidad no me ha escrito una sino millones de cartas en estos
últimos meses, tantas que le confieso, no llegué a leer todas.
Perdóname, padre, por esa confesión estúpida, pero, vamos,
tienes que reconocer que aunque las cartas me las mandabas a
mí, en realidad las escribías para la posteridad, conque a ti te
da dos cuartos de lo mismo... Bueno, bueno, no te enfades, que
al fin y al cabo somos familia. Ahora bien, esta carta, Varvara
Petrovna, esta carta sí la leí hasta el final. Estos «pecados»,
señora, estos «pecados ajenos» quizá no pasen de ser nuestros
propios pecadillos, y apuesto que son de lo más inocentes; pero
de pronto se nos ocurre hacer de ellos un lance imaginario con
su punta de autosacrificio; más aún, es para poner de relieve el
autosacrificio para lo que se inventa el lance. Porque, vea usted,
nuestra situación económica no anda bien; y hay que acabar
por confesarlo. Como sabe usted, le tenemos afición a la
baraja..., pero, en fin, esto no viene al caso, no viene en absoluto
al caso. Me temo que se me va la lengua, Varvara Petrovna,
pero es que me asustó, y yo venía efectivamente medio
dispuesto a «salvarle». A fin de cuentas, tengo vergüenza de mí
mismo. ¿Es que iba a ponerle el cuchillo en la garganta? ¿Acaso
soy un acreedor implacable? Ahí en la carta dice algo de una
dote... ¿Pero de veras, de veras, te vas a casar, padre? En fin, lo

314
de siempre; habla que te habla, y sólo para oírse a sí mismo...
¡Ay, Varvara Petrovna, seguro estoy de que me

echará usted ahora la culpa, y, por supuesto, también por mi


manera de hablar...!

—Al contrario, al contrario. Veo que ha acabado usted por


perder la paciencia, y con razón —aprobó Varvara Petrovna con
inquina.

Había escuchado con maligna satisfacción el torrente de


declaraciones

«veraces» de Piotr Stepanovich. Era evidente que éste estaba


haciendo un papel (qué clase de papel yo no lo sabía entonces,
pero sin duda era un papel, y por cierto representado de
manera bastante torpe).

—Al contrario —prosiguió ella—. Le agradezco mucho que haya


hablado. De no haberlo hecho, no me habría enterado. Estoy
abriendo por fin los ojos al cabo de veinte años. Nicolas, decía
antes que se te había informado de propósito. ¿Es que Stepan
Trofimovich también te escribió a ti sobre el particular?

—Yo tuve de él una carta muy inocente... y muy digna...

—Veo que te turbas y escoges las palabras con cuidado. Eso


basta. Stepan Trofimovich, espero de usted un favor fuera de lo
común —dijo volviéndose de pronto a él con ojos

315
relampagueantes—. Tenga la bondad de salir ahora mismo y en
adelante no vuelva a poner los pies en mi casa.

Ruego al lector que recuerde la «exaltación» de poco antes, que


aún no se había calmado. Bien mirado, la culpa la tenía también
Stepan Trofimovich. Pero lo que a la sazón me dejó asombrado
fue la irreprochable dignidad con que estuvo aguantando las
«revelaciones» de Petrusha, sin intentar interrumpirlas, y la
«excomunión» de Varvara Petrovna.

¿De dónde sacó tanto aguante? Yo sólo me percaté de que su


primer encuentro con Petrusha lo había lastimado sin duda
hondamente por el modo en que éste había respondido a sus
abrazos. Era un dolor profundo y genuino, al menos en sus ojos
y su corazón. Sin embargo, otro dolor lo atormentaba en ese
instante, a saber, la punzante convicción de haber obrado
indignamente; él mismo me lo confesó más tarde con absoluta
franqueza. Ahora bien, un dolor indudable y genuino puede
hacer a veces firme y estoico a un hombre sobremanera frívolo,
aunque sea por poco tiempo; más aún, un dolor verdadero,
genuino, puede en ocasiones hacer listos a los necios, también,
naturalmente, por breve tiempo.

Es rasgo propio de un dolor de esa índole. Y si ello es así, ¿qué


no podría ocurrir con un hombre como Stepan Trofimovich?
¡Una completa revolución, por supuesto también por poco
tiempo!

316
Se inclinó con dignidad ante Varvara Petrovna y no dijo palabra
(cierto que no le quedaba nada por decir). Habría querido irse
al momento, pero no se apresuró y se acercó a Daria Pavlovna.
Ésta, al parecer, lo había previsto, porque enseguida, asustada,
empezó a hablar como si se apresurase a tomarle la delantera:

—Por favor, Stepan Trofimovich, por amor de Dios no diga nada


—empezó con voz rápida y excitada, semblante contraído y
alargándole la mano—. Tenga la seguridad de que sigo
respetándolo tanto como antes, que lo estimo tanto como
antes y... piense bien de mí, Stepan Trofimovich, cosa que
apreciaré mucho, pero mucho...

Stepan Trofimovich se inclinó profundamente, muy


profundamente, ante

ella.

—Haz tu voluntad, Daria Petrovna. Sabes que en este asunto


debe hacerse

lo que tú quieras. Así ha sido antes, lo es ahora y lo será en el


futuro —sentenció gravemente Varvara Petrovna.

—¡Anda, ahora lo comprendo todo! —exclamó Piotr


Stepanovich, dándose un golpe en la frente—. ¿Pero..., pero en
qué situación quedo yo ahora después de esto? ¡Daria
Pavlovna, por favor, perdóneme! ¿Te das cuenta, pariente, del

317
papel que me obligas a hacer ahora? —dijo encarándose con su
padre.

—Pierre, bien podrías hablarme de otro modo, ¿no te parece,


amigo mío?

—indicó mansamente Stepan Trofimovich.

—No grites, por favor —clamó Pierre dando manotazos—.


Créeme que ésos son los nervios, sólo esos viejos y débiles
nervios tuyos, y que de nada sirve gritar. Mejor será que me
digas cómo no previste que yo sería el primero en hablar. ¿Por
qué no me avisaste de antemano?

Stepan Trofimovich le dirigió una mirada penetrante.

—Pierre, tú que estás al tanto de lo que aquí pasa, ¿de veras


que no sabías nada de este asunto, que no habías oído hablar
de él?

—¿Qué dices? ¡Habrase visto! De modo que no sólo eres un niño


viejo, sino un niño lleno de malicia. Pero ¿oye usted lo que dice,
Varvara Petrovna?

Se oyó un rumor de voces, pero de improviso se produjo un


incidente extraordinario que nadie habría podido prever.

Ante todo haré constar que durante los últimos dos o tres
minutos el talante de Liza había tomado otro cariz: algo estaba

318
diciendo por lo bajo a su madre y a Mavriki Nikolayevich,
inclinado sobre ella. Su semblante delataba preocupación a la
vez que intrepidez. Por fin se levantó de su asiento con evidente
intención de irse en seguida, dando prisa a su madre, a quien
Mavriki Nikolayevich ayudaba a su vez a levantarse de su sillón.
Pero bien claro estaba que el destino no las dejaba marcharse
sin haber presenciado la escena hasta su desenlace.

Shatov, olvidado por completo de todos en su rincón (no lejos


de Lizaveta Nikolayevna), y sin saber él mismo por qué seguía
allí y no se marchaba, de pronto se levantó de su silla y sin
apresurarse, pero con paso firme, cruzó el salón y se dirigió a
Nikolai Vsevolodovich, sin quitar los ojos del rostro de éste.
Nikolai Vsevolodovich notó que se le acercaba y sonrió
ligeramente, pero al llegar Shatov junto a él dejó de sonreír.

Cuando Shatov, sin decir palabra, se plantó ante él sin dejar de


mirarlo fijamente, todo el mundo se apercibió de ello y guardó
silencio, siendo Piotr Stepanovich el último en hacerlo. Así
pasaron cinco segundos. La expresión de perplejidad insolente
que se dibujaba en el semblante de Nikolai Vsevolodovich se
trocó en otra de enojo. Frunció las cejas y de repente...

De repente Shatov alzó su brazo, largo y pesado, y con toda la


fuerza de que era capaz le dio un golpe en la mejilla.

Nikolai Vsevolodovich se bamboleó violentamente.

Shatov asestó el golpe de manera especial, no como de


ordinario se entiende dar un bofetón (si así cabe expresarse),

319
no con la palma de la mano, sino con todo el puño. Y el puño
suyo era grande, duro, huesudo, cubierto de pecas y vello rojizo.
Si el golpe hubiera alcanzado la nariz, la habría deshecho. Pero
fue en la mejilla, rozando la comisura izquierda de los labios y
los dientes superiores, de los que al momento brotó sangre.

Creo que al golpe siguió inmediatamente un grito; quizá fuera


Varvara Petrovna la que gritó. Pero no lo recuerdo, porque de
nuevo se hizo el silencio en el salón. Por lo demás, la escena
entera no había durado más de diez segundos.

Debo repetir que estamos hablando de una persona que no


sabe lo que es tener miedo, Nikolai Vsevolodovich. En un duelo
podía permanecer impertérrito ante el disparo de su rival,
apuntar a su vez y matarlo con tranquila ferocidad. Si alguien le
diese una bofetada, creo que no retaría al agresor a un duelo,
sino que lo mataría allí mismo, inmediatamente. Así era él.
Puedo arriesgar que nunca se había dejado arrebatar por la
furia, jamás. Él podía mantener siempre pleno dominio de sí
mismo y comprender, por lo tanto, que por una muerte que no
fuera en duelo iría derecho a presidio. A pesar de ello, habría
matado a su ofensor sin la menor vacilación.

He estudiado desde hace mucho a Nikolai Vsevolodovich y, por


varios motivos, conozco ahora de él, cuando escribo esto,
muchos detalles. Quizá lo compararía con ciertos caballeros del
pasado a quienes se vinculan en nuestra sociedad algunos
recuerdos legendarios. Se contaba, por ejemplo, del
decembrista L*, que durante toda su vida buscó adrede el

320
peligro, que se embriagaba con la sensación de él, y que de él
había hecho una exigencia de su propia naturaleza. En su
juventud se batía a duelo por cualquier futesa. En Siberia salía a
cazar osos armado sólo de un cuchillo; gustaba de encontrarse
en los bosques siberianos con presidiarios que se habían dado
a la fuga, muchísimo

más temibles que los osos. No cabe duda de que estos


caballeros legendarios eran capaces de sentir miedo, e incluso
en alto grado; de lo contrario habrían sido menos turbulentos y
la sensación de peligro no se habría convertido en exigencia de
su naturaleza. Vencer la propia cobardía era, por supuesto, lo
que les seducía. El éxtasis continuo de la victoria y el
conocimiento de que nadie los superaba era para ellos el mayor
atractivo. Este L*, ya antes de su destierro, hubo de luchar con
el hambre, y a costa de trabajo ímprobo se ganaba el pan, sólo
porque de ninguna manera quería someterse a las demandas
de su acaudalado padre, que consideraba injustas. Así, pues,
entendía la lucha en varios sentidos. No era sólo con los osos, ni
tampoco en los duelos, donde ponía a prueba su estoicismo y
firmeza de carácter.

Pero sea como fuere, han pasado muchos años desde entonces,
y la índole de nuestra generación actual, nerviosa, atormentada
y contradictoria, no es nada compatible con esas sensaciones
absorbentes e inmediatas que buscaban en sus actos algunos
varones inquietos del buen tiempo viejo. Acaso Nikolai

321
Vsevolodovich habría tratado a L* con altivez, quizá incluso le
habría tildado de fanfarrón y cobarde, aunque, la verdad sea
dicha, no en voz alta. Él también mataría a su rival en duelo,
saldría a la caza de osos, pero sólo si fuera necesario, y se
defendería de un bandido en el bosque con tanto éxito y tan
poco miedo como L*, pero sin la menor sensación de placer. Por
una triste necesidad, desganado, casi con fastidio. En maldad le
llevaba sin duda una gran ventaja a L* y hasta a Lermontov.
Nikolai Vsevolodovich era más perverso que los dos juntos, pero
era una maldad diferente, se diría fría, tranquila y, digamos
que racional, lo que la convierte en mucho más efectiva y
peligrosa. Vuelvo a decirlo una y mil veces: tanto en ese
momento como ahora mismo yo considero que se trata de un
hombre que ante una ofensa, ante una bofetada es capaz de
responder con un acto criminal, es capaz de matar a su ofensor.
Y sin retarlo a duelo. Pero aquella vez no pasó eso, algo muy
diferente ocurrió.

Cuando pudo enderezarse luego de bambolearse


patéticamente a causa del puñetazo, y habiendo agarrado a
Shatov por los hombros, casi en el mismo instante lo soltó y
cruzó las manos en la espalda. Quedó en silencio, miró
fijamente a Shatov y se puso pálido como la cera. Lo extraño,
sin embargo, fue que pareció apagársele la luz de los ojos. Diez
segundos después éstos volvieron a mirar fría y —estoy seguro
de no mentir— tranquilamente. Seguía, sin embargo,
horriblemente pálido. No sé, por supuesto, cómo iba la

322
procesión por dentro; al fin y al cabo yo sólo veía lo de afuera.
Tengo la impresión de que si hubiera un hombre que apretara,
por ejemplo, en la mano una barra de hierro candente para
poner a prueba su aguante y tratara durante diez segundos de
sobreponerse al dolor intolerable y, en efecto, se sobrepusiera,
ese hombre, creo yo, habría soportado algo parecido a lo que
Nikolai Vsevolodovich soportó durante esos diez segundos.

El primero de los dos en bajar los ojos fue Shatov y, al parecer,


porque tuvo que bajarlos. Luego giró despacio sobre los talones
y abandonó el salón, pero ya no con su paso de antes, cuando
se acercó a Nikolai Vsevolodovich. Iba sosegado, encorvada la
espalda, la cabeza gacha, y como rumiando algo para sus
adentros. Parecía murmurar algunas palabras. Llegó hasta la
puerta con cuidado, sin rozar ni tropezar con nada, pero sólo la
entreabrió, de modo que tuvo que pasar casi de lado por la
abertura. Cuando se escurría se le notaba particularmente, tieso
en el cogote, el mechón de pelo.

Antes de que todo el mundo se pusiera a vociferar se escuchó


un grito desgarrador. Pude ver cómo Lizaveta Nikolayevna
tomaba a su madre por el

hombro y a Mavriki Nikolayevich del brazo en intentaba


sacarlos de la sala dándoles fuertes tirones. De pronto dio un
nuevo grito y cayó desmayada. En este momento todavía me

323
parece estar oyendo el golpe que dio con la nuca en la
alfombra.

324
SEGUNDA PARTE

PRIMER CAPÍTULO: Noche

Pasaron ocho días en los que no supimos qué era lo que en


verdad estaba ocurriendo. Ahora, mientras escribo esta crónica,
pienso en todo lo que vivimos y en todo lo que por aquellos
tiempos nos resultaba extraño. Stepan Trofimovich y yo vivimos
encerrados al principio, atentos y alarmados en la distancia.
Después yo apenas salía pero siempre traía noticias. No habría
podido sobrevivir en reclusión sin ellas.

De más está decir que se propagaban por la ciudad rumores de


todo tipo sobre la bofetada, el desmayo de Lizaveta
Nikolayevna y todo lo demás que ocurrió aquel domingo. Nos
preguntábamos absortos quién había logrado con tanta
eficacia y premura dar cuenta de todo aquello. Era lógico
pensar que ninguno de los que estuvieron presentes en tal
ocasión habría juzgado necesario o provechoso develar el
secreto. Además, no había habido criados en la sala. Sólo
Lebiadkin habría podido decir algo, no tanto por malicia, ya
que había salido espantado (y el miedo al enemigo anula la
mala voluntad que se le tiene), sino sencillamente por las
simples ganas de hablar. Pero Lebiadkin, acompañado de su
hermana, desapareció al día siguiente sin dejar rastro. No

325
estaba en casa de Filippov y no se sabía a dónde había ido; se
había esfumado. Shatov, de quien quise obtener informes
acerca de María Timofeyevna, se encerró en su cuarto, y según
creo pasó esos ocho días allí adentro sin hacer nada,
interrumpiendo incluso su trabajo en la ciudad. Además no me
recibió. Fui a verlo el martes y llamé a su puerta pero no obtuve
respuesta, pero como sabía con certeza que se hallaba en la
casa, llamé por segunda vez. Entonces, supongo que saltando
de la cama, se acercó con pasos pesados a la puerta y gritó
con voz ronca: «Shatov no está en casa». No tuve opción y me
marché.

Stepan Trofimovich y yo, con temor ante lo ocurrido pero


dándonos ánimo mutuamente, llegamos por fin a la misma
conclusión: el responsable de propagar los rumores había sido
Piotr Stepanovich, también es cierto que tiempo después,
conversando con su padre, aquél afirmó que ya la historia
estaba en boca de todos, especialmente en el club, y que era ya
noticia conocida para la gobernadora y su marido. Otro detalle
digno de destacar fue que el lunes por la noche tropecé con
Liputin, que conocía al detalle lo sucedido y que, por
consiguiente, fue sin duda uno de los primeros en saberlo.

Muchas de las señoras (y sobre todo las más distinguidas)


estaban entusiasmadas por conocer los detalles sobre «la cojita
misteriosa», como todos llamaban a María Timofeyevna.
Algunas deseaban verla en persona cuanto antes y más aún,
muchas de ellas querían relacionarse. De todos modos, lo que

326
ocupaba los primeros planos era el desmayo de Lizaveta
Nikolayevna, los pormenores del episodio interesaban a todo el
«gran mundo», aunque sólo fuera porque el incidente afectaba
de cerca a Iulia Mihailovna como pariente y protectora de la
joven. ¡Y hay que ver todo lo que se decía! A la difamación
contribuía asimismo una circunstancia misteriosa: ambas casas
estaban herméticamente cerradas. Se decía incluso que
Lizaveta Nikolayevna estaba en cama con fiebre muy alta, y
que Nikolai Vsevolodovich también se había enfermado y que
además había perdido un diente que había dejado
terriblemente hinchada una de sus mejillas. En algunos sitios se
agregaba que pronto ocurriría un asesinato, ya que Stavrogin
no era de los que toleraban ultraje semejante y que mataría a
Shatov, pero en silencio, como en las

vendettas corsas. Esta posibilidad dejaba contentos a muchos.


Ahora bien, la mayoría de nuestra juventud dorada oía todo
esto con desdén y aire de absoluta indiferencia, por supuesto
fingida. En general, se hizo patente la antigua inquina que
nuestra sociedad profesaba a Nikolai Vsevolodovich. Incluso la
gente sensata se afanaba por culparlo, aunque ni ella misma
sabía por qué. Se susurraba que acaso había deshonrado a
Lizaveta Nikolayevna y que además existía entre ellos una
intriga amorosa mientras estaban en Suiza. Cierto es que las
personas circunspectas se reportaban, lo que no les impedía,
sin embargo, escuchar con avidez. Había otros dimes y diretes

327
sobremanera extraños que circulaban, no pública, sino
privadamente, casi a puerta cerrada, y a la existencia de los
cuales aludo sólo para poner al lector sobre aviso en vista de
ulteriores acontecimientos en mi relato. Algunas personas
decían, arrugando el entrecejo y quién sabe con qué
fundamento, que Nikolai Vsevolodovich tenía algún asunto
especial que tramitar en nuestra provincia; que merced a la
protección del conde K* había trabado relación en Petersburgo
con personas muy influyentes; incluso decían que era un alto
funcionario a quien le había sido confiada una misión
importante. Si algunas personas serias y prudentes se sonreían
ante semejante afirmación, objetando con bastante razón que
un hombre que hacía vida escandalosa y que había comenzado
su gestión entre nosotros con una mejilla hinchada no parecía
agente del poder público, se les sugería que su misión no era
oficial, sino, por así decirlo, confidencial, y que en tal caso su
misma índole exigía que el encargado de ella se asemejara lo
menos posible a un funcionario público. Tal observación surtía
efecto, porque era sabido que en la capital se vigilaba con
particular interés a nuestra administración provincial. Repito
que estos rumores circulaban durante poco tiempo y
desaparecían sin dejar rastro, al menos hasta que Nikolai
Vsevolodovich hizo su primera aparición; pero pondré de relieve
que el motivo de muchos rumores fueron en parte las breves
aunque insidiosas palabras que vaga e inconexamente
pronunció en el club el capitán de guardia Artemi Pavlovich
Gaganov, el cual, habiendo obtenido el retiro, acababa de

328
regresar de Petersburgo, poderoso terrateniente de nuestra
provincia y distrito, hombre que pertenecía a la brillante
sociedad capitalina e hijo del difunto Pavel Pavlovich Gaganov,
el respetable anciano con quien, hacía algo más de cuatro años,
Nikolai Vsevolodovich había tenido un encuentro, singular por
su grosería y brusquedad, al que ya me he referido al principio
de mi relato.

Todos sabían ya que Iulia Mihailovna había hecho una visita


sugestiva a Varvara Petrovna y que en la puerta de la casa le
informaron que como «la señora estaba indispuesta, no podía
recibir». Días después de aquella visita se supo que Iulia
Mihailovna mandó a preguntar por la salud de Varvara
Petrovna. Por último, la gobernadora se puso a «defender» en
todos lados a Varvara Petrovna, por supuesto sólo de la forma
más elevada, o, lo que es lo mismo, de la forma más vaga
posible. Con todo, escuchaba severa y fríamente las ligeras
alusiones que al principio se hicieron a los sucesos del domingo,
hasta el punto de que en los días siguientes ya nadie las hacía
en su presencia. De este modo fue ganando terreno por todas
partes la idea de que a Iulia Mihailovna no sólo le era conocida
toda la misteriosa historia, sino también todo su misterioso
significado, hasta el más nimio de los detalles, y no en calidad
de testigo presencial, sino de participante. De modo que quiero
destacar que ya ganaba terreno entre nosotros el gran
predicamento que sin duda buscaba y ansiaba, y que ya
comenzaba a verse «rodeada» de un círculo de allegados. Un

329
sector de nuestra sociedad le reconocía inteligencia práctica y
tacto..., pero ya hablaremos

de esto más adelante. A su protección, asimismo, se atribuían


en gran parte los rápidos éxitos de Piotr Stepanovich en
nuestra sociedad, éxitos que sorprendieron muy
particularmente a su padre, Stepan Trofimovich.

Piotr Stepanovich casi al mismo tiempo se hizo conocido por


todos, apenas cuatro días después de su llegada. Hizo su
aparición el domingo, y ya el martes lo vi en coche con Artemi
Pavlovich Gaganov, hombre orgulloso, irritable y activo a pesar
de su vida mundana, con quien, por su carácter, era
especialmente difícil llevarse bien. En casa del gobernador
también se recibía a Piotr Stepanovich con sumo agrado, hasta
el punto de que en seguida se lo tuvo por amigo íntimo y, sin
exagerar, casi como el niño mimado de la familia. Comía con
Iulia Mihailovna casi a diario. La había conocido en Suiza, pero
en el éxito fulminante que logró en casa de Su Excelencia había
sin duda algo peculiar. Al fin y al cabo, se lo había reputado
durante algún tiempo revolucionario emigrado, lo que podía o
no ser verdad; había colaborado en el extranjero en
publicaciones subversivas y participado en congresos, «lo cual
podía probarse por los periódicos», como me dijo con malicia
Aliosha Teliatnikov, hoy día, ¡ay!, funcionario jubilado de baja
categoría, pero antes niño mimado también en casa del
gobernador anterior. Hay, sin embargo, que destacar un hecho

330
importante: el antiguo revolucionario regresó a su amada
patria no sólo sin mostrar inquietud, sino casi invitado a
hacerlo; por consiguiente, carecía de fundamento lo que de él
se decía. En cierta ocasión, Liputin me confió en secreto que,
según decían, Piotr Stepanovich había hecho por lo visto
penitencia y recibido perdón, dando a las autoridades a tal
efecto los nombres de varias personas, con lo que quizás había
logrado también purgar su culpa, prometiendo además que en
adelante sería útil a la patria. Yo repetí esas malignas palabras
a Stepan Trofimovich, que, a pesar de no estar en condiciones
de pensar claro, reflexionó mucho sobre el caso. Más adelante
se supo que Piotr Stepanovich había venido a nuestra ciudad
con cartas de recomendación absolutamente intachables; en
todo caso era portador de una para la gobernadora, escrita por
una anciana de la alta sociedad de Petersburgo cuyo marido
era uno de los caballeros más conocidos de la capital. Esta
dama, madrina de Iulia Mihailovna, advertía en su carta que
también el conde K* conocía bien a Piotr Stepanovich por
mediación de Nikolai Vsevolodovich, que lo había tratado
cordialmente y que lo consideraba «joven honorable a pesar de
errores pasados». Iulia Mihailovna apreciaba en mucho sus
escasas relaciones con el «gran mundo», mantenidas con tanto
ahínco, y por supuesto se alegró mucho de la carta de tan
notabilísima señora. Pero, conociendo esto, había algo que no
terminaba de conformar a todos. Quisiera también destacar,
especialmente por el interés que pueda tener, que hasta
Karmazinov, el gran escritor, se mostró benévolo con Piotr

331
Stepanovich y en seguida lo invitó a su casa. Tanta presteza en
un hombre tan envanecido como Karmazinov fue lo que más
hirió la sensibilidad de Stepan Trofimovich. Yo, sin embargo, lo
veía de otro modo. A través de la invitación al nihilista,
Karmazinov tenía el claro propósito de relacionarse con los
jóvenes progresistas de Petersburgo y Moscú. Aterrado ante los
jóvenes revolucionarios, el gran escritor creía con total
ignorancia que esa gente era clave para el futuro de Rusia. De
modo que se humillaba congraciándose con quienes no lo
tomaban en cuenta.

Lamentablemente, las dos veces que Piotr Stepanovich fue a


ver a su padre, yo no estuve presente. La primera fue un
miércoles y por motivos de negocios. La cita ocurrió cuatro días
después de aquel primer encuentro. Es oportuno destacar que
la liquidación de la hacienda se llevó a cabo entre ellos sin que
nadie se notificara. Fue Varvara Petrovna quien se hizo cargo
de todo y lo pagó todo, claro está que quedándose con la finca
y limitándose a informar a Stepan Trofimovich que el asunto
estaba concluido. El mayordomo Aleksei Yegorovich,
apoderado de Varvara Petrovna, le trajo algunos papeles para
su firma, lo que hizo con superlativa dignidad. En lo referente a
la dignidad diré que en esos días me costaba trabajo reconocer
a mi amigo de antes. Su porte era muy distinto del antiguo, se
había vuelto taciturno y no había escrito una sola carta a

332
Varvara Petrovna desde aquel domingo, lo cual me parecía un
milagro. Lo primordial era que estaba tranquilo. Había llegado
a alguna conclusión extraordinaria y definitiva que le inspiraba
serenidad. Eso no tenía vuelta de hoja. Aferrado a ella,
aguardaba los acontecimientos. Sin embargo, los primeros días,
en especial el lunes, había sufrido un ataque de gastritis. Claro
que no podía pasar todo el tiempo sin noticias, pero tan pronto
como yo, dejando a un costado las apariencias, profundizaba
en los pormenores del asunto y esbozaba algunas conjeturas,
daba manotazos en el aire para callarme. Evidentemente los
dos encuentros con su hijo lo afectaron penosamente aunque
no quebrantaron su firmeza. Después de verlo, al día siguiente,
se quedaba acostado en el sofá, con la cabeza envuelta en un
paño empapado en vinagre. De todas maneras, en el fondo
siempre mantuvo la serenidad.

Sin embargo, no siempre me hacía callar con ademanes. A


veces me parecía que la secreta decisión que había adoptado
se esfumaba y que volvía a albergar alguna idea nueva y
tentadora. Si bien esto ocurría sólo por momentos, no quiero
dejar de mencionarlo. Sospechaba que hubiera querido hacerse
valer de nuevo, salir de su aislamiento, retar al adversario y dar
así, la última batalla.

—¡Cher, no dejaría títere con cabeza! —prorrumpió de pronto el


jueves por la noche después de su segunda entrevista con Piotr
Stepanovich. Lo dijo desde el sofá en el que estaba recostado
mientras una toalla húmeda cubría su cabeza.

333
Fue lo único que me dijo en todo el día.

—Fils, fils chéri, etc., etc., bien sé que estas frases son pura
necedad, palabras propias de cocineras, pero no importa, yo
mismo lo veo ahora. No hice nada por él y lo mandé desde
Berlín a una tía suya en Rusia cuando era todavía un niño de
pecho, por correo, etc., etc., de acuerdo... «Tú no hiciste nada
por mí (me dice) y me mandaste por correo, y para colmo me
has despojado aquí de lo mío». «¡Infeliz! (le he gritado). ¡Pero si
mi corazón ha estado sufriendo por ti toda mi vida, aun si te
mandé por correo desde Berlín!». Il rit. Pero de acuerdo, de
acuerdo..., ¡sí, lo mandé por correo! —concluyó casi delirante—.
Passons. No entiendo a Turgeniev. Su Bazarov es un personaje
ficticio sin equivalencia real. Ellos fueron los primeros en
repudiarlo entonces por no parecerse a nadie. Ese Bazarov es
una mezcla confusa de Nozdriov y Byron, c’est le mot. Fíjese en
ellos: saltan y gritan de puro contento, como cachorros al sol,
son felices, la victoria es suya. ¿Qué hay de Byron en eso? Y
luego, ¡qué trivialidad, qué vulgar prurito de vanidad, qué ansia
plebeya de faire du bruit autour de son nom, sin advertir que
son nom...! ¡Ay, qué caricatura! «¿Pero es que quieres (le he
gritado) ofrecerte, tal y como eres, a las gentes en lugar de
Cristo?». Il rit, il rit beaucoup, il rit de trop. Tiene una sonrisa
bastante rara. Su madre no tenía una

sonrisa así. Il rit toujours. Son astutos. El domingo lo habían


ensayado todo de antemano —dijo de repente.

334
—¡Ah, sin duda! —exclamé aguzando el oído—. Eso es una
conspiración que ni siquiera pretenden disimular; y, además,
son pésimos actores...

—Pero ¿no sabe usted que todo eso fue representado


especialmente sin disimulo para que se dieran cuenta...? ¿Lo
puede entender?

—No. En verdad no lo entiendo.

—Tant mieux. Passons. Hoy tengo los nervios de punta.

—Pero ¿por qué discutió con él, Stepan Trofimovich? —pregunté


en tono de reproche.

—Je voulais convertir. Ríase, si quiere. Cette pauvre tante, elle


entendra de belles choses! ¡Oh, amigo mío! ¿Querrá usted creer
que el otro día me sentí patriota? Pero, por otra parte, siempre
he tenido conciencia de ser ruso..., sí, ruso auténtico, como lo
somos usted y yo, y no podemos serlo de otra manera. Il y a là-
dedans quelque chose d’aveugle et de louche!

—Indudablemente —respondí.

—Ah, amigo mío, la verdad genuina siempre parece improbable.


Es indispensable, para que la verdad resulte probable,
agregarle algunas mentiras. La gente siempre lo ha hecho así.
Quizás haya en este asunto algo que no comprendemos. ¿Cree
usted que hay en él algo que no comprendemos? ¿En esos
saltos victoriosos? Me gustaría que lo hubiera. De verdad que
me gustaría.

335
Guardé silencio. Él también. Estuvimos callados un rato largo.

—Dicen que la mente francesa... —comenzó a balbucear de


pronto como en un acceso de fiebre—. Eso es mentira, eso
siempre ha sido así. ¿A qué viene calumniar a la gente
francesa? Ahí no hay más que pereza rusa, nuestra humillante
impotencia para engendrar una idea, nuestro abominable
parasitismo en la comunidad de las naciones. Ils sont tout
simplement des paresseux, y eso nada tiene que ver con la
mente francesa. ¡Ay, los rusos debieran ser aniquilados en bien
de la humanidad como parásitos nocivos! Nosotros, no era por
eso, no, señor, por lo que trabajábamos. No comprendo nada.
¡He acabado por no comprender nada! «Pero ¿no te das cuenta
(le dije), no te das cuenta de que si ponéis la guillotina en primer
plano, y con tanto entusiasmo, es sólo porque cercenar cabezas
es lo más fácil de todo y tener una idea lo más difícil? Vous êtes
des paresseux! Votre drapeau est une guénille, une
impuissance!». Esos carros, o ¿cómo reza eso?, «el estruendo de
los carros que llevan pan a la humanidad» es algo más útil que
la Madonna Sixtina, o

¿cómo dicen ellos...? une bêtise dans ce genre. «Pero ¿no te das
cuenta (le dije), no te das cuenta de que la desdicha le es tan
indispensable al hombre como la felicidad, tan absolutamente
indispensable?». Il rit. Y él va y me dice: «No haces más que
soltar frases bonitas mientras que hundes tus miembros (él
empleó una expresión más soez) en un sofá de terciopelo...». Y
fíjese usted en esa costumbre nuestra de que el hijo tutee al

336
padre. No está mal si ambos están de acuerdo, pero ¿y si
pelean?

Entonces volvimos a quedarnos callados.

—Cher —dijo levantándose apresuradamente—, ¿sabe usted


que esto acabará de algún modo?

—Vous ne comprenez pas. Passons. Porque... por lo común en


este mundo casi todo acaba en nada, pero aquí acabará en
algo, sin duda alguna.

Se levantó, dio unas vueltas por la habitación muy agitado y


acercándose de nuevo al sofá se dejó caer agotado en él.

El viernes por la mañana Piotr Stepanovich se fue a algún lugar


del distrito, y allí se quedó hasta el lunes siguiente. De su
partida me enteré por Liputin, de quien supe también, entre una
palabra y otra, que los hermanos Lebiadkin se habían ido a vivir
al otro lado del río, en el barrio de Gorshechnaya. «Yo mismo les
conduje allí», agregó Liputin y, dejando el tema de los
Lebiadkin, me hizo saber que Lizaveta Nikolayevna iba a
casarse con Mavriki Nikolayevich y que, aunque no había
habido anuncio público, se habían tomado los dichos y era
asunto concluido. Al día siguiente vi a Lizaveta Nikolayevna
pasar a caballo en compañía de Mavriki Nikolayevich. Ésa era
su primera salida después de la enfermedad. Me miró radiante
desde lejos, sonrió y me hizo un gesto amistoso con la cabeza.

337
Le conté todo ello a Stepan Trofimovich, pero a lo único que
prestó atención fue a las noticias acerca de los Lebiadkin.

Y ahora, después de haber detallado nuestra particular y


misteriosa vida durante esos ocho días en los que como ya dije,
no sabíamos nada de nada, comenzaré a describir los
acontecimientos posteriores de mi crónica, digámoslo así,
ahora con conocimiento de causa, esto es, según fueron
conocidos posteriormente y que han sido ya explicados.
Empezaré entonces por la noche en la que ocurrieron los
«nuevos quebraderos de cabeza», es decir con la noche del
lunes, el octavo día a partir de aquel domingo.

Nikolai Vsevolodovich estaba solo en su gabinete, ya habían


dado las siete de la tarde. Allí, siempre había estado muy a
gusto. Era un lugar de techos altos, tapizados de alfombras y
con macizos muebles de estilo. Sentado en un extremo del sofá,
vestía un traje de calle, aunque no parecía tener prisa por salir.
Enfrente había una mesa con una lámpara cuya pantalla
provocaba un efecto de penumbras y tinieblas en los laterales y
en los rincones del cuarto. Si bien su mirada dejaba ver
ensimismamiento y concentración, no infundía tranquilidad
alguna. Estaba fatigado y un rictus mustio cruzaba su rostro.
Una de las mejillas seguía hinchada, pero lo de la pérdida de un
diente era un rumor exagerado. El diente había estado algo

338
suelto por un tiempo, pero ya estaba de nuevo firme. Tenía
también una lesión dentro del labio superior, pero ya estaba
cicatrizada. La hinchazón de la mejilla había durado toda una
semana sólo porque el paciente no había querido recibir a un
médico que se la abriera a tiempo con un bisturí y esperaba
que el flemón reventara por sí mismo. No sólo no quiso recibir al
médico, sino que apenas le permitía acercarse a su propia
madre. Ese encuentro era una vez por día y duraba apenas un
instante. Además se realizaba casi en la oscuridad del
anochecer y cuando aún no se habían encendido las luces.
Tampoco había recibido a Piotr Stepanovich, que mientras
estaba en la ciudad había corrido, no obstante, dos o tres veces
al día a visitar a Varvara Petrovna. Y he aquí que por fin, el
lunes, después de regresar por la mañana de su escapatoria de
tres días, de recorrer la ciudad entera y de comer en casa de
Iulia Mihailovna, Piotr Stepanovich fue por fin al anochecer a
ver a Varvara Petrovna, que lo esperaba impaciente. Se había
levantado la prohibición, Nikolai Vsevolodovich recibía y la
misma Varvara Petrovna condujo al visitante hasta la puerta
del gabinete. Hacía tiempo que ella deseaba esa entrevista, y
Piotr Stepanovich le prometió ir a verla y cambiar impresiones
en cuanto saliera de ver a Nicolas. Llamó tímidamente a la
puerta de Nikolai Vsevolodovich, y al no recibir respuesta se
atrevió a entreabrirla un par de pulgadas.

339
—Nicolas, ¿puedes recibir a Piotr Stepanovich? —preguntó con
voz tímida y cautelosa tratando de reconocer a Nikolai
Vsevolodovich detrás de la lámpara.

—¡Por supuesto que sí! —dijo animado Piotr Stepanovich,


abriendo él mismo la puerta y entrando en el gabinete.

Nikolai Vsevolodovich no oyó la llamada a la puerta, sí sólo la


tímida pregunta de su madre, y no tuvo tiempo de contestar. En
un instante tenía ante sí, en la mesa, una carta que acababa de
leer y que lo había dejado muy pensativo. Se estremeció al oír la
exclamación imprevista de Piotr Stepanovich y al punto intentó
cubrir la carta con un pisapapeles que estaba a mano, pero no
lo logró del todo: una punta de la carta y casi todo el sobre
quedaron al descubierto.

—He casi gritado para que tuviera tiempo de prepararse —


murmuró de prisa Piotr Stepanovich con increíble candor. Se
acercó a la mesa y durante un momento fijó la vista en el
pisapapeles y la punta de la carta.

—El mismo tiempo que ha tenido usted para ver cómo escondía
una carta que acabo de recibir —dijo con voz tranquila Nikolai
Vsevolodovich sin moverse de su sitio.

—¿Una carta? ¡Cielo Santo! ¿Por qué me importaría a mí su


carta? —gritó el visitante—, pero lo que sí importa es... —dijo de
nuevo en voz baja y haciendo con la cabeza un gesto en
dirección a la puerta que ya estaba cerrada.

340
—Nunca escucha detrás de las puertas —observó fríamente
Nikolai Vsevolodovich.

—No me importaría que lo hiciera —contestó Piotr Stepanovich


al punto, levantando regocijadamente la voz y arrellanándose
en su sillón—. No veo inconveniente en ello, pero esta vez vengo
para que hablemos a solas... ¡Por fin consigo echarle la vista
encima! Pero, ante todo, ¿cómo está su salud? Veo que a las mil
maravillas y veo que quizá mañana pueda usted ya salir para
que todos lo vean, ¿no es así?

—Posiblemente.

—¡Cálmelos, tranquilícelos y tranquilíceme a mí! —gesticulaba


con furia, pero con semblante jocoso y amable—. Si supiera las
tonterías que he tenido que decirles. Pero, en fin, eso ya lo sabe
usted —y estalló en una carcajada.

—No lo sé todo. Sólo algo que me ha contado mi madre, ella


dice que usted se ha movido mucho.

—En realidad, no les he dicho nada concreto —dijo Piotr


Stepanovich frenándose un tanto, como si se protegiera de un
ataque violento—. Ya sabe usted que he sacado a colación a la
mujer de Shatov, es decir, los rumores sobre sus amoríos con
usted en París. Con ello, por supuesto, se explica el incidente del
domingo... ¿No se enfada usted?

—Sé que usted ha hecho todo cuanto ha podido.

341
—¡Bien, era eso exactamente lo que me temía! Vamos a ver,
¿qué significa eso de «cuanto ha podido»? Porque me suena a
reproche. Sin embargo, usted va derecho al grano. Y lo que yo
temía cuando venía aquí era que no fuera derecho al grano.

—No tengo intención de ir derecho a ninguna parte —apuntó


Nikolai Vsevolodovich bastante irritado, pero pronto comenzó a
reírse.

—¡No hablo de eso, no hablo de eso, usted no me comprende,


no hablo de eso! —dijo Piotr Stepanovich haciendo aspavientos.
Las palabras brotaban de sus labios como guisantes, y se
alegró al punto de que Nikolai Vsevolodovich estuviera
irritado—. No voy a molestarlo hablándole de nuestro asunto,
sobre todo en el estado en que está usted ahora. Sólo he venido
a hablar del incidente del domingo, y únicamente para tomar
las medidas necesarias, porque la cosa no puede seguir así. He
venido a dar las explicaciones más francas, que por cierto
necesito yo más que usted. Eso lo digo para satisfacer su
vanidad, pero es que, además, es verdad. He venido para ser
franco con usted de aquí en adelante.

—Lo que quiere decir que antes no lo era.

—Usted mismo sabe que muchas veces yo mismo lo he


embaucado. Usted se sonríe. Lo celebro, porque esa sonrisa me
da pretexto para una explicación. He provocado adrede esa
sonrisa con la palabra «embaucar» para que se enoje conmigo
por atreverme a pensar que puedo embaucarlo y para darme a

342
mí mismo la ocasión de explicarme. ¡Vea, vea lo franco que me
he vuelto ahora! En fin, ¿tiene inconveniente en escuchar?

En el semblante de Nikolai Vsevolodovich, desdeñosamente


tranquilo y aun irónico, a despecho del propósito que el
visitante tenía de sacarlo de sus casillas con sus salidas
premeditadas y deliberadamente groseras, se dibujó por fin
cierta inquieta curiosidad.

—Escúcheme —dijo Piotr Stepanovich un poco más agitado que


antes—. Cuando hace diez días venía aquí, quiero decir, a esta
ciudad, decidí, es cierto, hacer un papel. Habría sido mucho
mejor no hacerlo y presentarme como soy, con mi propia
personalidad, ¿no es eso? Nada más engañoso que la propia

personalidad, porque nadie cree en ella. Confieso que quería


hacer el papel de un medio bobo, porque hacer ese papel es
más fácil que presentarse tal cual uno es. Pero como la bobería
es algo extremo y lo extremo despierta curiosidad, decidí
quedarme por fin con mi propia personalidad. Pero ¿qué clase
de personalidad es la mía? El justo medio: ni tonto ni listo, con
bastantes pocas dotes, caído de la luna, como dicen las gentes
sensatas de aquí, ¿no es así?

—Quizá lo sea —dijo Nikolai Vsevolodovich con un asomo de


sonrisa.

—¡Ah! ¿Así que está usted de acuerdo? Me alegro. Ya sabía que


así pensaba usted también... No se preocupe, no se preocupe,

343
que no me enfado. Le aseguro que no me expresé de ese modo
para sacarle a usted, en retorno, algunas alabanzas. «No, usted
no carece de dotes; no, usted es inteligente...». ¡Ah! Ahora...
¿Vuelve a sonreír? He desbarrado otra vez. Usted no habría
dicho «es usted inteligente». Bueno, conformes. Passons, como
dice el papá. Y, entre paréntesis, no tome a mal mi verborrea. A
propósito, aquí tiene un ejemplo: yo siempre hablo mucho, esto
es, digo muchas palabras, y las digo de prisa, pero nunca doy
en el blanco. ¿Y por qué digo muchas palabras y nunca doy en
el blanco? Porque no sé hablar. Los que saben hablar lo hacen
con brevedad. Eso demuestra mi falta de dotes, ¿no es verdad?
Pero como la dote de carecer de dotes resulta en mi caso
natural, ¿por qué no servirme de ella artificialmente? Y me sirvo
de ella. A decir verdad, al venir aquí pensaba al principio no
abrir el pico; pero para callar hace falta mucho talento y, por lo
tanto, es algo que no iría bien; y, por si fuera poco, callar resulta
peligroso. En fin, resolví que lo mejor sería hablar, pero como lo
haría un hombre sin dotes, esto es, hablar mucho, mucho,
mucho, darme mucha prisa en probar lo que digo y terminar
haciéndome un lío con mis propias pruebas, para que quienes
me escuchen se vayan sin esperar el fin de mi cháchara,
encogiéndose de hombros y mandándome a freír espárragos.
Total, que se les hace creer que uno es un pobre de espíritu, se
los aburre y se los deja sin entender una pizca de nada: ahí
tiene usted tres ventajas juntas. Vamos a ver, después de eso,
¿quién va a sospechar que uno tiene intenciones ocultas? Nada,
que cada uno de ellos se sentiría personalmente ofendido si

344
alguien dijera que voy con segundas. Además, de vez en
cuando los hago reír, lo cual es de valor inestimable. Y ahora me
lo perdonan todo porque ocurre que aquel chico listo que
repartía propaganda política en el extranjero, aquí en casa
resulta ser más tonto que ellos. ¿Qué le parece? ¿Tengo que
entender a través de esa sonrisa que está usted de acuerdo?

En verdad Nikolai Vsevolodovich no se sonreía en absoluto; por


el contrario, lo escuchaba cejijunto y un tanto impaciente.

—¡Ah! ¿Qué quiere decir con que le «da igual»? —insistió Piotr
Stepanovich con su cháchara (Nikolai Vsevolodovich no había
dicho esta boca es mía)—. Por supuesto, por supuesto le
aseguro que no estoy aquí para comprometerlo asociándolo
conmigo. Ya veo que hoy está usted muy quisquilloso. ¡Y yo que
he venido a verlo con el corazón abierto y alegre! ¡Y usted,
nada, poniéndole peros a todo lo que digo! Le aseguro que hoy
no voy a hablarle de ningún asunto delicado, palabra de honor,
y que de antemano acepto las condiciones que usted ponga.

Nikolai Vsevolodovich mantuvo su obstinado silencio.

—Perdón. ¿Cómo? ¿Ha dicho usted algo? Ya veo, sí, que al


parecer he vuelto a soltar una estupidez. Usted no ha puesto
condiciones, ni las pondrá. Lo creo, no se preocupe. Yo mismo
sé que no vale la pena ofrecérmela a mí,

345
¿verdad? Ya ve que le quito las palabras de la boca, y eso, ni
que decir tiene, por carencia de dotes, por carencia... ¿Se ríe
usted? ¡Ah! ¿De qué?

—Nada, no es nada —Nikolai Vsevolodovich acabó por reírse—.


Me estaba acordando de que, efectivamente, le llamé una vez
hombre falto de talento, pero entonces no estaba usted
presente, de modo que alguien tuvo que contárselo... Le ruego
que, por favor, vaya derecho al grano.

—¡Pero si estoy hablando precisamente de lo que pasó el


domingo! —Piotr Stepanovich volvió a desbocarse—. Vamos a
ver, ¿qué fui yo el domingo, según usted? Pues un hombre con
prisa, una medianía, que de la forma más insolente hizo suya la
conversación. Pero se me perdonó todo porque, en primer
lugar, soy un hombre caído de la luna, por lo visto según
dictamen general de la gente aquí; y en segundo lugar, porque
conté una historia bonita y los saqué a todos ustedes de un
atolladero. ¿No es así?

—Lo que más bien hizo usted fue contar la historia de modo
que produjera incertidumbre en los oyentes y sugerir que entre
usted y yo había cierta inteligencia y maquinación; cuando lo
cierto es que no la ha habido y que yo a usted no le he pedido
absolutamente nada.

—Precisamente, precisamente —asintió Piotr Stepanovich como


entusiasmado—. Eso fue precisamente lo que hice para que se
diera usted cuenta del intríngulis del asunto. Hice el payaso con

346
la mira principal de atraparlo a usted y comprometerlo en mi
causa. Lo que de veras quería saber era cuánto miedo tenía
usted.

—Qué raro, qué raro, ¿por qué se muestra usted tan franco
ahora?

—No se enoje, no se enoje, no eche usted chispas por los ojos...


Pero sé que usted no es de los que echan chispas. ¿Le parece
raro que sea ahora tan franco? Es que todo eso ha cambiado,
ha concluido, ha pasado y está enterrado. Mi opinión de usted
se ha modificado de pronto. El método antiguo ha llegado a su
fin. De aquí en adelante no intentaré comprometerlo según el
método antiguo, sino según el método nuevo.

—¿Y ahora? ¿Ha cambiado usted de táctica?

—No, de táctica no. Ahora se hará todo según lo que usted


mande, esto es, puede decir sí o no, como mejor le parezca. Ésa
es mi nueva táctica. De nuestra causa no haré mención alguna
hasta que usted mismo lo ordene. ¿Se ríe usted? Buen provecho
le haga. Yo también me río. Pero ahora hablo en serio, en serio,
aunque quien habla tan deprisa carece, por supuesto, de dotes,
¿no es verdad? Pues bien, que carezca de ellas; da lo mismo.
Pero hablo en serio, en serio.

Hablaba efectivamente en serio, en tono distinto del de antes y


con agitación tan singular que Nikolai Vsevolodovich lo miró
con curiosidad.

347
—Entonces, ¿dice usted que ha cambiado de opinión respecto
de mí? — preguntó.

—Cambié de opinión respecto de usted en el momento en que


después de lo de Shatov se llevó usted las manos a la espalda.
Y basta, basta ya; no más preguntas, por favor, porque ahora
no digo nada más.

Se puso de pie de un salto, gesticulando como para impedir


nuevas preguntas. Pero como no las hubo y no tenía por qué
irse, se dejó caer de nuevo en el sillón y se calmó un tanto.

—A propósito, y dicho sea entre paréntesis —rompió a palotear


de nuevo—, aquí se rumorea que lo matará usted y sobre ello se
han hecho apuestas, tanto así que Von Lembke pensó en poner
a la policía sobre aviso, pero Iulia Mihailovna lo prohibió... Pero
basta, basta ya de esto; sólo quería informarle. A

propósito también: ese mismo día, ¿sabe?, mudé a los


Lebiadkin al otro lado del río. ¿Recibió usted mi nota con la
nueva dirección?

—La recibí a su debido tiempo.

—Eso no lo he hecho por «falta de dones», sino con sinceridad,


para serle útil a usted. Si hubo «falta», al menos hubo también
sinceridad.

348
—Sí, claro que no importa. Puede que fuera necesario... —dijo
Nikolai Vsevolodovich pensativo—. Pero no me mande más
notas, se lo ruego.

—No hubo más remedio. No fue más que una.

—¿Entonces Liputin está al corriente?

—Lamentablemente no hubo más remedio. Pero usted sabe que


Liputin no se atreverá... A propósito, convendría ir a ver a
nuestra gente, mejor dicho, a la gente, no a la nuestra, porque
si digo eso volverá usted a ponerme las peras a cuarto. Pero no
se preocupe, no será en seguida, sino más adelante. Ahora está
lloviendo. Yo les aviso, ellos se reúnen y nosotros pasamos por
allí una de estas noches. Están esperando boquiabiertos, como
crías de corneja en el nido, a ver qué regalo les traemos. Es
gente febril. Han sacado los cuadernos y están preparados
para el debate. Virginski es cosmopolita, Liputin un fourierista
muy dado al trabajo policial, hombre valioso sin duda para
ciertos menesteres, pero que requiere severa vigilancia en
otros; y, por último, ése de las orejas largas, el que va a leer un
trabajo sobre su propio sistema. Y, ¿sabe usted?, están
ofendidos porque me muestro despreocupado con ellos y echo
un jarro de agua fría sobre sus planes. ¡Je, je! Hay que reunirse
con ellos.

—¿Es que les ha dado a entender que soy algo así como un
cabecilla? — preguntó Nikolai Vsevolodovich con tono de suma
indiferencia. Piotr Stepanovich le dirigió una mirada fugaz.

349
—A propósito —prosiguió éste como si no hubiera oído la
pregunta y apresurándose a dar nuevo giro a la conversación—,
he pasado a ver dos o tres veces a su respetada madre y me he
visto obligado a decirle muchas cosas.

—Me lo imagino.

—No, no. No se imagina nada. Le he dicho sencillamente que


usted no matará a nadie y otras cosas agradables de oír. Por
cierto que al día siguiente del traslado de María Timofeyevna al
otro lado del río, ya lo sabía. ¿Fue usted quien se lo dijo?

—No pensé en ello.

—Ya sabía yo que no fue usted. Pero, si no fue usted, ¿quién


habrá sido? Es interesante.

—Liputin, por supuesto.

—No, no, Liputin no —murmuró Piotr Stepanovich frunciendo el


ceño—. Ya me enteraré de quién ha sido. Más bien parece cosa
de Shatov... En fin, nimiedades, dejemos eso ahora. Pero,
aunque es enormemente importante... A propósito, esperaba
que la madre de usted me hiciera de sopetón la pregunta
principal... ¡Ah, sí! Al principio estaba siempre con la cara larga,
pero hoy, de repente, cuando he llegado, era toda sonrisa. ¿A
qué se debe eso?

—Eso se debe a que hoy le he dado mi palabra de que dentro


de cinco días pediré la mano de Lizaveta Nikolayevna —declaró
de pronto Nikolai Vsevolodovich con franqueza inesperada.

350
—¡Ah, bueno, sí, por supuesto! —cacareó Piotr Stepanovich
como confuso—. Por ahí corren rumores acerca del compromiso
de matrimonio, ¿sabe usted? Es cierto, sin embargo. Pero tiene
usted razón de pensar que basta que usted la llame para que
deje al novio plantado ante el altar. ¿No se enojará usted
conmigo por decir eso?

—No, no me he enojado.

—Vengo notando que es muy difícil enojarle hoy y ya empiezo a


tenerle miedo. Tengo muchísima curiosidad por ver cómo se
presenta usted en público mañana. Seguramente ha preparado
toda clase de cosas. ¿No se enfada conmigo por decir eso?

Nikolai Vsevolodovich no respondió palabra, lo que esta vez


irritó a Piotr Stepanovich.

—Entonces, ¿fue en serio lo que dijo a su madre acerca de


Lizaveta Nikolayevna? —preguntó.

Nikolai Vsevolodovich clavó en él una mirada fría.

—¡Ah, entiendo, fue sólo para tranquilizarla, claro!

—¿Y si lo hubiera dicho de verdad? —preguntó Nikolai


Vsevolodovich con firmeza.

—Bueno, pues que Dios bendiga la unión, como se dice en estos


casos. No perjudicará a la causa (ya ve que no dije nuestra
causa, puesto que la palabreja nuestra no es del gusto de

351
usted), y en cuanto a mí..., ya sabe usted que estoy siempre a
sus órdenes.

—¿Qué piensa usted?

—Yo no pienso nada, nada —se apresuró a decir riendo Piotr


Stepanovich—, porque sé que usted considera de antemano sus
propios asuntos y que todo lo que hace ha sido premeditado.
Sólo quiero decir, y seriamente, que estoy a sus órdenes,
siempre, dondequiera que sea y en cualesquiera circunstancias,
¿entiende usted?, en cualesquiera circunstancias.

Nikolai Vsevolodovich bostezó.

—Ahora noto que lo estoy aburriendo —Piotr Stepanovich se


levantó de un salto, tomó un sombrero redondo recién
estrenado y pareció que iba a marcharse, pero siguió allí,
hablando sin parar, de pie, yendo y viniendo por la habitación, y
en los momentos de más acaloramiento golpeándose la rodilla
con el sombrero—. Pensaba que aún podría divertirle con cosas
de los Von Lembke

—dijo alegremente.

—No. Más tarde. Pero, de todos modos, ¿cómo está de salud


Iulia Mihailovna?

—¡Pero qué maneras tan finas se gastan todos ustedes! A usted


le tiene tan sin cuidado la salud de la señora como la de un
gato gris, y, sin embargo, pregunta por ella. Eso me gusta,
créame. Está bien de salud y lo adora a usted hasta la

352
superstición; y, supersticiosamente, espera mucho de usted. Del
incidente del domingo no dice palabra y tiene la seguridad de
que se llevará usted la palma de la victoria con sólo presentarse
en público. De veras, se imagina que usted lo puede todo.
Además, es usted ahora un personaje misterioso y romántico,
más que nunca, lo que es una situación extraordinariamente
ventajosa. Todos lo esperan con impaciencia increíble. Cuando
me fui, ya estaba la cosa candente, pero ahora lo está todavía
más. A propósito, gracias una vez más por la carta. Todos
temen al conde K*. ¿Sabe que por lo visto aquí creen que usted
es un espía? Yo les sigo la corriente. ¿No se enfada usted?

—Para nada.

—No importa mucho ya que a la larga será necesario. Aquí


tienen su modo peculiar de hacer las cosas. Yo, por supuesto, lo
apoyo. Iulia Mihailovna a la cabeza, Gaganov también... ¿Se ríe
usted? Lo hago con táctica: digo sandeces y más sandeces, y
de pronto suelto una frase inteligente, precisamente cuando
todos ellos la buscan. Entonces me rodean y empiezo otra vez a
decir sandeces.

Entonces todos se encogen de hombros: «Tiene talento (dicen),


pero ha caído de la luna». Lembke me invita a ingresar en el
Servicio Civil y hacerme hombre de provecho. Y, ¿sabe usted?,
lo trato horriblemente, es decir, que lo comprometo hasta el
punto de que me mira de través. Iulia Mihailovna me ayuda en

353
ello. Y, a propósito, sí, Gaganov le tiene a usted una tirria
horrible. Ayer, en Duhovo, me contó algunas perrerías suyas. Yo
le dije toda la verdad; mejor dicho, por supuesto no toda la
verdad. Pasé todo el día con él en Duhovo. Una quinta
espléndida y una casa hermosa.

—¿Es que está ahora en Duhovo? —preguntó Nikolai


Vsevolodovich, casi levantándose con un fuerte movimiento
hacia delante.

—No. Me ha traído de allí esta mañana. Hemos vuelto juntos —


dijo Piotr Stepanovich como si no hubiera advertido la
agitación momentánea de Nikolai Vsevolodovich—. ¡Anda, pues
he tirado al suelo un libro! —y se agachó para recoger el tomo
de lujo que había derribado—. Las mujeres de Balzac, con
ilustraciones —dijo abriéndolo—. No lo he leído. Lembke
también escribe novelas.

—¿De verdad? —preguntó Nikolai Vsevolodovich, que parecía


interesarse.

—En ruso y a hurtadillas, por supuesto. Iulia Mihailovna lo sabe


y lo consiente. Es un mentecato, pero con buenos modales.
Toda esa gente sabe cómo comportarse. ¡Qué severidad! ¡Qué
dominio de sí mismo! ¡Ojalá pudiéramos decir algo parecido de
nosotros mismos!

—¿Es que ahora alaba usted a la Administración?

—¿Y porqué no? Es lo único que en Rusia es natural y funciona...


Pero no, no —exclamó de pronto—, no quiero hablar de eso. De

354
ese asunto delicado no quiero decir palabra. En fin, adiós. Tiene
usted la cara verdosa.

—Es porque tengo fiebre.

—Y bien que puedo creerlo. Acuéstese, pues. A propósito, aquí


en el distrito hay algunos miembros de la secta de los
castrados. Gente curiosa... Pero de esto hablaremos más tarde.
Sin embargo, tengo una historieta más. Está ahora en el distrito
un regimiento de infantería. El viernes por la noche estuve
tomando unas copas con los oficiales. Tenemos tres amigos
entre ellos, vous comprenez? Hablaban de ateísmo y, como es
de suponer, mandaron a Dios de paseo. Daban alaridos de
gozo. A propósito, Shatov asegura que para hacer la revolución
en Rusia es menester empezar con el ateísmo. Quizá sea
verdad. Un idiota de capitán que estaba allí sentado y no había
dicho ni pío durante todo el rato se puso de pie inopinadamente
en medio de la habitación y, ¿sabe usted?, con voz ronca, como
hablando consigo mismo, dijo: «Si resulta que no hay Dios,

¿qué clase de capitán soy yo entonces?». Tomó su gorra, alzó


los brazos y se marchó.

—Pues expresó un pensamiento bastante sensato —Nikolai


Vsevolodovich bostezó por tercera vez.

—¿Sí? Yo no lo entendí así y quería preguntarle a usted. Bien,


hay algo más todavía: la interesante fábrica de los Shpigulin. En
ella, como usted sabe, hay quinientos obreros. Es un vivero de
cólera. Hace quince años que no la limpian y no pagan a los

355
trabajadores todo lo que se les debe. Los propietarios son
millonarios. Le aseguro a usted que algunos de los obreros
tienen idea clara de la Internationale. ¿Por qué se sonríe? Ya lo
verá usted mismo: ¡Déme sólo un breve, un brevísimo plazo! Ya
le he pedido a usted un plazo antes, ahora le pido otro y
entonces..., ¡ah, claro, perdone! ¡No hablaré, no hablaré de eso,
no se enfurruñe! Bueno, adiós. Pero ¡qué cabeza tengo! —dijo
volviendo sobre sus

pasos—. Olvidaba lo más importante. Acaban de decirme que


ha llegado de Petersburgo nuestro baúl.

—¿De qué baúl me habla? —Nikolai Vsevolodovich


lo miró sin comprender.

—¿De qué baúl va a ser? El baúl de usted con sus cosas: levitas,
pantalones, ropa blanca. Ha llegado, ¿verdad?

—Ah, sí, algo me han dicho de eso.

—¡Ah, bien! ¿No será posible hacerme con él enseguida?

—Pregunte a Aleksei.

—Bueno, mañana. ¿Está bien mañana? Con las cosas de usted


vienen también mi chaqueta, mi frac y tres pares de
pantalones. De la Casa Charmére, por recomendación de usted,
¿recuerda?

356
—He oído decir que usted aquí se las da de caballero —dijo
riendo Nikolai Vsevolodovich—. ¿Es verdad que quiere que el
maestro de equitación le enseñe a montar a caballo?

Piotr Stepanovich se sonrió equívocamente.

—Oiga —repuso con singular rapidez y en voz algo temblorosa y


ahogada—

, oiga, Nikolai Vsevolodovich, dejémonos de comentarios


personales de una vez para siempre, ¿no le parece? Usted, por
supuesto, puede despreciarme cuanto quiera si eso lo divierte,
pero de todos modos será mejor que se abstenga de
comentarios personales por ahora, ¿estamos?

—Bien. No lo haré más —afirmó Nikolai Vsevolodovich.

Piotr Stepanovich soltó una carcajada, se golpeó una rodilla


con el sombrero, luego la otra y volvió a su aspecto de antes.

—Siempre están aquellos que me consideran rival de usted con


respecto a Lizaveta Nikolayevna. Así, pues, ¿cómo no voy a
esmerarme? —dijo riendo—. Pero ¿quién le viene a usted con
esos cuentos? Hum. Son las ocho en punto. Hora de irme.
Prometí pasar a ver a Varvara Petrovna, pero voy a dejarlo
para otra vez. Usted se acuesta y mañana estará como nuevo.
Ahí fuera está oscuro y lloviendo, pero tengo un coche de punto
esperándome porque aquí no está uno muy seguro de noche...
¡Ah, sí, y muy a propósito! Por la ciudad y los alrededores
merodea ahora un presidiario evadido de Siberia, un tal Fedka.
Figúrese, es antiguo siervo mío. Papá lo mandó al ejército hace

357
quince años y cobró la prima correspondiente. Persona muy
notable.

—¿Y usted... ha hablado con él? —Nikolai Vsevolodovich levantó


la vista hasta su interlocutor.

—Sí. De mí no se esconde. Es persona dispuesta a todo. A todo.


Por dinero, claro. Pero, a su modo, también tiene convicciones,
por supuesto. ¡Ah, sí! Otra vez a propósito: si hablaba usted
antes en serio, es decir, con referencia a Lizaveta Nikolayevna,
le repito que yo también soy persona dispuesta a todo, a
cualquier cosa que usted diga, y que estoy enteramente a su
disposición... ¿Qué es eso? ¿Agarra usted un bastón...? ¡Ah, no!
No es un bastón... ¿Querrá creer que me pareció que buscaba
usted un bastón?

Nikolai Vsevolodovich no buscaba nada ni decía nada, pero, en


efecto, se había levantado un tanto súbitamente con expresión
algo extraña en el semblante.

—Si necesita usted hacer algo respecto del señor Gaganov —


dijo de improviso Piotr Stepanovich aludiendo al pisapapeles
con un gesto de la cabeza—, puedo, obviamente, ayudarlo y
arreglarlo. De todas maneras estoy seguro de que sin contar
conmigo no podrá usted hacerlo.

Y se marchó sin esperar respuesta; pero después de salir volvió


una vez más a meter la cabeza por la puerta.

358
—Le digo todo esto —lo dijo casi a los gritos— porque Shatov
tampoco tenía derecho a arriesgar su vida el otro domingo
cuando lo agredió a usted, ¿no lo cree usted? Me gustaría que
pensara usted en esto.

Salió definitivamente y sin esperar respuesta.

Pensó que su visita y su salida intempestiva provocarían la ira


de Nikolai Vsevolodovich, ya lo imaginaba pegándole a la
pared con el puño cerrado y mucho habría disfrutado viéndolo
desencajado, pero nada estaba más lejos de la realidad que su
deseo. Nikolai Vsevolodovich permanecía tranquilo. Se quedó
de pie junto a la mesa exactamente en la misma posición y así
estuvo varios minutos hasta que una fría y lánguida sonrisa se
dibujó en sus labios. Pausadamente se sentó en el extremo del
sofá, en el mismo sitio en que se había sentado antes, y cerró
los ojos agobiado de cansancio. Por debajo del portapapeles
vio que asomaba la carta pero de modo alguno se preocupó
por esconderla.

De pronto perdió la noción de dónde estaba. Varvara Petrovna,


muy atormentada en aquellos días, no pudo contenerse, y ni
bien Piotr Stepanovich se marchó sin saludarla, a pesar de
haberlo prometido, se aventuró a visitar a Nikolai ella misma,
aunque no era la hora acostumbrada. Esperaba, sin creerlo de
veras, que él le dijera algo definitivo. Suavemente, igual que lo

359
había hecho un rato antes, tocó a la puerta, y nuevamente la
abrió aunque no había recibido respuesta. Viendo que Nikolai
estaba sentado con inmovilidad poco común, se acercó
cuidadosamente al sofá con el corazón a galope. Le parecía un
tanto raro que se quedara dormido tan pronto y que pudiera
dormir así, en postura tan rígida e inmóvil; más aún, apenas
notaba su respiración. Su cara estaba pálida y rígida, parecía
congelada; las cejas un poco separadas y fruncidas,
indudablemente, surgía como una figura inanimada de cera.
Varvara Petrovna estuvo de pie junto a él unos tres minutos,
conteniendo el aliento y, de pronto, sintió espanto. Salió de
puntillas, se detuvo en la puerta, le hizo la señal de la cruz y se
alejó sin ser notada. Ahora, a su diaria pesadumbre se
agregaba una nueva congoja.

Nikolai Vsevolodovich durmió más de una hora, manteniendo


ese estado de letargo. No se alteró un solo músculo de su rostro
ni en todo su cuerpo hubo indicio alguno de movimiento. Sus
cejas se mantuvieron tan contraídas como antes. Si Varvara
Petrovna se hubiera quedado tres minutos más, de seguro que
no habría soportado la sensación opresiva que causaba esa
inmovilidad letárgica y lo habría despertado. Pero de pronto
abrió los ojos y, todavía sin moverse, siguió sentado diez
minutos más, como si estuviese observando con tenaz
curiosidad algún objeto que le llamaba la atención en un rincón
del aposento, aunque allí no había nada nuevo que observar.

360
Al poco tiempo se oyó el sonido suave y profundo de un gran
reloj de pared que daba la media hora. Con una punta de
inquietud Nikolai Vsevolodovich dobló la cabeza para mirar la
esfera, pero casi en ese mismo instante se abrió una puerta
trasera que daba al pasillo y apareció el mayordomo, Aleksei
Yegorovich. En una mano cargaba un abrigo de invierno, una
bufanda y un sombrero, y en la otra, una bandeja de plata con
una nota.

—Son las nueve y media —anunció con voz suave. Y dejando la


ropa en una silla del rincón, presentó la bandeja con la nota, un
trocito de papel, sin sellar, con un par de renglones escritos a
lápiz. Nikolai Vsevolodovich, a su vez, tomó un lápiz de la mesa,
garrapateó dos palabras al pie de la nota y la volvió a poner en
la bandeja.

—Entrégala en cuanto me vaya y ayúdame a vestirme —dijo


levantándose del sofá.

Al darse cuenta de que llevaba una chaqueta ligera de


terciopelo, pensó un momento y dijo al mayordomo que le
trajera la levita que usaba para las visitas

vespertinas de más ceremonia. Cuando estuvo vestido y se


hubo encasquetado el sombrero, cerró con llave la puerta por la
que había entrado Varvara Petrovna y, sacando de debajo del
pisapapeles la carta que ocultaba, salió calladamente al pasillo
en compañía de Aleksei Yegorovich. Pasó luego por una

361
angosta escalera de piedra que conducía a la parte posterior
de la casa, y por ella bajó al zaguán que daba salida directa al
jardín. En un rincón del zaguán había un pequeño farol siempre
dispuesto para la ocasión y un gran paraguas.

—La lluvia torrencial ha dejado las calles llenas de barro —


insinuó Aleksei Yegorovich con la remota esperanza de disuadir
a su amo por última vez de salir esa noche. Pero el amo,
abriendo el paraguas, se ingresó sin decir palabra en el viejo
jardín rezumante de agua y tan oscuro como la boca de un
lobo. Gemía el viento y sacudía las copas de los árboles casi
desnudos de hojas. Las estrechas veredas de arena estaban
empapadas y resbaladizas. Aleksei Yegorovich salió como
estaba, de frac y sin sombrero, alumbrando el camino con el
farol tres pasos delante de su amo.

—¿Crees que nos verá alguien? —preguntó de pronto Nikolai


Vsevolodovich.

—No desde las ventanas —repuso el mayordomo en voz baja y


mesurada—.

Por las dudas, todo ha sido preparado de antemano.

—¿Mi madre duerme?

—Sé que se ha retirado a sus habitaciones a las nueve en punto,


según viene haciendo estos últimos días, ya no podría enterarse
de nada. ¿Hasta qué hora desea el señor que le espere? —
agregó atreviéndose a hacer una pregunta.

362
—Hasta la una o la una y media; no después de las dos.

—Bien, señor.

Cruzando todo el jardín por las veredas tortuosas que ambos


conocían de memoria, llegaron a una tapia de piedra y al final
de ella encontraron la portezuela que daba paso a una
callejuela estrecha y desierta. La portezuela estaba casi
siempre cerrada con llave, que ahora apareció en la mano de
Aleksei Yegorovich.

—¿Chirriará la puerta? —preguntó otra vez Nikolai


Vsevolodovich.

Pero Aleksei Yegorovich le hizo saber que la había engrasado la


víspera y que había vuelto a hacerlo «hoy mismo». Estaba ya
calado hasta los huesos. Abrió la puerta y le dio la llave a su
amo.

—Me atrevo a advertirle que, si el señor piensa alejarse mucho,


tenga cuidado con la gente maleante de por aquí, sobre todo
en las callejuelas desiertas y muy especialmente al otro lado del
río —dijo una vez más sin poder contenerse. Era un viejo criado,
antiguo consejero de Nikolai Vsevolodovich, a quien de niño
había llevado en brazos, hombre grave y severo, que gustaba
de escuchar relatos y leer libros.

—No te preocupes, Aleksei Yegorovich.

—Entonces que Dios le bendiga, señor, pero sólo en las buenas


obras que

363
haga.

—¿Cómo has dicho? —Nikolai Vsevolodovich, que ya había


salido a la

callejuela, se detuvo.

Aleksei Yegorovich repitió la frase con firmeza. Nunca antes


habría osado decir a su amo tales palabras en voz alta.

Nikolai Vsevolodovich cerró la puerta, se metió la llave en el


bolsillo y echó a andar por la callejuela, hundiéndose en el barro
con cada paso que daba. Salió por fin a una calle pavimentada
larga y desierta. Conocía la ciudad como la palma de su mano,
pero la calle Bogoyavlenskaya quedaba todavía lejos. Eran ya

más de las diez cuando al fin se detuvo ante el portillo cerrado


de la valla que rodeaba la oscura casa de Filippov. La planta
baja, con la ida de los Lebiadkin, había quedado ahora
enteramente vacía. Las maderas de las ventanas estaban
clavadas. Pero en el desván que ocupaba Shatov había luz. A
falta de campanilla, Nikolai Vsevolodovich golpeó la puerta con
la mano. Se abrió una claraboya y Shatov se asomó a la calle.
La oscuridad era completa y era muy difícil tratar de ver algo.
Durante más de un minuto, Shatov estuvo tratando de ver algo.

—¿Es usted? —preguntó de pronto.

—Sí, soy yo —respondió el visitante innominado.

364
Shatov cerró la ventana, bajó y abrió el portillo. Nikolai
Vsevolodovich entró sin decir nada y caminó directamente
hacia el ala derecha, el ala que ocupaba Kirillov.

En aquel lugar ninguna puerta llevaba llave; en aquel lugar


nada estaba siquiera cerrado. El zaguán y los dos primeros
cuartos estaban a oscuras, pero en el último cuarto, en el que
vivía y tomaba té Kirillov, había luz y se oían risas y gritos.
Nikolai Vsevolodovich fue a donde estaba esa luz, pero se
detuvo en el umbral, sin entrar. Había té en la mesa. En medio
de la habitación, de pie, estaba una vieja, pariente del dueño de
casa, con la cabeza descubierta, un refajo por toda
indumentaria, botas en los pies desnudos y un chaleco de piel
de liebre. Llevaba en los brazos a un niño de año y medio,
vestido apenas con una camisetilla, desnudas las piernas,
coloradas las mejillas y el pelo revuelto, blanco de tan rubio, a
quien acababa de levantar de la cuna. El niño, al parecer, había
estado llorando momentos antes y en sus mejillas brillaban aún
algunas lágrimas; pero ahora alargaba los brazos, daba
palmadas y se reía a carcajadas como se ríen los niños
pequeños, con un sollozo en la voz. Delante de él, Kirillov
lanzaba desde el suelo una pelota grande de goma roja. La
pelota llegaba hasta el techo, caía de nuevo y el niño gritaba:
«¡Ota, ota!» y se la daba, el niño la tiraba con sus pequeñas
manos inexpertas y Kirillov corría de nuevo a recogerla. Al cabo

365
la «ota» rodó bajo el aparador. «¡Ota, ota!» gritó el niño. Kirillov
se tendió en el suelo y se estiró a fin de rescatar la «ota» de
debajo del aparador. Nikolai Vsevolodovich entró en el cuarto.
Al verlo, el niño se agarró a la vieja y prorrumpió en largo llanto,
por lo que ella se lo llevó de inmediato.

—¿Stavrogin? —preguntó Kirillov incorporándose del suelo con


la pelota en las manos y sin mostrar la menor sorpresa ante la
inesperada visita—.

¿Quiere usted té?

Ahora estaba de pie y derecho.

—Sí. No digo que no si está caliente —contestó Nikolai


Vsevolodovich—.

Estoy completamente humedecido.

—Muy caliente, incluso hirviendo —afirmó Kirillov satisfecho—.


Siéntese.

No importa si trae usted algo de barro. Luego pasaré un trapo


por el suelo.

Nikolai Vsevolodovich tomó asiento y casi de un trago se bebió


la taza que se le había servido.

—¿Un poco más?

—No, gracias.

Kirillov, que hasta entonces había permanecido de pie, se sentó


frente al visitante y preguntó:

366
—¿Qué lo trae a usted hasta aquí?

—Un tema pendiente. Lea esta carta. Es de Gaganov.


Recordará usted que ya le hablé de él en Petersburgo. Como
usted sabe —empezó a explicar Nikolai Vsevolodovich—,
tropecé con este Gaganov por primera vez en mi vida hará
cosa de un mes en Petersburgo. Nos encontramos dos o tres
veces pero siempre había gente entre nosotros. Nunca nos
presentaron y aunque tampoco me ha dirigido la palabra, ha
encontrado de todos modos una ocasión para mostrarse
extremadamente insolente conmigo. Ya le hablé a usted de ello
entonces. Pero lo que usted no sabe es que, al marcharse de
Petersburgo antes que yo, me mandó una carta, no como ésta,
pero impertinente en alto grado y tanto más extraña cuanto
que en ella no se daba la menor explicación de por qué me la
mandaba. Yo le contesté a vuelta de correo diciéndole con
franqueza que probablemente estaba enojado conmigo por el
incidente con su padre cuatro años antes, aquí en el club, y que,
por mi parte, estaba dispuesto a presentarle todas las excusas
posibles, dado que mi acción no había sido intencionada y era
resultado de una enfermedad. Le rogaba además que tomara
eso en cuenta y que aceptara mis

excusas. Pero él se marchó sin contestar: y he aquí que ahora


me lo encuentro comido de rabia en este sitio. Me han contado
algunos de los comentarios que ha hecho sobre mí en público.
Son bastante ofensivos y contienen inesperadas acusaciones.

367
En fin, además hoy ha llegado esta carta, una carta como
seguramente nadie ha recibido antes, llena de improperios y
con la frase «su abofeteada cara». Por eso he venido, y lo he
hecho con la esperanza de que usted acepte ser mi segundo.

—¿Dice usted que nadie nunca ha recibido una carta


semejante? —le preguntó Kirillov—. Es posible escribir de este
modo en un momento de rabia. Ha ocurrido más de una vez.
Pushkin escribió una carta así a Hekern. Pero bueno, iré.
Dígame qué debo hacer.

Nikolai Vsevolodovich explicó que Kirillov debería ir al día


siguiente y empezar repitiendo las excusas, incluso con la
promesa de una segunda carta consignándolas, pero a
condición de que Gaganov, por su parte, prometiera no escribir
más cartas. De este modo, la carta recibida sería, a partir de
ese momento, definitivamente olvidada.

—Creo que pide usted demasiadas concesiones. No aceptará —


afirmó Kirillov.

—Lo que especialmente he venido a averiguar es si usted está


dispuesto a comunicarle esas condiciones.

—Yo se las diré, pero... allá usted. No aceptará.

—Lo sé. Sé que no aceptará.

—Quiere batirse. Dígame cómo piensa usted batirse.

—Lo que sucede es que yo deseo que esto termine mañana sin
falta, y para siempre. Usted debe ir a verlo a eso de las nueve

368
de la mañana. Él lo escuchará y no aceptará, pero hará que se
entreviste usted con su segundo... pongamos que hacia las
once. Usted llega a un acuerdo con él, de tal modo que para la
una o las dos de la tarde estemos todos en el lugar señalado.
Por favor, procure arreglarlo así. El arma será la pistola, y le
pido a usted encarecidamente que especifique que las barreras
deberán estar a diez pasos una de otra. Usted situará a cada
uno de nosotros a diez pasos de cada barrera y a la señal
convenida nos acercamos uno a otro. Cada uno debe ir hasta
su barrera, pero puede disparar antes conforme se aproxima a
ella. Creo que le he dicho todo.

—Diez pasos entre las barreras no es mucho —señaló Kirillov.

—Bueno, doce entonces, pero no más. Usted comprende que


quiero batirme en serio. ¿Sabe usted cargar una pistola?

—Sí sé. Tengo pistolas. Daré mi palabra de que usted no ha


disparado con ellas. Su segundo tendrá que dar la suya con
respecto a las de él. Dos pares, y decidiremos a cara o cruz si se
usarán las de ellos o las nuestras.

—Perfecto.

—¿Quiere usted ver las pistolas?

—Si fuera posible.

Kirillov se puso en cuclillas delante del baúl que tenía en un


rincón. Todavía no lo había vaciado, sino que de él iba sacando
cosas conforme las iba necesitando. Del fondo sacó un estuche

369
de madera de palma forrado de terciopelo rojo y de éste
extrajo un par de pistolas muy bonitas y de alto precio.

—Lo tengo todo: pólvora, balas, cartuchos. También tengo un


revólver.

Espere.

Volvió a rebuscar en el baúl y sacó otro estuche con un revólver


americano de seis recámaras.

—Guarda usted bastantes armas y todas de mucho valor.

—Sí, de mucho valor. De muchísimo.

El pobre, el casi mendicante Kirillov —que, por otra parte, ni


siquiera notaba su pobreza— mostraba ahora con jactancia
evidente sus preciosas armas, sin duda adquiridas a costa de
grandes sacrificios.

—¿Continúa usted con las mismas intenciones? —preguntó


Stavrogin tras un minuto de silencio y con alguna cautela.

—Con las mismas —le respondió Kirillov lacónicamente,


mostrando en su voz que había adivinado qué se le preguntaba
y recogiendo sus armas de la mesa.

—¿Cuándo entonces? —preguntó de nuevo Nikolai


Vsevolodovich con mayor cautela aún al cabo de un corto
silencio.

370
Mientras tanto Kirillov había metido los dos estuches en el baúl
y se había sentado en el sitio de antes.

—Usted sabe que eso no depende de mí. Cuando me lo digan —


murmuró como algo turbado por la pregunta, pero con la
evidente disposición a contestar a cualquier otra. Miraba a
Stavrogin sin desviar de él los ojos, negros y sin brillo, con
mirada tranquila, pero bondadosa y afable al mismo tiempo.

—Yo, por supuesto, comprendo el porqué de pegarse un tiro —


empezó Nikolai Vsevolodovich después de un silencio de tres
minutos y frunciendo un poco el ceño—. Yo también pensé en
ello alguna vez, pero siempre vino a interponerse alguna nueva
idea. Si comete uno una villanía o, más aún, algo vergonzoso, es
decir, una estupidez, sólo que muy ruin y... ridícula, de la que la
gente se acuerda mil años con repugnancia, y de pronto piensa
uno: «Un tiro en la sien y nada más». ¿Qué importa entonces lo
que piensa la gente o si lo piensa con repugnancia o sin ella, no
es verdad?

—¿Llama usted a eso una nueva idea? —preguntó pensativo


Kirillov.

—No, yo... no llamo..., pero cuando la tuve en el pasado sentí


que era una nueva idea.

—«¿Ha sentido una idea?» —dijo Kirillov—. Esto está bien. Hay
muchas ideas que siempre y de pronto resultan nuevas. Eso es
cierto. Yo ahora veo muchas cosas como por primera vez.

371
—Imaginemos que usted vive en la luna —interpuso Stavrogin
sin escuchar y siguiendo el hilo de su pensamiento— y
supongamos que allí ha hecho todas esas cosas ridículas y
ruines... Usted sabe desde aquí que se estarán riendo allá y
maldiciendo su nombre mil años, eternamente, en toda la luna.
Pero está usted aquí y mira la luna desde aquí: ¿qué le importa
a usted aquí todo lo que hizo allá ni que maldigan allá su
nombre durante mil años? ¿No lo cree así?

—No sé —le respondió Kirillov—. Yo nunca he estado en la luna


—agregó sin asomo de ironía, sólo para puntualizar los hechos.

—¿De quién es ese niño que estaba aquí?

—La suegra de la vieja ha venido de visita..., no, la nuera..., da


igual. Por tres días. Está enferma en la cama con el niño. De
noche llora mucho, cosa del estómago. La madre duerme y la
vieja lo trae aquí. Yo lo divierto con la pelota. La pelota es de
Hamburgo. La compré en Hamburgo para tirarla hacia arriba y
agarrarla. Robustece la espalda.

—¿A usted le gustan los niños?

—Sí, me gustan —repuso Kirillov, pero con bastante indiferencia.

—Por lo tanto, ¿le gustará a usted la vida también?

—Sí, claro, también la vida. ¿Por qué?

—¿Pero no ha decidido pegarse un tiro?

372
—Pero eso no tiene nada que ver. ¿Por qué habría de juntar lo
uno con lo otro? La vida es una cosa y eso es otra. La vida
existe, pero la muerte no existe en absoluto.

—Entonces ¿usted cree en una futura vida eterna?

—No. No en una vida futura eterna, creo en una vida presente


eterna. Hay momentos especiales, se llega a uno de esos
momentos, de pronto se para el tiempo y se convierte en
eternidad.

—¿Espera usted llegar a uno de esos momentos?

—Sí.

—Apenas es posible en nuestro tiempo —declaró Nikolai


Vsevolodovich, también sin asomo de ironía, lenta y
reflexivamente—. En el Apocalipsis, el ángel jura que ya no
existirá el tiempo.

—Lo sé, lo sé. Lo que allá se dice es verdad. Exacto e inteligible.


Cuando la humanidad entera alcance la felicidad no existirá el
tiempo, porque ya no será necesario. Es un pensamiento muy
verdadero.

—¿Dónde lo meterán?

—No lo meterán en ningún sitio. El tiempo no es un objeto, sino


una idea.

Desaparecerá de la mente.

373
—Los viejos lugares comunes de la filosofía. Han sido los
mismos desde el principio de los siglos —murmuró Stavrogin en
tono de desdeñosa lástima.

—¡Los mismos de siempre! ¡Los mismos desde el principio de los


siglos y nunca habrá otros! —afirmó Kirillov con ojos brillantes,
como ganando una batalla, como si tal idea fuera su victoria.

—Usted parece muy feliz, Kirillov.

—Sí, muy feliz —le contestó, como si estuviera dándole la más


común de las respuestas.

—Pero no hace tanto tiempo que estaba usted desconsolado y


enojado con Liputin, ¿no es cierto?

—Hum..., ya no sermoneo a nadie. Entonces no sabía todavía lo


que era ser feliz. ¿Ha visto usted una hoja? ¿Una hoja caída de
un árbol?

—Sí, la he visto.

—Hace poco vi una amarilla con un poco de verde todavía,


ajada en los bordes. Arrancada por el viento. Cuando tenía diez
años, cerraba a propósito los ojos en el invierno y me
imaginaba una hoja, verde, luciente, con venas, y el sol brillaba.
Abría los ojos y no lo creía, por lo hermoso que era. Y volvía a
cerrarlos.

—¿Qué significa esto? ¿Es una alegoría?

—No, no lo es. ¿Por qué habría de serlo? No es una alegoría,


sino una hoja, sólo una hoja. La hoja es buena. Todo es bueno.

374
—¿Todo?

—Todo. El hombre es infeliz porque no sabe que es feliz. Sólo


por eso. ¡Eso es todo, todo! Quien llega a saberlo, llega a ser
feliz en ese momento mismo. Esa suegra morirá, pero quedará
la muchacha. Todo es bueno. Lo descubrí de pronto.

—Y si alguien muere de hambre o alguien insulta y deshonra a


la muchacha, ¿eso es bueno?

—Lo es. Y si alguien se levanta la tapa de los sesos por la niña,


eso también es bueno. Y si no se la levanta, también lo es. Todo
es bueno, todo. Es bueno para todos los que saben que es
bueno. Si supieran que sería bueno para ellos, sería bueno, y
mientras no sepan que es bueno para ellos no será bueno. Ésa
es mi idea, toda ella, y no hay ninguna otra.

—¿Cuándo llegó usted a saber que era tan feliz?

—Lo supe la semana pasada. El martes, no, mejor dicho, el


miércoles, porque era de noche y ya era miércoles.

—¿Y cómo lo supo?

—Ocurrió. No recuerdo bien. Daba vueltas por el cuarto..., no


importa.

Paré el reloj. Eran las tres menos veintitrés minutos de la


madrugada.

375
—¿Una señal de que el tiempo debía detenerse? Kirillov hizo un
silencio.

—No son buenos —retomó de pronto el hilo— porque no saben


que son buenos. Cuando lo sepan no violarán a la muchacha. Es
necesario que sepan que son buenos y al momento todos lo
serán. Todos; hasta el último.

—Ya que usted lo sabe, ¿será, por lo tanto, bueno?

—Lo soy.

—Debo decirle que en esto estoy de acuerdo —murmuró


Stavrogin cejijunto.

—Aquel que enseñe que todos son buenos dará fin al mundo.

—Quien lo enseñó fue crucificado.

—Volverá y se llamará el Hombre-Dios.

—¿El Dios-Hombre?

—El Hombre-Dios. En eso hay una diferencia.

—¿Fue usted quien encendió la lamparilla ante la imagen?

—Sí, fui yo.

—Entonces ¿cree usted en Dios?

—A la vieja le gusta que la lámpara... y hoy no ha tenido tiempo


— murmuró Kirillov.

—Y usted ¿todavía reza?

376
—Rezo, sí le rezo a todo. ¿Ve usted esa araña que se desliza por
la pared?

Pues la observo y le doy gracias por deslizarse.

Volvieron a brillarle los ojos. Siguió mirando fijamente a


Stavrogin, con mirada firme y sostenida. Stavrogin, por su
parte, lo observaba con la frente fruncida y una punta de
repugnancia, pero sin el menor asomo de burla.

—Apuesto a que la próxima vez que venga creerá usted en Dios


—agregó levantándose y cogiendo el sombrero.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Kirillov levantándose también.

—Si llega usted a saber que cree en Dios, creerá usted en Él.
Pero como no sabe usted todavía que cree en Dios, pues no
cree en Él —dijo Nikolai Vsevolodovich riendo.

—No, no es así —reflexionó Kirillov—. Usted tergiversa mi idea.


Hace un chiste de tertulia. Recuerde lo que usted ha significado
en mi vida, Stavrogin.

—Adiós, Kirillov.

—Vuelva de noche. ¿Cuándo?

—¿Es que se ha olvidado usted de lo de mañana?

—¡Ah, sí, lo había olvidado! No se preocupe, que no me


despertaré tarde. A las nueve. Sé despertarme a la hora que
quiero. Cuando me acuesto digo: «A las siete», y me despierto a
las siete; «a las diez», y me despierto a las diez.

377
—Tiene usted dotes notables —dijo Nikolai Vsevolodovich
mirando su rostro pálido.

—Le abriré el portillo.

—No se moleste. Se lo pediré a Shatov.

—¡Ah, claro, Shatov! Bueno, entonces, adiós.

Shatov vivía con la puerta de calle abierta, pero cuando


Stavrogin entró el zaguán estaba completamente a oscuras y
para encontrar la salida debió tantear la escalera que subía al
desván. De pronto alguien arriba abrió una puerta y lo iluminó.
Era Shatov, que si bien ni siquiera se asomó dejó que la luz de
la lámpara guiara a Nikolai Vsevolodovich. Cuando éste se
presentó en el umbral vio que Shatov lo estaba esperando
parado en un rincón cerca de una mesa.

—¿Es ésta una visita de negocios? —preguntó desde el umbral.

—Pase y siéntese —le dijo Shatov—. Cierre la puerta. No, deje,


yo mismo la cerraré.

Cerró la puerta con llave, volvió a la mesa y tomó asiento frente


a Nikolai Vsevolodovich. Durante esa semana había
adelgazado y ahora, además, tenía fiebre.

—Usted me ha atormentado —dijo casi susurrando y bajando


los ojos—.

378
¿Por qué no vino?

—¿Estaba usted tan seguro de que vendría?

—Sí, pero quizás estaba delirando..., y quizás ahora también


estoy delirando... Espere.

Se levantó y del más alto de los tres estantes que tenía con
libros, de un extremo, tomó un objeto. Era un revólver.

—Una noche que estaba delirando creí que vendría usted a


matarme y a la mañana siguiente temprano, con el último
dinero que tenía, le compré un revólver a ese ganapán de
Liamshin. No iba a dejarme matar así como así. Luego recobré
el sentido... No tenía ni pólvora ni balas. Desde entonces ahí
está en el estante. Espere...

Se levantó y se dispuso a abrir el tragaluz.

—No lo tire. ¿Para qué? —Nikolai Vsevolodovich le detuvo—.


Vale dinero, y mañana la gente comentará que bajo la ventana
de Shatov hay revólveres. Déjelo donde estaba. Así. Siéntese.
Respóndame: ¿por qué parece disculparse de haber pensado
que vendría a matarle? Yo, por mi parte, no vengo ahora a
hacer las paces, sino a hablar de algo necesario. Pero en primer
lugar dígame: ¿me agredió usted por los amoríos que tuve con
su mujer?

—Usted sabe bien que no —Shatov bajó la vista de nuevo.

—¿O porque creyó en esos chismes absurdos sobre Daria


Pavlovna?

379
—No. No. Claro que no. Eso es pura necedad. Mi hermana me
dijo desde el principio mismo... —repuso Shatov con brusca
impaciencia y casi pataleando.

—Entonces, adiviné y usted adivinó —prosiguió Stavrogin en


tono tranquilo—. Tiene usted razón. María Timofeyevna
Lebiadkina es mi esposa legítima, con la que me casé en
Petersburgo hace cuatro años y medio. ¿Fue por ella por la que
me agredió usted?

Shatov, en el colmo del asombro, escuchaba en silencio.

—Lo adiviné pero no lo creía —murmuró al cabo, mirando de


modo extraño a Stavrogin.

—Y me agredió usted.

Shatov enrojeció y murmuró casi incoherente:

—Lo hice por su caída..., lo hice por su mentira. No me acerqué


a usted para castigarlo. Cuando me acerqué no sabía que iba a
agredirlo... Lo hice porque usted había significado tanto en mi
vida..., yo...

—Lo entiendo, ahórrese las palabras. Siento que tenga fiebre.


Vengo por un asunto muy importante.

—Llevo esperándolo demasiado tiempo —dijo Shatov


temblando en todos sus miembros y haciendo esfuerzos para
levantarse—. Diga usted a qué viene y yo le diré... luego... —y
volvió a sentarse.

380
—Por muchas razones y circunstancias estoy obligado a venir a
esta hora para advertirle que es posible que lo maten.

Shatov lo miró con ojos desorbitados.

—Sé que puedo estar en peligro —dijo en tono mesurado—, pero


usted...,

¿usted cómo lo sabe?

—Porque soy uno de ellos, como lo es usted; miembro de su


sociedad, como usted.

—¿Usted... un miembro de la sociedad?

—Por el modo en que me mira, noto que usted habría esperado


cualquier cosa de mí menos eso —dijo Nikolai Vsevolodovich
apenas con una sonrisa—. Pero, permítame, ¿es que ya sabía
usted que iban a atentar contra su vida?

—No, no lo había pensado. Y tampoco lo pienso ahora a pesar


de sus palabras, aunque..., ¡aunque nadie puede estar seguro de
lo que esos imbéciles pueden hacer! —gritó rabioso, dando un
puñetazo en la mesa—. ¡No les tengo miedo! He roto con ellos.
Ese sujeto ha venido cuatro veces a decirme que es posible...,
pero —y miró fijamente a Stavrogin— ¿qué es lo que usted
realmente sabe?

—No se preocupe, que no voy a traicionarlo —continuó


Stavrogin con tono bastante frío y cara de hombre que sólo
cumple con un deber—. ¿Quiere saber cómo lo sé? Sé que usted
ingresó en la sociedad en el extranjero hará ya un par de años,

381
bajo la antigua organización, justamente antes de su viaje a
América, y al parecer inmediatamente después de nuestra
última conversación, sobre la cual me escribió usted largo y
tendido. A propósito, perdone que no le contestara por carta y
que me limitara a...

—Mandarme dinero. Espere —lo interrumpió Shatov tirando de


un cajón de la mesa y sacando un billete de brillantes colores de
debajo de unos papales—

. Aquí tiene usted los cien rublos que me mandó. Si no hubiera


sido por usted, allí habría muerto. No se los habría devuelto
todavía si no hubiera sido por su madre. Me dio estos cien
rublos hace diez meses por verme tan pobre después de mi
enfermedad. Pero siga, por favor... —dijo jadeante.

—En América cambió usted de ideas y al volver a Suiza quiso


darse de baja. No le objetaron nada, pero le mandaron que
comprara a alguien aquí en Rusia una imprenta y que la
conservara hasta el momento de su entrega a una persona que
vendría a recogerla de parte de ellos. No conozco todos los
detalles, pero en general así fueron los hechos, ¿no es cierto?
Pero usted, en la esperanza, o bajo la condición, de que ésa
sería la última demanda de esa gente y que después de ella lo
dejarían completamente libre, aceptó hacerlo. Todo eso, poco
más o menos, lo supe yo de ellos, y por mera casualidad. Pero
he aquí lo que, por lo visto, todavía no sabe usted: esos señores
no tienen la intención de soltarlo.

382
—¡Todo esto es una verdadera estupidez! —clamó Shatov—. Yo
les dije con franqueza que estaba disconforme con todo lo que
representaban. Estoy en mi derecho, derecho de conciencia y
de pensamiento... Pero eso, eso no lo aguanto. No hay fuerza
alguna que pueda...

—Espere, no grite —dijo Nikolai Vsevolodovich muy serio,


conteniéndolo—

. Ese Verhovenski es un tipejo que bien pudiera estar


escuchándonos en este mismo momento, con sus propios oídos
o con oídos ajenos, desde el mismísimo zaguán de usted. Hasta
el borracho de Lebiadkin tiene la obligación de vigilarlo

a usted, y quizás usted a él, ¿no es eso? Más vale que me diga
si Verhovenski está o no de acuerdo con las razones que usted
aduce.

—Está de acuerdo. Dijo que era posible y que yo tengo el


derecho...

—Bueno, pues lo engaña. Sé que hasta Kirillov, que es apenas


uno de ellos, les da informes acerca de usted. Y tienen muchos
agentes, incluso algunos que ni siquiera saben que sirven a la
sociedad. Siempre lo han vigilado a usted. Piotr Verhovenski ha
venido aquí, entre otras cosas, para resolver en definitiva el
caso de usted, para lo que tiene plenos poderes, a saber:
liquidarlo en momento el oportuno como alguien que sabe
mucho y puede delatarlos. Le repito que es la pura verdad. Y

383
permítame agregar que por algún motivo están convencidos de
que es usted un espía y de que si todavía no los ha delatado,
pronto lo hará. ¿No es verdad?

Shatov torció el gesto al oír esa pregunta hecha en tono tan


ordinario.

—Si fuera espía, ¿a quién iba a delatar? —preguntó irritado y sin


contestar directamente—. ¡Déjeme en paz! —exclamó
aferrándose a su idea original que lo preocupaba más que la
noticia de su peligro de muerte—. Usted, usted, Stavrogin,
¿cómo ha podido emporcarse con esa necedad tan
desvergonzada, tan fatua y lacayesca? ¡Usted, miembro de ese
grupo! ¡Valiente hazaña para Nikolai Stavrogin! —exclamó casi
desesperado. Hasta cruzó las manos en señal de que nada le
causaba tanto desmayo y amargura como ese descubrimiento.

—Perdóneme —dijo Nikolai Vsevolodovich con verdadero


asombro—, usted, por lo visto, me mira como si yo fuera un sol
y se mira a sí mismo como si fuera un insecto en comparación
conmigo. Ya me di cuenta de eso por la carta que me escribió
desde América.

—Usted sabe..., usted sabe... Bueno, lo mejor será dejar de


hablar de mí.

¡Dejarlo por completo! —finalizó Shatov—. Si quiere usted decir


algo de sí mismo, dígalo... ¡conteste a mi pregunta! —repitió
acalorado.

384
—Claro, lo haré con gusto. Pregunta usted que cómo puedo yo
meterme en esa cueva de ladrones. Después de la noticia que le
he dado, estoy debidamente obligado a hablarle con franqueza
del tema. Mire, en rigor no pertenezco en absoluto a esa
sociedad, tampoco pertenecía antes y sé mejor que usted que
tengo derecho a darles esquinazo porque nunca fui uno de
ellos. Muy al contrario. Desde el primer momento les hice saber
que no era camarada suyo y que si alguna vez los ayudaba lo
haría por falta de cosa mejor en que ocuparme. Hasta cierto
punto tomé parte en la reorganización de la sociedad según un
nuevo plan. Y nada más. Pero ellos ahora lo han pensado mejor
y han decidido entre sí que dejarme salir a mí también es
peligroso y, al parecer, también estoy sentenciado.

—Oh, en ellos todo se resuelve con la pena de muerte y se hace


según instrucciones formales, en documentos sellados y
firmados por tres personas y media. ¿Y usted cree que lo
llevarán a cabo?

—En parte tiene usted razón y en parte no —prosiguió Stavrogin


con la misma indiferencia, incluso lánguidamente—. Sin duda
hay en ello mucha fantasía, como sucede siempre en tales
casos: un grupito exagera su tamaño e importancia. Diré más, y
es que, en mi opinión, Piotr Verhovenski es el único miembro de
la sociedad y que sólo por modestia dice que es simple agente
de ella. Por otra parte, la idea fundamental no es más absurda
que otras de la misma calaña. Tienen contactos con la
Internationale. Tienen agentes en Rusia, incluso dan con un

385
método bastante original..., pero por supuesto, sólo
irónicamente. En cuanto a sus propósitos en esta localidad, el
desarrollo de nuestra organización rusa es un asunto tan oscuro
y casi siempre tan

improvisado que, en realidad, pueden intentar cualquier cosa.


Tenga en cuenta que Verhovenski es hombre terco.

—¡Es un insecto, un ignorante, un imbécil que no conoce ni


entiende a Rusia! —gritó Shatov furioso.

—Usted lo conoce mal. Es verdad que, en general, esa gente


sabe poco de Rusia, pero quizá sólo algo menos que usted y
que yo. Además, Verhovenski es un entusiasta.

—¿Un entusiasta, Verhovenski?

—¡Oh, sí! Hay un punto en que deja de ser un payaso y se


convierte en un... demente. Ruego a usted que recuerde su
propia frase: «¿Se da usted cuenta de lo poderoso que puede
ser un hombre solo?». Por favor, no se ría, porque es muy capaz
de apretar el gatillo. Están convencidos de que también yo soy
un espía. De pura incapacidad para llevar adelante la cosa,
todos ellos gustan de acusar a los demás de espionaje.

—Pero ¿no les temerá usted?

—No mucho... Pero lo de usted es otra cosa. Se lo he advertido


para que lo tenga presente. A mi juicio, no tiene usted por qué
ofenderse porque una pandilla de imbéciles ponga su vida en

386
peligro. No se trata de que sean o no inteligentes. Han puesto la
mano en personas de más campanillas que usted y que yo.
Pero, anda, son las once y cuarto —miró el reloj y se levantó—.
Quería hacerle una pregunta que nada tiene que ver con esto.

—¡Santo Dios! —exclamó Shatov levantándose impetuosamente


a su vez.

—¿Qué quiere decir? —Nikolai Vsevolodovich lo miró


inquisitivamente.

—¡Pregunte, haga su pregunta, hágala, por Dios! —repitió


Shatov con indecible agitación—, pero a condición de que yo le
haga otra de mi parte. Le ruego que me lo permita..., yo no
puedo, ¡haga su pregunta!

Stavrogin, tras una breve pausa, dijo:

—Me he enterado de que usted ha tenido alguna influencia en


María Timofeyevna y que a ella le agradaba verlo y oírlo, ¿no es
así?

—Sí..., antes me oía... —Shatov respondió algo confuso.

—Tengo la intención de anunciar uno de estos días, aquí en la


ciudad, mi casamiento con ella.

—Pero ¿es eso posible? —murmuró Shatov casi espantado.

—¿En qué sentido lo pregunta? No hay dificultades de ninguna


clase. Los testigos del casamiento están aquí. La boda tuvo
lugar en Petersburgo de manera legal y recatada. Y si no se ha
revelado hasta ahora ha sido sólo porque los dos únicos

387
testigos del casamiento, Kirillov y Piotr Verhovenski, sin contar
al propio Lebiadkin (a quien ahora tengo el gusto de contar
entre mis parientes), dieron entonces palabra de guardar
silencio.

—Yo no me refería a eso... Habla usted de ello con tanta


calma..., ¡pero siga! Diga, ¿no lo habrán obligado a usted a
casarse a la fuerza?

—Por supuesto que no. Nadie me obligó a ello a la fuerza —


Nikolai Vsevolodovich se sonrió ante la impetuosidad
provocativa de Shatov.

—¿Y qué hay de cierto en lo que ella dice de una niña suya? —
preguntó Shatov enfebrecido e incoherente.

—¿Habla de una niña suya? ¡Ah! No lo sabía. Ésta es la primera


vez que lo oigo. No ha tenido una niña ni puede haberla tenido.
María Timofeyevna es virgen.

—¡Ah! ¡Así lo pensaba yo! ¡Escuche!

—¿Qué hay, Shatov?

Shatov se cubrió la cara con las manos, se volvió de espaldas,


pero de improviso agarró a Stavrogin de los hombros.

—¿Sabe usted..., sabe usted, al menos —gritó—, por qué ha


hecho eso y por qué ha decidido darse ese castigo ahora?

388
—Su pregunta es inteligente y mordaz, pero yo también me
propongo asombrarlo. Sí, creo saber por qué me casé entonces
y por qué he decidido darme ahora ese «castigo», como usted
lo llama.

—Terminemos con esto..., ya hablaremos más tarde. Hablemos


de lo principal, de lo principal. Llevo dos años esperándolo.

—¿Sí?

—Lo he estado esperando demasiado tiempo y pensando


continuamente en usted. Usted es el único que podría... Ya le
escribí sobre eso desde América.

—La recuerdo muy bien, su larga carta.

—¿Acaso demasiado larga para ser leída en su totalidad? De


acuerdo. Seis carillas. ¡Calle, calle! Dígame: ¿puede concederme
diez minutos más, ahora mismo, en este mismo instante...?
¡Llevo esperándolo demasiado tiempo!

—Perdone. Le doy media hora, nada más, si eso le viene bien.

—Le exijo de todos modos —agregó Shatov furioso—, que


cambie usted de tono. Tenga presente que exijo cuando debiera
rogar... ¿Comprende usted lo que es exigir cuando se debe
rogar?

—Lo que entiendo es que con ello se desentiende usted de todo


lo común y corriente para alcanzar objetivos más elevados —
Nikolai Vsevolodovich esbozó una ligera sonrisa—. Veo con
pena que tiene usted fiebre.

389
—Pido que se me respete. ¡No! ¡Lo exijo! —exclamó Shatov—. No
que se respete mi persona, sino que se me respete por otro
motivo, sólo en esta ocasión, para decir algunas palabras...,
somos dos seres que se han encontrado en el infinito... por
última vez en el mundo. Deje ese tono y adopte un tono
humano. Hable con voz humana aunque sólo sea una vez en su
vida. No lo pido por mí, sino por usted. ¿Comprende que
debiera perdonarme el puñetazo que le di aunque sea sólo por
haberle dado ocasión de reconocer por sí mismo lo poderoso
que es usted...? Vuelve usted a sonreírse con esa sonrisa
desdeñosa y mundana. ¡Oh! ¿Cuándo entenderá usted? ¡Fuera
el señorito! Comprenda que exijo eso, que lo exijo; ¡de lo
contrario no hablaré por nada del mundo!

Su agitación llegó al delirio. Nikolai Vsevolodovich arrugó el


entrecejo y pareció ponerse en guardia.

—Si voy a quedarme media hora —dijo Nikolai Vsevolodovich


con tono grave y solemne—, cuando me es tan precioso el
tiempo, créame que es porque estoy dispuesto a escucharlo
con interés por lo menos... y con la seguridad de que voy a
enterarme de muchas novedades —agregó y tomó asiento.

—¡Siéntese! —gritó Shatov, que se sentó al mismo tiempo.

—Permítame, no obstante, recordarle —repitió Stavrogin— que


estaba a punto de pedirle un gran favor con respecto a María
Timofeyevna, un favor muy importante, por lo menos para ella...

390
—¿Cómo? —Shatov frunció el ceño como alguien a quien
interrumpen en el momento más importante y que, aunque
sigue mirando a su interlocutor, no consigue entender del todo
su pregunta.

—No me ha dejado usted acabar —concluyó Nikolai


Vsevolodovich sonriendo.

—¡Ah, pero eso no es nada! —Shatov hizo un gesto desdeñoso


con la mano cuando al fin comprendió la queja de Stavrogin y
pasó a exponer su tema principal.

—Usted —empezó en tono casi amenazante, avanzando el


cuerpo, con ojos chispeantes y levantando el dedo índice de la
mano derecha (evidentemente sin notar que lo estaba
haciendo)—, ¿usted sabe cuál es ahora, en toda la tierra, el
único pueblo «portador de Dios», destinado a regenerar y salvar
al mundo en nombre de la vida y de la nueva palabra...? ¿Sabe
usted cuál es ese pueblo y cuál es su nombre?

—A juzgar por su modo de expresarse, creo que debo concluir, y


lo antes posible, que ese pueblo es el ruso...

—¡Ya está usted riéndose! ¡Ah, qué gente! —exclamó Shatov a


punto de saltar de su asiento.

—¡Cálmese, se lo ruego! Todo lo contrario. Aunque en realidad


esperaba algo por el estilo.

391
—¿Así que esperaba usted algo por el estilo? ¿Y no conoce
usted mismo esas palabras?

—Sí, las conozco muy bien y ya veo hacia dónde va usted. Todo
el parlamento de usted, incluso la expresión «pueblo portador
de Dios», no es sino la continuación de nuestro coloquio de
hace dos años en el extranjero, poco antes de su partida para
América... Al menos, según recuerdo ahora.

—Ese parlamento no es mío, es absolutamente suyo y no la


continuación de nuestro coloquio. Porque coloquio «nuestro» en
realidad no hubo. Hubo un maestro que pronunciaba palabras
importantes y un discípulo que acababa de levantarse de entre
los muertos... Yo era ese discípulo y usted el maestro.

—Pero si nos ponemos a recordar, usted ingresó en esa


sociedad inmediatamente después de oír mis palabras y sólo
entonces se fue a América.

—Es verdad. Y de eso le escribí desde América. Le escribí de


todo. Sí, no podía desprenderme al momento de cuanto había
conocido desde niño, de aquello en que ponía todo el ardor de
mis esperanzas y todas las lágrimas de mi odio... Cuesta trabajo
cambiar de dioses. No le creí a usted entonces porque no quería
creer. Y como último recurso me metí en esa cloaca inmunda...
Pero prendió la semilla y creció. En serio, dígamelo: ¿no leyó
usted de cabo a rabo mi carta de América? ¡Ah! ¡Quizá ni
siquiera la leyó!

392
—Leí tres carillas de ella, las dos primeras y la última, y además
eché un vistazo a las de dentro. Pero tenía el propósito de...

—Bueno, no importa. Deje eso. ¡Al diablo con ello! —Shatov hizo
un gesto de rechazo con la mano—. Si se arrepiente usted ahora
de sus palabras de entonces acerca del pueblo, ¿cómo pudo
pronunciarlas entonces...? Eso es lo que ahora me resulta
intolerable.

—Es que tampoco bromeaba entonces. Tratando de


convencerlo a usted, atendía más a mí mismo que a usted —dijo
Stavrogin enigmáticamente.

—¡Que no bromeaba! En América me pasé tres meses tendido


en la paja junto a un... desgraciado y por él me enteré de que al
mismísimo tiempo que plantaba usted en mi espíritu idea de
Dios y la patria..., en ese mismo tiempo, quizás incluso en esos
mismos días, emponzoñaba usted el corazón de ese
desgraciado, de ese maníaco Kirillov... Usted le llenó la cabeza
de mentiras y calumnias y lo empujó al borde de la locura. Vaya
a verlo ahora: ésa es su creación... Pero ya lo ha visto usted.

—En primer lugar, le advierto que hace un rato el propio Kirillov


me dijo que es feliz y que es muy bueno. La suposición de usted
de que todo eso ocurrió al mismo tiempo es casi cierta, pero ¿y
qué? Repito que no engañaba a ninguno de los dos.

—¿Usted es ateo? ¿Ateo ahora?

393
—Sí.

—¿Y entonces?

—También lo era, igual que ahora.

—No fue para mí para quien pedí respeto al principio de nuestra


conversación. Con lo inteligente que es usted lo habrá
comprendido —murmuró Shatov indignado.

—Y, por mi parte, yo no me levanté ante la primera palabra que


usted dijo, ni di por terminada la conversación, ni tomé la
puerta, sino que aquí sigo sentado, respondiendo mansamente
a sus preguntas y... gritos. Así, pues, no le he perdido todavía el
respeto.

Shatov lo interrumpió con un gesto de la mano:

—¿Se acuerda usted de la expresión que usó? «Un ateo no


puede ser ruso; un ateo, por el hecho mismo de serlo, deja de
ser ruso». ¿Se acuerda usted de eso?

—¿Por qué? —Nikolai Vsevolodovich preguntó a su vez.

—¿Lo recuerda? ¿O lo ha olvidado? Sin embargo, ése es uno de


los dictámenes más exactos, sobre uno de los rasgos más
salientes del espíritu ruso, que ha adivinado usted. ¿Cómo
puede haberlo olvidado? Le recordaré otra cosa que dijo
entonces: «Si uno no pertenece a la Iglesia Ortodoxa no puede
ser ruso».

—Supongo que ésa es una idea eslavófila.

394
—No. Los eslavófilos de ahora la repudian. Ahora el pueblo es
más listo. Pero usted iba todavía más lejos. Usted creía que el
catolicismo romano ya no era cristianismo. Usted afirmaba que
Roma proclamaba un Cristo que había caído en la tercera
tentación de Satanás y que, después de anunciar al mundo
entero que Cristo no podría sobrevivir sin un reino terrenal, el
catolicismo había proclamado así al Anticristo y destruido con
ello a todo el mundo de Occidente. Usted incluso declaraba que
si Francia atravesaba una época de penalidades, la culpa la
tenía la Iglesia Católica por haber rechazado al inicuo Dios de
Roma y no haber encontrado otro. ¡Eso era lo que podía usted
decir entonces! Recuerdo nuestras conversaciones.

—Si fuera creyente, ahora diría, sin duda, lo mismo. No mentía,


hablando como un creyente —dijo Nikolai Vsevolodovich en
tono muy grave—. Pero le aseguro que esta repetición de mis
antiguas ideas me produce una impresión muy desagradable.
¿No puede dejar de hablar de eso?

—¿Si fuera usted creyente? —gritó Shatov sin hacer maldito


caso del ruego—. Pero ¿no me decía usted que si le
demostrasen matemáticamente que la verdad está fuera de
Cristo, preferiría usted quedarse con Cristo a quedarse con la
verdad? ¿No decía usted eso? ¿No lo decía?

—Permítame hacerle por mi parte otra pregunta —dijo


Stavrogin levantando la voz—. ¿A qué viene este interrogatorio
impaciente y... desabrido?

395
—Sepa que este interrogatorio acabará para siempre y nunca
más se lo recordaré.

—Usted sigue insistiendo en que estamos fuera del espacio y el


tiempo...

—¡Basta, cállese! —gritó Shatov de pronto—. Soy tonto y


desmañado, pero

¡que mi nombre perezca en el ridículo! ¿Me permite repetir ante


usted lo principal de su pensamiento de entonces...? ¡Oh, sólo
diez renglones! ¡Nada más que la conclusión!

—Repítalo, sólo si es la conclusión...

Stavrogin hizo como si quisiera mirar el reloj, pero se contuvo y


no lo miró.

Shatov volvió a inclinarse hacia delante y durante un instante


levantó de nuevo el índice.

—No hay un solo pueblo —empezó como si leyera de corrido, a


la vez que seguía mirando con aire amenazante a Stavrogin—,
no hay un solo pueblo que haya organizado su vida según los
principios de la razón y la ciencia. No ha habido nunca un
ejemplo de ello, o quizá sólo durante un momento y eso por
estupidez. El socialismo, por su índole misma, tiene que ser
ateísmo, puesto que proclama desde el primer momento que es
una institución atea y que trata de organizarse exclusivamente
según los principios de la ciencia y la razón. Ahora bien, en la

396
vida de los pueblos, la ciencia y la razón han cumplido un
menester tan secundario como auxiliar; y lo seguirán
cumpliendo por los siglos de los siglos. Los pueblos se forman y
mueven por otro género de fuerza que los conduce y rige, cuyo
origen es desconocido e inexplicable. Esa fuerza es la del anhelo
infatigable de llegar hasta el fin, al mismo tiempo que niegan
que haya un fin. Es el espíritu de la vida, o, como dice la
Escritura, «los ríos de agua viva» con cuya posibilidad de
secarse nos intimida el Apocalipsis. Es un principio estético,
como dicen los filósofos, un principio ético con el cual lo
identifican. La

«búsqueda de Dios», como yo lo llamo de modo más sencillo. La


meta de todo movimiento popular, en cualquier pueblo y
momento de su existencia, es únicamente la búsqueda de Dios,
de su Dios, del suyo propio, y de la fe en él como único
verdadero. Dios es la personalidad sintética de todo un pueblo,
considerada desde el principio hasta el fin. Nunca se ha dado el
caso de que todos los pueblos, o muchos de ellos, tengan un
solo Dios común, sino que siempre ha tenido cada uno el suyo.
Cuando los dioses comienzan a ser comunes, ocurre la primera
señal de descomposición de la nacionalidad. Cuanto más
poderoso es un pueblo, más individual debe ser su dios. No hay
pueblo sin religión, es decir, sin noción del bien y del mal. Ahora,
cuando entre muchos pueblos surgen nociones comunes del
bien y del mal, esos pueblos mueren, y hasta la misma
diferencia entre el bien y el mal comienza a desdibujarse y

397
termina desapareciendo. Nunca ha podido la razón definir el
bien y el mal, ni distinguir siquiera aproximadamente el bien del
mal; al contrario, los ha mezclado de manera vergonzosa y
lamentable. La ciencia sin embargo no ha dado sino soluciones
basadas en la fuerza bruta. En ello ha descollado en particular
la semiciencia, el más terrible azote de la humanidad, peor que
cualquier peste, peor que el hambre y la guerra. La semiciencia
es un déspota de una fauna jamás vista hasta ahora, un
déspota que tiene sus sacerdotes y sus esclavos, un déspota
ante quien todos hincan la frente con amor y temor
supersticioso inconcebibles hasta ahora, y ante quien tiembla y
se rinde vergonzosamente la ciencia misma. Éstas son las
mismísimas palabras de usted, Stavrogin, salvo las referentes a
la semiciencia. Ésas son mías, porque yo no tengo más que
semiciencia y, por lo tanto, le tengo un odio especial. Además,
no he cambiado ni una sola de sus palabras y tampoco ni una
sola de sus ideas.

—No lo creo —observó Stavrogin con reserva—. Usted las


aceptó y las alteró con la misma pasión y no se ha dado cuenta
de ello. El simple hecho de que reduce usted a Dios a simple
atributo de la nacionalidad...

De pronto concentró en Shatov una atención especial y


sostenida, y no sólo en sus palabras, sino en él mismo.

—¿Me dice usted que yo reduzco a Dios a un atributo de la


nacionalidad?

398
—exclamó Shatov—. Al contrario, levanto el pueblo hasta Dios.
¿Es que no ha sido siempre así? El pueblo es el cuerpo de Dios.
Un pueblo es pueblo sólo mientras tiene su propio Dios
individual y excluye a todos los demás dioses del

mundo, sin admitir reconciliación alguna; mientras cree que su


Dios vencerá y expulsará del mundo a todos los demás dioses.
Así han creído todos los pueblos desde el principio de los siglos,
todos los grandes pueblos al menos, todos los que se han
destacado por algo, todos los que se han mantenido a la
cabeza de la humanidad. No vale la pena ir en contra de los
hechos. Los judíos vivieron sólo para esperar al verdadero Dios
y legaron al mundo al verdadero Dios. Los griegos divinizaron la
naturaleza y dejaron al mundo su religión, esto es, la filosofía y
el arte. Roma divinizó al pueblo en el Estado y legó el Estado a
los pueblos. Francia, en el curso de su larga historia, fue sólo
encarnación y desarrollo de la idea del Dios de Roma, y si
acabó por lanzar al abismo a su Dios romano y abrazó el
ateísmo, que ahora llaman socialismo, fue sólo porque, a fin de
cuentas, el ateísmo es más sano que el catolicismo romano. Si
un gran pueblo no cree que la verdad está sólo en él (esto es,
sola y exclusivamente en él), si no cree que es el único con la
capacidad y misión de resucitar y regenerar a todos por medio
de su verdad, se convierte al punto en simple material
etnográfico y deja de ser un gran pueblo. Un pueblo de veras
grande no puede resignarse a desempeñar un papel de

399
segundo orden en la humanidad, ni siquiera de primer orden,
sino sola y exclusivamente el primer papel. Cuando el pueblo
pierde esa fe deja ya de ser pueblo. Pero como la verdad es una
y, por lo tanto, sólo uno de los pueblos puede tener al Dios
verdadero, aun si los demás tienen sus propios dioses, grandes
e individuales. El único pueblo «portador de Dios» es el pueblo
ruso, y..., y... ¿me tiene usted, Stavrogin, por un tonto tan
prudente —de pronto se revolvió con furia— que ni siquiera sé si
mis palabras de ahora son los consabidos e insulsos lugares
comunes que se trasiegan en los círculos eslavófilos de Moscú,
o son, por el contrario, una palabra nueva, la última palabra, la
única palabra que lleva a la regeneración y la salvación y..., y...?
¡Qué me importa que se ría usted ahora! ¡Nada me importa que
usted no comprenda ni una palabra, ni un sonido...! ¡Oh, cómo
detesto su mirada y su sonrisa!

Y de un salto se levantó cargando espuma en sus labios.

—Todo lo contrario, Shatov —dijo Stavrogin en tono moderado,


sin levantarse de su asiento—. Al contrario. Ha despertado
usted en mí con sus palabras ardientes recuerdos muy
subyugantes. En esas palabras reconozco mi modo de pensar
de hace dos años, y no diré ahora, como he dicho antes, que
exageraba usted mis ideas de entonces. Me parece que eran
todavía más excluyentes, incluso más absolutas. Y le aseguro
por tercera vez que desearía confirmar todo lo que acaba de
decir, hasta la última palabra, pero...

—Pero necesita usted una liebre.

400
—No entiendo, ¿qué quiere decir con eso?

—A usted le pertenece esa expresión repugnante —Shatov se


sonrió maliciosamente y se volvió a sentar—. «Para guisar una
liebre, primero hay que tener una liebre; para creer en Dios,
primero hay que tener un Dios». Dicen que ésa era una de las
frases preferidas de usted en Petersburgo. Como Novodriov,
que quería atrapar a una liebre por las patas traseras.

—No, ése se jactaba de haberla atrapado. A propósito,


permítame que por mi parte le haga una pregunta, a la que
creo que ahora tengo pleno derecho. Dígame: ¿ha atrapado ya
su liebre o sigue corriendo?

—¡No se atreva a preguntármelo así! ¡Pregúntemelo de otro


modo, con otras palabras! —dijo Shatov todo tembloroso.

—Perdón. Con otras —Nikolai Vsevolodovich lo miró


severamente—.

Quería saber si usted cree o no en Dios.

—Creo en Rusia, creo en la Iglesia Ortodoxa... Creo en el cuerpo


de Cristo... Creo que el nuevo advenimiento tendrá lugar en
Rusia... Creo... —Shatov murmuró con frenesí.

—Pero ¿en Dios? ¿En Dios?

En el rostro de Stavrogin no se alteró un solo músculo. Shatov


fijaba en él los ojos apasionadamente, con mirada retadora,
como si quisiera quemarlo con ella.

401
—¡Ya ve usted que no le he dicho que no creo! —exclamó al fin—
. Sólo le he dado a entender que de momento no soy más que
un libro infeliz y aburrido; de momento... ¡Pero dejemos mi
nombre en paz! No se trata de mí, sino de usted... Yo soy sólo
un hombre sin talento, que puede dar su sangre y nada más,
como cualquier hombre sin talento. Llevo esperando aquí dos
años... y desde hace media hora estoy bailando desnudo
delante de usted. ¡Usted, sólo usted podría levantar ese
estandarte...!

Sin terminar la frase y desesperado, puso los codos en la mesa


y apoyó la cabeza en ambas manos.

—Quiero destacar algo con referencia a eso —interrumpió


Stavrogin—.

¿Por qué el mundo se empeña en que sea yo quien lleve un


estandarte? Piotr Stepanovich también está convencido de que
yo podría «levantar el estandarte» de ellos, al menos ésas me
han dicho que fueron sus palabras. Se le ha metido en la
cabeza que puedo hacer en provecho de ellos el papel de un
Stenka Razin por mi «extraordinaria aptitud para el crimen».
Ésas son también sus palabras.

—¿Cómo? —preguntó Shatov—. ¿Por una «extraordinaria


aptitud para el crimen»?

—Exactamente.

—Hum. ¿Es eso cierto? —preguntó Shatov con una mueca


maligna—, ¿es verdad que en Petersburgo perteneció usted a

402
una sociedad secreta que practicaba una sensualidad bestial?
¿Es verdad que el marqués de Sade bien podría haber
aprendido de usted? ¿Es verdad que engatusaba y pervertía
niños?

¡Hable, y ahora no se atreva a mentir! —gritó casi fuera de sí—.


¡Nikolai Stavrogin no puede mentir delante de Shatov, que le ha
dado un puñetazo en la cara! ¡Dígalo todo, y si es verdad, lo
mato a usted ahora y aquí mismo!

—Sí, he dicho eso, pero no he pervertido a ningún niño —


respondió Stavrogin, aunque sólo después de una pausa
bastante larga. Palideció y sus ojos fulguraron.

—¡Pero lo dijo usted! —prosiguió Shatov imperiosamente, sin


apartar de él su mirada ardiente—. ¿Es cierto que aseguraba
usted que no veía diferencia en cuanto a belleza entre un acto
voluptuoso y brutal y una hazaña heroica cualquiera, aunque
fuera el sacrificio de una vida en bien de la humanidad? ¿Es
cierto que hallaba usted igual belleza e igual placer en ambos
extremos?

—No puedo contestar eso, es imposible... No quiero contestar —


murmuró Stavrogin, que bien habría podido levantarse e irse,
aunque ni se levantó ni se fue.

—Yo tampoco sé por qué el mal es ruin y es bello el bien, pero sí


sé por qué el sentido de esa distinción se debilita y desaparece
en caballeros como Stavrogin —Shatov seguía temblando—.
¿Sabe usted por qué se casó entonces de forma tan vergonzosa

403
y repugnante? ¡Pues porque lo vergonzoso y absurdo de ese
casamiento llegaron a la genialidad! ¡Usted no hizo equilibrios al
borde de ningún abismo! ¡Simplemente se lanzó de cabeza en
él! Se casó por su afán apasionado de crueldad, por su amor a
los remordimientos de conciencia, por perversidad moral. Fue
un ataque de histeria... ¡El reto a la sensatez era

demasiado tentador! Cuando le mordió usted la oreja al


gobernador, ¿sintió un escalofrío sensual? ¿Lo sintió? ¿Lo sintió
usted, inepto hijo de un caballero?

—Entonces usted es psicólogo —Stavrogin se puso aún más


pálido—, aunque se equivoca usted en parte respecto de las
causas de mi casamiento... Pero ¿quién habrá podido
procurarle todos estos informes? —dijo con sonrisa forzada—.
¿No será acaso Kirillov? Aunque él no tomó parte...

—¿Por qué se pone pálido?

—Pero, vamos a ver, ¿qué es lo que realmente usted quiere? —


Por fin Nikolai Vsevolodovich levantó la voz—. Hace media hora
que estoy bajo su látigo, y podría usted por lo menos
despedirme con cortesía... si, en efecto, no tiene motivo racional
de portarse conmigo de este modo.

—¿De qué motivo racional me habla?

—Sin duda, tiene usted por lo menos la obligación de


explicarme por fin cuál es su motivo. Yo esperaba ver lo que

404
haría usted, pero no he visto más que un frenético despecho.
Ahora le ruego que me abra el portón de la valla —se levantó de
la silla. Shatov se lanzó tras él con furia.

—¡Bese la tierra, riéguela con sus lágrimas, pida perdón! —gritó


agarrándole del hombro.

—Sin embargo, no lo maté a usted... la otra mañana... y crucé


las manos a la espalda... —dijo Stavrogin casi con dolor y
bajando la vista.

—¡Vamos, dígame todo lo que tiene que decirme! ¡Ha venido


usted a avisarme que estoy en peligro, me ha dejado usted
hablar, y mañana quiere usted anunciar públicamente su
casamiento...! ¿Acaso no veo por su cara que ahora lo domina a
usted otra idea amenazadora...? Stavrogin, ¿por qué estoy
condenado a creer en usted por los siglos de los siglos? ¿Podría
yo hablar así con otra persona? Soy hombre en extremo
pudoroso y sin embargo no me he avergonzado de mi desnudez
porque hablaba con Stavrogin. No he sentido empacho en
caricaturizar una idea grande con sólo tocarla porque Stavrogin
me escuchaba... ¿Es que no besaré las huellas de sus pies
cuando se marche? ¡No puedo arrancarlo de mi corazón,
Stavrogin!

—Lamento no poder estimarlo, Shatov —respondió fríamente


Nikolai Vsevolodovich.

—Sé que no puede y sé que no miente. Escuche. Puedo


arreglarlo todo. ¡Le conseguiré una liebre!

405
Stavrogin se quedó callado.

—Usted es ateo, porque es un señorito consentido, el último hijo


de un hidalgo. Ya ha perdido la distinción entre el mal y el bien
porque desconoce a su pueblo. Llega una nueva generación,
salida directamente del corazón del pueblo, y ni usted, ni los
Verhovenski, padre e hijo, ni yo la conoceremos..., ni yo
tampoco, porque yo soy también un señorito, hijo de su siervo y
ayuda de cámara Pazca... Escuche: llegue a Dios mediante el
trabajo; todo está en eso. De lo contrario, desaparecerá usted
como escarcha maloliente. Llegue a Él mediante el trabajo.

—¿Que llegue a Dios mediante el trabajo? ¿Qué clase de


trabajo?

—El de campesino. Vaya, abandone sus riquezas... ¿Ah, ahora se


ríe? ¡Cree que puede ser sólo un truco!

Pero Stavrogin no se reía.

—¿Usted cree que se puede llegar a Dios mediante el trabajo,


especialmente a través del trabajo de los campesinos? —
preguntó como si hubiera hallado, en efecto, algo nuevo y serio
que valía la pena considerar—. Ahora bien —dijo pasando a otra
idea—, usted me recuerda algo: ¿sabe usted

que no soy rico, que no tengo nada que abandonar? Y que


apenas tengo con qué asegurar el porvenir de María
Timofeyevna... Otra cosa: he venido a rogarle que en adelante,

406
si le es posible, no deje de ver a María Timofeyevna, pues usted
es el único que puede influir algo en su pobre juicio... Lo digo
por si acaso sucediera algo.

—Bueno, bueno, veo que continúa pensando en María


Timofeyevna — Shatov asintió con un gesto de la mano. En la
otra tenía una bujía—. Bueno, más tarde, por supuesto...
Escuche: vaya a ver a Tihon.

—¿A quién?

—A Tihon. Quien fuera obispo y que ahora vive retirado por


enfermedad en el monasterio Efimevski Bogorodski.

—Pero...

—Si la gente va a verle, vaya usted también. ¿Por qué no?

—Es la primera vez que oigo hablar de él y... nunca he visto a


esa clase de gente. Iré, gracias.

—Pase por acá —Shatov alumbró la escalera—. Ya estamos —


dijo mientras abría el portón.

—No volveré a verlo, Shatov —dijo Stavrogin con voz muda al


salir. Sólo había oscuridad y lluvia.

SEGUNDO CAPÍTULO: Noche (continuación)

407
Caminó entre el barro resbaladizo por la pendiente de la calle
Bogoyavlenskaya que terminaba en el brumoso y solitario río.
Allí, las casas apenas eran tugurios y el camino continuaba en
un ovillo de anómalas callejuelas. Durante un momento Nikolai
Vsevolodovich estuvo entre las vallas, cerca de la orilla
manteniendo el camino y casi sin pensar en él. Otro era el
pensamiento que lo abstraía. Finalmente volvió en sí y vio que
estaba casi suspendido en medio del largo y húmedo puente de
las barcazas. Si bien no se encontró con nadie, no dejaba de oír
una voz familiarmente amable y cándida, con un acento rítmico
y dulce como las que suelen usar los comerciantes refinados o
los jóvenes de pelo rizado que trabajan en las tiendas del
Gostiny Dvor.

—Disculpe, caballero, ¿me permite compartir su paraguas?

De pronto alguien se deslizó y, ahora, un hombre andrajoso iba


junto a él, casi «hombro con hombro», como dicen los soldados.
Nikolai Vsevolodovich aminoró el paso y se inclinó para ver de
quién se trataba, tanto como le permitió la oscuridad. Notó que
era un hombre bajo, con aire de artesano dispuesto a irse de
fiesta. Iba vestido con ropa ligera y raída. Usaba una gorra de
algodón sobre su melena ensortijada, su gorro chorreaba agua
y tenía la visera medio arrancada. Era de tez morena, fuerte y
musculoso, de pelo muy oscuro y con grandes ojos negros, de
brillo pronunciado y con un tinte amarillo como los de los
gitanos. Quizá ya tenía cuarenta años y no estaba ebrio.

—¿Me conoces? —preguntó Nikolai Vsevolodovich.

408
—El señor Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich. El domingo
antepasado me lo señalaron a usted en la estación en cuanto
paró el tren. Además, ya había oído hablar antes de usted,
señor.

—¿De Piotr Stepanovich? ¿Tú eres Fedka el presidiario?

—De nombre de pila Fiodor Fiodorovich. Por aquí vive aún mi


madre, señor. Es una mujer muy vieja, cada día más encorvada.
No deja de rezar por mí, reza día y noche. Mejor, así no pierde el
tiempo, como es vieja... ¿no es cierto?, siempre está sentada en
la estufa.

—¿Te has escapado de presidio?

—He cambiado de ocupación, sí señor. Tuve que echar por alto


los libros, las campanas y todas las cosas de iglesia porque fui
condenado a cadena perpetua y habría tenido que aguardar
mucho tiempo para cumplir la condena, señor.

—¿Y qué es lo que haces?

—Mato el tiempo como se puede, señor. Mi tío la semana


pasada murió en la cárcel de aquí, donde lo tenían preso por
hacer billetes falsos. Para poder hacerle un velatorio les he
estado tirando docenas de piedras a los perros. Así es todo,
señor. Además, Piotr Stepanovich me ha prometido un
pasaporte, esos pasaportes que usan los comerciantes, para
viajar por toda Rusia. Así que acá estoy esperando a que le den
las ganas de dármelo. Y usted, señor, ¿podría darme tres rublos
para que pueda tomar algo que me caliente?

409
—Eso quiere decir que me has estado esperando aquí. Eso no
me gusta.

¿Quién te ha mandado?

—En lo de mandarme, no me ha mandado nadie. Como puede


ver, casi estoy en las últimas. El viernes pasado llené el buche
con masa de tortas; pero

desde entonces no comí un día, esperaba comer el siguiente y el


tercero ayuné. En cuanto a la bebida, el río viene lleno de agua,
pero ya he tomado tanta que tengo la barriga como un
estanque... ¿Podría por caridad darme alguna cosilla? Tengo
una comadre que me está esperando cerca de aquí, pero no
puedo asomar la jeta por su casa si no llevo algún dinerillo.

—¿Qué fue lo que Piotr Stepanovich te prometió de mí?

—No es que me prometiera nada, señor, pero dijo casi como


suena que bien podría ocurrir que pudiera servirle a usted en
algo si se presentase la ocasión. Pero no me dijo a punto fijo en
qué, señor, porque Piotr Stepanovich quiere ver, a lo que
parece, si tengo la paciencia de un cosaco y no se fía de mí ni
tanto así.

—¿Por qué?

—Porque Piotr Stepanovich es un astrólogo, señor, y se conoce


al dedillo todos los planetas del cielo, pero él también mete la
pata como cualquier hijo de vecino. A usted, señor, le estoy

410
diciendo la verdad como si fuera el mismísimo Dios. ¿Sabe por
qué? Porque he oído hablar mucho de usted. Piotr Stepanovich
es una cosa y usted, señor, es otra muy diferente, harina de
otro costal. Si él dice, un suponer, que Fulano es un
sinvergüenza, sigue creyendo que lo es, pase lo que pase. Y si
dice que Mengano es tonto, no quiere saber nada de Mengano
sino que es tonto. Y yo puede que sea tonto los martes y los
miércoles, pero los jueves puede que sea más listo que él. Pues
bien, señor, lo que de mí sabe él ahora es que estoy esperando
ese pasaporte con la lengua fuera, porque en Rusia no se va a
maldita la parte sin documentos; y por eso piensa que me tiene
agarrado por las..., por las narices. Pero sepa usted, señor, que
a Piotr Stepanovich le resulta fácil vivir en este mundo, muy
fácil, porque en cuanto se hace una idea de lo que es un
hombre, con ella se acuesta. Además, es agarrado como el que
más. Pensaba que, sin permiso de él, no me atrevería a
acercarme a usted, pero aquí estoy ante usted, señor, como
ante Dios mismo. Desde hace tres noches, señor, lo espero a
usted en este puente, seguro de que puedo arreglármelas por
mi cuenta, sin que nadie me ayude. Más vale arrodillarse ante
un zapato que ante una alpargata.

—¿Y cómo sabías que yo iba a pasar por el puente? ¿Quién te lo


dijo?

—Pues mire, señor, eso, hablando en plata, lo supe por


casualidad, mayormente por la idiotez del capitán Lebiadkin,
porque no puede guardarse nada en el buche... De modo y

411
manera, señor, que esos tres rublos serán el jornal por esos tres
días y tres noches de aburrimiento. Tengo la ropa empapada
pero de eso no diré ni pío. Son gajes del oficio.

—Yo voy por la izquierda y tú por la derecha. Aquí termina el


puente. Oye, Fiodor, quiero que la gente entienda lo que digo
de una vez para siempre: no te doy un kopek, y en adelante no
me salgas al encuentro ni en el puente ni en ninguna parte. No
tengo necesidad de ti ni la tendré. Y si no me haces caso, te
llevo atado de manos a la policía. ¡Fuera de aquí!

—¡Eh, bueno! Algo me podría dar por la compañía, señor. Bien


que se ha divertido.

—¡Te dije que fuera, andando!

—Pero ¿conoce bien el camino por aquí, señor? Hay tantas


vueltas y revueltas... Yo podría guiarlo, porque esta parte de la
ciudad es como si el mismísimo diablo la hubiera dejado caer
desde una cesta.

—¡Te digo que te ato de manos y te llevo a la policía! —


amenazador Nikolai Vsevolodovich se volvió hacia él.

—Ya lo pensará usted mejor, señor. No cuesta mucho hacer


daño a un pobre diablo como yo.

—Por lo visto, estás muy seguro de ti mismo.

—Yo, señor, estoy seguro de usted y no muy seguro de mí


mismo.

412
—No te necesito para nada, ya te lo he dicho.

—Claro, pero lo malo, señor, es que yo lo necesito a usted. En


fin, si no hay más remedio... lo esperaré a la vuelta.

—Si te encuentro te ato, palabra de honor.

—Entonces tendré preparado un cinturón para que lo haga,


señor. Buenas noches, señor, y gracias por haberme cubierto
con su paraguas. Le estaré agradecido hasta el día de mi
muerte.

Se quedó atrás. Nikolai Vsevolodovich llegó preocupado a su


destino. Aquel hombre traído por la lluvia creía que era
absolutamente indispensable y se había encargado de
repetírselo de manera insolente. La gente no solía tratarlo con
delicadeza. De modo que quizás aquel presidiario le estaba
diciendo la verdad y quería servirle más allá de las sugerencias
de Piotr Stepanovich.

Nikolai Vsevolodovich llegó a una casa emplazada en una de


las callejuelas desiertas, rodeada por una huerta, justo en el
extremo mismo de la ciudad. Construida recientemente, era
toda de madera pero todavía faltaban algunas tablas; además
una de las ventanas estaba sin terminar. Una vela estaba
destinada a servirle de guía a quien llegara tarde esa noche. A
unos treinta pasos de la casa, Nikolai Vsevolodovich distinguió

413
en el pequeño escalón de la entrada a un hombre alto,
probablemente el dueño de casa, que nerviosamente
examinaba la calle. Se oyó la voz también impaciente de aquel
hombre:

—¿Señor? ¿Es usted, señor?

—Soy yo —respondió Nikolai Vsevolodovich, pero no antes de


llegar a la entrada y cerrar el paraguas.

—¡Al fin, señor! —dijo el capitán Lebiadkin, pisando fuerte y


afanándose en torno del visitante—. Hágame el favor del
paraguas, señor. Está chorreando. Lo dejaré abierto aquí en el
rincón. Pase usted, señor, pase usted.

La puerta, que del zaguán daba acceso a una habitación


alumbrada por dos velas, estaba abierta de par en par.

—De no ser por su palabra de que vendría sin falta, ya no lo


esperaría.

—Una menos cuarto —Nikolai Vsevolodovich miró el reloj al


entrar en la habitación.

—Y como además está lloviendo y la distancia es tan enorme...


Yo no tengo reloj y por la ventana sólo se ven las huertas, de
modo que... queda uno como al margen de las cosas..., pero no
me quejo porque no tengo derecho, no lo tengo, no, señor. Sólo
que he estado consumido de impaciencia toda la semana...,
impaciencia porque todo quede resuelto.

—¿Qué quiere decir?

414
—Saber cuál va a ser mi suerte, Nikolai Vsevolodovich. Siéntese,
por favor

—se inclinó indicando un sitio a la mesa enfrente del sofá.

Nikolai Vsevolodovich miró a su alrededor. La habitación era


minúscula y baja de techo. Muebles sólo había los
indispensables: sillas y sofá de madera (todo nuevo y sin fundas
ni cojines), dos mesillas de madera de tilo, una junto al sofá y
otra en un rincón, cubierta esta última con un mantel y provista
de varias cosas sobre las cuales se había colocado una
servilleta limpísima. A decir verdad, las dos habitaciones se
mantenían impecables y limpias. Hacía ocho días que el capitán
no se emborrachaba. Tenía la cara como abotagada y
amarillenta, la mirada intranquila, inquisitiva y perpleja. Se
echaba de ver que aún no sabía en qué tono debía hablar y qué
giro ventajoso dar a la conversación.

—Mire, señor —hizo un gesto circular con la mano—, vivo al


estilo del santo varón Zosima. Templanza, soledad y pobreza,
como el voto de los caballeros en la antigüedad.

—¿Supone usted que los caballeros antiguos hacían tales votos?

—¿Me equivoco? ¡Ay, será que mi falta de instrucción lo ha


echado a perder todo! ¿Querrá creer, Nikolai Vsevolodovich,
que ha sido aquí donde por primera vez me he librado de mis
flaquezas vergonzosas? ¡Ni un vaso, ni siquiera una gota! Tengo
mi pequeño rincón y durante seis días vengo sintiendo cómo se
me despeja la conciencia. Hasta las paredes huelen a resina, lo

415
que me recuerda a la naturaleza. ¿Y qué clase de hombre he
sido? ¿Qué he sido?

Sin cobijo por la noche,

de día con la lengua fuera...

según dice el poeta genial. ¡Pero está usted todo mojado...!


¿Quiere un poco de té?

—No es necesario.

—El samovar estuvo hirviendo desde las ocho, pero se ha


apagado..., como todo en este mundo. Y el sol, según dicen, se
apagará a su vez... Pero si es preciso se vuelve a encender.
Agafya no se ha dormido todavía.

—Diga, María Timofeyevna...

—Está aquí, está aquí —le aseguró al momento Lebiadkin en voz


baja—.

¿Quiere echarle un vistazo? —y señaló la puerta cerrada de la


otra habitación.

—¿No está dormida?

—¡Oh, no, no! ¿Cómo podría estarlo? Al contrario. Lleva


esperándole toda la noche, y en cuanto supo que vendría
empezó a arreglarse —torció la boca en una mueca de befa,
pero se reportó al momento.

416
—¿Cómo está? —preguntó Nikolai Vsevolodovich frunciendo las
cejas.

—¿En general? Usted mismo lo sabe —y se encogió de hombros


con gesto de lástima—. De momento está sentada echando las
cartas...

—Bueno, entonces más tarde. Lo primero es atender lo suyo —


dijo Nikolai Vsevolodovich mientras se sentaba.

El capitán ya no se atrevió a sentarse en el sofá, sino que


acercó otra silla y se dispuso a escuchar con trémula
anticipación.

—¿Qué es lo que tiene ahí en el rincón bajo la servilleta? —


preguntó Nikolai Vsevolodovich al notarlo.

—¿Que qué es eso, señor? —Lebiadkin también se volvió a


mirarlo—. Eso es también parte de su beneficencia, digamos
que para celebrar el estreno de la casa y en consideración del
largo camino que ha tenido usted que recorrer y del cansancio
natural —dijo con risa afectada. Se levantó y, de puntillas, se
acercó con cuidado reverente a la mesa del rincón y levantó la
servilleta. Debajo había todo un surtido de fiambres: jamón,
ternera, sardinas, queso, una garrafita verde y una botella alta
de burdeos. Todo estaba limpiamente dispuesto, con gusto y
casi con elegancia.

—¿Usted se ha tomado la molestia y ha preparado todo esto?

417
—Sí, señor. Desde ayer y en la medida de lo posible para
hacerle los honores... María Timofeyevna, como usted sabe, no
se interesa por estas cosas. Y lo importante es que todo ello
resulta de la generosidad de usted, todo esto es de usted,
puesto que aquí usted es el amo y no yo. Yo, por así decirlo, soy
sólo su agente, aunque, por otro lado... por otro lado, Nikolai
Vsevolodovich, por otro lado soy espiritualmente independiente.
¡No me arrancará usted eso, que es lo último que me queda! —
concluyó con voz patética.

—Hum... ¿Por qué no vuelve a sentarse?

—¡Muy agradecido, muy agradecido! —dijo sentándose—. ¡Ah,


Nikolai Vsevolodovich, este corazón está tan cargado que no sé
cómo he podido esperar! Ahora va usted a decidir la suerte mía
y... la de esa infeliz, y luego..., luego, como en el pasado, como
hace cuatro años, me desahogaré hablando con usted.
Entonces me hacía usted el honor de escucharme, leía mis
versos... ¡Qué me importaba a mí que me llamaran entonces su
Falstaff, el de Shakespeare! Porque ¡significaba usted tanto en
mi destino...! Ahora, sin embargo, abrigo grandes temores y de
usted solo, únicamente de usted, espero consejo y guía.

¡Piotr Stepanovich me está tratando de manera abominable!

Nikolai Vsevolodovich escuchaba curioso y lo examinaba con


atención. El capitán Lebiadkin, al parecer, aunque había dejado
de beber, estaba lejos aún de

418
alcanzar un estado mental armónico. En los que han sido
borrachos muchos años acaba por arraigar para siempre algo
incoherente, desmañado, algo, como si dijéramos, ofuscado y
demente, aunque, si llega el caso, seguirán engañando,
trampeando y timando tan bien como cualquiera.

—Veo, capitán, que no ha cambiado usted nada durante estos


últimos cuatro años y pico —dijo Nikolai Vsevolodovich en tono
que parecía más afable—. Está claro, o así parece, que la
segunda mitad de la vida de un hombre se compone por lo
común sólo de aquellos hábitos que ha ido adquiriendo durante
la primera mitad.

—¡Palabras elocuentes! ¡Usted, señor, esclarece el misterio de la


vida! — exclamó el capitán, chanceándose en parte, pero en
parte también con genuina admiración por su gran afición a las
máximas—. De todas las frases de usted, Nikolai Vsevolodovich,
hay una que recuerdo en particular y que ya empleó usted en
Petersburgo: «Hay que ser un verdadero gran hombre para
saber oponerse incluso al sentido común». ¡Así es, sí, señor!

—Y también un necio.

—Sí, señor, también un necio. Usted, durante toda su vida, ha


ido sembrando agudezas, pero ¿y ellos? ¡A ver si Liputin, a ver si
Piotr Stepanovich son capaces de hacer algo parecido! ¡Ay, con
qué crueldad se está portando conmigo Piotr Stepanovich...!

—Pero veamos, capitán, ¿cómo se ha portado?

419
—He estado bebido, señor. Y tengo una infinidad de enemigos.
Pero ahora todo eso es agua pasada y voy a renovarme como
una culebra. Nikolai Vsevolodovich, ¿sabe que estoy haciendo
mi testamento, mejor dicho, que ya lo he hecho?

—Qué curioso. ¿Y qué deja usted y a quién?

—A la patria, a la humanidad y a los estudiantes. Nikolai


Vsevolodovich, he leído en los periódicos la biografía de un
americano. Dejó toda su enorme fortuna a las fábricas y a las
ciencias aplicadas, su esqueleto a los estudiantes de una
academia de por allí, y su piel para que con ella se hiciera un
tambor en el que día y noche se tocaría en su honor el himno
nacional americano. ¡Ay, nosotros somos pigmeos en
comparación con el alto vuelo del pensamiento de los Estados
Unidos de América! Rusia es un engendro de la naturaleza, pero
no del intelecto. Si yo tratase de legar mi piel para que se
hiciera un tambor, digamos, al regimiento de infantería
Akmolinski (en el que tuve el honor de empezar mi servicio)
para que con él se tocara a diario el himno nacional ruso
delante del regimiento, lo considerarían un rasgo liberal y
prohibirían el uso de mi piel para ese fin... Por consiguiente, me
limito a los estudiantes. Quiero dejar mi esqueleto a una
academia, pero con una condición, y es que en la frente le
pongan un letrero que diga: «Un librepensador arrepentido». ¡Sí,
señor!

El capitán hablaba con acaloramiento y creía, por supuesto, en


la excelencia del testamento del americano, pero como tenía

420
mucho de truhán, quería también divertir a Nikolai
Vsevolodovich, a quien anteriormente, y durante largo tiempo,
había servido de bufón. Pero éste ni siquiera sonreía; al
contrario, preguntó con tono suspicaz:

—¿En verdad piensa usted publicar su testamento en vida y


ganar un premio con él?

—¿Y si así fuera, Nikolai Vsevolodovich, y si así fuera? —


Lebiadkin lo observaba atentamente—. ¡Porque hay que ver lo
que me ha deparado la suerte! Hasta he dejado de escribir
poesía, aunque hubo un tiempo, ¿recuerda usted?, en que le
hacían gracia mis versos, sobre todo cuando mediaba una
botella. Pero

ya no tomo la pluma. No he escrito más que un poema como


«El último cuento» de Gogol. ¿Recuerda usted que anunció a
Rusia que le había «brotado» del corazón? Pues bien, yo
también he lanzado mi último canto y punto final.

—¿Cuál es el poema?

—Si acaso ella se quiebra una pierna.

—¡Qué dice!

Era cabalmente lo que el capitán esperaba. Admiraba y


apreciaba sobremanera sus propias poesías, pero por cierta
doblez de espíritu se congratulaba también de que en el pasado
Nikolai Vsevolodovich se hubiera divertido con ellas y se

421
hubiera tronchado de risa escuchándolas. De ese modo cumplía
dos fines a la vez: el poético y el bufonesco. Pero ahora había
un tercer fin, especial y harto delicado: sacando a relucir sus
poesías, el capitán intentaba justificarse en un punto sobre el
que, por algún motivo, abrigaba temores y se sentía culpable.

—Si acaso ella se quiebra una pierna, es decir, en caso de que


dé un paseo a caballo. La fantasía, Nikolai Vsevolodovich, es
una pesadilla, pero es la pesadilla del poeta. Un día vi pasar a
una señorita a caballo y de pronto caí en la cuenta de que se
podía hacer una pregunta importante: «¿Y entonces qué
pasaría?», es decir, en caso de accidente. La cosa está clara:
todos los admiradores huirían a la desbandada, todos los
pretendientes desaparecerían, en fin, que no quedaría nadie
para contarlo. Sólo el poeta se mantendría fiel, con el corazón
destrozado. Y además, Nikolai Vsevolodovich, hasta un insecto
puede enamorarse, cosa que no está prohibida por la ley. Sin
embargo, esa persona quedó ofendida de mi carta y mis
versos. Incluso usted, ¿verdad?, se enfadó. Eso es de lamentar.
No quería creerlo. Pero ¿a quién podía agraviar con sólo mi
imaginación? Por añadidura, juro por mi honor que Liputin no
hacía más que incitarme: «¡Envíela, envíela! Todo hombre tiene
derecho a mandar una carta». Así que la mandé.

—Usted parece que pedía su mano, ¿no es eso?

—¡Enemigos, enemigos, enemigos!

422
—Recite el poema —Nikolai Vsevolodovich lo interrumpió,
severo.

—¡Pesadilla, pesadilla y nada más que pesadilla! Igual se


enderezó, alargó el brazo y empezó:

De todas la más hermosa Lleva una pierna quebrada; mas, con


todo, me parece detalle que más me agrada. Digo yo ¿cómo es
posible que doblemente la quiera?

Pues así es, si mi pasión De antaño aún recuerda.

—Basta, basta —interrumpió Nikolai Vsevolodovich con un


gesto de desprecio.

—Ya sueño con Petersburgo —Lebiadkin saltó enseguida a otro


tema, como si nunca hubiera escrito versos—. Estoy soñando
con mi regeneración... ¡Es usted mi benefactor! ¿Puedo contar
con los fondos para el viaje? Lo he estado esperando toda la
semana como al mismísimo sol.

—Lo siento pero no podrá ser. Lo siento. Apenas si me queda


dinero.

Además, ¿a santo de qué tengo que darle dinero?

Nikolai Vsevolodovich parecía haberse enojado de pronto. Seca


y lacónicamente fue enumerando los desmanes del capitán:

423
embriaguez, mendacidad, despilfarro del dinero destinado a
María Timofeyevna, sacarla del convento, las cartas insolentes
en que amenazaba con divulgar el secreto, su conducta con
Daria Pavlovna, etc., etc. El capitán se revolvía en su asiento,
gesticulaba, quería contestar, pero cada vez que lo intentaba,
Nikolai Vsevolodovich se lo impedía imperiosamente.

—¡Ah otra cosa! —observó en conclusión—. Sigue usted


escribiendo acerca de «la deshonra familiar». ¿Qué deshonra
hay para usted en que su hermana sea la esposa legítima de
Stavrogin?

—¡Pero su matrimonio es un secreto, Nikolai Vsevolodovich! ¡Su


matrimonio es un secreto, un secreto fatal! Yo recibo dinero de
usted y de pronto me preguntan: ¿para qué es ese dinero? Yo
estoy atado de pies y manos y no puedo contestar sin desdoro
de mi hermana y del honor de la familia.

El capitán levantó la voz. Era ése un tema favorito suyo, con el


que contaba para salir de apuros. ¡Ay, no podía presentir el
desengaño que lo esperaba! Con calma y precisión, como si
estuviera dando las instrucciones domésticas más ordinarias.
Nikolai Vsevolodovich le hizo saber que en breve, quizás al día
siguiente o al otro, había determinado dar a conocer su
matrimonio en todas partes, «tanto a la policía como al público
en general», con lo que, por consiguiente, caería de su peso la
cuestión del honor familiar y con ella la de los subsidios. El
capitán lo miraba con ojos desorbitados. Sencillamente no
comprendía y fue menester explicárselo.

424
—¡Pero si está... medio loca!

—Mandaré disponer lo que convenga.

—Pero... ¿qué dirá su madre?

—Dirá lo que quiera.

—¿Y la llevará a su casa?

—Posiblemente. En todo caso, eso no le importa a usted. No


tiene nada que ver con usted.

—¿Cómo que no? —gritó el capitán—. ¿Que no tiene nada que


ver conmigo? ¿Y qué va a ser de mí?

—Por supuesto, usted no entrará en mi casa.

—Pero si soy pariente suyo...

—¡De esos parientes se huye! Así, pues, ¿por qué tengo que
darle dinero?

Juzgue por sí mismo.

—Nikolai Vsevolodovich, Nikolai Vsevolodovich, eso no puede


ser. Lo pensará usted mejor, de seguro. Eso es suicidarse y no
querrá usted hacerlo...

¿Qué se figurará la gente? ¿Qué dirá?

—¡Como si a mí me importara la gente! Me casé con la hermana


de usted cuando me dio la gana, después de una comida de
borrachos, por una apuesta, por una botella de vino, y ahora lo
voy a anunciar públicamente... ¿Y si eso me divierte ahora?

425
Dijo eso con tan singular irritación que Lebiadkin, espantado,
empezó a creerlo.

—Pero ¿y ahora? ¿Qué será de mí ahora? ¡Ahora soy yo lo que


importa...!

Usted de seguro bromea, Nikolai Vsevolodovich, ¿no es verdad?

—Para nada, no bromeo para nada.

—Bueno, Nikolai Vsevolodovich, ¡allá usted!, pero no le creo... si


lo hace, lo llevo a los tribunales.

—Es usted un insigne idiota, capitán.

—¡Bueno, lo soy, pero es el único recurso que me queda! —el


capitán desbarraba—. Antes, cuando ella hacía la limpieza de
aquellos cuartos alquilados, nos daban por lo menos
alojamiento gratis, pero ¿qué será de mí ahora si me abandona
usted a mi suerte?

—Pero ¿no quería ir a Petersburgo a cambiar de oficio? A


propósito, ¿es cierto lo que he oído de que pensaba usted ir con
intención de informar a las autoridades y la esperanza de
obtener perdón denunciando a los demás?

El capitán se lo quedó mirando boquiabierto y sin decir palabra.

—Escuche, capitán —dijo de pronto Stavrogin con extrema


seriedad, inclinándose sobre la mesa. Hasta entonces había
hablado ambiguamente, tanto así que Lebiadkin, sacudido por

426
su papel de bufón, había seguido sin creerle por completo hasta
el último momento: ¿estaba el señor enfadado de veras o fingía
estarlo? ¿Tenía de veras la desaforada idea de anunciar su
matrimonio o era sólo una broma? Pero ahora el semblante
severísimo de Nikolai Vsevolodovich era tan convincente que el
capitán sintió un escalofrío en la espalda—. Escuche y diga la
verdad, Lebiadkin. ¿Ha denunciado usted algo a las
autoridades o todavía no? ¿Ha hecho efectivamente algo o no?
¿No ha escrito por pura necedad alguna carta a alguien?

—No, señor, no he... hecho nada ni he pensado hacerlo —


respondió el capitán mirando a Stavrogin como si no lo viera.

—Miente usted al decir que no ha pensado hacerlo. Para eso


quiere ir a Petersburgo. Si no ha escrito usted, ¿no le ha ido con
cuentos a alguien de por aquí? Diga la verdad. Algo he oído de
eso.

—Le conté cosas a Liputin un día que yo estaba borracho.


Liputin es un traidor. Yo le abrí mi corazón —murmuró el pobre
capitán.

—Déjese de corazones. No se haga el tonto. Si pensó hacerlo


debió callárselo. Hoy día la gente lista se mete la lengua en el
bolsillo y no dice nada.

—¡Nikolai Vsevolodovich! —dijo el capitán tembloroso—. ¡Pero si


usted no tomó parte en nada! ¡Si yo a usted no le...!

—Claro que no pensaría usted denunciar a su vaca lechera.

427
—¡Nikolai Vsevolodovich, juzgue por sí mismo! —y desesperado,
con lágrimas en los ojos, el capitán se apresuró a relatar sus
andanzas de los últimos cuatro años. Era la necia historia de un
imbécil que se había metido en asuntos que nada tenían que
ver con él, sin darse cuenta de su gravedad hasta el último
momento a causa de su sempiterna embriaguez y depravación.
Contó cómo fue en Petersburgo donde primero «se había
dejado seducir, por pura amistad, como estudiante genuino,
aunque no era estudiante», y cómo sin saber nada,

«ni siquiera de qué era inocente», iba dejando octavillas en las


escaleras de las casas, las depositaba por docenas a las
puertas, las metía en los buzones en vez de los periódicos, las
llevaba a los teatros, los embutía en los sombreros y las
deslizaba en los bolsillos. Más tarde empezó a cobrar dinero por
ello, porque

«fondos, ¿a ver qué fondos tenía yo?». En dos distritos de otras


tantas provincias había repartido «toda clase de porquerías».

—¡Oh, Nikolai Vsevolodovich! —exclamó—. ¡Lo que más me dolía


era que ello infringía las leyes civiles y sobre todo las
patrióticas! Un día imprimieron un pasquín incitando a los
campesinos a salir con las horcas de aventar mieses y
recordándoles que quien saliera pobre por la mañana podría
volver a casa rico por la noche. ¡Figúrese, señor! Me hizo
temblar, pero seguí repartiéndolo. O bien, cinco o seis renglones
dirigidos a toda Rusia, sin pies ni cabeza: «Cerrad las iglesias
cuanto antes, abolid a Dios, romped los lazos matrimoniales,

428
anulad el derecho de herencia, armaos de cuchillos», y no sé
qué demonios más. Y fue

con ese papelito, con el de los cinco renglones, con el que casi
me cogieron, pero los oficiales del regimiento se contentaron
con darme una paliza y, Dios los bendiga, me soltaron. El año
pasado también estuve a punto de que me atraparan cuando le
endilgué a Koroyayev unos billetes falsos de cincuenta rublos
hechos en Francia; pero, gracias a Dios, Koroyayev cayó en un
estanque y se ahogó cuando estaba borracho y no tuvo tiempo
de denunciarme. Aquí, en casa de Virginski, proclamé la libertad
de la mujer socialista. El mes de junio pasado también estuve
repartiendo propaganda en uno de los distritos de por aquí. Me
dicen que tendré que volver a hacerlo... Piotr Stepanovich me
da a entender que tendré que hacer lo que se me mande, y
viene amenazándome desde hace tiempo. ¡Porque hay que ver
cómo me trató el domingo! ¡Nikolai Vsevolodovich, soy un
esclavo, soy un gusano, no un Dios, y en eso me diferencio del
poeta Derzhavin! ¡Pero es que estoy muy mal de fondos!

Nikolai Vsevolodovich lo escuchó todo con curiosidad.

—Mucho de eso no lo sabía —dijo—. Claro que a usted puede


pasarle cualquier cosa... Escuche... —prosiguió tras un momento
de cavilación—. Si quiere, dígales..., bueno, ya sabe a quiénes,
que Liputin mintió y que usted sólo quiso asustarme con la
amenaza de una denuncia, suponiendo que yo también estaba

429
comprometido y esperando así sacarme más dinero...
¿Comprende?

—Nikolai Vsevolodovich, estimado amigo, ¿cree que me


amenaza un gran peligro? Lo esperaba para preguntárselo.

Nikolai Vsevolodovich sonrió irónico.

—Por supuesto, a Petersburgo no lo dejarían ir aunque yo le


diera dinero para el viaje... Pero, en fin, ya es hora de ir a ver a
María Timofeyevna —y se levantó de su asiento.

—¿Y qué será de María Timofeyevna, Nikolai Vsevolodovich?

—Pues lo que ya he dicho.

—Pero ¿hablaba usted en serio?

—Aún no lo cree, ¿verdad?

—Pero ¿es posible que me deseche usted como un zapato viejo?

—Lo veremos —contestó Nikolai Vsevolodovich riendo—. Bueno,


allá voy.

—¿No cree, señor, que debo esperar en el escalón de la puerta


para no oír, aun sin querer, la conversación de ustedes...? Las
habitaciones de aquí son pequeñas.

—Buena idea. Espere en el escalón. Tome mi paraguas.

—¿Su paraguas? ¿Acaso lo merezco? —preguntó el capitán en


tono azucarado.

—Todo el mundo merece un paraguas.

430
—Con frase breve ha definido usted el mínimo de los derechos
del hombre...

Pero el capitán ya murmuraba algo maquinalmente. Se sentía


anonadado por los informes recibidos, que lo habían sacado
enteramente de sus casillas. Pero no bien se instaló en el
escalón y abrió el paraguas cuando en su mente frívola y
truhanesca volvió a surgir la eterna y consoladora idea de que
se burlaban de él, de que le estaban mintiendo, y de que, por
tanto, no era él quien debía asustarse, y que eran los otros los
que le temían a él.

«Si mienten y se burlan, ¿qué hay detrás de todo ello? —le daba
vueltas en la cabeza. El anuncio del matrimonio le parecía una
estupidez—. Claro que cualquier cosa es posible en un hechicero
como éste, que sólo vive para hacerle daño a la gente. ¿Pero y
si él mismo tiene miedo después del insulto del domingo, y
miedo como no lo ha tenido nunca? Por eso ha venido
corriendo a

decirme que él hará el anuncio; por miedo a que yo mismo lo


haga. ¡No desbarres, Lebiadkin! ¿Y por qué viene de noche, a la
chita callando, cuando dice que lo que quiere es publicidad? Y
si tiene miedo, quiere decirse que lo tiene ahora, ahora mismo,
justamente en estos últimos días... ¡Cuidado, Lebiadkin, no te
hagas un lío...! Me asusta con Piotr Stepanovich. ¡Vaya
berenjenal en que me he metido! ¡Menudo atolladero! No

431
debiera haber soltado la lengua con Liputin. El demonio sabe lo
que estarán rumiando esos monstruos. Nunca les he podido
calar las intenciones. Vuelven a agitarse como hace cinco años.
¿Y a quién iba yo a denunciarlos? “¿No le escribió usted a
alguien por pura estupidez?”. Hum. Por lo tanto, es posible
escribir a alguien so capa de estupidez. ¿Acaso no me lo
aconseja? “Usted va a Petersburgo con ese propósito”. ¡El muy
pícaro! ¡Yo sólo estaba acariciando la idea y él me lo ha
adivinado! ¡Es como si él mismo me estuviera pinchando para
que vaya! Bueno, una de dos: o efectivamente tiene miedo
porque ha hecho algo que no debe, o..., o no tiene miedo alguno
y lo que hace es azuzarme para que los denuncie a todos. ¡Ay,
Lebiadkin, en qué lío te has metido! ¡No metas la pata ahora,
Lebiadkin...!».

Absorto en sus pensamientos se olvidó de escuchar. De todos


modos la puerta era gruesa y hablaban en voz demasiado baja.
De nada le servía quedarse adentro, de modo que lanzó un
escupitajo, salió a la calle y comenzó a silbar.

María Timofeyevna estaba en su habitación. Era un cuarto


grande, dos veces el cuarto del capitán. Sus muebles eran
toscos pero un mantel colorido adornaba la mesa ubicada
delante del sofá. Una bujía iluminaba la sala y una alfombra
muy bonita cubría el suelo. La cama, separada por una cortina

432
verde que dividía el cuarto en dos, estaba alejada del resto del
mobiliario. Cerca de la mesa, había un sillón grande y cómodo
pero María Timofeyevna casi nunca lo usaba. En un rincón,
como en su anterior casa, colgaba un ícono con una lamparilla
encendida delante, y desparramadas por la mesa aparecían sus
cosas indispensables: una baraja, un espejito, un librillo de
canciones y hasta un panecillo dulce. Había, por añadidura, un
par de libros con ilustraciones en color: uno, extracto de un
popular libro de viajes para uso de adolescentes, y una
colección de cuentos edificantes, en su mayoría sobre
caballeros de la Edad Media, escritos especialmente para ser
regalados en navidad y como textos escolares. También había
un álbum con varias fotografías. Era evidente que, como había
dicho el capitán, María Timofeyevna estaba ansiosa esperando
al visitante, pero cuando éste entró, dormía recostada en el
sofá, con la cabeza apoyada en una almohadilla de lana
bordada. El recién llegado cerró la puerta con suavidad y, sin
moverse, contempló a la durmiente.

El capitán había mentido un tanto al decir que ella se estaba


«arreglando». Tenía puesto el mismo vestido oscuro que había
llevado el domingo en casa de Varvara Petrovna. Los cabellos
los tenía sujetos en la nuca de idéntico moño minúsculo y
llevaba al descubierto su largo y delgado cuello. El chal negro
que le había regalado Varvara Petrovna yacía, cuidadosamente
doblado, en el sofá. Al igual que entonces, tenía la cara
grotescamente cubierta de polvos y colorete. No había pasado

433
más de un minuto cuando ella se despertó de pronto como si
hubiera sentido sobre sí la mirada de él, abrió los ojos y se
incorporó a toda prisa. Pero, por lo visto, algo extraño le
sucedía también al visitante: seguía de pie en el mismo sitio,
junto a la puerta, con la vista inmóvil y penetrante clavada
silenciosa e insistentemente en el rostro de la joven. Quizás esa
mirada era innecesariamente severa; quizás expresaba
repugnancia o incluso un maligno deleite por haberla asustado;
o quizás así lo había supuesto María Timofeyevna al despertar.
Lo cierto es que, de improviso y tras una pausa momentánea, el
rostro de ella reflejó un genuino espanto. Se contrajo convulso,
mientras la pobre mujer levantaba las manos trémulas y rompía
a llorar como un niño aterrorizado. Un instante más y habría
empezado a gritar. Pero el visitante volvió en sí. De súbito alteró
su semblante y se acercó a la mesa sonriendo amable y
cariñosamente.

—Cuánto lamento haberla asustado, María Timofeyevna; fue mi


modo de entrar inesperado mientras usted dormía —dijo
alargándole la mano.

El sonido de aquellas amables palabras produjo el hechizo y


desapareció el espanto, aunque ella seguía mirándolo
sobresaltada, esforzándose por lo visto en descifrar algo.
Trémula, le alargó la mano. Por fin, una tímida sonrisa afloró a
sus labios.

—Hola, príncipe —susurró mirándole de modo extraño.

434
—¿Ha tenido usted un mal sueño? —continuó él con una sonrisa
aún más cariñosa y amable.

—¿Y cómo sabe usted que estaba soñando con eso...? —de
pronto se puso de nuevo a temblar, echándose hacia atrás,
levantando la mano como para protegerse y a punto de romper
de nuevo a llorar.

—¡No, basta ya! No hay por qué tener miedo. ¿Es que no me
reconoce? — Stavrogin trató de persuadirla, pero esta vez no lo
logró. Ella lo miraba, callada, con la misma penosa perplejidad
y un angustioso pensamiento ocupaba su cabeza que intentaba
en vano tratar de comprender algo. Después de algunas
vacilaciones, aunque sin calmarse del todo, tomó una decisión.

—Siéntese, por favor, aquí junto a mí para que después pueda


mirarlo bien

—dijo con voz firme y al parecer con un nuevo propósito—. Y


ahora no se preocupe, porque no lo miraré a los ojos y fijaré la
vista en el suelo. No me mire usted tampoco hasta que yo se lo
pida. Vamos, siéntese —dijo casi impaciente.

Estaba claro que un nuevo sentimiento se iba apoderando de


ella.

Nikolai Vsevolodovich se sentó y esperó. Los dos guardaron


silencio durante bastante rato.

435
—Hum. Todo esto me parece tan extraño —murmuró ella de
pronto y casi con repugnancia—. Es verdad que he tenido malos
sueños. Pero ¿por qué se me habrá aparecido usted en sueños
con ese mismo aspecto que tiene ahora?

—Bueno, dejemos atrás los sueños —dijo él impaciente y


volviéndose hacia ella aunque estaba vetado y quizás con la
misma expresión de antes en los ojos. Sabía que ella había
querido (y mucho) mirarlo varias veces, pero había resistido el
deseo y no había apartado la vista del suelo.

—Escuche, príncipe... —dijo alzando de pronto la voz—. Escuche,


príncipe...

—¿Por qué no me mira a los ojos? ¿Por qué no lo hace? ¿Qué


significa esta comedia? —exclamó él, perdida la paciencia.

Ella no pareció haberlo oído.

—Escuche, príncipe —repitió en tono firme por tercera vez, con


un mohín de preocupación y desagrado—. Cuando me dijo
usted el otro día en el coche que se iba a anunciar el
matrimonio, temí que nuestro secreto terminaría con ello. Pero
ahora no sé. Lo vengo pensando y veo que no sirvo para ello. Sé
acicalarme y, quizá también, recibir visitas. No es cosa del otro
jueves invitar a alguien a una taza de té, sobre todo si hay
criados. Pero, aun así, ¿qué va a decir la gente? Yo ya ese
domingo por la mañana me hice cargo de mucho en aquella
casa. Esa señorita guapa no me quitaba los ojos de encima,
sobre todo cuando entró usted. Porque fue usted quien entró,

436
¿verdad? La madre de ella no es más que una mujer ridícula de
la buena sociedad. Mi Lebiadkin también estuvo desbarrando, y
para no romper a reír me puse a mirar el techo. ¡Hay que ver lo
bonito que es ese techo pintado! La madre de él debiera haber
sido una abadesa; le tengo miedo, aunque me regaló un chal
negro. A buen seguro que todos ellos se hicieron una idea rara
de mí. Yo no me enfadé; allí estaba sentadita pensando: «¿Qué
clase de pariente suyo soy?». Claro está que la gente sólo
espera dotes espirituales de una condesa, porque para las
faenas domésticas cuentan con muchos criados; y también, sí,
cierta coquetería fina para recibir a visitantes extranjeros. Pero,
en fin, ese domingo me miraban todos con desaliento. Menos
Dasha, que era un ángel. Mucho me temo que lo ofendieran a él
con algún comentario indiscreto sobre mí.

—No tema, no hay por qué preocuparse —Nikolai


Vsevolodovich hizo una mueca.

—Pero, por otro lado, no importa mucho que a él le dé un poco


de empacho de mí, porque en eso hay siempre más lástima que
vergüenza. Claro que depende de la persona. Porque él sabe
que soy yo quien debe tenerles más lástima a ellos que ellos a
mí.

—Usted parece muy ofendida con todos ellos, María


Timofeyevna.

437
—¿Quién? ¿Yo? No —y se sonrió con generosidad—. En
absoluto. Los estuve observando con cuidado. Todos ustedes
estaban enfadados; todos reñían. Se juntan ustedes y no saben
cómo llevarse bien. ¡Tanta riqueza y tan poca alegría! Eso me
parece repugnante. Ahora, sin embargo, ya no compadezco a
nadie. Sólo me compadezco a mí misma.

—Me he enterado de que usted lo pasó muy mal con su


hermano mientras yo estuve fuera.

—¿Quién ha dicho eso? Tonterías. Lo paso mucho peor ahora


con los malos sueños que tengo. Por cierto que esos malos
sueños empezaron con la venida de usted. Vamos a ver, ¿por
qué ha venido? Dígamelo, por favor.

—¿Quiere usted volver al convento?

—¡Sabía yo que querrían volver a meterme en el convento! ¿Pero


se creen que no sé lo que es ese convento? Y además, ¿para
qué voy a ir allá? ¿Con qué voy a ir ahora? Ahora estoy sola en
el mundo. Ya es tarde para empezar la vida por tercera vez.

—Por algún motivo está usted muy enfadada. ¿No teme que
deje de quererla?

—No me importa usted un comino. Lo que temo es que yo deje


de querer a alguien.

Se rió desdeñosamente.

—Supongo que algo muy malo le he hecho a él —añadió como


para sí—, pero no sé lo que podrá ser. Y el no saberlo me

438
atormentará toda la vida. Siempre, noche y día, en estos
últimos cinco años, he temido haberle hecho algo malo. He
rezado, he rezado mucho, pensando continuamente en que le
he hecho algo malo. Y, efectivamente, ahora resulta que es
verdad.

—¿Qué es lo que efectivamente resulta?

—Lo que temo es que quizás hay algo también de su parte —


prosiguió sin contestar a la pregunta, incluso sin oírlo—. De
todos modos, ¿cómo ha podido juntarse con esa gentuza? La
condesa habría querido devorarme, aunque me sentó a su lado
en el coche. Todos conspiran; ¿es posible que él también lo
haga? ¿Es posible? ¿Es posible que él también me haya
traicionado? —le temblaron los labios y la barbilla—. Oiga, ¿ha
leído usted algo acerca de Grishka Otrepyev, el pretendiente al
trono de los zares, que fue maldecido en siete catedrales?

Nikolai Vsevolodovich guardó silencio.

—Bien, ahora voy a volverme hacia usted y voy a mirarlo —de


súbito pareció tomar una determinación—. Vuélvase usted
también hacia mí y míreme, pero con más atención. Quiero
asegurarme por última vez.

—Hace ya mucho rato que estoy mirándola.

—Hum. Ha engordado usted mucho... —dijo María Timofeyevna


observándolo con cuidado.

439
Estuvo por decir algo más, pero de nuevo, y por tercera vez, el
mismo espanto de antes alteró momentáneamente su rostro; y
de nuevo se echó hacia atrás, levantando la mano como para
esquivar un golpe.

—Pero ¿qué es lo que le ocurre? —gritó Nikolai Vsevolodovich


casi furioso.

Sin embargo, el espanto duró sólo un instante y su semblante se


contrajo ahora en una extraña sonrisa, suspicaz y
desagradable.

—Le ruego, príncipe, que se levante y entre —dijo de pronto con


voz firme y perentoria.

—¿Cómo que entre? ¿A dónde voy a entrar?

—Durante cinco años no he hecho más que figurarme cómo


entraría él. Levántese en seguida y salga a la habitación de al
lado. Yo estaré sentada como si no esperase nada y tomaré un
libro y usted entra de improviso después de haber viajado por
el extranjero durante cinco años. Quiero ver cómo será eso.

Nikolai Vsevolodovich rechinó los dientes y murmuró unas


palabras ininteligibles.

—¡Ya basta! —dijo golpeando la mesa—. Escúcheme, por favor,


María Timofeyevna. Tenga la bondad de prestarme toda su
atención si es posible. ¡Al fin y al cabo, no está usted loca del
todo! —agregó con impaciencia—. Mañana voy a anunciar

440
nuestro matrimonio. Nunca vivirá usted en una mansión,
desengáñese. ¿Quiere usted vivir conmigo toda la vida, aunque
muy lejos de aquí? Quiero decir en las montañas, en Suiza. Hay
allí un sitio... No se preocupe, que nunca la abandonaré ni la
meteré en un manicomio. Habrá bastante dinero para que
podamos vivir sin necesidad de ayuda. Habrá una criada y
usted no tendrá trabajo alguno que hacer. Tendrá todo lo que
desee, dentro de lo posible. Podrá usted rezar sus oraciones, ir a
donde quiera y hacer lo que le guste. No la tocaré y tampoco
me moveré nunca de allí. Si quiere, no hablaré nunca con usted;
o, si lo desea, me contará usted todas las noches sus cuentos,
como lo hacía en aquel cuarto de Petersburgo. Si le parece bien,
seré yo quien le lea libros. Pero a cambio de quedarnos en ese
sitio (y es un sitio muy tétrico) toda la vida. ¿Quiere usted? ¿Se
atreve a hacerlo? ¿No va a arrepentirse? ¿No me vendrá luego
con lágrimas y maldiciones?

Ella lo escuchaba con sumo interés, sin decir palabra alguna


mientras lo pensaba.

—Todo lo que me dice me parece increíble —respondió al cabo


en tono a la vez irónico y displicente—. ¿De modo que quizá
tuviera que vivir en esas montañas cuarenta años? —rompió a
reír.

—Pero bueno, ¿y cuál es el problema? Viviremos cuarenta años


—dijo Nikolai Vsevolodovich frunciendo el entrecejo.

—Hum. No iré allí ni arrastrada.

441
—¿Ni siquiera irá conmigo?

—¿Quién es usted para que yo vaya con usted? ¡Pasarme con


usted cuarenta años sentada en lo alto de una montaña!
¡Valiente idea! ¡Y hay que ver lo paciente que se ha vuelto la
gente ahora! No, no es posible que el gavilán se convierta en
búho. ¡Mi príncipe no es así! —y levantó la cabeza con aire
orgulloso y triunfante.

De improviso se le ocurrió a él:

—¿Por qué me llama usted príncipe y... por quién me toma? —


preguntó.

—¿Cómo? Pero ¿no es usted príncipe?

—Nunca lo he sido.

—¿De modo que usted, usted mismo, me dice en mi propia cara


que no es príncipe?

—Digo que nunca lo he sido.

—¡Santo Dios! —exclamó juntando las manos en señal de


asombro—. Cualquier cosa esperaba de sus enemigos, pero esa
insolencia ¡nunca! ¿Está vivo? —gritó frenética acercándose a
Stavrogin—. ¿Es que lo has matado?

¡Vamos! ¡Confiesa!

—¿Con quién me confundes? —Stavrogin se levantó de un salto


con el rostro desencajado. Pero ya no era fácil asustarla. Estaba
triunfante.

442
—¿Quién sabe quién eres y de dónde has salido? ¡Sólo mi
corazón, durante estos cinco años..., sólo mi corazón ha
presentido toda esta intriga! Y yo he

estado aquí sentada tratando de adivinar qué especie de búho


ciego vendría al cabo. No, querido. Eres un mal actor; peor que
mi Lebiadkin. Saluda en mi nombre a la condesa y dile que
mande a alguien mejor que tú. Dime, ¿te ha contratado a
sueldo? ¿Te ha dado trabajo en la cocina como obra de
caridad?

¡Conozco bien vuestro engaño! ¡Os entiendo bien a todos, hasta


al último de vosotros!

Él la tomó fuerte del brazo, por encima del codo, pero ella
rompió a reír en su misma cara:

—Te pareces mucho a él, sí, mucho; y hasta puede que seas
pariente suyo,

¡pero qué gente tan ladina! Debes saber que mi hombre es un


gavilán y un príncipe, mientras que tú no eres más que un
lechuzo y un mercachifle. Mi hombre, si quiere, se inclina ante
Dios, y, si no quiere, no se inclina..., pero a ti te dio un bofetón
Shatov (¡tan bueno, tan simpático!). Me lo dijo mi Lebiadkin. Y
tú, ¿de qué tenías tanto miedo cuando entraste en la sala aquel
domingo?

443
¿Quién te había asustado? Tan pronto como te vi esa cara
vulgar cuando me caía y tú me levantaste..., fue como si en el
corazón se me hubiera metido un gusano.

¡No es él, me dije, no es él! Mi gavilán nunca se avergonzaría de


mí ante una señorita de la buena sociedad. ¡Ay Dios! ¡Con lo feliz
que yo era esos cinco años, pensando que mi gavilán estaba
allí, al otro lado de las montañas, volando y mirando el sol...!
Dime, impostor, ¿cuánto dinero te han dado? ¿Te tuvieron que
dar mucho para que consintieras en hacer el papel? Yo no te
habría dado un ochavo. ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!

—¡Idiota! —gritó Nikolai Vsevolodovich rechinando los dientes y


agarrándola del brazo con mayor fuerza aún.

—¡Fuera de aquí, impostor! —gritó ella, altiva—. ¡Soy la esposa


de mi príncipe, y no me espanta tu cuchillo!

—¿Cuchillo?

—Sí, cuchillo. Traes un cuchillo escondido. Tú creiste que estaba


dormida, pero lo vi. Lo sacaste cuando entrabas en el cuarto.

—¿Qué has dicho, infeliz? ¿Cuáles han sido tus sueños? —gritó
mientras la apartaba con un empujón tan fuerte que la hizo
caer contra el sofá, y lastimarse los hombros y la cabeza.

Stavrogin salió arrebatadamente de la habitación, pero María


Timofeyevna logró ponerse de pie casi de un salto y corrió tras
él, cojeando y tropezando; y pudo gritarle entre bramidos y
carcajadas desde el escalón de la puerta, en medio de una

444
oscuridad que todo lo cubría y sostenida por el pávido
Lebiadkin:

—¡Grishka Otrepyev, maldición!

La única palabra que repetía una y mil veces era cuchillo:


«¡Cuchillo, un cuchillo!» volvía a recalcar con una furia
irreprimible mientras intentaba caminar entre el barro y sin
poder diferenciar serenamente su camino. Por momentos quiso
reírse a carcajadas, con una risa rabiosa; pero algo hizo que se
dominara y lograra ahogar la risa. Recién logró volver en sí
cuando llegó al puente, justamente allí horas antes Fedka había
salido a su encuentro. Ahora, era el mismo Fedka quien lo
esperaba tal como le había prometido. Al verlo se quitó la
gorra, mostró los dientes en una sonrisa plena y alegre y
empezó a mascullar algo en voz bronca y regocijada. Al
principio, Nikolai Vsevolodovich pasó de largo, sin detenerse ni
escuchar siquiera un momento al pícaro que iba pisándole los
talones. De pronto lo asaltó la idea de que se había olvidado
por completo de él, y de que se había olvidado cabalmente
mientras él mismo iba repitiendo para sus adentros: «Un
cuchillo, un cuchillo». Agarró al pícaro por el chaquetón y con
toda la furia de que venía colmado lo arrojó violentamente
contra el puente. Hubo un momento en que Fedka quiso dar la
cara, pero barruntando en seguida que con un adversario como

445
ése —que, además, lo había agarrado desprevenido—, llevaba
sin duda las de perder, se aguantó y quedó callado, sin ofrecer
resistencia alguna. Sujeto de rodillas en el suelo, con los codos
retorcidos a la espalda, el astuto pícaro esperaba
tranquilamente un desenlace, sin sentir que corría peligro.

No se equivocó. Nikolai Vsevolodovich se había quitado con la


mano izquierda la bufanda de lana para atar de manos a su
prisionero, pero de pronto lo soltó, no se sabe por qué, y de un
fuerte empellón lo alejó de sí. Fedka al punto se incorporó de un
salto y giró sobre los talones. En su mano brilló de pronto, casi
por ensalmo, una cuchilla de zapatero corta y ancha.

—¡Aparta de mi vista esa cuchilla! ¡Ponla en su sitio! ¡Vamos,


hazlo ahora mismo! —ordenó Nikolai Vsevolodovich con gesto
imperioso. La cuchilla se esfumó tan repentinamente como
había aparecido.

Nikolai Vsevolodovich, silencioso de nuevo y sin mirar tras sí,


prosiguió su camino, pero el tenaz facineroso, a pesar de todo,
le iba a la zaga, aunque ya sin la locuacidad de antes y
manteniendo una respetuosa distancia. Así llegaron casi juntos
al extremo del puente, salieron a la orilla del río, y torcieron allí
a la izquierda, de nuevo por una callejuela larga y desierta, pero
por la que se llegaba más pronto al centro de la ciudad que por
la calle Bogoyavlenskaya.

446
—¿Es verdad que has robado una iglesia de este distrito el otro
día? ¿Es verdad lo que dicen? —preguntó de pronto Nikolai
Vsevolodovich.

—Mire usted, señor, lo cierto es que entré en la iglesia con


intención de rezar —el presidiario repuso mansa y cortésmente,
como si lo ocurrido no tuviera mayor importancia; y no sólo con
mansedumbre, sino hasta con dignidad. De la familiaridad
«amistosa» anterior no quedaba ni sombra. El que ahora
hablaba era un hombre serio, un hombre de negocios, un
hombre, sí, que había sido agraviado sin motivo, pero capaz de
olvidar el agravio.

—Y cuando Nuestro Señor me llevó allá —continuó relatando—,


pensé:

¡Oh, qué paraíso celestial! Eso me pasó por ser pobre, señor,
porque las gentes como un servidor no pueden vivir sin ayuda.
Y Dios es mi testigo de que salí perdiendo. El Señor me castigó
por mis pecados, porque por el incensario, el copón y la faja del
diácono sólo me dieron doce rublos. Por el sotacuello de San
Nikolai, casi nada, porque decían que no era de plata de ley y
era de similor.

—¿Pero es verdad que mataste al guarda?

—Mire usted, señor, la verdad es que el guarda y yo íbamos a


medias en el robo. Pero luego, cuando ya era de día, junto al río,
tuvimos nuestros más y nuestros menos sobre cuál de los dos

447
debía cargar con el caso. Se me fue la mano, señor; pero lo
despaché sin sufrimiento, sin que apenas se diera cuenta.

—¡Matas! ¡Robas!

—Mire usted, señor, eso mesmo, cuasi con las mesmas


palabras, es lo que me aconseja Piotr Stepanovich, que es muy
tacaño y duro de entrañas en lo de ayudar al prójimo.
Cuantimás que no cree ni tanto así en el Padre Celestial que nos
hizo a todos del barro de la tierra; y dice que fue la naturaleza
la que lo hizo todito, hasta el último animal. Y además no se da
cuenta de que las gentes como un servidor no pueden hacer
maldita la cosa sin que alguien de posibles nos eche una mano.
Y cuando uno se lo dice, se lo queda mirando a uno como un
borrego mira el agua. ¡Qué hombre raro! Ahora, señor, piense
usted en el caso del capitán Lebiadkin, a quien acaba usted de
visitar. ¿Podrá usted creer que cuando todavía vivía en casa de
Filippov, antes de venir usted, dejaba de vez en cuando la
puerta de la casa abierta de par en par, mientras dormía en el
suelo más borracho que una cuba y con el dinero que se le salía
por los bolsillos? Lo he visto con mis propios ojos. Porque las
gentes como un servidor no pueden hacer maldita la cosa si
alguien no nos echa una mano, señor...

—¿Cómo es eso que lo viste con tus propios ojos? ¿Entraste de


noche?

—Puede ser, pero nadie lo sabe.

—¿Y por qué no lo mataste?

448
—Estuve tentado, señor, pero tiré de las riendas, por así decirlo.
Porque estando seguro con toda seguridad de que en cualquier
momento podía echar el guante a centenar y medio de rublos,
¿por qué hacer eso cuando podía echárselo a mil quinientos
nada más que con aguardar un poco? Porque el capitán
Lebiadkin (y lo he oído con mis mesmas orejas) siempre
esperaba mucho de usted cuando estaba borracho, y no hay
taberna de por aquí, por zaparrastrosa que sea, donde no lo
haya anunciado después de oírselo contar a un montón de
gente, yo también empecé a poner mis esperanzas en Vuestra
Excelencia. Yo le digo esto, señor, como a mi propio padre o mi
propio hermano, porque por mí nunca se enterará de ello Piotr
Stepanovich; ni él ni alma viviente. Así, pues, señor, ¿me dará
usted, finalmente los tres rublos? Con ello, señor, me sacaría
usted de dudas, quiero decir que podría saber en qué piensa
usted, porque las gentes como un servidor no pueden hacer
nada si alguien no les echa una mano. Nikolai Vsevolodovich
empezó a reírse a carcajadas, su risa estallaba en medio de la
noche mientras sacaba de su bolsillo el monedero en el que
llevaba hasta cincuenta rublos en billetes pequeños, primero
sacó uno del fajo y se lo lanzó, luego un segundo, un tercero y
por fin un cuarto. Fedka iba atrapándolos en el aire, recogiendo
los que caían en el barro y gritando: «¡Oh, oh!». Nikolai
Vsevolodovich acabó por lanzarle todo el fajo y, sin dejar de
reír, continuó

caminando —ahora solo— por una de las callejuelas.

449
Allá quedó el desertor buscando más billetes de rodillas y
arrastrándose por el barro. Esperaba encontrar algún billete
perdido, echado a la suerte por el viento y perdido entre los
charcos. Había pasado más de una hora cuando todavía se
escuchaban sus exclamaciones, sus alabanzas y sus
discontinuos:

«¡Oh, oh!».

TERCER CAPÍTULO: El duelo

Artemi Pavlovich Gaganov, que tenía intenciones de batirse a


toda costa, concretó el duelo a una velocidad apabullante; y así
fue que a las dos de la tarde del día siguiente el duelo se
producía. No llegaba a entender las razones de su adversario y
eso lo ponía tremendamente nervioso. Hacía un mes que lo
insultaba y no lograba sacarlo de sus casillas. El reto debía
proceder necesariamente del mismo Nikolai Vsevolodovich,
porque él no tenía pretexto alguno para lanzarlo. Le daba pudor
reconocer que su motivo verdadero era el odio morboso que
profesaba a Stavrogin por la afrenta que éste había hecho a su
familia cuatro años antes. Pero él mismo juzgaba inválido tal
pretexto en vista, sobre todo, de las excusas conciliatorias que
Nikolai Vsevolodovich le había presentado ya dos veces.
Determinó, pues, que éste era un cobarde impúdico y no podía

450
comprender cómo había podido tolerar el puñetazo de Shatov.
Así, pues, decidió enviarle a su vez una carta, pasmosa por lo
grosera, que por fin obligó a Nikolai Vsevolodovich a provocar
el duelo. Después de enviarla la víspera y esperar con febril
impaciencia el reto, calculando morbosamente las
probabilidades de provocarlo, ora lleno de esperanza, ora sin
asomo de ella, acordó en todo caso proveerse, la noche antes,
de un segundo, que fue cabalmente Mavriki Nikolayevich
Drozdov, compañero muy estimado. El terreno estaba
preparado cuando Kirillov se presentó con su encargo a las
nueve de la mañana: fueron rotundamente rechazadas todas
las excusas e inauditas concesiones que ofrecía Nikolai
Vsevolodovich. Mavriki Nikolayevich, que se había enterado al
día siguiente del curso de los acontecimientos, quedó
boquiabierto ante excusas tan poco comunes y quiso allí mismo
insistir en una reconciliación, pero al observar que Artemi
Pavlovich, adivinándole la intención, casi empezaba a temblar
en su asiento, se contuvo, y no dijo nada. De no ser por la
palabra que había dado a su camarada, se habría ido
inmediatamente; pero se quedó, con la única esperanza de
ayudar en lo posible cuando llegase la resolución del caso.
Kirillov presentó el reto. Todas las condiciones del encuentro
estipuladas por Stavrogin fueron aceptadas sobre la marcha y
al pie de la letra, sin la menor objeción. Sólo se agregó una
condición, harto cruel por lo demás, a saber: si nada se resolvía
con los primeros disparos se procedería a un segundo
encuentro; y si el segundo tampoco tenía consecuencias se

451
procedería a un tercero. Kirillov frunció el ceño, regateó en
cuanto al tercer encuentro, pero advirtiendo que no obtenía
resultados dio su consentimiento aunque reclamó que «habría
tres encuentros, pero de ninguna manera cuatro». Se aceptó el
reclamo y el duelo se fijó para las dos de la tarde en Brikovo,
bosquecillo de las afueras situado entre Skvoreshniki y la
fábrica de los Shpigulin. Había cesado por completo la lluvia de
la víspera, pero todo estaba húmedo, chorreando, y soplaba
viento. Por el cielo frío cruzaban veloces retazos de nubes bajas
y negruzcas. Gemían a intervalos los árboles en sus copas y
crujían en sus raíces. Era una mañana melancólica.

Gaganov y Mavriki Nikolayevich llegaron al lugar del encuentro


en un elegante coche abierto tirado por dos caballos, que
guiaba el propio Artemi Pavlovich. En el carruaje iba también un
lacayo. Casi al mismo momento aparecieron Nikolai
Vsevolodovich y Kirillov, pero no en coche, sino a caballo, y en
compañía de un criado a caballo también. Kirillov, que nunca
había cabalgado, se tenía firme y sereno en la silla. En la mano
derecha llevaba un

pesado estuche con las pistolas, que no quería confiar al


sirviente, mientras que con la izquierda, por falta de pericia,
tiraba continuamente de las riendas, con lo que el caballo
cabeceaba y mostraba querer empinarse sobre los cuartos
traseros, lo cual, por lo demás, no asustaba nada al jinete. El
desconfiado Gaganov, pronto a ofenderse de súbito y sin

452
contemplaciones, consideró la llegada de los jinetes como un
nuevo agravio, juzgando que éstos, por lo visto, esperaban salir
victoriosos del lance, puesto que no creían necesario un
carruaje en caso de tener que evacuar a Stavrogin si resultaba
herido. Se apeó de su vehículo, amarillo de rabia y sintiendo que
le temblaban las manos, de lo que dio cuenta a Mavriki
Nikolayevich. No hizo caso del saludo de Nikolai Vsevolodovich
y le volvió la espalda. Los segundos echaron suertes, que
resultaron favorables a las pistolas de Kirillov. Midieron la
distancia entre las barreras, situaron a los duelistas en sus sitios
y ordenaron que el coche, los caballos y los criados se alejasen
trescientos pasos. Las armas fueron cargadas y entregadas a
los adversarios.

Quisiera detenerme más en las descripciones, pero debo


acelerar mi relato, aunque al menos haré aquí una acotación
relevante: estaba triste Mavriki Nikolayevich, y además
preocupado. En cambio Kirillov se mostraba tranquilo y hasta
indiferente, además, muy ocupado en cumplir
escrupulosamente con la obligación contraída, pero sin la
menor agitación y casi sin curiosidad ante el fatal y ya muy
cercano desenlace del asunto. Nikolai Vsevolodovich estaba
más pálido que de costumbre. Asistió ligeramente vestido, con
un abrigo y un sombrero blanco de castor. Parecía muy
cansado, frunció el ceño algunas veces, y no miraba a nadie,
para ocultar su malestar. Pero aún más notable en ese

453
momento era Gaganov, ya que no ofrecía nada particular que
señalar.

No hemos dicho nada respecto de su aspecto. Alto de cuerpo,


blanco de tez, bien alimentado, como dice la gente del pueblo,
casi grueso, de pelo rubio y escaso, de unos treinta y tres años
y hasta casi buen mozo. Se había retirado del ejército con el
grado de coronel y, de haber seguido hasta alcanzar el de
general, su empaque habría sido mayor aún y acaso habría sido
un buen general de línea. No cabe omitir al hacer su retrato que
como causa principal de su retiro había servido la idea, que
desde hacía mucho le atormentaba, de la deshonra de su
familia, como consecuencia del insulto que a su padre había
hecho Nikolai Stavrogin cuatro años antes en el club. Estaba
convencido de que era una vergüenza seguir en el servicio y
además pensaba que ofendía a sus camaradas con su
presencia, aunque ninguno supiera nada sobre el hecho. Era
verdad que tiempo atrás —mucho antes de la afrenta— había
querido dejar el servicio, y por un motivo bien distinto, pero sin
decidirse hasta que se ofreció esta nueva coyuntura. Por
extraño que parezca, ese primer motivo, o más precisamente
ese deseo de pasar a retiro, fue el edicto del 19 de febrero de
1861 sobre la emancipación de los siervos. Artemi Pavlovich, el
terrateniente más rico de nuestra provincia, que no perdió gran
cosa a resultas del edicto, más aún, que era capaz de apreciar

454
lo humanitario de esa medida y hasta las ventajas económicas
de la reforma, se sintió personalmente ofendido desde el
momento en que fue proclamado el edicto. Era algo
inconsciente, una especie de sensación, pero tanto más fuerte
cuanto más inexplicable. Hasta la muerte de su padre, sin
embargo, no se aventuró a dar ningún paso decisivo; pero en
Petersburgo llegó a ser conocido a causa de la «nobleza» de sus
pensamientos, por muchas personas notables con las que
mantuvo asiduo contacto. Era hombre ensimismado, amigo de
aislarse de los demás. Otro rasgo suyo: pertenecía a esa clase
extraña, pero que aún sobrevive, de aristócratas rusos que
valoran desmesuradamente la antigüedad y pureza de su casta
y la toman demasiado en serio. Pero, por otro lado, no podía
aguantar la historia rusa, y en general consideraba las
costumbres rusas casi como una cochinada. Ya en su infancia,
en el colegio militar para vástagos de familias distinguidas y
ricas en el que tuvo el honor de comenzar y terminar su
educación, arraigaron en él algunas opiniones románticas; le
gustaban los castillos, la vida medieval, todo lo que en ella hay
de teatral y caballeresco. Por entonces casi lloraba de
vergüenza de que la nobleza rusa en los días del reino de
Moscovia pudiera ser castigada corporalmente por el zar y se
sonrojaba al compararla con su situación presente. Este hombre
adusto y estricto que sabía al dedillo todo lo referente al
servicio y que cumplía con su deber, en el fondo de su corazón
era un soñador. Muchos decían que habría sido un gran orador
pero en verdad en sus treinta y tres años de vida nunca había

455
dicho esta boca es mía, y hasta en ese importante círculo de la
capital que frecuentaba últimamente se comportaba con
excepcional altivez. Su encuentro en Petersburgo con Nikolai
Vsevolodovich, recién llegado de afuera, lo enloqueció. En ese
instante, de pie junto a su barrera, sentía una extraña inquietud:
algo le hizo suponer que el duelo no se verificaría, pensar en eso
lo alteró. Su rostro reflejó una penosa impresión cuando Kirillov,
en vez de dar la señal para que empezase el lance, empezó de
pronto a hablar, sólo por

fórmula, como él mismo explicó en voz alta:

—Lo digo por pura fórmula: ahora que están ustedes pistola en
mano y que es preciso dar la orden de disparar, ¿no quieren
hacer las paces? Éste es el deber de quien sirve de segundo.

Mavriki Nikolayevich tomó la posta: había guardado silencio


hasta entonces, y pese a que desde la víspera venía
acusándose de condescendencia y colusión, cogió al vuelo la
sugerencia de Kirillov y dijo a su vez:

—Repito las palabras del señor Kirillov... La idea de que es


imposible reconciliarse en la barrera es un prejuicio propio y
exclusivo de franceses... Además, no comprendo francamente
en qué consiste el agravio y desde hace tiempo quiero decir...,
porque se han presentado toda clase de excusas, ¿no es así?

456
—Quiero subrayar una vez más que estoy dispuesto a ofrecer
toda clase de excusas —se apresuró a indicar Nikolai
Vsevolodovich.

—Pero ¿es posible tal cosa? —gritó furioso Gaganov


volviéndose a Mavriki Nikolayevich y pataleando de rabia—.
Explique usted a ese individuo, si es usted mi segundo, Mavriki
Nikolayevich, y no mi enemigo —y señaló a Nikolai
Vsevolodovich con la pistola—, que tales concesiones sólo
sirven para aumentar el agravio. ¡No considera posible ser
insultado por mí...! ¡No le parece vergonzoso escaparse de mí en
la barrera! ¿Por quién me toma, después de esto, en opinión de
usted...? ¡Y dice usted que es mi segundo! ¡Lo que hace usted es
irritarme para que yerre el tiro! —y volvió a patalear. Le salía
espuma por la boca de furia.

—¡Se dan por concluidas las gestiones! —gritó Kirillov a voz en


cuello—.

Les pido que atiendan a la voz de mando. ¡Uno, dos, tres!

A la palabra tres los duelistas se fueron acercando uno a otro.


Gaganov levantó al momento la pistola y disparó al dar el
quinto o sexto paso. Se detuvo un segundo y, cerciorándose de
que había errado el tiro, se acercó rápidamente a la barrera.
También llegó a ella Nikolai Vsevolodovich, alzó la pistola y,
manteniéndola un poco en alto, disparó sin apuntar siquiera.
Luego sacó un pañuelo y en él se lió el dedo meñique de la
mano derecha. Sólo entonces se apercibieron los demás de que

457
Artemi Gaganov no había fallado por completo el tiro, aunque
la bala sólo había rozado la parte carnosa del dedo sin tocar
hueso; en suma, un rasguño insignificante. Kirillov declaró al
instante que si los adversarios no habían quedado satisfechos
continuaría el encuentro.

—Declaro —dijo Gaganov otra vez para Mavriki Nikolayevich y


con voz ronca por su garganta reseca— que ese individuo —y
aquí volvió a señalar a Stavrogin con la pistola— disparó al aire
a propósito... ¡Ése es otro insulto! ¡Lo que quiere es negar el
duelo!

—Mientras respete las reglas, puedo disparar como desee —


respondió Nikolai Vsevolodovich con firmeza.

—¡No es así! ¡Explíqueselo, explíqueselo! —gritó Gaganov.

—Estoy enteramente de acuerdo con la opinión de Nikolai


Vsevolodovich

—anunció Kirillov.

—¿Por qué no quiere dispararme? —preguntó encolerizado


Gaganov sin prestar atención—. ¡Detesto su clemencia! ¡Me...!

—Le doy mi palabra de que no he querido insultarlo —dijo


Nikolai Vsevolodovich impaciente—. Disparé al aire porque no
quiero matar a nadie más, ni a usted ni a otro cualquiera. En
ello no hay nada personal contra usted. Pero no consiento que
nadie se entrometa en lo que es mi derecho.

458
—Si tanto le teme a la sangre, pregúntele por qué me desafió —
vociferó Gaganov dirigiéndose siempre a Mavriki Nikolayevich.

—¿Cómo no iba a desafiarlo? —interpuso Kirillov—. Usted no


quería escuchar. ¿Cómo iba a librarse de usted?

—Quisiera señalar una cosa —indicó Mavriki Nikolayevich, que


estaba ponderando el caso con profunda atención y hasta casi
con dolor—. Si un contendiente anuncia de antemano que va a
disparar al aire, el encuentro no puede efectuarse por... razones
delicadas y... evidentes.

—¡Yo no he dicho que dispararía al aire cada vez! —exclamó


Stavrogin, perdida por completo la paciencia—. Usted ignora en
absoluto lo que estoy pensando y cómo voy a disparar la
próxima vez... No estoy poniéndole trabas al duelo.

—En tal caso, puede continuar el encuentro —dijo Mavriki


Nikolayevich dirigiéndose a Gaganov.

—¡Caballeros, a sus puestos! —ordenó Kirillov.

De nuevo se fueron acercando uno a otro, de nuevo falló


Gaganov y de nuevo disparó Stavrogin al aire. Este disparo al
aire pudo provocar una disputa: Nikolai Vsevolodovich pudo
haber afirmado que había disparado como era debido, si él
mismo no hubiera confesado que había errado el tiro
deliberadamente. No había apuntado directamente al cielo, ni a
un árbol, sino que pareció apuntar a su adversario, aunque en

459
realidad a dos pies por encima del sombrero de éste. Esta
segunda vez había apuntado bastante más bajo y de modo
más plausible. Pero ya era imposible convencer a Gaganov.

—¡Otra vez! —exclamó rechinando los dientes—. ¡No importa!


Soy yo el desafiado y quiero usar mi derecho. Voy a disparar
por tercera vez... a toda costa.

—Tiene usted perfecto derecho —le atajó Kirillov. Mavriki


Nikolayevich no dijo nada. Ocuparon sus puestos por tercera
vez y sonó la voz de mando. Esta vez Gaganov llegó hasta la
barrera misma y desde ella, a doce pasos, empezó a apuntar.
Le temblaban demasiado las manos para que la puntería fuese
buena. Stavrogin permanecía erguido, con la pistola baja, y
esperaba inmóvil el disparo.

—¡Demasiado tiempo se está tomando usted para apuntar! —


gritó Kirillov descontrolado completamente—. ¡Dispare, dispare,
vamos! —pero sonó el disparo, y esta vez salió volando el
sombrero blanco que llevaba Nikolai Vsevolodovich. Con muy
buena puntería, la copa del sombrero había sido perforada muy
abajo: un cuarto de pulgada más y todo habría concluido.
Kirillov recogió el sombrero y lo arrojó a su dueño.

—¡Dispare! ¡No haga esperar a su adversario! —gritó Mavriki


Nikolayevich muy nervioso al advertir que Stavrogin se
entretenía mirando el sombrero.

Stavrogin se estremeció, miró a Gaganov, le volvió la espalda y,


sin preocuparse ya por lo que pensara su adversario, disparó a

460
un costado, hacia la arboleda. El duelo había terminado.
Gaganov parecía anonadado. Mavriki Nikolayevich se le acercó
y algo le dijo, pero no parecía comprender. Kirillov, al
marcharse, se quitó el sombrero e hizo un saludo con la cabeza
a Mavriki Nikolayevich; pero Stavrogin olvidó su cortesía
anterior. Después de disparar hacia los árboles no se volvió
siquiera a la barrera. Entregó la pistola a Kirillov y se dirigió
apresuradamente adonde estaban los caballos. El enojo se
reflejaba en su semblante. Guardaba silencio. Kirillov hacía lo
propio. Montaron y salieron al galope.

—¿Por qué calla usted? —gritó impaciente a Kirillov cuando ya


estaban cerca de casa.

—¿Qué quiere usted? —respondió éste casi resbalando del


caballo, que se había levantado sobre las patas traseras.

Stavrogin se contuvo.

—No era mi intención ofender a ese... idiota y lo hice otra vez —


dijo con voz apagada.

—Efectivamente —saltó Kirillov—. Y además no es un idiota.

—Hice lo que pude.

—No es así.

—Entonces, ¿qué debí hacer?

—No desafiarlo.

461
—¿Y recibir otra bofetada?

—Efectivamente.

—¡Creo que no entiendo nada! —dijo Stavrogin irritado—. ¿Por


qué esperan todos de mí lo que no esperan de otros? ¿Por qué
tengo yo que aguantar lo que ningún otro aguanta y echarme
encima una carga que ningún otro puede llevar?

—Yo creía que usted buscaba eso.

—¿Yo?

—Sí.

—¿Usted... lo ha notado?

—Sí.

—¿Tanto se me nota?

—Sí.

Permanecieron callados un minuto. Stavrogin parecía


sumamente turbado. Estaba perplejo o poco menos.

—No disparé porque no quería matar a nadie. Eso fue todo, se


lo aseguro

—dijo con voz rápida e inquieta, como intentando justificarse.

—No debió usted ofenderlo.

—Entonces, ¿qué debí hacer?

—Debió usted matarlo.

—¿Lamenta usted eso?

462
—No lamento nada. Pensé que, en efecto, quería usted matarlo.
Usted no sabe lo que busca.

—Busco una carga —dijo Stavrogin riendo.

—Si no quería usted sangre, ¿por qué le dio ocasión de que lo


matara?

—Si no lo hubiera desafiado, me habría matado sin mediar


duelo.

—Eso no es cosa de usted. Quizá no lo habría matado.

—¿Y sí sólo apaleado?

—Eso es cosa de usted. Lleve su carga. De lo contrario no tiene


mérito.

—¡Al diablo con el mérito! No busco a nadie que me lo dé.

—Creo que lo buscaba —concluyó Kirillov fríamente. Llegaron a


casa de Stavrogin.

—¿Quiere pasar? —propuso Nikolai Vsevolodovich.

—No. Me voy a casa. Adiós —bajó del caballo y se metió el


estuche de las pistolas bajo el brazo.

—Espero que al menos no esté enfadado conmigo —dijo


Stavrogin alargándole la mano.

—¡En absoluto! —dijo Kirillov volviendo para estrecharla—. Si


para mí la carga es ligera, es porque así soy yo. Y si para usted
es más pesada será porque así es usted. No hay mucho de que
avergonzarse. Sólo un poco.

463
—Sé que soy un individuo insignificante, pero no me hago pasar
por fuerte.

—Bueno, no finja más. Tomemos una taza de té. Stavrogin entró


en su casa hondamente turbado.

Aleksei Yegorovich le hizo saber que Varvara Petrovna, muy


contenta de poder dar un paseo a caballo —el primero después
de ocho días de enfermedad—, había mandado aparejar el
coche y se había ido sola, «según su costumbre en días
anteriores, a respirar aire fresco, porque ya se estaba olvidando
de lo que era eso».

—¿Sola o con Daria Pavlovna? —Nikolai Vsevolodovich


interrumpió con rápida pregunta al viejo; y frunció el ceño al oír
que Daria Pavlovna «se había excusado, por hallarse
indispuesta, de acompañar a la señora y estaba ahora en sus
habitaciones».

—Viejo, cuidado —dijo como si tomara una determinación


súbita—, no la pierdas de vista en todo el día, y si ves que viene
a verme, que no logre su cometido, dile que yo mismo he
pedido que no viniera..., pero que, llegado el momento, yo
mismo la llamaré..., ¿me oyes?

—Eso haré, señor —dijo Aleksei Yegorovich triste y taciturno.

464
—Pero no le digas nada hasta no estar completamente seguro
de que viene a verme.

—No se preocupe, señor, que no habrá equivocación. Hasta


aquí las visitas se han arreglado por mi mediación. Siempre ha
contado usted con mi ayuda.

—Lo sé. De todos modos, no antes de que venga a verme.


Tráeme té cuanto antes, si es posible.

Apenas había salido el viejo cuando se abrió esa misma puerta


y en el umbral apareció Daria Pavlovna. Parecía tranquila
aunque estaba pálida.

—¿De dónde viene? —exclamó Stavrogin.

—Estaba ahí fuera, esperando a que se fuese para entrar a


verlo. He oído lo que mandaba usted y, en cuanto salió, me
escondí tras el ángulo de la pared, ahí a la derecha, y no me vio.

—Hace ya mucho que deseo romper con usted, Dasha..., por


algún tiempo..., por el momento. No pude recibirla anoche a
pesar de su nota. Yo mismo quería escribirle, pero no sé cómo
escribir —añadió con despecho, casi con repugnancia.

—Yo también he pensado que es necesario romper. Varvara


Petrovna ya sospecha demasiado de nuestras relaciones.

—¡Que sospeche!

—Es preciso que no esté intranquila. ¿Conque éste es el fin?

—Usted siempre insistiendo en esperar el fin.

465
—Sí, estoy segura de ello.

—En el mundo nada tiene fin.

—Pero aquí sí lo habrá. Entonces llámeme y vendré. Ahora,


adiós.

—¿Y qué clase de fin será? —preguntó sonriendo Nikolai


Vsevolodovich.

—¿Usted no está herido y... no ha derramado sangre? —


preguntó ella sin contestar a la pregunta acerca del fin.

—Fue una tontería. No he matado a nadie; no se preocupe. Pero


ya se lo oirá usted contar a todos. No me siento del todo bien.

—Me voy. ¿No habrá hoy anuncio de su matrimonio? —preguntó


un tanto indecisa.

—Hoy no lo habrá, mañana, tampoco; pasado mañana, no sé;


quizás habremos muerto todos; tanto mejor. Déjeme, por favor,
déjeme.

—¿No destruirá usted a la otra... loca?

—No destruiré a las locas, ni a ésa, ni a otra; más bien parece


que destruiré a las cuerdas. Soy tan ruin y despreciable, Dasha,
que bien puede que la llame

«al final de todo», como usted dice, y que usted venga a pesar
de su buen sentido. ¿Por qué se destruye usted a sí misma?

—Sé que al final me quedaré sola con usted y... espero eso.

466
—¿Y si al final de todo no la llamo y huyo de usted?

—Eso no es posible. Llamará usted.

—En eso veo mucho desprecio hacia mí.

—Usted sabe que no es sólo desprecio.

—Eso quiere decir que hay algún desprecio, ¿no?

—No he querido decir eso. Dios es testigo de lo mucho que


quiero que usted nunca necesite de mí.

—Una frase vale otra. Yo también quisiera no destruirla a usted.

—Usted no puede destruirme a mí nunca, ni por ningún medio.


Eso lo sabe usted mejor que nadie —dijo Daria Pavlovna con
rapidez y firmeza—. Si no voy a usted, me meteré a hermana de
la caridad, a enfermera, cuidaré enfermos, o me iré por ahí a
vender Biblias. Ya lo tengo decidido. No puedo vivir en una casa
como ésta. No quiero eso... Usted bien lo sabe.

—No. Nunca he logrado entender lo que usted quiere. Se me


antoja que se interesa por mí como algunas enfermeras
entradas en años se interesan por algún paciente en particular,
con preferencia a otros. Mejor aún, como algunas viejas beatas
que encuentran a ciertos cadáveres más atrayentes que a
otros.

¿Por qué me mira de ese modo tan raro?

467
—¿Se siente usted muy mal? —preguntó compasiva, mirándolo
de modo especial—. ¡Dios mío! ¡Y este hombre quiere prescindir
de mí!

—Oiga, Dasha. Ahora no hago más que ver fantasmas. Anoche


un demonio se ofreció en el puente a matar a Lebiadkin y María
Timofeyevna para resolver lo de mi matrimonio sin que nadie
sospeche. Me pidió tres rublos a cuenta, pero me dio a entender
muy a las claras que la operación entera no saldría por menos
de mil quinientos. ¡Ahí tiene usted a un demonio calculador! ¡Un
tenedor de libros! ¡Ja, ja!

—Pero ¿está usted seguro de que fue un fantasma?

—¡Oh, no! ¡No fue un fantasma! Fue sólo Fedka el presidiario, el


ladrón que se fugó del presidio. Pero no se trata de eso. ¿A que
no sabe usted lo que hice? Le di todo el dinero que llevaba en el
portamonedas. ¡Ahora está plenamente convencido de que se lo
di a cuenta!

—¿Tropezó usted con él de noche y él le hizo propuesta


semejante? Pero

¿no ve que esa gente lo tiene a usted atrapado por completo en


su red?

—Déjelos. Pero tiene usted una pregunta en la punta de la


lengua; y,

¿sabe?, se lo noto en los ojos —añadió con rencor y una sonrisa


irritada.

468
Dasha se amedrentó.

—¡Que Dios lo proteja de su demonio... y llámeme, llámeme


pronto!

—¡Valiente demonio! ¡No es más que un diablejo ruin y


escrofuloso, que tiene un catarro de cabeza! ¡Uno de esos
diablos que no hacen carrera! Pero aún hay algo, ¿verdad?, que
no se atreve usted a decir.

Ella le lanzó una mirada de pena y reproche y se volvió para


salir.

—¡Oiga! —exclamó él con una sonrisa torcida y maligna—. Si...,


bueno, en una palabra, si... comprende usted, si fuera a esa
tienda y la llamara después...

¿vendría usted?

Ella salió sin volverse ni contestar, cubriéndose el rostro con las


manos.

—Vendrá aun después de ir yo a la tienda —murmuró tras un


instante de reflexión; y una sonrisa de desdén afloró a su
semblante—. ¡Una enfermera!

¡Hum! Bien puede ser lo que necesito.

CUARTO CAPÍTULO: Todos a la expectativa

469
1

La impresión causada en nuestra sociedad por la historia del


duelo, que cundió con presteza, fue especialmente notable por
la unanimidad con que todos se apresuraron a ponerse de
parte de Nikolai Vsevolodovich. Muchos de sus enemigos
anteriores se declararon resueltamente amigos suyos. El motivo
principal de tan inesperada alteración en la opinión pública
fueron ciertas palabras inequívocas dichas en voz alta por una
persona que hasta entonces no había dado su parecer sobre el
asunto, palabras que al momento dieron a éste un cariz que
interesó profundamente a la gran mayoría de nuestros
conciudadanos. He aquí cómo sucedió la cosa: al día siguiente
del duelo se reunió toda la ciudad en casa de la esposa del
mariscal de la nobleza de nuestra provincia, dama que ese día
celebraba el de su santo. Entre los presentes, mejor dicho, a la
cabeza de ellos, figuraba Iulia Mihailovna, acompañada por
Lizaveta Nikolayevna, que apareció rebosante de belleza y de
una singular alegría que a muchas de nuestras damas se les
antojó particularmente sospechosa en tal ocasión. A propósito:
de su compromiso de matrimonio con Mavriki Nikolayevich ya
no cabía duda alguna. A la pregunta festiva de un general
retirado, pero de muchas campanillas, de quien hablaremos
más adelante, la propia Lizaveta Nikolayevna respondió esa
noche sin ambages que estaba prometida. ¿Y qué piensan
ustedes que pasó? Pues que ni una sola de nuestras damas

470
quiso creer en tal compromiso. Todas seguían empeñadas en
suponer algún lance de amor, algún fatal secreto de familia,
algo ocurrido en Suiza en que, por alguna razón, Iulia
Mihailovna había tenido parte con toda seguridad. No es fácil
saber por qué eran tan insistentes tales rumores, mejor aún,
tales ilusiones, y por qué se implicaba tan tercamente en ellos a
Iulia Mihailovna. Tan pronto como ésta hizo su entrada, todos
se acercaron a ella con miradas extrañas llenas de expectación.
Es menester advertir que, por lo reciente del acontecimiento y
por algunas circunstancias asociadas a él, todavía se hablaba
de él esa noche con cierta cautela, en voz baja; aparte de que
aún no se sabía qué medidas tomarían las autoridades. Por lo
que se podía colegir, ninguno de los duelistas había sido
inquietado por la policía. Todos sabían, por ejemplo, que Artemi
Pavlovich se había ido por la mañana temprano a su hacienda
en Duhovo sin estorbo alguno. Mientras tanto, todos ansiaban,
por supuesto, que alguien fuera el primero en hablar de ello en
voz alta y desahogar de ese modo la impaciencia general.
Cifraban sus esperanzas en el general arriba mentado y no se
equivocaron.

Este general, uno de los socios más prestigiosos de nuestro


club, terrateniente no muy rico, pero de mentalidad singular,
galanteador de mujeres según la antigua usanza, gustaba
mucho, entre otras cosas, de hablar en voz alta

—en reuniones muy concurridas y con el aplomo propio de un


general— de aquello a lo que los demás se referían todavía en

471
un discreto susurro. En esto consistía lo que cabe llamar su
papel especial en nuestra sociedad. Además, arrastraba las
palabras y las articulaba con notable suavidad, rasgo que
probablemente había copiado de los rusos que viajaban por el
extranjero, o bien de aquellos hacendados, anteriormente ricos,
que habían sufrido las mayores pérdidas a resultas de la
emancipación de los siervos. Stepan Trofimovich llegó a decir
en cierta ocasión que cuanto más había perdido un hacendado,
más

ceceaba y arrastraba las palabras. Pero también él ceceaba y


arrastraba las palabras, aunque sin darse cuenta de ello.

El general empezó a hablar como persona competente para


hacerlo. Además de ser pariente lejano de Artemi Pavlovich,
aunque reñido y aún en pleitos con él, se había visto en el
pasado envuelto a su vez en dos duelos, como consecuencia de
uno de los cuales había sido incluso degradado y enviado al
Cáucaso. Alguien hizo alusión a Varvara Petrovna, que ese día y
el anterior había salido en coche «después de su enfermedad»;
y no alusión precisamente a ella, sino al excelente juego que
hacían los cuatro caballos grises de su carruaje, de la propia
remonta de los Stavrogin. El general declaró de pronto que se
había encontrado ese día con «el joven Stavrogin», que iba a
caballo... Al instante todos guardaron silencio. El general
chasqueó los labios y, dando vueltas entre los dedos a la

472
tabaquera con que se le había obsequiado al pasar a retiro,
anunció sin más:

—Siento no haber estado aquí hace unos años..., es decir, en esa


época en que estuve en Carlsbad... Humm. Me interesa mucho
ese joven, sobre quien oí tantos rumores por aquellos días.
Humm. ¿Es verdad que está loco? Alguien lo afirmaba entonces.
De buenas a primeras me dicen que un estudiante lo ha
agredido aquí, en presencia de sus primos, y que para
escaparse de él se había metido debajo de la mesa. Y ayer oigo
decir a Stepan Vysotski que Stavrogin se ha batido con ese...
Gaganov. Y con el bizarro fin de ofrecerse como blanco a un
hombre enfurecido; y sólo para quitárselo de encima. Humm.
Eso es lo que habría hecho un oficial de Guardias allá por los
años veinte. ¿Visita a alguien aquí?

El general se calló, como si esperara respuesta. Quedaba


abierta la puerta a la impaciencia general.

—¡Pero si no hay nada más simple! —dijo de pronto Iulia


Mihailovna, levantando la voz con irritación al ver que todas las
miradas convergían de pronto en ella, como obedientes a una
voz de mando—. ¿Puede acaso maravillarnos que Stavrogin se
bata con Gaganov y no conteste al estudiante?

¿Acaso podía retar a duelo a un hombre que antes había sido


siervo suyo?

¡Notabilísimas palabras! Pensamiento claro y sencillo, pero que


a nadie se le había ocurrido hasta entonces. Palabras que

473
tuvieron insólitas consecuencias. Todo lo escandaloso y
difamante, todo lo mezquino y anecdótico, quedó en un
momento relegado a segundo término. Surgió una nueva
interpretación del asunto. Apareció un nuevo personaje acerca
del cual todos se habían equivocado, un personaje casi modelo
de rigor en sus cánones sociales. Mortalmente agraviado por un
estudiante, es decir, por un hombre educado que ya no era
siervo, hace caso omiso del agravio porque el agraviante había
sido antiguo siervo suyo. En la sociedad no había habido sino
calumnia y maledicencia para con él; una sociedad frívola que
mira con desprecio a un hombre que se deja abofetear. Él, por
su parte, desprecia la opinión de una sociedad que no logra
elevarse a las genuinas normas morales, pero que sí las discute.

—Y mientras tanto, Iván Aleksandrovich, usted y yo seguimos


aquí discutiendo de las normas morales —dijo en noble y
exaltado autorreproche un socio viejo a otro.

—Sí, Piotr Mihailovich, sí, señor —coreó el otro con vigor—. ¡Y


luego hablamos de la nueva generación!

—Aquí no es cuestión de la nueva generación, Iván


Aleksandrovich — observó un tercero, metiendo baza—. Aquí no
es cuestión de ella. Aquí se trata

de que ese hombre es un astro, señor mío, y no un individuo


cualquiera de la nueva generación. Así es como hay que ver la
cosa.

474
—Y ésa es la clase de hombre que nos hace falta. Andamos
escasos de gente como ésa.

Lo principal del asunto era que el «hombre nuevo», además de


revelarse como «un noble auténtico», era por añadidura el
terrateniente más rico de la provincia y, por lo tanto, tenía por
necesidad que ser uno de los dirigentes, con cuya ayuda se
podría contar en materia de asuntos públicos. Ya he aludido
antes, de paso, a la actitud de nuestros terratenientes.

Los comentarios rozaban el entusiasmo.

—Vuestra excelencia debe advertir, en particular, que no sólo no


desafió al estudiante, sino que se llevó las manos a la espalda
—alegó uno.

—Y que tampoco lo denunció ante los nuevos tribunales —


añadió otro.

—A pesar de que en los nuevos tribunales le habrían impuesto


una multa de quince rublos por insulto personal a un individuo
de la nobleza. ¡Je, je, je!

—No. Voy a revelarle el secreto de los nuevos tribunales —dijo


un tercero, poseído de frenesí—. Si alguien comete un robo o
una estafa y lo atrapan con las manos en la masa, debe ir
corriendo a casa y, mientras tiene tiempo todavía, matar a su
madre. Al momento lo absolverán de todo, y las señoras que
asisten al juicio agitarán sus pañuelos de batista. ¡Ésa es la
pura verdad!

475
—¡La verdad, la verdad!

Salieron a colación las anécdotas usuales. Se recordaron las


relaciones de Nikolai Vsevolodovich con el conde K*. Eran
notorias las opiniones tan severas como independientes del
conde K* acerca de las reformas recientes. Era asimismo
conocida su notable actividad pública, algo restringida
últimamente. Y he aquí que, de súbito, todos tuvieron por
indudable que Nikolai Vsevolodovich y una de las hijas del
conde K* se habían tomado los dichos, aunque nada había que
diera pie a tamaña suposición. Y sobre lo de ciertas aventuras
en Suiza con Lizaveta Nikolayevna, hasta las señoras dejaron
de aludir a ellas. A propósito, debo mencionar que las
Drozdovas habían podido hacer por esos días todas las visitas
que habían omitido hasta entonces. Ahora todos consideraban
a Lizaveta Nikolayevna como una chica enteramente ordinaria
que «hacía alarde» de sus débiles nervios. Su desmayo el día de
la llegada de Nikolai Vsevolodovich lo interpretaban
sencillamente como terror ante la escandalosa conducta del
estudiante. Hacían incluso hincapié en lo prosaico de aquello
mismo a que con tanto afán habían dado antes un colorido
fantástico. De la cojita acabaron por olvidarse; hasta se
avergonzaban de recordarla. «Y aunque hubiera habido cien
muchachas cojas, ¿quién no ha sido joven?». Sacaban a relucir
la conducta respetuosa de Nikolai Vsevolodovich para con su
madre, descubrían en él diversas virtudes, comentaban con
aprobación sus conocimientos adquiridos en cuatro años de

476
estudio en universidades alemanas. Juzgaban indiscreta la
conducta de Artemi Pavlovich. Acabaron por reconocer en Iulia
Mihailovna una perspicacia muy por encima de lo común...

Así, pues, cuando el propio Nikolai Vsevolodovich hizo por fin


acto de presencia, todos lo recibieron con la más ingenua
gravedad. En todas las miradas clavadas en él se leía la
expectación más impaciente. Nikolai Vsevolodovich se sumió al
momento en un silencio rigurosísimo, con lo que, por supuesto,
todos quedaron mucho más satisfechos que si hubiera hablado
por los codos. Total, que todo le fue bien y que se puso de
moda. En la sociedad provinciana, si uno se presenta una vez,
ya no puede volver a esconderse.

Nikolai Vsevolodovich volvió a cumplir con la escrupulosidad de


antes todas las obligaciones sociales. No se lo consideraba
persona alegre. «Es hombre que ha sufrido; no es como los
demás; bastante motivo tiene de estar triste». Hasta el orgullo y
el despego desdeñoso por los que tanto se lo aborreció cuatro
años antes eran ahora objeto de respeto y beneplácito.

La que más alborozo mostraba era Varvara Petrovna. Ignoro si


padeció mucho al desvanecerse sus ilusiones acerca de
Lizaveta Nikolayevna. A superar la crisis la ayudó, por supuesto,
el orgullo de familia. Cosa extraña: Varvara Petrovna quedó de
buenas a primeras convencida de que, en efecto, Nikolai
Vsevolodovich había «escogido» en casa del conde K*, y lo más

477
extraño fue que llegó a creerlo por los vanos rumores que
llegaban hasta ella, como hasta los demás. Por su parte, temía
preguntárselo directamente a Nikolai Vsevolodovich. En dos o
tres ocasiones, sin embargo, no pudo resistir la tentación de
reconvenirlo, con muchos rodeos y tono de buen humor, por no
franquearse con ella. Nikolai Vsevolodovich se sonreía y
guardaba silencio. Este silencio fue juzgado señal de
asentimiento. Y, sin embargo, durante ese tiempo nunca pudo
olvidarse de la cojita. La imagen de ésta oprimía su corazón
cual una losa, cual una pesadilla, la atormentaba con extrañas
alucinaciones y conjeturas, y eso al mismo tiempo que soñaba
con las hijas del conde K*. Pero de esto hablaremos más
adelante. Por supuesto, en los círculos sociales empezaron de
nuevo a tratar a Varvara Petrovna con el mayor y más
escrupuloso respeto, aunque la señora se aprovechó poco de
ello y raras veces salía a hacer visitas.

Hizo, sin embargo, una de cumplido a la gobernadora. Por


descontado, nadie se sentía más cautivado y subyugado que
Varvara Petrovna por las palabras memorables que Iulia
Mihailovna había pronunciado en la fiesta de la esposa del
Mariscal, palabras que aliviaron la pesadumbre que la
atribulaba y disiparon en gran medida la congoja que la
agobiaba desde aquel desdichado domingo. «No había
comprendido a esa mujer», anunció solemnemente, y con su
impulsividad característica declaró a Iulia Mihailovna que había
venido a darle las gracias. Iulia Mihailovna se sintió halagada,

478
pero no cedió en su independencia. Ya para entonces había
comenzado a pavonearse, quizá con exceso. Por ejemplo,
durante la visita dijo que nunca había oído hablar de Stepan
Trofimovich ni como hombre público ni como erudito.

—Conozco, por supuesto, al joven Verhovenski y lo recibo con


gusto. Es imprudente, pero es todavía joven, aunque tiene
amplios conocimientos. En todo caso, no es un crítico jubilado y
pasado de moda como su padre.

Varvara Petrovna se apresuró a advertir que Stepan


Trofimovich nunca había sido crítico; al contrario, había pasado
toda la vida en casa de ella; que era famoso por las
circunstancias de su carrera temprana, «demasiado bien
conocidas de todo el mundo», y últimamente por sus trabajos
de investigación en historia de España; y que, por añadidura,
quería escribir algo acerca de la condición actual de las
universidades alemanas y también, por lo visto, algo sobre la
Madonna de Dresde. En suma, que Varvara Petrovna no quiso
encomendar a Stepan Trofimovich a los buenos oficios de Iulia
Mihailovna.

—¿Sobre la Madonna de Dresde? ¿Es ésa la de la


Capilla Sixtina? Chère Varvara Petrovna, dos horas me pasé
sentada delante de ese cuadro y salí de allí decepcionada. No
entendí maldita la cosa y me quedé asombrada. También
Karmazinov dice que es difícil de entender. Nadie ve ahora
nada de particular en ella, ni rusos ni ingleses. Fueron los viejos
quienes le dieron la fama que tiene.

479
—¿Quiere decir que ha cambiado la moda?

—Yo lo que pienso es que no hay que desatender tampoco a los


jóvenes. La gente grita que son comunistas, pero a mi modo de
ver lo que hay que hacer es compadecerlos y apreciarlos. Estos
días me lo leo todo (todos los periódicos, lo que se dice de las
comunas, las ciencias naturales), lo recibo todo, porque, al fin y
al cabo, hay que saber con quién vive una y a qué debe
atenerse. No puede una pasarse toda la vida en alas de la
propia fantasía. He llegado a la conclusión (y la he adoptado
como norma), de que debo mostrarme amable con la gente
moza y detenerla al borde del precipicio. Créame, Varvara
Petrovna, que sólo los que formamos la buena sociedad
podemos impedir con nuestros buenos tratos y buena influencia
que la juventud se precipite en el abismo al que la empujan con
su intolerancia todos esos vejestorios. De todos modos, celebro
saber algo de Stepan Trofimovich por mediación de usted. Me
da usted una idea: quizá pueda ser útil en nuestro recital
literario. Sepa usted que estoy organizando un día entero de
festejos por suscripción pública, a beneficio de las instituciones
pobres de nuestra provincia. Se las ve dispersas por Rusia; sólo
en nuestro distrito hay nada menos que seis. Hay además dos
empleadas en la oficina de Telégrafos, dos chicas más que
estudian en la academia, y otras que quisieran estudiar pero
que no cuentan con medios para ello. ¡La suerte de la mujer
rusa es horrible, Varvara Petrovna! De esto se ha hecho ahora

480
cuestión universitaria y hasta se ha ocupado de ello una sesión
del Consejo de Estado. En esta Rusia nuestra, tan extraña, uno
puede hacer lo que le venga en gana. Y por eso, repito, sólo con
la bondad y con la simpatía cálida y franca de toda la buena
sociedad podríamos enderezar esta gran causa, que es la de
todos, por el buen camino.

¡Ay, Dios santo! ¿Es que no abundan entre nosotros las


personas de noble índole? Claro que sí, pero andan
desperdigadas por ahí. Unámonos todos y seremos más
fuertes. En resumen, que voy a ofrecer primero
una matinée literaria, seguida de un almuerzo ligero, luego de
un descanso, y en la noche de ese mismo día un baile.
Pensábamos empezar la soirée con tableaux vivants, pero a lo
que parece resultarían carísimos, y por eso, para que el público
se divierta, habrá una o dos cuadrillas con máscaras y disfraces
que representen movimientos literarios bien conocidos. Ésa fue
una idea festiva que sugirió Karmazinov. Por cierto que me
ayuda mucho. Sepa usted que nos va a leer su última obra, que
todavía nadie conoce. Deja la pluma y no volverá a escribir;
este último ensayo es su despedida del público. Una piececita
preciosa que tiene por título Merci! El título está en francés; pero
a él le parece eso más divertido y aún más ingenioso. A mí
también, y así se lo aconsejé. Pienso que también Stepan
Trofimovich podría leernos algo si es bastante corto y no
demasiado erudito. Parece que Piotr Stepanovich y alguien más
leerán también alguna cosa. Piotr Stepanovich pasará por la

481
casa de usted y le dará a conocer el programa. O mejor aún,
permita que yo misma se lo lleve.

—Y usted permítame apuntarme en su lista de suscripciones. Le


daré el recado a Stepan Trofimovich y yo misma le rogaré que
acepte.

Varvara Petrovna volvió a casa como si le hubieran dado un


bebedizo. Había tomado resueltamente el partido de Iulia
Mihailovna y, por algún motivo, estaba enojadísima con Stepan
Trofimovich. Y éste, pobre hombre, seguía en casa ignorante de
todo.

—Esa mujer me fascina. No comprendo cómo he podido


equivocarme tanto acerca de ella —dijo a Nikolai Vsevolodovich
y a Piotr Stepanovich, que pasó a verla esa noche.

—Pero, de todos modos, debe usted también hacer las paces


con el viejo — declaró Piotr Stepanovich—. Está desesperado.
Lo ha puesto usted en

cuarentena, ni más ni menos. Ayer cuando vio que pasaba


usted en el coche, la saludó inclinándose y usted le volvió la
espalda. Ya verá cómo le hacemos marcar el paso. Cuento con
él para algo y todavía puede ser útil.

—¡Oh, leerá algo!

—No me refería sólo a eso. Yo también quería pasar a verlo hoy.


Entonces,

482
¿qué? ¿Le digo lo que hay?

—Si así lo desea... Aunque no sé cómo arreglará usted la cosa —


agregó indecisa—. Yo misma había pensado en tener con él una
explicación y en señalarle día y lugar para ello —dijo frunciendo
el ceño.

—Bueno, no hace falta fijar día. Basta que yo le dé el recado.

—Sí, hágame el favor. Pero dígale también que le señalaré día.


No se olvide.

Piotr Stepanovich se marchó sonriendo burlonamente. Por


aquellos días, según ahora recuerdo, su malevolencia era más
aguda que de ordinario; llegaba al extremo de permitirse
descortesías y desplantes con casi todo el mundo. Cosa
extraordinaria: por algún motivo todos los perdonaban. Cundía
la opinión de que había que entendérselas con él de un modo
especial. Haré constar que, en cuanto al duelo de Nikolai
Vsevolodovich, adoptó una actitud de singular malignidad. Lo
había tomado por sorpresa, y su rostro tomó un tinte oliváceo
cuando le contaron el caso. Cabe pensar que se sentía herido
en su amor propio, por no haberse enterado hasta el día
siguiente, cuando ya todo el mundo lo sabía.

—No tenía usted derecho a batirse —le dijo por lo bajo a


Stavrogin cinco días después, cuando tropezó con él en el club.
Es curioso que no se hubieran visto en ninguna parte en esos
cinco días, a pesar de que Piotr Stepanovich pasaba por casa
de Varvara Petrovna casi a diario.

483
Nikolai Vsevolodovich, sin decir palabra, lo miró distraídamente
como si no comprendiese de qué se trataba, y pasó de largo,
atravesando el amplio salón del club para llegar al bar.

—También ha visitado usted a Shatov... y quiere usted hacer


público lo de María Timofeyevna —dijo corriendo tras él y, como
por descuido, agarrándolo del hombro.

Nikolai Vsevolodovich se sacudió de encima la mano y se volvió


rápidamente hacia él con el ceño iracundo. Piotr Stepanovich lo
miró con prolongada y extraña sonrisa. Fue un instante;
enseguida Nikolai Vsevolodovich siguió andando.

Al trote se dirigió a casa de Varvara Petrovna a ver al «viejo»


porque estaba ansioso de vengarse de un agravio del que yo no
tenía ni noticia. Es que el jueves de la semana anterior, Stepan
Trofimovich, a pesar de haber sido él mismo quien había
iniciado la disputa, acabó por echar de la casa a Piotr
Stepanovich, amenazándolo con un bastón. No me lo dijo en su
momento; pero ahora, ni bien hubo entrado Piotr Stepanovich,
con su sonrisa irónica y su mirada siempre tan desconfiada,
Stepan Trofimovich me hizo entender con una seña que no
quería que yo dejara la habitación. Así es que pude escuchar
toda la conversación.

Stepan Trofimovich estaba sentado en el sofá con las piernas


extendidas. Estaba mucho más flaco y desmejorado que el

484
jueves anterior. Piotr Stepanovich se sentó junto a él, de la
manera más desenfadada, recogiendo sin miramientos las
piernas bajo sí y ocupando el sofá un espacio mucho mayor del
que exigía el respeto a su padre. Stepan Trofimovich le hizo sitio
en silencio y con dignidad.

En la mesa había un libro abierto. Era la novela titulada ¿Qué


hacer? ¡Ay! Tengo que reconocer una extraña debilidad en mi
amigo: de su fantasía enfermiza se iba adueñando
gradualmente la ilusión de que debía abandonar su vida
retirada y dar una última batalla. Yo barruntaba que había
adquirido y estudiaba la novela sólo con el fin de saber de
antemano, cuando se produjera el inevitable conflicto con los
«vociferantes», cuáles eran sus métodos y argumentos, y
saberlo por el propio «catecismo» de ellos, y de tal guisa
aprestarse a salir victorioso del encuentro ante los ojos de ella.
¡Ay, cuánto lo martirizaba ese libro! A veces lo tiraba,
desesperadamente, y saltando del asiento iba y venía frenético
por la habitación.

—Convengo en que la idea clave del autor es verdadera —me


dijo enfebrecido—, pero por eso es más horrible. Esa idea es la
nuestra, cabalmente la nuestra. Fuimos los primeros en
sembrarla, en cultivarla, en preparar el terreno; y, vamos a ver,
¿qué de nuevo podrían decir ellos después de nosotros? Pero
¡Dios santo! ¡Qué manera de expresarla, de retorcerla, de
mutilarla! — exclamaba golpeando el libro con los dedos—.

485
¿Para conclusiones como ésas nos esforzamos nosotros tanto?
¿Quién puede reconocer ahí la idea original?

—¿Ensanchando la mente? —preguntó Piotr Stepanovich con


una mueca burlona, cogiendo el libro de la mesa y leyendo el
título—. Ya era hora. Puedo traerte algo mejor, si quieres.

Stepan Trofimovich se mantuvo con dignidad en su mutismo.


Yo estaba en el sofá que había en un rincón.

Piotr Stepanovich expuso rápidamente el motivo de su visita.


Stepan Trofimovich quedó, por supuesto, asombrado y
escuchaba con alarma entreverada de aguda indignación.

—¿Y esa Iulia Mihailovna cuenta conmigo para la lectura?

—Bueno, la verdad es que no te necesitan mucho. Más bien lo


hace por halagarte y congraciarse así con Varvara Petrovna.
Por lo tanto, ya ves que no puedes rehusar. Además, pienso que
tú también quieres hacerlo —dijo con su mueca burlesca—.
Vosotros los vejestorios tenéis una vanidad infernal. Pero, oye,
pon cuidado en que no sea nada muy aburrido. Tienes por ahí
algo de historia de España, ¿no es cierto? Lo mejor será que me
lo enseñes tres días antes, porque si no, nos dormiremos todos.

Bien claro estaba que lo apresurado y grosero de estas


arremetidas era premeditado. Daba a entender que con Stepan
Trofimovich era imposible usar otra forma de lenguaje más fina
e inteligente. Stepan Trofimovich seguía firme

486
en no darse por enterado de los insultos. Pero la noticia que su
hijo le había traído le causaba una impresión cada vez más
abrumadora.

—¿Y ha sido ella, ella misma, la que le ha pedido... a usted que


me dé el recado? —preguntó palideciendo.

—Bueno, mira, ella quiere fijarte día y sitio para que os


expliquéis mutuamente; restos de vuestros trapicheos
sentimentales. Tú has estado coqueteando con ella veinte años
y le has enseñado modos de obrar de lo más ridículos. Pero no
te preocupes, que las cosas han cambiado. Ahora es ella la que
asegura a cada paso que ha empezado a «ver claro». Yo le he
dicho, así como suena, que toda esa amistad vuestra no es más
que un mutuo intercambio de desperdicios. Me ha contado
muchas cosas, amigo. ¡Hay que ver qué papel lacayesco has
hecho durante todo ese tiempo! Me ha dado vergüenza de ti.

—¿Que he hecho un papel lacayesco? —preguntó Stepan


Trofimovich sin poder contenerse.

—Peor aún. Has sido un parásito, es decir, un lacayo voluntario.


Holgazán y con ganas de dinero. También ella lo entiende así
ahora. De todos modos, ¡hay que ver lo que cuenta de ti! ¡Cómo
me he reído, amigo, de las cartas que le escribías! ¡Dan
vergüenza y asco! ¡Pero es que todos vosotros sois tan
perversos, tan perversos! En la caridad hay siempre algo
perverso. Tú eres ejemplo cabal de ello.

—¡Te ha enseñado mis cartas!

487
—Todas. Claro que no es posible leerlas todas. ¡Uf, cuánto papel
has emborronado! Calculo que habrá allí más de dos mil
cartas... ¿y sabes, viejo? Pienso que hubo un momento en que
estaba dispuesta a casarse contigo. ¡Y tú dejaste pasar la
ocasión de la manera más estúpida! Hablo, por supuesto, desde
tu punto de vista, pero, de todos modos, mejor sería que lo de
ahora, cuando has estado por casarte por «pecados ajenos»,
como un bufón, como un hazmerreír, por dinero.

—¡Por dinero! ¿Ella, ella te ha dicho que por dinero? —gimió


Stepan Trofimovich angustiado.

—¿Y por qué otra cosa? Pero tranquilízate, que yo salí en


defensa tuya. Porque ésa, ya sabes, es tu única justificación.
Ella misma se daba cuenta de que te hacía falta dinero, como a
todo el mundo, y de que desde ese punto de vista quizá
tuvieras razón. Yo le he probado, como dos y dos son cuatro,
que ambos vivíais con provecho mutuo: ella como capitalista y
tú como su bufón sentimental. Pero ella no se enfada por lo del
dinero, aunque la has ordeñado como a una cabra. Lo que la
enfurece es que te ha estado creyendo durante veinte años, que
la has estado engatusando con tu noble palabrería y la has
obligado a mentir tanto tiempo. Que ella también ha estado
mintiendo es algo que nunca admitirá, pero por eso mismo te
hará sufrir doblemente. No comprendo cómo no has
sospechado que llegaría el día en que te ajustaría las cuentas.
Porque no has sido tonto del todo. Yo ayer le aconsejé que te
metiera en un hospicio..., no te inquietes, en un hospicio decente

488
donde no te sientas humillado; y parece que así lo hará. ¿Te
acuerdas de la última carta que me escribiste hace tres
semanas?

—Pero ¿se la has enseñado? —gritó Stepan Trofimovich


aterrorizado, levantándose de un salto.

—¡Pues claro! Lo primerito que hice. La carta en que me decías


que te estaba explotando, que tenía envidia de tu talento,
y aquello otro de los

«pecados ajenos». A propósito, amigo, ¡te das una


importancia...! ¡Cómo me he reído! Tus cartas son, por lo
general, aburridísimas. Tienes un estilo horroroso.

A menudo ni siquiera las leía, y todavía anda una por ahí sin
abrir. Mañana te la mando. ¡Pero ésa, esa última carta tuya, es
el colmo de la perfección! ¡Cómo me he reído! ¡Ay, como me he
reído!

—¡Monstruo! ¡Monstruo! —exclamó Stepan Trofimovich.

—¡Maldita sea! ¡No se puede hablar contigo! Oye, ¿es que te vas
a sulfurar como el jueves pasado?

Stepan Trofimovich se incorporó amenazador.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo?

—¿De qué modo? ¡Claro y sencillo!

—Dime, monstruo, ¿eres mi hijo o no?

489
—Eso lo sabrás tú mejor que yo. Claro que, en cuanto a eso,
todos los padres tienden a ser ciegos...

—¡Calla! ¡Calla! —gritó Stepan Trofimovich temblando de pies a


cabeza.

—Ya estás gritando y echando pestes como el jueves pasado,


cuando trataste de amenazarme con el bastón; pero da la
casualidad de que he encontrado el documento. Por curiosidad
pasé toda la velada revolviendo en mi baúl. Es verdad que no
hay nada concluyente; puedes estar tranquilo. No es más que
una nota de mi madre a ese polaco. Pero a juzgar por el
carácter de ella...

—Una palabra más y te rompo la cara.

—¡Hay que ver qué gente! —dijo Piotr Stepanovich volviéndose


de improviso hacia mí—. Dese usted cuenta de que así estamos
desde el jueves pasado. Me alegro, al menos, de que esté usted
ahora presente y pueda juzgar entre nosotros dos. Un dato
para empezar: él se queja de que hable así de mi madre; pero
¿no es él quien me empuja a hacerlo? En Petersburgo, cuando
yo estudiaba todavía en el Instituto, ¿no me despertaba él un
par de veces durante la noche, me abrazaba y lloraba como
una vieja? ¿Y qué cree usted que me contaba esas noches?
¡Pues esas mismas historietas indecentes acerca de mi madre!
Fue de él de quien las oí primero.

—¡Ah, eso lo decía con las mejores intenciones! Tú no me


comprendiste.

490
Tú no comprendiste nada, nada.

—Pero, de todos modos, eso estaba más feo en ti que en mí.


¡Reconócelo! Pero mira, a mí me es igual, si así lo deseas. Hablo
desde tu punto de vista. Desde el mío, no te preocupes, que no
echo la culpa a mi madre. Si fuiste tú o si fue el polaco, a mí me
da lo mismo. Yo no tengo la culpa de que las cosas os fueran
tan mal en Berlín. Pero ¿por ventura os podían ir mejor? ¿No das
motivo de risa después de eso? ¿Y no te da lo mismo que yo
sea tu hijo o no? Escuche usted —dijo volviéndose de nuevo
hacia mí—, en su vida se gastó un rublo en mí. Hasta que cumplí
dieciséis años no me conoció siquiera. Después me ha robado
aquí. Y ahora chilla que ha pensado en mí toda su vida con
dolor de corazón y hace aspavientos delante de mí como un
actor. Pero ¡vamos, hombre! ¡Que yo no soy Varvara Petrovna!

Se levantó y tomó el sombrero.

—¡Como padre te maldigo de ahora para siempre! —exclamó


Stepan Trofimovich extendiendo hacia él el brazo. Estaba
mortalmente pálido.

—¡Pero qué ocurrencias tan idiotas! —dijo Piotr Stepanovich casi


con sorpresa—. Bueno, ¡adiós, viejo! Es la última vez que vengo.
Espero entonces recibir tu ensayo y sobre todo espero que no
incluyas tonterías: datos, datos y datos, y brevedad ante todo.
Adiós.

491
Entraban, sin embargo, en el caso otros factores. Piotr
Stepanovich abrigaba sin duda ciertas intenciones con respecto
a su padre. Yo tengo para mí que se proponía empujar al viejo
hasta la desesperación e implicarle de ese modo en algún
escándalo público de índole especial. Así lo precisaba para
otros objetivos ulteriores de que se hablará más adelante. Por
entonces se agolpaban casi todos ellos ilusorios. Además de
Stepan Trofimovich tenía otra víctima. Víctimas, en general, las
tenía en abundancia, como se vio después. Pero con esa otra
víctima contaba muy en particular; y era nada menos que el
señor Von Lembke.

Andrei Antonovich von Lembke pertenecía a esa tribu tan


favorecida por la fortuna que, según el censo ruso, se compone
de algunos centenares de miles y acaso no sabe siquiera que,
tomada en conjunto, constituye una unión sólidamente
organizada; unión, por supuesto, que no ha sido proyectada
adrede, sino que existe espontáneamente dentro de la tribu, sin
acuerdo verbal o escrito, como obligación moral que contraen
sus miembros de apoyarse mutuamente, en todas partes y en
cualesquiera circunstancias. Andrei Antonovich tuvo el honor de
asistir a uno de esos selectos colegios rusos donde se educan
los jóvenes de familias ampliamente dotadas de riqueza o
buenas relaciones. Tan pronto como terminan sus estudios, los
alumnos de tales colegios reciben por nombramiento cargos
bastante importantes en algún departamento del Estado.
Andrei Antonovich tenía un tío que era teniente coronel de

492
ingenieros y otro que era panadero; pero consiguió ingresar en
ese colegio aristocrático, donde encontró a no pocos de sus
compañeros de tribu. Era buen chico y no de muchas luces,
pero todos lo estimaban. Y cuando en los cursos superiores
muchos de sus condiscípulos, en su mayoría rusos, habían
aprendido ya a discutir problemas importantes, y parecían
aguardar la graduación para resolverlos todos, Andrei
Antonovich continuaba aún ocupándose en inocentes
travesuras de colegio. Divertía a todos con sus picardías, que a
la verdad, no eran muy sutiles, quizá cínicas a lo más, pero con
las que lograba su propósito. A veces, cuando el profesor le
hacía alguna pregunta durante la lección, se sonaba la nariz de
manera sensacional, con lo que hacía reír a sus camaradas y al
profesor; otras veces, en el dormitorio, representaba un cuadro
obsceno ante el aplauso general; otras veces, en fin,
interpretaba, con sólo resoplidos de la nariz, y por cierto con
bastante destreza, la obertura de Fra Diavolo. Descollaba
también por su deliberada incuria en el vestir, lo que por alguna
razón consideraba divertido. En su último año de colegio
empezó a escribir versos en ruso. Su propia lengua tribal la
usaba con faltas de gramática, como ocurre en Rusia con
muchos individuos de esa tribu.

Esta propensión a los versos lo hizo arrimarse a un compañero


de estudios tétrico y deprimido, hijo de un pobre general ruso, a
quien se tenía por futura lumbrera literaria. Éste lo tomó bajo su
protección. Pero sucedió que al salir del colegio, hacía ya tres

493
años, el tétrico camarada —que había abandonado su empleo
oficial para consagrarse a la literatura rusa y que por eso
andaba con botas destrozadas, con los dientes
castañeteándole de frío, y con un liviano abrigo de verano en lo
más crudo del otoño— tropezó por casualidad en el puente
Anachkov con su antiguo protegido Lembka, como todos le
llamaban en el colegio. ¿Y qué pasó? Que a la primera ojeada
no lo reconoció y se detuvo sorprendido. Ante él estaba un
joven irreprochablemente vestido, con patillas de matiz rojizo
admirablemente recortadas, lentes, zapatos de charol, guantes
recién estrenados, gabán de la Casa Charmére y cartera bajo el
brazo. Lembke se

mostró amable con su antiguo condiscípulo, le dio su dirección


y lo invitó a visitarlo alguna noche. Resultó también que ya no
era Lembka, sino Von Lembke. Su camarada fue, sin embargo,
a verlo, quizá sólo por malicia. En la escalera, bastante fea y no
por cierto la principal, pero cubierta de fieltro rojo, salió a su
encuentro el portero a preguntarle qué buscaba. Sonó arriba un
campanillazo. Pero en vez del boato que el visitante esperaba
ver, encontró a su Lembka en un cuartito lateral, oscuro y
deteriorado, dividido en dos por una gran cortina de color
verde, con muebles cómodos, pero viejísimos, y cortinas
también de un verde oscuro en las altas y angostas ventanas.
Von Lembke se alojaba en casa de un general, pariente lejano y
protector suyo. Recibió a su visitante con amabilidad, se mostró

494
serio y exquisitamente cortés. Hablaron de literatura, pero sin
rebasar los límites del decoro. Un criado con corbata blanca
sirvió un té ligero y unas galletitas redondas. El ex condiscípulo,
por puro gusto de molestar, pidió agua de Seltz, que le fue
servida, pero al cabo de un rato, mientras Lembke daba
muestras de azoramiento por tener que volver a llamar al
criado para pedírsela. Por su parte, sin embargo, preguntó al
visitante si quería tomar un bocado y quedó evidentemente
satisfecho cuando éste rehusó la oferta y se marchó al fin. En
una palabra, Lembke había empezado su carrera y vivía a costa
de su pariente, el influyente general.

Por aquel entonces suspiraba también por la quinta hija del


general y, al parecer, era correspondido. Pero, no obstante,
llegado el momento oportuno casaron a Amalia con un
fabricante alemán de edad provecta, antiguo camarada del
viejo general. Andrei Antonovich no lloró mucho e hizo un teatro
de cartulina: se levantaba el telón, salían los actores y
gesticulaban con las manos. Había público en los palcos, la
orquesta movía por resorte los arcos sobre los violines, el
director agitaba la batuta, y en la sala de butacas aplaudían los
petimetres y los oficiales. Todo ello era de cartulina, todo había
sido inventado y fabricado por Von Lembke, que en esa labor
pasó seis meses. El general organizó una velada íntima a
propósito: se exhibió el teatro, que fue examinado atentamente
y elogiado por las cinco hijas del general, junto con la recién
casada Amalia y su fabricante, además de muchas señoras y

495
señoritas con sus acompañantes alemanes. Lembke quedó
satisfechísimo y se consoló pronto.

Pasaron los años y quedó asegurada su carrera. Siempre


obtenía buenos cargos y siempre bajo jefes de su misma tribu,
hasta alcanzar, por fin, un puesto de subida importancia para
un funcionario de su edad. Hacía ya tiempo que deseaba
casarse y que venía buscando cuidadosamente con quién. A
hurtadillas de sus jefes había mandado una novela a la
redacción de una revista, pero no se la publicaron. Por otra
parte, había hecho, también de cartulina, un tren de juguete, y
una vez más su creación fue recibida con gran aplauso: los
pasajeros, con bultos y maletas, con niños y perros, salían al
andén y subían a los vagones. Los revisores y mozos iban y
venían, sonaba la campana, se daba la señal de partida y el
tren se ponía en marcha. En la construcción de este ingenioso
aparato pasó un año entero. Pero, de todos modos, era preciso
casarse. El círculo de sus conocidos era bastante amplio,
principalmente de sus conocidos alemanes; pero también
alternaba con los rusos, claro está que por razones de su cargo.
Por último, cuando ya tenía treinta y nueve años, recibió una
herencia. Murió su tío el panadero y le dejó treinta mil rublos en
su testamento. Lo que ahora importaba era obtener un buen
puesto. A pesar de su vida oficial bastante elevada, era hombre
harto modesto. Él se habría contentado con algún modesto
puesto oficial independiente, con el derecho anexo de regular la

496
compra de leña para las oficinas del Estado, o algo cómodo por
el estilo, y así se habría pasado la

vida muy tranquilo. Pero, ahora, en vez de la Minna o la


Ernestina que había esperado, apareció de pronto Iulia
Mihailovna. Al momento su carrera subió de nivel. El modesto y
puntual Von Lembke sintió que también él era capaz de
ambición.

Según el cómputo antiguo, Iulia Mihailovna tenía doscientos


siervos y, además, importantes relaciones. Por otra parte, Von
Lembke era hombre bien plantado y ella había cumplido los
cuarenta. Lo notable es que, efectivamente, se fue enamorando
de ella poco a poco, conforme se iba acostumbrando a ser su
prometido. En la mañana del día de la boda le envió una poesía.
A ella le gustaba mucho todo eso, incluso la poesía; al fin y al
cabo, no es broma tener cuarenta años. Muy pronto fue
ascendido, recibió una condecoración y fue nombrado
gobernador de nuestra provincia.

Antes de venir, Iulia Mihailovna adiestró cuidadosamente a su


marido. Tenía la impresión de que éste no carecía de dotes, de
que sabía cómo entrar en una sala y hacer valer su presencia,
de que sabía escuchar y callar con aire meditabundo, de que
había aprendido unas cuantas posturas muy decorosas, de que
hasta podía pronunciar un discurso y tenía algunas puntas y
retazos de ideas, y de que había tomado el barniz indispensable

497
del nuevo liberalismo. Pero, con todo, la preocupaba que fuera
un tanto reacio a las nuevas ideas, y que tras la interminable
búsqueda de una carrera empezase claramente a sentir la
necesidad de descanso. Ella deseaba contagiarle su propia
ambición y él se puso de pronto a hacer una iglesia de juguete:
el pastor salía a predicar el sermón, los feligreses escuchaban
con las manos piadosamente entrelazadas, una señora se
secaba las lágrimas con el pañuelo, un anciano se sonaba la
nariz; por último tocaba el órgano, que había mandado traer ex
profeso de Suiza sin parar mientes en los gastos. Iulia
Mihailovna, un tanto alarmada, arrambló con todo el tinglado
tan pronto como se enteró y lo encerró en una caja en su
cuarto; y como compensación permitió a su marido escribir una
novela, sólo que en secreto. Desde entonces se limitó a contar
sólo consigo misma. Lo malo era que sus proyectos padecían
de excesiva ligereza y falta de tino. La suerte la había hecho
solterona demasiado tiempo. Ahora las ideas se sucedían una
tras otra en su mente ambiciosa y activa en demasía. Abrigaba
planes, se proponía resueltamente gobernar la provincia,
soñaba con rodearse de un grupo de secuaces y acabó por
adoptar una línea política determinada. Von Lembke llegó a
alarmarse un tanto, aunque, con su tacto oficial, se hizo cargo
de que no tenía motivo alguno de alarma en cuanto a la
gobernación de la provincia. Los dos o tres primeros meses
transcurrieron, en efecto, sin contratiempo alguno. Pero fue
entonces cuando hizo su aparición Piotr Stepanovich, y algo
extraño empezó a ocurrir.

498
Se trataba de que el joven Verhovenski manifestó desde el
primer momento una patente falta de respeto a Andrei
Antonovich y se arrogó sobre éste ciertos derechos extraños; y
de que Iulia Mihailovna, siempre tan celosa en proteger la
dignidad de su marido, no quería en absoluto darse cuenta de
ello, o al menos no le daba importancia. El joven se convirtió en
su favorito; comía, bebía y casi dormía en la casa. Von
Lembke trató de defenderse, lo llamaba

«joven» delante de la gente, le daba palmaditas


condescendientes en el hombro, pero nada producía efecto.
Piotr Stepanovich parecía reírse de él en su cara, incluso cuando
daba la impresión de hablar en serio, y le decía los mayores
despropósitos en presencia de extraños. Una vez, al volver a
casa, encontró al joven en su despacho, durmiendo tan
campante en el diván. Éste dijo, por vía de explicación, que
había pasado a verlo y que, no encontrándolo en casa, «había

echado una siesta». Von Lembke se dio por ofendido y una vez
más se quejó a su mujer, que, tomando a risa la susceptibilidad
del marido, dijo que era él mismo quien, por lo visto, no sabía
hacerse respetar, que al menos con ella «ese muchacho» no se
permitía nunca pareja familiaridad, y que en el fondo «era
cándido y desenvuelto, aunque nada amigo de
convencionalismos». Von Lembke quedó mohíno. En esa
ocasión ella los reconcilió, aunque Piotr Stepanovich no llegó al
punto de presentar excusas, sino que salió del paso con un

499
chiste grosero que en otra ocasión se habría podido tomar por
un insulto más, pero que en ésta se tomó por arrepentimiento.
El punto flaco estaba en que Andrei Antonovich había perdido
pie desde el primer momento, revelándole el secreto de la
novela. Suponiéndolo un joven ardoroso de talante poético y
soñando desde hacía ya tiempo con alguien que lo escuchase,
le había leído dos capítulos una noche, en los primeros días de
conocerlo. El joven escuchó sin disimular su aburrimiento,
bostezó irrespetuosamente, no pronunció una palabra de
elogio; pero al marcharse pidió el manuscrito para leerlo con
detenimiento en su casa y formar una opinión, y Andrei
Antonovich se lo dio.

Todavía no lo había devuelto, aunque pasaba a diario, y cuando


se lo pedía contestaba con una carcajada. Por último declaró
que lo había perdido en la calle. Cuando Iulia Mihailovna se
enteró de ello, se enojó muchísimo con su marido.

—¿Quizá también le contaste lo de la Iglesia? —le preguntó no


sin bastante alarma.

Von Lembke empezó a cavilar de veras, y el cavilar no le


sentaba bien y le había sido prohibido por los médicos. Aparte
de que en la provincia despuntaban ya trastornos de los que
hablaremos más adelante, tenía un motivo personal de
cavilación: su corazón había sido lastimado y no sólo su
vanidad oficial. Al casarse, Andrei Antonovich no había podido
sospechar ni por asomo la posibilidad de discordias familiares
o futuras disensiones. Así se lo había imaginado toda su vida

500
pensando en Minna o Ernestina. No se sentía capaz de
aguantar las borrascas domésticas. Iulia Mihailovna tuvo, por
fin, con él una explicación.

—No puedes enfadarte con él por eso —dijo—, aunque sólo sea
porque eres tres veces más juicioso que él y estás muy por
encima de él en la escala social. A ese chico le quedan aún
muchos resabios de librepensador; en mi opinión son
travesuras; pero no hay que obrar precipitadamente; hace falta
proceder con cautela. Es menester apreciar a nuestra gente
joven. Yo los trato con amabilidad y así les impido que se
lancen al abismo.

—¡Pero es que dice cosas atroces! —objetó Von Lembke—. Yo no


puedo tratarlo con indulgencia cuando afirma delante de mí y
de la gente que el gobierno emborracha al pueblo con vodka
para embrutecerlo e imposibilitar que se subleve. Imagínate mi
situación cuando tengo que oír eso delante de todo el mundo.

Al decir esto, Von Lembke se acordó de una conversación que


había tenido poco antes con Piotr Stepanovich. Con el deseo
inocente de hacer gala de su liberalismo, le había enseñado su
colección particular de octavillas subversivas y manifiestos de
toda índole, rusos y extranjeros, que venía juntando
cuidadosamente desde 1859, y no como aficionado, sino por
loable curiosidad. Adivinándole la intención, Piotr Stepanovich
dijo bruscamente que en un renglón de cualquiera de esas hojas
volantes había más ideas que en toda una dependencia del
Estado, «sin exceptuar quizá la de usted mismo».

501
Lembke acusó el golpe.

—Pero eso es prematuro aquí, demasiado prematuro —dijo con


voz suplicante apuntando a las octavillas.

—No, no es prematuro; puesto que le tiene usted miedo, no es


prematuro.

—Pero mire; aquí, por ejemplo, se incita a la gente a destruir las


iglesias.

—¿Y por qué no? Usted es un hombre inteligente y, por


supuesto, incrédulo, pero sabe demasiado bien que necesita de
la religión para embrutecer al pueblo. La verdad es más
honrosa que la mentira.

—De acuerdo, de acuerdo, estoy plenamente de acuerdo con


usted; pero eso es prematuro aquí, prematuro... —dijo Von
Lembke frunciendo el ceño.

—Y entonces, ¿qué género de funcionario público es usted si


está de acuerdo en que hay que derribar las iglesias y marchar
sobre Petersburgo con garrotes y decir que sólo es cuestión de
tiempo?

Atrapado de modo tan burdo, Lembke se quedó atónito.

—No es eso, no es eso —dijo arrebatado y sintiéndose cada vez


más herido en su vanidad—. Usted, como joven que es, se
equivoca, sobre todo por desconocer nuestros propósitos. Oiga,
mi querido Piotr Stepanovich, usted nos llama funcionarios

502
públicos, ¿no es eso? Bueno. ¿Funcionarios independientes?
Bueno. Pero a ver, dígame: ¿qué es lo que hacemos? Sobre
nosotros recae la responsabilidad y, a fin de cuentas,
contribuimos a la causa común igual que ustedes. Sólo que
nosotros mantenemos en pie lo que ustedes tratan de echar
abajo y lo que, sin nosotros, se caería a pedazos. No somos, ni
por pienso, enemigos de ustedes. A ustedes les decimos: vayan
delante, progresen, derriben incluso, quiero decir lo viejo y lo
que necesita enmienda; pero, cuando convenga, les fijaremos
límites necesarios, con lo cual les salvaremos de sí mismos,
porque si no fuera por nosotros pondrían ustedes a Rusia patas
arriba, la privarían de todo decoro visible, mientras que nuestra
tarea está en salvaguardar ese decoro. Comprendo que ustedes
y nosotros nos necesitamos mutuamente. En Inglaterra, los
whigs y los tories se necesitan unos a otros. Total, que nosotros
somos los tories y ustedes los whigs. Así es como yo entiendo la
cosa.

Andrei Antonovich llegó hasta el patetismo. Ya en Petersburgo


se había aficionado a hablar como hombre listo y liberal y lo
importante era que ahora nadie espiaba sus palabras. Piotr
Stepanovich guardaba silencio y, contra su costumbre, estaba
serio. Esto animó más al orador.

—¿Sabe usted que yo soy el «amo de la provincia»? —prosiguió


Von Lembke paseándose por el despacho—. ¿Sabe usted que
por mis múltiples deberes no puedo cumplir con ninguno? ¿Y
que, por otra parte, puedo decir con sinceridad que aquí nada

503
tengo que hacer? Todo el intríngulis está en que aquí todo
depende del parecer del gobierno. Pongamos que al gobierno
se le ocurre proclamar la república, por motivos políticos o para
calmar pasiones populares, y que a la vez aumenta los poderes
de los gobernadores; pues bien, nosotros los gobernadores
aceptaríamos la república. ¿Qué digo la república?
Aceptaríamos cualquier cosa. Yo, por mí, estoy dispuesto... En
suma, que si el gobierno me exige por telégrafo activité
dévorante, yo le doy activité dévorante. Yo les he dicho aquí, en
su propia cara: «Señores míos: Para mantener en equilibrio y
desarrollar todos los organismos provinciales sólo hace
falta una cosa:

¡aumentar los poderes del gobernador!». Entienda usted que es


menester que todos estos organismos (sean agrícolas o
judiciales) tengan vida doble, por así decirlo; es decir, que es
necesario que existan (estoy de acuerdo en que eso es
indispensable), pero por otra parte, es necesario que no existan,
todo según el parecer del gobierno. Si al gobierno se le mete en
la cabeza que tales organismos

resultan de buenas a primeras indispensables, yo me encargaré


de que estén listos al momento. Si dejan de ser indispensables,
nadie encontrará uno en mi provincia. He aquí cómo entiendo
yo lo de activité dévorante, y no la habrá mientras no se
aumenten los poderes del gobernador. Usted y yo estamos
hablando cara a cara. Como usted sabe, ya he notificado a

504
Petersburgo la necesidad de tener un centinela especial a la
puerta de la residencia del gobernador. Estoy esperando
respuesta.

—Necesita usted dos —dijo Piotr Stepanovich.

—¿Por qué dos? —preguntó Von Lembke deteniéndose ante él.


Andrei Antonovich torció el gesto.

—Usted..., usted ¡hay que ver qué libertades se toma, Piotr


Stepanovich! Aprovechándose de mi buen talante, me tira usted
toda clase de indirectas y hace usted el papel de bourru
bienfaisant...

—Bueno, sea como usted quiera —murmuró Piotr Stepanovich—


. De todos modos, ustedes nos allanan el camino y preparan
nuestro éxito.

—Pero, vamos a ver, ¿quiénes son esos «nosotros» y de qué


«éxito» se trata? —preguntó Von Lembke mirándole fijamente,
pero sin recibir respuesta.

Iulia Mihailovna quedó muy descontenta al tener noticia de la


conversación.

—Pero ¿es que no puedo tratar a tu favorito con autoridad


oficial? —Von Lembke dijo en defensa propia—. ¿Sobre todo
cuando hablamos a solas...? Quizá digo demasiado... por mi
bondad natural.

—Por demasiada bondad. No sabía que tenías una colección de


octavillas.

505
Haz el favor de enseñármelas.

—Pero... ¡si me pidió que se las prestara por un día!

—¡Y, una vez más, se las habrás dado! —exclamó irritada Iulia
Mihailovna—. ¡Qué falta de tacto!

—Mandaré a alguien a que las recoja.

—No las entregará.

—¡Exigiré que lo haga! —gritó Von Lembke hirviendo de cólera y


hasta saltando de su asiento—. ¿Quién es él para que yo le
tema y quién soy yo para no atreverme a hacer nada?

—Siéntate y tranquilízate —dijo Iulia Mihailovna conteniéndolo—


. A tu primera pregunta contesto que me fue recomendado con
mucho interés, que tiene talento y que a veces dice cosas muy
ingeniosas. Karmazinov me aseguró que está bien relacionado
en todas partes y que goza de gran predicamento entre la
gente joven de la capital. Y si por medio de él me atraigo a
todos los demás y los agrupo en torno de mí, los salvaré de la
catástrofe, dando una nueva salida a sus ambiciones. Me es
adicto de todo corazón y me obedece sin chistar.

—Pero mientras se los trate con amabilidad... pueden hacer,


¿qué sé yo? Por supuesto, es una idea... —dijo Von Lembke
defendiéndose vagamente—, pero..., pero, mira, he oído decir
que han encontrado unas octavillas subversivas en un distrito
de por aquí.

506
—Ese rumor ya corría durante el verano: octavillas, billetes
falsos, y qué sé yo qué más; pero hasta la fecha no han
encontrado ni uno solo. ¿Quién te lo ha dicho?

—Se lo he oído a Von Blum.

—¡Ay, líbrame de ese Blum de tus pecados! Y no vuelvas a


mentar su nombre en mi presencia.

Iulia Mihailovna se enfureció y durante un instante ni siquiera


pudo hablar. Von Blum era un funcionario de la secretaría del
gobernador a quien detestaba de modo especial. De esto se
dirá algo más adelante.

—Te ruego que no te preocupes por Verhovenski —dijo


concluyendo la plática—. Si alguna vez hubiera participado en
algunas travesuras, no hablaría como te habla a ti y a toda la
gente de por aquí. Los fraseólogos no son peligrosos. Es más,
diré incluso que si llegase a ocurrir algo, yo sería la primera en
saberlo por él. Me es fanáticamente adicto, fanáticamente.

Advertiré, anticipando los acontecimientos, que si no hubiera


sido por la tozudez y vanidad de Iulia Mihailovna es posible que
no hubiera ocurrido nada de lo que esa vil gentuza logró
perpetrar entre nosotros. De mucho de eso fue ella responsable.

QUINTO CAPÍTULO: Antes del festival

507
1

El día del festival, ideado por Iulia Mihailovna como suscripción


a beneficio de las instituciones de nuestra provincia, había sido
fijado ya varias veces y aplazado otras tantas. En torno de ella
se afanaban el inevitable Piotr Stepanovich, el pequeño
funcionario Liamshin, que hacía de recadero, a quien en otro
tiempo vimos visitando a Stepan Trofimovich y que, de pronto,
ganó favor en casa del gobernador por saber tocar el piano;
también Liputin, en quien Iulia Mihailovna pensaba como
redactor jefe de un futuro e independiente periódico provincial;
algunas señoras y señoritas y, por último, hasta Karmazinov,
que, aunque no se movía mucho, decía en voz alta y con aire
satisfecho que sorprendería agradablemente a todo el mundo
cuando empezasen las cuadrillas literarias. Los suscriptores y
donantes surgieron en número extraordinario: toda la crema de
la sociedad ciudadana; pero también eran admitidos los que no
eran de la crema, con tal de que vinieran con el dinero en la
mano: Iulia Mihailovna observó que a veces era menester
permitir la mezcla de clases sociales, porque, de otro modo,
«¿quién iba a instruirlas?». Se formó una comisión doméstica
particular a la que se dio el encargo de que el festival fuese
democrático. Lo numeroso de las suscripciones incitaba al
dispendio: se quería hacer algo fabuloso —y he ahí el porqué de
los aplazamientos—. Aún no se habían puesto todos de acuerdo
sobre dónde debía darse el baile: si en la enorme residencia de
la mariscala, que ella estaba dispuesta a ceder ese día, o en

508
casa de Varvara Petrovna, en Skvoreshniki. Skvoreshniki
quedaba un poco lejos, pero muchos de los de la comisión
insistían en que allí se podría estar «más libre». La propia
Varvara Petrovna deseaba vivamente que escogieran su casa.
Resulta difícil entender por qué esta orgullosa mujer le hacía la
rueda, o poco menos, a Iulia Mihailovna. Probablemente le
agradaba que ésta, a su vez, casi se humillase ante Nikolai
Vsevolodovich y se mostrase más amable con él que con nadie.
Repito una vez más que Piotr Stepanovich no cesaba de decir
en secreto a todo el mundo en casa del gobernador, y fomentar
de continuo, la idea —que ya había insinuado antes— de que
Nikolai Vsevolodovich tenía contactos muy confidenciales con
los más secretos círculos y que seguramente éstos le habían
confiado alguna misión entre nosotros.

Era extraño aquellos días el estado de los ánimos. Sobre todo


entre las señoras se echaba de ver alguna frivolidad, sin que se
pueda decir que surgiera gradualmente. Ciertas nociones en
extremo descaradas parecían flotar en el aire. Había algo
jubiloso, al par que liviano, en el ambiente, y no diré que fuera
siempre agradable. Estaba de moda juzgar las cosas
torcidamente. Más tarde, cuando todo concluyó, se acusó de
esta actitud a Iulia Mihailovna, a su camarilla y su influencia;
pero a duras penas podía ser ella la causa de todo. Al contrario.
En un principio, muchas personas pujaban por ver quién
alababa más a la nueva gobernadora por haber unido a la
sociedad y dar a todo un matiz más alegre. Ocurrieron algunos

509
sucesos escandalosos, de los que de ningún modo tuvo la culpa
Iulia Mihailovna, pero a la sazón todo el mundo se limitó a
divertirse y reír y no hubo nadie que les pusiera coto. Es cierto
que al margen quedaba un grupo bastante considerable de
personas que tenían ideas muy diferentes acerca del curso de
los acontecimientos. Pero tampoco esta gente se quejó
entonces. Lo que hizo fue sonreír.

Recuerdo que por aquellas fechas se formó, de modo


espontáneo, un círculo bastante amplio, cuyo centro, a decir
verdad, quizás estuviera en el salón de Iulia Mihailovna. En esa
camarilla íntima que se agrupaba a su alrededor, y, por
supuesto, entre los miembros jóvenes de ella, se permitía hacer
—y aun llegó a ser regla que se hicieran— toda suerte de
travesuras, en ocasiones, por cierto, harto extravagantes. En
esa camarilla había incluso algunas damas muy encantadoras.
Los jóvenes organizaban giras campestres y veladas; a veces
circulaban por la ciudad en coches y a caballo, formando
verdaderas cabalgatas. Iban en busca de aventuras, hasta
inventándolas a propósito, sólo para tener algo divertido que
contar. Trataban nuestra ciudad como si fuera la Ciudad del
Destino del cuento de Schedrin. La gente los tildaba de bufones
o payasos, porque se atrevían a todo. Sucedió, por ejemplo, que
una noche la esposa de un teniente local, morenita y aún joven,
aunque algo ajada por los malos tratos que le daba el marido,
se sentó, por pura ligereza, a jugar fuerte en una partida de

510
whist, con la esperanza de ganar bastante para comprarse una
capota; pero en lugar de ganar perdió quince rublos. Temiendo
al marido y sin poder pagar, apeló a su audacia de antaño y
decidió pedir en secreto, allí mismo, un préstamo al hijo de
nuestro alcalde, chico prematuramente vicioso. Éste no sólo no
se lo dio, sino que fue riendo a decírselo al marido. El teniente,
que únicamente con su sueldo pasaba verdaderas estrecheces,
llevó a su mujer a casa y se vengó a su gusto, no obstante los
gritos y quejas de ella y de que le pidiera de rodillas que la
perdonase. Esta historia repugnante no causó sino risa en toda
la ciudad; y aunque la pobre mujer no era del grupo que
rodeaba a Iulia Mihailovna, una de las damas de la
«cabalgata», persona excéntrica y aventurera que conocía un
poco a la esposa del teniente, fue en su coche a verla y, sin
pararse en barras, se la llevó a su casa. Al momento todos
nuestros botarates se apoderaron de ella, la halagaron, la
colmaron de regalos, y la retuvieron cuatro días sin devolvérsela
al marido. Estuvo viviendo en casa de la señora aventurera,
paseando en coche con ella y con toda la festiva compañía
todo el santo día y por toda la ciudad, y tomando parte en
todos los festejos y diversiones. La incitaban de continuo a que
llevara al marido a los tribunales y lo procesara. Le aseguraban
que todos la apoyarían y se presentarían a declarar. El marido
callaba, sin osar volver por sus derechos. La pobrecilla
comprendió al cabo que se había metido en un laberinto y,
medio muerta de terror, se zafó de sus protectores en la noche
del cuarto día y fue a reunirse con el marido. No se sabe a

511
ciencia cierta qué pasó entre los esposos; pero las persianas de
los dos huecos de la casita de madera del teniente no se
abrieron durante quince días. Iulia Mihailovna se incomodó con
los revoltosos cuando se enteró del caso y quedó descontenta
de la conducta de la dama aventurera, aunque ésta le había
presentado a la mujer del teniente el mismo día del rapto. Pero
el incidente cayó pronto en el olvido.

En otra ocasión, un empleado del Estado de poca categoría,


respetado padre de familia, casó a su hija —muchacha muy
agraciada de diecisiete años a quien todos conocían— con un
joven funcionario también de baja graduación procedente de
otro distrito. Pero de buenas a primeras se supo que el novio se
había portado muy mal con la novia en la noche de bodas,
vengando en ella su mancillado honor. Liamshin, que había sido
testigo de la escena por haberse embriagado en la boda y
haber tenido que quedarse esa noche en la casa, recorrió la
ciudad no bien despuntó el día divulgando la alegre noticia. Al
momento se formó una partida de una docena de hombres,
todos a caballo, algunos en jamelgos cosacos de alquiler, como,
por ejemplo, Piotr Stepanovich y Liputin, que, a despecho de
sus canas, tomaba parte por entonces en casi todas

las andanzas escandalosas de nuestra frívola juventud. Cuando


los novios aparecieron en la calle en un coche de dos caballos
para hacer las visitas de cumplido que, según estipula nuestra
costumbre, deben efectuarse indefectiblemente el día después

512
de la boda, toda la cabalgata rodeó el vehículo entre alegres
risotadas y los acompañó por la ciudad toda la mañana. Es
cierto que no entraron en la casa y esperaron a la puerta en sus
monturas; tampoco llegaron a insultar personalmente a los
novios, pero, no obstante, provocaron un escándalo. La ciudad
entera habló de ello. Todo el mundo, por supuesto, se rió. Pero
esta vez fue Von Lembke el sulfurado, y tuvo de nuevo con Iulia
Mihailovna una escena acalorada. Ella también se enfadó
muchísimo y estuvo tentada de cerrar su puerta a los bribones.
Pero al día siguiente los perdonó a todos, gracias a las súplicas
de Piotr Stepanovich y algunas palabras de Karmazinov.

—Esto está conforme con las costumbres locales —dijo el


último—. En todo caso, es típico y... atrevido. Vea usted que
todo el mundo se ríe y que la única enfadada es usted.

Pero hubo también travesuras intolerables, de un matiz


inequívoco.

En la ciudad apareció una mujer respetable, si bien de la clase


artesana, vendiendo ejemplares del Nuevo Testamento. Se
habló de ella porque los periódicos de Petersburgo habían
publicado poco antes unos reportajes interesantes sobre tales
vendedoras. Una vez más el bufón de Liamshin, ayudado por un
seminarista que vagabundeaba por la ciudades a la espera de
ser nombrado maestro en la escuela local, so pretexto de
comprar unos libros a la buena mujer, metió subrepticiamente
en la bolsa de ella un paquete lleno de fotografías indecentes y
obscenas traídas del extranjero, cedidas a tal propósito, como

513
se averiguó después, por un anciano muy decoroso cuyo
nombre me callo, con una importante condecoración al cuello y
aficionado, como él decía, a «la risa franca y las bromas
alegres». Cuando la pobre mujer empezó a sacar de la bolsa las
Sagradas Escrituras en nuestra Galería Comercial, salieron
también las fotografías. Ello fue causa de hilaridad e
indignación. La gente se congregó en torno de la mujer y
empezó a abuchearla; y hasta la hubiera agredido de obra, de
no haber llegado a tiempo la policía. La vendedora fue
encerrada en una celda de la comisaría y sólo a la noche,
gracias a los buenos oficios de Mavriki Nikolayevich, que se
había enterado con indignación de los íntimos detalles de tan
ruin historia, la pusieron en libertad y la expulsaron de la
ciudad. De nuevo, Iulia Mihailovna estuvo a punto de cerrar sus
puertas a Liamshin, pero esa misma noche nuestra gente, en
nutrido grupo, lo llevó a casa de ella con la noticia de que había
compuesto una nueva y divertida pieza para piano y persuadió
a la dama para que la oyera. La pieza era, en efecto, festiva y
llevaba el título absurdo de Guerra franco-prusiana. Empezaba
con los sonidos amenazadores de La Marsellesa:

Qu’un sang impur abreuve nos sillons!

Retumbó el pomposo desafío, el éxtasis de futuras victorias.


Pero, de pronto, mezclados de mano maestra con las variantes

514
del himno —y procedentes de abajo, de un lado, de algún
rincón, pero de muy cerca— suenan los compases triviales de
Mein liebre Augustin. La Marsellesa no le hace caso. La
Marsellesa está en la cumbre de su propia grandeza; pero
Augustin va cobrando brío, Augustin se insolenta cada vez más;
y he aquí que, de improviso, los compases de Augustin
empiezan a fundirse con los de La Marsellesa. Ésta parece
irritarse, toma por fin en cuenta a Augustin, quiere sacudírselo
de

encima, ahuyentarlo como mosca importuna y trivial, pero


Augustin se agarra a ella con mayor fuerza, es festivo y
arrogante, jubiloso e impertinente; y La Marsellesa parece de
pronto volverse tonta de capirote; ya no disimula su irritación y
rencor; se deshace en aullidos de indignación, lágrimas y
juramentos, con los brazos extendidos a la Providencia.

Pos un pouce de notre terrain, pas une piece de nos forteresses!

Pero ahora se ve obligada a cantar con el mismo compás que


Mein liebre Augustin. Su melodía se transforma de la manera
más estúpida en la de Augustin, se debilita y desaparece. Sólo
de cuando en cuando, como colándose por un intersticio, se oye
otra vez «qu’un sang impur...», pero al instante se disuelve
fatigada en el horrible vals. Por último, se resigna por completo:

515
es ahora Jules Favre, que solloza sobre el pecho de Bismarck y
que le entrega todo, todo... Ahora es a Augustin al que le toca
ensoberbecerse; se oyen sonidos roncos, se tiene la impresión
de beber cerveza a barriles, se siente el frenesí de la
autoglorificación, la demanda de miles de millones, de cigarros
caros, de champaña y de rehenes. Augustin se trueca en un
furioso rugido... La guerra franco-prusiana llega a su fin.
Nuestra gente aplaude, Iulia Mihailovna se sonríe y dice:
«¿Cómo es posible echarlo de aquí?». Se hacen las paces. El
granuja tiene, en efecto, talento. Stepan Trofimovich me
aseguró en cierta ocasión que las personas de superlativo
talento artístico pueden ser los mayores sinvergüenzas y que lo
uno nada tiene que ver con lo otro. Más tarde corrió el rumor de
que Liamshin había sustraído esa piececilla a un joven
talentudo y modesto, conocido suyo, que estaba de paso por la
ciudad y que siguió tan desconocido como antes; pero eso
ahora no importa. Nuestro granuja, que durante algún tiempo
mariposeó en torno de Stepan Trofimovich, imitando, cuando se
le pedía, en las veladas de éste, a judíos de toda clase, o la
confesión de una vieja sorda, o el nacimiento de un niño, ahora
remedaba a veces en casa de Iulia Mihailovna, y de la manera
más divertida, al propio Stepan Trofimovich bajo el título de
«Un liberal de los años cuarenta». A todos les causó una risa tan
convulsiva que resultó punto menos que imposible expulsarlo de
allí: se había hecho demasiado indispensable. Por añadidura,
adulaba servilmente a Piotr Stepanovich, que, a su vez, adquirió

516
por entonces un ascendiente verdaderamente irresistible sobre
Iulia Mihailovna...

No debiera haber hablado tan detalladamente de este


sinvergüenza, puesto que no vale la pena detenerse en él; pero
es que ocurrió un incidente repulsivo en el que, según lenguas,
él también había tomado parte; incidente que no puedo pasar
por alto en esta crónica mía.

Una mañana cundió por la ciudad la noticia de un sacrilegio tan


perverso como repulsivo. A la entrada de nuestra enorme plaza
del Mercado se levanta la iglesia del Nacimiento de la Virgen
que, por su antigüedad, es una de las más notables de nuestra
también antigua ciudad. A la puerta de la verja que rodea a la
iglesia había desde hace mucho tiempo en el muro una enorme
imagen de la Virgen tras una rejilla. Y he aquí que una noche
fue despojada la imagen, hecho añicos el cristal que la
protegía, destrozada la rejilla, y arrancadas de la corona y el
manto algunas perlas y otras piedras preciosas, ignoro si de
mucho valor. Pero lo importante era que, además del robo, se
había cometido un sacrilegio insensato y decisorio: tras el roto
cristal de la imagen encontraron a la mañana siguiente, según
se dice, un ratón vivo. Ahora, cuatro meses después, se sabe
con certeza que el delito fue cometido por Fedka, el presidiario,
pero, por algún

517
indicio, se dice que Liamshin también participó en él. Entonces
nadie habló de Liamshin ni sospechó de él, pero ahora todos
aseguran que fue él quien puso allí el ratón. Recuerdo que
nuestras autoridades no sabían a qué atenerse. La gente se
congregó desde la mañana en el lugar del delito, y desde
entonces hubo allí un grupo, quizá no muy grande —en todo
caso, de cien personas a lo más—. Llegaban unos y se
marchaban otros. Los que llegaban se santiguaban y besaban
la imagen. Empezaron los donativos, hizo su aparición una
bandeja para la colecta y, junto a ella, un monje; y sólo a las
tres de la tarde pensaron las autoridades en la posibilidad de
mandar que no se congregase allí la gente, sino que rezara,
besara la imagen, hiciera el donativo y se fuera. Este
lamentable incidente produjo en Von Lembke una impresión de
lo más sombría. Según me han dicho, Iulia Mihailovna
aseguraba después que desde esa mañana de mal agüero
empezó a notar en su marido el extraño abatimiento que no lo
abandonó hasta hace dos meses, cuando por causa de
enfermedad hubo de marcharse de aquí, abatimiento que por lo
visto padece todavía en Suiza, donde sigue descansando de su
breve estancia en nuestra provincia.

Recuerdo haber llegado a la plaza a la una de la tarde; el gentío


guardaba silencio y los semblantes expresaban consternación y
tristeza. Un comerciante grueso y cetrino llegó en coche de
punto, se apeó, hizo una profunda reverencia, besó la imagen,
puso un rublo en la bandeja, volvió suspirando a su coche y

518
partió. Llegaron asimismo en un carruaje dos de nuestras
damas, en compañía de dos de nuestros revoltosos. Los mozos
(uno de los cuales no lo era ya tanto) se apearon también del
carruaje y se abrieron paso hasta la imagen, apartando a la
gente de manera harto descortés. Ninguno de los dos se quitó
el sombrero y uno de ellos se caló los lentes. La gente empezó a
murmurar, en voz baja, sí, pero de modo nada amable. El de los
lentes sacó un portamonedas abarrotado de billetes y de él
extrajo una pieza de cobre que arrojó en la bandeja; y, riendo y
hablando fuerte, ambos volvieron al carruaje. En ese mismo
instante llegó a caballo Lizaveta Nikolayevna, acompañada de
Mavriki Nilolayevich. Saltó de su montura, lanzó las riendas a su
acompañante, que, por orden de ella, permaneció montado, y
se acercó a la imagen en el momento en que era arrojada en la
bandeja la moneda de cobre. Una ola de indignación coloreó
sus mejillas. Se quitó el sombrero redondo y los guantes, cayó
de rodillas ante la imagen en la acera cubierta de barro y se
postró reverentemente tres veces. Luego sacó el bolso, en el
que sólo halló unas cuantas monedas de plata, por lo que al
momento se quitó los pendientes de brillantes y los puso en la
bandeja.

—¿Puedo dejarlos? ¿Puedo? ¿Para adornar el manto? —


preguntó llena de agitación al monje.

—Puede usted —respondió éste—. Todo donativo es una


bendición.

519
La gente guardó silencio, sin expresar aprobación o desvío.
Lizaveta Nikolayevna montó en su caballo con el vestido
cubierto de fango y salió al galope.

Dos días después del suceso que acabamos de describir


tropecé con ella en compañía de una numerosa pandilla que iba
a algún lugar en tres carruajes rodeados de caballistas. Me hizo
seña con la mano, detuvo el carruaje y me rogó con insistencia
que me uniera al grupo. Me encontró sitio en el vestíbulo, me
presentó riendo a sus acompañantes, damas elegantemente
vestidas, y me explicó que todas iban a hacer una excursión
sumamente interesante. Se reía a carcajadas y parecía
demasiado alegre. Últimamente se había vuelto algo festiva y
juguetona. En efecto, la aventura era excéntrica: todos se
dirigían al otro lado del río, a casa del comerciante
Sevostyanov. En un pabellón anexo a ella vivía desde hacía diez
años —recluso, contento y cómodo— un «santo» y profeta
medio ido de la cabeza, Semion Yakovlevich, famoso no sólo
entre nosotros, sino también en las provincias vecinas y hasta
en Moscú y Petersburgo. Todo el mundo lo visitaba, en
particular, forasteros en busca de algún mensaje sibilino, que le
rendían homenaje y le hacían ofrendas. Las ofrendas, a veces
considerables, eran piadosamente enviadas a alguna iglesia,
por lo común, al monasterio de Nuestra Señora, a menos que el
propio Semion Yakovlevich las quisiera para sí. Con tal fin, un

520
monje de ese monasterio montaba guardia constante junto a
Semion Yakovlevich. Todos los de nuestro grupo contaban con
divertirse mucho en la visita. Liamshin había estado antes a
verle y afirmaba que Semion Yakovlevich había mandado que
lo echaran de allí a escobazos; y con su propia mano le había
tirado dos papas cocidas. Entre los que iban a caballo divisé a
Piotr Stepanovich, de nuevo en un jamelgo cosaco de alquiler
en el que se tenía con muy poca pericia, y Nikolai
Vsevolodovich, también a caballo. Nikolai Vsevolodovich no
desdeñaba participar de cuando en cuando en los pasatiempos
generales y en tales ocasiones su semblante tomaba, según
convenía, un cariz alegre, aunque, como de costumbre, hablaba
poco y de tarde en tarde. Cuando, después de cruzar el puente,
la cabalgata llegó a la altura de la hostería local, alguien hizo
saber de buenas a primeras que en un cuarto de la hostería
acababan de hallar a un viajero muerto de un tiro, y que
estaban esperando a la policía. En seguida surgió la idea de ir a
ver al suicida. La idea fue secundada: nuestras damas no
habían visto nunca un suicidio. Recuerdo haber oído decir en
voz alta a una de ellas que «todo era tan aburrido que, en
materia de diversión, no había que andarse con escrúpulos, con
tal de que fuera interesante». Sólo unos cuantos se quedaron a
la puerta; los demás entraron en pelotón en el mugriento
corredor y entre ellos, con gran sorpresa mía, vi a Lizaveta
Nikolayevna. La habitación de quien se había pegado el tiro
estaba abierta y, por supuesto, nadie se atrevió a cerrarnos el
paso. El suicida era un chico joven, de no más de diecinueve

521
años, que debía haber sido bastante guapo, de pelo rubio
abundante, rostro ovalado de líneas regulares y frente noble y
hermosa. Estaba ya rígido, y su pequeño rostro blanquecino
parecía de mármol. En la mesa había una nota de su propia
mano en la que decía que no se culpara a nadie de su muerte y
que se había matado de un tiro porque se había «bebido»
cuatrocientos rublos. La palabra «bebido» figuraba
efectivamente en la nota; y en los cuatro renglones de que
constaba había tres faltas gramaticales. Muy afectado, en
particular, estaba un propietario grueso, al parecer vecino suyo,
que se alojaba en la hostería por asuntos propios. De las
palabras de éste parecía resultar que el muchacho había sido
enviado del campo a la ciudad por su familia —madre viuda,
hermanas y tías— para que, aconsejado por una pariente que
vivía allí, hiciese varias compras para el ajuar de su hermana
mayor, que estaba a punto de casarse, y las llevara a casa. Le
encomendaron cuatrocientos

rublos, fruto del ahorro de muchos años, gimiendo de terror y


despidiéndole con infinitas advertencias, oraciones y señales de
la cruz. Hasta entonces el muchacho había sido modesto y
formal. Cuando llegó a la ciudad, tres días antes, no se presentó
en casa de su pariente, se instaló en la hostería y fue derecho al
casino, con la esperanza de encontrar en alguna habitación
trasera un tahúr ambulante o, al menos, una partida de cartas
en que se jugara fuerte. Pero esa noche no hubo ni tahúr ni

522
partida. De regreso en la hostería, ya cerca de medianoche,
pidió champaña y cigarros habanos y mandó preparar una
cena de seis o siete platos. Pero se embriagó con el champaña,
se mareó con los cigarros, por lo que no probó bocado de lo
que le trajeron, y se acostó casi desmayado. Cuando despertó
enteramente sereno al día siguiente, fue derecho a un arrabal
del otro lado del río donde había un campamento de gitanos
del que había oído hablar la víspera en la hostería, y no
apareció por ésta durante dos días. Por último, el día antes,
sobre las cinco de la tarde, volvió borracho, se acostó
inmediatamente y durmió hasta las diez de la noche. Cuando
despertó, pidió un filete, una botella de Château d‟Yquem,
uvas, papel, tinta y la cuenta. Nadie advirtió en él nada fuera de
lo común: estaba sereno, plácido y amable. Seguramente se
había disparado el tiro al filo de medianoche, aunque era raro
que nadie hubiese oído el disparo y que sólo descubrieran el
cadáver a la una de la tarde, cuando, al no recibir respuesta a
las llamadas que se hicieron, fue derribada la puerta. La
botella de Château d‟Yquem estaba medio vacía, lo mismo
que el plato de uvas. El disparo había sido hecho en pleno
corazón con un revólver de dos cañones. Había muy poca
sangre; el revólver se había desprendido de la mano y estaba
en la alfombra. El muchacho yacía medio reclinado en un rincón
del sofá. La muerte parecía haber sido instantánea, porque el
rostro no reflejaba ningún sufrimiento agónico y su expresión
era de sosiego, casi de felicidad, como la de quien no tiene
cuidados. Toda nuestra gente estuvo contemplándolo con ávida

523
curiosidad. Por lo general, en toda desgracia que sucede al
prójimo, hay siempre algo que divierte al ojo ajeno, sea quien
quiera el desgraciado. Nuestras damas miraban en silencio,
mientras sus acompañantes hacían alardes de agudeza y
notable presencia de ánimo. Uno de ellos observó que ésa era
la mejor solución y que el chico no habría podido dar con otra
mejor; otro concluyó que, aunque por poco tiempo, el chico
había vivido bien; un tercero preguntó de pronto por qué tanta
gente había empezado a ahorcarse y levantarse la tapa de los
sesos entre nosotros, como si se sintiera desarraigada o se
abriera la tierra bajo sus pies. Al que así razonaba lo miraron
con desaprobación. Entonces Liamshin, jactándose de su papel
de bufón, tomó del plato un pequeño racimo de uvas; luego
otro, riéndose, hizo lo propio, y un tercero alargó la mano al
Château d‟Yquem, pero lo detuvo la llegada del jefe de policía,
que incluso mandó «evacuar la habitación». Como todos habían
visto bastante, salieron sin chistar, aunque Liamshin se puso a
importunar al jefe de policía acerca de algo. El regocijo general,
la risa y la cháchara festiva se redoblaron en la segunda mitad
de la excursión.

Llegamos a casa de Semion Yakovlevich a la una de la tarde en


punto. El portón de la casa bastante espaciosa del comerciante
estaba abierto de par en par y daba también acceso al
pabellón. Pronto nos enteramos de que Semion Yakovlevich
estaba almorzando, pero que recibía. Toda nuestra pandilla
entró en pelotón. La habitación en que recibía y almorzaba el

524
«santo» era bastante amplia, con tres ventanas, y estaba
dividida en dos partes iguales por una barrera enrejada de tres
pies de altura que iba de pared a pared. Los visitantes
ordinarios se quedaban en la parte de afuera de la barrera,
pero a los

afortunados se los dejaba entrar, por orden del «santo», en la


parte que éste ocupaba, y lo hacían por una portezuela en
mitad de la barrera. Allí los hacía sentarse, según su capricho,
en unos sillones de cuero o en el sofá; él a su vez, se
acomodaba invariablemente en un sillón anticuado y raído
estilo Voltaire. Era hombre de complexión recia, abotagado,
cetrino, de unos cincuenta y cinco años, rubio y calvo, rasurado
de rostro, con la mejilla derecha hinchada y la boca algo
torcida. También una verruga grande en el lado izquierdo de la
nariz, ojos pequeños y semblante tranquilo, impasible y
soñoliento. Estaba vestido a la moda alemana, con levita negra,
pero sin chaleco ni corbata. Por debajo de la levita asomaba
una camisa de tela basta, pero blanca. Los pies, de los que por
lo visto padecía, los tenía enfundados en zapatillas. Alguien me
dijo que había sido funcionario de cierta categoría. Acababa de
tomar una sopa de pescado y empezaba su segundo plato:
papas cocidas, sin pelar y con sal. Nunca comía otra cosa, pero
bebía mucho té, al que tenía gran afición. Tres criados cedidos
por el comerciante se afanaban a su alrededor: uno de ellos
vestido de frac; otro con aire de campesino; y el tercero, de

525
sacristán. Había también un muchacho de temperamento
fogoso. Presente, además de los criados, estaba asimismo un
monje de aspecto venerable, pelo cano y volumen excesivo, con
un jarro para el dinero de la colecta. En una de las mesas hervía
un enorme samovar y junto a él había una bandeja con hasta
dos docenas de vasos. En otra mesa que estaba frente a ésa se
veían los regalos traídos por los visitantes: unas hogazas de pan
y algunas libras de azúcar, un par de libras de té, un par de
zapatillas bordadas, un pañuelo de seda, un trozo de tela, un
retazo de lino, etc. Los donativos en dinero iban casi todos a
parar al jarro del monje. La habitación estaba llena de gente:
sólo de visitantes había hasta una docena, dos de los cuales
estaban del lado de allá de la barrera con Semion Yakovlevich:
un viejo de cabello gris — peregrino de los de la gente del
campo— y un monjecillo enjuto de cuerpo, venido de no sé
dónde, que estaba sentado con aire decoroso y mantenía la
vista fija en el suelo. Los demás visitantes estaban todos del
lado de acá de la barrera, todos también gente del campo,
salvo un comerciante gordo que había venido de la capital del
distrito, hombre de barba larga, ataviado a la rusa, a quien se
le conocía un capital de cien mil rublos; una aristócrata pobre y
de edad avanzada y un hacendado. Todos estaban a la espera
de su buena suerte, sin atreverse a despegar los labios. Cuatro
personas estaban de rodillas, pero quien más llamaba la
atención era el hacendado, hombre corpulento de unos
cuarenta y cinco años, que se había arrodillado junto a la
misma barrera delante de todos los demás, y esperaba

526
reverentemente una mirada o palabra benévola de Semion
Yakovlevich. Llevaba ya esperando cerca de una hora, pero el
«santo» aún no se había fijado en él.

Nuestras damas se apretujaron contra la misma barrera, con


alegres susurros y risitas. Apartaron a los que estaban de
rodillas y a otros visitantes o se pusieron delante de ellos, pero
no delante del hacendado, que se mantuvo impertérrito delante
de todos, agarrando incluso la barrera con las manos. En
Semion Yakovlevich convergieron miradas regocijadas y
ávidamente curiosas a través de lorgnettes, lentes y hasta
gemelos de teatro. Semion Yakovlevich, tranquilo e indolente,
fijaba en todos sus ojos diminutos.

—¡Gente guapa! ¡Gente guapa! —se permitió decir con voz


ronca de bajo y un timbre de exclamación en la voz.

Todas las señoras se echaron a reír: «¿Qué quiere decir con lo


de gente guapa?». Pero Semion Yakovlevich guardó silencio y
acabó de comerse la patata. Por último se limpió los labios con
una servilleta y le sirvieron el té.

De ordinario no tomaba el té solo, sino que invitaba a algunos


de los visitantes, aunque por supuesto no a todos, y
acostumbraba a apuntar con el dedo a los agraciados. Estas
disposiciones causaban siempre extrañeza por lo inesperadas.
Desdeñando a los ricos y a los altos dignatarios, mandaba unas
veces dar té a un campesino o una vieja decrépita; otras,

527
pasando por alto a un mendigo, invitaba a un comerciante rico
y bien cebado. El té que se ofrecía era también variado: a unos
se les daba té con terrones de azúcar para chupar, a otros té
azucarado, y, por último, a otros té sin pizca de azúcar. En esta
ocasión los agraciados fueron el monjecillo, con un vaso de té
azucarado, y el peregrino viejo, con un vaso de té sin azúcar. Al
monje gordo del monasterio que tenía el jarro de la colecta no
se le ofreció absolutamente nada, aunque hasta entonces había
recibido su vaso todos los días.

—Semion Yakovlevich, dígame algo. ¡Hace tanto tiempo que


quería conocerlo! —clamó con voz cantarina, sonriendo y
guiñando los ojos, la dama elegante de nuestro carruaje que
antes había dicho que en lo de divertirse no había que andarse
con escrúpulos, con tal que la diversión fuera interesante.
Semion Yakovlevich ni siquiera la miró. El hacendado que
estaba de rodillas dio un suspiro hondo y sonoro que parecía
salir de un enorme fuelle.

—¡Un vaso de té con azúcar! —gritó Semion Yakovlevich


señalando al comerciante de los cien mil rublos. Éste dio unos
pasos adelante y se colocó junto al hacendado.

—¡Echadle más azúcar! —ordenó Semion Yakovlevich cuando ya


le habían llenado el vaso—. ¡Más, más todavía! —le pusieron
azúcar una tercera y, por fin, una cuarta vez. El comerciante
comenzó a beberse el jarabe sin chistar.

528
—¡Ay, Señor! —musitó la gente persignándose. El hacendado
lanzó de nuevo un suspiro sonoro y hondo.

—¡Padre! ¡Semion Yakovlevich! —se escuchó de pronto,


acongojada y de una estridencia inesperada, la voz de la
señora pobre que nuestro grupo había apretujado contra la
pared—. Llevo una hora entera esperando tu bendición, padre
querido. Dime qué debo hacer; aconseja a esta pobre
desgraciada.

—Pregúntale —mandó Semion Yakovlevich al que tenía cara de


sacristán.

Éste se acercó a la barrera.

—¿Ha hecho usted lo que le ordenó Semion Yakovlevich la vez


pasada? — preguntó con voz baja y lenta a la viuda.

—¿Cómo iba a hacerlo, Semion Yakovlevich? ¡Pero si no puede


una con ellos! —gimoteó la viuda—. Son unos caníbales. Se han
querellado contra mí y amenazan con llevarme al Tribunal
Supremo. ¡A mí, su propia madre!

—¡Dádselo! —Semion Yakovlevich señaló un pan de azúcar. El


muchacho fue corriendo a tomar el pan de azúcar y se lo alargó
a la viuda.

—¡Ay, padre, qué grande es tu caridad! Pero ¿qué voy a hacer


yo con todo

esto?

529
—¡Más! ¡Más! —Semion Yakovlevich multiplicó sus dádivas.

Le dieron otro pan de azúcar. «¡Más, más!», ordenaba el santo.


Le

entregaron un tercero y, por fin, un cuarto. La viuda se vio


rodeada de panes de azúcar por los cuatro costados. El monje
del monasterio suspiró; como en ocasiones anteriores, todo eso
habría podido ir a parar al monasterio.

—Pero ¿qué voy a hacer yo con todo esto? —gimió humilde la


viuda pobre—. ¡Me voy a poner mala! ¿O es que hay en esto una
profecía, padre?

—Así es; una profecía —dijo uno de los presentes.

—¡Dale una libra más, una más! —Semion Yakovlevich no


cejaba.

En la mesa quedaba todavía un pan de azúcar entero; Semion


Yakovlevich mandó que se lo dieran y se lo dieron.

—¡Señor, señor! —la gente suspiró y se santiguó—. De seguro


que esto es una profecía.

—Primero endulza tu corazón con la bondad y la caridad, y


luego ven aquí a quejarte de tus propios hijos, carne de tu

530
carne. Eso será lo que significa este obsequio —dijo en voz baja,
pero satisfecha, el monje gordo del monasterio que había sido
preferido en el reparto del té y que, en un acceso de amor
propio lastimado, tomó sobre sí el oficio de truchimán.

—¿Cómo puedes decir eso, padre? —preguntó enojada la


viuda—. ¡Pero si me llevaron arrastrando a las llamas cuando se
prendió fuego la casa de Vershinin! ¡Si me metieron un gato
muerto en el baúl! ¡Si están dispuestos a hacer todo lo malo que
pueden!

—¡Échala de aquí! ¡Échala! —gesticuló Semion Yakovlevich.

El sacristán y el muchacho se lanzaron al otro lado de la barrera


y cogieron a la viuda del brazo. Ésta, calmada un tanto, se
dirigió remolona a la puerta, volviéndose a mirar los panes de
azúcar que tras ella llevaba el muchacho.

—¡Quítale uno! ¡Quítaselo! —ordenó Semion Yakovlevich al


campesino que se había quedado atrás. Éste corrió tras los que
salían y, al poco rato, volvieron los tres criados trayendo el pan
de azúcar regalado antes a la viuda y arrebatado después. La
viuda, sin embargo, se llevó tres.

—Semion Yakovlevich —se oyó una voz detrás de la multitud,


junto a la puerta—, he visto en sueños un pájaro, una corneja,
que salía volando del agua y se metía volando en el fuego. ¿Qué
significa ese sueño?

—Escarcha —respondió Semion Yakovlevich.

531
—Semion Yakovlevich, ¿por qué no me ha contestado? ¡Hace
tanto tiempo que me interesa usted! —empezó de nuevo la
señora de nuestro grupo.

—¡Pregúntale! —dijo Semion Yakovlevich, sin escucharla,


apuntando al hacendado que estaba de rodillas.

El monje del monasterio al que se le había mandado preguntar


se acercó gravemente al hacendado.

—¿En qué has pecado? ¿No se te mandó que hicieras algo?

—No pelear. No dar suelta a las manos —contestó el hombre


con voz ronca.

—¿Y lo has cumplido? —preguntó el monje.

—No puedo cumplirlo. Mi propia fuerza es mayor que mi


voluntad.

—¡Échalo de aquí! ¡Échalo! ¡A escobazos con él! ¡A escobazos! —


gesticuló Semion Yakovlevich. Sin esperar el castigo, el
hacendado se levantó de un salto y salió corriendo de la
habitación.

—Ha dejado aquí una moneda de oro —anunció el monje


cogiendo del suelo un medio imperial.

—¡Dáselo a ése! —Semion Yakovlevich señaló al comerciante de


los cien mil rublos, que tomó la moneda sin osar rechazarla.

—Oro al oro —dijo el monje sin poder contenerse.

532
—Y a ése, dale té azucarado —Semion Yakovlevich indicó de
pronto a Mavriki Nikolayevich. El criado llenó el vaso y estuvo a
punto de ofrecérselo por equivocación al petimetre de los
lentes.

—¡Al alto! ¡Al alto! —exclamó Semion Yakovlevich corrigiéndolo.

Mavriki Nikolayevich tomó el vaso, saludó a lo militar con media


reverencia y empezó a beber. Por algún motivo toda nuestra
pandilla prorrumpió en carcajadas.

—¡Mavriki Nikolayevich! —Liza de pronto se dirigió a él—. Ese


señor que estaba arrodillado se ha ido. Póngase usted de
rodillas donde él estaba.

Mavriki Nikolayevich la miró estupefacto.

—Se lo ruego. Me hará usted un gran favor. Escuche, Mavriki


Nikolayevich

—prosiguió en tono insistente, rápido, terco y apasionado—, es


preciso que se arrodille; es preciso que lo vea de rodillas. Si no
lo hace usted, no vuelvo a mirarlo. Es preciso; quiero que lo
haga.

No sé lo que se proponía con ello, pero lo pedía con insistencia,


sin admitir réplica, como en un ataque de histeria. Ya se verá
más adelante que Mavriki Nikolayevich atribuía esos impulsos
caprichosos, harto frecuentes en los últimos tiempos, a accesos
de odio ciego de Liza hacia él; y no a malicia —ya que, muy al

533
contrario, le mostraba admiración, afecto y respeto, y él mismo
lo sabía—, sino a un odio inconsciente que a veces era incapaz
de reprimir.

Él, en silencio, dio su vaso a una vieja que estaba detrás, abrió
la portezuela de la barrera, entró sin invitación en el recinto
privado de Semion Yakovlevich y se hincó de rodillas en medio
de él, a la vista de todo el mundo. Pienso que su espíritu sencillo
y delicado se sintió hondamente sacudido por el antojo rudo y
displicente de Liza en presencia de todos. Acaso creía que ella
se avergonzaría al ver su humillación, en la que tanto había
insistido. Por supuesto, nadie más que él habría creído posible
alterar el carácter de una mujer mediante arbitrio tan ingenuo y
arriesgado. Permaneció de rodillas, con su imperturbable
gravedad, alto, desmañado, ridículo. Pero nuestra gente no se
rió; lo inesperado de su proceder causó un efecto penoso.
Todos miraron a Liza.

—¡A ungirlo! ¡A ungirlo! —murmuró Semion Yakovlevich.

De pronto Liza se puso pálida, dio un grito ahogado y cruzó


corriendo la barrera. Entonces se produjo una escena rápida e
histérica. Con todas sus fuerzas trató de levantar a Mavriki
Nikolayevich, agarrándolo de los codos con ambas manos.

—¡Levántese, levántese! —gritó casi fuera de sí—. ¡Levántese


ahora mismo!

¡Ahora mismo! ¡Cómo se atreve usted a ponerse de rodillas!

534
Mavriki Nikolayevich se levantó. Con ambas manos, ella lo
agarró de los brazos por encima del codo y lo miró fijamente en
la cara. Su mirada expresaba terror.

—¡Gente guapa! ¡Gente guapa! —repitió una vez más Semion


Yakovlevich.

Liza, a tirones, llevó por fin a Mavriki Nikolayevich al otro lado


de la barrera, mientras en nuestro grupo se producía una
verdadera conmoción. Por tercera vez, la señora de nuestro
carruaje, quizá queriendo aflojar la tirantez, preguntó a Semion
Yakovlevich con voz ronca y chillona y con la sonrisa melindrosa
de antes:

—Pero ¿qué, Semion Yakovlevich? ¿Es que no va a usted a

«pronunciarme» algo a mí también? ¡Y yo que contaba tanto


con usted!

—¡A ti..., a ti... que te den por...! —y Semion Yakovlevich soltó de


pronto una palabrota indecente. La frase fue dicha con
ferocidad y articulada con terrible nitidez. Nuestras damas
chillaron y salieron de allí a todo correr, mientras los caballeros
prorrumpían en carcajadas histéricas. Así terminó nuestra visita
a Semion Yakovlevich.

Y, sin embargo, también en esa ocasión ocurrió, según se dice,


otro incidente sumamente misterioso; y debo confesar que fue
por él por lo que he relatado esa excursión con tanto pormenor.

535
Dicen que cuando todo el mundo salió corriendo de allí en
pelotón, Liza, sostenida por Mavriki Nikolayevich, tropezó en la
oscuridad con Nikolai

Vsevolodovich, en la puerta de la habitación. Es preciso apuntar


que, aunque los dos se habían visto más de una vez desde
aquel domingo por la mañana cuando lo del desmayo de Liza,
no se habían acercado uno a otro ni habían cambiado palabra.
Yo vi cómo se encontraron a la puerta; y me pareció que ambos
se detuvieron un instante y se miraron de manera un tanto
extraña. Pero en la turbamulta puede que quizá no lo viera bien.
Afirman, por el contrario, y con toda seriedad, que, después de
mirar a Nikolai Vsevolodovich, Liza levantó rápidamente la
mano al nivel de la cara de éste y de seguro lo habría
abofeteado si él no se hubiera apartado a tiempo. Quizá a ella
no le agradase la expresión del rostro de él o su modo de
sonreírse, sobre todo entonces, después del episodio de Mavriki
Nikolayevich. Yo confieso que no vi nada; sin embargo, todos
afirmaban que lo habían visto, aunque dada la confusión no era
posible que todos lo viesen, y quizá sí sólo unos cuantos. Pero
yo entonces no lo creí. Recuerdo, no obstante, que Nikolai
Vsevolodovich estaba bastante pálido durante todo el trayecto
de regreso a la ciudad.

536
Se produjo finalmente ese día el encuentro tan programado y
tantas veces suspendido entre Stepan Trofimovich y Varvara
Petrovna. Ocurrió en Skvoreshniki. Varvara Petrovna llegó muy
atareada a su quinta suburbana: el día anterior había estado en
el festival en casa de la mariscala. Pero Varvara Petrovna, con
su celeridad mental, entendió al momento que nada le impedía
dar más tarde su propia fiesta en Skvoreshniki e invitar de
nuevo a toda la ciudad. Entonces todos podrían ver por sí
mismos cuál de las dos casas era mejor y en cuál se sabía
ofrecer la mejor recepción y dar un baile con el mayor gusto.
Bien mirado, era imposible reconocerla. Parecía como
transformada, y de inaccesible «dama altiva» (expresión de
Stepan Trofimovich) como había sido antes había pasado a ser
ahora una señora frívola cualquiera de la buena sociedad. O
quizá fuera así sólo en apariencia.

Cuando llegó a la quinta deshabitada, recorrió las habitaciones,


en compañía de su fiel mayordomo y de Formushka, hombre
ducho en negocios y especialista en decoración interior. Fueron
largas consultas: qué muebles traer de la residencia urbana;
qué objetos, qué cuadros; dónde colocarlos; dónde poner las
flores para que mejor lucieran y cuáles traer del invernadero;
dónde instalar nuevas cortinas; dónde situar el buffet, o si
convendría tener dos; etc., etc. Y he aquí que cuando más
atareada estaba se le ocurrió de improviso mandar el coche
por Stepan Trofimovich.

537
Hacía tiempo que éste había sido avisado y estaba listo,
esperando de un día para otro invitación tan repentina. Cuando
subió al vehículo hizo la señal de la cruz: se jugaba su suerte.
Halló a su amiga en el salón grande, sentada en un pequeño
canapé situado en una especie de nicho, ante una mesita de
mármol, con lápiz y papel en las manos. Fomushka medía la
altura de la galería y las ventanas y la propia Varvara Petrovna
apuntaba los números y hacía anotaciones en el margen. Sin
interrumpir la tarea, hizo con dirección a Stepan Trofimovich un
movimiento de cabeza, y cuando éste murmuró un saludo le
alargó rápidamente la mano y le señaló un sitio donde sentarse
junto a ella.

—Me senté y estuve esperando cinco minutos ¡con el corazón


encogido! — me dijo él después—. La mujer que vi no era la que
había conocido durante veinte años. La plena convicción de que
todo había acabado me daba fuerzas que a ella misma la
sorprendieron. Le juro que quedó asombrada de mi firmeza en
esa última hora.

De pronto, Varvara Petrovna puso el lápiz en la mesita y se


volvió rápida hacia Stepan Trofimovich.

—Stepan Trofimovich, tenemos que hablar de varios asuntos.


Estoy segura de que tiene preparadas palabras grandilocuentes
y toda clase de frases bonitas, pero mejor será ir derechos al
grano, ¿no le parece?

538
Él se estremeció. Ella se daba prisa por enseñar su baza. ¿Qué
más se podía esperar?

—Aguarde, no diga nada. Déjeme a mí hablar primero. Luego


hablará usted, aunque, la verdad, no sé qué puede usted
contestarme —prosiguió con rapidez—. Considero deber
sagrado seguir pasándole los mil doscientos rublos de la
pensión durante el resto de su vida. Bueno, quizá no sea un
deber sagrado, sino sólo un acuerdo; eso es mucho más
realista, ¿no cree? Si lo desea, lo ponemos por escrito. En la
eventualidad de mi muerte, tengo ya tomadas medidas
especiales. Pero ahora recibirá de mí, junto a eso, vivienda y
servicio, además de manutención. Convirtiendo eso en metálico,
asciende a mil quinientos rublos, ¿no es así? A ello agregaré
trescientos rublos más, lo que

supone tres mil rublos en números redondos. ¿Le parece


bastante para un año?

¿O se le antoja poco? En circunstancias especiales aumentaré,


por supuesto, la cantidad. Así, pues, tome el dinero, devuélvame
a mis criados y viva usted por su cuenta donde quiera, en
Petersburgo, en Moscú, en el extranjero, o aquí, pero no
conmigo. ¿Me oye?

—No hace mucho me llegó de esos mismos labios otra


demanda igual de urgente e igual de rigurosa —dijo Stepan
Trofimovich con lentitud y melancólica precisión—. Me humillé

539
y... bailé la kazachka para complacer a usted. Oui, la
comparaison peut être permise. C’était comme un petit cosak
du Don, qui sautait sur sa propre tombe... Ahora...

—¡Alto ahí, Stepan Trofimovich! Habla usted demasiado. Usted


no bailó, sino que vino a verme con corbata nueva, ropa blanca
de estreno, guantes y bien untado de pomada y perfume. Le
aseguro que usted mismo tenía muchas ganas de casarse. Lo
llevaba usted escrito en la cara; y por cierto, con una expresión
nada elegante. Si entonces no le llamé la atención sobre ello fue
sólo por delicadeza. Pero usted quería casarse, sí, señor, no
obstante los despropósitos que dijo usted de mí y de su
prometida en su correspondencia particular. Ahora es diferente.
¿Y a qué viene eso del cosak du Don y a qué tumba se refiere
usted? No entiendo la comparación. Al contrario, no se muera
usted; viva cuanto tiempo guste. Me alegraré infinito de ello.

—¿En un asilo?

—¿En un asilo? A un asilo no va quien cuenta con tres mil rublos


de renta.

¡Ah, ahora recuerdo —agregó riendo— que, en efecto, Piotr


Stepanovich dijo una vez en broma algo de un asilo! ¡Bah! Es
cierto que hay un asilo especial en que quizá convenga pensar.
Un asilo para personas muy respetables: en él residen
coroneles, y hay incluso un general que quiere ir a vivir allí. Si va
usted allí con todo su dinero tendrá tranquilidad, comodidad, y

540
hasta servidumbre. Allí podría dedicarse a sus estudios y
organizar cuando gustara una partida de cartas...

—Passons.

—Passons? —Varvara Petrovna hizo una mueca—. Bueno, en tal


caso no hay más que decir. Queda usted informado. De aquí en
adelante vivimos aparte.

—¡Y eso es todo! ¡Eso es todo lo que queda al cabo de veinte


años! ¡Nuestra última despedida!

—A usted le gustan un horror las exclamaciones, Stepan


Trofimovich. Eso ya no está de moda en nuestros días. Hoy la
gente habla rudamente, pero con sencillez. Y usted, ¡dale con
nuestros veinte años! Veinte años de mutua vanidad y nada
más. Cada carta que me mandaba usted estaba escrita no
para mí, sino para la posteridad. Usted es un estilista, no un
amigo. La amistad no es más que retórica hinchada. En
realidad, un mutuo intercambio de desperdicios...

—¡Dios santo, cuántas palabras tomadas de otros! ¡Ejercicios


aprendidos de memoria! ¡Y ya lleva usted puesto el uniforme
que le han dado! ¡También usted está ahora radiante! ¡También
está ahora calentándose al sol! Chère, chère, ¡por qué plato de
lentejas les ha vendido usted su libertad!

—No soy un papagayo que repite palabras ajenas —dijo


Varvara Petrovna hirviendo de furia—. Puede estar seguro de
que tengo un surtido de palabras propias. ¿Qué ha hecho usted
por mí durante esos veinte años? Ni siquiera me dejaba ver los

541
libros que pedía para usted y que, de no ser por el
encuadernador, hubieran quedado con las páginas sin cortar.
¿Qué me daba usted a leer cuando en los primeros años le
pedía que me guiase? Kapfig y nada más que Kapfig. Usted
incluso tenía celos de que me instruyese y tomó las medidas
necesarias. Y, sin embargo, es de usted de quien se ríe toda la
gente. Confieso que siempre le

consideré a usted como crítico; sólo como crítico literario y


nada más. Cuando, yendo a Petersburgo, le dije que pensaba
en publicar una revista y consagrar a ella mi vida, usted me
miró al momento con ironía y dio muestra de una arrogancia
insufrible.

—No fue eso, no fue eso... Es que entonces temíamos la


persecución...

—Sí fue eso; y no tenía usted por qué temer persecución alguna
en Petersburgo. Acuérdese de que más tarde, en febrero,
cuando llegó la noticia de la emancipación de los siervos, vino
usted corriendo a verme, todo acobardado, para pedirme que
le diera inmediatamente por escrito un certificado de que la
revista proyectada no tenía nada que ver con usted, de que los
jóvenes habían venido a verme a mí y no a usted, y de que
usted era sólo un tutor que vivía en mi casa porque no se le
habían pagado los honorarios que se le debían. ¿No es eso? ¿Se

542
acuerda usted? Usted, Stepan Trofimovich, ha sido amigo de
extralimitarse toda la vida.

—Eso fue sólo un momento de flaqueza y cuando estábamos a


solas —gritó afligido—. Pero ¿es que..., es que vamos a romperlo
todo por esas impresiones triviales? ¿No hay algo más
importante que estas minucias?

—Qué hábil es usted. Siempre se las arregla para que sienta que
le debo algo. Cuando volvió usted del extranjero me miraba por
encima del hombro, sin dejarme decir palabra, pero cuando yo
fui al extranjero y le hablé de mis impresiones de la Madonna
no me escuchó usted y se sonrió con aire de superioridad como
si yo fuera incapaz de tener sentimientos como los suyos.

—No lo creo así, probablemente no fue así... J’ai oublié.

—Sí, fue así como lo digo; pero no había por qué darse tono
conmigo, ya que todo eso es una tontería, sólo una invención
suya. Ahora nadie, nadie, se entusiasma con la Madonna. Nadie
pierde el tiempo en esas cosas, salvo algunos viejos
empedernidos. Eso está demostrado.

—¿Demostrado?

—Que esa Madonna no sirve para nada. Este jarro es útil


porque en él se puede echar agua; este lápiz es útil
porque sirve para escribir; pero la Madonna no es más
que una cara de mujer, mucho menos que las otras caras que
hay en la naturaleza. Pruebe usted a dibujar una manzana y
póngala junto a una manzana de verdad: ¿cuál escogería

543
usted? No se equivocaría. Vea a qué se reducen todas sus
teorías cuando la luz de la investigación las alumbra.

—Ya, ya veo.

—Se ríe usted irónicamente. ¿Y qué me decía usted, por


ejemplo, de la limosna? Y, sin embargo, el placer de dar limosna
es degradante e inmoral, un placer que el rico obtiene de su
riqueza, de su poderío y del contraste de su propia importancia
con la del pobre. La limosna corrompe a quien la da y la recibe
y, por añadidura, no alcanza su propósito, porque sólo aumenta
la pobreza. Los holgazanes que no quieren trabajar se agolpan
en torno de quienes dan limosna como los jugadores en torno
de la mesa de juego, esperando ganar algo. Y, sin embargo, la
miserable calderilla que les tiran no basta para un hombre entre
ciento. ¿Cuánto ha dado usted en su vida? Sólo unas monedas
de cobre. ¡A ver! Trate de recordar cuándo dio usted algo la
última vez. Hará un par de años, si no cuatro. Usted no hace
más que poner el grito en el cielo y estorbar el progreso. En la
sociedad moderna la limosna debiera ser prohibida. Con el
nuevo orden social ya no habrá pobres.

—¡Ay, qué compendio de conceptos prestados! Veo que ya


hemos llegado hasta la nueva organización social. ¡Infeliz, que
Dios se apiade de usted!

—Sí, hasta ahí hemos llegado, Stepan Trofimovich. Usted se


ocupó de negarme todas estas nuevas movido por los celos,

544
para mantener su dominio sobre mí. Ahora, incluso esa Iulia
sabe mucho más que yo. Pero estoy empezando a comprender.
Lo defendí a usted cuanto pude, Stepan Trofimovich; todo el
mundo le echa a usted la culpa.

—¡Basta! —exclamó él levantándose del asiento—. ¡Basta! ¿Y


qué más puedo desearle a usted? No será arrepentimiento,
¿verdad?

—Siéntese un minuto más, Stepan Trofimovich, me falta pedirle


otra cosa. Usted ha sido invitado a leer en la matinée literaria.
Yo intervine para que así fuera. Dígame: ¿de qué, precisamente,
va usted a hablar?

—Pues de lo que voy a hablar es precisamente de esa reina de


las reinas, de ese ideal de la humanidad, de la Madonna Sixtina,
que es menos que un vaso o un lápiz.

—¿Entonces no va a ser algo de historia? —preguntó Varvara


Petrovna con afligida sorpresa—. Nadie le prestará ninguna
atención. ¡Hay que ver qué empeño tiene usted con esa
Madonna! Pero ¿a qué viene hablar de eso si hará usted que
todos se duerman? Tenga la seguridad, Stepan Trofimovich, de
que lo que digo es sólo en su propio interés. ¿No sería mejor
que tomase de la historia de España un incidente breve, pero
interesante, de la vida cortesana medieval?

¿O, mejor aún, algún episodio que pudiera usted redondear con
anécdotas y agudezas de su propia cosecha? ¡Entonces había
cortes espléndidas, damas hermosas, envenenamientos!

545
Karmazinov dice que le extrañaría que no hallara usted algo
interesante de que hablar en la historia de España.

—¿Karmazinov? ¿Ese imbécil que ya ha escrito todo lo que tenía


que escribir me está buscando un tema?

—¡Karmazinov, ese talento casi nacional! Tiene usted muy suelta


la lengua, Stepan Trofimovich.

—¡Ese Karmazinov de usted es una vieja chocha, agotada


y rencorosa! Chère, chère, ¿desde cuándo la tienen a usted
esclavizada así? ¡Ay, Dios mío!

—Yo tampoco puedo aguantar ahora a Karmazinov por los


aires que se da, pero hago justicia a su talento. Repito que lo he
defendido a usted en lo posible, con todas mis fuerzas. ¿Y por
qué tiene usted que ser tan fastidioso y ridículo? En vez de eso,
¿por qué no sale usted a la tribuna con una sonrisa decorosa,
como portavoz de una época pasada, y cuenta dos o tres
anécdotas con esa gracia inimitable con que sólo usted las
cuenta a veces? Bueno, sí, es usted viejo, es de otra época, se
ha quedado a la zaga; pero usted mismo, en el preámbulo de su
charla, puede reconocerlo con una sonrisa, y todo el mundo
verá que es usted un vestigio simpático, bueno, ingenioso... En
suma, un hombre chapado a la antigua, pero lo bastante
progresista para reconocer lo que de veras valen ciertas ideas
absurdas que ha venido profesando hasta ahora. Hágame ese
favor; se lo ruego.

546
—Basta, chère. No me lo pida, que no puedo. Les hablaré de la
Madonna y provocaré un alboroto que, o los aplastará a ellos, o
me destruirá a mí solo.

—De seguro sólo a usted, Stepan Trofimovich.

—Tal es mi suerte. Les hablaré de ese esclavo ruin, de ese


lacayo perverso y repugnante, que será el primero en subir
tijeras en mano por una escalerilla para hacer trizas el rostro
divino del gran ideal en nombre de la igualdad, la envidia y... la
digestión. Que truene mi maldición, y entonces, entonces...

—¿Al manicomio?

—Quizá. Pero en todo caso, tanto si salgo vencedor como si


salgo vencido, esa misma noche cogeré mi zurrón de mendigo,
abandonaré todo lo que poseo, todos los regalos de usted,
todas las pensiones y bienes futuros prometidos, e iré a pie a
acabar mi vida como tutor en casa de algún comerciante, o a
morirme de hambre al borde de un camino. He dicho. Alea jacta
est.

—He estado segura —dijo Varvara Petrovna levantándose a su


vez con ojos chispeantes—, he estado segura durante años de
que usted vive sólo para abochornarme a mí y a mi casa con
una historia calumniosa como ésa. ¿Qué quiere decir con lo de
tutor en casa de un comerciante o lo de morir al lado de un
camino? Eso es malicia, calumnia y nada más.

547
—Usted me ha menospreciado siempre; pero acabaré como un
caballero de los de antaño, fiel a mi dama, porque la opinión de
usted ha sido siempre lo que más he estimado en la vida. De
ahora en adelante no acepto nada, pero la honraré a usted
desinteresadamente.

—¡Qué tontería!

—Usted nunca me ha respetado. Quizás he tenido un sinfín de


flaquezas. Sí, he vivido a costa de usted; hablo la lengua de los
nihilistas; pero vivir a costa ajena no ha sido nunca el principio
rector de mi conducta. Eso ocurrió porque ocurrió, porque sí, no
sé cómo... siempre he creído que entre nosotros había algo más
que comida, y además... ¡nunca he sido un granuja! Así, pues,
pongámonos en camino para expiar lo hecho. Me pongo en
marcha cuando ya es tarde, cuando toca a su fin el otoño,
cuando la bruma cubre los campos, cuando la escarcha glacial
de la vejez cubre la ruta que me queda por recorrer y el viento
aúlla en torno de la tumba cercana... Pero adelante, en marcha
por el nuevo camino:

Con un amor muy

Leal con su propio sueño...

—¡Ay, adiós, sueños míos! ¡Veinte años! Alea jacta est. No pudo
contener el llanto. Tomó el sombrero.

548
—No entiendo el latín —dijo Varvara Petrovna tratando de
calmarse.

—¡Quién sabe! Quizás también quería llorar, pero la indignación


y el capricho salieron ganando una vez más.

—Lo único que sé es que todo es apenas un capricho. Nunca


cumplirá usted con sus amenazas llenas de egoísmo. No se irá
jamás de aquí, acabará sus días sencillamente bajo mi cuidado,
recibiendo su pensión y reuniéndose los martes con esos
amigos inaguantables que tiene. Adiós, Stepan Trofimovich.

Regresó indignado a su casa luego de pronunciar:

—Alea jacta est.

SEXTO CAPÍTULO: Idas y venidas de Piotr Stepanovich

Quedó fijada la fecha en la que se efectuaría el festival. A todo


esto, Von Lembke se mostraba melancólico y preocupado, vaya
a saber por qué. Por su parte, Iulia Mihailovna también se
preocupaba al verlo dominado por pensamientos sombríos.
Definitivamente las cosas no iban bien. Nuestro anterior y
apático gobernador no había dejado en buenas condiciones la
administración provincial; una epidemia de cólera se
apoderaba de la ciudad; una plaga en el ganado amenazaba
con fuerza en algunos lugares; incendios en varias aldeas y en

549
campos cada vez más extensos hicieron nacer el rumor de que
rondaban incendiarios; a su vez, aumentaban los robos. Pero,
sin duda, nada habría sido peor que de costumbre, de no haber
habido otras razones de peso para alterar la tranquilidad del
hasta entonces feliz Andrei Antonovich.

Lo que tenía tan afectada a Iulia Mihailovna era que, día a día,
su marido se tornaba más taciturno y, además, cada vez más
callado. La pregunta que la torturaba era: ¿qué estaba
ocultando? Cierto que raras veces ponía objeciones a lo que ella
le comentaba, decía u ordenaba y, por lo común, la obedecía
sin chistar. Incluso no tuvo objeciones para dos o tres medidas
sobremanera peligrosas, por no decir ilegales, con el propósito
de ampliar los poderes del gobernador, que fueron tomadas a
instancias de ella. Entre éstas hubo sin duda algunas acciones
nada propicias; por ejemplo, personas que tenían que ser
procesadas y enviadas a Siberia fueron, por idea de Iulia
Mihailovna, propuestas para el ascenso. Se acordó desoír
sistemáticamente algunas quejas y solicitudes. Todo ello salió a
relucir más tarde. Lembke no sólo lo firmaba todo, sino que no
ponía ni un pero a la intromisión de su cónyuge en lo que era en
realidad su cumplimiento de funciones administrativas. Por otra
parte, a veces se sulfuraba de pronto por «verdaderas
tonterías», con lo que asombraba a Iulia Mihailovna. Por
supuesto, tras días de obediencia, sentía la necesidad de
resarcirse mediante unos instantes de rebelión.
Desafortunadamente, Iulia Mihailovna no podía ingresar en los

550
vericuetos de la mente de su esposo, a pesar de la intuición que
la caracterizaba. ¡Ay, tenía otras cosas en la cabeza, de las que
resultaron muchos trastornos!

No seré yo quien aclare todo esto; sobre todo porque me


resulta difícil narrar ciertos aspectos. Tampoco es de mi
incumbencia discutir errores gubernamentales, y por eso dejaré
aparte todo lo tocante al aspecto administrativo de la cuestión.
Cuando empecé esta crónica lo hice con propósitos de índole
muy diferente. Por otra parte, la comisión investigadora que
acaba de ser nombrada en nuestra provincia pondrá al
descubierto otras cosas; basta sólo con esperar un poco. No
obstante, es imposible pasar por alto algunas explicaciones.

Pero volvamos a Iulia Mihailovna. La pobre señora (me da


pena) habría podido conseguir cuanto la atraía y subyugaba
(fama y todo lo demás) sin recurrir a arbitrios tan desorbitados
e insólitos como los que resolvió emplear desde el primer
instante. Pero quizá por un exceso de romanticismo, o por los
largos y tristes fracasos de su tierna juventud, se sintió la
elegida, señalada por

«una lengua de fuego» que sobre su cabeza posada no hizo


otra cosa que signar las calamidades que fue realizando. La
pobre señora resultó de buenas a primeras juguete de las más
contrarias influencias cuando se creía plenamente original.
Muchas gentes desaprensivas hicieron su agosto
aprovechándose de su

551
simplicidad durante el breve plazo en que su marido fue
gobernador. ¡Y en qué embrollo no se metería con la pretensión
de ser independiente! Estaba a favor de los grandes latifundios,
de la clase aristocrática, de la ampliación de los poderes
gubernamentales, del elemento democrático, de las nuevas
instituciones, del orden público, del librepensamiento, de las
ideas sociales, de la rigurosa etiqueta de los salones
aristocráticos y de la desenvoltura casi tabernaria de la gente
moza que la rodeaba. Soñaba con hacer el bien y conciliar lo
inconciliable, o, lo que es más probable, con unir a todos y todo
en la adoración de su propia persona. Tenía favoritos: estimaba
mucho a Piotr Stepanovich, que, vale acotar, le dedicaba la
más burda adulación. La estima de ella provenía a su vez de la
creencia en que en algún momento él iba a revelarle una
conspiración contra el gobierno. Es cierto aunque parezca
inverosímil. Sin razón aparente, ella temía que en nuestra
provincia se tramara una conspiración; y Piotr Stepanovich, con
su mutismo, indirectas y equívocas respuestas, contribuía a
empantanarla en ese temor. Ella, por otra parte, lo suponía
comprometido con todo lo que resultara revolucionario, pero
fiel a ella más allá de todo ideal, vencido por su adoración.
Conspiraciones descubiertas, gratitud de Petersburgo, brillante
futuro, el influjo de la «bondad» que impide que la juventud
caiga en el abismo, todo esto formaba una nube gigantesca en
su fantasiosa cabeza. Porque, veamos, ¿no había salvado y

552
domesticado a Piotr Stepanovich (por alguna razón estaba
absolutamente convencida de esto)? Así salvaría también a los
demás. No le quedaría ninguno sin salvar: uno por uno, enviaría
el informe necesario, actuaría según principios de la más alta
justicia y,

¡quién sabe!, quizá la historia y el liberalismo ruso llegarían a


bendecir su nombre. Todos los beneficios llegarían de un día
para el otro.

De todos modos seguía resultando muy necesario que Andrei


Antonovich se animara más, por lo menos antes del festival. Era
indispensable que se alegrase y tranquilizase. A tal fin, Iulia
Mihailovna mandó a Piotr Stepanovich que pasara a verlo en la
esperanza de que aliviara su depresión con algún remedio que
él conocería aunque no quisiera revelarlo: tal vez algunas
declaraciones que, por ser de él, serían de procedencia infalible.
Ella confiaba plenamente en su habilidad. Hacía ya tiempo que
Piotr Stepanovich no había visitado el despacho del señor Von
Lembke. Entró justo cuando el paciente se hallaba en un estado
de ánimo singularmente difícil.

El señor Von Lembke no pudo resolver la situación que se le


presentó en el distrito (aquél en el que hacía poco Piotr
Stepanovich se había divertido tanto). Un alférez, reprendido
por su capitán delante de toda la compañía, había reaccionado

553
a la condena. El alférez, recién llegado de Petersburgo, era
todavía joven, siempre taciturno y sombrío, de aspecto
decoroso, si bien menudo de cuerpo, grueso y colorado de
mejillas. No aguantó la reprimenda y de improviso se lanzó
sobre su superior jerárquico dando un grito extraño que
sorprendió a toda la compañía y embistiéndolo con la cabeza
baja, como una fiera. Le dio una trompada y un mordisco en el
hombro con todas sus fuerzas, al punto de que hubo que
intervenir para separarlos. Sin duda había enloquecido; con
anterioridad había dado ya algunas muestras de su
desequilibrio. Por ejemplo, había tirado por la puerta de su
cuarto dos iconos propiedad de su patrona, uno de los cuales
había destruido previamente a hachazos; en su cuarto había
puesto sobre tres soportes, en forma de atriles, las obras de
Vogt, Moleschott y Büchner y encendido una vela delante de
cada uno de ellos. Juzgando por la cantidad de libros que
hallaron en su dormitorio, se puede decir que tenía una vasta
cultura. De haber tenido cincuenta mil francos, quizá se habría
embarcado para las Islas Marquesas, como el «cadete» a que el
señor Herzen alude jocosamente en una de sus obras. Cuando
fue detenido, le encontraron en los bolsillos y en su habitación
paquetes de hojas subversivas del tono más incendiario.

Las hojas subversivas son, en sí mismas, algo trivial y, a mi


juicio, no vale la pena preocuparse de ellas. ¡Como si no las
hubiéramos visto tantas veces! Además, en este caso, no eran
nuevas: otras idénticas a ellas, según me dijeron más tarde,

554
habían sido repartidas poco antes en otra provincia; y Liputin,
que mes y medio antes había visitado el distrito y la provincia
vecina, aseguraba que ya entonces había visto allí esas
mismísimas octavillas. Pero lo que más sorprendió a Andrei
Antonovich fue que el gerente de la fábrica Shpigulin presentó a
la policía precisamente al mismo tiempo dos o tres paquetes de
las mismas hojas subversivas incautadas al alférez, que habían
sido depositadas durante la noche en la fábrica. Los paquetes
no habían sido aún abiertos y ninguno de los obreros había
tenido tiempo de leerlas. Era un caso muy tonto, pero a Andrei
Antonovich le dio mucho que pensar, no le resultó un asunto
fácil. Fue en esa misma fábrica donde comenzó cabalmente
entonces el

«incidente Shpigulin» que tan agitados comentarios produjo


entre nosotros y del que con tantas variantes se hizo eco la
prensa de Petersburgo y Moscú. Unas tres semanas antes había
enfermado y muerto de cólera asiático en la fábrica un obrero;
y seguidamente habían caído enfermas otras personas. La
población entera de la ciudad fue presa del pánico, porque la
epidemia de cólera procedía de la provincia vecina. Debo
consignar que habíamos tomado las medidas sanitarias que
dentro de lo posible pudieran hacer frente al importuno
visitante. Pero, por alguna razón, no se había incluido en tales
precauciones a la fábrica Shpigulin, cuyos propietarios eran
millonarios y gente muy bien relacionada. Así es que de un día
para el otro, todos estaban haciendo correr la voz de que la

555
fábrica era el germen y vivero de la epidemia, y que en la
fábrica misma, y sobre todo en las viviendas de los obreros,
había una inmundicia tan grande que, si no hubiera habido
epidemia de cólera, se habría iniciado sin duda allí. Se tomaron,
por supuesto, precauciones inmediatas, y Andrei Antonovich
insistió enérgicamente en que se pusieran en vigor sin demora
alguna. En tres semanas quedó limpia la fábrica, pero, sin que
se sepa por qué, los Shpigulin la cerraron. Uno de los hermanos
Shpigulin tenía su residencia permanente en Petersburgo,

y el otro se fue a Moscú cuando las autoridades ordenaron la


limpieza de la fábrica. El gerente se ocupó de pagarles a los
obreros sus salarios y, según se dice hoy día, también se ocupó
de maltratarlos. Los obreros comenzaron con sus quejas,
exigiendo el pago justo, y cometieron la tontería de acudir a la
policía, pero sin poner el grito en el cielo y sin mayor agitación.
Y fue entonces cuando el gerente de la fábrica presentó a
Andrei Antonovich las hojas subversivas.

Piotr Stepanovich entró corriendo en el despacho sin hacerse


anunciar, como buen amigo de la familia que traía, por
añadidura, un encargo de Iulia Mihailovna. Von Lembke, al
verlo, frunció el ceño y se quedó de pie junto a su mesa. Hasta
ese momento había estado deambulando por el despacho y
departiendo de algún asunto confidencial con un funcionario de
su oficina llamado Blum, un alemán tosco y huraño a quien
había traído consigo de Petersburgo, no obstante la terca

556
oposición de Iulia Mihailovna. Al entrar Piotr Stepanovich, el
funcionario se dirigió a la puerta, pero no salió. Es más, a Piotr
Stepanovich le pareció que cambiaba una mirada significativa
con su jefe.

—¡Veo que lo he pescado con las manos en la masa, sigiloso


gobernante de la ciudad! —gritó riendo Piotr Stepanovich y
tapando con la mano una octavilla que había en la mesa—.
Ésta, supongo, se suma a la antología.

Andrei Antonovich dejó ver no sólo un rubor en su semblante


sino un imprevisto tic nervioso.

—¡Deje eso! ¡Suéltelo ya! —exclamó fuera de sí—. ¡Y ni se le


ocurra..., señor...!

—Pero ¿qué le pasa? ¿Se ha enojado acaso?

—Le comunico, señor mío, que desde este momento no


pienso tolerar su sans façon. Y le ruego que recuerde...

—¡Cuánto recordatorio! ¡Está enojado de veras!

—¡Cállese! ¡Basta! —gritó Von Lembke, pataleando sobre la


alfombra—. ¡Y ni se le ocurra...!

Dios sabe adónde habrían llegado las cosas. ¡Ay! Había otra
circunstancia desconocida de Piotr Stepanovich y aun de la
misma Iulia Mihailovna. El infeliz Andrei Antonovich había
llegado a tal estado de zozobra en los últimos días, que empezó
a tener celos de su mujer y de Piotr Stepanovich. En la soledad,
sobre todo de noche, pasó momentos muy desagradables.

557
—Y yo que tenía entendido que cuando alguien le confía su
novela y se la lee durante dos días seguidos y hasta
medianoche, y quiere que se le dé una opinión, ha prescindido
al menos de los cumplidos oficiales... Iulia Mihailovna me recibe
como amigo. ¿Cómo saber por dónde va a salir usted? —dijo
con cierta dignidad Piotr Stepanovich—. A propósito, aquí tiene
usted su novela — agregó poniendo en la mesa un cuaderno
grande, pesado, hecho un rollo, y envuelto en papel azul.

Lembke se puso colorado y pareció confuso.

—¿Cómo la ha encontrado usted? —preguntó con cautela, en un


arranque de alegría que no pudo reprimir, pero que se esforzó
en disimular.

—Al estar así enrollada se debe de haber caído de la cómoda.


Por lo visto, cuando entré, la eché por inadvertencia encima de
la cómoda. La asistenta la encontró anteayer cuando barría el
suelo. ¡Pues no me ha dado usted trabajo, que digamos!

Lembke bajó severamente la vista.

—Gracias a usted, no he dormido en dos noches seguidas. Ayer


me la han dado y me ha tenido sin dormir durante la noche,
porque de día no tengo tiempo. Pues, señor..., no me ha
parecido bien del todo; no es lo que a mí me

gusta leer. Pero eso no tiene importancia, nunca he sido crítico.


Ahora bien, no podía soltarla, amigo, a pesar de no gustarme.

558
¡Los capítulos cuarto y quinto son..., son... excelentes! ¡El humor
que ha puesto aquí es formidable! ¡Cómo me he reído! ¡Qué bien
sabe usted sacarles punta a las cosas sans que cela paraisse!
Bien. Los capítulos nueve y diez tienen que ver con el amor,
cosa que no me interesa en absoluto pero son muy verídicos.
Casi suelto las lágrimas con la carta de Igrenev, pues lo pinta
usted de mano maestra... ¿Sabe usted? Eso es de mucho
sentimiento, pero al mismo tiempo trata usted de sacar a
relucir el lado falso de la cosa, ¿no es cierto? ¿He acertado o
no? Ahora bien, en cuanto a la conclusión estuve por darle a
usted un trastazo. Veamos, ¿qué idea quiere usted desarrollar?
Porque lo que hay ahí es la consabida glorificación de la
felicidad doméstica, la multiplicación de los hijos y el dinero, y...
fueron felices y comieron perdices..., ¡vamos, hombre! Cautivará
usted a los lectores, porque incluso yo mismo no he podido
soltar el libro de las manos, lo cual es peor todavía. El lector
sigue tan tonto como antes, y por eso convendría que la gente
lista le diera una sacudida, mientras que usted... Pero, en fin,
basta. Adiós. No se vuelva a enojar. He venido para decirle dos
palabras, pero con ese humor que tiene usted...

Mientras tanto, Andrei Antonovich había guardado su novela


bajo llave en una estantería de nogal, y estaba haciendo señas
a Blum para que saliera. Éste desapareció con cara larga y
triste.

—No es cuestión del humor que tengo, sino sencillamente... que


no hay más que sinsabores —murmuró con el rostro en rictus

559
pero ya sin enojo y sentándose a la mesa—. Siéntese y dígame
sus dos palabras. Hace tiempo que no lo veo, Piotr Stepanovich;
ahora bien, en lo sucesivo no entre como una tromba, según su
estilo..., a veces, cuando está uno ocupado es...

—Mi estilo es siempre el mismo...

—Lo sé, sí señor, y creo que lo hace sin mala intención, pero a
veces está uno preocupado... Bueno, tome asiento.

Piotr Stepanovich se acomodó para continuar la charla.

—¿Qué puede preocuparlo? ¡No será por estas tonterías! —dijo


aludiendo con un gesto a la octavilla—. Puedo traerle a usted
todas las octavillas que quiera. Las tengo vistas desde que
estuve en la provincia de H*.

—¿Me está diciendo entonces que cuando estuvo usted allí...?

—Por supuesto. No iba a ser cuando no estuve. Había una con


una viñeta: un hacha en el encabezamiento. Permítame —dijo
ya con la octavilla en la mano—, sí, ésta también tiene un
hacha; es la misma, exactamente la misma.

—Sí, un hacha. Vea usted, un hacha.

—Pero ¿cómo? ¿Le dan miedo las hachas?

—No es eso, señor mío..., y no me asusto, señor mío, pero este


asunto... es un asunto tal..., aquí hay circunstancias...

560
—¿Qué circunstancias? ¿Sólo porque han traído esa octavilla de
la fábrica?

¡Ja, ja! ¿Sabe que en esa fábrica los obreros mismos


empezarán pronto a redactar octavillas?

—¿Qué me dice? —Von Lembke lo miró de un modo


reprobatorio.

—Digo lo que dije. No los pierda de vista. Usted es demasiado


permisivo, Andrei Antonovich. Escribe usted novelas. Y aquí hay
que emplear los métodos de antes.

—¿Qué métodos de antes? ¿Y qué consejos son ésos? Se ha


limpiado la fábrica. Mandé que la limpiasen y la han limpiado.

—Y entre los obreros cunde la rebelión. Con unos buenos golpes,


se acabaría el asunto.

—¿La rebelión? ¡Qué tontería! Di una orden y la limpiaron.

—¡Ay, por Dios, Andrei Antonovich! ¡Es usted muy permisivo!

—En primer lugar, no soy lo que usted dice, y en segundo... —


Von Lembke se sintió lastimado una vez más. Hablaba con el
joven haciendo un esfuerzo, por curiosidad, para ver si éste le
contaba algo nuevo.

—¡Ah, otra antigua conocida! —interrumpió Piotr Stepanovich


arrebatando otra hoja de papel de debajo del pisapapeles; otra
especie de hoja política, sin duda impresa en el extranjero, pero
en verso—. ¡Hola, hola, ésta me la sé de memoria: «Un espíritu

561
noble»! Vamos a ver. Sí, efectivamente, se trata de «Un espíritu
noble». Trabé conocimiento con ese espíritu en el extranjero.

¿De dónde la ha sacado usted?

—¿La conoció en el extranjero? —preguntó Von Lembke algo


alarmado.

—En efecto. Hace cuatro o cinco meses ya.

—Usted parece haber visto mucho en el extranjero —Von


Lembke le dirigió una mirada penetrante.

Piotr Stepanovich, sin hacerle caso, desplegó la hoja y leyó los


versos en voz alta:

UN ESPÍRITU NOBLE

El origen era incierto, entre el pueblo se crió, pero, víctima del


zar

y de los perversos nobles, él mismo se sentenció

a vivir en sufrimiento, entre penas y castigos, persecución y


tormento. La libertad defendió,

la hermandad de todo el pueblo y la igualdad de los hombres.

Y cuando por fin los siervos se alzaron, nuestro estudiante tuvo


que irse al extranjero para huir de las mazmorras, el knut, la
rueda y el hierro

562
con que el zar premia y obsequia a los buenos de su reino.

Pronto una vez más a alzarse contra su destino cruento,

el pueblo anhelante espera el retorno del viajero

para con él como guía, desbaratar el imperio, destruir a la


nobleza, hacer reparto del suelo y descargar la venganza sobre
la familia, el clero, el matrimonio y demás

rémoras de un mundo viejo.

—Supongo que se la quitó al oficial ése —dijo desdeñosamente


Piotr Stepanovich.

—¿También lo conoce?

—¿Cómo no? Compartí con él dos jornadas de locura y


diversión.

Necesitaba aturdirse, es obvio.

—Quizá no lo haya logrado.

—¿Por qué no? ¿Porque empezó a tirar mordiscos a la gente?

—Pero, algo no está claro: vio usted estos versos en el


extranjero y después han sido encontrados en la habitación de
ese oficial...

—Ah, comprendo, qué astucia. Me está haciendo un


interrogatorio. Pues mire —empezó de pronto con gravedad
nada común—, a mi regreso del extranjero di a ciertas personas
una explicación de lo que allí había visto, y esas personas

563
quedaron satisfechas de mi explicación porque de otro modo
no estaría regocijando a esta ciudad con mi presencia.
Considero que mis asuntos en ese aspecto han concluido y que
no debo a nadie más explicaciones. Y han terminado, no porque
yo haya sido un delator, sino porque es lo único que podía
hacer. Quienes supieron del tema escribieron a Iulia Mihailovna
diciendo sobre la honradez de mi persona. Pero, bueno, es
historia pasada. Lo que he venido a decirle es una cosa grave y
me alegro de que haya hecho salir de aquí a ese
limpiachimeneas. Es asunto de suma importancia para mí,
Andrei Antonovich. Tengo algo muy especial que pedirle a
usted.

—¿Pedirme a mí? A ver. Estoy esperando y confieso que con


curiosidad. Y debo añadir que me sorprende usted bastante,
Piotr Stepanovich.

Von Lembke estaba un tanto agitado. Piotr Stepanovich cruzó


las piernas.

—En Petersburgo —empezó— hablé con franqueza de muchas


cosas, pero de otras, por ejemplo, de esto —dijo golpeando la
hoja de los versos con el dedo—, no dije nada; primero, porque
no valía la pena hablar de ellas, y segundo, porque respondí
sólo a las preguntas que me hicieron. En cuestiones como ésas
no me gusta tomar la iniciativa; y en eso veo la diferencia entre
un

564
bribón y un hombre honrado que ha sido simplemente víctima
de las circunstancias... Pero dejemos esto al margen. Pues,
señor, que ahora..., ahora que estos imbéciles..., bueno, ahora
que esto ha salido a relucir y está en manos de usted, y ahora
que veo que no se le puede ocultar nada (porque tiene usted
ojos en la cabeza y nadie sabe lo que está cavilando, y mientras
tanto siguen con la suya esos imbéciles), yo..., yo..., bueno, yo,
para decirlo de una vez, he venido a pedirle que salve a un
hombre que es también un imbécil, acaso un loco, en atención a
su juventud, a sus infortunios, y en nombre de los principios
humanitarios que usted profesa... ¡Porque no será humanitario
sólo en sus novelas! —dijo interrumpiendo su parlamento con
impaciencia y grosero sarcasmo.

Allí estaba un hombre con su entera franqueza, sus limitaciones


en los aspectos morales e intelectuales al mismo tiempo, asunto
que Von Lembke con perspicacia pudo advertir
inmediatamente. Así lo venía éste sospechando desde tiempo
atrás, de modo particular durante la semana anterior cuando, a
solas en su despacho y especialmente de noche, lo maldecía en
su fuero interno, de todo corazón, por sus éxitos inexplicables
con Iulia Mihailovna.

—¿Para quién y para qué pide ese favor? —preguntó altivo,


esforzándose por ocultar su curiosidad.

—Ay..., ¡maldita sea! ¡No es mi culpa si confío en usted! ¿Cómo


puedo tenerla por considerarlo un hombre de bien y, lo que es
más, hombre sensato, es decir, capaz de comprender...?

565
¡Maldita sea! —era muy claro que el hombre se había
enredado—. Darle a usted su nombre —dijo por fin—, usted
sabrá comprender, sería lo mismo que... delatar. ¿No es verdad?

—Pero ¿cómo puedo adivinar su nombre si no me lo dice?

—Ahí está el quid. La lógica que usted maneja siempre lo


desarma a uno.

¡Dios santo...! ¡Bueno, qué demonio! Ese «noble individuo», ese


«estudiante», es... Shatov..., eso es todo lo que tengo que decirle.

—¿Shatov? ¿Qué dice?

—Shatov es el «estudiante» a quien se menciona en los versos.


Vive aquí.

Fue siervo antes, ¿sabe...? El que dio la bofetada a...

—Lo sé, lo sé —Lembke arrugó el ceño—, pero, permítame, ¿de


qué se lo acusa, concretamente y, lo que es más importante,
por qué intercede usted por él?

—¿Pero no comprende? ¡Porque quiero que usted lo salve! Lo


conozco hace ocho años, llegué a ser su amigo, se podría decir
—afirmó Piotr Stepanovich agitado—. Bueno, no tengo por qué
darle a usted cuenta de mi vida de antes —añadió descartando
el tema con un gesto de la mano—. Nada de eso tiene
importancia. No son más que tres personas y media, y con los
del extranjero no llegan a una docena. Lo importante es que he
puesto mi confianza en los sentimientos humanitarios de usted,
en su inteligencia. Usted comprenderá y verá la cosa desde un

566
punto de vista sensato, y no a tontas y a locas: como sueño
disparatado de un demente..., fruto de la desgracia,
entiéndame, de una desgracia que se remonta a muchos años,
y no de una inaudita conspiración contra el gobierno.

Estaba casi sin aliento.

—Hum. Veo que es responsable de la hoja con el dibujo del


hacha — concluyó Lembke casi con fatuidad—. Pero, mire, si es
el único implicado,

¿cómo puede haberlas repartido aquí, en otras provincias y


hasta en H*? Y, sobre todo, ¿dónde se hizo con ellas?

—Ya le digo que, cuando más, no pasan de cinco..., bueno, de


una docena,

¿qué sé yo?

—¿No lo sabe?

—¡Qué ocurrencia! ¿Cómo iba a saberlo?

—Pero sabía que Shatov era uno de los conspiradores...

—¡Está bien! —Piotr Stepanovich hizo un gesto como


protegiéndose de la aplastante perspicacia de su
interrogador—. Bueno, escuche: voy a contarle toda la verdad.
De las hojas subversivas no sé nada, ¿me entiende? Nada. Claro
que ese alférez y alguno más, y otro más de aquí..., bueno,
quizá Shatov, y alguien más..., ésos son todos, pura morralla...

567
Pero es por Shatov por quien he venido a interceder. Es a él a
quien hay que salvar, porque esos versos son suyos, de su
propio caletre, y por mediación suya fueron impresos en el
extranjero. Eso es lo que sé de cierto. De esas hojas subversivas
no sé absolutamente nada.

—Si los versos son suyos, lo más probable es que también lo


sean las hojas.

Ahora bien, ¿qué es lo que le hace a usted sospechar del señor


Shatov?

Piotr Stepanovich, con cara de quien ya ha perdido por


completo la paciencia, sacó del bolsillo una cartera y de ésta
una nota.

—¡Ahí está la prueba! —exclamó arrojándola sobre la mesa.


Lembke la desdobló. Al parecer, la nota había sido escrita unos
seis meses antes desde nuestra ciudad a algún punto del
extranjero. Era breve; sólo unas cuantas palabras:

No puedo imprimir aquí «Un espíritu noble». No puedo hacer


nada. Imprímala en el extranjero. Iv. Shatov.

Lembke clavó los ojos en Piotr Stepanovich. Varvara Petrovna


decía con razón que el gobernador tenía una mirada casi
borreguil, en ocasiones muy pronunciada.

568
—Lo que quiero decir —se apresuró a agregar Piotr
Stepanovich— es que escribió unos versos aquí hace seis
meses, pero que no los pudo imprimir aquí..., es decir, en una
imprenta clandestina..., y por eso pide que se impriman en el
extranjero... Me parece que está claro, ¿no?

—Sí, está claro, pero ¿a quién se lo pide? Eso es lo que no está


claro — observó Lembke con astucia no disimulada.

—Obviamente que a Kirillov, por supuesto, está para eso en el


extranjero...

¿Va a decirme que no lo sabía usted? Me temo que usted lo


sabía desde un principio. ¿Por qué estaban si no en su mesa?
¿Por casualidad? Si es así, ¿por qué me está usted
atormentando?

Se enjugó con gesto nervioso el sudor de la frente.

—Es posible que algo sepa... —dijo Lembke esquivando con


mucha calma el golpe—, pero ¿quién es ese Kirillov?

—Un ingeniero que llegó hace unos días y que hizo de segundo
de Stavrogin en el duelo. Un maníaco. Un loco. Tal vez aquél
alférez de ustedes haya tenido un ataque de delirium tremens,
pero éste está loco de atar, loco perdido, ¡en serio lo digo! ¡Ay,
Andrei Antonovich! Si el gobierno supiera qué clase de
individuos son éstos no se tomaría la molestia de levantarles la
mano. Todos ellos, sin excepción, deberían estar en el
manicomio. Yo ya les eché una buena ojeada en Suiza y en esos
congresos que tienen.

569
—¿Desde allí dirigen el movimiento?

—¿Dirigen? ¿Quiénes? Tres hombres y medio. Porque basta con


mirarlos para aburrirse. ¿Y qué movimiento es el de aquí? ¿Las
hojas subversivas? ¿Y qué

nuevos miembros tienen? ¡Un alférez con delirium tremens y dos


o tres estudiantes! Usted, que es hombre inteligente,
contésteme a esta pregunta: ¿por qué no reclutan a gente más
importante? ¿Por qué son todos estudiantes y pazguatos de
veintidós años? ¿Es que son muchos? De seguro que hay un
millón de sabuesos buscándolos, y en total ¿a cuántos han
encontrado? A siete. Le digo a usted que es para fastidiarse.

Lembke escuchaba con atención, pero con expresión que


parecía decir:

«¡Te creerás que me trago esas mentiras!».

—Bueno, mire; usted asegura que la nota fue dirigida al


extranjero, pero no lleva dirección. ¿Cómo sabe usted que la
nota fue dirigida al señor Kirillov y, además, al extranjero...? ¿Y
que fue escrita precisamente por el señor Shatov?

—Procúrese enseguida una muestra de la escritura de Shatov y


compárela. De seguro que en la oficina de usted hay alguna
firma suya. Y en cuanto a Kirillov, él mismo me enseñó la nota
entonces.

—Entonces, fue usted mismo...

570
—Claro que sí. ¡Como si eso fuera lo único que me enseñaron
allí! Y en lo tocante a los versos, parece ser que fue el difunto
Herzen quien se los escribió a Shatov cuando éste
vagabundeaba todavía por el extranjero, como recuerdo del
encuentro de ambos, parece, o como prueba de admiración o
como carta de recomendación... ¡qué sé yo!, y Shatov los ha
hecho circular entre la gente joven. Es como decir: «Esto es lo
que Herzen piensa de mí».

—¡Ah, ésas teníamos! —Lembke comprendió al fin—. Porque lo


de las hojas es fácil de comprender, pero ¿por qué los versos?

—Ya sabía que esto iba a entenderse así. Ahora, ¿por qué me
pidió que se lo explicara? Mire, usted me da a Shatov, y que el
diablo se lleve a todos los demás, incluso a Kirillov, que se ha
encerrado ahora en casa de Filippov, donde también vive
escondido Shatov. No me tienen ningún aprecio, porque
regresé..., pero deme a Shatov y yo le entrego al resto servido
en bandeja. ¡Le seré útil, Andrei Antonovich! Todo ese miserable
grupo calculo que no pasa de nueve o diez personas. Yo
también los vigilo y por razones que me callo. Ya conocemos a
tres de ellos: Shatov, Kirillov y ese alférez; a los demás no les
quito la vista de encima... porque no soy del todo miope. Aquí
pasa lo mismo que en la provincia de H*; allí agarraron, por lo
de las hojas subversivas, a dos estudiantes, a un alumno de
secundaria, a dos nobles de veinte años, a un maestro de
escuela y a un comandante retirado, de unos sesenta años,
atontado por la bebida. Eso fue todo, créame. Hasta las

571
autoridades se asombraron de que eso fuera todo. Necesito
seis días. Ya lo pensé muy bien, ni más ni menos que seis días.
Si quiere conseguir buenos resultados, déjelos durante esos seis
días y yo se los entrego envueltos en un paquete; pero si los
molesta usted antes, los pájaros abandonarán el nido. Pero
deme a Shatov. Yo me quedo con Shatov... Lo mejor sería
llamarlo secreta y amistosamente aquí, a la oficina de usted, e
interrogarlo, haciéndole ver que ya se sabe todo... Y él de
seguro que se echa a los pies de usted y rompe a llorar. Es un
chico neurótico, desgraciado; su mujer se escapó con Stavrogin.
Sea usted amable con él y le contará todo. Pero hacen falta seis
días... Y lo principal, lo principal de todo: ¡ni una palabra a Iulia
Mihailovna! Es un secreto. ¿Puede usted guardar un secreto?

—Pero ¿cómo? —preguntó Lembke asombrado—. ¿Nada le dijo


usted a Iulia Mihailovna?

—¿A ella? ¡Dios no lo permita! ¡Pero, querido Andrei Antonovich!


Yo aprecio demasiado la amistad de su esposa y le tengo un
gran respeto... y todo lo demás..., ¡pero meteduras de pata, eso
no! Yo no le llevo la contraria, porque,

como usted sabe, llevársela es peligroso. Tal vez le haya


insinuado algo porque eso le gusta, pero revelarle nombres,
como acabo de revelárselos a usted, o cosas por el estilo, ¡ni
pensarlo! Vamos a ver, ¿por qué he acudido a usted ahora?
Porque usted, al fin y al cabo, es un hombre, un hombre serio,

572
de larga y sólida experiencia en la Administración. Usted ha
visto mucho mundo. Usted, en estos asuntos, sabe qué paso
dar, y estoy seguro de que lo sabe de memoria por su
experiencia en Petersburgo. Si yo le dijera a ella, por ejemplo,
esos dos nombres, armaría un escándalo mayúsculo... Porque lo
que quiere es asombrar a Petersburgo. No, señor, es demasiado
fogosa, y eso es lo malo.

—Sí, tiene algo de fougue —murmuró, no sin contento, Andrei


Antonovich, pero lamentando al mismo tiempo que este
ignorante se atreviera a expresarse de esa manera tan libre
acerca de Iulia Mihailovna. A Piotr Stepanovich seguramente le
parecía todavía poco y creía necesario aumentar aún más la
presión para darle coba a «ese Lembke» y tenerlo enteramente
en su poder.

—En efecto, tiene fougue. Sin duda hablamos de una gran


mujer, de una literata, pero... que ahuyentaría a esos pájaros.
No guardaría el secreto seis horas, y mucho menos ocho días.
¡Ay, Andrei Antonovich, no pida a una mujer que guarde un
secreto seis días! Usted conviene en que tengo alguna
experiencia en estos asuntos, ¿verdad?, en que sé algo de esto,
¿verdad?, y en que usted mismo sabe que puedo saber algo de
esto, ¿verdad? Si le pido a usted seis días no es por broma, sino
porque el asunto lo requiere.

—He oído decir... —Lembke titubeaba en manifestar lo que


pensaba—, he oído decir que usted, al volver del extranjero,

573
expresó a las autoridades competentes... algo así como
arrepentimiento, ¿no es cierto?

—Bueno, lo que pasara entre nosotros no le importa a nadie.

—Ni yo, por supuesto, quiero meterme en... Pero me parece que
hasta ahora ha hablado usted de modo muy diferente; por
ejemplo, de la fe cristiana, de las instituciones sociales y, por
último, del gobierno...

—¡Se han dicho tantas cosas! Y las sigo diciendo; la diferencia


aquí está en que esas ideas no deben llevarse a la práctica
como lo hacen esos imbéciles.

¿Cuál es la ganancia de mordisquear el nombre de alguien?


Sabe de lo que hablo y está de acuerdo, lo que dijo fue que era
prematuro.

—Ninguna de las dos cosas: no he dicho que estoy de acuerdo


ni que fuera prematuro.

—Mide demasiado las palabras con cuentagotas, señor mío —


observó Piotr Stepanovich alegremente—. Necesitaba conocerlo
mejor y por eso le he hablado así como lo he hecho. No es
solamente a usted, sino a otros muchos, a quienes trato de ese
modo. Puede que haya querido averiguar de qué pie cojea
usted.

—¿Para qué?

—No tengo idea —dijo riendo otra vez—. Vea, mi querido y


respetado Andrei Antonovich, usted es muy listo, pero las cosas

574
no han llegado aún a ese punto y probablemente no llegarán,
¿me entiende? Quizá lo entienda. Aunque al volver del
extranjero di ciertas explicaciones a las autoridades
competentes, y, a decir verdad, no veo por qué un hombre de
ideas notorias no puede obrar en pro de sus opiniones
sinceras..., lo cierto es que allí nadie me ordenó que enviara un
informe acerca del carácter de usted, ni hubiera aceptado tales
órdenes de allí. Piense que no tenía obligación de revelar a
usted esos dos nombres. Hubiera podido mandarlos
directamente allí, es decir, a donde di mis primeras
explicaciones.

Y si hubiera obrado por lucro o gusto propio habría salido


perdiendo, porque le estarían agradecidos a usted y no a mí. Lo
hago sólo por Shatov —

Piotr Stepanovich agregó noblemente—, sólo por Shatov, en


atención a nuestra antigua amistad..., y si por acaso quiere
usted decir algo en mi favor cuando tome la pluma para
escribir allá, hágalo enhorabuena, que no seré yo quien se lo
impida, ¡ja, ja! Pero, adiós, que llevo aquí mucho tiempo, y no
debiera darle tanta charla.

—Al contrario, me alegro mucho de que el asunto quede


aclarado, por así decirlo —dijo Von Lembke levantándose
también y con semblante amable, bajo la evidente impresión de
las últimas palabras—. Acepto su propuesta agradecido y

575
puede estar seguro de que haré cuanto esté de mi mano para
que el celo que usted ha mostrado...

—Lo importante es respetar esos seis días. No necesito más.

—De acuerdo.

—Eso no significa que le ato a usted las manos. No puede usted


abandonar sus investigaciones pero no los alarme antes de
tiempo. Eso es lo que espero del talento y la experiencia de
usted. Y de seguro que tiene usted en reserva una buena traílla
de sabuesos y rastreadores, ¡ja, ja! —agregó Piotr Stepanovich
con su cháchara alegre y frívola de mozalbete.

—No es precisamente así —Von Lembke esquivó con tono


amable una respuesta directa—. Ésos son prejuicios de la gente
joven, que cree que las autoridades tienen muchas cosas en
reserva... Pero, a propósito, permítame una palabra más: si este
Kirillov sirvió de segundo en el duelo de Stavrogin, supongo que
también Stavrogin estará...

—¿Qué pasa con Stavrogin?

—Quiero decir que si son tan buenos amigos...

—¡Oh, no, no, no! En eso se equivoca usted, aunque es muy


ladino. ¡Me sorprende usted! Yo pensaba que usted no carecía
de informes acerca de ello... Hum, Stavrogin es exactamente lo
contrario; pero absolutamente... Avis au lecteur.

—¿En verdad es posible? —desconfió Lembke—. Iulia Mihailovna


me ha dicho que, según los informes que había recibido en

576
Petersburgo, es hombre que viene con ciertas, ¿cómo diré?,
instrucciones...

—Yo no sé nada, nada en absoluto, lo que se dice nada. Adieu.


Avis au lecteur! —Piotr Stepanovich se negó repentina y
limpiamente a hablar de ello.

Voló hacia la puerta.

—Por favor, Piotr Stepanovich, por favor —gritó Lembke—. Hay


un asuntillo más y después ya no lo detengo.

Sacó un sobre del cajón de su mesa de despacho.

—Aquí hay otra muestra del mismo género, y con ello pruebo
que me fío implícitamente de usted. Mírela. ¿Qué opina?

En el sobre había una carta, una carta extraña, anónima,


dirigida a Lembke, recibida el día anterior. Enfurecido, Piotr
Stepanovich, leyó:

Excelencia:

Que eso es usted debido a su cargo. Por la presente doy


noticias de que ha ocurrido un atentado contra la vida de
personas del grado de general y contra la patria: todos los
indicios apuntan a este motivo. Yo mismo las he repartido
continuamente durante muchos años. También ateísmo. Se
prepara un motín, y miles de hojas revolucionarias, y para cada
una habrá cien personas que irán corriendo a cogerlas con la

577
lengua fuera si las autoridades no se incautan antes de ellas;
porque se ha prometido mucho en

recompensa, y la gente ordinaria es imbécil y hay además


vodka. Y la gente, buscando al culpable, destruirá al culpable y
al inocente, por temor a ambos. Me arrepiento de lo que no he
hecho, pues tales son mis circunstancias. Si desea que informe
a la autoridad para la salvación de la patria, y también de las
iglesias y las imágenes, yo soy el único que puede hacerlo. Pero
a condición de recibir al momento un perdón de la policía
secreta por telégrafo, para mí solo, y que los otros respondan
de sí. Coloque usted una vela encendida todas las noches a las
siete en la ventana de la portería de su casa, ésa será la señal.
Cuando la vea, creeré e iré a besar la mano misericordiosa
venida de Petersburgo, con tal que se me dé una pensión,
porque, de otro modo,

¿cómo voy a vivir? Pero usted no se arrepentirá ya que ello le


valdrá una estrella. Hay que obrar con sigilo, pues de lo
contrario me retuercen el pescuezo.

Quedo de Vuestra Excelencia desesperado servidor, y


librepensador arrepentido, que se arrodilla ante usted.

Anónimo.

578
Von Lembke explicó que habían dejado la carta en la portería
cuando en ella no había nadie.

—Bueno, ¿qué piensa usted? —preguntó Piotr Stepanovich en


tono más bien rudo.

—Parece una broma.

—Lo más probable es que sea eso. A usted no le toma nadie el


pelo.

—Y sobre todo porque es tan estúpido.

—¿Ha recibido usted cosas así antes?

—Dos veces. Siempre anónimas.

—Claro, no las firmarían. ¿De estilo diferente? ¿De letra distinta?

—De estilo diferente y de letra distinta.

—¿Y de tono zumbón como ésta?

—Sí, igual y, sobre todo, muy repugnantes.

—Pues si ha habido otras, ésta es seguramente de la misma


laya.

—Y, sobre todo, la cosa es tan estúpida. Porque ésas son


personas educadas y seguramente no escribirían de ese modo.

—Pues sí, sí.

—Pero ¿y si se trata de alguien que quiere efectivamente


informar a las autoridades?

579
—No es probable —cortó secamente Piotr Stepanovich—. ¿Qué
quiere decir lo del telegrama de la policía secreta y la pensión?
Está claro que es un pasquín.

—Sí, sí —dijo Lembke avergonzado.

—Mire, deje esto de mi cuenta. De seguro que averiguo quién lo


ha escrito.

Me entero antes que los otros.

—Tómelo —asintió Von Lembke tras un breve titubeo.

—¿Se lo ha enseñado usted a alguien?

—A nadie.

—¿Quiere decir a Iulia Mihailovna?

—¡Dios no lo permita! ¡Y, por los clavos de Cristo, no sea usted


quien se lo enseñe! —gritó Lembke aterrado—. Le causaría
mucho sobresalto... y se pondría furiosa conmigo.

—Sí, usted sería el primero en llevarse la bronca. Diría que


merece usted que le escriban de ese modo. Ya se sabe lo que es
la lógica femenina. Bueno,

adiós. Quizá en dos o tres días pueda traerle el anónimo autor


de esta carta. Pero, ante todo, ¡no olvide nuestro acuerdo!

580
Se fue de la casa de Von Lembke convencido de que al menos
se respetaría el plazo de los seis días. Pero se equivocaba,
porque su conclusión tenía como única base la de haberse
inventado de una vez para siempre un Andrei Antonovich que
era un perfecto mentecato. Típico del enfermo de desconfianza,
Andrei Antonovich se lanzaba a la plena confianza no bien salía
de la incertidumbre. El nuevo curso de los acontecimientos se le
presentó al principio con aspecto muy risueño, no obstante
algunas nuevas e inquietantes zozobras. En todo caso, las
dudas anteriores se habían disipado. Además, últimamente
estaba tan cansado, que lo único que deseaba era un poco de
calma. Pero, ¡ay!, una vez más estaba inquieto. Su larga
residencia en Petersburgo había dejado en su mente huellas
indelebles. La historia oficial e incluso secreta de la «nueva
generación» le era conocida con suficiente detalle —era curioso
y coleccionaba proclamas revolucionarias—, pero nunca
entendió palabra de ella. La sensación era la de estar perdido
en el medio del bosque: algo le decía que las cosas no cerraban
lógicamente en los dichos de Piotr Stepanovich, «aunque sabe
Dios lo que podrá pasar con esa “nueva generación” y lo que se
traerá entre manos», como se decía a sí mismo, absorto en
toda suerte de cavilaciones.

Y ahora, además, Blum volvió a asomar la cabeza por la puerta.


Durante la visita de Piotr Stepanovich se había mantenido
cerca. Blum era pariente lejano de Andrei Antonovich, aunque
había ocultado el parentesco con timidez y cuidado toda su

581
vida. Pido perdón al lector por dedicar aquí algunas palabras a
este insignificante individuo. Blum pertenecía a la rara estirpe
de los alemanes

«desdichados», y no por carencia total de dotes, sino por un


motivo desconocido. Los alemanes «desdichados» no son un
mito; existen en realidad, incluso en Rusia, y constituyen una
clase especial. Andrei Antonovich le tuvo siempre una simpatía
conmovedora, y cuando pudo y en la medida de sus propios
éxitos en la Administración le procuró algún puestecillo
subordinado al suyo propio; pero nunca con suerte. O se
eliminaba el puesto por no ser permanente, o se daba la
jefatura de la oficina a otra persona, o, como ocurrió una vez, el
propio Blum era procesado junto con otros funcionarios. Era
hombre escrupuloso, pero adusto, sin necesidad de serlo y en
perjuicio propio: pelirrojo, alto, cargado de espaldas, tétrico,
incluso sentimental y, no obstante su humildad, pertinaz y terco
como un buey, aunque siempre a destiempo. Tanto él como su
mujer y su numerosa prole profesaban a Andrei Antonovich
honda gratitud desde hacía muchos años. A excepción de
Andrei Antonovich, nadie le tuvo nunca aprecio. Iulia Mihailovna
quiso deshacerse de él desde el primer momento, pero no pudo
vencer la obstinación de su marido. Ése fue el primer altercado
conyugal que tuvieron, y ocurrió inmediatamente después de la
boda, en los primeros días de la luna de miel, cuando de
improviso apareció ante ella Blum —a quien hasta entonces se
había mantenido oculto— con el secreto humillante de su

582
parentesco. Andrei Antonovich imploró con las manos juntas,
contó en tono patético la historia entera de Blum y la amistad
que los unía desde la infancia, pero Iulia Mihailovna se sintió
deshonrada para siempre y hasta recurrió al arbitrio de
desmayarse. Pero Von Lembke no dio su brazo a torcer y
declaró que no prescindiría de Blum por nada del mundo ni lo
apartaría de su lado, de modo que ella, perpleja al cabo, se vio
obligada a tolerar a Blum. Ahora bien, quedó acordado que el
parentesco se mantendría aún más secreto que hasta entonces,
si ello era posible; más aún, que se cambiarían el nombre y el
patronímico de Blum, pues por algún motivo eran también
Andrei Antonovich, los mismos de Von Lembke. En nuestra
ciudad Blum no conocía a nadie, salvo a

un boticario alemán, no visitaba a nadie, y llevaba, por


arraigada costumbre, vida solitaria y frugal. Hacía tiempo que
sabía de estos pecados literarios de Andrei Antonovich, ya que
solía hacerle escuchar fragmentos de la novela, mientras Blum
trataba de mantenerse despierto. Al regresar a su casa con su
flaca y desgarbada esposa se lamentaba de la infausta
debilidad que su bienhechor sentía por la literatura rusa.

Andrei Antonovich dirigió a Blum una mirada penosa.

—Te ruego, Blum, que me dejes en paz —dijo con voz rápida y
agitada, deseando por lo visto evitar el diálogo que la llegada
de Piotr Stepanovich había interrumpido.

583
—Y, sin embargo, la cosa podría llevarse a cabo de manera muy
delicada y sin la menor publicidad; al fin y al cabo, tiene usted
poderes —dijo Blum, insistiendo en algún punto, con respeto
pero tenazmente, y encorvando la espalda a medida que se iba
acercando a Andrei Antonovich.

—Blum, eres tan fiel y tan servicial conmigo que tiemblo de


miedo cada vez que te miro.

—¿No será por lo que le ha dicho ese joven mentiroso en quien


ni siquiera usted confía? Lo ha engañado con este asunto del
talento literario.

—Blum, no entiendes nada. Tu proyecto es absurdo, te lo


aseguro. No encontraremos nada y pondrán el grito en el cielo;
se reirán luego y después vendrá Iulia Mihailovna...

—Encontraremos lo que buscamos, estoy seguro —dijo Blum


acercándose con paso firme y la mano derecha en el corazón—.
Hacemos el registro de sopetón, por la mañana temprano, con
la máxima cortesía hacia ese señor y observando
rigurosamente las formas legales. Los jóvenes, Liamshin y
Teliatnikov, tienen la completa seguridad de que hallaremos
todo lo que queremos. Ambos iban seguido de visita. Nadie
siente mucha simpatía por el señor Verhovenski. La generala
Stavrogina se niega claramente a seguir ayudándolo, y todo
hombre honrado, si es que los hay en esta ciudad de palurdos,
está convencido de que allí ha estado oculta siempre la fuente
de la incredulidad y de las doctrinas sociales subversivas. Allí

584
guarda todos los libros prohibidos, los Pensamientos de
Ryleyev, las obras completas de Herzen... De cualquier modo,
tengo un catálogo aproximado...

—¡Ay, Dios! ¡Pero si esos libros los tiene todo el mundo! ¡Pero
qué simple eres, mi pobre Blum!

—Y muchas proclamas revolucionarias —Blum prosiguió sin


escuchar la observación—. Acabaremos por descubrir la pista
de las hojas que se imprimen aquí. Ese joven Verhovenski me
parece muy sospechoso, muy sospechoso.

—Estás confundiendo al padre con el hijo. Los dos no se llevan


bien. El hijo se ríe abiertamente del padre.

—Es para despistar.

—¡Blum, qué quieres! ¡Mortificarme! Piensa que, en todo caso, se


trata de una persona que goza de prestigio aquí. Fue profesor,
es hombre conocido, armará un escándalo mayúsculo, la
ciudad entera lo tomará enseguida a broma y al cabo lo
echaremos todo a perder..., ¡y piensa en lo que dirá Iulia
Mihailovna!

Blum prosiguió, sin escuchar.

—Apenas fue profesor auxiliar, nada más que auxiliar; y en el


escalafón sólo asesor colegiado cuando se acogió al retiro —
añadió golpeándose el pecho—

585
. No ha recibido distinción ninguna y fue dado de baja por
sospechoso de conspirar contra el gobierno. Estuvo vigilado por
la policía y sin duda lo sigue

estando. Y en vista de los desórdenes que ahora se descubren,


tiene usted sin duda esa obligación. Muy al contrario, es usted
el que sacrifica una distinción por apoyar al verdadero criminal.

—¡Iulia Mihailovna! ¡Vete, Blum! —gritó de pronto Von Lembke al


oír la voz de su mujer en la habitación vecina.

Blum se estremeció, pero no se dio por vencido.

—Por favor, señor, por favor, deme su permiso —insistió,


apretando aún más ambas manos contra el pecho.

—¡Vete! —gritó Andrei Antonovich rechinando los dientes—. ¡Haz


lo que quieras... más tarde...! ¡Dios mío!

Se levantó la cortina y apareció Iulia Mihailovna. Al ver a Blum


se detuvo majestuosamente y le dirigió una mirada arrogante y
ofensiva, como si la sola presencia de ese hombre allí fuera un
insulto para ella. Blum le hizo una profunda reverencia,
silenciosa y respetuosamente, y, encorvado en señal de
pleitesía, se dirigió de puntillas a la puerta con las manos ya un
poco separadas.

Fuera porque, en efecto, entendiese la postrera exclamación


histérica de Andrei Antonovich como licencia inequívoca para
proceder como lo había solicitado, o por deseo de obrar,

586
acallando su conciencia, en provecho de su bienhechor,
firmemente persuadido como estaba del éxito final de la
empresa, el caso es que de este coloquio entre el gobernador y
su subordinado resultó, como se verá en lugar oportuno, algo
enteramente inesperado que hizo reír a muchos, que causó
mucho ruido, que provocó la ira furiosa de Iulia Mihailovna y
que, por último, desquició por completo a Andrei Antonovich,
que se dejó caer en la indecisión justo cuando apremiaba entrar
en acción.

Día complicado para Piotr Stepanovich. Luego de ver a Von


Lembke corrió hasta la calle Bogoyavlenskaya, pero al pasar
por la calle Bykova, junto a la casa en que se hospedaba
Karmazinov, se detuvo de pronto, sonrió con su mueca habitual,
y entró. Aunque no había dado noticias de su visita, el criado lo
recibió diciéndole que se lo estaba esperando. Y así era, el gran
escritor quería verlo desde hacía una semana. Tres días antes
le había entregado el manuscrito de Merci (que pensaba leer
en la matinée literaria el día del festival de Iulia Mihailovna), y
lo había hecho por benevolencia, en la firme convicción de que
halagaría mucho la vanidad del joven dándole a leer de
antemano la gran obra. Piotr Stepanovich había advertido ya
mucho antes que este caballero vanidoso, mimado y
ofensivamente inalcanzable para quien no estuviera entre los
elegidos, ese «talento casi nacional», trataba sencillamente de

587
congraciarse con él, y hasta con notable ahínco. Tengo la
impresión de que el joven acabó por sospechar que
Karmazinov, aunque no lo considerase el cabecilla de toda la
organización secreta revolucionaria en Rusia, era por lo menos
uno de los mejor iniciados en los secretos de la revolución rusa
y uno de los que gozaban de indiscutible ascendiente entre la
juventud. El estado de ánimo del «hombre más listo de Rusia»
interesaba a Piotr Stepanovich, pero por algunos motivos había
evitado hasta entonces cambiar impresiones con él.

El gran escritor se hospedaba en casa de una hermana, esposa


de un gentilhombre de cámara y propietaria de tierras en
nuestra provincia. Ambos, marido y mujer, veneraban a su
ilustre pariente, pero cuando llegó en esta ocasión ambos se
encontraban en Moscú, con gran pesar suyo, por lo que el honor
de recibirlo recayó sobre una señora anciana, también pariente
lejana y pobre del gentilhombre, que vivía en la casa y desde
hacía largo tiempo desempeñaba el oficio de ama de llaves.
Toda la casa andaba de puntillas desde la llegada del señor
Karmazinov. La anciana escribía a Moscú casi todos los días
acerca de cómo el escritor había pasado la noche y de lo que
había comido, y una vez mandó un telegrama con la noticia de
que, después de un banquete en casa del alcalde, había tenido
que tomar una cucharada de cierta medicina. Sólo raras veces
se atrevía a entrar en el cuarto del huésped, aunque éste la
trataba cortésmente, si bien con sequedad, y hablaba con ella
sólo cuando precisaba alguna cosa.

588
Piotr Stepanovich ingresó en la casa cuando éste comía su
filete matinal con medio vaso de vino tinto. Piotr Stepanovich
había pasado ya antes a verlo y siempre lo había encontrado
frente a ese filete matutino, que consumía en presencia del
visitante, sin invitarlo una sola vez a almorzar con él. Después
del filete le trajeron una tacita de café. El criado que le servía
vestía de frac, llevaba guantes y calzaba zapatos de suela
blanda que no hacían ruido.

—¡Ahh! —Karmazinov se levantó del sofá, pasándose la


servilleta por los labios con los ojos brillantes de contento;
intercambió unos besos con el visitante, hábito característico de
los rusos si son muy famosos. Pero Piotr Stepanovich recordó
por experiencia lo de los besos, y cuando Karmazinov levantó la
mejilla, él levantó la suya. Ambas mejillas se tocaron.
Karmazinov, haciendo como si no lo hubiera notado, tomó
asiento en el sofá y señaló amablemente a Piotr Stepanovich un
sillón frente a él, donde el visitante se repantingó.

—Supongo que no... ¿No quiere usted almorzar? —preguntó el


anfitrión, alterando esta vez su costumbre, pero, por supuesto,
con aire patente de esperar una negativa cortés. Piotr
Stepanovich al momento expresó el deseo de

almorzar. Un velo de sorpresa contrariada cubrió el rostro del


anfitrión, pero fue sólo un instante. Tiró nerviosamente de la
campanilla y, a despecho de su buena educación, levantó la voz

589
desabridamente para mandar al criado que trajera un segundo
almuerzo.

—¿Qué tomará usted? —preguntó una vez más.

—Filete y café. Y pida que traigan más vino. Tengo un hambre


feroz — respondió Piotr Stepanovich examinando con tranquila
atención el atuendo de su anfitrión. El señor Karmazinov vestía
una especie de chaqueta casera acolchada, con botones de
nácar, pero demasiado corta, lo que no iba bien con su
abdomen bastante rotundo y con sus muslos de voluminosa
redondez; pero hay gustos de todas clases. Las rodillas las tenía
cubiertas con una manta de lana a cuadros, aunque no hacía
frío en la habitación.

—¿Qué? ¿Está usted enfermo? —observó Piotr Stepanovich.

—No, no lo estoy, pero temo estarlo en este clima —respondió el


escritor con su voz aguda, midiendo delicadamente cada
palabra y con un agradable ceceo aristocrático—. Ya le estuve
esperando ayer.

—¿Por qué? No prometí venir.

—Es verdad, pero tiene mi manuscrito. ¿Lo ha... leído?

—¿Manuscrito? ¿Qué manuscrito? Karmazinov quedó


terriblemente sorprendido.

—Pero lo habrá traído, ¿no? —preguntó con alarma tal que


hasta dejó de comer y miró a Piotr Stepanovich con cara de
terror.

590
—¡Ah! ¿Se refiere usted a Bonjour?

—Merci.

—Da lo mismo. Se me olvidó por completo y no lo he leído. No


he tenido tiempo. La verdad es que no sé a punto fijo..., en los
bolsillos no está..., lo habré dejado en mi mesa. No se preocupe,
que ya aparecerá.

—No. Lo mejor será mandar a alguien por él a casa de usted.


Puede perderse y, además, pueden robarlo.

—Pero ¿quién iba a quererlo? ¿Y por qué se asusta tanto? Iulia


Mihailovna me ha dicho que manda usted hacer varias copias,
una la deja con su notario en el extranjero, otra en Petersburgo,
otra más en Moscú, y la cuarta la envía usted al banco, ¿no es
así?

—Pero, hombre, también Moscú puede quemarse y con él mi


manuscrito.

No, lo mejor será que mande por él.

—¡Espere! ¡Aquí está! —y Piotr Stepanovich sacó del bolsillo


trasero un envoltorio de notas—. Está algo arrugado. ¡Hay que
ver! Desde que me lo dio usted lo he tenido todo el tiempo en el
bolsillo de atrás revuelto con el pañuelo. Lo olvidé por completo.

Karmazinov cogió el manuscrito con ansia, lo hojeó con


cuidado, contó las hojas y lo colocó respetuosamente en una
mesita especial que tenía junto a sí, pero sin perderlo de vista
un momento.

591
—Por lo visto, no lee usted mucho —siseó, sin poder contenerse.

—No, no mucho.

—¿Y nada de literatura rusa?

—¿De literatura rusa? Sí, un momento, he leído Por el camino... o


En camino... o En la encrucijada del camino, o algo por el estilo.
No me acuerdo. Hace mucho que lo leí, cinco años. No tengo
tiempo.

Hubo una breve pausa.

—Cuando llegué, dije a todo el mundo que es usted un hombre


extraordinariamente inteligente, y ahora, parece que todos
quieren alabarlo.

—Muchas gracias —contestó Piotr Stepanovich con humildad.

Trajeron el almuerzo. Piotr Stepanovich comenzó a comer el


filete con singular apetito, lo devoró en un tris, se bebió el vino y
tomó el café.

«Ese tramposo —pensaba Karmazinov mirándolo de reojo, en


tanto que acababa con el último bocado y apuraba la última
gota—, ese patán seguramente entendió al momento toda la
mordacidad de mi frase... y, por supuesto, ha leído el
manuscrito con avidez, y miente sólo por fastidiar. Pero
también puede ser que no mienta y que sea sencillamente
tonto. A mí me gusta que un hombre de genio sea un poco

592
estúpido. ¿No es éste algo así como un genio entre los suyos?
En fin, que se lo lleve el demonio».

Se levantó del sofá y se puso a pasear por la habitación para


estirar las piernas, cosa que hacía siempre después de
almorzar.

—¿Se marcha usted pronto? —preguntó Piotr Stepanovich


desde su sillón, encendiendo un cigarrillo.

—Yo, en realidad, he venido a vender mi finca y dependo ahora


de mi administrador.

—¿Pero no vino porque allí se esperaba una epidemia después


de la guerra?

—N-no, no fue precisamente por eso —prosiguió el señor


Karmazinov midiendo afablemente sus frases y sacudiendo un
poco el piececito derecho cuando daba la vuelta en un extremo
de la habitación—. Yo, a decir verdad, tengo intención de vivir lo
más posible —añadió, riendo no sin malicia—. En la aristocracia
rusa hay algo que la desgasta rápidamente, en todos los
aspectos. Pero yo pienso desgastarme lo más tarde posible y
ahora me voy al extranjero para siempre. Allí el clima es mejor,
las casas son de piedra y todo es más fuerte. Pienso que
Europa se tendrá en pie mientras yo viva.

Y usted, ¿qué piensa?

—¡Yo qué sé!

593
—Hum. Si la Babilonia de allí se viene efectivamente abajo y el
batacazo es grande (y en eso estoy de acuerdo con usted,
aunque creo que se mantendrá en pie el resto de mi vida),
entonces no hay nada que pueda desmoronarse aquí en Rusia,
relativamente hablando. Aquí no hay piedras que puedan
caerse, sino que todo se disolverá en barro. La Santa Rusia
está en peores condiciones que nadie para ofrecer resistencia a
nada. El pueblo bajo sobrevivirá con ayuda de su Dios ruso,
pero, según las últimas noticias, el Dios ruso no es muy de fiar y
apenas ha podido oponerse a la emancipación de los siervos. Al
menos, se ha bamboleado bastante. Y con eso de los
Ferrocarriles y con que ustedes... Yo, francamente, no creo en
absoluto en el Dios ruso.

—¿Y en el europeo?

—Tampoco. En ninguno. A mí se me ha calumniado ante la


juventud rusa. Yo siempre he simpatizado con todos y cada uno
de sus movimientos. Me han enseñado esas hojas subversivas
de aquí. La gente las mira confusa porque se asusta de su
forma de expresión, pero está segura de su gran eficacia,
aunque sin darse cuenta por completo. Todos están cayendo
desde hace tiempo y todos saben desde hace tiempo que no
tienen de dónde agarrarse. Yo estoy seguro del éxito de esa
propaganda clandestina porque hoy Rusia es, ante todo, el
único sitio del mundo donde puede suceder cualquier cosa sin
la menor oposición. Entiendo demasiado bien por qué los rusos
pudientes se van por pies al extranjero, y cada año en mayor

594
número. Es sólo cuestión de instinto. Cuando el barco se hunde,
las ratas son las primeras en abandonarlo. La Santa Rusia es un
país de madera, de miseria y... de peligro, un país de mendigos
vanidosos en los

altos niveles sociales, mientras que la inmensa mayoría vive en


chozas inmundas. Se alegrará de cualquier solución con tal de
que se la expliquen. El gobierno es el único que todavía quiere
oponerse, pero lo que hace es blandir el garrote en la oscuridad
y apalear a sus propios partidarios. Aquí todo está sentenciado
y condenado a muerte. Rusia, tal como es ahora, no tiene
porvenir. Yo me he nacionalizado alemán y lo tengo a mucha
honra.

—Usted empezó hablando de las hojas revolucionarias. Quiero


saber qué piensa de ellas.

—Todo el mundo les teme, lo que demuestra que son efectivas.


Ponen el fraude claramente al descubierto y prueban que aquí
no hay nada de qué agarrarse ni nada en qué apoyarse. Hablan
alto cuando todos hacen silencio. Lo más impresionante de
ellas (a pesar de la forma) es ese atrevimiento, insólito hasta
ahora, de mirar la verdad cara a cara. Esa facultad de mirar la
verdad cara a cara es propia de los rusos de la generación
actual. No. En Europa no son aún tan atrevidos, Allí los reinos
son de piedra, allí hay algo en qué apoyarse. Por lo que veo y se
me alcanza, toda la esencia de la idea revolucionaria rusa

595
consiste en la negación del honor. Me gusta que eso se exprese
de manera tan atrevida y audaz. No. En Europa no podrían
entenderlo todavía, pero aquí es cabalmente en eso en lo que se
hace hincapié. Para el ruso, el honor no es más que una carga
superflua; y siempre ha sido una carga, en el curso entero de su
historia. Se lo puede atraer mucho mejor con un franco
«derecho al deshonor». Yo pertenezco a la vieja generación y
confieso que estoy a favor del honor, pero sólo por costumbre.
Me gustan las viejas formas, pero digamos que sólo por
pusilanimidad; de alguna manera tengo que llenar los años que
me quedan.

Se detuvo de pronto.

«Y yo habla que te habla —pensó— y él no hace más que


quedarse callado, mirándome. Él ha venido para que le haga
una pregunta directa. Pues bien, se la voy a hacer».

—Iulia Mihailovna me ha pedido que averigüe de usted, por


algún subterfugio, qué clase de sorpresa prepara usted para el
baile de pasado mañana

—preguntó de improviso Piotr Stepanovich.

—Sí, habrá, en efecto, una sorpresa, y los voy a dejar a todos


turulatos... — dijo Karmazinov con aire importante—, pero no
voy a decirle a usted el secreto.

Piotr Stepanovich no insistió.

596
—Aquí vive un sujeto llamado Shatov —dijo el gran escritor— y
figúrese usted que aún no le he visto.

—Buena persona. Bien, ¿y qué?

—Pues nada; que habla de muchas cosas. ¿No es el que dio una
bofetada a Stavrogin?

—Sí.

—¿Y qué piensa usted de Stavrogin?

—No lo sé; una especie de Don Juan.

Karmazinov detestaba a Stavrogin porque éste se había


empeñado en no percatarse de su presencia.

—Ese Don Juan será el primero a quien colgarán de un árbol si


sucede lo que predican esas proclamas subversivas —dijo
Karmazinov con una risita.

—Quizá aun antes de eso —Piotr Stepanovich apuntó de pronto.

—Le estará bien empleado —asintió Karmazinov, ya sin reírse y


en un tono muy serio.

—Eso ya lo dijo usted otra vez; y sepa que yo se lo dije a él.

—¿Cómo? ¿Se lo dijo usted?

—Contestó que, si a él le colgaran, a usted bastaría con que lo


vapuleasen, pero no por pura forma, sino que le diesen una
buena paliza, como las que les dan a los campesinos.

597
Piotr Stepanovich tomó el sombrero y se levantó. Karmazinov,
al despedirle, le alargó ambas manos.

—Y, vamos a ver —preguntó con voz aguda y melosa y una


entonación peculiar, mientras retenía en las suyas las manos de
Piotr Stepanovich—, si lo que ustedes traman llega a pasar...,
¿cuándo cree usted que será?

—¡Yo qué sé! —contestó Piotr Stepanovich con alguna


brusquedad. Ambos se miraron fijamente.

—¿Poco más o menos? ¿Aproximadamente? —Karmazinov


acentuó el empalago de su voz.

—Tendrá usted tiempo para vender su finca y escurrir el bulto —


dijo Piotr Stepanovich en tono más brusco aún. Se miraron con
mayor intensidad. Hubo unos segundos de silencio.

—Empezará a principios de mayo y acabará para principios de


octubre — declaró de pronto Piotr Stepanovich.

—Mil gracias —dijo Karmazinov con voz cálida, estrechándole


ambas manos.

«Una rata como tú tendrá tiempo para escapar del barco —


pensó Piotr Stepanovich al salir a la calle—. Ahora bien, si este
“talento casi nacional” pregunta con tanta confianza por el día
y la hora, y me agradece respetuosamente la información que
le doy, quiere decirse que nosotros no tenemos por qué dudar
—agregó con sonrisa torcida—. Hum. Al fin y al cabo no es

598
tonto..., es sólo una rata que cambia de domicilio. Éste no irá
con cuentos a la policía».

Corrió a casa de Filippov, en la calle Bogoyavlenskaya.

Piotr Stepanovich entró primero a ver a Kirillov. Éste, según


costumbre, estaba solo, y en esta ocasión hacía gimnasia en
medio del cuarto, es decir, con las piernas abiertas hacía girar
los brazos de un modo especial por encima de la cabeza. En el
suelo había una pelota. En la mesa estaba, ya frío, el desayuno,
aún sin recoger. Piotr Stepanovich permaneció un instante en el
umbral.

—¡Hay que ver lo bien que cuida usted de su salud! —dijo en voz
alta y alegre entrando en el cuarto—. ¡Qué bonita pelota! ¡Y
cuánto bota! ¿Es también para la gimnasia?

Kirillov se endosó la levita.

—Sí, también para la salud —murmuró con sequedad—.


Siéntese.

—Vengo sólo un momento; pero, aun así, voy a sentarme. Lo de


la salud está muy bien, pero a lo que vengo es a recordarle un
pacto. El plazo se acerca... en cierto sentido —concluyó,
retorciéndose con embarazo.

—¿Qué pacto?

599
—¿Cómo que qué pacto? —preguntó Piotr Stepanovich
sorprendido, casi asustado.

—Eso no fue ni pacto ni obligación. Yo no me comprometí a


nada. Eso es mala interpretación suya.

—Pero, oiga, ¿qué quiere decir con eso? —preguntó Piotr


Stepanovich levantándose de un salto.

—Lo que me dé la gana.

—¿Y eso significa?

—Lo de antes.

—¿Y cómo se entiende eso? ¿Quiere decir que sigue con el


propósito de antes?

—Lo quiere decir. Ahora bien, no hay pacto ni lo ha habido, y yo


no me comprometí a nada. Sólo mi libre voluntad y sigue siendo
sólo mi libre voluntad.

Kirillov hablaba en tono perentorio y desdeñoso.

—De acuerdo, de acuerdo; sólo su voluntad, con tal de que no


cambie — Piotr Stepanovich volvió a sentarse ya con aire
satisfecho—. Se sulfura usted por una mera palabra. De algún
tiempo a esta parte se ha vuelto muy quisquilloso. Por eso
evitaba venir a visitarle. Pero estaba seguro de que no nos
traicionaría.

—Yo a usted no lo estimo mucho; pero puede estar


completamente seguro.

600
Aunque no reconozco eso de traicionar o no traicionar.

—Pero, mire —dijo Piotr Stepanovich nuevamente alarmado—,


es menester hablar con claridad para no desbarrar. El asunto
requiere precisión y usted no hace más que exasperarme. ¿Me
permite que hable?

—Hable —dijo Kirillov secamente y sin mirarle.

—Hace tiempo que decidió usted suicidarse... o, al menos, ha


tenido esa idea. ¿Me he expresado bien? ¿Me he equivocado en
algo?

—Sigo teniendo la misma idea.

—Perfectamente. Observe además que nadie lo ha obligado.

—Claro que no. ¡Qué tonterías dice usted!

—Bueno, bueno. Me he expresado tontamente. Sin duda, habría


sido una idiotez obligarlo. Prosigo. Usted ya es miembro de la
Sociedad bajo la antigua organización y se lo confesó usted a
uno de sus miembros.

—No se lo confesé. Sencillamente se lo dije.

—Bueno. Habría sido ridículo «confesarlo», como si fuera una


revelación.

Usted sencillamente se lo dijo. Está bien.

—No está bien, porque sigue usted farfullando. No debo a usted


explicación alguna, ni puede usted entender mis pensamientos.

601
Quiero suicidarme porque tengo esa idea, porque me repugna
el temor a la muerte, porque..., porque eso no le importa a
usted... ¿Qué quiere? ¿Té? Está frío. Espere que le traiga otro
vaso.

En efecto, Piotr Stepanovich había cogido la tetera y buscaba


un vaso vacío. Kirillov fue al aparador y trajo un vaso limpio.

—Acabo de almorzar en casa de Karmazinov —observó el


visitante—. Después he estado escuchándolo y sudando; luego
he venido corriendo aquí y sudando... y me estoy muriendo de
sed.

—Beba. El té frío está bueno.

Kirillov volvió a sentarse y a clavar los ojos en el otro extremo


del cuarto.

—A la Sociedad se le ocurrió —prosiguió en el mismo tono de


voz— que podría serle útil suicidándome, y que cuando usted
armara aquí un escándalo y las autoridades buscaran a los
responsables, yo de pronto me pegaría un tiro y dejaría una
carta en la que me declararía culpable, de modo que no
sospecharan de usted durante todo un año.

—Aunque no fuesen más que unos días. Hasta un día solo sería
valioso.

—Bien. A este respecto me dijeron que, si lo deseaba, podía


esperar. Yo les contesté que aguardaría hasta que la Sociedad
dijera cuándo, porque a mí me da lo mismo.

602
—Sí, pero no se olvide de que se comprometió a escribir la
última carta sólo con mi ayuda, y a que, cuando llegase usted a
Rusia, estaría a mi..., bueno, para decirlo de alguna manera, a
mi disposición; claro que sólo para tal ocasión, y que quedaría
usted libre para todo lo demás —agregó Piotr Stepanovich casi
amable.

—No me comprometí. Consentí, porque a mí me da igual.

—Muy bien, muy bien. No tengo la menor intención de lastimar


el orgullo de usted, pero...

—No es cuestión de orgullo.

—Pero recuerde que le dieron ciento veinte táleros para gastos


de viaje; es decir, que aceptó usted dinero.

—No hay tal —salió Kirillov—. El dinero no era para eso. Para
eso no se acepta dinero.

—A veces se acepta.

—Miente usted. Yo lo expliqué por carta desde Petersburgo, y


en Petersburgo le devolví a usted en propia mano ciento veinte
táleros..., dinero que se habrá mandado desde allí, si es que
usted no lo guardó.

—Bueno, bueno. No quiero discutir sobre ello. Ese dinero fue


enviado. Lo que ahora cuenta es que siga usted con la idea de
antes.

—Con la misma. Cuando venga usted y me diga «ya es hora», lo


hago.

603
¿Qué? ¿Va a ser pronto?

—No faltan muchos días... Pero recuerde que escribiremos la


carta juntos esa misma noche.

—No importa que sea el mismo día. ¿Dice usted que debo
hacerme responsable de las proclamas subversivas?

—Y de algo más.

—No me haré responsable de todo.

—¿De qué no se va a hacer responsable? —preguntó Piotr


Stepanovich, de nuevo alarmado.

—De lo que no quiera. Basta. No quiero hablar más del tema.

Piotr Stepanovich se contuvo y dio otro giro a la conversación.

—Hay otra cosa de que quiero hablar —anunció—. ¿Estará


usted esta noche con nosotros? Es el día del santo de Virginski y
con ese pretexto nos juntaremos allí.

—No quiero.

—Hágame el favor. Vaya. Es necesario. Es necesario dar ánimos


con nuestro número y nuestras caras... Usted tiene una cara...,
quiero decir que tiene usted una cara fatídica.

—¿Cree usted? —dijo Kirillov riéndose—. Bueno, iré; pero no por


lo de la cara. ¿A qué hora?

604
—Oh, cuanto más temprano mejor. A las seis y media. Y, ¿sabe?,
puede entrar, sentarse y no hablar con nadie, aunque haya
mucha gente. Pero no se olvide de llevar papel y lápiz.

—Y eso ¿para qué?

—¿Y a usted qué le importa? Es un capricho mío. Usted


sencillamente se sienta sin hablar con nadie, escucha y, de
cuando en cuando, hace como si tomara notas. Puede pintar
monos si tiene ganas.

—¡Qué tontería! ¿Y por qué?

—¿Y a usted qué más le da? ¿No dice usted que le es igual?

—No. ¿Por qué?

—Bueno, porque un miembro de la Sociedad, el inspector, se ha


quedado en Moscú, y yo he dicho a alguien de aquí que podría
visitarnos el inspector. Pensarán que es usted el inspector, y
como ya lleva usted aquí tres semanas la sorpresa será todavía
mayor.

—Eso es una farsa. No hay inspector en Moscú.

—Es verdad, no lo hay. Pero ¡maldita sea!, ¿qué le importa a


usted? ¿Qué le molesta tanto? ¿No es usted miembro de la
Sociedad?

—Dígales que soy el inspector. Me sentaré y guardaré silencio,


pero eso del papel y el lápiz no lo quiero.

—Pero ¿por qué no?

605
—Porque no quiero.

Piotr Stepanovich se enfureció hasta casi ponerse verde, pero


una vez más se contuvo, se levantó y agarró el sombrero.

—¿Está ése aquí? —preguntó a media voz.

—Está.

—Bueno. Me lo llevaré pronto, no se preocupe.

—No me preocupo. Aquí sólo viene a dormir. La vieja está en el


hospital y la nuera está muerta. Hace dos días que estoy solo.
Le he mostrado un sector en la valla donde se puede quitar un
tablón. Sale por allí sin que nadie lo vea.

—Me lo llevaré de aquí pronto.

—Dice que tiene muchos lugares donde pasar la noche.

—Miente. La policía lo está buscando y aquí por el momento


está a salvo.

¿Ha hablado usted con él?

—Sí. Toda la noche. Dice cosas horribles de usted. Yo de noche


le leo el Apocalipsis y los dos bebemos té. Escucha con
atención, sí, con mucha atención, toda la noche.

—¡Qué diablo! Lo va a convertir usted al cristianismo.

—¡Pero si es cristiano! No se preocupe. Matará. ¿A quién quiere


usted que mate?

—No. No lo quiero para eso. Lo quiero para otra cosa... Y


Shatov ¿sabe algo de Fedka?

606
—No hablo con Shatov ni le veo.

—¿Es que está enojado?

—No, no estamos enojados, sino que cada cual tira por su lado.
Vivimos juntos en América demasiado tiempo.

—Ahora paso a verle.

—Como quiera.

—Quizá Stavrogin y yo pasemos a verlo a usted después de la


reunión, a eso de la diez.

—Vengan.

—Tengo que hablar con él de algo importante... Oiga, regáleme


la pelota.

¿De qué va a servirle ahora? Yo también la quiero para hacer


gimnasia. Si desea, se la pago.

—Tómela, no hace falta que me dé nada.

Piotr Stepanovich se metió la pelota en el bolsillo trasero.

—Pero no le daré nada contra Stavrogin —murmuró al despedir


a su visitante.

Las últimas palabras de Kirillov desconcertaron mucho a Piotr


Stepanovich. Apenas tuvo tiempo para preguntarse sobre su
significado; pero ya subiendo la escalera que conducía al
cuarto de Shatov se esforzó por trocar el descontento de su

607
semblante en gesto amable. Shatov estaba en casa y algo
indispuesto. Estaba acostado en la cama, pero vestido.

—¡Qué mala suerte! —gritó Piotr Stepanovich desde el umbral—.


¿Enfermo de cuidado?

La afable expresión de su rostro desapareció en un segundo;


algo avieso brilló en sus ojos.

—No me pasa nada —repuso Shatov levantándose nervioso—.


No estoy en absoluto enfermo. Sólo un pequeño dolor de
cabeza...

Parecía sorprendido. La llegada repentina de tal visitante sin


duda lo había asustado.

—Vengo a verlo por un asunto que no deja paso a la


enfermedad —Piotr Stepanovich empezó a hablar con rapidez y
en tono un tanto imperioso—. Permita que me siente —añadió
sentándose—, y usted vuelva a sentarse en su catre. Así. Hoy, so
pretexto de ser el día del santo de Virginski, algunos de
nosotros nos vamos a reunir en su casa. No habrá, sin embargo,
nada más; se han tomado las medidas necesarias. Yo iré con
Nikolai Stavrogin. Por supuesto que no lo llevaría a usted a la
fuerza, dada su manera de pensar actual..., es decir, no quiero
que se sienta incómodo allí. Ni tampoco pensamos que nos
vaya a denunciar. Pero, según despuntan las cosas, será
preciso que vaya usted. Allí encontrará a las personas con
quienes decidiremos por fin cómo darlo a usted de baja en la
Sociedad y a quién deberá entregar el material que tiene en su

608
posesión. Lo arreglaremos discretamente. Yo lo llevo a usted a
un rincón, y aunque habrá mucha gente, nadie tiene por qué
darse cuenta. Debo confesar que he tenido que esforzar mucho
la lengua en favor de usted; pero ahora todos parecen
conformes, a condición de que entregue la imprenta y todos los
papeles. Después de eso puede usted ir a donde le venga en
gana.

Shatov escuchaba cejijunto y rencoroso. El temor nervioso de


antes había desaparecido por completo.

—No reconozco obligación alguna de dar cuenta de nada a


nadie —dijo categóricamente—. Nadie tiene derecho a ponerme
en libertad.

—No es precisamente así. A usted le hemos confiado muchas


cosas. Usted no tenía derecho a romper con nosotros de esa
manera. Y, en fin de cuentas,

nunca dio una explicación clara, con lo que puso a todos en una
situación equívoca.

—Cuando vine aquí lo expliqué claramente por carta.

—No. Está claro que no —objetó con calma Piotr Stepanovich—.


Yo, por ejemplo, le mandé «Un espíritu noble» para que lo
imprimiera aquí y guardara los ejemplares hasta que se le
pidieran. Había también dos octavillas. Usted lo devolvió todo
con esa carta ambigua que no significaba nada.

609
—Yo me negué a imprimir eso.

—Sí, pero no rotundamente. Usted escribió diciendo «No


puedo», pero sin explicar por qué. «No puedo» no significa lo
mismo que «no quiero». Cabía pensar que no podía usted
hacerlo por razones materiales. Así lo entendieron ellos, y
sacaron la conclusión de que usted estaba de acuerdo en
continuar afiliado a la Sociedad y, por lo tanto, podían confiarle
otras cosas y comprometerse todavía más. Aquí dicen que lo
que usted se proponía era sencillamente engañarlos y
denunciarlos cuando recibiera algún informe importante. Yo lo
defendí cuanto pude y les mostré ese par de renglones de su
nota como testimonio a favor de usted. Pero debo confesar,
después de releer la nota ahora, que ese par de renglones es
confuso y se presta a engaño.

—¿Y ha conservado usted esa nota con tanto cuidado?

—No importa que la haya conservado. Lo que importa es que


ahora la tengo.

—¡Pues guárdela, qué demonio! —gritó Shatov rabioso—. ¡Deje


que esos imbéciles de usted crean que los he denunciado! ¡Me
importa un pito! ¡Quisiera ver yo lo que me pueden hacer!

—Lo pondrían en la lista negra y lo ahorcarían con el primer


éxito de la revolución.

—¿Cuando consigan ustedes el poder y conquisten a Rusia?

610
—No se ría. Repito que he salido en su defensa. Pero, sea como
fuere, le aconsejo que vaya a la reunión de hoy. ¿A qué vienen
esas palabras inútiles, nacidas de un falso orgullo? ¿No será
mejor separarnos amistosamente? Porque, en todo caso, tendrá
usted que devolver la prensa, los tipos y todos los papeles
viejos. De eso hablaremos.

—Iré —murmuró Shatov, inclinando pensativo la cabeza. Piotr


Stepanovich lo miraba de reojo desde su asiento—. ¿Estará
Stavrogin? — preguntó Shatov de pronto, levantando la cabeza.

—No faltará.

—¡Ja, ja!

De nuevo guardaron silencio unos segundos. Shatov sonreía


despreciativo e irritado.

—Y ese infame «Espíritu noble» de usted que no quise imprimir


aquí, ¿lo ha publicado ya?

—Sí.

—¿Y trata de hacer creer a los alumnos de secundaria que el


propio Herzen lo escribió en el álbum de usted?

—El propio Herzen.

Esta vez el silencio duró unos tres minutos. Shatov se levantó


finalmente de la cama.

—¡Váyase de aquí! No quiero estar en la misma habitación que


usted.

611
—Me voy —dijo Piotr Stepanovich casi alegre, levantándose al
momento—. Sólo una palabra más: Kirillov, por lo visto, está
ahora solo en su cuarto, sin criada, ¿no es eso?

—Está solo. Váyase, que no soporto estar con usted en la


misma habitación.

«¡Bueno! ¡Ahora estás arreglado! —pensaba gozoso Piotr


Stepanovich al salir a la calle—. También lo estarás esta noche,
y así es como necesito que estés. La cosa no podría presentarse
mejor, ¡imposible que se presentara mejor! ¡El propio Dios ruso
me está ayudando!».

Sin duda estuvo muy atareado ese día, yendo de la ceca a la


meca con diversos fines; y, por lo visto, con buen resultado,
como se colegía por la expresión satisfecha de su rostro cuando
al anochecer, a las seis en punto, se presentó en casa de Nikolai
Vsevolodovich. Sin embargo, no fue recibido de inmediato;
desde hacía un instante Mavriki Nikolayevich tenía una reunión
a puerta cerrada con Nikolai Vsevolodovich en el despacho de
éste. Esta noticia lo inquietó por un momento. Se sentó junto a
la puerta del despacho para aguardar la salida del visitante.
Podía escuchar la conversación, pero sin distinguir las palabras.
La visita no duró mucho; pronto se oyó un rumor, tronó una voz
sonora y aguda e inmediatamente después se abrió la puerta y

612
salió Mavriki Nikolayevich, más blanco que una sábana. Ni se
dio cuenta de la presencia de Piotr Stepanovich y pasó de
largo. Piotr Stepanovich, al momento, entró corriendo.

No puedo omitir una relación detallada de esa entrevista,


sobremanera breve, entre los dos «rivales» —entrevista al
parecer imposible, dadas las circunstancias, pero que, sin
embargo, se realizó—.

Ocurrió del modo siguiente: después de comer, Nikolai


Vsevolodovich dormía una siesta en el sofá de su despacho
cuando Aleksei Yegorovich le anunció la llegada del inesperado
visitante. Al oír su nombre, Nikolai Vsevolodovich se levantó de
un salto sin poder entender; pero pronto apareció en sus labios
una sonrisa —una sonrisa de altivo triunfo al par que de
asombro confuso e incrédulo—. Al entrar, Mavriki Nikolayevich
quedó sorprendido, al parecer, por la índole de esa sonrisa; en
todo caso, se detuvo como indeciso en medio de la habitación:
¿avanzar o retroceder? Stavrogin logró al momento alterar la
expresión de su rostro y, con gesto de grave preocupación, dio
un paso hacia él. Mavriki Nikolayevich no estrechó la mano que
se le alargaba, pero acercó torpemente una silla y sin decir
palabra se sentó, sin aguardar la invitación de Stavrogin a que
lo hiciese. Éste se sentó en el sofá y, mirando al visitante,
esperó en silencio.

—Si puede, cásese con Lizaveta Nikolayevna —dijo Mavriki


Nikolayevich de pronto. Lo curioso era que por el tono de la voz

613
no se podía diferenciar si lo decía como ruego, consejo, permiso
o mandato.

Nikolai Vsevolodovich se mantuvo callado; pero el visitante


había dicho, por lo visto, cuanto había venido a decir y lo
miraba fijamente en espera de respuesta.

—Si no me equivoco (pero, por lo que oigo, es cierto), Lizaveta


Nikolayevna está comprometida para casarse con usted —dijo
al cabo Stavrogin.

—Así es, en efecto —asintió Mavriki Nikolayevich con voz firme y


clara.

—¿Han... reñido ustedes? Perdone que se lo pregunte, Mavriki


Nikolayevich.

—No. Ella «me ama y respeta»; tales son sus palabras. Y sus
palabras son lo que más aprecio en este mundo.

—De eso no cabe duda.

—Pero sepa que si ella estuviera al pie mismo del altar y usted
la llamara, me dejaría a mí y a todo el mundo y se iría con
usted.

—¿Desde el altar?

—Incluso después de la boda.

—¿No está usted en un error?

614
—No. Por debajo del odio que siente por usted, un odio que es
continuo, intenso y sincero, rebulle a cada momento el amor y...
la locura..., ¡amor

también sincero e infinito y... locura! Por el contrario, debajo del


amor que siente por mí, que también es sincero, rebulle a cada
momento el odio..., ¡el odio más intenso! Jamás, hasta ahora,
habría yo podido imaginar tales... metamorfosis.

—Pero lo que no entiendo es que venga usted aquí a ofrecerme


la mano de Lizaveta Nikolayevna. ¿Es que tiene derecho a
hacerlo? ¿O es que ella misma lo autoriza?

Mavriki Nikolayevich frunció el ceño y por un momento bajó la


cabeza.

—Lo que usted dice no son más que palabras —dijo de pronto—,
palabras de venganza y triunfo. Estoy seguro de que puede leer
entre renglones; ¿o es que cree usted que ésta es la ocasión
para una vanidad mezquina? ¿No tiene usted todavía bastante?
¿Debo entrar en detalles y poner los puntos sobre las íes? Muy
bien, así lo haré, si tantas ganas tiene usted de humillarme: no
tengo derecho alguno ni sería posible tal autorización. Lizaveta
Nikolayevna no sabe nada de esto, pero su prometido ha
perdido el seso que le quedaba y merece que lo metan en un
manicomio; y como toque final, él mismo ha venido a decírselo
a usted. En el mundo entero sólo usted puede hacerla feliz y
sólo yo puedo hacerla desgraciada. Usted trata de conseguirla,

615
usted la persigue, pero no veo por qué no se casa con ella. Si se
trata de una riña entre amantes que empezó en el extranjero y
para hacer las paces necesitan sacrificarme a mí, háganlo. Ella
es demasiado desgraciada y yo no puedo sufrir eso. Mis
palabras no son ni un permiso ni un mandato, y no pueden, por
tanto, herir la vanidad de usted. Si usted quisiera ocupar mi
puesto ante el altar, podría hacerlo sin consentimiento alguno
de mi parte, en ese caso no hay motivo para que yo venga aquí
con esta propuesta descabellada. Máxime teniendo en cuenta
que, tras el paso que acabo de dar, nuestro matrimonio es de
todo punto imposible. No puedo llevarla al altar después de
portarme como un canalla. Lo que estoy haciendo aquí y el
cedérsela a usted, que es quizá su peor enemigo, es a mi juicio
una canallada tal que, por supuesto, nunca podré quitármela de
encima.

—¿Se pegará usted un tiro el día de nuestra boda?

—No. Mucho después. ¿Para qué manchar con mi sangre su


vestido de novia? Puede ser que no me pegue un tiro ni ahora ni
nunca.

—¿Es que desea usted tranquilizarme diciendo eso?

—¿A usted? ¿Qué puede significar para usted una gota más de
sangre? Palideció y le brillaron los ojos. Hubo un instante de
silencio.

—Perdone las preguntas que le he hecho —empezó Stavrogin de


nuevo—. No tenía ningún derecho a hacerle algunas de ellas

616
pero hay una que sí creo tener pleno derecho a hacerle. Dígame:
¿en qué datos se ha basado para enjuiciar mis sentimientos
hacia Lizaveta Nikolayevna? Quiero decir la intensidad de esos
sentimientos, de la que tan convencido está usted que se ha
permitido venir a verme y... arriesgarse a hacer propuesta
semejante.

—¿Cómo? —Mavriki Nikolayevich exclamó con sorpresa—. ¿Es


que no ha tratado usted de conquistarla? ¿No trata todavía de
hacerlo? ¿O es que ya no quiere conquistarla?

—Por lo común, prefiero no hablar de mis sentimientos hacia


esta o aquella mujer con una tercera persona o con nadie que
no sea la mujer misma.

Perdone usted, pero ésa es mi manera de ser. Ahora bien, como


compensación le diré la verdad sobre todo lo demás: estoy
casado y me es imposible casar o «conquistar» a nadie.

Mavriki Nikolayevich se asombró tanto que cayó sobre el


respaldo de su silla y durante algún tiempo tuvo los ojos
clavados en el rostro de Stavrogin.

—Figúrese que nunca había pensado en eso —murmuró—.


Usted dijo entonces, aquella mañana, que no estaba casado... y
por eso creí que no lo estaba...

Se puso intensamente pálido. De pronto dio con todas sus


fuerzas un golpe en la mesa.

617
—¡Si después de tal confesión no deja en paz a Lizaveta
Nikolayevna, y la hace desgraciada, lo mato a palos, como a un
perro en una cuneta!

Se levantó de un salto y salió rápidamente de la habitación.


Piotr Stepanovich, que entró corriendo, halló a Stavrogin en un
estado de ánimo insólito.

—¡Ah! ¿Es usted? —dijo Stavrogin con bronca carcajada. Al


parecer, se reía así sólo de ver entrar a Piotr Stepanovich con
cara de increíble curiosidad.

—¿Estaba usted escuchando atrás de la puerta? Espere. ¿A qué


ha venido? Le prometí algo, ¿no es eso? Ya me acuerdo. Ir a ver
a «nuestra gente». Vamos. Me agrada la idea. No podría usted
haber pensado en nada más a propósito.

Tomó el sombrero y ambos salieron al momento de la casa.

—¿Se ríe usted sólo de pensar que va a ver a «nuestra gente»?


—preguntó jocosamente Piotr Stepanovich, caracoleando en
torno de Nikolai Vsevolodovich, mientras trataba de marchar
junto a éste por la angosta vereda enladrillada, o correteando
por el barro de la calle, ya que Stavrogin no se percataba de
que iba ocupando justo el centro de la vereda y de que no
dejaba, por tanto, lugar a nadie.

—No me río en absoluto —Stavrogin repuso en voz alta y


alegre—. Al contrario. Estoy seguro de que allí tiene usted
reunida a gente seria.

618
—A «imbéciles huraños», como dijo usted en cierta ocasión.

—A veces no hay nada más divertido que un imbécil huraño.

—¡Ah, eso lo dice usted por Mavriki Nikolayevich! Estoy seguro


de que ha venido a cederle a su novia, ¿eh? Fui yo quien lo
incitó a ello, indirectamente, figúrese. Y si no se la cede, se la
quitaremos de todos modos, ¿eh?

Piotr Stepanovich sabía, por supuesto, lo que arriesgaba


metiéndose en terreno tan movedizo, pero cuando estaba
agitado prefería jugarse todo o nada a quedarse en la
ignorancia. Nikolai Vsevolodovich no hizo más que reírse.

—¿Y usted piensa todavía ayudarme? —preguntó.

—Si me llama usted... Pero debe saber que hay otro método y
que es el mejor.

—Ya sé cuál es su método.

—Pues no. De momento es un secreto. Pero no olvide que los


secretos cuestan dinero.

«Sé lo que ése cuesta», dijo para sí Nikolai Vsevolodovich, pero


se contuvo y guardó silencio.

—¿Cuánto? ¿Qué ha dicho usted? —preguntó Piotr Stepanovich


con alarma.

—¡He dicho que se vaya al diablo con su secreto! Más vale que
me diga quiénes van a estar ahí. Sé que vamos a una fiesta de
día de santo, pero ¿quiénes estarán allí?

619
—¡Oh, toda la pandilla! Incluso Kirillov.

—¿Son todos socios de grupos?

—¡Demonio, qué prisa tiene usted! Todavía no se ha formado un


solo grupo.

—Entonces, ¿cómo se las ha arreglado para repartir tantas


octavillas?

—En el sitio al que ahora vamos sólo cuatro son miembros del
grupo. Los demás, en espera de serlo, se espían mutuamente
con grandísimo celo y vienen a darme sus informes. Es gente de
confianza. Todo esto es material que tenemos que organizar
antes de salir por pies. Pero usted fue el que redactó los
estatutos y no hay por qué explicarle nada.

—Entonces, ¿qué? ¿Las cosas no están bien? ¿Algún tropiezo?

—¿Que si las cosas no están bien? Perfectamente, como una


seda. Le diré algo chistoso: lo primero que de veras impresiona
a la gente es un uniforme. No hay nada más potente que un
uniforme. He inventado de propósito cargos y funciones: tengo
secretarios, confidentes secretos, tesoreros, presidentes,
archiveros y sus ayudantes; les gusta lo que no puede usted
figurarse; se pirran por ello. Lo que sigue a eso en eficacia es,
por supuesto, el sentimentalismo. Sepa que, entre nosotros, el
socialismo se propaga sobre todo por medio del
sentimentalismo. La dificultad la ofrecen esos tenientes que dan

620
mordiscos; a veces uno mete la pata. Después vienen los pillos
redomados, pero éstos puede que no sean malos del todo y a
veces hasta resultan muy útiles; pero con ellos perdemos mucho
tiempo y no puede uno quitarles los ojos de encima. Y lo que
tiene mayor fuerza (el cemento que lo une todo) es el
avergonzarse de tener opinión propia. ¡Hay que ver lo fuerte
que es eso! ¿Y quién ha trabajado tanto, quién ha sido ese
«chico simpático» que se ha esforzado para que no les quede
en la cabeza una sola idea? ¡Creen que ser originales es una
vergüenza!

—Si es así, ¿por qué se preocupa usted tanto?

—Y si alguien no hace más que tumbarse a la bartola, mirando


a todo el mundo con la boca abierta, ¿por qué no meter mano?
¿No puede usted creer seriamente en la posibilidad del éxito?
Sí, tiene usted fe, en efecto, pero le hace falta voluntad. Sí, es
justamente con gente como ésa con la que el éxito es posible.
Le digo que andarían sobre ascuas por mí con sólo echarles en
cara que no son bastante liberales. Los muy tontos se quejan de
que los he engañado con lo del comité central y sus
«innumerables ramificaciones». Usted mismo me lo reprochó
una vez, pero ¿dónde está el engaño? El comité central somos
nosotros dos, y en cuanto a ramificaciones habrá tantas como
queramos.

—¡Y siempre la misma chusma!

—Materia prima. También ésos en algún momento serán útiles.

621
—¿Y sigue usted contando conmigo?

—Usted es el jefe, usted es la fuerza; yo sólo estaré a su lado,


seré su secretario. Nosotros, ¿sabe usted?, nos sentaremos en
la barca: los remos son de arce, las velas de seda y al timón va
sentada una hermosa muchacha, Lizaveta Nikolayevna...
¡Demonio!, a ver si puedo recordar cómo dice la canción...

—¡Se ha quedado atascado! —dijo Stavrogin riendo—. Mejor


será que yo le dé mi versión. Ahí está usted, contando con los
dedos los individuos que componen los grupos. Todo eso de los
cargos y el sentimentalismo es buen cemento, pero hay algo
todavía mejor: convenza a cuatro miembros del grupo de que
maten al quinto con pretexto de que va a denunciarlos a la
policía y enseguida los tiene usted atados, hechos un ovillo a
consecuencia de la sangre derramada. Serán esclavos de usted
y no se atreverán a rebelarse ni a pedirle cuentas. ¡Ja, ja, ja!

«Pero tú..., tú pagarás caras esas palabras —se dijo para sí Piotr
Stepanovich—, y esta misma noche. Vas demasiado lejos».

Así, poco más o menos, pensaría Piotr Stepanovich. Pero ya


llegaban a casa de Virginski.

—Supongo que me habrá presentado aquí como miembro


llegado del extranjero y relacionado con la Internationale, ¿algo
así como un inspector? — preguntó de pronto Stavrogin.

622
—No. Como inspector, no. El inspector no será usted. Usted es
uno de los miembros fundadores en el extranjero, conocedor de
secretos importantísimos. Ése es su papel. ¿Usted hablará, por
supuesto?

—¿De dónde ha sacado usted eso?

—No tiene más opción que hablar.

Stavrogin sintió tal asombro que se quedó plantado en medio


de la calle, no lejos de un farol. Piotr Stepanovich sostuvo su
mirada con calma y arrogancia. Stavrogin escupió y prosiguió
su camino.

—Y usted, ¿va a hablar? —preguntó súbitamente a Piotr


Stepanovich.

—No. Yo voy a escucharlo a usted.

—¡Váyase al diablo! En todo caso, me da usted una idea.

—¿Qué idea?

—Puede que hable allí, pero luego le daré a usted una paliza. Y
le advierto que será muy grande.

—A propósito, esta mañana dije a Karmazinov que, según


usted, debían propinarle una paliza, y no por pura forma, sino
para hacerle daño de veras, como apalean a los campesinos.

—¡Pero si yo no he dicho eso nunca! ¡Ja, ja!

—No importa. Se non e vero...

—Bueno, gracias. Se lo agradezco de veras.

623
—¿Y sabe lo que dice Karmazinov? Que nuestra ideología es en
esencia la negación del honor; y que el modo más sencillo de
atraer a un ruso es proclamar abiertamente el derecho al
deshonor.

—¡Muy bien dicho! ¡Palabras justas! —exclamó Stavrogin—. ¡Ha


dado en el clavo! El derecho al deshonor. Pues con eso la gente
se nos viene a montones. No va a quedar nadie al otro lado.
Oiga, Verhovenski, ¿no será usted acaso de la policía secreta?

—Si de verdad pensara usted eso, no lo diría.

—Sí, lo sé. Pero aquí estamos a solas.

—No. Por el momento no soy de la policía secreta. Basta, que


ya hemos llegado. Ponga usted la cara para la ocasión,
Stavrogin. Yo también la pongo cuando entro. Una cara
sombría, eso es todo lo que necesita. Es muy fácil.

SÉPTIMO CAPÍTULO: En casa de Virginski

Virginski vivía en casa propia, mejor dicho, en la casa de su


mujer, en la calle Muravinaya. Era una casa de madera, de una
sola planta, y en ella no tenía inquilinos. So capa de ser el día
del santo del dueño se habían reunido allí unas quince personas,
pero la reunión no se parecía en nada a una fiesta onomástica
de provincias. Ya desde el comienzo de su vida conyugal, los

624
esposos Virginski acordaron, de una vez para siempre, que era
absurdo tener invitados en un día de santo y que, a decir
verdad, «no había nada que celebrar». En breves años se las
arreglaron para darle la espalda por completo a la sociedad.
Aunque hombre capaz y, por cierto, nada pobre, todos lo
consideraban por algún motivo un tipo raro, amigo de la
soledad y, por consecuencia, «arrogante» en su modo de
hablar. La propia madame Virginskaya, que era comadrona,
ocupaba por su misma profesión el peldaño más bajo en la
escala social, inferior aún al de la mujer del pope, a pesar de
que su marido había sido oficial del ejército. Pero en ella no
había el menor indicio de la humildad ajena a su condición
social. Y después de la intriga amorosa, «por principios», tan
sumamente necia como imperdonablemente pública, con un
sinvergüenza como el capitán Lebiadkin, hasta las más
indulgentes de nuestras damas se apartaron de ella con
desprecio. Pero madame Virginskaya lo aceptó todo como si
fuera precisamente lo que ella buscaba. Asimismo esas mismas
damas severas recurrían, cuando se hallaban en estado
interesante, a Arina Prohorovna (es decir, a madame
Virginskaya), haciendo caso omiso de las otras comadronas
que había en la ciudad. Es más, mandaban a buscarla de las
casas de los propietarios más ricos del distrito para asistir a sus
mujeres; tanta era la fe que todos tenían en su experiencia,
buena suerte y destreza en casos de urgencia. Eso la llevó a
limitar su clientela a las familias más ricas, porque sentía
verdadera pasión por el dinero. Cuando se percató bien de su

625
ascendiente, acabó por dar libre expresión a su carácter. Quizá
a propósito, cuando hacía su oficio en las casas más conocidas,
asustaba a las parturientas nerviosas con alguna salida nihilista
sumamente injuriosa a las conveniencias sociales, o con sátiras
contra «todo lo sagrado», cabalmente cuando «lo sagrado»
habría venido muy a propósito. Nuestro médico titular, el doctor
Rozanov, que era también obstetra, afirmaba rotundamente
que una vez, cuando una mujer, en los dolores del parto, gritaba
e invocaba el nombre del Todopoderoso, una de esas
eyaculaciones sacrílegas de Arina Prohorovna, súbitas «como
un disparo de fusil», asustó tanto a la paciente que ayudó a la
rápida resolución del alumbramiento. Ahora bien, aunque
nihilista, Arina Prohorovna no desdeñaba, en caso de
necesidad, prejuicios sociales y aun añejas supersticiones, si de
unos y otras podía sacar algún provecho. Por ejemplo, nunca
habría dejado de asistir al bautismo de un niño venido al mundo
bajo su cuidado, ceremonia a la que iría con un vestido de seda
verde con cola y el moño adornado de rizos y bucles, mientras
que otras veces gustaba presentarse con el mayor desaliño. Y
aunque durante la ceremonia ponía «una cara terriblemente
insolente», con gran confusión del clero, ella misma era la que al
final servía el champaña a los concurrentes (para eso había
venido y se había emperifollado), y

¡ay del invitado que, después de tomar una copa, no le pusiera


en la bandeja una

«propina»!

626
Los invitados reunidos esa noche en casa de Virginski (en su
mayoría hombres) tenían todos un aspecto casual a la vez que
singular. No había

provisión de refrescos o naipes. En medio de la amplia sala, de


paredes cubiertas con un papel azul viejísimo, había dos mesas
pegadas, tapadas con un mantel grande aunque no del todo
limpio, y en ellas hervían dos samovares. En un lado de una
mesa había una bandeja enorme con veinticinco vasos y una
cesta con el consabido pan francés, cortado en numerosos
trozos, como en los pensionados de postín para escolares de
ambos sexos. El té lo servía una solterona de treinta años,
hermana de la dueña de la casa, mujer taciturna y malévola, sin
cejas y de pelo casi incoloro, que profesaba las mismas ideas
progresistas que su hermana y a quien el propio Virginski, en su
vida doméstica, le tenía mucho miedo. En la sala no había más
que tres mujeres: el ama de la casa, su hermana —la
desprovista de cejas— y la hermana de Virginski, jovencita que
acababa de llegar de Petersburgo. Arina Prohorovna, mujer de
veintisiete años y de aspecto imponente, guapa aunque un
poco desgreñada, con un vestido de diario de lana verduzca,
estaba sentada y ojeaba descaradamente a los invitados como
si tuviera prisa por dar a conocer su opinión: «Ya ven que no me
asusto de nada». La señorita Virginskaya, guapa también,
estudiante y nihilista, bajita, redondita como una pelota y
colorada de mejillas, estaba sentada junto a Arina Prohorovna,

627
casi con la ropa del viaje. Tenía un rollo de papel en la mano y
miraba a los visitantes con ojos que bailaban de impaciencia.
Virginski se hallaba algo indispuesto esa noche, pero entró y se
sentó en un sillón junto a la mesa. Los invitados estaban
también sentados, y la manera ordenada en que las sillas
estaban dispuestas alrededor de la mesa sugería una reunión
oficial. Era obvio que todos estaban esperando algo, y mientras
tanto mantenían una conversación trivial en voz alta. Cuando
llegaron Stavrogin y Verhovenski todos se callaron.

Pero voy a permitirme algunas explicaciones para aclarar la


situación.

Pienso que todos esos señores estaban reunidos con la


halagüeña esperanza de oír algo de interés especial, y que
habían sido avisados de antemano. Eran la flor y nata del
«liberalismo» más radical de nuestra antigua ciudad y habían
sido cuidadosamente escogidos por Virginski para esa

«reunión». Indicaré además que algunos de ellos, aunque muy


pocos, no lo habían visitado nunca antes. Por supuesto, la
mayoría de los invitados no tenían clara noción de por qué se
los había convocado. Era cierto que todos consideraban
entonces a Piotr Stepanovich como emisario llegado del
extranjero con plenos poderes, idea que apadrinaron enseguida
y que naturalmente los halagaba. Y, no obstante, en ese
puñado de ciudadanos, reunidos con el pretexto de celebrar un
día de santo, había algunos a quienes se habían hecho
propuestas concretas. Piotr Stepanovich había conseguido

628
formar entre nosotros un «quinteto» semejante al que ya había
constituido en Moscú y, por lo que se hizo público más tarde,
también entre los oficiales del ejército de nuestro distrito. Se
decía que tenía otro en la provincia de H*. Este «quinteto»
estaba sentado ahora a la mesa común, y sus miembros habían
logrado con mucha destreza ofrecer el aspecto de personas
ordinarias para no llamar la atención. Allí estaban —puesto que
ya no es un secreto—. Liputin, en primer lugar, luego el propio
Virginski, Shigaliov, el de las orejas largas (que era hermano de
madame Virginskaya), Liamshin y, por último, un tal
Tolkachenko, sujeto extraño entrado ya en la cuarentena,
notable por su amplio conocimiento del pueblo, sobre todo de
pícaros y ladrones. Era aficionado a visitar tascas (y no
solamente para estudiar al pueblo), y gustaba de pavonearse
entre nosotros con su ropa raída, sus botas embreadas, sus
guiños astutos y sus expresiones a la vez plebeyas y retóricas.
En dos o tres ocasiones Liamshin lo había llevado a las

reuniones en casa de Stepan Trofimovich, donde, por lo demás,


no había producido gran impresión. Aparecía por la ciudad de
tarde en tarde, sobre todo cuando no tenía trabajo, y ahora
estaba empleado en los ferrocarriles. Cada uno de estos cinco
activistas había entrado en ese primer grupo con la ferviente
convicción de que era sólo uno entre centenares y millares de
grupos semejantes diseminados por toda Rusia, todos ellos
dependientes de una vasta y clandestina organización central,

629
relacionada a su vez orgánicamente con el movimiento
revolucionario general de Europa. Pero siento tener que
confesar que ya entonces empezaban a surgir desavenencias
entre ellos. La causa era que, aunque venían esperando a Piotr
Verhovenski desde la primavera, visita que Tolkachenko fue el
primero en anunciarles, seguido por Shigaliov, que acababa de
llegar a la ciudad; aunque venían esperando de él grandes
milagros, y aunque habían formado el grupo inmediatamente y
sin objeción alguna en cumplimiento de su convocatoria,
apenas lo hubieron formado se sintieron todos de algún modo
defraudados; y sospecho que fue por la rapidez misma con que
habían consentido en formarlo. Formaron el grupo, por
supuesto, empujados por un magnánimo sentimiento de
vergüenza, para que nadie dijera más tarde que no se habían
atrevido a formarlo. En todo caso, Piotr Stepanovich habría
debido apreciar su noble hazaña y, como recompensa,
revelarles alguna noticia importante; pero Verhovenski no tenía
la menor intención de satisfacer su legítima curiosidad y no les
dijo nada que no fuera lo necesario; más aún, los trató en
general con gran rigor y hasta con displicencia. Esto los irritó
más aún, y Shigaliov, miembro del grupo, incitaba ya a los otros
a que «le pidieran una explicación», aunque, claro, no ahora en
casa de Virginski, en presencia de tantos extraños.

A propósito de los extraños, se me ocurre que los miembros del


primer grupo arriba mentados eran propensos a sospechar esa
noche que entre los invitados por Virginski había también

630
miembros de otros grupos que ellos desconocían, constituidos
por Piotr Verhovenski en nuestra ciudad y pertenecientes a la
misma organización secreta; de tal manera, que todos los
concurrentes sospechaban unos de otros, y cada uno adoptaba
ante los demás una actitud estudiada, lo que daba a la reunión
un aspecto bastante confuso y hasta romántico. Por otra parte,
allí había personas de quienes no cabía en absoluto sospechar,
por ejemplo, un comandante del ejército, pariente cercano de
Virginski, hombre absolutamente inocente que no había sido
invitado, sino que había venido por propia iniciativa a felicitar a
su pariente en el día de su santo y a quien habría sido imposible
no recibir. Pero Virginski no se sobresaltó, porque el
comandante «era incapaz de denunciarlos» y, a pesar de su
estupidez, había sido aficionado toda su vida a frecuentar los
lugares donde se reunían los

«liberales» más exaltados; y aunque no compartía sus ideas le


gustaba escucharlos. Además, había estado comprometido una
vez. Ello sucedió cuando, en su juventud, pasaron por sus
manos paquetes enteros del periódico de Herzen La Campana y
de hojas subversivas, y aunque había tenido miedo hasta de
abrirlos, habría considerado vergonzoso negarse a repartirlos —
y aún hoy encontramos en Rusia a personas de esa calaña—.

Los demás invitados eran bien personas cuyo honrado amor


propio había sido cruelmente pisoteado, o bien personas que
sentían aún los primeros impulsos nobles de la ardiente
juventud. Había dos o tres maestros, uno de los cuales, cojo, de

631
cuarenta y cinco años, profesor en el instituto de segunda
enseñanza, era hombre avieso y sumamente pagado de sí; y
dos o tres oficiales del ejército. Uno de éstos era un artillero
muy joven que acababa de llegar de la

Escuela Militar, muchacho taciturno que aún no había tenido


tiempo de entablar amistad con nadie, y que ahora se hallaba
de improviso en casa de Virginski; con un lápiz en la mano y sin
apenas participar en la conversación, apuntaba algo a cada
momento en su cuaderno. Todos observaron lo que hacía, pero
por alguna razón hacían como si no lo vieran. También estaba
allí el seminarista holgazán que había ayudado a Liamshin a
poner las fotografías obscenas en la bolsa de la vendedora de
Biblias. Era un sujeto robusto, de ademanes desenfadados al
igual que suspicaces, con una sempiterna sonrisa sardónica y,
por añadidura, un aire tranquilo de triunfal confianza en su
propia perfección. Estaba asimismo presente, y no sé por qué,
el hijo de nuestro alcalde, el sujeto vicioso y prematuramente
avejentado de quien ya he hablado al contar la historia de la
mujercita del alférez. Éste no despegó los labios durante toda la
sesión. Y, por último, había un estudiante de secundaria, mozo
exaltado y desgreñado de dieciocho años, que estaba sentado
con el aire sombrío de alguien herido en su dignidad, y que
sufría visiblemente sólo por ser tan joven. Este rapaz era ya
cabecilla de un grupo independiente de conspiradores que se

632
había formado en el curso superior del instituto, lo que con
asombro general salió a relucir más tarde.

No he mencionado a Shatov. Estaba allí, en el extremo más


apartado de la mesa, con la silla un poco a la zaga de las
demás, los ojos fijos en el suelo y sumido en tétrico silencio.
Había rehusado el té y el pan, y durante la reunión no soltó la
gorra de la mano, como dando a entender que no era de los
invitados, que había venido para atender a unos asuntos y que
se levantaría y se iría cuando le viniera en gana. No lejos de él
se había instalado Kirillov, también muy callado, pero sin mirar
al suelo; muy al contrario, a cada uno de los que hablaban lo
escudriñaba con sus ojos inmóviles y sin brillo y escuchaba todo
sin pizca de emoción o sorpresa. Algunos de los invitados, que
nunca lo habían visto antes, lo observaban con curiosidad y
a hurtadillas. Se ignora si la propia madame Virginskaya
conocía la existencia del «quinteto». Sospecho que lo sabía
todo, sin duda por conducto de su marido. La estudiante, por
supuesto, no había tomado parte en nada, pero también tenía
de qué preocuparse: su propósito era no permanecer en nuestra
ciudad más que uno o dos días y visitar luego todas las
poblaciones donde había universidades para «hacer suyas las
penalidades de los estudiantes pobres e incitarlos a la
protesta». Era portadora de varios cientos de ejemplares de
una alocución litografiada, al parecer de su propia cosecha. Es
curioso que el estudiante de secundaria concibiera por la joven
una inquina mortal desde el primer momento, aunque la veía

633
por vez primera en su vida; y ella le pagaba con la misma
moneda. El comandante era tío carnal de la muchacha y en esa
ocasión la veía también por primera vez al cabo de diez años.
Cuando entraron Stavrogin y Verhovenski, la muchacha tenía
las mejillas rojas como amapolas: acababa de reñir con su tío
por las opiniones de éste sobre la cuestión femenina.

Con singular desembarazo y casi sin saludar a nadie,


Verhovenski se repantingó en una silla a la cabecera de la
mesa. Su semblante expresaba desdén y altivez. Stavrogin se
inclinó cortésmente, pero aunque los estaban esperando, todos,
como obedeciendo a una orden, fingieron no haber notado su
presencia. La señora de la casa se volvió severamente a
Stavrogin cuando éste se hubo sentado.

—Stavrogin, ¿quiere té?

—Sí, gracias —contestó él.

—Té para Stavrogin —ordenó ella a su hermana—. Y usted,


¿quiere también? —preguntó a Verhovenski.

—Pues claro. ¿Es que se hace una pregunta como ésa a un


invitado? Y crema también. ¡Hay que ver la porquería que da
usted siempre con el nombre de té! ¡Y, para colmo, en un día de
santo!

634
—Pero, ¿qué? ¿Ustedes celebran los días de santo? —preguntó
la estudiante riendo—. De eso hablábamos hace un momento.

—Eso ya no se estila —comentó el alumno de secundaria desde


el lado opuesto de la mesa.

—¿Qué es lo que no se estila? Deshacerse de prejuicios, por


inocentes que sean, siempre se estila, aunque para vergüenza
general siga pareciendo hasta hoy algo nuevo —replicó al
momento la muchacha, inclinándose hacia delante en su
asiento—. Además, no hay prejuicios inocentes —añadió con
vehemencia.

—Sólo he querido decir —exclamó el de secundaria


agitadísimo— que, en efecto, los prejuicios son cosa anticuada
y deben ser arrancados de cuajo, pero los días de santo todo el
mundo sabe que son estúpidos y están pasados de moda, y
que no vale la pena gastar tiempo en ellos. Que bastante
tiempo se gasta ya en el mundo aun sin eso, y que podría usted
emplear su talento en algo más útil...

—Habla usted por los codos, y nadie entiende pizca de lo que


dice —gritó la muchacha.

—Creo que uno tiene tanto derecho como cualquier otro a


expresar su opinión; y si yo quiero expresar la mía como
cualquier otro...

—Nadie le quita su derecho a expresar su opinión —la propia


ama de la casa lo interrumpió de modo tajante—. Sólo se ha

635
pedido que no masculle las palabras, porque nadie puede
entenderle.

—De todos modos, me permito decir que no me trata usted con


respeto. Si no he podido expresar mi pensamiento con claridad
no ha sido por falta de ideas, sino más bien por sobra de ellas...
—murmuró el muchacho casi desesperado y acabando por
hacerse un lío.

—Si no sabe hablar, cállese —exclamó bruscamente la


muchacha. El muchacho saltó de su asiento.

—Sólo he querido decir —exclamó rojo de vergüenza y sin


atreverse a mirar en torno— que usted sólo pretendía mostrar
lo lista que es porque entraba el señor Stavrogin... ¡Ni más ni
menos!

—Lo que ha dicho usted es ofensivo e inmoral y demuestra su


retraso mental. Le pido que no vuelva a hablarme —rezongó la
muchacha.

—Stavrogin —empezó la señora de la casa—, antes de llegar


ustedes estaban discutiendo aquí sobre los derechos de la
familia. Este oficial sobre todo

—añadió señalando con un gesto a su pariente, el


comandante—; y, desde luego, no voy a aburrirlo con tonterías
anticuadas que quedaron resueltas hace ya tiempo. ¿Pero de
dónde ha podido salir la idea de los derechos y obligaciones de

636
la familia en la forma supersticiosa en que ahora existen? He
ahí la cuestión.

¿Cuál es su opinión?

—¿Qué quiere decir con lo de «ha podido salir»?

—Lo que quiere decir es que se sabe, por ejemplo, que la


superstición de Dios procede del trueno y el relámpago —dijo la
estudiante, entrando una vez más en liza y mirando a Stavrogin
con ojos casi desorbitados—. Es bien sabido que el hombre
primitivo, aterrorizado por el trueno y el relámpago, divinizó a
un enemigo invisible frente al cual se daba cuenta de su propia
debilidad. ¿Pero de dónde salió la superstición de la familia?
¿De dónde surgió la familia misma?

—Eso no es igual —dijo el ama de la casa intentando detenerla.

—Sospecho que la respuesta a esa pregunta sería un tanto


indiscreta — respondió Stavrogin.

—¿Por qué? —preguntó la muchacha adelantando el cuerpo.

Pero en el grupo de maestros se oyó una risita mal contenida, a


la que enseguida se sumaron Liamshin y el alumno de
secundaria desde el lado opuesto de la mesa, secundados a su
vez por la risa bronca del comandante.

—Debiera usted escribir sainetes —dijo el ama a Stavrogin.

—Eso no lo honra a usted. No sé cómo se llama —interrumpió la


muchacha visiblemente indignada.

637
—¡Y tú no seas tan insolente! —tronó el comandante—. ¡Eres una
señorita y debieras conducirte con modestia, y no como si
estuvieras sentada en la punta de una aguja!

—Haga el favor de callarse y no vuelva a tutearme ni a hacer


esas comparaciones odiosas. Ésta es la primera vez que lo veo
y me importa un comino el parentesco.

—¡Pero si soy tío tuyo! ¡Si te llevaba en brazos cuando eras


tamañita!

—¿Y a mí qué me importa que me llevara o no me llevara usted?


Yo no le pedí que me llevara. Lo cual significa, señor
comandante maleducado, que a usted le gustaba llevarme. Y
permítame advertirle que no se atreva a tutearme como no sea
por común acuerdo. Se lo prohíbo de una vez para siempre.

—¡Así son todas ellas! —exclamó el comandante dando un


puñetazo en la mesa y dirigiéndose a Stavrogin, que estaba
sentado frente a él—. No, señor, permítame decirle que estimo
el liberalismo y las ideas modernas, y que me gusta oír
conversaciones inteligentes, con tal de que sean conversaciones
de hombres. Pero las de mujeres, tomo estas deslenguadas de
ahora, ¡no, señor, no las aguanto! ¡No rebullas! —gritó a la
muchacha, que estaba a punto de saltar de su silla—. No, señor,
pido la palabra, porque se me ha ultrajado.

—Usted sólo molesta a los demás, sin decir nada de provecho —


dijo indignada el ama de la casa.

638
—No, señor, insisto en hablar —le dijo muy nervioso el
comandante a Stavrogin—. Cuento con usted, señor Stavrogin,
porque acaba de llegar, aunque no lo conozca. Lo cierto es que
las mujeres no podrían subsistir sin los hombres. No tendrían
qué comer. El invento del feminismo es algo que los mismos
hombres han echado a correr y no advierten que es en
perjuicio propio.

¡Agradezco al cielo el no estar casado! Ellas no tienen ni la más


básica de las habilidades, para confeccionar un vestido tienen
que copiar el molde de algún modelo diseñado por un hombre.
Le doy un ejemplo: la llevaba en brazos, bailaba con ella la
mazurca cuando era una niña de diez años. Aquí sigo; apenas
llega voy corriendo a abrazarla, y sin agua va y me dice que
Dios no existe, no podía esperar para decir eso. Bueno, supongo
que las personas inteligentes no son creyentes por el hecho
mismo de ser inteligentes. Pero tú, idiota, ¿qué sabes

tú de Dios? Algún estudiante te enseñó eso, y si te hubiera


enseñado a encender una lamparilla delante de las imágenes, la
encenderías.

—Todo mentira. Es usted rencoroso, y acabo de demostrarle la


inconsistencia de sus opiniones —respondió la muchacha con
desprecio y como desdeñando dar mayores explicaciones a un
hombre como él—. Acabo de decirle lo que a todos nos enseñó
el catecismo: «Si honras a tus padres, vivirás largos años y te

639
será concedida la riqueza». Eso está en los Diez Mandamientos.
Si Dios consideró necesario recompensar el amor, es evidente
que ese Dios de usted es inmoral. Así se lo he demostrado; y no
de buenas a primeras, sino porque usted ha puesto atención
especial a sus derechos. ¿Quién tiene la culpa de que sea usted
tonto y no lo entienda aún? Está usted ofendido y enfadado; en
eso se parece usted a los de su generación.

—¡Tontuela! —dijo el comandante.

—¡Imbécil!

—¿Te atreves a insultarme?

—Kapitan Maksimovich, usted mismo me ha dicho que no cree


en Dios — dijo Liputin con voz aflautada desde el otro extremo
de la mesa.

—Bueno, ¿y qué? ¡No es lo mismo! A lo mejor creo, aunque no


completamente. Aunque no crea del todo, no digo que haya que
fusilar a Dios. Yo comencé a pensar acerca de Dios cuando
estaba en los húsares. De creer lo que dice la poesía, los
húsares no hacen más que beber y armar jarana. Bueno, sí,
señor, puede que yo bebiera también; pero, créame, de noche
saltaba de la cama sin otra cosa que los calcetines y me
santiguaba delante de las imágenes para que Dios me diera fe,
porque ya entonces me preocupaba la cuestión de si había Dios
o no. ¡Me traía de cabeza! Por la mañana, claro, la fe parece
esfumarse. A decir verdad, la fe siempre parece esfumarse de
día.

640
—¿Tiene cartas? —preguntó Verhovenski al ama de la casa,
bostezando con descaro.

—Lo mismo digo —interpuso la muchacha, roja de indignación


ante las palabras del comandante.

—Se está malgastando un tiempo precioso con esta polémica


inútil —dijo en tono tajante el ama mirando con reproche a su
marido.

La muchacha comprendió:

—Mi intención era dar cuenta a la reunión de las penalidades y


las protestas de los estudiantes, pero como se ha estado
malgastando el tiempo en conversaciones inmorales...

—No hay nada moral ni inmoral —el alumno de secundaria no


pudo contenerse en cuanto empezó a hablar la muchacha.

—Eso lo sabía yo antes de que se lo enseñaran a usted, señor


colegial.

—Y yo lo que digo —respondió muy enojado— es que usted es


una maestra ciruela llegada de Petersburgo a enseñarnos lo
que ya todos sabemos. Y sobre ese mandamiento «honra a tu
padre y a tu madre», que ha citado usted erróneamente, todo el
mundo, desde los días de Belinski, sabe en Rusia que el tal
mandamiento es inmoral.

—¿Va a continuar esto mucho más? —le dijo madame


Virginskaya a su marido. Desde su puesto de dueña de casa, se
sentía incómoda con el giro frívolo de la conversación, en

641
especial porque había invitados que era la primera vez que
venían.

—Señoras y señores —Virginski interrumpió—, si hay alguien que


quiera agregar algo sobre este punto, lo invito a que lo haga
ahora mismo.

—Yo quisiera hacer una pregunta —dijo con voz suave el


maestro cojo, que hasta entonces no había dicho palabra—.
Quisiera saber si los que estamos aquí formamos una especie
de sesión, o si no somos más que un conjunto de mortales
ordinarios que están de visita. Lo pregunto para gobierno de
todos y para no seguir en la ignorancia.

Esta pregunta «astuta» fue efectiva. Se miraron unos a otros,


como si cada cual esperase respuesta de los demás y, de
pronto, como respondiendo a una orden, todos miraron a
Verhovenski y Stavrogin.

—Votemos entonces para saber si constituimos o no una


sesión — dijo madame Virginskaya.

—Apoyo la propuesta —agregó Liputin—, aunque es un poco


vaga.

—Yo también apoyo.

—Yo apoyo —dijeron varias voces a coro.

—Yo también opino que es lo mejor —concluyó Virginski.

642
—Votemos ahora —dijo su esposa—. Liamshin, haga el favor de
sentarse al piano. Usted puede dar su voto desde ahí cuando
empiece la votación.

—¿Otra vez? —gritó Liamshin—. ¿No he tecleado ya bastante?

—Por favor, se lo ruego, toque el piano. ¿Es que no quiere ser


útil a la causa?

—Nadie puede escuchar lo que decimos, se lo aseguro, Arina


Prohorovna, a usted le parece, es eso nada más. Y si alguien
escuchara, las ventanas son tan altas, que poco podría
entender.

—¡Si ni nosotros estamos entendiendo! —dijo alguien.

—Y yo le digo que las precauciones son siempre necesarias. Lo


digo por si acaso hay espías —agregó a modo de explicación
volviéndose a Verhovenski—. Que oigan en la calle que tenemos
música y fiesta de día de santo.

—¡Maldita sea! —juró Liamshin. Fue al piano y comenzó con


vals, aporreando las teclas casi con los puños.

—A los que quieren que haya sesión les propongo que levanten
la mano derecha —anunció madame Virginskaya.

Unos la levantaron y otros no. Hubo otros que la levantaron,


luego la bajaron y volvieron a levantarla.

—No entiendo nada —gritó un militar.

—Yo tampoco —gritó otro.

643
—Yo sí lo entiendo —exclamó un tercero—. Si es sí, levanta usted
la mano.

—Pero ¿qué significa sí?

—Significa sesión.

—Yo he votado por la sesión —gritó el alumno de secundaria


volviéndose a madame Virginskaya.

—¿Entonces por qué no levantó la mano?

—Estuve mirándola a usted, y como no la levantó, yo tampoco


la levanté.

—¡Qué tontería! No levanté la mano porque fui yo quien hizo la


propuesta. Señoras y señores, ahora propongo lo contrario:
quien quiera sesión que permanezca sentado y no levante la
mano; y quien no la quiera, que levante la mano derecha.

—¿Quien no la quiera? —preguntó el muchacho.

—¿Pero lo hace usted adrede? —gritó irritada madame


Virginskaya.

—No, perdón; quién la quiere y quién no la quiere, porque hay


que definirlo con más precisión —gritaron dos o tres voces.

—Los que no la quieren, los que no la quieren.

—Bueno, pero ¿qué es lo que hay que hacer? ¿Levantar o no


levantar la mano, si no la queremos? —preguntó un militar.

644
—¡Qué problema! Cuesta acostumbrarse a estos métodos
parlamentarios

—observó el comandante.

—Señor Liamshin, perdone; podría tocar un poco más bajo —


dijo el maestro cojo.

—¡Pero, Arina Prohorovna, si nadie está escuchando! —exclamó


Liamshin, levantándose de un salto—. ¡No quiero tocar! He
venido aquí como invitado y no a aporrear el piano.

—Señoras y señores, contesten de palabra: ¿estamos o no en


sesión?

—¡En sesión, en sesión! —se oyó por todos lados.

—Entonces no hay por qué votar. Con eso basta. ¿Están


satisfechos, señoras y señores? ¿O todavía quieren votar?

—No, no. Estamos de acuerdo.

—¿Hay alguien en esta sala que no desee que haya sesión?

—Nadie.

—Pero ¿qué es estar en sesión? —alguien se aventuró pero


nadie le contestó.

—Hay que elegir a un presidente —se oyó gritar desde varios


sitios.

—¡Nuestro anfitrión, por supuesto, nuestro anfitrión!

—Señoras y señores —empezó el elegido Virginski—, en tal caso


vuelvo a mi propuesta original: si hay alguien que quiere decir

645
algo más a propósito de nuestro asunto, o desea hacer una
declaración, que lo haga sin perder más tiempo.

Silencio general. Las miradas de todos convergieron de nuevo


en Stavrogin y Verhovenski.

—Verhovenski, ¿no tiene usted nada que decir? —le preguntó


madame

Virginskaya sin rodeos.

—Nada, en absoluto —contestó él bostezando y estirándose en


su silla—.

Pero sí quisiera una copa de coñac.

—Stavrogin, ¿y usted?

—Gracias. No bebo.

—No le ofrezco coñac, le pregunto si quiere hablar.

—¿Hablar? ¿De qué? No, en absoluto.

—Le traerán coñac —contestó ella a Verhovenski.

Se levantó la estudiante. Desde hacía rato lo estaba intentando.

—He venido a dar cuenta de las penalidades de nuestros


infortunados estudiantes y de cómo incitarlos en todas partes a
la protesta...

Pero hizo alto. En el extremo opuesto de la mesa había surgido


un rival y todos los ojos se fijaron en él. Shigaliov, el de las
orejas largas, se levantó, sombrío y adusto, de su asiento y con
gesto melancólico puso en la mesa un grueso cuaderno lleno de

646
letra menuda. Permaneció de pie, en silencio. Muchos miraban
el cuaderno consternados, pero Liputin, Virginski y el maestro
cojo parecían satisfechos.

—¡Pido la palabra! —dijo Shigaliov con voz lúgubre, pero


resuelta.

—Usted la tiene —asintió Virginski.

El orador se sentó, guardó silencio medio minuto y dijo con voz


solemne:

—Señoras y señores...

—Aquí tiene el coñac —dijo desabrida y desdeñosa la


pariente de madame Virginskaya que había servido el té,
poniendo ante Verhovenski una botella y un vaso que traía en
las manos, sin bandeja ni plato.

El orador, interrumpido, aguardó con dignidad.

—No haga caso. Siga, que no le estoy escuchando —gritó


Verhovenski llenándose un vaso.

—Señoras y señores —empezó de nuevo Shigaliov—, al


encomendarme a la atención de ustedes y, como verán más
adelante, al solicitar su ayuda en una cuestión de primerísima
importancia, debo hacer unas observaciones preliminares.

—Arina Prohorovna, ¿no tiene usted unas tijeras? —preguntó de


sopetón Piotr Stepanovich.

647
—Tijeras... ¿Para qué? —preguntó con sorpresa.

—Veo que tengo las uñas muy largas —contestó él examinando


imperturbable sus uñas largas y sucias.

Arina Prohorovna enrojeció, pero la estudiante parecía


complacida.

—Me parece que las he visto por aquí —dijo mientras se


levantaba para ir a buscarlas. Piotr Stepanovich no la miró
siquiera, tomó las tijeras y empezó a usarlas. Arina Prohorovna
comprendió que éste era el modo de comportarse con
naturalidad y se avergonzó de ser tan sensible. Los
congregados se miraban en silencio. El maestro cojo observaba
a Verhovenski con envidia y rencor. Shigaliov prosiguió:

—Habiendo consagrado mis fuerzas al estudio de la


organización social que en el futuro reemplazará a la actual, he
llegado a la conclusión de que todos los inventores de sistemas
sociales, desde los tiempos más remotos hasta nuestro año de
187..., han sido soñadores, fabulistas, necios, que se contradicen
a sí mismos, que no saben absolutamente nada de las ciencias
naturales ni del animal que llamamos ser humano. Platón,
Rousseau, Fourier son columnas de aluminio que apenas
sostienen a los pajarillos pero no a una sociedad. Pero dado
que la futura organización social es indispensable ahora,
cuando por fin nos disponemos a la acción, ofrezco mi propio
sistema de organización mundial para poner fin a tantas dudas.
¡Está todo aquí! —dijo señalando el cuaderno—. Tenía la

648
intención de explicar brevemente el contenido de mi libro pero
ahora advierto que se necesitarán unas diez noches, una para
cada uno de los capítulos

—se oyeron risas en la sala—. Debo advertir, además, que mi


sistema no está todavía completo —más risas—. Mis propios
datos me tienen perplejo, y mi conclusión contradice
directamente la idea que me sirvió de punto de partida.
Partiendo de la libertad sin límites llego al despotismo ilimitado.
Debo añadir, sin embargo, que no puede haber más solución
que la mía al problema social.

La gente se reía cada vez con más intención, sobre todo los
jóvenes, y por así decirlo, los concurrentes no del todo iniciados.
La señora de la casa, Liputin y el maestro cojo se veían
irritados.

—Si usted mismo no ha logrado articular debidamente su


propio sistema y por eso se desespera, ¿qué podemos hacer
nosotros? —preguntó un militar con cautela.

—Eso es verdad, señor oficial —Shigaliov se volvió a él con


vehemencia—, sobre todo al emplear el verbo «desesperarse».
Sí, me desespero. Pero, en todo caso, lo que expongo en mi
libro es irrefutable y no hay otra solución. Nadie puede inventar
otra cosa. Y por eso, para no perder más tiempo, me apresuro a
invitar a todo el grupo a dar su opinión después de haber
escuchado durante diez noches la lectura de mi libro. Si los
miembros se niegan a escucharme, entonces que cada cual se

649
vaya por su lado a partir de este momento: los hombres a sus
empleos oficiales; las mujeres a sus cocinas, porque si se
rechaza mi solución, no hay otra. ¡Absolutamente ninguna! Si no
aprovechan esta

ocasión, la culpa será de ustedes, porque no tendrán más


remedio que volver a la solución que propongo.

Los presentes empezaron a rebullir: «Pero ¿qué le pasa? ¿Está


loco?», preguntaron algunos.

—Entonces todo depende de la desesperación de


Shigaliov —dijo Liamshin—. Y la cuestión primordial está en si
debe o no debe desesperarse.

—El que esté Shigaliov al borde de la desesperación es una


cuestión personal —declaró el alumno de secundaria.

—Propongo que votemos sobre el efecto que la desesperación


de Shigaliov puede tener en la causa común y, junto con eso, si
vale la pena escucharlo o no

—sugirió alegremente un militar.

—No es ésa la cuestión —por fin se decidió a hablar el maestro


cojo que siempre tenía en el rostro una sonrisa burlona, lo que
hacía difícil juzgar si hablaba en serio o en broma—. No,
señoras y señores, no es ésa la cuestión. El señor Shigaliov se
consagra a su labor con entera seriedad y es, por añadidura,
modesto en demasía. He leído su libro, donde propone, como

650
solución definitiva del problema, la división de la humanidad en
dos partes desiguales. Una décima parte recibe libertad
personal y un derecho ilimitado sobre las nueve décimas partes
restantes. Éstas últimas deberán perder toda individualidad y
convertirse en una especie de rebaño, y, mediante su absoluta
sumisión, alcanzarán, tras una serie de regeneraciones, la
inocencia original, algo así como en el Paraíso terrenal. Tendrán,
sin embargo, que trabajar. Las medidas propuestas por el autor
para privar de voluntad a nueve décimas partes del género
humano y convertirlo en un rebaño mediante la reeducación de
generaciones enteras son muy dignas de nota, muy lógicas, y
están basadas en datos tomados de la naturaleza. Puede uno
no estar de acuerdo con algunas de sus conclusiones, pero no
cabe dudar de la inteligencia y los conocimientos del autor.
Lástima que el tiempo que pide (diez noches) no permita
aceptar su estipulación, porque podríamos oír cosas muy
interesantes.

—¿Lo dice en serio? —muy alarmada preguntó madame


Virginskaya al cojo—. ¡Pero si es un hombre que, cuando no
sabe qué hacer con la gente, esclaviza a nueve décimas partes
de la humanidad! Hace mucho tiempo que vengo sospechando
de él.

—¿Eso dice de su propio hermano? —preguntó el cojo.

—¿Hermano? ¿Qué dice?

651
—Y, además, trabajar para los aristócratas y obedecerlos como
si fueran dioses, ¡qué villanía! —comentó furiosamente la
estudiante.

—Lo que propongo no es una villanía, sino un Paraíso, un


Paraíso terrenal; y en la Tierra no puede haber ningún otro.

—Si pudiera disponer de esas nueve décimas de la sociedad —


exclamó Liamshin—, no buscaría un Paraíso pudiendo volarlas
con explosivos. Quedarían unos pocos bien educados que
podrían vivir felices por los siglos de los siglos según principios
científicos.

—¡Sólo un payaso puede hablar así! —con gran enojo intervino


la estudiante.

—Sí, pero es útil —le dijo al oído madame Virginskaya.

—¡Y quizá sea ésa la mejor solución del problema! —Shigaliov


exclamó con ardor dirigiéndose a Liamshin—. Usted, por
supuesto, no sabe qué cosa tan profunda acaba de decir, mi
querido y alegre amigo. Pero como la idea de usted es punto
menos que irrealizable, no hay más remedio que conformarse
con un Paraíso terrenal, puesto que así lo llaman.

—Sin embargo, es una reverenda estupidez —dijo Verhovenski


sin levantar los ojos y casi a regañadientes, mientras seguía
cortándose las uñas.

652
—¿Por qué es una estupidez? —preguntó ansioso el cojo, como
si hubiera esperado a que hablara para hacer presa en sus
primeras palabras—. A ver, dígalo. El señor Shigaliov es un tanto
fanático en su amor a la humanidad, pero recuerde usted que
Fourier, Casbet sobre todo, y hasta el mismo Proudhon
propugnaron medidas sumamente despóticas e incluso
fantásticas. Hasta puede ser que el señor Shigaliov sea más
moderado que ellos en su modo de resolver la cuestión. Le
aseguro que, después de leer el libro de ese señor, es imposible
no estar de acuerdo con algunas cosas. Puede ser también que
se aparte de la realidad menos que nadie, y que su Paraíso
terrestre sea casi el verdadero, ese cuya pérdida sigue
lamentando la humanidad, si es que en efecto existió.

—Ya sabía lo que se me venía —murmuró de nuevo Verhovenski.

—Permítame —agregó el cojo con creciente exaltación—. Los


comentarios y juicios sobre la futura organización social son
una necesidad insoslayable para todas las gentes pensantes de
nuestro tiempo. Herzen no se ocupó de otra cosa en toda su
vida. Belinski, según me consta de fuente fidedigna, pasaba
veladas enteras con sus amigos debatiendo y puntualizando de
antemano hasta los menores detalles; por así decirlo, hasta los
detalles domésticos de la futura organización social.

—Hay quien hasta enloquece —dijo el comandante.

—En todo caso, es más fácil llegar a una conclusión hablando


que permaneciendo sentados y en silencio, dándoselas de

653
dictadores —dijo Liputin, atreviéndose por fin a iniciar el
ataque.

—No hablaba de Shigaliov cuando dije que era una estupidez —


murmuró Verhovenski—. Escuchen, señoras y señores: según mi
opinión, todos esos libros son ficciones, un pasatiempo.
Comprendo que, aburridos como están ustedes en un
pueblucho como éste, devoren cualquier papel que lleve algo
escrito.

—Permítame, señor —el cojo se enderezó en su silla—. Aunque


somos provincianos y, por supuesto, merecedores de esa
conmiseración, sabemos, sin embargo, que hasta ahora nada
bastante nuevo ha ocurrido en el mundo para que lloremos por
no haberlo visto. Se nos propone, por ejemplo, en varias
proclamas de hechura extranjera, distribuidas
clandestinamente, que nos unamos y formemos grupos con el
único fin de llevar a cabo la destrucción universal. Y se da como
pretexto que ya que el mundo, hágase lo que se haga, no tiene
arreglo, cortando de cuajo cien millones de cabezas podríamos
aligerar la carga y saltar con más facilidad por encima del foso.
La idea es soberbia, sin duda, pero tan incompatible con la
realidad como la «teoría» de Shigaliov a la que acaba usted de
referirse con tanto desprecio.

—Bueno, no he venido para meterme en discusiones —


Verhovenski se permitió esta alusión significativa y, como sin
darse cuenta de su error, acercó una vela para ver mejor.

654
—Gran pérdida que se ocupe ahora de sus afeites en lugar de
intervenir en la discusión.

—¿Qué le importan mis afeites?

—Cercenar cien millones de cabezas es tan difícil como cambiar


el mundo por medio de la propaganda. Quizá hasta sea más
difícil, sobre todo en Rusia — Liputin se atrevió de nuevo a
intervenir.

—Es en Rusia donde ahora ponen sus esperanzas —dijo un


militar.

—Ya nos lo han dicho —confirmó el cojo—. Sabemos que un


dedo misterioso apunta a nuestra hermosa patria como el país
ideal para llevar a cabo

la gran tarea. Ahora bien: si la cuestión se resuelve


gradualmente por medio de la propaganda, yo saldré ganando
algo personalmente: una cháchara agradable, por lo menos, y
alguna recompensa del gobierno por mis servicios a la causa
social. Pero si ocurre lo segundo, es decir, si se trata de una
solución rápida como la de los cien millones de cabezas, ¿cuál
será la recompensa? Si se empieza a predicar eso, puede ser
que le corten a uno la lengua.

—A usted se la cortarían con toda seguridad —dijo Verhovenski.

—Ya ve usted. Y como aun en las circunstancias más propicias


ese ejercicio de degollar para pulir la sociedad durará por lo

655
menos cincuenta años, porque, después de todo, los hombres
no son ovejas que se vayan a dejar degollar así no más, ¿no
sería más inteligente hacer las valijas y partir hacia una de las
islas del Pacífico, y allí cerrar los ojos con tranquilidad?
Créanme —y dio un puñetazo en la mesa—, con esa
propaganda lo único que harán ustedes es fomentar la
emigración. ¡Eso y no otra cosa!

Terminó evidentemente satisfecho de sí mismo. Era uno de los


intelectuales de nuestra provincia. Liputin sonreía
maliciosamente. Virginski escuchaba un tanto abatido, pero los
demás seguían el debate con insólita atención, sobre todo las
señoras y los militares. Todos comprendían que los partidarios
de la tesis de los cien millones de cabezas estaban entre la
espada y la pared, y aguardaban a ver en qué quedaba
aquello.

—Muy hermosas palabras —murmuró Verhovenski con mayor


indiferencia que antes; más aún, como si estuviera aburrido—.
El Pacífico parece a primera vista un buen destino. Pero si, a
pesar de todas las evidentes desventajas que usted prevé, se
presentan cada día más personas a luchar por la causa común,
se podrá prescindir de usted. Porque aquí de lo que se trata,
amigo, es de una nueva religión que viene a desalojar a la vieja.
Y por eso se presentan tantos combatientes y el asunto es de
tan gran envergadura. ¡Vamos, viaje! Y, ¿sabe?, le aconsejo que
sea a Dresde y no a una isla del Pacífico. En principio, porque es
una ciudad que nunca ha conocido una epidemia; y como es

656
usted un hombre educado, seguramente teme a la muerte. En
segundo lugar, porque está cerca de la frontera rusa, con lo que
puede usted recibir con más facilidad las rentas que percibe de
su amada patria. Tercero, porque alberga lo que se suele decir

«tesoros de arte» y usted entiende lo que le digo ya que es


hombre de vasta cultura y ha sido alguna vez profesor de
literatura. Y, por último, tiene su propia Suiza en miniatura, gran
inspiración para los versos que seguramente usted escribe.
Total: ¡un tesoro envuelto para regalo!

Los militares sobre todo, se movilizaron ante tales palabras. Si


el cojo no hubiera interrumpido con su intervención, todos
habrían comenzado a vociferar a la vez.

—No, señor, quizá no abandone todavía la causa común. Debe


usted comprender que...

—¿Me dice entonces que ingresaría en un grupo de cinco si yo


se lo propusiese? —estalló de pronto Verhovenski, dejando las
tijeras en la mesa.

Esto sorprendió al auditorio. El hombre misterioso se había


quitado el antifaz con demasiada rapidez y hablaba ahora
directamente de un «grupo de cinco».

—Todos aquí somos personas dignas y no negaremos nuestro


rol para la causa común —dijo el cojo procurando escabullirse—,
pero...

657
—No, señor, aquí no hay pero que valga —interrumpió
Verhovenski con voz cortante y perentoria—. Señoras y señores,
les digo que necesito una respuesta concreta. Me comprometo
a darles las explicaciones que les debo pero

no sin antes escuchar de ustedes cuál es su modo de pensar.


Prescindiendo de toda esta conversación (porque no podemos
seguir hablando treinta años más, como se viene hablando
durante los últimos treinta años), les estoy preguntando qué
elección hacen: la vía lenta, que consiste en escribir novelas
sociales y diseñar sobre el papel los destinos de la humanidad
dentro de mil años, mientras el despotismo engulle los bocados
suculentos que entrarían por sí mismos en la boca de ustedes
por poco esfuerzo que hicieran; o bien la vía rápida, cualquiera
que sea, pero que al fin les dejará las manos libres y dará a la
humanidad ancho espacio para organizarse socialmente, y no
en teoría, sino en la acción. Algunos gritan: «¡Cien millones de
cabezas!», lo que puede ser sólo una metáfora; pero ¿a qué
viene asustarse si durante esos sueños teóricos el despotismo
puede devorar en cien años, no ya ciento, sino quinientos
millones de cabezas? Observen que a un enfermo incurable no
se lo cura de ningún modo, cualesquiera que sean las recetas
que se le escriban en un papel. Antes al contrario, si hay
demora, su infección será tal que nos contaminará también a
nosotros y corromperá todas las energías sanas con que aún es
posible contar, hasta el extremo de que todos acabaremos de

658
mala manera. Estoy plenamente de acuerdo en que es muy
agradable discursear con elocuencia y en tono liberal; la acción,
por el contrario, es un tanto arriesgada... Pero, en fin, no sé
hablar. He venido a transmitir una idea y pido a la respetable
compañía que no vote, sino sencillamente que declare qué
prefiere: ¿paso de tortuga para atravesar un pantano o cruzarlo
a toda vela?

—¡Yo estoy enteramente a favor de las velas desplegadas! —


gritó entusiasmado el estudiante.

—Yo también —dijo Liamshin.

—No hay duda, por supuesto, en cuanto a la preferencia —


murmuró un militar, tras él otro, y después de éste un tercero.
Lo que a todos les causó impresión fue que Verhovenski había
venido «con ideas» y que había prometido explicarse.

—Señoras y señores, veo que casi todos han decidido obrar


según el espíritu de las proclamas revolucionarias —dijo
paseando la vista por la concurrencia.

—Todos —gritó la mayoría.

—Yo confieso que prefiero el otro método —dijo el


comandante—, pero como son mayoría voy con ellos.

—Conclusión: usted no se opone —dijo Verhovenski al cojo.

—No es que me oponga... —contestó éste enrojeciendo un


poco—, pero si ahora estoy de acuerdo con los demás es sólo
para no generar un problema...

659
—¡Todos ustedes son así! ¡Está usted dispuesto a gastar seis
meses discutiendo para demostrar su elocuencia liberal y luego
acaba votando con los demás! Señoras y señores, piénsenlo,
pues. ¿Están todos ustedes listos?

(¿Listos para qué? La pregunta era vaga, pero tentadora).

—Todos, por supuesto... —se miraron entre sí antes de


responder.

—¿Pero quizá más tarde lamenten haber dado su aprobación


tan pronto?

Porque eso les pasa las más de las veces.

Todos estaban agitados, por motivos diferentes, pero muy


agitados. El cojo se encaró con Verhovenski.

—Permítame advertirle, sin embargo, que las respuestas a tales


preguntas son condicionales. Aunque hemos dado nuestra
decisión, repare en que nos ha hecho las preguntas de manera
un tanto extraña...

—¿De qué manera extraña?

—De una manera en que no se hacen tales preguntas.

—Entonces enséñeme, por favor. Y sepa que estaba seguro de


que sería usted el primero en ofenderse.

660
—Usted nos ha arrancado una respuesta sobre nuestra
disposición para la acción inmediata. ¿Qué derecho tiene para
proceder así? ¿Qué autoridad tiene para hacer tales preguntas?

—¡Debiera usted haber preguntado eso antes! ¿Por qué


contestó usted?

Usted aprobó primero y quiso echarse atrás después.

—A mi parecer, la franqueza frívola de su pregunta principal me


hace pensar que usted no tiene autoridad de ninguna clase, ni
tampoco derecho, y que sólo ha preguntado por curiosidad.

—Pero ¿a qué se refiere usted? —gritó Verhovenski, empezando


por lo visto a alarmarse.

—¡Me refiero a que la admisión de nuevos miembros, sea el


grupo que fuere, se efectúa siempre en secreto y no ante veinte
personas desconocidas! — clamó el cojo. Ahora no se mordía la
lengua; estaba demasiado irritado para dominarse.
Verhovenski se volvió a los concurrentes con una cara de
alarma muy bien simulada.

—Señoras y señores, considero mi deber declarar que esto es


una tontería y que nuestro coloquio ha ido demasiado lejos. Yo
hasta ahora no he admitido a miembro alguno, y nadie puede
decir que estoy admitiendo a nuevos miembros. Hablábamos
sólo de opiniones, ¿no es cierto? Pero, sea como quiera, me
alarma usted mucho —y se volvió de nuevo al cojo—. Nunca
pensé que había que hablar así en secreto de cosas tan
inocentes. ¿O es que temen ustedes que los delaten?

661
¿Es posible que haya entre nosotros un delator?

La agitación subió de punto. Todos rompieron a hablar.

—Señoras y señores, en tal caso —prosiguió Verhovenski— yo


me he comprometido más que nadie, y por eso les propongo
contestar a una pregunta. Por supuesto, si lo desean. Ustedes
dirán.

—¿Qué pregunta? —comenzaron a gritar.

—Una respuesta que pondrá en claro si debemos continuar


juntos o tomar el sombrero y marcharnos cada uno por su lado
sin decir palabra.

—¡La pregunta!

—Si uno cualquiera de nosotros supiera que se trama un


asesinato político,

¿iría a denunciarlo, previendo todas las consecuencias, o se


quedaría en casa esperando los acontecimientos? Sobre esto
puede haber varias opiniones. La respuesta a esta pregunta
decidirá si debemos irnos cada uno por su lado o seguir juntos,
y no sólo para la reunión de esta noche. Permita que se lo
pregunte a usted primero —dijo volviéndose al cojo.

—¿Por qué me lo pregunta a mí primero?

—Porque usted fue quien empezó. Por favor, no se haga rogar,


además no le servirá de nada su argucia en este punto. Haga
como quiera.

662
—Perdone, pero esa pregunta es intimidatoria.

—A ver, sea más preciso.

—Nunca he sido agente de la policía secreta —contestó el cojo,


tratando más que nunca de escabullirse.

—Por favor, sea más preciso. No nos haga esperar.

Tanta impotencia sintió el cojo en ese momento que se quedó


callado y miraba por debajo de sus lentes con furia contenida.

—¿Sí o no? ¿Denunciaría o no denunciaría? —gritó Verhovenski.

—¡Claro que no! —exclamó el cojo con un grito aún mayor.

—¡Nadie lo haría! —repitieron varias voces.

—Permita que le pregunte a usted, señor comandante:


¿denunciaría usted o no denunciaría? —prosiguió Verhovenski—.
Y observe que me dirijo a usted a propósito.

—No, señor. Nunca.

—Pero si usted se enterase de que alguien quiere matar y robar


a otro, a un individuo cualquiera, ¿lo denunciaría y avisaría a las
autoridades?

—Claro que sí. Eso sería sólo un delito común, mientras que lo
otro es cuestión política. Nunca quise ser agente de la policía
secreta.

663
—Y ninguno lo es aquí —se oyeron de nuevo varias voces—. La
pregunta está de más. Todos darán la misma contestación.
¡Aquí no hay delatores!

—¿Por qué se levanta ese señor? —gritó la estudiante.

—Es Shatov. ¿Por qué se ha levantado usted, Shatov? —


preguntó la señora de la casa.

Shatov, en efecto, se había levantado. Tenía el sombrero en la


mano y miraba fijamente a Verhovenski. Parecía querer decirle
algo, pero titubeaba. Tenía la cara pálida, contraída de furia,
pero se contuvo. Sin decir palabra se dirigió a la puerta.

—¡Shatov, ya sabe usted que no gana nada con eso! —le gritó
Verhovenski enigmáticamente.

—¡Pero tú sí, como espía y canalla que eres! —vociferó Shatov


desde la puerta, al salir.

—¡De modo que ésa es la prueba! —exclamó una voz.

—¡Y ha servido de mucho! —repuso otra.

—Espero que no sea demasiado tarde —observó una tercera.

—¿Quién lo ha invitado? ¿Quién lo ha traído? ¿Quién es? ¿Quién


es Shatov? ¿Delatará o no delatará? —hubo un diluvio de
preguntas.

—Si fuera delator, habría fingido no serlo, en lugar de salir


echando pestes por la boca —apuntó alguien.

664
—¡Hola! ¡También se levanta Stavrogin! ¡Tampoco él ha
contestado a la pregunta! —gritó la estudiante.

En efecto tanto Stavrogin como Kirillov se habían puesto de pie


de uno y otro lado de la mesa.

—Permita, señor Stavrogin —le dijo madame Virginskaya—.


Usted es el único que se ha negado a responder a esa
pregunta.

—No veo por qué habría de contestar a la pregunta que le


interesa — murmuró Stavrogin.

—Pero nosotros nos hemos comprometido y usted no —


exclamaron algunas voces.

—¿Y eso a mí qué me importa? —dijo riendo Stavrogin, pero con


ojos por los que parecía salir un fuego rojo.

—¿Cómo que no le importa? ¿Cómo que no le importa? —


gritaron algunos que empezaron a levantarse.

—Permítanme, señoras y señores, permítanme —suplicó el


cojo—. Tampoco el señor Verhovenski respondió a la pregunta
que él mismo ha hecho.

Su intervención produjo un efecto extraordinario. Se miraban


unos a otros. Stavrogin soltó una carcajada en las barbas
mismas del cojo y salió. Kirillov atrás. Verhovenski los siguió
hasta el vestíbulo.

665
—¿Qué me está usted haciendo? —murmuró apretándole
ambas manos a Stavrogin. Stavrogin hizo todo lo posible para
soltarse.

—Espéreme en la casa de Kirillov. Necesito verlo.

—Yo no —dijo tajante Stavrogin.

—Stavrogin estará allí —sentenció Kirillov—. Stavrogin lo


necesita a usted.

Allí se lo explicaré.

Se fueron al fin.

OCTAVO CAPÍTULO: El zarevich Ivan

Por un momento Piotr Stepanovich pensó regresar a la «sesión»


y calmar los ánimos pero de pronto algo le hizo pensar que no
valía la pena. No sólo no entró sino que se puso a seguir a los
otros dos. De pronto recordó que había un atajo para llegar
antes a casa de Filippov y por allí se fue.

—¿Ya llegó? —observó Kirillov—. Bueno, entre.

—¿Por qué me dijo que vivía solo? —preguntó Stavrogin cuando,


en la entrada, pasó junto a un samovar hirviendo.

—Ya verá usted con quién vivo —musitó Kirillov—. Pase.

666
No bien entraron, Verhovenski sacó del bolsillo el anónimo que
había recibido de Lembke horas antes y lo puso delante de
Stavrogin. Los tres se sentaron. Stavrogin leyó la carta en
silencio.

—Bueno, ¿y qué? —preguntó.

—Ese granuja va a hacer lo que escribe —explicó Verhovenski—.


Y puesto que está bajo su jurisdicción, usted me dirá lo que
tenemos que hacer con él. Le advierto que quizá vaya mañana
mismo a ver a Lembke.

—Pues que vaya.

—¿Cómo que vaya?

—Se equivoca usted. Ese individuo no depende de mí. Además,


no me importa. Las amenazas no son para mí, sino para usted.

—Y para usted también.

—No creo.

—Pero ¿no comprende usted que otros podrían no


perdonárselo? Oiga, Stavrogin, eso no es más que un
subterfugio. ¿O es que no quiere usted soltar el dinero?

—¿Pero se necesita dinero?

—¡Claro que se necesita! Dos mil rublos o, como mínimo, mil


quinientos. Démelos mañana, u hoy mismo, y mañana lo mando
a Petersburgo. Eso es también lo que él quiere. Si usted lo
desea, en compañía de María Timofeyevna. Tome usted nota.

667
Parecía un tanto turbado; hablaba con cierto descuido y sin
fijarse en lo que decía. Stavrogin lo observaba asombrado.

—No tengo por qué hacer que María Timofeyevna se vaya de


aquí.

—Puede que ni siquiera lo desee usted —Piotr Stepanovich se


sonrió con ironía.

—Puede que no.

—En resumen, ¿habrá o no habrá dinero? —Verhovenski gritó a


Stavrogin con impaciencia airada y tono autoritario. Éste lo
miró gravemente de pies a cabeza.

—No habrá dinero.

—¡Oiga Stavrogin! ¡O sabe algo o ya ha hecho algo! ¡Usted...


bromea!

Tenía el rostro contraído, le temblaban las comisuras de los


labios y, de pronto, rompió a reír con risa sin sentido ni objeto.

—Usted ha cobrado de su padre el dinero de la hacienda —


observó con calma Nikolai Vsevolodovich—. Maman le dio seis u
ocho mil rublos por cuenta de Stepan Trofimovich. Pues bien, dé
usted mil quinientos de su propio bolsillo. Yo no quiero andar
pagando cuentas ajenas. Además, he repartido ya tanto dinero
que la cosa empieza a molestarme... —y se sonrió de sus
propias palabras.

668
—¡Ah, ya empieza usted con sus bromas...!

Stavrogin se levantó de su asiento; acto seguido saltó del suyo


Verhovenski y automáticamente apoyó la espalda en la puerta
como para impedirle que saliera. Nikolai Vsevolodovich hizo
ademán de apartarlo de un empujón para salir, pero de pronto
se detuvo.

—No le cedo a Shatov —dijo.

Piotr Stepanovich se estremeció. Los dos se miraron.

—Le he preguntado esta noche por qué necesita la sangre de


Shatov — prosiguió Stavrogin con mirada centelleante—. Es el
aglutinante con el que quiere usted unir a su grupo. Hace un
rato logró usted absolutamente que se retirara Shatov. Usted
estaba consciente de que él no iba a decir que no delataría y
que consideraba una bajeza mentirle a usted. Pero ¿y a mí?
¿Para qué me necesita usted a mí ahora? No me deja usted
solo ni un minuto desde que lo conocí en el extranjero. La
explicación que me ha dado hasta este momento no es más
que una locura. Mientras tanto, procura usted persuadirme de
que entregue a Lebiadkin mil quinientos rublos y que con ello dé
motivo a Fedka para asesinarlo. Sé que usted piensa que
también deseo el asesinato de mi mujer, y que, implicándome
en ese delito, espera, por consecuencia, tenerme en sus garras,
¿no es eso? ¿Por qué quiere tenerme en sus garras? ¿Para qué
diablos me necesita? De una vez para siempre, míreme bien:
¿soy yo el hombre que busca? ¡A ver si me deja en paz!

669
—¿Es que Fedka mismo ha ido a verlo? —preguntó Verhovenski
sofocado.

—Sí. Su precio es también mil quinientos... Pero aquí está. Él


mismo puede confirmarlo... —Stavrogin alargó el brazo.

Piotr Stepanovich giró sobre sus talones. Surgiendo de la


oscuridad apareció en el umbral la figura de Fedka, con pelliza
pero sin gorro como si estuviera en su propia casa. Se plantó
allí, riendo y descubriendo su blanca y regular dentadura. Sus
ojos negros, circundados de un blanco amarillento,
escudriñaban cautelosamente la habitación y observaban a los
señores. Había algo allí que no comprendía. Era evidente que
Kirillov lo había traído y a éste iba dirigida su mirada
interrogante. Se había detenido en el umbral sin querer entrar
en la habitación.

—Supongo que lo ha traído usted para que oiga nuestros tratos


o incluso para que vea el dinero en nuestras manos. ¿No es
eso? —preguntó Stavrogin y, sin esperar respuesta, salió de la
casa. Verhovenski, casi frenético, lo alcanzó a la puerta de la
valla.

—¡Alto ahí! ¡Ni un paso más! —gritó agarrándolo del codo.


Stavrogin trató de librar el brazo, pero sin éxito. Estaba furioso.
Tironeó del pelo a Verhovenski y con toda su fuerza consiguió
tirarlo al piso. Luego salió. Verhovenski tras él.

—¡Hagamos las paces! ¡Hagamos las paces! —le imploró


agitado. Stavrogin siguió como si no hubiera oído.

670
—Escuche. Mañana le traigo a Lizaveta Nikolayevna, ¿quiere?
¿No? ¿Por qué no contesta? ¿Qué debo hacer? Dígame y lo
hago. Escuche, a Shatov se lo cedo, ¿quiere?

—Entonces, ¿usted pensaba matarlo? —gritó Stavrogin.

—Pero ¿para qué quiere a Shatov? ¿Para qué? —preguntó el


anhelante Verhovenski hablando con rapidez, corriendo para
adelantarse a Stavrogin y deteniéndolo por el codo, quizá sin
darse cuenta—. Es suyo. Pide usted mucho, pero lo importante
es que hagamos las paces.

Stavrogin entonces se detuvo, lo observó y se quedó pasmado.


No eran ya la mirada y la voz de siempre; ni tampoco las que
había notado hacía un rato en

la habitación. Ahora veía un rostro distinto. El tono de la voz no


era el mismo: Verhovenski imploraba, suplicaba. Éste era un
hombre a quien iban a privar, o habían privado ya, de su más
preciada posesión y quien aún no había logrado superar el
golpe.

—Pero ¿qué es lo que le pasa? —gritó Stavrogin.

No hubo respuesta de Verhovenski, pero corría tras él, con la


misma mirada suplicante, aunque inflexible.

—¡Hagamos las paces! —murmuró una vez más—. Escuche.


Llevo en la bota un cuchillo, igual que Fedka, pero quiero hacer
las paces con usted.

671
—Pero, vamos a ver, ¡maldita sea!, ¿para qué me quiere usted?
—vociferó Stavrogin con intensa furia e indignación—. ¿Es un
secreto acaso? ¿Es que me toma usted por una especie de
talismán?

—Escuche. Vamos a provocar disturbios —susurró el otro con


voz rápida y casi delirante—. ¿Cree usted que no podemos
provocar disturbios? Vamos a armar un alboroto tal que todo
va a quedar dado vuelta. Karmazinov tiene razón al decir que
no hay nada a qué agarrarse. Karmazinov es muy listo. Basta
con diez grupos como ése en Rusia y estaré seguro.

—¿Grupos de majaderos como ésos? —preguntó


involuntariamente Stavrogin.

—¡Oh, trate de ser menos listo, Stavrogin! ¡Trate de no ser tan


listo! Y bien sabe que no es lo bastante listo para no desear eso.
Tiene usted miedo y no tiene fe. Se asusta de hacer las cosas en
gran escala. ¿Y por qué habrán de ser majaderos? No son tan
majaderos. Hoy día nadie tiene inteligencia propia. Hoy día son
poquísimas las cabezas originales. Virginski es un hombre muy
puro de corazón, diez veces más puro que nosotros dos juntos.
Pero dejémoslo aparte. Liputin es un granuja, pero conozco su
punto débil. No hay granuja que no tenga su punto débil. El
único que no lo tiene es Liamshin, pero a ése lo tengo bien
agarrado. Unos grupitos más como ése y tengo dinero y
pasaportes para todas partes. Eso por lo menos. ¿Y sólo eso?
También sitios para esconderme. Que me busquen.
Desarticularán un grupo y no hallarán el siguiente. Armaremos

672
un enorme alboroto... ¿Es que piensa que no basta con nosotros
dos?

—Tome a Shigaliov y a mí déjeme en paz...

—¡Shigaliov es un genio! ¿Sabe usted que es un genio como


Fourier, sólo que más audaz que Fourier, más fuerte que
Fourier? Voy a ocuparme mucho de él... ¡Ha inventado la
«igualdad»!

«Está febril y delira. Algo raro le ha ocurrido», Stavrogin pensó


mirándolo de nuevo. Siguieron su camino sin detenerse.

—En ese cuaderno suyo tiene bien detalladas las cosas —


prosiguió Verhovenski—. El espionaje. Cada miembro de la
sociedad espía a los demás y está obligado a delatarlos. Uno
para todos y todos para uno. Todos esclavos e iguales en la
esclavitud. En casos extremos, calumnia y asesinato, pero ante
todo igualdad. Como primera providencia se rebaja el nivel de
la educación, la ciencia y el talento. Un alto nivel de ciencia y
educación vale sólo para mentes excepcionales, ¡y las mentes
excepcionales están de más! Las mentes excepcionales han
alcanzado siempre el poder y han sido déspotas. A Cicerón
había que dejarlo mudo, a Copérnico dejarlo ciego, a
Shakespeare apedrearlo (¡ahí tiene usted la doctrina de
Shigaliov!). Los esclavos deben ser iguales. Sin despotismo no
ha habido nunca ni libertad ni igualdad, pero en el rebaño
habrá necesariamente igualdad (¡he ahí la doctrina de

673
Shigaliov!). ¡Ja, ja, ja! ¿Le parece a usted extraño? ¡Yo hago mía
la doctrina de Shigaliov!

Stavrogin intentó apurar el paso para llegar antes así a su casa.

«Si este hombre está borracho —se preguntó mentalmente—,


¿dónde ha podido emborracharse? ¿Habrá sido el coñac?».

—Oiga, Stavrogin. Allanar montañas es una muy buena idea y


nada ridícula. Yo estoy de parte de Shigaliov. No creo que sea
necesaria la educación, la ciencia ya ha tenido su espacio, lo
que falta aquí es la obediencia. La educación es un prurito
aristocrático. En cuanto un hombre se enamora o funda una
familia siente el deseo de propiedad privada. Bueno, al diablo
con ese deseo; echaremos mano a la embriaguez, la calumnia,
la delación; recurriremos a la depravación más extremada;
estrangularemos a todo ingenio en su infancia para destruir ese
deseo. Reduciremos todo a un común denominador: la igualdad
más absoluta. «Hemos aprendido un oficio y somos personas
decentes; no necesitamos más que eso»; ésta fue la respuesta
que hace no mucho dieron los obreros ingleses. Sólo lo
necesario es necesario: he ahí el lema del orbe entero de ahora
en adelante. Pero también se necesita una sacudida; de eso nos
ocupamos nosotros, los dirigentes. Los esclavos necesitan quién
los guíe. Obediencia completa, completa falta de individualidad.
Pero una vez cada treinta años Shigaliov recurre a una
sacudida: de pronto todos comienzan a devorarse unos a otros;

674
bueno, hasta cierto punto, sólo para no aburrirse. El
aburrimiento es un sentimiento aristocrático. En el sistema de
Shigaliov no habrá deseos. El deseo y el sufrimiento se quedan
para nosotros; para los esclavos basta con el sistema de
Shigaliov.

—¿Usted se excluye a sí mismo? --preguntó Stavrogin


involuntariamente.

—Y a usted también. ¿Sabe que he pensado entregar el mundo


al Papa? Que salga caminando, descalzo, y se presente ante la
plebe diciendo: «Vean hasta dónde me han traído», y todos lo
seguirán, incluso el ejército. El Papa a la cabeza, nosotros en
torno de él, y por debajo de nosotros el sistema de Shigaliov.
Sólo hace falta que la Internationale llegue a un acuerdo con el
Papa. ¡Y lo hará! El viejo aceptará enseguida; no le queda otro
remedio. Recuerde lo que le digo.

¡Ja, ja, ja! Dígame: ¿en serio le parece una tontería?

—Le ruego que se calle —murmuró Stavrogin irritado.

—¡Basta! Escuche. ¡Renuncio al Papa! ¡Al diablo con el sistema


de Shigaliov! ¡Al diablo con el pontífice! Lo que se necesita es
algo más eficaz y rápido. No el sistema de Shigaliov, porque es
labor del joyero, un ideal que sólo podrá realizarse con el
tiempo. Shigaliov es un joyero y un tonto, como lo son todos los
filántropos. Lo que queremos es trabajo rudo y Shigaliov
detesta el trabajo rudo. Escuche: ¡el Papa reinará en Occidente
y usted reinará sobre nosotros, sobre nuestro país!

675
—¡Déjeme en paz, borracho! —murmuró Stavrogin caminando
aún más rápido.

—¡Stavrogin, es usted hermoso! —gritó Piotr Stepanovich casi


extático—.

¿Sabe que es hermoso? Lo mejor de usted es que a veces ni se


da cuenta de ello.

¡Ah, hace rato ya que lo observo! ¡Cuántas veces lo he mirado


de reojo! Es usted hasta sencillo e ingenuo. ¿Lo sabe? ¡Pues sí, lo
es, lo es! Supongo que sufre usted, que sufre de veras por causa
de esa ingenuidad. Yo amo la belleza. Soy nihilista, pero amo la
belleza. ¿Acaso los nihilistas son incapaces de amar la belleza?
Lo que no aman son los ídolos, pero yo amo a un ídolo. ¡Usted
es mi ídolo! Usted no lastima a nadie y sin embargo todos lo
detestan. Usted considera a todos iguales y todos le temen. Eso
está bien. Nadie se acercará a usted para darle una palmada
en la espalda. Es usted un aristócrata terrible. ¡Un aristócrata
partidario de la democracia es irresistible! Para usted no
significa

nada sacrificar la vida (la propia o la ajena). Usted es el hombre


que necesitamos; y yo, en particular, necesito a un hombre
como usted.

No conozco a otro más que a usted. Usted es mi caudillo, usted


es mi sol y yo soy su gusano...

676
De pronto le besó la mano. Stavrogin sintió un escalofrío en la
espina y retiró la mano consternado. Ambos se detuvieron.

—¡Loco! —murmuró Stavrogin.

—¡Quizá deliro, quizá deliro! —asintió Verhovenski al instante—,


pero soy yo quien ha pensado en el primer paso. A Shigaliov
nunca se le habría ocurrido pensar en el primer paso. Hay
muchos Shigaliovs, pero sólo hay un hombre en Rusia que sabe
cuál es el primer paso y cómo darlo. Ese hombre soy yo. ¿Por
qué me mira así? Usted, usted, es el hombre que necesito. Sin
usted soy un cero a la izquierda. Sin usted soy sólo una mosca,
una idea embotellada, un Colón sin América.

Stavrogin se detuvo y clavó sus ojos en los ojos vesánicos de su


acompañante.

—Escuche. Para empezar provocamos una revuelta —


Verhovenski siguió diciendo nerviosamente, agarrando
continuamente a Stavrogin de la manga izquierda—. Ya se lo he
dicho: llegaremos hasta la plebe. ¿Sabe que ya tenemos una
fuerza enorme? Nuestra gente no es sólo la que mata e
incendia, la que emplea armas de fuego al estilo clásico o
muerde a sus superiores. Ésos sólo son un estorbo. Sin
obediencia, las cosas no tienen sentido para mí. Ya ve que soy
un pillo y no un socialista. ¡Ja, ja! Escuche, los tengo a todos ya
contados: el maestro que se ríe con los niños del Dios de ellos y
de su cuna es ya de los nuestros. El abogado que defiende a un
asesino educado porque éste tiene más cultura que sus

677
víctimas y tuvo necesariamente que asesinarlas para
agenciarse dinero también es de los nuestros. Los escolares que
matan a un campesino por el escalofrío de matar son nuestros.
Los jurados que absuelven a todo delincuente, sin distinción,
son nuestros. El fiscal que tiembla en la sala de juicio porque
teme no ser bastante liberal es nuestro, nuestro. Los
funcionarios, los literatos, ¡oh, muchos de ellos son nuestros,
muchísimos, y ni siquiera lo saben! Además, la docilidad de los
escolares y de los tontos ha llegado al más alto nivel; los
maestros rezuman rencor y bilis. Por todas partes vemos que la
vanidad alcanza dimensiones pasmosas, los apetitos son
increíbles, bestiales...

¿Se da cuenta de la cantidad de gente que vamos a atrapar


con unas cuantas ideíllas fabricadas al por mayor? Cuando me
fui al extranjero hacía furor Littré con su teoría de que el crimen
es demencia; cuando he vuelto ya no es demencia, sino sentido
común, casi un deber y, cuando menos, una noble protesta.
«¿Cómo no ha de matar un hombre educado si necesita
dinero?». Pero esto no es más que el principio. El Dios ruso ya se
ha vendido al vodka barato. El campesinado está borracho, las
madres están borrachas, los hijos borrachos, las iglesias vacías,
y en los tribunales lo que uno oye es: «O una garrafa de vodka o
doscientos latigazos». ¡Oh, que crezca esta generación! ¡Lo malo
es que no tenemos tiempo que perder; de lo contrario habría
que permitirles emborracharse aún más! ¡Ay, qué lástima que

678
no haya proletariado! Pero lo habrá, lo habrá. Todo apunta en
esa dirección...

—Es lástima también que seamos más tontos de lo que éramos


antes — murmuró Stavrogin prosiguiendo su camino.

—Escuche. Yo he visto con mis propios ojos a un niño de seis


años que guiaba a casa a su madre borracha, mientras ella lo
maldecía con palabras soeces. ¿Cree que me dio placer ver
eso? Cuando dependa de nosotros, quizá los

podamos curar... Si es preciso, los mandaremos al desierto por


cuarenta años... Pero de momento son indispensables una o dos
generaciones de libertinaje. De libertinaje monstruoso, procaz,
del género que hace de un hombre un bellaco asqueroso,
cobarde, cruel y egoísta. ¡Eso es lo que se necesita! Y, además,
un poco de «sangre fresca» para ir acostumbrándonos. ¿De qué
se ríe? No me contradigo. Contradigo sólo a los filántropos y al
shigaliovismo, pero no a mí mismo. Soy un pillo y no un
socialista. ¡Ja, ja, ja! ¡Lástima que no tengamos más tiempo! A
Karmazinov le prometí empezar en mayo y acabar a principios
de septiembre. ¿Demasiado pronto? ¡Ja, ja! ¿Sabe lo que le
digo, Stavrogin? Aunque el pueblo ruso emplea muchas
palabrotas no tiene pizca de cinismo.

¿Sabe usted que un siervo poseía más amor propio que


Karmazinov? Aunque lo vapuleaban, seguía fiel a sus dioses,
cosa que no hace Karmazinov.

679
—Bueno, Verhovenski, es la primera vez que lo escucho, y lo
escucho con asombro —observó Nikolai Vsevolodovich—. ¿Así,
pues, no tiene usted ni un ápice de socialista, sino que es una
especie de... político ambicioso?

—Un pillo, un pillo. ¿Le preocupa la clase de hombre que soy? Se


lo digo enseguida; a eso voy. Por algo le he besado la mano.
Pero también es preciso que el pueblo crea que sabemos lo
que queremos y no como los otros, que

«alzan los garrotes y pegan a su propia gente». ¡Ay, si


tuviéramos más tiempo! Lo malo es que no lo hay.
Proclamaremos la destrucción... porque..., ¡porque es una idea
fascinante! Pero es preciso, sí, desentumecer los músculos...
Provocaremos incendios... Haremos circular algunas leyendas...
Cualquier grupo ruin nos será útil... Y en esos mismos grupos
encontraré para usted individuos tan dispuestos a todo que se
alegrarán de enzarzarse a tiros y hasta lo tendrán a mucha
honra. En fin, armaremos un zafarrancho. ¡Habrá un bochinche
como el mundo no lo ha visto hasta ahora...! Rusia se verá
sumida en tinieblas, la tierra llorará por sus antiguos dioses... Y
entonces sacaremos..., ¿a quién?

—¿A quién?

—Al zarevich Ivan.

—¿A qui... én?

—Al zarevich Ivan. ¡A usted! ¡A usted! Stavrogin se quedó


pensando un momento.

680
—¿Un impostor? —preguntó de pronto mirando con profundo
asombro al demente—. ¡Ah, conque ése es su plan!

—Diremos que «se oculta» —prosiguió Verhovenski con calma y


un murmullo casi amoroso, como si de verdad estuviese
borracho—. ¿Sabe lo que supone esa expresión «se oculta»?
Ahora bien, aparecerá. Aparecerá. Haremos circular una
leyenda mejor que la de la secta de los Castrados. Existe, pero
nadie lo ha visto. ¡Ah, qué leyenda se puede inventar!

Y lo mejor es que entrará en acción una fuerza nueva. Que es lo


que se necesita. Por una fuerza como ésa están todos
clamando. Porque, vamos a ver,

¿qué ha hecho el socialismo? Destruir la vieja fuerza, pero sin


poner otra nueva en su lugar. Pero aquí tenemos una fuerza, ¡y
qué fuerza! ¡Como nunca se ha visto! Sólo necesitamos una
palanca para levantar la tierra. ¡Todo se levantará!

—¿Conque, en serio, ha contado usted conmigo para eso? —


preguntó Stavrogin riendo maliciosamente.

—¿Por qué se ríe? ¿Y con tanta malicia? No me asuste. Ahora


soy como un niño a quien se puede matar de susto con una
sonrisa como ésa. Escuche. No permitiré que nadie lo vea.
Nadie. Es necesario. Usted existe, pero nadie lo ha visto. Usted
se oculta. Pero, ¿sabe?, es posible mostrarlo a usted a un
hombre

681
entre cien mil, por ejemplo. Y la noticia cundirá por toda la
Tierra: «Lo hemos visto, lo hemos visto». También a Ivan
Filippovich, el cabecilla de los Flagelantes, se lo vio subir en un
carro al cielo en presencia de la multitud. Los presentes lo
vieron con sus «propios» ojos. Y usted no es Ivan Filippovich.
Usted es hermoso y altivo como un dios, usted no busca nada
para sí y tiene un dejo de víctima; usted «se oculta». Lo que
importa es la leyenda. Usted los conquistará. Bastará con que
los mire para conquistarlos. «Se oculta» y traerá una nueva
verdad. Y entre tanto pronunciaremos dos o tres sentencias al
estilo de Salomón. Nuestros grupos, nuestros «quintetos», ¿sabe
usted? No necesitamos periódicos. Si de diez mil peticiones
concedemos una, todos vendrán con peticiones. En cada
distrito, todo campesino sabrá que en algún sitio hay un árbol
hueco donde puede depositar su petición. Y la Tierra entera
retumbará al grito de «¡Llega una ley nueva y justa!». Se
encrespará el mar, y se derrumbará todo el falso aparato. Y
entonces nosotros pensaremos en cómo levantar un edificio de
piedra. ¡Por primera vez! ¡Nosotros lo levantaremos, nosotros, y
sólo nosotros!

—¡Locura! —dijo Stavrogin.

—¿Por qué no quiere usted? ¿Por qué? ¿Tiene miedo? ¡Pero si


me agarro a usted es precisamente porque no le tiene miedo a
nada! ¿Es una sinrazón? ¡Pero si aún no soy más que un Colón
sin América! ¿Es razonable un Colón sin América?

682
Stavrogin guardó silencio. Para ese momento ya habían llegado
a la casa y se detuvieron a la puerta.

—Escuche —dijo Verhovenski hablándole al oído—. Lo haré sin


cobrarle nada. Mañana le saco de en medio a María
Timofeyevna... sin cobrar nada. Y mañana le traigo a Liza.
¿Quiere que le traiga a Liza? ¿Mañana?

«¿Pero estará de veras loco?», pensó Stavrogin sonriendo. Se


abrió la puerta de la calle.

—Stavrogin, ¿es América nuestra? —preguntó Verhovenski


agarrándolo de la mano por última vez.

—¿Para qué? —preguntó, con gravedad, Nikolai Vsevolodovich.

—Usted no quiere... ¡Ya lo sabía! —gritó Verhovenski en un


acceso de ira rabiosa—. ¡Miente usted, señorito miserable,
lujurioso, pervertido! No le creo.

¡Tiene usted apetito de fiera...! ¡Sepa que su cuenta es muy


larga y que ya no puedo prescindir de usted! ¡No hay otro como
usted en el mundo! Yo lo inventé a usted en el extranjero. Lo
inventé cuando lo observaba. Si no lo hubiera observado desde
mi rincón, nada de esto se me habría ocurrido...

Stavrogin, sin rechistar, subió los escalones de entrada.

—¡Stavrogin! —gritó tras él Verhovenski—. Le doy a usted un


día..., dos, entonces..., tres... ¡Eso es todo lo que puedo ofrecerle!
¡Y volveré enseguida por la respuesta!

683
NOVENO CAPÍTULO: Registro en casa de Stepan Trofimovich

Stepan Trofimovich quedó consternado por algo que ocurrió en


el ínterin, yo por mi parte estaba particularmente sorprendido.
Nastasya vino corriendo con la noticia de que habían
«invadido» a su amo. Eran las ocho de la mañana. Al principio
no entendía: decía que unos funcionarios habían «invadido» su
casa, que habían venido y habían robado unos papeles, y que
un soldado había hecho un bulto con ellos y se los «había
llevado en una carretilla de mano». Era una noticia absurda.
Inmediatamente fui a ver a Stepan Trofimovich.

Estaba con un estado de ánimo muy particular: trastornado y


agitadísimo, pero a la vez con cara de inequívoco triunfo. En la
mesa, en el centro de la habitación, hervía el samovar y había
un vaso de té ya servido hacía rato, sin tomar. Stepan
Trofimovich iba y venía por la sala abriendo cajones sin darse
cuenta de sus actos. Llevaba su consabido jersey de lana roja,
pero en cuanto me vio se cubrió con el chaleco y la levita, cosa
extraña que jamás había hecho. De pronto me tomó de la mano
con gran alteración.

—Enfin un ami! —dijo lanzando un hondo suspiro—. Cher, he


avisado sólo a usted y nadie más sabe nada. Debo mandar a
Nastasya que cierre la puerta y no admita a nadie, salvo a
ésos, claro está... Vous comprenez!

684
Me miró intranquilo, como en espera de respuesta. Yo, por
supuesto, me apresuré a hacerle preguntas; y de sus frases
inconexas, con pausas y paréntesis innecesarios, saqué en claro
que un empleado del gobierno provincial había venido a verlo
«de improviso»...

—Pardon, fai oublié son nom. Il riest pas du pays, pero, según
parece, lo trajo Lembke, quelque chose de bête et d’allemand
dans la physionomie. Il s’appelle Rosenthal.

—¿No sería Blum?

—Blum. Ése fue precisamente el nombre que me dijo. Vous le


connaissez? Quelque chose d’hébété et de très content dans la
figure, pourtant très sévère, roide et sértieux. Un tipo de la
policía, uno de esos que sólo cumplen órdenes, je m’y connais.
Yo dormía todavía, y figúrese, me preguntó si podía «echar un
vistazo» a mis libros y manuscritos, oui, je m’en souviens, il a
employé ce mot. No me detuvo, se quedó con los libros... Il se
tenait à distance, y cuando comenzó a explicarme su visita,
tenía una expresión como si yo... enfin il avait l’air de croire que
je tomberais sur lui inmédiatement et que je commencerais à le
battre comme plâtre. Tous ces gens du bas étage sont comme
ça cuando tienen que habérselas con una persona educada. Por
supuesto que lo comprendí todo al momento. Voilà vingt ans
que je m’y prépare. Le abrí todos los cajones y le entregué
todas las llaves. Yo mismo se las di; le di todo. J’étais digne et
calme. Sacó las ediciones extranjeras de Herzen, el volumen
encuadernado de La Campana, cuatro copias de mi poema, et

685
enfin... tout ça. Después unos papeles y cartas et quelques unes
de mes ébauches historiques, critiques et politiques. Nada
dejaron. Nastasya dice que se lo llevó un soldado en una
carretilla de mano y que todo iba cubierto con un delantal; oui,
c’est cela, con un delantal.

Parecía una locura. ¿Quién podía entender algo? Volví a


acribillarlo a preguntas: ¿Blum estaba solo o con alguien más?
¿Quién dijo que lo mandaba?

¿Con qué derecho? ¿Cómo se había atrevido? ¿Qué explicación


había dado?

—Il était seul, bien seul, pero había alguien más dans
l’antichambre, oui, je m’en souviens, et puis... Sí, parece que
había alguien más de guardia en el recibimiento. Nastasya, ella
sabe mejor. J’étais surexcité, voyez-vous. Il parlait,

il parlait... un tas de choses; sin embargo, dijo muy poco; fui yo


el que dijo todo... Le conté la historia de mi vida, pero, por
supuesto, sólo desde ese punto de vista... J’étais surexcité, mais
digne, je vous l’assure. Temo, sin embargo, haber llorado. La
carretilla se la pidieron al tendero de aquí al lado.

—¡Cielo santo! ¿Cómo puede suceder tal cosa? ¡Por lo que más
quiera, Stepan Trofimovich, deme más detalles! Lo que me
cuenta usted es tan vago como un sueño.

686
—Cher, a mí mismo me parece que estoy soñando... Savez-vous,
il a prononcé le nom de Teliantikoff y creo que era el que estaba
escondido en el recibimiento. Sí, recuerdo que me propuso
llamar al fiscal y también, creo, a Dimitri Mitrich... qui me doit
encore quinze roubles de unas partidas de whist, soit dit en
passant. Enfin, je riaipos trop compris. Pero yo fui más astuto
que ellos, ¿y a mí qué me importa Dimitri Mitrich? Creo que le
rogué encarecidamente que no divulgara nada de esto; se lo
rogué mucho, hasta temo haberme rebajado, comment croyez-
vous? Enfin il a consentí. Sí, recuerdo que fue él mismo quien
dijo que más valía no divulgarlo, porque sólo había venido a

«echar un vistazo», et rien de plus, y nada más, nada más..., y


que si no encontraba nada, no pasaría nada. De modo que lo
acabamos todo en amis, je suis tout-a-fait contení.

—Pero, perdone. ¡Él le ofreció a usted el procedimiento usual y


las garantías normales en tales casos y usted renunció a ellas!
—exclamé con indignación amistosa.

—No. Así es mejor. Sin garantías. ¿De qué valdría un escándalo?


De momento tratemos el asunto en amis... Usted sabe que si en
la ciudad se enterasen... mes ennemis... et puis à quoi bon ce
procureur, ce cochon de notre procureur, qui deux fois m’a
manqué de politesse et qu’on a rossé à plaisir l’autre année
chez cette charmante et belle Nathalie Pavlovna, quand il se
cacha dans son boudoir? Et puis, mon ami, no me contradiga ni
me desanime, se lo ruego, porque no hay nada más insufrible
que, cuando un hombre está consternado, vengan un centenar

687
de amigos a mostrarle dónde se ha equivocado. Pero siéntese y
tome un vaso de té. Estoy muy cansado... ¿No cree que debería
acostarme y ponerme un paño con vinagre en la cabeza?

—¡Por supuesto —exclamé—, y ponga hielo! Se lo ve muy


preocupado y muy pálido. Le tiemblan las manos. Más tarde me
contará qué sucede, ahora acuéstese, descanse. Me sentaré
aquí a su lado y esperaré.

Dudaba de si debía acostarse, pero yo insistí. Nastasya acercó


una taza con vinagre. Mojé una toalla y se la puse en la cabeza.
Luego Nastasya se subió a una silla y encendió la lamparilla
ante la imagen que estaba en el rincón. Vi eso con asombro; allí
nunca había habido una lámpara y ahora aparecía una de
pronto.

—Le dije que la pusiera ahí esta mañana, tan pronto como se
fueran ésos — murmuró Stepan Trofimovich mirándome con
astucia—, quand on a de ces choses-là dans sa chambre et
quon vient vous arrêter produce una impresión y con toda
seguridad declaran que la han visto.

Cuando terminó con la lámpara, Nastasya se plantó junto a la


puerta, apoyó la mejilla en la palma de la mano derecha y se
puso a mirar a su amo con expresión lastimera.

Me hacía una seña desde el sofá cuando agregaba:

—Eloignez-la. No puedo aguantar esa conmiseración rusa, et


puis ça m’embête.

688
Ella se retiró sin que nadie se lo pidiera. Noté que él seguía
mirando la puerta y tratando de oír algún ruido en el pasillo.

—Il faut être prêt, voyez-vous —me dijo con una mirada llena de
intención—, chaque moment... vienen, lo agarran a uno y
¡desaparece por arte de magia!

—¡Dios santo! ¿Quién viene? ¿Quién podría llevárselo?

—Voyez-vous, mon cher, se lo pregunté sin rodeos cuando se


iba: ¿y ahora qué harán conmigo?

—¡Mejor habría sido que le preguntase a dónde van a


desterrarle! — exclamé con el mismo enojo.

—En eso pensé cuando hice la pregunta, pero se marchó sin


contestarme. Voyez-vous, en cuanto a ropa blanca, a ropa de
calle, a ropa de abrigo en particular, será lo que ellos quieran; si
me dicen que la lleve, la llevo; o tal vez me manden con un
abrigo de soldado. Pero —prosiguió bajando de pronto la voz y
mirando la puerta por donde había salido Nastasya— he
metido treinta y cinco rublos en un descosido del bolsillo del
chaleco... Mire, tiente aquí... No creo que me quiten el chaleco. Y
para despistar he dejado siete rublos en el portamonedas,
como si fuera todo lo que tengo. Mire usted, ahí está en la
mesa, en monedas pequeñas y calderilla, para que no se crean
que he escondido el dinero y piensen que ahí está todo. Porque
sabe Dios dónde voy a dormir esta noche.

689
Bajé la cabeza al escuchar tantas cosas ridículas, a nadie se lo
llevaban preso de la forma en que él lo estaba describiendo. Sin
duda lo barajaba todo en la cabeza. Cierto que todo eso había
sucedido antes de aprobarse las leyes que ahora están en vigor.
También es cierto que, según sus propias palabras, le habían
propuesto un procedimiento más legal, pero él había sido más
astuto que ellos y lo había rehusado... Desde luego que antes —
en verdad, aún no hace mucho— un gobernador podía en
circunstancias extremas... Pero, ¿qué circunstancias extremas
podía haber en este caso? Eso era lo que me estaba volviendo
loco.

—De seguro que ha habido un telegrama de Petersburgo —dijo


de pronto Stepan Trofimovich.

—¿Un telegrama sobre usted? ¿Por lo de las obras de Herzen y


el poema ese suyo? ¿Se ha vuelto loco? Y si no lo está así lo
parece... Podrían detenerlo por eso.

—¿Acaso sabe uno en nuestros días por qué lo detendrán? —


murmuró enigmáticamente. Por la mente me cruzó una idea
absurda, descabellada.

—Stepan Trofimovich, dígame como a un amigo —grité—, como


a un amigo leal que jamás lo delataría: ¿pertenece usted a
alguna sociedad secreta?

—Eso depende, voyez-vous...

—¿Eso depende?

690
—Cuando uno está de todo corazón a favor del progreso y...
¿Quién puede estar seguro? Piensa uno que no pertenece a
nada y de pronto resulta que sí pertenecía a algo.

—¿Cómo es posible? Diga sí o diga no.

—Cela date de Petersbourg, cuando ella y yo quisimos fundar


una revista. Ahí está la raíz de todo. Entonces nos escabullimos
y se olvidaron de nosotros, pero ahora se han acordado. Cher,
cher, ¿es que no me conoce usted? — preguntó con voz
apenada—. Total, que nos prenderán, nos pondrán en un
carromato, e iremos a Siberia para siempre o a un presidio
donde se olvidarán de nosotros.

Se puso a llorar desconsoladamente. Se tapó los ojos con un


pañuelo rojo y lloró, se lamentó durante cinco minutos,
convulsivamente. Era muy triste ver a

quien había sido nuestro profeta durante veinte años,


predicador, caudillo, patriarca, kukolnik, que descollaba tanto y
con tal hidalguía otrora, el hombre ante quien nos inclinábamos
con tanta reverencia, teniendo a honra hacerlo así, ahora
quebrado como un infante aterrado esperando la vara del
maestro. Me provocaba conmiseración. Se notaba que creía en
el «carromato» tanto como en mí, sentado junto a él; y que
esperaba su llegada esa misma mañana, de un momento a
otro, en ese mismo minuto. ¡Y todo por las obras de Herzen y

691
cierto poema suyo! Que fuera tan ignorante sobre la realidad
cotidiana era conmovedor a la vez que un poco repulsivo.

Cuando dejó el llanto, se incorporó, se levantó del sofá y se


puso otra vez a pasear por la habitación sin dejar de conversar
conmigo, pero asomándose a cada instante por la ventana y
procurando oír algún ruido en el pasillo. Nuestra conversación
proseguía de modo inconexo. Todas las seguridades y
consuelos que le daba rebotaban en él como garbanzos en una
pared. Apenas escuchaba, y, sin embargo, necesitaba
angustiosamente que lo tranquilizase y hablase sin cesar con
ese fin. Vi que ahora no podía prescindir de mí y que por nada
del mundo me alejaría de su lado. Permanecí allí, sentado con
él, dos horas y pico. Durante la conversación recordó que Blum
se había llevado dos proclamas revolucionarias que había
encontrado en la casa.

—¿Proclamas revolucionarias? —pregunté con necia alarma—.


¿Acaso usted...?

—¡Ah, es que dejaron diez aquí! —replicó irritado (me hablaba


con irritación y arrogancia un momento y al siguiente en tono
horriblemente quejumbroso y humilde)—. Pero ya me había
deshecho de ocho y Blum se llevó sólo dos... —de repente
enrojeció de indignación—. Vous me mettez avec ces gens-là!
¿Es que usted cree que me junto con esos pillos, con esos
repartidores de literatura clandestina, con mi hijo Piotr
Stepanovich, avec ces esprits forts de la lâcheté? ¡Dios mío!

692
—¡Bali! ¿No lo habrán tomado a usted por otro...? En fin, es una
idiotez.

¡No puede ser! —observé yo.

—Savez-vous? —se le escapó de pronto—. Siento a veces que je


ferai là-bas quelque esclandre. ¡Oh, no se vaya! ¡No me deje
solo! Ma carrière est finie dujourd’hui, je le sens. Quizá, ¿sabe
usted?, caiga allí sobre alguien y lo muerda, como hizo aquel
subteniente...

Me miró de modo extraño, con mirada asustada a la vez que


deseosa de asustar. En efecto, se lo veía más enfurecido contra
alguien y algo a medida que pasaba el tiempo y el «carromato»
no aparecía. Llegó incluso a montar en cólera. De pronto
Nastasya, que había salido de la cocina al pasillo por algún
motivo, tropezó con la percha que allí había y la derribó. Stepan
Trofimovich se echó a temblar y quedó clavado en el sitio; pero
cuando se aclaró la causa del ruido, arremetió con Nastasya de
palabra y, pataleando de lo lindo, la hizo volverse de nuevo a la
cocina. Un minuto después dijo, mirándome desesperado:

—¡Estoy perdido! Cher —prosiguió, sentándose a mi lado y


clavando sus ojos en los míos con expresión lastimera—, cher,
no es Siberia lo que temo, se lo juro, oh, je vous jure! —hasta se
le saltaron las lágrimas—. Es otra cosa la que temo...

Adiviné por su aspecto que deseaba por fin decirme algo de


suma importancia, algo que hasta entonces no había querido
revelar.

693
—Temo la afrenta —murmuró misteriosamente.

—¿Qué afrenta? ¡Al contrario! Créame, Stepan Trofimovich.


Todo esto quedará hoy en claro y acabará a favor suyo...

—¿Tan seguro está usted de que me perdonarán?

—¿Perdonar? ¿Qué manera de hablar es ésa? ¿Qué ha hecho


usted? ¡Le aseguro que no ha hecho nada!

—Quen savez-vous? Si yo siempre... cher... Lo recordarán todo...


y si no encuentran nada, peor todavía —agregó
inesperadamente.

—¿Cómo que peor todavía?

—Peor.

—No entiendo.

—Amigo mío, amigo mío, que me manden a Siberia, a


Arhangelsk, que me priven de mis derechos..., si debo morir, a
morir. Pero... es otra cosa lo que temo

—de nuevo el murmullo, la cara de espanto, el misterio.

—¿Y eso qué es?

—Que me azoten —dijo mirándome con aire desesperado.

—¿Quién va a azotarlo? ¿Dónde? ¿Por qué? —grité temiendo


que se hubiera vuelto loco.

—¿Que dónde? Pues allí..., donde se hace eso.

694
—Pero ¿dónde se hace eso?

—¡Ay, cher! —me susurró casi al oído—. De pronto la tierra se


abre bajo los pies de uno, cae dentro hasta la cintura... Todo el
mundo sabe eso.

—¡Ésos son cuentos! —exclamé adivinando al fin—. Cuentos de


comadres.

¿Cómo puede usted creer eso? —solté la carcajada.

—¿Cuentos? Algún fundamento tendrán esos cuentos. El


azotado no dirá nada. Yo me lo he imaginado diez mil veces.

—¿Pero a usted? ¿Por qué a usted? ¡Si no ha hecho usted nada!

—Peor todavía. Verán que no he hecho nada y me azotarán.

—¿Y está seguro de que por eso lo van a llevar a Petersburgo?

—Amigo mío, yo le he dicho que no lamento nada, ma carriere


est finie. Desde aquel momento en que ella me dijo adiós en
Skvoreshniki mi vida no tiene valor alguno...; pero la afrenta,
¿que dira-t’elle si se entera?

Mi miró angustiado y, pobre hombre, enrojeció hasta la raíz del


cabello. Yo también bajé los ojos.

—No se enterará de nada porque nada le pasará a usted.


Parece como si hablase con usted por primera vez, Stepan
Trofimovich, tan grande es el asombro que me causa usted esta
mañana.

695
—Amigo mío, ¡pero si no es terror! Pongamos que me perdonan,
que me traen de nuevo aquí y que no me hacen nada...; eso no
quita el que esté perdido. Elle me soupçonnera toute sa vie... ¡a
mí, a mí, al poeta, al pensador, al hombre a quien ha adorado
durante veintidós años!

—No se le pasará por la cabeza.

—Sí se le pasará —murmuró con honda convicción—. De eso


hablamos ella y yo a veces en Petersburgo, durante la
Cuaresma, antes de marcharnos de allí, cuando ambos
temíamos que... Elle me soupçonnera toute sa vie... ¿y cómo
sacarla de su error? Le parecerá improbable. Además, ¿quién lo
va a creer aquí, en la ciudad? C’est invraisemblable... Et puis les
femmes... Se alegrará de ello. Lo sentirá mucho, mucho,
sinceramente, como amiga leal, pero por dentro... Se alegrará.
Le habré dado un arma que puede usar contra mí el resto de mi
vida.

¡Ay, mi vida está arruinada! ¡Veinte años de tan completa


felicidad con ella... y mire ahora!

Se cubrió el rostro con las manos.

—Stepan Trofimovich, ¿no debiera informar enseguida a


Varvara Petrovna de lo ocurrido? —propuse yo.

—¡Dios no lo permita! —exclamó estremeciéndose y


levantándose de un salto—. ¡De ninguna manera! ¡Jamás,

696
después de lo que nos dijimos en nuestra despedida en
Skvoreshniki! ¡Ja-más!

Nos quedamos sentados una hora o algo más todavía


esperando lo peor. Se acostó y pareció haberse dormido hasta
que de pronto se levantó no sin esfuerzo, se sacó la toalla de la
cabeza, saltó del sofá, corrió al espejo, se acomodó la corbata
con manos temblorosas, y en voz muy alta pidió su gabán,
sombrero nuevo y bastón a Nastasya.

—No puedo más —dijo con voz quebrada—. ¡No puedo, no


puedo...! Yo mismo voy.

—¿A dónde? —pregunté, poniéndome de pie.

—Chez Lembke. Cher, tengo que ir. Es un deber. Soy un hombre


y un ciudadano, no una cosa. Tengo derechos y exijo mis
derechos... Durante veinte años me he quedado quieto. Toda mi
vida ha sido así. Ahora él tendrá que decirme todo, todo. Ha
recibido un telegrama. No tiene derecho a atormentarme. Si
quiere, ¡que me mande detener, que me detenga!

Esto lo decía chillando y zapateando.

—Estoy de acuerdo con usted —dije en el tono más tranquilo


posible, a propósito, aunque temía mucho por él—. Sin duda
más vale eso que quedarse aquí sintiendo tal zozobra. Pero con
lo que no estoy de acuerdo es con su estado de ánimo. Vea la
cara que tiene y la mísera condición en que va usted allá. Il faut
être digne et calme avec Lembke. No me chocaría que se

697
lanzara usted allí sobre alguien y la emprendiera a mordiscos
con él.

—Yo mismo me entrego. Voy directo a las fauces del león...

—Y yo con usted.

—Me lo suponía y acepto su sacrificio, el sacrificio de un amigo


de verdad. Pero me acompañará hasta la casa, no más. Usted
no debe, no tiene derecho a comprometerse más con mi
compañía. O, croyez-vous, je serai calme! En este instante me
siento à la hauteur de tout ce qu’il y a de plus sacré...

—Entraré en la casa con usted —no lo dejé terminar—. Vysotski


me avisó ayer que cuentan conmigo y me invitan al festival de
mañana como acomodador o cosa así... Uno de los jóvenes
encargados de cuidar de las bandejas, asistir a las señoras,
conducir a los invitados a sus sitios y llevar una escarapela roja
y blanca en el hombro izquierdo. Iba a decir que no, pero de
pronto pensé que era bueno tener una excusa para hablar de
ello con la propia Iulia Mihailovna... Yo iré con usted.

Me escuchaba meneando la cabeza, pero creo que sin entender


nada. Nos hallábamos en el umbral de la puerta.

—Cher —dijo alargando el brazo hacia la imagen del rincón—,


cher, nunca he creído en eso, pero... ¡sea lo que Dios quiera! —se
santiguó—. Allons!

Al bajar las escaleras algo me hizo pensar que al llegar a casa


se calmaría. No sé de dónde saqué tal cosa. En ese trayecto

698
donde todo iba a solucionarse según mi prospecto, algo ocurrió
que hizo agotar aún más el alma de Stepan Trofimovich y dio
por confirmada su decisión, a tal punto, que, debo decirlo, me
sorprendió la energía que demostró aquella mañana. ¡Pobre mi
buen amigo!

DÉCIMO CAPÍTULO: Filibusteros. Una mañana funesta

La aventura que nos sucedió en el camino era también de las


extraordinarias. Pero hay que referirlo todo con el orden debido.
Una hora antes de que Stepan Trofimovich y yo saliéramos a la
calle, atravesó la ciudad, y fue observado con curiosidad por
muchos, un nutrido grupo de personas, operarios de la fábrica
de Shpigulin, unos setenta, poco más o menos. Marchaban sin
hacer ruido, casi en silencio, en concertado desfile. Más tarde se
afirmó que estos setenta habían sido elegidos como delegados
de todos los obreros, de los que había hasta novecientos en la
fábrica, para ir a ver al gobernador y, en ausencia de los
propietarios, solicitar ayuda contra el administrador, que,
habiendo cerrado la fábrica y despedido a los obreros, había
engañado a éstos con el mayor descaro; hecho, por cierto, del
que ahora no cabe duda alguna. Hay gente que hasta hoy sigue
negando que hubiese elección de delegados, y que sostiene que
setenta hombres eran demasiados para una elección. Según

699
ese parecer, se trataba pura y simplemente de los más
agraviados, que venían a pedir remedio sólo para sí mismos;
por lo tanto, el «motín» general de los obreros, de que tan
sensacionalmente se habló después, jamás había ocurrido.
Otros aseguran con ardor que los setenta hombres no eran sólo
revoltosos, sino auténticos revolucionarios, es decir, que
además de los más levantiscos eran los más influidos por las
proclamas revolucionarias repartidas en la fábrica. En suma,
que aún no se ha esclarecido si hubo o no incitación o influencia
de nadie. Mi opinión personal es que los obreros no habían leído
las susodichas proclamas, y si las habían leído no habían
entendido palabra de ellas, por la sencilla razón de que quienes
las escriben, no obstante la crudeza del estilo, lo hacen con
notable oscuridad. Pero como los obreros se hallaban, en
efecto, en difícil situación, y la policía, a la que acudieron, no
quiso intervenir en favor de ellos, les pareció cosa muy natural
dirigirse en masa «al propio general» con un memorial, si era
posible, formar ordenadamente ante su puerta y, cuando
apareciera, hincarse todos de rodillas e implorarle como se
implora a la Providencia misma. A mi parecer, no había que ver
en ello ni motín ni delegación, sino una vieja costumbre
histórica; desde siempre el pueblo ruso ha gustado de hablar
con «el propio general», por el mero gusto de hacerlo, sin parar
mientes en lo que pueda resultar de la conversación.

Así, pues, estoy convencido de que, aunque Piotr Stepanovich,


Liputin y acaso alguno más —quizás incluso Fedka— habían

700
circulado entre los obreros y conversado con ellos (y de esto
hay pruebas harto fidedignas), seguramente habían hablado
sólo con dos, con tres, pongamos que con cinco, a modo de
prueba, sin que de esas conversaciones resultase nada
concreto. En cuanto a motín, si los obreros sacaron algo en
claro de la propaganda, lo más probable es que al momento se
tapasen los oídos, como ante algo estúpido que nada tenía que
ver con ellos. Muy diferente era el caso de Fedka: parece ser
que éste tuvo mejor suerte que Piotr Stepanovich. Ahora resulta
indudable que en el incendio que se produjo en la ciudad tres
días después participaron, en efecto, Fedka y dos obreros; y un
mes más tarde fueron detenidos en el distrito otros tres
antiguos operarios de la fábrica y procesados por robo e
incendio. Pero si Fedka logró inducirlos a la acción directa e
inmediata, fue sólo a esos cinco, ya que a ninguno de los otros
se los acusó de tales delitos.

Como quiera que fuese, el hecho es que los obreros llegaron,


por fin, en grupo a la plazoleta donde estaba la casa del
gobernador y se colocaron en filas, ordenada y
silenciosamente; y boquiabiertos clavaron los ojos en la entrada
de la casa y se dispusieron a esperar. Oí decir más tarde que,
no bien hicieron alto, se quitaron las gorras, es decir, quizá
media hora antes de la llegada del gobernador, que, como a
propósito, no estaba en su domicilio en ese momento. La policía
se presentó al instante, al principio en pequeños grupos y luego

701
en un contingente lo más numeroso posible; y, por supuesto,
empezaron con amenazas a conminar al grupo a que se
disolviese. Pero los trabajadores persistieron en su actitud,
como ovejas en el corral, y contestaron lacónicamente que
habían venido a ver «al propio general». Su resolución era
evidente. Cesó la gritería un tanto teatral de la policía, y fue
sucedida al punto por consultas, instrucciones secretas
cambiadas en voz baja y una ansiedad hosca y confusa que
arrugaba la frente de los oficiales de la fuerza pública. El jefe de
policía prefería esperar la llegada del propio Von Lembke. Es
absurdo lo que se ha dicho del jefe, que llegó en una troika a
galope tendido y que empezó a dar golpes a diestro y siniestro
aun antes de detener el vehículo; aunque bien es verdad que
era aficionado a circular por la ciudad en su carruaje con la
parte de atrás pintada de amarillo, con los caballos al galope. Y
en tanto que los caballos,

«pervertidos» por la veloz carrera, llegaban al paroxismo,


provocando el entusiasmo de los mercaderes del bazar, él se
levantaba en el carruaje agarrándose a la correa que para ese
fin había a un lado del vehículo y, estirando el brazo derecho en
el aire como figura de monumento, escudriñaba la ciudad
entera en esa postura. Pero en el caso presente no repartió
golpes, y, aunque al bajar del carruaje no dejó de soltar algunas
palabrotas, fue sólo para no perder su popularidad. Aún más
absurdo es decir que se organizó un piquete de soldados con
bayoneta calada y que se telegrafió a Dios sabe dónde para

702
que enviaran artillería y cosacos; paparruchas que ya no creen
ni los mismos que las inventaron. Absurdo es decir también que
llegaron los bomberos con cubas de agua y que con ella
empaparon a la gente. Lo que sí ocurrió fue que Ivan Ilich, el
jefe de policía, gritó en su agitación que ni uno solo de los
manifestantes saldría sin «mojarse», esto es, recibir un castigo,
expresión que fue la causa probable de lo de las cubas de
agua, cuento tan traído y llevado después en los periódicos de
Petersburgo y Moscú. Cabe suponer, como versión más
fidedigna, que la policía disponible formó inmediatamente un
cordón en torno del grupo y que se mandó a un mensajero en
busca del gobernador, un inspector del primer distrito, que
partió disparado en el carruaje del jefe de policía por el camino
de Skvoreshniki, sabiendo que hacia allá había salido Von
Lembke media hora antes...

Pero confieso que aún queda una pregunta sin respuesta, a


saber, ¿cómo un grupo ordinario e insignificante de solicitantes
(aunque, sí, eran setenta) pudo transformarse desde el primer
instante, desde el primer paso, en motín que ponía en peligro
los cimientos mismos del Estado? ¿Por qué el propio Lembke
hizo, sin más ni más, hincapié en tal idea al presentarse con el
mensajero veinte minutos después? Supongo (y repito que es
sólo opinión personal) que a Ivan Ilich, el jefe de policía, que
era amigote del administrador de la fábrica, le convenía
caracterizar de ese modo a los manifestantes al dar su informe
a Von Lembke, para que éste no ordenara una investigación

703
detenida del caso; y había sido el mismo Lembke quien le había
sugerido esa idea. En los dos últimos días Ivan Ilich había
tenido un par de entrevistas especiales y secretas con él, muy
confusas, por cierto, pero de las que había sacado la impresión
de que el gobernador insistía en lo de las proclamas
revolucionarias y

en que alguien estaba incitando a los obreros de la fábrica a


una revuelta socialista; e insistía tanto, que quizá se lamentara
si todo ello resultaba ser en fin de cuentas una majadería.
«Quiere distinguirse sea como sea en Petersburgo

—pensaba nuestro astuto Ilya Ilich saliendo de ver a Von


Lembke—. Bueno, tanto mejor para mí».

Yo estoy seguro, sin embargo, de que el pobre Andrei


Antonovich no habría deseado un motín ni siquiera como
motivo de distinción personal. Era un funcionario muy
pundonoroso, que había vivido en la inocencia hasta el día de
su boda. ¿Y acaso tenía él la culpa de que, en vez de ser
inocente proveedor de leña a las oficinas del Estado y de
casarse con una no menos inocente Minnchen, fuera una
princesa cuarentona la que lo había elevado a su nivel? Sé casi
a ciencia cierta que desde aquella mañana fatídica empezaron
a manifestarse los primeros síntomas inequívocos del estado
mental que, según se dice, llevó al pobre Andrei Antonovich a la
conocida clínica suiza donde parece que está recuperando

704
fuerzas. Pero si se admite que, en efecto, se manifestaron esa
mañana síntomas evidentes de algo, cabe admitir también —
creo yo— que síntomas parecidos se habrían producido la
víspera, aunque quizá no tan evidentes. Sé por conductos muy
privados (bueno, imagínense ustedes que fue la propia Iulia
Mihailovna la que me contó parte de la historia, ya no en
triunfo, sino casi con remordimiento), sé que Andrei Antonovich
fue a ver a su mujer la víspera, ya muy tarde, a eso de las dos
de la madrugada, que la despertó y le exigió que escuchara su
«ultimátum». Fue tan insistente la exigencia que ella, indignada,
tuvo que levantarse de la cama, con los ruleros puestos,
sentarse en el diván y ponerse a escuchar, aunque con gesto de
sarcástico desdén. Fue entonces cuando se percató por vez
primera de lo avanzado que estaba el desequilibrio de su Andrei
Antonovich, lo que le produjo un secreto terror. Habría debido
prever por fin su actitud y templar su actitud, pero lo que hizo
fue disimular su terror y mostrarse más terca que antes.
Supongo que como cualquier otra cónyuge, tenía su táctica
propia para habérselas con su marido, táctica que ya había
usado más de un vez y que ponía a éste al borde de la
exasperación. La táctica de Iulia Mihailovna era el silencio
desdeñoso durante una hora, durante dos, durante un día
entero, y hasta durante tres días con sus noches —silencio a
toda costa, a despecho de lo que él dijera o hiciera, incluso si
hubiera tratado de tirarse por la ventana de un tercer piso—,
¡método intolerable para un hombre sensible! Acaso Iulia
Mihailovna castigaba a su marido por los desatinos de éste en

705
los últimos días y por la envidia celosa que, como gobernador
de la provincia, sentía por las dotes administrativas de su
esposa; acaso se indignaba ante la crítica que él hacía de su
comportamiento con los jóvenes y con la sociedad en general y
por la incomprensión que mostraba ante los sutiles y sagaces
objetivos políticos de ella; acaso se enojaba ante los celos
estúpidos e insensatos que él sentía por Piotr Stepanovich —en
fin, cualquiera que fuese la causa, ella decidió no deponer
ahora tampoco su actitud, aunque eran ya las tres de la
mañana y aunque nunca antes había visto a Andrei Antonovich
en semejante estado de agitación—.

Caminando, fuera de sí, sobre las alfombras del boudoir de su


esposa, le dijo todo —aunque de modo incoherente, es cierto—,
todo lo que bullía en su alma, porque «la cosa ya pasaba de
castaño oscuro». Empezó afirmando que todo el mundo se reía
de él, que «lo llevaban agarrado de las narices». «¡Maldita sea la
frase! —chilló al momento cuando notó la sonrisa de ella—. Pero
sí, sí, eso es, ¡de las narices...! No, señora, ha llegado la hora.
Sepa usted que ya no hay risa que valga ni coquetería
femenina. No estamos en el boudoir de una dama

remilgada, sino que somos, por así decirlo, dos criaturas


abstractas que se han juntado en un globo para decir la
verdad». (Desbarraba, por supuesto, y no encontraba las
palabras exactas para expresar sus ideas, aunque éstas eran
correctas). «Es usted, usted, señora, la que me hizo abandonar

706
mi empleo anterior. Tomé éste sólo por usted, por la ambición
de usted... ¿Se ríe usted burlonamente? Pues no cante victoria,
no se dé tanta prisa. Sepa usted, señora, sepa que yo habría
podido arreglármelas bien en este cargo, y no sólo en este
cargo, sino en una docena de cargos como éste, porque tengo
talento para ello; pero con usted, señora, con usted es
imposible; porque cuando está usted presente no tengo talento.
No puede haber dos centros, y usted ha creado dos: uno, en mi
despacho, y otro, en el boudoir de usted, dos centros de
autoridad, señora; ¡y eso no lo consiento! ¡No lo consiento! En la
administración pública, como en el matrimonio, sólo puede
haber un centro, porque es imposible que haya dos... ¿y qué
pago me ha dado usted? —siguió gritando—. Nuestro
matrimonio ha consistido en que usted siempre, a cada hora,
me ha demostrado que soy un cero a la izquierda, un imbécil y
hasta un pillo; mientras que yo siempre, a cada hora y de modo
humillante, me he visto obligado a mostrar a usted que no soy
un cero a la izquierda, que no tengo pelo de tonto, y que
impresiono a todos con la probidad de mi carácter. A ver, ¿no
es esto degradante para ambos?».

En este punto comenzó a dar rápidas patadas en la alfombra,


hasta el extremo de que Iulia Mihailovna se vio obligada a
levantarse con severa dignidad. Él se calmó al instante, se
enterneció y empezó a sollozar (sí, a sollozar). Estuvo
golpeándose el pecho durante casi cinco minutos, con
creciente frenesí ante el silencio absoluto de Iulia Mihailovna. Al

707
cabo cometió el desatino de decir que tenía celos de Piotr
Stepanovich. Percatándose de que se había puesto en ridículo,
se enfureció y se puso a gritar que «no permitiría que se negase
a Dios», que disolvería «el salón de incrédulos descarados» que
ella regía, que el gobernador de una provincia estaba obligado
a creer en Dios,

«y, por lo tanto, también su esposa»; que no toleraría a


esos jóvenes; que

«usted, usted, señora, por su propia dignidad, debería tomar el


partido de su marido y volver por los fueros de la inteligencia
de él, aun si careciera de dotes (y no carezco, ni mucho menos,
de ellas); mientras que usted sólo hace que aquí todos me
desprecien. Usted, señora, tiene la culpa de ello...». Gritaba que
acabaría con el feminismo, que no dejaría rastro de él; que al
día siguiente prohibiría y disolvería el estúpido festival a
beneficio de las institutrices (¡al diablo con ellas!); que a la
primera institutriz con que tropezase al día siguiente la echaría
de la provincia «¡con un cosaco, señora! ¡Para que se fastidie
usted, para que se fastidie! —chillaba—. ¿Sabe usted, sabe
usted que los tunantes de usted están incitando a los obreros
de la fábrica y que tengo noticia de ello?

¿Sabe usted que están repartiendo deliberadamente proclamas


revolucionarias?

708
¿De-li-be-rada-mente, señora? ¿Sabe usted que conozco los
nombres de cuatro de esos tunantes, y que me estoy volviendo
loco, loco de remate, loco de remate?».

Pero en ese momento Iulia Mihailovna rompió su silencio y


anunció severamente que ella también conocía desde hacía
tiempo esos proyectos criminales y que todo eso era una
tontería que él tomaba demasiado en serio; y que en cuanto a
los tunantes, ella conocía no sólo a esos cuatro, sino a todos
ellos (era mentira); que no tenía la menor intención de volverse
loca por eso; antes al contrario, creía con más firmeza en su
propia perspicacia y esperaba llevar todo esto a feliz término:
alentar a la juventud, hacerla tomar conciencia

de sus errores, revelarle súbita e inesperadamente que sus


planes eran conocidos, y luego señalarle nuevos objetivos para
una acción más beneficiosa y razonable.

¡Ay, qué efecto produjeron esas palabras en Andrei Antonovich!


Al saber que Piotr Stepanovich había vuelto a engañarlo y se
reía de él de modo tan grosero, de que había dicho a ella
mucho más y se lo había dicho mucho antes que a él, y de que
era quizás el instigador principal de todos los proyectos
criminales, estalló de rabia: «¡Has de saber, mujer fatua aunque
maligna — exclamó echando por alto todas las reticencias—,
has de saber que voy a detener en el acto a tu indigno amante,

709
cargarlo de cadenas y mandarlo a presidio, o... me tiro de la
ventana ahora mismo delante de ti!».

Iulia Mihailovna, verde de furia ante invectiva semejante,


prorrumpió al momento en una larga y sonora carcajada, que
se disolvió en risotadas como las que se oyen en el teatro
francés cuando una actriz traída de París con cien mil rublos de
sueldo para hacer un papel de coqueta se ríe en las barbas de
su marido cuando éste se atreve a mostrarse celoso. Von
Lembke estuvo a punto de correr a la ventana, pero se paró en
seco, cruzó los brazos sobre el pecho y, pálido como un
difunto, dirigió una mirada torva a su hilarante cónyuge:

«¿Sabes, sabes, Iulia —dijo con voz ahogada y suplicante—,


sabes que yo también puedo hacer algo?». Pero ante el nuevo y
más fuerte estallido de risa que secundó sus últimas palabras,
apretó los dientes, lanzó un gemido y se precipitó, no a la
ventana, sino sobre su esposa, con el puño en alto. No lo bajó;
no, tres veces no. Pero la escena había llegado al colmo. Sin
darse cuenta de nada corrió a su cuarto y, vestido como
estaba, se echó boca abajo en la cama, se envolvió
convulsivamente en la sábana, cabeza y todo, y así pasó dos
horas, sin pegar ojo, sin pensar en nada, con una losa sobré el
corazón y el alma oprimida por una desesperación sorda y
tenaz. De vez en cuando, un temblor doloroso y febril le sacudía
todo el cuerpo. Por su mente desfilaban imágenes incoherentes,
sin relación con nada; pensaba, por ejemplo, en el viejo reloj de
pared que había tenido en Petersburgo quince años antes y al

710
que le faltaba el minutero; o en el jovial funcionario Millebois,
con quien había cogido un gorrión en el parque Aleksandrovski
y con quien, después de cogerlo, había recorrido todo el parque,
riéndose a carcajadas de pensar que uno de los dos había
llegado ya a asesor colegiado. Creo que se quedó dormido a las
siete de la mañana y que, sin darse cuenta de ello, durmió a
pierna suelta y tuvo sueños agradables. Al despertarse a eso de
las diez, saltó presurosamente de la cama, recordó al punto
todo lo ocurrido y se dio una fuerte palmada en la frente; no
desayunó, ni quiso recibir a Blum, ni al jefe de policía, ni al
empleado que vino a avisarle de que los miembros de cierta
comisión lo esperaban esa mañana para que la presidiera. No
quiso oír nada ni enterarse de nada. Corrió disparado a los
aposentos de su esposa, donde Sofía Antropovna, una noble
anciana que desde hacía tiempo vivía con Iulia Mihailovna, le
informó que ésta había salido a las diez de la mañana con
muchas personas, en tres carruajes, a visitar a Varvara
Petrovna en Skvoreshniki, para reconocer el lugar con vistas a
un segundo festival que se proyectaba para quince días
después, visita que se había acordado tres días antes con la
propia Varvara Petrovna. Sorprendido por la noticia, Andrei
Antonovich volvió a su despacho y sobre la marcha pidió el
coche. Apenas pudo esperar a que se lo aparejasen. Su alma
suspiraba por Iulia Mihailovna: aunque sólo fuese verla, estar
junto a ella cinco minutos; quizás ella le mirase, se diese cuenta
de su presencia, se sonriese como antes, le perdonase... ¡Oh!

711
«Pero ¿qué hay del coche?». Maquinalmente abrió un grueso
libro que estaba en la mesa (a

veces probaba su fortuna por medio de un libro, abriéndolo al


azar y leyendo en la página de la derecha los tres primeros
renglones). Lo que salió esta vez fue:

«Tout est pour le mieux dans le meilleur des mondes


possibles», Voltaire: Candide. Lanzó un juramento y fue
volando a subirse al coche: «¡A Skvoreshniki!». El cochero dijo
más tarde que su señor fue dándole prisa todo el camino, pero
que cuando estaban por llegar a la mansión, le ordenó dar la
vuelta y regresar a la ciudad: «¡Deprisa, por favor; deprisa!».
Antes de llegar a las murallas «me mandó parar otra vez, bajó
del coche y cruzó el camino para meterse en el campo. Pensé
que quería hacer alguna necesidad, pero se detuvo y se puso a
mirar las flores. Así estuvo algún tiempo. Aquello era raro de
veras. Yo empecé a preocuparme». Ése fue el testimonio del
cochero. Recuerdo el tiempo que hacía esa mañana. Era un día
de septiembre, claro y frío, pero de mucho viento. Ante Andrei
Antonovich se extendía un paisaje áspero de campos yermos,
en los que se había recogido la cosecha hacía ya tiempo. Las
ráfagas de viento sacudían, entre aullidos, los tristes restos de
unas moribundas flores amarillas... ¿Acaso quería compararse a
sí mismo y su suerte con esas miserables florecillas abatidas
por el otoño y la helada? No lo creo. Hasta juzgo probable que
no fuera así, que ni siquiera se percatara de las flores, no

712
obstante el testimonio del cochero y del inspector del primer
distrito (que llegaba en ese momento mismo en la troika del
jefe de policía), que afirmaba más tarde que, en efecto, había
encontrado al gobernador con un manojo de flores amarillas en
la mano. Este inspector, Vasili Ivanovich Filibusterov —ejemplo
del administrador entusiasta—, llevaba aún poco tiempo en
nuestra ciudad, pero ya descollaba y era conocidísimo por su
desmesurada consagración a su cargo, el inusitado celo con
que cumplía sus deberes y su congénita embriaguez. Se apeó
de un salto del vehículo y, sin extrañarse en lo más mínimo de
ver al gobernador ocupado en esas actividades, le soltó con
aire engreído la noticia de que «la ciudad estaba alborotada».

—¿Eh? ¿Qué es eso? —preguntó Andrei Antonovich volviéndose


hacia él con rostro severo, pero sin la menor sorpresa y sin
acordarse del carruaje y el cochero; igual que si estuviera en su
propio despacho.

—El inspector Filibusterov, del primer distrito, Excelencia. En la


ciudad hay un motín.

—¿Filibusteros? —repitió Andrei Antonovich con aire pensativo.

—Sí, Excelencia. Los obreros de Shpigulin están amotinados.

Al oír el nombre de Shpigulin recordó algo. Hasta se estremeció


y se llevó un dedo a la frente: «¡Los obreros de Shpigulin!». En
silencio, pero aún con aire pensativo, fue sin apresurarse al
coche, tomó asiento en él y ordenó que se le condujese a la
ciudad. El inspector lo siguió en su troika.

713
Supongo que durante el trayecto se le ocurrirían vagamente
muchísimas cosas interesantes sobre multitud de temas, pero
dudo de que tuviera idea clara o intención concreta alguna
cuando llegó a la plaza frente a la residencia del gobernador.
Pero apenas puso los ojos en el grupo de «revoltosos»,
alineados ordenada y tenazmente, en el cordón de policías, en
el impotente (y quizás impotente a propósito) jefe de policía y
en la expectación general que en él convergía, se le subió toda
la sangre a la cabeza. Con semblante pálido se bajó del coche.

—¡Fuera las gorras! —dijo jadeante y con voz apenas


perceptible—. ¡De rodillas! —chilló de improviso, de improviso
incluso para sí mismo, y he aquí que en esos gritos inesperados
quizá se deba buscar la explicación ulterior del asunto. Fue algo
parecido a lo que ocurre en las montañas nevadas en tiempo
de

carnaval: ¿acaso puede un trineo que se desliza raudo desde las


alturas detenerse a mitad de la pendiente? Para su desgracia,
Andrei Antonovich se distinguió toda su vida por su carácter
sereno y nunca le había gritado a nadie ni pataleado de rabia; y
para personas como ésas, si alguna vez se ven en el trance de
deslizarse en trineo cuesta abajo, el peligro es mucho mayor.
Todo lo que tenía ante los ojos empezó a dar vueltas.

—¡Filibusteros! —chilló aún más aguda y estúpidamente, y se le


cortó la voz. Allí seguía erguido, sin saber aún qué hacer, pero

714
sabiendo y sintiendo con todo su ser que irremisiblemente tenía
que hacer algo.

—¡Santo Dios! —dijo alguien entre el gentío. Un muchachito


empezó a santiguarse. Tres o cuatro manifestantes estuvieron,
en efecto, a punto de arrodillarse, pero los demás dieron en
masa tres pasos al frente y, de pronto, empezaron a gritar a la
vez: «Excelencia..., nos contrataron para toda la temporada..., el
administrador..., no podrá decir...», etc., etc. No era posible
sacar nada en claro.

¡Ay! Andrei Antonovich no estaba en condiciones de sacar nada


en claro. Conservaba en las manos el manojo de flores. El motín
era tan palpable para él como el «carromato» lo había sido
poco antes para Stepan Trofimovich. Y entre la multitud de los
«revoltosos» con los ojos fijos en él también podía ver a quien
los había «incitado», a Piotr Stepanovich, al odiado Piotr
Stepanovich...

—¡Las varas! —gritó aún más inesperadamente. Se produjo un


silencio mortal.

Eso fue lo que sucedió al principio mismo, según testimonios


fidedignos y mis propias conjeturas. Pero sobre lo que
aconteció más tarde los testimonios no son tan exactos, como
tampoco lo son mis conjeturas. Hay, sin embargo, algunos
datos.

En primer lugar, las varas aparecieron con demasiada


prontitud; por lo visto habían sido preparadas de antemano por

715
el jefe de policía en previsión de que hubiera necesidad de ellas.
Los castigados fueron sólo dos, o a lo más tres; de eso estoy
seguro; lo de que lo fueron todos, o al menos la mitad, es pura
invención. También es sandez decir que una pobre señora que
acertaba a pasar por allí fue aprehendida y por algún motivo
apaleada; aunque yo mismo leí unos días después el reportaje
acerca de esa señora en un periódico de Petersburgo. Muchos
de mis conciudadanos hablaron de una tal Avdotia Petrovna
Tarapygina, residente en un asilo para pobres junto al
cementerio, que al volver al asilo de hacer una visita y pasar
por la plaza se había abierto paso entre la gente por natural
curiosidad y, viendo lo que ocurría, había gritado: «¡Qué
vergüenza!» y había escupido. Por ello, según lenguas, también
la habían cogido y «le habían dado una lección». Sobre este
caso no sólo se habló en los periódicos, sino que se organizó en
la ciudad una suscripción en beneficio de ella. Yo mismo aporté
veinte kopeks. ¿Y qué hubo en realidad? Pues, por lo que ahora
parece, ninguna mujer de apellido Tarapygina residía en el asilo.
Yo mismo fui a informarme al asilo junto al cementerio, donde
nunca habían oído hablar de ninguna Tarapygina; más aún, se
ofendieron cuando les conté el rumor que corría. Hago mención
especial de esta inexistente Avdotia Petrovna, porque a Stepan
Trofimovich le pasó dos cuartos de lo mismo que a ella (si es
que, en efecto, existió); y, en realidad, puede ser que el rumor
estúpido que corrió acerca de ella estuviera relacionado de
algún modo con él, esto es, que al propagarse el chisme
transformaran sin más a Stepan Trofimovich en una mujer

716
apellidada Tarapygina. Lo que más me solivianta es no saber
cómo me dio esquinazo Stepan Trofimovich no bien llegamos a
la plaza. Previendo algo

muy desagradable, yo había querido conducirlo a la puerta


misma del gobernador dando un rodeo por la plaza, pero
también fui víctima de la curiosidad y me detuve un instante a
preguntar qué pasaba al primero que encontré. Miré de pronto
y Stepan Trofimovich ya no estaba junto a mí. Instintivamente
corrí a buscarlo en el sitio más peligroso; no sé por qué
presentía que su trineo también volaba montaña abajo; y,
efectivamente, lo hallé en el centro mismo de los
acontecimientos. Recuerdo haberle cogido de la mano, pero él
me miró sereno y orgulloso, con suprema autoridad.

—Cher —dijo con voz en que vibraba una nota de congoja—, si


toda esta gente arregla las cosas con tan poca ceremonia aquí
en la plaza, delante de nosotros, ¿qué cabe esperar de ése... si
se le ocurre obrar por cuenta propia?

Y temblando de indignación y con deseo ferviente de provocar,


apuntó con dedo ominoso y acusador a Filibusterov, que
estaba a dos pasos y clavaba en nosotros una mirada
escudriñadora.

—¿Ése? —gritó el inspector, ciego de rabia—. ¿De qué ése se


trata? Y tú

717
¿quién eres? —dijo avanzando con el puño cerrado—. ¿Tú quién
eres? —rugió furioso, con mezcla de histeria y desesperación
(debo advertir que sabía muy bien quién era Stepan
Trofimovich). Un segundo más y sin duda lo habría agarrado
por el cuello de la levita, pero por fortuna Lembke volvió la
cabeza al oír el grito. Aunque perplejo, miró fijamente a Stepan
Trofimovich como preguntándose quién podría ser y, de pronto,
hizo con la mano un gesto de impaciencia. Filibusterov paró en
seco. Yo, a tirones, saqué a Stepan Trofimovich de entre el
gentío. Pero quizás él también quería ya largarse de allí.

—A casa, a casa —insistí—. Si no le han pegado ha sido, sin


duda, gracias a Lembke.

—Váyase, amigo mío. Yo tengo la culpa de ponerlo en peligro.


Usted tiene un porvenir y una carrera, pero yo... mon heure a
sonné.

Con paso firme subió los escalones de la casa del gobernador.


El conserje me conocía y le dije que íbamos a ver a Iulia
Mihailovna. Nos sentamos a esperar en la sala que servía de
recibimiento. Yo no quería dejar a mi amigo, pero ya no juzgaba
necesario decirle más. Tenía cara de hombre que se ha
condenado a sí mismo a morir por la patria. No estábamos
sentados juntos, sino en rincones diferentes: yo cerca de la
puerta de entrada, y él frente a mí, al otro extremo de la sala,
con la cabeza baja en actitud pensativa, y las manos apoyadas
ligeramente en el bastón. En la izquierda tenía su sombrero de
ala ancha. De esta suerte pasaron allí unos diez minutos.

718
2

Lembke entró de improviso con paso rápido en compañía del


jefe de policía. Nos miró distraído e iba a entrar en su
despacho, situado a la derecha, sin hacer caso de nosotros,
cuando Stepan Trofimovich se levantó y se plantó frente a él
cerrándole el paso. La alta figura de Stepan Trofimovich, en
nada semejante a ninguna otra, produjo efecto: Lembke se
detuvo.

—¿Quién es éste? —murmuró confuso, como preguntando al


jefe de policía, pero sin volver la cabeza hacia él ni apartar los
ojos de Stepan Trofimovich.

—El asesor colegiado en situación de retiro Stepan Trofimovich


Verhovenski, Excelencia —repuso Stepan Trofimovich inclinando
la cabeza con dignidad. Su Excelencia siguió mirándolo, no
obstante, con expresión obtusa.

—¿De qué se trata? —y con laconismo autoritario, fastidio e


impaciencia tendió el oído a Stepan Trofimovich, tomándolo
finalmente por un solicitante común y corriente que iba a
presentarle un memorial.

—Mi casa ha sido hoy objeto de un registro por un funcionario


que obraba en nombre de Vuestra Excelencia. Por eso quisiera...

719
—¿El nombre? ¿El nombre? —preguntó Lembke con impaciencia
como si de pronto recordase algo. Stepan Trofimovich repitió su
nombre con mayor dignidad aún.

—¡Ajá! Ése es..., ése es el semillero... Señor mío, usted ha


demostrado ser...

¿Es usted profesor? ¿Profesor?

—Hubo un tiempo en que tuve el honor de dictar conferencias a


la juventud en cierta universidad.

—¡A la juventud! —Lembke pareció estremecerse, aunque


apuesto a que todavía no se había enterado de qué se trataba
ni, quizá, de con quién hablaba—. Yo, señor mío, no lo permito
—exclamó de pronto furibundo—. No permito a la juventud. Son
todas esas proclamas revolucionarias. Es un ataque a la
sociedad, señor mío, un ataque por mar... de filibusteros... ¿Qué
solicita usted?

—Al contrario, señor. Es la esposa de Vuestra Excelencia la que


me ha pedido que lea algo en su festival de mañana. Yo no
solicito nada. He venido sólo a reivindicar mis derechos...

—¿En el festival? No habrá festival. No permito el festival de


ustedes.

¿Conferencias? ¿Conferencias? —gritó furioso.

—Desearía que hablara más cortésmente conmigo, Excelencia,


sin patalear ni gritarme como a un chicuelo.

720
—¿Es que no se da cuenta de con quién habla? —preguntó
Lembke enrojeciendo.

—Perfectamente, Excelencia.

—Yo protejo a la sociedad y usted la destruye. ¡La des-tru-ye!


Usted... Pero ahora recuerdo algo de usted. ¿No estaba de tutor
en casa de la generala Stavrogina?

—Sí, estaba de... tutor... en casa de la generala Stavrogina.

—Y durante veinte años ha venido usted sembrando las ideas


que se cosechan ahora..., el fruto de todo ello... Me parece
haberlo visto en la plaza hace un momento. ¡Ojo, señor mío, ojo!
Las ideas que profesa son conocidas. Tenga la seguridad de
que no le quito la vista de encima. No puedo permitir sus
conferencias, señor mío, no puedo permitirlas. No me venga con
esa solicitud.

Y una vez más se dispuso a avanzar.

—Repito, Excelencia, que está en un error. Es su esposa la que


me ha pedido a mí una lectura; no una conferencia, sino algo
literario, para el festival

de mañana. Pero yo soy ahora el que rehúsa la invitación. Lo


que pido respetuosamente es que se me explique, si es posible,
con qué fin y por qué motivo se me ha hecho objeto hoy de un
registro. Se han incautado libros y papeles, además de cartas

721
personales que tienen un valor sentimental para mí, y se lo han
llevado a través de la ciudad en una carretilla de mano...

—¿Quién hizo el registro? —preguntó Lembke ya repuesto y


prestando atención a lo que ocurría en realidad. Estaba rojo
como un tomate. Se volvió rápidamente al jefe de policía. En
ese momento apareció en la puerta la figura larguirucha,
encorvada y grotesca de Blum.

—Ése es el funcionario que lo hizo —dijo Stepan Trofimovich


señalándolo. Blum dio unos pasos adelante con aire culpable,
pero en ningún modo contrito.

—Vous ne faites que des bétises —le dijo Lembke en tono


irritado y vejatorio; y de pronto pareció transformado por
completo y estar en pleno dominio de sus facultades—.
Perdone... —murmuró sobremanera consternado y
ruborizándose intensamente—. Todo esto..., todo esto no ha
sido más que una equivocación, un malentendido..., sólo una
equivocación.

—Excelencia —observó Stepan Trofimovich—, en mi juventud fui


testigo de un incidente muy curioso. En el pasillo de un teatro
un hombre se acercó rápidamente a otro y, delante de todo el
público, le dio una sonora bofetada. Percatándose enseguida,
sin embargo, de que la víctima no era la persona a quien había
querido abofetear, sino otra que se le parecía ligeramente, dijo
despechado y presuroso, como quien no puede darse el lujo de
perder tiempo, lo mismo que Vuestra Excelencia acaba de

722
decir: «Me he equivocado..., perdone, ha sido una equivocación,
nada más que una equivocación». Y cuando el agredido seguía,
no obstante, quejándose en voz alta, el agresor le dijo con suma
irritación: «¿Pero no le he dicho que ha sido una equivocación?
¿Entonces por qué chilla?».

—Eso..., eso, sí, es muy divertido, sin duda —dijo Lembke con
una mueca—

, pero ¿es que no ve lo desgraciado que yo también soy?

Dijo eso casi a gritos y..., y, según parece, queriendo cubrirse el


rostro con las manos.

Esta exclamación tan imprevista como penosa, por no decir


este sollozo, resultaba intolerable. Era con toda probabilidad el
primer instante desde la víspera en que Lembke tenía clara
conciencia de lo sucedido; acompañado seguidamente de una
plena, afrentosa y humillante desesperación. ¡Quién sabe si en
un momento más no habría prorrumpido en sollozos! Stepan
Trofimovich le miró al principio con profundo enojo, pero luego
bajó la cabeza y dijo con voz hondamente compasiva:

—Excelencia, no se preocupe más por mi enojosa petición.


Mande sólo que se me devuelvan mis libros y mis cartas...

Fue interrumpido. En ese momento y con gran alharaca volvía


Iulia Mihailovna con todo su séquito. Pero ahora quisiera
describir de manera más detallada lo que ocurrió.

723
3

En primer lugar, todos los ocupantes de los tres carruajes


entraron en tropel en la sala. La entrada particular a los
aposentos de Iulia Mihailovna estaba a la izquierda del
vestíbulo; pero en esta ocasión todos atravesaron la sala.
Sospecho que fue cabalmente porque allí estaba Stepan
Trofimovich y porque de todo lo que le había ocurrido, como
también de lo relativo a los obreros de Shpigulin, había sido ya
informada Iulia Mihailovna cuando regresó a la ciudad. Quien
se lo había dicho era Liamshin, a quien no quisieron llevar en la
excursión por algún pecadillo y no había tomado parte en ella,
con lo que se había enterado de todo antes que los demás. Con
malicioso regocijo salió al galope en un jamelgo de alquiler por
el camino de Skvoreshniki, llevando las festivas noticias a la
cabalgata que regresaba. Pienso que Iulia Mihailovna, no
obstante su gran determinación, quedó bastante
desconcertada al oír nuevas tan singulares, aunque
probablemente sólo un momento. La faceta política del asunto,
por ejemplo, apenas podía preocuparla, ya que Piotr
Stepanovich le había hecho ver ya tres veces la necesidad de
azotar a los alborotadores de la fábrica de Shpigulin; y desde
hacía tiempo Piotr Stepanovich había llegado, en efecto, a ser
para ella notabilísima autoridad. «Pero... en todo caso él me las
pagará», probablemente pensaba para sus adentros, y ese él,
por supuesto, era su marido. Diré de paso que, como de
propósito, Piotr Stepanovich tampoco tomó parte esta vez en la

724
excursión general, y que nadie lo había visto en parte alguna
desde la mañana temprano. Indicaré también que, después de
recibir a los visitantes, Varvara Petrovna regresó con ellos a la
ciudad (en el mismo coche en que iba Iulia Mihailovna) para
asistir a la última sesión del comité encargado del festival del
día siguiente. A ella también, por supuesto, debieron interesarle
las noticias que trajo Liamshin acerca de Stepan Trofimovich, y
cabe creer que la consternaran.

El arreglo de cuentas con Andrei Antonovich empezó al instante.


¡Ah, él vio venir la tormenta no bien puso los ojos en su
excelente esposa! Con cándido semblante y sonrisa
encantadora, ella se acercó rápidamente a Stepan Trofimovich,
le alargó una mano lujosamente enguantada y lo colmó de
alabanzas sobremanera halagüeñas, como si sólo los
quehaceres de esa mañana le hubieran impedido llegar más
pronto y mostrar el agrado que sentía de ver por fin a Stepan
Trofimovich en su casa. No hubo alusión alguna al registro de la
mañana, como si ella todavía no se hubiese enterado de nada.
No le dijo ni una palabra a su marido ni le dirigió una mirada,
como si éste no estuviera en la sala. Para mayor abundamiento,
secuestró imperiosamente a Stepan Trofimovich y lo condujo al
salón, dando a entender que no había explicaciones que
cambiar con Lembke o que no valía la pena continuarlas si las
había habido. Vuelvo a repetir que, a pesar de su tono
autoritario, Iulia Mihailovna cometió otro error de bulto en esta
ocasión. Quien la ayudó a salir del paso fue sobre todo

725
Karmazinov (que había ido en la excursión a instancia personal
de Iulia Mihailovna y que de ese modo, aunque indirectamente,
había hecho por fin una visita a Varvara Petrovna, de la que
ésta, algo alicaída por entonces, había quedado encantada).
Viendo a Stepan Trofimovich, lo llamó ya desde la puerta (había
entrado después que los demás) y corrió a abrazarlo,
interrumpiendo incluso a Iulia Mihailovna.

—¡Dichosos los ojos! Por fin... excellent ami.

Siguió el rito del mutuo besuqueo, en el que Karmazinov, por


supuesto, ofreció su mejilla. Tan desorientado estaba Stepan
Trofimovich que se vio obligado a estampar un ósculo en ella.

—Cher —me dijo esa noche recordando lo sucedido durante el


día—, yo pensé en ese instante: ¿cuál de nosotros dos es más
despreciable? ¿Él, que me abraza para humillarme, o yo, que lo
detesto a él y su mejilla y que la beso, aunque pudiera volver la
cara...? ¡Qué asco!

—¡Vamos, cuente, cuénteme todo! —balbuceó Karmazinov con


ceceo afectado, como si Stepan Trofimovich pudiera contarle la
historia de veinticinco años de vida. Esa estúpida frivolidad era,
sin embargo, de «muy buen tono».

—Recuerde que la última vez que nos vimos fue en Moscú, en la


comida en honor de Granovski, y que de entonces aquí han
pasado veinticuatro años... — empezó diciendo Stepan

726
Trofimovich razonablemente (y, por lo tanto, sin el menor «buen
tono»)...

—Ce cher homme —le interrumpió Karmazinov con voz aguda y


amistosa, apretándole el hombro con demasiada familiaridad—
; pero, vamos, Iulia Mihailovna, llévenos cuanto antes a la sala.
Allí se sentará y nos lo contará todo.

—Y, sin embargo, nunca he sido amigo íntimo de ese vejestorio


de mal genio —siguió quejándose esa noche Stepan
Trofimovich trémulo de furia—. Eramos todavía casi muchachos
y yo había empezado ya a detestarlo... ni más ni menos que él a
mí, por supuesto...

El salón de Iulia Mihailovna quedó pronto lleno. Varvara


Petrovna daba muestras de especial agitación, aunque se
esforzaba por aparentar indiferencia. Sin embargo, noté las dos
o tres miradas de odio que dirigió a Karmazinov y de enojo a
Stepan Trofimovich, de enojo por anticipado, de enojo nacido
de los celos, nacido del amor. Si en esa ocasión Stepan
Trofimovich hubiese cometido un desatino que le hubiera valido
un desaire de Karmazinov, creo que ella habría saltado al punto
de su asiento y la habría emprendido a golpes con él. He
olvidado decir que allí también estaba Liza y que nunca la había
visto más radiante, más frívolamente alegre y feliz que
entonces. Por supuesto, allí estaba también Mavriki
Nikolayevich. Entre la muchedumbre de damas jóvenes y mozos
libertinos que componían el séquito habitual de Iulia
Mihailovna, para quienes el libertinaje era tenido por regocijo y

727
el cinismo chabacano por agudeza, noté dos o tres caras
nuevas: un polaco servil que estaba de paso en la ciudad, un
doctor alemán, un viejo de saludable aspecto que a cada
momento se reía sonoramente de sus propios chistes, y, por
último, un joven príncipe de Petersburgo que parecía un
autómata, con porte de estadista y un cuello de levita
desmesuradamente alto. Era evidente que Iulia Mihailovna
estimaba en sumo grado a este visitante y se preocupaba
mucho de la impresión que su salón producía en él...

—Cher monsieur Karmazinoff —empezó Stepan Trofimovich


acomodándose en el diván con estudiada postura y ceceo nada
inferior al de Karmazinov—, cher monsieur Karmazinoff, la vida
de un hombre de nuestro tiempo y de nuestras notorias ideas
habrá de parecer monótona aun tras un paréntesis de
veinticinco años...

El alemán soltó una carcajada bronca y abrupta, semejante a


un relincho, creyendo, al parecer, que Stepan Trofimovich había
dicho algo muy jocoso. Éste lo miró con fingida sorpresa, que,
por lo demás, no produjo en el otro efecto alguno. También lo
miró el príncipe, volviéndose hacia él con todo su cuello alto y
calándose los lentes, aunque sin mostrar la menor curiosidad.

—... habrá de parecer monótona —repitió adrede Stepan


Trofimovich, arrastrando cada palabra con insolencia—. Así
también ha sido mi vida en ese cuarto de siglo, et comme on
trouve par tout plus de moines que de raison, y

728
como estoy plenamente de acuerdo con esa opinión, resulta,
pues, que durante todo ese cuarto de siglo...

—C’est charmant, les moines —murmuró Iulia Mihailovna


volviéndose a Varvara Petrovna, que estaba sentada junto a
ella.

Varvara Petrovna contestó con una mirada orgullosa. Pero


Karmazinov no pudo tolerar el éxito de la frase francesa y al
momento interrumpió a Stepan Trofimovich con voz chillona:

—En lo que a mí toca, estoy tranquilo en ese respecto, y llevo


siete años viviendo en Karlsruhe. Y cuando el ayuntamiento
decidió el año pasado instalar nuevas cañerías para la
conducción de aguas, sentí en mi corazón que la cuestión de la
conducción de aguas en Karlsruhe me era más atrayente y
simpática que todas las cuestiones de mi amada patria...
durante todo el período de las llamadas reformas...

—No puedo menos de simpatizar con usted, aunque sea contra


lo que dicta el corazón —suspiró Stepan Trofimovich, inclinando
la cabeza significativamente.

Iulia Mihailovna estaba triunfante. La conversación iba


adquiriendo profundidad e intención crítica.

—¿Una cañería para aguas residuales? —preguntó el doctor con


voz bronca.

729
—Para agua potable, doctor, para agua potable. Yo también
ayudé en el trazado de los planos.

El doctor lanzó una carcajada. Tras él lo hicieron otros, ahora en


las mismísimas barbas de él, sin que se diera cuenta, y él
parecía contentísimo de la hilaridad general.

—Lamento profundamente no estar de acuerdo con usted,


Karmazinov — se apresuró a apuntar Iulia Mihailovna—. Lo de
Karlsruhe está muy bien, pero a usted le gusta mistificar y esta
vez no le creemos. ¿Qué escritor ruso ha creado tantos
personajes contemporáneos, ha revelado tantas cuestiones
contemporáneas, ha llamado la atención sobre tantos puntos
contemporáneos importantes de los que surge el tipo de
moderno estadista? Usted, sólo usted y nadie más. Ahora
afirme cuanto guste su indiferencia hacia la patria y su
horrendo interés por las cañerías de conducción de aguas de
Karlsruhe. ¡Ja, ja, ja!

—Sí, yo, por supuesto —ceceó Karmazinov—, he incorporado en


el personaje de Pogozhev todos los defectos de los eslavófilos y
en el personaje de Nikodimov todos los defectos de los
europeizantes...

—De seguro que no todos —murmuró Liamshin suavemente.

—Pero hago eso de pasada, para matar el tiempo que tanto me


aburre y... para satisfacer las demandas pertinaces de mis
compatriotas.

730
—Usted, Stepan Trofimovich, sabe seguramente —prosiguió
entusiasmada Iulia Mihailovna— que mañana tendremos el
placer de oír frases preciosas..., una de las últimas y más
exquisitas inspiraciones literarias de Karmazinov, titulada Merci.
En esa composición declara que no volverá a escribir, que nada
en el mundo lo obligará a hacerlo, aunque baje un ángel del
cielo o, mejor todavía, aunque toda la alta sociedad le ruegue
que cambie de parecer. En suma, que suelta la pluma para
siempre.

Y este gentil Merci va dirigido al público, agradeciéndole el


entusiasmo inquebrantable con que durante tantos años ha
secundado sus servicios incesantes a la causa del recto
pensamiento ruso.

Iulia Mihailovna estaba en la cumbre de la bienaventuranza.

—Sí, me despido. Digo mi Merci y me voy. Y allí... en Karlsruhe...


cierro los ojos —Karmazinov se iba enterneciendo poco a poco.

Como muchos de nuestros grandes escritores (¡y tenemos


tantos grandes escritores!), no podía resistir el sahumerio y
empezó a derretirse a pesar de su agudeza. Pero esto me
parece perdonable. Se dice que uno de nuestros Shakespeares
llegó a decir en conversación privada que «nosotros, los
grandes hombres, no podemos obrar de otro modo», etc., sin
darse siquiera cuenta de ello.

731
—Allí, en Karlsruhe, cerraré los ojos. A nosotros, los grandes
hombres, lo único que nos queda, una vez terminada nuestra
labor, es cerrar los ojos cuanto antes sin buscar un galardón.
Eso es lo que yo también haré.

—Déme usted la dirección e iré a Karlsruhe a visitar su tumba —


dijo el alemán con una risotada.

—Hoy a los muertos los llevan incluso en ferrocarril —dijo sin


venir a cuento uno de los jóvenes insignificantes.

Liamshin chillaba de gozo. Iulia Mihailovna frunció el ceño.


Entró Nikolai Stavrogin.

—Y a mí que me dijeron que lo habían detenido, ¿qué le parece?


—dijo en voz alta acercándose a Stepan Trofimovich antes que
a nadie.

—No. Ha sido sólo un detenimiento particular —dijo Stepan


Trofimovich jugando con el vocablo.

—Ahora bien, espero que ello no afectará en nada a mi


requerimiento — volvió a indicar Iulia Mihailovna—. Confío en
que usted, no obstante este lamentable incidente, que hasta
ahora no consigo explicarme, no decepcionará nuestras vivas
esperanzas y no nos privará del placer de oír su lectura en el
festival de mañana.

—No sé..., yo... ahora...

—La verdad, Varvara Petrovna, tengo tan mala suerte...


Figúrese que ahora, justamente cuando tan ansiosa estaba de

732
conocer personalmente a uno de los pensadores rusos más
notables e independientes, Stepan Trofimovich nos dice que
piensa abandonarnos.

—Su alabanza ha sido expresada en voz tan alta que, por


supuesto, no he podido menos de oírla —dijo tersamente
Stepan Trofimovich—; pero no creo que mi humilde persona sea
tan indispensable mañana para el festival de ustedes. Ahora
bien, yo...

—¡Lo están ustedes echando a perder! —exclamó Piotr


Stepanovich entrando veloz en el salón—. Apenas acabo de
meterlo en cintura cuando de repente, en una mañana, registro,
detención, un policía que lo agarra del cuello de la levita ¡y
ahora las señoras le están echando flores en el salón del
gobernador! ¡No hay hueso en su cuerpo que no esté bailando
de alegría! ¡Ni en sueños se le habrá ocurrido triunfo semejante!
¡En fin, no me chocaría que ahora le diera por denunciar a los
socialistas!

—¡Imposible, Piotr Stepanovich! El socialismo es una idea


demasiado grande para que Stepan Trofimovich no lo
reconozca —dijo Iulia Mihailovna tomando enérgicamente el
partido de Stepan Trofimovich.

—Una gran idea, pero los que la predican no son siempre


gigantes, et brisons-là, mon cher —concluyó Stepan Trofimovich
volviéndose a su hijo y levantándose con gracia de su asiento.

733
Pero en este instante aconteció algo de todo punto inesperado.
Von Lembke llevaba ya un rato en el salón, pero nadie parecía
haber notado su presencia aunque todos lo habían visto entrar.
Según su táctica usual, Iulia

Mihailovna seguía sin hacerle caso. Él se había colocado junto a


la puerta y escuchaba la conversación con aire lúgubre y
severo. Al oír las referencias a los acontecimientos del día
siguiente, empezó a dar señales de agitación. Primero fijó la
vista en el príncipe, impresionado quizá por las puntas
exageradas de su cuello rígidamente almidonado; luego pareció
estremecerse al oír la voz y ver la entrada precipitada de Piotr
Stepanovich; y cuando Stepan Trofimovich dijo aquella frase
acerca de los socialistas, fue corriendo hacia él, y tropezó al
pasar con Liamshin, que al momento dio un salto atrás con
fingido gesto de sorpresa, frotándose el hombro como dando a
entender que se lo había lastimado.

—¡Basta! —dijo Von Lembke cogiendo con fuerza de la mano al


asustado Stepan Trofimovich y estrujándola entre las suyas—.
¡Basta! Los filibusteros de nuestro tiempo han sido
descubiertos. Ni una palabra más. Han sido tomadas las
medidas oportunas...

Hablaba con voz tan recia que se lo oía en todo el salón, y


concluyó su comentario enérgicamente. La impresión que causó
fue penosa. Todos sentían que algo no iba bien. Vi que Iulia

734
Mihailovna se ponía pálida. Un incidente estúpido vino a
acentuar esa impresión. Después de anunciar que se habían
tomado las tales medidas Lembke giró sobre los talones y se
apresuró a salir del salón, pero a los dos pasos tropezó en una
alfombra, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de
bruces. Al instante se detuvo, miró el sitio donde había dado el
traspiés y, diciendo en voz alta: «¡Que la cambien!», salió al
punto. Iulia Mihailovna corrió tras él. Al salir ella, se produjo un
griterío en el que apenas cabía distinguir una sílaba; algunos
decían que estaba

«indispuesto», otros que estaba «tocado»; otros, en fin, se


llevaban el dedo a la sien; en un rincón, Liamshin levantaba dos
dedos por encima de la frente. Se aludía a incidentes
domésticos, todo ello en voz baja, por supuesto. Nadie tomó el
sombrero para irse y todos esperaban. No sé lo que Iulia
Mihailovna conseguiría hacer, pero volvió al cabo de cinco
minutos esforzándose en lo posible por parecer tranquila. Dijo
evasivamente que Andrei Antonovich estaba un tanto excitado,
pero que no era nada, que así había sido desde la infancia, que
ella «sabía lo que se traía entre manos» y que el festival del día
siguiente le devolvería, por supuesto, su buen humor. Después
dijo otras palabras lisonjeras a Stepan Trofimovich, aunque sólo
por cumplir, e invitó con voz campanuda a los miembros del
comité a abrir al instante la sesión. En ese punto, los que no
formaban parte del comité se aprestaron a irse de casa. Pero

735
los incidentes penosos de ese día fatal aún no habían
terminado...

En el momento mismo en que entró Nikolai Vsevolodovich noté


que Liza lo miró con fijeza y que durante largo rato no apartó
los ojos de él —tan largo rato que acabó por llamar la
atención—. Vi que Mavriki Nikolayevich, que estaba detrás de
ella, se inclinaba hacia delante, al parecer para decirle algo al
oído, pero por lo visto cambió de intención y se irguió de
pronto, mirando con aire culpable a quienes estaban en torno.
También produjo curiosidad Nikolai Vsevolodovich. Estaba más
pálido que de ordinario y miraba todo con aire notablemente
distraído. Después de hacer a su entrada la pregunta a Stepan
Trofimovich, pareció olvidarse al punto de él y, a decir verdad,
tengo la impresión de que también olvidó saludar a la señora
de la casa. A Liza no le dirigió una sola mirada, no
deliberadamente, sino —y lo aseguro— porque tampoco se dio
cuenta de su presencia. Y de pronto, después del breve silencio
que siguió a la petición de Iulia Mihailovna de abrir la última
sesión sin perder más tiempo, de pronto, repito, sonó
estridente, a propósito estridente, la voz de Liza. Llamaba a
Nikolai Vsevolodovich.

—Nikolai Vsevolodovich, un capitán que se dice pariente suyo,


hermano de su esposa, de apellido Lebiadkin, me escribe a
menudo cartas indecorosas quejándose de usted y proponiendo
revelarme algunos secretos acerca de usted. Si es, en efecto,

736
pariente suyo, prohíbale que me insulte y líbreme de sus
molestias.

En esas palabras vibraba un tremendo desafío y todos lo


comprendieron. La acusación era inequívoca, aunque quizás
inesperada hasta para la propia Liza. Era como cuando un
hombre, cerrando a medias los ojos, se dispone a tirarse desde
el tejado.

Pero la respuesta de Nikolai Vsevolodovich fue aún más


sorprendente. Como primera providencia, era insólito que no
mostrara extrañeza y que escuchara a Liza con sosegada
atención. Su semblante no reflejaba ni confusión ni enojo.
Contestó a la pregunta fatal con sencillez, firmeza y aire de
buena voluntad:

—Sí, tengo la desgracia de ser pariente de ese sujeto. Soy


marido de su hermana, de apellido de soltera Lebiadkina, desde
hará ya cinco años. Tenga usted la seguridad de que le pasaré
el recado cuanto antes y le prometo que ya no volverá a
molestarla.

Nunca olvidaré el horror que se pintó en el rostro de Varvara


Petrovna. Con ojos extraviados se incorporó de su asiento, al
par que alzaba ante sí, como para protegerse, la mano derecha.
Nikolai Vsevolodovich la miró, miró a Liza y a los circunstantes,
y de repente se sonrió con infinita arrogancia y, sin apresurarse,
abandonó el salón. Todos vieron cómo Liza se levantó
abruptamente del sofá en cuanto Nikolai Vsevolodovich se

737
volvió para salir, y dio muestra de querer seguirlo, pero se
reportó y no lo hizo, sino que salió despacio, sin decir palabra ni
mirar a nadie, y por supuesto en compañía de Mavriki
Nikolayevich, que corrió tras ella...

Nada diré del barullo y los comentarios que hubo en la ciudad


aquella noche. Varvara Petrovna se encerró en su residencia
urbana, y Nikolai Vsevolodovich, según me dijeron, se fue
derecho a Skvoreshniki sin ver a su madre. Stepan Trofimovich
me mandó esa noche a casa de cette chere amie para
rogarle que le permitiera ir a verla, pero ella no quiso recibirme.
Él estaba terriblemente afectado y rompió a llorar: «¡Qué
matrimonio! ¡Qué matrimonio! ¡Qué horror para esa familia!»,
repetía de continuo. Sin embargo, se acordaba también de
Karmazinov, a quien ponía como chupa de dómine. Se estuvo
preparando con ardor para la lectura del día siguiente —tal es
el talento artístico—, se preparaba frente al espejo, tratando de
recordar todas las agudezas y dichos festivos que había usado
durante toda su vida y que apuntaba cuidadosamente en un
cuaderno para insertarlos en la lectura del día siguiente.

—Amigo mío —me dijo para justificarse—, hago esto en pro de


una gran idea. Cher amí, he empezado a moverme al cabo de
veinticinco años y ahora, de pronto, me pongo en camino...,
¿para dónde?, no lo sé, pero me pongo en camino...

738
TERCERA PARTE

PRIMER CAPÍTULO: El festival (Primera sección)

Se celebró el festival no obstante los embrollos del día anterior,


el «día de Shpigulin». Pienso que aun si Lembke hubiera muerto
esa misma noche, igual se habría celebrado el festival a la
mañana siguiente; tan relevante era el significado que le
atribuía Iulia Mihailovna. ¡Ay!, hasta el último momento siguió
obcecada sin comprender el estado de ánimo general. Al final,
nadie imaginaba que transcurriría ese día festivo sin algún
incidente de mayor cuantía, sin algún «descalabro», como
decían algunos, frotándose las manos por anticipado. Es cierto
que muchos trataban de poner cara sombría y aprensiva; pero,
hablando en general, el ruso halla en cualquier escándalo
público un motivo de jovialidad. Es cierto también que lo que
cundía entre nosotros era algo mucho más grave que el mero
deseo de escándalo: era una irritación general, algo
implacablemente maligno, como si todos estuviesen hartos de
todo. Reinaba un cinismo incoherente y general, diríase un
cinismo forzado. Sólo las señoras eran consecuentes, pero en un
único punto: en su odio tenaz a Iulia Mihailovna; en eso
convergían todas las opiniones femeninas. Y ella, la pobre, ni se
daba cuenta: hasta el último momento estuvo convencida de

739
que tenía un «séquito», de que todos sentían por ella una
«lealtad fanática».

Ya he indicado que hicieron su aparición en la ciudad


numerosas personas de medio pelo. En épocas turbias, de
incertidumbre y transición, aparecen siempre y por todos lados
personas de medio pelo. No hablo de los llamados

«progresistas», de los que siempre se dan más prisa que los


demás (tal es su afán cardinal), cuyos propósitos, aunque a
menudo descabellados, están más o menos definidos. No.
Hablo sólo de la canalla. En todo período de transición surge
esa canalla de la que ninguna sociedad está libre, y surge no
sólo sin propósito alguno, sino sin ningún asomo de idea, sólo
para sembrar con ahínco la inquietud y la impaciencia. Y, sin
embargo, esa canalla, sin advertirlo siquiera, cae casi siempre
bajo el caudillaje de un puñado de «progresistas», que ya sí
obran con un propósito definido, y son los que llevan a ese hato
de truhanes a donde les da la gana, si es que ese puñado de
«progresistas» no es también un puñado de sandios, lo que, por
otra parte, sucede más de una vez. Entre nosotros se dice
ahora, cuando ya todo ha pasado, que a Piotr Stepanovich lo
gobernaba la Internationale, que él gobernaba a Iulia
Mihailovna y que ésta, por su parte, gobernaba, con él como
guía, a la canalla de toda especie. Las cabezas más claras de la
ciudad se maravillaban ahora de sí mismas: ¿cómo es posible
que fuesen entonces tan torpes? En qué consistió nuestra época
turbia y de qué a qué fue nuestra transición son cosas que no

740
sé ni pienso que nadie sepa; quizá sólo lo sepan algunos de los
que nos visitaron. Y, con todo, las personas más ruines
adquirieron de súbito ascendiente entre nosotros y se pusieron
a criticar a voz en cuello todo lo más sagrado, cuando antes no
osaban decir esta boca es mía; en tanto que las personas
principales, que hasta entonces habían llevado la voz cantante,
se aprestaron de pronto a escucharlos, mientras ellos a su vez
callaban; y algunos hasta aprobaban cínicamente con risitas
mal disimuladas. Individuos como Liamshin, como Teliatnikov,
terratenientes por el estilo del Tentiotnikov de Gogol, toscos y
quejumbrosos Radishchevs caseros, pequeños israelitas de
lúgubre aunque altiva sonrisa, viajeros jocosos, vates
politizados de la capital, poetas que a falta de ideas o talento
visten camisas campesinas y calzan botas embreadas,
comandantes y coroneles que se burlan

de lo insensato de su profesión y que por un rublo más estarían


dispuestos a colgar el sable y trabajar como escribientes en los
ferrocarriles, generales que se hacen abogados, educados
árbitros de conflictos laborales y pequeños comerciantes en
vías de educarse, incontables seminaristas, mujeres que
encarnan la cuestión femenina..., toda esta gente se enseñoreó
de pronto. ¿Y sobre quién? Sobre el club, sobre los funcionarios,
sobre generales mutilados en campaña y sobre las damas más
severas e inabordables de nuestra sociedad. Si la propia
Varvara Petrovna, con su adorado hijo, habían servido casi de

741
mandaderos de toda esa pillería hasta el momento mismo de la
catástrofe, bien se puede perdonar hasta cierto punto a otras
de nuestras Minervas locales por la aberración de entonces.
Como ya he apuntado, ahora se culpa de todo a la
Internationale. Esta idea ha tomado tal arraigo que se ofrece
como explicación a los que nos visitan. No hace mucho que el
consejero Kubrikov, hombre de sesenta y dos años
condecorado con la Orden de San Estanislao, se presentó a las
autoridades sin haber sido convocado y declaró en redondo
que había estado bajo el influjo de la Internationale tres meses
seguidos. Cuando, con todo el respeto debido a sus años y
servicios, se lo invitó a explicarse más concretamente, no pudo
ofrecer prueba documental alguna, salvo que había sentido esa
influencia «en todas las fibras de su espíritu», y se confirmó de
tal modo en su declaración que se juzgó innecesario proseguir
el interrogatorio.

Repito una vez más: aun entre nosotros hubo un pequeño grupo
de gente sensata que se mantuvo apartada desde un principio,
más aún, que se encasilló en su aislamiento. Pero ¿qué castillo
puede prevalecer contra la ley natural? Aun en las familias más
prudentes hay muchachas casaderas que necesitan bailar. Y de
ahí cómo esas muchachas acabaron también por suscribirse al
baile a beneficio de las institutrices. Se daba por seguro que el
tal baile iba a ser un acontecimiento brillante, singularísimo. Se
contaban maravillas de él. Corrían rumores acerca de los
príncipes con lorgnettes que iban a asistir; de los diez

742
acomodadores, todos ellos solteros jóvenes, con escarapelas en
el hombro izquierdo; de la venida de algunas personas de
Petersburgo que eran los promotores del festival; de que
Karmazinov, para aumentar los ingresos, había consentido leer
Merci con el disfraz de una institutriz de nuestra provincia; y de
que habría una «cuadrilla literaria», con el vestuario apropiado,
en el que cada traje representaría un movimiento literario
particular. Por último, también en traje de fantasía, danzaría el
«cuerdo pensamiento ruso», lo que constituiría una verdadera
novedad. ¿Cómo no suscribirse? Todos se suscribieron.

El programa del festival estaba dividido en dos partes: una


matinée literaria, de mediodía a cuatro de la tarde, y luego un
baile, de nueve de la noche hasta el amanecer. Pero ese plan
llevaba ya en sí gérmenes de desorden. Para empezar, corrió
entre el público desde un principio el rumor de que se ofrecería
un almuerzo inmediatamente después de la matinée literaria, o
incluso durante ésta, en un intervalo dedicado expresamente a
ello; almuerzo gratis, por supuesto, incluido en el programa, con
champaña y todo. El precio exorbitante del billete (tres rublos)
contribuyó a que cundiera el rumor: «¿Iba yo a suscribirme por
nada? El festival supone un día entero, por lo tanto tendrán que
dar de comer o la gente va a tener hambre»; así discurría todo
el mundo. Debo confesar que la misma Iulia Mihailovna dio pie
con su ligereza a que se propagara este malentendido

743
desastroso. Un mes antes, bajo el hechizo inicial del gran
proyecto, hablaba a tontas y a locas de su festival con el
primero que encontraba, y hasta había enviado a uno de los
periódicos de Petersburgo la noticia de que se ofrecerían
brindis en tal ocasión. Esos brindis parecían obsesionarla
entonces de manera muy particular; ella misma deseaba
proponerlos y los compuso de antemano. Tendrían por objeto
poner en claro nuestro propósito principal (pero ¿cuál?; apuesto
a que la pobre mujer no compuso nada al cabo), debían ser
publicados a modo de reportajes en los periódicos de Moscú y
Petersburgo, impresionar y cautivar a las autoridades supremas
del país, y después circular por todas las provincias causando
pasmo y emulación. Ahora bien, para los brindis es
indispensable el champaña, y como no se puede beber
champaña con el estómago en ayunas, era necesario, claro
está, un almuerzo. Más adelante, cuando en virtud de sus
esfuerzos se formó el comité y el asunto fue tratado con más
seriedad, se le demostró inmediatamente que, si se soñaba con
banquetes, quedaría muy poco dinero para las institutrices, por
mucho que se obtuviera con las suscripciones. Había dos
modos de resolver la cuestión: o un festín estilo Rey Baltasar,
con brindis y noventa rublos para las institutrices, o una suma
considerable de dinero, reduciendo el festival, por así decirlo, a
simple formalidad. El comité, sin embargo, se propuso sólo
atemorizarla un poco, y lo que hizo fue idear una tercera
solución, conciliadora y sensata, a saber, un festival muy
decoroso en todos los sentidos, aunque sin champaña, que

744
dejaría como sobrante una cantidad muy respetable, superior
con mucho a noventa rublos. Pero Iulia Mihailovna no se
conformó; su carácter desdeñaba las componendas mezquinas.
Al punto decidió que si su idea inicial era irrealizable, había que
lanzarse sin titubeos al extremo opuesto, esto es, recaudar una
enorme cantidad de dinero que fuera la envidia de todas las
provincias. «El público debe acabar por comprender —concluyó
diciendo en su fogosa alocución al comité— que el logro de
objetivos de interés general humano es incomparablemente
más importante que los deleites corporales pasajeros; que el
festival es, en esencia, sólo la proclamación de una noble idea,
y que, por consiguiente, el público debe conformarse con un
baile estilo alemán, muy modesto, una mera alegoría; ¡y ello si
no se puede prescindir enteramente de este baile
inaguantable!». A ese punto había llegado el repentino odio que
le cobró. Pero por fin consiguieron apaciguarla. Fue entonces
cuando se pensó, por ejemplo, en lo de la «cuadrilla literaria» y
otros números estéticos en sustitución de los deleites
corporales. Fue también entonces cuando Karmazinov
consintió por fin en leer Merci (hasta entonces, con medias
palabras, había tenido a todos en suspenso), y de ese modo
quitarle de la cabeza a nuestro insaciable público la idea misma
de comer.

De tal modo, pues, el baile volvía a ser un magnífico


acontecimiento, aunque de índole diferente. Y para que no todo

745
fueran vagos ideales se acordó que al comienzo del baile se
podía ofrecer té con limón y galletas, más tarde horchata y
limonada, y al final también helado, pero nada más. Para
aquéllos, sin embargo, que en todo tiempo y lugar tienen
hambre y, sobre todo, sed, se podría abrir un buffet especial en
la más apartada de las salas de la misma planta, a cargo de
Prohorych (el jefe de cocina del club), que, bajo la estrecha
vigilancia del comité, ofrecería lo necesario a quien quisiera
pagarlo, por lo que a la entrada de la sala se anunciaría por
escrito que el buffet no estaba incluido en el programa. A la
mañana siguiente, sin embargo, se decidió no abrir el buffet
para que no estorbase la lectura, a pesar de que se había
pensado situarlo cinco salas más allá del Salón Blanco en que
Karmazinov había consentido leer su Merci. Es curioso que el
comité, sin excluir a personas de temple práctico, atribuyese,
por lo visto, una extraordinaria importancia a esa lectura. En
cuanto a talante poético, la esposa del mariscal de la Nobleza,
por ejemplo, dijo a Karmazinov que después de la lectura haría
colocar en una pared del Salón Blanco una placa de mármol en
la que en letras doradas se haría constar que, en esa fecha y en
ese mismo lugar, el gran escritor ruso y europeo había leído su
Merci, en señal de que dejaba la pluma para siempre, y que por
primera vez se había despedido del público ruso, representado
por lo mejorcito de nuestra ciudad. Por último, los asistentes
podrían leer la inscripción durante el baile mismo, esto es, sólo
cinco horas después de la lectura de Merci. Sé de buena tinta
que el propio Karmazinov había exigido que de ninguna

746
manera se abriese el buffet por la mañana, durante su lectura,
aunque algunos miembros del comité observaron que ese modo
de obrar no se estilaba entre nosotros.

Así andaban las cosas cuando en la ciudad se seguía creyendo


en un festín de Baltasar, esto es, en comer y beber gratis; y ello
se siguió creyendo hasta el último momento. También las
jovencitas soñaban con confites y jaleas en abundancia y con
algo aún más sugestivo. Todo el mundo sabía que los ingresos
serían enormes, que la ciudad entera participaría en el festival,
que vendría gente de los distritos cercanos y que no habría
bastantes billetes. También se sabía que, además del precio
estipulado para éstos, se habían recibido importantes
contribuciones: Varvara Petrovna, por ejemplo, había pagado
treinta rublos por su billete y había prometido como regalo
todas las flores de su invernadero para el adorno de la sala; la
mariscala (miembro del comité) había contribuido con la casa y
la luz; el club aportaba la música y la servidumbre, amén de
ceder a Prohorych para todo el día. Hubo otras contribuciones,
aunque no tan grandes, por lo que se pensó en rebajar el precio
inicial del billete de tres rublos a dos. A decir verdad, el comité
había temido al principio que las señoritas no acudieran si
tenían que pagar tres rublos por el billete, y recomendó la venta
de billetes familiares para que cada familia pagase sólo por
una de las jóvenes y todas las demás de la familia, aunque
hubiera una docena de ejemplares, entrasen gratis. Pero todos
los temores resultaron vanos; fueron las muchachitas las que al

747
cabo vinieron. Hasta los empleados del Estado más modestos
trajeron a sus hijas casaderas, y se vio claro que, de no tenerlas,
no se les habría ocurrido suscribirse. Un humilde secretario trajo
a sus siete hijas, sin contar, por supuesto, a su esposa y, por
añadidura, una sobrina, y cada una de ellas venía provista de
un billete de tres rublos.

Fácil es imaginar el barullo que hubo en la ciudad. Empecemos


con el festival, que estaba dividido en dos partes, lo que hacía
necesario que cada señorita tuviera dos vestidos: uno de
mañana para la lectura y otro de noche

para el baile. Muchas personas de la clase media, como se supo


más tarde, empeñaron para ese día todas sus posesiones,
hasta la ropa blanca, las sábanas y en algún caso los
colchones, y lo empeñaron a los judíos locales, que, como de
propósito, se venían estableciendo en gran número entre
nosotros durante los dos últimos años y cuyo contingente fue
más tarde en aumento. Casi todos los funcionarios cobraron su
sueldo por anticipado, y algunos de los propietarios vendieron
ganado que les era necesario; todo ello para llevar a sus hijas
ataviadas con lujo y no quedar deslucidos ante nadie. Lo
espléndido de los vestidos en esta ocasión era algo
desconocido hasta entonces en nuestra ciudad, en la que desde
quince días antes del festival circulaban por doquier anécdotas
divertidas que nuestros guasones llevaron sin perder tiempo a
los oídos de Iulia Mihailovna. Todo ello llegó a ser bien conocido

748
por los que habían servido de blanco de tales anécdotas; lo que
de seguro redobló la inquina de las familias contra Iulia
Mihailovna. Ahora todos la cubren de improperios y no pueden
recordarla sin rechinar los dientes; pero ya antes era evidente
que si el comité fallaba en algún punto, o si algo desagradable
sucedía en el baile, el estallido de indignación sería estruendoso.
He ahí por qué todos, en su fuero interno, esperaban un
escándalo; y si tanto lo esperaban, ¿cómo no iba a producirse?

La orquesta rompió a tocar al mediodía en punto. Siendo uno


de los acomodadores, o sea, uno de los doce «jóvenes con
escarapela», vi con mis propios ojos cómo se anunciaba ese día
de aciaga memoria. Empezó con increíbles apretujones en las
puertas de entrada. ¿Cómo sobrevino que todo saliera manga
por hombro desde el principio mismo, sin exceptuar a la policía?
No echo la culpa al público auténtico. Los padres de familia, a
pesar de su categoría social, no se hacinaron ni empujaron a
nadie. Al contrario, he oído decir que se mostraban
desconcertados ya en la calle, viendo la inaudita muchedumbre
que sitiaba las puertas y que, más que entrar por ellas, las
tomaba por asalto. Mientras tanto seguían llegando coches que
terminaron por obstruir la calle. Ahora, cuando escribo esto,
tengo datos irrecusables para afirmar que algunos de los
mayores granujas de nuestra ciudad fueron introducidos sin
billete por Liamshin y Liputin y quizá también por alguien que,
al igual que yo, era acomodador. Al menos hicieron su aparición
personas enteramente desconocidas, llegadas de los distritos

749
circundantes y de quién sabe dónde. Apenas entraron en la
sala, estos bárbaros empezaron a preguntar al unísono (como a
instigación de alguien) dónde estaba el buffet y al oír que no lo
había, empezaron a blasfemar y a proferir improperios, sin el
menor comedimiento y con una arrogancia jamás conocida
hasta entonces entre nosotros. Cierto que algunos llegaron
borrachos. Otros, como verdaderos salvajes, se detuvieron
asombrados ante la magnificencia del salón de la mariscala por
no haber visto jamás nada semejante, y quedaron
momentáneamente cohibidos, mirándolo todo con la boca
abierta. Este gran salón blanco, aunque bastante deteriorado,
era de veras espléndido: de enormes dimensiones, con dos filas
de ventanas, techo pintado al estilo antiguo y molduras
doradas, con una galería, espejos en las paredes, cortinajes en
rojo y blanco, estatuas de mármol (nada buenas, pero estatuas
al fin y al cabo), mobiliario antiguo, macizo, del período
napoleónico, blanco con incrustaciones doradas y tapizado de
terciopelo rojo. En la ocasión que describo se había instalado en
un extremo del salón una plataforma elevada para los autores
que iban a leer, mientras que el salón entero estaba
acondicionado como el patio de butacas de un teatro, con
anchos pasillos para el público. Pero después de los primeros
minutos de asombro empezaron a oírse preguntas y
exclamaciones sin

750
sentido: «Puede ser que no queramos lecturas... Nuestro dinero
nos ha costado... Se ha engañado descaradamente al público...
¡Aquí somos nosotros los que mandamos, no los Lembke...!». En
suma, actuaban como si hubieran recibido instrucciones para
armar escándalo. Recuerdo en particular un encuentro en el que
se distinguió el pequeño príncipe, que había estado la mañana
de la víspera en casa de Iulia Mihailovna, el del cuello
desmesuradamente alto y de cara como la de un muñeco de
madera. También él, a insistente petición de ella, había
consentido en prender una escarapela en su hombro derecho,
convirtiéndose así en uno de nuestros acomodadores. Al
parecer, esta silente figura de cera montada sobre resortes
sabía, si no hablar, por lo menos obrar a su modo. Cuando un
capitán jubilado, de estatura colosal y picado de viruelas,
secundado por una caterva de bribones de la peor calaña,
empezó a importunarle preguntándole por dónde se iba al
buffet, él guiñó el ojo a un policía. El aviso fue al instante puesto
en práctica: pese a los juramentos del ebrio capitán, fue
expulsado del salón. Entretanto llegaba, por fin, el público

«genuino», que en tres largas filas iba discurriendo por los


pasillos que había entre las sillas. Los revoltosos comenzaron a
calmarse, pero incluso el sector más «limpio» del público
parecía descontento y confuso; y algunas de las señoras
estaban sencillamente asustadas.

Por fin, todos ocuparon sus asientos. Cesó la música. Los


concurrentes empezaron a sonarse las narices y mirar en torno.

751
Aguardaron con aire solemne en demasía, lo que ya de por sí
era mala señal. Pero «los Lembke» no habían llegado aún. Las
sedas, los terciopelos, los diamantes se destacaban y refulgían
por todas partes; en el aire flotaba el aroma de perfumes caros.
Los hombres ostentaban todas sus condecoraciones, y hasta
los ancianos estaban de uniforme. Hizo, por fin, su entrada la
mariscala, acompañada por Liza, nunca tan
deslumbrantemente bella ni tan elegantemente ataviada como
esa mañana. Tenía el pelo en tirabuzones, brillo en los ojos y
una sonrisa radiante en el rostro. Produjo, evidentemente, una
gran sensación: todos la miraban y comentaban algo sobre ella
al oído de sus vecinos. Oí decir que buscaba con los ojos a
Stavrogin, pero ni éste ni Varvara Petrovna estaban allí. No
comprendí entonces la expresión de su semblante: ¿por qué
reflejaba tanta felicidad y energía, tanto gozo, tanta vitalidad?
Recordaba el incidente de la víspera y no sabía a qué atenerme.
Pero «los Lembke» seguían sin venir, lo cual fue grave error.
Supe después que Iulia Mihailovna estuvo esperando a Piotr
Stepanovich hasta el postrer momento, ya que últimamente no
podía dar un paso sin él, aunque no se lo confesaba a sí misma.
Entre paréntesis diré que la víspera, en la sesión final del
comité, Piotr Stepanovich se había negado a hacer de
acomodador, y con ello había afligido tanto a la dama que
estuvo a punto de llorar. Primero con sorpresa, y más tarde con
grandísima consternación (que más tarde explicaré) de la
dama, Piotr Stepanovich desapareció durante toda la mañana
y no estuvo presente en la matinée literaria; así que no lo vieron

752
hasta la noche. Al cabo, el público empezó a dar señales
inequívocas de impaciencia. Tampoco en la plataforma se
presentaba nadie. En las últimas filas la gente se puso a hacer
palmas, como en un teatro. Los señores viejos y las señoras
fruncían el ceño: «Los Lembke se estaban dando demasiada
importancia». Incluso entre lo mejor del público corrió el rumor
absurdo de que quizá no habría festival, de que quizá Lembke
estuviese indispuesto, etc., etc.

Pero, gracias a Dios, apareció por fin Lembke con su mujer del
brazo; yo, lo confieso, también empezaba a pensar que no
vendrían. Se disiparon los rumores y se estableció la verdad. El
auditorio pareció respirar sin empacho. El

propio Lembke aparentaba buena salud, y, según recuerdo, tal


era la opinión común, porque, como era natural, en él estaban
fijas la mayoría de las miradas. Debo advertir que, en general,
muy pocas personas de nuestra alta sociedad creían que
Lembke estuviera indispuesto; consideraban sus actos
enteramente normales y aun habían visto con beneplácito lo
sucedido en la plaza en la mañana del día anterior. «Así debiera
haber obrado desde el principio —decían los altos
funcionarios—. Son filántropos cuando llegan, pero todos
acaban haciendo lo mismo, sin darse cuenta de que ello es
necesario hasta para la misma filantropía». Así al menos
opinaban en el club. Lo único que deploraban era que hubiera

753
montado en cólera. «Eso hay que hacerlo con más sangre fría,
pero, al fin y al cabo, es un novato», decían los entendidos.

¡Con qué avidez se volvieron todos los ojos hacia Iulia


Mihailovna! Nadie, por supuesto, tiene derecho a esperar de mí,
como narrador, detalles demasiado precisos acerca de cierto
punto; aquí hay un secreto y una mujer; pero una cosa sí sé, y es
que la noche antes ella había entrado en el despacho de Andrei
Antonovich y había estado con éste hasta mucho después de
medianoche. Andrei Antonovich había sido perdonado y
confortado. Los esposos se habían puesto de acuerdo en todo;
todo quedó olvidado; y cuando al final de las explicaciones,
como si ello no bastara, Von Lembke se puso de rodillas,
recordando con horror el incidente capital y último de la noche
anterior, la pequeña y exquisita mano, y tras ella los labios, de
la esposa pusieron punto final a la ferviente efusión de palabras
de remordimiento de un marido caballerosamente delicado,
pero debilitado por la emoción. Todo el mundo vio en la cara de
ella la felicidad que sentía. Caminaba con desembarazo y lucía
un vestido magnífico. Parecía haber alcanzado la cumbre de su
ambición: el festival, meta y corona de su política, estaba
celebrándose. Al acercarse a sus asientos frente a la
plataforma, ambos Lembke se inclinaron a guisa de saludo y en
agradecimiento a los saludos que se les dirigían. Al momento se
vieron rodeados de gente. La mariscala se levantó para
recibirlos... Pero en ese instante se produjo un incidente
fastidioso: la orquesta, sin venir a cuento, tocó un floreo, no una

754
marcha cualquiera, sino un floreo como los que tocan en los
banquetes oficiales de nuestro club cuando se brinda por la
salud de alguien. Hoy sé que de eso fue responsable Liamshin
en su calidad de acomodador, y que fue, según dijo, en honor
de la llegada de «los Lembke». Claro está que siempre pudo
excusarse alegando haberlo hecho por estupidez o exceso de
celo... ¡Ay!, yo entonces no sabía aún que esa gente ya no se
preocupaba por excusas y contaba con concluirlo todo ese
mismo día. Pero la cosa no acabó con el floreo; además de la
irritada confusión y las sonrisas del público, se oyeron de
improviso en el otro extremo del salón gritos de «¡Hurra!», al
parecer también en honor de Lembke. No fueron muchos los
vítores, pero confieso que se prolongaron bastante. Iulia
Mihailovna enrojeció y sus ojos relampaguearon. Lembke se
paró en seco junto a su asiento y, volviéndose hacia donde se
oían los gritos, escudriñó el salón severa y majestuosamente...
Lo hicieron sentarse al instante. Una vez más noté con alarma
en su rostro la misma sonrisa peligrosa que tenía la mañana del
día anterior en la sala de su esposa, la sonrisa con que miraba a
Stepan Trofimovich antes de acercarse a él. Me pareció que
también ahora se dibujaba en su rostro una expresión siniestra
y, peor todavía, un tanto cómica, la expresión de un hombre
decidido sin más a sacrificarse en aras de los altos designios de
su esposa... Iulia Mihailovna me hizo rápidamente seña de que
me acercara y me dijo al oído que fuese corriendo hasta
Karmazinov y le rogase que

755
empezara. Y he aquí que cuando me volvía para hacerlo se
produjo otro incidente vergonzoso, sólo que mucho más
repugnante que el primero.

En la plataforma, en la plataforma vacía, en la que hasta ese


momento convergían la atención y expectación del auditorio, y
donde había sólo una mesa no muy grande, una silla ante ella, y
en la mesa un vaso de agua sobre una bandeja de plata; en la
plataforma vacía —digo— apareció inopinadamente la
gigantesca figura del capitán Lebiadkin en frac y corbata
blanca. Tan atónito quedé que no daba crédito a mis ojos. El
capitán, por lo visto, se quedó cortado e hizo alto en el fondo de
la plataforma. De pronto se oyó un grito entre el auditorio:
«¡Lebiadkin! ¿Pero eres tú?». La cara estúpida y colorada del
capitán (que estaba borracho perdido) se distendió en una
ancha y vaga sonrisa al oír ese grito. Levantó la mano, se secó
con ella la frente, sacudió la enmarañada cabeza, dio dos pasos
adelante como dispuesto a todo, y de repente rompió a reír, no
con risa bronca, sino convulsa, prolongada, feliz, que sacudía su
corpulencia y que lo hacía lagrimear.

Ante escena semejante la mitad, o poco menos, de los


presentes rompieron a reír y una veintena comenzaron a
aplaudir. La parte seria del público cruzaba miradas sombrías.
Todo ello, sin embargo, no duró más de medio minuto. A la
plataforma subió corriendo Liputin, con su escarapela de
acomodador en el hombro, acompañado por dos criados, que

756
cogieron al capitán con cuidado por ambos brazos, mientras
Liputin le decía algo en voz baja. El capitán frunció el ceño y
murmuró: «Bueno, si así ha de ser», hizo un gesto con la mano,
volvió su enorme espalda al público y desapareció con sus
acompañantes. Pero un instante después volvió Liputin a la
plataforma. En sus labios se dibujaba una de sus sonrisas más
empalagosas, que de ordinario sugerían más bien una mezcla
de vinagre y azúcar, y en las manos traía una hoja de papel de
cartas. Con paso menudo aunque ligero avanzó hasta el borde
delantero de la plataforma.

—Señoras y señores —anunció al público—: A causa de una


inadvertencia se ha producido una equivocación cómica que ya
ha quedado subsanada. Pero con la esperanza de que les sea
grato, he aceptado el encargo de transmitirles la muy sentida y
respetuosa petición de uno de nuestros poetas locales... Movido
por un propósito humano y elevado..., no obstante su aspecto...,
ese señor, quiero decir, ese poeta local... que desea guardar el
incógnito..., anhela ardientemente que se lea un poema suyo
antes de comenzar el baile..., mejor dicho, la matinée literaria.
Aunque este poema no figura en el programa, y no figura...
porque se ha recibido hace sólo media hora, nosotros (¿quiénes
son esos nosotros?; estoy leyendo al pie de la letra este discurso
confuso e incoherente) hemos creído que, por la notable
ingenuidad de sus sentimientos, junto con su no menos notable
jovialidad, el poema puede ser leído, claro que no como algo
serio, pero sí como algo consonante con el festival..., en una

757
palabra, con la idea de éste..., tanto más cuanto es breve..., y a
este fin solicito el beneplácito del público.

—¡Léalo! —rugió una voz en el fondo del salón.

—¿Qué? ¿Lo leo entonces, señoras y señores?

—¡Léalo, léalo! —exclamaron varias voces.

—Lo leeré con la venia de ustedes, señoras y señores —dijo


Liputin torciendo de nuevo el rostro con la consabida sonrisa
azucarada. Parecía todavía indeciso, y a mí se me figuró que
estaba agitado. Esa gente, no obstante su falta de vergüenza, a
veces pierde pie. Sin embargo, un seminarista no habría
perdido pie, y Liputin, al fin y al cabo, pertenecía a la vieja
generación.

—Les advierto, mejor dicho, tengo el honor de advertirles, que


no es una oda como las que antes se escribían para los
festivales, sino más bien, por así decirlo, casi un chiste, aunque
compuesto con indudable sentimiento, junto con un regocijo
jocoso y, por así decirlo, con una verdad de lo más realista.

—¡Lee, lee!

Desplegó el papel. Nadie, por supuesto, tuvo tiempo de


detenerlo, aparte de que se había presentado con la escarapela
de acomodador. Con voz sonora exclamó:

—«A una institutriz rusa local». De un poeta en el festival.

758
¡Salve, salve, institutriz! da muestra de tu alegría,

ya seas «progre», ya seas «carca», recuerda que éste es tu día.

—¡Eso es de Lebiadkin! ¡Ése es Lebiadkin! —exclamaron algunas


voces. Se oyeron risas y hasta aplausos, pero no muchos.

A mocosos el francés les enseñas con afán,

mientras que tratas, con guiños, de atrapar a un sacristán.

—¡Hurra, hurra!

Mas en siglo como el nuestro Toda tu artimaña es poca, Ni a un


sacristán pescarás Como no lleves la «mosca».

—¡Eso es, eso es! ¡Eso sí que es realismo! ¡Sin la «mosca» no se


va a ninguna parte!

Mas, espera, que una dote te dará este festival; danzando,


pues, de alegría de aquí esta noche saldrás.

Ya seas «progre», ya seas «carca», Recuerda que éste es tu día.

759
Con tu dote en el bolsillo,

di al sacristán «no hay tu tía».

Confieso que no daba crédito a mis oídos. En ello había tal


descaro que no cabía disculpar a Liputin achacándolo a
estupidez. Y además, Liputin no tenía pelo de tonto. A mí la
intención me parecía clara: se apresuraban a sembrar el
desorden. Algunos versos de esa necia composición, como, por
ejemplo, los últimos, eran de tal índole que ninguna estupidez
podía excusarlos. Es de suponer que el mismo Liputin notó que
se había sobrepasado: realizada su hazaña, quedó tan
desconcertado ante su propia desfachatez que no bajó de la
plataforma, sino que siguió en ella como si quisiese arreglar
algo. Probablemente había supuesto que el efecto sería harto
diferente; pero hasta el

pequeño grupo de gamberros que había aplaudido la


desvergonzada diablura enmudeció de pronto, como
sobrecogido también de consternación. Lo más absurdo era
que muchos habían tomado la composición como algo
patético, esto es, no como una bufonada, sino como la pura
verdad con respecto a las institutrices, como versos «con
intención». Pero la desmedida licencia de los versos acabó
también por asombrarlos. En cuanto al público en general, el
salón entero estaba no sólo escandalizado sino ofendido. No

760
me equivoco al dar esta impresión. Iulia Mihailovna decía más
tarde que en un momento más se habría desmayado. Uno de
los caballeros ancianos más respetables ayudó a su esposa a
levantarse y ambos abandonaron el salón seguidos por las
inquietas miradas del auditorio. Quién sabe si su ejemplo no
habría sido secundado por otros si en ese punto no hubiera
aparecido en la plataforma el propio Karmazinov, en frac y
corbata blanca y con un cuaderno en la mano. Iulia Mihailovna
le dirigió una mirada llena de embeleso, como a su salvador...
Pero yo ya estaba entre bastidores; necesitaba encararme con
Liputin.

—Eso lo ha hecho usted adrede —dije indignado agarrándolo


por un brazo.

—Yo, de veras que no pensé... —respondió intimidado,


empezando a mentir y fingiendo perturbación—. Acababan de
traer los versos y me pareció una buena broma...

—No pensó usted tal cosa. ¿O cree que esa porquería estúpida
es una buena broma?

—Sí, señor. Sí lo creo.

—Miente usted. Y esos versos no se los acababan de traer.


Usted mismo los ha escrito con Lebiadkin, quizás ayer, y para
armar escándalo. El último verso es sin duda de usted y
también el del sacristán. ¿Por qué vino Lebiadkin de frac? Eso
significa que usted quería que leyera esos versos si no estaba
borracho, ¿no es eso?

761
Liputin me miró con frialdad y malevolencia.

—¿Y a usted qué le va en ello? —preguntó con calma extraña.

—¿Cómo que qué me va en ello? Usted también lleva la


escarapela...

¿Dónde está Piotr Stepanovich?

—No sé. Estará por aquí. ¿Por qué?

—Porque ahora veo lo que traman ustedes. Se trata


sencillamente de una conjura contra Iulia Mihailovna para
echar a perder el día.

Una vez más Liputin me miró de soslayo.

—Bueno ¿y a usted qué? —sonrió torcidamente, se encogió de


hombros y se escabulló.

Me quedé de una pieza. Todas mis sospechas resultaban


ciertas. Y, sin embargo, tenía todavía esperanza de
equivocarme. ¿Qué podía hacer yo? Pensé en pedir consejo a
Stepan Trofimovich, pero éste estaba ante el espejo, ensayando
sonrisas y consultando a cada momento un papel en el que
tenía algunas notas. Debía salir a la plataforma
inmediatamente después de Karmazinov y ahora no era cosa
de conversar conmigo. ¿Ir a ver a Iulia Mihailovna? Era
demasiado pronto para hablar con ella; además, había que
darle primero una buena lección para quitarle la idea de que
tenía un «séquito» y de que todos le profesaban una «lealtad

762
fanática». No me habría creído y habría pensado que yo tenía
alucinaciones. Y, además, ¿en qué podría ayudar?

«Bueno —pensé—, a fin de cuentas, ¿y a mí qué me importa? Me


quito la escarapela y me voy a casa cuando empiece la cosa».
Dije, en efecto, «cuando empiece la cosa», lo recuerdo bien.

Pero tenía que escuchar a Karmazinov. Eché un último vistazo


tras los bastidores y vi que merodeaba gente extraña por allí,
entrando y saliendo, incluso algunas mujeres. Cuando digo «tras
los bastidores» me refiero a un espacio sobremanera estrecho,
aislado del público por una cortina y comunicado con otras
habitaciones por un pasillo en el fondo. Allí esperaban su turno
los participantes en el recital. Pero de ellos el que llamó
particularmente la atención fue el conferenciante que debía
seguir a Stepan Trofimovich. Era también una especie de
profesor (ni siquiera ahora sé de cierto quién era) que se había
retirado voluntariamente de un centro de enseñanza por algún
incidente con los estudiantes y había llegado a nuestra ciudad
sólo unos días antes para algún asunto particular. Había sido
recomendado también a Iulia Mihailovna, que lo había recibido
con suma deferencia. Ahora sé que estuvo en casa de ella sólo
la noche antes de la matinée literaria, que había guardado
silencio toda la velada, que se sonreía equívocamente de las
chanzas y el tono del círculo de Iulia Mihailovna, y que causó en
todos una impresión desagradable por su aire desdeñoso al par
que por su frágil pusilanimidad. Fue la propia Iulia Mihailovna

763
la que lo reclutó como conferenciante. Ahora ese señor iba y
venía de un lado para otro y, al igual que Stepan Trofimovich,
mascullaba algo entre dientes, pero con los ojos en el suelo y no
en el espejo. No ensayaba sonrisas, aunque sonreía a menudo y
con aire avieso. Estaba claro que tampoco se podía hablar con
él. Era pequeño, cuarentón, calvo, de barba grisácea y vestía
pulcramente. Pero lo más interesante era que cada vez que
daba la vuelta levantaba el puño derecho, lo enarbolaba por
encima de la cabeza y de pronto lo descargaba de un golpe,
como si quisiera aplastar a algún rival. Repetía ese gesto a
cada minuto. Acabé por acobardarme. Fui deprisa a oír a
Karmazinov.

De nuevo algo iba mal en la sala. Advertiré de antemano que


rindo pleitesía a los grandes genios; pero ¿por qué estos
señores genios de nuestra patria se comportan, al final de sus
años de gloria, como unos párvulos? ¿Qué importaba que fuera
Karmazinov y saliera a la plataforma con el garbo propio de
cinco chambelanes? ¿Acaso es posible captar la atención de un
público como el nuestro durante una hora entera con un solo
ensayo? En general, según mi experiencia, ni un supergenio
puede con impunidad mantener viva la atención del público
más de veinte minutos en un recital literario que no sea de
mucho vuelo. Cierto que la aparición del gran genio fue acogida
con el mayor respeto. Incluso los ancianos de más severo

764
talante daban muestra de aprobación e interés, y las señoras
hasta manifestaban algún entusiasmo. Los aplausos, sin
embargo, fueron de breve duración, no muy cordiales y algo
esporádicos; pero en las filas de atrás no hubo una sola
interrupción hasta el momento en que Karmazinov empezó a
hablar, y aun entonces nada que pudiera estimarse censurable;
sólo alguna incomprensión. Ya he indicado más arriba que tenía
una voz harto aguda y penetrante, un tanto femenina, y que,
por añadidura, ceceaba afectadamente como un gentilhombre
cortesano. No bien pronunció algunas palabras, alguien se
permitió soltar una risotada; sin duda algún imbécil
maleducado que no habría visto antes nada del gran mundo y
que sería por añadidura guasón. Pero no hubo la menor salida
de tono; al contrario, chistaron al imbécil para que guardara
silencio y así lo hizo. Pero el señor Karmazinov, con su voz
amanerada y relamida, declaró que «en un principio no había
consentido leer» (como si fuera necesario decir tal cosa). «Hay
algunas frases — dijo— que brotan tan directamente del
corazón que no cabe decirlas en voz alta; así, pues, una cosa
tan sagrada no debe ser revelada en público (entonces, ¿por
qué revelarla?); pero como se lo han pedido, va a revelarla, y
como, además, deja la pluma para siempre y jura que por nada
del mundo volverá a escribir, ha escrito esta última pieza; y
como había jurado que “de ninguna manera volvería a leer
nada en público”», etc., etc., y así por el estilo.

765
Ahora bien, nada de esto tendría importancia, porque ¿quién no
conoce los exordios de un autor? Aunque debo advertir que,
dada la parca educación de nuestro público y la irritabilidad de
las últimas filas de oyentes, todo ello pudo influir en lo que
pasó. Pero ¿no habría sido mejor leer un breve cuento, uno de
esos relatos cortísimos que solía escribir antes, esto es, un
relato que, aunque trabajado y pulido, era a veces ingenioso?
De ese modo se habría salvado la situación. Pero no, señor;
nada de eso. ¡Qué retahíla nos soltó! Dios mío, ¿qué no metería
en ella? Puedo afirmar que no ya a nuestro público, sino al de
Petersburgo, lo habría paralizado de hastío. Imagínense
ustedes casi treinta páginas impresas de la cháchara más
vacua y relamida; y, por añadidura, este señor leía con voz un
tanto condescendiente y lastimera, como si estuviera
haciéndonos un favor, lo que era casi un vejamen para el
auditorio. El tema...,

¿quién podría desentrañar ese tema suyo? Era algo así como un
recuento de ciertas impresiones y reminiscencias. Pero ¿qué? ¿Y
sobre qué? Por mucho que arrugábamos nuestros ceños
provincianos durante la primera mitad de la lectura no
lográbamos sacar nada en claro; de modo que durante la
segunda mitad escuchábamos sólo por cortesía. Verdad es que
allí se hablaba mucho de amor, del amor del genio por una
dama, pero confieso que produjo cierta impresión molesta en el
auditorio. Con su figura bajita y oronda, me parecía que al
genial escritor no le iba muy bien hablar de su primer beso... Y,

766
una vez más, era una lástima que esos besos no fueran como
los de todo el mundo. No podían

faltar en el ambiente descrito matas de aulaga (tenía que ser


aulaga u otra planta cuyo nombre habría que buscar en un
diccionario de botánica); y tampoco podía faltar en el cielo un
matiz violáceo, que, por supuesto, ningún mortal había notado
antes, o mejor dicho, que todos habían visto antes pero que no
habían acertado a notar; pero sepan ustedes que «yo sí lo he
visto y se lo describo a ustedes, tontos de capirote, como la
cosa más natural del mundo». El árbol, bajo el que estaba
sentada la interesante pareja de amantes había de ser
obligadamente de color naranja. Estaban sentados no sé dónde
en Alemania. De improviso ven a Pompeyo o Casio la víspera de
la batalla, y sienten un escalofrío de arrobo en el espinazo. Una
náyade se pone a chillar en los matorrales. Gluck toca el violín
entre los juncos. El título de las piezas se da en toutes lettres
pero nadie parece conocerlo y hay que buscarlo en un
diccionario de música. Entretanto se levanta una bruma, una
bruma tal que más que bruma parece un millón de almohadas.
Y de buenas a primeras todo se esfuma, y el gran genio
atraviesa el Volga durante un deshielo en invierno. Dos páginas
y media dedica a la travesía, pero, no obstante, se las arregla
para caerse por un agujero que hay en el hielo. El genio se va a
ahogar... ¿Ustedes creen que se ahogó? ¡Ni por pienso! Todo
eso es sólo para mostrar que, cuando estaba a punto de

767
ahogarse y entregar el alma a Dios, vio pasar ante él un
pequeño témpano de hielo, un témpano de hielo del tamaño de
un guisante, pero puro y transparente «como una lágrima
congelada», y en él se refleja Alemania o, más precisamente, el
cielo de Alemania, y el brillo iridiscente de ese reflejo le trae a la
memoria esa misma lágrima. Que «¿recuerda?, cayó de tus ojos
cuando estábamos sentados bajo el árbol de esmeralda y tú
gritaste gozosa: “¡No hay crimen!”. “No (dije yo entre lágrimas),
pero en tal caso tampoco hay hombres justos”. Rompimos a
llorar y nos separamos para siempre». Ella se va a un sitio junto
al mar y él a unas grutas; y he aquí que él desciende, desciende
y sigue descendiendo durante tres años bajo la torre Suharev
de Moscú y, de buenas a primeras, en las mismísimas entrañas
de la tierra, dentro de una cueva halla una lámpara y ante ella a
un ermitaño. El ermitaño está orando. El genio se acerca a los
barrotes de un tragaluz y de pronto oye un suspiro. ¿Creen
ustedes que fue el ermitaño el que suspiró? No, señores. ¿Qué le
importa a él el ermitaño? Lo que pasa es sencillamente que ese
suspiro le «trajo a la memoria el primer suspiro de ella, treinta y
siete años antes, cuando, ¿recuerdas?, estábamos sentados
bajo el árbol de ágata en Alemania y tú me dijiste: “¿Para qué
amar? Mira, en torno nuestro crece el almizcle, y estoy
enamorada; pero cuando deje de crecer el almizcle dejaré de
amar”». Y una vez más se levanta una bruma, aparece
Hoffmann, la náyade silba un aire de Chopin y, de improviso,
coronado de laurel, surge de entre la bruma Anco Marcio por
encima de los tejados de Roma.

768
«Sentimos en la espina un estremecimiento de deleite y nos
separamos para siempre», etc., etc. En suma, quizá no lo cuente
bien ni sepa contarlo, pero el sentido de la charla era algo por el
estilo. Y, por último, ¡hay que ver la pasión indecorosa que
nuestros grandes talentos sienten por los juegos enrevesados
de palabras! El gran filósofo europeo, el gran erudito, el
inventor, el trabajador, el mártir, todos los que laboran y sufren
agobio vienen a ser para nuestro gran genio ruso poco más que
cocineros que trabajan en su cocina. Él es el amo, y ellos se
presentan ante él con sus altos gorros blancos en la mano a
pedir órdenes. Lo cierto es que se ríe desdeñosamente de Rusia
y que nada le gusta tanto como proclamar la bancarrota de
Rusia en toda la línea ante los grandes intelectos de Europa;
pero en cuanto a él mismo, no, señor, él está ya muy por
encima de esos grandes intelectos europeos, que no son sino
materia prima para

sus juegos de palabras. Toma una idea ajena, le empalma su


antítesis, y ya está listo el juego. Hay crimen, pero no crímenes;
no hay verdad, no hay hombres justos; ateísmo, darwinismo,
campanas de Moscú... Pero, ¡ay!, tampoco cree ya en las
campanas de Moscú; Roma, laureles, pero él ni siquiera cree en
los laureles... Aquí tienen ustedes un acceso fingido de hastío
byroniano, muecas a la manera de Heine, un poco de Pechorin;
y sigue rodando, rodando, la máquina de vapor dando
silbidos... «Pero alábenme, alábenme, que me gusta muchísimo.

769
Lo de dejar la pluma no son más que palabras; esperen, que los
voy a aburrir trescientas veces más, que se hartarán de
leerme...».

Claro está que aquello no acabó bien; pero lo peor era que la
culpa fue suya. Desde hacía rato la gente arrastraba los pies, se
sonaba la nariz, tosía y hacía lo que se hace cuando el escritor,
quienquiera que sea, retiene al público más de veinte minutos
en una lectura literaria. Pero el autor genial no se daba cuenta
de ello. Seguía ceceando y balbuceando sin parar mientes en el
auditorio, hasta que todos empezaron a dar muestras de
desasosiego. De pronto, salió de las últimas filas una voz, una
voz sola pero tonante:

—¡Dios mío, cuántas estupideces!

Fue una exclamación involuntaria y, estoy seguro, sin intención


de provocar. Era un hombre que estaba sencillamente harto.
Pero el señor Karmazinov se detuvo, miró irónicamente al
público y dijo con voz afectada y el empaque de un chambelán
agraviado: «Señoras y señores, ¿es que los he aburrido más de
la cuenta?».

Su error estuvo en ser el primero en hablar, porque provocando


de tal modo una respuesta, daba pie a cualquier bellaco para
que hablase a su vez, y, por así decirlo, legítimamente, mientras
que si se hubiera reportado, la gente sólo habría seguido
sonándose la nariz a más y mejor y se habría salido del paso...
Quizás esperaba una salva de aplausos en respuesta a su

770
pregunta, pero no los hubo; al contrario, todo el mundo pareció
intimidarse y encogerse; todo el mundo permaneció mudo.

—Usted no ha visto nunca a Anco Marcio; eso no es más que su


modo de escribir —exclamó de pronto una voz irritada y casi
histérica.

—Claro que no —confirmó al momento otra voz—. En nuestro


tiempo no hay espectros, sino fenómenos naturales. Consúltelo
en un libro de ciencias naturales.

—Señoras y señores, lo que menos esperaba eran reparos como


ésos —dijo Karmazinov hondamente sorprendido. El gran genio
había perdido toda noción de su país durante su residencia en
Karlsruhe.

—En nuestro siglo es vergonzoso decir que el mundo se apoya


en tres peces

—gorjeó de pronto una muchachita—. No es posible,


Karmazinov, que haya bajado usted a la gruta del ermitaño. Y,
además, ¿quién habla de ermitaños en el día de hoy?

—Señoras y señores, lo que me choca es que tomen esto tan en


serio. Sin embargo..., sin embargo, llevan ustedes toda la razón.
Nadie aprecia la verdad y el realismo más que yo...

Aunque sonreía irónicamente, se veía que estaba sobrecogido.


Su rostro parecía decir: «No soy lo que ustedes piensan de mí.
Estoy al lado de ustedes. Lo único que les pido es que me

771
alaben, que me alaben aún más, cuanto más mejor, porque eso
me gusta muchísimo».

—Señoras y señores —gritó, herido al fin en su amor propio—.


Veo que mi pobre poema no encaja bien aquí. Y tampoco
encajo yo, por lo visto...

—Apuntó usted a un cuervo y le dio a una vaca —dijo algún


tonto con voz de trueno, algún borracho, sin duda, a quien en
fin de cuentas no había que hacer caso; aunque es cierto que
provocó una risa clamorosa.

—¿Dice usted que a una vaca? —repitió al punto Karmazinov,


cuya voz se hacía por momentos más aguda y chillona—. De
cuervos y vacas, señoras y señores, prefiero no decir nada.
Respeto demasiado a toda clase de público para permitirme
cualquier género de comparaciones, por inocentes que sean.
Pero he pensado que...

—Yo que usted, señor mío, andaría con más cuidado —exclamó
alguien en las últimas filas.

—Pero yo pensaba que al dejar la pluma y despedirme de mis


lectores sería escuchado...

—Sí, sí, queremos oírle, sí queremos —osaron decir al cabo unas


cuantas personas en la primera fila.

—¡Lea usted, lea! —repitieron extáticas algunas voces


femeninas, y por fin se oyeron aplausos, si bien tímidos y

772
esporádicos. Karmazinov sonrió torcidamente y se levantó de
su asiento.

—Créame, Karmazinov, que todos lo consideramos como un


honor... — incluso la mariscala se atrevió a hablar.

—Señor Karmazinov —interrumpió una voz juvenil en el fondo


del salón. Era la voz de un maestro muy joven de la escuela del
distrito, muchacho excelente, juicioso y honrado, llegado poco
antes a nuestra ciudad. Hasta se levantó de su asiento—. Señor
Karmazinov, si yo tuviera la dicha de enamorarme del modo
que usted ha descrito, la verdad es que no haría de mi amor un
ensayo destinado a la lectura pública...

Se puso como la grana.

—Señoras y señores —exclamó Karmazinov—. He concluido.


Suprimo el final de mi lectura y me marcho. Pero permítanme
que lea sólo los seis últimos renglones:

«¡Sí, amigo lector, adiós! —leyó seguidamente en su manuscrito


y ya sin sentarse en el sillón—. Adiós, lector. Ni siquiera insisto
en que nos separemos como buenos amigos, porque ¿de qué
vale inquietarse? Puedes incluso insultarme. ¡Oh, insúltame
cuanto quieras, si ello te place! Pero lo mejor sería que nos
olvidáramos para siempre uno de otro. Y si todos vosotros,
lectores, fuerais de pronto tan generosos que, cayendo de
rodillas, me pidierais con lágrimas: “Escribe, escribe para
nosotros, Karmazinov, para la patria, para la posteridad, para
las coronas de laurel”, también os respondería

773
(agradeciéndooslo, por supuesto, con la mayor cortesía): “No,
queridos compatriotas, ya hemos viajado juntos bastante
tiempo, merci. ¡Ya es hora de que cada cual se vaya por su
camino! Merci, merci, merci”».

Karmazinov se inclinó ceremoniosamente y, rojo como salido de


agua hirviendo, se aprestó a abandonar la escena.

—Nadie va a caer de rodillas. ¡Habráse visto mayor tontería!

—¡No es vanidoso, que digamos!

—Eso es sólo su género de humorismo —rectificó otro con más


sensatez.

—Dios nos libre de esa clase de humorismo.

—Pero, así y todo, ¡hay que ver qué descaro, señoras y señores!

—Por lo menos ha terminado ya.

—¡Y no ha sido poco aburrimiento!

Pero todas estas exclamaciones, fruto de la incultura, que salían


de las últimas filas (aunque, en verdad, no sólo de las últimas)
fueron ahogadas por los

aplausos de otro sector del público. Hubo llamadas a


Karmazinov. Algunas señoras, con Iulia Mihailovna y la
mariscala a la cabeza, se apiñaron en torno de la plataforma.
En manos de Iulia Mihailovna, sobre un cojín de terciopelo,

774
apareció una preciosa corona de laurel, que a su vez rodeaba a
otra corona de rosas.

—¡Laureles! —dijo Karmazinov con sonrisa débil y un si es no es


mordaz—. Esto, por supuesto, me conmueve. Acepto con honda
emoción esta corona preparada de antemano que aún no ha
tenido tiempo de marchitarse. Pero les aseguro a ustedes, mes
dames, que me he vuelto de improviso tan realista que creo que
hoy día los laureles están más a propósito en manos de un
cocinero hábil que en las mías...

—Sí, un cocinero es más útil —gritó el seminarista que había


estado en la

«sesión» de Virginski. Hubo un conato de desorden. En muchas


filas se levantó la gente para ver la ceremonia de la corona de
laurel.

—Yo ahora mismo daría tres rublos más por un cocinero —


anunció clamorosamente otra voz, clamorosa en demasía,
clamorosa con insistencia.

—Y yo también.

—Y yo.

—Pero ¿es que no hay buffet?

—Señoras y señores, esto es una estafa...

No obstante, es menester confesar que toda la gente que


alborotaba miraba con temor a los altos funcionarios y al
comisario de policía que se hallaba en el salón. Al cabo de diez

775
minutos todo el mundo volvió a sentarse, pero ya sin el orden
de antes. Y tal fue el caos incipiente con que vino a enfrentarse
el pobre Stepan Trofimovich...

Yo, sin embargo, corrí una vez más a verlo entre bastidores.
Agitado en extremo, logré avisarle que, a mi ver, todo se había
venido abajo y lo mejor sería que no saliera, que se fuera
inmediatamente a casa pretextando un malestar gástrico. Yo,
por mi parte, me quitaría la escarapela y lo acompañaría. Él
estaba ya para salir a la plataforma cuando se detuvo de
súbito, me miró con altivez de pies a cabeza y dijo
solemnemente:

—¿Se puede saber, señor mío, por qué me juzga capaz de


tamaña bajeza?

Desistí de mi intento. Quedé plenamente convencido de que él


no saldría de allí a menos que mediara una catástrofe. Allí,
pues, estaba yo, hondamente abatido, cuando volvió a pasar
ante mí la figura del profesor visitante a quien le tocaba hablar
luego de Stepan Trofimovich, el mismo que un rato antes
levantaba y descargaba el puño con toda la fuerza posible. Ese
señor seguía yendo y viniendo, ensimismado, y mascullando
algo entre dientes con sonrisa maliciosa pero triunfal. Me
acerqué a él, aunque sin propósito alguno especial...

776
—Bien sabe usted —dije— que, según se ha visto en muchos
casos, el público deja de escuchar si el conferenciante habla
más de veinte minutos. Ni siquiera una celebridad puede
retener la atención del auditorio durante media hora...

Hizo alto y pareció casi estremecido de encono. Su rostro


expresó una inmensa arrogancia.

—No se preocupe —murmuró con desdén, pasando de largo. En


ese momento se oyó en el salón la voz de Stepan Trofimovich.

«¡Bueno, que se vayan todos a freír espárragos!», pensé y fui


corriendo al salón.

Stepan Trofimovich se sentó en el sillón cuando aún no se había


calmado el barullo. Era evidente que en las filas delanteras no
se lo recibía con buenos ojos. (Últimamente habían dejado de
estimarlo en el club y lo respetaban mucho menos que antes).
Pero por lo pronto tuvo la suerte de que no lo abuchearan. A mí,
desde la víspera, me venía atosigando una idea singular: se me
antojaba que en cuanto apareciera empezarían a silbarle. Y, sin
embargo, al principio su presencia pasó casi inadvertida a
causa del desorden reinante. ¿Y qué podía esperar este hombre
después de cómo habían tratado a Karmazinov? Estaba pálido;
hacía diez años que no se presentaba ante el público. A juzgar
por su agitación y por cuanto de él yo sabía, concluí que él
mismo conceptuaba su aparición actual en la plataforma como
el momento cumbre de su vida o algo por el estilo. Eso era
precisamente lo que yo temía. Ese hombre me era querido.

777
¡Y bien pueden ustedes figurarse lo que sentí cuando despegó
los labios y oí la primera frase!

—¡Señoras y señores! —dijo de pronto como resuelto a todo,


pero con voz algo temblona—. ¡Señoras y señores! Esta misma
mañana he tenido ante mis ojos una de las proclamas ilegales
que se han repartido hace poco en la ciudad; y por centésima
vez me he preguntado: ¿Dónde está su secreto?

Todo el salón guardó al punto silencio, todas las miradas se


volvieron a él, algunas con alarma. Ni qué decir tiene que sabía
despertar interés desde la primera palabra. Hasta por detrás de
los bastidores asomaron algunas cabezas. Liputin y Liamshin
escuchaban con ansia. Iulia Mihailovna volvió a hacerme una
seña con la mano:

—¡Deténgalo, deténgalo, por lo que más quiera! —murmuró


sobresaltada. Yo me limité a encogerme de hombros. ¿Quién
podía detener a un hombre dispuesto a todo? ¡Ay, yo conocía
bien a Stepan Trofimovich!

—¡Epa! ¡Habla de las proclamas! —se oía susurrar entre el


público. Hubo un movimiento de agitación en toda la sala.

—Señoras y señores, yo he descifrado todo el secreto. ¡Todo el


secreto de sus efectos consiste en su estupidez! —Le
chispeaban los ojos—. Sí, señoras y señores, si esa estupidez
fuera deliberada, calculadamente fingida, ¡ah, eso sería una
ocurrencia genial! Pero hay que ser absolutamente justo con

778
ellos: no han fingido nada. Se trata de la estupidez más sencilla,
más candorosa, más limitada... c’est la bêtise dans son essence
la plus pure, quelque chose comme un simple chimique. Si
hubieran puesto un ápice más de perspicacia, todo el mundo
habría visto enseguida la absoluta nimiedad de esa estupidez.
Pero ahora todo el mundo anda perplejo: nadie piensa que
puede ser una estupidez elemental. «Imposible que eso no
venga con segunda», dice para sí cada cual, poniéndose a
buscar el secreto, viendo en ello un misterio, queriendo leer
entre renglones... ¡y así se logra el efecto! Nunca antes ha
recibido la estupidez tan triunfal galardón a pesar de haberlo
merecido muy a menudo... Porque, dicho en parenthèse, la
estupidez, como el genio eximio, son de pareja utilidad en la
configuración del destino humano...

—¡Juego de palabras de los años cuarenta! —exclamó una voz,


muy modesta, por cierto, pero seguida de un clamoreo.

Mucha gente empezó a gritar y chillar.

—¡Señoras y señores, hurra! ¡Propongo un brindis a la estupidez!


—voceó Stepan Trofimovich en pleno frenesí, desafiando al
público.

Corrí a él con el pretexto de llenarle el vaso.

—Stepan Trofimovich, desista usted, Iulia Mihailovna le ruega...

—No. ¡Déjeme, joven holgazán! —dijo a voz en cuello,


volviéndose hacia mí. Yo me escabullí.

779
—Messieurs! —prosiguió—. ¿Por qué ese revuelo, por qué esos
gritos de indignación que oigo? Vengo aquí con una rama de
olivo. Les traigo mi última palabra, porque en este asunto yo
soy quien tiene la última palabra, y nos separaremos
amistosamente.

—¡Abajo con él! —gritaron algunos.

—¡Orden! Déjenlo hablar. Déjenlo que diga lo que quiera —


vociferaban otros.

Quien más agitado estaba era el joven maestro, que,


habiéndose lanzado a hablar una vez, parecía no poder callarse.

—Messieurs, mi última palabra en este asunto es el perdón


universal. Yo, un viejo que ya nada espera de la vida, declaro
solemnemente que el espíritu de la vida alienta como antes y
que la nueva generación no ha perdido su fuerza vital. El
entusiasmo de la juventud de hoy es tan puro y radiante como
lo era en nuestro tiempo. Sólo ha ocurrido una cosa: un cambio
de miras, la sustitución de un género de belleza por otro. Toda
la confusión proviene de tener que decidir qué es más bello:
Shakespeare o un par de zapatos, Rafael o el petróleo.

—¿Es un delator? —exclamaron algunos.

—¡Preguntas comprometedoras!

—Agent provocateur.

—Y yo declaro —chilló Stepan Trofimovich en el colmo del


enardecimiento—. Y yo declaro que Shakespeare y Rafael valen

780
más que la emancipación de los siervos, más que el socialismo,
más que la nueva generación, más que la química, más, casi,
que la humanidad entera, porque son el fruto, el verdadero
fruto, de la humanidad entera, quizás el mejor fruto que pueda
dar. Una forma ya lograda de belleza, pero para el logro de la
cual yo

quizá estaría dispuesto a vivir... ¡Oh, Dios mío! —dijo elevando


los brazos—, hace diez años dije lo mismo en una plataforma de
Petersburgo, con idénticas palabras, y tampoco entendieron
nada, se rieron y silbaron lo mismo que ahora. Gente miope,
¿qué os hace falta todavía para entender? ¿Pero no sabéis, no
sabéis, que la humanidad puede seguir viviendo sin ingleses, sin
Alemania, y por supuesto sin rusos? ¿Que es posible vivir sin
ciencia, sin pan, pero que sin belleza es imposible vivir, porque
entonces al mundo no le quedará nada que hacer? ¡Ahí está el
secreto! ¡Ahí está toda la historia! ¡Ni siquiera la ciencia podría
existir un minuto sin la belleza! ¿Sabéis eso, los que os reís de
mí? ¡Se hundiría en la barbarie, no podría inventar ni siquiera un
clavo...! ¡Yo no me rindo! —gritó absurdamente en conclusión,
dando un tremendo puñetazo en la mesa.

Pero mientras gritaba de este modo insensato e incoherente el


desorden del salón fue en aumento. Muchas personas se
levantaron de un salto y algunas otras avanzaron
precipitadamente hacia la plataforma. Todo esto ocurrió con
mucha mayor rapidez de lo que lo cuento y no hubo tiempo de

781
tomar las medidas oportunas. También es posible que no se
quisiera tomarlas.

—¡A usted, señorito mimado, que lo tiene todo, no le cuesta


nada hablar así! —bramó al pie de la plataforma el mismo
seminarista de antes, enseñando los dientes a Stepan
Trofimovich en mueca que quería ser sonrisa. Éste lo notó y
corrió al borde mismo de la plataforma.

—Pero, ¿no acabo de decir que el entusiasmo de la nueva


generación es tan puro y radiante como antes, y que se está
dañando sólo por equivocarse en cuanto a las formas de lo
bello? ¿Le parece poco? Y si se considera que esto lo dice un
padre abrumado y ultrajado, entonces (¡oh, gente mezquina!),
¿es posible dar muestra de mayor imparcialidad y mejor
proceder? ¡Desgraciados..., injustos...! ¿Por qué no queréis hacer
las paces?

Y rompió a sollozar histéricamente. Se limpiaba con los dedos


las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Los sollozos le
sacudían los hombros y el pecho... Se había olvidado por
completo del mundo a su alrededor.

Un pánico genuino se apoderó del público. Casi todo el mundo


se puso de pie. Iulia Mihailovna se levantó bruscamente y
levantó a su marido agarrándolo del brazo... El escándalo llegó
al colmo.

—¡Stepan Trofimovich! —el seminarista vociferó con deleite—.


Fedka, un criminal escapado de presidio, merodea ahora por la

782
ciudad y sus contornos. Se dedica al robo y no hace mucho
cometió otro asesinato. Permita usted una pregunta: si hace
quince años no lo hubiera vendido usted al ejército para pagar
una deuda de juego (es decir, suponiendo que no lo perdiera
usted sencillamente a las cartas), diga: ¿habría él ido a
presidio? ¿Habría matado a gente, como ahora lo hace, para
poder comer? ¿Qué contesta usted a eso, señor esteta?

Renuncio a describir la escena que siguió a estas palabras. Para


empezar, hubo una tempestad de aplausos. No aplaudían
todos, quizá sólo una quinta parte de los presentes, pero
aplaudían con frenesí. El resto del auditorio se precipitó a la
salida, pero como la parte que aplaudía avanzaba en masa
hacia la plataforma, se produjo una confusión descomunal. Las
señoras gritaban, algunas señoritas empezaban a llorar y
pedían que las llevaran a casa. Lembke, de pie junto a su
asiento, miraba como fiera acorralada a su alrededor. Iulia
Mihailovna perdió por completo la cabeza —por primera vez
desde que inició su carrera entre nosotros—. En cuanto a
Stepan Trofimovich, pareció, en primer momento, literalmente
apabullado por las palabras del seminarista; pero de

repente levantó los brazos, como extendiéndolos sobre el


auditorio, y dijo con voz tonante:

—Sacudo el polvo de mis pies y os maldigo..., éste es el fin, éste


es el fin...

783
Y girando sobre sus talones entró corriendo tras los bastidores,
moviendo los brazos con gesto amenazador.

—¡Ha insultado al público...! ¡Verhovenski! —rugieron


encolerizados los circunstantes. Algunos hasta quisieron salir en
su seguimiento. Era imposible apaciguarlos, al menos de
momento. Y de pronto una catástrofe final reventó sobre el
público como una bomba y desbarató la reunión: el tercer
lector, el maníaco a quien hemos visto entre bastidores dando
manotazos, vino corriendo a plantarse en la plataforma.

Su aspecto era el de un loco de atar. Con ancha y triunfal


sonrisa, llena de suprema autosuficiencia, oteó el agitado salón
y al parecer quedó satisfecho con el desorden. No lo
perturbaba en lo más mínimo tener que hablar en medio de
aquel alboroto. Al contrario, se veía que le gustaba. Eso era tan
evidente que se atrajo al momento la atención general.

—Pero ¿hay más todavía? —la gente se preguntaba—. Pero


¿qué es esto?

¿Qué va a decir?

—¡Señoras y señores! —gritó con todas sus fuerzas el maníaco,


de pie junto al borde mismo de la plataforma, y con voz chillona
y afeminada como la de Karmazinov, pero sin ceceo
aristocrático—. ¡Señoras y señores! Hace veinte años, en
vísperas de una guerra con media Europa, Rusia era
considerada un país ideal para todos los consejeros de Estado y
consejeros privados. La literatura era la sirvienta de la censura;

784
en las universidades se enseñaba la instrucción militar; el
ejército fue convertido en un cuerpo de baile, y los campesinos
pagaban sus tributos y callaban bajo el látigo de la
servidumbre. El patriotismo se trocó en modo de practicar el
soborno con los vivos y los muertos. Los que no aceptaban el
soborno eran tenidos por rebeldes, puesto que destruían la
armonía general. Bosques enteros de abedules fueron talados
para hacer varas con que mantener el orden público. Europa
temblaba... Pero nunca, en los mil años insensatos de su vida,
conoció Rusia infamia semejante...

Alzó el puño, lo blandió con gesto triunfal y amenazante por


encima de la cabeza y lo descargó rabiosamente, como si
quisiera hacer polvo a su rival. Un alarido formidable estalló en
todo el salón, seguido de una ovación ensordecedora. Ahora
aplaudía casi la mitad del público; los más pacatos se sintieron
arrebatados. Se insultaba a Rusia públicamente, ante todo el
mundo:

¿cómo no iba la gente a rugir de entusiasmo?

—¡Así hay que hablar! ¡Así hay que decir las cosas! ¡Hurra! ¡Sí,
señor, éste no es un esteta!

El maníaco prosiguió entusiasmado:

—Desde entonces han pasado veinte años. Las universidades


han vuelto a abrirse y se han multiplicado. La instrucción militar
ha pasado a ser una leyenda. Se necesitan miles de oficiales
para llenar los cupos. Los ferrocarriles han consumido todo el

785
capital y han cubierto a Rusia como una tela de araña, al punto
de que en quince años quizá podamos ir a alguna parte. Se
prende fuego a los puentes sólo de vez en cuando, pero a las
ciudades se les prende fuego con regularidad, según un plan
preconcebido, durante la temporada de incendios. En los
tribunales se pronuncian sentencias salomónicas y los
miembros del jurado permiten que se les unte la mano sólo
porque la vida es dura, pues de lo contrario se morirían de
hambre. Los siervos han sido emancipados y se vapulean
mutuamente en lugar de ser vapuleados por sus antiguos amos.
Se

consumen mares y océanos de vodka en ayuda del


presupuesto, y en Novgorod, enfrente de la antigua e inútil
catedral de Santa Sofía, se ha instalado con entusiasmo un
globo colosal de bronce en memoria de los mil años de
desorden y confusión. Europa frunce el ceño y de nuevo
empieza a inquietarse... ¡Quince años de reformas! Y, sin
embargo, aun en la época más caricaturesca de su confusa
historia, nunca ha conocido Rusia...

No fue posible oír sus últimas palabras a causa del rugido de la


multitud. Pudo verse que, una vez más, levantaba el brazo y lo
descargaba con gesto triunfal. El entusiasmo del público era
indescriptible: gritaba, aplaudía, y hasta hubo señoras que
exclamaban: «¡Basta! ¡No lo dirá usted ya mejor de lo que lo ha
dicho!». La gente estaba como embriagada. El orador abarcaba

786
a todos con sus miradas y parecía derretirse de gusto ante el
entusiasmo general. Vi momentáneamente que Lembke, presa
de agudísima agitación, señalaba algo a alguien. Iulia
Mihailovna, pálida como la cera, decía apresuradamente algo al
príncipe, que había corrido a su lado... Pero en ese momento, un
grupo de seis personas, más o menos de carácter oficial,
salieron de entre bastidores a la plataforma, agarraron al
orador y se lo llevaron arrastrando. No comprendo cómo pudo
soltarse, pero el hecho es que se soltó, vino galopando de
nuevo al borde mismo de la plataforma y tuvo tiempo de gritar
a voz en cuello, con el puño en alto:

—Pero nunca ha conocido Rusia...

Se lo llevaron de nuevo a rastras. Vi que unas quince personas


fueron corriendo tras los bastidores para liberarlo, pero no
cruzando la plataforma, sino bordeándola, rompiendo el
endeble tabique, que con ello se vino abajo... Luego vi, sin dar
crédito a mis ojos, que saltaba a la plataforma la estudiante (la
pariente de Virginski) con el consabido rollo de papel bajo el
brazo, con el mismo vestido, y tan colorada y regordeta como
siempre, rodeada por dos o tres mujeres y otros tantos
hombres y acompañada por su enemigo mortal, el estudiante
de secundaria. Tuve tiempo incluso para descifrar la frase.

—Señoras y señores, he venido para dar cuenta de las


penalidades de los desgraciados estudiantes e incitarlos en
todas partes a la protesta...

787
Pero salí corriendo. Me metí la escarapela en el bolsillo, y por
pasadizos casi secretos que conocía atravesé el edificio y llegué
a la calle. Antes que nada, por supuesto, fui a casa de Stepan
Trofimovich.

SEGUNDO CAPÍTULO: Fin del festival

No me recibió. Se había encerrado y escribía. A mis repetidos


golpes y llamadas respondió a través de la puerta:

—Amigo mío, he terminado con todo. ¿Quién puede esperar


más de mí?

—No ha terminado usted con nada. Sólo ha contribuido a


echarlo todo a perder. Por el amor de Dios, Stepan Trofimovich,
no más juegos de palabras. Abra la puerta. Es necesario tomar
medidas. Todavía pueden venir a insultarlo... Me creía con
derecho a ser particularmente severo y aun exigente con él.

Temía que tramase algo aún más insensato. Pero, con gran
asombro mío, tuve que encararlo con una firmeza nada común:

—Entonces no sea usted el primero en insultarme. Le agradezco


cuanto ha hecho por mí, pero repito que he terminado con la
gente, buena y mala. Estoy escribiendo una carta a Daria
Pavlovna, a quien vengo olvidando hasta ahora de modo

788
imperdonable. Mañana puede usted llevársela, si quiere. Y
ahora, merci.

—Stepan Trofimovich, le aseguro que el asunto es más grave de


lo que piensa. Usted cree que aplastó a alguien allí, ¿no es
verdad? Pero no aplastó a nadie, sino que usted mismo se hizo
añicos como botella vacía. (¡Oh, estuve brusco y descortés, lo
recuerdo con amargura!). No tiene usted por qué escribir a
Daria Pavlovna... ¿Y qué será de usted sin mí ahora? ¿Qué sabe
de la vida práctica? ¿A que de seguro está usted maquinando
alguna cosa? Pues si es así, saldrá usted otra vez con las manos
a la cabeza...

Se levantó y vino hasta la puerta.

—No ha vivido usted mucho con ellos, pero ya se le han pegado


su tono y modo de hablar. Dieu vous pardonne, mon ami, et
Dieu vous garde. Siempre he notado en usted rudimentos de
buena educación y quizá todavía recapacite, apres le temps,
por supuesto, como todos nosotros los rusos. En cuanto a lo
que dice de mi falta de sentido práctico, le recordaré sólo un
viejo pensamiento mío: que en Rusia hay un sinfín de personas
que se ocupan sólo de atacar a los demás por su falta de
sentido práctico, con singular furia y persistencia, como moscas
en verano, y que acusan a todos y a cada uno salvo a sí mismo.
Cher, recuerde que estoy agitado y no me atormente. Una
vez más, merci por todo, y separémonos como lo ha hecho
Karmazinov de su público, es decir, olvidémonos uno de otro
con la mayor generosidad posible. Él hablaba irónicamente

789
cuando pedía con tanta insistencia a sus antiguos lectores que
le olvidasen. Quant à moi, yo no soy tan vanidoso, y pongo mis
esperanzas sobre todo en la juventud del inexperto corazón de
ustedes. ¿Para qué recordar largo tiempo a un viejo inútil?
«Siga viviendo», amigo mío, como me decía Nastasya, el último
día de mi santo (ces pauvres gens ont quelque fois de mots
charmants et pleins de philosophie). No le deseo mucha
felicidad porque se aburriría usted. Tampoco le deseo
desgracias. Y a tono con la máxima de filosofía popular repetiré
sencillamente: «Siga viviendo» y procure de algún modo no
aburrirse demasiado. Ese vano deseo se lo añado de mi propia
cosecha. Bueno, adiós, y le digo adiós con toda seriedad. No
siga plantado ante mi puerta, que no abriré.

Se retiró y no logré más de él. No obstante su «agitación»,


hablaba fluidamente, sin prisa, con ponderación, y era obvio
que quería impresionarme. No había duda de que estaba algo
molesto conmigo y de que se vengaba de mí indirectamente,
acaso por aquello de los «carromatos» y «escotillones» de la

víspera. Las lágrimas que había derramado en público esa


mañana —a despecho de haber logrado lo que a su juicio era
una victoria— lo habían dejado —y bien lo sabía— en una
situación algo ridícula; y no había nadie tan preocupado de la
galanura y rigor de sus relaciones con los amigos como Stepan
Trofimovich.

790
¡Oh, no lo culpo! Pero el desdén y sarcasmo de que seguía
dando muestra, no obstante las sacudidas que había recibido,
me tenían muy soliviantado: un hombre que, al parecer, había
cambiado tan poco en relación con como había sido siempre no
estaría dispuesto en ese momento a hacer nada insólito o
trágico. Así razonaba yo entonces, y ¡Dios mío, cómo me
equivoqué! No tomé en consideración todo lo que había que
tomar...

Anticipando los acontecimientos, citaré algunos de los primeros


renglones de la carta a Daria Pavlovna, que, en efecto, ella
recibió al día siguiente:

Mon enfant, me tiembla la mano, pero he terminado con todo.


Usted no estuvo en mi último enfrentamiento con la gente; no
vino a esa «lectura», e hizo bien. Pero le dirán que en nuestra
Rusia, tan yerma de gente de carácter, se levantó un hombre
intrépido y, a pesar de las amenazas de muerte que sobre él
llovieron de todos lados, les dijo la verdad a esos imbéciles, a
saber, que son imbéciles. O, ce sont des pauvres petits vauriens
et rien de plus, des petits imbéciles, voilá le mot! ¡La suerte está
echada! Me voy de esta ciudad para siempre y no sé a dónde.
Todo aquel a quien he amado me ha vuelto la espalda. Pero
usted, usted, criatura pura e inocente; usted, que es tan buena,
cuya suerte estuve a punto de unir a la mía por voluntad de un
corazón antojadizo y despótico; usted, que quizá miró con
desprecio las lágrimas pusilánimes que derramé la víspera de

791
nuestro abortado casamiento; usted, que, por bondadosa que
sea, no puede ver en mí más que un tipo cómico, ¡oh, para
usted es el último grito de mi corazón, mí último deber, para
usted sola! No puedo dejarla para siempre con la idea de que
soy un mentecato desagradecido, un patán y un egoísta, como
probablemente le asegura a diario un corazón desagradecido y
cruel que, ¡ay!, no puedo olvidar...

Y así sucesivamente. Cuatro grandes hojas de papel.

Después de golpear la puerta tres veces en respuesta a su «no


abriré» y de decirle a gritos que mandaría a Nastasya a
buscarlo tres veces ese día, pero que yo ya no vendría, le dejé y
corrí a casa de Iulia Mihailovna.

Allí fui testigo de una escena bochornosa: a la pobre mujer la


estaban engañando descaradamente y yo no podía hacer nada
para impedirlo. Porque, a ver, ¿qué podía decirle? Yo ya había
tenido tiempo para recapacitar un poco y concluir que todo lo
que tenía eran vagas impresiones, presentimientos recelosos, y
nada más. La hallé bañada en llanto, casi histérica, con un paño
con agua de colonia en la cabeza y tomando sorbos de agua.
Ante ella estaban Piotr Stepanovich, que hablaba por los codos,
y el príncipe, silencioso como si tuviera la boca cosida. Ella, con
lágrimas y gritos, colmaba de reproches a Piotr Stepanovich

792
por su «apostasía». Al momento comprendí con sorpresa que
atribuía todo el fracaso, toda la ignominia, de esa mañana, en
suma, absolutamente todo, sólo a la ausencia de Piotr
Stepanovich.

En él observé un cambio importante: daba la impresión de estar


bastante preocupado por algo, de estar casi serio. De ordinario,
nunca parecía serio, reía siempre, incluso cuando se
encolerizaba, y se encolerizaba a menudo. ¡Oh, también ahora
estaba furioso, hablaba groseramente, con descuido, en tono
de impaciencia e irritación! Aseguraba que se había puesto
enfermo, con dolor de cabeza y náusea, en casa de Gaganov, a
quien había ido a visitar por casualidad esa mañana temprano.
¡Ay, la pobre mujer deseaba tanto ser engañada! La cuestión
cardinal que se debatía era si debiera haber o no baile, esto es,
la segunda mitad del festival. Iulia Mihailovna por nada del
mundo consentía en presentarse en el baile después de «los
insultos de la mañana», o, dicho de otro modo, anhelaba que se
la obligara a hacerlo, y que la obligara precisamente él, Piotr
Stepanovich. Lo tenía por un oráculo, y creo de veras que si él
hubiera tomado la puerta en ese instante, ella habría tenido que
guardar cama. Pero él tampoco quería irse: le era
absolutamente necesario que el baile se celebrara ese día a
toda costa y que Iulia Mihailovna estuviera sin falta en él...

—Pues, bueno, ¿a qué viene llorar? ¿Es que quiere dar un


escándalo?

793
¿Descargar su enojo sobre alguien? Pues bien, descárguelo
sobre mí, pero dese prisa porque el tiempo vuela y debe usted
tomar una determinación. Desbarataron la lectura, ¿y qué?
Pues nos desquitaremos con el baile. El príncipe es de igual
parecer. Si el príncipe no hubiera estado allí, no sé cómo habría
acabado aquello.

El príncipe estaba al principio en contra del baile (esto es, en


contra de la presencia de Iulia Mihailovna en él, pues el baile en
fin de cuentas tendría que celebrarse), pero después de dos o
tres referencias como ésa a su opinión, comenzó gradualmente
a sacudir la cabeza en señal de asentimiento.

Me chocó también entonces el tono de palpable descortesía


que empleaba Piotr Stepanovich. ¡Oh, rechazo indignado la vil
calumnia que circuló más tarde de que hubo algún lío amoroso
entre Iulia Mihailovna y Piotr Stepanovich! No lo hubo ni pudo
haberlo. Él ganó su ascendiente sobre ella apoyando
vigorosamente desde el principio los sueños de la dama de
influir sobre la sociedad y el ministerio. Entró en los planes de
ella, incluso se los trazó, recurrió a la más burda adulación, la
enredó de pies a cabeza en una maraña, y llegó a serle tan
indispensable como el aire que respiraba.

Al veme, gritó ella con ojos relampagueantes:

—Pregúntele a él, que al igual que el príncipe no se apartó de mí


un instante. Diga —prosiguió dirigiéndose a mí—, ¿no está claro
que todo ello fue una conjura, una conjura indigna y artera para

794
hacernos el mayor daño posible a mí y a mi Andrei Antonovich?
¡Ah, lo tenían todo preparado! Tenían un plan.

¡Es un complot, todo un complot!

—Va usted demasiado lejos, como siempre. Y como siempre,


tiene la cabeza llena de poesía. Pero me alegro de ver al señor...
—fingió haberse olvidado de mi nombre—, que nos dará su
opinión.

—Mi opinión —me apresuré a decir— concuerda en todo punto


con la de Iulia Mihailovna. La conjura está demasiado clara. Le
he traído a usted estas escarapelas, Iulia Mihailovna. Que se
celebre o no se celebre el baile no es asunto mío, puesto que
está fuera de mi incumbencia; ahora bien, mi papel de
acomodador ha terminado. Perdone mi nerviosismo, pero yo no
puedo obrar en detrimento del sentido común y de mis propias
convicciones.

—¿Oyen? ¿Oyen ustedes? —dijo abriendo agitada los brazos.

—Sí oigo, señora. Y usted escuche lo que digo —y se volvió


hacia mí—. Supongo que todos ustedes han comido algo que
produce alucinaciones. A mi parecer, no pasó nada,
absolutamente nada, que no haya pasado antes y que no
pueda pasar siempre en esta ciudad. ¿Qué conjura es ésa? Lo
ocurrido resultó grotesco, estúpido a más no poder, pero
¿dónde está la conjura? ¿Una conjura contra Iulia Mihailovna,
que los tiene a todos consentidos, que es quien los protege y

795
que les ha perdonado sus travesuras de colegiales? Iulia
Mihailovna,

¿qué vengo repitiéndole desde hace un mes? ¿Qué vengo


advirtiéndole? ¿Para qué quiere a esa gente? ¿Qué necesidad
hay de alternar con gentuza como ésa?

¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Para unir a la sociedad? Pero, por los
clavos de Cristo,

¿cree usted que la sociedad se unirá alguna vez?

—¿Cuándo me hizo usted advertencia alguna? Al contrario,


usted aprobaba, incluso exigía... Confieso que me asombra
usted... Usted mismo me ha traído a gente del más extraño
pelaje.

—Al contrario. Discutí con usted y no aprobé lo que hacía. En


cuanto a traerle gente, sí, se la traje, pero ya cuando esa gente
había entrado aquí a docenas; y además, sólo últimamente,
para organizar la «cuadrilla literaria», lo que usted no habría
podido hacer sin esos zopencos. Pero le apuesto lo que quiera a
que hoy han dejado entrar sin billete a otra docena, si no más,
de zopencos como ésos.

—No hay duda de ello —confirmé yo.

—Ya ve que saca la misma conclusión. ¿Recuerda el ambiente


que hemos tenido aquí últimamente, en este poblado de mala
muerte? Porque esto ha sido pura insolencia y descaro, un
escándalo incesante. ¿Y quién lo alentaba? ¿Quién lo encubría

796
con su autoridad? ¿Quién sacaba a todo el mundo de sus
casillas?

¿Quién ha enfurecido a toda esa gente? Porque usted tiene


apuntados en su álbum todos los secretos de las familias de
aquí. ¿No ha dado palmaditas de aprobación a esos poetas y
dibujantes de usted? ¿No ha dejado que Liamshin le bese la
mano? ¿No fue en presencia de usted que un seminarista
insultó a un consejero de Estado y estropeó el vestido de su
hija con sus botas embreadas?

¿Por qué le choca entonces que la gente esté indignada con


usted?

—¡Pero todo eso es obra de usted! ¡Suya solamente! ¡Ay, Dios


mío!

—No, señora. Yo se lo advertí. Reñimos por eso, ¿oye usted?


Reñimos por

eso.

—Miente usted descaradamente.

—Bueno, claro, a usted le es fácil decir eso. Ahora necesita una


víctima,

797
alguien en quien descargar su furia. Bien, ya le he dicho que la
descargue sobre mí. Más vale que le pregunte a usted, señor...
—todavía no podía recordar mi nombre—. Contemos con los
dedos: yo sostengo que, con excepción de Liputin, no hubo
ninguna conjura, ¡nin-gu-na! Voy a probarlo, pero primero
analicemos a Liputin. Él salió a escena con los versos de ese
idiota de Lebiadkin. Vamos a

ver, ¿cree usted que fue una conjura? ¿No ha pensado que a
Liputin pudo parecerle sencillamente ingenioso? Sí, en serio, en
serio, ingenioso. Salió con el simple propósito de hacer reír y
regocijar a todo el mundo; y a su protectora, Iulia Mihailovna,
antes que a nadie. Eso fue todo. ¿No me cree? ¿Pero no
concuerda eso con lo sucedido aquí durante un mes entero?
¿Quiere que le diga toda la verdad? Tengo la certeza de que en
otras circunstancias todo podría haber salido bien. Fue una
broma pesada, demasiado pesada, sí, pero divertida,

¿no le parece?

—¿Cómo? ¿Considera usted ingenioso el proceder de Liputin? —


exclamó Iulia Mihailovna con intensa indignación—. ¿Esa
grosería? ¿Esa falta de tacto?

¡Algo tan ruin, tan repulsivo, fue hecho adrede! ¡Lo dice usted a
propósito! ¡Sin duda estaba usted en la conjura con ellos!

—Sin duda. Estaba sentado detrás de ellos, y a hurtadillas puse


la maquinaria en marcha. ¿Pero no ve que de haber estado yo

798
metido en el ajo la cosa no habría terminado con Liputin? ¿No
se da cuenta? ¿Entonces de seguro cree también que conspiré
con mi papaíto para que armara adrede aquel escándalo? Bien,
señora, ¿quién tiene la culpa de que mi padre hablara? ¿Quién
trató de disuadirla ayer, ayer mismo?

—Oh, hier il avait tant d’esprit ¡Contaba tanto con él, y, además,
tiene tan buenos modales! Pensé que él y Karmazinov..., ¡y
ahora, ya ve!

—Sí, señora, ya ve. Pero, a pesar de tant d’esprit, resultó un


fracaso; y de haber sabido yo de antemano que sería un
fracaso, y estando en la conjura contra el festival de usted, sin
duda no habría intentado persuadirla de que no soltara la
cabra en la huerta, ¿no le parece? Sin embargo, ayer traté de
disuadirla, y de disuadirla por lo que pudiera pasar. No era
posible, por supuesto, preverlo todo; lo probable es que ni él
mismo supiera un minuto antes lo que iba a decir. Estos viejos
neuróticos no se parecen al resto de la humanidad. Pero aún se
puede salvar algo: para aplacar a la gente, envíele dos médicos
mañana, con mandato administrativo y los honores debidos,
para que lo reconozcan (incluso hoy, si es posible) y lo metan
seguidamente en el hospital para una cura de agua fría. Al
menos, así todo el mundo se echará a reír y verá que no hay por
qué ofenderse. Yo lo anunciaré hoy mismo en el baile, porque al
fin y al cabo soy su hijo. El caso de Karmazinov es distinto.
Demostró ser un asno al leer durante una hora entera.
¡Seguramente ha estado en la conjura conmigo! Porque, a ver,

799
¿no haría yo también todo lo posible para ofender a Iulia
Mihailovna?

—Oh, Karmazinov, quelle honte! Yo estaba casi ardiendo de la


vergüenza que sentía por nuestro público.

—Pues, yo, señora, no llegué a arder, pero a él sí lo habría asado


vivo. El público tenía razón. Y, una vez más, ¿quién tiene la culpa
de lo de Karmazinov?

¿Acaso se lo impuse yo? ¿He sido yo de los que lo adoraban?


¡En fin, al diablo con él! ¿Pero y ese tercer maníaco, el político?
Ése es harina de otro costal. Ahí metimos la pata todos. Ésa no
fue conjura únicamente mía.

—¡Ay, no hable de eso, no hable! ¡Fue horrible, horrible! De eso la


única culpable soy yo.

—Por supuesto que sí, pero en este caso la disculpo. Porque


¿quién puede vigilar a gente como ésa? ¿A los que hablan con
el corazón en la mano? Ni en Petersburgo puede uno librarse de
ellos. Se lo recomendaron a usted, ¿no es eso? ¡Y muy bien
recomendado que venía! Así, pues, reconozca que no tiene más
remedio que asistir al baile. Porque el caso es grave, ya que fue
usted la que le puso en la tribuna. Ahora está usted obligada a
declarar públicamente que no

tiene nada que ver con ese individuo, que está ya en manos de
la policía, y que la engañaron a usted de un modo inexplicable.

800
Debe declarar con indignación que fue víctima de un loco.
Porque eso, por supuesto, fue locura, ni más ni menos. Eso es lo
que tiene usted que decir a las autoridades. Yo no puedo
aguantar a la gente que muerde. Yo, quizá, digo cosas más
fuertes todavía, pero no desde una tribuna pública. Y ahora se
ha empezado a vocear lo del senador.

—¿Del senador? ¿Quiénes son los que vocean?

—Pues mire, ni yo mismo lo entiendo. ¿Usted, Iulia Mihailovna,


no sabe nada de un senador?

—¿De un senador?

—Pues sepa que la gente está convencida de que han


nombrado gobernador de aquí a un senador y que a ustedes los
relevan desde Petersburgo. Se lo he oído decir a muchos.

—Y yo también —confirmé yo.

—¿Quién ha dicho tal cosa? —preguntó Iulia Mihailovna


enrojeciendo.

—O sea ¿quién lo dijo primero? ¡Yo qué sé! Pero sí lo dicen. Lo


dice todo el mundo. Sobre todo ayer. Todos lo estaban
comentando muy en serio, aunque no se puede sacar nada en
claro. Por supuesto que los más listos y capaces no dicen nada,
pero sí escuchan lo que dicen los otros.

—¡Qué bajeza! ¡Y... qué estupidez!

—Pues por eso debe usted presentarse en el baile, para cerrar la


boca de esos idiotas.

801
—Confieso que yo misma me considero obligada, pero... ¿y si se
produce otro escándalo? ¿Y si no viene nadie? ¡Porque no
vendrá nadie, nadie!

—¡Menuda broma! ¿Que no vienen? ¿Y la ropa que se han


hecho? ¿Y los vestidos de las jóvenes? Después de esto no
puedo considerarla a usted como mujer. ¡Qué poco conoce a la
gente!

—La mariscala no vendrá. ¡No vendrá!

—Pero, en fin de cuentas, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué no


vendrán? —acabó él por gritar con irritada impaciencia.

—Deshonra, vergüenza. Eso es lo que ha ocurrido. No sé lo que


pasó, pero fuera lo que fuera, no puedo volver allí.

—¿Por qué no? Pero, vamos a ver, ¿de qué tiene usted la culpa?
De ese modo lo que hace es echársela a sí misma. ¿No es la
culpa más bien del público, de los señores viejos, de los padres
de familia? Debieran haber parado los pies a esos granujas y
haraganes, porque se trata de pillos y haraganes y nada más.
Nada serio. No se puede contar con la policía en ninguna
sociedad del mundo. Aquí cada cual parece esperar que un
policía especial lo proteja dondequiera que vaya. No
comprenden que la sociedad tiene que protegerse a sí misma.
¿Y qué hacen aquí los padres de familia, los altos funcionarios,
y sus esposas e hijas en tales circunstancias? Callar y morderse
las uñas. No hay espíritu cívico para poner coto a los pillos.

802
—¡Ay, ésa es la pura verdad! Callan, se muerden las uñas y... se
hacen los desentendidos.

—Pues si es la verdad, entonces tiene que ir allí y decírsela en


voz alta, con orgullo, con severidad. Mostrarles, en efecto, que
no se da usted por vencida. Sobre todo a esos viejos y esas
madres. ¡Oh, lo sabrá usted hacer! No le faltan dotes cuando
tiene la cabeza clara. Los junta usted a todos y se lo dice en voz
alta, muy alta. Y, después, un comunicado a La Voz y a la
Gaceta de la Bolsa. Espere, que yo se lo arreglo todo, yo mismo
se lo preparo. Y, claro, hay que poner más cuidado: hay que
vigilar el buffet; pedir al príncipe, pedir a este

señor... No puede usted abandonarnos, monsieur, cuando


precisamente hay que empezar de nuevo. Y, por último, usted y
Andrei Antonovich llegan del brazo.

¿Qué tal está Andrei Antonovich?

—¡Ay, de qué modo tan injusto, tan equivocado, tan cruel ha


juzgado usted siempre a ese hombre angelical! —exclamó Iulia
Mihailovna en un arranque inesperado y casi con lágrimas,
llevándose el pañuelo a los ojos. Piotr Stepanovich quedó tan
asombrado que casi perdió el habla.

—Pero, santo cielo, ¿qué he hecho yo...? Yo siempre...

—Usted nunca, ¡nunca! ¡Nunca ha sido justo con él!

803
—¡Jamás se puede comprender a una mujer! —murmuró Piotr
Stepanovich con sonrisa torcida.

—¡Es el hombre más veraz, más delicado, más angélico! ¡La


bondad personificada!

—Pero, vamos a ver, ¿he dicho yo alguna vez que no sea


bueno...? Yo siempre he dicho que..., que...

—¡Nunca! Pero dejemos esto. No me he portado con él como


debía. Hace un rato esa hipócrita, la mariscala, ha hecho
también alusiones sarcásticas a lo de ayer.

—¡Oh, ella no tiene por qué aludir a lo de ayer! Ya tiene bastante


con preocuparse de lo de hoy. ¿Y por qué se inquieta usted
tanto si no va al baile? Claro que no irá después de verse
envuelta en ese escándalo. Quizá no tenga la culpa de nada,
pero en todo caso tiene que mirar por su reputación. Se ha
ensuciado las manos.

—¿Qué es eso, que no lo entiendo? ¿Por qué tiene las manos


sucias? — preguntó perpleja Iulia Mihailovna.

—Bueno, yo no lo sé de cierto, pero por toda la ciudad se


clamorea que ella ha sido quien los ha juntado.

—¿A qué se refiere usted? ¿A quiénes ha juntado?

—¡Ah! ¿Pero no lo sabe? —preguntó él con fingido asombro—.


¡Pues a Stavrogin y Lizaveta Nikolayevna!

—¿Cómo? ¿Qué? —gritamos todos.

804
—¿Pero de veras que no lo saben? ¡Vaya! Pues bien, la ciudad
ha sido escena de unos trágicos amoríos: Lizaveta Nikolayevna
se fue derecha del coche de la mariscala al coche de Stavrogin
y se escapó con «éste último» a Skvoreshniki en pleno día. Hace
sólo una hora, quizá no tanto.

Nos quedamos de piedra. Lo asediamos, por supuesto, a


preguntas, pero con gran sorpresa nuestra no pudo darnos
detalles precisos aunque había sido testigo «accidental» de lo
sucedido. La cosa, por lo visto, pasó así: cuando la mariscala
llevaba en coche a Liza y Mavriki Nikolayevich desde la
«lectura» hasta la casa de la madre de Liza (que seguía
enferma de las piernas), vieron un carruaje que esperaba a la
vuelta de la esquina, no lejos de la puerta de la casa, a unos
veinticinco pasos. Liza se apeó corriendo y se acercó a ese
carruaje; se abrió la portezuela y se cerró seguidamente. Liza
gritó a Mavriki Nikolayevich:

«¡Perdóneme!», y el carruaje salió a toda velocidad para


Skvoreshniki. A nuestras febriles preguntas sobre si todo había
sido preparado de antemano y sobre quién estaba en el
carruaje, Piotr Stepanovich contestó que no sabía nada, que sin
duda todo había sido preparado y que no había visto a
Stavrogin en el carruaje. Quizás el que iba en él fuera el
mayordomo, el viejo Aleksei Yegorovich. Cuando le
preguntamos por qué él, Piotr Stepanovich, se encontraba allí y
por qué estaba seguro de que Liza había ido a Skvoreshniki,

805
contestó que por casualidad pasaba por allí en ese momento, y
que al ver a Liza

se acercó corriendo al carruaje (¡y, sin embargo, con toda su


curiosidad no logró ver quién iba adentro!), y que Mavriki
Nikolayevich no sólo no corrió en su seguimiento, sino que ni
siquiera intentó detener a Liza; más aún, que detuvo a la
mariscala cuando ésta se puso a gritar a voz en cuello: «¡Que se
va con Stavrogin!».

En ese momento ya no pude contenerme más y apostrofé a


Piotr Stepanovich:

—¡Tú, canalla, eres quien lo ha tramado todo! ¡Por eso has


estado tan ocupado toda la mañana! ¡Tú has ayudado a
Stavrogin, tú llegaste en el carruaje, tú la ayudaste a subir en
él... tú, tú, tú! Iulia Mihailovna, este hombre es enemigo de
usted. ¡La destruirá a usted también! ¡Tenga cuidado!

Y salí disparado de la casa.

Incluso ahora no comprendo cómo pude lanzarle a la cara esas


frases. Yo mismo me maravillo. Pero tuve razón: según se supo
después, todo había pasado casi exactamente como yo se lo
dije. Ante todo saltaba a la vista el modo equívoco en que dio la
noticia. Al llegar a la casa no se había apresurado a contarlo
como noticia sensacional, sino que había fingido que nosotros
lo sabríamos aun sin decírnoslo él, algo imposible en el escaso
tiempo transcurrido. Y de saberlo nosotros, no lo habríamos

806
callado hasta que él lo contase. Tampoco pudo haber oído lo
del «clamoreo» de toda la ciudad contra la mariscala, también
por falta de tiempo. Por añadidura, cuando lo contaba se sonrió
un par de veces, con sonrisa harto despectiva y satisfecha,
considerando sin duda que éramos tontos de capirote a
quienes había engañado por completo. Pero yo tenía otras
cosas en qué pensar. Estaba convencido de la verdad del caso
principal y salí de casa de Iulia Mihailovna lleno de furia. La
catástrofe me llegó al alma. Me sentía tan dolorido que casi se
me saltaban las lágrimas; sí, quizás incluso lloré. No sabía qué
hacer. Decidí ir a ver a Stepan Trofimovich, pero el fastidioso
señor se negó de nuevo a abrirme. Nastasya me aseguró con
un murmullo respetuoso que se había acostado a descansar,
pero no le creí. En casa de Liza conseguí interrogar a unos
criados, que confirmaron la huida, pero no sabían más. En la
casa reinaba el desconcierto; la señora había tenido desmayos
y Mavriki Nikolayevich estaba con ella. Me pareció
improcedente llamar a Mavriki Nikolayevich. De Piotr
Stepanovich me dijeron, en respuesta a mis preguntas, que
había venido a la casa varias veces en los últimos días, en
ocasiones hasta dos veces al día. Los criados estaban tristes y
hablaban de Liza con especial respeto; le tenían afecto. Que
estaba arruinada, absolutamente arruinada, me parecía
indudable, pero no alcanzaba a explicarme el lado psicológico
del caso, máxime después de la escena de la víspera con
Stavrogin. Corretear por la ciudad haciendo preguntas en casa
de amigos maliciosos, adonde de seguro había llegado ya la

807
noticia, me parecía repugnante, aparte de ser humillante para
Liza. Pero lo extraño fue que corrí a ver a Daria Pavlovna,
donde no me recibieron (en casa de Varvara Petrovna no
recibían a nadie desde la víspera); y no sé qué habría podido
preguntarle ni para qué fui. De allí me dirigí a casa de su
hermano. Shatov me escuchó sombrío y en silencio. Debo
indicar que lo hallé muy deprimido; parecía sobremanera
abstraído y me escuchó como haciendo un gran esfuerzo.
Apenas dijo nada, limitándose a ir y venir por su cuchitril con
zancadas más fuertes que de costumbre. Cuando yo ya bajaba
por la escalera me gritó que fuera a ver a Liputin: «Allí se
enterará de todo». Pero no fui a ver a Liputin, sino que volví
sobre mis pasos cuando ya estaba bastante lejos y subí de
nuevo a casa de Shatov, a quien, sin entrar, pregunté
lacónicamente, entreabriendo la puerta, si no pensaba ir a ver a
María

Timofeyevna ese día. Shatov me lanzó un juramento y yo me


fui. Haré notar, para que no se olvide, que esa misma noche fue
adrede a ver a María Timofeyevna al otro extremo de la ciudad.
Hacía tiempo que no la veía. La halló en excelente estado de
salud y humor y a Lebiadkin ebrio perdido, durmiendo en el
sofá de la habitación delantera. Esto fue a las nueve en punto.
Él mismo me lo dijo al día siguiente cuando nos encontramos
momentáneamente en la calle. Antes de las diez de la noche
decidí ir al baile, pero ya no como «joven acomodador» (había

808
dejado mi escarapela en casa de Iulia Mihailovna), sino por
curiosidad de oír (sin hacer preguntas) qué se decía en la
ciudad de todos esos acontecimientos. También deseaba ver a
Iulia Mihailovna, aunque fuera de lejos. Me reprochaba a mí
mismo el haber salido tan deprisa de su casa aquella tarde.

Toda esa noche, con sus incidentes casi grotescos y el terrible


«desenlace» de la mañana siguiente, me persigue todavía como
horrenda pesadilla y constituye —al menos para mí— la parte
más penosa de mi crónica. Llegué tarde al baile, aunque antes
de que terminara; tan pronto estaba destinado a concluir. Eran
ya las once cuando entré en casa de la mariscala, donde el
salón blanco en que se había celebrado la «lectura» había sido
desocupado no obstante el poco tiempo transcurrido y
habilitado como sala principal de baile (según se anticipaba)
para toda la ciudad. Pero aunque me hallaba mal dispuesto esa
mañana en lo tocante al baile, no había podido presentir toda
la verdad: no acudió ni una sola familia de la buena sociedad, ni
siquiera los funcionarios de cierta categoría, lo que era digno
de notar. En cuanto a señores y señoritas, las previsiones de
Piotr Stepanovich resultaron en sumo grado inexactas:
asistieron muy pocas. Para cada cuatro hombres apenas había
una dama. ¡Y qué damas! Las esposas «poco más o menos» de
algunos oficiales de la guarnición, de algunos empleados de
correos y de algunos funcionarios de baja categoría, tres

809
mujeres de médicos con sus hijas, dos o tres pequeñas
propietarias, las siete hijas y la sobrina del secretario a quien he
aludido más arriba, las mujeres de algunos tenderos... ¿Era esto
lo que esperaba Iulia Mihailovna? No asistió la mitad de los
comerciantes. En cuanto a hombres, los hubo en gran número,
no obstante la ausencia en masa de los de buen tono, pero
causaban una impresión equívoca y sospechosa. Había, por
supuesto, oficiales modosos y respetables acompañados de sus
esposas, algunos mansos padres de familia como el secretario
arriba mentado, padre de siete hijas. Toda esa gente humilde y
de poca monta había venido, como dijo uno de ellos, porque
era «inevitable». Por otra parte, el número de los
«despabilados», sin contar el de los que Piotr Stepanovich y yo
barruntábamos que habían sido admitidos sin billete, parecía
mucho mayor que el de la mañana. De momento todos estaban
sentados en el buffet y parecía que iban derecho allí según
previo acuerdo. Eso, al menos, fue lo que yo conjeturé. El buffet
estaba en una amplia sala, última de una hilera, donde se había
instalado Prohorych con todos los hechizos de la cocina del club
y un surtido tentador de artículos de comer y beber. Allí vi a
varios sujetos con las levitas casi rotas o en trajes de baile que
no eran los más indicados para la ocasión. Era evidente que a
duras penas se los retenía en la linde de la embriaguez, sólo por
poco tiempo, y que los habían traído de Dios sabe dónde,
porque no eran de la ciudad. Yo sabía, por supuesto, que Iulia
Mihailovna había pensado que el baile fuera lo más
democrático posible, y que no se debería

810
«excluir ni a los artesanos, si por ventura alguno se presentaba
con su billete pagado». Bien podía atreverse a decir eso en el
seno del comité, con plena seguridad de que a ninguno de los
artesanos de la provincia, todos muy pobres, se le ocurriría
sacar un billete. Pero, con todo, me parecía dudoso admitir a los
portadores de esas levitas sobadas y casi en jirones, no
obstante las aficiones democráticas del comité. Pero ¿quién los
admitió y con qué fin? Liputin y Liamshin se habían visto ya
privados de sus escarapelas de acomodadores (aunque
acudieron al baile como partícipes en la «cuadrilla literaria»);
pero el puesto de Liputin lo ocupó, con gran asombro mío, el
seminarista de marras, el que había contribuido más que nadie
a desacreditar la matinée mediante la pelotera con Stepan
Trofimovich; y el de Liamshin lo ocupó el propio Piotr
Stepanovich. ¿Qué cabía, pues, esperar en tales circunstancias?
Traté de oír lo que se decía. Algunas de las opiniones chocaban
por lo grotescas. En el grupo se decía, por ejemplo, que todo el
asunto de Stavrogin y Liza lo había tramado Iulia

Mihailovna, pagada para ese fin por el mismo Stavrogin. Se


citaba hasta la cantidad. Otros afirmaban que el festival mismo
lo había organizado ella con ese propósito, y que tal era el
motivo de que media ciudad no asistiera cuando se enteró de
qué se trataba; y que el propio Lembke había quedado con ello
tan trastornado que «había perdido la chaveta», y que su mujer
lo «llevaba» ahora como a un loco. Cundía también la risa por la

811
sala, una risa bronca, desatada y de mala intención. También se
criticaba duramente el baile y se injuriaba a Iulia Mihailovna sin
el menor miramiento. En general, la cháchara era alborotada,
incoherente, ebria y convulsa, hasta tal punto que costaba
trabajo entenderla y sacar nada en claro. Es cierto que en el
buffet había gente que, sencillamente, lo estaba pasando bien,
incluso algunas damas complacientes y festivas de ésas que no
se sorprenden ni se asustan de nada, en su mayor parte
esposas de militares acompañadas de sus maridos. Hacían
tertulia en torno de mesitas separadas y tomaban alegremente
té. El buffet se convirtió en refugio para casi la mitad de los
asistentes. Y, sin embargo, en muy poco tiempo toda esa
muchedumbre se precipitaría en el salón; era horrible pensarlo.

Mientras tanto, con ayuda del príncipe se formaban en el salón


blanco tres escuálidas cuadrillas. Las jovencitas bailaban y los
padres las contemplaban con deleite. Pero, allí también,
algunas de las personas respetables empezaron a pensar en
cómo podrían escurrir el bulto una vez que se hubieran divertido
sus niñas y antes de que “empezara el jaleo”. Era evidente que
todos estaban convencidos de que empezaría sin remedio. Me
habría sido difícil imaginar el estado de ánimo de Iulia
Mihailovna. No hablé con ella, aunque me acerqué bastante a
donde estaba. No contestó al saludo que le dirigí cuando entré
porque no notó mi presencia (de veras que no la notó). Su
rostro delataba alarma y sus ojos, si bien turbados e inquietos,
miraban con desdén y altanería. Se dominaba haciendo a todas

812
luces un esfuerzo ímprobo. ¿Para qué y para quién? Debía irse
de allí y, sobre todo, llevarse al marido, ¡pero allí seguía! Por la
expresión de su rostro resultaba patente que «había abierto los
ojos», que ya nada podía esperar. Ni siquiera llamó a Piotr
Stepanovich (al parecer, éste, por su parte, evitaba encontrarse
con ella; lo vi en el buffet y estaba la mar de contento). Pero, en
todo caso, permaneció en el baile, sin dejar a Andrei Antonovich
apartarse de ella un instante. ¡Oh, hasta el último momento
habría rechazado con sincera indignación cualquier alusión a la
salud de su esposo, incluso esa misma mañana! Pero, sin duda,
ahora también «abriría los ojos» sobre ese particular. A mí, por
lo menos, me pareció, en cuanto lo vi, que Andrei Antonovich
tenía peor cara esa mañana. Era como si se hallase en una
especie de trance y no se diese cuenta de dónde estaba. De
cuando en cuando miraba a su alrededor con severidad
inesperada; así, por ejemplo, me miró a mí un par de veces. Una
de ellas intentó decir algo, empezó a hablar en voz alta y
sonora, pero sin terminar la frase, con lo que dio un buen susto
a un humilde y viejo funcionario que casualmente se hallaba
junto a él. Sin embargo, aun esa mitad sensata del público que
se hallaba en el salón blanco se apartaba sombría y
recelosamente de Iulia Mihailovna al tiempo que lanzaba
miradas harto extrañas a su marido, miradas que por su
insistencia y descaro no se correspondían con la timidez
habitual de esa gente.

813
—Fue esa circunstancia la que me heló el corazón —me confesó
más tarde la propia Iulia Mihailovna—; y de pronto empecé a
sospechar lo que le pasaba a Andrei Antonovich.

Sí, una vez más era ella la que tenía la culpa. Después de mi
salida precipitada de la mañana y de haber acordado con Piotr
Stepanovich que habría

baile y que asistiría a él, ella seguramente había entrado en el


despacho de Andrei Antonovich, que había quedado muy
«conmocionado» a resultas de la

«lectura», había usado con él todas sus artes seductoras y


logrado que la acompañara. Pero ahora ¡cuánto sufría de
seguro! ¡Y, no obstante, no se iba, no sé si por el orgullo que la
roía o sencillamente porque había perdido la cabeza! A pesar
de su altivez, intentó hablar a algunas señoras en tono humilde
y con cara sonriente, pero ellas mostraban turbación, se
apartaban murmurando un monosílabo receloso, «Sí, señora»,
«No, señora», y trataban a ojos vistas de darle esquinazo.

Personas de alta categoría, en la ciudad sólo había una en el


baile: el general retirado del servicio, muy pagado de sí mismo,
a quien ya he descrito una vez, aquel que en casa de la
mariscala, después del duelo de Stavrogin con Gaganov «abrió
la puerta a la impaciencia pública». Se paseaba muy estirado
por las salas, observaba y escuchaba, y quería dar a entender
que había venido no por su gusto, lo que era indudable, sino

814
para estudiar usos y costumbres. Acabó por acercarse a Iulia
Mihailovna y no apartarse de ella un paso, con el propósito
evidente de animarla y tranquilizarla. Era un hombre buenísimo
y muy digno, y tan viejo que en él hasta la compasión resultaba
tolerable. Pero tener que admitir que ese viejo charlatán osaba
complacerla y casi protegerla, entendiendo que la honraba con
su presencia, era demasiada mortificación. El general, sin
embargo, no se alejaba y seguía charlando por los codos.

—Según dicen, una ciudad no puede existir sin siete hombres


justos..., siete, al parecer, aunque no recuerdo exac-ta-men-te el
número. No sé cuántos de estos siete... hombres
indudablemente justos de nuestra sociedad... han tenido el
honor de asistir al baile de usted, pero, no obstante su
presencia, empiezo a sentirme un tanto... en peligro. Vous me
pardonnerez, charmante dame, n’est-ce pas? Hablo
alegóricamente, pero acabo de dar una vuelta por el buffet y
me alegro de haber salido de allí sano y salvo... Nuestro
inapreciable Prohorych no está allí a gusto; no me chocaría que
a la mañana dieran al traste con el tinglado que tiene allí
montado. Lo digo en broma, claro. Sólo estoy esperando a ver
qué es eso de la «cuadrilla literaria»; y luego a la cama. Perdone
a un viejo gotoso que se acuesta temprano. Yo también le daría
un consejo: le diría: «¡hala, a dormir!», como dicen aux enfants.
Yo, la verdad, he venido a echar un vistazo a las chicas
guapas... y en ningún sitio puedo encontrar un surtido tan
grande como aquí... todas son del otro lado del río y yo no voy

815
por allí nunca. He visto ahí a la mujer de un militar..., creo que de
un regimiento de cazadores..., que no está nada mal, nada en
absoluto..., y ella misma lo sabe. He cambiado unas palabras
con la muy pícara, atrevidilla ella, y... hay también unas
muchachitas muy frescas, pero sólo frescas; frescura es todo lo
que tienen. Pero, en fin, estoy satisfecho. ¡Y qué capullitos se
ven! Sólo que tienen los labios un poco gruesos. En general, a la
belleza de las caras femeninas rusas le falta regularidad..., más
que caras parecen tortas... Vous me pardonnerez, n’est-ce
pas...?, aunque los ojos son bonitos..., ojos risueños. Esos
capullitos tienen un par de años en-can-tado-res en su juventud,
quizás hasta tres..., pero luego se despliegan
desmesuradamente..., produciendo en sus maridos esa triste in-
di- fe-ren-cia que tanto favorece el desarrollo de la cuestión
femenina..., si es que entiendo a derechas en cuestión..., ¡hum! El
salón es hermoso; las habitaciones no están mal decoradas.
Podrían estarlo peor. La música también habría podido ser
mucho peor..., no digo que debería serlo. Lo que no es de buen
efecto es que haya tan pocas señoras. De los vestidos mejor es
no hablar. ¡Qué mal está ese hombre de los pantalones grises
que se permite bailar el cancán de forma tan

insolente! No me importaría que lo hiciera por puro regocijo,


dado que es el boticario local. Ahí en el buffet había dos
individuos que estaban riñendo y no los echaron. A los que
empiezan a reñir a las once de la noche hay que expulsarlos,

816
cualesquiera que sean las costumbres del público...; no digo las
tres de la mañana, porque entonces hay que someterse a la
opinión general..., si es que este baile llega a las tres de la
mañana. Por cierto que Varvara Petrovna no ha cumplido con
su palabra y no ha mandado las flores. ¡Hum, no está para
flores, pauvre mère! Y pobre Liza, ¿ha oído usted? Dicen que es
un asunto misterioso y..., y otra vez anda por medio Stavrogin...
¡Hum! Debería ir a acostarme..., apenas puedo despegar los
ojos. ¿Pero y esa «cuadrilla literaria»?

Por fin empezó la «cuadrilla literaria». Últimamente, no bien se


hablaba en la ciudad del venidero baile, la conversación giraba
al punto en torno de esa

«cuadrilla literaria». Y como nadie podía figurarse lo que era,


llegó a despertar enorme curiosidad. Nada podía ser tan
peligroso para su éxito. ¡Y cuál no sería la decepción!

Se abrieron las puertas laterales del salón blanco, cerradas


hasta entonces, y aparecieron de pronto unas cuantas figuras
enmascaradas. El público las rodeó con interés. Toda la gente
que estaba en el buffet se precipitó al salón. Las máscaras se
colocaron donde les correspondía para bailar. Yo logré abrirme
paso hasta las filas delanteras y me puse justamente detrás de
Iulia Mihailovna, Von Lembke y el general.

En ese momento Piotr Stepanovich, a quien hasta entonces


nadie había visto, se acercó corriendo a Iulia Mihailovna.

817
—He estado a la mira todo este tiempo en el buffet —le susurró
con aire de colegial en falta, pero lo bastante fingido para
encocorarla aún más. Iulia Mihailovna enrojeció de ira.

—¡Si esta vez al menos no me engañara usted, hombre


insolente! — exclamó casi en voz alta, tanto que parte del
público lo oyó. Piotr Stepanovich se marchó a la carrera, muy
satisfecho de sí mismo.

A duras penas puede uno imaginarse nada más mezquino,


vulgar, incoloro e insípido que esa «cuadrilla literaria». Nada
cabía inventar menos acorde con nuestro público; y, sin
embargo, me han dicho que fue Karmazinov quien se lo sacó
del magín. Es verdad que fue Liputin quien lo organizó, en
consulta con el maestro cojo a quien conocimos en la reunión
de Virginski. Pero, en fin de cuentas, Karmazinov fue quien tuvo
la idea y, según rumores, quiso también vestirse de máscara y
hacer un papel especial e independiente en el espectáculo. La
cuadrilla estaba formada por seis parejas de miserables
máscaras, mejor dicho, no máscaras del todo, porque estaban
vestidas como los demás. Había, por ejemplo, un caballero
bajito entrado en años, vestido de frac —es decir, como todo el
mundo—, con una venerable barba entrecana (sujeta con un
cordón; tal era su único disfraz), que bailaba empinándose y
agachándose con una frígida expresión en el rostro, haciendo
rápidos y mínimos movimientos de piernas que casi no le
permitían cambiar de sitio. Emitía unos sonidos curiosos con
voz de bajo mesurada aunque ronca, y se suponía que esa

818
ronquera simbolizaba uno de los periódicos mejor conocidos.
Frente a esta máscara bailaban dos gigantes, X y Z, que
llevaban estas letras prendidas en el frac, pero no cabía
averiguar lo que significaban. El «cuerdo pensamiento ruso» lo
encarnaba un señor de mediana edad con anteojos, frac,
guantes y... esposas (esposas de verdad; de las de la policía).

Este «pensamiento» llevaba bajo el brazo una cartera


con algún

«expediente». Del bolsillo asomaba una carta abierta


procedente del extranjero

dando fe a los escépticos de la cordura del «cuerdo


pensamiento ruso». Todo esto lo explicaban oralmente los
acomodadores, porque habría sido imposible leer la carta,
medio metida como estaba en el bolsillo. El «cuerdo
pensamiento ruso» tenía en su mano derecha, levantada en
alto, una copa, como si quisiera brindar por algo. A ambos
lados, y casi pegadas a él, brincaban dos jovencitas nihilistas
de pelo corto, y vis-à-vis danzaba un caballero de edad
provecta vestido de frac, pero con un grueso garrote en la
mano, que parecía representar una temible revista, aunque no
de Petersburgo: ¡Te rompo la crisma! Pero, a pesar del garrote,
no podía resistir los anteojos del «cuerdo pensamiento ruso»
clavados en él y procuraba desviar la vista; y cuando hizo su
pas de deux, giró y se retorció sin saber qué hacer; tanto, por lo

819
visto, le remordía la conciencia... Pero no recuerdo todas estas
invenciones absurdas; ello era todo por el estilo, al punto que
acabé por sentir una vergüenza inaguantable. Y esa misma
sensación de vergüenza la reflejaban las caras de los
circunstantes, hasta las malhumoradas de los que habían
venido del buffet. Durante algún tiempo todos guardaron
silencio, mirando aquello con irritada incomprensión. Por lo
común, cuando un hombre siente vergüenza acaba por irritarse
y tiende al cinismo. Poco a poco, nuestro público empezó a
murmurar:

—Pero ¿qué es esto? —preguntó en voz baja uno de los que


vinieron del buffet.

—¡Qué sé yo! ¡Una idiotez!

—Una especie de literatura. Están criticando a La Voz...

—¿Y a mí qué?

En otro grupo:

—¡Qué asnos!

—No. No son ellos los asnos. Los asnos somos nosotros.

—¿Por qué eres tú un asno?

—Yo no soy un asno.

—Pues si tú no eres un asno, yo desde luego no lo soy. En un


tercer grupo:

—¡A puntapiés con todos ellos y a mandarlos al infierno!

820
—¡Echar abajo la sala! En un cuarto grupo:

—¿Cómo no les da a los Lembke vergüenza de mirar?

—¿Por qué a ellos? ¿Por qué no a ti?

—A mí también me da, pero él es el gobernador.

—Y tú eres un cerdo.

—En mi vida he visto un baile tan desabrido como éste —dijo


aviesamente una señora que estaba junto a Iulia Mihailovna,
con el propósito evidente de ser oída. La señora era
cuarentona, gruesa e iba muy pintada; llevaba un vestido de
seda de color claro; en la ciudad casi todos la conocían, pero
nadie la recibía. Era viuda de un consejero de Estado, que le
había dejado una casa de madera y una pensión exigua, pero
vivía bien y tenía coche y caballos. Un mes antes se había
presentado a hacer una visita a Iulia Mihailovna, pero ésta no
la había recibido.

—Así lo había previsto yo —agregó mirando con insolencia y


cara a cara a Iulia Mihailovna.

—Entonces, si lo había previsto, ¿por qué ha venido? —Iulia


Mihailovna no pudo menos de preguntar.

—Por inocencia, señora —respondió al momento muy agitada la


maliciosa dama (que buscaba camorra a toda costa), pero
terció el general:

821
—Chère dame —dijo inclinándose ante Iulia Mihailovna—, sería
mejor marcharse. Aquí no hacemos más que cohibirlos, y sin
nosotros se divertirán de lo lindo. Usted ha hecho cuanto de su
mano estaba, les ha abierto el salón para que bailen y ahora...
déjelos en paz... Además, Andrei Antonovich no parece sentirse
muy bien. Espero que no ocurra nada desagradable.

Pero ya era demasiado tarde.

Mientras duró la cuadrilla, Andrei Antonovich había estado


observando a los danzantes con algo así como ceñuda
perplejidad, y cuando se oyeron los primeros comentarios del
público se puso a mirar inquieto a su alrededor cuando por
primera vez notó la presencia de algunos de los que habían
venido del buffet, y su rostro manifestó la más aguda
extrañeza. De pronto estalló una sonora carcajada, fruto de una
payasada de la cuadrilla: el editor de la «revista temible,
aunque no de Petersburgo», que bailaba garrote en mano,
concluyó que ya no aguantaba más los anteojos del «cuerdo
pensamiento ruso» y, de pronto, sin saber dónde meterse, en la
última figura se dirigió andando sobre las manos y con los pies
en alto al encuentro de los anteojos, lo que se suponía que
significaba la continua tergiversación del sentido común por
parte de la «revista temible, aunque no de Petersburgo». Como
el único que sabía andar con los pies en alto era Liamshin, él
fue quien se había brindado a representar al editor del garrote.
Por supuesto, Iulia Mihailovna no sabía que se iba a andar así.
«¡Me lo ocultaron, me lo ocultaron!», me repetía después

822
dolorida e indignada. Las risotadas de la gente habían sido
provocadas no por la alegoría, que a nadie le importaba un
comino, sino sencillamente por el espectáculo de un hombre
que andaba con las manos en el suelo y los pies en el aire, en
frac y con faldones. Lembke se enfureció y tembló como un
azogado.

—¡Bellaco! —gritó señalando a Liamshin—. ¡Cojan al bribón y


denle la vuelta..., denles la vuelta a los pies..., a la cabeza... para
que la cabeza quede arriba... arriba!

Liamshin se puso de pie de un salto. Redoblaron las risas.

—¡Echen de aquí a todos los sinvergüenzas que se ríen! —ordenó


Lembke. La concurrencia empezó a refunfuñar y a reír a
carcajadas.

—Eso no se puede hacer, Excelencia.

—No se puede insultar al público, señor.

—¡Tú también eres un idiota! —salió una voz de un rincón.

—¡Filibusteros! —gritó alguien desde el extremo opuesto.

Lembke se volvió al punto hacia el lugar de donde había salido


el grito y se puso pálido. En sus labios apareció una sonrisa
boba. Como si de súbito se hubiese enterado o acordado de
algo.

—Señoras y señores —Iulia Mihailovna se dirigió a la multitud


que se les venía encima. Al mismo tiempo, la señora intentaba
arrastrar al marido consigo—. Señoras y señores, perdonen a

823
Andrei Antonovich. Andrei Antonovich no se encuentra bien...,
discúlpenlo..., ¡perdónenlo, señoras y señores!

Oí que decía «perdónenlo», así como suena. Todo ello ocurrió en


un santiamén. Pero recuerdo bien que en ese momento mismo
una parte del público se apresuraba a salir del salón como
acometido de alarma, justamente después de que Iulia
Mihailovna hubo pronunciado esas palabras. Incluso recuerdo
el grito histérico de una mujer que decía entre lágrimas:

—¡Ay, vuelta a las andadas!

Y de pronto, en medio de esos apretujones junto a la puerta,


estalló de nuevo una bomba, prueba de que se «había vuelto a
las andadas».

—¡Fuego! ¡El barrio al otro lado del río está ardiendo!

Lo que no recuerdo es quién lanzó primero ese grito terrible: si


alguien en las salas o, lo que es más probable, alguien que llegó
corriendo de la escalera que conducía al vestíbulo; pero fue
seguido de inmediato por un rugido tal que ni contarlo puedo.
Más de la mitad de los asistentes al baile eran del otro lado del
río, dueños o inquilinos de las casas de madera de allí. Se
precipitaron a las ventanas, apartaron los cortinajes en un tris y
arrancaron las persianas. Ardía el barrio entero. Era verdad que
el fuego acababa de empezar, pero había prendido en tres
sitios diferentes y eso era lo que aterrorizaba a todos.

824
—¡Es fuego intencionado! ¡Los obreros de Shpigulin! ¡Nadie más!

—¡Nos han metido aquí a todos para pegar fuego al barrio!

Este último grito, tan extraño, era el de una mujer, el grito


inconsciente, involuntario, de alguien que perdía sus preciados
bienes en el incendio. Todo el mundo se apelotonó a la salida.
No intentaré describir las apreturas en el vestíbulo, cuando se
buscaban gabanes, chalets y capotas, los chillidos de las
mujeres espantadas, el llanto de las muchachas. No creo que
nadie robara nada, pero no es extraño que en tal desorden
algunos salieran de allí sin su ropa de abrigo por no poder
encontrarla, lo cual ocasionó que por la ciudad circularan más
tarde toda clase de leyendas debidamente retocadas. Lembke
y Iulia Mihailovna estuvieron a punto de ser aplastados por la
muchedumbre a la salida.

—¡Alto todo el mundo! ¡Que nadie salga! —gritó Lembke


alargando el brazo con gesto de amenaza a los que se
agolpaban a su alrededor—. ¡Registrar a todos, sin dejar uno!
¡Vamos, deprisa!

En el salón prorrumpieron en violentos denuestos.

—¡Andrei Antonovich! ¡Andrei Antonovich! —exclamó Iulia


Mihailovna en el colmo de la desesperación.

—¡Deténgala a ella primero! —chilló él, apuntándola con dedo


amenazante—. ¡Regístrenla a ella primero! ¡Han organizado el
baile para pegar fuego a la ciudad!

825
Ella lanzó un grito y cayó desmayada (esta vez el desmayo fue
sin duda genuino). El príncipe, el general y yo corrimos en su
auxilio; hubo otros que también prestaron ayuda en ese difícil
trance, incluso algunas señoras. Sacamos a la infeliz de aquel
infierno y la llevamos a su carruaje, pero no volvió en sí hasta
que llegamos a su casa, y su primer grito fue una vez más para
Andrei Antonovich. Con el colapso de todas sus ilusiones, lo
único que le quedaba era su marido. Mandaron a buscar un
médico.

Y me quedé allí una hora entera y el príncipe hizo lo propio. El


general, en un impulso de generosidad (aunque también había
recibido un buen susto), quería permanecer toda la noche
«junto al lecho de la infeliz», pero al cabo de diez minutos se
quedó dormido en un sillón de la sala, donde lo dejamos en
espera todavía del médico.

El jefe de policía, que había ido a toda prisa del baile al fuego,
había logrado sacar del salón a Andrei Antonovich después de
salir nosotros y quería que montara en el carruaje con su
esposa, tratando a todo trance de convencer a Su Excelencia
de que debía «descansar». Pero por algún motivo no lo
consiguió. Andrei Antonovich no quería, por supuesto, que le
hablaran de descanso; lo que quería era acudir al fuego, pero
eso no era razón bastante. El jefe de policía acabó por
llevárselo en su propia troika a ver el incendio. Más tarde dijo
que durante el trayecto Lembke iba gesticulando y

826
«proponiendo a voz en cuello ideas que, por lo extraordinarias,
era imposible poner en práctica». Más

adelante se hizo constar en un informe oficial que en tal ocasión


Su Excelencia estaba delirante a consecuencia de un shock
traumático.

No hay por qué detallar cómo acabó el baile. En él


permanecieron unas cuantas docenas de juerguistas y con ellos
algunas señoras. No había policía. A la banda la obligaron a
quedarse y a los músicos que intentaron irse los golpearon de lo
lindo. En la madrugada se echó abajo la «tienda de Prohorych»,
se bebió sin tino, se bailó de la manera más descocada, se
cubrieron las salas de inmundicia; y sólo al amanecer algunos
de los jaraneros, borrachos perdidos, se presentaron en el lugar
del incendio para cometer allí nuevos desmanes. Los demás se
quedaron dormidos en los salones, beodos como cubas,
tumbados en los divanes de terciopelo y en el suelo mismo. Por
la mañana, tan pronto como fue posible, los sacaron a la calle
arrastrándolos por los pies. Así terminó el festival a beneficio de
las institutrices de nuestra provincia.

El incendio espantó a la gente del otro lado del río que estaba
en el baile cabalmente porque había sido intencionado. Es
curioso que al primer grito de

827
«¡Fuego!» sucediera al momento otro de «¡Los obreros de
Shpigulin!». Ahora consta que, en efecto, tres de ellos habían
tomado parte en el incendio, pero ninguno más; los demás
obreros de la fábrica fueron exculpados tanto por la opinión
general como por las autoridades. Además de esos tres
bribones (de los cuales uno ha sido detenido y ha confesado y
los otros dos se han dado a la fuga), no hay duda de que Fedka
el presidiario también participó en el incendio. Esto es todo lo
que de cierto se sabe hasta el momento sobre el origen de la
conflagración; pero en cuanto a conjeturas, las hay de toda
índole. ¿Cuál fue el motivo que impulsó a esos tres bribones?
¿Habían o no cumplido instrucciones de alguien? A estas
preguntas es difícil contestar incluso hoy.

El fuego, por el fuerte viento y porque casi todas las casas de


ese arrabal eran de madera y habían sido incendiadas en tres
sitios distintos a la vez, se extendió velozmente y envolvió una
cuarta parte del barrio con increíble furia (en realidad, había
sido prendido en dos puntos extremos; el tercer incendio había
sido atendido a tiempo y dominado casi al instante mismo de
empezar, de lo cual nos ocuparemos más adelante). Sin
embargo, los periódicos de Petersburgo y Moscú exageraron el
alcance de nuestro infortunio; ardió no más (y quizá menos) de
una cuarta parte del arrabal, hablando en términos generales.
Nuestro cuerpo de bomberos, aunque insuficiente para la
extensión y la población de nuestra ciudad, actuó, no obstante,
con gran eficacia y devoción. Pero no habría podido hacer gran

828
cosa, aun con la enérgica ayuda del vecindario, si el viento, que
se calmó de improviso al amanecer, no hubiera cambiado de
dirección. Cuando llegué al arrabal, sólo una hora después de
nuestra huida del baile, el fuego estaba en su apogeo. Ardía
una calle entera paralela al río. Había tanta luz como de día. No
trataré de describir en detalle el cuadro que ofrecía el incendio:
¿quién no lo conoce en Rusia? En las calles contiguas a la que
ardía el barullo y las apreturas eran extraordinarios. Se suponía
que el fuego se propagaría de seguro por allí y los vecinos
sacaban sus enseres, pero no abandonaban sus viviendas y, a
la expectativa, seguían sentados en los baúles y colchones que
habían sacado, cada uno bajo sus propias ventanas. Parte del
vecindario masculino se ocupaba en la dura labor de derribar
las empalizadas y aun de echar abajo tugurios enteros que
estaban cerca del fuego o del lado de donde venía el viento.
Sólo lloraban los niños a quienes acababan de despertar y
gemían las mujeres que habían conseguido rescatar sus
ajuares. Los que todavía no lo habían conseguido proseguían su
trabajo en silencio y los iban sacando resueltamente a la calle.
Las chispas y las ascuas volaban por todos lados y se intentaba
apagarlas en lo posible. Junto al fuego mismo se agolpaban los
espectadores que habían venido corriendo de todos los puntos
de la ciudad. Unos ayudaban a extinguirlo, otros se limitaban a
mirarlo. Un gran incendio nocturno produce siempre una
impresión tan provocativa como excitante; de ahí el atractivo
de los fuegos artificiales; pero en el caso de la pirotecnia, la
disposición del fuego en pautas regulares y graciosas, al par

829
que la falta total de peligro, producen un efecto jovial y ligero,
análogo al de una copa de champaña. Un incendio real es algo
muy diferente, ahí el horror y cierta sensación de peligro
personal, junto con la notoria impresión excitante de un
incendio nocturno, producen en el espectador (por supuesto, si
no es su casa la que arde) una conmoción y un reto, por así
llamarlo, al instinto de destrucción que, ¡ay!, yace en el espíritu
de todo hombre, aun en el del más

pusilánime y hogareño funcionario público de baja categoría...


Esta oscura sensación causa siempre deleite. «Yo, la verdad, no
sé si es posible contemplar un incendio sin sentir algún placer».
Esto, al pie de la letra, fue lo que me dijo Stepan Trofimovich
cuando volvió de un incendio nocturno que había presenciado
por casualidad, y todavía bajo la primera impresión que le
produjo. Ello no quita, por descontado, que quien gusta de los
incendios nocturnos se lance sin vacilar a las llamas para salvar
a un niño o a una anciana; pero eso ya es otra cuestión.

Siguiendo de cerca la multitud de curiosos, llegué sin tener que


preguntar al sitio principal y más peligroso, donde por fin vi a
Lembke, a quien venía a buscar por encargo de la propia Iulia
Mihailovna. Su situación era sorprendente, insólita. Estaba de
pie sobre una valla destrozada; a treinta pasos a su izquierda
se alzaba el esqueleto ennegrecido de una casa de madera de
dos pisos, ya casi carbonizada del todo, con agujeros en lugar
de ventanas, el techo hundido, y llamas que aún culebreaban

830
entre el rescoldo de las vigas. En el fondo del patio, a unos
veinte pasos de la casa incendiada, empezaba a arder una
casita anexa a aquélla, también de dos pisos, y a salvarla iban
encaminados los ímprobos esfuerzos de los bomberos. A la
derecha, los bomberos y los que no lo eran concentraban sus
afanes en un edificio grande de madera que no ardía, aunque
en él había prendido ya el fuego algunas veces, y estaba
condenado a arder sin remisión. Lembke gritaba y gesticulaba
ante la casita y daba órdenes que nadie cumplía. Pensé al
principio que lo habían dejado allí adrede y que nadie se
ocupaba ya de él. En todo caso, aunque rodeado por una densa
y abigarrada multitud, en la que junto a personas de toda
condición se veía a algunos caballeros y aun al arcipreste de la
catedral, y aunque todos lo escuchaban con curiosidad y
asombro, nadie trataba de hablar con él o llevárselo de allí.
Pálido y con ojos fulminantes, Lembke decía las cosas más
extrañas; para colmo, tenía la cabeza al descubierto, pues
había perdido el sombrero hacía largo rato.

—¡Es un incendio intencionado! ¡Esto es nihilismo! ¡Si algo arde,


es nihilismo! —le oí gritar, casi con espanto; y aunque ya no
había de qué asombrarse, la realidad siempre tiene algo de
chocante.

—Excelencia —dijo un guardia que de pronto corrió a su lado—,


¿no sería mejor que se fuera a descansar a casa...? Porque es
peligroso para Vuestra Excelencia incluso permanecer aquí...

831
Este guardia, según supe después, había sido destinado por el
jefe de policía a vigilar de cerca a Andrei Antonovich y tratar a
todo trance de llevárselo a casa, y en caso de peligro recurrir
incluso a la violencia, encargo que a todas luces era superior a
sus fuerzas.

—Secarán las lágrimas de los siniestrados, pero reducirán a


cenizas la ciudad. Son esos cuatro granujas, cuatro y medio.
¡Que detengan al granuja! No es más que él, porque los otros
cuatro y medio son víctimas de la calumnia. Se insinúa
rastreramente en la honra de las familias. Se han aprovechado
de las instituciones para pegar fuego a las casas. ¡Es una
vergüenza! ¡Una vergüenza!

¡Ay! Pero, ¿qué hace ese hombre? —gritó al ver a un bombero


en el caballete del tejado de la casita que ardía; bajo él, el
incendio había consumido ya el resto del tejado y a su
alrededor prendían las llamas—. ¡Bajadlo, bajadlo! ¡Que se va a
caer! ¡Que se va a prender fuego! ¡Apagadlo! Pero ¿qué hace
allí?

—Está apagando el fuego, Excelencia.

—Difícilmente podrá hacerlo. El fuego está en el cerebro de la


gente, no en el tejado de las casas. ¡Bajadlo y dejad lo demás!
¡Es mejor dejarlo todo! ¡Dejarlo

832
todo! ¡Que se apague por sí solo! Dios santo, ¿quién está
llorando ahí? ¡Una vieja! ¡Está chillando una vieja! ¿Cómo es que
la habéis olvidado?

Efectivamente, en la planta baja de la casita en llamas gritaba


una anciana, pariente octogenaria de un comerciante dueño de
la vivienda. Pero no la habían olvidado, sino que había vuelto a
la casa cuando aún era posible con la idea insensata de sacar
su jergón de un rincón al que aún no habían llegado las llamas.
Jadeando por causa del humo y chillando por el calor, puesto
que el cuchitril estaba ardiendo, trataba a toda costa de hacer
salir el jergón, empujándolo con sus manos débiles, por el
marco de una ventana ya sin cristales. Lembke corrió a
ayudarla. Todos vieron cómo se precipitaba a la ventana,
agarraba el jergón de una punta y, con toda la fuerza de que
era capaz, empezaba a sacarlo del marco a tirones. Por
desgracia, en ese mismo momento se desprendió del tejado un
tablón y cayó sobre el infeliz. No lo mató, pues sólo le dio de
refilón en el cuello, pero bastó para dar fin a la carrera de
Andrei Antonovich, al menos en nuestra provincia; el golpe lo
derribó y cayó al suelo sin sentido.

Despuntó, por fin, el alba, adusta y sombría. Menguó el


incendio; después del viento llegó de improviso la calma,
acompañada poco después por una llovizna que caía
lentamente, como a través de una criba. Para entonces estaba
yo en otro sector del arrabal, lejos del sitio donde Lembke había
sufrido el golpe, y allí, entre la muchedumbre, oí comentarios

833
extrañísimos. Se había descubierto un hecho insólito: en el
confín del arrabal, en un descampado que había más allá de
las huertas, a no menos de cincuenta pasos de otros edificios,
se alzaba una casita de madera, recién construida, y esa casa
aislada había ardido al comienzo del incendio, casi antes que
las demás. Aun si se hubiera quemado del todo, no habría
podido propagar sus llamas a otros edificios de la ciudad; y al
revés, aun si se hubiera quemado el arrabal entero, esa casa
habría sido la única en quedar indemne por muy fuerte que
hubiese sido el viento. Resultaba, pues, que había ardido
separadamente, y que, por lo tanto, algo extraño había en ello.
Pero lo significativo era que no había ardido por entero, y que
en su interior, al romper el día, fueron descubiertas cosas
sensacionales. El dueño de esa casa nueva, un artesano que
vivía en un barrio contiguo, corrió a ella en cuanto vio el fuego y
logró apagarlo, dispersando con ayuda de unos vecinos los
leños en llamas que habían sido apilados junto a una de las
paredes laterales. Pero en la casa había inquilinos; un capitán
bien conocido en la ciudad, su hermana y una criada anciana; y
estos tres inquilinos, el capitán, su hermana y la criada, habían
sido asesinados durante la noche y, por lo visto, robados. (Fue
ahí adonde se había dirigido el jefe de policía cuando Lembke
trataba de rescatar el jergón).

A la mañana se difundió la noticia, y una enorme masa de


gente de toda índole, incluso los siniestrados por el incendio del
arrabal, corrieron al descampado y la nueva casa. Tanta gente

834
se aglomeró allí que era difícil abrirse paso. Al momento me
dijeron que habían encontrado al capitán degollado, vestido y
sobre un banco, que seguramente lo habían asesinado cuando
estaba ebrio y no se había dado cuenta de nada, y que había
sangrado «como un toro»; que su hermana, María Timofeyevna,
había sido «cosida a puñaladas» y yacía en el suelo junto a la
puerta, de modo que seguramente había estado despierta y
había resistido y forcejeado con el asesino. La criada, que
probablemente había estado despierta también, tenía hundido
el cráneo. Según el dueño de la casa, el capitán había ido a
visitarlo en la mañana de la víspera. Estaba borracho, presumía
del mucho dinero que tenía y le enseñó unos doscientos rublos.
En el suelo encontraron vacío el viejo portamonedas verde del
capitán; pero el baúl de

su hermana estaba intacto, lo mismo que la montura de plata


del icono; tampoco se había tocado la ropa del capitán.
Quedaba claro que el ladrón llevaba prisa, que era alguien que
conocía los asuntos del capitán y había venido sólo por el
dinero y que sabía dónde encontrarlo. Si el dueño de la casa no
hubiera llegado en ese momento, la leña encendida
seguramente habría prendido fuego a la casa y «habría sido
difícil conocer la verdad a la vista de los cadáveres calcinados».

Así me contaron el caso. Se añadía otro detalle, a saber, que


quien había alquilado esa vivienda para el capitán y su
hermana no había sido otro que Stavrogin, Nikolai

835
Vsevolodovich, hijo de la generala Stavrogina, que él mismo
había venido a cerrar el trato y hubo de recurrir a la persuasión
porque el dueño de la casa no quería alquilarla por destinarla a
taberna, pero que Nikolai Vsevolodovich no regateó en cuanto
al alquiler y pagó medio año por adelantado.

—El incendio no ha sido casual —se oía decir entre el gentío.

Pero la mayoría callaba. Las caras eran torvas, pero no eché de


ver señales de indignación. En torno de mí, sin embargo, se
seguía hablando de Stavrogin, de que la mujer asesinada era su
esposa, de que la víspera había raptado «en forma deshonesta»
a una muchacha, hija de la generala Drozdova, una de las
mejores familias de la ciudad, y de que por ello se había
presentado una denuncia ante las autoridades de Petersburgo.
Se decía también que indudablemente su mujer había sido
asesinada para que él pudiera casarse con la señorita
Drozdova.

Skvoreshniki estaba sólo a dos versas y media, y recuerdo


haber pensado si no debería ir a avisarles. Por otra parte, no vi
a nadie que estuviera tratando de soliviantar a la multitud,
aunque entre ella, si he de ser sincero, vi a dos o tres de los
truhanes del buffet que por la mañana habían acudido al
incendio y a quienes reconocí al momento. Recuerdo en
particular a un sujeto de la clase artesana, alto y delgado, de
pelo rizado, bebedor habitual y tan sucio que parecía untado de
hollín. Era cerrajero de oficio, según supe después. No estaba
borracho, pero en contraste con la muchedumbre ceñuda y

836
pasiva, daba muestras de enajenación. No cesaba de hablar a
los allí congregados, pero no recuerdo sus palabras. Todo lo que
decía de forma coherente se reducía a

«Muchachos, ¿qué es eso? ¿Es que no vamos a hacer nada?», y


al decirlo gesticulaba con los brazos en alto.

TERCER CAPÍTULO: Final de unos posibles amores

El incendio se veía con absoluta claridad desde el salón de


Skvoreshniki (el mismo salón donde se entrevistaron por última
vez Varvara Petrovna y Stepan Trofimovich). Cuando amanecía,
a las seis, Liza contemplaba desde la última ventana de la
derecha, el rojizo resplandor que se apagaba en el cielo. Estaba
sola en la habitación. Usaba el vestido de la víspera, el mismo
de fiesta en que había asistido a la «lectura»: espléndido, verde
claro y cubierto de encaje pero ahora estaba un poco arrugado,
puesto deprisa y con descuido. De pronto notó que no había
abrochado bien el corpiño, se ruborizó, se lo arregló
correctamente, recogió el chal rojo que había tirado sobre el
sillón el día anterior y se lo puso en el cuello. Su abundante
cabellera caía en bucles desordenados sobre el hombro derecho
por debajo del chal. Tenía cara de cansancio y preocupación,
pero a pesar de su gesto adusto, le brillaban los ojos. Una vez
más volvió a la ventana y apoyó la cabeza ardiente sobre el frío

837
cristal. Cuando se abrió una puerta, entró Nikolai
Vsevolodovich.

—He mandado a un joven a caballo con un encargo —dijo—. En


diez minutos sabremos todo. Mientras tanto, la servidumbre
habla sobre el incendio provocado en el arrabal al otro lado del
río, en la orilla, a la derecha del puente. El fuego que se inició a
la medianoche ahora se está apagando.

No se acercó a la ventana, se detuvo a tres pasos de Liza, pero


ella ni se movió para mirarlo.

—Según el calendario debería haber amanecido hace una hora,


pero es casi de noche todavía —dijo ella irritada.

—Los calendarios suelen mentir —dijo él con amable sonrisa,


pero sintió vergüenza y aclaró—: No tiene sentido vivir
pendiente del calendario, Liza.

Molesto consigo mismo por la nueva tontería que había dicho,


dejó de hablar. Liza sonrió con afectación.

—Está usted tan triste, que noto que ni siquiera puede


hablarme. Pero serénese, lo que dice es cierto: vivo siempre
según el calendario. Cada paso que doy se ajusta al calendario.
¿Le sorprende?

Se alejó rápidamente de la ventana y se sentó en un sillón.

—Siéntese, por favor. No nos queda mucho tiempo para estar


juntos y quiero hablar con franqueza... ¿Por qué no lo hace
también usted?

838
Nikolai Vsevolodovich se sentó a su lado y con gran cuidado,
que se podría entender como gran timidez, le tomó la mano.

—¿Qué quieres decirme con todo esto, Liza? ¿De dónde has
sacado estas maneras? ¿Qué quieres decir con eso de que «no
nos queda mucho tiempo para estar juntos»? Se trata ya de la
segunda frase misteriosa que debo escucharte decir desde que
te despertaste.

—¿Lleva la cuenta ahora usted de mis frases misteriosas? —rió


ella—.

¿Recuerda que anoche cuando entré aquí dije que era una
mujer muerta? Veo que usted ha considerado necesario
olvidarse de ello. Olvidarlo o no notarlo.

—No comprendo, Liza. ¿Qué significa muerta? Hay que vivir


porque...

—¿No continúa? Ha terminado su locuacidad. Yo tuve mi


momento en este mundo y eso basta. ¿Recuerda a Hristofor
Ivanovich?

—No —dijo él frunciendo el ceño.

—¿Hristofor Ivanovich? ¿En Lausana? Se aburría usted


muchísimo con él. El hombre éste entornaba la puerta, pasaba
su cabeza mientras decía: «Vengo

sólo un minuto» y se quedaba todo el día. Muy bien, no quiero


parecerme a Hristofor Ivanovich y pasar aquí el santo día.

839
Él dejó ver una expresión de dolor.

—Liza, no me gusta ese modo malsano de hablar. Es además


una actitud absolutamente negativa, sólo puede traerle daño.
¿Y todo esto, para qué? ¿Con qué objetivo? —le brillaban los
ojos—. ¡Liza —exclamó—, te juro que ahora te quiero más que
ayer, cuando viniste!

—¡Qué extraña confesión! ¿Por qué ayer y hoy y por qué esas
comparaciones?

—No me dejarás, ¿verdad? —continuó él casi desesperado—.


Hoy mismo nos iremos juntos, ¿qué piensas?

—¡No me apriete tanto la mano, que me lastima! ¿Y a dónde


iríamos juntos hoy? ¿Donde otra vez pudiéramos «resucitar de
entre los muertos»? No, basta ya de experimentos...; esto es
excesivamente lento para mí. Además, tampoco soy capaz. Es
muy apresurado. Si vamos a alguna parte, será a Moscú, a
hacer visitas y recibirlas. Sabe usted que ése es mi ideal. Nunca
le he ocultado qué clase de persona soy, ni siquiera en Suiza. Y
ya que no podemos ir a Moscú y hacer visitas porque usted
está casado, no veo por qué debemos hablar de este asunto.

—Liza, ¿entonces qué pasó ayer?

—Lo que pasó ayer ya ha pasado.

—¡Es imposible! ¡Es cruel!

—Lo es. Sopórtelo porque en verdad es cruel.

840
—Se está vengando de mí por el capricho de ayer —murmuró él
sonriendo con malicia. Liza enrojeció.

—¡Cuánta mezquindad!

—¿Entonces por qué me ofreció usted... «tanta felicidad»?


Tengo derecho a saberlo.

—No. Tendrá usted que acostumbrarse a vivir sin derechos. No


haga que la estupidez acentúe aún más la mezquindad de sus
suposiciones. Por cierto, ¿es que le teme usted a la opinión
pública? ¿Que lo censuren por «tanta felicidad»? Si es así, no se
preocupe. No tiene usted la culpa de lo que pasó, usted no es
responsable de nada. Ayer, cuando abrí la puerta de esta casa,
usted ni siquiera sabía quién iba a entrar. Sí, en efecto, fue sólo
un capricho mío, como acaba usted de decir; nada más. Puede
usted mirar a cualquiera cara a cara, con aire cándido y
triunfal.

—Tus palabras y esa sonrisa me hielan de espanto desde hace


una hora. Esa «felicidad» de la que hablas con tanto rencor
significa... todo para mí.

¿Cómo viviré sin ti ahora? Te juro que ayer te quería menos.


¿Por qué me quitas todo hoy? ¿Sabes lo que era para mí esta
nueva esperanza? He pagado por ella con la vida.

—¿La propia o la ajena?

Él se puso de pie de un salto.

—¿Qué quieres decir con eso? —interpeló mirándola fijamente.

841
—Saber si ha pagado por ella con su vida o con la mía; eso es lo
que he preguntado. ¿O es que ya ni siquiera comprende usted?
—Liza preguntó sonrojándose—. ¿Por qué este sobresalto de
pronto? ¿Por qué me mira de ese modo? Me asusta usted. ¿Qué
teme? Hace tiempo que noto que usted tiene miedo, ahora,
precisamente ahora, en este instante... ¡Santo cielo, qué pálido
está usted!

—Liza, si sabes algo, te juro que yo no... y que no hablaba en


absoluto de eso cuando decía lo de pagar con la vida...

Finalmente, una sonrisa lenta y pensativa brotó de sus labios.


Se sentó despacio, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió el
rostro con las manos.

—Un mal sueño, una pesadilla... Hablábamos de dos cosas


distintas.

—Yo no sé de qué hablaba usted... ¿En verdad no sabía ayer


que lo dejaría hoy? ¿Lo sabía o no lo sabía? No mienta, ¿sí o no?

—Sí, lo sabía... —confesó él con voz opaca.

—Entonces ¿qué más quiere? Lo sabía usted y se «reservó» ese


momento.

¿Qué otras cuentas nos quedan por arreglar?

—Dime toda la verdad —gritó él profundamente acongojado—.


Ayer, cuando abriste mi puerta, ¿sabías que la abrías sólo por
una hora?

842
Ella lo miró con aborrecimiento.

—Evidentemente la persona más seria puede hacer las


preguntas más inesperadas. ¿Qué lo preocupa a usted tanto?
¿Que una mujer lo deje a usted primero y no usted a ella? Sepa,
Nikolai Vsevolodovich, que mientras he estado aquí me he dado
cuenta de que usted ha sido considerablemente generoso
conmigo, y eso no puedo soportarlo.

Él se levantó y caminó apenas unos pasos por la habitación.

—Bien. Supongo que así debía terminar la cosa... Pero ¿cómo ha


podido ocurrir todo esto?

—¿Y eso qué importa? Lo que importa es que usted lo sabe


perfectamente y lo entiende mejor que nadie. Además, usted ya
sabía que las cosas iban a ocurrir de este modo. Soy una
señorita de la buena sociedad, mi corazón se ha formado en la
ópera. Fue así como todo empezó. Ésa es la única explicación.

—No comprendo.

—No debe sentirse herido en su vanidad. Todo comenzó como


algo muy bello, que no he podido prolongar. Anteayer, cuando
lo «insulté» ante todos y usted me contestó como un respetuoso
caballero, llegué a casa e inmediatamente sospeché que usted
me rechazaba por estar casado y no por despreciarme
simplemente, y eso fue, siendo yo una señorita de buena
sociedad, lo que más temía. Imaginé, qué ilusa, que usted
estaba intentando protegerme al evadirme. En este errado
pensamiento puede advertir usted cuánto aprecio su

843
generosidad. Fue en ese momento en que apareció Piotr
Stepanovich para aclararme todo. Él me confió que usted no
sabe qué decisión tomar con respecto a una gran idea que
tiene, idea ante la cual ni él ni yo somos nada, pero que en todo
caso yo soy un obstáculo para usted. Dijo que él también
estaba involucrado; quería que los tres siguiéramos unidos y me
habló de historias harto fantasiosas que incluyen un barco y
unos remos de arce de una canción rusa. Le di mis felicitaciones
por su excelsa condición de poeta, cumplido que aceptó como
si fuera sincera. Y como yo sabía además que mi arrojo sólo
duraría un momento, decidí dar el paso. Eso es todo y nada
más; ya no más explicaciones, por favor. Acabaríamos
peleando. No tema usted a nadie, que yo me echo toda la
culpa. Soy una chica perversa, antojadiza. Fue ese barco de
ópera lo que me sedujo. Soy una señorita... Y, ¿sabe?, seguía
creyendo que estaba usted enamoradísimo de mí. No desprecie
a una tonta ni se ría de esta lagrimita que acabo de lanzar. Me
gusta muchísimo llorar cuando «tengo lástima de mí misma».
Pero basta, basta. No sirvo para nada, ni usted tampoco sirve
para nada. Los dos hemos fallado, cada uno a su manera;
consolémonos con eso. Al menos así no sufrirá nuestra vanidad.

—¡Una pesadilla! —gritó Nikolai Vsevolodovich retorciéndose las


manos y deambulando por la sala—. Pobrecita Liza, ¿qué has
hecho de ti?

844
—Me he quemado los dedos y nada más. ¿También usted llora?
Pórtese con más decoro, sea indiferente...

—¿Por qué, por qué viniste?

—¿No se da cuenta de que se está poniendo en ridículo ante la


opinión pública con esta clase de preguntas?

—¿Por qué te has arruinado de manera tan horrible y tan


estúpida? ¿Qué haremos ahora?

—¿Y éste es Stavrogin, el «vampiro» Stavrogin, como gusta


nombrarlo una señora de aquí que está enamorada de usted?
Que le quede claro. He cambiado mi vida entera por una hora y
estoy satisfecha. Cambie usted también la suya..., pero, claro,
usted no tiene por qué hacerlo. Tendrá todavía muchas «horas»
y muchos «momentos».

—Los mismos que tú. Te doy mi palabra formal. ¡Ni una hora
más que tú!

Él seguía caminando por la sala y no vio la fugaz pero


penetrante mirada de Liza en la que de pronto parecía asomar
la esperanza. Pero ese rayo de luz se apagó al momento.

—¡Liza, si supieras lo que me cuesta mi imposible sinceridad de


ahora! ¡Si pudiera revelarte...!

—¿Revelarme? ¿Quiere usted revelarme algo? ¡Dios me proteja


de sus revelaciones! —con cara dominada por el terror dijo esto
último. Él, contenido, esperó inquieto.

845
—Debería decirle que ya cuando estábamos en Suiza presentí
que escondía en lo más profundo de su alma algo horroroso,
repugnante y sangriento, algo que al mismo tiempo lo hace
parecer sumamente ridículo. Ahórrese decirme si es verdad,
porque haré de usted el hazmerreír de la gente. Me reiré de
usted el resto de su vida... ¡Ay! ¿Se pone pálido otra vez? ¡No lo
haré, no lo haré! Ya me voy —dijo levantándose de pronto con
gesto despectivo.

—¡Hostígame, mátame, descarga en mí tu rabia! —gritó él


desesperado—. Estás en todo tu derecho. Sabía que no te
quería y te he deshonrado. Sí, «me reservé el momento». Tenía
la esperanza... No pude resistir el fulgor que me llegó al corazón
cuando por voluntad propia viniste anoche, sola. De pronto creí
que te quería... Casi lo podría creer ahora.

—A tal acto de sinceridad le respondo con la misma moneda: no


quiero jugar el papel de una enfermera caritativa. Es posible
que finalmente sea una enfermera si no encuentro manera
conveniente de morir pronto; pero si llego a serlo, no lo seré
para usted, aunque sin duda lo necesita más que un cojo o un
manco. Siempre he creído que usted me llevaría a un lugar
donde habría una araña enorme y maligna, del tamaño de un
hombre, y que allí pasaríamos toda la vida observándola y
temiéndole. En eso acabaría nuestro amor. Vuelva usted a
Dasha; ésa irá con usted adonde quiera llevarla.

—Y usted no puede dejar de recordarla incluso ahora.

846
—¡Pobre perrita! Déle mis saludos. ¿Sabe ella que ya en Suiza se
la reservaba usted para la vejez? ¡Hay que ver lo considerado
que es usted! ¡Qué previsión! ¡Ay! ¿Quién está ahí?

En el fondo de la sala se entreabrió una puerta, asomó una


cabeza y enseguida desapareció.

—¿Eres tú, Aleksei Yegorovich? —preguntó Stavrogin.

—No, soy sólo yo —dijo Piotr Stepanovich medio asomándose


de nuevo—.

¿Cómo está usted, Lizaveta Nikolayevna? En todo caso, buenos


días. Sabía que

los encontraría en esta sala. Vengo sólo un momento, Nikolai


Vsevolodovich. Lo lamento, pero necesito absolutamente decirle
dos palabras..., apenas dos.

Stavrogin fue hacia la puerta, pero a los tres pasos se volvió a


Liza.

—Liza, si ahora oyes algo quiero que sepas que la culpa es mía.

Ella se estremeció y le miró recelosa, pero él salió


apresuradamente de la

sala.

847
Piotr Stepanovich se había asomado desde una amplia
antesala de forma oval. Hasta ese momento Aleksei Yegorovich
había estado sentado allí, pero apenas llegó, el visitante le
ordenó que se fuera. Nikolai Vsevolodovich cerró tras de sí la
puerta de la sala y se dispuso a escuchar. Piotr Stepanovich le
lanzó una mirada fugaz e indagadora.

—Bueno, ¿qué pasa?

—Ya lo sabe muy bien —empezó Piotr Stepanovich con rapidez,


como intentando horadar con los ojos el alma de Stavrogin—,
entonces ninguno de nosotros, por supuesto, tiene la culpa de
nada y usted menos que nadie, porque... es una coincidencia
tal..., una combinación de circunstancias..., en fin, que
legalmente no pueden probar nada contra usted, y he venido a
decírselo lo más pronto que pude.

—¿Abrasados? ¿Asesinados?

—Asesinados, pero no abrasados; eso sí que es mala suerte.


Pero le doy mi palabra de honor de que yo no tengo la culpa,
por mucho que sospeche usted de mí..., porque quizá sospecha
de mí, ¿no es eso? ¿Quiere que le diga la verdad? Lo cierto es
que a mí se me cruzó tal idea; usted mismo me la dio, no en
serio, claro está, sino en broma (usted nunca habría dicho en
serio semejante cosa), pero no lograba decidirme, y no lo
habría hecho por nada del mundo, ni por cien rublos, porque en
ello no hay ventaja alguna, quiero decir para mí, para mí... — se
apresuraba mucho y no daba tregua a la lengua—. Pero vea

848
qué coincidencia de circunstancias. Di a ese borrachín idiota de
Lebiadkin doscientos treinta rublos de mi propio bolsillo
(observe que fueron de mi propio bolsillo; del de usted no ha
salido ni un rublo, y lo principal es que usted mismo lo sabe).
Eso fue a última hora de anteayer; preste usted atención que
fue anteayer, y no ayer después de la «lectura»; tome nota,
porque es una coincidencia muy importante, ya que entonces
no sabía yo con certeza si Lizaveta Nikolayevna vendría aquí o
no; le di mi propio dinero sólo porque usted tuvo la idea
brillante de revelar su secreto a todo el mundo... Pero en eso no
me meto..., eso es asunto de usted..., el gesto de un caballero...;
ahora bien, debo confesar que la noticia me dejó anonadado. Y
como ya estaba hasta la coronilla de esas tragedias (y note que
hablo en serio aunque utilice términos populares) porque en
definitiva estorban a mis planes, juré quitarme de encima a los
Lebiadkin a toda costa y sin que usted lo supiera, enviándolos a
Petersburgo, sobre todo sabiendo que él mismo estaba
deseando ir allá. Sin embargo, cometí un error, di el dinero en
nombre de usted. ¿Fue un error o no? Quizá no lo fuera, ¡eh!
Escuche ahora, escuche cómo terminó la cosa...

En pleno fuego de la conversación se acercó a Stavrogin y


estuvo a punto de agarrarlo de la solapa. Stavrogin lo tomó con
fuerza del brazo.

—¿Qué demonios...? ¡Basta, hombre..., me lo va a quebrar...! Lo


importante es cómo terminó todo. A la noche le entregué dinero
suficiente para que él y su hermana se fueran al otro día bien

849
temprano; le encargué esa tarea al rufián de Liputin, es decir
que fuera él quien los pusiera en el tren y los despidiera. Pero el
tramposo de Liputin pretendió hacer una broma..., quizá lo haya
usted oído ya. En la «lectura». Escuche, escuche: los dos
estuvieron bebiendo y escribiendo versos, de los que la mitad
eran de Liputin. Éste le puso a Lebiadkin un frac; y mientras a
mí me decía que lo había metido en el tren esa mañana, lo tuvo
escondido en un cuartito de atrás para empujarlo
oportunamente a la plataforma. Lebiadkin, enseguida ya
estaba borracho y ahí comenzó el escándalo. Al capitán lo
llevaron a su casa más muerto que vivo,

mientras Liputin le sacaba doscientos rublos. Pero, por


desgracia, parece que esa mañana el capitán para presumir
había mostrado esos doscientos rublos donde no debía. Y como
eso era lo que estaba esperando Fedka, que había oído algo de
ello en casa de Kirillov (la alusión de usted, ¿recuerda?), decidió
aprovecharse. Ésa es toda la verdad. Por mi parte me parece
muy bueno que Fedka fallara al hallar el dinero, porque el muy
bandido esperaba hallar mil rublos. Buscó demasiado rápido
por temor a las brasas... Le soy sincero, ese incendio ha sido un
golpe duro para mí. No, la verdad es que ha sido algo
espantoso. Eso es despotismo... En fin, ya ve; espero tanto de
usted que no le oculto nada... Bueno, sí, la idea de provocar el
incendio ha rondado mi cabeza más de una vez pero también
es verdad que lo pensaba como recurso para más adelante,

850
para ese momento precioso en que todos nos levantaríamos y...
Y ahora ellos deciden ponerla en práctica por cuenta propia y
sin órdenes de hacerlo. En suma, que no sé nada con certeza.
He oído hablar de dos obreros de Shpigulin..., pero si han
intervenido en esto algunos de los nuestros, si uno solo de ellos
es responsable, ¡pobre de él! No, esta chusma democrática con
sus grupos de cinco no es muy útil, lo que aquí se necesita es
una magnífica y despótica voluntad, encarnada en un ídolo,
apoyada en algo firme y ajena a todo... Entonces hasta los
grupos de cinco se meterán el rabo entre las piernas sin chistar
y se dedicarán servilmente a ser útiles cuando sean requeridos
por una autoridad. De todos modos ya corre el rumor de que en
realidad lo que sucedió es que Stavrogin quemó toda la ciudad
porque en realidad lo que quería era quemar a su mujer...

—¿Ya hay rumores?

—Bueno, todavía no; la verdad es que no he oído


absolutamente nada. Pero ¿qué se puede esperar de la gente,
sobre todo de los que han perdido sus casas en el incendio?
Vox populi, vox Dei. ¿Tardaría mucho en cundir un estúpido
rumor como ése? Pero, en realidad, usted no tiene nada que
temer. Legalmente es usted inocente, y su conciencia nada
tiene que reprocharle, porque usted no quiso que ocurriera eso,
¿verdad? ¿Verdad que no lo quiso? No hay prueba alguna, sólo
una coincidencia... A menos que Fedka recuerde aquellas
palabras imprudentes que dijo usted en casa de Kirillov (¿y por

851
qué las dijo usted?), pero tampoco eso prueba nada, además a
Fedka se le tapa la boca hoy mismo, yo me encargo...

—¿Los cadáveres no quedaron carbonizados?

—En absoluto. Esta pobre gente no hace nada como Dios


manda. Yo, al menos, me alegro de que esté usted tan
tranquilo..., porque si bien no tiene culpa de nada, ni siquiera
mentalmente... ya sabe lo que pasa. Y, además, confiese que
esto le viene de maravillas: ahora usted es viudo, libre y puede
casarse con una muchacha guapísima que por otra parte
cuenta con muchísimo dinero y, como si todo esto no alcanzara,
ya está en sus manos.

—Idiota, ¿me está amenazando?

—Conque idiota, ¿eh? ¡Vaya, vaya, y con qué tono lo dice!


Cualquiera en su lugar se alegraría, pero usted... He venido
corriendo a avisarle cuanto antes... ¿Y por qué lo amenazaría?
¿Qué ganaría con las amenazas? Lo que necesito es su buena y
libre voluntad, y no que venga a mí por miedo. Usted es la luz y
el sol... Soy yo el que le teme a usted, y no usted a mí. Yo no soy
Mavriki Nikolayevich... Cuando venía en mi coche volando hacia
aquí vi a Mavriki Nikolayevich junto a la valla en el fondo de su
jardín... con el gabán empapado; ¡habrá estado allí toda la
noche! ¡Qué rareza! ¡Hay que ver hasta dónde puede llegar la
locura de la gente!

—¿Mavriki Nikolayevich? ¿De verdad?

852
—De verdad, de verdad. Estaba sentado junto a la valla del
jardín..., pienso que está a unos treinta pasos de aquí. Pasé
junto a él a la carrera, pero me vio.

¿Usted no lo sabía? Entonces me alegro de haberle avisado. Un


sujeto como ése puede resultar muy peligroso si lleva revólver.
Además, siendo de noche, y con el lodo que hay, y con el
resentimiento natural... ¡Porque hay que ver la situación en que
queda! ¡Ja, ja! ¿Por qué está allí cree usted?

—Porque está esperando a Lizaveta Nikolayevna.

—¡Ajá! ¿Y por qué ella se iría con él? ¡Y con esta lluvia! ¡Qué
idiota!

—Ella se irá.

—¡No me lo diga! ¡Ésa sí que es noticia! Por lo tanto... Pero,


escúcheme, la situación de ella ha cambiado por completo.
¿Para qué querría ahora a Mavriki? Ahora usted es libre, viudo,
y puede casarse con ella mañana mismo. Ella todavía no lo
sabe, pero déjemelo a mí, que lo arreglo todo en un periquete.

¿Dónde está? Hay que darle la gran noticia.

—¿La gran noticia?

—Claro, vamos.

—¿Y usted piensa que no va a adivinar lo que significan esos


cadáveres? — preguntó Stavrogin frunciendo el ceño nervioso.

853
—Claro que no —contestó Piotr Stepanovich como si no se diera
cuenta de nada—, porque comprenda que legalmente... ¿Y si lo
adivina, qué? Las mujeres saben cómo sacarse de encima esas
cosas. ¡Cómo se ve que no conoce usted todavía a las mujeres!
Además, a ella le conviene casarse con usted, porque
evidentemente se ha puesto en situación comprometida. Sin
contar que yo ya le he hablado de lo del «barco». Porque noté
que lo del «barco» le causaba efecto, ya que es ese tipo de
chica. No se preocupe, que ella pasará por encima de esos tres
cadáveres como si tal cosa, sobre todo sabiendo que usted es
completamente inocente, ¿verdad? Ella mantendrá en reserva
esos cadáveres sólo para echárselos en cara cuando lleven
casados dos o tres años. Toda mujer, cuando se casa, se
reserva algo por el estilo del pasado de su marido, pero ya para
entonces, ¿qué no pasará en un año? ¡Ja, ja, ja!

—Si ha venido usted en coche, llévela adonde está Mavriki


Nikolayevich. Acaba de decirme que no me soporta, que me
deja. De modo que no aceptará el mío.

—Entonces, ¿es cierto que se va? ¿Por qué motivo? —preguntó


Piotr Stepanovich con mirada atontada.

—Pude comprender esta misma noche que en realidad no la


quiero... cosa que, de alguna manera, supe siempre.

—¿Y eso es cierto? —preguntó Piotr Stepanovich sinceramente


sorprendido—. Porque si eso es cierto, ¿por qué razón anoche
dejó usted que se quedara? ¿Por qué, como hombre honrado,

854
no le dijo ahí mismo que no la quería? Ha actuado como un
verdadero miserable; y además me ha hecho quedar a mí
también como un miserable.

Stavrogin lanzó una carcajada.

—Me estoy riendo de mi mono —explicó seguidamente.

—¡Ah! Ha notado usted que me estaba haciendo el tonto —y


Piotr Stepanovich también empezó a reír alegremente—. Quise
darle un rato de diversión. En cuanto vino a verme vi enseguida
en su cara que «no había tenido suerte». Quizás incluso que
había sido un completo fracaso. Apuesto —exclamó casi
sofocado de placer— a que han pasado ustedes la noche entera
en la sala, sentados uno junto a otro, malgastando un tiempo
precioso en hablar de algo

noble y elevado... Pero perdone, perdone; no es asunto mío. Yo


ya estaba seguro ayer de que la cosa terminaría tontamente.
Yo se la traje con el único propósito de divertirlo y para
probarle que no se aburrirá usted conmigo. Verá cien veces que
puedo serle útil de ese modo. Siempre me gusta agradar a la
gente. Si usted no la necesita ahora, que era lo yo esperaba
cuando venía, entonces...

—¿Así que la trajo usted sólo para divertirme?

—¿Y si no, para qué?

—¿Quizá para inducirme a matar a mi mujer?

855
—Pero ¿cómo? ¿La ha matado? ¡Eso es ser trágico!

—Da lo mismo eso ahora, usted la mató.

—¿Que yo la he matado? Le digo que no he tenido nada que


ver. De todos modos, usted me inquieta ahora...

—Continúe. Dijo usted: «Si no la necesita ahora, entonces...».

—Entonces, déjeme resolver a mí, por supuesto. La caso


tranquilamente con Mavriki Nikolayevich; y, dicho sea de paso,
no he sido yo quien lo ha puesto en el jardín de usted. ¡Que se le
quite de la cabeza! Y ahora le tengo miedo. Usted habla de mi
coche, pero apenas pasé volando junto a él... Bueno, ¿y si lleva
revólver? Menos mal que yo también llevo el mío. Aquí está —
sacó del bolsillo un revólver, lo mostró y lo escondió
enseguida—. Lo he traído porque como el camino es tan largo...
Pero yo le arreglo a usted todo enseguida; el corazoncito de ella
estará ahora añorando a su Mavriki..., al menos debiera
añorarlo... Y, ¿sabe usted?, me da lástima de la chica. En cuanto
se la lleve a Mavriki empezará enseguida a pensar en usted. Lo
colmará de alabanzas en presencia de él y él se pondrá furioso.
¡Así es el corazón de la mujer! ¿Vuelve usted a reírse? No sabe
cuánto me gusta verlo tan alegre. Bueno, vamos. Yo resuelvo lo
de Mavriki, y en cuanto a los otros..., a los que han sido
asesinados...,

¿no cree que... es mejor no decir nada por el momento? En todo


caso, ella se enterará más tarde.

856
—¿De qué se va a enterar? ¿A quién han asesinado? ¿Qué decía
usted de Mavriki Nikolayevich? —dijo Liza, abriendo de pronto
la puerta.

—¡Ah! ¿Estaba usted escuchando?

—¿Qué decía hace un instante de Mavriki Nikolayevich? ¿Lo han


asesinado?

—¡Ah! ¡Conque nos oyó usted! Tranquilícese. Mavriki


Nikolayevich está vivo y bien, de lo que puede cerciorarse usted
al momento, porque está ahí fuera, en el camino, junto a la valla
del jardín... Y, por lo visto, ahí sentado ha pasado toda la noche.
Está empapado, aun con el gabán encima... Me vio cuando
pasé en el coche.

—Eso no es cierto. Usted dijo «asesinado»... ¿Quién ha sido


asesinado? — insistió ella, ansiosa e incrédula.

—Los asesinados han sido mi mujer, su hermano Lebiadkin y la


criada que tenían —explicó Stavrogin con firmeza.

Liza se estremeció y se puso mortalmente pálida.

—Un caso tan extraño como brutal, Lizaveta Nikolayevna. Un


caso estúpido de robo —se apresuró a farfullar Piotr
Stepanovich—, sólo de robo seguido de incendio. El autor ha
sido Fedka el presidiario y la culpa ha sido del idiota de
Lebiadkin, que estuvo alardeando de su dinero frente a todo el
mundo... He venido corriendo con la noticia..., que ha sido para
mí como un mazazo en la cabeza. Stavrogin apenas podía

857
mantenerse de pie cuando se lo dije. Estábamos deliberando si
decírselo a usted enseguida o no.

Liza.

—Nikolai Vsevolodovich, ¿es verdad lo que dice? —apenas pudo


articular

—No, no es verdad.

—¿Cómo que no es verdad? —preguntó Piotr Stepanovich


desesperado—.

¿Qué quiere decir con eso?

—¡Dios santo! ¡Me vuelvo loca! —gritó Liza.

—¡Comprenda en todo caso que en este momento no está en su


cabal juicio! —exclamó a voz en cuello Piotr Stepanovich—. ¡Al
fin y al cabo, han matado a su mujer! Mire lo pálido que está...
Ha pasado toda la noche con usted, no se ha apartado de
usted un instante. ¿Cómo puede sospechar de él?

—Nikolai Vsevolodovich, dígame como si estuviéramos ante


Dios si es usted responsable o no, y yo le juro que creeré su

858
palabra como si fuera la palabra de Dios y que lo seguiré hasta
el confín del mundo. Lo seguiré, sí. Lo seguiré como un perro...

—¿Por qué quiere atormentarla, hombre fantaseador? —gritó


Piotr Stepanovich exasperado—. Lizaveta Nikolayevna, haga
conmigo lo que quiera, pero le digo que es inocente. Al
contrario, como puede usted ver, es él el destrozado y el que
delira. ¡No tiene culpa de nada, absolutamente de nada...! Eso
ha sido obra de unos ladrones a quienes seguramente
atraparán en una semana y darán una paliza... Ha sido cosa de
Fedka el presidiario y algunos obreros de Shpigulin. Así lo dice
la ciudad entera. Y eso es lo que yo creo también.

—¿De verdad? ¿De verdad? —preguntó Liza, temblando como


una condenada que espera su sentencia final.

—Yo no los he matado y me oponía a que los mataran, pero


sabía que los iban a matar y no lo impedí. Déjame, Liza —dijo
Stavrogin y entró en la sala.

Liza se cubrió el rostro con las manos y salió de la casa.

Piotr Stepanovich estuvo a punto de correr tras ella, pero


cambió de parecer y volvió al salón.

—¿Así que ése es su juego? ¿Así que ése es su juego? ¿No teme
usted nada?

—dijo lanzándose frenético sobre Stavrogin, murmurando


incoherentemente sin apenas acertar con las palabras, y con los
labios cubiertos de espuma.

859
Stavrogin, de pie en medio del salón, no contestó. Tomó con la
mano izquierda un mechón de sus cabellos y sonrió
desalentado. Piotr Stepanovich le tiró con violencia de la
manga.

—¿Se dará por vencido? ¿Con que ése es su juego?


Denunciarnos a todos a la policía mientras usted va a un
monasterio o al infierno... ¡Yo lo mato aquí mismo aunque no
me tenga miedo!

—¡Ah! ¿Es usted el que no deja de parlotear? —dijo por fin


Stavrogin notando su presencia—. ¡Corra! ¡Corra tras ella, pida
el coche, no la deje...!

¡Corra! ¡Vamos, corra! ¡Acompáñela a casa para que nadie se


entere de nada y sobre todo para que no vaya allí... donde
están los cadáveres..., los cadáveres...!

¡Métala en el coche a la fuerza...! ¡Aleksei Yegorovich! ¡Aleksei


Yegorovich!

—¡Espere! ¡No grite! Está ya en brazos de Mavriki... Mavriki no se


subirá al coche de usted... ¡Espere! ¡Hay algo más importante en
el coche!

Sacó de nuevo el revólver. Stavrogin lo miró gravemente.

—Bueno, máteme —dijo en tono tranquilo, casi resignado.

—¡Maldición! ¡Las mentiras que un hombre está dispuesto a


echarse encima! —dijo Piotr Stepanovich trémulo de rabia—.
¡Debería matarlo! ¡Y ella debiera haberle escupido! ¡Vaya

860
«barco» que es usted! ¡Viejo, agujereado y haciendo agua por
los cuatro costados! ¡Ahora aunque sólo sea por despecho,

debe despabilarse! ¿Qué le importa, si usted mismo me pide


que le levante la tapa de los sesos?

Stavrogin lanzó una extraña risotada.

—Si no fuera usted el payaso que es, quizá le habría dicho


ahora: «Sí, hágalo...». Si no fuera tan pero tan torpe.

—Puede que yo sea un payaso, pero no quiero que usted, que


es mi mejor parte, lo sea. ¿Puede entenderme?

Stavrogin entendió. Quizá sólo él habría entendido. ¿No quedó


sorprendido Shatov cuando Stavrogin le dijo que Piotr
Stepanovich tenía entusiasmo?

—¡Váyase al infierno! Mañana puede que se le ocurra algo a


este cerebro mío. Vuelva mañana.

—¿Sí? ¿Sí?

—¿Qué sé yo...? ¡Váyase al infierno! —y salió del salón.

—Quién sabe... finalmente y después de todo, salgamos


ganando — masculló Piotr Stepanovich guardándose una vez
más el revólver.

861
Fue tras los pasos de Lizaveta Nikolayevna, que todavía estaba
cerca de la casa. Aleksei Yegorovich, vestido de frac y sin
sombrero, iba caminando tras ella, caminaba con miedo y se le
escapaban unas lágrimas cuando por fin la detuvo. Mientras se
inclinaba respetuosamente le rogó que aguardara el coche.

—Regresa. El señor quiere el té y no hay nadie que se lo sirva —


dijo Piotr Stepanovich dándole un empujón y tomando a Liza
del brazo.

Ella no intentó soltarse, pero parecía no estar muy consciente


de lo que estaba haciendo.

—Debo señalarle que ha tomado el camino equivocado —


murmuró Piotr Stepanovich deprisa—. Es por aquí y no por el
jardín. Además, por ejemplo, nunca llegaríamos yendo a pie,
porque de aquí hasta su casa median tres verstas, y además no
lleva ropa como para caminar. ¡Un instante aguarde tan solo!
Tengo aquí mi coche, y el caballo está ahí en el corral. Lo traigo
en un momento, la subo y la llevo a casa sin que nadie la vea.

—¡Qué bueno es usted...! —dijo Liza amablemente.

—¡Por Dios, nada de eso! En un caso como éste cualquier


hombre de sentimientos humanitarios haría lo mismo.

Liza lo miró con sorpresa.

—¡Dios! ¡Creía que era ese viejo que todavía estaba aquí!

—Escuche. Me alegro mucho de que tome las cosas así, porque


todo esto no es más que un prejuicio estúpido. Y ya que hemos

862
llegado a este punto, ¿no será mejor que sea ese viejo el que
prepare el coche? Sería cuestión de diez minutos. Nosotros nos
volveríamos y esperaríamos en el porche. ¿Eh? ¿Qué dice?

—Yo quiero ir primero a... ¿Dónde están esos muertos?

—¡Ah! ¡Qué idea! Era eso lo que me temía... No, no, no, mejor
será que dejemos a esos pobres infelices en paz. Además, allí no
se le ha perdido a usted nada.

—Sé dónde están. Conozco la casa.

—Bueno ¿y qué importa ahora? ¡Pero, santo Dios! ¿No ve que


está lloviendo? ¿Que hay niebla? (¡Qué cruz cargo con este
deber sagrado...!). Escuche, Lizaveta Nikolayevna, una de dos: o
va conmigo en el coche, y en ese caso me espera usted aquí sin
moverse, porque si damos veinte pasos más nos verá Mavriki
Nikolayevich.

—¿Mavriki Nikolayevich? ¿Dónde? ¿Dónde?

—Bueno, si desea reunirse con él, vamos un poquito más


adelante, si usted quiere, y le enseño dónde está sentado. Y yo
me despido. En este momento no quiero acercarme a él.

—¡Dios mío! ¡Me está esperando! —exclamó ella ruborizada.

—¡Por lo que más quiera, amiga mía! ¡Si es un hombre sin


prejuicios! Sepa usted, Lizaveta Nikolayevna, que yo no tengo
nada que ver con este asunto. A mí nada me importa de él, y
usted bien lo sabe. Pero, con todo, deseo el bien de usted... Si

863
falló lo de nuestro «barco», si no era más que un casco viejo y
podrido, sólo servía para el desarma...

—¡Qué maravilla! —exclamó Liza.

—Qué maravilla y, sin embargo, está usted llorando a lágrima


viva. Lo que necesita es valor. Debe usted estar en todo a la
altura de un hombre. En estos tiempos cuando una mujer... ¡Qué
demonio! —Piotr Stepanovich estuvo a punto de escupir—. Y
sobre todo no lamentarse de nada. Quizá todo salga bien
finalmente. Mavriki Nikolayevich es hombre..., sí, bueno. Hombre
de

sentimientos, aunque no habla mucho. Lo que, bien mirado,


también está bien, con tal que, ¡obviamente!, no tenga
prejuicios...

—¡Qué maravilla! ¡Qué maravilla! —dijo Liza con risa histérica.

—Bueno, ¡qué demonio!... Lizaveta Nikolayevna —Piotr


Stepanovich acabó por enfadarse—, yo estoy aquí sólo por
usted... porque, en fin de cuentas, a mí nada me va en ello...
Anoche la ayudé cuando usted misma lo quería; ahora bien,
hoy... Pero, mire, desde aquí se puede ver a Mavriki
Nikolayevich. Mire dónde está; no nos ve. Diga, Lizaveta
Nikolayevna, ¿ha leído usted Polinka Sachs?

—¿Qué es eso?

864
—Es una novela cuyo título es Polinka Sachs. Yo la leí cuando
era estudiante... En ella figura un alto funcionario llamado
Sachs, hombre rico, que detiene a su mujer por infidelidad en
una casa de campo... Pero ¡qué demonio!, no importa. Ya verá
usted cómo Mavriki Nikolayevich pide su mano antes de que
llegue usted a casa. Todavía no nos ha visto.

—¡Ay! ¡Que no nos vea! —gritó de pronto Liza como loca—.


¡Salgamos de aquí! ¡Vámonos! ¡Al bosque!

Y dio la vuelta corriendo.

—¡Lizaveta Nikolayevna, eso es sólo cobardía! —Piotr


Stepanovich corrió tras ella—. ¿Por qué no quiere que la vea? Al
contrario, mírelo cara a cara y con orgullo... Y si es por eso...,
por lo de la virginidad..., eso es un prejuicio tan tonto... Pero ¿a
dónde va usted, a dónde va? Lo mejor es que volvamos a
Stavrogin y tomemos mi coche... Pero ¿a dónde va usted? ¡Por
ahí se va al campo...! ¡Por Dios, se ha caído...!

Se detuvo. La muchacha volaba como un pájaro, sin rumbo, y


Piotr Stepanovich quedaba ya a cincuenta pasos tras ella. Liza
tropezó en un montón de tierra y cayó. En ese momento se oyó
detrás un grito desgarrador, un grito de Mavriki Nikolayevich,
que había visto la carrera y la caída y corría hacia la joven a
campo traviesa. Piotr Stepanovich se apresuró a guarecerse
tras la verja de Stavrogin para subirse a su coche cuanto antes.

Mavriki Nikolayevich, poseído de espanto, estaba ya junto a


Liza, que se estaba incorporando, se inclinó sobre ella y tomó

865
una de sus manos. La increíble escena de ese encuentro le
había causado fuerte conmoción, y las lágrimas corrían
copiosas por sus mejillas. Veía a la mujer adorada correr como
loca a campo traviesa, a esa hora, con ese tiempo, sin otro
abrigo que el vestido vaporoso de la víspera, arrugado ahora y
tras la caída, cubierto de barro... Sin poder articular una
palabra, se quitó el gabán y con manos trémulas cubrió con él
los hombros de la joven. Y de pronto mientras ella le besaba las
manos, exclamó:

—¡Liza! ¡Soy un inútil, pero no me aleje de su lado!

—¡Vámonos de aquí cuanto antes! ¡No me abandone! —y fue


ella quien ahora, agarrándolo de la mano, lo arrastró tras sí—.
Mavriki Nikolayevich — prosiguió bajando la voz con timidez—,
allí traté de hacerme la valiente, pero ahora tengo miedo a la
muerte. Voy a morir, voy a morir pronto, pero tengo miedo,
tengo miedo de morir... —murmuraba estrujándole la mano con
fuerza.

—¡Oh, si hubiera alguien por aquí! —dijo él, mirando


desesperado a su alrededor—. ¡Cualquier caminante! ¡Se mojará
usted los pies..., va a perder usted el juicio!

—Estoy bien, estoy bien —dijo ella animándolo—. Con usted no


tengo miedo. Tómeme de la mano y lléveme... ¿A dónde vamos
ahora? ¿A casa? No, primero quiero ver a ésos a quienes han
matado. Dicen que su esposa ha sido

866
asesinada, pero él asegura que ha sido él quien la ha matado.
No es cierto,

¿verdad que no? Quiero ver con mis propios ojos a los que han
sido asesinados... por mi causa... Por ellos dejó de quererme
anoche... Los veré y lo sabré todo.

¡Deprisa, deprisa! Conozco esa casa..., allí hay fuego... Mavriki


Nikolayevich, amigo mío, no perdone a esta mujer deshonrada.
¿Por qué perdonarme? ¿Para qué llorar? ¡Golpéeme hasta
matarme ahora como a un perro!

—Nadie la está juzgando —dijo Mavriki Nikolayevich con voz


firme—. ¡Que Dios la perdone! ¡Yo no estoy indicado para ser su
juez!

Decían todo esto tomados de la mano, caminando a toda


velocidad como alucinados. Iban hacia el fuego. Mavriki
Nikolayevich no perdía la esperanza de encontrar aunque sólo
fuera un carro, pero no había ninguno por allí. Una fina llovizna
envolvía el campo entero, absorbiendo todo rayo de luz, todo
matiz, y diluyéndolo todo en una masa informe, grisácea y
humosa. Hacía ya un rato que había amanecido pero aún
parecía de noche. Imprevistamente apareció entre esa neblina
tenebrosa y fría una figura estrambótica y absurda. Pienso
ahora que, yo en lugar de Lizaveta Nikolayevna, tampoco
habría dado crédito a mis ojos; y, sin embargo, lanzó un grito
de alegría y al punto reconoció a la persona que llegaba. Era
Stepan Trofimovich. Cómo se había puesto en camino, de qué

867
modo había llevado a la práctica la insensata idea de su
huida..., eso queda para más adelante. Ahora sólo indicaré que
ya tenía fiebre esa mañana, pero ni siquiera la dolencia bastó
para detenerlo. Caminaba con paso firme sobre el terreno
húmedo. Bien claro estaba que había discurrido la aventura con
todo el esmero de que era capaz, sin ayuda de nadie y con falta
absoluta de experiencia. Iba vestido «de camino», lo que quiere
decir que llevaba un abrigo recio con ancho cinturón de charol
cerrado con hebilla, y un par nuevo de botas altas en las que
iban remetidos los pantalones. Probablemente venía
imaginando desde tiempo atrás que tal debía ser el porte de un
viajero y había preparado días antes el cinturón y las botas
altas con rebordes brillantes como los de un húsar. Un sombrero
de ala ancha, una bufanda arrollada al cuello, un bastón en la
mano derecha y un maletín pequeño pero bien atiborrado en la
izquierda completaban su equipo. Por añadidura empuñaba en
la mano derecha un paraguas abierto. Esos tres artículos —
paraguas, bastón y maletín— habían sido no poco engorrosos
durante la primera versta del trayecto y más pesados aún
durante la segunda.

—¿Pero es usted? —gritó Liza mirándolo con apenado asombro


tras el primer arranque de instintivo gozo.

—Lise! —gritó a su vez Stepan Trofimovich corriendo hacia ella


casi delirante también—, Chère, chère, ¿pero es usted...? ¿Y en
esta niebla? ¡Vea usted el resplandor! Vous étes malheureuse,
n'est-ce pas? Lo veo, lo veo, pero no me lo diga. Tampoco me

868
pregunte. Nous sommes tous malheureux, mais il faut les
pardonner tous. Pardonnons, Lise, y seamos libres para
siempre. Dar la espalda al mundo y ser plenamente libres... il
faut pardonner, pardonner et pardonner!

—¿Por qué está usted de rodillas?

—Porque despidiéndome del mundo quiero también


despedirme de todo mi pasado al alejarme de usted —dijo
llevándose ambas manos a sus ojos desbordados de lágrimas—
. Me arrodillo ante todo lo que fue bello en mi vida. Lo beso y
doy gracias. Me he abierto a mí mismo en canal: a un lado está
el lunático que soñaba con volar al cielo, vingt-deux ans!; al otro
un viejo tutor desvencijado y perdido... chez ce marchand, sil
existe pour tant ce marchand...

¡Pero está usted empapada, Lise! —gritó incorporándose de


pronto al sentir que

sus propias rodillas se humedecían al tocar el suelo—. ¿Cómo es


posible que lleve ese vestido...? ¿A pie y por este campo...? ¿Está
llorando? Vous étes malheureuse? Bah, he oído algo... Pero ¿de
dónde viene ahora? —preguntaba con rapidez e inquietud,
mirando a Mavriki Nikolayevich con aguda perplejidad—. Mais
savez-vous l’heure quil est?

—Stepan Trofimovich, ¿ha oído algo por ahí de unas personas


asesinadas...? ¿Es verdad? ¿Es verdad?

869
—¡Ah, qué gente ésa! Toda la noche he visto el resplandor de lo
que han estado haciendo. No podían acabar de otra manera...
—Sus ojos relampaguearon de nuevo—. Huyo de una pesadilla,
de un sueño alucinante. Huyo para encontrar a Rusia, existe-t-
elle, la Russie! Bah! C’est vous, cher capitaine! Nunca
dudé de que lo encontraría en alguna parte embarcado en una
gran aventura... Pero tome mi paraguas y... ¿por qué va a pie?
Por Dios santo, tome mi paraguas, que yo en todo caso
alquilaré un coche en algún sitio. Yo voy a pie porque Stasie (es
decir, Nastasya) habría desempedrado a gritos la calle entera
de haber sabido que me iba. Por eso he escurrido el bulto
furtivo en lo posible. No sé. En La Voz escriben que hay robos
por todas partes, pero ¡vamos, me dije, no puede ser que
tropiece con un ladrón en cuanto salga del camino! Chère
Lise, me parece haberle oído decir que alguien ha matado a
alguien. Oh, mon Dieu, ¡usted está enferma!

—¡Vamos, vamos! —gritó Liza casi histérica, tirando de nuevo a


Mavriki Nikolayevich—. Espere, Stepan Trofimovich —dijo
volviéndose a él—, espere, pobrecito, que haga sobre usted
la señal de la cruz. Rece, también por la

«pobre» Liza... sólo un poquito, no se tome demasiada molestia.


Mavriki Nikolayevich, devuelva el paraguas a este niño.
¡Vamos, devuélvaselo! Así...

¡Vamos, vamos!

870
Llegaron a la casa aciaga en el momento preciso en que se
agolpaba frente a ella mucha gente que ya había oído
bastantes comentarios acerca de Stavrogin y lo beneficioso
que le había resultado asesinar a su esposa. Sin embargo,
insisto en destacar que la inmensa mayoría de los presentes
seguían escuchando sin chistar y sin moverse. Algunos
borrachos estaban exaltados junto a otros desequilibrados
como el artesano, que gesticulaba con los brazos en alto. Todo
el mundo lo tenía como hombre pacífico, pero que a veces
perdía los estribos si algo le caía mal por cualquier cosa. No vi
llegar a Liza y Mavriki Nikolayevich, pero fue a ella a quien
distinguí primero. Quedé estupefacto al verla entre la multitud,
un tanto lejos de mí; a Mavriki Nikolayevich no lo vi al principio.
Parecía haberse quedado momentáneamente atrás, a dos
pasos de ella, quizá por falta de lugar o quizá porque lo hicieran
retroceder. Liza, que se abría camino a empujones por entre el
gentío, alucinada, sin ver ni notar nada a su alrededor, atrajo
pronto, por supuesto, la atención general. Las voces se alzaron
y de pronto el ruido era infernal. Hasta el momento en que una
de las voces gritó: «¡Es la hembra de Stavrogin!». Y del lado
opuesto se oyó: «¡Además de matar se acercan a mirar lo que
han hecho!». De pronto vi que detrás de ella una mano se
alzaba y se descargaba sobre su cabeza. Liza cayó. Mavriki
Nikolayevich lanzó un grito espantoso, fue en su ayuda, y con
toda su fuerza golpeó al hombre que estaba entre él y Liza.
Pero en ese instante el artesano del que hemos hablado lo
agarró por detrás con ambos brazos. Durante algún tiempo fue

871
imposible distinguir nada entre el alboroto. Liza se levantó, pero
volvió a desplomarse alcanzada por un nuevo golpe. De pronto
se apartó la multitud y formó un pequeño círculo alrededor de
la joven, que yacía en tierra, mientras Mavriki Nikolayevich, de
pie junto a ella, cubierto de sangre y loco de dolor,

gritaba, lloraba y se retorcía las manos. No recuerdo


exactamente lo que pasó después; sólo que se llevaban a Liza.
Corrí tras ella; estaba aún viva y quizá consciente. Sacaron al
artesano y a tres hombres más del medio de la muchedumbre.
Los detuvieron. Los tres siguen aún hoy negando haber
participado. Quizás es verdad lo que dicen. El artesano, aunque
atrapado in fraganti, pero retrasado mental, es todavía incapaz
de dar cuenta detallada de lo sucedido. Yo también, como
testigo ocular, aunque estuve a cierta distancia del lugar donde
ocurrieron los hechos, tuve que prestar declaración ante el
magistrado a cargo de la investigación. Lo que declaré fue que
los hechos habían sido consecuencia de acciones casuales, que
había sido un acto cometido por personas que si bien podían
guardar malas intenciones, estaban alcoholizados y no eran
muy conscientes de lo que estaban haciendo. Todavía hoy sigo
pensando lo mismo que dije en mi declaración.

CUARTO CAPÍTULO: La última decisión

872
1

Todos los que vieron esa mañana a Piotr Stepanovich lo


recordaban extremadamente alterado. Fue a ver a Gaganov,
que había llegado del campo el día anterior, a las dos de la
tarde. La casa estaba colmada de visitas que hablaban
acaloradamente de los sucesos recientes. Piotr Stepanovich era
el que más hablaba y el que más se hacía oír. En la ciudad
continuaban considerándolo

«un estudiante parlanchín a quien le faltaba un tornillo», pero


ahora, en medio de la agitación general, hablaba de Iulia
Mihailovna y el tema era deslumbrante. Como confidente íntimo
y reciente de la señora, sacaba a relucir muchos detalles tan
nuevos como inesperados. Simulando un descuido (y por
supuesto sin morderse la lengua), daba a conocer algunas de
las opiniones personales de la dama sobre personas conocidas
de la ciudad, hiriendo amores propios por doquier. Decía cosas
tan confusas como incoherentes, cosa nada extraña en un
hombre de escasas luces, pero resultaba que, como persona
honrada, estaba penosamente obligado a esclarecer la
profusión de enredos y, por su inocente impericia, ni siquiera
sabía cómo empezar a acabar su relato. De modo indiscreto dio
a entender también que Iulia Mihailovna había conocido el
secreto de Stavrogin y había sido la que había urdido toda la
intriga. En ésta lo había implicado también a él, Piotr
Stepanovich, por estar asimismo enamorado de la infortunada
Liza, «manipulándolo» de tal modo que casi había llevado a la

873
joven a casa de Stavrogin en su propio coche. «Sí, a ustedes
nada les cuesta reírse, señores, ¡pero si yo hubiera sabido, si
hubiera sabido cómo iba a terminar todo ello!», dijo en
conclusión. A varias preguntas en tono de alarma que le
hicieron sobre Stavrogin contestó abiertamente que, en su
opinión, la catástrofe de los Lebiadkin había sido pura
casualidad y que el culpable de todo había sido el propio
Lebiadkin por haber mostrado el dinero. Y esto lo remarcó con
particular insistencia. Uno de los presentes observó que en vano
trataba de

«disimular», que había estado comiendo, bebiendo y casi


durmiendo en casa de Iulia Mihailovna, que ahora era el
primero en denigrarla, y que esto no era nada loable. Sin
embargo, Piotr Stepanovich se defendió enseguida:

—He comido y bebido, pero no por falta de dinero; no soy el


responsable de haber sido invitado. Permítame juzgar por mí
mismo lo agradecido que debo estar por ello.

En general, causó una impresión favorable: «Puede que esté


algo chiflado y es, por supuesto, hombre de poco seso, pero
¿acaso tiene la culpa de las necedades de Iulia Mihailovna? Al
contrario, se ve que trató de ponerles coto...». De improviso,
pasadas las dos de la tarde se propagó la noticia de que
Stavrogin, objeto de tantas conjeturas, se había marchado
inesperadamente para Petersburgo en el tren de mediodía. Esto
provocó gran interés; muchos fruncieron el ceño. Piotr
Stepanovich quedó tan atónito que, según se dice, palideció y

874
exclamó con estupefacción: «Pero ¿cómo dejaron que
partiera?». Y abandonó de inmediato la casa de Gaganov. Sin
embargo, dicen haberlo visto

más tarde en dos o tres casas más.

Al anochecer fue a ver a Iulia Mihailovna, aunque no le fue tan


fácil dado que ella no quería verlo. Lo supe tres semanas
después por boca de ella, me lo confió antes de irse a
Petersburgo. No me dio detalles, pero me dijo estremeciéndose
que «la había sorprendido entonces hasta lo indecible».
Sospecho que lo que hizo fue sólo con la amenaza de declararla
cómplice suya si

a ella se le ocurría «cantar». La necesidad de asustarla estaba


estrechamente ligada a los proyectos de él entonces, proyectos
que, por supuesto, ella desconocía; sólo cinco días después
adivinó por qué Piotr Stepanovich no se había fiado de su
silencio y por qué temía tanto un nuevo estallido de indignación.

Cuando ya había oscurecido del todo, a las ocho de la noche,


los cinco miembros de nuestro grupo se reunieron en el
domicilio del alférez Erkel, en una casilla deforme del pasadizo
Fomin, ubicado en un extremo de la ciudad. La reunión había
sido convocada por el propio Piotr Stepanovich; pero él se
retrasó imperdonablemente y los miembros del grupo llevaban
ya una hora esperándolo. Este alférez Erkel era el oficial
forastero que durante la reunión en casa de Virginski había

875
estado sentado con un lápiz en la mano y un cuaderno frente
los ojos. Hacía poco que estaba en la ciudad; había alquilado un
cuarto en una casa propiedad de dos hermanas de la clase
artesana, en una apartada callejuela, donde vivía solo,
esperando marcharse pronto. Una reunión en su domicilio
pasaría enteramente inadvertida. Este chico raro se distinguía
por su inusitado mutismo; podía pasar siete noches seguidas
sentado en medio de un grupo bullicioso enardecido en la
conversación más apasionante, sin decir ni una palabra,
aunque escuchando con aguda atención y clavando sus ojos de
niño en los que hablaban. Tenía una cara bonita que hasta
parecía inteligente. No pertenecía al grupo de los cinco; nuestra
gente suponía que traía de alguna parte instrucciones
especiales de índole ejecutiva. Ahora se sabe que no tenía
instrucciones de nadie y que probablemente ni siquiera
comprendía el papel que desempeñaba. Sencillamente había
caído bajo el hechizo de Piotr Stepanovich, con quien se había
relacionado hacía poco tiempo. Si hubiera conocido a un
monstruo precozmente corrupto que lo hubiese incitado con
cualquier pretexto socialista y romántico a juntar una cuadrilla
de bandidos y, como prueba de lealtad, matar y robar al primer
campesino con que se tropezara, lo habría hecho sin dudar. Su
madre estaba enferma en algún lugar, y él le enviaba parte de
su escaso sueldo. ¡Es fácil pensar cómo besaría ella esa
cabecita rubia, cómo temblaría y rezaría por ella! Me detengo
tanto en estos detalles porque el chico me daba mucha lástima.

876
Los «nuestros» estaban convulsionados. Los sucesos de la
noche anterior los habían sorprendido enormemente y, además,
atemorizado. El trivial, aunque sistemático, escándalo en el que
hasta allí habían participado con tanto celo terminaba de modo
inesperado. El incendio nocturno, el asesinato de los Lebiadkin,
el linchamiento popular de Liza, todo eso era tan pasmoso que
no hubo posibilidad de presagio. Tachaban con ardor de
despótica y falaz la mano que los guiaba. En suma, mientras
esperaban a Piotr Stepanovich se instigaban mutuamente, al
punto de que acordaron pedirle de nuevo una explicación
categórica, y si, como había ocurrido antes, él se negaba otra
vez a darla, disolverían el grupo de cinco y crearían una nueva
sociedad secreta «para la propaganda de ideas», que lo
sustituyera en consonancia con los principios de democracia e
igualdad. Liputin, Shigaliov y el especialista en el campesinado
apoyaban el proyecto. Liamshin, si bien no decía nada, parecía
estar conforme. Virginski titubeaba y quería oír primero lo que
Piotr Stepanovich tuviera que decir. Decidieron escucharlo.
Erkel no decía palabra. Se limitó a pedir té, que él mismo fue a
buscar y trajo en vasos, sobre una bandeja, sin el samovar y sin
permitir a la criada entrar en la habitación.

Piotr Stepanovich no se presentó hasta las ocho y media. Con


paso ligero se acercó a la mesa redonda delante del sofá a la
que estaban sentados los

877
asistentes. No soltó el sombrero de las manos y rehusó el té que
le ofrecieron. El enojo, la severidad y la arrogancia se dibujaban
en su rostro. De seguro que por las caras notó de inmediato que
estaban «amotinados».

—Antes de que yo abra la boca saquen ustedes lo que tienen en


el buche — observó mirándolos a todos con maligna sonrisa.

Liputin empezó «en nombre de todos» y declaró con voz


trémula de rencor que «si las cosas seguían por ese camino bien
podían todos descalabrarse». No era que temiesen
descalabrarse; estaban dispuestos a ello, pero sólo en pro de la
causa común (movimiento general de aprobación).

Y por eso mismo debía él confiar en ellos, darles a conocer las


cosas de antemano, porque «de otro modo, ¿qué iba a pasar?»
(nueva conmoción y algunos carraspeos). Obrar así era
humillante y peligroso... «No es que tengamos miedo, pero si
uno actúa y los demás son sólo comparsas, entonces uno
puede dar un paso en falso y nos atrapan a todos los demás».
(Exclamaciones: «¡Eso, eso!». Aprobación general).

—¡Maldición! ¿Qué es lo que ustedes quieren?

—¿Y qué relación tienen con la causa común las intrigas del
señor Stavrogin? —preguntó furioso Liputin—. Aun si de algún
modo misterioso pertenece al centro, si es que efectivamente
existe ese fantástico centro, nosotros no queremos saber nada
de ello. Mientras tanto se ha cometido un asesinato y la policía
está sobre aviso. Si sigue la pista llegará hasta nosotros.

878
—Si los atrapan a usted y a Stavrogin, nos atraparán a nosotros
también — agregó el especialista en el campesinado.

—Y sin beneficio alguno para la causa común —concluyó


Virginski desolado.

—¡Qué tontería! El asesinato fue una casualidad. Lo cometió


Fedka para robar.

—Hum. Extraña coincidencia, sin embargo —dijo Liputin


enroscándose.

—Y si quieren saberlo, ha sido por ustedes.

—¿Por nosotros?

—En primer lugar, usted mismo, Liputin, tuvo parte en esa


intriga; y, en segundo lugar, tenía usted órdenes de poner a
Lebiadkin en el tren y darle dinero. ¿Y qué hizo usted? Si lo
hubiese puesto en camino nada de esto habría pasado.

—Pero, ¿no fue usted mismo quien sugirió que sería una buena
idea dejarlo leer los versos?

—Una sugerencia no es una orden. La orden era ponerlo en


camino.

—Orden. Palabra bastante extraña... Al contrario, la orden de


usted era que se aplazara su marcha.

—Usted cometió un error y demostró lo necio y terco que es. En


cuanto al asesinato, fue decisión de Fedka. Fue obra
exclusivamente suya, para robar. Usted ha oído que

879
rumoreaban por ahí y se lo ha creído. Tiene usted miedo.
Stavrogin no es tan estúpido, y la prueba es que se ha
marchado hoy a las doce después de entrevistarse con el
vicegobernador. De haber estado implicado en ello, no lo
habrían dejado marcharse a Petersburgo en pleno día.

—¡Pero si no decimos que el señor Stavrogin haya sido el


asesino! —recalcó Liputin con malicia—. Tal vez no se haya
enterado, como tampoco me enteré yo. Y de esto usted tiene
pruebas. Aunque por lo que veo he caído en la trampa.

—¿Y quién es el culpable entonces? —preguntó Piotr


Stepanovich con mirada lúgubre.

—Aquellos que juzgaron necesario prender fuego a la ciudad. Lo


peor es que quiere usted sacarse el tema de encima. Sin
embargo, tenga a bien leer esto y mostrárselo a los demás. Es
sólo para que estén al corriente.

Sacó del bolsillo la carta anónima de Lebiadkin a Lembke y se


la acercó a Liputin. Éste la leyó, quedó sorprendido, y con aire
pensativo se la pasó a su vecino. La carta dio rápidamente la
vuelta al círculo.

—¿De veras es letra de Lebiadkin? —preguntó Shigaliov.

—Lo es —declararon Liputin y Tolkachenko (esto es, el


especialista en el campesinado).

880
—La he mostrado sólo para que estén ustedes al corriente y
porque sé lo sentimentales que son en lo que concierne a
Lebiadkin —repitió Piotr Stepanovich recuperando la carta—.
De manera, señores, que por pura casualidad Fedka nos ha
librado de un sujeto peligroso. ¡Ahí tienen lo que a veces son las
casualidades! Instructivo, ¿no lo creen así?

Los miembros del grupo se miraron unos a otros.

—Y ahora, señores, ha llegado mi turno de preguntar —dijo Piotr


Stepanovich tomando un aire digno—. Háganme saber qué se
proponían al prender fuego a la ciudad sin permiso para ello.

—¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Que nosotros, nosotros, prendimos


fuego a la ciudad? ¿Está usted en su sano juicio? —exclamaron
todos.

—Entiendo que han ido ustedes ya demasiado lejos —prosiguió


con insistencia Piotr Stepanovich—, pero ya no se trata de
travesuras con Iulia Mihailovna, Los he reunido aquí, señores,
para explicarles el grave peligro en que se encuentran por pura
estupidez, peligro que, además de amenazarlos a ustedes, pone
en riesgo muchas otras cosas.

—Pero si nosotros somos los que estábamos a punto de hacerle


notar el despotismo y la falta de igualdad con que fue tomada
una medida tan extraña y grave sin consultar con los miembros
—dijo casi irritado Virginski, que hasta entonces había estado
en silencio.

881
—¿Entonces lo están negando? Entonces yo afirmo que fueron
ustedes los que prendieron fuego a la ciudad. No hay otro
culpable más que ustedes. Les ruego ahora, señores, que dejen
de mentir porque tengo informes que lo prueban. Su
obstinación puso en peligro la causa común. Ustedes son sólo
un eslabón en una larga cadena y están obligados a obedecer
ciegamente al centro. Y, no obstante, tres de ustedes indujeron
a los obreros de Shpigulin a provocar el incendio sin ninguna
orden mía y el incendio tuvo, en efecto, lugar.

—¿Cuáles tres? ¿Cuáles de nosotros?

—Anteayer a las tres de la madrugada usted, Tolkachenko,


estaba incitando a Fomka Zavyalov en la taberna Nomeolvides.

—¡Por Dios santo! —dijo Tolkachenko dando un respingo—. ¡Pero


si apenas le dije una palabra, y eso sin intención! ¡Porque lo
habían fustigado esa mañana! ¡Y enseguida dejé de hablarle
porque vi que estaba borracho! De no recordarlo usted, ni
siquiera me habría acordado de ello. No se prende fuego con
una palabra.

—Usted es como aquel que se asombra de que una chispita


pueda hacer volar un polvorín.

—Además, yo le estuve hablando en voz baja y al oído. ¿Cómo


ha podido usted enterarse? —preguntó Tolkachenko
sorprendido.

882
—Porque estaba debajo de la mesa. No se preocupen, señores.
Conozco todos sus pasos. ¿Y usted, Liputin, se sonríe con
sarcasmo? Sepa que yo sé, por

ejemplo, que a medianoche, tres días atrás, usted pellizcó


brutalmente a su mujer en el dormitorio cuando se iba a
acostar.

Liputin palideció y abrió la boca asombrado.

(Más tarde se supo que se había enterado de la hazaña de


Liputin por Agafya, la criada de éste, a quien le pagaba desde
el principio para que lo espiara, lo que se puso en claro
después).

—Quisiera señalar algo importante —Shigaliov se levantó de


pronto.

—Hágalo.

Shigaliov se sentó y se enderezó en el asiento:

—Por lo que veo y no creo equivocarme, usted mismo al


principio, y una vez más después, trazó con gran elocuencia
(aunque de modo bastante teórico) un cuadro en que Rusia
aparece cubierta de una red inmensa de pequeños grupos.
Cada uno de estos núcleos de activistas, haciendo nuevos
prosélitos y multiplicándose indefinidamente, procura mediante
propaganda sistemática perjudicar el prestigio de las
autoridades locales, sembrar la confusión entre la población

883
rural, promover el cinismo y el escándalo, el descreimiento en
todo lo habido y por haber, el ansia de algo mejor y, por último,
recurriendo a los incendios como medio especialmente eficaz
para sobresaltar al pueblo, llevar el país a la desesperación si
ello es necesario. ¿No son éstas sus palabras, que he tratado de
repetir al pie de la letra? ¿No es ése el programa de acción que
nos comunicó usted como representante autorizado del comité
central, del que todavía no sabemos absolutamente nada y que
hasta la fecha es para nosotros casi un mito?

—Así es. Sólo que está haciendo muy largo el cuento.

—Cada uno tiene derecho a expresarse a su manera. Dándonos


a entender que ya llegan a varios centenares los nudos
individuales de esta red general que cubre a toda Rusia y
predicando la teoría de que si cada cual cumple con éxito su
cometido toda Rusia, en un momento dado, siguiendo una
señal...

—¡Qué demonio! ¡Tengo mucho que hacer sin necesidad de su


verborragia!

—dijo Piotr Stepanovich moviéndose en su asiento.

—Está bien. Voy a abreviar: hemos presenciado escándalos,


hemos visto el descontento de la población, hemos asistido y
ayudado al colapso de la administración local y, por último,
hemos sido testigos oculares del incendio.

¿De qué está usted descontento? ¿No es ése su programa? ¿De


qué puede acusarnos?

884
—¡De obstinación! —increpó Piotr Stepanovich furioso—.
Mientras yo estoy aquí, ustedes no deben atreverse a obrar sin
mi permiso. ¡Ya basta!

La delación está preparada y quizá mañana o esta misma


noche vengan a detenerlos. Conque ya ven. Mis informes son
fidedignos.

Quedaron todos aturdidos.

—Los detendrán no sólo como instigadores del incendio, sino


como miembros de un grupo de cinco. El delator conoce todos
los secretos de la red.

¡Éste es el embrollo que han armado ustedes!

—¡Ha sido Stavrogin! ¡Estoy seguro! —exclamó Liputin.

—¿Qué...? ¿Por qué Stavrogin? —Piotr Stepanovich pareció


sorprendido—.

¡Ay, qué demonios! —dijo reponiéndose enseguida—. ¡Es Shatov!


Creo que ya saben ustedes que Shatov fue tiempo atrás
miembro de la Sociedad. Debo decirles que, al hacer seguir sus
pasos por personas de quienes no sospecha, he sabido, con
gran asombro mío, que para él no es un secreto la organización
de la red y..., en suma, que lo sabe todo. Para soslayar la
acusación de haber pertenecido antes a la Sociedad, nos
delatará a todos. Hasta ahora ha estado

885
titubeando y no le he puesto la mano encima. Pero lo del
incendio lo ha decidido: está conmocionado y ya no dudará.
Mañana nos detendrán como incendiarios y delincuentes
políticos.

—¿Es verdad? ¿Y cómo lo sabe Shatov? La conmoción era


indescriptible.

—Es verdad, definitivamente cierto. Yo no tengo derecho a


revelar mis fuentes de información y cómo me he enterado,
pero mientras tanto les indicaré lo que puedo hacer por
ustedes: puedo influir sobre Shatov por medio de cierta persona
para que, sin sospechar nada, demore la delación, aunque sólo
por veinticuatro horas. Demorarla más tiempo es imposible.
Conque pueden ustedes considerarse a salvo hasta pasado
mañana por la mañana.

Todos guardaban silencio.

—¡Tendremos que mandarlo al infierno! —Tolkachenko fue el


primero en gritar.

—¡Debiéramos haberlo hecho hace tiempo! —agregó Liamshin


con rencor, dando un golpe en la mesa.

—¿Cómo hacerlo? —murmuró Liputin.

Piotr Stepanovich se aprovechó al momento de la pregunta y


expuso su plan. Consistía en persuadir a Shatov de que al
anochecer del día siguiente fuera a un sitio apartado donde
había enterrado la imprenta clandestina que le había sido

886
confiada y, una vez allí, “ajustarle las cuentas”. Se detuvo en
excesivos detalles absolutamente innecesarios, que pasamos
aquí por alto, y explicó puntualmente las relaciones ambiguas,
ya conocidas del lector, que en la actualidad mantenía Shatov
con la Sociedad central.

—Sí, esto está bien —apuntó Liputin dudoso—, pero una vez
más habrá... una aventura de ese género... y puede resultar
demasiado sensacional.

—Sin duda —asintió Piotr Stepanovich—, pero también eso ha


sido previsto. Hay un medio de desviar por completo las
sospechas.

Y con igual precisión que antes les habló de Kirillov, de su


intención de suicidarse y su promesa de no hacerlo hasta que
se le diera la señal, dejando al morir una nota en que se haría
responsable de cuanto se le dictara. (En suma, todo lo que ya
sabe el lector).

—Su firme voluntad de quitarse la vida (filosófica y, a mi juicio,


lunática) es ya conocida allí. Todo lo aprovechan para la causa
común. Previendo lo útil que podría ser Kirillov y convencidos de
que su propósito era absolutamente serio, le ofrecieron medios
para venir a Rusia (por algún motivo quería morir en Rusia), le
dieron instrucciones que se comprometió a cumplir (y que ha
cumplido) y, además, le hicieron prometer como ya saben
ustedes, que se quitaría la vida sólo cuando se le dijera. Él
accedió a todo. Observen que está ligado a la Sociedad por un

887
compromiso especial y que desea serle útil. Más no puedo
decirles. Mañana, después de lo de Shatov, le dictaré la nota en
que se declarará causante de la muerte de Shatov. Lo cual no
parecerá extraño. En la nota quedará bien claro que fueron
amigos, que viajaron a América, donde pelearon. Si es
necesario le dictaremos algo más a Kirillov, por ejemplo, lo de
las proclamas revolucionarias. Y lo del incendio también. Dejen
eso en mis manos. No se preocupen. No tiene prejuicios y
firmará cualquier cosa.

No tuvo mucho entusiasmo la propuesta, que se veía como


demasiado fantasiosa para ser cierta. Algunos más, otros
menos, habían oído hablar de Kirillov. Liputin más que los otros.

—Pero puede volver a pensarlo y negarse a hacerlo —dijo


Shigaliov—. En todo caso, está loco y no cabe fiarse de él.

—No se alarmen, señores, no se negará —dijo Piotr Stepanovich


con brusquedad—. Según nuestro acuerdo, estoy obligado a
avisarle en la víspera, es decir, hoy mismo. Invito a Liputin a ir
conmigo a verle ahora mismo y asegurarnos de todo; y cuando
él vuelva les dirá a ustedes (hoy mismo si es preciso) si es
verdad o no. Sin embargo —agregó, dando otro rumbo a sus
palabras, con aguda desesperación, como si de pronto sintiese
que honraba demasiado a tales personas perdiendo demasiado
tiempo en persuadirlas—, sin embargo, hagan lo que crean más
conveniente. Si deciden no llevarla a cabo, la unión se viene

888
abajo, pero sólo por la insubordinación y deslealtad de ustedes.
De ser así, que cada cual se vaya por su lado ahora mismo.
Pero sepan que en tal caso, además del disgusto de la delación
de Shatov y sus consecuencias, tendrán que cargar con otro
pequeño disgusto, del que se les advirtió severamente cuando
se formó la unión... En cuanto a mí, señores, no les tengo mucho
miedo... No vayan a fantasear con la idea de que estoy ligado a
ustedes... Sin embargo, eso nada tiene que ver.

—Hemos decidido hacerlo —exclamó Liamshin.

—No hay otra salida —masculló Tolkachenko—. Siempre y


cuando Liputin confirme lo de Kirillov, nosotros...

—Me opongo. ¡Rechazo con toda mi alma esta cruel decisión! —


dijo Virginski, levantándose.

—¿Pero? —preguntó Piotr Stepanovich.

—¿Pero qué? Virginski calló.

—Sin embargo yo creo que uno puede despreciar el riesgo de la


vida propia

—dijo Erkel, despegando repentinamente los labios—, pero


cuando se pone en peligro la causa común, entonces uno no
tiene derecho a despreciar el riesgo a la vida propia...

Perdió el hilo y enrojeció. A pesar de estar todos sumidos en las


propias reflexiones, lo miraron atónitos, tan inusual era oírle
hablar.

889
—Yo estoy a favor de la causa común —declaró Virginski de
pronto.

Todos se levantaron. Quedó estipulado que al mediodía del día


siguiente todos volverían a reunirse para intercambiar informes
y definir el plan. Todos conocieron el lugar en el que estaba
enterrada la imprenta, cada uno supo cuál era el rol que debía
desempeñar y cuáles sus obligaciones. Sin perder más tiempo
Liputin y Piotr Stepanovich se fueron juntos al encuentro de
Kirillov.

Si bien nadie ponía en duda que Shatov iba a delatarlos, sabían


que Piotr Stepanovich los movía a su antojo como si fueran
fichas en un juego de damas. Pero a pesar de todo, ninguno de
ellos iba a faltar a la cita. La suerte de Shatov estaba echada.
Inesperadamente se habían convertido en moscas prendidas en
una inmensa telaraña. Temblaban espantados a pesar de la
furia que sentían. Piotr Stepanovich se había portado mal con
ellos, eso no estaba en duda. Todo se habría podido solucionar
fácilmente si se hubiera molestado en moderar las palabras. En
vez de presentar el hecho bajo una luz favorable, como hazaña
digna de ciudadanos de la Roma antigua o cosa por el estilo,
había explotado sin más ni más sus terrores instintivos y
acentuado el riesgo que corrían sus vidas, lo que no estaba
nada bien. Claro que la lucha por la existencia se entremezclaba

890
en todo y no había otro principio en donde ampararse, pero así
y todo...

Piotr Stepanovich no tenía tiempo para poner de modelo a los


romanos, pues él tampoco estaba seguro de comprender. La
huida de Stavrogin lo había sorprendido y abrumado. Había
mentido sobre el encuentro de Stavrogin con el vicegobernador.
Lo malo era que Stavrogin se había ido sin ver a nadie, ni
siquiera a su madre, y resultaba desde luego extraño que lo
hubieran dejado marcharse tan fácilmente. (Más tarde se pidió
cuenta de esta falla a las autoridades). Piotr Stepanovich había
ocupado su día en numerosas indagaciones, pero todavía no
había sacado nada en limpio y nunca había sentido semejante
preocupación. ¿Pero podía prescindir de Stavrogin así de
repente? Es éste uno de los motivos por los cuales no pudo
mostrarse más cordial con el grupo de los cinco. Por añadidura,
le habían atado las manos: había resuelto salir en pos de
Stavrogin, pero Shatov lo retenía. Urgía, pues, acentuar la
lealtad de los cinco para cualquier eventualidad. «No puedo
desentenderme del grupo; puede serme útil algún día».
Sospecho que eso era lo que pensaba.

Piotr Stepanovich estaba seguro de que Shatov los denunciaría


a la policía. Le había mentido al grupo: no había visto una carta
de delación ni oído hablar de ella, pero estaba seguro de que
existía como de que dos y dos son cuatro. Suponía que Shatov
no toleraría lo que había ocurrido —la muerte de Liza, la muerte

891
de María Timofeyevna— y que tomaría la decisión sobre la
marcha.

¡Quizá tuviera motivo de suponer tal cosa! Se sabía que odiaba


a Shatov personalmente, que entre ellos había mediado alguna
disputa y que Piotr Stepanovich nunca perdonaba una ofensa.
A decir verdad, yo estoy convencido de que éste fue el principal
motivo.

Las aceras de nuestra ciudad son de ladrillo y estrechas y en


algunas calles, en vez de ellas, hay sólo tablones. Piotr
Stepanovich iba a paso largo por el medio de la acera,
ocupándola toda y sin hacer el menor caso de Liputin, a quien
no dejaba sitio y tenía que correr a un paso tras él o, si quería
hablarle, meterse en el barro de la calle. De pronto Piotr
Stepanovich recordó que hacía poco él también tuvo que
chapotear en el barro para ajustar su paso al de Stavrogin, que,
como él ahora, caminaba por medio de la acera ocupándola
toda. Recordaba la escena y resoplaba de rabia.

A Liputin también lo sofocaba el rencor. Estaba bien que Piotr


Stepanovich tratara a los otros como le viniera en ganas, pero,
¿y a él? Porque él sabía más que los demás, estaba en contacto
más estrecho con la organización y participaba más
íntimamente de su trabajo, y hasta ahora su servicio a la causa
había sido, aunque indirecto, continuo. ¡Él bien sabía que ahora
incluso Piotr Stepanovich podía aniquilarlo si lo peor llegaba a
pasar! Pero hacía tiempo que

892
odiaba a Piotr Stepanovich, y no por temerle, sino por la
arrogancia con que éste le trataba. Ahora que tenía que
resolver si haría lo que éste había proyectado para él, rabiaba
por dentro más que todos los otros juntos. ¡Ay, bien sabía que,

«como un esclavo», sería el primero en presentarse al día


siguiente en el lugar acordado, llevando a los demás consigo! Y
si pudiera matar a Piotr Stepanovich antes, aunque,
obviamente, sin verse implicado en ello, lo haría sin titubear.

Absorto en sus sensaciones, caminaba silencioso tras su


verdugo, que evidentemente se había olvidado de él y sólo de
cuando en cuando, hosco y desganado, lo apartaba de un
codazo. De pronto, Piotr Stepanovich se detuvo en una de las
calles principales y entró en un restaurante.

—¿A dónde demonios va? —preguntó Liputin con saña—. Esto


es un restaurante.

—Quiero un bistec.

—Pero, esto está siempre lleno de gente.

—¿Y qué?

—Es que... vamos a llegar tarde. Ya son las diez.

—Nunca es demasiado tarde para ir allí.

—Pero sí será tarde para mí. Están esperando mi regreso.

893
—Que esperen. Sería una tontería que volviera usted allí. Con
este negocio de ustedes no he comido en todo el día. Y cuanto
más tarde lleguemos a casa de Kirillov, más seguros estaremos
de encontrarlo.

Piotr Stepanovich tomó un comedor reservado. Liputin, colérico


y resentido, se sentó en un sillón apartado de la mesa y lo
miraba comer. Pasó más de media hora. Piotr Stepanovich no
se apresuraba y comía con apetito. Llamó al camarero, pidió
otra clase de mostaza, luego cerveza, y todo eso sin dirigirle la
palabra a Liputin. Podía comer con apetito y sumirse en hondas
reflexiones. Liputin acabó por aborrecerlo tanto que no podía
apartar la vista de él. Era como una obsesión nerviosa. Contaba
cada trozo de bistec que el otro se llevaba a la boca, odiaba la
manera que tenía de abrirla, el modo de masticar, el chasquido
de lengua con que engullía los bocados más suculentos,
detestaba el bistec mismo. Todo daba vueltas a su alrededor.
Sentía que la cabeza se le iba y que un escalofrío le recorría la
espalda.

—Ya que usted no está haciendo nada, lea esto —dijo Piotr
Stepanovich acercándole un papel.

Liputin se acercó a la lámpara. El papel estaba cubierto de letra


menuda y pésima, con enmiendas en cada renglón. Cuando lo
hubo descifrado, Piotr Stepanovich había pagado ya la cuenta
y se disponía a salir. En la acera, Liputin le devolvió el papel.

894
—Guárdeselo, ya hablaremos más tarde. Pero en todo caso,
¿qué opina? Liputin se estremeció.

—En mi opinión..., esa proclama... es una idiotez absurda.

Estallaba su rencor. Sentía como si lo levantaran y lo llevaran


contra su voluntad.

—Si vamos a repartir proclamas así... —dijo con ligero temblor


de todo el cuerpo— nos pondremos en ridículo por nuestra
estupidez e incompetencia.

—Yo pienso de otro modo —dijo Piotr Stepanovich caminando


con paso resuelto.

—Yo también. ¡No me diga que lo ha escrito usted!

—A usted eso no le importa.

—También yo creo que esos ripios titulados «Un espíritu noble»


son una grandísima porquería y no pueden haber sido escritos
por Herzen.

—Se equivoca usted. Es buena poesía.

—Además, por ejemplo, me sorprende —dijo Liputin casi sin


aliento y yendo siempre a la carrera—, que nos propongan
obrar de modo que todo acabe en desastre. Es natural que en
Europa se obre de modo que todo acabe en desastre, porque
allí hay proletariado, pero aquí no somos sino aficionados y no
hacemos más que dar gato por liebre.

895
—Creía que era usted fourierista.

—No es eso lo que Fourier dice, ni mucho menos.

—Sé que es una tontería.

—No. Fourier no es una tontería... Disculpe, pero no puedo creer


que haya una insurrección en mayo.

Liputin se acaloró tanto que tuvo que desabrocharse la


chaqueta.

—Bueno, basta ya. Ahora, para que no se olvide —dijo Piotr


Stepanovich con notable sangre fría—, pasando a otro tema...,
será usted quien imprima esa proclama. Desenterraremos la
imprenta de Shatov y mañana se la lleva usted. Imprima el
mayor número posible de ejemplares en el menor tiempo
posible y repártalos durante todo el invierno. Tendrá los fondos
que necesite para hacer el mayor número posible de ejemplares
porque nos los piden de otros lugares.

—No, señor. Usted disculpe, pero no puedo cargar con... Me


niego a hacerlo.

—Lo hará. Sigo instrucciones del comité central y debe usted


obedecer.

—Y yo estimo que nuestros centros del extranjero han olvidado


lo que es Rusia y roto todo lazo con ella; por eso dicen tantas
tonterías... Más aún, pienso que somos el único grupo perdido
en Rusia y que todo eso de la red es una tremenda farsa —dijo
Liputin jadeante.

896
—Peor y más indigno es que haya usted abrazado una causa
sin creer en ella... y que venga ahora corriendo como perro
roñoso.

—Se equivoca, no voy tras de usted. Nosotros tenemos pleno


derecho a separarnos de usted y fundar una nueva sociedad.

—¡I-dio-ta! —aulló Piotr Stepanovich con ojos centelleantes y


amenazantes.

Durante unos instantes se quedaron enfrentados sin decir


palabra hasta que por fin Piotr Stepanovich giró sobre sus
talones y continuó confiadamente su camino.

Por la mente de Liputin cruzó rápidamente una idea: «Ahora le


vuelvo la espalda y me voy por donde he venido; si no lo hago
ahora no lo haré nunca». Así pensaba mientras daba diez pasos
más, pero en el undécimo brotó de su mente un nuevo y
desesperado pensamiento: no volvió la espalda a Piotr
Stepanovich y no se fue por donde había venido.

Se acercaban a la casa de Filippov, pero antes de llegar


tomaron por un pasadizo o, mejor dicho, por una vereda
apenas visible que corría junto a un vallado, con lo que tuvieron
que caminar algún tiempo por el borde escarpado de una zanja
en el que no podían afianzar el pie sin agarrarse a la valla. En el
rincón más lóbrego de la casi derruida empalizada Piotr
Stepanovich quitó un tablón, dejando un boquete por el que
rápidamente se deslizó. Sorprendido, Liputin, se coló también

897
por allí. De inmediato, el tablón fue puesto en su lugar. Era la
entrada secreta por la que Fedka venía a visitar a Kirillov.

Piotr Stepanovich se acercó a Liputin y en voz baja y dándole


una orden le dijo que Shatov no debía enterarse de esa visita.

Kirillov tomaba el té, sentado en su diván de cuero, tal como


solía hacerlo diariamente a la misma hora. Recibió a sus
huéspedes sin levantarse, los miró con cierta inquietud pero
apenas hizo un gesto de sorpresa.

—Usted no se equivoca —dijo Piotr Stepanovich—. Ya sabe a lo


que vengo.

—¿Hoy?

—No, no. Mañana... más o menos a esta hora.

Deprisa se sentó a la mesa y observó con cierto desasosiego la


agitación de Kirillov. Enseguida, éste logró calmarse y volvió a
su aspecto habitual.

—¿No le molesta que haya traído a Liputin? Esta gente todavía


no lo cree.

—No, hoy no me molesta, pero mañana quiero estar solo.

—Pero no antes de que yo llegue, y por lo tanto en mi presencia.

—Desearía que no fuera delante de usted.

—No olvide que prometió escribir y firmar lo que yo le dictara.

898
—Me da igual. Pero ahora, ¿se va a quedar mucho tiempo?

—Me quedaré media hora, tengo que ver a un individuo; de


modo que estaré esa media hora aquí, diga usted lo que diga.

Kirillov permaneció en silencio. Mientras tanto Liputin se había


sentado bajo el retrato del obispo. El pensamiento desesperado
de antes se enseñoreaba de él con mayor brío. Kirillov apenas
se había fijado en él. Liputin conocía ya de antes la teoría de
Kirillov y siempre se había reído de él; pero ahora callaba y
miraba amargado a su alrededor.

—No rechazaría un vaso de té —dijo Piotr Stepanovich


acercándose más a la mesa—. Acabo de comerme un bistec y
esperaba que usted me ofreciera un té.

—Apruebo su decisión, sírvase.

—Antes usted mismo me lo servía —destacó Piotr Stepanovich


con aspereza.

—Es lo mismo. También Liputin puede tomar uno.

—No, yo... no puedo.

—¿No quiere o no puede? —hostigó Piotr Stepanovich


volviéndose rápido hacia él.

—No voy a tomar té aquí —dijo Liputin con presteza. Piotr


Stepanovich frunció el ceño.

—Eso huele a mística. ¡Que me torturen si entiendo a gente


como usted! Nadie respondió. El silencio duró todo un minuto.

899
—Pero sí sé una cosa —agregó con brusquedad—, y es que no
hay prejuicio que impida a ninguno de nosotros cumplir con su
deber.

—¿Stavrogin se ha marchado?

—Sí.

—Bien hecho.

A Piotr Stepanovich le brillaron los ojos, pero se contuvo.

—A mí no me importa lo que piensen ustedes, con tal de que


cada uno cumpla con su palabra.

—Yo cumpliré con la mía.

—A decir verdad, siempre he sabido que cumpliría usted con su


deber como hombre independiente y progresista que es.

—Usted es divertido.

—Es posible. Me alegra divertirlo. Me gusta siempre complacer


a la gente.

—¿Usted está deseando que me pegue un tiro y teme que de


pronto decida no hacerlo?

—Sí; pero fue usted quien unió su plan con nuestros proyectos.
Contando con su plan nosotros ya hemos hecho algo; de modo
que ahora no puede echarse atrás porque nos engañaría.

—Ustedes no tienen derecho alguno a reclamar.

900
—Sí, lo sé. Es su libre voluntad, y nosotros no nos metemos en
ella, siempre y cuando usted cumpla lo que se ha propuesto
hacer.

—¿Debo hacerme responsable de todas las bajezas que han


hecho ustedes?

—Escuche, Kirillov, ¿se ha acobardado? Si va a negarse, debe


decirlo en este momento.

—No, no me acobardo.

—Si se lo pregunto es por la cantidad de preguntas que hace.

—¿Se va usted pronto?

—¿Otra pregunta?

Kirillov le dirigió una mirada despectiva.

—Es evidente —continuó Piotr Stepanovich crispándose cada


vez más y sin dar con el tono adecuado— que quiere usted que
me vaya para estar solo y concentrarse en sus cavilaciones,
pero ésos son síntomas peligrosos, sobre todo para usted
mismo. Usted piensa demasiado. A mi juicio, lo mejor sería
hacerlo sin pensar. Y, a decir verdad, usted me inquieta.

—Sólo hay una cosa que me repugna, y es que en ese momento


esté junto a mí un reptil como usted.

—¡Pero bueno, eso no importa! Si prefiere, ya mismo salgo de la


casa y me paro en el escalón de entrada. Es muy mala señal
que pronto a morir sólo se preocupe por estas nimiedades. Si

901
así lo desea, me instalo en el escalón de entrada mientras usted
piensa que no soy inteligente y que, además, como hombre
estoy infinitamente por debajo de usted.

—Infinitamente no. Tiene algunas luces; pero no comprende


muchas cosas porque es mezquino.

—Me alegro, me alegro. Ya he dicho antes que me alegro de


entretenerle... en un momento como éste.

—Usted no comprende nada.

—Mire, en todo caso, yo... escucho con respeto.

—Usted no puede hacer nada. En este mismo instante es


incapaz de disimular la sórdida inquina que siente, aunque no le
conviene mostrarla. Logrará enojarme y entonces puede que lo
demore medio año.

Piotr Stepanovich miró su reloj.

—Nunca he comprendido su teoría, pero sé que no la inventó


para nosotros y que, por consiguiente, la pondrá en práctica
aun sin nosotros. Sé también que no es usted el que se ha
adueñado de la idea, sino la idea la que se ha adueñado de
usted, y que, por lo tanto, no lo aplazará.

—¿Qué dice? ¿Está usted diciendo que la idea se ha adueñado


de mí?

—Sí.

902
—¿Y no yo de la idea? Eso está bien. Tiene algo de juicio. Sólo
que me está tomando el pelo y yo soy orgulloso.

—¡Muy bien, pero que muy bien! Eso es lo que justamente


necesita: ser orgulloso.

—Si ha terminado usted el té, váyase.

—¡Demonios! Tendré que irme —Piotr Stepanovich se levantó—.


Aunque todavía es temprano. Oiga, Kirillov. ¿Encontraré a ese
tipo en casa de Myasnichiha? Ya sabe a quién me refiero. ¿O es
que también ella miente?

—No lo encontrará porque no está allí, sino aquí.

—¿Cómo que está aquí? ¡Maldición! ¿Dónde?

—En la cocina, sentado comiendo y bebiendo.

—¿Cómo se atreve? —Piotr Stepanovich enrojeció de rabia—.


Tenía que haber esperado... ¡Qué estupidez! No tiene ni
pasaporte ni dinero.

—No sé. Ha venido a despedirse; está vestido y listo para la


marcha. Se va para no volver. Dice que usted no tiene
escrúpulos y que no quiere esperar a que le dé usted el dinero.

—Con que teme que yo..., que aun ahora podría, si... ¿Dónde
está? ¿En la cocina?

Kirillov abrió una puerta lateral que daba a un cuarto pequeño


y oscuro; tres escalones bajaban de él a la parte de la cocina

903
donde, tras un tabique, la cocinera solía poner su catre. Allí, en
un rincón bajo los iconos, estaba Fedka, sentado a una mesa de
pino sin mantel. Tenía delante una botella de medio litro, un
plato con pan y, en una cazuela de loza, un trozo de carne fría
con papas. Comía despacio y estaba ya medio ebrio, pero
llevaba puesta la chaqueta y era evidente que estaba por
marcharse. Tras el tabique hervía el samovar, pero no para
Fedka, que durante una semana había soplado las brasas todas
las noches, sino para «Aleksei Nilych, que tenía la costumbre de
beber té de noche». Creo firmemente que, como no tenía
cocinera, fue el propio Kirillov quien le había cocinado a Fedka
la carne y las papas esa mañana.

—¿Qué te has creído? —gritó Piotr Stepanovich bajando al


cuarto—. ¿Por qué no aguardaste como se te había ordenado?
—dijo alzando el brazo y dando un fuerte golpe en la mesa.
Fedka se enderezó con dignidad en su asiento.

—Más despacio, Piotr Stepanovich, más despacio —dijo


marcando nítidamente cada palabra—. Tu primera obligación
es hacerte cargo de que estás de visita de cumplido en casa del
señor Kirillov, Aleksei Nilych, a quien ni siquiera mereces limpiar
las botas, porque comparado contigo es un hombre educado,
mientras que tú no eres sino esto... —y volviendo la cabeza con
desdeñosa altanería hizo ademán de escupir. Eran notorias su
arrogancia, su determinación y cierta intención muy peligrosa
de entablar un debate razonable antes de que se produjera la
explosión. Pero Piotr Stepanovich no estaba ya en condiciones

904
de darse cuenta del peligro. Liputin observaba la escena con
curiosidad desde el cuartucho oscuro, en lo alto de los
escalones.

—¿Quieres o no tener un pasaporte válido y dinero contante


para ir donde se te ha dicho? ¿Sí o no?

—Piotr Stepanovich, tú me has embaucado desde el principio, y


siempre te has portado conmigo como un perfecto
inescrupuloso. Como un mismísimo asqueroso piojo humano
(así es como yo te veo). Me prometiste un montón de dinero por
derramar sangre inocente y juraste que era para el señor
Stavrogin, aunque ahora resulta que eso fue sólo tu falta de
educación. Yo no he sacado de esto ni un centavo; y mucho
menos, que digamos, mil quinientos rublos. Y el señor Stavrogin
te dio hace poco una trompada en las narices, cosa de la que
ya nos hemos enterado. Ahora vuelves a amenazarme y a
prometerme dinero, pero sin decir para qué es. Y ya nadie me
saca la idea de que me mandas a Petersburgo para vengarte
del señor Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich, porque así eres de
rencoroso, y quieres aprovecharte de que soy un hombre
confiado. Eso demuestra que eres tú el verdadero asesino. ¿Y
sabes lo que mereces porque en la maldad de tu corazón has
dejado de creer en Dios mismo, el Creador verdadero? No eres
más que un idólatra, de la misma pasta que un tártaro o un
mordva. Aleksei Nilych, que es filósofo, te ha explicado un
montón de veces al Dios verdadero, al Creador, y también la
creación del universo mundo, y lo

905
que será de nosotros en el tiempo del futuro, y en qué se
cambiarán todas las criaturas y todas las bestias del
Apocalipsis. Pero tú, como ídolo sin seso que eres, sigues
emperrado en tu ceguera y mudez; y a eso has llevado también
al alférez Erkel, igualito que ese seductor maligno llamado el
ateo...

—¡Perro borracho! ¡Él es quien roba los iconos y ahora nos viene
a predicar!

—Escúchame, Piotr Stepanovich, eso de robar los iconos es


verdad; pero me quedé solamente con las perlas. ¿Y tú qué
sabes? Puede ser que en ese mismísimo momento una lágrima
mía se volviera perla en el horno del Altísimo por las penas que
he sufrido en este mundo, visto y sabido que soy un pobre
huérfano que no tiene quién mire por él. Deberás saber por los
libros que una vez, allá en los tiempos antiguos, un mercader,
también con oraciones y suspiros tristes, robó una perla del
nimbo de la Madre de Dios y después, de rodillas y ante toda la
gente, puso el precio entero de la perla a los pies de la Divina
Madre, y ella lo tapó con su manto ante los ojos de todos, de
modo y manera que inclusive entonces lo tuvieron por milagro y
las autoridades lo mandaron escribir palabra por palabra en los
libros imperiales. Mientras que tú lo que hiciste fue meter un
ratón, con lo que insultaste el dedo mismo de Dios. Y si no
fueras mi amo natural, a quien llevé en brazos cuando yo era

906
así de insignificante, te mataría ahora mismo sin moverme de
aquí.

Piotr Stepanovich estalló en violenta furia.

—Dime la verdad, ¿has visto hoy a Stavrogin?

—No tienes ningún derecho a preguntarme eso. El señor


Stavrogin te mira, digamos, con asombro, y no tuvo nada que
ver en esto. No quería que se hiciera, no mandó que se hiciera y
no dio dinero para que se hiciera. Fuiste tú el que me empujó.

—Recibirás el dinero y dos mil más cuando llegues a


Petersburgo.

—Mientes, caballerito, y me da risa ver lo simple que eres.


Comparado contigo, el señor Stavrogin está en lo alto de la
escalera, y tú le ladras desde abajo como un perro roñoso; y te
honraría con sólo lanzarte un escupitajo.

—Bribón —dijo Piotr Stepanovich rabioso—, no te permitiré salir


de aquí y te entregaré sin más ni más a la policía.

Fedka se levantó de un salto con ojos fulgurantes. Piotr


Stepanovich sacó el revólver. Entonces sobrevino una escena
tan fugaz como repulsiva: antes de que Piotr Stepanovich
pudiera apuntar, Fedka se dio vuelta sorpresivamente y le
asestó una trompada certera en el rostro. Enseguida le dio otro
golpe terrible, luego un tercero y un cuarto, todos en la mejilla.
Piotr Stepanovich quedó aturdido, con los ojos desorbitados;
murmuró algo y se desplomó sin remedio.

907
Con aire triunfal Fedka gritó «¡Ahí lo tiene! ¡Agárrelo!» a Kirillov.
Dicho esto recogió su gorro, sacó sus pertenencias de debajo
del banco y se fue. Piotr Stepanovich yacía inconsciente,
respirando a duras penas. Liputin pensó que Fedka lo había
matado. Kirillov corrió hasta la cocina pidiendo agua, que sacó
de un cubo con un cucharón de hierro. Luego roció la cabeza
del caído. Piotr Stepanovich reaccionó lentamente y en cuanto
pudo ver a Liputin, que lo espiaba desde la cocina, se sonrió
con su odiosa sonrisa y se puso de pie de un salto, recogiendo
el revólver del suelo.

—Si tiene pensado escaparse mañana como ese canalla de


Stavrogin —dijo abalanzándose sobre Kirillov, pálido y sin poder
articular bien las palabras—, aunque se vaya a las antípodas...
lo aplastaré como a una mosca..., lo ahorcaré...,

¿me entiende?

Y le puso a Kirillov el revólver en la frente; pero recobrando en


ese momento su autodominio se guardó el revólver en el bolsillo
y, sin decir una palabra más, salió corriendo de la casa. Liputin
corrió tras él. Piotr Stepanovich apresuró tanto el paso por la
calleja que Liputin apenas podía alcanzarlo. Al llegar a la
primera bocacalle, Piotr Stepanovich se detuvo.

—Y bueno, ¿qué? —dijo, volviéndose a Liputin con aire de reto.

908
Liputin tuvo en cuenta el revólver y recordaba todavía trémulo
la escena que había presenciado; pero la respuesta, repentina e
involuntaria, le vino por sí sola a los labios.

—Creo..., creo que no están esperando a ese «estudiante» con


tanta impaciencia «desde Smolensk a Tashkent».

—¿Vio usted lo que estaba bebiendo Fedka?

—¿Lo que estaba bebiendo? Vodka, bebía vodka.

—Entonces escuche bien lo que le digo: es la última vez en su


vida que bebe vodka. Téngalo en cuenta y recuérdelo. Y ya
basta, ahora váyase al infierno, váyase, nadie lo necesita hasta
mañana... Pero ¡cuidado, Liputin! No cometa errores.

Liputin corrió como un loco hacia su casa.

El nombre falso en su pasaporte estaba listo desde hacía


tiempo. Sin embargo parecía inadmisible que este ser
mezquino, meticuloso, empleado del Estado (a pesar de ser
secuaz de Fourier) y, sobre todo, capitalista y usurero, tuviera la
precaución de gestionarse ese pasaporte para cualquier
eventualidad, para escapar al extranjero si... Admitía la
posibilidad de ese si, aunque, por supuesto, nunca pudo
concretar en qué podría consistir ese si...

909
Pero ahora ese si se concretaba de pronto y del modo más
imprevisto. Ese pensamiento desesperado con que había ido a
casa de Kirillov, después del

«¡idiota!» que le había lanzado Piotr Stepanovich en la acera,


consistía en que al día siguiente, tan pronto como rompiera el
alba, lo abandonaría todo y emigraría al extranjero. Quien crea
que cosas tan fantásticas no ocurren a diario en Rusia, aun en
nuestros días, debe leer las biografías de nuestros verdaderos
emigrantes rusos en el extranjero. Ninguno de ellos se expatrió
por un motivo más inteligente y válido. Ha sido siempre un
dominio irrefrenable de fantasmas y nada más.

Cuando llegó a su casa empezó por encerrarse, sacar una


maleta y meter cosas en ella con prisa febril. Su principal
preocupación era el dinero y cuánto podría conseguir en el
tiempo con que contaba. Sí, conseguir, porque pensaba que no
tenía tiempo que perder y que tan pronto como amaneciera
debía ponerse en camino. Tampoco sabía cómo lograría
meterse en el tren; acordó vagamente tomarlo en la segunda o
tercera estación importante más allá de nuestra ciudad, aunque
tuviera que ir allí a pie. De esa manera, instintiva y
maquinalmente, con un revoltijo de ideas en la cabeza, estaba
haciendo la valija cuando... de pronto dejó todo y con un hondo
gemido se tendió en el sofá.

Vio que quizá podría escaparse, pero dudaba si


debía hacerlo antes o después de lo de Shatov. Por el momento
era apenas un cuerpo exánime, una cruda masa inerte, movida

910
sin embargo por una fuerza terrible y ajena; y aunque tenía
pasaporte para el extranjero y podía escaparse de Shatov
(porque, de otro modo, ¿para qué apresurarse?), no se
escaparía antes del asesinato de Shatov, ni de Shatov, sino
después del asesinato, cuando todo hubiera quedado decidido,
firmado y sellado. Con angustia intolerable, temblando de
continuo y asombrándose de sí mismo, unas veces gimiendo,
otras conteniendo el aliento, logró de algún modo permanecer
así, encerrado y tumbado en el sofá, hasta las once del día
siguiente. Fue entonces cuando tuvo la sacudida que venía
esperando y que lo confirmó en su resolución. A las once,
cuando abrió la puerta y se reunió con sus familiares, se enteró
por ellos de que Fedka, el ladrón fugado de presidio que tanto
terror causaba a todos, el saqueador de iglesias, el asesino e
incendiario del día antes, tras el que iba la policía sin conseguir
apresarlo, había sido hallado asesinado esa mañana temprano
a siete verstas de la ciudad, en el sitio en que la carretera
tuerce hacia la aldea de Zaharino, y de que toda la gente
estaba ya hablando de ello. Enseguida, salió de la casa para
averiguar más detalles y se enteró de que a Fedka le habían
robado y hundido el cráneo. Además, la policía tenía ya
bastantes motivos para sospechar, y aun datos fidedignos para
concluir, que su asesino había sido Fomka, obrero de Shpigulin,
el mismo que había sido su cómplice en el asesinato de los
Lebiadkin y el posterior incendio de la casa; y que al parecer
habían reñido en el camino por una suma fuerte de dinero
sustraída a los Lebiadkin que por lo visto Fedka tenía

911
escondida... Liputin fue corriendo al hospedaje de Piotr
Stepanovich y logró averiguar, en la puerta trasera y en
secreto, que aunque éste no había vuelto hasta la una de la

madrugada, había dormido a pierna suelta hasta las ocho de la


mañana siguiente. De ahí resultaba, por supuesto, que nada
extraordinario había en la muerte de Fedka, y que gentes que
se entregan a tales menesteres acaban a menudo así. Pero la
coincidencia de aquellas palabras fatales de Piotr Stepanovich
(que era «la última vez que Fedka bebería vodka») con lo
ocurrido... Ante la promesa cumplida Liputin dejó de titubear.
Sintió que una gran roca caía sobre su cuerpo y lo aplastaba
para siempre. Volvió a su casa, guardó la valija debajo de la
cama y esa misma noche, con el pasaporte en su bolsillo, fue el
primero en llegar al lugar del encuentro con Shatov.

QUINTO CAPÍTULO: La vagabunda

Shatov estaba profundamente impresionado con la desgracia


de Liza y la muerte de María Timofeyevna. Recuerdo que ya he
comentado que cuando lo vi aquella mañana pensé que no
estaba en sus cabales. Entre las cosas que me dijo, me contó
que unas tres horas antes del incendio, a eso de las nueve,

912
había estado en casa de María Timofeyevna. Sé que a la
mañana siguiente fue a ver los cadáveres, pero, según tengo
entendido, no declaró ante la policía. Pero cuando ese día
llegaba a su fin, se produjo en su espíritu una verdadera
tempestad y... creo poder afirmar sin equivocarme que hubo un
momento en el que quiso salir y contarlo todo. Cuál era el
contenido de ese todo, sólo él lo sabía. Claro que lo único que
habría logrado hubiera sido delatarse a sí mismo. No tenía
prueba alguna de la culpabilidad de quienes habían cometido
esos crímenes; mejor aún, no tenía más que vagas conjeturas
que sólo para él equivalían a certidumbre. Pero estaba
dispuesto a destruirse a sí mismo con tal de «aplastar a los
inescrupulosos» —tales eran sus propias palabras—. Piotr
Stepanovich había adivinado con bastante acierto ese impulso
suyo, y sabía bien lo mucho que arriesgaba si aplazaba hasta el
día siguiente la ejecución de su nuevo y horrendo proyecto.
Como siempre, tenía absoluta confianza en sí mismo y sentía
desprecio por toda aquella «gentuza» y, en particular, por
Shatov. Hacía largo tiempo que despreciaba a Shatov por su
«idiotez gemebunda», como la llamaba cuando ambos estaban
aún en el extranjero, y estaba seguro de poder manejarlo y
controlarlo. No iba a quitarle la vista de encima en todo el día e
iba a cerrarle el paso ante la primera señal de peligro. Sin
embargo, lo que salvó a los

«inescrupulosos» por algún tiempo fue una circunstancia


inesperada que ninguno de ellos había previsto.

913
Cerca de las ocho de la noche (cuando «los cinco» estaban
reunidos en la casa de Erkel, esperando indignados e inquietos
a Piotr Stepanovich), Shatov estaba tendido en su cama, en
completa oscuridad. Tenía dolor de cabeza y una fiebre ligera.
Lo atormentaba la incertidumbre, estaba enfadado consigo
mismo, trataba de tomar una decisión pero sin lograrlo y
presentía, maldiciéndose, que todo quedaría al cabo en agua
de borrajas. Poco a poco fue cayendo en un breve sopor y tuvo
una pesadilla.

Soñó que estaba tendido en su cama, amarrado con cuerdas e


incapacitado para moverse, y que por toda la casa retumbaban
golpes terribles, en la valla, en la puerta de ésta, en la puerta de
la casa, en la de Kirillov, haciendo temblar todo el edificio,
mientras que una voz lejana y familiar que conmovía las fibras
de su alma lo llamaba lastimeramente. De repente despertó y
se incorporó en la cama. Notó con sorpresa que continuaban
los golpes en la puerta de la valla, y a pesar de que no eran tan
fuertes como los que había soñado, eran continuos y
obstinados, y que la voz extraña que lo había conmovido,
aunque nada lastimera, antes bien impaciente e irritada, seguía
oyéndose abajo, junto a la puerta, igual que antes, confundida
con la otra voz, más moderada y ordinaria. Saltó de la cama,
abrió el postigo y asomó por él la cabeza.

—¿Quién anda ahí? —gritó, literalmente petrificado de espanto.

914
—Si es usted Shatov —le respondió desde abajo una voz firme y
bronca—, tenga la bondad de contestarme honrada y
francamente si quiere o no permitirme entrar.

—Marie...! ¿Eres tú?

—Sí, soy yo, María Shatova, y le aseguro que no puedo retener


al cochero un minuto más.

—Un momento..., voy a encender una vela... —exclamó Shatov


con voz débil, apresurándose a buscar fósforos. Como ocurre
casi siempre en tales casos, no los encontraba. Dejó caer al
suelo el candelero, y cuando volvió a oír la voz impaciente de
abajo, abandonó la búsqueda y se lanzó volando por la
empinada escalera a abrir la puerta.

—Haga el favor de sostener el maletín mientras ajusto la cuenta


con este bruto —fue como lo recibió la señora María Shatova,
que puso en sus manos un maletín de lona barato, provisto de
tachones de latón, fabricado en Dresde. Mientras tanto ella se
enfrentaba con el cochero:

—Me permito decirle que pide demasiado. Si ha estado una


hora más dando vueltas por estas calles asquerosas, la culpa es
suya por no saber dónde estaba esta calle estúpida o esta casa
absurda. Tome sus treinta kopeks y tenga por seguro que no le
doy ni uno más.

915
—Pero, señora, usted me dijo que iba a la calle Voznesenskaya
y ésta es la Bogoyavlenskaya. La calleja Voznesenskaya está
lejísimos de aquí. Mire mi caballo. Está empapado de sudor.

—Voznesenskaya, Bogoyavlenskaya... debería usted saber esos


nombres estúpidos mejor que yo puesto que vive aquí. Además,
es usted un tramposo, ya que le dije bien claro que me dirigía a
casa de Filippov y usted me aseguró que sabía dónde estaba.
Si lo desea puede denunciarme mañana. Ahora le pido que me
deje en paz.

—Tome, aquí tiene, cinco kopeks más —dijo Shatov, sacando a


toda prisa una moneda del bolsillo y entregándosela al cochero.

—¡Le ruego que no lo haga! —dijo sulfurada madame Shatova,


pero el cochero arreó a su caballo y Shatov, tomándola de la
mano, la hizo entrar por la puerta de la valla.

—¡Deprisa, Marie, deprisa..., eso no importa... estás mojada


hasta los huesos! Ten cuidado, tenemos que subir por aquí...,
lástima que no haya luz..., la escalera es empinada, agárrate
bien, bien fuerte..., éste es mi cuarto. Perdona, no tengo luz... ¡Un
momento!

Levantó del suelo el candelero, y tardó bastante en encontrar


los fósforos.

La señora Shatova, a todo esto, estaba quieta y callada.

—¡Al fin, a Dios gracias! —gritó él alegre por ver el cuarto


alumbrado.

916
María Shatova lo examinó con rápida mirada.

—Me habían contado que vivía usted miserablemente, pero no


creía que fuera para tanto —comentó en tono desapacible
dirigiéndose a la cama—. ¡Ay, estoy rendida! —dijo sentándose
en la dura cama con gesto de agotamiento—. Suelte, por favor,
el maletín y siéntese también en esa silla. Pero, en fin, haga lo
que le parezca. Me molesta verlo ahí de pie. Me vengo con usted
sólo una temporada, hasta que encuentre trabajo, porque no sé
nada de esta ciudad y no tengo dinero. Pero si soy una carga,
vuelvo a pedirle que haga el favor de decírmelo, como tiene
obligación de hacerlo si usted es hombre honrado. En todo caso
puedo vender algo mañana y tomar una habitación en el hotel,
pero usted tendría que llevarme a él... ¡Ay, qué cansada estoy!

Shatov temblaba como una hoja.

—¡No irás a un hotel, Marie, no debes ir! ¿A qué hotel? ¿Por qué?
¿Por qué? —imploró con las manos juntas.

—Entonces, si no necesito irme a un hotel debo, no obstante,


explicar mi posición. Recuerde, Shatov, que vivimos como
marido y mujer en Ginebra dos

semanas y pico y que hace ya tres años que nos separamos,


aunque, bien mirado, sin que mediara pelea alguna. Pero no
piense que he vuelto para reanudar las tonterías de entonces.
He vuelto para buscar trabajo, y si he venido directamente a
esta ciudad es porque me da lo mismo. No he venido porque

917
me haya arrepentido de nada. Por favor, no piense semejante
idiotez.

—¡Oh, Marie! ¡No hay por qué decir eso, no hay por qué decirlo!
— murmuró Shatov con vaguedad.

—Y si es así, si es lo bastante despabilado para comprender


eso, me permito agregar que si he vuelto y estoy en su casa es
en parte porque siempre he pensado que está usted lejos de ser
un canalla y ¡quizá sea mucho mejor que otros... truhanes!

Le brillaron los ojos. Seguramente había sufrido mucho por


causa de algunos «truhanes».

—Y, por favor, no vaya a creer que me reía de usted cuando


decía que es usted bueno. Hablaba con franqueza, sin frases
bonitas, que no soporto. Pero, en fin, éstas son tonterías.
Siempre he tenido la esperanza de que no sea usted fastidioso...
Bueno, basta. Estoy cansada.

Y fijó en él una mirada larga, atormentada, consumida de


cansancio. Shatov estaba frente a ella, al otro lado del cuarto,
sólo a cinco pasos, y la escuchaba tímidamente, pero con ojos
que delataban una nueva vida y con una radiante expresión en
el rostro. Este hombre fuerte y tosco, todo aspereza por fuera,
se ablandó y transfiguró de pronto. Algo insólito, inesperado,
conmovía su espíritu. Tres años de separación, tres años de
ruptura matrimonial, no habían desterrado nada de su corazón.
Y quizá todos los días, durante esos tres años, había pensado
en ella, en la criatura amada que una vez le había dicho:

918
«Te quiero». Conociendo, como conozco, a Shatov puedo
afirmar que nunca se habría permitido pensar que una mujer
pudiera decirle: «Te quiero». Era rudamente pudoroso y casto,
se consideraba a sí mismo un verdadero monstruo, detestaba
su propio rostro y carácter, y se equiparaba a uno de esos

«fenómenos» que se exhiben en las ferias. A consecuencia de


esto apreciaba la honradez por encima de todo y se aferraba
fanáticamente a sus convicciones. Era sombrío, orgulloso,
irascible y taciturno. Pero ahora estaba aquí el único ser que lo
había amado quince días (eso lo creía, siempre), un ser a quien
en todo momento había juzgado infinitamente superior a él, no
obstante hacerse cargo de sus defectos; un ser a quien podía
perdonarle todo, absolutamente todo (de eso no había duda
posible; mejor dicho, más bien lo contrario, que era él quien
tenía la culpa), esta mujer, esta María Shatova, estaba de
pronto en su casa, de nuevo ante él..., lo cual era casi
inconcebible. Estaba perplejo, este acontecimiento era
aterrador y a la vez alegre. Sin embargo no podía y quizá no
quería —quizá temía— darse cuenta de su situación. Era un
sueño. Pero cuando ella lo miró con ojos atormentados cayó en
la cuenta de que esta mujer a quien tanto amaba sufría y que
quizás había sido agraviada. Se le heló el corazón. Miró con
ansiedad los rasgos del rostro amado: hacía ya tiempo que de
ese semblante exhausto había huido la lozanía de la primera
juventud. Cierto que era aún hermosa —a los ojos de él una
belleza, como siempre lo había sido—. En realidad, era una

919
mujer de veinticinco años, de dura naturaleza, de más que
mediana estatura (más alta que Shatov), abundante cabello
castaño oscuro, rostro pálido y ovalado y grandes ojos negros
que ahora despedían un brillo febril. Ahora bien, la energía
saltarina, cándida y afable de antes, que él tan bien conocía, se
había cambiado ahora en torva irritación, en desengaño, en
algo así como cinismo, al que aún no se acostumbraba y del
que ella misma se resentía.

Pero lo principal era que estaba enferma, lo que él notó al


momento. A despecho del temor que le tenía, se acercó a ella y
la tomó de ambas manos:

—Marie..., ya sabes..., estás quizá muy cansada... ¡por amor de


Dios, no te enojes...! ¿No te gustaría un poco de té? ¿Eh? ¿Qué
dices? El té reanima mucho,

¿eh? Si aceptaras tomarlo...

—Aceptar, claro que acepto. Es usted el mismo muchachito de


antes.

Démelo si puede. ¡Qué cuarto tan pequeño es éste! ¡Y qué frío


hace!

—¡Voy enseguida por leña... por alguna leña..., tengo leña! —dijo
Shatov, yendo y viniendo agitado por el cuarto—. Leña..., lo que
es leña, bueno... pero traigo el té enseguida —dijo haciendo con

920
la mano un gesto como de resolución desesperada, y tomando
su gorra.

—¿A dónde va usted? ¡Conque no tiene té en casa!

—Lo habrá, lo habrá, habrá todo enseguida..., yo... —dijo


tomando del estante el revólver—. Voy corriendo a vender el
revólver... o a empeñarlo...

—¡Pero qué tontería! Además, tardará mucho. Mire, tome mi


dinero, si no tiene usted. Aquí tiene ochenta kopeks, según creo.
Es todo lo que tengo. Esto parece un manicomio.

—No quiero tu dinero, no lo quiero. Vuelvo enseguida. Puedo


procurarme té aun sin el revólver...

Y fue corriendo a la vivienda de Kirillov. Esto ocurrió


probablemente un par de horas antes de que Piotr Stepanovich
y Liputin visitaran a Kirillov. Aunque vivían en el mismo patio,
Shatov y Kirillov apenas se veían, y cuando se encontraban no
se saludaban ni se hablaban; bastante tiempo habían estado

«tumbados uno junto a otro» en América.

—Kirillov, usted siempre tiene té. ¿Tiene té y un samovar?

Kirillov, que, según su costumbre, pasaba la noche entera


paseando por su habitación, se detuvo de pronto y miró
fijamente, aunque sin especial asombro, a su apresurado
visitante.

—Hay té, hay azúcar y hay samovar. Pero el samovar no hace


falta; el té está caliente. Siéntese, y, simplemente, tómelo.

921
—Kirillov, en América estuvimos tumbados uno junto a otro... Mi
mujer ha vuelto a casa... Yo..., déme el té... Necesito el samovar.

—Con su mujer aquí, necesita usted el samovar. Pero lléveselo


después. Tengo dos. Ahora tome de la mesa la tetera. Está
caliente, ardiendo. Tome usted todo, llévese el azúcar, todo el
azúcar. Pan..., hay mucho pan. Hay un poco de ternera. Tengo
un rublo.

—Démelo, amigo. Se lo devuelvo mañana. ¡Oh, Kirillov!

—¿La misma esposa de Suiza? Eso está bien. Y el que usted


haya entrado aquí también está bien.

—¡Kirillov! —gritó Shatov poniéndose la tetera bajo el brazo y


llevando en ambas manos el azúcar y el pan—. ¡Kirillov! Sí..., si
pudiera usted renunciar a sus horribles fantasías y abandonar
sus delirios ateos..., ¡qué hombre sería usted, Kirillov!

—Se ve que ama usted a su mujer después de lo de Suiza.


Vuelva por aquí cuando necesite té. Vuelva usted a cualquier
hora de la noche; yo no duermo nada. Habrá samovar. Aquí
tiene el rublo, tómelo. Vuelva con su mujer; yo seguiré aquí y
pensaré en usted y su mujer.

María Shatova quedó sumamente contenta por la prisa con la


que había vuelto su marido y tomó el té casi con ansia, pero no
fue necesario ir por el samovar; bebió sólo media taza y comió
sólo una pizca de pan. Rechazó la ternera con repugnante
frenesí.

922
—Marie, estás enferma, eso es señal de enfermedad... —observó
Shatov con timidez mientras le servía.

—Claro que estoy enferma. Siéntese, por favor. ¿Dónde


encontró el té, puesto que no lo tenía?

Shatov le habló de Kirillov brevemente. Ella ya había oído algo


de él.

—Sé que está loco. Bastantes locos hay en este mundo.


¿Conque estuvo usted en América? Me dijeron que había
escrito.

—Sí..., te escribí a París.

—Bueno. Hable de otra cosa. ¿Es usted eslavófilo por


convicción?

—Yo... no lo soy precisamente... Ya que no puedo ser ruso me


hice eslavófilo —respondió con amarga sonrisa, con el esfuerzo
de quien ha dicho una broma torpe y forzada.

—¿No es usted ruso?

—No, no soy ruso.

—Eso es una tontería. Siéntese, se lo ruego. ¿Por qué anda de


un lado para otro? ¿Cree que estoy delirando? ¿Entonces son
sólo ustedes dos los que viven en la casa?

—Dos... abajo...

923
—Y los dos tan inteligentes. ¿Qué es eso de abajo? ¿Dijo usted
abajo?

—No, no es nada.

—¿Cómo que no es nada? Quiero saber.

—Lo que le he querido decir es que ahora somos dos los que
vivimos en el patio, pero que antes vivían abajo los Lebiadkin...

—¿Es esa mujer que mataron anoche? —preguntó agitada de


pronto—. He oído hablar de eso. Lo oí tan pronto como llegué.
¿No ha habido aquí un incendio?

—Sí, Marie, sí, y quizás en este momento hago una canallada


perdonando a esos miserables... —dijo levantándose de pronto
y paseando por el cuarto con las manos en alto, como atacado
de rabia.

Pero Marie no le había entendido del todo. Había oído la


respuesta distraídamente. Hacía preguntas pero no escuchaba.

—¡Pero vaya que suceden exquisiteces por aquí! ¡Qué asqueroso


es todo eso! ¡Qué asquerosos son todos ellos! ¡Siéntese, por
Dios! ¡Me saca usted de quicio! —y, extenuada, dejó caer la
cabeza en la almohada.

—Marie, yo no... Quizá quieras acostarte, Marie.

No respondió y, agotada, cerró los ojos. Su rostro pálido


parecía el de una difunta. Se durmió casi al momento. Shatov
miró en torno, apagó la vela, inquieto examinó el semblante de
su esposa una vez más, apretó fuerte las manos y salió de

924
puntillas al pasillo. En un rincón, en lo alto de la escalera, volvió
la cara a la pared y estuvo quieto y en silencio diez minutos.
Habría seguido más tiempo en esa postura si de pronto no
hubiera oído abajo pasos leves y furtivos. Alguien subía. Shatov
recordó que había olvidado cerrar la puerta de la valla.

—¿Quién va allí? —preguntó en voz baja.

El desconocido visitante siguió subiendo sin apresurarse ni


responder. Cuando llegó arriba se detuvo. Era imposible verle la
cara en la oscuridad. Entonces se oyó una pregunta cautelosa:

—¿Ivan Shatov?

Shatov dijo que era él y al momento estiró el brazo para


impedirle que avanzase, pero el visitante le cogió la mano y
Shatov se estremeció como si hubiera tocado una víbora
asquerosa.

—Quédese aquí —murmuró con rapidez—. No entre. No puedo


recibirle en este momento. Ha vuelto mi mujer. Voy a buscar
una vela.

Cuando volvió con la vela vio allí a un joven oficial del ejército.
No sabía su nombre, pero lo había visto en alguna parte.

—Erkel —dijo éste presentándose—. Me vio usted en casa de


Virginski.

—Lo recuerdo. Estaba usted sentado tomando notas. Oiga —


dijo Shatov enfureciéndose de pronto, acercándose a él

925
airadamente, pero hablando aún en voz baja—, acaba usted de
hacerme una seña con la mano al tomar la mía. ¡Sepa que esas
señas me importan un comino! No las reconozco..., no quiero
reconocerlas... ¿Sabe que puedo tirarlo escaleras abajo en este
instante?

—No. No sé nada de eso, ni tampoco por qué se enfurece —


respondió el visitante sin rencor y casi con generosidad—. Sólo
sé que tengo que darle un recado y que para eso he venido,
sobre todo para no perder tiempo. Tiene usted una imprenta
que no le pertenece y de la que tiene que responder, como bien
sabe. Se me ha mandado pedirle que la entregué mañana a las
siete de la tarde a Liputin. Además, se me ha mandado decirle
que no se le pedirá nada más.

—¿Nada más?

—Nada más, en absoluto. Su solicitud ha sido aceptada y para


siempre deja usted de ser miembro de la Sociedad. Esto es,
concretamente, lo que se me ha mandado decirle.

—¿Quién lo mandó?

—Los mismos que me dieron la seña.

—¿Ha venido del extranjero?

—Eso..., según creo nada tiene que ver con usted.

—¡Allá usted! ¿Y por qué no ha venido antes si se lo mandaron?

—Debí cumplir con ciertas instrucciones y no estaba solo.

926
—Entiendo que no estuviera usted solo. En fin, ¡qué demonio!
¿Por qué no ha venido Liputin personalmente?

—A las seis en punto de mañana vendré a buscarlo y nos iremos


caminando los tres.

—¿Nos espera Verhovenski?

—No, no estará. Verhovenski se marcha de aquí mañana a las


once de la mañana.

—¡Me lo imaginaba! —Shatov murmuró rabioso, dándose un


golpe en la cadera—. ¡El muy miserable se fuga!

Se sumió en agitada reflexión. Erkel, en silencio, fijaba en él los


ojos y esperaba.

—¿Cómo van a llevársela ustedes? Porque no es sencillamente


cosa de tomarla y cargar con ella.

—No será necesario. Bastará con que usted indique el lugar y


comprobemos que, efectivamente, está allí enterrada. Sabemos
poco más o menos dónde está, pero no el lugar preciso. ¿Se lo
ha indicado usted ya a alguien?

Shatov le miró.

—¿Un muchacho como usted, un joven inocente como usted, ha


caído en la red como un borrego? ¡Pero, claro, es sangre joven
lo que necesitan! ¡Bueno, márchese! ¡Uf, ese sinvergüenza los ha
engañado a todos ustedes y ha salido por pies!

927
Erkel lo miraba tranquilo y sereno, pero por lo visto sin
comprender.

—¡Verhovenski se ha fugado, Verhovenski! —gritó Shatov,


rechinando los dientes.

—¡Pero si está aquí todavía, si todavía no se ha ido! ¡Si no se va


hasta mañana! —observó Erkel en tono suave y persuasivo—.
Yo le insté muy especialmente a que asistiera como testigo. Mis
instrucciones se referían todas a él —explicó con la franqueza
de un muchacho joven e inexperto—. Pero lamento decir que no
aceptó a causa de su partida. Debe de tener mucha prisa.

Shatov volvió a mirar compasivamente al bobo, pero de golpe


hizo con la mano un gesto de impaciencia como diciéndose que
no valía la pena compadecerlo.

—Está bien, iré —dijo poniendo fin a la conversación—. Pero


ahora, fuera de aquí.

—Entonces, a las seis en punto —dijo Erkel saludando


cortésmente y bajando la escalera sin apresurarse.

Desde lo alto de la escalera y sin poder contenerse Shatov le


gritó:

«¡Idiota!».

—¿Señor, ha dicho usted algo? —preguntó Erkel desde abajo.

—No, puede irse, no he dicho nada.

928
—Creí que había dicho usted algo.

Privado de razón, Erkel parecía un idiota incapaz de resolver


nada con inteligencia; sin embargo, en algunas ocasiones,
actuaba con cierta astucia. Parecía candorosamente dedicado
en cuerpo y alma a la «causa común», aunque en realidad
respondía a los mandatos de Piotr Verhovenski, cumplía con el
rol que le había asignado en la reunión del grupo de los cinco.
Piotr Stepanovich le había señalado el papel de mensajero,
había logrado hablar con él reservadamente unos cinco
minutos. El cumplimiento de órdenes recibidas era necesidad
insoslayable para este carácter mezquino e irreflexivo, siempre
ansioso de someterse a la voluntad ajena —por supuesto, sólo
en pro de la

«causa común» o de la «gran idea»—. Pero hasta eso no habría


importado mucho, porque los pequeños fanáticos como Erkel
no pueden comprender el servicio de una causa sino
confundiéndola con la persona que, según ellos, la encarna.
Erkel, benévolo, afable y sentimental, era quizás el más
insensible de los que iban a matar a Shatov y presenciaría el
asesinato sin pestañear ni manifestar odio personal alguno.
Entre otras cosas se le había ordenado que cuando fuera a
cumplir su encargo, se fijara en el ambiente en que vivía Shatov;
y cuando éste lo recibió en la escalera y reveló en su

929
acaloramiento —quizá hasta sin darse cuenta— que había
vuelto su mujer, Erkel fue bastante astuto para no mostrar
curiosidad, no obstante cruzarle por la mente la sospecha de
que el regreso de la esposa sería por demás significativo para
lograr el éxito esperado... Y así sucedió en efecto: ese hecho fue
lo único que salvó a los

«inescrupulosos» de lo que Shatov tenía pensado hacer, y al


mismo tiempo los ayudó a «quitarlo de en medio». Como
primera providencia, incitó a Shatov, lo sacó de sus casillas
privándolo de su perspicacia y cautela habituales. Ahora menos
que nunca podía preocuparse de su seguridad personal, ya que
tenía la cabeza ocupada por pensamientos de índole muy
diferente. Al contrario, creía fervientemente que Piotr
Verhovenski se fugaría al día siguiente, lo cual concordaba con
sus sospechas. Volvió a la habitación, se sentó de nuevo en un
rincón, apoyó los codos en las rodillas y ocultó el rostro entre
las manos. Lo embargaban desagradables pensamientos...

Pronto volvió a alzar la cabeza y fue en puntas de pie a mirar


de nuevo a su esposa: «¡Dios santo, tendrá fiebre mañana por la
mañana! ¡Quizá ya la tiene! Se habrá resfriado. No está
acostumbrada a este clima horrible. Además, un vagón de
tercera, un torbellino a su alrededor, la lluvia, un pobre abrigo
que apenas calienta... ¡Y abandonarla aquí, dejarla sin ayuda
alguna! ¡Y ese maletín tan pequeño, tan ligero y abollado, que
no pesará diez libras! ¡Pobrecilla, con lo cansada que está y lo
que habrá sufrido! Porque orgullosa, lo es, y por eso no se

930
queja. Pero lo que es mal humor, sí que lo tiene. Es la
enfermedad. Hasta un ángel tendría mal humor si estuviera
enfermo. Debe de tener la frente seca y ardiendo..., ¡y qué
ojeras! Sin embargo, hay que ver lo hermoso que es ese rostro
oval y lo espléndido que es ese pelo...».

Pero al momento desvió los ojos y se apartó de la cama, como


asustado de sólo pensar que podría ver en la que en ella yacía
algo más que una criatura infeliz y agotada a quien había que
ayudar. ¿Cuáles esperanzas cabía resguardar? ¡Oh, qué
mezquino y despreciable era! Y volvió a sentarse en su rincón, a
cubrirse la cara con las manos, a soñar y recordar de nuevo... y
de nuevo a acariciar esperanzas.

«¡Qué cansada estoy... qué cansada!». Recordaba las


exclamaciones de ella, su voz débil, quebrada. «¡Dios mío,
abandonarla ahora con apenas ochenta kopeks! ¡Me dio su
portamonedas tan viejo, tan pequeño! Ha venido en busca de

empleo. Pero ¿qué sabe ella de empleos? ¿Qué saben estas


gentes de Rusia? Son como niños caprichosos que viven de las
fantasías que ellos mismos se inventan.

¡Y la pobre se enfada porque Rusia no se parece a lo que


sueñan en el extranjero! ¡Oh, infelices! ¡Oh, inocentes! Pero... de
veras que hace frío aquí».

Recordó que ella se había quejado del frío y que él había


prometido cargar la estufa. «Hay leña en la casa. Puedo traerla

931
sin despertarla. Hay que intentarlo. Quizá cuando se levante
quiera comer la ternera. Pero eso será más tarde. Kirillov no
pega un ojo en toda la noche. ¿Con qué puedo taparla? Duerme
a pierna suelta, pero seguramente tiene frío...».

Una vez más se acercó para contemplarla. Tenía el vestido un


poco levantado y la pierna derecha medio descubierta hasta la
rodilla. Él, casi con alarma, volvió la cara del otro lado, se quitó
el gabán, y quedándose sólo con la vieja y ligera levita, cubrió
con él, procurando no mirar, lo que estaba descubierto.

Encender fuego, ir y venir de puntillas, observar a la durmiente,


soñar en el rincón, con todo ello pasó bastante tiempo: dos o
tres horas. Y fue durante ellas cuando Verhovenski y Liputin
hicieron su visita a Kirillov. También él se quedó dormido. La
oyó gemir. Se había despertado y lo llamaba. Sobresaltado se
levantó como un criminal.

—Marie! Temo haberme dormido... ¡Ay, qué bribón soy, Marie!

Ella se incorporó un poco, miró atónita a su alrededor como sin


saber dónde estaba, y enojada dijo con indignación:

—He ocupado la cama de usted y, cansada, me he quedado


dormida. ¿Por que no me despertó? ¿Piensa que quiero
molestarlo?

—¡No, Marie, pero no podía despertarte!

—¡Podía y debía hacerlo! No tiene usted otra cama y he


ocupado la que tiene. No ha debido ponerme en una situación

932
falsa. ¿O acaso cree que vengo a aprovecharme de su
beneficencia? ¡Vamos, acuéstese en su cama, que yo me echaré
en unas sillas en el rincón!

—Marie, no hay bastantes sillas para eso y, además, no tengo


nada que ponerles encima.

—Entonces en el suelo. De otro modo tendría usted que


acostarse en el suelo. La que se acuesta en el suelo soy yo...,
¡muévase, muévase!

Se levantó con deseo de caminar, pero de pronto, un agudo


espasmo de dolor le quitó las fuerzas y volvió a caer en la cama
con un ronco gemido. Shatov corrió a su lado, pero Marie, con
el rostro hundido en la almohada, le tomó una mano y empezó
a apretársela con todas sus fuerzas. Así lo hizo durante un
minuto.

—Marie, cariño, si es preciso, aquí hay un médico, el doctor


Frenzel, conocido mío... Podría ir a llamarlo.

—¡Pavadas!

—¿Cómo que pavadas? Dime, Marie, ¿qué es lo que te duele?


Podría ponerte una cataplasma... en el estómago, por ejemplo...
Puedo hacerlo yo sin ayuda del médico... O un fomento de
mostaza.

—¿Qué es eso? —preguntó ella con tono extraño, levantando la


cabeza y mirándole consternada.

933
—¿Cómo que qué es eso, Marie? —dijo Shatov sin comprender—
. ¿Qué es lo que preguntas? ¡Ay, Dios mío, qué desacierto!
Perdona, Marie, no entiendo nada.

—Ya déjeme en paz. No tiene por qué entender nada. Además,


sería ridículo que lo entendiera... —agregó con amarga sonrisa—
. Hábleme de

cualquier cosa. Pasee por el cuarto y hable. No esté de pie junto


a mí ni me mire. Ésta es la milésima vez que se lo pido. ¡Por
favor!

Shatov empezó a pasear por la habitación, mirando el suelo y


procurando con empeño no fijar los ojos en ella.

—No te enojes, Marie, te lo ruego. Aquí tengo un poco de


ternera y hay también té a dos pasos... Comiste tan poco hace
un rato...

Ella hizo un gesto de asco. Shatov, desesperado, se mordió la


lengua.

—Escuche. Quiero abrir aquí un taller de encuadernación sobre


una base racional de competencia. ¿Qué piensa usted? ¿Saldría
bien la cosa o no?

—¡Oh, Marie! Aquí no se leen libros, y ni siquiera los hay. ¿Cómo


va la gente a encuadernarlos?

—¿Qué quiere decir con «la gente»? ¿Quién es la gente?

934
—El lector local y, en general, todo el que vive aquí, Marie.

—¿Y por qué no lo dice más claro? «La gente», dice usted, y no
sabe quién es esa gente. No sabe usted gramática.

—Eso está en el espíritu de la lengua, Marie —murmuró Shatov.

—Váyase al cuerno con su espíritu. ¡Qué pesado es usted! ¿Por


qué no habrían de encuadernar libros el lector o el que vive
aquí?

—Porque leer un libro y encuadernarlo son dos etapas del


progreso enteramente diferentes. Al principio, el individuo se
habitúa poco a poco a leer. Eso, por supuesto, requiere siglos.
Pero no se cuida de su libro y lo deja tirado en cualquier parte,
porque no lo toma en serio. La encuadernación, al contrario,
supone ya el respeto al libro, significa que el individuo no sólo
gusta de leerlo, sino que lo estima como algo valioso.

Rusia no ha llegado aún a esta etapa. Europa encuaderna libros


desde hace mucho tiempo.

—Si bien lo dice usted con pedantería, al menos no es una


estupidez. Eso me recuerda lo que pasaba hace tres años,
cuando, de vez en cuando, daba usted muestra de bastante
agudeza.

Dijo esto en el mismo tono despectivo que las frases


caprichosas de antes.

—Marie, Marie —Shatov se volvió a ella hondamente


emocionado—.

935
¡Oh, Marie! ¡Si supieras cuánto ha pasado en esos tres años!
Después oí decir que me despreciabas por mi cambio de ideas.
Pero ¿a quiénes volví la espalda?

¡A los enemigos de la vida, a liberales trasnochados que se


asustan de su propia independencia; a lacayos del
pensamiento, a enemigos de la individualidad y la libertad, a
predicadores de créditos de ideas muertas y putrefactas! ¿Qué
es lo que ofrecen? Senectud, dorada mediocridad, la mezquina
ignorancia de la pequeña burguesía, igualdad envidiosa,
igualdad sin dignidad propia, igualdad como la concibe un
lacayo o un francés del ‟93... ¡Y lo peor es que por todas
partes sólo hay canallas, canallas, canallas...!

—Sí, canallas hay muchos —dijo ella con voz abrupta y penosa.
Estaba acostada cual larga era, inmóvil y como temerosa de
moverse, con la cabeza hundida en la almohada, de costado,
mirando el techo con ojos febriles y cansados. Tenía la cara y
los labios resecos y ardientes.

—¡Lo comprendes, Marie, lo comprendes! —exclamó Shatov. Ella


quería sacudir la cabeza, pero de pronto se retorció con el
mismo espasmo de antes. Volvió a hundir el rostro en la
almohada y a apretar durante un minuto con todas sus fuerzas
la mano de Shatov, que había corrido a su lado loco de
espanto.

—Marie, Marie! ¡Quizás esto sea muy grave, Marie!

936
—¡Cállese! ¡No quiero, no quiero! —gritó ella frenética, volviendo
de nuevo la cara hacia arriba—. ¡No se atreva a mirarme! ¡No
quiero su compasión! Camine por el cuarto, diga algo, hable...

Shatov volvió a murmurar algo.

—¿A qué se dedica usted aquí? —preguntó ella,


interrumpiéndolo con impaciencia desdeñosa.

—Trabajo en la oficina de un comerciante. Si quisiera, Marie,


podría ganar bastante incluso aquí.

—Mejor para usted...

—¡Oh, Marie, no vayas a pensar...! Lo he dicho sólo por...

—Pero ¿qué otra cosa hace? ¿Qué predica? Porque usted no


puede vivir sin predicar. Lo lleva en la masa de la sangre.

—Predico a Dios, Marie.

—¿Qué clase de persona era esa María Timofeyevna?

—Hablemos de eso más tarde, Marie.

—¡No se atreva a hacerme esas observaciones! ¿Es cierto que


esa muerte ha sido causada por la maldad... de esas gentes?

—Sin duda alguna —respondió Shatov mascullando las


palabras.

Marie levantó la cabeza de pronto y gritó histérica:

—¡No vuelvas a hablarme de eso! ¡Nunca! ¿Me oyes? ¡Nunca! —y


volvió a desplomarse sobre la cama, presa del mismo dolor
espasmódico. Era ya la tercera vez, pero ahora los gemidos

937
subían de tono y llegaban a ser gritos—. ¡Ay, qué hombre más
inaguantable! ¡Qué hombre más detestable! —gritó,
retorciéndose sin poder ya contenerse, y apartando a
empujones a Shatov, que se inclinaba sobre ella.

—Marie, haré lo que quieras..., caminaré por el cuarto, hablaré...

—¿Pero no ve usted que ha empezado?

—¿Qué es lo que ha empezado, Marie?

—¡No lo sé! ¿Acaso sé yo algo de esto? ¡Maldición! ¡Maldito sea


todo desde el principio!

—Marie, si me dijeras qué es lo que ha empezado... De otro


modo ¿cómo voy a saberlo?

—¡Es usted un teorizante, un charlatán inútil! ¡Y maldito sea el


mundo entero!

—Marie, Marie... —Shatov creía de veras que se estaba


volviendo loca.

—Santo Dios, ¿no ve que lo que tengo son dolores de parto? —


dijo levantándose a medias y clavando en él una mirada
terrible, histéricamente malévola, que le desfiguraba el rostro—.
¡Maldito de antemano sea lo que nazca!

—Marie —exclamó Shatov, cayendo por fin en la cuenta—,


Marie! Pero

¿por qué no lo dijiste antes? —de pronto sacó fuerzas de


flaqueza y con enérgica resolución agarró la gorra.

938
—¿Cómo iba a saberlo cuando llegué aquí? ¿Habría venido aquí
en ese caso? Me dijeron que faltaban todavía diez días. ¿A
dónde va usted? ¿A dónde va? ¡Le prohíbo que se vaya!

—Traeré a la comadrona. Venderé el revólver. Necesitamos


dinero.

—¡Le prohíbo que haga nada! ¡Le prohíbo que llame a la


comadrona! Basta con una aldeana, con una vieja. En mi bolso
tengo ochenta kopeks... Las aldeanas dan a luz sin ayuda de
comadronas... Y si muero, tanto mejor...

—Tendrás una comadrona y además una vieja. Pero ¿cómo voy


a dejarte sola, Marie?

Haciendo caso omiso a los gritos y gemidos frenéticos, Shatov


bajó desesperado las escaleras, convencido de que debía salir
en busca de ayuda.

Lo primero que hizo fue ir a ver a Kirillov, que aguardaba de pie


en el medio de la habitación. Ya casi era la una de la
madrugada.

—¡Kirillov, mi mujer va a dar a luz!

—¿Qué? ¿Cómo?

—¡Un niño! ¡Va a tener un niño!

939
—¿Está seguro?

—¡Por supuesto que lo estoy! ¡Tiene espasmos...! ¡Necesito una


vieja, una mujer, pronto! ¿Podremos encontrarla ahora? Solía
usted tener varias mujeres en la casa...

—¡Cuánto siento no saber dar a luz! —exclamó Kirillov


pensativo—. No quiero decir que sea yo quien dé a luz, sino que
no sé ayudar a dar a luz... o, en fin, no sé cómo es que debe
decirse...

—Lo que usted quiere decir es que no sabe ayudar en un parto.


Pero no lo busco a usted, necesito una mujer, una vieja, una
enfermera, una criada.

—¡Encontraré una vieja, pero quizá no enseguida...! Si quiere, yo


mismo puedo ir...

—No, no, de ningún modo. Iré a buscar a Virginskaya, la


comadrona.

—¡Horrible mujer!

—Lo sé, Kirillov, lo sé, pero es la mejor. Todo ocurrirá sin


reverencia ni júbilo, con repugnancia, entre blasfemias y
juramentos. ¡Ante un misterio tan enorme como es la venida al
mundo de una nueva criatura...!

¡Y ya la está maldiciendo!

—Si quiere usted, yo...

940
—No venga. Mientras voy a buscar a Virginskaya, acérquese de
vez en cuando a la escalera y escuche sin hacer ruido. Pero no
se atreva a entrar, porque la asustaría. No entre por nada del
mundo; escuche tan sólo... pero si pasa algo horrible... si algo
horrible ocurre, entre.

—Comprendo. Tengo otro rublo. Tome, aquí está. Iba a comprar


una gallina mañana, pero ya no quiero. Vaya usted corriendo, lo
más deprisa que pueda. El samovar estará listo toda la noche.

Kirillov ignoraba por completo lo que se tramaba con respecto


a Shatov, y jamás antes había sospechado la magnitud del
peligro que amenazaba a éste. Sólo sabía que Shatov tenía
algunas cuentas pendientes con «esa gente», y aunque él
también estaba enredado con ella por instrucciones recibidas
del extranjero (muy superficiales, por lo demás, ya que nunca
había estado muy metido en nada), lo cierto era que
últimamente había echado todo por alto, todos los encargos,
había desatendido todos los asuntos, especialmente los de

«la causa común», y se había consagrado a la vida


contemplativa... Aunque Piotr Verhovenski, en la sesión que ya
conocemos, había invitado a Liputin a acompañarlo a casa de
Kirillov para cerciorarse de que éste se haría responsable en
momento oportuno del «caso Shatov», no había nombrado a
Shatov en su entrevista con Kirillov, ni aludido a él en modo
alguno, probablemente por considerarlo improcedente y aun
por desconfiar del propio Kirillov. Demoró hablar de eso hasta
el día siguiente cuando todo estuviera terminado y ya a Kirillov

941
no le importaría el asunto. Eso era lo que pensaba Piotr
Verhovenski de Kirillov. También Liputin había notado que no se
había mentado a Shatov, no obstante lo prometido por Piotr
Verhovenski, pero tan agitado estaba que no pudo protestar.

Como un vendaval corrió Shatov a casa de los Virginski,


maldiciendo lo largo de la calle y pensando que no tenía fin.

Tuvo que llamar largo rato a la puerta, pues hacía tiempo que
todos dormían; pero no dudó en golpear con furia las ventanas.
Un perro encadenado en el patio intentaba soltarse mientras
ladraba rabiosamente. Lo siguieron los perros de toda la calle,
provocando un verdadero estruendo de ladridos.

—¿Por qué golpea usted de ese modo y qué necesita? —se oyó
por fin en la ventana la mansa voz del propio Virginski, que no
correspondía al calibre del

«ultraje». Las ventanas se abrieron, y también el postigo.

—¿Quién está ahí? ¿Quién es el sinvergüenza? —gritó una voz


femenina que ahora sí correspondía a la magnitud del «ultraje».
Era la solterona pariente de Virginski.

—Soy yo, Shatov. Mi mujer ha vuelto y está a punto de dar a


luz...

—Entonces que lo haga. ¡Váyase!

—¡Busco a Arina Prohorovna y no me voy sin ella!

942
—No puede atender a todo aquel que se presente. Menos de
noche... ¡Vaya a buscar a la Maksheyeva y deje de armar ese
alboroto! —gruñó la irritada voz de la mujer. Se oía cómo
Virginski trataba de calmarla, pero la vieja solterona lo apartó a
empujones sin dejar de gritar.

—¡No me iré de aquí! —gritó de nuevo Shatov.

—¡Un momento, espere un momento! —gritó al fin Virginski,


imponiéndose a la vieja—. Le ruego que espere cinco minutos,
Shatov. Voy a despertar a Arina Prohorovna. Pero por favor,
deje de dar golpes y no grite...

¡Qué horrible es todo esto!

Al cabo de cinco interminables minutos apareció Arina


Prohorovna.

—¿Ha llegado su mujer? —se oyó su voz en el postigo y, con


asombro de Shatov, no irritada, sino perentoria como de
costumbre; porque Arina Prohorovna no sabía hablar de otra
manera.

—Sí, está con dolores de parto.

—¿María Ignatyevna?

—Sí, María Ignatyevna. ¿Quién iba a ser, sino María


Ignatyevna?

Después de un silencio, Shatov oyó que en la casa cambiaban


palabras en voz baja.

943
—¿Hace mucho que llegó? —volvió a preguntar madame
Virginskaya.

—A las ocho de la noche. Apúrese, por favor. Nuevo cuchicheo y


como un cambio de pareceres.

—Escuche. ¿No se equivoca usted? ¿Ha sido ella misma quien le


ha mandado a buscarme?

—No. Ella no me ha mandado a buscarla. Ella quiere una


campesina, una simple campesina, para no ser pesada. Pero no
se preocupe, que yo le pagaré.

—Bien. Voy. Me pague o no. Siempre he apreciado la


independencia de pareceres de María Ignatyevna, aunque
quizás ella no se acordará de mí. ¿Tiene usted todo lo
necesario?

—No tengo nada. Pero lo compraré todo, todo, todo...

«Hay generosidad hasta en esta gente —pensó Shatov


encaminándose a casa de Liamshin—. El hombre y sus
convicciones son, por lo visto, dos cosas muy diferentes. ¡Puede
que haya sido injusto con ellos! Todos somos culpables, todos
somos culpables y... ¡sólo falta que nos convenzamos de eso...!».

No tuvo que llamar mucho rato en casa de Liamshin.


Sorprendido por Shatov, abrió enseguida el postigo, saltando
de la cama en paños menores y con los pies descalzos a riesgo
de resfriarse; y eso que era hombre muy aprensivo que cuidaba
siempre de su salud. Pero había motivo especial de tal

944
vigilancia y presteza: Liamshin había pasado la noche
temblando y no había podido cerrar

los ojos todavía por la agitación que le había provocado la


reunión de los cinco; lo espantaba pensar en visitas imprevistas
e indeseables. Sobre todo le atormentaba la noticia de la
delación de Shatov. Y he aquí que, de pronto y como a
propósito, alguien llamaba con fuerza a su ventana.

Tanto se acobardó de ver a Shatov que cerró de golpe el


postigo y volvió corriendo a la cama. Shatov empezó a gritar y
golpear la ventana con el puño cerrado.

—¿Cómo se atreve a llamar así en plena noche? —gritó


Liamshin con voz amenazante, aunque paralizado de terror,
cuando al cabo de un par de minutos resolvió abrir de nuevo el
postigo y se convenció por fin de que Shatov había venido solo.

—Tome su revólver; se lo devuelvo. Déme quince rublos.

—¿Qué dice? ¿Está usted borracho? Esto es escandaloso. Voy a


pescar un catarro. Espere que me eche la manta encima...

—Déme rápido quince rublos. Si no, voy a seguir golpeando y


gritando hasta que amanezca. Le haré polvo la ventana.

—Y yo llamaré a un guardia y lo llevarán al calabozo.

—¿Usted cree que soy mudo? ¿O acaso no puedo también yo


llamar a un guardia? ¿Quién le teme más a un guardia, usted o
yo?

945
—¡Pensar que tiene usted ideas tan canallescas...! Sé a qué
alude... ¡Espere, espere, y por lo que más quiera deje de golpear!
¿Quién tiene dinero de noche?

¿Y para qué quiere dinero si no está borracho?

—Ha vuelto mi mujer. Se lo devuelvo por diez rublos menos de


los que me cobró usted. No lo he disparado una sola vez. Tome
el revólver. ¡Vamos, tómelo! Como un autómata Liamshin sacó
la mano por el postigo y tomó el revólver. Esperó un instante, de
pronto, asomó la cabeza y como desquiciado,

sintiendo un escalofrío en la espalda le dijo:

—Miente. Su mujer no ha vuelto. La verdad es que... usted quiere


fugarse.

—Es usted un estúpido. ¿A dónde iba a ir? Lo de fugarse le va


mejor a Piotr Verhovenski que a mí. Acabo de estar en la casa
de la comadrona Virginskaya y ha aceptado ir enseguida.
Pregúnteles, si no. Mi mujer está con dolores de parto. Necesito
el dinero. ¡Démelo!

Un enjambre de ideas revoloteó en la mente tramposa de


Liamshin. Todo tomó otro rumbo, pero el pánico aún no lo
dejaba pensar.

—Pero ¿cómo..., si no vive usted con su mujer?

—¡Le rompo a usted el cráneo por preguntar eso!

—¡Entiendo! ¡Perdóneme! Es que me tomó de sorpresa... Pero


entiendo; entiendo. ¿De veras que irá Arina Prohorovna?

946
¿Acaba usted de decir que había ido? Bien sabe usted que no
es verdad. Vea, vea cómo está mintiendo a cada paso.

—Seguramente en este momento está ya con mi mujer. No me


haga esperar... Yo no tengo la culpa de que sea usted tonto.

—¡Mentira! No soy tonto. Perdone, pero me es imposible... —y


desconcertado por completo trató por tercera vez de cerrar la
ventana, pero Shatov lanzó un alarido tal que al momento
volvió a asomarse.

—¡Esto es un verdadero atentado personal! ¿Qué es lo que


quiere usted de mí? ¡Dígamelo! ¡Diga sus exigencias! ¡Pero
piense, piense, que estamos en plena noche!

—¡Exijo quince rublos, cabeza de asno!

—Pero puede que no quiera aceptar la devolución del revólver.


No tiene usted derecho a exigirlo. Usted compró la cosa y se
terminó... No tiene usted

derecho. No puedo reunir ese dinero en medio de la noche.


¿Dónde iba a procurarme esa cantidad?

—Siempre tienes dinero, siempre. Te he rebajado diez rublos,


pero todo el mundo sabe que eres un roñoso.

—Vuelva pasado mañana, ¿me oye? Pasado mañana por la


mañana, a las doce en punto, y le daré esa suma. ¿Qué le
parece?

947
Shatov aporreó por tercera vez el marco de la ventana.

—Dame diez rublos y mañana, en cuanto amanezca, cinco más.

—No. Pasado mañana por la mañana, cinco. Mañana le juro que


no los tengo. Más vale que no venga... que no venga.

—¡Dame diez, roñoso!

—¿A qué vienen esos insultos? Voy a encender una vela. Mire,
ha roto el cristal... ¿A quién se le ocurre blasfemar así de noche?
Aquí tiene —dijo dándole un billete por la ventana.

Shatov lo tomó. Era un billete de cinco rublos.

—Le juro que no puedo darle más. ¡Aunque me mate! ¡No puedo!
Pasado mañana podré dárselo todo, pero ahora es
absolutamente imposible.

—¡De aquí no me voy! —rugió Shatov.

—Bueno, tome. Aquí tiene más; vea, aquí hay más, y eso es todo
lo que le doy. Aunque brame y siga bramando no le doy más.
No le doy más, haga lo que haga. ¡No, no y no!

Estaba frenético, desesperado, cubierto de sudor. Los dos


billetes que acababa de entregar eran de un rublo cada uno. En
total, fueron siete rublos los que recibió Shatov.

—Vete al infierno. Mañana vuelvo. No me das los ocho que me


adeudas, y yo te muelo a palos, Liamshin.

«No estaré en casa, idiota», al instante le replicó Liamshin


aunque para sus adentros.

948
—¡Espere, espere! —gritó furioso a Shatov, que ya salía
corriendo—.

¡Espere, vuelva! Diga, por favor: ¿es verdad eso de que ha


vuelto su mujer?

—¡Bruto! —le gritó con asco Shatov mientras corría


vertiginosamente hacia su casa.

Es necesario aclarar que Arina Prohorovna desconocía por


completo las decisiones tomadas en la sesión del día anterior.
Virginski, que había regresado demasiado abatido y por demás
agotado, no había tenido el valor de anunciarle la totalidad de
la resolución adoptada; sin embargo, sí pudo contarle a medias,
es decir, contarle que Verhovenski les había revelado la
inequívoca intención de Shatov de denunciarlos a la policía,
aunque agregó que él no daba pleno crédito a la noticia. Arina
Prohorovna quedó aterrada. He ahí por qué, cuando vino a
buscarla Shatov, decidió ir enseguida, aunque estaba muy
cansada por haber pasado toda la noche anterior asistiendo a
una parturienta. Siempre había pensado que «un bribón como
Shatov era capaz de cualquier canallada política»; pero la
llegada de María Ignatyevna le daba al asunto una fisonomía
muy distinta. El pánico de Shatov, el tono desesperado de su
ruego, la manera en que pedía auxilio, indicaban un cambio de
actitud en el traidor: el individuo que había resuelto denunciarse

949
a sí mismo a fin de destruir a otros debería tener otro aspecto
que el que en realidad presentaba. En suma, Arina Prohorovna
resolvió corroborar los hechos con sus propios ojos. Virginski
quedó muy contento de su decisión, como si le hubiesen
quitado un gran peso de encima. Llegó hasta abrigar una
esperanza: el aspecto de Shatov le parecía de todo punto
incompatible con las conjeturas de Verhovenski...

No se había equivocado: cuando Shatov volvió a su casa


encontró ya a Arina Prohorovna con Marie. La comadrona
acababa de llegar y había despedido lacónicamente a Kirillov,
que estaba de plantón al pie de la escalera. Se apresuró a
presentarse a Marie, que no recordaba que habían sido
antiguas conocidas. La halló en «pésimo estado», o, lo que es lo
mismo, de mal humor, irascible y «presa de cobarde
desesperación». Pero apenas cinco minutos después impuso
silencio a todas las protestas de la paciente.

—¿Pero por qué se empeña en no querer una comadrona cara?


— preguntaba en el momento en que entraba Shatov—. Ésa es
una perfecta tontería, una opinión equivocada nacida del
estado anormal en que se encuentra. En manos de una vieja
cualquiera, de una comadrona de aldea, tiene usted un
cincuenta por ciento de posibilidades de que la cosa vaya mal y
acabaría con más ajetreo y gastos que con una comadrona
cara. ¿Y quién le dice que soy una comadrona cara? Puede
pagar más tarde; no le cobraré demasiado y respondo de mi
éxito. Conmigo no se morirá. Peores casos he visto. Y mañana

950
mismo, si usted quiere, mando al niño al orfanato, y que lo críen
en el campo; y ahí terminará todo este asunto. Y mientras tanto
usted se repondrá, podrá dedicarse a un trabajo racional y en
poco tiempo ya le habrá pagado a Shatov lo que le adeuda por
el alojamiento y demás, que no será gran cosa...

—No es eso... Es que no tengo derecho a ser pesada...

—Pero esos son sólo sentimientos racionales y cívicos. Créame,


Shatov no tendrá casi nada que gastar si, en vez del personaje
fantástico que es ahora, llega a ser, aun con el mínimo grado,
un hombre de ideas sensatas. Lo único que debe evitar es el
cometer tonterías, no tocar el bombo, ni andar corriendo por la
ciudad con la lengua afuera. Si no lo detenemos puede que
despierte a todos los médicos de la ciudad antes de que
amanezca; en mi calle despertó a todos los perros. No hacen
falta médicos; ya he dicho que lo garantizo todo. Puede, si
quiere, tomar una vieja para que ayude: eso no cuesta mucho.
Él, también, puede servir para algo, y no sólo para hacer
tonterías. Tiene manos, tiene pies, y puede ir corriendo a la
droguería, sin herir con su beneficencia la susceptibilidad de
usted. ¡Aunque vaya beneficencia! ¿No es él el motivo de que

esté usted así? ¿No fue él quien la enemistó con la familia


donde estaba usted de institutriz con el fin egoísta de casarse
con usted? Porque eso fue lo que oímos decir... Sin embargo, no
hace mucho vino corriendo como loco a buscarme, gritando por

951
toda la calle. Yo no me meto donde no me llaman y he venido
sólo por usted, por cuestión de principios, porque todos
tenemos el deber de ayudarnos mutuamente. Eso es lo que le
dije a él antes de salir de casa. Si cree usted que estoy de más,
adiós. Espero sólo que no haya contratiempos que pudieran
evitarse fácilmente.

Y, en efecto, se levantó de su asiento. Marie estaba tan


desvalida, tan atormentada por los dolores y, la verdad sea
dicha, tan aprensiva de lo que iba a pasar, que no se atrevió a
dejarla ir. Pero esta mujer le resultaba de pronto detestable; lo
que decía no era lo que quería oír, no era nada de lo que estaba
pensando. Pero el presagio de una posible muerte en manos de
una vieja inexperta se impuso a su aversión. Ahora bien, desde
ese momento se volvió más exigente e inclemente con Shatov,
hasta le prohibió que la mirara y que estuviera delante de ella.
Los dolores aumentaban. Los juramentos, incluso las
blasfemias, resultaban cada vez más frenéticos.

—¡Lo vamos a echar de aquí! —gritó Arina Prohorovna—. ¡Qué


cara tiene! Parece un difunto. Asusta. ¿Y a usted qué le va en
esto? ¡A ver, dígame, farsante!

¡Vaya comedia!

Shatov guardó silencio, había resuelto no decir nada.

—¡Ya he visto a muchos padres tontos en casos así, a punto de


perder el juicio! Pero, al menos, ésos...

952
—¡Cállese o déjeme morir sola! ¡Ni una palabra más! ¡No quiero,
no quiero! —gritó Marie.

—Es imposible no decir una palabra, si no es que ha perdido


usted el juicio; que, por lo que entiendo, es lo que le pasa a
usted. En todo caso, hay que hablar de lo que hay que hacer.
Diga, ¿tiene todo preparado? Responda usted, Shatov, pues ella
es incapaz de hacerlo.

—Dígame qué es precisamente lo que se necesita.

—Eso significa que no se ha preparado nada.

Entonces detalló lo que el caso requería; y, hay que señalarlo,


limitándose a lo necesario, a lo absolutamente
indispensable. Algo de ello tenía Shatov. Marie sacó una llave
y se la entregó para que abriera su maletín. Como a él le
temblaban las manos, tardó más de lo debido en dar con
el cerrojo. Marie se puso fuera de sí, pero cuando Arina
Prohorovna corrió a él para quitarle la llave, no la dejó mirar
dentro del maletín e insistió, con gritos y sollozos pueriles, en
que sólo Shatov lo abriese.

Para algunas cosas hubo que acudir a Kirillov. Cuando Shatov


se dispuso a bajar, ella al punto lo llamó frenética y sólo se
apaciguó cuando Shatov, que volvió a toda prisa de la escalera,
le explicó que estaría fuera un instante y nada más y que
volvería enseguida con lo necesario.

—Bueno, señora, es difícil complacerla —dijo riendo Arina


Prohorovna—. Un momento le ordena usted estar con la cara a

953
la pared, sin que se atreva a mirarla, y al momento siguiente, si
se aleja un instante, se pone usted a llorar. Puede que empiece
a figurarme algo. ¡Vamos, no sea tonta y no se ofenda, que lo
digo sólo en broma!

—No se atreverá a imaginarse nada.

—Debió haberlo visto corriendo por la calle con la lengua


afuera, alborotando a todos los perros y rompiéndome el marco
de la ventana, tan enamorado está de usted, que parece un
corderito obediente.

Kirillov caminaba por su cuarto cuando entró Shatov. Estaba


tan ensimismado que hasta había olvidado la llegada de Marie.
De todas maneras lo escuchó sin entender.

—¡Oh! —se acordó de repente, como si se arrancara a la fuerza,


y sólo por un momento, de una idea seductora—. Sí, sí..., una
vieja... Una esposa o una vieja. Espere: una esposa y una vieja,
¿no era eso? Ya recuerdo. He ido... Vendrá una vieja, pero no
enseguida. Tome la almohada. ¿Algo más? Sí... Espere un
minuto, Shatov: ¿tiene usted momentos de armonía eterna?

—¿Kirillov? No debería seguir pasando las noches sin dormir.

954
Kirillov se recuperó y, extrañamente, empezó a hablar con
mucha más coherencia que nunca. Era evidente que venía
pensando en el asunto hace rato y que incluso llevaba todo lo
que estaba diciendo escrito previamente.

—Hay segundos (sólo cinco o seis a la vez) en que uno logra


sentir la plenitud de la armonía eterna. Es algo sobrenatural. No
estoy diciendo que sea algo divino, sino que el hombre, en
cuanto ser terrenal, no lo puede sobrellevar. Tiene que cambiar
físicamente o morir. Es una sensación diáfana e inequívoca.
Como si de improviso abarcara uno la naturaleza entera y
dijese: Sí. Esto es verdad. Dios, cuando creaba el mundo, decía
al fin de cada día de la creación:

«Sí, esto es verdad, esto es bueno». Esto..., esto no es ternura,


sino sólo gozo. Uno no perdona nada, porque no tiene nada que
perdonar. No es amor. ¡Es más que amor! Y lo realmente atroz
es que todo es tan claro ¡y qué dicha! Si durase más de cinco
segundos, el alma no podría resistirlo y ocurriría la muerte
instantáneamente. En esos cinco segundos vivo una vida
entera, y por ellos daría toda mi vida, pues lo vale. Para resistir
diez segundos tendría uno que cambiar físicamente. Soy de la
opinión de que el hombre debe dejar de reproducirse. ¿Para qué
tener hijos, de qué sirve el progreso, cuando ya se ha llegado a
la meta? Se dice en los Evangelios que en la resurrección los
hombres no procrearán y serán como los ángeles del Señor. Es
un indicio. ¿Ya está dando a luz su mujer?

—Kirillov, ¿esto le ocurre a menudo?

955
—Una vez cada tres días o una vez a la semana.

—¿Y sufre ataques?

—No.

—Pues los sufrirá. Tenga cuidado, Kirillov. He oído decir que así
empiezan los ataques. Un epiléptico me describió
detalladamente la sensación que precede al ataque: en todo
punto como lo ha dicho usted. Dijo también que duraba cinco
segundos y que era imposible resistirla más tiempo. Recuerde el
jarro de Mahoma, del que no se derramaba una gota de agua
mientras el Profeta daba a caballo una vuelta al Paraíso. El
jarro son los cinco segundos. Eso se parece mucho a la armonía
de usted, y Mahoma fue epiléptico. Tenga cuidado, Kirillov; eso
es epilepsia.

—No habrá tiempo para ello —dijo Kirillov con sonrisa apacible.

En plena noche Shatov fue de aquí para allá, recibió retos y


requerimientos. Muchos fueron los momentos en los que Marie
desesperó creyéndose al borde de la muerte. Gritaba que
quería vivir, que «tenía que vivir» y que tenía terror a la muerte.
«¡No quiero, no quiero!», repetía. De no haber sido por Arina
Prohorovna lo habría pasado muy mal. Poco a poco logró
calmar a la paciente, que empezó a obedecer, como una
criatura, cuanto la otra le decía y ordenaba. Arina Prohorovna

956
trataba a sus clientes con más severidad que dulzura, lo que no
le impedía trabajar con gran pericia. Amanecía. De pronto,
Arina Prohorovna supuso que Shatov había salido a la escalera
para rezar y empezó a reír. Marie también rompió a reír, con
risa maligna, ponzoñosa, como si en ello encontrase alivio.
Terminaron por expulsar a Shatov sin más contemplaciones. La
mañana repuntaba húmeda y fría. Shatov, en un rincón, juntó la
cara a la pared, lo mismo que había hecho la víspera, cuando
vino Erkel. No dejaba de temblar, sentía miedo de pensar, pero
su mente se aferraba a toda imagen que en ella surgía, como
acontece en los sueños. Se veía de continuo arrebatado por sus
fantasías, que, a su vez, se deshacían sin cesar como hilo viejo.
De la habitación salían atroces alaridos animales, intolerables,
increíbles. Quería taparse los oídos, pero no podía. Cayó de
rodillas, repitiendo inconscientemente: ¿Marie, Marie? Luego se
oyó de pronto un grito, un nuevo grito, que le hizo estremecerse
e incorporarse de un salto, el grito débil y discordante de una
criatura. Se persignó y corrió a la habitación. Arina Prohorovna
tenía en brazos un minúsculo ser humano, rojo y cubierto de
arrugas, que gritaba y agitaba brazos y piernas,
lamentablemente impotente, y que parecía, como una partícula
de polvo, estar a merced del menor soplo de aire, pero chillando
como si quisiese hacer valer su pleno derecho a vivir...

Marie estaba adormecida, pero un momento después abrió los


ojos y clavó en Shatov una mirada extraña, muy extraña. Era

957
una mirada enteramente nueva que Shatov no podía descifrar.
No recordaba haber visto antes en ella mirada semejante.

—¿Varón? —preguntó ella a Arina Prohorovna con un hilo de


voz.

—¡Varón! —gritó la comadrona, que ya estaba fajando al


pequeño.

Ya fajado y colocado entre dos almohadas, se lo dio a Shatov


para que lo tuviera en brazos. Marie, como temerosa de Arina
Prohorovna, le hizo una seña a escondidas. Él comprendió de
inmediato y le llevó el niño para que lo viera.

—¡Qué hermoso...! —murmuró con débil sonrisa.

—¡Mírenlo! —Arina Prohorovna rió alegre y triunfal mirándole la


cara de Shatov—. ¡Hay que verle la cara!

—¡Anímese, Arina Prohorovna...! ¡Ésta es una alegría inmensa...!


— murmuró Shatov con semblante prodigiosamente feliz,
radiante al oír las dos palabras de Marie acerca del niño.

—¿A qué alegría inmensa se refiere? —preguntó Arina


Prohorovna jovialmente, poniendo todo en orden y trabajando
como una esclava.

—El misterio de la llegada de un nuevo ser humano es grande e


incomprensible. ¡Lamento, Arina Prohorovna, que no lo crea
usted así!

958
Shatov, aturdido y embelesado, murmuraba palabras
inconexas. Era como si algo le agitara la cabeza y desbordara
de su alma, a pesar suyo.

—Eran dos seres y ahora hay un tercero, un espíritu nuevo,


completo y acabado, de los que no puede hacer el hombre con
sus propias manos..., un nuevo pensamiento y un nuevo amor...,
causa hasta espanto pensarlo... ¡Y en este mundo no hay nada
más grande!

—¡Pero mire lo que dice este hombre! Sólo se trata de un


desarrollo ulterior del organismo, sólo eso. No hay misterio de
ninguna clase —dijo Arina Prohorovna con risa franca y alegre—
. De ser verdad lo que dice, hasta una mosca sería un misterio.
Pero escuche lo que digo: no debiera nacer más gente, pues ya
sobra. Primero hay que cambiarlo todo de manera que no
sobre, y después ¡que nazca! Bueno, pasado mañana
tendremos que llevarlo al orfanato... No hay más remedio.

—De ningún modo lo mandaré al orfanato —exclamó Shatov


con firmeza, mirando el suelo.

—¿Lo va usted a adoptar?

—Es mi hijo.

—Por supuesto es un Shatov, legalmente es un Shatov, y no


tiene usted que hacerse pasar por bienhechor de la humanidad.

959
Los hombres no pueden vivir sin frases bonitas. Bueno, bueno,
muy bien; pero, señores míos, tengo que irme

—dijo cuando acabó de arreglarlo todo—. Volveré esta mañana


y también luego a la tarde, si es necesario; pero ahora, ya que
todo ha resultado bien, tengo que ver a otras pacientes que me
esperan hace tiempo. Creo que tiene por ahí a una vieja,
Shatov. Una vieja está bien, pero no deje sola mucho tiempo a
su mujer. Siéntese a su lado, que quizá puede serle útil. María
Ignatyevna no le mandará a paseo, por lo visto... Vamos,
hombre, que lo decía sólo en broma.

En la puerta, hasta donde la acompañó Shatov, agregó sólo


para él:

—Me ha dado usted que reír para el resto de mi vida. No le


cobraré nada. Me reiré hasta en sueños. Nunca he visto nada
más cómico que usted esta noche pasada.

Y se marchó plenamente satisfecha. Por el aspecto y las


palabras de Shatov era evidente que este hombre «se
preparaba a ser padre y era un atontado». De inmediato corrió
a su casa para contarle todo a Virginski, aunque le habría
quedado más cerca ir a ver a otra paciente.

—Marie, ha dicho la comadrona que debes esperar un ratito


antes de dormirte, aunque veo que te va a ser muy difícil... —
apuntó Shatov con timidez—. Yo me sentaré aquí a la ventana y
te cuidaré, ¿qué te parece?

960
Y se sentó junto a la ventana, detrás del sofá para que no
pudiera verlo. Pero no había pasado un minuto cuando lo llamó
y le pidió quejumbrosa que le arreglara la almohada. Él se puso
a hacerlo, mientras ella miraba enfurruñada la pared.

—¡No, así no, así no...! ¡Qué manos más torpes! Él volvió a
intentarlo.

—¡Baje la cabeza! —dijo ella de pronto con voz huraña y


esforzándose por no mirarle.

Él se estremeció, pero inclinó la cabeza sobre ella.

—Un poco más..., así no..., más cerca... —y con un movimiento


impulsivo, rodeó el cuello de él con el brazo izquierdo y le
estampó en la frente un beso húmedo y ardiente.

—¡Marie!

A ella le temblaban los labios y pugnaba por dominarse, pero


de improviso se incorporó y exclamó con ojos chispeantes:

—¡Nikolai Stavrogin es un miserable! —y, exhausta, volvió a caer


en la cama como si la hubiesen cortado de raíz, con la cabeza
hundida en la almohada, sollozando histéricamente y
apretando con fuerza en la suya la mano de Shatov.

Desde ese momento ya no le permitió alejarse de ella y le pidió


que se sentase a la cabecera de la cama. No podía hablar
mucho, pero no apartaba de él la vista, sonriendo
cándidamente. Parecía haberse convertido de súbito en una

961
jovencita inconsciente. Todo parecía haber cambiado. Shatov
lloraba como un mocoso, o bien hablaba arrebatado, como una
cotorra, a tontas y a locas. Le besaba las manos. Ella lo
escuchaba extasiada, quizá sin entender palabra, pero
acariciándolo con la mano débil. Él le habló de Kirillov, de cómo
empezarían a vivir «una vida nueva» y «para siempre», de la
existencia de Dios; de lo bueno que era todo el mundo... En
medio de su entusiasmo sacaron de nuevo al niño para
contemplarlo.

—Marie —exclamó, tomando al niño en brazos—, la pesadilla de


antes ha concluido, igual que la vergüenza y las demás
porquerías. Ahora comenzaremos de nuevo los tres juntos..., ¡sí,
sí...! Ah, a propósito ¿qué nombre le pondremos?

—¿Qué nombre? ¿A él? —repitió sorprendida. Su rostro dio


muestra de terrible angustia.

Cruzó las manos, miró a Shatov con reproche y ocultó la cara


en la almohada.

—Marie ¿qué te pasa? —gritó él con dolorida alarma.

—¡Ingrato! ¿Cómo pudo usted, cómo pudo...?

—Marie..., perdóname, Marie... Sólo te he preguntado qué


nombre íbamos a ponerle. Yo no sé...

—¡Ivan! ¡Ivan! —ella levantó la cara, sonrojada y cubierta de


lágrimas—.

¿Cómo podía pensar que le pondríamos otro nombre horrible?

962
—Marie, cálmate. ¡Estás muy nerviosa!

—¡Otra grosería! ¡Atribuirlo a mis nervios! Apuesto a que si yo


hubiera dicho que le pusiéramos... ese nombre horrible, usted
habría consentido inmediatamente, quizás hasta sin pensarlo.
¡Oh, qué viles y mezquinos son los hombres! ¡Todos son iguales!

Por supuesto, un momento después, habían hecho las paces.


Shatov la persuadió de que durmiera un rato. Ella se durmió,
pero sin soltarle la mano. Se despertaba a menudo, lo miraba
como recelosa de que se fuera y volvía a dormirse.

Kirillov mandó sus «felicitaciones» con la vieja, y envió té


caliente, filetes fritos, caldo y pan blanco para «María
Ignatyevna». La paciente bebió el caldo con ansia y la vieja le
cambió los pañales al niño. Marie hizo que Shatov se comiera
los filetes.

Tiempo después, extenuado, Shatov, se durmió en su silla, con


la cabeza en la almohada de Marie. Así los encontró Arina
Prohorovna, que cumplía con su palabra. Los despertó
alegremente, habló con Marie de lo que había que hacer,
examinó al niño y ordenó una vez más a Shatov que no dejara
sola a su mujer. Luego, después de burlarse de la «feliz pareja»
se fue satisfecha como la vez anterior.

Cuando Shatov se despertó ya no había luz, por eso lo primero


que hizo fue encender una bujía. Luego fue a buscar a la vieja.
Al llegar a la escalera sintió los pasos suaves y lentos de alguien
que subía a su encuentro. Era Erkel.

963
—¡No entre! —murmuró Shatov; y tomándolo impulsivamente de
la mano lo obligó a volver a la puerta—. Espere aquí, que
enseguida vuelvo. ¡Me había olvidado de usted por completo!
¡Ay, cómo me lo recuerda usted ahora!

Tanta prisa se daba que no corrió a ver a Kirillov y sólo llamó


a la vieja. Marie estaba desesperada al par que indignada de
que a él «pudiera ocurrírsele dejarla sola».

—¡Pero si éste es el último paso! —gritó él con entusiasmo—. ¡Y


luego una vida nueva, y nunca más recordaremos los horrores
pasados!

De algún modo logró calmarla y prometió volver a las nueve en


punto. La besó con ardor, besó al niño y bajó de inmediato para
encontrarse con Erkel.

Fueron al parque de Stavrogin en Skvoreshniki, donde, en un


lugar solitario, en un extremo del parque lindante con un pinar,
había enterrado hacía un año y medio la imprenta que le había
sido confiada. Era un sitio agreste y despoblado, enteramente
invisible, bastante apartado de la mansión de Stavrogin.
Distaba de la casa de Filippov unas tres versas y media, quizá
cuatro.

—¿Vamos a ir andando? Tomaré un coche.

964
—Le ruego encarecidamente que no lo tome —respondió Erkel—
. Han puesto mucho énfasis en este punto porque el cochero
sería un testigo.

—Está bien, da lo mismo. ¡Lo que importa es terminar con esto!


Caminaron deprisa.

—¡Erkel, es usted un jovencito! —gritó Shatov—. ¿Ha sido usted


feliz alguna vez?

—El que parece serlo y mucho, es usted —le respondió Erkel


intrigado.

SEXTO CAPÍTULO: Noche de gran ajetreo

Virginski estuvo vagando dos horas buscando a los cinco


miembros del grupo para avisarles que Shatov no iba a
delatarlos. Las cosas habían cambiado, su esposa había vuelto
y acababa de dar a luz a un varón. Y, «conociendo el corazón
humano», era imposible que Shatov fuera peligroso en esos
momentos. Se sintió confundido cuando no encontró a nadie, a
excepción de Erkel y Liamshin. El primero lo escuchó sin decir
palabra y cuando se le preguntó sobre si iría o no al encuentro
de las seis, no dudó en contestar con una sonrisa cándida que
sí.

965
Liamshin estaba en cama, bastante enfermo, tenía la cabeza
cubierta con una manta. Cuando vio entrar a Virginski se
sobresaltó y en cuanto éste empezó a hablar, agitó
violentamente las manos bajo la manta, rogándole que lo
dejara en paz. De todas maneras escuchó cuanto le dijo de
Shatov, y por algún motivo se sorprendió mucho cuando
Virginski le dijo que no había encontrado a nadie en casa.
Parecía enterado también (por Liputin) de la muerte de Fedka,
de la que dio rápida y confusa cuenta a Virginski, a quien ahora
le tocó por su parte sorprenderse. Cuando Virginski volvió a
preguntar sobre si debían ir o no, volvió a rogarle, con grandes
aspavientos, que lo dejara en paz, que él nada sabía y nada
tenía que ver con el asunto.

Virginski regresó a casa deprimido y bastante inquieto. Aunque


siempre le contaba todo a su esposa, en este caso tenía que
ocultar todo. Y de no haber sido porque empezó a crecer en su
mente acalorada una nueva idea, un nuevo plan de conciliación
ante lo que pudiese sobrevenir, quizá también él se habría
metido en cama como Liamshin. Pero la nueva idea le dio más
bríos, hasta el punto de que empezó a aguardar con
impaciencia la hora fijada y salió para el lugar señalado más
temprano de lo necesario.

Era un lugar absolutamente tétrico en un extremo del enorme


parque de Stavrogin. Más tarde yo mismo fui adrede a verlo.
¡Qué apariencia siniestra habrá tenido en aquella lóbrega noche
de otoño! Limitaba con el viejo bosque perteneciente al

966
patrimonio del Estado. Enormes pinos centenarios se
destacaban en las tinieblas como manchas yerras y sombrías.
En aquella oscuridad apenas se podían ver unos a otros a dos
pasos de distancia, pero Piotr Stepanovich, Liputin y más tarde
Erkel habían traído faroles. En tiempo inmemorial, sin que se
supiese para qué o cuándo, se había construido allí con piedra
sin labrar una gruta un tanto absurda. La mesa y los bancos
que había habido dentro de la gruta hacía ya tiempo que se
habían desmoronado y convertido en polvo. A unos doscientos
pasos a la derecha estaba el tercer estanque del parque. Estos
tres estanques, que empezaban en la casa, iban uno tras otro
en fila algo más de una versta hasta el lindero mismo del
parque. Nadie podía imaginar que a los ocupantes de la
mansión de Stavrogin pudiera llegar ruido alguno, o grito o
incluso disparo. Con la marcha de Nikolai Vsevolodovich el día
antes y la ausencia de Aleksei Yegorovich sólo quedaban en la
casa cinco o seis personas, todas ellas, por así decirlo, inválidas.
En todo caso, cabía suponer con toda seguridad que si alguno
de los ocupantes solitarios de la casa oyera voces o gritos de
socorro, su única reacción sería el espanto y que ninguno de
ellos dejaría el calor de la estufa o el cómodo sillón para ir en
ayuda de nadie.

Sobre las seis y veinte casi todos estaban allí, salvo Erkel, a
quien se había enviado a recoger a Shatov. Piotr Stepanovich
no se hizo esperar en esa ocasión;

967
llegó con Tolkachenko, al que se lo notaba preocupado. Su
arrojo petulante y su pretendida arrogancia se habían
esfumado. Apenas se apartaba de Piotr Stepanovich, de quien,
por lo visto, se había convertido de súbito en fiel secuaz. A
menudo se acercaba a él y le susurraba algo con aire inquieto,
pero Piotr Stepanovich apenas le respondía o murmuraba
irritado alguna palabra para quitárselo de encima.

Shigaliov y Virginski se presentaron algo antes que Piotr


Stepanovich, y cuando llegó éste se hicieron a un lado, en
silencio tenaz y claramente deliberado. Piotr Stepanovich
levantó el farol y los indagó con descaro e insultante
minuciosidad. «Quieren hablar», le cruzó por la mente.

—¿Falta Liamshin? —preguntó a Virginski—. ¿Quién ha dicho


que está enfermo?

—Aquí estoy —respondió Liamshin apareciendo tras un árbol.


Llevaba puesto un gabán muy abrigado y se hacía difícil
distinguir su cara aun con el farol.

—¿Entonces sólo falta Liputin?

Enseguida Liputin salió en silencio de la gruta. Piotr


Stepanovich levantó el farol de nuevo.

—¿Por qué se escondió usted allá? ¿Por qué no salió?

—Imagino que todos tenemos todavía derecho a la libertad de...


nuestros movimientos —murmuró Liputin, pero probablemente
sin saber exactamente lo que quería decir.

968
—Señores —Piotr Stepanovich levantó la voz por primera vez y
produjo una reacción en los presentes—. Creo que deben darse
cuenta de que ésta no es ocasión para perder el tiempo en
discusiones. Ayer se dijo todo y todo quedó analizado
abiertamente y sin rodeos. Pero, por lo que veo por sus caras,
puede que alguien quisiera hacer una declaración. Si es así, que
se dé prisa. ¡Qué demonios! Queda poco tiempo y Erkel puede
llegar con él en cualquier momento...

—No cabe duda de que lo trae —Tolkachenko creyó necesario


agregar.

—Me parece, si no me equivoco, que primero hay que proceder


a la entrega de la imprenta —indicó Liputin, aunque una vez
más no parecía comprender por qué lo decía.

—Por supuesto. No vamos a perderla —dijo Piotr Stepanovich


levantando el farol hasta la cara de Liputin—. Pero ya
decidimos ayer que no era necesario llevárnosla. Basta con que
nos señale el lugar exacto en que está enterrada. Después la
desenterraremos nosotros. Sé que está por aquí, a diez pasos
de una de las esquinas de esta gruta... Pero ¡demonios!, ¿cómo
es que lo ha olvidado usted, Liputin? Se decidió que usted iría a
su encuentro solo y que nosotros lo seguiríamos después... Es
extraño que siga usted preguntando, ¿o es que lo hace por
molestar?

Liputin guardó un silencio adusto. Todos callaron. El viento


movía las copas de los pinos.

969
—Señores, espero que cada uno cumpla con su deber —
comentó impaciente Piotr Stepanovich.

—Sé que la mujer de Shatov ha vuelto y ha dado a luz un niño —


dijo de pronto Virginski, agitado, atropellando las palabras y
gesticulando—. Conociendo el corazón humano..., puede uno
estar seguro de que ahora... no nos delatará... porque es feliz...
Como esta mañana fui en busca de los demás y no los encontré
en casa..., en fin, creo que ahora no será necesario hacer nada...

No terminó lo que iba a decir y se le cortó el aliento.

—Señor Virginski, si usted de pronto fuera feliz —dijo Piotr


Stepanovich acercándose a él— ¿dejaría usted, no de delatar,
pues no se trata de eso, sino de llevar a cabo una acción
pública peligrosa que había proyectado usted antes de ser feliz
y cuya ejecución consideraba como un deber y una obligación,
no obstante el riesgo y la pérdida de la felicidad?

—¡No, no dejaría de llevarla a cabo! ¡Por nada del mundo dejaría


de llevarla a cabo! —respondió Virginski con vehemencia un
tanto absurda y gesticulando.

—¿Qué preferiría usted: volver a ser infeliz o ser un bribón?

—Claro..., todo lo contrario...; preferiría ser un perfecto bribón...,


no, no quiero decir eso..., no quiero decir un bribón, sino al
contrario, preferiría ser completamente infeliz a ser un bribón.

970
—En ese caso, sepa que Shatov considera esa delación como
un deber público, como su más honda convicción; y la prueba
es que, hasta cierto punto, él también se pone en peligro ante
las autoridades, aunque, por supuesto, le perdonarán mucho los
informes que les dé. Un hombre como ése no abandona su
propósito. Ninguna felicidad lo apartará de su meta. Un día
más y caerá en la cuenta, se colmará a sí mismo de reproches,
irá derecho a la policía y presentará la denuncia. Aparte de que
yo no veo felicidad alguna en que haya vuelto su mujer al cabo
de tres años para dar a luz en casa de él al hijo de Stavrogin.

—¡Pero nadie ha visto la denuncia escrita! —exclamó Shigaliov


de pronto y en tono tajante.

—¡Yo la he visto! —gritó Piotr Stepanovich—. ¡Esa denuncia


existe, y todo esto es pura idiotez, señores!

—Protesto —estalló Virginski—. Protesto con todas mis fuerzas...


Quiero..., miren lo que quiero: quiero que cuando llegue
salgamos todos a preguntarle si es verdad. Y si lo es, hacerle
que se arrepienta; y si nos da su palabra de honor, dejarlo que
se vaya. En todo caso, debe haber un juicio, y proceder según lo
que de él resulte. Y no escondernos todos y abalanzarnos de
repente sobre él.

—¡Arriesgar la causa común por una palabra de honor es el


colmo de la necedad! ¡Hay que ver, lo estúpido que se ha vuelto
todo esto ahora! ¡Y vaya bonito papel el que piensan ustedes a
la hora del peligro!

971
—¡Protesto, protesto! —repitió Virginski.

—¡Por lo menos no berree, que no vamos a oír la señal! Shatov,


señores... (¡Demonios, qué ridículo es todo esto ahora!) ya les he
dicho que Shatov es eslavófilo o, lo que es lo mismo, uno de los
hombres más imbéciles que hay... Pero ¡maldición! Eso no
importa ahora. ¡No hacen ustedes más que embrollarme...!
Shatov, señores, es un hombre enfrentado con todo el mundo.
Como de grado o por fuerza pertenecía a la Sociedad, yo tenía
la esperanza, hasta el último momento, de que pudiera prestar
servicio a la causa común y me pudiera ser útil como hombre
amargo que es. Me daba lástima y lo protegí a pesar de haber
recibido instrucciones muy severas... ¡Lo protegí cien veces más
de lo que él lo merecía! Pero acabó delatándonos. ¡Sin embargo,
al infierno con eso...! ¡Que pruebe alguno de ustedes ahora a
esquivar el bulto! ¡Ninguno de ustedes tiene derecho a degradar
a la causa común! Pueden, si quieren, abrazar a Shatov, pero no
tienen derecho a vincular la causa común a su palabra de
honor. Así se comportan sólo los cerdos y los que están a sueldo
del gobierno.

—¿Quién está aquí a sueldo del gobierno? —preguntó Liputin


alargando las sílabas.

—Usted, quizá. Mejor es que se calle, Liputin, porque, como de


costumbre, sólo habla por hablar. A sueldo, señores, están los
que se acobardan a la hora del

972
peligro. Siempre habrá un imbécil que, temblando de pánico en
el último momento, irá corriendo a las autoridades y gritando.
«¡Ay, perdónenme, y les diré quiénes son los demás!». Pero
sepan, señores, que en estos momentos ya no los perdonarán
por mucho que delaten. Aunque les rebajen la condena,
quedará Siberia para cada uno de ustedes, sin contar la
venganza que les vendría de otro lado; y sepan que esa
venganza será mucho más rigurosa que el castigo impuesto por
el gobierno.

Piotr Stepanovich estaba furioso y hablaba de más. Shigaliov,


audazmente, dio tres pasos hacia él.

—Vengo pensando sobre este asunto desde anoche —dijo, con


el aplomo de siempre y exactitud (pienso que si se abriera la
tierra bajo sus pies no levantaría la voz ni alteraría un ápice su
metódica exposición)—. Y habiéndolo pensado he llegado a la
conclusión de que el asesinato sugerido no es sólo una pérdida
de tiempo precioso que podría emplearse en menesteres de
mayor pertinencia e importancia, sino que representa, además,
ese deplorable desvío de la vía normal que ha sido siempre
sumamente perjudicial a nuestra causa y ha estorbado su
triunfo durante muchísimos años, por estar bajo la dirección de
hombres de ínfimo talento, en su mayoría políticos, en vez de
socialistas auténticos. Si a algo he venido es a mostrar mi
descontento contra la acción que se está planeando, vengo
para darles una lección y para luego marcharme en cuanto
llegue ese momento preciso que, no sé por qué, llaman ustedes

973
su momento de peligro. Me voy, no por miedo a ese peligro o
por simpatía a Shatov, a quien no tengo ganas de abrazar; sino
porque todo este asunto, se lo mire como se lo mire, va en
contra de lo que yo considero mi programa. En cuanto a que yo
los denuncie o esté a sueldo del gobierno, pueden estar
completamente tranquilos. No habrá denuncia.

Dio media vuelta y se retiró.

—¡Qué demonio! ¡Ahora irá a contarle todo a Shatov! —gritó


Piotr Stepanovich sacando el revólver. Se oyó cómo levantaba
el gatillo.

—Pueden estar seguros —dijo Shigaliov volviéndose de nuevo


hacia ellos— de que si encuentro a Shatov en el camino quizá lo
salude, pero no le diré nada sobre estos planes.

—¿Sabe usted, señor Fourier, que esto puede costarle caro?

—Le ruego que tome nota de que no soy Fourier. Confundirme


con ese patrañero empalagoso sólo prueba que desconoce
usted por completo mi manuscrito, a pesar de haberlo tenido en
sus manos. En cuanto a la amenaza, le diré que de nada le vale
montar el revólver; en este momento nada gana usted con
disparar. Aun si me amenaza con matarme mañana o pasado,
tampoco ganará nada con ello, como no sea un dolor de
cabeza. Usted podrá matarme pero tarde o temprano tendrá
que aceptar mi sistema. Adiós.

En ese momento se oyó un silbido en el parque, del lado del


estanque, a unos doscientos pasos. Liputin respondió al punto

974
con otro silbido, según lo acordado la víspera (para ello, como
desconfiaba de poder hacerlo con su boca desdentada, había
comprado un silbato de arcilla esa mañana en el mercado). Al
venir, Erkel había advertido a Shatov que silbarían para que
éste no sospechara nada.

—No se preocupen, que yo iré por otro lado y nadie notará mi


presencia — murmuró Shigaliov solemnemente. Y con
deliberación y sin prisas se encaminó a su casa a través del
tenebroso parque.

Ahora ya se sabe, aun en los más nimios detalles, cómo se


desarrolló aquel feroz episodio. Primero fue Liputin al encuentro
de Erkel y Shatov; a la entrada

misma de la gruta. Shatov no lo saludó inclinándose ni le


ofreció la mano, sino que al momento dijo en voz alta y
apresurada:

—Veamos, ¿dónde está su pala? ¿No hay otro farol? Y no se


asuste, que aquí no hay nadie, y en Skvoreshniki no oirían nada
aunque se disparara un cañón. Aquí es, aquí mismo, en este
mismo lugar...

Y, en efecto, dio una patada en el suelo a diez pasos de la parte


de detrás de la gruta, del lado del pinar. En ese preciso instante
salió Tolkachenko de detrás de un árbol y se arrojó sobre él, a la
vez que Erkel le sujetaba de los codos por detrás; Liputin se
abalanzó sobre él por delante, y entre los tres lo derribaron y lo

975
inmovilizaron en el suelo. Fue entonces cuando salió Piotr
Stepanovich con su revólver. Gracias a la luz de tres faroles, se
presume que Shatov tuvo tiempo de girar la cabeza, verlo y
reconocerlo. Shatov lanzó de pronto un grito breve y
desesperado, pero no le dieron tiempo a que siguiera gritando.
Piotr Stepanovich, diestra y firmemente, le puso el revólver en la
frente, lo apretó contra ella y disparó. Prácticamente no se oyó
el disparo en Skvoreshniki. Shigaliov sí lo oyó, teniendo en
cuenta que apenas había tenido tiempo de alejarse trescientos
pasos de allí; oyó tanto el grito como el disparo, pero, según
declaró más tarde, no volvió sobre sus pasos y ni siquiera se
detuvo. La muerte fue casi instantánea. Aunque era evidente
que estaba aterrado, Piotr Stepanovich fue el único que no
perdió la cabeza. Ya en cuclillas revisó los bolsillos del muerto
con la mano rápida y firme. Dinero no había (el portamonedas
había quedado bajo la almohada de María Ignatyevna); sólo se
hallaron dos o tres trozos de papel sin importancia, una nota de
su oficina, el título de un libro y la vieja cuenta de un
restaurante en el extranjero que, Dios sabe por qué, había
llevado dos años en el bolsillo. Los trozos de papel Piotr
Stepanovich los metió en su propio bolsillo, y al notar de pronto
que sus secuaces se habían congregado en torno de él, mirando
el cadáver y sin hacer nada, se alteró aún más y empezó a
hostigarlos y a decirles que se despabilaran. Tolkachenko y
Erkel, tomando conciencia de la situación, fueron corriendo a la
gruta y al momento trajeron dos piedras que allí tenían
dispuestas desde esa mañana, cada una de veinte libras, y

976
atadas fuertemente con cuerdas. Como tenían el propósito de
llevar el cadáver al estanque más cercano (el tercero) y echarlo
allí al fondo, procedieron a atarle una piedra a los pies y otra al
cuello. Eso lo hizo Piotr Stepanovich; Tolkachenko y Erkel
levantaron las piedras y se las dieron. Erkel le dio la primera, y
mientras Piotr Stepanovich, rezongando y blasfemando, ataba
los pies del cadáver y amarraba ellos a esa primera piedra,
Tolkachenko tuvo la otra en las manos bastante tiempo,
sosteniéndola a plomo, con el cuerpo encorvado hacia delante,
se diría que casi con respeto, preparado para entregarla
cuando se le pidiera, y sin pensar siquiera un momento en
depositarla mientras tanto en el suelo. Cuando por fin quedaron
amarradas ambas piedras, Piotr Stepanovich se incorporó para
escudriñar el semblante de sus compañeros, ocurrió de
improviso algo extraño, totalmente inesperado, que dejó
maravillados a casi todos.

Como queda apuntado, todos, salvo en parte Tolkachenko y


Erkel, seguían allí plantados sin hacer nada. Virginski, aunque
también se arrojó sobre Shatov cuando lo hicieron los demás,
no había puesto las manos en él ni había ayudado a sujetarlo.
Liamshin se había unido al grupo ya después del disparo. Más
tarde, mientras Piotr Stepanovich trajinaba con el cadáver —lo
que fue cosa de unos diez minutos—, todos parecieron haber
perdido el dominio de sus facultades. Se agruparon en torno del
cuerpo yacente, pero más con sorpresa que con inquietud y
alarma. Liputin estaba delante de los otros, junto al cadáver.

977
Virginski estaba detrás de él, mirando por encima de su hombro
con curiosidad singular y casi clínica, en puntas de pie para ver
mejor. Liamshin se escondía tras Virginski, y sólo de vez en
cuando y recelosamente echaba una ojeada y volvía a
esconderse. Cuando quedaron amarradas las piedras y Piotr
Stepanovich se hubo levantado, Virginski empezó a temblar
ligeramente, entrecruzó las manos en un gesto de
desesperación y gritó a voz en cuello:

—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!

Seguramente estaba dispuesto a agregar más palabras a ese


discurso pero Liamshin lo interrumpió. Lo agarró por detrás y lo
estrujó con todas sus fuerzas al par que lanzaba un alarido
inhumano. Hay momentos de agudo pánico cuando, por
ejemplo, un hombre grita con voz que no es suya, sino con otra
que nadie le habría atribuido antes, y esto produce a veces
terrible efecto. El grito de Liamshin había sido más animal que
humano. Estrujando compulsivamente a Virginski cada vez con
más fuerza, gritaba sin cesar, sin hacer una pausa, con ojos que
se le saltaban de las órbitas y boca desmesuradamente abierta,
pataleando en el suelo. Virginski se asustó tanto que empezó
por su parte a gritar como un demente, y con una ferocidad tan
rencorosa de la que nadie le habría creído capaz, empezó por
intentar soltarse de la opresión de Liamshin, arañándolo cuanto
le permitían los brazos de éste, que lo tenían sujeto por detrás.
Erkel lo ayudó por fin a librarse de Liamshin, pero cuando

978
Virginski, aterrado, se puso a salvo a diez pasos de distancia,
Liamshin, viendo a Piotr Stepanovich, rompió a chillar una vez
más y se arrojó sobre él. Tropezó con el cadáver y se cayó
sobre Piotr Stepanovich, lo atacó con tal fuerza que ni Erkel, ni
Tolkachenko, ni Liputin, pudieron hacer nada en el primer
momento. Piotr Stepanovich gritaba, insultaba mientras se
daba contra el suelo hasta que en un momento logró liberarse y
entonces sacó el revólver. Puso el cañón en la boca abierta del
vociferante Liamshin, a quien Tolkachenko, Erkel y Liputin ya
tenían agarrado de los brazos; pero Liamshin seguía aullando a
pesar del revólver. Por último, Erkel, haciendo una pelota con su
pañuelo de seda, se lo metió en la boca y de ese modo puso fin
a los gritos. Tolkachenko, mientras tanto, le ató las manos con
una cuerda.

—¡Qué cosa más extraña! —dijo Piotr Stepanovich mirando al


loco con impaciente sorpresa. Su estupefacción era evidente—.
Esperaba algo muy diferente de él —añadió absorto.

Hicieron que Erkel lo vigilara un rato. Era menester darse prisa


con el muerto, pues la gritería había sido tal que alguien podía
haberla oído. Tolkachenko y Piotr Stepanovich tomaron los
faroles y levantaron el cadáver por la cabeza; Liputin y
Virginski lo agarraron de los pies y de ese modo lo llevaron. A
raíz de las piedras la carga era pesada, aparte de que la
distancia a cubrir era de más de doscientos pasos. El más
fuerte era Tolkachenko, que aconsejó que fueran todos al
mismo ritmo, pero nadie le contestó y allá fueron, cada uno

979
como quiso. Piotr Stepanovich iba a la derecha, doblado por la
cintura, con la cabeza del muerto en su hombro y sosteniendo
la piedra con la mano izquierda. Como en la primera mitad del
trayecto Tolkachenko no pensó en ayudarlo con la piedra, Piotr
Stepanovich le lanzó una blasfemia. Fue un grito único e
inesperado; todos siguieron llevando el cuerpo en silencio, y
sólo cuando llegaron a las orillas del estanque, Virginski,
encorvado bajo la carga y como abrumado por el peso, volvió a
exclamar con la misma voz ronca y plañidera de antes:

—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!

El sitio donde terminaba el tercer estanque de Skvoreshniki, por


cierto, bastante grande, al que llevaron al muerto era uno de los
más solitarios y menos frecuentados del parque, sobre todo en
esa tardía estación del año. En ese lado la orilla del estanque
estaba tapada por los juncos. Pusieron el farol en el suelo,
mecieron el cuerpo y lo arrojaron al agua. Se oyó un chapoteo
prolongado y sordo. Piotr Stepanovich alzó el farol y todos, al
par que él, trataron de ver cómo se sumergía el cadáver; pero
ya no se veía nada: el cuerpo, con el peso de las piedras, se
hundió inmediatamente. Muy pronto, las ondas que se habían
extendido por la superficie, desaparecieron. Era el fin.

—Señores —Piotr Stepanovich se dirigió a todos, ya nos


podemos retirar. Indudablemente sienten ustedes el orgullo sin
trabas que acompaña al cumplimiento de un deber libremente

980
aceptado. Sí, por desgracia, están ustedes ahora demasiado
agitados para sentirlo, sin duda lo sentirán mañana, cuando
sería ominoso no experimentarlo. Estoy dispuesto a considerar
la violencia y escandalosa excitación de Liamshin como una
especie de delirio, tanto más cuanto que, según dicen, ha
estado verdaderamente enfermo todo el día. Y a usted,
Virginski, le bastará sólo un momento de sosegada reflexión
para comprender que era imposible fiarse de una palabra de
honor si era cuestión de proteger los intereses de la causa
común, y que no había otro remedio que obrar como lo hemos
hecho. Los acontecimientos futuros demostrarán que hubo
delación. Incluso puedo dejar atrás sus exclamaciones.
Considero que no se corre ningún peligro ya que sería un
desatino sospechar de cualquiera de nosotros, sobre todo si
ustedes se comportan como es debido. Lo principal del caso,
pues, depende de ustedes y de la convicción en que, confío y
espero, se confirmarán mañana mismo. Uno de los motivos por
los cuales se han unido en una organización independiente de
hombres libres que profesan idénticas ideas ha sido el de aunar
sus energías en un momento dado y, si fuera necesario,
vigilarse mutuamente. Cada uno está obligado a responder
plenamente de sí mismo. Reciben ustedes el llamado a insuflar
vida en un organismo decrépito y prácticamente paralizado;
ténganlo siempre presente para lograr nuevos ímpetus. Sus
actos tienen como fin la destrucción de todo lo existente: el
Estado y su estructura moral. Sólo quedaremos nosotros, los
que nos hemos preparado de antemano para conquistar el

981
poder. Llevaremos con nosotros a los brillantes y pasaremos
por arriba de los imbéciles. Nunca deben perder eso de vista.
Debemos reeducar a una generación para hacerla digna de la
libertad. Nos toparemos todavía con muchos miles de Shatov.
Nos organizaremos para dirigir el curso de los acontecimientos:
es vergonzoso no apoderarse de aquello que por sí solo se nos
viene a las manos. Ahora mismo voy a ver a Kirillov y al
amanecer habrá un documento en el cual, al morir, se hará
responsable de todo por vía de explicación a las autoridades.
Nada puede ser más verosímil que tal combinación de
asesinato y suicidio. En primer lugar, estaba reñido con Shatov;
habían vivido juntos en América y, por lo tanto, habían tenido
ocasión de enemistarse. Es sabido que Shatov había cambiado
de ideas, lo que supone que la enemistad entre ellos procedía
de ese cambio y del temor a la delación; en suma, que era una
hostilidad de lo más implacable. De todo esto se dejará
constancia por escrito. Por último, se mencionará que Fedka
había estado alojado en el apartamento que Kirillov tiene en
casa de Filippov. De esta manera se aleja de ustedes cualquier
sombra de sospecha y verán que esos asnos perderán la pista.
Señores, mañana no nos veremos, tengo que aparecer por el
distrito; pero pasado mañana tendrán noticias mías. Yo les
aconsejaría que pasaran el día de mañana en casa. Ahora
debemos irnos por dos caminos

982
distintos. A usted, Tolkachenko, le pido que se encargue de
Liamshin y lo lleve a casa; quizá pueda usted influir sobre él y,
sobre todo, hacerle ver cuánto se perjudica con su cobardía. De
su pariente Shigaliov, señor Virginski, tengo tan pocas dudas
como de usted mismo: no nos delatará. Sólo lamento su
proceder. No ha dicho, sin embargo, que piensa salir de la
Sociedad y sería, por lo tanto, prematuro enterrarle. ¡Bueno,
vamos, señores! Aunque los de la policía son unos asnos,
conviene tener cuidado...

Virginski se marchó con Erkel, que, antes de dejar a Liamshin a


cargo de Tolkachenko, lo llevó donde estaba Piotr Stepanovich
y dijo a éste que Liamshin había recobrado sus facultades, se
había arrepentido y pedía perdón, y que no recordaba nada de
lo que había pasado. Piotr Stepanovich se fue solo, desviándose
por el límite del parque, al otro lado de los estanques. Ese
camino era el más largo. ¡Cómo no iba a sorprenderse cuando
Liputin lo alcanzó a mitad de camino de casa!

—¡Piotr Stepanovich, Liamshin nos denunciará!

—No. Volverá a estar en sus cabales y se dará cuenta de que él


sería el primero en ir a Siberia si nos denuncia. Ya nadie nos
denunciará. Ni siquiera usted.

—¿Y usted?

—Puede estar seguro de que los quitaré del medio a cada uno
de ustedes ante el primer intento de traición. Usted sabe bien lo

983
que le estoy diciendo. ¿Ha corrido usted dos verstas sólo para
decirme eso?

—¡Piotr Stepanovich, Piotr Stepanovich, quizá no volvamos a


vernos!

—¿Por qué dice eso?

—Una cosa más.

—¿Qué? Y lárguese de inmediato.

—Una sola respuesta, pero que sea verdad. ¿Somos nosotros el


único grupo de cinco en el mundo, o de veras hay varios
centenares más? Es una pregunta de suma importancia para
mí, Piotr Stepanovich.

—Lo noto, dada la ansiedad con que la hace. ¿Sabe, Liputin,


que es usted más peligroso que Liamshin?

—Lo sé, lo sé. Quiero la respuesta, ahora.

—Es usted un necio. ¿Qué más le da ahora que haya un grupo o


que haya

mil?

—¡Entonces no hay más que uno! —gritó Liputin—. ¡Lo sabía!


Siempre he

sabido que había sólo uno. ¡Siempre lo he sabido...! —y sin


esperar otra respuesta, giró sobre sus talones y desapareció en
la oscuridad.

984
Por un momento Piotr Stepanovich especuló con la idea de la
denuncia, pero un rato después estaba convencido de que
nadie iba a denunciar nada. Sin embargo pensó que era muy
peligroso permitir que el grupo no continuara y se alejó
murmurando: «¡Pero qué gente asquerosa!».

Pensaba tomar el tren expreso de las seis de la mañana. Fue a


su casa y con dedicación y sin apuro, preparó su baúl. Era un
tren semanal y hacía poco que recorría la vía de prueba. Si bien
Piotr Stepanovich le había dicho al grupo que iba a dar una
breve vuelta por el distrito, estaba claro, como se comprobó
después, que sus intenciones eran muy diferentes. Cuando
terminó de organizar su baúl, pagó la cuenta a su patrona, a
quien había dado previo aviso de su partida, y fue en coche de
alquiler a la casa de Erkel, que no estaba lejos de la estación. Y
luego, cerca de la una de la madrugada, fue a casa de Kirillov,
en donde entró, como antes, por la vía secreta de Fedka.

Su estado de ánimo era horroroso. Además de varios motivos


muy graves de descontento (aún no había averiguado nada
acerca de Stavrogin), parece — aunque no puedo asegurarlo
con certeza— que ese día había recibido de algún sitio (de
Petersburgo, casi seguro) una noticia confidencial en la que se
le advertía que en un futuro próximo correría cierto peligro. Por
lo contado, ahora circulan en nuestra ciudad toda suerte de

985
leyendas sobre aquellos tiempos; pero si algo de cierto se sabía,
lo sabían sólo los interesados. Yo, por mi parte, conjeturo que
Piotr Stepanovich bien podía estar implicado en otros lugares y
asuntos además del de nuestra ciudad, y que, en efecto, pudo
recibir aviso semejante. Es más, estoy convencido, no obstante
los recelos cínicos y alterados de Liputin, de que pudo haber
dos o tres „quintetos” además del nuestro, por ejemplo, en
Moscú y Petersburgo; y si no grupos, al menos conexiones y
amistades, y muy curiosas, por cierto, algunas de ellas. Tres
días después de su partida, se recibió de Petersburgo la orden
de detenerlo inmediatamente, no sé si por lo que había hecho
en nuestra ciudad o en otros sitios. Esa orden llegó a tiempo
para intensificar la ya abrumadora impresión de místico pavor
que de pronto se apoderó de nuestras autoridades y de la
sociedad local, asiduamente frívola hasta entonces, al
descubrirse el misterioso y significativo asesinato del
estudiante Shatov —asesinato que era ya el colmo de nuestros
disparates— y las circunstancias sumamente enigmáticas que
lo acompañaban. Pero la orden llegó tarde, Piotr Stepanovich
ya estaba en Petersburgo con nombre falso, y, sospechando lo
que estaba ocurriendo, se fugó sin perder un minuto al
extranjero... Pero me adelanto indebidamente a los
acontecimientos.

Enojado y desafiante fue a ver a Kirillov. Además del asunto


principal, parecía empeñado en hacer personal el
enfrentamiento. Kirillov pareció alegrarse de verlo: era evidente

986
que lo esperaba desde hacía largo rato y con penosa
impaciencia. Estaba más pálido que de costumbre y sus ojos
negros, de mirar fijo, delataban cansancio.

—Ya pensaba que no venía usted —dijo con voz fatigosa desde
un extremo del sofá, pero sin moverse para recibir al visitante.
Piotr Stepanovich se plantó ante él y, antes de decir palabra,
clavó en él los ojos.

—Ya todo está listo y no nos desviamos de nuestra intención.


¡Bravo! —dijo con sonrisa ofensiva por lo condescendiente—.
Bueno —añadió con odiosa jocosidad—, si llego tarde no tiene
usted por qué quejarse: le he dado tres horas de propina.

—No acepto de ti horas de propina —dijo Kirillov tuteándolo—,


ni tú me las puedes dar..., ¡idiota!

—¿Cómo? —Piotr Stepanovich dio un respingo, pero se dominó


al momento—. ¡Qué susceptible! ¿Conque estamos sublevados?
—añadió con la misma altanería ofensiva—. Lo que se necesita
en tal momento es calma. Lo

mejor que puede hacer es considerarse a sí mismo Colón y a mí


un ratón, y no ofenderse de nada de lo que diga. Ya se lo
aconsejé ayer.

—No lo considero un ratón.

—¿Es un cumplido? A propósito, el té está frío, lo que quiere


decir que todo está mal. No, aquí pasa algo raro. ¡Ah! ¿Qué es

987
eso que veo en un plato en la ventana? —interrogó mientras se
acercaba a la ventana—. ¡Pollo cocido con arroz...! Pero ¿no lo
ha probado todavía? Será porque como nos hallamos en ese
estado de ánimo... ni siquiera pollo...

—Ya he comido, además eso a ti ni te va ni te viene... ¡Cierra la


boca!

—¡Pero, claro! Y, además, da lo mismo. Aunque a mí no me da lo


mismo ahora. Imagínese que casi no he comido todavía; así
que... y como supongo que ya está de más ese pollo...

—Si puedes, cómetelo.

—Gracias, y después tomaré té.

Al momento se sentó a la mesa, en el extremo opuesto del sofá,


y con hambre canina se puso a comer, pero alzando la vista a
cada instante para vigilar a su víctima. Kirillov, inmóvil, lo
observaba con colérica aversión, como si no pudiera apartarse
de allí.

—Bueno, bueno —exclamó de pronto Piotr Stepanovich sin dejar


de comer—, ¿qué hay de nuestro negocio? ¿No nos hemos
echado atrás, eh? ¿Y el documento?

—Esta noche he decidido que me da igual. Lo escribiré. ¿Y qué


hay de las proclamas?

—Sí, claro, también las proclamas. Pero, ya que le da igual, seré


yo quien dicte el documento. No creo que le preocupe el
contenido en un momento como éste.

988
—Eso no te importa.

—Claro. No me importa. Por lo demás, sólo serán unos cuantos


renglones: que usted y Shatov repartieron las proclamas, por
cierto con ayuda de Fedka, que estaba escondido en este
apartamento. Este último detalle acerca de Fedka y el
apartamento es muy importante; a decir verdad, el más
importante de todos. Ya ve que le soy completamente franco.

—¿Shatov? ¿Por qué Shatov? ¡De ninguna manera!

—Pero ¿qué le importa a usted eso? Ya no puede usted hacerle


daño alguno.

—Su mujer ha vuelto. Ya se ha despertado y me ha preguntado


dónde está.

—¿Así que ha mandado a preguntar dónde está? Hmm..., eso no


me gusta nada. Quizá mande otra vez a preguntar. Nadie debe
saber que estoy aquí...

Piotr Stepanovich estaba inquieto.

—No se enterará. Ha vuelto a dormirse. La comadrona Arina


Virginskaya está con ella.

—Comprendo... ¿No oirá nada, entonces? ¿No sería mejor cerrar


la puerta de la calle?

—No oirá nada. Y si llega Shatov, lo esconderé a usted en ese


cuarto.

989
—Shatov no vendrá. Usted escribirá también que ustedes
pelearon por la traición de él y su denuncia a la policía..., esta
noche..., y que le causó la muerte.

—¿Muerto? —gritó Kirillov saltando del sofá.

—Hoy a las siete y pico de la noche, o, mejor dicho, ayer a las


siete y pico de la noche, porque ya es la una de la madrugada.

—¡Tú lo has matado...! ¡Y yo lo preví ayer!

—Sin duda que lo previó usted. Mire, con este mismo revólver —
sacó el revólver, primero para mostrárselo, pero después no lo
volvió a guardar y siguió empuñándolo en la mano derecha
preparado para cualquier eventualidad—.

¡Usted es muy raro, Kirillov! Usted sabía perfectamente que ese


estúpido individuo acabaría así. ¿Qué podía hacer para
evitarlo? Ya se lo repetí a usted varias veces. Shatov iba a
denunciarnos y yo estaba sobre aviso. No había más remedio
que obrar. También a usted se le había mandado que lo
vigilase. Usted mismo me lo dijo hace tres semanas...

—¡Cierra esa boca! ¡Lo has hecho porque te escupió en la cara


en Ginebra!

—Por eso y por algo más. Por mucho más. Pero lo hice sin
rencor. ¿Por qué se levanta de un salto? ¿Por qué hace esos
ademanes? ¡Ah bueno! ¡Conque ésas tenemos...!

990
Se puso de pie y levantó el revólver. Lo que pasaba era en
realidad que Kirillov había agarrado su propio revólver, que
tenía, desde esa mañana, cargado y preparado en la ventana.
Piotr Stepanovich apuntó a Kirillov con el arma. Éste rió
colérico.

—Confiesa, miserable, que has traído tu revólver pensando que


iba a pegarte un tiro... Pero no lo haré, no te lo pegaré,
aunque..., aunque...

Una vez más apuntó a Piotr Stepanovich como ensayando el


disparo, como si no pudiera privarse del gusto de imaginarse
cómo le pegaría un tiro. Piotr Stepanovich, siempre en posición,
esperó, esperó hasta el último momento sin apretar el gatillo,
con riesgo de ser el primero en recibir una bala en la frente; con
ese «maníaco» todo era posible. Pero el «maníaco» bajó por fin
la mano, trémulo, jadeante y casi incapaz de hablar.

—El juego ha terminado, ya ha jugado bastante —dijo Piotr


Stepanovich, bajando también su arma—. Sabía yo que estaba
usted jugando. ¿Pero se hace cargo del peligro que ha corrido?
Yo podría haber disparado.

Y con bastante sosiego se sentó en el sofá y se sirvió un vaso


de té, aunque con mano un tanto insegura. Kirillov dejó el
revólver en la mesa y se puso a deambular por el cuarto.

—No escribiré que he matado a Shatov... y ahora no escribiré


nada. ¡No habrá documento!

—¿Que no escribirá? ¿Que no habrá documento?

991
—No lo habrá.

—¡Esto es una infamia y una estupidez! —Piotr Stepanovich


estaba verde de furia—. Ya me lo imaginaba, no me toma
desprevenido, allá usted. Si pudiera obligarlo por la fuerza, lo
haría. Es usted un villano —Piotr Stepanovich perdía los estribos
minuto a minuto—. En aquella época nos pidió usted dinero y
nos prometió el oro y el moro... En todo caso, de aquí no salgo
con las manos vacías. Veré al menos cómo se levanta usted la
tapa de los sesos.

—Váyase, quiero que se largue ahora mismo —le dijo


enfrentándolo Kirillov.

—Esto no puede ser —dijo Piotr Stepanovich mientras volvía a


agarrar el revólver—. Ahora, quizá por despecho y cobardía, ha
decidido usted aplazar la cosa, y mañana irá a la policía a que
le den más dinero, pues por eso pagan siempre. ¡Maldición! ¡La
gentuza como usted todo lo saquea! Pero no se preocupe, que
yo ya lo tenía previsto. De aquí no me voy sin pegarle un tiro
con este revólver, como se lo pegué a ese miserable de Shatov,
si usted mismo no se lo pega ahora y lo deja para otra ocasión.
¡Canalla!

—¿Quieres ver también mi sangre?

—Y sepa que no es por rencor. En verdad, me da lo mismo. Lo


hago para que no sufra la causa. No se puede confiar en la
gente: usted es la prueba de ello. Yo no entiendo en absoluto de

992
dónde ha sacado esa manía de quitarse la vida. No fui yo quien
se lo sugerí y, antes de decírmelo a mí, ya se lo había dicho
usted a otros miembros de la Sociedad en el extranjero.

Y advierta que ninguno de nosotros trató de instigarlo, ninguno


lo conocía siquiera. Fue usted mismo el que se cruzó con ellos,
por sentimentalismo. ¿Y qué hacer si un plan de acción basado
en esto, que se preparó para aquí con aprobación y a
propuesta de usted (¡advierta que fue a propuesta suya!) no
puede de ningún modo alterarse ahora? Se ha puesto usted en
una situación en que ya sabe demasiado. Si le da por cometer
un disparate e ir mañana a la policía, saldríamos quizá con las
manos a la cabeza, ¿qué le parece? No, señor. Usted se
comprometió, dio su palabra y recibió dinero. Eso no puede
negarlo...

Piotr Stepanovich estaba cada vez más alterado, pero Kirillov


hacía rato que no lo escuchaba. Seguía yendo y viniendo por el
cuarto, sumido en cavilaciones.

—Lamento lo de Shatov —dijo parándose de nuevo ante Piotr


Stepanovich.

—También yo, quién sabe, pero veamos...

—¡Cierra esa boca, miserable! —rugió Kirillov, con escalofriante


e inequívoco ademán—. ¡Te mato!

—Bueno, bueno, he mentido. De acuerdo, no lo siento. ¡Pero


basta ya, basta ya! —Piotr Stepanovich, receloso, se levantó de
súbito, extendiendo el brazo como para evitar un golpe.

993
Kirillov se calmó al instante y volvió a sus paseos.

—No me echo atrás. Quiero matarme ahora. Son todos unos


canallas.

—Pues sí, es una idea. Claro que son todos unos canallas, y
como la vida en este mundo es tan cochina para un hombre
honrado...

—¡Estúpido! Yo soy tan canalla como tú, como todos, y no un


hombre honrado. Hombres honrados no existen.

—¡Al fin ha dado usted en el clavo! Pero, Kirillov, ¿es posible que
con todo su talento no se haya dado cuenta hasta ahora de
que todos los hombres son lo mismo, que no los hay ni mejores
ni peores, sino sólo listos y tontos, y que si todos son unos
canallas (lo que, dicho sea de paso, es una tontería), la
canallada no puede existir?

—¿Ahora tampoco te burlas? —Kirillov le miró con alguna


sorpresa—. Has hablado con brío y sencillez... ¿Es posible que
hasta gente como tú tenga convicciones?

—Kirillov, nunca he podido comprender por qué quiere matarse.


Sólo sé que por convicción..., por convicción firme. Pero si siente
la necesidad, por así decirlo, de sincerarse, estoy a su
disposición... Sólo que el tiempo vuela...

—¿Qué hora es?

994
—Caramba, las dos en punto —Piotr Stepanovich miró el reloj y
encendió un cigarrillo. «¡Por fin parece que podremos llegar a un
acuerdo!», dijo para sí.

—No tengo nada que decirte a ti —murmuró Kirillov.

—Si mal no recuerdo... hay algo en ello acerca de Dios... Usted


mismo me lo explicó una vez... mejor dicho, dos veces. Si se
pega usted un tiro se convierte en Dios ¿no es eso?

—Así es, me convierto en Dios.

Piotr Stepanovich ni siquiera sonrió; sólo esperaba. Kirillov lo


miró astutamente.

—Eres un impostor y un intrigante político. Quieres hacerme


hablar de filosofía y excitarme para lograr una reconciliación y
calmar mi enojo, y cuando me haya reconciliado contigo,
pedirme una nota diciendo que maté a Shatov.

Piotr Stepanovich respondió con franqueza casi natural:

—Bueno, digamos que soy un canalla, ahora bien, ¿qué le


importa a usted, Kirillov, en el último momento? Dígame, por
favor, ¿por qué estamos discutiendo? Yo soy como soy, usted
es como es, bueno, ¿y qué? Y, además, los dos somos...

—Canallas.

—Si usted quiere, somos eso, canallas. Pero ya sabe usted que
ésas son sólo palabras.

995
—Durante toda mi vida he querido que no sean sólo palabras.
He vivido sólo para que no lo sean. Y aún hoy quiero que no lo
sean.

—Bueno, cada cual busca el lugar que mejor le cuadra. El pez...


quiero decir que cada cual busca su propio bienestar, eso es
todo. Cosa conocida desde tiempos inmemoriales.

—¿Hablas de bienestar?

—Bueno, no nos peleemos por palabras.

—No. Has dicho bien. Pongamos que bienestar. Dios es


necesario y, por tanto, debe existir.

—Bueno, muy bien.

—Pero yo sé que no existe y que no puede existir.

—Probablemente.

—¿No comprendes que con dos ideas como ésas el hombre no


puede seguir viviendo?

—Debe pegarse un tiro, ¿no es así?

—¿No comprendes que el hombre puede pegarse un tiro por


eso sólo? ¿Tú no comprendes que puede haber un hombre, uno
solo entre vuestros miles de millones, uno solo que no tolere eso
y no quiera tolerarlo?

—Lo único que comprendo es que, por lo visto, usted titubea... y


eso está muy mal.

996
—A Stavrogin también lo consume una idea —Kirillov, sin darse
cuenta de la observación, siguió paseando sombríamente.

—¿Cómo dijo? —Piotr Stepanovich aguzó los oídos—. ¿Qué


idea? ¿Él le dijo a usted algo?

—No fue necesario, lo adiviné: si Stavrogin cree en Dios, cree


que no cree.

Si no cree en Dios no cree que no cree.

—Stavrogin tiene algo mucho más sensato que eso... —murmuró


displicente Piotr Stepanovich, siguiendo inquieto el nuevo
rumbo de la conversación y el semblante pálido de Kirillov.
«¡Qué demonios, éste no se pega un tiro! —pensaba—. Ya lo
sabía, lo único que tiene es una chifladura y nada más. ¡Qué
porquería de gente!».

—Tú eres la última persona que está conmigo. No quisiera que


nos separásemos de malos modos —Kirillov, inopinadamente, le
hizo este obsequio. Piotr Stepanovich no contestó de momento.
«¡Al infierno con él! ¿Qué significa esto ahora!», volvió a pensar.

—Créame, Kirillov, que no tengo personalmente nada contra


usted como hombre, y siempre...

—Eres un canalla y un tergiversador; pero yo soy igual que tú y


me mato, mientras que tú seguirás vivo.

—Lo que usted quiere decir es que soy tan ruin que quiero
seguir viviendo.

997
Aún no podía determinar si sería o no provechoso proseguir tal
conversación y resolvió «dejarse guiar por las circunstancias».
Pero el tono de superioridad y evidente desprecio con que le
hablaba Kirillov siempre lo había irritado, claro que ahora más
que nunca, quizá porque Kirillov, que iba a morir en menos de
una hora (Piotr Stepanovich aún contaba con ello), le parecía ya
como un medio hombre, como alguien en quien la altivez ya no
era permisible.

—Veo que se vanagloria usted ante mí de que va a matarse.

—Siempre me ha sorprendido que todo el mundo siga viviendo


—dijo Kirillov, sordo al comentario.

—Aceptemos que es una idea, pero...

—Eres un monigote. Me halagas porque quieres ganarte mi


indulgencia.

¡Cierra esa boca, que no entiendes nada! Si no hay Dios,


entonces yo soy Dios.

—Nunca he podido comprender esa afirmación: ¿por qué es


usted Dios?

—Si Dios existe, todo es Su Voluntad y yo no puedo hacer nada


contra Su Voluntad. Si no existe, todo es mi voluntad y estoy
obligado a poner de manifiesto mi voluntad.

—¿Su voluntad? ¿Y por qué obligado?

—Porque toda la voluntad llega a ser mía. ¿Es que no hay


ningún hombre en todo el planeta que, después de deshacerse

998
de Dios y creyendo en su propia voluntad, tenga bastante
arrojo para expresar esa voluntad en este su más alto nivel? Es
como si un mendigo que recibe una herencia se asustara y no
se atreviera a acercarse a la bolsa de dinero, juzgándose
demasiado débil para poseerlo. Yo quiero poner de manifiesto
mi voluntad. Quizá sea el único que lo haga, pero lo haré.

—Hágalo entonces.

—Estoy obligado a pegarme un tiro porque el nivel más alto de


mi voluntad es matarme.

—No es usted el único que se mata; hay muchos suicidas.

—Todos ellos tienen un motivo. Yo soy el único que lo hace sin


motivo alguno, por pura voluntad.

«Éste no se mata», volvió a pensar Piotr Stepanovich.

—¿Sabe? —observó irritado—. Yo en su lugar, para poner de


manifiesto mi voluntad, mataría a otra persona, pero no me
mataría a mí mismo. En tal caso, podría sernos útil. Yo le diré a
quién, si usted no se asusta. Quizás así no tenga que pegarse
un tiro hoy. Podríamos llegar a un acuerdo.

—Matar a otro sería el nivel más bajo de mi voluntad, y con eso


demuestras claramente lo que eres. Yo no soy tú: yo quiero el
nivel más alto y me mataré.

—Ha llegado ahí con su propia lógica —masculló con despecho


Piotr Stepanovich.

999
—Estoy obligado a expresar mi incredulidad —dijo Kirillov
caminando por el cuarto—. Creo que no hay idea más grande
que la de que Dios no existe. La historia humana está de mi
parte. Todo lo que el hombre ha hecho es inventar a Dios para
vivir y no tener que matarse: en eso consiste hasta ahora la
historia universal. Yo soy el único en la historia universal que
por primera vez no ha querido inventar a Dios. Que lo sepan de
una vez para siempre.

«Éste no se mata», siguió pensando cada vez más alarmado


Piotr Stepanovich.

—¿Y quién va a saberlo? —dijo provocándolo—. Aquí no hay


nadie más que usted y yo. ¿Quizá Liputin?

—Todos deben saberlo. Todos lo sabrán. No hay nada secreto


que no acabará divulgándose. Él lo dijo —y con entusiasmo
febril señaló con el dedo una imagen del Redentor ante la que
ardía una lamparilla. Piotr Stepanovich perdió por completo los
estribos.

—¿De modo que sigue usted creyendo en él y hasta le ha


encendido una lámpara! ¿Lo hace «por si las moscas»?

El otro no respondió.

—¿Sabe lo que digo? Que me parece que usted cree más que un
sacerdote.

1000
—¿En quién? ¿En Él? Escucha —Kirillov se detuvo, mirando
frente a sí con ojos inmóviles y extáticos—. Escucha una gran
idea: en la tierra hubo un día y en medio de la tierra había tres
cruces. Uno que estaba en la cruz tenía tal fe que dijo a otro:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Terminó ese día, murieron
ambos y pasaron de este mundo, pero no hallaron ni Paraíso ni
resurrección. Lo dicho no se confirmó. Escucha: ese hombre era
el más excelso de toda la tierra: fue para Él para lo que ésta fue
creada. Sin este hombre, todo el planeta, con todo lo que hay
en él, sería pura insensatez. Ni antes ni después de Él ha habido
otro como Él, ni lo habrá nunca, ni siquiera de milagro. Y
justamente en eso consiste el milagro: en que no hubo ni habrá
nunca otro como Él. Y si es así, si las leyes de la naturaleza no lo
exceptuaron ni siquiera a Él, si no exceptuaron su propio
milagro, sino que lo hicieron vivir en medio de la mentira y morir
por una mentira, la conclusión es que todo el planeta es y está
basado en una mentira, en una estúpida burla. Sus propias
leyes también lo son. Todo es una farsa diabólica. ¿Para qué
vivir? Contesta, si eres hombre.

—Eso es otra cosa. Está mezclando ahí dos causas diferentes; y


eso es arriesgado. Ahora bien, ¿y si es usted Dios? ¿Y si se
acabara la mentira y se diera usted cuenta de que toda la
mentira consistía en haber creído en ese Dios previo?

—¡Por fin has comprendido! —exclamó Kirillov con


entusiasmo—.

1001
¡Entonces, si alguien como tú lo comprende... es
posible comprenderlo!

¿Entiendes que la salvación de todos está en probar a cada uno


esa idea? ¿Quién la probará? ¡Yo! No me entra en la cabeza
cómo un ateo que sabe que Dios no existe no se mata
inmediatamente. Entender que Dios no existe y no entender con
eso que te has convertido en Dios es un absurdo, pues de lo
contrario te matarías. Si lo comprendes, eres un rey y ya no te
matarás, sino que vivirás en plena gloria. Ahora bien, el primero
que lo entienda debe matarse irremediablemente, porque si no
¿quién empezará y lo probará? Por eso me mato yo, para
empezar y probarlo. Yo todavía soy sólo Dios a la fuerza, un
desdichado, porque estoy obligado a manifestar mi voluntad. El
hombre ha sido hasta ahora pobre y desdichado porque ha
temido afirmar su voluntad en el más alto nivel y lo ha hecho
sólo en cosas minúsculas, como un niño de escuela... Yo soy
pavorosamente desdichado porque temo. El terror es la
maldición del hombre... Pero afirmaré mi voluntad, estoy
obligado a creer que no creo. Yo empezaré y acabaré y con ello
abriré la puerta. Y salvaré a los demás. Sólo eso salvará a la
humanidad y la transformará físicamente en la próxima
generación; porque en su estado físico actual, si no me
equivoco, el hombre no puede prescindir de su Dios anterior.
Durante tres años he estado buscando mi atributo divino y lo he
hallado; ¡mi atributo divino es «mi real voluntad»! Esto es cuanto
puedo hacer para demostrar mi insumisión en el más alto nivel

1002
y mi nueva y terrible voluntad. Porque es singularmente terrible.
Me mato para probar mi insumisión y mi nueva y terrible
libertad.

Tenía el rostro palidísimo y la mirada extremadamente triste.


Parecía poseído de delirio febril. Piotr Stepanovich llegó a
pensar que caería redondo al suelo.

—¡Alcánceme una pluma! —gritó Kirillov imprevistamente, en un


arranque de inspiración—. Dicta, y firmaré lo que digas. Incluso
que maté a Shatov. Dicta, mientras esto me divierte. ¡No me
asusta lo que piensen unos esclavos engreídos! Ya verás que
todo lo que ahora es secreto saldrá a la luz.

Y te aplastarán... ¡Creo, creo!

Piotr Stepanovich se levantó de un salto, le acercó el tintero y el


papel, y empezó a dictar, aprovechándose del momento y
temblando de ansiedad por el éxito de su plan.

—«Yo, Aleksei Kirillov, declaro...».

—¡No, alto! ¡No quiero eso! ¿A quién declaro?

Kirillov se estremecía como enfebrecido. Esta declaración, junto


con cierta idea tan extraña como repentina acerca de ella,
pareció embargarlo por completo, como si fuera una vía de
escape, afanosa aunque efímeramente buscada, para su
espíritu atormentado:

—¿A quién declaro? Quiero saber a quién.

1003
—A todos, a nadie, al primero que lo lea. ¿Para qué precisarlo?
¡Al mundo entero!

—¿Al mundo entero? ¡Sí, bravo! ¡Y ningún arrepentimiento! ¡No


quiero arrepentirme! ¡Y no quiero declararlo frente a ninguna
autoridad!

—¡Pero claro que no! ¡No es preciso! ¡Fuera las autoridades!


¡Vamos, escriba, si va usted en serio...! —exclamó histérico Piotr
Stepanovich.

—¡Un momento! Quiero dibujar una cara con la lengua afuera


en el encabezamiento.

—¡Qué pavada! —dijo irritado Piotr Stepanovich—. Eso se puede


expresar sin el dibujo, sólo con el tono.

—¿Con el tono? Eso es verdad. ¡Con el tono, con el tono! ¡Dicta


con el tono!

—«Yo, Aleksei Kirillov —dictó Piotr Stepanovich con voz firme y


perentoria, inclinándose sobre el hombro de Kirillov y siguiendo
letra por letra lo que éste escribía con mano trémula de
agitación—, yo, Kirillov, declaro que hoy, día tal de octubre,
sobre las siete de la noche, maté al estudiante Shatov en el
parque, por traidor, por delatar a la policía lo relativo a las
proclamas revolucionarias, y a Fedka, que estuvo viviendo y
durmiendo diez días con nosotros en casa de Filippov. Hoy me
mato con mi revólver, no por arrepentimiento o temor a nadie,
sino porque resolví en el extranjero quitarme la vida».

1004
—¿Eso es todo? —preguntó Kirillov, atónito e indignado.

—Sí, ni una palabra más —dijo Piotr Stepanovich, haciendo un


gesto con la mano e intentando arrebatarle el documento.

—¡Espera! —Kirillov puso la mano firmemente sobre el papel—.


¡Espera!

¡Eso es una tontería! Quiero saber con qué lo maté. ¿Y por qué
Fedka? ¿Y qué pasó con el incendio? ¡Lo quiero todo y, además,
quiero insistir con el tono, con el tono!

—Es suficiente, Kirillov, le aseguro que eso es suficiente —dijo


Piotr Stepanovich casi con voz suplicante, temblando de pensar
que aquél podría romper el papel—. Para que sea creíble hay
que escribirlo lo más oscuramente posible, tal como está, con
alusiones nada más. Solo hay que mostrar una puntita de la
verdad, sólo para ponerles los dientes largos. Ellos contarán un
cuento más disparatado que el nuestro y, por supuesto, le
darán más crédito que

al nuestro. ¡Y eso será mucho mejor! ¡Pero mucho mejor! Déme


eso. Tal como está no puede estar mejor. ¡Démelo, démelo!

Y trataba de arrancarle el papel. Kirillov escuchaba con ojos


desorbitados, como tratando de entender las palabras de Piotr
Stepanovich, pero, en realidad, incapaz ya de comprender
nada.

1005
—¡Qué demonio! —gritó Piotr Stepanovich furioso—. ¡Pero si
todavía no lo ha firmado! ¿Por qué mira con esos ojos saltones?
¡Firme!

—Quiero insultarlos... —murmuró Kirillov, pero tomó la pluma y


firmó—.

Quiero insultarlos...

—Agregue usted: «Vive la république!» y basta.

—¡Bravo! —Kirillov casi rugió de gusto—. «Vive la république


démocratique, sociale et universelle ou la mort!». No, no, así no.
«Liberté, égalité, fraternité ou la mort!». Así está mejor —y lo
escribió complacido debajo de su firma.

—Suficiente, suficiente —seguía repitiendo Piotr Stepanovich.

—Espera un poco todavía... ¿Sabes? Voy a firmar también en


francés; «de Kiriloff, gentilhomme russe et citoyen du monde».
¡Ja, ja, ja! —Rompió a reír a mandíbula batiente—. No, no, no, he
encontrado algo mejor.

¡Eureka! «Gentilhomme-séminariste russe et citoyen du monde


civilisé!». Ésa es la mejor frase de todas... —saltó del sofá y con
rápido ademán tomó el revólver de la ventana, corrió con él a la
habitación de al lado y cerró tras sí la puerta. Piotr Stepanovich
quedó un momento pensativo mirando la puerta.

«Si lo hace ahora mismo, quizá se pegue el tiro; pero si se pone


a pensar, no hará nada».

1006
Entre tanto agarró el papel, tomó asiento y volvió a echarle un
vistazo. El texto de la declaración seguía gustándole.

«¿Qué es lo que se necesita ahora? Lo que se necesita es


despistarlos por algún tiempo y distraerlos de algún modo. ¿El
parque? En la ciudad no hay parque; así, pues, adivinarán que
se trata de Skvoreshniki. Pero antes de que lo hagan, pasará
tiempo, las pesquisas llevarán tiempo también, y cuando
encuentren el cadáver comprobarán que el documento dice la
verdad, toda la verdad, incluso con respecto a Fedka. ¿Y qué
representa Fedka? Fedka es el incendio, los Lebiadkin.
Representa que todo fue tramado aquí, en la casa de Filippov, y
que ellos no sabían nada del caso, que no lo habían advertido...,
¡y quedarán totalmente despistados! ¡Ni por asomo pensarán
en nuestro grupo! Shatov y Kirillov y Fedka y Lebiadkin, y por
qué se mataron unos a otros... ¡A ver... hay otra preguntita que
queda por contestar! ¡Demonios, no se oye el disparo...!».

Aunque había estado leyendo y admirando el texto del


documento, seguía escuchando con ansiedad penosa y... de
pronto estalló de furia. Miró intranquilo el reloj: se iba haciendo
tarde y habían pasado diez minutos desde que Kirillov había
salido... Tomó el candelero y se acercó a la puerta del cuarto en
que se había encerrado. Junto a la puerta misma echó de ver
que la vela estaba muy gastada, que no duraría más de veinte
minutos y que no había otra en el cuarto. Agarró el picaporte y
se puso a escuchar con cautela, pero no oyó el menor ruido. De
improviso abrió la puerta y levantó la vela: algo lanzó un rugido

1007
y se arrojó sobre él. Cerró la puerta de un estruendoso portazo y
apoyó el hombro contra ella, pero ya todo estaba tranquilo y
reinaba de nuevo una calma mortal.

Largo rato permaneció confundido con el candelero en la mano.


Durante el instante que la puerta estuvo abierta apenas pudo
distinguir nada, pero vislumbró el rostro de Kirillov, que estaba
junto a la ventana, en el fondo de la

habitación, y recordó la furia salvaje con que se había


abalanzado sobre él. Piotr Stepanovich se estremeció, puso
rápidamente la vela en la mesa, preparó el revólver y corrió en
puntas de pie al otro lado del cuarto: si Kirillov abría la puerta e
iba derecho a la mesa con el revólver, él tendría tiempo de
apuntar y disparar antes de que Kirillov lo hiciera.

A esas alturas Piotr Stepanovich ya no creía en absoluto que


Kirillov se suicidaría: “Estaba en medio del cuarto meditando —
pasó como un torbellino por su mente—; y, además, qué cuarto
tan oscuro y horrible... Dio un chillido y se echó sobre mí... Hay
dos posibilidades o le interrumpí justo cuando iba a disparar
o..., o estaba pensando en cómo matarme... Sí, así fue, lo estaba
pensando... Sabe que de aquí no me voy sin matarlo si se
acobarda; por consiguiente, necesita matarme a mí para que
yo no lo mate...

1008
Y ahora otra vez..., otra vez ese silencio. Me aterra pensar que
puede abrir la puerta de pronto... Lo peor de todo es que cree
en Dios más que un sacerdote.

¡Nada, que no se mata...! Hay ahora centenares de individuos


como él, que llegan a esto por dictado de la propia razón.
¡Valiente plebe! ¡Maldita sea! ¡La vela, la vela! Seguro que se me
apaga en un cuarto de hora... hace falta acabar con esto,
acabar a toda costa... Supongo que ahora ya puedo matarlo...
Con este documento no creerán que yo lo he matado. Puedo
disponer su cuerpo de tal manera en el suelo, con el revólver
descargado en la mano, que creerán sin más que él mismo lo
ha hecho... Pero ¿cómo demonio matarlo? Si abro la puerta se
echa otra vez sobre mí y dispara primero. ¡Pero apuesto a que
falla el tiro!”.

De esta manera se atormentaba, nervioso ante la necesidad


insoslayable de hacer algo y ante su propia indecisión. Acabó
por tomar la vela y acercarse de nuevo a la puerta, levantando
y apretando el revólver. Con la mano izquierda, en la que
llevaba la vela, dio vuelta al picaporte, pero lo hizo torpemente:
el picaporte rechinó, se oyó un crujido: «¡Ahora sí dispara!»,
pensó... abrió la puerta de un tremendo puntapié, levantó la
vela y apuntó con el revólver, pero no hubo ni disparo ni grito...
La habitación estaba vacía.

Sintió un escalofrío. La habitación no tenía salida ni ofrecía


escape alguno. Levantó más la vela y examinó el lugar con
cuidado: no había nadie. Llamó a Kirillov a media voz y

1009
enseguida lo hizo con una voz más fuerte, esta vez tampoco
respondió.

«¿Había salido por la ventana? —el postigo de una de ellas


estaba abierto—

. ¡Pero era totalmente absurdo! ¡Cómo iba a escaparse por el


postigo! —entonces cruzó la habitación y fue hacia la ventana—.
¡Era imposible!». de pronto se dio vuelta y lo que vio heló la
sangre de sus venas.

A la derecha de la puerta, apoyado en la pared que estaba


frente a las ventanas, había un armario. Un espacio vacío
quedaba entre ese mueble y uno de los rincones del cuarto. Allí,
inmóvil, en una extraña posición, con los brazos rígidos
pegados a los costados de su cuerpo, la cabeza erguida y la
nuca apoyada en la pared, estaba Kirillov. Era evidente que
deseaba ocultarse, desaparecer. A pesar de que todo indicaba
que se estaba escondiendo, costaba creerlo. Desde donde
estaba ubicado Piotr Stepanovich apenas podía observar la
parte del cuerpo que sobresalía. No se animaba a desplazarse
hacia la izquierda para ver de lleno a Kirillov y descifrar el
misterio. Su corazón latía con fuerza... Y de pronto se vio
enfermo de furia: de un salto, lanzando un grito y pisando
fuerte, se acercó rabioso, pero se detuvo antes de llegar, helado
de espanto. Lo que más asombro le produjo fue que la figura, a
pesar del grito y la embestida, no se movió, ni siquiera movió
un solo miembro, como si fuera de piedra o de cera. La palidez

1010
de su rostro era sobrenatural y sus ojos negros se fijaban
inertes en un

punto del espacio. Piotr Stepanovich alzó la vela, luego la bajó y


la volvió a levantar para alumbrar la figura desde todos los
ángulos y examinarla minuciosamente. De pronto notó que,
aunque Kirillov miraba de frente sin desviar los ojos, lo
observaba quizá con el rabillo del ojo. Entonces se le ocurrió
levantar la vela hasta el rostro del «bribón», quemarlo y ver qué
haría. De repente creyó ver que la barbilla de Kirillov se contraía
y que en sus labios despuntaba una como sonrisa burlona,
como si le hubiera adivinado la intención. Se estremeció y, fuera
de sí, agarró a Kirillov fuertemente del hombro.

Entonces ocurrió algo tan nauseabundo y momentáneo que


Piotr Stepanovich jamás pudo recordarlo con coherencia. En
cuanto tocó a Kirillov, éste agachó rápidamente la cabeza y de
un cabezazo le hizo soltar la vela de la mano. El candelero cayó
al suelo con estrépito y la vela se apagó. En ese mismo instante
sintió un dolor insoportable en el dedo meñique de la mano
izquierda. Lanzó un grito, y todo lo que recordaba después era
que, fuera de sí y con toda la fuerza de que era capaz, golpeó
tres veces con el revólver la cabeza de Kirillov, que cuando se
había agachado, le había mordido el meñique. Por fin consiguió
librar el dedo y echó a correr, buscando la salida a tientas y en
la oscuridad. Tras él salieron de la habitación gritos horribles:

1011
—Enseguida, enseguida, enseguida, enseguida...

Hasta diez veces. Pero él seguía corriendo y ya había llegado al


vestíbulo cuando oyó un disparo escandaloso. Entonces se
detuvo en el vestíbulo oscuro, pensando durante cinco minutos,
al cabo de los cuales volvió otra vez a la habitación. Necesitaba
encontrar la vela. Bastaba con buscar en el suelo, a la derecha
del armario, el candelero que le habían arrancado de la mano.
Pero

¿cómo encender la vela? Por su mente cruzó de improviso un


vago recuerdo: se acordó de una caja de fósforos grande y roja
que había visto el día anterior, cuando entró en la cocina para
agredir a Fedka. A tientas buscó a la izquierda la puerta de la
cocina, cruzó el pasillo y bajó los escalones. En el estante,
cabalmente en el sitio de que se acordaba, encontró en la
oscuridad una caja de fósforos sin empezar. Subió deprisa los
escalones sin encender la luz, y sólo cuando estuvo junto al
armario, en el mismo lugar donde había apaleado con el
revólver a Kirillov y éste lo había mordido, se acordó de su dedo
lastimado y en aquel momento sintió que le dolía de modo
intolerable. Apretando los dientes, encendió la vela, la puso de
nuevo en el candelero y miró a su alrededor. Junto a la ventana
que tenía el postigo abierto, con los pies apuntando al rincón de
la derecha, yacía el cadáver de Kirillov. Se había disparado el
tiro en la sien derecha y la bala había salido por la parte
superior del lado izquierdo, perforando el cráneo. Vio
salpicaduras de sangre y masa encefálica. El revólver

1012
permanecía en la mano del suicida, en el suelo. La muerte debió
de ser instantánea. Después de examinarlo todo con el mayor
cuidado, Piotr Stepanovich se incorporó y salió en puntas de
pie, cerró tras sí la puerta, puso la vela en la mesa de la
habitación de delante, pensó un momento y resolvió no
apagarla. Volvió a mirar el documento que estaba en la mesa
mientras sonreía casi instintivamente. Cuando salió de la casa
todavía estaba en puntas de pie. Tomó el atajo secreto de
Fedka y se preocupó por dejar el tablón en su lugar.

Piotr Stepanovich y Erkel caminaban de un extremo a otro por


el andén de la estación, faltaban diez minutos para que el reloj
diera las seis de la mañana. Piotr Stepanovich era el pasajero y
Erkel quien había ido a despedirlo. El equipaje ya había sido
registrado y el baúl estaba colocado en un asiento de segunda
clase. Ya había sonado la primera campanada y se esperaba la
segunda. Piotr Stepanovich miraba sin temor a su alrededor,
observando a los pasajeros que subían a los vagones. Pero no
vio a nadie que conociese bien; sólo un par de veces tuvo que
hacer una inclinación de cabeza: primero a un comerciante a
quien conocía ligeramente y luego a un joven cura de aldea que
se bajaría en su parroquia dos estaciones después.
Evidentemente Erkel deseaba hablar sobre algo muy
importante, a último momento, aunque es probable que ni él
mismo supiera de qué, pero lo cierto es que no se atrevía a

1013
empezar. Tenía la impresión de que Piotr Stepanovich estaba ya
harto de su presencia y que esperaba impaciente las dos
últimas campanadas.

—Mira usted a todos con bastante libertad —observó con un


poco de timidez, como si quisiera prevenirle.

—¿Y por qué no? No ha llegado aún la hora de esconderme.


Todavía es muy pronto. No se preocupe. Lo único que temo es
que el demonio traiga a Liputin por aquí. Si se huele algo, viene
aquí volando.

—Piotr Stepanovich, no son de fiar —Erkel declaró con decisión.

—¿Liputin?

—Todos, Piotr Stepanovich.

—No diga pavadas. Ahora están todos atados por lo de ayer.


Ninguno nos delataría. ¿Quién, a no ser que haya perdido el
juicio, se expondría a una ruina segura?

—Ya lo perderán, Piotr Stepanovich.

Como Piotr Stepanovich ya había pensado en ello, el


comentario de Erkel lo irritó doblemente.

—¿También está usted acobardado? Mire que yo confío en


usted más que en los otros. ¡Ya he visto lo que vale cada uno de
ellos! Déles mis instrucciones de palabra; los dejo a todos a su
cargo. Vaya a verlos mañana. Puede leerles mis instrucciones
escritas mañana o pasado, cuando se reúna usted con ellos y
sean capaces de escuchar..., pero, créame, mañana ya estarán

1014
dispuestos a escuchar, porque tendrán un miedo inconcebible y
estarán más blandos que la cera... Lo importante es que usted
no se desanime.

—¡Ah, Piotr Stepanovich, si usted no se fuera!

—¡Pero apenas son unos días! Enseguida estoy de vuelta.

—Piotr Stepanovich —dijo Erkel con prudencia pero firme—, no


me importaría que fuera usted incluso a Petersburgo. Sé que
sólo lo hace usted porque así lo requiere la causa común.

—No esperaba menos de usted, Erkel. Si ha adivinado que voy a


Petersburgo, comprenderá que no podía decírselo a los otros
ayer, en ese momento, porque se habrían asustado. Ya vio en
qué estado se hallaban. Pero usted se hace cargo de que voy
por la causa, por un motivo de suma importancia por la causa
común, y no para evadirme como supone ese fulano de Liputin.

—Aunque fuera al extranjero, yo lo comprendería, Piotr


Stepanovich. Comprendería que debe usted cuidar de su
persona, porque usted lo es todo y nosotros no somos nada. Lo
comprendería, sí, señor.

Al pobre chico hasta le temblaba la voz.

—Gracias, Erkel... ¡Ay, me ha tocado usted este dedo malo! —


Erkel le había dado, sin fijarse, un apretón de manos; el dedo
herido estaba tapado discretamente con seda negra—. Pero le
aseguro positivamente que voy a Petersburgo sólo para

1015
explorar el terreno, quizá sólo un día, y que enseguida regreso.
Cuando regrese, estaré en la casa de campo de Gaganov para
despistar. Si hay algún indicio de peligro, yo seré el primero en
compartirlo con ellos. Y, claro, si tengo que quedarme más
tiempo en Petersburgo se lo indicaré a usted enseguida... del
modo que usted sabe, y usted se lo dice a ellos.

Sonó la segunda campanada.

—Eso indica que apenas faltan cinco minutos para la salida. Yo,
¿sabe usted?, no quisiera que se disgregase el grupo de aquí.
No es que tema nada, no se preocupe. Los nudos de esta red
tan grande son bastante numerosos y la cosa no tiene mayor
importancia. Pero otro nudo no vendría mal. De todos modos,
me voy tranquilo en lo que a usted respecta, aunque le dejo casi
solo con esos monstruos. No se preocupe, que no irán con el
cuento a la policía. No se atreverán... ¿Conque también se
marcha usted hoy? —gritó de pronto, en tono diferente y alegre,
a un joven que se acercaba a saludarlo—. No sabía que se iba
usted también en el expreso. ¿Hacia dónde? ¿Quizás a visitar a
su madre?

La madre del joven era una propietaria riquísima que vivía en


una provincia vecina. El joven era pariente lejano de Iulia
Mihailovna y había pasado quince días en nuestra ciudad.

—No. Voy más lejos, a R*. Tengo ocho horas de tren por delante.
Y usted,

¿va a Petersburgo? —preguntó sonriendo el joven.

1016
—¿Por qué piensa que voy a Petersburgo? —preguntó a su vez
Piotr Stepanovich, riendo aún con mayor desparpajo.

El joven le amenazó festivamente con el índice de su mano


enguantada.

—Lo ha adivinado usted —susurró misteriosamente Piotr


Stepanovich—. Voy con cartas de Iulia Mihailovna y tengo que
encontrarme con tres o cuatro personas influyentes..., ya sabe
usted quiénes son... ¡un desastre, hablando claro! ¡Un encargo
modestísimo!

—¿Sabe por qué está tan amedrentada? —le susurró el joven—.


Ayer ni siquiera quiso recibirme. A mi juicio, no tiene nada que
temer con respecto al marido. Al contrario, se desplomó tan
honorablemente en el fuego que parecía que sacrificaba su
vida.

—Pues ahí tiene usted —dijo Piotr Stepanovich riendo—. Mire, lo


que ella teme es que alguien haya escrito ya desde aquí..., es
decir, ciertos señores..., en fin, que quien anda entremetiéndose
en el asunto es Stavrogin, o, mejor aún, el príncipe K*. Bah, es
una historia que trae mucha cola; algo le contaré a usted
durante el viaje, si lo desea..., al menos, lo que permitan mis
sentimientos caballerescos... Le presento a mi pariente, el
teniente Erkel, que está de servicio no lejos de aquí.

El joven, que había estado mirando de reojo a Erkel, se llevó la


mano al sombrero. Erkel se inclinó.

1017
—Pero, Verhovenski, la verdad es que ocho horas de tren se
hacen inaguantables. El coronel Berestov, que es un hombre
graciosísimo y que tiene una finca junto a la mía, va conmigo en
un compartimento de primera clase. Está casado con una Garin
(de apellido de soltera De Garine) y ya sabe usted que es de
gente bien. Es, además, hombre de ideas. Ha pasado aquí un
par de días. Es un aficionado impenitente al whist. Podríamos
arreglar una partida,

¿qué le parece? Ya tengo pensado quién será el cuarto:


Pripuhlov, nuestro comerciante barbudo de T*. Un millonario,
lo que se dice un millonario

auténtico. Se lo presentaré a usted. Un señor Talegas de lo más


interesante. Nos divertiremos de lo lindo.

—Con muchísimo gusto. Me gusta muchísimo jugar al whist en el


tren, pero voy en segunda clase.

—Pero eso se arregla enseguida. Suba con nosotros. Voy a


mandar que lleven sus cosas a primera clase. El revisor hará lo
que yo le pida. ¿Qué tiene usted? ¿Una maleta? ¿Una manta de
viaje?

Piotr Stepanovich recogió sus cosas y con notable presteza se


mudó a primera clase. Erkel le ayudó. Sonó la tercera
campanada.

1018
—Bueno, Erkel —dijo Piotr Stepanovich estrechándole la mano
con prisa y aire preocupado desde la ventanilla del vagón por
última vez—. Lo lamento, pero tengo que sentarme a jugar con
ellos.

—Usted no tiene por qué darme explicaciones, Piotr


Stepanovich.

Comprendo, comprendo perfectamente, Piotr Stepanovich.

—Bueno, en ese caso... hasta la próxima —dijo éste, dándose


vuelta para conocer a sus compañeros de juego.

Erkel no volvió a ver a Piotr Stepanovich nunca más.

Cuando llegó a su casa estaba muy triste. El motivo no tenía


que ver con la ausencia de Piotr Stepanovich sino con la rapidez
con la que le había dado la espalda para consentir a ese joven
excesivamente atildado... habría querido decirle algo más o
quizás haberle estrechado la mano con más fuerza.

Si bien la fugaz despedida era lo que más le apenaba, un hecho


relacionado con la noche anterior y que todavía no lograba
interpretar acribillaba su corazón.

SÉPTIMO CAPÍTULO: La peregrinación de Stepan Trofimovich

1019
Cuando se dio cuenta de que se vencía el plazo para llevar a
cabo su empresa, Stepan Trofimovich se sintió amedrentado.
Sé que sufrió mucho por la secuela del terror que le dejó aquella
noche horrenda, la noche antes de su partida. Nastasya
recordaba que el señor se había acostado tarde y había
dormido. Pero ello no prueba nada: cuentan que los
condenados a muerte duermen la víspera misma de subir al
patíbulo. Aunque salió de casa al amanecer, cuando un hombre
nervioso se siente con mayores bríos (y el comandante, pariente
de Virginski, dejaba de creer en Dios tan pronto como
terminaba la noche), estoy seguro de que nunca logró, sin un
escalofrío de horror, imaginarse a sí mismo solo en la carretera
y en semejante estado. Sin duda, algún sentimiento de
desesperación atenuó en alguna medida la espantosa soledad
que sintió cuanto dejó a Stasie y el cálido hogar en que había
pasado veinte años. Sé también que habría salido a la carretera
e iniciado su marcha aunque se hubiera imaginado algunos de
los horrores que le esperaban. Mediaba en ello una dosis de
orgullo que lo seducía a pesar de todos los pesares.

¡Ah, si hubiera podido aceptar las espléndidas condiciones de


Varvara Petrovna y continuar viviendo de las mercedes de ella
comme un simple gorron. Pero no había aceptado la limosna y
no se había quedado. Y ahora era él quien dejaba a la señora,
levantando «el estandarte de la gran idea» y yendo a morir por
él en la carretera. Tal era sin duda su manera de sentir; era,
evidentemente, su modo de actuar.

1020
Más de una vez se me ha ocurrido otra pregunta: ¿por qué
«salió por pies», es decir, por qué se escapó a pie, literalmente,
y no se fue en coche? Al principio lo atribuí a cincuenta años de
falta de sentido práctico y al fantástico desvarío provocado por
una fuerte emoción. Suponía que la idea de apalabrar coches y
caballos de relevo (aunque tuvieran campanillas) se le antojaría
por demás sencilla y pedestre; por otra parte, una cruzada, aun
con paraguas y todo, era algo mucho más pintoresco y más
consonante con su deseo de expresar amor y venganza. Pero
ahora que todo ha terminado, sospecho que ello ocurrió de
modo mucho más sencillo. En primer lugar, temía alquilar
caballos porque Varvara Petrovna podía enterarse e impedir su
marcha a la fuerza —seguro que lo habría hecho tanto como
que él lo habría acatado—; y entonces ¡adiós para siempre a la
gran idea! En segundo lugar, para apalabrar caballos de relevo
había que saber por lo menos a dónde se iba; y su mayor
aflicción en ese momento consistía en que no lograba decidirse
por lugar alguno. Su empresa habría resultado si él se hubiera
decidido por algún sitio. ¿Porque qué haría precisamente en esa
ciudad, y por qué no en otra? ¿Buscar a ce marchando? Pero
¿qué marchando? Ahí volvía a surgir la segunda y más
angustiosa pregunta. Porque, a decir verdad, nada le infundía
tanto miedo como ce marchando a quien tan de repente y con
tanta premura se había lanzado a buscar, y a quien, en verdad,
se espantaba de encontrar. No. La carretera era, sencillamente,
lo mejor. Salir y andar por ella sin tener que pensar en nada. La
carretera como algo largo, algo que no tiene fin, como la vida

1021
humana, como el ensueño humano. Hay una idea en la
carretera, pero ¿qué clase de idea guarda la de apalabrar
caballos de relevo? Apalabrar caballos de relevo es la muerte
de la idea... Vive la grande route! y que Dios nos proteja.

Después del inesperado encuentro con Liza que ya he escrito,


continuó su marcha más abstraído que nunca. La carretera
pasaba a media versta de Skvoreshniki y, cosa rara, al principio
no se dio cuenta de que iba por ella. En aquel momento le era
intolerable pensar racionalmente o hacerse pleno cargo de lo
que hacía. La llovizna apenas cesaba, volvía a empezar, pero él
ni siquiera lo notaba. Tampoco notó que se había echado el
maletín al hombro y que así podía caminar con más soltura.
Después de haber recorrido una versta o versta y media se
detuvo y miró a su alrededor. La vieja carretera, negra, cortada
por surcos y bordeada de sauces, se alargaba ante él como un
hilo interminable. A la derecha, campos desnudos cubiertos de
rastrojo; a la izquierda, arbustos, y más allá de ellos un pequeño
bosque. Y a lo lejos, muy a lo lejos, un tanto apacible, apenas se
percibía la línea del ferrocarril y, por encima, el humo de un tren,
pero sin que se oyera ruido alguno. Stepan Trofimovich se
intimidó un poco, pero fue apenas un instante. Suspiró, apoyó el
maletín en un sauce y se sentó a descansar. Al sentarse, notó un
escalofrío y se arropó con la manta, y al notar que llovía abrió el
paraguas. Así estuvo un largo rato, murmurando algo de vez en
cuando y empuñando con fuerza el mango del paraguas. Ante

1022
él desfilaron varias imágenes en febril procesión, sucediéndose
unas a otras en su mente.

«Lise, Lise —pensaba—, y con ella ce Maurice... Gente más rara...


Pero ¿qué fue ese incendio extraño que hubo por allí y eso que
decían de unos asesinados...? Me parece que Stasie no ha
tenido tiempo de enterarse de nada y me sigue esperando con
el café... ¿A las cartas? ¿De veras que perdí hombres a las
cartas? Hmm..., en Rusia, durante la llamada época de la
servidumbre... ¡Ay, Dios mío!

¿Pero Fedka?». Se estremeció de espanto y miró en torno.


“Bueno, ¿y qué pasará si detrás de una de esas matas está
escondido Fedka? Porque dicen que tiene toda una banda de
ladrones aquí por la carretera. ¡Dios! Yo en tal caso..., yo en tal
caso le digo toda la verdad, le digo que tengo la culpa y que
durante diez años he sufrido por él más de lo que él ha sufrido
como soldado, y..., y le daré mi bolsa. Hmm, j’ai en tout
quarante roubles; il prendra les roubles et il me tuera tout de
même!

De puro miedo, y sin que se sepa por qué, cerró el paraguas y lo


puso junto a sí. A lo lejos, en la carretera, se veía un carro que
venía de la ciudad; lo miró intranquilo.

«Grâce à Dieu; es un carro y viene despacio. No puede ser cosa


de peligro. Estos pobres caballejos de aquí..., yo siempre he
dicho que esa raza... Fue Piotr Illich el que habló de la raza en el
club y le impuse una multa, et puis... Pues

1023
¿qué es eso detrás del carro?... Creo que va en él una mujer.
Una campesina y un campesino, celia commence à être
rassurant. La mujer detrás y el hombre delante... c’est très
rassurant. Detrás del carro llevan una vaca atada de los
cuernos... c’est rassurant au plus haut degré».

El carro se acercó a donde él estaba, era un carro de


campesinos, de sólida factura y buen aspecto. La mujer iba
sentada en un saco relleno y el hombre en una de las tablas con
las piernas colgando hacia el lado de la carretera donde estaba
Stepan Trofimovich. Detrás del carro, en efecto, caminaba
balanceándose una vaca colorada, atada por los cuernos al
vehículo. El campesino y la mujer miraron detenidamente a
Stepan Trofimovich, que les devolvió la mirada, pero cuando ya
habían rebasado en unos veinte pasos el lugar donde estaba se
levantó deprisa y trató de alcanzarlos. Era natural que se
sintiese más seguro cerca del carro, pero habiéndolo alcanzado
volvió una vez más a olvidarse de todo y a sumirse en sus
despojos, en sus ideas y visiones. Iba caminando sin sospechar,
por supuesto, que para el campesino y la mujer era en aquel

momento el objeto más interesante y misterioso con que se


podían cruzar en la carretera.

—¿Le molestaría decirnos de dónde sale usted, señor? —no


pudo menos de inquirir la mujer cuando de pronto Stepan
Trofimovich la miró distraído. Quizás la mujer tuviera unos

1024
veintisiete años, era robusta, de cejas negras y mejillas
coloradas, con labios rojos que sonreían cordialmente y tras los
cuales brillaban dientes blancos y regulares.

—¿A mí? ¿Me..., me pregunta usted a mí? —murmuró Stepan


Trofimovich con afligida sorpresa.

—Seguro es un comerciante —dijo el campesino con suficiencia.


Era un hombre alto, de complexión recia, rostro ancho e
inteligente y barba cerrada de color rojizo.

—No, no formo precisamente parte del comercio; yo..., yo... moi


c’est autre chose —Stepan Trofimovich paró de algún modo la
pregunta y, por si acaso, se fue quedando un poco rezagado, a
la altura de la vaca.

—Entonces un caballero —sentenció el campesino al oír


palabras que no eran rusas y tirando de las riendas.

—Por eso lo mirábamos. ¿Es que va de paseo? —volvió a


preguntar la mujer con curiosidad.

—¿Me..., me pregunta usted?

—El tren trae a veces a extranjeros, las botas de usted no son


como las de aquí...

—Son botas militares —dijo el campesino con gravedad y muy


pagado de su saber.

—No. No, tampoco soy precisamente militar; yo...

1025
«¡Qué mujer más preguntona! —se dijo, irritado, Stepan
Trofimovich—. ¡Y cómo me miran...! Mais en fin... Además, es
raro que tenga la sensación de haberles hecho algo malo,
cuando lo cierto es que nada malo les he hecho».

La mujer murmuró algo al oído del hombre.

—Si no le molesta y le parece bien, podría subir con nosotros.

—Sí, sí, amigos míos, con muchísimo gusto, porque estoy


cansadísimo.

Pero ¿cómo voy a subirme?

«¡Qué raro —decía para sus adentros— que haya ido tanto rato
junto a esta vaca y no se me haya ocurrido pedirles que me
lleven... Esta vida real tiene algo muy peculiar...».

El hombre, sin embargo, seguía sin detener el caballo.

—Pero ¿hacia dónde va usted, señor? —preguntó con un poco


de confianza. Stepan Trofimovich no comprendió al momento.

—¿Quizás a Hatovo?

—¿Hatovo? No, no precisamente a casa de Hatov... No lo


conozco, aunque he oído hablar de él.

—A siete verstas de aquí está la aldea de Hatovo.

—¿La aldea? C’est charmant. Sí, claro, he oído hablar de ella.

Stepan Trofimovich seguía andando y aún no lo subían al carro.


Una idea genial cruzó por su cerebro:

1026
—Ustedes quizá creen que soy... Tengo pasaporte y soy
profesor, mejor dicho, si lo prefieren, maestro. Maestro-jefe. Oui,
c’est comme qa quonpeut traduire. Me gustaría mucho ir en el
carro..., les compraré..., les compraré por ello una punta de
vodka.

—Tendrá que ser medio rublo, señor; el camino es malo.

—De otro modo no nos tendría cuenta —apuntó la mujer.

—¿Medio rublo? Pues bien, medio rublo. C’est encore mieux; fai
en tout quarante roubles, mats...

El campesino paró el carro, y entre él y la mujer ayudaron a


Stepan Trofimovich a subirse y se sentó junto a ella. Su mente
seguía siendo un torbellino. A veces, él mismo se sentía
terriblemente distraído, pensaba en lo que no tenía por qué
pensar, y se maravillaba de ello. Muchas habían sido las veces
en las que le daba pena y humillación notar su morbosa
debilidad mental.

—¿Qué es esto que va detrás? ¿Una vaca? —preguntó de


pronto a la mujer.

—¿Pero qué, señor? ¿Nunca ha visto una? —dijo riendo ésta.

—En la primavera se nos murió el ganado —medió el


campesino—,

¿entiende...? La peste. Murieron todos los animales. No quedó ni


la mitad. Aquello fue el fin.

1027
Y arreó al caballo, que había vuelto a atascarse en un bache.

—Sí, eso es lo que pasa en Rusia... y, por lo común, nosotros los


rusos... Bueno, en realidad eso también nos pasa —Stepan
Trofimovich no terminó la frase.

—Si es usted maestro, ¿a qué va a Hatovo? ¿O es que va más


allá todavía?

—Yo... no es que vaya más allá..., c’est à dire, voy a casa de un


comerciante.

—Entonces será a Spasov.

—Sí, sí, precisamente. A Spasov. Pero es lo mismo.

—Si va a usted a Spasov a pie y con esas botas, tardará ocho


días en llegar

—dijo riendo la mujer.

—Sí, sí, es verdad, mes amis, da igual —la interrumpió


impaciente Stepan Trofimovich.

«¡Qué gente tan preguntona! Sin embargo, la mujer habla mejor


que él, y observo que desde el 19 de febrero, cuando los
emanciparon, su modo de hablar ha cambiado un poco... ¿Y a
ellos qué les importa si voy o no voy a Spasov? Si les pago, ¿por
qué no me dejan en paz?».

—Si va usted a Spasov, tendrá que tomar el vapor —persistió el


campesino.

1028
—Eso es —dijo la mujer con animación—, porque en coche, por
la orilla, es un rodeo de veinte verstas.

—Más bien cuarenta.

—Llegará con el tiempo justo de tomar el vapor en Ustyevo


mañana a las dos —reclamó la mujer. Pero Stepan Trofimovich
guardaba un silencio parco. También lo guardaron sus
interrogadores. El campesino tiraba de las riendas del caballo;
la mujer cambiaba breves palabras con él de vez en cuando.
Stepan Trofimovich se adormeció, y quedó atónito cuando la
mujer, riendo, lo despertó de una sacudida y se encontró en una
aldea bastante grande, a la puerta de una cabaña con tres
ventanas.

—¡Qué siesta, señor!

—¿Qué? ¿Dónde estoy? ¡Está bien, está bien, no importa! —dijo


Stepan Trofimovich con un suspiro, bajándose del carro.

Miró tristemente en torno. La aldea le parecía extraña y por


demás inadecuada.

—¡Pero si he olvidado el medio rublo! —dijo al campesino con


gesto innecesariamente apresurado. Era evidente que ahora
temía separarse de ellos.

—Arreglaremos cuentas ahí dentro; pase, por favor —invitó el


campesino.

—Ahí dentro se está bien —le animó la mujer.

1029
Stepan Trofimovich subió los escalones desvencijados. «Pero
¿cómo es posible esto? —murmuró con honda y recelosa
perplejidad, entrando en la

cabaña—. Elle l’a voulu». Algo le dio una punzada en el corazón


y volvió a olvidarse de todo, hasta de haber entrado en la
cabaña.

Era una cabaña campesina clara y bastante limpia, con tres


ventanas y dos habitaciones. No era una posada, sino simple
cabaña, en la que por antigua costumbre solía pararse la gente
que pasaba por la aldea. Stepan Trofimovich, sin dudarlo, fue
derecho al primer rincón. Se olvidó de saludar, tomó asiento y
se sumió en sus meditaciones. Mientras tanto, sintió de pronto
en todo el cuerpo un calorcillo que resultaba grato después de
las tres horas que había pasado en la humedad del camino.
Incluso el breve e intermitente escalofrío que le recorría la
columna, como suele ocurrir en los ataques de fiebre, sobre
todo a las personas nerviosas, se le antojó curiosamente
agradable al pasar de súbito del frío al calor. Levantó la cabeza
y el olor delicioso de las tortitas calientes que la dueña
preparaba en el fogón le hizo cosquillas en la nariz. Sonriendo
infantilmente, se inclinó hacia la mujer y le dijo:

—¿Eso qué es? ¿Son tortitas? Pero... c’est charmant.

—¿Quiere, señor? —al momento la dueña le invitó


respetuosamente.

1030
—Claro que quiero, claro que sí, y... también quisiera pedirle té
—repuso Stepan Trofimovich reanimándose.

—¿Quiere que ponga el samovar? Con mucho gusto.

En un plato grande con ancho dibujo azul aparecieron las


tortitas, las típicas tortitas campesinas, delgadas, hechas en
parte con harina de trigo, y cubiertas de mantequilla fresca
caliente, en suma, tortitas muy sabrosas. Stepan Trofimovich
las probó con deleite.

—¡Qué ricas están! ¡Ah, si hubiera por aquí un doigt d’eau de vie!

—Disculpe, señor, ¿es vodka lo que quiere?

—Exacto, exacto, un poquitín, un tout petit rien.

—¿Unos cinco kopeks, quiere decir?

—Cinco, sí, cinco, cinco, cinco, un tout petit rien —asintió Stepan
Trofimovich con sonrisa beatífica—. Pídale a un campesino que
haga algo por usted, y él si quiere y puede, le servirá con
cordialidad y cuidado; pero si le pide que vaya por vodka, su
cordialidad usual y reposada se transforma al instante en un
apresurado y gozoso afán de servirle, en una solicitud por usted
que nada tiene que envidiar a la de un pariente próximo. El que
va por vodka (aunque sepa de antemano que es usted y no él
quien lo va a beber) parece, como si dijéramos, que va a
participar en alguna medida de la futura satisfacción de usted...

1031
En menos de tres o cuatro minutos (la taberna estaba a dos
pasos) Stepan Trofimovich tenía ante sí en la mesa una botella
y un vaso grande de color verdoso.

—¿Todo esto es para mí? —preguntó asombrado—. Siempre he


tenido vodka, pero nunca he sabido que daban tanto por cinco
kopeks.

Llenó el vaso, se levantó y, cruzando la habitación con cierta


solemnidad, fue al otro rincón, donde estaba sentada su
compañera de viaje con la que había compartido el saco, la
joven de las cejas negras que tanto lo había fastidiado en el
camino con sus preguntas. Al principio, la mujer se sorprendió y
rechazó la oferta pero después de hacerse rogar, según exigía
la cortesía, se levantó y terminó el vaso decorosamente en tres
tragos, como beben las mujeres. Devolvió el vaso y se inclinó
ante Stepan Trofimovich con expresión de agudo sufrimiento en
el rostro. Él se inclinó a su vez, solemnemente, y volvió a la mesa
con aire de orgullo.

Todo esto lo hizo sin premeditación. Un segundo antes no tenía


idea de obsequiar a la joven campesina.

«Yo sé a la perfección cómo tratar a la gente del pueblo; sí, a la


perfección; y siempre se lo he dicho», pensaba contento de sí
mismo mientras vertía en el vaso lo que quedaba en la botella;
aunque era menos de un vaso entero, lo satisfizo y reanimó y
hasta se le subió a la cabeza.

1032
«Je suis malade tout a fait, mais ce n’est pas trop mauvais
d’etre malade».

—¿Quiere usted comprar? —oyó junto a él una voz suave de


mujer.

Alzó los ojos y vio con sorpresa ante sí a una señora —une
dame et elle en avait l’air— de algo más de treinta años, de
aspecto muy modesto, ataviada al estilo de la ciudad, con un
vestido oscuro y un gran chal gris sobre los hombros. En su
rostro había algo muy afable que le gustó de inmediato a
Stepan Trofimovich. Acababa de volver a la cabaña, donde
había dejado sus cosas en un banco cerca de donde estaba
sentado Stepan Trofimovich, entre ellas una cartera que él, al
entrar —lo recordaba ahora—, había mirado con curiosidad, y
una bolsa de hule no muy grande. De la bolsa sacó dos libros
exquisitamente encuadernados, con una cruz grabada en la
cubierta, y se los alargó a Stepan Trofimovich.

—Eh..., mais je crois que c’est l’Evangile..., con el mayor gusto del
mundo... ¡Ah, ahora comprendo... vous étes ce quon appelle una
vendedora de biblias...! Más de una vez he leído algo acerca de
ello... ¿Medio rublo?

—Treinta y cinco kopeks —respondió la vendedora.

—Con sumo gusto... Je nai rien contre l’Evangile, et... Hace


tiempo que quería volver a leerlo...

En ese momento se dio cuenta de que no había leído el


Evangelio en por lo menos treinta años y que quizá sólo siete

1033
años antes había recordado algunos pasajes cuando estaba
leyendo la Vie de Jesús, de Renán. Como no llevaba cambio,
sacó sus cuatro billetes de diez rublos —todo lo que llevaba
encima—. La dueña de la cabaña se encargó de cambiarlos, y
fue entonces cuando él se dio cuenta de que habían entrado
muchas personas en la cabaña. Hacía rato que lo observaban y,
al parecer, hablaban de él. Hablaban también del incendio de la
ciudad, y más que nadie el hombre del carro y la vaca, que
acababa de volver de allí. Hablaban de incendios y de los
obreros de Shpigulin.

«Cuando me traía, no me dijo palabra del incendio, aunque


habló de todo lo demás», recordó por algún motivo Stepan
Trofimovich.

—Pero, Stepan Trofimovich, señor mío, ¿en verdad es usted?


¡Nunca lo habría pensado...! ¿Pero no me conoce el señor? —
gritó un sujeto entrado en años, con cara de siervo a la usanza
antigua, barba afeitada, y embutido en un grueso gabán de
ancho cuello vuelto hacia abajo. Stepan Trofimovich se alarmó
al oír que lo llamaban por su nombre.

—Perdón —murmuró—, pero no me doy cuenta de quién puede


ser usted...

—¡Seguramente el señor se ha olvidado! Soy Anisim, Anisim


Ivanov. Estuve sirviendo al difunto señor Gaganov, y más de
una vez vi al señor, con Varvara Petrovna, en casa de la difunta
Avdotia Sergeyevna. Iba a casa del señor con libros que ella le

1034
mandaba, y un par de veces le llevé dulces que ella encargaba
de Petersburgo...

—¡Ahora sí, me acuerdo de ti, Anisim! —dijo Stepan Trofimovich


sonriente—. ¿Vives aquí?

—Vivo cerca de Spasov, señor, cerca del monasterio de V. Estoy


de criado en casa de María Sergeyevna, la hermana de Avdotia
Sergeyevna. Quizás el

señor se acuerde de que la señora se rompió una pierna cuando


se cayó del coche yendo a un baile. Ahora la señora vive cerca
del monasterio y yo sigo con ella. Y ahora, como el señor puede
ver, voy a la ciudad a visitar a mis parientes...

—Veo, ya veo.

—¡Qué alegría verlo, señor! El señor siempre me trató muy bien


—dejo Anisim sonriendo de contento—. Pero ¿a dónde va el
señor, solo por lo que parece? El señor, que se sepa, nunca ha
viajado solo.

Stepan Trofimovich le miró con timidez.

—¿Va el señor por casualidad a Spasov?

—Sí, voy a Spasov. Il me semble que tout le monde va a


Spasof...

—Será, seguramente a casa de Fiodor Matveyevich, ¿no es


verdad? ¡Cómo se va alegrar! Allá en tiempos le tenía al señor

1035
mucho respeto. Todavía sigue hablando del señor muy a
menudo...

—Así es, voy a casa de Fiodor Matveyevich.

—Claro, claro. Por eso estos campesinos se han hecho un lío y


creen haber visto al señor andando por la carretera. Es gente
de poco entendimiento.

—En realidad, yo..., yo..., ¿sabes, Anisim? Aposté, como hacen


los ingleses, a que iría a pie, yo, yo...

La frente se le cubrió de sudor.

—Claro, claro... —Anisim lo escuchaba con rigurosa curiosidad.


Pero Stepan Trofimovich no podía aguantar más. Estaba tan
desconcertado que quería levantarse y salir de la cabaña. Sin
embargo, trajeron el samovar y en ese momento volvió la
vendedora de biblias, que había salido a buscar algo. Como
quien se agarra a una tabla de salvación, Stepan Trofimovich
se volvió hacia ella y le ofreció té. Anisim se dio por vencido y se
fue.

En efecto, entre los campesinos se propagaba la perplejidad:


«¿Qué clase de hombre es éste? ¡Lo habían encontrado en la
carretera, decía que era maestro, iba vestido como un
extranjero, tenía menos juicio que un niño, contestaba
disparadamente, como si estuviera huyendo de alguien y
llevaba dinero!». Empezaban a pensar que se debía dar parte a
las autoridades, «ya que las cosas no iban bien en la ciudad».
Pero Anisim lo arregló todo en un santiamén. Salió al zaguán y

1036
dijo a todo el que quiso escuchar que Stepan Trofimovich no
era precisamente un maestro, sino «un sabio que estudiaba
cosas de mucha importancia, que en tiempos había sido
también propietario allí, que había vivido veintidós años en
casa de la generala Stravrogina y que era la persona más
importante en ella, y que todo el mundo le respetaba
muchísimo en la ciudad; que en el club de la nobleza había
noches que perdía hasta billetes de cincuenta y cien rublos; que
tenía el título de consejero, que era igual que un teniente
coronel del ejército, sólo que con una graduación menos que la
de coronel; y en cuanto a tener dinero, le daba tanto la
generala Stavrogina que no había quien pudiera contarlo», etc.,
etc.

«Mais c’est una dame, et tres comme il faut —pensó Stepan


Trofimovich, descansando después del asedio de Anisim y
mirando con agradable curiosidad a su vecina la vendedora,
que bebía el té después de echarlo en el platillo y mordisqueaba
un terrón de azúcar—. Cepetit morceau de sucre, ce ríest ríen...
Hay algo en ella noble e independiente a la vez que... dulce.
Comme ilfaut toutpur, sólo que de un estilo diferente».

Pronto se enteró por ella misma de que se llamaba Sofya


Matveyevna Ulitina y que vivía en K*, donde tenía una hermana
viuda de un artesano. Ella también era viuda, y su marido, que
había sido sargento antes de ascender a subteniente, había
sido muerto en Sebastopol.

1037
—Pero usted es muy joven, vous ríavezpos trente ans.

—Treinta y cuatro, señor —dijo Sofya Matveyevna sonriendo.

—¿Entiende usted el francés?

—Un poco, señor. Después de morir mi marido pasé cuatro años


en casa de un caballero y lo aprendí de los niños.

Contó que cuando quedó viuda a los dieciocho años había


pasado algún tiempo de enfermera en Sebastopol y después
había vivido en varios sitios, y que ahora viajaba vendiendo el
Nuevo Testamento.

—Mais, mon Dieu, ¿no fue usted quien tuvo una aventura
extraña en la ciudad, una aventura muy extraña?

Ella se ruborizó; resultó que había sido ella.

—Ces vauriens, ces malheureux...! —dijo él con voz trémula e


indignada; el recuerdo penoso y abominable fue como una
punzada en el corazón. Durante un momento pareció abstraído.

«Bah, ha salido otra vez —dijo despabilándose y notando que


ella no estaba a su lado—. Sale a menudo y tiene algo que
hacer. Noto que también parece preocupada... Bah, je deviens
égoiste...».

Alzó la vista y vio de nuevo a Anisim, pero esta vez en


circunstancias sumamente peligrosas. La cabaña estaba llena
de campesinos, a quienes por lo visto el propio Anisim había
traído. Allí estaban el dueño de la cabaña, el campesino de la
vaca, otros dos campesinos (que resultaron ser cocheros), un

1038
hombrecillo quizá ya un poco borracho, vestido a lo campesino
aunque bien afeitado, que parecía un artesano arruinado por la
bebida y que hablaba más que nadie. Y todos ellos hablaban de
él, de Stepan Trofimovich. El campesino de la vaca se mantenía
en sus trece, y aseguraba que siguiendo por la orilla del lago se
daba un rodeo de treinta y cinco verstas, y que no había más
remedio que tomar el vapor. El artesano medio borracho y el
dueño de la cabaña lo contradecían vivamente:

—Pero si el señor cruza el lago en el vapor le resulta más cerca.


Eso no tiene vuelta de hoja. Pero lo que pasa es que el vapor no
va por allí en esta parte del año.

—Sí, va, sí va, y seguirá yendo ocho días más —Anisim estaba
más excitado que los demás.

—¡Pues claro que va! Pero no va puntual porque se acaba la


temporada.

Hay veces que se queda en Ustyevo tres días seguidos.

—Mañana está aquí, mañana a las dos en punto. El señor estará


en Spasov antes de anochecer —rugió Anisim.

—Mais qu est-ce qu'il a, cet homme! —gritó tembloroso Stepan


Trofimovich, aguardando con terror lo que le deparaba la
suerte.

También fueron de la partida los cocheros y trataban de


conchabarse con él. Pedían tres rublos por llevarlo a Ustyevo.
Los otros gritaban que era demasiado, que ésa era la tarifa

1039
corriente y que todo el verano habían cobrado lo mismo por
llevar gente allá.

—Pero... aquí también se está bien —masculló Stepan


Trofimovich—. Y no quiero...

—Sí, señor, sí. El señor tiene razón. Ahora se está muy bien en
Spasov y Fiodor Matveyevich se alegrará mucho de ver al
señor.

—Mon Dieu, mes amis, todo esto es tan nuevo para mí...

Por fin volvió Sofya Matveyevna. Pero se sentó en el banco con


aire triste y deprimido.

—¡No llegaré nunca a Spasov! —dijo a la dueña.

—¿Cómo? ¿También usted va a Spasov? —preguntó Stepan


Trofimovich sorprendido.

Resultaba que una señora le había dicho la víspera que


esperase en Hatovo y le había prometido llevarla a Spasov,
pero la señora no había venido.

—Y ahora, ¿qué hago? —repetía Sofya Matveyevna.

—Mais ma chère et nouvelle amie! Yo puedo llevarla tan bien


como esa señora a esa aldea, cualquiera que sea, y tengo
alquilado un coche, y mañana..., bueno, mañana iremos juntos a
Spasov.

—¿Pero usted también va a Spasov?

1040
—Mais que faire? Et je suis enchanté. Yo la llevo allí con sumo
gusto. Éstos quieren llevarme y ya me he puesto de acuerdo
con ellos... ¿Con quién de vosotros he arreglado? —Stepan
Trofimovich sintió de pronto un deseo irresistible de ir a Spasov.

Un cuarto de hora después se subieron a una carretela cubierta,


él muy animado y plenamente satisfecho, ella junto a él, con su
bolsa y sonriendo agradecida. Anisim les ayudó a montar.

—Buen viaje, señor —dijo, afanándose solícito en torno al


vehículo—. Ha sido un placer muy grande ver al señor.

—¡Adiós, adiós, amigo mío, adiós!

—El señor verá a Fiodor Matveyevich.

—Fiodor Matveyevich, sí, lo veré... Adiós, entonces.

Apenas el carruaje partió, Stepan Trofimovich comenzó a


hablar afectuosamente con su compañera de viaje.

—Usted, amiga mía... Usted me permite llamarla mi amiga,


n’est-ce- pas? —se apresuró a decir—. Vea usted, yo... J’aime le
peuple, c’est indispensable, mais il me semble que je ne l’avais
jamais vu de près... Stasie... cela va sans dire qu’elle est aussi du
peuple... mais le vrai peuple, es decir, el auténtico, el que
encuentra uno en la carretera, parece que sólo se interesa por
saber a dónde voy precisamente. Pero pasemos eso por alto.

1041
Quizás estoy desvariando, pero es porque estoy hablando muy
deprisa.

—Me parece que no está usted bien, señor —Sofya Matveyevna


lo miró atenta, aunque respetuosamente.

—No, no. Sólo necesito abrigarme; además corre un viento


fresco, muy fresco, por cierto, pero... olvidemos eso. Yo, la
verdad, no era eso lo que quería decir. Chère et incomparable
amie, se me antoja que soy casi feliz y que usted es la causa de
ello. Pero la felicidad me cuesta cara, porque de inmediato
empiezo a perdonar a todos mis enemigos.

—Pero, señor, eso está muy bien...

—No siempre, chère inocente. L’Evangile... Voyez-vous,


désormais nous le prêcherons ensemble y yo venderé de buena
gana esos bonitos libros de usted. Sí, siento que es quizás una
buena idea, quelque chose de très nouveau dans ce genre. El
pueblo es religioso, c’est admis, pero todavía no conoce el
Evangelio. Yo se lo explicaré... En una explicación verbal se
pueden corregir los errores de ese notabilísimo libro, que yo
estoy desde luego dispuesto a tratar con el mayor respeto. Le
seré a usted útil hasta en la carretera.

Yo siempre he sido útil; yo siempre se lo he dicho a ellos età


cette chère ingrate... ¡Oh!, perdonemos, perdonemos, ante todo
perdonar a todos y en todo momento... Esperemos que también
ellos nos perdonen. Sí, porque todos y cada uno de nosotros
somos culpables ante los demás. ¡Todos somos culpables!

1042
—Lo que usted ha dicho, señor, creo que está muy bien dicho.

—Sí, sí... Tengo la impresión de que estoy hablando muy bien.


Les hablaré a ellos muy bien, pero ¿qué era lo principal que
quería decir? He perdido el hilo y no recuerdo... permitirá usted
que no nos separemos, ¿verdad? Siento que su modo de
mirarme..., francamente, me sorprenden los modales de usted:
es usted sencilla de corazón, me llama usted «señor» y echa
usted el té de la taza al platillo; y... ese horrible terrón de azúcar.
Pero hay algo en usted que seduce y lo veo en sus facciones...
¡Oh, no se ruborice ni me tema como a un hombre! Chère et
incomparable, pour moi une femme c’est tout. Yo no puedo vivir
sin una mujer a mi lado, pero solamente a mi lado... Estoy
desorientado, absolutamente desorientado... No recuerdo en
absoluto lo que quería decir. ¡Oh, bienaventurado aquél a quien
Dios siempre le envía una mujer!, y..., y pienso que estoy hasta
un poco exaltado, ¡también en la carretera hay una gran idea!
Eso..., eso era lo que quería decir, lo de la gran idea, ahora me
acuerdo, pero antes no daba con ello. ¿Y por qué nos han
llevado más lejos? Allí también se estaba bien, pero aquí... cela
deviene trop froid. A propos, fai en tout quarante roubles et
voilà cet argent. Tómelo, tómelo, yo no sé guardarlo y
seguramente lo voy a perder o me lo quitarán, y... Además creo
que quiero dormir; mi cabeza está dando vueltas. Sí, vueltas,
vueltas, y más vueltas. ¡Oh, qué buena es usted!

¿Con qué me tapa?

1043
—Estoy segura de que tiene fiebre, señor, y le he tapado con mi
manta. Y en lo del dinero, preferiría...

—¡Oh, por Dios santo, nen parlons plus, parce que cela me fait
mal! ¡Oh, qué buena es usted!

De pronto dejó de hablar y enseguida se durmió, con sueño


trémulo y febril. El camino por el que recorrieron esas diecisiete
verstas no era nada llano y el vehículo daba enormes
sacudidas. Stepan Trofimovich se despertaba a menudo,
levantaba la cabeza de la almohadilla que le había puesto
Sofya Matveyevna, la tomaba de la mano y preguntaba: «¿Está
usted aquí?» como si temiera que se hubiese ido. También le
dijo que había soñado con unas mandíbulas abiertas, llenas de
dientes, que le habían causado mucho asco. La preocupación
de Sofya Matveyevna subió de punto.

Los cocheros los llevaron directamente a un albergue grande,


con cuatro ventanas en la fachada y otras viviendas más
pequeñas en el corral. Stepan Trofimovich se despertó, entró y
fue derecho a la segunda habitación, la mejor y más espaciosa
de la casa. Su rostro soñoliento delataba una afanosa
inquietud. Sin perder tiempo explicó a la patrona, mujer alta y
gruesa de unos cuarenta años, pelo muy negro y una sombra
de bigote, que necesitaba el cuarto sólo para él, «y que cerrara
y no dejara entrar a nadie, parce que nous avons aparler. Oui,

1044
jai beaucoup a vous dire, chère amie. Le pagaré, le pagaré», le
dijo a la patrona, despidiéndola con un gesto de la mano.

Aunque se daba prisa, articulaba las palabras con trabajo. La


patrona escuchaba un tanto indiferente, pero en silencio, como
señal de asentimiento, en el que, no obstante, despuntaba una
nota de amenaza. Él no se dio cuenta de ello y le pidió (con
prisa desmesurada) que se fuera y le trajera de comer cuanto
antes, «sin perder un instante»...

La mujer del bigote ya no aguantó más.

—Esto no es un mesón, señor, y no servimos comida a los


viajeros. Podríamos servirle unos cangrejos y preparar el
samovar, pero no hay otra cosa. Pescado fresco no habrá hasta
mañana.

Como si no la hubiera escuchado, Stepan Trofimovich volvió a


gesticular y a repetir con aire de impaciencia: «Le pagaré, pero
¡hala!, deprisa, deprisa». Pactaron sopa de pescado y pollo
asado. La mujer le dijo que no se hallaría un pollo en toda la
aldea, pero consintió en ir a buscarlo, aunque con cara de estar
haciéndole un inmenso favor.

Tan pronto como la mujer salió, Stepan Trofimovich se sentó en


el sofá e hizo sentarse a Sofya Matveyevna junto a él. En la
habitación había sofá y butacas, pero de aspecto miserable. El
aposento era bastante grande (dividido por un medio tabique
tras el cual estaba la cama), con un papel viejo, amarillo y
harapiento en las paredes, litografías horrendas de tema

1045
mitológico, una larga hilera de iconos pintados y otros varios de
cobre en el rincón más cercano a la puerta. Con su extraño
surtido de muebles, la habitación ofrecía una mezcla grotesca
de vida urbana y tradiciones campesinas. Pero él ni se fijó en
ello, ni miró por la ventana el extenso lago, cuya orilla estaba a
treinta pasos del albergue.

—¡Por fin estamos solos y no dejaremos entrar a nadie! Quiero


contarle a usted todo, todo, desde el mismísimo principio.

Sofya Matveyevna, le contuvo sumamente inquieta:

—Comment, vous savez déjà mon nom? —sonrió regocijado.

—Se lo oí esta mañana a Anisim Ivanov cuando hablaba usted


con él. Yo, por mi parte, quisiera decirle que...

Y empezó a decirle en voz baja y rápida, mirando la puerta


cerrada por si alguien pudiera oír, que «es ésta una aldea de
cuidado; aunque todos los

aldeanos son pescadores, se ganan principalmente la vida


sacando a los forasteros en el verano todo el dinero que
pueden; la aldea no está en la carretera, sino en un camino
apartado, y la gente viene aquí sólo para tomar el vapor; y si el
vapor no llega (y nunca llega cuando el tiempo es malo), los
viajeros tienen que quedarse aquí varios días y todas las
cabañas se llenan de gente, que es lo que quieren sus dueños,
porque cobran por cualquier cosa tres veces más de lo que

1046
vale; y el patrón de este albergue es orgulloso y arrogante
porque es rico, según lo que aquí entienden por ser rico. Su red
de pescar por sí sola vale mil rublos».

Stepan Trofimovich miraba casi con reproche el rostro


extraordinariamente animado de Sofya Matveyevna y varias
veces intentó pararla, pero ella se empeñó en continuar y dijo
todo lo que tenía que decir. Según ella, ya había estado allí, una
vez en verano, «con una señora amabilísima» de la ciudad, y allí
pasaron dos días enteros hasta que llegó el vapor; y lo que
tuvieron que aguantar no era para contarlo. «Usted, Stepan
Trofimovich, ha pedido una habitación particular. Se lo digo
para que esté sobre aviso. Ahí, en ese cuarto de al lado, ya hay
viajeros: un señor anciano y un joven, y una señora con niños; y
mañana el albergue estará lleno de gente hasta las dos de la
tarde, porque el vapor, que lleva dos días sin venir, vendrá
mañana seguramente. Así, pues, por un cuarto particular y
haber pedido de comer le cobrarán lo que en la ciudad misma
sería una barbaridad...».

Pero él sufría, sufría de veras.

—¡Assez, mon enfant, se lo ruego! Nous avons notre argent, et


après... et après le bon Dieu! Me asombra que una persona
como usted, de tan elevados pensamientos... Assez, assez, vous
me tourmentez —exclamó histéricamente—. Tenemos todo
nuestro futuro por delante y usted... me asusta con lo que
puede depararnos.

1047
Sin perder tiempo le contó la historia entera de su vida, y lo hizo
con tal premura que al principio costaba trabajo entenderle. El
relato duró mucho tiempo. Trajeron la sopa de pescado,
trajeron el pollo, trajeron por último el samovar, y él no paraba
de hablar... La narración era un tanto extraña e histérica, pero
en fin de cuentas estaba enfermo. Fue un esfuerzo mental
imprevisto y supremo que —como preveía la afligida Sofya
Matveyevna mientras él hablaba—, dado su pésimo estado
actual de salud, había de terminar en un profundo decaimiento.
Empezó casi con su infancia, cuando «corría por los campos
con el corazón abierto», y una hora después había llegado sólo
a sus dos casamientos y su vida en Berlín. Pero no crean que
me río de él. En ello había algo que él juzgaba de suma
importancia o, como se dice en la jerga de ahora, una cuestión
de lucha por la existencia. Tenía delante a la mujer que había
escogido para compartir su vida futura y se apresuraba, como
si dijéramos, a iniciarla. Su genio no debía seguir siendo un
secreto para ella... Puede ser que se formara un concepto
exagerado de Sofya Matveyevna, pero ya la había elegido. No
podía vivir sin una mujer. Mirándola, deducía sin dificultad que
apenas entendía lo que le contaba, y mucho menos la idea
principal.

«Ce ríest rien, nous attendrons, y mientras tanto puede


entenderlo por intuición...».

—Amiga mía, lo único que necesito es su corazón —exclamó


interrumpiendo el relato— y esa dulce y encantadora mirada

1048
con que me está usted contemplando. ¡No, no se ruborice! Ya le
he dicho...

La pobre Sofya Matveyevna, atrapada de tal modo, se veía en


apuros para seguir el relato de Stepan Trofimovich cuando éste
se convirtió en una amplia

disertación, o poco menos, acerca de cómo nadie había podido


comprender nunca a Stepan Trofimovich y cómo «se destruye a
los hombres de genio en Rusia». Todo aquello era «de lo más
inteligente, diría ella más tarde con abatimiento. Escuchaba con
evidente angustia, con los ojos muy abiertos. Cuando Stepan
Trofimovich eligió continuar la vía humorística y empezó a decir
bromas contra nuestras «clases progresistas y dirigentes», ella
hizo dos penosos esfuerzos por secundar la risa de él, pero fue
peor que si hubiera llorado, a tal punto que el propio Stepan
Trofimovich quedó desconcertado y se puso a atacar a los
nihilistas y los «hombres nuevos» con despechado brío. Lo único
que logró fue simplemente alarmarla, y sólo respiró con alivio,
aunque no por mucho tiempo, cuando él empezó a contarle el
gran amor de su vida. La mujer es siempre mujer aunque sea
monja. Se sonreía, sacudía la cabeza y luego enrojeció y bajó
los ojos, lo que provocó en Stepan Trofimovich tal éxtasis e
inspiración que hasta se permitió algunas pequeñas mentiras.
Varvara Petrovna se transformó en su relato en una morena
encantadora («la admiración de Petersburgo y de muchas
capitales de Europa»), cuyo marido «había sucumbido a las

1049
balas enemigas en Sebastopol» por juzgarse indigno de su
amor y dejar el campo libre a su rival, esto es, al propio Stepan
Trofimovich... «¡No se escandalice, mi dulce amiga, cristiana
mía! —dijo Stepan Trofimovich, que casi llegó a creer lo que
contaba—. Aquello fue algo muy espiritual y tan delicado que
jamás hablamos de ello durante toda nuestra vida». A medida
que proseguía el relato, la causa de tal estado de cosas
resultaba ser una rubia (si no era Daria Pavlovna, no sé en
quién pensaría Stepan Trofimovich). La rubia lo debía todo a la
morena y se había criado en casa de ésta en calidad de
pariente lejana. Cuando por fin la morena se apercibió del amor
de la rubia por Stepan Trofimovich, encerró el secreto en su
pecho. Y los tres, languideciendo de grandeza colectiva,
mantuvieron en secreto su suerte durante veinte años, cada uno
con su misterio bien oculto en el pecho. «¡Oh, qué pasión fue
aquélla, qué pasión! —gritó, con un sollozo de genuina
emoción—. Yo vi el florecimiento de su belleza —la de la
morena—. La veía a diario con el corazón desconsolado pasar
junto a mí como avergonzada de su propia belleza» (una vez
dijo:

«avergonzada de estar tan gorda»). Y él había acabado por


huir, abandonando ese sueño febril de veinte años —vingt ans—
. Y estaba ahora ahí, en la carretera... Luego, en una especie de
delirio, empezó a explicar a Sofya Matveyevna el verdadero
sentido del «encuentro tan casual como fatal» que había tenido
ese día, encuentro destinado a unir sus vidas «por los siglos de

1050
los siglos». Sofya Matveyevna, terriblemente confusa, se levantó
por fin del sofá, y él hizo ademán de caer de rodillas ante ella, lo
que la hizo llorar. Empezaba a oscurecer. Llevaban ya varias
horas encerrados en la habitación.

—No, lo mejor será, señor, que me deje ir al otro cuarto —


murmuró ella—; de lo contrario no se sabe lo que pensará la
gente.

Por fin consiguió huir, él la dejó ir, dándole palabra de que se


acostaría enseguida. Al despedirse de ella se quejó de que le
dolía mucho la cabeza. Sofya Matveyevna, cuando entró en el
albergue, había dejado la bolsa y otras cosas en la habitación
delantera, pensando pasar la noche con la gente de la casa;
pero no tuvo descanso.

Durante la noche Stepan Trofimovich sufrió el ataque de


gastritis al que tanto yo como otros amigos estábamos tan
habituados, remate inevitable de su tensión nerviosa y de sus
trastornos morales. La pobre Sofya Matveyevna no logró
dormir en toda la noche. Dado que para atender al paciente
tuvo que entrar y salir a menudo cruzando el cuarto de la
patrona, ésta y los viajeros que

dormían allí refunfuñaban y llegaron hasta insultarla cuando al


amanecer decidió preparar el samovar. Durante todo el tiempo
que duró el ataque, Stepan Trofimovich estuvo adormecido; a
veces le parecía que preparaban el samovar, que le daban algo

1051
de beber (té de frambuesa), que le ponían fomentos en el
estómago y en el pecho. Pero a cada instante sentía que ella
estaba allí, a su lado, que era ella la que entraba y salía, la que
le ayudaba a incorporarse y volvía a acostarlo. Sobre las tres de
la madrugada empezó a sentirse mejor; se sentó en el lecho,
sacó de él las piernas y, sin previo aviso, cayó al suelo delante
de ella. Ya no se trataba sólo de arrodillarse ante ella como lo
había hecho la víspera, sino de caer a sus pies y besar el borde
de su vestido...

—No haga eso, por favor, señor, no haga eso. No lo merezco,


señor — murmuró ella tratando de subirse a la cama.

—Mi redentora —dijo devoto, juntando las manos—. Vous étes


noble comme une marquise! Yo..., yo soy un miserable. ¡Oh, toda
la vida he sido un embustero...!

—¡Cállese! —imploraba Sofya Matveyevna.

—Todo lo que le dije anoche fue una calumnia, para darme


fama, por jactancia... Todo, todo, hasta la última sílaba... ¡Oh,
qué embustero, qué embustero soy!

De ese modo el ataque gástrico abrió paso a otro género de


ataque, al remordimiento histérico. Ya hice mención de tales
ataques cuando hablé de sus cartas a Varvara Petrovna. De
pronto se acordó de Lise y de su encuentro con ella la mañana
del día antes: «Fue cruel, y estoy seguro de que había pasado
algo horrible; ¡y no pregunté nada y no me enteré de nada!

1052
¡Pensaba sólo en mí mismo! ¡Oh! ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Sabe
usted lo que le ha ocurrido?», suplicó a Sofya Matveyevna.

A continuación juró que «nunca la engañaría» y que volvería a


ella —esto es, a Varvara Petrovna—. «Iremos a la puerta de su
casa —esto es, con Sofya Matveyevna— todos los días, cuando
se suba al coche para dar un paseo matinal, y la miraremos a
escondidas... ¡Oh, quisiera que me abofeteara la otra mejilla; lo
deseo con avidez! ¡Le volveré la otra, comme dans votre livre!
Recién ahora, comprendo lo que eso quiere decir... volver la otra
mejilla. Antes no lo había comprendido nunca».

Los dos días siguientes fueron de los más angustiosos en la


vida de Sofya Matveyevna; todavía hoy los recuerda
estremecida. Stepan Trofimovich enfermó de tanta gravedad
que no pudo tomar el vapor, que en esa ocasión llegó
puntualmente a las dos de la tarde; ella, por su parte, no tuvo
valor para dejarlo solo y tampoco partió para Spasov. Según
ella, él se alegró mucho cuando zarpó el navío.

—Eso está bien, eso es magnífico —murmuraba en la cama—.


Temía que nos fuésemos. ¡Aquí se está tan bien, mejor que en
ninguna otra parte...! Usted no me abandonará, ¿verdad? ¡Oh,
usted no me ha abandonado!

«Aquí», sin embargo, no se estaba tan bien como decía. Él no


quería saber nada de las dificultades de ella; tenía la cabeza
llena de fantasías, y nada más. Conceptuaba su enfermedad
como algo pasajero, insignificante, y no le hacía el menor caso;

1053
en lo único que pensaba era en cómo irían a vender «esos
libros». Pidió a Sofya Matveyevna que le leyera el Evangelio.

—Hace ya mucho tiempo que no lo he leído... en el original.


Quizás alguien podría preguntarme y yo podría equivocarme.
Debo, por lo tanto, prepararme.

Ella se sentó a su lado y abrió el libro.

—Lee usted delicadamente —la interrumpió tras el primer


renglón—. Ya veo, ya veo que no me equivocaba —agregó con
imprecisión pero con cierto entusiasmo. En realidad, su estado
era de entusiasmo constante. Ella leyó el Sermón de la
Montaña.

—Assez, assez, mon enfant, basta... ¿No cree usted que eso es
suficiente?

Exhausto, cerró los ojos. Estaba muy débil y, sin embargo, no


perdía el conocimiento. Sofya Matveyevna se levantó pensando
que quería dormir, pero él la detuvo.

—Amiga mía, he mentido toda mi vida. Hasta cuando decía la


verdad. Nunca he hablado por amor a la verdad, sino por amor
a mí mismo; esto ya lo sabía antes, pero sólo ahora lo veo... ¡Oh!
¿Dónde están esos amigos a quienes he agraviado con mi
amistad toda la vida? ¡A todos, a todos! Savez-vous, quizá
miento ahora también; sí, sí, también ahora estoy mintiendo. Lo
peor de todo es que me creo a mí mismo cuando miento. Lo

1054
más arduo en la vida es vivir y no mentir... y no creer en las
propias mentiras. ¡Sí, sí, eso! Pero espere un poco; ya se lo
contaré luego... ¡Estamos juntos, juntos! —añadió con
entusiasmo.

—Stepan Trofimovich —preguntó Sofya Matveyevna


tímidamente—, ¿no debemos llamar al médico de la ciudad?

Él quedó paralizado.

—¿Para qué? Est-ce que je suis si malade? Mais rien de sérieux...


¿Quién necesita extraños? Puede enterarse, y entonces ¿qué
pasaría? No, no, nada de extraños. ¡Nosotros juntos, nosotros
juntos!

—Léame algo más, lo que usted quiera, lo primero que salte a la


vista —dijo tras breve pausa.

Sofya Matveyevna abrió el libro y comenzó a leer.

—¡Justo ahí, donde se ha abierto, donde se ha abierto por


casualidad! — repitió él.

—«Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea...».

—¿De dónde es?

—Del Apocalipsis.

—Oui, je men souviens, oui, l’Apocalypse. Lisez, lisez, para


adivinar por el libro lo que será nuestro futuro. Quiero saber lo
que ha resultado. Lea empezando con lo del ángel, el ángel...

1055
—«Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí dice el
Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de
Dios: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá
fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy
enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres desventurado y miserable y pobre y ciego y
desnudo».

—¿Está eso en tu libro? —exclamó con ojos centelleantes,


levantando la cabeza de la almohada—. ¡Nunca había conocido
ese pasaje magnífico! Escuche: más vale frío, frío, que tibio, que
sólo tibio. ¡Oh, yo lo demostraré! ¡Pero no me deje, no me deje
solo! ¡Lo demostraremos, lo demostraremos!

—¡Pero claro que no lo dejaré, Stepan Trofimovich! ¡No lo dejaré


nunca, señor! —dijo ella tomándole de la mano; y apretándola
en las suyas se la llevó al corazón mirándole con lágrimas en los
ojos. («Me dio mucha lástima de él en ese momento», dijo más
tarde). Los labios de él tiritaron trémulos.

—Entonces, Stepan Trofimovich, ¿qué vamos a hacer? ¿Le


avisamos a algún conocido suyo o a algún pariente?

Él se alarmó tanto con la propuesta que ella sintió haberla


repetido. Todo tembloroso, le suplicó que no avisara a nadie ni
hiciera nada. Le pidió que le

1056
diera su palabra, insistiendo «¡A nadie, nadie! ¡Nosotros
solos, nosotros dos, nous partirons ensemble!».

Lo peor era que los dueños del albergue empezaron también a


inquietarse; murmuraban y asediaban a Sofya Matveyevna. Ella
les pagó y se las arregló para hacerles ver que tenía dinero, lo
que los apaciguó de momento, pero el patrón insistió en ver
«los papeles» de Stepan Trofimovich. Con altanera sonrisa el
enfermo señaló su maletín; en él halló Sofya Matveyevna el
certificado de su dimisión de la universidad, o algo por el estilo,
que le había servido de pasaporte toda la vida. El dueño no
quedó satisfecho y porfió que habría que llevarle a otro sitio,
porque aquello no era un hospital, y si moría se armaría de
seguro un lío;

«las pasaríamos todos negras». Sofya Matveyevna le habló


también de llamar a un médico, pero mandar a buscarlo en la
ciudad podía resultar tan caro que tuvo que abandonar por
completo la idea. Volvió afligida al lado del enfermo, que iba
debilitándose cada vez más.

—Léame ahora otro pasaje..., el de los puercos —dijo de pronto.

—¿Qué dice, señor? —preguntó Sofya Matveyevna sumamente


alarmada.

—El de los puercos... está ahí también... ces cochorts... Recuerdo


que los demonios entraron en los puercos y todos se ahogaron.
Debe leerme eso, ya le diré después por qué. Quiero recordarlo
al pie de la letra. Necesito recordarlo al pie de la letra.

1057
Sofya Matveyevna conocía bien el Evangelio y enseguida
encontró el pasaje de San Lucas que he puesto como epígrafe
de mi corazón. Lo cito aquí de nuevo:

—«Y había allí un hato de muchos puercos que pacían en el


monte; y le rogaron que los dejase entrar en ellos; y los dejó. Y
salidos los demonios del hombre, entraron en los puercos; y el
hato se arrojó de un despeñadero en el lago y ahogóse. Y los
pastores, como vieron lo que había ocurrido, huyeron, y dieron
aviso en la ciudad y por las fincas. Y salieron a ver lo que había
ocurrido; y vinieron a Jesús, y hallaron sentado al hombre de
quien habían salido los demonios, vestido y en su juicio a los
pies de Jesús; y tuvieron miedo. Y les contaron, los que lo
habían visto, cómo había sido salvado aquel endemoniado».

—Amiga mía —dijo Stepan Trofimovich con aguda agitación—


¿savez- vous que ese prodigioso y... extraordinario pasaje ha
sido para mí un tropiezo toda la vida... dans ce livre... hasta el
punto de que vengo recordándolo desde la niñez? Ahora se me
ocurre una idea, una comparación. Ahora se me ocurre un sinfín
de ideas. Vea usted: eso corresponde cabalmente a nuestra
Rusia. Esos demonios que salen del enfermo y entran en los
puercos son todos los demonios grandes y pequeños que se
han ido acumulando en este nuestro grande y amado inválido,
en nuestra Rusia, siglo tras siglo. Oui, cette Russie, que fai mais
toujours! Pero una gran idea y una gran voluntad la escudarán
desde las alturas, como a ese loco poseído por los demonios; y
todos esos demonios, toda la impureza, toda esa abominación

1058
que supuraba en la superficie..., todo eso pedirá que lo dejen
entrar en los puercos. ¡Y quizás haya entrado ya! Eso es lo que
somos nosotros, nosotros y ésos, y Petrusha... et les autres avec
lui, y yo el primero, delante de todos, y nos arrojaremos, los
delirantes y endemoniados, de un acantilado al mar y nos
ahogaremos todos, y estará bien destinado porque eso es lo
único para lo que servimos. Pero el enfermo sanará y «se
sentará a los pies de Jesús»... y todos lo mirarán pasmados...
Querida mía, vous comprendrez après, pero por lo pronto esto
me desasosiega mucho... vous comprendrez après... nous
comprendrons ensemble.

Empezó a delirar y perdió el conocimiento. Así estuvo todo el


día siguiente. Sofya Matveyevna estuvo sentada junto a él,
llorando, sin apenas dormir

durante tres noches y sin atreverse a mirar a los dueños de la


casa sospechando que estaban tramando algo. Antes del tercer
día, llegó la liberación. Stepan Trofimovich volvió en sí a la
mañana, la reconoció y le extendió la mano. Esperanzada, ella
se persignó. Él miró por la ventana: «Tiens, un lac —dijo—.

¡Ay!, Dios mío, no lo había visto antes...». Un griterío excesivo se


escuchaba por la casa, había llegado un carruaje.

1059
Un coche de cuatro plazas tirado por cuatro caballos portaba a
la mismísima Varvara Petrovna. La acompañaban lacayos y
Daria Pavlovna. Del modo más simple y sencillo, había ocurrido
un milagro. Fue Anisim quien, muerto de curiosidad, no tardó en
ir a la casa de Varvara Petrovna, allí le contó a los criados que
había visto a Stepan Trofimovich solo, en una aldea, y que éste
había sido recogido por unos campesinos cuando andaba solo
por la carretera y que iba a Spasov, pasando por Ustyevo, en
compañía de Sofya Matveyevna. Como Varvara Petrovna
estaba ya preocupadísima y había hecho lo imposible por hallar
a su pobre amigo, le comunicaron de inmediato el relato de
Anisim. Después de haberlo escuchado de su propia boca, y
especialmente después de escuchar los detalles de la partida
para Ustyevo en compañía de una tal Sofya Matveyevna en la
misma carretela, organizó el viaje de inmediato. Siguiendo la
pista aún fresca, se presentó ella misma en Ustyevo.

Su voz severa e imperiosa resonó por toda la casa, intimidando


a los propios dueños. Se había detenido sólo para pedir
informes, convencida de que Stepan Trofimovich habría salido
para Spasov bastante antes; pero al enterarse de que estaba
allí mismo, y por añadidura enfermo, entró agitadísima en el
albergue.

—¿Dónde está? ¡Ah, eres tú! —gritó al ver a Sofya Matveyevna


que en ese momento apareció en el umbral de la segunda
habitación—. Por esa cara desvergonzada que tienes puedo ver
que eres tú. ¡Fuera de aquí, de lo contrario, mocita, te mando

1060
encerrar en el calabozo y tiro la llave! Mientras tanto,
enciérrenla en otro sitio de por aquí. Ya ha estado antes en la
cárcel de la ciudad y allí volverá. Y usted, patrón, procure que
nadie entre en esta casa mientras yo estoy en ella. Soy la
generala Stavrogina y alquilo la casa entera. Y tú, muchacha,
tendrás que darme cuenta detallada de todo.

La tan conocida voz trastornó a Stepan Trofimovich. Empezó a


temblar. Pero ella ya había pasado al otro lado del tabique. Con
ojos fulminantes acercó con el pie una silla y, apoyándose en el
respaldo, le gritó a Dasha:

—Vete de la habitación. Ve con la patrona. ¿Por qué esa


curiosidad? Y cierra bien la puerta cuando salgas.

Miró el rostro aterrado del enfermo, durante un tiempo y en


silencio, como un ave de rapiña.

—¿Y? ¿Cómo estamos, Stepan Trofimovich? ¿Se ha divertido? —


las palabras se le escaparon con furiosa ironía.

—Chère —balbuceó Stepan Trofimovich, sin saber lo que decía—


. Me he enterado de lo que es la verdadera vida rusa... Et je
prêcherai l’Evangile...

—¡Desvergonzado, desagradecido! —se lamentó ella de pronto


alzando los manos—. No le alcanza con abochornarme, sino que
ahora se junta con... ¡Viejo verde, indecente!

—Chère...

1061
Se quedó sin voz, no pudo articular palabra. Lo único que pudo
hacer fue mirarla espantado.

—¿Quién es ésa?

—C’est un ange... C’etait plus qu’un ange pour moi. Toda la


noche ha estado... ¡Ay, no le grite, no la asuste, chère, chère...!

Repentinamente Varvara Petrovna se levantó de su silla con


gran estrépito.

«¡Agua, agua!», gritó alarmada. Aunque él recobró el


reconocimiento, ella seguía temblando de susto y, muy
pálida, miraba el rostro contraído del

enfermo. Sólo entonces se dio cuenta por primera vez de la


gravedad de su estado.

—Daria —murmuró de improviso a Daria Pavlovna—, manda


enseguida a buscar a un médico, manda a buscar a Salzfisch.
¡Que vaya Yegorovich enseguida! Que alquile caballos aquí y se
traiga otro coche de la ciudad. ¡Y que esté aquí sin falta esta
noche!

Dasha corrió a cumplir la orden. Stepan Trofimovich seguía


mirándola con ojos desorbitados de terror. Sus labios
temblaban descoloridos.

—Espere, Stepan Trofimovich, espere, mi buen amigo —decía,


exhortándolo como a un niño—. Vamos, vamos, espere, que

1062
Daria Pavlovna vuelve pronto y... ¡Ay, Dios mío, patrona,
patrona, venga acá, buena mujer!

En su impaciencia, ella misma fue corriendo a buscar a la


patrona.

—¡Rápido! ¡Traiga a esa mujer ahora mismo! ¡Tráigala, tráigala!

Afortunadamente Sofya Matveyevna no había tenido tiempo


bastante para irse y estaba junto al portón de la valla con su
paquete y su bolsa. La trajeron. Tan asustada estaba que le
temblaban los brazos y las piernas. Varvara Petrovna se lanzó
sobre ella como un halcón sobre un pollito, la tomó del brazo y
la arrastró hasta donde estaba Stepan Trofimovich.

—¡Mírela! ¡Aquí la tiene! ¡No me la he comido! Usted creía que


iba a comérmela, ¿no es verdad?

Stepan Trofimovich le tomó la mano a Sofya Matveyevna, se la


llevó a los ojos y se deshizo en lágrimas, sollozando histérica y
espasmódicamente.

—¡Ya cálmese, querido mío, cálmese, pobrecito mío! ¡Ay, Dios


mío! ¡Pero vamos, cálmese ya! —Varvara Petovna exclamó
frenética—. ¡Ay, qué tormento de hombre, qué tormento de mi
vida!

—Querida mía —murmuró al cabo Stepan Trofimovich


dirigiéndose a Sofya Matveyevna—, quédese en el otro cuarto,
que quiero decir algo aquí...

Sofya Matveyevna se apresuró a salir.

1063
—Chérie, chérie... —dijo respirando con dificultad.

—Espere un poco antes de hablar, Stepan Trofimovich, espere


hasta que descanse. Tome el agua. ¡Pero, hombre, espere!

Volvió a sentarse en la silla. Stepan Trofimovich la tenía tomada


fuertemente de la mano. Durante un largo rato ella no lo dejó
hablar. Él se llevó la mano a los labios y empezó a besarla. Ella
apretó los dientes y apartó la vista, clavándola en un rincón.

—Je vous aimais! —brotaron por fin las palabras. Nunca le


había oído ella tal confesión, expresada en ese tono.

—Hum —refunfuñó en respuesta.

—Je vous aimais toute ma vie... vingt ans!

Ella no despegó los labios durante dos o tres minutos.

—Y cuando vino usted a cortejar a Dasha y se roció de


perfume... —insinuó ella en terrible susurro. Stepan Trofimovich
quedó atónito—. Y se puso una corbata nueva...

Otro silencio, que duró un par de minutos.

—¿Recuerda usted el cigarro?

—Amiga mía —murmuró horrorizado.

—¿El cigarro, aquella noche, en la ventana..., brillaba la luna...,


en Skvoreshniki? ¿Se acuerda, se acuerda? —saltó de la silla,
agarró la almohada por los dos extremos y la sacudió junto con
la cabeza de él—. ¿Se acuerda, hombre inútil, infame, cobarde,
hombre siempre inútil, inútil? —reiteró con su feroz susurro,

1064
esforzándose por no gritar. Por último lo soltó y se dejó caer en
la

silla, cubriéndose la cara con las manos—. ¡Basta! —agregó


atajándose e incorporándose—. Ya han pasado veinte años y
no hay quien los haga volver. Yo también fui tonta.

—Je vous aimais —dijo él volviendo a juntar las manos.

—¡Y sigue con lo mismo! Aimais, aimais, aimais! ¡Ya basta! —y


dio un nuevo gruñido—. ¡Y si no se duerme enseguida, voy a...!
Necesita descansar.

¡Vamos a dormir, a dormir ahora mismo! ¡Cierre esos ojos! ¡Ay


Dios, quiere almorzar! ¿Qué toma usted? ¿Qué es lo que come?
¡Ay, Dios! ¿Dónde está esa mujer? ¿Dónde está?

Estaba a punto de provocar tremendo escándalo cuando de


pronto Stepan Trofimovich murmuró débilmente que quería, sí,
dormir une heure y luego un bouillon, un thé... en fin il était si
heureux. Se tendió y, efectivamente, pareció dormirse
(probablemente, lo fingió). Varvara Petrovna esperó un rato y,
en puntas de pie, pasó al otro lado del tabique.

Se acomodó en el cuarto de la patrona, destituyó de él a ésta y


al marido, y mandó a Dasha que trajera a esa mujer. Empezó
una indagación en serio.

—Vamos a ver, muchacha, cuéntamelo todo en detalle. Siéntate


a mi lado..., así. Bueno. ¡Empiece...!

1065
—Encontré a Stepan Trofimovich...

—Aguarda un momento. Calla. Te advierto que si mientes o me


ocultas algo, te lo arranco de cuajo por muy hondo que lo
metas. Andando.

—Stepan Trofimovich y yo..., tan pronto como llegué a Hatovo,


señora... — empezó Sofya Matveyevna casi sin aliento...

—Aguarda. Calla. Espera un momento. ¿Qué es todo ese


cotorreo? Primero dime qué clase de persona eres.

Sofya Matveyevna le contó algo de sí misma, lo más


brevemente posible, empezando con Sebastopol. Varvara
Petrovna la escuchaba en silencio, muy estirada en su silla,
mirando fijamente y con severidad a la narradora.

—¿Por qué estás tan asustada? ¿Por qué bajas los ojos? A mí
me gusta que la gente me hable sin desviar la vista. Sigue.

Ella habló de cómo se habían encontrado, de los libros, de cómo


Stepan Trofimovich había obsequiado a la campesina con un
vaso de vodka...

—Bien, así, no olvides el más pequeño detalle —la animó


Varvara Petrovna. Le contó por último cómo viajaron juntos en
la carretela, cómo Stepan Trofimovich no paraba de hablar,
aunque ya estaba «enfermo de veras», y cómo aquí le había
narrado la historia entera de su vida, desde el principio,
hablando varias horas.

1066
—Dime lo que te dijo de su vida. Sofya Matveyevna hizo alto,
perpleja.

—De eso, señora, no puedo decirle nada —dijo casi llorando—.


Además, casi no entendí nada de lo que contó.

—¡Mentira! Algo habrás entendido.

—Habló mucho de una señora muy distinguida de pelo negro —


Sofya Matveyevna se ruborizó al notar que Varvara Petrovna
tenía el pelo rubio y que en nada se parecía a la «morena» de la
historia.

—¿De pelo negro? ¿Qué dijo exactamente? Vamos, cuenta.

—Dijo que esa señora distinguida había estado muy enamorada


de él, toda la vida, durante veinte años, pero no se había
atrevido a decírselo, y que tenía vergüenza de presentarse ante
él porque estaba muy gorda...

—¡Estúpido! —exclamó Varvara Petrovna pensativa, pero sin


morderse la lengua.

Sofya Matveyevna no dejaba de llorar.

—No sé cómo contarlo, especialmente siendo él una persona


tan instruida...

—Boba, tú no eres quién para juzgar de su sabiduría. ¿Te ofreció


su mano? La pobre mujer tembló.

1067
—¿Se enamoró de ti...? ¡Habla! ¿Te ofreció su mano? —gritó
Varvara Petrovna.

—Fue más o menos así, señora —murmuró entre lágrimas—.


Pero no lo tomé en serio a causa de su enfermedad —añadió
con firmeza, levantando los ojos.

—¿Cómo te llamas?

—Sofya Matveyevna, señora.

—Está bien, Sofya Matveyevna, ¡pues sabrás que es el


hombrecillo más inútil y miserable! ¡Santo Dios! ¿Por quién me
tomas? ¿Por una mujer malvada?

Sofya Matveyevna la miró con los ojos muy abiertos.

—¿Por una tirana malvada? ¿Crees que he arruinado su vida?

—No, ¿cómo podría creer eso, señora, cuando usted también


está llorando?

Y, en efecto, Varvara Petrovna tenía lágrimas en los ojos.

—Siéntate, siéntate, no te asustes. Mírame otra vez a los ojos.


¿De qué te ruborizas? Dasha, ven acá. Fíjate en ella. ¿Qué te
parece? Tiene el corazón puro...

Y con sorpresa, por no decir con gran alarma, de Sofya


Matveyevna, dio a ésta de pronto una palmadita en la mejilla.

—Lo único malo es que es tonta. Demasiado tonta para su


edad. Bueno, hija, yo me encargo de ti. Ya veo que todo ha sido
una tontería. Quédate de momento por aquí cerca. Haré que te

1068
alquilen un cuarto; y la comida y todo lo demás corre a mi
cargo... hasta que te mande llamar.

Asustada, Sofya Matveyevna murmuró que tenía que irse


inmediatamente.

—Te compro todos los libros y te quedas aquí. No tienes por qué
darte prisa. ¡Silencio! ¡No hay pero que valga! Si yo no hubiera
venido, tú te habrías quedado de todos modos con él, ¿verdad?

—No lo habría abandonado por nada del mundo, señora —


respondió con calma y firmeza Sofya Matveyevna, secándose
los ojos.

El doctor Salzfisch llegó a última hora de la noche. Era un


anciano muy respetable, facultativo de bastante experiencia,
que poco antes había perdido su cargo en el servicio como
resultado de un altercado con sus superiores sobre un supuesto
desaire. Tan pronto como llegó, revisó cuidadosamente al
enfermo, le hizo preguntas y explicó con cautela a Varvara
Petrovna que el estado del

«paciente» era muy dudoso como consecuencia de algunas


complicaciones, y que había que prepararse para «lo peor».
Varvara Petrovna, habituada durante veinte años a no esperar
de Stepan Trofimovich nada serio y decisivo, quedó
hondamente impresionada y hasta se puso pálida:

—¿Me dice usted que no hay esperanza?

—No puedo decir que no haya en absoluto esperanza, pero...

1069
Varvara Petrovna no se acostó en toda la noche y apenas pudo
aguardar la llegada del día. No bien el paciente abrió los ojos y
recobró el conocimiento (hasta entonces no lo había perdido,
aunque su debilidad iba en aumento), se acercó a él y dijo
resueltamente:

—Stepan Trofimovich, hay que estar preparado para todo. He


mandado por un sacerdote. Tiene usted que cumplir con su
deber...

Conociendo sus ideas, temía mucho que se negara. Él la miró


sorprendido.

—¡Tonterías, tonterías! —gritó ella, pensando que ya estaba


negándose—.

Ya no hay tiempo para chiquilinadas. Suficientes han sido ya


sus necedades.

—Pero... ¿tan mal estoy?

Aceptó pensativo. Y, a decir verdad, me sorprendió saber más


tarde por Varvara Petrovna que no había mostrado temor
alguno ante la muerte. Quizá fuese sólo porque no creía que iba
a morirse y seguía pensando que su dolencia no era de
cuidado.

Se confesó y comulgó de buen grado. Todos, incluso Sofya


Matveyevna y los criados, entraron a felicitarle por haber
recibido el sacramento. Todos, sin excepción, lloraban

1070
calladamente contemplando su semblante demacrado y
exhausto y sus labios descoloridos y trémulos.

—Oui, mes amis, me sorprende que... se hayan tomado tanta


molestia. Mañana me levanto de seguro y... nos marcharemos...
Toute cette cérémonie... por la que, por supuesto, siento el
mayor respeto..., ha sido...

—Le ruego encarecidamente, padre, que permanezca con el


enfermo —dijo Varvara Petrovna, apresurándose a detener al
sacerdote que ya se había quitado la vestidura—. Así que sirvan
el té, le ruego que le hable de algún tema religioso para
robustecer su fe.

El sacerdote comenzó a hablar. Todos, sentados o de pie,


rodeaban la cama del enfermo.

—En esta época pecadora —comenzó suavemente el sacerdote,


con una taza de té en la mano—, la fe en el Altísimo es el único
refugio del género humano en todos los pesares y tribulaciones
de la vida, a la vez que su esperanza en esa vida eterna
prometida al justo...

Stepan Trofimovich pareció reanimarse. Una fina sonrisa afloró


a sus labios.

—Mon père, je vous remercie, et vous êtes bien bon, mais...

—¡No hay mais que valga, no hay mais que valga! —gritó
Varvara Petrovna, rebotando de su asiento—. Padre —dijo al
sacerdote—, éste es un hombre que... un hombre que... ¡Tendrá

1071
usted que volver a confesarlo dentro de una hora! ¡Ésa es la
clase de hombre que es!

Stepan Trofimovich se sonrió ligeramente.

—Amigos míos —dijo—, Dios me es necesario porque es el único


ser a quien se puede amar eternamente...

Quizás porque, en efecto, había recobrado la fe, o quizás


porque la solemne ceremonia de la administración del
sacramento lo había conmovido y había despertado su natural
sensibilidad artística, pero lo cierto es que, según he oído decir,
pronunció con voz firme y hondo sentimiento algunas palabras
que estaban en contradicción manifiesta con sus opiniones
anteriores:

—Necesito la inmortalidad porque Dios no cometerá la injusticia


de apagar por completo la llama de amor por Él que ha
prendido en mi corazón. ¿Y qué es más precioso que el amor? El
amor es más excelso que la existencia, el amor es la corona de
la existencia; ¿y cómo es posible que la existencia misma no
caiga bajo su imperio? Si he llegado a amar a Dios y me gozo
en mi amor, ¿es posible que Él apague mi vida y mi gozo y me
devuelva de nuevo a la nada? ¡Si Dios existe, yo también soy
inmortal! Voila ma profession de foi.

—Dios existe, Stepan Trofimovich, le aseguro que existe —le


imploró Varvara Petrovna—. ¡Abjure de sus ideas, reniegue de
sus disparates por una vez en su vida! —por lo visto, no
entendía del todo su profession de foi.

1072
—¡Oh! Amiga mía —dijo cada vez más animado, aunque a
menudo se le cortaba la voz—, amiga mía, cuando comprendí...
eso de volver la otra mejilla..., entendí de pronto algo mis... Jai
menti toute ma vie, ¡toda, toda la vida! Me gustaría que..., sin
embargo, mañana..., mañana nos iremos todos.

Varvara Petrovna rompió a llorar. Él buscaba a alguien con los


ojos.

—¡Ella está aquí, mírela! ¡Está aquí! —dijo tomándola de la mano


a Sofya Matveyevna y llevándola a su lado. Él sonrió con
ternura.

—¡Cuánto quisiera vivir mi vida de nuevo! —exclamó en un


arranque de energía—. Cada instante, cada segundo de vida
deberían ser una bendición para el hombre... ¡Sí, deberían serlo,
deberían serlo! Es obligación del hombre hacer que lo sean. Es
la ley de la naturaleza, que indiscutiblemente existe, aunque
esté oculta... ¡Oh, cómo me gustaría ver a Petrusha..., y a todos
ellos..., y a Shatov!

Es importante destacar que todavía nadie sabía lo de la muerte


de Shatov, ni Daria Pavlovna, ni Varvara Petrovna, ni siquiera el
doctor Salzfisch, que era el último en llegar de la ciudad.

Stepan Trofimovich se mostraba cada vez más agitado, con


morbosa agitación superior a sus fuerzas.

1073
—Saber que existe algo infinitamente más justo y feliz me llena
de inmensa ternura... y de gloria... ¡Quienquiera que yo sea y
cualesquiera que sean mis hechos! Saber y creer en cada
instante que en algún sitio existe una felicidad perfecta y
serena para todos y para todo es algo mucho más esencial
para el hombre que su felicidad personal... Toda la ley de la
existencia humana consiste en que el hombre es siempre capaz
de reverenciar lo infinitamente grande. Si al hombre se le priva
de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá
desesperado. Lo infinito y lo eterno le son tan necesarios como
este pequeño planeta en que habita... Amigos míos, amigos
todos, todos: ¡Viva la Gran Idea! ¡La eterna, infinita idea! Todo
hombre, sea quien fuere, debe inclinarse ante lo que es la Gran
Idea. Hasta el hombre más necio necesita algo grande.
Petrusha... ¡Oh, cómo me gustaría verlos a todos! ¡No saben, no
saben que también en ellos reside la Gran Idea!

El doctor Salzfisch no había asistido a la ceremonia. Cuando


entró de improviso, quedó horrorizado y ordenó despejar el
cuarto, insistiendo en que no se debía inquietar al paciente.

Stepan Trofimovich murió tres días después, pero ya para


entonces había perdido por completo el conocimiento. Su vida
se apagó débilmente, como un cabo de vela. Después de la
misa de cuerpo presente celebrada allí mismo, Varvara
Petrovna condujo el cadáver de su pobre amigo a Skvoreshniki.
Su tumba, en el cementerio de la iglesia, está ya cubierta de

1074
una losa de mármol. La inscripción y la verja han quedado para
la primavera.

La ausencia de Varvara Petrovna de la ciudad había durado


ocho días. Sofya Matveyevna llegó con ella en el coche, al
parecer, para vivir en su compañía de modo permanente. Debo
señalar que tan pronto como Stepan Trofimovich perdió el
conocimiento (en esa misma mañana), Varvara Petrovna hizo a
Sofya Matveyevna salir otra vez del albergue y asistió ella
misma al enfermo, sola hasta el final; pero mandó buscarla en
cuanto éste dio el último suspiro. Se negó a escuchar las
objeciones que la atemorizada joven puso a la propuesta (mejor
sería decir mandato) de instalarse para siempre en
Skvoreshniki.

—¡Boberías!, juntas iremos a vender los Evangelios. Ya no me


queda nadie en el mundo.

—Le queda un hijo —señaló el doctor Salzfisch.

—¡No tengo hijo! —prorrumpió Varvara Petrovna. Todo un


vaticinio.

OCTAVO CAPÍTULO: Conclusión

Todos los delitos e infamias que se habían cometido quedaron


al descubierto con notable rapidez, con rapidez mucho mayor

1075
de lo que había supuesto Piotr Stepanovich. Para empezar, la
infortunada María Ignatyevna se despertó antes del alba la
noche del asesinato de su marido, echó de menos a éste y
sufrió un trastorno indescriptible al no verlo a su lado. Con ella
había pasado la noche la asistenta que le había procurado
Arina Prohorovna, que, al no conseguir calmarla, fue corriendo
a la comadrona no bien se hizo de día, asegurando a la
paciente que Arina Prohorovna sabía dónde estaba su marido y
cuándo volvería. Mientras tanto, la propia Arina Prohorovna
empezó también a alarmarse: ya conocía por su marido la
hazaña de esa noche en Skvoreshniki. Virginski había vuelto a
casa a eso de las once, en lastimoso estado físico y mental,
retorciéndose las manos. Se echó boca abajo en la cama,
repitiendo entre sollozos convulsivos: «¡Esto está mal, está mal;
esto está muy mal!». Acabó, por supuesto, confesándoselo todo
a su esposa, pero sólo a ella en la casa. Ésta lo dejó en la cama,
amonestándolo severamente y diciéndole que «si quería
gimotear, lo hiciera en la almohada para que no lo oyesen, y
que sería un necio si al día siguiente daba la menor muestra de
dolor». Quedó, no obstante, algo pensativa y empezó a
prepararse sobre la marcha para cualquier eventualidad; logró
esconder o destruir por completo toda clase de papeles
comprometedores, libros, quizás incluso hojas subversivas.
Pronto se hizo cargo de que ni ella, ni su hermana, ni su tía, ni el
estudiante, ni tampoco acaso su hermano el de las orejas
largas, tenían nada que temer. Cuando la asistenta vino a
buscarla por la mañana, fue a casa de María Ignatyevna sin el

1076
menor empacho. Sin embargo, tenía verdadera ansia por
averiguar cuanto antes si era verdad lo que su marido, en
susurro empavorecido y descompuesto, semejante al delirio, le
había dicho esa noche, a saber, que Kirillov se suicidaría en
beneficio de todos.

Pero llegó a casa de María Ignatyevna demasiado tarde.


Después de despedir a la asistenta y quedarse sola, María
Ignatyevna ya no pudo aguantar la incertidumbre; se levantó
de la cama y, echándose encima el primer abrigo que tuvo a
mano —por lo visto algo muy ligero e impropio de la
temporada—, bajó a la vivienda de Kirillov, figurándose que
éste, mejor que nadie, podría decirle algo acerca de su marido.
¡Cabe imaginarse el efecto que le produjo lo que allí vio! Es
curioso que no leyera la última nota de Kirillov, que estaba en la
mesa, muy a la vista, pero seguramente en su pánico no se
fijaría en ella. Volvió corriendo a su buhardilla, cogió al niño y
salió con él a la calle. Siguió corriendo desalentada en medio
del lodo frío y cenagoso y empezó, por último, a llamar a las
puertas de las casas. En una no le abrieron, en la siguiente
tardaron tanto en abrir que pasó adelante y empezó a llamar
en la tercera. Era ésta la casa de nuestro comerciante Titov. Allí
armó un gran alboroto, gritando y clamando de modo
incoherente que «habían matado a mi marido». Algo de Shatov
y su historia se sabía en casa de Titov; se quedaron espantados
de que su mujer, habiendo dado a luz la víspera, según decía,
fuera corriendo por las calles tan ligera de ropa y con un frío

1077
tan grande, con un niño casi desnudo en los brazos. Creyeron al
principio que deliraba, tanto más cuanto que no se podía
colegir quién era el asesinado: si Kirillov o su marido. Viendo
que no le creían, estuvo a punto de echar a correr de nuevo,
pero la sujetaron contra su voluntad, con lo que, según se dice,
se puso a gritar y forcejear violentamente. Fueron a casa de

Filippov, y dos horas más tarde la ciudad entera conocía el


suicidio de Kirillov y la nota que había dejado antes de morir. La
policía interrogó a María Ignatyevna, aún consciente, y de ello
resultó que no había leído la nota de Kirillov; y cómo pudo
inferir que habían matado a su marido fue algo que nunca
pudieron averiguar de ella. Sólo decía a gritos que si habían
matado a Kirillov también habían matado a su marido, porque
estaban juntos. A mediodía tuvo un síncope del que ya nunca
salió y falleció tres días después. El niño había sufrido un
enfriamiento y había muerto antes que ella.

Arina Prohorovna, al no encontrar a María Ignatyevna y al niño,


y barruntando que el asunto se ponía feo, quiso volver
enseguida a casa, pero se detuvo en la puerta y mandó a la
asistenta que «preguntara al señor que vivía al lado si estaba
allí María Ignatyevna o si sabía algo de ella». La asistenta
volvió, gritando a voz en cuello. Persuadiéndola de que no
gritara y no lo dijera a nadie, mediante el conocido argumento
de que «me metería en un lío», Arina Prohorovna salió del patio
sin ser observada.

1078
Ni que decir tiene que la interrogaron esa misma mañana como
comadrona de María Ignatyevna, pero no le sonsacaron mucho.
Les contó fría y objetivamente lo que había visto y oído en casa
de Shatov, pero de lo ocurrido dijo que no sabía nada y que
nada comprendía.

Bien puede el lector figurarse el tumulto que se produjo en la


ciudad. ¡Otro

«acontecimiento», otro asesinato! Pero ahora había algo más:


quedaba patente que existía una sociedad secreta de asesinos,
incendiarios y revoltosos. La horrible muerte de Liza, el
asesinato de la esposa de Stavrogin, Stavrogin mismo, el
incendio, el baile a beneficio de las institutrices, la relajación en
torno de Iulia Mihailovna... Hasta en la desaparición de Stepan
Trofimovich se quería ver un misterio. Fue mucho lo que se
murmuró de Nikolai Vsevolodovich. Al anochecer se supo
también la ausencia de Piotr Stepanovich, y, cosa rara, se
hablaba de él menos que de nadie. Pero de quien ese día se
habló más fue del

«senador». Durante toda la mañana hubo una multitud de


curiosos frente a la casa de Filippov. No había duda de que la
nota de Kirillov había despistado a la policía, la cual creyó que
Kirillov había dado muerte a Shatov y se había suicidado. Pero
aunque despistada, no estaba engañada del todo. La
palabra

1079
«parque», por ejemplo, tan vagamente insertada en la nota de
Kirillov, no desorientó a nadie, pese a lo que esperaba Piotr
Stepanovich. La policía fue directamente a Skvoreshniki, y no
sólo porque allí había un parque y era el único en aquellos
contornos, sino por una especie de instinto, ya que todos los
horrores estos últimos días estaban directa o indirectamente
vinculados con Skvoreshniki. Por lo menos, eso es lo que yo
sospecho. (Debo indicar que esa mañana temprano, sin saber
nada de lo ocurrido, Varvara Petrovna había salido en busca de
Stepan Trofimovich).

El cadáver fue descubierto en el estanque al anochecer de ese


mismo día, en virtud de algunos indicios. En el lugar del
asesinato se encontró la gorra de Shatov, que los asesinos, con
notable imprudencia, habían descuidado recoger. La
investigación policíaca, la autopsia y ciertas conjeturas
derivadas de ella dieron pie a la sospecha de que Kirillov había
tenido cómplices. Resultaba patente que existía una sociedad
secreta, de la que Shatov y Kirillov habían formado parte,
responsable de las proclamas revolucionarias. ¿Quiénes eran,
pues, esos cómplices? Nadie pensó ese día en ningún miembro
del grupo de los cinco. Se averiguó que Kirillov había vivido
como un recluso y tan solitario que, como indicaba la nota,
Fedka había podido residir con él muchos días a pesar de que
la policía lo buscaba por todas partes... Lo que desconcertaba a
todo el

1080
mundo era la imposibilidad de hallar en esa mañana un solo
dato que pudiera ayudar a desenredar la madeja. Sabe Dios a
qué conclusiones y delirantes hipótesis habría llegado nuestra
empavorecida sociedad si de pronto no se hubiera aclarado
todo el misterio al día siguiente gracias a Liamshin.

Éste no pudo aguantar. Le ocurrió lo que el propio Piotr


Stepanovich llegó a sospechar hacia el final. Bajo la vigilancia
de Tolkachenko, y más tarde de Erkel, pasó el día siguiente en
cama, tranquilo al parecer, con la cara vuelta a la pared y sin
decir palabra, contestando apenas cuando alguien le hablaba.
Así, pues, no se enteró de nada de lo que sucedió en la ciudad
ese día. Pero Tolkachenko, que sí estaba enterado, resolvió al
atardecer renunciar al papel de guardián de Liamshin que le
había confiado Piotr Stepanovich y alejarse de la ciudad, o,
dicho con más sencillez, fugarse. En realidad, todos perdieron la
cabeza como había vaticinado Erkel. A propósito, debo indicar
que también Liputin desapareció de la ciudad antes de las doce
de ese día. Pero dio la casualidad de que la policía no se enteró
de su desaparición hasta el anochecer del día siguiente, cuando
fue a interrogar a sus familiares que, aunque aterrorizados por
su ausencia, no dijeron nada por temor a comprometerse. Pero
volvamos a Liamshin. No bien se quedó solo (Erkel, confiando
en Tolkachenko, ya se había ido a su casa), salió volando a la
calle y, por supuesto, se enteró muy pronto del estado de cosas.
Sin volver a casa siquiera, él también intentó escapar, fuese
donde fuese. Pero la noche era tan oscura y la aventura de

1081
fugarse tan ardua y terrible que, después de recorrer dos o tres
calles, regresó a su domicilio y se encerró para toda la noche.
Parece que a la mañana siguiente intentó suicidarse, pero
fracasó en la tentativa. Permaneció, no obstante, encerrado
hasta cerca del mediodía, cuando, de repente, corrió a la
policía. Se dice que se arrastró arrodillado, sollozando y
chillando, que besaba el suelo, diciendo a gritos que era hasta
indigno de besar las botas de los comisarios que tenía delante.
Lo calmaron; más aún, estuvieron afables con él. El
interrogatorio duró, según me han dicho, tres horas. Lo contó
todo, toda la sórdida historia, todo lo que sabía, con todo
detalle; se adelantaba a las preguntas que le hacían, daba
informes sobre mucho que no era pertinente al caso y sin que
se lo solicitaran. Resultó que sabía bastante y que daba una
explicación satisfactoria de lo sucedido. La tragedia de Shatov
y Kirillov, el incendio, la muerte de los hermanos Lebiadkin, etc.,
todo eso quedó relegado a un segundo plano. El primer plano lo
ocupaban Piotr Stepanovich, la sociedad secreta, la
organización y la red. A la pregunta de por qué se habían
cometido tantos asesinatos, escándalos y ultrajes, contestó con
presteza febril: «para quebrantar sistemáticamente los
cimientos de la sociedad y los principios que la rigen, para
acobardar a todo el mundo y sembrar por todos lados la
confusión, de tal suerte que cuando la sociedad (enferma,
abatida, cínica e incrédula, pero con ansia infinita de una idea
rectora y con instinto de conservación) esté a punto de
desencuadernarse, hacerse con el poder, levantar la bandera de

1082
la insurrección con el apoyo de toda una red de quintetos que,
mientras tanto, habrán estado reclutando nuevos secuaces y
sondeando los puntos débiles para atacarlos mejor». Agregó en
conclusión que en nuestra ciudad Piotr Stepanovich había
organizado el primer experimento de ese desorden sistemático,
un programa, por así decirlo, para actividades ulteriores e
incluso para todos los grupos de cinco; que esto era su propia
idea (es decir, de Liamshin), su propia teoría, y que

«recordaran y tuvieran muy en cuenta lo franca y


satisfactoriamente que había explicado todo, por lo que podría
prestar un gran servicio a las autoridades en el futuro». A la
pregunta concreta de cuántos grupos de cinco había, respondió
que

miles y miles, que la red cubría toda Rusia, y aunque no ofreció


prueba alguna, tengo la impresión de que su respuesta fue
absolutamente sincera. Entregó sólo un programa de la
sociedad impreso en el extranjero, y un plan para la expansión
de actividades futuras, apenas un esbozo, del puño y letra de
Piotr Stepanovich. Resultaba que lo de «quebrantar los
cimientos» lo había tomado al pie de la letra de ese documento,
sin olvidar punto ni coma, aunque había dicho que era sólo
conjetura suya. De Iulia Mihailovna declaró en tono jocoso y
adelantándose a posibles preguntas que «era inocente y
sencillamente se habían burlado de ella». Pero lo notable fue
que eximió a Nikolai Stavrogin de toda participación en la

1083
sociedad secreta, de toda colaboración con Piotr Stepanovich.
(De las recónditas y harto absurdas esperanzas que Piotr
Stepanovich cifraba en Stavrogin, Liamshin no tenía la menor
idea). La muerte de los Lebiadkin, de acuerdo con sus palabras,
había sido tramada sola y exclusivamente por Piotr
Stepanovich, sin ninguna participación de Nikolai
Vsevolodovich, con el artero propósito de implicar a éste en un
delito y hacerle bailar al son que le tocase; pero en vez de la
gratitud con que imprudentemente contaba, lo que logró fue
sólo provocar la indignación y aun el desconsuelo del

«bien nacido Nikolai Vsevolodovich». Concluyó su declaración


acerca de Stavrogin diciendo —siempre deprisa y sin que se lo
preguntasen, aunque con segunda intención— que éste era un
personaje muy importante; pero que en su conducta había
algún misterio; que había estado viviendo entre nosotros de
incógnito, por así decirlo, que había venido con alguna misión
confidencial y que era muy posible que regresara de
Petersburgo a nuestra ciudad (Liamshin estaba seguro de que
Stavrogin se hallaba en Petersburgo), pero con funciones
enteramente diferentes y en circunstancias enteramente
distintas, y rodeado de personas de las que quizá nosotros
también oiríamos hablar pronto; y que todo esto se lo oyó decir
a Piotr Stepanovich, «enemigo secreto de Nikolai
Vsevolodovich».

Aquí debo intercalar una nota, a saber: que dos meses después
Liamshin confesó haber exonerado a Stavrogin a propósito, con

1084
la esperanza de que éste lo protegiera y obtuviera para él en
Petersburgo la atenuación de su sentencia, eximiéndolo de dos
cargos, y le facilitara dinero y cartas de recomendación en
Siberia. De esta confesión se deduce claramente que tenía un
concepto exagerado de la influencia de Nikolai Stavrogin.

Por supuesto, ese mismo día detuvieron a Virginski y, en el


primer arrebato, la policía detuvo asimismo a todos sus
familiares. (Arina Prohorovna, su hermana, su tía, e incluso la
estudiante están en libertad desde hace ya mucho tiempo, se
dice que también Shigaliov será en breve puesto en libertad,
porque no se le puede procesar bajo ningún artículo del Código
Penal; sin embargo, esto hasta ahora no es más que un rumor).
Virginski se declaró al momento culpable. Estaba enfermo, con
fiebre, cuando fue detenido. Dicen que casi se alegró: «Es un
peso que me quitan de encima», parece haber dicho. Se
rumorea que está declarando con franqueza, pero con cierta
dignidad, sin retractarse de ninguna de sus «luminosas
esperanzas», aunque maldiciendo del procedimiento político
(tan opuesto al del socialismo) al que, por necedad e
inadvertencia, había sido arrastrado «en un torbellino de
circunstancias coincidentes». Su conducta en lo tocante al
asesinato se interpreta a su favor, y no me chocaría que
esperase una atenuación de su sentencia. Esto es, al menos, lo
que se afirma en la ciudad.

1085
Por otra parte, apenas cabe pensar en una mitigación de la
condena impuesta a Erkel. Desde que fue detenido, guarda
porfiado silencio o hace lo

posible por tergiversar la verdad. Todavía no se le ha podido


arrancar una sola palabra de arrepentimiento. Y, no obstante,
ha despertado la compasión de sus más severos jueces por su
juventud, por su vulnerabilidad, y por el hecho evidente de ser
víctima fanática de un impostor político; y, más que nada, por
su conducta con su madre, a quien enviaba casi la mitad de su
escaso sueldo. Su madre está ahora en la ciudad. Es una mujer
débil y enferma, prematuramente envejecida, que llora y
literalmente se arrastra por el suelo implorando clemencia para
su hijo. Pase lo que pase, muchos de nosotros nos apiadamos
de Erkel.

A Liputin lo detuvieron en Petersburgo, donde había pasado


quince días. Allí le ocurrió algo casi increíble y difícil de explicar.
Se dice que tenía un pasaporte con nombre falso, amplia
oportunidad de escapar al extranjero y fondos más que
suficientes; y, no obstante, permaneció en Petersburgo y no
intentó ir a ningún sitio. Pasó algún tiempo buscando a
Stavrogin y Piotr Stepanovich, y de buenas a primeras empezó
a beber y llevar una vida de desenfrenado libertinaje, como
hombre que había perdido por completo la cordura y con ella la
noción de su situación personal. Lo detuvieron embriagado en
un lenocinio y, según se dice, no ha perdido el ánimo, miente en

1086
sus declaraciones y se prepara para el juicio próximo con
esperanza y una punta de ufanía. Tiene incluso el propósito de
echar un discurso ante el tribunal. Tolkachenko, detenido no
lejos de la ciudad diez días después de su fuga, se comporta
con decoro incomparablemente mayor: no miente, no se anda
con rodeos, dice todo lo que sabe, no se justifica, se declara
modestamente culpable, pero también tiende a la retórica.
Habla mucho y de buen grado, y cuando el tema versa sobre el
campesinado y sus elementos revolucionarios (?), no duda en
pavonearse a fin de causar efecto. De él también se dice que
hará un discurso en el juicio. Por lo general, ni él ni Liputin dan
muestra de temor, por extraño que parezca.

Repito que el asunto no ha concluido. Ahora, tres meses


después, la sociedad local ha tenido tiempo de descansar, de
recobrar el equilibrio, de reponerse, de formar su propia
opinión: tanto así que algunos hasta consideran a Piotr
Stepanovich casi como un genio, o, al menos, como sujeto «con
dotes geniales». «¡Organización, sí, señor!», proclaman en el
club, levantando el dedo. Pero todo ello es muy inocente y,
además, no son muchos los que lo dicen. Otros, por el contrario,
no niegan su grandeza, pero señalan que de la vida real no
sabe absolutamente nada, que sus juicios son terriblemente
abstractos, grotesca y estúpidamente parciales y, por ende,
frívolos en demasía. En lo tocante a sus ideas morales, todo el
mundo está de acuerdo: sobre ello no hay opiniones
contradictorias.

1087
Francamente, no sé a quién mentar ahora para no dejarme a
nadie en el tintero. Mavriki Nikolayevich se ha ido para no
volver. La anciana señora Drozdova está chocha... Sin embargo,
me queda por contar todavía una historia harto sombría. Me
limitaré a consignar los hechos escuetos.

A su regreso a Ustyevo, Varvara Petrovna se instaló en su casa


de la ciudad. Todas las noticias acumuladas durante su
ausencia se descargaron sobre ella de golpe y le causaron
terrible conmoción. Se encerró sola en su habitación. Recién
había caído la noche, todos estaban cansados y se acostaron
temprano.

A la mañana siguiente, la doncella, con aire de misterio, dio una


carta a Daria Pavlovna, que, según dijo, había llegado la
víspera, ya muy tarde, cuando todos se habían acostado y ella
no se atrevió a despertarlos. No había venido por correo, sino
que había sido entregada por un desconocido a Aleksei
Yegorovich

en Skvoreshniki. Éste, sin pérdida de tiempo, que la había traído


a la ciudad, se la había entregado a ella en mano y había
regresado inmediatamente a Skvoreshniki.

Daria Pavlovna, con corazón palpitante, estuvo mirando la


carta largo rato sin atreverse a abrirla. Sabía de quién era: de
Nikolai Stavrogin Leyó la dirección en el sobre: A Aleksei
Yegorovich para entregar secretamente a Daria Pavlovna.

1088
He aquí la carta, copiada al pie de la letra, sin enmendar ni una
de las faltas de un aristócrata ruso no muy ducho en la
gramática de su lengua materna, no obstante su educación
europea:

Querida Daria Pavlovna:

En cierta ocasión manifestó usted el deseo de ser mi


«enfermera» y me hizo prometer «que mandaría a buscarla
cuando fuese necesario». Me voy dentro de dos días para no
volver. ¿Quiere ir conmigo?

El año pasado, siguiendo el ejemplo de Herzen, me naturalicé


ciudadano del cantón de Uri, cosa que nadie sabe. Allí he
comprado una casita. Me quedan todavía veinte mil rublos;
iremos a vivir allá. No quiero ir nunca a ningún otro lugar.

El sitio es poco interesante: un valle angosto. Las montañas


limitan la vista y el pensamiento. Lugar muy adusto. Lo escogí
porque allí había una casita en venta. Si no le gusta, la venderé
y compraré otra en otro sitio.

No me siento bien, pero espero que el aire de allá me libre de


mis alucinaciones. Esto en cuanto a lo físico; en cuanto a lo
moral, ya lo sabe usted todo. Pero ¿es eso todo?

Ya le he contado mucho de mi vida, pero no todo. ¡Ni siquiera a


usted se lo he contado todo! A propósito, repito que en mi
conciencia me juzgo culpable de la muerte de mi esposa. Lo

1089
repito porque no la he visto a usted desde entonces. También
me juzgo culpable de lo de Lizaveta Nikolayevna; pero eso lo
sabe usted; casi todo esto lo predijo usted.

Mejor está que no vaya conmigo. El pedirle que lo haga es una


atroz mezquindad de mi parte. Porque ¿para qué enterrar su
vida con la mía? Me es usted muy querida y en horas de
desaliento, me he sentido bien a su lado; únicamente con usted
he podido hablar en voz alta de mí mismo. Pero eso no prueba
nada. Usted misma se ofreció como «enfermera», según su
propia expresión. ¿Pero por qué sacrificar tanto? Entienda
también que no la compadezco, puesto que la llamo, y que no
la respeto, puesto que la espero. Y, sin embargo, la llamo y la
espero. En todo caso, necesito su respuesta porque tengo que
irme muy pronto. En ese caso iré solo.

No espero nada de Uri: simplemente voy allá. No he escogido


adrede un lugar adusto. Nada me retiene en Rusia —todo en
ella me es tan extraño como en cualquier otra parte. A decir
verdad, me desagrada vivir allí más que en ningún otro sitio;
pero incluso allí no puedo odiarlo todo.

He puesto a prueba mi fuerza en todas partes. Usted me lo


aconsejó para que llegara a «conocerme a mí mismo». Cuando
lo hacía para mí mismo o para impresionar a otros, esa fuerza
parecía

1090
infinita, como antes lo había sido en mi vida. Ante los ojos de
usted recibí una bofetada de su hermano; reconocí
públicamente mi matrimonio. Pero en qué emplear esa fuerza
es algo que nunca he visto ni ahora veo, no obstante sus
alabanzas en Suiza a las que di crédito. Aún soy capaz, y
siempre lo he sido, de querer hacer algo bueno, lo que me
causa satisfacción; pero a la vez deseo hacer algo malo, y eso
también me causa satisfacción. Ahora bien, ambos
sentimientos son y han sido siempre menguados; nunca han
sido vigorosos. Mis deseos son demasiado débiles, no pueden
servirme de guía. Sobre un tronco de árbol se puede cruzar un
río, pero no sobre una astilla. Lo digo para que no piense que
voy a Uri con esperanza de ningún género.

Como siempre, no culpo a nadie. Probé a vivir en el libertinaje


más desenfrenado y malgasté en ello mis energías; pero no me
agrada el vicio ni lo deseo. Me ha estado usted vigilando
últimamente. ¿Sabe que hasta he estado mirando con ojeriza a
nuestros iconoclastas por la envidia que tengo de sus
esperanzas? Pero no tenía usted por qué alarmarse: no podía
aliarme a ellos, porque nada en común tenía con ellos. Y
tampoco podía hacerlo por diversión o despecho, no porque
temiera el ridículo —no puedo temer el ridículo— sino porque, al
fin y al cabo, tengo hábitos de hombre educado y aquello me
causaba asco. Pero de haber sentido más despecho y más
envidia quizá me habría unido a ellos. Juzgue por sí misma lo
fácil que me ha sido todo y los bandazos que vengo dando.

1091
¡Amiga querida! ¡Corazón tierno y generoso que yo adiviné!

¿Acaso sueña con darme tanto amor y derramar sobre mí tanto


de lo que es bello en su bello espíritu, que espera poner al fin
una meta ante mis ojos? No, mejor será que se ande con
cuidado. Mi amor será tan mezquino como lo soy yo, y usted
será desdichada. Su hermano me dijo que quien pierde sus
vínculos con su tierra natal pierde también a sus dioses, esto es,
pierde todas sus metas. Cabe discutir infinitamente sobre
cualquier tema, pero de mí no ha salido más que negación, sin
fuerza ni magnanimidad. Ni siquiera negación. Todo ha sido
siempre mezquino y lánguido. Kirillov, en su grandeza de alma,
no pudo transigir con una idea y se pegó un tiro; pero veo que
fue magnánimo sólo porque estaba loco. Yo jamás podré
volverme loco ni podré creer en una idea con tanta fe como él.
Ni siquiera puedo interesarme por una idea en igual medida
que él. ¡Jamás, jamás podré pegarme un tiro!

Sé que debería suicidarme, borrarme de la faz de la tierra como


un insecto asqueroso; pero temo el suicidio porque temo dar
muestra de magnanimidad. Sé que será otra superchería, la
última de una larga serie de supercherías. ¿Y acaso vale la pena
engañarse uno a sí mismo sólo para jugar a la magnanimidad?
Nunca podré sentir indignación y vergüenza; luego tampoco
podré sentir desesperación.

Perdone que escriba tanto. Lo he hecho por casualidad. No


bastarían cien páginas y con diez renglones hay bastante.
Bastarían diez renglones para pedirle que sea mi «enfermera».

1092
Desde que salí de Skvoreshniki estoy viviendo en casa del jefe
de la sexta estación, contando desde la de ahí. Le conocí en una
juerga en Petersburgo hace cinco años. Nadie sabe que vivo
ahí. Escríbame a su nombre. Le mando adjunta la dirección.

Nikolai Stavrogin.

Daria Pavlovna fue enseguida a enseñar la carta a Varvara


Petrovna, que la leyó y pidió a Dasha que saliera de la
habitación para leerla de nuevo a solas; pero pronto volvió a
llamarla.

—¿Vas a ir? —preguntó casi con timidez.

—Voy —repuso Dasha.

—Prepárate, vamos juntas. Dasha la miró inquisitivamente.

—¿Qué me queda por hacer aquí? ¿No da ya todo igual? Yo


también me haré ciudadana del cantón de Uri y viviré en el
valle... No te preocupes, que no os molestaré.

Hicieron el equipaje a prisa y corriendo para tomar el tren de


mediodía. Pero no había pasado media hora cuando llegó
Aleksei Yegorovich desde Skvoreshniki, anunciando que su amo
había llegado «de repente» esa mañana, en un tren de primera
hora, y se hallaba en Skvoreshniki, pero «en estado tal que no
contestaba a las preguntas, iba y venía por todas las
habitaciones y se había encerrado en su mitad de la casa...».

1093
—Yo, sin pedirle permiso, decidí venir y decírselo a usted, señora
—agregó Aleksei Yegorovich con expresión significativa.

Varvara Petrovna le dirigió una mirada escrutadora y no hizo


ninguna pregunta. En un instante aparejaron el coche. Llevó con
ella a Dasha. Dicen que durante el trayecto se persignaba a
menudo.

En la «mitad» de Stavrogin todas las puertas estaban abiertas,


pero a él no lo encontraban por ninguna parte.

—¿No estará en el desván, señora? —sugirió Formushka con


cautela.

Era de notar que varios criados siguieron a Varvara Petrovna a


las habitaciones de su hijo, mientras que los otros
permanecieron en el salón. Jamás se habían permitido antes
tamaña transgresión de la etiqueta. Varvara Petrovna lo notó,
pero no dijo nada.

Subieron al desván. Había allí tres habitaciones, pero no


hallaron a nadie en ninguna.

—¿Habrá subido allí, señora? —alguien apuntó a la puerta de la


buhardilla. En efecto, la portezuela de la buhardilla, siempre
cerrada, estaba ahora abierta de par en par. Para llegar allí,
casi bajo el tejado, había que subir por una escalerilla de
madera, larga, muy estrecha y terriblemente empinada. Allí
había también un cuchitril.

1094
—Yo no subo ahí. ¿Por qué habría él de meterse ahí? —dijo
Varvara Petrovna palideciendo atrozmente y mirando a los
criados. Éstos la miraban a su vez sin decir palabra. Dasha
temblaba.

Varvara Petrovna subió anhelante la escalerilla, con Dasha a la


zaga, pero en el momento de entrar en la buhardilla lanzó un
grito y cayó desmayada.

El ciudadano del cantón de Uri colgaba detrás de la puerta. En


una mesilla había un trozo de papel con estas palabras escritas
a lápiz: «No se culpe a nadie. Yo mismo lo he hecho». También
en la mesilla había un martillo, un trozo de jabón y un clavo
grande, por lo visto de repuesto. La recia cuerda de seda con la
que Nikolai Vsevolodovich se había ahorcado había sido al
parecer escogida y preparada de antemano y estaba untada
de una espesa capa de jabón. Todo denotaba premeditación y
pleno conocimiento de causa hasta el último momento.

Después de la autopsia los médicos dictaminaron con absoluta


seguridad que no se trataba de un caso de locura.

APÉNDICE

El capítulo que sigue fue descubierto en 1921 entre los papeles


recogidos por la viuda del novelista, Anna Grigorievna

1095
Dostoyevskaya, y depositados en el Archivo Central del Estado.
El director de la revista mensual Russkii Vestnik (El Heraldo
Ruso), M. N. Katkov, se negó a incluirlo en la versión original de
Los demonios, que empezó a publicarse en el número de
febrero de 1870. Dostoyevski pensó en varias revisiones del
capítulo para salvar las objeciones de Katkov, pero ello fue en
vano. Cuando en 1873 salió a la luz la primera edición en libro
de la novela, el capítulo (que habría seguido al VIII de la
segunda parte) quedó eliminado; y lo propio sucedió en las
ediciones siguientes. Dostoyevski, sin embargo, no se resignó a
la pérdida total de un capítulo que incluía temas que le
interesaban profundamente. Así, pues, utilizó parte del material
en las novelas posteriores El adolescente y Los hermanos
Karamazov.

El texto que aquí se ofrece es traducción del publicado en el


tomo XI de las Obras completas de Dostoyevski editadas por la
Academia de Ciencias de la U.

R. S. S. (Polnoye Sobrante Sochinenii, Leningrado, Nauta, 1974,


pp. 5-39).

Visita a Tihon (La confesión de Stavrogin)

1096
Nikolai Vsevolodovich no durmió esa noche y la pasó sentado
en el sofá, a menudo fijando la vista en un punto del rincón,
junto a la cómoda. En la habitación ardió toda la noche una
bujía. Sobre las siete de la mañana se durmió, sentado como
estaba, y cuando Aleksei Yegorovich, según costumbre
inalterable, entró a las nueve y media en punto con la taza de
café matinal y lo despertó con su entrada, pareció, al abrir los
ojos, desagradablemente sorprendido de haber dormido tanto
y de que fuera tan tarde. Bebió el café a prisa y corriendo, se
vistió en un periquete y salió de la casa a toda prisa. A la
discreta pregunta de Aleksei Yegorovich «¿Tiene el señor algo
que mandar?», no contestó. Caminaba por la calle mirando el
suelo, abstraído, alzando la cabeza sólo de vez en cuando y
dando muestra de una vaga aunque intensa inquietud. En una
bocacalle, aún no lejos de la casa, le cortó el paso un grupo de
campesinos, unos cincuenta o quizá más: marchaban con
compostura, casi en silencio, en orden deliberado. En una
pequeña tienda donde tuvo que esperar un momento alguien
dijo que eran «los obreros de Shpigulin». Él apenas se fijó en
ellos.

Por fin, a eso de las diez y media llegó a las puertas del
monasterio Spaso- Yefimyevski Bogorodski, en las afueras de la
ciudad, junto al río. Fue sólo entonces cuando pareció de pronto
acordarse de algo que le causaba solivianto y alarma. Se
detuvo, tentó alguna cosa que llevaba en el bolsillo lateral de la
levita y... se sonrió. Al entrar en el recinto preguntó al primer

1097
criado que encontró dónde podía hallar al obispo Tihon, que
vivía retirado en el monasterio. El criado, haciendo repetidas
reverencias, se brindó inmediatamente a guiarlo. En un escalón,
al extremo de una larga galería en el edificio de doble planta
del monasterio, un monje gordo, de pelo cano, les salió al
encuentro y, rápida y autoritariamente, rescató al visitante de
manos del criado y lo condujo por un largo y angosto pasillo,
haciendo también continuas reverencias (aunque su gordura le
impedía agacharse mucho y se limitaba a cabecear a menudo y
con vigor), rogándole que lo siguiera, aunque Stavrogin lo hacía
sin que se lo rogara. El monje le dirigía toda suerte de
preguntas y hablaba del padre archimandrita, pero al no recibir
respuesta se mostró aún más respetuoso. Stavrogin se dio
cuenta de que allí lo conocían, aunque, por lo que recordaba,
sólo había estado en el monasterio cuando era todavía niño. Al
llegar a una puerta al final del pasillo, el monje la abrió como
autorizado para hacerlo, preguntó en tono de familiaridad al
hermano lego que vino a recibirlos si se podía entrar y, sin
esperar respuesta, abrió la puerta de par en par e, inclinándose
cuanto pudo, dejó pasar al «estimado» visitante. Cuando
Stavrogin le dio una propina desapareció en el acto como si se
hubiese dado a la fuga. Nikolai Vsevolodovich entró en un
cuarto pequeño y casi al mismo tiempo apareció en la puerta
de la habitación contigua un hombre alto y enjuto, de unos
cincuenta y cinco años, en una sencilla sotana casera, de
aspecto más bien enfermizo, con una vaga sonrisa en los labios
y una mirada que resultaba extraña por lo tímida. Éste era

1098
Tihon, de quien Nikolai Vsevolodovich había oído hablar por
primera vez a Shatov y sobre quien había logrado obtener
después algunos informes.

Los informes eran diversos y contradictorios, pero tenían algo


en común: quienes estimaban y no estimaban a Tihon (y de
ellos había bastantes) no decían todo lo que de él pensaban.
Los que no lo estimaban, seguramente por

desprecio, y sus prosélitos, hasta los más ardorosos, por una


especie de modestia, como si desearan ocultar algo relativo a
él, alguna flaqueza acaso, alguna chifladura. Nikolai
Vsevolodovich se enteró de que Tihon llevaba ya unos seis años
en el monasterio, y que tanto la gente más humilde cuanto la
más distinguida lo visitaba; más aún, que hasta en el lejano
Petersburgo tenía ardientes admiradores y, sobre todo,
admiradoras. No obstante, oyó decir a un señor anciano, de
buena presencia, socio de nuestro club y hombre devoto, que

«este Tihon estaba medio loco; por lo menos era hombre de


pocas luces e indudablemente bebía». Añadiré por mi parte,
adelantándome un tanto, que lo último era pura necedad; de lo
que padecía Tihon era sólo de una afección crónica a las
piernas y, a veces, de espasmos nerviosos. También se enteró
Nikolai Vsevolodovich de que, por debilidad de carácter o por
«distracción imperdonable e impropia de su rango», el obispo,
que hacía vida retirada, no había logrado inspirar particular

1099
respeto ni siquiera en el monasterio. Se decía que el padre
archimandrita, hombre grave y severo en el cumplimiento de
sus propios deberes, y sobre todo famoso por su erudición,
sentía por él incluso cierta hostilidad y lo censuraba (no cara a
cara, sino de soslayo) por su modo negligente de vivir y casi
casi por herejía. La comunidad monástica también trataba al
obispo enfermo, si no con descuido, sí con algo de familiaridad.
Las dos habitaciones que componían la celda de Tihon estaban
amuebladas de modo harto extraño. Junto con muebles
antiguos y toscos cubiertos de cuero raído había tres o cuatro
piezas elegantes: un sillón soberbio, un gran escritorio de
exquisita factura, un armario para libros delicadamente tallado,
mesitas, estanterías..., todo ello de regalo. Había una alfombra
de Bokhara de alto precio y junto a ella esterillas corrientes.
Había grabados de temas «mundanos» y otros de asunto
mitológico, y en un rincón una urna grande en la que refulgían
iconos de oro y plata, entre ellos uno antiquísimo que contenía
reliquias. Se decía asimismo que la biblioteca era de índole
variada y contradictoria: junto con los escritos de los grandes
santos y los Padres de la Iglesia figuraban obras teatrales y
«quizás algo peor todavía».

Después de los saludos iniciales, pronunciados con evidente


timidez por ambas partes rápida e indistintamente, Tihon
condujo al visitante a su gabinete y le hizo tomar asiento en un
sofá, delante de una mesa, en tanto que él se acomodaba a su
lado en un sillón de mimbre. Nikolai Vsevolodovich seguía

1100
sumamente absorto en alguna íntima y agobiante
preocupación. Era como si hubiese resuelto llevar a cabo algo
extraordinario e inevitable que, al mismo tiempo, se le antojaba
casi imposible. Durante un instante paseó la vista por el
gabinete, quizá sin saber en qué pensaba. Fue el silencio lo que
finalmente lo despabiló, y le pareció de pronto que Tihon
bajaba los ojos con timidez y con una sonrisa enteramente
innecesaria. Esto le produjo una aversión momentánea; quiso
levantarse e irse, sobre todo porque Tihon daba la impresión de
estar inequívocamente ebrio. Pero de súbito éste levantó los
ojos y clavó en él una mirada tan inesperada y enigmática que
Stavrogin se estremeció. Y ahora tuvo la impresión de que
Tihon ya sabía por qué había venido, ya había sido avisado
(aunque nadie, en el mundo entero, podía saber el motivo), y
que si no hablaba primero era por no herir su amor propio, por
temor a humillarlo.

—¿Usted me conoce? —preguntó abruptamente—. ¿Me presenté


al entrar o no? Soy tan distraído...

—No se presentó, pero tuve el gusto de verlo una vez, hará


cuatro años, aquí en el monasterio por casualidad.

Tihon hablaba sin prisa ni cambios de tono, con voz suave,


articulando las palabras clara y distintamente.

1101
—No estuve en este monasterio hace cuatro años —replicó
Nikolai Vsevolodovich con brusquedad innecesaria—. Estuve
aquí sólo de niño, cuando usted no estaba todavía.

—Quizá se haya olvidado —observó Tihon con cautela y sin


insistir.

—No. No me he olvidado; sería ridículo que me olvidase —


insistió tercamente Stavrogin a su vez—. Quizá sólo haya oído
hablar de mí y de ahí haya nacido la idea, y haya creído que me
había visto.

Tihon guardó silencio. Entonces notó Nikolai Vsevolodovich que


por su semblante pasaba a veces un espasmo nervioso,
síntoma de un crónico agotamiento.

—Veo que no está usted bien hoy —dijo—. Quizá lo mejor será
que me vaya

—e hizo ademán de levantarse de su asiento.

—Sí. Ayer y hoy he tenido fuertes dolores en las piernas y


anoche dormí poco...

Tihon se detuvo. Su visitante había vuelto a caer en una vaga


ensoñación.

El silencio se prolongó durante un par de minutos.

—¿Me estaba usted observando? —preguntó de improviso con


alarma y recelo.

1102
—Lo estaba mirando y me acordé de las facciones de su madre.
Aunque por fuera no hay parecido hay mucho por dentro,
parecido espiritual.

—No hay parecido alguno, y sobre todo espiritual. ¡Ab-so-lu-


tamente ninguno! —Nikolai Vsevolodovich volvió a insistir en
demasía e innecesariamente, sin saber por qué—. Eso lo dice
usted porque... se compadece de mi situación —añadió sin
pensar—. ¡Ah! ¿Es que mi madre viene a verlo?

—Viene.

—No lo sabía. Nunca se lo he oído decir. ¿Con frecuencia?

—Casi todos los meses, y a veces más a menudo.

—Nunca, nunca se lo he oído decir. No lo sabía —esto pareció


turbarlo mucho—. Y usted, por supuesto, le habrá oído decir que
estoy loco —agregó de pronto.

—No precisamente que está loco. He oído decir también eso,


pero a otros.

—Tendrá usted muy buena memoria para acordarse de tales


fruslerías. ¿Y ha oído hablar de la bofetada?

—Algo de ello he oído.

—Lo que quiere decir que todo. Debe de tener usted mucho
tiempo de sobra. ¿Y del duelo?

—Del duelo también.

1103
—Ha oído usted muchísimo aquí. No necesita periódicos. ¿Es
que Shatov le ha hecho alguna advertencia sobre mí?

—No, aunque sí conozco a Shatov; pero no lo veo desde hace


mucho tiempo.

—Hum... ¿Qué es ese mapa que tiene ahí? ¡Ah, un mapa de la


última guerra! ¿Para qué lo quiere?

—Para consultarlo en relación con este libro. Es una descripción


muy interesante.

—Enséñemelo. Sí, no está mal. ¡Pero qué lectura tan rara para
usted!

Acercó el libro y le echó un vistazo. Era un relato largo e


inteligente de las circunstancias de la última guerra, no tanto
sin embargo desde el punto de vista

militar como el puramente literario. Después de hojearlo un


poco, lo arrojó de pronto con gesto de impaciencia.

—Francamente, no sé por qué he venido aquí —dijo con tono de


desagrado, mirando a Tihon como en espera de respuesta.

—Tampoco usted parece sentirse bien.

—Cierto. No estoy bien del todo.

Y de pronto, brusca y lacónicamente, hasta el punto de que


costaba trabajo entenderlo, le contó que era víctima, sobre

1104
todo de noche, de cierta clase de alucinaciones; que a veces
veía o sentía junto a sí a un ser maligno, burlón y

«racional», bajo varios aspectos y en diferentes caracteres, pero


siempre el mismo, y añadió: «me pone furioso...».

Estas revelaciones eran desatinadas y confusas; propias, en


efecto, de un demente. Pero, por otra parte, Nikolai
Vsevolodovich hablaba con una extraña franqueza, en él jamás
vista, con tal sencillez impropia de él que parecía como si su
personalidad anterior se hubiera esfumado completa e
inesperadamente. No sentía la menor vergüenza en poner de
manifiesto el terror con que hablaba de su espectro. Pero todo
eso fue momentáneo y desapareció tan fugazmente como
había aparecido.

—Todo eso es una tontería —se apresuró a decir con tosco


despecho y refrenándose—. Iré a ver a un médico.

—No deje de hacerlo —asintió Tihon.

—Habla usted con tanta suficiencia... ¿Ha visto a otros que


tienen apariciones como las mías?

—Sí, pero muy de tarde en tarde. A decir verdad, recuerdo sólo


un caso en toda mi vida: un oficial del ejército, después de la
muerte de su esposa, pérdida para él irreparable. Oí hablar de
otro caso. Ambos se curaron en el extranjero...

¿Y hace mucho que es usted víctima de ello?

1105
—Un año, poco más o menos. Pero todo es una tontería. Iré a
ver a un médico. Todo es una tontería, una completa tontería.
Soy el mismo, bajo aspectos diferentes, y nada más. Pero ya he
usado esa... frase, no vaya a creer que sigo dudando y que no
estoy seguro de ser yo mismo, y no el demonio.

Tihon lo miró inquisitivamente.

—¿Y... de veras lo ve usted? —preguntó descartando así toda


duda de que fuera, en efecto, una falsa y morbosa
alucinación—. ¿De veras ve una especie de imagen?

—Es extraño que insista en eso, cuando ya le he dicho que la


veo —la irritación de Stavrogin subía de punto con cada
palabra—. ¡Claro que la veo! La veo como lo estoy viendo a
usted... Y a veces la veo y no estoy seguro de verla, aunque la
veo...; y a veces no estoy seguro de que la veo y no sé quién es
real, si yo o ella... En fin, todo es una tontería. ¿Y no puede usted
creer que se trata, en efecto, del demonio? —agregó riéndose y
adoptando con demasiada brusquedad un tono jocoso—. ¿No
estaría eso más de acuerdo con su profesión?

—Lo más probable es que sea una enfermedad, aunque...

—¿Aunque qué?

—Los demonios existen sin duda alguna, pero nuestro concepto


de ellos puede variar mucho.

—Y acaba usted de bajar los ojos de nuevo —comentó


Stavrogin con risa irritada— porque se avergüenza de que aún

1106
crea en el demonio, aunque finjo no creer en él; lo cual me
permite hacer a usted una pregunta astuta: ¿existe o no existe?

Tihon sonrió vagamente.

—Y sepa que le va bien eso de bajar los ojos antinaturalmente,


ridículo y amanerado. Y para resarcirle de mi grosería le diré en
serio y sin empacho que creo en el demonio, que creo en él
canónicamente, en un demonio personal, no alegórico, y que no
necesito en absoluto sonsacar a nadie una respuesta. Eso es
todo. Debería usted estar contentísimo...

Stavrogin se rió forzada y nerviosamente. Tihon lo observaba


con curiosidad, con mirada dulce y tímida.

—¿Cree usted en Dios? —preguntó Nikolai Vsevolodovich de


buenas a primeras.

—Sí creo.

—Se ha dicho que si uno tiene fe y manda moverse a una


montaña, la montaña se moverá... Pero perdone esa tontería.
De todos modos, quisiera saber si puede usted o no mover una
montaña.

—Si Dios lo manda, la moveré —dijo Tihon en voz baja y


tranquila, humillando de nuevo los ojos.

—Eso es igual que si Dios la moviese. No, usted, usted mismo,


como galardón por creer en Dios.

1107
—Quizá no la moviera.

—«¿Quizá?». Eso no está mal. ¿Por qué duda?

—Porque creo imperfectamente.

—¿Cómo? ¿Usted cree imperfectamente? ¿No cree por


completo?

—Bueno..., quizá tampoco por completo.

—¡Qué me dice! Por lo menos cree que con la ayuda de Dios


moverá la montaña, y eso no es poco. Eso es más que el
trespeu de cierto arzobispo, aunque es verdad que lo dijo bajo
la amenaza del sable. Y, por supuesto, usted es cristiano.

—No permitas que me avergüence de Tu cruz, ¡oh, Señor! —


Tihon casi murmuró las palabras, en un murmullo apasionado e
inclinando aún más la cabeza. Las comisuras de los labios
empezaron de pronto a temblarle nerviosamente.

—¿Pero es posible creer en el demonio sin creer por completo


en Dios? — preguntó Stavrogin riendo.

—Enteramente posible. Ocurre muy a menudo —Tihon levantó la


vista y también se sonrió.

—Y estoy seguro de que considera esa fe más respetable, en fin


de cuentas, que el ateísmo completo... —Stavrogin rompió a reír.
Tihon volvió a sonreírse.

—Al contrario. El ateísmo completo es más respetable que la


indiferencia mundana —añadió con candoroso regocijo.

1108
—¡Ajá! ¡Conque ésas tenemos!

—El ateo completo está en el penúltimo escalón para llegar a la


fe absoluta (podrá o no llegar al último), mientras que el
indiferente no tiene fe alguna salvo un miedo feo.

—Hum... ¿Ha leído usted el Apocalipsis?

—Lo he leído.

—¿Recuerda aquello «Y escribe al ángel de la iglesia en


Laodicea...»?

—Lo recuerdo. Palabras fascinantes.

—¿Fascinantes? ¡Extraña expresión de un obispo! De veras que


es usted un tipo raro... ¿Dónde tiene el libro? —Stavrogin se
mostraba extrañamente apresurado e inquieto, buscando con
la vista el libro en la mesa—. Quiero leerle... ¿Tiene la versión
rusa?

—Conozco el pasaje, lo recuerdo bien —dijo Tihon.

—¿Se lo sabe de memoria? Dígalo...

Al momento bajó los ojos, apoyó ambas manos en las rodillas e,


impaciente, se dispuso a escuchar. Tihon lo recitó al pie de la
letra: «Y escribe al ángel de la iglesia de Laodicea: He aquí, dice
el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación
de Dios. Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá
fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente,

1109
te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy
enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y
desnudo...».

—Basta —interrumpió Stavrogin—. Eso lo dice por los que están


en medio, por los indiferentes, ¿no es verdad? Sepa usted que lo
amo mucho.

—Y yo a usted —replicó Tihon a media voz.

Stavrogin calló y volvió a sumirse en la ensoñación de antes.


Esto le ocurría como una especie de acceso, y ahora por tercera
vez. También el «lo amo» que había dicho a Tihon había brotado
casi de un enajenamiento, al menos como algo que ni él mismo
esperaba. Pasó más de un minuto.

—No se enfade conmigo —murmuró Tihon tocando ligeramente


el codo de Stavrogin, como si no se atreviera a hacerlo.
Stavrogin se estremeció y frunció el ceño.

—¿Cómo sabía que estaba enfadado? —preguntó al momento.


Tihon estuvo por decir algo, pero Stavrogin lo interrumpió de
improviso con alarma inexplicable—. ¿Por qué suponía que tenía
necesariamente que enfadarme? Sí, tiene razón, estaba
enfadado, y precisamente por haberle dicho «lo amo». Tiene
razón, pero es usted un cínico tosco, con una opinión humillante
de la naturaleza humana. Es posible que no hubiera habido
enfado si se tratase de otro y no de mí... Pero no se trata de

1110
ningún otro, sino de mí mismo. En todo caso, es usted un tipo
raro y un chiflado...

Su irritación seguía en aumento y, cosa extraña, no se cuidaba


de lo que decía.

—Escuche. No me gustan ni los espías ni los psicólogos, al


menos los que bucean en mi alma. No invito a nadie a entrar en
mi alma, no necesito a nadie y puedo arreglármelas solo. ¿Cree
usted que le temo? —alzó la voz y lo miró con gesto de
desafío—. Usted tiene el pleno convencimiento de que he venido
a revelarle algún secreto «horrible» y lo espera con toda la
curiosidad monacal de que es capaz. Pero sepa que no le
revelaré nada, ningún secreto, porque no necesito de usted
para nada.

Tihon le miró fijamente.

—A usted le sorprende que el ángel ame más al frío que al tibio


—dijo—. Usted no quiere ser solamente tibio. Tengo el
presentimiento de que está usted luchando con un propósito
extraordinario, acaso terrible. Si es así, le imploro que no se
atormente y que diga todo lo que ha venido a decir.

—¿Y usted sabía de cierto que había venido con algo?

—Yo... se lo adiviné en la cara —murmuró Tihon, bajando la


vista.

Nikolai Vsevolodovich estaba un poco pálido y le temblaban un


tanto las manos. Durante algunos segundos estuvo observando,

1111
inmóvil y en silencio, a Tihon, como a punto de tomar una
determinación definitiva. Al fin, sacó del bolsillo de la levita
unas hojas impresas y las puso en la mesa.

—Éstas son hojas destinadas a la publicidad —dijo con voz


desfalleciente—. Si un solo hombre las lee, dejaré de ocultarlas y
todo el mundo las leerá. Así lo tengo decidido. No necesito de
usted, porque ya lo tengo todo resuelto. Pero

léalas... Mientras las lee, no diga nada, pero cuando haya


terminado de leerlas, dígalo todo...

—¿Las leo? —preguntó Tihon irresoluto.

—Léalas. Estoy tranquilo.

—No. No podré leerlas sin gafas. La letra es pequeña.


Extranjera.

—Aquí tiene las gafas —Stavrogin las tomó de la mesa, se las


alargó y se reclinó en el sofá. Tihon se enfrascó en la lectura.

La letra era, en efecto, extranjera: tres hojas pequeñas de papel


corriente, impresas y cosidas. Seguramente habían sido
impresas secretamente en una tipografía rusa en el extranjero
y, a primera vista, se parecían mucho a los pasquines políticos.
El título decía: «De Stavrogin».

1112
Intercalo este documento literalmente en mi crónica. Cabe
sospechar que ya muchos lo conocen. Sólo me he permitido
corregir las faltas de ortografía, que son bastante numerosas y
no dejan de sorprenderme, dado que el autor era un hombre
instruido y de amplias lecturas (por supuesto, hablando
relativamente). En el estilo no he cambiado nada, no obstante
sus incorrecciones y oscuridades. Es evidente, en todo caso, que
el autor no tiene pizca de literato.

De Stavrogin.

Yo, Nikolai Stavrogin, oficial del ejército en situación de retiro,


estuve viviendo en el año 186... en Petersburgo, entregado al
libertinaje, en el que no hallé deleite. En esa época, y durante
algún tiempo, tomé en alquiler tres viviendas. Una de ellas la
ocupaba yo mismo, en habitaciones amuebladas y con pupilaje
y servicio, y allí también vivía entonces María Lebiadkina, en la
actualidad mi esposa legítima. Las otras dos viviendas las
alquilaba por meses para mis citas amorosas: en una de ellas
recibía a una señora que estaba enamorada de mí y en la otra
a su doncella; y durante algún tiempo me tentó la idea de que
señora y doncella se encontrasen en mi apartamento en
presencia del marido de aquélla y de mis amigos. Conociendo el
carácter de ambas, esperaba divertirme mucho con esa
estúpida broma.

Mientras iba preparando este encuentro, tuve que visitar más a


menudo una de las dos viviendas que alquilaba en una casa
grande de la calle Gorohovaya, pues era allí donde me reunía

1113
con la doncella. Allí, en el cuarto piso, tenía sólo una habitación
que había tomado en arrendamiento a una familia rusa de la
clase artesana. Ellos vivían en la habitación contigua, mucho
más pequeña, tanto así que la puerta que daba paso de su
habitación a la mía estaba siempre abierta, que era lo que yo
quería. El marido trabajaba en una oficina y pasaba todo el día
fuera. La esposa, de unos cuarenta años, se ocupaba en cortar
y coser ropa usada para hacerla parecer nueva, y también salía
de la casa con frecuencia para entregar su trabajo. Yo me
quedaba solo con la hija, que por su aspecto era todavía muy
niña. Se llamaba Matriosha. Su madre la quería, pero le pegaba
a menudo y, según costumbre de esa gente, le chillaba a más y
mejor. Esta muchacha me servía de criada y me hacía la cama
detrás de un biombo. Declaro que he olvidado el número de la
casa. Ahora, después de una indagación, sé que esa casa vieja
ha sido derribada y revendido el solar; donde antes hubo dos o
tres casas hay ahora una nueva grande. También he olvidado el
apellido de mis caseros (quizá tampoco lo sabía entonces).
Recuerdo que la mujer se llamaba Stepanida, de patronímico
Mihailovna, según creo. El del marido no lo recuerdo. Quiénes
eran, de dónde eran y dónde estarán ahora es algo que ignoro
en absoluto. Supongo que si la policía de Petersburgo se
pusiera a buscarlos e hiciera todas las indagaciones posibles se
podría encontrar rastro de ellos. La entrada a la vivienda
estaba en el patio, en un rincón. Todo esto ocurrió en junio. La
casa estaba pintada de azul claro.

1114
Un día desapareció de mi casa un cortaplumas que no
necesitaba para nada y que andaba tirado por allí. Se lo dije a
la patrona, sin pensar en que ésta daría una paliza a su hija por
ese motivo. Pero la patrona acababa de echar una bronca a la
chica (yo vivía con ellos en familia y no se andaban con
cumplidos en

mi presencia) por la pérdida de algún trapo, sospechando que


la pequeña lo había sustraído, e incluso le había dado un tirón
de pelos. Cuando el trapo fue hallado bajo el mantel, la
muchacha no dijo una sola palabra de queja y se limitó a mirar
a su madre en silencio. Yo lo noté, y fue cabalmente entonces
cuando por vez primera vi bien el rostro de la muchacha, en el
que apenas había reparado hasta entonces. Era rubia y pecosa,
de rostro común y corriente, pero con algo muy infantil y
agradable, sumamente agradable. A la madre no le hizo pizca
de gracia que la hija no se quejara del inmerecido castigo y
levantó el puño, pero no la golpeó; y en ese instante preciso
salió a relucir lo de mi cortaplumas. En realidad, aparte de
nosotros tres, no había nadie más allí, y sólo la muchacha
entraba detrás del biombo. La mujer estalló de furia por haber
pegado injustamente a la chica por primera vez, y corrió a
buscar el escobón, le arrancó unas cuantas cerdas y azotó a la
muchacha en mi presencia hasta levantarle ronchas. Matriosha
no lloró por los azotes, pero gemía de modo extraño a cada
golpe. Y después siguió gimiendo durante toda una hora.

1115
Pero antes de eso hubo lo que digo a continuación: en el
momento mismo en que la patrona corría a buscar el escobón
para arrancarle las cerdas, vi mi cortaplumas en la cama,
adonde había ido a parar desde la mesa. Al punto se me ocurrió
que no diría nada para que azotaran a la muchacha de nuevo.
Fue una decisión instantánea: en tales momentos siempre se
me corta el aliento. Pero he determinado contarlo todo de
manera que en adelante nada quede oculto.

Toda situación extremadamente vergonzosa, completamente


degradante, detestable y, sobre todo, ridícula, en que me he
hallado en mi vida ha despertado siempre en mí, junto con una
cólera desmedida, un deleite indescriptible. Así lo he sentido en
los momentos en que cometía un delito y en aquellos otros en
que mi vida ha estado en peligro. Si hurtaba algo, sentía al
cometer el hurto una exaltación provocada por la conciencia de
mi infamia. No era que la infamia me atrajese (en esto mi juicio
se mantenía cuerdo), sino que la conciencia torturante de mi
villanía me agraciaba. De igual modo, cada vez que en un duelo
estaba junto a la barrera esperando el disparo de mi
adversario, experimentaba la misma sensación vergonzosa y
frenética; y en una ocasión con intensidad extraordinaria.
Confieso que a menudo yo mismo la buscaba, porque para mí
era la sensación más fuerte entre todas las de su género.
Cuando recibía una bofetada (y he recibido dos en mi vida) me
pasaba lo mismo, a pesar de la terrible cólera. Pero si
conseguía contener la cólera, el deleite sobrepasaba cuanto es

1116
posible imaginarse. A nadie he hablado nunca de esto, ni
siquiera he aludido a ello, y lo he ocultado como algo
ignominioso y humillante. Pero cuando una vez, en Petersburgo,
me apalearon sin misericordia en una taberna y me arrastraron
del pelo, no experimenté esa sensación, sino sólo una ira
inaudita. Como no estaba ebrio, decidí sencillamente pelear.
Pero si quien me agarró del pelo y me tiró al suelo hubiera sido
el vizconde francés que me dio un bofetón en el extranjero, y a
quien por ello arranqué la mandíbula inferior de un tiro, habría
sentido esa exaltación y quizá no cólera. Al menos, así me
pareció entonces.

Cuento esto para que sepan todos que esa sensación nunca se
enseñoreó de mí por completo; siempre conservaba el pleno
dominio de mis facultades (y, en realidad, todo depende de
eso). Y aunque podía empujarme al borde de la locura, nunca
logró privarme de ese dominio. Llegaba casi al estallido, pero
siempre podía regularlo a voluntad, incluso reprimirlo antes de
que se produjese; ahora bien, por mi parte no deseaba esto
último. No me cabe duda de que podría vivir como un monje
toda la vida, a pesar de la voluptuosidad bestial

de que estoy dotado y que siempre he tratado de provocar.


Habiéndome entregado hasta los dieciséis años con notable
inmoderación al vicio que confesaba Jean-Jacques Rousseau,
dejé de practicarlo a los diecisiete, en el minuto mismo en que
me lo había propuesto. Soy siempre dueño de mí mismo cuando

1117
quiero serlo. Por lo tanto, hago constar que no quiero que se me
juzgue irresponsable de mis delitos, achacándolos al medio
ambiente en que he vivido o a la enfermedad.

Una vez terminada la azotaina, me metí el cortaplumas en el


bolsillo del chaleco y al salir a la calle lo tiré, lejos de la casa
para que nadie lo encontrase. Entonces esperé dos días. La
muchacha, después de haber llorado, se volvió más taciturna
que antes. Tengo la seguridad de que no estaba resentida
conmigo. Aunque sin duda sentía vergüenza de que la
castigaran de ese modo en mi presencia, ahora no lloraba, sino
que gemía bajo los golpes, indudablemente porque yo estaba
allí y lo había visto todo. Pero, como una niña que era, de esa
vergüenza se culpaba seguramente a sí misma. Acaso hasta
entonces sólo me había tenido miedo, no a mí como persona,
sino como inquilino, como un extraño, y, por lo visto, era
extremadamente tímida.

Fue justamente por esos días cuando me hice la pregunta de si


debía irme y abandonar el proyecto que había tramado; y al
punto sentí que sí podía hacerlo, que podía hacerlo en cualquier
momento y en ese instante. También por esos días quería
matarme, aquejado del morbo de la indiferencia; o, mejor dicho,
no sé por qué. En esos dos o tres días (ya que era necesario
aguardar a que la chica se olvidara de todo), probablemente
para desviarme de mi obsesión, o por pura diversión, cometí un
hurto, que ha sido el único que he cometido en mi vida.

1118
En esas habitaciones vivía hacinada mucha gente. Entre ella
había un empleado del Estado con su familia, en dos cuartos
amueblados. Era hombre de unos cuarenta años, nada tonto y
de aspecto decente, aunque pobre. Yo no alternaba con él, y él,
por su parte, tenía miedo de la pandilla que me rodeaba por
aquel entonces. Acababa de cobrar su sueldo: treinta y cinco
rublos. Lo que me empujó fue que en ese momento andaba yo,
en efecto, necesitado de dinero (aunque lo recibí por correo
cuatro días después), de modo que hasta cierto punto iba a
robar por necesidad y no por broma. Lo hice con desfachatez y
descaro: sencillamente entré en la vivienda cuando su mujer, los
niños y él estaban comiendo en el otro cuartito. Allí, en una silla
al lado de la puerta, estaba doblado su uniforme. La idea se me
ocurrió de buenas a primeras cuando estaba aún en el pasillo.
Metí la mano en el bolsillo y saqué el portamonedas. Pero el
empleado debió de oír algún ruido, porque asomó la cabeza por
la puerta de su habitación. Al parecer, vio efectivamente algo,
pero como, por supuesto, no lo vio todo, no dio crédito a sus
ojos. Yo le dije que, al pasar por delante de su puerta, había
entrado a ver qué hora era en su reloj de pared. «Está parado,
señor», dijo, y yo salí.

Por aquellos días solía beber mucho y en mis habitaciones se


juntaba toda una cuadrilla, en la que figuraba también
Lebiadkin. Tiré el portamonedas con la calderilla que en él había
y me quedé con los billetes. Había treinta y dos rublos, en tres
billetes de diez y dos de uno. Cambié enseguida uno de diez y

1119
mandé por champaña; después mandé a cambiar el segundo
de diez y luego el tercero. Unas cuatro horas más tarde, ya
había anochecido, el empleado me estaba esperando en el
pasillo.

—Nikolai Vsevolodovich, cuando entró usted hace un rato, ¿no


dejó caer al suelo sin querer el uniforme que estaba en la silla...
junto a la puerta?

—No. No recuerdo. ¿Tenía usted allí un uniforme?

—Sí, allí estaba.

—¿En el suelo?

—Primero en la silla y luego en el suelo. ¿Lo levantó usted?

—Sí. ¿Qué más se le ofrece?

—Nada, en ese caso, señor...

No se atrevió a seguir ni a decírselo a nadie en la casa, tan


pusilánime es esa gente. Además, todos en la casa me tenían
un miedo atroz y me respetaban. Más tarde me divertía
cambiar miradas con él en el pasillo, pero pronto acabé por
aburrirme.

Tres días después volví a la calle Gorohovaya. La madre estaba


a punto de salir llevando un envoltorio; el marido, por supuesto,
no estaba en casa. Quedábamos solos Matriosha y yo. Las
ventanas estaban abiertas. La casa estaba ocupada por

1120
artesanos y de todos los pisos llegaba durante el día ruido de
martillazos y de gente cantando. Pasó cerca de una hora.
Matriosha estaba sentada en su cuartito, en un banquillo, con la
espalda vuelta hacia mí y haciendo algo de costura. Al cabo
comenzó de pronto a cantar en voz baja, muy baja, cosa que
hacía a veces. Saqué el reloj y miré la hora: eran las dos. El
corazón empezó a palpitarme con fuerza; pero de repente volví
a la pregunta de si podía refrenarme y al momento me contesté
que sí. Me levanté, fui furtivamente a donde ella estaba. En las
ventanas tenían muchos geranios y el sol brillaba intensamente.
Me senté en el suelo, junto a ella. Ella se estremeció; al principio
se asustó sobremanera y se levantó de un brinco. Le cogí una
mano y se la besé suavemente, la obligué a sentarse de nuevo
en el banquillo y me puse a mirarla a los ojos. Cuando le besé la
mano se puso a reír como una criatura, pero sólo un instante,
porque se levantó con un respingo por segunda vez y ahora con
miedo tal, que vi un espasmo en su rostro. Me miraba con ojos
inmóviles de espanto y le empezaron a temblar los labios como
si fuera a llorar, pero no lloró. Otra vez le besé la mano y la hice
sentarse en mis rodillas. Le besé la cara y las piernas. Cuando le
besé las piernas se apartó bruscamente y se sonrió como
avergonzada, con una sonrisa ambigua. Se puso como la grana
de vergüenza. Yo, mientras tanto, seguía susurrándole cosas al
oído. Por último, sucedió algo tan extraño que nunca lo olvidaré
y que me dejó maravillado: la muchacha me echó los brazos al
cuello y empezó a besarme apasionadamente. Su rostro
expresaba un arrobo sin límites. Estuve a punto de levantarme e

1121
irme, tan desagradable me parecía esa conducta en una niña
por la que de pronto sentí lástima. Pero dominé mi repentino
sentimiento de horror y... me quedé.

Cuando todo concluyó, pareció turbada. No intenté


tranquilizarla y ella, por su parte, dejó de acariciarme. Me
miraba sonriendo con timidez. De improviso, su semblante me
pareció estúpido. Su turbación crecía por momentos. Por fin se
tapó la cara con las manos y se fue a un rincón, donde
permaneció de pie, inmóvil, con el rostro vuelto a la pared. Temí
que volviera a asustarse como lo había hecho un rato antes y,
sin decir palabra, salí de la casa.

Sospecho que todo lo ocurrido acabó por parecerle


infinitamente abominable, un horror mortal. No obstante las
palabrotas rusas que seguramente había oído desde la cuna,
sin contar toda clase de peregrinas conversaciones, estoy
absolutamente convencido de que aún no se daba cuenta de
nada. De seguro que, en definitiva, creyó haber cometido un
delito terrible y que era culpable de un pecado mortal. «Había
matado a Dios».

Esa noche tuve la reyerta en la taberna a que ya he aludido de


paso. Pero me desperté a la mañana siguiente en mi
habitación, adonde me había llevado

Lebiadkin. Mi primer pensamiento al despertar fue si ella habría


hablado o no. Fue un momento de auténtico terror, si bien aún

1122
no muy intenso. Esa mañana estuve muy alegre y amable con
todos, y toda la pandilla quedó muy contenta de mí. Pero los
dejé a todos y fui a la calle Gorohovaya. Tropecé con Matriosha
en el zaguán. Venía de una tienda adonde la habían mandado a
comprar verdura. Al verme, se asustó en extremo y subió como
una flecha la escalera. Cuando entré, su madre le había dado
ya un par de bofetadas por irrumpir en el cuarto como un
ciclón, con lo que pudo disimular el verdadero motivo del
espanto. Así, pues, todo iba bien por el momento. Pareció
ocultarse en algún sitio y no salió mientras estuve allí. Pasé allá
cosa de una hora y me marché.

Al anochecer volví a sentir miedo, pero ahora


incomparablemente más intenso. Claro que podía negarlo todo,
pero se me podía coger en una mentira. Sobre mí se cernía el
espectro de una condena a trabajos forzados. Nunca había
conocido el miedo y salvo en este caso, nunca había temido
nada, ni antes ni después; ni siquiera Siberia, adonde podía
haber sido deportado más de una vez. Pero en esta ocasión, no
sé por qué motivo, estaba alterado y sentía verdadero espanto
por primera vez en mi vida, sensación sumamente dolorosa.
Además, esa noche, en mi cuarto, llegué a odiarla hasta el
extremo de resolver que la mataría. El motivo principal de mi
odio era el recuerdo de su sonrisa. Empecé a sentir desprecio e
intensa repugnancia al recordar cómo después de lo ocurrido se
había metido en el rincón y tapado la cara con las manos; me
dominaba una rabia inexplicable a la que siguieron escalofríos;

1123
y cuando al alba empecé a sentir fiebre, volvió la sensación de
espanto, pero ahora tan aguda que no he conocido tormento
más intenso que ella. Ahora bien, ya no odiaba a la muchacha;
al menos no llegué al paroxismo de la noche antes. Noté que el
terror agudo ahuyenta por completo el odio y el propósito de
venganza.

Me desperté cerca de mediodía, sintiéndome bien y hasta


pasmado por algunas de las sensaciones de la víspera. Estaba,
sin embargo, de mal humor y obligado a volver a la calle
Gorohovaya a pesar de la aversión que sentía. Recuerdo que en
el camino deseaba ardientemente reñir con alguien, siempre y
cuando fuera una riña violenta. Pero al llegar a la calle
Gorohovaya encontré inopinadamente en mi cuarto a Nina
Savelievna, la doncella, que llevaba ya una hora esperándome.
Yo no sentía cariño alguno por esta muchacha, y así, pues, ella
había venido medio asustada creyendo que podía enfadarme
por su no solicitada visita. Pero de pronto me sentí muy
contento de verla. La chica no era fea, pero modesta y con los
melindres a que es tan afecta la baja clase media, por lo que mi
patrona me la estuvo alabando mucho tiempo. Encontré a las
dos tomando café, y a la patrona sumamente satisfecha de la
agradable conversación. En un rincón del cuarto vi a Matriosha.
Estaba de pie y miraba, sin moverse, a su madre y la visitante.
Cuando entré no se escondió, como lo había hecho antes, ni
salió corriendo. Lo único era que parecía haber adelgazado
mucho y que tenía calentura. Estuve amable con Nina y cerré la

1124
puerta a la patrona, cosa que no había hecho en mucho tiempo,
de lo que Nina quedó contentísima. Salimos juntos y no volví a
la calle Gorohovaya en dos días. Aquello ya me aburría.

Determiné acabar con todo, dejar mis habitaciones y


marcharme de Petersburgo. Pero cuando fui a dar aviso a la
patrona la hallé alarmada y afligida. Hacía tres días que
Matriosha estaba enferma, tenía fiebre por la noche y deliraba.
Pregunté, por supuesto, qué decía en su delirio (hablábamos en
voz baja en mi cuarto). Me susurró que su hija decía «cosas
horribles»: «He matado a Dios». Propuse que se llamara a un
médico a costa mía, pero ella no quiso:

«Pasará, si Dios quiere. No está todo el tiempo en cama; sale


durante el día. Y hace un momento volvió de la tienda». Resolví
ver a Matriosha a solas, y como la patrona dijo que sobre las
cinco tenía que ir a Petersburgo, decidí volver al atardecer.

Comí en una taberna. A las cinco y cuarto en punto volví. Abría


siempre con mi propia llave. No había allí nadie más que
Matriosha. Estaba acostada en la cama de la madre, detrás del
biombo, y la vi asomarse, pero hice como si no lo notara. Todas
las ventanas estaban abiertas. El aire de fuera era tibio,
caluroso casi. Estuve yendo y viniendo por el cuarto y me senté
en el sofá. Lo recuerdo todo hasta el último momento. Me
causaba verdadera satisfacción no hablar con Matriosha.
Estuve esperando, sentado allí, durante toda una hora, cuando

1125
de pronto salió de un brinco de detrás del biombo. Oí el impacto
de sus pies en el suelo cuando saltó de la cama, luego pasos
bastante rápidos, y ella apareció en el umbral de mi habitación.
Me miró en silencio. En los cuatro o cinco días que no la había
visto de cerca había, en efecto, adelgazado mucho. Su rostro
parecía apergaminado y la cabeza probablemente le ardía. Los
ojos se habían agrandado y estaban fijos en mí, sin pestañear,
con curiosidad inerte, o así creía al principio. Me senté en un
extremo del sofá y la miré sin moverme. Y de súbito volví a
odiarla. Ahora bien, no tardé en darme cuenta de que no me
tenía miedo alguno, aunque quizá seguía delirando. Pero no lo
estaba en absoluto. De buenas a primeras empezó a menear la
cabeza, como en señal de reproche, levantó su puño diminuto y
me amenazó con él desde donde estaba. Al primer instante este
movimiento me pareció ridículo, pero pronto no pude soportarlo
más: me levanté y me acerqué a ella. Su rostro reflejaba una
desesperación que resultaba intolerable en la cara de una niña.
Seguía amenazándome con su pequeño puño y moviendo la
cabeza en gesto de reproche. Me acerqué un poco más y
empecé a hablarle cautelosamente, pero vi que no me entendía.
Entonces se tapó de pronto la cara con las manos,
impulsivamente, como lo había hecho antes, se apartó de mí y
fue a la ventana, volviéndome la espalda. No acierto a
comprender cómo no me fui entonces y por qué me quedé,
como en espera de algo. Pronto oí de nuevo sus pasos ligeros.
Salió al descansillo de la escalera. Yo fui corriendo a mi puerta y
la entreabrí a tiempo para ver que la muchacha entraba en el

1126
exiguo cuarto de trastos, semejante a un gallinero, contiguo al
retrete. Por mi mente cruzó un pensamiento extraño. Dejé la
puerta entreabierta y volví a la ventana. Por supuesto, aún era
imposible creer en ese fugaz pensamiento; «y sin embargo...».
(Lo recuerdo absolutamente todo).

Un momento después miré el reloj y tomé nota mental del


tiempo. Anochecía. Por encima de mí zumbaba una mosca que
vino a posarse en mi cara varias veces. La atrapé, la tuve
cogida entre los dedos y la arrojé por la ventana. Allá abajo
entró con gran estrépito un carro en el patio; y con voz de
trueno (y desde hacía tiempo) un sastre, sentado a su ventana
en un rincón del patio, cantaba una canción. Estaba trabajando
y yo podía verlo desde donde estaba. Se me ocurrió que, puesto
que nadie me había visto entrar en el portal y subir la escalera,
era, por tanto, necesario que nadie me viera cuando bajase, y
aparté a ese fin la silla de la ventana. Cogí un libro, pero lo tiré;
me puse a mirar una araña minúscula de color rojizo en una
hoja de geranio y perdí la noción del tiempo. Lo recuerdo todo
hasta el último instante.

De pronto saqué el reloj. Habían pasado veinte minutos desde


que ella salió. La conjetura tomaba visos de probabilidad. No
obstante, decidí esperar un cuarto de hora más. Pensé que
quizás habría vuelto sin que yo la oyera, pero era imposible.
Reinaba un silencio mortal y se podía oír el vuelo de una mosca.
El

1127
corazón empezó a palpitarme de nuevo con fuerza. Miré el reloj:
faltaban tres minutos para el cuarto de hora, y durante ellos
permanecí sentado, aunque el corazón me martilleaba
dolorosamente. Entonces me levanté, me puse el sombrero, me
abroché el gabán y miré en torno para ver si todo quedaba en
el sitio de antes, a fin de no dejar indicios de mi visita. Acerqué
la silla un poco más a la ventana, como antes había estado. Por
último, abrí la puerta sin hacer ruido, la cerré con llave y fui al
cuarto de trastos. Estaba cerrado, pero no con llave; sabía que
no se cerraba con llave, pero no quise abrir la puerta. Así, pues,
me puse de puntillas y miré por una rendija. En ese preciso
instante, cuando estaba de puntillas recordé que cuando
estaba sentado junto a la ventana mirando la araña rojiza y
olvidado de todo, había pensado que me pondría de puntillas y
miraría por esa misma rendija. Con la mención de este detalle
quiero demostrar taxativamente hasta qué punto estaba en
pleno dominio de mis facultades mentales. Estuve mirando
largo rato por la rendija; dentro estaba oscuro, pero no del
todo. Por fin vi lo que quería ver para cerciorarme por completo.

Decidí al cabo que podía irme y bajé la escalera. No tropecé


con nadie. Tres horas después estábamos todos tomando té en
nuestras habitaciones, en mangas de camisa y jugando a las
cartas con una baraja vieja. Lebiadkin recitaba versos. Se
contaban muchas historietas y, como de propósito, todas ellas
eran divertidas y jocosas, no necias como lo eran por lo común.

1128
También andaba por allí Kirillov. Nadie estaba bebido, aunque
había una botella de ron, pero sólo Lebiadkin se echaba un
trago de vez en cuando. Prohor Malov hizo notar que «cuando
Nikolai Vsevolodovich está contento y no abatido, todos
nosotros nos ponemos alegres y damos muestras de agudeza».
Recordé eso entonces.

Ya estaban para dar las once cuando entró corriendo la hijita


del portero con un recado para mí de la calle Gorohovaya:
Matriosha se había ahorcado. Fui con la muchacha y vi que la
patrona misma no sabía a santo de qué había mandado por mí.
Gemía y se aporreaba la cabeza, todo allí andaba manga por
hombro, se agolpaba la gente y había llegado la policía. Estuve
un rato en el zaguán y me fui.

Apenas me importunaron, aunque, por supuesto, me hicieron


las preguntas de rigor. Pero aparte de que la muchacha estaba
enferma y deliraba en los últimos días y de que yo había
ofrecido llamar a un médico a mi costa, no pude declarar nada.
Me preguntaron asimismo acerca del cortaplumas y dije que la
patrona había pegado a la chica, pero que ello no había sido
cosa mayor. Nadie sabía que yo había estado allí esa tarde. Del
resultado de la autopsia nunca supe nada.

No volví por allá en ocho días. (Fui a dar aviso a la patrona de


que dejaba la habitación, pero eso fue bastante tiempo
después del entierro). La patrona seguía llorando, aunque ya
había vuelto a trajinar con sus guiñapos y su costura habitual.
«La ofendí por lo del cortaplumas de usted», me dijo, pero sin

1129
especial reproche. Liquidé mi cuenta y di como pretexto de mi
partida que no podía recibir allí a Nina Savelievna después de lo
ocurrido. Cuando nos despedimos, volvió a colmar de
alabanzas a Nina Savelievna. Y al salir le di cinco rublos más de
los que le debía por el alquiler de la habitación.

Lo más notable era que también entonces sentía hastío de vivir,


un hastío mortal. El incidente de la calle Gorohovaya, una vez
sorteado el peligro, lo habría olvidado del todo, como lo demás
que sucedió a la sazón, si no hubiera recordado con ira durante
algún tiempo lo cobarde que había sido. Desahogaba

mi cólera en el primero que se presentaba. Por esos días, y sin


motivo alguno, se me ocurrió la idea de arruinar mi vida, pero
sólo del modo más repugnante posible.

Una vez, cuando observaba a la coja María Timofeyevna


Lebiadkina, que a veces me limpiaba las habitaciones y aún no
había perdido el juicio, sino que sólo era retrasada mental,
enamorada secretamente de mí (de lo que se habían enterado
mis amigos), resolví de buenas a primeras casarme con ella. La
idea de que Stavrogin se casase con una criatura tan ínfima me
excitaba los nervios. Nada más monstruoso cabía imaginar.
Ahora bien, no alcanzo a poner en claro si en esa decisión mía
entraba inconscientemente (¡claro que inconscientemente!) la
cólera que me dominaba por la ruin cobardía que había
mostrado después de lo de Matriosha. Francamente, no lo creo.

1130
Sea como fuere, no me casé con ella «por una apuesta de una
botella de vino tras una comida en que todos nos
emborrachamos». Los testigos de la boda fueron Kirillov y Piotr
Verhovenski, que se hallaban casualmente en Petersburgo,
además del propio Lebiadkin y Prohor Malov (que ya ha
muerto). Nadie más lo supo y éstos dieron palabras de no
divulgarlo. El silencio siempre me ha parecido una vileza, pero
hasta aquí nadie lo ha violado. Ahora tengo intención de hacer
público mi matrimonio, junto con todo lo demás.

Después de casarme visité a mi madre en provincias. Fui allí


para distraerme, porque aquello me resultaba intolerable. Tras
de mí quedó en nuestra ciudad la noción de que estaba loco,
noción que aún persiste y, sin duda, me perjudica, como
explicaré más adelante. Luego me fui al extranjero, donde pasé
cuatro años.

Estuve en Oriente, en el monasterio del monte Atos, donde asistí


a oficios nocturnos que duraban ocho horas, estuve en Egipto,
viví en Suiza y hasta visité Islandia. Pasé un año estudiando en
la universidad de Góttingen. Durante el último año trabé
amistad en París con una distinguida familia rusa y con dos
muchachas también rusas en Suiza. Hará un par de años, en
Francfort, pasando por delante de una papelería, vi entre las
fotografías que estaban a la venta el retrato de una muchacha
pequeña, con un elegante vestido infantil, pero muy parecida a
Matriosha. Compré el retrato al momento y, al llegar al hotel, lo
puse en la repisa de la chimenea; allí permaneció intacto una

1131
semana y no lo miré una sola vez. Y no me lo llevé cuando me
marché de Francfort.

Traigo esto a colación para mostrar hasta dónde podía


sobreponerme a mis recuerdos y la indiferencia con que llegué
a mirarlos. Me deshice de todos, en bloque y de una vez, y el
bloque entero desaparecía sumisamente cada vez que lo
deseaba. Siempre me ha aburrido recordar el pasado y jamás
he podido hablar de él como lo hace la mayoría. En cuanto a
Matriosha, hasta su retrato lo dejé olvidado en la chimenea.
Hace un año, poco más o menos, en la primavera, viajando por
Alemania, iba tan distraído que no me bajé en la estación en
que debía trasbordar y me equivoqué de línea. Tuve que
apearme en la estación siguiente. Eran algo más de las dos de
la tarde de un día claro y hermoso. Me hallaba en un minúsculo
pueblo alemán. Me enseñaron dónde estaba el hotel. Tenía que
esperar, ya que el tren siguiente no pasaba hasta las once de la
noche. La aventura no dejaba de agradarme, pues no tenía
prisa por llegar a ninguna parte. El hotel resultó pequeño y
malo, pero estaba cubierto de verdura y rodeado de macizos
de flores. Me dieron un cuarto exiguo. Comí opíparamente y,
como había pasado la noche entera en el tren, me quedé
profundamente dormido después de la comida, a eso de las
cuatro de la tarde.

Tuve un sueño extraordinario, un sueño como nunca lo había


tenido antes. En la pinacoteca de Dresde hay un cuadro de

1132
Claude Lorrain que en el catálogo lleva el título de Acisy
Calatea, pero que yo siempre, no sé por qué, he llamado La
Edad de Oro. Ya lo había visto tiempo atrás, pero en esta
ocasión, tres días antes, le había echado un vistazo de nuevo al
pasar por Dresde. Éste fue el cuadro con que soñé, pero no
como tal cuadro, sino como escena real.

Un rincón del archipiélago griego: olas azules y acariciantes,


islas y rocas, ribera frondosa, mágico trasfondo, la fascinación
del sol poniente —las palabras no bastan para describirlo—. Ahí
estuvo la cuna del hombre europeo, ahí se situaron las primeras
escenas de la mitología, ahí emplazó su paraíso terrenal...

¡Ahí vivió una bella raza! Se levantaban y acostaban inocentes y


felices; llenaban sus florestas de alegres canciones; la gran
profusión de sus energías intactas se derramaba en amor y en
sencillo gozo; el sol bañaba con sus rayos estas islas y este mar,
regocijándose en sus bellos hijos. ¡Sueño maravilloso,
espléndida ilusión! El sueño más inverosímil de todos, pero al
que la humanidad entera ha consagrado todas sus energías en
el curso de la historia, al que lo ha sacrificado todo, por el que
han muerto hombres en la cruz y han pagado con la vida sus
profetas, sin el cual los pueblos no quieren vivir y ni siquiera
pueden morir. Me pareció que vivía todas esas sensaciones en
mi sueño. No sé con qué soñé exactamente, pero las rocas, el
mar y los rayos oblicuos del sol poniente todo eso se me
antojaba verlo todavía cuando desperté y abrí los ojos, y, por
primera vez en mi vida, los hallé arrasados de lágrimas. Una

1133
sensación de felicidad, desconocida por mí hasta entonces, me
traspasó el corazón hasta causarme dolor. Era ya noche
cerrada; en la ventana de mi cuartito, por entre las hojas verdes
de las flores que había en el alféizar, penetraba todo un haz de
rayos oblicuos del sol poniente que me bañaban en su luz. Volví
a cerrar los ojos, como ansioso de hacer volver el disipado
sueño, pero de improviso, en medio de aquella luz tan radiante,
vi un punto minúsculo. Fue poco a poco tomando forma
definida y de pronto divisé en él con toda la claridad una
arañita roja. Me recordó al momento la que había visto en la
hoja del geranio cuando también la envolvían los rayos oblicuos
del sol poniente. Algo pareció traspasarme el cuerpo; me
incorporé y me senté en la cama... (Así fue como ocurrió todo
ello entonces).

Vi delante de mí (¡oh, no en carne y hueso!, ¡ojalá hubiera sido


un fantasma real!), vi a Matriosha, enflaquecida, con ojos
febriles, exactamente igual que entonces, cuando estaba en el
umbral de mi cuarto y, meneando la cabeza, me amenazaba
con su puño diminuto. ¡Y nada me ha sido tan doloroso como
aquello! La desesperación patética de una criatura indefensa
de diez años, de mente aún informe, que me amenazaba (¿con
qué? ¿Qué podía hacerme a mí?), pero que, por supuesto, se
culpaba sólo a sí misma. Nunca me había sucedido nada
semejante. Estuve sentado, sin moverme, hasta que llegó la
noche y perdí la noción del tiempo. ¿Es eso lo que llaman
remordimiento de conciencia o arrepentimiento? No lo sé, ni

1134
ahora puedo decirlo. Quizás incluso ahora el recuerdo del hecho
mismo no me parezca abominable. Quizás ese recuerdo
encierre incluso ahora algo que da sabor a mis pasiones. No.
Pero lo insoportable para mí era sólo esa imagen, allí en el
umbral, con el puño en alto en ademán de amenaza, sólo el
aspecto que tenía entonces, sólo aquel momento en que movía
la cabeza. Eso es lo que no puedo soportar, porque desde
entonces se me aparece casi todos los días. No viene por sí
misma, sino que yo mismo la llamo y no puedo dejar de
llamarla, aunque no puedo vivir con ella. ¡Oh, si pudiera verla
alguna vez en carne y hueso, aunque fuese una alucinación!

Tengo otros viejos recuerdos quizá peores que ése. Traté muy
mal a una mujer, que murió a resultas de ello. Maté en duelo a
dos hombres que no me habían hecho daño alguno. En cierta
ocasión sufrí un agravio mortal y no me vengué. En mi haber
figura también un envenenamiento, llevado a cabo con
deliberación y buen éxito y de nadie conocido. (De ser
necesario, lo confesaré todo).

Entonces, ¿por qué ningún otro recuerdo me solivianta tanto


como ése? Quizá sea sólo por el aborrecimiento con que veo mi
situación de entonces, ya que antes me habría desentendido y
olvidado de ello con entera sangre fría.

Después de aquello estuve vagando casi todo un año y


tratando de ocuparme en algo. Sé que, aun hoy, puedo apartar

1135
de mi mente a la muchacha cuando me venga en gana. Soy tan
dueño absoluto de mi voluntad como antes. Pero la cuestión es
que no he querido nunca hacerlo, que no lo quiero ni nunca lo
querré. De eso estoy absolutamente seguro. Y así seguirán las
cosas hasta que me vuelva loco.

En Suiza, dos meses después, me enamoré de una muchacha, o,


mejor dicho, sentí un ataque de la misma pasión y los mismos
impulsos furiosos que solía tener antes. Tuve la tentación
terrible de cometer un nuevo delito, a saber, el de bigamia
(puesto que ya estaba casado), pero huí de ella por consejo de
otra muchacha a quien había confesado casi todo. Por otra
parte, ese nuevo delito no me habría desembarazado de
Matriosha.

Así, pues, resolví hacer imprimir estas hojas y llevar a Rusia


trescientos ejemplares. Cuando llegue la hora las enviaré a la
policía y a las autoridades locales; simultáneamente las
mandaré a las redacciones de todos los periódicos con el ruego
de que se publiquen, como también a muchas personas de
Petersburgo y de Rusia que me conocen. En traducción, se
publicarán también en el extranjero. Sé que, legalmente, lo
probable es que no se me importune, al menos demasiado; soy
yo quien declara contra mí mismo y no tengo acusador;
además, no hay pruebas y las que hay son insignificantes. Por
último, la tan arraigada idea de mi desequilibrio mental y, sin
duda, los esfuerzos de mi familia, que hará uso de esa idea,
ahogarán cualquier tentativa peligrosa de procesamiento

1136
criminal. A propósito, declaro lo que precede para demostrar
que estoy en pleno dominio de mis facultades y que comprendo
mi situación. Siempre quedarán aquéllos que lo sabrán todo,
que me mirarán y a quienes miraré. Y cuantos más haya, mejor.
Si esto me servirá de alivio, no lo sé. Recurro a ello en última
instancia.

Una vez más: si la policía de Petersburgo hace indagaciones


minuciosas quizá averigüe algo. La patrona y su marido puede
que vivan ahora en Petersburgo. Se recordará, por supuesto, la
casa. Estaba pintada de azul claro. En cuanto a mí, no iré a
ninguna parte y durante algún tiempo (uno o dos años) se me
podrá encontrar en Skvoreshniki, en la finca de mi madre. Si se
me convoca, me presentaré donde sea.

Nikolai Stavrogin.

La lectura duró cerca de una hora. Tihon leía despacio y


posiblemente algunos pasajes por segunda vez. Durante todo
ese tiempo Stavrogin permaneció sentado, inmóvil y en silencio.
Era extraño que el amago de impaciencia, aturdimiento y aun
delirio evidente en su rostro toda esa mañana hubiera
desaparecido; había sido reemplazado por una expresión de
sosiego y de algo así como franqueza, que daba a su
semblante casi un aire de dignidad. Tihon se quitó las gafas y
fue el primero en hablar, al principio con alguna cautela.

1137
—¿No se pueden hacer algunas correcciones en este
documento?

—¿Por qué? —respondió Stavrogin—. Lo escribí sinceramente.

—¿Quizá algunas en el estilo?

—Olvidé advertirle que todo lo que diga será en vano. No


desisto de mi intención. No intente disuadirme.

—No olvidó advertírmelo antes de empezar la lectura.

—Es igual. Lo repito ahora. Por fuertes que sean sus objeciones,
no desisto de mi intención. Y observe que con tal frase feliz o
infeliz (júzguela como quiera) no pretendo que empiece usted a
contradecirme o engatusarme —agregó como incapaz de
contenerse y volviendo por un momento a adoptar el tono de
antes, pero sonriéndose seguidamente de sus propias palabras.

—No le contradiré ni, desde luego, le engatusaré para que


desista de su intención; ni, por otra parte, podría hacerlo. La
idea de usted es una gran idea; sería imposible que la idea
cristiana se expresase de un modo más perfecto. El
arrepentimiento no puede ir más lejos que la maravillosa
hazaña que ha concebido usted, siempre y cuando...

—Siempre y cuando ¿qué...?

—Siempre y cuando sea efectivamente arrepentimiento y sea


efectivamente una idea cristiana.

—Eso me parece un sofisma. No es igual. Lo escribí


sinceramente.

1138
—Usted quiere, a propósito, retratarse a sí mismo con peor
catadura de lo que su corazón desearía... —Tihon se iba
envalentonando poco a poco. Era obvio que el «documento» le
había causado honda impresión.

—«¿Retratarme?». Le repito que no me «retrato» como dice y


que, desde luego, no he intentado «tomar postura».

Tihon bajó los ojos inmediatamente.

—Este documento emana directamente de la exigencia de un


corazón mortalmente herido. ¿Lo entiendo bien o no? —
prosiguió con insistencia y ardor insólitos—. Sí, el
arrepentimiento y la necesidad natural de arrepentirse le han
sojuzgado. Ha entrado usted por el gran camino, por el camino
más inusitado de todos. Pero usted parece aborrecer ya de
antemano a quienes lean lo que aquí está escrito y les lanza un
reto. Si no se avergüenza de confesar sus delitos, ¿por qué se
avergüenza de arrepentirse de ellos? ¡Que me miren!, dice
usted; pero y usted ¿cómo los va a mirar a ellos? Algunos
pasajes de su declaración parecen como subrayados. Se diría
que se deleita usted con su propia psicología y echa mano de
cualquier detalle para asombrar al lector, con una insensibilidad
de que usted carece. ¿Qué es eso, sino un desafío orgulloso que
lanza el reo al juez?

—¿Dónde está el desafío? He eliminado todo razonamiento


personal. Tihon calló. Sus mejillas pálidas se colorearon un poco.

1139
—Dejemos eso —dijo Stavrogin en tono perentorio—. Permítame
hacerle una pregunta por mi parte. Llevamos ya cinco minutos
hablando desde que leyó usted eso —e indicó las hojas con un
movimiento de cabeza— y no percibo en usted expresión
alguna de repugnancia o vergüenza... ¡Usted, por lo visto, no es
aprensivo! —no terminó la frase y se sonrió.

—Es decir, que usted quería que le manifestara inmediatamente


mi desprecio —dijo Tihon con firmeza—. No le ocultaré que me
horroriza esa enorme fuerza inútil malgastada adrede en cosas
abominables. En cuanto al delito mismo, muchos pecan del
mismo modo que usted, pero viven con su conciencia en paz y
tranquilidad, incluso juzgándolo como un desacato inevitable en
la edad juvenil... También hay viejos que pecan de la misma
manera, con ligereza y jovialidad. El mundo entero está lleno de
horrores

semejantes. Usted, sin embargo, ha sentido toda la hondura de


su degradación; y eso sucede muy raras veces.

—¿Es que empieza a respetarme después de leer esas hojas? —


Stavrogin preguntó con amarga sonrisa.

—A eso no contestaré directamente. Pero, desde luego, no hay


ni puede haber mayor crimen que el que cometió usted con esa
muchacha.

—Dejemos de juzgar a la gente según ese patrón. Me sorprende


un tanto su opinión de otras personas y eso que dice de lo

1140
corriente que es un crimen como ése. Quizá no sufra tanto
como he escrito ahí y quizá también haya dicho muchas
mentiras contra mí mismo —añadió de improviso.

Tihon volvió a guardar silencio. Stavrogin ya no pensaba en


marcharse; al contrario, empezó una vez más a ensimismarse
durante varios minutos.

—Y esa señorita —comenzó de nuevo Tihon con gran timidez—


con quien rompió en Suiza, ¿dónde está en este momento, si me
permite la pregunta?

—Aquí.

Nuevo silencio.

—Quizá le haya dicho muchas mentiras de mí mismo —insistió


Stavrogin de nuevo—. Pero ¿qué más da, si las desafío con la
crudeza de mi confesión? ¿O es que no ha notado usted el
desafío? Haré que todos me odien aún más, eso es todo. De ese
modo debiera sentir alivio.

—O, en otros términos, que el odio de ellos provocará en usted.


Y, aborreciéndolos, sentirá más alivio que si aceptara su
compasión.

—Tiene usted razón —dijo Stavrogin riendo de pronto—. ¿Sabe?


Puede que me llamen jesuita y mojigato hipócrita. ¡Ja, ja, ja!
¿No le parece?

—En efecto, sin duda habrá esa opinión. ¿Y piensa llevar pronto
a cabo su propósito?

1141
—Hoy, mañana, pasado, ¡qué sé yo! En todo caso, muy pronto.
Tiene razón; creo que lo que pasará en definitiva es que lo
publicaré repentinamente; y sí, en un momento de odio y
venganza, cuando los aborrezca más.

—Contésteme a una pregunta, pero sinceramente, a mí solo,


sólo a mí: si alguien le perdonase por esto —Tihon señaló las
hojas—, y no fuera uno de esos a quienes respeta o teme, sino
un extraño, alguien a quien no conocerá nunca, que al leer su
terrible confesión le perdonase en su fuero interno, ¿sentiría
usted alivio o sólo indiferencia?

—Sentiría alivio —respondió Stavrogin a media voz y bajando


los ojos—. Si me perdonase usted, me sentiría mucho mejor.

—Siempre y cuando usted también me perdonase a mí —


murmuró Tihon con voz penetrante.

—¿Por qué? ¿Qué me ha hecho usted a mí? ¡Ah, ya caigo, es la


fórmula monástica!

—Por el pecado voluntario e involuntario. Todo hombre que


comete un pecado peca contra todos los hombres, y todo
hombre es en cierto modo culpable de los pecados ajenos. El
pecado único no existe. Yo también soy un gran pecador, quizá
mayor que usted.

—Le diré toda la verdad: deseo que me perdone usted; y quizás


una, dos o tres personas más. Pero en cuanto a los demás,
¡prefiero que me odien! Y lo quiero para poder sobrellevarlo con
humildad.

1142
—¿Y la compasión general por usted? ¿No podría sobrellevarla
con humildad?

—Puede que no pudiera. Usted las coge al vuelo... Pero... ¿por


qué hace

eso?

—Comprendo el alcance de su sinceridad y, por supuesto, me


culpo de no saber acercarme a la gente. Siempre he creído que
ése es mi mayor defecto — dijo Tihon sincera y cordialmente,
clavando sus ojos en los de Stavrogin—. Lo digo sólo porque
temo mucho por usted —agregó—. Tiene delante un abismo casi
infranqueable.

—¿Que no podré aguantar? ¿Que no podré sobrellevar con


humildad el odio de los demás?

—No sólo el odio.

—¿Qué otra cosa?

—La risa —dijo Tihon casi a la fuerza, en un murmullo apenas


perceptible. Stavrogin se turbó y su rostro expresó alarma.

—Ya lo había previsto —replicó—. Así, pues, después de leer mi

«documento» le habré parecido un personaje cómico a pesar de


toda la tragedia. No se preocupe ni se azore..., ya le digo que lo
había previsto.

1143
—El horror será general y, por de contado, más falso que
sincero. Las gentes sólo temen aquello que amenaza
directamente sus intereses particulares. No hablo de las almas
puras; ésas se horrorizarán interiormente y se culparán a sí
mismas, pero pasarán inadvertidas. La risa, sin embargo, será
general.

—Añada a eso aquella observación del filósofo de que en la


desgracia ajena siempre hallamos algo que nos agrada.

—Es una observación justa.

—Sin embargo, usted..., usted mismo... Me sorprende la pésima


opinión que tiene de la gente y la repugnancia que le causa —
dijo Stavrogin con un asomo de ira.

—Créame que juzgaba más por mí mismo que por otros —


exclamó Tihon.

—¿De veras? ¿Pero no hay algo en su alma que lo hace


regocijarse de mi desgracia?

—¡Quién sabe! ¡Puede que lo haya! ¡Oh, sí, puede que lo haya!

—Basta. Muéstreme dónde precisamente le parezco ridículo en


mi declaración. Yo sé dónde, pero quiero que usted me lo
muestre con su propio dedo.

Y dígalo lo más cínicamente posible, con toda la sinceridad de


que es capaz.

Y le repito una vez más que es usted un tipo raro.

1144
—Hasta en la forma misma de esta gran penitencia hay algo
ridículo. ¡Oh, no crea que no saldrá triunfante a la postre! —
exclamó casi extático—. Incluso esta forma triunfará (y señaló
las hojas) con tal de que acepte sinceramente las bofetadas y
los escupitajos. Siempre ha ocurrido que, a la larga, la cruz más
ignominiosa se convierte en una gloria excelsa y una fuerza
pujante si la humildad del hecho ha sido sincera. ¡Quizá halle
usted consuelo durante su vida!...

—¿Conque se halla algo ridículo en la forma misma, en el estilo?


—insistió Stavrogin.

—Y también en el fondo. La fealdad lo anulará —murmuró Tihon


bajando de nuevo los ojos.

—¿Fealdad? ¿Qué fealdad?

—La de sus delitos. Hay delitos verdaderamente feos. En los


delitos, cualesquiera que sean, cuanta más sangre, cuanto más
horror haya, tanto más impresionantes y, por así decirlo, más
pintorescos son. Pero hay delitos vergonzosos, infames, con
independencia de todo horror; hasta un poco inelegantes,
cabría decir... —Tihon no acabó la frase.

—En fin —interrumpió Stavrogin agitado—, que usted encuentra


sumamente ridículo que besase las piernas de una muchacha
mugrienta..., sin omitir cuanto dije de mi temperamento y...,
bueno, todo lo demás. Comprendo. Lo comprendo
perfectamente. Y por eso precisamente es por lo que pierde

1145
usted toda esperanza en mí: porque eso es feo, repugnante...,
repugnante no, más bien vergonzoso, ridículo. Y usted cree que
eso es lo que menos podré sobrellevar.

Tihon guardó silencio.

—Sí, conoce usted bien a la gente. Sabe que no lo sobrellevaré...

Comprendo ahora por qué me preguntó si la señorita de Suiza


estaba aquí.

—No está usted preparado, no está lo bastante endurecido —


Tihon susurró tímidamente bajando la vista.

—Escuche, padre Tihon. Yo quiero perdonarme a mí mismo. ¡Ése


es mi objeto principal, todo mi objeto! —dijo de pronto
Stavrogin, con una exaltación sombría en los ojos—. Sé que sólo
entonces desaparecerá la visión. He ahí por qué busco el mayor
sufrimiento posible, y por qué lo busco yo mismo. No me asuste.

—Si cree que puede perdonarse a sí mismo y obtener ese


perdón en este mundo, ¡entonces ya cree usted absolutamente
en todo! —Tihon exclamó extático—. ¿Por qué dijo que no creía
en Dios?

Stavrogin no contestó.

—Dios le perdonará por su incredulidad, porque usted respeta


al Espíritu Santo sin conocerlo.

—A propósito, Cristo perdonará también, ¿verdad? —preguntó


Stavrogin; en el tono de la pregunta se notaba un dejo de
ironía—. Porque en el Libro se dice: «Y cualquiera que

1146
escandalizare a uno de estos pequeños...» ¿recuerda? Según el
evangelio no hay mayor crimen que ése. ¡Ahí está, en este libro!
— agregó señalando el Nuevo Testamento.

—En cuanto a eso le daré una nueva gozosa —contestó Tihon


conmovido—. También Cristo lo perdonará con tal que consiga
usted perdonarse a sí mismo.

¡Oh, no, no! ¡No crea que blasfemo! Aun si no consigue


reconciliarse consigo mismo y perdonarse a sí mismo, Él
también le perdonará por su buena intención y su gran
sufrimiento. Pues no hay palabras en el lenguaje humano ni
pensamiento en la mente para expresar todos los caminos y
designios del Cordero «hasta que sus propósitos nos sean
revelados». ¿Quién puede abarcar al Inabarcable? ¿Quién
puede comprender al Incomprensible?

Una vez más le temblaron las comisuras de los labios y un leve


espasmo le cruzó el rostro. Tras un instante de energía
desfalleció de nuevo y bajo los ojos.

Stavrogin se levantó y tomó el sombrero.

—Volveré alguna vez —dijo con cara de extremo cansancio—.


Aprecio mucho la conversación que hemos tenido y el honor
de... y sus sentimientos. Créame que ahora comprendo por qué
otros lo estiman tanto. Le pido que me encomiende en sus
oraciones a Aquél a quien tanto ama...

—¿Se va usted ya? —Tihon se puso rápidamente de pie como si


no hubiera esperado tan presurosa despedida—. Y yo que... —

1147
pareció perder el hilo— iba a pedirle algo por mi parte, pero...
ahora no sé..., ahora no me atrevo.

—¡Ah, pida, por favor! —Stavrogin volvió a sentarse en el acto,


con el sombrero en la mano. Tihon miró ese sombrero, esa
postura, la postura de un hombre enardecido y medio loco,
convertido de pronto en hombre de mundo que le daba cinco
minutos para el asunto que le concernía. Se turbó doblemente.

—Toda mi petición se reduce a que usted... Usted se hace cargo,


Nikolai Vsevolodovich (tales son, según creo, su nombre y
patronímico), de que con la

publicación de esas hojas echa a perder sus posibilidades en


cuanto a una carrera, por ejemplo, y... en cuanto a todo lo
demás.

—¿Una carrera? —Nikolai Vsevolodovich arrugó el ceño con


desagrado.

—¿Por qué destruirla? ¿Por qué ser tan inflexible? —Tihon


concluyó casi suplicante, persuadido de su propia torpeza. El
rostro de Nikolai Vsevolodovich tomó una expresión enfermiza.

—Ya le he dicho y le vuelvo a repetir que todo lo que diga es en


vano. Y, además, esta conversación empieza a serme
inaguantable —dijo revolviéndose significativamente en su
asiento.

1148
—No me comprende usted. Escuche y no se enoje. Ya conoce mi
opinión: la hazaña de usted, si procede de la humildad, sería
una hazaña cristiana de las más sublimes, si es que puede
sobrellevarla. Aun si no puede, el Señor tomará en cuenta el
sacrificio original de usted. Todo se tomará en cuenta: no se
escapará una sola palabra, un solo acto espiritual, un solo
pensamiento, aunque sea sólo pensamiento a medias. Pero en
lugar de esa hazaña yo le propongo otra aún más grande, algo
indudablemente más eximio...

Nikolai Vsevolodovich callaba.

—A usted lo domina el deseo de martirio y de autosacrificio.


Sobrepóngase a ese deseo, deseche esas hojas y ese propósito,
y entonces lo superará todo.

¡Humillará su orgullo, humillará a su demonio! Saldrá victorioso


y alcanzará la libertad...

Le brillaban los ojos; juntó las manos en gesto implorante.

—O, dicho de modo más sencillo, usted no quiere escándalo y


me tiende un lazo, mi buen padre Tihon —masculló Stavrogin
con desdén y enojo tratando de levantarse—. En suma, lo que
usted quiere es que siente la cabeza, que me case quizá, y
acabe mis días como socio del club local y visitando este
monasterio los días de fiesta. ¡Vaya penitencia! Aunque, si bien
como conocedor del corazón humano, prevé usted sin duda que
la cosa, en efecto, terminará de esa manera; que lo que se

1149
necesita es pedírmelo con buenos modos, ya que yo también lo
estoy deseando, ¿no es eso? —dijo con sonrisa avinagrada.

—No. No es esa penitencia. ¡Es otra la que le propongo! —


prosiguió Tihon ardorosamente, sin hacer el menor caso de la
sonrisa y el comentario de Stavrogin—. Conozco a un anciano,
ermitaño y asceta, no aquí, pero no muy lejos de aquí, de una
sabiduría cristiana tan grande que sobrepasa el entendimiento
de usted y el mío. Él atenderá mi requerimiento. Le hablaré de
usted. Vaya a él y comparta su retiro en calidad de novicio,
cinco años, siete años, los que juzgue necesarios. Haga votos, y
con ese gran sacrificio conseguirá lo que ansía y aun lo que no
espera, pues ahora no puede concebir siquiera lo que puede
alcanzar.

Stavrogin escuchaba atentamente, muy atentamente, esta


última propuesta.

—O dicho más sencillamente, usted me propone que me meta a


monje en ese monasterio. No obstante lo mucho que le respeto,
hubiera debido prever esto. Pues bien, le confieso que en
momentos de cobardía se me ha ocurrido esa idea, a saber,
una vez publicadas estas hojas, esconderme de la gente en un
monasterio, aunque sea por poco tiempo. Cosa tan mezquina
me causa, sin embargo, sonrojo. Pero recibir la tonsura, eso es
algo que no se me ha pasado por la cabeza ni aun en mis
momentos de mayor cobardía.

1150
—No tendría que ingresar en el monasterio ni recibir la tonsura.
Podría ser hermano lego, secreta, no abiertamente. Ello es
posible hasta viviendo en el mundo.

—¡Alto ahí, padre Tihon! —interrumpió Stavrogin con


repugnancia y levantándose de su asiento. Tihon también se
levantó.

—¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? —gritó de pronto, mirando


aterrado a Tihon. Éste estaba de pie delante de él, con las
manos juntas; y un espasmo penoso, ostensiblemente causado
por un grandísimo espanto, le contrajo momentáneamente el
rostro.

—¿Qué le pasa? ¿Qué le pasa? —repitió Stavrogin corriendo a él


para sostenerlo. Creía que estaba a punto de caer.

—Veo..., veo como si lo tuviera presente —exclamó Tihon con


voz que partía el alma y expresión de la más intensa congoja—
que usted, pobre joven descarriado, nunca ha estado más cerca
que en este momento de cometer un crimen aún más terrible.

—¡Cálmese! —suplicó Stavrogin, verdaderamente inquieto por


él—. Quizá lo aplace todavía... Tiene usted razón; quizá no tenga
bastante aguante y en mi furia cometa otro crimen... Sí, cierto...
Tiene razón, lo aplazaré.

—Pero no, no después de la publicación de las hojas, sino antes


de ella, un día, una hora quizá, antes de dar el gran paso

1151
cometerá usted un nuevo crimen, como vía de escape, sólo
para evitar la publicación de esas páginas.

Stavrogin se estremeció de cólera y casi de terror.

—¡Maldito psicólogo! —gritó rabioso y, sin mirar en torno, salió


de la celda.

1152
1153

También podría gustarte