Los Endemoniados Fyodor Dostoyevsky
Los Endemoniados Fyodor Dostoyevsky
Los Endemoniados Fyodor Dostoyevsky
ENDEMONIADOS
Fiódor Dostoyevski
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SINOPSIS DE LOS ENDEMONIADOS
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«perseguido» y, si se permite la expresión, de «exiliado». Estas
dos palabritas encierran cierto fulgor clásico que lo había
deslumbrado de una vez para siempre y que, elevándolo
gradualmente en la opinión que de sí mismo tenía, terminó
ubicándolo en un pedestal tan alto como lisonjero para su
vanidad. Hay una escena en cierta novela satírica inglesa del
siglo pasado, en el que un tal Gulliver, que antes ha estado en el
país de los liliputienses donde los habitantes no pasaban de tres
pulgadas y media de altura, al volver a su tierra llegó a
considerarse como un gigante hasta el punto de que,
caminando por las calles de Londres, gritaba maquinalmente a
los transeúntes y los carruajes que se quitasen de delante y
cuidasen de que no los atropellase, imaginándose que él seguía
siendo gigante y los otros liliputienses. Por eso se convirtió en el
hazmerreír y en objeto de tremendos improperios. Más de un
cochero zafio midió con su látigo las espaldas del gigante. ¿Eso
estaba bien? ¿Hasta qué extremos puede conducirnos la
costumbre? La costumbre llevó a un lugar similar al pobre
Stepan Trofimovich, pero de un modo más inocente e
inofensivo, si así cabe decirlo, porque se trataba de un buen
hombre.
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cierto momento —aunque sólo en un breve instante— muchos
irreflexivos de aquella época pronunciaban su nombre casi a la
par de los de Chaadayev, Belinski, Granovski y Herzen —éste
último acababa de irse a vivir al extranjero—. Ahora bien, la
actividad de Stepan Trofimovich concluyó casi en el minuto
mismo en que había empezado, como consecuencia, por así
decirlo, de un «torbellino de circunstancias coincidentes».
Bueno, ¿y qué? Pues que, como luego se vio, no solo no hubo
«torbellino» sino ni siquiera «circunstancias», al menos en esa
ocasión. Con gran asombro mío, pero de fuente absolutamente
fidedigna, supe hace días que Stepan Trofimovich no solo no
vivía entre nosotros, en nuestra provincia, en calidad de
exiliado, como solíamos creer, sino
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definirlo así, aunque, bien mirado, en ciencia..., bueno, para
decirlo de una vez, en ciencia no había hecho gran cosa, y
según parece, nada en absoluto. Pero así sucede bastante a
menudo con los hombres de ciencia aquí en Rusia.
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que en aquellos tiempos todo era posible. Pero en el caso
presente lo más probable es que no fuese eso lo ocurrido, sino
que el autor mismo, por pura pereza, no llegara a concluir el
ensayo. Puso fin a sus lecciones de cátedra sobre los árabes
porque alguien (por lo visto uno de sus enemigos retrógrados)
había interceptado, no se sabe cómo, una carta a no se sabe
quién, en la que se exponían ciertas «circunstancias» en virtud
de las cuales alguna persona le pedía explicaciones. No sé si es
cierto, pero se afirmaba además que en Petersburgo había sido
descubierta por esas fechas una sociedad subversiva y
antigubernamental de gran alcance, compuesta de unas trece
personas, dispuesta a quebrantar los cimientos del Estado.
También se decía que habían proyectado traducir incluso las
obras del mismísimo Fourier. Sucedió que por aquel entonces
fue interceptado en Moscú un poema de Stepan Trofimovich,
escrito unos seis años antes en Berlín, en su primera juventud,
que circulaba manuscrito entre dos aficionados y un estudiante.
Ese poema lo tengo ahora en mi mesa. Lo recibí este año
pasado, manuscrito de puño y letra del propio Stepan
Trofimovich, con una dedicatoria suya y bellamente
encuadernado en marroquí rojo. Por lo demás, no carece de
lírica y hasta se vislumbra cierto talento; poema extraño, pero
entonces (a saber, en los años treinta) era parte del estilo. Me
resulta difícil explicar el argumento, porque, a decir verdad, no
lo comprendo. Se trata de una especie de alegoría en forma
lírico-dramática que recuerda la segunda parte de Fausto. La
escena se abre con un coro de mujeres,
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al que sucede un coro de hombres, seguido a su vez de un coro
de cierta clase de espíritus y, al final, de todo un coro de almas
que no viven aún, pero que tienen ganas de vivir. Todos estos
coros cantan de algo indefinido, por lo general de la maldición
para algunas personas, pero con unos matices muy graciosos.
La escena cambia de pronto y se inicia un «Festival de la Vida»,
en el que hay hasta insectos que cantan, aparece una tortuga
con ciertas palabras sacramentales latinas y, si mal no
recuerdo, también canta sobre no sé qué un mineral, quiero
decir, algo aún enteramente inanimado. En general, todos
cantan a más y mejor, y si hablan es para injuriarse vagamente,
pero, repitámoslo, con cierto matiz de algo muy significativo.
Por último, la escena cambia una vez más: aparece un lugar
agreste y entre los riscos pasa corriendo un joven civilizado que
arranca y chupa unas hierbas y que preguntado por un hada
por qué chupa esas hierbas, responde que, sintiéndose
rebosante de vida, busca el olvido y lo encuentra chupando
esas hierbas, pero que su deseo principal es el de perder cuanto
antes la razón (tal vez también un deseo superfluo). Entonces
aparece de pronto un mancebo de belleza indescriptible
montado en un corcel negro y seguido de la imponente
muchedumbre de todos los pueblos. El mancebo representa la
Muerte y todos los pueblos van tras ella con ansia. Y, por último,
en la escena final surge la torre de Babel y unos a modo de
atletas que completan su arquitectura entre cantos de nueva
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esperanza; y cuando la han terminado hasta la cúpula misma,
el señor (supongo que del Olimpo) se fuga de la manera más
ridícula y la humanidad, que adivina lo que pasa y ocupa su
puesto, inicia enseguida una nueva vida con una nueva mirada.
Ese poema también fue tildado de peligroso entonces. Yo
propuse el año pasado a Stepan Trofimovich que lo publicara,
dado que ahora sería considerado absolutamente inofensivo,
pero él rechazó la propuesta con evidente desagrado. La
opinión de que el poema era completamente inofensivo no le
gustó, y a ella achaco cierta frialdad que me mostró durante un
par de meses. Bueno, ¿y qué? Pues inopinadamente, y casi
cuando yo le proponía que lo publicase aquí, lo publicaron allá,
esto es, en el extranjero, en una de las colecciones
revolucionarias y sin decirle a Stepan Trofimovich. Tuvo miedo
al principio, fue muy asustado a encontrarse con el gobernador
y escribió a Petersburgo una carta dignísima de justificación
que me leyó dos veces, pero que no envió por no saber a quién
dirigirla. En resumen, que anduvo preocupado un mes entero;
pero yo estoy seguro de que en las recónditas entretelas de su
corazón se sentía extraordinariamente halagado. Casi dormía
con el ejemplar de la colección que se había procurado y de día
lo escondía bajo el colchón, sin permitir siquiera que la criada le
hiciese la cama; y que aunque de un día para otro esperaba la
llegada de un telegrama de Dios sabe dónde, miraba a todo el
mundo por encima del hombro. Ningún telegrama llegó. Se
amigó conmigo entonces y dejó demostrada su falta de rencor
y la bondad infinita que guardaba en su corazón.
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lejanas. Stepan Trofimovich rehusó la propuesta hecha
entonces por Varvara Petrovna y volvió a casarse en seguida,
en menos de un año, con una berlinesa taciturna y, lo más
curioso, sin que mediara necesidad de hacerlo. Surgieron, sin
embargo, otros motivos para que renunciara a su puesto de
profesor. Lo subyugaba en esa época la fama clamorosa de un
profesor inolvidable, y él, a su vez, voló a la cátedra, para la que
se preparó con el fin de probar en ella sus propias alas de
águila. Y he aquí que, después de quemarse las alas, se acordó
naturalmente de la propuesta que una vez lo había hecho dudar
de aceptar o no. Con su segunda esposa no alcanzó a vivir un
año: ella murió de pronto, hecho que terminó de resolver la
cosa. Lo diré con elegancia: las cosas se resolvieron con viva
simpatía y gracias a la valiosa —clásica, podría decirse—
amistad que le profesó Varvara Petrovna, si es que así puede
hablarse de la amistad. Él se arrojó en brazos de tal amistad,
que se fue fortaleciendo durante más de veinte años. He usado
la expresión «se arrojó en brazos de tal amistad», pero Dios
perdone a quien piense en algo deshonesto o superfluo —esos
abrazos hay que entenderlos sólo en un sentido altamente
moral—. Un vínculo sumamente sutil y delicado unía a estos dos
notabilísimos seres —y los unía para siempre.
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provincia. Así, pues, en el silencio del despacho y sin tareas
universitarias, cabía consagrarse al cultivo de la ciencia y
enriquecer el saber patrio con las más profundas
investigaciones. Esas investigaciones nunca se produjeron, pero
sí la posibilidad de considerarse el resto de su vida —más de
veinte años— como una especie de «reproche en persona» ante
la patria, según la expresión de un poeta popular:
..............................
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perezca Rusia!». Y con dignidad ganaba una mano con el as de
copas.
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A veces existen unas amistades muy particulares en las que da
la impresión de que un amigo quiere devorar al otro y
viceversa, pasan así casi toda la vida y, sin embargo, nunca se
separan. Peor, la separación resulta inconcebible: el primero de
los amigos que se enfada y rompe el vínculo cae enfermo y
acaso muere cuando ello ocurre. Sé muy bien que algunas
veces, después de las más íntimas confidencias con Varvara
Petrovna, cuando ésta se retiraba, Stepan Trofimovich se
levantaba de un salto del diván y empezaba a dar puñetazos a
la pared.
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sabiduría y talento; más aún, que lo odiaba y que no se atrevía
a manifestar abiertamente su odio por miedo a que él se fuera,
con lo que perjudicaría la reputación literaria de la dama; que
como consecuencia de esto se despreciaba a sí mismo y había
decidido darse muerte violenta y que esperaba de ella una
palabra final que lo resolviera todo, etc, etc, y así por el estilo.
Dicho lo cual, no resulta gran trabajo imaginarse hasta qué
punto de histeria llegaban a veces los ataques de este hombre,
el más inocente de todos los adolescentes de cincuenta años.
Yo mismo leí en cierta ocasión una de esas misivas, escrita a
raíz de un altercado entre ambos por un motivo baladí, pero
que fue envenenándose gradualmente. Quedé aterrado y le
supliqué que no enviase la carta.
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ocurrido nada de particular. Con el tiempo llegó a domesticarlo
de tal modo que ni él mismo se atrevía a aludir a la víspera,
limitándose a mirar a su amiga fijamente durante algún tiempo.
Ella no olvidaba y él olvidaba a veces demasiado pronto, y
además, alentado por la calma que ella mostraba, volvía, a
veces el mismo día, a las risotadas y a los tumbos bajo los
efectos del champán si venían amigos de visita. ¡Con qué ojos
cargados de veneno lo miraba ella en tales ocasiones! Y él
seguía sin darse por aludido. Tal vez una semana más tarde, o
un mes, o a veces hasta seis meses, en un momento dado,
recordando de pronto alguna frase de la susodicha carta y
después la carta entera en todos sus
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desprecio. Lo resguardaba de todo grano de polvo, actuó como
su niñera durante veintidós años, y no habría pegado los ojos
noches enteras si hubiera creído que su fama de poeta, de
erudito y de prohombre público corría peligro. Era ella quien lo
había inventado y era la primera en creer su propia invención.
Era algo así como un sueño suyo. Pero a cambio de ello exigía
de él demasiado, a veces hasta esclavitud. Era rencorosa a más
no poder. A propósito de esto último voy a compartir aquí un
par de anécdotas.
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bastante esmero. Hablaba francés como un parisiense. De este
modo, el barón debió de comprender desde el primer momento
de qué clase de gente se rodeaba Varvara Petrovna aun en el
aislamiento de la provincia. Pero no fue así. Cuando el visitante
confirmaba sin reservas la absoluta autenticidad de los
primeros rumores que entonces empezaba a circular sobre la
gran reforma, Stepan Trofimovich no pudo contenerse, gritó de
pronto «¡Hurra!» e hizo con la mano un gesto de entusiasmo. No
fue un grito muy agudo ni careció de decoro. Tal vez el
entusiasmo fuese premeditado y el gesto ensayado ante el
espejo media hora antes del té; pero algo debió de fallarle,
porque el barón se permitió una ligera sonrisa aunque, al
momento y con exquisita cortesía, se puso a hablar de la
emoción general y natural que embargaba todos los corazones
rusos ante el magno acontecimiento. Poco después se despidió,
sin olvidar al marcharse alargar un par de dedos a Stepan
Trofimovich. De regreso a la sala, Varvara Petrovna se quedó
callada unos minutos como si buscara algo en la mesa hasta
que de pronto miró a Stepan Trofimovich, pálida y con ojos
centelleantes, y le dijo en voz baja:
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perdonaré lo que ha hecho!». Lo del barón era ya la segunda;
pero la primera fue a su modo tan característica y vino, por lo
visto, a significar tanto en el destino de Stepan Trofimovich que
he decidido referirme a ella.
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Varvara Petrova hablaba más que de ordinario. Parecía querer
apretarse contra el corazón de su amigo y así transcurrieron
varios días. De pronto se le ocurrió a Stepan Trofimovich un
pensamiento extraño: «¿No contaba con él la viuda
inconsolable y no esperaría de él una propuesta de matrimonio
al cabo del año de luto?». Era un pensamiento cínico, pero
cuando más excelso es un espíritu tanto más contribuye a la
preferencia por los pensamientos cínicos, tal vez sólo por las
múltiples posibilidades que ofrecen. Empezó a examinar el
asunto detenidamente y llegó a la conclusión de que así parecía
ser. Se decía «sí, es una hacienda enorme, pero...». En realidad,
Varvara Petrovna no tenía pizca de hermosa. Era alta, amarilla
de tez, huesuda, de rostro desmesuradamente largo con un no
sé qué caballuno. Stepan Trofimovich vacilaba cada día más, lo
atormentaba la duda y hasta lloró de indecisión un par de
veces (lloraba con bastante frecuencia). Sin embargo, a la
caída de la tarde, su semblante empezó a reflejar algo equívoco
e irónico, una pauta de coquetería al par que de altivez. Esto
sucede a menudo sin querer, involuntariamente, y es tanto más
perceptible cuanto más honrado es un hombre. Quién sabe
cómo juzgar el caso, pero lo más probable es que en el corazón
de Varvara Petrovna no hubiera nada que justificase las
sospechas de Stepan Trofimovich. Por otra parte, ella no habría
modificado el apellido Stavrogina por el de él, por muy famoso
que éste fuera. Tal vez todo se redujo a un pasatiempo de parte
de Varvara Petrovna, la revelación de una inconsciente
exigencia de mujer, muy natural en algunas circunstancias
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excepcionales. Pero no puedo poner las manos en el fuego por
ello. Hasta hoy sigue siendo un misterio el corazón femenino.
Pero continúo con mi relato.
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Cuando transcurridos diez años de esta escena Stepan
Trofimovich me contaba su melancólica historia en voz baja y a
puerta cerrada, juraba que fue tal la impresión que aquello le
produjo que no vio ni oyó desaparecer a Varvara Petrovna.
Dado que más tarde ella no aludió jamás a lo ocurrido y las
cosas
siguieron como antes, llegó a pensar que todo había sido una
alucinación, un amago de dolencia, tanto más cuanto que esa
misma noche cayó en efecto enfermo y lo estuvo quince días, lo
que muy a propósito vino a interrumpir las entrevistas en el
cenador.
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pelo castaño oscuro que sólo en los últimos años había
empezado a encanecer. Siempre afeitado por completo. Me han
dicho que cuando era joven era muy buen mozo, y según mi
opinión, aun en la vejez resultaba de veras impresionante.
¿Quién dice vejez a los cincuenta y tres años? Pero por cierta
coquetería de hombre público no sólo no presumía de joven,
sino que hasta hacía alarde de la solidez de sus años. Alto,
delgado, con su traje y el cabello hasta los hombros, se parecía
a un patriarca, o, mejor aún, al retrato del poeta Kukolnik,
litografiado allá por los años treinta con motivo de cierta
edición, sentado en un banco del jardín un día de verano, bajo
un lilo en flor, con las manos apoyadas en el bastón, un libro
abierto a su lado y entusiasmado poéticamente ante la puesta
de sol. En cuanto a libros diré que últimamente tenía la lectura
algo abandonada, pero sólo últimamente. Lo que leía sin
descanso eran periódicos y revistas, a los que en gran número
estaba suscripta Varvara Petrovna. Se interesaba también de
continuo por los éxitos de la literatura rusa, pero sin perder un
ápice de su dignidad. Hubo un momento en que estuvo a punto
de entusiasmarse por el estudio de nuestra alta política
contemporánea, de nuestros asuntos interiores y exteriores,
pero pronto abandonó la idea con un gesto de desdén. Ocurría
a veces que salía al jardín con un libro de Tocqueville y llevaba
oculto en el bolsillo otro de Paul de Dock. Pero esto no tiene
gran importancia.
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Agregaré un paréntesis acerca del retrato de Kukolink. Varvara
Petrovna se encontró por primera vez con esa litografía cuando,
todavía muy joven, residía en un distinguido pensionado de
Moscú. Se enamoró del retrato en el acto, como es costumbre
entre jóvenes pensionistas, que se enamoran de lo primero que
se presenta y, en particular, de sus profesores, sobre todo de
los de caligrafía y dibujo. Pero lo curioso no es la manía de las
muchachas, sino que, ya en la cincuentena, Varvara Petrovna
conservaba aún esa litografía entre sus alhajas más preciadas,
de modo que tal vez por eso diseñó para Stepan Trofimovich un
traje algo semejante al del retrato. Pero, claro, esto también es
nimiedad.
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hubiera sido postergado y olvidado. Para conseguir distraerlo e
incluso hacer reverdecer sus laureles lo llevó entonces a Moscú,
donde ella contaba con algunas amistades entre eruditos y
hombres de letras; pero, por lo visto, la visita a Moscú tampoco
resultó satisfactoria.
«todas esas ideas» de una vez para siempre, pero quedó muy
descontenta con sus explicaciones. La opinión de Stepan
Trofimovich sobre la totalidad del movimiento fue arrogante en
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extremo: todo se reducía a que él había sido olvidado y a que
ya nadie lo necesitaba. Llegó por fin la hora de que hasta de él
se acordaban, primero en publicaciones extranjeras, como de
un mártir exiliado, y después en Petersburgo, como antigua
estrella de una constelación conocida. Llegaron a compararlo
con Radischev, vaya uno a saber por qué. Luego dijo alguien en
letras de molde que ya había muerto y prometió publicar su
necrología. Stepan Trofimovich resucitó al instante y levantó la
cresta. La altivez con que miraba a sus contemporáneos se
esfumó como por ensalmo y en su lugar surgió el ardiente afán
de sumarse al movimiento y patentizar sus fuerzas. Varvara
Petrovna recobró al punto su confianza y comenzó a trajinar sin
descanso. Quedó acordado que se trasladarían sin demora a
Petersburgo para ponerse al corriente de todo lo tocante al
movimiento, examinar las cosas personalmente y, de ser
posible, entrar en acción en cuerpo y alma, indivisiblemente.
Entre otras cosas, Varvara Petrovna se declaró dispuesta a
fundar su propia revista y consagrarle, desde luego, su vida
entera. Al ver hasta dónde iban las cosas, Stepan Trofimovich
se mostró aún más que arrogante y, ya en camino, empezó a
tratar a Varvara Petrovna casi con condescendencia, lo que ella
grabó en su corazón para no olvidarlo. Pero es el caso que ella
tenía otro motivo relevante para hacer el viaje, a saber: la
reanudación de relaciones con la alta sociedad. Era necesario,
en la medida de lo posible, hacerse recordar en el mundo, o al
menos intentarlo. El pretexto que venía a cuento era que el viaje
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se haría por su necesidad de ver a su único hijo, que por
entonces terminaba sus estudios en el liceo de Petersburgo.
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hizo muy difícil llegar a esas alturas, pero lo recibieron con
alborozo, aunque nadie, en realidad, sabía nada de él, ni había
oído decir nada de él, sino que «representaba una idea». Él se
las arregló para invitarlos, a pesar de sus aires olímpicos, al
salón de Varvara Petrovna un par de veces. Eran personas muy
serias y corteses, de porte muy decoroso. Los demás
visiblemente les tenían miedo, pero bien se notaba que no
tenían tiempo que perder. También se presentaron dos o tres
figuras literarias notables de años atrás que se hallaban por
casualidad en Petersburgo y con quienes Varvara Petrovna
mantenía desde hacía tiempo muy finas relaciones. Pero, con
asombro de la dama, a estas genuinas e indudables
notabilidades no les llegaba la camisa al cuerpo; algunas de
ellas no tenían reparo en hacer la rueda a esa nueva chusma y
adularla de manera vergonzosa. Al principio le fue bien a
Stepan Trofimovich; se adueñaron de él y empezaron a exhibirlo
en reuniones literarias públicas. La primera vez que subió a la
tribuna en uno de los recitales literarios para leer algo, fue una
ovación del público que duró unos cinco minutos. Nueve años
más tarde se acordaba de esta escena con lágrimas en los ojos,
aunque más por lo artístico de su pose que por su gratitud.
«¡Juro y apuesto —me confesó él mismo (pero sólo a mí y en
secreto)— que en todo ese público no había una sola persona
que supiera realmente de mí!». Confesión interesante, porque
bien se ve que el hombre tenía entendimiento agudo si en
aquella ocasión, en la tribuna, se dio tan clara cuenta de su
posición, a pesar del arrobamiento que debió de sentir; y, por
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otra parte, bien se ve que carecía de entendimiento agudo:
años después no podía recordar estos hechos sin experimentar
un sentimiento de agravio. Le reclamaron que firmase dos o
tres protestas colectivas (sin que supiera contra qué se
protestaba) y firmó. A Varvara Petrovna también la conminaron
a firmar contra cierta «acción abominable», y ella también
firmó. Esto no quitaba que la mayoría de esa gente nueva que
visitaba a Varvara Petrovna se creyera obligada por algún
motivo a mirarla con desprecio y a reírse de ella en su
mismísima cara. Luego de unos años, me dio a entender Stepan
Trofimovich que ella le había tenido envidia desde entonces. La
dama sabía, por supuesto, que le era imposible alternar con
esas gentes, pero seguía recibiéndolas con ansia, con histérica
impaciencia femenina y —esto es lo principal— esperaba sacar
algún provecho de ello. En las
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y el clero, de los derechos de la mujer, de la casa de Krayevski,
cuya suntuosidad nunca se le perdonará a Krayevski, etc, etc.
Era evidente que en esa caterva había muchos pícaros, pero
también, sin duda, muchas personas honradas, más aún,
encantadoras, no obstante las sorprendentes diferencias de
carácter. Las honradas eran más incomprensibles que las
perversas y groseras, pero nadie sabía quién manipulaba a
quién. Cuando Varvara Petrovna declaró su intención de fundar
una revista, el número de visitantes aumentó, pero también es
cierto que al poco tiempo comenzaron a acusarla de capitalista
y explotadora del trabajo. El descaro de las acusaciones corría
parejo con lo inesperado de ellas. El anciano general Iván
Ivanovich Drozdov, antiguo amigo y compañero de servicio del
difunto general Stravrogin, hombre dignísimo (aunque a su
manera) y a quien todos conocíamos aquí, pero sobremanera
terco y atrabiliario, glotón consumado a quien espantaba el
ateísmo, riñó en una de las reuniones en casa de Varvara
Petrovna con un conocido joven. Éste, a la primera de cambio,
exclamó: «Por lo que dice, se ve que usted es general»,
queriendo significar que no había insulto mayor que ése. Iván
Ivanovich se encolerizó en grado sumo: «¡Sí, señor, soy general,
teniente general, y he servido a mi soberano, y tú eres un
mocoso y un ateo!». Se produjo un escándalo impresionante. Al
día siguiente apareció el suceso en letras de molde y se
procedió a la redacción de una queja colectiva contra la
«conducta abominable» de Varvara Petrovna por no haber
expulsado en el acto al general. Una revista ilustrada publicó
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una caricatura en la que, junto a un maligno retrato satírico de
Varvara Petrovna, figuraban el general y Stepan Trofimovich
como tres amigos retrógrados. Acompañaban al dibujo unos
versos de un poeta popular, escritos ex profeso para tal
coyuntura. Yo añadiré por mi parte que hay, en efecto, muchas
personas en el generalato que tienen la ridícula costumbre de
decir:
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repitiendo en su oído: «Usted es útil todavía. Ya volverá a la
tribuna. Lo van a apreciar como se merece... en otro lugar».
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veces, como inspirado, en nuestra presencia—. No pueden
figurarse la rabia y melancolía que se apodera del espíritu
cuando una idea grande, que uno viene venerando
solemnemente de antiguo, es arrebatada por unos necios y
difundida por esas calles entre otros imbéciles como ellos. Y
uno tropieza inopinadamente con ella en un baratillo, toda
desfigurada, cubierta de lodo, en ridículo atavío, de través, sin
proporción ni armonía, juguete de una chiquillería estúpida. ¡No,
no era así en nuestro tiempo! ¡No era a eso a lo que
aspirábamos! ¡No, no era eso, en absoluto! No reconozco nada...
Nuestro tiempo intentará una y otra vez apuntalar todo lo que
se bambolea. De lo contrario, ¿qué será del mundo?
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idolatrado? ¿Dónde en fin, estoy yo, yo mismo, mi yo de antes,
fuerte como el arco cuando hoy día un Andreyev cualquiera, un
bufón barbudo y ortodoxo, peut briser mon existence en deux,
etc., etc.?». En cuanto al hijo, Stepan Trofimovich lo había visto
en total dos veces en su vida: la primera cuando nació, y la
segunda no hacía mucho en Petersburgo, donde el joven se
preparaba para ingresar en la Universidad. Como ya queda
apuntado, el muchacho se había criado desde su nacimiento en
casa de unas tías en la provincia de O* (a costa de Varvara
Petrovna), a setecientas verstas de Skvoreshniki. En cuanto a
Andreyev, era sencillamente un comerciante, nuestro tendero
local, un tipo raro, arqueólogo autodidacta, coleccionista
apasionado de antigüedades rusas, que a veces discutía con
Stepan Trofimovich por cuestiones de erudición y,
principalmente, por cuestiones de ideología. Este respetable
mercader, de barba gris y grandes anteojos de plata, debía aún
a Stepan Trofimovich cuatrocientos rublos por la tala de unas
hectáreas de arbolado en la finca de éste lindante con
Skvoreshniki. Aunque al enviar a su amigo a Berlín Varvara
Petrovna le había provisto generosamente de fondos, Stepan
había contado especialmente con esos cuatrocientos rublos
para el viaje, seguramente para sus gastos secretos, y estuvo a
punto de llorar cuando Andreyev le rogó que aguardara un mes,
prórroga a la que, de otro lado, tenía derecho, porque había
pagado los primeros plazos casi con medio año de antelación
para ayudar a Stepan Trofimovich, que entonces andaba
necesitado de dinero. Ávidamente leyó Varvara esta primera
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carta y, después de subrayar con lápiz la frase «¿Dónde están
las dos ahora?», le puso un número y la metió en el cofre. Él, por
supuesto, se refería a sus dos mujeres difuntas. En la segunda
carta recibida de Berlín la canción se había modificado:
«Trabajo doce horas por día (“si al menos hubiera dicho once”,
protestó Varvara), hurgo en las bibliotecas, compulso datos,
tomo notas, corro de la ceca a la meca. He visitado a los
profesores. He vuelto a entablar relaciones con la excelente
familia Dundasov. ¡Qué encanto, incluso ahora, es Nadezhda
Nikolayevna! Le manda a usted saludos. Su joven marido y sus
tres sobrinos están todos en Berlín. Las noches las pasamos de
cháchara con la gente joven, hasta el alba; son casi noches
áticas, pero sólo por su belleza y refinamiento; todo se hace
como Dios manda: mucha música, motivos españoles,
rehabilitación de la humanidad entera, idea de la eterna
belleza, la madonna de la Capilla Sixtina, luz con estrías de
tiniebla, pero también manchas en el sol. ¡Oh, amiga mía! ¡Noble
y fiel amiga! Con el corazón estoy junto a usted, de una vez
para siempre, en tout pay y hasta dans le pays de Makar et de
ses Meaux, del que recordará usted que hablábamos
estremecidos en Petersburgo antes de la partida. Lo recuerdo
con una sonrisa. Aquí en el extranjero me siento a salvo,
sensación nueva, extraña, por vez primera al cabo de tantos
años...», etc., etc.
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—¡Todas tonterías! —dijo Varvara guardando también esta
carta—.
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A todo esto le siguió un lapso de prosperidad que se extendió
durante los últimos nueve años. Los arranques de histeria y
llanto, apoyado en mi hombro, que se sucedían a intervalos
regulares, no alteraron nuestro contento en lo más mínimo. Me
extraña que Stepan no engordara durante ese tiempo, pero sí
se le puso un poco colorada la nariz y aumentó su pachorra. Un
grupo de amigos que iba creciendo constituyó su apoyo. En
esos días poco a poco se fue apiñando en torno de él un
pequeño grupo de amigos. A Varvara, aunque apenas tenía
contacto con el grupo, la reconocíamos todos como nuestra
patrona. Después de la lección de Petersburgo vino a instalarse
definitivamente en nuestra ciudad, pasando el invierno en una
casa que en ella tenía y el verano en su finca de las cercanías.
Nunca logró tanto ascendiente e influencia en nuestra sociedad
como en los últimos siete años, esto es, hasta que fue
nombrado el que es ahora nuestro gobernador. El gobernador
anterior, el inolvidable y apacible Iván Osipovich, era pariente
cercano de ella y de ella había recibido en el pasado dádivas
considerables. Su esposa temblaba nada más que de pensar en
que no podría complacer en algo a Varvara, y la adoración de
la sociedad provinciana llegó al extremo de parecer
pecaminosa. Ello, por consiguiente, favoreció también a Stepan.
Era socio del club, perdía con dignidad a las cartas, y se hacía
merecedor de respeto, a pesar de que muchos lo consideraban
sólo «un erudito». Más adelante, cuando Varvara le permitió
vivir en otra casa, todos nos sentimos más libres. Nos
reuníamos con él un par de veces por semana y lo pasábamos
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bien, sobre todo cuando no escatimaba el champán. El vino se
compraba en la tienda del susodicho Andreyev. La cuenta la
saldaba Varvara cada seis meses y el día del saldo era casi
siempre día de rabieta.
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ingratitud, no podía perdonarle el que, al ser expulsado de la
Universidad, no acudiera inmediatamente a ella; peor aún, no
contestó siquiera a la carta que ella le escribió sobre el
particular, prefiriendo entrar al servicio de cierto comerciante
ilustrado como profesor de sus hijos. Con la familia del
comerciante hizo un viaje al extranjero, más como niñero que
como profesor, pero ya entonces con vivos deseos de ver
mundo. Para atender a los niños había también una institutriz
rusa, muchacha lista que había entrado en la casa poco antes
de la partida, dispuesta a trabajar por poco salario. Un par de
meses después el comerciante la despidió por «librepensadora».
Tras ella salió también Shatov y
40
ideas, montaba en cólera y revelaba una notable soltura de
lengua: «A Shatov hay que atarlo primero y discutir con él
después», dijo una vez en broma Stepan, pero a pesar de ello lo
estimaba. En el extranjero Shatov cambió radicalmente alguna
de sus antiguas ideas socialistas y pasó a tener otras
diametralmente opuestas. Era uno de esos rusos idealistas de
quienes se apodera de pronto una generosa idea que acaba
por esclavizarlos para siempre. Son incapaces de sobreponerse
a ella, la abrazan con pasión y pasan el resto de su vida como
en las últimas convulsiones bajo un peñasco que se ha
desplomado sobre ellos y los tiene medio aplastados. En su
aspecto físico, Shatov correspondía exactamente a sus
convicciones: era desmañado, velludo, rubio y crespo de
pelambre, corto de talla, ancho de hombros, grueso de labios,
hirsuto y blancuzco de cejas, fruncido de frente, hosco de
mirada, que tenía siempre baja como avergonzado de algo. Un
mechón nunca dócil al peine asomaba en punta entre sus
cabellos. Tendría veintisiete o veintiocho años. «No me choca
que le diera esquinazo su mujer», dijo en cierta ocasión Varvara
mirándolo fijamente. Hacía lo posible por vestir con decencia,
pese a su pobreza. Una vez más decidió rehuir la ayuda de
Varvara y se las arregló como pudo, trabajando para los
comerciantes. Una vez se colocó de dependiente en una tienda;
otra determinó ir como ayudante de un viajante de comercio en
un vapor fluvial, pero cayó enfermo en la víspera de la partida.
Era increíble su aguante para la pobreza; sencillamente había
dejado de pensar en ella. Cuando Varvara se enteró de su
41
enfermedad le mandó, en secreto y anónimamente, cien rublos.
Él, no obstante, adivinó el secreto, meditó el caso, aceptó el
dinero y fue a dar las gracias a su bienhechora. Ésta lo recibió
con simpatía, pero él la decepcionó: estuvo sólo cinco minutos,
sentado en silencio, con los ojos clavados en el suelo y
sonriendo estúpidamente. De improviso, sin escuchar hasta el
final lo que ella le decía, y en lo más entretenido de la
conversación, se levantó como aturdido, se inclinó un poco
torcidamente como si fuera chueco, tropezó en la mesa de
trabajo —cubierta de incrustaciones— de la señora, la
desbarató con estrépito, y salió más muerto que vivo. Liputin lo
colmó más tarde de reproches por no haber devuelto con
desprecio los cien rublos, donativo de su antigua y despótica
ama, y no sólo por haberlos aceptado, sino por haber ido
arrastrándose a dar las gracias. Shatov vivía solo, en un
extremo de la ciudad. No le gustaba que ninguno de nosotros
fuera a visitarlo. Asistía puntualmente a las reuniones
vespertinas en casa de Stepan y le pedía prestados libros y
periódicos.
42
principalmente autodidacta. Era pobre, estaba casado,
trabajaba en la administración pública y mantenía una tía y una
cuñada. Su mujer, mejor dicho, las tres señoras, profesaban las
ideas más avanzadas, pero todo en ellas resultaba algo burdo,
«una idea con la que se tropieza en la calle», como dijo Stepan
alguna vez y con otro motivo. Lo sacaban todo de los libros, y al
primer rumor que llegaba de cualquier grupo progresista de
Petersburgo o Moscú estaban dispuestas a echarlo todo por la
ventana si así se lo aconsejaban. Madame Virginskaya
trabajaba de comadrona en nuestra ciudad. Antes de casarse
había vivido largo tiempo en Petersburgo. El propio Virginski
era hombre de insólita pureza de espíritu; raras veces he visto
un fervor emocional más acendrado. «Nunca, nunca
abandonaré estas luminosas esperanzas», decía siempre con
voz apagada, con dulzura, en un semimurmullo que parecía
sugerir un secreto. Era bastante alto, pero flaco y estrecho de
hombros, y de cabello muy ralo, de matiz rojizo. Recibía con
mansedumbre las burlas que, con tono de superioridad, hacía
Stepan de algunas de sus opiniones; a veces le objetaba con
mucha seriedad y a menudo lo dejaba aturdido. Stepan, que a
todos nos trataba con cierta paternidad, lo miraba también con
afecto.
43
«los del medio pelo». Shatov bien quisiera ser «de pelo entero»,
pero él también es de «los de medio pelo».
Liputin se ofendió.
44
alegría febril, o algo semejante, y tomó parte en el baile; pero
de súbito, sin altercado previo de alguna clase, agarró del pelo
con ambas manos al gigante Lebiadkin, que estaba dando
zapatetas por su cuenta, lo obligó a agacharse y empezó a
arrastrarlo entre patadas, chillidos y lágrimas. El gigante estaba
tan acobardado que ni siquiera se defendía y guardó completo
silencio mientras lo arrastraban; pero más tarde, después del
arrastre, se defendió con todo el fervor que puede esperarse de
un hombre pagado de su honra. Virginski estuvo toda la noche
de rodillas pidiendo perdón a su mujer, pero su súplica no fue
atendida porque se negó a presentar excusas a Lebiadkin.
45
—Eso no tiene importancia. No es más que un asunto privado
que de ninguna, repito, de ninguna manera afecta a la «causa
común».
46
escandalosas rusas que todos conocen y todos repiten.
Tampoco teníamos nada que objetar a los chismes que
circulaban por la ciudad, aunque de vez en cuando nos
permitiéramos los más severos juicios morales. Discurríamos
sobre cuestiones relativas a la humanidad en general;
meditábamos gravemente sobre el destino futuro de Europa y
del género humano; pronosticábamos dogmáticamente que,
después del cesarismo, Francia bajaría rápidamente al nivel de
una potencia de segundo orden y estábamos, en efecto,
convencidos de que ello podía suceder fácil y apresuradamente.
Al Papa, desde tiempo atrás, le habíamos profetizado el papel
de simple arzobispo en la unificación de Italia, y estábamos
plenamente persuadidos de que ese problema milenario
resultaba sólo trivial en nuestro siglo de humanitarismo,
industria y ferrocarriles. Pero, como es sabido, el
47
ello ocurría, aunque no a menudo— el entusiasmo se adueñaba
de nosotros, y hasta llegó a suceder que en una ocasión
cantásemos La Marsellesa acompañados al piano por Liamshin,
aunque no sé si resultó bien. El gran día del 19 de febrero, el de
la emancipación de los siervos, lo recibimos con júbilo y mucho
antes de su llegada empezamos a brindar por él. De esto hace
ya mucho tiempo, cuando aún no había venido Shatovni
Virginski, y cuando Stepan vivía en casa de Varvara. Algún
tiempo atrás, antes del gran día, Stepan tomó la costumbre de
murmurar para sus adentros unos versos tan conocidos como
inapropiados, escritos acaso por algún liberal de vieja cepa:
48
—Cher ami —apuntó Stepan con dignidad—, créame que eso —
y repitió el gesto del dedo índice en el cuello— no será de
ninguna utilidad a nuestros terratenientes ni, en general, a
ninguno de nosotros. Sin cabeza no podremos construir nada,
aun teniendo presente que son nuestras cabezas las que por lo
común nos impiden comprender las cosas.
49
escena a la famosa Rachel, dijo, exaltado: «¡No cambio a
Rachel por un campesino ruso!». Yo estoy dispuesto a ir más
lejos. Yo daría y cambiaría a cada uno y todos los campesinos
rusos por una sola Rachel. Ya es hora de ver las cosas
sobriamente y de no confundir el alquitrán de nuestra
tierra con bouquet de l’impératrice.
50
y quedó en nada, pero confieso que me maravilló entonces la
conducta de Stepan.
51
desde hace treinta mil años. No sabemos vivir de nuestro
trabajo.
¡Ya son veinte años los que llevo tocando a rebato y llamando
al trabajo! ¡He consagrado mi vida a ese llamamiento y, como
loco que soy, tenía fe! Ahora ya no lo tengo, pero sigo tocando
a rebato y tocaré hasta el fin, hasta la tumba. Seguiré tirando
de la cuerda hasta que doblen las campanas por mi funeral.
52
—No entiendo por qué todos me toman aquí por ateo —decía
alguna vez—. Creo en Dios, mais distinguons, creo en Él como
en un ser consciente de sí mismo sólo en mí. Yo no puedo creer
a la manera de mi criada Natasya, ni a la de un buen señor que
cree «por si las moscas», o como cree el bueno de Shatov...,
pero, no, Shatov no entra en la cuenta. Shatov cree a la fuerza,
como un defensor de la esclavitud de Moscú. En lo tocante al
cristianismo, no obstante mi sincero respeto por él, no soy
cristiano. Soy más bien un pagano de antaño, como el gran
Goethe, o como un griego antiguo. Por otra parte está el hecho
de que el cristianismo no ha comprendido a la mujer, cosa que
George Sand ha demostrado magistralmente en una de sus
novelas geniales. En cuanto al culto, los ayunos y todo lo
demás, no entiendo a quién puede importarle lo que hago. A
pesar de las maquinaciones de nuestros soplones locales, no
aspiro a ser jesuita. En 1847 Belinski mandó a Gogol desde el
extranjero aquella famosa carta en la que le reprochaba
vivamente creer «en cierta especie de Dios». Entre nous soit dit,
no puedo imaginar nada más cómico que el momento en que
Gogol (¡el Gogol de entonces!) leyó esa frase... y toda la carta.
Pero, risas aparte, y puesto que estoy de acuerdo con lo
esencial del caso, diré y probaré que esos eran hombres. Sabían
amar a su pueblo, sabían sufrir por él, sabían sacrificarlo todo
por él, y sabían al mismo tiempo mantener la distancia cuando
era menester, sin cortejar sus favores en ciertas materias.
¿Cómo podía Belinski buscar la salvación en el aceite de
Cuaresma o en los rábanos con guisantes?
53
Ahí saltó Shatov.
54
también se alejan de la fe paterna y acaban siendo ateos o
indiferentes.
55
con las circunstancias, por ejemplo, a la memoria de alguno de
los prohombres de antaño.
56
seguía fijamente con la mirada, lo que producía en el chico una
sensación de malestar. Ahora bien, en todo lo concerniente a la
educación de éste y a su desarrollo moral la madre lo confiaba
plenamente en Stepan, en quien aún creía a pies juntillas. Es
inevitable pensar que el pedagogo afectó en alguna medida el
sistema nervioso de su discípulo. Cuando al cumplir los dieciséis
años lo llevaron al liceo era un chico pálido y endeble,
excesivamente callado y abstraído (más adelante se destacó
por su extraordinaria fuerza física). Cabe suponer, asimismo,
que los amigos lloraban en la noche, abrazados, y no sólo por
causa de alguna desavenencia doméstica. Stepan supo pulsar
las más recónditas fibras del corazón de su amigo y despertar
en él un temprano, y aun indefinido, sentimiento de ese eterno y
sagrado anhelo que, una vez gustado y conocido, los espíritus
selectos jamás cambiarán por una satisfacción vulgar. (Hay
también los que dan a ese anhelo un valor superior al de una
satisfacción completa, suponiendo que ésta fuera posible).
Pero, en todo caso, fue conveniente que maestro y discípulo
acabaran por separarse aunque no lo bastante pronto.
57
edificantes y de recuerdos del pasado. Después de concluir los
estudios, por deseos de la madre, sentó plaza y fue pronto
aceptado en uno de los regimientos de guardias montados más
prestigiosos. No vino a ver a su madre vestido de uniforme y
raras veces escribía desde Petersburgo. Varvara le enviaba
dinero sin regatear, a pesar de que con la emancipación de los
siervos las rentas de su hacienda habían mermado hasta el
punto de que al principio no percibía ni la mitad de lo de antes.
Gracias, sin embargo, a grandes economías había ahorrado un
capital de consideración. Le interesaban mucho los triunfos de
su hijo en la alta sociedad de Petersburgo: lo que ella nunca
pudo conseguir lo había conseguido el joven oficial, rico y con
esperanzas de serlo más. Él hizo amistades con las que ella ni
siquiera habría
58
preocupada y triste. Stepan le decía que ésos eran sólo los
primeros arranques impetuosos de una naturaleza demasiado
pujante, que la naturaleza se calmaría y que todo ello hacía
pensar en la mocedad del príncipe Harry y sus francachelas con
Falstaff, Poins y mistress Quickly, según nos las pinta
Shakespeare. Esta vez Varvara no exclamó
59
a Skvoreshniki y cesó por completo de escribir a su madre. Por
vía indirecta se supo que estaba de nuevo en Petersburgo, pero
que ya no se lo veía en la sociedad de antes. Parecía como si
viviera oculto. Se averiguó que andaba en extraña compañía,
relacionado con la gente maleante de la capital, con empleados
andrajosos, con militares retirados que vivían de limosna, con
borrachos; que visitaba a sus miserables familias, que pasaba
días y noches en oscuros tugurios y en sabe Dios qué
madrigueras; que se rebajaba y envilecía y que, por lo visto, se
complacía en ello. No pedía dinero a su madre; tenía su
hacienda propia, una pequeña finca que había pertenecido al
general Stavrogin, arrendada, según se decía, a un alemán de
Sajonia y que le producía una exigua renta. Finalmente la
madre le suplicó que volviera a casa, y el príncipe Harry se
presentó en nuestra ciudad. Aquí tuve ocasión de verlo por
primera vez, pues hasta entonces no le había echado la vista
encima.
60
con tales pormenores que uno se preguntaba de dónde podían
proceder. Lo extraño era
61
hombre hermoso, pero al mismo tiempo con algo casi repulsivo.
Se decía que su rostro hacía pensar en una máscara, y entre las
muchas cosas que se comentaban de él se señalaba su insólita
fuerza física. Era más bien alto de talla. Varvara lo miraba con
orgullo, aunque siempre con zozobra. Pasó entre nosotros unos
seis meses, haciendo vida tranquila, distraída y un poco
sombría. Frecuentaba la sociedad y se adaptaba a nuestra
etiqueta provinciana con atención esmerada. Por línea paterna
estaba relacionado con el gobernador, en cuya casa era
recibido como pariente cercano. Pero al cabo de unos meses la
fiera mostró de pronto sus garras.
62
en la administración pública empezó a dedicarse a la
administración de su hacienda, y en dos o tres años levantó los
ingresos de sus propiedades casi al nivel de antes. En lugar de
los entusiasmos poéticos anteriores (viaje a Petersburgo,
propósito de fundar una revista, etc.), comenzó a ahorrar y
suprimir gastos superfluos. Alejó de sí hasta al mismo Stepan,
permitiéndole alquilar un piso en otra casa (cosa que desde
tiempo atrás él mismo venía solicitando con varios pretextos).
Con frecuencia creciente Stepan la llamaba mujer prosaica, o,
más festivamente, «mi prosaica amiga». Huelga decir que se
permitía esas cuchufletas sólo con la mayor deferencia y
escogiendo cuidadosamente el momento oportuno. Todos
nosotros, los amigos más cercanos de Varvara, comprendíamos
—Stepan más agudamente que nadie— que el hijo venía ahora
a ser para ella algo así como una nueva esperanza, como
63
Sin aparente necesidad, nuestro príncipe hizo dos o tres
afrentas intolerables a otras tantas personas. Lo notable era
que tales afrentas resultaban totalmente fuera de todo lo que
se pudiese prever. Estaban fuera por completo de las pautas
usuales incluso en lo que a iniquidad respecta, afrentas
repugnantes y pueriles en sumo grado, y sabe dios con qué
propósito, pues carecían en absoluto de motivo. Uno de los
directivos más respetados de nuestro club, Piotr Pavlovich
Gaganov, hombre de edad avanzada y muy digno de estima,
había tomado la inocente muletilla que consistía en decir a
cada palabra con apasionamiento: «¡No señor, a mí no se me
lleva de la nariz!». Una tontería. Pero ocurrió que estando en el
club en ocasión de algún comentario el señor empleó este
aforismo ante un grupo de socios (todos ellos hombres de pro)
reunidos en torno de él. Nikolai, que estaba solo y algo
apartado y de quien nadie se ocupaba, se acercó de pronto a
Piotr y, vigorosa e inesperadamente, le pellizcó la nariz con dos
dedos y le hizo dar dos o tres pasos tras él por el salón. No
estaba movido por ningún odio ni rencor hacia el señor
Gaganov. Cabía pensar que era sencillamente una chiquillada,
imperdonable por supuesto. Más tarde se contaba, sin
embargo, que en el momento mismo del incidente Nikolai se
mostraba raro, con una actitud extraña, «como si hubiera
perdido el juicio»; pero la gente no se acordó de esto o lo tomó
en cuenta mucho después. En la indignación inicial recordaban
sólo el momento siguiente, cuando él seguramente se hizo
cargo de lo hecho y no solo abochornó, sino que sonrió con
64
malicia y regocijo, «sin ninguna muestra de arrepentimiento».
Fue un tremendo escándalo. Todos los presentes lo rodearon,
Nikolai giró sobre los talones y miró a su alrededor sin
contestar a nadie, pero ojeando con curiosidad a los que
gritaban. Por fin, como si volviese en sí —así, al menos, lo
contaban—, frunció las cejas, se acercó con paso firme al
injuriado Piotr, y con voz rápida y enojo ostensible dijo entre
dientes:
65
que «tal vez pudiera encontrarse alguna ley incluso para el
señor Stavrogin», frase dirigida con cálculo contra el
gobernador a fin de hostigarlo por su amistad con Varvara. Se
explayaron a sus anchas. Daba la casualidad de que, como
adrede, no estaba entonces en la ciudad; había ido a un lugar
cercano para apadrinar el bautismo del niño de una bonita
viuda que había quedado embarazada al morir su marido; pero
se sabía que regresaría pronto. Durante la espera hicieron
objeto al respetable y ofendido Piotr de una gran ovación. Toda
la ciudad se acercó a verlo. Proyectaron incluso una comida por
suscripción en su honor, proyecto
66
«Sí, no estaba yo entonces muy bien de salud». Pero no hay por
qué adelantar las cosas.
67
cortés y respetuoso con su madre, Nikolai la escuchó un rato
con la frente fruncida, pero seriamente; de pronto se levantó sin
decir palabra, le besó la mano y se fue. Y ese mismo día, ya
entrada la noche, produjo un segundo escándalo, no tan
rimbombante como el primero, pero que dado el estado de
ánimo general no pudo menos de aumentar el enojo ciudadano.
68
año, pero en ambas echaba la casa por la ventana. El invitado
de más campanillas, Stepan, no pudo asistir por estar enfermo.
Sirvieron té, gran variedad de fiambres y bebidas alcohólicas.
Se jugaba a las cartas en tres mesas, y la gente joven, en
espera de la cena, organizó un baile a los acordes de un piano.
Nikolai sacó a bailar a madame Liputina —joven muy bonita y
muy tímida ante su pareja—, dio un par de vueltas con ella, se
sentó a su lado, le dio conversación y le sacó unas cuantas
sonrisas. Al advertir la belleza que le daba a su rostro la alegría
la tomó de la cintura y delante del resto, la besó en los labios
tres veces con el mayor deleite. La pobre mujer, asustada, se
desmayó. Nikolai tomó el sombrero, se acercó al marido, que
estaba atónito en medio de la confusión general, murmuró en
voz baja «¡No se enfade!» y se fue. Liputin corrió tras él hasta el
vestíbulo, lo ayudó a ponerse el gabán y lo acompañó hasta la
escalera haciendo reverencia. Pero al día siguiente hubo una
continuación bastante festiva de este suceso —en realidad
inocente, relativamente hablando—
69
Por casualidad, Varvara estuvo presente cuando se daba el
recado:
70
encontró con las quejas de los socios del club. Era menester, sin
duda, hacer algo, pero el hombre estaba confuso. Nuestro
hospitalario anciano parecía, como los demás, temer a su joven
pariente. Aun así decidió obligar al joven a que presentara una
disculpa pública en el club a la víctima de la ofensa. Una
disculpa que también debería darse por escrito. Determinó
también que se le persuadiría con buen modo de que
abandonara la ciudad y marchara, por ejemplo, a Italia en viaje
de estudios o a cualquier otro sitio del extranjero. En la sala
adonde salió a recibir en esta ocasión a Nikolai (que otras
veces, por derecho de parentesco, circulaba libremente por
toda la casa), un funcionario, Aliosha Teliatnikov, caballero
educado y buen amigo de la familia del gobernador, estaba
abriendo paquetes postales en una mesa que había en un
rincón; y en la habitación contigua, sentado junto a la ventana
más próxima a la puerta de la sala, se hallaba un visitante, un
coronel grueso y de aspecto saludable, amigo y antiguo
compañero de servicio de Iván Osipovich, que estaba leyendo
La Voz sin prestar atención, por supuesto, a lo que ocurría en la
sala; a decir verdad, estaba de espaldas a la puerta. Iván
empezó a hablar con rodeos, en voz muy baja, pero de manera
algo confusa. Nikolai parecía ofuscado, pálido, con la cabeza
gacha, y escuchaba con la frente arrugada como
sobreponiéndose a un fuerte dolor.
71
educación, te has relacionado con lo mejor de la sociedad, y
aun aquí mismo tu conducta hasta ahora ha sido ejemplar, con
lo que has tranquilizado a tu madre, tan querida de todos
nosotros... ¡Y he aquí que ahora, una vez más, las cosas vuelven
a empeorar aquí entre los tuyos! Te hablo como amigo de tu
casa, como alguien que te quiere, como alguien mayor que tú y
pariente tuyo con quien no cabe enfadarse por lo que te dice...
Dime, ¿qué es lo que te hace cometer actos tan insensatos, tan
fuera de las normas y convenciones aceptadas? ¿Qué significan
tales arrebatos, que parecen productos de delirio?
72
Aliosha y el coronel aún no habían tenido tiempo de enterarse
de lo que pasaba porque no lo veían, y creyeron hasta el fin que
el gobernador y su pariente cambiaban impresiones en voz
baja. Sin embargo, el rostro desesperado del anciano los
alarmó. Se miraron fijamente sin saber si correr en su auxilio,
como parecía indicado, o esperar un poco más. Nikolai,
notándolo tal vez, apretó aún más los dientes.
73
¡Ahora sí se comprende todo! A las dos de la madrugada el
detenido, que hasta entonces había estado notablemente
tranquilo y hasta había logrado dormirse, armó de pronto un
estrépito infernal, golpeó la puerta con todas sus fuerzas,
arrancó con fuerza sobrehumana la rejilla metálica del tragaluz,
rompió el cristal y se cortó ambas manos. Cuando el oficial de
guardia llegó corriendo con las llaves acompañado de un
piquete de soldados y mandó abrir la celda para que cayeran
sobre el lunático y lo ataran, éste parecía víctima de una fiebre
cerebral. Lo llevaron a casa de su madre. Todo quedó aclarado
de una vez. Nuestros tres médicos estuvieron unánimemente de
acuerdo en que durante los tres días precedentes el enfermo
podía haber estado ya delirante y que, sin perder el
conocimiento, podía haber perdido el juicio y la voluntad, cosa
que, por otra parte, confirmaban los hechos. Así, pues, resultó a
la postre lo que Liputin había adivinado antes que nadie. Iván
Osipovich, hombre delicado y sensible, quedó avergonzado,
aunque, cosa rara, también él, por lo visto, juzgaba a Nikolai
capaz de una acción vesánica aún en su sano juicio. Los socios
del club se pusieron colorados a la vez que se preguntaban
cómo no habían advertido algo tan evidente y no habían dado
con la única explicación posible de tan extraños
acontecimientos. Ni que decir tiene que no faltaron los
escépticos, pero éstos no tardaron en cambiar de opinión.
74
ciudad visitó a Varvara y ella perdonó a cada uno. Cuando en la
primavera Nikolai quedó restablecido por completo y aceptó
sin chistar la propuesta de su madre de ir a Italia, ella le pidió
además que nos hiciera visitas de despedida a todos y
ofreciera sus disculpas donde fuera posible y necesario. Nikolai
accedió con sumo gusto. En el club se supo que había tenido
una delicadísima entrevista con Piotr en la casa de éste y que el
buen señor había quedado plenamente satisfecho. En sus
visitas, Nikolai estuvo muy serio y aun algo sombrío. Según
parece, todos lo recibieron con mucha simpatía, pero no sin
cierto encogimiento, y parecían contentos de que se fuera a
Italia. Iván hasta derramó alguna lágrima, pero no pareció
inclinado a abrazarlo en los últimos momentos de la despedida.
Verdad es que algunos seguíamos convencidos de que el truhán
se reía bonitamente de todo el mundo y de que la enfermedad
no había tenido nada que ver con el asunto. También fue a ver
a Liputin.
75
—De todos modos, es una coincidencia extraña. Pero, por favor,
¿quiere eso decir que cuando mandó usted a Agafya me
consideraba usted cuerdo y no loco?
76
Considérant—. ¿Es usted por casualidad fourierista? No me
chocaría. ¿No es ésta una traducción del francés? —dijo riendo
y golpeando el libro con los dedos.
reír.
77
suficiente para hacerse una mísera casucha, donde se había
casado por segunda vez y tomado, junto con su mujer, unos
centenares de rublos de dote, y donde tal vez en cien verstas a
la redonda no había un solo hombre, empezando por él mismo,
remotamente semejante al futuro miembro de la «república y
armonía sociales y universales».
78
empezó a ahorrar con más ahínco y a enojarse cada día más
con las pérdidas de Stepan en el juego.
Por último, en abril del año en curso recibió una carta desde
París de una amiga de la infancia, Praskovya Ivanovna
Drozdova, viuda de un general. En su carta, Praskovya —a
quien Varvara no había visto y con quien no se había carteado
en los últimos ocho años— le decía que Nikolai había entablado
estrecha amistad con su familia y en particular con Liza (su hija
única) y pensaba acompañarlas en el verano a Suiza, a Verney-
Montreux, a pesar de que en la familia del conde K... (persona
muy influyente en Petersburgo), que a la sazón se hallaban en
París, se le recibía como si fuera hijo propio, hasta el punto de
que casi vivía con el conde. La carta era breve y descubría
claramente su propósito, aunque salvo los datos mencionados,
no contenía conclusiones de ninguna especie. Varvara no lo
pensó mucho; al momento tomó una determinación, hizo sus
preparativos y, acompañada de su protegida Dasha (hermana
de Shatov), fue a París a mediados de abril y luego a Suiza.
Volvió sola en junio, dejando a Dasha con la familia Drozdov;
ésta, según la noticia que trajo, prometía venir a nuestra ciudad
a fines de agosto.
79
su hija al extranjero, con la mira, entre otras, de hacer una cura
en Verney- Montreux durante la segunda mitad del verano. Al
regresar pensaba instalarse definitivamente en nuestra
provincia. En nuestra ciudad tenían una casa grande y vacía
desde hacía muchos años. Era una familia de gente rica.
Praskovya (Rushina, por el apellido del primer marido) era,
como Varvara, compañera suya de pensionado, hija de un
contratista y había aportado a su matrimonio una rica dote.
Tushin, capitán de caballería en la reserva, era a su vez hombre
adinerado y no sin algún talento. A su muerte dejó a Lizaveta,
su hija única de siete años, un bonito capital. Ahora, cuando
Liza contaba cerca de veintidós años, se le podían suponer, sin
grave error, doscientos mil rublos de su propio peculio, sin
contar lo que le correspondería a la muerte de su madre, que no
había tenido hijos de su segundo matrimonio. Varvara quedó, al
parecer, muy contenta de su viaje. Creía haber llegado a un
entendimiento con Praskovya y a su regreso se apresuró a
contárselo todo a Stepan; más aún, estuvo con él muy
expansiva, algo que no sucedía desde hacía largo tiempo.
80
manda, ni había confiado a «esa comadre» ninguno de sus
movimientos por temor a que los echara a correr. Pero estando
todavía en Suiza sintió en su corazón que a su regreso tendría
que recompensar al amigo desatendido, dado que desde
tiempo atrás venía tratándolo con rigor. La repentina y secreta
separación afectó y desgarró al asustadizo corazón de Stepan
y, como si ello no bastara, descargaron sobre él otras
dificultades. Lo atormentaba una deuda muy considerable
contraída hacía tiempo, deuda que no podría saldar sin la
ayuda de Varvara. Por añadidura, en mayo de ese año llegó a
su término el gobierno de nuestro blando y amable Iván; fue
relevado y aun con ciertos pormenores desagradables.
Seguidamente, en ausencia de Varvara llegó nuestro nuevo
gobernador, Andrei Antonovich von Lembke, y al punto se
produjo un cambio perceptible en las relaciones de casi toda
nuestra sociedad provinciana con Varvara y, por lo tanto, con
Stepan. Por lo menos, éste tuvo ocasión de hacer algunas
observaciones desagradables aunque valiosas y, por lo visto, se
sintió intimidado por la presencia de Varvara. Sospechaba con
alarma que ya lo habían denunciado ante el nuevo gobernador
como sujeto peligroso. Se enteró positivamente de que algunas
de nuestras damas habían acordado dejar de visitar a Varvara.
De la futura gobernadora (que no llegaría hasta el otoño) se
decía que, aunque orgullosa, según lenguas, era una aristócrata
genuina y no
81
«una de tantas, como la pobre Varvara». De buena fuente se
sabía, y con todo detalle, que la nueva gobernadora y Varvara
ya se habían conocido en sociedad y se habían separado de tan
mal talante que bastaba sólo aludir a madame Von Lembke
para dar un sofoco a Varvara. El aire vigoroso y triunfante de
ésta, la indiferencia desdeñosa con la que se enteraba de la
opinión de nuestras damas y la conmoción de la sociedad,
resucitaron el desfallecido espíritu de Stepan, que cambió de
humor repentinamente. Con su peculiar gracejo, mitad gozoso,
mitad servil, empezó a pintar con varios colores la llegada del
nuevo gobernador.
82
una de nuestras iglesias en el extranjero —mais c’est très
curieux!— expulsó, así como suena..., expulsó de la iglesia a una
distinguida familia inglesa, les dames charmantes, antes de
comenzar los oficios de Cuaresma —vous savez, ces chants et le
livre de Job... con el solo pretexto de que «el ir y venir de los
extranjeros por las iglesias rusas causa desorden, y que debían
volver a las horas indicadas...», lo que casi les hizo desmayarse...
Ese sacristán padecía un ataque de entusiasmo administrativo
et il a montré son pouvoit:...
—No, no siempre...
83
—¡Lo sabía! —exclamó irritada—. ¡Sepa que a partir de ahora
tendrá que recorrer no seis, sino diez verstas! ¡Está usted muy
abandonado, pero muchísimo! No ya sólo envejecido, sino
decrépito... Me quedé pasmada cuando lo vi hace rato, a pesar
de su corbata roja... quelle idée, rouge! Siga contando de Von
Lembke si, en efecto, hay algo que contar. Y acabe pronto, que
estoy cansada.
—¿En serio?
—¿Eso dijo?
84
—¿Vraiment?
—¡Bah, nada del otro mundo! Fue solterona hasta los cuarenta y
cinco años y sin tener dónde caerse muerta. Ahora le ha echado
el guante a Von Lembke con el único objeto, por supuesto, de
darle carrera. Los dos son unos intrigantes.
85
preguntando a qué había venido. ¡Ya puede usted figurarse
cómo me quedé!
—Charmant enfant!
86
—¡Pero, Dios santo, si no tiene ningún parentesco con Liza! ¿Es
que la mira con ojos tiernos?
87
Viene aquí con toda la intención de armar un salón, reuniones
literarias o algo así. Él viene por un mes y quiere vender lo que
queda de su finca. Estuve a punto de encontrarme con él en
Suiza, aunque maldita la gana que tenía de hacerlo. Por otra
parte, espero que se digne reconocerme aquí. En tiempos
pasados me escribió cartas y se alojó en mi casa. Quisiera que
se vistiese usted mejor, Stepan, está usted más desaseado
cada día... ¡Ay, cómo me atormenta usted! ¿Qué lee usted
ahora?
—Pues...
—¡Ah, entiendo! Antes que nada, los amigos; antes que nada, la
bebida, el club, las cartas y la fama de ateo. Esa fama no me
gusta nada, Stepan. No quisiera que lo tomasen a usted por
ateo, sobre todo ahora. Antes tampoco me gustaba, porque
eso no es más que hablar por hablar. No tengo más remedio
que decírselo.
—Mais, ma chère...
—¿A cuál?
88
—Que no somos más inteligentes que el resto de los mortales y
que incluso hay mejores que nosotros.
—Ya sabía yo... que no podía ser usted. ¿Por qué no habla usted
así, usted mismo, de manera tan breve y precisa, en lugar de
estirar tanto las frases? Es mucho mejor que eso que decía
antes del entusiasmo administrativo...
89
propia lengua... al menos hasta ahora no hemos dicho nada
todavía...
—Bueno, eso tal vez sea verdad. De todos modos, debería usted
apuntar y recordar esas palabras para hacer uso de ellas,
¿sabe usted?, en la conversación... ¡Ay, Stepan, venía pensando
en hablar con usted seriamente, pero muy seriamente!
90
—Ya se ve, no hace más que ir tras el dinero. ¿Y Shatov? ¿Como
siempre?
91
Era cierto, en los últimos tiempos nuestro amigo había
adoptado muy malos hábitos. Se había echado a perder rápida
y visiblemente, y era verdad que llevaba un aspecto desaliñado.
Bebía más, se había vuelto más llorón y débil de nervios a la vez
que sensible en demasía a todo lo exquisito. Su rostro adquirió
la extraña facultad de alterarse con inusitada rapidez; pasaba,
por ejemplo, de la expresión más exaltada a la más ridícula y
aun estúpida. No podía aguantar la soledad y ansiaba
continuamente que lo entretuvieran. Era absolutamente
imprescindible contarle algún chisme, algún incidente de la
ciudad, y que fuera nuevo cada día. Si pasaba algún tiempo sin
que fueran a verlo, deambulaba tristemente por las
habitaciones, se acercaba a la ventana, se mordía abstraído los
labios, suspiraba hondamente y acababa llorando. Tenía
presentimientos, sentía miedo de algo inesperado e inevitable,
se volvió asustadizo y empezó a prestar cuidadosa atención a
los sueños.
92
esta ocasión no había vino y se echaba de ver que más de una
vez reprimió el deseo de mandar por él.
93
vez a ella, más que a otra ninguna, le costaba sumo trabajo
renunciar. ¿Presentía él esa noche la prueba colosal a que sería
sometido en un futuro muy próximo?
94
Estas palabras cargadas de ponzoña fueron pronunciadas con
gran irritación. Era obvio que «la floja» las había ensayado de
antemano y anticipaba con gusto el efecto que habían de
producir. Pero no era Varvara mujer que se dejase aturdir por
enigmas y efectos sentimentales. Exigió con severidad
aclaraciones más precisas y satisfactorias. Praskovya en
seguida amainó velas y acabó por romper a llorar y a
deshacerse en las efusiones más amistosas. Al igual que
Stepan, esta señora, tan irascible como sentimental, precisaba
de amistades sinceras, y la principal queja que tenía de su hija
Liza era que ésta
95
«profesor» ése de usted y que tiene el mismo apellido...
«el profesor».
96
amistosamente, y Liza, al decirle adiós, estaba alegre y
casquivana y riéndose a carcajadas. Aunque todo era para
despistar. Cuando él se marchó, se quedó muy ensimismada.
Dejó de hablar por completo de él y a mí tampoco me permitía
hacerlo. Yo aconsejo a usted, mi querida Varvara, que no diga
de momento nada a Liza sobre este asunto, porque lo echaría
todo a perder. Guarde silencio y ella misma será la primera en
hablar con usted. Así se enterará usted de más cosas. Si no me
equivoco, volverán a hacer pareja, con tal que Nikolai no tarde
en venir, como ha prometido.
97
chicuela. Aquí hay otro motivo si, efectivamente, hubo un
disgusto entre ambos. Ese oficial, sin embargo, está aquí, ha
venido con ellas y en casa de ellas vive como miembro de la
familia. En lo de Daria, Praskovya se disculpó demasiado de
prisa. Lo probable es que se dejara algo dentro, algo de lo que
no quería hablar...».
«¡Tonterías!».
98
sentaron a coser. Varvara le ordenó que le diera cuenta
detallada de sus impresiones en el extranjero, sobre todo del
paisaje, los habitantes, las ciudades, las costumbres, el arte, la
industria, etc., en suma, de todo lo que había tenido ocasión de
ver. No hizo una sola pregunta sobre la familia Drozdov o su
vida con ella. Dasha, sentada a la mesa de trabajo con su
—Yo sabía ya que no. Has de saber, Daria, que nunca dudaré
de ti. Siéntate ahora y escucha. Múdate a esta silla y ponte
enfrente de mí, que quiero verte de cuerpo entero. Así, oye,
¿quieres casarte?
99
insignificante. Eres una muchacha juiciosa y en tu vida no debe
haber errores. Además, es aún un hombre guapo... en una
palabra, se trata de Stepan, a quien tú siempre has respetado.
Bueno, ¿qué?
100
vulnerabilidad, y tú lo querrás porque es vulnerable. ¿Qué, me
entiendes? ¿Entiendes?
101
—A mí me da igual, Varvara, si es absolutamente necesario que
me case — dijo Dasha con firmeza.
102
pero mándalos de paseo si vienen más a menudo. Pero yo
estaré allí.
103
bien sabes que siempre cuidaré de ti! ¿O es que crees que él
carga contigo por esos ocho mil rublos y que yo quiero
venderte cuanto antes? ¡Tonta, más que tonta, todos sois unos
tontos ingratos! ¡Dame el paraguas!
Era verdad que siempre iba a cuidar a Daria; más aún, en ese
momento se consideraba su bienhechora. Sentía en el alma una
noble y virtuosa indignación cuando, al ponerse el chal, vio
sobre sí la mirada incrédula y turbadora de su protegida. La
quería sinceramente desde que era niña. Praskovya tenía razón
en llamar a Daria la «favorita» de Varvara. Ésta había llegado
mucho antes a la conclusión de que «el carácter de Daria no se
parecía al de su hermano» (es decir, al de Iván Shatov), de que
era dulce y tranquila, capaz de los mayores sacrificios, de que
descollaba por su devoción, por su modestia nada común, rara
discreción y, principalmente, por su gratitud. Al parecer, Dasha
había justificado hasta entonces todas sus esperanzas. «En esta
vida no habrá equivocaciones», decía Varvara cuando la
muchacha no superaba aún los doce años. Y como era manía
suya la de aferrarse tenaz y apasionadamente a cada uno de
sus sueños seductores, a cada nuevo plan, a cada idea que
104
juzgaba luminosa, decidió al punto educar a Dasha como hija
propia. Para eso apartó inmediatamente una cantidad de
dinero, trajo a casa una institutriz, miss Griggs, que permaneció
en ella hasta que la educanda cumplió dieciséis años; entonces
la despidió, no se sabe por qué. Vinieron también profesores del
liceo, entre ellos un francés auténtico que enseñó el francés a la
muchacha; éste también fue despedido de improviso, y con
cajas destempladas. Una pobre señora forastera, viuda y de
buena familia, le dio lecciones de piano. Pero el maestro
principal fue Stepan. Fue él, en realidad, quien primero
descubrió a Dasha, quien empezó a instruir a esa niña apacible
cuando Varvara no pensaba aún en ella. Vuelvo a repetir que
era cosa de ver el apego que le tenían los niños. Liza estudió
con él desde los ocho hasta los once años (por supuesto, sin
remuneración alguna, pues nada habría aceptado de los
Drozdov). Él se encariñó con la encantadora niña y le contaba
leyendas sobre la creación del universo y de la tierra y sobre la
historia de la humanidad. Las lecciones acerca de los pueblos
primitivos y el hombre primitivo eran más sugestivas que los
cuentos árabes. Liza, a quien cautivaban esas narraciones,
hacía en casa imitaciones divertidísimas de Stepan. Éste se
enteró y en una ocasión la sorprendió. Liza, avergonzada, se
echó en sus brazos llorando, y él, por su parte, rompió a llorar
de deleite. Liza, sin embargo, se marchó pronto y quedó Dasha
sola. Cuando empezaron a venir profesores para dar lecciones
a ésta, Stepan interrumpió las suyas y poco a poco llegó a
desentenderse por completo de la chica. Así transcurrió largo
105
tiempo. Un día, cuando ella ya tenía diecisiete años, él cayó de
pronto en la cuenta de lo bonita que era. Esto ocurrió un día en
que estaba comiendo en casa de Varvara. Entabló
conversación con la muchacha, quedó muy satisfecho de sus
respuestas y acabó por proponerle un curso amplio y serio de
historia de la literatura rusa. Varvara lo colmó de
agradecimiento y alabanzas por tan excelente idea y Dasha
quedó entusiasmada. Stepan se preparó con especial cuidado
para sus lecciones y éstas comenzaron por fin. Empezaron con
la época antigua. La primera lección resultó muy bien. Varvara
estuvo presente. Cuando Stepan concluyó y anunció al salir que
en la reunión siguiente harían un análisis del Cantar de la hueste
de Igor, Varvara se levantó de repente y dijo que no habría más
lecciones. Stepan hizo una mueca de desagrado, pero guardó
silencio; Dasha se ruborizó; así, pues, terminó la empresa. Esto
ocurrió tres años justo antes del actual e inesperado antojo de
Varvara.
106
tal como estaba, a saber, en su vieja chaqueta acolchada color
de rosa.
—Me alegro de que esté usted solo. ¡No aguanto a sus amigos!
¡No para usted de fumar! ¡Santo Dios, cómo está esto de humo!
¡No ha acabado usted con el té y son ya las doce! Para usted la
felicidad es el desorden y el placer es la mugre. ¿Qué hacen
esos papeles hechos pedazos en el suelo? ¡Nastasya, Nastasya!
¿Qué está haciendo Nastasya? ¡Mujer, abre la ventana, los
cristales, la puerta, todo de par en par! Y nosotros vamos a la
sala. Vengo a verlo para un asunto.
107
chaqueta)—. Eso va mejor con... el asunto de que vamos a
hablar. ¡Vamos, siéntese, por favor...!
108
¿Que cuente una por una las ventajas? ¡Pero si debiera usted
ponerse de rodillas...! ¡Ay, qué hombre tan inútil, tan inútil, qué
hombre tan apocado!
109
—De ella no tiene por qué preocuparse ni por qué querer saber
nada. Claro que usted mismo deberá pedírselo, suplicarle que le
haga a usted el honor...
—Oui, j’ai pris un mot pour un autre. Mais... c’est égal —dijo
mirándola fijamente.
110
—Descanse y reflexione hasta mañana. Quédese en casa, y si
pasa algo mande recado aunque sea de noche. No me escriba
cartas, que no he de leerlas. Mañana a esta hora vendré yo
misma, sola. Espero una respuesta definitiva, y espero sea
satisfactoria. Vea usted el modo de que no haya nadie y de que
todo esté limpio, porque ahora todo está hecho una porquería.
¡Nastasya, Nastasya!
111
finca; y no sólo eso, sino que acabó por arruinarla, dándola en
arrendamiento a un industrial y, sin decir nada a Varvara,
vendiendo la madera, es decir, lo que en ella valía más. Hacía
ya tiempo que venía vendiendo la madera en lotes pequeños.
En conjunto valía por lo menos unos ocho mil rublos y él había
cobrado por ella sólo cinco mil. Lo que pasaba era que perdía
demasiado dinero en el club y no se atrevía a pedírselo a
Varvara. Cuando ésta por fin se enteró, se puso como una fiera.
Y ahora, de improviso, anunciaba el hijo que venía a vender su
finca por lo que le dieran y encargaba al padre que se
encargara de su rápida venta. Bien claro estaba que a Stepan,
por su honradez y escrupulosidad, lo avergonzaba haberse
portado así con ce cher enfant (a quien había visto por última
vez cuando el chico estudiaba en Petersburgo). Originalmente
la finca pudo valer unos trece o catorce mil rublos; ahora sería
difícil que dieran por ella cinco mil. No había duda de que
Stepan tenía pleno derecho, según la escritura de poder, de
vender el bosque, y habida cuenta de lo excesivo de los mil
rublos anuales que había señalado como renta y que durante
tantos años había enviado puntualmente a su hijo, habría
podido defenderse con éxito de toda acusación de fraude al
hacerse la liquidación final. Pero Stepan era honrado y de muy
elevados principios. Pero por su mente cruzó un pensamiento
bellísimo, a saber, que cuando llegase Petrusha le pondría
noblemente en la mesa quince mil rublos, lo que representaba el
valor absolutamente máximo de la finca, sin la menor alusión a
las cantidades enviadas hasta entonces, y luego estrecharía
112
contra su pecho a ce cher fils, con lo que quedarían saldadas
todas las cuentas. Ya hacía tiempo que venía esbozando
tentativamente ese cuadro a Varvara, apuntando que ello daría
un matiz noble y especial a las relaciones de amistad entre
ambos..., a su «idea», y que, por añadidura, presentaría a los
padres, y en general a la generación anterior, bajo un aspecto
irreprochable y magnánimo, en contraste con la nueva
juventud, frívola y socialista. Mucho más habló sobre el asunto,
pero Varvara guardaba obstinado silencio. Por fin le dijo con
sequedad que consentía en comprar el predio y dar por él el
precio máximo, es decir, seis o siete mil rublos (y se habría
podido comprar por cuatro). De los ocho mil restantes, que
habían volado con el bosque, no dijo una sola palabra.
113
De pronto recibimos noticia de que había estado implicado en
la redacción de cierta propaganda clandestina y había sido
procesado. Más tarde se oyó decir que había aparecido de
repente en el extranjero, en Suiza, en Ginebra..., y tuvimos
miedo de que se hubiese dado a la fuga.
¡hay que ver lo que eso significa para mí! Tengo aquí tantos
enemigos, y aún más allá, que lo atribuirán a influencia del
padre... ¡Santo Dios! ¡Petrusha cabecilla revolucionario! ¡En qué
tiempos vivimos!
114
personal, pero importante, por encargo de alguien. Todo eso
estaba muy bien, pero ¿dónde encontrar los restantes siete u
ocho mil rublos para completar el «justo» precio de la finca? ¿Y
qué, si en vez de la escena magnánima, su hijo pusiera el grito
en el cielo y el asunto pasara a los tribunales? Algo le decía a
Stepan que el sentimental Petrusha no renunciaría a sus
intereses.
115
fincas. Ahora, inesperadamente, los ocho mil rublos que
solucionarían el apuro se venían a las manos en la propuesta de
Varvara Petrovna, que daba a entender, por otra parte, que no
podrían venir de ningún otro lado. Stepan dio, por supuesto, su
consentimiento.
116
—añadió examinando el nudo de la corbata blanca—: de
momento, guarde silencio y yo haré lo propio. Se acerca el día
del cumpleaños de usted y vendré entonces con ella. Dé una
pequeña fiesta a la caída de la tarde, pero, por favor, sin vino ni
cosas de comer; en fin, yo misma me encargaré de todo. Invite
a sus amigos; usted y yo escogeremos quiénes han de venir. La
víspera hablará usted con ella si es necesario; y en la fiesta no
diremos nada concreto ni haremos un anuncio oficial, sino sólo
alguna alusión, o lo daremos a conocer sin ninguna solemnidad.
Unos quince días después será la boda, sin ningún bullicio, si es
posible... Quizás incluso puedan ustedes irse de viaje por algún
tiempo después de la boda, a Moscú, por ejemplo. Quizá vaya
yo también con ustedes... Pero lo que importa es que guarde
silencio hasta entonces.
117
¿Qué papel haría usted? No vaya usted por allí ni escriba
cartas. Y chitón, se lo ruego. Yo tampoco diré nada.
118
Y, sin embargo, a través de estas quejumbrosas exclamaciones
se vislumbraba algo frívolo y travieso. Esa noche volvimos a
beber.
119
si el asunto iba verdaderamente en serio. Por el motivo que
fuese, Varvara se negaba rotundamente a que se acercase a
ella. A una de sus primeras cartas (y le escribió muchas) ella
contestó con el ruego de que no la importunase por el momento
porque estaba ocupada; que ella tenía también muchas cosas
importantes de su propia cosecha que comunicarle, pero que
aguardaba para hacerlo a tener más tiempo libre del que con
entonces contaba, y que en su tiempo y sazón le diría cuándo
podía ir a verla. En cuanto a las cartas, aseguraba que se las
devolvería sin abrir porque eran sólo «un capricho inútil». Yo leí
esta nota de ella, que él mismo me enseñó.
120
de sus sentimientos y la falta de delicadeza de algunas de sus
sospechas. En mi irritación del momento —y también, lo
confieso, por hastío de mi papel de confidente— quizá lo
censuraba demasiado. En mi insensibilidad quería que me lo
confesase todo, si bien, por otro lado, estaba dispuesto a
admitir lo difícil que sería confesar ciertas cosas. Él también
caló mis intenciones, es decir, se dio clara cuenta de que yo
había vislumbrado sus pensamientos y estaba, por eso, enojado
con él, y él, por su parte, estaba enojado conmigo porque yo lo
estaba con él y había vislumbrado sus pensamientos. Acaso mi
irritación fuese mezquina y absurda, pero cuando dos personas
conviven aisladas resulta perjudicada la amistad sincera. Desde
cierto punto de vista, él comprendía
—¡Oh, qué diferente era ella entonces! —me decía alguna vez de
Varvara—.
121
comercio, de ama de casa, de mujer amargada, y está siempre
enfadada...
—¿Y por qué está enfadada ahora que ha hecho usted lo que
exige? —le pregunté.
Me miró de través.
122
con Stepan. Por esos días me habían causado profunda
impresión mis encuentros casuales con ella, por supuesto en la
calle, cuando ella salía de paseo en un soberbio caballo, en traje
de amazona, acompañada por aquél a quien llamaban su
pariente, un apuesto oficial del ejército, sobrino del difunto
Drozdov. Mi ofuscación duró un instante y no tardé en
comprender lo imposible de mis sueños; pero sólo por un
instante. Es posible comprender mi enojo con mi pobre amigo
por su terca reclusión.
123
a los que yo había avisado lo que pasaba. Pero, cosa rara, no
sólo no manifestó curiosidad ni hizo preguntas acerca de
Stepan, sino que, al contrario, me cortó la palabra cuando
empecé a disculparme por no haber ido antes en su busca y
pasó seguidamente a otro tema. Verdad es que tenía muchas
124
que seguramente nadie se lo habría dicho, pero Stepan seguía
en sus trece.
125
tarde mi interés por sus escritos se ha enfriado bastante; las
novelas de tesis, que eran lo único que escribía últimamente, no
me gustaban tanto como sus obras primeras, las tempranas,
tan rebosantes de poesía espontánea; y sus obras más
recientes no me gustaban nada.
126
sobre todo al final de su carrera literaria, llega a extremos
increíbles. Se diría que llegan a tomarse cuando menos por
dioses. De Karmazinov se contaba que estimaba sus relaciones
con gente de campanillas y con la alta sociedad casi más que
su propio espíritu. Se decía que si se topaba con usted,
pongamos por caso, se mostraba amable, lo atraía y cautivaba
con su sencillez, sobre todo si le era usted útil para algún
motivo y, por supuesto, si llevaba por delante una buena
recomendación. Pero si estando con él se presentaba un
príncipe, una condesa o cualquier persona que le infundiese
temor, consideraba deber sagrado desentenderse de usted de
la manera más ofensiva, como si fuera usted un guiñapo, una
mosca, antes de que tuviera usted tiempo de alejarse; y
juzgaba con perfecta seriedad que tal proceder era correcto e
impecable en sumo grado. No obstante el pleno dominio que de
sí tiene y su perfecto conocimiento de los buenos modales, su
vanidad llega a tal extremo de histeria que no logra disimular
su hipersensibilidad de autor incluso en los círculos sociales que
se interesan poco por la literatura. Si por ventura alguien se
muestra indiferente hacia él, se ofende morbosamente y
procura vengarse.
127
ahogados. Todo el artículo, que era bastante largo y palabrero,
lo había escrito con el único fin de exhibirse a sí mismo. Entre
líneas podía leerse: «Fíjense en
mí; vean qué clase de hombre fui en ese momento. ¿Qué les
importan a ustedes el mar, la tempestad, los acantilados, el
casco destrozado del barco? Yo les he descrito de modo
suficiente eso con mi pujante pluma. ¿Por qué se fijan ustedes
en esa mujer ahogada, con el cadáver de un niño en sus brazos
muertos? Mejor es que se fijen en mí, que vean cómo no pude
soportar semejante escena y me aparté de ella. Le volví la
espalda; estaba espantado y no tenía valor para mirar tras de
mí; cerré los ojos. “¿Verdad que es interesante?”». Cuando
expresé mi opinión sobre el artículo, Stepan me dio la razón.
128
rostro pulcro y pequeño no era muy atrayente; tenía los labios
largos, delgados y contraídos en un gesto de astucia; la nariz
algo carnosa, y los ojos inteligentes, pequeños y de mirada
aguda. Llevaba con cierto descuido una capa sobre los
hombros, de un corte que estaría de moda esa temporada en
Suiza o en el norte de Italia. Pero, por otra parte, todos los
artículos menudos de su atuendo eran sin duda de los que usa
la gente de gusto irreprochable: gemelos, cuello, botones,
anteojos de carey sujeto con una cintita negra y sortija de sello.
Yo estoy seguro de que en verano calza botines color uva
cerrados por una hilera de botones de nácar. Cuando nos
encontramos acababa de detenerse en el cruce de la calle y
miraba en torno con atención. Al notar que yo lo miraba con
curiosidad me preguntó, con una vocecita melosa, aunque un
poco aguda:
—Muchas gracias.
129
azorado y había tomado un aire servil. Se sonrió, inclinó una vez
más la cabeza y prosiguió su camino hacia donde yo le había
indicado. No sé por qué me volví para seguirlo; no sé por qué
corrí unos pasos tras él. Él se detuvo de nuevo.
130
—No se moleste, que yo mismo lo recojo —dijo seductoramente.
Cuando se dio perfecta cuenta de que yo no iba a recoger la
retícula, la levantó como anticipándoseme, hizo otra inclinación
de cabeza y siguió su camino dejándome en ridículo. Era lo
mismo que si yo, en efecto, lo hubiera recogido. Durante cinco
minutos me consideré deshonrado por completo y para
siempre; pero cuando llegué a casa de Stepan solté de pronto a
reír. El lance me pareció tan divertido que decidí entretener a
Stepan con su relación e incluso representarle la escena con
personajes y todo.
131
de lo más trivial, todo él sobre Karmazinov, y revelaba la
agitación ambiciosa y exigente con que Varvara veía la
posibilidad de que el escritor se olvidara de hacerle una visita.
He aquí la primera nota:
La segunda:
132
colgar el Teniers encima del retrato de Goethe; allí se podrá ver
bien y hay siempre luz por la mañana. Si por fin se presenta,
recíbalo con estricta cortesía, pero procure hablar de fruslerías,
de algún tema erudito, y como si se hubieran separado ustedes
sólo la víspera. De mí, ni una palabra. Quizá vaya a echar un
vistazo a su casa esta tarde.
133
oír la explicación de sus propios labios ante la faz del cielo o,
por lo menos, ante usted. ¡No quiero ruborizarme, no quiero
mentir, no quiero, y no tolero, secretos en el asunto!
134
Pero yo callaba adrede. Incluso puse cara de no querer
agraviarlo con una respuesta negativa, pero sin querer
contestar positivamente. En su irritación había algo que desde
luego me había ofendido, y no personalmente, ¡oh, no! Pero...
más tarde me explicaré.
Él se puso pálido.
135
sus palabras, achacándolas a su estado de nervios, quelque
chose dans ce genre.
136
Se revolvió abruptamente en el sofá, cogió el sombrero, lo
volvió a soltar y, tomando la postura anterior, fijó sus ojos
negros en Stepan con cierto aire provocativo. Yo no podía
explicarme insolencia tan grande.
137
—el ingeniero interrumpió de golpe a Stepan Trofimovich en
medio de su discurso.
138
El ingeniero escuchaba con una ligera sonrisa desdeñosa.
Durante algunos minutos todos guardamos silencio.
139
—Señores, lo lamento mucho —dijo Stepan, levantándose del
sofá con decisión—, pero no estoy bien, me siento indispuesto.
Ustedes perdonen...
140
5
—La razón por la cual el señor Kirillov está hoy tan sombrío —
dijo Liputin volviéndose cuando ya salía de la habitación y, por
así decirlo, de pasada— es que acaba de enojarse mucho con el
capitán Lebiadkin por causa de la hermana de éste. El capitán
Lebiadkin golpea día y noche a su bella hermana, que está loca.
Parece que incluso llega a utilizar un auténtico látigo cosaco.
Por eso, para verse libre de todo, Aleksei Nilych ha alquilado
una casita junto a la casa de ellos. Bueno, señores, hasta la
vista.
141
—Pues ha vuelto hace casi tres semanas y en circunstancias
muy especiales.
—¡Pero si es un granuja!
—Ay, ¡Dios, no quise decir eso...! Aunque, por otra parte, estoy
en perfecto acuerdo con usted en lo de granuja; sobre todo con
usted. Pero ¿qué más hay, qué más? ¿Qué quería decir usted
con eso...? Porque sin duda usted quiso decir algo con eso.
—No son más que tonterías... Lo que quiero decir es que ese
capitán, según todas las apariencias, no se marchó entonces de
aquí por causa de unos billetes falsos, sino para buscar a su
hermana que, por lo visto, se esconde de él en alguna parte;
ahora la ha traído aquí...; ésa es la historia. ¿Por qué parece
usted asustado, Stepan? A fin de cuentas, repito sólo lo que él
me dijo cuando estaba borracho, porque cuando no lo está no
dice esta boca es mía. Es hombre irritable, ¿cómo diría yo?, un
militar con aires de esteta, pero de mal gusto. Y esa hermana
suya no sólo está loca, sino que es coja por añadidura. Parece
que alguien la sedujo y que desde hace muchos años Lebiadkin
recibe del seductor un tributo anual en compensación por su
mancillado honor. Al menos eso es lo que se saca de él cuando
está bebido, aunque a mi juicio no son más que despropósitos
de borracho, pura jactancia. Sin contar que esas componendas
142
pueden hacerse por mucho menos dinero. Ahora bien, que lleva
mucho dinero encima es indudable. Hace diez días andaba
descalzo y ahora tiene los billetes a puñados. Yo mismo lo he
visto. A la hermana le dan ataques a diario, se pone a chillar y
es entonces cuando la pone «en cintura» con el látigo. Dice que
hay que enseñarles a las mujeres a tener respeto. No
comprendo cómo Shatov puede seguir viviendo en la misma
casa que ellos. Aleksei aguantó sólo tres días. Se conocen desde
Petersburgo. Y ahora ha alquilado la casita para estar más
tranquilo.
143
—Pero ¿qué se gana con ocultar por modestia los impulsos más
nobles del propio espíritu? Del de usted, quiero decir, porque no
hablo del mío...
144
Al punto me vino a la memoria la sospecha que había
expresado de que Liputin no sólo sabía de nuestro asunto más
que nosotros, sino además algo que nosotros no sabríamos
jamás.
145
6
146
ha tenido en su vida muchas desgracias y bastantes altibajos;
todo ello (dijo) puede haber influido en su estado de ánimo. Ni
que decir tiene (dijo) que no hablo de locura ¡eso es impensable!
(esto lo dijo con firmeza y orgullo). Pero quizás hubiera algo
extraño, peculiar, algún cambio de ideas, cierta preferencia por
opiniones fuera de lo común (éstas son sus palabras textuales y
quedé asombrado, Stepan, de la exactitud con la que Varvara
sabe explicar un asunto. ¡Qué inteligencia tiene la señora!). Yo al
menos (dijo) noté en él cierta inquietud, cierta inclinación a una
melancolía muy peculiar. Pero yo soy su madre y usted es un
extraño, es decir que usted, por su inteligencia, es capaz de
formar una opinión independiente. Le suplico (así lo dijo:
suplico), en fin, que me diga toda la verdad sin reticencias de
ninguna clase, y si, por añadidura, me promete no olvidar nunca
que he hablado con usted confidencialmente, podrá contar
siempre con mi completa disposición a recompensar su bondad
en toda posible ocasión». ¿Eh, qué le parece?
147
—No conozco... noticia alguna...; hace ya unos días que no nos
vemos, pero... le advierto —balbuceó Stepan tratando de poner
algún orden en sus ideas— que eso se lo ha dicho a usted
confidencialmente, y que ahora, delante de todos...
148
a veces me parecía que le pasaba algo raro». Tengan ustedes
en cuenta, por lo tanto, que si a Aleksei le parecía que le
pasaba algo raro, podía, en efecto, pasarle algo raro, ¿no?
149
como si le hubiera propinado un latigazo en la espalda sin su
permiso. Se puso de pie en un brinco: «Sí... (dijo), sí; ahora bien,
eso no puede influir...»; pero no llegó a decir qué no podía influir,
y entonces se puso tan triste y tan hondamente pensativo que
hasta se le pasó la borrachera. Estábamos entonces en la
taberna de Filippov. Media hora después golpeó fuerte un
puñetazo en la mesa: «Sí (dijo), quizás esté loco, aunque eso no
puede influir...» sin decir una vez más en qué no podía influir.
Por supuesto, les estoy dando sólo un resumen de la
conversación, pero el pensamiento está claro: pregunte a
cualquiera, y a todos se les ocurre la misma idea aunque no se
les hubiera ocurrido antes: «Sí (dicen), loco; muy listo, pero
quizá también loco».
150
—Aún no me ocupé de emborracharlo y no vale el dinero que
costaría hacerlo. He aquí lo que significan para mí todos sus
secretos; lo que significan para usted no lo sé. Era él quien
estaba derrochando el dinero cuando hace doce días vino a
pedirme prestados quince kopeks; y es él el que me emborracha
a mí con champán, y no yo a él. Pero me sugiere usted una
cosa, y es que si me parece necesario lo emborracharé; y
precisamente para enterarme de todos los secretos de ustedes,
y puede que me entere de ellos —exclamó Liputin despechado.
151
—¿Y a mí qué me importa? Seré el primero en decir que se trata
de una persona de escrupuloso juicio; sobre ese particular
tranquilicé ayer por completo a Varvara. «Ahora también es
cierto (le dije), que no puedo responder por su carácter». Por su
parte, Lebiadkin repetía ayer: «He sufrido por causa de su
carácter». A usted, Stepan, le es fácil decir que eso es
chismorreo y espionaje, pero tenga en cuenta que es usted
quien me ha sonsacado todo, ¡y con qué curiosidad tan
exagerada! Ayer Varvara se fue derecha al tema. «Usted (dijo)
estuvo personalmente implicado en el asunto; por eso recurro a
usted». ¿Y acaso podía ser de otro modo? ¿Qué móviles podían
guiarme? ¿No fui yo quien tuvo que tragarse en público un
insulto personal de Su Excelencia? ¡Claro que tengo razones
para estar implicado, y no sólo por afición a los chismes! Hoy le
estrecha a usted la mano y mañana, porque sí, cuando está de
invitado en casa de usted, lo abofetea delante de todo el
mundo porque le da la gana. ¡Todo muy a su gusto! Lo principal
para estas mariposas y gallitos valientes es el bello sexo.
152
fuera loca ni cojitranca, yo pensaría que había sido víctima de
la pasión de nuestro príncipe, y que por eso ha sufrido el
capitán Lebiadkin «en su dignidad familiar», como él dice.
Quizás ello no vaya bien con el gusto exquisito de nuestro
príncipe, pero para personas como él eso no es obstáculo. Toda
fruta es buena cuando coinciden apetito y ocasión. Dice usted
que yo cuento chismes, pero ¿cree de veras que soy yo quien
los cuenta, cuando ya toda la ciudad está hablando de ello? Yo
sólo escucho y apruebo. Y no está prohibido aprobar.
153
Lebiadkin), la muchacha me ha robado setecientos rublos». Y
aunque no quería reclamárselos recurriendo a la policía, sí
amenazaba con hacerlo y fue diciéndolo por toda la ciudad...
154
Alguien se ha equivocado; y Lebiadkin es un borrachín... —
exclamó el ingeniero, presa de indecible agitación—. Todo
quedará aclarado; y yo ya no puedo..., considero infamante..., y
¡basta, basta!
eso?
155
Yo ya estaba esperando esas palabras. Por fin, después de una
semana entera de muecas y remilgos salía esa frase secreta,
esa frase que me venía ocultando. Yo perdí la paciencia:
156
—¡Vamos en seguida a su casa y se lo explicaré todo! —grité,
poniéndole a la fuerza en camino de su casa.
—¡Es él! ¡Stepan Trofimovich! ¿Es usted? ¿Usted? —se oyó tras
nosotros una voz joven, fresca y alegre como una música.
157
tiene canas, pero los ojos son los mismos de antes. Y yo, ¿he
cambiado? ¿He cambiado? Pero ¿por qué calla usted?
Allí fue que recordé haber oído decir que había estado enferma
cuando, a la edad de once años, la llevaron a Petersburgo; y
que durante su enfermedad había llorado y preguntado por
Stepan.
—En Dieu? En Dieu, qui est là-haut et qui est si grand et si bon?
Vea cómo aprendí de memoria todas sus lecciones. ¡Mavriki
Nikolayevich, qué fe en Dios me predicaba entonces, en Dieu
qui est grand et si bon! ¿Y recuerda usted sus historias de cómo
Colón descubrió América y todos gritaban «¡Tierra, tierra!»? Mi
niñera Aliona Frolovna dice que después de eso tuve calentura
por la noche y gritaba en sueños «¡Tierra, tierra!». ¿Y se acuerda
de cómo transportaban a los pobres emigrantes de Europa o
América? Y nada de eso era verdad, porque después me enteré
de cómo los transportaban..., ¡pero qué mentiras tan bonitas me
contaba entonces, Mavriki... casi mejores que la verdad! ¿Por
qué mira usted de ese modo a Mavriki? Es el hombre más
bueno y más fiel de todo el mundo y no tiene usted más
remedio que quererlo como me quiere a mí. Il fait tout ce que je
veux. ¡Pero, Stepan, habrá vuelto usted a ser muy desdichado
cuando pregunta a gritos en medio de la calle quién lo
consolará! ¿Tan infeliz es usted?
158
¿Tan infeliz?
—¡Y ahora a casa de usted! Sé dónde vive. Allí voy ahora mismo,
en un momento. Voy a hacerle a usted, hombre testarudo, la
primera visita y luego le traeré a rastras a mi casa a pasar un
día entero. Vaya a prepararse para darme la bienvenida.
159
—Vous et le bonheur, vous arrivez en même temps! —y se
levantó para ir a su encuentro.
160
porque se paseaba a caballo todos los días. Hasta entonces no
había habido amazonas en nuestra ciudad; era natural, pues,
que la aparición de Lizaveta paseándose a caballo sin haber
hecho todavía las visitas de cumplido ofendiera a nuestra
sociedad. Todos sabían, sin embargo, que montaba a caballo
por prescripción médica, lo que dio pie a que hablaran con
aspereza de su mal estado de salud. Estaba verdaderamente
enferma. Al primer golpe de vista se echaba a ver en ella una
inquietud enfermiza, nerviosa e incesante. ¡Ay!, la pobrecita
sufría mucho, como llegó a saberse andando el tiempo. Ahora,
cuando recuerdo el pasado, ya no diría que era la beldad que
entonces se me antojaba. Quizá ni siquiera era guapa. Alta,
delgada, aunque fuerte y cimbreante, impresionaba hasta por
lo irregular de sus facciones. Tenía los ojos un poco oblicuos,
como los de los mongoles; era pálida, de pómulos salientes,
morena de tez y enjuta de cara; pero en esa cara había algo
que atraía y cautivaba. Algo pujante se expresaba en la mirada
ardiente de sus ojos oscuros: había venido «como
conquistadora y a conquistar». Parecía orgullosa y a veces
hasta arrogante. No sé si pudo llegar a ser buena, pero sí sé
que quiso desesperadamente serlo y que sufrió mucho en su
afán de serlo por lo menos un poco. En un carácter como el
suyo había sin duda nobles esfuerzos y justas iniciativas, pero
se diría que en ella todo buscaba de continuo su nivel sin lograr
encontrarlo, que todo acababa siendo caos, agitación,
desasosiego. Quizás eran demasiado rigurosas las exigencias
161
que se imponía a sí misma y nunca pudo encontrar energía
bastante para satisfacerlas.
—¿De veras era yo una niña tan bonita? ¿De veras es ésta mi
cara? Se levantó y, retrato en mano, fue a mirarse en el espejo.
162
Me miró sonriendo. Había puesto ya los ojos en mí varias veces,
pero Stepan, en su agitación, había olvidado que había
prometido presentarme.
Ahí me ruboricé.
163
Stepan se asustó.
—¿Qué sabe?
164
—¿Shatov? Es hermano de Daria Pavlovna...
165
yo haya vuelto. ¡Ay, me siento culpable ante usted y... ante
todos, ante todos!
166
edificio nuevo de otra calle, y la vieja, al parecer pariente suya,
se había quedado al cuidado de la casa antigua. Las
habitaciones de la casita estaban bastante limpias, pero el
papel de las paredes estaba cubierto de mugre. En el cuarto en
que entramos los muebles eran de varias formas y tamaños y
todos de baratillo: dos mesas de jugar a las cartas, una cómoda
de madera de aliso, una mesa grande de pino procedente de
alguna cocina o cabaña campesina, un sofá y unas sillas con
respaldo de mimbre y duros cojines de cuero. En un rincón se
veía un ícono antiguo ante el cual la vieja había encendido una
lamparilla antes de nuestra llegada, y en las paredes colgaban
dos retratos al óleo grandes y oscuros: uno, del difunto
emperador Nicolás I, hecho, a juzgar por su aspecto, allá por
los años veinte, y el otro, de un obispo.
167
de dibujos toscos, pan blanco y un plato hondo lleno de
terrones de azúcar.
Frunció el ceño.
168
Me sorprendió que dijera envidioso.
—O en todas juntas.
—Sí, es verdad. Liputin es... ¡el caos! ¿No es cierto que mentía
esta mañana cuando dijo que usted quiere escribir algo?
—Muy pocos.
—¿Usted cree?
169
—Y, según usted, ¿qué es lo que impide a la gente suicidarse? —
pregunté.
—¿Cuál es la pequeña?
—Lo más importante. Hay dos clases: los que se matan por una
congoja aguda, o por despecho, o por locura, o por lo que sea...,
esos se matan de improviso. Esos apenas piensan en el dolor
físico, y se matan de improviso. Hay otros que lo hacen por
raciocinio...; ésos piensan mucho.
170
usted debajo de ella; si se le cae encima, en la cabeza, ¿sentirá
usted dolor?
—No importa eso. El otro mundo, nada más que el otro mundo.
171
—¿La meta? Pero quizás entonces nadie querrá vivir...
—Eso es ruin y ahí es donde está todo el engaño —dijo con ojos
chispeantes—. La vida es dolor, la vida es terror y el hombre es
desdichado. Ahora todo es dolor y terror. Ahora el hombre ama
a la vida porque ama el dolor y el terror, y ahí está todo el
engaño. Ahora el hombre no es todavía lo que será. Habrá un
hombre nuevo, feliz y orgulloso. A ese hombre le dará lo mismo
vivir que no vivir; ése será el hombre nuevo. El que conquiste el
dolor y el terror será por ello mismo Dios. Y el otro Dios dejará
de serlo.
—¿Hasta el gorila?
172
transformará, y se transformarán las cosas, y las ideas y todos
los sentimientos. ¿Qué piensa usted?
173
—¿Esta mañana? Lo de esta mañana fue ridículo —contestó
sonriendo—. No me gusta lanzar improperios a la gente y no me
río nunca —añadió tristemente.
174
—Por lo tanto, habrá tenido mucha influencia en la manera de
pensar de usted.
175
—¡Ah, y ése también! —rugió de nuevo al ver a Kirillov, que
todavía no se había ido con su farol. Levantó el puño, pero lo
bajó al momento—. Lo per-do- no por su educación. Ignat
Lebiadkin es hombre edu-ca-dísi-mo...
176
L’obus d’un amour aussi brûlant que fol Avait éclaté dans le
cœur d’Ignace,
177
En ese momento se cayó al suelo porque yo, haciendo un
esfuerzo supremo, logré zafarme de sus garras y salir corriendo
a la calle. Liputin salió conmigo.
178
simple capitán, sino todo un propietario de nuestra provincia. Y
de bastantes campanillas, por cierto, porque Nikolai acaba de
venderle toda su finca, la que antes tenía doscientos siervos.
¡Adiós!
«À une étoile-amazone».
179
Among the Amazons a star, upon her steed she flashes by, and
smiles upon me from afar, the child of aris-to-cra-cy!
10
180
Nikolai hace cuatro años. «Usted que estaba aquí, que lo vio
todo, diga: ¿es verdad que está loco?». No comprendo de
dónde puede haber salido esa idea.
—Entonces será baúl más que «caja». ¿Dice usted que más
grande?
181
suis un ingrat! Imagínese, vuelvo a casa y encuentro una carta
de ella. ¡Lea, lea! ¡Oh, qué noble conducta la mía!
¿Tendrá usted bastante con eso? ¿No era ésa la formalidad que
buscaba usted con tanto ahínco?».
182
olvidado todo eso; mejor dicho, no lo he olvidado del todo, pero,
por estupidez mía, todo el tiempo que pasé en casa de Liza
traté de ser feliz y llegué a persuadirme de que lo era. Pero
ahora..., ahora pienso en esa mujer magnánima, generosa,
paciente con todos mis defectos... bueno, lo que se dice
paciente, no del todo, pero a fin de cuentas yo soy tan raro, con
este carácter tan frívolo y ruin que tengo... Soy un niño
consentido, con todo el egoísmo de un niño, pero sin su
inocencia, ella viene cuidándome desde hace veinte años como
una niñera, cette pauvre tía, como la llama Liza
afectuosamente. Y de improviso, al cabo de veinte años, el niño
quiere casarse y ¡hala, a casarse!; y carta tras carta y la cabeza
empapada de vinagre y miren lo que he conseguido, el
domingo estaré casado y ¡vaya broma!... ¿Y por qué insistí?
¿Por qué escribí esas cartas? ¡Ah, sí, se me olvidaba! Liza adora
a Daria, o al menos eso dice. Dice que «c’est un ange, sólo que
algo reservada». Ambos me aconsejaban que me casase,
incluso Praskovya, aunque, no, Praskovya no lo aconsejaba.
¡Oh, cuánto veneno hay encerrado en la «caja»! En realidad,
tampoco Liza me lo aconsejaba. «¿Para qué casarse cuando
tiene usted bastante con los placeres intelectuales?», se reía a
carcajadas, pero yo se lo perdoné porque a ella también le roe
algo en el corazón. Sin embargo (me decía), es imposible vivir
sin una mujer. Ya se acercan los achaques de la edad y ella
puede arroparlo o lo que sea... Ma foi, yo mismo, sentado aquí
con usted, estaba diciéndome que la Providencia me la enviaba
en el ocaso de mis años turbulentos y que ella podía arroparme,
183
o algo por el estilo..., enfin, que sería útil para llevar la casa. Por
todas partes tengo tanta basura, ¡mire cómo está todo lleno de
ella! Esta mañana envié a Natasya que arreglara la habitación
y todavía hay un libro en el suelo. La pauvre amie siempre
está enfadada conmigo por lo de la basura... ¡Y ahora ya no
volverá a oírse su voz! Vingt ans! Ellas, por lo visto, han recibido
cartas anónimas. Figúrese, se dice que Nikolai ha vendido su
finca a Lebiadkin. C’est un monstre; et enfin, ¿quién es ese
Lebiadkin? Liza escucha, escucha, ¡y cómo escucha! Yo le
perdoné su carcajada porque vi con qué cara estaba
escuchando y ce Maurice... No quisiera estar yo ahora en su
lugar, brave homme tout de même; aunque algo encogido; pero
allá se las arregle...
184
con él. Yo, de paso, conté mi conversación con Kirillov y
agregué que quizá estuviese loco.
185
algo... en Suisse... o que algo empezó allí. ¿No debo preguntar
de antemano a los corazones de ambos para... enfin, para no
entrometerme y no convertirme en un obstáculo en su
camino...? Lo he hecho sólo con una noble intención.
—¡Vuelta a lo mismo!
186
mis energías, mi valor para servir a la causa común. Llegarán
los hijos, quizá no míos, por supuesto no míos; al sabio no le
aterra mirar la verdad cara a cara... Liputin habló esta mañana
de protegerse de Nikolai con barricadas. Liputin es un necio. La
mujer engañará al mismísimo ojo omnividente. Le bon Dieu ya
sabía, por supuesto, a lo que se exponía cuando creó a la mujer,
pero yo estoy seguro de que ella misma tomó cartas en el
asunto y se hizo crear de esa manera y... con esos atributos. De
otro modo, ¿quién habría querido echarse encima tantas
molestias de balde? Bien sé que Natasya puede enfadarse
conmigo por mi libre pensamiento, pero. Enfin, tout est dit.
187
—Vingt ans! ¡Y no me ha comprendido una sola vez! ¡Eso es
cruel! ¿Y pensará que me caso por terror, por necesidad? ¡Qué
error! Tía, tía, lo hago por ti... ¡Oh, que lo sepa, que sepa que ha
sido la única mujer que he adorado durante veinte años! ¡Debes
saberlo! ¡De lo contrario no habrá boda, como no me lleven
arrastrando a ce qu’on appelle el pie del altar!
188
Shatov no se mostró terco y, de acuerdo con mi nota, se
presentó a mediodía en casa de Lizaveta Nikolayevna.
Llegamos casi al mismo tiempo, porque yo también fui a hacer
mi primera visita. Todos ellos —a saber, Liza, su madre y Mavriki
Nikolayevich— estaban cenando en el salón y discutían
vivamente. La madre había pedido que Liza tocase al piano
cierto vals y cuando ésta empezó a tocarlo la madre dijo que no
era ése el que quería. Mavriki Nikolayevich, con su buena
voluntad habitual, se puso de parte de Liza y aseguró que sí lo
era, con lo que la vieja rompió a llorar de irritación. Estaba
enferma y apenas podía moverse. Se le habían hinchado las
piernas y desde días antes no hacía más que sulfurarse y echar
broncas a todo el mundo, a pesar del ligero temor que le
causaba Liza. Se alegraron de nuestra llegada. A Liza se le
coloreó el rostro de contento, me dijo merci evidentemente por
la venida de Shatov y se acercó a él mirándole con curiosidad.
189
—Sí que lo hay. Tú misma dijiste que habría un profesor.
Seguramente es éste —dijo señalando a Shatov con desdén.
—El señor G-v es gran amigo de Stepan —dijo Liza en voz alta.
190
¿Estaba usted aquí hace cuatro años cuando vino Nikolai
Vsevolodovich?
191
Zemirka, una perrita repulsiva, vieja y pequeña, no hizo caso y
se coló debajo del diván donde estaba Liza.
—Antón Lavrentyevich...
192
por falta de experiencia propia, precisaba de un colaborador.
La seriedad con que se dispuso a explicar su proyecto a Shatov
me sorprendió mucho. «Debe de ser una de estas mujeres
nuevas —pensé—; por algo ha estado en Suiza». Shatov
escuchaba atentamente, con la mirada clavada en el suelo, y
sin asombrarse en lo más mínimo de que una señorita
casquivana de la buena sociedad se ocupase de un negocio tan
extraño, al parecer, a su condición.
193
a pesar de que sólo se publicaría una parte relativamente
pequeña de los hechos ocurridos en tal año.
194
como si dijéramos, un cuadro de la vida espiritual, moral,
íntima, de Rusia durante un año.
—Es decir, que será algo con cierta tendencia, una selección de
hechos con una tendencia determinada —murmuró sin alzar
todavía la cabeza.
195
experiencia. Y para cuando llegue el momento de publicar el
libro apenas habremos aprendido cómo hacerlo. Quizá después
de muchas tentativas. Pero la cosa vale la pena. Es una idea
útil.
—¿Persigue?
196
—Si lo preparamos con cuidado, se venderá.
197
—En la calle Bogoyavlenskaya, en casa de Filippov.
—¡Ah, sí! Según dicen, allí vive también, y por lo visto junto a
usted, un capitán, el señor Lebiadkin —dijo Liza hablando con la
rapidez de antes.
Liza se crispó.
198
o cuando cae con su madre en la iglesia de hinojos
199
propietario de doscientos siervos según el cómputo antiguo,
que he obtenido de un hombre que odia a la humanidad y a
quien debe usted despreciar. Puedo revelar muchas cosas y
hasta enviar a alguien a Siberia, para lo cual tengo
documentos. La carta del infusorio es el poema.
CAPITÁN LEBIADKIN.
ésos.
200
—Es un borracho y un bribón —murmuró Shatov como a
regañadientes.
—Lo que más bien se echa de ver por esa carta es que es un
hombre astuto
201
con alarma creciente—. Si decidimos publicar, ¿dónde imprimir?
Ésta es la cuestión más importante, porque para ello no iríamos
a Moscú y aquí las imprentas no son lo bastante buenas para
encargarse de una publicación como ésa. Yo ya decidí hace
tiempo adquirir una imprenta. La pondría a nombre de usted si
fuera necesario, porque sé que mamá daría su consentimiento
sólo si estuviera a nombre de usted...
Liza se enojó.
202
—¿Por qué no? ¿Es que se ha enfadado? —inquirió Liza con voz
dolida y suplicante.
203
Parecía haberse olvidado de mi presencia en el salón y seguía
en el mismo lugar, junto a la mesa, sumida en reflexiones,
cabizbaja y mirando inmóvil un punto en la alfombra.
—Lizaveta, señor.
204
—¿A quién quiere ver, Lizaveta? —pregunté alarmado.
205
lo que parecía un engaño de mi parte. No lo engañaba. Quiero,
efectivamente, publicar el libro y abrir un taller de imprenta...
206
exactamente lo que había que arreglar: si una entrevista, ¿qué
clase de entrevista? ¿Y cómo hacer para que se vieran?
207
juzgó posible fundar un falansterio en nuestra provincia,
Shigaliov sabía seguramente el día y la hora en que ello tendría
lugar. Produjo en mí una impresión siniestra. Me pareció raro
encontrarlo en casa de Shatov, dado que éste no era amigo de
recibir visitas.
208
Parecía irritado y me chocó que fuera el primero en hablar.
Antes, por lo común, cuando había ido a visitarlo (por cierto
raras veces), se sentaba en un rincón con gesto sombrío,
respondía de mala gana y sólo al cabo de un largo rato
empezaba a animarse y hablar con gusto. Sin embargo, a la
hora de despedirse volvía indefectiblemente a arrugar el ceño y
lo dejaba a uno marcharse como si se quitase de encima un
enemigo personal.
209
si Rusia llegara de algún modo a transformarse, incluso a gusto
de ellos; si de pronto llegara a ser superlativamente rica y feliz.
¡Entonces no tendrían nada que odiar, a nadie que insultar ni
cosa alguna de que burlarse! En ellos no hay más que un odio
animal e infinito a Rusia, un odio que les ha corroído las
entrañas... ¡Y ahí no es cuestión de lágrimas que brillan a través
de las sonrisas, lágrimas que el mundo no ve! ¡Nunca se han
pronunciado en Rusia palabras tan mendaces como esas
lágrimas invisibles! —dijo con ferocidad.
210
pero no despachurrado y haciendo contorsiones. Es una buena
comparación.
—No hay mucho que contar. Hace dos años, tres de nosotros
fuimos a Estados Unidos en un barco de emigrantes. Nos
gastamos hasta el último céntimo en «probar por nuestra
cuenta la vida del trabajador americano y verificar por
experiencia propia el estado del hombre en su situación social
más agobiante». Ése fue el objeto de ir allá.
211
—Nos ajustamos para trabajar con un patrón de esos
explotadores que hay por allí. Éramos seis los rusos que
estábamos con él: estudiantes, propietarios que habían
abandonado su finca, oficiales del ejército... y todos con ese
mismo propósito loable. Pues bien, trabajamos, vivimos calados
hasta los huesos, hasta que Kirillov y yo nos fuimos por fin.
Estábamos enfermos, no podíamos aguantar aquéllo más. A la
hora de pagarnos, el patrón que nos explotaba nos engañó, y
en vez de los treinta dólares estipulados, me dio a mí ocho, y a
Kirillov quince. Además, nos zurraron más de una vez. Total, que
sin poder encontrar trabajo, Kirillov y yo pasamos cuatro meses
en un poblacho, durmiendo juntos en el suelo. Él pensaba en
una cosa y yo en otra.
212
empezó a peinarse con él. Kirillov y yo sólo cambiamos una
mirada y decidimos que eso estaba bien y que nos gustaba
mucho...
—Es curioso cómo esas cosas no sólo las pensamos, sino que
también las hacemos —dije yo.
—¿Quién es?
—Nikolai Stavrogin.
213
es así, ¿por qué sacar a relucir ahora el nombre de Stavrogin y
con tanto retintín?», me pregunté.
214
—¿Usted mismo quiere ver a esa persona?
—¡No me diga!
215
sencillamente de bancos y mesas hechas de tablas, salvo un
viejo sillón al que le faltaba un brazo. En un ángulo de la
segunda habitación había una cama con una colcha de algodón
que era la de mademoiselle Lebiadkina, ya que el capitán se
tumbaba en el suelo, a menudo sin quitarse la ropa que llevaba
puesta. Donde quiera que se mirara no había más que migajas,
cochambre y humedad. En medio del suelo de la primera
habitación se veía un pingajo grande empapado de agua y,
junto a él, en el charco mismo en que yacía, una bota vieja
usada. Era evidente que allí nadie se ocupaba de la casa: no se
cargaba la estufa, no se preparaba la comida y, como después
me dijo Shatov, ni siquiera había un samovar. El capitán había
llegado como un mendigo, en compañía de su hermana, y
según Liputin, había ido, en efecto, de casa en casa pidiendo
limosna; pero habiendo recibido dinero inopinadamente se dio
en seguida a beber, con lo cual había perdido la cabeza, y la
facultad de atender el cuidado de la casa.
216
viejo y oscuro vestido de algodón, con el largo cuello al
descubierto y los cabellos ralos y oscuros recogidos en la nuca
en un moño que no era mayor que el puño de una criatura de
dos años. Nos miraba con ojos bastante alegres. Además del
candelabro tenía frente a sí, en la mesa, un espejillo, una baraja
vieja, un manoseado libro de canciones y un panecillo alemán al
que ya había dado un par de bocados. Era de notar que
mademoiselle Lebiadkina usaba polvos y colorete y se pintaba
los labios. También se ennegrecía las cejas ya de por sí largas,
finas y oscuras. A pesar del maquillaje, tres largas arrugas se
dibujaban con bastante claridad en su frente alta y estrecha. Yo
ya sabía que era coja pero en esta ocasión no se puso de pie ni
dio un paso. En su temprana juventud ese rostro enlaciado
pudo ser bonito, e incluso ahora eran espléndidos los ojos
grises, serenos y tiernos. En la mirada, sosegada y casi gozosa,
brillaba algo ensoñador y sincero. Ese gozo sereno y tranquilo,
que también se translucía en su sonrisa, me sorprendió después
de lo que había oído decir acerca del látigo cosaco y las vilezas
del hermano. Es curioso que en lugar de la penosa aversión y
aun el temor que se siente de ordinario ante esas criaturas
abandonadas de Dios, me resultase casi agradable desde el
primer momento poner los ojos en ella. Lo que después sentí no
fue aversión, sino lástima.
217
hermano ni siquiera le da de comer. Menos mal que la vieja de
aquí al lado le trae algo de vez en cuando. ¡Cómo es posible que
la dejen sola con una bujía!
lado.
218
risa. Eres como un ermitaño. ¿Cuándo te peinaste la última vez?
Déjame que te peine —dijo sacando un peinecillo del bolsillo—.
Quizá no has vuelto a peinarte desde la última vez que yo te
peiné.
—¿De veras? Pues yo te daré uno mío; no éste, sino otro. Pero
recuérdamelo.
219
una paliza. Ahora bien, ella no le tiene temor alguno. Le dan casi
a diario unos ataques de nervios que le hacen perder la
memoria, y después de ellos olvida todo lo que acaba de
pasarle. Nunca sabe a ciencia cierta la hora que es. Usted
pensará que se acuerda de cuando entramos; quizá, pero lo
probable es que lo haya cambiado ya todo según su entender y
que ahora nos tome por otros de los que somos, aunque bien
puede acordarse de que yo soy Shatov. No importa que hable
alto, porque se desentiende de quienes no hablan con ella y se
entrega a sus ensueños. Y hay que ver cómo se entrega a ellos.
Es una soñadora impenitente...; se pasa ocho horas o un día
entero sentada en un mismo sitio. Mire ese panecillo:
seguramente no le ha dado más de un mordisco desde esta
mañana y no lo terminará hasta mañana. Ahora empieza a
echar las cartas...
—Las echo, sí, una y otra vez, Shatushka, pero no sé por qué no
me salen bien —confirmó María Timofeyevna, que había oído la
última frase. Sin mirar, alargó la mano al panecillo (acaso
también porque había oído la referencia a él). Lo cogió, por fin,
pero después de tenerlo un rato en la mano izquierda, y
220
sé dónde, malas noticias..., tonterías todo eso, Shatushka. Y tú,
¿qué piensas? Si las personas mienten, ¿por qué no van a
mentir las cartas? —dijo barajándolas—. Eso fue lo que le dije
una vez a la madre Praskovya, una mujer muy buena que venía
a mi celda a que le dijera la buenaventura a hurtadillas de la
madre superiora. Y no era ella la única que venía. «¡Hay que
ver!», exclamaban sacudiendo la cabeza y hablaban por los
codos. Y yo ríete que te ríe. «Pero ¿cómo es que espera usted
una carta, madre Praskovya (le pregunté un día), si en doce
años no ha recibido ninguna?». A una hija suya la llevó el
marido a no sé dónde en Turquía y no había tenido noticias de
ella en doce años. Pues bien, al día siguiente, a última hora,
estaba yo tomando el té con la madre superiora (que era
princesa de nacimiento) y otra señora que estaba de paso (¡qué
mujer tan fantasiosa!) y además, sí, un monjecillo del monte
Atos que estaba de visita, hombre muy ocurrente, a mi parecer.
Bueno, pues ¿querrás creer, Shatushka, que ese monjecillo
había traído esa misma mañana a la madre Praskovya una
carta de Turquía? (¡Ahí sale la sota de oros!). Ya ves, noticias
inesperadas. Estábamos, pues, tomando el té cuando el
monjecillo del monte Atos dice a la madre superiora: «Ante
todo, reverenda madre, el señor ha bendecido vuestro convento
haciendo que en él se encuentre tan precioso tesoro». «¿De qué
tesoro se trata?», pregunta la madre superiora. «De la beata
madre Lizaveta». Esta bendita madre Lizaveta vivía en un jaula
empotrada en el muro de nuestro convento, una jaula de siete
pies de largo por cinco de alto y allí llevaba diecisiete años, tras
221
una reja de hierro, sin más que un camisón de cáñamo en
invierno y en verano, punzándose el camisón con una paja, o un
palillo, con cualquier cosa que tuviera a su alcance, sin hablar
palabra, ni peinarse, ni lavarse, en diecisiete años. En el invierno
le metían por entre las barras una pelliza y, a diario, un
mendrugo de pan y un jarro de agua. Los peregrinos la
miraban, prorrumpían en gritos de admiración, suspiraban y
aflojaban el dinero. «¡Conque ése es el tesoro! (respondió la
madre superiora, que se había enfadado porque no podía
aguantar a Lizaveta), Lizaveta está metida allí sólo por malicia,
por pura terquedad, y todo eso no es más que pura hipocresía».
No me gustó lo que dijo, porque yo entonces también tenía
ganas de encerrarme:
222
profetisa, me preguntó en voz baja, cuando salíamos una vez
de la iglesia: «¿Qué es la Madre de Dios?». Y yo le contesté:
223
largo, hasta la isla que había en el lago y parecía que cortaba
esa isla rocosa por la mitad, y cuando la cortaba por la mitad,
el sol se ponía del todo y de pronto todo se apagaba. Entonces
empezaba a ponerme triste y volvía a recordar las cosas. Me da
miedo la oscuridad, Shatushka. Pero por lo que más lloraba era
por mi niño...
224
—Al estanque —contestó ella con un suspiro. Shatov me volvió a
tocar con el codo.
225
viviré para salvarme y a Dios rogaré por ti.
226
—dijo Shatov levantándose de pronto—. Vamos, levántense —
dijo tirando del banco en que estábamos sentados, y alzándolo
lo colocó en donde había estado antes.
—Espera. Quizá, sí, esté confundida y puede que fueras tú. Pero
no hay que reñir por tonterías. A él le es igual que lo arrastre
éste o el otro —dijo riendo.
227
juramentos. Después de hacerme entrar en su casa, Shatov
cerró la puerta y echó el cerrojo.
He venido a saludarte
228
—¡Bien puede ser un abedul, ja ja!
—¡Vamos, abre! ¿Te das cuenta de que hay algo más noble que
la riña... entre los hombres? Hay momentos en la vida de una
persona hon-ra-da...
Silencio.
229
—¡Y tú vendiste a tu hermana!
—¿Que no me atrevo?
—¿Que no me atrevo?
230
—¡Ca-na-lla! —retumbó al fin la voz detrás de la puerta. El
capitán se batió en retirada escaleras abajo, resoplando como
un samovar y tropezando estrepitosamente en cada escalón.
231
más notables de mi crónica: día de sorpresas, día en que
concluyó lo antiguo y empezó lo nuevo, día de tajantes
explicaciones y de aun mayores confusiones. Por la mañana,
como ya sabe el lector, debía acompañar a mi amigo a casa de
Varvara por indicación expresa de ésta, y a las tres de la tarde
tenía que presentarme en casa de Lizaveta Nikolayevna para
decirle..., no sabía qué y ayudarla..., tampoco sabía cómo. Sin
embargo, las cosas terminaron de manera imprevista. En una
palabra, fue un día de acontecimientos extrañamente
coincidentes.
232
mirada escrutadora, fue a un rincón, se sentó y ni siquiera nos
saludó. Stepan, inquieto una vez más, fijó sus ojos en los míos.
233
casi volando en la sala, jadeante y dando muestra de
extraordinaria agitación. Un poco detrás de ella y con mucha
más calma entró Lizaveta del brazo de ¡María Timofeyevna
Lebiadkina! Si lo hubiera soñado, no lo habría creído.
234
salió a pronunciar un solemne sermón. A nosotros nos gustaban
sus sermones y los apreciábamos en sumo grado; tratábamos
de convencerlo de que los publicase, pero él no se resolvía a
hacerlo. Esta vez el sermón se alargó más de la cuenta.
235
pórtico de la catedral por entre los carruajes y los lacayos que
aguardaban la próxima salida de sus amos. A todos les parecía
singular y sorprendente la repentina aparición de aquella
persona de Dios sabe dónde, en la calle, entre la gente. Daba
lástima de ver lo demacrada que estaba; cojeaba, tenía la cara
cubierta de polvos y colorete, el largo cuello enteramente
desnudo, pues no llevaba pañoleta ni capota, sino sólo un viejo
pañuelo de color oscuro, no obstante ser un día de septiembre
frío y ventoso, aunque despejado. Tenía la cabeza descubierta
por completo, el pelo sujeto por un moño minúsculo en la nuca,
en el lado derecho del cual había prendido una rosa artificial de
las que se usan para adornar los querubes de hojas de palma
en Semana Santa. Cuando estuve en casa de María
Timofeyevna había visto en un rincón precisamente uno de esos
querubes, en una guirnalda de rosas de papel que estaba bajo
los iconos. Para completar el cuadro, la dama, si bien avanzaba
modestamente con la vista baja, tenía aire satisfecho y sonreía
afablemente. Si se hubiera retrasado un instante más quizá no
le habrían permitido entrar en la catedral... Pero tuvo tiempo de
escurrirse y, una vez dentro del templo, se abrió paso
imperceptiblemente hasta el altar mayor.
236
postura largo rato, por lo visto llorando; pero levantó de nuevo
la cabeza, se
237
Me apresuro a hacer constar, con la mayor brevedad posible,
que aunque Varvara, según las malas lenguas, se había vuelto
ahorrativa en demasía y aun algo tacaña en los últimos años, a
veces no escatimaba el dinero, especialmente para obras de
caridad. Pertenecía a una sociedad de beneficencia de la
capital. En un año reciente de carestía había enviado quinientos
rublos a la junta central encargada de recoger fondos para las
víctimas del hambre, gesto del que se habló en nuestra ciudad.
Por último, poco antes del nombramiento del nuevo
gobernador, la señora había estado a punto de fundar una
junta de damas locales para llegar fondos en ayuda de las
parturientas más pobres de la localidad y la provincia. En la
ciudad se la tildaba de ambiciosa, pero la impetuosidad notoria
del carácter de Varvara, amén de su perseverancia, estuvieron
a punto de vencer todos los obstáculos: la nueva junta estaba
casi formada y la idea original fue adquiriendo cada vez mayor
amplitud en la mente exaltada de su creadora, que soñaba ya
con establecer una junta semejante en Moscú y extender
gradualmente las actividades de ésta a todas las provincias. El
repentino cambio de gobernadores puso, sin embargo, freno a
todo eso; y, según se decía, la nueva gobernadora se había
permitido hacer ya en los medios sociales algunas
observaciones agrias y, sin duda, sagaces y sensatas sobre lo
impráctico de la idea fundamental de semejante junta, lo que,
por supuesto, había sido repetido con adornos a Varvara. Sólo
Dios puede leer el fondo de los corazones, pero sospecho que
en esta ocasión Varvara se detuvo un tanto satisfecha en el
238
pórtico del templo sabiendo que junto a ella tendría que pasar
pronto la gobernadora y con ésta desfilarían los demás. «Que
vea —pensaba— por sí misma que no se me da un ardite de lo
que opina y de que me río de sus agudezas acerca de la
vanidad de mis obras de beneficencia. ¡Que se joroben todos!».
239
y al parecer no consideraba a la desconocida como una
mendiga común y corriente.
—¿Dónde vive usted? ¿Es que nadie sabe dónde vive? —Varvara
volvió a mirar con impaciencia en torno, pero ya no era el
mismo grupo de antes. Los que ahora contemplaban la escena
eran todos gente conocida, de la buena sociedad. Unos la veían
con asombro y reprobación, otros con curiosidad maliciosa a la
240
vez que con inocente deseo de escándalo, y otros, por último,
con un conato de hilaridad.
—Lebiadkin es mi hermano.
241
—¡Tía, tía! ¡Lléveme también a su casa! —exclamó Lizaveta
Nikolayevna.
242
enfade, Julie, chère cousine... ¡Tía, estoy lista! Si no me lleva
usted consigo salgo corriendo y gritando tras el coche —
murmuró rápida y desesperada al oído de Varvara. Menos mal
que nadie la oyó. Varvara dio un paso atrás y dirigió una
mirada penetrante a la enloquecida muchacha. Esa mirada fue
decisiva. Al momento resolvió llevar a Liza consigo.
243
—Ese parecer la honra a usted —aprobó con magnanimidad
Varvara. En un arranque incontenible Iulia Mihailovna alargó la
mano y Varvara se apresuró a tocarla con sus dedos. La
impresión general fue muy positiva: los rostros de algunos de
los circunstantes brillaron de contento y hasta hubo algunas
sonrisas afectuosas y complacidas.
244
QUINTO CAPÍTULO: La sabiduría de la serpiente
245
En ese momento todos enmudecimos esperando algún
desenlace. Shatov no alzaba la cabeza y Stepan Trofimovich
estaba desalentado como si se sintiera culpable de todo. El
sudor le cubría las sienes. Miré a Liza (estaba sentada en un
rincón, casi junto a Shatov) y vi que su mirada examinadora iba
y venía entre Varvara Petrovna y la coja. Sus labios dibujaban
una sonrisa torcida y desagradable. Varvara Petrovna notó esa
sonrisa. Mientras tanto, María Timofeyevna disfrutaba a sus
anchas: observaba con deleite y sin inhibición el hermoso salón
de Varvara Petrovna, los muebles, las alfombras, los cuadros en
las paredes, el techo decorado a la antigua, el gran crucifijo de
bronce en un rincón, la lámpara de porcelana, los álbumes y los
adornos de la mesa.
246
—¿Ver qué? Vamos, diga algo.
247
—¿Qué es lo que ha dicho? —exclamó Varvara Petrovna
enderezándose en su sillón—. ¿Qué es eso de llamarme tía?
¿Qué quiere decir con eso?
—¿Quién es Liza?
248
—Póngaselo de inmediato y guárdeselo para siempre. Ahora
vaya, vuelva a sentarse y tómese el café, y por favor le pido
que no me tenga miedo, que no se asuste usted de mí, mi
querida. Cálmese, que estoy empezando a comprenderla.
—Ve y dile que venga. Y dile también que se lo pido con mucho
empeño, aunque no se sienta bien.
249
acostumbran las personas débiles e irritables, puso en esa
protesta chillona toda la cólera de la que era capaz—. Querida
Varvara Petrovna, he venido a recoger a mi hija.
250
acusaciones secretas, hechas a mansalva; prefería la guerra
abierta. Sean cuales fueran las razones, lo cierto era que estas
dos señoras hacía cinco días que no se veían. Había sido
Varvara Petrovna quien había hecho la última visita y quien
había salido ofendida y confusa de la casa de «esa tonta de
Drozdova». Puedo decir sin temor a equivocarme que
Praskovya Ivanovna había llegado a la casa ingenuamente
convencida de que Varvara Petrovna se asustaría ante ella, un
rictus en su rostro lo ponía en evidencia. Pero también era
evidente que Varvara Petrovna era capaz de alimentar el
demonio del orgullo más arrogante no bien sospechaba que la
suponían humillada. Praskovya Ivanovna, como tantas
personas débiles que durante largo tiempo se permiten ofender
impunemente a otros, descollaba por el notable ardor con que
se lanzaba al ataque al primer indicio de una ocasión propicia.
Cierto es que ahora estaba enferma y que la enfermedad había
acrecentado su irritabilidad. Agregaré, como conclusión, que
ninguno de los que estábamos en la sala podía molestar con su
presencia a estas dos amigas de la infancia si llegaba a surgir
una querella entre ambas, pues las dos nos consideraban
subalternos. Me alarmé un poco cuando noté esto. Stepan
Trofimovich, que estaba de pie desde la llegada de Varvara
Petrovna, se dejó caer agotado en una silla al oír el chillido de
Praskovya Ivanovna e intentó cruzar miradas conmigo casi con
desesperación. Shatov cambió rígidamente de postura en su
silla e incluso algo murmuró en voz baja. Me pareció que quería
levantarse e irse. Liza, por su parte, estuvo a punto de
251
levantarse, pero volvió a caer en su asiento sin prestar mucha
atención al grito de su madre, y no por «llevar la contra», sino
por hallarse, como era sabido, bajo los efectos de una
impresión aún más fuerte. Estaba distraída y tenía los ojos fijos
en el vacío, incluso hasta había dejado de mirar a María
Timofeyevna con el mismo interés de antes.
252
bien sé yo que esto no es más que un simple palabrerío. Ya no
hay quién soporte la historia del colegio.
253
—Hablando de amores, ¿recuerda usted que se enamoró en el
colegio del clérigo que nos enseñaba doctrina cristiana? Vamos,
recuérdelo, ya que es usted tan memoriosa. ¡Ja, ja, ja!
254
—«La historia de esta infeliz» —repitió despacio Praskovya
Ivanovna con risa maligna—. ¿Y por qué motivo tienes que
mezclarte en estas «historias»? Y en cuanto a usted, querida,
¡ya estamos hartos de su despotismo! —exclamó furiosa
volviéndose a Varvara Petrovna—. Decían por allí, no sé si con
razón o sin ella, que tenía usted a toda la ciudad en un puño,
pero noto evidentemente que ha llegado su hora.
255
—¡Ahí la tienes! ¡Ahí está sentada toda la verdad! —Praskovya
Ivanovna de pronto señaló con el índice a María Timofeyevna y
lo hizo con la osadía desesperada de quien ya no mide las
consecuencias y piensa sólo en satirizar a su adversario. María
Timofeyevna, que había estado mirándola todo ese tiempo con
alegre curiosidad, lanzó una gozosa carcajada al saberse
señalada por el dedo de la enfurecida visitante y se acomodó
feliz en su sillón.
256
—¡Varvara Petrovna, querida amiga mía! —prosiguió Praskovya
Ivanovna algo más tranquila—. Siento culpa por haber estado
hablando a tontas y a locas, pero es que me tienen
completamente trastornada esos anónimos con los que algún
infame me está bombardeando. Mejor fuera que se los
mandaran a usted, ya que es a usted a quien se refieren,
porque yo, al fin y al cabo, tengo una hija.
257
Timofeyevna se volvió rápidamente y quedó plantada ante su
silla, clavando los ojos largamente en la chiflada.
258
personalmente de entregarle al señor Lebiadkin, el hermano de
ella.
259
de Varvara Petrovna no se desvió de ella un instante mientras
estuvo hablando. Varvara Petrovna reflexionó un momento.
260
—Hace falta acabar con eso —repitió Varvara Petrovna
después de escuchar atentamente a María Timofeyevna—. Por
favor, Stepan Trofimovich, tire del cordón de la campanilla.
261
—Que espere —dijo ésta a Aleksei Yegorovich. Éste
desapareció.
262
merecedora de desprecio por el solo hecho de no estar firmada.
Si tú piensas de otro modo no te lo envidio. En todo caso, te
aconsejo que no te metas esa porquería en el bolsillo; yo no me
ensuciaría con ella. Y ya que eres la que ha empezado a hablar
de esto, te diré que yo también recibí hace seis días una carta
anónima y bufonesca. En ella me decía un bribón que Nikolai
Vsevolodovich se había vuelto loco y que yo, por mi parte,
debía tener mucho cuidado con cierta mujer coja que
«desempeñaría un papel extraordinario en mi vida»; me
acuerdo bien de la expresión. Como sé que Nikolai
Vsevolodovich tiene un sinfín de enemigos, mandé buscar a un
sujeto de aquí, el más vengativo, taimado y despreciable de
todos ellos, y de mi conversación con él saqué en claro de qué
fuente ruin procedía el anónimo. Y si a ti también, mi pobre
Praskovya Ivanovna, te han molestado por culpa mía con ese
género de cartas,
263
Liza atravesó la sala y se paró en silencio delante de Varvara
Petrovna, que se puso a besarla, a abrazarla, la miró con ojos
de pasión, hizo sobre ella la señal de la cruz y volvió a besarla.
264
Mavriki Nikolayevich se inclinó y salió. Apenas un instante
después volvió acompañado del señor Lebiadkin.
265
No había duda, había venido (en coche de punto) por
instigación ajena y recibiendo la ayuda de alguien. A él solo no
se le habría ocurrido la idea, sin contar el tener que vestirse,
prepararse y decidirse en tres cuartos de hora, aun suponiendo
que se hubiera enterado inmediatamente de lo sucedido en el
atrio de la catedral. No estaba ebrio, pero sí en el estado de
pesadez, torpeza y vaguedad de quien se despierta después de
varios días de borrachera. Parecía que con sólo darle un par de
palmadas en el hombro volvería a emborracharse.
266
llegaba el caso, atreverse a cometer cualquier desvergüenza a
despecho de la cobardía. Era evidente que se asustaba ante
cualquier movimiento que hiciera su desproporcionado cuerpo.
Sabido es que el mayor tormento por el que pasan las personas
de su calaña, cuando por algún motivo insólito deben
presentarse en sociedad, lo causan sus propias manos y la
imposibilidad de saber qué hacer con ellas. El capitán se quedó
inmóvil en la silla, con el sombrero y los guantes en las manos,
sin desviar su estúpida mirada del rostro severo de Varvara
Petrovna. Seguramente deseaba mirar a todos con cuidado,
pero aún no se atrevía. María Timofeyevna, que lo encontraba
por lo visto enormemente ridículo, volvió a reírse a carcajadas,
pero él no se movió. Varvara Petrovna lo tuvo cruelmente en
esa postura todo un minuto, escudriñándolo implacablemente.
267
—Quisiera que no interpretara mal mis palabras, señora —y
empezó a desvariar—. Su hermano carnal no manchará... en un
estado..., no quiero decir que es ese estado..., en sentido
perjudicial a su honra..., recientemente... — volvió a perder el
hilo.
—¿Fraternalmente?
268
Y, sin más preámbulos, sacó del bolsillo una cartera, extrajo de
ella un fajo de billetes y empezó a contarlos con dedos trémulos
y en un frenesí de impaciencia. Deseaba, al parecer, explicar
algo cuanto antes, y bien necesario era; pero sintiendo
seguramente que el trajín con el dinero le hacía parecer aún
más estúpido, perdió por completo el dominio de sí mismo. El
dinero no se dejaba contar, los dedos se le trababan y, para
colmo de males, un billete verde salió de la cartera y cayó
revoloteando en la alfombra.
269
—¡Por favor cálmense, cálmense, que no estoy loco, que juro
que no estoy loco! —clamaba, agitado, el capitán, encarándose
con todos.
270
El capitán de pronto dejó de hablar. Ahora respiraba con
dificultad, como tras un penoso esfuerzo. Seguramente había
ensayado para su discurso, en especial todo aquello de la junta
de beneficencia, incluso con Liputin como mentor. Ahora
sudaba más que antes; las gotas de sudor se le agolpaban
literalmente en las sienes. Varvara Petrovna lo miraba
fijamente.
—¡Señora, señora...!
271
—¡Señora! —rugió de pronto el capitán—. ¿Me permite que le
haga una pregunta, sólo una, pero una pregunta franca,
directa, a la rusa, con el corazón en la mano?
—¡Hágala enhorabuena!
—Hágala.
272
así, ¡calla, corazón desesperado! — dijo golpeándose el pecho
con frenesí.
273
defensa de alguien. Liza estaba algo pálida y no apartaba los
ojos, muy abiertos, del desaforado capitán. Shatov seguía
sentado en su actitud de antes. Lo más extraño, sin embargo,
era que María Timofeyevna no sólo había dejado de reír, sino
que se había puesto notablemente triste. Apoyada con el brazo
derecho en la mesa, seguía con larga y melancólica mirada las
idas y venidas de su hermano. Sólo Daria Pavlovna parecía
tranquila.
274
hubiera gustado llamarme Príncipe de Mombart, pero sólo me
llamo Lebiadkin, derivado de lebed, «cisne». ¿Por qué ha de ser
así? Yo soy poeta, señora, poeta de corazón, y pudiera quizá
recibir mil rublos de un editor, pero me veo obligado a vivir en
una pocilga. ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Señora, en mi opinión, Rusia
no es más que una broma de la naturaleza!
—¿Qué dice?
275
respuesta está en la entraña de esa fábula, escrita con letras de
fuego!
—Lea su fábula.
276
: ¡La cucaracha no se queja! En cuanto a Nikifor, representa la
naturaleza — agregó de prisa paseándose por la sala con aire
satisfecho.
277
botella tan cara a los militares, a la que cantó Denis Davydov.
He ahí por qué cuando está en esa puerta le da por escribir una
carta en verso, una carta admi-ra-bi-lísima, pero que bien
quisiera recuperar con las lágrimas de toda su vida, porque con
ella se destruye el sentimiento de lo bello. Pero el pájaro voló y
ya no hay quién pueda atraparlo
278
—Acaba de llegar Nikolai Vsevolodovich y viene hacia aquí —
anunció en respuesta a la mirada interrogante de Varvara
Petrovna.
279
elegancia. A primera vista parecía un poco cargado de
espaldas y con ademanes un poco torpes, aunque en realidad
no era cargado de espaldas y su compostura era más bien
desenvuelta. Tenía aire de tipo raro, pero todos pudimos
cerciorarnos más tarde de que su conducta era correcta y sus
palabras siempre precisas y oportunas.
280
palabras rotaban de sus labios como las cuentas de un collar,
gruesas y pulidas, siempre bien escogidas y siempre aptas para
la ocasión. Pero lo que agradaba al principio, luego resultaba
repelente, sin duda debido a esa enunciación tan precisa y esa
racha de palabras siempre a flor de labios. Finalmente creíamos
que su lengua debía de tener una forma especial, que debía de
ser excesivamente larga y delgada, terriblemente roja y
terminada en una punta que se movía continua e
involuntariamente.
Pues bien, tal era el joven que ahora entraba volando en la sala
y, la verdad sea dicha, todavía me parece que ya había
empezado a hablar en la habitación contigua y, por tanto,
entraba hablando. De pronto se paró frente a Varvara
Petrovna.
281
entonces que yo soy el primero en anunciarlo. Claro que se
podría mandar a alguien a buscarlo, pero seguramente vendrá
él mismo en un momento, justamente en el momento que mejor
le cuadre y, si no me equivoco, que mejor convenga a sus
propósitos.
282
. Pierre, mon enfant, ¡pero si no te he reconocido! —lo abrazó
con fuerza derramando lágrimas.
—¡Pero si han pasado diez años desde la última vez que te vi!
—¡Mon enfant!
283
estaba exactamente igual que cuatro años atrás: igual de
elegante, igual de altivo y hasta podría decir que casi igual de
joven, sus entradas guardaban el mismo aire imponente de
entonces. Su ligera sonrisa revelaba la misma amabilidad oficial
y la misma satisfacción de sí mismo. Su mirada también era la
misma: severa, abstraída y algo solazada. En una palabra, se
diría que habíamos dejado de vernos en la víspera. Sin embargo
una cosa, no obstante, me llamó la atención: antes, aunque se
daba por sentado que era un hombre apuesto, su semblante
«parecía una máscara», como solían murmurar algunas damas
maliciosas de nuestra sociedad. Pero ahora, no sé por qué, me
pareció desde el primer golpe de vista positiva e
indiscutiblemente hermoso, de modo tal que habría sido
imposible decir que su semblante parecía una máscara.
284
de Varvara Petrovna durante toda su vida y la singular
impulsividad de ese carácter en momentos críticos. Ruego
asimismo que recuerde que, a despecho de la rara firmeza de
espíritu y los abundantes recursos de sensatez y destreza
práctica y, por así decirlo, administrativa que poseía, no
faltaban en su vida instantes en que se entregaba en cuerpo y
alma y, si se permite la expresión, sin freno alguno. Ruego, por
último, que el lector tenga en cuenta que el momento a que
hago referencia era de esos en que, a la manera de un haz de
luz, se concentraba en ella la esencia de toda su vida: pasado,
presente y acaso también el futuro. Por mi parte, recordaré,
además, el anónimo que había recibido, del que había hablado
con tanta irritación Praskovya Ivanovna hacía un rato,
omitiendo, según creo, toda referencia al contenido de la carta.
Puede que en ésta estuviera el secreto que hacía posible la
terrible pregunta que ahora, de improviso, dirigía a su hijo.
285
respetuosamente a los labios y la besó. Y era tan constante e
irresistible el ascendiente que ejercía sobre su madre que ésta
no se atrevió a retirar la mano. Se limitó a mirarlo, convertida
toda ella en pregunta, y su aspecto entero revelaba que no
podría soportar la incertidumbre un segundo más.
286
—No. No puede usted hacer eso —dijo él con sonrisa tan
espléndida que ella comenzó a reír alegremente.
287
sentarse en silencio, pero en su cara se percibía un rictus
tembloroso como si hubiera tocado un reptil repugnante.
288
alguna Praskovya Ivanovna, apenas murmuraba y gesticulaba
nerviosa. La infeliz muchas preocupaciones tenía a esa altura: a
cada momento volvía la cabeza del lado de Liza y fijaba en ésta
los ojos con un vago terror. Ya no osaba siquiera pensar en
levantarse e irse como no lo hiciera su hija. Mientras tanto el
capitán se aprestaba de seguro a escurrir el bulto. Yo me di
cuenta de ello. Se lo veía víctima de agudo e indiscutible pánico
desde el momento en que apareció Nikolai Vsevolodovich; pero
Piotr Stepanovich lo agarró del brazo y no lo dejó escaparse.
289
conozco desde Petersburgo. Por otra parte, toda esa historia
honra a Nikolai Vsevolodovich, si es necesario emplear una
palabra tan imprecisa como «honra»...
—¿Quiere decir que usted mismo fue testigo de algún lance del
que resultó este... equívoco? —preguntó Varvara Petrovna.
290
un novelista sin mejor cosa que hacer podría sacar de ello una
novela. Es una bagatela bastante interesante, Praskovya
Ivanovna, y estoy seguro de que Liza Nikolayevna la oirá con
curiosidad, porque aunque nada tiene de particular, sí tiene
mucho de extravagante. Hará unos años, en Petersburgo,
Nikolai Vsevolodovich conoció a este señor, a este mismo señor
Lebiadkin que está aquí con la boca abierta y que hace un
minuto intentó escaparse. Disculpe, Varvara Petrovna. Le
aconsejo, estimado señor oficial retirado del cuerpo de
intendencia (ya ve usted que lo recuerdo muy bien), que no
trate de poner los pies en polvorosa. A mí y a Nikolai
Vsevolodovich nos son harto conocidas sus andanzas por aquí,
y le advierto que de ellas tendrá que responder. Una vez más
ruego que me disculpe, Varvara Petrovna. En aquel entonces
Nikolai Vsevolodovich llamaba a este señor su Falstaff: éste —
aclaró enseguida— debió de ser un personaje estrafalario de
otros tiempos de quien todos se burlaban y quien, por su parte,
permitía que todos se burlasen de él con tal de que se lo
pagaran. Nikolai Vsevolodovich llevaba entonces en
Petersburgo una vida, por así decirlo, burlesca. No puedo
calificarla de otro modo porque no es hombre propenso a la
melancolía y aquellos días no tenía nada en que ocuparse. Me
refiero sólo a aquella época, Varvara Petrovna. Este Lebiadkin
tenía una hermana, la misma que estaba aquí hace un rato. Los
hermanos no tenían casa y dormían en las que iban
consiguiendo. Recorría la Galería Comercial, siempre con su
uniforme viejo, molestando a los que andaban por allí pidiendo
291
monedas que se gastaba en bebida. La hermana ayudaba con
la limpieza y vivía de la calderilla que le entregaban. Era una
vida miserable y no quiero detenerme en describir su sordidez;
vida, no obstante, que por excentricidad atraía entonces a
Nikolai Vsevolodovich. Sigo hablando sólo de aquella época,
Varvara Petrovna. En cuanto a lo de «excentricidad», sólo repito
una palabra que él usaba. No es mucho lo que me oculta.
Mademoiselle Lebiadkina, que por entonces tuvo frecuente
ocasión de ver a Nikolai Vsevolodovich, quedó prendada de su
estampa. Diríamos que en ese fondo putrefacto que era su
vida, significaba un diamante pulido. Como no soy hábil en el
retrato de los sentimientos, dejaré el asunto; pero
inmediatamente empezó el maldito a burlarse de ella, con lo
que se puso triste. Lo cierto es que no era la primera vez que se
reía, siempre lo había hecho, ahora lo advertía, eso es todo. Ya
para entonces estaba ida, aunque no tanto como ahora; incluso
se podría decir que en su infancia había recibido cierta
educación, gracias a alguna señora que se interesó por ella.
Nikolai Vsevolodovich nunca le hizo el menor caso. Jugaba a
las cartas todo el día con unos empleados del Estado: una
baraja grasienta que le permitía ganar o perder un cuarto de
kopek en cada apuesta. Aun así, cierta vez que osaron
molestarla, él, ni corto ni perezoso, agarró a uno de los
jugadores por el cuello y lo tiró por la ventana de un primer
piso. No se busque aquí ni un poco de caballerosidad frente a la
inocencia agraviada; fue un paso de comedia en medio de la
risa general. El que más lo disfrutó fue el mismo Nikolai
292
Vsevolodovich. Cuando aquello acabó felizmente, todos
hicieron las paces y se pusieron a beber. Ahora bien, la
inocencia perseguida no se olvidó de ello. Por supuesto, el
incidente causó el trastorno definitivo de sus facultades
mentales. Repito que no sé describir sentimientos, pero lo que
en ello hubo sobre todo fue una alucinación.
293
Vsevolodovich, cuando tuvo que venir aquí, dispuso cómo
cuidar de ella señalándole, según creo, una pensión anual de
bastante cuantía, de trescientos rublos, si no más. En resumen,
pongamos que aquello fue un gesto absurdo, el capricho de un
hombre envejecido prematuramente..., en fin, como afirmaba
Kirillov, pongamos que aquello fue el nuevo experimento de un
hombre saciado de todo para averiguar hasta dónde podía
llegar con una mujer débil y maniática. «Usted (decía) a
propósito eligió a la más infortunada de las personas,
condenada al maltrato y a la injusticia durante toda su vida; y,
por si fuera poco, sabiendo que esa criatura está a sus pies,
usted se burla de ella sólo como parte de un caprichoso
experimento». Pero, al fin y al cabo, ¿qué culpa tiene un hombre
de las extravagancias de una loca con la que, ¡óigalo bien!,
apenas ha cambiado un par de frases en todo ese tiempo? Hay
cosas, Varvara Petrovna, de las que no sólo es imposible hablar
con sensatez, sino de las que es hasta insensato intentar hablar.
Pero, en fin, digamos que se trató de un ataque de
excentricidad, porque no cabe decir más. Y, mientras tanto, ha
habido rumores aquí sobre ello... Algo sé de lo que aquí pasa,
Varvara Petrovna...
294
—Me falta en realidad preguntarle algo a este señor... Ahora
verá usted de qué se trata, Varvara Petrovna.
—¡Oh, es verdad!
295
—Un momento. Espere —Varvara Petrovna lo interrumpió, como
quien tiene mucho para decir. Así lo entendió Piotr Stepanovich
y concentró en ella su atención—. Excentricidad es poco. Era
algo de carácter sagrado, se lo aseguro. Un hombre orgulloso,
humillado muy temprano, que llega hasta el género de
296
madre sola en tales circunstancias? Sepa usted, Piotr
Stepanovich, que hasta me resulta fácil comprender que una
persona como Nicolas pueda frecuentar esos tugurios infames
que usted cuenta. Se me representa ahora con toda claridad
esa «burla» de la vida (nuevamente una frase feliz y de su
autoría), ese apetito insaciable de contraste, ese fondo
tenebroso de cuadro en el cual figura él como un diamante,
según la comparación de usted, Piotr Stepanovich. ¡Y he aquí
que un día tropieza allí con una criatura injuriada por todos,
coja y medio loca, y quizá dominada también por los más
nobles sentimientos!
297
cuanto más oprimido o indigente está todo un pueblo, tanto
más cree en las promesas del paraíso; y si cien mil clérigos se
afanan con el fin de probar eso, atizando ese credo y
especulando sobre él, entonces... la entiendo a usted, Varvara
Petrovna, no se preocupe.
—Y le aclaro que no es tan rico como usted cree. La rica soy yo,
y en esa época no recibió de mí casi nada.
298
—¡Oh, créame que también yo lo deseo! —prorrumpió Piotr
Stepanovich.
299
arranque de magnánima y honda emoción no exenta de cierta
triunfante ironía.
300
proceder de otro modo. Repito que no conozco los detalles. Él
mismo los contará. Sólo sé que se hizo entrar a la interesada en
un convento lejano, donde vivía hasta con comodidad, pero
vigilada con dulzura, ¿entiende usted? ¿A que no sabe usted
qué se le ocurrió entonces al señor Lebiadkin? Se valió primero
de todos los medios habidos y por haber para averiguar dónde
habían metido a su fuente de ingresos, esto es, a su hermana;
no tardó mucho en lograr su propósito; la sacó del convento
alegando no sé qué derecho sobre ella y se la trajo
directamente aquí. Aquí no le da de comer, le da palizas, la
maltrata, y cuando por algún conducto recibe de Nikolai
Vsevolodovich una suma considerable se da a la bebida, y en
lugar de gratitud lanza retos arrogantes a Nikolai
Vsevolodovich, haciéndole demandas insensatas, amenazando
con acudir a los tribunales si no se le entrega la pensión en
propia mano. De esta manera, el donativo voluntario de Nikolai
Vsevolodovich lo considera como tributo. ¿Se da usted cuenta?
Señor Lebiadkin,
El capitán, que seguía de pie, sin decir palabra y con los ojos
bajos, dio rápidamente dos pasos adelante y se puso como la
grana.
301
a la primera pregunta: ¿es verdad todo lo que he dicho, sí o no?
Si juzga que no es verdad, debe usted dar explicaciones sobre
la marcha.
302
—¿Todo?
—Todo, señor.
—No..., no lo estoy.
303
Lebiadkin. Permítame decirle, sin embargo, que aún no he
hablado de su comportamiento en su sentido real. Ya hablaré
del comportamiento de usted en su sentido real. Hablaré de él
(lo que puede muy bien suceder), pero todavía no he empezado
a hablar de él en su sentido real.
304
—¿Me perdonas, Nicolas? —Varvara Petrovna no pudo
contenerse y fue rauda a su encuentro.
305
que la verdad —al decir esto miró a su alrededor—. Así, pues,
maman, está claro que no es usted la que debe pedirme a mí
perdón, y que si en esto hay un poco de locura soy yo, por
supuesto, el responsable, lo que quiere decir, a fin de cuentas,
que soy yo el que está loco. Al fin y al cabo, debo mantener la
fama que aquí tengo...
306
se inclinaba, ella al momento reventaba de risa; cabía suponer
que era precisamente del pobre Mavriki Nikolayevich de quien
se reía. Por otra parte, se veía que trataba de dominarse y se
llevaba un pañuelo a los labios. Nikolai Vsevolodovich, con aire
ingenuo e inocente, se acercó a ella para saludarla.
«imperdonablemente».
—Aquí.
307
idea.
308
—¿Que se rompiera una pierna? —preguntó con seriedad
Mavriki Nikolayevich frunciendo las cejas.
309
puso a gimotear. Varvara Petrovna en seguida se llevó a las
dos a sus
310
solícitamente a Liza y hasta tomó asiento a su lado. Junto a
ellas se plantó al momento Piotr Stepanovich, libre ya, e inició
una cháchara atropellada y alegre. Nikolai Vsevolodovich, por
su parte, se acercó con paso deliberado a Daria Petrovna, que
al verle venir empezó, sobresaltada, a agitarse en su asiento,
dando señales de turbación y poniéndose encendida.
311
—¿A Suiza? —dijo Stepan Trofimovich maravillado y confuso.
—¡No hay Pierre que valga...! Aquí estoy para decirte que no me
opongo si eso es lo que deseas en verdad. Si lo que quieres es
que «te salve» como me escribes y ruegas en la misma carta —
siguió la cháchara—, aquí estoy para lo que gustes mandar. ¿Es
verdad que se casa, Varvara Petrovna? —preguntó volviéndose
súbitamente a ella—. Espero no estar siendo indiscreto pero
repito lo que él me dijo en su carta, que toda la ciudad lo sabe y
que todos le dan la enhorabuena, hasta el punto de que para
evitarlo sale sólo de noche. Aquí en el bolsillo traigo la carta.
Pero ¿querrá usted creerme, Varvara Petrovna, que no entiendo
palabra de lo que dice? Dime sólo esto, Stepan Trofimovich,
¿hay que
312
cosas de la edad. Yo tengo la manga ancha y no te lo censuro;
quizás, incluso, redunde en honor tuyo, etc., etc.; pero lo que
importa al cabo es que no entiendo lo que importa en el asunto.
En la carta hablas de no sé qué «pecados en Suiza». Me caso,
dices, por no sé qué pecados o por pecados ajenos, en fin,
como sea, en suma, «pecados». La muchacha (escribe) es una
joya y, por supuesto, «él es indigno» de ella, ésas son sus
palabras. Pero ¿por qué pecados o circunstancias se ve
«obligado a casarse e ir a Suiza»? ¿Y por qué me pide que lo
deje todo y venga volando a salvarle? ¿Entiende usted algo de
esto? Pero..., pero por la cara que ponen ustedes —y dio una
vuelta en redondo, con la carta en las manos y una sonrisa
inocente en los labios— veo que, según mi costumbre, parece
que he metido la pata... por la estúpida franqueza mía o, como
dice Nikolai Vsevolodovich, por mi apresuramiento. Pero yo
pensaba que estaba entre amigos, quiero decir entre tus
amigos, padre, entre tus propios amigos, porque yo, al fin y al
cabo, soy un extraño aquí. Y veo..., veo que aquí todos saben
algo y que yo soy precisamente el que no sabe.
313
—Bueno, en fin, si algo hay aquí que yo no he comprendido —
respondió Piotr Stepanovich como asustado y confundiéndose
con su propio discurso—, entonces, claro, es él quien tiene la
culpa por escribir de esa manera. Aquí está la carta. En
realidad no me ha escrito una sino millones de cartas en estos
últimos meses, tantas que le confieso, no llegué a leer todas.
Perdóname, padre, por esa confesión estúpida, pero, vamos,
tienes que reconocer que aunque las cartas me las mandabas a
mí, en realidad las escribías para la posteridad, conque a ti te
da dos cuartos de lo mismo... Bueno, bueno, no te enfades, que
al fin y al cabo somos familia. Ahora bien, esta carta, Varvara
Petrovna, esta carta sí la leí hasta el final. Estos «pecados»,
señora, estos «pecados ajenos» quizá no pasen de ser nuestros
propios pecadillos, y apuesto que son de lo más inocentes; pero
de pronto se nos ocurre hacer de ellos un lance imaginario con
su punta de autosacrificio; más aún, es para poner de relieve el
autosacrificio para lo que se inventa el lance. Porque, vea usted,
nuestra situación económica no anda bien; y hay que acabar
por confesarlo. Como sabe usted, le tenemos afición a la
baraja..., pero, en fin, esto no viene al caso, no viene en absoluto
al caso. Me temo que se me va la lengua, Varvara Petrovna,
pero es que me asustó, y yo venía efectivamente medio
dispuesto a «salvarle». A fin de cuentas, tengo vergüenza de mí
mismo. ¿Es que iba a ponerle el cuchillo en la garganta? ¿Acaso
soy un acreedor implacable? Ahí en la carta dice algo de una
dote... ¿Pero de veras, de veras, te vas a casar, padre? En fin, lo
314
de siempre; habla que te habla, y sólo para oírse a sí mismo...
¡Ay, Varvara Petrovna, seguro estoy de que me
315
relampagueantes—. Tenga la bondad de salir ahora mismo y en
adelante no vuelva a poner los pies en mi casa.
316
Se inclinó con dignidad ante Varvara Petrovna y no dijo palabra
(cierto que no le quedaba nada por decir). Habría querido irse
al momento, pero no se apresuró y se acercó a Daria Pavlovna.
Ésta, al parecer, lo había previsto, porque enseguida, asustada,
empezó a hablar como si se apresurase a tomarle la delantera:
ella.
317
papel que me obligas a hacer ahora? —dijo encarándose con su
padre.
Ante todo haré constar que durante los últimos dos o tres
minutos el talante de Liza había tomado otro cariz: algo estaba
318
diciendo por lo bajo a su madre y a Mavriki Nikolayevich,
inclinado sobre ella. Su semblante delataba preocupación a la
vez que intrepidez. Por fin se levantó de su asiento con evidente
intención de irse en seguida, dando prisa a su madre, a quien
Mavriki Nikolayevich ayudaba a su vez a levantarse de su sillón.
Pero bien claro estaba que el destino no las dejaba marcharse
sin haber presenciado la escena hasta su desenlace.
319
no con la palma de la mano, sino con todo el puño. Y el puño
suyo era grande, duro, huesudo, cubierto de pecas y vello rojizo.
Si el golpe hubiera alcanzado la nariz, la habría deshecho. Pero
fue en la mejilla, rozando la comisura izquierda de los labios y
los dientes superiores, de los que al momento brotó sangre.
320
peligro, que se embriagaba con la sensación de él, y que de él
había hecho una exigencia de su propia naturaleza. En su
juventud se batía a duelo por cualquier futesa. En Siberia salía a
cazar osos armado sólo de un cuchillo; gustaba de encontrarse
en los bosques siberianos con presidiarios que se habían dado
a la fuga, muchísimo
Pero sea como fuere, han pasado muchos años desde entonces,
y la índole de nuestra generación actual, nerviosa, atormentada
y contradictoria, no es nada compatible con esas sensaciones
absorbentes e inmediatas que buscaban en sus actos algunos
varones inquietos del buen tiempo viejo. Acaso Nikolai
321
Vsevolodovich habría tratado a L* con altivez, quizá incluso le
habría tildado de fanfarrón y cobarde, aunque, la verdad sea
dicha, no en voz alta. Él también mataría a su rival en duelo,
saldría a la caza de osos, pero sólo si fuera necesario, y se
defendería de un bandido en el bosque con tanto éxito y tan
poco miedo como L*, pero sin la menor sensación de placer. Por
una triste necesidad, desganado, casi con fastidio. En maldad le
llevaba sin duda una gran ventaja a L* y hasta a Lermontov.
Nikolai Vsevolodovich era más perverso que los dos juntos, pero
era una maldad diferente, se diría fría, tranquila y, digamos
que racional, lo que la convierte en mucho más efectiva y
peligrosa. Vuelvo a decirlo una y mil veces: tanto en ese
momento como ahora mismo yo considero que se trata de un
hombre que ante una ofensa, ante una bofetada es capaz de
responder con un acto criminal, es capaz de matar a su ofensor.
Y sin retarlo a duelo. Pero aquella vez no pasó eso, algo muy
diferente ocurrió.
322
procesión por dentro; al fin y al cabo yo sólo veía lo de afuera.
Tengo la impresión de que si hubiera un hombre que apretara,
por ejemplo, en la mano una barra de hierro candente para
poner a prueba su aguante y tratara durante diez segundos de
sobreponerse al dolor intolerable y, en efecto, se sobrepusiera,
ese hombre, creo yo, habría soportado algo parecido a lo que
Nikolai Vsevolodovich soportó durante esos diez segundos.
323
parece estar oyendo el golpe que dio con la nuca en la
alfombra.
324
SEGUNDA PARTE
325
estaba en casa de Filippov y no se sabía a dónde había ido; se
había esfumado. Shatov, de quien quise obtener informes
acerca de María Timofeyevna, se encerró en su cuarto, y según
creo pasó esos ocho días allí adentro sin hacer nada,
interrumpiendo incluso su trabajo en la ciudad. Además no me
recibió. Fui a verlo el martes y llamé a su puerta pero no obtuve
respuesta, pero como sabía con certeza que se hallaba en la
casa, llamé por segunda vez. Entonces, supongo que saltando
de la cama, se acercó con pasos pesados a la puerta y gritó
con voz ronca: «Shatov no está en casa». No tuve opción y me
marché.
326
ocupaba los primeros planos era el desmayo de Lizaveta
Nikolayevna, los pormenores del episodio interesaban a todo el
«gran mundo», aunque sólo fuera porque el incidente afectaba
de cerca a Iulia Mihailovna como pariente y protectora de la
joven. ¡Y hay que ver todo lo que se decía! A la difamación
contribuía asimismo una circunstancia misteriosa: ambas casas
estaban herméticamente cerradas. Se decía incluso que
Lizaveta Nikolayevna estaba en cama con fiebre muy alta, y
que Nikolai Vsevolodovich también se había enfermado y que
además había perdido un diente que había dejado
terriblemente hinchada una de sus mejillas. En algunos sitios se
agregaba que pronto ocurriría un asesinato, ya que Stavrogin
no era de los que toleraban ultraje semejante y que mataría a
Shatov, pero en silencio, como en las
327
sobremanera extraños que circulaban, no pública, sino
privadamente, casi a puerta cerrada, y a la existencia de los
cuales aludo sólo para poner al lector sobre aviso en vista de
ulteriores acontecimientos en mi relato. Algunas personas
decían, arrugando el entrecejo y quién sabe con qué
fundamento, que Nikolai Vsevolodovich tenía algún asunto
especial que tramitar en nuestra provincia; que merced a la
protección del conde K* había trabado relación en Petersburgo
con personas muy influyentes; incluso decían que era un alto
funcionario a quien le había sido confiada una misión
importante. Si algunas personas serias y prudentes se sonreían
ante semejante afirmación, objetando con bastante razón que
un hombre que hacía vida escandalosa y que había comenzado
su gestión entre nosotros con una mejilla hinchada no parecía
agente del poder público, se les sugería que su misión no era
oficial, sino, por así decirlo, confidencial, y que en tal caso su
misma índole exigía que el encargado de ella se asemejara lo
menos posible a un funcionario público. Tal observación surtía
efecto, porque era sabido que en la capital se vigilaba con
particular interés a nuestra administración provincial. Repito
que estos rumores circulaban durante poco tiempo y
desaparecían sin dejar rastro, al menos hasta que Nikolai
Vsevolodovich hizo su primera aparición; pero pondré de relieve
que el motivo de muchos rumores fueron en parte las breves
aunque insidiosas palabras que vaga e inconexamente
pronunció en el club el capitán de guardia Artemi Pavlovich
Gaganov, el cual, habiendo obtenido el retiro, acababa de
328
regresar de Petersburgo, poderoso terrateniente de nuestra
provincia y distrito, hombre que pertenecía a la brillante
sociedad capitalina e hijo del difunto Pavel Pavlovich Gaganov,
el respetable anciano con quien, hacía algo más de cuatro años,
Nikolai Vsevolodovich había tenido un encuentro, singular por
su grosería y brusquedad, al que ya me he referido al principio
de mi relato.
329
sector de nuestra sociedad le reconocía inteligencia práctica y
tacto..., pero ya hablaremos
330
importante: el antiguo revolucionario regresó a su amada
patria no sólo sin mostrar inquietud, sino casi invitado a
hacerlo; por consiguiente, carecía de fundamento lo que de él
se decía. En cierta ocasión, Liputin me confió en secreto que,
según decían, Piotr Stepanovich había hecho por lo visto
penitencia y recibido perdón, dando a las autoridades a tal
efecto los nombres de varias personas, con lo que quizás había
logrado también purgar su culpa, prometiendo además que en
adelante sería útil a la patria. Yo repetí esas malignas palabras
a Stepan Trofimovich, que, a pesar de no estar en condiciones
de pensar claro, reflexionó mucho sobre el caso. Más adelante
se supo que Piotr Stepanovich había venido a nuestra ciudad
con cartas de recomendación absolutamente intachables; en
todo caso era portador de una para la gobernadora, escrita por
una anciana de la alta sociedad de Petersburgo cuyo marido
era uno de los caballeros más conocidos de la capital. Esta
dama, madrina de Iulia Mihailovna, advertía en su carta que
también el conde K* conocía bien a Piotr Stepanovich por
mediación de Nikolai Vsevolodovich, que lo había tratado
cordialmente y que lo consideraba «joven honorable a pesar de
errores pasados». Iulia Mihailovna apreciaba en mucho sus
escasas relaciones con el «gran mundo», mantenidas con tanto
ahínco, y por supuesto se alegró mucho de la carta de tan
notabilísima señora. Pero, conociendo esto, había algo que no
terminaba de conformar a todos. Quisiera también destacar,
especialmente por el interés que pueda tener, que hasta
Karmazinov, el gran escritor, se mostró benévolo con Piotr
331
Stepanovich y en seguida lo invitó a su casa. Tanta presteza en
un hombre tan envanecido como Karmazinov fue lo que más
hirió la sensibilidad de Stepan Trofimovich. Yo, sin embargo, lo
veía de otro modo. A través de la invitación al nihilista,
Karmazinov tenía el claro propósito de relacionarse con los
jóvenes progresistas de Petersburgo y Moscú. Aterrado ante los
jóvenes revolucionarios, el gran escritor creía con total
ignorancia que esa gente era clave para el futuro de Rusia. De
modo que se humillaba congraciándose con quienes no lo
tomaban en cuenta.
332
Varvara Petrovna desde aquel domingo, lo cual me parecía un
milagro. Lo primordial era que estaba tranquilo. Había llegado
a alguna conclusión extraordinaria y definitiva que le inspiraba
serenidad. Eso no tenía vuelta de hoja. Aferrado a ella,
aguardaba los acontecimientos. Sin embargo, los primeros días,
en especial el lunes, había sufrido un ataque de gastritis. Claro
que no podía pasar todo el tiempo sin noticias, pero tan pronto
como yo, dejando a un costado las apariencias, profundizaba
en los pormenores del asunto y esbozaba algunas conjeturas,
daba manotazos en el aire para callarme. Evidentemente los
dos encuentros con su hijo lo afectaron penosamente aunque
no quebrantaron su firmeza. Después de verlo, al día siguiente,
se quedaba acostado en el sofá, con la cabeza envuelta en un
paño empapado en vinagre. De todas maneras, en el fondo
siempre mantuvo la serenidad.
333
Fue lo único que me dijo en todo el día.
—Fils, fils chéri, etc., etc., bien sé que estas frases son pura
necedad, palabras propias de cocineras, pero no importa, yo
mismo lo veo ahora. No hice nada por él y lo mandé desde
Berlín a una tía suya en Rusia cuando era todavía un niño de
pecho, por correo, etc., etc., de acuerdo... «Tú no hiciste nada
por mí (me dice) y me mandaste por correo, y para colmo me
has despojado aquí de lo mío». «¡Infeliz! (le he gritado). ¡Pero si
mi corazón ha estado sufriendo por ti toda mi vida, aun si te
mandé por correo desde Berlín!». Il rit. Pero de acuerdo, de
acuerdo..., ¡sí, lo mandé por correo! —concluyó casi delirante—.
Passons. No entiendo a Turgeniev. Su Bazarov es un personaje
ficticio sin equivalencia real. Ellos fueron los primeros en
repudiarlo entonces por no parecerse a nadie. Ese Bazarov es
una mezcla confusa de Nozdriov y Byron, c’est le mot. Fíjese en
ellos: saltan y gritan de puro contento, como cachorros al sol,
son felices, la victoria es suya. ¿Qué hay de Byron en eso? Y
luego, ¡qué trivialidad, qué vulgar prurito de vanidad, qué ansia
plebeya de faire du bruit autour de son nom, sin advertir que
son nom...! ¡Ay, qué caricatura! «¿Pero es que quieres (le he
gritado) ofrecerte, tal y como eres, a las gentes en lugar de
Cristo?». Il rit, il rit beaucoup, il rit de trop. Tiene una sonrisa
bastante rara. Su madre no tenía una
334
—¡Ah, sin duda! —exclamé aguzando el oído—. Eso es una
conspiración que ni siquiera pretenden disimular; y, además,
son pésimos actores...
—Indudablemente —respondí.
335
Guardé silencio. Él también. Estuvimos callados un rato largo.
¿cómo dicen ellos...? une bêtise dans ce genre. «Pero ¿no te das
cuenta (le dije), no te das cuenta de que la desdicha le es tan
indispensable al hombre como la felicidad, tan absolutamente
indispensable?». Il rit. Y él va y me dice: «No haces más que
soltar frases bonitas mientras que hundes tus miembros (él
empleó una expresión más soez) en un sofá de terciopelo...». Y
fíjese usted en esa costumbre nuestra de que el hijo tutee al
336
padre. No está mal si ambos están de acuerdo, pero ¿y si
pelean?
337
Le conté todo ello a Stepan Trofimovich, pero a lo único que
prestó atención fue a las noticias acerca de los Lebiadkin.
338
suelto por un tiempo, pero ya estaba de nuevo firme. Tenía
también una lesión dentro del labio superior, pero ya estaba
cicatrizada. La hinchazón de la mejilla había durado toda una
semana sólo porque el paciente no había querido recibir a un
médico que se la abriera a tiempo con un bisturí y esperaba
que el flemón reventara por sí mismo. No sólo no quiso recibir al
médico, sino que apenas le permitía acercarse a su propia
madre. Ese encuentro era una vez por día y duraba apenas un
instante. Además se realizaba casi en la oscuridad del
anochecer y cuando aún no se habían encendido las luces.
Tampoco había recibido a Piotr Stepanovich, que mientras
estaba en la ciudad había corrido, no obstante, dos o tres veces
al día a visitar a Varvara Petrovna. Y he aquí que por fin, el
lunes, después de regresar por la mañana de su escapatoria de
tres días, de recorrer la ciudad entera y de comer en casa de
Iulia Mihailovna, Piotr Stepanovich fue por fin al anochecer a
ver a Varvara Petrovna, que lo esperaba impaciente. Se había
levantado la prohibición, Nikolai Vsevolodovich recibía y la
misma Varvara Petrovna condujo al visitante hasta la puerta
del gabinete. Hacía tiempo que ella deseaba esa entrevista, y
Piotr Stepanovich le prometió ir a verla y cambiar impresiones
en cuanto saliera de ver a Nicolas. Llamó tímidamente a la
puerta de Nikolai Vsevolodovich, y al no recibir respuesta se
atrevió a entreabrirla un par de pulgadas.
339
—Nicolas, ¿puedes recibir a Piotr Stepanovich? —preguntó con
voz tímida y cautelosa tratando de reconocer a Nikolai
Vsevolodovich detrás de la lámpara.
—El mismo tiempo que ha tenido usted para ver cómo escondía
una carta que acabo de recibir —dijo con voz tranquila Nikolai
Vsevolodovich sin moverse de su sitio.
340
—Nunca escucha detrás de las puertas —observó fríamente
Nikolai Vsevolodovich.
—Posiblemente.
341
—¡Bien, era eso exactamente lo que me temía! Vamos a ver,
¿qué significa eso de «cuanto ha podido»? Porque me suena a
reproche. Sin embargo, usted va derecho al grano. Y lo que yo
temía cuando venía aquí era que no fuera derecho al grano.
342
mí mismo la ocasión de explicarme. ¡Vea, vea lo franco que me
he vuelto ahora! En fin, ¿tiene inconveniente en escuchar?
343
que no me enfado. Le aseguro que no me expresé de ese modo
para sacarle a usted, en retorno, algunas alabanzas. «No, usted
no carece de dotes; no, usted es inteligente...». ¡Ah! Ahora...
¿Vuelve a sonreír? He desbarrado otra vez. Usted no habría
dicho «es usted inteligente». Bueno, conformes. Passons, como
dice el papá. Y, entre paréntesis, no tome a mal mi verborrea. A
propósito, aquí tiene un ejemplo: yo siempre hablo mucho, esto
es, digo muchas palabras, y las digo de prisa, pero nunca doy
en el blanco. ¿Y por qué digo muchas palabras y nunca doy en
el blanco? Porque no sé hablar. Los que saben hablar lo hacen
con brevedad. Eso demuestra mi falta de dotes, ¿no es verdad?
Pero como la dote de carecer de dotes resulta en mi caso
natural, ¿por qué no servirme de ella artificialmente? Y me sirvo
de ella. A decir verdad, al venir aquí pensaba al principio no
abrir el pico; pero para callar hace falta mucho talento y, por lo
tanto, es algo que no iría bien; y, por si fuera poco, callar resulta
peligroso. En fin, resolví que lo mejor sería hablar, pero como lo
haría un hombre sin dotes, esto es, hablar mucho, mucho,
mucho, darme mucha prisa en probar lo que digo y terminar
haciéndome un lío con mis propias pruebas, para que quienes
me escuchen se vayan sin esperar el fin de mi cháchara,
encogiéndose de hombros y mandándome a freír espárragos.
Total, que se les hace creer que uno es un pobre de espíritu, se
los aburre y se los deja sin entender una pizca de nada: ahí
tiene usted tres ventajas juntas. Vamos a ver, después de eso,
¿quién va a sospechar que uno tiene intenciones ocultas? Nada,
que cada uno de ellos se sentiría personalmente ofendido si
344
alguien dijera que voy con segundas. Además, de vez en
cuando los hago reír, lo cual es de valor inestimable. Y ahora me
lo perdonan todo porque ocurre que aquel chico listo que
repartía propaganda política en el extranjero, aquí en casa
resulta ser más tonto que ellos. ¿Qué le parece? ¿Tengo que
entender a través de esa sonrisa que está usted de acuerdo?
—¡Ah! ¿Qué quiere decir con que le «da igual»? —insistió Piotr
Stepanovich con su cháchara (Nikolai Vsevolodovich no había
dicho esta boca es mía)—. Por supuesto, por supuesto le
aseguro que no estoy aquí para comprometerlo asociándolo
conmigo. Ya veo que hoy está usted muy quisquilloso. ¡Y yo que
he venido a verlo con el corazón abierto y alegre! ¡Y usted,
nada, poniéndole peros a todo lo que digo! Le aseguro que hoy
no voy a hablarle de ningún asunto delicado, palabra de honor,
y que de antemano acepto las condiciones que usted ponga.
345
¿verdad? Ya ve que le quito las palabras de la boca, y eso, ni
que decir tiene, por carencia de dotes, por carencia... ¿Se ríe
usted? ¡Ah! ¿De qué?
—Lo que más bien hizo usted fue contar la historia de modo
que produjera incertidumbre en los oyentes y sugerir que entre
usted y yo había cierta inteligencia y maquinación; cuando lo
cierto es que no la ha habido y que yo a usted no le he pedido
absolutamente nada.
346
la mira principal de atraparlo a usted y comprometerlo en mi
causa. Lo que de veras quería saber era cuánto miedo tenía
usted.
—Qué raro, qué raro, ¿por qué se muestra usted tan franco
ahora?
347
—Entonces, ¿dice usted que ha cambiado de opinión respecto
de mí? — preguntó.
348
—Sí, claro que no importa. Puede que fuera necesario... —dijo
Nikolai Vsevolodovich pensativo—. Pero no me mande más
notas, se lo ruego.
—¿Es que les ha dado a entender que soy algo así como un
cabecilla? — preguntó Nikolai Vsevolodovich con tono de suma
indiferencia. Piotr Stepanovich le dirigió una mirada fugaz.
349
—A propósito —prosiguió éste como si no hubiera oído la
pregunta y apresurándose a dar nuevo giro a la conversación—,
he pasado a ver dos o tres veces a su respetada madre y me he
visto obligado a decirle muchas cosas.
—Me lo imagino.
350
—¡Ah, bueno, sí, por supuesto! —cacareó Piotr Stepanovich
como confuso—. Por ahí corren rumores acerca del compromiso
de matrimonio, ¿sabe usted? Es cierto, sin embargo. Pero tiene
usted razón de pensar que basta que usted la llame para que
deje al novio plantado ante el altar. ¿No se enojará usted
conmigo por decir eso?
—No, no me he enojado.
351
usted), y en cuanto a mí..., ya sabe usted que estoy siempre a
sus órdenes.
—dijo alegremente.
352
superstición; y, supersticiosamente, espera mucho de usted. Del
incidente del domingo no dice palabra y tiene la seguridad de
que se llevará usted la palma de la victoria con sólo presentarse
en público. De veras, se imagina que usted lo puede todo.
Además, es usted ahora un personaje misterioso y romántico,
más que nunca, lo que es una situación extraordinariamente
ventajosa. Todos lo esperan con impaciencia increíble. Cuando
me fui, ya estaba la cosa candente, pero ahora lo está todavía
más. A propósito, gracias una vez más por la carta. Todos
temen al conde K*. ¿Sabe que por lo visto aquí creen que usted
es un espía? Yo les sigo la corriente. ¿No se enfada usted?
—Para nada.
353
ello. Y, a propósito, sí, Gaganov le tiene a usted una tirria
horrible. Ayer, en Duhovo, me contó algunas perrerías suyas. Yo
le dije toda la verdad; mejor dicho, por supuesto no toda la
verdad. Pasé todo el día con él en Duhovo. Una quinta
espléndida y una casa hermosa.
354
ese asunto delicado no quiero decir palabra. En fin, adiós. Tiene
usted la cara verdosa.
355
trabajadores todo lo que se les debe. Los propietarios son
millonarios. Le aseguro a usted que algunos de los obreros
tienen idea clara de la Internationale. ¿Por qué se sonríe? Ya lo
verá usted mismo: ¡Déme sólo un breve, un brevísimo plazo! Ya
le he pedido a usted un plazo antes, ahora le pido otro y
entonces..., ¡ah, claro, perdone! ¡No hablaré, no hablaré de eso,
no se enfurruñe! Bueno, adiós. Pero ¡qué cabeza tengo! —dijo
volviendo sobre sus
—¿De qué baúl va a ser? El baúl de usted con sus cosas: levitas,
pantalones, ropa blanca. Ha llegado, ¿verdad?
—Pregunte a Aleksei.
356
—He oído decir que usted aquí se las da de caballero —dijo
riendo Nikolai Vsevolodovich—. ¿Es verdad que quiere que el
maestro de equitación le enseñe a montar a caballo?
357
quince años y cobró la prima correspondiente. Persona muy
notable.
358
—Le digo todo esto —lo dijo casi a los gritos— porque Shatov
tampoco tenía derecho a arriesgar su vida el otro domingo
cuando lo agredió a usted, ¿no lo cree usted? Me gustaría que
pensara usted en esto.
359
había hecho un rato antes, tocó a la puerta, y nuevamente la
abrió aunque no había recibido respuesta. Viendo que Nikolai
estaba sentado con inmovilidad poco común, se acercó
cuidadosamente al sofá con el corazón a galope. Le parecía un
tanto raro que se quedara dormido tan pronto y que pudiera
dormir así, en postura tan rígida e inmóvil; más aún, apenas
notaba su respiración. Su cara estaba pálida y rígida, parecía
congelada; las cejas un poco separadas y fruncidas,
indudablemente, surgía como una figura inanimada de cera.
Varvara Petrovna estuvo de pie junto a él unos tres minutos,
conteniendo el aliento y, de pronto, sintió espanto. Salió de
puntillas, se detuvo en la puerta, le hizo la señal de la cruz y se
alejó sin ser notada. Ahora, a su diaria pesadumbre se
agregaba una nueva congoja.
360
Al poco tiempo se oyó el sonido suave y profundo de un gran
reloj de pared que daba la media hora. Con una punta de
inquietud Nikolai Vsevolodovich dobló la cabeza para mirar la
esfera, pero casi en ese mismo instante se abrió una puerta
trasera que daba al pasillo y apareció el mayordomo, Aleksei
Yegorovich. En una mano cargaba un abrigo de invierno, una
bufanda y un sombrero, y en la otra, una bandeja de plata con
una nota.
361
angosta escalera de piedra que conducía a la parte posterior
de la casa, y por ella bajó al zaguán que daba salida directa al
jardín. En un rincón del zaguán había un pequeño farol siempre
dispuesto para la ocasión y un gran paraguas.
362
—Hasta la una o la una y media; no después de las dos.
—Bien, señor.
363
haga.
callejuela, se detuvo.
364
Shatov cerró la ventana, bajó y abrió el portillo. Nikolai
Vsevolodovich entró sin decir nada y caminó directamente
hacia el ala derecha, el ala que ocupaba Kirillov.
365
la «ota» rodó bajo el aparador. «¡Ota, ota!» gritó el niño. Kirillov
se tendió en el suelo y se estiró a fin de rescatar la «ota» de
debajo del aparador. Nikolai Vsevolodovich entró en el cuarto.
Al verlo, el niño se agarró a la vieja y prorrumpió en largo llanto,
por lo que ella se lo llevó de inmediato.
—No, gracias.
366
—¿Qué lo trae a usted hasta aquí?
367
En fin, además hoy ha llegado esta carta, una carta como
seguramente nadie ha recibido antes, llena de improperios y
con la frase «su abofeteada cara». Por eso he venido, y lo he
hecho con la esperanza de que usted acepte ser mi segundo.
—Lo que sucede es que yo deseo que esto termine mañana sin
falta, y para siempre. Usted debe ir a verlo a eso de las nueve
368
de la mañana. Él lo escuchará y no aceptará, pero hará que se
entreviste usted con su segundo... pongamos que hacia las
once. Usted llega a un acuerdo con él, de tal modo que para la
una o las dos de la tarde estemos todos en el lugar señalado.
Por favor, procure arreglarlo así. El arma será la pistola, y le
pido a usted encarecidamente que especifique que las barreras
deberán estar a diez pasos una de otra. Usted situará a cada
uno de nosotros a diez pasos de cada barrera y a la señal
convenida nos acercamos uno a otro. Cada uno debe ir hasta
su barrera, pero puede disparar antes conforme se aproxima a
ella. Creo que le he dicho todo.
—Perfecto.
369
de madera de palma forrado de terciopelo rojo y de éste
extrajo un par de pistolas muy bonitas y de alto precio.
Espere.
370
Mientras tanto Kirillov había metido los dos estuches en el baúl
y se había sentado en el sitio de antes.
—«¿Ha sentido una idea?» —dijo Kirillov—. Esto está bien. Hay
muchas ideas que siempre y de pronto resultan nuevas. Eso es
cierto. Yo ahora veo muchas cosas como por primera vez.
371
—Imaginemos que usted vive en la luna —interpuso Stavrogin
sin escuchar y siguiendo el hilo de su pensamiento— y
supongamos que allí ha hecho todas esas cosas ridículas y
ruines... Usted sabe desde aquí que se estarán riendo allá y
maldiciendo su nombre mil años, eternamente, en toda la luna.
Pero está usted aquí y mira la luna desde aquí: ¿qué le importa
a usted aquí todo lo que hizo allá ni que maldigan allá su
nombre durante mil años? ¿No lo cree así?
372
—Pero eso no tiene nada que ver. ¿Por qué habría de juntar lo
uno con lo otro? La vida es una cosa y eso es otra. La vida
existe, pero la muerte no existe en absoluto.
—Sí.
—¿Dónde lo meterán?
Desaparecerá de la mente.
373
—Los viejos lugares comunes de la filosofía. Han sido los
mismos desde el principio de los siglos —murmuró Stavrogin en
tono de desdeñosa lástima.
—Sí, la he visto.
374
—¿Todo?
375
—¿Una señal de que el tiempo debía detenerse? Kirillov hizo un
silencio.
—Lo soy.
—Aquel que enseñe que todos son buenos dará fin al mundo.
—¿El Dios-Hombre?
376
—Rezo, sí le rezo a todo. ¿Ve usted esa araña que se desliza por
la pared?
—Si llega usted a saber que cree en Dios, creerá usted en Él.
Pero como no sabe usted todavía que cree en Dios, pues no
cree en Él —dijo Nikolai Vsevolodovich riendo.
—Adiós, Kirillov.
377
—Tiene usted dotes notables —dijo Nikolai Vsevolodovich
mirando su rostro pálido.
378
¿Por qué no vino?
Se levantó y del más alto de los tres estantes que tenía con
libros, de un extremo, tomó un objeto. Era un revólver.
379
—No. No. Claro que no. Eso es pura necedad. Mi hermana me
dijo desde el principio mismo... —repuso Shatov con brusca
impaciencia y casi pataleando.
—Y me agredió usted.
380
—Por muchas razones y circunstancias estoy obligado a venir a
esta hora para advertirle que es posible que lo maten.
381
bajo la antigua organización, justamente antes de su viaje a
América, y al parecer inmediatamente después de nuestra
última conversación, sobre la cual me escribió usted largo y
tendido. A propósito, perdone que no le contestara por carta y
que me limitara a...
382
—¡Todo esto es una verdadera estupidez! —clamó Shatov—. Yo
les dije con franqueza que estaba disconforme con todo lo que
representaban. Estoy en mi derecho, derecho de conciencia y
de pensamiento... Pero eso, eso no lo aguanto. No hay fuerza
alguna que pueda...
a usted, y quizás usted a él, ¿no es eso? Más vale que me diga
si Verhovenski está o no de acuerdo con las razones que usted
aduce.
383
permítame agregar que por algún motivo están convencidos de
que es usted un espía y de que si todavía no los ha delatado,
pronto lo hará. ¿No es verdad?
384
—Claro, lo haré con gusto. Pregunta usted que cómo puedo yo
meterme en esa cueva de ladrones. Después de la noticia que le
he dado, estoy debidamente obligado a hablarle con franqueza
del tema. Mire, en rigor no pertenezco en absoluto a esa
sociedad, tampoco pertenecía antes y sé mejor que usted que
tengo derecho a darles esquinazo porque nunca fui uno de
ellos. Muy al contrario. Desde el primer momento les hice saber
que no era camarada suyo y que si alguna vez los ayudaba lo
haría por falta de cosa mejor en que ocuparme. Hasta cierto
punto tomé parte en la reorganización de la sociedad según un
nuevo plan. Y nada más. Pero ellos ahora lo han pensado mejor
y han decidido entre sí que dejarme salir a mí también es
peligroso y, al parecer, también estoy sentenciado.
385
método bastante original..., pero por supuesto, sólo
irónicamente. En cuanto a sus propósitos en esta localidad, el
desarrollo de nuestra organización rusa es un asunto tan oscuro
y casi siempre tan
386
peligro. No se trata de que sean o no inteligentes. Han puesto la
mano en personas de más campanillas que usted y que yo.
Pero, anda, son las once y cuarto —miró el reloj y se levantó—.
Quería hacerle una pregunta que nada tiene que ver con esto.
387
testigos del casamiento, Kirillov y Piotr Verhovenski, sin contar
al propio Lebiadkin (a quien ahora tengo el gusto de contar
entre mis parientes), dieron entonces palabra de guardar
silencio.
—¿Y qué hay de cierto en lo que ella dice de una niña suya? —
preguntó Shatov enfebrecido e incoherente.
388
—Su pregunta es inteligente y mordaz, pero yo también me
propongo asombrarlo. Sí, creo saber por qué me casé entonces
y por qué he decidido darme ahora ese «castigo», como usted
lo llama.
—¿Sí?
389
—Pido que se me respete. ¡No! ¡Lo exijo! —exclamó Shatov—. No
que se respete mi persona, sino que se me respete por otro
motivo, sólo en esta ocasión, para decir algunas palabras...,
somos dos seres que se han encontrado en el infinito... por
última vez en el mundo. Deje ese tono y adopte un tono
humano. Hable con voz humana aunque sólo sea una vez en su
vida. No lo pido por mí, sino por usted. ¿Comprende que
debiera perdonarme el puñetazo que le di aunque sea sólo por
haberle dado ocasión de reconocer por sí mismo lo poderoso
que es usted...? Vuelve usted a sonreírse con esa sonrisa
desdeñosa y mundana. ¡Oh! ¿Cuándo entenderá usted? ¡Fuera
el señorito! Comprenda que exijo eso, que lo exijo; ¡de lo
contrario no hablaré por nada del mundo!
390
—¿Cómo? —Shatov frunció el ceño como alguien a quien
interrumpen en el momento más importante y que, aunque
sigue mirando a su interlocutor, no consigue entender del todo
su pregunta.
391
—¿Así que esperaba usted algo por el estilo? ¿Y no conoce
usted mismo esas palabras?
—Sí, las conozco muy bien y ya veo hacia dónde va usted. Todo
el parlamento de usted, incluso la expresión «pueblo portador
de Dios», no es sino la continuación de nuestro coloquio de
hace dos años en el extranjero, poco antes de su partida para
América... Al menos, según recuerdo ahora.
392
—Leí tres carillas de ella, las dos primeras y la última, y además
eché un vistazo a las de dentro. Pero tenía el propósito de...
—Bueno, no importa. Deje eso. ¡Al diablo con ello! —Shatov hizo
un gesto de rechazo con la mano—. Si se arrepiente usted ahora
de sus palabras de entonces acerca del pueblo, ¿cómo pudo
pronunciarlas entonces...? Eso es lo que ahora me resulta
intolerable.
393
—Sí.
—¿Y entonces?
394
—No. Los eslavófilos de ahora la repudian. Ahora el pueblo es
más listo. Pero usted iba todavía más lejos. Usted creía que el
catolicismo romano ya no era cristianismo. Usted afirmaba que
Roma proclamaba un Cristo que había caído en la tercera
tentación de Satanás y que, después de anunciar al mundo
entero que Cristo no podría sobrevivir sin un reino terrenal, el
catolicismo había proclamado así al Anticristo y destruido con
ello a todo el mundo de Occidente. Usted incluso declaraba que
si Francia atravesaba una época de penalidades, la culpa la
tenía la Iglesia Católica por haber rechazado al inicuo Dios de
Roma y no haber encontrado otro. ¡Eso era lo que podía usted
decir entonces! Recuerdo nuestras conversaciones.
395
—Sepa que este interrogatorio acabará para siempre y nunca
más se lo recordaré.
396
vida de los pueblos, la ciencia y la razón han cumplido un
menester tan secundario como auxiliar; y lo seguirán
cumpliendo por los siglos de los siglos. Los pueblos se forman y
mueven por otro género de fuerza que los conduce y rige, cuyo
origen es desconocido e inexplicable. Esa fuerza es la del anhelo
infatigable de llegar hasta el fin, al mismo tiempo que niegan
que haya un fin. Es el espíritu de la vida, o, como dice la
Escritura, «los ríos de agua viva» con cuya posibilidad de
secarse nos intimida el Apocalipsis. Es un principio estético,
como dicen los filósofos, un principio ético con el cual lo
identifican. La
397
termina desapareciendo. Nunca ha podido la razón definir el
bien y el mal, ni distinguir siquiera aproximadamente el bien del
mal; al contrario, los ha mezclado de manera vergonzosa y
lamentable. La ciencia sin embargo no ha dado sino soluciones
basadas en la fuerza bruta. En ello ha descollado en particular
la semiciencia, el más terrible azote de la humanidad, peor que
cualquier peste, peor que el hambre y la guerra. La semiciencia
es un déspota de una fauna jamás vista hasta ahora, un
déspota que tiene sus sacerdotes y sus esclavos, un déspota
ante quien todos hincan la frente con amor y temor
supersticioso inconcebibles hasta ahora, y ante quien tiembla y
se rinde vergonzosamente la ciencia misma. Éstas son las
mismísimas palabras de usted, Stavrogin, salvo las referentes a
la semiciencia. Ésas son mías, porque yo no tengo más que
semiciencia y, por lo tanto, le tengo un odio especial. Además,
no he cambiado ni una sola de sus palabras y tampoco ni una
sola de sus ideas.
398
—exclamó Shatov—. Al contrario, levanto el pueblo hasta Dios.
¿Es que no ha sido siempre así? El pueblo es el cuerpo de Dios.
Un pueblo es pueblo sólo mientras tiene su propio Dios
individual y excluye a todos los demás dioses del
399
segundo orden en la humanidad, ni siquiera de primer orden,
sino sola y exclusivamente el primer papel. Cuando el pueblo
pierde esa fe deja ya de ser pueblo. Pero como la verdad es una
y, por lo tanto, sólo uno de los pueblos puede tener al Dios
verdadero, aun si los demás tienen sus propios dioses, grandes
e individuales. El único pueblo «portador de Dios» es el pueblo
ruso, y..., y... ¿me tiene usted, Stavrogin, por un tonto tan
prudente —de pronto se revolvió con furia— que ni siquiera sé si
mis palabras de ahora son los consabidos e insulsos lugares
comunes que se trasiegan en los círculos eslavófilos de Moscú,
o son, por el contrario, una palabra nueva, la última palabra, la
única palabra que lleva a la regeneración y la salvación y..., y...?
¡Qué me importa que se ría usted ahora! ¡Nada me importa que
usted no comprenda ni una palabra, ni un sonido...! ¡Oh, cómo
detesto su mirada y su sonrisa!
400
—No entiendo, ¿qué quiere decir con eso?
401
—¡Ya ve usted que no le he dicho que no creo! —exclamó al fin—
. Sólo le he dado a entender que de momento no soy más que
un libro infeliz y aburrido; de momento... ¡Pero dejemos mi
nombre en paz! No se trata de mí, sino de usted... Yo soy sólo
un hombre sin talento, que puede dar su sangre y nada más,
como cualquier hombre sin talento. Llevo esperando aquí dos
años... y desde hace media hora estoy bailando desnudo
delante de usted. ¡Usted, sólo usted podría levantar ese
estandarte...!
—Exactamente.
402
una sociedad secreta que practicaba una sensualidad bestial?
¿Es verdad que el marqués de Sade bien podría haber
aprendido de usted? ¿Es verdad que engatusaba y pervertía
niños?
403
y repugnante? ¡Pues porque lo vergonzoso y absurdo de ese
casamiento llegaron a la genialidad! ¡Usted no hizo equilibrios al
borde de ningún abismo! ¡Simplemente se lanzó de cabeza en
él! Se casó por su afán apasionado de crueldad, por su amor a
los remordimientos de conciencia, por perversidad moral. Fue
un ataque de histeria... ¡El reto a la sensatez era
404
haría usted, pero no he visto más que un frenético despecho.
Ahora le ruego que me abra el portón de la valla —se levantó de
la silla. Shatov se lanzó tras él con furia.
405
Stavrogin se quedó callado.
406
si le es posible, no deje de ver a María Timofeyevna, pues usted
es el único que puede influir algo en su pobre juicio... Lo digo
por si acaso sucediera algo.
—¿A quién?
—Pero...
407
Caminó entre el barro resbaladizo por la pendiente de la calle
Bogoyavlenskaya que terminaba en el brumoso y solitario río.
Allí, las casas apenas eran tugurios y el camino continuaba en
un ovillo de anómalas callejuelas. Durante un momento Nikolai
Vsevolodovich estuvo entre las vallas, cerca de la orilla
manteniendo el camino y casi sin pensar en él. Otro era el
pensamiento que lo abstraía. Finalmente volvió en sí y vio que
estaba casi suspendido en medio del largo y húmedo puente de
las barcazas. Si bien no se encontró con nadie, no dejaba de oír
una voz familiarmente amable y cándida, con un acento rítmico
y dulce como las que suelen usar los comerciantes refinados o
los jóvenes de pelo rizado que trabajan en las tiendas del
Gostiny Dvor.
408
—El señor Stavrogin, Nikolai Vsevolodovich. El domingo
antepasado me lo señalaron a usted en la estación en cuanto
paró el tren. Además, ya había oído hablar antes de usted,
señor.
409
—Eso quiere decir que me has estado esperando aquí. Eso no
me gusta.
¿Quién te ha mandado?
—¿Por qué?
410
diciendo la verdad como si fuera el mismísimo Dios. ¿Sabe por
qué? Porque he oído hablar mucho de usted. Piotr Stepanovich
es una cosa y usted, señor, es otra muy diferente, harina de
otro costal. Si él dice, un suponer, que Fulano es un
sinvergüenza, sigue creyendo que lo es, pase lo que pase. Y si
dice que Mengano es tonto, no quiere saber nada de Mengano
sino que es tonto. Y yo puede que sea tonto los martes y los
miércoles, pero los jueves puede que sea más listo que él. Pues
bien, señor, lo que de mí sabe él ahora es que estoy esperando
ese pasaporte con la lengua fuera, porque en Rusia no se va a
maldita la parte sin documentos; y por eso piensa que me tiene
agarrado por las..., por las narices. Pero sepa usted, señor, que
a Piotr Stepanovich le resulta fácil vivir en este mundo, muy
fácil, porque en cuanto se hace una idea de lo que es un
hombre, con ella se acuesta. Además, es agarrado como el que
más. Pensaba que, sin permiso de él, no me atrevería a
acercarme a usted, pero aquí estoy ante usted, señor, como
ante Dios mismo. Desde hace tres noches, señor, lo espero a
usted en este puente, seguro de que puedo arreglármelas por
mi cuenta, sin que nadie me ayude. Más vale arrodillarse ante
un zapato que ante una alpargata.
411
manera, señor, que esos tres rublos serán el jornal por esos tres
días y tres noches de aburrimiento. Tengo la ropa empapada
pero de eso no diré ni pío. Son gajes del oficio.
412
—No te necesito para nada, ya te lo he dicho.
413
en el pequeño escalón de la entrada a un hombre alto,
probablemente el dueño de casa, que nerviosamente
examinaba la calle. Se oyó la voz también impaciente de aquel
hombre:
414
—Saber cuál va a ser mi suerte, Nikolai Vsevolodovich. Siéntese,
por favor
415
que me recuerda a la naturaleza. ¿Y qué clase de hombre he
sido? ¿Qué he sido?
—No es necesario.
416
—¿Cómo está? —preguntó Nikolai Vsevolodovich frunciendo las
cejas.
417
—Sí, señor. Desde ayer y en la medida de lo posible para
hacerle los honores... María Timofeyevna, como usted sabe, no
se interesa por estas cosas. Y lo importante es que todo ello
resulta de la generosidad de usted, todo esto es de usted,
puesto que aquí usted es el amo y no yo. Yo, por así decirlo, soy
sólo su agente, aunque, por otro lado... por otro lado, Nikolai
Vsevolodovich, por otro lado soy espiritualmente independiente.
¡No me arrancará usted eso, que es lo último que me queda! —
concluyó con voz patética.
418
alcanzar un estado mental armónico. En los que han sido
borrachos muchos años acaba por arraigar para siempre algo
incoherente, desmañado, algo, como si dijéramos, ofuscado y
demente, aunque, si llega el caso, seguirán engañando,
trampeando y timando tan bien como cualquiera.
—Y también un necio.
419
—He estado bebido, señor. Y tengo una infinidad de enemigos.
Pero ahora todo eso es agua pasada y voy a renovarme como
una culebra. Nikolai Vsevolodovich, ¿sabe que estoy haciendo
mi testamento, mejor dicho, que ya lo he hecho?
420
mucho de truhán, quería también divertir a Nikolai
Vsevolodovich, a quien anteriormente, y durante largo tiempo,
había servido de bufón. Pero éste ni siquiera sonreía; al
contrario, preguntó con tono suspicaz:
—¿Cuál es el poema?
—¡Qué dice!
421
hubiera tronchado de risa escuchándolas. De ese modo cumplía
dos fines a la vez: el poético y el bufonesco. Pero ahora había
un tercer fin, especial y harto delicado: sacando a relucir sus
poesías, el capitán intentaba justificarse en un punto sobre el
que, por algún motivo, abrigaba temores y se sentía culpable.
422
—Recite el poema —Nikolai Vsevolodovich lo interrumpió,
severo.
423
embriaguez, mendacidad, despilfarro del dinero destinado a
María Timofeyevna, sacarla del convento, las cartas insolentes
en que amenazaba con divulgar el secreto, su conducta con
Daria Pavlovna, etc., etc. El capitán se revolvía en su asiento,
gesticulaba, quería contestar, pero cada vez que lo intentaba,
Nikolai Vsevolodovich se lo impedía imperiosamente.
424
—¡Pero si está... medio loca!
—¡De esos parientes se huye! Así, pues, ¿por qué tengo que
darle dinero?
425
Dijo eso con tan singular irritación que Lebiadkin, espantado,
empezó a creerlo.
426
su papel de bufón, había seguido sin creerle por completo hasta
el último momento: ¿estaba el señor enfadado de veras o fingía
estarlo? ¿Tenía de veras la desaforada idea de anunciar su
matrimonio o era sólo una broma? Pero ahora el semblante
severísimo de Nikolai Vsevolodovich era tan convincente que el
capitán sintió un escalofrío en la espalda—. Escuche y diga la
verdad, Lebiadkin. ¿Ha denunciado usted algo a las
autoridades o todavía no? ¿Ha hecho efectivamente algo o no?
¿No ha escrito por pura necedad alguna carta a alguien?
427
—¡Nikolai Vsevolodovich, juzgue por sí mismo! —y desesperado,
con lágrimas en los ojos, el capitán se apresuró a relatar sus
andanzas de los últimos cuatro años. Era la necia historia de un
imbécil que se había metido en asuntos que nada tenían que
ver con él, sin darse cuenta de su gravedad hasta el último
momento a causa de su sempiterna embriaguez y depravación.
Contó cómo fue en Petersburgo donde primero «se había
dejado seducir, por pura amistad, como estudiante genuino,
aunque no era estudiante», y cómo sin saber nada,
428
anulad el derecho de herencia, armaos de cuchillos», y no sé
qué demonios más. Y fue
con ese papelito, con el de los cinco renglones, con el que casi
me cogieron, pero los oficiales del regimiento se contentaron
con darme una paliza y, Dios los bendiga, me soltaron. El año
pasado también estuve a punto de que me atraparan cuando le
endilgué a Koroyayev unos billetes falsos de cincuenta rublos
hechos en Francia; pero, gracias a Dios, Koroyayev cayó en un
estanque y se ahogó cuando estaba borracho y no tuvo tiempo
de denunciarme. Aquí, en casa de Virginski, proclamé la libertad
de la mujer socialista. El mes de junio pasado también estuve
repartiendo propaganda en uno de los distritos de por aquí. Me
dicen que tendré que volver a hacerlo... Piotr Stepanovich me
da a entender que tendré que hacer lo que se me mande, y
viene amenazándome desde hace tiempo. ¡Porque hay que ver
cómo me trató el domingo! ¡Nikolai Vsevolodovich, soy un
esclavo, soy un gusano, no un Dios, y en eso me diferencio del
poeta Derzhavin! ¡Pero es que estoy muy mal de fondos!
429
comprometido y esperando así sacarme más dinero...
¿Comprende?
430
—Con frase breve ha definido usted el mínimo de los derechos
del hombre...
«Si mienten y se burlan, ¿qué hay detrás de todo ello? —le daba
vueltas en la cabeza. El anuncio del matrimonio le parecía una
estupidez—. Claro que cualquier cosa es posible en un hechicero
como éste, que sólo vive para hacerle daño a la gente. ¿Pero y
si él mismo tiene miedo después del insulto del domingo, y
miedo como no lo ha tenido nunca? Por eso ha venido
corriendo a
431
debiera haber soltado la lengua con Liputin. El demonio sabe lo
que estarán rumiando esos monstruos. Nunca les he podido
calar las intenciones. Vuelven a agitarse como hace cinco años.
¿Y a quién iba yo a denunciarlos? “¿No le escribió usted a
alguien por pura estupidez?”. Hum. Por lo tanto, es posible
escribir a alguien so capa de estupidez. ¿Acaso no me lo
aconseja? “Usted va a Petersburgo con ese propósito”. ¡El muy
pícaro! ¡Yo sólo estaba acariciando la idea y él me lo ha
adivinado! ¡Es como si él mismo me estuviera pinchando para
que vaya! Bueno, una de dos: o efectivamente tiene miedo
porque ha hecho algo que no debe, o..., o no tiene miedo alguno
y lo que hace es azuzarme para que los denuncie a todos. ¡Ay,
Lebiadkin, en qué lío te has metido! ¡No metas la pata ahora,
Lebiadkin...!».
432
verde que dividía el cuarto en dos, estaba alejada del resto del
mobiliario. Cerca de la mesa, había un sillón grande y cómodo
pero María Timofeyevna casi nunca lo usaba. En un rincón,
como en su anterior casa, colgaba un ícono con una lamparilla
encendida delante, y desparramadas por la mesa aparecían sus
cosas indispensables: una baraja, un espejito, un librillo de
canciones y hasta un panecillo dulce. Había, por añadidura, un
par de libros con ilustraciones en color: uno, extracto de un
popular libro de viajes para uso de adolescentes, y una
colección de cuentos edificantes, en su mayoría sobre
caballeros de la Edad Media, escritos especialmente para ser
regalados en navidad y como textos escolares. También había
un álbum con varias fotografías. Era evidente que, como había
dicho el capitán, María Timofeyevna estaba ansiosa esperando
al visitante, pero cuando éste entró, dormía recostada en el
sofá, con la cabeza apoyada en una almohadilla de lana
bordada. El recién llegado cerró la puerta con suavidad y, sin
moverse, contempló a la durmiente.
433
más de un minuto cuando ella se despertó de pronto como si
hubiera sentido sobre sí la mirada de él, abrió los ojos y se
incorporó a toda prisa. Pero, por lo visto, algo extraño le
sucedía también al visitante: seguía de pie en el mismo sitio,
junto a la puerta, con la vista inmóvil y penetrante clavada
silenciosa e insistentemente en el rostro de la joven. Quizás esa
mirada era innecesariamente severa; quizás expresaba
repugnancia o incluso un maligno deleite por haberla asustado;
o quizás así lo había supuesto María Timofeyevna al despertar.
Lo cierto es que, de improviso y tras una pausa momentánea, el
rostro de ella reflejó un genuino espanto. Se contrajo convulso,
mientras la pobre mujer levantaba las manos trémulas y rompía
a llorar como un niño aterrorizado. Un instante más y habría
empezado a gritar. Pero el visitante volvió en sí. De súbito alteró
su semblante y se acercó a la mesa sonriendo amable y
cariñosamente.
434
—¿Ha tenido usted un mal sueño? —continuó él con una sonrisa
aún más cariñosa y amable.
—¿Y cómo sabe usted que estaba soñando con eso...? —de
pronto se puso de nuevo a temblar, echándose hacia atrás,
levantando la mano como para protegerse y a punto de romper
de nuevo a llorar.
—¡No, basta ya! No hay por qué tener miedo. ¿Es que no me
reconoce? — Stavrogin trató de persuadirla, pero esta vez no lo
logró. Ella lo miraba, callada, con la misma penosa perplejidad
y un angustioso pensamiento ocupaba su cabeza que intentaba
en vano tratar de comprender algo. Después de algunas
vacilaciones, aunque sin calmarse del todo, tomó una decisión.
435
—Hum. Todo esto me parece tan extraño —murmuró ella de
pronto y casi con repugnancia—. Es verdad que he tenido malos
sueños. Pero ¿por qué se me habrá aparecido usted en sueños
con ese mismo aspecto que tiene ahora?
436
¿verdad? La madre de ella no es más que una mujer ridícula de
la buena sociedad. Mi Lebiadkin también estuvo desbarrando, y
para no romper a reír me puse a mirar el techo. ¡Hay que ver lo
bonito que es ese techo pintado! La madre de él debiera haber
sido una abadesa; le tengo miedo, aunque me regaló un chal
negro. A buen seguro que todos ellos se hicieron una idea rara
de mí. Yo no me enfadé; allí estaba sentadita pensando: «¿Qué
clase de pariente suyo soy?». Claro está que la gente sólo
espera dotes espirituales de una condesa, porque para las
faenas domésticas cuentan con muchos criados; y también, sí,
cierta coquetería fina para recibir a visitantes extranjeros. Pero,
en fin, ese domingo me miraban todos con desaliento. Menos
Dasha, que era un ángel. Mucho me temo que lo ofendieran a él
con algún comentario indiscreto sobre mí.
437
—¿Quién? ¿Yo? No —y se sonrió con generosidad—. En
absoluto. Los estuve observando con cuidado. Todos ustedes
estaban enfadados; todos reñían. Se juntan ustedes y no saben
cómo llevarse bien. ¡Tanta riqueza y tan poca alegría! Eso me
parece repugnante. Ahora, sin embargo, ya no compadezco a
nadie. Sólo me compadezco a mí misma.
—Por algún motivo está usted muy enfadada. ¿No teme que
deje de quererla?
Se rió desdeñosamente.
438
atormentará toda la vida. Siempre, noche y día, en estos
últimos cinco años, he temido haberle hecho algo malo. He
rezado, he rezado mucho, pensando continuamente en que le
he hecho algo malo. Y, efectivamente, ahora resulta que es
verdad.
439
Estuvo por decir algo más, pero de nuevo, y por tercera vez, el
mismo espanto de antes alteró momentáneamente su rostro; y
de nuevo se echó hacia atrás, levantando la mano como para
esquivar un golpe.
440
nuestro matrimonio. Nunca vivirá usted en una mansión,
desengáñese. ¿Quiere usted vivir conmigo toda la vida, aunque
muy lejos de aquí? Quiero decir en las montañas, en Suiza. Hay
allí un sitio... No se preocupe, que nunca la abandonaré ni la
meteré en un manicomio. Habrá bastante dinero para que
podamos vivir sin necesidad de ayuda. Habrá una criada y
usted no tendrá trabajo alguno que hacer. Tendrá todo lo que
desee, dentro de lo posible. Podrá usted rezar sus oraciones, ir a
donde quiera y hacer lo que le guste. No la tocaré y tampoco
me moveré nunca de allí. Si quiere, no hablaré nunca con usted;
o, si lo desea, me contará usted todas las noches sus cuentos,
como lo hacía en aquel cuarto de Petersburgo. Si le parece bien,
seré yo quien le lea libros. Pero a cambio de quedarnos en ese
sitio (y es un sitio muy tétrico) toda la vida. ¿Quiere usted? ¿Se
atreve a hacerlo? ¿No va a arrepentirse? ¿No me vendrá luego
con lágrimas y maldiciones?
441
—¿Ni siquiera irá conmigo?
—Nunca lo he sido.
¡Vamos! ¡Confiesa!
442
—¿Quién sabe quién eres y de dónde has salido? ¡Sólo mi
corazón, durante estos cinco años..., sólo mi corazón ha
presentido toda esta intriga! Y yo he
Él la tomó fuerte del brazo, por encima del codo, pero ella
rompió a reír en su misma cara:
—Te pareces mucho a él, sí, mucho; y hasta puede que seas
pariente suyo,
443
¿Quién te había asustado? Tan pronto como te vi esa cara
vulgar cuando me caía y tú me levantaste..., fue como si en el
corazón se me hubiera metido un gusano.
—¿Cuchillo?
—¿Qué has dicho, infeliz? ¿Cuáles han sido tus sueños? —gritó
mientras la apartaba con un empujón tan fuerte que la hizo
caer contra el sofá, y lastimarse los hombros y la cabeza.
444
oscuridad que todo lo cubría y sostenida por el pávido
Lebiadkin:
445
ése —que, además, lo había agarrado desprevenido—, llevaba
sin duda las de perder, se aguantó y quedó callado, sin ofrecer
resistencia alguna. Sujeto de rodillas en el suelo, con los codos
retorcidos a la espalda, el astuto pícaro esperaba
tranquilamente un desenlace, sin sentir que corría peligro.
446
—¿Es verdad que has robado una iglesia de este distrito el otro
día? ¿Es verdad lo que dicen? —preguntó de pronto Nikolai
Vsevolodovich.
¡Oh, qué paraíso celestial! Eso me pasó por ser pobre, señor,
porque las gentes como un servidor no pueden vivir sin ayuda.
Y Dios es mi testigo de que salí perdiendo. El Señor me castigó
por mis pecados, porque por el incensario, el copón y la faja del
diácono sólo me dieron doce rublos. Por el sotacuello de San
Nikolai, casi nada, porque decían que no era de plata de ley y
era de similor.
447
debía cargar con el caso. Se me fue la mano, señor; pero lo
despaché sin sufrimiento, sin que apenas se diera cuenta.
—¡Matas! ¡Robas!
448
—Estuve tentado, señor, pero tiré de las riendas, por así decirlo.
Porque estando seguro con toda seguridad de que en cualquier
momento podía echar el guante a centenar y medio de rublos,
¿por qué hacer eso cuando podía echárselo a mil quinientos
nada más que con aguardar un poco? Porque el capitán
Lebiadkin (y lo he oído con mis mesmas orejas) siempre
esperaba mucho de usted cuando estaba borracho, y no hay
taberna de por aquí, por zaparrastrosa que sea, donde no lo
haya anunciado después de oírselo contar a un montón de
gente, yo también empecé a poner mis esperanzas en Vuestra
Excelencia. Yo le digo esto, señor, como a mi propio padre o mi
propio hermano, porque por mí nunca se enterará de ello Piotr
Stepanovich; ni él ni alma viviente. Así, pues, señor, ¿me dará
usted, finalmente los tres rublos? Con ello, señor, me sacaría
usted de dudas, quiero decir que podría saber en qué piensa
usted, porque las gentes como un servidor no pueden hacer
nada si alguien no les echa una mano. Nikolai Vsevolodovich
empezó a reírse a carcajadas, su risa estallaba en medio de la
noche mientras sacaba de su bolsillo el monedero en el que
llevaba hasta cincuenta rublos en billetes pequeños, primero
sacó uno del fajo y se lo lanzó, luego un segundo, un tercero y
por fin un cuarto. Fedka iba atrapándolos en el aire, recogiendo
los que caían en el barro y gritando: «¡Oh, oh!». Nikolai
Vsevolodovich acabó por lanzarle todo el fajo y, sin dejar de
reír, continuó
449
Allá quedó el desertor buscando más billetes de rodillas y
arrastrándose por el barro. Esperaba encontrar algún billete
perdido, echado a la suerte por el viento y perdido entre los
charcos. Había pasado más de una hora cuando todavía se
escuchaban sus exclamaciones, sus alabanzas y sus
discontinuos:
«¡Oh, oh!».
450
comprender cómo había podido tolerar el puñetazo de Shatov.
Así, pues, decidió enviarle a su vez una carta, pasmosa por lo
grosera, que por fin obligó a Nikolai Vsevolodovich a provocar
el duelo. Después de enviarla la víspera y esperar con febril
impaciencia el reto, calculando morbosamente las
probabilidades de provocarlo, ora lleno de esperanza, ora sin
asomo de ella, acordó en todo caso proveerse, la noche antes,
de un segundo, que fue cabalmente Mavriki Nikolayevich
Drozdov, compañero muy estimado. El terreno estaba
preparado cuando Kirillov se presentó con su encargo a las
nueve de la mañana: fueron rotundamente rechazadas todas
las excusas e inauditas concesiones que ofrecía Nikolai
Vsevolodovich. Mavriki Nikolayevich, que se había enterado al
día siguiente del curso de los acontecimientos, quedó
boquiabierto ante excusas tan poco comunes y quiso allí mismo
insistir en una reconciliación, pero al observar que Artemi
Pavlovich, adivinándole la intención, casi empezaba a temblar
en su asiento, se contuvo, y no dijo nada. De no ser por la
palabra que había dado a su camarada, se habría ido
inmediatamente; pero se quedó, con la única esperanza de
ayudar en lo posible cuando llegase la resolución del caso.
Kirillov presentó el reto. Todas las condiciones del encuentro
estipuladas por Stavrogin fueron aceptadas sobre la marcha y
al pie de la letra, sin la menor objeción. Sólo se agregó una
condición, harto cruel por lo demás, a saber: si nada se resolvía
con los primeros disparos se procedería a un segundo
encuentro; y si el segundo tampoco tenía consecuencias se
451
procedería a un tercero. Kirillov frunció el ceño, regateó en
cuanto al tercer encuentro, pero advirtiendo que no obtenía
resultados dio su consentimiento aunque reclamó que «habría
tres encuentros, pero de ninguna manera cuatro». Se aceptó el
reclamo y el duelo se fijó para las dos de la tarde en Brikovo,
bosquecillo de las afueras situado entre Skvoreshniki y la
fábrica de los Shpigulin. Había cesado por completo la lluvia de
la víspera, pero todo estaba húmedo, chorreando, y soplaba
viento. Por el cielo frío cruzaban veloces retazos de nubes bajas
y negruzcas. Gemían a intervalos los árboles en sus copas y
crujían en sus raíces. Era una mañana melancólica.
452
contemplaciones, consideró la llegada de los jinetes como un
nuevo agravio, juzgando que éstos, por lo visto, esperaban salir
victoriosos del lance, puesto que no creían necesario un
carruaje en caso de tener que evacuar a Stavrogin si resultaba
herido. Se apeó de su vehículo, amarillo de rabia y sintiendo que
le temblaban las manos, de lo que dio cuenta a Mavriki
Nikolayevich. No hizo caso del saludo de Nikolai Vsevolodovich
y le volvió la espalda. Los segundos echaron suertes, que
resultaron favorables a las pistolas de Kirillov. Midieron la
distancia entre las barreras, situaron a los duelistas en sus sitios
y ordenaron que el coche, los caballos y los criados se alejasen
trescientos pasos. Las armas fueron cargadas y entregadas a
los adversarios.
453
momento era Gaganov, ya que no ofrecía nada particular que
señalar.
454
lo humanitario de esa medida y hasta las ventajas económicas
de la reforma, se sintió personalmente ofendido desde el
momento en que fue proclamado el edicto. Era algo
inconsciente, una especie de sensación, pero tanto más fuerte
cuanto más inexplicable. Hasta la muerte de su padre, sin
embargo, no se aventuró a dar ningún paso decisivo; pero en
Petersburgo llegó a ser conocido a causa de la «nobleza» de sus
pensamientos, por muchas personas notables con las que
mantuvo asiduo contacto. Era hombre ensimismado, amigo de
aislarse de los demás. Otro rasgo suyo: pertenecía a esa clase
extraña, pero que aún sobrevive, de aristócratas rusos que
valoran desmesuradamente la antigüedad y pureza de su casta
y la toman demasiado en serio. Pero, por otro lado, no podía
aguantar la historia rusa, y en general consideraba las
costumbres rusas casi como una cochinada. Ya en su infancia,
en el colegio militar para vástagos de familias distinguidas y
ricas en el que tuvo el honor de comenzar y terminar su
educación, arraigaron en él algunas opiniones románticas; le
gustaban los castillos, la vida medieval, todo lo que en ella hay
de teatral y caballeresco. Por entonces casi lloraba de
vergüenza de que la nobleza rusa en los días del reino de
Moscovia pudiera ser castigada corporalmente por el zar y se
sonrojaba al compararla con su situación presente. Este hombre
adusto y estricto que sabía al dedillo todo lo referente al
servicio y que cumplía con su deber, en el fondo de su corazón
era un soñador. Muchos decían que habría sido un gran orador
pero en verdad en sus treinta y tres años de vida nunca había
455
dicho esta boca es mía, y hasta en ese importante círculo de la
capital que frecuentaba últimamente se comportaba con
excepcional altivez. Su encuentro en Petersburgo con Nikolai
Vsevolodovich, recién llegado de afuera, lo enloqueció. En ese
instante, de pie junto a su barrera, sentía una extraña inquietud:
algo le hizo suponer que el duelo no se verificaría, pensar en eso
lo alteró. Su rostro reflejó una penosa impresión cuando Kirillov,
en vez de dar la señal para que empezase el lance, empezó de
pronto a hablar, sólo por
—Lo digo por pura fórmula: ahora que están ustedes pistola en
mano y que es preciso dar la orden de disparar, ¿no quieren
hacer las paces? Éste es el deber de quien sirve de segundo.
456
—Quiero subrayar una vez más que estoy dispuesto a ofrecer
toda clase de excusas —se apresuró a indicar Nikolai
Vsevolodovich.
457
Artemi Gaganov no había fallado por completo el tiro, aunque
la bala sólo había rozado la parte carnosa del dedo sin tocar
hueso; en suma, un rasguño insignificante. Kirillov declaró al
instante que si los adversarios no habían quedado satisfechos
continuaría el encuentro.
—anunció Kirillov.
458
—Si tanto le teme a la sangre, pregúntele por qué me desafió —
vociferó Gaganov dirigiéndose siempre a Mavriki Nikolayevich.
459
realidad a dos pies por encima del sombrero de éste. Esta
segunda vez había apuntado bastante más bajo y de modo
más plausible. Pero ya era imposible convencer a Gaganov.
460
un costado, hacia la arboleda. El duelo había terminado.
Gaganov parecía anonadado. Mavriki Nikolayevich se le acercó
y algo le dijo, pero no parecía comprender. Kirillov, al
marcharse, se quitó el sombrero e hizo un saludo con la cabeza
a Mavriki Nikolayevich; pero Stavrogin olvidó su cortesía
anterior. Después de disparar hacia los árboles no se volvió
siquiera a la barrera. Entregó la pistola a Kirillov y se dirigió
apresuradamente adonde estaban los caballos. El enojo se
reflejaba en su semblante. Guardaba silencio. Kirillov hacía lo
propio. Montaron y salieron al galope.
Stavrogin se contuvo.
—No es así.
—No desafiarlo.
461
—¿Y recibir otra bofetada?
—Efectivamente.
—¿Yo?
—Sí.
—¿Usted... lo ha notado?
—Sí.
—¿Tanto se me nota?
—Sí.
462
—No lamento nada. Pensé que, en efecto, quería usted matarlo.
Usted no sabe lo que busca.
463
—Sé que soy un individuo insignificante, pero no me hago pasar
por fuerte.
464
—Pero no le digas nada hasta no estar completamente seguro
de que viene a verme.
—¡Que sospeche!
465
—Sí, estoy segura de ello.
«al final de todo», como usted dice, y que usted venga a pesar
de su buen sentido. ¿Por qué se destruye usted a sí misma?
—Sé que al final me quedaré sola con usted y... espero eso.
466
—¿Y si al final de todo no la llamo y huyo de usted?
467
—¿Se siente usted muy mal? —preguntó compasiva, mirándolo
de modo especial—. ¡Dios mío! ¡Y este hombre quiere prescindir
de mí!
468
Dasha se amedrentó.
¿vendría usted?
469
1
470
quiso creer en tal compromiso. Todas seguían empeñadas en
suponer algún lance de amor, algún fatal secreto de familia,
algo ocurrido en Suiza en que, por alguna razón, Iulia
Mihailovna había tenido parte con toda seguridad. No es fácil
saber por qué eran tan insistentes tales rumores, mejor aún,
tales ilusiones, y por qué se implicaba tan tercamente en ellos a
Iulia Mihailovna. Tan pronto como ésta hizo su entrada, todos
se acercaron a ella con miradas extrañas llenas de expectación.
Es menester advertir que, por lo reciente del acontecimiento y
por algunas circunstancias asociadas a él, todavía se hablaba
de él esa noche con cierta cautela, en voz baja; aparte de que
aún no se sabía qué medidas tomarían las autoridades. Por lo
que se podía colegir, ninguno de los duelistas había sido
inquietado por la policía. Todos sabían, por ejemplo, que Artemi
Pavlovich se había ido por la mañana temprano a su hacienda
en Duhovo sin estorbo alguno. Mientras tanto, todos ansiaban,
por supuesto, que alguien fuera el primero en hablar de ello en
voz alta y desahogar de ese modo la impaciencia general.
Cifraban sus esperanzas en el general arriba mentado y no se
equivocaron.
471
un discreto susurro. En esto consistía lo que cabe llamar su
papel especial en nuestra sociedad. Además, arrastraba las
palabras y las articulaba con notable suavidad, rasgo que
probablemente había copiado de los rusos que viajaban por el
extranjero, o bien de aquellos hacendados, anteriormente ricos,
que habían sufrido las mayores pérdidas a resultas de la
emancipación de los siervos. Stepan Trofimovich llegó a decir
en cierta ocasión que cuanto más había perdido un hacendado,
más
472
tabaquera con que se le había obsequiado al pasar a retiro,
anunció sin más:
473
tuvieron insólitas consecuencias. Todo lo escandaloso y
difamante, todo lo mezquino y anecdótico, quedó en un
momento relegado a segundo término. Surgió una nueva
interpretación del asunto. Apareció un nuevo personaje acerca
del cual todos se habían equivocado, un personaje casi modelo
de rigor en sus cánones sociales. Mortalmente agraviado por un
estudiante, es decir, por un hombre educado que ya no era
siervo, hace caso omiso del agravio porque el agraviante había
sido antiguo siervo suyo. En la sociedad no había habido sino
calumnia y maledicencia para con él; una sociedad frívola que
mira con desprecio a un hombre que se deja abofetear. Él, por
su parte, desprecia la opinión de una sociedad que no logra
elevarse a las genuinas normas morales, pero que sí las discute.
474
—Y ésa es la clase de hombre que nos hace falta. Andamos
escasos de gente como ésa.
475
—¡La verdad, la verdad!
476
estudio en universidades alemanas. Juzgaban indiscreta la
conducta de Artemi Pavlovich. Acabaron por reconocer en Iulia
Mihailovna una perspicacia muy por encima de lo común...
477
extraño fue que llegó a creerlo por los vanos rumores que
llegaban hasta ella, como hasta los demás. Por su parte, temía
preguntárselo directamente a Nikolai Vsevolodovich. En dos o
tres ocasiones, sin embargo, no pudo resistir la tentación de
reconvenirlo, con muchos rodeos y tono de buen humor, por no
franquearse con ella. Nikolai Vsevolodovich se sonreía y
guardaba silencio. Este silencio fue juzgado señal de
asentimiento. Y, sin embargo, durante ese tiempo nunca pudo
olvidarse de la cojita. La imagen de ésta oprimía su corazón
cual una losa, cual una pesadilla, la atormentaba con extrañas
alucinaciones y conjeturas, y eso al mismo tiempo que soñaba
con las hijas del conde K*. Pero de esto hablaremos más
adelante. Por supuesto, en los círculos sociales empezaron de
nuevo a tratar a Varvara Petrovna con el mayor y más
escrupuloso respeto, aunque la señora se aprovechó poco de
ello y raras veces salía a hacer visitas.
478
pero no cedió en su independencia. Ya para entonces había
comenzado a pavonearse, quizá con exceso. Por ejemplo,
durante la visita dijo que nunca había oído hablar de Stepan
Trofimovich ni como hombre público ni como erudito.
479
—¿Quiere decir que ha cambiado la moda?
480
cuestión universitaria y hasta se ha ocupado de ello una sesión
del Consejo de Estado. En esta Rusia nuestra, tan extraña, uno
puede hacer lo que le venga en gana. Y por eso, repito, sólo con
la bondad y con la simpatía cálida y franca de toda la buena
sociedad podríamos enderezar esta gran causa, que es la de
todos, por el buen camino.
481
casa de usted y le dará a conocer el programa. O mejor aún,
permita que yo misma se lo lleve.
482
¿qué? ¿Le digo lo que hay?
483
Nikolai Vsevolodovich, sin decir palabra, lo miró distraídamente
como si no comprendiese de qué se trataba, y pasó de largo,
atravesando el amplio salón del club para llegar al bar.
484
jueves anterior. Piotr Stepanovich se sentó junto a él, de la
manera más desenfadada, recogiendo sin miramientos las
piernas bajo sí y ocupando el sofá un espacio mucho mayor del
que exigía el respeto a su padre. Stepan Trofimovich le hizo sitio
en silencio y con dignidad.
485
¿Para conclusiones como ésas nos esforzamos nosotros tanto?
¿Quién puede reconocer ahí la idea original?
486
en no darse por enterado de los insultos. Pero la noticia que su
hijo le había traído le causaba una impresión cada vez más
abrumadora.
487
—Todas. Claro que no es posible leerlas todas. ¡Uf, cuánto papel
has emborronado! Calculo que habrá allí más de dos mil
cartas... ¿y sabes, viejo? Pienso que hubo un momento en que
estaba dispuesta a casarse contigo. ¡Y tú dejaste pasar la
ocasión de la manera más estúpida! Hablo, por supuesto, desde
tu punto de vista, pero, de todos modos, mejor sería que lo de
ahora, cuando has estado por casarte por «pecados ajenos»,
como un bufón, como un hazmerreír, por dinero.
488
donde no te sientas humillado; y parece que así lo hará. ¿Te
acuerdas de la última carta que me escribiste hace tres
semanas?
A menudo ni siquiera las leía, y todavía anda una por ahí sin
abrir. Mañana te la mando. ¡Pero ésa, esa última carta tuya, es
el colmo de la perfección! ¡Cómo me he reído! ¡Ay, como me he
reído!
—¡Maldita sea! ¡No se puede hablar contigo! Oye, ¿es que te vas
a sulfurar como el jueves pasado?
489
—Eso lo sabrás tú mejor que yo. Claro que, en cuanto a eso,
todos los padres tienden a ser ciegos...
490
Tú no comprendiste nada, nada.
491
Entraban, sin embargo, en el caso otros factores. Piotr
Stepanovich abrigaba sin duda ciertas intenciones con respecto
a su padre. Yo tengo para mí que se proponía empujar al viejo
hasta la desesperación e implicarle de ese modo en algún
escándalo público de índole especial. Así lo precisaba para
otros objetivos ulteriores de que se hablará más adelante. Por
entonces se agolpaban casi todos ellos ilusorios. Además de
Stepan Trofimovich tenía otra víctima. Víctimas, en general, las
tenía en abundancia, como se vio después. Pero con esa otra
víctima contaba muy en particular; y era nada menos que el
señor Von Lembke.
492
ingenieros y otro que era panadero; pero consiguió ingresar en
ese colegio aristocrático, donde encontró a no pocos de sus
compañeros de tribu. Era buen chico y no de muchas luces,
pero todos lo estimaban. Y cuando en los cursos superiores
muchos de sus condiscípulos, en su mayoría rusos, habían
aprendido ya a discutir problemas importantes, y parecían
aguardar la graduación para resolverlos todos, Andrei
Antonovich continuaba aún ocupándose en inocentes
travesuras de colegio. Divertía a todos con sus picardías, que a
la verdad, no eran muy sutiles, quizá cínicas a lo más, pero con
las que lograba su propósito. A veces, cuando el profesor le
hacía alguna pregunta durante la lección, se sonaba la nariz de
manera sensacional, con lo que hacía reír a sus camaradas y al
profesor; otras veces, en el dormitorio, representaba un cuadro
obsceno ante el aplauso general; otras veces, en fin,
interpretaba, con sólo resoplidos de la nariz, y por cierto con
bastante destreza, la obertura de Fra Diavolo. Descollaba
también por su deliberada incuria en el vestir, lo que por alguna
razón consideraba divertido. En su último año de colegio
empezó a escribir versos en ruso. Su propia lengua tribal la
usaba con faltas de gramática, como ocurre en Rusia con
muchos individuos de esa tribu.
493
años, el tétrico camarada —que había abandonado su empleo
oficial para consagrarse a la literatura rusa y que por eso
andaba con botas destrozadas, con los dientes
castañeteándole de frío, y con un liviano abrigo de verano en lo
más crudo del otoño— tropezó por casualidad en el puente
Anachkov con su antiguo protegido Lembka, como todos le
llamaban en el colegio. ¿Y qué pasó? Que a la primera ojeada
no lo reconoció y se detuvo sorprendido. Ante él estaba un
joven irreprochablemente vestido, con patillas de matiz rojizo
admirablemente recortadas, lentes, zapatos de charol, guantes
recién estrenados, gabán de la Casa Charmére y cartera bajo el
brazo. Lembke se
494
serio y exquisitamente cortés. Hablaron de literatura, pero sin
rebasar los límites del decoro. Un criado con corbata blanca
sirvió un té ligero y unas galletitas redondas. El ex condiscípulo,
por puro gusto de molestar, pidió agua de Seltz, que le fue
servida, pero al cabo de un rato, mientras Lembke daba
muestras de azoramiento por tener que volver a llamar al
criado para pedírsela. Por su parte, sin embargo, preguntó al
visitante si quería tomar un bocado y quedó evidentemente
satisfecho cuando éste rehusó la oferta y se marchó al fin. En
una palabra, Lembke había empezado su carrera y vivía a costa
de su pariente, el influyente general.
495
señoritas con sus acompañantes alemanes. Lembke quedó
satisfechísimo y se consoló pronto.
496
compra de leña para las oficinas del Estado, o algo cómodo por
el estilo, y así se habría pasado la
497
del nuevo liberalismo. Pero, con todo, la preocupaba que fuera
un tanto reacio a las nuevas ideas, y que tras la interminable
búsqueda de una carrera empezase claramente a sentir la
necesidad de descanso. Ella deseaba contagiarle su propia
ambición y él se puso de pronto a hacer una iglesia de juguete:
el pastor salía a predicar el sermón, los feligreses escuchaban
con las manos piadosamente entrelazadas, una señora se
secaba las lágrimas con el pañuelo, un anciano se sonaba la
nariz; por último tocaba el órgano, que había mandado traer ex
profeso de Suiza sin parar mientes en los gastos. Iulia
Mihailovna, un tanto alarmada, arrambló con todo el tinglado
tan pronto como se enteró y lo encerró en una caja en su
cuarto; y como compensación permitió a su marido escribir una
novela, sólo que en secreto. Desde entonces se limitó a contar
sólo consigo misma. Lo malo era que sus proyectos padecían
de excesiva ligereza y falta de tino. La suerte la había hecho
solterona demasiado tiempo. Ahora las ideas se sucedían una
tras otra en su mente ambiciosa y activa en demasía. Abrigaba
planes, se proponía resueltamente gobernar la provincia,
soñaba con rodearse de un grupo de secuaces y acabó por
adoptar una línea política determinada. Von Lembke llegó a
alarmarse un tanto, aunque, con su tacto oficial, se hizo cargo
de que no tenía motivo alguno de alarma en cuanto a la
gobernación de la provincia. Los dos o tres primeros meses
transcurrieron, en efecto, sin contratiempo alguno. Pero fue
entonces cuando hizo su aparición Piotr Stepanovich, y algo
extraño empezó a ocurrir.
498
Se trataba de que el joven Verhovenski manifestó desde el
primer momento una patente falta de respeto a Andrei
Antonovich y se arrogó sobre éste ciertos derechos extraños; y
de que Iulia Mihailovna, siempre tan celosa en proteger la
dignidad de su marido, no quería en absoluto darse cuenta de
ello, o al menos no le daba importancia. El joven se convirtió en
su favorito; comía, bebía y casi dormía en la casa. Von
Lembke trató de defenderse, lo llamaba
echado una siesta». Von Lembke se dio por ofendido y una vez
más se quejó a su mujer, que, tomando a risa la susceptibilidad
del marido, dijo que era él mismo quien, por lo visto, no sabía
hacerse respetar, que al menos con ella «ese muchacho» no se
permitía nunca pareja familiaridad, y que en el fondo «era
cándido y desenvuelto, aunque nada amigo de
convencionalismos». Von Lembke quedó mohíno. En esa
ocasión ella los reconcilió, aunque Piotr Stepanovich no llegó al
punto de presentar excusas, sino que salió del paso con un
499
chiste grosero que en otra ocasión se habría podido tomar por
un insulto más, pero que en ésta se tomó por arrepentimiento.
El punto flaco estaba en que Andrei Antonovich había perdido
pie desde el primer momento, revelándole el secreto de la
novela. Suponiéndolo un joven ardoroso de talante poético y
soñando desde hacía ya tiempo con alguien que lo escuchase,
le había leído dos capítulos una noche, en los primeros días de
conocerlo. El joven escuchó sin disimular su aburrimiento,
bostezó irrespetuosamente, no pronunció una palabra de
elogio; pero al marcharse pidió el manuscrito para leerlo con
detenimiento en su casa y formar una opinión, y Andrei
Antonovich se lo dio.
500
pensando en Minna o Ernestina. No se sentía capaz de
aguantar las borrascas domésticas. Iulia Mihailovna tuvo, por
fin, con él una explicación.
—No puedes enfadarte con él por eso —dijo—, aunque sólo sea
porque eres tres veces más juicioso que él y estás muy por
encima de él en la escala social. A ese chico le quedan aún
muchos resabios de librepensador; en mi opinión son
travesuras; pero no hay que obrar precipitadamente; hace falta
proceder con cautela. Es menester apreciar a nuestra gente
joven. Yo los trato con amabilidad y así les impido que se
lancen al abismo.
501
Lembke acusó el golpe.
502
públicos, ¿no es eso? Bueno. ¿Funcionarios independientes?
Bueno. Pero a ver, dígame: ¿qué es lo que hacemos? Sobre
nosotros recae la responsabilidad y, a fin de cuentas,
contribuimos a la causa común igual que ustedes. Sólo que
nosotros mantenemos en pie lo que ustedes tratan de echar
abajo y lo que, sin nosotros, se caería a pedazos. No somos, ni
por pienso, enemigos de ustedes. A ustedes les decimos: vayan
delante, progresen, derriben incluso, quiero decir lo viejo y lo
que necesita enmienda; pero, cuando convenga, les fijaremos
límites necesarios, con lo cual les salvaremos de sí mismos,
porque si no fuera por nosotros pondrían ustedes a Rusia patas
arriba, la privarían de todo decoro visible, mientras que nuestra
tarea está en salvaguardar ese decoro. Comprendo que ustedes
y nosotros nos necesitamos mutuamente. En Inglaterra, los
whigs y los tories se necesitan unos a otros. Total, que nosotros
somos los tories y ustedes los whigs. Así es como yo entiendo la
cosa.
503
tengo que hacer? Todo el intríngulis está en que aquí todo
depende del parecer del gobierno. Pongamos que al gobierno
se le ocurre proclamar la república, por motivos políticos o para
calmar pasiones populares, y que a la vez aumenta los poderes
de los gobernadores; pues bien, nosotros los gobernadores
aceptaríamos la república. ¿Qué digo la república?
Aceptaríamos cualquier cosa. Yo, por mí, estoy dispuesto... En
suma, que si el gobierno me exige por telégrafo activité
dévorante, yo le doy activité dévorante. Yo les he dicho aquí, en
su propia cara: «Señores míos: Para mantener en equilibrio y
desarrollar todos los organismos provinciales sólo hace
falta una cosa:
504
Petersburgo la necesidad de tener un centinela especial a la
puerta de la residencia del gobernador. Estoy esperando
respuesta.
505
Haz el favor de enseñármelas.
—¡Y, una vez más, se las habrás dado! —exclamó irritada Iulia
Mihailovna—. ¡Qué falta de tacto!
506
—Ese rumor ya corría durante el verano: octavillas, billetes
falsos, y qué sé yo qué más; pero hasta la fecha no han
encontrado ni uno solo. ¿Quién te lo ha dicho?
507
1
508
casa de Varvara Petrovna, en Skvoreshniki. Skvoreshniki
quedaba un poco lejos, pero muchos de los de la comisión
insistían en que allí se podría estar «más libre». La propia
Varvara Petrovna deseaba vivamente que escogieran su casa.
Resulta difícil entender por qué esta orgullosa mujer le hacía la
rueda, o poco menos, a Iulia Mihailovna. Probablemente le
agradaba que ésta, a su vez, casi se humillase ante Nikolai
Vsevolodovich y se mostrase más amable con él que con nadie.
Repito una vez más que Piotr Stepanovich no cesaba de decir
en secreto a todo el mundo en casa del gobernador, y fomentar
de continuo, la idea —que ya había insinuado antes— de que
Nikolai Vsevolodovich tenía contactos muy confidenciales con
los más secretos círculos y que seguramente éstos le habían
confiado alguna misión entre nosotros.
509
sucesos escandalosos, de los que de ningún modo tuvo la culpa
Iulia Mihailovna, pero a la sazón todo el mundo se limitó a
divertirse y reír y no hubo nadie que les pusiera coto. Es cierto
que al margen quedaba un grupo bastante considerable de
personas que tenían ideas muy diferentes acerca del curso de
los acontecimientos. Pero tampoco esta gente se quejó
entonces. Lo que hizo fue sonreír.
510
whist, con la esperanza de ganar bastante para comprarse una
capota; pero en lugar de ganar perdió quince rublos. Temiendo
al marido y sin poder pagar, apeló a su audacia de antaño y
decidió pedir en secreto, allí mismo, un préstamo al hijo de
nuestro alcalde, chico prematuramente vicioso. Éste no sólo no
se lo dio, sino que fue riendo a decírselo al marido. El teniente,
que únicamente con su sueldo pasaba verdaderas estrecheces,
llevó a su mujer a casa y se vengó a su gusto, no obstante los
gritos y quejas de ella y de que le pidiera de rodillas que la
perdonase. Esta historia repugnante no causó sino risa en toda
la ciudad; y aunque la pobre mujer no era del grupo que
rodeaba a Iulia Mihailovna, una de las damas de la
«cabalgata», persona excéntrica y aventurera que conocía un
poco a la esposa del teniente, fue en su coche a verla y, sin
pararse en barras, se la llevó a su casa. Al momento todos
nuestros botarates se apoderaron de ella, la halagaron, la
colmaron de regalos, y la retuvieron cuatro días sin devolvérsela
al marido. Estuvo viviendo en casa de la señora aventurera,
paseando en coche con ella y con toda la festiva compañía
todo el santo día y por toda la ciudad, y tomando parte en
todos los festejos y diversiones. La incitaban de continuo a que
llevara al marido a los tribunales y lo procesara. Le aseguraban
que todos la apoyarían y se presentarían a declarar. El marido
callaba, sin osar volver por sus derechos. La pobrecilla
comprendió al cabo que se había metido en un laberinto y,
medio muerta de terror, se zafó de sus protectores en la noche
del cuarto día y fue a reunirse con el marido. No se sabe a
511
ciencia cierta qué pasó entre los esposos; pero las persianas de
los dos huecos de la casita de madera del teniente no se
abrieron durante quince días. Iulia Mihailovna se incomodó con
los revoltosos cuando se enteró del caso y quedó descontenta
de la conducta de la dama aventurera, aunque ésta le había
presentado a la mujer del teniente el mismo día del rapto. Pero
el incidente cayó pronto en el olvido.
512
de la boda, toda la cabalgata rodeó el vehículo entre alegres
risotadas y los acompañó por la ciudad toda la mañana. Es
cierto que no entraron en la casa y esperaron a la puerta en sus
monturas; tampoco llegaron a insultar personalmente a los
novios, pero, no obstante, provocaron un escándalo. La ciudad
entera habló de ello. Todo el mundo, por supuesto, se rió. Pero
esta vez fue Von Lembke el sulfurado, y tuvo de nuevo con Iulia
Mihailovna una escena acalorada. Ella también se enfadó
muchísimo y estuvo tentada de cerrar su puerta a los bribones.
Pero al día siguiente los perdonó a todos, gracias a las súplicas
de Piotr Stepanovich y algunas palabras de Karmazinov.
513
se averiguó después, por un anciano muy decoroso cuyo
nombre me callo, con una importante condecoración al cuello y
aficionado, como él decía, a «la risa franca y las bromas
alegres». Cuando la pobre mujer empezó a sacar de la bolsa las
Sagradas Escrituras en nuestra Galería Comercial, salieron
también las fotografías. Ello fue causa de hilaridad e
indignación. La gente se congregó en torno de la mujer y
empezó a abuchearla; y hasta la hubiera agredido de obra, de
no haber llegado a tiempo la policía. La vendedora fue
encerrada en una celda de la comisaría y sólo a la noche,
gracias a los buenos oficios de Mavriki Nikolayevich, que se
había enterado con indignación de los íntimos detalles de tan
ruin historia, la pusieron en libertad y la expulsaron de la
ciudad. De nuevo, Iulia Mihailovna estuvo a punto de cerrar sus
puertas a Liamshin, pero esa misma noche nuestra gente, en
nutrido grupo, lo llevó a casa de ella con la noticia de que había
compuesto una nueva y divertida pieza para piano y persuadió
a la dama para que la oyera. La pieza era, en efecto, festiva y
llevaba el título absurdo de Guerra franco-prusiana. Empezaba
con los sonidos amenazadores de La Marsellesa:
514
del himno —y procedentes de abajo, de un lado, de algún
rincón, pero de muy cerca— suenan los compases triviales de
Mein liebre Augustin. La Marsellesa no le hace caso. La
Marsellesa está en la cumbre de su propia grandeza; pero
Augustin va cobrando brío, Augustin se insolenta cada vez más;
y he aquí que, de improviso, los compases de Augustin
empiezan a fundirse con los de La Marsellesa. Ésta parece
irritarse, toma por fin en cuenta a Augustin, quiere sacudírselo
de
515
es ahora Jules Favre, que solloza sobre el pecho de Bismarck y
que le entrega todo, todo... Ahora es a Augustin al que le toca
ensoberbecerse; se oyen sonidos roncos, se tiene la impresión
de beber cerveza a barriles, se siente el frenesí de la
autoglorificación, la demanda de miles de millones, de cigarros
caros, de champaña y de rehenes. Augustin se trueca en un
furioso rugido... La guerra franco-prusiana llega a su fin.
Nuestra gente aplaude, Iulia Mihailovna se sonríe y dice:
«¿Cómo es posible echarlo de aquí?». Se hacen las paces. El
granuja tiene, en efecto, talento. Stepan Trofimovich me
aseguró en cierta ocasión que las personas de superlativo
talento artístico pueden ser los mayores sinvergüenzas y que lo
uno nada tiene que ver con lo otro. Más tarde corrió el rumor de
que Liamshin había sustraído esa piececilla a un joven
talentudo y modesto, conocido suyo, que estaba de paso por la
ciudad y que siguió tan desconocido como antes; pero eso
ahora no importa. Nuestro granuja, que durante algún tiempo
mariposeó en torno de Stepan Trofimovich, imitando, cuando se
le pedía, en las veladas de éste, a judíos de toda clase, o la
confesión de una vieja sorda, o el nacimiento de un niño, ahora
remedaba a veces en casa de Iulia Mihailovna, y de la manera
más divertida, al propio Stepan Trofimovich bajo el título de
«Un liberal de los años cuarenta». A todos les causó una risa tan
convulsiva que resultó punto menos que imposible expulsarlo de
allí: se había hecho demasiado indispensable. Por añadidura,
adulaba servilmente a Piotr Stepanovich, que, a su vez, adquirió
516
por entonces un ascendiente verdaderamente irresistible sobre
Iulia Mihailovna...
517
indicio, se dice que Liamshin también participó en él. Entonces
nadie habló de Liamshin ni sospechó de él, pero ahora todos
aseguran que fue él quien puso allí el ratón. Recuerdo que
nuestras autoridades no sabían a qué atenerse. La gente se
congregó desde la mañana en el lugar del delito, y desde
entonces hubo allí un grupo, quizá no muy grande —en todo
caso, de cien personas a lo más—. Llegaban unos y se
marchaban otros. Los que llegaban se santiguaban y besaban
la imagen. Empezaron los donativos, hizo su aparición una
bandeja para la colecta y, junto a ella, un monje; y sólo a las
tres de la tarde pensaron las autoridades en la posibilidad de
mandar que no se congregase allí la gente, sino que rezara,
besara la imagen, hiciera el donativo y se fuera. Este
lamentable incidente produjo en Von Lembke una impresión de
lo más sombría. Según me han dicho, Iulia Mihailovna
aseguraba después que desde esa mañana de mal agüero
empezó a notar en su marido el extraño abatimiento que no lo
abandonó hasta hace dos meses, cuando por causa de
enfermedad hubo de marcharse de aquí, abatimiento que por lo
visto padece todavía en Suiza, donde sigue descansando de su
breve estancia en nuestra provincia.
518
partió. Llegaron asimismo en un carruaje dos de nuestras
damas, en compañía de dos de nuestros revoltosos. Los mozos
(uno de los cuales no lo era ya tanto) se apearon también del
carruaje y se abrieron paso hasta la imagen, apartando a la
gente de manera harto descortés. Ninguno de los dos se quitó
el sombrero y uno de ellos se caló los lentes. La gente empezó a
murmurar, en voz baja, sí, pero de modo nada amable. El de los
lentes sacó un portamonedas abarrotado de billetes y de él
extrajo una pieza de cobre que arrojó en la bandeja; y, riendo y
hablando fuerte, ambos volvieron al carruaje. En ese mismo
instante llegó a caballo Lizaveta Nikolayevna, acompañada de
Mavriki Nilolayevich. Saltó de su montura, lanzó las riendas a su
acompañante, que, por orden de ella, permaneció montado, y
se acercó a la imagen en el momento en que era arrojada en la
bandeja la moneda de cobre. Una ola de indignación coloreó
sus mejillas. Se quitó el sombrero redondo y los guantes, cayó
de rodillas ante la imagen en la acera cubierta de barro y se
postró reverentemente tres veces. Luego sacó el bolso, en el
que sólo halló unas cuantas monedas de plata, por lo que al
momento se quitó los pendientes de brillantes y los puso en la
bandeja.
519
La gente guardó silencio, sin expresar aprobación o desvío.
Lizaveta Nikolayevna montó en su caballo con el vestido
cubierto de fango y salió al galope.
520
monje de ese monasterio montaba guardia constante junto a
Semion Yakovlevich. Todos los de nuestro grupo contaban con
divertirse mucho en la visita. Liamshin había estado antes a
verle y afirmaba que Semion Yakovlevich había mandado que
lo echaran de allí a escobazos; y con su propia mano le había
tirado dos papas cocidas. Entre los que iban a caballo divisé a
Piotr Stepanovich, de nuevo en un jamelgo cosaco de alquiler
en el que se tenía con muy poca pericia, y Nikolai
Vsevolodovich, también a caballo. Nikolai Vsevolodovich no
desdeñaba participar de cuando en cuando en los pasatiempos
generales y en tales ocasiones su semblante tomaba, según
convenía, un cariz alegre, aunque, como de costumbre, hablaba
poco y de tarde en tarde. Cuando, después de cruzar el puente,
la cabalgata llegó a la altura de la hostería local, alguien hizo
saber de buenas a primeras que en un cuarto de la hostería
acababan de hallar a un viajero muerto de un tiro, y que
estaban esperando a la policía. En seguida surgió la idea de ir a
ver al suicida. La idea fue secundada: nuestras damas no
habían visto nunca un suicidio. Recuerdo haber oído decir en
voz alta a una de ellas que «todo era tan aburrido que, en
materia de diversión, no había que andarse con escrúpulos, con
tal de que fuera interesante». Sólo unos cuantos se quedaron a
la puerta; los demás entraron en pelotón en el mugriento
corredor y entre ellos, con gran sorpresa mía, vi a Lizaveta
Nikolayevna. La habitación de quien se había pegado el tiro
estaba abierta y, por supuesto, nadie se atrevió a cerrarnos el
paso. El suicida era un chico joven, de no más de diecinueve
521
años, que debía haber sido bastante guapo, de pelo rubio
abundante, rostro ovalado de líneas regulares y frente noble y
hermosa. Estaba ya rígido, y su pequeño rostro blanquecino
parecía de mármol. En la mesa había una nota de su propia
mano en la que decía que no se culpara a nadie de su muerte y
que se había matado de un tiro porque se había «bebido»
cuatrocientos rublos. La palabra «bebido» figuraba
efectivamente en la nota; y en los cuatro renglones de que
constaba había tres faltas gramaticales. Muy afectado, en
particular, estaba un propietario grueso, al parecer vecino suyo,
que se alojaba en la hostería por asuntos propios. De las
palabras de éste parecía resultar que el muchacho había sido
enviado del campo a la ciudad por su familia —madre viuda,
hermanas y tías— para que, aconsejado por una pariente que
vivía allí, hiciese varias compras para el ajuar de su hermana
mayor, que estaba a punto de casarse, y las llevara a casa. Le
encomendaron cuatrocientos
522
partida. De regreso en la hostería, ya cerca de medianoche,
pidió champaña y cigarros habanos y mandó preparar una
cena de seis o siete platos. Pero se embriagó con el champaña,
se mareó con los cigarros, por lo que no probó bocado de lo
que le trajeron, y se acostó casi desmayado. Cuando despertó
enteramente sereno al día siguiente, fue derecho a un arrabal
del otro lado del río donde había un campamento de gitanos
del que había oído hablar la víspera en la hostería, y no
apareció por ésta durante dos días. Por último, el día antes,
sobre las cinco de la tarde, volvió borracho, se acostó
inmediatamente y durmió hasta las diez de la noche. Cuando
despertó, pidió un filete, una botella de Château d‟Yquem,
uvas, papel, tinta y la cuenta. Nadie advirtió en él nada fuera de
lo común: estaba sereno, plácido y amable. Seguramente se
había disparado el tiro al filo de medianoche, aunque era raro
que nadie hubiese oído el disparo y que sólo descubrieran el
cadáver a la una de la tarde, cuando, al no recibir respuesta a
las llamadas que se hicieron, fue derribada la puerta. La
botella de Château d‟Yquem estaba medio vacía, lo mismo
que el plato de uvas. El disparo había sido hecho en pleno
corazón con un revólver de dos cañones. Había muy poca
sangre; el revólver se había desprendido de la mano y estaba
en la alfombra. El muchacho yacía medio reclinado en un rincón
del sofá. La muerte parecía haber sido instantánea, porque el
rostro no reflejaba ningún sufrimiento agónico y su expresión
era de sosiego, casi de felicidad, como la de quien no tiene
cuidados. Toda nuestra gente estuvo contemplándolo con ávida
523
curiosidad. Por lo general, en toda desgracia que sucede al
prójimo, hay siempre algo que divierte al ojo ajeno, sea quien
quiera el desgraciado. Nuestras damas miraban en silencio,
mientras sus acompañantes hacían alardes de agudeza y
notable presencia de ánimo. Uno de ellos observó que ésa era
la mejor solución y que el chico no habría podido dar con otra
mejor; otro concluyó que, aunque por poco tiempo, el chico
había vivido bien; un tercero preguntó de pronto por qué tanta
gente había empezado a ahorcarse y levantarse la tapa de los
sesos entre nosotros, como si se sintiera desarraigada o se
abriera la tierra bajo sus pies. Al que así razonaba lo miraron
con desaprobación. Entonces Liamshin, jactándose de su papel
de bufón, tomó del plato un pequeño racimo de uvas; luego
otro, riéndose, hizo lo propio, y un tercero alargó la mano al
Château d‟Yquem, pero lo detuvo la llegada del jefe de policía,
que incluso mandó «evacuar la habitación». Como todos habían
visto bastante, salieron sin chistar, aunque Liamshin se puso a
importunar al jefe de policía acerca de algo. El regocijo general,
la risa y la cháchara festiva se redoblaron en la segunda mitad
de la excursión.
524
«santo» era bastante amplia, con tres ventanas, y estaba
dividida en dos partes iguales por una barrera enrejada de tres
pies de altura que iba de pared a pared. Los visitantes
ordinarios se quedaban en la parte de afuera de la barrera,
pero a los
525
sacristán. Había también un muchacho de temperamento
fogoso. Presente, además de los criados, estaba asimismo un
monje de aspecto venerable, pelo cano y volumen excesivo, con
un jarro para el dinero de la colecta. En una de las mesas hervía
un enorme samovar y junto a él había una bandeja con hasta
dos docenas de vasos. En otra mesa que estaba frente a ésa se
veían los regalos traídos por los visitantes: unas hogazas de pan
y algunas libras de azúcar, un par de libras de té, un par de
zapatillas bordadas, un pañuelo de seda, un trozo de tela, un
retazo de lino, etc. Los donativos en dinero iban casi todos a
parar al jarro del monje. La habitación estaba llena de gente:
sólo de visitantes había hasta una docena, dos de los cuales
estaban del lado de allá de la barrera con Semion Yakovlevich:
un viejo de cabello gris — peregrino de los de la gente del
campo— y un monjecillo enjuto de cuerpo, venido de no sé
dónde, que estaba sentado con aire decoroso y mantenía la
vista fija en el suelo. Los demás visitantes estaban todos del
lado de acá de la barrera, todos también gente del campo,
salvo un comerciante gordo que había venido de la capital del
distrito, hombre de barba larga, ataviado a la rusa, a quien se
le conocía un capital de cien mil rublos; una aristócrata pobre y
de edad avanzada y un hacendado. Todos estaban a la espera
de su buena suerte, sin atreverse a despegar los labios. Cuatro
personas estaban de rodillas, pero quien más llamaba la
atención era el hacendado, hombre corpulento de unos
cuarenta y cinco años, que se había arrodillado junto a la
misma barrera delante de todos los demás, y esperaba
526
reverentemente una mirada o palabra benévola de Semion
Yakovlevich. Llevaba ya esperando cerca de una hora, pero el
«santo» aún no se había fijado en él.
527
pasando por alto a un mendigo, invitaba a un comerciante rico
y bien cebado. El té que se ofrecía era también variado: a unos
se les daba té con terrones de azúcar para chupar, a otros té
azucarado, y, por último, a otros té sin pizca de azúcar. En esta
ocasión los agraciados fueron el monjecillo, con un vaso de té
azucarado, y el peregrino viejo, con un vaso de té sin azúcar. Al
monje gordo del monasterio que tenía el jarro de la colecta no
se le ofreció absolutamente nada, aunque hasta entonces había
recibido su vaso todos los días.
528
—¡Ay, Señor! —musitó la gente persignándose. El hacendado
lanzó de nuevo un suspiro sonoro y hondo.
esto?
529
—¡Más! ¡Más! —Semion Yakovlevich multiplicó sus dádivas.
530
carne. Eso será lo que significa este obsequio —dijo en voz baja,
pero satisfecha, el monje gordo del monasterio que había sido
preferido en el reparto del té y que, en un acceso de amor
propio lastimado, tomó sobre sí el oficio de truchimán.
531
—Semion Yakovlevich, ¿por qué no me ha contestado? ¡Hace
tanto tiempo que me interesa usted! —empezó de nuevo la
señora de nuestro grupo.
532
—Y a ése, dale té azucarado —Semion Yakovlevich indicó de
pronto a Mavriki Nikolayevich. El criado llenó el vaso y estuvo a
punto de ofrecérselo por equivocación al petimetre de los
lentes.
533
contrario, le mostraba admiración, afecto y respeto, y él mismo
lo sabía—, sino a un odio inconsciente que a veces era incapaz
de reprimir.
Él, en silencio, dio su vaso a una vieja que estaba detrás, abrió
la portezuela de la barrera, entró sin invitación en el recinto
privado de Semion Yakovlevich y se hincó de rodillas en medio
de él, a la vista de todo el mundo. Pienso que su espíritu sencillo
y delicado se sintió hondamente sacudido por el antojo rudo y
displicente de Liza en presencia de todos. Acaso creía que ella
se avergonzaría al ver su humillación, en la que tanto había
insistido. Por supuesto, nadie más que él habría creído posible
alterar el carácter de una mujer mediante arbitrio tan ingenuo y
arriesgado. Permaneció de rodillas, con su imperturbable
gravedad, alto, desmañado, ridículo. Pero nuestra gente no se
rió; lo inesperado de su proceder causó un efecto penoso.
Todos miraron a Liza.
534
Mavriki Nikolayevich se levantó. Con ambas manos, ella lo
agarró de los brazos por encima del codo y lo miró fijamente en
la cara. Su mirada expresaba terror.
535
Dicen que cuando todo el mundo salió corriendo de allí en
pelotón, Liza, sostenida por Mavriki Nikolayevich, tropezó en la
oscuridad con Nikolai
536
Se produjo finalmente ese día el encuentro tan programado y
tantas veces suspendido entre Stepan Trofimovich y Varvara
Petrovna. Ocurrió en Skvoreshniki. Varvara Petrovna llegó muy
atareada a su quinta suburbana: el día anterior había estado en
el festival en casa de la mariscala. Pero Varvara Petrovna, con
su celeridad mental, entendió al momento que nada le impedía
dar más tarde su propia fiesta en Skvoreshniki e invitar de
nuevo a toda la ciudad. Entonces todos podrían ver por sí
mismos cuál de las dos casas era mejor y en cuál se sabía
ofrecer la mejor recepción y dar un baile con el mayor gusto.
Bien mirado, era imposible reconocerla. Parecía como
transformada, y de inaccesible «dama altiva» (expresión de
Stepan Trofimovich) como había sido antes había pasado a ser
ahora una señora frívola cualquiera de la buena sociedad. O
quizá fuera así sólo en apariencia.
537
Hacía tiempo que éste había sido avisado y estaba listo,
esperando de un día para otro invitación tan repentina. Cuando
subió al vehículo hizo la señal de la cruz: se jugaba su suerte.
Halló a su amiga en el salón grande, sentada en un pequeño
canapé situado en una especie de nicho, ante una mesita de
mármol, con lápiz y papel en las manos. Fomushka medía la
altura de la galería y las ventanas y la propia Varvara Petrovna
apuntaba los números y hacía anotaciones en el margen. Sin
interrumpir la tarea, hizo con dirección a Stepan Trofimovich un
movimiento de cabeza, y cuando éste murmuró un saludo le
alargó rápidamente la mano y le señaló un sitio donde sentarse
junto a ella.
538
Él se estremeció. Ella se daba prisa por enseñar su baza. ¿Qué
más se podía esperar?
539
y... bailé la kazachka para complacer a usted. Oui, la
comparaison peut être permise. C’était comme un petit cosak
du Don, qui sautait sur sa propre tombe... Ahora...
—¿En un asilo?
540
hasta servidumbre. Allí podría dedicarse a sus estudios y
organizar cuando gustara una partida de cartas...
—Passons.
541
libros que pedía para usted y que, de no ser por el
encuadernador, hubieran quedado con las páginas sin cortar.
¿Qué me daba usted a leer cuando en los primeros años le
pedía que me guiase? Kapfig y nada más que Kapfig. Usted
incluso tenía celos de que me instruyese y tomó las medidas
necesarias. Y, sin embargo, es de usted de quien se ríe toda la
gente. Confieso que siempre le
—Sí fue eso; y no tenía usted por qué temer persecución alguna
en Petersburgo. Acuérdese de que más tarde, en febrero,
cuando llegó la noticia de la emancipación de los siervos, vino
usted corriendo a verme, todo acobardado, para pedirme que
le diera inmediatamente por escrito un certificado de que la
revista proyectada no tenía nada que ver con usted, de que los
jóvenes habían venido a verme a mí y no a usted, y de que
usted era sólo un tutor que vivía en mi casa porque no se le
habían pagado los honorarios que se le debían. ¿No es eso? ¿Se
542
acuerda usted? Usted, Stepan Trofimovich, ha sido amigo de
extralimitarse toda la vida.
—Qué hábil es usted. Siempre se las arregla para que sienta que
le debo algo. Cuando volvió usted del extranjero me miraba por
encima del hombro, sin dejarme decir palabra, pero cuando yo
fui al extranjero y le hablé de mis impresiones de la Madonna
no me escuchó usted y se sonrió con aire de superioridad como
si yo fuera incapaz de tener sentimientos como los suyos.
—Sí, fue así como lo digo; pero no había por qué darse tono
conmigo, ya que todo eso es una tontería, sólo una invención
suya. Ahora nadie, nadie, se entusiasma con la Madonna. Nadie
pierde el tiempo en esas cosas, salvo algunos viejos
empedernidos. Eso está demostrado.
—¿Demostrado?
543
usted? No se equivocaría. Vea a qué se reducen todas sus
teorías cuando la luz de la investigación las alumbra.
—Ya, ya veo.
544
para mantener su dominio sobre mí. Ahora, incluso esa Iulia
sabe mucho más que yo. Pero estoy empezando a comprender.
Lo defendí a usted cuanto pude, Stepan Trofimovich; todo el
mundo le echa a usted la culpa.
¿O, mejor aún, algún episodio que pudiera usted redondear con
anécdotas y agudezas de su propia cosecha? ¡Entonces había
cortes espléndidas, damas hermosas, envenenamientos!
545
Karmazinov dice que le extrañaría que no hallara usted algo
interesante de que hablar en la historia de España.
546
—Basta, chère. No me lo pida, que no puedo. Les hablaré de la
Madonna y provocaré un alboroto que, o los aplastará a ellos, o
me destruirá a mí solo.
—¿Al manicomio?
547
—Usted me ha menospreciado siempre; pero acabaré como un
caballero de los de antaño, fiel a mi dama, porque la opinión de
usted ha sido siempre lo que más he estimado en la vida. De
ahora en adelante no acepto nada, pero la honraré a usted
desinteresadamente.
—¡Qué tontería!
—¡Ay, adiós, sueños míos! ¡Veinte años! Alea jacta est. No pudo
contener el llanto. Tomó el sombrero.
548
—No entiendo el latín —dijo Varvara Petrovna tratando de
calmarse.
549
campos cada vez más extensos hicieron nacer el rumor de que
rondaban incendiarios; a su vez, aumentaban los robos. Pero,
sin duda, nada habría sido peor que de costumbre, de no haber
habido otras razones de peso para alterar la tranquilidad del
hasta entonces feliz Andrei Antonovich.
Lo que tenía tan afectada a Iulia Mihailovna era que, día a día,
su marido se tornaba más taciturno y, además, cada vez más
callado. La pregunta que la torturaba era: ¿qué estaba
ocultando? Cierto que raras veces ponía objeciones a lo que ella
le comentaba, decía u ordenaba y, por lo común, la obedecía
sin chistar. Incluso no tuvo objeciones para dos o tres medidas
sobremanera peligrosas, por no decir ilegales, con el propósito
de ampliar los poderes del gobernador, que fueron tomadas a
instancias de ella. Entre éstas hubo sin duda algunas acciones
nada propicias; por ejemplo, personas que tenían que ser
procesadas y enviadas a Siberia fueron, por idea de Iulia
Mihailovna, propuestas para el ascenso. Se acordó desoír
sistemáticamente algunas quejas y solicitudes. Todo ello salió a
relucir más tarde. Lembke no sólo lo firmaba todo, sino que no
ponía ni un pero a la intromisión de su cónyuge en lo que era en
realidad su cumplimiento de funciones administrativas. Por otra
parte, a veces se sulfuraba de pronto por «verdaderas
tonterías», con lo que asombraba a Iulia Mihailovna. Por
supuesto, tras días de obediencia, sentía la necesidad de
resarcirse mediante unos instantes de rebelión.
Desafortunadamente, Iulia Mihailovna no podía ingresar en los
550
vericuetos de la mente de su esposo, a pesar de la intuición que
la caracterizaba. ¡Ay, tenía otras cosas en la cabeza, de las que
resultaron muchos trastornos!
551
simplicidad durante el breve plazo en que su marido fue
gobernador. ¡Y en qué embrollo no se metería con la pretensión
de ser independiente! Estaba a favor de los grandes latifundios,
de la clase aristocrática, de la ampliación de los poderes
gubernamentales, del elemento democrático, de las nuevas
instituciones, del orden público, del librepensamiento, de las
ideas sociales, de la rigurosa etiqueta de los salones
aristocráticos y de la desenvoltura casi tabernaria de la gente
moza que la rodeaba. Soñaba con hacer el bien y conciliar lo
inconciliable, o, lo que es más probable, con unir a todos y todo
en la adoración de su propia persona. Tenía favoritos: estimaba
mucho a Piotr Stepanovich, que, vale acotar, le dedicaba la
más burda adulación. La estima de ella provenía a su vez de la
creencia en que en algún momento él iba a revelarle una
conspiración contra el gobierno. Es cierto aunque parezca
inverosímil. Sin razón aparente, ella temía que en nuestra
provincia se tramara una conspiración; y Piotr Stepanovich, con
su mutismo, indirectas y equívocas respuestas, contribuía a
empantanarla en ese temor. Ella, por otra parte, lo suponía
comprometido con todo lo que resultara revolucionario, pero
fiel a ella más allá de todo ideal, vencido por su adoración.
Conspiraciones descubiertas, gratitud de Petersburgo, brillante
futuro, el influjo de la «bondad» que impide que la juventud
caiga en el abismo, todo esto formaba una nube gigantesca en
su fantasiosa cabeza. Porque, veamos, ¿no había salvado y
552
domesticado a Piotr Stepanovich (por alguna razón estaba
absolutamente convencida de esto)? Así salvaría también a los
demás. No le quedaría ninguno sin salvar: uno por uno, enviaría
el informe necesario, actuaría según principios de la más alta
justicia y,
553
a la condena. El alférez, recién llegado de Petersburgo, era
todavía joven, siempre taciturno y sombrío, de aspecto
decoroso, si bien menudo de cuerpo, grueso y colorado de
mejillas. No aguantó la reprimenda y de improviso se lanzó
sobre su superior jerárquico dando un grito extraño que
sorprendió a toda la compañía y embistiéndolo con la cabeza
baja, como una fiera. Le dio una trompada y un mordisco en el
hombro con todas sus fuerzas, al punto de que hubo que
intervenir para separarlos. Sin duda había enloquecido; con
anterioridad había dado ya algunas muestras de su
desequilibrio. Por ejemplo, había tirado por la puerta de su
cuarto dos iconos propiedad de su patrona, uno de los cuales
había destruido previamente a hachazos; en su cuarto había
puesto sobre tres soportes, en forma de atriles, las obras de
Vogt, Moleschott y Büchner y encendido una vela delante de
cada uno de ellos. Juzgando por la cantidad de libros que
hallaron en su dormitorio, se puede decir que tenía una vasta
cultura. De haber tenido cincuenta mil francos, quizá se habría
embarcado para las Islas Marquesas, como el «cadete» a que el
señor Herzen alude jocosamente en una de sus obras. Cuando
fue detenido, le encontraron en los bolsillos y en su habitación
paquetes de hojas subversivas del tono más incendiario.
554
habían sido repartidas poco antes en otra provincia; y Liputin,
que mes y medio antes había visitado el distrito y la provincia
vecina, aseguraba que ya entonces había visto allí esas
mismísimas octavillas. Pero lo que más sorprendió a Andrei
Antonovich fue que el gerente de la fábrica Shpigulin presentó a
la policía precisamente al mismo tiempo dos o tres paquetes de
las mismas hojas subversivas incautadas al alférez, que habían
sido depositadas durante la noche en la fábrica. Los paquetes
no habían sido aún abiertos y ninguno de los obreros había
tenido tiempo de leerlas. Era un caso muy tonto, pero a Andrei
Antonovich le dio mucho que pensar, no le resultó un asunto
fácil. Fue en esa misma fábrica donde comenzó cabalmente
entonces el
555
fábrica era el germen y vivero de la epidemia, y que en la
fábrica misma, y sobre todo en las viviendas de los obreros,
había una inmundicia tan grande que, si no hubiera habido
epidemia de cólera, se habría iniciado sin duda allí. Se tomaron,
por supuesto, precauciones inmediatas, y Andrei Antonovich
insistió enérgicamente en que se pusieran en vigor sin demora
alguna. En tres semanas quedó limpia la fábrica, pero, sin que
se sepa por qué, los Shpigulin la cerraron. Uno de los hermanos
Shpigulin tenía su residencia permanente en Petersburgo,
556
oposición de Iulia Mihailovna. Al entrar Piotr Stepanovich, el
funcionario se dirigió a la puerta, pero no salió. Es más, a Piotr
Stepanovich le pareció que cambiaba una mirada significativa
con su jefe.
Dios sabe adónde habrían llegado las cosas. ¡Ay! Había otra
circunstancia desconocida de Piotr Stepanovich y aun de la
misma Iulia Mihailovna. El infeliz Andrei Antonovich había
llegado a tal estado de zozobra en los últimos días, que empezó
a tener celos de su mujer y de Piotr Stepanovich. En la soledad,
sobre todo de noche, pasó momentos muy desagradables.
557
—Y yo que tenía entendido que cuando alguien le confía su
novela y se la lee durante dos días seguidos y hasta
medianoche, y quiere que se le dé una opinión, ha prescindido
al menos de los cumplidos oficiales... Iulia Mihailovna me recibe
como amigo. ¿Cómo saber por dónde va a salir usted? —dijo
con cierta dignidad Piotr Stepanovich—. A propósito, aquí tiene
usted su novela — agregó poniendo en la mesa un cuaderno
grande, pesado, hecho un rollo, y envuelto en papel azul.
558
¡Los capítulos cuarto y quinto son..., son... excelentes! ¡El humor
que ha puesto aquí es formidable! ¡Cómo me he reído! ¡Qué bien
sabe usted sacarles punta a las cosas sans que cela paraisse!
Bien. Los capítulos nueve y diez tienen que ver con el amor,
cosa que no me interesa en absoluto pero son muy verídicos.
Casi suelto las lágrimas con la carta de Igrenev, pues lo pinta
usted de mano maestra... ¿Sabe usted? Eso es de mucho
sentimiento, pero al mismo tiempo trata usted de sacar a
relucir el lado falso de la cosa, ¿no es cierto? ¿He acertado o
no? Ahora bien, en cuanto a la conclusión estuve por darle a
usted un trastazo. Veamos, ¿qué idea quiere usted desarrollar?
Porque lo que hay ahí es la consabida glorificación de la
felicidad doméstica, la multiplicación de los hijos y el dinero, y...
fueron felices y comieron perdices..., ¡vamos, hombre! Cautivará
usted a los lectores, porque incluso yo mismo no he podido
soltar el libro de las manos, lo cual es peor todavía. El lector
sigue tan tonto como antes, y por eso convendría que la gente
lista le diera una sacudida, mientras que usted... Pero, en fin,
basta. Adiós. No se vuelva a enojar. He venido para decirle dos
palabras, pero con ese humor que tiene usted...
559
pero ya sin enojo y sentándose a la mesa—. Siéntese y dígame
sus dos palabras. Hace tiempo que no lo veo, Piotr Stepanovich;
ahora bien, en lo sucesivo no entre como una tromba, según su
estilo..., a veces, cuando está uno ocupado es...
—Lo sé, sí señor, y creo que lo hace sin mala intención, pero a
veces está uno preocupado... Bueno, tome asiento.
560
—¿Qué circunstancias? ¿Sólo porque han traído esa octavilla de
la fábrica?
561
noble»! Vamos a ver. Sí, efectivamente, se trata de «Un espíritu
noble». Trabé conocimiento con ese espíritu en el extranjero.
UN ESPÍRITU NOBLE
562
con que el zar premia y obsequia a los buenos de su reino.
—¿También lo conoce?
563
quedaron satisfechas de mi explicación porque de otro modo
no estaría regocijando a esta ciudad con mi presencia.
Considero que mis asuntos en ese aspecto han concluido y que
no debo a nadie más explicaciones. Y han terminado, no porque
yo haya sido un delator, sino porque es lo único que podía
hacer. Quienes supieron del tema escribieron a Iulia Mihailovna
diciendo sobre la honradez de mi persona. Pero, bueno, es
historia pasada. Lo que he venido a decirle es una cosa grave y
me alegro de que haya hecho salir de aquí a ese
limpiachimeneas. Es asunto de suma importancia para mí,
Andrei Antonovich. Tengo algo muy especial que pedirle a
usted.
564
bribón y un hombre honrado que ha sido simplemente víctima
de las circunstancias... Pero dejemos esto al margen. Pues,
señor, que ahora..., ahora que estos imbéciles..., bueno, ahora
que esto ha salido a relucir y está en manos de usted, y ahora
que veo que no se le puede ocultar nada (porque tiene usted
ojos en la cabeza y nadie sabe lo que está cavilando, y mientras
tanto siguen con la suya esos imbéciles), yo..., yo..., bueno, yo,
para decirlo de una vez, he venido a pedirle que salve a un
hombre que es también un imbécil, acaso un loco, en atención a
su juventud, a sus infortunios, y en nombre de los principios
humanitarios que usted profesa... ¡Porque no será humanitario
sólo en sus novelas! —dijo interrumpiendo su parlamento con
impaciencia y grosero sarcasmo.
565
¡Maldita sea! —era muy claro que el hombre se había
enredado—. Darle a usted su nombre —dijo por fin—, usted
sabrá comprender, sería lo mismo que... delatar. ¿No es verdad?
566
punto de vista sensato, y no a tontas y a locas: como sueño
disparatado de un demente..., fruto de la desgracia,
entiéndame, de una desgracia que se remonta a muchos años,
y no de una inaudita conspiración contra el gobierno.
¿qué sé yo?
—¿No lo sabe?
567
Pero es por Shatov por quien he venido a interceder. Es a él a
quien hay que salvar, porque esos versos son suyos, de su
propio caletre, y por mediación suya fueron impresos en el
extranjero. Eso es lo que sé de cierto. De esas hojas subversivas
no sé absolutamente nada.
568
—Lo que quiero decir —se apresuró a agregar Piotr
Stepanovich— es que escribió unos versos aquí hace seis
meses, pero que no los pudo imprimir aquí..., es decir, en una
imprenta clandestina..., y por eso pide que se impriman en el
extranjero... Me parece que está claro, ¿no?
—Un ingeniero que llegó hace unos días y que hizo de segundo
de Stavrogin en el duelo. Un maníaco. Un loco. Tal vez aquél
alférez de ustedes haya tenido un ataque de delirium tremens,
pero éste está loco de atar, loco perdido, ¡en serio lo digo! ¡Ay,
Andrei Antonovich! Si el gobierno supiera qué clase de
individuos son éstos no se tomaría la molestia de levantarles la
mano. Todos ellos, sin excepción, deberían estar en el
manicomio. Yo ya les eché una buena ojeada en Suiza y en esos
congresos que tienen.
569
—¿Desde allí dirigen el movimiento?
570
—Claro que sí. ¡Como si eso fuera lo único que me enseñaron
allí! Y en lo tocante a los versos, parece ser que fue el difunto
Herzen quien se los escribió a Shatov cuando éste
vagabundeaba todavía por el extranjero, como recuerdo del
encuentro de ambos, parece, o como prueba de admiración o
como carta de recomendación... ¡qué sé yo!, y Shatov los ha
hecho circular entre la gente joven. Es como decir: «Esto es lo
que Herzen piensa de mí».
—Ya sabía que esto iba a entenderse así. Ahora, ¿por qué me
pidió que se lo explicara? Mire, usted me da a Shatov, y que el
diablo se lleve a todos los demás, incluso a Kirillov, que se ha
encerrado ahora en casa de Filippov, donde también vive
escondido Shatov. No me tienen ningún aprecio, porque
regresé..., pero deme a Shatov y yo le entrego al resto servido
en bandeja. ¡Le seré útil, Andrei Antonovich! Todo ese miserable
grupo calculo que no pasa de nueve o diez personas. Yo
también los vigilo y por razones que me callo. Ya conocemos a
tres de ellos: Shatov, Kirillov y ese alférez; a los demás no les
quito la vista de encima... porque no soy del todo miope. Aquí
pasa lo mismo que en la provincia de H*; allí agarraron, por lo
de las hojas subversivas, a dos estudiantes, a un alumno de
secundaria, a dos nobles de veinte años, a un maestro de
escuela y a un comandante retirado, de unos sesenta años,
atontado por la bebida. Eso fue todo, créame. Hasta las
571
autoridades se asombraron de que eso fuera todo. Necesito
seis días. Ya lo pensé muy bien, ni más ni menos que seis días.
Si quiere conseguir buenos resultados, déjelos durante esos seis
días y yo se los entrego envueltos en un paquete; pero si los
molesta usted antes, los pájaros abandonarán el nido. Pero
deme a Shatov. Yo me quedo con Shatov... Lo mejor sería
llamarlo secreta y amistosamente aquí, a la oficina de usted, e
interrogarlo, haciéndole ver que ya se sabe todo... Y él de
seguro que se echa a los pies de usted y rompe a llorar. Es un
chico neurótico, desgraciado; su mujer se escapó con Stavrogin.
Sea usted amable con él y le contará todo. Pero hacen falta seis
días... Y lo principal, lo principal de todo: ¡ni una palabra a Iulia
Mihailovna! Es un secreto. ¿Puede usted guardar un secreto?
572
de larga y sólida experiencia en la Administración. Usted ha
visto mucho mundo. Usted, en estos asuntos, sabe qué paso
dar, y estoy seguro de que lo sabe de memoria por su
experiencia en Petersburgo. Si yo le dijera a ella, por ejemplo,
esos dos nombres, armaría un escándalo mayúsculo... Porque lo
que quiere es asombrar a Petersburgo. No, señor, es demasiado
fogosa, y eso es lo malo.
573
expresó a las autoridades competentes... algo así como
arrepentimiento, ¿no es cierto?
—Ni yo, por supuesto, quiero meterme en... Pero me parece que
hasta ahora ha hablado usted de modo muy diferente; por
ejemplo, de la fe cristiana, de las instituciones sociales y, por
último, del gobierno...
—¿Para qué?
574
no han llegado aún a ese punto y probablemente no llegarán,
¿me entiende? Quizá lo entienda. Aunque al volver del
extranjero di ciertas explicaciones a las autoridades
competentes, y, a decir verdad, no veo por qué un hombre de
ideas notorias no puede obrar en pro de sus opiniones
sinceras..., lo cierto es que allí nadie me ordenó que enviara un
informe acerca del carácter de usted, ni hubiera aceptado tales
órdenes de allí. Piense que no tenía obligación de revelar a
usted esos dos nombres. Hubiera podido mandarlos
directamente allí, es decir, a donde di mis primeras
explicaciones.
575
puede estar seguro de que haré cuanto esté de mi mano para
que el celo que usted ha mostrado...
—De acuerdo.
576
Petersburgo, es hombre que viene con ciertas, ¿cómo diré?,
instrucciones...
—Aquí hay otra muestra del mismo género, y con ello pruebo
que me fío implícitamente de usted. Mírela. ¿Qué opina?
Excelencia:
577
lengua fuera si las autoridades no se incautan antes de ellas;
porque se ha prometido mucho en
Anónimo.
578
Von Lembke explicó que habían dejado la carta en la portería
cuando en ella no había nadie.
579
—No es probable —cortó secamente Piotr Stepanovich—. ¿Qué
quiere decir lo del telegrama de la policía secreta y la pensión?
Está claro que es un pasquín.
—A nadie.
580
Se fue de la casa de Von Lembke convencido de que al menos
se respetaría el plazo de los seis días. Pero se equivocaba,
porque su conclusión tenía como única base la de haberse
inventado de una vez para siempre un Andrei Antonovich que
era un perfecto mentecato. Típico del enfermo de desconfianza,
Andrei Antonovich se lanzaba a la plena confianza no bien salía
de la incertidumbre. El nuevo curso de los acontecimientos se le
presentó al principio con aspecto muy risueño, no obstante
algunas nuevas e inquietantes zozobras. En todo caso, las
dudas anteriores se habían disipado. Además, últimamente
estaba tan cansado, que lo único que deseaba era un poco de
calma. Pero, ¡ay!, una vez más estaba inquieto. Su larga
residencia en Petersburgo había dejado en su mente huellas
indelebles. La historia oficial e incluso secreta de la «nueva
generación» le era conocida con suficiente detalle —era curioso
y coleccionaba proclamas revolucionarias—, pero nunca
entendió palabra de ella. La sensación era la de estar perdido
en el medio del bosque: algo le decía que las cosas no cerraban
lógicamente en los dichos de Piotr Stepanovich, «aunque sabe
Dios lo que podrá pasar con esa “nueva generación” y lo que se
traerá entre manos», como se decía a sí mismo, absorto en
toda suerte de cavilaciones.
581
vida. Pido perdón al lector por dedicar aquí algunas palabras a
este insignificante individuo. Blum pertenecía a la rara estirpe
de los alemanes
582
parentesco. Andrei Antonovich imploró con las manos juntas,
contó en tono patético la historia entera de Blum y la amistad
que los unía desde la infancia, pero Iulia Mihailovna se sintió
deshonrada para siempre y hasta recurrió al arbitrio de
desmayarse. Pero Von Lembke no dio su brazo a torcer y
declaró que no prescindiría de Blum por nada del mundo ni lo
apartaría de su lado, de modo que ella, perpleja al cabo, se vio
obligada a tolerar a Blum. Ahora bien, quedó acordado que el
parentesco se mantendría aún más secreto que hasta entonces,
si ello era posible; más aún, que se cambiarían el nombre y el
patronímico de Blum, pues por algún motivo eran también
Andrei Antonovich, los mismos de Von Lembke. En nuestra
ciudad Blum no conocía a nadie, salvo a
—Te ruego, Blum, que me dejes en paz —dijo con voz rápida y
agitada, deseando por lo visto evitar el diálogo que la llegada
de Piotr Stepanovich había interrumpido.
583
—Y, sin embargo, la cosa podría llevarse a cabo de manera muy
delicada y sin la menor publicidad; al fin y al cabo, tiene usted
poderes —dijo Blum, insistiendo en algún punto, con respeto
pero tenazmente, y encorvando la espalda a medida que se iba
acercando a Andrei Antonovich.
584
guarda todos los libros prohibidos, los Pensamientos de
Ryleyev, las obras completas de Herzen... De cualquier modo,
tengo un catálogo aproximado...
—¡Ay, Dios! ¡Pero si esos libros los tiene todo el mundo! ¡Pero
qué simple eres, mi pobre Blum!
585
. No ha recibido distinción ninguna y fue dado de baja por
sospechoso de conspirar contra el gobierno. Estuvo vigilado por
la policía y sin duda lo sigue
586
acallando su conciencia, en provecho de su bienhechor,
firmemente persuadido como estaba del éxito final de la
empresa, el caso es que de este coloquio entre el gobernador y
su subordinado resultó, como se verá en lugar oportuno, algo
enteramente inesperado que hizo reír a muchos, que causó
mucho ruido, que provocó la ira furiosa de Iulia Mihailovna y
que, por último, desquició por completo a Andrei Antonovich,
que se dejó caer en la indecisión justo cuando apremiaba entrar
en acción.
587
congraciarse con él, y hasta con notable ahínco. Tengo la
impresión de que el joven acabó por sospechar que
Karmazinov, aunque no lo considerase el cabecilla de toda la
organización secreta revolucionaria en Rusia, era por lo menos
uno de los mejor iniciados en los secretos de la revolución rusa
y uno de los que gozaban de indiscutible ascendiente entre la
juventud. El estado de ánimo del «hombre más listo de Rusia»
interesaba a Piotr Stepanovich, pero por algunos motivos había
evitado hasta entonces cambiar impresiones con él.
588
Piotr Stepanovich ingresó en la casa cuando éste comía su
filete matinal con medio vaso de vino tinto. Piotr Stepanovich
había pasado ya antes a verlo y siempre lo había encontrado
frente a ese filete matutino, que consumía en presencia del
visitante, sin invitarlo una sola vez a almorzar con él. Después
del filete le trajeron una tacita de café. El criado que le servía
vestía de frac, llevaba guantes y calzaba zapatos de suela
blanda que no hacían ruido.
589
desabridamente para mandar al criado que trajera un segundo
almuerzo.
590
—¡Ah! ¿Se refiere usted a Bonjour?
—Merci.
591
—Por lo visto, no lee usted mucho —siseó, sin poder contenerse.
—No, no mucho.
592
estúpido. ¿No es éste algo así como un genio entre los suyos?
En fin, que se lo lleve el demonio».
593
—Hum. Si la Babilonia de allí se viene efectivamente abajo y el
batacazo es grande (y en eso estoy de acuerdo con usted,
aunque creo que se mantendrá en pie el resto de mi vida),
entonces no hay nada que pueda desmoronarse aquí en Rusia,
relativamente hablando. Aquí no hay piedras que puedan
caerse, sino que todo se disolverá en barro. La Santa Rusia
está en peores condiciones que nadie para ofrecer resistencia a
nada. El pueblo bajo sobrevivirá con ayuda de su Dios ruso,
pero, según las últimas noticias, el Dios ruso no es muy de fiar y
apenas ha podido oponerse a la emancipación de los siervos. Al
menos, se ha bamboleado bastante. Y con eso de los
Ferrocarriles y con que ustedes... Yo, francamente, no creo en
absoluto en el Dios ruso.
—¿Y en el europeo?
594
número. Es sólo cuestión de instinto. Cuando el barco se hunde,
las ratas son las primeras en abandonarlo. La Santa Rusia es un
país de madera, de miseria y... de peligro, un país de mendigos
vanidosos en los
595
consiste en la negación del honor. Me gusta que eso se exprese
de manera tan atrevida y audaz. No. En Europa no podrían
entenderlo todavía, pero aquí es cabalmente en eso en lo que se
hace hincapié. Para el ruso, el honor no es más que una carga
superflua; y siempre ha sido una carga, en el curso entero de su
historia. Se lo puede atraer mucho mejor con un franco
«derecho al deshonor». Yo pertenezco a la vieja generación y
confieso que estoy a favor del honor, pero sólo por costumbre.
Me gustan las viejas formas, pero digamos que sólo por
pusilanimidad; de alguna manera tengo que llenar los años que
me quedan.
Se detuvo de pronto.
596
—Aquí vive un sujeto llamado Shatov —dijo el gran escritor— y
figúrese usted que aún no le he visto.
—Pues nada; que habla de muchas cosas. ¿No es el que dio una
bofetada a Stavrogin?
—Sí.
597
Piotr Stepanovich tomó el sombrero y se levantó. Karmazinov,
al despedirle, le alargó ambas manos.
598
tonto..., es sólo una rata que cambia de domicilio. Éste no irá
con cuentos a la policía».
—¡Hay que ver lo bien que cuida usted de su salud! —dijo en voz
alta y alegre entrando en el cuarto—. ¡Qué bonita pelota! ¡Y
cuánto bota! ¿Es también para la gimnasia?
—¿Qué pacto?
599
—¿Cómo que qué pacto? —preguntó Piotr Stepanovich
sorprendido, casi asustado.
—Lo de antes.
600
Aunque no reconozco eso de traicionar o no traicionar.
601
Quiero suicidarme porque tengo esa idea, porque me repugna
el temor a la muerte, porque..., porque eso no le importa a
usted... ¿Qué quiere? ¿Té? Está frío. Espere que le traiga otro
vaso.
—Aunque no fuesen más que unos días. Hasta un día solo sería
valioso.
602
—Sí, pero no se olvide de que se comprometió a escribir la
última carta sólo con mi ayuda, y a que, cuando llegase usted a
Rusia, estaría a mi..., bueno, para decirlo de alguna manera, a
mi disposición; claro que sólo para tal ocasión, y que quedaría
usted libre para todo lo demás —agregó Piotr Stepanovich casi
amable.
—No hay tal —salió Kirillov—. El dinero no era para eso. Para
eso no se acepta dinero.
—A veces se acepta.
603
¿Qué? ¿Va a ser pronto?
—No importa que sea el mismo día. ¿Dice usted que debo
hacerme responsable de las proclamas subversivas?
—Y de algo más.
—No quiero.
604
—Oh, cuanto más temprano mejor. A las seis y media. Y, ¿sabe?,
puede entrar, sentarse y no hablar con nadie, aunque haya
mucha gente. Pero no se olvide de llevar papel y lápiz.
—¿Y a usted qué más le da? ¿No dice usted que le es igual?
605
—Porque no quiero.
—Está.
606
—No hablo con Shatov ni le veo.
—No, no estamos enojados, sino que cada cual tira por su lado.
Vivimos juntos en América demasiado tiempo.
—Como quiera.
—Vengan.
607
semblante en gesto amable. Shatov estaba en casa y algo
indispuesto. Estaba acostado en la cama, pero vestido.
608
posesión. Lo arreglaremos discretamente. Yo lo llevo a usted a
un rincón, y aunque habrá mucha gente, nadie tiene por qué
darse cuenta. Debo confesar que he tenido que esforzar mucho
la lengua en favor de usted; pero ahora todos parecen
conformes, a condición de que entregue la imprenta y todos los
papeles. Después de eso puede usted ir a donde le venga en
gana.
nunca dio una explicación clara, con lo que puso a todos en una
situación equívoca.
609
—Yo me negué a imprimir eso.
610
—No se ría. Repito que he salido en su defensa. Pero, sea como
fuere, le aconsejo que vaya a la reunión de hoy. ¿A qué vienen
esas palabras inútiles, nacidas de un falso orgullo? ¿No será
mejor separarnos amistosamente? Porque, en todo caso, tendrá
usted que devolver la prensa, los tipos y todos los papeles
viejos. De eso hablaremos.
—No faltará.
—¡Ja, ja!
—Sí.
611
—Me voy —dijo Piotr Stepanovich casi alegre, levantándose al
momento—. Sólo una palabra más: Kirillov, por lo visto, está
ahora solo en su cuarto, sin criada, ¿no es eso?
612
salió Mavriki Nikolayevich, más blanco que una sábana. Ni se
dio cuenta de la presencia de Piotr Stepanovich y pasó de
largo. Piotr Stepanovich, al momento, entró corriendo.
613
no se podía diferenciar si lo decía como ruego, consejo, permiso
o mandato.
—No. Ella «me ama y respeta»; tales son sus palabras. Y sus
palabras son lo que más aprecio en este mundo.
—Pero sepa que si ella estuviera al pie mismo del altar y usted
la llamara, me dejaría a mí y a todo el mundo y se iría con
usted.
—¿Desde el altar?
614
—No. Por debajo del odio que siente por usted, un odio que es
continuo, intenso y sincero, rebulle a cada momento el amor y...
la locura..., ¡amor
—Lo que usted dice no son más que palabras —dijo de pronto—,
palabras de venganza y triunfo. Estoy seguro de que puede leer
entre renglones; ¿o es que cree usted que ésta es la ocasión
para una vanidad mezquina? ¿No tiene usted todavía bastante?
¿Debo entrar en detalles y poner los puntos sobre las íes? Muy
bien, así lo haré, si tantas ganas tiene usted de humillarme: no
tengo derecho alguno ni sería posible tal autorización. Lizaveta
Nikolayevna no sabe nada de esto, pero su prometido ha
perdido el seso que le quedaba y merece que lo metan en un
manicomio; y como toque final, él mismo ha venido a decírselo
a usted. En el mundo entero sólo usted puede hacerla feliz y
sólo yo puedo hacerla desgraciada. Usted trata de conseguirla,
615
usted la persigue, pero no veo por qué no se casa con ella. Si se
trata de una riña entre amantes que empezó en el extranjero y
para hacer las paces necesitan sacrificarme a mí, háganlo. Ella
es demasiado desgraciada y yo no puedo sufrir eso. Mis
palabras no son ni un permiso ni un mandato, y no pueden, por
tanto, herir la vanidad de usted. Si usted quisiera ocupar mi
puesto ante el altar, podría hacerlo sin consentimiento alguno
de mi parte, en ese caso no hay motivo para que yo venga aquí
con esta propuesta descabellada. Máxime teniendo en cuenta
que, tras el paso que acabo de dar, nuestro matrimonio es de
todo punto imposible. No puedo llevarla al altar después de
portarme como un canalla. Lo que estoy haciendo aquí y el
cedérsela a usted, que es quizá su peor enemigo, es a mi juicio
una canallada tal que, por supuesto, nunca podré quitármela de
encima.
—¿A usted? ¿Qué puede significar para usted una gota más de
sangre? Palideció y le brillaron los ojos. Hubo un instante de
silencio.
616
pero hay una que sí creo tener pleno derecho a hacerle. Dígame:
¿en qué datos se ha basado para enjuiciar mis sentimientos
hacia Lizaveta Nikolayevna? Quiero decir la intensidad de esos
sentimientos, de la que tan convencido está usted que se ha
permitido venir a verme y... arriesgarse a hacer propuesta
semejante.
617
—¡Si después de tal confesión no deja en paz a Lizaveta
Nikolayevna, y la hace desgraciada, lo mato a palos, como a un
perro en una cuneta!
618
—A «imbéciles huraños», como dijo usted en cierta ocasión.
—Si me llama usted... Pero debe saber que hay otro método y
que es el mejor.
—¡He dicho que se vaya al diablo con su secreto! Más vale que
me diga quiénes van a estar ahí. Sé que vamos a una fiesta de
día de santo, pero ¿quiénes estarán allí?
619
—¡Oh, toda la pandilla! Incluso Kirillov.
—En el sitio al que ahora vamos sólo cuatro son miembros del
grupo. Los demás, en espera de serlo, se espían mutuamente
con grandísimo celo y vienen a darme sus informes. Es gente de
confianza. Todo esto es material que tenemos que organizar
antes de salir por pies. Pero usted fue el que redactó los
estatutos y no hay por qué explicarle nada.
620
mordiscos; a veces uno mete la pata. Después vienen los pillos
redomados, pero éstos puede que no sean malos del todo y a
veces hasta resultan muy útiles; pero con ellos perdemos mucho
tiempo y no puede uno quitarles los ojos de encima. Y lo que
tiene mayor fuerza (el cemento que lo une todo) es el
avergonzarse de tener opinión propia. ¡Hay que ver lo fuerte
que es eso! ¿Y quién ha trabajado tanto, quién ha sido ese
«chico simpático» que se ha esforzado para que no les quede
en la cabeza una sola idea? ¡Creen que ser originales es una
vergüenza!
621
—¿Y sigue usted contando conmigo?
«Pero tú..., tú pagarás caras esas palabras —se dijo para sí Piotr
Stepanovich—, y esta misma noche. Vas demasiado lejos».
622
—No. Como inspector, no. El inspector no será usted. Usted es
uno de los miembros fundadores en el extranjero, conocedor de
secretos importantísimos. Ése es su papel. ¿Usted hablará, por
supuesto?
—¿Qué idea?
—Puede que hable allí, pero luego le daré a usted una paliza. Y
le advierto que será muy grande.
623
—¿Y sabe lo que dice Karmazinov? Que nuestra ideología es en
esencia la negación del honor; y que el modo más sencillo de
atraer a un ruso es proclamar abiertamente el derecho al
deshonor.
624
esposos Virginski acordaron, de una vez para siempre, que era
absurdo tener invitados en un día de santo y que, a decir
verdad, «no había nada que celebrar». En breves años se las
arreglaron para darle la espalda por completo a la sociedad.
Aunque hombre capaz y, por cierto, nada pobre, todos lo
consideraban por algún motivo un tipo raro, amigo de la
soledad y, por consecuencia, «arrogante» en su modo de
hablar. La propia madame Virginskaya, que era comadrona,
ocupaba por su misma profesión el peldaño más bajo en la
escala social, inferior aún al de la mujer del pope, a pesar de
que su marido había sido oficial del ejército. Pero en ella no
había el menor indicio de la humildad ajena a su condición
social. Y después de la intriga amorosa, «por principios», tan
sumamente necia como imperdonablemente pública, con un
sinvergüenza como el capitán Lebiadkin, hasta las más
indulgentes de nuestras damas se apartaron de ella con
desprecio. Pero madame Virginskaya lo aceptó todo como si
fuera precisamente lo que ella buscaba. Asimismo esas mismas
damas severas recurrían, cuando se hallaban en estado
interesante, a Arina Prohorovna (es decir, a madame
Virginskaya), haciendo caso omiso de las otras comadronas
que había en la ciudad. Es más, mandaban a buscarla de las
casas de los propietarios más ricos del distrito para asistir a sus
mujeres; tanta era la fe que todos tenían en su experiencia,
buena suerte y destreza en casos de urgencia. Eso la llevó a
limitar su clientela a las familias más ricas, porque sentía
verdadera pasión por el dinero. Cuando se percató bien de su
625
ascendiente, acabó por dar libre expresión a su carácter. Quizá
a propósito, cuando hacía su oficio en las casas más conocidas,
asustaba a las parturientas nerviosas con alguna salida nihilista
sumamente injuriosa a las conveniencias sociales, o con sátiras
contra «todo lo sagrado», cabalmente cuando «lo sagrado»
habría venido muy a propósito. Nuestro médico titular, el doctor
Rozanov, que era también obstetra, afirmaba rotundamente
que una vez, cuando una mujer, en los dolores del parto, gritaba
e invocaba el nombre del Todopoderoso, una de esas
eyaculaciones sacrílegas de Arina Prohorovna, súbitas «como
un disparo de fusil», asustó tanto a la paciente que ayudó a la
rápida resolución del alumbramiento. Ahora bien, aunque
nihilista, Arina Prohorovna no desdeñaba, en caso de
necesidad, prejuicios sociales y aun añejas supersticiones, si de
unos y otras podía sacar algún provecho. Por ejemplo, nunca
habría dejado de asistir al bautismo de un niño venido al mundo
bajo su cuidado, ceremonia a la que iría con un vestido de seda
verde con cola y el moño adornado de rizos y bucles, mientras
que otras veces gustaba presentarse con el mayor desaliño. Y
aunque durante la ceremonia ponía «una cara terriblemente
insolente», con gran confusión del clero, ella misma era la que al
final servía el champaña a los concurrentes (para eso había
venido y se había emperifollado), y
«propina»!
626
Los invitados reunidos esa noche en casa de Virginski (en su
mayoría hombres) tenían todos un aspecto casual a la vez que
singular. No había
627
casi con la ropa del viaje. Tenía un rollo de papel en la mano y
miraba a los visitantes con ojos que bailaban de impaciencia.
Virginski se hallaba algo indispuesto esa noche, pero entró y se
sentó en un sillón junto a la mesa. Los invitados estaban
también sentados, y la manera ordenada en que las sillas
estaban dispuestas alrededor de la mesa sugería una reunión
oficial. Era obvio que todos estaban esperando algo, y mientras
tanto mantenían una conversación trivial en voz alta. Cuando
llegaron Stavrogin y Verhovenski todos se callaron.
628
formar entre nosotros un «quinteto» semejante al que ya había
constituido en Moscú y, por lo que se hizo público más tarde,
también entre los oficiales del ejército de nuestro distrito. Se
decía que tenía otro en la provincia de H*. Este «quinteto»
estaba sentado ahora a la mesa común, y sus miembros habían
logrado con mucha destreza ofrecer el aspecto de personas
ordinarias para no llamar la atención. Allí estaban —puesto que
ya no es un secreto—. Liputin, en primer lugar, luego el propio
Virginski, Shigaliov, el de las orejas largas (que era hermano de
madame Virginskaya), Liamshin y, por último, un tal
Tolkachenko, sujeto extraño entrado ya en la cuarentena,
notable por su amplio conocimiento del pueblo, sobre todo de
pícaros y ladrones. Era aficionado a visitar tascas (y no
solamente para estudiar al pueblo), y gustaba de pavonearse
entre nosotros con su ropa raída, sus botas embreadas, sus
guiños astutos y sus expresiones a la vez plebeyas y retóricas.
En dos o tres ocasiones Liamshin lo había llevado a las
629
relacionada a su vez orgánicamente con el movimiento
revolucionario general de Europa. Pero siento tener que
confesar que ya entonces empezaban a surgir desavenencias
entre ellos. La causa era que, aunque venían esperando a Piotr
Verhovenski desde la primavera, visita que Tolkachenko fue el
primero en anunciarles, seguido por Shigaliov, que acababa de
llegar a la ciudad; aunque venían esperando de él grandes
milagros, y aunque habían formado el grupo inmediatamente y
sin objeción alguna en cumplimiento de su convocatoria,
apenas lo hubieron formado se sintieron todos de algún modo
defraudados; y sospecho que fue por la rapidez misma con que
habían consentido en formarlo. Formaron el grupo, por
supuesto, empujados por un magnánimo sentimiento de
vergüenza, para que nadie dijera más tarde que no se habían
atrevido a formarlo. En todo caso, Piotr Stepanovich habría
debido apreciar su noble hazaña y, como recompensa,
revelarles alguna noticia importante; pero Verhovenski no tenía
la menor intención de satisfacer su legítima curiosidad y no les
dijo nada que no fuera lo necesario; más aún, los trató en
general con gran rigor y hasta con displicencia. Esto los irritó
más aún, y Shigaliov, miembro del grupo, incitaba ya a los otros
a que «le pidieran una explicación», aunque, claro, no ahora en
casa de Virginski, en presencia de tantos extraños.
630
miembros de otros grupos que ellos desconocían, constituidos
por Piotr Verhovenski en nuestra ciudad y pertenecientes a la
misma organización secreta; de tal manera, que todos los
concurrentes sospechaban unos de otros, y cada uno adoptaba
ante los demás una actitud estudiada, lo que daba a la reunión
un aspecto bastante confuso y hasta romántico. Por otra parte,
allí había personas de quienes no cabía en absoluto sospechar,
por ejemplo, un comandante del ejército, pariente cercano de
Virginski, hombre absolutamente inocente que no había sido
invitado, sino que había venido por propia iniciativa a felicitar a
su pariente en el día de su santo y a quien habría sido imposible
no recibir. Pero Virginski no se sobresaltó, porque el
comandante «era incapaz de denunciarlos» y, a pesar de su
estupidez, había sido aficionado toda su vida a frecuentar los
lugares donde se reunían los
631
cuarenta y cinco años, profesor en el instituto de segunda
enseñanza, era hombre avieso y sumamente pagado de sí; y
dos o tres oficiales del ejército. Uno de éstos era un artillero
muy joven que acababa de llegar de la
632
había formado en el curso superior del instituto, lo que con
asombro general salió a relucir más tarde.
633
por vez primera en su vida; y ella le pagaba con la misma
moneda. El comandante era tío carnal de la muchacha y en esa
ocasión la veía también por primera vez al cabo de diez años.
Cuando entraron Stavrogin y Verhovenski, la muchacha tenía
las mejillas rojas como amapolas: acababa de reñir con su tío
por las opiniones de éste sobre la cuestión femenina.
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—Pero, ¿qué? ¿Ustedes celebran los días de santo? —preguntó
la estudiante riendo—. De eso hablábamos hace un momento.
635
pedido que no masculle las palabras, porque nadie puede
entenderle.
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la familia en la forma supersticiosa en que ahora existen? He
ahí la cuestión.
¿Cuál es su opinión?
637
—¡Y tú no seas tan insolente! —tronó el comandante—. ¡Eres una
señorita y debieras conducirte con modestia, y no como si
estuvieras sentada en la punta de una aguja!
638
—No, señor, insisto en hablar —le dijo muy nervioso el
comandante a Stavrogin—. Cuento con usted, señor Stavrogin,
porque acaba de llegar, aunque no lo conozca. Lo cierto es que
las mujeres no podrían subsistir sin los hombres. No tendrían
qué comer. El invento del feminismo es algo que los mismos
hombres han echado a correr y no advierten que es en
perjuicio propio.
639
será concedida la riqueza». Eso está en los Diez Mandamientos.
Si Dios consideró necesario recompensar el amor, es evidente
que ese Dios de usted es inmoral. Así se lo he demostrado; y no
de buenas a primeras, sino porque usted ha puesto atención
especial a sus derechos. ¿Quién tiene la culpa de que sea usted
tonto y no lo entienda aún? Está usted ofendido y enfadado; en
eso se parece usted a los de su generación.
—¡Imbécil!
640
—¿Tiene cartas? —preguntó Verhovenski al ama de la casa,
bostezando con descaro.
La muchacha comprendió:
641
especial porque había invitados que era la primera vez que
venían.
642
—Votemos ahora —dijo su esposa—. Liamshin, haga el favor de
sentarse al piano. Usted puede dar su voto desde ahí cuando
empiece la votación.
—A los que quieren que haya sesión les propongo que levanten
la mano derecha —anunció madame Virginskaya.
643
—Yo sí lo entiendo —exclamó un tercero—. Si es sí, levanta usted
la mano.
—Significa sesión.
644
—¡Qué problema! Cuesta acostumbrarse a estos métodos
parlamentarios
—observó el comandante.
—Nadie.
645
algo más a propósito de nuestro asunto, o desea hacer una
declaración, que lo haga sin perder más tiempo.
—Stavrogin, ¿y usted?
—Gracias. No bebo.
646
letra menuda. Permaneció de pie, en silencio. Muchos miraban
el cuaderno consternados, pero Liputin, Virginski y el maestro
cojo parecían satisfechos.
—Señoras y señores...
647
—Tijeras... ¿Para qué? —preguntó con sorpresa.
648
intención de explicar brevemente el contenido de mi libro pero
ahora advierto que se necesitarán unas diez noches, una para
cada uno de los capítulos
La gente se reía cada vez con más intención, sobre todo los
jóvenes, y por así decirlo, los concurrentes no del todo iniciados.
La señora de la casa, Liputin y el maestro cojo se veían
irritados.
649
vaya por su lado a partir de este momento: los hombres a sus
empleos oficiales; las mujeres a sus cocinas, porque si se
rechaza mi solución, no hay otra. ¡Absolutamente ninguna! Si no
aprovechan esta
650
solución definitiva del problema, la división de la humanidad en
dos partes desiguales. Una décima parte recibe libertad
personal y un derecho ilimitado sobre las nueve décimas partes
restantes. Éstas últimas deberán perder toda individualidad y
convertirse en una especie de rebaño, y, mediante su absoluta
sumisión, alcanzarán, tras una serie de regeneraciones, la
inocencia original, algo así como en el Paraíso terrenal. Tendrán,
sin embargo, que trabajar. Las medidas propuestas por el autor
para privar de voluntad a nueve décimas partes del género
humano y convertirlo en un rebaño mediante la reeducación de
generaciones enteras son muy dignas de nota, muy lógicas, y
están basadas en datos tomados de la naturaleza. Puede uno
no estar de acuerdo con algunas de sus conclusiones, pero no
cabe dudar de la inteligencia y los conocimientos del autor.
Lástima que el tiempo que pide (diez noches) no permita
aceptar su estipulación, porque podríamos oír cosas muy
interesantes.
651
—Y, además, trabajar para los aristócratas y obedecerlos como
si fueran dioses, ¡qué villanía! —comentó furiosamente la
estudiante.
652
—¿Por qué es una estupidez? —preguntó ansioso el cojo, como
si hubiera esperado a que hablara para hacer presa en sus
primeras palabras—. A ver, dígalo. El señor Shigaliov es un tanto
fanático en su amor a la humanidad, pero recuerde usted que
Fourier, Casbet sobre todo, y hasta el mismo Proudhon
propugnaron medidas sumamente despóticas e incluso
fantásticas. Hasta puede ser que el señor Shigaliov sea más
moderado que ellos en su modo de resolver la cuestión. Le
aseguro que, después de leer el libro de ese señor, es imposible
no estar de acuerdo con algunas cosas. Puede ser también que
se aparte de la realidad menos que nadie, y que su Paraíso
terrestre sea casi el verdadero, ese cuya pérdida sigue
lamentando la humanidad, si es que en efecto existió.
653
dictadores —dijo Liputin, atreviéndose por fin a iniciar el
ataque.
654
—Gran pérdida que se ocupe ahora de sus afeites en lugar de
intervenir en la discusión.
655
menos cincuenta años, porque, después de todo, los hombres
no son ovejas que se vayan a dejar degollar así no más, ¿no
sería más inteligente hacer las valijas y partir hacia una de las
islas del Pacífico, y allí cerrar los ojos con tranquilidad?
Créanme —y dio un puñetazo en la mesa—, con esa
propaganda lo único que harán ustedes es fomentar la
emigración. ¡Eso y no otra cosa!
656
usted un hombre educado, seguramente teme a la muerte. En
segundo lugar, porque está cerca de la frontera rusa, con lo que
puede usted recibir con más facilidad las rentas que percibe de
su amada patria. Tercero, porque alberga lo que se suele decir
657
—No, señor, aquí no hay pero que valga —interrumpió
Verhovenski con voz cortante y perentoria—. Señoras y señores,
les digo que necesito una respuesta concreta. Me comprometo
a darles las explicaciones que les debo pero
658
mala manera. Estoy plenamente de acuerdo en que es muy
agradable discursear con elocuencia y en tono liberal; la acción,
por el contrario, es un tanto arriesgada... Pero, en fin, no sé
hablar. He venido a transmitir una idea y pido a la respetable
compañía que no vote, sino sencillamente que declare qué
prefiere: ¿paso de tortuga para atravesar un pantano o cruzarlo
a toda vela?
659
—¡Todos ustedes son así! ¡Está usted dispuesto a gastar seis
meses discutiendo para demostrar su elocuencia liberal y luego
acaba votando con los demás! Señoras y señores, piénsenlo,
pues. ¿Están todos ustedes listos?
660
—Usted nos ha arrancado una respuesta sobre nuestra
disposición para la acción inmediata. ¿Qué derecho tiene para
proceder así? ¿Qué autoridad tiene para hacer tales preguntas?
661
¿Es posible que haya entre nosotros un delator?
—¡La pregunta!
662
—Perdone, pero esa pregunta es intimidatoria.
—Claro que sí. Eso sería sólo un delito común, mientras que lo
otro es cuestión política. Nunca quise ser agente de la policía
secreta.
663
—Y ninguno lo es aquí —se oyeron de nuevo varias voces—. La
pregunta está de más. Todos darán la misma contestación.
¡Aquí no hay delatores!
—¡Shatov, ya sabe usted que no gana nada con eso! —le gritó
Verhovenski enigmáticamente.
664
—¡Hola! ¡También se levanta Stavrogin! ¡Tampoco él ha
contestado a la pregunta! —gritó la estudiante.
665
—¿Qué me está usted haciendo? —murmuró apretándole
ambas manos a Stavrogin. Stavrogin hizo todo lo posible para
soltarse.
Allí se lo explicaré.
Se fueron al fin.
666
No bien entraron, Verhovenski sacó del bolsillo el anónimo que
había recibido de Lembke horas antes y lo puso delante de
Stavrogin. Los tres se sentaron. Stavrogin leyó la carta en
silencio.
—No creo.
667
Parecía un tanto turbado; hablaba con cierto descuido y sin
fijarse en lo que decía. Stavrogin lo observaba asombrado.
668
—¡Ah, ya empieza usted con sus bromas...!
669
—¿Es que Fedka mismo ha ido a verlo? —preguntó Verhovenski
sofocado.
670
—Escuche. Mañana le traigo a Lizaveta Nikolayevna, ¿quiere?
¿No? ¿Por qué no contesta? ¿Qué debo hacer? Dígame y lo
hago. Escuche, a Shatov se lo cedo, ¿quiere?
671
—Pero, vamos a ver, ¡maldita sea!, ¿para qué me quiere usted?
—vociferó Stavrogin con intensa furia e indignación—. ¿Es un
secreto acaso? ¿Es que me toma usted por una especie de
talismán?
672
un enorme alboroto... ¿Es que piensa que no basta con nosotros
dos?
673
Shigaliov!). ¡Ja, ja, ja! ¿Le parece a usted extraño? ¡Yo hago mía
la doctrina de Shigaliov!
674
bueno, hasta cierto punto, sólo para no aburrirse. El
aburrimiento es un sentimiento aristocrático. En el sistema de
Shigaliov no habrá deseos. El deseo y el sufrimiento se quedan
para nosotros; para los esclavos basta con el sistema de
Shigaliov.
675
—¡Déjeme en paz, borracho! —murmuró Stavrogin caminando
aún más rápido.
676
De pronto le besó la mano. Stavrogin sintió un escalofrío en la
espina y retiró la mano consternado. Ambos se detuvieron.
677
víctimas y tuvo necesariamente que asesinarlas para
agenciarse dinero también es de los nuestros. Los escolares que
matan a un campesino por el escalofrío de matar son nuestros.
Los jurados que absuelven a todo delincuente, sin distinción,
son nuestros. El fiscal que tiembla en la sala de juicio porque
teme no ser bastante liberal es nuestro, nuestro. Los
funcionarios, los literatos, ¡oh, muchos de ellos son nuestros,
muchísimos, y ni siquiera lo saben! Además, la docilidad de los
escolares y de los tontos ha llegado al más alto nivel; los
maestros rezuman rencor y bilis. Por todas partes vemos que la
vanidad alcanza dimensiones pasmosas, los apetitos son
increíbles, bestiales...
678
no haya proletariado! Pero lo habrá, lo habrá. Todo apunta en
esa dirección...
679
—Bueno, Verhovenski, es la primera vez que lo escucho, y lo
escucho con asombro —observó Nikolai Vsevolodovich—. ¿Así,
pues, no tiene usted ni un ápice de socialista, sino que es una
especie de... político ambicioso?
—¿A quién?
680
—¿Un impostor? —preguntó de pronto mirando con profundo
asombro al demente—. ¡Ah, conque ése es su plan!
681
entre cien mil, por ejemplo. Y la noticia cundirá por toda la
Tierra: «Lo hemos visto, lo hemos visto». También a Ivan
Filippovich, el cabecilla de los Flagelantes, se lo vio subir en un
carro al cielo en presencia de la multitud. Los presentes lo
vieron con sus «propios» ojos. Y usted no es Ivan Filippovich.
Usted es hermoso y altivo como un dios, usted no busca nada
para sí y tiene un dejo de víctima; usted «se oculta». Lo que
importa es la leyenda. Usted los conquistará. Bastará con que
los mire para conquistarlos. «Se oculta» y traerá una nueva
verdad. Y entre tanto pronunciaremos dos o tres sentencias al
estilo de Salomón. Nuestros grupos, nuestros «quintetos», ¿sabe
usted? No necesitamos periódicos. Si de diez mil peticiones
concedemos una, todos vendrán con peticiones. En cada
distrito, todo campesino sabrá que en algún sitio hay un árbol
hueco donde puede depositar su petición. Y la Tierra entera
retumbará al grito de «¡Llega una ley nueva y justa!». Se
encrespará el mar, y se derrumbará todo el falso aparato. Y
entonces nosotros pensaremos en cómo levantar un edificio de
piedra. ¡Por primera vez! ¡Nosotros lo levantaremos, nosotros, y
sólo nosotros!
682
Stavrogin guardó silencio. Para ese momento ya habían llegado
a la casa y se detuvieron a la puerta.
683
NOVENO CAPÍTULO: Registro en casa de Stepan Trofimovich
684
Me miró intranquilo, como en espera de respuesta. Yo, por
supuesto, me apresuré a hacerle preguntas; y de sus frases
inconexas, con pausas y paréntesis innecesarios, saqué en claro
que un empleado del gobierno provincial había venido a verlo
«de improviso»...
—Pardon, fai oublié son nom. Il riest pas du pays, pero, según
parece, lo trajo Lembke, quelque chose de bête et d’allemand
dans la physionomie. Il s’appelle Rosenthal.
685
enfin... tout ça. Después unos papeles y cartas et quelques unes
de mes ébauches historiques, critiques et politiques. Nada
dejaron. Nastasya dice que se lo llevó un soldado en una
carretilla de mano y que todo iba cubierto con un delantal; oui,
c’est cela, con un delantal.
—Il était seul, bien seul, pero había alguien más dans
l’antichambre, oui, je m’en souviens, et puis... Sí, parece que
había alguien más de guardia en el recibimiento. Nastasya, ella
sabe mejor. J’étais surexcité, voyez-vous. Il parlait,
—¡Cielo santo! ¿Cómo puede suceder tal cosa? ¡Por lo que más
quiera, Stepan Trofimovich, deme más detalles! Lo que me
cuenta usted es tan vago como un sueño.
686
—Cher, a mí mismo me parece que estoy soñando... Savez-vous,
il a prononcé le nom de Teliantikoff y creo que era el que estaba
escondido en el recibimiento. Sí, recuerdo que me propuso
llamar al fiscal y también, creo, a Dimitri Mitrich... qui me doit
encore quinze roubles de unas partidas de whist, soit dit en
passant. Enfin, je riaipos trop compris. Pero yo fui más astuto
que ellos, ¿y a mí qué me importa Dimitri Mitrich? Creo que le
rogué encarecidamente que no divulgara nada de esto; se lo
rogué mucho, hasta temo haberme rebajado, comment croyez-
vous? Enfin il a consentí. Sí, recuerdo que fue él mismo quien
dijo que más valía no divulgarlo, porque sólo había venido a
687
de amigos a mostrarle dónde se ha equivocado. Pero siéntese y
tome un vaso de té. Estoy muy cansado... ¿No cree que debería
acostarme y ponerme un paño con vinagre en la cabeza?
—Le dije que la pusiera ahí esta mañana, tan pronto como se
fueran ésos — murmuró Stepan Trofimovich mirándome con
astucia—, quand on a de ces choses-là dans sa chambre et
quon vient vous arrêter produce una impresión y con toda
seguridad declaran que la han visto.
688
Ella se retiró sin que nadie se lo pidiera. Noté que él seguía
mirando la puerta y tratando de oír algún ruido en el pasillo.
—Il faut être prêt, voyez-vous —me dijo con una mirada llena de
intención—, chaque moment... vienen, lo agarran a uno y
¡desaparece por arte de magia!
689
Bajé la cabeza al escuchar tantas cosas ridículas, a nadie se lo
llevaban preso de la forma en que él lo estaba describiendo. Sin
duda lo barajaba todo en la cabeza. Cierto que todo eso había
sucedido antes de aprobarse las leyes que ahora están en vigor.
También es cierto que, según sus propias palabras, le habían
propuesto un procedimiento más legal, pero él había sido más
astuto que ellos y lo había rehusado... Desde luego que antes —
en verdad, aún no hace mucho— un gobernador podía en
circunstancias extremas... Pero, ¿qué circunstancias extremas
podía haber en este caso? Eso era lo que me estaba volviendo
loco.
—¿Eso depende?
690
—Cuando uno está de todo corazón a favor del progreso y...
¿Quién puede estar seguro? Piensa uno que no pertenece a
nada y de pronto resulta que sí pertenecía a algo.
691
cierto poema suyo! Que fuera tan ignorante sobre la realidad
cotidiana era conmovedor a la vez que un poco repulsivo.
692
—¡Bali! ¿No lo habrán tomado a usted por otro...? En fin, es una
idiotez.
693
—Temo la afrenta —murmuró misteriosamente.
—Peor.
—No entiendo.
694
—Pero ¿dónde se hace eso?
695
—Amigo mío, ¡pero si no es terror! Pongamos que me perdonan,
que me traen de nuevo aquí y que no me hacen nada...; eso no
quita el que esté perdido. Elle me soupçonnera toute sa vie... ¡a
mí, a mí, al poeta, al pensador, al hombre a quien ha adorado
durante veintidós años!
696
después de lo que nos dijimos en nuestra despedida en
Skvoreshniki! ¡Ja-más!
697
lanzara usted allí sobre alguien y la emprendiera a mordiscos
con él.
—Y yo con usted.
698
donde todo iba a solucionarse según mi prospecto, algo ocurrió
que hizo agotar aún más el alma de Stepan Trofimovich y dio
por confirmada su decisión, a tal punto, que, debo decirlo, me
sorprendió la energía que demostró aquella mañana. ¡Pobre mi
buen amigo!
699
ese parecer, se trataba pura y simplemente de los más
agraviados, que venían a pedir remedio sólo para sí mismos;
por lo tanto, el «motín» general de los obreros, de que tan
sensacionalmente se habló después, jamás había ocurrido.
Otros aseguran con ardor que los setenta hombres no eran sólo
revoltosos, sino auténticos revolucionarios, es decir, que
además de los más levantiscos eran los más influidos por las
proclamas revolucionarias repartidas en la fábrica. En suma,
que aún no se ha esclarecido si hubo o no incitación o influencia
de nadie. Mi opinión personal es que los obreros no habían leído
las susodichas proclamas, y si las habían leído no habían
entendido palabra de ellas, por la sencilla razón de que quienes
las escriben, no obstante la crudeza del estilo, lo hacen con
notable oscuridad. Pero como los obreros se hallaban, en
efecto, en difícil situación, y la policía, a la que acudieron, no
quiso intervenir en favor de ellos, les pareció cosa muy natural
dirigirse en masa «al propio general» con un memorial, si era
posible, formar ordenadamente ante su puerta y, cuando
apareciera, hincarse todos de rodillas e implorarle como se
implora a la Providencia misma. A mi parecer, no había que ver
en ello ni motín ni delegación, sino una vieja costumbre
histórica; desde siempre el pueblo ruso ha gustado de hablar
con «el propio general», por el mero gusto de hacerlo, sin parar
mientes en lo que pueda resultar de la conversación.
700
circulado entre los obreros y conversado con ellos (y de esto
hay pruebas harto fidedignas), seguramente habían hablado
sólo con dos, con tres, pongamos que con cinco, a modo de
prueba, sin que de esas conversaciones resultase nada
concreto. En cuanto a motín, si los obreros sacaron algo en
claro de la propaganda, lo más probable es que al momento se
tapasen los oídos, como ante algo estúpido que nada tenía que
ver con ellos. Muy diferente era el caso de Fedka: parece ser
que éste tuvo mejor suerte que Piotr Stepanovich. Ahora resulta
indudable que en el incendio que se produjo en la ciudad tres
días después participaron, en efecto, Fedka y dos obreros; y un
mes más tarde fueron detenidos en el distrito otros tres
antiguos operarios de la fábrica y procesados por robo e
incendio. Pero si Fedka logró inducirlos a la acción directa e
inmediata, fue sólo a esos cinco, ya que a ninguno de los otros
se los acusó de tales delitos.
701
en un contingente lo más numeroso posible; y, por supuesto,
empezaron con amenazas a conminar al grupo a que se
disolviese. Pero los trabajadores persistieron en su actitud,
como ovejas en el corral, y contestaron lacónicamente que
habían venido a ver «al propio general». Su resolución era
evidente. Cesó la gritería un tanto teatral de la policía, y fue
sucedida al punto por consultas, instrucciones secretas
cambiadas en voz baja y una ansiedad hosca y confusa que
arrugaba la frente de los oficiales de la fuerza pública. El jefe de
policía prefería esperar la llegada del propio Von Lembke. Es
absurdo lo que se ha dicho del jefe, que llegó en una troika a
galope tendido y que empezó a dar golpes a diestro y siniestro
aun antes de detener el vehículo; aunque bien es verdad que
era aficionado a circular por la ciudad en su carruaje con la
parte de atrás pintada de amarillo, con los caballos al galope. Y
en tanto que los caballos,
702
que enviaran artillería y cosacos; paparruchas que ya no creen
ni los mismos que las inventaron. Absurdo es decir también que
llegaron los bomberos con cubas de agua y que con ella
empaparon a la gente. Lo que sí ocurrió fue que Ivan Ilich, el
jefe de policía, gritó en su agitación que ni uno solo de los
manifestantes saldría sin «mojarse», esto es, recibir un castigo,
expresión que fue la causa probable de lo de las cubas de
agua, cuento tan traído y llevado después en los periódicos de
Petersburgo y Moscú. Cabe suponer, como versión más
fidedigna, que la policía disponible formó inmediatamente un
cordón en torno del grupo y que se mandó a un mensajero en
busca del gobernador, un inspector del primer distrito, que
partió disparado en el carruaje del jefe de policía por el camino
de Skvoreshniki, sabiendo que hacia allá había salido Von
Lembke media hora antes...
703
detenida del caso; y había sido el mismo Lembke quien le había
sugerido esa idea. En los dos últimos días Ivan Ilich había
tenido un par de entrevistas especiales y secretas con él, muy
confusas, por cierto, pero de las que había sacado la impresión
de que el gobernador insistía en lo de las proclamas
revolucionarias y
704
fuerzas. Pero si se admite que, en efecto, se manifestaron esa
mañana síntomas evidentes de algo, cabe admitir también —
creo yo— que síntomas parecidos se habrían producido la
víspera, aunque quizá no tan evidentes. Sé por conductos muy
privados (bueno, imagínense ustedes que fue la propia Iulia
Mihailovna la que me contó parte de la historia, ya no en
triunfo, sino casi con remordimiento), sé que Andrei Antonovich
fue a ver a su mujer la víspera, ya muy tarde, a eso de las dos
de la madrugada, que la despertó y le exigió que escuchara su
«ultimátum». Fue tan insistente la exigencia que ella, indignada,
tuvo que levantarse de la cama, con los ruleros puestos,
sentarse en el diván y ponerse a escuchar, aunque con gesto de
sarcástico desdén. Fue entonces cuando se percató por vez
primera de lo avanzado que estaba el desequilibrio de su Andrei
Antonovich, lo que le produjo un secreto terror. Habría debido
prever por fin su actitud y templar su actitud, pero lo que hizo
fue disimular su terror y mostrarse más terca que antes.
Supongo que como cualquier otra cónyuge, tenía su táctica
propia para habérselas con su marido, táctica que ya había
usado más de un vez y que ponía a éste al borde de la
exasperación. La táctica de Iulia Mihailovna era el silencio
desdeñoso durante una hora, durante dos, durante un día
entero, y hasta durante tres días con sus noches —silencio a
toda costa, a despecho de lo que él dijera o hiciera, incluso si
hubiera tratado de tirarse por la ventana de un tercer piso—,
¡método intolerable para un hombre sensible! Acaso Iulia
Mihailovna castigaba a su marido por los desatinos de éste en
705
los últimos días y por la envidia celosa que, como gobernador
de la provincia, sentía por las dotes administrativas de su
esposa; acaso se indignaba ante la crítica que él hacía de su
comportamiento con los jóvenes y con la sociedad en general y
por la incomprensión que mostraba ante los sutiles y sagaces
objetivos políticos de ella; acaso se enojaba ante los celos
estúpidos e insensatos que él sentía por Piotr Stepanovich —en
fin, cualquiera que fuese la causa, ella decidió no deponer
ahora tampoco su actitud, aunque eran ya las tres de la
mañana y aunque nunca antes había visto a Andrei Antonovich
en semejante estado de agitación—.
706
mi empleo anterior. Tomé éste sólo por usted, por la ambición
de usted... ¿Se ríe usted burlonamente? Pues no cante victoria,
no se dé tanta prisa. Sepa usted, señora, sepa que yo habría
podido arreglármelas bien en este cargo, y no sólo en este
cargo, sino en una docena de cargos como éste, porque tengo
talento para ello; pero con usted, señora, con usted es
imposible; porque cuando está usted presente no tengo talento.
No puede haber dos centros, y usted ha creado dos: uno, en mi
despacho, y otro, en el boudoir de usted, dos centros de
autoridad, señora; ¡y eso no lo consiento! ¡No lo consiento! En la
administración pública, como en el matrimonio, sólo puede
haber un centro, porque es imposible que haya dos... ¿y qué
pago me ha dado usted? —siguió gritando—. Nuestro
matrimonio ha consistido en que usted siempre, a cada hora,
me ha demostrado que soy un cero a la izquierda, un imbécil y
hasta un pillo; mientras que yo siempre, a cada hora y de modo
humillante, me he visto obligado a mostrar a usted que no soy
un cero a la izquierda, que no tengo pelo de tonto, y que
impresiono a todos con la probidad de mi carácter. A ver, ¿no
es esto degradante para ambos?».
707
cabo cometió el desatino de decir que tenía celos de Piotr
Stepanovich. Percatándose de que se había puesto en ridículo,
se enfureció y se puso a gritar que «no permitiría que se negase
a Dios», que disolvería «el salón de incrédulos descarados» que
ella regía, que el gobernador de una provincia estaba obligado
a creer en Dios,
708
¿De-li-be-rada-mente, señora? ¿Sabe usted que conozco los
nombres de cuatro de esos tunantes, y que me estoy volviendo
loco, loco de remate, loco de remate?».
709
cargarlo de cadenas y mandarlo a presidio, o... me tiro de la
ventana ahora mismo delante de ti!».
710
que le faltaba el minutero; o en el jovial funcionario Millebois,
con quien había cogido un gorrión en el parque Aleksandrovski
y con quien, después de cogerlo, había recorrido todo el parque,
riéndose a carcajadas de pensar que uno de los dos había
llegado ya a asesor colegiado. Creo que se quedó dormido a las
siete de la mañana y que, sin darse cuenta de ello, durmió a
pierna suelta y tuvo sueños agradables. Al despertarse a eso de
las diez, saltó presurosamente de la cama, recordó al punto
todo lo ocurrido y se dio una fuerte palmada en la frente; no
desayunó, ni quiso recibir a Blum, ni al jefe de policía, ni al
empleado que vino a avisarle de que los miembros de cierta
comisión lo esperaban esa mañana para que la presidiera. No
quiso oír nada ni enterarse de nada. Corrió disparado a los
aposentos de su esposa, donde Sofía Antropovna, una noble
anciana que desde hacía tiempo vivía con Iulia Mihailovna, le
informó que ésta había salido a las diez de la mañana con
muchas personas, en tres carruajes, a visitar a Varvara
Petrovna en Skvoreshniki, para reconocer el lugar con vistas a
un segundo festival que se proyectaba para quince días
después, visita que se había acordado tres días antes con la
propia Varvara Petrovna. Sorprendido por la noticia, Andrei
Antonovich volvió a su despacho y sobre la marcha pidió el
coche. Apenas pudo esperar a que se lo aparejasen. Su alma
suspiraba por Iulia Mihailovna: aunque sólo fuese verla, estar
junto a ella cinco minutos; quizás ella le mirase, se diese cuenta
de su presencia, se sonriese como antes, le perdonase... ¡Oh!
711
«Pero ¿qué hay del coche?». Maquinalmente abrió un grueso
libro que estaba en la mesa (a
712
obstante el testimonio del cochero y del inspector del primer
distrito (que llegaba en ese momento mismo en la troika del
jefe de policía), que afirmaba más tarde que, en efecto, había
encontrado al gobernador con un manojo de flores amarillas en
la mano. Este inspector, Vasili Ivanovich Filibusterov —ejemplo
del administrador entusiasta—, llevaba aún poco tiempo en
nuestra ciudad, pero ya descollaba y era conocidísimo por su
desmesurada consagración a su cargo, el inusitado celo con
que cumplía sus deberes y su congénita embriaguez. Se apeó
de un salto del vehículo y, sin extrañarse en lo más mínimo de
ver al gobernador ocupado en esas actividades, le soltó con
aire engreído la noticia de que «la ciudad estaba alborotada».
713
Supongo que durante el trayecto se le ocurrirían vagamente
muchísimas cosas interesantes sobre multitud de temas, pero
dudo de que tuviera idea clara o intención concreta alguna
cuando llegó a la plaza frente a la residencia del gobernador.
Pero apenas puso los ojos en el grupo de «revoltosos»,
alineados ordenada y tenazmente, en el cordón de policías, en
el impotente (y quizás impotente a propósito) jefe de policía y
en la expectación general que en él convergía, se le subió toda
la sangre a la cabeza. Con semblante pálido se bajó del coche.
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sabiendo y sintiendo con todo su ser que irremisiblemente tenía
que hacer algo.
715
el jefe de policía en previsión de que hubiera necesidad de ellas.
Los castigados fueron sólo dos, o a lo más tres; de eso estoy
seguro; lo de que lo fueron todos, o al menos la mitad, es pura
invención. También es sandez decir que una pobre señora que
acertaba a pasar por allí fue aprehendida y por algún motivo
apaleada; aunque yo mismo leí unos días después el reportaje
acerca de esa señora en un periódico de Petersburgo. Muchos
de mis conciudadanos hablaron de una tal Avdotia Petrovna
Tarapygina, residente en un asilo para pobres junto al
cementerio, que al volver al asilo de hacer una visita y pasar
por la plaza se había abierto paso entre la gente por natural
curiosidad y, viendo lo que ocurría, había gritado: «¡Qué
vergüenza!» y había escupido. Por ello, según lenguas, también
la habían cogido y «le habían dado una lección». Sobre este
caso no sólo se habló en los periódicos, sino que se organizó en
la ciudad una suscripción en beneficio de ella. Yo mismo aporté
veinte kopeks. ¿Y qué hubo en realidad? Pues, por lo que ahora
parece, ninguna mujer de apellido Tarapygina residía en el asilo.
Yo mismo fui a informarme al asilo junto al cementerio, donde
nunca habían oído hablar de ninguna Tarapygina; más aún, se
ofendieron cuando les conté el rumor que corría. Hago mención
especial de esta inexistente Avdotia Petrovna, porque a Stepan
Trofimovich le pasó dos cuartos de lo mismo que a ella (si es
que, en efecto, existió); y, en realidad, puede ser que el rumor
estúpido que corrió acerca de ella estuviera relacionado de
algún modo con él, esto es, que al propagarse el chisme
transformaran sin más a Stepan Trofimovich en una mujer
716
apellidada Tarapygina. Lo que más me solivianta es no saber
cómo me dio esquinazo Stepan Trofimovich no bien llegamos a
la plaza. Previendo algo
717
¿quién eres? —dijo avanzando con el puño cerrado—. ¿Tú quién
eres? —rugió furioso, con mezcla de histeria y desesperación
(debo advertir que sabía muy bien quién era Stepan
Trofimovich). Un segundo más y sin duda lo habría agarrado
por el cuello de la levita, pero por fortuna Lembke volvió la
cabeza al oír el grito. Aunque perplejo, miró fijamente a Stepan
Trofimovich como preguntándose quién podría ser y, de pronto,
hizo con la mano un gesto de impaciencia. Filibusterov paró en
seco. Yo, a tirones, saqué a Stepan Trofimovich de entre el
gentío. Pero quizás él también quería ya largarse de allí.
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2
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—¿El nombre? ¿El nombre? —preguntó Lembke con impaciencia
como si de pronto recordase algo. Stepan Trofimovich repitió su
nombre con mayor dignidad aún.
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—¿Es que no se da cuenta de con quién habla? —preguntó
Lembke enrojeciendo.
—Perfectamente, Excelencia.
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personales que tienen un valor sentimental para mí, y se lo han
llevado a través de la ciudad en una carretilla de mano...
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decir: «Me he equivocado..., perdone, ha sido una equivocación,
nada más que una equivocación». Y cuando el agredido seguía,
no obstante, quejándose en voz alta, el agresor le dijo con suma
irritación: «¿Pero no le he dicho que ha sido una equivocación?
¿Entonces por qué chilla?».
—Eso..., eso, sí, es muy divertido, sin duda —dijo Lembke con
una mueca—
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3
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excursión general, y que nadie lo había visto en parte alguna
desde la mañana temprano. Indicaré también que, después de
recibir a los visitantes, Varvara Petrovna regresó con ellos a la
ciudad (en el mismo coche en que iba Iulia Mihailovna) para
asistir a la última sesión del comité encargado del festival del
día siguiente. A ella también, por supuesto, debieron interesarle
las noticias que trajo Liamshin acerca de Stepan Trofimovich, y
cabe creer que la consternaran.
725
Karmazinov (que había ido en la excursión a instancia personal
de Iulia Mihailovna y que de ese modo, aunque indirectamente,
había hecho por fin una visita a Varvara Petrovna, de la que
ésta, algo alicaída por entonces, había quedado encantada).
Viendo a Stepan Trofimovich, lo llamó ya desde la puerta (había
entrado después que los demás) y corrió a abrazarlo,
interrumpiendo incluso a Iulia Mihailovna.
726
Trofimovich razonablemente (y, por lo tanto, sin el menor «buen
tono»)...
727
el cinismo chabacano por agudeza, noté dos o tres caras
nuevas: un polaco servil que estaba de paso en la ciudad, un
doctor alemán, un viejo de saludable aspecto que a cada
momento se reía sonoramente de sus propios chistes, y, por
último, un joven príncipe de Petersburgo que parecía un
autómata, con porte de estadista y un cuello de levita
desmesuradamente alto. Era evidente que Iulia Mihailovna
estimaba en sumo grado a este visitante y se preocupaba
mucho de la impresión que su salón producía en él...
728
como estoy plenamente de acuerdo con esa opinión, resulta,
pues, que durante todo ese cuarto de siglo...
729
—Para agua potable, doctor, para agua potable. Yo también
ayudé en el trazado de los planos.
730
—Usted, Stepan Trofimovich, sabe seguramente —prosiguió
entusiasmada Iulia Mihailovna— que mañana tendremos el
placer de oír frases preciosas..., una de las últimas y más
exquisitas inspiraciones literarias de Karmazinov, titulada Merci.
En esa composición declara que no volverá a escribir, que nada
en el mundo lo obligará a hacerlo, aunque baje un ángel del
cielo o, mejor todavía, aunque toda la alta sociedad le ruegue
que cambie de parecer. En suma, que suelta la pluma para
siempre.
731
—Allí, en Karlsruhe, cerraré los ojos. A nosotros, los grandes
hombres, lo único que nos queda, una vez terminada nuestra
labor, es cerrar los ojos cuanto antes sin buscar un galardón.
Eso es lo que yo también haré.
732
conocer personalmente a uno de los pensadores rusos más
notables e independientes, Stepan Trofimovich nos dice que
piensa abandonarnos.
733
Pero en este instante aconteció algo de todo punto inesperado.
Von Lembke llevaba ya un rato en el salón, pero nadie parecía
haber notado su presencia aunque todos lo habían visto entrar.
Según su táctica usual, Iulia
734
Mihailovna se ponía pálida. Un incidente estúpido vino a
acentuar esa impresión. Después de anunciar que se habían
tomado las tales medidas Lembke giró sobre los talones y se
apresuró a salir del salón, pero a los dos pasos tropezó en una
alfombra, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer de
bruces. Al instante se detuvo, miró el sitio donde había dado el
traspiés y, diciendo en voz alta: «¡Que la cambien!», salió al
punto. Iulia Mihailovna corrió tras él. Al salir ella, se produjo un
griterío en el que apenas cabía distinguir una sílaba; algunos
decían que estaba
735
los incidentes penosos de ese día fatal aún no habían
terminado...
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pariente suyo, prohíbale que me insulte y líbreme de sus
molestias.
737
volvió para salir, y dio muestra de querer seguirlo, pero se
reportó y no lo hizo, sino que salió despacio, sin decir palabra ni
mirar a nadie, y por supuesto en compañía de Mavriki
Nikolayevich, que corrió tras ella...
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TERCERA PARTE
739
que tenía un «séquito», de que todos sentían por ella una
«lealtad fanática».
740
sé ni pienso que nadie sepa; quizá sólo lo sepan algunos de los
que nos visitaron. Y, con todo, las personas más ruines
adquirieron de súbito ascendiente entre nosotros y se pusieron
a criticar a voz en cuello todo lo más sagrado, cuando antes no
osaban decir esta boca es mía; en tanto que las personas
principales, que hasta entonces habían llevado la voz cantante,
se aprestaron de pronto a escucharlos, mientras ellos a su vez
callaban; y algunos hasta aprobaban cínicamente con risitas
mal disimuladas. Individuos como Liamshin, como Teliatnikov,
terratenientes por el estilo del Tentiotnikov de Gogol, toscos y
quejumbrosos Radishchevs caseros, pequeños israelitas de
lúgubre aunque altiva sonrisa, viajeros jocosos, vates
politizados de la capital, poetas que a falta de ideas o talento
visten camisas campesinas y calzan botas embreadas,
comandantes y coroneles que se burlan
741
mandaderos de toda esa pillería hasta el momento mismo de la
catástrofe, bien se puede perdonar hasta cierto punto a otras
de nuestras Minervas locales por la aberración de entonces.
Como ya he apuntado, ahora se culpa de todo a la
Internationale. Esta idea ha tomado tal arraigo que se ofrece
como explicación a los que nos visitan. No hace mucho que el
consejero Kubrikov, hombre de sesenta y dos años
condecorado con la Orden de San Estanislao, se presentó a las
autoridades sin haber sido convocado y declaró en redondo
que había estado bajo el influjo de la Internationale tres meses
seguidos. Cuando, con todo el respeto debido a sus años y
servicios, se lo invitó a explicarse más concretamente, no pudo
ofrecer prueba documental alguna, salvo que había sentido esa
influencia «en todas las fibras de su espíritu», y se confirmó de
tal modo en su declaración que se juzgó innecesario proseguir
el interrogatorio.
Repito una vez más: aun entre nosotros hubo un pequeño grupo
de gente sensata que se mantuvo apartada desde un principio,
más aún, que se encasilló en su aislamiento. Pero ¿qué castillo
puede prevalecer contra la ley natural? Aun en las familias más
prudentes hay muchachas casaderas que necesitan bailar. Y de
ahí cómo esas muchachas acabaron también por suscribirse al
baile a beneficio de las institutrices. Se daba por seguro que el
tal baile iba a ser un acontecimiento brillante, singularísimo. Se
contaban maravillas de él. Corrían rumores acerca de los
príncipes con lorgnettes que iban a asistir; de los diez
742
acomodadores, todos ellos solteros jóvenes, con escarapelas en
el hombro izquierdo; de la venida de algunas personas de
Petersburgo que eran los promotores del festival; de que
Karmazinov, para aumentar los ingresos, había consentido leer
Merci con el disfraz de una institutriz de nuestra provincia; y de
que habría una «cuadrilla literaria», con el vestuario apropiado,
en el que cada traje representaría un movimiento literario
particular. Por último, también en traje de fantasía, danzaría el
«cuerdo pensamiento ruso», lo que constituiría una verdadera
novedad. ¿Cómo no suscribirse? Todos se suscribieron.
743
desastroso. Un mes antes, bajo el hechizo inicial del gran
proyecto, hablaba a tontas y a locas de su festival con el
primero que encontraba, y hasta había enviado a uno de los
periódicos de Petersburgo la noticia de que se ofrecerían
brindis en tal ocasión. Esos brindis parecían obsesionarla
entonces de manera muy particular; ella misma deseaba
proponerlos y los compuso de antemano. Tendrían por objeto
poner en claro nuestro propósito principal (pero ¿cuál?; apuesto
a que la pobre mujer no compuso nada al cabo), debían ser
publicados a modo de reportajes en los periódicos de Moscú y
Petersburgo, impresionar y cautivar a las autoridades supremas
del país, y después circular por todas las provincias causando
pasmo y emulación. Ahora bien, para los brindis es
indispensable el champaña, y como no se puede beber
champaña con el estómago en ayunas, era necesario, claro
está, un almuerzo. Más adelante, cuando en virtud de sus
esfuerzos se formó el comité y el asunto fue tratado con más
seriedad, se le demostró inmediatamente que, si se soñaba con
banquetes, quedaría muy poco dinero para las institutrices, por
mucho que se obtuviera con las suscripciones. Había dos
modos de resolver la cuestión: o un festín estilo Rey Baltasar,
con brindis y noventa rublos para las institutrices, o una suma
considerable de dinero, reduciendo el festival, por así decirlo, a
simple formalidad. El comité, sin embargo, se propuso sólo
atemorizarla un poco, y lo que hizo fue idear una tercera
solución, conciliadora y sensata, a saber, un festival muy
decoroso en todos los sentidos, aunque sin champaña, que
744
dejaría como sobrante una cantidad muy respetable, superior
con mucho a noventa rublos. Pero Iulia Mihailovna no se
conformó; su carácter desdeñaba las componendas mezquinas.
Al punto decidió que si su idea inicial era irrealizable, había que
lanzarse sin titubeos al extremo opuesto, esto es, recaudar una
enorme cantidad de dinero que fuera la envidia de todas las
provincias. «El público debe acabar por comprender —concluyó
diciendo en su fogosa alocución al comité— que el logro de
objetivos de interés general humano es incomparablemente
más importante que los deleites corporales pasajeros; que el
festival es, en esencia, sólo la proclamación de una noble idea,
y que, por consiguiente, el público debe conformarse con un
baile estilo alemán, muy modesto, una mera alegoría; ¡y ello si
no se puede prescindir enteramente de este baile
inaguantable!». A ese punto había llegado el repentino odio que
le cobró. Pero por fin consiguieron apaciguarla. Fue entonces
cuando se pensó, por ejemplo, en lo de la «cuadrilla literaria» y
otros números estéticos en sustitución de los deleites
corporales. Fue también entonces cuando Karmazinov
consintió por fin en leer Merci (hasta entonces, con medias
palabras, había tenido a todos en suspenso), y de ese modo
quitarle de la cabeza a nuestro insaciable público la idea misma
de comer.
745
fueran vagos ideales se acordó que al comienzo del baile se
podía ofrecer té con limón y galletas, más tarde horchata y
limonada, y al final también helado, pero nada más. Para
aquéllos, sin embargo, que en todo tiempo y lugar tienen
hambre y, sobre todo, sed, se podría abrir un buffet especial en
la más apartada de las salas de la misma planta, a cargo de
Prohorych (el jefe de cocina del club), que, bajo la estrecha
vigilancia del comité, ofrecería lo necesario a quien quisiera
pagarlo, por lo que a la entrada de la sala se anunciaría por
escrito que el buffet no estaba incluido en el programa. A la
mañana siguiente, sin embargo, se decidió no abrir el buffet
para que no estorbase la lectura, a pesar de que se había
pensado situarlo cinco salas más allá del Salón Blanco en que
Karmazinov había consentido leer su Merci. Es curioso que el
comité, sin excluir a personas de temple práctico, atribuyese,
por lo visto, una extraordinaria importancia a esa lectura. En
cuanto a talante poético, la esposa del mariscal de la Nobleza,
por ejemplo, dijo a Karmazinov que después de la lectura haría
colocar en una pared del Salón Blanco una placa de mármol en
la que en letras doradas se haría constar que, en esa fecha y en
ese mismo lugar, el gran escritor ruso y europeo había leído su
Merci, en señal de que dejaba la pluma para siempre, y que por
primera vez se había despedido del público ruso, representado
por lo mejorcito de nuestra ciudad. Por último, los asistentes
podrían leer la inscripción durante el baile mismo, esto es, sólo
cinco horas después de la lectura de Merci. Sé de buena tinta
que el propio Karmazinov había exigido que de ninguna
746
manera se abriese el buffet por la mañana, durante su lectura,
aunque algunos miembros del comité observaron que ese modo
de obrar no se estilaba entre nosotros.
747
cabo vinieron. Hasta los empleados del Estado más modestos
trajeron a sus hijas casaderas, y se vio claro que, de no tenerlas,
no se les habría ocurrido suscribirse. Un humilde secretario trajo
a sus siete hijas, sin contar, por supuesto, a su esposa y, por
añadidura, una sobrina, y cada una de ellas venía provista de
un billete de tres rublos.
748
por los que habían servido de blanco de tales anécdotas; lo que
de seguro redobló la inquina de las familias contra Iulia
Mihailovna. Ahora todos la cubren de improperios y no pueden
recordarla sin rechinar los dientes; pero ya antes era evidente
que si el comité fallaba en algún punto, o si algo desagradable
sucedía en el baile, el estallido de indignación sería estruendoso.
He ahí por qué todos, en su fuero interno, esperaban un
escándalo; y si tanto lo esperaban, ¿cómo no iba a producirse?
749
circundantes y de quién sabe dónde. Apenas entraron en la
sala, estos bárbaros empezaron a preguntar al unísono (como a
instigación de alguien) dónde estaba el buffet y al oír que no lo
había, empezaron a blasfemar y a proferir improperios, sin el
menor comedimiento y con una arrogancia jamás conocida
hasta entonces entre nosotros. Cierto que algunos llegaron
borrachos. Otros, como verdaderos salvajes, se detuvieron
asombrados ante la magnificencia del salón de la mariscala por
no haber visto jamás nada semejante, y quedaron
momentáneamente cohibidos, mirándolo todo con la boca
abierta. Este gran salón blanco, aunque bastante deteriorado,
era de veras espléndido: de enormes dimensiones, con dos filas
de ventanas, techo pintado al estilo antiguo y molduras
doradas, con una galería, espejos en las paredes, cortinajes en
rojo y blanco, estatuas de mármol (nada buenas, pero estatuas
al fin y al cabo), mobiliario antiguo, macizo, del período
napoleónico, blanco con incrustaciones doradas y tapizado de
terciopelo rojo. En la ocasión que describo se había instalado en
un extremo del salón una plataforma elevada para los autores
que iban a leer, mientras que el salón entero estaba
acondicionado como el patio de butacas de un teatro, con
anchos pasillos para el público. Pero después de los primeros
minutos de asombro empezaron a oírse preguntas y
exclamaciones sin
750
sentido: «Puede ser que no queramos lecturas... Nuestro dinero
nos ha costado... Se ha engañado descaradamente al público...
¡Aquí somos nosotros los que mandamos, no los Lembke...!». En
suma, actuaban como si hubieran recibido instrucciones para
armar escándalo. Recuerdo en particular un encuentro en el que
se distinguió el pequeño príncipe, que había estado la mañana
de la víspera en casa de Iulia Mihailovna, el del cuello
desmesuradamente alto y de cara como la de un muñeco de
madera. También él, a insistente petición de ella, había
consentido en prender una escarapela en su hombro derecho,
convirtiéndose así en uno de nuestros acomodadores. Al
parecer, esta silente figura de cera montada sobre resortes
sabía, si no hablar, por lo menos obrar a su modo. Cuando un
capitán jubilado, de estatura colosal y picado de viruelas,
secundado por una caterva de bribones de la peor calaña,
empezó a importunarle preguntándole por dónde se iba al
buffet, él guiñó el ojo a un policía. El aviso fue al instante puesto
en práctica: pese a los juramentos del ebrio capitán, fue
expulsado del salón. Entretanto llegaba, por fin, el público
751
Aguardaron con aire solemne en demasía, lo que ya de por sí
era mala señal. Pero «los Lembke» no habían llegado aún. Las
sedas, los terciopelos, los diamantes se destacaban y refulgían
por todas partes; en el aire flotaba el aroma de perfumes caros.
Los hombres ostentaban todas sus condecoraciones, y hasta
los ancianos estaban de uniforme. Hizo, por fin, su entrada la
mariscala, acompañada por Liza, nunca tan
deslumbrantemente bella ni tan elegantemente ataviada como
esa mañana. Tenía el pelo en tirabuzones, brillo en los ojos y
una sonrisa radiante en el rostro. Produjo, evidentemente, una
gran sensación: todos la miraban y comentaban algo sobre ella
al oído de sus vecinos. Oí decir que buscaba con los ojos a
Stavrogin, pero ni éste ni Varvara Petrovna estaban allí. No
comprendí entonces la expresión de su semblante: ¿por qué
reflejaba tanta felicidad y energía, tanto gozo, tanta vitalidad?
Recordaba el incidente de la víspera y no sabía a qué atenerme.
Pero «los Lembke» seguían sin venir, lo cual fue grave error.
Supe después que Iulia Mihailovna estuvo esperando a Piotr
Stepanovich hasta el postrer momento, ya que últimamente no
podía dar un paso sin él, aunque no se lo confesaba a sí misma.
Entre paréntesis diré que la víspera, en la sesión final del
comité, Piotr Stepanovich se había negado a hacer de
acomodador, y con ello había afligido tanto a la dama que
estuvo a punto de llorar. Primero con sorpresa, y más tarde con
grandísima consternación (que más tarde explicaré) de la
dama, Piotr Stepanovich desapareció durante toda la mañana
y no estuvo presente en la matinée literaria; así que no lo vieron
752
hasta la noche. Al cabo, el público empezó a dar señales
inequívocas de impaciencia. Tampoco en la plataforma se
presentaba nadie. En las últimas filas la gente se puso a hacer
palmas, como en un teatro. Los señores viejos y las señoras
fruncían el ceño: «Los Lembke se estaban dando demasiada
importancia». Incluso entre lo mejor del público corrió el rumor
absurdo de que quizá no habría festival, de que quizá Lembke
estuviese indispuesto, etc., etc.
Pero, gracias a Dios, apareció por fin Lembke con su mujer del
brazo; yo, lo confieso, también empezaba a pensar que no
vendrían. Se disiparon los rumores y se estableció la verdad. El
auditorio pareció respirar sin empacho. El
753
montado en cólera. «Eso hay que hacerlo con más sangre fría,
pero, al fin y al cabo, es un novato», decían los entendidos.
754
marcha cualquiera, sino un floreo como los que tocan en los
banquetes oficiales de nuestro club cuando se brinda por la
salud de alguien. Hoy sé que de eso fue responsable Liamshin
en su calidad de acomodador, y que fue, según dijo, en honor
de la llegada de «los Lembke». Claro está que siempre pudo
excusarse alegando haberlo hecho por estupidez o exceso de
celo... ¡Ay!, yo entonces no sabía aún que esa gente ya no se
preocupaba por excusas y contaba con concluirlo todo ese
mismo día. Pero la cosa no acabó con el floreo; además de la
irritada confusión y las sonrisas del público, se oyeron de
improviso en el otro extremo del salón gritos de «¡Hurra!», al
parecer también en honor de Lembke. No fueron muchos los
vítores, pero confieso que se prolongaron bastante. Iulia
Mihailovna enrojeció y sus ojos relampaguearon. Lembke se
paró en seco junto a su asiento y, volviéndose hacia donde se
oían los gritos, escudriñó el salón severa y majestuosamente...
Lo hicieron sentarse al instante. Una vez más noté con alarma
en su rostro la misma sonrisa peligrosa que tenía la mañana del
día anterior en la sala de su esposa, la sonrisa con que miraba a
Stepan Trofimovich antes de acercarse a él. Me pareció que
también ahora se dibujaba en su rostro una expresión siniestra
y, peor todavía, un tanto cómica, la expresión de un hombre
decidido sin más a sacrificarse en aras de los altos designios de
su esposa... Iulia Mihailovna me hizo rápidamente seña de que
me acercara y me dijo al oído que fuese corriendo hasta
Karmazinov y le rogase que
755
empezara. Y he aquí que cuando me volvía para hacerlo se
produjo otro incidente vergonzoso, sólo que mucho más
repugnante que el primero.
756
cogieron al capitán con cuidado por ambos brazos, mientras
Liputin le decía algo en voz baja. El capitán frunció el ceño y
murmuró: «Bueno, si así ha de ser», hizo un gesto con la mano,
volvió su enorme espalda al público y desapareció con sus
acompañantes. Pero un instante después volvió Liputin a la
plataforma. En sus labios se dibujaba una de sus sonrisas más
empalagosas, que de ordinario sugerían más bien una mezcla
de vinagre y azúcar, y en las manos traía una hoja de papel de
cartas. Con paso menudo aunque ligero avanzó hasta el borde
delantero de la plataforma.
757
palabra, con la idea de éste..., tanto más cuanto es breve..., y a
este fin solicito el beneplácito del público.
—¡Lee, lee!
758
¡Salve, salve, institutriz! da muestra de tu alegría,
—¡Hurra, hurra!
759
Con tu dote en el bolsillo,
760
me equivoco al dar esta impresión. Iulia Mihailovna decía más
tarde que en un momento más se habría desmayado. Uno de
los caballeros ancianos más respetables ayudó a su esposa a
levantarse y ambos abandonaron el salón seguidos por las
inquietas miradas del auditorio. Quién sabe si su ejemplo no
habría sido secundado por otros si en ese punto no hubiera
aparecido en la plataforma el propio Karmazinov, en frac y
corbata blanca y con un cuaderno en la mano. Iulia Mihailovna
le dirigió una mirada llena de embeleso, como a su salvador...
Pero yo ya estaba entre bastidores; necesitaba encararme con
Liputin.
—No pensó usted tal cosa. ¿O cree que esa porquería estúpida
es una buena broma?
761
Liputin me miró con frialdad y malevolencia.
762
fanática». No me habría creído y habría pensado que yo tenía
alucinaciones. Y, además, ¿en qué podría ayudar?
763
la que lo reclutó como conferenciante. Ahora ese señor iba y
venía de un lado para otro y, al igual que Stepan Trofimovich,
mascullaba algo entre dientes, pero con los ojos en el suelo y no
en el espejo. No ensayaba sonrisas, aunque sonreía a menudo y
con aire avieso. Estaba claro que tampoco se podía hablar con
él. Era pequeño, cuarentón, calvo, de barba grisácea y vestía
pulcramente. Pero lo más interesante era que cada vez que
daba la vuelta levantaba el puño derecho, lo enarbolaba por
encima de la cabeza y de pronto lo descargaba de un golpe,
como si quisiera aplastar a algún rival. Repetía ese gesto a
cada minuto. Acabé por acobardarme. Fui deprisa a oír a
Karmazinov.
764
talante daban muestra de aprobación e interés, y las señoras
hasta manifestaban algún entusiasmo. Los aplausos, sin
embargo, fueron de breve duración, no muy cordiales y algo
esporádicos; pero en las filas de atrás no hubo una sola
interrupción hasta el momento en que Karmazinov empezó a
hablar, y aun entonces nada que pudiera estimarse censurable;
sólo alguna incomprensión. Ya he indicado más arriba que tenía
una voz harto aguda y penetrante, un tanto femenina, y que,
por añadidura, ceceaba afectadamente como un gentilhombre
cortesano. No bien pronunció algunas palabras, alguien se
permitió soltar una risotada; sin duda algún imbécil
maleducado que no habría visto antes nada del gran mundo y
que sería por añadidura guasón. Pero no hubo la menor salida
de tono; al contrario, chistaron al imbécil para que guardara
silencio y así lo hizo. Pero el señor Karmazinov, con su voz
amanerada y relamida, declaró que «en un principio no había
consentido leer» (como si fuera necesario decir tal cosa). «Hay
algunas frases — dijo— que brotan tan directamente del
corazón que no cabe decirlas en voz alta; así, pues, una cosa
tan sagrada no debe ser revelada en público (entonces, ¿por
qué revelarla?); pero como se lo han pedido, va a revelarla, y
como, además, deja la pluma para siempre y jura que por nada
del mundo volverá a escribir, ha escrito esta última pieza; y
como había jurado que “de ninguna manera volvería a leer
nada en público”», etc., etc., y así por el estilo.
765
Ahora bien, nada de esto tendría importancia, porque ¿quién no
conoce los exordios de un autor? Aunque debo advertir que,
dada la parca educación de nuestro público y la irritabilidad de
las últimas filas de oyentes, todo ello pudo influir en lo que
pasó. Pero ¿no habría sido mejor leer un breve cuento, uno de
esos relatos cortísimos que solía escribir antes, esto es, un
relato que, aunque trabajado y pulido, era a veces ingenioso?
De ese modo se habría salvado la situación. Pero no, señor;
nada de eso. ¡Qué retahíla nos soltó! Dios mío, ¿qué no metería
en ella? Puedo afirmar que no ya a nuestro público, sino al de
Petersburgo, lo habría paralizado de hastío. Imagínense
ustedes casi treinta páginas impresas de la cháchara más
vacua y relamida; y, por añadidura, este señor leía con voz un
tanto condescendiente y lastimera, como si estuviera
haciéndonos un favor, lo que era casi un vejamen para el
auditorio. El tema...,
¿quién podría desentrañar ese tema suyo? Era algo así como un
recuento de ciertas impresiones y reminiscencias. Pero ¿qué? ¿Y
sobre qué? Por mucho que arrugábamos nuestros ceños
provincianos durante la primera mitad de la lectura no
lográbamos sacar nada en claro; de modo que durante la
segunda mitad escuchábamos sólo por cortesía. Verdad es que
allí se hablaba mucho de amor, del amor del genio por una
dama, pero confieso que produjo cierta impresión molesta en el
auditorio. Con su figura bajita y oronda, me parecía que al
genial escritor no le iba muy bien hablar de su primer beso... Y,
766
una vez más, era una lástima que esos besos no fueran como
los de todo el mundo. No podían
767
ahogarse y entregar el alma a Dios, vio pasar ante él un
pequeño témpano de hielo, un témpano de hielo del tamaño de
un guisante, pero puro y transparente «como una lágrima
congelada», y en él se refleja Alemania o, más precisamente, el
cielo de Alemania, y el brillo iridiscente de ese reflejo le trae a la
memoria esa misma lágrima. Que «¿recuerda?, cayó de tus ojos
cuando estábamos sentados bajo el árbol de esmeralda y tú
gritaste gozosa: “¡No hay crimen!”. “No (dije yo entre lágrimas),
pero en tal caso tampoco hay hombres justos”. Rompimos a
llorar y nos separamos para siempre». Ella se va a un sitio junto
al mar y él a unas grutas; y he aquí que él desciende, desciende
y sigue descendiendo durante tres años bajo la torre Suharev
de Moscú y, de buenas a primeras, en las mismísimas entrañas
de la tierra, dentro de una cueva halla una lámpara y ante ella a
un ermitaño. El ermitaño está orando. El genio se acerca a los
barrotes de un tragaluz y de pronto oye un suspiro. ¿Creen
ustedes que fue el ermitaño el que suspiró? No, señores. ¿Qué le
importa a él el ermitaño? Lo que pasa es sencillamente que ese
suspiro le «trajo a la memoria el primer suspiro de ella, treinta y
siete años antes, cuando, ¿recuerdas?, estábamos sentados
bajo el árbol de ágata en Alemania y tú me dijiste: “¿Para qué
amar? Mira, en torno nuestro crece el almizcle, y estoy
enamorada; pero cuando deje de crecer el almizcle dejaré de
amar”». Y una vez más se levanta una bruma, aparece
Hoffmann, la náyade silba un aire de Chopin y, de improviso,
coronado de laurel, surge de entre la bruma Anco Marcio por
encima de los tejados de Roma.
768
«Sentimos en la espina un estremecimiento de deleite y nos
separamos para siempre», etc., etc. En suma, quizá no lo cuente
bien ni sepa contarlo, pero el sentido de la charla era algo por el
estilo. Y, por último, ¡hay que ver la pasión indecorosa que
nuestros grandes talentos sienten por los juegos enrevesados
de palabras! El gran filósofo europeo, el gran erudito, el
inventor, el trabajador, el mártir, todos los que laboran y sufren
agobio vienen a ser para nuestro gran genio ruso poco más que
cocineros que trabajan en su cocina. Él es el amo, y ellos se
presentan ante él con sus altos gorros blancos en la mano a
pedir órdenes. Lo cierto es que se ríe desdeñosamente de Rusia
y que nada le gusta tanto como proclamar la bancarrota de
Rusia en toda la línea ante los grandes intelectos de Europa;
pero en cuanto a él mismo, no, señor, él está ya muy por
encima de esos grandes intelectos europeos, que no son sino
materia prima para
769
Lo de dejar la pluma no son más que palabras; esperen, que los
voy a aburrir trescientas veces más, que se hartarán de
leerme...».
Claro está que aquello no acabó bien; pero lo peor era que la
culpa fue suya. Desde hacía rato la gente arrastraba los pies, se
sonaba la nariz, tosía y hacía lo que se hace cuando el escritor,
quienquiera que sea, retiene al público más de veinte minutos
en una lectura literaria. Pero el autor genial no se daba cuenta
de ello. Seguía ceceando y balbuceando sin parar mientes en el
auditorio, hasta que todos empezaron a dar muestras de
desasosiego. De pronto, salió de las últimas filas una voz, una
voz sola pero tonante:
770
pregunta, pero no los hubo; al contrario, todo el mundo pareció
intimidarse y encogerse; todo el mundo permaneció mudo.
771
alaben, que me alaben aún más, cuanto más mejor, porque eso
me gusta muchísimo».
—Yo que usted, señor mío, andaría con más cuidado —exclamó
alguien en las últimas filas.
772
esporádicos. Karmazinov sonrió torcidamente y se levantó de
su asiento.
773
(agradeciéndooslo, por supuesto, con la mayor cortesía): “No,
queridos compatriotas, ya hemos viajado juntos bastante
tiempo, merci. ¡Ya es hora de que cada cual se vaya por su
camino! Merci, merci, merci”».
—Pero, así y todo, ¡hay que ver qué descaro, señoras y señores!
774
apareció una preciosa corona de laurel, que a su vez rodeaba a
otra corona de rosas.
—Y yo también.
—Y yo.
775
minutos todo el mundo volvió a sentarse, pero ya sin el orden
de antes. Y tal fue el caos incipiente con que vino a enfrentarse
el pobre Stepan Trofimovich...
Yo, sin embargo, corrí una vez más a verlo entre bastidores.
Agitado en extremo, logré avisarle que, a mi ver, todo se había
venido abajo y lo mejor sería que no saliera, que se fuera
inmediatamente a casa pretextando un malestar gástrico. Yo,
por mi parte, me quitaría la escarapela y lo acompañaría. Él
estaba ya para salir a la plataforma cuando se detuvo de
súbito, me miró con altivez de pies a cabeza y dijo
solemnemente:
776
—Bien sabe usted —dije— que, según se ha visto en muchos
casos, el público deja de escuchar si el conferenciante habla
más de veinte minutos. Ni siquiera una celebridad puede
retener la atención del auditorio durante media hora...
777
¡Y bien pueden ustedes figurarse lo que sentí cuando despegó
los labios y oí la primera frase!
778
ellos: no han fingido nada. Se trata de la estupidez más sencilla,
más candorosa, más limitada... c’est la bêtise dans son essence
la plus pure, quelque chose comme un simple chimique. Si
hubieran puesto un ápice más de perspicacia, todo el mundo
habría visto enseguida la absoluta nimiedad de esa estupidez.
Pero ahora todo el mundo anda perplejo: nadie piensa que
puede ser una estupidez elemental. «Imposible que eso no
venga con segunda», dice para sí cada cual, poniéndose a
buscar el secreto, viendo en ello un misterio, queriendo leer
entre renglones... ¡y así se logra el efecto! Nunca antes ha
recibido la estupidez tan triunfal galardón a pesar de haberlo
merecido muy a menudo... Porque, dicho en parenthèse, la
estupidez, como el genio eximio, son de pareja utilidad en la
configuración del destino humano...
779
—Messieurs! —prosiguió—. ¿Por qué ese revuelo, por qué esos
gritos de indignación que oigo? Vengo aquí con una rama de
olivo. Les traigo mi última palabra, porque en este asunto yo
soy quien tiene la última palabra, y nos separaremos
amistosamente.
—¡Preguntas comprometedoras!
—Agent provocateur.
780
más que la emancipación de los siervos, más que el socialismo,
más que la nueva generación, más que la química, más, casi,
que la humanidad entera, porque son el fruto, el verdadero
fruto, de la humanidad entera, quizás el mejor fruto que pueda
dar. Una forma ya lograda de belleza, pero para el logro de la
cual yo
781
tomar las medidas oportunas. También es posible que no se
quisiera tomarlas.
782
ciudad y sus contornos. Se dedica al robo y no hace mucho
cometió otro asesinato. Permita usted una pregunta: si hace
quince años no lo hubiera vendido usted al ejército para pagar
una deuda de juego (es decir, suponiendo que no lo perdiera
usted sencillamente a las cartas), diga: ¿habría él ido a
presidio? ¿Habría matado a gente, como ahora lo hace, para
poder comer? ¿Qué contesta usted a eso, señor esteta?
783
Y girando sobre sus talones entró corriendo tras los bastidores,
moviendo los brazos con gesto amenazador.
¿Qué va a decir?
784
en las universidades se enseñaba la instrucción militar; el
ejército fue convertido en un cuerpo de baile, y los campesinos
pagaban sus tributos y callaban bajo el látigo de la
servidumbre. El patriotismo se trocó en modo de practicar el
soborno con los vivos y los muertos. Los que no aceptaban el
soborno eran tenidos por rebeldes, puesto que destruían la
armonía general. Bosques enteros de abedules fueron talados
para hacer varas con que mantener el orden público. Europa
temblaba... Pero nunca, en los mil años insensatos de su vida,
conoció Rusia infamia semejante...
—¡Así hay que hablar! ¡Así hay que decir las cosas! ¡Hurra! ¡Sí,
señor, éste no es un esteta!
785
capital y han cubierto a Rusia como una tela de araña, al punto
de que en quince años quizá podamos ir a alguna parte. Se
prende fuego a los puentes sólo de vez en cuando, pero a las
ciudades se les prende fuego con regularidad, según un plan
preconcebido, durante la temporada de incendios. En los
tribunales se pronuncian sentencias salomónicas y los
miembros del jurado permiten que se les unte la mano sólo
porque la vida es dura, pues de lo contrario se morirían de
hambre. Los siervos han sido emancipados y se vapulean
mutuamente en lugar de ser vapuleados por sus antiguos amos.
Se
786
a todos con sus miradas y parecía derretirse de gusto ante el
entusiasmo general. Vi momentáneamente que Lembke, presa
de agudísima agitación, señalaba algo a alguien. Iulia
Mihailovna, pálida como la cera, decía apresuradamente algo al
príncipe, que había corrido a su lado... Pero en ese momento, un
grupo de seis personas, más o menos de carácter oficial,
salieron de entre bastidores a la plataforma, agarraron al
orador y se lo llevaron arrastrando. No comprendo cómo pudo
soltarse, pero el hecho es que se soltó, vino galopando de
nuevo al borde mismo de la plataforma y tuvo tiempo de gritar
a voz en cuello, con el puño en alto:
787
Pero salí corriendo. Me metí la escarapela en el bolsillo, y por
pasadizos casi secretos que conocía atravesé el edificio y llegué
a la calle. Antes que nada, por supuesto, fui a casa de Stepan
Trofimovich.
Temía que tramase algo aún más insensato. Pero, con gran
asombro mío, tuve que encararlo con una firmeza nada común:
788
imperdonable. Mañana puede usted llevársela, si quiere. Y
ahora, merci.
789
cuando pedía con tanta insistencia a sus antiguos lectores que
le olvidasen. Quant à moi, yo no soy tan vanidoso, y pongo mis
esperanzas sobre todo en la juventud del inexperto corazón de
ustedes. ¿Para qué recordar largo tiempo a un viejo inútil?
«Siga viviendo», amigo mío, como me decía Nastasya, el último
día de mi santo (ces pauvres gens ont quelque fois de mots
charmants et pleins de philosophie). No le deseo mucha
felicidad porque se aburriría usted. Tampoco le deseo
desgracias. Y a tono con la máxima de filosofía popular repetiré
sencillamente: «Siga viviendo» y procure de algún modo no
aburrirse demasiado. Ese vano deseo se lo añado de mi propia
cosecha. Bueno, adiós, y le digo adiós con toda seriedad. No
siga plantado ante mi puerta, que no abriré.
790
¡Oh, no lo culpo! Pero el desdén y sarcasmo de que seguía
dando muestra, no obstante las sacudidas que había recibido,
me tenían muy soliviantado: un hombre que, al parecer, había
cambiado tan poco en relación con como había sido siempre no
estaría dispuesto en ese momento a hacer nada insólito o
trágico. Así razonaba yo entonces, y ¡Dios mío, cómo me
equivoqué! No tomé en consideración todo lo que había que
tomar...
791
nuestro abortado casamiento; usted, que, por bondadosa que
sea, no puede ver en mí más que un tipo cómico, ¡oh, para
usted es el último grito de mi corazón, mí último deber, para
usted sola! No puedo dejarla para siempre con la idea de que
soy un mentecato desagradecido, un patán y un egoísta, como
probablemente le asegura a diario un corazón desagradecido y
cruel que, ¡ay!, no puedo olvidar...
792
por su «apostasía». Al momento comprendí con sorpresa que
atribuía todo el fracaso, toda la ignominia, de esa mañana, en
suma, absolutamente todo, sólo a la ausencia de Piotr
Stepanovich.
793
¿Descargar su enojo sobre alguien? Pues bien, descárguelo
sobre mí, pero dese prisa porque el tiempo vuela y debe usted
tomar una determinación. Desbarataron la lectura, ¿y qué?
Pues nos desquitaremos con el baile. El príncipe es de igual
parecer. Si el príncipe no hubiera estado allí, no sé cómo habría
acabado aquello.
794
hacernos el mayor daño posible a mí y a mi Andrei Antonovich?
¡Ah, lo tenían todo preparado! Tenían un plan.
795
que les ha perdonado sus travesuras de colegiales? Iulia
Mihailovna,
¿Por qué? ¿Con qué fin? ¿Para unir a la sociedad? Pero, por los
clavos de Cristo,
796
con su autoridad? ¿Quién sacaba a todo el mundo de sus
casillas?
eso.
797
alguien en quien descargar su furia. Bien, ya le he dicho que la
descargue sobre mí. Más vale que le pregunte a usted, señor...
—todavía no podía recordar mi nombre—. Contemos con los
dedos: yo sostengo que, con excepción de Liputin, no hubo
ninguna conjura, ¡nin-gu-na! Voy a probarlo, pero primero
analicemos a Liputin. Él salió a escena con los versos de ese
idiota de Lebiadkin. Vamos a
ver, ¿cree usted que fue una conjura? ¿No ha pensado que a
Liputin pudo parecerle sencillamente ingenioso? Sí, en serio, en
serio, ingenioso. Salió con el simple propósito de hacer reír y
regocijar a todo el mundo; y a su protectora, Iulia Mihailovna,
antes que a nadie. Eso fue todo. ¿No me cree? ¿Pero no
concuerda eso con lo sucedido aquí durante un mes entero?
¿Quiere que le diga toda la verdad? Tengo la certeza de que en
otras circunstancias todo podría haber salido bien. Fue una
broma pesada, demasiado pesada, sí, pero divertida,
¿no le parece?
¡Algo tan ruin, tan repulsivo, fue hecho adrede! ¡Lo dice usted a
propósito! ¡Sin duda estaba usted en la conjura con ellos!
798
metido en el ajo la cosa no habría terminado con Liputin? ¿No
se da cuenta? ¿Entonces de seguro cree también que conspiré
con mi papaíto para que armara adrede aquel escándalo? Bien,
señora, ¿quién tiene la culpa de que mi padre hablara? ¿Quién
trató de disuadirla ayer, ayer mismo?
—Oh, hier il avait tant d’esprit ¡Contaba tanto con él, y, además,
tiene tan buenos modales! Pensé que él y Karmazinov..., ¡y
ahora, ya ve!
799
¿no haría yo también todo lo posible para ofender a Iulia
Mihailovna?
tiene nada que ver con ese individuo, que está ya en manos de
la policía, y que la engañaron a usted de un modo inexplicable.
800
Debe declarar con indignación que fue víctima de un loco.
Porque eso, por supuesto, fue locura, ni más ni menos. Eso es lo
que tiene usted que decir a las autoridades. Yo no puedo
aguantar a la gente que muerde. Yo, quizá, digo cosas más
fuertes todavía, pero no desde una tribuna pública. Y ahora se
ha empezado a vocear lo del senador.
—¿De un senador?
801
—Confieso que yo misma me considero obligada, pero... ¿y si se
produce otro escándalo? ¿Y si no viene nadie? ¡Porque no
vendrá nadie, nadie!
—¿Por qué no? Pero, vamos a ver, ¿de qué tiene usted la culpa?
De ese modo lo que hace es echársela a sí misma. ¿No es la
culpa más bien del público, de los señores viejos, de los padres
de familia? Debieran haber parado los pies a esos granujas y
haraganes, porque se trata de pillos y haraganes y nada más.
Nada serio. No se puede contar con la policía en ninguna
sociedad del mundo. Aquí cada cual parece esperar que un
policía especial lo proteja dondequiera que vaya. No
comprenden que la sociedad tiene que protegerse a sí misma.
¿Y qué hacen aquí los padres de familia, los altos funcionarios,
y sus esposas e hijas en tales circunstancias? Callar y morderse
las uñas. No hay espíritu cívico para poner coto a los pillos.
802
—¡Ay, ésa es la pura verdad! Callan, se muerden las uñas y... se
hacen los desentendidos.
803
—¡Jamás se puede comprender a una mujer! —murmuró Piotr
Stepanovich con sonrisa torcida.
804
—¿Pero de veras que no lo saben? ¡Vaya! Pues bien, la ciudad
ha sido escena de unos trágicos amoríos: Lizaveta Nikolayevna
se fue derecha del coche de la mariscala al coche de Stavrogin
y se escapó con «éste último» a Skvoreshniki en pleno día. Hace
sólo una hora, quizá no tanto.
805
contestó que por casualidad pasaba por allí en ese momento, y
que al ver a Liza
806
callado hasta que él lo contase. Tampoco pudo haber oído lo
del «clamoreo» de toda la ciudad contra la mariscala, también
por falta de tiempo. Por añadidura, cuando lo contaba se sonrió
un par de veces, con sonrisa harto despectiva y satisfecha,
considerando sin duda que éramos tontos de capirote a
quienes había engañado por completo. Pero yo tenía otras
cosas en qué pensar. Estaba convencido de la verdad del caso
principal y salí de casa de Iulia Mihailovna lleno de furia. La
catástrofe me llegó al alma. Me sentía tan dolorido que casi se
me saltaban las lágrimas; sí, quizás incluso lloré. No sabía qué
hacer. Decidí ir a ver a Stepan Trofimovich, pero el fastidioso
señor se negó de nuevo a abrirme. Nastasya me aseguró con
un murmullo respetuoso que se había acostado a descansar,
pero no le creí. En casa de Liza conseguí interrogar a unos
criados, que confirmaron la huida, pero no sabían más. En la
casa reinaba el desconcierto; la señora había tenido desmayos
y Mavriki Nikolayevich estaba con ella. Me pareció
improcedente llamar a Mavriki Nikolayevich. De Piotr
Stepanovich me dijeron, en respuesta a mis preguntas, que
había venido a la casa varias veces en los últimos días, en
ocasiones hasta dos veces al día. Los criados estaban tristes y
hablaban de Liza con especial respeto; le tenían afecto. Que
estaba arruinada, absolutamente arruinada, me parecía
indudable, pero no alcanzaba a explicarme el lado psicológico
del caso, máxime después de la escena de la víspera con
Stavrogin. Corretear por la ciudad haciendo preguntas en casa
de amigos maliciosos, adonde de seguro había llegado ya la
807
noticia, me parecía repugnante, aparte de ser humillante para
Liza. Pero lo extraño fue que corrí a ver a Daria Pavlovna,
donde no me recibieron (en casa de Varvara Petrovna no
recibían a nadie desde la víspera); y no sé qué habría podido
preguntarle ni para qué fui. De allí me dirigí a casa de su
hermano. Shatov me escuchó sombrío y en silencio. Debo
indicar que lo hallé muy deprimido; parecía sobremanera
abstraído y me escuchó como haciendo un gran esfuerzo.
Apenas dijo nada, limitándose a ir y venir por su cuchitril con
zancadas más fuertes que de costumbre. Cuando yo ya bajaba
por la escalera me gritó que fuera a ver a Liputin: «Allí se
enterará de todo». Pero no fui a ver a Liputin, sino que volví
sobre mis pasos cuando ya estaba bastante lejos y subí de
nuevo a casa de Shatov, a quien, sin entrar, pregunté
lacónicamente, entreabriendo la puerta, si no pensaba ir a ver a
María
808
dejado mi escarapela en casa de Iulia Mihailovna), sino por
curiosidad de oír (sin hacer preguntas) qué se decía en la
ciudad de todos esos acontecimientos. También deseaba ver a
Iulia Mihailovna, aunque fuera de lejos. Me reprochaba a mí
mismo el haber salido tan deprisa de su casa aquella tarde.
809
mujeres de médicos con sus hijas, dos o tres pequeñas
propietarias, las siete hijas y la sobrina del secretario a quien he
aludido más arriba, las mujeres de algunos tenderos... ¿Era esto
lo que esperaba Iulia Mihailovna? No asistió la mitad de los
comerciantes. En cuanto a hombres, los hubo en gran número,
no obstante la ausencia en masa de los de buen tono, pero
causaban una impresión equívoca y sospechosa. Había, por
supuesto, oficiales modosos y respetables acompañados de sus
esposas, algunos mansos padres de familia como el secretario
arriba mentado, padre de siete hijas. Toda esa gente humilde y
de poca monta había venido, como dijo uno de ellos, porque
era «inevitable». Por otra parte, el número de los
«despabilados», sin contar el de los que Piotr Stepanovich y yo
barruntábamos que habían sido admitidos sin billete, parecía
mucho mayor que el de la mañana. De momento todos estaban
sentados en el buffet y parecía que iban derecho allí según
previo acuerdo. Eso, al menos, fue lo que yo conjeturé. El buffet
estaba en una amplia sala, última de una hilera, donde se había
instalado Prohorych con todos los hechizos de la cocina del club
y un surtido tentador de artículos de comer y beber. Allí vi a
varios sujetos con las levitas casi rotas o en trajes de baile que
no eran los más indicados para la ocasión. Era evidente que a
duras penas se los retenía en la linde de la embriaguez, sólo por
poco tiempo, y que los habían traído de Dios sabe dónde,
porque no eran de la ciudad. Yo sabía, por supuesto, que Iulia
Mihailovna había pensado que el baile fuera lo más
democrático posible, y que no se debería
810
«excluir ni a los artesanos, si por ventura alguno se presentaba
con su billete pagado». Bien podía atreverse a decir eso en el
seno del comité, con plena seguridad de que a ninguno de los
artesanos de la provincia, todos muy pobres, se le ocurriría
sacar un billete. Pero, con todo, me parecía dudoso admitir a los
portadores de esas levitas sobadas y casi en jirones, no
obstante las aficiones democráticas del comité. Pero ¿quién los
admitió y con qué fin? Liputin y Liamshin se habían visto ya
privados de sus escarapelas de acomodadores (aunque
acudieron al baile como partícipes en la «cuadrilla literaria»);
pero el puesto de Liputin lo ocupó, con gran asombro mío, el
seminarista de marras, el que había contribuido más que nadie
a desacreditar la matinée mediante la pelotera con Stepan
Trofimovich; y el de Liamshin lo ocupó el propio Piotr
Stepanovich. ¿Qué cabía, pues, esperar en tales circunstancias?
Traté de oír lo que se decía. Algunas de las opiniones chocaban
por lo grotescas. En el grupo se decía, por ejemplo, que todo el
asunto de Stavrogin y Liza lo había tramado Iulia
811
sala, una risa bronca, desatada y de mala intención. También se
criticaba duramente el baile y se injuriaba a Iulia Mihailovna sin
el menor miramiento. En general, la cháchara era alborotada,
incoherente, ebria y convulsa, hasta tal punto que costaba
trabajo entenderla y sacar nada en claro. Es cierto que en el
buffet había gente que, sencillamente, lo estaba pasando bien,
incluso algunas damas complacientes y festivas de ésas que no
se sorprenden ni se asustan de nada, en su mayor parte
esposas de militares acompañadas de sus maridos. Hacían
tertulia en torno de mesitas separadas y tomaban alegremente
té. El buffet se convirtió en refugio para casi la mitad de los
asistentes. Y, sin embargo, en muy poco tiempo toda esa
muchedumbre se precipitaría en el salón; era horrible pensarlo.
812
luces un esfuerzo ímprobo. ¿Para qué y para quién? Debía irse
de allí y, sobre todo, llevarse al marido, ¡pero allí seguía! Por la
expresión de su rostro resultaba patente que «había abierto los
ojos», que ya nada podía esperar. Ni siquiera llamó a Piotr
Stepanovich (al parecer, éste, por su parte, evitaba encontrarse
con ella; lo vi en el buffet y estaba la mar de contento). Pero, en
todo caso, permaneció en el baile, sin dejar a Andrei Antonovich
apartarse de ella un instante. ¡Oh, hasta el último momento
habría rechazado con sincera indignación cualquier alusión a la
salud de su esposo, incluso esa misma mañana! Pero, sin duda,
ahora también «abriría los ojos» sobre ese particular. A mí, por
lo menos, me pareció, en cuanto lo vi, que Andrei Antonovich
tenía peor cara esa mañana. Era como si se hallase en una
especie de trance y no se diese cuenta de dónde estaba. De
cuando en cuando miraba a su alrededor con severidad
inesperada; así, por ejemplo, me miró a mí un par de veces. Una
de ellas intentó decir algo, empezó a hablar en voz alta y
sonora, pero sin terminar la frase, con lo que dio un buen susto
a un humilde y viejo funcionario que casualmente se hallaba
junto a él. Sin embargo, aun esa mitad sensata del público que
se hallaba en el salón blanco se apartaba sombría y
recelosamente de Iulia Mihailovna al tiempo que lanzaba
miradas harto extrañas a su marido, miradas que por su
insistencia y descaro no se correspondían con la timidez
habitual de esa gente.
813
—Fue esa circunstancia la que me heló el corazón —me confesó
más tarde la propia Iulia Mihailovna—; y de pronto empecé a
sospechar lo que le pasaba a Andrei Antonovich.
Sí, una vez más era ella la que tenía la culpa. Después de mi
salida precipitada de la mañana y de haber acordado con Piotr
Stepanovich que habría
814
para estudiar usos y costumbres. Acabó por acercarse a Iulia
Mihailovna y no apartarse de ella un paso, con el propósito
evidente de animarla y tranquilizarla. Era un hombre buenísimo
y muy digno, y tan viejo que en él hasta la compasión resultaba
tolerable. Pero tener que admitir que ese viejo charlatán osaba
complacerla y casi protegerla, entendiendo que la honraba con
su presencia, era demasiada mortificación. El general, sin
embargo, no se alejaba y seguía charlando por los codos.
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por allí nunca. He visto ahí a la mujer de un militar..., creo que de
un regimiento de cazadores..., que no está nada mal, nada en
absoluto..., y ella misma lo sabe. He cambiado unas palabras
con la muy pícara, atrevidilla ella, y... hay también unas
muchachitas muy frescas, pero sólo frescas; frescura es todo lo
que tienen. Pero, en fin, estoy satisfecho. ¡Y qué capullitos se
ven! Sólo que tienen los labios un poco gruesos. En general, a la
belleza de las caras femeninas rusas le falta regularidad..., más
que caras parecen tortas... Vous me pardonnerez, n’est-ce
pas...?, aunque los ojos son bonitos..., ojos risueños. Esos
capullitos tienen un par de años en-can-tado-res en su juventud,
quizás hasta tres..., pero luego se despliegan
desmesuradamente..., produciendo en sus maridos esa triste in-
di- fe-ren-cia que tanto favorece el desarrollo de la cuestión
femenina..., si es que entiendo a derechas en cuestión..., ¡hum! El
salón es hermoso; las habitaciones no están mal decoradas.
Podrían estarlo peor. La música también habría podido ser
mucho peor..., no digo que debería serlo. Lo que no es de buen
efecto es que haya tan pocas señoras. De los vestidos mejor es
no hablar. ¡Qué mal está ese hombre de los pantalones grises
que se permite bailar el cancán de forma tan
816
cualesquiera que sean las costumbres del público...; no digo las
tres de la mañana, porque entonces hay que someterse a la
opinión general..., si es que este baile llega a las tres de la
mañana. Por cierto que Varvara Petrovna no ha cumplido con
su palabra y no ha mandado las flores. ¡Hum, no está para
flores, pauvre mère! Y pobre Liza, ¿ha oído usted? Dicen que es
un asunto misterioso y..., y otra vez anda por medio Stavrogin...
¡Hum! Debería ir a acostarme..., apenas puedo despegar los
ojos. ¿Pero y esa «cuadrilla literaria»?
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—He estado a la mira todo este tiempo en el buffet —le susurró
con aire de colegial en falta, pero lo bastante fingido para
encocorarla aún más. Iulia Mihailovna enrojeció de ira.
818
ronquera simbolizaba uno de los periódicos mejor conocidos.
Frente a esta máscara bailaban dos gigantes, X y Z, que
llevaban estas letras prendidas en el frac, pero no cabía
averiguar lo que significaban. El «cuerdo pensamiento ruso» lo
encarnaba un señor de mediana edad con anteojos, frac,
guantes y... esposas (esposas de verdad; de las de la policía).
819
visto, le remordía la conciencia... Pero no recuerdo todas estas
invenciones absurdas; ello era todo por el estilo, al punto que
acabé por sentir una vergüenza inaguantable. Y esa misma
sensación de vergüenza la reflejaban las caras de los
circunstantes, hasta las malhumoradas de los que habían
venido del buffet. Durante algún tiempo todos guardaron
silencio, mirando aquello con irritada incomprensión. Por lo
común, cuando un hombre siente vergüenza acaba por irritarse
y tiende al cinismo. Poco a poco, nuestro público empezó a
murmurar:
—¿Y a mí qué?
En otro grupo:
—¡Qué asnos!
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—¡Echar abajo la sala! En un cuarto grupo:
—Y tú eres un cerdo.
821
—Chère dame —dijo inclinándose ante Iulia Mihailovna—, sería
mejor marcharse. Aquí no hacemos más que cohibirlos, y sin
nosotros se divertirán de lo lindo. Usted ha hecho cuanto de su
mano estaba, les ha abierto el salón para que bailen y ahora...
déjelos en paz... Además, Andrei Antonovich no parece sentirse
muy bien. Espero que no ocurra nada desagradable.
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dolorida e indignada. Las risotadas de la gente habían sido
provocadas no por la alegoría, que a nadie le importaba un
comino, sino sencillamente por el espectáculo de un hombre
que andaba con las manos en el suelo y los pies en el aire, en
frac y con faldones. Lembke se enfureció y tembló como un
azogado.
823
Andrei Antonovich. Andrei Antonovich no se encuentra bien...,
discúlpenlo..., ¡perdónenlo, señoras y señores!
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—¡Es fuego intencionado! ¡Los obreros de Shpigulin! ¡Nadie más!
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Ella lanzó un grito y cayó desmayada (esta vez el desmayo fue
sin duda genuino). El príncipe, el general y yo corrimos en su
auxilio; hubo otros que también prestaron ayuda en ese difícil
trance, incluso algunas señoras. Sacamos a la infeliz de aquel
infierno y la llevamos a su carruaje, pero no volvió en sí hasta
que llegamos a su casa, y su primer grito fue una vez más para
Andrei Antonovich. Con el colapso de todas sus ilusiones, lo
único que le quedaba era su marido. Mandaron a buscar un
médico.
El jefe de policía, que había ido a toda prisa del baile al fuego,
había logrado sacar del salón a Andrei Antonovich después de
salir nosotros y quería que montara en el carruaje con su
esposa, tratando a todo trance de convencer a Su Excelencia
de que debía «descansar». Pero por algún motivo no lo
consiguió. Andrei Antonovich no quería, por supuesto, que le
hablaran de descanso; lo que quería era acudir al fuego, pero
eso no era razón bastante. El jefe de policía acabó por
llevárselo en su propia troika a ver el incendio. Más tarde dijo
que durante el trayecto Lembke iba gesticulando y
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«proponiendo a voz en cuello ideas que, por lo extraordinarias,
era imposible poner en práctica». Más
El incendio espantó a la gente del otro lado del río que estaba
en el baile cabalmente porque había sido intencionado. Es
curioso que al primer grito de
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«¡Fuego!» sucediera al momento otro de «¡Los obreros de
Shpigulin!». Ahora consta que, en efecto, tres de ellos habían
tomado parte en el incendio, pero ninguno más; los demás
obreros de la fábrica fueron exculpados tanto por la opinión
general como por las autoridades. Además de esos tres
bribones (de los cuales uno ha sido detenido y ha confesado y
los otros dos se han dado a la fuga), no hay duda de que Fedka
el presidiario también participó en el incendio. Esto es todo lo
que de cierto se sabe hasta el momento sobre el origen de la
conflagración; pero en cuanto a conjeturas, las hay de toda
índole. ¿Cuál fue el motivo que impulsó a esos tres bribones?
¿Habían o no cumplido instrucciones de alguien? A estas
preguntas es difícil contestar incluso hoy.
828
cosa, aun con la enérgica ayuda del vecindario, si el viento, que
se calmó de improviso al amanecer, no hubiera cambiado de
dirección. Cuando llegué al arrabal, sólo una hora después de
nuestra huida del baile, el fuego estaba en su apogeo. Ardía
una calle entera paralela al río. Había tanta luz como de día. No
trataré de describir en detalle el cuadro que ofrecía el incendio:
¿quién no lo conoce en Rusia? En las calles contiguas a la que
ardía el barullo y las apreturas eran extraordinarios. Se suponía
que el fuego se propagaría de seguro por allí y los vecinos
sacaban sus enseres, pero no abandonaban sus viviendas y, a
la expectativa, seguían sentados en los baúles y colchones que
habían sacado, cada uno bajo sus propias ventanas. Parte del
vecindario masculino se ocupaba en la dura labor de derribar
las empalizadas y aun de echar abajo tugurios enteros que
estaban cerca del fuego o del lado de donde venía el viento.
Sólo lloraban los niños a quienes acababan de despertar y
gemían las mujeres que habían conseguido rescatar sus
ajuares. Los que todavía no lo habían conseguido proseguían su
trabajo en silencio y los iban sacando resueltamente a la calle.
Las chispas y las ascuas volaban por todos lados y se intentaba
apagarlas en lo posible. Junto al fuego mismo se agolpaban los
espectadores que habían venido corriendo de todos los puntos
de la ciudad. Unos ayudaban a extinguirlo, otros se limitaban a
mirarlo. Un gran incendio nocturno produce siempre una
impresión tan provocativa como excitante; de ahí el atractivo
de los fuegos artificiales; pero en el caso de la pirotecnia, la
disposición del fuego en pautas regulares y graciosas, al par
829
que la falta total de peligro, producen un efecto jovial y ligero,
análogo al de una copa de champaña. Un incendio real es algo
muy diferente, ahí el horror y cierta sensación de peligro
personal, junto con la notoria impresión excitante de un
incendio nocturno, producen en el espectador (por supuesto, si
no es su casa la que arde) una conmoción y un reto, por así
llamarlo, al instinto de destrucción que, ¡ay!, yace en el espíritu
de todo hombre, aun en el del más
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entre el rescoldo de las vigas. En el fondo del patio, a unos
veinte pasos de la casa incendiada, empezaba a arder una
casita anexa a aquélla, también de dos pisos, y a salvarla iban
encaminados los ímprobos esfuerzos de los bomberos. A la
derecha, los bomberos y los que no lo eran concentraban sus
afanes en un edificio grande de madera que no ardía, aunque
en él había prendido ya el fuego algunas veces, y estaba
condenado a arder sin remisión. Lembke gritaba y gesticulaba
ante la casita y daba órdenes que nadie cumplía. Pensé al
principio que lo habían dejado allí adrede y que nadie se
ocupaba ya de él. En todo caso, aunque rodeado por una densa
y abigarrada multitud, en la que junto a personas de toda
condición se veía a algunos caballeros y aun al arcipreste de la
catedral, y aunque todos lo escuchaban con curiosidad y
asombro, nadie trataba de hablar con él o llevárselo de allí.
Pálido y con ojos fulminantes, Lembke decía las cosas más
extrañas; para colmo, tenía la cabeza al descubierto, pues
había perdido el sombrero hacía largo rato.
831
Este guardia, según supe después, había sido destinado por el
jefe de policía a vigilar de cerca a Andrei Antonovich y tratar a
todo trance de llevárselo a casa, y en caso de peligro recurrir
incluso a la violencia, encargo que a todas luces era superior a
sus fuerzas.
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todo! ¡Que se apague por sí solo! Dios santo, ¿quién está
llorando ahí? ¡Una vieja! ¡Está chillando una vieja! ¿Cómo es que
la habéis olvidado?
833
extrañísimos. Se había descubierto un hecho insólito: en el
confín del arrabal, en un descampado que había más allá de
las huertas, a no menos de cincuenta pasos de otros edificios,
se alzaba una casita de madera, recién construida, y esa casa
aislada había ardido al comienzo del incendio, casi antes que
las demás. Aun si se hubiera quemado del todo, no habría
podido propagar sus llamas a otros edificios de la ciudad; y al
revés, aun si se hubiera quemado el arrabal entero, esa casa
habría sido la única en quedar indemne por muy fuerte que
hubiese sido el viento. Resultaba, pues, que había ardido
separadamente, y que, por lo tanto, algo extraño había en ello.
Pero lo significativo era que no había ardido por entero, y que
en su interior, al romper el día, fueron descubiertas cosas
sensacionales. El dueño de esa casa nueva, un artesano que
vivía en un barrio contiguo, corrió a ella en cuanto vio el fuego y
logró apagarlo, dispersando con ayuda de unos vecinos los
leños en llamas que habían sido apilados junto a una de las
paredes laterales. Pero en la casa había inquilinos; un capitán
bien conocido en la ciudad, su hermana y una criada anciana; y
estos tres inquilinos, el capitán, su hermana y la criada, habían
sido asesinados durante la noche y, por lo visto, robados. (Fue
ahí adonde se había dirigido el jefe de policía cuando Lembke
trataba de rescatar el jergón).
834
se aglomeró allí que era difícil abrirse paso. Al momento me
dijeron que habían encontrado al capitán degollado, vestido y
sobre un banco, que seguramente lo habían asesinado cuando
estaba ebrio y no se había dado cuenta de nada, y que había
sangrado «como un toro»; que su hermana, María Timofeyevna,
había sido «cosida a puñaladas» y yacía en el suelo junto a la
puerta, de modo que seguramente había estado despierta y
había resistido y forcejeado con el asesino. La criada, que
probablemente había estado despierta también, tenía hundido
el cráneo. Según el dueño de la casa, el capitán había ido a
visitarlo en la mañana de la víspera. Estaba borracho, presumía
del mucho dinero que tenía y le enseñó unos doscientos rublos.
En el suelo encontraron vacío el viejo portamonedas verde del
capitán; pero el baúl de
835
Vsevolodovich, hijo de la generala Stavrogina, que él mismo
había venido a cerrar el trato y hubo de recurrir a la persuasión
porque el dueño de la casa no quería alquilarla por destinarla a
taberna, pero que Nikolai Vsevolodovich no regateó en cuanto
al alquiler y pagó medio año por adelantado.
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pasiva, daba muestras de enajenación. No cesaba de hablar a
los allí congregados, pero no recuerdo sus palabras. Todo lo que
decía de forma coherente se reducía a
837
cristal. Cuando se abrió una puerta, entró Nikolai
Vsevolodovich.
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Nikolai Vsevolodovich se sentó a su lado y con gran cuidado,
que se podría entender como gran timidez, le tomó la mano.
—¿Qué quieres decirme con todo esto, Liza? ¿De dónde has
sacado estas maneras? ¿Qué quieres decir con eso de que «no
nos queda mucho tiempo para estar juntos»? Se trata ya de la
segunda frase misteriosa que debo escucharte decir desde que
te despertaste.
¿Recuerda que anoche cuando entré aquí dije que era una
mujer muerta? Veo que usted ha considerado necesario
olvidarse de ello. Olvidarlo o no notarlo.
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Él dejó ver una expresión de dolor.
—¡Qué extraña confesión! ¿Por qué ayer y hoy y por qué esas
comparaciones?
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—Se está vengando de mí por el capricho de ayer —murmuró él
sonriendo con malicia. Liza enrojeció.
—¡Cuánta mezquindad!
841
—Saber si ha pagado por ella con su vida o con la mía; eso es lo
que he preguntado. ¿O es que ya ni siquiera comprende usted?
—Liza preguntó sonrojándose—. ¿Por qué este sobresalto de
pronto? ¿Por qué me mira de ese modo? Me asusta usted. ¿Qué
teme? Hace tiempo que noto que usted tiene miedo, ahora,
precisamente ahora, en este instante... ¡Santo cielo, qué pálido
está usted!
842
Ella lo miró con aborrecimiento.
—No comprendo.
843
generosidad. Fue en ese momento en que apareció Piotr
Stepanovich para aclararme todo. Él me confió que usted no
sabe qué decisión tomar con respecto a una gran idea que
tiene, idea ante la cual ni él ni yo somos nada, pero que en todo
caso yo soy un obstáculo para usted. Dijo que él también
estaba involucrado; quería que los tres siguiéramos unidos y me
habló de historias harto fantasiosas que incluyen un barco y
unos remos de arce de una canción rusa. Le di mis felicitaciones
por su excelsa condición de poeta, cumplido que aceptó como
si fuera sincera. Y como yo sabía además que mi arrojo sólo
duraría un momento, decidí dar el paso. Eso es todo y nada
más; ya no más explicaciones, por favor. Acabaríamos
peleando. No tema usted a nadie, que yo me echo toda la
culpa. Soy una chica perversa, antojadiza. Fue ese barco de
ópera lo que me sedujo. Soy una señorita... Y, ¿sabe?, seguía
creyendo que estaba usted enamoradísimo de mí. No desprecie
a una tonta ni se ría de esta lagrimita que acabo de lanzar. Me
gusta muchísimo llorar cuando «tengo lástima de mí misma».
Pero basta, basta. No sirvo para nada, ni usted tampoco sirve
para nada. Los dos hemos fallado, cada uno a su manera;
consolémonos con eso. Al menos así no sufrirá nuestra vanidad.
844
—Me he quemado los dedos y nada más. ¿También usted llora?
Pórtese con más decoro, sea indiferente...
—Los mismos que tú. Te doy mi palabra formal. ¡Ni una hora
más que tú!
845
—Debería decirle que ya cuando estábamos en Suiza presentí
que escondía en lo más profundo de su alma algo horroroso,
repugnante y sangriento, algo que al mismo tiempo lo hace
parecer sumamente ridículo. Ahórrese decirme si es verdad,
porque haré de usted el hazmerreír de la gente. Me reiré de
usted el resto de su vida... ¡Ay! ¿Se pone pálido otra vez? ¡No lo
haré, no lo haré! Ya me voy —dijo levantándose de pronto con
gesto despectivo.
846
—¡Pobre perrita! Déle mis saludos. ¿Sabe ella que ya en Suiza se
la reservaba usted para la vejez? ¡Hay que ver lo considerado
que es usted! ¡Qué previsión! ¡Ay! ¿Quién está ahí?
—Liza, si ahora oyes algo quiero que sepas que la culpa es mía.
sala.
847
Piotr Stepanovich se había asomado desde una amplia
antesala de forma oval. Hasta ese momento Aleksei Yegorovich
había estado sentado allí, pero apenas llegó, el visitante le
ordenó que se fuera. Nikolai Vsevolodovich cerró tras de sí la
puerta de la sala y se dispuso a escuchar. Piotr Stepanovich le
lanzó una mirada fugaz e indagadora.
—¿Abrasados? ¿Asesinados?
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qué coincidencia de circunstancias. Di a ese borrachín idiota de
Lebiadkin doscientos treinta rublos de mi propio bolsillo
(observe que fueron de mi propio bolsillo; del de usted no ha
salido ni un rublo, y lo principal es que usted mismo lo sabe).
Eso fue a última hora de anteayer; preste usted atención que
fue anteayer, y no ayer después de la «lectura»; tome nota,
porque es una coincidencia muy importante, ya que entonces
no sabía yo con certeza si Lizaveta Nikolayevna vendría aquí o
no; le di mi propio dinero sólo porque usted tuvo la idea
brillante de revelar su secreto a todo el mundo... Pero en eso no
me meto..., eso es asunto de usted..., el gesto de un caballero...;
ahora bien, debo confesar que la noticia me dejó anonadado. Y
como ya estaba hasta la coronilla de esas tragedias (y note que
hablo en serio aunque utilice términos populares) porque en
definitiva estorban a mis planes, juré quitarme de encima a los
Lebiadkin a toda costa y sin que usted lo supiera, enviándolos a
Petersburgo, sobre todo sabiendo que él mismo estaba
deseando ir allá. Sin embargo, cometí un error, di el dinero en
nombre de usted. ¿Fue un error o no? Quizá no lo fuera, ¡eh!
Escuche ahora, escuche cómo terminó la cosa...
849
temprano; le encargué esa tarea al rufián de Liputin, es decir
que fuera él quien los pusiera en el tren y los despidiera. Pero el
tramposo de Liputin pretendió hacer una broma..., quizá lo haya
usted oído ya. En la «lectura». Escuche, escuche: los dos
estuvieron bebiendo y escribiendo versos, de los que la mitad
eran de Liputin. Éste le puso a Lebiadkin un frac; y mientras a
mí me decía que lo había metido en el tren esa mañana, lo tuvo
escondido en un cuartito de atrás para empujarlo
oportunamente a la plataforma. Lebiadkin, enseguida ya
estaba borracho y ahí comenzó el escándalo. Al capitán lo
llevaron a su casa más muerto que vivo,
850
para ese momento precioso en que todos nos levantaríamos y...
Y ahora ellos deciden ponerla en práctica por cuenta propia y
sin órdenes de hacerlo. En suma, que no sé nada con certeza.
He oído hablar de dos obreros de Shpigulin..., pero si han
intervenido en esto algunos de los nuestros, si uno solo de ellos
es responsable, ¡pobre de él! No, esta chusma democrática con
sus grupos de cinco no es muy útil, lo que aquí se necesita es
una magnífica y despótica voluntad, encarnada en un ídolo,
apoyada en algo firme y ajena a todo... Entonces hasta los
grupos de cinco se meterán el rabo entre las piernas sin chistar
y se dedicarán servilmente a ser útiles cuando sean requeridos
por una autoridad. De todos modos ya corre el rumor de que en
realidad lo que sucedió es que Stavrogin quemó toda la ciudad
porque en realidad lo que quería era quemar a su mujer...
851
qué las dijo usted?), pero tampoco eso prueba nada, además a
Fedka se le tapa la boca hoy mismo, yo me encargo...
852
—De verdad, de verdad. Estaba sentado junto a la valla del
jardín..., pienso que está a unos treinta pasos de aquí. Pasé
junto a él a la carrera, pero me vio.
—¡Ajá! ¿Y por qué ella se iría con él? ¡Y con esta lluvia! ¡Qué
idiota!
—Ella se irá.
—Claro, vamos.
853
—Claro que no —contestó Piotr Stepanovich como si no se diera
cuenta de nada—, porque comprenda que legalmente... ¿Y si lo
adivina, qué? Las mujeres saben cómo sacarse de encima esas
cosas. ¡Cómo se ve que no conoce usted todavía a las mujeres!
Además, a ella le conviene casarse con usted, porque
evidentemente se ha puesto en situación comprometida. Sin
contar que yo ya le he hablado de lo del «barco». Porque noté
que lo del «barco» le causaba efecto, ya que es ese tipo de
chica. No se preocupe, que ella pasará por encima de esos tres
cadáveres como si tal cosa, sobre todo sabiendo que usted es
completamente inocente, ¿verdad? Ella mantendrá en reserva
esos cadáveres sólo para echárselos en cara cuando lleven
casados dos o tres años. Toda mujer, cuando se casa, se
reserva algo por el estilo del pasado de su marido, pero ya para
entonces, ¿qué no pasará en un año? ¡Ja, ja, ja!
854
no le dijo ahí mismo que no la quería? Ha actuado como un
verdadero miserable; y además me ha hecho quedar a mí
también como un miserable.
855
—Pero ¿cómo? ¿La ha matado? ¡Eso es ser trágico!
856
—¿De qué se va a enterar? ¿A quién han asesinado? ¿Qué decía
usted de Mavriki Nikolayevich? —dijo Liza, abriendo de pronto
la puerta.
857
mantenerse de pie cuando se lo dije. Estábamos deliberando si
decírselo a usted enseguida o no.
Liza.
—No, no es verdad.
858
palabra como si fuera la palabra de Dios y que lo seguiré hasta
el confín del mundo. Lo seguiré, sí. Lo seguiré como un perro...
—¿Así que ése es su juego? ¿Así que ése es su juego? ¿No teme
usted nada?
859
Stavrogin, de pie en medio del salón, no contestó. Tomó con la
mano izquierda un mechón de sus cabellos y sonrió
desalentado. Piotr Stepanovich le tiró con violencia de la
manga.
860
«barco» que es usted! ¡Viejo, agujereado y haciendo agua por
los cuatro costados! ¡Ahora aunque sólo sea por despecho,
—¿Sí? ¿Sí?
861
Fue tras los pasos de Lizaveta Nikolayevna, que todavía estaba
cerca de la casa. Aleksei Yegorovich, vestido de frac y sin
sombrero, iba caminando tras ella, caminaba con miedo y se le
escapaban unas lágrimas cuando por fin la detuvo. Mientras se
inclinaba respetuosamente le rogó que aguardara el coche.
—¡Dios! ¡Creía que era ese viejo que todavía estaba aquí!
862
llegado a este punto, ¿no será mejor que sea ese viejo el que
prepare el coche? Sería cuestión de diez minutos. Nosotros nos
volveríamos y esperaríamos en el porche. ¿Eh? ¿Qué dice?
—¡Ah! ¡Qué idea! Era eso lo que me temía... No, no, no, mejor
será que dejemos a esos pobres infelices en paz. Además, allí no
se le ha perdido a usted nada.
863
falló lo de nuestro «barco», si no era más que un casco viejo y
podrido, sólo servía para el desarma...
—¿Qué es eso?
864
—Es una novela cuyo título es Polinka Sachs. Yo la leí cuando
era estudiante... En ella figura un alto funcionario llamado
Sachs, hombre rico, que detiene a su mujer por infidelidad en
una casa de campo... Pero ¡qué demonio!, no importa. Ya verá
usted cómo Mavriki Nikolayevich pide su mano antes de que
llegue usted a casa. Todavía no nos ha visto.
865
una de sus manos. La increíble escena de ese encuentro le
había causado fuerte conmoción, y las lágrimas corrían
copiosas por sus mejillas. Veía a la mujer adorada correr como
loca a campo traviesa, a esa hora, con ese tiempo, sin otro
abrigo que el vestido vaporoso de la víspera, arrugado ahora y
tras la caída, cubierto de barro... Sin poder articular una
palabra, se quitó el gabán y con manos trémulas cubrió con él
los hombros de la joven. Y de pronto mientras ella le besaba las
manos, exclamó:
866
asesinada, pero él asegura que ha sido él quien la ha matado.
No es cierto,
¿verdad que no? Quiero ver con mis propios ojos a los que han
sido asesinados... por mi causa... Por ellos dejó de quererme
anoche... Los veré y lo sabré todo.
867
modo había llevado a la práctica la insensata idea de su
huida..., eso queda para más adelante. Ahora sólo indicaré que
ya tenía fiebre esa mañana, pero ni siquiera la dolencia bastó
para detenerlo. Caminaba con paso firme sobre el terreno
húmedo. Bien claro estaba que había discurrido la aventura con
todo el esmero de que era capaz, sin ayuda de nadie y con falta
absoluta de experiencia. Iba vestido «de camino», lo que quiere
decir que llevaba un abrigo recio con ancho cinturón de charol
cerrado con hebilla, y un par nuevo de botas altas en las que
iban remetidos los pantalones. Probablemente venía
imaginando desde tiempo atrás que tal debía ser el porte de un
viajero y había preparado días antes el cinturón y las botas
altas con rebordes brillantes como los de un húsar. Un sombrero
de ala ancha, una bufanda arrollada al cuello, un bastón en la
mano derecha y un maletín pequeño pero bien atiborrado en la
izquierda completaban su equipo. Por añadidura empuñaba en
la mano derecha un paraguas abierto. Esos tres artículos —
paraguas, bastón y maletín— habían sido no poco engorrosos
durante la primera versta del trayecto y más pesados aún
durante la segunda.
868
pregunte. Nous sommes tous malheureux, mais il faut les
pardonner tous. Pardonnons, Lise, y seamos libres para
siempre. Dar la espalda al mundo y ser plenamente libres... il
faut pardonner, pardonner et pardonner!
869
—¡Ah, qué gente ésa! Toda la noche he visto el resplandor de lo
que han estado haciendo. No podían acabar de otra manera...
—Sus ojos relampaguearon de nuevo—. Huyo de una pesadilla,
de un sueño alucinante. Huyo para encontrar a Rusia, existe-t-
elle, la Russie! Bah! C’est vous, cher capitaine! Nunca
dudé de que lo encontraría en alguna parte embarcado en una
gran aventura... Pero tome mi paraguas y... ¿por qué va a pie?
Por Dios santo, tome mi paraguas, que yo en todo caso
alquilaré un coche en algún sitio. Yo voy a pie porque Stasie (es
decir, Nastasya) habría desempedrado a gritos la calle entera
de haber sabido que me iba. Por eso he escurrido el bulto
furtivo en lo posible. No sé. En La Voz escriben que hay robos
por todas partes, pero ¡vamos, me dije, no puede ser que
tropiece con un ladrón en cuanto salga del camino! Chère
Lise, me parece haberle oído decir que alguien ha matado a
alguien. Oh, mon Dieu, ¡usted está enferma!
¡Vamos, vamos!
870
Llegaron a la casa aciaga en el momento preciso en que se
agolpaba frente a ella mucha gente que ya había oído
bastantes comentarios acerca de Stavrogin y lo beneficioso
que le había resultado asesinar a su esposa. Sin embargo,
insisto en destacar que la inmensa mayoría de los presentes
seguían escuchando sin chistar y sin moverse. Algunos
borrachos estaban exaltados junto a otros desequilibrados
como el artesano, que gesticulaba con los brazos en alto. Todo
el mundo lo tenía como hombre pacífico, pero que a veces
perdía los estribos si algo le caía mal por cualquier cosa. No vi
llegar a Liza y Mavriki Nikolayevich, pero fue a ella a quien
distinguí primero. Quedé estupefacto al verla entre la multitud,
un tanto lejos de mí; a Mavriki Nikolayevich no lo vi al principio.
Parecía haberse quedado momentáneamente atrás, a dos
pasos de ella, quizá por falta de lugar o quizá porque lo hicieran
retroceder. Liza, que se abría camino a empujones por entre el
gentío, alucinada, sin ver ni notar nada a su alrededor, atrajo
pronto, por supuesto, la atención general. Las voces se alzaron
y de pronto el ruido era infernal. Hasta el momento en que una
de las voces gritó: «¡Es la hembra de Stavrogin!». Y del lado
opuesto se oyó: «¡Además de matar se acercan a mirar lo que
han hecho!». De pronto vi que detrás de ella una mano se
alzaba y se descargaba sobre su cabeza. Liza cayó. Mavriki
Nikolayevich lanzó un grito espantoso, fue en su ayuda, y con
toda su fuerza golpeó al hombre que estaba entre él y Liza.
Pero en ese instante el artesano del que hemos hablado lo
agarró por detrás con ambos brazos. Durante algún tiempo fue
871
imposible distinguir nada entre el alboroto. Liza se levantó, pero
volvió a desplomarse alcanzada por un nuevo golpe. De pronto
se apartó la multitud y formó un pequeño círculo alrededor de
la joven, que yacía en tierra, mientras Mavriki Nikolayevich, de
pie junto a ella, cubierto de sangre y loco de dolor,
872
1
873
joven a casa de Stavrogin en su propio coche. «Sí, a ustedes
nada les cuesta reírse, señores, ¡pero si yo hubiera sabido, si
hubiera sabido cómo iba a terminar todo ello!», dijo en
conclusión. A varias preguntas en tono de alarma que le
hicieron sobre Stavrogin contestó abiertamente que, en su
opinión, la catástrofe de los Lebiadkin había sido pura
casualidad y que el culpable de todo había sido el propio
Lebiadkin por haber mostrado el dinero. Y esto lo remarcó con
particular insistencia. Uno de los presentes observó que en vano
trataba de
874
exclamó con estupefacción: «Pero ¿cómo dejaron que
partiera?». Y abandonó de inmediato la casa de Gaganov. Sin
embargo, dicen haberlo visto
875
estado sentado con un lápiz en la mano y un cuaderno frente
los ojos. Hacía poco que estaba en la ciudad; había alquilado un
cuarto en una casa propiedad de dos hermanas de la clase
artesana, en una apartada callejuela, donde vivía solo,
esperando marcharse pronto. Una reunión en su domicilio
pasaría enteramente inadvertida. Este chico raro se distinguía
por su inusitado mutismo; podía pasar siete noches seguidas
sentado en medio de un grupo bullicioso enardecido en la
conversación más apasionante, sin decir ni una palabra,
aunque escuchando con aguda atención y clavando sus ojos de
niño en los que hablaban. Tenía una cara bonita que hasta
parecía inteligente. No pertenecía al grupo de los cinco; nuestra
gente suponía que traía de alguna parte instrucciones
especiales de índole ejecutiva. Ahora se sabe que no tenía
instrucciones de nadie y que probablemente ni siquiera
comprendía el papel que desempeñaba. Sencillamente había
caído bajo el hechizo de Piotr Stepanovich, con quien se había
relacionado hacía poco tiempo. Si hubiera conocido a un
monstruo precozmente corrupto que lo hubiese incitado con
cualquier pretexto socialista y romántico a juntar una cuadrilla
de bandidos y, como prueba de lealtad, matar y robar al primer
campesino con que se tropezara, lo habría hecho sin dudar. Su
madre estaba enferma en algún lugar, y él le enviaba parte de
su escaso sueldo. ¡Es fácil pensar cómo besaría ella esa
cabecita rubia, cómo temblaría y rezaría por ella! Me detengo
tanto en estos detalles porque el chico me daba mucha lástima.
876
Los «nuestros» estaban convulsionados. Los sucesos de la
noche anterior los habían sorprendido enormemente y, además,
atemorizado. El trivial, aunque sistemático, escándalo en el que
hasta allí habían participado con tanto celo terminaba de modo
inesperado. El incendio nocturno, el asesinato de los Lebiadkin,
el linchamiento popular de Liza, todo eso era tan pasmoso que
no hubo posibilidad de presagio. Tachaban con ardor de
despótica y falaz la mano que los guiaba. En suma, mientras
esperaban a Piotr Stepanovich se instigaban mutuamente, al
punto de que acordaron pedirle de nuevo una explicación
categórica, y si, como había ocurrido antes, él se negaba otra
vez a darla, disolverían el grupo de cinco y crearían una nueva
sociedad secreta «para la propaganda de ideas», que lo
sustituyera en consonancia con los principios de democracia e
igualdad. Liputin, Shigaliov y el especialista en el campesinado
apoyaban el proyecto. Liamshin, si bien no decía nada, parecía
estar conforme. Virginski titubeaba y quería oír primero lo que
Piotr Stepanovich tuviera que decir. Decidieron escucharlo.
Erkel no decía palabra. Se limitó a pedir té, que él mismo fue a
buscar y trajo en vasos, sobre una bandeja, sin el samovar y sin
permitir a la criada entrar en la habitación.
877
asistentes. No soltó el sombrero de las manos y rehusó el té que
le ofrecieron. El enojo, la severidad y la arrogancia se dibujaban
en su rostro. De seguro que por las caras notó de inmediato que
estaban «amotinados».
—¿Y qué relación tienen con la causa común las intrigas del
señor Stavrogin? —preguntó furioso Liputin—. Aun si de algún
modo misterioso pertenece al centro, si es que efectivamente
existe ese fantástico centro, nosotros no queremos saber nada
de ello. Mientras tanto se ha cometido un asesinato y la policía
está sobre aviso. Si sigue la pista llegará hasta nosotros.
878
—Si los atrapan a usted y a Stavrogin, nos atraparán a nosotros
también — agregó el especialista en el campesinado.
—¿Por nosotros?
—Pero, ¿no fue usted mismo quien sugirió que sería una buena
idea dejarlo leer los versos?
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rumoreaban por ahí y se lo ha creído. Tiene usted miedo.
Stavrogin no es tan estúpido, y la prueba es que se ha
marchado hoy a las doce después de entrevistarse con el
vicegobernador. De haber estado implicado en ello, no lo
habrían dejado marcharse a Petersburgo en pleno día.
880
—La he mostrado sólo para que estén ustedes al corriente y
porque sé lo sentimentales que son en lo que concierne a
Lebiadkin —repitió Piotr Stepanovich recuperando la carta—.
De manera, señores, que por pura casualidad Fedka nos ha
librado de un sujeto peligroso. ¡Ahí tienen lo que a veces son las
casualidades! Instructivo, ¿no lo creen así?
881
—¿Entonces lo están negando? Entonces yo afirmo que fueron
ustedes los que prendieron fuego a la ciudad. No hay otro
culpable más que ustedes. Les ruego ahora, señores, que dejen
de mentir porque tengo informes que lo prueban. Su
obstinación puso en peligro la causa común. Ustedes son sólo
un eslabón en una larga cadena y están obligados a obedecer
ciegamente al centro. Y, no obstante, tres de ustedes indujeron
a los obreros de Shpigulin a provocar el incendio sin ninguna
orden mía y el incendio tuvo, en efecto, lugar.
882
—Porque estaba debajo de la mesa. No se preocupen, señores.
Conozco todos sus pasos. ¿Y usted, Liputin, se sonríe con
sarcasmo? Sepa que yo sé, por
—Hágalo.
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rural, promover el cinismo y el escándalo, el descreimiento en
todo lo habido y por haber, el ansia de algo mejor y, por último,
recurriendo a los incendios como medio especialmente eficaz
para sobresaltar al pueblo, llevar el país a la desesperación si
ello es necesario. ¿No son éstas sus palabras, que he tratado de
repetir al pie de la letra? ¿No es ése el programa de acción que
nos comunicó usted como representante autorizado del comité
central, del que todavía no sabemos absolutamente nada y que
hasta la fecha es para nosotros casi un mito?
884
—¡De obstinación! —increpó Piotr Stepanovich furioso—.
Mientras yo estoy aquí, ustedes no deben atreverse a obrar sin
mi permiso. ¡Ya basta!
885
titubeando y no le he puesto la mano encima. Pero lo del
incendio lo ha decidido: está conmocionado y ya no dudará.
Mañana nos detendrán como incendiarios y delincuentes
políticos.
886
confiada y, una vez allí, “ajustarle las cuentas”. Se detuvo en
excesivos detalles absolutamente innecesarios, que pasamos
aquí por alto, y explicó puntualmente las relaciones ambiguas,
ya conocidas del lector, que en la actualidad mantenía Shatov
con la Sociedad central.
—Sí, esto está bien —apuntó Liputin dudoso—, pero una vez
más habrá... una aventura de ese género... y puede resultar
demasiado sensacional.
887
compromiso especial y que desea serle útil. Más no puedo
decirles. Mañana, después de lo de Shatov, le dictaré la nota en
que se declarará causante de la muerte de Shatov. Lo cual no
parecerá extraño. En la nota quedará bien claro que fueron
amigos, que viajaron a América, donde pelearon. Si es
necesario le dictaremos algo más a Kirillov, por ejemplo, lo de
las proclamas revolucionarias. Y lo del incendio también. Dejen
eso en mis manos. No se preocupen. No tiene prejuicios y
firmará cualquier cosa.
888
abajo, pero sólo por la insubordinación y deslealtad de ustedes.
De ser así, que cada cual se vaya por su lado ahora mismo.
Pero sepan que en tal caso, además del disgusto de la delación
de Shatov y sus consecuencias, tendrán que cargar con otro
pequeño disgusto, del que se les advirtió severamente cuando
se formó la unión... En cuanto a mí, señores, no les tengo mucho
miedo... No vayan a fantasear con la idea de que estoy ligado a
ustedes... Sin embargo, eso nada tiene que ver.
889
—Yo estoy a favor de la causa común —declaró Virginski de
pronto.
890
en todo y no había otro principio en donde ampararse, pero así
y todo...
891
de María Timofeyevna— y que tomaría la decisión sobre la
marcha.
892
odiaba a Piotr Stepanovich, y no por temerle, sino por la
arrogancia con que éste le trataba. Ahora que tenía que
resolver si haría lo que éste había proyectado para él, rabiaba
por dentro más que todos los otros juntos. ¡Ay, bien sabía que,
—Quiero un bistec.
—¿Y qué?
893
—Que esperen. Sería una tontería que volviera usted allí. Con
este negocio de ustedes no he comido en todo el día. Y cuanto
más tarde lleguemos a casa de Kirillov, más seguros estaremos
de encontrarlo.
—Ya que usted no está haciendo nada, lea esto —dijo Piotr
Stepanovich acercándole un papel.
894
—Guárdeselo, ya hablaremos más tarde. Pero en todo caso,
¿qué opina? Liputin se estremeció.
895
—Creía que era usted fourierista.
896
—Peor y más indigno es que haya usted abrazado una causa
sin creer en ella... y que venga ahora corriendo como perro
roñoso.
897
por allí. De inmediato, el tablón fue puesto en su lugar. Era la
entrada secreta por la que Fedka venía a visitar a Kirillov.
—¿Hoy?
898
—Me da igual. Pero ahora, ¿se va a quedar mucho tiempo?
899
—Pero sí sé una cosa —agregó con brusquedad—, y es que no
hay prejuicio que impida a ninguno de nosotros cumplir con su
deber.
—¿Stavrogin se ha marchado?
—Sí.
—Bien hecho.
—Usted es divertido.
—Sí; pero fue usted quien unió su plan con nuestros proyectos.
Contando con su plan nosotros ya hemos hecho algo; de modo
que ahora no puede echarse atrás porque nos engañaría.
900
—Sí, lo sé. Es su libre voluntad, y nosotros no nos metemos en
ella, siempre y cuando usted cumpla lo que se ha propuesto
hacer.
—No, no me acobardo.
—¿Otra pregunta?
901
así lo desea, me instalo en el escalón de entrada mientras usted
piensa que no soy inteligente y que, además, como hombre
estoy infinitamente por debajo de usted.
—Sí.
902
—¿Y no yo de la idea? Eso está bien. Tiene algo de juicio. Sólo
que me está tomando el pelo y yo soy orgulloso.
—Con que teme que yo..., que aun ahora podría, si... ¿Dónde
está? ¿En la cocina?
903
donde, tras un tabique, la cocinera solía poner su catre. Allí, en
un rincón bajo los iconos, estaba Fedka, sentado a una mesa de
pino sin mantel. Tenía delante una botella de medio litro, un
plato con pan y, en una cazuela de loza, un trozo de carne fría
con papas. Comía despacio y estaba ya medio ebrio, pero
llevaba puesta la chaqueta y era evidente que estaba por
marcharse. Tras el tabique hervía el samovar, pero no para
Fedka, que durante una semana había soplado las brasas todas
las noches, sino para «Aleksei Nilych, que tenía la costumbre de
beber té de noche». Creo firmemente que, como no tenía
cocinera, fue el propio Kirillov quien le había cocinado a Fedka
la carne y las papas esa mañana.
904
de darse cuenta del peligro. Liputin observaba la escena con
curiosidad desde el cuartucho oscuro, en lo alto de los
escalones.
905
que será de nosotros en el tiempo del futuro, y en qué se
cambiarán todas las criaturas y todas las bestias del
Apocalipsis. Pero tú, como ídolo sin seso que eres, sigues
emperrado en tu ceguera y mudez; y a eso has llevado también
al alférez Erkel, igualito que ese seductor maligno llamado el
ateo...
—¡Perro borracho! ¡Él es quien roba los iconos y ahora nos viene
a predicar!
906
así de insignificante, te mataría ahora mismo sin moverme de
aquí.
907
Con aire triunfal Fedka gritó «¡Ahí lo tiene! ¡Agárrelo!» a Kirillov.
Dicho esto recogió su gorro, sacó sus pertenencias de debajo
del banco y se fue. Piotr Stepanovich yacía inconsciente,
respirando a duras penas. Liputin pensó que Fedka lo había
matado. Kirillov corrió hasta la cocina pidiendo agua, que sacó
de un cubo con un cucharón de hierro. Luego roció la cabeza
del caído. Piotr Stepanovich reaccionó lentamente y en cuanto
pudo ver a Liputin, que lo espiaba desde la cocina, se sonrió
con su odiosa sonrisa y se puso de pie de un salto, recogiendo
el revólver del suelo.
¿me entiende?
908
Liputin tuvo en cuenta el revólver y recordaba todavía trémulo
la escena que había presenciado; pero la respuesta, repentina e
involuntaria, le vino por sí sola a los labios.
909
Pero ahora ese si se concretaba de pronto y del modo más
imprevisto. Ese pensamiento desesperado con que había ido a
casa de Kirillov, después del
910
sin embargo por una fuerza terrible y ajena; y aunque tenía
pasaporte para el extranjero y podía escaparse de Shatov
(porque, de otro modo, ¿para qué apresurarse?), no se
escaparía antes del asesinato de Shatov, ni de Shatov, sino
después del asesinato, cuando todo hubiera quedado decidido,
firmado y sellado. Con angustia intolerable, temblando de
continuo y asombrándose de sí mismo, unas veces gimiendo,
otras conteniendo el aliento, logró de algún modo permanecer
así, encerrado y tumbado en el sofá, hasta las once del día
siguiente. Fue entonces cuando tuvo la sacudida que venía
esperando y que lo confirmó en su resolución. A las once,
cuando abrió la puerta y se reunió con sus familiares, se enteró
por ellos de que Fedka, el ladrón fugado de presidio que tanto
terror causaba a todos, el saqueador de iglesias, el asesino e
incendiario del día antes, tras el que iba la policía sin conseguir
apresarlo, había sido hallado asesinado esa mañana temprano
a siete verstas de la ciudad, en el sitio en que la carretera
tuerce hacia la aldea de Zaharino, y de que toda la gente
estaba ya hablando de ello. Enseguida, salió de la casa para
averiguar más detalles y se enteró de que a Fedka le habían
robado y hundido el cráneo. Además, la policía tenía ya
bastantes motivos para sospechar, y aun datos fidedignos para
concluir, que su asesino había sido Fomka, obrero de Shpigulin,
el mismo que había sido su cómplice en el asesinato de los
Lebiadkin y el posterior incendio de la casa; y que al parecer
habían reñido en el camino por una suma fuerte de dinero
sustraída a los Lebiadkin que por lo visto Fedka tenía
911
escondida... Liputin fue corriendo al hospedaje de Piotr
Stepanovich y logró averiguar, en la puerta trasera y en
secreto, que aunque éste no había vuelto hasta la una de la
912
había estado en casa de María Timofeyevna. Sé que a la
mañana siguiente fue a ver los cadáveres, pero, según tengo
entendido, no declaró ante la policía. Pero cuando ese día
llegaba a su fin, se produjo en su espíritu una verdadera
tempestad y... creo poder afirmar sin equivocarme que hubo un
momento en el que quiso salir y contarlo todo. Cuál era el
contenido de ese todo, sólo él lo sabía. Claro que lo único que
habría logrado hubiera sido delatarse a sí mismo. No tenía
prueba alguna de la culpabilidad de quienes habían cometido
esos crímenes; mejor aún, no tenía más que vagas conjeturas
que sólo para él equivalían a certidumbre. Pero estaba
dispuesto a destruirse a sí mismo con tal de «aplastar a los
inescrupulosos» —tales eran sus propias palabras—. Piotr
Stepanovich había adivinado con bastante acierto ese impulso
suyo, y sabía bien lo mucho que arriesgaba si aplazaba hasta el
día siguiente la ejecución de su nuevo y horrendo proyecto.
Como siempre, tenía absoluta confianza en sí mismo y sentía
desprecio por toda aquella «gentuza» y, en particular, por
Shatov. Hacía largo tiempo que despreciaba a Shatov por su
«idiotez gemebunda», como la llamaba cuando ambos estaban
aún en el extranjero, y estaba seguro de poder manejarlo y
controlarlo. No iba a quitarle la vista de encima en todo el día e
iba a cerrarle el paso ante la primera señal de peligro. Sin
embargo, lo que salvó a los
913
Cerca de las ocho de la noche (cuando «los cinco» estaban
reunidos en la casa de Erkel, esperando indignados e inquietos
a Piotr Stepanovich), Shatov estaba tendido en su cama, en
completa oscuridad. Tenía dolor de cabeza y una fiebre ligera.
Lo atormentaba la incertidumbre, estaba enfadado consigo
mismo, trataba de tomar una decisión pero sin lograrlo y
presentía, maldiciéndose, que todo quedaría al cabo en agua
de borrajas. Poco a poco fue cayendo en un breve sopor y tuvo
una pesadilla.
914
—Si es usted Shatov —le respondió desde abajo una voz firme y
bronca—, tenga la bondad de contestarme honrada y
francamente si quiere o no permitirme entrar.
915
—Pero, señora, usted me dijo que iba a la calle Voznesenskaya
y ésta es la Bogoyavlenskaya. La calleja Voznesenskaya está
lejísimos de aquí. Mire mi caballo. Está empapado de sudor.
916
María Shatova lo examinó con rápida mirada.
—¡No irás a un hotel, Marie, no debes ir! ¿A qué hotel? ¿Por qué?
¿Por qué? —imploró con las manos juntas.
917
me haya arrepentido de nada. Por favor, no piense semejante
idiotez.
—¡Oh, Marie! ¡No hay por qué decir eso, no hay por qué decirlo!
— murmuró Shatov con vaguedad.
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«Te quiero». Conociendo, como conozco, a Shatov puedo
afirmar que nunca se habría permitido pensar que una mujer
pudiera decirle: «Te quiero». Era rudamente pudoroso y casto,
se consideraba a sí mismo un verdadero monstruo, detestaba
su propio rostro y carácter, y se equiparaba a uno de esos
919
mujer de veinticinco años, de dura naturaleza, de más que
mediana estatura (más alta que Shatov), abundante cabello
castaño oscuro, rostro pálido y ovalado y grandes ojos negros
que ahora despedían un brillo febril. Ahora bien, la energía
saltarina, cándida y afable de antes, que él tan bien conocía, se
había cambiado ahora en torva irritación, en desengaño, en
algo así como cinismo, al que aún no se acostumbraba y del
que ella misma se resentía.
—¡Voy enseguida por leña... por alguna leña..., tengo leña! —dijo
Shatov, yendo y viniendo agitado por el cuarto—. Leña..., lo que
es leña, bueno... pero traigo el té enseguida —dijo haciendo con
920
la mano un gesto como de resolución desesperada, y tomando
su gorra.
921
—Kirillov, en América estuvimos tumbados uno junto a otro... Mi
mujer ha vuelto a casa... Yo..., déme el té... Necesito el samovar.
922
—Marie, estás enferma, eso es señal de enfermedad... —observó
Shatov con timidez mientras le servía.
—Dos... abajo...
923
—Y los dos tan inteligentes. ¿Qué es eso de abajo? ¿Dijo usted
abajo?
—No, no es nada.
—Lo que le he querido decir es que ahora somos dos los que
vivimos en el patio, pero que antes vivían abajo los Lebiadkin...
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puntillas al pasillo. En un rincón, en lo alto de la escalera, volvió
la cara a la pared y estuvo quieto y en silencio diez minutos.
Habría seguido más tiempo en esa postura si de pronto no
hubiera oído abajo pasos leves y furtivos. Alguien subía. Shatov
recordó que había olvidado cerrar la puerta de la valla.
—¿Ivan Shatov?
Cuando volvió con la vela vio allí a un joven oficial del ejército.
No sabía su nombre, pero lo había visto en alguna parte.
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airadamente, pero hablando aún en voz baja—, acaba usted de
hacerme una seña con la mano al tomar la mía. ¡Sepa que esas
señas me importan un comino! No las reconozco..., no quiero
reconocerlas... ¿Sabe que puedo tirarlo escaleras abajo en este
instante?
—¿Nada más?
—¿Quién lo mandó?
926
—Entiendo que no estuviera usted solo. En fin, ¡qué demonio!
¿Por qué no ha venido Liputin personalmente?
Shatov le miró.
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Erkel lo miraba tranquilo y sereno, pero por lo visto sin
comprender.
«¡Idiota!».
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—Creí que había dicho usted algo.
929
acaloramiento —quizá hasta sin darse cuenta— que había
vuelto su mujer, Erkel fue bastante astuto para no mostrar
curiosidad, no obstante cruzarle por la mente la sospecha de
que el regreso de la esposa sería por demás significativo para
lograr el éxito esperado... Y así sucedió en efecto: ese hecho fue
lo único que salvó a los
930
queja. Pero lo que es mal humor, sí que lo tiene. Es la
enfermedad. Hasta un ángel tendría mal humor si estuviera
enfermo. Debe de tener la frente seca y ardiendo..., ¡y qué
ojeras! Sin embargo, hay que ver lo hermoso que es ese rostro
oval y lo espléndido que es ese pelo...».
931
sin despertarla. Hay que intentarlo. Quizá cuando se levante
quiera comer la ternera. Pero eso será más tarde. Kirillov no
pega un ojo en toda la noche. ¿Con qué puedo taparla? Duerme
a pierna suelta, pero seguramente tiene frío...».
932
falsa. ¿O acaso cree que vengo a aprovecharme de su
beneficencia? ¡Vamos, acuéstese en su cama, que yo me echaré
en unas sillas en el rincón!
—¡Pavadas!
933
—¿Cómo que qué es eso, Marie? —dijo Shatov sin comprender—
. ¿Qué es lo que preguntas? ¡Ay, Dios mío, qué desacierto!
Perdona, Marie, no entiendo nada.
934
—El lector local y, en general, todo el que vive aquí, Marie.
—¿Y por qué no lo dice más claro? «La gente», dice usted, y no
sabe quién es esa gente. No sabe usted gramática.
935
¡Oh, Marie! ¡Si supieras cuánto ha pasado en esos tres años!
Después oí decir que me despreciabas por mi cambio de ideas.
Pero ¿a quiénes volví la espalda?
—Sí, canallas hay muchos —dijo ella con voz abrupta y penosa.
Estaba acostada cual larga era, inmóvil y como temerosa de
moverse, con la cabeza hundida en la almohada, de costado,
mirando el techo con ojos febriles y cansados. Tenía la cara y
los labios resecos y ardientes.
936
—¡Cállese! ¡No quiero, no quiero! —gritó ella frenética, volviendo
de nuevo la cara hacia arriba—. ¡No se atreva a mirarme! ¡No
quiero su compasión! Camine por el cuarto, diga algo, hable...
937
subían de tono y llegaban a ser gritos—. ¡Ay, qué hombre más
inaguantable! ¡Qué hombre más detestable! —gritó,
retorciéndose sin poder ya contenerse, y apartando a
empujones a Shatov, que se inclinaba sobre ella.
938
—¿Cómo iba a saberlo cuando llegué aquí? ¿Habría venido aquí
en ese caso? Me dijeron que faltaban todavía diez días. ¿A
dónde va usted? ¿A dónde va? ¡Le prohíbo que se vaya!
—¿Qué? ¿Cómo?
939
—¿Está seguro?
—¡Horrible mujer!
¡Y ya la está maldiciendo!
940
—No venga. Mientras voy a buscar a Virginskaya, acérquese de
vez en cuando a la escalera y escuche sin hacer ruido. Pero no
se atreva a entrar, porque la asustaría. No entre por nada del
mundo; escuche tan sólo... pero si pasa algo horrible... si algo
horrible ocurre, entre.
941
no le importaría el asunto. Eso era lo que pensaba Piotr
Verhovenski de Kirillov. También Liputin había notado que no se
había mentado a Shatov, no obstante lo prometido por Piotr
Verhovenski, pero tan agitado estaba que no pudo protestar.
Tuvo que llamar largo rato a la puerta, pues hacía tiempo que
todos dormían; pero no dudó en golpear con furia las ventanas.
Un perro encadenado en el patio intentaba soltarse mientras
ladraba rabiosamente. Lo siguieron los perros de toda la calle,
provocando un verdadero estruendo de ladridos.
—¿Por qué golpea usted de ese modo y qué necesita? —se oyó
por fin en la ventana la mansa voz del propio Virginski, que no
correspondía al calibre del
942
—No puede atender a todo aquel que se presente. Menos de
noche... ¡Vaya a buscar a la Maksheyeva y deje de armar ese
alboroto! —gruñó la irritada voz de la mujer. Se oía cómo
Virginski trataba de calmarla, pero la vieja solterona lo apartó a
empujones sin dejar de gritar.
—¿María Ignatyevna?
943
—¿Hace mucho que llegó? —volvió a preguntar madame
Virginskaya.
944
vigilancia y presteza: Liamshin había pasado la noche
temblando y no había podido cerrar
945
—¡Pensar que tiene usted ideas tan canallescas...! Sé a qué
alude... ¡Espere, espere, y por lo que más quiera deje de golpear!
¿Quién tiene dinero de noche?
946
¿Acaba usted de decir que había ido? Bien sabe usted que no
es verdad. Vea, vea cómo está mintiendo a cada paso.
947
Shatov aporreó por tercera vez el marco de la ventana.
—¿A qué vienen esos insultos? Voy a encender una vela. Mire,
ha roto el cristal... ¿A quién se le ocurre blasfemar así de noche?
Aquí tiene —dijo dándole un billete por la ventana.
—Le juro que no puedo darle más. ¡Aunque me mate! ¡No puedo!
Pasado mañana podré dárselo todo, pero ahora es
absolutamente imposible.
—Bueno, tome. Aquí tiene más; vea, aquí hay más, y eso es todo
lo que le doy. Aunque brame y siga bramando no le doy más.
No le doy más, haga lo que haga. ¡No, no y no!
948
—¡Espere, espere! —gritó furioso a Shatov, que ya salía
corriendo—.
949
a sí mismo a fin de destruir a otros debería tener otro aspecto
que el que en realidad presentaba. En suma, Arina Prohorovna
resolvió corroborar los hechos con sus propios ojos. Virginski
quedó muy contento de su decisión, como si le hubiesen
quitado un gran peso de encima. Llegó hasta abrigar una
esperanza: el aspecto de Shatov le parecía de todo punto
incompatible con las conjeturas de Verhovenski...
950
mismo, si usted quiere, mando al niño al orfanato, y que lo críen
en el campo; y ahí terminará todo este asunto. Y mientras tanto
usted se repondrá, podrá dedicarse a un trabajo racional y en
poco tiempo ya le habrá pagado a Shatov lo que le adeuda por
el alojamiento y demás, que no será gran cosa...
951
toda la calle. Yo no me meto donde no me llaman y he venido
sólo por usted, por cuestión de principios, porque todos
tenemos el deber de ayudarnos mutuamente. Eso es lo que le
dije a él antes de salir de casa. Si cree usted que estoy de más,
adiós. Espero sólo que no haya contratiempos que pudieran
evitarse fácilmente.
¡Vaya comedia!
952
—¡Cállese o déjeme morir sola! ¡Ni una palabra más! ¡No quiero,
no quiero! —gritó Marie.
953
la pared, sin que se atreva a mirarla, y al momento siguiente, si
se aleja un instante, se pone usted a llorar. Puede que empiece
a figurarme algo. ¡Vamos, no sea tonta y no se ofenda, que lo
digo sólo en broma!
954
Kirillov se recuperó y, extrañamente, empezó a hablar con
mucha más coherencia que nunca. Era evidente que venía
pensando en el asunto hace rato y que incluso llevaba todo lo
que estaba diciendo escrito previamente.
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—Una vez cada tres días o una vez a la semana.
—No.
—Pues los sufrirá. Tenga cuidado, Kirillov. He oído decir que así
empiezan los ataques. Un epiléptico me describió
detalladamente la sensación que precede al ataque: en todo
punto como lo ha dicho usted. Dijo también que duraba cinco
segundos y que era imposible resistirla más tiempo. Recuerde el
jarro de Mahoma, del que no se derramaba una gota de agua
mientras el Profeta daba a caballo una vuelta al Paraíso. El
jarro son los cinco segundos. Eso se parece mucho a la armonía
de usted, y Mahoma fue epiléptico. Tenga cuidado, Kirillov; eso
es epilepsia.
—No habrá tiempo para ello —dijo Kirillov con sonrisa apacible.
956
trataba a sus clientes con más severidad que dulzura, lo que no
le impedía trabajar con gran pericia. Amanecía. De pronto,
Arina Prohorovna supuso que Shatov había salido a la escalera
para rezar y empezó a reír. Marie también rompió a reír, con
risa maligna, ponzoñosa, como si en ello encontrase alivio.
Terminaron por expulsar a Shatov sin más contemplaciones. La
mañana repuntaba húmeda y fría. Shatov, en un rincón, juntó la
cara a la pared, lo mismo que había hecho la víspera, cuando
vino Erkel. No dejaba de temblar, sentía miedo de pensar, pero
su mente se aferraba a toda imagen que en ella surgía, como
acontece en los sueños. Se veía de continuo arrebatado por sus
fantasías, que, a su vez, se deshacían sin cesar como hilo viejo.
De la habitación salían atroces alaridos animales, intolerables,
increíbles. Quería taparse los oídos, pero no podía. Cayó de
rodillas, repitiendo inconscientemente: ¿Marie, Marie? Luego se
oyó de pronto un grito, un nuevo grito, que le hizo estremecerse
e incorporarse de un salto, el grito débil y discordante de una
criatura. Se persignó y corrió a la habitación. Arina Prohorovna
tenía en brazos un minúsculo ser humano, rojo y cubierto de
arrugas, que gritaba y agitaba brazos y piernas,
lamentablemente impotente, y que parecía, como una partícula
de polvo, estar a merced del menor soplo de aire, pero chillando
como si quisiese hacer valer su pleno derecho a vivir...
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una mirada enteramente nueva que Shatov no podía descifrar.
No recordaba haber visto antes en ella mirada semejante.
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Shatov, aturdido y embelesado, murmuraba palabras
inconexas. Era como si algo le agitara la cabeza y desbordara
de su alma, a pesar suyo.
—Es mi hijo.
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Los hombres no pueden vivir sin frases bonitas. Bueno, bueno,
muy bien; pero, señores míos, tengo que irme
960
Y se sentó junto a la ventana, detrás del sofá para que no
pudiera verlo. Pero no había pasado un minuto cuando lo llamó
y le pidió quejumbrosa que le arreglara la almohada. Él se puso
a hacerlo, mientras ella miraba enfurruñada la pared.
—¡No, así no, así no...! ¡Qué manos más torpes! Él volvió a
intentarlo.
—¡Marie!
961
jovencita inconsciente. Todo parecía haber cambiado. Shatov
lloraba como un mocoso, o bien hablaba arrebatado, como una
cotorra, a tontas y a locas. Le besaba las manos. Ella lo
escuchaba extasiada, quizá sin entender palabra, pero
acariciándolo con la mano débil. Él le habló de Kirillov, de cómo
empezarían a vivir «una vida nueva» y «para siempre», de la
existencia de Dios; de lo bueno que era todo el mundo... En
medio de su entusiasmo sacaron de nuevo al niño para
contemplarlo.
962
—Marie, cálmate. ¡Estás muy nerviosa!
963
—¡No entre! —murmuró Shatov; y tomándolo impulsivamente de
la mano lo obligó a volver a la puerta—. Espere aquí, que
enseguida vuelvo. ¡Me había olvidado de usted por completo!
¡Ay, cómo me lo recuerda usted ahora!
964
—Le ruego encarecidamente que no lo tome —respondió Erkel—
. Han puesto mucho énfasis en este punto porque el cochero
sería un testigo.
965
Liamshin estaba en cama, bastante enfermo, tenía la cabeza
cubierta con una manta. Cuando vio entrar a Virginski se
sobresaltó y en cuanto éste empezó a hablar, agitó
violentamente las manos bajo la manta, rogándole que lo
dejara en paz. De todas maneras escuchó cuanto le dijo de
Shatov, y por algún motivo se sorprendió mucho cuando
Virginski le dijo que no había encontrado a nadie en casa.
Parecía enterado también (por Liputin) de la muerte de Fedka,
de la que dio rápida y confusa cuenta a Virginski, a quien ahora
le tocó por su parte sorprenderse. Cuando Virginski volvió a
preguntar sobre si debían ir o no, volvió a rogarle, con grandes
aspavientos, que lo dejara en paz, que él nada sabía y nada
tenía que ver con el asunto.
966
patrimonio del Estado. Enormes pinos centenarios se
destacaban en las tinieblas como manchas yerras y sombrías.
En aquella oscuridad apenas se podían ver unos a otros a dos
pasos de distancia, pero Piotr Stepanovich, Liputin y más tarde
Erkel habían traído faroles. En tiempo inmemorial, sin que se
supiese para qué o cuándo, se había construido allí con piedra
sin labrar una gruta un tanto absurda. La mesa y los bancos
que había habido dentro de la gruta hacía ya tiempo que se
habían desmoronado y convertido en polvo. A unos doscientos
pasos a la derecha estaba el tercer estanque del parque. Estos
tres estanques, que empezaban en la casa, iban uno tras otro
en fila algo más de una versta hasta el lindero mismo del
parque. Nadie podía imaginar que a los ocupantes de la
mansión de Stavrogin pudiera llegar ruido alguno, o grito o
incluso disparo. Con la marcha de Nikolai Vsevolodovich el día
antes y la ausencia de Aleksei Yegorovich sólo quedaban en la
casa cinco o seis personas, todas ellas, por así decirlo, inválidas.
En todo caso, cabía suponer con toda seguridad que si alguno
de los ocupantes solitarios de la casa oyera voces o gritos de
socorro, su única reacción sería el espanto y que ninguno de
ellos dejaría el calor de la estufa o el cómodo sillón para ir en
ayuda de nadie.
Sobre las seis y veinte casi todos estaban allí, salvo Erkel, a
quien se había enviado a recoger a Shatov. Piotr Stepanovich
no se hizo esperar en esa ocasión;
967
llegó con Tolkachenko, al que se lo notaba preocupado. Su
arrojo petulante y su pretendida arrogancia se habían
esfumado. Apenas se apartaba de Piotr Stepanovich, de quien,
por lo visto, se había convertido de súbito en fiel secuaz. A
menudo se acercaba a él y le susurraba algo con aire inquieto,
pero Piotr Stepanovich apenas le respondía o murmuraba
irritado alguna palabra para quitárselo de encima.
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—Señores —Piotr Stepanovich levantó la voz por primera vez y
produjo una reacción en los presentes—. Creo que deben darse
cuenta de que ésta no es ocasión para perder el tiempo en
discusiones. Ayer se dijo todo y todo quedó analizado
abiertamente y sin rodeos. Pero, por lo que veo por sus caras,
puede que alguien quisiera hacer una declaración. Si es así, que
se dé prisa. ¡Qué demonios! Queda poco tiempo y Erkel puede
llegar con él en cualquier momento...
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—Señores, espero que cada uno cumpla con su deber —
comentó impaciente Piotr Stepanovich.
970
—En ese caso, sepa que Shatov considera esa delación como
un deber público, como su más honda convicción; y la prueba
es que, hasta cierto punto, él también se pone en peligro ante
las autoridades, aunque, por supuesto, le perdonarán mucho los
informes que les dé. Un hombre como ése no abandona su
propósito. Ninguna felicidad lo apartará de su meta. Un día
más y caerá en la cuenta, se colmará a sí mismo de reproches,
irá derecho a la policía y presentará la denuncia. Aparte de que
yo no veo felicidad alguna en que haya vuelto su mujer al cabo
de tres años para dar a luz en casa de él al hijo de Stavrogin.
971
—¡Protesto, protesto! —repitió Virginski.
972
peligro. Siempre habrá un imbécil que, temblando de pánico en
el último momento, irá corriendo a las autoridades y gritando.
«¡Ay, perdónenme, y les diré quiénes son los demás!». Pero
sepan, señores, que en estos momentos ya no los perdonarán
por mucho que delaten. Aunque les rebajen la condena,
quedará Siberia para cada uno de ustedes, sin contar la
venganza que les vendría de otro lado; y sepan que esa
venganza será mucho más rigurosa que el castigo impuesto por
el gobierno.
973
su momento de peligro. Me voy, no por miedo a ese peligro o
por simpatía a Shatov, a quien no tengo ganas de abrazar; sino
porque todo este asunto, se lo mire como se lo mire, va en
contra de lo que yo considero mi programa. En cuanto a que yo
los denuncie o esté a sueldo del gobierno, pueden estar
completamente tranquilos. No habrá denuncia.
974
con otro silbido, según lo acordado la víspera (para ello, como
desconfiaba de poder hacerlo con su boca desdentada, había
comprado un silbato de arcilla esa mañana en el mercado). Al
venir, Erkel había advertido a Shatov que silbarían para que
éste no sospechara nada.
975
inmovilizaron en el suelo. Fue entonces cuando salió Piotr
Stepanovich con su revólver. Gracias a la luz de tres faroles, se
presume que Shatov tuvo tiempo de girar la cabeza, verlo y
reconocerlo. Shatov lanzó de pronto un grito breve y
desesperado, pero no le dieron tiempo a que siguiera gritando.
Piotr Stepanovich, diestra y firmemente, le puso el revólver en la
frente, lo apretó contra ella y disparó. Prácticamente no se oyó
el disparo en Skvoreshniki. Shigaliov sí lo oyó, teniendo en
cuenta que apenas había tenido tiempo de alejarse trescientos
pasos de allí; oyó tanto el grito como el disparo, pero, según
declaró más tarde, no volvió sobre sus pasos y ni siquiera se
detuvo. La muerte fue casi instantánea. Aunque era evidente
que estaba aterrado, Piotr Stepanovich fue el único que no
perdió la cabeza. Ya en cuclillas revisó los bolsillos del muerto
con la mano rápida y firme. Dinero no había (el portamonedas
había quedado bajo la almohada de María Ignatyevna); sólo se
hallaron dos o tres trozos de papel sin importancia, una nota de
su oficina, el título de un libro y la vieja cuenta de un
restaurante en el extranjero que, Dios sabe por qué, había
llevado dos años en el bolsillo. Los trozos de papel Piotr
Stepanovich los metió en su propio bolsillo, y al notar de pronto
que sus secuaces se habían congregado en torno de él, mirando
el cadáver y sin hacer nada, se alteró aún más y empezó a
hostigarlos y a decirles que se despabilaran. Tolkachenko y
Erkel, tomando conciencia de la situación, fueron corriendo a la
gruta y al momento trajeron dos piedras que allí tenían
dispuestas desde esa mañana, cada una de veinte libras, y
976
atadas fuertemente con cuerdas. Como tenían el propósito de
llevar el cadáver al estanque más cercano (el tercero) y echarlo
allí al fondo, procedieron a atarle una piedra a los pies y otra al
cuello. Eso lo hizo Piotr Stepanovich; Tolkachenko y Erkel
levantaron las piedras y se las dieron. Erkel le dio la primera, y
mientras Piotr Stepanovich, rezongando y blasfemando, ataba
los pies del cadáver y amarraba ellos a esa primera piedra,
Tolkachenko tuvo la otra en las manos bastante tiempo,
sosteniéndola a plomo, con el cuerpo encorvado hacia delante,
se diría que casi con respeto, preparado para entregarla
cuando se le pidiera, y sin pensar siquiera un momento en
depositarla mientras tanto en el suelo. Cuando por fin quedaron
amarradas ambas piedras, Piotr Stepanovich se incorporó para
escudriñar el semblante de sus compañeros, ocurrió de
improviso algo extraño, totalmente inesperado, que dejó
maravillados a casi todos.
977
Virginski estaba detrás de él, mirando por encima de su hombro
con curiosidad singular y casi clínica, en puntas de pie para ver
mejor. Liamshin se escondía tras Virginski, y sólo de vez en
cuando y recelosamente echaba una ojeada y volvía a
esconderse. Cuando quedaron amarradas las piedras y Piotr
Stepanovich se hubo levantado, Virginski empezó a temblar
ligeramente, entrecruzó las manos en un gesto de
desesperación y gritó a voz en cuello:
—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!
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Virginski, aterrado, se puso a salvo a diez pasos de distancia,
Liamshin, viendo a Piotr Stepanovich, rompió a chillar una vez
más y se arrojó sobre él. Tropezó con el cadáver y se cayó
sobre Piotr Stepanovich, lo atacó con tal fuerza que ni Erkel, ni
Tolkachenko, ni Liputin, pudieron hacer nada en el primer
momento. Piotr Stepanovich gritaba, insultaba mientras se
daba contra el suelo hasta que en un momento logró liberarse y
entonces sacó el revólver. Puso el cañón en la boca abierta del
vociferante Liamshin, a quien Tolkachenko, Erkel y Liputin ya
tenían agarrado de los brazos; pero Liamshin seguía aullando a
pesar del revólver. Por último, Erkel, haciendo una pelota con su
pañuelo de seda, se lo metió en la boca y de ese modo puso fin
a los gritos. Tolkachenko, mientras tanto, le ató las manos con
una cuerda.
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como quiso. Piotr Stepanovich iba a la derecha, doblado por la
cintura, con la cabeza del muerto en su hombro y sosteniendo
la piedra con la mano izquierda. Como en la primera mitad del
trayecto Tolkachenko no pensó en ayudarlo con la piedra, Piotr
Stepanovich le lanzó una blasfemia. Fue un grito único e
inesperado; todos siguieron llevando el cuerpo en silencio, y
sólo cuando llegaron a las orillas del estanque, Virginski,
encorvado bajo la carga y como abrumado por el peso, volvió a
exclamar con la misma voz ronca y plañidera de antes:
—¡Está mal, esto está mal, está mal! ¡Esto está muy mal!
980
aceptado. Sí, por desgracia, están ustedes ahora demasiado
agitados para sentirlo, sin duda lo sentirán mañana, cuando
sería ominoso no experimentarlo. Estoy dispuesto a considerar
la violencia y escandalosa excitación de Liamshin como una
especie de delirio, tanto más cuanto que, según dicen, ha
estado verdaderamente enfermo todo el día. Y a usted,
Virginski, le bastará sólo un momento de sosegada reflexión
para comprender que era imposible fiarse de una palabra de
honor si era cuestión de proteger los intereses de la causa
común, y que no había otro remedio que obrar como lo hemos
hecho. Los acontecimientos futuros demostrarán que hubo
delación. Incluso puedo dejar atrás sus exclamaciones.
Considero que no se corre ningún peligro ya que sería un
desatino sospechar de cualquiera de nosotros, sobre todo si
ustedes se comportan como es debido. Lo principal del caso,
pues, depende de ustedes y de la convicción en que, confío y
espero, se confirmarán mañana mismo. Uno de los motivos por
los cuales se han unido en una organización independiente de
hombres libres que profesan idénticas ideas ha sido el de aunar
sus energías en un momento dado y, si fuera necesario,
vigilarse mutuamente. Cada uno está obligado a responder
plenamente de sí mismo. Reciben ustedes el llamado a insuflar
vida en un organismo decrépito y prácticamente paralizado;
ténganlo siempre presente para lograr nuevos ímpetus. Sus
actos tienen como fin la destrucción de todo lo existente: el
Estado y su estructura moral. Sólo quedaremos nosotros, los
que nos hemos preparado de antemano para conquistar el
981
poder. Llevaremos con nosotros a los brillantes y pasaremos
por arriba de los imbéciles. Nunca deben perder eso de vista.
Debemos reeducar a una generación para hacerla digna de la
libertad. Nos toparemos todavía con muchos miles de Shatov.
Nos organizaremos para dirigir el curso de los acontecimientos:
es vergonzoso no apoderarse de aquello que por sí solo se nos
viene a las manos. Ahora mismo voy a ver a Kirillov y al
amanecer habrá un documento en el cual, al morir, se hará
responsable de todo por vía de explicación a las autoridades.
Nada puede ser más verosímil que tal combinación de
asesinato y suicidio. En primer lugar, estaba reñido con Shatov;
habían vivido juntos en América y, por lo tanto, habían tenido
ocasión de enemistarse. Es sabido que Shatov había cambiado
de ideas, lo que supone que la enemistad entre ellos procedía
de ese cambio y del temor a la delación; en suma, que era una
hostilidad de lo más implacable. De todo esto se dejará
constancia por escrito. Por último, se mencionará que Fedka
había estado alojado en el apartamento que Kirillov tiene en
casa de Filippov. De esta manera se aleja de ustedes cualquier
sombra de sospecha y verán que esos asnos perderán la pista.
Señores, mañana no nos veremos, tengo que aparecer por el
distrito; pero pasado mañana tendrán noticias mías. Yo les
aconsejaría que pasaran el día de mañana en casa. Ahora
debemos irnos por dos caminos
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distintos. A usted, Tolkachenko, le pido que se encargue de
Liamshin y lo lleve a casa; quizá pueda usted influir sobre él y,
sobre todo, hacerle ver cuánto se perjudica con su cobardía. De
su pariente Shigaliov, señor Virginski, tengo tan pocas dudas
como de usted mismo: no nos delatará. Sólo lamento su
proceder. No ha dicho, sin embargo, que piensa salir de la
Sociedad y sería, por lo tanto, prematuro enterrarle. ¡Bueno,
vamos, señores! Aunque los de la policía son unos asnos,
conviene tener cuidado...
—¿Y usted?
—Puede estar seguro de que los quitaré del medio a cada uno
de ustedes ante el primer intento de traición. Usted sabe bien lo
983
que le estoy diciendo. ¿Ha corrido usted dos verstas sólo para
decirme eso?
mil?
984
Por un momento Piotr Stepanovich especuló con la idea de la
denuncia, pero un rato después estaba convencido de que
nadie iba a denunciar nada. Sin embargo pensó que era muy
peligroso permitir que el grupo no continuara y se alejó
murmurando: «¡Pero qué gente asquerosa!».
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leyendas sobre aquellos tiempos; pero si algo de cierto se sabía,
lo sabían sólo los interesados. Yo, por mi parte, conjeturo que
Piotr Stepanovich bien podía estar implicado en otros lugares y
asuntos además del de nuestra ciudad, y que, en efecto, pudo
recibir aviso semejante. Es más, estoy convencido, no obstante
los recelos cínicos y alterados de Liputin, de que pudo haber
dos o tres „quintetos” además del nuestro, por ejemplo, en
Moscú y Petersburgo; y si no grupos, al menos conexiones y
amistades, y muy curiosas, por cierto, algunas de ellas. Tres
días después de su partida, se recibió de Petersburgo la orden
de detenerlo inmediatamente, no sé si por lo que había hecho
en nuestra ciudad o en otros sitios. Esa orden llegó a tiempo
para intensificar la ya abrumadora impresión de místico pavor
que de pronto se apoderó de nuestras autoridades y de la
sociedad local, asiduamente frívola hasta entonces, al
descubrirse el misterioso y significativo asesinato del
estudiante Shatov —asesinato que era ya el colmo de nuestros
disparates— y las circunstancias sumamente enigmáticas que
lo acompañaban. Pero la orden llegó tarde, Piotr Stepanovich
ya estaba en Petersburgo con nombre falso, y, sospechando lo
que estaba ocurriendo, se fugó sin perder un minuto al
extranjero... Pero me adelanto indebidamente a los
acontecimientos.
986
que lo esperaba desde hacía largo rato y con penosa
impaciencia. Estaba más pálido que de costumbre y sus ojos
negros, de mirar fijo, delataban cansancio.
—Ya pensaba que no venía usted —dijo con voz fatigosa desde
un extremo del sofá, pero sin moverse para recibir al visitante.
Piotr Stepanovich se plantó ante él y, antes de decir palabra,
clavó en él los ojos.
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eso que veo en un plato en la ventana? —interrogó mientras se
acercaba a la ventana—. ¡Pollo cocido con arroz...! Pero ¿no lo
ha probado todavía? Será porque como nos hallamos en ese
estado de ánimo... ni siquiera pollo...
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—Eso no te importa.
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—Shatov no vendrá. Usted escribirá también que ustedes
pelearon por la traición de él y su denuncia a la policía..., esta
noche..., y que le causó la muerte.
—Sin duda que lo previó usted. Mire, con este mismo revólver —
sacó el revólver, primero para mostrárselo, pero después no lo
volvió a guardar y siguió empuñándolo en la mano derecha
preparado para cualquier eventualidad—.
—Por eso y por algo más. Por mucho más. Pero lo hice sin
rencor. ¿Por qué se levanta de un salto? ¿Por qué hace esos
ademanes? ¡Ah bueno! ¡Conque ésas tenemos...!
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Se puso de pie y levantó el revólver. Lo que pasaba era en
realidad que Kirillov había agarrado su propio revólver, que
tenía, desde esa mañana, cargado y preparado en la ventana.
Piotr Stepanovich apuntó a Kirillov con el arma. Éste rió
colérico.
991
—No lo habrá.
992
dónde ha sacado esa manía de quitarse la vida. No fui yo quien
se lo sugerí y, antes de decírmelo a mí, ya se lo había dicho
usted a otros miembros de la Sociedad en el extranjero.
993
Kirillov se calmó al instante y volvió a sus paseos.
—Pues sí, es una idea. Claro que son todos unos canallas, y
como la vida en este mundo es tan cochina para un hombre
honrado...
—¡Al fin ha dado usted en el clavo! Pero, Kirillov, ¿es posible que
con todo su talento no se haya dado cuenta hasta ahora de
que todos los hombres son lo mismo, que no los hay ni mejores
ni peores, sino sólo listos y tontos, y que si todos son unos
canallas (lo que, dicho sea de paso, es una tontería), la
canallada no puede existir?
994
—Caramba, las dos en punto —Piotr Stepanovich miró el reloj y
encendió un cigarrillo. «¡Por fin parece que podremos llegar a un
acuerdo!», dijo para sí.
—Canallas.
—Si usted quiere, somos eso, canallas. Pero ya sabe usted que
ésas son sólo palabras.
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—Durante toda mi vida he querido que no sean sólo palabras.
He vivido sólo para que no lo sean. Y aún hoy quiero que no lo
sean.
—¿Hablas de bienestar?
—Probablemente.
996
—A Stavrogin también lo consume una idea —Kirillov, sin darse
cuenta de la observación, siguió paseando sombríamente.
—Lo que usted quiere decir es que soy tan ruin que quiero
seguir viviendo.
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Aún no podía determinar si sería o no provechoso proseguir tal
conversación y resolvió «dejarse guiar por las circunstancias».
Pero el tono de superioridad y evidente desprecio con que le
hablaba Kirillov siempre lo había irritado, claro que ahora más
que nunca, quizá porque Kirillov, que iba a morir en menos de
una hora (Piotr Stepanovich aún contaba con ello), le parecía ya
como un medio hombre, como alguien en quien la altivez ya no
era permisible.
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de Dios y creyendo en su propia voluntad, tenga bastante
arrojo para expresar esa voluntad en este su más alto nivel? Es
como si un mendigo que recibe una herencia se asustara y no
se atreviera a acercarse a la bolsa de dinero, juzgándose
demasiado débil para poseerlo. Yo quiero poner de manifiesto
mi voluntad. Quizá sea el único que lo haga, pero lo haré.
—Hágalo entonces.
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—Estoy obligado a expresar mi incredulidad —dijo Kirillov
caminando por el cuarto—. Creo que no hay idea más grande
que la de que Dios no existe. La historia humana está de mi
parte. Todo lo que el hombre ha hecho es inventar a Dios para
vivir y no tener que matarse: en eso consiste hasta ahora la
historia universal. Yo soy el único en la historia universal que
por primera vez no ha querido inventar a Dios. Que lo sepan de
una vez para siempre.
El otro no respondió.
—¿Sabe lo que digo? Que me parece que usted cree más que un
sacerdote.
1000
—¿En quién? ¿En Él? Escucha —Kirillov se detuvo, mirando
frente a sí con ojos inmóviles y extáticos—. Escucha una gran
idea: en la tierra hubo un día y en medio de la tierra había tres
cruces. Uno que estaba en la cruz tenía tal fe que dijo a otro:
«Hoy estarás conmigo en el Paraíso». Terminó ese día, murieron
ambos y pasaron de este mundo, pero no hallaron ni Paraíso ni
resurrección. Lo dicho no se confirmó. Escucha: ese hombre era
el más excelso de toda la tierra: fue para Él para lo que ésta fue
creada. Sin este hombre, todo el planeta, con todo lo que hay
en él, sería pura insensatez. Ni antes ni después de Él ha habido
otro como Él, ni lo habrá nunca, ni siquiera de milagro. Y
justamente en eso consiste el milagro: en que no hubo ni habrá
nunca otro como Él. Y si es así, si las leyes de la naturaleza no lo
exceptuaron ni siquiera a Él, si no exceptuaron su propio
milagro, sino que lo hicieron vivir en medio de la mentira y morir
por una mentira, la conclusión es que todo el planeta es y está
basado en una mentira, en una estúpida burla. Sus propias
leyes también lo son. Todo es una farsa diabólica. ¿Para qué
vivir? Contesta, si eres hombre.
1001
¡Entonces, si alguien como tú lo comprende... es
posible comprenderlo!
1002
y mi nueva y terrible voluntad. Porque es singularmente terrible.
Me mato para probar mi insumisión y mi nueva y terrible
libertad.
1003
—A todos, a nadie, al primero que lo lea. ¿Para qué precisarlo?
¡Al mundo entero!
1004
—¿Eso es todo? —preguntó Kirillov, atónito e indignado.
¡Eso es una tontería! Quiero saber con qué lo maté. ¿Y por qué
Fedka? ¿Y qué pasó con el incendio? ¡Lo quiero todo y, además,
quiero insistir con el tono, con el tono!
1005
—¡Qué demonio! —gritó Piotr Stepanovich furioso—. ¡Pero si
todavía no lo ha firmado! ¿Por qué mira con esos ojos saltones?
¡Firme!
Quiero insultarlos...
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Entre tanto agarró el papel, tomó asiento y volvió a echarle un
vistazo. El texto de la declaración seguía gustándole.
1007
y se arrojó sobre él. Cerró la puerta de un estruendoso portazo y
apoyó el hombro contra ella, pero ya todo estaba tranquilo y
reinaba de nuevo una calma mortal.
1008
Y ahora otra vez..., otra vez ese silencio. Me aterra pensar que
puede abrir la puerta de pronto... Lo peor de todo es que cree
en Dios más que un sacerdote.
1009
enseguida lo hizo con una voz más fuerte, esta vez tampoco
respondió.
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de su rostro era sobrenatural y sus ojos negros se fijaban
inertes en un
1011
—Enseguida, enseguida, enseguida, enseguida...
1012
permanecía en la mano del suicida, en el suelo. La muerte debió
de ser instantánea. Después de examinarlo todo con el mayor
cuidado, Piotr Stepanovich se incorporó y salió en puntas de
pie, cerró tras sí la puerta, puso la vela en la mesa de la
habitación de delante, pensó un momento y resolvió no
apagarla. Volvió a mirar el documento que estaba en la mesa
mientras sonreía casi instintivamente. Cuando salió de la casa
todavía estaba en puntas de pie. Tomó el atajo secreto de
Fedka y se preocupó por dejar el tablón en su lugar.
1013
empezar. Tenía la impresión de que Piotr Stepanovich estaba ya
harto de su presencia y que esperaba impaciente las dos
últimas campanadas.
—¿Liputin?
1014
dispuestos a escuchar, porque tendrán un miedo inconcebible y
estarán más blandos que la cera... Lo importante es que usted
no se desanime.
1015
explorar el terreno, quizá sólo un día, y que enseguida regreso.
Cuando regrese, estaré en la casa de campo de Gaganov para
despistar. Si hay algún indicio de peligro, yo seré el primero en
compartirlo con ellos. Y, claro, si tengo que quedarme más
tiempo en Petersburgo se lo indicaré a usted enseguida... del
modo que usted sabe, y usted se lo dice a ellos.
—Eso indica que apenas faltan cinco minutos para la salida. Yo,
¿sabe usted?, no quisiera que se disgregase el grupo de aquí.
No es que tema nada, no se preocupe. Los nudos de esta red
tan grande son bastante numerosos y la cosa no tiene mayor
importancia. Pero otro nudo no vendría mal. De todos modos,
me voy tranquilo en lo que a usted respecta, aunque le dejo casi
solo con esos monstruos. No se preocupe, que no irán con el
cuento a la policía. No se atreverán... ¿Conque también se
marcha usted hoy? —gritó de pronto, en tono diferente y alegre,
a un joven que se acercaba a saludarlo—. No sabía que se iba
usted también en el expreso. ¿Hacia dónde? ¿Quizás a visitar a
su madre?
—No. Voy más lejos, a R*. Tengo ocho horas de tren por delante.
Y usted,
1016
—¿Por qué piensa que voy a Petersburgo? —preguntó a su vez
Piotr Stepanovich, riendo aún con mayor desparpajo.
1017
—Pero, Verhovenski, la verdad es que ocho horas de tren se
hacen inaguantables. El coronel Berestov, que es un hombre
graciosísimo y que tiene una finca junto a la mía, va conmigo en
un compartimento de primera clase. Está casado con una Garin
(de apellido de soltera De Garine) y ya sabe usted que es de
gente bien. Es, además, hombre de ideas. Ha pasado aquí un
par de días. Es un aficionado impenitente al whist. Podríamos
arreglar una partida,
1018
—Bueno, Erkel —dijo Piotr Stepanovich estrechándole la mano
con prisa y aire preocupado desde la ventanilla del vagón por
última vez—. Lo lamento, pero tengo que sentarme a jugar con
ellos.
1019
Cuando se dio cuenta de que se vencía el plazo para llevar a
cabo su empresa, Stepan Trofimovich se sintió amedrentado.
Sé que sufrió mucho por la secuela del terror que le dejó aquella
noche horrenda, la noche antes de su partida. Nastasya
recordaba que el señor se había acostado tarde y había
dormido. Pero ello no prueba nada: cuentan que los
condenados a muerte duermen la víspera misma de subir al
patíbulo. Aunque salió de casa al amanecer, cuando un hombre
nervioso se siente con mayores bríos (y el comandante, pariente
de Virginski, dejaba de creer en Dios tan pronto como
terminaba la noche), estoy seguro de que nunca logró, sin un
escalofrío de horror, imaginarse a sí mismo solo en la carretera
y en semejante estado. Sin duda, algún sentimiento de
desesperación atenuó en alguna medida la espantosa soledad
que sintió cuanto dejó a Stasie y el cálido hogar en que había
pasado veinte años. Sé también que habría salido a la carretera
e iniciado su marcha aunque se hubiera imaginado algunos de
los horrores que le esperaban. Mediaba en ello una dosis de
orgullo que lo seducía a pesar de todos los pesares.
1020
Más de una vez se me ha ocurrido otra pregunta: ¿por qué
«salió por pies», es decir, por qué se escapó a pie, literalmente,
y no se fue en coche? Al principio lo atribuí a cincuenta años de
falta de sentido práctico y al fantástico desvarío provocado por
una fuerte emoción. Suponía que la idea de apalabrar coches y
caballos de relevo (aunque tuvieran campanillas) se le antojaría
por demás sencilla y pedestre; por otra parte, una cruzada, aun
con paraguas y todo, era algo mucho más pintoresco y más
consonante con su deseo de expresar amor y venganza. Pero
ahora que todo ha terminado, sospecho que ello ocurrió de
modo mucho más sencillo. En primer lugar, temía alquilar
caballos porque Varvara Petrovna podía enterarse e impedir su
marcha a la fuerza —seguro que lo habría hecho tanto como
que él lo habría acatado—; y entonces ¡adiós para siempre a la
gran idea! En segundo lugar, para apalabrar caballos de relevo
había que saber por lo menos a dónde se iba; y su mayor
aflicción en ese momento consistía en que no lograba decidirse
por lugar alguno. Su empresa habría resultado si él se hubiera
decidido por algún sitio. ¿Porque qué haría precisamente en esa
ciudad, y por qué no en otra? ¿Buscar a ce marchando? Pero
¿qué marchando? Ahí volvía a surgir la segunda y más
angustiosa pregunta. Porque, a decir verdad, nada le infundía
tanto miedo como ce marchando a quien tan de repente y con
tanta premura se había lanzado a buscar, y a quien, en verdad,
se espantaba de encontrar. No. La carretera era, sencillamente,
lo mejor. Salir y andar por ella sin tener que pensar en nada. La
carretera como algo largo, algo que no tiene fin, como la vida
1021
humana, como el ensueño humano. Hay una idea en la
carretera, pero ¿qué clase de idea guarda la de apalabrar
caballos de relevo? Apalabrar caballos de relevo es la muerte
de la idea... Vive la grande route! y que Dios nos proteja.
1022
él desfilaron varias imágenes en febril procesión, sucediéndose
unas a otras en su mente.
1023
¿qué es eso detrás del carro?... Creo que va en él una mujer.
Una campesina y un campesino, celia commence à être
rassurant. La mujer detrás y el hombre delante... c’est très
rassurant. Detrás del carro llevan una vaca atada de los
cuernos... c’est rassurant au plus haut degré».
1024
veintisiete años, era robusta, de cejas negras y mejillas
coloradas, con labios rojos que sonreían cordialmente y tras los
cuales brillaban dientes blancos y regulares.
1025
«¡Qué mujer más preguntona! —se dijo, irritado, Stepan
Trofimovich—. ¡Y cómo me miran...! Mais en fin... Además, es
raro que tenga la sensación de haberles hecho algo malo,
cuando lo cierto es que nada malo les he hecho».
«¡Qué raro —decía para sus adentros— que haya ido tanto rato
junto a esta vaca y no se me haya ocurrido pedirles que me
lleven... Esta vida real tiene algo muy peculiar...».
—¿Quizás a Hatovo?
1026
—Ustedes quizá creen que soy... Tengo pasaporte y soy
profesor, mejor dicho, si lo prefieren, maestro. Maestro-jefe. Oui,
c’est comme qa quonpeut traduire. Me gustaría mucho ir en el
carro..., les compraré..., les compraré por ello una punta de
vodka.
—¿Medio rublo? Pues bien, medio rublo. C’est encore mieux; fai
en tout quarante roubles, mats...
1027
Y arreó al caballo, que había vuelto a atascarse en un bache.
1028
—Eso es —dijo la mujer con animación—, porque en coche, por
la orilla, es un rodeo de veinte verstas.
1029
Stepan Trofimovich subió los escalones desvencijados. «Pero
¿cómo es posible esto? —murmuró con honda y recelosa
perplejidad, entrando en la
1030
—Claro que quiero, claro que sí, y... también quisiera pedirle té
—repuso Stepan Trofimovich reanimándose.
—¡Qué ricas están! ¡Ah, si hubiera por aquí un doigt d’eau de vie!
—Cinco, sí, cinco, cinco, cinco, un tout petit rien —asintió Stepan
Trofimovich con sonrisa beatífica—. Pídale a un campesino que
haga algo por usted, y él si quiere y puede, le servirá con
cordialidad y cuidado; pero si le pide que vaya por vodka, su
cordialidad usual y reposada se transforma al instante en un
apresurado y gozoso afán de servirle, en una solicitud por usted
que nada tiene que envidiar a la de un pariente próximo. El que
va por vodka (aunque sepa de antemano que es usted y no él
quien lo va a beber) parece, como si dijéramos, que va a
participar en alguna medida de la futura satisfacción de usted...
1031
En menos de tres o cuatro minutos (la taberna estaba a dos
pasos) Stepan Trofimovich tenía ante sí en la mesa una botella
y un vaso grande de color verdoso.
1032
«Je suis malade tout a fait, mais ce n’est pas trop mauvais
d’etre malade».
Alzó los ojos y vio con sorpresa ante sí a una señora —une
dame et elle en avait l’air— de algo más de treinta años, de
aspecto muy modesto, ataviada al estilo de la ciudad, con un
vestido oscuro y un gran chal gris sobre los hombros. En su
rostro había algo muy afable que le gustó de inmediato a
Stepan Trofimovich. Acababa de volver a la cabaña, donde
había dejado sus cosas en un banco cerca de donde estaba
sentado Stepan Trofimovich, entre ellas una cartera que él, al
entrar —lo recordaba ahora—, había mirado con curiosidad, y
una bolsa de hule no muy grande. De la bolsa sacó dos libros
exquisitamente encuadernados, con una cruz grabada en la
cubierta, y se los alargó a Stepan Trofimovich.
—Eh..., mais je crois que c’est l’Evangile..., con el mayor gusto del
mundo... ¡Ah, ahora comprendo... vous étes ce quon appelle una
vendedora de biblias...! Más de una vez he leído algo acerca de
ello... ¿Medio rublo?
1033
años antes había recordado algunos pasajes cuando estaba
leyendo la Vie de Jesús, de Renán. Como no llevaba cambio,
sacó sus cuatro billetes de diez rublos —todo lo que llevaba
encima—. La dueña de la cabaña se encargó de cambiarlos, y
fue entonces cuando él se dio cuenta de que habían entrado
muchas personas en la cabaña. Hacía rato que lo observaban y,
al parecer, hablaban de él. Hablaban también del incendio de la
ciudad, y más que nadie el hombre del carro y la vaca, que
acababa de volver de allí. Hablaban de incendios y de los
obreros de Shpigulin.
1034
mandaba, y un par de veces le llevé dulces que ella encargaba
de Petersburgo...
—Veo, ya veo.
1035
mucho respeto. Todavía sigue hablando del señor muy a
menudo...
1036
dijo a todo el que quiso escuchar que Stepan Trofimovich no
era precisamente un maestro, sino «un sabio que estudiaba
cosas de mucha importancia, que en tiempos había sido
también propietario allí, que había vivido veintidós años en
casa de la generala Stravrogina y que era la persona más
importante en ella, y que todo el mundo le respetaba
muchísimo en la ciudad; que en el club de la nobleza había
noches que perdía hasta billetes de cincuenta y cien rublos; que
tenía el título de consejero, que era igual que un teniente
coronel del ejército, sólo que con una graduación menos que la
de coronel; y en cuanto a tener dinero, le daba tanto la
generala Stavrogina que no había quien pudiera contarlo», etc.,
etc.
1037
—Pero usted es muy joven, vous ríavezpos trente ans.
—Mais, mon Dieu, ¿no fue usted quien tuvo una aventura
extraña en la ciudad, una aventura muy extraña?
1038
hombrecillo quizá ya un poco borracho, vestido a lo campesino
aunque bien afeitado, que parecía un artesano arruinado por la
bebida y que hablaba más que nadie. Y todos ellos hablaban de
él, de Stepan Trofimovich. El campesino de la vaca se mantenía
en sus trece, y aseguraba que siguiendo por la orilla del lago se
daba un rodeo de treinta y cinco verstas, y que no había más
remedio que tomar el vapor. El artesano medio borracho y el
dueño de la cabaña lo contradecían vivamente:
—Sí, va, sí va, y seguirá yendo ocho días más —Anisim estaba
más excitado que los demás.
1039
corriente y que todo el verano habían cobrado lo mismo por
llevar gente allá.
—Sí, señor, sí. El señor tiene razón. Ahora se está muy bien en
Spasov y Fiodor Matveyevich se alegrará mucho de ver al
señor.
—Mon Dieu, mes amis, todo esto es tan nuevo para mí...
1040
—Mais que faire? Et je suis enchanté. Yo la llevo allí con sumo
gusto. Éstos quieren llevarme y ya me he puesto de acuerdo
con ellos... ¿Con quién de vosotros he arreglado? —Stepan
Trofimovich sintió de pronto un deseo irresistible de ir a Spasov.
1041
Quizás estoy desvariando, pero es porque estoy hablando muy
deprisa.
1042
—Lo que usted ha dicho, señor, creo que está muy bien dicho.
1043
—Estoy segura de que tiene fiebre, señor, y le he tapado con mi
manta. Y en lo del dinero, preferiría...
—¡Oh, por Dios santo, nen parlons plus, parce que cela me fait
mal! ¡Oh, qué buena es usted!
1044
jai beaucoup a vous dire, chère amie. Le pagaré, le pagaré», le
dijo a la patrona, despidiéndola con un gesto de la mano.
1045
mitológico, una larga hilera de iconos pintados y otros varios de
cobre en el rincón más cercano a la puerta. Con su extraño
surtido de muebles, la habitación ofrecía una mezcla grotesca
de vida urbana y tradiciones campesinas. Pero él ni se fijó en
ello, ni miró por la ventana el extenso lago, cuya orilla estaba a
treinta pasos del albergue.
1046
vale; y el patrón de este albergue es orgulloso y arrogante
porque es rico, según lo que aquí entienden por ser rico. Su red
de pescar por sí sola vale mil rublos».
1047
Sin perder tiempo le contó la historia entera de su vida, y lo hizo
con tal premura que al principio costaba trabajo entenderle. El
relato duró mucho tiempo. Trajeron la sopa de pescado,
trajeron el pollo, trajeron por último el samovar, y él no paraba
de hablar... La narración era un tanto extraña e histérica, pero
en fin de cuentas estaba enfermo. Fue un esfuerzo mental
imprevisto y supremo que —como preveía la afligida Sofya
Matveyevna mientras él hablaba—, dado su pésimo estado
actual de salud, había de terminar en un profundo decaimiento.
Empezó casi con su infancia, cuando «corría por los campos
con el corazón abierto», y una hora después había llegado sólo
a sus dos casamientos y su vida en Berlín. Pero no crean que
me río de él. En ello había algo que él juzgaba de suma
importancia o, como se dice en la jerga de ahora, una cuestión
de lucha por la existencia. Tenía delante a la mujer que había
escogido para compartir su vida futura y se apresuraba, como
si dijéramos, a iniciarla. Su genio no debía seguir siendo un
secreto para ella... Puede ser que se formara un concepto
exagerado de Sofya Matveyevna, pero ya la había elegido. No
podía vivir sin una mujer. Mirándola, deducía sin dificultad que
apenas entendía lo que le contaba, y mucho menos la idea
principal.
1048
con que me está usted contemplando. ¡No, no se ruborice! Ya le
he dicho...
1049
balas enemigas en Sebastopol» por juzgarse indigno de su
amor y dejar el campo libre a su rival, esto es, al propio Stepan
Trofimovich... «¡No se escandalice, mi dulce amiga, cristiana
mía! —dijo Stepan Trofimovich, que casi llegó a creer lo que
contaba—. Aquello fue algo muy espiritual y tan delicado que
jamás hablamos de ello durante toda nuestra vida». A medida
que proseguía el relato, la causa de tal estado de cosas
resultaba ser una rubia (si no era Daria Pavlovna, no sé en
quién pensaría Stepan Trofimovich). La rubia lo debía todo a la
morena y se había criado en casa de ésta en calidad de
pariente lejana. Cuando por fin la morena se apercibió del amor
de la rubia por Stepan Trofimovich, encerró el secreto en su
pecho. Y los tres, languideciendo de grandeza colectiva,
mantuvieron en secreto su suerte durante veinte años, cada uno
con su misterio bien oculto en el pecho. «¡Oh, qué pasión fue
aquélla, qué pasión! —gritó, con un sollozo de genuina
emoción—. Yo vi el florecimiento de su belleza —la de la
morena—. La veía a diario con el corazón desconsolado pasar
junto a mí como avergonzada de su propia belleza» (una vez
dijo:
1050
los siglos». Sofya Matveyevna, terriblemente confusa, se levantó
por fin del sofá, y él hizo ademán de caer de rodillas ante ella, lo
que la hizo llorar. Empezaba a oscurecer. Llevaban ya varias
horas encerrados en la habitación.
1051
de beber (té de frambuesa), que le ponían fomentos en el
estómago y en el pecho. Pero a cada instante sentía que ella
estaba allí, a su lado, que era ella la que entraba y salía, la que
le ayudaba a incorporarse y volvía a acostarlo. Sobre las tres de
la madrugada empezó a sentirse mejor; se sentó en el lecho,
sacó de él las piernas y, sin previo aviso, cayó al suelo delante
de ella. Ya no se trataba sólo de arrodillarse ante ella como lo
había hecho la víspera, sino de caer a sus pies y besar el borde
de su vestido...
1052
¡Pensaba sólo en mí mismo! ¡Oh! ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Sabe
usted lo que le ha ocurrido?», suplicó a Sofya Matveyevna.
1053
en lo único que pensaba era en cómo irían a vender «esos
libros». Pidió a Sofya Matveyevna que le leyera el Evangelio.
—Assez, assez, mon enfant, basta... ¿No cree usted que eso es
suficiente?
1054
más arduo en la vida es vivir y no mentir... y no creer en las
propias mentiras. ¡Sí, sí, eso! Pero espere un poco; ya se lo
contaré luego... ¡Estamos juntos, juntos! —añadió con
entusiasmo.
Él quedó paralizado.
—Del Apocalipsis.
1055
—«Y escribe el ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí dice el
Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de
Dios: Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá
fueses frío o caliente! Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy
enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres desventurado y miserable y pobre y ciego y
desnudo».
1056
diera su palabra, insistiendo «¡A nadie, nadie! ¡Nosotros
solos, nosotros dos, nous partirons ensemble!».
1057
Sofya Matveyevna conocía bien el Evangelio y enseguida
encontró el pasaje de San Lucas que he puesto como epígrafe
de mi corazón. Lo cito aquí de nuevo:
1058
que supuraba en la superficie..., todo eso pedirá que lo dejen
entrar en los puercos. ¡Y quizás haya entrado ya! Eso es lo que
somos nosotros, nosotros y ésos, y Petrusha... et les autres avec
lui, y yo el primero, delante de todos, y nos arrojaremos, los
delirantes y endemoniados, de un acantilado al mar y nos
ahogaremos todos, y estará bien destinado porque eso es lo
único para lo que servimos. Pero el enfermo sanará y «se
sentará a los pies de Jesús»... y todos lo mirarán pasmados...
Querida mía, vous comprendrez après, pero por lo pronto esto
me desasosiega mucho... vous comprendrez après... nous
comprendrons ensemble.
1059
Un coche de cuatro plazas tirado por cuatro caballos portaba a
la mismísima Varvara Petrovna. La acompañaban lacayos y
Daria Pavlovna. Del modo más simple y sencillo, había ocurrido
un milagro. Fue Anisim quien, muerto de curiosidad, no tardó en
ir a la casa de Varvara Petrovna, allí le contó a los criados que
había visto a Stepan Trofimovich solo, en una aldea, y que éste
había sido recogido por unos campesinos cuando andaba solo
por la carretera y que iba a Spasov, pasando por Ustyevo, en
compañía de Sofya Matveyevna. Como Varvara Petrovna
estaba ya preocupadísima y había hecho lo imposible por hallar
a su pobre amigo, le comunicaron de inmediato el relato de
Anisim. Después de haberlo escuchado de su propia boca, y
especialmente después de escuchar los detalles de la partida
para Ustyevo en compañía de una tal Sofya Matveyevna en la
misma carretela, organizó el viaje de inmediato. Siguiendo la
pista aún fresca, se presentó ella misma en Ustyevo.
1060
encerrar en el calabozo y tiro la llave! Mientras tanto,
enciérrenla en otro sitio de por aquí. Ya ha estado antes en la
cárcel de la ciudad y allí volverá. Y usted, patrón, procure que
nadie entre en esta casa mientras yo estoy en ella. Soy la
generala Stavrogina y alquilo la casa entera. Y tú, muchacha,
tendrás que darme cuenta detallada de todo.
—Chère...
1061
Se quedó sin voz, no pudo articular palabra. Lo único que pudo
hacer fue mirarla espantado.
—¿Quién es ésa?
1062
Daria Pavlovna vuelve pronto y... ¡Ay, Dios mío, patrona,
patrona, venga acá, buena mujer!
1063
—Chérie, chérie... —dijo respirando con dificultad.
1064
esforzándose por no gritar. Por último lo soltó y se dejó caer en
la
1065
—Encontré a Stepan Trofimovich...
—¿Por qué estás tan asustada? ¿Por qué bajas los ojos? A mí
me gusta que la gente me hable sin desviar la vista. Sigue.
1066
—Dime lo que te dijo de su vida. Sofya Matveyevna hizo alto,
perpleja.
1067
—¿Se enamoró de ti...? ¡Habla! ¿Te ofreció su mano? —gritó
Varvara Petrovna.
—¿Cómo te llamas?
1068
alquilen un cuarto; y la comida y todo lo demás corre a mi
cargo... hasta que te mande llamar.
—Te compro todos los libros y te quedas aquí. No tienes por qué
darte prisa. ¡Silencio! ¡No hay pero que valga! Si yo no hubiera
venido, tú te habrías quedado de todos modos con él, ¿verdad?
1069
Varvara Petrovna no se acostó en toda la noche y apenas pudo
aguardar la llegada del día. No bien el paciente abrió los ojos y
recobró el conocimiento (hasta entonces no lo había perdido,
aunque su debilidad iba en aumento), se acercó a él y dijo
resueltamente:
1070
calladamente contemplando su semblante demacrado y
exhausto y sus labios descoloridos y trémulos.
—¡No hay mais que valga, no hay mais que valga! —gritó
Varvara Petrovna, rebotando de su asiento—. Padre —dijo al
sacerdote—, éste es un hombre que... un hombre que... ¡Tendrá
1071
usted que volver a confesarlo dentro de una hora! ¡Ésa es la
clase de hombre que es!
1072
—¡Oh! Amiga mía —dijo cada vez más animado, aunque a
menudo se le cortaba la voz—, amiga mía, cuando comprendí...
eso de volver la otra mejilla..., entendí de pronto algo mis... Jai
menti toute ma vie, ¡toda, toda la vida! Me gustaría que..., sin
embargo, mañana..., mañana nos iremos todos.
1073
—Saber que existe algo infinitamente más justo y feliz me llena
de inmensa ternura... y de gloria... ¡Quienquiera que yo sea y
cualesquiera que sean mis hechos! Saber y creer en cada
instante que en algún sitio existe una felicidad perfecta y
serena para todos y para todo es algo mucho más esencial
para el hombre que su felicidad personal... Toda la ley de la
existencia humana consiste en que el hombre es siempre capaz
de reverenciar lo infinitamente grande. Si al hombre se le priva
de lo infinitamente grande, se negará a seguir viviendo y morirá
desesperado. Lo infinito y lo eterno le son tan necesarios como
este pequeño planeta en que habita... Amigos míos, amigos
todos, todos: ¡Viva la Gran Idea! ¡La eterna, infinita idea! Todo
hombre, sea quien fuere, debe inclinarse ante lo que es la Gran
Idea. Hasta el hombre más necio necesita algo grande.
Petrusha... ¡Oh, cómo me gustaría verlos a todos! ¡No saben, no
saben que también en ellos reside la Gran Idea!
1074
una losa de mármol. La inscripción y la verja han quedado para
la primavera.
1075
de lo que había supuesto Piotr Stepanovich. Para empezar, la
infortunada María Ignatyevna se despertó antes del alba la
noche del asesinato de su marido, echó de menos a éste y
sufrió un trastorno indescriptible al no verlo a su lado. Con ella
había pasado la noche la asistenta que le había procurado
Arina Prohorovna, que, al no conseguir calmarla, fue corriendo
a la comadrona no bien se hizo de día, asegurando a la
paciente que Arina Prohorovna sabía dónde estaba su marido y
cuándo volvería. Mientras tanto, la propia Arina Prohorovna
empezó también a alarmarse: ya conocía por su marido la
hazaña de esa noche en Skvoreshniki. Virginski había vuelto a
casa a eso de las once, en lastimoso estado físico y mental,
retorciéndose las manos. Se echó boca abajo en la cama,
repitiendo entre sollozos convulsivos: «¡Esto está mal, está mal;
esto está muy mal!». Acabó, por supuesto, confesándoselo todo
a su esposa, pero sólo a ella en la casa. Ésta lo dejó en la cama,
amonestándolo severamente y diciéndole que «si quería
gimotear, lo hiciera en la almohada para que no lo oyesen, y
que sería un necio si al día siguiente daba la menor muestra de
dolor». Quedó, no obstante, algo pensativa y empezó a
prepararse sobre la marcha para cualquier eventualidad; logró
esconder o destruir por completo toda clase de papeles
comprometedores, libros, quizás incluso hojas subversivas.
Pronto se hizo cargo de que ni ella, ni su hermana, ni su tía, ni el
estudiante, ni tampoco acaso su hermano el de las orejas
largas, tenían nada que temer. Cuando la asistenta vino a
buscarla por la mañana, fue a casa de María Ignatyevna sin el
1076
menor empacho. Sin embargo, tenía verdadera ansia por
averiguar cuanto antes si era verdad lo que su marido, en
susurro empavorecido y descompuesto, semejante al delirio, le
había dicho esa noche, a saber, que Kirillov se suicidaría en
beneficio de todos.
1077
tan grande, con un niño casi desnudo en los brazos. Creyeron al
principio que deliraba, tanto más cuanto que no se podía
colegir quién era el asesinado: si Kirillov o su marido. Viendo
que no le creían, estuvo a punto de echar a correr de nuevo,
pero la sujetaron contra su voluntad, con lo que, según se dice,
se puso a gritar y forcejear violentamente. Fueron a casa de
1078
Ni que decir tiene que la interrogaron esa misma mañana como
comadrona de María Ignatyevna, pero no le sonsacaron mucho.
Les contó fría y objetivamente lo que había visto y oído en casa
de Shatov, pero de lo ocurrido dijo que no sabía nada y que
nada comprendía.
1079
«parque», por ejemplo, tan vagamente insertada en la nota de
Kirillov, no desorientó a nadie, pese a lo que esperaba Piotr
Stepanovich. La policía fue directamente a Skvoreshniki, y no
sólo porque allí había un parque y era el único en aquellos
contornos, sino por una especie de instinto, ya que todos los
horrores estos últimos días estaban directa o indirectamente
vinculados con Skvoreshniki. Por lo menos, eso es lo que yo
sospecho. (Debo indicar que esa mañana temprano, sin saber
nada de lo ocurrido, Varvara Petrovna había salido en busca de
Stepan Trofimovich).
1080
mundo era la imposibilidad de hallar en esa mañana un solo
dato que pudiera ayudar a desenredar la madeja. Sabe Dios a
qué conclusiones y delirantes hipótesis habría llegado nuestra
empavorecida sociedad si de pronto no se hubiera aclarado
todo el misterio al día siguiente gracias a Liamshin.
1081
fugarse tan ardua y terrible que, después de recorrer dos o tres
calles, regresó a su domicilio y se encerró para toda la noche.
Parece que a la mañana siguiente intentó suicidarse, pero
fracasó en la tentativa. Permaneció, no obstante, encerrado
hasta cerca del mediodía, cuando, de repente, corrió a la
policía. Se dice que se arrastró arrodillado, sollozando y
chillando, que besaba el suelo, diciendo a gritos que era hasta
indigno de besar las botas de los comisarios que tenía delante.
Lo calmaron; más aún, estuvieron afables con él. El
interrogatorio duró, según me han dicho, tres horas. Lo contó
todo, toda la sórdida historia, todo lo que sabía, con todo
detalle; se adelantaba a las preguntas que le hacían, daba
informes sobre mucho que no era pertinente al caso y sin que
se lo solicitaran. Resultó que sabía bastante y que daba una
explicación satisfactoria de lo sucedido. La tragedia de Shatov
y Kirillov, el incendio, la muerte de los hermanos Lebiadkin, etc.,
todo eso quedó relegado a un segundo plano. El primer plano lo
ocupaban Piotr Stepanovich, la sociedad secreta, la
organización y la red. A la pregunta de por qué se habían
cometido tantos asesinatos, escándalos y ultrajes, contestó con
presteza febril: «para quebrantar sistemáticamente los
cimientos de la sociedad y los principios que la rigen, para
acobardar a todo el mundo y sembrar por todos lados la
confusión, de tal suerte que cuando la sociedad (enferma,
abatida, cínica e incrédula, pero con ansia infinita de una idea
rectora y con instinto de conservación) esté a punto de
desencuadernarse, hacerse con el poder, levantar la bandera de
1082
la insurrección con el apoyo de toda una red de quintetos que,
mientras tanto, habrán estado reclutando nuevos secuaces y
sondeando los puntos débiles para atacarlos mejor». Agregó en
conclusión que en nuestra ciudad Piotr Stepanovich había
organizado el primer experimento de ese desorden sistemático,
un programa, por así decirlo, para actividades ulteriores e
incluso para todos los grupos de cinco; que esto era su propia
idea (es decir, de Liamshin), su propia teoría, y que
1083
sociedad secreta, de toda colaboración con Piotr Stepanovich.
(De las recónditas y harto absurdas esperanzas que Piotr
Stepanovich cifraba en Stavrogin, Liamshin no tenía la menor
idea). La muerte de los Lebiadkin, de acuerdo con sus palabras,
había sido tramada sola y exclusivamente por Piotr
Stepanovich, sin ninguna participación de Nikolai
Vsevolodovich, con el artero propósito de implicar a éste en un
delito y hacerle bailar al son que le tocase; pero en vez de la
gratitud con que imprudentemente contaba, lo que logró fue
sólo provocar la indignación y aun el desconsuelo del
Aquí debo intercalar una nota, a saber: que dos meses después
Liamshin confesó haber exonerado a Stavrogin a propósito, con
1084
la esperanza de que éste lo protegiera y obtuviera para él en
Petersburgo la atenuación de su sentencia, eximiéndolo de dos
cargos, y le facilitara dinero y cartas de recomendación en
Siberia. De esta confesión se deduce claramente que tenía un
concepto exagerado de la influencia de Nikolai Stavrogin.
1085
Por otra parte, apenas cabe pensar en una mitigación de la
condena impuesta a Erkel. Desde que fue detenido, guarda
porfiado silencio o hace lo
1086
sus declaraciones y se prepara para el juicio próximo con
esperanza y una punta de ufanía. Tiene incluso el propósito de
echar un discurso ante el tribunal. Tolkachenko, detenido no
lejos de la ciudad diez días después de su fuga, se comporta
con decoro incomparablemente mayor: no miente, no se anda
con rodeos, dice todo lo que sabe, no se justifica, se declara
modestamente culpable, pero también tiende a la retórica.
Habla mucho y de buen grado, y cuando el tema versa sobre el
campesinado y sus elementos revolucionarios (?), no duda en
pavonearse a fin de causar efecto. De él también se dice que
hará un discurso en el juicio. Por lo general, ni él ni Liputin dan
muestra de temor, por extraño que parezca.
1087
Francamente, no sé a quién mentar ahora para no dejarme a
nadie en el tintero. Mavriki Nikolayevich se ha ido para no
volver. La anciana señora Drozdova está chocha... Sin embargo,
me queda por contar todavía una historia harto sombría. Me
limitaré a consignar los hechos escuetos.
1088
He aquí la carta, copiada al pie de la letra, sin enmendar ni una
de las faltas de un aristócrata ruso no muy ducho en la
gramática de su lengua materna, no obstante su educación
europea:
1089
repito porque no la he visto a usted desde entonces. También
me juzgo culpable de lo de Lizaveta Nikolayevna; pero eso lo
sabe usted; casi todo esto lo predijo usted.
1090
infinita, como antes lo había sido en mi vida. Ante los ojos de
usted recibí una bofetada de su hermano; reconocí
públicamente mi matrimonio. Pero en qué emplear esa fuerza
es algo que nunca he visto ni ahora veo, no obstante sus
alabanzas en Suiza a las que di crédito. Aún soy capaz, y
siempre lo he sido, de querer hacer algo bueno, lo que me
causa satisfacción; pero a la vez deseo hacer algo malo, y eso
también me causa satisfacción. Ahora bien, ambos
sentimientos son y han sido siempre menguados; nunca han
sido vigorosos. Mis deseos son demasiado débiles, no pueden
servirme de guía. Sobre un tronco de árbol se puede cruzar un
río, pero no sobre una astilla. Lo digo para que no piense que
voy a Uri con esperanza de ningún género.
1091
¡Amiga querida! ¡Corazón tierno y generoso que yo adiviné!
1092
Desde que salí de Skvoreshniki estoy viviendo en casa del jefe
de la sexta estación, contando desde la de ahí. Le conocí en una
juerga en Petersburgo hace cinco años. Nadie sabe que vivo
ahí. Escríbame a su nombre. Le mando adjunta la dirección.
Nikolai Stavrogin.
1093
—Yo, sin pedirle permiso, decidí venir y decírselo a usted, señora
—agregó Aleksei Yegorovich con expresión significativa.
1094
—Yo no subo ahí. ¿Por qué habría él de meterse ahí? —dijo
Varvara Petrovna palideciendo atrozmente y mirando a los
criados. Éstos la miraban a su vez sin decir palabra. Dasha
temblaba.
APÉNDICE
1095
Dostoyevskaya, y depositados en el Archivo Central del Estado.
El director de la revista mensual Russkii Vestnik (El Heraldo
Ruso), M. N. Katkov, se negó a incluirlo en la versión original de
Los demonios, que empezó a publicarse en el número de
febrero de 1870. Dostoyevski pensó en varias revisiones del
capítulo para salvar las objeciones de Katkov, pero ello fue en
vano. Cuando en 1873 salió a la luz la primera edición en libro
de la novela, el capítulo (que habría seguido al VIII de la
segunda parte) quedó eliminado; y lo propio sucedió en las
ediciones siguientes. Dostoyevski, sin embargo, no se resignó a
la pérdida total de un capítulo que incluía temas que le
interesaban profundamente. Así, pues, utilizó parte del material
en las novelas posteriores El adolescente y Los hermanos
Karamazov.
1096
Nikolai Vsevolodovich no durmió esa noche y la pasó sentado
en el sofá, a menudo fijando la vista en un punto del rincón,
junto a la cómoda. En la habitación ardió toda la noche una
bujía. Sobre las siete de la mañana se durmió, sentado como
estaba, y cuando Aleksei Yegorovich, según costumbre
inalterable, entró a las nueve y media en punto con la taza de
café matinal y lo despertó con su entrada, pareció, al abrir los
ojos, desagradablemente sorprendido de haber dormido tanto
y de que fuera tan tarde. Bebió el café a prisa y corriendo, se
vistió en un periquete y salió de la casa a toda prisa. A la
discreta pregunta de Aleksei Yegorovich «¿Tiene el señor algo
que mandar?», no contestó. Caminaba por la calle mirando el
suelo, abstraído, alzando la cabeza sólo de vez en cuando y
dando muestra de una vaga aunque intensa inquietud. En una
bocacalle, aún no lejos de la casa, le cortó el paso un grupo de
campesinos, unos cincuenta o quizá más: marchaban con
compostura, casi en silencio, en orden deliberado. En una
pequeña tienda donde tuvo que esperar un momento alguien
dijo que eran «los obreros de Shpigulin». Él apenas se fijó en
ellos.
Por fin, a eso de las diez y media llegó a las puertas del
monasterio Spaso- Yefimyevski Bogorodski, en las afueras de la
ciudad, junto al río. Fue sólo entonces cuando pareció de pronto
acordarse de algo que le causaba solivianto y alarma. Se
detuvo, tentó alguna cosa que llevaba en el bolsillo lateral de la
levita y... se sonrió. Al entrar en el recinto preguntó al primer
1097
criado que encontró dónde podía hallar al obispo Tihon, que
vivía retirado en el monasterio. El criado, haciendo repetidas
reverencias, se brindó inmediatamente a guiarlo. En un escalón,
al extremo de una larga galería en el edificio de doble planta
del monasterio, un monje gordo, de pelo cano, les salió al
encuentro y, rápida y autoritariamente, rescató al visitante de
manos del criado y lo condujo por un largo y angosto pasillo,
haciendo también continuas reverencias (aunque su gordura le
impedía agacharse mucho y se limitaba a cabecear a menudo y
con vigor), rogándole que lo siguiera, aunque Stavrogin lo hacía
sin que se lo rogara. El monje le dirigía toda suerte de
preguntas y hablaba del padre archimandrita, pero al no recibir
respuesta se mostró aún más respetuoso. Stavrogin se dio
cuenta de que allí lo conocían, aunque, por lo que recordaba,
sólo había estado en el monasterio cuando era todavía niño. Al
llegar a una puerta al final del pasillo, el monje la abrió como
autorizado para hacerlo, preguntó en tono de familiaridad al
hermano lego que vino a recibirlos si se podía entrar y, sin
esperar respuesta, abrió la puerta de par en par e, inclinándose
cuanto pudo, dejó pasar al «estimado» visitante. Cuando
Stavrogin le dio una propina desapareció en el acto como si se
hubiese dado a la fuga. Nikolai Vsevolodovich entró en un
cuarto pequeño y casi al mismo tiempo apareció en la puerta
de la habitación contigua un hombre alto y enjuto, de unos
cincuenta y cinco años, en una sencilla sotana casera, de
aspecto más bien enfermizo, con una vaga sonrisa en los labios
y una mirada que resultaba extraña por lo tímida. Éste era
1098
Tihon, de quien Nikolai Vsevolodovich había oído hablar por
primera vez a Shatov y sobre quien había logrado obtener
después algunos informes.
1099
respeto ni siquiera en el monasterio. Se decía que el padre
archimandrita, hombre grave y severo en el cumplimiento de
sus propios deberes, y sobre todo famoso por su erudición,
sentía por él incluso cierta hostilidad y lo censuraba (no cara a
cara, sino de soslayo) por su modo negligente de vivir y casi
casi por herejía. La comunidad monástica también trataba al
obispo enfermo, si no con descuido, sí con algo de familiaridad.
Las dos habitaciones que componían la celda de Tihon estaban
amuebladas de modo harto extraño. Junto con muebles
antiguos y toscos cubiertos de cuero raído había tres o cuatro
piezas elegantes: un sillón soberbio, un gran escritorio de
exquisita factura, un armario para libros delicadamente tallado,
mesitas, estanterías..., todo ello de regalo. Había una alfombra
de Bokhara de alto precio y junto a ella esterillas corrientes.
Había grabados de temas «mundanos» y otros de asunto
mitológico, y en un rincón una urna grande en la que refulgían
iconos de oro y plata, entre ellos uno antiquísimo que contenía
reliquias. Se decía asimismo que la biblioteca era de índole
variada y contradictoria: junto con los escritos de los grandes
santos y los Padres de la Iglesia figuraban obras teatrales y
«quizás algo peor todavía».
1100
sumamente absorto en alguna íntima y agobiante
preocupación. Era como si hubiese resuelto llevar a cabo algo
extraordinario e inevitable que, al mismo tiempo, se le antojaba
casi imposible. Durante un instante paseó la vista por el
gabinete, quizá sin saber en qué pensaba. Fue el silencio lo que
finalmente lo despabiló, y le pareció de pronto que Tihon
bajaba los ojos con timidez y con una sonrisa enteramente
innecesaria. Esto le produjo una aversión momentánea; quiso
levantarse e irse, sobre todo porque Tihon daba la impresión de
estar inequívocamente ebrio. Pero de súbito éste levantó los
ojos y clavó en él una mirada tan inesperada y enigmática que
Stavrogin se estremeció. Y ahora tuvo la impresión de que
Tihon ya sabía por qué había venido, ya había sido avisado
(aunque nadie, en el mundo entero, podía saber el motivo), y
que si no hablaba primero era por no herir su amor propio, por
temor a humillarlo.
1101
—No estuve en este monasterio hace cuatro años —replicó
Nikolai Vsevolodovich con brusquedad innecesaria—. Estuve
aquí sólo de niño, cuando usted no estaba todavía.
—Veo que no está usted bien hoy —dijo—. Quizá lo mejor será
que me vaya
1102
—Lo estaba mirando y me acordé de las facciones de su madre.
Aunque por fuera no hay parecido hay mucho por dentro,
parecido espiritual.
—Viene.
—Lo que quiere decir que todo. Debe de tener usted mucho
tiempo de sobra. ¿Y del duelo?
1103
—Ha oído usted muchísimo aquí. No necesita periódicos. ¿Es
que Shatov le ha hecho alguna advertencia sobre mí?
—Enséñemelo. Sí, no está mal. ¡Pero qué lectura tan rara para
usted!
1104
todo de noche, de cierta clase de alucinaciones; que a veces
veía o sentía junto a sí a un ser maligno, burlón y
1105
—Un año, poco más o menos. Pero todo es una tontería. Iré a
ver a un médico. Todo es una tontería, una completa tontería.
Soy el mismo, bajo aspectos diferentes, y nada más. Pero ya he
usado esa... frase, no vaya a creer que sigo dudando y que no
estoy seguro de ser yo mismo, y no el demonio.
—¿Aunque qué?
1106
crea en el demonio, aunque finjo no creer en él; lo cual me
permite hacer a usted una pregunta astuta: ¿existe o no existe?
—Sí creo.
1107
—Quizá no la moviera.
1108
—¡Ajá! ¡Conque ésas tenemos!
—Lo he leído.
1109
te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: Yo soy rico, y estoy
enriquecido, y no tengo necesidad de ninguna cosa; y no
conoces que tú eres un cuitado y miserable y pobre y ciego y
desnudo...».
1110
ningún otro, sino de mí mismo. En todo caso, es usted un tipo
raro y un chiflado...
1111
inmóvil y en silencio, a Tihon, como a punto de tomar una
determinación definitiva. Al fin, sacó del bolsillo de la levita
unas hojas impresas y las puso en la mesa.
1112
Intercalo este documento literalmente en mi crónica. Cabe
sospechar que ya muchos lo conocen. Sólo me he permitido
corregir las faltas de ortografía, que son bastante numerosas y
no dejan de sorprenderme, dado que el autor era un hombre
instruido y de amplias lecturas (por supuesto, hablando
relativamente). En el estilo no he cambiado nada, no obstante
sus incorrecciones y oscuridades. Es evidente, en todo caso, que
el autor no tiene pizca de literato.
De Stavrogin.
1113
con la doncella. Allí, en el cuarto piso, tenía sólo una habitación
que había tomado en arrendamiento a una familia rusa de la
clase artesana. Ellos vivían en la habitación contigua, mucho
más pequeña, tanto así que la puerta que daba paso de su
habitación a la mía estaba siempre abierta, que era lo que yo
quería. El marido trabajaba en una oficina y pasaba todo el día
fuera. La esposa, de unos cuarenta años, se ocupaba en cortar
y coser ropa usada para hacerla parecer nueva, y también salía
de la casa con frecuencia para entregar su trabajo. Yo me
quedaba solo con la hija, que por su aspecto era todavía muy
niña. Se llamaba Matriosha. Su madre la quería, pero le pegaba
a menudo y, según costumbre de esa gente, le chillaba a más y
mejor. Esta muchacha me servía de criada y me hacía la cama
detrás de un biombo. Declaro que he olvidado el número de la
casa. Ahora, después de una indagación, sé que esa casa vieja
ha sido derribada y revendido el solar; donde antes hubo dos o
tres casas hay ahora una nueva grande. También he olvidado el
apellido de mis caseros (quizá tampoco lo sabía entonces).
Recuerdo que la mujer se llamaba Stepanida, de patronímico
Mihailovna, según creo. El del marido no lo recuerdo. Quiénes
eran, de dónde eran y dónde estarán ahora es algo que ignoro
en absoluto. Supongo que si la policía de Petersburgo se
pusiera a buscarlos e hiciera todas las indagaciones posibles se
podría encontrar rastro de ellos. La entrada a la vivienda
estaba en el patio, en un rincón. Todo esto ocurrió en junio. La
casa estaba pintada de azul claro.
1114
Un día desapareció de mi casa un cortaplumas que no
necesitaba para nada y que andaba tirado por allí. Se lo dije a
la patrona, sin pensar en que ésta daría una paliza a su hija por
ese motivo. Pero la patrona acababa de echar una bronca a la
chica (yo vivía con ellos en familia y no se andaban con
cumplidos en
1115
Pero antes de eso hubo lo que digo a continuación: en el
momento mismo en que la patrona corría a buscar el escobón
para arrancarle las cerdas, vi mi cortaplumas en la cama,
adonde había ido a parar desde la mesa. Al punto se me ocurrió
que no diría nada para que azotaran a la muchacha de nuevo.
Fue una decisión instantánea: en tales momentos siempre se
me corta el aliento. Pero he determinado contarlo todo de
manera que en adelante nada quede oculto.
1116
posible imaginarse. A nadie he hablado nunca de esto, ni
siquiera he aludido a ello, y lo he ocultado como algo
ignominioso y humillante. Pero cuando una vez, en Petersburgo,
me apalearon sin misericordia en una taberna y me arrastraron
del pelo, no experimenté esa sensación, sino sólo una ira
inaudita. Como no estaba ebrio, decidí sencillamente pelear.
Pero si quien me agarró del pelo y me tiró al suelo hubiera sido
el vizconde francés que me dio un bofetón en el extranjero, y a
quien por ello arranqué la mandíbula inferior de un tiro, habría
sentido esa exaltación y quizá no cólera. Al menos, así me
pareció entonces.
Cuento esto para que sepan todos que esa sensación nunca se
enseñoreó de mí por completo; siempre conservaba el pleno
dominio de mis facultades (y, en realidad, todo depende de
eso). Y aunque podía empujarme al borde de la locura, nunca
logró privarme de ese dominio. Llegaba casi al estallido, pero
siempre podía regularlo a voluntad, incluso reprimirlo antes de
que se produjese; ahora bien, por mi parte no deseaba esto
último. No me cabe duda de que podría vivir como un monje
toda la vida, a pesar de la voluptuosidad bestial
1117
quiero serlo. Por lo tanto, hago constar que no quiero que se me
juzgue irresponsable de mis delitos, achacándolos al medio
ambiente en que he vivido o a la enfermedad.
1118
En esas habitaciones vivía hacinada mucha gente. Entre ella
había un empleado del Estado con su familia, en dos cuartos
amueblados. Era hombre de unos cuarenta años, nada tonto y
de aspecto decente, aunque pobre. Yo no alternaba con él, y él,
por su parte, tenía miedo de la pandilla que me rodeaba por
aquel entonces. Acababa de cobrar su sueldo: treinta y cinco
rublos. Lo que me empujó fue que en ese momento andaba yo,
en efecto, necesitado de dinero (aunque lo recibí por correo
cuatro días después), de modo que hasta cierto punto iba a
robar por necesidad y no por broma. Lo hice con desfachatez y
descaro: sencillamente entré en la vivienda cuando su mujer, los
niños y él estaban comiendo en el otro cuartito. Allí, en una silla
al lado de la puerta, estaba doblado su uniforme. La idea se me
ocurrió de buenas a primeras cuando estaba aún en el pasillo.
Metí la mano en el bolsillo y saqué el portamonedas. Pero el
empleado debió de oír algún ruido, porque asomó la cabeza por
la puerta de su habitación. Al parecer, vio efectivamente algo,
pero como, por supuesto, no lo vio todo, no dio crédito a sus
ojos. Yo le dije que, al pasar por delante de su puerta, había
entrado a ver qué hora era en su reloj de pared. «Está parado,
señor», dijo, y yo salí.
1119
mandé por champaña; después mandé a cambiar el segundo
de diez y luego el tercero. Unas cuatro horas más tarde, ya
había anochecido, el empleado me estaba esperando en el
pasillo.
—¿En el suelo?
1120
artesanos y de todos los pisos llegaba durante el día ruido de
martillazos y de gente cantando. Pasó cerca de una hora.
Matriosha estaba sentada en su cuartito, en un banquillo, con la
espalda vuelta hacia mí y haciendo algo de costura. Al cabo
comenzó de pronto a cantar en voz baja, muy baja, cosa que
hacía a veces. Saqué el reloj y miré la hora: eran las dos. El
corazón empezó a palpitarme con fuerza; pero de repente volví
a la pregunta de si podía refrenarme y al momento me contesté
que sí. Me levanté, fui furtivamente a donde ella estaba. En las
ventanas tenían muchos geranios y el sol brillaba intensamente.
Me senté en el suelo, junto a ella. Ella se estremeció; al principio
se asustó sobremanera y se levantó de un brinco. Le cogí una
mano y se la besé suavemente, la obligué a sentarse de nuevo
en el banquillo y me puse a mirarla a los ojos. Cuando le besé la
mano se puso a reír como una criatura, pero sólo un instante,
porque se levantó con un respingo por segunda vez y ahora con
miedo tal, que vi un espasmo en su rostro. Me miraba con ojos
inmóviles de espanto y le empezaron a temblar los labios como
si fuera a llorar, pero no lloró. Otra vez le besé la mano y la hice
sentarse en mis rodillas. Le besé la cara y las piernas. Cuando le
besé las piernas se apartó bruscamente y se sonrió como
avergonzada, con una sonrisa ambigua. Se puso como la grana
de vergüenza. Yo, mientras tanto, seguía susurrándole cosas al
oído. Por último, sucedió algo tan extraño que nunca lo olvidaré
y que me dejó maravillado: la muchacha me echó los brazos al
cuello y empezó a besarme apasionadamente. Su rostro
expresaba un arrobo sin límites. Estuve a punto de levantarme e
1121
irme, tan desagradable me parecía esa conducta en una niña
por la que de pronto sentí lástima. Pero dominé mi repentino
sentimiento de horror y... me quedé.
1122
no muy intenso. Esa mañana estuve muy alegre y amable con
todos, y toda la pandilla quedó muy contenta de mí. Pero los
dejé a todos y fui a la calle Gorohovaya. Tropecé con Matriosha
en el zaguán. Venía de una tienda adonde la habían mandado a
comprar verdura. Al verme, se asustó en extremo y subió como
una flecha la escalera. Cuando entré, su madre le había dado
ya un par de bofetadas por irrumpir en el cuarto como un
ciclón, con lo que pudo disimular el verdadero motivo del
espanto. Así, pues, todo iba bien por el momento. Pareció
ocultarse en algún sitio y no salió mientras estuve allí. Pasé allá
cosa de una hora y me marché.
1123
y cuando al alba empecé a sentir fiebre, volvió la sensación de
espanto, pero ahora tan aguda que no he conocido tormento
más intenso que ella. Ahora bien, ya no odiaba a la muchacha;
al menos no llegué al paroxismo de la noche antes. Noté que el
terror agudo ahuyenta por completo el odio y el propósito de
venganza.
1124
puerta a la patrona, cosa que no había hecho en mucho tiempo,
de lo que Nina quedó contentísima. Salimos juntos y no volví a
la calle Gorohovaya en dos días. Aquello ya me aburría.
1125
de pronto salió de un brinco de detrás del biombo. Oí el impacto
de sus pies en el suelo cuando saltó de la cama, luego pasos
bastante rápidos, y ella apareció en el umbral de mi habitación.
Me miró en silencio. En los cuatro o cinco días que no la había
visto de cerca había, en efecto, adelgazado mucho. Su rostro
parecía apergaminado y la cabeza probablemente le ardía. Los
ojos se habían agrandado y estaban fijos en mí, sin pestañear,
con curiosidad inerte, o así creía al principio. Me senté en un
extremo del sofá y la miré sin moverme. Y de súbito volví a
odiarla. Ahora bien, no tardé en darme cuenta de que no me
tenía miedo alguno, aunque quizá seguía delirando. Pero no lo
estaba en absoluto. De buenas a primeras empezó a menear la
cabeza, como en señal de reproche, levantó su puño diminuto y
me amenazó con él desde donde estaba. Al primer instante este
movimiento me pareció ridículo, pero pronto no pude soportarlo
más: me levanté y me acerqué a ella. Su rostro reflejaba una
desesperación que resultaba intolerable en la cara de una niña.
Seguía amenazándome con su pequeño puño y moviendo la
cabeza en gesto de reproche. Me acerqué un poco más y
empecé a hablarle cautelosamente, pero vi que no me entendía.
Entonces se tapó de pronto la cara con las manos,
impulsivamente, como lo había hecho antes, se apartó de mí y
fue a la ventana, volviéndome la espalda. No acierto a
comprender cómo no me fui entonces y por qué me quedé,
como en espera de algo. Pronto oí de nuevo sus pasos ligeros.
Salió al descansillo de la escalera. Yo fui corriendo a mi puerta y
la entreabrí a tiempo para ver que la muchacha entraba en el
1126
exiguo cuarto de trastos, semejante a un gallinero, contiguo al
retrete. Por mi mente cruzó un pensamiento extraño. Dejé la
puerta entreabierta y volví a la ventana. Por supuesto, aún era
imposible creer en ese fugaz pensamiento; «y sin embargo...».
(Lo recuerdo absolutamente todo).
1127
corazón empezó a palpitarme de nuevo con fuerza. Miré el reloj:
faltaban tres minutos para el cuarto de hora, y durante ellos
permanecí sentado, aunque el corazón me martilleaba
dolorosamente. Entonces me levanté, me puse el sombrero, me
abroché el gabán y miré en torno para ver si todo quedaba en
el sitio de antes, a fin de no dejar indicios de mi visita. Acerqué
la silla un poco más a la ventana, como antes había estado. Por
último, abrí la puerta sin hacer ruido, la cerré con llave y fui al
cuarto de trastos. Estaba cerrado, pero no con llave; sabía que
no se cerraba con llave, pero no quise abrir la puerta. Así, pues,
me puse de puntillas y miré por una rendija. En ese preciso
instante, cuando estaba de puntillas recordé que cuando
estaba sentado junto a la ventana mirando la araña rojiza y
olvidado de todo, había pensado que me pondría de puntillas y
miraría por esa misma rendija. Con la mención de este detalle
quiero demostrar taxativamente hasta qué punto estaba en
pleno dominio de mis facultades mentales. Estuve mirando
largo rato por la rendija; dentro estaba oscuro, pero no del
todo. Por fin vi lo que quería ver para cerciorarme por completo.
1128
También andaba por allí Kirillov. Nadie estaba bebido, aunque
había una botella de ron, pero sólo Lebiadkin se echaba un
trago de vez en cuando. Prohor Malov hizo notar que «cuando
Nikolai Vsevolodovich está contento y no abatido, todos
nosotros nos ponemos alegres y damos muestras de agudeza».
Recordé eso entonces.
1129
especial reproche. Liquidé mi cuenta y di como pretexto de mi
partida que no podía recibir allí a Nina Savelievna después de lo
ocurrido. Cuando nos despedimos, volvió a colmar de
alabanzas a Nina Savelievna. Y al salir le di cinco rublos más de
los que le debía por el alquiler de la habitación.
1130
Sea como fuere, no me casé con ella «por una apuesta de una
botella de vino tras una comida en que todos nos
emborrachamos». Los testigos de la boda fueron Kirillov y Piotr
Verhovenski, que se hallaban casualmente en Petersburgo,
además del propio Lebiadkin y Prohor Malov (que ya ha
muerto). Nadie más lo supo y éstos dieron palabras de no
divulgarlo. El silencio siempre me ha parecido una vileza, pero
hasta aquí nadie lo ha violado. Ahora tengo intención de hacer
público mi matrimonio, junto con todo lo demás.
1131
semana y no lo miré una sola vez. Y no me lo llevé cuando me
marché de Francfort.
1132
Claude Lorrain que en el catálogo lleva el título de Acisy
Calatea, pero que yo siempre, no sé por qué, he llamado La
Edad de Oro. Ya lo había visto tiempo atrás, pero en esta
ocasión, tres días antes, le había echado un vistazo de nuevo al
pasar por Dresde. Éste fue el cuadro con que soñé, pero no
como tal cuadro, sino como escena real.
1133
sensación de felicidad, desconocida por mí hasta entonces, me
traspasó el corazón hasta causarme dolor. Era ya noche
cerrada; en la ventana de mi cuartito, por entre las hojas verdes
de las flores que había en el alféizar, penetraba todo un haz de
rayos oblicuos del sol poniente que me bañaban en su luz. Volví
a cerrar los ojos, como ansioso de hacer volver el disipado
sueño, pero de improviso, en medio de aquella luz tan radiante,
vi un punto minúsculo. Fue poco a poco tomando forma
definida y de pronto divisé en él con toda la claridad una
arañita roja. Me recordó al momento la que había visto en la
hoja del geranio cuando también la envolvían los rayos oblicuos
del sol poniente. Algo pareció traspasarme el cuerpo; me
incorporé y me senté en la cama... (Así fue como ocurrió todo
ello entonces).
1134
ahora puedo decirlo. Quizás incluso ahora el recuerdo del hecho
mismo no me parezca abominable. Quizás ese recuerdo
encierre incluso ahora algo que da sabor a mis pasiones. No.
Pero lo insoportable para mí era sólo esa imagen, allí en el
umbral, con el puño en alto en ademán de amenaza, sólo el
aspecto que tenía entonces, sólo aquel momento en que movía
la cabeza. Eso es lo que no puedo soportar, porque desde
entonces se me aparece casi todos los días. No viene por sí
misma, sino que yo mismo la llamo y no puedo dejar de
llamarla, aunque no puedo vivir con ella. ¡Oh, si pudiera verla
alguna vez en carne y hueso, aunque fuese una alucinación!
Tengo otros viejos recuerdos quizá peores que ése. Traté muy
mal a una mujer, que murió a resultas de ello. Maté en duelo a
dos hombres que no me habían hecho daño alguno. En cierta
ocasión sufrí un agravio mortal y no me vengué. En mi haber
figura también un envenenamiento, llevado a cabo con
deliberación y buen éxito y de nadie conocido. (De ser
necesario, lo confesaré todo).
1135
de mi mente a la muchacha cuando me venga en gana. Soy tan
dueño absoluto de mi voluntad como antes. Pero la cuestión es
que no he querido nunca hacerlo, que no lo quiero ni nunca lo
querré. De eso estoy absolutamente seguro. Y así seguirán las
cosas hasta que me vuelva loco.
1136
criminal. A propósito, declaro lo que precede para demostrar
que estoy en pleno dominio de mis facultades y que comprendo
mi situación. Siempre quedarán aquéllos que lo sabrán todo,
que me mirarán y a quienes miraré. Y cuantos más haya, mejor.
Si esto me servirá de alivio, no lo sé. Recurro a ello en última
instancia.
Nikolai Stavrogin.
1137
—¿No se pueden hacer algunas correcciones en este
documento?
—Es igual. Lo repito ahora. Por fuertes que sean sus objeciones,
no desisto de mi intención. Y observe que con tal frase feliz o
infeliz (júzguela como quiera) no pretendo que empiece usted a
contradecirme o engatusarme —agregó como incapaz de
contenerse y volviendo por un momento a adoptar el tono de
antes, pero sonriéndose seguidamente de sus propias palabras.
1138
—Usted quiere, a propósito, retratarse a sí mismo con peor
catadura de lo que su corazón desearía... —Tihon se iba
envalentonando poco a poco. Era obvio que el «documento» le
había causado honda impresión.
1139
—Dejemos eso —dijo Stavrogin en tono perentorio—. Permítame
hacerle una pregunta por mi parte. Llevamos ya cinco minutos
hablando desde que leyó usted eso —e indicó las hojas con un
movimiento de cabeza— y no percibo en usted expresión
alguna de repugnancia o vergüenza... ¡Usted, por lo visto, no es
aprensivo! —no terminó la frase y se sonrió.
1140
corriente que es un crimen como ése. Quizá no sufra tanto
como he escrito ahí y quizá también haya dicho muchas
mentiras contra mí mismo —añadió de improviso.
—Aquí.
Nuevo silencio.
—En efecto, sin duda habrá esa opinión. ¿Y piensa llevar pronto
a cabo su propósito?
1141
—Hoy, mañana, pasado, ¡qué sé yo! En todo caso, muy pronto.
Tiene razón; creo que lo que pasará en definitiva es que lo
publicaré repentinamente; y sí, en un momento de odio y
venganza, cuando los aborrezca más.
1142
—¿Y la compasión general por usted? ¿No podría sobrellevarla
con humildad?
eso?
1143
—El horror será general y, por de contado, más falso que
sincero. Las gentes sólo temen aquello que amenaza
directamente sus intereses particulares. No hablo de las almas
puras; ésas se horrorizarán interiormente y se culparán a sí
mismas, pero pasarán inadvertidas. La risa, sin embargo, será
general.
—¡Quién sabe! ¡Puede que lo haya! ¡Oh, sí, puede que lo haya!
1144
—Hasta en la forma misma de esta gran penitencia hay algo
ridículo. ¡Oh, no crea que no saldrá triunfante a la postre! —
exclamó casi extático—. Incluso esta forma triunfará (y señaló
las hojas) con tal de que acepte sinceramente las bofetadas y
los escupitajos. Siempre ha ocurrido que, a la larga, la cruz más
ignominiosa se convierte en una gloria excelsa y una fuerza
pujante si la humildad del hecho ha sido sincera. ¡Quizá halle
usted consuelo durante su vida!...
1145
usted toda esperanza en mí: porque eso es feo, repugnante...,
repugnante no, más bien vergonzoso, ridículo. Y usted cree que
eso es lo que menos podré sobrellevar.
Stavrogin no contestó.
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escandalizare a uno de estos pequeños...» ¿recuerda? Según el
evangelio no hay mayor crimen que ése. ¡Ahí está, en este libro!
— agregó señalando el Nuevo Testamento.
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pareció perder el hilo— iba a pedirle algo por mi parte, pero...
ahora no sé..., ahora no me atrevo.
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—No me comprende usted. Escuche y no se enoje. Ya conoce mi
opinión: la hazaña de usted, si procede de la humildad, sería
una hazaña cristiana de las más sublimes, si es que puede
sobrellevarla. Aun si no puede, el Señor tomará en cuenta el
sacrificio original de usted. Todo se tomará en cuenta: no se
escapará una sola palabra, un solo acto espiritual, un solo
pensamiento, aunque sea sólo pensamiento a medias. Pero en
lugar de esa hazaña yo le propongo otra aún más grande, algo
indudablemente más eximio...
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necesita es pedírmelo con buenos modos, ya que yo también lo
estoy deseando, ¿no es eso? —dijo con sonrisa avinagrada.
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—No tendría que ingresar en el monasterio ni recibir la tonsura.
Podría ser hermano lego, secreta, no abiertamente. Ello es
posible hasta viviendo en el mundo.
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cometerá usted un nuevo crimen, como vía de escape, sólo
para evitar la publicación de esas páginas.
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