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Ludvik

Jahn, joven estudiante universitario y activo miembro del Partido


Comunista checo, envía a una compañera de clase una postal en la que se
burla del optimismo ideológico imperante. La broma no les hace la menor
gracia a los dirigentes universitarios y, tras un juicio sumario, expulsan a
Ludvik de la universidad y del Partido. Pero, paradójicamente, al caer en
desgracia, se abre para Ludvik un mundo aún desconocido. Atrapado entre
dos amores, el de Lucie, tierno y desesperado, y el de Helena, apasionado y
cínico, Ludvik va, sin embargo, de tropiezo en tropiezo, transformando su
vida en un cúmulo de situaciones a cual más grotesca y risible. De hecho,
con el paso del tiempo, la vida de Ludvik se convertirá en una enorme broma
pesada: ya no podrá culpar al destino, porque ya no puede sino culparse a sí
mismo.

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Milan Kundera

La broma
ePub r1.6
Titivillus 18.09.2017

ebookelo.com - Página 3
Título original: Žert
Milan Kundera, 1967
Traducción: Fernando de Valenzuela

Editor digital: Titivillus


Correción de erratas: coltrane
ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

LUDVIK

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ASÍ que después de muchos años me encontré otra vez en casa. Estaba en la plaza
principal (por la que había pasado infinidad de veces de niño, de muchacho y de
joven) y no sentía emoción alguna; por el contrario, pensaba que aquella plaza llana,
por encima de cuyos tejados sobresale la torre del ayuntamiento (semejante a un
soldado con un antiguo casco), tiene el aspecto del patio de un cuartel y que el pasado
militar de esta ciudad morava, que sirvió en tiempos de bastión contra los ataques de
húngaros y turcos, había marcado en su rostro un rasgo de fealdad irrevocable.
Después de tantos años, no había nada que me atrajera hacia mi lugar de
nacimiento; me dije que había perdido todo interés por él y me pareció natural: hace
ya quince años que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que un par de amigos
o conocidos (y aun a esos trato de evitarlos) y a mi madre la tengo aquí enterrada en
una tumba ajena, de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés era
en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi ciudad natal me
habían ocurrido cosas buenas y malas, como en todas las demás ciudades, pero el
rencor estaba presente; había tomado conciencia de él precisamente en relación con
este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido lograr, al fin de cuentas,
también en Praga, pero me había empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad
que se me ofrecía de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un
objetivo cínico y bajo, que burlonamente me liberaba de la sospecha de que el motivo
de mi regreso pudiera ser la emoción sentimental por el tiempo perdido.
Le eché otra mirada cáustica a la fea plaza y después le di la espalda y me
encaminé al hotel en el que tenía reservada mi habitación. El portero me entregó una
llave con una bola de madera y me dijo: «segunda planta». La habitación era de lo
más vulgar: junto a la pared una cama, en el medio una mesa pequeña con una sola
silla, junto a la cama un aparatoso tocador de madera de caoba con un espejo y junto
a la puerta un lavabo pequeñísimo y descascarillado.
Coloqué la cartera sobre la mesa y abrí la ventana: la vista daba al patio interior y
a unas casas, que le mostraban al hotel sus espaldas desnudas y sucias. Cerré la
ventana, corrí las cortinas y me dirigí hacia el lavabo que tenía dos grifos, uno con
una señal roja y el otro azul; los probé y de los dos salía agua fría. Me fijé en la mesa;
no estaba mal del todo, una botella con dos vasos cabría perfectamente, pero lo malo
era que a la mesa no se podía sentar más que una persona, porque en la habitación no

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había más sillas. Arrimé la mesa a la cama e hice la prueba de sentarme en ella, pero
la cama era demasiado baja y la mesa demasiado alta; además la cama se hundió
tanto que en seguida me di cuenta de que no sólo era difícil que sirviera para sentarse,
sino que incluso sus funciones propias de cama sería dudoso que las cumpliera. Me
apoyé en ella con los puños; después me acosté levantando cuidadosamente los
zapatos para no manchar la sábana y la colcha. La cama se hundió bajo el peso de mi
cuerpo y yo estaba allí acostado como en una hamaca colgante: era imposible
imaginarse que en aquella cama se acostara alguien más junto a mí.
Me senté en la silla mirando las cortinas que filtraban la luz y me puse a pensar.
En aquel momento se oyeron pasos y voces en el pasillo; eran dos personas, un
hombre y una mujer, estaban hablando y se entendía cada una de sus palabras:
hablaban de un tal Pedro que se había ido de casa y de una tal tía Clara que es tonta y
malcría al niño; después se oyó el ruido de la llave al abrir la puerta, la puerta que se
abría y las voces que continuaban en la habitación contigua; se oían los suspiros de la
mujer (¡se oía hasta un simple suspiro!) y la declaración del hombre de que por fin le
iba a decir cuatro cosas a Clara.
Me levanté y ya estaba decidido; me lavé las manos en el lavabo, me las sequé en
la toalla y salí del hotel, aunque al principio no sabía exactamente adónde iba a ir. Lo
único que sabía era que si no quería poner en peligro el éxito de todo mi viaje (un
viaje sumamente largo y fatigoso) sólo porque la habitación del hotel no fuese
adecuada, me vería en la obligación, aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo, de
dirigirme a alguno de mis amigos de aquí con una petición confidencial. Pasé
rápidamente revista a todos los viejos rostros de mi juventud, pero los deseché
inmediatamente por el simple hecho de que el carácter confidencial del servicio
solicitado me obligaría a un trabajoso tendido de puentes a través de los largos años
durante los cuales no los había visto, y eso sí que ya no tenía ganas de hacerlo. Pero
después me acordé de que probablemente vivía aquí una persona a la que años atrás
yo le había conseguido un puesto de trabajo en esta ciudad y que estaría muy contenta
si tuviera la oportunidad de pagarme aquel favor. Era un hombre extraño,
escrupulosamente ético, pero al mismo tiempo curiosamente intranquilo e
inconstante, cuya mujer se había divorciado de él, por lo que yo sé, sencillamente
porque vivía en cualquier sitio menos con ella y con su hijo. Ahora lo único que me
preocupaba era que no se me hubiera vuelto a casar, porque eso hubiese hecho más
difícil que accediese a mi petición, y fui rápidamente a buscarlo al hospital.
El hospital de esta ciudad es una serie de edificios y pabellones desperdigados en
un amplio jardín; entré en la pequeña cabina que está junto a la puerta principal y le
pedí al portero que me pusiera con virología; me acercó el teléfono hasta el borde de
la mesa y dijo: «cero dos». Marqué por lo tanto el cero dos y me enteré de que el
doctor Kostka acababa de salir hacía unos segundos y que estaba en camino hacia la
puerta. Me senté en un banco cerca de la salida, de modo que no pudiera pasar sin
que yo lo viera y me dediqué a observar a los hombres que vagaban por aquí con sus

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delantales a rayas azules y blancas, y entonces lo vi: pensativo, alto, delgado, con una
cierta fealdad simpática, sí, era él. Me levanté del banco y fui directamente hacia él,
como si pretendiera provocar un choque; me miró enfadado, pero en seguida me
reconoció y extendió los brazos. Me pareció que su sorpresa era casi feliz y el modo
espontáneo con que me saludó, me produjo placer.
Le expliqué que había llegado hacía menos de una hora para resolver una cuestión
sin importancia que me retendría aquí unos dos días y él manifestó inmediatamente
su sorpresa y su agrado porque lo hubiera ido a ver antes que a nadie. De repente me
sentí molesto por no haberlo venido a ver desinteresadamente, sin otro motivo que el
de estar con él, y porque hasta la pregunta que le estaba haciendo (le preguntaba
jovialmente si se había vuelto a casar) no hacía más que simular un interés verdadero,
pero era en realidad fríamente calculadora. Me dijo (para mi satisfacción) que seguía
solo. Yo afirmé que teníamos mucho que contarnos. Estuvo de acuerdo y lamentó no
tener, por desgracia, apenas algo más de una hora, porque debía regresar al hospital y
por la noche salía fuera de la ciudad en autobús. «¿Ya no vive aquí?», me horroricé.
Me aseguró que sí vivía, que tenía un apartamento en un edificio nuevo, pero que «no
es bueno que el hombre esté solo». Resultó que Kostka tenía en otra ciudad, a veinte
kilómetros de aquí, una novia, que era maestra y hasta tenía un piso con dos
habitaciones. «¿Piensa ir a vivir con ella?», le pregunté. Me dijo que le sería difícil
conseguir en otra ciudad un trabajo tan interesante como el que yo le había ayudado a
encontrar y que, por otra parte, a su novia le sería muy complicado obtener una plaza
aquí. Empecé a maldecir (con bastante sinceridad) la torpeza de la burocracia que no
es capaz de hacer posible que un hombre y una mujer vivan juntos. «Tranquilícese
Ludvik», me dijo en un tono amable y comprensivo, «la cosa no resulta tan
insoportable. Gasto algo de tiempo y dinero en viajar pero conservo mí soledad y soy
libre». «¿Para qué necesita usted tanta libertad?», le pregunté. «¿Para qué la necesita
usted?», me devolvió la pregunta. «Yo soy un mujeriego», le contesté. «Yo no
necesito la libertad por causa de las mujeres, la quiero para mí mismo», dijo y
continuó: «Vayamos un rato a casa, antes de que tenga que volver al hospital». Era
precisamente lo que yo deseaba.
Salimos del hospital y pronto llegamos a un grupo de edificios nuevos que
emergían sin la menor armonía, unos junto a otros, de un terreno accidentado y
polvoriento (sin césped, sin aceras, sin carretera) y formaban al final de la ciudad un
triste escenario que lindaba con la llanura vacía de los campos lejanos. Entramos por
una puerta, subimos por una escalera estrecha, el ascensor no funcionaba y nos
detuvimos en la tercera planta, donde me encontré con el nombre de Kostka en una
de las puertas. Cuando pasamos de la antesala a la habitación quedé completamente
satisfecho: en la esquina había un sofá-cama amplio y cómodo; además del sofá-cama
había una mesita, un sillón, una biblioteca grande, un tocadiscos y una radio.
Le elogié a Kostka su habitación y le pregunté cómo era el cuarto de baño. «No es
nada del otro mundo», dijo, contento por el interés que yo demostraba, y me invitó a

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pasar a la antesala, donde estaba la puerta de un cuarto de baño pequeño, pero
bastante confortable, con su bañera, su ducha y su lavabo. «Al ver este hermoso
apartamento suyo se me ocurre algo», dije. «¿Qué hará mañana por la tarde y por la
noche?» «Por desgracia», se disculpó con tono de pena, «tengo muchas horas de
guardia y no regresaré hasta las siete. ¿No estará libre por la noche?» «Creo que por
la noche estaré libre», respondí, «pero antes ¿no podría prestarme el apartamento
durante la tarde?».
Se quedó sorprendido por mi pregunta, pero en seguida (como si temiera dar la
impresión de que no lo hacía de buena gana) me dijo: «Encantado de compartirlo con
usted». Y continuó, como si estuviese haciendo todo lo posible para no enterarse de
los motivos de mi petición: «Si tiene problemas de alojamiento puede quedarse a
dormir hoy mismo, porque yo no regresaré hasta mañana por la mañana, y en realidad
por la mañana tampoco, porque iré directamente al hospital». «No, no hace ninguna
falta. Tengo una habitación en el hotel. Pero es bastante desagradable y mañana por la
tarde necesitaría estar en un sitio agradable. Claro que no pretendo estar solo».
«Claro», dijo Kostka agachando levemente la cabeza, «ya me lo imaginaba».
Después de un momento afirmó: «Estoy encantado de poder ofrecerle algo bueno». Y
luego añadió: «Si es que de verdad le resulta bueno».
Después nos sentamos a la mesa (Kostka hizo un café) y estuvimos un rato
charlando (me senté en el sofá-cama y comprobé con satisfacción que era firme y no
se hundía ni chirriaba). Luego Kostka dijo que iba a tener que volver al hospital y por
eso me introdujo rápidamente en algunos de los secretos de la casa: hay que cerrar
con fuerza el grifo de la bañera, el agua caliente, en contra de lo habitual, sale por el
grifo que lleva la letra F, el enchufe para el tocadiscos está detrás del sofá y en el
armario hay una botella de vodka casi entera. Después me dio un llavero con dos
llaves y me enseñó cuál era la de la puerta de calle y cuál la del piso. A lo largo de mi
vida he dormido en muchas camas distintas y me he creado un culto especial por las
llaves, de modo que las llaves de Kostka me las metí en el bolsillo con un silencioso
sentimiento de alegría.
Cuando ya se iba, Kostka manifestó su deseo de que su apartamento me trajera
«algo verdaderamente bello». «Sí», le dije, «me permitirá llevar a cabo una bella
destrucción». «¿Usted cree que las destrucciones pueden ser bellas?», dijo Kostka, y
yo me reí para mis adentros porque en esta pregunta (formulada con moderación pero
pensada con ánimo de combate) lo reconocía tal como era cuando lo conocí hace más
de quince años. Lo apreciaba y al mismo tiempo me daba un poco de risa y por eso le
contesté: «Ya sé que es usted un obrero callado que trabaja en la eterna obra de Dios
y que no le gusta oír hablar de destrucciones, pero qué le voy a hacer: yo no soy un
albañil de Dios. Por lo demás si las construcciones que hacen los albañiles de Dios
tienen paredes de verdad, es difícil que nuestras destrucciones puedan hacerles el
menor daño. Pero me da la impresión de que en lugar de paredes lo que veo por todas
partes son simples decorados. Y la destrucción de los decorados es algo

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completamente justo».
Ya estábamos otra vez en el mismo punto en el que nos habíamos separado la
última vez (hace unos nueve años); nuestra discusión tenía esta vez un aspecto muy
abstracto, porque sabíamos bien cuál era su fundamento concreto y no teníamos
necesidad de repetirlo; lo único que necesitábamos repetir era que no habíamos
cambiado, que seguíamos sin parecernos el uno al otro (tengo que reconocer que esa
falta de parecido era una de las cosas que me gustaban de Kostka y por eso me
gustaba discutir con él, porque me permitía volver a poner en evidencia quién era en
realidad yo mismo y qué era lo que pensaba). Para que no me quedaran dudas sobre
mí mismo, me respondió: «Eso suena muy bien. Pero dígame una cosa: ¿Si es usted
tan escéptico, de dónde saca esa seguridad a la hora de diferenciar las paredes y los
decorados? ¿No ha puesto nunca en duda que las ilusiones de las que se ríe sean sólo
ilusiones? ¿Qué ocurriría si se equivocase? ¿Si se tratara de valores y usted fuera un
destructor de valores?». Y después dijo: «Un valor vulnerado y una ilusión
desenmascarada suelen tener el cuerpo igual de mortificado, se parecen, y no hay
nada más fácil que confundirlos».
Acompañé a Kostka de regreso al hospital, atravesando la ciudad. Jugaba con las
llaves en el bolsillo y me sentía a gusto en compañía de un viejo amigo que era capaz
de tratar de convencerme de que tenía razón en cualquier momento y en cualquier
lugar, por ejemplo ahora, por el camino que atraviesa la accidentada superficie del
barrio nuevo. Claro que Kostka sabía que aún nos quedaba toda la noche del día de
mañana y por eso, al cabo de un rato, pasó de la filosofía a las preocupaciones
corrientes, se aseguró una vez más de que le iba a estar esperando en su casa cuando
regresase a las siete de la tarde (no tiene más llaves que las que me dejó) y me
preguntó si de verdad no necesitaba nada más. Me llevé la mano a la cara y le dije
que lo único que necesitaría sería ir al barbero, porque ya me hacía falta afeitarme.
«Estupendo», dijo Kostka, «me encargaré de conseguirle un afeitado de primera».
No puse obstáculos a los cuidados de Kostka y me dejé conducir hasta una
pequeña barbería, donde frente a tres espejos se erguían tres grandes sillones
giratorios y en dos de ellos había dos hombres sentados con la cabeza echada hacia
atrás y jabón de afeitar en la cara. Dos mujeres con delantal se inclinaban sobre ellos.
Kostka se acercó a una de ellas y le susurró algo. La mujer limpió la navaja con un
paño y llamó a alguien que estaba en la parte trasera del local: apareció una chica con
un delantal blanco que se hizo cargo del señor que había quedado abandonado en el
sillón, mientras que la mujer con la que había hablado Kostka me saludó con una
inclinación de cabeza y me indicó con la mano que me sentase en el sillón vacío. Le
di la mano a Kostka en señal de despedida y me senté, apoyé la cabeza hacia atrás en
el reposacabezas y dado que después de tantos años de vida no me agrada mirar mi
propia cara, evité el espejo que estaba enfrente, levanté la vista y la dejé vagar por las
manchas del techo blanco.
Mantuve la vista en el techo aun cuando sentí en el cuello los dedos de la

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peluquera que me metían por detrás del cuello de la camisa un delantal blanco. Luego
la peluquera se alejó y yo ya no oí más que el movimiento de la navaja sobre el cuero
mientras la afilaba y permanecí en una especie de gozosa inmovilidad llena de una
agradable indiferencia. Al cabo de un rato sentí en la cara unos dedos húmedos y
resbaladizos que extendían por mi piel la crema y me di cuenta de una cosa rara y
ridícula, de que una mujer extraña, que no me importaba nada y a la que nada le
importaba yo, me acariciaba con ternura. Y en ese momento me imaginé (porque las
ideas no dejan de jugar ni en los momentos de descanso) que era una víctima
indefensa y que estaba a merced de la mujer que había afilado la navaja. Y como mi
cuerpo se diluía en el espacio y sólo sentía la cara a la que tocaban los dedos, me
imaginé con facilidad que sus tiernas manos sostenían (acariciaban, movían) mi
cabeza, como si no la considerasen unida al cuerpo, sino sola en sí misma, de modo
que la afilada navaja, que esperaba en la mesilla, iba a poder coronar aquella hermosa
autonomía de la cabeza.
Luego se interrumpió el contacto de los dedos y oí que la peluquera se alejaba,
que ahora sí de verdad cogía la navaja y en ese momento me dije (porque las ideas
continuaban con sus juegos) que tenía que ver cuál era el aspecto de la que mantenía
(la que alzaba) mi cabeza, de mi tierno asesino. Despegué la vista del techo y miré al
espejo. Y entonces me quedé asombrado: el juego con el que me había estado
divirtiendo adquirió de repente rasgos extrañamente reales; y es que me pareció que a
la mujer que se inclinaba hacia mí en el espejo, la conocía.
Con una mano sostenía el lóbulo de mi oreja, con la otra raspaba cuidadosamente
el jabón de mi cara; pero entonces, al mirarla, la identidad que hace un momento
acababa de comprobar con asombro, empezó a disolverse y a perderse lentamente.
Luego se inclinó sobre el lavabo, con dos dedos quitó la espuma de la navaja, se
irguió y cambió suavemente la posición del sillón; en ese momento se encontraron
por un momento nuestras miradas ¡y a mí me volvió a parecer que era ella! Seguro, la
cara es bastante distinta, como si perteneciera a su hermana mayor, grisácea,
marchita, un tanto hundida ¡pero si hace quince años que nos hemos visto por última
vez! A lo largo de esos años el tiempo ha impreso sobre su rostro verdadero una
máscara falsa, pero por suerte la máscara tiene dos orificios a través de los cuales
pueden volver a mirarme sus reales y verdaderos ojos, tal como los conocí.
Pero luego las pistas volvieron a complicarse: un nuevo cliente entró en la tienda,
se sentó en una silla detrás de mí a esperar que le llegase el turno; al poco tiempo se
dirigió a mi peluquera; le dijo algo acerca de lo agradable que era el verano y de la
piscina que se estaba construyendo en las afueras de la ciudad; la peluquera le
respondió (le presté más atención a su voz que a las palabras, que por lo demás no
tenían especial interés) y comprobé que no reconocía aquella voz; sonaba con
naturalidad, descuidada, sin angustia, casi burda, era una voz completamente ajena.
Ahora me estaba lavando la cara, apretaba las palmas de las manos contra mi cara
y yo (a pesar de la voz) empecé de nuevo a creer que era ella, que después de quince

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años volvía a sentir sus manos en mi cara, que me acariciaba una vez más, que me
acariciaba prolongada y tiernamente (me olvidé por completo de que no me estaba
acariciando sino lavando); mientras tanto su voz extraña seguía respondiendo algo al
charlatán, pero yo no quería creerle a la voz, quería creerle mejor a las manos, quería
reconocerla por las manos; intentaba averiguar, según la amabilidad con que me
tocaba, si era ella y si me había reconocido.
Luego cogió la toalla y me secó la cara. El charlatán se estaba riendo de un chiste
que él mismo había contado y yo me di cuenta de que mi peluquera no se reía y de
que probablemente no prestaba demasiada atención a lo que él le decía. Aquello me
excitó porque vi en ello una prueba de que me había reconocido y estaba
interiormente emocionada. Estaba decidido a hablarle en cuanto me levantase del
sillón. Me quitó el delantal del cuello. Me levanté. Saqué del bolsillo un billete de
cinco coronas. Esperé a que nuestras miradas se volviesen a encontrar para llamarla
por su nombre de pila (el hombre aquel seguía hablando y hablando), pero ella tenía
la cabeza vuelta sin prestarme atención, las cinco coronas las cogió rápidamente con
toda naturalidad y de repente me sentí como un loco que da crédito a apariciones
engañosas y no tuve el valor suficiente para hablarle.
Con una extraña insatisfacción salí del local; lo único que sabía era que no sabía
nada y que es una gran grosería el perder la seguridad sobre la identidad de una cara
a la que una vez se amó tanto.
Me fui con prisa hacia el hotel (por el camino vi en la acera de enfrente a un viejo
amigo de la juventud, Jaroslav, que dirige una orquesta folklórica, pero, como si
huyese del ruido insistente de la música, aparté rápidamente la mirada) y desde el
hotel le llamé a Kostka por teléfono; aún estaba en el hospital.
«¿Por favor, esa peluquera con la que me dejó, se llama Lucie Sebetkova?».
«Ahora se llama de otra manera, pero es ella. ¿De dónde la conoce?», dijo Kostka.
«De hace muchísimo tiempo», respondí y ya ni siquiera bajé a cenar, salí del hotel
(ya se estaba haciendo de noche), fui a deambular por la ciudad.

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SEGUNDA PARTE

HELENA

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1
HOY ME VOY A ACOSTAR TEMPRANO, no sé si me dormiré, pero me voy a acostar
temprano. Pavel se fue por la tarde a Bratislava, yo mañana por la mañana temprano
tomo el avión para Brno y después el autobús, Zdenicka se quedará dos días sola en
casa, no creo que le importe, no le interesa demasiado nuestra compañía, es decir, no
le interesa mi compañía, a Pavel lo adora, Pavel es el primer hombre al que admira, él
sabe cómo tratarla, igual que lo ha sabido hacer con todas las mujeres, conmigo
también sabía cómo hacerlo y lo sigue sabiendo, esta semana se ha vuelto a portar
conmigo como hace tiempo, me hizo una caricia y me prometió que pasaría a
recogerme por el sur de Moravia cuando regrese de Bratislava, según parece tenemos
que volver a hablar, quizás se ha dado cuenta de que esto no puede seguir así, quizás
quiere que volvamos a estar como antes, ¿pero por qué no se ha dado cuenta hasta
ahora, después de conocer yo a Ludvik? Todo esto me angustia, pero no debo estar
triste, no debo, que la tristeza no vaya unida a mi nombre, esa frase de Fucik es mi
consigna, ni cuando lo torturaron, ni en la horca, Fucik nunca estuvo triste, y no me
importa que la alegría haya pasado de moda, a lo mejor soy una idiota, pero los otros
también son unos idiotas, con esa moda suya del escepticismo, no tengo ningún
motivo para cambiar mi idiotez por la de ellos, no quiero que mi vida se parta por la
mitad, quiero que sea una sola vida, una sola desde el principio hasta el final, y por
eso me gusta tanto Ludvik, porque cuando estoy con él no tengo que cambiar mis
ideales ni mis gustos, es una persona corriente, sencilla, alegre, clara, y eso es lo que
yo amo, lo que siempre he amado.
No me da vergüenza ser como soy, no puedo ser diferente de como he sido
siempre, hasta los dieciocho no conocí más que el ordenado hogar de unos
ciudadanos ordenados y el estudio y más estudio, de la vida real me separaba una
muralla, cuando en el cuarenta y nueve vine a Praga, fue como un milagro, una
felicidad que nunca podré olvidar, y por eso a Pavel nunca lo podré borrar de mi vida,
aunque ya no lo ame, aunque me haya hecho daño, Pavel es mi juventud, Praga, la
facultad, la residencia de estudiantes, y sobre todo el grupo de cantos y danzas, hoy
ya nadie sabe lo que aquello fue para nosotros, allí conocí a Pavel, él era tenor y yo
soprano, actuábamos en cientos de conciertos y fiestas, cantábamos canciones
soviéticas y nuestras canciones revolucionarias y, por supuesto, nuestras canciones
populares, ésas eran las que más nos gustaba cantar, y las canciones moravas me
gustaron tanto que se convirtieron en el leitmotiv de mi vida.
Y hoy ya no le podría contar a nadie cómo empezó mi relación con Pavel, porque
parece una historia sacada de un libro, era el aniversario de la Liberación y en la
Plaza de la Ciudad Vieja había una gran manifestación, nuestro grupo también estaba,
íbamos juntos a todas partes, un grupito de gente rodeado por decenas de miles, y en
la tribuna había dirigentes de nuestro país y del extranjero, hubo muchos discursos y

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muchos aplausos y luego se acercó al micrófono también Togliatti y pronunció un
breve discurso en italiano y la plaza respondió como siempre gritando, aplaudiendo,
coreando consignas. Por casualidad, entre toda esa multitud, Pavel estaba a mi lado y
yo le oí decir algo en medio del griterío, algo distinto, algo suyo, miré su boca y
comprendí que estaba cantando, más bien gritaba que cantaba, quería que lo
oyésemos y nos sumáramos a él, cantaba una canción revolucionaria italiana que
estaba en nuestro repertorio y era entonces muy popular, Avanti popolo, a la riscossa,
bandiera rossa, bandiera rossa…
Eso era típico en él, nunca le bastó incidir sobre las ideas, siempre quiso llegar a
los sentimientos de la gente, me pareció que era precioso saludar en una plaza de
Praga a un líder obrero italiano con una canción revolucionaria italiana, yo quería que
Togliatti estuviese tan emocionado como yo lo estaba ya de antemano, y por eso me
sumé con todas mis fuerzas a la canción de Pavel, y se sumaron muchos más, poco a
poco se fue sumando todo el grupo, pero el griterío en la plaza era terriblemente
fuerte y nosotros éramos un puñado, nosotros éramos cincuenta y ellos por lo menos
cincuenta mil, era una superioridad espantosa, era una lucha desesperada, durante
toda la primera estrofa pensamos que sucumbiríamos, que nadie oiría nuestro canto,
pero luego se produjo un milagro, poco a poco se nos fueron uniendo más y más
voces, la gente empezó a entender y la canción lentamente se fue desprendiendo del
enorme ruido de la plaza como una mariposa de un inmenso capullo de gritos. Al
final aquella mariposa, aquella canción, llegó volando hasta la tribuna y nosotros
estábamos pendientes de la cara de aquel italiano con el pelo canoso y estábamos
felices al ver que respondía a la canción moviendo una mano y yo hasta estaba
segura, aunque no lo podía distinguir a tanta distancia, que veía lágrimas en sus ojos.
Y con el entusiasmo y la emoción, no sabría decir cómo, de repente cogí a Pavel
de la mano y Pavel me devolvió el apretón, y cuando la plaza se calló y se acercó otra
persona al micrófono, tenía miedo de que me soltara la mano, pero no la soltó,
seguimos cogidos de la mano hasta el fin de la manifestación y después tampoco nos
soltamos, la multitud se disolvió y nosotros paseamos varias horas por Praga, por la
ciudad florecida.
Siete años más tarde, cuando Zdenicka ya tenía cinco años, eso no lo olvidaré
nunca, me dijo, no nos hemos casado por amor sino por disciplina de partido, yo sé
que lo dijo en medio de una pelea, que era mentira, Pavel se casó conmigo por amor y
fue más tarde cuando cambió, pero igual es horrible que me lo haya podido decir, si
era él quien decía siempre que el amor de hoy es distinto, que no es un amor que huya
de la gente, sino que nos fortalece en la lucha, y así era como lo vivíamos, a mediodía
no teníamos ni tiempo para almorzar, comíamos en el secretariado de la Unión de
Juventudes dos panecillos y después a lo mejor no nos veíamos en todo el día, yo
esperaba a Pavel hasta la medianoche, cuando volvía de interminables reuniones de
seis o de ocho horas, en mi tiempo libre le pasaba a máquina las charlas que tenía que
dar en toda clase de conferencias y cursillos, y le importaban muchísimo, eso sólo lo

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sé yo, lo que le importaba el éxito de sus intervenciones políticas, en sus discursos
repetía cientos de veces que el hombre nuevo se diferencia del viejo porque supera en
su vida la contradicción entre lo público y lo privado, y de repente, al cabo de unos
años, me echa en cara que los camaradas no respetaron aquella vez su intimidad.
Ya hacía dos años que salíamos juntos y yo ya estaba un poco impaciente, eso no
tiene nada de particular, ninguna mujer se conforma con una simple amistad de
estudiantes, Pavel se conformaba, se acostumbró a la comodidad de no tener ningún
compromiso, en cada hombre hay algo de egoísmo y es la mujer la que tiene que
defenderse a sí misma y a su misión femenina, por desgracia esto Pavel no lo
entendía tan bien como los camaradas del grupo, sobre todo algunas de mis amigas
que se pusieron de acuerdo y al final convocaron a Pavel a una reunión del comité, no
sé lo que le habrán dicho, nunca hemos hablado de eso, pero seguro que no se
anduvieron con rodeos, porque entonces la moralidad era muy estricta, un poco
exagerada, pero quién sabe si no es mejor exagerar la moralidad que la inmoralidad,
como ahora. Pavel hizo todo lo posible por no verme durante mucho tiempo, yo
pensaba que lo había estropeado todo, estaba desesperada, quería suicidarme, pero
por fin vino a verme, a mí me temblaban las piernas, me pidió que lo perdonase y me
regaló un colgante con una reproducción del Kremlin, es mi recuerdo más preciado,
no me lo quito nunca, no es sólo un recuerdo de Pavel, es mucho más, y me eché a
llorar de felicidad y a los catorce días fue la boda y vino todo el grupo, duró casi
veinticuatro horas, se cantó y se bailó y yo le dije a Pavel que si nosotros dos nos
traicionásemos traicionaríamos a todos los que festejaban la boda con nosotros,
traicionaríamos a la manifestación de la Plaza de la Ciudad Vieja y a Togliatti, ahora
me dan ganas de reír cuando pienso en todo lo que hemos traicionado realmente…

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Estoy pensando en lo que me voy a poner mañana, probablemente el suéter rosado y
el impermeable, que es lo que me hace mejor figura, ya no estoy muy delgada, pero
bueno, a cambio de las arrugas puedo tener otros encantos que no tiene una chica
joven, el encanto de la vida vivida, para Jindra seguro que sí, pobrecito, aún lo estoy
viendo, lo decepcionado que estaba de que yo volase por la mañana y él fuera solo en
el coche, está feliz siempre que puede ir conmigo, le gusta hacerme demostración de
su madurez, a sus diecinueve años, conmigo iría seguramente a ciento treinta para
que lo admirara, un chiquillo feíto, por lo demás es bastante bueno como técnico y
como chófer, a los redactores les gusta ir con él cuando tienen que hacer pequeños
reportajes fuera, y además qué pasa, es agradable saber que hay alguien a quien le
gusta verme, hace ya unos años que no me quieren demasiado en la radio, dicen que
me dedico a fastidiar a la gente, que soy una fanática, una dogmática, la bestia del
partido y yo qué sé cuántas cosas más, pero yo nunca me voy a avergonzar por querer
al partido y por dedicarle todo mi tiempo libre. Además, ¿qué otra cosa me ha
quedado en la vida? Pavel tiene otras mujeres, ya ni siquiera me ocupo de averiguar
quiénes son, mi hija adora a su padre, mi trabajo es desconsoladoramente monótono
desde hace diez años, reportajes, entrevistas, siempre sobre los mismos planes
quinquenales, establos y ordeñadoras, en casa siempre la misma falta de perspectivas,
únicamente el partido no me ha hecho nunca ningún daño ni yo se lo he hecho a él, ni
siquiera en aquellos momentos en que casi todos querían abandonarlo, cuando en el
cincuenta y seis se descubrieron los crímenes de Stalin, la gente se enloqueció,
escupían sobre todo, que si nuestra prensa miente, que si el comercio nacionalizado
no funciona, que si la cultura está en decadencia, que si no había que haber creado las
cooperativas en los pueblos, que si la Unión Soviética es el país de la sumisión y lo
peor era que así hablaban hasta los comunistas en sus propias reuniones, hasta Pavel
hablaba así, y todos volvían a aplaudirle, a Pavel siempre le aplaudieron, desde la
infancia le aplauden, hijo único, su madre duerme con una fotografía suya en la cama,
niño prodigio pero hombre mediocre, no fuma, no bebe, pero sin aplausos no sabe
vivir, ése es su alcohol y su nicotina, así que volvió a disfrutar de que otra vez podía
llegar al corazón de la gente, hablaba de los horribles crímenes judiciales con una
emoción tal que la gente estaba a punto de llorar, yo sentía cómo estaba de feliz en su
indignación y lo odiaba.
Por suerte, el partido les dio un buen palo a los histéricos, se callaron, también se
calló Pavel, su puesto de profesor universitario de marxismo era demasiado cómodo
como para arriesgarse, pero algo quedó en el ambiente, la semilla de la apatía, de la
desconfianza, de la duda, una semilla que iba creciendo en silencio y en secreto, yo
no sabía qué hacer para impedirlo y lo único que hice fue acercarme aún más al
partido, como si el partido fuera un ser vivo, puedo hablar con él con absoluta
confianza, ahora que no tengo nada de qué hablar con nadie, los demás tampoco me

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quieren demasiado, ya se vio cuando tuvimos que resolver aquella historia tan
desagradable, uno de nuestros redactores, un hombre casado, estaba liado con una de
nuestro personal técnico, una chica joven soltera, irresponsable y cínica, y la mujer
del redactor vino desesperada a pedirle ayuda a nuestro comité, discutimos el caso
durante muchas horas, llamamos uno por uno a la mujer, a la chica y como testigos a
los compañeros de trabajo, intentamos analizar el problema desde todos los puntos de
vista y ser justos, al redactor se le impuso una amonestación de la organización del
partido, a la chica se le llamó la atención y los dos tuvieron que prometer ante el
comité que se iban a separar. Pero las palabras no son más que palabras, lo dijeron
sólo para calmarnos y se siguieron viendo, pero la mentira termina por descubrirse,
en seguida nos enteramos y yo propuse la solución más drástica, pedí que al redactor
se lo expulsara del partido por engañar y estafar conscientemente al partido, qué clase
de comunista es si le miente al partido, yo odio la mentira, pero mi propuesta no fue
aceptada, al redactor le pusieron nada más que una amonestación pero la chica, en
cambio, tuvo que dejar la radio.
Aquella vez se vengaron de mí a conciencia, me convirtieron en un monstruo, en
una bestia, una campaña en toda la regla, empezaron a espiar mi vida privada, ése era
mi talón de Aquiles, una mujer no puede vivir sin sentimientos, si no no sería una
mujer, por qué iba a negarlo, he buscado el amor en otra parte ya que no lo tenía en
mi hogar, además fue una búsqueda inútil, y me lo sacaron a relucir en una reunión,
que si soy una hipócrita, que si persigo a los demás porque destruyen un matrimonio,
que si los quiero expulsar, echarlos, destruirlos, y yo misma le soy infiel a mi marido
siempre que puedo, eso es lo que dijeron en la reunión, pero cuando yo no estaba lo
decían aún peor, que si en público soy una monja y en privado una furcia, como si no
pudieran comprender que precisamente porque sé lo que es un matrimonio
desgraciado, por eso mismo soy dura con los demás, no porque los odie, sino por
amor, por amor al amor, por amor a sus hogares, a sus hijos, porque les quiero ayudar
¡si yo también tengo una hija y un hogar y tengo miedo a perderlos!
Y qué, a lo mejor tienen razón, a lo mejor es cierto que soy una mujer mala y a la
gente hay que darle libertad y nadie tiene derecho a entrometerse en su vida privada,
es posible que todo este mundo nuestro lo hayamos hecho mal y que yo sea de verdad
un asqueroso comisario que se mete en lo que no le importa, pero yo soy así y no
puedo actuar en contra de mis sentimientos, ahora ya es tarde, yo siempre he creído
que el ser humano es indivisible, sólo los burgueses están hipócritamente divididos en
un ser público y un ser privado, ésa es mi fe y por ella me he guiado siempre, aquella
vez también.
Y a lo mejor he sido mala, no hace falta que me torturen para que lo reconozca,
no soporto a esas jovencitas, esas golfas, jóvenes salvajes, no tienen ni una gota de
solidaridad con una mujer mayor, ya cumplirán los treinta y los treinta y cinco y los
cuarenta, que no me digan que lo quería, qué sabe ésa lo que es el amor, se acuesta
con cualquiera a la primera vez, no tiene ningún reparo, no tiene vergüenza, me

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indigna profundamente cuando alguien me compara con una chica de ésas sólo
porque estando casada he tenido relaciones con otros hombres. Pero yo siempre he
buscado el amor y si me he equivocado y no lo he encontrado allí donde lo estaba
buscando, me he dado la vuelta con el estómago revuelto y me he ido, me he ido a
otra parte, aunque sé lo fácil que sería olvidar los sueños juveniles sobre el amor,
olvidarlos, cruzar la frontera y encontrarse en el reino de la extraña libertad, donde no
existe la vergüenza, ni los reparos, ni la moral, en el reino de la extraña y asquerosa
libertad, donde todo está permitido, donde basta con escuchar cómo dentro de uno se
agita el sexo, ese animal.
Y también sé que si cruzase esa frontera dejaría de ser yo misma, me convertiría
en otra persona y no sé en quién, y eso me da horror, ese horrible cambio, y por eso
busco el amor, busco desesperadamente un amor en el que pueda seguir siendo como
soy, con mis viejos sueños y mis ideales, porque yo no quiero que mi vida se parta
por la mitad, quiero que se quede entera desde el comienzo hasta el final, y por eso
me quedé tan fascinada cuando te conocí, Ludvik, Ludvik…

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En realidad la primera vez que entré en su despacho me hizo muchísima gracia, ni
siquiera me interesó demasiado, empecé a hablar sin ninguna timidez, a explicarle el
tipo de información que necesitaba, la idea que tenía sobre el programa de radio, pero
cuando empezó a hablar conmigo sentí de repente que me confundía, que me trababa,
que decía tonterías, y él, cuando vio que yo no sabía por dónde salir, llevó la
conversación hacia temas cotidianos, que si estoy casada, que si tengo hijos, adónde
voy a pasar las vacaciones y también dijo que parezco joven, que soy guapa, quería
que se me quitase el miedo, estuvo muy amable, ya he conocido muchos fanfarrones
que no hacen más que jactarse aunque no sepan ni la décima parte de lo que sabe él,
Pavel no hablaría más que de sí mismo, pero eso es precisamente lo que tuvo gracia,
que estuve con él una hora entera y salí sabiendo de su instituto lo mismo que sabía
antes, cuando me puse a escribir el reportaje en casa, no era capaz, pero
probablemente estaba contenta de que no me saliera, al menos tenía una excusa para
llamarle por teléfono y pedirle que leyese lo que había escrito. Nos encontramos en
un café, mi pobre reportaje tenía cuatro páginas, lo leyó, se sonrió muy galante y me
dijo que era estupendo, desde el principio me dio a entender que le interesaba como
mujer y no como redactora, yo no sabía si tomarlo como un cumplido o como una
ofensa, pero estuvo tan amable, nos entendimos, no es ningún intelectual de vivero,
de los que me caen gordos, ha vivido una vida azarosa, hasta trabajó en las minas, yo
le dije que ése era el tipo de gente que me gustaba, pero lo que me dejó más helada es
que es de Moravia, que hasta tocó en una orquesta de música folklórica, no podía dar
crédito a mis oídos, estaba oyendo el leitmotiv de mi vida, estaba viendo venir desde
lejos a mi juventud y me sentía caer en poder de Ludvik. Me preguntó a qué suelo
dedicar mi tiempo, se lo conté y él me dijo, parece como si siguiera oyendo su voz,
medio en broma, medio en tono compasivo, vive usted mal, Helena, y después añadió
que eso hay que cambiarlo, que tengo que empezar a vivir de otra manera, que tengo
que dedicarme un poco más a las alegrías de la vida. Le dije que no tengo nada en
contra de eso, que siempre he sido partidaria de la alegría, que no hay nada que me
sea más antipático que todas esas modas de la tristeza y el spleen, y él me dijo que
eso de que sea partidaria de algo no quiere decir nada, que los partidarios de la alegría
suelen ser de lo más tristes, oh, cuánta razón tiene, tuve ganas de gritar, y después
dijo directamente, sin andarse con vueltas, que iba a venir a buscarme al día siguiente
a las cuatro a la salida de la radio y que saldríamos juntos al campo, a las afueras de
Praga. Yo me defendí diciendo que soy una mujer casada, no puedo ir así sin más con
un hombre al bosque, y Ludvik me contestó en broma que él no es un hombre sino
sólo un científico, pero se puso triste al decirlo ¡se puso triste! Y al verlo me invadió
una sensación amarga por la alegría que me daba que me deseara, y que me deseara
aún más cuando le recordé que estaba casada, porque al decirlo me alejaba de él y lo
que más se desea es lo que se aleja de uno, yo bebía con ansia esa tristeza de su cara y

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en ese momento supe que estaba enamorado de mí.
Y al día siguiente desde un lado se oía el susurro del Moldava y en el lado
contrario se alzaba un bosque empinado, aquello era romántico, me gusta lo
romántico, seguramente me comporté de una forma un poco alocada, es posible que
no fuera lo más adecuado para la madre de una niña de doce años, me reí, salté, lo
cogí de la mano y lo obligué a correr detrás de mí, nos detuvimos, yo oía los latidos
de mi corazón, estábamos cara a cara, muy juntos y Ludvik se inclinó un poquito y
me besó suavemente, en seguida me aparté de su lado y volví a cogerlo de la mano y
volvimos a correr otro poco, tengo un pequeño defecto en el corazón y se me acelera
en cuanto hago el menor esfuerzo, basta con que suba un piso aprisa por las escaleras,
así que en seguida aminoré el paso, la respiración se me fue calmando y de repente
me puse a cantar, muy despacito, los dos primeros tiempos de mi canción preferida
Brilló el sol sobre nuestro jardín…, y cuando intuí que me había entendido, me puse
a cantar en voz alta, no me dio vergüenza, sentí cómo desaparecían los años, las
preocupaciones, las tristezas, los miles de escamas grises, y luego nos sentamos en
una pequeña posada, comimos pan y salchichas, todo era completamente sencillo y
simple, el camarero antipático, el mantel manchado, y sin embargo fue una aventura
maravillosa, le dije a Ludvik ¿a que no sabe que dentro de tres días salgo para
Moravia a hacer un reportaje sobre la Cabalgata de los Reyes? Me preguntó a qué
ciudad iba y cuando le respondí me dijo que había nacido precisamente allí, otra
coincidencia más que me dejó pasmada y Ludvik dijo, me tomaré unos días de
descanso e iré a verla.
Me asusté, me acordé de Pavel y de aquella lucecita de esperanza que me había
encendido, no soy cínica en mi matrimonio, estoy dispuesta a hacer todo lo posible
por salvarlo, aunque sólo sea por Zdenicka, pero para qué mentir, sobre todo por mí
misma, por todo lo que ha pasado, por el recuerdo de mi juventud, pero no tuve
fuerzas para decirle que no a Ludvik, no tuve fuerza y ahora la suerte ya está echada,
Zdenicka duerme y yo tengo miedo y Ludvik ya está en Moravia y mañana me irá a
esperar al autobús.

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TERCERA PARTE

LUDVIK

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SÍ, ME FUI A DAR UN PASEO. Me detuve en el puente sobre el Morava y miré en el
sentido en el que corre el agua. Qué feo es el Morava (un río tan marrón como si por
él corriera barro líquido en vez de agua) y qué desolada es su ribera: una calle
formada por cinco casas de una sola planta, que no están unidas, sino cada una por su
lado, extravagantes y abandonadas; quién sabe si debían haber servido de base para
un malecón ostentoso que nunca llegó a realizarse; dos de ellas tienen cerámicas y
estucados, angelitos y pequeñas escenas que hoy ya están desconchadas: al ángel le
faltan las alas y las escenas están en algunas partes desnudas hasta el ladrillo, de
modo que se hacen ininteligibles. Luego termina la calle de las casas abandonadas y
ya no hay más que los postes metálicos del tendido eléctrico, el césped y en él unas
cuantas ocas a las que se les ha hecho tarde, y luego el campo, un campo sin
horizonte, un campo que no llega a ninguna parte, un campo en el que se pierde el
barro líquido del río Morava.
Las ciudades tienen la propiedad de hacer unas de espejo de las otras y yo en este
escenario (lo conocía desde la infancia y entonces no me decía absolutamente nada)
vi de repente a Ostrava, esa ciudad minera que parece un enorme dormitorio
provisional, lleno de casas abandonadas y de calles que llevan al vacío. Estaba
sorprendido; me encontraba en el puente como una persona expuesta al disparo de
una ametralladora. No quería mirar hacia la calle vacía de las cinco casas solitarias,
porque no quería pensar en Ostrava. Así que me di la vuelta y me puse a andar por la
orilla del río en contra de la corriente.
Por allí pasaba un sendero bordeado a un costado por una tupida hilera de chopos:
un estrecho mirador. A su derecha descendía hasta la superficie del río la ribera
crecida de hierba y yerbajos y más allá del río se veían en la orilla opuesta depósitos,
talleres y patios de pequeñas fábricas; a la izquierda del camino había en primer lugar
un extenso basural y luego el campo abierto, claveteado por las construcciones de
hierro de los postes del tendido eléctrico. Pasé por encima de todo aquello como si
anduviera por una larga pasarela sobre las aguas y si comparo todo ese paisaje a una
amplia extensión de agua es porque me venía de allí una sensación de frío y porque
iba por aquella arboleda como si me pudiera caer de ella. Y mientras tanto me daba
cuenta de que el especial aspecto fantasmagórico del paisaje no era más que una
copia de aquello que no había querido recordar tras el encuentro con Lucie; como si
los recuerdos reprimidos se trasladaran a todo lo que ahora veía alrededor de mí, al
desierto de los campos, los patios y los depósitos, a lo turbio del agua y a aquel frío
omnipresente que le daba una unidad a todo el escenario. Comprendí que no podría
huir de los recuerdos; que estaba rodeado por ellos.

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Acerca de cómo llegué al primer naufragio de mi vida (y por su nada amable
intermedio también a Lucie) no sería difícil hablar en tono ligero e incluso con cierta
gracia: la culpa de todo la tuvo mi desgraciada propensión a las bromas tontas y la
desgraciada incapacidad de Marketa para comprender una broma. Marketa era una de
esas mujeres que se toman todo en serio (esta característica suya la identificaba
plenamente con el mismísimo espíritu de su tiempo) y a las que los hados les han
otorgado la capacidad de creer, como característica principal. Esto no pretende ser un
eufemismo para indicar que fuese tonta; ni mucho menos: tenía suficiente talento y
era lista y además tan joven (estaba en primer curso y tenía diecinueve años) como
para que la ingenua credulidad fuese más bien uno de sus encantos y no uno de sus
defectos, especialmente por estar acompañada por una indudable belleza física. En la
facultad Marketa nos gustaba a todos y, de uno u otro modo, todos intentábamos
conquistarla, lo cual no nos impedía (al menos a algunos de nosotros) hacerla objeto
de chistes ligeros y bienintencionados.
Pero el humor era algo que le caía mal a Marketa y peor aún al espíritu de nuestro
tiempo. Corría el primer año posterior a febrero del cuarenta y ocho; había empezado
una nueva vida, en verdad completamente distinta, y el rostro de esa nueva vida, tal
como se quedó grabado en mis recuerdos, era rígidamente serio, y lo extraño de
aquella seriedad era que no ponía mala cara, sino que tenía aspecto de sonrisa; sí,
aquellos años afirmaban ser los más alegres de todos los años y quienquiera que no se
alegrara era inmediatamente sospechoso de estar entristecido por la victoria de la
clase obrera o (lo cual no era delito menor) de estar individualistamente sumergido en
sus tristezas interiores.
Yo no tenía entonces muchas tristezas interiores, por el contrario, tenía un
considerable sentido del humor, y sin embargo no se puede decir que ante el rostro
alegre de la época tuviera un éxito indiscutible, porque mis chistes eran
excesivamente poco serios, en tanto que la alegría de aquella época no era amante de
la picardía y la ironía, era una alegría, como ya he dicho, seria, que se daba a sí
misma el orgulloso título de «optimismo histórico de la clase triunfante», una alegría
ascética y solemne, sencillamente la Alegría.
Recuerdo que entonces estábamos organizados en la facultad en los llamados
círculos de estudio, que se reunían con frecuencia para llevar a cabo la crítica y la
autocrítica pública de todos sus miembros y elaborar luego sobre esta base la
valoración de cada uno. Como todos los comunistas, yo tenía entonces muchos
cargos (ocupaba un puesto importante en la Unión de Estudiantes Universitarios) y
como tampoco era mal estudiante, la valoración no podía salirme demasiado mal. Y
sin embargo, a renglón seguido de las frases de reconocimiento, en las que se
describía mi activismo, mi positiva postura respecto al estado y al trabajo y mis
conocimientos de marxismo, solía añadirse una frase acerca de que tenía «restos de

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individualismo». Una objeción de este tipo no tenía por qué ser peligrosa, porque era
costumbre incluir, aun en la mejor valoración personal, alguna nota crítica,
reprocharle a uno su «escaso interés por la teoría de la revolución», a otro una
«relación fría con la gente», a otro una escasa «vigilancia revolucionaria» y a otro
pongamos por caso una «mala relación con las mujeres», pero a partir del momento
en que la nota crítica ya no estaba sola, cuando se añadía a ella alguna otra objeción,
cuando uno tenía algún conflicto o se convertía en objeto de sospechas o ataques, los
mencionados «restos de individualismo» o la «mala relación con las mujeres» podían
convertirse en la simiente de la perdición. Y la particular fatalidad consistía en que
esa simiente la llevaban consigo en su valoración personal todos, sí, cada uno de
nosotros.
A veces (más bien por deporte que por temores reales) me negué a aceptar la
acusación de individualismo y les pedí a mis compañeros que explicasen por qué era
individualista. No tenían para ello pruebas especialmente concretas; decían: «porque
te portas así». «¿Cómo me porto?», pregunté. «Siempre te estás sonriendo de una
manera rara». «¿Y qué tiene de malo? ¡Estoy alegre!» «No, tú te sonríes como si
estuvieras pensando algo para tus adentros».
Los camaradas llegaron a la conclusión de que mi comportamiento y mi sonrisa
eran propios de un intelectual (otro famoso insulto de aquellos tiempos) y yo terminé
por creerles, porque era incapaz de imaginar (eso estaba sencillamente muy por
encima de las posibilidades de mi atrevimiento) que todos los demás se equivocasen,
que se equivocara la propia Revolución, el espíritu de la época, mientras que yo, un
individuo, tenía la razón. Comencé a controlar un tanto mis sonrisas y, al poco
tiempo, a tener la sensación de que una pequeña grieta se abría entre aquel que yo era
y aquel que (según la opinión del espíritu de la época) debía ser y trataba de ser.
¿Y quién era yo realmente entonces? Quiero responder a esa pregunta con total
sinceridad: era aquel que tiene varias caras.
Y el número de caras aumentaba. Aproximadamente un mes antes de que
comenzaran las vacaciones empecé a tener una mayor intimidad con Marketa (ella
estaba en primer curso y yo en segundo); trataba de impresionarla de un modo
parecido, por su estupidez, al que utilizan los hombres de veinte años en todos los
tiempos: me puse una máscara, aparentaba ser mayor (por mi espíritu y por mis
experiencias) de lo que era; aparentaba estar alejado de todo, ver el mundo desde lo
alto y llevar alrededor de mi piel otra piel más, invisible y a prueba de balas. Supuse
(por lo demás acertadamente) que tomarme las cosas en broma sería una expresión
comprensible de distanciamiento, y si siempre me gustó bromear, con Marketa
bromeaba con especial esfuerzo, artificial y fatigosamente.
¿Pero quién era yo realmente? Me veo obligado a repetirlo: era aquel que tiene
varias caras.
Era serio, entusiasta y convencido en las reuniones; provocativo y crítico con los
amigos más cercanos; era cínico y artificialmente ingenioso con Marketa; y cuando

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estaba solo (y pensaba en Marketa) era indeciso y tembloroso como un escolar.
¿Era quizás esta última cara la verdadera?
No. Todas aquellas caras eran verdaderas. No tenía, como los hipócritas, una cara
verdadera y unas caras falsas. Tenía varias caras porque era joven y yo mismo no
sabía quién era y quién quería ser. Sin embargo, la desproporción entre todas aquellas
caras me asustaba; no había llegado a asumir por completo ninguna de ellas y me
movía detrás de ellas con la torpeza de un ciego.
La maquinaria sicológica y fisiológica del amor es tan complicada que en
determinada época de la vida el joven se ve obligado a concentrarse casi
exclusivamente en aprender a manejarla y entonces se le escapa el verdadero
contenido del amor, la mujer a la que ama (de un modo similar al joven violinista que
no es capaz de concentrarse adecuadamente en el contenido de la pieza hasta no
haber dominado la técnica manual en la medida necesaria para dejar de pensar en ella
mientras toca). Si he hablado de que cuando pensaba en Marketa era tembloroso
como un escolar, debo añadir en este sentido que ello no provenía tanto de mi
enamoramiento como de mi falta de habilidad y de mi inseguridad, que sentía como
una carga y que dominaba mis sentimientos y mis pensamientos mucho más que
Marketa.
El peso de estas vacilaciones y de esta falta de habilidad solía levantarlo tratando
de ponerme por encima de Marketa: hacía todo lo posible por no estar de acuerdo con
ella o por reírme directamente de todas sus opiniones, lo cual no era especialmente
complicado, porque a pesar de su sagacidad (y de su belleza que —como toda belleza
— daba la impresión de una aparente inaccesibilidad) era una chica ingenuamente
simple; no era capaz de ver más allá de las cosas y no veía más que las cosas en sí
mismas; entendía perfectamente la botánica pero con frecuencia no entendía las
anécdotas que le contaban sus compañeros; se dejaba arrastrar por todos los
entusiasmos de la época, pero en el momento en que era testigo de alguna actuación
política basada en el principio de que el fin justifica los medios, perdía su capacidad
de comprensión del mismo modo que si se encontrase ante la anécdota de sus
compañeros; precisamente por eso los camaradas llegaron a la conclusión de que
necesitaba reforzar su entusiasmo con conocimientos sobre la táctica y la estrategia
del movimiento revolucionario y decidieron que debía participar durante las
vacaciones en un cursillo político de dos semanas de duración.
Aquel cursillo era para mí de lo más inoportuno, porque había planeado quedarme
solo con Marketa en Praga precisamente durante esos catorce días y llevar nuestra
relación (que hasta el momento se componía de paseos, conversaciones y algunos
besos) hacia objetivos más precisos; yo no disponía más que de aquellos catorce días
(las cuatro semanas siguientes las tenía que pasar en un campamento de trabajos
agrícolas y los últimos catorce días de vacaciones tenía que estar con mi madre en
Moravia) así que me produjo una dolorosa sensación de celos que Marketa no
compartiera mi tristeza, que no se enfadara por tener que ir al cursillo y que incluso

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llegara a decirme que le hacía ilusión.
Desde el cursillo (se celebraba en no sé qué palacio en el centro de Bohemia) me
mandó una carta que era como ella misma: una carta llena de sincera aceptación de
todo lo que le ocurría en la vida; le gustaba todo, hasta el cuarto de hora de gimnasia
matinal, las conferencias, las discusiones, las canciones que se cantaban; me escribió
que había allí «un espíritu sano» y hasta añadió una reflexión sobre la revolución en
Occidente, que no tardaría en llegar.
Lo cierto es que, en realidad, yo estaba de acuerdo con todo lo que decía Marketa,
hasta creía en una inminente revolución en Europa occidental; sólo había una cosa
con la que no estaba de acuerdo: que estuviera contenta y feliz cuando yo la
extrañaba. De modo que compré una postal y (para herirla, asombrarla y confundirla)
escribí: ¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva
Trotsky! Ludvik.

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Marketa respondió a mi postal provocativa con una breve carta con un texto banal y
no contestó ya a las demás cartas que le mandé durante las vacaciones. Yo estaba en
algún lugar en las montañas recogiendo heno en un campamento universitario y el
silencio de Marketa me producía una enorme tristeza. Le escribía desde allí, casi
todos los días, cartas llenas de un enamoramiento suplicante y melancólico; le pedía
que nos viéramos al menos los últimos catorce días de vacaciones, estaba dispuesto a
no ir a casa, a no ver a mi madre abandonada y a ir a donde fuera preciso para ver a
Marketa; y todo eso no sólo porque la quería, sino porque era la única mujer que
aparecía en mi horizonte y la situación de muchacho sin chica me resultaba
insoportable. Pero Marketa no respondía a mis cartas.
No comprendía lo que estaba pasando. Llegué en agosto a Praga y logré
encontrarla en su casa. Fuimos a dar el habitual paseo por la orilla del Moldava y a la
isla, al Prado Imperial (ese triste prado con sus chopos y sus campos de juego vacíos)
— y Marketa decía que no había cambiado nada entre nosotros y se comportaba
como siempre, pero era precisamente esa tensa igualdad inmóvil «los besos iguales,
la conversación igual, la sonrisa igual» la que me deprimía. Cuando le pedía a
Marketa que nos viéramos al día siguiente, me dijo que la llamara por teléfono y que
nos pondríamos de acuerdo.
La llamé; una voz ajena de mujer me comunicó que Marketa se había ido de
Praga.
Yo era tan infeliz como sólo puede serlo un muchacho de veinte años cuando no
tiene una mujer; un muchacho aún bastante tímido que ha conocido el amor físico
unas cuantas veces, mal y de prisa, y que sin embargo no hace más que darle vueltas
en su pensamiento. Los días me resultaban insoportablemente largos e inútiles, no
podía leer, no podía trabajar, iba tres veces por día al cine, a todas las funciones de
tarde y de noche, una tras otra, sólo para matar el tiempo, para acallar de alguna
manera la penetrante voz de lechuza que salía permanentemente desde dentro de mí.
Yo, aquel que había logrado convencer a Marketa (gracias a mis constantes
fanfarronadas) de que estaba casi aburrido de las mujeres, no me atrevía a hablarles a
las chicas que pasaban por la calle y sus hermosas piernas me dolían en el alma.
Por eso me alegré de que llegara otra vez septiembre y con él otra vez la escuela
y, un par de días antes, mi trabajo en la Unión de Estudiantes, en donde tenía un
despacho propio y mucho trabajo por hacer. Pero ya el segundo día me llamaron por
teléfono para que me presentara al secretariado del partido. A partir de ese momento
lo recuerdo todo con detalle: era un día de sol, salí del edificio de la Unión de
Estudiantes y sentí que la tristeza que me había invadido durante todas las vacaciones
iba desapareciendo poco a poco. Fui hasta el secretariado con una agradable
curiosidad. Llamé a la puerta y me abrió el presidente del comité, un joven alto de
cara estrecha, rubio y con los ojos de un azul helado. Le dije «salud camarada», él no

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me saludó y dijo: «te esperan al fondo». Al fondo, en la última habitación del
secretariado, me esperaban tres miembros del comité universitario del partido. Me
indicaron que me sentara. Me senté y comprendí que pasaba algo malo. Los tres
camaradas, a los que conocía perfectamente y con los que estaba acostumbrado a
divertirme alegremente, me miraban con cara impenetrable; me seguían tuteando
(como está mandado entre camaradas), pero de repente ya no era un tuteo amistoso
sino un tuteo oficial y amenazador. Reconozco que desde entonces tengo aversión
por el tuteo; originalmente debe ser expresión de una proximidad íntima pero si las
personas que se tutean no se sienten próximas, adquiere de inmediato el significado
opuesto, es expresión de grosería, de modo que un mundo en el que toda la gente se
tutea no es el mundo de la amistad generalizada sino el mundo de la falta de respeto
generalizada.
Así que me senté delante de los tres estudiantes universitarios que me tuteaban y
me hicieron la primera pregunta: si conozco a Marketa. Dije que la conocía. Me
preguntaron si le había escrito. Dije que sí. Me preguntaron si recordaba lo que había
escrito. Dije que no lo recordaba, pero la postal con el texto provocativo estuvo a
partir de ese momento delante de mis ojos y empecé a intuir de qué se trataba. ¿No te
acuerdas?, me preguntaron. No, dije. ¿Y qué te escribió Marketa? Hice un
movimiento de hombros para dar la impresión de que me había escrito sobre
cuestiones íntimas, de las que no podía hablar. ¿Te escribió algo sobre el cursillo?, me
preguntaron. Sí, me escribió, dije. ¿Qué te escribió sobre eso? Que le gustaba,
respondí. ¿Y qué más? Que las conferencias eran buenas y los participantes también,
respondí. ¿Te escribió que en el cursillo había un espíritu sano? Sí, dije, creo que me
escribió algo por el estilo. ¿Te escribió que se había dado cuenta de la fuerza que
tenía el optimismo?, siguieron preguntando. Sí dije. ¿Y qué opinas tú del optimismo?,
preguntaron. ¿Del optimismo? ¿Qué voy a pensar?, pregunté. ¿Te consideras
optimista?, siguieron preguntando. Sí, me considero, dije tímidamente. Me gusta
bromear, soy una persona bastante alegre, intenté aligerar el tono del interrogatorio.
Alegre puede ser un nihilista, dijo uno de ellos, puede reírse de la gente que sufre.
Alegre puede ser hasta un cínico, prosiguió. ¿Tú crees que se puede edificar el
socialismo sin optimismo?, preguntó otro. No, dije. Entonces tú no eres partidario de
que en nuestro país se edifique el socialismo, dijo el tercero. ¿Cómo dices eso?, me
defendí. Porque para ti el optimismo es el opio del pueblo, atacaron. ¿Cómo que el
opio del pueblo?, seguí defendiéndome. No te escabullas, lo has escrito tú. ¡Marx
llamó opio del pueblo a la religión, pero para ti el opio del pueblo es nuestro
optimismo! Se lo has escrito a Marketa. Me gustaría saber qué dirían nuestros
trabajadores, nuestros obreros de choque, que superan los planes, si se enterasen de
que su optimismo era opio, enlazó en seguida otro. Y el tercero añadió: para un
trotskista el optimismo de los constructores del socialismo no es más que opio. Y tú
eres trotskista. Por Dios, cómo se os ha ocurrido eso, me defendí. Lo has escrito tú ¿o
no? Es posible que haya escrito algo por el estilo en broma, ya hace más de dos

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meses, no lo recuerdo. Te lo podemos recordar nosotros, dijeron y me leyeron mi
postal. El optimismo es el opio del pueblo. ¡El espíritu sano hiede a idiotez! ¡Viva
Trotsky! Ludvik. En la pequeña sala del secretariado político aquellas frases sonaban
de un modo tan horrible que en ese momento sentí miedo y me di cuenta de que
tenían un poder destructivo que yo no iba a ser capaz de resistir. Camaradas, era una
broma, dije y sentí que nadie podría creerme. ¿A vosotros os hace reír?, le preguntó
uno de los camaradas a los otros. Los dos le respondieron con un gesto de negación.
¡Deberíais conocer a Marketa!, dije. La conocemos, me contestaron. Entonces ya
sabéis que Marketa se lo toma todo en serio y nosotros siempre nos reímos un poco
de ella y tratamos de impresionarla. Muy interesante, dijo uno de los camaradas, por
las demás cartas no parece que no la tomes en serio a Marketa. ¿Es que habéis leído
todas las cartas que le escribí a Marketa? Así que como Marketa se lo toma todo en
serio, dijo otro, tú te ríes de ella. Pero dinos qué es lo que se toma en serio. El partido,
el optimismo, la disciplina, ¿no es eso? Y todo eso que ella se toma en serio, a ti te da
risa. Pero camaradas, dije, si ya ni me acuerdo de cuándo lo escribí, lo escribí de
repente, un par de frases en broma, ni siquiera pensaba en lo que estaba escribiendo,
¡si hubiera tenido mala intención no lo iba a mandar a un cursillo del partido! Da lo
mismo cómo lo hayas escrito. Lo escribas rápido o despacio, de pie o en la mesa, no
puedes escribir más que lo que está dentro de ti. No puedes escribir más que eso. A lo
mejor, si lo hubieras pensado más detenidamente, no lo habrías escrito. Así lo has
escrito sin fingir. Así por lo menos sabemos quién eres. Por lo menos sabemos que
tienes varias caras, una para el partido y otra para los demás. Sentí que mi defensa se
había quedado sin argumentos válidos. Volví a repetir varias veces lo mismo: que se
trataba de una broma, que eran palabras que no querían decir nada, que se debían a
mi estado de ánimo, etc. No me hicieron caso. Me dijeron que había escrito aquellas
frases en una postal que podía ser leída por cualquiera, que aquellas frases tenían una
incidencia objetiva y que no incluían ninguna nota explicativa sobre mi estado de
ánimo. Después me preguntaron qué había leído de Trotsky. Les dije que nada. Me
preguntaron quién me había prestado esos libros. Les dije que nadie. Me preguntaron
con qué trotskistas me había reunido. Les dije que con ningunos. Me dijeron que
quedaba inmediatamente relevado de mis funciones en la Unión de Estudiantes y me
pidieron que les devolviese la llave del despacho. La llevaba en el bolsillo y se la di.
Después dijeron que la organización de base del partido en la facultad de ciencias
naturales se encargaría de resolver mi caso. Se levantaron sin mirarme. Les dije
«salud, camaradas» y me fui.
Después me acordé de que en mi despacho de la Unión de Estudiantes había
muchas cosas de mi pertenencia. En el cajón de la mesa de escribir tenía, además de
mis papeles, unos calcetines, y en el armario, entre los expedientes, los restos de una
tarta que me había mandado mi madre. Acababa de entregar la llave en el
secretariado provincial, pero el portero que estaba en la entrada me conocía y me dio
la llave de reserva que estaba colgada en un panel de madera, junto con otras muchas

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llaves; lo recuerdo todo al detalle: la llave de mi despacho estaba atada con un cordel
grueso de cáñamo a una tablilla pequeña de madera en la que estaba escrito en color
blanco el número de mi despacho. Abrí la puerta con esta llave y me senté a la mesa;
abrí el cajón y empecé a sacar todas mis cosas; lo iba haciendo lentamente y
distraído, intentando, en aquel momento de relativa calma, reflexionar sobre lo que
había ocurrido y lo que debería hacer.
Al poco tiempo se abrió la puerta. Allí estaban otra vez los tres camaradas del
secretariado. Ésta vez ya no parecían fríos y distantes. Ésta vez sus voces sonaban
indignadas y fuertes. Sobre todo el más pequeño de ellos, el responsable de la política
de cuadros del comité. Me preguntó a gritos cómo había hecho para entrar. Con qué
derecho. Me dijo que si quería que llamara a la policía. Que qué estaba revolviendo
en la mesa. Le dije que había venido a buscar la tarta y los calcetines. Me dijo que no
tenía ningún derecho a aparecer por allí ni aunque tuviese un armario lleno de
calcetines. Luego se acercó a la mesa y se puso a revisar uno por uno los papeles y
los cuadernos. Eran efectivamente cosas personales, de modo que al fin me dieron
permiso para meterlas delante de ellos en el maletín. Metí también los calcetines,
arrugados y sucios, metí hasta la tarta que estaba en el armario sobre un papel
engrasado lleno de migas. Vigilaban cada uno de mis movimientos. Salí del despacho
con mi maletín y el responsable de la política de cuadros me dijo, como despedida,
que no volviera a aparecer nunca más por allí.
En cuanto estuve fuera del alcance de los camaradas del comité provincial y de la
imbatible lógica de su interrogatorio, sentí que era inocente, que en mis frases no
había nada malo y que tenía que ir a ver a alguien que conociera bien a Marketa, en
quien pudiera confiar y que comprendiera que todo aquel asunto era ridículo. Fui a
ver a un estudiante de nuestra facultad, que era comunista, y cuando le conté todo me
dijo que los del comité provincial eran demasiado mojigatos, que no tenían sentido
del humor y que él, que conocía bien a Marketa, se daba cuenta perfectamente de lo
que había pasado. Por lo demás, lo que tenía que hacer era, me dijo, hablar con
Zemanek, que iba a ser aquel año presidente de la organización del partido en nuestra
facultad y que nos conocía bien a Marketa y a mí.

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Yo no sabía que Zemanek iba a ser presidente de la organización y me pareció una
excelente noticia, porque a Zemanek sí que lo conocía bien y hasta estaba seguro de
que contaba con toda su simpatía, aunque sólo fuese por mi origen moravo. Y es que
a Zemanek le gustaba muchísimo cantar canciones moravas; estaba muy de moda en
aquella época cantar canciones populares, pero no cantarlas como los niños en el
colegio sino levantando un brazo, con la voz un tanto áspera y poniendo cara de ser
un hombre verdaderamente popular, como si a uno lo hubiese parido su madre
durante un baile, al lado mismo de la orquesta.
En la facultad de ciencias naturales yo era en realidad el único moravo de verdad,
lo cual me otorgaba ciertos privilegios; cada vez que se presentaba la oportunidad de
festejar algo, ya se tratase de alguna reunión especial, de alguna fiesta o del primero
de mayo, los camaradas me pedían que sacase el clarinete e imitase, junto con dos o
tres compañeros aficionados a la música, un conjunto de música morava. Y así
fuimos dos años seguidos (con el clarinete, el violín y el contrabajo) en la
manifestación del primero de mayo y Zemanek, que era guapo y le gustaba exhibirse,
iba con nosotros vestido con un traje típico prestado, bailando, con el brazo levantado
y cantando. A aquel praguense que nunca había estado en Moravia le encantaba hacer
de personaje popular moravo y yo lo miraba con buenos ojos porque me sentía feliz
de que la música de mi tierra, que había sido desde siempre el paraíso del arte
popular, fuese tan querida y admirada.
Y Zemanek también conocía a Marketa, lo cual era otra ventaja. Con frecuencia
nos encontrábamos los tres juntos en distintos festejos estudiantiles; en una
oportunidad (se había formado aquella vez un grupo de estudiantes bastante grande)
me inventé que en las montañas de Bohemia vivían tribus pigmeas, argumentando en
favor de mi invención con citas de un supuesto estudio científico que desarrollaba tan
interesante tema.
A Marketa le llamó la atención no haber oído hablar nunca de aquello. Yo dije
que no era nada extraño: la ciencia burguesa ocultaba conscientemente la existencia
de los pigmeos, porque los capitalistas comerciaban con los pigmeos como esclavos.
¡Pero eso habría que publicarlo!, gritó Marketa. ¿Por qué nadie escribe sobre eso?
¡Sería un argumento en contra de los capitalistas!
Supongo que nadie escribe sobre ello, afirmé pensativo, porque se trata de un
asunto delicado y se puede producir un escándalo: y es que los pigmeos tenían un
rendimiento amoroso totalmente excepcional y ése era el motivo por el cual eran muy
solicitados y por eso nuestra república los exportaba en secreto, a cambio de
importantes cantidades de moneda extranjera, especialmente a Francia, donde los
alquilaban las viejas damas capitalistas como sirvientes, para utilizarlos en realidad
de un modo muy distinto.
Mis compañeros ocultaban la risa producida no tanto por la especial ingeniosidad

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de mi invención como por la cara de interés que ponía Marketa, siempre dispuesta a
entusiasmarse por algo (o en contra de algo); se mordían los labios para no quitarle a
Marketa la satisfacción de conocer algo nuevo y algunos de ellos (especialmente
Zemanek) hacían su propia aportación, confirmando mis noticias sobre los pigmeos.
Cuando Marketa preguntó qué aspecto tenían los pigmeos, recuerdo que Zemanek le
dijo muy serio que el profesor Cechura, al cual Marketa tenía el honor de ver de vez
en cuando, junto con todos sus colegas, en la cátedra, era de origen pigmeo por parte
de padre y de madre o, al menos, de uno de los dos. Parece ser que el adjunto Hule le
contó a Zemanek que había pasado unas vacaciones en el mismo hotel que el
matrimonio Cechura, que no llegaba a medir tres metros de altura, sumando la
estatura de los dos. Una mañana entró en su habitación sin suponer que el matrimonio
aún dormía y se quedó pasmado: estaban acostados en la misma cama, pero no uno al
lado del otro, sino uno tras otro, el señor Cechura encogido en la parte inferior y la
señora Cechura en la parte superior de la cama.
Claro, intervine yo: pero entonces no sólo Cechura es de origen pigmeo sino
también su mujer, porque dormir uno tras otro es una costumbre atávica de todos los
pigmeos de las montañas que, por lo demás, en el pasado no construían nunca sus
chozas en forma de círculo o de cuadrado, sino en forma de larguísimo rectángulo,
porque no sólo los matrimonios, sino los clanes enteros, acostumbraban a dormir en
una larga cadena uno tras otro.
Cuando aquel día aciago me acordé de nuestras charlatanerías, me pareció que se
encendía una lucecita de esperanza. Zemanek, que se ocuparía de resolver mi caso,
conoce mi forma de bromear y conoce a Marketa y comprenderá que la carta que le
escribí no era más que una broma para provocar a una chica a la que todos
admirábamos y a la cual (quizás precisamente por eso) a todos nos gustaba tomarle el
pelo. En cuanto tuve la oportunidad le conté el lío en el que me había metido;
Zemanek me oyó atentamente, frunció el entrecejo y dijo que vería lo que se podía
hacer.
Mientras tanto vivía de un modo provisional; seguía yendo a clases y aguardaba.
Con frecuencia me convocaban a reuniones de distintas comisiones del partido, que
intentaban sobre todo averiguar si pertenecía a algún grupo trotskista; yo trataba de
demostrarles que ni siquiera sabía a ciencia cierta en qué consistía el trotskismo; me
aferraba a cada una de las miradas de los camaradas investigadores, buscando
confianza; algunas veces efectivamente la encontraba y era capaz entonces de llevar
conmigo durante mucho tiempo la mirada en cuestión, de conservarla dentro de mí y
de extraer de ella, pacientemente, esperanzas.
Marketa seguía evitando mi presencia. Comprendí que aquello estaba relacionado
con el asunto de mi postal y, con orgullosa autocompasión, no quise preguntarle nada.
Pero un día me detuvo ella misma a la puerta de la facultad: «Quisiera hablar contigo
de algo».
Y tras varios meses volvimos a encontrarnos paseando juntos; ya estábamos en

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otoño, los dos llevábamos unos largos impermeables, sí, largos, hasta un poco más
abajo de la rodilla, tal como en aquella época (una época totalmente inelegante)
solían llevarse; lloviznaba levemente, los árboles a la orilla del río estaban negros y
sin hojas. Marketa me contó cómo había ocurrido todo: cuando estaba en el cursillo
de vacaciones la llamaron de repente los camaradas de la dirección y le preguntaron
si recibía en el cursillo alguna correspondencia; dijo que sí. Le preguntaron de dónde.
Dijo que le escribía su madre. ¿Y alguien más? Algún compañero, de vez en cuando,
dijo. ¿Puedes decimos quién?, le preguntaron. Me nombró a mí. ¿Y qué es lo que te
escribe el camarada Jahn? Se encogió de hombros porque no tenía ganas de repetir
las palabras de mi tarjeta. ¿Tú también le has escrito?, le preguntaron. Le escribí,
dijo. ¿Qué le escribiste?, le preguntaron. Pues sobre el cursillo, dijo, y algunas otras
cosas. A ti te gusta el cursillo, le preguntaron. Sí, mucho, respondió. Y le escribiste
que te gustaba. Sí, se lo escribí, les respondió. ¿Y qué contestó él?, siguieron
preguntando. ¿Él?, respondió dubitativa Marketa, bueno, él es raro, tendríais que
conocerlo. Lo conocemos, dijeron, y querríamos saber lo que te escribió. ¿Puedes
enseñamos esa postal suya? «No te enfades conmigo», me dijo Marketa, «tuve que
enseñársela». «No te disculpes», le dije a Marketa, «de todos modos la conocían ya
antes de hablar contigo; si no la hubieran conocido no te habrían llamado».
«Yo no me disculpo ni me da vergüenza habérsela dado a leer, ése no es el
problema. Tú eres miembro del partido y el partido tiene derecho a saber quién eres y
cómo piensas», se defendió Marketa y después me dijo que se quedó horrorizada al
leer lo que había escrito, cuando todos sabemos que Trotsky es el peor enemigo de
todo aquello por lo que luchamos y por lo que vivimos.
¿Qué le iba a contar a Marketa? Le pedí que continuase y dijese qué más había
pasado.
Marketa dijo que habían leído la tarjeta y se habían quedado asombrados. Le
preguntaron cuál era su opinión. Les dijo que aquello era horroroso. Le preguntaron
por qué no se la había ido a enseñar ella misma. Se encogió de hombros. Le
preguntaron si no sabía lo que era la vigilancia revolucionaria. Agachó la cabeza. Le
preguntaron si no sabía cuántos enemigos tiene el partido. Les dijo que lo sabía, pero
que no creyó que el camarada Jahn… Le preguntaron si me conocía bien. Le
preguntaron cómo era yo. Dijo que era raro. Que había momentos en los que creía
que yo era un comunista firme, pero que a veces digo cosas que un comunista no
debería decir nunca. Le preguntaron qué es lo que, por ejemplo, suelo decir. Dijo que
no se acordaba de nada en concreto, pero que no hay nada que sea sagrado para mí.
Dijeron que aquella postal lo demostraba claramente. Les dijo que con frecuencia
discutía conmigo por muchas cosas. Y además les dijo que yo hablaba de una manera
en las reuniones y de otra manera con ella. Que en las reuniones estoy lleno de
entusiasmo, mientras que con ella hago chistes sobre todo y me lo tomo todo a
broma. Le preguntaron si creía que una persona así podía ser miembro del partido. Se
encogió de hombros. Le preguntaron si el partido podría edificar el socialismo si sus

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miembros dijesen que el optimismo es el opio del pueblo. Dijo que un partido así no
podría edificar el socialismo. Le dijeron que era suficiente. Y que por el momento no
debía decirme nada, porque querían ver qué más escribía yo. Les dijo que ya no
quería volver a verme. Le respondieron que eso no sería correcto, que por el contrario
debería seguir escribiéndome para que se supiera qué más había dentro de mí.
«¿Y tú después les enseñaste mis cartas?», le pregunté a Marketa, ruborizándome
hasta lo más profundo del alma al recordar mis largas tiradas amatorias.
«¿Y qué iba a hacer?», dijo Marketa. «Pero yo ya no podía escribirte después de
todo aquello. No le voy a escribir a alguien sólo para hacer de señuelo. Te escribí otra
postal y basta. No quería verte porque no podía decirte nada y tenía miedo de que me
preguntases algo y yo me viera obligada a mentirte en tu cara, porque no me gusta
mentir».
Le pregunté a Marketa qué era lo que la había impulsado a reunirse hoy conmigo.
Me dijo que la causa había sido el camarada Zemanek. Se había encontrado con
ella después de las vacaciones en el pasillo de la facultad y la había llevado a un
pequeño despacho donde se reunía el secretariado de la organización del partido en la
facultad. Le dijo que había tenido noticia de que yo le había escrito al cursillo una
postal con frases antipartido. Le preguntó de qué frases se trataba. Ella se lo dijo. Le
preguntó cuál era su opinión sobre aquello. Ella le dijo que lo condenaba. Le dijo que
eso era correcto y le preguntó si seguía saliendo conmigo. Ella dudó y le dio una
respuesta indefinida. Le dijo que había llegado a la facultad una valoración muy
positiva para ella del cursillo y que la organización de la facultad contaba con ella.
Ella le dijo que eso era estupendo. Le dijo que no quería entrometerse en su vida
privada pero que creía que a la persona se la conoce por los amigos con los que se
relaciona, por el compañero que elige, y que no hablaría en su provecho el elegirme
precisamente a mí.
Al cabo de unas semanas Marketa cambió de idea. Ya hacía varios meses que no
salía conmigo, de modo que la sugerencia de Zemanek había resultado inútil; pero sin
embargo fue precisamente aquella sugerencia la que le hizo empezar a pensar si no
era cruel y moralmente intolerable sugerirle a alguien que dejara a su compañero sólo
porque ese compañero hubiera cometido un error y si por lo tanto no sería también
injusto que ella misma me hubiera dejado. Visitó al camarada que durante las
vacaciones había dirigido el cursillo y le preguntó si seguía vigente la orden de no
decirme nada de lo que había pasado con la postal y cuando se enteró de que ya no
había motivo para ocultar nada, se dirigió a mí y me pidió que habláramos.
Y ahora me confía cuál es el peso que tiene en la conciencia: sí, actuó mal al
decidir que ya no me iba a volver a ver; ninguna persona está perdida para siempre
aunque haya cometido los mayores errores. Al parecer se acordó de la película
soviética Tribunal de Honor (una película que era entonces muy popular entre la
gente del partido) en la cual cierto médico-científico soviético pone su
descubrimiento a disposición del público extranjero antes de que lo conozcan en su

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propio país, lo cual era un síntoma de cosmopolitismo (otro famoso peyorativo de
aquella época) y de traición; Marketa se refería emocionada en particular al final de
la película: el científico era condenado por un tribunal de honor formado por sus
colegas, pero la amante esposa no abandonaba al marido condenado, sino que se
empeñaba en darle fuerzas para que pudiera redimir su grave culpa.
«Así que has decidido que no me abandonas», dije.
«Sí», dijo Marketa y me cogió de la mano.
«Pero dime una cosa Marketa, ¿tú crees que he cometido un delito muy grave?»
«Creo que sí», dijo Marketa.
«¿Y qué crees, tengo derecho a permanecer en el partido o no?»
«Creo que no, Ludvik».
Sabía que si entraba a tomar parte en el juego al que se había apuntado Marketa,
un juego cuyo patetismo vivía ella, al parecer, con toda su alma, hubiera logrado todo
lo que desde hacía meses intentaba inútilmente conquistar: impulsada por el
patetismo de la salvación como un barco por el vapor, estaría ahora indudablemente
dispuesta a entregárseme en alma y cuerpo. Claro que con una condición: sus ansias
de salvarme deberían verse plenamente satisfechas: y para que se vieran satisfechas
tenía que estar dispuesto el objeto de la salvación (¡horror, yo mismo!) a aceptar su
más profunda culpabilidad. Pero eso yo no lo podía hacer. Tenía al alcance de la
mano el objetivo deseado, el cuerpo de Marketa, pero no podía apoderarme de él a
ese precio, porque no podía asumir mi culpabilidad y aceptar la insoportable condena;
no podía tolerar que alguien que debía estar junto a mí estuviera de acuerdo con esa
culpabilidad y esa condena.
No estuve de acuerdo con Marketa, la rechacé y la perdí ¿pero es cierto que me
sintiese inocente? Por supuesto que me reafirmaba permanentemente en la ridiculez
de todo aquel asunto, pero al mismo tiempo (y eso es lo que hoy, con muchos años de
distancia, me parece más lamentable y más típico) empecé a ver las tres frases de la
postal con los ojos de aquellos que me habían interrogado; empezaban a espantarme
aquellas frases y tenía miedo de que, con la excusa de la broma, evidenciaran algo
realmente muy grave: que yo nunca había llegado a identificarme por completo con el
partido hasta llegar a ser con él un mismo cuerpo, que nunca había sido un verdadero
revolucionario proletario, sino que sobre la base de una mera (!) decisión me había
«sumado a los revolucionarios» (y es que sentíamos el revolucionarismo proletario,
por así decirlo, no como una cuestión de elección, sino como una cuestión de esencia;
o bien se es revolucionario y entonces se funde uno con el movimiento en un mismo
cuerpo colectivo, piensa con su cabeza y siente con su corazón, o no se es
revolucionario y entonces lo único que queda es querer serlo; pero entonces se es
permanentemente culpable de no serlo).
Cuando recuerdo hoy mi situación de entonces, me viene a la cabeza, por
analogía, el inmenso poder del cristianismo, que le sugiere al creyente su condición
básica e ininterrumpidamente pecaminosa; yo también me he encontrado (todos nos

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hemos encontrado así) frente a la revolución y su partido con la cabeza
permanentemente gacha, de modo que poco a poco me fui haciendo a la idea de que
mis frases, aunque hubieran sido pensadas en broma, constituían sin embargo una
culpa, y en mi cabeza comenzó a devanarse el examen autocrítico: me dije que
aquellas frases no se me habían ocurrido por casualidad, que hacía ya tiempo que los
camaradas (y parece que llevaban razón) me habían llamado la atención sobre mis
«restos de individualismo» y mi «intelectualismo»; me dije que me había empezado a
ver con excesiva autosatisfacción en mi condición de persona culta, de estudiante
universitario, de futuro intelectual y que mi padre, un obrero que murió durante la
guerra en un campo de concentración, difícilmente hubiera comprendido mi cinismo;
me reprochaba no haber sabido conservar su conciencia obrera; me reprochaba todo
lo habido y por haber y hasta me hacía a la idea de que era necesario algún tipo de
castigo; sólo había una cosa que seguía sin aceptar: la posibilidad de que me
expulsasen del partido y me señalasen como enemigo suyo; vivir señalado como
enemigo de aquello por lo que había optado ya desde pequeño y a lo que en verdad
tenía apego, me parecía desesperante.
Esta autocrítica, que era al mismo tiempo una lastimera defensa, la pronuncié
cientos de veces en voz baja y al menos diez veces ante distintos comités y
comisiones y, por fin, también en la decisiva reunión plenaria de nuestra facultad, en
la cual Zemanek pronunció el discurso de apertura (sugestivo, brillante, inolvidable)
sobre mí y sobre mis culpas y propuso en nombre del comité mi expulsión del
partido. Después de mi intervención autocrítica la discusión se desarrolló
desfavorablemente para mí; no hubo nadie que me defendiera y al final todos (eran
cerca de cien y entre ellos estaban mis maestros y mis compañeros más próximos), sí,
todos a una, levantaron la mano para aprobar no sólo mi expulsión del partido sino
también (y eso no lo esperaba en absoluto) mi salida forzosa de la universidad.
Esa misma noche, después de la reunión, tomé el tren y me fui a casa, pero el
hogar no me podía traer consuelo ninguno, entre otras cosas porque durante varios
días no me atreví a decirle a mamá, que estaba muy orgullosa de mis estudios, lo que
había pasado. En cambio, al día siguiente de llegar, vino a casa Jaroslav, mi
compañero del bachillerato y del conjunto folklórico en el que tocaba durante el
bachillerato y se quedó encantado de encontrarme; pasado mañana se casa y tengo
que ir de testigo. No podía negarle el favor a un viejo compañero y no me quedó más
remedio que celebrar mi caída con una fiesta de bodas.
Por si fuera poco, Jaroslav era un obstinado patriota y folklorista moravo, de
modo que utilizó su propia boda en provecho de sus pasiones etnográficas y la
organizó de acuerdo con las viejas costumbres populares: con trajes típicos, con
música folklórica, con el patriarca que pronuncia los discursos nupciales, con la novia
llevada en brazos a través del umbral, con canciones y, en pocas palabras, con todas
las ceremonias que se celebran ese día y que él había reconstruido más a partir de los
libros de etnografía que de la memoria viva. Pero advertí una cosa extraña: mi amigo

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Jaroslav, reciente director de un grupo de coros y danzas que prosperaba
estupendamente, mantenía todas las costumbres antiguas imaginables, pero (teniendo
en cuenta seguramente su puesto y atento a las consignas ateístas) no fue con los
invitados a la iglesia, a pesar de que una boda popular tradicional es impensable sin el
cura y la bendición divina; hizo que el patriarca recitase todos los discursos
ceremoniales populares, pero suprimiendo cuidadosamente cualquier motivo bíblico,
a pesar de que son estos motivos los que constituyen el principal material simbólico
de las alocuciones nupciales. La tristeza, que me impedía identificarme con la
embriaguez de la fiesta, me permitía sentir, en la originalidad de aquellas ceremonias
populares, el olor del cloroformo. Y cuando Jaroslav me pidió que cogiese el
clarinete (como un recuerdo sentimental de mi anterior pertenencia al conjunto) y me
sentase con los demás músicos, me negué. Me acordé de cómo había tocado los dos
últimos años en la fiesta del primero de mayo y cómo bailaba junto a mí el praguense
Zemanek, vestido con el traje típico, levantando el brazo y cantando. No era capaz de
coger el clarinete y sentía que todo aquel barullo folklórico me era repugnante,
repugnante, repugnante…

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Al perder la posibilidad de estudiar perdí también el derecho a la prórroga del
servicio militar, de modo que ya sólo esperaba al reemplazo de otoño; la espera la
ocupé con dos empleos eventuales: primero trabajé en una carretera que estaban
arreglando cerca de Gottwaldov y al final del verano me presenté en una fábrica de
conservas de frutas y por fin llegó el otoño y una buena mañana (luego de una noche
de vigilia en el tren) aparecí en un cuartel, en un feo suburbio de la ciudad de
Ostrava.
Me tocó esperar en el patio del cuartel junto con otros jóvenes a los que les había
correspondido el mismo regimiento; no nos conocíamos; en la penumbra de este
primario desconocimiento mutuo sobresalen notablemente en los demás los rasgos
rudos y extraños; así fue también en esta oportunidad, en la que el único elemento
humano que nos unía era el incierto futuro, acerca del cual corrían entre nosotros
breves conjeturas. Algunos afirmaban que nos habían tocado los negros, otros lo
negaban y había algunos que ni siquiera sabían lo que esto quería decir. Yo sí lo sabía
y por eso tales suposiciones me daban miedo.
Luego vino a buscarnos un sargento y nos condujo a un edificio; nos dirigimos
hacia un corredor y por el corredor a una gran habitación en la que por todas partes
había enormes murales llenos de consignas, fotografías y burdos dibujos. En la pared
frontal había un gran cartel formado por letras de papel recortado: EDIFICAMOS EL
SOCIALISMO y debajo de aquel cartel una silla y junto a ella un viejecito delgado.
El sargento eligió a uno de nosotros y a ése le tocó sentarse en la silla. El viejecito le
colocó una sábana blanca alrededor del cuello, luego metió la mano en una cartera
que estaba apoyada en la pata de la silla, sacó una máquina de cortar el pelo y
comenzó a trasquilar la cabeza del muchacho.
Junto a la silla del peluquero empezaba un proceso en cadena que nos debía
transformar en soldados: de la silla en la que perdíamos el pelo nos mandaban a una
habitación contigua, allí teníamos que desnudarnos, meter nuestra ropa en una bolsa
de papel, atarla con un cordel y entregarla en la ventanilla; desnudos y pelados
atravesábamos después el corredor hasta otra habitación en donde nos entregaban un
camisón; con el camisón puesto íbamos hacia otra puerta en la que nos daban las
botas militares; en camisones y botas marchábamos luego atravesando el patio hasta
otro edificio en el que nos daban camisas, calzoncillos, medias, cinturón y uniforme
(¡los galones de la guerrera eran negros!); finalmente llegamos al último edificio en el
cual un suboficial leía en voz alta nuestros nombres, nos dividía según el pelotón y
nos adjudicaba la habitación y la cama correspondientes. Esa misma noche fuimos
llamados a formar, después para la cena y después para acostarnos; por la mañana
fuimos despertados y llevados a la mina; en la mina divididos en equipos de trabajo
según los batallones y obsequiados con herramientas (barrena, pala y lámpara) que
casi ninguno de nosotros sabía manejar; después el ascensor nos transportó hacia

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dentro de la tierra. Cuando salimos de la mina con el cuerpo dolorido, nos esperaban
los suboficiales, nos hicieron formar y nos volvieron a llevar al cuartel; comimos y
por la tarde hubo instrucción, después de la instrucción limpieza, educación política,
canto obligatorio; en lugar de la vida privada una habitación con veinte camas. Y así
un día tras otro.
La cosificación a la que nos vimos sometidos me pareció durante los primeros
días completamente opaca, impenetrable; las funciones impersonales que
desempeñábamos, siempre cumpliendo órdenes, reemplazaron todas nuestras
manifestaciones humanas; claro que aquella opacidad era solamente relativa y se
debía no sólo a circunstancias reales sino también a la inadaptación de la vista (como
cuando se entra desde la luz a una habitación oscura); al cabo de un tiempo comenzó
lentamente a hacerse más transparente y hasta en aquella «penumbra de la
cosificación» se empezó a ver lo humano de la gente. Sin embargo, tengo que
reconocer que yo fui uno de los últimos en acomodar mi sistema visual a la
mencionada «luminosidad».
Eso se debía a que me negaba con todo mi ser a admitir mi destino. Los soldados
que tenían galones negros, entre los cuales me encontraba, sólo hacían instrucción
para la formación, sin armas, y trabajaban en las minas. Recibían un sueldo por su
trabajo (en este sentido estaban mejor que los demás soldados), pero aquello era para
mí un consuelo escaso cuando pensaba que se trataba exclusivamente de personas a
las que la joven república socialista no les quería confiar un arma porque los
consideraba enemigos suyos. Por supuesto que aquello comportaba un trato más cruel
y el peligro inminente de que el servicio durase más de los dos años obligatorios,
pero lo que a mí más me horrorizaba era haber ido a parar junto a quienes
consideraba mis más encarnizados enemigos y que me hubieran mandado allí
(definitivamente, irremisiblemente, marcado para toda la vida) mis propios
camaradas. Por eso la primera etapa entre los negros la pasé como un solitario
empedernido; no quería compartir mi vida con mis enemigos, no quería
acostumbrarme a ellos. Lo de las salidas estaba en aquella época muy mal (la salida
no era un derecho del soldado, sino que se la daban sólo como recompensa, lo cual en
la práctica significaba que solía salir una vez cada dos semanas, los sábados) pero yo
aquellos días, mientras los soldados se iban en grupos a las cervecerías y a ligar,
prefería quedarme solo; me tumbaba en la cama en la compañía, intentaba leer algo o
incluso estudiar y me consumía en mi inadaptación; estaba convencido de que tenía
un solo objetivo: continuar la lucha por mi honor político, por mi derecho a «no ser
enemigo», por mi derecho a salir de aquí.
Visité varias veces al comisario político de la unidad e intenté convencerlo de que
había ido a parar a los negros por error; de que me habían expulsado del partido por
mi intelectualismo y mi cinismo pero no por ser enemigo del socialismo; volvía a
explicar (¡cuántas veces ya!) la ridícula historia de la postal, una historia que, sin
embargo, ya no era nada ridícula, sino que al relacionarse con los galones negros se

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hacía cada vez más sospechosa y parecía ocultar algo de lo que no quería que se
enterasen. Debo decir en honor a la verdad que el comisario político me oyó
atentamente y manifestó una comprensión casi inesperada por mi deseo de justicia;
efectivamente se informó «más arriba» (¡qué determinación de lugar tan invisible!)
sobre mi caso, pero al final me mandó llamar y me dijo con sincera amargura: «¿Por
qué me has engañado? Me he enterado de que eres trotskista».
Comencé a comprender que no habría fuerza capaz de modificar esa imagen de
mi persona que está depositada en algún sitio de la más alta cámara de decisiones
sobre los destinos humanos; comprendí que aquella imagen (aunque no se parezca a
mí) es mucho más real que yo mismo; que no es ella la mía sino yo su sombra; que no
es a ella a quien se puede acusar de no parecérseme, sino que esa desemejanza es
culpa mía; y que esa desemejanza es mi cruz, que no se la puedo endilgar a nadie y
que debo cargar con ella.
Sin embargo no estaba dispuesto a rendirme. Pretendía realmente cargar con mi
desemejanza; seguir siendo aquel que habían decidido que no era.
Tardé aproximadamente unos catorce días en acostumbrarme al duro trabajo en la
mina, con la pesada barrena en las manos, cuyo temblor sentía vibrar en el cuerpo
hasta la mañana siguiente. Pero trabajaba con todas mis fuerzas y con una cierta furia;
trataba de destacar por mi rendimiento y no tardé mucho en lograrlo.
El problema es que nadie veía en ello una manifestación de mi conciencia
política. A todos nos pagaban por nuestro trabajo (nos quitaban algo por la comida y
el alojamiento, pero aun así recibíamos bastante dinero) y por eso había otros muchos
que, sin tener en cuenta ideologías, trabajaban con considerable empeño para
arrancarle a aquellos años perdidos al menos alguna utilidad.
A pesar de que todos nos consideraban enemigos jurados del régimen, en el
cuartel se mantenían todas las formas de vida pública habituales en el socialismo;
nosotros, los enemigos del régimen, organizábamos diariamente, bajo el control del
comisario, sesiones políticas, teníamos que encargarnos del cuidado de los murales,
en los que pegábamos fotografías de los dirigentes socialistas y pintábamos consignas
sobre el futuro feliz. Al principio me presentaba voluntario de un modo casi
ostensible para hacer estos trabajos. Pero tampoco en esto veía nadie un síntoma de
conciencia política, también se presentaban otros, cuando necesitaban que el
comandante se fijase en ellos y les diese un permiso. Ninguno de los soldados veía
esta actividad política como actividad política, sino tan sólo como una mímica sin
contenido que se les debía hacer a quienes nos tenían en su poder.
Y así comprendí que esta forma mía de resistencia también era vana, que el único
que percibía ya mi «desemejanza» era yo mismo y que para los demás era invisible.
Entre los suboficiales a cuya merced estábamos, había un cabo de pelo negro,
Slovacek, que se diferenciaba de los demás por su moderación y su absoluta falta de
sadismo. Lo apreciábamos bastante, aunque algunos de nosotros decían
maliciosamente que su bondad era producto exclusivo de su estupidez. Los

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suboficiales tenían por supuesto armas, a diferencia de nosotros, y de vez en cuando
iban a hacer ejercicios de tiro. En una oportunidad el cabito de pelo negro regresó de
los ejercicios muy contento, porque había hecho más blancos que nadie. Muchos de
nosotros lo felicitamos en seguida con gran alboroto (en parte por simpatía, en parte
por tomarle el pelo); el cabito no hacía más que ruborizarse.
Por casualidad ese mismo día me quedé a solas con él y por hablar de algo le
pregunté: «¿Cómo hace para tirar tan bien?».
El cabito me miró atentamente y luego dijo: «Yo tengo un sistema para acertar.
Me imagino que no es un blanco de latón sino un imperialista. ¡Y me da tanta rabia
que acierto!».
Le iba a preguntar cómo se lo imaginaba al imperialista en cuestión pero se
adelantó a mi pregunta y me dijo en tono serio y reflexivo: «No entiendo por qué me
felicitáis todos. ¡Si hubiera una guerra yo dispararía contra vosotros!».
Cuando oí aquella frase en boca de aquel buenazo que ni siquiera era capaz de
gritarnos y al que por eso mismo lo trasladaron después a otra unidad, comprendí que
el hilo que me había mantenido atado al partido y a los camaradas, se me había
escapado irremisiblemente de las manos. Me encontré fuera del camino de mi vida.

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Sí. Todos los hilos habían sido arrancados.
Había quedado cortado el estudio, la participación en el movimiento, el trabajo,
las relaciones con los amigos, había quedado cortado el amor y hasta la búsqueda del
amor, había quedado cortado, sencillamente, todo el sentido de mi trayectoria vital.
No me había quedado más que el tiempo. Pero, en cambio, a éste lo estaba
conociendo tan íntimamente como nunca antes me había sido posible. Ya no era un
tiempo como aquél con el que me solía topar antes, un tiempo convertido en trabajo,
en amor, en todo tipo de esfuerzo, un tiempo al que aceptaba sin fijarme en él, porque
tampoco él me importunaba y se escondía decentemente detrás de mi propia
actividad. Ahora llegaba hasta mí desnudo, solo en sí mismo, con su aspecto original
y verdadero y me obligaba a llamarlo por su nombre propio (ya que ahora vivía el
tiempo escueto, el mero tiempo vacío), a no olvidarme de él ni por un momento, a
pensar permanentemente en él y a sentir continuamente su peso.
Cuando suena la música, oímos la melodía, olvidándonos de que es sólo una de
las formas del tiempo; cuando la orquesta se calla, oímos al tiempo; al tiempo en sí.
Yo vivía en una pausa. Pero claro que no se trataba de la pausa general de una
orquesta (cuya dimensión está estrictamente determinada por el signo de pausa) sino
de una pausa sin un final preciso. No podíamos (como lo hacían en todas las demás
unidades) ir recortando trocitos de un centímetro de sastre para contemplar cómo se
nos iban acortando los dos años de servicio obligatorio; y es que a los negros los
podían tener en la mili todo el tiempo que quisieran. Ambroz, de la segunda
compañía, con sus cuarenta años cumplidos, iba ya para cuatro años de servicio.
Estar en aquella época en la mili y tener en casa una mujer o una novia era
sumamente amargo: significaba estar permanentemente en una inútil especie de
guardia mental, vigilando una existencia incontrolable. Y significaba también estar
permanentemente ilusionado esperando las escasas visitas y estar permanentemente
temblando por si el comandante se niega a dar ese día el permiso establecido y la
mujer viene inútilmente hasta la puerta del cuartel. Entre los negros se decía (con
humor negro) que los oficiales esperaban entonces a las insatisfechas mujeres de los
soldados, se acercaban a ellas y recogían después los frutos del deseo que les debían
haber correspondido a los soldados que se habían quedado encerrados en el cuartel.
Y a pesar de todo: para los que tenían en casa una mujer, había un hilo que
atravesaba la pausa, quizás fino, quizás angustiosamente fino y frágil, pero seguía
siendo un hilo. Yo no tenía un hilo de ésos; había cortado toda relación con Marketa y
si me llegaban algunas cartas, eran de mamá… ¿Y qué? ¿Eso no es un hilo?
No, no es un hilo; el hogar, si se trata del hogar materno, no es un hilo; es sólo el
pasado: las cartas que te escriben tus padres son un mensaje que proviene de una
tierra firme de la cual te vas alejando; y lo que es más, esa carta no hace más que
poner en evidencia tu descarriamiento, al recordarte el puerto del que partiste en

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condiciones tan honestamente, tan sacrificadamente creadas; sí, dice la carta, el
puerto sigue estando aquí, permanece aún, seguro y hermoso, tal como era antes
¡pero el camino, el camino se ha perdido!
Me iba haciendo por lo tanto a la idea de que mi vida había perdido su
continuidad, de que se me había caído de las manos y de que no iba a tener más
remedio que empezar por fin a estar internamente allí donde verdadera e
irremisiblemente estaba. Y así mi vista se acomodaba gradualmente a aquella
penumbra de la cosificación y yo empezaba a percibir a la gente que me rodeaba; más
tarde que los demás, pero por suerte no tan tarde como para serles ya del todo
extraño.
El primero que surgió de aquella penumbra (igual que surge ahora el primero de
la penumbra de mi memoria) fue Honza; era de la ciudad de Brno (hablaba en una
jerga barriobajera casi incomprensible) y lo habían mandado con los negros por darle
una paliza a un policía. Al parecer le pegó porque había sido compañero suyo del
colegio y discutieron, pero al tribunal no hubo manera de explicárselo, Honza se pasó
medio año en la cárcel y de allí vino directamente a nuestra unidad. Era oficial
mecánico y estaba claro que le daba lo mismo volver a hacer alguna vez de mecánico
o de cualquier otra cosa; no sentía apego por nada y manifestaba una indiferencia por
su futuro que era la fuente de su descarada y despreocupada libertad interior.
El único que podía compararse con Honza por aquella preciosa sensación de
libertad era Bedrich, el más extravagante de los veinte que dormían en nuestra
habitación; llegó dos meses después del reemplazo normal de setiembre, porque
primero fue a parar a un regimiento de infantería, en el cual se negó obstinadamente a
llevar un arma, porque eso iba en contra de sus severos y personales principios
religiosos; no sabían qué hacer con él, especialmente desde que interceptaron sus
cartas dirigidas a Truman y Stalin, en las que llamaba patéticamente a los dos jefes de
estado a disolver todos los ejércitos en nombre de la fraternidad socialista; estaban
tan confundidos que al principio hasta le permitieron hacer la instrucción, de modo
que era el único soldado que no llevaba arma y cumplía perfectamente órdenes como
«presenten armas» o «sobre el hombro», pero con las manos vacías. Participó
también en las primeras lecciones políticas e intervenía con gran entusiasmo en la
discusión, despotricando contra los imperialistas que quieren desatar la guerra. Pero
cuando fabricó y colgó por su cuenta en el cuartel una pancarta en la que llamaba a
dejar todas las armas, el fiscal militar lo acusó de rebelión. Pero el tribunal se quedó
tan sorprendido con sus discursos pacifistas que lo hizo examinar por los siquiatras y
tras algunas vacilaciones lo mandó a nuestra unidad. Bedrich estaba contento; eso era
lo que llamaba la atención en él: era el único que se había ganado los galones negros
a pulso y estaba contento de tenerlos. Por eso se sentía libre allí, a pesar de que su
sensación de libertad no se manifestaba en forma de descaro, como en el caso de
Honza, sino, por el contrario, en su tranquila obediencia y su feliz laboriosidad.
Todos los demás sufrían en mucha mayor medida temores y angustias: el húngaro

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Varga que tenía treinta años y era del sur de Eslovaquia y que desconociendo los
prejuicios nacionales, había luchado durante la guerra en varios ejércitos y había
estado prisionero varias veces a ambos lados del frente; el pelirrojo Petran, cuyo
hermano había pasado ilegalmente la frontera matando a un guardia; Stana, un chulo
atolondrado de veinte años, de los suburbios de Praga, sobre el cual el ayuntamiento
de su barrio había enviado un informe terrorífico porque al parecer se había
emborrachado en la manifestación del primero de mayo y después se había puesto a
mear a propósito junto a la acera, delante de los ciudadanos entusiasmados; Pavel
Pekny, un estudiante de derecho que durante la revolución de febrero había ido con
un grupo de compañeros suyos a una manifestación contra los comunistas
(comprendió inmediatamente que yo había pertenecido al mismo bando que después
de febrero lo expulsó de la facultad y era el único que demostraba su maliciosa
satisfacción porque yo hubiese ido a parar al mismo sitio que él).
Podría acordarme de otros muchos soldados con los que compartí entonces mi
destino, pero prefiero limitarme a lo esencial: al que más quería era a Honza. Me
acuerdo de una de nuestras primeras conversaciones; fue durante un breve descanso
en el túnel cuando nos encontramos (masticando el bocadillo) los dos juntos y Honza
me dio una palmada en la rodilla: «¿Qué pasa contigo, sordomudo, a qué te
dedicas?». Efectivamente era entonces sordomudo (ocupado en mis eternas
autodefensas interiores) y con gran dificultad intenté explicarle (con palabras cuya
artificialidad y rebuscamiento sentí desagradablemente de inmediato) cómo había ido
a parar allí y por qué aquél no era el sitio apropiado para mí. Me dijo: «Mira qué listo
¿y para nosotros sí?». Traté de explicarle de nuevo mi opinión (buscando palabras
más normales) y Honza, tragando el último bocado, dijo lentamente: «Si fueras igual
de alto como eres de tonto, el sol te quemaría el cerebro». En aquella frase vi las
alegres muecas del espíritu plebeyo de los suburbios y de repente me dio vergüenza
seguir reclamando como un niño mimado los privilegios perdidos, cuando había
edificado mis convicciones precisamente en el rechazo a los privilegios y a los niños
mimados.
Con el paso del tiempo me hice muy amigo de Honza (Honza me admiraba por
mi habilidad para resolver con rapidez y de memoria todas las complicaciones
numéricas relacionadas con el pago de nuestro salario, que impidió más de una vez
que nos pagaran de menos); en una oportunidad se rió de mí porque pasaba los
permisos como un idiota en el cuartel y me hizo salir con todo el grupo. Recuerdo
perfectamente aquella salida; era un grupo bastante grande, unos ocho, iban Varga,
Stana y también Cenek, un estudiante de la escuela de arte que estaba en la segunda
compañía (había ido a parar a los negros porque en la escuela se empecinaba en
pintar cuadros cubistas y ahora, en cambio, para conseguir alguna pequeña ventaja,
pintaba en todas las habitaciones del cuartel grandes dibujos al carboncillo de los
luchadores husitas con su rústico armamento medieval). No disponíamos de
demasiados sitios adonde ir: teníamos prohibido ir al centro de Ostrava y podíamos ir

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sólo a algunos barrios y en ellos sólo a algunos bares. Llegamos al suburbio más
próximo y tuvimos suerte, porque en la antigua sala del club deportivo, que no estaba
sujeta a ninguna prohibición, había un baile. Pagamos en la puerta una entrada
módica y nos metimos dentro. En la gran sala había muchas mesas y muchas sillas,
gente había menos: como más unas diez chicas; hombres unos treinta, la mitad de
ellos soldados del cercano cuartel de artillería; en cuanto nos vieron nos convertimos
en el centro de su atención y podíamos sentir en la piel cómo nos observaban y
contaban cuántos éramos. Nos sentamos en una mesa larga que estaba vacía, pedimos
una botella de vodka pero una camarera fea nos comunicó sin más comentarios que
estaba prohibido servir bebidas alcohólicas, de modo que Honza pidió ocho
limonadas; luego cogió un billete de cada uno de nosotros y al cabo de un rato volvió
con tres botellas de ron que fuimos añadiendo a la limonada por debajo de la mesa.
Lo hicimos con el mayor sigilo porque veíamos que los artilleros nos vigilaban
atentamente y sabíamos que no tendrían demasiados problemas de conciencia para
denunciar nuestro ilegal consumo de alcohol. Y es que las unidades armadas sentían
hacia nosotros una profunda enemistad: por una parte nos veían como a elementos
sospechosos, asesinos, delincuentes y enemigos, listos para matar traicioneramente
(tal como lo presentaba la literatura de espionaje de aquella época) a sus pacíficas
familias y, por otra parte (y eso era quizás lo más importante), nos tenían envidia
porque disponíamos de dinero y podíamos permitirnos gastar en cualquier sitio cinco
veces más que ellos.
Eso era lo más curioso de nuestra situación: no conocíamos otra cosa que el
cansancio y el trabajo más penoso, cada dos semanas nos rapaban al cero para que el
pelo no nos infundiera un exceso de confianza en nosotros mismos, éramos unos
parias que ya no esperábamos nada bueno de la vida, pero teníamos dinero. No era
demasiado, pero para un soldado y sus dos permisos al mes representaba un
patrimonio tal, que se podía comportar durante aquellas pocas horas de libertad (en
los escasos sitios permitidos) como si fuera rico, compensando así la impotencia
crónica de los demás días, siempre tan largos.
Así que mientras en el escenario la orquesta desentonaba alternativamente la
polca y el vals y en la pista daban vueltas unas cuantas parejas, observábamos
pacíficamente a las chicas y bebíamos nuestra limonada, cuyo sabor a alcohol nos
situaba ya por encima de todos los demás que estaban sentados en la sala; estábamos
de muy buen humor; yo sentía cómo se me subía a la cabeza una sensación de alegre
camaradería, una sensación de compañerismo que no había sentido desde la última
vez que tocamos con Jaroslav en el conjunto folklórico. Mientras tanto, Honza
inventó un plan para quitarles a los artilleros el mayor número posible de chicas. El
plan era excelente por su sencillez y lo pusimos en práctica de inmediato. Quien puso
manos a la obra con mayor energía fue Cenek y como era un fanfarrón y un
comediante, cumplió su tarea, para nuestra satisfacción, de la forma más llamativa
posible: sacó a bailar a una morena muy maquillada y la trajo luego a nuestra mesa;

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hizo que le sirvieran una limonada con ron a él y otra a ella y le dijo
significativamente: «¡Quedamos en eso!»; la morena asintió y brindó con él. En ese
momento se acercó un jovencito con el uniforme de artillería y la tirilla de cabo
primero en los galones, se detuvo junto a la morena y le dijo a Cenek con la voz más
bronca que pudo poner: «¿Me permites?». «Por supuesto, amigo», dijo Cenek.
Mientras la morena brincaba al ritmo idiota de la polca con el apasionado cabo
primero, Honza ya estaba llamando a un taxi; a los diez minutos ya estaba el taxi allí
y Cenek se levantó y fue hacia la puerta de la sala; la morena terminó el baile, le dijo
al cabo primero que iba al servicio y al rato ya se oía el sonido del coche.
El siguiente éxito después de Cenek lo cosechó el viejo Ambroz de la segunda
compañía, que encontró una chica mayor de horrible aspecto (lo cual no era ningún
inconveniente para que cuatro artilleros la persiguiesen desesperadamente); a los diez
minutos llegaba el taxi y Ambroz partía con la furcia y con Varga (que afirmaba que
no habría ninguna chica dispuesta a acompañarlo) hacia un bar en el otro extremo de
Ostrava, en donde había quedado con Cenek. Más tarde otros dos de los nuestros
consiguieron raptar a otra chica y nos quedamos solos los tres últimos: Stana, Honza
y yo. Los artilleros nos miraban con ojos cada vez más siniestros, porque empezaban
a sospechar la relación que había entre nuestra disminución numérica y la
desaparición de tres mujeres de su coto de caza. Hacíamos lo posible por poner cara
de inocentes pero sentíamos que la bronca estaba al caer. «Ahora ya sólo nos queda
llamar al último taxi para una retirada honrosa», dije mientras miraba con cara de
lástima a una rubia con la que había conseguido bailar una vez al principio, pero sin
tener el coraje de decirle que se fuera conmigo de allí; tenía la esperanza de hacerlo
durante el siguiente baile, pero desde entonces los artilleros la vigilaban de tal manera
que ya no pude acercarme a ella. «No hay otra salida», dijo Honza y se levantó para
llamar por teléfono. Pero cuando estaba cruzando la sala, los artilleros se levantaron
de sus mesas y lo rodearon. La pelea ya estaba a punto y a mí y a Stana no nos
quedaba otra posibilidad que levantarnos de la mesa e irnos acercando a nuestro
compañero en peligro. Los artilleros rodeaban a Honza en silencio, pero de repente
apareció un sargento medio borracho (debía tener también una botella bajo la mesa) e
interrumpió el amenazador silencio: empezó a echar un sermón, que si su padre había
estado en el paro durante la república burguesa, que si no podía soportar que estos
burgueses de los galones negros hicieran lo que les daba la gana, que si eso no lo
podía soportar y sus amigos tenían que sujetarlo para que no le partiera la cara a éste
(se refería a Honza). Honza permanecía en silencio y en cuanto se produjo una
pequeña pausa en el discurso del sargento preguntó muy educadamente qué era lo que
deseaban los camaradas artilleros. Que os larguéis en seguida de aquí, dijeron los
artilleros y Honza dijo que eso era exactamente lo que queríamos nosotros, pero que
le permitieran llamar un taxi. En ese momento dio la impresión de que al sargento le
daba un ataque, esto es para cagarse, gritaba, esto es para cagarse, nos matamos
trabajando, no podemos ni salir, no paramos de hacer instrucción, no tenemos pasta y

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estos capitalistas, estos subversivos, estos cabrones, viajando en taxi, eso sí que no,
aunque los tenga que estrangular con mis propias manos ¡en taxi no salen de aquí!
Todos estaban atentos a la discusión; a los uniformados se añadieron los civiles y
el personal del club deportivo que tenía miedo de que se produjera un incidente
grave. Y en ese momento vi a mi rubia; se había quedado junto a la mesa (sin hacer
caso de la pelea), se levantó y se dirigió al servicio; disimuladamente me separé del
grupo y en la antesala, junto a la puerta, donde estaba el guardarropas y el servicio
(no había nadie más que la señora del guardarropas), la llamé; ya no había otra
posibilidad, con vergüenza o sin ella, tenía que hacer algo; metí la mano en el
bolsillo, saqué unos cuantos billetes de cien arrugados y le dije: «¿No quiere venir
con nosotros? ¡Se va a divertir más que aquí en el baile!». Miró los billetes y encogió
los hombros. Le dije que la esperaría fuera y asintió, entró en el servicio y al rato
salió ya con el abrigo puesto; me sonrió y me dijo que en seguida se notaba que yo no
era como los demás. El halago me agradó, la cogí del brazo y la llevé hasta el otro
lado de la calle, hasta la esquina, donde nos quedamos esperando que Honza y Stana
aparecieran por la puerta de salida, alumbrada por un único farol. La rubia me
preguntó si estudiaba y cuando le dije que sí me contó que el día anterior le habían
robado en el vestuario de la fábrica un dinero que no era suyo sino de la empresa y
que estaba desesperada porque por culpa de eso la podían acusar de desfalco: me
preguntó si le podría prestar algún dinero; metí la mano en el bolsillo y le di dos
arrugados billetes de cien coronas.
No tuvimos que esperar demasiado para ver salir a mis compañeros con los gorros
y los abrigos. Les silbé, pero en ese momento salieron corriendo tras ellos otros tres
soldados sin gorros ni abrigos. Oí el tono amenazador de las preguntas, cuyas
palabras no distinguía, pero cuyo sentido intuía: buscaban a mi rubia. Uno de ellos se
lanzó contra Honza y empezó la pelea. Corrí hacia ellos. Stana se enfrentaba a un
artillero, pero a Honza le tocaban dos, ya estaban a punto de tirarlo al suelo, pero por
suerte llegué a tiempo y empecé a darle puñetazos a uno de ellos. Los artilleros
contaban con su superioridad numérica y a partir del momento en que se equilibraron
las fuerzas, perdieron el empuje inicial; cuando uno de ellos cayó al suelo al recibir
un puñetazo de Stana, aprovechamos la confusión y abandonamos rápidamente el
campo de batalla.
La rubia nos esperaba a la vuelta de la esquina. Cuando mis compañeros la vieron
se pusieron como locos de alegría y empezaron a decir que yo era un genio, tratando
de abrazarme y yo, después de mucho tiempo, me sentí por primera vez sincera y
alegremente feliz. Honza sacó del abrigo una botella entera de ron (no entiendo cómo
logró salvarla durante la pelea) y la levantó en señal de triunfo. Nos sentíamos
estupendamente pero no teníamos adonde ir: de un sitio nos habían echado, a los
otros no podíamos entrar, nuestros furiosos rivales nos habían impedido coger un taxi
y en la propia calle nuestra existencia corría peligro de verse amenazada por alguna
operación de castigo que pudieran organizar. Nos alejamos con la mayor rapidez por

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una calle ya estrecha, bordeando edificios durante un rato, hasta que al final ya no
hubo más que un muro de un lado y del otro un cercado; junto a la cerca se veía un
carro de madera y al lado de éste una especie de máquina agrícola con un asiento de
metal. «Un trono», dije y Honza sentó a la rubia en el asiento, que estaría a un metro
del suelo. Nos íbamos pasando la botella de mano en mano, bebíamos los cuatro, al
cabo de un rato la rubia no paraba ya de hablar y le dijo a Honza: «¿A que no me
prestas cien coronas?». Honza sacó un billete de cien y la chica al poco tiempo ya
tenía el abrigo levantado y la falda arremangada y después de un instante ella misma
se quitó las bragas. Me cogió de la mano para que me acercara, pero yo tenía miedo,
me zafé y le acerqué a Stana, que no manifestó la menor indecisión y se metió sin
dudarlo ni un momento entre sus piernas. Apenas estuvieron juntos unos veinte
segundos; yo pretendía darle prioridad a Honza (por una parte quería comportarme
como un buen anfitrión y por otra parte seguía con miedo) pero esta vez la rubia
estuvo más decidida, me atrajo hacia sí y cuando, tras unas caricias estimulantes,
estuve en condiciones de unirme a ella, me susurró tiernamente al oído: «Tú eres el
que me gusta, bobo», y después empezó a suspirar, así que de repente tuve la
sensación de que era una tierna muchacha que me amaba y a la que yo amaba, y ella
suspiraba y suspiraba y yo no paraba, hasta que de repente oí la voz de Honza que
decía no sé qué grosería, y entonces me di cuenta de que no era la muchacha a la que
yo amaba y me separé de ella rápidamente, sin terminar, y la rubia casi se asustó y
dijo: «¿qué haces?», pero ya estaba Honza con ella y los ruidosos suspiros
continuaron.
Volvimos al cuartel cerca de las dos de la mañana. A las cuatro y media ya
teníamos que levantarnos para ir a hacer el turno voluntario de los domingos, por el
cual le pagaban a nuestro comandante sus incentivos y a cambio del cual obteníamos
nosotros nuestros permisos cada dos sábados. Estábamos muertos de sueño, repletos
de alcohol, pero pese a que nos movíamos en la penumbra del pozo como
sonámbulos, recordaba con agrado la noche pasada.
Dos semanas más tarde ya fue peor; Honza se había quedado sin permiso por
culpa de algún incidente y yo salí con dos muchachos de otra compañía a los que
conocía muy superficialmente.
Fuimos casi a tiro hecho a buscar a una mujer a la que por su altura desmesurada
le llamaban La Farola. Era feísima pero no había nada que hacer, porque el círculo de
mujeres a las que podíamos tener acceso era muy limitado, en particular por el escaso
tiempo de que disponíamos. La necesidad de aprovechar a cualquier precio los
permisos (tan cortos y tan poco frecuentes) llevaba a los soldados a dar prioridad a lo
seguro antes que a lo soportable. Al cabo de un tiempo se fue montando, mediante el
intercambio de informaciones, una red (por cierto escasa) de mujeres más o menos
seguras (y por supuesto difícilmente soportables) que pasó a formar parte del
patrimonio común.
La Farola pertenecía a esa red general; eso no me importaba en lo más mínimo;

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las bromas de los dos muchachos sobre su altura anormal y el chiste, repetido cerca
de cincuenta veces, de que teníamos que buscar un ladrillo para subirnos cuando
llegase el momento, me resultaban peculiarmente agradables y hacían crecer mis
furiosos deseos de poseer a una mujer; a cualquier mujer; cuanto menos
individualizada y espiritual, mejor; mejor que fuera cualquier mujer.
Pero aunque había bebido bastante, mis furiosos deseos de poseer a una mujer se
esfumaron cuando vi a la moza llamada La Farola. Todo me parecía desagradable e
inútil, y como no estaban allí ni Honza ni Stana, nadie a quien yo quisiera, al día
siguiente tenía una resaca espantosa que afectó retrospectivamente, con su
escepticismo, a la aventura de catorce días antes.
¿Se había despertado en mí algún principio moral? Tonterías; era simplemente
falta de ganas. ¿Pero por qué falta de ganas si un par de horas antes tenía unas ganas
furiosas de poseer a una mujer y la airada furia de ese deseo se basaba precisamente
en que me daba programáticamente lo mismo quién fuera esa mujer? ¿Era quizás más
delicado que los demás y me repugnaban las prostitutas? Tonterías: me había dado
lástima.
Lástima por la conciencia clara de que esta situación no era algo excepcional que
hubiera elegido por exceso, por capricho, por el inquieto deseo de conocerlo y
probarlo todo (lo sublime y lo soez), sino que se había convertido en la situación
habitual de mi vida actual. Que era ella la que marcaba con precisión el círculo de
mis posibilidades, que era ella la que dibujaba con precisión el horizonte de la vida
afectiva que desde ahora me pertenecía. Que esta situación no era una manifestación
de mi libertad (como podía haberla interpretado si me hubiera ocurrido un año antes)
sino una manifestación de mi determinación, de mi limitación, de mi condena. Y
sentí miedo. Miedo de este lamentable horizonte, miedo de este sino. Sentí que mi
alma se encerraba en sí misma, que empezaba a retroceder ante todo esto y al mismo
tiempo me espantaba que no tuviera a donde retroceder para escapar del cerco.

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Esta tristeza producida por el lamentable horizonte afectivo la conocíamos (o al
menos la sentíamos inconscientemente) casi todos nosotros. Bedrich (el autor de los
manifiestos pacifistas) se defendía sumergiéndose con la meditación en las
profundidades de su interior, donde evidentemente habitaba su Dios místico; en la
esfera erótica a esta religiosidad interna le correspondía la masturbación, que
efectuaba con ritual regularidad.
Los demás se defendían de un modo mucho más ilusorio: a las cínicas
excursiones en busca de furcias las completaban con el romanticismo más
sentimental; casi todos tenían en casa algún amor al que aquí, concentrándose en la
evocación, le sacaban los más brillantes destellos; casi todos creían en la perdurable
Fidelidad y en la fiel Espera; casi todos se convencían de que la muchacha que habían
ligado borracha en un bar guardaba hacia ellos sentimientos sagrados. A Stana lo
visitó dos veces una chica de Praga con la que había tenido algo que ver antes de la
mili (y a la que con seguridad entonces no tomaba muy en serio) y Stana estaba de
repente tan impresionado que (como correspondía a su habitual precipitación) decidió
casarse de inmediato.
Nos dijo que lo hacía sólo para que le diesen dos días de permiso por la boda,
pero yo sabía que era sólo una disculpa pretendidamente cínica. A principios de
marzo el comandante le dio, en efecto, dos días de permiso y Stana se fue un sábado a
casarse a Praga. Lo recuerdo perfectamente porque el día de la boda de Stana fue para
mí también un día muy importante.
Me habían dado permiso y, como el último día libre lo había desperdiciado
tristemente con La Farola, evité la compañía de los amigos y me fui solo. Me senté en
un viejo tranvía de vía estrecha que conectaba los barrios alejados de Ostrava y dejé
que me llevara. A la buena de Dios me bajé después del tranvía y me volví a subir a
otro de otra línea; toda aquella periferia interminable de la ciudad de Ostrava, en la
que se mezclan en una extrañísima combinación la fábrica y la naturaleza, el campo
con el basural, los bosquecillos con las escombreras, los edificios de pisos con las
casas de campo, me atraía y me excitaba de un modo particular; volví a bajarme del
tranvía y fui dando un largo paseo: percibía casi con pasión aquel panorama extraño e
intentaba desentrañar su espíritu; trataba de encontrar palabras para denominar
aquello que le da a este paisaje compuesto de tan diversos elementos una unidad y un
orden; pasé junto a una casa idílica, cubierta de hiedra y se me ocurrió que su
presencia allí era apropiada precisamente por eso, porque no tenía nada que ver con
los descascarillados edificios de pisos que estaban cerca de ella, ni con las siluetas de
las torres de extracción de carbón, las chimeneas y los hornos, que formaban su
paisaje; atravesé un grupo de casitas baratas que formaban una especie de poblado
dentro del poblado y vi a escasa distancia de ellas una villa, que aunque sucia y gris
estaba rodeada por un jardín y una verja de hierro; en una esquina del jardín crecía un

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gran sauce llorón que era una especie de ser extraviado en este paisaje y sin embargo,
me dije, quizás precisamente por eso era apropiada su presencia allí. Estaba excitado
por todos estos pequeños descubrimientos de impropiedad, no sólo porque en ellos
veía el denominador común de este paisaje, sino sobre todo porque veía en ellos una
imagen de mi propio sino, de mi propio destierro en esta ciudad; y por supuesto: el
proyectar mi situación personal en la objetividad de toda la ciudad me brindaba una
especie de resignación; comprendí que yo era allí inapropiado igual que eran
inapropiados el sauce llorón y la casa con la hiedra, igual que eran inapropiadas
aquellas calles cortas que conducían al vacío y a ninguna parte, calles hechas de casas
que parecía como si hubieran venido cada una de un sitio distinto, era inapropiado allí
igual que eran inapropiados en un paisaje que una vez fue acogedoramente rural los
monstruosos barrios de achatados barracones provisionales y me daba cuenta de que,
precisamente porque era inapropiado, debía estar allí, en aquella horrible ciudad de la
impropiedad, en una ciudad que ha enlazado, en un desaprensivo abrazo, todo lo que
se es ajeno.
Después me encontré en la larga calle de Petrkovic, que fue en su día una aldea y
forma hoy uno de los barrios periféricos más próximos a Ostrava. Me detuve junto a
un edificio bastante grande de dos plantas, que tenía en la esquina, colgado en
posición vertical, un cartel: CINE. Se me ocurrió hacerme una pregunta totalmente
irrelevante, que sólo se le puede ocurrir a alguien que pasea sin rumbo fijo: ¿cómo es
posible que junto a la palabra cine no ponga también el nombre del cine? Me puse a
buscarlo, pero en el edificio (que por lo demás no recordaba para nada a una sala de
cine) no había ningún otro cartel. Entre el edificio y la casa de al lado había un
espacio de unos dos metros de ancho que formaba una callejuela estrecha; tomé por
allí y llegué hasta un patio interior; sólo desde allí se podía apreciar que la parte
trasera del edificio era de una sola planta; en aquella pared posterior había unas
carteleras acristaladas con carteles de propaganda y fotografías de las películas; me
acerqué a ellas pero tampoco encontré el nombre del cine; eché una mirada alrededor
y vi en el patio vecino, tras una cerca de alambre, a una niña. Le pregunté cómo se
llamaba el cine; la niña me miró con sorpresa y dijo que no lo sabía. Me resigné a que
el cine no se llamase; a que en aquel destierro ostravense los cines no tuvieran ni para
nombre.
Regresé (sin ninguna intención precisa) junto a la cartelera y en ese momento
advertí que lo que anunciaban el cartel y las dos fotografías era la película soviética
Tribunal de Honor. Era la misma película a cuya heroína se refirió Marketa cuando se
le ocurrió jugar en mi vida el famoso papel de la misericordiosa, la misma película a
cuyos aspectos más severos se referían los camaradas cuando preparaban mi
expulsión del partido; todo aquello bastaba para que no tuviera ganas ni de oír hablar
de la película; pero qué curioso, ni siquiera en Ostrava me pude escapar de su dedo
acusador… Y bueno, si no nos gusta un dedo levantado, basta con darle la espalda.
Eso fue lo que hice y me dirigí hacia la salida del patio, de vuelta a la calle Petrkovic.

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Y entonces vi por primera vez a Lucie.
Venía directamente hacia mí; entraba en el patio del cine; ¿por qué no pasé por su
lado y no seguí mi camino? ¿Se debió a la especial lentitud de mi paseo? ¿Se debió a
la especial luminosidad del patio, ya muy entrada la tarde, el que, a pesar de todo, me
quedase allí dentro y no saliese a la calle? ¿O al aspecto de Lucie? Pero si era un
aspecto totalmente trivial, y aunque más tarde fuera precisamente aquella trivialidad
la que me emocionaba y me atraía, ¿cómo es posible que me haya llamado la
atención y me haya hecho detenerme en cuanto la vi? ¿No me topaba con otras
muchas muchachas triviales en las calles de Ostrava? ¿O se trataba de una trivialidad
tan poco trivial? No lo sé. Lo único seguro es que me quedé parado mirando a la
muchacha: avanzó despacio, sin ninguna prisa, hacia las fotografías del Tribunal de
Honor; luego se separó de ellas muy lentamente y atravesó la puerta abierta hacia una
pequeña sala donde estaba la taquilla. Sí, ya lo intuyo, fue precisamente la particular
lentitud de Lucie lo que me atrajo tanto, una lentitud de la que parecía irradiar la
resignada convicción de que no hay adonde ir tan de prisa y de que es inútil extender
las impacientes manos hacia algo. Sí, quizás fue precisamente esa lentitud llena de
tristeza la que me impulsó a observar desde lejos a la muchacha, a fijarme cómo se
acerca a la taquilla, cómo saca las monedas, cómo coge la entrada, cómo mira hacia
la sala y cómo se da otra vez la vuelta y sale al patio.
No le quité los ojos de encima. Se quedó mirando en dirección a mí, pero con la
vista puesta más allá, más allá del patio, donde, separados por vallas de madera,
continuaban los jardines y las cabañas de las casas del pueblo, hasta arriba, donde el
perfil de una cantera marrón les cerraba el paso. No puedo olvidarme nunca de aquel
patio, me acuerdo de cada uno de sus detalles, me acuerdo de la cerca de alambre que
lo separaba del patio contiguo, donde había una niña pequeña, distraída, en la
escalera que conducía a la casa; me acuerdo de que la escalera estaba bordeada por
una pequeña pared, encima de la cual había dos macetas vacías y una palangana de
color gris; recuerdo el sol, velado por el humo, que caía sobre el horizonte de la
cantera.
Eran las seis menos diez, eso quería decir que faltaban diez minutos para que
empezase la función. Lucie se dio la vuelta y salió lentamente, atravesando el patio,
hacia la calle; fui tras ella; se cerró tras de mí la imagen del destrozado campo de
Ostrava y apareció otra vez la calle de la ciudad; a cincuenta pasos de allí había una
pequeña plazoleta, cuidadosamente arreglada, con varios bancos y un parquecillo,
detrás del cual se entreveía una construcción seudogótica de ladrillo rojo. Seguí a
Lucie: se sentó en un banco; la lentitud no la abandonaba ni por un momento, casi
podría decir que estaba sentada despacio; no miraba a su alrededor, no se distraía,
estaba sentada como se está sentado cuando se espera una operación o algo que nos
llama la atención en tal medida que no miramos en derredor y dirigimos la vista hacia
nosotros mismos; quizás fue precisamente esta circunstancia la que me permitió dar
vueltas a su alrededor y mirarla, sin que se diese cuenta.

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Suele hablarse de amores a primera vista; sé perfectamente que el amor tiende a
hacer una leyenda de sí mismo y a mitificar retrospectivamente sus comienzos; no
pretendo, por eso, decir que se tratase de un amor tan repentino; pero lo que sí hubo
fue una cierta clarividencia: la esencia del ser de Lucie —o para ser más preciso— la
esencia de lo que luego Lucie fue para mí, la comprendí, la sentí, la vi de inmediato y
en seguida; Lucie me trajo a sí misma tal como se le traen a la gente las verdades
reveladas.
La miré, me fijé en su permanente al estilo campesino, que le convertía el pelo en
una masa informe de ricitos, me fijé en su abriguito castaño, pobre y gastado y quizás
también un poco corto; me fijé en su cara, discretamente hermosa, hermosamente
discreta; sentí que en aquella muchacha había serenidad, sencillez y humildad y que
ésos eran los valores que yo necesitaba; me pareció que estábamos muy cerca el uno
del otro; me pareció que bastaría ir hacia ella y hablarle y que en el momento en que
(por fin) me mirase a la cara, tendría que sonreírse como si ante ella estuviese de
repente un hermano suyo al que hacía años que no veía.
Después Lucie levantó la cabeza; miró hacia arriba, hacia la torre del reloj (este
movimiento también lo guardo en el recuerdo; el movimiento de una chica que no
lleva reloj y que automáticamente se sienta frente al reloj de la torre). Se levantó y se
dirigió hacia el cine; yo tenía ganas de ir con ella; no me faltaba coraje, pero de
repente me faltaban las palabras; tenía, eso sí, el pecho lleno de sensaciones, pero ni
una sílaba en la cabeza; fui siguiendo a la chica otra vez hasta la pequeña antesala en
donde estaba la taquilla y desde donde se veía la sala, que estaba vacía. Una sala
vacía tiene algo que repele; Lucie se detuvo y miró en derredor dubitativa; en ese
momento entraron algunas personas en la antesala y se dirigieron a la taquilla; me
adelanté y compré una entrada para ver la odiada película.
Mientras tanto la muchacha entró en la sala; fui tras ella, en la sala semivacía la
numeración de los asientos no tenía ningún sentido y cada uno se sentaba donde le
daba la gana; llegué hasta la misma fila de Lucie y me senté a su lado. Empezó a
sonar la música chillona de un disco gastado, las luces se apagaron y en la pantalla
apareció la publicidad.
Lucie tenía que darse cuenta de que no era casual que un soldado con galones
negros se sentase precisamente a su lado, seguro que durante todo ese tiempo sentía
mi presencia, quizás la sentía aún más, porque yo estaba totalmente concentrado en
ella; no percibía lo que ocurría en la pantalla (qué ridícula venganza: me alegraba de
que la película, a la que con tanta frecuencia habían hecho referencia mis virtuosos
jueces, pasara ahora por la pantalla sin hacerle caso).
La película se acabó, se encendió la luz, los escasos espectadores se levantaron de
sus asientos. Lucie también se levantó. Cogió el abrigo que tenía doblado sobre el
regazo y metió la mano en la manga. Yo me puse en seguida el gorro para que no
viera mi cabeza rapada al cero y le ayudé sin decir palabra con la otra manga. Me
miró brevemente y no dijo nada, quizás movió imperceptiblemente la cabeza, pero yo

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no supe si se trataba de un gesto de agradecimiento o si era un movimiento
completamente involuntario. Después salió de la fila de butacas con pasitos cortos.
Yo también me puse mi abrigo verde (me estaba largo y probablemente me quedaba
muy mal) y fui tras ella. Cuando estábamos aún en la sala del cine, le hablé.
Le pregunté dónde vivía, qué hacía, si iba con frecuencia al cine. Le dije que yo
trabajaba en la mina, que era agotador, que salía muy poco. Dijo que trabajaba en una
fábrica, que vivía en un internado, que tenía que estar a las once en casa, que iba con
frecuencia al cine porque no le gustaban los bailes. Le dije que me gustaría ir con ella
al cine cuando volviera a estar de permiso. Me dijo que prefería ir sola. Le pregunté
si eso se debía a que se sentía triste en la vida. Asintió. Le dije que yo tampoco estaba
contento.
No hay nada que una más rápido a la gente (aunque sólo sea en apariencia e
ilusorio) que una comprensión mutua triste y melancólica; este ambiente de serena
compasión, que adormece todo tipo de temores y prejuicios y es comprensible para
un alma sutil o vulgar, instruida o simple, es el modo más sencillo de acercamiento y
es, sin embargo, muy poco frecuente: el problema es que hace falta dejar de lado el
modo de «llevar el alma» que uno ha cultivado, los gestos que ha cultivado, la
mímica habitual, y ser sencillo; no sé cómo fui capaz de lograrlo (de repente, sin
prepararme), cómo pude lograrlo yo, que andaba siempre vacilante, como un ciego,
en pos de mis rostros artificiales; no lo sé, pero lo percibí como un regalo inesperado
y una liberación repentina.
Nos dijimos, por lo tanto, las cosas más corrientes sobre nosotros mismos;
nuestras respuestas eran breves y concretas. Llegamos hasta el internado y nos
quedamos un rato junto a la puerta; la farola iluminaba a Lucie y yo miraba su abrigo
marrón y la acariciaba, pero no la cara ni el pelo, sino la raída tela de aquel
enternecedor abrigo.
Recuerdo además que la farola se columpiaba, que pasó a nuestro lado un grupo
de chicas jóvenes, que se reían en una voz desagradablemente alta y que abrieron la
puerta del internado, recuerdo mi mirada subiendo por la pared de aquel edificio en el
que vivía Lucie, las paredes grises y desnudas con ventanas sin cornisas; recuerdo
luego la cara de Lucie que (en comparación con las caras de otras chicas a las que
conocí en parecidas situaciones) estaba muy tranquila, sin mímica, y se semejaba a la
cara de una alumna que está junto a la pizarra y responde humildemente (sin
resistencia y sin engaños) diciendo sólo lo que sabe, sin esforzarse por conseguir una
buena nota o algún elogio.
Acordamos que le escribiría una postal a Lucie para comunicarle cuándo iba a
tener otro permiso y cuándo nos veríamos. Nos despedimos (sin besos ni caricias) y
yo me fui. Cuando estaba a unos cuantos pasos de distancia miré hacia atrás y la vi,
de pie junto a la puerta, sin abrir y mirándome; sólo entonces, cuando estuve
separado de ella, salió de su circunspección y su mirada (hasta entonces esquiva) se
fijó en mí prolongadamente. Y después levantó la mano como alguien que nunca ha

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saludado con la mano y no sabe saludar, que lo único que sabe es que para despedirse
se saluda con la mano y por eso se ha decidido torpemente a hacer ese movimiento.
Me detuve y agité también mi mano; nos miramos desde aquella distancia, volví a
andar y volví a detenerme (Lucie seguía moviendo la mano) y así me fui yendo
lentamente, hasta que al final doblé la esquina y dejamos de vernos.

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A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; ya no era
aquel lastimoso vacío por el que daban vueltas (como los desperdicios en una
habitación abandonada) las nostalgias, los reproches y las acusaciones; de repente la
habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella. El reloj que
colgaba allí de la pared, con las manecillas inmóviles durante largos meses, volvió a
funcionar. Eso fue significativo: el tiempo, que hasta entonces había transcurrido
como una corriente indiferente que iba de la nada a la nada (¡yo vivía una pausa!), sin
ninguna articulación, sin ningún ritmo, empezó a adquirir otra vez su rostro
humanizado: comenzó a articularse y a contarse. Empecé a estar pendiente de los
permisos y cada día se convertía en el peldaño de una escalera por la que subía para
llegar a Lucie.
Nunca en la vida le dediqué a ninguna otra mujer tantos pensamientos, tanta
callada concentración, como a ella (por lo demás nunca volví a tener tanto tiempo).
Hacia ninguna mujer volví a sentir tanto agradecimiento.
¿Agradecimiento? ¿Por qué? Ante todo Lucie me arrancó del círculo de aquel
lamentable horizonte afectivo que nos rodeaba a todos. Claro: Stana, que acababa de
casarse también se escapó, a su modo, de aquel círculo; ahora tenía en casa, en Praga,
a su adorada mujer, podía pensar en ella, podía dibujar el distante futuro de su
matrimonio, podía sentirse satisfecho pensando que lo amaban. Pero no había nada
que envidiarle. Con el acto de la boda puso en marcha su propio destino y ya en el
momento en el que se sentó en el tren para volver a Ostrava, perdió toda influencia
sobre él; y así semana tras semana, mes tras mes, iba goteando cada vez más
intranquilidad sobre su satisfacción inicial, cada vez más preocupación impotente por
lo que sucedía en Praga con su propia vida, de la que se encontraba separado y a la
que no podía visitar.
Yo también, al encontrarme con Lucie, puse mi destino en movimiento; pero no
lo perdí de vista; veía a Lucie con poca frecuencia pero casi con regularidad y sabía
que era capaz de esperarme catorce días o más y encontrarme después de la
separación como si nos hubiésemos despedido el día anterior.
Pero Lucie no me liberó sólo de la resaca general producida por la insatisfacción
de las aventuras sentimentales de Ostrava. En aquella época ya sabía que había
perdido mi combate y que no podría cambiar nada en mis galones negros, sabía que
no tenía sentido convertirme en un extraño para la gente con la que iba a tener que
convivir durante dos o más años, que era absurdo seguir reclamando el derecho a
mantener mi trayectoria vital original (cuyo carácter privilegiado ya había empezado
a comprender), pero este cambio de actitud era sólo producto de la razón, de la
voluntad, y no era capaz de librarme del llanto interior por el «destino perdido».
Lucie me calmó milagrosamente este llanto interior. Me bastaba con sentirla a mi
lado, con todo el cálido círculo de su vida en la que no jugaban ningún papel el

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cosmopolitismo y el internacionalismo, la vigilancia revolucionaria, las disensiones
sobre la definición de la dictadura del proletariado, la política con su estrategia, su
táctica y su política de cuadros.
Con relación a estas preocupaciones (tan condicionadas temporalmente que su
terminología se hará pronto incomprensible), había naufragado, y eran precisamente
las que más me importaban. Podía presentar, ante las más diversas comisiones,
decenas de motivos por los cuales me hice comunista, pero lo que más me subyugaba
y hasta me extasiaba, era sentirme (ya fuera de verdad o en apariencia) cerca del
volante de la historia. Decidíamos entonces, en efecto, acerca del destino de las cosas
y las gentes; y en particular en las universidades: en los cuerpos docentes había
entonces pocos comunistas y por eso en los primeros años los estudiantes comunistas
dirigían las universidades casi en exclusiva, decidían la composición de los cuerpos
de profesores, la reforma de la enseñanza y el contenido de las asignaturas. La
embriaguez que sentíamos se suele llamar embriaguez del poder, pero (con un poco
de buena voluntad) podría elegir calificativos menos severos: habíamos sido
hechizados por la historia; nos sentíamos embriagados porque habíamos saltado sobre
el lomo de la historia y la sentíamos debajo de nosotros; evidente, después aquello
dio como resultado en la mayor parte de los casos una fea sed de poder, pero (con la
ambigüedad que caracteriza a todas las cosas humanas) había en ello (y quizás en
particular entre nosotros los jovencitos), al mismo tiempo, una ilusión bastante
idealista de que éramos precisamente nosotros los que inaugurábamos una época de
la historia de la humanidad en la que el hombre (cada uno de los hombres) ya no iba a
estar al margen de la historia ni bajo el yugo de la historia, sino que sería él quien la
dirigiese y la creara.
Estaba convencido de que al margen de aquel volante histórico (que yo tocaba
embriagado) no había vida, sino tan sólo subsistencia, aburrimiento, destierro,
Siberia. Y ahora, de repente (tras medio año de Siberia), veía una posibilidad vital
totalmente nueva e inesperada: se abría delante de mí el olvidado prado de lo
cotidiano, oculto bajo las alas de la historia voladora, y en aquel prado había una
mujer pobre, mísera y sin embargo digna de amor, Lucie.
¿Qué sabía Lucie de las grandes alas de la historia? Es difícil que hubiera oído
alguna vez su sonido; no sabía nada de la historia; vivía debajo de ella; no la deseaba,
le era extraña, no sabía nada de las grandes preocupaciones temporales, vivía con la
preocupación de lo pequeño y lo eterno. Y yo me encontré de repente liberado; me
pareció que había venido a buscarme para llevarme a su paraíso gris; y el paso que
un rato antes me había parecido terrible, el paso con el cual debía «salir de la
historia», era para mí de pronto un paso de alivio y felicidad. Lucie me llevaba
tímidamente del brazo y yo me dejaba llevar…
Lucie era mi gris introductora. ¿Pero quién era Lucie de acuerdo con otros datos
más concretos?
Tenía diecinueve años, pero en realidad probablemente muchos más, tal como

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suelen tener muchos más años las mujeres que han tenido una vida difícil y que han
sido arrojadas de cabeza de la infancia a la madurez. Me dijo que era de Cheb, que
había terminado la escuela primaria y que luego había estado de aprendiza. De su
hogar no le gustaba hablar y si lo hacía era únicamente porque yo la obligaba. En su
casa no estaba a gusto: «No me querían», solía decir y ponía algunos ejemplos: su
madre se había casado por segunda vez; el padrastro al parecer bebía y era malo con
ella; una vez sospecharon que les había sisado algún dinero; también le pegaban.
Cuando el conflicto llegó a ciertas dimensiones, Lucie aprovechó una oportunidad y
se fue a Ostrava. Aquí vive desde hace un año; tiene amigas; pero prefiere salir sola,
las amigas salen a bailar y se llevan chicos al internado y eso a ella no le gusta; es
seria, prefiere ir al cine.
Sí, se definía como «seria» y relacionaba esta característica con la asistencia al
cine; lo que más le gustaba eran las películas sobre la guerra, que en aquella época se
ponían con frecuencia; quizás se debía a que la tensión propia de este tipo de
películas despierta mayor interés; pero parece más probable que fuera porque en ellas
se acumulaba una gran cantidad de sufrimiento que a Lucie le producía sensaciones
de lástima y pena, con respecto a las cuales opinaba que la exaltaban y reafirmaban
en ella esa «seriedad» que tanto apreciaba.
Claro que no sería correcto pensar que lo único que me atraía de Lucie era lo
exótico de su sencillez; la sencillez de Lucie, su exigua instrucción, no le impedían
comprenderme. Aquella comprensión no se basaba en experiencias o conocimientos,
en la capacidad de discutir el asunto y aconsejar, sino en la intuitiva sensibilidad con
la que me escuchaba.
Me acuerdo de un día de verano: me dieron el permiso antes de que Lucie
terminara de trabajar; me llevé por ese motivo un libro; me senté encima de un
pequeño muro y me puse a leer; tenía pocas posibilidades de lectura, no disponía de
tiempo suficiente ni de contactos con mis conocidos de Praga; pero me había llevado
en mi maletín de recluta tres libros de poesía que leía constantemente y que me
consolaban: eran poemas de Frantisek Halas.
Aquellos libros desempeñaron en mi vida un papel especial, especial aunque sólo
fuera porque no suelo leer poesía y éstos fueron los únicos libros de versos a los que
me aficioné. Me hice con ellos cuando ya me habían expulsado del partido;
precisamente en aquellos años el nombre de Halas se hizo famoso de nuevo porque el
principal ideólogo de la época acusó al poeta, que había muerto poco antes, de
morboso, falto de fe, existencialista y de todo lo que sonaba entonces a anatema
político. El libro en que resumió sus opiniones sobre la poesía checa y sobre Halas se
editó en una tirada enorme y toda la juventud checa tuvo que leerlo obligatoriamente
en los colegios.
En los momentos de desgracia, el hombre busca consuelo en la unión de su
tristeza con la tristeza de otros; a pesar de que hay en ello algo ridículo, lo reconozco:
busqué los versos de Halas porque quería conocer a alguien que también hubiera sido

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excomulgado; quería saber si mi propia mentalidad se asemejaba de verdad a la
mentalidad del excomulgado; y quería comprobar si la tristeza, sobre la cual el
poderoso ideólogo afirmaba que es enfermiza y perjudicial, podía darme, con su
consonancia, alguna alegría (porque, en mi situación, difícilmente podía buscar la
alegría en la alegría). Por eso antes de salir para Ostrava le pedí prestados los tres
libros a un antiguo compañero de colegio, aficionado a la literatura, y al final lo
convencí de que no pretendiera que se los devolviese.
Cuando Lucie me encontró en el sitio acordado con el libro en la mano, me
preguntó qué estaba leyendo. Le enseñé el libro abierto. Dijo con sorpresa: «Son
versitos». «¿Te extraña que lea versitos?» Encogió los hombros y dijo: «No, ¿por
qué?», pero creo que le resultó extraño, porque lo más probable es que identificase
los versitos con las lecturas infantiles. Anduvimos dando vueltas en medio del
extraño verano de Ostrava, lleno de hollín, un verano negro en el que por el cielo, en
lugar de las blancas nubes, navegaban los carros de carbón colgados de largos cables.
Me di cuenta de que a Lucie la seguía atrayendo el libro que yo llevaba en la mano. Y
cuando nos sentamos en el bosquecillo ralo que está debajo de Petrvald, abrí el libro
y le pregunté: «¿Te interesa?». Asintió con la cabeza.
A nadie antes ni a nadie después le he leído versos; tengo dentro de mí un sistema
de seguridad contra la vergüenza que funciona muy bien y me impide abrirme
demasiado ante la gente, manifestar mis sentimientos delante de los demás; y leer
versos no sólo me da la impresión de estar hablando de mis sentimientos, sino que
además es como si al mismo tiempo estuviese haciendo equilibrios sobre una sola
pierna; esa falta de naturalidad implícita en el mismo principio del ritmo y la rima,
me llenaría de confusión si me entregase a ella sin estar solo.
Pero Lucie tenía un poder mágico (después ya no lo tuvo nadie) para manejar ese
sistema y librarme del peso de la vergüenza. Delante de ella me lo podía permitir
todo: hasta la sinceridad, el sentimiento y el patetismo. De modo que empecé a leer:

Una espiga delgada es el cuerpo tuyo


de la que el grano cayó y no brotará
como una espiga delgada es el cuerpo tuyo

Una madeja de seda es el cuerpo tuyo


por el ansia dibujado hasta la arruga última
como una madeja de seda es el cuerpo tuyo

Un cielo quemado es el cuerpo tuyo


alerta en el tejido la muerte sueña
como un cielo quemado es el cuerpo tuyo

Más que callado es el cuerpo tuyo

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su llanto hace a mis párpados temblar
qué callado es el cuerpo tuyo

Tenía a Lucie cogida del hombro (cubierto por el ligero tejido del vestido
floreado), lo sentía en los dedos y me dejaba sugestionar por la idea de que los versos
que estaba leyendo (esa prolongada letanía) se referían precisamente a la tristeza del
cuerpo de Lucie, un callado y resignado cuerpo condenado a muerte. Y le leí otros
versos y también aquel que hasta hoy me vuelve a traer su imagen y que termina con
esta estrofa:

Palabras que llegáis tarde no os creo yo creo en el silencio


antes que la belleza está antes que todo
la ceremonia de la comprensión

De repente sentí en los dedos que el hombro de Lucie temblaba; que Lucie estaba
llorando.
¿Qué es lo que la hizo llorar? ¿El sentido de aquellos versos? ¿O más bien la
indefinible tristeza que se desprendía de la melodía de las palabras y del colorido de
mi voz? ¿O quizás la exaltaba la solemne ininteligibilidad de los poemas y la
emocionaba hasta hacerla llorar esta exaltación? ¿O sencillamente los versos hicieron
que se abriese alguna compuerta secreta dentro de ella y la carga acumulada se
precipitó hacia afuera?
No lo sé. Lucie se abrazaba a mi cuello como un niño, apretaba su cabeza contra
el paño sudado del uniforme verde que me cubría el pecho y lloraba, lloraba, lloraba.

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Cuántas veces en los últimos años me echaron en cara las más distintas mujeres
(sólo por no saber corresponder a sus sentimientos) que soy un engreído. Es una
tontería, no tengo nada de engreído, pero para decir verdad, a mí mismo me entristece
no haber sido capaz, desde la época de mi verdadera madurez, de encontrar una
auténtica relación con una mujer, no haber estado, como suele decirse, enamorado de
ninguna mujer. No estoy seguro de conocer los motivos de este fracaso mío, no sé si
residen en defectos innatos de mi corazón o si residen más bien en mi biografía; no
quiero ser patético pero es así: con frecuencia acude a mis recuerdos la sala en la que
cien personas levantan el brazo y dan la orden de que mi vida sea rota; esas cien
personas no se imaginaban que llegaría una vez un cambio paulatino de la situación;
contaban con que mi condena sería de por vida. No es producto del resentimiento,
sino más bien de cierta maliciosa terquedad que es una de las características de la
reflexión, el que con frecuencia elabore diversas variaciones de la misma situación,
imaginándome qué es lo que habría pasado si en lugar de la expulsión del partido
hubiesen propuesto que me colgasen. Nunca he podido llegar a otra conclusión que a
la de que incluso en este caso todos habrían levantado la mano, sobre todo si en el
discurso de introducción se hubiesen expuesto con mucho sentimiento las ventajas
que reportaría estrangularme. Desde entonces, cuando me encuentro con hombres o
mujeres nuevos, que podrían ser mis amigos o mis amantes, los traslado mentalmente
a aquella época y a aquella sala y me pregunto si levantarían la mano: ninguno de
ellos ha pasado el examen: todos levantaban la mano igual que la levantaron (a gusto
o a disgusto, con fe o por miedo) mis amigos y conocidos de entonces. Y
reconocedlo: es difícil vivir con gente que estaría dispuesta a mandaros al destierro o
a la muerte, es difícil confiar en ellos, es difícil amarlos.
Quizás ha sido cruel por mi parte someter a la gente con la que me he relacionado
a un examen imaginario tan cruel, cuando con toda probabilidad cerca de mí vivirían
una vida más o menos tranquila y corriente, al margen del bien y del mal y nunca
tendrían que pasar por la sala en la que se levantan las manos. Es posible que alguien
diga que mi actitud tiene un solo sentido: situarme en mi egolatría moralizante por
encima de los demás. Pero en verdad la acusación de engreimiento no sería justa; por
supuesto que yo nunca he levantado la mano para provocar la perdición de nadie,
pero sabía perfectamente que ése es un mérito bastante dudoso, porque el derecho de
levantar la mano me lo quitaron a tiempo. Durante mucho tiempo he intentado al
menos convencerme de que en situaciones parecidas no levantaría la mano, pero soy
suficientemente honrado como para creérmelo y al final me he tenido que reír de mí
mismo: ¿así que yo hubiera sido el único en no levantar la mano? ¿Yo soy el único
justo? Qué va, no encontré en mí mismo ninguna garantía de que fuese mejor que los
demás ¿pero qué se desprende de eso para mi relación con los demás? La conciencia
de mi propia miseria no me reconcilia en lo más mínimo con la miseria de los demás.

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Me repele que la gente se sienta hermanada cuando ve en los otros una bajeza similar
a la suya. No anhelo ese tipo de hermandad viscosa.
¿Y cómo es posible que pudiera entonces enamorarme de Lucie? Las reflexiones
que he dejado correr son por suerte de fecha posterior, de modo que a Lucie (en mi
juventud, cuando me afligía más de lo que reflexionaba) la pude aún aceptar con el
corazón sediento y sin dudar, como un regalo; como un regalo del cielo (de un cielo
gris y afable). Aquélla fue para mí una época feliz, quizás la más feliz: estaba
agotado, reventado, jodido, pero dentro de mí se extendía una paz cada vez más azul.
Parece de broma: si las mujeres que me reprochan hoy mi engreimiento y sospechan
que creo que todo el mundo es imbécil, conocieran a Lucie, la llamarían tonta, se
reirían de ella y no podrían comprender que la haya querido. Pero yo la quería hasta
el punto de ser incapaz de pensar que algún día me podría separar de ella; nunca
hablamos de eso con Lucie, pero yo tenía seriamente la idea de que algún día me
casaría con ella. Y si alguna vez se me ocurrió que aquélla sería una unión desigual,
tal desigualdad me atraía en lugar de repugnarme.
Debería estarle agradecido por aquellos meses felices al comandante que
teníamos; los suboficiales nos fastidiaban todo lo que podían, trataban de
encontrarnos hilachas en las arrugas del uniforme, nos deshacían la cama en cuanto
veían la menor arruga, pero el comandante era decente. Era un hombre mayor, nos lo
habían mandado de un regimiento de artillería y se decía que de ese modo lo habían
degradado. Se ve que a él también lo habían castigado y eso seguramente lo
reconciliaba con nosotros; por supuesto que nos exigía orden, disciplina y de vez en
cuando algún domingo de trabajo voluntario (para poder presentar ante sus superiores
los resultados de su actividad política), pero no se metía con nosotros sin motivo y
nos daba los permisos sin grandes problemas; creo que durante ese verano pude ver a
Lucie hasta tres veces por mes.
Cuando no estaba con ella, le escribía; le escribí infinidad de cartas, postales y
tarjetas. Hoy ya no soy capaz de imaginarme qué y cómo le escribía. Por lo demás, lo
importante no es cómo eran mis cartas; lo que quería señalar es que le escribí a Lucie
muchísimas cartas, y Lucie a mí ni una sola.
No hubo manera de convencerla de que me escribiera; quién sabe si la intimidé
con mis propias cartas; a lo mejor le daba la impresión de que no tenía de qué
escribir, o que cometería faltas de ortografía; a lo mejor le daba vergüenza su letra no
demasiado perfecta, que yo no había visto más que en la firma del documento de
identidad. Era superior a mis fuerzas convencerla de que yo apreciaba precisamente
aquella imperfección y aquella falta de conocimientos, y no porque admirase el
primitivismo por sí mismo, sino porque eran los síntomas propios de un ser intocado
y me permitían tener la esperanza de dejar en Lucie una señal tanto más profunda,
tanto más imborrable.
Lo único que Lucie hacía era agradecerme tímidamente mis cartas y pronto
empezó a sentir la necesidad de recompensarme de algún modo; y ya que no quería

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escribirme eligió, en lugar de cartas, flores. La primera vez sucedió de la siguiente
manera: estábamos dando un paseo por un bosquecillo y Lucie de repente se agachó a
recoger una florecilla (mil perdones pero no sé su nombre: tenía los pétalos pequeños
de color violeta y el tallo fino) y me la dio. Aquello me resultó agradable y no me
extrañó. Pero cuando a la vez siguiente me esperó con todo un ramo, empecé a sentir
un poco de vergüenza.
Tenía entonces veintidós años e intentaba evitar por todos los medios cualquier
cosa que pudiera arrojar sobre mí la menor sospecha de afeminamiento o inmadurez;
me daba vergüenza llevar flores por la calle, me desagradaba comprarlas y más aún
recibirlas. Sorprendido, le dije a Lucie que eran los hombres los que les daban flores
a las mujeres y no las mujeres a los hombres, pero cuando vi que estaba a punto de
llorar, rápidamente se las elogié y las cogí.
No hubo nada que hacer. A partir de ese momento las flores me esperaban en cada
cita y al final me resigné a ello, porque me desarmó con la espontaneidad de su regalo
y porque me di cuenta de que ese modo de obsequiarme era para ella algo importante;
quizás se debía a que ella misma padecía por sus limitaciones al hablar, por su falta
de elocuencia, y veía en las flores una forma de idioma; no en el sentido del torpe
simbolismo de los antiguos lenguajes de las flores, sino más bien en un sentido aún
más antiguo, menos claro, más instintivo, preidiomático; quizás Lucie, que siempre
había sido más bien callada que locuaz, anhelaba instintivamente aquel estadio mudo
del hombre, cuando no había palabras y los hombres hablaban por medio de
pequeños gestos: señalaban con el dedo a un árbol, sonreían, se tocaban…
Pero comprendiera o no la esencia del obsequio de Lucie, al fin me conmovió y
despertó en mí el deseo de regalarle yo también algo. Lucie no tenía más que tres
vestidos y se los ponía siempre regularmente, uno después del otro, en el mismo
orden, de modo que nuestras citas iban también una tras otra en un ritmo de tres
tiempos. Me gustaban los tres vestidos, precisamente porque estaban gastados y no
eran de un especial buen gusto; me gustaban igual que su abrigo castaño (corto y
raído en las mangas) al que había acariciado aun antes que a la cara de Lucie. Y sin
embargo se me ocurrió la idea de comprarle vestidos, vestidos preciosos y muchos
vestidos. Tenía dinero suficiente, no tenía ganas de ahorrar y había dejado de gastar
en bares. Así que un día llevé a Lucie a una tienda de ropa.
Lucie al principio pensó que íbamos nada más que a ver lo que había y a mirar a
la gente que bajaba y subía por las escaleras. En la segunda planta me detuve junto a
unas largas barras de las que colgaban apretados los vestidos de mujer y Lucie,
cuando vio que yo los miraba con interés, se acercó y empezó a hacer algunos
comentarios. «Éste es bonito», señaló uno que tenía un cuidadoso dibujo de
florecillas rojas. Había realmente muy pocos vestidos bonitos, pero al menos se
podían encontrar algunos pasables; cogí un vestido y llamé al vendedor: «¿Podría
probárselo la señorita?». Probablemente Lucie se hubiera resistido, pero ante una
persona desconocida, el vendedor, no se atrevió, así que se encontró detrás de la

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cortina sin saber ni cómo.
Al cabo de un momento corrí la cortina y miré a Lucie; a pesar de que el vestido
que se había probado no era nada especial, me quedé asombrado: aquel estilo más o
menos moderno había convertido a Lucie, de repente, en otra persona. «¿Me permite
que lo vea?», dijo el vendedor a mis espaldas y se deshizo en la habitual verborrea de
elogios sobre Lucie y el vestido en cuestión. Luego me miró a mí, miró mis galones y
me preguntó (aunque la respuesta afirmativa era evidente) si era de los políticos. Le
hice un gesto afirmativo. Guiñó un ojo, se sonrió y dijo: «Debería tener por aquí
algunas cosas de mejor calidad ¿quieren verlas?», y en un momento apareció con
varios vestidos de verano y uno de gala, de noche. Lucie se los probó uno tras otro,
todos le quedaban bien, con cada uno de ellos parecía diferente y con el vestido de
noche no fui capaz de reconocerla.
Las transformaciones decisivas para el devenir de las relaciones amorosas no
siempre suelen deberse a acontecimientos dramáticos, sino con frecuencia a
circunstancias que a primera vista pasan completamente desapercibidas. En el devenir
de mi amor por Lucie este papel lo desempeñaron los vestidos. Hasta entonces Lucie
había sido para mí todo lo posible: una niña, una fuente de ternura, una fuente de
consuelo, un bálsamo y hasta un modo de escaparme de mí mismo, lo era para mí,
casi al pie de la letra, todo menos mujer. Nuestro amor en el sentido corporal no había
atravesado la frontera de los besos. Además el modo en que Lucie besaba era infantil
(yo me había enamorado de aquellos largos pero recatados besos con los labios
cerrados, que están secos y al acariciarse mutuamente van sacando emocionados la
cuenta de sus suaves estrías).
En pocas palabras: hasta entonces había sentido por ella ternura y no sensualidad;
me había acostumbrado tanto a la ausencia de sensualidad que ya no era consciente
de ella; mi relación con Lucie me parecía tan hermosa que no se me podía ni ocurrir
que en realidad le faltaba algo. Todo coincidía armónicamente: Lucie —su monacal
vestido gris— y mi monacal e inocente relación con ella. En el momento en que se
puso otro vestido, toda la ecuación quedó alterada; Lucie de pronto se escapaba de mi
imagen de Lucie. De repente la vi como una mujer guapa, cuyas piernas se dibujaban
atractivas bajo una falda bien hecha y proporcionada y cuya sencillez se diluye de
inmediato bajo un vestido que tiene un color expresivo y un corte bonito. Estaba
completamente alucinado por el repentino descubrimiento de su cuerpo. Lucie vivía
en el internado en una habitación con otras tres muchachas; las visitas en el internado
sólo estaban permitidas dos días a la semana, nada más que tres horas, de cinco a
ocho y además el visitante tenía que apuntarse en portería, entregar el documento de
identidad y volver a presentarse a la salida. Para mayor complicación, las tres
compañeras de habitación de Lucie tenían sus amigos (uno o más) y todas
necesitaban reunirse con ellos en la intimidad de la habitación del internado, de modo
que discutían permanentemente, se odiaban y se echaban en cara cada minuto que
una le quitaba a la otra. Aquello era tan desagradable que nunca intenté visitar a

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Lucie en su casa. Pero sabía que las tres compañeras de habitación de Lucie debían
irse dentro de aproximadamente un mes a un campo de trabajos agrícolas que iba a
durar tres semanas. Le dije a Lucie que me gustaría aprovechar la oportunidad e ir a
verla durante ese período a su habitación. No lo aceptó de buen grado; se puso triste y
dijo que prefería estar conmigo fuera. Yo le dije que quería estar con ella en algún
sitio en el que nadie nos interrumpiera y en el que pudiéramos dedicamos sólo a
nosotros mismos; y que también quería saber cómo vivía. Lucie no sabía llevarme la
contraria y aún hoy me acuerdo de lo excitado que estaba cuando por fin accedió a mi
propuesta.

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Ya llevaba en Ostrava casi un año y el servicio militar, al comienzo insoportable,
se había convertido para mí en algo cotidiano y habitual; era desagradable y fatigoso,
pero aun así había logrado vivir en medio de aquello, encontrar un par de amigos y
hasta ser feliz; aquél fue para mí un verano hermoso (los árboles estaban llenos de
hollín y sin embargo me parecían enormemente verdes cuando los veía con unos ojos
que acababan de librarse de la oscuridad de la mina), pero, tal como suele suceder, el
germen de la desgracia se esconde precisamente dentro de la felicidad: los tristes
acontecimientos del otoño tuvieron su origen en aquel verano verdinegro.
Empezó por Stana. En marzo se casó y un par de meses más tarde ya le
empezaron a llegar noticias de que su mujer se pasaba el día de bares; se puso
nervioso, le escribió a su mujer una carta tras otra y le llegaron respuestas
tranquilizadoras; pero después (cuando ya empezaba a hacer calor) vino a visitarlo su
madre a Ostrava; pasó con ella todo el sábado y cuando regresó al cuartel estaba
pálido y callado; al principio no quería hablar, porque le daba vergüenza, pero al día
siguiente se lo contó a Honza y después a otros y al poco tiempo ya lo sabían todos y
cuando Stana supo que todos lo sabían, él mismo empezó a hablar de ello, todos los
días y casi todo el tiempo; que su mujer está hecha una furcia y que la iría a ver y le
retorcería el pescuezo. Y en seguida le fue a pedir al comandante dos días de permiso,
pero el comandante se resistía a dárselos porque precisamente en esos días no dejaban
de llegar de la mina y del cuartel quejas por el comportamiento de Stana, debidas a su
nerviosismo y su excitabilidad. Stana le pidió entonces que le diera un permiso de
veinticuatro horas. El comandante se compadeció y se lo dio. Stana se fue y desde
entonces ya nunca más lo vimos. Lo que pasó lo sé sólo de oídas.
Llegó a Praga, sorprendió a su mujer (¡le llamo mujer pero no era más que una
chica de diecinueve años!) y ella, sin ninguna vergüenza (y quizás con cierta
satisfacción) se lo contó todo; le empezó a pegar, ella se defendió, la empezó a
estrangular y al final le dio con una botella en la cabeza; la chica cayó al suelo
inmóvil. Stana reaccionó de inmediato, se horrorizó de lo que había hecho y huyó;
consiguió, quién sabe cómo, una casa en los Montes Metálicos y estuvo viviendo allí,
muerto de miedo y a la espera de que lo encontrasen y lo condenaran a la horca por
asesinato. Lo encontraron al cabo de dos meses pero no lo juzgaron por asesinato sino
por deserción. Su mujer, al poco rato de haberse ido él, se despertó de su desmayo,
sin más problema de salud que un chichón en la cabeza. Mientras él estaba en la
prisión militar, se divorció y hoy está casada con un conocido actor praguense al que
suelo ir a ver nada más que para recordar a un viejo amigo que tuvo luego un triste
final: después de la mili se quedó a trabajar en las minas; un accidente laboral le
costó una pierna y una amputación mal cicatrizada le costó la vida.
Aquella mujer, que según parece sigue siendo hoy una figura destacada en los
grupos bohemios, no fue sólo la causante de la desgracia de Stana, sino también de la

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de todos nosotros. Al menos ésa fue la impresión que nos dio, aunque no podemos
saber con certeza si entre la historia de la desaparición de Stana y la comisión de
control del ministerio, que llegó al cuartel poco después, hubo (como pensaron todos)
una relación directa. En todo caso, nuestro comandante fue destituido y en su lugar
vino un oficial joven (no tendría más de veinticinco años) y con su llegada todo
cambió.
He dicho que no tendría más de veinticinco, pero parecía aún más joven, parecía
un chiquillo; con mayor motivo se esforzaba porque su manera de actuar
impresionara a la gente, por hacerse respetar. Corría la voz de que ensayaba sus
discursos frente al espejo y los aprendía de memoria. No le gustaba gritar, hablaba en
tono seco y con la mayor tranquilidad nos daba a entender que nos consideraba a
todos unos criminales: «Ya sé que les gustaría verme ahorcado», nos dijo el niño
aquel en su primer discurso «pero si ahorcan a alguien será a ustedes y no a mí».
Pronto se produjeron los primeros conflictos. La que más grabada se quedó en mi
memoria fue la historia de Cenek, quizás porque nos pareció muy divertida. Durante
el año que llevaba de mili, Cenek había hecho ya muchas pinturas murales, que
obtenían siempre el reconocimiento del anterior comandante. A Cenek lo que más le
gustaba, como ya he dicho, era dibujar a Zizka y sus luchadores husitas; para alegrar
a sus compañeros solía acompañar los cuadros con mujeres desnudas y se las
presentaba al comandante como símbolos de la libertad o de la patria. El nuevo
comandante también quería utilizar los servicios de Cenek, lo mandó llamar y le
pidió que pintase algo en la habitación en la que se daban las clases de educación
política. Con tal motivo le dijo que esta vez debía olvidarse de los husitas y
«orientarse más hacía la actualidad», que en el cuadro debería estar el Ejército Rojo y
su alianza con nuestra clase obrera y también su importancia para el triunfo del
socialismo en febrero del 48. Cenek dijo: «a sus órdenes» y se puso a trabajar; estuvo
varias tardes pintando sobre grandes papeles blancos en el suelo, que fijó luego a lo
largo de toda la pared frontal de la sala. Cuando vimos por primera vez el dibujo
terminado (un metro y medio de alto y al menos ocho metros de ancho), nos
quedamos completamente mudos; en el medio estaba, con gesto heroico, un soldado
soviético bien abrigado, con una metralleta y un gorro de piel hasta las orejas, y en
derredor suyo unas ocho mujeres desnudas. Dos estaban a su lado, lo miraban con
coquetería mientras él las tenía cogidas de los hombros, una a cada lado, y se reía
entusiasmado; las demás mujeres lo rodeaban por todas partes, lo miraban,
levantaban los brazos hacia él o simplemente estaban allí (había una acostada) y
enseñaban sus bellas formas.
Cenek se puso delante del cuadro (esperábamos a que llegara el comisario
político y estábamos solos en la sala) y nos dio una conferencia más o menos de este
estilo: Bueno, la que está aquí a la derecha del sargento es Alena, ésa fue mi primera
tía, la primera de todas, me pescó cuando yo tenía dieciséis años, era la mujer de un
oficial, así que aquí está en su sitio. La pinté tal como era entonces, ahora seguro que

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está peor, pero ya entonces estaba bastante rellena, sobre todo en las caderas (señaló
con el dedo). Como estaba mucho mejor por detrás la pinté aquí otra vez (fue hasta el
borde del cuadro y señaló con el dedo a una mujer desnuda que estaba vuelta de
espaldas a la sala y parecía como si se fuera a alguna parte). Fijaos en este trasero
imperial, un poco mayor de lo normal, pero así es como nos gustan. Yo entonces era
un idiota total, me acuerdo que le gustaba que le pegaran en el trasero y yo no podía
comprenderlo. No paraba de decir, pégale a la señora, pégale a la señora y yo le daba
una palmada simbólica por encima de la falda y ella decía, eso no es pegar, levántale
la falda a la señora, y yo tenía que levantarle la falda y quitarle las bragas y como un
idiota volvía a darle otra palmadita simbólica y ella se ponía furiosa y gritaba, ¡me
vas a pegar de una vez, desgraciado! ya os digo que yo era un idiota, en cambio ésta
(señaló a la mujer a la derecha del sargento), ésta es Lojzka, me la ligué cuando ya
era mayor, tenía las tetas pequeñas (señaló), las piernas largas (señaló) y una cara
preciosa (también señaló) y estaba en el mismo curso que yo. Y ésta es nuestra
modelo del colegio, a ésta me la sé de memoria y hay otros veinte chicos que también
se la saben de memoria, porque estaba siempre en medio de la clase y con ella
aprendimos a dibujar el cuerpo humano y a ésa ninguno de nosotros la pudo tocar, su
mamaíta la esperaba siempre delante del aula y se la llevaba en seguida a casa, ésa
sólo se nos mostraba, Dios se lo perdone, muy decentemente. En cambio ésta era una
furcia, algo terrible (señaló a una que estaba tumbada en una especie de sillón
estilizado), venid a ver (fuimos) ¿veis este punto en la barriga? Era una quemadura de
un cigarrillo, creo que se la había hecho una mujer celosa con la que estaba liada,
porque esta dama, tíos, jugaba a dos bandas, ésta tenía el sexo, señores, como un
acordeón y dentro de aquel sexo cabía todo lo que hay en el mundo, ahí hubiéramos
cabido todos los que estamos aquí con nuestras respectivas mujeres, nuestras novias,
y hasta nuestros hijos y nuestros tatarabuelos…
Cenek estaba a punto de llegar a lo mejor de su exposición pero en ese momento
entró el comisario y nos tuvimos que sentar. El comisario ya estaba acostumbrado a
los cuadros que Cenek hacía por encargo del anterior comandante y no le prestó
ninguna atención al cuadro nuevo, sino que se puso a leer en voz alta una especie de
folleto en el que se explicaban las diferencias entre el ejército socialista y el
capitalista. En nuestro interior seguían sonando aún las explicaciones de Cenek y nos
entregábamos a soñar en silencio, cuando de repente apareció en la sala el
chiquillo-comandante. Evidentemente había venido a controlar la charla, pero antes
de que fuera capaz de recibir las novedades del comisario y dar la orden de que nos
volviésemos a sentar, ya se había quedado estupefacto al ver el cuadro en la pared del
frente; ni siquiera le dejó al comisario seguir con la lectura y se encaró con Cenek, a
ver qué clase de cuadro era aquél. Cenek pegó un salto, se puso ante el cuadro y
empezó: Aquí se representa alegóricamente el significado del Ejército Rojo para la
lucha de nuestra nación; aquí está representado (señaló al sargento) el Ejército Rojo;
a su lado está simbolizada (señaló a la mujer del oficial) la clase obrera y del otro

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lado (señaló a su compañera de estudios) está el símbolo del mes de febrero. Y aquí
(señaló a las demás damas) están los símbolos de la libertad, el símbolo de la victoria,
aquí el símbolo de la igualdad; aquí (señaló a la mujer del oficial que mostraba el
trasero) se ve a la burguesía que abandona la escena de la historia.
Cenek terminó y el comandante manifestó que el cuadro era una ofensa al
Ejército Rojo y que había que hacerlo desaparecer inmediatamente; y con respecto a
Cenek ya sacaría las conclusiones pertinentes. Yo pregunté (a media voz) por qué. El
comandante me oyó y me preguntó si tenía algo que objetar. Me levanté y dije que el
cuadro me gustaba. El comandante dijo que no le extrañaba porque era un cuadro
para masturbadores. Yo le dije que el escultor Myslbek también había esculpido a la
libertad como una mujer desnuda y que el pintor Ales había pintado incluso al río
Jizera como tres mujeres desnudas; que eso lo habían hecho los pintores de todas las
épocas.
El chiquillo-comandante me miró con cierta inseguridad y repitió su orden de que
el cuadro debía ser eliminado. Pero es posible que haya logrado confundirlo porque a
Cenek no lo castigó; sin embargo se ganó su antipatía y yo también. Al poco tiempo
Cenek fue castigado y al cabo de unos días me tocó a mí.
Aquello ocurrió de la siguiente manera: nuestro pelotón estaba trabajando en un
extremo del cuartel con picos y palas; el cabo se dedicaba a hacer el vago y no nos
vigilaba con demasiada atención, de modo que con frecuencia nos apoyábamos en
nuestras herramientas, charlábamos y ni siquiera nos dimos cuenta de que cerca de
nosotros estaba el chiquillo-comandante y nos observaba. No lo vimos hasta que se
oyó su voz: «Soldado Jahn, venga aquí». Cogí con energía la pala y me puse firme
delante de él. «¿A esto le llama usted trabajar?», me preguntó. Ya no recuerdo lo que
le contesté, pero no fue nada impertinente, porque no tenía la menor intención de
complicarme la vida en el cuartel y provocar sin motivo a alguien que disponía de un
poder absoluto sobre mi persona. Pero tras mi insulsa y más bien vacilante respuesta,
su mirada se hizo más dura, se acercó a mí, me cogió rapidísimamente de un brazo y
me lanzó por la espalda en una toma de judo perfectamente aprendida. Luego se
apoyó en mí y me sujetó contra el suelo (yo no me defendí, no hice más que
asombrarme). «¿Ya basta?», dijo luego en voz alta (como para que lo oyeran todos
los que por allí estaban); le contesté que bastaba. Me dio orden de levantarme y
después dijo, ante el pelotón en posición de firmes: «El soldado Jahn tiene dos días
de calabozo. No por haberme contestado con impertinencia. Su impertinencia, como
han podido ver, ya la hemos resuelto mano a mano. Lo mando dos días a la sombra
por hacer el vago, y a ustedes les pasará lo mismo la próxima vez». Después se dio la
vuelta y se marchó en plan chulo.
En aquella época no era capaz de sentir por él más que odio, y el odio produce
una luz demasiado fuerte, en la que se pierde la plasticidad de los objetos. Veía en el
comandante simplemente una rata vengativa y traicionera, hoy lo veo ante todo como
a un hombre que era joven y actuaba. No es culpa de los jóvenes el que actúen; no

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están hechos del todo, pero se encuentran en un mundo que ya está hecho y tienen
que actuar como hechos. Por eso utilizan rápidamente las formas, los modelos y los
guiones que más les gustan, que se llevan, que les sientan bien y actúan.
Nuestro comandante también estaba sin terminar de hacer y de repente lo
pusieron al frente de una tropa a la que no estaba en condiciones de comprender en
absoluto; pero supo salir adelante porque las lecturas y lo que sabía de oídas le
brindaron una máscara ya preparada para situaciones análogas: el héroe de sangre fría
de las novelas de bolsillo, el joven de nervios de acero que domina a una banda de
criminales, nada de emociones, sólo fría serenidad, chistes secos que impresionen,
confianza en sí mismo y en la fuerza de sus propios músculos. Cuanto más consciente
era de su aspecto infantil, con mayor fanatismo se entregaba a su papel de
superhombre de acero, con mayor ímpetu lo representaba.
¿Pero, es que era la primera vez que me encontraba con uno de estos actores
juveniles? Cuando me interrogaron en el secretariado sobre lo de mi postal, yo tenía
poco más de veinte años y mis interrogadores como máximo uno o dos años más.
Ellos también eran sobre todo chiquillos, que cubrían su rostro sin hacer con la
máscara que les parecía más extraordinaria, con la máscara del revolucionario duro y
ascético. ¿Y Marketa? ¿No se había decidido a hacer el papel de salvadora, un papel
que sólo conocía de una mala película de aquella temporada? ¿Y Zemanek, que de
repente se vio atacado por el patetismo sentimental de la moralidad? ¿No era aquello
un papel teatral? ¿Y yo mismo? ¿No desempeñaba incluso varios papeles, corriendo
desconcertadamente de uno a otro, hasta que me cazaron en medio de la carrera?
La juventud es terrible: es un escenario por el cual, calzados con altos coturnos y
vistiendo los más diversos disfraces, los niños andan y pronuncian palabras
aprendidas, que comprenden sólo a medias, pero a las que se entregan con fanatismo.
Y la historia es terrible porque con frecuencia se convierte en un escenario para
inmaduros; un escenario para el jovencito Nerón, un escenario para el jovencito
Napoleón, un escenario para masas fanatizadas de niños, cuyas pasiones copiadas y
cuyos papeles primitivos se convierten de repente en una realidad catastróficamente
real.
Cuando pienso en ello se me revuelve todo mi orden de valores y siento un
profundo odio hacia la juventud y por el contrario me siento paradójicamente
inclinado a perdonar a los criminales de la historia en cuya criminalidad de pronto no
veo otra cosa que la horrible dependencia de la inmadurez.
Y ya que hago referencia a todos los inmaduros, en seguida me acuerdo de
Alexej; él también desempeñó su gran papel, que iba más allá de su capacidad y su
experiencia. Tenía algo en común con el comandante: él también parecía más joven
de lo que era; pero su juventud (a diferencia de la del comandante) carecía de
atractivos: un cuerpecito delgado, unos ojos miopes detrás de los gruesos cristales de
las gafas, la piel con acné (eternamente adolescente). Al principio hacía el servicio en
la escuela de oficiales de infantería, pero de repente lo mandaron a nuestra unidad. Se

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acercaban los famosos procesos políticos y en muchas salas (en el partido, en los
tribunales y en la policía) se levantaban permanentemente las manos que le quitaban
a la gente la confianza, el honor y la libertad; Alexej era hijo de un alto funcionario
comunista que acababa de ser detenido.
Apareció un día en nuestro pelotón y le dieron la cama vacía de Stana. Nos
miraba de un modo semejante al que utilizaba yo al comienzo para mirar a mis
nuevos compañeros; no se comunicaba con nadie y los demás, cuando se enteraron de
que era miembro del partido (aún no lo habían echado del partido), empezaron a
tomar precauciones cuando hablaban en su presencia.
Cuando Alexej se enteró de que yo había sido miembro del partido se hizo,
conmigo, más comunicativo; me confesó que debía ser capaz de soportar, a cualquier
precio, la dura prueba a la que la vida lo había sometido y no traicionar nunca al
partido. Me leyó un verso que había escrito (aunque al parecer antes nunca escribía
versos) cuando se enteró de que lo mandaban a nuestro regimiento. Una de las
cuartetas decía lo siguiente:

Podéis, camaradas,
ponerme la máscara del escarnio y escupirme.
Yo, aun con esa máscara escupida, camaradas,
seguiré con vosotros fiel en vuestras filas, firme.

Le comprendía porque yo había sentido lo mismo un año antes. Pero aquello ya


me dolía mucho menos: la introductora a lo cotidiano, Lucie, me había llevado fuera
de aquellos sitios en los que ahora se torturaban desesperadamente los distintos
Alexej.

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Mientras el chiquillo-comandante se dedicaba a hacer cambiar la situación en
nuestra unidad, yo pensaba más que en ninguna otra cosa en la posibilidad de
conseguir un permiso; las amigas de Lucie se fueron al campo de trabajo y yo hacía
un mes que no salía del cuartel; el comandante se acordaba perfectamente de mi cara
y de mi nombre y eso es lo peor que le puede pasar a uno en la mili. Se esforzaba
ahora por demostrarme que cada una de las horas de mi vida dependía de su voluntad.
Y lo de los permisos estaba ahora fatal; desde el comienzo había dicho que se los
darían sólo a los que asistieran regularmente a los trabajos voluntarios de los
domingos; así que todos asistíamos; pero era una vida miserable, porque no teníamos
en todo el mes ni un solo día sin bajar a la galería y cuando alguien recibía de verdad
un permiso el sábado hasta las dos de la mañana, iba luego a trabajar el domingo
muerto de sueño y en la mina andaba como un sonámbulo.
Yo también empecé a ir a trabajar los domingos, lo cual tampoco me garantizaba
que me dieran el permiso, porque el mérito de haber trabajado el domingo podía
fácilmente esfumarse por una cama mal hecha o cualquier otra falta. Pero la
autocomplacencia del poder no se manifiesta sólo en su crueldad sino también
(aunque con menor frecuencia) en su misericordia. El chiquillo-comandante se sintió
complacido de poder manifestarme, al cabo de varias semanas, su compasión, así que
yo también recibí, en el último momento, mi permiso, dos días antes de que
regresasen las compañeras de Lucie.
Estaba muy excitado mientras la viejecita con gafas apuntaba mi nombre en la
portería del internado, antes de autorizarme a subir por la escalera hasta el cuarto piso
para llamar a la puerta al final de un largo corredor. La puerta se abrió pero Lucie
permaneció oculta detrás de ella, de modo que lo único que vi delante de mí fue una
habitación que, a primera vista, no se parecía en nada a la habitación de un internado;
me dio la impresión de estar en una habitación preparada para una especie de
festividad religiosa: en la mesa brillaba un ramo dorado de dalias, junto a la ventana
se erguían dos grandes ficus y por todas partes (en la mesa, en la cama, en el piso,
detrás de los cuadros) había ramitas verdes esparcidas o colocadas (eran de
esparraguera, según luego pude comprobar), como si se esperase la llegada de
Jesucristo montado en su asno.
Cogí a Lucie (seguía escondiéndose detrás de la puerta) y le di un beso. Tenía
puesto el vestido de noche negro y los zapatos de tacones que le había comprado el
mismo día que compramos los vestidos. En medio de todo aquel verde ceremonial
parecía una princesa.
Cerramos la puerta y fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos de
verdad en una simple habitación de internado y que bajo aquel manto verde no había
nada más que cuatro camas de metal, cuatro mesillas de noche desconchadas, una
mesa y tres sillas. Pero aquello no podía disminuir en nada la sensación de arrebato

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que se apoderó de mí desde el momento en que Lucie abrió la puerta: después de un
mes me habían dejado salir otra vez por un par de horas; y no sólo eso: por primera
vez en un año volvía a estar en una habitación pequeña, me envolvió el soplo
embriagador de la intimidad y la fuerza de aquel soplo casi me tiró al suelo.
En todos los anteriores paseos con Lucie, el espacio abierto me seguía
manteniendo en contacto con el cuartel y con lo que allí me deparaba la suerte; el aire
que circulaba omnipresente me ataba con ligaduras invisibles a una puerta en la que
estaba escrito «Servimos al pueblo»; me daba la impresión de que no había ningún
sitio en donde pudiera dejar de «servir al pueblo»; no había estado en todo un año en
una pequeña habitación privada.
Aquello era, de repente, una situación completamente nueva; tenía la sensación de
ser durante tres horas completamente libre; podía por ejemplo quitarme sin ningún
temor (en contra de todos los reglamentos militares) no sólo el gorro y el cinto, sino
también los pantalones, la guerrera, las botas, todo y, si quería, hasta podía pisotearlo;
podía hacer lo que quisiera y nadie podría verme; además en la habitación hacía un
calor agradable y aquel calor y aquella libertad se me subieron a la cabeza como
aguardiente caliente; cogí a Lucie, la abracé, la besé y me la llevé a la cama cubierta
de verde. Las ramitas sobre la cama (estaba cubierta con una manta gris corriente) me
excitaban. No me las podía explicar más que como un símbolo nupcial; se me ocurrió
(y eso me enternecía) que en la simplicidad de Lucie resonaban inconscientemente
las más antiguas costumbres populares y que se quería despedir de su virginidad con
un festejo ceremonial.
Tardé un rato en darme cuenta de que, aunque Lucie me devolvía los besos y los
abrazos, mantenía la habitual reserva al hacerlo. Su boca, aunque me besaba con
avidez, permanecía a pesar de todo cerrada; se apretaba a mí, es cierto, con todo el
cuerpo, pero cuando metí la mano por debajo de su falda para sentir la piel de sus
piernas, se me escapó. Comprendí que mi espontaneidad, a la que quería entregarme
con ella, en una embriagadora ceguera, no era compartida; recuerdo que en ese
instante (y no habían pasado más de cinco minutos desde mi entrada a la habitación
de Lucie) sentí en los ojos lágrimas de tristeza. Nos sentamos el uno junto al otro
(aplastando con nuestros traseros las pobres ramitas) y empezamos a hablar de algo.
Al cabo de un rato (la conversación no tenía el menor interés) intenté abrazar de
nuevo a Lucie, pero se resistió; comencé a luchar con ella pero en seguida comprendí
que aquélla no era una hermosa lucha amorosa, sino una lucha que transformaba
nuestra amorosa relación en algo feo, porque Lucie se resistía de verdad,
furiosamente, casi desesperadamente y era por lo tanto una lucha de verdad y no un
juego amoroso y por eso me retiré de inmediato.
Intenté convencer a Lucie con palabras; hablé probablemente de que la quería y
de que el amor significaba entregarse el uno al otro por completo; por supuesto que
no dije nada original (tampoco mi objetivo era especialmente original); pero a pesar
de su falta de originalidad era una argumentación irrebatible y Lucie no intentó

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rebatirla de ningún modo. En lugar de eso permanecía callada o decía: «Por favor, no;
por favor, no», o «Hoy no, hoy no…» y trataba (con una enternecedora inhabilidad)
de desviar la conversación hacia otro tema.
Volví al ataque; tú no eres una de esas chicas que lo excitan a uno y después se
ríen de él, no eres una persona mala y sin sentimientos… y volví a abrazarla y a
empezar una breve y triste lucha que (una vez más) me llenó de una sensación de
fealdad.
Volví a dejarlo y de repente me pareció que comprendía las razones del rechazo
de Lucie. ¿Dios mío, cómo no me había dado cuenta en seguida? Si es que Lucie es
una niña, si es que le debe tener miedo al amor, es virgen, tiene miedo, miedo a lo
desconocido; inmediatamente me propuse hacer que de mi comportamiento
desapareciese esa sensación de apremio que seguramente la asustaba, me propuse ser
tierno, sutil, hacer que el acto amoroso no se diferenciase en nada de nuestras
ternuras, que fuera sólo una de las ternuras. Dejé de insistir y empecé a hacerle
mimos. Le di besos y le hice caricias (aquello ya duraba mucho tiempo y ya no me
hacía ninguna ilusión, porque los mimos se habían convertido en una treta, en un
recurso) le hice mimos (falsos y fingidos) mientras trataba disimuladamente de
acostarla. Lo logré; le acaricié los pechos (a eso Lucie no se había resistido nunca); le
dije que quería ser tierno con todo su cuerpo, porque el cuerpo era ella y yo quería ser
tierno con toda ella; hasta conseguí levantarle un poco la falda y besarla diez, veinte
centímetros por encima de las rodillas; pero no llegué lejos; cuando intenté llegar
hasta el regazo de Lucie, se separó asustada y saltó de la cama. La miré y vi que en su
cara había un gesto de esfuerzo convulsivo, una expresión que hasta entonces no
había visto nunca en ella.
Lucie, Lucie, ¿te da vergüenza la luz? ¿Prefieres que estemos a oscuras?, le
pregunté y ella se aferró a mi pregunta como a una tabla de salvación y asintió, sí, le
da vergüenza la luz. Fui hacia la ventana con la intención de bajar las persianas pero
Lucie dijo: «¡No, no lo hagas! ¡No las bajes!». «¿Por qué?», pregunté. «Me da
miedo», dijo. «¿Qué te da miedo, la luz o la oscuridad?», le pregunté. No dijo nada y
se puso a llorar.
Su resistencia no me emocionaba en lo más mínimo, me parecía absurda,
insultante, injusta; me hacía daño, no la comprendía. Le pregunté si se resistía porque
era virgen y le daba miedo el dolor que le produciría. Respondía afirmativamente a
todas las preguntas de este tipo porque veía en ellas un argumento a su favor. Yo me
puse a hablarle de lo bonito que era que fuese virgen y conociese el amor conmigo,
que la amaba. «¿No tienes ganas de ser completamente mía?». Dijo que sí, que tenía
ganas. La volví a abrazar y volvió a resistirse. Me costaba trabajo contener mi enfado.
«¿Por qué te me resistes?». Me dijo: «Por favor, la próxima vez, sí, yo quiero, pero la
próxima vez, otra vez, ahora no». «¿Y por qué no hoy?». Respondió: «Hoy no».
«¿Pero por qué?». Respondió: «Por favor, hoy no». «¿Pero cuándo? Sabes
perfectamente que ésta es la última oportunidad que tenemos de estar los dos solos,

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pasado mañana vuelven tus compañeras. ¿Dónde vamos a estar solos?». «Ya te las
ingeniarás para encontrar algún sitio», dijo. «Bueno, yo me encargo de encontrar
algo, pero prométeme que vendrás conmigo aunque no sea una habitación tan
agradable como ésta». «Eso no importa, puede ser donde quieras». «Vale, pero me
prometes que vas a ser mi mujer, que no te vas a resistir». «Sí», dijo. «¿Lo
prometes?». «Sí».
Comprendí que esa promesa era lo único que podía obtener de Lucie aquel día.
Era poco, pero al menos era algo. Reprimí mi disgusto y nos pasamos el resto del
tiempo charlando. Cuando me iba, me sacudí del uniforme una ramita de
esparraguera, le acaricié la mejilla a Lucie y le dije que no iba a pensar más que en
nuestro próximo encuentro (y no le mentí).

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Unos cuantos días después de la última cita con Lucie (era un día lluvioso de
otoño) volvíamos de la mina en formación al cuartel; la carretera estaba llena de
baches en los que se formaban profundos charcos; estábamos salpicados, cansados,
mojados y con ganas de descansar. La mayoría no tenía un domingo libre desde hacía
un mes. Pero inmediatamente después de la comida el chiquillo-comandante nos hizo
formar y nos anunció que por la mañana, al inspeccionar nuestras habitaciones, las
había encontrado desordenadas. Nos dejó en manos de los suboficiales y les ordenó
que nos hicieran trabajar dos horas más, como castigo.
Dado que éramos soldados sin armas, la instrucción que hacíamos tenía un
aspecto particularmente absurdo; no tenía otro sentido que degradar nuestro tiempo
vital. Recuerdo que en una oportunidad, cuando ya estaba el chiquillo-comandante,
nos hicieron trasladar durante toda una tarde tablones de una esquina del cuartel a la
otra y al día siguiente al revés y que estuvimos practicando el traslado de tablones
durante diez días. Cosas como el traslado de tablones era lo único que hacíamos en el
patio del cuartel después de volver de la mina. Ésta vez no nos tocó trasladar tablones
sino nuestros propios cuerpos; les dábamos medias vueltas y vueltas a la derecha, los
tirábamos al suelo y los volvíamos a levantar, corríamos con ellos para un lado y para
otro y los arrastrábamos por la tierra. Pasaron las tres horas de instrucción y apareció
el comandante; les dio a los suboficiales orden de llevarnos a gimnasia.
Al fondo, detrás de los edificios, había un pequeño campo de juego donde se
podía jugar al fútbol o también correr o hacer ejercicios. Los suboficiales decidieron
organizar con nosotros una carrera de relevos; en nuestra compañía había nueve
pelotones de diez hombres, esto es, nueve equipos de diez corredores. Los
suboficiales no sólo pretendían no dejarnos en paz, sino que además, como eran en su
mayoría muchachos entre dieciocho y veinte años, con sus típicos deseos juveniles,
querían competir y demostrarnos que éramos peores que ellos; así que presentaron su
propio equipo compuesto de cabos y cabos primeros.
Tardaron bastante en explicarnos sus intenciones y en que nosotros las
entendiésemos: los primeros diez corredores debían correr desde un lado del campo
hasta el contrario; allí debía estar ya preparada una segunda serie de corredores, que
debía ir hasta el sitio desde donde habían salido los primeros, pero mientras tanto ya
tenía que estar preparada una tercera serie de corredores y así hasta el final. Los
suboficiales se encargaron de numerarnos y de mandar a cada uno al correspondiente
lado del campo de juego.
Después de la jornada en la mina y la instrucción estábamos muertos de cansancio
y furiosos al pensar que aún nos iban a hacer correr; entonces se me ocurrió una idea
bastante sencilla y se la comuniqué a dos compañeros: ¡teníamos que correr todos lo
más despacio posible! La idea fue aceptada de inmediato, se extendió de boca en
boca y la agotada masa de soldados empezó de pronto a agitarse por la risa contenida.

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Por fin estuvimos cada uno en su puesto, preparados para el comienzo de una
competición que era en sí misma todo un absurdo: aunque teníamos que correr con el
uniforme puesto y las pesadas botas, había que agacharse para la salida; a pesar de
que el relevo se entregaba de un modo totalmente fuera de lo normal (el corredor que
lo recibía corría en sentido contrario), los testigos que entregábamos eran de verdad y
el disparo de pistola del comienzo también. El cabo de la décima calle (el primer
corredor del equipo de suboficiales) salió disparado mientras nosotros nos
levantábamos del suelo (yo estaba en la primera serie) y avanzábamos al trote lento; a
los veinte metros ya casi no podíamos contener la risa porque el cabo estaba llegando
al otro lado del campo mientras nosotros, a escasa distancia de la salida, en una hilera
bien poco corriente, trotábamos resoplando e imitando un enorme esfuerzo; los
soldados reunidos a ambos lados del campo nos alentaban coreando a gritos: «Bravo,
bravo, bravo…». A la mitad del campo nos cruzamos con el segundo corredor del
equipo de suboficiales, que venía ya en dirección contraria hacia la línea de la que
habíamos salido. Por fin llegamos a la línea final y pasamos los testigos, pero para
entonces ya corría con su testigo, a nuestras espaldas, el tercer suboficial.
Recuerdo hoy aquella carrera como la última gran exhibición de mis negros
compañeros. Los muchachos demostraban una gran imaginación: Honza corría
cojeando de una pierna, todos lo aplaudían furiosamente y efectivamente llegó a la
entrega (en medio de una gran ovación) como un héroe, dos metros por delante de los
demás. El gitano Matlos se cayó durante la carrera unas ocho veces. Cenek corría
levantando las rodillas hasta la barbilla (tenía que cansarse más que si hubiera corrido
a la mayor velocidad). Todos respetaron las reglas de juego: ni siquiera el
disciplinado y resignado autor de las proclamas pacifistas, Bedrich, que corría serio y
digno, al mismo ritmo lento que los demás, ni Josef el de la aldea, ni Pavel Pekny,
que no me quería, ni el viejo Ambroz, que corría erguido, rígido y con las manos a la
espalda, ni el pelirrojo Petran que gritaba con voz aguda, ni el húngaro Varga, que
mientras corría gritaba «¡Hurra!», ninguno de ellos estropeó aquella sencilla pero
excelente puesta en escena que hacía que los que estábamos alrededor nos
partiéramos de risa.
Entonces vimos que el chiquillo-comandante se acercaba al campo de juego. Uno
de los cabos primeros lo vio y fue hacia él a darle novedades. El comandante lo
escuchó y se acercó al borde del campo para observar nuestra competición. Los
suboficiales (cuyo equipo ya había llegado triunfante a la meta) se pusieron nerviosos
y nos empezaron a gritar: «¡Rápido! ¡Moverse! ¡Correr!», pero sus gritos de aliento
se perdían por completo en medio de nuestro potente griterío. Los suboficiales no
sabían qué hacer, dudaban si interrumpir la carrera, iban de un lado al otro, se
consultaban, miraban de reojo al comandante, pero el comandante ni siquiera los
miraba y observaba gélidamente la competición.
Finalmente le tocó el turno a la última serie de nuestros corredores; allí estaba
Alexej; tenía curiosidad por ver cómo iba a correr y no me equivoqué: quería

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estropear el juego: salió hacia adelante con toda su fuerza y a los veinte metros ya
llevaba al menos cinco metros de ventaja. Pero entonces ocurrió algo extraño: su
ritmo disminuyó y su ventaja permaneció igual; comprendí de inmediato que Alexej
no podía estropear el juego ni aunque quisiese: ¡claro, si era un muchacho enclenque
al que, al cabo de dos días, le tuvieron que dar por fuerza un trabajo menos duro,
porque no tenía músculos ni capacidad respiratoria! En cuanto me di cuenta de
aquello, comprendí que su carrera era la verdadera culminación de toda la broma;
Alexej se esforzaba todo lo que podía y sin embargo no había manera de diferenciarlo
de los muchachos que hacían el vago a cinco metros de distancia, a la misma
velocidad; los suboficiales y el comandante tenían que estar convencidos de que la
rápida salida de Alexej era parte de la comedia, igual que la cojera de Honza, las
caídas de Matlos y nuestros gritos de ánimo. Alexej corría con los puños cerrados
igual que los que iban detrás de él fingiendo un gran esfuerzo y resoplando
ostentosamente. Con la diferencia de que Alexej sentía un verdadero dolor en el
costado y le costaba un enorme esfuerzo sobreponerse, de modo que por la cara le
corría un sudor verdadero; cuando estaba a la mitad del campo Alexej bajó aún más
el ritmo y la hilera de gamberros que corrían lo más despacio posible lo fue
alcanzando; cuando estaban a treinta metros de la meta lo adelantaron; cuando estaba
a veinte metros de la meta, dejó de correr e hizo el resto cojeando, con la mano en el
costado izquierdo.
El comandante nos hizo formar. Preguntó por qué habíamos corrido tan despacio.
«Estábamos cansados, camarada capitán». Pidió que levantásemos la mano todos los
que estábamos cansados. Levantamos la mano. Yo me fijé en Alexej (estaba más
adelante, en mi misma fila); fue el único que no levantó la mano. Pero el comandante
no lo vio. Dijo: «Muy bien, así que todos». «No», se oyó. «¿Quién no estaba
cansado?». Alexej dijo: «Yo». «¿Usted no?», lo miró el comandante. «¿Cómo es que
no estaba cansado?». «Porque soy comunista», respondió Alexej. A aquellas palabras
la compañía respondió con una risa sorda. «¿Es usted el que llegó a la meta en último
lugar?», preguntó el comandante. «Sí», dijo Alexej. «Y no estaba cansado», dijo el
comandante. «No», respondió Alexej. «Si no estaba cansado, entonces saboteó el
ejercicio a propósito. Catorce días de calabozo por intento de rebelión. Los demás
estaban cansados, así que tienen una disculpa. Su rendimiento en la mina no es nada
del otro mundo, así que está claro que se cansan durante los permisos. Por motivos de
salud la compañía se queda sin permisos durante dos meses».
Antes de ir al calabozo Alexej habló conmigo. Me reprochó que no me
comportara como un comunista y me preguntó con una mirada severa si estaba a
favor del socialismo o no. Le dije que estaba a favor del socialismo pero que eso en el
cuartel de los negros no tenía ninguna importancia, porque aquí los campos estaban
divididos de una forma distinta: de un lado estaban los que habían perdido su propio
destino y del otro los que lo tenían en su poder y hacían con él lo que se les antojaba.
Pero Alexej no estaba de acuerdo conmigo: al parecer la línea divisoria entre el

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socialismo y la reacción pasaba por todas partes; nuestro cuartel no era nada más que
un instrumento para defender al socialismo de sus enemigos. Le pregunté cómo
defendía al socialismo de sus enemigos el chiquillo-comandante, mandándole
precisamente a él, a Alexej, al calabozo durante catorce días y comportándose con la
gente tal como para convertirlos en enemigos jurados del socialismo y Alexej
reconoció que el comandante no le gustaba. Pero cuando le dije que si lo decisivo en
el cuartel fuese la línea divisoria entre el socialismo y la reacción, en ese caso él,
Alexej, no podría estar aquí, me respondió violentamente que su presencia estaba
plenamente justificada. «A mi padre lo metieron en la cárcel por espionaje. ¿Sabes lo
que eso significa? ¿Cómo va a confiar en mí el partido? ¡El partido tiene la
obligación de no confiar en mí!».
Después hablé con Honza; me lamenté (pensando en Lucie) de que ahora no
íbamos a poder salir en dos meses. «No tengas miedo, idiota», me dijo. «Vamos a
salir más que antes».
El alegre sabotaje de la carrera fortaleció en mis compañeros el sentimiento de
solidaridad y despertó en ellos una considerable actividad. Honza formó una especie
de pequeño consejo que empezó a investigar las posibles salidas secretas del cuartel.
A los dos días estaba todo preparado; se reunieron fondos para sobornos; se sobornó a
dos suboficiales de nuestro dormitorio; se encontró un sitio adecuado y se cortó la
cerca de alambre; era un sitio al final del cuartel, donde lo único que había era la
enfermería y las primeras casas del pueblo estaban a sólo cinco metros; en la casa
más cercana vivía un minero al que conocíamos de la galería; mis amigos se pusieron
de acuerdo con él para que dejara la puerta del jardín sin llave; el soldado que se
quería escapar debía llegar disimuladamente hasta la cerca y después no tenía más
que pasar por la abertura y correr cinco metros; en cuanto cruzaba la puerta de la
casa, ya estaba seguro: atravesaba la casa y salía por el otro lado a una calle de los
suburbios.
La salida era, por lo tanto, bastante segura; pero no era posible abusar de ella; si
desaparecieran del cuartel en un mismo día demasiados soldados, su ausencia sería
fácilmente detectable; por eso el consejo que había creado Honza debía regular las
salidas y determinar los turnos en los que cada uno podía irse del cuartel.
Pero antes de que me tocara a mí el turno, todo el invento de Honza se vino abajo.
El comandante llevó a cabo personalmente un control nocturno del dormitorio y
comprobó que faltaban tres soldados. Se dirigió al suboficial (encargado del
dormitorio) que no había informado de la ausencia de los soldados y, como si fuera
sobre seguro, le preguntó cuánto le habían pagado. El suboficial creyó que el
comandante lo sabía todo y ni siquiera trató de negarlo. Honza recibió orden de
presentarse ante el comandante y el suboficial atestiguó en el careo que recibía dinero
de él.
El chiquillo-comandante nos dio jaque mate. Al suboficial, a Honza y a los tres
soldados que habían salido en secreto esa noche, los mandó al tribunal militar. Ni

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siquiera tuve tiempo de despedirme de mi mejor amigo, todo sucedió muy rápido,
durante la mañana, mientras estábamos en la mina; bastante más tarde me enteré de
que todos habían sido condenados por el tribunal, a Honza le metieron un año de
prisión. Hizo formar a la compañía y anunció que el período de prohibición de
permisos se prolongaba otros dos meses y que se establecía el régimen de compañía
de castigo. Y solicitó que instalaran dos torres de vigilancia en las esquinas del
cuartel, reflectores y dos especialistas con perros para la vigilancia.
La intervención del comandante fue tan repentina y el éxito tan completo, que
pensamos que el montaje de Honza había sido denunciado por alguien. No se puede
decir que hubiera demasiados soplones entre los negros; todos, sin distinciones, los
despreciábamos, pero todos sabíamos que era una posibilidad siempre presente,
porque era el medio más eficaz que se nos ofrecía para mejorar nuestras condiciones
de vida, irnos pronto a casa, obtener un buen expediente y salvar, al menos en parte,
nuestras perspectivas de futuro. Nos salvamos (una gran mayoría) de caer en esta
bajeza, de todas la peor, pero no nos salvamos de sospechar con demasiada facilidad
de que otros la cometieran.
También en esta oportunidad la sospecha se extendió rápidamente y se convirtió,
con la velocidad de un alud, en un sentimiento de certeza masiva (a pesar de que la
intervención del comandante se podía explicar por motivos diferentes a la delación) y
con una seguridad incondicionada se concentró en Alexej. Estaba cumpliendo
precisamente sus últimos días de calabozo; claro que bajaba con nosotros a diario a la
mina y, por lo tanto, pasaba todo el tiempo en la galería con nosotros; todos
coincidieron en que era perfectamente posible que («con sus orejas de soplón»)
hubiera oído algo sobre el montaje de Honza.
Al pobre estudiante miope le ocurrían las peores cosas: el encargado de nuestro
grupo de trabajo (uno de nosotros) lo volvió a mandar a las peores tareas;
sistemáticamente se le perdían las herramientas y tenía que pagarlas de su dinero;
tenía que soportar insultos y alusiones y cientos de pequeñas faenas; en la pared de
madera junto a la cual estaba su cama, alguien escribió en grandes letras negras con
grasa: cuidado, rata.
Unos días después de que a Honza y a los otros cuatro implicados se los llevaran
escoltados, pasé una tarde por la habitación de nuestra unidad; estaba vacía y no
había nadie más que Alexej, inclinado haciendo su cama. Le pregunté qué había
pasado para que tuviera que hacer la cama. Me contestó que los muchachos le
deshacían la cama varias veces al día. Le dije que todos estaban convencidos de que
había delatado a Honza. Protestó en tono casi lloroso; él no sabía nada y nunca sería,
dijo, capaz de delatar. «¿Por qué dices que nunca serías capaz de delatar?», dije. «Te
consideras un aliado del comandante. De eso se desprende que estarías dispuesto a
delatar». «¡No soy un aliado del comandante! ¡El comandante es un saboteador!»,
dijo con la voz quebrada. Y me contó la opinión a la que había llegado en el
calabozo, donde tenía la posibilidad de meditar durante mucho tiempo sin que nadie

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lo interrumpiese: Las unidades de soldados negros habían sido creadas por el partido
para las personas a las que no les podía confiar por ahora un arma, pero a las que
quería reeducar. Pero el enemigo de clase nunca duerme y pretende impedir a
cualquier precio que el proceso de reeducación tenga éxito; quiere que los soldados
negros se mantengan en un odio furioso contra el comunismo y puedan servir como
ejército de reserva para la contrarrevolución. La actuación del chiquillo-comandante,
que trata a todos de tal manera que despierta en ellos la cólera, es parte de los planes
del enemigo. Yo no tengo ni idea de la cantidad de sitios en los que se esconden los
enemigos del partido. El comandante es con seguridad un agente del enemigo. Pero
Alexej sabe cuál es su obligación y ha escrito una descripción detallada de las
actividades del comandante. Me quedé asombrado: «¿Qué dices? ¿Qué has escrito
qué? ¿Y a dónde lo mandaste?». Me respondió que había enviado al partido una queja
sobre el comandante.
Salimos de la habitación. Me preguntó si no tenía miedo de que los demás me
vieran con él. Le dije que era un imbécil por hacerme esa pregunta y un imbécil doble
si creía que su carta iba a llegar a su destino. Me contestó que era comunista y que un
comunista tiene que actuar en cualquier circunstancia de tal modo que no tenga que
avergonzarse. Y me volvió a recordar que yo también, aunque expulsado del partido,
soy comunista y que me debería comportar de un modo distinto a como me comporto.
«Como comunistas somos responsables de todo lo que aquí sucede». Me dio risa; le
respondí que la responsabilidad es impensable sin libertad. Me contestó que él se
sentía suficientemente libre como para comportarse como un comunista. Mientras lo
decía, le temblaba la barbilla; aún hoy, después de tantos años, recuerdo aquel
momento y me doy cuenta, con mucha mayor precisión que entonces, de que Alexej
tenía poco más de veinte años, de que era un chiquillo, un muchacho, y que su
destino le iba grande como un traje gigante a un cuerpo pequeñito.
Recuerdo que al poco tiempo de la conversación con Alexej me preguntó Cenek
(precisamente tal como me lo había advertido Alexej), por qué hablaba con esa rata.
Le dije que Alexej era un idiota, pero no una rata; y le expliqué lo que Alexej me
había contado de su carta contra el comandante. A Cenek aquello no le causó ninguna
impresión: «No sé si será idiota», dijo «pero lo que es seguro es que es una rata. El
que es capaz de hacer una declaración pública en contra de su propio padre, es una
rata». No le entendí; él se extrañó de que yo no lo supiese; el propio comisario
político les había enseñado un periódico de hace varios meses en el que venía la
declaración de Alexej: que no tenía nada que ver con su padre, que era un traidor y
que había ensuciado lo más sagrado que había para su hijo.
Esa misma noche en las torres de vigilancia (que habían construido los días
pasados) aparecieron por primera vez los reflectores e iluminaron el oscuro cuartel;
alrededor de la cerca de alambre de espino hacía su recorrido el vigilante con su
perro. Me invadió una enorme nostalgia: estaba sin Lucie y sabía que no la vería
durante dos meses enteros. Le escribí esa noche una larga carta; le escribí que no la

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vería durante mucho tiempo, que no nos dejaban salir del cuartel y que me daba
lástima que me hubiera negado aquello que yo deseaba y que me habría ayudado a
soportar con su recuerdo tantas semanas tristes.
Al día siguiente de echar la carta al buzón estábamos por la tarde en el patio
practicando los indispensables media vuelta, en marcha y cuerpo a tierra. Cumplía las
órdenes recibidas automáticamente y casi no percibía al cabo que daba las órdenes, ni
a mis compañeros que marchaban o se tiraban al suelo; no percibía ni siquiera lo que
nos rodeaba: por tres lados los edificios del cuartel y por el otro la cerca de alambre, a
lo largo de la cual estaba, por fuera, la carretera. A veces pasaba alguien junto a la
alambrada, a veces alguien se detenía (en su mayoría niños, solos o acompañados de
sus padres que les explicaban que detrás de la alambrada estaban los soldaditos
haciendo la instrucción). Todo aquello se había convertido para mí en una
escenografía muerta, como si fueran cuadros pintados sobre una pared (todo lo que
estaba detrás de la alambrada eran cuadros pintados en una pared); por eso no me fijé
en la alambrada hasta que alguien dijo a media voz, mirando hacia allí «¿Qué miras,
guapa?».
Entonces la vi. Era Lucie. Estaba junto a la verja y llevaba puesto el abrigo
marrón, aquel viejo y gastado (se me ocurrió pensar que cuando hicimos las compras
para el verano nos olvidamos de que el verano terminaría y vendrían los fríos) y unos
zapatos de salir, de tacón alto (regalo mío) que no combinaban para nada con el
desastroso estado del abrigo. Estaba inmóvil junto a los alambres y miraba hacia
nosotros. Los soldados comentaban su extraño aspecto de paciente espera, lo
comentaban cada vez con mayor interés y manifestaban en sus comentarios toda la
desesperación sexual de unas personas sometidas contra su voluntad al celibato. El
suboficial se dio cuenta de que los soldados estaban distraídos y en seguida advirtió
el motivo: probablemente sintió con enfado su propia impotencia; no podía echar a la
muchacha de la verja; más allá de la alambrada reinaba una relativa libertad y en
aquel reino sus órdenes no eran válidas. Así que les llamó la atención a los soldados
para que se dejasen de comentarios y elevó el tono de voz y el ritmo de los ejercicios.
Lucie a ratos paseaba, a veces desaparecía totalmente de mi vista, pero luego
volvía otra vez al sitio desde donde me podía ver. Por fin se terminó la instrucción
pero yo no me pude acercar a ella porque nos mandaron a la clase de educación
política; estuvimos oyendo frases sobre el bloque de la paz y los imperialistas y pasó
una hora hasta que pude salir (ya oscurecía) a ver si Lucie seguía junto a la verja;
estaba allí, corrí hacia ella.
Me dijo que no me enfadara con ella, que me quería, que lamentaba que yo
estuviera triste por su culpa. Yo le dije que no sabía cuándo iba a poder verla. Me dijo
que no importaba, que vendría a verme aquí. En ese momento pasaban por allí unos
soldados y nos gritaron alguna guarrada. Le pregunté si no le iba a importar que los
soldados le gritasen cosas. Dijo que no le importaría, que me quería. A través de los
alambres me pasó el tallo de una rosa (sonó la corneta, nos llamaban a formar): nos

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besamos por uno de los agujeritos de la alambrada.

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Lucie me venía a ver a la cerca del cuartel casi todos los días, siempre que yo
tuviera turno de mañana en la mina y pasase la tarde en el cuartel; todos los días
recibía una flor (una vez me las tiró todas el sargento durante una revisión de
maletas) e intercambiaba con Lucie unas pocas frases (frases totalmente
estereotipadas, porque no teníamos realmente nada que decirnos; no
intercambiábamos ideas ni informaciones sino que nos reafirmábamos en lo mismo
que ya nos habíamos dicho muchas veces); además yo no dejaba de escribirle casi a
diario; aquél fue el período más intenso de nuestro amor. Los reflectores de la torre
de vigilancia, los perros que ladraban al anochecer, el chiquillo chulo que mandaba
en todo aquello, nada de eso ocupaba demasiado espacio en mi mente, que estaba
concentrada nada más que en la llegada de Lucie.
En realidad me sentía muy feliz dentro de aquel cuartel vigilado por perros y
dentro de la galería, donde me apoyaba en la barrena que lo hacia temblar todo. Me
sentía contento y orgulloso porque tenía en Lucie una riqueza que no poseía ninguno
de mis compañeros, ni tampoco ninguno de los que nos mandaban; me amaban, me
amaban pública y manifiestamente. Y aunque Lucie no era el ideal amoroso de mis
compañeros, aunque su amor se manifestaba —eso decían— de una forma bastante
extravagante era, pese a todo, el amor de una mujer y despertaba admiración,
nostalgia y envidia.
Cuanto más tiempo pasábamos alejados del mundo de las mujeres, tanto más se
hablaba de las mujeres, con todos los detalles, con todos los matices. Se recordaban
las marcas que cada una tuviera, se dibujaban (a lápiz sobre el papel, con el pico
sobre la tierra, con el dedo en la arena) las líneas de sus pechos y traseros; se discutía
cuál de los traseros de las recordadas y ausentes mujeres tenía una forma más
adecuada; se evocaban con precisión las frases y los suspiros durante el coito; todo
esto se examinaba en nuevas y nuevas versiones, añadiéndole siempre datos
complementarios. Naturalmente, a mí también me preguntaban y mis compañeros
estaban especialmente interesados en lo que yo pudiera decirles, porque a la chica de
la que yo hablaba la veían a diario y podían imaginársela perfectamente y relacionar
su aspecto concreto con mi relato. No podía negarles aquello a mis compañeros, no
podía hacer otra cosa que contarles lo que me pedían; y así les conté acerca de la
desnudez de Lucie, que nunca había visto, de cómo hacía el amor, que yo nunca había
hecho con ella, y ante mí se dibujaba de repente el cuadro detallado y preciso de su
callada pasión.
¿Cómo fue cuando me acosté con ella la primera vez?
Fue en su habitación del internado; se desnudó delante de mí obediente,
entregada, pero haciendo un cierto esfuerzo, porque ella era una chica de la aldea y
yo el primer hombre que la veía desnuda. Y a mí me excitaba hasta la locura
precisamente esa entrega mezclada con timidez; cuando me acerqué a ella, se encogió

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y se tapó el sexo con las manos…
¿Y por qué lleva siempre esos zapatos de tacón?
Les conté que se los había comprado para que anduviera desnuda delante de mí;
le daba vergüenza, pero hacía todo lo que yo le pedía; yo siempre pasaba el mayor
tiempo posible vestido y ella andaba desnuda con aquellos zapatos (¡eso me gustaba
mucho, que ella estuviera desnuda y yo vestido!), iba hacia el armario, donde estaba
el vino, y me lo servía desnuda…
Así que cuando Lucie llegaba hasta la cerca, no la miraba yo solo, sino que
conmigo la miraban por lo menos diez compañeros que sabían perfectamente cómo
hacía el amor Lucie, qué decía y cómo suspiraba en tal situación, y siempre
constataban con gran interés que otra vez tenía puestos los zapatos negros de tacón y
se la imaginaban andando desnuda por la pequeña habitación.
Todos mis compañeros podían acordarse de alguna mujer y compartirla de este
modo con los demás, pero yo era el único que podía, además del relato, ofrecer una
visión de esta mujer; la mía era la única mujer real, viva y presente. La solidaridad
entre compañeros, que me obligó a dibujar con precisión la imagen de la desnudez de
Lucie y de su manera de amar, hizo que mi deseo se concretizara dolorosamente. Las
guarradas de mis compañeros, cuando comentaban la llegada de Lucie, no me
ofendían en lo más mínimo; nadie me la podía quitar (la defendían de todos, de mí
también, la alambrada y los perros); pero en cambio todos me la daban; todos me
agudizaban su excitante imagen, todos la dibujaban junto conmigo y aumentaban su
demencial atractivo; yo me entregué a mis compañeros y todos juntos nos entregamos
a desear a Lucie. Y cuando iba a verla junto a la cerca, sentía que me estremecía; era
incapaz de hablar de puro deseo; no podía comprender que hubiera salido con ella
durante medio año, como un tímido estudiante, sin ver en ella a una mujer; estaba
dispuesto a darlo todo por acostarme una sola vez con ella.
Con esto no quiero decir que mi relación con ella se hubiera vuelto más basta,
más hosca, que hubiera perdido su ternura. No, diría que fue la única vez en mi vida
en la que experimenté un deseo total hacia una mujer, del que participaba todo lo que
hay en mí: el cuerpo y el alma, el deseo y la ternura, la nostalgia y la enloquecida
vitalidad, el ansia por lo impúdico y el ansia de consuelo, el ansia de un momento de
placer y de un abrazo eterno. Estaba inmerso en ello por completo, por completo en
tensión, por completo concentrado y hoy recuerdo aquellos momentos como un
paraíso perdido (un extraño paraíso alrededor del cual hace guardia el vigilante con
su perro y dentro del cual grita sus órdenes el cabo).
Estaba decidido a hacer cualquier cosa para encontrarme con Lucie fuera del
cuartel; me había prometido que la próxima vez «no se me iba a resistir» y que se
encontraría conmigo donde yo quisiera. Esa promesa me la confirmó muchas veces
en nuestras breves conversaciones a través de la cerca. Bastaba con arriesgarse a una
empresa peligrosa.
Lo planeé todo rápidamente. Honza había dejado un plan de huida preciso, que no

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había sido descubierto por el comandante. La cerca seguía cortada sin que se notase y
el acuerdo con el minero que vivía frente al cuartel seguía siendo válido, bastaba con
recordárselo. Claro que el cuartel estaba sometido a una vigilancia perfecta y
resultaba imposible salir de día. Durante la noche, los vigilantes también recorrían el
cuartel con sus perros y los reflectores alumbraban, pero aquello ya se hacía más para
impresionarnos y para satisfacción del comandante que porque alguien sospechase de
que nos fuéramos a escapar; una escapada descubierta significaba el tribunal militar,
el riesgo era demasiado grande. Precisamente por eso me dije que la huida podía salir
bien.
Ya sólo se trataba de encontrar para mí y para Lucie un refugio adecuado, que en
la medida de lo posible no estuviese demasiado lejos del cuartel. Los mineros que
vivían en los alrededores de nuestro cuartel trabajaban en su mayoría en la misma
mina que nosotros y no me fue difícil llegar con uno de ellos (un viudo de cincuenta
años) a un acuerdo (no me costó más de trescientas coronas) para que me prestase su
casa. La casa en la que vivía (una casa gris de una sola planta) se veía desde el
cuartel; se la enseñé a Lucie desde la cerca y le expliqué mi plan; no se puso muy
contenta; me advirtió de que no debería correr semejante peligro por su culpa y al fin
asintió sólo porque no sabía decir que no.
Entonces llegó el día señalado. Comenzó de una forma bastante rara. Nada más
llegar de la mina el chiquillo-comandante nos hizo formar y pronunció uno de sus
frecuentes discursos. Lo más usual era que nos amedrentara con la guerra, que estaba
al caer, y con lo que nuestro Estado les iba a hacer a los reaccionarios (se refería
sobre todo a nosotros). Ésta vez le añadió a su discurso ideas nuevas: el enemigo de
clase había logrado penetrar directamente en el partido comunista; pero los espías y
los traidores debían saber que los enemigos enmascarados recibirían un tratamiento
cien veces peor que aquellos que no ocultaban sus opiniones, porque el enemigo
enmascarado es un perro sarnoso.
«Y a uno de ellos lo tenemos entre nosotros», dijo el chiquillo-comandante e hizo
salir de la fila al chiquillo Alexej. Después sacó del bolsillo unos folios y se los puso
delante de los ojos: «¿Reconoces esta carta?». «La reconozco», dijo Alexej. «Eres un
perro sarnoso. Y además eres un delator y un soplón. Pero los ladridos de un perro
nunca llegan demasiado lejos». Y delante de sus ojos hizo pedazos la carta.
«Tengo para ti otra carta», dijo y le entregó a Alexej un sobre abierto: «¡Léelo en
voz alta!». Alexej sacó el papel del sobre y se quedó callado. «¡Lee!», repitió el
comandante. Alexej callaba. «¿Así que no la vas a leer?», preguntó otra vez el
comandante y, como Alexej seguía en silencio, le ordenó: «¡Cuerpo a tierra!». Alexej
cayó sobre la tierra embarrada. El chiquillo-comandante se quedó un momento de pie
junto a él y ya todos sabíamos que no había otra posibilidad más que el firmes,
cuerpo a tierra, firmes, cuerpo a tierra y que Alexej tendría que caer y levantarse, caer
y levantarse. Pero el comandante no siguió dando órdenes, se dio media vuelta y
empezó a recorrer la primera fila de soldados; controlaba con la mirada sus

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uniformes, llegó hasta el final de la fila (tardó varios minutos) y volvió lentamente
hacia el soldado caído: «Y ahora lee», dijo, y efectivamente: Alexej levantó de la
tierra la mandíbula embarrada, extendió la mano derecha que había estado durante
todo ese tiempo apretando el papel, y tumbado sobre la barriga leyó: «Le
comunicamos que el día quince de octubre de mil novecientos cincuenta y uno ha
sido expulsado del Partido Comunista de Checoslovaquia. Por el Comité
Provincial…». El comandante hizo volver a Alexej a la formación, nos dejó con el
cabo y empezó la instrucción.
Después de la instrucción hubo educación política y alrededor de las seis y media
(ya era de noche) Lucie estaba junto a la cerca; me acerqué a ella y ella me hizo un
gesto de que todo estaba en orden y se fue. Luego vino la cena, el toque de silencio y
nos fuimos a dormir; esperé un rato en mi cama hasta que el cabo (el encargado de
nuestro dormitorio) estuviese dormido. Después me puse las botas y, tal como estaba,
con calzoncillos blancos largos y camisón de dormir, salí de la habitación. Atravesé el
corredor y me encontré en el patio; con la ropa de noche que llevaba, sentía bastante
frío. El sitio por donde pretendía atravesar la alambrada estaba detrás de la
enfermería, lo cuál era estupendo, porque si alguien me veía, podía decir que me
sentía mal e iba a despertar al médico. Pero no me encontré con nadie; di la vuelta a
la enfermería y me agaché a la sombra de sus paredes; el reflector alumbraba
perezoso a un mismo sitio (era evidente que el guardia de la torre había dejado de
tomar en serio su cometido) y el trozo de patio por el que tenía que pasar, estaba a
oscuras ahora ya sólo se trataba de no toparme con el guardián que recorría la
alambrada durante toda la noche; el cuartel estaba en silencio (un silencio peligroso
que me impedía orientarme); me quedé allí durante unos diez minutos hasta que oí el
ladrido del perro; el sonido venía desde atrás, al otro lado del cuartel. Salí corriendo
(serían apenas cinco metros) hasta la cerca de alambre que, gracias a la intervención
de Honza, estaba en esta parte un tanto separada del suelo. Me agaché y pasé por
debajo; ahora ya no podía vacilar; di otros cinco pasos hasta la valla de madera de la
casa del minero; todo estaba en orden, la puerta estaba abierta y me encontré en el
pequeño patio de una casita de una sola planta por cuya ventana (la persiana estaba
baja) se filtraba la luz. Llamé y en seguida apareció junto a la puerta un hombre
enorme que me invitó ruidosamente a pasar. Casi me asusté de aquel alboroto, porque
no era capaz de olvidarme de que estaba apenas a cinco metros del cuartel.
Al cruzar la puerta se entraba directamente en la habitación: me quedé en el
umbral un tanto perplejo: alrededor de una mesa (encima de la cual estaba una botella
abierta) había otros cinco hombres que bebían; al verme se rieron de mi
indumentaria; me dijeron que debía haber pasado frío con aquel camisón y en seguida
me sirvieron un vaso; lo probé: era alcohol diluido; me invitaron a que bebiese y me
tomé el vaso de un trago; empecé a toser; ya había un nuevo motivo para reírse
fraternalmente y para ofrecerme una silla: me preguntaron qué tal me había salido «el
cruce de la frontera» y volvieron a fijarse en mi vestimenta y se rieron llamándome

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«calzones fugitivos». Eran mineros, tenían entre treinta y cuarenta años y
seguramente se reunían aquí con frecuencia; estaban bebiendo, pero no estaban
borrachos; tras la sorpresa inicial (en la que hubo también algo de susto), sentí que su
presencia despreocupada me libraba de mis tribulaciones. Dejé que me sirvieran otro
vaso de aquella bebida extraordinariamente fuerte y de olor penetrante. Mientras
tanto, el dueño de la casa regresó de la habitación contigua trayendo un traje oscuro.
«¿Te quedará bien?», preguntó. Me di cuenta de que el minero era por lo menos diez
centímetros más alto que yo y también bastante más grueso pero dije: «Me tiene que
quedar bien». Me puse los pantalones por encima de los calzones largos y el resultado
era desastroso: para que no se me cayeran me los tenía que sujetar a la cintura con la
mano. «¿No tenéis un cinto?», preguntó mi anfitrión. Nadie tenía. «Por lo menos un
cordel», dije. Apareció un cordel y con su ayuda los pantalones quedaron más o
menos sujetos. Después me puse la chaqueta y los mineros decidieron que me parecía
(no sé por qué) a Charlie Chaplin, y que no me faltaba más que el sombrero hongo y
el bastón. Para darles el gusto, junté los talones, separando las puntas de los pies. Los
pantalones oscuros se fruncían sobre el poderoso empeine de las botas militares; les
gustó mi aspecto y me dijeron que con aquella pinta cualquier mujer haría todo lo que
yo quisiera. Me sirvieron un tercer vaso de alcohol y me acompañaron hasta la
puerta. El minero me dijo que podía llamar a la ventana a cualquier hora de la noche,
cuando quisiera volver a cambiarme de ropa.
Salí a una calle oscura, mal iluminada, del suburbio. Tardé por lo menos diez
minutos en rodear, a la mayor distancia posible, el cuartel y llegar a la calle en donde
me esperaba Lucie. Para llegar hasta allí tuve que pasar junto a la puerta iluminada de
nuestro cuartel; sentí un poco de miedo, pero resultó injustificado: la vestimenta civil
me protegía perfectamente y el soldado que estaba de guardia no me reconoció al
verme, de modo que llegué sin novedades a la casa acordada. Abrí la puerta de la
calle (iluminada por una solitaria farola) y fui siguiendo las instrucciones (no había
estado nunca en la casa y lo único que sabía era lo que me había contado el minero):
las escaleras de la izquierda, primera planta, la primera puerta frente a la escalera.
Llame. Se oyó el sonido de la llave en la cerradura y me abrió Lucie.
La abracé (había llegado alrededor de las seis, cuando el dueño de la casa salía a
trabajar en el turno de noche, y desde aquella hora me esperaba); me preguntó si
había bebido; le dije que sí y le conté cómo había llegado. Me dijo que había estado
todo el tiempo temblando por si me pasaba algo. En ese momento me di cuenta de
que, de verdad, estaba temblando. Le conté cuántas ganas tenía de verla; la tenía entre
mis brazos y sentía que estaba temblando cada vez más. «¿Qué te pasa?», le pregunté.
«Nada», respondió. «Tenía miedo de que te pasara algo», dijo y se libró suavemente
de mi abrazo.
Miré a mi alrededor. Era una habitación pequeña en la que sólo había lo más
indispensable: una mesa, una silla, una cama (una cama ya hecha con la ropa
ligeramente sucia); encima de la cama colgaba no sé qué imagen religiosa; al otro

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lado había un armario y encima del armario frascos de cristal con frutas en conserva
(la única cosa un poco más íntima en toda la habitación) y por encima de todo aquello
alumbraba una bombilla, sola, sin lámpara, que deslumbraba desagradablemente e
iluminaba con nitidez mi figura, cuya triste ridiculez percibía dolorosamente en aquel
momento: la chaqueta enorme, los pantalones sujetos con un cordel, por debajo de los
cuales asomaban las punteras negras de las botas militares y encima de aquello mi
cráneo rapado, que debía relucir a la luz de la bombilla como una luna pálida.
«Lucie, por favor, perdona que haya venido con esta pinta», dije y volví a
explicar el motivo de mi disfraz. Lucie me aseguró que no le importaba, pero yo
(arrastrado por la espontaneidad que produce el alcohol) dije que no podía estar así
delante de ella y me quité rápidamente la chaqueta y el pantalón; pero debajo de la
chaqueta estaba el camisón y los horriblemente largos calzones militares, lo cual era
una vestimenta aún mucho más cómica que la que hasta un momento antes me cubría.
Me acerqué al interruptor y apagué la luz pero la oscuridad no vino a liberarme,
porque a través de la ventana, la luz de la farola iluminaba la habitación. La
vergüenza producida por la ridiculez fue mayor que la producida por la desnudez y
yo me quité rápidamente el camisón y los calzones y me quedé ante Lucie desnudo.
La abracé (volví a sentir que temblaba). Le dije que se desnudara, que se quitara todo
lo que nos separaba. La acaricié por todo el cuerpo y le repetí una y otra vez mi
ruego, pero Lucie dijo que esperara un momento, que no podía, que así de repente no
podía, que no podía tan rápido.
La cogí de la mano y nos sentamos en la cama. Apoyé la cabeza en su regazo y
me quedé un rato tranquilo; y en ese momento me di cuenta de lo improcedente de mi
desnudez (ligeramente iluminada por la sucia luz de la farola); se me ocurrió pensar
que todo había salido precisamente al revés de lo que había soñado; no había una
chica desnuda que le sirviese nada a un hombre vestido, sino un hombre desnudo
apoyado en el regazo de una mujer vestida; me sentí como un Cristo desnudo,
desclavado de la cruz, en brazos de una María plañidera, y al mismo tiempo me
asusté de aquella idea, porque no había venido en busca de consuelo y compasión,
sino de otra cosa muy distinta y volví a insistirle a Lucie, a besarla (en la cara y en el
vestido) tratando de desabrochárselo disimuladamente.
Pero no conseguí nada; Lucie se me volvió a zafar; perdí por completo el impulso
inicial, la confiada impaciencia, agoté de repente todas mis palabras y mis caricias.
Me quedé acostado en la cama, desnudo, estirado e inmóvil y Lucie estaba sentada
junto a mí y me acariciaba con sus manos ásperas la cara. Dentro de mí se iban
extendiendo lentamente el desagrado y la ira. Le recordé a Lucie, para mis adentros,
todos los riesgos que había afrontado para encontrarme hoy con ella; le recordé (para
mis adentros) todos los castigos que me podría costar la excursión. Pero aquéllos eran
sólo reproches superficiales (por eso era capaz de hacérselos —aunque fuera en
silencio— a Lucie). La verdadera fuente de la ira era mucho más profunda (me habría
dado vergüenza contárselo): pensaba en mis miserias, la triste miseria de una

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juventud sin éxito, la miseria de las largas semanas sin satisfacer mis deseos, la
humillante infinitud del ansia insatisfecha; me acordaba del inútil asedio a Marketa,
de la fealdad de la rubia en la segadora y de nuevo el inútil asedio a Lucie. Y tenía
ganas de acusar en voz alta: ¿por qué tengo que ser maduro para todo, como maduro
ser juzgado, expulsado, acusado de trotskista, como persona madura ser enviado a la
mina, pero por qué en el amor no puedo ser una persona madura y debo tragar toda la
humillación de la inmadurez? Odiaba a Lucie, la odiaba aún más porque sabía que me
quería, porque su resistencia era precisamente por eso aún más absurda, más
incomprensible y más inútil y me enloquecía. Al cabo de media hora de empecinado
silencio, volví al ataque. Me tiré encima de ella; utilicé toda mi fuerza, logré
levantarle la falda, arrancarle el sujetador, llegar con la mano a su pecho desnudo,
pero Lucie se resistía cada vez con mayor rabia y (guiada por una fuerza igual de
ciega que la mía) al fin se impuso, saltó de la cama y se quedó de pie junto al
armario.
«¿Por qué te me resistes?», le grité. No supo responderme nada, dijo algo acerca
de que no debía enfadarme, que la perdonase, pero no dio ninguna explicación, no
dijo nada sensato. «¿Por qué te me resistes? ¿Es que no sabes que te quiero? ¡Tú estás
loca!», le grité. «Entonces échame», dijo, siempre pegada al armario. «¡Te voy a
echar, claro que te voy a echar, porque no me quieres, porque te burlas de mí!». Le
dije a gritos que le daba un ultimátum, o se me entregaba o ya no querría verla nunca
más.
Volví a acercarme a ella y la abracé. Ésta vez no se resistió pero se dejó abrazar
como si fuera un ser inerte. «¿Qué te pasa con esa virginidad? ¿Para quién la quieres
conservar?». Se quedó callada. «¿Por qué no hablas?». «Tú no me quieres», dijo.
«¿Cómo que no te quiero?». «No me quieres. Yo pensé que me querías…». Se echó a
llorar.
Me arrodillé ante ella; le besé las piernas, le imploré. Pero ella seguía llorando y
afirmando que yo no la quería.
De repente me dio una rabia feroz. Me pareció que había una fuerza sobrenatural
que me cerraba el camino y que me quitaba siempre de las manos aquello a lo que yo
deseaba dedicar mi vida, lo que anhelaba, lo que me pertenecía, me pareció que era la
misma fuerza que me había quitado el partido y los camaradas y la universidad, que
siempre me lo quitaba todo y siempre así porque sí, sin motivo alguno. Me pareció
que aquella fuerza natural me hacía frente ahora dentro de Lucie y odié a Lucie por
haberse convertido en instrumento de aquella fuerza sobrehumana; le di un golpe en
la cara porque me pareció que no era Lucie sino aquel poder enemigo; le grité que la
odiaba, que ya no quería verla, que ya no quería verla nunca, que ya no quería verla
nunca en la vida.
Le tiré su abrigo marrón (lo había dejado sobre el respaldo de la silla) y le grité
que se fuera.
Se puso el abrigo y se fue.

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Y yo me acosté en la cama y tenía el alma vacía y quería llamarla para que
regresara, porque sentía necesidad de ella en el mismo momento en que la estaba
echando, porque sabía que es mil veces mejor estar con Lucie vestida y resistiéndose
que estar sin Lucie; porque estar sin Lucie significaba estar en el abandono absoluto.
Todo eso lo sabía y sin embargo no le dije que volviese.
Durante mucho tiempo estuve desnudo, acostado en la cama de la habitación
prestada, porque era incapaz de imaginarme cómo iba a hacer para encontrarme con
la gente en tal estado, para aparecer en la casita de junto al cuartel, para bromear con
los mineros y responder a sus alegres preguntas desvergonzadas.
Al fin (ya muy entrada la noche) opté por vestirme y salir. Frente a la casa que
abandonaba, alumbraba la farola. Di un rodeo alrededor del cuartel, llamé a la
ventana de la casita (ya no estaba encendida la luz), esperé unos tres minutos, me
quité luego el traje en presencia del minero que bostezaba, le di una respuesta
imprecisa a su pregunta sobre el éxito de mi empresa y me dirigí (otra vez en camisón
y calzones) hacia el cuartel. Estaba desesperado y me daba todo lo mismo. No me fijé
en dónde estaba el guardián, me daba igual hacia dónde alumbrase el reflector. Pasé
por debajo de la cerca y me dirigí tranquilamente hacia mi dormitorio. Cuando estaba
precisamente junto a la pared de la enfermería oí: «¡Alto!». Me detuve. Me iluminó
una linterna. Oí el gruñido del perro.
«¿Qué está haciendo?».
«Vomito, camarada sargento», le respondí apoyándome con la mano en la pared.
«¡Pues dese prisa!», contestó el sargento y siguió su recorrido con el perro.

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Esa noche llegué a la cama sin más complicaciones (el cabo dormía
profundamente) pero no tuve manera de dormirme, de modo que me alegré cuando la
desagradable voz de la guardia (gritando: «¡Diana!») puso fin a una mala noche. Metí
los pies dentro de las botas y corrí a los lavabos para echarme encima un poco de
refrescante agua fría. Cuando regresé me encontré junto a la cama de Alexej a un
grupo de compañeros a medio vestir, que se reían en voz baja. En seguida me di
cuenta de qué se trataba: Alexej (boca abajo, la cabeza bajo la almohada, tapado con
la manta) dormía como un tronco. Inmediatamente me acordé de Franta Petrasek, que
una vez, después de una bronca con el sargento de su compañía, se hizo por la
mañana el dormido de tal manera que lo fueron a despertar tres superiores y los tres
sin resultado; al final lo tuvieron que sacar con cama y todo al patio y hasta que no
sacaron la manguera contra incendios, no se empezó a frotar los ojos. Sólo que en el
caso de Alexej no era posible pensar en ningún tipo de resistencia y su profundo
sueño no podía deberse más a que a su debilidad física. Por el pasillo se acercaba el
cabo (el encargado de nuestro dormitorio) trayendo una enorme olla con agua;
alrededor de él había unos cuantos soldados de nuestro pelotón que sin duda lo
habían incitado para repetir este antiquísimo y estúpido chiste del agua, que tan bien
le sienta a todos los cerebros de los suboficiales de todas las épocas y de todos los
regímenes. Me irritó la emocionante coincidencia de pareceres entre los soldados y el
suboficial (tan despreciado en otras oportunidades); me irritó que el odio común
contra Alexej borrase todas las cuentas pendientes entre él y ellos. Era evidente que
las palabras pronunciadas el día anterior por el comandante acusando a Alexej de
soplón las habían interpretado todos de acuerdo con sus propias sospechas y habían
sentido una repentina oleada de cálida aprobación por la crueldad del comandante.
Además ¿no es mucho más cómodo coincidir con el comunista poderoso en el odio al
impotente, que coincidir con el comunista impotente en el odio al poderoso? Se me
subió a la cabeza una rabia ciega contra todos los que me rodeaban, contra esa
capacidad de creer irreflexivamente en cualquier acusación, contra aquella crueldad
con la que pretendían enderezar rápidamente su propio orgullo maltrecho y me
acerqué al cabo y a su grupito. Llegué hasta la cama y dije en voz alta: «¡Alexej,
levántate, idiota!».
En ese momento alguien me retorció el brazo desde atrás y me obligó a ponerme
de rodillas. Miré y vi que era Pavel Pekny. «¿Por qué tienes que estropearlo, rojo?»,
me dijo con odio. Me solté y le di una bofetada. Nos hubiéramos puesto a pelear, pero
los demás nos hicieron callar en seguida, porque temían que Alexej se despertase
antes de tiempo. Además ya había llegado el cabo con la olla. Se colocó justo encima
de Alexej y gritó «¡Diana!…» y al mismo tiempo le echó encima toda el agua que
había en el recipiente, por lo menos diez litros.
Y ocurrió una cosa extraña: Alexej permaneció inmóvil, igual que antes. El cabo

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no supo qué hacer durante un momento y después gritó: «¡Soldado, firme!». Pero el
soldado no se movía. El cabo se inclinó hacia él y lo sacudió (la manta estaba
empapada y empapada estaba también la cama y las sábanas que goteaban sobre el
piso). Yo conseguí darle la vuelta al cuerpo de Alexej, de modo que pudimos ver su
cara: estaba hundida, pálida, inmóvil.
El cabo gritó: «¡Médico!». Nadie se movió, todos miraban a Alexej con su
camisón empapado y el cabo volvió a gritar: «¡Médico!» y señaló a un soldado que
inmediatamente salió a todo correr.
Alexej seguía acostado y sin moverse, estaba más delgado y con un aspecto más
enfermizo que nunca, mucho más joven, estaba como un niño, sólo que tenía los
labios cerrados como los niños no suelen tenerlos y goteaba. Alguien dijo:
«Llueve…».
Después llegó el médico, cogió a Alexej de la muñeca y dijo: «Sí, claro».
Después le quitó la manta mojada, de modo que quedó ante nosotros en toda su
(pequeña) estatura y se veían los calzones largos mojados, de los que salían los pies
descalzos. El doctor echó una mirada alrededor y cogió de la mesa de noche dos
frascos; los miró (estaban vacíos) y dijo: «Esto habría bastado para dos». Después
sacó de la cama más próxima la sábana y tapó con ella a Alexej.
Con todo aquello nos retrasamos, así que tuvimos que desayunar a toda prisa y a
los tres cuartos de hora ya estábamos bajando a la galería. Y después terminó nuestro
turno y hubo otra vez instrucción y otra vez educación política y canto obligatorio y
limpieza y toque de silencio y a acostarse y yo pensaba en que Stana ya no estaba, mi
mejor amigo, Honza, ya no estaba (ya nunca más lo vi y lo único que oí es que
después de la mili consiguió escaparse a Austria atravesando la frontera) y que Alexej
tampoco estaba; que había asumido su desatinado papel ciegamente y con coraje y
que no era culpa suya que de repente ya no supiera seguirlo representando, que no
hubiera sabido permanecer humilde y pacientemente con la máscara del escarnio en
la fila, que ya no tuviera fuerzas; no era mi amigo, me distanciaba de él la tenacidad
de su fe, pero por los avatares de su destino era de todos el más próximo a mí; me dio
la impresión de que en la forma que eligió para morir había un reproche escondido,
dirigido hacia mí, como si me hubiera querido dejar el recado de que cuando el
partido aparta a alguien de sus filas, esa persona ya no tiene un motivo para vivir. De
pronto sentí como una culpa propia el no haberlo querido, porque ahora estaba
indefectiblemente muerto y yo nunca había hecho nada por él, aunque yo era el único
que hubiera podido hacer aquí algo por él.
Pero no sólo perdí a Alexej y perdí la irrecuperable posibilidad de salvar a un
hombre; tal como lo veo hoy a la distancia, perdí también en aquel momento el cálido
sentimiento de solidaridad hacia mis negros compañeros y con ello también la última
posibilidad de reavivar plenamente mi entumecida confianza en la gente. Comencé a
dudar del valor de nuestra solidaridad, cuyos únicos motivos eran la presión de las
circunstancias y el instinto de supervivencia, que nos convertía en un grupo

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compacto. Y comencé a darme cuenta que nuestro grupo negro era capaz de perseguir
a una persona (de mandarla al destierro y a la muerte), exactamente igual que aquel
otro grupo de gente en la sala de entonces y, probablemente, igual que cualquier otro
grupo de gente.
En aquellos días me sentía como si a mí me estuviese atravesando un desierto, era
un desierto dentro del desierto y tenía ganas de llamar a Lucie. De repente no podía
entender por qué había deseado tan enloquecidamente su cuerpo; ahora me parecía
que quizás no era en absoluto una mujer corporal, sino sólo una transparente columna
de calor, que camina por el reino del frío infinito, una columna de calor que se aleja
de mí, que he apartado de mi lado.
Y llegó el día siguiente y yo, después del turno en la mina, mientras hacíamos
instrucción, no apartaba los ojos de la valla, esperando que viniera; pero junto a la
valla no se detuvo más que una vieja, que le enseñó quiénes éramos a un niño
embadurnado. Y por la noche escribí una carta, larga y lastimera, y le pedía a Lucie
que volviera, que tenía que verla, que ya no quería nada de ella, sólo que estuviera,
que pudiera yo verla y saber que estaba conmigo, que estaba, que era…
Como para escarnio, de pronto mejoró la temperatura, el cielo estaba azul y el
mes de octubre se puso precioso. Las hojas de los árboles eran de colores y la
naturaleza (la mísera naturaleza de Ostrava) festejaba la despedida del otoño con un
éxtasis enloquecido. No podía dejar de considerarlo un escarnio porque no llegaba
ninguna respuesta a mis desesperadas cartas y junto a la alambrada únicamente se
detenían (bajo un sol provocativo) gentes horriblemente ajenas. Al cabo de unas dos
semanas recibí devuelta una de mis cartas; la dirección estaba tachada y con un lápiz
de tinta habían añadido: el destinatario cambió de domicilio.
Me quedé horrorizado. Desde mi último encuentro con Lucie me había repetido
mil veces a mí mismo todo lo que entonces le dije y lo que ella me dijo a mí, cien
veces me maldije y cien veces me justifiqué ante mí mismo, cien veces me convencí
de que había perdido a Lucie para siempre y cien veces me convencí de que Lucie me
comprendería y sabría perdonarme. Pero la nota del sobre sonaba como una condena.
Era incapaz de controlar mi intranquilidad y al día siguiente hice una locura. Digo
locura, pero en realidad no fue nada más peligroso que mi anterior huida del cuartel,
de modo que el calificativo de locura es más bien producto de su posterior fracaso
que del riesgo. Sabía que Honza lo había hecho antes que yo, cuando estuvo liado con
una búlgara cuyo marido trabajaba por las mañanas. Así que lo imité: llegué por la
mañana con los demás a la galería, cogí la contraseña, la lámpara, me manché la cara
de hollín y me despisté disimuladamente, corrí al internado de Lucie y le pregunté a
la portera. Me enteré de que Lucie se había ido hacía unos catorce días con un
maletín en el que metió todas sus pertenencias; nadie sabe a dónde fue, no le dijo
nada a nadie. Me asusté: ¿no le habrá pasado nada? La portera me miró e hizo un
gesto despectivo con la mano: «Qué va, estas eventuales suelen hacerlo. Llegan, se
van, no le dicen nada a nadie». Fui hasta su empresa y pregunté en el departamento

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de personal; pero no averigüé nada más. Anduve dando vueltas por Ostrava y regresé
a la mina al final del turno, para mezclarme con mis compañeros que salían del pozo;
pero seguramente se me escapó algo del método que empleaba Honza para este tipo
de fugas; me descubrieron. A las dos semanas estaba ante un tribunal militar; me
cayeron diez meses por deserción.
Sí, fue aquí, en el momento en que perdí a Lucie, donde en realidad comenzó esa
larga época de desesperanza y vacío, en cuya imagen se me convirtió por un
momento el turbio escenario periférico de mi ciudad natal, a la que he venido a hacer
una breve visita. Sí, a partir de aquel instante comenzó todo: durante los diez meses
que pasé en la cárcel se murió mi madre y yo ni siquiera pude asistir al entierro.
Luego regresé a Ostrava con los negros y estuve otro año entero en el servicio. En esa
época firmé el compromiso de quedarme, después de la mili, tres años trabajando en
las minas, porque corrió la noticia de que los que no firmasen se quedarían en el
cuartel algún año más. Así que seguí de minero otros tres años, ya de civil.
No me gusta recordar aquello, no me gusta hablar de aquello y además me resulta
antipático que se jacten ahora de su destino quienes como yo fueron desahuciados por
el propio movimiento en el que creían. Sí, claro, hubo una época en que yo también
hice de mi destino de paria algo heroico, pero era una arrogancia injustificada. Con el
tiempo no tuve más remedio que reconocer que no había ido a parar a los negros por
haber luchado, por mi propio coraje, por haber mandado a mi idea a combatir con
otras ideas; no, mi caída no fue producto de ningún drama real, fui más bien objeto
que sujeto de mi historia y no tengo por lo tanto (si no quiero considerar al
sufrimiento, a la tristeza o incluso a la falta de sentido, como un valor) de qué
enorgullecerme.
¿Y Lucie? Sí, claro: pasé quince años sin verla y durante mucho tiempo ni
siquiera supe nada de ella. Cuando volví de la mili oí que probablemente estaba en
Bohemia occidental. Pero para entonces ya no la buscaba.

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CUARTA PARTE - JAROSLAV

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1
Veo un camino que recorre los campos. Veo la tierra de ese camino, marcada por
las estrechas ruedas de los carros de los campesinos. Y veo los linderos a lo largo de
ese camino, linderos con una hierba tan verde que soy incapaz de contenerme y
acaricio sus suaves ondulaciones.
Los campos de los alrededores son campitos pequeños, nada de campos
cooperativos unificados. ¿Qué? Éste paisaje por el que atravieso no es un paisaje del
presente. ¿Qué paisaje es entonces?
Sigo y ante mí aparece en el lindero un rosal silvestre. Está repleto de pequeñas
rositas. Me detengo y soy feliz. Me siento bajo el árbol en el césped y al rato me
acuesto. Siento que mi espalda se apoya en la tierra, de la que brota el césped. La
toco con la espalda. La sostengo con la espalda y le pido que no tema ser pesada y
hacerme sentir todo su peso.
Luego oigo las pisadas de unos cascos. A lo lejos aparece una nube de polvo. Se
va acercando y al mismo tiempo se aclara y se hace menos densa. Emergen de ella
unos jinetes. Montados en los caballos van unos jóvenes con uniformes blancos. Pero
cuanto más se acercan, más se nota la negligencia con que llevan los uniformes.
Algunas chaquetillas están abrochadas y en ellas relucen los botones dorados, algunas
están desabrochadas y algunos jóvenes van en camisa. Unos llevan gorro y los otros
van con la cabeza descubierta. ¡Oh, no, no son soldados, son desertores, bandoleros!
¡Es nuestra cabalgata! Me levanté de la tierra y miré hacia ellos. El primer jinete sacó
el sable y lo alzó. La cabalgata se detuvo.
El hombre del sable en alto se inclinó ahora hacia el cuello del caballo y me miró.
«Sí, soy yo», digo.
«¡El rey!», dice el hombre con admiración. «Te reconozco».
Incliné la cabeza, feliz de que me reconocieran. Andan por aquí desde hace tantos
siglos y me reconocen.
«¿Qué tal vives, rey?», pregunta el hombre.
«Tengo miedo, amigos», dije.
«¿Te persiguen?».
«No, pero es peor que una persecución. Se prepara algo en mi contra. No
reconozco a la gente que me rodea. Entro a casa y dentro hay otra habitación distinta
y otra mujer y todo es distinto. Creo que me he confundido, salgo corriendo ¡pero
desde fuera es mi casa! Desde fuera mío, desde dentro extraño. Y eso se repite vaya a
donde vaya. Está ocurriendo algo que me da miedo, amigos».
El hombre me preguntó: «¿Aún sabes montar?». Hasta ese momento no me había
dado cuenta de que al lado de su caballo hay otro caballo con montura pero sin jinete.
El hombre me lo señaló. Metí el pie en el estribo y monté. El caballo dio un tirón
pero yo ya estoy firmemente sentado y aprieto con placer su lomo con las rodillas. El
hombre saca del bolsillo un pañuelo rojo y me lo entrega: «¡Cúbrete la cara para que

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no te reconozcan!». Me cubrí la cara y de repente me quedé ciego. «El caballo te
guiará», dice la voz del hombre.
La cabalgata se puso en marcha. Sentía a ambos lados a los jinetes trotando.
Tocaba con mis muslos los muslos de ellos y oía el piafar de sus caballos. Cerca de
una hora fuimos así, un cuerpo junto al otro. Luego nos detuvimos. La misma voz de
hombre vuelve a dirigirse a mí: «¡Ya hemos llegado, rey!».
«¿A dónde hemos llegado?», pregunto.
«¿No oyes el rumor del gran río? Estamos a la orilla del Danubio. Aquí estamos
seguros, rey».
«Sí», digo. «Siento que estoy seguro. Quisiera quitarme el pañuelo».
«No es posible, rey, aún no. No necesitas para nada tus propios ojos. Los ojos no
harían más que engañarte».
«Pero yo quiero ver el Danubio, es mi río, mi río, madre ¡quiero verlo!».
«No necesitas tus ojos, rey. Te lo contaré todo. Es mucho mejor. Alrededor
nuestro hay una llanura inmensa. Prados. De cuando en cuando hay algunas matas, de
cuando en cuando se yergue una pértiga de madera, la palanca de un pozo de agua.
Pero nosotros estamos en los pastizales de junto al río. A poca distancia de nosotros
el pasto se convierte en arena, porque en esta zona el río tiene el fondo arenoso. Y
ahora baja del caballo, rey».
Descabalgamos y nos sentamos en la tierra.
«Los muchachos están preparando el fuego», oigo la voz del hombre, «el sol ya
se confunde con el lejano horizonte y pronto hará frío».
«Me gustaría ver a Vlasta», digo de repente.
«La verás».
«¿Dónde está?».
«Cerca de aquí. Irás a verla. Tu caballo te llevará hasta ella».
Salté sobre el caballo y pedí que se me permitiera verla de inmediato. Pero una
mano de hombre me cogió por el hombro y me hizo volver a tierra.
«Siéntate, rey. Debes descansar y comer. Mientras tanto te hablaré de ella».
«Cuéntame. ¿Dónde está?».
«A una hora de viaje desde aquí hay una casa de troncos con el techo de madera.
Está rodeada por una cerca de madera».
«Sí, sí», asiento y siento en el corazón una dulce carga, «todo es de madera.
Como tiene que ser. No quiero que en esa casa haya un solo clavo de metal».
«Sí», continúa la voz, «la cerca es de palos de madera que están tan burdamente
trabajados que se puede reconocer la forma original de las ramas».
«Todas las cosas de madera se parecen a un perro o a un gato», digo. «Son más
bien seres vivos que cosas. Me gusta que el mundo sea de madera. Es la única manera
de sentirme en casa».
«Tras la cerca crecen los girasoles, las caléndulas y las dalias y también crece un
viejo manzano. Junto al umbral de la casa está ahora mismo Vlasta».

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«¿Cómo está vestida?».
«Lleva una falda de lino, un poco sucia porque vuelve del establo. Lleva en la
mano un cubo de madera. Está descalza. Pero es hermosa porque es joven».
«Es pobre», digo, «es una chiquilla pobre».
«Sí, pero al mismo tiempo es una reina. Y como es la reina, tiene que estar
escondida. Ni siquiera tú puedes ir a verla, para que no la descubran. La única manera
de la que puedes llegar es tapado con el pañuelo. El caballo te llevará hasta ella».
El relato del hombre era tan bello que me invadió una dulce fatiga. Estaba
tumbado sobre el césped, oyendo la voz, luego la voz calló y sólo se oyó el murmullo
del agua y los estallidos del fuego. Era tan bello que tenía miedo de abrir los ojos.
Pero no había nada que hacer. Sabía que ya era hora y tenía que abrirlos.

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2
Debajo de mí estaba el colchón, sobre una cama de madera barnizada. No me
gusta la madera barnizada. Tampoco me gustan las barras de metal dobladas que
sostienen a la cama. Encima de mí cuelga del techo una bola de cristal rosado con tres
franjas blancas. Esa bola tampoco me gusta. Ni el aparador de enfrente, detrás de
cuyos cristales están expuestos otros muchos cristales innecesarios. Lo único que hay
de madera es el armonio negro que está en el rincón. Era de papá. Papá murió hace un
año.
Me levanté de la cama. No me sentía descansado. Era viernes por la tarde, dos
días antes de la Cabalgata de los Reyes. Todo dependía de mí. Es que todo lo que
tiene algo que ver con el folklore en esta provincia depende siempre de mí. Catorce
días hace que no duermo bien, por culpa de las preocupaciones, las discusiones, lo
que falta por conseguir, lo que está aún por hacer.
Vlasta entró en la habitación. A menudo pienso que debería engordar. Las
mujeres gordas suelen ser amables. Vlasta es delgada y tiene ya en la cara muchas
arrugas pequeñas. Me preguntó si no me había olvidado de pasar por el tinte al volver
del colegio. Me olvidé.
«Ya me lo imaginaba», dijo y me preguntó si hoy por fin me iba a quedar en casa.
Tuve que decirle que no. Dentro de un rato tengo una reunión en la ciudad. En el
gobierno provincial. «Me prometiste que harías los deberes con Vladimir». Encogí
los hombros. «¿Y quién va a estar en la reunión?». Empecé a decirle los nombres de
los participantes y Vlasta me interrumpió: «¿Hanzlikova también?». «Sí», dije. Vlasta
puso cara de ofendida. La bronca ya estaba a punto. Hanzlikova tenía mala fama. Se
sabía que se había acostado con medio mundo. No es que Vlasta sospechara de que
yo hubiera tenido algo que ver con la señora Hanzlikova, pero la simple mención de
su nombre la disgustaba. Sentía desprecio por las reuniones en las que participaba
Hanzlikova. No se podía hablar del tema con ella —así que opté por desaparecer de
casa.
En la reunión pasamos revista a los últimos preparativos para la Cabalgata de los
Reyes. Estaba todo fatal. El ayuntamiento está empezando a escatimarnos el dinero.
Hasta hace unos pocos años apoyaba los festejos folklóricos con grandes sumas. Hoy
somos nosotros los que tenemos que apoyar al ayuntamiento. ¡La Unión de la
Juventud ya no le interesa a los jóvenes, dejémosle la organización de la Cabalgata, a
ver si así consiguen atraerlos! Lo que se sacaba de la Cabalgata se utilizaba antes para
apoyar a otros acontecimientos folklóricos menos productivos, ahora quieren que el
dinero sea para la Unión de la Juventud, para que se lo gaste como quiera. Le
pedimos a la policía que durante la Cabalgata de los Reyes cerrara la carretera al
tráfico. Pero precisamente hoy hemos recibido una respuesta negativa. Parece que no
se puede cerrar el tráfico por la Cabalgata de los Reyes. ¿Pero qué cabalgata va a ser
ésta, si los caballos van a andar desbocados en medio de los coches? No hay más que

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preocupaciones.
La reunión duró hasta casi las ocho. En la plaza he visto a Ludvik. Iba por la
acera de enfrente en dirección contraria a la mía. Casi me asusté. ¿Qué está haciendo
aquí? Después vi su mirada que se fijó un instante en mí y se apartó rápidamente.
Hizo como que no me veía. Dos viejos amigos. ¡Ocho años juntos en el mismo
pupitre! ¡Y ahora hace como que no me ve!
Ludvik fue la primera grieta en mi vida. Y ahora ya me voy haciendo a la idea de
que mi vida es una construcción muy poco firme. Hace poco estuve en Praga y fui a
ver uno de esos pequeños teatros que empezaron a aparecer de repente en los años
sesenta y se hicieron en seguida muy populares porque los dirigía gente joven, con
estilo estudiantil. La trama de la obra no era demasiado interesante, pero las
canciones eran graciosas y tocaban buen jazz. De repente los músicos de jazz se
pusieron unos gorros con plumas, como los que usamos aquí con el traje típico y
empezaron a imitar a un conjunto folklórico. Chillaban, gritaban, imitaban nuestros
movimientos de baile y nuestro gesto típico de levantar el brazo… No duró más de
dos minutos, pero el público se moría de risa. Yo no me podía creer lo que estaba
viendo. Hace sólo cinco años nadie se hubiese atrevido a mofarse de nosotros. Y
nadie se hubiera reído. Y ahora damos risa.
¿Cómo es posible que de repente demos risa?
Y Vladimir. Ése sí que me ha dado un buen disgusto en estas últimas semanas. El
comité del gobierno provincial lo propuso a la Unión de la Juventud para que lo
eligieran rey para este año. Desde siempre la elección del rey significa un honor para
el padre. Y este año el honor debía ser para mí. Querían recompensarme, nombrando
a mi hijo, por todo lo que he hecho aquí por el arte popular. Pero Vladimir se resistía.
Se disculpaba como podía. Dijo que quería ir el domingo a Brno a ver una carrera de
motos. Después llegó a decir que les tenía miedo a los caballos. Y al final dijo que no
quería hacer de rey por orden de la superioridad. Que no quería ningún enchufe.
Cuántos malos tragos he tenido que pasar por culpa de eso. Es como si quisiera
borrar de su vida todo lo que pudiera recordarle mi vida. Nunca quiso ir al grupo
infantil de coros y danzas que se organizó por iniciativa mía en nuestro conjunto.
Desde pequeño ya ponía excusas. Decía que no tenía oído para la música. Y sin
embargo tocaba bastante bien la guitarra y se juntaba con sus compañeros a cantar
canciones americanas.
Claro que Vladimir sólo tiene quince años. Y me quiere. Es un chico sensible.
Hace unos días estuvimos hablando los dos solos y me parece que me comprendió.

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3
Lo recuerdo perfectamente. Yo estaba sentado en la sillita giratoria y Vladimir
enfrente de mí en el sofá. Yo me apoyaba con el codo sobre la tapa cerrada del
armonio, mi instrumento preferido. Lo he oído sonar desde la infancia. Mi padre lo
tocaba a diario. Sobre todo canciones populares con unas armonizaciones muy
sencillas. Es como si oyese el murmullo lejano de las fuentes. Si Vladimir quisiese
entender esto. Si quisiese entenderlo.
La nación checa casi dejó de existir en los siglos XVII y XVIII. En el siglo XIX
volvió en realidad a nacer. Entre las viejas naciones europeas era como un niño. Es
verdad que tenía también un pasado glorioso, pero estaba separada de él por un foso
de doscientos años, durante los cuales el idioma checo desapareció de las ciudades y
se refugió en el campo, como patrimonio exclusivo de los analfabetos. Aun allí, no
dejó de crear su propia cultura. Una cultura modesta y totalmente oculta a los ojos de
Europa. Una cultura de canciones, cuentos, costumbres ceremoniales, refranes y
dichos. Y sin embargo, era la única estrecha pasarela que atravesaba aquel foso de
doscientos años.
La única pasarela, el único puentecillo. El único tronquito de tradición
ininterrumpida. Y quienes comenzaron a dar forma, en el umbral del siglo XIX, a la
nueva literatura checa, la injertaron precisamente en él. Por eso los primeros poetas y
músicos checos recopilaban con tanta frecuencia cuentos y canciones. Por eso sus
primeras tentativas poéticas eran a menudo sólo paráfrasis de la poesía y la melodía
popular.
Vladimir, si comprendieses esto. Tu papá no es sólo un extraño hincha del
folklore. Puede que también sea un poco hincha, pero lo que persigue es algo más
profundo. En el arte popular oye circular una savia sin la cual la cultura checa se
secaría.
Es un amor que empezó durante la guerra. Nos querían demostrar que no tenemos
derecho a la existencia, que no somos más que alemanes que hablan en checo.
Tuvimos que demostrarles que existíamos y existimos. Todos nos remitimos entonces
a las fuentes. Ad fontes. Al arte popular.
Yo tocaba en aquella época el contrabajo en un pequeño conjunto de jazz en el
colegio. Y una vez me vino a ver el presidente del círculo moravo. Que teníamos que
volver a formar una orquesta folklórica. Que era nuestro deber patriótico.
¿Quién hubiera podido negarse? Yo fui a tocar el violín.
Despertamos a las canciones populares de su sueño letal. Los patriotas que
recopilaron en el siglo XIX el arte popular, lo salvaron cuando ya estaba a punto de
desaparecer. La civilización desalojaba rápidamente al folklore. Y a finales de siglo
aparecieron los círculos etnográficos para tratar de que el arte popular saliera de los
cancioneros y volviese a la vida. Primero en las ciudades. Después también en el

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campo. Y sobre todo en nuestra región. Se organizaban fiestas populares, las
Cabalgatas de los Reyes, se apoyaba a los conjuntos populares. Fue un gran esfuerzo,
pero no hubiera dado resultados. Los folkloristas no eran capaces de reanimar con la
misma rapidez con la que la civilización era capaz de enterrar. La guerra nos dio una
nueva fuerza. En el último año de la ocupación organizaron en nuestro pueblo la
Cabalgata de los Reyes. En la ciudad había un cuartel y en las aceras, entre el
público, había también oficiales alemanes. Nuestra Cabalgata se convirtió en una
manifestación. Un pelotón de muchachos vestidos de gala, con sables y a caballo. La
imbatible caballería checa. Un mensaje desde las profundidades de la historia. Todos
los checos lo entendían así y les brillaban los ojos. Yo tenía entonces quince años y
me eligieron rey. Iba en medio de dos pajes y tenía la cara tapada. Y estaba orgulloso.
Mi padre también estaba orgulloso, sabía que me habían elegido rey en honor suyo.
Era un maestro rural, un patriota, todos lo querían.
Creo, Vladimir, que todas las cosas tienen su sentido propio. Creo que el destino
de cada persona está unido al de las demás por la argamasa de la sabiduría. Veo un
cierto simbolismo en que te hayan elegido rey a ti este año. Me siento orgulloso como
hace veinte años. Más orgulloso. Porque en tu persona quieren honrarme a mí. Y yo
valoro ese honor, por qué iba a negarlo. Quiero traspasarte mi reino. Y que tú lo
aceptes.
Creo que me ha comprendido. Me prometió que aceptaría la elección de rey.

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4
Si comprendiera lo interesante que es. No soy capaz de imaginarme nada más
interesante. Nada más emocionante.
Por ejemplo esto. Los musicólogos de Praga afirmaron durante mucho tiempo que
las canciones populares europeas provienen del barroco. En las orquestas de los
palacios tocaban músicos que eran del campo y llevaban después la musicalidad de la
cultura palaciega a la vida campesina. De modo que la canción popular no es, decían,
una manifestación artística autónoma. Proviene de la música artificial.
Pero da lo mismo como hayan ocurrido las cosas en Bohemia. Las canciones que
cantamos en Moravia no se pueden explicar a partir de la música artificial, por mucho
que se intente. Aunque sólo sea por la tonalidad. La música artificial barroca estaba
escrita en modos mayores y menores. ¡Pero nuestras canciones se cantan en modos
con los que las orquestas de palacio ni siquiera soñaron!
Por ejemplo el lidio. El que tiene una cuarta justa. Despierta siempre en mí la
nostalgia de los idilios pastorales antiguos. Veo al pagano Pan y oigo su flauta. Mira:

La música barroca y clásica respetaba con fanatismo la ordenación de la séptima


mayor. El único camino que conocía para llegar a la tónica era el de la disciplinada
nota sensible. A la séptima menor, que iba hacia la tónica desde abajo, a través de una
segunda mayor, le tenía pavor. Y a mí lo que me gusta de nuestras canciones
populares es precisamente esa séptima menor, tanto la eólica como la dórica o la
mixolidia. Por su melancolía y su carácter sombrío. Y también porque se niega a
apresurarse irreflexivamente para llegar al tono básico, con el cual todo termina, la
canción y la vida:

Son canciones de unos modos tan particulares que no es posible identificarlos con
ninguno de los llamados modos religiosos. Me dejan totalmente perplejo:

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Las canciones moravas son, tonalmente, de una diversidad inimaginable. Su
estructura mental resulta enigmática. Comienzan en modo menor, terminan en mayor,
vacilan entre varios modos. Con frecuencia, cuando las tengo que armonizar, no sé
cómo interpretar sus modos.
Y de la misma manera en que son ambiguas tonalmente, también lo son en cuanto
al ritmo. En especial las que no son bailables, las que se alargan. Bartok les llamaba
parlantes. Su ritmo no se puede escribir en nuestro sistema de anotación. O, por
decirlo de otro modo, desde el punto de vista de nuestro sistema de anotación, todos
los cantantes populares cantan sus canciones de una forma imprecisa e incorrecta en
cuanto al ritmo.
¿Cómo explicarlo? Leos Janacek decía que la complejidad y la inaprehensibilidad
del ritmo eran producto de los diversos estados de ánimo momentáneos del cantor.
Dependían según él del sitio donde se cantara, del momento en que se cantara y del
estado de ánimo con que se cantara. El cantante popular —decía— reacciona con su
canto al color de las flores, a los vientos y al espacio en el paisaje.
¿Pero no es una explicación demasiado poética? Ya en el primer curso de la
facultad, uno de nuestros profesores nos explicó los resultados de un experimento que
había realizado. Hizo cantar a varios intérpretes de canciones populares, cada uno por
su lado, la misma canción rítmicamente inaprehensible. Al medir luego los registros
con aparatos electrónicos totalmente precisos, comprobó que todos la cantaban
exactamente igual.
Por lo tanto, la complejidad rítmica no se debe a la imprecisión, a la imperfección
o al estado de ánimo del cantor. Tiene sus leyes secretas. En determinado tipo de
canción morava, la segunda mitad de la parte es, por ejemplo, siempre una fracción
de segundo más larga que la primera. ¿Y cómo se puede registrar con notas esta
complejidad rítmica? El sistema métrico de la música artificial se basa en la simetría.
La nota entera se divide en dos mitades, la media en dos cuartos, el compás se divide
en dos, tres, cuatro partes iguales. ¿Pero qué se puede hacer con un tiempo que se
divide en dos partes desiguales? Hoy para nosotros lo más complicado es cómo
anotar el ritmo original de las canciones moravas.
Pero aún más difícil es saber de dónde procede esta compleja concepción rítmica.
Un investigador defendió la teoría de que estas canciones alargadas se cantaban
originalmente andando a caballo. En su extraño ritmo permaneció impreso —según

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esto— el paso del caballo y el movimiento del jinete. A otros les pareció más
probable que el modelo original de estas canciones estuviese en el andar acompasado
y lento con el que solían pasear los jóvenes, al atardecer, por la aldea. Otros se
refieren al ritmo lento con el que los campesinos siegan la hierba…
Es posible que todo eso no sean más que hipótesis. Pero hay algo que es seguro.
Nuestras canciones no pueden derivarse de la música barroca. Puede que las checas
sí. Quizás. En Bohemia había un nivel de civilización más elevado, una mayor
relación entre las ciudades y el campo y entre los campesinos y el palacio. En esta
zona oriental también había palacios. Pero el campesinado estaba mucho más alejado
de ellos por su primitivismo. Aquí los campesinos no iban a tocar a ninguna de las
orquestas palaciegas. En esas condiciones se podían conservar en nuestra región las
canciones de las épocas más remotas. Provienen de las distintas fases de su larga y
lenta historia.
Y así, cuando te encuentras cara a cara con nuestra música popular, es como si
ante ti bailase una mujer de las mil y una noches y se fuese quitando un velo tras otro.
Mira. El primer velo. Es de tela basta, estampada con dibujos triviales. Son las
canciones más jóvenes que provienen de los últimos cincuenta, setenta años. Vinieron
de occidente, de Bohemia. Las trajeron las orquestas de instrumentos de viento. Los
maestros se las enseñaron a cantar en el colegio a nuestros hijos. Son en su mayoría
canciones en modo mayor, de tipo europeo occidental corriente, sólo un poco
adaptadas a nuestro ritmo.
Y el segundo velo. Ése ya es mucho más variado. Son canciones de origen
húngaro. Acompañaron a la invasión del idioma húngaro a las regiones eslavas de la
corona de Hungría. Los conjuntos gitanos las difundieron durante el siglo diecinueve
por todo el reino. Quién no las conoce. Las czardas y otras canciones, todas ellas con
el característico ritmo sincopado en la cadencia.
Cuando la bailarina se quita este velo aparece otro. Mira, son las canciones de la
población eslava local, del siglo dieciocho y el diecisiete.
Pero aún más bello es el cuarto velo. Son canciones aún más antiguas. Su edad se
remonta hasta el siglo catorce. En aquella época fueron llegando hasta nosotros por
las cumbres de los Cárpatos desde el este y el sudeste de Valaquia. Pastores. Sus
canciones pastoriles y de bandoleros no saben nada de acordes y armonías. Han sido
pensadas sólo melódicamente, en sistemas de tonos arcaicos. Las flautas le dieron a
su melodía un carácter específico.
Y cuando cae este velo ya no hay debajo de él ningún otro. La bailarina está
completamente desnuda. Son las canciones más antiguas. Su origen está en las viejas
épocas paganas. Se basan en el más antiguo sistema de pensamiento musical. En un
sistema de cuatro tonos, el sistema tetracórdico. Canciones de siega. Las canciones
más íntimamente unidas a las ceremonias de la aldea patriarcal.
La canción popular o la ceremonia popular, son un túnel a través de la historia, en
el que se ha conservado mucho de lo que arriba destruyeron hace ya tanto tiempo las

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guerras, las revoluciones y la civilización despiadada. Es un túnel por el que puedo
ver hasta muy atrás. Veo a Rostislav y a Svatopluk, los primeros príncipes moravos.
Veo al viejo mundo eslavo.
¿Pero por qué hablar sólo del mundo eslavo? Nos rompimos la cabeza tratando de
encontrar el origen del misterioso texto de una canción popular. Se canta en ella algo
sobre el lúpulo, en una especie de relación poco clara con un carro y una cabra.
Alguien va montado sobre un macho cabrío y alguien sobre un carro. Y se elogia al
lúpulo por hacer de las doncellas novias. Ni siquiera los cantores populares que la
cantaban comprendían su texto. Sólo la inercia de una antiquísima tradición había
conservado en la canción una unión de palabras que ya mucho tiempo atrás había
dejado de ser comprensible. Al final descubrimos la única explicación posible: la
festividad de Dioniso en la antigua Grecia. El sátiro montado en un macho cabrío y el
dios, empuñando el tyrsos, adornado con lúpulo.
¡La Edad Antigua! ¡No me lo podía creer! Pero luego estudié en la universidad la
historia de la música. La estructura musical de nuestras canciones populares más
viejas coincide efectivamente con la estructura musical de la música de la antigüedad.
El tetracordio lidio, frigio y dórico. La concepción decreciente de las escalas, que
considera tono básico al mayor y no al menor, tal como ocurre en el momento en que
la música empieza a pensar armónicamente. Nuestras canciones más antiguas
pertenecen por lo tanto a la misma época del pensamiento musical que las canciones
que se cantaban en la vieja Grecia. ¡En ellas se conserva el tiempo de la antigüedad!

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5
Hoy durante la cena he estado viendo continuamente los ojos de Ludvik al
apartarse. Y sentí que estoy cada vez más apegado a Vlada. Y de repente me asusté al
pensar si no lo había descuidado. Si había logrado traerlo alguna vez a mi mundo.
Después de cenar se quedó Vlasta en la cocina y yo fui con Vlada a la habitación.
Intenté hablarle de las canciones. Pero no me salía bien. Me sentí como si fuera un
maestro. Me dio miedo de estar aburriéndolo. Claro que Vlada se quedó sentado, con
aspecto de estar escuchando. Siempre ha sido amable conmigo. ¿Pero qué sé yo lo
que hay dentro de esa cabeza suya?
Cuando llevaba bastante tiempo torturándolo con mi charla entró Vlasta a la
habitación y dijo que era hora de dormir. Qué se le va a hacer, ella es el alma de la
casa, su calendario y su reloj.
No vamos a resistirnos, ve, hijo, buenas noches.
Lo dejé en la habitación del armonio. Duerme allí en la cama de los tubos de
metal niquelado. Yo duermo al lado, en la habitación, en la cama de matrimonio junto
a Vlasta. Aún no iré a dormir. Estaría dando vueltas en la cama durante mucho
tiempo y temiendo despertar a Vlasta. Saldré un rato afuera. Hace una noche
agradable. El jardín de la vieja casa de una planta en la que vivimos está lleno de
antiguos perfumes campesinos. Debajo del peral hay un banco.
Maldito Ludvik. Por qué habrá aparecido precisamente hoy. Me da miedo que sea
una mala señal. ¡Mi amigo más antiguo! En este mismo banco nos hemos sentado
tantas veces cuando éramos muchachos. Yo lo quería. Ya desde el primer curso del
bachillerato, cuando lo conocí. Nos daba tres vueltas a todos nosotros juntos, pero
nunca se jactaba. No le hacía caso ni al colegio ni a los profesores y le gustaba hacer
todo lo que estuviera en contra del reglamento del colegio.
¿Por qué nos habremos hecho tan amigos nosotros dos? Debe haber sido el
designio de las hadas. Los dos éramos medio huérfanos. A mí se me murió mi madre
durante el parto. Y cuando Ludvik tenía trece años, se llevaron a su padre, que era
albañil, al campo de concentración y ya nunca lo volvió a ver.
Ludvik era el hijo mayor. Y por aquella época ya era también hijo único, porque
su hermano menor se murió. Así que la madre y el hijo se quedaron solos después de
la detención del padre. No tenían nada. Los estudios de bachillerato salían muy caros.
Parecía que Ludvik tendría que dejar el colegio.
Pero en el último momento llegó la salvación.
El padre de Ludvik tenía una hermana que mucho antes de la guerra había
pescado a un rico constructor de por aquí. Desde entonces casi no se relacionaba con
su hermano el albañil. Pero cuando lo detuvieron, su corazón de patriota comenzó a
arder. Le ofreció a la cuñada ocuparse de Ludvik. No tenía nada más que una hija
medio tonta y Ludvik, con su talento, le producía envidia. No sólo le ayudaban
económicamente sino que empezaron a invitarlo a su casa a diario. Se lo presentaron

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a la crema de la ciudad que se reunía en su casa. Ludvik tenía que demostrarles su
agradecimiento, porque de su ayuda dependían sus estudios. Pero los quería menos
que a un clavo en un zapato. Se llamaban Koutecky y aquel nombre se convirtió para
él en denominación común para todos los engreídos.
La señora Koutecka miraba a su cuñada con desdén. Le reprochaba a su hermano
no haber escogido un mejor partido. Su relación con ella no cambió ni siquiera
después de la detención. Los cañones de su caridad los había apuntado
exclusivamente hacia Ludvik. Veía en él a un heredero de su sangre y deseaba
convertirlo en hijo suyo. La existencia de su cuñada era para ella un lamentable error.
Nunca la invitó a su casa. Ludvik veía aquello y le rechinaban los dientes. Cuántas
veces tuvo ganas de rebelarse. Pero la madre siempre lo convencía, llorando, de que
fuera juicioso.
Precisamente por eso le gustaba tanto venir a nuestra casa. Éramos como
gemelos. Mi padre lo quería casi más que a mí. Le gustaba el entusiasmo que tenía
por su biblioteca y lo bien que conocía sus libros. Cuando empecé a tocar en la
orquesta de jazz del colegio, Ludvik quería tocar conmigo. Se compró un clarinete
barato de segunda mano y en poco tiempo aprendió a tocar bastante bien. Después
tocamos juntos en la orquesta de jazz y fuimos juntos al conjunto folklórico.
Al final de la guerra se casó la hija de los Koutecky. La vieja Koutecka decidió
que la boda tenía que ser espectacular. Quería que detrás de los novios fuesen cinco
pares de jóvenes y doncellas. Le encasquetó la obligación también a Ludvik y le
asignó como compañera a la hijita del farmacéutico local, que tenía once años.
Ludvik perdió todo el sentido del humor. Le daba vergüenza que supiéramos que
tenía que hacer de bufón en el montaje de una boda de postín. Quería que lo
considerasen como a una persona mayor y se murió de vergüenza cuando tuvo que
darle el brazo a una enana de once años. Estaba furioso de que los Koutecky lo
mostraran como prueba de su caridad. Estaba furioso por tener que besar durante la
ceremonia una cruz toda besuqueada. Por la noche se escapó de la fiesta y vino
corriendo a vernos al salón trasero de la cervecería. Tocamos, reímos y le tomamos el
pelo. Se enfadó y dijo que odiaba a los burgueses. Luego maldijo la ceremonia
religiosa, dijo que se cagaba en la Iglesia y que se saldría de ella.
No tomamos sus palabras en serio, pero Ludvik de verdad lo hizo a los pocos días
de terminar la guerra. Claro que con eso ofendió a muerte a los Koutecky. No le
importó. Rompió con ellos con gran satisfacción. Empezó a toda prisa a simpatizar
con los comunistas. Iba a las charlas que organizaban. Compraba los libros que
editaban. Nuestra región era muy católica y nuestro instituto particularmente. Pero
aun así estábamos dispuestos a perdonarle a Ludvik su extravagancia comunista.
Reconocíamos sus privilegios.
En el año cuarenta y siete hicimos la reválida. En otoño Ludvik se fue a estudiar a
Praga. Después del examen estuve un año sin verlo.

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6
Corría precisamente el año cuarenta y ocho. La vida empezó a andar cabeza
abajo. Cuando Ludvik vino a vernos al círculo durante las vacaciones, lo recibimos
con reparos. Nosotros veíamos en la revolución comunista de febrero el comienzo del
terror. Ludvik se había traído el clarinete pero no le hizo falta. Toda la noche la
pasamos discutiendo.
¿Fue entonces cuando empezaron las diferencias entre nosotros? Creo que no. Esa
misma noche Ludvik me convenció casi por completo. Evitó en todo lo que pudo las
discusiones de política y habló de nuestro círculo. Dijo que tendríamos que concebir
el sentido de nuestro trabajo de una manera más amplia que hasta entonces. ¿Qué
sentido tiene intentar revivir exclusivamente al pasado perdido? El que se vuelve
hacia atrás termina como la mujer de Lot.
¿Y qué es lo que tenemos que hacer?, le gritamos.
Ya se sabe, respondió, que tenemos que hacernos cargo de la herencia del arte
popular, pero eso no basta. Ha llegado una nueva época. A nuestro trabajo se le abren
ahora amplios horizontes. Tenemos que desplazar de la cultura musical de cada día a
las cancioncillas de moda, a las cursiladas sin contenido con las que los burgueses
alimentaban al pueblo. Hay que poner en su lugar al arte verdadero, original, del
pueblo.
Es curioso. Lo que decía Ludvik era precisamente la vieja utopía de los patriotas
moravos más conservadores. Ellos eran los que siempre habían predicado contra la
impía putrefacción de la cultura de la ciudad. En la melodía del charlestón oían el
silbato del diablo. Pero eso no importaba. Tanto más comprensibles resultaban las
palabras de Ludvik.
Además su siguiente idea ya nos sonaba más original. Hablaba del jazz. Es cierto
que el jazz surgió de la música negra y se apoderó de todo el mundo occidental.
Dejemos de lado —dijo— el que el jazz se haya convertido paulatinamente en un
objeto comercial. Para nosotros eso puede ser una prueba alentadora de que la música
popular tiene un poder mágico. Que ella puede dar origen al estilo musical general de
toda una época.
Escuchábamos a Ludvik y la admiración se nos mezclaba con el rechazo. Nos
irritaba su seguridad. Ponía la misma cara que ponían en aquella época todos los
comunistas. Como si tuvieran un contrato secreto con el mismísimo futuro y
estuvieran autorizados para actuar en su nombre. También nos resultaba antipático
que de repente fuese distinto a como lo habíamos conocido. Siempre había sido para
nosotros un compinche, alguien que sabía reírse de todo. Ahora hablaba en tono
patético y no le daban vergüenza las palabras grandilocuentes. Y por supuesto que
también nos caía mal que relacionase, sin dudarlo y como si se cayese por su peso, el
futuro de nuestro conjunto y el futuro del partido comunista, a pesar de que ninguno
de nosotros era comunista. Pero por otra parte sus palabras nos atraían. Sus ideas

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respondían a nuestros sueños más secretos. Y nos elevaban de pronto hasta una altura
directamente histórica.
Me recuerda a la leyenda del flautista, al que siguen todas las ratas. Y es verdad.
Él tocaba la flauta y nosotros mismos nos apresurábamos a seguirlo. Y allí donde sus
ideas aún no estaban muy desarrolladas, salíamos a ayudarle. Me acuerdo de una
reflexión que hice yo mismo. Hablé de la música europea y su desarrollo desde la
época del barroco. Después del periodo impresionista ya se había cansado de sí
misma. Había agotado casi toda su savia, tanto para sus sonatas y sinfonías como
para sus cancioncillas. Por eso el jazz tuvo el efecto de un milagro. A través de las
raíces milenarias de éste, empezó a absorber con avidez savia nueva. El jazz no sólo
hechizó a los bares y las salas de baile de toda Europa. Hechizó también a Stravinsky,
a Honegger, a Milhaud, a Martinu, quienes abrieron sus composiciones a sus ritmos.
¡Pero atención! En la misma época, en realidad diez años antes, la música popular de
Europa oriental había aportado a las venas de la música europea su sangre fresca e
infatigable. ¡De ella se habían abastecido el joven Stravinsky, Janacek, Bartok! El
paralelismo entre el jazz y la música popular de Europa oriental lo había establecido,
por lo tanto, el propio desarrollo de la música europea. Su participación en la
formación de la moderna música del siglo XX es semejante. Pero en el caso de la
música para las amplias masas, la situación fue distinta. Aquí la música popular de
Europa oriental casi no se hizo notar. Aquí el jazz dominó por completo el terreno. Y
es aquí donde comienza nuestra tarea. Hic Rhodus, hic salta.
Así es, nos convencíamos: en las raíces de nuestra música se esconde tanta fuerza
como en las raíces del jazz. El jazz tiene una melodía totalmente particular, en la que
se hace patente la escala original de seis tonos de los viejos cantos negros. Pero
también nuestra canción popular tiene su melodía particular, tonalmente incluso
mucho más variada. El jazz tiene un ritmo original, cuya estupenda complejidad
surgió de la cultura milenaria de los tamborileros y tamtamistas africanos. Pero
nuestra música también es autónoma en cuanto al ritmo. Finalmente el jazz parte del
principio de la improvisación. Pero la asombrosa conjuntación de los músicos
populares, que no conocían las notas, también se basa en la improvisación.
Sólo hay una cosa que nos separa del jazz. El jazz se desarrolla y se modifica
rápidamente. Su estilo está en movimiento. Basta con pensar en el camino empinado
que conduce desde la polifonía de New Orleans a la orquesta de swing, el be-bop y a
lo demás. El jazz de New Orleans no podía ni soñar con las armonías que utiliza el
jazz actual. Nuestra música popular es una bella durmiente inmóvil de los siglos
pasados. Tenemos que despertarla. Tiene que fundirse con la vida actual y
desarrollarse junto con ella. Desarrollarse como el jazz: sin dejar de ser ella misma,
sin perder su melodía y su ritmo, creando nuevas fases de su estilo. Y tiene que hablar
de nuestro siglo XX. Convertirse en un espejo musical. No es fácil. Es una tarea
enorme. Es una tarea que sólo se puede llevar a cabo en el socialismo.
¿Qué tiene que ver eso con el socialismo?, protestamos. Nos lo explicó. En el

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campo se vivía antes una vida colectiva. Las ceremonias colectivas se desarrollaban a
lo largo de todo el año. El arte popular sólo vivía dentro de estas ceremonias. Los
románticos se imaginaban que a la muchacha que segaba la hierba la asaltaba de
pronto la inspiración y la canción surgía de ella como la fuente de la ladera. Pero la
canción popular se crea de un modo distinto al del poema artificial. El poeta crea para
expresarse a sí mismo, a su carácter único y diferenciado. En la canción popular el
hombre no se diferenciaba de los demás, se unía a ellos. La canción popular nacía
como una estalactita. Gota a gota se revestía de nuevos motivos y nuevas variantes.
Iba pasando de generación en generación y cada uno de los que la cantaban le añadía
algo nuevo. Cada canción tenía muchos creadores y todos ellos desaparecían
humildemente detrás de su obra. Ninguna canción popular existía así porque sí. Tenía
su función. Había canciones que se cantaban en las bodas, canciones que se cantaban
al terminar la siega, canciones que se cantaban en carnaval, canciones para las
Navidades, para la recogida del heno, para bailar y para los entierros. Tampoco las
canciones amorosas existían al margen de ciertas ceremonias habituales. Los paseos
vespertinos por la aldea, el canto bajo las ventanas de las muchachas, el noviazgo,
todo eso tenía un rito colectivo y en ese rito las canciones tenían su sitio establecido.
El capitalismo destruyó la vieja vida colectiva. El arte popular perdió así su
terreno, el sentido de su ser, su función. Sería inútil que alguien intentase resucitarlo
mientras duren unas condiciones sociales en las que el hombre vive separado del
hombre, sólo para sí mismo. Pero el socialismo liberará a los hombres del yugo de la
soledad. Estarán unidos por un mismo interés común. Su vida privada se fundirá con
su vida pública. Volverán a estar unidos por decenas de ceremonias comunes, se
crearán nuevas costumbres colectivas. Algunas se tomarán del pasado. La cosecha,
los carnavales, los bailes, las costumbres laborales. Algunas serán de nueva creación.
Los primeros de mayo, los mítines, las fiestas de la liberación, las reuniones. En todo
esto el arte popular tendrá su sitio. Ahí se desarrollará, se modificará y se renovará.
¿Lo comprendemos por fin?
Y pronto se demostró que lo increíble empezaba a realizarse. Nunca nadie había
hecho tanto por nuestro arte popular como el gobierno comunista. Se dedicaban
sumas enormes a la creación de nuevos conjuntos. La música popular, el violín y los
instrumentos populares se oían a diario por la radio. Las canciones populares moravas
y eslovacas inundaban las universidades, los primeros de mayo, las fiestas juveniles y
las actuaciones públicas. El jazz no sólo desapareció por completo de la superficie de
nuestra patria, sino que se convirtió en el símbolo del capitalismo occidental y su
putrefacción. La juventud dejó de bailar el tango y el boogie-woogie y en sus fiestas
los jóvenes se cogían de los hombros y bailaban en círculo. El Partido Comunista
trataba de crear un nuevo estilo de vida. Se basaba en la famosa definición que hizo
Stalin sobre el arte nuevo: un contenido socialista con una forma nacional. Y la forma
nacional no se la podía dar a nuestra música, a nuestra danza, a nuestra poesía, nada
más que el arte popular.

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Nuestro conjunto navegaba sobre las altas olas de esta política. Pronto se hizo
conocido en todo el país. Se completó con cantores y bailarines y se convirtió en un
potente conjunto que actuaba en cientos de escenarios y todos los años iba de gira al
extranjero. Y no cantábamos sólo viejas canciones sobre el bandolero que había
matado a su querida, sino también nuevas canciones que habíamos creado en el
conjunto. Canciones sobre Stalin, sobre los linderos que desaparecían al paso del
arado, sobre la cosecha en la cooperativa. Nuestra canción no era sólo un recuerdo de
los tiempos pasados. Vivía. Pertenecía a la historia más reciente. Iba con ella.
El Partido Comunista nos apoyaba con entusiasmo. Y así se iban diluyendo
nuestras objeciones políticas. Yo mismo ingresé en el partido a comienzos del año
cuarenta y nueve. Y los demás compañeros de nuestro conjunto me siguieron.

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7
Pero habíamos seguido siendo amigos. ¿Cuándo apareció entre nosotros La
primera sombra?
Claro que lo sé. Lo sé perfectamente. Fue durante mi boda.
Yo estudiaba violín en Brno, en la escuela superior de artes, y asistía a las clases
de musicología en la universidad. Cuando llevaba ya tres años en Brno empecé a
sentirme desubicado. A mi padre le iba cada vez peor. Había tenido un derrame
cerebral. Se curó, pero a partir de entonces tuvo que cuidarse mucho. Yo me pasaba el
día pensando en que estaba solo en casa y en que si le pasaba algo no podría ni
siquiera mandarme un telegrama. Regresaba los sábados a casa con miedo y los lunes
por la mañana volvía a Brno con una angustia renovada.
Por fin ya no fui capaz de soportar la angustia. Me estuvo haciendo sufrir el lunes,
el martes me hizo sufrir aún más y el miércoles metí todos los trajes en la maleta, le
pagué a la casera y le dije que ya no regresaría.
Aún recuerdo cómo fui desde la estación hasta casa. Para llegar a nuestro pueblo
hay que atravesar los campos. Estábamos en otoño y faltaba poco para que
oscureciera. Soplaba el viento y los niños en el campo hacían volar hasta el cielo sus
cometas de papel. Mi padre también me había hecho una vez una cometa. Después
me acompañó al campo, soltó la cometa y corrió para que el aire se apoyara en el
papel e hiciera elevarse a la cometa. A mí no me entretenía demasiado. A mi padre
más. Y eso fue precisamente lo que me emocionó ese día de aquel recuerdo y me hizo
apretar el paso. Se me ocurrió que papá mandaba las cometas al cielo en busca de
mamá.
Desde que era pequeño hasta hoy, me imagino a mi madre en el cielo. No, hace
mucho que no creo en Dios, ni en la vida eterna ni en nada de eso. No es de la fe de
lo que estoy hablando. Son imágenes, ideas. No sé por qué tendría que deshacerme de
ellas. Me quedaría huérfano sin ellas. Vlasta me reprocha que soy un soñador. Parece
que no veo las cosas tal como son. No, veo las cosas tal como son, pero además de las
cosas visibles veo también las invisibles. Las ideas inventadas no son algo inútil. Son
precisamente ellas las que hacen de nuestras casas hogares.
Supe de mi madre cuando ya hacía mucho que no vivía. Por eso nunca lloré por
ella. Más bien siempre me satisfizo pensar que era joven y hermosa y estaba en el
cielo. Los demás niños no tenían madres tan jóvenes como la mía.
Me gusta imaginarme a San Pedro sentado en una banqueta junto a una ventanilla
desde la que se puede mirar hacia abajo, hacia la tierra. Mi mamá va con frecuencia
hasta la ventanilla. San Pedro hace cualquier cosa por ella, porque es guapa. La deja
mirarnos. A mí y a papá.
La cara de mamá nunca estaba triste. Al contrario. Cuando nos miraba por la
ventanilla de la portería de Pedro, sonreía con frecuencia. El que vive en la eternidad
no sufre de nostalgia. Sabe que la vida humana dura un segundo y que el encuentro

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está próximo. Pero cuando vivía en Brno y dejaba a papá soló, me parecía que la cara
de mamá estaba triste y que me lo echaba en cara. Y yo quería vivir en paz con
mamá.
Me di prisa por llegar a casa mientras veía las cometas que subían al cielo, que se
quedaban inmóviles bajo el cielo. Estaba feliz. No lamentaba nada de lo que había
abandonado. Claro que sentía cariño por mi violín y por la musicología. Pero no
pretendía hacer carrera. Ni la carrera más asombrosa me podía compensar la pérdida
de la alegría de volver a casa y estar de nuevo rodeado por aquello que el hombre
recibe con su nacimiento: por la visión del paisaje natal, por la intimidad de unas
cuantas paredes, por la mamá, por el papá.
Cuando le dije a papá que no volvería a Brno, se enfadó mucho. No quería que
me estropease la vida por su culpa. Así que le mentí, le dije que me habían echado de
la escuela porque tenía malas calificaciones. Al final se lo creyó y se enfadó más aún.
Pero eso no me hizo sufrir demasiado. Además no había vuelto a casa para hacer el
vago. Seguí haciendo de director de nuestro conjunto. En la escuela de música me
dieron un puesto de maestro. Podía dedicarme a lo que me gustaba.
Entre lo que me gustaba también estaba Vlasta. Vivía en el pueblo de al lado, que
hoy —igual que mi aldea— forma parte ya de los suburbios de nuestra ciudad.
Bailaba en nuestro conjunto. La conocí cuando estaba estudiando en Brno y estaba
contento de poder verla casi todos los días después de mi regreso. Pero el verdadero
enamoramiento llegó un poco más tarde —e inesperadamente— cuando se cayó una
vez durante un ensayo, con tan mala suerte que se rompió una pierna. La llevé en
brazos hasta la ambulancia que habíamos llamado de inmediato. Sentí en mis manos
su cuerpecito, frágil y débil. De repente me di cuenta de que yo medía un metro
noventa y pesaba cien kilos, que sería capaz de talar robles, mientras que ella era
ligera y desvalida.
Fue un momento de clarividencia. En la figurita herida de Vlasta vi de pronto otra
figura mucho más conocida. ¿Cómo no me había dado cuenta mucho antes? ¡Vlasta
era la «pobre muchachita», la figura de tantas canciones populares! La pobre
muchachita que no tenía en el mundo nada más que su honra, la pobre muchachita a
la que le hacen daño, la pobre muchachita del vestido roto, la pobre muchachita —
huérfana.
No era exactamente cierto. Tenía padres y no eran nada pobres. Pero
precisamente porque eran grandes propietarios, la nueva época empezaba a ponerlos
contra la pared. Vlasta llegaba con frecuencia al conjunto llorando. Los obligaban a
vender al estado, a bajo precio, unos cupos muy elevados. A su padre lo acusaban de
explotar a los campesinos. Le requisaron el tractor y la maquinaria. Lo amenazaban
con detenerlo. Ella me daba lástima y disfrutaba pensando que me haría cargo de
cuidarla. A la pobre muchachita.
Desde que la conocí así, iluminada por el texto de una canción popular, me sentí
como si reviviese un amor que ya había experimentado mil veces. Como si estuviese

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tocando una partitura amorosa antiquísima. Como si las canciones populares hablasen
de mí. Entregado a esta corriente sonora soñaba con la boda y la esperaba con ilusión.
Dos días antes de la boda apareció de repente Ludvik. Lo recibí entusiasmado. En
seguida le comuniqué la gran noticia de mi boda y le dije que, por ser mi mejor
amigo, tenía que ir de testigo. Me lo prometió. Y vino.
Los compañeros del conjunto me organizaron una verdadera boda morava. Por la
mañana temprano vinieron a visitamos con la orquesta y vestidos con trajes típicos.
El mayor de los que formaban el cortejo —tenía cincuenta años— era uno de mis
compañeros del conjunto. A él le correspondió hacer de patriarca. Mi padre los
recibió primero a todos con aguardiente, pan y tocino. Después el patriarca hizo una
seña para que se callaran todos y recitó con voz sonora:

Mis muy estimados donceles y doncellas,


señores y señoras.
El motivo por el que a esta casa os he traído,
es que el joven aquí presente os ha pedido,
que con él a casa del padre de Vlasta Netahalova queramos ir,
porque a su hija, virtuosa doncella, por novia supo elegir…

El patriarca, el más antiguo del cortejo, es quien ordena, es el alma, el director de


toda la ceremonia. Siempre ha sido así. Ha sido así durante mil años. El novio nunca
fue el sujeto de la boda. Fue siempre el objeto. No se casaba. Lo casaban. Alguien se
apoderaba de él mediante la boda y él iba ya como un navegante arrastrado por una
gran ola. No era él quien actuaba, quien hablaba. En su lugar actuaba y hablaba el
patriarca. Pero tampoco era el patriarca. Era la antigua tradición la que se apoderaba
de un hombre tras otro y los arrastraba a su dulce corriente.
Bajo la dirección del patriarca fuimos hasta la aldea vecina. Íbamos campo a
través y mis compañeros tocaban por el camino. Delante de la casa de Vlasta nos
esperaban los acompañantes de la novia vestidos con trajes típicos. El patriarca
recitó:

Somos caminantes fatigados.


Con todo respeto preguntamos,
si a esta honrada casa entrar podemos,
porque es mucha el hambre y la sed que traemos.

Del grupo de gente que estaba delante de la puerta se adelantó un hombre mayor.
«Si sois buena gente, sed bienvenidos». Y nos invitó a pasar. Entramos en la sala sin
hablar. Éramos, tal como nos había presentado el patriarca, sólo caminantes fatigados
y por eso en un primer momento no pusimos de manifiesto nuestras verdaderas

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intenciones. El hombre mayor, vestido con el traje moravo, el portavoz de la familia
de la novia, se dirigió a nosotros: «Si tenéis algo que deseéis contarnos, decidlo».
El patriarca empezó a hablar, al principio sin que se entendiese y en acertijos y el
hombre del traje le contestaba de la misma manera. Por fin, después de muchos
rodeos, el patriarca confesó el motivo de nuestra visita.
El viejo le replicó con esta pregunta:

Le pregunto a usted, querido padrino:


¿Por qué este honrado novio a esta honrada muchacha por esposa quiere tener?
¿Por la flor o por el fruto ha de ser?

Y el patriarca respondió:

Es cosa bien sabida por todos que la flor señal es de belleza y hermosura y el
corazón con ella se conforta.
Pero la flor se va
y el fruto llega.
Por eso nosotros a esta novia no la tomamos por la flor, sino por el fruto, porque el
fruto provecho nos reporta.

Siguieron un rato hablando y respondiendo, hasta que el portavoz de la novia


puso el punto final: «Llamemos por lo tanto a la novia, para que diga si acepta o no».
Se fue a la habitación contigua y al rato volvió trayendo a una mujer vestida con el
traje moravo. Era delgada, alta, huesuda y tenía la cara tapada por un pañuelo: «Aquí
tienes a la novia».
Pero el patriarca hizo un gesto de negación y todos nosotros manifestamos a
gritos nuestro desacuerdo. El viejo trató de convencernos durante un rato, pero al fin
tuvo que devolver a la mujer enmascarada y traernos a Vlasta. Iba vestida con botas
negras, delantal rojo y chaleco bordado. Llevaba una corona de flores en la cabeza.
Me pareció preciosa. Pusieron su mano en la mía.
Después el viejo se dirigió a la madre de la novia y dijo con voz llorosa: «¡Ay,
mamaíta!».
Al oír esas palabras la novia se soltó de mi mano, se arrodilló delante de su madre
e inclinó la cabeza. El viejo continuó:
«¡Mamaíta querida, perdóneme el mal que le haya hecho!».
«¡Mamaíta queridísima, por Dios se lo pido, perdóneme el mal que le haya
hecho!».
«¡Mamaíta adorada, por las cinco heridas de Cristo se lo pido, perdóneme el mal
que le haya hecho!».

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No éramos más que actores mudos a los que hacían interpretar un papel que ya
había sido cantado hace mucho tiempo. Y el texto era hermoso, era apasionante y
todo era verdadero. Después volvió a tocar la orquesta y fuimos andando hasta la
ciudad. La ceremonia era en el ayuntamiento y allí también tocó la orquesta. Después
fue la comida. Y al terminar la comida hubo baile.
A la noche, las damas de compañía de Vlasta le quitaron de la frente la corona de
romero y me la entregaron ceremoniosamente. Hicieron una trenza con su pelo
suelto, con la trenza hicieron un rodete y le pusieron en la cabeza una cofia. Era una
ceremonia que simbolizaba la transformación de la virgen en mujer. Claro que hacía
tiempo que Vlasta no era virgen. Y por lo tanto no tenía derecho al símbolo de la
corona. Pero eso no me pareció importante. En un sentido más elevado, mucho más
trascendente, perdía la virginidad precisa y únicamente ahora, cuando sus damas de
compañía me entregaban la corona de romero.
Dios mío ¿cómo es posible que el recuerdo de la corona de romero me enternezca
más que el de la primera vez que de verdad hicimos el amor, que el de la verdadera
sangre virginal de Vlasta? No sé cómo es posible, pero es así. Las mujeres cantaban
canciones sobre una corona de flores que se alejaba flotando en el agua y las ondas
deshacían sus lazos rojos. Yo tenía ganas de llorar. Estaba borracho. Veía delante de
los ojos a la corona flotando, al arroyo que se la pasaba al riachuelo, el riachuelo al
río, el río al Danubio y el Danubio al mar. Tenía delante de los ojos a aquella corona
de flores y a la imposibilidad de su regreso. El quid de la cuestión estaba en la
imposibilidad del retorno. Todas las situaciones básicas de la vida son sin retorno.
Para que el hombre sea hombre, tiene que atravesar la imposibilidad de retorno con
plena conciencia. Beberla hasta el fondo. No puede hacer trampas. No puede poner
cara de que no la ve. El hombre moderno hace trampas. Trata de pasar de largo por
todos los puntos claves y atravesar gratis desde la vida a la muerte. El hombre del
campo es más honrado. Llega hasta el fondo de cada una de las situaciones básicas.
Cuando Vlasta manchó de sangre la toalla que yo había puesto por debajo, yo no
advertí que estaba ante una situación sin retorno. Pero en este momento no tenía
posibilidad de huir de ella. Las mujeres cantaban una canción sobre la despedida.
Aguarda, aguarda, mozuelo pequeño, a que me despida de mi amada madre. Aguarda,
aguarda, deja estar la fusta, hasta que despida a mi amado padre. Aguarda, aguarda,
ten quieto al caballo, está aquí mi hermana, no quiero dejarla. Quedaos con Dios,
compañeras mías, me llevan de aquí, volver no me dejan.
Después llegó la noche y los invitados nos acompañaron hasta nuestra casa. Allí
nos detuvimos y los compañeros y compañeras de Vlasta nos cantaron que en este
nuevo sitio no le hiciéramos daño a la pobre muchachita, que en su casa la habían
querido, que la quisiéramos también.
Yo abrí la puerta. Vlasta se detuvo en el umbral y se volvió una vez más hacia el
grupo de amigos reunidos delante de la casa. Uno de ellos entonó otra canción más, la
última:

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En el umbral de casa
parecía hermosa
mi rosa rosada.
El umbral cruzó
belleza perdió
mi enamorada.

Después se cerró la puerta y nos quedamos solos. Vlasta tenía veinte años y yo
poco más. Pero yo pensé en que había cruzado el umbral y que, a partir de este
momento mágico, iría perdiendo la belleza como el árbol las hojas. Veía en ella
aquella caída futura. La caída que aquí tenía su principio. Pensé que no era sólo una
flor, sino que en este instante ya estaba presente dentro de ella el momento futuro del
fruto. Sentía en todo ello un orden insoslayable al que yo pertenecía y con el cual
estaba de acuerdo. Pensaba en aquel momento también en Vladimir, a quien no
conocía y cuyo aspecto no podía intuir. Sin embargo pensaba en él y a través de él
miraba hacia la distancia de sus hijos. Después nos acostamos con Vlasta en una
cama con muchos edredones y me dio la impresión de que era la propia sabia
infinitud del género humano la que nos había recibido en su blando seno.

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8
¿Qué fue lo que me hizo Ludvik durante la boda? En realidad nada. Tenía cara de
pocos amigos y estaba raro. Por la tarde, cuando estaban tocando y bailando, mis
compañeros le ofrecieron un clarinete. Querían que tocase con ellos. Se negó. Al
poco tiempo se fue a su casa. Por suerte yo había bebido demasiado como para
prestarle demasiada atención a aquello. Pero al día siguiente advertí que su marcha
había quedado como una pequeña manchita en el día pasado. El alcohol que se me
iba diluyendo en la sangre, hacía que la manchita se extendiese hasta alcanzar un
tamaño respetable. Y aun más que el alcohol, Vlasta. Nunca le había gustado Ludvik.
Cuando le anuncié que Ludvik iba a ser mi padrino, no se puso muy contenta. Y
al día siguiente de la boda no se olvidó de recordarme su comportamiento. Que si
había estado permanentemente con cara de que todos los demás lo molestábamos.
Pero ese mismo día Ludvik vino a visitarnos. Le trajo a Vlasta unos regalos y se
disculpó. Nos pidió que le perdonásemos su malhumor de anoche. Nos contó lo que
le había pasado. Lo habían echado del partido y de la facultad. No sabía qué iba a ser
de él.
Yo no podía creer lo que estaba oyendo y no sabía qué decir. Por lo demás,
Ludvik no quería que lo consolásemos y cambió en seguida de tema. Nuestro
conjunto tenía que salir dentro de dos semanas de gira por el extranjero. Aquello era
algo que todos nosotros, gente del campo, esperábamos con ansia. Ludvik lo sabía y
me empezó a preguntar por nuestro viaje. Pero yo me di cuenta de inmediato de que
Ludvik desde pequeño había deseado salir al extranjero y de que ahora iba a ser
difícil que pudiera salir. A la gente que tenía alguna mancha en su historial político no
la dejaban en aquella época, y hasta muchos años después, cruzar la frontera. Me di
cuenta de que habíamos ido a parar a dos sitios distintos y traté de no hablar de ello.
Por eso no podía hablar en voz alta de nuestro viaje, si no quería poner de manifiesto
el repentino abismo que se había abierto entre nuestros destinos. Cualquier frase que
hiciera de algún modo referencia a nuestras vidas, dejaba en evidencia que habíamos
ido a dar cada uno a un sitio distinto. Que teníamos posibilidades diferentes, un
futuro diferente. Que íbamos arrastrados en direcciones opuestas. Traté de hablar de
cosas que fueran tan cotidianas e intrascendentes como para que nuestro
extrañamiento no se notase. Pero fue aún peor. La intrascendencia de la conversación
resultaba penosa y la charla tardó poco en hacerse insoportable. Ludvik se despidió
pronto y se marchó. Se apuntó a un trabajo eventual fuera de nuestra ciudad y yo me
marché con el conjunto al extranjero. Desde entonces estuve varios años sin verlo. Le
mandé una o dos cartas a la mili. Después de mandárselas me quedaba siempre la
misma sensación de insatisfacción que había sentido después de nuestra última
conversación. No era capaz de mirar cara a cara la caída de Ludvik. Me daba
vergüenza mi éxito en la vida. Me resultaba insoportable dirigirle a Ludvik palabras
de aliento o compasión desde la altura de mi satisfacción. Prefería tratar de aparentar

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que no había cambiado nada entre nosotros. Le contaba en las cartas lo que hacíamos,
lo que había de nuevo en el conjunto, le hablaba de un músico nuevo que teníamos y
de las historias que nos habían ocurrido. Yo ponía cara de que mi mundo seguía
siendo nuestro mundo común.
Un día mi padre recibió un recordatorio. Había muerto la mamá de Ludvik.
Ninguno de nosotros sabía que hubiese estado enferma. Cuando Ludvik desapareció
de mi vista, desapareció ella también. Ahora tenía en mis manos el recordatorio y me
daba cuenta de lo poco que me fijaba en la gente que se había alejado, aunque sólo
fuera un poco, del camino de mi vida. De mis éxitos en la vida. Me sentía culpable,
aunque no hubiese hecho nada malo. Y además me fijé en algo que me asustó. Los
únicos parientes que firmaban el recordatorio eran los Koutecky. A Ludvik ni se lo
mencionaba.
Llegó el día del entierro. Desde la mañana esperaba con temor el encuentro con
Ludvik. Pero Ludvik no apareció. El féretro iba acompañado por un grupito muy
reducido. Les pregunté a los Koutecky dónde estaba Ludvik. Se encogieron de
hombros y dijeron que no lo sabían. La comitiva que acompañaba al féretro se detuvo
ante una gran tumba con una pesada piedra de mármol y una estatua blanca de un
ángel.
A la acaudalada familia del constructor se lo habían quitado todo y ahora vivían
de una pequeña pensión. Lo único que les quedaba era precisamente esta tumba
familiar con el ángel blanco. Todo eso lo sabía, pero no comprendía por qué
depositaban el féretro en aquel sitio.
Fue más tarde cuando me enteré que Ludvik estaba en aquel momento en la
cárcel. Su madre era la única de nuestra ciudad que lo sabía. Cuando murió, los
Koutecky se encargaron del cuerpo muerto de la cuñada a la que nunca habían
querido y lo hicieron suyo. Por fin se pudieron vengar del sobrino desagradecido. Le
robaron a la madre. La cubrieron con una pesada piedra de mármol sobre la cual hay
un ángel blanco con el cabello rizado y una ramita en la mano. Siempre me he
acordado de aquel ángel. Volaba por encima de la vida saqueada de mi compañero, al
que le habían robado hasta los cuerpos de sus padres muertos. El ángel del latrocinio.

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9
A Vlasta no le gustan las extravagancias. Estar sentado por la noche en el jardín,
sin ningún motivo, es una extravagancia. Oí unos golpes enérgicos en el cristal de la
ventana. Tras la ventana se adivinaba la sombra severa de una pequeña figura de
mujer en camisón. Yo soy obediente. No soy capaz de hacerles frente a los más
débiles. Y como mido un metro noventa y levanto con la mano un saco de cien kilos,
no he encontrado en la vida nadie a quien hacerle frente.
Así que entré en casa y me acosté junto a Vlasta. Para no estar callados le conté
que hoy había visto a Ludvik. «¿Y qué?», dijo con demostrativo desinterés. No hay
nada que hacer. Sigue sin soportarlo. Aún no lo puede ni ver. De todos modos, no se
puede quejar. Desde nuestra boda sólo tuvo una oportunidad de verlo. Fue en el año
cincuenta y seis. Y aquella vez ni a mí mismo me pude engañar sobre el abismo que
nos separaba.
Ludvik ya había pasado por la mili, la cárcel y por varios años de trabajo en las
minas. Estaba tramitando en Praga la continuación de sus estudios y vino a nuestra
ciudad nada más que a resolver algunos problemas de papeleo. Volví a tener miedo
del resultado de nuestro encuentro. Pero no me encontré con una persona rota y
resentida. Al contrario. Ludvik era distinto a como yo lo había conocido. Tenía una
cierta dureza, estaba más curtido y probablemente más tranquilo. Nada que produjese
compasión. Me pareció que iba a ser sencillo superar el abismo al que tanto temía.
Para retomar rápidamente el hilo de nuestra relación lo invité a un ensayo del
conjunto. Yo seguía pensando que aquel conjunto era todavía el suyo. No importaba
que tuviéramos otro clarinetista, otro contrabajista, otro percusionista y que el único
que hubiera quedado de la vieja compañía fuera yo.
Ludvik se sentó en una silla junto al percusionista a escuchar nuestro ensayo.
Primero tocamos nuestras canciones preferidas, las mismas de cuando estábamos aún
en el colegio. Después algunas nuevas que habíamos encontrado en pueblos perdidos
de las montañas. Por fin llegamos a algunas de las canciones de las que nos sentimos
más orgullosos. No son realmente canciones populares, sino canciones que nosotros
mismos hemos creado en el grupo, partiendo del espíritu del arte popular. Cantamos
canciones sobre los linderos que deben ser deshechos por el arado para que los
pequeños campos privados se transformen en un gran terreno cooperativo, canciones
sobre los pobres que son dueños de su tierra, una canción sobre un tractorista que
prospera en un centro de maquinaria agrícola. Eran todas canciones cuya música
resultaba idéntica a la de las canciones populares originales, pero con un texto más
actual que el de los periódicos. De estas canciones la que más nos gustaba era una
canción sobre Fucik, el héroe torturado por los nazis durante la ocupación.
Ludvik estaba sentado en la silla mirando el recorrido de las manos del
percusionista al golpear las cuerdas del címbalo con sus palillos. A cada rato se servía
vino en un vasito pequeño. Yo lo observaba a través del arco de mi violín. Estaba

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pensativo y ni una sola vez levantó la cabeza hacia mí.
Empezaron a llegar las mujeres de los músicos, lo cual significa que el ensayo
está a punto de terminar. Invité a Ludvik a cenar a casa. Vlasta nos preparó algo de
comer y después se fue a dormir y nos dejó a solas. Ludvik hablaba de todo un poco.
Pero yo sentí que el motivo de su locuacidad era que no quería hablar de lo que
quería hablar yo. ¿Pero cómo no iba a hablar con mi mejor amigo de aquello que
representaba nuestro mayor tesoro común? Así que interrumpí a Ludvik en su charla
intrascendente. ¿Qué te parecen nuestras canciones? Me contestó sin dudarlo que le
gustaban. Pero yo no dejé que se evadiera con un cumplido barato. Le seguí
preguntando: ¿Qué opinas de las nuevas canciones que hemos compuesto nosotros
mismos?
Ludvik no tenía ganas de discutir. Pero paso a paso lo fui metiendo en la
discusión hasta que por fin empezó a hablar. Las pocas canciones populares antiguas
que teníamos le parecían realmente preciosas. Pero el resto del repertorio no le
gustaba. Nos adaptamos demasiado a los gustos del momento. No es extraño.
Actuamos ante un público muy variado y queremos que les guste lo que hacemos.
Pero de ese modo eliminamos de nuestras canciones todo lo que en ellas hay de
específico. Eliminamos su inimitable ritmo y las adaptamos al ritmo convencional.
Elegimos canciones de la época más reciente, czardas y todo tipo de canciones de
origen húngaro, porque son las más accesibles y las que más gustan.
Yo le contradije. Afirmé que estábamos al comienzo del camino. Que lo que
queríamos era que la canción popular se extendiera lo más posible. Por eso tenemos
que adaptarla un poco al gusto de la gente. Lo más importante es que hemos creado
ya un folklore actual, nuevas canciones populares que hablan de la vida de nuestro
tiempo.
No estaba de acuerdo. Esas eran precisamente las canciones que peor le sonaban.
¡Qué mísera imitación! ¡Y qué falsedad!
Aún hoy me pongo triste cuando me acuerdo. ¿Quién nos había amenazado con
que terminaríamos como la mujer de Lot si no hacíamos más que mirar hacia atrás?
¿Quién fantaseaba acerca de que de la canción popular saldría el nuevo estilo de la
época? ¿Quién nos había instado a que hiciéramos andar a la música popular y la
obligáramos a acompañar a la historia actual?
Era una utopía, dijo Ludvik.
¿Cómo que utopía? ¡Ahí están esas canciones! ¡Existen!
Se rió de mí. Vosotros las cantáis en vuestro conjunto. ¡Pero enséñame a una sola
persona de fuera de vuestro conjunto que las cante! ¡Enséñame a un solo
cooperativista que para alegrarse cante él solito esas canciones vuestras sobre las
cooperativas! ¡Si es que se le torcería la boca de lo antinaturales y falsas que son!
¡Ése texto propagandístico se despega de esa música seudopopular como un cuello de
camisa mal cosido! ¡Una canción seudomorava sobre Fucik! ¡Qué falta de sentido!
¡Un periodista comunista de Praga! ¿Qué tiene en común con Moravia?

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Le respondí que Fucik es de todos y que nosotros también podemos cantar sobre
él a nuestro modo.
¿Tú crees que cantáis sobre él a nuestro modo? ¡Cantáis según la receta de la
comisión de agitación y propaganda y no a nuestro modo! ¡Pero si basta con repetir el
texto de la canción! ¿Y por qué hay que hacer una canción sobre Fucik? ¿Es que fue
el único que luchó en la ilegalidad? ¿El único que fue torturado?
¡Pero él es el más conocido!
¡Claro! El aparato de propaganda quiere que la galería de héroes muertos esté
bien ordenada. Quiere que entre los héroes haya un héroe principal.
¿A qué viene esa burla? ¡Cada época tiene sus símbolos!
¡Bien, pero lo interesante es quién se ha convertido en símbolo! Cientos de
personas tuvieron en aquella época el mismo coraje y cayeron en el olvido. Y cayeron
también otros que eran famosos. Políticos, escritores, científicos, artistas. Y no se
convirtieron en símbolos. Sus fotografías no están colgadas en los secretariados y en
los colegios. Y en muchos casos han dejado una gran obra. Pero es precisamente la
obra la que molesta. Es difícil de arreglar, de recortar, de tachar. La obra es un
obstáculo para la galería propagandística de los héroes.
¡Pero ninguno de ellos escribió Reportaje al pie de la horca!
¡Precisamente! ¿Qué se puede hacer con un héroe que está callado? ¿Con un
héroe que no aprovecha los últimos momentos de su vida para una representación
teatral? ¿Para una lección pedagógica? En cambio Fucik, aunque no era ni mucho
menos famoso, cree que es enormemente importante decirle al mundo lo que piensa,
siente y vive en la cárcel, su mensaje y sus recomendaciones a la humanidad. Lo
escribía en retazos de papel y arriesgaba la vida de otras personas que lo sacaban de
la cárcel y lo guardaban. ¡Cuánto tenía que valorar sus propios pensamientos y
sentimientos! ¡Cuánto tenía que valorarse a sí mismo!
Eso ya no lo podía soportar. ¡Así que Fucik fue simplemente un engreído
autosuficiente!
Pero no había forma de que Ludvik se detuviera. No, el engreimiento no era lo
principal que lo obligaba a escribir. Lo principal era la debilidad. Porque ser fuerte
estando solo, sin testigos, sin la recompensa de la aprobación, solo ante uno mismo,
para eso hace falta mucho orgullo y fuerza. Fucik necesitaba la ayuda del público.
Creaba en la soledad de la celda al menos un público ficticio. ¡Necesitaba que lo
vieran! ¡Sacar fuerzas del aplauso! ¡Al menos del aplauso ficticio! ¡Convertir la
cárcel en un escenario y hacer que su destino fuese soportable no sólo viviéndolo sino
también representándolo y actuándolo! ¡Viéndose reflejado en la belleza de las
propias palabras y los gestos!
Yo estaba preparado para soportar la tristeza de Ludvik. Y hasta la amargura. Pero
con este encono, con este rencor irónico, no contaba. ¿Qué le había hecho el torturado
Fucik? Para mí el valor del hombre está en su fidelidad. Yo sé que a Ludvik lo
castigaron injustamente. ¡Pero por eso es aún peor! Porque entonces su cambio de

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opiniones tiene una motivación demasiado evidente. ¿Es posible que una persona
cambie toda su actitud ante la vida sólo porque se siente ofendida?
Todo eso se lo dije a la cara a Ludvik. Pero entonces ocurrió algo inesperado.
Ludvik ya no me respondió. Como si de repente hubiera desaparecido toda aquella
fiebre irascible. Me miró atentamente y luego dijo con una voz calmada y tenue que
no me enfadase. Que posiblemente se equivocaba. Lo dijo de una forma tan extraña y
fría que me di perfecta cuenta de que no era sincero. Pero yo no quería que nuestra
conversación terminase con semejante falta de sinceridad. A pesar de que estaba
dolido, mi objetivo seguía siendo el mismo que al principio. Quería hablar con
Ludvik y volver a nuestra vieja amistad. A pesar de que nos habíamos enfrentado con
tanta dureza, tenía la esperanza de que en algún punto de la prolongada discusión
seríamos capaces de encontrar una de esas parcelas de terreno común en las que antes
nos encontrábamos tan a gusto y que pudiéramos volver a habitar juntos. Pero fue
inútil tratar de continuar la conversación. Ludvik se disculpaba por su tendencia a la
exageración y por haberse dejado arrastrar a ella otra vez más. Me pidió que olvidase
lo que había dicho.
¿Olvidar? ¿Por qué deberíamos olvidarnos de una conversación seria? ¿No sería
mejor continuarla? Hasta el día siguiente no me di cuenta del verdadero sentido de
aquella petición. Ludvik se quedó en casa a dormir y a desayunar. Después del
desayuno nos quedó todavía media hora de conversación. Me contó el trabajo que le
estaba costando que lo dejasen terminar los últimos dos años de facultad. Que estaba
marcado por su expulsión del partido. Que no confiaban en él en ningún sitio. Que si
no fuera por un par de amigos que aún le quedaban de antes de la revolución de
febrero, no habría la menor posibilidad de que lo aceptasen en la facultad. Después
habló de sus amigos que se encontraban en una situación parecida a la suya. Habló de
cómo los vigilaban y tomaban nota detallada de cualquier cosa que dijesen. De que
interrogaban a la gente que estaba relacionada con ellos y que con frecuencia algún
testigo excesivamente ferviente o malintencionado les estropeaba la vida durante
unos cuantos años más. Después cambió otra vez a algún tema irrelevante y cuando
nos despedimos dijo que estaba contento de haberme visto y me pidió otra vez que
olvidase lo que me había dicho anoche.
La relación entre esta petición y la referencia a los avatares de sus conocidos
estaba demasiado clara. Me dejó estupefacto. ¡Ludvik había dejado de hablar
conmigo porque tenía miedo! ¡Tenía miedo de que nuestra conversación no
permaneciese en secreto! ¡Tenía miedo de que lo denunciase! ¡Tenía miedo de mí!
Eso era espantoso. Y de nuevo, inesperadamente, el abismo que había entre nosotros
era mucho más profundo de lo que yo había supuesto. Era tan profundo que ni
siquiera nos permitía terminar las conversaciones.

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10
Vlasta ya duerme. Pobrecita, a ratos ronca un poquito. Ya todos duermen en casa.
Y yo aquí acostado, grande, grande, grande y pensando en mi impotencia. Aquella
vez la sentí terriblemente. Antes suponía ingenuamente que todo estaba a mi alcance.
Ludvik y yo nunca nos habíamos hecho ningún daño. ¿Por qué no iba a poder
restablecer, con un poco de buena voluntad, nuestra antigua relación?
Ya se vio que no estaba a mi alcance. No estaba en mis manos ni nuestro
alejamiento ni nuestro acercamiento. Me quedaba la esperanza de que estuviese en las
manos del tiempo. El tiempo pasaba. Desde nuestro último encuentro habían
transcurrido nueve años. Ludvik entre tanto terminó la carrera, consiguió un puesto
estupendo, se dedica a la ciencia en una especialidad que le interesa. Yo sigo con
atención, a distancia, lo que le ocurre. Lo sigo con amor. Nunca podré considerar a
Ludvik como enemigo ni como una persona extraña. Es mi amigo, pero sufre un
encantamiento. Como si se repitiese la historia del cuento en el que la novia del
príncipe se transforma en serpiente o en rana. En los cuentos siempre todo lo resuelve
la fiel paciencia del príncipe.
Pero por el momento el tiempo no despierta a mi amigo de su encantamiento.
Durante este período me enteré varias veces de que había pasado por nuestra ciudad.
Pero nunca vino a visitarme. Hoy me lo encontré pero hizo como que no me veía.
Maldito Ludvik.
Todo empezó en aquella época en que hablamos por última vez. Comencé a
sentir, cada año con mayor intensidad, que a mi alrededor se incrementaba la soledad
y dentro de mí brotaba la angustia. Cada vez había más cansancio y menos alegría y
éxito. El conjunto seguía teniendo cada año sus invitaciones para ir de gira al
extranjero, pero después las invitaciones fueron disminuyendo y hoy casi no nos
invitan a ningún sitio. Seguimos trabajando, cada vez con mayor ahínco, pero a
nuestro alrededor se extiende el silencio. Estoy en un salón vacío. Y me parece como
si hubiera sido Ludvik el que dio la orden de que me quedara solo. Porque no son los
enemigos los que lo condenan a uno a la soledad, son los compañeros.
Desde entonces huyo cada vez con mayor frecuencia a aquel camino rodeado por
pequeñas parcelas. Al camino que atraviesa los campos y junto al cual crece en el
lindero un rosal silvestre solitario. Ahí es donde me encuentro con mis últimos fieles.
Ahí está el desertor con sus muchachos. Ahí está el músico ambulante. Y ahí, más
allá del horizonte, hay una casa de troncos y en ella está Vlasta, la pobre muchachita.
El desertor me llama rey y me promete que cuando quiera podré contar con su
protección. Basta con ir hasta el rosal silvestre. Dice que ahí siempre nos
encontraremos.
Sería tan sencillo encontrar la calma en el mundo de la imaginación. Pero yo
siempre he tratado de vivir en los dos mundos al mismo tiempo y no abandonar uno
de ellos por culpa del otro. No debo abandonar el mundo real, aunque en él siempre

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pierda. Al final será suficiente con que logre una sola cosa. La última:
Entregar mi vida como un mensaje claro y comprensible a una sola persona que
lo comprenda y se encargue de llevarlo. Mientras no lo logre no podré irme con el
desertor al Danubio.
Esa persona en la que pienso, que es mi única esperanza después de todas las
derrotas, está separada de mí por una pared y duerme. Pasado mañana montará a
caballo. Lo llamarán rey. Ven hijito. Me duermo. Te llamarán con mi nombre. Voy a
dormir. Quiero verte a caballo en sueños.

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QUINTA PARTE - LUDVIK

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1
DORMÍ DURANTE MUCHO TIEMPO y bastante bien. Me desperté después de las ocho,
no recordaba que hubiera tenido sueños, ni buenos ni malos, no me dolía la cabeza,
pero no tenía ganas de levantarme; así que me quedé en cama; el sueño había
levantado entre mí y el encuentro del viernes a la noche una especie de pared, un
cortavientos detrás del cual me sentía (al menos por un momento) oculto. No es que
esa mañana Lucie hubiera desaparecido de mi conciencia, pero había vuelto a su
anterior forma abstracta.
¿A su forma abstracta? Sí: Cuando Lucie desapareció de mi vista tan misteriosa y
cruelmente, al principio no tenía ninguna posibilidad práctica de buscarla. Pero
después (al terminar la mili), fueron pasando los años y yo fui perdiendo el deseo de
emprender la búsqueda. Me dije que Lucie, por mucho que yo la hubiese amado, por
muy única que fuese, era totalmente inseparable de la situación en la que nos
habíamos encontrado y enamorado. Me pareció que es un error cuando se pretende
abstraer al ser amado de todas las circunstancias en las que se le conoció y en las que
vive, cuando se lo intenta, con una laboriosísima concentración interna, purificar de
todo lo que no es él mismo, y por lo tanto también de la historia que junto a él se ha
vivido y que forma el perfil del amor.
Lo que yo amo en una mujer no es aquello que ella es en sí misma y para sí, sino
aquello con lo que se dirige hacia mí, lo que es para mí. La amo como a un personaje
de nuestra historia compartida. ¿Qué sería la figura de Hamlet sin el castillo de
Elsinor, sin Ofelia, sin todas las situaciones concretas por las que pasa, qué sería sin
el texto de su papel, qué sería haciendo abstracción de todo eso? ¿Qué quedaría de
ella, más que una especie de esencia ilusoria, vacía, muda? También Lucie, privada
de los arrabales de Ostrava, de las rosas pasadas a través de la alambrada, de los
vestiditos raídos, privada de mis propias semanas interminables y de mi prolongada
desesperanza, dejaría probablemente de ser aquella Lucie a la que amé.
Sí, así lo entendí, así me lo expliqué y así, a medida que pasaba año tras año; casi
iba teniendo miedo de encontrarla de nuevo, porque sabía que nos encontraríamos en
un sitio en el que Lucie ya no sería Lucie y yo ya no tendría con qué volver a anudar
el hilo roto. Con ello no quiero decir que haya dejado de amarla, que la haya
olvidado, que su recuerdo haya empalidecido; al contrario; permanece dentro de mí
constantemente como una callada nostalgia; la anhelaba como se anhela algo que se
ha perdido definitivamente.
Y precisamente porque Lucie se había convertido para mí en algo definitivamente
pasado (algo que como pasado sigue viviendo y como presente está muerto), fue
perdiendo en mis pensamientos paulatinamente su corporeidad, su materialidad, su
carácter concreto y se convirtió cada vez más en una especie de leyenda, en un mito
escrito en un pergamino y guardado en una cajita de metal en los cimientos de mi

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vida.
Quizás precisamente por eso pudo suceder algo completamente increíble: que en
el sillón de la peluquería no me haya sentido seguro de su aspecto. Y por eso pudo
ocurrir que a la mañana siguiente (engañado por la pausa del sueño) tuviera la
sensación de que mi encuentro del día anterior no había sido real, que también él
había ocurrido en el plano de la leyenda, del presagio o del enigma. Si el viernes por
la noche había sufrido el impacto de la presencia real de Lucie y me había visto
arrojado de repente hacia atrás, hacia el remoto período en el que ella reinaba, esta
mañana del sábado ya sólo me preguntaba, con el corazón tranquilo (y bien
descansado): ¿Por qué la he encontrado? ¿Es que la historia de Lucie debe tener
alguna continuación? ¿Qué significa este encuentro y qué es lo que quiere decir? ¿Es
que las historias, además de ocurrir, de acontecer, también dicen algo? A pesar de mi
escepticismo me ha quedado algo de superstición, por ejemplo esta extraña
convicción de que todas las historias que en la vida me ocurren, tienen además algún
sentido, significan algo; que la vida, con su propia historia, dice algo sobre sí misma,
que nos desvela gradualmente alguno de sus secretos, que está ante nosotros como un
acertijo que es necesario resolver, que las historias que en nuestra vida vivimos son la
mitología de esa vida y que en esa mitología está la clave de la verdad y del secreto.
¿Qué es una ficción? Es posible, es incluso probable, pero no soy capaz de librarme
de esa necesidad de descifrar permanentemente mi propia vida.
Así que estaba acostado en la chirriante cama del hotel mientras pasaban por mi
cabeza pensamientos relacionados con Lucie, ahora ya convertida otra vez en mero
pensamiento, en un simple interrogante. La cama del hotel era de verdad, tal como la
describí en la frase anterior, chirriante, y cuando volví a darme cuenta de esta
propiedad suya, me acordé (repentina, intempestivamente) de Helena. Como si
aquella cama chirriante fuese la voz que me recordaba mis obligaciones, respiré
profundamente, saqué las piernas de la cama, me senté en el borde, me desperecé, me
pasé la mano por el pelo, miré el cielo por la ventana y me levanté. El encuentro del
viernes con Lucie, aunque al día siguiente se hubiera desmaterializado, había retenido
y amortiguado mi interés por Helena, un interés pocos días antes tan intenso. En este
momento ya sólo quedaba de él la conciencia del interés, un interés traducido al
idioma de la memoria; una sensación de que había un deber que cumplir respecto al
interés perdido, con respecto al cual la inteligencia me aseguraba que volvería seguro
a presentarse con toda intensidad.
Fui hasta el lavabo, me quité la chaqueta del pijama y abrí al máximo el grifo;
metí las manos bajo el agua que corría y casi con prisa me la eché a manos llenas por
el cuello, por los hombros, por el cuerpo; me froté con la toalla; quería hacer que
circulara la sangre. De repente me había dado miedo; me había dado miedo mi
indiferencia ante la llegada de Helena, tuve miedo de que aquella indiferencia (una
indiferencia momentánea) estropeara una oportunidad que había aparecido sólo una
vez y que difícilmente volvería a presentarse. Decidí desayunar y tomar después del

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desayuno un vodka.
Bajé a la cafetería pero lo único que encontré fue un montón de sillas, cuyas patas
estaban lastimeramente vueltas hacia arriba, colocadas sobre las mesas sin manteles,
y a una vieja con un delantal sucio dando vueltas alrededor de ellas.
Fui hasta la recepción del hotel y le pregunté al portero que estaba sentado detrás
del mostrador, hundido en una silla tapizada y en una profunda indiferencia, si era
posible desayunar en el hotel. Sin moverse me dijo que hoy era el día de cierre de la
cafetería. Salí a la calle. El día era bueno, las nubes retozaban por el cielo y un suave
viento levantaba el polvo de las aceras. Me encaminé aprisa hacia la plaza. Junto a la
carnicería había una multitud de mujeres jóvenes y mayores; llevaban bolsas y redes
y esperaban paciente e indolentemente a que les tocase el turno para entrar a la
tienda. De los peatones que paseaban o iban a alguna parte me llamaron la atención
los que llevaban en la mano, como una antorcha en miniatura, un cucurucho con un
bonete rojo de helado que lamían. Ya había llegado a la plaza. Allí hay un edificio de
una sola planta en el que funciona un autoservicio.
Entré. Era un local amplio, con el piso de baldosa y mesas de patas altas, junto a
las cuales había gente comiendo canapés y bebiendo café o cerveza.
No tenía ganas de desayunar aquí. Desde la mañana me había hecho a la idea de
un desayuno suculento con huevo, tocino y una copita de alcohol que me devolviese
la vitalidad perdida. Me acordé de que un poco más allá, en la otra plaza, donde está
el parquecillo y la columna, hay otro restaurante. No es especialmente agradable,
pero me basta con que haya una mesa y una silla y un único camarero a quien pedirle
lo que se pueda. Pasé junto a la escultura barroca: en la columna se apoyaba un santo,
en el santo se apoyaba una nube, en la nube se apoyaba un ángel, en el ángel se
apoyaba otra nube y en la nube otro ángel, el último; los santos, nubes y ángeles de
pesada piedra simulaban aquí el cielo y sus alturas, mientras que el cielo de verdad
estaba de color azul pálido (mañanero) y desesperadamente alejado de este
polvoriento trozo de tierra.
Atravesé el parquecillo con sus bonitos trozos de césped y sus bancos (y sin
embargo lo bastante pelado como para no interrumpir el ambiente de vacío
polvoriento) y cogí el picaporte de la puerta del restaurante. Estaba cerrado. Empecé
a comprender que el desayuno anhelado no iba a pasar de ser un sueño y aquello me
daba miedo porque, con infantil terquedad, consideraba que un desayuno abundante
era la condición decisiva para el éxito de todo el día. Me di cuenta de que en las
ciudades de provincia no presuponen que haya personajes extravagantes que
pretendan desayunar sentados y abren sus restaurantes mucho más tarde. No hice la
prueba de buscar otro restaurante, me di la vuelta y volví a cruzar el parque en
sentido contrario. Y volví a toparme con gente que llevaba en la mano cucuruchos
con el bonete rojo, y volví a pensar que los cucuruchos parecen antorchas y que ese
parecido tiene probablemente cierto sentido porque las antorchas no son antorchas,
sino parodias de antorchas y lo que llevan triunfalmente dentro de sí, esa rosada

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huella de la satisfacción, no es ningún placer, no es más que una parodia del placer,
lo cual probablemente refleja lo inevitablemente paródico de todas las antorchas y
todos los placeres de esta polvorienta ciudad de provincias. Y llegué a la conclusión
de que si iba andando en dirección contraria a todos estos lamientes portadores de
luz, me conducirían probablemente a alguna pastelería, en la que quizás habrá una
mesa, una silla y quizás café y tarta.
No me llevaron a una pastelería sino a una lechería; había una gran cola de gente
que esperaba a que le sirvieran cacao o leche con panecillos y había allí también
mesas de patas altas junto a las cuales la gente comía y bebía y en la habitación del
fondo había también mesas y sillas, pero aquéllas estaban ocupadas. Me puse por lo
tanto a la cola y, después de tres minutos de espera y avance, compré un vaso de
cacao y dos panecillos, me acerqué a una de las mesas altas en la que había unos seis
vasos sucios, busqué un sitio que no estuviera manchado y allí coloqué mi vaso.
Desayuné con acongojadora velocidad: no habrían pasado más de tres minutos
cuando ya estaba otra vez en la calle; eran las nueve; tenía aún dos horas: Helena
había salido ese mismo día en el primer avión de Praga y en Brno debía coger un
autobús que llegaba aquí poco antes de las once. Sabía que estas dos horas iban a
estar perfectamente vacías e iban a ser perfectamente inútiles.
Claro que podía ir a visitar los viejos sitios de la infancia, podía detenerme a
meditar sentimentalmente junto a la casa en la que había nacido, donde había vivido
hasta el último momento mi mamá. Suelo acordarme de ella con frecuencia, pero
aquí, en la ciudad en la que su pequeño esqueleto está metido debajo de un mármol
ajeno, parece como si hasta estos recuerdos de ella estuviesen envenenados: se me
mezclaría con ellos la sensación de aquella impotencia, de aquella venenosa amargura
y a eso me resisto.
Así que no quedó más remedio que sentarme en un banco de la plaza, al rato
volverme a levantar, acercarme al escaparate de la tienda, mirar los títulos de los
libros en la librería, hasta que al final tuve la idea salvadora de comprar en el kiosco
el Rude Pravo, volver a sentarme en el banco, ojear los aburridos titulares, leer en la
sección internacional dos noticias algo más interesantes, volver a levantarme del
banco, doblar el periódico y meterlo intacto en el cubo de la basura; después ir
despacio hasta la iglesia, detenerme delante de ella, mirar hacia arriba a las dos torres,
subir luego las anchas escaleras y entrar en la antesala de la iglesia y seguir hacia
adentro, tímidamente, para que a la gente no le escandalice que el que acaba de entrar
no se persigne y ha venido aquí sólo a pasear, tal como se suele ir al parque o la calle
mayor cuando está vacía.
Cuando entró algo más de gente en la iglesia, empecé a sentirme entre ellos como
un intruso que no sabe cómo ponerse, cómo inclinar la cabeza o cómo juntar las
manos, así que volví a salir, miré al reloj y comprobé que seguía teniendo mucho
tiempo por delante. Intenté pensar en Helena, quería pensar en ella para aprovechar
de algún modo la espera; pero aquel pensamiento no tenía ganas de desarrollarse, no

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quería moverse de su sitio y lo más que era capaz de provocar era la imagen visual de
Helena. Por lo demás es algo ya sabido: cuando un hombre espera a una mujer, es
difícil que sea capaz de pensar en ella y no le queda otra opción que andar de aquí
para allá debajo de su imagen inmóvil.
Así que anduve. Justo enfrente de la iglesia vi junto al viejo edificio del
ayuntamiento unos diez cochecitos de niños vacíos. No supe explicarme de inmediato
aquel fenómeno. En eso un hombre joven arrimó, casi sin aliento, otro coche más a
los que ya estaban aparcados y una mujer (un tanto nerviosa) que acompañaba al
hombre, sacó del cochecito un rollo de telas blancas y encajes (que indudablemente
contenía un niño) y los dos fueron de prisa hacia el ayuntamiento. Pensando en la
hora y media que me quedaba por esperar, fui tras ellos.
En la escalera ancha ya había bastantes mirones, pero a medida que iba subiendo
por la escalera hacia arriba, había cada vez más y donde más había era en el pasillo
del primer piso, mientras que la escalera a partir de aquí ya volvía a estar vacía. El
acontecimiento a causa del cual se había reunido toda esta gente debía tener lugar
evidentemente en este piso y con toda probabilidad en la habitación cuyas puertas,
abiertas de par en par y llenas de una verdadera multitud de gente, daban al pasillo.
Fui hacia allí y me encontré en una pequeña sala en la que había unas seis hileras de
sillas en las que ya estaba sentada la gente, como si aguardasen alguna actuación. En
la sala había un podio, en él una mesa alargada cubierta por un paño rojo, en la mesa
un florero con un gran ramo, en la pared detrás del podio una bandera nacional
adornada con flecos dorados; abajo, delante del podio (a unos tres metros de la
primera fila de sillas), había ocho sillas en semicírculo orientadas hacia el podio;
detrás, al otro lado de la sala, había un pequeño armonio con el teclado abierto junto
al cual estaba sentado, con la calva agachada, un viejo con gafas.
Había unas cuantas sillas desocupadas en la sala; me senté en una de ellas. Pasó
mucho tiempo sin que ocurriera nada, pero la gente no se aburría, se inclinaban los
unos hacia los otros, cuchicheaban y esperaban, evidentemente ansiosos. Mientras
tanto, los que se habían quedado amontonados en el corredor fueron llenando la sala;
ocuparon las pocas sillas restantes y se arrimaron a las paredes.
Después empezó por fin el esperado acontecimiento: detrás del podio se abrió la
puerta; por la puerta apareció una señora con gafas, traje castaño y una nariz larga y
delgada; miró a la sala y levantó la mano derecha. La gente a mi alrededor se calló.
Entonces la mujer se volvió hacia la habitación de la que había venido, como si le
estuviesen haciendo un gesto o diciendo algo a alguien, pero inmediatamente regresó
y se situó junto a la pared, mientras yo percibí en aquel momento en su rostro
(aunque sólo estaba vuelta de perfil hacia mí) una sonrisa solemne, envarada. Todo
debía estar perfectamente sincronizado, porque en el mismo momento del inicio de la
sonrisa se oyó a mis espaldas el sonido del armonio.
Unos segundos más tarde apareció por la puerta de junto al podio una mujer de
pelo rubio, con la cara colorada, el pelo muy ondulado y muy pintada, con cara de

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susto y un niño empaquetado de blanco en brazos. La señora de las gafas se apretó
aún más contra la pared para no entorpecer su camino y su sonrisa incitaba a la
portadora del niño a avanzar. Y la portadora avanzaba, avanzaba con paso inseguro,
apretando al pequeño; detrás de ella apareció otra mujer con un bebé en brazos y tras
ella (como una bandada de ocas) toda una pequeña multitud; yo me seguía fijando en
la primera de ellas: primero miraba hacia algún lugar del techo, después bajó la vista
y su mirada se debió encontrar con la de alguien en la sala, lo cual la desconcertó, de
modo que retiró rápidamente la mirada y sonrió, pero la sonrisa (se notaba
literalmente el esfuerzo que le había costado) desapareció en seguida y sólo le
quedaron los labios convulsivamente estirados. Todo eso sucedió en su cara durante
unos pocos segundos (lo que tardó en recorrer unos seis metros desde la puerta); pero
había recorrido una línea demasiado recta y no había doblado a tiempo siguiendo el
semicírculo de las sillas y la señora de gafas vestida de marrón tuvo que separarse
rápidamente de la pared (la cara se le puso un tanto sombría), acercarse a ella, tocarla
suavemente en el brazo y recordarle así la dirección en la que tenía que ir. La mujer
corrigió rápidamente la trayectoria y pasó junto al semicírculo de sillas seguida por
las demás portadoras de niños. En total eran ocho. Por fin recorrieron el trayecto
estipulado y estaban ahora de espaldas al público, cada una delante de una silla. La
mujer de marrón señaló con la mano hacia el suelo; las mujeres fueron
comprendiendo y (siempre de espaldas al público) se fueron sentando (con los niños
empaquetados) en las sillas.
De la cara de la señora de gafas desapareció la sombra de disgusto, ya sonreía
otra vez y se acercó a la puerta entreabierta de la habitación trasera. Se quedó parada
allí durante un instante y luego con unos cuantos pasos rápidos retrocedió hacia la
sala y volvió a colocarse de espaldas a la pared. Por la puerta apareció un hombre de
unos veinte años, con traje negro y camisa blanca, cuyo cuello, adornado con una
corbata de colores, se le incrustaba en la garganta. Llevaba la cabeza gacha y con
paso bamboleante se puso en marcha. Detrás de él iban otros siete hombres de
diferentes edades, pero todos ellos también con trajes oscuros y camisas de fiesta.
Sortearon las sillas en las que estaban sentadas las mujeres con los niños y se
detuvieron. Pero en ese momento algunos de ellos manifestaron una cierta
intranquilidad y empezaron a mirar en derredor como si buscaran algo. La señora de
las gafas (en cuyo rostro volvió a aparecer la conocida sombra de disgusto) se acercó
en seguida y, cuando uno de los hombres le susurró algo, asintió con la cabeza y los
dubitativos hombres se intercambiaron rápidamente sus sitios.
La mujer de marrón restableció de inmediato la sonrisa y se encaminó otra vez a
la puerta del podio. Ésta vez ni siquiera tuvo que hacer señas. Por la puerta salió un
nuevo grupo y he de decir que esta vez era un grupo disciplinado y conocedor de la
situación, que andaba sin temores y con una elegancia casi profesional: estaba
compuesto por niños de alrededor de diez años: iban unos tras otros siempre
alternándose un niño y una niña; los niños llevaban pantalones largos de color azul

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oscuro, camisa blanca y pañuelo rojo, una de cuyas puntas quedaba a la espalda y las
otras dos anudadas al cuello; las niñas llevaban faldas azul marino, blusas blancas y
al cuello también el pañuelo rojo; todos iban con un ramito de rosas. Andaban, como
ya he dicho, seguros y con naturalidad, pero no iban, como los grupos anteriores, en
semicírculo, rodeando las sillas, sino a lo largo del podio; se detuvieron y giraron a la
izquierda, de modo que su fila quedó bajo el podio, a todo lo largo, con las caras
vueltas hacia el semicírculo de mujeres sentadas y hacia la sala.
Y volvieron a transcurrir varios segundos y por la puerta de junto al podio
apareció otra figura, esta vez sin que nadie la siguiera, y se dirigió directamente al
podio, hacia la mesa larga cubierta con el paño rojo. Era un hombre de edad mediana
y estaba calvo. Andaba con dignidad, erguido, con un traje negro, llevaba en la mano
unas pastas rojas; se detuvo a la mitad del largo de la mesa y se volvió hacia el
público haciendo una leve reverencia. Se notaba que tenía una cara gruesa y
alrededor del cuello una gruesa cinta roja, azul y blanca, cuyos dos extremos estaban
unidos por una gran medalla dorada que le colgaba aproximadamente a la altura de la
barriga y que, al inclinarse, se balanceó unas cuantas veces a escasa distancia de la
mesa.
En ese momento (y sin pedir la palabra) uno de los niños que estaban de pie a lo
largo del podio, empezó a hablar en voz alta. Dijo que había llegado la primavera y
que los papás y las mamás estaban contentos y que todo el país estaba contento.
Habló un rato de ese modo hasta que lo interrumpió una de las niñas, diciendo algo
por el estilo, que no tenía un sentido demasiado claro, pero en el cual se repetían las
palabras mamá, papá y primavera y también varias veces la palabra rosa. Luego la
interrumpió otro niño y a ése lo interrumpió otra niña, pero no se puede decir que se
estuvieran peleando, porque todos decían más o menos lo mismo. Un niño afirmaba
por ejemplo que los niños son la paz. En cambio la niña que hablaba inmediatamente
después, decía que los niños son flores. Todos los niños coincidían después en esta
idea, la repetían una vez más al unísono y avanzaban extendiendo la mano en la que
tenían el ramito de flores. Y como eran precisamente ocho, igual que las mujeres que
estaban sentadas en el semicírculo de sillas, cada una de las mujeres recibió un
ramito. Los niños regresaron junto al podio y a partir de entonces se quedaron
callados.
En cambio el hombre que estaba de pie en el podio encima de ellos, abrió las
pastas rojas y empezó a leer. Él también hablaba de la primavera, de las flores, de los
papás y las mamás, también habló del amor y de que el amor trae frutos, pero después
su léxico comenzó de pronto a cambiar y aparecieron en él las palabras obligación,
responsabilidad, estado, ciudadano, de pronto ya no decía mamá y papá sino madre y
padre y sacaba la cuenta de todo lo que a ellos (los padres y las madres) les da el
Estado, y ellos en cambio están obligados con el Estado a educar a sus hijos como
ciudadanos ejemplares. Luego dijo que todos los padres presentes ratificarían aquello
solemnemente con su firma y señaló hacia la esquina de la mesa en la que había un

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grueso libro encuadernado en cuero.
La señora marrón se acercó en ese momento a la madre que se sentaba al final del
semicírculo, le tocó el hombro, la madre la miró y la señora le cogió al niño de los
brazos. La madre se levantó y se dirigió hacia la mesa. El hombre de la cinta
alrededor del cuello abrió el libro y le dio a la madre una pluma. La madre firmó y
volvió a su silla, en donde la señora marrón le devolvió a su niño. Después fue hacia
la mesa el hombre correspondiente y firmó; después la señora marrón le sostuvo el
niño a la siguiente madre y la mandó a firmar; después firmó el hombre
correspondiente, luego otra madre, otro hombre y así hasta el final. Después sonaron
nuevamente los tonos del armonio y la gente que había estado sentada a mi lado en la
sala, rodeó a los padres y madres, cogiéndolos de las manos. Fui con ellos hasta la
parte delantera de la sala (como si también quisiera cogerle la mano a alguien) y de
repente el hombre de la cinta al cuello me llama por mi nombre y me pregunta si lo
reconozco.
Por supuesto que no lo reconocía pese a que había estado mirándolo durante todo
el tiempo de su discurso. Para no tener que responder negativamente a una pregunta
un poco desagradable, le pregunté qué tal le iba. Me dijo que bastante bien y en ese
momento lo reconocí: claro, era Kovalik, un compañero de bachillerato, ahora
reconocía sus rasgos, que en aquella cara gruesa aparecían como borrosos; por lo
demás Kovalik era uno de los compañeros de curso que menos llamaba la atención,
no era ni bueno ni travieso, ni solitario ni de muchos amigos, no descollaba en el
estudio, sencillamente alguien que no llamaba la atención; sobre la frente tenía
entonces los pelos que ahora le faltaban, podría citar por lo tanto varios motivos por
los cuales no lo reconocí de inmediato.
Me preguntó qué estoy haciendo, si soy pariente de alguna de las madres. Le dije
que no tengo ningún pariente, que vine sólo por curiosidad. Se sonrió satisfecho y me
empezó a explicar que el ayuntamiento local había hecho mucho porque las
ceremonias cívicas se celebren de un modo realmente digno y añadió con cierto
orgullo que él, como jefe del negociado de asuntos cívicos, tiene parte del mérito y
que hasta había recibido elogios de la administración regional. Le pregunté si lo que
acababa de ver era un bautizo. Me dijo que no era un bautizo sino la bienvenida a los
nuevos ciudadanos. Evidentemente estaba satisfecho de poder conversar del tema
conmigo. Me dijo que hay dos instituciones frente a frente: la Iglesia católica con sus
ceremonias, que tienen una tradición milenaria y, por otra parte, las instituciones
civiles que deben ganarle el terreno a estas ceremonias milenarias con sus nuevas
ceremonias. Dijo que la gente no empezará a dejar de ir a la iglesia a casarse o a
bautizar a sus hijos, hasta que nuestras ceremonias cívicas no tengan tanta dignidad y
belleza como las ceremonias religiosas.
Yo le dije que eso no me parecía tan fácil. Me dio la razón y dijo que estaba
contento de que por fin ellos, los responsables de las cuestiones cívicas, encontrasen
un poco de apoyo entre nuestros artistas que, al parecer, ya se han dado cuenta de que

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darle a nuestro pueblo entierros, bodas y bautizos (inmediatamente rectifico y dijo
bienvenidas a los nuevos ciudadanos) verdaderamente socialistas, es una tarea de
gran importancia. Añadió que los versos que habían recitado los pioneros eran
preciosos. Yo le dije que sí y le pregunté si no sería más efectivo, para que la gente
perdiese la costumbre de las ceremonias religiosas, darles la posibilidad de pasarse
sin ningún tipo de ceremonia.
Me dijo que la gente nunca estaría dispuesta a prescindir de sus bodas y sus
entierros. Y que además desde nuestro punto de vista (acentuó la palabra nuestro
como si me quisiese dar a entender que él también, varios años después del triunfo
del socialismo, había ingresado al partido comunista) sería una lástima no utilizar
estas ceremonias para ganar a la gente para nuestra ideología y nuestro estado.
Le pregunté a mi antiguo compañero qué es lo que hace con la gente que no
quiere participar en este tipo de ceremonia, si es que hay gente que se niega. Me dijo
que por supuesto había gente así, porque aún no todo el mundo ha empezado a pensar
de un modo nuevo, pero que si no vienen les siguen mandando invitaciones, hasta
que al final la mayoría termina por venir, aunque sea con una semana o dos de
retraso. Le pregunté si la participación en la ceremonia es obligatoria. Me respondió
con una sonrisa que no, pero que el ayuntamiento valora el nivel de conciencia
política de los ciudadanos y su postura hacia el Estado por la participación en las
ceremonias, y que al final todos los ciudadanos se lo piensan y vienen.
Le dije a Kovalik que el ayuntamiento es para con sus creyentes más severo que
la Iglesia con los suyos. Kovalik se sonrió y dijo que no se puede hacer otra cosa.
Después me invitó a charlar un rato en su despacho. Le dije que por desgracia ya no
tenía mucho tiempo, porque tenía que esperar a alguien en la estación de autobuses.
Me preguntó si había visto a alguien «de los chicos» (se refería a los compañeros de
curso). Le dije que desgraciadamente no, pero que era una suerte haberlo encontrado
por lo menos a él, porque cuando necesite bautizar a un hijo vendré a buscarlo
precisamente a él. Se sonrió y me golpeó en el hombro con el puño. Nos dimos la
mano y yo volví a salir a la calle pensando que para que llegara el autobús faltaba un
cuarto de hora.
Un cuarto de hora ya no es mucho tiempo. Atravesé la plaza, pasé otra vez junto a
la peluquería, volví a echar un vistazo a través del escaparate (a pesar de que sabía
que Lucie no podía estar, que estaría por la tarde) y luego ya me dediqué
exclusivamente a dar vueltas por la estación de autobuses, imaginándome a Helena:
su cara oculta tras una capa de polvo color tostado, su pelo rojizo, evidentemente
teñido, su figura, ni mucho menos delgada, pero que aún conserva las proporciones
básicas necesarias para que a una mujer la veamos como mujer; me imaginaba todo
lo que la sitúa en la provocativa frontera entre lo desagradable y lo atractivo, también
su voz, más elevada de lo que resulta grato, y también su gesticulación, que por lo
exagerada revela sin querer el impaciente deseo de seguir gustando.
Sólo había visto a Helena tres veces en mi vida, lo cual es bastante poco como

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para poder conservar en la memoria con exactitud su aspecto. Cada vez que pretendía
recrear su imagen, algún rasgo se me acentuaba tanto que Helena se me convertía
permanentemente en su caricatura. Pero aunque mi imaginación fuese imprecisa, creo
que eran esas mismas desfiguraciones las que captaban algo esencial de Helena, algo
que se escondía tras su aspecto exterior.
Había sobre todo una imagen que, esta vez, no me podía quitar de encima: la
imagen de la particular falta de firmeza corporal de Helena, de un cierto
ablandamiento que debía ser característico no sólo de su edad, de su maternidad, sino
especialmente de una cierta indefensión psíquica o erótica (ocultada sin éxito por su
desparpajo en la conversación), de su forma de estar eróticamente siempre «a merced
de…». ¿Había en eso realmente algo de la esencia de Helena o es que en ello se
manifestaba más bien mi relación con ella? Quién sabe. El autobús estaba a punto de
llegar y yo deseaba ver a Helena exactamente igual a como la interpretaban mis
imágenes. Me escondí en el portal de una de las casas que forman la plaza que rodea
a la estación de autobuses, con la intención de observar desde allí cómo miraba con
impotencia, pensando en que había venido hasta aquí de balde y que no me iba a
encontrar.
Un autobús grande de largo recorrido se detuvo en la plaza y una de las primeras
en bajar fue Helena. Tenía puesto un impermeable azul, uno de esos que dan a sus
portadoras aspecto deportivo y juvenil. También a Helena (llevaba el cuello levantado
y el cinturón abrochado) le quedaba estupendamente. Miró a su alrededor, dio incluso
unos pasos para poder ver la parte de la plaza que estaba tapada por el autobús, pero
no se quedó allí sin saber qué hacer, sino que se dio la vuelta sin vacilar y se dirigió
hacia el hotel en el que yo estaba alojado y en el que ella también tenía reservada una
habitación.
Volví a confirmar mi opinión de que la imaginación sólo me brindaba a una
Helena deformada (que a veces me resultaba excitante pero que desviaba a Helena
con frecuencia hacia la esfera de lo desagradable y casi repugnante). Por suerte
Helena siempre solía ser más guapa en la realidad que en mi imaginación, como pude
comprobarlo una vez más mientras la veía desde atrás, yendo con sus zapatos de
tacón hacia el hotel. La seguí.
Estaba ya inclinada sobre el mostrador de la recepción, apoyada sobre un codo,
mientras el impasible portero la anotaba en el libro. Deletreaba su nombre: «Señora
de Zemanek, Ze-ma-nek…». Yo estaba detrás de ella escuchando sus datos
personales. Cuando el portero terminó de apuntarla, Helena le preguntó: «¿Se aloja
aquí el camarada Jahn?» El portero masculló un «No». Me acerqué a Helena y le
puse desde atrás la mano en el hombro.

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2
Todo lo que sucedió entre Helena y yo formaba parte de un plan perfectamente
preparado. Claro que Helena tampoco entabló relación conmigo sin tener ningún tipo
de intención, pero es difícil que su intención haya sobrepasado el carácter de un vago
deseo femenino, que quiere conservar su espontaneidad, su poesía sentimental y por
ello no trata de dirigir y organizar previamente el desarrollo de los acontecimientos.
En cambio yo actué desde el principio como un cuidadoso escenógrafo de la historia
que debo vivir y no dejé a la inspiración casual ni la elección de mis palabras y
proposiciones ni, por ejemplo, la elección de la habitación en la que quería estar a
solas con Helena. Tenía miedo de correr el menor riesgo de perder la oportunidad que
se me ofrecía y que tanto me importaba, no porque Helena fuera especialmente joven,
especialmente agradable o especialmente guapa, sino única y exclusivamente porque
se llamaba tal como se llamaba; porque su marido era el hombre a quien yo odiaba.
Cuando me anunciaron un día en nuestro instituto que iba a venir a verme una tal
señora de Zemanek, de la radio, y que debía informarle de nuestras investigaciones,
me acordé en seguida de mi antiguo compañero de estudios, pero consideré como una
simple casualidad la coincidencia de apellidos y mi desagrado por tener que atenderla
se debió a motivos totalmente distintos.
No me gustan los periodistas. Y el que Helena no fuera redactora de un periódico
sino de la radio no hizo más que aumentar mi aversión. Los periódicos tienen para mí
una gran ventaja y es que no hacen ruido. Su aburrimiento es silencioso; no se
entrometen; es posible dejarlos a un lado, meterlos en el cubo de la basura. El tedio
de la radio no goza de éste eximente; nos persigue en los cafés, los restaurantes,
incluso en los trenes y hasta durante las visitas a las casas de las personas que no
saben vivir sin que les den permanentemente de comer a sus orejas.
Pero también me repugnaba el modo en que hablaba Helena. Comprendí que
antes de llegar a nuestro instituto ya tenía su artículo previamente preparado y ahora
buscaba sólo datos y ejemplos concretos, que quería que yo le diese, para añadírselos
a las frases habituales. Traté de hacerle el trabajo lo más difícil que pude; hablé de un
modo intencionadamente complejo e incomprensible e intenté rebatirle todas las
opiniones que ella traía. En cuanto apareció el menor peligro de que entendiera, traté
de escabullirme introduciendo un tono íntimo; le dije que le quedaba bien el pelo de
color rojo (a pesar de que pensaba precisamente lo contrario), le pregunté si le
gustaba su trabajo en la radio y qué le gustaba leer. Mientras tanto, en una reflexión
silenciosa que desarrollaba a mucha mayor profundidad que nuestra conversación,
llegué a la conclusión de que la coincidencia de nombres no tenía por qué ser casual.
Ésta redactora ruidosa, estereotipada y coyuntural daba la impresión de estar
emparentada con un hombre a quien también conocí como ruidoso, estereotipado y
coyuntural. Por eso le pregunté, con un tono ligero de conversación casi coqueto, por
su marido. La huella coincidía y con unas pocas preguntas más Pavel Zemanek quedó

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identificado con absoluta seguridad. No puedo decir que en aquel momento se me
haya ocurrido aproximarme a ella del modo en que luego lo hice. Al contrario: el
rechazo que sentí por ella en cuanto la vi, no hizo más que aumentar tras esta
comprobación. En un primer momento empecé a buscar una excusa para interrumpir
la conversación y dejarla en manos de otro compañero de trabajo; también se me
ocurrió que sería estupendo poder mandar a paseo a aquella mujer llena de sonrisas y
encantos, y lamenté que fuera imposible.
Pero precisamente en el momento en que yo estaba más repleto de repugnancia,
Helena, inducida por mis preguntas y comentarios personales (cuya función
estrictamente detectivesca no podía intuir), hizo una serie de gestos femeninos
completamente naturales y mi rencor adquirió de repente un aspecto nuevo: observé
en Helena, detrás de la cortina de la gesticulación periodística, a una mujer, a una
mujer concreta capaz de funcionar como mujer. Lo primero que me dije, con una
mueca interior de satisfacción, fue que Zemanek merecía precisamente una mujer
como ésta, que ya sería para él suficiente castigo, pero inmediatamente me vi
obligado a rectificar: aquel juicio despectivo en el que me empeñaba en creer era
excesivamente subjetivo y hasta demasiado intencionado; esta mujer debía haber sido
bastante guapa y no había motivo para suponer que Pavel Zemanek no siguiera
utilizándola hasta hoy, de buen grado, como mujer. Continué con el tono desenfadado
de la conversación, sin poner en evidencia lo que estaba pensando. Algo me
empujaba a descubrir en la medida de lo posible, a la redactora que estaba sentada
frente a mí en sus rasgos femeninos, y aquella intención orientaba automáticamente la
conversación.
La mediación de una mujer es capaz de imprimirle al odio algunas de las
características propias de la simpatía: por ejemplo la curiosidad, el deseo de
aproximación, el placer de atravesar el umbral de la intimidad. Yo estaba en una
especie de éxtasis: me imaginaba a Helena, a Zemanek y a todo su mundo (un mundo
ajeno) y cultivaba con especial satisfacción el rencor (un rencor atento, casi tierno)
hacia el aspecto de Helena, rencor hacia su pelo rojizo, rencor hacia sus ojos azules,
rencor hacia las pestañas cortas y levantadas, rencor hacia la cara redonda, hacia la
sensual nariz respingada, rencor hacia la separación entre los dos dientes delanteros,
rencor hacia la maciza madurez de su cuerpo. La observaba como se observa a la
mujer que se ama, la observaba como si quisiera grabármelo todo en la memoria y,
para que no pudiera captar el rencor oculto en mi interés por ella, utilizaba en nuestra
conversación palabras cada vez más ligeras y cada vez más amables, de modo que
Helena se volvía cada vez más femenina. Yo pensaba en que su boca, sus pechos, sus
ojos, su pelo, le pertenecían a Zemanek, cogía en mi imaginación todo aquello con
mis manos, lo sopesaba, lo ponía en la balanza, examinaba si era posible deshacerlo
en la palma de la mano o romperlo de un golpe contra la pared, y luego volvía a
observarlo humildemente, intentaba verlo con los ojos de Zemanek y luego con los
míos propios.

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Es posible que hasta se me haya pasado por la cabeza la idea, totalmente platónica
y carente de sentido práctico, de que aquella mujer podía ser llevada, desde la
planicie de nuestra insulsa conversación, cada vez más allá, hasta la línea de llegada
de la cama. Pero era sólo una idea, una de esas que pasan por la cabeza como una
chispa y luego se apagan. Helena dijo que me agradecía las informaciones que le
había facilitado y que ya no me seguiría importunando. Nos despedimos y yo me
quedé contento de que se hubiera ido. El extraño éxtasis pasó y yo ya no sentía por
ella más que pura repugnancia y me sentía ridículo por haberme comportado un rato
antes hacia ella con tanto interés personal y con tanta amabilidad (aunque fuese
fingida).
Nuestro encuentro no hubiera tenido ninguna continuación si algunos días más
tarde la propia Helena no me hubiera llamado por teléfono para pedirme una cita. Es
posible que de verdad necesitase que yo le corrigiera el texto de su artículo, pero a mí
en aquel momento me pareció que era una excusa y que el tono con el que me
hablaba hacía más bien referencia a la parte personal y ligera de nuestra conversación
anterior y no a la profesional y seria. Rápidamente y sin pensarlo adopté el mismo
tono y ya no lo abandoné. Nos encontramos en una cafetería y yo, provocativamente,
hice caso omiso a todo lo referido al artículo de Helena; bagatelicé sin el menor
pudor sus intereses periodísticos; me daba cuenta que aquel comportamiento la
dejaba un tanto perpleja, pero al mismo tiempo comprendía que precisamente en ese
momento empezaba a dominarla. La invité a dar un paseo a las afueras de Praga. Se
resistió alegando que estaba casada. No había nada que me pudiera producir mayor
satisfacción. Le estuve dando vueltas a esa objeción que tanto placer me producía;
jugaba con ella; retornaba a ella; hacía chistes sobre ella. Al final Helena se quedó
contenta de poder cambiar de tema de conversación aceptando rápidamente mi
propuesta. A partir de ahí todo sucedió exactamente según mis planes. Me lo inventé
con la fuerza de quince años de rencor y tenía la seguridad, casi incomprensible, de
que saldría bien y se cumpliría hasta el último detalle.
Y el plan iba saliendo bien. En la portería cogí el pequeño maletín de viaje de
Helena y la acompañé escaleras arriba hasta su habitación, que por lo demás era tan
fea como la mía. Hasta Helena, que tenía la particular virtud de presentar las cosas
mejor de lo que son, tuvo que reconocerlo. Le dije que no se hiciese ningún problema
por eso, que ya lo resolveríamos. Me echó una mirada especialmente significativa.
Después dijo que quería lavarse y yo le dije que hacía bien y que la esperaría abajo en
la entrada del hotel.
Bajó, llevaba bajo el impermeable desabrochado una falda negra y un suéter rosa,
y yo pude comprobar una vez más que era una mujer elegante. Le dije que iríamos a
comer a La Casa del Pueblo, que es un restaurante malo y, sin embargo, el mejor que
hay en esta ciudad. Me dijo que, ya que yo había nacido aquí, dejaría que me hiciese
cargo de ella y no me contradecería en lo más mínimo. Parecía como si tratase de
elegir palabras un tanto ambiguas; era un intento ridículo y reconfortante. Hicimos el

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mismo camino que yo había recorrido por la mañana cuando iba en pos de un buen
desayuno y Helena volvió a repetir varias veces que estaba contenta de conocer mi
ciudad natal pero, aunque de verdad estaba aquí por primera vez, no miraba a su
alrededor, no preguntaba lo que había en tal o cual edificio y no se comportaba en
absoluto como una persona que visita por primera vez una ciudad desconocida. Me
puse a pensar si aquel desinterés se debía a cierto estado de descomposición del alma,
que hace que ya no sea capaz de sentir la curiosidad habitual por el mundo exterior, o
más bien a que Helena se concentraba totalmente en mí y ya no le quedaba para más;
prefería inclinarme por esta segunda posibilidad.
Pasamos después junto al monumento barroco; el santo sostenía a la nube, la nube
al ángel, el ángel a otra nube, la otra nube a otro ángel; el cielo estaba más azul que
por la mañana; Helena se quitó el impermeable, se lo colgó del brazo y dijo que hacía
calor; el calor no hacía más que aumentar la sensación de vacío polvoriento; la
escultura estaba parada en medio de la plaza como un trozo de cielo desgajado que no
puede volver a su sitio; en ese momento me dije que nosotros dos también habíamos
sido arrojados a esta extraña plaza desierta con su parque y su restaurante, que
habíamos sido arrojados aquí irremisiblemente; que nosotros dos también estamos
desgajados de algún sitio; que imitamos inútilmente al cielo y a las alturas, que nadie
se lo cree; que nuestras ideas y nuestras palabras trepan en vano hacia las alturas
mientras que nuestros actos son tan bajos como la misma tierra.
Sí, me invadió una fuerte sensación de bajeza propia; me sorprendió; pero aún
más me sorprendió no tener miedo de aquella bajeza, aceptarla con una especie de
satisfacción, por no decir directamente con alegría o con alivio, y la satisfacción se
incrementaba con la seguridad de que la mujer que iba a mi lado se dirigía hacia las
sospechosas horas de aquella tarde guiada por motivaciones escasamente más
elevadas que las mías.
En La Casa del Pueblo ya habían abierto y como no eran más que las doce menos
cuarto, la sala del restaurante estaba aún vacía. Las mesas estaban puestas; frente a
cada silla había un plato sopero cubierto por una servilleta de papel sobre la que
estaban los cubiertos. No había nadie. Nos sentamos a una mesa, cogimos la
servilleta con los cubiertos, la pusimos junto al plato y aguardamos. Al cabo de varios
minutos apareció por la puerta de la cocina un camarero, echó una mirada cansina al
salón y se dispuso a volver a la cocina.
«¡Camarero!», llamé.
Volvió a entrar al salón y dio varios pasos en dirección a nuestra mesa.
«¿Deseaban?», dijo cuando llegó a unos cinco metros de distancia de nosotros.
«Querríamos almorzar», dije. «Abrimos a las doce», respondió y volvió a darse la
vuelta para dirigirse hacia la cocina. «¡Camarero!», llamé otra vez. Se dio vuelta.
«Por favor», tuve que decirle en voz muy alta porque estaba lejos de nosotros.
«¿Tienen vodka?» «No, vodka no hay». «¿Y qué es lo que tienen?» «Tenemos», me
respondió a la distancia, «aguardiente de trigo o ron». «Pues no tienen demasiado

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para elegir, pero tráigame dos aguardientes». «Ni siquiera le he preguntado si bebe
aguardiente de trigo», le dije a Helena.
Helena se sonrió: «No, no estoy acostumbrada al aguardiente».
«No importa», dije. «Ya se acostumbrará. Está en Moravia y el aguardiente de
trigo es el tipo de alcohol que más consume el pueblo moravo».
«Eso es estupendo», se alegró Helena. «Así es cómo me gusta a mí, un sitio
corriente a donde vayan los chóferes y los mecánicos y donde la comida y la bebida
sean completamente corrientes».
«¿No estará acostumbrada a tomar la cerveza con ron?»
«Tanto como eso, no», dijo Helena.
«Pero le gusta el ambiente popular».
«Sí», dijo. «No soporto los restaurantes distinguidos en donde le atienden a uno
diez camareros y le sirven de diez platos distintos…»
«Claro, no hay nada como una cervecería de ésas en las que el camarero no le
hace a uno ni caso, con mucho humo y olor a comida. Y sobre todo no hay nada
como el aguardiente de trigo. Cuando yo estudiaba era mi bebida preferida. No tenía
dinero para otras bebidas más caras».
«También me gustan las comidas más corrientes», dijo, «como la tortilla de
patatas o las salchichas con cebolla, para mí no hay nada mejor…»
Ya estoy tan infectado por la desconfianza que cuando alguien me cuenta qué es
lo que le gusta o lo que no le gusta, no lo tomo nunca en serio o, mejor dicho, lo
entiendo sólo como un testimonio acerca de la imagen que pretende dar. No me creí
ni por un momento que Helena respirase mejor en un local sucio y mal ventilado que
en un restaurante limpio y bien ventilado, ni que le gustase más el alcohol basto y la
comida barata que los manjares de la comida selecta. Sin embargo, sus
manifestaciones no carecían de valor para mí, porque señalaban su preferencia por
determinado tipo de pose, una pose pasada de moda hace mucho tiempo, una pose de
los años en los que el entusiasmo revolucionario disfrutaba con todo lo que fuera
«corriente», «popular», «cotidiano», «natural», del mismo modo en que pretendía
despreciar todo lo «cultivado», «mimado», todo lo que estaba sospechosamente
relacionado con la idea de un comportamiento demasiado correcto. Reconocía en esta
pose de Helena la época de mi juventud y en Helena reconocía sobre todo a la mujer
de Zemanek. Mi distracción matutina desaparecía rápidamente y empezaba a
centrarme.
El camarero nos trajo en la bandeja dos vasitos de aguardiente de trigo, los colocó
en la mesa delante de nosotros y puso también en la mesa una hoja de papel en la que
estaba escrita a máquina (seguramente a través de varios papeles de calco), con letra
borrosa y difícilmente legible, la carta.
Levanté el vaso y dije: «¡Brindemos entonces por el aguardiente de trigo, por ese
aguardiente corriente!».
Se sonrió, chocó su vaso con el mío y luego dijo: «Siempre he deseado conocer a

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un hombre que sea sencillo y directo. Natural. Claro».
Tomamos un trago y yo dije: «Hay pocas personas que sean así».
«Las hay», dijo Helena. «Usted es así».
«No creo», dije.
«Lo es».
De nuevo me quedé maravillado por la increíble capacidad humana de
transformar la realidad a la imagen de los deseos o ideales, pero no vacilé en aceptar
la interpretación que Helena hacía de mi persona.
«Quién sabe. Es posible», dije. «Sencillo y claro. ¿Pero qué es eso de sencillo y
claro? Todo depende de que el hombre sea tal como es, de que no se avergüence de
querer lo que quiere y de desear lo que desea. La gente suele ser esclava de las
ordenanzas. Alguien les ha dicho que deben ser de tal o cual manera y ellos tratan de
ser así y jamás llegan a saber quiénes eran y quiénes son. Al final ya no son nadie ni
nada, actúan de una forma ambigua, oscura, confusa. El hombre debe tener ante todo
el valor de ser él mismo. Desde el comienzo le he dicho, Helena, que usted me gusta
y que la deseo aunque sea una mujer casada. No lo puedo decir de otro modo y no
puedo no decirlo».
Lo que había dicho era ligeramente penoso, pero era necesario. Dominar las
opiniones de una mujer es algo que tiene unas reglas de juego precisas; quien trata de
convencer a una mujer, de refutarle su punto de vista con argumentos razonables,
difícilmente llegará muy lejos. Es mucho más inteligente captar los elementos básicos
del estilo de la mujer, los principios esenciales, el ideal, las convicciones y tratar
luego de conjugar armónicamente con la ayuda de sofismas, demagogias ilógicas, etc.
la deseada actuación de la mujer con este estilo básico. Por ejemplo Helena
propugnaba la «sencillez», la «naturalidad», la «claridad». Estos ideales suyos
provenían sin ningún género de dudas del antiguo puritanismo revolucionario y
estaban ligados a la idea del hombre «limpio», «sano», severo y de principios. Pero
como el mundo de los principios de Helena no estaba basado en la reflexión sino
(como en la mayoría de la gente) en convicciones ilógicas, no había nada más
sencillo que relacionar, con la ayuda de una sencilla demagogia, la idea del «hombre
claro» precisamente con una actuación completamente no puritana, inmoral, adúltera,
e impedir de ese modo que en las próximas horas el comportamiento deseado (es
decir, adúltero) de Helena, entrase en un conflicto neurotizante con sus ideales
interiores. El hombre puede pretender que una mujer haga lo que sea, pero si no
quiere comportarse como un salvaje, tiene que hacer posible que actúe de acuerdo
con sus más profundas ficciones.
Mientras tanto la gente había empezado a llegar al restaurante y casi todas las
mesas pronto estuvieron ocupadas. El camarero volvió a salir de la cocina para
comprobar lo que tenía que traerle a cada uno. Le pasé la carta a Helena. Me dijo que
yo entendía más de cocina morava y me la devolvió.
Por supuesto que no hacía falta conocer la cocina morava, porque la carta era

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exactamente igual a la de todos los comedores de este tipo y se componía de una
escasa selección de platos estereotipados, entre los cuales es difícil elegir, porque son
todos igual de aburridos. Eché una mirada (entristecida) al borroso papel, pero el
camarero ya estaba junto a mí y esperaba impaciente mi decisión.
«Un momento», le dije.
«Querían almorzar hace un cuarto de hora y todavía no han elegido», me
reprendió y se fue.
Por suerte volvió al cabo de un momento y nos permitió pedirle unos bistés
arrollados y otros aguardientes de trigo, con sifón.
Helena (masticando su bisté) dijo que era precioso (le gustaba utilizar la palabra
«precioso») que estuviéramos de repente sentados en una ciudad desconocida sobre la
que siempre había soñado cuando aún cantaba en el conjunto canciones que eran de
esta región. Después dijo que seguramente está mal, pero que se siente muy bien
conmigo, no hay nada que hacer, es más fuerte que su voluntad y es así. Yo le dije
que no hay nada más miserable que tener vergüenza de los propios sentimientos.
Cuando salimos del restaurante nos topamos otra vez de frente con la columna.
Me pareció ridícula. Señalé hacia ella: «Fíjese, Helena, cómo trepan los santos.
¡Cómo se matan por subir! ¡Las ganas que tienen de llegar al cielo! ¡Y el cielo no les
hace ni caso! ¡Los ignora por completo a estos campesinos con alas!»
«Es verdad», dijo Helena, en la que el aire fresco había potenciado los efectos del
alcohol. «¡Qué hacen aquí estas estatuas de santos, por qué no ponen aquí algo que
sea un homenaje a la vida y no a quién sabe qué misticismo!» Pero no había perdido
del todo el control, así que añadió una pregunta: «¿O estoy diciendo tonterías? ¿Digo
tonterías? ¿Verdad que no digo tonterías?».
«No está diciendo ninguna tontería, Helena, tiene toda la razón, la vida es
hermosa y nunca seremos capaces de rendirle suficiente homenaje».
«Sí», dijo Helena, «digan lo que digan, la vida es preciosa, a mí no me gustan los
amargados, aunque podría quejarme más que nadie, pero no me quejo, por qué me iba
a quejar, dígame, por qué me iba a quejar, si puede haber un día como el de hoy; es
tan precioso: una ciudad extraña y yo estoy con usted…».
Dejé que Helena siguiese hablando, sólo a ratos, cuando se hacía alguna pausa en
su discurso, decía algo para incitarla a seguir hablando. Al poco tiempo estábamos
frente al bloque de pisos donde vive Kostka.
«¿Dónde estamos?», preguntó Helena.
«Sabe lo que le digo», apunté, «los bares públicos no valen nada. En esta casa
tengo un pequeño bar privado. Venga».
«¿Adónde me lleva?», protestó Helena mientras iba conmigo hacia el piso.
«A un legítimo bar moravo privado. ¿No había visto ninguno?»
«No», dijo Helena.
Abrí la puerta en la tercera planta y entramos.

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3
Helena no puso ningún reparo porque la llevase a un piso ajeno y no le hizo falta
ningún tipo de comentario. Al contrario, parecía que a partir del momento en que
traspasó el umbral, estaba decidida a pasar de la coquetería (que habla en términos
ambiguos y aparenta ser un juego) a esa otra actitud que ya no tiene más que un
sentido y un significado inequívocos y que se hace la ilusión de no ser un juego sino
la vida misma. Se detuvo en medio de la habitación de Kostka, volvió la cabeza hacia
atrás para mirarme y yo vi en su mirada que ya sólo esperaba que me acercase, la
besase y la abrazase. En el momento de esa mirada era precisamente la Helena que yo
solía imaginarme: una Helena impotente y entregada.
Me acerqué a ella; levantó la cara hacia mí; en lugar del beso (tan esperado)
sonreí y cogí con los dedos los hombros de su impermeable. Comprendió y se lo
desabrochó. Lo llevé hasta el perchero de la antesala. No, en este momento en que ya
estaba todo preparado (mi deseo y su entrega) no quería apresurarme y arriesgarme a
perder algo de todo aquello que quería tener. Inicié una conversación banal; le dije
que se sentase, le señalé todo tipo de detalles del piso de Kostka, abrí el armario en el
que estaba la botella de vodka de la que me había hablado Kostka la noche anterior y
puse cara de asombro al verla; la abrí, puse sobre la mesa dos vasitos pequeños y los
llené.
«Me voy a emborrachar», dijo.
«Nos vamos a emborrachar los dos», dije yo (aunque sabía que no me iba a
emborrachar, que no quiero hacerlo porque deseo conservar la memoria intacta).
No sonrió; estaba seria; bebió y dijo: «Sabe Ludvik, yo sería muy desgraciada si
usted creyera que soy una señora de esas que se aburren y quieren tener alguna
aventura. No soy ingenua y sé que ha conocido a muchas mujeres y que ellas mismas
le han enseñado a no tomarlas en serio. Pero yo sería muy desgraciada…».
«Yo también sería muy desgraciado», dije, «si fuera usted una señora de ésas y no
se tomase en serio las aventuras amorosas que la alejan de su matrimonio. Si usted
fuese una de ésas, nuestro encuentro no tendría para mí ningún sentido».
«¿De verdad?», dijo Helena.
«De verdad, Helena. Tiene razón en que he conocido muchas mujeres y en que
ellas mismas me enseñaron a no preocuparme por cambiar a una por otra, pero el
encuentro con usted es otra cosa».
«¿No lo dice por decir?»
«No. Cuando la encontré comprendí en seguida que hace ya años, muchos años,
que la esperaba precisamente a usted».
«Usted no es un charlatán. Usted no diría eso si no lo sintiera».
«No, no lo diría, no sé fingir mis sentimientos hacia las mujeres, es la única cosa
que no me han enseñado. Y por eso no le miento, Helena, aunque parezca increíble:
cuando la vi por primera vez, comprendí que la había estado esperando precisamente

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a usted durante muchos años. Que la esperaba sin conocerla. Y que ahora tengo que
poseerla. Es tan inevitable como el destino».
«Dios mío», dijo Helena y cerró los ojos; tenía manchas rojas en la cara, quizás
por el alcohol, quizás por la excitación, y era, más aún, la Helena que yo había
imaginado: inerme y entregada.
«Si supiera, Ludvik, que a mí me pasó lo mismo. Yo me di cuenta, desde el
primer momento, de que este encuentro con usted no es ningún flirt, y precisamente
por eso me daba miedo, porque soy una mujer casada y sabía que esto con usted es de
verdad, que usted es mi verdad y que no puedo hacer nada por impedirlo».
«Sí, usted también es mi verdad, Helena», dije.
Estaba sentada en el sofá, con los ojos muy abiertos que me miraban sin
observarme, y yo estaba sentado en la silla enfrente de ella y la observaba con avidez.
Puse las manos sobre sus rodillas y le fui levantando lentamente la falda hasta que
apareció el borde de las medias y los ligueros, que en las piernas ya gordas de Helena
producían la impresión de algo triste y mísero. Y Helena seguía sentada sin
reaccionar al contacto de mis manos con un solo gesto o una mirada.
«Si usted supiera…»
«De mí. De cómo vivo. De cómo he vivido»
«¿Cómo ha vivido?»
De repente me dio miedo que Helena recurriera a la estratagema habitual de las
señoras infieles, que empezara a hablar mal de su matrimonio y me despojara así de
su valor, en el momento en que éste se convertía en mi presa: «por Dios, no se le
ocurrirá ahora decirme que no es feliz en su matrimonio y que su marido no la
comprende».
«No quería decir eso», dijo Helena un tanto confundida por mi ataque, «a pesar
de que…».
«A pesar de que en este momento lo piensa. Todas las mujeres lo empiezan a
pensar en el momento en que se encuentran a solas con otro hombre, y es
precisamente ahí donde empieza toda la falsedad, pero usted quiere seguir siendo
veraz, Helena. Estoy seguro que usted amaba a su marido, usted no es una mujer que
se case sin amor».
«No lo soy», dijo Helena en voz baja.
«¿Y quién es realmente su marido?», le pregunté.
Se encogió de hombros, se sonrió y dijo: «Un hombre».
«¿Cuánto hace que se conocen?»
«Hace trece años que estoy casada y nos conocemos de bastante antes».
«Estaría usted estudiando».
«Si. En primer curso».
Quiso bajarse la falda levantada pero le cogí de la mano y no se lo permití. Le
seguí preguntando: «¿Y el, dónde se conocieron?»
«En un conjunto folklórico».

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«¿En un conjunto? ¿Su marido cantaba?»
«Sí, cantaba. Como todos nosotros».
«Así que se conocieron en un conjunto… Un sitio hermoso para el amor».
«Sí».
«Toda aquella época fue hermosa».
«¿A usted también le gusta recordarla?»
«Fue la época más hermosa de mi vida. ¿Su marido fue su primer amor?»
«Ahora no tengo ganas de hablar de mi marido», se resistió.
«Quiero conocerla, Helena. Quiero saber todo sobre usted. Cuento más la
conozca, más mía será. ¿Estuvo con algún otro hombre antes que él?»
Helena asintió con la cabeza: «Estuve».
Casi me lleve una decepción porque Helena hubiera estado antes con otro y la
significación de su relación con Pavel Zemanek quedara así reducida: «¿Un amor de
verdad?»
Negó con la cabeza: «Pura curiosidad».
«Así que su primer amor fue su marido».
Asintió con la cabeza: «Pero de eso hace ya mucho tiempo».
«¿Qué aspecto tenía?», pregunte en voz muy baja.
«¿Por qué lo quiere saber?»
«Quisiera que fuera mía con todo lo que hay dentro de usted, con todo lo que hay
dentro de esta cabeza suya…», y le acaricie el pelo.
Si hay algo que le impida a una mujer hablar de su marido en presencia de su
amante, no suele ser la nobleza de espíritu o un verdadero sentimiento de vergüenza,
sino el llano y liso temor a que su amante se pueda sentir afectado. Cuando el amante
logra que ese temor quede descartado, la mujer le suele quedar agradecida, se siente
más libre y sobre todo: tiene que hablar, porque los temas de conversación no son
infinitos y el marido propio es para la mujer el tema más agradecido, porque es el
único en el que se siente segura, solo en él es una especialista y todo el mundo se
siente feliz cuando se puede manifestar en su especialidad y jactarse de ello. También
Helena empezó a hablar con completa soltura sobre Pavel Zemanek, cuando le
aseguré que no me parecía mal que lo hiciera, e incluso se dejo llevar por el recuerdo
de tal modo que no añadió a su imagen ningún punto negro y me relató con interés y
en detalle como se había enamorado de él (un muchacho rubio que andaba siempre
muy erguido), con que respeto lo miraba cuando se convirtió en el responsable
político de su conjunto, como lo admiraba, igual que todas sus compañeras (¡hablaba
estupendamente!) y como la historia de su amor se fundía armónicamente con toda
aquella época en cuya defensa dijo algunas palabras (¿cómo íbamos nosotros a
suponer que Stalin mandaba fusilar a verdaderos comunistas?), no porque quisiera
cambiar de tema y hablar de política, sino porque sentía que ella misma formaba
parte personalmente de este tema. El modo en que ponía el énfasis en la defensa de la
época de su juventud y en que se identificaba con aquella época (como si hubiera sido

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su hogar y ahora lo hubiera perdido), tenía casi el carácter de un pequeño manifiesto,
como si Helena quisiera decir: puedo ser tuya por completo y sin ningún tipo de
condiciones, con una sola excepción: que me permitas ser tal como soy, que te quedes
conmigo y también con mis opiniones. Éste tipo de manifestación de opiniones en
una situación en la que no se trata de las opiniones sino del cuerpo, tiene en sí algo
anormal, que indica que precisamente esas opiniones neurotizan de algún modo a la
mujer en cuestión: o bien teme que se sospeche que no tiene ningún tipo de opinión y
por eso las manifiesta rápidamente o (lo cual era más probable en el caso de Helena)
duda secretamente de sus opiniones, siente que están socavadas y quiere volver a
sentirse segura a cualquier precio, por ejemplo arriesgando algo que para ella es un
valor indudable, o sea el propio acto amoroso (quizás con la cobarde convicción
subconsciente de que el amante va a estar mucho más interesado en hacer el amor que
en polemizar con sus opiniones). Aquel manifiesto de Helena no me desagradó
porque me acercaba al núcleo de mi pasión.
«¿Ve esto?», me enseñó una pequeña chapita de plata que llevaba unida por una
pequeña cadenita al reloj de pulsera. Me incliné para verlo y Helena me explicó que
el dibujo que estaba grabado representaba al Kremlin. «Me lo dio Pavel» y me contó
la historia del colgante, que al parecer había sido entregado hacía muchos años por
una muchacha rusa enamorada a un muchacho ruso, Sasha, que partía para la gran
guerra, al final de la cual llegó hasta Praga, a la que salvó de la perdición pero que
fue la perdición para él. En el piso superior de la villa en la que Pavel Zemanek vivía
con sus padres el ejército soviético montó entonces un pequeño hospital y el teniente
ruso Sasha, gravemente herido, pasó allí los últimos días de su vida. Pavel se hizo
amigo de él y convivió con él días enteros. Cuando se estaba muriendo, Sasha le dio a
Pavel, como recuerdo, el colgante con el dibujo del Kremlin que había llevado
durante toda la guerra colgado al cuello con un cordón. Aquel colgante era para Pavel
su más preciada reliquia. Una vez cuando aún eran novios, Pavel y Helena se
enfadaron y creyeron que iban a separarse; entonces Pavel vino y para reconciliarse le
dio este adorno barato (su más preciado recuerdo) y Helena desde entonces no se lo
quita del brazo, porque esa cosa tan pequeña parece como si fuera el testigo de una
estafeta, un mensaje (le pregunté qué mensaje, me respondió «un mensaje de
alegría»), que hay que llevar hasta el final.
Estaba sentada frente a mí (con la falda levantada y los ligueros al descubierto,
sujetos a unas bragas sintéticas negras de última moda) y tenía la cara un tanto
enrojecida (por el alcohol y quizás también por la excitación del momento), pero en
aquel instante su aspecto se me perdía, cubierto por la imagen de otra persona: el
relato de Helena sobre el colgante tres veces regalado me evocó violentamente (de
pronto) toda la persona de Pavel Zemanek.
No creía en absoluto en la existencia del soldado ruso Sasha; y aunque hubiese
existido, su existencia real desaparecería igualmente tras el gran gesto con el que
Pavel Zemanek lo había convertido en una figura de la leyenda de su vida, en una

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imagen santa, en un instrumento de ternura, en un argumento sentimental y en un
objeto de culto al que su mujer (por lo visto más constante que él) venerará (con
empeño y empecinamiento) hasta la muerte. Me pareció que el corazón de Pavel
Zemanek (un corazón procazmente exhibicionista) estaba aquí, estaba presente; y de
repente me encontré en medio de aquella escena de hace quince años: la sala del aula
magna de la facultad de ciencias naturales; delante, en el podio, tras una mesa
alargada está sentado Zemanek, a su lado una muchacha gorda con la cara redonda,
una trenza y vestida con un feo suéter y, al otro lado, un jovencito en representación
del comité provincial. Detrás del podio hay una gran pizarra negra y a su izquierda,
enmarcado, el retrato de Julius Fucik. Frente a la mesa larga se elevan gradualmente
los bancos del aula en los que también estoy sentado yo, que ahora, después de
quince años, estoy mirando con mis ojos de entonces y veo delante de mí a Zemanek,
que está anunciando que se va a discutir «el caso del camarada Jahn», lo veo cuando
dice: «Os voy a leer las cartas de dos comunistas». Después de estas palabras hizo
una breve pausa, cogió un librito delgado, se mesó los cabellos largos y ondulados y
empezó a leer con voz sugestiva, casi tierna.
«Tardaste mucho, muerte, en venir. Y sin embargo yo tenía la esperanza de que no
nos conociéramos hasta dentro de muchos años. De que iba a vivir aún la vida de un
hombre libre, de que aún iba a trabajar mucho y a amar mucho, y a cantar mucho y a
vagar por el mundo…» Reconocí el Reportaje al pie de la horca. «Yo amaba a la vida
y por su belleza fui a batirme. Os amaba a vosotros, hombres, y era feliz cuando
correspondíais a mi amor y sufría cuando no me comprendíais…» Éste texto, escrito
en secreto en la cárcel y nimbado por la aureola del heroísmo era probablemente el
libro más leído de aquella época; se editó después de la guerra en millones de
ejemplares, se emitía por la radio, se estudiaba obligatoriamente en los colegios, era
el libro sagrado de aquella época; Zemanek nos leía los párrafos más famosos, que
casi todo el mundo conocía de memoria. «Que la tristeza no esté nunca unida a mi
nombre. Éste es mi testamento para vosotros, papá, mamá y hermanas mías, para ti,
Gustina mía, para vosotros camaradas, para todos aquéllos a quienes he querido…»
De la pared colgaba el retrato de Fucik, una reproducción del famoso dibujo de Max
Svabinsky, un anciano pintor del art nouveau, un virtuoso retratista de mujeres
gordezuelas, mariposas y de cosas encantadoras en general; después de la guerra, los
camaradas lo fueron a visitar para pedirle que hiciera un retrato de Fucik, sirviéndose
de una fotografía que se había conservado, y Svabinsky lo dibujó (de perfil) con la
finísima línea propia de su estilo: casi con cara de niña, anhelante, limpio y tan bello
que es posible que los que hubieran conocido personalmente a Fucik prefirieran el
delicado dibujo antes que el recuerdo de la cara real. Y Zemanek siguió leyendo y en
la sala todos estaban en silencio y la muchacha gorda y atenta no le quitaba de
encima sus admirados ojos a Zemanek; y luego, de repente, la voz se le endureció y
sonaba casi amenazadora; estaba leyendo un párrafo sobre Mirek, que había
traicionado en la cárcel: «Mira, éste había sido un hombre de principios, que no

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esquivaba las balas cuando luchaba en el frente en España, que no se encogió cuando
pasó por la cruel experiencia del campo de concentración en Francia. Ahora palidece
bajo la fusta en manos de la Gestapo y traiciona para salvar su piel. Cuán superficial
debe haber sido aquel coraje para que unos cuantos golpes hayan podido borrarlo.
Tan superficial como las convicciones… Lo perdió todo porque empezó a pensar en
sí mismo. Para salvar el pellejo sacrificó a sus compañeros. Cayó en la cobardía y por
cobardía traicionó…». De la pared colgaba el hermoso rostro de Fucik, igual que
estaba colgado en otros miles de sitios públicos en nuestro país, y era tan hermoso,
con la expresión radiante de una muchacha enamorada, que al verlo sentí no sólo la
bajeza de mi delito, sino también la de mi aspecto. Y Zemanek siguió leyendo: «Nos
pueden quitar la vida, verdad Gustina, pero nuestro honor y nuestro amor no nos los
pueden quitar. ¡Ay, gentes! ¿Podéis imaginaros cómo viviríamos si nos volviéramos a
encontrar después de todos estos padecimientos? ¿Si nos encontrásemos de nuevo en
una vida libre, hermosa por libre y por creativa, cuando se realice aquello que
deseamos, por lo que luchamos y por lo que ahora vamos a morir?» Zemanek leyó
patéticamente las últimas frases y se quedó en silencio.
Después dijo: «Ésta era la carta de un comunista, escrita a la sombra de la horca.
Os leeré ahora otra carta». Y leyó las tres breves, ridículas, horribles frases de mi
postal. Después calló, todos callaron y yo ya sabía que estaba perdido. El silencio
duró mucho tiempo y Zemanek, aquel extraordinario escenógrafo, dejó
intencionadamente que durase y al cabo de un rato me llamó para que me
pronunciase. Yo sabía que ya no había nada que salvar; ¿cómo iba a ser eficaz mi
defensa, que tan poco eficaz se había mostrado antes, si Zemanek había puesto a mis
frases ante la dimensión absoluta de los sufrimientos de Fucik? Claro que no podía
hacer otra cosa que levantarme y hablar. Expliqué una vez más que las frases habían
sido una simple broma, pero condené lo inadecuado y basto de la broma y hablé de
mi individualismo, mi intelectualismo, de mi distanciamiento del pueblo, detecté en
mí incluso autocomplacencia, escepticismo, cinismo y lo único que hice fue jurar que
a pesar de todo eso era fiel al partido y no enemigo suyo. Después empezó la
discusión y los camaradas atacaron las contradicciones de mi posición; me
preguntaron cómo podía ser fiel al partido una persona que reconoce ella misma que
es cínica; una compañera me recordó algunas frases obscenas más y me preguntó
cómo podía hablar así un comunista; otros hicieron reflexiones abstractas sobre el
aburguesamiento y me pusieron a mí como ejemplo concreto; todos en general
coincidieron en que mi autocrítica había sido frívola e insincera. Después me
preguntó la camarada de la trenza, que estaba sentada en la mesa junto a Zemanek:
«¿Tú qué crees, qué opinarían de estas frases tuyas los camaradas a los que torturó la
Gestapo y que no sobrevivieron?». Me acordé de papá y me di cuenta de que todos
estaban poniendo cara de no saber que había muerto. Me quedé callado. Repitió la
pregunta. Me obligó a responderle. Yo dije: «No sé». «Piensa un poco», insistió «a lo
mejor lo averiguas». Quería que yo pronunciara, a través de las bocas imaginarias de

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los camaradas muertos, un severo juicio sobre mí mismo, pero de repente me invadió
una oleada de rabia, de rabia totalmente imprevista e inesperada y me rebelé contra
tantas semanas de autocrítica y dije: «Ellos estuvieron entre la vida y la muerte.
Seguro que no se fijarían en pequeñeces. Si leyeran mi postal es posible que se
rieran».
Hasta hace un rato la camarada de la trenza me daba la posibilidad de salvar algo.
Tenía una última oportunidad de comprender la severa crítica de los camaradas, de
identificarme con ella, de aceptarla y, sobre la base de esa identificación, exigir una
cierta comprensión por su parte. Pero con mi inesperada respuesta me había excluido
de repente de la esfera de su pensamiento, me había negado a jugar el papel que se
jugaba siempre en cientos y cientos de reuniones, en cientos de comisiones
disciplinarias y, al cabo de poco tiempo, hasta en cientos de procesos judiciales: el
papel del acusado que se acusa a sí mismo y con el apasionamiento de su
autoacusación (con su absoluta identificación con el acusador) logra que se apiaden
de él.
Volvió a hacerse el silencio. Después habló Zemanek. Dijo que no era capaz de
darse cuenta de lo que podía haber de cómico en mis frases en contra del partido.
Volvió a referirse a las palabras de Fucik y dijo que la duda y el escepticismo se
convierten necesariamente en los momentos críticos en traición y que el partido es
una fortaleza que no soporta traidores en sus filas. Luego dijo que con mi
intervención había demostrado que no había comprendido nada y que no sólo no tenía
un sitio en el partido, sino que ni siquiera merecía que la clase obrera gastase dinero
en mis estudios. Propuso que se me expulsase del partido y que dejase la universidad.
Los que estaban en la sala alzaron las manos y Zemanek me dijo que tenía que
entregar mi carné del partido y marcharme.
Me levanté, puse mi carné en la mesa delante de Zemanek, Zemanek ya ni me
miró; ya no me veía. Pero yo veo ahora a su mujer, está sentada delante de mí,
borracha, con la cara colorada y la falda enrollada en la cintura. Sus piernas gordas
están ribeteadas arriba por el color negro de las bragas sintéticas; son las piernas que
al abrirse y cerrarse han ido marcando el ritmo con el que pulsó durante un decenio la
vida de Zemanek. Miré la cara de Helena, sus ojos, que reaccionaron a mi caricia
entrecerrándose un poquito.

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4
«Desnúdese, Helena», dije en voz baja.
Se levantó del sofá, el borde de la falda arremangada volvió a resbalar hasta las
rodillas. Me miró a los ojos con una mirada inmóvil y luego sin decir palabra (y sin
quitarme los ojos de encima) comenzó a desabrocharse la falda junto a la cadera. La
falda desabrochada resbaló por las piernas hasta el suelo, quitó la pierna izquierda y
con la derecha la levantó para cogerla con la mano y ponerla sobre la silla. Ahora
tenía puestos el suéter y la combinación. Después se quitó el suéter y lo tiró junto a la
falda.
«No me mire», dijo.
«Quiero verla», dije yo.
«No quiero que me vea mientras me desnudo».
Me acerqué a ella. La cogí de ambos lados por debajo de los brazos y al ir
bajando las manos hacia las caderas sentí, debajo de la combinación de seda, un tanto
húmeda por el sudor, su cuerpo blando y grueso. Inclinó la cabeza y los labios se le
entreabrieron por el viejo hábito (el vicio) del beso. Pero yo no quería besarla, más
bien quería mirarla detenidamente, el mayor tiempo posible.
«Desnúdese, Helena», repetí y yo mismo me separé y me quité la chaqueta.
«Hay mucha luz», dijo.
«Así es mejor», dije y colgué la chaqueta del respaldo de la silla.
Tiró hacia arriba de la combinación y la dejó junto al suéter y la falda; se soltó las
medias y se las quitó una a una; las medias no las tiró; dio dos pasos hacia la silla y
las colocó allí cuidadosamente, luego echó el pecho hacia delante y se llevó las
manos hacia la espalda, pasaron varios segundos y luego los hombros estirados hacia
atrás (como cuando se saca pecho) volvieron a aflojarse y a descender y junto con
ellos descendió también el sujetador, resbaló de los pechos, que en estos momentos
estaban un tanto oprimidos por los hombros y los brazos y se apretaban el uno contra
el otro, grandes, llenos, pálidos y, claro está, un tanto pesados y caídos.
«Desnúdese, Helena», repetí por última vez. Helena me miró a los ojos y después
se quitó las bragas sintéticas negras, que con su tejido elástico apretaban con firmeza
sus caderas; las tiró junto a las medias y el suéter. Estaba desnuda.
Yo registré cuidadosamente cada uno de los detalles de la escena: lo que pretendía
no era llegar rápidamente al placer con una mujer (es decir, con cualquier mujer), se
trataba de apoderarse de un mundo íntimo ajeno totalmente preciso, y tenía que
abarcar ese mundo ajeno en una sola tarde, en un solo acto sexual en el que no tenía
que ser solamente aquel que se entrega a hacer el amor, sino también aquel que
depreda y vigila al huidizo botín y debe estar por lo tanto absolutamente alerta.
Hasta ese momento me había apoderado de Helena sólo con la mirada. Aún ahora
seguía estando a alguna distancia de ella, mientras que ella deseaba la pronta llegada
de las tibias caricias que cubrieran al cuerpo expuesto al frío de las miradas. Yo casi

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sentía a esa distancia de varios pasos la humedad de su boca y la sensual impaciencia
de su lengua. Un segundo más, dos, y me acerqué a ella. Nos abrazamos, de pie en
medio de la habitación, entre dos sillas llenas de ropa nuestra.
«Ludvik, Ludvik, Ludvik…», susurraba. Me llevó hasta el sofá. Me acostó. «Ven,
ven», dijo. «Ven junto a mí, ven junto a mí».
Es totalmente infrecuente que el amor físico coincida con el amor del alma. ¿Qué
es lo que hace en realidad el alma cuando el cuerpo se funde (con un movimiento tan
ancestral, genérico e invariable) con otro cuerpo? ¡Cuántas son las cosas que es capaz
de inventar en esos momentos, poniendo una vez más en evidencia su superioridad
sobre la uniforme inercia de la vida corporal! ¡Cómo es capaz de desdeñar al cuerpo y
utilizarlo (a él y al de su acompañante) sólo como modelo para sus enloquecidas
fantasías, mil veces más corpóreas que los dos cuerpos juntos! O bien al contrario:
cómo sabe despreciarlo dejándolo en manos de su pendulillo, lanzando mientras tanto
sus pensamientos (cansados ya de los caprichos del propio cuerpo) hacia otros sitios
completamente distintos: hacia una partida de ajedrez, hacia el recuerdo del almuerzo
y el libro a medio leer…
No hay nada excepcional en que se fundan dos cuerpos extraños. Y quizás alguna
vez también se produce la fusión de las almas. Pero es mil veces más raro que el
cuerpo se funda con su propia alma y que ambos coincidan en su apasionamiento.
¿Y qué es lo que hacía entonces mi alma en los momentos que mi cuerpo pasaba
haciendo el amor físico con Helena?
Mi alma veía un cuerpo de mujer. Ése cuerpo le era indiferente. Sabía que aquel
cuerpo sólo tenía para ella sentido como cuerpo que suele amar y ver precisamente de
este modo un tercero, alguien que no está aquí, y por eso trató de mirar a aquel
cuerpo con los ojos de ese tercero, del ausente; precisamente por eso trató de
convertirse en su médium; se veía una pierna doblada, un pliegue en la barriga y en el
pecho, pero todo eso adquiría su significado sólo en los momentos en que mis ojos se
convertían en los ojos de ese tercero ausente; mi alma penetraba entonces de repente
en esa mirada ajena y se convertía en ella; no se apoderaba entonces sólo de una
pierna doblada, de un pliegue en la barriga y en el pecho, se apoderaba de ello tal
como lo veía aquel tercero ausente.
Y no sólo se convertía mi alma en el médium de ese tercero ausente, sino que
además le ordenaba a mi cuerpo que se convirtiera en médium de su cuerpo y después
se alejaba y miraba ese retorcido combate de dos cuerpos, de los dos cuerpos de un
matrimonio, para luego repentinamente darle a mi cuerpo la orden de volver a ser el
mismo y entrar en este coito matrimonial e interrumpirlo brutalmente.
En el cuello de Helena se marcó el azul de una vena y un espasmo atravesó su
cuerpo; torció la cabeza hacia un costado y mordió la almohada.
Después susurró mi nombre y sus ojos me rogaron unos momentos de descanso.
Pero mi alma me ordenó no parar; empujarla de un placer a otro; acosarla;
cambiar las posturas de su cuerpo para que no quedara oculto ni escondido

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absolutamente nada de lo que veía el tercero ausente; no, no dejarla descansar y
repetir una y otra vez ese espasmo en el cual es real y precisa, auténtica, en el cual no
finge nada, con el cual está grabada en la memoria de ese tercero, de ese que no está,
como una marca, como un sello, como una cifra, como un signo. ¡Robar así esa cifra
secreta! ¡Ése sello real! ¡Desvalijar la cámara secreta de Pavel Zemanek; espiarlo
todo y revolverlo todo; dejársela devastada!
Miré la cara de Helena, enrojecida y desfigurada por la gesticulación; puse la
palma de la mano sobre esa cara; la puse como se pone sobre un objeto al que
podemos dar vueltas, voltear, destrozar o machacar, y sentí que esa cara aceptaba la
palma de mi mano precisamente de esa forma: como una cosa que quiere ser volteada
y machacada; le di vuelta a su cabeza hacia un lado; luego al otro lado; volví varias
veces su cabeza de ese modo hasta que de repente ese voltear se convirtió en la
primera bofetada; y en la segunda; y en la tercera. Helena empezó a gemir y a gritar,
pero no era un grito de dolor sino un grito de excitación, su mentón se levantaba
hacia mí y yo le pegaba y le pegaba y le pegaba; y luego vi que no sólo su mentón
sino también sus pechos se elevaban hacia mí y la golpeé (levantándome por encima
de ella) en los brazos, en las caderas, en los pechos…
Todo tiene su fin; hasta esta hermosa devastación al final se acabó. Ella estaba
acostada boca abajo a lo largo del sofá-cama, cansada, agotada. En su espalda se veía
un lunar redondo marrón y más abajo, en su trasero, las marcas rojas de los golpes.
Me levanté y atravesé la habitación tambaleándome; abrí la puerta y entré al
cuarto de baño; abrí el grifo y me lavé con agua fría la cara, las manos y el cuerpo.
Levanté la cabeza y me miré al espejo; mi cara se sonreía; cuando la descubrí en esa
actitud —sonriéndose— la sonrisa me dio risa y me eché a reír. Luego me sequé con
la toalla y me senté al borde de la bañera. Tenía ganas de estar solo al menos unos
segundos, ganas de saborear ese raro placer de la repentina soledad y de alegrarme de
mi alegría.
Sí, estaba contento; estaba probablemente del todo feliz. Me sentía como un
triunfador y los minutos y las horas me parecían inútiles y no me interesaban.
Después regresé a la habitación.
Helena ya no estaba acostada boca abajo, sino de costado y me miraba. «Ven a mi
lado, querido», dijo.
Muchas personas, cuando se unen físicamente, creen (sin haberlo pensado mejor),
que se han unido también espiritualmente y manifiestan esta errónea convicción
sintiéndose automáticamente autorizadas a tutearse. Yo, debido a que nunca he
compartido la errónea fe en la coincidencia sincrónica del cuerpo y el alma, recibí el
tuteo de Helena confuso y disgustado. No hice caso de su invitación y fui hacia la
silla en la que estaba mi ropa, a ponerme la camisa.
«No te vistas», me rogó Helena; extendió hacia mí la mano y dijo de nuevo: «Ven
a mi lado».
Lo único que deseaba era que este rato que ahora comenzaba no existiera, si ello

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era posible, y si no había más remedio, que fuera al menos lo más insignificante, que
pasara lo más desapercibido posible, que no pasara nada, que fuera más liviano que el
polvo; no quería tocar ya el cuerpo de Helena, me horrorizaba cualquier tipo de
ternura, pero me horrorizaba igualmente cualquier tensión o que se dramatizase la
situación; por eso finalmente renuncié a contragusto a mi camisa y me senté junto a
Helena en el sofá. Fue horrible: se puso a mi lado y apoyó la cabeza en mi pierna; se
puso a besarme, al poco rato tenía la pierna húmeda; pero la humedad no procedía de
los besos: Helena levantó la cabeza y vi que su cara estaba llena de lágrimas. Se las
secó y dijo: «Querido, no te enfades porque llore, no te enfades, querido, porque
llore» y se acercó aún más, se abrazó a mi cuerpo y se echó a llorar.
«¿Qué te pasa?», dije.
Hizo un gesto de negación con la cabeza y dijo: «Nada, nada, tontito», y empezó
a besarme febrilmente en la cara y en todo el cuerpo. «Estoy enamorada», dijo luego
y como no le contesté, continuó: «Te reirás de mí, pero me da lo mismo, estoy
enamorada, estoy enamorada» y como yo seguía en silencio, dijo: «Soy feliz»,
después se levantó y señaló hacia la mesa en la que estaba la botella de vodka sin
terminar: «Sabes lo que te digo, ¡sírveme un poco!»
No quería servirle a Helena ni servirme yo; tenía miedo de que el alcohol, si lo
seguíamos bebiendo aumentara el peligro de que se prolongase la tarde (que había
sido hermosa, pero con la imprescindible condición de que ya se hubiese acabado, de
que hubiese terminado para mí).
«Querido, por favor», seguía señalando hacia la mesa y añadió a modo de
disculpa: «No te enfades, simplemente soy feliz, quiero ser feliz…».
«Para eso no creo que necesites vodka», dije yo.
«No te enfades, tengo ganas».
No había nada que hacer; le serví un vasito de vodka. «¿Tú ya no bebes?»,
preguntó; hice un gesto de negación. Se bebió el vaso y dijo: «Déjamela aquí». Puse
la botella y el vaso en el suelo junto al sofá.
Se recuperó en seguida de su cansancio momentáneo; de repente se convirtió en
una chiquilla, tenía ganas de divertirse, de estar alegre y de manifestar su felicidad.
Parece que se sentía completamente libre y natural en su desnudez (lo único que
llevaba puesto era el reloj de pulsera, del cual colgaba tintineando la imagen del
Kremlin con su cadenita) y buscaba las más diversas posturas en las que ponerse
cómoda: cruzó las piernas y se sentó a la turca; después sacó las piernas de debajo y
se apoyó sobre un codo; después se acostó boca abajo apoyando mi cara sobre su
regazo. Me contó de las más distintas maneras lo feliz que era; mientras tanto trataba
de besarme, cosa que yo soporté con considerable esfuerzo, en especial porque su
boca estaba demasiado húmeda y no se contentaba sólo con mis hombros o mejillas,
sino que intentaba tocar también mis labios (y a mí me repugnan los besos húmedos
si no estoy precisamente ciego de deseo físico).
Después me dijo también que nunca había vivido una experiencia como aquélla;

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yo le respondí, sin darle mayor importancia, que exageraba. Empezó a jurar y
perjurar que en el amor no mentía nunca y que yo no tenía motivos para no creerle.
Siguió desarrollando su idea y afirmó que ya lo sabía de antes, que se dio cuenta ya
cuando nos vimos por primera vez; que el cuerpo tiene su instinto infalible; que por
supuesto le había impresionado mi inteligencia y mi vitalidad (sí, vitalidad, no sé
cómo logró descubrirla), pero que además se dio cuenta (aunque hasta ahora no había
empezado a perder la timidez y por eso no me lo pudo decir) que entre nuestros
cuerpos había surgido también de inmediato ese pacto secreto que el cuerpo humano
no suele firmar más que una vez en la vida. «Y por eso soy feliz, ¿sabes?», y sacó las
piernas del sofá, se agachó para coger la botella y se sirvió otra copa. La bebió y dijo
riéndose: «¡Qué puedo hacer si tú no quieres! ¡Tengo que beber yo sola!»
A pesar de que yo daba la historia por terminada, no puedo decir que oyese las
palabras de Helena con disgusto; confirmaban el éxito de mi obra y mi propia
satisfacción. Y quizás sólo por no saber de qué hablar y para no parecer demasiado
callado, le dije que exageraba al hablar de una experiencia que sólo se tenía una vez
en la vida; con su marido había vivido —objeté— un gran amor, como ella misma me
había confesado.
Al oír mis palabras Helena se puso pensativa (estaba sentada en el sofá, con las
piernas un poco abiertas apoyadas en el suelo, los codos apoyados en las rodillas y la
copa vacía en la mano derecha) y dijo: «Sí».
Probablemente pensó que el patetismo de la experiencia de la que había
disfrutado hace un rato exigía por su parte una patética sinceridad. Repitió «sí» y dijo
que sería seguramente incorrecto y nocivo que en nombre del milagro de hoy (así
denominó nuestro amor corporal) denigrara algo que una vez existió. Volvió a beber
y se puso a hablar acerca de que las experiencias más fuertes son al parecer de tal
carácter que no es posible compararlas entre sí; y que para una mujer es totalmente
distinto el amor a los veinte años y el amor a los treinta; que entendiese bien lo que
quería decir; no sólo psíquica sino también físicamente.
Y luego (un tanto ilógicamente y sin ilación) declaró que de todos modos me
parezco en algo a su marido. Que no sabe de qué se trata; que mi aspecto es distinto
pero que ella no se equivoca, que tiene un instinto fiel con el cual observa a las
personas de un modo más profundo, más allá de su aspecto externo.
«Pues sí que me gustaría saber en qué me parezco yo a tu marido», dije.
Me dijo que no debía enfadarme, que había sido yo mismo quien le había
preguntado por él y le había pedido que me hablase de él y que sólo por eso se atrevía
a contármelo. Pero si quiero saber toda la verdad, me lo tiene que decir: sólo dos
veces en la vida se había sentido tan atraída por alguien: por su marido y por mí. Lo
que tenemos en común es una cierta vitalidad misteriosa; la alegría que emanamos; la
eterna juventud, la fuerza.
Cuando intentaba explicar mi parecido con Pavel Zemanek, Helena empleaba
palabras sumamente confusas, pero aun así no se podía negar que ella veía y sentía

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(¡y hasta experimentaba!) aquella similitud y la defendía empecinadamente. No
puedo decir que aquello me hubiera ofendido o herido, pero me quedé sencillamente
perplejo por la ridiculez y la enorme idiotez de tal afirmación; me acerqué a la silla
en la que estaba mi ropa y comencé a vestirme lentamente.
«¿Querido, te he ofendido?», Helena percibió mi disgusto, se levantó del sofá y
vino hacia mí; me empezó a acariciar la cara y me pidió que no me enfadara con ella.
Me impidió vestirme. Por algún motivo secreto le parecía que mis pantalones y mi
camisa eran sus enemigos. Intentó convencerme de que de verdad me quería, de que
no utilizaba aquella palabra así porque sí; de que ya tendría oportunidad de
demostrármelo; de que ya lo sabía desde el principio, desde que le pregunté por su
marido, que no tenía sentido hablar de él; de que no quería que un extraño se
interpusiera entre nosotros, un extraño; sí, extraño, porque su marido es para ella
desde hace mucho tiempo una persona extraña: «Tontito, si hace ya tres años que no
vivo con él. No nos divorciamos por los niños. Él tiene su vida, yo tengo la mía.
Somos ya dos personas que no tienen nada en común. Él ya no es más que mi pasado,
mi antiquísimo pasado».
«¿Eso es verdad?»
«Sí, es verdad».
«No mientas de una manera tan tonta», dije.
«No miento, vivimos en la misma casa pero no vivimos como marido y mujer;
hace ya muchos años que no vivimos como marido y mujer».
Me miraba el rostro mendicante de una pobre mujer enamorada.
Me volvió a asegurar varias veces seguidas que decía la verdad, que no me
engañaba; que no tengo motivo para tener celos de su marido; que su marido es puro
pasado; que hoy no había sido infiel porque no tenía a quién serle infiel; y no hay
motivo para temer: hemos hecho el amor de una forma no sólo hermosa sino también
limpia.
De pronto comprendí, con clarividente pavor, que no tenía motivo para no creerle.
Al darse cuenta se tranquilizó y me rogó varias veces que dijera en voz alta que le
creía; después se sirvió una copa de vodka y quiso que brindásemos (me negué); me
besó; se me puso la piel de gallina pero no fui capaz de volver la cara; me atraían sus
tontos ojos azules y su cuerpo (que se movía y no paraba de dar vueltas) desnudo.
Sólo que aquella desnudez la veía ahora de un modo completamente nuevo; era
una desnudez desnuda; desnuda de aquella capacidad de excitarme que hasta ahora
ocultaba todas esos fallos de la edad, en los que parecía concentrarse la historia y el
presente del matrimonio de Helena y que por eso me atraían. Pero ahora, cuando
Helena estaba ante mí desprovista, sin marido y sin ligazón al marido, sin
matrimonio, sólo como ella misma, su falta de belleza corporal dejó de repente de ser
excitante y se convirtió también en ella misma, o sea, en mera falta de belleza.
Helena ya no tenía ni idea de cómo la veía yo, estaba cada vez más borracha y
más contenta; estaba feliz de que yo me creyese sus afirmaciones sobre su amor, y no

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sabía cómo hacer para darle salida inmediata a su felicidad: de improviso se le
ocurrió poner la radio (se puso en cuclillas delante de ella, de espaldas a mí y estuvo
un rato dándole vueltas al botón); en una de las emisoras sonó música de jazz; Helena
se levantó con los ojos radiantes; empezó a imitar torpemente los movimientos del
twist (yo miraba horrorizado sus pechos que mientras tanto saltaban de un lado a
otro). «¿Está bien así?», se rió. «¿Sabes que nunca he bailado estos bailes?» Se rió en
voz muy alta y vino a abrazarme; me pidió que bailase con ella; se enfadó por mi
negativa; dijo que no sabía bailar esos bailes y que quería bailarlos y que se los tenía
que enseñar; y que quería que yo le enseñase muchas cosas, que quería volver a ser
joven conmigo. Me pidió que le dijese que aún era joven; (lo hice). Se dio cuenta de
que yo estaba vestido y ella estaba desnuda; empezó a reírse de eso; le pareció
increíblemente fuera de lo corriente; me preguntó si ese señor tenía aquí algún espejo
para poder vernos así. No había espejo, no había más que una librería acristalada;
trató de vernos en el cristal pero la imagen era escasamente visible; se acercó después
a la librería y se rió al leer los títulos de los libros en los lomos: La Biblia, Calvino:
La institución, Cartas contra los jesuitas, Hus; después sacó la Biblia, se puso en una
postura solemne, abrió el libro por cualquier parte y empezó a leer con voz de
predicador. Me preguntó si sería un buen cura. Le dije que quedaba muy bien leyendo
la Biblia pero que tenía que vestirse porque el señor Kostka estaba a punto de llegar.
«¿Qué hora es?», preguntó. «Las seis y media», dije. Me cogió por la muñeca de la
mano izquierda, donde llevo el reloj y gritó: «¡Mentiroso! ¡No son más que las seis
menos cuarto! ¡Quieres librarte de mí!»
Yo deseaba que ya se hubiese ido, que su cuerpo (tan desesperadamente material)
se desmaterializase, que se derritiese, que se convirtiera en un arroyuelo y fluyese, o
que se convirtiera en vapor y escapase por la ventana, pero el cuerpo estaba aquí, el
cuerpo que no le había usurpado a nadie, en el que no había derrotado ni destruido a
nadie, un cuerpo dejado de lado, abandonado por el marido, un cuerpo del que yo me
había querido aprovechar y que se había aprovechado de mí y que ahora se alegra
insolentemente de eso, brinca y hace travesuras.
No logré acortar mi extraño sufrimiento. Eran ya las seis y media cuando se
empezó a vestir. Mientras lo estaba haciendo se fijó en una marca roja, de uno de mis
golpes, en su brazo; se la acarició y dijo que la tendría como recuerdo hasta que me
volviese a ver; rápidamente se corrigió: seguro que me verá mucho antes de que ese
recuerdo desaparezca de su cuerpo; estaba frente a mí (tenía una media puesta y la
otra en la mano) y quería que le prometiera que de verdad nos veríamos antes; le hice
un gesto afirmativo; no le bastaba, quería que le prometiese que en ese plazo nos
veríamos muchas veces.
Tardó mucho en vestirse. Se fue unos minutos antes de las siete.

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5
Abrí la ventana porque tenía ganas de que entrase el aire y se llevase rápidamente
cualquier recuerdo de esta tarde vana, cualquier resto de olores y sensaciones. Guardé
rápidamente la botella, acomodé los almohadones del sofá y cuando me pareció que
todas las huellas estaban borradas, me arrellané en el sillón, junto a la ventana y me
quedé esperando (casi rogando que llegase) a Kostka: deseaba oír su voz varonil
(tenía muchas ganas de oír una voz profunda de hombre), ver su figura larga, delgada,
con el pecho plano, oír su serena conversación, extravagante y sabia, deseaba que me
dijera algo sobre Lucie, que a diferencia de Helena era tan dulcemente inmaterial,
abstracta, tan lejos ya por completo de conflictos, tensiones y dramas; y sin embargo
no sin cierta influencia sobre mi vida; se me pasó por la cabeza que a lo mejor influye
sobre ella del mismo modo en que los astrólogos creen que influyen sobre la vida
humana los movimientos de las estrellas; y tal como estaba así arrellanado en el sillón
(bajo una ventana abierta a través de la cual expulsaba el olor de Helena), se me
ocurrió que probablemente conozco la solución de mi famoso acertijo y que sé por
qué Lucie había pasado fugazmente por el escenario de estos dos días: sólo para
hacer que mi venganza se transformara en nada, para transformar en vapor todo
aquello por lo cual he venido aquí; porque Lucie, la mujer a la que tanto amé y que se
me escapó de un modo totalmente incomprensible a último momento, es, claro está,
la diosa de la huida, la diosa de la carrera vana, la diosa del vapor; y sigue teniendo
mi cabeza entre sus manos.

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SEXTA PARTE - KOSTKA

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1
HACE YA MUCHOS AÑOS que no nos veíamos y en realidad nos hemos visto en la
vida sólo unas cuantas veces. Es extraño, porque en mi imaginación me encuentro
con Ludvik Jahn muy a menudo y me dirijo a él, cuando hablo solo, como a mi
principal antagonista. Ya me acostumbré tanto a su presencia inmaterial que me
quedé confundido ayer cuando me lo encontré, después de muchos años, como
hombre real de carne y hueso.
Le he llamado a Ludvik mi antagonista. ¿Tengo derecho a llamarle así?
Casualmente me he topado con él siempre que me encontraba en una situación sin
salida y él siempre me ayudó. Pero por debajo de esta unión externa estuvo siempre
la profundidad del desacuerdo interior. No sé si Ludvik se dio cuenta de eso en la
misma medida que yo. En todo caso le daba más importancia a nuestra unión externa
que a nuestra interna diferenciación. Era irreconciliable con los adversarios exteriores
y tolerante con las diferencias interiores. Yo no. Yo precisamente al contrario. Con
esto no quiero decir que no quiera a Ludvik. Lo amo como amamos a nuestros
antagonistas.

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2
Por primera vez lo encontré en el cuarenta y siete, en alguna de las tormentosas
reuniones de las que las universidades eran entonces un hervidero. Se estaba
decidiendo el futuro de la nación. Todos lo intuían y yo también lo intuía y en todas
las discusiones, los conflictos y las votaciones estuve de parte de la minoría
comunista.
Muchos cristianos, católicos o evangélicos, me lo reprochaban. Consideraban una
traición que me hubiera aliado con un movimiento que había adoptado como lema el
ateísmo. Cuando me encuentro ahora con ellos, suponen que, al menos después de
quince años, habré advertido mi error de entonces. Pero me veo obligado a
decepcionarlos. Hasta el día de hoy no he variado en nada mi punto de vista.
Claro que el movimiento comunista es ateo. Pero sólo los cristianos que no
quieren ver la viga en el ojo propio pueden acusar de ello al propio comunismo. Digo
los cristianos. ¿Pero dónde están? A mi alrededor no veo más que cristianos
aparentes, que viven del mismo modo en que viven los que carecen de fe. Sólo que
ser cristiano significa vivir de otro modo. Significa ir por el camino de Cristo, imitar
a Cristo. Significa renunciar a los intereses personales, a la abundancia y al poder y
dirigirse, cara a cara, a los pobres, a los humillados y a los que sufren. ¿Es eso lo que
hacen las Iglesias? Mi padre era un obrero eternamente en paro que creía
humildemente en Dios. Volvía hacia Él con devoción su cara, pero la Iglesia nunca
volvió la suya hacia él. Se quedó abandonado entre sus semejantes, abandonado en la
Iglesia, solo con su Dios hasta su enfermedad y su muerte.
Las Iglesias no comprendieron que el movimiento obrero es el movimiento de los
humillados, de los que anhelan la justicia, de los que suspiran por ella. No tenían
interés en preocuparse con ellos y para ellos por el reino de Dios en la tierra. Se
aliaron a los explotadores y así le quitaron al movimiento obrero a Dios. ¿Y ahora le
van a reprochar que sea ateo? ¡Qué fariseísmo! ¡Sí, el movimiento socialista es ateo,
pero yo veo en eso un castigo de Dios para nosotros los cristianos! Un castigo por
nuestra insensibilidad hacia los pobres y los que sufren.
¿Y qué puedo hacer en esta situación? ¿Tengo que horrorizarme porque
disminuye el número de miembros de la Iglesia? ¿Tengo que horrorizarme porque a
los niños los educan en los colegios en las ideas antirreligiosas? ¡Qué insensatez! La
verdadera religiosidad no necesita del favor del poder terrenal. La hostilidad de lo
terrenal no hace más que fortalecer la fe.
¿Y debo luchar contra el socialismo porque es ateo por nuestra culpa? ¡Una
insensatez aún mayor! Lo único que puedo hacer es lamentar la trágica equivocación
que alejó al socialismo de Dios. Lo único que puedo hacer es explicar esa
equivocación y trabajar porque sea reparada.
Pero además ¿a qué viene esa intranquilidad, hermanos cristianos? Todo sucede
por la voluntad de Dios y yo con frecuencia me pregunto si Dios no hace,

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intencionadamente, que la gente caiga en la cuenta de que el hombre no puede
sentarse impunemente en su trono y que aun el más justo de los órdenes terrenos, sin
su concurso, se malogra y se corrompe.
Recuerdo aquellos años en los que la gente en nuestro país creía que estaba a un
paso del paraíso. Y estaban orgullosos de que era su paraíso propio y no necesitaban a
nadie en el cielo. Y de repente se les deshizo entre las manos.

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3
Por lo demás a los comunistas les vino bien mi cristianismo antes de la revolución
de febrero. Les gustaba oírme explicar el contenido social del Evangelio, atacar a la
podredumbre del viejo mundo de la propiedad y las guerras y demostrar el parentesco
entre el cristianismo y el comunismo. Lo que les importaba era ganar para su causa a
las más amplias capas y querían conquistar también a los creyentes. Pero poco
después de febrero las cosas empezaron a cambiar. Como adjunto defendí a varios
estudiantes que debían ser expulsados de la facultad por las convicciones de sus
padres. Protesté contra eso y entré en conflicto con la dirección de la facultad. Y
entonces empezaron a oírse voces que decían que un hombre con una orientación
cristiana tan marcada no podía educar correctamente a la juventud socialista. Parecía
que iba a tener que luchar por mi propia existencia. Y fue entonces cuando llegó a
mis oídos que en una reunión plenaria del partido me había defendido el estudiante
Ludvik Jahn. Dijo que sería un puro desagradecimiento olvidar lo que yo había
representado para el partido antes de febrero. Y cuando esgrimieron el argumento de
mi cristianismo, dijo que sería con seguridad una fase pasajera de mi vida y que
gracias a mi juventud sería capaz de superarla.
Fui entonces a verlo y le agradecí que me hubiera defendido. Pero le dije que no
quería que se engañase y que por eso le advertía que era mayor que él y que no había
esperanzas de que «superase» mi fe. Empezamos a discutir sobre la existencia de
Dios, la finitud y la infinitud, sobre la postura de Descartes respecto a la religión,
sobre si Spinoza era materialista y otras muchas cosas. No nos pusimos de acuerdo.
Al final le pregunté a Ludvik si no lamentaba haberme defendido ahora que veía que
yo era incorregible. Me dijo que la fe religiosa era un asunto privado mío y que al fin
y al cabo nadie tenía por qué meterse en eso.
Desde entonces ya no nos volvimos a ver en la facultad. Pero, en cambio, tanto
más parecidas fueron las suertes que corrimos. A los tres meses de nuestra
conversación expulsaron a Jahn del partido y de la facultad. Y medio año después yo
también me fui de la facultad. ¿Me echaron? ¿Me obligaron a irme? No. Lo cierto es
que cada vez había más voces en mi contra y en contra de mis convicciones. Lo cierto
es que algunos de mis compañeros me daban a entender que debía hacer alguna
declaración pública de carácter ateo. Y es cierto que en mis clases tuve algunas
escenas desagradables con alumnos comunistas agresivos que pretendían ofender a
mi religión. La propuesta de mi expulsión de la facultad estaba prácticamente al caer.
Pero también es cierto que entre los comunistas de la facultad seguía teniendo
bastantes buenos amigos que me apreciaban por mi actitud de antes de febrero. Sólo
hubiera hecho falta, seguramente, que yo mismo empezara a defenderme y ellos se
hubieran puesto de mi parte. Pero no lo hice.

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4
«Venid conmigo» les dijo Jesús a sus seguidores y ellos sin rechistar abandonaron
sus redes, sus barcas, sus casas y sus familias y fueron con él. «Quienes pongan la
mano sobre el arado y vuelvan la vista atrás, no entrarán en el Reino de los Cielos».
Si oímos la voz de la llamada de Cristo, debemos seguirlo incondicionalmente.
Eso es bien sabido del Evangelio, pero en la época moderna todo eso suena como una
leyenda. ¿De qué llamada, de qué seguimiento podemos hablar en nuestras vidas
prosaicas? ¿A dónde y con quién nos íbamos a ir al abandonar nuestras redes?
Y sin embargo la voz de la llamada llega a nosotros aun en nuestro mundo, si
tenemos el oído alerta. Claro que la llamada no viene por correo, como una carta
certificada. Llega enmascarada. Y no suele venir vestida con un traje seductor de
color rosa. «No por el del acto que tú eliges, sino por el de aquello con lo que te topas
contra tu elección, tu pensamiento y tu deseo, por ese camino has de ir, ahí es adonde
yo convoco, ahí es donde has de hacer de aprendiz, ése es tu tiempo, por ahí fue tu
maestro…», escribió Lutero.
Tenía muchas razones para sentirme apegado a mi puesto de adjunto. Era
relativamente cómodo, me dejaba mucho tiempo libre para seguir estudiando y me
prometía, de por vida, una carrera de profesor universitario. Y sin embargo me dio
miedo precisamente el apego que sentía por mi puesto. Me dio más miedo aún porque
en aquella época veía cómo obligaban a mucha gente valiosa, pedagogos y
estudiantes, a abandonar la universidad. Me dio miedo mi apego a una sinecura que
con su tranquila seguridad me alejaba de los destinos intranquilos de mis prójimos.
Comprendí que las propuestas de que dejara la facultad eran una llamada. Oí que
alguien me llamaba. Que alguien me ponía en guardia ante una carrera cómoda que
ataría mi pensamiento, mi fe y mi conciencia.
Mi mujer, con la que tenía entonces un hijo de cinco años, insistía todo lo que
podía para que yo me defendiese e hiciera lo posible por permanecer en la
universidad. Pensaba en el hijo, en el futuro de la familia. Para ella no existía nada
más. Cuando me fijé en su cara, ya por entonces avejentada, tuve miedo de aquella
interminable preocupación, preocupación por el día venidero y por el año próximo,
abrumadora preocupación por todos los días y los años futuros hasta donde se pierde
la vista. Me dio miedo toda aquella carga y oí dentro de mí las palabras de Jesús: «No
os preocupéis por el día de mañana, el día de mañana habrá de preocuparse de sus
asuntos. Bastante tiene el día de hoy con sus padecimientos».
Mis enemigos esperaban que me hicieran sufrir las preocupaciones, mientras que
yo sentía dentro de mí una inesperada despreocupación. Creían que yo iba a sentir
que mi libertad estaba constreñida y yo, por el contrario, descubrí, para mí,
precisamente en aquel momento, la verdadera libertad. Comprendí que el hombre no
tiene nada que perder, que en todas partes está su sitio, en todas las partes a donde fue
Jesús, lo cual significa: en todas partes entre la gente.

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Tras el inicial asombro y la pena salí al encuentro de la maldad de mis enemigos.
Acepté la injusticia que en mí cometían como una llamada cifrada.

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5
Los comunistas consideran, con un espíritu totalmente religioso, que una persona
que haya cometido algo de lo que el partido considera una falta, puede obtener la
absolución si se va durante un tiempo a trabajar con los obreros o los campesinos. Por
eso, en los años posteriores a la revolución de febrero, muchos intelectuales se iban
durante un período más o menos largo a las minas, las fábricas, las obras o las granjas
estatales, para poder volver, después de esta limpieza misteriosa, a las oficinas, las
escuelas o los secretariados.
Cuando le ofrecí a la dirección de la escuela dejar la facultad y no solicité ningún
otro puesto como científico, sino que expresé mi deseo de ir a vivir entre la gente, de
ser posible como especialista a alguna granja estatal, los comunistas de mi facultad,
amigos o enemigos, no lo interpretaron en el sentido de mi fe, sino de la suya: como
la expresión de un excepcional espíritu autocrítico. Lo valoraron positivamente y me
ayudaron a conseguir un muy buen puesto en una granja estatal en Bohemia
occidental, un puesto en donde había un buen director y un paisaje hermoso. Como
regalo de viaje me otorgaron un preciado obsequio, un expediente personal favorable.
En mi nuevo sitio de trabajo era verdaderamente feliz. Me sentía como si hubiera
vuelto a nacer. La granja estatal había sido montada en una aldea fronteriza de donde
habían expulsado después de la guerra a los alemanes. La aldea se había quedado
vacía y estaba a medio repoblar. Estaba rodeada de montes, en su mayoría pelados,
cubiertos de pastos. En los valles, esparcidos a considerable distancia unas de otras,
estaban las casas, que formaban unas aldeas particularmente alargadas. Las frecuentes
nieblas que atravesaban el paisaje, se interponían entre mí y la tierra habitada como
una mampara flotante, de modo que el mundo estaba como en el quinto día de la
creación, cuando quizás Dios dudaba de si entregárselo al hombre.
Pero hasta la gente era más natural. Vivían de cara a la naturaleza, a los pastizales
interminables, a los rebaños de vacas y ovejas. Con ellos me encontraba bien. Pronto
se me ocurrieron muchas ideas para aprovechar mejor las plantas en esta región
montañosa: los abonos, el modo de almacenar el heno, la investigación sobre plantas
curativas, un invernadero. El director me estaba agradecido por mis ideas y yo le
estaba agradecido a él por permitir que me ganara el pan con un trabajo útil.

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6
Esto era en 1951. El mes de setiembre fue frío pero a mediados de octubre subió
la temperatura y tuvimos un otoño precioso hasta bien entrado noviembre. Las parvas
de heno se secaban en los escarpados prados y su perfume se extendía a lo lejos por el
campo. Entre la hierba hacían su aparición los frágiles cuerpecillos de los cólquicos.
Fue entonces cuando en los pueblos de alrededor se empezó a hablar de una joven
vagabunda.
Los muchachos del pueblo más próximo fueron a recoger el heno. Se divertían
riendo y gritando, cuando de repente vieron que de uno de los montones de haces
salía una muchacha, despeinada, con hierbas en el pelo, una muchacha a la que
ninguno de ellos había visto nunca. Miró asustada a su alrededor y se echó a correr
hacia el bosque. Desapareció antes de que tuvieran tiempo de pensar en seguirla.
Una aldeana del mismo pueblo contó que una tarde, mientras estaba ordenando
algo en el patio, apareció de pronto una chica de unos veinte años, vestida con un
abrigo muy gastado y le pidió con la cabeza gacha un trozo de pan. «¿Adónde vas
niña?», le preguntó la aldeana. La chica respondió que iba muy lejos. «¿Y vas a pie?»
«He perdido el dinero», respondió. La aldeana no le preguntó nada más y le dio pan y
leche.
Y a estos relatos se sumó un pastor de nuestra granja. Estaba en el monte y dejó
junto a un tronco una rodaja de pan y un cuenco con leche. Se alejó un poco para
vigilar la manada y cuando regresó, el pan y la leche habían desaparecido
misteriosamente.
Los niños se apoderaron inmediatamente de todas aquellas noticias y las
multiplicaron con su ávida fantasía. En cuanto se le perdía algo a alguien, lo
consideraban una feliz confirmación de que ella existía. La vieron al atardecer
bañarse en el lago que está junto al pueblo, a pesar de que estábamos a comienzos de
noviembre y el agua ya estaba muy fría. En otra oportunidad se oyó al caer la tarde, a
la distancia, el sonido agudo de una voz de mujer que cantaba. Los mayores
supusieron que alguien había puesto la radio a todo volumen en alguna de las casas
del monte, pero los niños sabían que era ella, la mujer de los bosques, que andaba por
las cumbres de los montes, cantando y con el pelo suelto.
Una noche hicieron un fuego a las afueras del pueblo, le añadieron hojas de patata
y cuando las brasas estuvieron cubiertas de ceniza, pusieron patatas a asar. Luego
miraron hacia el bosque y una de las niñas empezó a decir que la veía, que los estaba
observando desde la penumbra del bosque. Uno de los chicos cogió un terrón y lo tiró
en la dirección indicada por la niña. Curiosamente no se oyó grito alguno, pero
sucedió otra cosa. Todos se enfadaron con el chico en cuestión y por poco no le
dieron una paliza.
Sí, así fue: la habitual crueldad infantil no se manifestó nunca en relación con la
leyenda de la muchacha perdida, a pesar de que su persona estaba ligada a la

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comisión de pequeños robos. Desde el comienzo contó con misteriosas simpatías.
¿Era precisamente la ingenua insignificancia de esos robos lo que hacía que el
corazón de la gente estuviera a su favor? ¿O su juventud? ¿O la defendía la mano de
un ángel?
Comoquiera que fuese, el terrón arrojado contra ella había incrementado el amor
de los niños hacia la muchacha perdida. Ése mismo día dejaron junto al fuego
apagado un montoncito de patatas asadas, las cubrieron con ceniza para que no se
enfriaran y clavaron allí una ramita de pino. Hasta encontraron un nombre para la
muchacha. En un papel arrancado de un cuaderno escribieron con lápiz en letras
grandes: Vagabundita, esto es para ti. Dejaron el papel junto al montón y le pusieron
una piedra encima. Después se fueron y se ocultaron en los matorrales próximos,
esperando avistar la arisca figura de la muchacha. El atardecer se iba convirtiendo en
noche y no aparecía nadie. Al fin, los niños tuvieron que abandonar el escondite y
volver a sus casas. Pero en cuanto se hizo de día, fueron a todo correr al sitio de la
tarde pasada. Y había sucedido. El montoncito de patatas desapareció junto con el
papel y la ramita.
La muchacha se convirtió en el hada mimada de los niños. Le dejaban un jarro de
leche, pan, patatas y recados. Y nunca repetían los sitios en los que dejaban sus
regalos. No le dejaban la comida en un sitio determinado, como se les dejaría a los
mendigos. Jugaban con ella. Jugaban al tesoro oculto. Se apartaron del sitio en donde
le habían dejado la primera vez el montoncito de patatas y avanzaron hacia los
alrededores. Dejaban sus tesoros junto a los tocones, junto a la roca grande, junto al
crucero, junto al rosal silvestre. Nunca le dijeron a nadie dónde habían ocultado los
regalos. No transgredieron nunca las reglas de este juego tenue como una tela de
araña, nunca espiaron a la muchacha ni la sorprendieron. Le dejaron su invisibilidad.

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7
El cuento de hadas duró poco. En una oportunidad, el director de nuestra granja
fue con el alcalde a un sitio alejado a inspeccionar algunas casas que aún no estaban
habitadas, en las que iban a instalar dormitorios para los obreros agrícolas que
trabajaban a mucha distancia de la aldea. Por el camino los sorprendió una lluvia que
pronto se transformó en aguacero. Lo único que había cerca era un bosquecillo de
pinos bajos y junto a él una casa de paredes grises en la que se guardaba el heno.
Corrieron hacia ella, abrieron las puertas que no estaban atrancadas más que con un
pasador de madera y entraron. La luz entraba por las puertas abiertas y por las
hendiduras del techo. Había un sitio en que el heno estaba aplastado. Se acostaron allí
y se quedaron oyendo el golpeteo de las gotas contra el techo, respirando aquel
perfume embriagador y charlando. De repente, al meter el brazo en la pared de heno
que se levantaba a su derecha, el alcalde sintió algo duro debajo de la paja seca. Era
un maletín. Un maletín viejo, feo y barato, de tela engomada. No sé cuánto tiempo se
habrán quedado los dos hombres sin saber qué hacer ante aquel misterio. Lo que es
seguro es que abrieron el maletín y encontraron dentro de él cuatro vestidos de mujer,
todos nuevos y bonitos. Parece que la belleza de los vestidos chocaba con la pobreza
campesina del maletín y les infundió sospechas de que se tratara de un robo. Debajo
de los vestidos había un par de prendas interiores de mujer y envuelto en ellas un
paquete de cartas atado con una cinta azul. Eso era todo. Hasta hoy no sé nada de las
cartas y ni siquiera sé si el alcalde y el director las leyeron. Lo único que sé es que
por las cartas averiguaron el nombre de la destinataria: Lucie Sebetkova.
Mientras estaban aún meditando acerca del inesperado hallazgo, el alcalde
descubrió entre el heno otro objeto. Una lechera descascarada. Aquella jarra azul
esmaltada acerca de cuya misteriosa desaparición llevaba catorce días hablando en la
cervecería el pastor de la granja.
A partir de entonces los acontecimientos siguieron su propio curso. El alcalde se
quedó escondido entre los pinos y el director bajó al pueblo a buscar al guardia. La
muchacha regresó al anochecer a su perfumado dormitorio. La dejaron entrar, la
dejaron cerrar la puerta, esperaron medio minuto y entraron tras ella.

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8
Los dos hombres que sorprendieron a Lucie en el henil eran buenas personas. El
alcalde, un antiguo aparcero, honrado padre de seis hijos, recordaba a los viejos
maestros de pueblo. El guardia era un buenazo, basto e ingenuo, con un enorme
bigote. Ninguno de los dos era capaz de matar una mosca.
Y sin embargo, cuando oí que habían cogido a Lucie, sentí en seguida una extraña
angustia. Aún hoy se me encoge el corazón cuando me imagino al director y al
alcalde revolviendo su maletín, sosteniendo en la mano toda la vergonzosa
materialidad de su intimidad, los tiernos secretos de su ropa sucia, mirando aquello
que está prohibido mirar.
Y la misma sensación de angustia la sigo teniendo cuando me imagino la pequeña
guarida entre el heno, de la que no es posible escapar, porque dos hombrones cierran
el paso hacia la única salida.
Más tarde, cuando supe más cosas sobre Lucie, comprendí con asombro que
aquellas dos situaciones angustiosas me habían mostrado, ya a la primera vez, la
esencia misma de su sino. Las dos situaciones eran la imagen de la violación.

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9
Esa noche ya no durmió Lucie en el henil, sino en una cama de hierro, en una
antigua tienda en la que habían montado el despacho de la policía. Al día siguiente la
interrogaron en el ayuntamiento. Se enteraron de que trabajaba y vivía en Ostrava. Se
había escapado de allí porque ya no aguantaba más. Intentaron averiguar algo más
pero se toparon con un silencio tenaz.
¿Y por qué iba en esta dirección, hacia Bohemia occidental? Les dijo que sus
padres vivían en Cheb. ¿Y por qué no iba junto a ellos? Se bajó del tren antes de
llegar a casa porque por el camino le empezó a entrar miedo. Su padre no había hecho
más que pegarle toda la vida.
El alcalde le comunicó a Lucie que la mandarían de vuelta a Ostrava, de donde se
había marchado sin un despido legal. Lucie les dijo que en la primera estación se
escaparía del tren. Le gritaron, pero al cabo de un rato comprendieron que de ese
modo no resolverían nada. Le preguntaron si debían mandarla entonces a su casa a
Cheb. Negó desesperadamente con la cabeza. Mantuvieron un rato más el tono
severo, pero al fin el alcalde sucumbió a su propia ternura. «¿Entonces qué es lo que
quieres?» Les preguntó si no se podía quedar a trabajar aquí. Se encogieron de
hombros y le dijeron que preguntarían en la granja estatal.
El director tenía que hacer frente a una escasez permanente de trabajadores.
Aceptó la propuesta del ayuntamiento sin dudarlo. Después me comunicó que por fin
tendría la persona que había solicitado hace tanto tiempo para el vivero. Y ese mismo
día el alcalde vino a presentarme a Lucie.
Recuerdo perfectamente aquel día. Estábamos ya en la segunda quincena de
noviembre y el otoño, hasta entonces soleado, empezaba a mostrar su aspecto
nublado y ventoso. Lloviznaba. Estaba, con el abrigo marrón, el maletín, la cabeza
gacha y los ojos ausentes, de pie junto al alcalde, mucho más alto que ella. El alcalde
sostenía en la mano la lechera azul y hablaba en tono solemne: «Si has hecho algo
malo, nosotros ya te lo hemos perdonado y confiamos en ti. Podíamos haberte
mandado de vuelta a Ostrava, pero dejamos que te quedes aquí. La clase obrera
necesita gente honrada en todas partes. Así que no defraudes su confianza».
Después se fue a llevar a la oficina la jarra para nuestro pastor y yo llevé a Lucie
hasta el vivero, se la presenté a dos compañeras de trabajo y le expliqué cuál sería su
trabajo.

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10
Lucie deja en la sombra todos los demás recuerdos de aquella época. Sin
embargo, a la sombra de ella, la figura del alcalde se dibujaba con bastante nitidez.
Ayer, cuando estaba usted sentado frente a mí, Ludvik, no quise ofenderle. De modo
que, al menos, se lo diré ahora que está otra vez enfrente de mí tal como mejor lo
conozco, como imagen y como sombra: aquel antiguo aparcero que quería construir
un paraíso para sus sufridos prójimos, aquel honrado entusiasta que pronunciaba
ingenuamente elevadas frases sobre el perdón, la confianza y la clase obrera, estaba
mucho más cerca de mi corazón y mi pensamiento que usted, pese a que nunca
manifestó ninguna especial inclinación por mi persona.
Usted dijo en una oportunidad que el socialismo había crecido del tronco del
racionalismo y el escepticismo europeos, de un tronco no religioso y antirreligioso y
que sin ellos es inimaginable. ¿Pero pretende usted, de verdad, seguir afirmando
seriamente que no es posible construir una sociedad socialista sin creer en la
prioridad de la materia? ¿Piensa realmente que la gente que cree en Dios no es capaz
de nacionalizar las fábricas?
Estoy completamente convencido de que la línea del pensamiento europeo que
parte del mensaje de Jesús, conduce a la igualdad social y al socialismo de un modo
mucho más ineludible. Y cuando recuerdo a los comunistas más apasionados de la
época inicial del socialismo en mi país, por ejemplo al alcalde que dejó a Lucie en
mis manos, me parecen mucho más parecidos a los religiosos fervientes que a los
escépticos volterianos. Aquella época revolucionaria, desde el año 1948 hasta el año
1956, tiene poco que ver con el escepticismo y el racionalismo. Fue una época de una
gran fe colectiva. Cuando un hombre estaba de acuerdo con aquella época tenía unas
sensaciones parecidas a las religiosas; renunciaba a su yo, a su persona, a su vida
privada, en nombre de algo más elevado, de algo que está por encima de lo personal.
Las ideas marxistas eran, ciertamente, de origen totalmente terrenal, pero el
significado que se les atribuía se asemejaba al significado del Evangelio y de los
mandamientos bíblicos. Se creó un conjunto de ideas que eran intocables, esto es, en
nuestra terminología, santas.
Esa época que se está terminando o ya se terminó, tenía al menos algo de los
grandes movimientos religiosos. Lástima que no haya sabido ser consecuente en su
introspección religiosa. Tenía gestos y sentimientos religiosos, pero en su interior
seguía estando vacía, sin Dios. Pero yo continuaba creyendo que Dios se
compadecería, que se daría a conocer, que terminaría por santificar aquella gran fe
terrenal. Fue una espera infructuosa.
Al fin, aquella época traicionó a su religiosidad y tuvo que pagar muy cara su
herencia racionalista, una herencia que reclamaba porque no comprendía su propio
sentido. Ése escepticismo racionalista lleva dos milenios intentando disolver al
cristianismo. Lo intenta disolver pero no lo disuelve. Pero a la teoría comunista, a su

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propia creación, la disolverá en unos pocos decenios. Dentro de usted ya está
destruida, Ludvik. Y usted mismo lo sabe perfectamente.

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Es una suerte poder trasladarse con la imaginación al reino de las fábulas, cuando
la gente lo logra, está llena de nobleza, de compasión y de poesía. Pero
desgraciadamente, en el reino de la vida cotidiana está más bien llena de
precauciones, de desconfianza y de sospechas. Así fue como se comportaron con
Lucie. En cuanto salió de las fábulas infantiles y se convirtió en una muchacha
normal, en una compañera de trabajo y de habitación, se transformó inmediatamente
en objeto de una curiosidad en la que no faltaba la malicia con la que la gente se
comporta con los ángeles caídos del cielo o las hadas expulsadas de la fábula.
De poco le valió a Lucie su discreción. Al cabo de un mes llegó a la granja, desde
Ostrava, su expediente personal. Nos enteramos de ese modo de que primero había
trabajado en Cheb como aprendiza en una peluquería. Debido a un delito contra la
moral pasó un año en un reformatorio y de allí se fue a Ostrava. En Ostrava estaban
satisfechos con su rendimiento en el trabajo. Su comportamiento en el internado era
ejemplar. Antes de que se escapase sólo había tenido una falta totalmente inesperada:
la sorprendieron robando flores en el cementerio.
Las informaciones eran escuetas y en lugar de descubrir el secreto de Lucie sólo
sirvieron para hacerlo más misterioso.
Le prometí al director que me ocuparía de Lucie. Me atraía. Trabajaba en silencio
y con dedicación. Era serena en su timidez. No noté en ella nada de la extravagancia
propia de una muchacha que había vivido varias semanas como una vagabunda. En
varias oportunidades dijo que estaba contenta en la granja y que no tenía ganas de
marcharse. Era pacífica, estaba dispuesta a ceder en cualquier discusión y de ese
modo se iba ganando poco a poco el afecto de sus compañeras de trabajo. Sin
embargo, en su parquedad seguía habiendo algo que recordaba un pasado doloroso y
un alma lastimada. Lo que yo más deseaba era que confiase en mí y me lo contase
todo, pero también era consciente de que ya había tenido que padecer demasiadas
preguntas e indagaciones y que seguramente le producían la impresión de un
interrogatorio. Así que en lugar de preguntarle, yo mismo le empecé a contar. Todos
los días charlaba con ella. Le hablaba de mis planes de montar en la granja una
plantación de hierbas medicinales. Le hablaba de cómo, en los viejos tiempos, la
gente de la aldea se curaba con infusiones y zumos de distintas plantas. Le hablé de la
pimpinela, con la que la gente curaba el cólera y la peste, le hablé de la saxífraga, que
deshace las piedras de la vesícula y la vejiga. Lucie me escuchaba. Le gustaban las
plantas. ¡Pero qué maravillosa simplicidad la suya! No sabía nada de ellas y no era
capaz de decir el nombre de casi ninguna.
Se acercaba el invierno y Lucie no tenía nada más que sus hermosos vestidos de
verano. Le ayudé a organizar su economía. La obligué a comprarse un impermeable y
un suéter y más tarde algunas cosas más: botas, un pijama, medias, un abrigo.
Un día le pregunté si creía en Dios. Me contestó de un modo que me llamó la

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atención. Y es que no dijo ni sí ni no. Se encogió de hombros y dijo: «No sé». Le
pregunté si sabía quién era Jesucristo. Dijo que sí. Pero no sabía nada acerca de él. Su
nombre estaba ligado para ella, de una manera indefinida, con la idea de la Navidad,
pero no eran más que jirones de una nebulosa de dos o tres imágenes que, reunidas,
no tenían sentido alguno. Lucie no había conocido hasta entonces ni la fe ni la falta
de fe. En ese momento sentí un pequeño vértigo que quizás se parecía al que siente
un enamorado cuando se entera de que su enamorada no ha conocido ningún otro
cuerpo antes que el suyo. «¿Quieres que te hable de él?», le pregunté y ella asintió.
Los pastizales y los montes ya estaban nevados. Yo le contaba. Lucie escuchaba.

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12
Tuvo que soportar demasiada carga sobre sus frágiles espaldas. Hubiera
necesitado a alguien que la ayudase, pero no hubo nadie que supiera. La ayuda que
ofrece la religión, Lucie, es sencilla: entrégate. Entrégate tú misma y entrega la carga
bajo la que te tambaleas. Es un gran alivio vivir entregado. Ya sé que no tenías a
quién entregarte, porque tenías miedo de la gente.
Pero aquí está Dios. Entrégatele. Te sentirás más ligera.
Entregarse significa dejar a un lado la vida pasada. Quitársela del alma.
Confesarse. Dime, Lucie ¿por qué te fuiste de Ostrava? ¿Fue por aquellas flores del
cementerio?
Por eso también.
¿Y por qué cogiste las flores?
Estaba triste, por eso las ponía en un florero en su habitación del internado.
También cogía flores en el campo, pero Ostrava es una ciudad negra y casi no hay
nada de campo en los alrededores, no hay más que escombreras, cercas, parcelas y de
vez en cuando algún bosquecillo ralo lleno de hollín. Las únicas flores bonitas que
encontró Lucie estaban en el cementerio. Flores majestuosas, flores solemnes.
Gladiolos, rosas y lirios. Y también crisantemos, con flores grandes de pétalos
frágiles…
¿Y cómo te cogieron?
Iba con frecuencia y con agrado al cementerio. No sólo por las flores que se
llevaba, sino también porque era bonito y había tranquilidad y aquella tranquilidad la
consolaba. Cada una de las tumbas era un jardín independiente y por eso a ella le
gustaba quedarse junto a cada una de las tumbas y mirar las lápidas con sus tristes
inscripciones. Para que no la molestaran imitaba las costumbres de algunos de los
visitantes del cementerio, sobre todo de los más ancianos, y se arrodillaba junto a las
tumbas. Así fue que una vez le llamó la atención una tumba casi reciente. Hacía sólo
unos días que habían enterrado el féretro. La tierra de la tumba era mullida, estaba
cubierta de coronas y delante, en un florero, había un hermoso ramo de rosas. Lucie
se arrodilló y un sauce llorón la guarecía como si fuese un cielo familiar y susurrante.
Lucie sentía un placer indescriptible. Y precisamente en ese momento se acercó a la
tumba un señor mayor con su mujer. Quizás era la tumba de su hijo o de su hermano,
quién sabe. Vieron arrodillada junto a la tumba a una muchacha desconocida. Se
quedaron asombrados. ¿Quién es esa muchacha? Les pareció que aquella aparición
ocultaba algún secreto, un secreto de familia, quizás algún pariente desconocido o
una amante desconocida del muerto… Se quedaron inmóviles, temiendo
interrumpirla. La miraban desde lejos. Y entonces vieron que la muchacha se
levantaba, cogía el hermoso ramo de rosas que estaba en el florero y que ellos
mismos habían puesto allí pocos días antes, se daba media vuelta y se marchaba.
Echaron a correr tras ella. Quién es usted, le preguntaron. Ella estaba confundida, no

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sabía qué decir, tartamudeaba. Resultó que la muchacha desconocida no conocía de
nada al muerto de ellos. Llamaron a la jardinera. Le pidieron que les enseñara su
documentación. Le gritaron y le dijeron que no hay nada peor que robarle a los
muertos. La jardinera atestiguó que no era el primer robo de flores en aquel
cementerio. Llamaron al guardia, volvieron a presionarla y Lucie lo confesó todo.

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13
«Dejad que los muertos entierren a sus muertos», dijo Jesús. Las flores de las
tumbas pertenecen a los vivos. Tú no conocías a Dios, Lucie, pero lo anhelabas. En la
belleza de las flores terrenas se te aparecía lo ultraterreno. No necesitabas las flores
para nadie. Sólo para ti misma. Para el vacío que había en tu alma. Te sorprendieron y
te humillaron. ¿Y ése fue el único motivo por el que te fuiste de la ciudad negra?
Se quedó en silencio. Después negó con la cabeza.
¿Alguien te hizo daño?
Asintió.
¡Cuéntame, Lucie!
Era una habitación bastante pequeña. Junto al techo había una bombilla que no
tenía lámpara y colgaba torcida del casquillo, impúdicamente desnuda. Junto a la
pared había una cama, encima de ella estaba colgado un cuadro y en el cuadro había
un hombre hermoso, estaba vestido con una túnica azul y arrodillado. Era el Huerto
de Getsemaní, pero eso Lucie no lo sabía. Él la trajo hasta allí y ella se resistía y
gritaba. Quería violarla, le arrancaba los vestidos y ella se soltó y escapó.
¿Quién era, Lucie?
Un soldado.
¿Tú no lo querías?
No, no lo quería.
¿Pero entonces por qué fuiste con él a esa habitación donde no había más que una
bombilla y una cama?
Fue aquel vacío en el alma el que la atrajo hacia él. Y en aquel vacío no encontró
para ella, pobre, más que un crío: un soldado que estaba haciendo la mili.
Pero sigo sin entenderlo, Lucie. Si estuviste dispuesta a ir a aquella habitación
donde no había más que una cama ¿por qué te le escapaste después?
Fue con ella malo y brutal como todos.
¿De qué hablas, Lucie? ¿Quiénes son todos?
Se quedó callada.
¡A quién conociste antes de aquel soldado! ¡Habla! ¡Cuéntame, Lucie!

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14
Ellos eran seis y ella era la única. Seis, de los dieciséis a los veinte años. Ella
tenía dieciséis. Formaban una pandilla y hablaban de la pandilla con orgullo, como si
fuera una secta pagana. Aquel día hablaron de la iniciación. Trajeron varias botellas
de vino malo. Ella participó en la borrachera con una entrega ciega en la que ponía
todo su amor filial insatisfecho hacia el padre y la madre. Bebía cuando ellos bebían,
se reía cuando ellos reían. Luego le ordenaron que se desnudara. Hasta entonces
nunca lo había hecho delante de ellos. Pero cuando ella dudaba se desnudó el mismo
jefe de la pandilla; comprendió que la orden no iba dirigida especialmente en su
contra y obedeció con sumisión. Tenía confianza en ellos, tenía confianza hasta en su
brusquedad, eran su protección y su escudo, era incapaz de imaginar que pudiera
perderlos. Eran su madre, eran su padre. Bebieron, se rieron y le dieron más órdenes.
Abrió las piernas. Tenía miedo, sabía lo que eso significaba, pero obedeció. Después
gritó y le salió sangre. Los muchachos daban gritos, levantaban los vasos y echaban
aquel horrible vino espumoso sobre la espalda del jefe de la pandilla, sobre el
cuerpecito de ella y entre las piernas de ambos, gritando no sé qué palabras sobre el
bautismo y la iniciación y después el jefe se incorporó y se acercó otro de los
miembros de la pandilla, fueron viniendo en orden de edad, al final el más joven, que
tenía dieciséis años como ella, pero para entonces Lucie ya no podía más, no podía
soportar el dolor, ya tenía necesidad de descansar, ya tenía ganas de estar a solas y
como aquél era el más joven se atrevió a darle un empujón. ¡Pero precisamente por
ser el más joven, no quería verse humillado! ¡Él también era miembro de la pandilla,
miembro de pleno derecho! Para demostrarlo le dio a Lucie una bofetada en la cara y
ninguno de los de la pandilla la defendió, porque todos sabían que el menor tenía
razón y que exigía lo que era suyo. A Lucie se le saltaron las lágrimas pero no tuvo
valor para rebelarse y abrió las piernas por sexta vez…
¿Dónde sucedió, Lucie?
En casa de uno de los de la panda, sus padres estaban los dos en el turno de
noche, había una cocina y una habitación, en la habitación una mesa, un sofá y una
cama, sobre la puerta, en un marquito, la frase Dios nos dé felicidad y sobre la cama
enmarcada una señora muy hermosa con una túnica azul sostenía a un niño junto al
pecho.
¿La Virgen María?
No sabía.
¿Y qué más, Lucie, que más pasó?
De ahí en adelante se repitió con frecuencia, en aquella casa y en otras casas
también y también fuera, en el campo. Se convirtió en una costumbre de la pandilla.
¿Y te gustaba, Lucie?
No le gustaba, desde entonces se portaban con ella peor y con más arrogancia y
con más brusquedad, pero no podía salir de aquello ni hacia atrás ni hacia adelante,

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no había salida.
¿Y cómo terminó, Lucie?
Una tarde en uno de aquellos pisos vacíos. Llegó la policía y los detuvo a todos.
Los muchachos de la pandilla habían cometido algunos robos. Lucie no lo sabía, pero
se sabía que ella era de la pandilla y hasta se sabía que le daba a la pandilla todo lo
que como jovencita podía darle. Fue una vergüenza en todo Cheb y en su casa la
dejaron morada a golpes. A los muchachos les tocaron distintas condenas y a ella la
mandaron al reformatorio. Estuvo ahí un año, hasta que cumplió los diecisiete. Por
nada del mundo hubiera vuelto a casa. Y así fue a parar a la ciudad negra.

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15
Me sorprendió y me quedé cortado cuando anteayer Ludvik me confesó que
conocía a Lucie. Por suerte la conoció sólo superficialmente. Al parecer tuvo en
Ostrava una relación superficial con una chica que vivía con ella en el internado.
Cuando ayer me volvió a preguntar, se lo conté todo. Hace mucho tiempo que
necesitaba quitarme ese peso de encima, pero hasta ahora no había encontrado a un
hombre a quien pudiera contárselo en confianza. Ludvik está de mi parte y al mismo
tiempo está suficientemente alejado de mi vida y más aún de la vida de Lucie. Por eso
no tenía que temer que el secreto de Lucie estuviera en peligro.
No, lo que Lucie me confesó no se lo he contado a nadie más que ayer a Ludvik.
Claro que lo de que había estado en el reformatorio y había robado flores en el
cementerio lo sabía en la granja todo el mundo por el expediente personal. Se
portaban con ella con bastante amabilidad pero le recordaban sistemáticamente su
pasado. El director hablaba de ella como de «la pequeña ladroncilla de tumbas». Él lo
decía en tono paternal, pero aquellas frases hacían que los antiguos pecados de Lucie
se mantuvieran permanentemente vivos. Y lo que más necesitaba era un perdón
completo. Sí, Ludvik, necesitaba ser perdonada, necesitaba pasar por esa purificación
misteriosa que para usted es desconocida e incomprensible.
Las personas, por sí mismas, no son capaces de perdonar, eso no es algo que entre
dentro de sus posibilidades. No tienen el poder de hacer que se convierta en nada un
pecado que ya ha ocurrido. Eso no lo puede hacer el hombre solo. Quitarle a un
pecado su validez, deshacerlo, borrarlo del tiempo, hacer por lo tanto que algo se
convierta en nada, eso es un acto misterioso y sobrenatural. Sólo Dios, porque no está
atado a las leyes terrenas, porque es libre, porque es capaz de hacer milagros, puede
lavar un pecado, puede convertirlo en nada, puede perdonarlo. El hombre puede
perdonarle a otro hombre sólo porque se apoya en el perdón de Dios.
Usted, Ludvik, que no cree en Dios, tampoco sabe perdonar. Se sigue acordando
de aquella reunión plenaria en la que todos por unanimidad levantaron la mano contra
usted y estuvieron de acuerdo en que se destruyera su vida. Usted no se lo ha
perdonado. No sólo a ellos como personas individuales. Eran cerca de cien y ésa ya
es una cantidad que se puede convertir en un pequeño modelo de la humanidad.
Usted no se lo ha perdonado nunca a la humanidad. Usted desde aquel momento no
confía en ella y siente hacia ella rencor. Yo le comprendo, pero eso no impide que tal
tipo de rencor hacia la gente sea horrible y pecaminoso. Se ha convertido en su
maldición. Porque vivir en un mundo en donde no se le perdona nada a nadie, donde
nadie puede redimirse, es lo mismo que vivir en el infierno. Usted vive en el infierno,
Ludvik, y yo lo compadezco.

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16
Todo lo que en este mundo pertenece a Dios, puede pertenecerle al diablo. Hasta
los movimientos de los amantes en el amor. Para Lucie se había convertido en la
esfera de lo horroroso. Se relacionaban con los rostros de los embrutecidos críos de la
pandilla y más tarde también con el rostro del soldado que la hostigaba. ¡Ay, lo veo
ante mí como si lo conociera! ¡Mezcla palabras banales sobre el amor, dulces como el
jarabe, con la violencia brutal del macho encerrado sin mujeres tras las alambradas
del cuartel! Y Lucie de repente se da cuenta de que las palabras tiernas son sólo un
velo falso sobre el cuerpo lobuno de la grosería. Y todo el mundo se le derrumba, cae
al pozo de la repugnancia.
Aquí estaba el origen de la enfermedad, por aquí tenía que empezar. Un hombre
que va por la orilla del mar agitando enloquecidamente con el brazo extendido un
farol, puede ser un loco. Pero si es de noche y entre las olas hay una barca perdida,
ese mismo hombre es un salvador. La tierra en la que vivimos es un territorio
fronterizo entre el cielo y el infierno. No hay ningún comportamiento que sea en sí
mismo bueno o malo. Es su sitio dentro del orden de las cosas el que lo hace bueno o
lo hace malo. Ni siquiera el amor corporal de Lucie, por sí solo, es bueno o malo. Si
está en consonancia con el orden que estableció Dios, si amas con fidelidad, el amar
será bueno y serás feliz. Porque así lo estipuló Dios «abandone el hombre al padre y a
la madre y se una a su esposa y sean los dos un solo cuerpo».
Yo hablaba con Lucie a diario, a diario le repetía que estaba perdonada, que no
debía torturarse ella misma, que debía desatarle la camisa de fuerza a su alma, que
debía entregarse humildemente al orden divino, en el cual también el amor del cuerpo
tiene su sitio.
Y así fueron pasando las semanas…
Hasta que llegó un día primaveral. En las laderas empinadas florecían los
manzanos y sus copas, mecidas por una brisa suave, parecían campanas tañendo.
Cerré los ojos para oír su tono aterciopelado. Y luego abrí los ojos y vi a Lucie con el
delantal azul de trabajo y una azada en la mano. Miraba hacia abajo, hacia el valle, y
sonreía.
Observé aquella sonrisa descifrándola con ansiedad. ¿Es posible? Si el alma de
Lucie había sido hasta ahora una permanente huida, una huida del pasado y del
futuro. Le tenía miedo a todo. El pasado y el futuro eran para ella fosos repletos de
agua. Se aferraba con angustia a la agujereada barca del presente como a una frágil
tabla de salvación.
Y mira por dónde, hoy sonríe. Sin motivo. Sin más. Y aquella sonrisa me decía
que miraba con confianza al futuro. Y en ese momento me sentí como un navegante
que después de muchos meses arriba a la tierra que buscaba. Era feliz. Me apoyé en
el tronco curvado de un manzano y volví a cerrar los ojos durante un rato. Oía la brisa
y el sonar aterciopelado de las copas blancas, oía el trinar de los pájaros y aquellos

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trinos se convertían, ante mis ojos cerrados, en miles de luces y lámparas llevadas por
manos invisibles a una gran fiesta. No veía las manos pero oía los tonos altos de las
voces y me parecía que eran niños, un alegre grupo de niños… Y de pronto sentí en
mi cara una mano. Y una voz: «Señor Kostka, es usted tan amable…» No abrí los
ojos. No moví la mano. Seguía viendo las voces de los pájaros convertidas en un
corro de luces, seguía oyendo las campanadas de los manzanos. Y la voz terminó de
decir, más débilmente: «Yo lo quiero».
Quizás no tenía que haber esperado más que hasta este momento y después irme
rápidamente, porque mi tarea ya estaba cumplida. Pero antes de que pudiera darme
cuenta de nada, se apoderó de mí una debilidad enloquecida. Estábamos
completamente solos en un paisaje desierto, entre los pobres manzanos y yo abracé a
Lucie y me tendí con ella en una cama de hierba.

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Sucedió lo que no debía haber sucedido. Cuando vi a través de la sonrisa de Lucie
que su alma estaba reconciliada consigo misma, debí irme, porque ya había llegado a
mi meta. Pero no me fui. Y eso fue lo malo. Seguimos viviendo juntos en la misma
granja. Lucie estaba feliz, resplandecía, se parecía a la primavera que pasaba
alrededor de nosotros transformándose en verano. Pero yo, en lugar de ser feliz, tenía
pánico de aquella enorme primavera femenina junto a mí, a la que yo mismo había
despertado y que se volvía hacia mí con todas sus flores abiertas y yo sabía que no
me pertenecían, que no me debían pertenecer. Tenía en Praga a mi hijo y a mi mujer,
que esperaban pacientemente mis escasas visitas a casa.
Tenía miedo de interrumpir las relaciones que había entablado con Lucie por no
herirla, pero no me atrevía a proseguirlas porque sabía que no tenía derecho a
hacerlo. Deseaba a Lucie, pero al mismo tiempo me daba miedo su amor, porque no
sabía qué hacer con él. Me costaba un gran esfuerzo mantener la naturalidad que
tenían antes nuestras conversaciones. Las dudas se interponían entre nosotros. Me
parecía que mi ayuda espiritual a Lucie había sido desenmascarada. Que en realidad
había deseado a Lucie desde el primer momento en que la vi. Que había actuado
como un seductor oculto tras un disfraz de predicador que viene a traer consuelo. Que
todas aquellas charlas sobre Jesús y Dios no habían sido más que una cobertura para
los deseos físicos más terrenales. Me parecía que a partir del momento en que había
dado rienda suelta a mi sexualidad, había ensuciado la limpieza de mi primitiva
intención y había perdido por completo mis méritos ante Dios.
Pero nada más llegar a esta conclusión, mis reflexiones dieron media vuelta: ¡qué
vanidad, me gritaba a mí mismo, qué egolatría, pretender hacer méritos, agradarle a
Dios! ¿Qué significan los méritos humanos ante Él? ¡Nada, nada, nada! ¡Lucie me
ama y su salud depende de mi amor! ¿Qué sucedería si la arrojase de nuevo a la
desesperación, sólo para estar limpio yo? ¿No me despreciaría Dios en ese preciso
momento? ¿Y si mi amor es pecado, qué es más importante, la vida de Lucie o mi
castidad? ¡En todo caso sería mi pecado y sólo yo tendría que sobrellevarlo, sólo me
condenaría a mí mismo con mi pecado!
Cuando me dedicaba a estas reflexiones y a estas dudas, intervinieron de repente
las circunstancias externas. En la central de las granjas estatales se inventaron una
serie de acusaciones políticas en contra de mi director. El director se defendió con
uñas y dientes y entonces le echaron en cara, además, que se rodeaba de elementos
sospechosos. Uno de esos elementos era yo: una persona que había sido expulsada de
la universidad por sus ideas contrarias al régimen, por clerical. De nada valía que el
director intentase demostrar una y otra vez que ni me habían expulsado de la
universidad ni era clerical. Cuanto más me defendía, más demostraba su proximidad
a mí y más se perjudicaba. Mi situación era casi desesperada.
¿Una injusticia, Ludvik? Sí, ésa es la palabra que con mayor frecuencia pronuncia

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usted cuando oye hablar de esta historia o de otras historias parecidas. Pero yo no sé
lo que es la injusticia. Si no hubiera nada por encima de lo humano y si las actitudes
no tuvieran otro significado que el que le atribuyen quienes las adoptan, el concepto
de «injusticia» estaría justificado y yo también podría hablar de injusticia por haber
sido más o menos echado de la granja estatal en donde había trabajado con empeño.
Quizás en ese caso hubiera sido lógico que me rebelase ante esa injusticia y
defendiese furiosamente mis pequeños derechos humanos.
Pero los acontecimientos suelen tener un significado distinto al que les atribuyen
sus ciegos autores; con frecuencia no son más que órdenes ocultas que vienen de lo
alto y las personas que los hacen posibles no son más que mensajeros inconscientes
de una voluntad superior, de la que ni siquiera sospechan.
Yo estaba seguro de que así era. Por eso acepté con alivio lo que estaba
sucediendo en la granja. Veía en aquello una orden clara: Deja a Lucie antes de que
sea tarde. Tu deber está cumplido. Sus frutos no te pertenecen. Tu camino va por otro
lado.
Así que hice lo mismo que había hecho dos años antes en la facultad de ciencias
naturales. Me despedí de la llorosa y desesperada Lucie y salí a hacerle frente al
aparente desastre. Yo mismo me ofrecí a dejar la granja. El director se negó a
aceptarlo, pero yo sabía que lo hacía sólo por una cuestión de principios y que en el
fondo estaba contento.
Sólo que esta vez mi partida voluntaria no emocionó a nadie. Aquí no había
amigos comunistas de la revolución de febrero que me allanaran el camino con
buenos expedientes y consejos. Me fui de la granja como quien reconoce que no
merece desempeñar en este país ningún puesto medianamente importante. Y así me
convertí en obrero de la construcción.

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Era un día de otoño de 1956. Me encontré con Ludvik, por primera vez después
de cinco años, en el comedor del expreso que va de Praga a Bratislava. Yo iba a no sé
qué obra que se estaba construyendo en Moravia oriental. Ludvik acababa de dejar su
trabajo en las minas de Ostrava y había presentado en Praga los pápeles para que le
permitieran seguir estudiando. Ahora volvía a su casa en Moravia. Casi no nos
reconocimos. Y después de reconocernos nos quedamos los dos sorprendidos por la
suerte que habíamos corrido.
Recuerdo perfectamente con qué interés escuchó, Ludvik, lo que yo le contaba a
usted sobre mi salida de la facultad y sobre las intrigas en la granja estatal, que habían
hecho que me convirtiera en albañil. Le agradezco aquel interés. Estaba furioso,
hablaba de injusticia, de atropello, de falta de respeto por los intelectuales y hasta de
que la política de personal era absurda. Y hasta se enfadó conmigo: me echó en cara
que no me hubiera defendido, que me hubiera rendido. Dijo que nunca había que irse
por las buenas. ¡Que nuestro enemigo se vea obligado a recurrir a los medios más
bajos! ¿Por qué vamos a facilitarle el trabajo a su conciencia?
Usted minero, yo albañil. Nuestros destinos tan parecidos y sin embargo nosotros
dos tan distintos. Yo perdonando, usted irreconciliable, yo pacífico, usted rebelde.
¡Qué próximos por fuera y qué distantes estábamos por dentro!
Probablemente sabía usted mucho menos que yo acerca de nuestro
distanciamiento interior. Cuando me contó detalladamente por qué lo habían
expulsado del partido, pensó, con absoluta naturalidad, que yo estaba de su parte y
que me irritaba tanto como a usted la beatería de los camaradas que lo castigaron por
tomarse a broma lo que ellos consideraban sagrado. ¿Qué tenía de malo?, preguntó
usted con sincero asombro.
Le contaré algo: en Ginebra, en la época en que estaba dominada por Calvino,
vivía un muchacho, quién sabe si se parecía a usted, un muchacho inteligente,
bromista, al cual le encontraron una libreta con burlas y ataques a Jesucristo y al
Evangelio. ¿Qué tiene de malo? pensó probablemente aquel muchacho tan parecido a
usted. Si no había hecho nada malo, sólo bromeaba. Es difícil que conociera el odio.
Sólo conocería el menosprecio y la indiferencia. Fue ejecutado.
Por favor, no crea que soy partidario de semejante crueldad. Lo único que quiero
decir es que ningún movimiento que se plantee transformar el mundo soporta la burla
ni el desprecio, porque eso es un óxido que todo lo disuelve.
Fíjese en su comportamiento posterior, Ludvik. Lo expulsaron del partido, lo
echaron de la facultad, lo mandaron a la mili con los soldados peligrosos y después
dos o tres años más a las minas. ¿Y usted qué hizo? Se quedó amargado hasta el
fondo del alma, convencido de que le habían hecho una gran injusticia. Ése
sentimiento de injusticia sigue hasta hoy determinando toda su postura ante la vida.
¡No le comprendo! ¿Por qué hablar de injusticia? Lo mandaron con los soldados

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negros, con los enemigos del comunismo. Bien. ¿Y eso fue una injusticia? ¿No fue
para usted, más bien, una gran oportunidad? ¡Podía trabajar entre sus enemigos! ¿Hay
alguna misión más importante? ¿No manda Jesús a sus discípulos «como a corderos
entre los lobos»? «No necesitan médicos los sanos, sino los enfermos», dijo Jesús.
«No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores…» Pero usted no deseaba ir
con los pecadores y los enfermos.
Usted me dirá que mi comparación está fuera de lugar. Que Jesús mandaba a sus
discípulos «entre los lobos» con su bendición mientras que a usted primero lo
echaron y lo maldijeron y después lo mandaron con los enemigos como enemigo, con
los lobos como lobo, con los pecadores como pecador.
¿Y es que usted niega haber sido pecador? ¿Supone usted que no ha cometido
ninguna falta en relación con el grupo al que pertenecía? ¿De dónde saca tanto
orgullo? Cuando una persona se entrega a su fe se comporta con humildad y
humildemente debe aceptar el castigo, aunque sea injusto. Los humildes serán
elevados. Los penitentes serán purificados. Los que son objeto de un atropello, tienen
la posibilidad de demostrar su fidelidad. Si usted se enemistó con el grupo al que
pertenecía sólo porque la carga puesta sobre sus espaldas era demasiado pesada,
entonces es que su fe era débil y no fue capaz de superar la prueba a la que fue
sometido.
En su pleito con el partido yo no estoy de su parte, Ludvik, porque sé que en este
mundo sólo puede hacer grandes cosas un grupo de personas ilimitadamente
entregadas, que ponen su vida humildemente en manos de un fin superior. Usted,
Ludvik, no se ha entregado sin límites. Su fe es precaria. ¡Cómo no iba a serlo si su
único punto de referencia ha sido siempre usted mismo y su pobre razón!
No soy ingrato, Ludvik, yo sé lo que ha hecho usted por mí y por otras muchas
personas a las que este régimen hizo algún daño. Utiliza usted sus relaciones de antes
de la revolución con destacados dirigentes comunistas y su posición actual para
interceder, intervenir, ayudar. Yo aprecio lo que usted hace. Y sin embargo se lo digo
una vez más: ¡Fíjese en lo que hay en el fondo de su alma! ¡La motivación profunda
de sus buenas acciones no es el amor sino el odio! ¡Odio a los que le hicieron daño, a
los que en aquella sala levantaron la mano contra usted! Su alma no conoce a Dios y
por eso tampoco conoce el perdón. Usted quiere vengarse. Identifica a los que una
vez le hicieron daño a usted con los que les hacen daño a otros y se venga por ellos.
¡Sí, lo que usted hace es vengarse! ¡Hasta cuando ayuda usted a la gente, está lleno de
odio! Puedo sentirlo en cada una de sus palabras. ¿Pero, qué puede lograr el odio,
más que el rencor como respuesta y una nueva cadena de rencores? Vive usted en el
infierno, Ludvik, se lo vuelvo a repetir, vive usted en el infierno y yo lo compadezco.

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Si Ludvik oyese mi monólogo, podría pensar que soy un ingrato. Yo sé que me
ayudó mucho. Aquella vez en el cincuenta y seis, cuando nos encontramos en el tren,
se afligió mucho por lo que había sucedido, por mi capacidad desaprovechada, e
inmediatamente empezó a pensar cómo encontrarme un empleo en el que me sintiese
a gusto y en el que pudiera hacer valer mis conocimientos. Me sorprendió aquella vez
por lo rápida y efectiva que fue su actuación. Habló con un compañero en su ciudad
natal. Quería que yo enseñase ciencias naturales en el instituto de enseñanza media.
Era muy arriesgado. La propaganda antirreligiosa estaba entonces en pleno apogeo y
era casi imposible darle un puesto de profesor de bachillerato a un creyente. Eso fue
lo mismo que pensó el compañero de Ludvik y optó por otra solución. Y así fui a
parar al departamento de virología del hospital de la ciudad y hace ya ocho años que
cultivo aquí virus y bacterias en ratas y conejos.
Así es, si no fuera por Ludvik, yo no viviría aquí y tampoco viviría Lucie.
Unos años después de que yo dejara la granja, se casó. No podía quedarse en la
granja porque su marido buscaba un puesto de trabajo en la ciudad. Estuvieron
pensando a dónde ir. Y ella consiguió convencer a su marido de que vinieran a vivir a
esta ciudad, a la ciudad en la que yo vivía.
No he recibido en mi vida un regalo mejor, una mayor recompensa. Mi ovejita,
mi palomita, la niña a la que yo había curado, a la que había alimentado con mi
propia alma, volvía a mí. No quiere nada de mí. Tiene a su marido. Pero quiere estar
cerca de mí. Me necesita. Necesita oírme de vez en cuando. Verme en misa los
domingos. Encontrarme en la calle. Yo era feliz y sentía en aquel momento que ya no
era joven, que era yo mayor de lo que suponía y que Lucie era probablemente la
única obra que había realizado en la vida.
¿Le parece poco, Ludvik? No lo es. Es bastante y soy feliz. Soy feliz. Soy feliz…

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¡Ay, cómo me engaño a mí mismo! ¡Con qué tozudez intento convencerme de que
he seguido el camino acertado en mi vida! ¡Cómo me vanaglorio del poder de mi fe
ante quienes no creen!
Sí, logré que Lucie creyera en Dios. Logré calmarla y curarla. La libré del asco al
amor físico. Y al final me aparté de su camino. Sí, pero ¿de qué le sirvió eso a ella?
Su matrimonio no resultó bien. Su marido es un bruto, le es infiel y se dice que la
maltrata. Lucie nunca me lo ha querido decir. Sabe que eso me entristecería. Ante mí
mantiene siempre la ficción de que su vida es feliz. Pero vivimos en una ciudad
pequeña en la que nada permanece en secreto.
¡Ay, qué bien me engaño a mí mismo! Interpreté las intrigas políticas contra el
director de la granja estatal como una orden cifrada de Dios para que me fuera. ¿Pero
cómo distinguir la voz de Dios entre tantas voces? ¿Y si la voz que oí no fuera más
que la voz de mi cobardía?
Tenía en Praga a mi mujer y a mi hijo. No me sentía apegado a ellos pero
tampoco era capaz de separarme de ellos. Tenía miedo de que se produjera una
situación irresoluble. Tenía miedo del amor de Lucie, no sabía qué hacer con él. Me
horrorizaban las complicaciones en las que me vería metido.
Puse cara de ángel que le traía la salvación y en realidad no fui sino otro violador
más. Le hice el amor una sola vez y me separé de ella. Puse cara de traerle el perdón,
cuando era ella la que tenía que perdonarme. Ella estaba desesperada y lloraba
cuando yo me fui y, sin embargo, al cabo de unos años vino tras de mí y se quedó a
vivir aquí. Me habló. Me trató como a un amigo. Me perdonó. Por lo demás todo está
muy claro. No me ocurrió muchas veces en la vida que una mujer me amase así.
Tenía su vida en mis manos. Tenía su felicidad en mi poder. Y huí. Nadie le ha hecho
tanto mal como yo.
Y se me ocurre pensar si no utilizo las supuestas llamadas de Dios para librarme
de mis obligaciones terrenas. Les tengo miedo a las mujeres. Me da miedo su calor.
Me da miedo su presencia ininterrumpida. Me horrorizaba la idea de vivir con Lucie
igual que me horroriza pensar en irme a vivir al apartamento de la maestra en la
ciudad vecina.
¿Y por qué me fui, en realidad, voluntariamente, hace quince años, de la facultad?
No amaba a mi mujer que era seis años mayor que yo. Ya no soportaba ni su voz ni su
cara y el perpetuo tic-tac del reloj familiar me resultaba insufrible. No podía vivir con
ella, pero tampoco podía herirla divorciándome de ella, porque era buena y nunca me
había hecho ningún daño. Así que de repente oí la voz salvadora de una llamada
desde lo alto. Oí a Jesús que me llamaba para que abandonase mis redes.
¿Dios mío, es verdad? ¿Soy de verdad tan míseramente ridículo? ¡Dime que no es
cierto! ¡Confírmamelo! ¡Háblame, Dios, háblame en voz más alta! ¡No puedo oírte en
medio de todas estas voces confusas!

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SÉPTIMA PARTE - LUDVIK. HELENA. JAROSLAV

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1
Cuando regresé, bien entrada la noche, de casa de Kostka a mi hotel, estaba
decidido a salir para Praga inmediatamente, por la mañana temprano, porque ya no
tenía nada que hacer aquí: mi pretendida misión en mi ciudad natal había terminado.
Pero por desgracia era tal el lío que tenía en la cabeza que estuve hasta muy tarde
dando vueltas en la cama (en una cama que rechinaba) sin poder dormirme; cuando
por fin me quedé dormido, el sueño era muy superficial y me despertaba a cada
momento; hasta la madrugada no logré conciliar un sueño profundo. Cuando me
desperté, a las nueve, ya era tarde, los autobuses y los trenes de la mañana se habían
ido y no había ningún medio de transporte hacia Praga hasta eso de las dos de la
tarde. Cuando me di cuenta me faltó poco para hundirme en la desesperación: me
sentía aquí como un náufrago y de repente sentía un deseo acuciante de estar en
Praga, anhelaba mi trabajo, mi escritorio en casa, mis libros. Pero no había nada que
hacer; tuve que apretar los dientes y bajar a desayunar al restaurante.
Entré con precaución porque temía encontrarme con Helena. Pero no estaba
(seguramente estaría ya dando vueltas por la aldea más próxima, con el magnetófono
al hombro, importunando a los viandantes con el micrófono y con preguntas
estúpidas); en cambio el salón del restaurante estaba lleno de gente haciendo ruido y
fumando junto a sus cervezas, sus cafés y sus coñacs. ¡Ay, Dios!, me di cuenta de que
tampoco esta vez mi ciudad natal me iba a proporcionar un desayuno decente.
Salí a la calle; el cielo azul rasgado por las nubes, el bochorno que empezaba a
sentirse, el polvo que se iba levantando, las calles que desembocan en una plaza
ancha y regular de la que sobresale una torre (sí, aquella que parece un soldado con
su casco), todo aquello me impregnó de la tristeza de lo desolado. Desde lejos se oía
el grito semiebrio de una prolongada canción morava (en la que me parecía que se
habían quedado atrapadas la nostalgia, la estepa y las largas cabalgatas de la tropa
reclutada) y en mi mente apareció Lucie, aquella historia que había ocurrido tanto
tiempo atrás, que en ese momento se parecía a aquella prolongada canción y le
hablaba a mi corazón, por el que habían pasado (como si atravesaran la estepa) tantas
mujeres que no dejaron nada, igual que el polvo que se levanta no deja huella alguna
en esta plaza ancha y llana, se asienta entre los adoquines y vuelve a elevarse y un
golpe de viento lo arrastra más allá. Yo iba andando por aquellos adoquines
polvorientos y sentía la pesada ligereza del vacío que yacía sobre mi vida: Lucie, la
diosa del vapor, me había dejado, tiempo atrás, sin ella misma, ayer había convertido
en nada mi venganza, tan perfectamente preparada, e inmediatamente después hizo
que mi recuerdo de ella se transformase también en algo desesperadamente ridículo,
en una especie de error grotesco, porque lo que me contó Kostka demostraba que
durante todos estos años yo había estado recordando a alguien distinto, porque en
realidad nunca había sabido quién era Lucie.
Yo solía decir para mis adentros, con cierta satisfacción, que Lucie era para mí

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algo abstracto, una leyenda y un mito, pero ahora comprendía que tras estos términos
poéticos se ocultaba una realidad nada poética: que no la conocía; que no la había
conocido tal como era, como era en sí misma y para sí misma. No había percibido (en
mi egocentrismo juvenil) nada más que aquellos aspectos de su ser que se orientaban
directamente hacia mí (hacia mi abandono, hacia mi falta de libertad, hacia mi ansia
de ternura y de amabilidad); no había sido para mí más que una función de mi propia
situación vital; todo aquello en lo que iba más allá de esta situación vital, todo
aquello en lo que era ella misma, se me escapaba. Pero si no había sido para mi más
que una función de mi situación, era completamente lógico que en cuanto la situación
se modificó (en cuanto se produjo otra situación, en cuanto yo envejecí y cambié),
hubiera desaparecido también mi Lucie, porque ya no era nada más que lo que se me
había escapado de ella, lo que no se refería a mí, lo que iba más allá de mí. Y por eso
era completamente lógico que no la hubiera reconocido después de quince años.
Hacía ya mucho tiempo que era para mí (y yo no había pensado nunca en ella más
que como en un «ser para mí») una persona diferente y desconocida.
Durante quince años me había seguido los pasos la noticia de mi derrota, hasta
que al fin me dio alcance. El extravagante Kostka (a quien yo nunca tomé en serio
más que a medias) significaba más para ella, había hecho más por ella, la conocía
más y la quería mejor (no quiero decir más porque mi amor había tenido la máxima
fuerza): a él se lo había contado todo a mí nada; él la hizo feliz yo infeliz; él conoció
su cuerpo, yo no lo conocí nunca. Y sin embargo, para que entonces hubiera logrado
aquel cuerpo que tanto ansiaba, hubiese bastado una sola cosa, completamente
sencilla: que la hubiese comprendido, que hubiese sabido entenderla, que la hubiese
amado no sólo por aquello que en ella se dirigía a mí, sino también por lo que no se
refería a mí directamente, por lo que era en sí misma y para sí. Pero yo no lo supe y le
hice daño a ella y me hice daño a mí. Me invadió una ola de rabia contra mí mismo,
contra la edad que entonces tenía, contra la estúpida edad lírica en la que el hombre
es para sí mismo un misterio demasiado grande como para que pueda dedicarse a los
misterios que están fuera de él, la edad en la que los demás (aun los más queridos) no
son para él más que espejos móviles en los que ve, asombrado, sus propios
sentimientos, su propia emoción, su propia valía. ¡Sí, yo he recordado durante esos
quince años a Lucie sólo como un espejo que conservaba mi imagen de entonces!
Me acordé de la fría habitación con una sola cama, iluminada por la farola de la
calle a través del cristal sucio, me acordé de la resistencia salvaje de Lucie. Era todo
como un chiste malo: yo creía que ella era virgen y ella se resistía precisamente
porque no era virgen y probablemente tenía miedo de que llegase el momento en que
yo supiese la verdad. O a lo mejor su resistencia tenía otra explicación (que
corresponde a la interpretación que Kostka hacía de Lucie): las primeras drásticas
experiencias sexuales habían hecho que para Lucie el acto amoroso fuese algo feo y
le habían quitado el sentido que le suele dar la mayoría de la gente; le habían quitado
completamente la ternura y el sentimiento amoroso; para esa niña-putita el cuerpo era

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algo feo y el amor algo incorporal; el alma le había declarado al cuerpo una guerra
silenciosa y terca.
Ésta explicación (tan melodramática y sin embargo tan probable) me volvía a
hablar de nuevo de la desoladora desavenencia (yo mismo la conocía tan bien y en
tantas variaciones) entre el alma y el cuerpo y me recordaba (porque aquí lo triste se
mezclaba sistemáticamente con lo ridículo) una historia de la que me reí mucho hace
tiempo; una buena amiga mía, mujer de costumbres notablemente licenciosas (de las
que yo mismo me aprovechaba suficientemente), se puso de novia con un físico,
decidida a experimentar esta vez, por fin, el amor; pero para poder sentirlo como
amor verdadero (distinto de las decenas de historias sentimentales por las que había
pasado), se negó a mantener relaciones sexuales con su novio hasta la noche de
bodas, paseaba con él por el parque al anochecer, le apretaba la mano, lo besaba bajo
la luz de las farolas y le permitía así a su alma (libre del cuerpo) elevarse hasta lo alto
y caerse de vértigo. Un mes después de la boda se divorció de él, quejándose de que
había defraudado sus sentimientos porque resultó ser un amante pésimo, casi
impotente.
A lo lejos se seguía oyendo el grito semiebrio de una larga canción morava,
mezclándose con el regusto grotesco de la historia rememorada, con el polvoriento
vacío de la ciudad y con mi tristeza, a la que además se le empezaba a sumar,
saliendo de mis entrañas, el hambre. Por lo demás, estaba a unos pasos de la lechería;
intenté abrir la puerta pero estaba cerrada. Un ciudadano que pasaba por allí me dijo:
«Qué va, todos los de la lechería están en la fiesta». «¿En la Cabalgata de los
Reyes?» «Sí, han montado un kiosco».
Maldije mi suerte pero no me quedó más remedio que resignarme; me puse en
marcha en dirección a la canción lejana. A la festividad folklórica que había evitado
furiosamente me conducía el sonido de mis tripas.

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2
Cansancio. Cansancio desde la mañana temprano. Como si hubiera estado toda la
noche de juerga. Y sin embargo dormí toda la noche. Sólo que mi sueño ya no es más
que la leche descremada del sueño. Durante el desayuno estuve tratando de no
bostezar. Al poco rato empezó a llegar gente. Amigos de Vladimir y mirones en
general. Un peón de la cooperativa trajo hasta nuestra casa el caballo para Vladimir.
Y entre todos ellos apareció de repente Kalasek, el delegado de cultura del gobierno
provincial. Hace ya dos años que estoy en guerra con él. Iba de traje negro, ponía cara
de solemnidad y junto a él estaba una señora elegante. Una redactora de la radio de
Praga. Me dijo que lo acompañase. La señora quería grabar una entrevista para un
programa sobre la Cabalgata de los Reyes.
¡Dejadme en paz! No voy a andar haciendo el payaso. La redactora estaba
encantadísima de conocerme personalmente y por supuesto que Kalasek le hizo el
juego. Salió diciendo que era para mí un deber político acompañarlos. Bufón. Me
hubiera resistido. Les dije que mi hijo iba a ser el rey y que quería estar presente en
los preparativos. Pero Vlasta me atacó por la espalda. Dijo que los preparativos del
hijo eran asunto suyo. Que me fuera y que hablara por la radio.
Así que al fin obedecí. La redactora estaba instalada en un despacho del gobierno
provincial. Había un magnetófono y un chico joven que lo manejaba. Ella no paraba
de hablar y sonreía permanentemente. Se puso el micrófono junto a la boca y le hizo
la primera pregunta a Kalasek.
Kalasek tosió y empezó a hablar. La atención al arte popular es parte inseparable
de la educación comunista. El gobierno provincial lo comprende plenamente. Por eso
lo apoya también plenamente. Les desea un éxito pleno y comparte plenamente.
Agradece a todos los que han participado. Los organizadores entusiasmados y los
niños de los colegios entusiasmados, los cuales plenamente.
Cansancio, cansancio. Siempre las mismas frases. Quince años oyendo siempre
las mismas frases. Y oírselas ahora a Kalasek, al cual le importa un bledo el arte
popular. El arte popular es para él un medio. Un medio para presentar un nuevo
montaje. Para cumplir el plan. Para subrayar sus méritos. No movió un dedo por la
Cabalgata de los Reyes y si por él fuera no nos daría ni un céntimo. Y sin embargo la
Cabalgata de los Reyes se la apuntará precisamente él. Es el mandamás de la cultura
provincial. Un antiguo dependiente que no distingue un violín de una guitarra.
La redactora se puso el micrófono junto a la boca. Cuál es mi opinión sobre la
Cabalgata de los Reyes de este año. Me dieron ganas de reírme de ella. ¡Pero si la
Cabalgata de los Reyes aún no ha empezado! Pero fue ella la que se rió de mí. Un
folklorista tan experimentado como yo seguro que ya sabe cómo saldrá. Sí, ellos lo
saben todo de antemano. El transcurso de lo que está por venir ya lo conocen. El
futuro ya ha sucedido hace mucho y ahora ya no será para ellos más que una
repetición.

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Tenía ganas de decirles todo lo que pensaba. Que la Cabalgata saldría peor que
otros años. Que el arte popular pierde adeptos año tras año. Que se pierde también el
interés que antes demostraban las instituciones. Que ya casi no vive. Que no nos
podemos dejar engañar porque se oiga permanentemente en la radio una especie de
música popular. Todas esas orquestas de instrumentos populares y conjuntos de coros
y danzas populares, son más bien ópera u opereta o música bailable, pero no son arte
popular. ¡Una orquesta de instrumentos populares con director, partituras y atriles!
¡Una instrumentación casi sinfónica! ¡Qué monstruosidad! ¡Lo que usted conoce,
señora, las orquestas y los conjuntos, eso no es más que el pensamiento musical
romántico que utiliza melodías populares! El verdadero arte popular ya no está vivo,
no señora, ya no está vivo.
Tenía ganas de soltárselo todo por el micrófono, pero al final dije otra cosa. La
Cabalgata de los Reyes estuvo preciosa. La fuerza del arte popular. Un mar de
colores. Comparto plenamente. Les agradezco a todos los que han participado.
Entusiasmados los organizadores y los niños de los colegios, los cuales plenamente.
Me daba vergüenza estar hablando tal como ellos querían. ¿Soy tan cobarde? ¿O
tan disciplinado? ¿O estoy tan cansado? Estaba contento de haber terminado de
hablar y de poder largarme de inmediato. Tenía ganas de llegar a casa. En el patio
había muchos curiosos y toda clase de ayudantes que adornaban el caballo con lazos
y cintas. Yo tenía ganas de ver a Vladimir mientras se preparaba. Entré en casa pero
la puerta de la habitación en donde lo estaban vistiendo estaba cerrada. Toqué con los
nudillos y pregunté. Se oyó desde adentro la voz de Vlasta. Aquí no tienes nada que
hacer, aquí se está vistiendo el rey. ¡Leches!, dije ¿por qué no voy a tener nada que
hacer ahí? Porque iría en contra de la tradición, me respondió desde dentro la voz de
Vlasta. No sé por qué iba a ir contra la tradición que el padre estuviese presente
mientras se vestía el rey, pero no se lo discutí. Oí en su voz un tono de interés y eso
me agradó. Me agradó que se sintiesen interesados por mi mundo. Por mi pobre y
abandonado mundo.
Así que salí otra vez al patio a charlar con la gente que estaba adornando el
caballo. Era un pesado caballo de tiro de la cooperativa. Paciente y tranquilo.
Después oí un ruido de voces humanas que llegaban desde la calle a través del
portal cerrado. Y después llamadas y golpes. Había llegado mi momento. Estaba
nervioso. Abrí el portal y me presenté ante ellos. La Cabalgata de los Reyes estaba
formada delante de nuestra casa. Los caballos adornados con cintas y gallardetes. Y
en los caballos, jóvenes con los coloridos trajes tradicionales. Como hace veinte años.
Como hace veinte años cuando vinieron a buscarme a mí. Cuando le pidieron a mi
padre que les diera a su hijo como rey.
Delante de todo, justo al lado de nuestro portal, estaban montados a caballo los
dos pajes, con trajes de mujer y con los sables en la mano. Esperaban a Vladimir para
acompañarlo y escoltarlo durante todo el día. Hacia ellos se acercó desde el grupo de
jinetes un joven, detuvo el caballo justo delante de mí y empezó con sus versos:

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¡Hylom, hylom, oídme todos!
¡Padrecito querido, hemos venido a pediros,
que a vuestro hijo, por rey, queráis hoy darnos!

Luego prometió que cuidarían bien del rey. Que lo llevarían a través de las tropas
enemigas. Que no dejarían que cayera en manos enemigas. Que estaban preparados
para luchar. Hylom, hylom.
Miré hacia atrás. En el oscuro corredor que da al patio de nuestra casa ya estaba
montada sobre el caballo adornado una figura vestida con traje de mujer, la blusa
fruncida y cintas de colores que le cubrían la cara. El rey. Vladimir. De pronto me
olvidé de mi cansancio y de mi mal humor y me sentí bien. El viejo rey envía al rey
joven a recorrer el mundo. Me di la vuelta y fui hacia él. Me acerqué al caballo y me
puse de puntillas para que mi boca estuviese lo más cerca posible de su cara oculta.
¡Vlada, feliz viaje!, le susurré. No respondió. No se movió. Y Vlasta me dijo con una
sonrisa: No te puede contestar. No puede hablar ni una sola palabra hasta la noche.

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3
Tardé apenas un cuarto de hora en llegar a la aldea (en la época de mi juventud
estaba separada de la ciudad por una franja de campo, pero ahora formaban ya casi un
todo); el canto, que ya había oído en la ciudad (llegaba hasta allí lejano y nostálgico),
se oía ahora con toda fuerza, y es que sonaba por los altavoces que había en las
paredes de las casas o en los postes de la luz (¡idiota de mí, permanentemente
engañado: no hace más que un rato que me había entristecido por la nostalgia y la
supuesta ebriedad de aquella voz y ahora resultaba que no era más que una voz
reproducida gracias a un amplificador que estaba en el ayuntamiento y a dos discos
gastados!); poco antes de la entrada al pueblo habían construido un arco triunfal con
una gran pancarta de papel en la que estaba escrito con grandes letras rojas
BIENVENIDOS; en esta zona los grupos de gente eran más nutridos, por lo general
iban vestidos con trajes de calle, pero entre ellos había, de vez en cuando, alguna
persona mayor con el traje tradicional: las botas altas, los pantalones de lino blanco y
la camisa bordada. En aquel punto la carretera se ensanchaba formando la plaza del
pueblo: entre la carretera y la línea de casas se extendía ahora una ancha franja de
césped con algunos árboles entre los cuales habían construido (para la fiesta de hoy)
unos cuantos kioscos en los que vendían cerveza, limonada, cacahuetes, chocolate,
roscas, salchichas con mostaza y obleas; en uno de los kioscos tenía su sede la
lechería de la ciudad: aquí ofrecían leche, quesos, mantequilla, yogur y nata agria; no
vendían bebidas alcohólicas en ningún kiosco pero sin embargo me daba la impresión
de que la mayoría de la gente estaba borracha; se amontonaban junto a los kioscos, se
interrumpían el paso, se quedaban pasmados; de vez en cuando alguien empezaba a
cantar en voz alta, pero era siempre como un estirón infructuoso de la voz
(acompañado por un estirón ebrio del brazo), dos o tres notas de una canción que se
ahogaban en seguida en el ruido de la plaza, en la que sonaba a través de los
altavoces, imposible de acallar, el disco con la canción popular. Toda la plaza estaba
plagada (pese a que era temprano y la Cabalgata aún no había empezado) de vasos de
cerveza de papel encerado y bandejitas de cartón con manchas de mostaza.
El kiosco de la leche y el yogur hedía a abstinencia y no atraía a la gente;
conseguí que me sirvieran un vaso de leche y un panecillo, sin hacer cola, elegí un
sitio un poco menos poblado, para que nadie me empujara y sorbí un poco de leche.
En ese momento se oyó un griterío en la otra punta de la plaza: la Cabalgata de los
Reyes entraba en la plaza del pueblo.
Los sombreros negros con plumas de gallo, las amplias mangas fruncidas de las
camisas blancas, los chalecos azules con sus adornos de lana roja, las tiras de papel
de colores que ondeaban en los cuerpos de los caballos, llenaron el ámbito de la
plaza; y enseguida se oyeron otros sonidos junto al murmullo de la gente y las
canciones de los altavoces: los relinchos de los caballos y las llamadas de los jinetes:

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Hylom, hylom, oíd todos,
los de arriba y los de abajo, los de aquí y los de lejos,
lo que ha sucedido hoy, domingo de Pascua de Pentecostés.
Si es muy pobre nuestro rey, es muy honrado también,
mil bueyes le han robado
de un corral deshabitado…

Se formó una imagen confusa para el ojo y el oído, en la que todo se mezclaba: el
folklore de los altavoces con el folklore a caballo; el colorido de los trajes y los
caballos con los feos grises y marrones de las mal cortadas indumentarias civiles del
público; la forzada espontaneidad de los jinetes con la forzada preocupación de los
organizadores que corrían con sus brazaletes rojos entre los caballos y entre el
público, intentando mantener dentro de los límites de un cierto orden el caos que se
había producido, lo cual no era nada fácil, no sólo por la indisciplina del público (por
suerte no demasiado numeroso), sino en particular porque el tráfico en la carretera no
había sido interrumpido; los organizadores se ponían en los dos extremos del grupo
de jinetes, haciéndoles señales a los coches para que redujesen la velocidad; así que
por entre los caballos intentaban pasar coches, camiones y hasta ensordecedoras
motocicletas, con lo cual los caballos se ponían intranquilos y los jinetes inseguros.
A decir verdad, hice lo posible por evitar participar en éste (o en cualquier otro)
festejo folklórico, porque me temía algo muy distinto a lo que ahora estaba viendo:
contaba con el mal gusto, con que se mezclara, sin ningún estilo, el verdadero arte
popular con la cursilería, contaba con discursos inaugurales de estúpidos oradores, sí,
contaba con lo peor, con la exageración y la falsedad, pero no contaba con lo que,
desde el comienzo, estaba dejando una marca implacable en todo este festejo, no
contaba con esta triste y casi conmovedora penuria; estaba presente en todo: en los
escasos kioscos, en el público escaso pero completamente indisciplinado y disperso,
en la pugna entre el tráfico diario corriente y la ceremonia anacrónica, en los caballos
que se espantaban, en los altavoces vociferantes que con maquinal inercia lanzaban al
aire dos canciones populares siempre iguales, de modo que (junto con el estruendo de
las motocicletas) hacían inaudibles los versos que los jóvenes jinetes recitaban con
las venas del cuello hinchadas. Tiré el vaso en el que había bebido la leche y la
Cabalgata de los Reyes, que ya se había presentado suficientemente al público
reunido en la plaza del pueblo, inició su recorrido por la aldea, que duraría varias
horas. Yo conocía bien todo aquello, como que hace ya tiempo, el último año antes
del fin de la guerra, había ido vestido de paje (vestido con un atuendo de gala de
mujer y con el sable en la mano) acompañando a Jaroslav, que hacía aquel año de rey.
No tenía ganas de enternecerme con aquellos recuerdos pero (como si la penuria de la
ceremonia me dejase desarmado) tampoco tenía intención de rechazar por la fuerza la
imagen que me brindaba; fui siguiendo lentamente al grupo de jinetes que ahora se
habían extendido a lo ancho; en el medio de la carretera se apiñaban tres jinetes: en el

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medio el rey y a cada lado un paje con su sable y vestido de mujer. Alrededor de
ellos, un tanto más separados, unos cuantos jinetes del séquito personal del rey, los
llamados ministros. El resto del pelotón se había dividido en dos alas separadas que
iban a los dos lados de la carretera; aquí también estaban perfectamente repartidas las
funciones de los jinetes: estaban los portaestandartes, con un estandarte cuya asta
llevaban metida en la bota de modo que la tela roja bordada flameaba junto a la grupa
del caballo, estaban los heraldos (que recitaban delante de cada casa las noticias
sobre un rey pobre pero honrado al que le habían quitado tres mil monedas que no
llevaba en su cartera, al que le habían robado tres mil bueyes de un corral
deshabitado) y finalmente los recaudadores que no hacían más que pedir regalos:
«¡Para el rey, mamaíta, para el rey!», y extendían el cesto de los regalos.

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4
Gracias, Ludvik, sólo hace ocho días que te conozco y te amo como nunca amé a
nadie, te amo y te creo, no pienso en nada y te creo, porque aunque la razón me
engañase, el sentimiento me engañase, el alma me engañase, el cuerpo no miente, el
cuerpo es más honesto que el alma y mi cuerpo sabe que nunca ha vivido algo como
lo de ayer, sensualidad, ternura, crueldad, placer, golpes, mi cuerpo nunca se había
imaginado algo así, nuestros cuerpos se hicieron ayer un juramento y ahora que
nuestras cabezas vayan obedientes junto a nuestros cuerpos, sólo hace ocho días que
te conozco, Ludvik y te doy las gracias, Ludvik. También te doy las gracias por haber
llegado en el último momento, por haberme salvado. Hoy ha sido un día hermoso
desde la mañana temprano, el cielo azul, yo también estaba azul por dentro, por la
mañana todo me salía bien, después fuimos a grabar la Cabalgata a la casa de los
padres, cuando van a pedir al rey, y de repente se me acercó, me asusté, no sabía que
ya estaba aquí, no esperaba que llegase tan temprano desde Bratislava y tampoco
esperaba que fuese tan cruel, imagínate Ludvik ¡el muy grosero se vino con ella!
Y yo idiota creyendo hasta el último momento que mi matrimonio todavía no
estaba completamente perdido, que aún se podía salvar, yo idiota, por culpa de ese
matrimonio fracasado casi te hubiera sacrificado a ti y te hubiera dejado sin este
encuentro aquí, yo idiota de nuevo casi me dejo embriagar por su dulce voz cuando
me dijo que pasaría a verme al volver de Bratislava, y que tenía mucho que hablar
conmigo, que quería hablarme con toda sinceridad, y se viene con ella, con esa
mocosa, con esa cría, una chica de veintidós años, trece años más joven que yo, qué
humillante es perder sólo porque se ha nacido antes, le dan a uno ganas de aullar de
impotencia, pero no pude aullar, tuve que darle gentilmente la mano, gracias por
haberme dado fuerzas, Ludvik.
Cuando ella se alejó me dijo que ahora teníamos la posibilidad de hablar
sinceramente los tres, que eso sería lo más honesto, honestidad, honestidad, conozco
bien su honestidad, ya hace dos años que anda buscando el divorcio pero sabe que a
mí sola, cara a cara, no es capaz de sacarme nada, confía en que en presencia de esa
niñata me dé vergüenza, en que no me atreva a jugar el ignominioso papel de la
esposa tenaz, en que me hunda, en que me eche a llorar y me rinda por mi propia
voluntad. Lo odio, viene tranquilamente a clavarme el cuchillo por la espalda justo
cuando estoy trabajando, cuando estoy haciendo un reportaje, cuando necesito estar
tranquila, por lo menos debería respetar mi trabajo, debería valorarlo un poco, y así
siempre, desde hace muchos años, siempre postergada, siempre derrotada, siempre
humillada, pero ahora se despertó mi rebeldía, sentía que detrás de mí estabas tú y tu
amor, todavía te sentía dentro de mí y encima de mí, y esos hermosos jinetes vestidos
de colores a mi alrededor, gritando entusiasmados, como si estuvieran diciendo que tú
existes, que existe la vida, que existe el futuro, y yo sentí dentro de mí un orgullo que
ya casi había perdido, me inundó ese orgullo como una riada, logré sonreírme

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alegremente y le dije: No creo que para eso haga falta que vaya con vosotros a Praga,
no quiero importunaros y tengo aquí el coche de la radio y en cuanto a ese acuerdo
que tanto te interesa, eso se puede resolver muy rápido, te puedo presentar al hombre
con el que quiero vivir, seguro que nos entenderemos todos perfectamente.
Es posible que lo que hice sea una locura, pero si lo hice, hecho está, valió la pena
ese instante de dulce arrogancia, valió la pena, él se puso inmediatamente mucho más
amable, seguro que estaba contento pero tenía miedo de que no lo hubiera dicho en
serio, me lo hizo repetir otra vez, le di tu nombre completo, Ludvik Jahn, Ludvik
Jahn, y al final le dije explícitamente, no tengas miedo, te doy mi palabra, ya no
pondré ni el menor obstáculo a nuestro divorcio, no temas, no te quiero ni aunque tú
me quisieras. Él me contestó que esperaba que siguiéramos siendo buenos amigos, yo
me sonreí y le dije que no me cabía la menor duda.

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5
Hace muchos años, cuando yo tocaba todavía el clarinete en la orquesta, nos
rompíamos la cabeza tratando de averiguar lo que significaba la Cabalgata de los
Reyes. Al parecer, cuando el rey húngaro Matías huía derrotado de Bohemia a
Hungría, su caballería tuvo que ocultarlo aquí, en la región morava, de sus
perseguidores checos y mantenerlo a él y a sí misma mendigando. Se decía que la
Cabalgata de los Reyes recordaba este acontecimiento histórico, pero fue suficiente
con indagar un poco en los viejos manuscritos para comprobar que la costumbre de la
Cabalgata de los Reyes es muy anterior al acontecimiento mencionado. ¿De dónde
salió, pues, y qué significa? ¿Es posible que provenga de las épocas paganas y
rememore las ceremonias en las que los muchachos pasaban a la categoría de
hombres? ¿Y por qué van el rey y sus pajes vestidos de mujer? ¿Recuerda la historia
de algún séquito militar (el de Matías u otro muy anterior) que hizo atravesar
disfrazado a su caudillo una región enemiga, o es una reminiscencia de la antigua
creencia pagana de que el disfraz protege de los malos espíritus? ¿Y por qué no puede
hablar el rey durante todo el tiempo ni una sola palabra? ¿Y por qué se llama
Cabalgata de los Reyes, si no hay más que un solo rey? ¿Qué significa todo esto?
Quién sabe. Hay muchas hipótesis pero ninguna fundada. La Cabalgata de los Reyes
es una ceremonia misteriosa; nadie sabe lo que de verdad significa, lo que quiere
decir, pero igual que los jeroglíficos egipcios son más bellos para quienes no los
saben leer (y sólo los perciben como dibujos fantásticos) es posible que la Cabalgata
de los Reyes sea tan hermosa porque el contenido de su mensaje se perdió hace
mucho y precisamente por eso destacan aún más los gestos, los colores, las palabras
que llaman la atención sobre sí mismas y sobre su propio aspecto y su propia forma.
Y de ese modo la inicial desconfianza con la que observaba el confuso comienzo
de la Cabalgata de los Reyes desapareció, para mi asombro, y de repente me encontré
totalmente concentrado en el multicolor escuadrón que avanzaba lentamente de casa
en casa; además los altavoces, que hasta hace un rato lanzaban al aire la voz
penetrante de la cantante, se habían callado ahora y sólo se oía (si me olvido del
intermitente ruido de los vehículos, que hace ya tiempo que me he acostumbrado a
separar de mis impresiones acústicas) la particular música del recitado.
Me dieron ganas de quedarme allí, de cerrar los ojos y no hacer más que oír; me
daba cuenta de que precisamente en este lugar, en medio de una aldea morava, estaba
oyendo versos, versos en el sentido original de la palabra, de un modo en el que
nunca podré oírlos en la radio, en la televisión o en el teatro, versos como una
llamada rítmica ceremonial, como una forma a mitad de camino entre el habla y el
canto, versos que se hacían atractivamente sugestivos por el patetismo de la propia
métrica, del mismo modo que debían de atraer cuando sonaban en el escenario de los
antiguos anfiteatros. Era una música hermosa y polifónica: cada uno de los heraldos
decía sus versos de una forma monótona, siempre en el mismo tono, pero cada uno de

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ellos en un tono distinto, de modo que las voces se unían inintencionadamente en un
acorde; además los muchachos no recitaban a un tiempo, cada uno empezaba su
pregón en un momento distinto, cada uno junto a una casa distinta, de modo que las
voces sonaban desde diversos lados en un momento distinto y recordaban así un
canon polifónico; una voz ya había terminado, la otra estaba por la mitad y en ese
momento, en otra altura tonal, iniciaba su llamada otra voz.
La Cabalgata de los Reyes recorrió durante largo rato la calle principal
(permanentemente espantada por los automóviles que pasaban a su lado) y luego se
dividió al llegar a una esquina: el ala derecha siguió hacia delante, la izquierda dobló
por una calle estrecha; nada más doblar había una casita pequeña de color amarillo,
con una cerca de madera y un jardincillo repleto de flores de colores. El heraldo se
lanzó a hacer las más diversas improvisaciones: junto a esta casa hay un precioso
surtidor —recitaba— y el hijo de la dueña de la casa es un camelador; en efecto,
delante de la casa había un surtidor pintado de verde y una mujer gorda de unos
cuarenta años, seguramente satisfecha por el título adjudicado a su hijo, se sonrió y le
dio a uno de los jinetes (al recaudador) que gritaba «¡Para el rey, mamaíta, para el
rey!», un billete. El recaudador lo metió en un cesto que llevaba sujeto a la montura y
en seguida llegó otro heraldo a decir que en aquella casa vivía muy buena gente, pero
que aún mejor era su aguardiente, mientras imitaba con las palmas de las manos la
forma de un cuenco que se llevaba a la boca. Todos se echaron a reír y la señora,
satisfecha, se metió corriendo en la casa; debía tener el aguardiente de ciruelas
preparado de antemano porque al cabo de un momento regresó con una botella
pequeña y un vasito que iba llenando para darles de beber a los jinetes.
Mientras el ejército del rey bebía y bromeaba, el rey con sus dos pajes se
mantenía alejado, inmóvil y serio, tal como corresponde seguramente a los reyes, que
han de ocultarse tras su seriedad y permanecer solitarios y distantes en medio de los
ruidosos ejércitos. Los caballos de los dos pajes estaban a ambos lados del caballo del
rey, de modo que las botas de los tres jinetes se tocaban (los caballos llevaban en el
pecho un corazón de alfajor lleno de ornamentos hechos con espejuelos y azúcar de
colores, en la frente llevaban rosas de papel y las crines entrelazadas con cintas de
papel de colores). Los tres llevaban vestidos de mujer; faldas amplias, mangas
fruncidas almidonadas y sombreros llenos de ornamentos; pero el rey, en lugar de
sombrero, llevaba una reluciente diadema de plata, de la cual colgaban tres cintas
largas y anchas, a los lados azules, en el medio rojas, que le cubrían completamente
la cara y le daban un aspecto misterioso y patético.
Me quedé extasiado mirando a este trío inmóvil; es cierto que hace veinte años
había montado un caballo ataviado exactamente igual que ellos, pero como en aquella
oportunidad veía la Cabalgata desde dentro, en realidad no veía nada. Es
precisamente ahora cuando en verdad la veo y no puedo quitarle los ojos de encima:
el rey cabalga (a un par de metros de mí) erguido y parece una estatua custodiada,
encubierta por una bandera; y quién sabe, se me ocurrió de repente, quién sabe si no

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es un rey, quién sabe si es una reina, quién sabe si es la reina Lucie, que se me ha
aparecido con su verdadero aspecto, porque su aspecto verdadero es precisamente su
aspecto oculto.
Y en ese momento se me ocurrió que Kostka, cuya personalidad era a un tiempo
tenazmente reflexiva y fantasiosa, era un excéntrico y que, por lo tanto, lo que había
contado era posiblemente cierto pero no era seguro; claro que conocía a Lucie y
quizás sabía mucho sobre ella, pero lo esencial no lo sabía: al soldado que intentó
poseerla en la casa prestada por un minero, Lucie lo amaba de verdad; difícilmente
podía yo tomar en serio que Lucie cogiera flores para satisfacer sus vagos deseos
religiosos, porque sabía que las cogía para mí; y si le había ocultado eso a Kostka,
junto con nuestro tierno medio año de amor, entonces es que también en su relación
con él había conservado un secreto inescrutable, entonces él tampoco la conocía; y en
ese caso tampoco es seguro que haya venido a vivir a esta ciudad por su causa; es
posible que hubiera venido a parar aquí por casualidad, pero también es
perfectamente posible que hubiera venido por mi causa. ¡Porque sabía que yo había
vivido aquí! Me dio la sensación de que la información sobre aquella primera
violación era cierta, pero ya tenía más dudas sobre la precisión de los detalles
concretos: la historia parecía por momentos claramente teñida por la mirada
sanguinolenta de un hombre excitado por el pecado y otras veces la teñía un azul tan
azulado que sólo podía ser producto de un hombre que mira con frecuencia al cielo;
estaba claro, en el relato de Kostka se unían la verdad y la poesía y no era más que
otra nueva leyenda (quizás más próxima a la verdad, quizás más bella, quizás más
profunda), que ocultaba ahora la leyenda anterior.
Miraba al rey encubierto y veía a Lucie atravesando (desconocida e
incognoscible) solemne (y burlona) mi vida. Después (impulsado por una especie de
fuerza externa) retiré mi mirada a un lado, de modo que fui a caer directamente a los
ojos de un hombre que llevaba evidentemente un rato mirándome y sonriendo. Me
dijo: «¿Qué tal?», y, horror, se acercó a mí. «Hola», le dije. Me extendió la mano; se
la estreché. Después se dio vuelta y llamó a una chica en la que hasta ese momento
no me había fijado: «¿Qué haces ahí parada? Ven, te voy a presentar a alguien». La
muchacha (delgada pero guapa, con pelo y ojos oscuros) se acercó a mí y dijo:
«Brozova». Me dio la mano y yo le dije: «Jahn. Encantado». «Hace un montón de
años que no te veo», dijo él con amistosa jovialidad; era Zemanek.

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6
Cansancio. Cansancio. No podía librarme de él. La Cabalgata se había ido con el
rey hacia la plaza y yo iba lentamente tras ella. Respiraba profundamente para
superar el cansancio. Me detenía a hablar con los vecinos que salían de sus casas a
fisgonear. De repente sentí que yo también soy ya un viejo vecino asentado. Que ya
no pienso en viajes, en ningún tipo de aventuras. Que estoy irremisiblemente atado a
las dos o tres calles en las que vivo.
Cuando llegué a la plaza, la Cabalgata ya se ponía lentamente en marcha por la
larga calle principal. Mi intención era ir andando despacio tras ella, pero en ese
momento vi a Ludvik. Estaba solo en la franja de césped junto a la carretera, mirando
pensativo a los jóvenes jinetes. ¡Condenado Ludvik! ¡Que se vaya al diablo! ¡Que se
vaya con viento fresco! Hasta ahora él me rehuía a mí, hoy lo rehuiré yo a él. Me di
media vuelta y fui hacia un banco que hay en la plaza bajo el manzano. Me sentaré
aquí y me dedicaré a escuchar cómo suena desde lejos el pregón de los jinetes.
Y así me quedé sentado, escuchando y mirando. La Cabalgata de los Reyes se iba
alejando lentamente. Se apretujaba miserablemente a los dos lados de la carretera por
la que seguían pasando los coches y las motocicletas. La seguía un grupito de
personas. Un grupo lastimeramente reducido. Cada año hay menos gente en la
Cabalgata de los Reyes. Pero en cambio este año está Ludvik. ¿Qué andará
buscando? Que te lleve el diablo, Ludvik. Ya es tarde. Ya es tarde para todo. Has
venido como un signo de mal agüero. Un negro augurio. Siete cruces. Precisamente
cuando mi Vladimir es el rey.
Volví la mirada. En la plaza no quedaba más que un par de personas junto a los
kioscos y junto a la puerta de la cervecería. Casi todos estaban borrachos. Los
borrachos son los más fieles partidarios de los festejos folklóricos. Los últimos
partidarios. Por lo menos tienen de vez en cuando un motivo importante para beber.
Después se sentó junto a mí en el banco el viejo Pechacek. Esto ya no es como en
los viejos tiempos, dijo. Yo asentí. No, ya no. ¡Qué hermosas deben haber sido estas
cabalgatas hace muchos decenios o muchos siglos! Seguramente no tenían tantos
colorines como ahora. Hoy tienen algo de cursi y algo de baile de disfraces.
¡Corazones de alfajor en el pecho de los caballos! ¡Toneladas de cintas de papel
compradas en el comercio! Antes los trajes también eran de colores, pero más
sencillos. Los caballos no tenían más adorno que un pañuelo rojo atado sobre el
pecho. Y la máscara del rey no estaba hecha de cintas de colores sino de un simple
velo. Pero en cambio llevaba una rosa en la boca. Para que no pudiera hablar.
Sí, abuelo, hace siglos era mejor. No había que ir reclutando laboriosamente a los
jovencitos para que accediesen amablemente a participar en la Cabalgata. No había
que perder un montón de días en reuniones para decidir quién iba a organizar la
Cabalgata y a quién le correspondería la recaudación. La Cabalgata de los Reyes
surgía de la vida de la aldea como una fuente. Y se lanzaba, a los pueblos de los

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alrededores a recolectar dinero para su rey enmascarado. Algunas veces se
encontraba en otra aldea con otra Cabalgata de los Reyes y empezaba la batalla. Las
dos partes defendían furiosamente a su rey. Con frecuencia relucían los cuchillos y
los sables y corría la sangre. Cuando la Cabalgata capturaba a un rey de otro sitio, se
bebía entonces hasta caer al suelo, a cuenta del padre del prisionero.
Claro que tiene razón, abuelo. Aun cuando yo fui rey, durante la ocupación, aun
entonces era diferente a lo que es hoy. Y después de la guerra, todavía seguía
valiendo la pena. Pensábamos que íbamos a hacer un mundo nuevo. Y que la gente
iba a volver a vivir como antes con sus tradiciones populares. Que la Cabalgata de los
Reyes iba a volver a surgir de la profundidad de sus vidas. Queríamos ayudar a que
surgiese. Organizábamos festejos populares con todo nuestro empeño. Pero las
fuentes no se pueden organizar. Las fuentes surgen o no surgen. Y ya lo ve, abuelo,
no hacemos más que exprimirlo todo, nuestras canciones, la Cabalgata de los Reyes,
todo. Ya no son más que las últimas gotas, las últimas gotitas.
Ay, Dios. La Cabalgata de los Reyes ya no se veía. Seguramente habría doblado
por alguna callejuela lateral. Pero se oía su pregón. El pregón era hermoso. Cerré los
ojos y me imaginé por un momento que vivía en otra época. En otro siglo. Hace
mucho tiempo. Y después abrí los ojos y me dije que es bueno que Vladimir sea rey.
Es rey de un reino que está casi muerto pero es el más grandioso. De un reino al que
permanecerá fiel hasta su fin.
Me levanté del banco. Alguien me saludó. Era el viejo Koutecky. Hacía mucho
que no lo veía. Andaba con dificultades, apoyado en un bastón. Nunca lo quise, pero
de repente me dio lástima de su vejez. «¿Adónde va?», le pregunté. Me dijo que
todos los domingos salía a dar un paseo para moverse un poco. «¿Qué le pareció la
Cabalgata?», le pregunté. Hizo un gesto de enfado con la mano. «Ni siquiera la he
visto». «¿Por qué?», le pregunté. Volvió a hacer otro gesto de enfado y en ese
momento caí en la cuenta del porqué. Entre los espectadores estaba Ludvik.
Koutecky no quería toparse con él, igual que yo.
«No me extraña», le dije. «Yo tengo a mi hijo en la Cabalgata pero tampoco tengo
ganas de ir detrás de ellos». «¿Está ahí su hijo? ¿Vlada?» «Sí», dije, «es el rey».
Koutecky dijo: «Qué curioso». «¿Qué es lo que hay de curioso?», le pregunté. «Es
muy curioso», dijo Koutecky y se le iluminaron los ojos. «¿Por qué?», volví a
preguntar. «Porque Vlada está con Milos», dijo Koutecky. Yo no sabía a qué Milos se
refería. Me explicó que era su nieto, el hijo de su hija. «Eso no puede ser», dije, «si
acabo de verlo, ¡no hace más que un rato que lo vi cuando salían de casa a caballo!».
«Yo también lo vi. Milos lo trajo de su casa en moto», dijo Koutecky. «Eso no puede
ser», dije, pero en seguida pregunté: «¿Adónde fueron?» «Ay, si usted no sabe nada,
yo no se lo voy a decir», dijo Koutecky y se despidió de mí.

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7
No había contado en absoluto con encontrarme con Zemanek (Helena me había
asegurado que vendría a la tarde a buscarla) y fue muy desagradable topármelo aquí.
Pero la cosa ya no tenía remedio, estaba delante de mí, siempre igual: el pelo rubio lo
tenía igual de rubio aunque ya no se lo peinaba hacia atrás en largos rizos, sino que lo
llevaba corto y peinado, según la moda, sobre la frente; seguía manteniendo el cuerpo
erguido como siempre y el cuello estirado hacia atrás con la misma rigidez; con la
cabeza ligeramente inclinada; estaba igual de alegre y jovial, indestructible, dotado
del favor de los ángeles y de una muchacha joven, cuya belleza me trajo
inmediatamente el recuerdo de la lamentable imperfección del cuerpo con el que yo
había pasado la tarde de ayer.
Con la esperanza de que nuestro encuentro fuese lo más breve posible, traté de
responder a las habituales preguntas banales que me había dedicado con respuestas
banales habituales: volvió a decir que hacía años que no nos veíamos y se extrañó de
que después de tanto tiempo, nos volviésemos a encontrar precisamente aquí «en esta
aldea que es el fin del mundo»; yo le dije que había nacido aquí; me dijo que le
perdonara, que en ese caso seguro que el mundo no tiene fin; la señorita Brozova se
rió; yo no reaccioné y le dije que no me llamaba la atención verlo aquí porque, si no
recuerdo mal, siempre había sido un entusiasta del folklore; la señorita Brozova
volvió a reírse y dijo que el motivo de su presencia no era la Cabalgata de los Reyes;
le pregunté si la Cabalgata de los Reyes le gustaba; me dijo que no le resultaba
interesante; le pregunté por qué; se encogió de hombros y Zemanek dijo: «Querido
Ludvik, los tiempos han cambiado».
Mientras tanto la Cabalgata de los Reyes había llegado a la siguiente casa y dos
de los jinetes luchaban con sus caballos, que habían empezado a corcovear
intranquilos. Uno de los jinetes le gritaba al otro, lo acusaba de no dominar el caballo
y sus gritos de «idiota» e «imbécil» se mezclaban en una forma un tanto ridícula con
la ceremonia ritual. La señorita Brozova dijo: «¡Sería precioso que se les
espantasen!» Zemanek rió el chiste alegremente, pero los jinetes lograron tranquilizar
en seguida a los caballos y el hylom hylom volvió a oírse sereno y majestuoso por la
aldea.
Íbamos andando despacio por una callejuela bordeada de jardincillos llenos de
flores mientras yo buscaba en vano alguna excusa natural que no forzase la situación
y me permitiera despedirme de Zemanek; no me quedaba más remedio que seguir
andando humildemente junto a su bella acompañante y continuar con el lento
intercambio de frases habituales: me enteré de que en Bratislava, donde mis
acompañantes habían estado hasta la madrugada, hacía un tiempo muy bueno, igual
que aquí; me enteré de que habían venido en el coche de Zemanek y de que nada más
salir de Bratislava habían tenido que cambiar las bujías; y también me enteré de que
la señorita Brozova es alumna de Zemanek. Ya sabía, porque me lo había dicho

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Helena, que Zemanek daba clases de marxismo-leninismo en la universidad, pero no
obstante le pregunté qué era lo que enseñaba. Me respondió que filosofía (el modo en
que se refirió a su especialidad me pareció característico; hace sólo algunos años
hubiera dicho que marxismo, pero en los últimos tiempos esta asignatura había
perdido hasta tal punto toda popularidad, sobre todo entre los jóvenes, que Zemanek,
para quien la cuestión de la popularidad fue siempre la cuestión principal, ocultaba
recatadamente al marxismo tras un concepto más general). Me quedé sorprendido y
dije que recordaba perfectamente que Zemanek había estudiado biología; también
este comentario tenía su parte de malicia, ya que hacía referencia a la habitual falta de
preparación de los profesores universitarios de marxismo que no habían basado su
carrera en el esfuerzo científico sino, frecuentemente, sólo en su actividad como
propagandistas del régimen. En ese momento intervino en la discusión la señorita
Brozova, afirmando que los profesores de marxismo tienen un folleto del partido en
lugar de cerebro, pero que Pavel era completamente distinto. Las afirmaciones de la
señorita le vinieron a Zemanek como anillo al dedo; hizo un amago de protesta, con
lo cual demostró su sencillez y, al mismo tiempo, incitó a la señorita a que lo siguiera
elogiando. Y así me enteré de que Zemanek es uno de los profesores más populares
de la facultad, que los alumnos lo adoran precisamente por los mismos motivos por
los que les disgusta la conducta de la dirección de la escuela: porque dice siempre lo
que piensa, tiene coraje y defiende siempre a la juventud. Zemanek hizo otro amago
de protesta, con lo cual me enteré por la señorita de una serie de detalles sobre los
distintos conflictos que había tenido Zemanek en los últimos años: que incluso casi lo
habían querido echar porque en sus clases no se atenía a los programas anticuados y
rígidos y quería que los jóvenes conociesen todo lo que sucedía en la filosofía
moderna (según parece lo acusaron por eso de pretender introducir «la ideología del
enemigo»); que había salvado a un alumno al que querían expulsar de la escuela por
una chiquillada (una discusión con un policía) a la que el rector (enemigo de
Zemanek) calificaba de infracción política; que más tarde los alumnos habían
organizado una votación para elegir al profesor más popular de la escuela y había
ganado él. Zemanek ya no protestaba por aquella riada de elogios y yo dije (con un
sentido irónico pero, por desgracia, difícilmente comprensible) que comprendía
perfectamente a la señorita Brozova porque, si no recordaba mal, cuando yo
estudiaba Zemanek también era muy popular. La señorita Brozova confirmó mis
palabras con gran entusiasmo: no se extrañaba, porque Pavel habla maravillosamente
y es capaz de destrozar a cualquiera que le haga frente en una discusión. «Ése no es el
problema», rió Zemanek, «lo malo es que mientras que yo los destrozo en la
discusión ellos me pueden destrozar de otra forma y con medios mucho más efectivos
que una simple discusión».
Un cierto deje de autocomplacencia en aquella última frase me recordaba al
Zemanek que yo había conocido; pero me aterró el contenido de aquellas palabras:
era evidente que Zemanek había abandonado radicalmente sus antiguas ideas y

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posiciones y si yo hoy conviviese con él, tendría que estar de su parte, por las buenas
o por las malas, en los conflictos que se le planteaban. Y precisamente eso era lo
horroroso, eso era precisamente lo que yo no estaba preparado para asumir, con lo
que no contaba, pese a que un cambio de postura como aquél no era, por supuesto,
nada milagroso, al contrario, muchos, muchísimos habían pasado por eso y poco a
poco tendría que pasar por aquello toda la sociedad. Pero el caso de Zemanek era
precisamente aquél en el que yo no había contado con ese cambio; se me había
quedado petrificado en la memoria, tal como lo había visto la última vez y ahora le
negaba furiosamente el derecho a ser distinto de como yo lo había conocido.
Hay gente que afirma amar a la humanidad, otros les responden acertadamente
que sólo se puede amar en singular, es decir a personas concretas; yo estoy de
acuerdo con eso y añado que lo que vale para el amor vale también para el odio. El
hombre, ese ser ansioso de equilibrio, compensa el peso del mal que cae sobre sus
hombros con el peso de su odio. Pero intentad orientar el odio hacia la mera
abstracción de los principios, hacia la injusticia, el fanatismo, la crueldad, o, si habéis
llegado a la conclusión que lo odiable es el propio principio de humanidad, ¡tratad de
odiar a la humanidad! Éste tipo de odios es demasiado sobrehumano y por eso el
hombre, para aliviar su furia (consciente de la limitación de sus fuerzas), termina por
orientarlo siempre hacia un individuo.
Eso fue lo que me aterró. De pronto se me ocurrió que ahora Zemanek podía
ampararse en cualquier momento en su transformación (que, por lo demás, se
empeñaba en demostrarme con sospechosa premura) y pedirme en su nombre que lo
perdonase. Eso me parecía horroroso. ¿Qué le digo? ¿Qué le respondo?
¿Cómo le explico que no puedo reconciliarme con él? ¿Cómo le explico que
perdería repentinamente mi equilibrio interno? ¿Cómo le explico que el fiel de mi
balanza interior saldría volando hacia arriba? ¿Cómo le explico que con el odio hacia
él compenso el peso del mal que cayó sobre mi juventud, sobre mi vida? ¿Cómo le
explico que precisamente en él veo realizado todo el mal de mi vida? ¿Cómo le
explico que necesito odiarlo?

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8
Los cuerpos de los caballos llenaban la calle estrecha. Veía al rey a una distancia
de escasos metros. Estaba montado en su caballo un poco más allá que los demás. A
ambos lados había otros dos caballos con otros dos muchachos, sus pajes. Yo estaba
confundido. Tenía la espalda ligeramente arqueada, como suele tenerla Vladimir.
Estaba montado tranquilamente, como si no tuviese interés. ¿Será él? Quizás. Pero
igual puede ser algún otro.
Logré acercarme más. Tengo que reconocerlo. ¡Tengo grabada en mi memoria su
forma de andar, cada uno de sus gestos! ¡Yo lo quiero, y el amor tiene su propio
instinto!
Ahora estaba justo a su lado. Podría llamarlo. Sería tan sencillo. Pero sería inútil.
El rey no puede hablar.
La Cabalgata avanzó hacia la casa siguiente. ¡Ahora lo reconoceré! El paso del
caballo lo obligará a hacer algún movimiento que lo ponga en evidencia.
Efectivamente, el rey se incorporó en el momento en que el caballo se echó a andar,
pero ni aun así pude reconocer al que estaba oculto por el velo. Las chillonas cintas
que tapaban su cara eran tan desesperadamente impenetrables.

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9
La Cabalgata de los Reyes dejó atrás unas cuantas casas más, nosotros, junto con
los demás curiosos, la seguimos y nuestra conversación se orientó hacia otros temas:
la señorita Brozova pasó de hablar de Zemanek a hablar de sí misma y nos contó lo
mucho que le gustaba hacer autostop. Hablaba de ello con tal énfasis (un tanto
afectado) que en seguida me di cuenta de que estaba haciendo un manifiesto
generacional. La sumisión a la mentalidad generacional (ese orgullo de la manada)
siempre me ha sido antipática. Cuando la señorita Brozova se puso a exponer sus
provocativas opiniones (las había oído al menos cincuenta veces de boca de sus
compañeros de generación) acerca de que la humanidad se divide en dos grupos, los
que recogen a los autostopistas (gente liberal, aventurera, humana) y los que no los
recogen (desgraciados, burgueses socialistas, inhumanos), yo le dije, en tono de
broma, que era una «dogmática del autostop». Me contestó con vehemencia que no
era ni dogmática, ni revisionista, ni sectaria ni desviacionista, que no era ni
consciente ni inconsciente, que todas esas palabras las habíamos inventado nosotros,
que nos pertenecían a nosotros y que a ellos no les decían nada.
«Sí», dijo Zemanek, «son distintos. Por suerte son distintos. También su léxico es
por suerte distinto. No les interesan nuestros éxitos ni nuestras culpas. No me creerías
si te dijese que durante los exámenes de ingreso a la universidad los jóvenes ya no
saben lo que fueron los procesos y Stalin no es para ellos más que un nombre.
Imagínate que la mayoría de ellos ni siquiera sabía que en Praga había habido
procesos políticos hace diez años».
«Es precisamente eso lo que me parece espantoso», dije.
«Es cierto que eso no habla muy bien de su formación cultural. Pero es para ellos
una liberación. No dejan que nuestro mundo penetre en su conciencia. Lo han
rechazado por completo».
«Una ceguera ha reemplazado a otra».
«Yo no diría eso. A mí me impresionan. Me gustan precisamente porque son
totalmente distintos. Aman sus cuerpos. Nosotros no les prestábamos atención. Les
gusta viajar. Nosotros nos quedábamos anclados en un sitio. Aman la aventura.
Nosotros nos hemos pasado la vida en reuniones. Les gusta el jazz. Nosotros
tratábamos de imitar malamente el folklore. Se dedican egoístamente a sí mismos.
Nosotros queríamos salvar al mundo. En realidad con nuestro mesianismo hemos
estado a punto de destruir el mundo. A lo mejor ellos con su egoísmo lo salvan».

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¿Cómo es posible? ¡El rey! ¡Una figura erguida montada a caballo y vestida de
colores vivos! ¡Cuántas veces lo he visto y cuántas veces me lo imaginé! ¡La imagen
que me es más familiar! Y ahora se ha convertido en realidad y toda la familiaridad
ha desaparecido. No es más que una larva de colores y yo no sé lo que hay dentro de
ella. ¿Pero qué hay en este mundo que me sea familiar si mi rey no me lo es?
Mi hijo. La persona que me es más próxima. Estoy frente a él y no sé si es él o no.
¿Qué es lo que sé si no sé ni esto? ¿Qué seguridades tengo en este mundo si ni
siquiera esto lo tengo seguro?

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Mientras Zemanek se dedicaba a hacer el panegírico de la joven generación, yo
miraba a la señorita Brozova y comprobaba con tristeza que era una chica guapa y
simpática y sentía lástima y envidia de que no me perteneciese. Ella iba andando
junto a Zemanek, charlaba con él, lo cogía a cada rato de la mano, se dirigía a él en
plan íntimo y yo me daba cuenta (me doy cuenta de eso cada año con mayor
frecuencia) de que desde la época de Lucie no ha habido ninguna muchacha a la que
haya querido y a la que haya apreciado. La vida se reía de mí al enviarme un
recordatorio de mi fracaso, precisamente bajo la forma de una amante de este hombre
al cual el día anterior había derrotado equivocadamente en una batalla sexual
grotesca.
Cuanto más me gustaba la señorita Brozova, más me daba cuenta de que
compartía la opinión de sus coetáneos, para quienes yo y los de mi edad somos una
masa única e indiferenciada, todos deformados por igual por el mismo argot político
incomprensible, con el mismo tipo de pensamiento superpolitizado, con las mismas
angustias (que parecen cobardía o miedo), con las mismas extrañas experiencias de
quién sabe qué época negra y lejana.
En ese momento comprendí que la semejanza entre Zemanek y yo no consiste en
que Zemanek haya modificado sus opiniones y se haya acercado así a mí, sino que se
trata de una semejanza más profunda que afecta a toda nuestra vida: la mirada de la
señorita Brozova y de los de su generación nos vuelve semejantes aun allí donde
hemos estado furiosamente uno contra otro. Sentí de pronto que si me obligaran (¡me
resistiría!) a contar delante de la señorita Brozova la historia de mi expulsión del
partido, le parecería demasiado lejana y demasiado literaria (¡sí, claro, una historia
contada tantas veces en tantas novelas malas!), y que en esa historia seríamos
igualmente desagradables Zemanek y yo, mi modo de pensar y el suyo, mi postura y
la suya (ambas igualmente monstruosas). Sentí que sobre nuestra disputa, que para mí
seguía siendo actual y viva, se cerraban las aguas apaciguadoras del tiempo que,
como se sabe, es capaz de borrar las diferencias entre épocas históricas enteras y más
aún entre dos pobres individuos. Pero yo me defendía con uñas y dientes, me negaba
a aceptar la propuesta de reconciliación que me hacía el propio tiempo; yo no vivo en
la eternidad, estoy anclado en los apenas treinta y siete años de mi vida y no quiero
desprenderme de ellos (como se desprendió Zemanek supeditándose tan rápido a la
mentalidad de los más jóvenes), no, no quiero despojarme de mi destino, no quiero
desprenderme de mis treinta y siete años, aunque representen una fracción de tiempo
tan absolutamente insignificante y huidiza que ya se va olvidando, que ya se ha
olvidado.
Y si Zemanek se acerca confidencialmente a mí y me empieza a hablar de lo que
ha pasado y a pedir la reconciliación, yo rechazaré esa reconciliación; sí, rechazaré
esa reconciliación aunque me intente convencer la señorita Brozova, todos sus

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compañeros de generación y hasta el mismo tiempo.

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Cansancio. De repente me dieron ganas de mandarlo todo al diablo. Marcharme y
dejar de preocuparme por todo. Ya no quiero estar en este mundo de cosas materiales
que no comprendo y que me engañan. Pero existe otro mundo distinto. Un mundo en
el que estoy como en casa, un mundo que conozco. Allí hay un camino, un rosal
silvestre, un desertor, un músico ambulante y mi mamá.
Pero al fin logré sobreponerme. Tengo que hacerlo. Tengo que llevar hasta el fin
mi lucha con el mundo de las cosas materiales. Tengo que penetrar hasta el fondo de
todos los errores y engaños.
¿Debería preguntarle a alguien? ¿A los jinetes de la Cabalgata? ¿He de dejar que
todos se rían de mí? Me acordé de la mañana de hoy. Cuando vestían al rey. Y de
pronto supe a dónde tenía que ir.

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Si es muy pobre nuestro rey, es muy honrado también, continuaban pregonando
los jinetes un par de casas más allá y nosotros los seguimos. Las ancas ricamente
adornadas de los caballos, ancas azules, rosadas, verdes y lilas, daban saltos delante
de nosotros y Zemanek de pronto señaló en aquella dirección y me dijo: «Ahí está
Helena». Miré hacia donde me indicaba pero no veía más que los cuerpos de colores
de los caballos. Zemanek me volvió a indicar otra vez: «Allí». La vi parcialmente
oculta tras un caballo y en ese momento me di cuenta de que me estaba poniendo
colorado: el modo en que Zemanek me la había señalado (no dijo «mi mujer» sino
«Helena») significaba que sabía que yo la conocía.
Helena estaba junto al borde de la acera con el micrófono extendido en la mano;
del micrófono salía un cable que iba hasta un magnetófono que colgaba del hombro
de un joven con cazadora de cuero y vaqueros, que llevaba puestos unos auriculares.
Nos detuvimos a escasa distancia de ellos. Zemanek dijo (de improviso y como si tal
cosa) que Helena era una tía estupenda, que no sólo seguía teniendo muy buen
aspecto sino que además era una persona muy capaz y no le extrañaba que me llevara
bien con ella.
Yo sentía que me ardían las mejillas: Zemanek no había hecho su comentario con
agresividad, al contrario, lo dijo en un tono muy amable y tampoco cabía la menor
duda respecto a la mirada sonriente y significativa de la señorita Brozova, que parecía
como si a toda costa me quisiese dar a entender que estaba al tanto y deseaba
manifestarme su simpatía o incluso su complicidad.
Mientras tanto Zemanek seguía haciendo comentarios intrascendentes sobre su
mujer, tratando de demostrarme (con rodeos y alusiones) que lo sabía todo pero que
no veía nada malo en ello, porque en lo que se refiere a la intimidad de Helena es
totalmente liberal; para añadir a sus palabras un tono de despreocupación señaló al
joven que llevaba el magnetófono y dijo que aquel chico (que parece un enorme
escarabajo con los audífonos en las orejas) está peligrosamente enamorado de Helena
desde hace dos años y que yo debería vigilarlo. La señorita Brozova se rió y preguntó
qué edad tenía hace dos años. Zemanek dijo que diecisiete y que es una edad
suficiente para enamorarse. Y luego añadió en broma que claro que a Helena no le
gustan los chiquillos, que es una señora decente, pero que estos muchachos cuanto
menos éxito tienen más peligrosos son y que éste seguro que es peleón. La señorita
Brozova (siguiendo con los chistes intrascendentes) afirmó que no creía que el
muchacho me pudiese.
«Quién sabe», dijo Zemanek sonriendo.
«No te olvides de que he trabajado en las minas. Desde entonces tengo buenos
músculos», traté de aportar yo también algo intrascendente, sin percatarme de que
este comentario traspasaba el carácter jocoso de la conversación.
«¿Usted trabajó en las minas?», preguntó la señorita Brozova.

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«Estos chicos», Zemanek seguía obstinadamente con su tema, «cuando están en
pandilla son realmente peligrosos y no tienen ningún problema en machacar a alguien
que les caiga pesado».
«¿Cuánto tiempo?», preguntó la señorita Brozova.
«Cinco años», dije.
«¿Y hace cuánto?»
«Hasta hace nueve años».
«Entonces ya hace mucho que los músculos se le han vuelto a deshinchar», dijo,
porque quería aportar rápidamente un chistecito de cosecha propia a la amistosa
conversación. Pero yo en ese momento pensaba de verdad en mis músculos y en que
no se me han debilitado en lo más mínimo y en que, por el contrario, estoy en muy
buena forma y en que al hombre de pelo rubio con el que estaba hablando le podía
partir la cara en cualquiera de las formas imaginables —y, lo más importante y lo más
triste: en que no tenía más que los mencionados músculos si quería devolverle la
vieja deuda.
Volví a imaginarme que Zemanek se dirigía a mí sonriente y jovial y me pedía
que olvidásemos todo lo que había ocurrido entre nosotros y me quedé atónito: la
petición de perdón de Zemanek contaba no sólo con el apoyo de la transformación de
sus opiniones, no sólo con el del tiempo y su perspectiva aérea, no sólo con el de la
señorita Brozova y sus coetáneos, sino también con el de Helena (¡sí, ahora estaban
todos contra mí!), porque Zemanek al perdonarme el adulterio me sobornaba para que
yo también lo perdonase.
Al ver (en mi imaginación) su cara de chantajista, segura de la fuerza de sus
aliados, sentí tales ganas de pegarle que vi de verdad cómo le pegaba. Alrededor de
nosotros daban vueltas gritando los jinetes, el sol tenía un hermoso color dorado, la
señorita Brozova decía no sé que cosa y yo tenía ante mis ojos furiosos la sangre que
corría por la cara de él.
Sí, todo sucedía en mi imaginación; pero ¿qué haré en la realidad cuando me pida
que lo perdone?
Advertí con horror que no haría nada.
Mientras tanto llegamos a donde estaban Helena y su técnico, que en ese preciso
momento se quitaba los auriculares de las orejas. «¿Ya os conocéis?», preguntó
Helena con cara de asombro.
«Nos conocemos desde hace mucho tiempo», dijo Zemanek.
«¿Cómo es eso?»
«Nos conocemos de cuando éramos estudiantes, estudiamos en la misma
facultad», dijo Zemanek y me dio la impresión de que aquél era uno de los últimos
puentes por los que me conducía hasta el sitio ignominioso (semejante a un patíbulo)
en el que me pediría que lo perdonase.
«Por Dios, vaya coincidencias», dijo Helena.
«Así es el mundo», dijo el técnico de sonido para dar a entender que él también

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existía.
«A vosotros dos no os he presentado», se percató Helena y me dijo: «Éste es
Jindra. Jindra Kadlecka».
A Jindra (un muchacho feo y pecoso) le di la mano y Zemanek le dijo a Helena:
«La señorita Brozova y yo habíamos pensado en que vinieras con nosotros, pero
comprendo perfectamente que no te apetecerá, que preferirás volver con Ludvik…».
«¿Usted va a venir con nosotros?», me preguntó entonces el muchacho de los
vaqueros y ciertamente no me pareció que la pregunta fuese muy amistosa.
«¿Has venido en coche?», me preguntó Zemanek.
«No tengo coche», respondí.
«Entonces vas con ellos y así te resulta más cómodo y vas magníficamente
acompañado», dijo.
«¡Mire que yo voy a ciento treinta! ¡A ver si va a pasar miedo!», dijo el muchacho
de los vaqueros.
«¡Jindra!», le reprendió Helena.
«Podrías venir con nosotros», dijo Zemanek, «pero creo que preferirás a una
amiga nueva antes que a un viejo amigo».
Jovialmente y como de pasada me llamó amigo y yo sentí que la ignominiosa
reconciliación estaba ya a un paso; además Zemanek se quedó un instante en silencio
como si estuviese dudando y me pareció que estaba a punto de pedirme que
hablásemos un momento los dos solos (agaché la cabeza como si la estuviese
poniendo bajo el hacha del verdugo), pero me equivoqué: Zemanek miró al reloj y
dijo: «Ya no nos queda mucho tiempo, porque queremos estar en Praga antes de las
cinco. Bueno, hay que despedirse. Adiós».
«Helena», le dio la mano a Helena, después se despidió de mí y del técnico de
sonido y a los dos nos dio la mano. La señorita Brozova también nos dio a todos la
mano, cogió a Zemanek del brazo y se fueron.
Se fueron. Yo no podía quitarles los ojos de encima: Zemanek iba muy derecho,
con la cabeza rubia (triunfalmente) erguida y la morena se deslizaba a su lado; desde
atrás también era hermosa, tenía un andar ligero, me gustaba; me gustaba hasta
producirme dolor, porque su belleza que se alejaba era hacia mí gélidamente
indiferente, igual de indiferente que lo había sido Zemanek (su cordialidad, su
locuacidad, su memoria y su conciencia), igual de indiferente que había sido hacia mí
todo mi pasado, con el cual había concertado una cita aquí en mi ciudad natal para
vengarme de él, pero que había pasado por mi lado indiferente, como si no me
conociese.
Me estaba ahogando de humillación y de vergüenza. No deseaba nada más que
desaparecer, quedarme solo y borrar toda esta sucia y extraviada historia, toda esta
estúpida broma, borrar a Helena y a Zemanek, borrar el día de anteayer, el de ayer y
el de hoy, borrarlo, borrarlos sin que quedara ni huella. «¿No se enfadará usted si le
digo a la camarada redactora un par de cosas a solas?», le pregunté al técnico de

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sonido.
Me fui con Helena a un lado; ella me quería explicar algo, me decía algo sobre
Zemanek y su amiga, se disculpaba de un modo confuso por haber tenido que
contárselo todo; pero en aquel momento no me interesaba nada; mi único deseo era
estar fuera de aquí, fuera de aquí y de toda esta historia; ponerle punto final. Sabía
que no tenía derecho a seguir engañando a Helena; ella no me había hecho ningún
daño y yo había actuado con ella de una forma infame, porque la había convertido en
una simple cosa, en una piedra que había querido (y no había sabido) lanzar contra
otra persona. Me estaba ahogando por el ridículo fracaso de mi venganza y estaba
dispuesto a poner fin a todo, al menos ahora, ciertamente tarde, pero al menos antes
de que fuera más que tarde. Sin embargo, no podía explicarle nada; no sólo porque la
verdad podría herirla, sino también porque era poco probable que lo comprendiese.
Por eso me refugié en la inflexibilidad de la constatación: le repetí varias veces que
era la última vez que nos veíamos, que ya no volveríamos a encontramos, que no la
quería y que tenía que comprenderlo.
Pero aquello fue mucho peor de lo que yo había supuesto: Helena se puso pálida,
se echó a temblar, no quiso creerme, no quiso dejarme ir; tuve que pasar por un
pequeño martirio antes de poder librarme por fin de ella y marcharme.

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14
Por todas partes había caballos y estandartes y yo me quedé inmóvil y estuve
inmóvil durante mucho tiempo, y después se me acercó Jindra y me cogió de la
mano, me la apretó y me preguntó qué le pasa, qué le pasa, y yo dejé mi mano en la
suya y le dije nada, Jindra, no me pasa nada, qué me iba a pasar, y tenía una especie
de voz ajena, aguda, y seguí diciendo, con una extraña premura, qué más tenemos
que grabar, ya tenemos los pregones, tenemos dos entrevistas, ahora tengo que hacer
el comentario, hablaba de cosas en las que no podía pensar y él seguía en silencio a
mi lado y me aplastaba calladamente la mano.
Antes nunca me había tocado, siempre fue muy tímido, pero todos sabían que
estaba enamorado de mí, y ahora estaba a mi lado y me aplastaba la mano, y yo
balbuceaba sobre nuestro programa y no pensaba en eso, pensaba en Ludvik y
también, se me pasó por la cabeza, en el aspecto que tenía ahora, mientras Jindra me
miraba, en si no estaría horrible, tan excitada, pero no creo, no he llorado, sólo estoy
excitada, nada más…
Sabes qué, Jindra, déjame un rato, voy a ir a escribir el comentario y lo grabamos
en seguida, siguió agarrado a mí durante un rato, preguntándome con ternura, qué le
pasa, Helena, qué le pasa, pero yo me solté de su lado y me fui al ayuntamiento,
donde nos habían dejado un despacho, llegué hasta allí, por fin estaba sola, una
habitación vacía, me dejé caer en la silla y apoyé la cabeza sobre la mesa y me quedé
un rato así. La cabeza me dolía horriblemente. Abrí la cartera para ver si tenía algún
analgésico, pero no sé para qué la abrí, porque ya sabía que yo nunca llevo
analgésicos, pero después me acordé de que Jindra suele tener toda clase de
medicamentos, en el perchero estaba colgado su delantal de trabajo, metí la mano en
el bolsillo y efectivamente, tenía una especie de tubo, sí, es algo para los dolores de
cabeza, de dientes, para el lumbago y la inflamación del trigémino, no creo que sirva
para los dolores del alma, pero al menos le servirá a mi cabeza.
Fui hasta el grifo que estaba en un rincón de la habitación de al lado, eché un
poco de agua en un vaso y tomé dos tabletas. Dos es bastante, supongo que me
aliviará, claro que la aspirina no me servirá para los dolores del alma, a menos que
me tome todo el frasco, porque la aspirina en grandes cantidades es un veneno y el
tubo de Jindra está casi lleno, a lo mejor es suficiente.
Pero no era más que una ocurrencia, una simple idea, sólo que la idea volvía una
y otra vez, me obligaba a pensar en cuál era el motivo que tenía para vivir, en qué
sentido tenía que siguiese viviendo, pero en realidad no es cierto, en realidad no
pensaba en nada de eso, no pensaba en casi nada en aquel momento, sólo me
imaginaba que ya no vivía y sentía de repente una sensación dulce, tan curiosamente
dulce que de pronto me dieron ganas de reír y seguramente empecé a reír.
Me puse otra tableta en la lengua, no estaba en absoluto decidida a envenenarme,
lo único que hacía era sostener el tubo en la mano y decirme a mí misma «tengo en la

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mano mi muerte» y estaba encantada con la sencillez de aquello, me sentía como si
me fuese acercando paso a paso a un precipicio profundo, no para dar el salto,
supongo, sino sólo para mirar desde allí. Puse más agua en el vaso, me tomé otra
tableta y volví a nuestra habitación, la ventana estaba abierta y se seguía oyendo a lo
lejos hylom, hylom, los de aquí y los de lejos, pero aquel sonido se mezclaba con el
ruido de los coches, los salvajes camiones, las salvajes motocicletas, las motocicletas
que ensordecen todo con su ruido, todo lo que hay de hermoso en el mundo, todo
aquello en lo que creía y por lo que vivía, aquel barullo era insoportable e
insorportable era la debilidad impotente de las vocecitas que pregonaban, así que
cerré la ventana y volví a sentir aquel prolongado y persistente dolor en el alma.
En toda su vida Pavel no me hizo tanto daño como tú, Ludvik, como tú en un solo
minuto, a Pavel se lo perdono, lo comprendo, su fuego arde rápido, tiene que buscar
nuevo alimento y nuevos espectadores y nuevo público, me hizo daño, pero a pesar
de ese dolor fresco, lo veo sin odio y de un modo completamente maternal, es un
fanfarrón, un comediante, me río de todos los años que ha estado intentando
escaparse de mi regazo, ay, vete, Pavel, vete, te comprendo, pero a ti, Ludvik, no te
comprendo, tú has venido enmascarado, viniste a salvarme y una vez salvada a
destruirme, a ti, sólo a ti te maldigo, te maldigo y al mismo tiempo te ruego que
vengas, que vengas y te compadezcas.
Dios mío, a lo mejor no es más que una horrible confusión, a lo mejor Pavel te
dijo algo mientras estabais los dos solos, yo qué sé, te lo pregunté, te rogué que me
explicases por qué ya no me amas, no te quería dejar ir, cuatro veces te detuve, pero
tú no estabas dispuesto a oír nada, lo único que decías es que todo había terminado,
que había terminado, que había terminado definitivamente, terminado
irremisiblemente, bien, terminado, al final te dije que sí y tenía una voz aguda de
soprano, como si hablase otra persona, una chiquilla que aún no ha llegado a la
pubertad, con esa voz aguda te dije, te deseo buen viaje, eso sí que es de risa, no
tengo ni idea de por qué te deseé buen viaje, pero me venía una y otra vez a la punta
de la lengua, te deseo buen viaje, así que te deseo buen viaje…
A lo mejor no sabes cuánto te amo, seguro que no sabes cuánto te amo, a lo mejor
piensas que soy una señora de esas que andan a la busca de una aventura, y no
adivinas que eres mi destino, mi vida, todo… A lo mejor me encuentras aquí, cubierta
con una sábana blanca y entonces comprendes que has matado a lo mejor que tenías
en la vida… o a lo mejor llegas, Dios mío, y yo aún estoy viva y aún me puedes
salvar y te pones de rodillas ante mí y te echas a llorar y yo te acaricio la mano, el
pelo y te perdono, te lo perdono todo.

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15
No había otra posibilidad, tenía que interrumpir aquella historia ruin, aquella
broma estúpida que no se contentaba consigo misma sino que se multiplicaba
monstruosamente dando lugar a más y más bromas estúpidas, deseaba borrar todo
este día que se había producido por error, sólo porque a la mañana me levanté tarde y
ya no me pude marchar, pero también deseaba borrar todo lo que me había conducido
a aquel día, toda la tonta conquista de Helena, que estaba igualmente basada en el
error.
Iba con prisa, como si sintiera tras de mí los pasos de Helena persiguiéndome y se
me ocurrió pensar: ¿aunque fuese posible y lograra borrar estos días inútiles de mi
vida, para qué me iba a servir, si toda la historia de mi vida comenzó con un error,
con la estúpida broma de la postal, con aquella casualidad, con aquel error? Y sentí
con horror que las cosas que surgen por error son tan reales como las cosas que
surgen acertada y necesariamente.
¡Cómo me gustaría poder revocar la historia de mi vida! ¿Pero de dónde iba a
sacar el poder para revocarla, si los errores sobre la base de los cuales había surgido
no eran sólo errores míos? ¿Quién fue el que se equivocó cuando la estúpida broma
de mi postal fue tomada en serio? ¿Quién se equivocó cuando el padre de Alexej (por
lo demás hoy ya hace tiempo rehabilitado, pero no por eso menos muerto) fue
detenido y encarcelado? Aquellos errores fueron tan corrientes y tan extendidos que
no fueron en absoluto una excepción o un «fallo» dentro del orden de cosas, sino que,
por el contrario, eran ellos los que conformaban el orden de cosas. ¿Quién fue
entonces el que se equivocó? ¿La propia historia? ¿La divina, la razonable? ¿Y por
qué iba a tratarse de errores suyos? Así es como los percibe mi razón humana, pero si
es que la historia tiene alguna razón, ¿por qué iba a ser una razón que necesitara de la
comprensión humana? ¿Qué pasa si es que la historia bromea? Y entonces me di
cuenta de mi impotencia para revocar mi propia broma, cuando yo mismo, con toda
mi vida, formaba parte de una broma de mucho mayor alcance (para mi
inaprehensible) y absolutamente irrevocable.
En la plaza (que ya estaba en silencio porque la Cabalgata de los Reyes recorría el
otro extremo del pueblo) vi una pizarra grande que estaba apoyada contra una pared y
anunciaba con letras rojas que hoy a las cuatro de la tarde daría un concierto en el
restaurante el conjunto folklórico. Junto a la pizarra estaba la puerta de la cervecería y
como todavía me faltaban casi dos horas hasta la salida del autobús y era la hora del
almuerzo, entré.

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16
Tenía tantas ganas de acercarme un poquito más a aquel precipicio, tenía ganas de
asomarme a la barandilla y verlo desde allí, como si aquella visión me fuese a traer el
consuelo y la reconciliación, como si allí abajo, al menos allí abajo ya que no en otro
sitio, como si allí abajo en el fondo del precipicio nos pudiéramos encontrar y estar
juntos, sin malentendidos, sin gente malvada, sin envejecer, sin tristeza y para
siempre… Volví de nuevo a la otra habitación, hasta ahora había tomado cuatro
tabletas, eso no es nada, todavía estoy muy lejos del precipicio, todavía no llego ni a
la barandilla. Eché las tabletas restantes sobre la palma de mi mano. Después oí que
alguien abría la puerta del pasillo, me asusté y me metí las tabletas en la boca y me
las tragué a toda prisa, era demasiado para tragármelo todo de una vez, sentí que me
oprimían dolorosamente al pasar por el esófago, a pesar de que hacía lo posible por
tragar agua al mismo tiempo.
Era Jindra, me preguntó qué tal me iba el trabajo y yo de repente me sentí
completamente cambiada, la confusión desapareció, ya no tenía aquel tono agudo
extraño, estaba lúcida y decidida. Por favor, Jindra, qué estupendo que hayas venido,
necesito que me hagas un favor. Se puso colorado y me dijo que haría cualquier cosa
que yo le pidiese y que estaba contento de que ya me sintiese bien. Sí, ya me siento
bien, sólo tienes que esperar un momentito a que escriba algo, y me senté y cogí una
hoja de papel y me puse a escribir. Ludvik, querido, te amaba con toda el alma y con
todo el cuerpo y ni mi alma ni mi cuerpo tienen ahora motivos para vivir. Me despido
de ti, te amo, adiós, Helena. Ni siquiera releí lo que había escrito, Jindra estaba
sentado frente a mí, me miraba y no veía lo que yo estaba escribiendo, doblé
rápidamente el papel con la intención de meterlo en un sobre, pero no había sobres
por ningún lado. ¿Por favor, Jindra, no tienes un sobre?
Jindra abrió tranquilamente el armario que estaba junto a la mesa y empezó a
revolverlo todo, en otra ocasión le hubiera reprochado el que anduviese fisgoneando
cosas ajenas, pero esta vez lo único que quería era un sobre rápido, rápido, me lo dio,
llevaba el membrete del ayuntamiento, metí dentro la carta, lo cerré y escribí en el
sobre Ludvik Jahn, por favor Jindra, te acuerdas de aquel hombre que estuvo hoy con
nosotros junto con mi marido y aquella señorita, sí, uno moreno, yo ahora no puedo
salir y necesitaría que lo buscases y le dieses esto.
Volvió a cogerme de la mano, pobre, qué habrá pensado, cómo se habrá explicado
mi excitación, ni en sueños se ha podido imaginar de qué se trataba, lo único que
notaba era que a mí me estaba pasando algo malo, me volvió a coger de la mano y de
pronto aquello me pareció terriblemente lastimoso y él se inclinó hacia mí y me
abrazó y apretó su boca contra la mía, yo quise resistirme pero él me agarraba con
mucha fuerza y a mí se me ocurrió que era el último hombre al que besaba en mi
vida, que era mi último beso, y de pronto fue como si me enloqueciera y yo también
lo abracé y entreabrí la boca y sentí su lengua en mi lengua y sus brazos en mi cuerpo

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y sentí en ese momento una sensación de vértigo porque ahora era completamente
libre y ya nada tenía importancia, porque todos me han abandonado y mi mundo se
ha derrumbado y por eso soy completamente libre y puedo hacer lo que quiera, soy
libre como aquella chica a la que echamos de la empresa, no hay nada que me separe
de ella, mi mundo está roto y ya nunca volveré a recomponerlo, ya no tengo por qué
ser fiel ni a quién serle fiel, de pronto soy completamente libre como aquella técnica,
como aquella putita que estaba cada noche en una cama distinta, si siguiera viviendo
también estaría cada noche en una cama distinta, sentía la lengua de Jindra dentro de
la boca, soy libre, sabía que podía hacerle el amor, tenía ganas de hacerle el amor,
hacerle el amor en cualquier parte, aquí mismo en la mesa o en el piso de madera, en
seguida y rápido y pronto, hacer el amor por última vez, hacer el amor antes del final,
pero Jindra ya se incorporó, sonreía con orgullo, y dijo que ya se iba y que se daría
prisa por volver.

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17
Un local pequeño con cinco o seis mesas, lleno de humo denso y repleto de gente,
por el medio del cual iba lanzado el camarero, llevando con el brazo estirado una
bandeja grande con una montaña de platos en los cuales pude distinguir filetes
empanados con ensaladilla, probablemente la única comida del domingo, abriéndose
camino sin contemplaciones entre la gente y las mesas, hasta salir del local y llegar al
pasillo. Fui tras él y comprobé que al final del pasillo había una puerta abierta que
daba al jardín, en el cual también se comía. En la parte de atrás, bajo un tilo, había
una mesa libre; allí me senté.
A la distancia, cruzando los techos de la aldea, llegaba el conmovedor hylom,
hylom, llegaba desde tanta distancia que aquí en el jardín del restaurante, rodeado por
las paredes de las casas, sonaba cuasi irreal. Y esa aparente irrealidad me sugirió la
idea de que todo lo que me rodeaba no pertenecía en absoluto al presente sino al
pasado, un pasado de hace quince o veinte años, que el hylom, hylom era el pasado,
que Lucie era el pasado, Zemanek era el pasado y que Helena no era más que una
piedra que yo había querido lanzar contra ese pasado; todos estos tres últimos días no
habían sido más que un juego de sombras.
¿Qué? ¿Sólo estos tres días? Me parece que toda mi vida ha estado llena de
sombras y que el presente probablemente ha ocupado dentro de ella un sitio bastante
poco digno. Me imagino una pasarela móvil avanzando «es el tiempo» y sobre ella un
hombre «soy yo» que va en sentido contrario a aquél en que se mueve la pasarela; sin
embargo la pasarela avanza a mayor velocidad que yo y por eso me va alejando
lentamente del objetivo hacia el cual corro; este objetivo (¡un extraño objeto situado
atrás!) es un pasado de procesos políticos, un pasado de salas en las que se alzan las
manos, un pasado de miedo, un pasado de soldados negros y de Lucie, un pasado por
el que estoy hechizado, al que trato de descifrar, de desanudar, de desenredar y que
me impide vivir como debe vivir una persona, con la frente hacia delante.
Y hay una ligazón principal con la cual quería unirme a este pasado que me
hipnotiza, y esa ligazón es la venganza, sólo que la venganza, como he podido
comprobarlo precisamente en estos días, es igual de vana que toda mi carrera hacia
atrás. Sí, fue entonces, cuando Zemanek se puso a leer en el aula de la facultad el
Reportaje al pie de la horca, de Fucik, cuando debí ir junto a él y darle una bofetada,
sólo entonces. La postergación transforma a la venganza en algo engañoso, en una
religión personal, en un mito que cada vez está más alejado de sus participantes, que
permanecen iguales a sí mismos en el mito de la venganza a pesar de que en la
realidad (la pasarela se mueve constantemente) hace ya mucho tiempo que son otras
personas distintas: hoy se encuentra otro Jahn con otro Zemanek y la bofetada que le
quedó a deber es irresucitable, irreconstruible, está definitivamente perdida, de modo
que si le pego ahora, años después, mi golpe es totalmente incomprensible, y al ser
incomprensible adquiere entonces significados completamente distintos, ajenos, no

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deseados por mí, se convierte en algo diferente de lo que era en mi intención, puede
volverse en cualquier dirección y yo no puedo ni siquiera dirigirlo y, menos aún,
justificarlo.
Me puse a cortar sobre el plato el gran trozo de filete empanado y volvió a llegar
hasta mis oídos el hylom, hylom, que se elevaba débil y melancólico por sobre los
techos de la aldea; me imaginé al rey embozado y a su Cabalgata y me oprimió el
corazón la incomprensibilidad de los gestos humanos:
Hace ya muchos siglos que en las aldeas moravas los muchachos salen a la calle
con un extraño mensaje, cuyas letras, escritas en un idioma desconocido, reproducen
con enternecedora fidelidad pero sin entender su significado. Seguro que algunas
gentes de hace mucho tiempo quisieron decir con eso algo importante y hoy reviven
en sus descendientes como oradores sordomudos, le hablan al público con gestos
hermosos pero incomprensibles. Su mensaje nunca será descifrado, no sólo porque no
existe la clave, sino también porque la gente no tiene la paciencia necesaria para
prestarle atención en una época en la que se ha acumulado tal cantidad de mensajes
antiguos y nuevos que es imposible percibir sus textos, que se interfieren
mutuamente. Ya hoy la historia no es más que la estrecha hebra de lo recordado sobre
el océano de lo olvidado, pero el tiempo sigue su marcha y llegará la época en que los
años tengan muchas cifras, y la memoria del individuo, que habrá permanecido igual
en su extensión, no será capaz de abarcarlos; por eso irán desapareciendo de ella
siglos y milenios enteros, siglos de cuadros y música, siglos de descubrimientos,
batallas, libros, y eso será grave, porque el hombre perderá la conciencia de sí mismo
y su historia, inconceptuable, incontenible, se encogerá en unas cuantas abreviaturas
carentes de sentido. Miles de sordomudas Cabalgatas de los Reyes saldrán al
encuentro de esas gente lejanas con mensajes quejosos e incomprensibles y nadie
tendrá tiempo de prestarles oído.
Estaba sentado en un rincón del jardín del restaurante con el plato vacío, me había
comido el filete sin saber cómo y me daba cuenta de que ¡ya ahora, ya hoy! formaba
parte de este inevitable e inmenso olvido. Vino el camarero, cogió el plato, sacudió la
servilleta quitando de mi mesa algunas migas y se fue rápidamente hacia otra mesa.
Sentí una sensación de lástima por este día, no sólo porque hubiera sido inútil, sino
porque ni siquiera esa inutilidad habría de permanecer, porque se olvidaría junto con
esta mesa, y con esta mosca que zumba alrededor de mi cabeza, y con el polvo
dorado que deja caer sobre el mantel el tilo en flor, y con este servicio lento y malo
tan característico para el estado actual de la sociedad en la que vivo, que incluso esta
sociedad habría de desaparecer y aun mucho antes desaparecerían sus errores y
equivocaciones e injusticias, que me hicieron padecer y me consumieron y que traté
en vano de corregir, castigar y reparar, en vano, porque lo ocurrido, ocurrido está y es
irreparable.
Sí, de repente lo vi así: la mayoría de la gente se engaña mediante una doble
creencia errónea: cree en el eterno recuerdo de la gente, de las cosas, de los actos, de

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las naciones y en la posibilidad de reparación de los actos, de los errores, de los
pecados, de las injusticias. Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente al
contrario: todo será olvidado y nada será reparado. El papel de la reparación de la
venganza y del perdón lo lleva a cabo el olvido. Nadie reparará las injusticias que se
cometieron, pero todas las injusticias serán olvidadas.
Volví a mirar atentamente a mi alrededor, porque sabía que sería olvidado el tilo,
la mesa, la gente junto a la mesa, el camarero cansado después de las prisas del
mediodía y esta cervecería que aunque poco amable desde la calle aparecía desde el
jardín acogedoramente cubierta de vid. Estaba mirando hacia la puerta abierta del
pasillo, por la que en ese preciso momento desaparecía el camarero, el cansado
animador de este rincón ya despoblado y silencioso y por la cual nada más hacerse la
oscuridad tras el camarero surgió un muchacho de chaqueta de cuero y vaqueros;
penetró en el jardín y miró a su alrededor; me vio y se dirigió hacia mí; tardé algunos
instantes en darme cuenta de que era el técnico de sonido de Helena.
Me angustian las situaciones en las que la mujer amante y no amada amenaza con
regresar, de modo que cuando el muchacho me entregó el sobre «Esto se lo manda la
señora Zemankova» lo que más me interesaba era postergar de alguna manera la
lectura de la carta. Le dije que se sentara a mi mesa; me obedeció, apoyó un codo en
la mesa mirando satisfecho con la frente arrugada al tilo iluminado por el sol y yo
coloqué el sobre en la mesa delante de mí y le pregunté: «¿Tomamos algo?». Se
encogió de hombros; propuse un vodka pero lo rechazó porque, según dijo, tenía que
conducir; la ley prohíbe que los conductores beban; sin embargo añadió que si yo
tenía ganas de beber, él se contentaría con mirarme. Ganas no tenía ninguna, pero en
la mesa, delante de mí había un sobre que no deseaba abrir y cualquier tipo de
actividad era bienvenido. Opté por pedirle al camarero, que pasó por allí, que me
trajese un vodka.
«¿Qué es lo que quiere Helena, no lo sabe?», le pregunté.
«¿Cómo lo iba a saber? Lea la carta», me respondió.
«¿Es algo urgente?», pregunté.
«¿Cree que me lo tuve que aprender de memoria por si me asaltaban por el
camino?», dijo.
Cogí el sobre con dos dedos, era un sobre oficial con el membrete impreso del
ayuntamiento; después volví a dejarlo en el mantel delante de mí y, sin saber qué
decir, dije: «Qué lástima que no beba».
«También se trata de la seguridad de usted», dijo. Comprendí la alusión y que no
había sido pronunciada en vano, sino que el muchacho quería aprovechar su
presencia junto a mi mesa para aclarar cómo iba a ser el viaje de regreso y cuáles eran
sus esperanzas de quedarse solo con Helena. Era bastante simpático; en su cara
pequeña, pálida y pecosa, con una nariz pequeña y respingona se veía todo lo que
sucedía en su interior; es posible que aquella cara fuese tan transparente porque era
una cara irreparablemente infantil, he dicho irreparablemente porque era un aspecto

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infantil debido a unos rasgos anormalmente delicados, de esos que con la edad no se
vuelven nada más viriles, de modo que una cara anciana se convierte en una
avejentada cara de niño. Ése aspecto infantil difícilmente le puede gustar a un
muchacho de veinte años, porque a esa edad lo descalifica y entonces no le queda
más remedio que aparentar tal como tiempo atrás aparentaba «¡oh, interminable juego
de sombras!» el chiquillo comandante en nuestro cuartel: por medio del vestido, la
cazadora de cuero le hacía resaltar los hombros, le quedaba bien y estaba bien cosida
y del comportamiento, el muchacho actuaba con suficiencia, con algo de brusquedad
y a veces acentuaba una especie de desganada indiferencia. En este aparentar, por
desgracia, se veía siempre traicionado por sí mismo: se ponía colorado, no dominaba
suficientemente la voz, que empezaba a fallarle ligeramente al menor enfado, esto ya
lo había percibido yo durante nuestro primer encuentro y ni siquiera dominaba bien
sus ojos y su gesticulación pretendía hacerme notar su indiferencia a que yo fuese o
no con ellos a Praga, pero ahora mismo, cuando le anuncié que me quedaba aquí, los
ojos le brillaron de un modo imposible de ocultar.
Cuando el camarero nos trajo al cabo de un rato, por error, dos vodkas en lugar de
uno, el muchacho le dijo que no se lo llevase, que se lo bebería. «No lo voy a dejar a
usted que beba solo», sentenció y levantó la copa: «¡A su salud!» «¡A la suya!», dije
y brindamos.
Nos pusimos a hablar y me enteré de que el muchacho contaba con salir dentro de
dos horas, porque Helena quería elaborar allí mismo el material grabado y,
posiblemente, grabar su propio comentario para que se pudiera emitir mañana mismo.
Le pregunté qué tal trabajaba con Helena. Volvió a ponerse un poco colorado y
respondió que Helena conoce bien el oficio pero que es demasiado dura con sus
compañeros de trabajo, porque está dispuesta a trabajar fuera de hora en cualquier
momento, sin tener en cuenta que puede haber gente que tenga prisa por llegar a casa.
Le pregunté si él también suele tener prisa por llegar a casa. Dijo que no; que a él
personalmente le gusta mucho el trabajo. Y luego, aprovechando que yo mismo le
había preguntado por Helena, me hizo él, como de pasada y sin darle importancia,
una pregunta: «¿Y de dónde conoce usted a Helena?» Se lo dije y él siguió
indagando: «Helena es estupenda ¿verdad?»
Cuando hablaba de Helena ponía una cara particularmente satisfecha, y yo se la
atribuí también a su intención de aparentar, porque era evidente que su adoración por
Helena era sobradamente conocida por todo el mundo y él tenía que evitar la fama de
amante no correspondido, una fama, como es sabido, ignominiosa. Por eso, a pesar de
que no me tomaba del todo en serio la satisfacción del muchacho, al menos ahora
contribuía a que la carta que estaba ante mí me pesase un poco menos, así que por fin
la levanté del mantel y la abrí: «Mi cuerpo y mi alma… no tienen motivos para
vivir… Me despido…»
Al otro extremo del jardín vi al camarero y grité: «¡La cuenta!»
El camarero asintió con la cabeza pero no dejó que lo apartasen de su trayectoria

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y volvió a desaparecer en el pasillo.
«Venga, no podemos esperar», le dije al muchacho. Me levanté y crucé
rápidamente el jardín; el muchacho me siguió. Atravesamos el pasillo y el salón hasta
llegar a la puerta del restaurante, de modo que el camarero tuvo que correr, por las
buenas o por las malas, tras de nosotros.
«Un filete, una sopa, dos vodkas», le dicté.
«¿Qué pasa?», preguntó el muchacho con voz insegura.
Le pagué al camarero y le pedí al muchacho que me condujera rápidamente a
donde estaba Helena. Nos pusimos a andar con paso rápido.
«¿Qué ha pasado?», preguntó.
«¿A qué distancia está?», pregunté yo.
Señaló con la mano hacia delante y yo pasé del paso a la carrera; corrimos los dos
y al rato estábamos junto al ayuntamiento. Era un edificio de una sola planta, pintado
de blanco, con un portón y dos ventanas orientadas a la calle. Entramos; nos
encontramos con una oficina desapacible: bajo la ventana había dos mesas adosadas;
en una de ellas estaba el magnetófono abierto, un bloc de papel y una cartera de
mujer, sí, la de Helena; junto a las dos mesas había sillas y en un rincón de la
habitación un perchero de metal. Colgaban de él dos prendas de vestir: el
impermeable azul de Helena y un delantal sucio de hombre.
«Aquí es», dijo el muchacho.
«¿Aquí fue dónde le dio la carta?»
«Sí».
Sólo que en aquel momento la oficina estaba desesperadamente vacía; la llamé:
«¡Helena!» y me asusté del sonido inseguro y angustiado de mi propia voz. No se oía
nada. Volví a llamarla: «¡Helena!», y el muchacho preguntó:
«¿Habrá hecho alguna tontería?»
«Eso parece», dije.
«¿Se lo escribió en esa carta?»
«Sí», dije. «¿No tenían ninguna otra habitación?»
«No», dijo.
«¿Y qué hay del hotel?»
«Lo dejamos por la mañana temprano».
«Entonces tiene que estar aquí», dije y oí ahora, en cambio, la voz del muchacho
quebrándose y llamando angustiada: «¡Helena!»
Abrí la puerta que daba a la habitación contigua; era otra oficina más: una mesa
de escribir, una papelera, tres sillas, un armario y un perchero, el perchero era igual
que en la oficina anterior: una barra de metal sostenida por tres patas y que se abría
arriba —a semejanza de la parte de abajo— en tres ramas metálicas: y como del
perchero no colgaba ropa ninguna, adquiría un aspecto de abandono y humanidad; su
desnudez metálica y los ridículos brazuelos estirados me producían una sensación de
angustia; sobre el escritorio había una ventana, pero, por lo demás, no había más que

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paredes; no había puerta alguna que condujese a otro sitio; las dos oficinas eran,
evidentemente, las dos únicas habitaciones de la casa.
Volvimos a la primera habitación; cogí de la mesa el bloc de papel y lo hojeé, no
había más que notas difícilmente legibles que se referían a juzgar por algunas
palabras que fui capaz de descifrar a la descripción de la Cabalgata de los Reyes;
ningún mensaje, ningunas palabras más de despedida. Abrí la cartera: había un
pañuelo, un monedero, un lápiz de labios, maquillaje, dos cigarrillos medio vacíos, un
mechero; ningún frasco de medicamentos, ninguna botellita de veneno vacía. Me
puse a pensar frenéticamente en lo que podía haber hecho Helena y la idea que
aparecía con mayor insistencia era la del veneno; pero en ese caso debía haber algún
frasco vacío. Me acerqué al perchero y metí la mano en los bolsillos del impermeable
de mujer: estaban vacíos.
«¿No estará en el desván?», dijo de repente el muchacho con impaciencia, porque
mi búsqueda en la habitación, a pesar de que no había durado más de un par de
segundos, le pareció, probablemente, sin sentido. Salimos corriendo al pasillo y nos
encontramos allí con dos puertas: una de ellas estaba acristalada en el tercio superior
y a través de ella se veía con imprecisión el patio; abrimos la otra, más próxima, tras
la cual apareció una escalera de piedra, oscura y cubierta de una capa de polvo y
hollín. Corrimos hacia arriba; nos rodeó la penumbra, porque en el techo no había
más que un tragaluz, con el cristal sucio, a través del cual no se filtraba más que una
luz opaca y grisácea. Alrededor de nosotros se adivinaban montones de cosas en
desuso, cajas, maquinaria de jardinería, azadas, rastrillos, picos, pero también
montones de fascículos y viejas sillas rotas; tropezábamos al andar.
Tenía ganas de llamarla «¡Helena!», pero el miedo me lo impedía; tenía miedo del
silencio que se produciría después. El muchacho tampoco la llamaba. Revolvimos los
trastos y comprobamos si había algo en los rincones oscuros; sentí que los dos
estábamos nerviosos. Y lo que más nos horrorizaba era nuestro propio silencio, con el
cual reconocíamos que ya no esperábamos respuesta de Helena, que ya no
buscábamos más que su cuerpo, colgado o tumbado.
Pero no encontramos nada y regresamos a la oficina. Volví a revisar todo el
mobiliario, mesas, sillas, el perchero que sostenía en su brazo extendido su
impermeable, y luego en la otra habitación de nuevo: la mesa, las sillas, el armario y
otra vez el perchero, con los brazuelos levantados, desesperadamente vacíos. El
muchacho volvió a llamarla a la buena de Dios ¡Helena! y yo a la buena de Dios abrí
el armario, de modo que quedaron a la vista los estantes llenos de legajos, útiles de
oficina, cintas adhesivas y reglas.
«¡Aquí tiene que haber algo más! ¡El retrete! ¡O un sótano!», dije y volvimos a
salir al pasillo; el muchacho abrió la puerta del patio. El patio era pequeño; en un
rincón había una jaula con conejos; más allá del patio había un jardín cubierto de
hierba espesa sin segar, de la que surgían los troncos de los árboles frutales, en un
lejano rincón de la mente logré aún darme cuenta de que el jardín era hermoso; de

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que entre el verde de las ramas colgaban trozos de cielo azul, de que los troncos de
los árboles eran rugosos y curvados y de que entre ellos brillaban unos cuantos
girasoles amarillos; al final del jardín vi, a la idílica sombra de un manzano, la caseta
de madera de un retrete campesino. Corrí hacia él.
La tablilla giratoria, clavada con un gran clavo al estrecho marco para poder
cerrar, en posición horizontal, la puerta, estaba en posición vertical. Metí los dedos
por la ranura que había entre la puerta y el marco y comprobé con una pequeña
presión que el retrete estaba cerrado desde dentro; lo único que aquello podía
significar era que Helena estaba dentro. Dije en voz baja: «¡Helena, Helena!» No se
oyó nada; únicamente el manzano, agitado por un viento suave, frotaba sus ramas
contra la pared de madera de la caseta.
Sabía que el silencio desde dentro de la caseta cerrada significaba lo peor, pero
también sabía que no se podía hacer otra cosa que arrancar la puerta y que era
precisamente yo quien tenía que hacerlo. La puerta (que no estaba cerrada con un
gancho sino, como ocurre con frecuencia en el campo, con un simple cordel) no
opuso resistencia y se abrió de par en par. Frente a mí, sobre un asiento de madera, en
medio del hedor de la letrina, estaba sentada Helena. Estaba pálida pero viva. Me
miró con ojos de espanto y, con un movimiento reflejo, trató de bajarse la falda
arremangada, sin que ni el mayor de los esfuerzos lograse hacerla llegar hasta más
allá de la mitad del muslo; Helena se aferraba el borde de la falda con ambas manos,
apretando una pierna contra la otra. «¡Por Dios, lárguese!», gritó angustiada.
«¿Qué le pasa?», le grité yo. «¿Qué ha tomado?» «¡Lárguese! ¡Déjeme en paz!»,
gritaba.
A mis espaldas apareció el muchacho y Helena gritó: «¡Jindra, vete, vete!» Se
incorporó y extendió el brazo para cerrar la puerta, pero yo me interpuse entre la
puerta y ella, de modo que tuvo que volver a sentarse, tambaleándose, en el agujero
redondo de la letrina.
En ese mismo instante volvió a incorporarse y se lanzó sobre mí con una fuerza
desesperada, verdaderamente desesperada, porque no eran más que los últimos
restitos de fuerza que le habían quedado tras un gran extenuamiento. Se aferraba con
ambas manos a las solapas de mi chaqueta y me empujaba hacia fuera; fuimos a parar
al exterior, frente al umbral del retrete. «¡Eres un animal, un animal, un animal!»,
gritaba (si es que se puede llamar gritar al sonido furioso de una voz debilitada) y me
zarandeaba; de repente me soltó y huyó por el césped en dirección al patio. Quiso
huir, pero no pudo: había abandonado la letrina en medio de la confusión, sin que le
diese tiempo a arreglarse, de manera que las bragas, aquellas que ya conocía del día
anterior, elásticas, que cumplen al mismo tiempo la función de faja se le habían
quedado enrolladas a la altura de las rodillas y le impedían andar; se había bajado la
falda, pero las medias de seda estaban sueltas, así que la parte superior, más oscura,
junto con las ligas que las sostenían, llegaba hasta más abajo de las rodillas y podía
verse bajo el borde de la falda; dio algunos pasitos cortos o saltitos, llevaba zapatos

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de tacón muy altos, avanzó apenas tres metros y cayó, cayó sobre la hierba soleada
bajo la rama de un árbol junto a un girasol alto y chillón; la cogí del brazo con la
intención de levantarla; se soltó y cuando volví a inclinarme empezó a dar puñetazos
como loca a su alrededor, de modo que tuve que soportar unos cuantos golpes,
cogerla con toda mi fuerza, atraerla hacia mí, levantarla y apretarla entre mis brazos
como si fueran una camisa de fuerza. «Animal, animal, animal, animal», chillaba
furiosa, golpeándome en la espalda con su mano libre; cuando le dije con el tono más
tranquilo posible: «Helena, calma», me escupió en la cara.
No la solté y le dije: «No la suelto hasta que no me diga lo que tomó».
«¡Váyase, váyase, váyase!», repetía furiosa, pero de pronto se calmó, dejó de
resistirse y me dijo: «Suéltame», lo dijo con una voz tan distinta (suave y cansada)
que aflojé mi abrazo y la miré; vi con horror que su cara se arrugaba por un enorme
esfuerzo, que sus mandíbulas estaban apretadas en un espasmo, que sus ojos dejaban
de mirar y que su cuerpo se encogía levemente y se inclinaba.
«¿Qué le pasa?», dije y ella sin hablar se dio media vuelta y volvió hacia el
retrete; se fue andando de un modo que nunca olvidaré: sus piernas atadas daban
pasos lentos y breves, pasos con una velocidad irregular; eran sólo tres o cuatro
metros y sin embargo, durante ese breve trayecto se detuvo varias veces y en ese
momento se vio (por la leve inclinación de su cuerpo) que estaba luchando duramente
contra sus propias vísceras enloquecidas; por fin llegó hasta el retrete, cogió la puerta
(que se había quedado abierta de par en par) y la cerró tras de sí.
Me quedé parado en el sitio en donde la había levantado del suelo; y cuando oí
una respiración fuerte y quejosa que provenía del retrete, me alejé aún un poco más.
Y hasta ese momento no me di cuenta de que a mi lado estaba también el muchacho.
«Quédese aquí», le dije. «Tengo que conseguir un médico».
Entré en la oficina; nada más atravesar la puerta, vi el teléfono; estaba sobre el
escritorio. Pero encontrar la guía ya era más difícil; no la veía por ningún lado; cogí
el tirador del cajón central del escritorio, pero estaba cerrado igual que todos los
cajones pequeños al costado de la mesa; también estaba cerrada la otra mesa. Fui a la
otra habitación; allí el escritorio sólo tenía un cajón; estaba abierto, pero no había
nada más que unas cuantas fotografías y un cuchillo de abrir sobres. No sabía qué
hacer y se apoderó de mí (ahora que sabía que Helena estaba viva y no parecía correr
peligro de muerte) el cansancio; me quedé un momento en la habitación mirando
como un idiota el perchero (el delgado perchero de metal que levantaba las manos
hacia arriba como si se estuviese rindiendo); luego (más bien por no saber qué hacer)
abrí el armario; sobre un montón de legajos vi la guía de teléfonos verdiazul de la
región de Brno; fui con ella hasta el teléfono y busqué el número del hospital. Ya
había marcado el número y estaba oyendo el tono de llamada cuando entró corriendo
en la habitación el muchacho.
«¡No llame a nadie! ¡No hace falta!», dijo.
Yo no entendía.

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Me quitó el auricular de la mano y lo colgó. «No hace falta, se lo digo yo».
Le pedí que me explicase lo que pasaba.
«¡No es ninguna intoxicación!», dijo y fue hacia el perchero; metió la mano en el
bolsillo del delantal de hombre y sacó un tubo; lo abrió y lo dio vuelta; estaba vacío.
«¿Esto es lo que ha tomado?», pregunté.
Asintió.
«¿Cómo lo sabe?»
«Me lo dijo ella».
«¿Es suyo el tubo?»
Asintió. Se lo cogí de la mano; eran analgésicos.
«¿Y usted cree que semejante cantidad de analgésicos no hace daño?», le grité.
«No eran analgésicos», dijo.
«Y entonces ¿qué era?», grité.
«Laxante», respondió.
Le grité que no me tomara el pelo, que tenía que saber lo que había ocurrido y
que no tenía ganas de aguantar sus impertinencias. Le ordené que me respondiera
inmediatamente.
Al oírme gritar se puso a gritarme él también: «¡Ya le he dicho que eran pastillas
laxantes! ¡No sé por qué tiene que saber todo el mundo que tengo problemas
intestinales!» Y comprendí que lo que me había parecido un chiste malo, era verdad.
Lo miré, miré su carita colorada, su nariz chata (pequeña, pero suficientemente
grande como para que en ella cupiera una cantidad suficiente de pecas), y en seguida
vi con claridad el sentido de todo aquello: el tubo de analgésicos debía ocultar la
ridiculez de su enfermedad igual que los vaqueros y la aparatosa cazadora ocultaban
la ridiculez de su cara infantil; sentía vergüenza de sí mismo y cargaba
trabajosamente con la cruz de su adolescencia; en ese momento sentí cariño por él;
con su vergüenza (esa nobleza de la adolescencia) le salvó a Helena la vida y a mí el
poder dormir tranquilo en los años venideros. Yo miraba sus orejas levantadas con
aturdido agradecimiento. Sí, le había salvado la vida a Helena, pero a costa de una
humillación enormemente penosa; eso lo sabía y sabía también que era una
humillación gratuita, una humillación sin sentido y sin la menor sombra de
justificación; sabía que era nuevamente algo irreparable que se sumaba a la cadena de
lo irreparable; me sentí culpable y me entró una apremiante (aunque difusa)
necesidad de correr a donde ella estaba, correr rápidamente, levantarla de esa
humillación, denigrarme y humillarme yo ante ella, asumir toda la culpa y toda la
responsabilidad de aquella historia absurdamente cruel.
«¿Qué me mira?», me espetó el muchacho. No le respondí y salí al pasillo
pasando junto a él; me dirigí a la puerta que daba al patio.
«¿Adónde va?», me cogió por detrás del hombro de la chaqueta y trató de
atraerme hacia él; nos miramos a los ojos durante un segundo; le cogí la mano por la
muñeca y la separé de mi hombro. Me rodeó y se interpuso en mi camino. Avancé

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hacia él con la intención de empujarlo. En ese momento tomó impulso y me golpeó
con el puño en el pecho.
El golpe fue muy débil, pero el muchacho saltó hacia atrás y volvió a colocarse
frente a mí en una ingenua postura de boxeador; en su expresión se mezclaba el temor
con la osadía irreflexiva.
«¡No tiene nada que hacer junto a ella!», me gritó. Me quedé parado. Pensé que a
lo mejor el muchacho tenía razón: que seguramente ya no podría reparar de ningún
modo lo irreparable. Y el muchacho, cuando vio que me quedaba parado y no me
defendía, siguió gritando: «¡Usted le da asco! ¡Se caga en usted! ¡Me lo dijo a mí! ¡Se
caga en usted!»
La tensión nerviosa lo deja a uno indefenso no sólo ante el llanto, sino también
ante la risa; el significado literal de las últimas palabras del muchacho hizo que se me
estremecieran las comisuras de la boca. Aquello lo puso furioso; esta vez me dio en
los labios y el segundo puñetazo lo detuve a duras penas. Volvió a retroceder y se
puso los puños delante de la cara, como los boxeadores, de modo que detrás de ellos
no se veían más que sus sobresalientes orejas rosadas.
Le dije: «Dejemos esto. Ya me voy».
Mientras me alejaba él seguía gritando: «¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Tú has tenido la
culpa! ¡Ya me las pagarás! ¡Cabrón! ¡Cabrón!»
Salí a la calle. Estaba vacía, como suelen estar las calles después de una fiesta; no
había más que un viento leve que levantaba el polvo y lo arrastraba por la tierra
plana, desierta como mi cabeza, mi cabeza vacía, semiaturdida, en la que durante un
largo rato no apareció ni una sola idea…
Fue más tarde cuando me di cuenta, de pronto, de que tenía en la mano el tubo
vacío de los analgésicos; lo miré: estaba terriblemente manoseado: debía hacer
mucho tiempo que servía como disfraz permanente a las pastillas laxantes del
muchacho.
Al cabo de otro largo rato aquel tubo trajo a mi imaginación otros tubos, los dos
tubos de somníferos de Alexej; y entonces se me ocurrió que el muchacho no le había
salvado la vida a Helena: aunque en el tubo hubiera habido, de verdad, analgésicos,
difícilmente le hubieran podido producir a Helena algo más que una descomposición
estomacal, más aún estando el muchacho y yo a muy escasa distancia; la
desesperación de Helena había ajustado sus cuentas con la vida a una distancia
perfectamente prudencial del umbral de la muerte.

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18
Estaba en la cocina junto al horno. De espaldas a mí. Como si no pasara nada.
«¿Vladimir?», me respondió sin darse vuelta: «¡Tú mismo lo has visto! No sé por qué
preguntas». «Mientes», dije: «Vladimir salió hoy por la mañana en moto con el nieto
de Koutecky. He venido a decirte que lo sé. Sé por qué os vino de perlas la idiota de
la redactora ésa. Sé por qué no debía estar yo presente mientras se vestía el rey. Sé
por qué el rey respetaba la prohibición de hablar aun antes de estar dentro de la
Cabalgata. Lo habéis preparado todo estupendamente».
La seguridad con la que yo hablaba dejó confundida a Vlasta. Pero pronto
recuperó su presencia de ánimo y pretendió ponerse a salvo atacando. Fue un ataque
extraño. Extraño aunque sólo fuera porque los adversarios no estaban cara a cara.
Estaba de espaldas a mí, con la cara vuelta hacia la sopa que hervía. No levantaba la
voz. Hablaba en un tono casi indiferente. Como si lo que me estaba diciendo fuera
algo sabido desde hace mucho tiempo, que sólo tenía que repetirlo ahora en voz alta,
inútilmente, por culpa de mi incapacidad para comprender y de mi extravagancia. Ya
que quería oírlo, lo iba a oír. Vladimir, desde el principio, se negó a hacer de rey. Y
Vlasta no se extraña. Antes los muchachos organizaban la Cabalgata de los Reyes
ellos mismos. Ahora la organizan diez organizaciones y hasta el comité provincial del
partido tiene que reunirse. Ya no hay nada que la gente pueda hacer por propia
voluntad. Todo está dirigido desde arriba. Antes los muchachos elegían al rey ellos
mismos. Ésta vez les recomendaron desde arriba a Vladimir, para quedar bien con su
padre, y todos tuvieron que obedecer. A Vladimir le da vergüenza ser un enchufado.
A los enchufados nadie los quiere.
«¿Quieres decir que Vladimir se avergüenza de mí?» «No quiere parecer un
enchufado», repitió Vlasta. «¿Por eso hace amistad con la familia Koutecky? ¿Con
esos retrasados? ¿Con esos idiotas burgueses?», pregunté. «Sí. Por eso», asintió
Vlasta: «Milos no puede estudiar por ser nieto de su abuelo. Sólo porque el abuelo
tuvo una empresa constructora. Vladimir tiene todas las puertas abiertas. Sólo porque
su padre eres tú. A Vladimir eso le da vergüenza. ¿No eres capaz de comprenderlo?».
Por primera vez en la vida sentí hacia ella ira. Me habían engañado. Habían
estado observando fríamente durante todo ese tiempo cómo disfrutaba. Cómo me
ponía sentimental, cómo me excitaba. Me engañaban tranquilamente y me
observaban tranquilamente. «¿Era necesario engañarme de ese modo?»
Vlasta le puso sal a los fideos y dijo que yo era una persona muy difícil. Que vivo
en mi mundo. Que soy un soñador. No quieren meterse con mis ideales, pero
Vladimir es distinto. No comprende lo de mis canciones y nuestros gritos. No le
divierten. Le aburren. Tengo que hacerme a la idea. Vladimir es una persona
moderna. Sale al padre de ella. Que siempre tuvo sentido del progreso. Fue el primer
campesino del pueblo que tuvo un tractor antes de la guerra. Luego se lo quitaron
todo. Pero desde que sus tierras pertenecen a la cooperativa, ya no rinden lo que

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antes.
«No me interesan vuestras tierras. Quiero saber a dónde fue Vladimir. Fue a las
carreras de motos a Brno. Confiésalo».
Estaba de espaldas a mí, revolvía los fideos y seguía en sus trece. Vladimir sale a
su abuelo. Tiene su misma barbilla y sus mismos ojos. Y a Vladimir no le divierte la
Cabalgata de los Reyes. Sí, ya que lo quiero oír, fue a las carreras. Fue a ver las
carreras. ¿Por qué no? Le interesan más las motos que las yeguas con lacitos. ¿Qué
hay de malo? Vladimir es una persona moderna.
Motos, guitarras, motos, guitarras. Un mundo estúpido y ajeno. Pregunté:
«¿Podrías decirme lo que es una persona moderna?».
Estaba de espaldas a mí, mezclaba los fideos y me respondió que casi ni siquiera
podían decorar en plan moderno nuestra casa. ¡El escándalo que había armado yo por
una lámpara de pie moderna! Tampoco quería una lámpara de techo moderna. Y todo
el mundo sabe que la lámpara de pie moderna es preciosa. En todas las casas
compran lámparas de ésas.
«Cállate», le dije. Pero no había manera de detenerla. Estaba lanzada. Vuelta de
espaldas a mí. Una espalda pequeña, malvada, delgada. Eso era quizás lo que más
furioso me ponía. Esa espalda. Una espalda que no tiene ojos. Una espalda que se
siente estúpidamente segura de sí misma. Una espalda con la que no es posible
entenderse. Quería que se callara. Que se volviera hacia mí. Pero sentía tal rechazo
hacia ella que no quería tocarla. Haré otra cosa para que se dé vuelta. Abrí la alacena
y cogí un plato. Lo dejé caer al suelo. De repente se calló. Pero no se dio vuelta. Otro
plato y otros platos. Seguía de espaldas a mí. Encogida. Vi en sus espaldas que tenía
miedo. Sí, tenía miedo pero era obstinada y no quería rendirse. Dejó de revolver y se
quedó apretando inmóvil la cuchara de madera. Se aferraba a ella como si fuera su
refugio. Yo la odiaba y ella a mí. No se movía y yo no le quitaba los ojos de encima,
aunque seguía tirando de la alacena al suelo más y más piezas de la vajilla. La odiaba
y odiaba en aquel momento a toda su cocina. Una moderna cocina de serie, con una
alacena moderna, con platos modernos y vasos modernos.
No me sentía furioso. Miraba con tranquilidad, con tristeza, casi cansado, al piso
lleno de trozos de platos, de ollas y cacerolas desparramadas. Tiraba mi hogar al
suelo. El hogar que amaba y en el que me refugiaba. El hogar en el que sentía el
tierno gobierno de mi pobre muchachita. El hogar que yo había poblado de fábulas,
de canciones y de bondadosos duendes. Mira, en estas tres sillas solíamos sentarnos
durante nuestros almuerzos. Ay, esos amables almuerzos durante los cuales era
consolado y embaucado el tonto y confiado sostén de la familia. Cogí las sillas una
tras otra y les arranqué las patas. Las dejé en el suelo junto a las ollas y a los vasos
rotos. Puse patas arriba la mesa de la cocina. Vlasta seguía de pie junto al horno,
igualmente inmóvil y vuelta de espaldas a mí.
Salí de la cocina y me fui a mi habitación. En la habitación había un globo de
cristal rosado en el techo, una lámpara de pie y un horrendo sofá-cama moderno.

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Sobre el armonio estaba, en un estuche negro, mi violín. Lo cogí. Teníamos que tocar
a las cuatro en el jardín del restaurante. Pero es la una. ¿Adónde voy a ir?
Oí un sollozo que venía de la cocina. Vlasta lloraba. Era un sollozo lastimero y yo
sentí en algún sitio, en lo más profundo, una dolorosa lástima. ¿Por qué no se había
echado a llorar diez minutos antes? Podía haber dejado que me venciese el antiguo
autoengaño y hubiera vuelto a ver en ella a la pobre muchachita. Pero ya era tarde.
Salí de casa. Por sobre los techos de la aldea llegaba el pregón de la Cabalgata de
los Reyes. Tenemos un rey honrado pero pobre. ¿Adónde iré? La calle le pertenece a
la Cabalgata de los Reyes, el hogar a Vlasta, las cervecerías a los borrachos. ¿Dónde
está mi sitio? Soy un rey viejo, abandonado, exiliado. Un rey honrado y mísero, sin
heredero. El último rey.
Por suerte, más allá de la aldea está el campo. El camino. Y a diez minutos el río
Morava. Me tumbé a la orilla. Me puse el estuche del violín bajo la cabeza. Me quedé
así tumbado durante mucho tiempo. Una hora, puede que dos. Y me puse a pensar en
que había llegado al final. Así de pronto e inesperadamente. Ya está aquí. No era
capaz de imaginarme la continuación. Siempre había vivido simultáneamente en dos
mundos. Había creído en su mutua armonía. Era un engaño. Ahora había sido
expulsado de uno de esos mundos. Del mundo real. Sólo me queda el imaginario.
Pero no puedo vivir sólo en el mundo imaginario. Aunque allí me esperen. Aunque
me llama el desertor y tiene para mí un caballo libre y un pañuelo rojo para cubrirme
la cara. ¡Oh, ahora lo comprendía! ¡Ahora entendía por qué me prohibía quitarme el
pañuelo y quería contármelo todo él mismo! ¡Hasta ahora no había entendido por qué
el rey tiene que tener la cara tapada! ¡No es para que no lo vean, sino para que no vea
él!
Era incapaz de imaginarme que pudiera levantarme y marcharme. Era incapaz de
imaginarme un solo paso. Me esperan a las cuatro. Pero no tendré fuerza para
levantarme e ir hasta allí. Éste es el único sitio en donde me siento bien. Aquí junto al
río. Aquí corre el agua, lentamente y desde siempre. Corre lentamente y yo me
quedaré tumbado lentamente y durante mucho tiempo.
Y luego alguien me habló. Era Ludvik. Yo esperaba un nuevo golpe. Pero ya no
tenía miedo. Ya nada podía sorprenderme.
Se sentó a mi lado y me preguntó por la actuación de la tarde. «¿Quieres ir?», le
pregunté. «Sí», dijo. «¿Y por eso has venido?», le pregunté. «No», dijo, «no he
venido por eso. Pero las cosas suelen acabar de una manera distinta a la que nosotros
imaginamos». «Sí», dije, «muy distinta». «Llevo ya una hora dando vueltas por el
campo. No me imaginé que te encontraría aquí». «Yo tampoco». «Quiero pedirte
algo», dijo después, sin mirarme a los ojos. Igual que Vlasta. No me miraba a los
ojos. Pero en su caso no me importaba. En su caso me producía satisfacción que no
me mirara a los ojos. Me pareció que había algo que le daba vergüenza. Y esa
vergüenza era para mí cálida y curativa. «Quiero pedirte algo», dijo. «Si no me
dejarías tocar hoy con vosotros».

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19
Faltaban varias horas para la salida del próximo autobús, así que, empujado por
mi desasosiego interior, me puse a andar por las callejuelas hacia fuera de la aldea,
más allá de las huertas, hacia los campos, tratando de quitarme de la cabeza cualquier
pensamiento sobre el transcurso del día. No fue fácil: sentía que me ardía el labio
herido por el pequeño puño del muchacho y volvía a aparecer una y otra vez el perfil
de la imagen de Lucie, que me recordaba que cada vez que había intentado
desquitarme de algún agravio sufrido me había encontrado al fin conmigo mismo
como agraviador. Traté de alejar estos pensamientos, porque todo lo que me repetían
sin parar era algo que ahora ya sabía perfectamente; intenté mantener la mente en
blanco para que sólo entrase en ella el lejano (y ya casi inaudible) pregón de los
jinetes, que me transportaba a algún sitio que estaba fuera de mí y de mi lamentable
historia y me hacía sentir así un gran alivio.
Fui rodeando la aldea por los senderos que atraviesan los campos, hasta llegar a
las orillas del Morava y seguí andando río arriba; en la orilla opuesta había unas
cuantas ocas, a la distancia un bosque en la llanura y, por lo demás, campo y sólo
campo. Y luego vi que a alguna distancia de mí, en la dirección que yo seguía, había
una persona tumbada en la orilla cubierta de hierba. Al acercarme lo reconocí: estaba
acostado boca arriba, mirando al cielo, con el estuche del violín bajo la cabeza (todo
lo que nos rodeaba eran sembrados, llanos y extensos, siempre iguales desde hace
siglos, pero claveteados en estos sitios por los postes de acero que conducen los
pesados cables de alta tensión). No había nada más sencillo que esquivarlo, porque
miraba extasiado al cielo y no me veía. Pero esta vez yo no deseaba esquivarlo, sino
más bien esquivarme a mí mismo y a los pensamientos de los que no podía
deshacerme, así que me acerqué a él y le hablé. Alzó los ojos hacia mí y me pareció
que aquellos ojos eran temerosos y ariscos y me di cuenta (por primera vez al cabo de
muchos años lo veía ahora de cerca) de que de la espesa cabellera, que aumentaba su
ya elevada estatura en un par de centímetros más, no le había quedado más que una
mata rala y que en la coronilla no tenía más que unos pocos mechones tristes que
cubrían la piel desnuda; aquellos pelos caídos me recordaron los muchos años que
había pasado sin verlo y de repente sentí lástima de aquella época, de los muchos
años sin vernos, de los muchos años esquivándolo (desde lejos, casi inaudible,
llegaba el pregón de los jinetes), y sentí de pronto hacia él un amor urgente y
culpable. Yacía en el suelo debajo del sitio en donde me encontraba yo, se apoyaba en
un codo para incorporarse un poco, era grande y torpe y el estuche del violín era
negro y diminuto como el ataúd de un chiquillo. Yo sabía que su orquesta (hace
tiempo fue también mi orquesta) iba a tocar hoy a la tarde en la aldea y le pedí que
me dejaran tocar con ellos.
Formulé la petición antes de que hubiera tenido tiempo de pensármela del todo
(como si las palabras hubieran llegado antes que el pensamiento), de modo que la

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formulé precipitadamente pero, sin embargo, de total acuerdo con mi corazón; y es
que en ese momento estaba repleto de un entristecido amor; amor hacia este mundo al
que había abandonado por completo años atrás, hacia un mundo lejano y pretérito, en
el que los jinetes recorren la aldea con un rey enmascarado, en el que se visten
camisas blancas fruncidas y se cantan canciones, un mundo que se confunde con la
imagen de mi ciudad natal y con la imagen de mi madre (de mi madre birlada) y de
mi infancia; a lo largo del día ese amor había ido creciendo en silencio dentro de mí y
en este momento estalló de un modo casi lloroso; amaba a ese mundo pretérito y al
mismo tiempo le rogaba que me diera cobijo y me salvase.
¿Pero con qué derecho? ¿No había esquivado anteayer mismo a Jaroslav sólo
porque su aspecto me recordaba la antipática música del folklore? ¿No me había
acercado esta misma mañana con desagrado a los festejos folklóricos? ¿Qué es lo que
había hecho que se abrieran de repente las viejas barreras que durante quince años me
habían impedido recordar con agrado mi juventud vivida en la orquesta folklórica,
regresar emocionado a la ciudad natal? ¿Se debía a que unas horas antes Zemanek se
había reído de la Cabalgata de los Reyes? ¿Había hecho él que sintiera antipatía hacia
las canciones populares y él me las había vuelto ahora a purificar? ¿En verdad no soy
más que el otro extremo de la aguja de una brújula cuya punta es él? ¿Es de verdad
mi dependencia de él tan humillante? No, no ha sido sólo la burla de Zemanek lo que
hizo que de pronto pudiera volver a amar al mundo de los trajes tradicionales, las
canciones y las orquestas folklóricas; podía amarlo porque ya por la mañana
(inesperadamente) lo había visto en su pobreza; en su pobreza y sobre todo en su
abandono; había sido abandonado por la ceremonia y la publicidad, abandonado por
la propaganda política, abandonado por las utopías sociales, abandonado por el
batallón de funcionarios culturales, abandonado por el afectado entusiasmo de mis
coetáneos, abandonado (también) por Zemanek; aquel abandono lo purificaba; era un
abandono recriminatorio, que lo purificaba, ay, como a alguien que ya está en las
últimas; aquel abandono lo hacía relucir con una especie de irresistible belleza final;
aquel abandono me lo devolvía.
La actuación de la orquesta debía llevarse a cabo en el mismo jardín del
restaurante en el que no hace tanto tiempo había almorzado y leído la carta de
Helena; cuando llegamos Jaroslav y yo ya había un par de personas mayores sentadas
esperando pacientemente el comienzo de la sesión y un número aproximadamente
igual de borrachos se tambaleaba de mesa en mesa; atrás, alrededor de un corpulento
tilo, había varias sillas, en el tronco del tilo se apoyaba el contrabajo, envuelto en su
sudario gris, junto a él estaba el címbalo, con su tapa abierta, y a su lado estaba
sentado un hombre vestido con una camisa blanca fruncida, golpeando suavemente
con los palillos sus cuerdas; los demás miembros de la orquesta estaban sentados más
allá y Jaroslav fue a presentármelos: el segundo violinista es médico y trabaja en el
hospital local; el hombre de gafas que toca el contrabajo es inspector de extensión
cultural en el gobierno provincial; el clarinetista (tendrá la amabilidad de prestarme el

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clarinete y nos alternaremos) es maestro; el percusionista que se encarga del címbalo
trabaja en el departamento de planificación en una fábrica; a excepción del cimbalista
yo no conocía a ninguno de ellos, la composición de la orquesta era totalmente nueva.
Después de que Jaroslav me presentara ceremoniosamente como músico veterano,
uno de los fundadores de la orquesta y, por lo tanto, clarinetista honorífico, nos
sentamos en las sillitas alrededor del tilo y empezamos a tocar.
Hacía mucho tiempo que no había cogido un clarinete, pero conocía muy bien la
canción por la cual empezamos, así que pronto me deshice de la timidez inicial, en
particular después de que mis compañeros de orquesta me elogiaran al terminar la
canción y se negaran a creer que estuviese tocando por primera vez después de tanto
tiempo; luego el camarero, el mismo al cual le había pagado el almuerzo hace algunas
horas con una prisa desesperada colocó bajo las ramas del tilo una mesa y sobre ella
puso para nosotros seis vasos y una damajuana de vino revestida de mimbre;
empezamos a beber pausadamente. Después de varias canciones le hice una seña al
maestro; cogió el clarinete y volvió a insistir en que yo lo hacía estupendamente; el
elogio me encantó, me apoyé en el tronco del tilo y mientras miraba a la orquesta,
que tocaba ahora sin mí, me inundó un sentimiento, largo tiempo no experimentado,
de alegre camaradería y yo estaba agradecido de que hubiera venido a socorrerme al
fin de un día amargo. Y entonces volvió a surgir ante mis ojos Lucie y pensé que era
la primera vez que comprendía por qué razón se me había aparecido en la barbería y
al día siguiente en el relato de Kostka, que era al mismo tiempo legendario y
verídico: quizás quería contarme que su destino, el destino de una muchacha violada,
era similar al mío; que nosotros dos nos habíamos desencontrado, no nos habíamos
entendido, pero las historias de nuestras vidas eran semejantes, estaban emparentadas,
se correspondían, porque ambas eran historias de devastación; igual que habían
devastado a Lucie mediante el amor físico y habían privado así a su vida del valor
más elemental, a mi vida le habían robado también los valores sobre los que pretendía
basarse, que eran en su origen puros e inocentes; sí, inocentes. El amor físico, por
muy devastado que haya quedado en la vida de Lucie, es sin duda inocente, igual que
eran y son inocentes las canciones de mi región, igual de inocentes que la orquesta
folklórica, igual que mi hogar, por el que sentía repulsión, era inocente, igual que
Fucik, cuyo retrato no podía ni ver, era inocente con respecto a mí, igual que la
palabra camarada, aunque tenía para mí un sonido amenazador, era tan inocente como
la palabra tú y la palabra futuro y muchas otras palabras. La culpa estaba en otra parte
y era tan grande que su sombra caía hasta muy lejos sobre el mundo de las cosas y de
las palabras inocentes y lo devastaba. Vivíamos, yo y Lucie, en un mundo devastado;
y por eso no éramos capaces de sentir lástima por las cosas devastadas, nos
apartábamos de ellas y les hacíamos daño así a ellas y a nosotros mismos. ¿Lucie,
chiquilla a la que tanto amé, a la que tan mal amé, esto es lo que me has venido a
decir después de tantos años? ¿Has venido a interceder por el mundo devastado?
Terminó la canción y el maestro me pasó el clarinete; dijo que hoy ya no iba a

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tocar, que yo tocaba mejor que él y que merecía tocar lo más posible, porque quién
sabía cuándo volvería. Percibí la mirada de Jaroslav y dije que me gustaría volver a
ver a la orquesta lo más pronto posible. Jaroslav preguntó si lo decía en serio. Asentí
y empezamos a tocar. Hacía ya tiempo que Jaroslav se había puesto de pie, tenía la
cabeza inclinada, llevaba el violín, contra todas las reglas, apoyado en el pecho y
andaba mientras tocaba; también el segundo violín y yo nos levantábamos a cada
rato, sobre todo cuando queríamos que el ímpetu de la improvisación tuviera el
espacio más amplio posible. Y precisamente en los momentos en que nos
entregábamos a las aventuras improvisativas, que requieren fantasía, precisión y una
gran comprensión mutua, Jaroslav se convertía en el alma de todos nosotros y yo me
quedaba admirado al ver qué gran músico es este enorme hombrón que forma parte
también, él más que nadie, de los valores devastados de mi vida; me lo quitaron y yo
para mi mal y mi vergüenza dejé que me lo quitaran, a pesar de que era quizás mi
compañero más fiel, más sincero, más inocente.
Mientras tanto había ido cambiando el público reunido en el jardín: a las pocas
mesas semiocupadas que al comienzo seguían nuestra actuación con cordial interés se
había sumado un numerosos grupo de muchachos y chicas quizás de la aldea, más
probablemente de la ciudad, que ocuparon las mesas restantes, pedían en voz muy
alta que les sirvieran cerveza o vino y pronto a medida que iba subiendo lentamente
el nivel de alcohol empezaron a manifestar su apremiante necesidad de ser vistos, de
ser oídos, de ser reconocidos. De modo que el ambiente del jardín cambiaba
rápidamente, se hacía más ruidoso y nervioso, los muchachos se tambaleaban entre
las mesas, se gritaban unos a otros y les gritaban a las chicas hasta el punto de que me
sorprendí a mí mismo dejando de concentrarme en la música, mirando con excesiva
frecuencia a las mesas del jardín y observando con evidente odio las caras de los
mozos. Al ver aquellas cabezas melenudas, escupiendo alrededor de sí, ostentosa y
teatralmente, saliva y palabras, volví a sentir mi antiguo rencor hacia la edad de la
inmadurez y me pareció que no veía a mi alrededor más que actores, cuyos rostros
estaban cubiertos por máscaras que debían representar la estúpida virilidad, la
orgullosa impiedad y la brutalidad; y no encontraba justificación alguna en que
quizás bajo la máscara hubiese otro rostro más humano porque lo que me parecía
pavoroso era precisamente que las caras que estaban bajo las máscaras estuvieran
furiosamente entregadas a la inhumanidad y a la grosería de las máscaras.
Jaroslav debía tener la misma sensación que yo, porque de repente dejó de tocar
el violín y dijo que no tenía ganas de seguir tocando ante este público. Propuso qué
nos fuésemos; que diésemos un rodeo a través del campo hacia la ciudad, tal como
hacíamos antes, mucho antes; hace un día estupendo, dentro de un rato empezará a
oscurecer, la noche será cálida, brillarán las estrellas, nos detendremos en algún lugar
del campo, junto a un rosal silvestre, y tocaremos para nosotros solos, por puro
placer, como tocábamos antes; ahora estamos acostumbrados, estúpidamente
acostumbrados a tocar en actuaciones organizadas y Jaroslav ya está harto de eso.

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Al principio todos asintieron casi con entusiasmo, porque seguramente ellos
también sentían que su amor por el arte popular necesitaba expresarse en un ambiente
más íntimo, pero luego el contrabajista, el inspector de extensión cultural, objetó que
según lo acordado teníamos que tocar aquí hasta las nueve, que contaban con eso
tanto los camaradas de la administración provincial como el director del restaurante,
que estaba planificado así, que teníamos que cumplir lo que habíamos prometido, que
si no alteraríamos la organización de la fiesta y que podíamos ir a tocar al campo en
otra ocasión.
En ese momento encendieron en el jardín las bombillas, que colgaban de largos
cables que iban de árbol a árbol; todavía no era de noche, apenas había comenzado a
extenderse la penumbra, y por eso las bombillas no irradiaban luz a su alrededor, sino
que colgaban del espacio grisáceo como grandes lágrimas inmóviles, lágrimas
blanquecinas que no pueden secarse y no deben caer; había en ello una especie de
repentina e incomprensible tristeza a la que no era posible resistirse. Jaroslav volvió a
repetir, esta vez casi como un ruego que no quería seguir aquí, que querría ir al
campo, hasta llegar al rosal silvestre y tocar allí sólo por placer, pero luego hizo con
la mano un gesto de desdén, apoyó el violín en el hombro y empezó a tocar.
Pero esta vez ya no dejamos que el público nos distrajera y tocamos aún mucho
más concentrados que al comienzo; cuanto más indiferente y tosco era el ambiente en
el jardín del restaurante, cuanto más nos rodeaba con su ruidoso desinterés haciendo
de nosotros una isla abandonada, cuanto más angustiados estábamos, más nos
orientábamos hacia nosotros mismos y tocábamos casi más para nosotros que para los
demás, de modo que logramos olvidarnos de todos los que nos rodeaban y hacer de la
música una especie de aro, dentro del cual estábamos en medio de los ruidosos
borrachos como si estuviéramos en una esfera de cristal sumergida en la profundidad
de las frías aguas.
«Si las montañas fueran todas de papel, si el agua, tinta fuera, si cada estrella
fuera un escritor, y aunque el ancho mundo entero lo escribiera, ni aun así se puede
escribir mi testamento de amor», cantaba Jaroslav sin quitarse el violín de debajo de
la barbilla y yo me sentía feliz dentro de estas canciones, dentro de la esfera de cristal
de estas canciones, en las que la tristeza no es un juego, la risa no es falsa, el amor no
es ridículo y el odio no es tímido, donde la gente ama con el cuerpo y el alma «sí,
Lucie, ¡con el cuerpo y el alma a un tiempo!», donde cuando están alegres bailan,
cuando están desesperados se tiran al Danubio, donde el amor sigue siendo amor y el
dolor y los valores aún no están devastados; y me pareció que dentro de estas
canciones estaba en casa, que había partido de ellas, que su mundo era mi estigma
original, mi hogar, al que había defraudado, pero que era por eso mismo más aún mi
hogar, porque la voz más lastimosa es la del hogar al que hemos defraudado, pero en
seguida me di cuenta también de que este hogar no era de este mundo, ¿y qué hogar
es, si no es de este mundo?, que lo que cantábamos y tocábamos era sólo un recuerdo,
una reminiscencia, la conservación de la imagen de algo que ya no existe, y sentí

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cómo la tierra firme de este hogar se hundía bajo mis pies, cómo caía, cómo sostenía
el clarinete junto a la boca y me hundía en la profundidad de los años, en la
profundidad de los siglos, en una profundidad inconmensurable (donde el amor es
amor y el dolor, dolor), y me dije con sorpresa que mi único hogar es precisamente
este hundimiento, esta inquisitiva y anhelante caída, y seguí así entregado a ella,
experimentando un dulce vértigo.
Luego miré a Jaroslav para comprobar si permanecía aislado en mi exaltación y
me di cuenta, (su cara estaba iluminada por una lámpara que colgaba de una rama del
tilo encima de nosotros) de que estaba muy pálido; me fijé en que había dejado de
cantar mientras tocaba, en que tenía los labios apretados; en que sus ojos temerosos
se habían vuelto aún más asustados; en que en la melodía que estaba tocando se oían
tonos falsos y la mano con la que sostenía el arco se le caía. Y de repente dejó de
tocar y se sentó en la silla; me incliné hacia él. «¿Qué te pasa?», le pregunté; el sudor
le corría por la frente y se sostenía con la mano el brazo izquierdo a la altura del
hombro. «Me duele muchísimo», dijo. Los demás no se daban cuenta de que Jaroslav
se sentía mal y permanecían en su trance musical sin el primer violín y sin el
clarinete, cuyo silencio había sido aprovechado por el cimbalista para que resaltase su
instrumento, acompañado ahora sólo por el segundo violín y el contrabajo. Me
acerqué al segundo violinista (recordaba que Jaroslav me había dicho que era médico
cuando me lo presentó) y lo llamé. Ahora sólo tocaban el címbalo y el contrabajo,
mientras el segundo violinista cogía la muñeca de la mano izquierda de Jaroslav y la
sostenía durante mucho, muchísimo tiempo; luego le levantó los párpados y le
observó los ojos; luego tocó su frente sudorosa. «¿El corazón?», pregunté. «El brazo
y el corazón», dijo Jaroslav, que estaba de color verde. El contrabajista también
advirtió ahora la situación, apoyó el contrabajo en el tilo y vino hacia nosotros, de
modo que ahora sólo sonaba el címbalo, porque el cimbalista no sospechaba nada y
estaba feliz de poder hacer un solo. «Voy a llamar al hospital», dijo el contrabajista.
Me acerqué a él. «¿Qué tiene?» «El pulso es casi imperceptible. Sudor helado. Debe
ser un infarto». «Hostia», dije. «No tengas miedo. Saldrá de ésta», me consoló y salió
a toda prisa hacia el edificio del restaurante. Se abrió camino entre un montón de
gente bastante borracha, que ni siquiera se había dado cuenta de que nuestra orquesta
había dejado de tocar, porque estaban todos muy ocupados consigo mismos, con sus
cervezas, sus chorradas y sus insultos, que en el otro extremo de la cervecería habían
desembocado en una pelea.
Ahora ya se había callado también el címbalo y todos rodearon a Jaroslav, que me
miró a mí y dijo que la culpa era de que nos habíamos quedado aquí, que él no quería
quedarse, que quería salir al campo, sobre todo porque había venido yo, sobre todo
porque yo había vuelto y que en el campo hubiéramos podido tocar estupendamente.
«No hables», le dije, «necesitas reposo absoluto», y me puse a pensar que
probablemente se salvará del infarto, como había pronosticado el contrabajista, pero
que después de esto su vida será completamente distinta, una vida sin una entrega

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apasionada, sin tocar furiosamente en la orquesta, una vida bajo el patronato de la
muerte, el segundo tiempo, el tiempo posterior a la derrota y me invadió la sensación
(en ese momento no podía calibrar de ningún modo su certeza) de que el destino con
frecuencia termina antes de la muerte y de que el destino de Jaroslav había llegado a
su fin. Oprimido por una enorme sensación de lástima le acaricié su coronilla rala, los
tristes cabellos largos que cubrían la calvicie y advertí con temor que el viaje a mi
ciudad natal, con el cual había pretendido herir a Zemanek terminaba sosteniendo yo
en mis brazos a mi compañero herido (sí, en ese momento me veía a mí mismo
sosteniéndolo en mis brazos, sosteniéndolo y llevándolo, llevándolo a él, grande y
pesado, como si llevara mi propia y confusa culpa, me veía llevándolo en medio de
una multitud indiferente y llorando mientras lo llevaba).
Nos quedamos alrededor de él unos diez minutos, luego reapareció el segundo
violinista, nos hizo una seña, nosotros ayudamos a Jaroslav a levantarse y,
sosteniéndolo, lo condujimos a través de una masa ruidosa de adolescentes borrachos
hasta la calle, donde esperaba con las luces encendidas el coche blanco del servicio
de ambulancias.

Se terminó de escribir el 5 de diciembre de 1965

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MILAN KUNDERA (Brno, República Checa, 1 de abril de 1929) es un escritor
checo en idiomas checo y francés. Estudió literatura y estética en la Universidad
Carolina de Praga, pero después de dos semestres se cambió a la Facultad de Cine de
la Academia de Praga, donde finalizó sus estudios en 1952. Enseñó durante muchos
años historia del cine. Luego de su expulsión del partido comunista checo, se fue en
1975 a Francia, cuya ciudadanía adquirió en 1981. Desde 1993 ha escrito sus obras
en francés.
Sus obras son: La broma (1968), La vida está en otra parte (1969), La despedida
(1973), El libro de la risa y el olvido (1981), La insoportable levedad del ser (1984),
La inmortalidad (1990), La lentitud (1994), La identidad (1998), La ignorancia
(2000) y La fiesta de la insignificancia (2014).

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