La Broma PDF
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ebookelo.com - Página 2
Milan Kundera
La broma
ePub r1.6
Titivillus 18.09.2017
ebookelo.com - Página 3
Título original: Žert
Milan Kundera, 1967
Traducción: Fernando de Valenzuela
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PRIMERA PARTE
LUDVIK
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ASÍ que después de muchos años me encontré otra vez en casa. Estaba en la plaza
principal (por la que había pasado infinidad de veces de niño, de muchacho y de
joven) y no sentía emoción alguna; por el contrario, pensaba que aquella plaza llana,
por encima de cuyos tejados sobresale la torre del ayuntamiento (semejante a un
soldado con un antiguo casco), tiene el aspecto del patio de un cuartel y que el pasado
militar de esta ciudad morava, que sirvió en tiempos de bastión contra los ataques de
húngaros y turcos, había marcado en su rostro un rasgo de fealdad irrevocable.
Después de tantos años, no había nada que me atrajera hacia mi lugar de
nacimiento; me dije que había perdido todo interés por él y me pareció natural: hace
ya quince años que no vivo aquí, no me queda en este sitio más que un par de amigos
o conocidos (y aun a esos trato de evitarlos) y a mi madre la tengo aquí enterrada en
una tumba ajena, de la que no cuido. Pero me engañaba: lo que llamaba desinterés era
en realidad rencor; sus motivos se me escapaban, porque en mi ciudad natal me
habían ocurrido cosas buenas y malas, como en todas las demás ciudades, pero el
rencor estaba presente; había tomado conciencia de él precisamente en relación con
este viaje; el objetivo que perseguía lo hubiera podido lograr, al fin de cuentas,
también en Praga, pero me había empezado a atraer irresistiblemente la posibilidad
que se me ofrecía de llevarlo a cabo en mi ciudad natal, precisamente porque era un
objetivo cínico y bajo, que burlonamente me liberaba de la sospecha de que el motivo
de mi regreso pudiera ser la emoción sentimental por el tiempo perdido.
Le eché otra mirada cáustica a la fea plaza y después le di la espalda y me
encaminé al hotel en el que tenía reservada mi habitación. El portero me entregó una
llave con una bola de madera y me dijo: «segunda planta». La habitación era de lo
más vulgar: junto a la pared una cama, en el medio una mesa pequeña con una sola
silla, junto a la cama un aparatoso tocador de madera de caoba con un espejo y junto
a la puerta un lavabo pequeñísimo y descascarillado.
Coloqué la cartera sobre la mesa y abrí la ventana: la vista daba al patio interior y
a unas casas, que le mostraban al hotel sus espaldas desnudas y sucias. Cerré la
ventana, corrí las cortinas y me dirigí hacia el lavabo que tenía dos grifos, uno con
una señal roja y el otro azul; los probé y de los dos salía agua fría. Me fijé en la mesa;
no estaba mal del todo, una botella con dos vasos cabría perfectamente, pero lo malo
era que a la mesa no se podía sentar más que una persona, porque en la habitación no
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había más sillas. Arrimé la mesa a la cama e hice la prueba de sentarme en ella, pero
la cama era demasiado baja y la mesa demasiado alta; además la cama se hundió
tanto que en seguida me di cuenta de que no sólo era difícil que sirviera para sentarse,
sino que incluso sus funciones propias de cama sería dudoso que las cumpliera. Me
apoyé en ella con los puños; después me acosté levantando cuidadosamente los
zapatos para no manchar la sábana y la colcha. La cama se hundió bajo el peso de mi
cuerpo y yo estaba allí acostado como en una hamaca colgante: era imposible
imaginarse que en aquella cama se acostara alguien más junto a mí.
Me senté en la silla mirando las cortinas que filtraban la luz y me puse a pensar.
En aquel momento se oyeron pasos y voces en el pasillo; eran dos personas, un
hombre y una mujer, estaban hablando y se entendía cada una de sus palabras:
hablaban de un tal Pedro que se había ido de casa y de una tal tía Clara que es tonta y
malcría al niño; después se oyó el ruido de la llave al abrir la puerta, la puerta que se
abría y las voces que continuaban en la habitación contigua; se oían los suspiros de la
mujer (¡se oía hasta un simple suspiro!) y la declaración del hombre de que por fin le
iba a decir cuatro cosas a Clara.
Me levanté y ya estaba decidido; me lavé las manos en el lavabo, me las sequé en
la toalla y salí del hotel, aunque al principio no sabía exactamente adónde iba a ir. Lo
único que sabía era que si no quería poner en peligro el éxito de todo mi viaje (un
viaje sumamente largo y fatigoso) sólo porque la habitación del hotel no fuese
adecuada, me vería en la obligación, aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo, de
dirigirme a alguno de mis amigos de aquí con una petición confidencial. Pasé
rápidamente revista a todos los viejos rostros de mi juventud, pero los deseché
inmediatamente por el simple hecho de que el carácter confidencial del servicio
solicitado me obligaría a un trabajoso tendido de puentes a través de los largos años
durante los cuales no los había visto, y eso sí que ya no tenía ganas de hacerlo. Pero
después me acordé de que probablemente vivía aquí una persona a la que años atrás
yo le había conseguido un puesto de trabajo en esta ciudad y que estaría muy contenta
si tuviera la oportunidad de pagarme aquel favor. Era un hombre extraño,
escrupulosamente ético, pero al mismo tiempo curiosamente intranquilo e
inconstante, cuya mujer se había divorciado de él, por lo que yo sé, sencillamente
porque vivía en cualquier sitio menos con ella y con su hijo. Ahora lo único que me
preocupaba era que no se me hubiera vuelto a casar, porque eso hubiese hecho más
difícil que accediese a mi petición, y fui rápidamente a buscarlo al hospital.
El hospital de esta ciudad es una serie de edificios y pabellones desperdigados en
un amplio jardín; entré en la pequeña cabina que está junto a la puerta principal y le
pedí al portero que me pusiera con virología; me acercó el teléfono hasta el borde de
la mesa y dijo: «cero dos». Marqué por lo tanto el cero dos y me enteré de que el
doctor Kostka acababa de salir hacía unos segundos y que estaba en camino hacia la
puerta. Me senté en un banco cerca de la salida, de modo que no pudiera pasar sin
que yo lo viera y me dediqué a observar a los hombres que vagaban por aquí con sus
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delantales a rayas azules y blancas, y entonces lo vi: pensativo, alto, delgado, con una
cierta fealdad simpática, sí, era él. Me levanté del banco y fui directamente hacia él,
como si pretendiera provocar un choque; me miró enfadado, pero en seguida me
reconoció y extendió los brazos. Me pareció que su sorpresa era casi feliz y el modo
espontáneo con que me saludó, me produjo placer.
Le expliqué que había llegado hacía menos de una hora para resolver una cuestión
sin importancia que me retendría aquí unos dos días y él manifestó inmediatamente
su sorpresa y su agrado porque lo hubiera ido a ver antes que a nadie. De repente me
sentí molesto por no haberlo venido a ver desinteresadamente, sin otro motivo que el
de estar con él, y porque hasta la pregunta que le estaba haciendo (le preguntaba
jovialmente si se había vuelto a casar) no hacía más que simular un interés verdadero,
pero era en realidad fríamente calculadora. Me dijo (para mi satisfacción) que seguía
solo. Yo afirmé que teníamos mucho que contarnos. Estuvo de acuerdo y lamentó no
tener, por desgracia, apenas algo más de una hora, porque debía regresar al hospital y
por la noche salía fuera de la ciudad en autobús. «¿Ya no vive aquí?», me horroricé.
Me aseguró que sí vivía, que tenía un apartamento en un edificio nuevo, pero que «no
es bueno que el hombre esté solo». Resultó que Kostka tenía en otra ciudad, a veinte
kilómetros de aquí, una novia, que era maestra y hasta tenía un piso con dos
habitaciones. «¿Piensa ir a vivir con ella?», le pregunté. Me dijo que le sería difícil
conseguir en otra ciudad un trabajo tan interesante como el que yo le había ayudado a
encontrar y que, por otra parte, a su novia le sería muy complicado obtener una plaza
aquí. Empecé a maldecir (con bastante sinceridad) la torpeza de la burocracia que no
es capaz de hacer posible que un hombre y una mujer vivan juntos. «Tranquilícese
Ludvik», me dijo en un tono amable y comprensivo, «la cosa no resulta tan
insoportable. Gasto algo de tiempo y dinero en viajar pero conservo mí soledad y soy
libre». «¿Para qué necesita usted tanta libertad?», le pregunté. «¿Para qué la necesita
usted?», me devolvió la pregunta. «Yo soy un mujeriego», le contesté. «Yo no
necesito la libertad por causa de las mujeres, la quiero para mí mismo», dijo y
continuó: «Vayamos un rato a casa, antes de que tenga que volver al hospital». Era
precisamente lo que yo deseaba.
Salimos del hospital y pronto llegamos a un grupo de edificios nuevos que
emergían sin la menor armonía, unos junto a otros, de un terreno accidentado y
polvoriento (sin césped, sin aceras, sin carretera) y formaban al final de la ciudad un
triste escenario que lindaba con la llanura vacía de los campos lejanos. Entramos por
una puerta, subimos por una escalera estrecha, el ascensor no funcionaba y nos
detuvimos en la tercera planta, donde me encontré con el nombre de Kostka en una
de las puertas. Cuando pasamos de la antesala a la habitación quedé completamente
satisfecho: en la esquina había un sofá-cama amplio y cómodo; además del sofá-cama
había una mesita, un sillón, una biblioteca grande, un tocadiscos y una radio.
Le elogié a Kostka su habitación y le pregunté cómo era el cuarto de baño. «No es
nada del otro mundo», dijo, contento por el interés que yo demostraba, y me invitó a
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pasar a la antesala, donde estaba la puerta de un cuarto de baño pequeño, pero
bastante confortable, con su bañera, su ducha y su lavabo. «Al ver este hermoso
apartamento suyo se me ocurre algo», dije. «¿Qué hará mañana por la tarde y por la
noche?» «Por desgracia», se disculpó con tono de pena, «tengo muchas horas de
guardia y no regresaré hasta las siete. ¿No estará libre por la noche?» «Creo que por
la noche estaré libre», respondí, «pero antes ¿no podría prestarme el apartamento
durante la tarde?».
Se quedó sorprendido por mi pregunta, pero en seguida (como si temiera dar la
impresión de que no lo hacía de buena gana) me dijo: «Encantado de compartirlo con
usted». Y continuó, como si estuviese haciendo todo lo posible para no enterarse de
los motivos de mi petición: «Si tiene problemas de alojamiento puede quedarse a
dormir hoy mismo, porque yo no regresaré hasta mañana por la mañana, y en realidad
por la mañana tampoco, porque iré directamente al hospital». «No, no hace ninguna
falta. Tengo una habitación en el hotel. Pero es bastante desagradable y mañana por la
tarde necesitaría estar en un sitio agradable. Claro que no pretendo estar solo».
«Claro», dijo Kostka agachando levemente la cabeza, «ya me lo imaginaba».
Después de un momento afirmó: «Estoy encantado de poder ofrecerle algo bueno». Y
luego añadió: «Si es que de verdad le resulta bueno».
Después nos sentamos a la mesa (Kostka hizo un café) y estuvimos un rato
charlando (me senté en el sofá-cama y comprobé con satisfacción que era firme y no
se hundía ni chirriaba). Luego Kostka dijo que iba a tener que volver al hospital y por
eso me introdujo rápidamente en algunos de los secretos de la casa: hay que cerrar
con fuerza el grifo de la bañera, el agua caliente, en contra de lo habitual, sale por el
grifo que lleva la letra F, el enchufe para el tocadiscos está detrás del sofá y en el
armario hay una botella de vodka casi entera. Después me dio un llavero con dos
llaves y me enseñó cuál era la de la puerta de calle y cuál la del piso. A lo largo de mi
vida he dormido en muchas camas distintas y me he creado un culto especial por las
llaves, de modo que las llaves de Kostka me las metí en el bolsillo con un silencioso
sentimiento de alegría.
Cuando ya se iba, Kostka manifestó su deseo de que su apartamento me trajera
«algo verdaderamente bello». «Sí», le dije, «me permitirá llevar a cabo una bella
destrucción». «¿Usted cree que las destrucciones pueden ser bellas?», dijo Kostka, y
yo me reí para mis adentros porque en esta pregunta (formulada con moderación pero
pensada con ánimo de combate) lo reconocía tal como era cuando lo conocí hace más
de quince años. Lo apreciaba y al mismo tiempo me daba un poco de risa y por eso le
contesté: «Ya sé que es usted un obrero callado que trabaja en la eterna obra de Dios
y que no le gusta oír hablar de destrucciones, pero qué le voy a hacer: yo no soy un
albañil de Dios. Por lo demás si las construcciones que hacen los albañiles de Dios
tienen paredes de verdad, es difícil que nuestras destrucciones puedan hacerles el
menor daño. Pero me da la impresión de que en lugar de paredes lo que veo por todas
partes son simples decorados. Y la destrucción de los decorados es algo
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completamente justo».
Ya estábamos otra vez en el mismo punto en el que nos habíamos separado la
última vez (hace unos nueve años); nuestra discusión tenía esta vez un aspecto muy
abstracto, porque sabíamos bien cuál era su fundamento concreto y no teníamos
necesidad de repetirlo; lo único que necesitábamos repetir era que no habíamos
cambiado, que seguíamos sin parecernos el uno al otro (tengo que reconocer que esa
falta de parecido era una de las cosas que me gustaban de Kostka y por eso me
gustaba discutir con él, porque me permitía volver a poner en evidencia quién era en
realidad yo mismo y qué era lo que pensaba). Para que no me quedaran dudas sobre
mí mismo, me respondió: «Eso suena muy bien. Pero dígame una cosa: ¿Si es usted
tan escéptico, de dónde saca esa seguridad a la hora de diferenciar las paredes y los
decorados? ¿No ha puesto nunca en duda que las ilusiones de las que se ríe sean sólo
ilusiones? ¿Qué ocurriría si se equivocase? ¿Si se tratara de valores y usted fuera un
destructor de valores?». Y después dijo: «Un valor vulnerado y una ilusión
desenmascarada suelen tener el cuerpo igual de mortificado, se parecen, y no hay
nada más fácil que confundirlos».
Acompañé a Kostka de regreso al hospital, atravesando la ciudad. Jugaba con las
llaves en el bolsillo y me sentía a gusto en compañía de un viejo amigo que era capaz
de tratar de convencerme de que tenía razón en cualquier momento y en cualquier
lugar, por ejemplo ahora, por el camino que atraviesa la accidentada superficie del
barrio nuevo. Claro que Kostka sabía que aún nos quedaba toda la noche del día de
mañana y por eso, al cabo de un rato, pasó de la filosofía a las preocupaciones
corrientes, se aseguró una vez más de que le iba a estar esperando en su casa cuando
regresase a las siete de la tarde (no tiene más llaves que las que me dejó) y me
preguntó si de verdad no necesitaba nada más. Me llevé la mano a la cara y le dije
que lo único que necesitaría sería ir al barbero, porque ya me hacía falta afeitarme.
«Estupendo», dijo Kostka, «me encargaré de conseguirle un afeitado de primera».
No puse obstáculos a los cuidados de Kostka y me dejé conducir hasta una
pequeña barbería, donde frente a tres espejos se erguían tres grandes sillones
giratorios y en dos de ellos había dos hombres sentados con la cabeza echada hacia
atrás y jabón de afeitar en la cara. Dos mujeres con delantal se inclinaban sobre ellos.
Kostka se acercó a una de ellas y le susurró algo. La mujer limpió la navaja con un
paño y llamó a alguien que estaba en la parte trasera del local: apareció una chica con
un delantal blanco que se hizo cargo del señor que había quedado abandonado en el
sillón, mientras que la mujer con la que había hablado Kostka me saludó con una
inclinación de cabeza y me indicó con la mano que me sentase en el sillón vacío. Le
di la mano a Kostka en señal de despedida y me senté, apoyé la cabeza hacia atrás en
el reposacabezas y dado que después de tantos años de vida no me agrada mirar mi
propia cara, evité el espejo que estaba enfrente, levanté la vista y la dejé vagar por las
manchas del techo blanco.
Mantuve la vista en el techo aun cuando sentí en el cuello los dedos de la
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peluquera que me metían por detrás del cuello de la camisa un delantal blanco. Luego
la peluquera se alejó y yo ya no oí más que el movimiento de la navaja sobre el cuero
mientras la afilaba y permanecí en una especie de gozosa inmovilidad llena de una
agradable indiferencia. Al cabo de un rato sentí en la cara unos dedos húmedos y
resbaladizos que extendían por mi piel la crema y me di cuenta de una cosa rara y
ridícula, de que una mujer extraña, que no me importaba nada y a la que nada le
importaba yo, me acariciaba con ternura. Y en ese momento me imaginé (porque las
ideas no dejan de jugar ni en los momentos de descanso) que era una víctima
indefensa y que estaba a merced de la mujer que había afilado la navaja. Y como mi
cuerpo se diluía en el espacio y sólo sentía la cara a la que tocaban los dedos, me
imaginé con facilidad que sus tiernas manos sostenían (acariciaban, movían) mi
cabeza, como si no la considerasen unida al cuerpo, sino sola en sí misma, de modo
que la afilada navaja, que esperaba en la mesilla, iba a poder coronar aquella hermosa
autonomía de la cabeza.
Luego se interrumpió el contacto de los dedos y oí que la peluquera se alejaba,
que ahora sí de verdad cogía la navaja y en ese momento me dije (porque las ideas
continuaban con sus juegos) que tenía que ver cuál era el aspecto de la que mantenía
(la que alzaba) mi cabeza, de mi tierno asesino. Despegué la vista del techo y miré al
espejo. Y entonces me quedé asombrado: el juego con el que me había estado
divirtiendo adquirió de repente rasgos extrañamente reales; y es que me pareció que a
la mujer que se inclinaba hacia mí en el espejo, la conocía.
Con una mano sostenía el lóbulo de mi oreja, con la otra raspaba cuidadosamente
el jabón de mi cara; pero entonces, al mirarla, la identidad que hace un momento
acababa de comprobar con asombro, empezó a disolverse y a perderse lentamente.
Luego se inclinó sobre el lavabo, con dos dedos quitó la espuma de la navaja, se
irguió y cambió suavemente la posición del sillón; en ese momento se encontraron
por un momento nuestras miradas ¡y a mí me volvió a parecer que era ella! Seguro, la
cara es bastante distinta, como si perteneciera a su hermana mayor, grisácea,
marchita, un tanto hundida ¡pero si hace quince años que nos hemos visto por última
vez! A lo largo de esos años el tiempo ha impreso sobre su rostro verdadero una
máscara falsa, pero por suerte la máscara tiene dos orificios a través de los cuales
pueden volver a mirarme sus reales y verdaderos ojos, tal como los conocí.
Pero luego las pistas volvieron a complicarse: un nuevo cliente entró en la tienda,
se sentó en una silla detrás de mí a esperar que le llegase el turno; al poco tiempo se
dirigió a mi peluquera; le dijo algo acerca de lo agradable que era el verano y de la
piscina que se estaba construyendo en las afueras de la ciudad; la peluquera le
respondió (le presté más atención a su voz que a las palabras, que por lo demás no
tenían especial interés) y comprobé que no reconocía aquella voz; sonaba con
naturalidad, descuidada, sin angustia, casi burda, era una voz completamente ajena.
Ahora me estaba lavando la cara, apretaba las palmas de las manos contra mi cara
y yo (a pesar de la voz) empecé de nuevo a creer que era ella, que después de quince
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años volvía a sentir sus manos en mi cara, que me acariciaba una vez más, que me
acariciaba prolongada y tiernamente (me olvidé por completo de que no me estaba
acariciando sino lavando); mientras tanto su voz extraña seguía respondiendo algo al
charlatán, pero yo no quería creerle a la voz, quería creerle mejor a las manos, quería
reconocerla por las manos; intentaba averiguar, según la amabilidad con que me
tocaba, si era ella y si me había reconocido.
Luego cogió la toalla y me secó la cara. El charlatán se estaba riendo de un chiste
que él mismo había contado y yo me di cuenta de que mi peluquera no se reía y de
que probablemente no prestaba demasiada atención a lo que él le decía. Aquello me
excitó porque vi en ello una prueba de que me había reconocido y estaba
interiormente emocionada. Estaba decidido a hablarle en cuanto me levantase del
sillón. Me quitó el delantal del cuello. Me levanté. Saqué del bolsillo un billete de
cinco coronas. Esperé a que nuestras miradas se volviesen a encontrar para llamarla
por su nombre de pila (el hombre aquel seguía hablando y hablando), pero ella tenía
la cabeza vuelta sin prestarme atención, las cinco coronas las cogió rápidamente con
toda naturalidad y de repente me sentí como un loco que da crédito a apariciones
engañosas y no tuve el valor suficiente para hablarle.
Con una extraña insatisfacción salí del local; lo único que sabía era que no sabía
nada y que es una gran grosería el perder la seguridad sobre la identidad de una cara
a la que una vez se amó tanto.
Me fui con prisa hacia el hotel (por el camino vi en la acera de enfrente a un viejo
amigo de la juventud, Jaroslav, que dirige una orquesta folklórica, pero, como si
huyese del ruido insistente de la música, aparté rápidamente la mirada) y desde el
hotel le llamé a Kostka por teléfono; aún estaba en el hospital.
«¿Por favor, esa peluquera con la que me dejó, se llama Lucie Sebetkova?».
«Ahora se llama de otra manera, pero es ella. ¿De dónde la conoce?», dijo Kostka.
«De hace muchísimo tiempo», respondí y ya ni siquiera bajé a cenar, salí del hotel
(ya se estaba haciendo de noche), fui a deambular por la ciudad.
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SEGUNDA PARTE
HELENA
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HOY ME VOY A ACOSTAR TEMPRANO, no sé si me dormiré, pero me voy a acostar
temprano. Pavel se fue por la tarde a Bratislava, yo mañana por la mañana temprano
tomo el avión para Brno y después el autobús, Zdenicka se quedará dos días sola en
casa, no creo que le importe, no le interesa demasiado nuestra compañía, es decir, no
le interesa mi compañía, a Pavel lo adora, Pavel es el primer hombre al que admira, él
sabe cómo tratarla, igual que lo ha sabido hacer con todas las mujeres, conmigo
también sabía cómo hacerlo y lo sigue sabiendo, esta semana se ha vuelto a portar
conmigo como hace tiempo, me hizo una caricia y me prometió que pasaría a
recogerme por el sur de Moravia cuando regrese de Bratislava, según parece tenemos
que volver a hablar, quizás se ha dado cuenta de que esto no puede seguir así, quizás
quiere que volvamos a estar como antes, ¿pero por qué no se ha dado cuenta hasta
ahora, después de conocer yo a Ludvik? Todo esto me angustia, pero no debo estar
triste, no debo, que la tristeza no vaya unida a mi nombre, esa frase de Fucik es mi
consigna, ni cuando lo torturaron, ni en la horca, Fucik nunca estuvo triste, y no me
importa que la alegría haya pasado de moda, a lo mejor soy una idiota, pero los otros
también son unos idiotas, con esa moda suya del escepticismo, no tengo ningún
motivo para cambiar mi idiotez por la de ellos, no quiero que mi vida se parta por la
mitad, quiero que sea una sola vida, una sola desde el principio hasta el final, y por
eso me gusta tanto Ludvik, porque cuando estoy con él no tengo que cambiar mis
ideales ni mis gustos, es una persona corriente, sencilla, alegre, clara, y eso es lo que
yo amo, lo que siempre he amado.
No me da vergüenza ser como soy, no puedo ser diferente de como he sido
siempre, hasta los dieciocho no conocí más que el ordenado hogar de unos
ciudadanos ordenados y el estudio y más estudio, de la vida real me separaba una
muralla, cuando en el cuarenta y nueve vine a Praga, fue como un milagro, una
felicidad que nunca podré olvidar, y por eso a Pavel nunca lo podré borrar de mi vida,
aunque ya no lo ame, aunque me haya hecho daño, Pavel es mi juventud, Praga, la
facultad, la residencia de estudiantes, y sobre todo el grupo de cantos y danzas, hoy
ya nadie sabe lo que aquello fue para nosotros, allí conocí a Pavel, él era tenor y yo
soprano, actuábamos en cientos de conciertos y fiestas, cantábamos canciones
soviéticas y nuestras canciones revolucionarias y, por supuesto, nuestras canciones
populares, ésas eran las que más nos gustaba cantar, y las canciones moravas me
gustaron tanto que se convirtieron en el leitmotiv de mi vida.
Y hoy ya no le podría contar a nadie cómo empezó mi relación con Pavel, porque
parece una historia sacada de un libro, era el aniversario de la Liberación y en la
Plaza de la Ciudad Vieja había una gran manifestación, nuestro grupo también estaba,
íbamos juntos a todas partes, un grupito de gente rodeado por decenas de miles, y en
la tribuna había dirigentes de nuestro país y del extranjero, hubo muchos discursos y
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muchos aplausos y luego se acercó al micrófono también Togliatti y pronunció un
breve discurso en italiano y la plaza respondió como siempre gritando, aplaudiendo,
coreando consignas. Por casualidad, entre toda esa multitud, Pavel estaba a mi lado y
yo le oí decir algo en medio del griterío, algo distinto, algo suyo, miré su boca y
comprendí que estaba cantando, más bien gritaba que cantaba, quería que lo
oyésemos y nos sumáramos a él, cantaba una canción revolucionaria italiana que
estaba en nuestro repertorio y era entonces muy popular, Avanti popolo, a la riscossa,
bandiera rossa, bandiera rossa…
Eso era típico en él, nunca le bastó incidir sobre las ideas, siempre quiso llegar a
los sentimientos de la gente, me pareció que era precioso saludar en una plaza de
Praga a un líder obrero italiano con una canción revolucionaria italiana, yo quería que
Togliatti estuviese tan emocionado como yo lo estaba ya de antemano, y por eso me
sumé con todas mis fuerzas a la canción de Pavel, y se sumaron muchos más, poco a
poco se fue sumando todo el grupo, pero el griterío en la plaza era terriblemente
fuerte y nosotros éramos un puñado, nosotros éramos cincuenta y ellos por lo menos
cincuenta mil, era una superioridad espantosa, era una lucha desesperada, durante
toda la primera estrofa pensamos que sucumbiríamos, que nadie oiría nuestro canto,
pero luego se produjo un milagro, poco a poco se nos fueron uniendo más y más
voces, la gente empezó a entender y la canción lentamente se fue desprendiendo del
enorme ruido de la plaza como una mariposa de un inmenso capullo de gritos. Al
final aquella mariposa, aquella canción, llegó volando hasta la tribuna y nosotros
estábamos pendientes de la cara de aquel italiano con el pelo canoso y estábamos
felices al ver que respondía a la canción moviendo una mano y yo hasta estaba
segura, aunque no lo podía distinguir a tanta distancia, que veía lágrimas en sus ojos.
Y con el entusiasmo y la emoción, no sabría decir cómo, de repente cogí a Pavel
de la mano y Pavel me devolvió el apretón, y cuando la plaza se calló y se acercó otra
persona al micrófono, tenía miedo de que me soltara la mano, pero no la soltó,
seguimos cogidos de la mano hasta el fin de la manifestación y después tampoco nos
soltamos, la multitud se disolvió y nosotros paseamos varias horas por Praga, por la
ciudad florecida.
Siete años más tarde, cuando Zdenicka ya tenía cinco años, eso no lo olvidaré
nunca, me dijo, no nos hemos casado por amor sino por disciplina de partido, yo sé
que lo dijo en medio de una pelea, que era mentira, Pavel se casó conmigo por amor y
fue más tarde cuando cambió, pero igual es horrible que me lo haya podido decir, si
era él quien decía siempre que el amor de hoy es distinto, que no es un amor que huya
de la gente, sino que nos fortalece en la lucha, y así era como lo vivíamos, a mediodía
no teníamos ni tiempo para almorzar, comíamos en el secretariado de la Unión de
Juventudes dos panecillos y después a lo mejor no nos veíamos en todo el día, yo
esperaba a Pavel hasta la medianoche, cuando volvía de interminables reuniones de
seis o de ocho horas, en mi tiempo libre le pasaba a máquina las charlas que tenía que
dar en toda clase de conferencias y cursillos, y le importaban muchísimo, eso sólo lo
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sé yo, lo que le importaba el éxito de sus intervenciones políticas, en sus discursos
repetía cientos de veces que el hombre nuevo se diferencia del viejo porque supera en
su vida la contradicción entre lo público y lo privado, y de repente, al cabo de unos
años, me echa en cara que los camaradas no respetaron aquella vez su intimidad.
Ya hacía dos años que salíamos juntos y yo ya estaba un poco impaciente, eso no
tiene nada de particular, ninguna mujer se conforma con una simple amistad de
estudiantes, Pavel se conformaba, se acostumbró a la comodidad de no tener ningún
compromiso, en cada hombre hay algo de egoísmo y es la mujer la que tiene que
defenderse a sí misma y a su misión femenina, por desgracia esto Pavel no lo
entendía tan bien como los camaradas del grupo, sobre todo algunas de mis amigas
que se pusieron de acuerdo y al final convocaron a Pavel a una reunión del comité, no
sé lo que le habrán dicho, nunca hemos hablado de eso, pero seguro que no se
anduvieron con rodeos, porque entonces la moralidad era muy estricta, un poco
exagerada, pero quién sabe si no es mejor exagerar la moralidad que la inmoralidad,
como ahora. Pavel hizo todo lo posible por no verme durante mucho tiempo, yo
pensaba que lo había estropeado todo, estaba desesperada, quería suicidarme, pero
por fin vino a verme, a mí me temblaban las piernas, me pidió que lo perdonase y me
regaló un colgante con una reproducción del Kremlin, es mi recuerdo más preciado,
no me lo quito nunca, no es sólo un recuerdo de Pavel, es mucho más, y me eché a
llorar de felicidad y a los catorce días fue la boda y vino todo el grupo, duró casi
veinticuatro horas, se cantó y se bailó y yo le dije a Pavel que si nosotros dos nos
traicionásemos traicionaríamos a todos los que festejaban la boda con nosotros,
traicionaríamos a la manifestación de la Plaza de la Ciudad Vieja y a Togliatti, ahora
me dan ganas de reír cuando pienso en todo lo que hemos traicionado realmente…
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Estoy pensando en lo que me voy a poner mañana, probablemente el suéter rosado y
el impermeable, que es lo que me hace mejor figura, ya no estoy muy delgada, pero
bueno, a cambio de las arrugas puedo tener otros encantos que no tiene una chica
joven, el encanto de la vida vivida, para Jindra seguro que sí, pobrecito, aún lo estoy
viendo, lo decepcionado que estaba de que yo volase por la mañana y él fuera solo en
el coche, está feliz siempre que puede ir conmigo, le gusta hacerme demostración de
su madurez, a sus diecinueve años, conmigo iría seguramente a ciento treinta para
que lo admirara, un chiquillo feíto, por lo demás es bastante bueno como técnico y
como chófer, a los redactores les gusta ir con él cuando tienen que hacer pequeños
reportajes fuera, y además qué pasa, es agradable saber que hay alguien a quien le
gusta verme, hace ya unos años que no me quieren demasiado en la radio, dicen que
me dedico a fastidiar a la gente, que soy una fanática, una dogmática, la bestia del
partido y yo qué sé cuántas cosas más, pero yo nunca me voy a avergonzar por querer
al partido y por dedicarle todo mi tiempo libre. Además, ¿qué otra cosa me ha
quedado en la vida? Pavel tiene otras mujeres, ya ni siquiera me ocupo de averiguar
quiénes son, mi hija adora a su padre, mi trabajo es desconsoladoramente monótono
desde hace diez años, reportajes, entrevistas, siempre sobre los mismos planes
quinquenales, establos y ordeñadoras, en casa siempre la misma falta de perspectivas,
únicamente el partido no me ha hecho nunca ningún daño ni yo se lo he hecho a él, ni
siquiera en aquellos momentos en que casi todos querían abandonarlo, cuando en el
cincuenta y seis se descubrieron los crímenes de Stalin, la gente se enloqueció,
escupían sobre todo, que si nuestra prensa miente, que si el comercio nacionalizado
no funciona, que si la cultura está en decadencia, que si no había que haber creado las
cooperativas en los pueblos, que si la Unión Soviética es el país de la sumisión y lo
peor era que así hablaban hasta los comunistas en sus propias reuniones, hasta Pavel
hablaba así, y todos volvían a aplaudirle, a Pavel siempre le aplaudieron, desde la
infancia le aplauden, hijo único, su madre duerme con una fotografía suya en la cama,
niño prodigio pero hombre mediocre, no fuma, no bebe, pero sin aplausos no sabe
vivir, ése es su alcohol y su nicotina, así que volvió a disfrutar de que otra vez podía
llegar al corazón de la gente, hablaba de los horribles crímenes judiciales con una
emoción tal que la gente estaba a punto de llorar, yo sentía cómo estaba de feliz en su
indignación y lo odiaba.
Por suerte, el partido les dio un buen palo a los histéricos, se callaron, también se
calló Pavel, su puesto de profesor universitario de marxismo era demasiado cómodo
como para arriesgarse, pero algo quedó en el ambiente, la semilla de la apatía, de la
desconfianza, de la duda, una semilla que iba creciendo en silencio y en secreto, yo
no sabía qué hacer para impedirlo y lo único que hice fue acercarme aún más al
partido, como si el partido fuera un ser vivo, puedo hablar con él con absoluta
confianza, ahora que no tengo nada de qué hablar con nadie, los demás tampoco me
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quieren demasiado, ya se vio cuando tuvimos que resolver aquella historia tan
desagradable, uno de nuestros redactores, un hombre casado, estaba liado con una de
nuestro personal técnico, una chica joven soltera, irresponsable y cínica, y la mujer
del redactor vino desesperada a pedirle ayuda a nuestro comité, discutimos el caso
durante muchas horas, llamamos uno por uno a la mujer, a la chica y como testigos a
los compañeros de trabajo, intentamos analizar el problema desde todos los puntos de
vista y ser justos, al redactor se le impuso una amonestación de la organización del
partido, a la chica se le llamó la atención y los dos tuvieron que prometer ante el
comité que se iban a separar. Pero las palabras no son más que palabras, lo dijeron
sólo para calmarnos y se siguieron viendo, pero la mentira termina por descubrirse,
en seguida nos enteramos y yo propuse la solución más drástica, pedí que al redactor
se lo expulsara del partido por engañar y estafar conscientemente al partido, qué clase
de comunista es si le miente al partido, yo odio la mentira, pero mi propuesta no fue
aceptada, al redactor le pusieron nada más que una amonestación pero la chica, en
cambio, tuvo que dejar la radio.
Aquella vez se vengaron de mí a conciencia, me convirtieron en un monstruo, en
una bestia, una campaña en toda la regla, empezaron a espiar mi vida privada, ése era
mi talón de Aquiles, una mujer no puede vivir sin sentimientos, si no no sería una
mujer, por qué iba a negarlo, he buscado el amor en otra parte ya que no lo tenía en
mi hogar, además fue una búsqueda inútil, y me lo sacaron a relucir en una reunión,
que si soy una hipócrita, que si persigo a los demás porque destruyen un matrimonio,
que si los quiero expulsar, echarlos, destruirlos, y yo misma le soy infiel a mi marido
siempre que puedo, eso es lo que dijeron en la reunión, pero cuando yo no estaba lo
decían aún peor, que si en público soy una monja y en privado una furcia, como si no
pudieran comprender que precisamente porque sé lo que es un matrimonio
desgraciado, por eso mismo soy dura con los demás, no porque los odie, sino por
amor, por amor al amor, por amor a sus hogares, a sus hijos, porque les quiero ayudar
¡si yo también tengo una hija y un hogar y tengo miedo a perderlos!
Y qué, a lo mejor tienen razón, a lo mejor es cierto que soy una mujer mala y a la
gente hay que darle libertad y nadie tiene derecho a entrometerse en su vida privada,
es posible que todo este mundo nuestro lo hayamos hecho mal y que yo sea de verdad
un asqueroso comisario que se mete en lo que no le importa, pero yo soy así y no
puedo actuar en contra de mis sentimientos, ahora ya es tarde, yo siempre he creído
que el ser humano es indivisible, sólo los burgueses están hipócritamente divididos en
un ser público y un ser privado, ésa es mi fe y por ella me he guiado siempre, aquella
vez también.
Y a lo mejor he sido mala, no hace falta que me torturen para que lo reconozca,
no soporto a esas jovencitas, esas golfas, jóvenes salvajes, no tienen ni una gota de
solidaridad con una mujer mayor, ya cumplirán los treinta y los treinta y cinco y los
cuarenta, que no me digan que lo quería, qué sabe ésa lo que es el amor, se acuesta
con cualquiera a la primera vez, no tiene ningún reparo, no tiene vergüenza, me
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indigna profundamente cuando alguien me compara con una chica de ésas sólo
porque estando casada he tenido relaciones con otros hombres. Pero yo siempre he
buscado el amor y si me he equivocado y no lo he encontrado allí donde lo estaba
buscando, me he dado la vuelta con el estómago revuelto y me he ido, me he ido a
otra parte, aunque sé lo fácil que sería olvidar los sueños juveniles sobre el amor,
olvidarlos, cruzar la frontera y encontrarse en el reino de la extraña libertad, donde no
existe la vergüenza, ni los reparos, ni la moral, en el reino de la extraña y asquerosa
libertad, donde todo está permitido, donde basta con escuchar cómo dentro de uno se
agita el sexo, ese animal.
Y también sé que si cruzase esa frontera dejaría de ser yo misma, me convertiría
en otra persona y no sé en quién, y eso me da horror, ese horrible cambio, y por eso
busco el amor, busco desesperadamente un amor en el que pueda seguir siendo como
soy, con mis viejos sueños y mis ideales, porque yo no quiero que mi vida se parta
por la mitad, quiero que se quede entera desde el comienzo hasta el final, y por eso
me quedé tan fascinada cuando te conocí, Ludvik, Ludvik…
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En realidad la primera vez que entré en su despacho me hizo muchísima gracia, ni
siquiera me interesó demasiado, empecé a hablar sin ninguna timidez, a explicarle el
tipo de información que necesitaba, la idea que tenía sobre el programa de radio, pero
cuando empezó a hablar conmigo sentí de repente que me confundía, que me trababa,
que decía tonterías, y él, cuando vio que yo no sabía por dónde salir, llevó la
conversación hacia temas cotidianos, que si estoy casada, que si tengo hijos, adónde
voy a pasar las vacaciones y también dijo que parezco joven, que soy guapa, quería
que se me quitase el miedo, estuvo muy amable, ya he conocido muchos fanfarrones
que no hacen más que jactarse aunque no sepan ni la décima parte de lo que sabe él,
Pavel no hablaría más que de sí mismo, pero eso es precisamente lo que tuvo gracia,
que estuve con él una hora entera y salí sabiendo de su instituto lo mismo que sabía
antes, cuando me puse a escribir el reportaje en casa, no era capaz, pero
probablemente estaba contenta de que no me saliera, al menos tenía una excusa para
llamarle por teléfono y pedirle que leyese lo que había escrito. Nos encontramos en
un café, mi pobre reportaje tenía cuatro páginas, lo leyó, se sonrió muy galante y me
dijo que era estupendo, desde el principio me dio a entender que le interesaba como
mujer y no como redactora, yo no sabía si tomarlo como un cumplido o como una
ofensa, pero estuvo tan amable, nos entendimos, no es ningún intelectual de vivero,
de los que me caen gordos, ha vivido una vida azarosa, hasta trabajó en las minas, yo
le dije que ése era el tipo de gente que me gustaba, pero lo que me dejó más helada es
que es de Moravia, que hasta tocó en una orquesta de música folklórica, no podía dar
crédito a mis oídos, estaba oyendo el leitmotiv de mi vida, estaba viendo venir desde
lejos a mi juventud y me sentía caer en poder de Ludvik. Me preguntó a qué suelo
dedicar mi tiempo, se lo conté y él me dijo, parece como si siguiera oyendo su voz,
medio en broma, medio en tono compasivo, vive usted mal, Helena, y después añadió
que eso hay que cambiarlo, que tengo que empezar a vivir de otra manera, que tengo
que dedicarme un poco más a las alegrías de la vida. Le dije que no tengo nada en
contra de eso, que siempre he sido partidaria de la alegría, que no hay nada que me
sea más antipático que todas esas modas de la tristeza y el spleen, y él me dijo que
eso de que sea partidaria de algo no quiere decir nada, que los partidarios de la alegría
suelen ser de lo más tristes, oh, cuánta razón tiene, tuve ganas de gritar, y después
dijo directamente, sin andarse con vueltas, que iba a venir a buscarme al día siguiente
a las cuatro a la salida de la radio y que saldríamos juntos al campo, a las afueras de
Praga. Yo me defendí diciendo que soy una mujer casada, no puedo ir así sin más con
un hombre al bosque, y Ludvik me contestó en broma que él no es un hombre sino
sólo un científico, pero se puso triste al decirlo ¡se puso triste! Y al verlo me invadió
una sensación amarga por la alegría que me daba que me deseara, y que me deseara
aún más cuando le recordé que estaba casada, porque al decirlo me alejaba de él y lo
que más se desea es lo que se aleja de uno, yo bebía con ansia esa tristeza de su cara y
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en ese momento supe que estaba enamorado de mí.
Y al día siguiente desde un lado se oía el susurro del Moldava y en el lado
contrario se alzaba un bosque empinado, aquello era romántico, me gusta lo
romántico, seguramente me comporté de una forma un poco alocada, es posible que
no fuera lo más adecuado para la madre de una niña de doce años, me reí, salté, lo
cogí de la mano y lo obligué a correr detrás de mí, nos detuvimos, yo oía los latidos
de mi corazón, estábamos cara a cara, muy juntos y Ludvik se inclinó un poquito y
me besó suavemente, en seguida me aparté de su lado y volví a cogerlo de la mano y
volvimos a correr otro poco, tengo un pequeño defecto en el corazón y se me acelera
en cuanto hago el menor esfuerzo, basta con que suba un piso aprisa por las escaleras,
así que en seguida aminoré el paso, la respiración se me fue calmando y de repente
me puse a cantar, muy despacito, los dos primeros tiempos de mi canción preferida
Brilló el sol sobre nuestro jardín…, y cuando intuí que me había entendido, me puse
a cantar en voz alta, no me dio vergüenza, sentí cómo desaparecían los años, las
preocupaciones, las tristezas, los miles de escamas grises, y luego nos sentamos en
una pequeña posada, comimos pan y salchichas, todo era completamente sencillo y
simple, el camarero antipático, el mantel manchado, y sin embargo fue una aventura
maravillosa, le dije a Ludvik ¿a que no sabe que dentro de tres días salgo para
Moravia a hacer un reportaje sobre la Cabalgata de los Reyes? Me preguntó a qué
ciudad iba y cuando le respondí me dijo que había nacido precisamente allí, otra
coincidencia más que me dejó pasmada y Ludvik dijo, me tomaré unos días de
descanso e iré a verla.
Me asusté, me acordé de Pavel y de aquella lucecita de esperanza que me había
encendido, no soy cínica en mi matrimonio, estoy dispuesta a hacer todo lo posible
por salvarlo, aunque sólo sea por Zdenicka, pero para qué mentir, sobre todo por mí
misma, por todo lo que ha pasado, por el recuerdo de mi juventud, pero no tuve
fuerzas para decirle que no a Ludvik, no tuve fuerza y ahora la suerte ya está echada,
Zdenicka duerme y yo tengo miedo y Ludvik ya está en Moravia y mañana me irá a
esperar al autobús.
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TERCERA PARTE
LUDVIK
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SÍ, ME FUI A DAR UN PASEO. Me detuve en el puente sobre el Morava y miré en el
sentido en el que corre el agua. Qué feo es el Morava (un río tan marrón como si por
él corriera barro líquido en vez de agua) y qué desolada es su ribera: una calle
formada por cinco casas de una sola planta, que no están unidas, sino cada una por su
lado, extravagantes y abandonadas; quién sabe si debían haber servido de base para
un malecón ostentoso que nunca llegó a realizarse; dos de ellas tienen cerámicas y
estucados, angelitos y pequeñas escenas que hoy ya están desconchadas: al ángel le
faltan las alas y las escenas están en algunas partes desnudas hasta el ladrillo, de
modo que se hacen ininteligibles. Luego termina la calle de las casas abandonadas y
ya no hay más que los postes metálicos del tendido eléctrico, el césped y en él unas
cuantas ocas a las que se les ha hecho tarde, y luego el campo, un campo sin
horizonte, un campo que no llega a ninguna parte, un campo en el que se pierde el
barro líquido del río Morava.
Las ciudades tienen la propiedad de hacer unas de espejo de las otras y yo en este
escenario (lo conocía desde la infancia y entonces no me decía absolutamente nada)
vi de repente a Ostrava, esa ciudad minera que parece un enorme dormitorio
provisional, lleno de casas abandonadas y de calles que llevan al vacío. Estaba
sorprendido; me encontraba en el puente como una persona expuesta al disparo de
una ametralladora. No quería mirar hacia la calle vacía de las cinco casas solitarias,
porque no quería pensar en Ostrava. Así que me di la vuelta y me puse a andar por la
orilla del río en contra de la corriente.
Por allí pasaba un sendero bordeado a un costado por una tupida hilera de chopos:
un estrecho mirador. A su derecha descendía hasta la superficie del río la ribera
crecida de hierba y yerbajos y más allá del río se veían en la orilla opuesta depósitos,
talleres y patios de pequeñas fábricas; a la izquierda del camino había en primer lugar
un extenso basural y luego el campo abierto, claveteado por las construcciones de
hierro de los postes del tendido eléctrico. Pasé por encima de todo aquello como si
anduviera por una larga pasarela sobre las aguas y si comparo todo ese paisaje a una
amplia extensión de agua es porque me venía de allí una sensación de frío y porque
iba por aquella arboleda como si me pudiera caer de ella. Y mientras tanto me daba
cuenta de que el especial aspecto fantasmagórico del paisaje no era más que una
copia de aquello que no había querido recordar tras el encuentro con Lucie; como si
los recuerdos reprimidos se trasladaran a todo lo que ahora veía alrededor de mí, al
desierto de los campos, los patios y los depósitos, a lo turbio del agua y a aquel frío
omnipresente que le daba una unidad a todo el escenario. Comprendí que no podría
huir de los recuerdos; que estaba rodeado por ellos.
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Acerca de cómo llegué al primer naufragio de mi vida (y por su nada amable
intermedio también a Lucie) no sería difícil hablar en tono ligero e incluso con cierta
gracia: la culpa de todo la tuvo mi desgraciada propensión a las bromas tontas y la
desgraciada incapacidad de Marketa para comprender una broma. Marketa era una de
esas mujeres que se toman todo en serio (esta característica suya la identificaba
plenamente con el mismísimo espíritu de su tiempo) y a las que los hados les han
otorgado la capacidad de creer, como característica principal. Esto no pretende ser un
eufemismo para indicar que fuese tonta; ni mucho menos: tenía suficiente talento y
era lista y además tan joven (estaba en primer curso y tenía diecinueve años) como
para que la ingenua credulidad fuese más bien uno de sus encantos y no uno de sus
defectos, especialmente por estar acompañada por una indudable belleza física. En la
facultad Marketa nos gustaba a todos y, de uno u otro modo, todos intentábamos
conquistarla, lo cual no nos impedía (al menos a algunos de nosotros) hacerla objeto
de chistes ligeros y bienintencionados.
Pero el humor era algo que le caía mal a Marketa y peor aún al espíritu de nuestro
tiempo. Corría el primer año posterior a febrero del cuarenta y ocho; había empezado
una nueva vida, en verdad completamente distinta, y el rostro de esa nueva vida, tal
como se quedó grabado en mis recuerdos, era rígidamente serio, y lo extraño de
aquella seriedad era que no ponía mala cara, sino que tenía aspecto de sonrisa; sí,
aquellos años afirmaban ser los más alegres de todos los años y quienquiera que no se
alegrara era inmediatamente sospechoso de estar entristecido por la victoria de la
clase obrera o (lo cual no era delito menor) de estar individualistamente sumergido en
sus tristezas interiores.
Yo no tenía entonces muchas tristezas interiores, por el contrario, tenía un
considerable sentido del humor, y sin embargo no se puede decir que ante el rostro
alegre de la época tuviera un éxito indiscutible, porque mis chistes eran
excesivamente poco serios, en tanto que la alegría de aquella época no era amante de
la picardía y la ironía, era una alegría, como ya he dicho, seria, que se daba a sí
misma el orgulloso título de «optimismo histórico de la clase triunfante», una alegría
ascética y solemne, sencillamente la Alegría.
Recuerdo que entonces estábamos organizados en la facultad en los llamados
círculos de estudio, que se reunían con frecuencia para llevar a cabo la crítica y la
autocrítica pública de todos sus miembros y elaborar luego sobre esta base la
valoración de cada uno. Como todos los comunistas, yo tenía entonces muchos
cargos (ocupaba un puesto importante en la Unión de Estudiantes Universitarios) y
como tampoco era mal estudiante, la valoración no podía salirme demasiado mal. Y
sin embargo, a renglón seguido de las frases de reconocimiento, en las que se
describía mi activismo, mi positiva postura respecto al estado y al trabajo y mis
conocimientos de marxismo, solía añadirse una frase acerca de que tenía «restos de
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individualismo». Una objeción de este tipo no tenía por qué ser peligrosa, porque era
costumbre incluir, aun en la mejor valoración personal, alguna nota crítica,
reprocharle a uno su «escaso interés por la teoría de la revolución», a otro una
«relación fría con la gente», a otro una escasa «vigilancia revolucionaria» y a otro
pongamos por caso una «mala relación con las mujeres», pero a partir del momento
en que la nota crítica ya no estaba sola, cuando se añadía a ella alguna otra objeción,
cuando uno tenía algún conflicto o se convertía en objeto de sospechas o ataques, los
mencionados «restos de individualismo» o la «mala relación con las mujeres» podían
convertirse en la simiente de la perdición. Y la particular fatalidad consistía en que
esa simiente la llevaban consigo en su valoración personal todos, sí, cada uno de
nosotros.
A veces (más bien por deporte que por temores reales) me negué a aceptar la
acusación de individualismo y les pedí a mis compañeros que explicasen por qué era
individualista. No tenían para ello pruebas especialmente concretas; decían: «porque
te portas así». «¿Cómo me porto?», pregunté. «Siempre te estás sonriendo de una
manera rara». «¿Y qué tiene de malo? ¡Estoy alegre!» «No, tú te sonríes como si
estuvieras pensando algo para tus adentros».
Los camaradas llegaron a la conclusión de que mi comportamiento y mi sonrisa
eran propios de un intelectual (otro famoso insulto de aquellos tiempos) y yo terminé
por creerles, porque era incapaz de imaginar (eso estaba sencillamente muy por
encima de las posibilidades de mi atrevimiento) que todos los demás se equivocasen,
que se equivocara la propia Revolución, el espíritu de la época, mientras que yo, un
individuo, tenía la razón. Comencé a controlar un tanto mis sonrisas y, al poco
tiempo, a tener la sensación de que una pequeña grieta se abría entre aquel que yo era
y aquel que (según la opinión del espíritu de la época) debía ser y trataba de ser.
¿Y quién era yo realmente entonces? Quiero responder a esa pregunta con total
sinceridad: era aquel que tiene varias caras.
Y el número de caras aumentaba. Aproximadamente un mes antes de que
comenzaran las vacaciones empecé a tener una mayor intimidad con Marketa (ella
estaba en primer curso y yo en segundo); trataba de impresionarla de un modo
parecido, por su estupidez, al que utilizan los hombres de veinte años en todos los
tiempos: me puse una máscara, aparentaba ser mayor (por mi espíritu y por mis
experiencias) de lo que era; aparentaba estar alejado de todo, ver el mundo desde lo
alto y llevar alrededor de mi piel otra piel más, invisible y a prueba de balas. Supuse
(por lo demás acertadamente) que tomarme las cosas en broma sería una expresión
comprensible de distanciamiento, y si siempre me gustó bromear, con Marketa
bromeaba con especial esfuerzo, artificial y fatigosamente.
¿Pero quién era yo realmente? Me veo obligado a repetirlo: era aquel que tiene
varias caras.
Era serio, entusiasta y convencido en las reuniones; provocativo y crítico con los
amigos más cercanos; era cínico y artificialmente ingenioso con Marketa; y cuando
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estaba solo (y pensaba en Marketa) era indeciso y tembloroso como un escolar.
¿Era quizás esta última cara la verdadera?
No. Todas aquellas caras eran verdaderas. No tenía, como los hipócritas, una cara
verdadera y unas caras falsas. Tenía varias caras porque era joven y yo mismo no
sabía quién era y quién quería ser. Sin embargo, la desproporción entre todas aquellas
caras me asustaba; no había llegado a asumir por completo ninguna de ellas y me
movía detrás de ellas con la torpeza de un ciego.
La maquinaria sicológica y fisiológica del amor es tan complicada que en
determinada época de la vida el joven se ve obligado a concentrarse casi
exclusivamente en aprender a manejarla y entonces se le escapa el verdadero
contenido del amor, la mujer a la que ama (de un modo similar al joven violinista que
no es capaz de concentrarse adecuadamente en el contenido de la pieza hasta no
haber dominado la técnica manual en la medida necesaria para dejar de pensar en ella
mientras toca). Si he hablado de que cuando pensaba en Marketa era tembloroso
como un escolar, debo añadir en este sentido que ello no provenía tanto de mi
enamoramiento como de mi falta de habilidad y de mi inseguridad, que sentía como
una carga y que dominaba mis sentimientos y mis pensamientos mucho más que
Marketa.
El peso de estas vacilaciones y de esta falta de habilidad solía levantarlo tratando
de ponerme por encima de Marketa: hacía todo lo posible por no estar de acuerdo con
ella o por reírme directamente de todas sus opiniones, lo cual no era especialmente
complicado, porque a pesar de su sagacidad (y de su belleza que —como toda belleza
— daba la impresión de una aparente inaccesibilidad) era una chica ingenuamente
simple; no era capaz de ver más allá de las cosas y no veía más que las cosas en sí
mismas; entendía perfectamente la botánica pero con frecuencia no entendía las
anécdotas que le contaban sus compañeros; se dejaba arrastrar por todos los
entusiasmos de la época, pero en el momento en que era testigo de alguna actuación
política basada en el principio de que el fin justifica los medios, perdía su capacidad
de comprensión del mismo modo que si se encontrase ante la anécdota de sus
compañeros; precisamente por eso los camaradas llegaron a la conclusión de que
necesitaba reforzar su entusiasmo con conocimientos sobre la táctica y la estrategia
del movimiento revolucionario y decidieron que debía participar durante las
vacaciones en un cursillo político de dos semanas de duración.
Aquel cursillo era para mí de lo más inoportuno, porque había planeado quedarme
solo con Marketa en Praga precisamente durante esos catorce días y llevar nuestra
relación (que hasta el momento se componía de paseos, conversaciones y algunos
besos) hacia objetivos más precisos; yo no disponía más que de aquellos catorce días
(las cuatro semanas siguientes las tenía que pasar en un campamento de trabajos
agrícolas y los últimos catorce días de vacaciones tenía que estar con mi madre en
Moravia) así que me produjo una dolorosa sensación de celos que Marketa no
compartiera mi tristeza, que no se enfadara por tener que ir al cursillo y que incluso
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llegara a decirme que le hacía ilusión.
Desde el cursillo (se celebraba en no sé qué palacio en el centro de Bohemia) me
mandó una carta que era como ella misma: una carta llena de sincera aceptación de
todo lo que le ocurría en la vida; le gustaba todo, hasta el cuarto de hora de gimnasia
matinal, las conferencias, las discusiones, las canciones que se cantaban; me escribió
que había allí «un espíritu sano» y hasta añadió una reflexión sobre la revolución en
Occidente, que no tardaría en llegar.
Lo cierto es que, en realidad, yo estaba de acuerdo con todo lo que decía Marketa,
hasta creía en una inminente revolución en Europa occidental; sólo había una cosa
con la que no estaba de acuerdo: que estuviera contenta y feliz cuando yo la
extrañaba. De modo que compré una postal y (para herirla, asombrarla y confundirla)
escribí: ¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva
Trotsky! Ludvik.
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Marketa respondió a mi postal provocativa con una breve carta con un texto banal y
no contestó ya a las demás cartas que le mandé durante las vacaciones. Yo estaba en
algún lugar en las montañas recogiendo heno en un campamento universitario y el
silencio de Marketa me producía una enorme tristeza. Le escribía desde allí, casi
todos los días, cartas llenas de un enamoramiento suplicante y melancólico; le pedía
que nos viéramos al menos los últimos catorce días de vacaciones, estaba dispuesto a
no ir a casa, a no ver a mi madre abandonada y a ir a donde fuera preciso para ver a
Marketa; y todo eso no sólo porque la quería, sino porque era la única mujer que
aparecía en mi horizonte y la situación de muchacho sin chica me resultaba
insoportable. Pero Marketa no respondía a mis cartas.
No comprendía lo que estaba pasando. Llegué en agosto a Praga y logré
encontrarla en su casa. Fuimos a dar el habitual paseo por la orilla del Moldava y a la
isla, al Prado Imperial (ese triste prado con sus chopos y sus campos de juego vacíos)
— y Marketa decía que no había cambiado nada entre nosotros y se comportaba
como siempre, pero era precisamente esa tensa igualdad inmóvil «los besos iguales,
la conversación igual, la sonrisa igual» la que me deprimía. Cuando le pedía a
Marketa que nos viéramos al día siguiente, me dijo que la llamara por teléfono y que
nos pondríamos de acuerdo.
La llamé; una voz ajena de mujer me comunicó que Marketa se había ido de
Praga.
Yo era tan infeliz como sólo puede serlo un muchacho de veinte años cuando no
tiene una mujer; un muchacho aún bastante tímido que ha conocido el amor físico
unas cuantas veces, mal y de prisa, y que sin embargo no hace más que darle vueltas
en su pensamiento. Los días me resultaban insoportablemente largos e inútiles, no
podía leer, no podía trabajar, iba tres veces por día al cine, a todas las funciones de
tarde y de noche, una tras otra, sólo para matar el tiempo, para acallar de alguna
manera la penetrante voz de lechuza que salía permanentemente desde dentro de mí.
Yo, aquel que había logrado convencer a Marketa (gracias a mis constantes
fanfarronadas) de que estaba casi aburrido de las mujeres, no me atrevía a hablarles a
las chicas que pasaban por la calle y sus hermosas piernas me dolían en el alma.
Por eso me alegré de que llegara otra vez septiembre y con él otra vez la escuela
y, un par de días antes, mi trabajo en la Unión de Estudiantes, en donde tenía un
despacho propio y mucho trabajo por hacer. Pero ya el segundo día me llamaron por
teléfono para que me presentara al secretariado del partido. A partir de ese momento
lo recuerdo todo con detalle: era un día de sol, salí del edificio de la Unión de
Estudiantes y sentí que la tristeza que me había invadido durante todas las vacaciones
iba desapareciendo poco a poco. Fui hasta el secretariado con una agradable
curiosidad. Llamé a la puerta y me abrió el presidente del comité, un joven alto de
cara estrecha, rubio y con los ojos de un azul helado. Le dije «salud camarada», él no
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me saludó y dijo: «te esperan al fondo». Al fondo, en la última habitación del
secretariado, me esperaban tres miembros del comité universitario del partido. Me
indicaron que me sentara. Me senté y comprendí que pasaba algo malo. Los tres
camaradas, a los que conocía perfectamente y con los que estaba acostumbrado a
divertirme alegremente, me miraban con cara impenetrable; me seguían tuteando
(como está mandado entre camaradas), pero de repente ya no era un tuteo amistoso
sino un tuteo oficial y amenazador. Reconozco que desde entonces tengo aversión
por el tuteo; originalmente debe ser expresión de una proximidad íntima pero si las
personas que se tutean no se sienten próximas, adquiere de inmediato el significado
opuesto, es expresión de grosería, de modo que un mundo en el que toda la gente se
tutea no es el mundo de la amistad generalizada sino el mundo de la falta de respeto
generalizada.
Así que me senté delante de los tres estudiantes universitarios que me tuteaban y
me hicieron la primera pregunta: si conozco a Marketa. Dije que la conocía. Me
preguntaron si le había escrito. Dije que sí. Me preguntaron si recordaba lo que había
escrito. Dije que no lo recordaba, pero la postal con el texto provocativo estuvo a
partir de ese momento delante de mis ojos y empecé a intuir de qué se trataba. ¿No te
acuerdas?, me preguntaron. No, dije. ¿Y qué te escribió Marketa? Hice un
movimiento de hombros para dar la impresión de que me había escrito sobre
cuestiones íntimas, de las que no podía hablar. ¿Te escribió algo sobre el cursillo?, me
preguntaron. Sí, me escribió, dije. ¿Qué te escribió sobre eso? Que le gustaba,
respondí. ¿Y qué más? Que las conferencias eran buenas y los participantes también,
respondí. ¿Te escribió que en el cursillo había un espíritu sano? Sí, dije, creo que me
escribió algo por el estilo. ¿Te escribió que se había dado cuenta de la fuerza que
tenía el optimismo?, siguieron preguntando. Sí dije. ¿Y qué opinas tú del optimismo?,
preguntaron. ¿Del optimismo? ¿Qué voy a pensar?, pregunté. ¿Te consideras
optimista?, siguieron preguntando. Sí, me considero, dije tímidamente. Me gusta
bromear, soy una persona bastante alegre, intenté aligerar el tono del interrogatorio.
Alegre puede ser un nihilista, dijo uno de ellos, puede reírse de la gente que sufre.
Alegre puede ser hasta un cínico, prosiguió. ¿Tú crees que se puede edificar el
socialismo sin optimismo?, preguntó otro. No, dije. Entonces tú no eres partidario de
que en nuestro país se edifique el socialismo, dijo el tercero. ¿Cómo dices eso?, me
defendí. Porque para ti el optimismo es el opio del pueblo, atacaron. ¿Cómo que el
opio del pueblo?, seguí defendiéndome. No te escabullas, lo has escrito tú. ¡Marx
llamó opio del pueblo a la religión, pero para ti el opio del pueblo es nuestro
optimismo! Se lo has escrito a Marketa. Me gustaría saber qué dirían nuestros
trabajadores, nuestros obreros de choque, que superan los planes, si se enterasen de
que su optimismo era opio, enlazó en seguida otro. Y el tercero añadió: para un
trotskista el optimismo de los constructores del socialismo no es más que opio. Y tú
eres trotskista. Por Dios, cómo se os ha ocurrido eso, me defendí. Lo has escrito tú ¿o
no? Es posible que haya escrito algo por el estilo en broma, ya hace más de dos
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meses, no lo recuerdo. Te lo podemos recordar nosotros, dijeron y me leyeron mi
postal. El optimismo es el opio del pueblo. ¡El espíritu sano hiede a idiotez! ¡Viva
Trotsky! Ludvik. En la pequeña sala del secretariado político aquellas frases sonaban
de un modo tan horrible que en ese momento sentí miedo y me di cuenta de que
tenían un poder destructivo que yo no iba a ser capaz de resistir. Camaradas, era una
broma, dije y sentí que nadie podría creerme. ¿A vosotros os hace reír?, le preguntó
uno de los camaradas a los otros. Los dos le respondieron con un gesto de negación.
¡Deberíais conocer a Marketa!, dije. La conocemos, me contestaron. Entonces ya
sabéis que Marketa se lo toma todo en serio y nosotros siempre nos reímos un poco
de ella y tratamos de impresionarla. Muy interesante, dijo uno de los camaradas, por
las demás cartas no parece que no la tomes en serio a Marketa. ¿Es que habéis leído
todas las cartas que le escribí a Marketa? Así que como Marketa se lo toma todo en
serio, dijo otro, tú te ríes de ella. Pero dinos qué es lo que se toma en serio. El partido,
el optimismo, la disciplina, ¿no es eso? Y todo eso que ella se toma en serio, a ti te da
risa. Pero camaradas, dije, si ya ni me acuerdo de cuándo lo escribí, lo escribí de
repente, un par de frases en broma, ni siquiera pensaba en lo que estaba escribiendo,
¡si hubiera tenido mala intención no lo iba a mandar a un cursillo del partido! Da lo
mismo cómo lo hayas escrito. Lo escribas rápido o despacio, de pie o en la mesa, no
puedes escribir más que lo que está dentro de ti. No puedes escribir más que eso. A lo
mejor, si lo hubieras pensado más detenidamente, no lo habrías escrito. Así lo has
escrito sin fingir. Así por lo menos sabemos quién eres. Por lo menos sabemos que
tienes varias caras, una para el partido y otra para los demás. Sentí que mi defensa se
había quedado sin argumentos válidos. Volví a repetir varias veces lo mismo: que se
trataba de una broma, que eran palabras que no querían decir nada, que se debían a
mi estado de ánimo, etc. No me hicieron caso. Me dijeron que había escrito aquellas
frases en una postal que podía ser leída por cualquiera, que aquellas frases tenían una
incidencia objetiva y que no incluían ninguna nota explicativa sobre mi estado de
ánimo. Después me preguntaron qué había leído de Trotsky. Les dije que nada. Me
preguntaron quién me había prestado esos libros. Les dije que nadie. Me preguntaron
con qué trotskistas me había reunido. Les dije que con ningunos. Me dijeron que
quedaba inmediatamente relevado de mis funciones en la Unión de Estudiantes y me
pidieron que les devolviese la llave del despacho. La llevaba en el bolsillo y se la di.
Después dijeron que la organización de base del partido en la facultad de ciencias
naturales se encargaría de resolver mi caso. Se levantaron sin mirarme. Les dije
«salud, camaradas» y me fui.
Después me acordé de que en mi despacho de la Unión de Estudiantes había
muchas cosas de mi pertenencia. En el cajón de la mesa de escribir tenía, además de
mis papeles, unos calcetines, y en el armario, entre los expedientes, los restos de una
tarta que me había mandado mi madre. Acababa de entregar la llave en el
secretariado provincial, pero el portero que estaba en la entrada me conocía y me dio
la llave de reserva que estaba colgada en un panel de madera, junto con otras muchas
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llaves; lo recuerdo todo al detalle: la llave de mi despacho estaba atada con un cordel
grueso de cáñamo a una tablilla pequeña de madera en la que estaba escrito en color
blanco el número de mi despacho. Abrí la puerta con esta llave y me senté a la mesa;
abrí el cajón y empecé a sacar todas mis cosas; lo iba haciendo lentamente y
distraído, intentando, en aquel momento de relativa calma, reflexionar sobre lo que
había ocurrido y lo que debería hacer.
Al poco tiempo se abrió la puerta. Allí estaban otra vez los tres camaradas del
secretariado. Ésta vez ya no parecían fríos y distantes. Ésta vez sus voces sonaban
indignadas y fuertes. Sobre todo el más pequeño de ellos, el responsable de la política
de cuadros del comité. Me preguntó a gritos cómo había hecho para entrar. Con qué
derecho. Me dijo que si quería que llamara a la policía. Que qué estaba revolviendo
en la mesa. Le dije que había venido a buscar la tarta y los calcetines. Me dijo que no
tenía ningún derecho a aparecer por allí ni aunque tuviese un armario lleno de
calcetines. Luego se acercó a la mesa y se puso a revisar uno por uno los papeles y
los cuadernos. Eran efectivamente cosas personales, de modo que al fin me dieron
permiso para meterlas delante de ellos en el maletín. Metí también los calcetines,
arrugados y sucios, metí hasta la tarta que estaba en el armario sobre un papel
engrasado lleno de migas. Vigilaban cada uno de mis movimientos. Salí del despacho
con mi maletín y el responsable de la política de cuadros me dijo, como despedida,
que no volviera a aparecer nunca más por allí.
En cuanto estuve fuera del alcance de los camaradas del comité provincial y de la
imbatible lógica de su interrogatorio, sentí que era inocente, que en mis frases no
había nada malo y que tenía que ir a ver a alguien que conociera bien a Marketa, en
quien pudiera confiar y que comprendiera que todo aquel asunto era ridículo. Fui a
ver a un estudiante de nuestra facultad, que era comunista, y cuando le conté todo me
dijo que los del comité provincial eran demasiado mojigatos, que no tenían sentido
del humor y que él, que conocía bien a Marketa, se daba cuenta perfectamente de lo
que había pasado. Por lo demás, lo que tenía que hacer era, me dijo, hablar con
Zemanek, que iba a ser aquel año presidente de la organización del partido en nuestra
facultad y que nos conocía bien a Marketa y a mí.
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Yo no sabía que Zemanek iba a ser presidente de la organización y me pareció una
excelente noticia, porque a Zemanek sí que lo conocía bien y hasta estaba seguro de
que contaba con toda su simpatía, aunque sólo fuese por mi origen moravo. Y es que
a Zemanek le gustaba muchísimo cantar canciones moravas; estaba muy de moda en
aquella época cantar canciones populares, pero no cantarlas como los niños en el
colegio sino levantando un brazo, con la voz un tanto áspera y poniendo cara de ser
un hombre verdaderamente popular, como si a uno lo hubiese parido su madre
durante un baile, al lado mismo de la orquesta.
En la facultad de ciencias naturales yo era en realidad el único moravo de verdad,
lo cual me otorgaba ciertos privilegios; cada vez que se presentaba la oportunidad de
festejar algo, ya se tratase de alguna reunión especial, de alguna fiesta o del primero
de mayo, los camaradas me pedían que sacase el clarinete e imitase, junto con dos o
tres compañeros aficionados a la música, un conjunto de música morava. Y así
fuimos dos años seguidos (con el clarinete, el violín y el contrabajo) en la
manifestación del primero de mayo y Zemanek, que era guapo y le gustaba exhibirse,
iba con nosotros vestido con un traje típico prestado, bailando, con el brazo levantado
y cantando. A aquel praguense que nunca había estado en Moravia le encantaba hacer
de personaje popular moravo y yo lo miraba con buenos ojos porque me sentía feliz
de que la música de mi tierra, que había sido desde siempre el paraíso del arte
popular, fuese tan querida y admirada.
Y Zemanek también conocía a Marketa, lo cual era otra ventaja. Con frecuencia
nos encontrábamos los tres juntos en distintos festejos estudiantiles; en una
oportunidad (se había formado aquella vez un grupo de estudiantes bastante grande)
me inventé que en las montañas de Bohemia vivían tribus pigmeas, argumentando en
favor de mi invención con citas de un supuesto estudio científico que desarrollaba tan
interesante tema.
A Marketa le llamó la atención no haber oído hablar nunca de aquello. Yo dije
que no era nada extraño: la ciencia burguesa ocultaba conscientemente la existencia
de los pigmeos, porque los capitalistas comerciaban con los pigmeos como esclavos.
¡Pero eso habría que publicarlo!, gritó Marketa. ¿Por qué nadie escribe sobre eso?
¡Sería un argumento en contra de los capitalistas!
Supongo que nadie escribe sobre ello, afirmé pensativo, porque se trata de un
asunto delicado y se puede producir un escándalo: y es que los pigmeos tenían un
rendimiento amoroso totalmente excepcional y ése era el motivo por el cual eran muy
solicitados y por eso nuestra república los exportaba en secreto, a cambio de
importantes cantidades de moneda extranjera, especialmente a Francia, donde los
alquilaban las viejas damas capitalistas como sirvientes, para utilizarlos en realidad
de un modo muy distinto.
Mis compañeros ocultaban la risa producida no tanto por la especial ingeniosidad
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de mi invención como por la cara de interés que ponía Marketa, siempre dispuesta a
entusiasmarse por algo (o en contra de algo); se mordían los labios para no quitarle a
Marketa la satisfacción de conocer algo nuevo y algunos de ellos (especialmente
Zemanek) hacían su propia aportación, confirmando mis noticias sobre los pigmeos.
Cuando Marketa preguntó qué aspecto tenían los pigmeos, recuerdo que Zemanek le
dijo muy serio que el profesor Cechura, al cual Marketa tenía el honor de ver de vez
en cuando, junto con todos sus colegas, en la cátedra, era de origen pigmeo por parte
de padre y de madre o, al menos, de uno de los dos. Parece ser que el adjunto Hule le
contó a Zemanek que había pasado unas vacaciones en el mismo hotel que el
matrimonio Cechura, que no llegaba a medir tres metros de altura, sumando la
estatura de los dos. Una mañana entró en su habitación sin suponer que el matrimonio
aún dormía y se quedó pasmado: estaban acostados en la misma cama, pero no uno al
lado del otro, sino uno tras otro, el señor Cechura encogido en la parte inferior y la
señora Cechura en la parte superior de la cama.
Claro, intervine yo: pero entonces no sólo Cechura es de origen pigmeo sino
también su mujer, porque dormir uno tras otro es una costumbre atávica de todos los
pigmeos de las montañas que, por lo demás, en el pasado no construían nunca sus
chozas en forma de círculo o de cuadrado, sino en forma de larguísimo rectángulo,
porque no sólo los matrimonios, sino los clanes enteros, acostumbraban a dormir en
una larga cadena uno tras otro.
Cuando aquel día aciago me acordé de nuestras charlatanerías, me pareció que se
encendía una lucecita de esperanza. Zemanek, que se ocuparía de resolver mi caso,
conoce mi forma de bromear y conoce a Marketa y comprenderá que la carta que le
escribí no era más que una broma para provocar a una chica a la que todos
admirábamos y a la cual (quizás precisamente por eso) a todos nos gustaba tomarle el
pelo. En cuanto tuve la oportunidad le conté el lío en el que me había metido;
Zemanek me oyó atentamente, frunció el entrecejo y dijo que vería lo que se podía
hacer.
Mientras tanto vivía de un modo provisional; seguía yendo a clases y aguardaba.
Con frecuencia me convocaban a reuniones de distintas comisiones del partido, que
intentaban sobre todo averiguar si pertenecía a algún grupo trotskista; yo trataba de
demostrarles que ni siquiera sabía a ciencia cierta en qué consistía el trotskismo; me
aferraba a cada una de las miradas de los camaradas investigadores, buscando
confianza; algunas veces efectivamente la encontraba y era capaz entonces de llevar
conmigo durante mucho tiempo la mirada en cuestión, de conservarla dentro de mí y
de extraer de ella, pacientemente, esperanzas.
Marketa seguía evitando mi presencia. Comprendí que aquello estaba relacionado
con el asunto de mi postal y, con orgullosa autocompasión, no quise preguntarle nada.
Pero un día me detuvo ella misma a la puerta de la facultad: «Quisiera hablar contigo
de algo».
Y tras varios meses volvimos a encontrarnos paseando juntos; ya estábamos en
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otoño, los dos llevábamos unos largos impermeables, sí, largos, hasta un poco más
abajo de la rodilla, tal como en aquella época (una época totalmente inelegante)
solían llevarse; lloviznaba levemente, los árboles a la orilla del río estaban negros y
sin hojas. Marketa me contó cómo había ocurrido todo: cuando estaba en el cursillo
de vacaciones la llamaron de repente los camaradas de la dirección y le preguntaron
si recibía en el cursillo alguna correspondencia; dijo que sí. Le preguntaron de dónde.
Dijo que le escribía su madre. ¿Y alguien más? Algún compañero, de vez en cuando,
dijo. ¿Puedes decimos quién?, le preguntaron. Me nombró a mí. ¿Y qué es lo que te
escribe el camarada Jahn? Se encogió de hombros porque no tenía ganas de repetir
las palabras de mi tarjeta. ¿Tú también le has escrito?, le preguntaron. Le escribí,
dijo. ¿Qué le escribiste?, le preguntaron. Pues sobre el cursillo, dijo, y algunas otras
cosas. A ti te gusta el cursillo, le preguntaron. Sí, mucho, respondió. Y le escribiste
que te gustaba. Sí, se lo escribí, les respondió. ¿Y qué contestó él?, siguieron
preguntando. ¿Él?, respondió dubitativa Marketa, bueno, él es raro, tendríais que
conocerlo. Lo conocemos, dijeron, y querríamos saber lo que te escribió. ¿Puedes
enseñamos esa postal suya? «No te enfades conmigo», me dijo Marketa, «tuve que
enseñársela». «No te disculpes», le dije a Marketa, «de todos modos la conocían ya
antes de hablar contigo; si no la hubieran conocido no te habrían llamado».
«Yo no me disculpo ni me da vergüenza habérsela dado a leer, ése no es el
problema. Tú eres miembro del partido y el partido tiene derecho a saber quién eres y
cómo piensas», se defendió Marketa y después me dijo que se quedó horrorizada al
leer lo que había escrito, cuando todos sabemos que Trotsky es el peor enemigo de
todo aquello por lo que luchamos y por lo que vivimos.
¿Qué le iba a contar a Marketa? Le pedí que continuase y dijese qué más había
pasado.
Marketa dijo que habían leído la tarjeta y se habían quedado asombrados. Le
preguntaron cuál era su opinión. Les dijo que aquello era horroroso. Le preguntaron
por qué no se la había ido a enseñar ella misma. Se encogió de hombros. Le
preguntaron si no sabía lo que era la vigilancia revolucionaria. Agachó la cabeza. Le
preguntaron si no sabía cuántos enemigos tiene el partido. Les dijo que lo sabía, pero
que no creyó que el camarada Jahn… Le preguntaron si me conocía bien. Le
preguntaron cómo era yo. Dijo que era raro. Que había momentos en los que creía
que yo era un comunista firme, pero que a veces digo cosas que un comunista no
debería decir nunca. Le preguntaron qué es lo que, por ejemplo, suelo decir. Dijo que
no se acordaba de nada en concreto, pero que no hay nada que sea sagrado para mí.
Dijeron que aquella postal lo demostraba claramente. Les dijo que con frecuencia
discutía conmigo por muchas cosas. Y además les dijo que yo hablaba de una manera
en las reuniones y de otra manera con ella. Que en las reuniones estoy lleno de
entusiasmo, mientras que con ella hago chistes sobre todo y me lo tomo todo a
broma. Le preguntaron si creía que una persona así podía ser miembro del partido. Se
encogió de hombros. Le preguntaron si el partido podría edificar el socialismo si sus
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miembros dijesen que el optimismo es el opio del pueblo. Dijo que un partido así no
podría edificar el socialismo. Le dijeron que era suficiente. Y que por el momento no
debía decirme nada, porque querían ver qué más escribía yo. Les dijo que ya no
quería volver a verme. Le respondieron que eso no sería correcto, que por el contrario
debería seguir escribiéndome para que se supiera qué más había dentro de mí.
«¿Y tú después les enseñaste mis cartas?», le pregunté a Marketa, ruborizándome
hasta lo más profundo del alma al recordar mis largas tiradas amatorias.
«¿Y qué iba a hacer?», dijo Marketa. «Pero yo ya no podía escribirte después de
todo aquello. No le voy a escribir a alguien sólo para hacer de señuelo. Te escribí otra
postal y basta. No quería verte porque no podía decirte nada y tenía miedo de que me
preguntases algo y yo me viera obligada a mentirte en tu cara, porque no me gusta
mentir».
Le pregunté a Marketa qué era lo que la había impulsado a reunirse hoy conmigo.
Me dijo que la causa había sido el camarada Zemanek. Se había encontrado con
ella después de las vacaciones en el pasillo de la facultad y la había llevado a un
pequeño despacho donde se reunía el secretariado de la organización del partido en la
facultad. Le dijo que había tenido noticia de que yo le había escrito al cursillo una
postal con frases antipartido. Le preguntó de qué frases se trataba. Ella se lo dijo. Le
preguntó cuál era su opinión sobre aquello. Ella le dijo que lo condenaba. Le dijo que
eso era correcto y le preguntó si seguía saliendo conmigo. Ella dudó y le dio una
respuesta indefinida. Le dijo que había llegado a la facultad una valoración muy
positiva para ella del cursillo y que la organización de la facultad contaba con ella.
Ella le dijo que eso era estupendo. Le dijo que no quería entrometerse en su vida
privada pero que creía que a la persona se la conoce por los amigos con los que se
relaciona, por el compañero que elige, y que no hablaría en su provecho el elegirme
precisamente a mí.
Al cabo de unas semanas Marketa cambió de idea. Ya hacía varios meses que no
salía conmigo, de modo que la sugerencia de Zemanek había resultado inútil; pero sin
embargo fue precisamente aquella sugerencia la que le hizo empezar a pensar si no
era cruel y moralmente intolerable sugerirle a alguien que dejara a su compañero sólo
porque ese compañero hubiera cometido un error y si por lo tanto no sería también
injusto que ella misma me hubiera dejado. Visitó al camarada que durante las
vacaciones había dirigido el cursillo y le preguntó si seguía vigente la orden de no
decirme nada de lo que había pasado con la postal y cuando se enteró de que ya no
había motivo para ocultar nada, se dirigió a mí y me pidió que habláramos.
Y ahora me confía cuál es el peso que tiene en la conciencia: sí, actuó mal al
decidir que ya no me iba a volver a ver; ninguna persona está perdida para siempre
aunque haya cometido los mayores errores. Al parecer se acordó de la película
soviética Tribunal de Honor (una película que era entonces muy popular entre la
gente del partido) en la cual cierto médico-científico soviético pone su
descubrimiento a disposición del público extranjero antes de que lo conozcan en su
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propio país, lo cual era un síntoma de cosmopolitismo (otro famoso peyorativo de
aquella época) y de traición; Marketa se refería emocionada en particular al final de
la película: el científico era condenado por un tribunal de honor formado por sus
colegas, pero la amante esposa no abandonaba al marido condenado, sino que se
empeñaba en darle fuerzas para que pudiera redimir su grave culpa.
«Así que has decidido que no me abandonas», dije.
«Sí», dijo Marketa y me cogió de la mano.
«Pero dime una cosa Marketa, ¿tú crees que he cometido un delito muy grave?»
«Creo que sí», dijo Marketa.
«¿Y qué crees, tengo derecho a permanecer en el partido o no?»
«Creo que no, Ludvik».
Sabía que si entraba a tomar parte en el juego al que se había apuntado Marketa,
un juego cuyo patetismo vivía ella, al parecer, con toda su alma, hubiera logrado todo
lo que desde hacía meses intentaba inútilmente conquistar: impulsada por el
patetismo de la salvación como un barco por el vapor, estaría ahora indudablemente
dispuesta a entregárseme en alma y cuerpo. Claro que con una condición: sus ansias
de salvarme deberían verse plenamente satisfechas: y para que se vieran satisfechas
tenía que estar dispuesto el objeto de la salvación (¡horror, yo mismo!) a aceptar su
más profunda culpabilidad. Pero eso yo no lo podía hacer. Tenía al alcance de la
mano el objetivo deseado, el cuerpo de Marketa, pero no podía apoderarme de él a
ese precio, porque no podía asumir mi culpabilidad y aceptar la insoportable condena;
no podía tolerar que alguien que debía estar junto a mí estuviera de acuerdo con esa
culpabilidad y esa condena.
No estuve de acuerdo con Marketa, la rechacé y la perdí ¿pero es cierto que me
sintiese inocente? Por supuesto que me reafirmaba permanentemente en la ridiculez
de todo aquel asunto, pero al mismo tiempo (y eso es lo que hoy, con muchos años de
distancia, me parece más lamentable y más típico) empecé a ver las tres frases de la
postal con los ojos de aquellos que me habían interrogado; empezaban a espantarme
aquellas frases y tenía miedo de que, con la excusa de la broma, evidenciaran algo
realmente muy grave: que yo nunca había llegado a identificarme por completo con el
partido hasta llegar a ser con él un mismo cuerpo, que nunca había sido un verdadero
revolucionario proletario, sino que sobre la base de una mera (!) decisión me había
«sumado a los revolucionarios» (y es que sentíamos el revolucionarismo proletario,
por así decirlo, no como una cuestión de elección, sino como una cuestión de esencia;
o bien se es revolucionario y entonces se funde uno con el movimiento en un mismo
cuerpo colectivo, piensa con su cabeza y siente con su corazón, o no se es
revolucionario y entonces lo único que queda es querer serlo; pero entonces se es
permanentemente culpable de no serlo).
Cuando recuerdo hoy mi situación de entonces, me viene a la cabeza, por
analogía, el inmenso poder del cristianismo, que le sugiere al creyente su condición
básica e ininterrumpidamente pecaminosa; yo también me he encontrado (todos nos
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hemos encontrado así) frente a la revolución y su partido con la cabeza
permanentemente gacha, de modo que poco a poco me fui haciendo a la idea de que
mis frases, aunque hubieran sido pensadas en broma, constituían sin embargo una
culpa, y en mi cabeza comenzó a devanarse el examen autocrítico: me dije que
aquellas frases no se me habían ocurrido por casualidad, que hacía ya tiempo que los
camaradas (y parece que llevaban razón) me habían llamado la atención sobre mis
«restos de individualismo» y mi «intelectualismo»; me dije que me había empezado a
ver con excesiva autosatisfacción en mi condición de persona culta, de estudiante
universitario, de futuro intelectual y que mi padre, un obrero que murió durante la
guerra en un campo de concentración, difícilmente hubiera comprendido mi cinismo;
me reprochaba no haber sabido conservar su conciencia obrera; me reprochaba todo
lo habido y por haber y hasta me hacía a la idea de que era necesario algún tipo de
castigo; sólo había una cosa que seguía sin aceptar: la posibilidad de que me
expulsasen del partido y me señalasen como enemigo suyo; vivir señalado como
enemigo de aquello por lo que había optado ya desde pequeño y a lo que en verdad
tenía apego, me parecía desesperante.
Esta autocrítica, que era al mismo tiempo una lastimera defensa, la pronuncié
cientos de veces en voz baja y al menos diez veces ante distintos comités y
comisiones y, por fin, también en la decisiva reunión plenaria de nuestra facultad, en
la cual Zemanek pronunció el discurso de apertura (sugestivo, brillante, inolvidable)
sobre mí y sobre mis culpas y propuso en nombre del comité mi expulsión del
partido. Después de mi intervención autocrítica la discusión se desarrolló
desfavorablemente para mí; no hubo nadie que me defendiera y al final todos (eran
cerca de cien y entre ellos estaban mis maestros y mis compañeros más próximos), sí,
todos a una, levantaron la mano para aprobar no sólo mi expulsión del partido sino
también (y eso no lo esperaba en absoluto) mi salida forzosa de la universidad.
Esa misma noche, después de la reunión, tomé el tren y me fui a casa, pero el
hogar no me podía traer consuelo ninguno, entre otras cosas porque durante varios
días no me atreví a decirle a mamá, que estaba muy orgullosa de mis estudios, lo que
había pasado. En cambio, al día siguiente de llegar, vino a casa Jaroslav, mi
compañero del bachillerato y del conjunto folklórico en el que tocaba durante el
bachillerato y se quedó encantado de encontrarme; pasado mañana se casa y tengo
que ir de testigo. No podía negarle el favor a un viejo compañero y no me quedó más
remedio que celebrar mi caída con una fiesta de bodas.
Por si fuera poco, Jaroslav era un obstinado patriota y folklorista moravo, de
modo que utilizó su propia boda en provecho de sus pasiones etnográficas y la
organizó de acuerdo con las viejas costumbres populares: con trajes típicos, con
música folklórica, con el patriarca que pronuncia los discursos nupciales, con la novia
llevada en brazos a través del umbral, con canciones y, en pocas palabras, con todas
las ceremonias que se celebran ese día y que él había reconstruido más a partir de los
libros de etnografía que de la memoria viva. Pero advertí una cosa extraña: mi amigo
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Jaroslav, reciente director de un grupo de coros y danzas que prosperaba
estupendamente, mantenía todas las costumbres antiguas imaginables, pero (teniendo
en cuenta seguramente su puesto y atento a las consignas ateístas) no fue con los
invitados a la iglesia, a pesar de que una boda popular tradicional es impensable sin el
cura y la bendición divina; hizo que el patriarca recitase todos los discursos
ceremoniales populares, pero suprimiendo cuidadosamente cualquier motivo bíblico,
a pesar de que son estos motivos los que constituyen el principal material simbólico
de las alocuciones nupciales. La tristeza, que me impedía identificarme con la
embriaguez de la fiesta, me permitía sentir, en la originalidad de aquellas ceremonias
populares, el olor del cloroformo. Y cuando Jaroslav me pidió que cogiese el
clarinete (como un recuerdo sentimental de mi anterior pertenencia al conjunto) y me
sentase con los demás músicos, me negué. Me acordé de cómo había tocado los dos
últimos años en la fiesta del primero de mayo y cómo bailaba junto a mí el praguense
Zemanek, vestido con el traje típico, levantando el brazo y cantando. No era capaz de
coger el clarinete y sentía que todo aquel barullo folklórico me era repugnante,
repugnante, repugnante…
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Al perder la posibilidad de estudiar perdí también el derecho a la prórroga del
servicio militar, de modo que ya sólo esperaba al reemplazo de otoño; la espera la
ocupé con dos empleos eventuales: primero trabajé en una carretera que estaban
arreglando cerca de Gottwaldov y al final del verano me presenté en una fábrica de
conservas de frutas y por fin llegó el otoño y una buena mañana (luego de una noche
de vigilia en el tren) aparecí en un cuartel, en un feo suburbio de la ciudad de
Ostrava.
Me tocó esperar en el patio del cuartel junto con otros jóvenes a los que les había
correspondido el mismo regimiento; no nos conocíamos; en la penumbra de este
primario desconocimiento mutuo sobresalen notablemente en los demás los rasgos
rudos y extraños; así fue también en esta oportunidad, en la que el único elemento
humano que nos unía era el incierto futuro, acerca del cual corrían entre nosotros
breves conjeturas. Algunos afirmaban que nos habían tocado los negros, otros lo
negaban y había algunos que ni siquiera sabían lo que esto quería decir. Yo sí lo sabía
y por eso tales suposiciones me daban miedo.
Luego vino a buscarnos un sargento y nos condujo a un edificio; nos dirigimos
hacia un corredor y por el corredor a una gran habitación en la que por todas partes
había enormes murales llenos de consignas, fotografías y burdos dibujos. En la pared
frontal había un gran cartel formado por letras de papel recortado: EDIFICAMOS EL
SOCIALISMO y debajo de aquel cartel una silla y junto a ella un viejecito delgado.
El sargento eligió a uno de nosotros y a ése le tocó sentarse en la silla. El viejecito le
colocó una sábana blanca alrededor del cuello, luego metió la mano en una cartera
que estaba apoyada en la pata de la silla, sacó una máquina de cortar el pelo y
comenzó a trasquilar la cabeza del muchacho.
Junto a la silla del peluquero empezaba un proceso en cadena que nos debía
transformar en soldados: de la silla en la que perdíamos el pelo nos mandaban a una
habitación contigua, allí teníamos que desnudarnos, meter nuestra ropa en una bolsa
de papel, atarla con un cordel y entregarla en la ventanilla; desnudos y pelados
atravesábamos después el corredor hasta otra habitación en donde nos entregaban un
camisón; con el camisón puesto íbamos hacia otra puerta en la que nos daban las
botas militares; en camisones y botas marchábamos luego atravesando el patio hasta
otro edificio en el que nos daban camisas, calzoncillos, medias, cinturón y uniforme
(¡los galones de la guerrera eran negros!); finalmente llegamos al último edificio en el
cual un suboficial leía en voz alta nuestros nombres, nos dividía según el pelotón y
nos adjudicaba la habitación y la cama correspondientes. Esa misma noche fuimos
llamados a formar, después para la cena y después para acostarnos; por la mañana
fuimos despertados y llevados a la mina; en la mina divididos en equipos de trabajo
según los batallones y obsequiados con herramientas (barrena, pala y lámpara) que
casi ninguno de nosotros sabía manejar; después el ascensor nos transportó hacia
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dentro de la tierra. Cuando salimos de la mina con el cuerpo dolorido, nos esperaban
los suboficiales, nos hicieron formar y nos volvieron a llevar al cuartel; comimos y
por la tarde hubo instrucción, después de la instrucción limpieza, educación política,
canto obligatorio; en lugar de la vida privada una habitación con veinte camas. Y así
un día tras otro.
La cosificación a la que nos vimos sometidos me pareció durante los primeros
días completamente opaca, impenetrable; las funciones impersonales que
desempeñábamos, siempre cumpliendo órdenes, reemplazaron todas nuestras
manifestaciones humanas; claro que aquella opacidad era solamente relativa y se
debía no sólo a circunstancias reales sino también a la inadaptación de la vista (como
cuando se entra desde la luz a una habitación oscura); al cabo de un tiempo comenzó
lentamente a hacerse más transparente y hasta en aquella «penumbra de la
cosificación» se empezó a ver lo humano de la gente. Sin embargo, tengo que
reconocer que yo fui uno de los últimos en acomodar mi sistema visual a la
mencionada «luminosidad».
Eso se debía a que me negaba con todo mi ser a admitir mi destino. Los soldados
que tenían galones negros, entre los cuales me encontraba, sólo hacían instrucción
para la formación, sin armas, y trabajaban en las minas. Recibían un sueldo por su
trabajo (en este sentido estaban mejor que los demás soldados), pero aquello era para
mí un consuelo escaso cuando pensaba que se trataba exclusivamente de personas a
las que la joven república socialista no les quería confiar un arma porque los
consideraba enemigos suyos. Por supuesto que aquello comportaba un trato más cruel
y el peligro inminente de que el servicio durase más de los dos años obligatorios,
pero lo que a mí más me horrorizaba era haber ido a parar junto a quienes
consideraba mis más encarnizados enemigos y que me hubieran mandado allí
(definitivamente, irremisiblemente, marcado para toda la vida) mis propios
camaradas. Por eso la primera etapa entre los negros la pasé como un solitario
empedernido; no quería compartir mi vida con mis enemigos, no quería
acostumbrarme a ellos. Lo de las salidas estaba en aquella época muy mal (la salida
no era un derecho del soldado, sino que se la daban sólo como recompensa, lo cual en
la práctica significaba que solía salir una vez cada dos semanas, los sábados) pero yo
aquellos días, mientras los soldados se iban en grupos a las cervecerías y a ligar,
prefería quedarme solo; me tumbaba en la cama en la compañía, intentaba leer algo o
incluso estudiar y me consumía en mi inadaptación; estaba convencido de que tenía
un solo objetivo: continuar la lucha por mi honor político, por mi derecho a «no ser
enemigo», por mi derecho a salir de aquí.
Visité varias veces al comisario político de la unidad e intenté convencerlo de que
había ido a parar a los negros por error; de que me habían expulsado del partido por
mi intelectualismo y mi cinismo pero no por ser enemigo del socialismo; volvía a
explicar (¡cuántas veces ya!) la ridícula historia de la postal, una historia que, sin
embargo, ya no era nada ridícula, sino que al relacionarse con los galones negros se
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hacía cada vez más sospechosa y parecía ocultar algo de lo que no quería que se
enterasen. Debo decir en honor a la verdad que el comisario político me oyó
atentamente y manifestó una comprensión casi inesperada por mi deseo de justicia;
efectivamente se informó «más arriba» (¡qué determinación de lugar tan invisible!)
sobre mi caso, pero al final me mandó llamar y me dijo con sincera amargura: «¿Por
qué me has engañado? Me he enterado de que eres trotskista».
Comencé a comprender que no habría fuerza capaz de modificar esa imagen de
mi persona que está depositada en algún sitio de la más alta cámara de decisiones
sobre los destinos humanos; comprendí que aquella imagen (aunque no se parezca a
mí) es mucho más real que yo mismo; que no es ella la mía sino yo su sombra; que no
es a ella a quien se puede acusar de no parecérseme, sino que esa desemejanza es
culpa mía; y que esa desemejanza es mi cruz, que no se la puedo endilgar a nadie y
que debo cargar con ella.
Sin embargo no estaba dispuesto a rendirme. Pretendía realmente cargar con mi
desemejanza; seguir siendo aquel que habían decidido que no era.
Tardé aproximadamente unos catorce días en acostumbrarme al duro trabajo en la
mina, con la pesada barrena en las manos, cuyo temblor sentía vibrar en el cuerpo
hasta la mañana siguiente. Pero trabajaba con todas mis fuerzas y con una cierta furia;
trataba de destacar por mi rendimiento y no tardé mucho en lograrlo.
El problema es que nadie veía en ello una manifestación de mi conciencia
política. A todos nos pagaban por nuestro trabajo (nos quitaban algo por la comida y
el alojamiento, pero aun así recibíamos bastante dinero) y por eso había otros muchos
que, sin tener en cuenta ideologías, trabajaban con considerable empeño para
arrancarle a aquellos años perdidos al menos alguna utilidad.
A pesar de que todos nos consideraban enemigos jurados del régimen, en el
cuartel se mantenían todas las formas de vida pública habituales en el socialismo;
nosotros, los enemigos del régimen, organizábamos diariamente, bajo el control del
comisario, sesiones políticas, teníamos que encargarnos del cuidado de los murales,
en los que pegábamos fotografías de los dirigentes socialistas y pintábamos consignas
sobre el futuro feliz. Al principio me presentaba voluntario de un modo casi
ostensible para hacer estos trabajos. Pero tampoco en esto veía nadie un síntoma de
conciencia política, también se presentaban otros, cuando necesitaban que el
comandante se fijase en ellos y les diese un permiso. Ninguno de los soldados veía
esta actividad política como actividad política, sino tan sólo como una mímica sin
contenido que se les debía hacer a quienes nos tenían en su poder.
Y así comprendí que esta forma mía de resistencia también era vana, que el único
que percibía ya mi «desemejanza» era yo mismo y que para los demás era invisible.
Entre los suboficiales a cuya merced estábamos, había un cabo de pelo negro,
Slovacek, que se diferenciaba de los demás por su moderación y su absoluta falta de
sadismo. Lo apreciábamos bastante, aunque algunos de nosotros decían
maliciosamente que su bondad era producto exclusivo de su estupidez. Los
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suboficiales tenían por supuesto armas, a diferencia de nosotros, y de vez en cuando
iban a hacer ejercicios de tiro. En una oportunidad el cabito de pelo negro regresó de
los ejercicios muy contento, porque había hecho más blancos que nadie. Muchos de
nosotros lo felicitamos en seguida con gran alboroto (en parte por simpatía, en parte
por tomarle el pelo); el cabito no hacía más que ruborizarse.
Por casualidad ese mismo día me quedé a solas con él y por hablar de algo le
pregunté: «¿Cómo hace para tirar tan bien?».
El cabito me miró atentamente y luego dijo: «Yo tengo un sistema para acertar.
Me imagino que no es un blanco de latón sino un imperialista. ¡Y me da tanta rabia
que acierto!».
Le iba a preguntar cómo se lo imaginaba al imperialista en cuestión pero se
adelantó a mi pregunta y me dijo en tono serio y reflexivo: «No entiendo por qué me
felicitáis todos. ¡Si hubiera una guerra yo dispararía contra vosotros!».
Cuando oí aquella frase en boca de aquel buenazo que ni siquiera era capaz de
gritarnos y al que por eso mismo lo trasladaron después a otra unidad, comprendí que
el hilo que me había mantenido atado al partido y a los camaradas, se me había
escapado irremisiblemente de las manos. Me encontré fuera del camino de mi vida.
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Sí. Todos los hilos habían sido arrancados.
Había quedado cortado el estudio, la participación en el movimiento, el trabajo,
las relaciones con los amigos, había quedado cortado el amor y hasta la búsqueda del
amor, había quedado cortado, sencillamente, todo el sentido de mi trayectoria vital.
No me había quedado más que el tiempo. Pero, en cambio, a éste lo estaba
conociendo tan íntimamente como nunca antes me había sido posible. Ya no era un
tiempo como aquél con el que me solía topar antes, un tiempo convertido en trabajo,
en amor, en todo tipo de esfuerzo, un tiempo al que aceptaba sin fijarme en él, porque
tampoco él me importunaba y se escondía decentemente detrás de mi propia
actividad. Ahora llegaba hasta mí desnudo, solo en sí mismo, con su aspecto original
y verdadero y me obligaba a llamarlo por su nombre propio (ya que ahora vivía el
tiempo escueto, el mero tiempo vacío), a no olvidarme de él ni por un momento, a
pensar permanentemente en él y a sentir continuamente su peso.
Cuando suena la música, oímos la melodía, olvidándonos de que es sólo una de
las formas del tiempo; cuando la orquesta se calla, oímos al tiempo; al tiempo en sí.
Yo vivía en una pausa. Pero claro que no se trataba de la pausa general de una
orquesta (cuya dimensión está estrictamente determinada por el signo de pausa) sino
de una pausa sin un final preciso. No podíamos (como lo hacían en todas las demás
unidades) ir recortando trocitos de un centímetro de sastre para contemplar cómo se
nos iban acortando los dos años de servicio obligatorio; y es que a los negros los
podían tener en la mili todo el tiempo que quisieran. Ambroz, de la segunda
compañía, con sus cuarenta años cumplidos, iba ya para cuatro años de servicio.
Estar en aquella época en la mili y tener en casa una mujer o una novia era
sumamente amargo: significaba estar permanentemente en una inútil especie de
guardia mental, vigilando una existencia incontrolable. Y significaba también estar
permanentemente ilusionado esperando las escasas visitas y estar permanentemente
temblando por si el comandante se niega a dar ese día el permiso establecido y la
mujer viene inútilmente hasta la puerta del cuartel. Entre los negros se decía (con
humor negro) que los oficiales esperaban entonces a las insatisfechas mujeres de los
soldados, se acercaban a ellas y recogían después los frutos del deseo que les debían
haber correspondido a los soldados que se habían quedado encerrados en el cuartel.
Y a pesar de todo: para los que tenían en casa una mujer, había un hilo que
atravesaba la pausa, quizás fino, quizás angustiosamente fino y frágil, pero seguía
siendo un hilo. Yo no tenía un hilo de ésos; había cortado toda relación con Marketa y
si me llegaban algunas cartas, eran de mamá… ¿Y qué? ¿Eso no es un hilo?
No, no es un hilo; el hogar, si se trata del hogar materno, no es un hilo; es sólo el
pasado: las cartas que te escriben tus padres son un mensaje que proviene de una
tierra firme de la cual te vas alejando; y lo que es más, esa carta no hace más que
poner en evidencia tu descarriamiento, al recordarte el puerto del que partiste en
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condiciones tan honestamente, tan sacrificadamente creadas; sí, dice la carta, el
puerto sigue estando aquí, permanece aún, seguro y hermoso, tal como era antes
¡pero el camino, el camino se ha perdido!
Me iba haciendo por lo tanto a la idea de que mi vida había perdido su
continuidad, de que se me había caído de las manos y de que no iba a tener más
remedio que empezar por fin a estar internamente allí donde verdadera e
irremisiblemente estaba. Y así mi vista se acomodaba gradualmente a aquella
penumbra de la cosificación y yo empezaba a percibir a la gente que me rodeaba; más
tarde que los demás, pero por suerte no tan tarde como para serles ya del todo
extraño.
El primero que surgió de aquella penumbra (igual que surge ahora el primero de
la penumbra de mi memoria) fue Honza; era de la ciudad de Brno (hablaba en una
jerga barriobajera casi incomprensible) y lo habían mandado con los negros por darle
una paliza a un policía. Al parecer le pegó porque había sido compañero suyo del
colegio y discutieron, pero al tribunal no hubo manera de explicárselo, Honza se pasó
medio año en la cárcel y de allí vino directamente a nuestra unidad. Era oficial
mecánico y estaba claro que le daba lo mismo volver a hacer alguna vez de mecánico
o de cualquier otra cosa; no sentía apego por nada y manifestaba una indiferencia por
su futuro que era la fuente de su descarada y despreocupada libertad interior.
El único que podía compararse con Honza por aquella preciosa sensación de
libertad era Bedrich, el más extravagante de los veinte que dormían en nuestra
habitación; llegó dos meses después del reemplazo normal de setiembre, porque
primero fue a parar a un regimiento de infantería, en el cual se negó obstinadamente a
llevar un arma, porque eso iba en contra de sus severos y personales principios
religiosos; no sabían qué hacer con él, especialmente desde que interceptaron sus
cartas dirigidas a Truman y Stalin, en las que llamaba patéticamente a los dos jefes de
estado a disolver todos los ejércitos en nombre de la fraternidad socialista; estaban
tan confundidos que al principio hasta le permitieron hacer la instrucción, de modo
que era el único soldado que no llevaba arma y cumplía perfectamente órdenes como
«presenten armas» o «sobre el hombro», pero con las manos vacías. Participó
también en las primeras lecciones políticas e intervenía con gran entusiasmo en la
discusión, despotricando contra los imperialistas que quieren desatar la guerra. Pero
cuando fabricó y colgó por su cuenta en el cuartel una pancarta en la que llamaba a
dejar todas las armas, el fiscal militar lo acusó de rebelión. Pero el tribunal se quedó
tan sorprendido con sus discursos pacifistas que lo hizo examinar por los siquiatras y
tras algunas vacilaciones lo mandó a nuestra unidad. Bedrich estaba contento; eso era
lo que llamaba la atención en él: era el único que se había ganado los galones negros
a pulso y estaba contento de tenerlos. Por eso se sentía libre allí, a pesar de que su
sensación de libertad no se manifestaba en forma de descaro, como en el caso de
Honza, sino, por el contrario, en su tranquila obediencia y su feliz laboriosidad.
Todos los demás sufrían en mucha mayor medida temores y angustias: el húngaro
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Varga que tenía treinta años y era del sur de Eslovaquia y que desconociendo los
prejuicios nacionales, había luchado durante la guerra en varios ejércitos y había
estado prisionero varias veces a ambos lados del frente; el pelirrojo Petran, cuyo
hermano había pasado ilegalmente la frontera matando a un guardia; Stana, un chulo
atolondrado de veinte años, de los suburbios de Praga, sobre el cual el ayuntamiento
de su barrio había enviado un informe terrorífico porque al parecer se había
emborrachado en la manifestación del primero de mayo y después se había puesto a
mear a propósito junto a la acera, delante de los ciudadanos entusiasmados; Pavel
Pekny, un estudiante de derecho que durante la revolución de febrero había ido con
un grupo de compañeros suyos a una manifestación contra los comunistas
(comprendió inmediatamente que yo había pertenecido al mismo bando que después
de febrero lo expulsó de la facultad y era el único que demostraba su maliciosa
satisfacción porque yo hubiese ido a parar al mismo sitio que él).
Podría acordarme de otros muchos soldados con los que compartí entonces mi
destino, pero prefiero limitarme a lo esencial: al que más quería era a Honza. Me
acuerdo de una de nuestras primeras conversaciones; fue durante un breve descanso
en el túnel cuando nos encontramos (masticando el bocadillo) los dos juntos y Honza
me dio una palmada en la rodilla: «¿Qué pasa contigo, sordomudo, a qué te
dedicas?». Efectivamente era entonces sordomudo (ocupado en mis eternas
autodefensas interiores) y con gran dificultad intenté explicarle (con palabras cuya
artificialidad y rebuscamiento sentí desagradablemente de inmediato) cómo había ido
a parar allí y por qué aquél no era el sitio apropiado para mí. Me dijo: «Mira qué listo
¿y para nosotros sí?». Traté de explicarle de nuevo mi opinión (buscando palabras
más normales) y Honza, tragando el último bocado, dijo lentamente: «Si fueras igual
de alto como eres de tonto, el sol te quemaría el cerebro». En aquella frase vi las
alegres muecas del espíritu plebeyo de los suburbios y de repente me dio vergüenza
seguir reclamando como un niño mimado los privilegios perdidos, cuando había
edificado mis convicciones precisamente en el rechazo a los privilegios y a los niños
mimados.
Con el paso del tiempo me hice muy amigo de Honza (Honza me admiraba por
mi habilidad para resolver con rapidez y de memoria todas las complicaciones
numéricas relacionadas con el pago de nuestro salario, que impidió más de una vez
que nos pagaran de menos); en una oportunidad se rió de mí porque pasaba los
permisos como un idiota en el cuartel y me hizo salir con todo el grupo. Recuerdo
perfectamente aquella salida; era un grupo bastante grande, unos ocho, iban Varga,
Stana y también Cenek, un estudiante de la escuela de arte que estaba en la segunda
compañía (había ido a parar a los negros porque en la escuela se empecinaba en
pintar cuadros cubistas y ahora, en cambio, para conseguir alguna pequeña ventaja,
pintaba en todas las habitaciones del cuartel grandes dibujos al carboncillo de los
luchadores husitas con su rústico armamento medieval). No disponíamos de
demasiados sitios adonde ir: teníamos prohibido ir al centro de Ostrava y podíamos ir
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sólo a algunos barrios y en ellos sólo a algunos bares. Llegamos al suburbio más
próximo y tuvimos suerte, porque en la antigua sala del club deportivo, que no estaba
sujeta a ninguna prohibición, había un baile. Pagamos en la puerta una entrada
módica y nos metimos dentro. En la gran sala había muchas mesas y muchas sillas,
gente había menos: como más unas diez chicas; hombres unos treinta, la mitad de
ellos soldados del cercano cuartel de artillería; en cuanto nos vieron nos convertimos
en el centro de su atención y podíamos sentir en la piel cómo nos observaban y
contaban cuántos éramos. Nos sentamos en una mesa larga que estaba vacía, pedimos
una botella de vodka pero una camarera fea nos comunicó sin más comentarios que
estaba prohibido servir bebidas alcohólicas, de modo que Honza pidió ocho
limonadas; luego cogió un billete de cada uno de nosotros y al cabo de un rato volvió
con tres botellas de ron que fuimos añadiendo a la limonada por debajo de la mesa.
Lo hicimos con el mayor sigilo porque veíamos que los artilleros nos vigilaban
atentamente y sabíamos que no tendrían demasiados problemas de conciencia para
denunciar nuestro ilegal consumo de alcohol. Y es que las unidades armadas sentían
hacia nosotros una profunda enemistad: por una parte nos veían como a elementos
sospechosos, asesinos, delincuentes y enemigos, listos para matar traicioneramente
(tal como lo presentaba la literatura de espionaje de aquella época) a sus pacíficas
familias y, por otra parte (y eso era quizás lo más importante), nos tenían envidia
porque disponíamos de dinero y podíamos permitirnos gastar en cualquier sitio cinco
veces más que ellos.
Eso era lo más curioso de nuestra situación: no conocíamos otra cosa que el
cansancio y el trabajo más penoso, cada dos semanas nos rapaban al cero para que el
pelo no nos infundiera un exceso de confianza en nosotros mismos, éramos unos
parias que ya no esperábamos nada bueno de la vida, pero teníamos dinero. No era
demasiado, pero para un soldado y sus dos permisos al mes representaba un
patrimonio tal, que se podía comportar durante aquellas pocas horas de libertad (en
los escasos sitios permitidos) como si fuera rico, compensando así la impotencia
crónica de los demás días, siempre tan largos.
Así que mientras en el escenario la orquesta desentonaba alternativamente la
polca y el vals y en la pista daban vueltas unas cuantas parejas, observábamos
pacíficamente a las chicas y bebíamos nuestra limonada, cuyo sabor a alcohol nos
situaba ya por encima de todos los demás que estaban sentados en la sala; estábamos
de muy buen humor; yo sentía cómo se me subía a la cabeza una sensación de alegre
camaradería, una sensación de compañerismo que no había sentido desde la última
vez que tocamos con Jaroslav en el conjunto folklórico. Mientras tanto, Honza
inventó un plan para quitarles a los artilleros el mayor número posible de chicas. El
plan era excelente por su sencillez y lo pusimos en práctica de inmediato. Quien puso
manos a la obra con mayor energía fue Cenek y como era un fanfarrón y un
comediante, cumplió su tarea, para nuestra satisfacción, de la forma más llamativa
posible: sacó a bailar a una morena muy maquillada y la trajo luego a nuestra mesa;
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hizo que le sirvieran una limonada con ron a él y otra a ella y le dijo
significativamente: «¡Quedamos en eso!»; la morena asintió y brindó con él. En ese
momento se acercó un jovencito con el uniforme de artillería y la tirilla de cabo
primero en los galones, se detuvo junto a la morena y le dijo a Cenek con la voz más
bronca que pudo poner: «¿Me permites?». «Por supuesto, amigo», dijo Cenek.
Mientras la morena brincaba al ritmo idiota de la polca con el apasionado cabo
primero, Honza ya estaba llamando a un taxi; a los diez minutos ya estaba el taxi allí
y Cenek se levantó y fue hacia la puerta de la sala; la morena terminó el baile, le dijo
al cabo primero que iba al servicio y al rato ya se oía el sonido del coche.
El siguiente éxito después de Cenek lo cosechó el viejo Ambroz de la segunda
compañía, que encontró una chica mayor de horrible aspecto (lo cual no era ningún
inconveniente para que cuatro artilleros la persiguiesen desesperadamente); a los diez
minutos llegaba el taxi y Ambroz partía con la furcia y con Varga (que afirmaba que
no habría ninguna chica dispuesta a acompañarlo) hacia un bar en el otro extremo de
Ostrava, en donde había quedado con Cenek. Más tarde otros dos de los nuestros
consiguieron raptar a otra chica y nos quedamos solos los tres últimos: Stana, Honza
y yo. Los artilleros nos miraban con ojos cada vez más siniestros, porque empezaban
a sospechar la relación que había entre nuestra disminución numérica y la
desaparición de tres mujeres de su coto de caza. Hacíamos lo posible por poner cara
de inocentes pero sentíamos que la bronca estaba al caer. «Ahora ya sólo nos queda
llamar al último taxi para una retirada honrosa», dije mientras miraba con cara de
lástima a una rubia con la que había conseguido bailar una vez al principio, pero sin
tener el coraje de decirle que se fuera conmigo de allí; tenía la esperanza de hacerlo
durante el siguiente baile, pero desde entonces los artilleros la vigilaban de tal manera
que ya no pude acercarme a ella. «No hay otra salida», dijo Honza y se levantó para
llamar por teléfono. Pero cuando estaba cruzando la sala, los artilleros se levantaron
de sus mesas y lo rodearon. La pelea ya estaba a punto y a mí y a Stana no nos
quedaba otra posibilidad que levantarnos de la mesa e irnos acercando a nuestro
compañero en peligro. Los artilleros rodeaban a Honza en silencio, pero de repente
apareció un sargento medio borracho (debía tener también una botella bajo la mesa) e
interrumpió el amenazador silencio: empezó a echar un sermón, que si su padre había
estado en el paro durante la república burguesa, que si no podía soportar que estos
burgueses de los galones negros hicieran lo que les daba la gana, que si eso no lo
podía soportar y sus amigos tenían que sujetarlo para que no le partiera la cara a éste
(se refería a Honza). Honza permanecía en silencio y en cuanto se produjo una
pequeña pausa en el discurso del sargento preguntó muy educadamente qué era lo que
deseaban los camaradas artilleros. Que os larguéis en seguida de aquí, dijeron los
artilleros y Honza dijo que eso era exactamente lo que queríamos nosotros, pero que
le permitieran llamar un taxi. En ese momento dio la impresión de que al sargento le
daba un ataque, esto es para cagarse, gritaba, esto es para cagarse, nos matamos
trabajando, no podemos ni salir, no paramos de hacer instrucción, no tenemos pasta y
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estos capitalistas, estos subversivos, estos cabrones, viajando en taxi, eso sí que no,
aunque los tenga que estrangular con mis propias manos ¡en taxi no salen de aquí!
Todos estaban atentos a la discusión; a los uniformados se añadieron los civiles y
el personal del club deportivo que tenía miedo de que se produjera un incidente
grave. Y en ese momento vi a mi rubia; se había quedado junto a la mesa (sin hacer
caso de la pelea), se levantó y se dirigió al servicio; disimuladamente me separé del
grupo y en la antesala, junto a la puerta, donde estaba el guardarropas y el servicio
(no había nadie más que la señora del guardarropas), la llamé; ya no había otra
posibilidad, con vergüenza o sin ella, tenía que hacer algo; metí la mano en el
bolsillo, saqué unos cuantos billetes de cien arrugados y le dije: «¿No quiere venir
con nosotros? ¡Se va a divertir más que aquí en el baile!». Miró los billetes y encogió
los hombros. Le dije que la esperaría fuera y asintió, entró en el servicio y al rato
salió ya con el abrigo puesto; me sonrió y me dijo que en seguida se notaba que yo no
era como los demás. El halago me agradó, la cogí del brazo y la llevé hasta el otro
lado de la calle, hasta la esquina, donde nos quedamos esperando que Honza y Stana
aparecieran por la puerta de salida, alumbrada por un único farol. La rubia me
preguntó si estudiaba y cuando le dije que sí me contó que el día anterior le habían
robado en el vestuario de la fábrica un dinero que no era suyo sino de la empresa y
que estaba desesperada porque por culpa de eso la podían acusar de desfalco: me
preguntó si le podría prestar algún dinero; metí la mano en el bolsillo y le di dos
arrugados billetes de cien coronas.
No tuvimos que esperar demasiado para ver salir a mis compañeros con los gorros
y los abrigos. Les silbé, pero en ese momento salieron corriendo tras ellos otros tres
soldados sin gorros ni abrigos. Oí el tono amenazador de las preguntas, cuyas
palabras no distinguía, pero cuyo sentido intuía: buscaban a mi rubia. Uno de ellos se
lanzó contra Honza y empezó la pelea. Corrí hacia ellos. Stana se enfrentaba a un
artillero, pero a Honza le tocaban dos, ya estaban a punto de tirarlo al suelo, pero por
suerte llegué a tiempo y empecé a darle puñetazos a uno de ellos. Los artilleros
contaban con su superioridad numérica y a partir del momento en que se equilibraron
las fuerzas, perdieron el empuje inicial; cuando uno de ellos cayó al suelo al recibir
un puñetazo de Stana, aprovechamos la confusión y abandonamos rápidamente el
campo de batalla.
La rubia nos esperaba a la vuelta de la esquina. Cuando mis compañeros la vieron
se pusieron como locos de alegría y empezaron a decir que yo era un genio, tratando
de abrazarme y yo, después de mucho tiempo, me sentí por primera vez sincera y
alegremente feliz. Honza sacó del abrigo una botella entera de ron (no entiendo cómo
logró salvarla durante la pelea) y la levantó en señal de triunfo. Nos sentíamos
estupendamente pero no teníamos adonde ir: de un sitio nos habían echado, a los
otros no podíamos entrar, nuestros furiosos rivales nos habían impedido coger un taxi
y en la propia calle nuestra existencia corría peligro de verse amenazada por alguna
operación de castigo que pudieran organizar. Nos alejamos con la mayor rapidez por
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una calle ya estrecha, bordeando edificios durante un rato, hasta que al final ya no
hubo más que un muro de un lado y del otro un cercado; junto a la cerca se veía un
carro de madera y al lado de éste una especie de máquina agrícola con un asiento de
metal. «Un trono», dije y Honza sentó a la rubia en el asiento, que estaría a un metro
del suelo. Nos íbamos pasando la botella de mano en mano, bebíamos los cuatro, al
cabo de un rato la rubia no paraba ya de hablar y le dijo a Honza: «¿A que no me
prestas cien coronas?». Honza sacó un billete de cien y la chica al poco tiempo ya
tenía el abrigo levantado y la falda arremangada y después de un instante ella misma
se quitó las bragas. Me cogió de la mano para que me acercara, pero yo tenía miedo,
me zafé y le acerqué a Stana, que no manifestó la menor indecisión y se metió sin
dudarlo ni un momento entre sus piernas. Apenas estuvieron juntos unos veinte
segundos; yo pretendía darle prioridad a Honza (por una parte quería comportarme
como un buen anfitrión y por otra parte seguía con miedo) pero esta vez la rubia
estuvo más decidida, me atrajo hacia sí y cuando, tras unas caricias estimulantes,
estuve en condiciones de unirme a ella, me susurró tiernamente al oído: «Tú eres el
que me gusta, bobo», y después empezó a suspirar, así que de repente tuve la
sensación de que era una tierna muchacha que me amaba y a la que yo amaba, y ella
suspiraba y suspiraba y yo no paraba, hasta que de repente oí la voz de Honza que
decía no sé qué grosería, y entonces me di cuenta de que no era la muchacha a la que
yo amaba y me separé de ella rápidamente, sin terminar, y la rubia casi se asustó y
dijo: «¿qué haces?», pero ya estaba Honza con ella y los ruidosos suspiros
continuaron.
Volvimos al cuartel cerca de las dos de la mañana. A las cuatro y media ya
teníamos que levantarnos para ir a hacer el turno voluntario de los domingos, por el
cual le pagaban a nuestro comandante sus incentivos y a cambio del cual obteníamos
nosotros nuestros permisos cada dos sábados. Estábamos muertos de sueño, repletos
de alcohol, pero pese a que nos movíamos en la penumbra del pozo como
sonámbulos, recordaba con agrado la noche pasada.
Dos semanas más tarde ya fue peor; Honza se había quedado sin permiso por
culpa de algún incidente y yo salí con dos muchachos de otra compañía a los que
conocía muy superficialmente.
Fuimos casi a tiro hecho a buscar a una mujer a la que por su altura desmesurada
le llamaban La Farola. Era feísima pero no había nada que hacer, porque el círculo de
mujeres a las que podíamos tener acceso era muy limitado, en particular por el escaso
tiempo de que disponíamos. La necesidad de aprovechar a cualquier precio los
permisos (tan cortos y tan poco frecuentes) llevaba a los soldados a dar prioridad a lo
seguro antes que a lo soportable. Al cabo de un tiempo se fue montando, mediante el
intercambio de informaciones, una red (por cierto escasa) de mujeres más o menos
seguras (y por supuesto difícilmente soportables) que pasó a formar parte del
patrimonio común.
La Farola pertenecía a esa red general; eso no me importaba en lo más mínimo;
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las bromas de los dos muchachos sobre su altura anormal y el chiste, repetido cerca
de cincuenta veces, de que teníamos que buscar un ladrillo para subirnos cuando
llegase el momento, me resultaban peculiarmente agradables y hacían crecer mis
furiosos deseos de poseer a una mujer; a cualquier mujer; cuanto menos
individualizada y espiritual, mejor; mejor que fuera cualquier mujer.
Pero aunque había bebido bastante, mis furiosos deseos de poseer a una mujer se
esfumaron cuando vi a la moza llamada La Farola. Todo me parecía desagradable e
inútil, y como no estaban allí ni Honza ni Stana, nadie a quien yo quisiera, al día
siguiente tenía una resaca espantosa que afectó retrospectivamente, con su
escepticismo, a la aventura de catorce días antes.
¿Se había despertado en mí algún principio moral? Tonterías; era simplemente
falta de ganas. ¿Pero por qué falta de ganas si un par de horas antes tenía unas ganas
furiosas de poseer a una mujer y la airada furia de ese deseo se basaba precisamente
en que me daba programáticamente lo mismo quién fuera esa mujer? ¿Era quizás más
delicado que los demás y me repugnaban las prostitutas? Tonterías: me había dado
lástima.
Lástima por la conciencia clara de que esta situación no era algo excepcional que
hubiera elegido por exceso, por capricho, por el inquieto deseo de conocerlo y
probarlo todo (lo sublime y lo soez), sino que se había convertido en la situación
habitual de mi vida actual. Que era ella la que marcaba con precisión el círculo de
mis posibilidades, que era ella la que dibujaba con precisión el horizonte de la vida
afectiva que desde ahora me pertenecía. Que esta situación no era una manifestación
de mi libertad (como podía haberla interpretado si me hubiera ocurrido un año antes)
sino una manifestación de mi determinación, de mi limitación, de mi condena. Y
sentí miedo. Miedo de este lamentable horizonte, miedo de este sino. Sentí que mi
alma se encerraba en sí misma, que empezaba a retroceder ante todo esto y al mismo
tiempo me espantaba que no tuviera a donde retroceder para escapar del cerco.
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Esta tristeza producida por el lamentable horizonte afectivo la conocíamos (o al
menos la sentíamos inconscientemente) casi todos nosotros. Bedrich (el autor de los
manifiestos pacifistas) se defendía sumergiéndose con la meditación en las
profundidades de su interior, donde evidentemente habitaba su Dios místico; en la
esfera erótica a esta religiosidad interna le correspondía la masturbación, que
efectuaba con ritual regularidad.
Los demás se defendían de un modo mucho más ilusorio: a las cínicas
excursiones en busca de furcias las completaban con el romanticismo más
sentimental; casi todos tenían en casa algún amor al que aquí, concentrándose en la
evocación, le sacaban los más brillantes destellos; casi todos creían en la perdurable
Fidelidad y en la fiel Espera; casi todos se convencían de que la muchacha que habían
ligado borracha en un bar guardaba hacia ellos sentimientos sagrados. A Stana lo
visitó dos veces una chica de Praga con la que había tenido algo que ver antes de la
mili (y a la que con seguridad entonces no tomaba muy en serio) y Stana estaba de
repente tan impresionado que (como correspondía a su habitual precipitación) decidió
casarse de inmediato.
Nos dijo que lo hacía sólo para que le diesen dos días de permiso por la boda,
pero yo sabía que era sólo una disculpa pretendidamente cínica. A principios de
marzo el comandante le dio, en efecto, dos días de permiso y Stana se fue un sábado a
casarse a Praga. Lo recuerdo perfectamente porque el día de la boda de Stana fue para
mí también un día muy importante.
Me habían dado permiso y, como el último día libre lo había desperdiciado
tristemente con La Farola, evité la compañía de los amigos y me fui solo. Me senté en
un viejo tranvía de vía estrecha que conectaba los barrios alejados de Ostrava y dejé
que me llevara. A la buena de Dios me bajé después del tranvía y me volví a subir a
otro de otra línea; toda aquella periferia interminable de la ciudad de Ostrava, en la
que se mezclan en una extrañísima combinación la fábrica y la naturaleza, el campo
con el basural, los bosquecillos con las escombreras, los edificios de pisos con las
casas de campo, me atraía y me excitaba de un modo particular; volví a bajarme del
tranvía y fui dando un largo paseo: percibía casi con pasión aquel panorama extraño e
intentaba desentrañar su espíritu; trataba de encontrar palabras para denominar
aquello que le da a este paisaje compuesto de tan diversos elementos una unidad y un
orden; pasé junto a una casa idílica, cubierta de hiedra y se me ocurrió que su
presencia allí era apropiada precisamente por eso, porque no tenía nada que ver con
los descascarillados edificios de pisos que estaban cerca de ella, ni con las siluetas de
las torres de extracción de carbón, las chimeneas y los hornos, que formaban su
paisaje; atravesé un grupo de casitas baratas que formaban una especie de poblado
dentro del poblado y vi a escasa distancia de ellas una villa, que aunque sucia y gris
estaba rodeada por un jardín y una verja de hierro; en una esquina del jardín crecía un
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gran sauce llorón que era una especie de ser extraviado en este paisaje y sin embargo,
me dije, quizás precisamente por eso era apropiada su presencia allí. Estaba excitado
por todos estos pequeños descubrimientos de impropiedad, no sólo porque en ellos
veía el denominador común de este paisaje, sino sobre todo porque veía en ellos una
imagen de mi propio sino, de mi propio destierro en esta ciudad; y por supuesto: el
proyectar mi situación personal en la objetividad de toda la ciudad me brindaba una
especie de resignación; comprendí que yo era allí inapropiado igual que eran
inapropiados el sauce llorón y la casa con la hiedra, igual que eran inapropiadas
aquellas calles cortas que conducían al vacío y a ninguna parte, calles hechas de casas
que parecía como si hubieran venido cada una de un sitio distinto, era inapropiado allí
igual que eran inapropiados en un paisaje que una vez fue acogedoramente rural los
monstruosos barrios de achatados barracones provisionales y me daba cuenta de que,
precisamente porque era inapropiado, debía estar allí, en aquella horrible ciudad de la
impropiedad, en una ciudad que ha enlazado, en un desaprensivo abrazo, todo lo que
se es ajeno.
Después me encontré en la larga calle de Petrkovic, que fue en su día una aldea y
forma hoy uno de los barrios periféricos más próximos a Ostrava. Me detuve junto a
un edificio bastante grande de dos plantas, que tenía en la esquina, colgado en
posición vertical, un cartel: CINE. Se me ocurrió hacerme una pregunta totalmente
irrelevante, que sólo se le puede ocurrir a alguien que pasea sin rumbo fijo: ¿cómo es
posible que junto a la palabra cine no ponga también el nombre del cine? Me puse a
buscarlo, pero en el edificio (que por lo demás no recordaba para nada a una sala de
cine) no había ningún otro cartel. Entre el edificio y la casa de al lado había un
espacio de unos dos metros de ancho que formaba una callejuela estrecha; tomé por
allí y llegué hasta un patio interior; sólo desde allí se podía apreciar que la parte
trasera del edificio era de una sola planta; en aquella pared posterior había unas
carteleras acristaladas con carteles de propaganda y fotografías de las películas; me
acerqué a ellas pero tampoco encontré el nombre del cine; eché una mirada alrededor
y vi en el patio vecino, tras una cerca de alambre, a una niña. Le pregunté cómo se
llamaba el cine; la niña me miró con sorpresa y dijo que no lo sabía. Me resigné a que
el cine no se llamase; a que en aquel destierro ostravense los cines no tuvieran ni para
nombre.
Regresé (sin ninguna intención precisa) junto a la cartelera y en ese momento
advertí que lo que anunciaban el cartel y las dos fotografías era la película soviética
Tribunal de Honor. Era la misma película a cuya heroína se refirió Marketa cuando se
le ocurrió jugar en mi vida el famoso papel de la misericordiosa, la misma película a
cuyos aspectos más severos se referían los camaradas cuando preparaban mi
expulsión del partido; todo aquello bastaba para que no tuviera ganas ni de oír hablar
de la película; pero qué curioso, ni siquiera en Ostrava me pude escapar de su dedo
acusador… Y bueno, si no nos gusta un dedo levantado, basta con darle la espalda.
Eso fue lo que hice y me dirigí hacia la salida del patio, de vuelta a la calle Petrkovic.
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Y entonces vi por primera vez a Lucie.
Venía directamente hacia mí; entraba en el patio del cine; ¿por qué no pasé por su
lado y no seguí mi camino? ¿Se debió a la especial lentitud de mi paseo? ¿Se debió a
la especial luminosidad del patio, ya muy entrada la tarde, el que, a pesar de todo, me
quedase allí dentro y no saliese a la calle? ¿O al aspecto de Lucie? Pero si era un
aspecto totalmente trivial, y aunque más tarde fuera precisamente aquella trivialidad
la que me emocionaba y me atraía, ¿cómo es posible que me haya llamado la
atención y me haya hecho detenerme en cuanto la vi? ¿No me topaba con otras
muchas muchachas triviales en las calles de Ostrava? ¿O se trataba de una trivialidad
tan poco trivial? No lo sé. Lo único seguro es que me quedé parado mirando a la
muchacha: avanzó despacio, sin ninguna prisa, hacia las fotografías del Tribunal de
Honor; luego se separó de ellas muy lentamente y atravesó la puerta abierta hacia una
pequeña sala donde estaba la taquilla. Sí, ya lo intuyo, fue precisamente la particular
lentitud de Lucie lo que me atrajo tanto, una lentitud de la que parecía irradiar la
resignada convicción de que no hay adonde ir tan de prisa y de que es inútil extender
las impacientes manos hacia algo. Sí, quizás fue precisamente esa lentitud llena de
tristeza la que me impulsó a observar desde lejos a la muchacha, a fijarme cómo se
acerca a la taquilla, cómo saca las monedas, cómo coge la entrada, cómo mira hacia
la sala y cómo se da otra vez la vuelta y sale al patio.
No le quité los ojos de encima. Se quedó mirando en dirección a mí, pero con la
vista puesta más allá, más allá del patio, donde, separados por vallas de madera,
continuaban los jardines y las cabañas de las casas del pueblo, hasta arriba, donde el
perfil de una cantera marrón les cerraba el paso. No puedo olvidarme nunca de aquel
patio, me acuerdo de cada uno de sus detalles, me acuerdo de la cerca de alambre que
lo separaba del patio contiguo, donde había una niña pequeña, distraída, en la
escalera que conducía a la casa; me acuerdo de que la escalera estaba bordeada por
una pequeña pared, encima de la cual había dos macetas vacías y una palangana de
color gris; recuerdo el sol, velado por el humo, que caía sobre el horizonte de la
cantera.
Eran las seis menos diez, eso quería decir que faltaban diez minutos para que
empezase la función. Lucie se dio la vuelta y salió lentamente, atravesando el patio,
hacia la calle; fui tras ella; se cerró tras de mí la imagen del destrozado campo de
Ostrava y apareció otra vez la calle de la ciudad; a cincuenta pasos de allí había una
pequeña plazoleta, cuidadosamente arreglada, con varios bancos y un parquecillo,
detrás del cual se entreveía una construcción seudogótica de ladrillo rojo. Seguí a
Lucie: se sentó en un banco; la lentitud no la abandonaba ni por un momento, casi
podría decir que estaba sentada despacio; no miraba a su alrededor, no se distraía,
estaba sentada como se está sentado cuando se espera una operación o algo que nos
llama la atención en tal medida que no miramos en derredor y dirigimos la vista hacia
nosotros mismos; quizás fue precisamente esta circunstancia la que me permitió dar
vueltas a su alrededor y mirarla, sin que se diese cuenta.
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Suele hablarse de amores a primera vista; sé perfectamente que el amor tiende a
hacer una leyenda de sí mismo y a mitificar retrospectivamente sus comienzos; no
pretendo, por eso, decir que se tratase de un amor tan repentino; pero lo que sí hubo
fue una cierta clarividencia: la esencia del ser de Lucie —o para ser más preciso— la
esencia de lo que luego Lucie fue para mí, la comprendí, la sentí, la vi de inmediato y
en seguida; Lucie me trajo a sí misma tal como se le traen a la gente las verdades
reveladas.
La miré, me fijé en su permanente al estilo campesino, que le convertía el pelo en
una masa informe de ricitos, me fijé en su abriguito castaño, pobre y gastado y quizás
también un poco corto; me fijé en su cara, discretamente hermosa, hermosamente
discreta; sentí que en aquella muchacha había serenidad, sencillez y humildad y que
ésos eran los valores que yo necesitaba; me pareció que estábamos muy cerca el uno
del otro; me pareció que bastaría ir hacia ella y hablarle y que en el momento en que
(por fin) me mirase a la cara, tendría que sonreírse como si ante ella estuviese de
repente un hermano suyo al que hacía años que no veía.
Después Lucie levantó la cabeza; miró hacia arriba, hacia la torre del reloj (este
movimiento también lo guardo en el recuerdo; el movimiento de una chica que no
lleva reloj y que automáticamente se sienta frente al reloj de la torre). Se levantó y se
dirigió hacia el cine; yo tenía ganas de ir con ella; no me faltaba coraje, pero de
repente me faltaban las palabras; tenía, eso sí, el pecho lleno de sensaciones, pero ni
una sílaba en la cabeza; fui siguiendo a la chica otra vez hasta la pequeña antesala en
donde estaba la taquilla y desde donde se veía la sala, que estaba vacía. Una sala
vacía tiene algo que repele; Lucie se detuvo y miró en derredor dubitativa; en ese
momento entraron algunas personas en la antesala y se dirigieron a la taquilla; me
adelanté y compré una entrada para ver la odiada película.
Mientras tanto la muchacha entró en la sala; fui tras ella, en la sala semivacía la
numeración de los asientos no tenía ningún sentido y cada uno se sentaba donde le
daba la gana; llegué hasta la misma fila de Lucie y me senté a su lado. Empezó a
sonar la música chillona de un disco gastado, las luces se apagaron y en la pantalla
apareció la publicidad.
Lucie tenía que darse cuenta de que no era casual que un soldado con galones
negros se sentase precisamente a su lado, seguro que durante todo ese tiempo sentía
mi presencia, quizás la sentía aún más, porque yo estaba totalmente concentrado en
ella; no percibía lo que ocurría en la pantalla (qué ridícula venganza: me alegraba de
que la película, a la que con tanta frecuencia habían hecho referencia mis virtuosos
jueces, pasara ahora por la pantalla sin hacerle caso).
La película se acabó, se encendió la luz, los escasos espectadores se levantaron de
sus asientos. Lucie también se levantó. Cogió el abrigo que tenía doblado sobre el
regazo y metió la mano en la manga. Yo me puse en seguida el gorro para que no
viera mi cabeza rapada al cero y le ayudé sin decir palabra con la otra manga. Me
miró brevemente y no dijo nada, quizás movió imperceptiblemente la cabeza, pero yo
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no supe si se trataba de un gesto de agradecimiento o si era un movimiento
completamente involuntario. Después salió de la fila de butacas con pasitos cortos.
Yo también me puse mi abrigo verde (me estaba largo y probablemente me quedaba
muy mal) y fui tras ella. Cuando estábamos aún en la sala del cine, le hablé.
Le pregunté dónde vivía, qué hacía, si iba con frecuencia al cine. Le dije que yo
trabajaba en la mina, que era agotador, que salía muy poco. Dijo que trabajaba en una
fábrica, que vivía en un internado, que tenía que estar a las once en casa, que iba con
frecuencia al cine porque no le gustaban los bailes. Le dije que me gustaría ir con ella
al cine cuando volviera a estar de permiso. Me dijo que prefería ir sola. Le pregunté
si eso se debía a que se sentía triste en la vida. Asintió. Le dije que yo tampoco estaba
contento.
No hay nada que una más rápido a la gente (aunque sólo sea en apariencia e
ilusorio) que una comprensión mutua triste y melancólica; este ambiente de serena
compasión, que adormece todo tipo de temores y prejuicios y es comprensible para
un alma sutil o vulgar, instruida o simple, es el modo más sencillo de acercamiento y
es, sin embargo, muy poco frecuente: el problema es que hace falta dejar de lado el
modo de «llevar el alma» que uno ha cultivado, los gestos que ha cultivado, la
mímica habitual, y ser sencillo; no sé cómo fui capaz de lograrlo (de repente, sin
prepararme), cómo pude lograrlo yo, que andaba siempre vacilante, como un ciego,
en pos de mis rostros artificiales; no lo sé, pero lo percibí como un regalo inesperado
y una liberación repentina.
Nos dijimos, por lo tanto, las cosas más corrientes sobre nosotros mismos;
nuestras respuestas eran breves y concretas. Llegamos hasta el internado y nos
quedamos un rato junto a la puerta; la farola iluminaba a Lucie y yo miraba su abrigo
marrón y la acariciaba, pero no la cara ni el pelo, sino la raída tela de aquel
enternecedor abrigo.
Recuerdo además que la farola se columpiaba, que pasó a nuestro lado un grupo
de chicas jóvenes, que se reían en una voz desagradablemente alta y que abrieron la
puerta del internado, recuerdo mi mirada subiendo por la pared de aquel edificio en el
que vivía Lucie, las paredes grises y desnudas con ventanas sin cornisas; recuerdo
luego la cara de Lucie que (en comparación con las caras de otras chicas a las que
conocí en parecidas situaciones) estaba muy tranquila, sin mímica, y se semejaba a la
cara de una alumna que está junto a la pizarra y responde humildemente (sin
resistencia y sin engaños) diciendo sólo lo que sabe, sin esforzarse por conseguir una
buena nota o algún elogio.
Acordamos que le escribiría una postal a Lucie para comunicarle cuándo iba a
tener otro permiso y cuándo nos veríamos. Nos despedimos (sin besos ni caricias) y
yo me fui. Cuando estaba a unos cuantos pasos de distancia miré hacia atrás y la vi,
de pie junto a la puerta, sin abrir y mirándome; sólo entonces, cuando estuve
separado de ella, salió de su circunspección y su mirada (hasta entonces esquiva) se
fijó en mí prolongadamente. Y después levantó la mano como alguien que nunca ha
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saludado con la mano y no sabe saludar, que lo único que sabe es que para despedirse
se saluda con la mano y por eso se ha decidido torpemente a hacer ese movimiento.
Me detuve y agité también mi mano; nos miramos desde aquella distancia, volví a
andar y volví a detenerme (Lucie seguía moviendo la mano) y así me fui yendo
lentamente, hasta que al final doblé la esquina y dejamos de vernos.
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A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí; volví a estar habitado; ya no era
aquel lastimoso vacío por el que daban vueltas (como los desperdicios en una
habitación abandonada) las nostalgias, los reproches y las acusaciones; de repente la
habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella. El reloj que
colgaba allí de la pared, con las manecillas inmóviles durante largos meses, volvió a
funcionar. Eso fue significativo: el tiempo, que hasta entonces había transcurrido
como una corriente indiferente que iba de la nada a la nada (¡yo vivía una pausa!), sin
ninguna articulación, sin ningún ritmo, empezó a adquirir otra vez su rostro
humanizado: comenzó a articularse y a contarse. Empecé a estar pendiente de los
permisos y cada día se convertía en el peldaño de una escalera por la que subía para
llegar a Lucie.
Nunca en la vida le dediqué a ninguna otra mujer tantos pensamientos, tanta
callada concentración, como a ella (por lo demás nunca volví a tener tanto tiempo).
Hacia ninguna mujer volví a sentir tanto agradecimiento.
¿Agradecimiento? ¿Por qué? Ante todo Lucie me arrancó del círculo de aquel
lamentable horizonte afectivo que nos rodeaba a todos. Claro: Stana, que acababa de
casarse también se escapó, a su modo, de aquel círculo; ahora tenía en casa, en Praga,
a su adorada mujer, podía pensar en ella, podía dibujar el distante futuro de su
matrimonio, podía sentirse satisfecho pensando que lo amaban. Pero no había nada
que envidiarle. Con el acto de la boda puso en marcha su propio destino y ya en el
momento en el que se sentó en el tren para volver a Ostrava, perdió toda influencia
sobre él; y así semana tras semana, mes tras mes, iba goteando cada vez más
intranquilidad sobre su satisfacción inicial, cada vez más preocupación impotente por
lo que sucedía en Praga con su propia vida, de la que se encontraba separado y a la
que no podía visitar.
Yo también, al encontrarme con Lucie, puse mi destino en movimiento; pero no
lo perdí de vista; veía a Lucie con poca frecuencia pero casi con regularidad y sabía
que era capaz de esperarme catorce días o más y encontrarme después de la
separación como si nos hubiésemos despedido el día anterior.
Pero Lucie no me liberó sólo de la resaca general producida por la insatisfacción
de las aventuras sentimentales de Ostrava. En aquella época ya sabía que había
perdido mi combate y que no podría cambiar nada en mis galones negros, sabía que
no tenía sentido convertirme en un extraño para la gente con la que iba a tener que
convivir durante dos o más años, que era absurdo seguir reclamando el derecho a
mantener mi trayectoria vital original (cuyo carácter privilegiado ya había empezado
a comprender), pero este cambio de actitud era sólo producto de la razón, de la
voluntad, y no era capaz de librarme del llanto interior por el «destino perdido».
Lucie me calmó milagrosamente este llanto interior. Me bastaba con sentirla a mi
lado, con todo el cálido círculo de su vida en la que no jugaban ningún papel el
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cosmopolitismo y el internacionalismo, la vigilancia revolucionaria, las disensiones
sobre la definición de la dictadura del proletariado, la política con su estrategia, su
táctica y su política de cuadros.
Con relación a estas preocupaciones (tan condicionadas temporalmente que su
terminología se hará pronto incomprensible), había naufragado, y eran precisamente
las que más me importaban. Podía presentar, ante las más diversas comisiones,
decenas de motivos por los cuales me hice comunista, pero lo que más me subyugaba
y hasta me extasiaba, era sentirme (ya fuera de verdad o en apariencia) cerca del
volante de la historia. Decidíamos entonces, en efecto, acerca del destino de las cosas
y las gentes; y en particular en las universidades: en los cuerpos docentes había
entonces pocos comunistas y por eso en los primeros años los estudiantes comunistas
dirigían las universidades casi en exclusiva, decidían la composición de los cuerpos
de profesores, la reforma de la enseñanza y el contenido de las asignaturas. La
embriaguez que sentíamos se suele llamar embriaguez del poder, pero (con un poco
de buena voluntad) podría elegir calificativos menos severos: habíamos sido
hechizados por la historia; nos sentíamos embriagados porque habíamos saltado sobre
el lomo de la historia y la sentíamos debajo de nosotros; evidente, después aquello
dio como resultado en la mayor parte de los casos una fea sed de poder, pero (con la
ambigüedad que caracteriza a todas las cosas humanas) había en ello (y quizás en
particular entre nosotros los jovencitos), al mismo tiempo, una ilusión bastante
idealista de que éramos precisamente nosotros los que inaugurábamos una época de
la historia de la humanidad en la que el hombre (cada uno de los hombres) ya no iba a
estar al margen de la historia ni bajo el yugo de la historia, sino que sería él quien la
dirigiese y la creara.
Estaba convencido de que al margen de aquel volante histórico (que yo tocaba
embriagado) no había vida, sino tan sólo subsistencia, aburrimiento, destierro,
Siberia. Y ahora, de repente (tras medio año de Siberia), veía una posibilidad vital
totalmente nueva e inesperada: se abría delante de mí el olvidado prado de lo
cotidiano, oculto bajo las alas de la historia voladora, y en aquel prado había una
mujer pobre, mísera y sin embargo digna de amor, Lucie.
¿Qué sabía Lucie de las grandes alas de la historia? Es difícil que hubiera oído
alguna vez su sonido; no sabía nada de la historia; vivía debajo de ella; no la deseaba,
le era extraña, no sabía nada de las grandes preocupaciones temporales, vivía con la
preocupación de lo pequeño y lo eterno. Y yo me encontré de repente liberado; me
pareció que había venido a buscarme para llevarme a su paraíso gris; y el paso que
un rato antes me había parecido terrible, el paso con el cual debía «salir de la
historia», era para mí de pronto un paso de alivio y felicidad. Lucie me llevaba
tímidamente del brazo y yo me dejaba llevar…
Lucie era mi gris introductora. ¿Pero quién era Lucie de acuerdo con otros datos
más concretos?
Tenía diecinueve años, pero en realidad probablemente muchos más, tal como
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suelen tener muchos más años las mujeres que han tenido una vida difícil y que han
sido arrojadas de cabeza de la infancia a la madurez. Me dijo que era de Cheb, que
había terminado la escuela primaria y que luego había estado de aprendiza. De su
hogar no le gustaba hablar y si lo hacía era únicamente porque yo la obligaba. En su
casa no estaba a gusto: «No me querían», solía decir y ponía algunos ejemplos: su
madre se había casado por segunda vez; el padrastro al parecer bebía y era malo con
ella; una vez sospecharon que les había sisado algún dinero; también le pegaban.
Cuando el conflicto llegó a ciertas dimensiones, Lucie aprovechó una oportunidad y
se fue a Ostrava. Aquí vive desde hace un año; tiene amigas; pero prefiere salir sola,
las amigas salen a bailar y se llevan chicos al internado y eso a ella no le gusta; es
seria, prefiere ir al cine.
Sí, se definía como «seria» y relacionaba esta característica con la asistencia al
cine; lo que más le gustaba eran las películas sobre la guerra, que en aquella época se
ponían con frecuencia; quizás se debía a que la tensión propia de este tipo de
películas despierta mayor interés; pero parece más probable que fuera porque en ellas
se acumulaba una gran cantidad de sufrimiento que a Lucie le producía sensaciones
de lástima y pena, con respecto a las cuales opinaba que la exaltaban y reafirmaban
en ella esa «seriedad» que tanto apreciaba.
Claro que no sería correcto pensar que lo único que me atraía de Lucie era lo
exótico de su sencillez; la sencillez de Lucie, su exigua instrucción, no le impedían
comprenderme. Aquella comprensión no se basaba en experiencias o conocimientos,
en la capacidad de discutir el asunto y aconsejar, sino en la intuitiva sensibilidad con
la que me escuchaba.
Me acuerdo de un día de verano: me dieron el permiso antes de que Lucie
terminara de trabajar; me llevé por ese motivo un libro; me senté encima de un
pequeño muro y me puse a leer; tenía pocas posibilidades de lectura, no disponía de
tiempo suficiente ni de contactos con mis conocidos de Praga; pero me había llevado
en mi maletín de recluta tres libros de poesía que leía constantemente y que me
consolaban: eran poemas de Frantisek Halas.
Aquellos libros desempeñaron en mi vida un papel especial, especial aunque sólo
fuera porque no suelo leer poesía y éstos fueron los únicos libros de versos a los que
me aficioné. Me hice con ellos cuando ya me habían expulsado del partido;
precisamente en aquellos años el nombre de Halas se hizo famoso de nuevo porque el
principal ideólogo de la época acusó al poeta, que había muerto poco antes, de
morboso, falto de fe, existencialista y de todo lo que sonaba entonces a anatema
político. El libro en que resumió sus opiniones sobre la poesía checa y sobre Halas se
editó en una tirada enorme y toda la juventud checa tuvo que leerlo obligatoriamente
en los colegios.
En los momentos de desgracia, el hombre busca consuelo en la unión de su
tristeza con la tristeza de otros; a pesar de que hay en ello algo ridículo, lo reconozco:
busqué los versos de Halas porque quería conocer a alguien que también hubiera sido
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excomulgado; quería saber si mi propia mentalidad se asemejaba de verdad a la
mentalidad del excomulgado; y quería comprobar si la tristeza, sobre la cual el
poderoso ideólogo afirmaba que es enfermiza y perjudicial, podía darme, con su
consonancia, alguna alegría (porque, en mi situación, difícilmente podía buscar la
alegría en la alegría). Por eso antes de salir para Ostrava le pedí prestados los tres
libros a un antiguo compañero de colegio, aficionado a la literatura, y al final lo
convencí de que no pretendiera que se los devolviese.
Cuando Lucie me encontró en el sitio acordado con el libro en la mano, me
preguntó qué estaba leyendo. Le enseñé el libro abierto. Dijo con sorpresa: «Son
versitos». «¿Te extraña que lea versitos?» Encogió los hombros y dijo: «No, ¿por
qué?», pero creo que le resultó extraño, porque lo más probable es que identificase
los versitos con las lecturas infantiles. Anduvimos dando vueltas en medio del
extraño verano de Ostrava, lleno de hollín, un verano negro en el que por el cielo, en
lugar de las blancas nubes, navegaban los carros de carbón colgados de largos cables.
Me di cuenta de que a Lucie la seguía atrayendo el libro que yo llevaba en la mano. Y
cuando nos sentamos en el bosquecillo ralo que está debajo de Petrvald, abrí el libro
y le pregunté: «¿Te interesa?». Asintió con la cabeza.
A nadie antes ni a nadie después le he leído versos; tengo dentro de mí un sistema
de seguridad contra la vergüenza que funciona muy bien y me impide abrirme
demasiado ante la gente, manifestar mis sentimientos delante de los demás; y leer
versos no sólo me da la impresión de estar hablando de mis sentimientos, sino que
además es como si al mismo tiempo estuviese haciendo equilibrios sobre una sola
pierna; esa falta de naturalidad implícita en el mismo principio del ritmo y la rima,
me llenaría de confusión si me entregase a ella sin estar solo.
Pero Lucie tenía un poder mágico (después ya no lo tuvo nadie) para manejar ese
sistema y librarme del peso de la vergüenza. Delante de ella me lo podía permitir
todo: hasta la sinceridad, el sentimiento y el patetismo. De modo que empecé a leer:
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su llanto hace a mis párpados temblar
qué callado es el cuerpo tuyo
Tenía a Lucie cogida del hombro (cubierto por el ligero tejido del vestido
floreado), lo sentía en los dedos y me dejaba sugestionar por la idea de que los versos
que estaba leyendo (esa prolongada letanía) se referían precisamente a la tristeza del
cuerpo de Lucie, un callado y resignado cuerpo condenado a muerte. Y le leí otros
versos y también aquel que hasta hoy me vuelve a traer su imagen y que termina con
esta estrofa:
De repente sentí en los dedos que el hombro de Lucie temblaba; que Lucie estaba
llorando.
¿Qué es lo que la hizo llorar? ¿El sentido de aquellos versos? ¿O más bien la
indefinible tristeza que se desprendía de la melodía de las palabras y del colorido de
mi voz? ¿O quizás la exaltaba la solemne ininteligibilidad de los poemas y la
emocionaba hasta hacerla llorar esta exaltación? ¿O sencillamente los versos hicieron
que se abriese alguna compuerta secreta dentro de ella y la carga acumulada se
precipitó hacia afuera?
No lo sé. Lucie se abrazaba a mi cuello como un niño, apretaba su cabeza contra
el paño sudado del uniforme verde que me cubría el pecho y lloraba, lloraba, lloraba.
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Cuántas veces en los últimos años me echaron en cara las más distintas mujeres
(sólo por no saber corresponder a sus sentimientos) que soy un engreído. Es una
tontería, no tengo nada de engreído, pero para decir verdad, a mí mismo me entristece
no haber sido capaz, desde la época de mi verdadera madurez, de encontrar una
auténtica relación con una mujer, no haber estado, como suele decirse, enamorado de
ninguna mujer. No estoy seguro de conocer los motivos de este fracaso mío, no sé si
residen en defectos innatos de mi corazón o si residen más bien en mi biografía; no
quiero ser patético pero es así: con frecuencia acude a mis recuerdos la sala en la que
cien personas levantan el brazo y dan la orden de que mi vida sea rota; esas cien
personas no se imaginaban que llegaría una vez un cambio paulatino de la situación;
contaban con que mi condena sería de por vida. No es producto del resentimiento,
sino más bien de cierta maliciosa terquedad que es una de las características de la
reflexión, el que con frecuencia elabore diversas variaciones de la misma situación,
imaginándome qué es lo que habría pasado si en lugar de la expulsión del partido
hubiesen propuesto que me colgasen. Nunca he podido llegar a otra conclusión que a
la de que incluso en este caso todos habrían levantado la mano, sobre todo si en el
discurso de introducción se hubiesen expuesto con mucho sentimiento las ventajas
que reportaría estrangularme. Desde entonces, cuando me encuentro con hombres o
mujeres nuevos, que podrían ser mis amigos o mis amantes, los traslado mentalmente
a aquella época y a aquella sala y me pregunto si levantarían la mano: ninguno de
ellos ha pasado el examen: todos levantaban la mano igual que la levantaron (a gusto
o a disgusto, con fe o por miedo) mis amigos y conocidos de entonces. Y
reconocedlo: es difícil vivir con gente que estaría dispuesta a mandaros al destierro o
a la muerte, es difícil confiar en ellos, es difícil amarlos.
Quizás ha sido cruel por mi parte someter a la gente con la que me he relacionado
a un examen imaginario tan cruel, cuando con toda probabilidad cerca de mí vivirían
una vida más o menos tranquila y corriente, al margen del bien y del mal y nunca
tendrían que pasar por la sala en la que se levantan las manos. Es posible que alguien
diga que mi actitud tiene un solo sentido: situarme en mi egolatría moralizante por
encima de los demás. Pero en verdad la acusación de engreimiento no sería justa; por
supuesto que yo nunca he levantado la mano para provocar la perdición de nadie,
pero sabía perfectamente que ése es un mérito bastante dudoso, porque el derecho de
levantar la mano me lo quitaron a tiempo. Durante mucho tiempo he intentado al
menos convencerme de que en situaciones parecidas no levantaría la mano, pero soy
suficientemente honrado como para creérmelo y al final me he tenido que reír de mí
mismo: ¿así que yo hubiera sido el único en no levantar la mano? ¿Yo soy el único
justo? Qué va, no encontré en mí mismo ninguna garantía de que fuese mejor que los
demás ¿pero qué se desprende de eso para mi relación con los demás? La conciencia
de mi propia miseria no me reconcilia en lo más mínimo con la miseria de los demás.
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Me repele que la gente se sienta hermanada cuando ve en los otros una bajeza similar
a la suya. No anhelo ese tipo de hermandad viscosa.
¿Y cómo es posible que pudiera entonces enamorarme de Lucie? Las reflexiones
que he dejado correr son por suerte de fecha posterior, de modo que a Lucie (en mi
juventud, cuando me afligía más de lo que reflexionaba) la pude aún aceptar con el
corazón sediento y sin dudar, como un regalo; como un regalo del cielo (de un cielo
gris y afable). Aquélla fue para mí una época feliz, quizás la más feliz: estaba
agotado, reventado, jodido, pero dentro de mí se extendía una paz cada vez más azul.
Parece de broma: si las mujeres que me reprochan hoy mi engreimiento y sospechan
que creo que todo el mundo es imbécil, conocieran a Lucie, la llamarían tonta, se
reirían de ella y no podrían comprender que la haya querido. Pero yo la quería hasta
el punto de ser incapaz de pensar que algún día me podría separar de ella; nunca
hablamos de eso con Lucie, pero yo tenía seriamente la idea de que algún día me
casaría con ella. Y si alguna vez se me ocurrió que aquélla sería una unión desigual,
tal desigualdad me atraía en lugar de repugnarme.
Debería estarle agradecido por aquellos meses felices al comandante que
teníamos; los suboficiales nos fastidiaban todo lo que podían, trataban de
encontrarnos hilachas en las arrugas del uniforme, nos deshacían la cama en cuanto
veían la menor arruga, pero el comandante era decente. Era un hombre mayor, nos lo
habían mandado de un regimiento de artillería y se decía que de ese modo lo habían
degradado. Se ve que a él también lo habían castigado y eso seguramente lo
reconciliaba con nosotros; por supuesto que nos exigía orden, disciplina y de vez en
cuando algún domingo de trabajo voluntario (para poder presentar ante sus superiores
los resultados de su actividad política), pero no se metía con nosotros sin motivo y
nos daba los permisos sin grandes problemas; creo que durante ese verano pude ver a
Lucie hasta tres veces por mes.
Cuando no estaba con ella, le escribía; le escribí infinidad de cartas, postales y
tarjetas. Hoy ya no soy capaz de imaginarme qué y cómo le escribía. Por lo demás, lo
importante no es cómo eran mis cartas; lo que quería señalar es que le escribí a Lucie
muchísimas cartas, y Lucie a mí ni una sola.
No hubo manera de convencerla de que me escribiera; quién sabe si la intimidé
con mis propias cartas; a lo mejor le daba la impresión de que no tenía de qué
escribir, o que cometería faltas de ortografía; a lo mejor le daba vergüenza su letra no
demasiado perfecta, que yo no había visto más que en la firma del documento de
identidad. Era superior a mis fuerzas convencerla de que yo apreciaba precisamente
aquella imperfección y aquella falta de conocimientos, y no porque admirase el
primitivismo por sí mismo, sino porque eran los síntomas propios de un ser intocado
y me permitían tener la esperanza de dejar en Lucie una señal tanto más profunda,
tanto más imborrable.
Lo único que Lucie hacía era agradecerme tímidamente mis cartas y pronto
empezó a sentir la necesidad de recompensarme de algún modo; y ya que no quería
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escribirme eligió, en lugar de cartas, flores. La primera vez sucedió de la siguiente
manera: estábamos dando un paseo por un bosquecillo y Lucie de repente se agachó a
recoger una florecilla (mil perdones pero no sé su nombre: tenía los pétalos pequeños
de color violeta y el tallo fino) y me la dio. Aquello me resultó agradable y no me
extrañó. Pero cuando a la vez siguiente me esperó con todo un ramo, empecé a sentir
un poco de vergüenza.
Tenía entonces veintidós años e intentaba evitar por todos los medios cualquier
cosa que pudiera arrojar sobre mí la menor sospecha de afeminamiento o inmadurez;
me daba vergüenza llevar flores por la calle, me desagradaba comprarlas y más aún
recibirlas. Sorprendido, le dije a Lucie que eran los hombres los que les daban flores
a las mujeres y no las mujeres a los hombres, pero cuando vi que estaba a punto de
llorar, rápidamente se las elogié y las cogí.
No hubo nada que hacer. A partir de ese momento las flores me esperaban en cada
cita y al final me resigné a ello, porque me desarmó con la espontaneidad de su regalo
y porque me di cuenta de que ese modo de obsequiarme era para ella algo importante;
quizás se debía a que ella misma padecía por sus limitaciones al hablar, por su falta
de elocuencia, y veía en las flores una forma de idioma; no en el sentido del torpe
simbolismo de los antiguos lenguajes de las flores, sino más bien en un sentido aún
más antiguo, menos claro, más instintivo, preidiomático; quizás Lucie, que siempre
había sido más bien callada que locuaz, anhelaba instintivamente aquel estadio mudo
del hombre, cuando no había palabras y los hombres hablaban por medio de
pequeños gestos: señalaban con el dedo a un árbol, sonreían, se tocaban…
Pero comprendiera o no la esencia del obsequio de Lucie, al fin me conmovió y
despertó en mí el deseo de regalarle yo también algo. Lucie no tenía más que tres
vestidos y se los ponía siempre regularmente, uno después del otro, en el mismo
orden, de modo que nuestras citas iban también una tras otra en un ritmo de tres
tiempos. Me gustaban los tres vestidos, precisamente porque estaban gastados y no
eran de un especial buen gusto; me gustaban igual que su abrigo castaño (corto y
raído en las mangas) al que había acariciado aun antes que a la cara de Lucie. Y sin
embargo se me ocurrió la idea de comprarle vestidos, vestidos preciosos y muchos
vestidos. Tenía dinero suficiente, no tenía ganas de ahorrar y había dejado de gastar
en bares. Así que un día llevé a Lucie a una tienda de ropa.
Lucie al principio pensó que íbamos nada más que a ver lo que había y a mirar a
la gente que bajaba y subía por las escaleras. En la segunda planta me detuve junto a
unas largas barras de las que colgaban apretados los vestidos de mujer y Lucie,
cuando vio que yo los miraba con interés, se acercó y empezó a hacer algunos
comentarios. «Éste es bonito», señaló uno que tenía un cuidadoso dibujo de
florecillas rojas. Había realmente muy pocos vestidos bonitos, pero al menos se
podían encontrar algunos pasables; cogí un vestido y llamé al vendedor: «¿Podría
probárselo la señorita?». Probablemente Lucie se hubiera resistido, pero ante una
persona desconocida, el vendedor, no se atrevió, así que se encontró detrás de la
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cortina sin saber ni cómo.
Al cabo de un momento corrí la cortina y miré a Lucie; a pesar de que el vestido
que se había probado no era nada especial, me quedé asombrado: aquel estilo más o
menos moderno había convertido a Lucie, de repente, en otra persona. «¿Me permite
que lo vea?», dijo el vendedor a mis espaldas y se deshizo en la habitual verborrea de
elogios sobre Lucie y el vestido en cuestión. Luego me miró a mí, miró mis galones y
me preguntó (aunque la respuesta afirmativa era evidente) si era de los políticos. Le
hice un gesto afirmativo. Guiñó un ojo, se sonrió y dijo: «Debería tener por aquí
algunas cosas de mejor calidad ¿quieren verlas?», y en un momento apareció con
varios vestidos de verano y uno de gala, de noche. Lucie se los probó uno tras otro,
todos le quedaban bien, con cada uno de ellos parecía diferente y con el vestido de
noche no fui capaz de reconocerla.
Las transformaciones decisivas para el devenir de las relaciones amorosas no
siempre suelen deberse a acontecimientos dramáticos, sino con frecuencia a
circunstancias que a primera vista pasan completamente desapercibidas. En el devenir
de mi amor por Lucie este papel lo desempeñaron los vestidos. Hasta entonces Lucie
había sido para mí todo lo posible: una niña, una fuente de ternura, una fuente de
consuelo, un bálsamo y hasta un modo de escaparme de mí mismo, lo era para mí,
casi al pie de la letra, todo menos mujer. Nuestro amor en el sentido corporal no había
atravesado la frontera de los besos. Además el modo en que Lucie besaba era infantil
(yo me había enamorado de aquellos largos pero recatados besos con los labios
cerrados, que están secos y al acariciarse mutuamente van sacando emocionados la
cuenta de sus suaves estrías).
En pocas palabras: hasta entonces había sentido por ella ternura y no sensualidad;
me había acostumbrado tanto a la ausencia de sensualidad que ya no era consciente
de ella; mi relación con Lucie me parecía tan hermosa que no se me podía ni ocurrir
que en realidad le faltaba algo. Todo coincidía armónicamente: Lucie —su monacal
vestido gris— y mi monacal e inocente relación con ella. En el momento en que se
puso otro vestido, toda la ecuación quedó alterada; Lucie de pronto se escapaba de mi
imagen de Lucie. De repente la vi como una mujer guapa, cuyas piernas se dibujaban
atractivas bajo una falda bien hecha y proporcionada y cuya sencillez se diluye de
inmediato bajo un vestido que tiene un color expresivo y un corte bonito. Estaba
completamente alucinado por el repentino descubrimiento de su cuerpo. Lucie vivía
en el internado en una habitación con otras tres muchachas; las visitas en el internado
sólo estaban permitidas dos días a la semana, nada más que tres horas, de cinco a
ocho y además el visitante tenía que apuntarse en portería, entregar el documento de
identidad y volver a presentarse a la salida. Para mayor complicación, las tres
compañeras de habitación de Lucie tenían sus amigos (uno o más) y todas
necesitaban reunirse con ellos en la intimidad de la habitación del internado, de modo
que discutían permanentemente, se odiaban y se echaban en cara cada minuto que
una le quitaba a la otra. Aquello era tan desagradable que nunca intenté visitar a
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Lucie en su casa. Pero sabía que las tres compañeras de habitación de Lucie debían
irse dentro de aproximadamente un mes a un campo de trabajos agrícolas que iba a
durar tres semanas. Le dije a Lucie que me gustaría aprovechar la oportunidad e ir a
verla durante ese período a su habitación. No lo aceptó de buen grado; se puso triste y
dijo que prefería estar conmigo fuera. Yo le dije que quería estar con ella en algún
sitio en el que nadie nos interrumpiera y en el que pudiéramos dedicamos sólo a
nosotros mismos; y que también quería saber cómo vivía. Lucie no sabía llevarme la
contraria y aún hoy me acuerdo de lo excitado que estaba cuando por fin accedió a mi
propuesta.
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Ya llevaba en Ostrava casi un año y el servicio militar, al comienzo insoportable,
se había convertido para mí en algo cotidiano y habitual; era desagradable y fatigoso,
pero aun así había logrado vivir en medio de aquello, encontrar un par de amigos y
hasta ser feliz; aquél fue para mí un verano hermoso (los árboles estaban llenos de
hollín y sin embargo me parecían enormemente verdes cuando los veía con unos ojos
que acababan de librarse de la oscuridad de la mina), pero, tal como suele suceder, el
germen de la desgracia se esconde precisamente dentro de la felicidad: los tristes
acontecimientos del otoño tuvieron su origen en aquel verano verdinegro.
Empezó por Stana. En marzo se casó y un par de meses más tarde ya le
empezaron a llegar noticias de que su mujer se pasaba el día de bares; se puso
nervioso, le escribió a su mujer una carta tras otra y le llegaron respuestas
tranquilizadoras; pero después (cuando ya empezaba a hacer calor) vino a visitarlo su
madre a Ostrava; pasó con ella todo el sábado y cuando regresó al cuartel estaba
pálido y callado; al principio no quería hablar, porque le daba vergüenza, pero al día
siguiente se lo contó a Honza y después a otros y al poco tiempo ya lo sabían todos y
cuando Stana supo que todos lo sabían, él mismo empezó a hablar de ello, todos los
días y casi todo el tiempo; que su mujer está hecha una furcia y que la iría a ver y le
retorcería el pescuezo. Y en seguida le fue a pedir al comandante dos días de permiso,
pero el comandante se resistía a dárselos porque precisamente en esos días no dejaban
de llegar de la mina y del cuartel quejas por el comportamiento de Stana, debidas a su
nerviosismo y su excitabilidad. Stana le pidió entonces que le diera un permiso de
veinticuatro horas. El comandante se compadeció y se lo dio. Stana se fue y desde
entonces ya nunca más lo vimos. Lo que pasó lo sé sólo de oídas.
Llegó a Praga, sorprendió a su mujer (¡le llamo mujer pero no era más que una
chica de diecinueve años!) y ella, sin ninguna vergüenza (y quizás con cierta
satisfacción) se lo contó todo; le empezó a pegar, ella se defendió, la empezó a
estrangular y al final le dio con una botella en la cabeza; la chica cayó al suelo
inmóvil. Stana reaccionó de inmediato, se horrorizó de lo que había hecho y huyó;
consiguió, quién sabe cómo, una casa en los Montes Metálicos y estuvo viviendo allí,
muerto de miedo y a la espera de que lo encontrasen y lo condenaran a la horca por
asesinato. Lo encontraron al cabo de dos meses pero no lo juzgaron por asesinato sino
por deserción. Su mujer, al poco rato de haberse ido él, se despertó de su desmayo,
sin más problema de salud que un chichón en la cabeza. Mientras él estaba en la
prisión militar, se divorció y hoy está casada con un conocido actor praguense al que
suelo ir a ver nada más que para recordar a un viejo amigo que tuvo luego un triste
final: después de la mili se quedó a trabajar en las minas; un accidente laboral le
costó una pierna y una amputación mal cicatrizada le costó la vida.
Aquella mujer, que según parece sigue siendo hoy una figura destacada en los
grupos bohemios, no fue sólo la causante de la desgracia de Stana, sino también de la
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de todos nosotros. Al menos ésa fue la impresión que nos dio, aunque no podemos
saber con certeza si entre la historia de la desaparición de Stana y la comisión de
control del ministerio, que llegó al cuartel poco después, hubo (como pensaron todos)
una relación directa. En todo caso, nuestro comandante fue destituido y en su lugar
vino un oficial joven (no tendría más de veinticinco años) y con su llegada todo
cambió.
He dicho que no tendría más de veinticinco, pero parecía aún más joven, parecía
un chiquillo; con mayor motivo se esforzaba porque su manera de actuar
impresionara a la gente, por hacerse respetar. Corría la voz de que ensayaba sus
discursos frente al espejo y los aprendía de memoria. No le gustaba gritar, hablaba en
tono seco y con la mayor tranquilidad nos daba a entender que nos consideraba a
todos unos criminales: «Ya sé que les gustaría verme ahorcado», nos dijo el niño
aquel en su primer discurso «pero si ahorcan a alguien será a ustedes y no a mí».
Pronto se produjeron los primeros conflictos. La que más grabada se quedó en mi
memoria fue la historia de Cenek, quizás porque nos pareció muy divertida. Durante
el año que llevaba de mili, Cenek había hecho ya muchas pinturas murales, que
obtenían siempre el reconocimiento del anterior comandante. A Cenek lo que más le
gustaba, como ya he dicho, era dibujar a Zizka y sus luchadores husitas; para alegrar
a sus compañeros solía acompañar los cuadros con mujeres desnudas y se las
presentaba al comandante como símbolos de la libertad o de la patria. El nuevo
comandante también quería utilizar los servicios de Cenek, lo mandó llamar y le
pidió que pintase algo en la habitación en la que se daban las clases de educación
política. Con tal motivo le dijo que esta vez debía olvidarse de los husitas y
«orientarse más hacía la actualidad», que en el cuadro debería estar el Ejército Rojo y
su alianza con nuestra clase obrera y también su importancia para el triunfo del
socialismo en febrero del 48. Cenek dijo: «a sus órdenes» y se puso a trabajar; estuvo
varias tardes pintando sobre grandes papeles blancos en el suelo, que fijó luego a lo
largo de toda la pared frontal de la sala. Cuando vimos por primera vez el dibujo
terminado (un metro y medio de alto y al menos ocho metros de ancho), nos
quedamos completamente mudos; en el medio estaba, con gesto heroico, un soldado
soviético bien abrigado, con una metralleta y un gorro de piel hasta las orejas, y en
derredor suyo unas ocho mujeres desnudas. Dos estaban a su lado, lo miraban con
coquetería mientras él las tenía cogidas de los hombros, una a cada lado, y se reía
entusiasmado; las demás mujeres lo rodeaban por todas partes, lo miraban,
levantaban los brazos hacia él o simplemente estaban allí (había una acostada) y
enseñaban sus bellas formas.
Cenek se puso delante del cuadro (esperábamos a que llegara el comisario
político y estábamos solos en la sala) y nos dio una conferencia más o menos de este
estilo: Bueno, la que está aquí a la derecha del sargento es Alena, ésa fue mi primera
tía, la primera de todas, me pescó cuando yo tenía dieciséis años, era la mujer de un
oficial, así que aquí está en su sitio. La pinté tal como era entonces, ahora seguro que
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está peor, pero ya entonces estaba bastante rellena, sobre todo en las caderas (señaló
con el dedo). Como estaba mucho mejor por detrás la pinté aquí otra vez (fue hasta el
borde del cuadro y señaló con el dedo a una mujer desnuda que estaba vuelta de
espaldas a la sala y parecía como si se fuera a alguna parte). Fijaos en este trasero
imperial, un poco mayor de lo normal, pero así es como nos gustan. Yo entonces era
un idiota total, me acuerdo que le gustaba que le pegaran en el trasero y yo no podía
comprenderlo. No paraba de decir, pégale a la señora, pégale a la señora y yo le daba
una palmada simbólica por encima de la falda y ella decía, eso no es pegar, levántale
la falda a la señora, y yo tenía que levantarle la falda y quitarle las bragas y como un
idiota volvía a darle otra palmadita simbólica y ella se ponía furiosa y gritaba, ¡me
vas a pegar de una vez, desgraciado! ya os digo que yo era un idiota, en cambio ésta
(señaló a la mujer a la derecha del sargento), ésta es Lojzka, me la ligué cuando ya
era mayor, tenía las tetas pequeñas (señaló), las piernas largas (señaló) y una cara
preciosa (también señaló) y estaba en el mismo curso que yo. Y ésta es nuestra
modelo del colegio, a ésta me la sé de memoria y hay otros veinte chicos que también
se la saben de memoria, porque estaba siempre en medio de la clase y con ella
aprendimos a dibujar el cuerpo humano y a ésa ninguno de nosotros la pudo tocar, su
mamaíta la esperaba siempre delante del aula y se la llevaba en seguida a casa, ésa
sólo se nos mostraba, Dios se lo perdone, muy decentemente. En cambio ésta era una
furcia, algo terrible (señaló a una que estaba tumbada en una especie de sillón
estilizado), venid a ver (fuimos) ¿veis este punto en la barriga? Era una quemadura de
un cigarrillo, creo que se la había hecho una mujer celosa con la que estaba liada,
porque esta dama, tíos, jugaba a dos bandas, ésta tenía el sexo, señores, como un
acordeón y dentro de aquel sexo cabía todo lo que hay en el mundo, ahí hubiéramos
cabido todos los que estamos aquí con nuestras respectivas mujeres, nuestras novias,
y hasta nuestros hijos y nuestros tatarabuelos…
Cenek estaba a punto de llegar a lo mejor de su exposición pero en ese momento
entró el comisario y nos tuvimos que sentar. El comisario ya estaba acostumbrado a
los cuadros que Cenek hacía por encargo del anterior comandante y no le prestó
ninguna atención al cuadro nuevo, sino que se puso a leer en voz alta una especie de
folleto en el que se explicaban las diferencias entre el ejército socialista y el
capitalista. En nuestro interior seguían sonando aún las explicaciones de Cenek y nos
entregábamos a soñar en silencio, cuando de repente apareció en la sala el
chiquillo-comandante. Evidentemente había venido a controlar la charla, pero antes
de que fuera capaz de recibir las novedades del comisario y dar la orden de que nos
volviésemos a sentar, ya se había quedado estupefacto al ver el cuadro en la pared del
frente; ni siquiera le dejó al comisario seguir con la lectura y se encaró con Cenek, a
ver qué clase de cuadro era aquél. Cenek pegó un salto, se puso ante el cuadro y
empezó: Aquí se representa alegóricamente el significado del Ejército Rojo para la
lucha de nuestra nación; aquí está representado (señaló al sargento) el Ejército Rojo;
a su lado está simbolizada (señaló a la mujer del oficial) la clase obrera y del otro
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lado (señaló a su compañera de estudios) está el símbolo del mes de febrero. Y aquí
(señaló a las demás damas) están los símbolos de la libertad, el símbolo de la victoria,
aquí el símbolo de la igualdad; aquí (señaló a la mujer del oficial que mostraba el
trasero) se ve a la burguesía que abandona la escena de la historia.
Cenek terminó y el comandante manifestó que el cuadro era una ofensa al
Ejército Rojo y que había que hacerlo desaparecer inmediatamente; y con respecto a
Cenek ya sacaría las conclusiones pertinentes. Yo pregunté (a media voz) por qué. El
comandante me oyó y me preguntó si tenía algo que objetar. Me levanté y dije que el
cuadro me gustaba. El comandante dijo que no le extrañaba porque era un cuadro
para masturbadores. Yo le dije que el escultor Myslbek también había esculpido a la
libertad como una mujer desnuda y que el pintor Ales había pintado incluso al río
Jizera como tres mujeres desnudas; que eso lo habían hecho los pintores de todas las
épocas.
El chiquillo-comandante me miró con cierta inseguridad y repitió su orden de que
el cuadro debía ser eliminado. Pero es posible que haya logrado confundirlo porque a
Cenek no lo castigó; sin embargo se ganó su antipatía y yo también. Al poco tiempo
Cenek fue castigado y al cabo de unos días me tocó a mí.
Aquello ocurrió de la siguiente manera: nuestro pelotón estaba trabajando en un
extremo del cuartel con picos y palas; el cabo se dedicaba a hacer el vago y no nos
vigilaba con demasiada atención, de modo que con frecuencia nos apoyábamos en
nuestras herramientas, charlábamos y ni siquiera nos dimos cuenta de que cerca de
nosotros estaba el chiquillo-comandante y nos observaba. No lo vimos hasta que se
oyó su voz: «Soldado Jahn, venga aquí». Cogí con energía la pala y me puse firme
delante de él. «¿A esto le llama usted trabajar?», me preguntó. Ya no recuerdo lo que
le contesté, pero no fue nada impertinente, porque no tenía la menor intención de
complicarme la vida en el cuartel y provocar sin motivo a alguien que disponía de un
poder absoluto sobre mi persona. Pero tras mi insulsa y más bien vacilante respuesta,
su mirada se hizo más dura, se acercó a mí, me cogió rapidísimamente de un brazo y
me lanzó por la espalda en una toma de judo perfectamente aprendida. Luego se
apoyó en mí y me sujetó contra el suelo (yo no me defendí, no hice más que
asombrarme). «¿Ya basta?», dijo luego en voz alta (como para que lo oyeran todos
los que por allí estaban); le contesté que bastaba. Me dio orden de levantarme y
después dijo, ante el pelotón en posición de firmes: «El soldado Jahn tiene dos días
de calabozo. No por haberme contestado con impertinencia. Su impertinencia, como
han podido ver, ya la hemos resuelto mano a mano. Lo mando dos días a la sombra
por hacer el vago, y a ustedes les pasará lo mismo la próxima vez». Después se dio la
vuelta y se marchó en plan chulo.
En aquella época no era capaz de sentir por él más que odio, y el odio produce
una luz demasiado fuerte, en la que se pierde la plasticidad de los objetos. Veía en el
comandante simplemente una rata vengativa y traicionera, hoy lo veo ante todo como
a un hombre que era joven y actuaba. No es culpa de los jóvenes el que actúen; no
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están hechos del todo, pero se encuentran en un mundo que ya está hecho y tienen
que actuar como hechos. Por eso utilizan rápidamente las formas, los modelos y los
guiones que más les gustan, que se llevan, que les sientan bien y actúan.
Nuestro comandante también estaba sin terminar de hacer y de repente lo
pusieron al frente de una tropa a la que no estaba en condiciones de comprender en
absoluto; pero supo salir adelante porque las lecturas y lo que sabía de oídas le
brindaron una máscara ya preparada para situaciones análogas: el héroe de sangre fría
de las novelas de bolsillo, el joven de nervios de acero que domina a una banda de
criminales, nada de emociones, sólo fría serenidad, chistes secos que impresionen,
confianza en sí mismo y en la fuerza de sus propios músculos. Cuanto más consciente
era de su aspecto infantil, con mayor fanatismo se entregaba a su papel de
superhombre de acero, con mayor ímpetu lo representaba.
¿Pero, es que era la primera vez que me encontraba con uno de estos actores
juveniles? Cuando me interrogaron en el secretariado sobre lo de mi postal, yo tenía
poco más de veinte años y mis interrogadores como máximo uno o dos años más.
Ellos también eran sobre todo chiquillos, que cubrían su rostro sin hacer con la
máscara que les parecía más extraordinaria, con la máscara del revolucionario duro y
ascético. ¿Y Marketa? ¿No se había decidido a hacer el papel de salvadora, un papel
que sólo conocía de una mala película de aquella temporada? ¿Y Zemanek, que de
repente se vio atacado por el patetismo sentimental de la moralidad? ¿No era aquello
un papel teatral? ¿Y yo mismo? ¿No desempeñaba incluso varios papeles, corriendo
desconcertadamente de uno a otro, hasta que me cazaron en medio de la carrera?
La juventud es terrible: es un escenario por el cual, calzados con altos coturnos y
vistiendo los más diversos disfraces, los niños andan y pronuncian palabras
aprendidas, que comprenden sólo a medias, pero a las que se entregan con fanatismo.
Y la historia es terrible porque con frecuencia se convierte en un escenario para
inmaduros; un escenario para el jovencito Nerón, un escenario para el jovencito
Napoleón, un escenario para masas fanatizadas de niños, cuyas pasiones copiadas y
cuyos papeles primitivos se convierten de repente en una realidad catastróficamente
real.
Cuando pienso en ello se me revuelve todo mi orden de valores y siento un
profundo odio hacia la juventud y por el contrario me siento paradójicamente
inclinado a perdonar a los criminales de la historia en cuya criminalidad de pronto no
veo otra cosa que la horrible dependencia de la inmadurez.
Y ya que hago referencia a todos los inmaduros, en seguida me acuerdo de
Alexej; él también desempeñó su gran papel, que iba más allá de su capacidad y su
experiencia. Tenía algo en común con el comandante: él también parecía más joven
de lo que era; pero su juventud (a diferencia de la del comandante) carecía de
atractivos: un cuerpecito delgado, unos ojos miopes detrás de los gruesos cristales de
las gafas, la piel con acné (eternamente adolescente). Al principio hacía el servicio en
la escuela de oficiales de infantería, pero de repente lo mandaron a nuestra unidad. Se
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acercaban los famosos procesos políticos y en muchas salas (en el partido, en los
tribunales y en la policía) se levantaban permanentemente las manos que le quitaban
a la gente la confianza, el honor y la libertad; Alexej era hijo de un alto funcionario
comunista que acababa de ser detenido.
Apareció un día en nuestro pelotón y le dieron la cama vacía de Stana. Nos
miraba de un modo semejante al que utilizaba yo al comienzo para mirar a mis
nuevos compañeros; no se comunicaba con nadie y los demás, cuando se enteraron de
que era miembro del partido (aún no lo habían echado del partido), empezaron a
tomar precauciones cuando hablaban en su presencia.
Cuando Alexej se enteró de que yo había sido miembro del partido se hizo,
conmigo, más comunicativo; me confesó que debía ser capaz de soportar, a cualquier
precio, la dura prueba a la que la vida lo había sometido y no traicionar nunca al
partido. Me leyó un verso que había escrito (aunque al parecer antes nunca escribía
versos) cuando se enteró de que lo mandaban a nuestro regimiento. Una de las
cuartetas decía lo siguiente:
Podéis, camaradas,
ponerme la máscara del escarnio y escupirme.
Yo, aun con esa máscara escupida, camaradas,
seguiré con vosotros fiel en vuestras filas, firme.
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Mientras el chiquillo-comandante se dedicaba a hacer cambiar la situación en
nuestra unidad, yo pensaba más que en ninguna otra cosa en la posibilidad de
conseguir un permiso; las amigas de Lucie se fueron al campo de trabajo y yo hacía
un mes que no salía del cuartel; el comandante se acordaba perfectamente de mi cara
y de mi nombre y eso es lo peor que le puede pasar a uno en la mili. Se esforzaba
ahora por demostrarme que cada una de las horas de mi vida dependía de su voluntad.
Y lo de los permisos estaba ahora fatal; desde el comienzo había dicho que se los
darían sólo a los que asistieran regularmente a los trabajos voluntarios de los
domingos; así que todos asistíamos; pero era una vida miserable, porque no teníamos
en todo el mes ni un solo día sin bajar a la galería y cuando alguien recibía de verdad
un permiso el sábado hasta las dos de la mañana, iba luego a trabajar el domingo
muerto de sueño y en la mina andaba como un sonámbulo.
Yo también empecé a ir a trabajar los domingos, lo cual tampoco me garantizaba
que me dieran el permiso, porque el mérito de haber trabajado el domingo podía
fácilmente esfumarse por una cama mal hecha o cualquier otra falta. Pero la
autocomplacencia del poder no se manifiesta sólo en su crueldad sino también
(aunque con menor frecuencia) en su misericordia. El chiquillo-comandante se sintió
complacido de poder manifestarme, al cabo de varias semanas, su compasión, así que
yo también recibí, en el último momento, mi permiso, dos días antes de que
regresasen las compañeras de Lucie.
Estaba muy excitado mientras la viejecita con gafas apuntaba mi nombre en la
portería del internado, antes de autorizarme a subir por la escalera hasta el cuarto piso
para llamar a la puerta al final de un largo corredor. La puerta se abrió pero Lucie
permaneció oculta detrás de ella, de modo que lo único que vi delante de mí fue una
habitación que, a primera vista, no se parecía en nada a la habitación de un internado;
me dio la impresión de estar en una habitación preparada para una especie de
festividad religiosa: en la mesa brillaba un ramo dorado de dalias, junto a la ventana
se erguían dos grandes ficus y por todas partes (en la mesa, en la cama, en el piso,
detrás de los cuadros) había ramitas verdes esparcidas o colocadas (eran de
esparraguera, según luego pude comprobar), como si se esperase la llegada de
Jesucristo montado en su asno.
Cogí a Lucie (seguía escondiéndose detrás de la puerta) y le di un beso. Tenía
puesto el vestido de noche negro y los zapatos de tacones que le había comprado el
mismo día que compramos los vestidos. En medio de todo aquel verde ceremonial
parecía una princesa.
Cerramos la puerta y fue entonces cuando me di cuenta de que estábamos de
verdad en una simple habitación de internado y que bajo aquel manto verde no había
nada más que cuatro camas de metal, cuatro mesillas de noche desconchadas, una
mesa y tres sillas. Pero aquello no podía disminuir en nada la sensación de arrebato
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que se apoderó de mí desde el momento en que Lucie abrió la puerta: después de un
mes me habían dejado salir otra vez por un par de horas; y no sólo eso: por primera
vez en un año volvía a estar en una habitación pequeña, me envolvió el soplo
embriagador de la intimidad y la fuerza de aquel soplo casi me tiró al suelo.
En todos los anteriores paseos con Lucie, el espacio abierto me seguía
manteniendo en contacto con el cuartel y con lo que allí me deparaba la suerte; el aire
que circulaba omnipresente me ataba con ligaduras invisibles a una puerta en la que
estaba escrito «Servimos al pueblo»; me daba la impresión de que no había ningún
sitio en donde pudiera dejar de «servir al pueblo»; no había estado en todo un año en
una pequeña habitación privada.
Aquello era, de repente, una situación completamente nueva; tenía la sensación de
ser durante tres horas completamente libre; podía por ejemplo quitarme sin ningún
temor (en contra de todos los reglamentos militares) no sólo el gorro y el cinto, sino
también los pantalones, la guerrera, las botas, todo y, si quería, hasta podía pisotearlo;
podía hacer lo que quisiera y nadie podría verme; además en la habitación hacía un
calor agradable y aquel calor y aquella libertad se me subieron a la cabeza como
aguardiente caliente; cogí a Lucie, la abracé, la besé y me la llevé a la cama cubierta
de verde. Las ramitas sobre la cama (estaba cubierta con una manta gris corriente) me
excitaban. No me las podía explicar más que como un símbolo nupcial; se me ocurrió
(y eso me enternecía) que en la simplicidad de Lucie resonaban inconscientemente
las más antiguas costumbres populares y que se quería despedir de su virginidad con
un festejo ceremonial.
Tardé un rato en darme cuenta de que, aunque Lucie me devolvía los besos y los
abrazos, mantenía la habitual reserva al hacerlo. Su boca, aunque me besaba con
avidez, permanecía a pesar de todo cerrada; se apretaba a mí, es cierto, con todo el
cuerpo, pero cuando metí la mano por debajo de su falda para sentir la piel de sus
piernas, se me escapó. Comprendí que mi espontaneidad, a la que quería entregarme
con ella, en una embriagadora ceguera, no era compartida; recuerdo que en ese
instante (y no habían pasado más de cinco minutos desde mi entrada a la habitación
de Lucie) sentí en los ojos lágrimas de tristeza. Nos sentamos el uno junto al otro
(aplastando con nuestros traseros las pobres ramitas) y empezamos a hablar de algo.
Al cabo de un rato (la conversación no tenía el menor interés) intenté abrazar de
nuevo a Lucie, pero se resistió; comencé a luchar con ella pero en seguida comprendí
que aquélla no era una hermosa lucha amorosa, sino una lucha que transformaba
nuestra amorosa relación en algo feo, porque Lucie se resistía de verdad,
furiosamente, casi desesperadamente y era por lo tanto una lucha de verdad y no un
juego amoroso y por eso me retiré de inmediato.
Intenté convencer a Lucie con palabras; hablé probablemente de que la quería y
de que el amor significaba entregarse el uno al otro por completo; por supuesto que
no dije nada original (tampoco mi objetivo era especialmente original); pero a pesar
de su falta de originalidad era una argumentación irrebatible y Lucie no intentó
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rebatirla de ningún modo. En lugar de eso permanecía callada o decía: «Por favor, no;
por favor, no», o «Hoy no, hoy no…» y trataba (con una enternecedora inhabilidad)
de desviar la conversación hacia otro tema.
Volví al ataque; tú no eres una de esas chicas que lo excitan a uno y después se
ríen de él, no eres una persona mala y sin sentimientos… y volví a abrazarla y a
empezar una breve y triste lucha que (una vez más) me llenó de una sensación de
fealdad.
Volví a dejarlo y de repente me pareció que comprendía las razones del rechazo
de Lucie. ¿Dios mío, cómo no me había dado cuenta en seguida? Si es que Lucie es
una niña, si es que le debe tener miedo al amor, es virgen, tiene miedo, miedo a lo
desconocido; inmediatamente me propuse hacer que de mi comportamiento
desapareciese esa sensación de apremio que seguramente la asustaba, me propuse ser
tierno, sutil, hacer que el acto amoroso no se diferenciase en nada de nuestras
ternuras, que fuera sólo una de las ternuras. Dejé de insistir y empecé a hacerle
mimos. Le di besos y le hice caricias (aquello ya duraba mucho tiempo y ya no me
hacía ninguna ilusión, porque los mimos se habían convertido en una treta, en un
recurso) le hice mimos (falsos y fingidos) mientras trataba disimuladamente de
acostarla. Lo logré; le acaricié los pechos (a eso Lucie no se había resistido nunca); le
dije que quería ser tierno con todo su cuerpo, porque el cuerpo era ella y yo quería ser
tierno con toda ella; hasta conseguí levantarle un poco la falda y besarla diez, veinte
centímetros por encima de las rodillas; pero no llegué lejos; cuando intenté llegar
hasta el regazo de Lucie, se separó asustada y saltó de la cama. La miré y vi que en su
cara había un gesto de esfuerzo convulsivo, una expresión que hasta entonces no
había visto nunca en ella.
Lucie, Lucie, ¿te da vergüenza la luz? ¿Prefieres que estemos a oscuras?, le
pregunté y ella se aferró a mi pregunta como a una tabla de salvación y asintió, sí, le
da vergüenza la luz. Fui hacia la ventana con la intención de bajar las persianas pero
Lucie dijo: «¡No, no lo hagas! ¡No las bajes!». «¿Por qué?», pregunté. «Me da
miedo», dijo. «¿Qué te da miedo, la luz o la oscuridad?», le pregunté. No dijo nada y
se puso a llorar.
Su resistencia no me emocionaba en lo más mínimo, me parecía absurda,
insultante, injusta; me hacía daño, no la comprendía. Le pregunté si se resistía porque
era virgen y le daba miedo el dolor que le produciría. Respondía afirmativamente a
todas las preguntas de este tipo porque veía en ellas un argumento a su favor. Yo me
puse a hablarle de lo bonito que era que fuese virgen y conociese el amor conmigo,
que la amaba. «¿No tienes ganas de ser completamente mía?». Dijo que sí, que tenía
ganas. La volví a abrazar y volvió a resistirse. Me costaba trabajo contener mi enfado.
«¿Por qué te me resistes?». Me dijo: «Por favor, la próxima vez, sí, yo quiero, pero la
próxima vez, otra vez, ahora no». «¿Y por qué no hoy?». Respondió: «Hoy no».
«¿Pero por qué?». Respondió: «Por favor, hoy no». «¿Pero cuándo? Sabes
perfectamente que ésta es la última oportunidad que tenemos de estar los dos solos,
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pasado mañana vuelven tus compañeras. ¿Dónde vamos a estar solos?». «Ya te las
ingeniarás para encontrar algún sitio», dijo. «Bueno, yo me encargo de encontrar
algo, pero prométeme que vendrás conmigo aunque no sea una habitación tan
agradable como ésta». «Eso no importa, puede ser donde quieras». «Vale, pero me
prometes que vas a ser mi mujer, que no te vas a resistir». «Sí», dijo. «¿Lo
prometes?». «Sí».
Comprendí que esa promesa era lo único que podía obtener de Lucie aquel día.
Era poco, pero al menos era algo. Reprimí mi disgusto y nos pasamos el resto del
tiempo charlando. Cuando me iba, me sacudí del uniforme una ramita de
esparraguera, le acaricié la mejilla a Lucie y le dije que no iba a pensar más que en
nuestro próximo encuentro (y no le mentí).
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Unos cuantos días después de la última cita con Lucie (era un día lluvioso de
otoño) volvíamos de la mina en formación al cuartel; la carretera estaba llena de
baches en los que se formaban profundos charcos; estábamos salpicados, cansados,
mojados y con ganas de descansar. La mayoría no tenía un domingo libre desde hacía
un mes. Pero inmediatamente después de la comida el chiquillo-comandante nos hizo
formar y nos anunció que por la mañana, al inspeccionar nuestras habitaciones, las
había encontrado desordenadas. Nos dejó en manos de los suboficiales y les ordenó
que nos hicieran trabajar dos horas más, como castigo.
Dado que éramos soldados sin armas, la instrucción que hacíamos tenía un
aspecto particularmente absurdo; no tenía otro sentido que degradar nuestro tiempo
vital. Recuerdo que en una oportunidad, cuando ya estaba el chiquillo-comandante,
nos hicieron trasladar durante toda una tarde tablones de una esquina del cuartel a la
otra y al día siguiente al revés y que estuvimos practicando el traslado de tablones
durante diez días. Cosas como el traslado de tablones era lo único que hacíamos en el
patio del cuartel después de volver de la mina. Ésta vez no nos tocó trasladar tablones
sino nuestros propios cuerpos; les dábamos medias vueltas y vueltas a la derecha, los
tirábamos al suelo y los volvíamos a levantar, corríamos con ellos para un lado y para
otro y los arrastrábamos por la tierra. Pasaron las tres horas de instrucción y apareció
el comandante; les dio a los suboficiales orden de llevarnos a gimnasia.
Al fondo, detrás de los edificios, había un pequeño campo de juego donde se
podía jugar al fútbol o también correr o hacer ejercicios. Los suboficiales decidieron
organizar con nosotros una carrera de relevos; en nuestra compañía había nueve
pelotones de diez hombres, esto es, nueve equipos de diez corredores. Los
suboficiales no sólo pretendían no dejarnos en paz, sino que además, como eran en su
mayoría muchachos entre dieciocho y veinte años, con sus típicos deseos juveniles,
querían competir y demostrarnos que éramos peores que ellos; así que presentaron su
propio equipo compuesto de cabos y cabos primeros.
Tardaron bastante en explicarnos sus intenciones y en que nosotros las
entendiésemos: los primeros diez corredores debían correr desde un lado del campo
hasta el contrario; allí debía estar ya preparada una segunda serie de corredores, que
debía ir hasta el sitio desde donde habían salido los primeros, pero mientras tanto ya
tenía que estar preparada una tercera serie de corredores y así hasta el final. Los
suboficiales se encargaron de numerarnos y de mandar a cada uno al correspondiente
lado del campo de juego.
Después de la jornada en la mina y la instrucción estábamos muertos de cansancio
y furiosos al pensar que aún nos iban a hacer correr; entonces se me ocurrió una idea
bastante sencilla y se la comuniqué a dos compañeros: ¡teníamos que correr todos lo
más despacio posible! La idea fue aceptada de inmediato, se extendió de boca en
boca y la agotada masa de soldados empezó de pronto a agitarse por la risa contenida.
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Por fin estuvimos cada uno en su puesto, preparados para el comienzo de una
competición que era en sí misma todo un absurdo: aunque teníamos que correr con el
uniforme puesto y las pesadas botas, había que agacharse para la salida; a pesar de
que el relevo se entregaba de un modo totalmente fuera de lo normal (el corredor que
lo recibía corría en sentido contrario), los testigos que entregábamos eran de verdad y
el disparo de pistola del comienzo también. El cabo de la décima calle (el primer
corredor del equipo de suboficiales) salió disparado mientras nosotros nos
levantábamos del suelo (yo estaba en la primera serie) y avanzábamos al trote lento; a
los veinte metros ya casi no podíamos contener la risa porque el cabo estaba llegando
al otro lado del campo mientras nosotros, a escasa distancia de la salida, en una hilera
bien poco corriente, trotábamos resoplando e imitando un enorme esfuerzo; los
soldados reunidos a ambos lados del campo nos alentaban coreando a gritos: «Bravo,
bravo, bravo…». A la mitad del campo nos cruzamos con el segundo corredor del
equipo de suboficiales, que venía ya en dirección contraria hacia la línea de la que
habíamos salido. Por fin llegamos a la línea final y pasamos los testigos, pero para
entonces ya corría con su testigo, a nuestras espaldas, el tercer suboficial.
Recuerdo hoy aquella carrera como la última gran exhibición de mis negros
compañeros. Los muchachos demostraban una gran imaginación: Honza corría
cojeando de una pierna, todos lo aplaudían furiosamente y efectivamente llegó a la
entrega (en medio de una gran ovación) como un héroe, dos metros por delante de los
demás. El gitano Matlos se cayó durante la carrera unas ocho veces. Cenek corría
levantando las rodillas hasta la barbilla (tenía que cansarse más que si hubiera corrido
a la mayor velocidad). Todos respetaron las reglas de juego: ni siquiera el
disciplinado y resignado autor de las proclamas pacifistas, Bedrich, que corría serio y
digno, al mismo ritmo lento que los demás, ni Josef el de la aldea, ni Pavel Pekny,
que no me quería, ni el viejo Ambroz, que corría erguido, rígido y con las manos a la
espalda, ni el pelirrojo Petran que gritaba con voz aguda, ni el húngaro Varga, que
mientras corría gritaba «¡Hurra!», ninguno de ellos estropeó aquella sencilla pero
excelente puesta en escena que hacía que los que estábamos alrededor nos
partiéramos de risa.
Entonces vimos que el chiquillo-comandante se acercaba al campo de juego. Uno
de los cabos primeros lo vio y fue hacia él a darle novedades. El comandante lo
escuchó y se acercó al borde del campo para observar nuestra competición. Los
suboficiales (cuyo equipo ya había llegado triunfante a la meta) se pusieron nerviosos
y nos empezaron a gritar: «¡Rápido! ¡Moverse! ¡Correr!», pero sus gritos de aliento
se perdían por completo en medio de nuestro potente griterío. Los suboficiales no
sabían qué hacer, dudaban si interrumpir la carrera, iban de un lado al otro, se
consultaban, miraban de reojo al comandante, pero el comandante ni siquiera los
miraba y observaba gélidamente la competición.
Finalmente le tocó el turno a la última serie de nuestros corredores; allí estaba
Alexej; tenía curiosidad por ver cómo iba a correr y no me equivoqué: quería
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estropear el juego: salió hacia adelante con toda su fuerza y a los veinte metros ya
llevaba al menos cinco metros de ventaja. Pero entonces ocurrió algo extraño: su
ritmo disminuyó y su ventaja permaneció igual; comprendí de inmediato que Alexej
no podía estropear el juego ni aunque quisiese: ¡claro, si era un muchacho enclenque
al que, al cabo de dos días, le tuvieron que dar por fuerza un trabajo menos duro,
porque no tenía músculos ni capacidad respiratoria! En cuanto me di cuenta de
aquello, comprendí que su carrera era la verdadera culminación de toda la broma;
Alexej se esforzaba todo lo que podía y sin embargo no había manera de diferenciarlo
de los muchachos que hacían el vago a cinco metros de distancia, a la misma
velocidad; los suboficiales y el comandante tenían que estar convencidos de que la
rápida salida de Alexej era parte de la comedia, igual que la cojera de Honza, las
caídas de Matlos y nuestros gritos de ánimo. Alexej corría con los puños cerrados
igual que los que iban detrás de él fingiendo un gran esfuerzo y resoplando
ostentosamente. Con la diferencia de que Alexej sentía un verdadero dolor en el
costado y le costaba un enorme esfuerzo sobreponerse, de modo que por la cara le
corría un sudor verdadero; cuando estaba a la mitad del campo Alexej bajó aún más
el ritmo y la hilera de gamberros que corrían lo más despacio posible lo fue
alcanzando; cuando estaban a treinta metros de la meta lo adelantaron; cuando estaba
a veinte metros de la meta, dejó de correr e hizo el resto cojeando, con la mano en el
costado izquierdo.
El comandante nos hizo formar. Preguntó por qué habíamos corrido tan despacio.
«Estábamos cansados, camarada capitán». Pidió que levantásemos la mano todos los
que estábamos cansados. Levantamos la mano. Yo me fijé en Alexej (estaba más
adelante, en mi misma fila); fue el único que no levantó la mano. Pero el comandante
no lo vio. Dijo: «Muy bien, así que todos». «No», se oyó. «¿Quién no estaba
cansado?». Alexej dijo: «Yo». «¿Usted no?», lo miró el comandante. «¿Cómo es que
no estaba cansado?». «Porque soy comunista», respondió Alexej. A aquellas palabras
la compañía respondió con una risa sorda. «¿Es usted el que llegó a la meta en último
lugar?», preguntó el comandante. «Sí», dijo Alexej. «Y no estaba cansado», dijo el
comandante. «No», respondió Alexej. «Si no estaba cansado, entonces saboteó el
ejercicio a propósito. Catorce días de calabozo por intento de rebelión. Los demás
estaban cansados, así que tienen una disculpa. Su rendimiento en la mina no es nada
del otro mundo, así que está claro que se cansan durante los permisos. Por motivos de
salud la compañía se queda sin permisos durante dos meses».
Antes de ir al calabozo Alexej habló conmigo. Me reprochó que no me
comportara como un comunista y me preguntó con una mirada severa si estaba a
favor del socialismo o no. Le dije que estaba a favor del socialismo pero que eso en el
cuartel de los negros no tenía ninguna importancia, porque aquí los campos estaban
divididos de una forma distinta: de un lado estaban los que habían perdido su propio
destino y del otro los que lo tenían en su poder y hacían con él lo que se les antojaba.
Pero Alexej no estaba de acuerdo conmigo: al parecer la línea divisoria entre el
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socialismo y la reacción pasaba por todas partes; nuestro cuartel no era nada más que
un instrumento para defender al socialismo de sus enemigos. Le pregunté cómo
defendía al socialismo de sus enemigos el chiquillo-comandante, mandándole
precisamente a él, a Alexej, al calabozo durante catorce días y comportándose con la
gente tal como para convertirlos en enemigos jurados del socialismo y Alexej
reconoció que el comandante no le gustaba. Pero cuando le dije que si lo decisivo en
el cuartel fuese la línea divisoria entre el socialismo y la reacción, en ese caso él,
Alexej, no podría estar aquí, me respondió violentamente que su presencia estaba
plenamente justificada. «A mi padre lo metieron en la cárcel por espionaje. ¿Sabes lo
que eso significa? ¿Cómo va a confiar en mí el partido? ¡El partido tiene la
obligación de no confiar en mí!».
Después hablé con Honza; me lamenté (pensando en Lucie) de que ahora no
íbamos a poder salir en dos meses. «No tengas miedo, idiota», me dijo. «Vamos a
salir más que antes».
El alegre sabotaje de la carrera fortaleció en mis compañeros el sentimiento de
solidaridad y despertó en ellos una considerable actividad. Honza formó una especie
de pequeño consejo que empezó a investigar las posibles salidas secretas del cuartel.
A los dos días estaba todo preparado; se reunieron fondos para sobornos; se sobornó a
dos suboficiales de nuestro dormitorio; se encontró un sitio adecuado y se cortó la
cerca de alambre; era un sitio al final del cuartel, donde lo único que había era la
enfermería y las primeras casas del pueblo estaban a sólo cinco metros; en la casa
más cercana vivía un minero al que conocíamos de la galería; mis amigos se pusieron
de acuerdo con él para que dejara la puerta del jardín sin llave; el soldado que se
quería escapar debía llegar disimuladamente hasta la cerca y después no tenía más
que pasar por la abertura y correr cinco metros; en cuanto cruzaba la puerta de la
casa, ya estaba seguro: atravesaba la casa y salía por el otro lado a una calle de los
suburbios.
La salida era, por lo tanto, bastante segura; pero no era posible abusar de ella; si
desaparecieran del cuartel en un mismo día demasiados soldados, su ausencia sería
fácilmente detectable; por eso el consejo que había creado Honza debía regular las
salidas y determinar los turnos en los que cada uno podía irse del cuartel.
Pero antes de que me tocara a mí el turno, todo el invento de Honza se vino abajo.
El comandante llevó a cabo personalmente un control nocturno del dormitorio y
comprobó que faltaban tres soldados. Se dirigió al suboficial (encargado del
dormitorio) que no había informado de la ausencia de los soldados y, como si fuera
sobre seguro, le preguntó cuánto le habían pagado. El suboficial creyó que el
comandante lo sabía todo y ni siquiera trató de negarlo. Honza recibió orden de
presentarse ante el comandante y el suboficial atestiguó en el careo que recibía dinero
de él.
El chiquillo-comandante nos dio jaque mate. Al suboficial, a Honza y a los tres
soldados que habían salido en secreto esa noche, los mandó al tribunal militar. Ni
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siquiera tuve tiempo de despedirme de mi mejor amigo, todo sucedió muy rápido,
durante la mañana, mientras estábamos en la mina; bastante más tarde me enteré de
que todos habían sido condenados por el tribunal, a Honza le metieron un año de
prisión. Hizo formar a la compañía y anunció que el período de prohibición de
permisos se prolongaba otros dos meses y que se establecía el régimen de compañía
de castigo. Y solicitó que instalaran dos torres de vigilancia en las esquinas del
cuartel, reflectores y dos especialistas con perros para la vigilancia.
La intervención del comandante fue tan repentina y el éxito tan completo, que
pensamos que el montaje de Honza había sido denunciado por alguien. No se puede
decir que hubiera demasiados soplones entre los negros; todos, sin distinciones, los
despreciábamos, pero todos sabíamos que era una posibilidad siempre presente,
porque era el medio más eficaz que se nos ofrecía para mejorar nuestras condiciones
de vida, irnos pronto a casa, obtener un buen expediente y salvar, al menos en parte,
nuestras perspectivas de futuro. Nos salvamos (una gran mayoría) de caer en esta
bajeza, de todas la peor, pero no nos salvamos de sospechar con demasiada facilidad
de que otros la cometieran.
También en esta oportunidad la sospecha se extendió rápidamente y se convirtió,
con la velocidad de un alud, en un sentimiento de certeza masiva (a pesar de que la
intervención del comandante se podía explicar por motivos diferentes a la delación) y
con una seguridad incondicionada se concentró en Alexej. Estaba cumpliendo
precisamente sus últimos días de calabozo; claro que bajaba con nosotros a diario a la
mina y, por lo tanto, pasaba todo el tiempo en la galería con nosotros; todos
coincidieron en que era perfectamente posible que («con sus orejas de soplón»)
hubiera oído algo sobre el montaje de Honza.
Al pobre estudiante miope le ocurrían las peores cosas: el encargado de nuestro
grupo de trabajo (uno de nosotros) lo volvió a mandar a las peores tareas;
sistemáticamente se le perdían las herramientas y tenía que pagarlas de su dinero;
tenía que soportar insultos y alusiones y cientos de pequeñas faenas; en la pared de
madera junto a la cual estaba su cama, alguien escribió en grandes letras negras con
grasa: cuidado, rata.
Unos días después de que a Honza y a los otros cuatro implicados se los llevaran
escoltados, pasé una tarde por la habitación de nuestra unidad; estaba vacía y no
había nadie más que Alexej, inclinado haciendo su cama. Le pregunté qué había
pasado para que tuviera que hacer la cama. Me contestó que los muchachos le
deshacían la cama varias veces al día. Le dije que todos estaban convencidos de que
había delatado a Honza. Protestó en tono casi lloroso; él no sabía nada y nunca sería,
dijo, capaz de delatar. «¿Por qué dices que nunca serías capaz de delatar?», dije. «Te
consideras un aliado del comandante. De eso se desprende que estarías dispuesto a
delatar». «¡No soy un aliado del comandante! ¡El comandante es un saboteador!»,
dijo con la voz quebrada. Y me contó la opinión a la que había llegado en el
calabozo, donde tenía la posibilidad de meditar durante mucho tiempo sin que nadie
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lo interrumpiese: Las unidades de soldados negros habían sido creadas por el partido
para las personas a las que no les podía confiar por ahora un arma, pero a las que
quería reeducar. Pero el enemigo de clase nunca duerme y pretende impedir a
cualquier precio que el proceso de reeducación tenga éxito; quiere que los soldados
negros se mantengan en un odio furioso contra el comunismo y puedan servir como
ejército de reserva para la contrarrevolución. La actuación del chiquillo-comandante,
que trata a todos de tal manera que despierta en ellos la cólera, es parte de los planes
del enemigo. Yo no tengo ni idea de la cantidad de sitios en los que se esconden los
enemigos del partido. El comandante es con seguridad un agente del enemigo. Pero
Alexej sabe cuál es su obligación y ha escrito una descripción detallada de las
actividades del comandante. Me quedé asombrado: «¿Qué dices? ¿Qué has escrito
qué? ¿Y a dónde lo mandaste?». Me respondió que había enviado al partido una queja
sobre el comandante.
Salimos de la habitación. Me preguntó si no tenía miedo de que los demás me
vieran con él. Le dije que era un imbécil por hacerme esa pregunta y un imbécil doble
si creía que su carta iba a llegar a su destino. Me contestó que era comunista y que un
comunista tiene que actuar en cualquier circunstancia de tal modo que no tenga que
avergonzarse. Y me volvió a recordar que yo también, aunque expulsado del partido,
soy comunista y que me debería comportar de un modo distinto a como me comporto.
«Como comunistas somos responsables de todo lo que aquí sucede». Me dio risa; le
respondí que la responsabilidad es impensable sin libertad. Me contestó que él se
sentía suficientemente libre como para comportarse como un comunista. Mientras lo
decía, le temblaba la barbilla; aún hoy, después de tantos años, recuerdo aquel
momento y me doy cuenta, con mucha mayor precisión que entonces, de que Alexej
tenía poco más de veinte años, de que era un chiquillo, un muchacho, y que su
destino le iba grande como un traje gigante a un cuerpo pequeñito.
Recuerdo que al poco tiempo de la conversación con Alexej me preguntó Cenek
(precisamente tal como me lo había advertido Alexej), por qué hablaba con esa rata.
Le dije que Alexej era un idiota, pero no una rata; y le expliqué lo que Alexej me
había contado de su carta contra el comandante. A Cenek aquello no le causó ninguna
impresión: «No sé si será idiota», dijo «pero lo que es seguro es que es una rata. El
que es capaz de hacer una declaración pública en contra de su propio padre, es una
rata». No le entendí; él se extrañó de que yo no lo supiese; el propio comisario
político les había enseñado un periódico de hace varios meses en el que venía la
declaración de Alexej: que no tenía nada que ver con su padre, que era un traidor y
que había ensuciado lo más sagrado que había para su hijo.
Esa misma noche en las torres de vigilancia (que habían construido los días
pasados) aparecieron por primera vez los reflectores e iluminaron el oscuro cuartel;
alrededor de la cerca de alambre de espino hacía su recorrido el vigilante con su
perro. Me invadió una enorme nostalgia: estaba sin Lucie y sabía que no la vería
durante dos meses enteros. Le escribí esa noche una larga carta; le escribí que no la
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vería durante mucho tiempo, que no nos dejaban salir del cuartel y que me daba
lástima que me hubiera negado aquello que yo deseaba y que me habría ayudado a
soportar con su recuerdo tantas semanas tristes.
Al día siguiente de echar la carta al buzón estábamos por la tarde en el patio
practicando los indispensables media vuelta, en marcha y cuerpo a tierra. Cumplía las
órdenes recibidas automáticamente y casi no percibía al cabo que daba las órdenes, ni
a mis compañeros que marchaban o se tiraban al suelo; no percibía ni siquiera lo que
nos rodeaba: por tres lados los edificios del cuartel y por el otro la cerca de alambre, a
lo largo de la cual estaba, por fuera, la carretera. A veces pasaba alguien junto a la
alambrada, a veces alguien se detenía (en su mayoría niños, solos o acompañados de
sus padres que les explicaban que detrás de la alambrada estaban los soldaditos
haciendo la instrucción). Todo aquello se había convertido para mí en una
escenografía muerta, como si fueran cuadros pintados sobre una pared (todo lo que
estaba detrás de la alambrada eran cuadros pintados en una pared); por eso no me fijé
en la alambrada hasta que alguien dijo a media voz, mirando hacia allí «¿Qué miras,
guapa?».
Entonces la vi. Era Lucie. Estaba junto a la verja y llevaba puesto el abrigo
marrón, aquel viejo y gastado (se me ocurrió pensar que cuando hicimos las compras
para el verano nos olvidamos de que el verano terminaría y vendrían los fríos) y unos
zapatos de salir, de tacón alto (regalo mío) que no combinaban para nada con el
desastroso estado del abrigo. Estaba inmóvil junto a los alambres y miraba hacia
nosotros. Los soldados comentaban su extraño aspecto de paciente espera, lo
comentaban cada vez con mayor interés y manifestaban en sus comentarios toda la
desesperación sexual de unas personas sometidas contra su voluntad al celibato. El
suboficial se dio cuenta de que los soldados estaban distraídos y en seguida advirtió
el motivo: probablemente sintió con enfado su propia impotencia; no podía echar a la
muchacha de la verja; más allá de la alambrada reinaba una relativa libertad y en
aquel reino sus órdenes no eran válidas. Así que les llamó la atención a los soldados
para que se dejasen de comentarios y elevó el tono de voz y el ritmo de los ejercicios.
Lucie a ratos paseaba, a veces desaparecía totalmente de mi vista, pero luego
volvía otra vez al sitio desde donde me podía ver. Por fin se terminó la instrucción
pero yo no me pude acercar a ella porque nos mandaron a la clase de educación
política; estuvimos oyendo frases sobre el bloque de la paz y los imperialistas y pasó
una hora hasta que pude salir (ya oscurecía) a ver si Lucie seguía junto a la verja;
estaba allí, corrí hacia ella.
Me dijo que no me enfadara con ella, que me quería, que lamentaba que yo
estuviera triste por su culpa. Yo le dije que no sabía cuándo iba a poder verla. Me dijo
que no importaba, que vendría a verme aquí. En ese momento pasaban por allí unos
soldados y nos gritaron alguna guarrada. Le pregunté si no le iba a importar que los
soldados le gritasen cosas. Dijo que no le importaría, que me quería. A través de los
alambres me pasó el tallo de una rosa (sonó la corneta, nos llamaban a formar): nos
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besamos por uno de los agujeritos de la alambrada.
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Lucie me venía a ver a la cerca del cuartel casi todos los días, siempre que yo
tuviera turno de mañana en la mina y pasase la tarde en el cuartel; todos los días
recibía una flor (una vez me las tiró todas el sargento durante una revisión de
maletas) e intercambiaba con Lucie unas pocas frases (frases totalmente
estereotipadas, porque no teníamos realmente nada que decirnos; no
intercambiábamos ideas ni informaciones sino que nos reafirmábamos en lo mismo
que ya nos habíamos dicho muchas veces); además yo no dejaba de escribirle casi a
diario; aquél fue el período más intenso de nuestro amor. Los reflectores de la torre
de vigilancia, los perros que ladraban al anochecer, el chiquillo chulo que mandaba
en todo aquello, nada de eso ocupaba demasiado espacio en mi mente, que estaba
concentrada nada más que en la llegada de Lucie.
En realidad me sentía muy feliz dentro de aquel cuartel vigilado por perros y
dentro de la galería, donde me apoyaba en la barrena que lo hacia temblar todo. Me
sentía contento y orgulloso porque tenía en Lucie una riqueza que no poseía ninguno
de mis compañeros, ni tampoco ninguno de los que nos mandaban; me amaban, me
amaban pública y manifiestamente. Y aunque Lucie no era el ideal amoroso de mis
compañeros, aunque su amor se manifestaba —eso decían— de una forma bastante
extravagante era, pese a todo, el amor de una mujer y despertaba admiración,
nostalgia y envidia.
Cuanto más tiempo pasábamos alejados del mundo de las mujeres, tanto más se
hablaba de las mujeres, con todos los detalles, con todos los matices. Se recordaban
las marcas que cada una tuviera, se dibujaban (a lápiz sobre el papel, con el pico
sobre la tierra, con el dedo en la arena) las líneas de sus pechos y traseros; se discutía
cuál de los traseros de las recordadas y ausentes mujeres tenía una forma más
adecuada; se evocaban con precisión las frases y los suspiros durante el coito; todo
esto se examinaba en nuevas y nuevas versiones, añadiéndole siempre datos
complementarios. Naturalmente, a mí también me preguntaban y mis compañeros
estaban especialmente interesados en lo que yo pudiera decirles, porque a la chica de
la que yo hablaba la veían a diario y podían imaginársela perfectamente y relacionar
su aspecto concreto con mi relato. No podía negarles aquello a mis compañeros, no
podía hacer otra cosa que contarles lo que me pedían; y así les conté acerca de la
desnudez de Lucie, que nunca había visto, de cómo hacía el amor, que yo nunca había
hecho con ella, y ante mí se dibujaba de repente el cuadro detallado y preciso de su
callada pasión.
¿Cómo fue cuando me acosté con ella la primera vez?
Fue en su habitación del internado; se desnudó delante de mí obediente,
entregada, pero haciendo un cierto esfuerzo, porque ella era una chica de la aldea y
yo el primer hombre que la veía desnuda. Y a mí me excitaba hasta la locura
precisamente esa entrega mezclada con timidez; cuando me acerqué a ella, se encogió
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y se tapó el sexo con las manos…
¿Y por qué lleva siempre esos zapatos de tacón?
Les conté que se los había comprado para que anduviera desnuda delante de mí;
le daba vergüenza, pero hacía todo lo que yo le pedía; yo siempre pasaba el mayor
tiempo posible vestido y ella andaba desnuda con aquellos zapatos (¡eso me gustaba
mucho, que ella estuviera desnuda y yo vestido!), iba hacia el armario, donde estaba
el vino, y me lo servía desnuda…
Así que cuando Lucie llegaba hasta la cerca, no la miraba yo solo, sino que
conmigo la miraban por lo menos diez compañeros que sabían perfectamente cómo
hacía el amor Lucie, qué decía y cómo suspiraba en tal situación, y siempre
constataban con gran interés que otra vez tenía puestos los zapatos negros de tacón y
se la imaginaban andando desnuda por la pequeña habitación.
Todos mis compañeros podían acordarse de alguna mujer y compartirla de este
modo con los demás, pero yo era el único que podía, además del relato, ofrecer una
visión de esta mujer; la mía era la única mujer real, viva y presente. La solidaridad
entre compañeros, que me obligó a dibujar con precisión la imagen de la desnudez de
Lucie y de su manera de amar, hizo que mi deseo se concretizara dolorosamente. Las
guarradas de mis compañeros, cuando comentaban la llegada de Lucie, no me
ofendían en lo más mínimo; nadie me la podía quitar (la defendían de todos, de mí
también, la alambrada y los perros); pero en cambio todos me la daban; todos me
agudizaban su excitante imagen, todos la dibujaban junto conmigo y aumentaban su
demencial atractivo; yo me entregué a mis compañeros y todos juntos nos entregamos
a desear a Lucie. Y cuando iba a verla junto a la cerca, sentía que me estremecía; era
incapaz de hablar de puro deseo; no podía comprender que hubiera salido con ella
durante medio año, como un tímido estudiante, sin ver en ella a una mujer; estaba
dispuesto a darlo todo por acostarme una sola vez con ella.
Con esto no quiero decir que mi relación con ella se hubiera vuelto más basta,
más hosca, que hubiera perdido su ternura. No, diría que fue la única vez en mi vida
en la que experimenté un deseo total hacia una mujer, del que participaba todo lo que
hay en mí: el cuerpo y el alma, el deseo y la ternura, la nostalgia y la enloquecida
vitalidad, el ansia por lo impúdico y el ansia de consuelo, el ansia de un momento de
placer y de un abrazo eterno. Estaba inmerso en ello por completo, por completo en
tensión, por completo concentrado y hoy recuerdo aquellos momentos como un
paraíso perdido (un extraño paraíso alrededor del cual hace guardia el vigilante con
su perro y dentro del cual grita sus órdenes el cabo).
Estaba decidido a hacer cualquier cosa para encontrarme con Lucie fuera del
cuartel; me había prometido que la próxima vez «no se me iba a resistir» y que se
encontraría conmigo donde yo quisiera. Esa promesa me la confirmó muchas veces
en nuestras breves conversaciones a través de la cerca. Bastaba con arriesgarse a una
empresa peligrosa.
Lo planeé todo rápidamente. Honza había dejado un plan de huida preciso, que no
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había sido descubierto por el comandante. La cerca seguía cortada sin que se notase y
el acuerdo con el minero que vivía frente al cuartel seguía siendo válido, bastaba con
recordárselo. Claro que el cuartel estaba sometido a una vigilancia perfecta y
resultaba imposible salir de día. Durante la noche, los vigilantes también recorrían el
cuartel con sus perros y los reflectores alumbraban, pero aquello ya se hacía más para
impresionarnos y para satisfacción del comandante que porque alguien sospechase de
que nos fuéramos a escapar; una escapada descubierta significaba el tribunal militar,
el riesgo era demasiado grande. Precisamente por eso me dije que la huida podía salir
bien.
Ya sólo se trataba de encontrar para mí y para Lucie un refugio adecuado, que en
la medida de lo posible no estuviese demasiado lejos del cuartel. Los mineros que
vivían en los alrededores de nuestro cuartel trabajaban en su mayoría en la misma
mina que nosotros y no me fue difícil llegar con uno de ellos (un viudo de cincuenta
años) a un acuerdo (no me costó más de trescientas coronas) para que me prestase su
casa. La casa en la que vivía (una casa gris de una sola planta) se veía desde el
cuartel; se la enseñé a Lucie desde la cerca y le expliqué mi plan; no se puso muy
contenta; me advirtió de que no debería correr semejante peligro por su culpa y al fin
asintió sólo porque no sabía decir que no.
Entonces llegó el día señalado. Comenzó de una forma bastante rara. Nada más
llegar de la mina el chiquillo-comandante nos hizo formar y pronunció uno de sus
frecuentes discursos. Lo más usual era que nos amedrentara con la guerra, que estaba
al caer, y con lo que nuestro Estado les iba a hacer a los reaccionarios (se refería
sobre todo a nosotros). Ésta vez le añadió a su discurso ideas nuevas: el enemigo de
clase había logrado penetrar directamente en el partido comunista; pero los espías y
los traidores debían saber que los enemigos enmascarados recibirían un tratamiento
cien veces peor que aquellos que no ocultaban sus opiniones, porque el enemigo
enmascarado es un perro sarnoso.
«Y a uno de ellos lo tenemos entre nosotros», dijo el chiquillo-comandante e hizo
salir de la fila al chiquillo Alexej. Después sacó del bolsillo unos folios y se los puso
delante de los ojos: «¿Reconoces esta carta?». «La reconozco», dijo Alexej. «Eres un
perro sarnoso. Y además eres un delator y un soplón. Pero los ladridos de un perro
nunca llegan demasiado lejos». Y delante de sus ojos hizo pedazos la carta.
«Tengo para ti otra carta», dijo y le entregó a Alexej un sobre abierto: «¡Léelo en
voz alta!». Alexej sacó el papel del sobre y se quedó callado. «¡Lee!», repitió el
comandante. Alexej callaba. «¿Así que no la vas a leer?», preguntó otra vez el
comandante y, como Alexej seguía en silencio, le ordenó: «¡Cuerpo a tierra!». Alexej
cayó sobre la tierra embarrada. El chiquillo-comandante se quedó un momento de pie
junto a él y ya todos sabíamos que no había otra posibilidad más que el firmes,
cuerpo a tierra, firmes, cuerpo a tierra y que Alexej tendría que caer y levantarse, caer
y levantarse. Pero el comandante no siguió dando órdenes, se dio media vuelta y
empezó a recorrer la primera fila de soldados; controlaba con la mirada sus
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uniformes, llegó hasta el final de la fila (tardó varios minutos) y volvió lentamente
hacia el soldado caído: «Y ahora lee», dijo, y efectivamente: Alexej levantó de la
tierra la mandíbula embarrada, extendió la mano derecha que había estado durante
todo ese tiempo apretando el papel, y tumbado sobre la barriga leyó: «Le
comunicamos que el día quince de octubre de mil novecientos cincuenta y uno ha
sido expulsado del Partido Comunista de Checoslovaquia. Por el Comité
Provincial…». El comandante hizo volver a Alexej a la formación, nos dejó con el
cabo y empezó la instrucción.
Después de la instrucción hubo educación política y alrededor de las seis y media
(ya era de noche) Lucie estaba junto a la cerca; me acerqué a ella y ella me hizo un
gesto de que todo estaba en orden y se fue. Luego vino la cena, el toque de silencio y
nos fuimos a dormir; esperé un rato en mi cama hasta que el cabo (el encargado de
nuestro dormitorio) estuviese dormido. Después me puse las botas y, tal como estaba,
con calzoncillos blancos largos y camisón de dormir, salí de la habitación. Atravesé el
corredor y me encontré en el patio; con la ropa de noche que llevaba, sentía bastante
frío. El sitio por donde pretendía atravesar la alambrada estaba detrás de la
enfermería, lo cuál era estupendo, porque si alguien me veía, podía decir que me
sentía mal e iba a despertar al médico. Pero no me encontré con nadie; di la vuelta a
la enfermería y me agaché a la sombra de sus paredes; el reflector alumbraba
perezoso a un mismo sitio (era evidente que el guardia de la torre había dejado de
tomar en serio su cometido) y el trozo de patio por el que tenía que pasar, estaba a
oscuras ahora ya sólo se trataba de no toparme con el guardián que recorría la
alambrada durante toda la noche; el cuartel estaba en silencio (un silencio peligroso
que me impedía orientarme); me quedé allí durante unos diez minutos hasta que oí el
ladrido del perro; el sonido venía desde atrás, al otro lado del cuartel. Salí corriendo
(serían apenas cinco metros) hasta la cerca de alambre que, gracias a la intervención
de Honza, estaba en esta parte un tanto separada del suelo. Me agaché y pasé por
debajo; ahora ya no podía vacilar; di otros cinco pasos hasta la valla de madera de la
casa del minero; todo estaba en orden, la puerta estaba abierta y me encontré en el
pequeño patio de una casita de una sola planta por cuya ventana (la persiana estaba
baja) se filtraba la luz. Llamé y en seguida apareció junto a la puerta un hombre
enorme que me invitó ruidosamente a pasar. Casi me asusté de aquel alboroto, porque
no era capaz de olvidarme de que estaba apenas a cinco metros del cuartel.
Al cruzar la puerta se entraba directamente en la habitación: me quedé en el
umbral un tanto perplejo: alrededor de una mesa (encima de la cual estaba una botella
abierta) había otros cinco hombres que bebían; al verme se rieron de mi
indumentaria; me dijeron que debía haber pasado frío con aquel camisón y en seguida
me sirvieron un vaso; lo probé: era alcohol diluido; me invitaron a que bebiese y me
tomé el vaso de un trago; empecé a toser; ya había un nuevo motivo para reírse
fraternalmente y para ofrecerme una silla: me preguntaron qué tal me había salido «el
cruce de la frontera» y volvieron a fijarse en mi vestimenta y se rieron llamándome
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«calzones fugitivos». Eran mineros, tenían entre treinta y cuarenta años y
seguramente se reunían aquí con frecuencia; estaban bebiendo, pero no estaban
borrachos; tras la sorpresa inicial (en la que hubo también algo de susto), sentí que su
presencia despreocupada me libraba de mis tribulaciones. Dejé que me sirvieran otro
vaso de aquella bebida extraordinariamente fuerte y de olor penetrante. Mientras
tanto, el dueño de la casa regresó de la habitación contigua trayendo un traje oscuro.
«¿Te quedará bien?», preguntó. Me di cuenta de que el minero era por lo menos diez
centímetros más alto que yo y también bastante más grueso pero dije: «Me tiene que
quedar bien». Me puse los pantalones por encima de los calzones largos y el resultado
era desastroso: para que no se me cayeran me los tenía que sujetar a la cintura con la
mano. «¿No tenéis un cinto?», preguntó mi anfitrión. Nadie tenía. «Por lo menos un
cordel», dije. Apareció un cordel y con su ayuda los pantalones quedaron más o
menos sujetos. Después me puse la chaqueta y los mineros decidieron que me parecía
(no sé por qué) a Charlie Chaplin, y que no me faltaba más que el sombrero hongo y
el bastón. Para darles el gusto, junté los talones, separando las puntas de los pies. Los
pantalones oscuros se fruncían sobre el poderoso empeine de las botas militares; les
gustó mi aspecto y me dijeron que con aquella pinta cualquier mujer haría todo lo que
yo quisiera. Me sirvieron un tercer vaso de alcohol y me acompañaron hasta la
puerta. El minero me dijo que podía llamar a la ventana a cualquier hora de la noche,
cuando quisiera volver a cambiarme de ropa.
Salí a una calle oscura, mal iluminada, del suburbio. Tardé por lo menos diez
minutos en rodear, a la mayor distancia posible, el cuartel y llegar a la calle en donde
me esperaba Lucie. Para llegar hasta allí tuve que pasar junto a la puerta iluminada de
nuestro cuartel; sentí un poco de miedo, pero resultó injustificado: la vestimenta civil
me protegía perfectamente y el soldado que estaba de guardia no me reconoció al
verme, de modo que llegué sin novedades a la casa acordada. Abrí la puerta de la
calle (iluminada por una solitaria farola) y fui siguiendo las instrucciones (no había
estado nunca en la casa y lo único que sabía era lo que me había contado el minero):
las escaleras de la izquierda, primera planta, la primera puerta frente a la escalera.
Llame. Se oyó el sonido de la llave en la cerradura y me abrió Lucie.
La abracé (había llegado alrededor de las seis, cuando el dueño de la casa salía a
trabajar en el turno de noche, y desde aquella hora me esperaba); me preguntó si
había bebido; le dije que sí y le conté cómo había llegado. Me dijo que había estado
todo el tiempo temblando por si me pasaba algo. En ese momento me di cuenta de
que, de verdad, estaba temblando. Le conté cuántas ganas tenía de verla; la tenía entre
mis brazos y sentía que estaba temblando cada vez más. «¿Qué te pasa?», le pregunté.
«Nada», respondió. «Tenía miedo de que te pasara algo», dijo y se libró suavemente
de mi abrazo.
Miré a mi alrededor. Era una habitación pequeña en la que sólo había lo más
indispensable: una mesa, una silla, una cama (una cama ya hecha con la ropa
ligeramente sucia); encima de la cama colgaba no sé qué imagen religiosa; al otro
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lado había un armario y encima del armario frascos de cristal con frutas en conserva
(la única cosa un poco más íntima en toda la habitación) y por encima de todo aquello
alumbraba una bombilla, sola, sin lámpara, que deslumbraba desagradablemente e
iluminaba con nitidez mi figura, cuya triste ridiculez percibía dolorosamente en aquel
momento: la chaqueta enorme, los pantalones sujetos con un cordel, por debajo de los
cuales asomaban las punteras negras de las botas militares y encima de aquello mi
cráneo rapado, que debía relucir a la luz de la bombilla como una luna pálida.
«Lucie, por favor, perdona que haya venido con esta pinta», dije y volví a
explicar el motivo de mi disfraz. Lucie me aseguró que no le importaba, pero yo
(arrastrado por la espontaneidad que produce el alcohol) dije que no podía estar así
delante de ella y me quité rápidamente la chaqueta y el pantalón; pero debajo de la
chaqueta estaba el camisón y los horriblemente largos calzones militares, lo cual era
una vestimenta aún mucho más cómica que la que hasta un momento antes me cubría.
Me acerqué al interruptor y apagué la luz pero la oscuridad no vino a liberarme,
porque a través de la ventana, la luz de la farola iluminaba la habitación. La
vergüenza producida por la ridiculez fue mayor que la producida por la desnudez y
yo me quité rápidamente el camisón y los calzones y me quedé ante Lucie desnudo.
La abracé (volví a sentir que temblaba). Le dije que se desnudara, que se quitara todo
lo que nos separaba. La acaricié por todo el cuerpo y le repetí una y otra vez mi
ruego, pero Lucie dijo que esperara un momento, que no podía, que así de repente no
podía, que no podía tan rápido.
La cogí de la mano y nos sentamos en la cama. Apoyé la cabeza en su regazo y
me quedé un rato tranquilo; y en ese momento me di cuenta de lo improcedente de mi
desnudez (ligeramente iluminada por la sucia luz de la farola); se me ocurrió pensar
que todo había salido precisamente al revés de lo que había soñado; no había una
chica desnuda que le sirviese nada a un hombre vestido, sino un hombre desnudo
apoyado en el regazo de una mujer vestida; me sentí como un Cristo desnudo,
desclavado de la cruz, en brazos de una María plañidera, y al mismo tiempo me
asusté de aquella idea, porque no había venido en busca de consuelo y compasión,
sino de otra cosa muy distinta y volví a insistirle a Lucie, a besarla (en la cara y en el
vestido) tratando de desabrochárselo disimuladamente.
Pero no conseguí nada; Lucie se me volvió a zafar; perdí por completo el impulso
inicial, la confiada impaciencia, agoté de repente todas mis palabras y mis caricias.
Me quedé acostado en la cama, desnudo, estirado e inmóvil y Lucie estaba sentada
junto a mí y me acariciaba con sus manos ásperas la cara. Dentro de mí se iban
extendiendo lentamente el desagrado y la ira. Le recordé a Lucie, para mis adentros,
todos los riesgos que había afrontado para encontrarme hoy con ella; le recordé (para
mis adentros) todos los castigos que me podría costar la excursión. Pero aquéllos eran
sólo reproches superficiales (por eso era capaz de hacérselos —aunque fuera en
silencio— a Lucie). La verdadera fuente de la ira era mucho más profunda (me habría
dado vergüenza contárselo): pensaba en mis miserias, la triste miseria de una
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juventud sin éxito, la miseria de las largas semanas sin satisfacer mis deseos, la
humillante infinitud del ansia insatisfecha; me acordaba del inútil asedio a Marketa,
de la fealdad de la rubia en la segadora y de nuevo el inútil asedio a Lucie. Y tenía
ganas de acusar en voz alta: ¿por qué tengo que ser maduro para todo, como maduro
ser juzgado, expulsado, acusado de trotskista, como persona madura ser enviado a la
mina, pero por qué en el amor no puedo ser una persona madura y debo tragar toda la
humillación de la inmadurez? Odiaba a Lucie, la odiaba aún más porque sabía que me
quería, porque su resistencia era precisamente por eso aún más absurda, más
incomprensible y más inútil y me enloquecía. Al cabo de media hora de empecinado
silencio, volví al ataque. Me tiré encima de ella; utilicé toda mi fuerza, logré
levantarle la falda, arrancarle el sujetador, llegar con la mano a su pecho desnudo,
pero Lucie se resistía cada vez con mayor rabia y (guiada por una fuerza igual de
ciega que la mía) al fin se impuso, saltó de la cama y se quedó de pie junto al
armario.
«¿Por qué te me resistes?», le grité. No supo responderme nada, dijo algo acerca
de que no debía enfadarme, que la perdonase, pero no dio ninguna explicación, no
dijo nada sensato. «¿Por qué te me resistes? ¿Es que no sabes que te quiero? ¡Tú estás
loca!», le grité. «Entonces échame», dijo, siempre pegada al armario. «¡Te voy a
echar, claro que te voy a echar, porque no me quieres, porque te burlas de mí!». Le
dije a gritos que le daba un ultimátum, o se me entregaba o ya no querría verla nunca
más.
Volví a acercarme a ella y la abracé. Ésta vez no se resistió pero se dejó abrazar
como si fuera un ser inerte. «¿Qué te pasa con esa virginidad? ¿Para quién la quieres
conservar?». Se quedó callada. «¿Por qué no hablas?». «Tú no me quieres», dijo.
«¿Cómo que no te quiero?». «No me quieres. Yo pensé que me querías…». Se echó a
llorar.
Me arrodillé ante ella; le besé las piernas, le imploré. Pero ella seguía llorando y
afirmando que yo no la quería.
De repente me dio una rabia feroz. Me pareció que había una fuerza sobrenatural
que me cerraba el camino y que me quitaba siempre de las manos aquello a lo que yo
deseaba dedicar mi vida, lo que anhelaba, lo que me pertenecía, me pareció que era la
misma fuerza que me había quitado el partido y los camaradas y la universidad, que
siempre me lo quitaba todo y siempre así porque sí, sin motivo alguno. Me pareció
que aquella fuerza natural me hacía frente ahora dentro de Lucie y odié a Lucie por
haberse convertido en instrumento de aquella fuerza sobrehumana; le di un golpe en
la cara porque me pareció que no era Lucie sino aquel poder enemigo; le grité que la
odiaba, que ya no quería verla, que ya no quería verla nunca, que ya no quería verla
nunca en la vida.
Le tiré su abrigo marrón (lo había dejado sobre el respaldo de la silla) y le grité
que se fuera.
Se puso el abrigo y se fue.
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Y yo me acosté en la cama y tenía el alma vacía y quería llamarla para que
regresara, porque sentía necesidad de ella en el mismo momento en que la estaba
echando, porque sabía que es mil veces mejor estar con Lucie vestida y resistiéndose
que estar sin Lucie; porque estar sin Lucie significaba estar en el abandono absoluto.
Todo eso lo sabía y sin embargo no le dije que volviese.
Durante mucho tiempo estuve desnudo, acostado en la cama de la habitación
prestada, porque era incapaz de imaginarme cómo iba a hacer para encontrarme con
la gente en tal estado, para aparecer en la casita de junto al cuartel, para bromear con
los mineros y responder a sus alegres preguntas desvergonzadas.
Al fin (ya muy entrada la noche) opté por vestirme y salir. Frente a la casa que
abandonaba, alumbraba la farola. Di un rodeo alrededor del cuartel, llamé a la
ventana de la casita (ya no estaba encendida la luz), esperé unos tres minutos, me
quité luego el traje en presencia del minero que bostezaba, le di una respuesta
imprecisa a su pregunta sobre el éxito de mi empresa y me dirigí (otra vez en camisón
y calzones) hacia el cuartel. Estaba desesperado y me daba todo lo mismo. No me fijé
en dónde estaba el guardián, me daba igual hacia dónde alumbrase el reflector. Pasé
por debajo de la cerca y me dirigí tranquilamente hacia mi dormitorio. Cuando estaba
precisamente junto a la pared de la enfermería oí: «¡Alto!». Me detuve. Me iluminó
una linterna. Oí el gruñido del perro.
«¿Qué está haciendo?».
«Vomito, camarada sargento», le respondí apoyándome con la mano en la pared.
«¡Pues dese prisa!», contestó el sargento y siguió su recorrido con el perro.
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Esa noche llegué a la cama sin más complicaciones (el cabo dormía
profundamente) pero no tuve manera de dormirme, de modo que me alegré cuando la
desagradable voz de la guardia (gritando: «¡Diana!») puso fin a una mala noche. Metí
los pies dentro de las botas y corrí a los lavabos para echarme encima un poco de
refrescante agua fría. Cuando regresé me encontré junto a la cama de Alexej a un
grupo de compañeros a medio vestir, que se reían en voz baja. En seguida me di
cuenta de qué se trataba: Alexej (boca abajo, la cabeza bajo la almohada, tapado con
la manta) dormía como un tronco. Inmediatamente me acordé de Franta Petrasek, que
una vez, después de una bronca con el sargento de su compañía, se hizo por la
mañana el dormido de tal manera que lo fueron a despertar tres superiores y los tres
sin resultado; al final lo tuvieron que sacar con cama y todo al patio y hasta que no
sacaron la manguera contra incendios, no se empezó a frotar los ojos. Sólo que en el
caso de Alexej no era posible pensar en ningún tipo de resistencia y su profundo
sueño no podía deberse más a que a su debilidad física. Por el pasillo se acercaba el
cabo (el encargado de nuestro dormitorio) trayendo una enorme olla con agua;
alrededor de él había unos cuantos soldados de nuestro pelotón que sin duda lo
habían incitado para repetir este antiquísimo y estúpido chiste del agua, que tan bien
le sienta a todos los cerebros de los suboficiales de todas las épocas y de todos los
regímenes. Me irritó la emocionante coincidencia de pareceres entre los soldados y el
suboficial (tan despreciado en otras oportunidades); me irritó que el odio común
contra Alexej borrase todas las cuentas pendientes entre él y ellos. Era evidente que
las palabras pronunciadas el día anterior por el comandante acusando a Alexej de
soplón las habían interpretado todos de acuerdo con sus propias sospechas y habían
sentido una repentina oleada de cálida aprobación por la crueldad del comandante.
Además ¿no es mucho más cómodo coincidir con el comunista poderoso en el odio al
impotente, que coincidir con el comunista impotente en el odio al poderoso? Se me
subió a la cabeza una rabia ciega contra todos los que me rodeaban, contra esa
capacidad de creer irreflexivamente en cualquier acusación, contra aquella crueldad
con la que pretendían enderezar rápidamente su propio orgullo maltrecho y me
acerqué al cabo y a su grupito. Llegué hasta la cama y dije en voz alta: «¡Alexej,
levántate, idiota!».
En ese momento alguien me retorció el brazo desde atrás y me obligó a ponerme
de rodillas. Miré y vi que era Pavel Pekny. «¿Por qué tienes que estropearlo, rojo?»,
me dijo con odio. Me solté y le di una bofetada. Nos hubiéramos puesto a pelear, pero
los demás nos hicieron callar en seguida, porque temían que Alexej se despertase
antes de tiempo. Además ya había llegado el cabo con la olla. Se colocó justo encima
de Alexej y gritó «¡Diana!…» y al mismo tiempo le echó encima toda el agua que
había en el recipiente, por lo menos diez litros.
Y ocurrió una cosa extraña: Alexej permaneció inmóvil, igual que antes. El cabo
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no supo qué hacer durante un momento y después gritó: «¡Soldado, firme!». Pero el
soldado no se movía. El cabo se inclinó hacia él y lo sacudió (la manta estaba
empapada y empapada estaba también la cama y las sábanas que goteaban sobre el
piso). Yo conseguí darle la vuelta al cuerpo de Alexej, de modo que pudimos ver su
cara: estaba hundida, pálida, inmóvil.
El cabo gritó: «¡Médico!». Nadie se movió, todos miraban a Alexej con su
camisón empapado y el cabo volvió a gritar: «¡Médico!» y señaló a un soldado que
inmediatamente salió a todo correr.
Alexej seguía acostado y sin moverse, estaba más delgado y con un aspecto más
enfermizo que nunca, mucho más joven, estaba como un niño, sólo que tenía los
labios cerrados como los niños no suelen tenerlos y goteaba. Alguien dijo:
«Llueve…».
Después llegó el médico, cogió a Alexej de la muñeca y dijo: «Sí, claro».
Después le quitó la manta mojada, de modo que quedó ante nosotros en toda su
(pequeña) estatura y se veían los calzones largos mojados, de los que salían los pies
descalzos. El doctor echó una mirada alrededor y cogió de la mesa de noche dos
frascos; los miró (estaban vacíos) y dijo: «Esto habría bastado para dos». Después
sacó de la cama más próxima la sábana y tapó con ella a Alexej.
Con todo aquello nos retrasamos, así que tuvimos que desayunar a toda prisa y a
los tres cuartos de hora ya estábamos bajando a la galería. Y después terminó nuestro
turno y hubo otra vez instrucción y otra vez educación política y canto obligatorio y
limpieza y toque de silencio y a acostarse y yo pensaba en que Stana ya no estaba, mi
mejor amigo, Honza, ya no estaba (ya nunca más lo vi y lo único que oí es que
después de la mili consiguió escaparse a Austria atravesando la frontera) y que Alexej
tampoco estaba; que había asumido su desatinado papel ciegamente y con coraje y
que no era culpa suya que de repente ya no supiera seguirlo representando, que no
hubiera sabido permanecer humilde y pacientemente con la máscara del escarnio en
la fila, que ya no tuviera fuerzas; no era mi amigo, me distanciaba de él la tenacidad
de su fe, pero por los avatares de su destino era de todos el más próximo a mí; me dio
la impresión de que en la forma que eligió para morir había un reproche escondido,
dirigido hacia mí, como si me hubiera querido dejar el recado de que cuando el
partido aparta a alguien de sus filas, esa persona ya no tiene un motivo para vivir. De
pronto sentí como una culpa propia el no haberlo querido, porque ahora estaba
indefectiblemente muerto y yo nunca había hecho nada por él, aunque yo era el único
que hubiera podido hacer aquí algo por él.
Pero no sólo perdí a Alexej y perdí la irrecuperable posibilidad de salvar a un
hombre; tal como lo veo hoy a la distancia, perdí también en aquel momento el cálido
sentimiento de solidaridad hacia mis negros compañeros y con ello también la última
posibilidad de reavivar plenamente mi entumecida confianza en la gente. Comencé a
dudar del valor de nuestra solidaridad, cuyos únicos motivos eran la presión de las
circunstancias y el instinto de supervivencia, que nos convertía en un grupo
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compacto. Y comencé a darme cuenta que nuestro grupo negro era capaz de perseguir
a una persona (de mandarla al destierro y a la muerte), exactamente igual que aquel
otro grupo de gente en la sala de entonces y, probablemente, igual que cualquier otro
grupo de gente.
En aquellos días me sentía como si a mí me estuviese atravesando un desierto, era
un desierto dentro del desierto y tenía ganas de llamar a Lucie. De repente no podía
entender por qué había deseado tan enloquecidamente su cuerpo; ahora me parecía
que quizás no era en absoluto una mujer corporal, sino sólo una transparente columna
de calor, que camina por el reino del frío infinito, una columna de calor que se aleja
de mí, que he apartado de mi lado.
Y llegó el día siguiente y yo, después del turno en la mina, mientras hacíamos
instrucción, no apartaba los ojos de la valla, esperando que viniera; pero junto a la
valla no se detuvo más que una vieja, que le enseñó quiénes éramos a un niño
embadurnado. Y por la noche escribí una carta, larga y lastimera, y le pedía a Lucie
que volviera, que tenía que verla, que ya no quería nada de ella, sólo que estuviera,
que pudiera yo verla y saber que estaba conmigo, que estaba, que era…
Como para escarnio, de pronto mejoró la temperatura, el cielo estaba azul y el
mes de octubre se puso precioso. Las hojas de los árboles eran de colores y la
naturaleza (la mísera naturaleza de Ostrava) festejaba la despedida del otoño con un
éxtasis enloquecido. No podía dejar de considerarlo un escarnio porque no llegaba
ninguna respuesta a mis desesperadas cartas y junto a la alambrada únicamente se
detenían (bajo un sol provocativo) gentes horriblemente ajenas. Al cabo de unas dos
semanas recibí devuelta una de mis cartas; la dirección estaba tachada y con un lápiz
de tinta habían añadido: el destinatario cambió de domicilio.
Me quedé horrorizado. Desde mi último encuentro con Lucie me había repetido
mil veces a mí mismo todo lo que entonces le dije y lo que ella me dijo a mí, cien
veces me maldije y cien veces me justifiqué ante mí mismo, cien veces me convencí
de que había perdido a Lucie para siempre y cien veces me convencí de que Lucie me
comprendería y sabría perdonarme. Pero la nota del sobre sonaba como una condena.
Era incapaz de controlar mi intranquilidad y al día siguiente hice una locura. Digo
locura, pero en realidad no fue nada más peligroso que mi anterior huida del cuartel,
de modo que el calificativo de locura es más bien producto de su posterior fracaso
que del riesgo. Sabía que Honza lo había hecho antes que yo, cuando estuvo liado con
una búlgara cuyo marido trabajaba por las mañanas. Así que lo imité: llegué por la
mañana con los demás a la galería, cogí la contraseña, la lámpara, me manché la cara
de hollín y me despisté disimuladamente, corrí al internado de Lucie y le pregunté a
la portera. Me enteré de que Lucie se había ido hacía unos catorce días con un
maletín en el que metió todas sus pertenencias; nadie sabe a dónde fue, no le dijo
nada a nadie. Me asusté: ¿no le habrá pasado nada? La portera me miró e hizo un
gesto despectivo con la mano: «Qué va, estas eventuales suelen hacerlo. Llegan, se
van, no le dicen nada a nadie». Fui hasta su empresa y pregunté en el departamento
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de personal; pero no averigüé nada más. Anduve dando vueltas por Ostrava y regresé
a la mina al final del turno, para mezclarme con mis compañeros que salían del pozo;
pero seguramente se me escapó algo del método que empleaba Honza para este tipo
de fugas; me descubrieron. A las dos semanas estaba ante un tribunal militar; me
cayeron diez meses por deserción.
Sí, fue aquí, en el momento en que perdí a Lucie, donde en realidad comenzó esa
larga época de desesperanza y vacío, en cuya imagen se me convirtió por un
momento el turbio escenario periférico de mi ciudad natal, a la que he venido a hacer
una breve visita. Sí, a partir de aquel instante comenzó todo: durante los diez meses
que pasé en la cárcel se murió mi madre y yo ni siquiera pude asistir al entierro.
Luego regresé a Ostrava con los negros y estuve otro año entero en el servicio. En esa
época firmé el compromiso de quedarme, después de la mili, tres años trabajando en
las minas, porque corrió la noticia de que los que no firmasen se quedarían en el
cuartel algún año más. Así que seguí de minero otros tres años, ya de civil.
No me gusta recordar aquello, no me gusta hablar de aquello y además me resulta
antipático que se jacten ahora de su destino quienes como yo fueron desahuciados por
el propio movimiento en el que creían. Sí, claro, hubo una época en que yo también
hice de mi destino de paria algo heroico, pero era una arrogancia injustificada. Con el
tiempo no tuve más remedio que reconocer que no había ido a parar a los negros por
haber luchado, por mi propio coraje, por haber mandado a mi idea a combatir con
otras ideas; no, mi caída no fue producto de ningún drama real, fui más bien objeto
que sujeto de mi historia y no tengo por lo tanto (si no quiero considerar al
sufrimiento, a la tristeza o incluso a la falta de sentido, como un valor) de qué
enorgullecerme.
¿Y Lucie? Sí, claro: pasé quince años sin verla y durante mucho tiempo ni
siquiera supe nada de ella. Cuando volví de la mili oí que probablemente estaba en
Bohemia occidental. Pero para entonces ya no la buscaba.
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CUARTA PARTE - JAROSLAV
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Veo un camino que recorre los campos. Veo la tierra de ese camino, marcada por
las estrechas ruedas de los carros de los campesinos. Y veo los linderos a lo largo de
ese camino, linderos con una hierba tan verde que soy incapaz de contenerme y
acaricio sus suaves ondulaciones.
Los campos de los alrededores son campitos pequeños, nada de campos
cooperativos unificados. ¿Qué? Éste paisaje por el que atravieso no es un paisaje del
presente. ¿Qué paisaje es entonces?
Sigo y ante mí aparece en el lindero un rosal silvestre. Está repleto de pequeñas
rositas. Me detengo y soy feliz. Me siento bajo el árbol en el césped y al rato me
acuesto. Siento que mi espalda se apoya en la tierra, de la que brota el césped. La
toco con la espalda. La sostengo con la espalda y le pido que no tema ser pesada y
hacerme sentir todo su peso.
Luego oigo las pisadas de unos cascos. A lo lejos aparece una nube de polvo. Se
va acercando y al mismo tiempo se aclara y se hace menos densa. Emergen de ella
unos jinetes. Montados en los caballos van unos jóvenes con uniformes blancos. Pero
cuanto más se acercan, más se nota la negligencia con que llevan los uniformes.
Algunas chaquetillas están abrochadas y en ellas relucen los botones dorados, algunas
están desabrochadas y algunos jóvenes van en camisa. Unos llevan gorro y los otros
van con la cabeza descubierta. ¡Oh, no, no son soldados, son desertores, bandoleros!
¡Es nuestra cabalgata! Me levanté de la tierra y miré hacia ellos. El primer jinete sacó
el sable y lo alzó. La cabalgata se detuvo.
El hombre del sable en alto se inclinó ahora hacia el cuello del caballo y me miró.
«Sí, soy yo», digo.
«¡El rey!», dice el hombre con admiración. «Te reconozco».
Incliné la cabeza, feliz de que me reconocieran. Andan por aquí desde hace tantos
siglos y me reconocen.
«¿Qué tal vives, rey?», pregunta el hombre.
«Tengo miedo, amigos», dije.
«¿Te persiguen?».
«No, pero es peor que una persecución. Se prepara algo en mi contra. No
reconozco a la gente que me rodea. Entro a casa y dentro hay otra habitación distinta
y otra mujer y todo es distinto. Creo que me he confundido, salgo corriendo ¡pero
desde fuera es mi casa! Desde fuera mío, desde dentro extraño. Y eso se repite vaya a
donde vaya. Está ocurriendo algo que me da miedo, amigos».
El hombre me preguntó: «¿Aún sabes montar?». Hasta ese momento no me había
dado cuenta de que al lado de su caballo hay otro caballo con montura pero sin jinete.
El hombre me lo señaló. Metí el pie en el estribo y monté. El caballo dio un tirón
pero yo ya estoy firmemente sentado y aprieto con placer su lomo con las rodillas. El
hombre saca del bolsillo un pañuelo rojo y me lo entrega: «¡Cúbrete la cara para que
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no te reconozcan!». Me cubrí la cara y de repente me quedé ciego. «El caballo te
guiará», dice la voz del hombre.
La cabalgata se puso en marcha. Sentía a ambos lados a los jinetes trotando.
Tocaba con mis muslos los muslos de ellos y oía el piafar de sus caballos. Cerca de
una hora fuimos así, un cuerpo junto al otro. Luego nos detuvimos. La misma voz de
hombre vuelve a dirigirse a mí: «¡Ya hemos llegado, rey!».
«¿A dónde hemos llegado?», pregunto.
«¿No oyes el rumor del gran río? Estamos a la orilla del Danubio. Aquí estamos
seguros, rey».
«Sí», digo. «Siento que estoy seguro. Quisiera quitarme el pañuelo».
«No es posible, rey, aún no. No necesitas para nada tus propios ojos. Los ojos no
harían más que engañarte».
«Pero yo quiero ver el Danubio, es mi río, mi río, madre ¡quiero verlo!».
«No necesitas tus ojos, rey. Te lo contaré todo. Es mucho mejor. Alrededor
nuestro hay una llanura inmensa. Prados. De cuando en cuando hay algunas matas, de
cuando en cuando se yergue una pértiga de madera, la palanca de un pozo de agua.
Pero nosotros estamos en los pastizales de junto al río. A poca distancia de nosotros
el pasto se convierte en arena, porque en esta zona el río tiene el fondo arenoso. Y
ahora baja del caballo, rey».
Descabalgamos y nos sentamos en la tierra.
«Los muchachos están preparando el fuego», oigo la voz del hombre, «el sol ya
se confunde con el lejano horizonte y pronto hará frío».
«Me gustaría ver a Vlasta», digo de repente.
«La verás».
«¿Dónde está?».
«Cerca de aquí. Irás a verla. Tu caballo te llevará hasta ella».
Salté sobre el caballo y pedí que se me permitiera verla de inmediato. Pero una
mano de hombre me cogió por el hombro y me hizo volver a tierra.
«Siéntate, rey. Debes descansar y comer. Mientras tanto te hablaré de ella».
«Cuéntame. ¿Dónde está?».
«A una hora de viaje desde aquí hay una casa de troncos con el techo de madera.
Está rodeada por una cerca de madera».
«Sí, sí», asiento y siento en el corazón una dulce carga, «todo es de madera.
Como tiene que ser. No quiero que en esa casa haya un solo clavo de metal».
«Sí», continúa la voz, «la cerca es de palos de madera que están tan burdamente
trabajados que se puede reconocer la forma original de las ramas».
«Todas las cosas de madera se parecen a un perro o a un gato», digo. «Son más
bien seres vivos que cosas. Me gusta que el mundo sea de madera. Es la única manera
de sentirme en casa».
«Tras la cerca crecen los girasoles, las caléndulas y las dalias y también crece un
viejo manzano. Junto al umbral de la casa está ahora mismo Vlasta».
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«¿Cómo está vestida?».
«Lleva una falda de lino, un poco sucia porque vuelve del establo. Lleva en la
mano un cubo de madera. Está descalza. Pero es hermosa porque es joven».
«Es pobre», digo, «es una chiquilla pobre».
«Sí, pero al mismo tiempo es una reina. Y como es la reina, tiene que estar
escondida. Ni siquiera tú puedes ir a verla, para que no la descubran. La única manera
de la que puedes llegar es tapado con el pañuelo. El caballo te llevará hasta ella».
El relato del hombre era tan bello que me invadió una dulce fatiga. Estaba
tumbado sobre el césped, oyendo la voz, luego la voz calló y sólo se oyó el murmullo
del agua y los estallidos del fuego. Era tan bello que tenía miedo de abrir los ojos.
Pero no había nada que hacer. Sabía que ya era hora y tenía que abrirlos.
Son canciones de unos modos tan particulares que no es posible identificarlos con
ninguno de los llamados modos religiosos. Me dejan totalmente perplejo:
Del grupo de gente que estaba delante de la puerta se adelantó un hombre mayor.
«Si sois buena gente, sed bienvenidos». Y nos invitó a pasar. Entramos en la sala sin
hablar. Éramos, tal como nos había presentado el patriarca, sólo caminantes fatigados
y por eso en un primer momento no pusimos de manifiesto nuestras verdaderas
Y el patriarca respondió:
Es cosa bien sabida por todos que la flor señal es de belleza y hermosura y el
corazón con ella se conforta.
Pero la flor se va
y el fruto llega.
Por eso nosotros a esta novia no la tomamos por la flor, sino por el fruto, porque el
fruto provecho nos reporta.
Después se cerró la puerta y nos quedamos solos. Vlasta tenía veinte años y yo
poco más. Pero yo pensé en que había cruzado el umbral y que, a partir de este
momento mágico, iría perdiendo la belleza como el árbol las hojas. Veía en ella
aquella caída futura. La caída que aquí tenía su principio. Pensé que no era sólo una
flor, sino que en este instante ya estaba presente dentro de ella el momento futuro del
fruto. Sentía en todo ello un orden insoslayable al que yo pertenecía y con el cual
estaba de acuerdo. Pensaba en aquel momento también en Vladimir, a quien no
conocía y cuyo aspecto no podía intuir. Sin embargo pensaba en él y a través de él
miraba hacia la distancia de sus hijos. Después nos acostamos con Vlasta en una
cama con muchos edredones y me dio la impresión de que era la propia sabia
infinitud del género humano la que nos había recibido en su blando seno.
Luego prometió que cuidarían bien del rey. Que lo llevarían a través de las tropas
enemigas. Que no dejarían que cayera en manos enemigas. Que estaban preparados
para luchar. Hylom, hylom.
Miré hacia atrás. En el oscuro corredor que da al patio de nuestra casa ya estaba
montada sobre el caballo adornado una figura vestida con traje de mujer, la blusa
fruncida y cintas de colores que le cubrían la cara. El rey. Vladimir. De pronto me
olvidé de mi cansancio y de mi mal humor y me sentí bien. El viejo rey envía al rey
joven a recorrer el mundo. Me di la vuelta y fui hacia él. Me acerqué al caballo y me
puse de puntillas para que mi boca estuviese lo más cerca posible de su cara oculta.
¡Vlada, feliz viaje!, le susurré. No respondió. No se movió. Y Vlasta me dijo con una
sonrisa: No te puede contestar. No puede hablar ni una sola palabra hasta la noche.
Se formó una imagen confusa para el ojo y el oído, en la que todo se mezclaba: el
folklore de los altavoces con el folklore a caballo; el colorido de los trajes y los
caballos con los feos grises y marrones de las mal cortadas indumentarias civiles del
público; la forzada espontaneidad de los jinetes con la forzada preocupación de los
organizadores que corrían con sus brazaletes rojos entre los caballos y entre el
público, intentando mantener dentro de los límites de un cierto orden el caos que se
había producido, lo cual no era nada fácil, no sólo por la indisciplina del público (por
suerte no demasiado numeroso), sino en particular porque el tráfico en la carretera no
había sido interrumpido; los organizadores se ponían en los dos extremos del grupo
de jinetes, haciéndoles señales a los coches para que redujesen la velocidad; así que
por entre los caballos intentaban pasar coches, camiones y hasta ensordecedoras
motocicletas, con lo cual los caballos se ponían intranquilos y los jinetes inseguros.
A decir verdad, hice lo posible por evitar participar en éste (o en cualquier otro)
festejo folklórico, porque me temía algo muy distinto a lo que ahora estaba viendo:
contaba con el mal gusto, con que se mezclara, sin ningún estilo, el verdadero arte
popular con la cursilería, contaba con discursos inaugurales de estúpidos oradores, sí,
contaba con lo peor, con la exageración y la falsedad, pero no contaba con lo que,
desde el comienzo, estaba dejando una marca implacable en todo este festejo, no
contaba con esta triste y casi conmovedora penuria; estaba presente en todo: en los
escasos kioscos, en el público escaso pero completamente indisciplinado y disperso,
en la pugna entre el tráfico diario corriente y la ceremonia anacrónica, en los caballos
que se espantaban, en los altavoces vociferantes que con maquinal inercia lanzaban al
aire dos canciones populares siempre iguales, de modo que (junto con el estruendo de
las motocicletas) hacían inaudibles los versos que los jóvenes jinetes recitaban con
las venas del cuello hinchadas. Tiré el vaso en el que había bebido la leche y la
Cabalgata de los Reyes, que ya se había presentado suficientemente al público
reunido en la plaza del pueblo, inició su recorrido por la aldea, que duraría varias
horas. Yo conocía bien todo aquello, como que hace ya tiempo, el último año antes
del fin de la guerra, había ido vestido de paje (vestido con un atuendo de gala de
mujer y con el sable en la mano) acompañando a Jaroslav, que hacía aquel año de rey.
No tenía ganas de enternecerme con aquellos recuerdos pero (como si la penuria de la
ceremonia me dejase desarmado) tampoco tenía intención de rechazar por la fuerza la
imagen que me brindaba; fui siguiendo lentamente al grupo de jinetes que ahora se
habían extendido a lo ancho; en el medio de la carretera se apiñaban tres jinetes: en el